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1
Tomo esta cita de Francisca Pérez Carreño, “El sentimentalismo como falta de
sinceridad”, en Enrahonar 38/39, 2007.
decisiones sobre cuestiones prácticas, y muchos serios filósofos actuales tratan de
recuperar la tesis (históricamente sostenida por autores como Hume y Adam Smith)
de que las emociones son el fundamento de la moralidad2. Una de las autoras más
relevantes en la actualidad de esta línea de pensamiento es Martha Nussbaum. En
particular, respecto del Derecho y la administración de justicia, Nussbaum ha
sostenido en su libro Justicia poética3 que las emociones -junto con la imaginación
literaria- son un elemento fundamental (reconociendo que no el único) para realizar
adecuadamente la tarea del juez, y a lo largo de diversas obras ha ido perfilando
una elaborada teoría de las emociones y de su conexión con la moral y la justicia.
Esta visión de las relaciones entre las emociones, por un lado, y el Derecho y la
moral, por otro, contrasta con la concepción tradicional (aún vigente entre los
juristas) que, por el contrario, ha visto en ellas un elemento a desterrar de la toma
de decisiones por su carácter irracional e incontrolable, que arrastra a decisiones
sesgadas, parciales e irreflexivas.
Es esta conexión entre las emociones y las decisiones judiciales la que
quisiera examinar en este trabajo. ¿Son las emociones perjudiciales para la decisión
judicial o, por el contrario, son necesarias para su corrección? ¿Qué distintos tipos
de relaciones podemos encontrar entre las emociones y el razonamiento jurídico?
¿Su conexión con la deliberación y la decisión debe situarse sólo en el plano
explicativo o también son relevantes para la justificación de las decisiones? Si
cumplen un papel relevante, ¿cómo podemos estimular las emociones adecuadas y
refrenar las inadecuadas?
Para responder a estas pregunta con rigor es necesario comenzar
entendiendo qué son las emociones.
2
Un breve resumen de la concepción humeana de la moral puede verse en Daniel
González Lagier, A la sombra de Hume. Un balance crítico del intento de la
neuroética de justificar la moral, Ed, Marcial Pons, 2017.
3
Martha Nussbaum, Justicia poética, Ed. Andrés Bello, 1998.
I. ¿QUÉ ES UNA EMOCIÓN?
4
En lo que sigue haré una presentación resumida de la concepción de las
emociones que he defendido en Daniel González Lagier, Emociones,
responsabilidad y Derecho, Ed. Marcial Pons, 2009.
5
Richard Wollheim, Sobre las emociones, Ed. Antonio Machado Libros, 2006, pág.
24.
6
Carlos Moya, Filosofía de la mente, Universidad de Valencia, 2006, Capítulo I.
brazo me duele, y lo sé con independencia de que me vea a mí mismo sacudirlo o
gritar; si deseo un vaso de cerveza, sé que lo deseo, sin necesidad de esperar a ver
si me levantaré e iré a la nevera; y si estoy preocupado, sé –porque lo siento– que
lo estoy.
b) Qualia: Hay cierta diferencia cualitativa en cómo experimento mi dolor, mi deseo
o mi preocupación. Decimos entonces que estos estados mentales se corresponden
con diferentes qualia. Los qualia son la manera peculiar como cada estado mental
emerge a mi consciencia.
c) Contenido mental o proposicional: Otra característica de muchos estados
mentales consiste en poseer un contenido mental, una dimensión semántica, esto
es, la capacidad de versar, representar o ser sobre objetos y estados de cosas del
mundo (que, además, no tienen por qué existir en realidad, esto es, pueden ser
imaginarios) distintos de ellos mismos. La creencia de que mañana lloverá se refiere
a un contenido (“mañana lloverá”). Dado un estado mental con contenido, podemos
distinguir entre su contenido y su modo psicológico: “Creo que mañana lloverá” y
“Deseo que llueva mañana” son dos estados mentales que se diferencian por su
modo psicológico (creer y desear), pero no por su contenido (lluvia-mañana).
d) Subjetividad: Mis dolores, temores, odios, deseos y creencias son exclusivamente
míos, por lo que yo puedo ser consciente de mis estados mentales, pero no de los
de otros, ni otros pueden serlo de los míos. En opinión de Searle, no sólo se trata de
una subjetividad epistemológica (la consciencia), sino también ontológica:
“Consideremos, por ejemplo, el enunciado ‘tengo dolor de espalda’. Tal enunciado
es completamente objetivo en el sentido de que lo convierte en verdadero la
existencia de un hecho real y no depende de las actitudes de los observadores. Sin
embargo, el fenómeno mismo, el dolor real mismo, tiene un modo subjetivo de
existencia”.
d) Capacidad de causar estados físicos: A todas estas propiedades hay que añadir
el hecho de que los estados mentales pueden interactuar con estados físicos. Los
estados mentales parecen causar hechos externos, físicos: nuestras emociones,
creencias y deseos causan nuestro comportamiento. Mi miedo a que un perro me
muerda causa que salga corriendo y mi deseo de saciar la sed, junto con las
creencias adecuadas, causa que vaya a la nevera a por una cerveza.
La explicación de estas propiedades en términos de fenómenos y leyes
físicas resulta sumamente problemática. Sin embargo, aceptar la existencia de
estados mentales (con estas propiedades) no tiene por qué llevarnos a aceptar la
existencia de dos mundos o dos tipos de sustancias (lo mental y lo físico): podemos
pensar que los estados mentales son causados por la enorme complejidad física del
cerebro, emergen a partir de propiedades físicas del cerebro o son supervenientes
respecto de ellas. Las propiedades de los estados mentales son propiedades de un
nivel superior a las propiedades físicas, pero están generadas por ellas. De manera
que los estados mentales tienen un sustrato neurológico, sin el cual, simplemente,
no existirían, pero no pueden reducirse simplemente al funcionamiento de una parte
del cerebro..
No todas las concepciones de las emociones consideran que son estados
mentales: Se les ha identificado, por ejemplo, con cambios fisiológicos, sucesos
neuronales o simplemente conductas o tendencias a la acción. Sin embargo, estas
concepciones de las emociones suelen ir unidas a un materialismo eliminacionista
que rechaza la existencia de estados o fenóḿenos mentales. Esta es una postura
radical y contraintuitiva (no resulta fácil negar coherentemente que tenemos estados
mentales, por ejemplo, sensaciones de hambre, sed, dolor, cansancio, etc.), que no
atenderé aquí.
7
En este caso se hace aún más difícil explicar en qué consiste la consciencia de
este tipo de fenómenos mentales.
8
Aristóteles, Retórica, Centro de Estudios Constitucionales, 1990.
de placer o dolor. La literatura posterior a Aristóteles, sin embargo, ha enfatizado
una u otra dimensión, considerando a las emociones bien exclusivamente como
sensaciones, bien como un tipo de estado mental proposicional: en particular,
creencias o procesos cognoscitivos de algún tipo.
La que puede considerarse la concepción tradicional de las emociones (que
se corresponde con la imagen popular de las mismas) las ha considerado como
estados sensoriales. Así, por ejemplo, W. James considera que las emociones son
las percepciones de los cambios fisiológicos que ocurren en nuestro cuerpo en
determinadas circunstancias: «[mi tesis es que] los cambios corporales siguen
directamente a la percepción del hecho existente, y que nuestro sentimiento de esos
cambios a medida que ocurren es nuestra emoción»9. De manera que, para esta
concepción, una emoción como el miedo consistiría en la sensación de que mi
corazón se acelera, mi respiración se agita, mis manos sudan, mi vello se eriza, etc.
Ideas similares han sostenido Descartes o Hume10. Esta concepción suele ir unida a
la atribución de las emociones de un carácter incontrolable, irracional, arrebatador
(respecto de ellas somos sujetos pasivos: son cosas que nos ocurren, no cosas que
hacemos).
Por otra parte, muchos autores contemporáneos han considerado que esta
visión de las emociones no es más que un “mito”11 y han puesto el acento en su
componente cognitivo o semántico. Así, para filósofos como R. Solomon o M.
Nussbaum12 las emociones son fundamentalmente un tipo de cognición (una
creencia, una percepción, alguna manera de conocer, aunque no esté articulada
lingüísticamente,...). Así, por ejemplo, M. Nussbaum sostiene que «las creencias (...)
parecen ser parte de lo que es la emoción misma»13, y para W. Lyons los elementos
9
W. James, «¿Qué es una emoción?», en Calhoun, Ch., y Solomon, R. C. (comps.),
¿Qué es una emoción? Lecturas clásicas de psicología filosófica, México, Fondo de
Cultura Económica, 1992, pág. 143.
10
Para un rápido repaso de algunas de las concepciones filosóficas de las
emociones a lo largo de la historia puede verse Daniel González Lagier, Emociones,
responsabilidad y Derecho, Cap. I.
11
R, C, Solomon, Ética emocional. Una teoría de los sentimientos, Ed. Paidós, 2007.
12
Martha Nussbaum, Paisajes del pensamiento. La inteligencia de las emociones,
Ed. Paidós, 2008.
13
Martha Nusbaum, El ocultamiento de lo humano. Repugnancia, vergüenza y ley,
Ed. Katz, 2006, pág. 41.
necesarios para que pueda hablarse de emoción son un juicio evaluativo acerca de
algo y una alteración fisiológica, siendo el primero el elemento necesario para
identificar la emoción14. Quienes sostienen esta concepción suelen ver a las
emociones como estados susceptibles de ser considerados racionales o justificados
y suelen admitir la posibilidad de educarlas o controlarlas, diluyendo el hiato entre
razón y pasión.
La discusión entre ambas concepciones tiene que ver en buena medida con
la cuestión de cuál es el elemento necesario para identificar una emoción. Las
concepciones cognitivas critican a las concepciones de las emociones como
sensaciones que (1) puede haber emociones sin sensaciones (bien por ser
emociones poco intensas, bien por no tener aparejada una sensación característica,
como la admiración o el asombro) y, especialmente, (2) que no es posible distinguir
algunas emociones sólo por las sensaciones (como, por ejemplo, la ira de la
indignación, la vergüenza del embarazo, etc). En cambio, las emociones son más
fácilmente definidas a partir de su contenido (o las creencias que involucran) y su
contexto. Por ejemplo, podemos decir que la vergüenza implica que uno se ve como
(esto es, cree que es) responsable de una falta, y el embarazo implica que uno se
ve (esto es, cree que está) en una situación extraña. Otro ejemplo: desde el punto
de vista de la sensación, sería difícil distinguir la compasión de la tristeza; para
entender la diferencia, hay que remitirse -como hace Aristóteles- a tres creencias -o
juicios valorativos- que caracterizan a la compasión: la creencia de que alguien está
sufriendo un mal, la creencia de que no merece ese mal y la creencia de que
nosotros (dadas nuestras características) podríamos sufrir un mal semejante. Las
tres creencias, opina Nussbaum, son necesarias y suficientes para que aparezca la
compasión15.
No obstante, olvidar el componente sensorial de las emociones (a) lleva a
una concepción reductivista y excesivamente racionalista de las mismas, (b) no
permite distinguirlas de las meras creencias y (c) no da cuenta de algunas
intuiciones muy básicas (como que, en ocasiones, la intensidad de las sensaciones
asociadas a las emociones puede obnubilar el juicio), y de ciertos mecanismos de
14
William Lyons, Emoción, Ed. Anthropos, 1993, pág. 79.
15
Martha Nussbaum, Paisajes del pensamiento, pág. 345.
motivación vinculados a las sensaciones emocionales (por ejemplo, la vergüenza y
la culpa fueron tan insufribles para Edipo que se arrancó los ojos). Por ello, parece
más adecuado considerar a las emociones como estados mentales mixtos, de
manera que consideraré que si una emoción carece del componente cognitivo y/o
del componente sensorial, no se trata en realidad de una emoción en sentido
estricto.
16
Resumo la concepción de las emociones que he defendido en Emociones,
responsabilidad y Derecho, cap. II.
3) Las sensaciones, a veces experimentadas como placenteras y otras como
dolorosas, producidas por la percepción de tales cambios.
4) La expresión facial y corporal de la emoción.
5) Un impulso a realizar cierta acción.
Si se acepta esto, las emociones serían estados mentales que surgen
cuando valoramos un hecho como algo que facilita u obstaculiza un objetivo o deseo
nuestro, incluyen una sensación (positiva o negativa de manera coherente con la
valoración positiva o negativa que se haya realizado) y un componente motivacional,
esto es, una tendencia (que no tiene por qué realizarse) a la acción. Un análisis
completo de la emoción requeriría profundizar en todos estos elementos. No
obstante, recordemos que se trata más de un método de análisis de las emociones
que de una definición precisa, porque estos rasgos no son condiciones necesarias y
suficientes del concepto sino, más bien, rasgos presentes en los casos centrales o
típicos de emociones, pero no en otros casos marginales. De estos elementos, los
que más nos interesan para el tema que tratamos de desarrollar son la creencia y la
sensación.
a) La creencia o juicio evaluativo: A menudo se piensa que las emociones son
suscitadas por ciertos hechos o circunstancias externas; ciertamente, esto es lo que
parece asumir la psicología popular y también el Derecho, que requiere para que
haya una emoción susceptible de producir arrebato u obcecación la existencia de un
estímulo externo poderoso. Sin embargo, como han señalado Aristóteles y los
defensores de la tesis cognitiva las emociones son suscitadas, no por los hechos
externos, sino por creencias sobre hechos externos, reales o no, o incluso sobre
otros hechos psicológicos. Elster, por ejemplo, señala que las emociones pueden
ser generadas —además de por las típicas creencias acerca de hechos externos
inmediatos— por creencias acerca de las emociones propias (por ejemplo, la
percepción de que se siente miedo puede provocar vergüenza), creencias acerca de
las emociones de otras personas (la creencia de que otra persona me odia puede
generar miedo en mí), creencias acerca de las motivaciones de otras personas (mi
enfado puede deberse a creer que Alfredo pisa mi césped sólo para fastidiarme),
creencias acerca de las creencias de otras personas (me entristece lo que creo que
los demás piensan de mí), creencias sobre hechos imaginarios (como en algunos
casos de celos), creencias de las que no estamos seguros o a las que asignamos
sólo cierto grado de probabilidad, que incluso podría ser bajo (como en ciertos
miedos irracionales), creencias contrafactuales (acerca de lo que hubiera podido
suceder), creencias «como si» (como sucede con las emociones provocadas por las
novelas o las películas)17, etc.
Las creencias que forman parte constitutiva de las emociones son creencias
o juicios evaluativos, esto es, un juicio acerca de cómo determinado hecho puede
afectar a un objetivo importante mío o de mis allegados. Las emociones, en
definitiva, incluyen una evaluación de las propiedades de un objeto o de un
fenómeno como factores que inciden en la satisfacción o frustración de un deseo o
una meta. Cuando el objeto o fenómeno se evalúa como algo que contribuye a la
satisfacción del deseo lo llamaremos facilitador. La emoción en ese caso se
experimenta como algo positivo. Por el contrario, cuando se evalúa el objeto o
fenómeno como un obstáculo lo llamaremos obstaculizador y en este caso la
emoción se experimenta como algo negativo. Por ejemplo, es el considerar que un
animal es peligroso para mi integridad lo que despierta mi miedo; mi ira aparece
porque juzgo que alguien me ha tratado de manera injusta, dañándome; mi
vergüenza, porque creo que algo deforma la imagen que quiero dar de mí; la alegría
porque me parece que estoy a punto de alcanzar la meta por la que tanto me he
esforzado; etc.
Por otra parte, las creencias que activan las emociones no han de ser
necesariamente creencias completamente formadas y completamente conscientes.
Puede bastar para que haya una emoción con un conocimiento rudimentario y no
estructurado lingüísticamente (lo que abriría la posibilidad a hablar de emociones en
los animales). No obstante, es importante recordar que incluso en esos casos están
conectadas con nuestras valoraciones y preferencias.
b) La sensación: A diferencia de los estados mentales proposicionales puros, y a
semejanza del dolor, el hambre, las náuseas o el vértigo, las emociones suelen ir
acompañadas de una sensación. Introspectivamente, la sensación «nos avisa» de
que estamos bajo una emoción, aunque -como hemos visto- es discutible si
17
John Elster, Alquimias de la mente. La racionalidad y las emociones, Ed. Paidós,
2002, p. 309.
podemos identificar esa emoción sólo a partir de la sensación que la acompaña. La
sensación que acompaña a la emoción tiene dos dimensiones: por un lado, es la
sensación o percepción de algunos de los cambios fisiológicos que ocurren en
nuestro cuerpo cuando experimentamos miedo, amor, ira, odio, tristeza, etc. Pero
también tiene en muchas ocasiones un componente hedónico, esto es, la
percepción de dichos cambios fisiológicos puede ser considerada como placentera o
dolorosa o, más genéricamente, agradable o desagradable. Como hemos visto,
parece haber una correspondencia entre evaluar un hecho como favorable en
relación con un objetivo o deseo y la sensación agradable, por un lado, y la
evaluación de un hecho como un obstáculo para la satisfacción del deseo y la
sensación desagradable, por otro.
Para completar nuestra aproximación a las emociones es necesario dar
cuenta también de una serie de nociones vinculadas a las mismas, como las de
empatía, virtudes, etc.
II. EL “ENTORNO” DE LAS EMOCIONES: EMOCIONES, VIRTUDES Y EMPATÍA.
18
Richard Wollhein, Sobre las emociones, págs. 24 y ss.
como un motivo emocional que puede agravar la responsabilidad penal por algunas
conductas (por ejemplo, un homicidio), podemos estar pensando en la emoción de
odio en particular que el agente experimentaba en el momento de realizar su acción
o podemos estar pensando en el odio como una disposición de ese agente que
configura su carácter.
Cuando hablamos de educación emocional, nos referimos en realidad a
promover o evitar determinadas disposiciones emocionales. Supongamos (lo
discutiremos más adelante) que es posible cierto control y educación de las
emociones y, por tanto, que -quizá por medio del hábito- pudiéramos adquirir ciertas
disposiciones o propensiones emocionales (en un sentido amplio, en el que se
incluye no sólo promover ciertas emociones, sino también lograr evitar otras).
Podríamos hablar, en ese caso, de capacidades emocionales. Por último, a las
capacidades emocionales que resultan adecuadas para alcanzar la excelencia en la
realización de una actividad las podemos llamar virtudes19 (aunque probablemente
no todas las virtudes son exclusivamente capacidades emocionales). De esta
manera, la noción de virtud sería relacional: algo puede ser una virtud en relación
con una actividad (por ejemplo, aplicar el Derecho) y no serlo en relación con otra.
Podemos llamar a las virtudes, entendidas de esta manera, virtudes profesionales.
Sin embargo, la idea de virtud no tiene sólo esta dimensión meramente instrumental,
sino que otras veces la asociamos a la moral. Las virtudes morales son rasgos de
carácter que se asocian con “el bien del hombre”, con la “vida buena”, la
autorealización o la eudaimonía20.
A partir de la teoría de las virtudes de Aristóteles, von Wright ha recordado
que las virtudes (profesionales o morales) se manifiestan en el momento de hacer
una elección y se caracterizan por saber resistirse al impulso de alguna pasión. En
su opinión, todas las virtudes tienen en común consistir en un ejercicio de
autocontrol (de manera que el “autocontrol” sería la virtud que engloba a todas las
19
“Una virtud es una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a
hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya
carencia nos impide efectivamente lograr cualquiera de tales bienes”. A. Macintyre,
Tras la virtud, Ed. Crítica, 1987, pág. 237.
20
Aristóteles desarrolló su concepción de las virtudes fundamentalmente en su Ética
nicomaquea, libros I al V.
demás)21. Este autocontrol puede consistir tanto en resistirse a las pasiones
negativas como en “dejarse llevar” (en la medida adecuada) por las emociones
correctas, evitando su exceso. Como señalaba Aristóteles, la virtud es el punto
medio entre el vicio del exceso y el vicio del defecto.
Vistas así, las virtudes no serían emociones (el autocontrol no es una
emoción), sino -como la empatía, que veremos en el siguiente punto- una habilidad
vinculada con ellas. La emoción de la compasión, por ejemplo, no sería una virtud.
La virtud sería la capacidad de ser compasivo en las circunstancias en las que es
adecuado serlo y en la medida adecuada. Esto -que las virtudes no son emociones,
aunque algunas de ellas pueden verse como capacidades emocionales- es algo que
no siempre se tiene en cuenta, y es frecuente que cuando se habla de la
importancia de las emociones en el razonamiento moral o jurídico el tema se deslice
al papel de las virtudes en el mismo.
Vinculadas con las virtudes están las emociones morales, como la
indignación, la compasión, la culpa, el arrepentimiento o la vergüenza. Lo
característico de estas emociones es que la creencia que las genera tiene que ver
con nuestras creencias morales: es nuestra aspiración de vivir una vida justa o en
un mundo justo, junto con la valoración de ciertos eventos en contraste con esa
meta, lo que hace que nos sintamos indignados; es nuestra creencia de que otro ha
sufrido un daño que no merece, esto es, injusto, lo que hace que sintamos
compasión por él; o es nuestra creencia de que hemos realizado un hecho que
consideramos inmoral lo que nos causa culpa o vergüenza22.
2. De la empatía a la simpatía.
Una capacidad vinculada a las emociones a la que se le concede especial
importancia en relación con la toma de decisiones de relevancia moral (hasta el
punto de que algunos filósofos, psicólogos y neurocientíficos la han considerado la
“piedra angular” de la moralidad) es la “empatía” o, como la llamaban Hume y Adam
21
Von Wright expone su concepción de las virtudes en G.H. von Wright, La
diversidad de lo bueno, Ed. Marcial Pons, 2010, Cap. VII.
22
Véase O. Hansberg, “De las emociones morales”, en Revista de Filosofía, vol. 16,
1996.
Smith, la “simpatía”. Se trata de un término difícil de definir, por los muchos
significados que se le ha asignado. Tratar de esclarecer las relaciones entre la
empatía y las emociones requiere, en mi opinión, cierto grado de estipulación.
En un primer sentido, la empatía puede verse como la habilidad intelectual de
adscribir correctamente estados mentales (creencias, intenciones, deseos, dolores,
emociones, etc.) a los demás. Podemos llamar a esta noción “empatía simple”. Se
trata de empatía en sentido cognitivo, esto es, de una aptitud intelectual, no
propiamente emocional, pero, como es fácil advertir, esta capacidad es
absolutamente esencial para la vida social, para coordinar nuestro comportamiento
con el de los demás e, incluso, para comunicarnos con ellos.
Pero, además de “conocer las emociones de los demás” (y otros estados
mentales), a veces se habla de la empatía como la capacidad de “sentir las
emociones de los demás”: sentir en mis propias carnes la tristeza del otro, su rabia,
su dolor. A este sentido de empatía se le ha llamado “empatía emocional” o
“afectiva”. Se dice que ésta sería una emoción “vicaria”, o la capacidad de sentir
emociones “vicarias”. Ahora bien, ¿hay que tomar esta idea en sentido estricto o
más bien se trata de una metáfora, de una forma de hablar? ¿Realmente sentimos
lo que el otro siente, aunque sea de una manera más atenuada? Supongamos que
veo que un buen amigo se golpea un dedo con un martillo: yo sé que le duele,
puedo imaginar su dolor (su intensidad, cómo toda la atención se centra en ese
dedo y desaparece todo lo demás, la sensación de sorda palpitación, la necesidad
de presionarlo para sustituir el dolor por otra sensación algo menos desagradable, el
adormecimiento del dedo al aplicarle hielo, etc.), pero mi dedo no me duele
realmente. Puede objetarse el ejemplo aduciendo que aunque el dolor es un caso
claro de estado mental que se siente, no es una emoción (es una mera sensación).
Pero es fácil trasladar el ejemplo a una emoción: si me entero de que alguien
cercano ha perdido a su hijo puedo imaginar su tristeza y las características de la
tristeza causada por una pérdida de ese tipo. Pero, en sentido estricto, yo no siento
esa tristeza23
23
Para una discusión sobre la diferencia entre empatía en sentido meramente
cognitivo y empatía en sentido afectivo (esto es, como una emoción), defendiendo
-en contra de mi postura- que la noción correcta es la segunda, véase Patricia
Sí creo, sin embargo, que hay un sentido de empatía más profundo que lo
que he llamado empatía simple: sería la comprensión de que el otro experimenta
determinada emoción acompañada del ejercicio imaginativo y comparativo de
preguntarse cómo me sentiría yo en esas circunstancias. Esa comparación puede
hacerse en términos de cómo me sentiría yo si eso me ocurriera a mí, con mis
características psicológicas (deseos, creencias, etc.) y contextuales, o cómo me
sentiría yo si yo fuera él, esto es, si tuviera sus características psicológicas y
contextuales. Pero imaginar no es sentir, de manera que seguimos en un terreno
intelectual. Es cierto que ese ejercicio comparativo, esta identificación, es la causa
de una emoción posterior, pero esa emoción puede no darse, o puede ser de un tipo
distinto de la que siente el sujeto por el que tengo empatía.
En definitiva, lo que quiero sugerir es que la empatía es un mecanismo
vinculado con las emociones en sentido estricto, que muchas veces las acompaña y
que es un mecanismo importante (a veces, necesario) para que surjan cierto tipo de
emociones, pero verla a ella misma como una emoción oscurece más que aclara las
cosas. A este sentido más profundo de empatía -que, sin embargo, no llega a ser
literalmente “sentir lo que el otro siente”- lo llamaré “empatía con identificación”.
Creo que parte del carácter persuasivo de la metáfora de que podemos sentir
lo que el otro siente tiene que ver con dos fenómenos distintos: Primero, con el
hecho de que imaginar el dolor o la tristeza del otro puede -como hemos visto-
causar en mí emociones diversas (preocupación, compasión, tristeza, indignación)
que, en ocasiones, pueden ser del mismo tipo que la del sujeto con el que tengo
empatía. Imaginar la tristeza de mi amigo por la pérdida de su hijo puede
24
L. Samamé, “El giro metodológico en el razonamiento judicial: La importancia de
las emociones”, en Guillermo Lariguet (comp.), Metodología de la investigación
jurídica. Propuestas contemporáneas, Ed. Brujas, 2016.
Comenzaré con algunas consideraciones sobre la noción de “explicación”.
25
John Searle, Razones para actuar. Una teoría del libre albedrío, Ed. Nobel, 2000,
pág.125.
sus causas. Precisamente, las emociones parecen proporcionar ambos tipos de
explicación (no discutiré qué relación hay entre ellas).
Una decisión es un tipo de acción (una acción mental), o el resultado de esa
acción, por medio de la cual, tras un proceso (más o menos largo y más o menos
consciente) de deliberación, el sujeto, enfrentado a una alternativa, hace una
elección, optando por la posibilidad que cree que le permite resolver un problema o
satisfa cer alguna preferencia. En el caso de las decisiones judiciales, el juez tiene
que integrar en su deliberación (1) la selección e interpretación de una norma
jurídica, (2) la información que le permite determinar qué hechos ocurrieron
realmente y (3) la calificación o subsunción de ese hecho en la norma jurídica. Por
tanto, la decisión judicial es una acción compleja que requiere resolver -por decirlo
con MacCormick- (a) problemas de relevancia o selección de la norma, (b)
problemas de interpretación, (c) problemas de prueba y (d) problemas de
calificación26. Resolver cada uno de estos problemas, por su parte, requiere nuevas
decisiones, que no están completamente determinadas por los materiales jurídicos
y, por ello, están en gran medida abiertas a juicios de valor y principios morales. En
este sentido, es importante advertir que la decisión del juez no viene rígida ni
unívocamente determinada por las reglas y que el razonamiento jurídico no puede
separarse completamente del razonamiento moral.
En la medida en que las decisiones son un tipo de acción o conducta, puede
darse de ellas una explicación psicológica en términos de razones (creencias,
deseos, intenciones, preferencias, etc.) y una explicación causal en términos
neurológicos.
26
En realidad, esta clasificación de problemas sigue siendo una simplificación. Para
una clasificación más detallada véase M. Atienza Curso de argumentación jurídica,
Ed. Trotta, 2013, págs. 431-439.
de los cuales las emociones influyen en las decisiones desde este punto de vista y
en el siguiente apartado me ocuparé de cómo las emociones pueden verse como
causas de las decisiones, según la neurociencia.
Comencemos con algunos ejemplos: Podemos decir que Alfredo no vino
porque tenía miedo de subir a un avión, que Pedro le gritó a Marta porque está
ofendido con ella, que Pilar tiene la intención de ir a ver a Juan porque está
desesperada, que Edipo se sacó los ojos porque no soportaba su culpa y su
vergüenza, que Rousseau decidió escribir sus Confesiones para disipar la
sensación de culpa por haber acusado a otra persona de una falta que había
cometido en su juventud, que Aquiles volvió a la batalla movido por la ira ante la
muerte de Patroclo a manos de Héctor. Para entender el papel de las emociones en
estas explicaciones hay que tener en cuenta su conexión con los deseos y las
creencias.
Recordemos que muchas emociones surgen cuando se evalúa un evento
como relevante para la satisfacción o frustración de un deseo, un objetivo, una
preferencia o, en general, algo que se considera valioso y, en último término,
vinculado con el bienestar del sujeto o de sus allegados. De manera que ciertos
deseos forman parte de la red de estados mentales necesarios para que se
produzca una emoción, esto es, toman parte en la generación de la emoción.
Podemos llamarlos deseos previos a la emoción o metas. Pero, por otro lado, en
ocasiones las emociones se ven asociadas a otros deseos, que no son previos, sino
de alguna manera derivados de ellas. Quien ama, porque ama, desea hacer todo lo
posible para estar con la persona amada; quien se ve sorprendido, en tanto que
sorprendido, desea saber más; quien tiene miedo, porque teme, desea huir; quien
tiene vergüenza desea ocultarse; quien siente remordimientos desea reparar el
daño; etc. (no obstante, no todas las emociones se asocian de esta forma a
deseos). Llamaré a estos otros deseos, deseos derivados de la emoción. Como ha
escrito Richard Wollheim, “es difícil imaginar una formación seria de los deseos, si
no es en relación con las emociones. Y ahora sugiero lo contrario: que en la
actualidad resulta complicado imaginar una emoción de cierta seriedad que no dé
pie a un deseo”27 La misma distinción puede hacerse respecto de las creencias: una
cosa son las creencias que hacen que surja la emoción y otras las creencias que la
emoción suscita. Pues bien, la conexión entre las emociones y las acciones no es
directa (las emociones no motivan directamente las acciones), sino que se da a
través de los deseos y las creencias que las emociones mismas contribuyen a
generar. Es el hecho de que las emociones generen deseos y creencias, o
participen en los mecanismos de generación de deseos y creencias, lo que hace
que sean (indirectamente) razones para la acción.
Creo que hay básicamente tres mecanismos por los cuales las emociones
intervienen en el entramado de las razones para la acción28:
a) En primer lugar, las emociones contribuyen a generar deseos que están
instrumentalmente conectados con los deseos previos o preferencias que el sujeto
quiere satisfacer. Las emociones negativas (esto es, las que surgen cuando
evaluamos un evento como un obstáculo para satisfacer nuestro deseo principal o
previo), generan deseos de resolver o mitigar o eliminar el obstáculo que nos impide
satisfacer nuestro deseo principal. Las emociones positivas (aquellas en las que
evaluamos el evento como facilitador de nuestro objetivo) pueden generar deseos
tendentes a aprovechar el efecto beneficioso del evento o a disfrutar del objetivo
satisfecho.
Por ejemplo, en la emoción del miedo se pone en riesgo mi deseo previo de
conservar mi integridad física o mi estatus, surgiendo el deseo derivado de
recuperar una posición de seguridad (obsérvese que, si no tengo miedo, el deseo
derivado no surge, aunque ciertamente tenga el deseo previo y la situación sea
objetivamente peligrosa). Un ejemplo menos mundano: La angustia de Julieta ante
la oposición de su familia a que contraiga matrimonio con Romeo (su deseo previo)
le lleva a intentar un recurso desesperado: planea fingir su muerte (deseo derivado),
con el fin de poder huir y casarse en secreto con Romeo más adelante.
b) En segundo lugar, las emociones pueden generar deseos cuya finalidad sea
tratar de mitigar la agitación o la sensación de dolor causada por la misma, o alargar
o asegurar los aspectos positivos. Por supuesto, la mejor manera de calmar la
27
Richard Wollheim, Sobre las emociones, pág. 225.
28
Daniel González Lagier, Emociones, responsabilidad y Derecho, págs. 92 y ss.
ansiedad que provoca, por ejemplo, el miedo a perder x es realizar alguna acción
que tienda a asegurarnos ese objetivo. Pero en ocasiones algunos deseos y las
acciones correspondientes logran mitigar la agitación o la sensación de dolor sin
tener con el objetivo principal una conexión instrumental. También el drama de
Romeo y Julieta proporciona un ejemplo drástico de este tipo de conexión entre
emociones y deseos derivados: Cuando Romeo cree que Julieta ha muerto, su dolor
es tal que, no pudiéndolo soportar, decide darse muerte, y lo mismo impulsa a
matarse a Julieta cuando ve a Romeo muerto a sus pies. El deseo de venganza
puede ser también de este tipo: no va dirigido tanto a eliminar o reducir los efectos
de un mal infringido por otro como a procurar cierta satisfacción emocional.
Este tipo de deseos no sólo se pueden dirigir a atenuar o eliminar la agitación
o el dolor provocado por las emociones asociadas a sensaciones negativas; también
se pueden dirigir a promover, asegurar, alargar o rememorar la sensación generada
por una emoción placentera. Un ejemplo de ello es el deseo de contar a otras
personas nuestro éxito en una conquista amorosa, aun a riesgo de indiscreción.
En ocasiones, sufrir una emoción negativa desencadena el deseo de no
volver a "caer" en una situación emocional del mismo tipo, y una emoción positiva
puede desencadenar el deseo de volver a experimentar una emoción del mismo
tipo. Son supuestos semejantes a los anteriores, pero más radicales, porque no se
trata meramente de reducir o ampliar las sensaciones asociadas a las emociones,
sino de eliminar o provocar las emociones mismas. El desengaño amoroso que
conduce a la decisión de no volver a enamorarse (de evitar las situaciones en las
que puede surgir el amor) puede ser un ejemplo de lo primero, al igual que la
decisión de acudir a un psicoterapeuta para que nos ayude a superar ciertos
miedos, o ciertas fobias. El placer que algunos hallan al sentirse "justamente
indignados" hasta el punto de incitarles a buscar nuevas ocasiones para volver a
indignarse (incluso, quizá, tergiversando ciertos acontecimientos), esto es, lo que
llamamos "cargarse de razón", es un ejemplo de lo segundo.
c) En tercer lugar, las emociones generan creencias (o cambian nuestras creencias
iniciales) que, en combinación con ciertos deseos, constituyen razones para la
acción. Como señaló Aristóteles, la relación de las emociones con las creencias o
evaluaciones -de manera semejante a lo que sucede en el caso de los deseos- es
doble: por un lado, las creencias o juicios evaluativos generan emociones; por otro
lado, las emociones influyen en nuestra manera de percibir y evaluar el mundo. Y
estas maneras de ver el mundo se combinan con deseos para formar razones
completas para la acción que nos impulsan a actuar. Quienes asumen que las
emociones generan creencias o evaluaciones distorsionadas o irracionales, señalan
cómo las emociones afectan a las estimaciones de probabilidad y credibilidad
acerca de los hechos que están más allá de nuestro control; nos hacen más
optimistas respecto de la eficacia de nuestras acciones; inducen "fantasías"; nos
hacen minusvalorar o despreciar las consecuencias de nuestras acciones, etc. Pero
también se ha puesto de manifiesto lo contrario: las emociones facilitan en
ocasiones la toma de decisiones al poner en primer plano los aspectos importantes
de determinadas situaciones, coloreándolos o marcándolos, impidiendo que nos
perdamos en una miríada de datos percibidos como uniformemente relevantes.
Probablemente es esto lo que hay detrás de los autores que defienden que las
emociones morales son un elemento imprescindible en lo que llaman la “percepción
moral”, esto es, la capacidad de percibir los aspectos relevantes de una situación
con trascendencia moral.
29
A. Damasio, El error de Descartes. La emoción, la razón y el cerebro humano, Ed.
Crítica, 2004, pág. 201.
30
A. Damasio, El error de Descartes, pág. 203.
funciona como un timbre de alarma. En cambio, cuando lo que se superpone es un
marcador somático positivo, se convierte en una guía de incentivo"31.
Puesto que los marcadores somáticos son un tipo de emociones secundarias,
dependen de la educación y el aprendizaje (a diferencia de las emociones primarias,
que consistirían en conexiones entre tipos de sucesos y sensaciones agradables o
desagradables que adquirimos a través de nuestra herencia genética). Durante el
proceso de educación y socialización, se crean, según Damasio, la mayoría de
marcadores somáticos que usamos en la toma racional de decisiones, esto es, la
mayoría de conexiones entre categorías de eventos y reacciones corporales que se
experimentan como agradables o desagradables. Se trata de un proceso que
produce su mayor actividad durante la infancia y la adolescencia, pero que perdura
durante toda la vida. Son varios los agentes de esta "educación emocional". En
primer lugar, aprendemos a conectar categorías de sucesos con sensaciones
agradables o desagradables al experimentar los hechos y acontecimientos del
mundo. Pero, en segundo lugar, resultan también fundamentales el castigo y la
recompensa impartidos por los padres y otras personas. Estos suelen reaccionar de
acuerdo con las convenciones sociales y convicciones éticas de la sociedad, por lo
que en este proceso de aprendizaje tienen una enorme relevancia la cultura y las
creencias y prácticas morales de la comunidad32 .
Damasio apoya su hipótesis (aunque reconoce que no deja de ser
meramente una hipótesis que requiere mayor investigación) con evidencia empírica.
Por un lado, muestra que ciertas zonas del cerebro encargadas del razonamiento se
ocupan también de procesar las emociones y los sentimientos. Es decir, el "cerebro
racional" y el "cerebro emocional" no están neurológicamente separados, sino que
existen muchas conexiones entre ellos (y lo que Damasio sugiere es que igualmente
lo están, por tanto, la "mente racional" y la "mente emocional"). Por otro lado,
describe el comportamiento de varios pacientes con graves lesiones en ciertas
zonas del cerebro asociadas a las emociones. Tales pacientes no sólo exhiben
anomalías emocionales en su comportamiento, sino también carencias serias en su
capacidad de tomar decisiones.
31
A. Damasio, El error de Descartes, pág. 205.
32
A. Damasio, El error de Descartes, pág. 212.
Tres últimas consideraciones: Hay que destacar que los marcadores
somáticos o emociones de las que habla Damasio no operan necesariamente frente
a acontecimientos reales, sino especialmente frente a hechos imaginarios, esto es,
frente a hechos "como si" (dicho de otra manera, su objeto intencional suele ser
virtual, no real). Esta característica es especialmente relevante para su contribución
a la elección racional. En segundo lugar, lo que plantea Damasio no es una
sustitución de la razón por la emoción, sino una colaboración entre ellas. Una vez
que las emociones han marcado las distintas alternativas, la razón opera de acuerdo
con el modelo tradicional, aunque lo hace entre las alternativas que le quedan, que
pueden haberse visto muy reducidas. En tercer lugar, las emociones también
contribuyen al proceso generando una sensación de urgencia, necesaria para tomar
la decisión a tiempo33.
33
Jon Elster se ha mostrado crítico con las teorías que postulan que las emociones
sirven de guía, a la manera de corazonadas, a la razón. Algunos de sus argumentos
pueden verse en J. Elster, Alquimias de la mente, pág. 351.
34
J. Haidt, "El perro emocional y su cola racional: Un enfoque inuicionista social del
juicio moral", en A. Cortina (Ed.), en Guía Comares de Neurofilosofía práctica, Ed.
Comares, 2012, pág. 168.
“Julia y Marcos son hermanos. Se encuentran de viaje en Francia
durante las vacaciones de verano del colegio. Una noche se quedan
solos en una cabaña junto a la playa. Consideran que sería
interesante y divertido si intentaran hacer el amor. Al menos sería
una nueva experiencia para cada uno de ellos. Julia estaba
tomando ya píldoras anticonceptivas, pero Marcos usa un
preservativo también por seguridad. Los dos disfrutan haciendo el
amor, pero deciden no hacerlo más. Ambos guardan esa noche
como un secreto especial que les hace sentirse más unidos. ¿Qué
opinas de esto? ¿Fue correcto que hicieran el amor?
Muchas personas que escuchan la historia anterior inmediatamente
afirman que fue incorrecto que hicieran el amor, y a continuación
comienzan a buscar razones que inciden en los riesgos de la
endogamia, aun cuando Julia y Marcos emplearon dos tipos de
anticonceptivos. Argumentan que Julia y Marcos resultarían
dañados, quizás emocionalmente, incluso cuando la historia deja
claro que no sufrieron ningún perjuicio. Ocasionalmente mucha
gente dice cosas como ‘no lo sé, no puedo explicarlo, sólo sé que es
incorrecto’”35.
Haidt cree que este tipo de situaciones (este “desconcierto“al “sentir” que
algo está mal pero no poder justificar por qué) es característico de nuestras
actitudes morales y que una teoría que explique el juicio moral debe dar cuenta de
estos casos. En su opinión, las teorías intuicionistas están mejor situadas para
explicarlos: “El intuicionismo en filosofía -sostiene- se refiere a la concepción de que
hay verdades morales y que cuando las personas comprenden estas verdades no lo
hacen por un proceso de racionalización y reflexión sino más bien por otro más
parecido a la percepción, en el que uno sólo ve sin argumentos que aquéllas son y
deben ser ciertas”36. Los juicios morales son, entonces, causados directamente por
estas intuiciones, sin que la razón tenga aquí papel causal alguno.
Los indicios que presenta Haidt para dudar de que la razón tenga
habitualmente un papel relevante en la formación de los juicios morales son los
siguientes:
a) En primer lugar, acude al creciente consenso entre los psicólogos sobre el hecho
de que cuando los sujetos están tratando de resolver un problema (y los problemas
morales no serían distintos del resto en este punto) no sólo se activa el proceso de
35
J. Haidt, “El perro emocional y su cola racional”, pág. 159.
36
J. Haidt, “El perro emocional y su cola racional”, pág.10.
razonamiento, sino que, simultáneamente, se activa otro proceso mucho más rápido
que nos avanza la solución. Se trata del “modelo de procesamiento dual”. Ahora
bien, Haidt cree que hay evidencias científicas de que, de los dos procesos, el
intuitivo y emocional es el que marca la pauta en la resolución de problemas,
básicamente a través de una evaluación automática de las situaciones y las
personas. Por ejemplo, respecto de la formación de las opiniones sobre otras
personas (incluidos juicios sobre su carácter o sobre la corrección moral de las
mismas o de sus acciones), las pruebas muestran que “las personas forman sus
primeras impresiones a simple vista (…), y las impresiones que se forman con
observar ‘finas porciones’ de comportamiento (tan escasas como cinco segundos)
son casi idénticas a las que se forman mediante una mucho más larga y más
relajada observación y deliberación”37. Posteriormente, estas primeras impresiones
determinan el resto de opiniones morales sobre esas personas.
37
J. Haidt, “El perro emocional y su cola racional”, pág. 174.
38
J. Haidt, “El perro emocional y su cola racional”, pág. 177.
39
J. Haidt, “El perro emocional y su cola racional”, pág. 179.
3) Asimismo, y en tercer lugar, hay también experimentos neuropsicológicos (por
ejemplo, los de Damasio) que pueden tomarse como indicios de que la conexión
entre el razonamiento moral y la acción moral es bastante débil, y que las
emociones (la empatía, fundamentalmente) resultan mucho más eficaces como
motivadoras del comportamiento moral.
40
J. Haidt, “El perro emocional y su cola racional”, pág. 193.
41
J. Haidt, “El perro emocional y su cola racional”, pág. 194.
empatía el papel de motor de la moralidad. Podemos resumir las aportaciones de la
neuroética a la teoría de la decisión en cuatro tesis:
c) La tesis del innatismo moral: Las intuiciones son innatas y posteriormente son
socialmente moldeadas.
d) La tesis del evolucionismo moral: Las intuiciones morales tienen una explicación
evolutiva. Si somos benevolentes, altruistas con los vecinos, cooperadores, etc., es
porque tales conductas suponen una ventaja evolutiva para la supervivencia42.
42
Para una crítica a las tesis de la neuroética véase Daniel González Lagier, A la
sombra de Hume, capítulos 3 y 4.
relevancia de la "educación en la razón", incluso -como veremos- como una vía para
la educación de las emociones.
43
Daniel González Lagier, Emociones, responsabilidad y Derecho, págs. 109 y ss.
el contrario, un defecto en la justificación de la creencia que suscita la emoción hará
que la emoción correspondiente sea irracional o no esté epistémicamente
justificada. Así, nos podemos encontrar con emociones irracionales por basarse en
creencias dogmáticas, sin evidencia a su favor, resultantes de una inferencia
equivocada, etc. (por ejemplo, la tristeza causada por la creencia de que un ser
querido padece una grave enfermedad es irracional si no tenemos ningún dato, o los
que tenemos son insuficientes, para pensar que realmente es así). Pero también
podríamos juzgar a las emociones como inadecuadas cuando éstas inciden
negativamente en la formación de creencias racionales; esto es, cuando
distorsionan nuestras estimaciones probabilísticas o promueven sesgos cognitivos.
También consideramos inadecuadas las emociones en las que no hay
congruencia entre el tipo de creencia y el tipo de emoción. Por ejemplo, cuando
sentimos ira (en lugar de compasión) hacia aquellos a quienes hemos hecho daño,
u odio (en lugar de agradecimiento) a quienes nos han ayudado. O cuando la
intensidad de la emoción es excesiva o, por el contrario, insuficiente en relación con
aquello que la causa. La ira causada por una broma torpe, o la preocupación
obsesiva por un pequeño incidente (como haber dicho un pequeño inconveniente
que nadie parece haber advertido), son ejemplos de este tipo de inadecuación, pero
también la frialdad ante el fallecimiento de un ser querido, la indiferencia ante la
pobreza en el mundo o la temeridad ante un elevado riesgo. Aquí hay que destacar
que la intensidad de la emoción es un factor que parece agudizar los efectos
distorsionadores del juicio que hemos señalado antes y la propensión a sesgos.
Otras veces, una emoción nos parece inadecuada porque no vemos que
tenga ningún sentido a la luz de los objetivos cercanos o remotos del sujeto. Un
amor no correspondido o imposible sostenido más allá de lo razonable, el odio que
convierte a la venganza en el único objetivo relevante para el sujeto, los celos
(incluso fundados) que acaban con la relación que pretenden proteger, etc. son
emociones que nos pueden parecer irracionales porque tienen consecuencias
destructivas, invasivas, desplazan objetivos relevantes de cualquier plan de vida
razonable y llevan al sujeto a realizar acciones insensatas. Por el contrario, otras
veces las emociones parecen adecuarse a una estrategia conveniente para el
sujeto. El juicio acerca de la adecuación estratégica de las emociones puede
centrarse en objetivos inmediatos del sujeto o en objetivos a largo plazo, e, incluso,
puede hacerse en relación con su bienestar futuro, la "buena vida", y hasta en
relación con "la vida buena" (aunque en estos últimos casos, cuando se juzga la
racionalidad a largo plazo, lo racional o irracional no es tanto un episodio emocional
como tener una cierta disposición emocional).
44
R. C. Solomon, Ética emocional, pág. 252.
curiosidad; la desesperación porque fomenta la autocompasión; la depresión porque
nos hace dudar de todo hasta encontrar un valor firme, etc., etc… Sin embargo, en
las consideraciones de Solomon hay un deslizamiento injustificado de la afirmación
"Las emociones cumplen una función relevante", que es cierta, a la afirmación
"Elegimos las emociones por su función", que es falsa. Como dice Elster, si
podemos elegir nuestras emociones, ¿por qué no elegimos estar siempre
contentos?45.
La segunda tesis -que las emociones condicionan nuestra manera de actuar-
también parece firmemente arraigada en nuestras intuiciones, además de estar bien
estudiada por la psicología y la neurociencia. Las emociones enturbian nuestra
capacidad de decidir el curso de acción adecuado. Esto no implica que nos empujen
a tomar decisiones necesariamente equivocadas o irracionales, pero sí que
menoscaban nuestra capacidad de elegir intencionalmente el curso de acción. Y
cuanto más intensa es una emoción, con más fuerza nos sentimos arrastrados a
actuar de determinada manera, dejándonos en ocasiones con la sensación de que
tras un análisis más detenido de la situación hubiéramos actuado de otra forma. Las
emociones nos urgen a actuar e, incluso, algunas (como las emociones primarias)
inducen cambios fisiológicos que preparan el cuerpo para una determinada
conducta.
Las emociones condicionan nuestras decisiones por dos vías diferentes: (a)
por un lado, "filtran" la información que podemos procesar a la hora de tomar la
decisión acerca de cómo actuar, puesto que provocan que se agudice la percepción
en los aspectos relativos al estímulo que los ha provocado y modifican la velocidad
de procesamiento de dicha información, influyendo también en la interpretación de
la situación46. Por otro lado, si la hipótesis de Damasio es correcta, (b) limitan las
respuestas que podemos dar, al asociar determinadas situaciones a respuestas
“prefijadas” de acuerdo con el “marcaje emocional” previo. Dado que no controlamos
la actividad de "marcar emocionalmente" las distintas alternativas de acción (puesto
45
J. Elster, Alquimias de la mente. La racionalidad y las emociones, pág. 376.
46
Psicólogos y neurofisiólogos están de acuerdo en este efecto de las emociones.
Véase V. Simon, “La participación emocional en la toma de decisiones”, en
Psicothema, vol. 9, núm. 2. pág. 369.
que esto depende de factores hereditarios y de nuestras experiencias anteriores),
nos enfrentamos a un importante desafío a nuestra capacidad de formarnos
libremente nuestras intenciones47.
De hecho, en la reciente literatura sobre la racionalidad y las decisiones es un
tema recurrente la advertencia de los “sesgos cognitivos” -frecuentemente
vinculados con emociones- que interfieren en nuestros procesos de toma de
decisiones. El psicólogo y premio nobel de economía, Daniel Kahneman, ha
desarrollado en varios trabajos (el más conocido, Pensar rápido, pensar despacio48)
la idea de que tenemos dos sistemas de toma de decisiones, el Sistema 1 y el
Sistema 2, que se corresponden aproximadamente con lo que entendemos por la
intuición/emoción y la razón: “Las operaciones del Sistema 1 son rápidas,
automáticas, sin esfuerzo, asociativas, y a menudo están cargadas
emocionalmente; además, vienen determinadas por la costumbre y
consecuentemente son difíciles de controlar o modificar. Las operaciones del
Sistema 2 son más lentas, consecutivas, requieren un gran esfuerzo, y están
controladas de forma deliberada; son también relativamente flexibles y,
potencialmente, vienen determinadas por reglas”49. Estos juicios intuitivos ocupan un
espacio entre la percepción y la reflexión consciente y se sirven de heurísticos
(procedimientos o reglas que actúan como “atajos” mentales) que pueden llevarnos
a la decisión correcta, pero también apartarnos de lo que un análisis correcto
basado en probabilidades nos llevaría a decidir. Los heurísticos que nos llevan
sistemáticamente a distanciarnos del resultado al que llegaría una decisión racional
basada en probabilidades son llamados sesgos cognitivos. Es importante advertir la
fuerza de estos sesgos, que son predecibles, casi tan inevitables como las ilusiones
47
De hecho, Damasio ilustra su hipótesis con el caso de las abejas, que gracias a
un mecanismo similar que conecta ciertos estímulos (tamaño, forma y color de las
flores) con ciertas respuestas (acercarse o no a la flor) parecen tener la capacidad
de hacer un cálculo de probabilidades y tomar la decisión de si se acercan o no a
una determinada flor para recolectar su polen (A. Damasio, El error de Descartes,
pág. 220). Obviamente, no hay nada intencional -ni genuinamente racional- en este
mecanismo, aunque sea eficaz.
48
D. Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, Ed. Mondadori, 2012 (versión
electrónica).
49
D. Kahneman, “Mapas de racionalidad limitada: Psicología para una economía
conductual”, en Revista Asturiana de Economía, Nº 28, 2003, pág. 184.
ópticas y persistentes muchas veces incluso cuando interviene el Sistema 2 para
corregirlos.
Kahneman y Tversky se ocuparon inicialmente de los siguientes heurísticos y
sesgos (a los que se han ido sumando muchos otros en trabajos posteriores de
otros autores):
a) Representatividad: Este heruístico está relacionado con el pensamiento basado
en estereotipos50. Se presenta en los casos en que hemos de estimar cuestiones del
siguiente tipo: “¿cuál es la probabilidad de que el objeto A pertenezca a la clase B?
¿Cuál es la probabilidad de que el origen del evento A sea el proceso B? ¿Cuaĺ es
la probabilidad de que el proceso A genere el evento B?” 51
. En estos casos, la
probabilidad se juzga de acuerdo con la estimación que hacemos de que A sea
representativo de B. Por ejemplo, solemos pensar que las cosas más caras son de
mayor calidad, de manera que juzgamos la calidad de un producto en función de su
precio, en lugar de atender a otros factores. Otro ejemplo: si tenemos el prejuicio de
que los acusados que mienten normalmente se muestran muy nerviosos, y el
acusado está muy nervioso, pensaremos que miente. El problema es que este
heurístico nos hace incurrir en sesgos como ser insensible a los resultados
probabilísticos previos o al tamaño de la muestra.
b) Disponibilidad: De acuerdo con el sesgo de disponibilidad, estimamos la
probabilidad de un suceso en función de la facilidad con que acuden ejemplos a
nuestra mente. Por ejemplo, ¿hay más palabras que empiezan con “r” o palabras
que contienen la “r” como tercera letra? Probablemente responderemos en función
de si recordamos más palabras del primer tipo o del segundo tipo (aunque el motivo
por la que recordamos más palabras de uno u otro tipo no tiene por qué deberse a
que un tipo sea más numeroso que el otro).
c) Ajuste y anclaje: Con estas expresiones se hace referencia a nuestra tendencia a
asumir una primera respuesta en función de la primera información recibida e ir
50
Sobre la importancia de los estereotipos en la aplicación del Derecho véase
Federico Arena, “Los estereotipos normativos en la decisión judicial. Una
exploración conceptual”, Revista de Derecho (Valdivia) vol.29 no.1, 2016,
http://dx.doi.org/10.4067/S0718-09502016000100003.
51
Amos Tversky y Daniel Kahneman, “El juicio bajo incertidumbre: Heurísticas y
sesgos”, en Daniel Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, Apéndice A.
ajustando esa respuesta de acuerdo con las informaciones posteriores. Por ejemplo,
se ha dicho en que en el Derecho los jueces asumen la descripción de los hechos
de la acusación (o la calificación de los mismos) y la van ajustando a partir de las
pruebas posteriores, pero siempre en torno a ella 52.
Muchos de los sesgos cognitivos se pueden explicar en atención a factores
emocionales. Por ejemplo, Kahneman ha explicado la relación entre el sesgo de
disponiblidad y las emociones: hay un deslizamiento desde el “¿qué siento?” al
“¿qué pienso?”, esto es, nuestros juicios de aprobación o desaprobación emocional
determinan nuestras creencias (cosa, por cierto, que ya sabíamos desde Aristóteles
al menos, al igual que sabemos, como hemos visto antes, que también las creencias
determinan las emociones). Se ha sugerido también que los sesgos pueden verse
como estrategias para promover el bienestar y la felicidad de la persona. Así,
sesgos como el de “optimismo comparativo” (tendencia de las personas a percibir
que tienen más probabilidades que el individuo promedio de que les sucedan
acontecimientos positivos y menos probabilidades de experimentar eventos
negativos) y el de “optimismo ilusorio” (tendencia a tener expectativas optimistas
sobre el futuro) parecen llevar a reducir los casos de depresión, y otros como el de
“enaltecimiento del yo” (que atribuye los éxitos al mérito propio y los fracasos a
causas externas), contribuyen a la autoestima53. Es posible relacionar determinados
sesgos con la construcción de una imagen de sí mismo, el mantenimiento de la
relación con los demás, etc.
Como puede apreciarse, todos estos mecanismos pueden darse también en
el caso en que la acción sea una decisión judicial. Aquí podríamos distinguir entre
(1) la influencia de las emociones generadas por creencias acerca del caso o por el
tipo de conflicto que hay que resolver (miedo a tomar una decisión contraria a las
presiones sociales, culpabilidad por un retraso en la resolución del caso, alarma
ante la excesiva proliferación de cierto tipo de delitos, excesiva simpatía por una de
las partes, indignación por el tipo de delito cometido, etc.); (2) las distorsiones que
52
Francisca Fariña, Ramón Arce y Mercedes Novo, “Heurístico de anclaje en las
decisiones judiciales”, En Psicothema. Vol. 14, nº 1, 2002.
53
D. Concha; M. A. Bilbao; I. Gallardo; D. Páez; A. Fresno, “Sesgos cognitivos y su
relación con el bienestar subjetivo”, en Salud & Sociedad, V. 3, No. 2, 2012.
puedan producir las emociones generadas por factores externos al caso (el carácter
del juez o su estado de ánimo ocasional) y (3) los sesgos cognitivos de carácter
general que inciden en toda decisión. La incidencia de (1) puede ser controlada en
parte por medio de mecanismos de abstención y recusación, pero respecto de (2)
estos mecanismos no son tan claramente posibles. Y, en relación con los sesgos
(3), urge un análisis de su influencia en las decisiones judiciales y su divulgación
entre juristas, dado que la mejor manera que tenemos de evitar o reducir su efecto
es estar advertidos del mismo (y quizá, también, ciertas medidas de diseño
institucional de los procesos decisorios: por ejemplo, parece que las decisiones
tomadas en grupos son menos sensibles a unos sesgos, aunque más sensibles a
otros).
54
Por "control de la emoción" me refiero no al control de su expresión (que es
posible, hasta cierto punto) y de las acciones que genera, sino a la posibilidad de
evitar o provocar una emoción.
55
Daniel González Lagier, Emociones, responsabilidad y Derecho, pág. 172.
preparatoria56 para producir el estado de cosas (hacer que llueva); y un estado de
cosas está parcialmente dentro del control del agente cuando éste sólo puede
realizar condiciones necesarias, pero no suficientes, o condiciones preparatorias
para producir ese estado de cosas (adelgazar 10 kilos).
Trasladar esto al caso de las emociones nos permitiría afirmar que un estado
emocional es un estado de cosas parcialmente dentro del control del agente: algo
que podemos procurar hacer (o evitar), pero sin garantía de éxito. Enfadarse,
asustarse, arrepentirse, etc. no son acciones, pero pueden ser consecuencia de
nuestras acciones, esto es, podemos hacer cosas que son condiciones necesarias
para tener o evitar una emoción, o que contribuirán a que ésta aparezca o
desaparezca. Nuestro control de las emociones es, por tanto, indirecto y menos
fiable que el de nuestras acciones.
¿Qué tipo de cosas podemos hacer para ejercer este control indirecto sobre
nuestras emociones?.
a) En primer lugar, podemos tratar de corregir, matizar o cambiar nuestras creencias
y juicios evaluativos, realizar lo que algunos psicólogos han llamado una
"reevaluación" de los mismos. Hemos visto que las emociones surgen cuando
evaluamos un evento (real o imaginario) como facilitador u obstaculizador de un
deseo. De manera que, quizá, si podemos cambiar nuestras creencias, podemos
evitar o suprimir o provocar una emoción, como sugería Aristóteles en la Retórica.
Por esta vía podríamos tratar de controlar las emociones irracionales por basarse en
creencias no justificadas. Por tanto, para tener las emociones apropiadas
deberíamos empezar por asegurarnos de que nuestras creencias están justificadas.
Ahora bien, ¿podemos controlar nuestras creencias? Muchos autores
rechazan esta idea. Niegan que tener una creencia sea una cuestión de mera
decisión. También las creencias serían, en este sentido, pasivas. No obstante, por
otro lado parece plausible pensar que algunas creencias pueden ser aceptadas o
rechazadas, que podemos tratar de ampliar nuestro conocimiento para modificar
ciertas creencias o confirmarlas, que podemos examinarlas críticamente y
someterlas a juicio. En palabras de Mosterín: "Cuando estoy completamente seguro
56
Por condición preparatoria o contribuyente entiendo aquella que por sí sola no es
ni suficiente ni necesaria, pero contribuye a que se produzca el resultado.
de algo, cuando no puedo ponerlo en duda, digo que ese algo es evidente para mí
(…) Las creencias obligatorias, las creencias que no podemos dejar de creer, son
relativamente poco frecuentes. En la mayor parte de los casos no sentimos una
confianza tan abrumadora, inmediata y total en la verdad de una idea que no
tengamos más remedio que creerla (…) En esos casos nuestra creencia no está
acompañada de ningún sentimiento de certeza que nos obligue a creerla. No se
trata de una creencia obligatoria, sino de una creencia voluntaria"57.
Para Mosterín la noción de “aceptación” de una creencia permite distinguir
entre las creencias “voluntarias” (que son precisamente las que surgen como
resultado de esa aceptación) y las creencias “obligatorias”. Sin embargo, me parece
que ni siquiera sobre las creencias voluntarias tenemos un control completo -y, en
este sentido, no es del todo apropiado llamarlas voluntarias-, porque aunque la fase
final (la aceptación) sea una cuestión de decisión, las fases previas, igualmente
necesarias para que tenga la creencia, pueden estar fuera de mi control: esto es lo
que quiere decir que no puedo decidir, sin más, tener una creencia y tenerla como
resultado de mi decisión. Hace falta, por ejemplo, que primero haya pasado por el
estado de creencia dubitativa; hace falta que se hayan dado las circunstancias para
que la creencia llegue a mi consideración, se me "presente" para su aceptación. Por
otro lado, tampoco las creencias obligatorias o involuntarias están totalmente fuera
de mi control: puede que las evidencias se me presenten sin que yo haga nada,
pero también puedo ir a buscarlas: puedo ponerme a reflexionar, puedo buscar
razones, preguntar opiniones, etc., o evitar hacerlo. En definitiva, creo que
podríamos decir que las creencias, como las emociones, son estados sólo
parcialmente dentro del control del agente. En este sentido, somos, en cierta
medida, responsables de nuestras creencias.
Obviamente, no se nos puede pedir que sometamos la ingente cantidad de
creencias con las que todos "cargamos" a un proceso de revisión crítica para
asegurarnos de que todas ellas están justificadas; sin embargo, las emociones,
contrastadas socialmente, podrían servir precisamente para detectar qué creencias
deberíamos revisar. Supongamos que me doy cuenta de que suelo tener con
57
J. Mosterín, Racionalidad y acción humana, Alianza Editorial, 1987, pág. 133.
frecuencia una determinada emoción (por ejemplo, me enojo con facilidad cuando
alguien me gasta una broma) y que esa emoción es vista por los demás como
inapropiada e, incluso, se me reprocha por ella. Creo que en este caso somos
responsables de examinar las creencias en que se basa y someterlas a juicio crítico.
Es posible que la creencia que suscita la emoción sea inconsciente; en tal caso
debemos preguntarnos por ella (el tipo de emoción, que normalmente se vincula con
el tipo de creencia que la suscita, es también un buen medio para explicitarla) y
hacerla aflorar a la superficie. Una vez explícita ya puedo someterla a juicio y tener
ante ella una actitud crítica. En todo este proceso existe una emoción que puede
motivar mi revisión de la crencia: la vergüenza.
Por supuesto, cabe la posibilidad de que en lugar de cambiar la creencia, me
reafirme en ella, y, por tanto, la emoción dudosa sea confirmada (por mí) como
racional. Según algunos autores, cabe también que las emociones persistan aun
cuando cambie la creencia, que dejen una impresión que pervive más allá de la
creencia. La educación emocional tiene sus límites, y no son pocos.
b) Otra vía para evitar o provocar emociones consiste en manipular el contexto en el
que surge la emoción. En palabras de William Lyons: "Para inducir en uno mismo
una emoción, podríamos estudiar bajo qué condiciones ocurre la emoción apropiada
y más adelante deliberadamente construir o duplicar tal situación"58. Igualmente,
para mantenerla viva podríamos tratar de promover las circunstancias en las que la
emoción surge con mayor facilidad. También podemos tratar de evitar que surja una
emoción (o atajarla si ya nos embarga) rehuyendo las situaciones que sabemos que
suelen provocarnos tal emoción.
Para poder ejercer este tipo de control sobre las emociones es necesario, en
primer lugar, que sepamos y podamos reproducir o evitar las circunstancias del
contexto, esto es, que contemos con un repertorio de estrategias de manipulación
del contexto; en segundo lugar, es necesario que conozcamos qué tipo de
condiciones despiertan las emociones que queremos controlar. Esto, sin embargo,
no es fácil: exige tener un catálogo lo suficientemente concreto de cosas que, por
ejemplo, me dan miedo, me producen ira, despiertan mi desdén, me causan
58
W. Lyons, Emoción, pág. 257.
sorpresa, suscitan mi simpatía, mi envidia etc., de manera que pueda reproducir o
suprimir las condiciones que hacen que surjan estas emociones.
Esta vía para la educación emocional, como vemos, pasa por conocernos a
nosotros mismos. Esto hace difícil que la educación de nuestras emociones venga
de fuera. Las emociones genéricas, o clases de emociones, se corresponden con
ciertos tipos de creencias, pero éstas han de ser descritas muy genéricamente: el
miedo se corresponde con la creencia de que algo es peligroso. Pero qué es lo que
juzgamos peligroso, aunque haya un núcleo común, varía de un sujeto a otro.
Un caso especial de esta manera de controlar nuestras emociones sería lo
que Lyons llama "técnicas de choque", que podemos usar para tratar de vencer
algunas de nuestras emociones. Esta técnica consiste en buscar expresamente las
circunstancias en las que aparecen las emociones que deseamos vencer y negarse
a ceder a los deseos que generan59, e incluso actuar de manera contraria. Se trata
de una de las técnicas usadas para la terapia de algunas fobias (por ejemplo, un
método de "curar" la claustrofobia consiste en someter al individuo a encierros en
lugares cada vez más pequeños). Pero esta vía de educación de las emociones
entronca con la sugerencia aristotélica de que es posible modificar el carácter de
una persona por medio del hábito, es decir, realizando acciones contrarias a las que
nuestras emociones y deseos nos exigen. No se trata sólo del control de las
tendencias a actuar de una u otra manera que provocan las emociones, sino que se
espera que, de esta manera, de la repetición surjan las creencias y valoraciones
adecuadas (quizá al darnos cuenta de que no se siguen las consecuencias
esperadas inicialmente o que se siguen otras mejores)60
c) Ya que las emociones surgen cuando vemos satisfechos o frustrados nuestros
deseos, esto es, cuando alcanzamos o perdemos estados de cosas que
consideramos valiosos, un medio para reprimirlas consiste en reprimir nuestros
deseos o desistir de satisfacerlos. Si siento una enorme tristeza y frustración por no
poder estar con la persona que amo, lo mejor es que me olvide de ella. Tenemos
estrategias para ello: puedo distraerme, orientarme hacia otros objetivos, realizar
59
W. Lyons, Emoción, pág. 263.
60
Laura Liliana Gómez Espíndola, “Libertad de acción y cambio de carácter en
Aristóteles”, en Discusiones Filosóficas, Año 14, Nº 22, 2013.
trabajos que requieran esfuerzo y concentración, etc. O examinar críticamente si
aquello que deseo tiene ciertamente la propiedad que creo que tiene y que creo que
la hace valiosa (es decir, de nuevo, re-examinar mis creencias). Esta negación de
deseos no tiene por qué ser general y llevarse a las medidas drásticas de los
estoicos. No se trata de prescindir de las emociones, sino de prescindir de aquellas
que son irracionales en alguno de los anteriores sentidos. No hace falta negarlo
todo, sino sólo los deseos perjudiciales o lesivos para mí o para la sociedad. La
educación sentimental puede tratar de inculcar cuáles son los fines aceptados como
legítimos por la sociedad y tratar de reprimir los deseos inapropiados. Se trata de un
proceso de educación en los valores apropiados, con todas las dificultades que ello
conlleva.
De todas estas vías, la que parece más eficaz y la más importante para el
control de las emociones (y a la que, de una u otra manera, acaban remitiéndose las
demás vías) es, en mi opinión, la reevaluación de las creencias sobre uno mismo,
sobre los demás y sobre la sociedad. Por ejemplo, alguien que siente odio hacia
determinada raza debe darse cuenta de que su odio se basa en última instancia en
ciertas creencias (el otro es peligroso, es otro es diferente de manera relevante, el
otro es menos apto en determinadas capacidades, vale menos, etc.) que deben ser
sometidas a un examen crítico.
¿Qué debo hacer para someter a “reevaluación” mis creencias sobre mí
mismo y sobre los demás? Martha Nussbaum ha insistido en la importancia de la
educación en humanidades y ciencias sociales (contra la tendencia actual a
menospreciar este tipo de estudios) para desarrollar esta habilidad61. No debe
tratarse de una educación consistente en la recepción pasiva de conocimientos, sino
que debe ser crítica, de manera que ponga en duda las opiniones aceptadas por
tradición o por autoridad y busque su fundamentación en razonamientos lógicos, en
la propia deliberación y la búsqueda de razones que el sujeto pueda aportar. Para
ello es necesario aprender a contrastar el propio punto de vista con el de otros,
apreciar sus argumentos y evaluarlos. En este proceso de revisión de creencias es
fundamental también, según Nussbaum, la “imaginación literaria”, entendida como
61
M. Nussbaum, “Educación para el lucro, educación para la libertad”, en Nómadas,
núm. 44, 2016.
“la capacidad de pensar en lo que podría ser estar en los zapatos de una persona
diferente de uno mismo, ser un lector inteligente de la historia de esa persona, y
comprender las emociones, los deseos y los anhelos que ese alguien podría
tener”62; es decir, la empatía. Esto nos lleva al asunto del papel de las emociones en
la justificación de las decisiones morales.
62
M. Nussbaum, “Educación para el lucro, educación para la libertad”, pág. 23.
V. ¿PUEDEN LAS EMOCIONES SER RAZONES JUSTIFICATIVAS DE LAS
DECISIONES JUDICIALES?
63
Para una reciente visión panorámica de estas teorías, sus problemas y una
sugerente propuesta, puede verse Mar Cabezas, Ética y emoción. El papel de las
emociones en la justificación de nuestros juicios morales, Ed. Plaza y Valdés, 2014.
64
En lengua española Amalia Amaya es probablemente la autora que más
esfuerzos ha hecho -siempre de manera clara y aguda- para defender la aplicación
de la ética de la virtud y de las emociones a la argumentación jurídica y al discurso
justificatorio judicial. Es, además, buena conocedora de la literatura sobre el tema
en el ámbito anglosajón, donde también está considerada como una de las autoras
con las que contar cuando se discuten estas cuestiones. Así que mis reflexiones se
anudarán en buena medida a sus argumentos, expuestos en distintos trabajos.
65
L. Samamé, “El giro metodológico en el razonamiento judicial: La importancia de
las emociones”, pág. 229.
66
Martha Nussbaum, Justicia poética. También en M. Nussbaum, “Emotion in the
Language of Judging”, en St. John's Law Review, Vol. 70, núm. 1, 1996.
67
Michael Slote, "Empathy, Law and Justice", en A.Amaya y H. Hock Lai (eds), Law,
Virtue and Justice, Oxford, Hart Publishing, 2013.
68
John Deight, “Empathy, Justice and Jurisprudence”, en The Southern Journal of
Philosophy, 2011, Volume 49.
69
Lawrence Solum (2003). “Virtue Jurisprudence. A virtue-centred theory of judging”,
en Metaphilosophy, núm. 34.
nuestro entorno, Guillermo Lariguet70, Luciana Samané71 o Amalia Amaya72 han
defendido que las emociones y la empatía no sólo son importantes en el contexto de
descubrimiento de una decisión (esto es, a la hora de explicarla), sino también en el
contexto de justificación de la misma. Guillermo Lariguet y Luciana Samané, por
ejemplo, han distinguido tres etapas en la teoría de la argumentación jurídica: “La
primera etapa fue la de la argumentación correcta tendiente a obtener ‘normas
jurídicas’ que sirvieran de premisas normativas plausibles para los razonamientos
judiciales. Aquí las teorías de la interpretación tuvieron mucho que decir al respecto.
Una segunda etapa se vinculó con la teoría de la premisa menor, de la premisa
fáctica y su justificación en el razonamiento o argumentación judicial. Sobre este
particular destacaron las llamadas teorías de la prueba. La tercera etapa, mucho
menos desarrollada en la bibliografía especializada, es la que tiene que ver con la
pregunta por el papel de las “emociones” en el contexto de justificación de la
argumentación judicial”73.
La argumentación de estos autores en defensa de la fuerza justificatoria de
las emociones (adecuadas) suele descansar en la idea de virtud, tomada de las
éticas de la virtud.
Las dos concepciones éticas que han tenido mayor peso en la teoría del
razonamiento jurídico han sido, sin duda, el deontologismo de raíz kantiana y el
consecuencialismo. El primero, pone el acento en los principios y deberes morales y
considera que una acción es correcta o no en función de si se ajusta o no a tales
70
Guillermo Lariguet, “De vísceras, razones, arte, jueces y emociones. Comentarios
sobre "Algunas tesis sobre el razonamiento judicial" de Manuel Atienza”, en Josep
Aguiló y Pedro Grández (coords), Sobre el razonamiento judicial: una discusión con
Manuel Atienza, Ed. Palestra, 2017. Guillermo Lariguet y Luciana Samané, “El papel
justificatorio de la compasión en el razonamiento judicial”, en Amalia Amaya y otros,
Emociones y virtudes en la argumentación jurídica, Ed. Tirant Lo Blanch, México,
2017.
71
Luciana Samamé, “Justicia y empatía: dificultades y propuestas”, Estudios de
Filosofía Práctica e Historia de las Ideas, Vol. 18, 2016.
72
A. Amaya, entre otros véase Virtudes judiciales y argumentación. Una
aproximación a la ética jurídica, Tribunal Electoral del Poder Judicial de la
Federación, México, 2009. También “Virtudes, argumentación jurídica y ética
judicial”, en Dianoia, vol. LVI, núm. 67 (noviembre 2011).
73
G. Lariguet, L. Samané, “El papel justificatorio de la compasión en el
razonamiento judicial”, pág. 81.
principios y deberes. El consecuencialismo, como es sabido, pone el acento en las
consecuencias de la acción y considera que ésta es correcta si contribuye a la
maximización de ciertos objetivos (la felicidad, la disminución del sufrimiento, etc.).
Pero tanto en un caso como en otro lo que se evalúa es la acción, la conducta. Las
éticas de la virtud (que fueron muy relevantes en la Grecia clásica y hasta la
Ilustración, y resurgen hoy día) proponen un desplazamiento desde la evaluación de
la conducta a la evaluación del agente, en particular, de sus rasgos de carácter. En
lugar de preguntarse “¿qué debo hacer?” se pregunta “¿cómo debo ser?”, con lo
que la idea de virtud se coloca en primer plano74. Las virtudes, recordémoslo, son
rasgos de carácter, asociados con frecuencia a emociones, que son necesarias para
alcanzar la excelencia en alguna actividad; si hablamos de moral, serían necesarias
para alcanzar la vida buena, la eudamonia, la autorealización, la felicidad. De
acuerdo con sus defensores, la ética de la virtud está en mejores condiciones que el
deontologismo o el consecuencialismo tanto para resolver algunas limitaciones de
éstas (como algunos casos de dilemas morales) como para responder a algunas
cuestiones relevantes, como “la motivación, el carácter moral, la educación moral, la
relevancia moral de la amistad, las relaciones familiares y los vínculos comunitarios,
cuestiones relativas a qué tipo de persona uno debe ser, el papel de las emociones
en la vida moral así como la preocupación por la felicidad y la autorealización”75.
El “giro virtuoso” en la argumentación jurídica consistiría en aplicar estas
ideas a la teoría de la argumentación o del razonamiento jurídico y estudiar qué
virtudes debe tener un juez para alcanzar la excelencia en su actividad y en qué
medida esas virtudes son necesarias o relevantes para la justificación del
razonamiento jurídico. Desde esta perspectiva, el argumento a favor de ver a las
emociones como razones justificativas vendría a decir que dado que las virtudes son
esenciales para el razonamiento jurídico y tienen una estrecha conexión con las
emociones, estas últimas no pueden dejarse de lado en la evaluación de las
74
A. Amaya, Virtudes judiciales y argumentación, Ap. III. Ética de la virtud y ética
jurídica.
75
A. Amaya, “Virtudes y filosofía del Derecho”, en Jorge L. Fabra Zamora, E.
Spector (eds.), Enciclopedia de Filosofía y Teoría del Derecho, Universidad
nacional Autónma de México-Instituto de Investigaciones Jurídicas, vol. 3, 2015,
pág. 1759.
decisiones judiciales: “Las emociones -explican Lariguet y Samané- juegan un rol no
meramente explicativo sino justificatorio, ya que a la par de motivar ‘causalmente’
suministran también un criterio de racionalidad práctica garantizado
epistémicamente por la interposición o la mediación de virtudes como la justicia o la
phronesis. Son razones que explican y justifican a la vez”.76 Creo que el argumento
puede reconstruirse de la siguiente manera:
1) Una decisión judicial está justificada si es la decisión que tomaría un juez
virtuoso.
2) Para que un juez sea virtuoso debe tener las emociones adecuadas.
3) Por tanto, las emociones son parte de la justificación de las decisiones judiciales.
¿Cuáles son las virtudes que debe tener un buen juez? Amalia Amaya
considera que las virtudes judiciales son una especificación o concreción de las
virtudes morales generales y enumera las siguientes (que amplía en otros trabajos):
imparcialidad, sobriedad, valentía, sabiduría y justicia77. En su opinión, se trata de
virtudes simultáneamente morales (nos dicen cómo actuar correctamente) e
intelectuales (nos ayudan a formar creencias justificadas). Atienza, por su parte,
propone -siguiendo a MacCormick, y sin pretensión tampoco de ofrecer un elenco
cerrado- “el buen juicio, la perspicacia, la prudencia, altura de miras, sentido de la
justicia, humanidad, compasión, valentía”, a las que añade la templanza o
autorrestricción en el uso de su poder78.
Recurrir a la idea de virtud para dar cuenta del papel de las emociones como
razones justificativas plantea, en mi opinión, dos problemas:
a) El primero es que la relación entre las virtudes y las emociones -como puede
verse en las anteriores propuestas de virtudes judiciales- no radica en que las
virtudes consistan sin más en la posesión de ciertas disposiciones emocionales,
76
G. Lariguet, L. Samané, “El papel justificatorio de la compasión en el
razonamiento judicial”, pág. 89.
77
A. Amaya, Virtudes judiciales y argumentación, pág. 24
78
M. Atienza, Cuestiones judiciales, ed. Fontamara, 2001, pág. 140. Es importante
reseñar que para Atienza el papel de las virtudes y de las emociones sería
meramente auxiliar y complementario: serían relevantes para la educación de los
jueces y para proponer modelos de juez que puedan cumplir una función
motivadora, pero la cuestión de si una decisión judicial está o no justificada no
dependería de las virtudes o emociones del juez.
sino más bien en poder dominar tales disposiciones, de manera que resulta un tanto
paradójico que se eche mano de las virtudes para dar cuenta de la relevancia de las
emociones para la justificación, cuando en realidad las virtudes tienen un fuerte
componente de restricción de las mismas. Incluso en el caso de que lo virtuoso sea
tener una cierta emoción (esto es, incluso en los casos en los que consideramos
que es mejor tener cierta emoción que no tenerla: por ejemplo, indignación en su
justa medida o compasión adecuada) parte del papel de la virtud es limitarla. Vistas
así, las virtudes parecen una manera de afrontar lo que metafóricamente he llamado
“el precio de las emociones”, esto es, la reducción de la libertad de elección y la
distorsión del juicio que pueden implicar, más que una vía para una defensa positiva
de las mismas.
b) El segundo problema es más general y tiene que ver con el alcance de las teorías
de la virtud. Éstas pueden pretender complementar una teoría del razonamiento
práctico basado en reglas y principios o pueden pretender sustituirlo. Pero cuando
se examinan las virtudes que los autores proponen y se intenta concretar su
definición resulta evidente que todas ellas pueden definirse indicando un conjunto
de deberes y acciones: Las virtudes, dada su dimensión instrumental, nos interesan
no como rasgos de carácter internos, sino en la medida en que se manifiestan en la
realización de ciertas acciones y la omisión de otras. Por ello, todas pueden ser
definidas (aunque sea aproximadamente) de acuerdo con la siguiente fórmula: “Una
persona x (donde x es el nombre de una virtud) es la que hace y, z y w en las
circunstancias a, b y c”. Si esto es así, decir que un juez debe ser, por ejemplo,
valiente es lo mismo que decir que no debe amilanarse frente al peligro de sufrir, por
ejemplo, rechazo social, que debe defender sus posiciones incluso aunque sean
contrarias a la opinión pública o la de sus compañeros, etc. Y decir que un juez
debe tener la virtud de la imparcialidad es lo mismo que enumerar una serie de
deberes de realizar u omitir ciertas acciones. Es decir, una teoría de las virtudes
parece reducible a una teoría de los deberes. Ahora bien, en la medida en que
hablar de virtudes, por un lado, y de deberes de realizar u omitir ciertas acciones,
por otro, sean lenguajes equivalentes o traducibles, las teorías de la virtud ni pueden
sustituir a las teorías clásicas, porque no aportan nada nuevo (es sólo un cambio de
lenguaje) ni pueden tampoco complementarlas, salvo como una manera útil de
referirse abreviadamente (pero, a la vez, cargada de vaguedad) a un conjunto de
deberes. Las teorías de las virtudes deben demostrar que la idea de virtud es desde
una perspectiva justificativa o conceptual previa a la de deber, regla o principio.
Normalmente esto se intenta de dos maneras: 1) Mostrando las limitaciones de las
éticas basadas en deberes y principios, los casos que no pueden solucionar. Pero al
desplazar el peso de la justificación de las normas al carácter del agente lo que
ofrecen a cambio es un particularismo o casuismo moral difícilmente conciliable con
las exigencias del principio de universalidad. 2) Insistiendo en que no puede
enumerarse un conjunto completo y cerrado de deberes para cada virtud (por
ejemplo, no pueden concretarse todos los deberes implicados en la idea de
imparcialidad), pero cuando se afirma esto, por un lado parece que se está
pensando sólo en los deberes de acción, y no los deberes de fin79 (quizá sea más
fácil enumerar los deberes de fin que exige la imparcialidad) y, por otro lado, no se
ve que la referencia a conceptos vagos como imparcialidad, prudencia u honestidad
sea una ventaja que solucione el carácter abierto de los listados de deberes80.
En lo que sigue no discutiré la plausibilidad de una ética de la virtud, sino que
trataré de centrarme en los argumentos específicos para las emociones. En
particular, trataré de valorar los siguientes argumentos, que pueden desprenderse
de la literatura sobre el tema:
a) Las emociones están estrechamente relacionadas con los valores y principios
morales, bien porque los crean, bien porque nos permiten conocerlos.
b) Las emociones son una guía para la interpretación de las normas jurídicas, la
prueba de los hechos, la subsunción de los casos particulares en normas generales
79
Sobre la distinción entre deberes de acción y deberes de fin véase G.H. von
Wright, «Problems and Prospects of Deontic Logic», en Modern Logic. A Survey, E.
Agazzi (ed.) Dordrecht-Reidel, 1981; G.H. von Wright, «Una introducción crítica», en
Lógica deóntica, Cuadernos Teorema, Valencia, 1979; G.H. von Wright, Un ensayo
de lógica deóntica y la teoría general de la acción, UNAM, México, 1976. Véase
también Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero, Las piezas del Derecho. Ariel,
Barcelona, 1996 y Daniel González Lagier, “Cómo hacer cosas con acciones (En
torno a las normas de acción y las normas de fin)”, en Doxa. Cuadernos de Filosofía
del Derecho, núm. 20, 1997.
80
Amalia Amaya ha expuesto las principales dificultades que plantea el desarrollo
de una “jurisprudencia de las virtudes” en “Virtudes y filosofía del Derecho”, págs.
1793 y ss.
y la decisión equitativa, porque nos permiten conocer las circunstancias relevantes
del caso que hay que juzgar.
c) Las emociones son condiciones necesarias de la justificación de una decisión
(una decisión práctica es incompleta si faltan las emociones que deberían
acompañarla).
81
Holmer Steinfath, “Emociones, valores y moral”, en Universitas Philosophica, Año
31, 2014, pág. 78.
82
A veces se distingue entre la versión epistemológica y la versión disposicional de
la conexión entre emociones y valores. La teoría disposicional sostiene que las
propiedades valorativas de los objetos son aquellas que tienen la capacidad
disposicional de provocar en nosotros ciertas emociones. Creo que, por mor de la
simplicidad, podemos considerar que la versión disposicional es un tipo de teoría
epistemológica, dado que en ella la emoción puede seguir teniendo el papel de
permitir reconocer el valor implicado.
emociones. Las teorías epistemológicas consideran que algo, porque es valioso,
nos emociona y las teorías constitutivas consideran que algo, porque nos emociona,
es valioso. Para las primeras algo nos causa, por ejemplo, admiración porque es
admirable (y la admiración es la manera de reconocer que es admirable); para las
segundas algo es admirable porque nos causa admiración. No tienen por qué ser
teorías excluyentes: es posible que un tipo de relación sea adecuada para cierto tipo
de valores y/o emociones (por ejemplo, la relación constitutiva para los valores
estéticos) y otras para otro tipo de valoraciones (lo peligroso, por ejemplo, puede
definirse al margen de la emoción del miedo).
Una teoría constitutiva de los valores morales la encontramos, por ejemplo,
en autores como David Hume y Adam Smith, que hacen descansar la moral en las
emociones de aprobación y desaprobación de conductas que, a través de la
empatía, se extienden más allá del círculo de lo personal. “Cuando reputáis una
acción o un carácter como viciosos -escribía Hume-, no queréis decir otra cosa sino
que, dada la constitución de vuestra naturaleza, experimentáis una sensación o
sentimiento de censura al contemplarlos. Por consiguiente, el vicio y la virtud
pueden compararse con los sonidos, colores, calor y frío, que, según la moderna
filosofía, no son cualidades en los objetos, sino percepciones en la mente”83. (Hume,
Tratado de la naturaleza humana, libro ―III, parte 1ª, sec.1). También el emotivismo
analítico de autores como Ayer o Stevenson sostiene una relación constitutiva entre
emociones y valores morales. Como es sabido, para el emotivismo los juicios
morales son meramente expresiones emocionales de aprobación o desaprobación
de las acciones, sin ninguna pretensión de verdad.
Es difícil pensar que estas posturas conceden a las emociones un papel en la
justificación de nuestras opiniones morales o de las decisiones prácticas que
tomemos. No resulta admisible sostener que el hecho de que el juez tenga
determinadas emociones (por ejemplo, de desaprobación o repugnancia hacia el
aborto) justifica una determinada interpretación de una norma jurídica (por ejemplo,
interpretando el artículo 15 de la Constitución española, según la cual “Todos tienen
derecho a la vida”, incluyendo en “todos” a los concebidos no nacidos). Ofrecer una
83
D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, libro ―III, parte 1ª, sec.1, Ed. Orbis,
1981.
razón justificativa es dar “algo” que pueda ser discutido racionalmente, “algo” con
una dimensión intersubjetiva. Pero esta versión extrema de la tesis constitutiva de
los valores por las emociones no puede proporcionar ese “algo”: para este
emotivismo fuerte la discusión sobre asuntos morales es imposible; si los
desacuerdos morales son simplemente una falta de coincidencia en las emociones
que nos suscitan determinados hechos y no hay una pretensión de corrección en
tales emociones, entonces la argumentación justificatoria no tiene sentido. Como ha
señalado Pérez Bermejo en un excelente artículo:
“Tomemos la idea de que asistimos a un conflicto moral relativamente
importante cuya resolución se confía a un juez, elector o espectador. Los
conflictos éticos son muchas veces desacuerdos sobre planes de vida,
concepciones del mundo, ideologías y creencias. En estos casos, ambos
litigantes llegan al conflicto precisamente porque conceden un alto valor
emotivo a sus concepciones. Si el juez se limitara a resolver el conflicto al
modo puramente emotivista, su juicio sería tan solo una manifestación de
solidaridad emotiva, una adhesión de sus sentimientos dirigido a uno de los
dos bandos y, con ello, expresaría también la menor consideración emotiva o
la poca simpatía que le despierta el otro de esos planes de vida, ideologías y
creencias alternativos. pero este modo de proceder no resuelve el conflicto y
(...) tampoco puede satisfacer ni apaciguar a la parte discriminada por la
decisión. El conflicto moral no se ha resuelto, sigue en pie, y nada se ha
aportado por el juez para salir del impasse, porque éste no ha incluido ningún
argumento, pauta o información moral acerca de lo que está bien y lo que
está mal. El conflicto consistía antes de su decisión en dos emociones
opuestas y eso es enteramente lo que pervive después: dos emociones
opuestas, sólo que una de ellas cuenta con la solidaridad del juez, que siente
con ella (...) El juez emotivista sólo puede aspirar a vencer sin convencer”84
Tanto Hume como Adam Smith tratan de frenar o limitar las consecuencias
subjetivistas de su concepción. Uno de los problemas de ésta es que los
sentimientos son, por su naturaleza, parciales: sentimos más compasión por el
asesinato de alguien cercano que de alguien que no conocemos. Para evitar esto
ambos autores acaban recurriendo a la “corrección” de las emociones y, en última
instancia, a elementos de una ética racionalista y cognitivista, como la idea del
espectador imparcial o simpatético (como hace también Martha Nussbaum85). Pero
84
J.M. Pérez Bermejo, “Simpatía y motivación. Las oscilaciones de la moral
simpatética entre el sentido y la sensibilidad”, en Télos. Revista Iberoamericana de
Estudios Utilitaristas, vol. VIII, núm. 1, 1999, pág. 109.
85
M. Nussbaum, Justicia poética, pág. 107 y ss.
“si el procedimiento del espectador simpatético es aplicado con corrección, resultará
muy dudoso proclamar que su dictamen es un simple despliegue de emociones; lo
cierto es que tales emociones se constriñen, se informan y se nutren de tal caudal
cognitivo que lo justo no es atribuirles el papel protagonista, sino el rol secundario
de refrendar lo que nuestro bagaje cognitivo, bien de modo consciente bien de modo
más o menos intuitivo, ha resuelto sin más complicidades”86
Por su parte, para la versión epistemológica de la conexión entre emociones
y valores los valores pre-existen a la emoción y el papel de ésta sería ayudarnos a
reconocerlos. Las emociones, por tanto, serían maneras de percibir lo valioso y las
emociones morales serían formas de percibir lo moralmente valioso. Max Scheler,
por ejemplo, ha sostenido una concepción de los valores de este tipo, en la que la
percepción de los valores tiene un fuerte componente emocional. También algunos
autores dentro de lo que antes hemos llamado neuroética han postulado que las
intuiciones, que asocian a las emociones, nos informan de los valores morales que
hemos de aceptar, en la medida en que son los valores que se han desarrollado a lo
largo de la evolución de la especie humana para facilitar su supervivencia.
Sin embargo, las emociones pueden estar equivocadas. Supuestamente, sólo
las emociones morales adecuadas serían guías fiables (o más fiables). ¿Cómo
sabemos cuándo una emoción es adecuada? Antes hemos dicho que un requisito
para que una emoción sea adecuada es que se base en creencias justificadas: por
ejemplo, mi miedo a x estará justificado si x es realmente peligroso para mí o mis
allegados, y x será peligroso si realmente puede poner en riesgo alguna meta u
objetivo que para mí es importante. Necesito algún criterio independiente de mi
miedo para saber esto (quizá, la experiencia mía o de otros). De la misma manera,
mi sentimiento de culpa está justificado si mi creencia de que he hecho algo
moralmente malo está justificada, y ésta a su vez estará justificada si realmente
tengo razones para creer que he hecho algo moralmente incorrecto. Estas razones
no pueden ser mi sentimiento de culpa: necesito razones independientes de las
emociones para saber si éstas están justificadas o no. Necesitamos otro tipo de
criterios que nos aseguren que las emociones apuntan a los valores correctos. Pero
86
J.M. Pérez Bermejo, “Simpatía y motivación”, pág. 101.
si tengo razones independientes de las emociones para saber si lo que he hecho es
bueno o malo, esto es, para saber qué valores o principios debía respetar y si mi
acción ha sido o no conforme a ellos, entonces (a) no necesito a las emociones para
conocer los valores y (b) las emociones se vuelven superfluas como razones
justificativas. Tener una emoción moral puede ser un síntoma de los valores que
están en juego, una advertencia o llamada de atención que debo confirmar; pueden
ser incluso una razón que justifique esta indagación posterior, pero no una razón
que justifique la decisión.
Podemos ver esto con un ejemplo: Guillermo Lariguet y Luciana Samané han
ilustrado con un caso su tesis de que las emociones (en este caso, la compasión)
pueden verse como razones justificativas. Se trata del supuesto de un padre que
causa la muerte de su hija de pocos años al hacerle ingerir un exceso de alcohol. El
juez se compadece del dolor del padre y aplica la doctrina de la “pena natural”,
entendiendo que no procede la sanción. Dice la resolución judicial: “la persecución
penal, el juicio e hipotéticamente la pena, aunque sea condicional, sería irracional
frente al dolor que padece cotidianamente el imputado de autos”87. La compasión
actuaría aquí como razón justificativa de la decisión que nos advertiría de la
existencia de lo que los autores proponen llamar un “principio de compasión”88. En
mi opinión, el ejemplo no es del todo adecuado, porque hay una remisión de la
jurisprudencia y la doctrina (en este caso, argentina) a la compasión a través de la
institución de la “pena natural”, con lo cual puede decirse que la función justificativa
la cumpliría esa remisión; es decir, es la doctrina o la jurisprudencia la que tiene
fuerza normativa, no aquello a lo que el sistema se remite: Si el sistema jurídico
dijera, por ejemplo, que determinados casos deben resolverse tirando una moneda
al aire, no diríamos que el azar tiene fuerza justificativa. Pero dejemos de lado este
punto. Aún así, lo que justificaría la decisión no es el hecho de que el juez sienta
compasión en este caso, sino que es objetivamente un caso en el que se debe
sentir compasión, esto es, que en este caso la compasión está justificada. La
87
Guillermo Lariguet y Luciana Samané, “El papel justificatorio de la compasión en
el razonamiento judicial”, pág. 95.
88
Guillermo Lariguet y Luciana Samané, “El papel justificatorio de la compasión en
el razonamiento judicial”, pág. 95.
compasión se define a partir de tres creencias, según Nussbaum: a) la creencia de
que alguien está sufriendo un mal, b) la creencia de que no merece ese mal y c) la
creencia de que nosotros (dadas nuestras características) podríamos sufrir un mal
semejante. Estas tres creencias deben estar justificadas, para que la emoción lo
esté (obsérvese que la segunda tiene un marcado componente normativo), y
mostrar que están justificadas requiere razones independientes de las emociones:
no puedo decir que la compasión en este caso está justificada porque siento
compasión, porque estaríamos convirtiendo a la emoción en infalible. Entonces, lo
que justifica el “principio de compasión” son las razones que podamos aducir a favor
de que alguien no debe sufrir un mal que no merece (o que no debe sufrir mayor
mal que el que merece), razones que no pueden consistir en decir que es así
porque en esos casos sentimos compasión.
En definitiva, sostener que las emociones pueden ser razones justificativas
de las decisiones prácticas por su vinculación con los valores ha de enfrentar tres
problemas:
a) Si se adopta la versión constitutiva de la relación entre emociones y valores, los
valores se vuelven algo parcial y subjetivo, por lo que dejan de ser criterios para
resolver conflictos y, en definitiva, pierden su fuerza justificativa.
b) Si se trata de corregir esto, hay que introducir correcciones a las emociones por
medio de reglas, principios y recursos cognitivos, pero entonces las emociones
dejan de ser constitutivas de los valores (siendo sustituidas por tales expedientes
racionales).
c) De una manera similar, si lo que se postula es una versión epistemológica, esto
es, que las emociones son maneras de percibir valores, entonces, dado que las
emociones pueden entrar en conflicto, o se acepta la existencia de valores
contradictorios o se necesita algún criterio para distinguir las emociones adecuadas
de las que no lo son, con lo que las emociones se vuelven superfluas como criterio
de conocimiento de los valores.
89
Véase, por todos, A. Salles, “Percepción y emociones en la moralidad”, en
Isegoría, núm. 20, 1999.
90
M. Nussbaum, El conocimiento del amor, Ed. Machado Libros, 2005, edición
electrónica, Cap. 2 “El discernimiento de la percepción. Una concepción aristotélica
de la racionalidad pública y privada”.
lo general y a las reglas por debajo de las virtudes (las reglas serían sólo
orientativas): las verdaderas razones para la decisión están en el caso. En palabras
de Amalia Amaya: “La persona con sabiduría práctica tiene la sensibilidad
necesaria para detectar las distintas razones para la acción que se dan en un caso
concreto. Ahora bien, si la virtud es la capacidad de detectar los rasgos relevantes
de una determinada situación que constituyen razones para la acción, entonces, sin
duda, la persona virtuosa tiene la habilidad de reconocer cuándo la situación es tal
que apartarse de la regla aplicable al caso está justificado. La persona con sabiduría
práctica, por lo tanto, sabe cuándo debe aplicarse una norma o cuándo, por el
contrario, existen circunstancias que derrotan la aplicabilidad de la misma”91.
Además, “este conocimiento de excepciones que, como he señalado, es
característico de la persona que tiene sabiduría práctica no puede ser ‘codificado’.
Es decir, no hay un procedimiento que nos permita determinar, de antemano,
cuándo una situación es tal que no puede ser solucionada mediante la mera
aplicación de las reglas y principios relevantes”92. En palabras de Nussbaum
interpretando a Aristóteles: “La comprensión práctica es como la percepción en el
sentido de que es no inferencial, no deductiva; es una habilidad para reconocer los
rasgos más relevantes de una situación compleja”93
Este proceso de percepción es en buena medida de carácter emocional; las
emociones, según Arleen Salles, cumplirían una doble función: por un lado, dado
que una parte relevante de la situación puede consistir en las emociones de otros,
nuestras propias emociones nos permitirían advertir cuáles son las de los otros y
comprenderlas mejor (por ejemplo, una persona vergonzosa puede advertir mejor la
vergüenza de otra persona, o la empatía puede permitirnos darnos cuenta de la
intensidad del dolor de otro). Por otro lado, nuestra propia implicación emocional en
una situación nos hace más sensibles a captar ciertos aspectos de la misma (el
amor de los padres por sus hijos los capacita para percibir sus necesidades mejor
que otros)94. De nuevo, el ejemplo de Lariguet y Samané puede ilustrar esta tesis.
91
A. Amaya, “Virtudes y filosofía del Derecho”, pág. 1775.
92
A. Amaya, “Virtudes y filosofía del Derecho”, pág. 1775.
93
M. Nussbaum, El conocimiento del amor”, cap. 2.
94
A. Salles, “Percepción y emociones en la moralidad”, pág. 219.
Lo que la teoría de la “percepción moral emocional” vendría a sostener respecto del
ejemplo es que el juez, al tener un carácter empático y compasivo (lo que hizo que
efectivamente sintiera compasión en este caso) pudo ver las circunstancias
peculiares del mismo, que un juez no compasivo no hubiera visto. Circunstancias
que justifican apartarse de la norma general y sobreseer el caso.
Hay una parte que es indiscutible en estas afirmaciones, y que se puede
conceder sin esfuerzo: poder identificar las emociones de los demás y poder
comprender cómo se siente el que experimenta esas emociones es una información
necesaria para que el juez pueda realizar correctamente su trabajo y pueda ser un
buen juez. Al igual que debe conocer los principios básicos de la economía, algo de
historia, algo de sociología, tener un acervo razonable de máximas de experiencia
de sentido común, etc. Un juez que no sea capaz de conocer no sólo las emociones,
sino también los deseos, las intenciones o las creencias de los demás, está
incapacitado para realizar bien su función. Lo mismo o parecido -con mayor o menor
énfasis- puede decirse de un médico, un psicólogo clínico, el director de una
empresa, un conductor de autobuses, un agente de la autoridad, un arquitecto, un
diputado parlamentario, un enfermero, un entrenador deportivo, un futbolista, un
camarero, un dependiente de una tienda, un asesor financiero, un profesor, etc.,
etc., etc. Sin esta capacidad, la realización de cualquier actividad que implique una
relación con los demás, y la vida social en definitiva, es imposible, sin más. Pero
para esto basta con la empatía en su modalidad cognoscitiva. Para que el juez
pueda decidir correctamente y expresar las razones que justifican sus decisiones
necesita la información que la empatía (entendida como la capacidad de aprehender
o inferir los estados mentales de los demás) le proporciona, y en el proceso de
adquisición y desarrollo de esta capacidad es útil o quizá incluso necesario haber
experimentado emociones de ese tipo (incluso a partir de la imaginación, el cine o la
literatura). Pero no necesita en el momento de tomar la decisión, o en el proceso de
su razonamiento, sentir emociones generadas por la empatía, como la compasión o
la simpatía. Esto lo haría más simpático, incluso puede que así sus decisiones
fueran en general mejores, pero a la hora de justificarlas esas emociones no añaden
nada.
Si lo que se quiere señalar con la idea de que las emociones son una forma
de percibir es algo más profundo, esto es, que sintiendo ciertas emociones
(adecuadas) percibimos propiedades del caso que en otras circunstancias no
percibiríamos (o sería más difícil hacerlo), porque de alguna manera las emociones
agudizan o sensibilizan nuestra atención, entonces la afirmación se vuelve más
oscura, y plantea al menos tres problemas:
En primer lugar, no queda claro qué es aquello que las emociones nos
permiten percibir mejor. A menudo, se produce una clara circularidad cuando los
autores tratan de precisarlo. Veamos, por ejemplo, el siguiente párrafo de Nancy
Sherman:
“Con frecuencia, no vemos fríamente, sino gracias y a través de las
emociones. Por ejemplo, un sentimiento de indignación nos sensibiliza frente
a quienes sufren de manera injusta un insulto o un daño; de la misma
manera, un sentimiento de piedad y compasión nos abre los ojos a los
sufrimientos de la desgracia repentina y cruel. Por lo tanto, como resultado de
tener ciertas disposiciones emocionales, llegamos a tener los puntos de vista
relevantes para discriminar. A través del sentimiento notamos lo que habría
pasado desapercibido por un intelecto frío e imparcial. Cuando se mira de
manera fría, sin involucrar las emociones, se corre muchas veces el riesgo de
perder de vista lo que es relevante”.95
95
Nancy Sherman, The Fabric of Character, Aristotle’s Theory of Virtue, Clarendon
Press, Oxford, 1989. nota 73, p. 45. Tomo la cita de Amalia Amaya, “Virtudes y
filosofía del Derecho”, pág. 23.
emociones correspondientes (que son emociones morales) no hubieran surgido. No
puede ser cierto que las emociones sean formas de percibir estos hechos o su
relevancia, porque percibirlos es causalmente previo a la emoción (una posible
salida sería distinguir entre las disposiciones emocionales y la emoción misma y
sostener que lo que nos permite percibir estos hechos son las disposiciones
emocionales). Por su parte, Nussbaum sugiere el siguiente ejemplo: “Estoy ante un
caso en el que un amigo necesita mi ayuda. Normalmente esto se verá en primer
lugar por medio de los sentimientos que forman parte constitutiva de la amistad y no
por medio del intelecto puro”96. No me queda claro el significado de esto: ¿quiere
decir que no podría ver que mi amigo necesita ayuda si no fuera mi amigo (esto es,
si no tuviera sentimientos de amistad hacia él)? Esto es una tautología. ¿Quiere
decir que sólo puedo ver que alguien necesita ayuda si es mi amigo? Esta sería una
interpretación absurda. Creo que lo único que quiere decir es que, como es mi
amigo, esto es, conozco sus gustos, sus fortalezas y debilidades, sus necesidades,
etc., puedo darme cuenta con más facilidad de que necesita mi ayuda, pero esto es
empatía (aumentada no por los sentimientos, sino porque tengo un mayor
conocimiento de las circunstancias del otro). Por otra parte, se puede sospechar que
lo que preocupa a Nussbaum no es en realidad la percepción, sino la motivación,
como sugiere que se ocupe a continuación de interpretar la akrasia o debilidad de la
voluntad como una consecuencia de la ausencia de emociones.
En segundo lugar, tampoco queda claro cómo podríamos usar ese
conocimiento proporcionado por la “percepción emocional” como una razón
justificativa. Supongamos que quiero convencer a alguien de que el caso tiene la
propiedad x, que yo veo gracias a que tengo las emociones adecuadas. Si él no
está de acuerdo en la presencia de esa circunstancia, ¿qué puedo decirle para que
acepte mi opinión? Si no acepta mi autoridad epistémica, tendré que esforzarme en
buscar razones independientes de mi emoción para conseguir que acabe creyendo
lo mismo que yo. ¿Cómo puede usar el juez emotivo, en la motivación de la
sentencia, el conocimiento que ha adquirido porque tiene las emociones adecuadas
a alguien que no tiene esas mismas emociones? Tendrá que recurrir a razones no
96
Nussbaum, El conocimiento del amor, cap. II.
emocionales, porque aquello que sólo puede percibirse con las emociones
adecuadas es imperceptible para quien no las tiene, y las razones justificativas
deben ser públicas y objetivas.
En tercer lugar, hemos visto que las emociones tienen un precio: el riesgo de
incurrir en percepciones distorsionadas o de ser engañados por sesgos. ¿Cómo
puedo descartarlo? ¿Cómo puedo estar seguro de que lo que creo percibir gracias a
mis emociones no es una percepción equivocada? El amor de los padres puede
hacerles más sensibles a las necesidades de sus hijos, pero también puede hacer
que les den demasiada importancia y que confundan necesidades con caprichos.
Para distinguir entre las necesidades y los caprichos de mis hijos necesito ponerme
por encima de mis emociones y atender a razones no emocionales, que son las que
realmente acaban justificando mi decisión. De nuevo, las emociones son guías o
indicadores, que debe refrendar un razonamiento posterior.
De manera que la tesis de que las emociones son parte de la justificación de
las decisiones judiciales porque permiten ver los rasgos moral o jurídicamente
relevantes de una situación debe resolver las siguientes cuestiones:
a) Mostrar que no basta con la empatía en sentido cognitivo.
b) Concretar qué es lo que las emociones nos permiten percibir.
c) Mostrar cómo convertir el conocimiento privado en el que consiste lo percibido a
través de las emociones en una razón intersubjetivamente aceptable.
d) Plantear un criterio para distinguir entre el conocimiento adquirido a través de las
emociones que es fiable y el que es susceptible de estar desvirtuado por las propios
mecanismos emocionales.
97
A. Amaya, “Virtudes y filosofía del Derecho”, pág. 1778.
98
En el mismo sentido M. Nussbaum, El conocimiento del amor, cap. II.
Obsérvese, además, que al sostener que las emociones son condiciones
necesarias de una decisión correcta nos estamos comprometiendo con una versión
causal de la relación entre las virtudes y la justificación, que resulta problemática.
Las teorías de la virtud pueden usar dos estrategias distintas para definir cuándo
una decisión está justificada99. De acuerdo con una versión causal, una decisión
está justificada cuando procede de un juez que, de hecho, es virtuoso. De acuerdo
con la versión contrafáctica, una decisión está justificada cuando es la decisión que
hubiera adoptado un juez virtuoso, con independencia de que, de hecho, lo sea o
no. De acuerdo con Amalia Amaya la primera versión no es aceptable: “Es
irrelevante para la justificación de la decisión que —de hecho— el juez que tomó la
decisión sea un juez virtuoso. Por ejemplo, supongamos que un juez, en un caso
penal, condena al acusado. El juez es un juez corrupto, y condenó al acusado a
cambio de recibir una cantidad de dinero prometido por la familia de la víctima. Sin
embargo, en este caso, las pruebas admitidas al proceso permitían establecer la
culpabilidad del acusado más allá de toda duda razonable. Es claro, me parece, que
en este caso la decisión del juez está justificada, a pesar de que la misma estuviera
motivada por el vicio, y no por la virtud”100. Pero es evidente que el juez corrupto no
tuvo las emociones adecuadas, por tanto Amaya está admitiendo que un juez sin las
emociones adecuadas puede tomar una decisión correcta, por lo que no es cierta la
anterior afirmación de Amaya de que “una decisión que se haya tomado sin
involucrar las disposiciones emocionales adecuadas es moralmente defectuosa,
aunque tenga el mismo contenido que la decisión que habría tomado una persona
virtuosa”101.
99
Amalia Amaya, Virtudes judiciales y argumentación, pág. 35.
100
Amalia Amaya, Virtudes judiciales y argumentación, pág. 35.
101
A. Amaya, “Virtudes y filosofía del Derecho”, pág. 1778.
CONCLUSIONES: LAS EMOCIONES COMO ADVERTENCIAS
102
G.H. von Wright, La diversidad de lo bueno, pág. 175.
Profundis, “en cuanto tengas que pagar por una emoción sabrás su calidad, y serás
mejor por saberlo”.
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