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LA MÁQUINA DE ESTAR.

Proyecto de cuentos de la
convocatoria Apoyarte 2
Magdiel Torres Magaña
La última isla

Le dije a Bañuelos que me acompañara lejos de la fiesta. Estaba buscando el árbol que
crece al revés, extendiendo sus raíces hacía el cielo. Bañuelos no puso reparos, a pesar de
eso significaba irse de la fiesta en donde él era el centro de atención. Estábamos festejando
la obtención del título del campeonato interno de Futbol y dos de sus goles sirvieron para
ganar la final. Yo recodaba más bien que habíamos perdido el partido y que, a pesar de la
derrota, el subcampeonato había sido en realidad una hazaña. Nadie creía que nuestro
equipo, menospreciado y hasta humillado en campeonatos pasados, llegara tan lejos. Pero
ahí nosotros habíamos ganado el campeonato. Solo correspondía con la realidad hasta
entonces sabida por mí, la importancia que tuvo Bañuelos en obtención del título. Al ser
zurdo natural jugó a perfil cambiado, lo que nos trajo buenos dividendos.

El árbol que buscábamos no era exactamente como lo había imaginado en la vigilia, con las
raíces hacia el exterior. Más bien era un árbol común. Distinguido, sin embargo, por crecer
no en tierra firma y fértil, sino en una azotea de uno de los salones de la escuela. Bañuelos
me dijo que a partir de ahí yo tenía que seguir solo y regresó a la fiesta. Me lamenté de no
dejar lo del árbol para después y regresar yo mismo a la celebración. Sabía que podía tener
a mujeres a placer, pero aquella satisfacción ya la había tenido en viajes anteriores y ahora
ese árbol era mi obsesión.

Hace algunos días había escrito que en la raíces de los árboles un alado corazón volaba
hacia el centro de la Tierra. Ahora quería ver con mis propios ojos aquella fascinación.
Trepé al árbol y, sin percibirlo, las ramas se habían convertido en raíces y yo no subía, sino
que bajaba hacia un sótano oscuro. Ahí, después de bajar de las raíces, pude encontrar
algunos objetos personales guardados en cajas. Algunos de ellos eran cosas que no
recordaba que me habían pertenecido.

Dejé las cosas en su sitio y salí del sótano a la calle. Como no había subido nuevamente
supe que la calle pertenecía al sótano mismo. Es decir, que el sótano lo era para mí, pero no
para la consciencia de aquella calle. Al caminar, las ventanas cerradas de sus edificios me
veían pasar. Pronto pude llegar a la casa de los bisabuelos, pero nadie había que pudiera
atenderme. En el patio de la casa vi las huellas dejadas por las carretas. En ellas, como si
fueran las líneas de una mano, pude leer que la vida y la muerte convivían, una encima de
otra. Me consoló saber que no era un extraño en aquel espacio.

Salí de ahí y caminé sin destino fijo hasta que me encontré con mi casa. Ya era noche.
Había planeado quedarme hasta tarde corrigiendo un poemario que pensaba mandar a
concurso. Me había comprado para pasar la noche una botella de mezcal. Mientras abría la
puerta saboreaba ya en la garganta el sabor a tierra mojada de ese trago de Puruándiro.
Tenía la euforia de saber que aquellos poemas que corregía eran los mejores que había
escrito en mi vida. Toda la jornada laboral y negarme a salir con los compañeros de la
redacción valían la pena por uno solo de esos versos.

Sin embargo, cuando abría la puerta una mujer de cierta edad, que llevaba consigo a un
grupo de niños, seguramente sus hijos, apareció. Preguntó por don Basilio, mi casero, quien
vivía en la parte baja de la casa. Antes de que pudiera decirle que esperara, que ya le
hablaba, apareció don Basilio. Al ver a la mujer la corrió con malas maneras. Don Basilio
entró nuevamente a la casa y me dejó con la mujer en la calle. Yo conservaba aún la puerta
abierta y dejé entrar a la mujer que ya empezaba a provocarme una reacción erótica.

La mujer accedió a entrar conmigo a la casa y subimos al segundo piso, que era realmente
el espacio que yo rentaba del edificio. Ya dentro le dije que podía quedarse a cambio de
sexo. Su rostro hizo un rictus que definía la presencia de una sorpresa fingida. Sin duda
había advertido desde un principio que si la dejaba entrar a ese lugar contraviniendo la
voluntad del casero tendría que pagar con sexo. Ya me había parecido que desde que le
propuse que entrara a escondidas me había lanzado una mirada lasciva. La sorpresa fingida
era ante todo una convención con la que ella se mostraba más víctima de una extorsión. No
la oferente de un servicio.

Dejamos a los chicos en la sala y pasamos a mi habitación. La mujer llevaba puesto un


vestido rojo, deslucido y anacrónico. Ella era en realidad más vieja de lo que aparentaba su
curvilíneo cuerpo. Sus besos parecían ejecutar los movimientos de un manual, lo que me
comprobó definitivamente de que se trataba de una prostituta.
La tomé de las caderas mientras besaba su cuello oloroso a un perfume que me recordó a
una antigua novia del liceo. Ella empezó a jadear o, más bien, a simular jadeos. A fingir
una excitación que no tenía o, al menos, que no tenía a un nivel superlativo como quería
aparentar. Mientras lamía su cuerpo ella acarició mi pene por encima de mi pantalón, lo
frotaba rabiosamente, como si buscara que eyaculara ahí mismo. Yo comprobé la redondez
de sus caderas. No eran firmes, por supuesto, pero algo de esas carnes suaves y matizadas
por el tiempo me excitaba. Acaso mis manos palpaban la experiencia que guardaban su
interior.

La mujer me bajó los pantalones, bajó y se llevó mi pene a su boca. Me tomó con la mano y
me succionaba mientras también me masturbaba. El trabajo que hacía era en verdad
satisfactorio. Yo me senté en la cama y dejé que continuara con su boca. Mientras, subía su
vestido por encima de sus caderas y veía la redondez de sus nalgas. Llevaba puesto una
pantaleta roja. Metí mi mano dentro de su ropa interior y acaricié sus nalgas. Busqué
penetrarla con el dedo a la vez que la empuja hacia mí para que su boca tragara todo mi
pene. No me sorprendió que pudiera engullirlo todo y no dejó de excitarme a tal punto que
con cierta violencia la aparté de mí. La subí a la cama y la penetré a gatas.

Al recibirme, la mujer lanzó un quejido que también supe fingido, pero yo no estaba por
recriminarle su falta de arte. Me entretuve en desnudarla mientras la penetraba. Toqué sus
senos semicaídos. Danzaban al ritmo del golpe de mis caderas. También le abrí el ano con
mi dedo pulgar, preparándolo para lo que habría de venir. Entonces empecé a notar que sus
quejidos ya no eran fingidos, sino provocados por un placer o un dolor reales. Fue entonces,
acaso por la presencia de lo que yo creía real, que me di cuenta de la trampa. Había vuelto a
caer en aquello que había tratado de evitar al no acudir a la celebración de la obtención del
campeonato. Por otro lado, el ano de la mujer estaba listo para ser penetrado. Tenía que
decidirme por continuar o renunciar al placer de ese poder abierto frente a mí.

Me decidí por salir de aquel lugar. En las dos acepciones: la vagina de la mujer y la casa de
don Basilio. Me di cuenta que esta era en realidad el recuerdo que tenía de esa casa cuando
yo vivía en ella. Recordé que don Basilio estaba ya muerto desde hace años y que aquella
mujer, acaso un asunto de su pasado, seguramente estaba muerta también.
Traté de recordar mis pasos, pero estaba cansado. Había invertido mucha energía en
recobrar la consciencia de que yo ya no era aquel que vivía en aquella casa. Que aquel
mezcal ya me lo había bebido y que aquel libro ya estaba escrito, publicado y agotado. Salí
nuevamente a la calle, llovía. Me supe en el interior de un fuego que no quema, el
sonsonete de la lluvia no era otra cosa el crepitar de ese fuego. La lluvia, por supuesto, no
era consciente de eso. Como la anciana que, afuera de ese fuego, podía ver tejer sin
percatarse de mi existencia dentro de la hoguera. Hice un esfuerzo para ver más allá de la
anciana. Visualicé en el patio a un trompo que seguía dando vueltas mientras esperaba que
yo, siendo el niño que fui, lo recogiera.

Le di la espalda a la imagen y traté de encontrar el camino de regreso, pero delante de mis


pasos los caminos serpenteaban así. Decidí por sentarme al cobijo de un almendro mientras
esperaba alguna carreta que me llevara a alguna parte. Y el árbol me dijo, déjame besarte
las llagas.
Erdosain I
Erdosain caminaba rumbo al sur. Después de haber dejado atrás la noche y el bosque se
encontró con el largo y árido lomo del desierto. Ahí estaba Caín, se había descalzado una
sandalia derruida y la observaba detenidamente antes de repararla. Erdosain lo vio sentado
en una piedra, a la distancia, en lo suyo, como si el sol candente en lo alto no le importara.
Erdosain saludó y Caín parecía no tener palabra. Anselmo no hizo caso y se sentó en otra
piedra, frente al viejo caminante que no tuvo en cuenta a su nuevo visitante enfrascado en
la lucha por mejorar su calzado. Erdosain, por su parte, observó el desierto, un pedazo de
tierra que parecía no tener fin. Ensimismado, fue sorprendido por las palabras de Cain. –
Esos zapatos no le ayudarán mucho en el desierto, le dijo a Erdosain, señalándole los pies.
Después se calzó su sandalia recién zurcida y se puso de pie para partir. Anselmo lo vio
marcharse hasta perderse entre las dunas del desierto y antes de que el propio Erdosain
emprendiera el viaje, tuvo tiempo para entender por qué el antiguo viajante no le preguntó
sobre el trozo de madera en el pecho, una sombra como él seguramente había visto cosas
peores. También entendió el argentino que era un ejercicio inútil preguntarle a aquel
hombre por el camino a casa.
El día en que el dildo eyaculó
Le dije que la chupara o la lamiera como paleta. Así lo hizo. Primero le dio un lengüetazo,
luego la chupo tímidamente. Al poco rato ya la había humedecido toda y la llevaba a la
boca con alegría, la chupaba y le enroscaba la lengua. Para ella no había nada de
extraordinario en ello, era una niña de ocho años y ni siquiera le importó saber que el
caramelo no parecía acabarse nunca. Yo sí acabé, como de costumbre y ella recibió la leche
sabor vainilla que exhaló por los poros el extraordinario aparato.

No se lo esperaba, el chorro la tomó por sorpresa, pero se río y se deleitó. Chupó con mayor
ahínco. Yo sentí estertores que ella no pudo visualizar porque yo me había puesto bien a
resguardo y porque ella estaba muy entretenida en disfrutar su experiencia. Al poco rato le
pedí que parara, que era suficiente. Ella, en cambio, quería más.

Por lo general siempre piden más, pero me limité a decirle que en otra ocasión podía venir a
comer el caramelo. Fue entonces que cayó en cuenta que el aparato no se había agotado y
me preguntó si la paleta no se acababa nunca. Le dije que el sabor sí, como un chicle. Que
la tiraría y luego le daría otra. Se fue contenta. Sin saber, como las otras.

El aparato era sin duda el gran invento revolucionario del sexo. Cuando hace 20 años
inventaron el programa de realidad virtual con escenas sexuales la industria del porno dio
un giro e incrementó sus ganancias ya de por sí elevadas. Al poco tiempo, un grupo de
académicos empleó el programa en una investigación que se preguntaba si la realidad
virtual podría disminuir los crímenes sexuales. Los resultados fueron positivos. El
experimento se replicó en muchas partes del mundo con buenas experiencias, hasta que un
gobierno decidió implantarlo como parte de un programa de reinserción social y se
comprobó que hubo una reducción considerable de violencia sexual. Fue el boom de este
tipo de programas.

Por ese entonces fue que un grupo de amigos y yo fabricamos el Dulce sensible. Un Dildo
de sabor que alguien pudiera lamer y chupar como paleta, a la distancia, y otro, el receptor,
sentir el placer en su pene. El procedimiento era simple, el dildo tenía terminaciones
nerviosas, creado con un avanzado sistema de nanotecnología. El receptor sólo debía
colocarse el chip detrás de la oreja. Era como recibir un piquete. Se sentía al principio un
pequeño dolor, pero nada que no pudiera soportarse. El aparato fue nuestra obra maestra.
Ganamos tanto dinero como nunca creí que ganaría en la vida. El Dildo se vendía en las
tiendas eróticas para las parejas que por diversas situaciones tenían que separarse y por
supuesto, revolucionó el sexo a distancia. Después vino la pandemia que nos recluyó a
todos en casa y bueno, pueden imaginarse el resto.

Creo que el problema fue cuando los tres que creamos el famoso Dulce sensible nos
enfrentamos a las ganancias exorbitantes que nos dejó nuestro invento. De los tres que
creamos el aparato uno tenía la ambiciosa idea de empezar a crear otros aparatos eróticos:
vagina, ano, labios y, más adelante, una muñeca sensible completa. La idea, como negocio,
parecía viable en el papel. Se trataba de invertir las ganancias del dildo en la creación de la
vagina y las ganancias de ésta en la elaboración de los demás productos. Había que
contratar personal, crecer como empresa hasta niveles que yo, en lo personal, no estaba
muy convencido de seguir. No me veía en el futuro en la industria erótica, deseaba crear
nuevas tecnologías, pero mi anhelo era, ¿cómo decirlo?, más humanista.

Otro de mis compañeros también era de mi opinión, no tanto por un asunto ético o
trascendental, como yo definía por entonces mis argumentos, sino porque aunque parecía
que el negocio, en teoría, parecía viable, en el práctica de la construcción de la tecnología
era una idea muy ambiciosa. No estaba seguro si la tecnología sería suficiente para sostener
el proyecto de negocio: crear toda una muñeca parecía una tarea titánica, propia de las
grandes corporaciones y no de unos recién graduados, como éramos nosotros por entonces.

Lo discutimos. Nuestro compañero, el de la idea del gran negocio, nos recriminó nuestra
falta de visión, de entrega y hasta nos tachó de timoratos. Lo dijo suavemente, sin
ofendernos. Yo, por mi parte, argumenté que no le tenía miedo al desafío, pero que mis
intenciones eran otras y juzgué a mi compañero como un hombre que pensaba más como
empresario que como científico. El tercero de los otros sólo se limitó a decir que dudaba de
los alcances tecnológicos y a los recursos a los que teníamos acceso, tanto en capital, como
en talento humano. No se trataba, explicó, de contratar obreros, sino de encontrar a
verdaderos talentos que, muy probablemente, también estaban buscando las grandes
corporaciones. En todo caso, concluimos aquella vez, había que pensarlo dos veces.
Recuerdo que fue una noche de otoño cuando discutimos esta probabilidad de extender
nuestro mercado. Había caído una lluvia ligera y en el ambiente se respiraba un olor a hojas
pisoteadas por los transeúntes y una humedad inusual. Me fui a casa, contrariado, sin saber
qué pensar, pero con la secreta certeza de que nuestra sociedad había llegado a su fin. Todo
eso me parecía de lo más sano, nos había hecho ricos y nuestro invento nos seguiría dando
beneficios económicos. Empecé a sentirme como el apostador que tiene la epifanía exacta
de cuándo debe levantarse de la mesa y recoger lo ganado, antes de perderlo todo. Pero en
realidad fue lo contrario.

Al día siguiente, poco antes del atardecer, Pedro me llamó para que habláramos del asunto
del aparato. Le pregunté si estaría también Federico en la reunión y me dijo que no. Yo
estaba un poco inquieto con eso. Vernos los dos parecía como si estuviéramos haciendo
causa común contra Federico, sobre todo porque éramos nosotros dos los que no
deseábamos continuar la aventura del negocio que nos había propuesto Federico. Pero
decidí ir de todas formas y plantearle a Pedro que en adelante las decisiones las tomaríamos
en conjunto, al fin de cuentas, la sociedad estaba a punto de desintegrarse, a mi modo de
ver, y lo mejor sería que fuera una desintegración amistosa.

Pero lo que Pedro me enseñó esa tarde nada tenía que ver con las aspiraciones
empresariales y capitalistas de Federico, tampoco con las mías de regresar a la academia y a
la investigación. Pedro había tomado un tercer camino.

Pedro me había citado aquella tarde para mostrarme una versión alternativa de nuestro
experimento. Se trata de una paleta alarga, famosa entre los niños, que había sido
intervenida de la misma manera que nuestro dildo. No sentí repulsión al principio, pues
pensaba todavía en clientes adultos y conscientes de los juguetes eróticos que compraban.
Pero pude advertir la polémica, la censura y se lo hice saber a Pedro.

Pedro no le dio importancia a mis advertencias, entendí que no pensaba comercializar el


aparato que, además, también ‘eyaculaba’, pues la paleta despedía un líquido con sabor.
Este último elemento era en verdad lo novedoso del aparato de Pedro, el adelanto
tecnológico, aquello que lo ponía por encima de nuestro invento.
Fue entonces que supuse la perversidad del objeto. Es increíblemente triste cómo actúa uno
ante una injusticia o ante un criminal. Recuerdo que cierta tarde, mientras caminaba por el
parque, observé como un tipo metía su mano entre la pierna de una niña. El tipo se sintió
observado y retiró de inmediato su mano. Aquella niña era su hija o su sobrina o algún
familiar, pues seguí observando la escena y me pareció que había algo de familiaridad ahí.
No supe cómo actuar. Me sentí impedido de recriminarle algo, sentí que seguramente había
observado mal y que aquello que vi no había sido más que una caricia fraternal o algún
movimiento involuntario y si reclamaba yo iba a quedar como pervertido por considerar
una acción normal como algo anormal. Sentí que el malvado era yo. Con el tiempo, concluí
que la autocensura del tipo al sentir observado era en realidad el signo de su maldad y yo
había dejado escapar la oportunidad de hacer un cambio en la vida de esa niña.

Pero esa tarde con Pedro volví a ser el tipo cobarde del parque. No quise ver el movimiento
involuntario de Pedro cuando se sintió intimidado por mi recelo. No pensaba comercializar
el aparato, la paleta caramelizada y sensible, no pensaba tampoco seguir con el negocio que
nos proponía Federico. Se visualizaba explorando una fuente inagotable de placer
travesando los límites éticos y morales. Pero yo no quise ver nada de eso. No lo alenté, pero
tampoco lo censuré. Vi hacia otro lado, quise creer que no había previsto lo que en realidad
estaba pasando. Pedro era padre de dos niñas.

Y digo era porque cuando se rajó las venas dejó de serlo. Al funeral fuimos Federico y yo.
Pude ver en la cara de su mujer un atisbo de alivio momentáneo y en él, al fondo, una culpa
compartida que, sin embargo, en ella era infinitamente mayor.

Pedro se suicidó poco después de su confesión y con su muerte Federico y yo disolvimos la


sociedad. Él continuó con sus ideas y, a pesar de algunos altibajos, se puede decir que llevó
a buen puerto su cometido. Yo también me sentí aliviado de no ser yo quien pusiera fin a la
empresa que ya no me interesaba. Seguía cegado con la idea de volver a la academia y ser
reconocido como un científico serio y no un fabricante de productos eróticos. Estaba
obsesionado sobre cómo había logrado Pedro crear su aparato. Esa noche del funeral,
mientras todos estaban en lo suyo, pude ingresar al estudio de Pedro y robar su invento.
No contaré aquí los pormenores técnicos del aparato, baste decir que lo probé y funciona.
Probé al principio con interés científico, con curiosidad malsana, pero me quedé en el
perverso placer de saber que se corrompe algo.

Aquella tarde en que Pedro me enseñó su invento supe, sin comprenderlo en ese momento,
que la ambición para que fructifique debe depositarse en una fuente inagotable. Había
creído que mis aspiraciones eran más nobles que las de Federico. Creí que las de Pedro
también lo eran porque supuse que eran las mismas que las mías. Pero mi ambición de
conocimiento no era menos perversa. Más aún, ni siquiera era original, pues fue la misma
que perdió al doctor Fausto. Pude comprender la ambición de Pedro cuando yo mismo la
experimenté y así como él se supo perdido el día en que se vacío las venas yo también me
sé situado en un punto sin retorno. Ahora todo el tiempo estoy vaciándome de mí
inoculando mi alma de imágenes turbias que algún día habrán de venir para llevarme a los
infiernos.
Erdosain II
“Eso que usted pretende es peligroso, amigo”, le dijo el manco a Erdosain y después
ambos personajes se quedaron callados por largo tiempo. Erdosain, viendo el brazo ausente
de su interlocutor se preguntaba cómo la había hecho ese español para subir a aquel
peñasco en donde se encontraban.

“En Argel vi heridas terribles, pero ninguna como esa”, dijo el manco apuntando el pecho
de Erdosain. “No es una herida”, contestó el argentino y después se volvió a quedar callado
contemplando el mar.

Después de un silencio sin tiempo, el español se incorporó y antes de irse le dijo al


argentino. “A mí me costó venderle mi brazo al diablo y aunque él cumplió con su parte, yo
jamás volví a ser el mismo. Eso que usted pretende es peligroso, pero si se ha decidido sólo
me queda desearle suerte”.

“¿Cómo se llamaba ese demonio?” le alcanzó a gritar Erdosain al ibérico cuando todavía la
figura tambaleante de este no se perdía en la distancia. “¡Hamete Benengeli!”, contestó
Cervantes sin voltear.
El faro
El día en que me dijeron que muy probablemente me había contagiado por COVID-19 y
que debía guardarme por 15 días en mi casa me decidí olvidarme de ti para siempre. Antes
de recluirme fui a comprarme un árbol de navidad. Pude conseguirlo a pesar de que aún era
octubre y los adornos de Noche de Muertos estaban por doquier. La dependiente no
entendió que no era la Navidad lo que me interesaba. Nadie entendió, de hecho, que mi
árbol era un faro. Un instrumento para volvieras a mí cuando te cansaras de seguir
naufragando fuere mi costas y de mi alma.

Pero en algún momento de mi cuarentena entendí que mi faro no sólo podía hacer que
volvieras. Así como los faros no están puestos ahí para ayudar a una embarcación
particular, sino para cualquier navío que se acerca peligrosamente a los peñascos, entendí
que aquel faro podía incluso traer mi salud y, con ella, la salud para toda la humanidad.

Lo que hice de inmediato fue colocarlo cerca de la ventana para que alumbrara hacia
afuera. A veces veía cómo la gente pasaba y lanzaba una mirada entre intrigada y ofendida.
Era el único árbol de Navidad activo en toda la cuadra, quizá en toda la ciudad.

Después pensé que, si el árbol lograba su primer cometido, es decir, atraerte a ti, yo tendría
que rechazarte, pues estaba en cuarentena. Si llamabas para llegar a casa o te aparecías de
improvisto como a veces lo hacías, hubiera tenido que decirte que te fueras.

Pero tú nunca llamaste.

Caí en cuenta que los faros no sirven para atraer embarcaciones, sino para advertirles del
peligro. Un cuidador de un faro no tiene amigos, los ahuyenta. Un faro lanza gritos
luminosos de despedida. Un faro es en realidad el verdadero naufragio.

También supe que la cura no volvería con mi árbol encendido, que no había más cura que la
que me habían recetado: aislamiento, estar en mí hasta enloquecerme. Supe que un árbol de
Navidad, cuando se enciende sin ser Navidad es ridículo y, más aún, que no hay nada más
ridículo que un árbol encendido como una selva en llamas disminuida al lugar más común y
ofensivo.
Entonces fue que me decidí largarme de la ciudad. Tomé lo que pudiera caberme en una
mochila al hombro y decidí irme lejos. Lejos de mi casa y de ese árbol maldito, lejos de
todos los faros del mundo que anuncian los peligros; lejos, en fin, de las certidumbres que
tanta daño me habían hecho y curado al fin de la COVID, pero no de ti.

II

Y entonces sí me dediqué a olvidarte. Me subí a un camión de ruta para mí desconocida y


me fui a caminar una ciudad diferente por si me volvía a encontrar a Pepe, hace años
perdidos en ese juego temerario.

Y no me fui lejos, o mejor dicho, no me llevó muy lejos aquella ruta de transporte
colectivo. Una plaza, parecida a todas las plazas de barrios escondidos que conozco, se me
acercó a dos cuadras de caminar sin rumbo. Ahí unos niños jugaban fútbol en una cancha
de básquetbol y no muy lejos una pareja jugaba a la eternidad. Se besaban, se tocaban no sé
qué partes misteriosas del cuerpo que provocaban la risa y se contaban las cosas que
seguramente se cuentan los inmortales. Pensé en la tía Julia y en sus vacas.

Y pensé en ti. Contrario a mi voluntad, me dediqué a mirarlos y pensé en ti. Lo que pasó
entonces no sé cómo contarlo. Encontrarme con Pepe pocos días después de tu partida me
parece más bien un juego siniestro del que soy apenas un simple ficha.

Cuando la pareja pareció sorprendida por esta mirada de libidinoso que a veces poseo, me
paré y me largué hacía donde mis piernas no sabían dónde. Dos cuadras después la canción
que tanto escuchaba la tía Julia de Los Freddys: “Me fui muy lejos para ver si acaso me
olvidaba de lo mucho que te amé”, salía de una ventana.

Ni tan lejos, pensé. Pero más allá de esa calle, de esa casa, de esa ventana, se extendía el
cerro inhóspito y aquello que tenía no era como para irse tan lejos. Además de pequeño
siempre me estremecía cuando en el rancho pisaba las cacas de las vacas de la tía Julia, y
esos caballos parecían no tener pañales.

Decidí regresar y la canción de Los Freddys se perdió como en esas películas cursis que me
obligabas a ver. Atrás quedaba el inicio del cerro con esos caballos de nadie y el barrio que
a esas horas no me pareció tan desconocido porque ya con tantos días de faltar al trabajo
había recorrido tantas calles marginadas de la ciudad que la única sorpresa que reinaba en
mí era la incapacidad del olvido.

Ese fragmento de canción fue el elemento que desencadenó pensar en largarme lejos, no a
otro barrio, a otra ciudad o a otro país, sino verdaderamente lejos. En casa, consciente que
del trabajo ya no se podía esperar nada, de saberte distante desde hace días con un tipo de
barbas iracundas y de no tener otra opción más que escribir, me decidí por no recetarme
tiempo, ni olvido, ni tomar el primer camión a donde sea. Me dediqué a esperar la mañana
para salir a la plaza a ver cómo se llenaban de turistas los cafés de los portales, me
empeciné a inventarme un juego, como me lo recomendó Pepe, sabedor de todas las
tristezas del mundo.

III

No sabía de trampas, no sabía de mujeres que te dejan por un amigo, ni de las que te dejan
por cualquiera, ni de las que se van sin explicación, ni de las que se sospecha que se irán.
No sabía de esos malestares. Para él eso que le platicaba era una linda historia para dormir a
los niños.

Pepe dejó de ser él mismo para convertirse en el hombre que recorría las calles de la ciudad
con la misma pasión con la que mi lengua recorría las nalgas de Viridiana y quizás por eso
aceptó que yo le contara sobre el día en que ella y Feliciano se largaron juntos.

Pero para él mi historia no era funesta ni triste. Para tristeza la suya que un día le obligó a
recorrer las calles de la ciudad para estudiar sus casas y las personas que en ellas viven.
Para pensar en la arquitectura de esos barrios lánguidos que están ahí sin más.

Lo encontré en la última vuelta que realizaba la ruta 18. Estaba sentado cerca de la ventana
y veía como distraído los faroles que corrían rápido en dirección contraria a la ruta del
autobús.

No le dije nada cuando me senté a su lado. Me preguntó la hora y me dijo que qué me había
hecho. Pero no fue en ese momento cuando le solté todo lo que Viridiana me hizo, porque
no quería hablar de mi tragedia en un urbano y porque todo lo que Viridiana hizo fue
abandonarme.

Nunca fue eufórico en ese reencuentro a pesar de que fuimos grandes amigos en la infancia
y teníamos años sin vernos. Yo tampoco lo fui a pesar de que Pepe fue para mí una especie
de héroe, a pesar de que llevaba días buscándolo.

Sabía que mi búsqueda no duraría tanto, intuía que Pepe se había convertido en vagabundo
y que no había salido de la ciudad. Cuando le contaba a Viridiana sobre que algún día
saldría buscar a mi amigo, ella creía que duraría años, pero lo cierto es que siempre tuvo la
sospecha de que no existía.

En un bar me platicó sus andanzas. Aquel tipo no había abandonado la ciudad porque esta
crecía de una manera que yo, casado siempre con las mismas rutas y las mismas
direcciones, no sospechaba. La urbe era un animal que se desarrollaba a lo largo y a lo
ancho, me decía, y me sorprendió saber que al sur, por ejemplo, le había crecido otro río.

Así el hombre hablaba y hablaba de una disposición urbana cada vez más poblada, llena de
plazas por todas partes, de bodegas y grandes tiendas, de estadios y jardines, de edificios y
estatuas diferentes. Todas estructuras irrepetibles. Esa flora diversa le seguía apasionando.
Sus estudios cada vez le exigían mayor dedicación.

Casi no bebió, no solo porque de borracho tenía poco, sino porque hablaba mucho. Solo
bebía para refrescar la garganta y continuar. Del otro lado de la mesa donde nos servían y
servían cervezas yo escuchaba entusiasmado.

Para mí fue como si ese hombre no se hubiera perdido tantos años y supongo que para él
fue grato tenerme de compañía y platicar de lo que, intuyo, pocos entienden. Porque yo, sin
ese gusto por lo diverso, sé lo que es apasionarse, aunque en mi caso se trate de una
cotidianidad: de la simpleza de querer a una mujer.

Sobre Viridiana poco dijo. Yo, que ya para ese entonces andaba borracho, dije mucho.
Hablé de ella, de Feliciano, de mí, todo un triángulo amoroso, y de la ausencia de una carta
en la habitación que explicara esa huida súbita.
Hace tiempo llegué a creer que me inventé a Pepe en un juego de infancia. Por eso decidí
buscarlo, para comprobarme que no era un juego y para comprobárselo a Viridiana, que no
lo creía. Eso le dije y sonrió.

El hombre que bebía conmigo era tan real como Feliciano que se llevó a una mujer tan,
para mi desgracia, real como Viridiana. Pero el tema de la realidad no era algo que
obsesionara a Pepe. Él tenía acuestas una tristeza desde hace tiempo, desde antes de que su
ciencia iniciara como un juego. Le pregunté por su tristeza, pero no sabía qué era. Solo
sabía que una vez que se dedicó de tiempo completo a estudiar la ciudad, su tristeza tenía
una razón de ser y eso le basta para existir.

Yo creí seriamente que aquello de perderse por la ciudad, algo que inició como un juego, se
convirtió un día en una obsesión para terminar en toda una ciencia. Él me desengañó, el
juego nunca terminó y me sugirió, con esa forma enigmática de hablar, que me inventara
mi propio juego porque, aunque la ciudad era muy grande para el estudio de un solo
hombre, él era una persona solitaria y no quería compañía.

Pepe, sin embargo, esa noche disfrutó de tenerme a su lado. Le fascinó oír las conclusiones
a las que había llegado después de un par de mañanas en las que veía llenarse de turistas los
cafés de los portales, una manía que adopté cuando ella me dejó.

Cuando le hablaba de las vacas de tía Julia, de la destreza de Viridiana con la palabra y de
que quería escribir sobre eso, él sonrió como quien se cuenta a sí mismo un secreto, me dio
unas palmadas y se largó. Su imagen cruzando el umbral del aquel bar ha sido lo más
parecido a un puñetazo en la cara.

IV

Me contó sobre su raro placer una tarde cualquiera en la que hablamos de fútbol y
videojuegos. Pepe y yo tendríamos unos trece años y habíamos afincado una amistad
basada en la confesión de secretos mutuos.
Pepe me dijo que era cuestión de subirse al transporte urbano con destino desconocido,
hacia esas colonias que existen más allá de las direcciones que por lo regular se conocen.
Se trataba de buscar en los letreros que indican la ruta, esos nombres que solo son una
referencia, llegar a la última parada y bajarse para explorar esos rostros, esas casas y esas
calles por primera vez.

Yo no entendí mucho esa rara afición, esa manera de buscar placer. Pero Pepe no era el
único, al menos me comentaba que lo hacía regularmente con sus amigos de barrio. Para mí
era mejor salir a la calle a patear un balón.

Pero para Pepe ese placer no tenía punto de comparación. Podía pasar horas describiendo
una casa de balcones floridos y nutridas escuelas de niños negros de tierra, calles
polvorientas más propias de las rancherías que de la ciudad a la que estábamos
acostumbramos. Podía hablar y hablar de tantas caminatas como de tardes de fútbol.

Ese placer dejó de ser colectivo para volverse en una obsesión particular. Pepe se convirtió
en un andador de calles, descubridor de plazas, agrimensor de miles banquetas, expertos en
ventanas, coleccionista de balcones.

Para cuando yo me di cuenta de la magnitud de esa pasión se me ocurrió recomendarle


viajar, agarrar la mochila y largarse por ahí. Primero a los sitios más cercanos para
alimentar esos ojos voraces y después, si el hambre persistía, largarse definitivamente como
esos personajes de las novelas de aventuras. Pero Pepe tenía otras necesidades.

La ciudad poseía diversas maneras de cautivarlo. No sabe cómo, me confesó cierto día, se
subió a un urbano cuando era niño. En aquella ocasión el pequeño Pepe se internaba por
primera vez en ese mundo de tomar camiones para llegar más allá de la tienda de la
esquina. Como suele suceder en esos casos, se perdió en uno de tantos barrios que esconde
la mancha urbana.

La excitación superó al miedo en el instante mismo en que empezó a caminar para


descubrirse un hombre solo en medio de las tantas caras distintas, un explorador de un
territorio inhóspito, poblado de humanos tan distintos a sus padres y a sus vecinos.
Entonces empezó el juego del conquistador y llegó a una plaza y la declaró suya en
silencio, para que nadie creyera que estaba loco. Llegó a una tienda y la declaró suya en
nombre de la Leticia, que se sentaba frente a él en la clase, porque no tenía Reina ni nada
semejante como había escuchado en las clases de historia.

Ese fue el génesis. Después vino explicar su experiencia y compartirla con los amigos, que
para eso tiene amigos uno ¿no? (me preguntó y yo, claro, le dije que sí). Ese era el Pepe
que, como yo era su amigo, me contó sobre su raro placer una tarde cualquiera en la que
hablamos de fútbol y videojuegos.

Pero después de que los amigos (los de su barrio porque yo nunca lo acompañé en esas
raras expediciones) se cansaron de aquel juego, Pepe se dedicó ser un explorador solitario.
Cuando ya no le quedaron sitios qué explorar y experimentar un orgasmo primigenio, se
decidió por ser el Humboldt de la ciudad.

Se dedicó a estudiar a la gente de las calles que más le gustaban, no como sociólogo ni
psicólogo, sino como un cazador que se presta al misterio de la vida y de sus seres
extraordinarios. Así parecía adivinar la aflicción de ese viejo que sacaba a la calle una silla
a las seis de la tarde, los pensamientos de la secretaria que salía de casa a las cuatro para
volver la oficina, la cama en que dormía tras ese balcón otra mujer que tuvo el mismo
efecto que Leticia, años atrás, primera monarca de aquella aventura.

Pepe se perdió con el tiempo. Mi mamá me lo dijo cierto día. Yo lo había visto semanas
atrás con sus obsesiones, como siempre. En el barrio se empezó a rumorar que lo habían
secuestrado, que lo mataron y vendieron sus órganos. Dijeron que se cansó de las calles y
se fue a buscar otras, que por fin tuvo el valor de robarse a la chica esa que dormía detrás
de aquel balcón que tan bien conocía. Yo creí por entonces que simplemente no regresó a
su casa y que se convirtió en uno de esos tantos indigentes. Un hombre de su ciencia no
podía separase por tanto tiempo de su objeto de estudio. Solo esperaba que no se hubiera
muerto en las primeras heladas o arrollado por un automóvil cualquiera. Solía ser muy
despistado.

V
No me dijo nada. No me dejó una carta en el buró, ni me llamó por teléfono de alguna
caseta en el camino, mientras él la esperaba con el motor encendido. Me lo dijo su
hermano. A él sí le habló (sospecho que de alguna caseta a la orilla del camino, mientras él
la esperaba con el motor encendido).

Fue corta de palabras, según me dijo el hermano llorando. Sospecho que esperaba frases de
aliento de mi parte, pero yo no estaba en ánimos de darlas. Del otro lado del teléfono yo
escuchaba la noticia. Su hermano estaba como se dice desecho, era su única hermana y su
padre y madre habían muerto algunos años atrás.

Dejó a su hermano huérfano, pero yo no podía decirle nada porque ahí con el teléfono entre
el oído y la boca lo único que sabía era que ese hombre nunca fue mi aliado, ni amigo, ni
nada. Solo el hermano de Viridiana.

Viridiana me escribió un correo electrónico, con más palabras de las que dedicó a su
hermano por teléfono, dos días después de haberse largado con Feliciano. Al día siguiente
de leer su mensaje fui al médico. Me diagnosticaron coronavirus y me impusieron
cuarentena. Compré un árbol de Navidad y lo encendí en la ventana, de cara a la calle.

Cuando leí su carta (un montón de argumentos que, aunque nunca me había pasado algo
semejante, sospecho que son los mismos argumentos de quien se larga con otro) me di
cuenta de que debía construir un faro, un faro simbólico y minúsculo, portador de la salud
del mundo. Después desistí y me curé del COVID-19 pero no de ella y me salí ver cómo se
llenaban de comensales los cafés de la ciudad.

Ver llenarse de gente los cafés de los portales tenía sus ventajas, porque existían mujeres
igualmente bellas a Viridiana con sus parejas que parecían buenos hombres, como yo.
Entonces podía distinguir cuál de ellas se largaría o, al menos, sería susceptible a largarse
con otro, como Viridiana. Lo pude distinguir en sus ojos, a pesar del cubrebocas o quizá
gracias a este, porque de esta manera los ojos expresaban más de lo que antes, sin
cubrebocas, podían disimular.

Había, como todo, mujeres que siendo hermosas como Viridiana jamás dejarían a sus
esposos de esa manera. Algunas lo harían, pero con cierto tacto que ella no tuvo. Otras, en
cambio, aunque tuvieran la leve intención de hacerlo, nunca se animarían; y otras, las
menos, no se les veía esa intención en ninguna parte.

No como Viridiana. Ella siempre fue susceptible a irse. Y no porque lo haya manifestado
alguna vez, sino porque algo de ella estaba en otra parte. Era como si el cuerpo que me
pertenecía tarde o temprano emprendiera la búsqueda de la otra a la que no podía acceder.

Y sabía que ese momento estaba a punto de llegar. Pero el sueño de la separación era
diferente: ella me decía, con tono fúnebre, que quería hablar conmigo, en algún espacio que
a veces era su casa, la mía o alguna plaza cualquiera. Me hablaba de lo mucho que me
quería, pero también de lo mucho que había hecho Feliciano dentro de ella, me decía que él
le construía un jardín por dentro y que me dejaba.

Yo, sueño al fin, me portaba como quien soy, como un gitano legítimo y le regalaba un
costurero rojo de raso pajizo…bueno, algo así como Lorca, al fin y al cabo era mi sueño de
la derrota.

Pero ni eso. La realidad es más sorpresiva que la fantasía y un día su hermano me llama y
me dice que se largó con Feliciano, que le llamó hace unos minutos, que se encuentra lejos,
que no, que no dijo nada de ti, nada más me dijo que se fue, Ernesto, por amor de Dios, mi
hermana…

Solo puedo reprocharle que no me dijera nada, que se lanzara así nada más, sin dejarme
ninguna carta en el buró, sin llamarme por teléfono en alguno punto de una carretera
soñada, mientras él la espera con el motor encendido. “Vete sin preocupaciones y cuídate
mucho, mi amor”, le hubiera dicho.
Erdosain III
En una vieja cantina de Valparaiso, de la que se dice que fue el refugio donde el célebre
Almirante Montt escribiera sus poemas, se encontraron una tarde Erdosain y Starbucks. El
argentino había ido al lugar expresamente a buscar al gringo.

“¡Está otra vez con esa cantaleta de que alguien le pone en las manos las cartas que debe
jugar!”, gritaba el marinero como quien esgrime una espada amenazante. Bebía, pero no
estaba ebrio. Cuando Erdosain se sentó a su mesa, sin pedir permiso, el gringo se le quedó
mirando al pecho. “Eso curaría mejor con un hueso de ballena que con un madero”, dijo
Starbuck apuntado el pecho de Erdosain. “Yo no quiero curarme de nada”, contestó el
argentino, “quiero ir a casa”. “Más valdría, amigo –respondió Starbuck- tener
verdaderamente algo qué curarse, que querer llegar a casa. Entiéndalo bien, ese lugar no
existe”.

Starbuck se paró de la mesa y se dirigió a la barra, para esquivar la imagen del madero
sangrante que Erdosain traía en su pecho. El argentino, desde el lugar en donde el
estadounidense lo había dejado a su suerte, le preguntó a gritos por el Pequod, pero el otro
no respondió.

Poco después de salir de la cantina, Erdosain se toparía con Stubb y Flask a quienes empujo
para abrirse paso. “Estúpidos marineros”, alcanzó a decir, antes de perderse en la noche a
pestosa a cosa muerta.
La visita de Tex Avery
El señor González llegó temprano por la mañana e interrumpió esto que estaba escribiendo.
Venía acompañado del pequeño Tim y recién abrí la puerta se dedicó a inspeccionar la
casa. Era como si evaluara el valor de los objetos. Yo le dije que la renta se la pagábamos
puntualmente al licenciado Gutiérrez. Su mirada de extrañamiento me hizo caer en el error
que cometía. Muy seguramente el señor González no sabía quién era el Licenciado
Gutiérrez y ni sospechaba que yo y Claudia rentábamos esa casa.

Tampoco imaginaba que los verdaderos dueños eran una pareja de ancianos que vivía en
Los Ángeles con su hija. O que el licenciado Gutiérrez eran un empleado más de la familia.
Nada de eso sabía el señor González porque todo aquello le era intrascendente. El señor
González estaba más allá de los problemas que yo y Claudia podíamos tener. Incluso estaba
más allá de este texto que escribo y del que fui interrumpido por su presencia.

Poco después de revisar la casa, el señor González se sentó en el sofá frente al televisor y
encendió el aparato. Me sorprendió que funcionara, era ante todo, junto con el sofá, un
ornamento que justificaba el gusto de Claudia por viejos utensilios. De hecho, si rentamos
aquella casa fue por el gusto que ella tiene por la década de los 70 y 80. El inmueble estaba
amoblado a la usanza. Acaso así lo conservaban los ancianos por un asunto de nostalgias.

Por el televisor daban una serie de dibujos animados con la marca de Tex Avery. El señor
González parecía entretenido en ellos y reía con sincera gracia cuando el Droopy aparecía
bailando con su característico ritmo. En cambio, el pequeño Tim, que tendría entre 12 o 14
años, parecía más bien distraído. Yo, por mi parte, me sentía un tanto incómodo, sobre todo
porque no sabía qué hacer en esos casos.

Lo primero que se me ocurrió fue ofrecer una copa de vino. El señor González salió de su
ensimismamiento. Me dijo que eran tan solo las diez de la mañana, en alusión de que era
muy temprano para bebidas alcohólicas. El señor González era un visitante distinguido y a
mí me parecía que el vino era propio de personas de esa naturaleza. De hecho, yo no sabía
incluso si en nuestra alacena había vino. Cambié mi oferta por café, té, galletas, algún
refresco para el pequeño Tim. El señor González pareció confundido. Me preguntó si acaso
era de esas personas que son excesivamente amables para incomodar a la visita y obligarla
a que se fuera.

No había ira ni enojo en sus palabras, quizá ni siquiera incomodidad. El señor González se
sabía muy por encima de mí como para permitir que alguien como yo pudiera enfadarlo.
Había, incluso, una especie de ternura de esa que suelen ejercer los poderosos sobre sus
subordinados.

Me disculpé y decidí dejarlos a su antojo en la casa, aunque algo había de cierto en sus
palabras. A mí me interesaba que miraran lo que tenían que ver. Que la visita fuera rápida y
me dejaran volver a este texto que estaba escribiendo justo cuando llegaron. Pero al parecer
no estaban en ánimos de irse, se veían bastante cómodos.

Pude comprender, y esto no sé cómo explicarlo, que el señor González era poseedor un
alma enorme, que era el espíritu de Píndaro. El pequeño Tim era también otra alma
singular, acaso los versos de sus odas Olímpicas. No estaba seguro, el pequeño Tim todavía
era muy pequeño para saberlo incluso él mismo. El tiempo, superior a todos nosotros, les
había jugado una broma a estas preciosas almas. Las había reunido extemporáneamente ahí,
frente a un televisor que yo creía inservible y que, después todo, quizá lo estuviera.

Observando las caricaturas por la tele, y esto que ahora relato me es más inexplicable aún,
pude por fin entenderlo. En los cortos de Tex estaban los versos faltantes de sus odas. Los
versos que convertirían al pequeño Tim en adulto. En los rasgos del chico puede observar
las hazañas de Hieron de Siracusa y de Terón de Agrigento. Sentir los golpes certeros de
Diágoras de Rodas y la voluntad inquebrantable de Ergóteles de Himera. Pero todo en el
pequeño Tim era anécdota, el relato de una victoria como tantas otras. Algo le faltaba al
alma de esa obra inmortal y por razones que no puedo comprender, esa mañana había
acudido el espíritu de Píndaro a observarlo en el televisor de mi sala. Ahí estaba un alma
anacrónica ante un anacrónico aparato.

De las escenas en donde Droopy aparece en todas partes y el lobo intenta inútilmente
escapar de él pude ver el truco. De ahí, el alma de Píndaro en el cuerpo del señor González
tomada los versos faltantes de su obra. Que esos versos transformarían pequeño Tim en sus
Olímpicas.
Al acabar la caricatura, el señor González apagó el aparato. Se levantó, me dio un apretón
de manos que me dijo (el acto del apretón en sí mismo. Sin que mediara oración de por
medio) que nos volveríamos a ver en otro espacio más propicio para un nuevo encuentro.
Quizá un restaurante, un bar, una cantina o algo así. Acompañé al señor González hasta la
puerta y se fue. Detrás de él el pequeño Tim volteó para decirme adiós con la mano.

Como era de esperarse cuando apreté el botón de encendido, el televisor no funcionó. En


seguida acudí al computador y busqué en Youtube el capítulo de la caricatura que el señor
González había visto en mi sala. Pero olo pude ver la poesía de Tex Avery y no la de
Píndaro.

Ahora no sé cómo contarle a Claudia lo sucedido con el televisor viejo, ni siquiera cómo
terminar el relato que aquí intento. No porque me resulte increíble (cosas más extrañas se
han narrado). Sino por la falta de un espíritu que, como el de Píndaro, pueda rescatar la
poesía de lo caricaturescamente cotidiano.
Erdosain IV
Tocaron a la puerta de John Marr y el viejo marino tardó exactamente cinco segundos para
dejar de pensar en el General Grant y dos más para percatarse de que la vela estaba a punto
de extinguirse. Dejó su manuscrito a la deriva en la noche que se había instalado en su
habitación y fue a abrir la puerta de su casa al misterioso visitante extraviado en la fría
oscuridad del bosque. Era Erdosain, había perdido el camino. John Marr le indicó el cielo,
le señaló la ruta a seguir en las estrellas. “Siempre al sur” murmuró Erdosain y sin dar las
gracias partió. John Marr tardó seis segundos exactos perdido en la fascinación que le
provocó ver el pedazo de madero que Erdosain usaba para tapar el boquete de su corazón.
Mar cerró la puerta a la noche fría y volvió al interior de su casa con sus fantasmas.
Reporte de una agencia de viajes
El documento fue encontrado el 13 de abril de 2057 en los archiveros de la nación, en
desuso, como se sabe, desde 2037 y vuelto a abrir para su análisis hace siete años. En
seguida se aplicó el protocolo Constanza de rigor en estos casos. Al determinarse
interacción humana de interés para este departamento fue entregado a un servidor para la
elaboración del correspondinte reporte que acontinuación detallo.

El documento presenta interacción humana detallada en el reporte ‘Constanza FM-


I.04.13.57’. Remito a este análisis para efectos de dudas sobre las condiciones físicas y
psíquicas de los sujetos que interactúan. Asimismo, sugiero la revisión de los postulados
del proyecto Constanza que pueden arrojar datos valiosos para los efectos de esta
organización.

Dicho protocolo se ha visto como un análisis superficial que sirve únicamente para
descartar interacción humana de interés. Sin embargo, una lectura a profundidad arroja
invaluable información cualitativa para nuestros cometivos corporativos.

Una vez emitida la anterior recomendación procedo al reporte puntual (transcripción


incluida) de la interación humana.

SUJETO A Hola, ¿Cómo estás?


SUJETO B Bien, bien; gracias. ¿Tú qué tal?
SUJETO A También bien, gracias. Preocupado por el documento que te mandé. ¿Tuviste
tiempo de leerlo?
SUJETO B Sí, lo leí en seguida. Pero no entiendo ¿Es el relato de un sueño?
SUJETO A Es el relato de un cliente. Un viaje fallido. Parece un sueño, pero es un viaje.
Tuvo que ser desconectado cuando se nos advirtió que la imagen del sujeto no estaba en el
simulador.
SUJETO B ¿cuánto tiempo estuvo conectado?
SUJETO A Escasos diez segundos, pero el relato de lo que vivió es más extenso. Solo
recibiste un estracto. Lo demás es irrelevante. El caso es que el sujeto afirma que su
experiencia fue de horas, acaso casi todo el día. Tardamos un poco en convencerle que solo
había estado ausente unos segundos. Estaba desorientado. No quiso conectarse nuevamente.
Accedió a relatarnos el viajes que es, más o menos, ese relato incoherente que estás
leyendo.
SUJETO B ¿Cuándo pasó esto?
SUJETO A Hace tres días
SUJETO B ¿Dónde está el suejto?
SUJETO A En casa. En cuarentena y en observación. Está colaborando con nosotros.
SUJETO B ¿Ha habido otro caso similar?
SUJETO A Sí, por eso te pedí que hablaramos con urgencia. Es una mujer. Estuvo
conectada por más tiempo, segundos más, quizá 15 o 20. Su experiencia de ausencia fue de
días. Sufrió una crisis emocional. Está hospitalizada desde unas horas. Está estable,
confundida, pero estable.
SUJETO B ¿Hospitalizada?
SUJETO A Sí. Queremos descarta daño cerebral, neuronal o psíquico.
SUJETO B Los viajes no provocan eso y lo sabes.
SUJETO A Lo sé. Pero la señora se vio muy afectada y no quisimos correr riesgos
SUJETO B ¿No quisieron correr riesgos y la llevaron a un hospital? Hay protocolos para
estos casos.
SUJETO A Ningún protocolo se ha escrito para los casos de esta señora o del sujeto que
leíste. Es necesario hacer estudios para ver si hay un daño en esos clientes
SUJETO B Esos estudios ya se hicieron y se descartaron daños. Por eso estamos operando
SUJETO A ¿Y estos casos?
SUJETO B Casos aislados
SUJETO A Por eso mismo, como casos aislados hemos aislado a las dos personas que han
sufridos estos inconvenientes.
SUJETO B ¡Pero una fue llevada al hospital! Debieron seguir el mismo procedimiento que
el primer sujeto. ¿Sabes qué puede pasar si se ventila en los medios que uno de nuestros
pacientes paró en el hospital?
SUJETO A No me juzgues de ingenuo, por favor. No estoy aquí para hablar de los intereses
de la empresa, esos están a resguardo porque hemos actuado con la discreción que el caso
amerita. El punto importante aquí es que estos casos sugieren un error en el sistema.
SUJETO B No puede haber un error en el sistema, en todo caso debió ser un error
humano.
SUJETO A Puedes creer que el error es mío o de mi equipo, pero eso es irrelevante. No
creo que estés entiendo la gravedad del asunto. Te pido que releeas el reporte que te mandé.
Te darás cuenta que, efectivamente, hubo un viaje, pero no al destino concertado por el
sistema. El sujeto estuvo en otro lugar. Su experiencia fue menos traumática que la mujer
de hoy por la mañana, pero fue un viaje equívoco.
SUJETO B ¿Qué sospechas? ¿Qué temes?
SUJETO A No creo que el viaje de la mujer haya sido traumático en sí mismo. Su angustia
se debió a que desde su perspectiva, ya había pasado mucho tiempo conectada y no podía
volver. Sabemos, por lo que nos ha dicho, que fue el viaje a Venecia que había deseado,
aunque al principio había canales y una ciudad marítima. En fin, un relato tan desvariado
como el que leíste, pero más incoherente, quizá por ser sus primeras impresiones. Pero en
términos generales la experiencia no era mala, aunque sí desconcertante porque no estaba
en el lugar deseado y porque sentía que ya llevaba mucho tiempo en el sistema. En ambos
casos, el del sujeto y la mujer, hay dos errores graves: no van al sitio indicado en el sistema
y la experiencia temporal está pervertida.
SUJETO B Lo segundo es lo que me inquieta
SUJETO A Sí. Por supuesto. Las realidad virtual no ha hecho mal alguno, pero el
desfasamiento temporal traerá problemas globales. Si una persona que duraba conectada
una semana solo precisa estar conectada un minuto consumirá más insumos. Ahora imagina
eso con todos nuestros clientes
SUJETO B El quiebre de la empresa y de todo lo que hemos construido hasta ahora. No
podemos arriesgarnos a que las conexiones se reduzcan tan drásticamente. Es inviable
incluso para lo que se invierte en cada viaje. No podemos gastar lo que gastamos en un
viaje de diez segundo. ¿Pidieron devolución?
SUJETO A No. Creo que el problema es mucho más grave que eso. No estaría hablando
contigo por el caso fallido de una experiencia que precisara que le devolviéramos su
incentivo.
SUJETO B Sí, sí. Disculpa. En serio que veo a dónde te dirijes, que ves el problema desde
una perscepción global. Pero hay que resolverlo como hasta ahora se presenta, como un
asunto local. Reprograma los viajes inmediatos y revisen la curva de Yiot. Cancelen la
temporada navideña en la que estaban trabajando y dedíquesen de tiempo completo a
averiguar el desfasamiento. El equívoco del destino puede esperar.
SUJETO A Winston, yo creo que es hora de llamar a la Federación. Te lo digo como
amigo. Esto nos sobrepasa. Discúlpame que lo diga, pero como amigo que me consdiero
tuyo te lo pido: deja de pensar como empresario.
SUJETO B Ah, mi querido John, viejo amigo. No es eso, aunque algo hay de cierto que he
dejado mi faceta de científico por la de empresario desde que empezó toda esta locura. Pero
ahora sí, y con la misma confianza que me tienes, me tomaré la molestia de juzgarte de
ingenuo. No hay Federación. La Federación somos nosotros en todo caso. Hay muy poca
gente desconectada, John, nosotros y otros cuantos: tu equipo, otros colegas y alguno que
otro hippie deambulando por ahí.
SUJETO A ¿Todos conectados?
SUJETO B Casi todos. Solo un sector esencial. Como sea, que sí entiendo, y más que
nadie, la gravedad del asunto. Tendríamos que conectar, si los viajes duran en realidad,
unos cuantos segundos, cientos de veces a una misma persona. Eso es simplemente
insostenible. John, revisen la curva de Yiot y hazme un reporte pormenorizado de lo que
encuentres. ¿Entendido?... ¿Estás bien?
SUJETO A Es que, Winston, la verdad es que nunca pensé… y ¿el Consejo Federal de
Viajes?… ¿y el de Ciencia y Tecnología?
SUJETO B Mira, John, no pienses en eso ahora. Concéntrate en la curva de Yiot, ya habrá
tiempo de hablar de esto. Me voy, yo mismo comandaré un equipo que haga un reporte
alternativo al que haga tu equipo. Mánteme informado si encuentran algo.
SUJETO A De acuerdo. Empezaremos ya mismo a desmontar. Gracias por atender. Qué
estés bien.
SUJETO B Igual para ti.
Fin de la interacción humana.

Se sugiere la búsqueda en nuestros archivos corporativos (los vinculados y los


desvicunlados, aplicando para estos últimos los trámites de rigor que solicita la Empresa)
para encontrar más información al respecto en torno a los sujetos mencionados en la
conversación: un varón y una mujer.

La bibliografía disponible, como se sabe, solo ha servido para delimitar un periodo oscuro
de la gran pandemia. La proliferación de agencias de viajes que aplicaron la defectuosa
curva de Yiot aceleró la caída del sistema y el estado de estropicio temporal que atrajo el
invierno perpetuo y los veranos instantáneos y parpadeantes. La información aquí
proporcionada arroja un halo de luz a ese periodo oscuro.

El esfuerzo será mayúsculo debido a la gran cantidad de documentos, del escaso material
humano del que dispone la Empresa y de las condiciones adversas para acceder a los
archivos. Sin embargo, un éxito paulatino podría permitirnos despertar a más elementos de
su estado de invernación que, con la rehabilitación conveniente, se intregren de inmediato a
la tarea de encontrar al resto.

Los viajes no son, como se creía antaño, caminos infinitos. Si bien el número de
posibilidades es vasto, es finito y todo lo que tiene meta es susceptible de alcanzarse. La
localización de los individuos señalados en esta conversación ayudará a entender por qué,
tras conseguir que los individuos sean despertados, vuelven siempre a la invernación. No
sería un avance menor en nuestra tarea de reducir los largos inviernos y extender los
veranos instantáneos, parpadeantes e inconstantes.

En resumen, se sugiere proyectar un plan de búsqueda con los protocolos que la Empresa
ya tiene disponible y con otros nuevos que deberán concensarse porque esta misión será
inédita. Por primera vez tenemos indicios de lo que buscamos. Propongo, como señalaba al
principio, un análisis detallado del protocolo Constanza en otras interacciones. La
información cualitativa servirá de mucho a nuestros exploradores. En mi opinión, estamos
ante un acontecimiento inédito que no sería exagerado calificar como esperanzador.
El árbol
Y el árbol le dijo “Déjame besarte las llagas”. Entonces comprendió que toda la unidad de
su existencia tenía el inverosímil color a tierra. Que su destino era una carcajada del
bosque. Que su la soledad no era más que la del viento y que la tarde en que llevó a su
padre a ese árbol era un espejo fiel a su destino.

La felicidad había sido una niña de caminar lento y de sonrisa torpe que le vio llorar
caprichosos de leche y pan. Él fue creciendo creyendo que esa felicidad era para él hasta el
fin de los tiempos. Soñando el seno inalcanzable de la madre que había muerto al parirlo.

Papá y los demás chicos creyeron en el mal agüero de ese niño que se había tragado
la vida de mamá. Que, caprichosa y egoístamente, lloraba con apetito feroz como si aquel
festín no hubiera saciado su hambre.

Esa era la marca de su destino. Acudía a escondidas al cementerio para mirar el vuelo de
los pájaros y tenía la terrible enfermedad de la nocturnidad de los gatos. Pero papá llegó a
quererlo con la misma devoción con que se quiere a un recuerdo sin tiempo.

Llegó a pensar que efectivamente aquel niño se había comido a la madre. Tenía los
mismos ojos de tierra, un paso como de lluvia quieta y, en las desgracias, la misma sonrisa
de cuarto menguante.

Todos los secretos les fueron enseñados por papá desde que era pequeño. Matar al
venado y nunca a la hembra. Hacer caldo de gallo y nunca de gallina. Tomar solo la leche
necesaria de la vaca para que pueda mamar el becerro. Le enseñó a cantar y a improvisar
tristezas cuando hay alegrías; y alegrías, cuando tristezas. Al final del día le dormía con un
beso sabor de lontananzas.

Cuando la felicidad fue suya en su cama, en su casa, en sus sueños y en su rabia,


esta le dio un hijo. Para entonces papá tenía la vejez suficiente para charlar con los
fantasmas y materializar su pasado desde la ventana.

Papá era cansado. De hueso frío y de mirar ardiente. Incomodaba a la dicha que
había traído la felicidad y un niño de ojos de tierra y sonrisa torpe. Un buen día partió al
bosque y llevó a su padre consigo. En medio del bosque existía un roble viejo que les sirvió
de sombra. Le dijo que volvía para el atardecer y allí le abandonó.

Rápido pasó el tiempo como una ceguera momentánea y la felicidad le dio más
hijos que vio crecer y partir. Como vio también que la felicidad marchitó y se fue para
siempre a donde nunca la pudo seguir.

Su único consuelo era recurrir a aquella manía de mirar el vuelo de los pájaros en el
cementerio y, como una revelación de la sangre, la presencia de un pequeño de caminar
lento como la llovizna quieta.

Le amó con una infinita ternura de nube. Le enseñó a matar al venado y nunca a la
hembra y hacer caldo de gallo y nunca de gallina.

Cuando su pequeño tuvo mujer e hijos y él era un pasado vivo de ajeno transitar
constante en la dicha del hogar, empezó a molestar aquella sonrisa de cuarto menguante.
Entonces su pequeño lo subió a un caballo para llevarlo al bosque.

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