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Infancia de Don Bosco


3º Parte - Primera comunión - Don Calosso - la escuela de Morialdo.
A la edad de once años recibí la Primera Comunión. Yo me sabía de memoria el pequeño
catecismo pero, de ordinario, ninguno era admitido si no había cumplido los doce. Además,
como vivíamos distantes de la iglesia no me conocía el párroco, así que sólo había tenido lo
que de instrucción religiosa me dio mi madre. Pero ella se las arregló para prepararme lo
mejor que pudo, de suerte que no se demorara el tiempo de acercarme a ese gran
sacramento de nuestra santa religión.

Recordé los avisos de mi buena madre y procuré ponerlos en práctica y me parece que
desde entonces hubo alguna
mejora en mi vida, sobre todo
en lo tocante a la obediencia y a
la sumisión a los demás, que
eran cosas que me costaban
mucho.

Lo que sí echaba de menos era


una capilla cercana para ir con
mis compañeros a cantar y a
rezar, porque para concurrir al
catecismo o a escuchar un
sermón tenía que ir a
Castelnuovo, lo que quería decir
hacer diez kilómetros entre la
ida y la vuelta, o a Buttigliera
que quedaba más cerca.

En aquel año de 1826, con motivo de una solemne misión que hubo en la parroquia de
Buttigliera, tuve ocasión de oír varios sermones. La fama de los predicadores atraía gente de
todas partes. Yo mismo acudí con muchos otros.

Una de aquellas tardes del mes de abril, entre la gente que regresaba, venía también un don
Calosso, de Chieri, capellán del caserío de Murialdo. Era una persona muy piadosa y que,
aunque un poco encorvado por los años, recorría ese largo trayecto del camino para ir a
escuchar las prédicas de los misioneros.

Al ver a un muchacho de baja estatura, con la cabeza descubierta y el cabello recio y


ensortijado, que iba silencioso en medio de los demás, se quedó mirándome fijamente y me
empezó a hablarme:

— Hijo mío, ¿de dónde vienes? ¿Estuviste también en la misión?


— Sí, señor. Estuve en la predicación de los misioneros.
— ¡Qué habrás entendido! Tal vez tu mamá te hubiera hecho una platiquita más apropiada, ¿no es
verdad?
— Ciertamente que mi madre con frecuencia me dice cosas muy buenas, pero me gusta escuchar a los
misioneros y me parece que les he entendido todo.
— Pues si me sabes decir cuatro palabras de los sermones de hoy, te daré veinte céntimos.56
— Dígame, ¿de qué quiere que le hable, del primer sermón o del segundo?
— Del que tú quieras, con tal que me digas algo. Por ejemplo, vamos a ver, ¿te acuerdas de qué trató
el primero?
— De la necesidad de entregarse a Dios y de no postergar la conversión.
— Pero, en resumen añadió sorprendido el anciano - ¿qué se dijo?
— Esta bien. ¿Quiere que le repita todo?,
y sin más, comencé con el exordio, desarrollé los tres puntos, esto es, que quien difiere su
conversión corre el gran peligro de que después o le falte el tiempo, o la gracia, o la
disponibilidad para hacerlo.

Él me dejó hablar delante de todos por más de media hora. Después empezó a
preguntarme:

— ¿Cómo te llamas? ¿Quiénes son tus padres? ¿Qué estudios has hecho?
— Me llamo Juan. Mi padre murió cuando yo era muy niño. Mi madre, viuda, tiene que mantener cinco
personas. Aprendí a leer y algo a escribir.
— ¿Conoces el Donato y la gramática?
— No sé qué es eso.
— ¿Te gustaría estudiar?
— ¡Muchísimo!
— ¿Qué te lo impide?
— Mi hermano Antonio.
— ¿Y por qué Antonio no te deja estudiar?
— Como a él no le gustaba ir a la escuela, dice que no quiere que otros pierdan el tiempo estudiando
como le sucedió a él. Pero si yo pudiese ir, claro que estudiaría y no perdería el tiempo.
— ¿Y para qué quieres estudiar?
— Para hacerme sacerdote.
— ¿Por qué quieres ser sacerdote?
— Para acercarme, hablar y enseñar la religión a tantos compañeros míos que no son malos, pero que
tienen el peligro de dañarse porque nadie se ocupa de ellos.

Mi franqueza, y hasta la manera audaz como me expresaba, le causaron gran impresión a


ese santo sacerdote que, mientras yo hablaba, no me quitó los ojos de encima. Entre tanto,
habíamos llegado a un punto del camino en que era menester separarnos y él se despidió
diciéndome:

¡Ánimo! Yo pensaré en ti y en tus estudios. Ven a verme con tu madre el domingo, y


arreglaremos todo.

Fui, en efecto, al domingo siguiente con mi madre, y se convino en que él mismo me daría
una clase diaria, de tal manera que el tiempo restante lo podría emplear en el trabajo del
campo como quería Antonio, y fácilmente nos pusimos de acuerdo con él. Empezaríamos
después del verano, cuando ya no había mucho qué hacer en el campo.

Me puse enseguida en las manos de don Calosso, que sólo hacía unos meses había venido a
aquella capellanía. Me le di a conocer tal como era. Él sabía lo que yo hablaba, mi manera de
pensar y de comportarme. Esto le agradó muchísimo pues así me podía dirigir, con
fundamento, tanto en lo espiritual como en lo temporal. Conocí entonces lo que significa
tener un guía estable, un fiel amigo del alma, del que hasta entonces había carecido. Entre
otras cosas, me prohibió en seguida una penitencia que yo acostumbraba hacer, porque no
era proporcionada ni a mi edad ni a mi condición. Me estimuló a la frecuencia de la
confesión y de la comunión, y me enseñó a hacer cada día una breve meditación, o mejor,
un poco de lectura espiritual. Los días festivos pasaba con él todo el tiempo posible, y
durante la semana siempre que podía le ayudaba la santa misa. Así comencé también yo a
gustar la vida espiritual, pues hasta entonces la vivía por costumbre, como una máquina, sin
entender lo que hacía.

Hacia mediados de septiembre comencé regularmente los estudios de la gramática italiana,


de suerte que pronto la aprendí y empecé a hacer las primeras redacciones. En Navidad ya
estaba con el Donato y, por Pascua, traduciendo del latín al italiano y viceversa. No dejé, sin
embargo, durante ese tiempo, mis juegos dominicales en el prado, o en el establo durante
el invierno. Todo lo que aprendía de mi maestro, cada enseñanza y puedo decir que cada
palabra, me servían para hacer el bien a mis oyentes.
Así que todo lo mío iba marchando de forma increíble. Era feliz, y no deseaba ya nada más,
cuando una desdicha truncó el camino de mis ilusiones.

Una mañana de abril de 1828, don Calosso me mandó a llevar un recado a mi casa, pero
apenas había llegado cuando alguien llegó corriendo, jadeante, a decirme que volviera de
inmediato pues el sacerdote había sufrido un ataque muy grave y preguntaba por mí.

Más que correr volé junto a mi bienhechor, al que encontré en la cama y sin poder hablar.
Había sufrido un ataque apoplético. Sin embargo, me conoció aunque inútilmente intentaba
hablarme. Me dio la llave del dinero, haciéndome entender que no la entregara a nadie.
Después de dos días de agonía, aquel santo sacerdote volaba al seno del Creador. Con él
morían todas mis esperanzas.

Mientras tanto yo pensaba siempre en cómo adelantar en los estudios. Veía a varios
sacerdotes buenos, que trabajaban en el sagrado ministerio pero no lograba tener un trato
familiar de su parte. Me encontraba con frecuencia con el párroco o el vicario. Los saludaba
de lejos, o si era más de cerca, les hacía una reverencia. Ellos respondían seria y
cortésmente, pero seguían su camino con indiferencia. Muchas veces, decía para mí, o
comentaba con otros, que si fuera sacerdote sería diferente. Querría acercarme a los
muchachos, decirles una buena palabra, darles un buen consejo. Qué feliz, en efecto, sería
yo si me pudiera entretener con el párroco. Si hubiera sido posible hacerlo con el padre
Calosso, ¿por qué no, también con los demás?

Mi madre, viéndome siempre afligido por tantos obstáculos que se oponían a que
continuara los estudios, y sin poder obtener el consentimiento de Antonio que, por otra
parte ya había cumplido 20 años, determinó proceder a la división de los bienes paternos.
Cosa muy difícil, por cierto, pues José y yo éramos menores de edad. Por esto mismo, se
debían cumplir muchos requisitos legales y afrontar graves costos. Con todo, se tomó esa
determinación. Así que la familia se redujo a mi madre y a mi hermano José, quien no quiso
se dividiera lo que correspondía a los dos. La abuelita había muerto hacía unos años.

Con aquella división, en verdad, se me quitaba un gran peso de encima y quedaba


plenamente libre para continuar estudiando, pero todos esos trámites legales duraron aún
varios meses, de suerte que aquel año de 1828 sólo hasta cerca de Navidad, pude ir a las
Escuelas Públicas de Castelnuovo. Ya había cumplido los trece años.

La entrada en una escuela pública, con un maestro nuevo, después de haber estudiado por
mi cuenta, fue para mí desconcertante. Tuve casi que recomenzar la gramática italiana antes
de pasar a la latina. Al principio iba a pie desde mi casa a la escuela todos los días, pero
pronto la crudeza del invierno lo hizo imposible. Entre la ida y la vuelta me tocaba recorrer
veinte kilómetros. Así que me consiguieron hospedaje en la casa de un hombre responsable,
de nombre Juan Roberto, sastre de profesión, y que sabía canto gregoriano y música vocal.
Como yo tenía buena voz, y me dediqué fervorosamente a la música, no tardé mucho en
formar parte del coro y hasta actuar, con bastante éxito, como solista.

Deseando además ocupar las horas libres en alguna otra cosa, me dediqué a la sastrería y
en poquísimo tiempo aprendí a pegar botones, a hacer ojales y costuras simples y dobles, a
confeccionar calzoncillos, camisas, pantalones, chalecos, hasta creerme ya todo un
profesional.

Mi amo, al verme adelantar en su oficio, me hizo propuestas bastante ventajosas para que
me quedara a trabajar definitivamente con él. Pero mi plan era seguir mis estudios; de
suerte que, si para no caer en el ocio, hacía muchas cosas, ante todo, mis esfuerzos se
encaminaban a lograr lo que tanto había deseado.

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