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Una y mil veces me han contado esta historia, un pedazo de mi propia vida del cual no tengo ni
el más mínimo recuerdo; mi nacimiento, que por más cliché que suene “fue un milagro”.
Mi diminuto cuerpo salió muerto del vientre de mi madre después de 37 semanas de gestación,
mi piel continuó volviéndose azul durante los siguientes veinte minutos hasta que el cadáver
estaba completamente morado. Afuera llovía cántaros, y como mi madre siempre dice “Dios
lloraba porque un ángel había caído del cielo”. No fue hasta que los médicos se rindieron con la
reanimación cuando las plegarias de mi madre finalmente trajeron mi alma de regreso a la tierra.
A las 7:46, mis pulmones dieron su primer respiro, pero el cielo seguía llorando.
Diagnóstico: sufrimiento fetal agudo, dado un Apgar de 2 sobre 10, y en consecuencia, de tres a
seis años de esperanza de vida; me llamaron una “granada de tiempo”, una niña encadenada a
una muerte impredecible. No fue hasta mis nueve años que empecé a cuestionar tantas visitas al
médico, tantas enfermedades inexplicables; no fue hasta entonces que mis padres decidieron
contarme la historia por primera vez. Desde ese momento quite la duda de por que mis padres
lloraban cada vez que soplaba las velas del pastel , porque durante mis primeros años de vida se
aseguraban de que nunca estuviera sola. La verdad salió a la luz y ahora no pasa un cumpleaños
sin que mi padre se siente a la mesa a contar la historia como si fuera la primera vez, y conforme
más familia llega, más larga se hace la anécdota. “Hasta tu bisabuelo fue a verte, y él cuánto
odiaba los hospitales” , “Fue un día de locura, y tu bendita madre fue a dar a luz hasta Texcoco!”.
aún ningún médico me asegura que viviré hasta los cien años, pero como hemos visto, nadie