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MASCULINIDADES HEGEMÓNICAS

CORPORATIVAS
Actualidad de la dominación social masculina

Irene Meler

Se ha dicho que nuestro siglo, es el siglo de las mujeres. Efecti-


vamente, la condición femenina ha mejorado de modo notorio en
el Occidente desarrollado, así como en algunos países en vías de de-
sarrollo. Encontramos figuras femeninas en los cargos políticos más
altos, aunque todavía escasean en la cumbre de las pirámides corpo-
rativas, donde se concentra el poder económico, y en las organiza-
ciones militares, que intentan monopolizar el poder destructivo. Sin
embargo, la índole del sistema sexo-género (Rubin, 1975) es, valga la
redundancia, sistémica. Y los sistemas tienden a reciclarse, a recom-
ponerse, atravesando diversas transformaciones para adoptar, nueva-
mente, su estructura originaria.
Raewyn Connell (1996) ha establecido, con acierto, que la unidad
de análisis de los estudios de género no consiste en la feminidad ni
en la masculinidad, sino en las relaciones de género. Por lo mismo, si
deseamos comprender la condición social y subjetiva de los varones,
conviene abordarla desde esa perspectiva, o sea, desde un enfoque
que analice el estado de las relaciones de poder entre los géneros.

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Para evitar estereotipias biologistas, considero que podemos incluir
en la categoría de los sujetos femeninos a las masculinidades femini-
zadas, que se encuentran en los estamentos subalternos de la jerar-
quía social masculina. Su condición no es idéntica a la de las mujeres,
pero comparten algunas características vinculares y subjetivas, que
los posicionan de modo semejante en las relaciones de poder que se
entablan al interior de las relaciones laborales y de los intercambios
erótico-amorosos.
La condición social masculina puede ser estudiada considerando
la inserción laboral de los varones, que numerosos estudios coinci-
den en describir como fragilizada por la tercera y cuarta Revolución
Industrial (informática, robótica, microelectrónica), por la globaliza-
ción del capitalismo tardío y por la actual tendencia hacia el aumento
exponencial de la desigualdad en este proceso de acumulación ca-
pitalista. El empleo masculino moderno, que brindaba una ocupa-
ción de tiempo completo, asignaba una identidad social y subjetiva,
ofrecía un salario que permitía proveer a las necesidades del grupo
familiar y garantizaba cobertura de salud y servicios sociales, está en
vías de desaparición, mientras prosperan modalidades precarias e in-
formales de trabajo contractual temporario. La monotonía moderna
ha sido reemplazada por la modernidad líquida (Bauman, 2002), y el
miedo a la exclusión social atraviesa a los sujetos actuales.
Los estudios sobre masculinidad han sido y son realizados por
varones que, más que disfrutar, han padecido la tendencia jerárquica
del colectivo masculino, y que denuncian sus características opresi-
vas, no solo para las mujeres, sino también para los hombres que no
logran, o rehúsan, acceder a la masculinidad hegemónica y son, por lo
tanto, subalternizados en función de su condición social, su etnia de
origen o su orientación sexual. Algunas mujeres nos hemos sumado a
ese campo de estudios (Badinter, 1993; Burin y Meler, 2000) aportan-
do la perspectiva crítica inaugurada por el feminismo, un campo de
teorías que desnaturalizó la diferencia sexual humana e hizo visible el
modo en que las relaciones de género construyen colectivos sociales

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caracterizados por una asimetría de poder, donde la masculinidad
hegemónica, como la denomina Connell (1996), ocupa la cima de la
pirámide de poder y prestigio. Es entonces desde la ribera opuesta,
o si se prefiere, desde la vereda de enfrente, donde me ubico como
sujeto social y psíquico que puede establecer una coalición, y desde
esa posición subjetiva observaré algunos avatares relacionales en los
cuales están involucradas las masculinidades hegemónicas.
Si bien la ocupación laboral es un indicador privilegiado del sta-
tus social, en especial entre los varones, que dependen menos que las
mujeres del estatuto aportado por la alianza conyugal, el foco de este
análisis estará puesto sobre el modo en que la inserción ocupacional
se vincula con las relaciones de intimidad, o sea la sexualidad, las
relaciones amorosas y los lazos familiares. Encuentro un nexo inex-
tricable entre el estatuto social de los sujetos y sus relaciones emo-
cionales. Esta vinculación dista mucho de ser lineal, pero siempre
es significativa. El intercambio amoroso no se acota al erotismo y la
seducción, sino que circulan entre los integrantes de una pareja com-
plejos lazos en los que el prestigio, y la estima de sí que se deriva del
mismo, así como el bienestar material y sus réditos auto-conservati-
vos y narcisistas, o su contracara, el malestar económico y el deterio-
ro vital que implica, juegan un rol muy importante.
Sobre la base de estas premisas, analizaré algunas situaciones que
he podido observar en la clínica actual, o en el curso de investigacio-
nes cualitativas, y que pueden resultar ilustrativas del estado actual de
las relaciones entre los géneros.

Masculinidades hegemónicas corporativas

Según Connell y Messerschmidt (2005) la masculinidad hegemó-


nica puede ser teorizada como un patrón de prácticas sociales que
permiten la continuidad del dominio masculino sobre las mujeres. El
concepto se refiere a una minoría estadística de varones que la pue-

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den poner en práctica, pero tiene un carácter normativo, ya que re-
presenta la modalidad más valorizada de ser un hombre, requiere que
otros varones se posicionen respecto de ella y otorga legitimidad a la
subordinación global de las mujeres con respecto a los hombres. La
hegemonía no implica de modo forzoso la violencia, aunque en oca-
siones se la requiere. Consiste en un ascendiente sobre los demás, que
es sostenido de modo cultural e institucional, de modo persuasivo.
Las jerarquías de género son históricas y por lo tanto, están suje-
tas a cambios. Esto abre una posibilidad esperanzada acerca de que
modalidades más democráticas de masculinidad adquieran hege-
monía. De hecho, en un estudio realizado en UCES sobre “Género,
trabajo y familia” (2004),1 hemos identificado dos modalidades de
masculinidad hegemónica. Una de ellas fue calificada como moder-
na y representada por un estilo emocionalmente disociado, caracte-
rizado por el privilegio de las actitudes instrumentales, el predomi-
nio del pensamiento operatorio y la rigidez caracterológica (Meler,
2004). El estilo postmoderno, más adecuado a los nuevos arreglos
familiares y a las empresas actuales, implica una mayor integración
entre razón y emoción, mayor flexibilidad emocional y vincular, y
relaciones familiares menos autoritarias, aunque el dominio mas-
culino se mantenga.
Nuevamente, para evitar los deslizamientos esencialistas, debe-
mos tener en cuenta que las diversas posiciones de los sujetos res-
pecto de la masculinidad social y subjetiva, pueden ser performadas
también por personas cuyo cuerpo es femenino (Halberstam, 1998).
Es decir que la masculinidad es una posición social, cultural, econó-
mica, política y subjetiva, asumida por diversos sujetos en el contexto
de las determinaciones contextuales y de la construcción biográfica
de su subjetividad.
Para ilustrar el imaginario colectivo acerca de este estilo de mas-
culinidad, recordaré que María Elena Walsh (1996: 55), autora de

1 Dirigido por Mabel Burin y del que formé parte como investigadora principal.

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canciones destinadas a los niños, creó una canción dedicada a los
ejecutivos, cuyo estribillo es como sigue:

“¡Ay, qué vivos, son los ejecutivos!, ¡qué vivos que son! Del
sillón al avión, del avión al salón, del harén al edén, siem-
pre tienen razón y además tienen la sartén, la sartén por el
mango y el mango también!”

Esta canción de protesta ha sido construida desde una posición


femenina que percibe con agudeza los privilegios que emanan de las
jerarquías sociales de clase, de etnia y de género, pero, embarcada en
la denuncia contra la inequidad de género, no registra los aspectos,
desfavorables para el sujeto, de esta posición social aventajada.
Los varones que logran ubicarse en los estamentos directivos de
las corporaciones o de las profesiones, suelen provenir de los sec-
tores medios altos, y se han formado en una “máquina” (Deleuze
y Guattari, 1985) cultural, destinada a cultivar su competitividad
y dotes de liderazgo. La práctica de deportes constituye una ins-
tancia importante de este moldeamiento subjetivo, que favorece la
rivalidad a expensas de la cooperación. A los conocimientos acadé-
micos adquiridos en estudios de postgrado, mayormente realiza-
dos en universidades de países centrales, se agregan las habilidades
políticas consistentes en establecer relaciones sociales y alianzas
económicas al interior de un circuito de difícil acceso, donde su
nacimiento y formación los ha ubicado. Los encuentros deportivos
son una de las ocasiones para establecer esas redes de alianza, en
las que un sector social se reproduce, y de ese modo se construye
tanto la posición social como la subjetividad de quienes participan
en esos intercambios.
Se trata de circuitos mayormente heterosexuales, aunque la desre-
gulación postmoderna de la sexualidad permite que algunos varones
homosexuales, cuyos habitus de clase (Bourdieu, 1999) los identifi-
can como integrantes de ese sector social, puedan ser aceptados al

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interior de ese ámbito corporativo. En ese contexto, las alianzas ma-
trimoniales adquieren una especial importancia.

Matrimonios corporativos

El desarrollo de carrera en los circuitos transnacionales requiere


una dedicación total, que en Estados Unidos se ha denominado como
full life. La vida del sujeto debe girar en torno de sus objetivos labora-
les. Se promueve una identificación con la empresa, que debe pasar a
constituirse en un eje central de la identidad personal de sus emplea-
dos. Esta dedicación exhaustiva promueve, de modo casi obligado,
un estilo de relación conyugal donde la división sexual del trabajo es
prácticamente completa, al estilo de las parejas tradicionales caracte-
rizadas por el dominio masculino (Meler, 1994).
Las mujeres que se unen en matrimonio con estos varones no
son, sin embargo, mujeres clásicamente tradicionales. Suelen tener
estudios universitarios, pero no los han hecho valer en el mercado
laboral, sino en el mercado matrimonial. Al estilo de lo que hace años
describió John Kenneth Galbraith cuando trató de comprender por
qué estudiaban las mujeres de la década del 50 en colleges tales como
Radcliffe, Vassar o el Wellesley College de Boston, aunque luego no
trabajaban fuera del hogar, estas jóvenes han estudiado con el pro-
pósito implícito de desempeñarse como colaboradoras eficaces de
la gestión de sus maridos. Lo logran entablando relaciones sociales,
ofreciendo reuniones, y cuidando de un hogar que en el contexto glo-
bal, es nómade. El desarraigo periódico obedece a los avatares de la
carrera del esposo, situación que dificulta, o impide de modo total,
un desarrollo laboral para las mujeres. Ellas no discuten su supedita-
ción al proyecto masculino, porque este es generosamente remunera-
do y con frecuencia, debido a la segregación horizontal del mercado
laboral, las mujeres no han elegido estudios que las habiliten para ge-

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nerar ingresos comparables. Por lo tanto, al prestigio simbólico de la
masculinidad se agregan, en estos casos, sólidas razones económicas.
Si en los años 50 el predominio del matrimonio indisoluble otor-
gaba cierta racionalidad a este arreglo familiar, a comienzos del siglo
XXI la fragilidad de los lazos de alianza matrimonial ha transforma-
do a este neo tradicionalismo de las relaciones de género en algo in-
sostenible a través del tiempo.
Quienes más se perjudican son las mujeres, porque en caso de
divorcio arriesgan padecer un proceso de desclasamiento, a lo que se
agrega la dificultad para volver a formar una pareja conyugal si, como
es frecuente, conviven con sus hijos. He relevado una tendencia ca-
racterística de nuestra época, que favorece los ensamblajes familiares
realizados entre varones divorciados que ya son padres de familia, y
mujeres más jóvenes y solteras (Meler, 2013). La tradicional ecuación
establecida entre una mujer hermosa y un hombre rico, es frecuente
en estos ámbitos sociales. La suerte de las divorciadas madres de fa-
milia que cursan la mitad de su ciclo vital, es dificultosa en cuanto a
la construcción de otra unión. Esto resulta particularmente desdicha-
do, porque la sociosubjetivación femenina ha cultivado un profundo
anhelo de compañía cotidiana y protección social y económica, que
contribuye a que estas mujeres experimenten su situación como una
profunda desventaja, y resientan gravemente el divorcio, al que signi-
fican como una estafa emocional.
La retaliación adquiere diversos formatos, tales como el sabotaje
de la relación entre padres e hijos, pero una de las vías preferenciales
de la búsqueda de compensación, es económica. Cuando el ingreso
del esposo está registrado de modo formal, lo que en nuestro medio
se denomina como “en blanco”, es difícil para el varón eludir sus obli-
gaciones alimentarias con respecto a los hijos. He conocido a través
de la clínica o en contextos de investigación, a varones que se sin-
tieron acorralados por exigencias económicas que, según su percep-
ción, excedían sus posibilidades, limitando de modo significativo un
nivel de vida por el cual tanto habían luchado. Las ex esposas suelen

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buscar, de ese modo, disminuir los recursos que el antiguo marido
podría destinar a una nueva mujer, y en muchos casos lo consiguen.
Esta situación integra el aspecto oscuro de la masculinidad hegemó-
nica. Los hombres que obtienen buenos ingresos son presas valo-
radas en el mercado matrimonial, y cuando se divorcian e integran
un ensamblaje familiar, los distintos segmentos del sistema compi-
ten por el usufructo de su capacidad económica, lo que ocasiona no
pocos sufrimientos emocionales a todos los participantes de la red
familiar. Las mujeres que apostaron todos sus recursos psíquicos al
matrimonio como proyecto de vida, no solo en el aspecto sexual y
emocional, sino como proyecto de inserción social, con frecuencia
padecen depresiones clínicas ante el evento, hoy frecuente, del divor-
cio. Los varones, más favorecidos en cuanto a su acceso al prestigio,
el dinero y la sexualidad, se ven, sin embargo, sobreexigidos por los
intereses en juego, lo que promueve padecimientos psicosomáticos,
tales como úlceras gastro-duodenales o infartos de miocardio, que
pueden ser fatales o alterar la calidad de sus vidas (Meler, 2012). En-
tre las tensiones que los afligen, debe registrarse las que derivan de la
lucha entre las mujeres por el control de sus recursos, en un campo
de batalla donde la maternidad compite con la juventud y la belleza.
No por ser ellas, claramente, las participantes más vulnerables del
conflicto, dejan de tener capacidad ofensiva. Como lo ha expuesto
Michel Foucault (1980) donde hay poder, surgen las resistencias.

Las otras mujeres como trofeos de guerra

Claude Lévi-Strauss (1949) ha puesto de manifiesto, sin tener ca-


bal registro de su propio hallazgo, el carácter homosocial (Kosofsky
Sedgwick, 1985) de los intercambios culturales existentes hasta hace
poco tiempo, y aún vigentes en algunos aspectos. Así como en la ce-
remonia del matrimonio religioso la mujer legítima es “entregada”
a su futuro esposo por el padre, existen redes informales y en algún

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sentido clandestinas, de relaciones con otras mujeres, con las que
los varones despliegan su doble elección de objeto amoroso, descrita
hace mucho por Sigmund Freud (1912). Esta autorización implícita
para el ejercicio de la poliginia fue denunciada a fines del siglo XIX
por Federico Engels (1884) quien puso de manifiesto que los varones
nunca han respetado la monogamia, sino que la exigencia manifiesta
solo concierne de modo latente a las mujeres, a quienes se exige una
fidelidad no correspondida.
En el ámbito corporativo, la relación de dominio masculino se
manifiesta a través de las relaciones que muchos varones establecen,
de modo paralelo a sus matrimonios, con sus secretarias o asistentes.
Esta práctica tradicional está lejos de haber quedado en el pasado.
En algunos casos, una disfunción sexual masculina es superada me-
diante el ejercicio de la sexualidad con una mujer ubicada en posi-
ción subalterna (Meler, 2000). La asociación establecida en el mundo
grecolatino entre penetración sexual y dominación social (Foucault,
1980) mantiene su vigencia. Por ese motivo, cuando un varón pros-
pera, es frecuente que busque una amante joven y bella, que exhibe
ante la cofradía masculina como un emblema de poder. Los otros va-
rones detectan esta señal de supremacía, y compiten buscando atraer
a la joven con la finalidad narcisista de humillar y someter a su actual
amante. Es así como la sexualidad responde a otras motivaciones,
asociadas con la lucha por el prestigio que se establece entre varones
y que con frecuencia adquiere ribetes de extrema violencia. La mujer
es, en estos casos, una pieza en un juego jugado por otros, que la
utilizan como símbolo de status y como instrumento de lucha contra
sus pares, a quienes no desean permitir que progresen porque, even-
tualmente, podrían superarlos. Un paciente ubicado en esta situación
conflictiva, porque su jefe amenazaba con seducir a su amante-secre-
taria, relató un sueño donde expresaba de modo inequívoco ansie-
dades homosexuales, que no estaban vinculadas con el deseo erótico
hacia otro hombre, sino con el temor a ser sometido por el mismo. En
una publicación anterior (Burin y Meler, 2000) caractericé la sexua-

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lidad masculina hegemónica como “pseudo hipersexualidad”. Esta
caracterización obedece a mi convicción acerca de que el narcisismo
masculino constituye, en estos casos, la motivación prioritaria, y que
la sexualidad ocupa un estatuto secundario, en el cual la conquista
heterosexual es un arma utilizada en la confrontación homosocial.
De modo paradójico, esta conducta en apariencia activa y dominante
implica, si la conceptualizamos según el modelo lacaniano, el privile-
gio de la voz pasiva en el circuito pulsional (Evans, 1997). En efecto,
lo que ellos desean es “ser vistos”, poder exhibir su prenda de triunfo
ante la mirada de los terceros. Esta comprensión nos habilita para
captar el modo en que nada es lo que parece. Los aspectos escindidos
del sí mismo, el vencido, el “perdedor” son depositados proyectiva-
mente o “abyectados”, en términos de Butler (1993), sobre la figura
de los rivales derrotados. Pese a los sofisticados desarrollos teóricos
que postulan el desarraigo instintivo para nuestra especie (Lacan,
1966; Castoriadis, 1975), no parecemos estar tan lejos de la conducta
practicada por otros animales sociales. Los machos dominantes aún
compiten por el dominio del harem.2

La parentalidad ¿ausente?

La disponibilidad irrestricta que demanda la vida empresarial,


promueve que los altos empleados de las corporaciones dispongan de
escaso tiempo para dedicar a la crianza de sus hijos, en el caso de que
decidan tenerlos. Por ese motivo, pocas mujeres llegan a los puestos
más altos en las empresas, una tendencia que ha sido conceptualiza-
da como “segregación vertical del mercado laboral” (Barberá et al.,

2 Esta afirmación debe interpretarse en un sentido irónico. Tanto el psicoanálisis


como el feminismo coinciden en cuestionar el reduccionismo biologista. Tal vez esa
similitud llamativa entre las conductas humanas masculinas de rivalidad y las que
registramos entre animales sociales tales como los leones, los ciervos, o los lobos
marinos, ilustre el estado de inercia ancestral de algunos arreglos culturales vigentes,
que requieren una mejor elaboración a futuro.

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2002). En algunas familias de este sector social, si el padre desarrolla
una actividad por cuenta propia, esto hace posible que la madre ocu-
pe una posición destacada en la empresa, ya que cuenta con quien la
reemplaza cuando debe viajar. Pero si el varón es quien está en una
corporación, la esposa deberá optar entre no tener hijos, o cambiar
de ocupación.
Sin embargo, en estos hogares neo-tradicionales, los padres cum-
plen roles de importancia. Ubican a sus descendientes en circuitos
sociales prestigiosos a los que no es fácil acceder, cuando logran cos-
tear su permanencia en determinadas instituciones educativas. Más
allá de la excelencia académica, estos colegios brindan redes de rela-
cionamiento que facilitan la reproducción de la clase social de origen,
evitando así que los hijos se desclasen. Sostener estos colegios es cos-
toso, y muchos varones se sienten agobiados cuando usufructúan el
privilegio de los hombres bien ubicados en el mercado, y tienen dos
matrimonios, sumando cuatro hijos, un número de descendientes
que es elevado para las actuales condiciones de vida.
La asistencia a las reuniones convocadas por la institución escolar
facilita que los adultos también establezcan lazos de amistad al inte-
rior de esa red social. Estos lazos permiten, eventualmente, establecer
intercambios comerciales o profesionales que benefician el estatuto
familiar.
Estos padres pueden parecer ausentes desde una perspectiva que
valoriza los vínculos intersubjetivos, y aprecia la oferta relacional que
los adultos suelen hacer a los niños y jóvenes. Pero su presencia tiene
una elevada importancia simbólica, y sus hijos disponen de recursos
para pertenecer a redes sociales que reproducen las jerarquías y los
consiguientes privilegios.
Cuando las madres renuncian a sus carreas profesionales, se trans-
forman en las cuidadoras primarias y suplen como pueden la relativa
prescindencia paterna, evocando al padre a través de su discurso. Es
en estos hogares donde se cumple el modelo canónico descrito por
el psicoanálisis lacaniano; allí la madre habilita al padre para cumplir

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sus funciones tradicionales: provisión e interdicción. Los padres cui-
dadores, denominados también “nuevos padres”, se encuentran con
mayor frecuencia en los sectores menos encumbrados de la sociedad.
En Buenos Aires, algunos padres divorciados que reclamaban la
custodia compartida, han renunciado a su posición corporativa y
optado por formar pequeñas empresas que les permitieron dedicar
tiempo a la crianza de sus hijos. Permutaron posición social por cali-
dad vincular, lo que también es una inversión a futuro (Meler, 1998).

La participación en redes transgresoras


y el imperativo del éxito

Nuestra época se caracteriza por la exhibición de la intimidad y la


publicidad de sucesos y arreglos que antes eran secretos. Es así como
es posible tener conocimiento acerca de una transgresión muy exten-
dida, donde rigen, en los intercambios comerciales y en los arreglos
políticos, que muchas veces están conectados, criterios formales que
no coinciden con los códigos fácticos que funcionan de modo implí-
cito. Es importante comprender el carácter sistémico de estos pactos
postmodernos, para no atribuir de modo apresurado una calificación
psicopatológica a los sujetos involucrados. No estamos ante perso-
nalidades psicopáticas preexistentes a su ingreso en el mercado, sino
ante un sistema sociopático que ha creado procedimientos clandes-
tinos para perpetuar el privilegio y mantener el poder y el prestigio
en pocas manos.
Por supuesto, no estoy realizando un reduccionismo sociologista y
tampoco niego la importancia de las subjetividades involucradas. Pero
considero que no debemos subestimar el poderoso efecto de las estruc-
turas instituidas y de los acuerdos grupales, que favorecen que personas
que en otro contexto se habrían manejado con los criterios éticos con-
sensuales, se involucren en transacciones que rozan lo ilícito. La mascu-
linidad social funciona al estilo de un club, y en los sectores medios altos,

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en los que se reproducen las masculinidades hegemónicas, se trata de
clubes exclusivos y excluyentes.
Estos ámbitos no son totalmente masculinos, ya que algunas muje-
res participan de ellos. Se trata de mujeres capaces y asertivas, cuya es-
tructura de carácter ha sido denominada en psicoanálisis como “carácter
viril” o carácter masculino (Jones, 1928). En los primeros tiempos de
desarrollo del campo psicoanalítico fueron consideradas como casos
patológicos, en tanto se diferenciaban mucho de los criterios estadística-
mente prevalecientes para la feminidad, por su ambición y capacidad de
liderazgo. Más recientemente fueron repensadas por el psicoanálisis con
orientación feminista, como el estilo de personalidad más adaptado a la
sociedad contemporánea (Dio Bleichmar, 1985). He encontrado en este
estilo de mujeres algunas dificultades específicas, tales como una elección
de pareja realizada sobre el modelo de un hermano menor que luego les
resultaba decepcionante, y una tendencia al desgaste corporal generado
por el estrés, que acorta sus vidas, al estilo prevalente entre los varones
que luchan por el éxito social y económico (Meler, 1996). Pero sean va-
rones o mujeres, los sujetos que se involucran en estos derroteros hacia
el éxito, se caracterizan por una estructura psíquica propia del modelo
propuesto para lo que Connell y Messerschmidt (2005) han denomina-
do como la masculinidad corporativa transnacional, y que Emilce Dio
Bleichmar (1985) ha categorizado como histerias fálico narcisistas. En
una publicación anterior (Meler, 2012) he destacado que el apelativo de
“fálico narcisista” se aplica a las mujeres, en tanto es considerado atípico
en relación con los modelos e ideales colectivos acerca de la feminidad.
Cuando estas características de asertividad y liderazgo se encuentran en
un varón, son consideradas normales, o más todavía, como exponentes
de un modelo ideal para el género masculino.
El problema surge cuando los sujetos masculinizados inmersos en
estos circuitos advierten cuáles son los códigos implícitos para per-
tenecer y prosperar en los mismos. Algunos se adaptan con rapidez a
ese sistema, experimentando un cierto regocijo ante el hecho de haber
comprendido cómo funciona el mundo, y poder usufructuar esa com-

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prensión. Otros se plantean conflictos que pueden resultar desgastantes,
verdaderos dilemas éticos que a veces generan efectos imprevistos que
promueven deterioros en su salud física o mental. Un paciente, involu-
crado en transacciones dudosas en el área de la salud pública, expresaba
cuáles eran sus límites de este modo: “¡Con la plata de los viejos, de los
jubilados o de los chicos, no! ¡No nos metemos, eso no!”, aceptando de
modo implícito que otros aspectos del erario público eran negociables.

Comentarios finales

He optado por analizar algunos aspectos característicos de los


varones cuya construcción social y subjetiva de la masculinidad se
ajusta a lo que Connell denominó como “masculinidad corporati-
va transnacional” y yo he preferido denominar como “masculinidad
hegemónica corporativa”, porque advierto una creciente atención
dirigida hacia modalidades alternativas de masculinidad que se re-
lacionan con el actual cuestionamiento al sistema de géneros. Estas
masculinidades en proceso de “desgenerización”, o sea de disminu-
ción de la polaridad moderna entre los géneros, son sin duda de inte-
rés y anuncian tendencias innovadoras que, eventualmente, pueden
resultar progresivas. Sin embargo, se trata de estilos minoritarios, po-
siblemente frecuentes en los circuitos académicos donde se estudian
las masculinidades, pero escasos en el ámbito social más extendido.
Espero que la lectura de este artículo sirva al propósito de recordar
algunas características del funcionamiento social, más allá de la aca-
demia, y cuánta vitalidad conservan todavía los arreglos patriarcales.

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294 José J. Maristany, Jorge L. Peralta (compiladores)

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