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Taller de expresión escrita 21 Antología

TEXTOS Y FECHAS
1. Survivor de Vera Giaconi.
16 de abril.
2. Mapas de Enrique Anderson Imbert.
23 de abril.
3. Funes el memorioso de Jorge Luis Borges.
30 de abril.
4. Hoy temprano de Pedro Mairal.
14 de mayo
5. El mandato de Juan Sklar.
21 de mayo.
6. Messi es un perro de Hernán Casciari.
28 de mayo.
7. Instrucciones para subir una escalera de Julio Cortázar.
4 de junio.
8. Nadie vive tan cerca de nadie de Támara Teneunbaum.
11 de junio.
9. El penal más largo del mundo de Osvaldo Soriano.
18 de junio.
10. 7 de Julio Cortázar
11. Torito de Julio Cortázar.
25 de junio.
P r e s e n t a c i ó n y a u t o

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«SURVIVOR»

Mi hermana está saliendo con un tipo que se hizo famoso por


participar en un reality en Estados Unidos. Lo conoció en el café
donde ella trabaja, en Los Á ngeles, que es donde vive desde que en
20 0 2 me dijo que acá no aguantaba más y se fue. Lo atendió como
atendía a todos sus clientes, y cuando el tipo ya se había ido, sus
compañeras saltaron a su alrededor y una de ellas le dijo «¿No lo
reconociste? Era Ozzy, el de Survivor.» Ella nunca había visto el
programa (yo tampoco), salvo por algunos episodios sueltos de una
de las primeras temporadas, así que mi hermana no entendió en ese
momento de qué se trataba todo el asunto de Survivor ni por qué sus
compañeras podían estar emocionadas por alguien tan rancio como un
ex participante de un reality show.
Al día siguiente, Ozzy volvió y mi hermana hubiera querido
atenderlo como atendía a todos sus clientes, pero esa vez no pudo
reprimir un comentario sobre el libro de tiburones que él estaba
hojeando y que ella conocía bien (yo le había regalado ese libro en su
cumpleaños de quince; un librero me había dicho que era un clásico,
con información dura pero apto para aficionados, y pronto se
convirtió en el preferido de ella y en el primero de una colección de
veinte títulos sobre el tema). Mi hermana me dijo que había sentido
cierta emoción al ver que alguien más en el mundo tenía ese libro,
sólo eso, y que su emoción no tenía nada que ver con que ese alguien
fuera Ozzy el de Survivor porque para ella Survivor no significaba
nada. Y yo me acordé de una nota que había leído en una revista: los
hijos de Ricky Martin recién ahora, que tienen casi siete años,
descubrieron quién «es» su padre: «¿Tú eres Ricky Martin?», le
preguntaron asombrados después de ver por primera vez uno de sus
shows entre el público y no desde un costado del escenario.
O sea que mi hermana no tenía nada que decir sobre Ozzy el de
Survivor, pero sí hablaba mucho de Ozzy el chico que iba casi todos
los días al café y que le parecía irresistible: lindo, con cara de buena
gente, sencillo y muy amable. Poco a poco, y a pesar de la timidez de
los dos, habían ido encontrando coincidencias y excusas para verse
cuando ella salía del trabajo.

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Todo lo que mi hermana me había ido contando de él a partir de
entonces me hacía pensar que eran el uno para el otro, en especial por
el hecho de que las máximas expectativas en la vida de los dos eran
alcanzables y eso los volvía personas propensas a ser felices.
Un día mi hermana me dijo que estaba enamorada. Completamente
enamorada, dijo. «¿Y él?», le pregunté, preocupada, porque el
enamoramiento era un estado que suele dejarla demasiado vulnerable.
Ella me dijo que sólo cuando el sentimiento es recíproco una puede
estar enamorada y serena al mismo tiempo. Y entonces recordé que el
amor también la vuelve un poco cursi.
Yo había googleado «Ozzy» y «Survivor» en cuanto ella me lo
mencionó por primera vez. Vi varias de sus fotos, como para hacerme
una idea de su aspecto, y leí unas notas sueltas y comentarios de
algunos foros para tratar de averiguar qué clase de persona era (sabía
que mi hermana jamás haría una cosa así y a mí me parecía un
desperdicio no aprovechar la ventaja que nos daba el hecho de que él
fuera muy conocido). Me preocupaba un poco imaginar a mi
hermana, así como es ella, tan cándida a veces, adentro de la vida de
un casi famoso.
Enseguida descubrí que Ozzy era un personaje bastante popular del
reality, no sólo un concursante más, que la mayoría de los seguidores
del ciclo tenían una opinión sobre él, y lo más extraño: que casi todos
opinaban lo mismo, incluso cuando algunos tomaban ciertos rasgos
como virtudes y estaban a su favor y otros, por esos mismos motivos,
estaban en su contra.
En ese rápido rastreo descubrí también que Ozzy en realidad se
llamaba Oscar, que había nacido en G uanajuato, México, y que no
había estado en una sino en tres ediciones del programa. Al parecer,
después de su primera participación se convirtió en una especie de
concursante estrella, un favorito del público, que votaba por él cada
vez que los productores del ciclo decidían hacer una temporada
especial en la que volvían algunos antiguos «náufragos». Entonces, y
después de su primera aparición en Survivor: Cook Islands, volvió
como parte de Survivor Micronesia: Fans vs. Favorites y al final
formó parte de la edición Survivor: South Pacific.
El premio del programa, que se lleva un único ganador entre los
veinte participantes, es de un millón de dólares. Él nunca ganó el
premio y sólo la primera vez llegó a la final, aunque en las otras dos
ediciones formó parte del «jurado» (el grupo de los últimos siete

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participantes recién expulsados que debe votar y elegir al ganador).
Dos veces, la primera y la última, ganó el premio de cien mil dólares
de «Survivor favorito»: el único que se entrega por el voto del
público. Al parecer, para la audiencia Ozzy era la máxima expresión
del superviviente, y lo premiaban por ser todo un Robinson capaz de
trepar árboles como si fuera un mono, de aguantar la respiración bajo
el agua por más de tres minutos y de atrapar con un arpón peces de
más de un kilo. Además ganaba todas las pruebas físicas a las que
debían someterse los participantes para ganar «inmunidad» o
«recompensas». Así era como lograba avanzar mucho en el juego,
pero al parecer su falta de malicia, su arrogancia y su incapacidad
para manipular a los demás y para adelantarse a una traición lo
dejaban siempre afuera del gran premio. Claro que todo esto era lo
que, para sus fans, lo convertía en el auténtico «ganador moral» del
juego. Para sus detractores, era lo que lo volvía un pusilánime atlético
y descerebrado. Survivor despierta grandes pasiones en el público de
Estados Unidos y, en contra y a favor de Ozzy (y de cualquier otro
personaje más o menos llamativo), se usaban estas y otras
expresiones incluso más entusiastas o crueles.
Un par de veces había intentado que mi hermana me hablara de
Ozzy y su experiencia en el programa, y en especial de lo que pudiera
pensar sobre su incapacidad para ganar el millón, pero ella se negaba
a hablar de Ozzy el de Survivor. De hecho, con el tiempo empezó a
llamarlo Oscar. A ella no le interesaba nada que tuviera que ver con el
paso de él por la tele. Incluso parecía sentir cierto rechazo por esa
parte de él. Pero se negaba a reconocerlo abiertamente.
Fue más o menos por la época en que ella empezó a llamarlo Oscar
cuando yo decidí que ya era tiempo de ver Survivor.
No podía viajar, con mi sueldo era imposible pensar en comprar un
pasaje a Estados Unidos. Pero el hecho de que él hubiera pasado
tantas horas en televisión siendo «él mismo» en un reality me daba la
oportunidad de conocer en acción al tipo con el que mi hermana
pasaba cada vez más tiempo. Las últimas veces que hablamos él
estaba ahí, ni dijo nada ni nunca se dejó ver en el Skype, pero yo supe
que estaba ahí. Una vez mi hermana le pidió que bajara el volumen
del televisor; otra vez, entre risas, le dijo que se quedara quieto (quizá
le estuviera haciendo cosquillas); y la última vez vi una de sus manos,
que pasó rápidamente frente al monitor para agarrar unos papeles del
escritorio.

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Cuando podía darme cuenta de lo que estaba pasando cerca de mi
hermana (no porque ella me lo dijera directamente sino por algún otro
indicio), mi sensación respecto de la distancia que nos separaba se
volvía más angustiante. Porque yo no había visto ni había estado
jamás en esos lugares desde los que me hablaba. No conocía la
cafetería donde trabajaba, ni el departamento que alquilaba junto con
una de las chicas del trabajo, ni la escuela donde estaba estudiando
repostería (mi hermana siempre había tenido una gran mano para la
cocina y desde hacía un tiempo había decidido convertir esa
disposición natural en una actividad más oficial y, con suerte,
lucrativa). Creo que Ozzy el de Survivor había tenido algo que ver
con que mi hermana, siempre tan reacia a todo lo relacionado con
agendas escolares y metas de estudio (había sido una batalla campal
lograr que terminara el secundario), se inscribiera en una escuela de
cocina de mucho prestigio y estuviera siendo tan consecuente con sus
clases. Incluso estoy segura de que fue él quien pagó la matrícula y
hasta las cuotas mensuales. Mi hermana me lo negaba todo. Pero era
una pésima mentirosa. Usaba detalles para volver las cosas más
creíbles, tantos detalles que alguno, en algún momento, terminaba
delatándola. Quizá porque mi principal instinto era protegerla nunca
le hice saber que la había descubierto en una mentira. Y cuando la
becaron en la academia de cocina (beca que jamás le habrían
concedido a una inmigrante que no tiene los papeles en regla) no fue
la excepción. Lo que hice fue felicitarla y quedarme pensando que si
Ozzy estaba haciendo esas cosas por ella era porque la relación se
estaba volviendo muy seria. También pensé que la propuesta de
casamiento debía estar cerca. Él le compraría un anillo, se pondría de
rodillas durante alguna cena romántica, y muy pronto serían fiancés.
Era extraño que los yanquis tuvieran tan arraigada la idea de las tres
etapas: noviazgo, compromiso, matrimonio. Y aunque Ozzy había
nacido en México, había pasado toda su vida en Estados Unidos y
seguramente esos hábitos ya eran también parte de él.
No fue fácil conseguir completa, y en una calidad decente,
Survivor: Cook Islands, debut de Ozzy en el programa.
La temporada arranca con los veinte participantes y el conductor en
un barco. Mientras los concursantes se tiran por la borda antes de que
termine el tiempo para nadar hasta las balsas en las que deberán
remar hacia las islas desiertas donde van a pasar los siguientes treinta
y nueve días, el conductor explica que es la primera vez que las

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cuatro tribus con las que arranca el juego representarán etnias
distintas. Ozzy forma parte de la tribu de latinos. Además hay una
tribu de afroamericanos, otra de asiático-americanos y una de
caucásicos.
Esa temporada fue filmada entre junio y agosto de 20 0 6, y con
ocho años menos Ozzy era un chico de pelo corto y enrulado, piel
aceitunada y cuerpo ágil, que casi no sonreía y hablaba poco, aunque
muy pronto se las ingenió para ponerse al frente de su tribu. Uno de
sus tres compañeros, al verlo trepar a una palmera para conseguir
cocos, dijo que le parecía estar frente a una imagen de El libro de la
selva. «Pensé que era Mowgli subiendo por los árboles.» También
pescaba con gran facilidad usando lo que llamaban un arpón
hawaiano, dirigió la construcción del refugio (fabricado con bambú y
hojas de palmera) y diseñó una trampa para cazar gallinas salvajes.
Pero sus compañeros no confiaban completamente en él, no sabían
explicar por qué, pero no confiaban en él. Yo creo que debía ser
porque Ozzy no parecía tener sentido del humor, se tomaba a sí
mismo y todo lo que hacía muy en serio, parecía obsesionado por
ganar cada desafío y era autosuficiente al punto de resultar irritante.
Creí que iba a llevarme al menos una semana ver los catorce
episodios de esa temporada. Pero la curiosidad y la misma dinámica
del programa (perfectamente diseñado para generar tensión e intriga)
hicieron que me pasara todo el sábado en casa. A las dos de la
mañana ya había visto hasta la reunión posfinal. Además de un dolor
de cabeza insoportable, tenía una idea bastante clara de qué habían
visto en Ozzy sus seguidores.
Unas aspirinas y una buena noche de sueño me depositaron en el
domingo recuperada y con más interés que antes en hablar con el
famoso novio de mi hermana y en saber cómo se sentía tras haber
perdido el gran premio por apenas cuatro votos contra cinco (el
ganador fue Yul, un abogado de origen coreano que dominó el juego
desde el punto de vista social). La gran final (que es cuando se leen
los votos del jurado y se anuncia el ganador) se filmó en un set de la
CBS en Nueva York. Ahí estaban reunidos (y ya recuperados de la
mugre, el hambre y las lesiones que arrasan físicamente a todos los
participantes) los veinte concursantes de esa temporada, y tanto ellos
como el conductor y el público tenían varias preguntas generales
sobre cómo o por qué había pasado esto o aquello, pero todos tenían
también una única gran pregunta para Ozzy: ¿cómo era posible que

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un chico de ciudad, de más de veinte años, mexicano y que en ese
entonces trabajaba como camarero, pareciera haber nacido para vivir
y sobrevivir en una isla desierta? Ozzy, siempre serio, escuchó la
pregunta sin hacer una mueca y respondió lo único que nadie
esperaba y con lo que nadie supo qué hacer: «Siempre leí mucho»,
dijo. Yo aplaudí. Sentada sola, en el living de casa, frente a la
notebook encendida donde el joven Ozzy hablaba de su primer amor,
Robinson Crusoe, y de cómo desde chico había fantaseado con ser
abandonado en una isla desierta, aplaudí.
En ese momento tuve ganas de llamar a mi hermana y pedirle, por
primera vez, hablar directamente con Ozzy. Quería felicitarlo por la
respuesta, pero también quería preguntarle qué otros libros habían
sido importantes para él (después de todo, Robinson Crusoe no dejaba
de parecerme una respuesta obvia).
Esa noche estaba cansada, pero decidí que la próxima vez que
habláramos le diría a mi hermana que ya era momento de que me
presentara a su novio («quisiera conocerlo un poco», sería mi
excusa).
Descubrí que la temporada Survivor Micronesia: Fans vs.
Favorites (la segunda en la que participó Ozzy) estaba completa en
YouTube.
Durante dos días, al volver de la escuela donde estaba haciendo
una suplencia de un tercer grado, me sentaba frente a mi computadora
a mirar el programa. Me sentía completamente atrapada. Era lo único
que tenía ganas de hacer, era lo único en lo que lograba concentrarme.
Tenía una opinión sobre Ozzy y sobre cada participante, sobre cada
alianza, sobre cada eliminado en el consejo tribal. Me emocionaban
las pruebas por recompensa o inmunidad. Los fans (una tribu de diez
personas que nunca antes habían jugado el juego) me parecían
ingenuos, torpes, fuera de lugar. Esperaba ansiosa los momentos en
que las cámaras volvían a la tribu de los favoritos (Ozzy y otros
nueve ex participantes), donde hasta las conversaciones más banales
tenían una potencial repercusión en el desarrollo del juego y donde
todos eran extremadamente autoconscientes y desconfiados.
El viernes a la noche, mientras yo terminaba de mirar la final, y
veía y retrocedía para volver a ver a Ozzy haciendo sus comentarios
sobre las dos finalistas antes de emitir su voto por el millón de
dólares, sonó el teléfono en casa. Supe que era mi hermana. Desde

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que me separé de G ermán nadie más llama a casa a esa hora.
«Conectate», dijo ella. Casi no me saludó, dijo «conectate» y cortó.
Ú ltimamente chateábamos en G mail. Así que abrí mi casilla y le
mandé un mensajito para avisarle que ya estaba ahí. «Por Skype», me
escribió. A mí no me gustaba usar Skype. Por supuesto todo era más
cómodo y fluido que chateando, pero el problema era después.
Terminar de chatear era escribir «Besos», o «Besooooos», o una
frasecita del estilo de «Te extraño» o «Te quiero» (todo dependía de
cómo hubiera sido la charla). Cortar el Skype, decirle «chau» a mi
hermana, que estaba ahí, en la pantalla, moviéndose y llevándose la
palma de la mano derecha a los labios para mandarme el beso con el
que siempre se despedía, eso me daba miedo. Cortar la comunicación
y quedarme frente a la pantalla en negro me parecía terrorífico. En mi
cabeza me había fabricado la idea de que hacer eso era como darle al
mundo la oportunidad de tragársela; que, del otro lado, el monitor
oscuro se volvía una gran boca que se abría para tragarse a mi
hermana llevándosela para siempre.
Cuando nos conectamos, y en cuanto la cara de mi hermana
apareció en el monitor, me di cuenta de que había estado llorando. Le
pregunté si estaba bien. Ella me sonrió, una sonrisa débil, y dijo: «Lo
invitaron de nuevo al programa.»
Cuando a mi hermana le pasaban cosas buenas, yo me alegraba.
Me alegraba muchísimo, incluso. Pero cuando esas buenas noticias
por algún motivo se truncaban o se volvían en su contra, entonces
también me alegraba. Y me daba mucha vergüenza que me pasara
eso. Sabía que era pura envidia, y de la peor, y también que era el
resultado de una idea que jamás le confesaría a nadie: no creía que
existiera ningún motivo para que a ella le fuera mejor que a mí. En
esos momentos también me daba cuenta de que seguía resentida
porque ella se había ido cuando acá en el país se caía todo a pedazos.
Yo me quedé, pensaba a veces, y aguantar es mucho más meritorio
que irse a un lugar donde todo es más fácil.
No había nadie en el mundo a quien yo quisiera más que a mi
hermana y no había ninguna otra persona que despertara en mí
sentimientos tan bajos como el rencor y la envidia. No entendía por
qué me pasaba eso, ni me lo perdonaba, y hacía grandes esfuerzos por
reprimirlo.
Sin embargo, cuando vi su desconsuelo porque Ozzy había recibido
una invitación de la CBS para una nueva temporada especial de

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Survivor, sentí que de alguna retorcida manera aquello me resultaba
un giro justo.
«No es tan grave», le dije. Y ella se largó a llorar como cuando
éramos chicas. Después de calmarse, me explicó que la temporada se
llamaría Blood vs. Water y que cada uno de los ex participantes
elegidos por el público debían concursar junto a un ser querido. Ozzy
quería que mi hermana fuera con él. «Pero vos no sos pariente de
sangre, ni siquiera están casados», fue lo único que se me ocurrió
decir intentando parecer que me ponía de su parte. Pero ella me dijo
que dos de los que ya habían aceptado participarían junto a sus
novios. Al parecer, para los productores de Survivor, «sangre» y
«seres queridos» eran lo mismo. Yo no estoy de acuerdo.
No necesité preguntárselo para saber que mi hermana ya le había
dicho a Ozzy que ella no quería participar. Me faltaba saber cómo
había reaccionado él. «Está furioso», dijo mi hermana, y empezó a
llorar otra vez. «Dice que ése es su lugar preferido en el mundo, que
ahí es feliz. Es ridículo, estamos hablando de un programa de tele.»
Yo intenté explicarle que él seguramente no se estaba refiriendo al
programa en sí mismo sino a los lugares donde el programa se
filmaba (en general, islas paradisíacas en medio del Pacífico) y en los
que Ozzy parecía realmente en su elemento. «Vos no lo conocés»,
dijo mi hermana. Y yo seguí insistiendo con que ella tampoco iba a
conocerlo del todo hasta que lo viera trepar árboles, nadar como un
delfín, abrir cocos con un machete, y que recién entonces se iba a dar
cuenta de que, haciendo eso, él era feliz. Eso y la competencia lo
hacían feliz. Porque no era como ver a un tipo disfrutando de unas
vacaciones exóticas, sino a alguien extremadamente competitivo
peleando por ganar en un juego en el que se sabe bueno pero no
imbatible y que puede superarse. «Todo el concepto del programa es
su lugar en el mundo, ¿entendés?», le dije. «Y quizá es una buena
idea que lo acompañes. Hasta podrían ganar.» Hubo un silencio. Mi
hermana me miraba fijamente. Por un momento pensé que se había
congelado la imagen. La conexión en mi casa era malísima. Pero
entonces ella parpadeó. «Te odio», me dijo. Y en ese momento no
estaba mirando mi imagen en su monitor sino que miró a la webcam
para que yo sintiera sus ojos sobre los míos. «Los odio a los dos»,
dijo, y cortó.
Pantalla en negro y silencio. Tardé un rato en reaccionar. No
terminaba de entender lo que había pasado. Esta vez, al verla llorar

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así, yo había logrado olvidarme de todo y aconsejarla para su bien,
hasta me sentía orgullosa por haberla alentado a ir al programa.
Después de todo, si llegaban a ganar era perderla completamente. Un
novio y un millón de dólares eran suficiente para que no pensara
nunca más en volver. Y yo, en el fondo, siempre estaba esperando que
mi hermana quisiera volver. Entonces pensé que ella no estaba
entendiendo realmente la situación, que estaba cometiendo un error
grave y que yo tenía que ayudarla.
Me llevó toda la noche, pero encontré lo que necesitaba. Preparé un
archivo con un compilado de YouTube que algún fan había armado
con los mejores momentos de Ozzy en el programa, otro videíto de un
minuto en el que Ozzy (entrevistado poco después de haber sido
eliminado en Survivor: South Pacific) decía a cámara cuánto lo
deprimía tener que volver a su vida, a la ciudad, a todo lo que él
sentía que lo alejaba de su yo más verdadero. También había un tercer
video en el que, durante su primera temporada, Ozzy festejaba por
haber pasado tanto tiempo en la isla al grito de «treinta días, es
increíble», y lo decía con una inesperada gran sonrisa y en español
(nunca había hablado en español en el programa, y sabía que con mi
hermana sólo hablaban en inglés). El último video lo había compilado
yo misma y eran varios pasajes de Ozzy nadando, porque eso era lo
mejor de lo mejor de Ozzy. Verlo nadar era hermoso. Y no era
cuestión de admirar la técnica, o la velocidad, o la resistencia, era
simplemente emocionante. Era como soltar a un gato de
departamento, perezoso y lento, en un jardín desconocido y ver cómo
instantáneamente se convierte en un animal salvaje.
G uardé los archivos como un adjunto en un mail en blanco y
escribí en el asunto: «No te lo pierdas». Mandé el mail y me fui a
dormir. Me sentía satisfecha conmigo misma. Había superado mis
más bajos instintos y volvía a ser la persona que mi hermana se
merecía, alguien que la aconsejaba por su bien y con el más generoso
objetivo: su felicidad (y quizá incluso la de su «Oscar»).
Me desperté cerca del mediodía. Era domingo. En la bandeja de
entrada había un mail de mi hermana. No una respuesta al que yo le
había mandado sino uno nuevo. Abrí el mail y vi que tampoco tenía
texto sino un video adjunto sin título. Estuve un rato sentada frente a
la computadora sin animarme a abrir el archivo. Tenía miedo de que
mi hermana no hubiera entendido lo que yo había intentado decirle

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con mi mensaje y que ahora estuviera todavía más enojada. Por muy
poco ya me había dicho «Te odio». ¿Qué había después de eso?
Prendí un cigarrillo y le di play. El video empezaba con una placa
donde decía «Reality show», y seguía con varios fragmentos editados
de grabaciones muy caseras. Ozzy ahora tenía el pelo bien corto y
varios kilos más que el chico de la tele.
En todas las tomas mi hermana está usando ropa que no le
conozco. En todas se están filmando uno al otro o alguien los filma a
los dos juntos en situaciones muy domésticas. Un desayuno. La
preparación de un cartel de bienvenida para alguien que ella nunca
me mencionó y que tampoco supe de dónde estaría regresando. Un
brindis por alguna cuestión importante para mi hermana de la que yo
nunca supe nada. Ozzy abriendo los brazos y sonriendo a cámara en
la entrada de un cine. Ella con la ropa mojada actuando un enojo
mientras amenaza a cámara con un balde lleno de agua. Los dos
tirados en un parque, sobre el pasto, mientras un perro de no sé quién
pasa corriendo sobre ellos y los dos se retuercen de risa y se besan y
saludan al que los está filmando. Los dos dormidos compartiendo el
asiento de un bus. Los dos muy serios y elegantes caminando como
parte del cortejo en la boda de alguien. Los dos en la cama, ella
sosteniendo la cámara en alto para que tome sus caras en primer
plano, ninguno habla pero sonríen, sonríen y respiran ligeramente
agitados y se miran y al fin se dicen algo que no se escucha.
Hace días de esto y no supe nada más de ella. Todavía no le
respondí. Estoy cansada de hablar y entender. Lo que hice fue
cambiar la foto en todos mis perfiles, imposible que no la vea. Ahora
hay una imagen de la gran fogata que hacen al final de cada episodio
de Survivor para el consejo tribal, ese en el que los participantes
deciden a qué miembro de la tribu van a eliminar del gran juego.

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Hoy temprano

Salimos temprano. Papá tiene un Peugeot 4 04 bordó,


recién comprado. Yo me trepo a la luneta trasera y me
acuesto ahí a lo largo. Voy cómodo. Me gusta quedarme
contra el vidrio de atrás porque puedo dormir. Siempre estoy
contento de ir a pasar el fin de semana a la quinta, porque en
el departamento del centro, durante la semana, lo único que
hago es patear una pelota de tenis en el patio del pozo de aire
y luz que está sobre el garaje, un patio entre cuatro paredes
medianeras altísimas y sucias por el hollín de los
incineradores. Si miro para arriba, en ese patio parece que
estuviera adentro de una chimenea; si grito, el grito apenas
sube pero no llega hasta el cuadrado de cielo. El viaje a la
quinta me saca de ese pozo.
En la calle hay poco tránsito, quizá porque es sábado o
porque todavía no hay tantos autos en Buenos Aires. Llevo
un autito Matchbox adentro de un frasco para capturar
insectos y unos crayones que ordeno por tamaño y que no me
tengo que olvidar al sol porque se derriten. A nadie le parece
peligroso que yo vaya acostado en la luneta. Me gusta el
rincón protector que se hace con el vidrio de atrás, al lado de
la calcomanía de la Proveeduría Deportiva. En el camino
miro el frente de los autos porque parecen caras: los faros
son ojos, los paragolpes son bigotes, y las parrillas son los
dientes y la boca. Algunos autos tienen cara de buenos;
otros, cara de malos. Mis hermanos prefieren que yo vaya en
la luneta porque así tienen más lugar para ellos. Yo no viajo
en el asiento hasta más adelante, cuando hace demasiado
calor o cuando ya no quepo en la luneta porque crecí un
poco. Tomamos una avenida larga. No sé si es porque hay
muchos semáforos pero vamos despacio, además después ya

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el Peugeot está medio roto, tiene el caño de escape libre y
hay que gritar para hablar; una de las puertas de atrás está
falseada y mamá la ató con el hilo del barrilete de Miguel.
El viaje es larguísimo. Sobre todo cuando no están
sincronizados los semáforos. Nos peleamos por la ventana,
ninguno de los tres quiere sentarse en el medio. En la
G eneral Paz nos turnamos para sacar la cabeza por la
ventana con las antiparras de agua de Vicky, para que no nos
lloren los ojos por el viento. Papá y mamá no dicen nada,
salvo cuando pasamos por la policía, ahí hay que sentarse
derechos y estar callados. Cuando ya tenemos el Renault 12,
a Miguel se le vuela por la ventana medio pilón de figuritas
de Titanes en el Ring y papá frena en la banquina para
juntarlas porque Miguel grita como un enloquecido. Yo veo
de repente que se nos acercan dos soldados apuntándonos
con la metralleta, diciendo que estamos en zona militar. Le
hacen preguntas a papá, lo palpan de armas, le revisan los
documentos y después tenemos que seguir viaje sin juntar las
figuritas que quedan ahí desparramadas, incluso la
autografiada por Martín Karadagián.
Papá busca música clásica en la radio, a veces consigue
sintonizar bien la emisora del Sodre. Nosotros estamos a las
patadas en el asiento de atrás cuando de repente papá sube el
volumen y dice «escuchen esto, escuchen esto» y hay que
hacer una pausa silenciosa en medio de una toma de judo
para escuchar una parte de un aria o de un adagio. Después,
cuando llegan los pasacassettes para autos, el viaje a la
quinta se hace bajo el dominio absoluto de Mozart. Miramos
pasar hacia atrás el camino prolijo, los árboles podados con
los troncos pintados de blanco, y escuchamos los quintetos
para cuerdas, las sinfonías, los conciertos para piano, las
óperas. Vicky lidera rebeliones para tapar a las sopranos de
Las bodas de Fígaro o de Don Giovanni con nuestro cántico
filial favorito que dice «Queremos comer, queremos comer,

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sangre coagulada revuelta en ensalada...». Pero después
Vicky empieza a traer libros para el viaje y los lee sin
prestarle atención a nadie, en silencio, cada vez más enojada
porque la obligan a venir, hasta que le dan permiso para
quedarse los fines de semana en el centro para ir al cine con
sus amigas, que ya salen con chicos, y entonces Miguel y yo
tenemos cada uno su ventana indiscutible, aunque invitemos
a un amigo.
Sentimos que no vamos a llegar nunca. Hay largas esperas
a medio camino mientras mamá compra muebles de jardín o
plantas, aprovechando que papá se quedó trabajando en casa.
Con Miguel jugamos en el asiento de atrás a ver quién
aguanta más sin respirar; cada uno le tapa el tubo del snorkel
al otro para que no haga trampa, o, si no, improvisamos un
partido de paleta con un bollo de papel y las dos patas de
rana. Esperamos tanto que Tania se pone a ladrar, porque no
aguanta más encerrada en la parte de atrás de la rural Falcon
que tenemos después del Renault. Entonces aparece mamá,
con plantas o macetas o algún mueble que hay que atar al
techo, y seguimos viaje.
Los amigos que invita Miguel van cambiando. Yo los miro
con asombro, con ansiedad perversa, porque sé que cuando
lleguemos van a empezar a caer en las trampas que Miguel
deja siempre preparadas: el ratón muerto dentro de las botas
de goma para el invitado, el fantasma del galpón, la farsa de
los chanchos asesinos, el pozo tapado con hojas y ramas al
lado de la fila de palmeras que se ve desde la casa. Dentro
del auto, en los embotellamientos de la ruta a media mañana,
yo miro a los amigos de Miguel y paladeo por primera vez el
mal. Prefiero a los confiados y prepotentes, porque sé que les
va a resultar más intensa la humillación de esas trampas en
las que yo colaboro de un modo oblicuo, indefinido. Los
invitados de Miguel casi nunca vuelven a venir.

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Cuando terminan el primer tramo de la autopista y ponen
el peaje, el tráfico avanza mejor. Vicky va por su cuenta, con
amigas que tienen auto. Papá ya casi no viene. En la rural
destartalada, mientras mamá maneja, Miguel me usa el
cuaderno de dibujo garabateando planos y elaborando
estrategias para espiar a las amigas de Vicky cuando se
cambian. Después Miguel empieza a venir cada vez menos, y
yo tengo todo el asiento de atrás para dormir. Mamá frena y
me despierta para que le ponga agua al radiador, que pierde y
recalienta el motor. Compramos una sandía al costado de la
ruta.
En la barrera del tren, donde antes había uno o dos
vendedores ambulantes, ahora hay amputados o paralíticos
que piden limosna y otros que ofrecen revistas, pelotas,
biromes, herramientas, muñecos. También en los semáforos
del pueblo que atravesamos piden una moneda o venden
flores y latas de gaseosa. A papá le dieron el Ford Sierra de
la empresa, que tiene botones automáticos y, como a Miguel
lo asaltaron hace poco, mamá me hace bajar los seguros y
cerrar las ventanas en los semáforos porque le dan miedo los
vendedores. Dice que se le tiran encima y que, además,
Duque los puede morder. Después, la excusa del aire
acondicionado ayuda a que ya no vayamos más con la
ventana abierta. El auto comienza a ser una cápsula de
seguridad, con un microclima propio. Afuera cada vez hay
más basura, más pintadas políticas. Adentro, la música suena
nítida en el estéreo nuevo y mamá tolera con paciencia los
cassettes que yo pongo de Soda o The Police.
El auto es más rápido y todo el tiempo parece que estamos
por llegar. Sobre todo cuando empiezo a manejar yo, que
aumento la velocidad sin que mamá se dé cuenta porque
viene tranquila en el asiento del acompañante mirándose en
el espejo su último lifting, que le tira la piel para atrás como
si fuera un efecto de la aceleración. Después, cuando muere

84
papá, mamá prefiere que maneje Miguel, que volvió como el
hijo pródigo, porque Vicky ya está viviendo en Boston. Para
mí la ruta se empieza a enrarecer porque manejo el Taunus
amarillo del padre del Chino, en el que dejamos cerradas las
ventanas, no por miedo a que nos roben sino para que el
humo de la marihuana no pierda densidad. Escuchamos W ild
H orses y hay momentos casi espirituales en los que la
velocidad total de la ruta parece cobrar una lentitud serena en
el paisaje enorme y chato. Después manejo el auto de la
madre de G abriela, que por suerte es gasolero y no gasta
demasiado en las escapadas que nos hacemos cualquier día
de semana para estar solos un rato. Ya se está hablando el
tema de la expropiación pero es apenas una advertencia,
faltan todavía dos gobiernos. G abriela se pone unos
vestiditos que me obligan a manejar con una sola mano y a
acariciarle los muslos con la otra, subiendo desde las rodillas
lentamente, sin necesidad de poner los cambios porque dejo
el motor a fondo mientras G abriela me pide al oído que no
me apure, que esperemos a llegar. Nunca se hizo tan largo el
viaje. La quinta está allá lejos, inalcanzable.
Más adelante, a G abriela le empieza a crecer la panza y
viajamos para tratar de integrarnos a la vida familiar. Vamos
en el Volkswagen que nos presta su hermano. Ya usamos
cinturón de seguridad, ya empezamos a tener miedo de
morirnos y faltan pocos kilómetros. Los años pasan hacia
atrás cada vez más rápido. Hay muchos más autos en la ruta
y más peajes. Están terminando la autopista. Frenamos en
una estación de servicio, discutimos. G abriela llora en el
baño. Tengo que pedirle que salga. Después compramos el
baby- seat para Violeta y ella va chiquitita y dormida en el
asiento de atrás, también con cinturón de seguridad. Los tres
atados.
Piso el acelerador porque quiero llegar temprano para
almorzar. G abriela dice que no importa, que podemos parar

85
en el McDonald’ s. Discutimos. G abriela me desprecia. Yo
me pongo los anteojos negros y acelero más. Aprovecho el
viaje para escuchar demos de jingles para radio. Aprieto con
las manos el volante del Escort. Falta poco. G abriela me pide
que vaya más despacio, después deja de venir, se va con
Violeta a lo de la madre los fines de semana. Manejo solo,
escucho los conciertos para piano de Mozart en compacts
que suenan perfectos. El motor de la 4 x4 no hace ruido. La
autopista está terminada, con alambre a los costados para que
no cruce la gente. Voy por el carril rápido. Miro el
velocímetro: ciento sesenta y cinco. Estoy por pasar por el
lugar exacto. Veo de lejos las tres palmeras y espero a que se
alineen. Se acercan, me acerco, hasta que la primera palmera
tapa a las otras dos y digo «acá», y es como si lo gritara, pero
lo digo despacio, lo digo en el punto exacto donde estaba la
casa antes de la expropiación, antes de que la demolieran y
construyeran arriba la autopista. Siento que por una milésima
de segundo paso por adentro de los cuartos, por arriba de la
cama donde jugábamos con Miguel a Titanes en el Ring,
paso por las tumbas de Tania y Duque entre las plantas de
mamá, paso por un olor húmedo y metálico, por un sabor a
ciruelas verdes tiradas en el fondo de la pileta para bucearlas
más tarde, paso por el miedo a una culebra que salió cuando
dimos vuelta una chapa, por la noche de lluvia en que
jugamos a embocar una pelota en el único cuadrado roto de
la ventana para obligarnos a buscarla con linterna entre los
sapos y los charcos. Ahora es un malón incesante de autos
que pasa por encima del fantasma de la casa. Son las doce en
punto y el sol resplandece en el asfalto. Soy un divorciado,
un publicista que va al country de su hermano por primera
vez y se olvidó las instrucciones de cómo llegar y está
perdido, un hombre que no sabe dónde frenar y sigue
viajando en el auto desde que salió hoy temprano, hace
mucho, acostado en la luneta de atrás.

86
El mandato
A veces se confunde los mandatos con las órdenes. Una orden
es explícita y tiene una amenaza de castigo. Un mandato es
silencioso y tiene una promesa de pertenencia. El mandato es
eso que aceptamos e incorporamos del deseo ajeno, incluso sin
saberlo.
Hay cierta lectura, derivada del psicoanálisis pop, que dice que
lo importante en la vida es sacarse los mandatos de encima. Que
toda opresión tiene que ver con la influencia que el mandato
tiene sobre nosotros. Dicho de otro modo, que tus padres te
cagaron la vida.
Yo lo veo un poco diferente. Lo que nos cagó la vida es la vida
misma. Pertenecemos a una especie fallada con problemas
psico- psiquiátricos intrínsecos. El mandato, ese norte que nos
tira la generación anterior, habilita espacios y se cobra un
precio. O sea, el mandato tiene cosas buenas y cosas chotas.
Como tus padres. Está en cada uno (o en cada generación) ver
qué se hace con ese legado.
La paternidad es una bisagra con respecto al mandato. Construí
una carrera literaria quejándome de mis padres. Mis dos
primeras novelas son sobre ellos y sus fallas. Pero con el
Evatest en la mano (y ni hablar después de un tiempo con el
hijo) comienza un replanteo fuertísimo. La dificultad de la tarea
es tal, el esfuerzo es tal, que empezás a perdonar esos defectos
paternos y a quitarle peso al mandato. Tenés que hacerlo porque
todo el peso que ponés sobre los que te criaron es al mismo
tiempo peso que ponés sobre vos mismo como padre. No se
puede, yo por lo menos no puedo, cargar con la responsabilidad
de criar y al mismo tiempo con la certeza de que haciéndolo le
estoy metiendo un peso insoportable a mi hijo.
O sea, me pasé de bando.

35
De todos modos, sirve investigar el mandato de tus padres. No
para culparlos y seguir quejándote, sino para ver cómo te afectó,
qué cosas te sirvieron y cuáles hay que mandar a la mierda. O
para pensar cómo construir desde ahí.
Mis padres pertenecen a lo que llamaré la generación del rock.
El mandato de esta generación se cristaliza en una publicidad de
Sprite de 1998. La locución decía:
Una gaseosa no es una poción mágica, ni un símbolo de
estatus, ni una placa que dice quién sos. No me va a hacer más
popular. No me va a hacer correr más rápido, ni saltar más alto.
Tampoco me va a hacer más atractivo al sexo opuesto (aunque
me encantaría que pudiese).

Si necesitara una insignia me haría guardia de seguridad. Si


necesito algo refrescante, le hago caso a mi sed.

La imagen no es nada, la sed es todo.

Hacele caso a tu sed.

El núcleo duro de esta locución es que nada de lo que digan los


demás, nada de cómo me vean los demás, es importante. Ni
estatus, ni habilidades, ni siquiera ser deseado. Nada de lo que
venga del otro es de interés. Lo único que importa es mi sed. Mi
propio deseo.
Cuando esta publicidad y su frase final locutada por Mario
Pergolini retumbaban en mi cabeza, yo tenía quince años. Casi
veinte años después, ¿qué pasó con nuestra generación? ¿Qué
hicimos con el imperativo del deseo?
El discurso publicitario, como cualquier discurso masivo (como
pueden ser las películas de Disney o las letras de una banda de
cumbia) captan vibraciones subterráneas de la cultura y las
amplifican. En una publicidad de 2016, el B anco Ciudad de
B uenos Aires acuñó la expresión «inversores de la vida». El
actor que protagonizaba la publicidad decía:
Yo me convertí en inversor de la vida cuando entendí que no
me estaba comprando un auto. Estaba invirtiendo en conocer

36
lugares nuevos. No estaba tomando clases de música, estaba
invirtiendo en noches interminables con amigos. Tampoco
reservé pasajes para una playa tropical: invertí en comenzar
una historia [ de amor] paradisíaca. Y no estaba levantando
cuatro paredes. Estaba invirtiendo en mi propia historia
familiar. Este es tu momento. Empezá a invertir en las cosas
que realmente te importan, porque de eso se trata la vida, ¿no?
De vivirla.

Todas esas cosas no son inversiones. Son gastos. Pero eso es


exactamente lo que los receptores del mandato del deseo
queremos escuchar. Que lo que hay que hacer es gastar para
conseguir momentos, experiencias o historias. Eso es lo que
queremos atesorar. Incluso el proyecto familiar está presentado
como una especie de estación en el gran parque de diversiones
que supuestamente es la vida (cuando todos los padres sabemos
que más allá de la profunda felicidad que te pueda dar tu
familia, está muy lejos de ser un parque de diversiones).
El mandato para mi generación fue el deseo constante. El
camino para la buena vida estaba en desear y conseguir cosas,
cuerpos y experiencias. Esto no es una pasada de factura. Los
mandatos tienen poder solo si los aceptás. El problema es que lo
hemos aceptado sin mucha consideración.
Pero, ¿qué problemas tiene el imperativo del deseo? Para
empezar, que es inagotable. Es decir, hemos aceptado como
mandato una tarea imposible: satisfacer a un monstruo
insaciable. El deseo no para nunca. J amás da paz de ningún tipo.
Ni siquiera cuando es satisfecho. El placer de lo conseguido
dura un poco y pronto se esfuma.
Por otro lado, el deseo está en tensión con el amor y con el
sentido. Son dos mantas cortas. Desear se tensa con el amor,
porque para dar amor hay que ponerse al servicio de otro. Hay
que resignar libertad en pos de ayudar, cuidar, colaborar. El
deseo individual a veces coincide con esas actividades, pero a
veces no. El mandato del deseo hace muy difícil enfrentar los
sacrificios que implica el amor.

37
Al mismo tiempo, el deseo está en tensión con el sentido. La
construcción de cualquier cosa que no sea consumir y gastar
implica esfuerzo, sacrificio y constancia. Así sea por trabajo o
por pasión, cualquier tarea individual o colectiva a largo plazo
implica sacrificar deseos. No se puede escribir un libro, ni
militar en una agrupación, ni siquiera tener un equipo de fútbol
si lo único que te mueve es el deseo. Esas cosas son sostenidas
por un sentido, que implica sacrificio.
El mayor problema del discurso del deseo es que está en tensión
con dos de las grandes fuentes de satisfacción y paz mental que
tiene el humano: el amor y el sentido.
La publicidad decía: «De eso se trata la vida, ¿no? De vivirla».
Pero la vida lleva una carga intrínseca de dolor y angustia. ¿Y
con eso qué hago? ¿Cómo enfrento esa oscuridad si no es con
amor y con sentido? El imperativo del deseo, llevado al
extremo, nos deja solos e inútiles. Sin amor ni posibilidad de
construcción estamos completamente indefensos ante el dolor y
el vacío.
¿Qué lugar encontró mi generación para descansar de esas
angustias? ¿Dónde hacer un poco más firme o duradero el fruto
efímero del deseo? ¿Dónde encontrarnos con el otro, aunque sea
un otro ficticio? En las redes sociales. Ese lugar donde uno
puede tomar el deseo, la felicidad, sacarle una foto y hacerlo un
poco más permanente. Las redes sociales prometen aquello de lo
que el deseo carece: los otros. Ahí viene la paradoja de mi
generación. Siguiendo el mandato del deseo, escapando de los
otros, terminamos presos en ellos. La sed resultó ser la imagen.
Pero no se trata solo de marcar el abismo que rodea al mandato
del deseo. La generación del rock hizo volar por el aire muchos
discursos opresivos: Dios, familia, nación, progreso. El rock , el
espíritu de rebeldía constante, destruyó esas mochilas. El
problema es que esos discursos generaban sentido y comunidad.
Habilitó una libertad muy potente, pero eso tuvo un precio
altísimo: la soledad.

38
El ideal de sabio de la generación del rock es el adolescente. El
rebelde, el iconoclasta, el parricida. Pero el rock empezó a
ocupar lugares de poder. Político, mediático y económico. A
nuestra generación ya no le quedó nada contra lo que rebelarse
porque la rebelión es el mandato. ¿Cómo rompés con eso? La
rebelión quedó neutralizada.
La respuesta de mi generación fue instalar al niño como ideal de
sabio. La actividad más alta, el juego. Queremos divertirnos
todo el tiempo. Pasarla bien. Ahí es donde la cagamos. Si todo
el día querés divertirte y pasarla bien, si lo único que importa es
que las cosas fluyan, ir a trabajar es muy angustiante, criar un
hijo es muy angustiante, y soportar el vacío de la existencia es
mucho más angustiante aún.
Es particularmente tensa la relación con la paternidad. Criar un
hijo implica resignar espacios de juego propios, o al menos un
poco de ellos. Tener un hijo implica hacer menos deporte, tomar
menos drogas recreativas, salir menos, coger menos. Si el ideal
era el juego, la diversión y la fluidez, tener un hijo es,
necesariamente, una crisis o replanteo vital.
Pero esto no tiene que ver solo con los hijos, sino con cualquier
proyecto de amor o de sentido. ¿Qué hacer entonces con la
angustia? Los caminos que encontramos hoy en día son
básicamente tres. El primero es la compulsión. La búsqueda
constante de satisfacción, en forma de cuerpos, comida, ropa. El
atracón de lo que sea. Es decir, ir más a fondo con el discurso
del deseo. El segundo camino es la sustancia. Hoy en día un test
antidoping que incluyera cocaína, marihuana, ansiolíticos,
antidepresivos y alcohol le daría positivo a casi todo el mundo.
Cortemos de cuajo el flujo de sustancias y se cae el sistema en
diez minutos ¿Quieren la revolución? Corten el Prozac y las
líneas de porro. La angustia que se va a desatar en la sociedad
va a ser tan grande que va a arder el planeta.
La tercera respuesta es espiritual. Pero no una espiritualidad
tradicional, religiosa y comunitaria. Más bien es una
espiritualidad individual, privada.

39
La palabra iglesia viene del griego έκκλησία (ekklesía) que
significa «asamblea». Una espiritualidad de iglesia, es decir, de
comunidad, es insoportable para el mandato del deseo. Este
mandato no tolera a los otros, a sus imperfecciones, a sus
exigencias, a sus necesidades y sus repeticiones. Por eso, ante la
angustia, los militantes del deseo se refugiaron en
espiritualidades individuales. Una de estas espiritualidades más
potente es la autoayuda, una floreciente industria que produce
material simbólico constantemente. Ya desde su título propone
un imposible. «Ayudarte a vos mismo», lo cual equivale a
levantarte tirando de tus propias orejas. Nadie sale de la
oscuridad sin una comunidad.
Uno de mis autores antifavoritos es W ayne Dyer, que escribió
Tus zonas erróneas. Ahí tiene una cita que bien podría ser un
antisalmo de una antiiglesia:
No seas una gallina. Sé un águila. Las gallinas solo hacen ruido
y se quejan. Las águilas se elevan por encima del grupo.(11)

Mirá, W ayne Dyer, yo soy una gallina y me quedo con mis


amigas gallinas y pongo huevos y crío pollitos. ¿Cuál es el
problema? Las águilas son rapiña. Mi generación creció con la
idea de que se tiene que elevar por arriba del resto y eliminar al
grupo. El deseo como imperativo se vuelve mandato de soledad.
Hayamos o no leído autoayuda, todos repetimos versiones
sofisticadas del mensaje central de esos libros: la respuesta está
adentro tuyo, lo importante es lo que vos sentís, creé en vos
mismo, seguí tu deseo. Lo que tiene la autoayuda es que está
mal escrita. Es fea. Es tan fea que uno la puede rechazar. Pero si
la agarrás y la pulís un poquito, vas a encontrar todos los valores
centrales en los que cree mi generación.
Otra forma de espiritualidad individual es el hinduismo. Para ser
más exacto, la recepción que tuvo en Occidente. Porque el
hinduismo es una religión fuertemente comunitaria, donde el
colectivo se impone sobre el individuo casi hasta aplastarlo. El
lugar de nacimiento, tu varna y tu jati, determinan tus
posibilidades económicas, románticas y educativas. El sistema

40
de castas es ilegal en India desde la constitución independentista
de 1947, pero todavía está vigente en la vida diaria de los
hindúes.
Los elementos hinduistas que se popularizaron entre nosotros
son la meditación y el yoga. Los hemos destripado de toda
connotación religiosa (de toda ecclesía) y los hemos
transformado en elementos de consumo individual,
desacralizados. Es decir, separados de la comunidad. Yoga en
sánscrito significa «unión». Y más específicamente, «unión con
Dios, con la divinidad». El saludo clásico indio namasté
significa «reverencias a ti», pero también «saludo a la divinidad
que hay en vos». En Occidente hemos tomado esta idea (que la
divinidad está en todos nosotros) para transformarla en
espiritualidad individual. El yoga no suele pasar de ser una
práctica deportiva. En el mejor de los casos, es la posibilidad de
unión con la divinidad en uno mismo, pero no con el otro, no
con una comunidad.
En el evangelio según san Mateo (18:22) J esús dice: «Porque
donde están dos o tres reunidos en Mi nombre, allí estoy Yo en
medio de ellos». Es decir, la divinidad aparece porque hay
comunidad. El hinduismo individual que hemos construido
intenta acceder a la divinidad sin el otro.
Lo mismo vale para casi todas las prácicas new age, como el
tarot, los registros akashikos o la astrología. No quiero decir que
en la esencia de esas prácticas haya individualismo, sino que ese
es el uso que le dimos en las sociedades occidentales. Toda
forma de espiritualidad ha sido reducida a la búsqueda de un
Dios privado.
La iglesia era un lugar de encuentro y de sociabilidad. Los
sacramentos marcaban todos los hitos importantes de nuestra
vida: nacimiento (bautismo), entrada en la comunidad
(comunión- confirmación), casamiento (nupcias), nacimiento de
los hijos (nuevo bautismo) y muerte (extremaunción). La vida
transcurría en comunidad.

41
¿Cómo hacer para volver a la comunidad? Está claro que no
vamos a volver a ser cristianos, judíos o lo que fuere, como hace
cien años. Sin embargo, hay una necesidad vital de volver al
grupo, a la manada. Todo esto no lo digo desde un lugar de
predicación, sino de necesidad vital. Yo necesito rebelarme
contra el mandato del deseo, necesito volver a la comunidad.
Pero no sé cómo.

11 Dyer, W ayne. Tus zonas erróneas. DeB olsillo, 2008.

42
Mes s i es un p erro

La respuesta rápida es por mi hija, por mi esposa, porque


tengo una familia catalana. Pero si me preguntan en serio por
qué sigo acá, en Barcelona, en estas épocas horribles y
aburridas, es porque estoy a cuarenta minutos en tren del
mejor fútbol de la historia. Quiero decir: si mi esposa y mi
hija decidieran irse a vivir a Argentina ahora mismo, yo me
divorciaría y me quedaría acá por lo menos hasta la final de
la Champions. Y es que nunca se vio algo parecido adentro
de una cancha de fútbol, en ninguna época, y es muy posible
que no ocurra más.
Es verdad, estoy escribiendo en caliente. Redacto esto la
misma semana en que Messi hizo tres para Argentina, cinco
para el Barça en Champions y dos para el Barça en Liga.
Diez goles en tres partidos de tres competiciones diferentes.
La prensa catalana no habla de otra cosa. Durante un
rato, la crisis económica no es el tema de inicio en los
noticieros. Internet explota. Y en medio de todo esto a mí me
acaba de pasar por la cabeza una teoría extraña, muy difícil
de explicar. Justamente por eso intentaré escribirla, a ver si
termino de darle vuelo.
Todo empezó esta mañana: estoy mirando sin parar goles
de Messi en Youtube, lo hago con culpa porque estoy en
mitad del cierre de la revista número seis. No debería estar
haciendo esto.

16
De casualidad hago clic en una compilación de
fragmentos que no había visto antes. Pienso que es un video
más de miles, pero enseguida veo que no. No son goles de
Messi, ni sus mejores jugadas, ni sus asistencias. Es un
compilado extraño: el video muestra cientos de imágenes —
de dos a tres segundos cada una— en las que Messi recibe
faltas muy fuertes y no se cae.
No se tira ni se queja. No busca con astucia el tiro libre
directo ni el penal. En cada fotograma, él sigue con los ojos
en la pelota mientras encuentra equilibrio. Hace esfuerzos
inhumanos para que aquello que le hicieron no sea falta, ni
sea tampoco amarilla para el defensor contrario.
Son muchísimos pedacitos de patadas feroces, de
obstrucciones, de pisotones y trampas, de zancadillas y
agarrones traicioneros; nunca las había visto a todas juntas.
É l va con la pelota y recibe un guadañazo en la tibia, pero
sigue. Le pegan en los talones: trastabilla y sigue. Lo agarran
de la camiseta: se revuelve, zafa, y sigue.
Me quedé, de repente, atónito, porque algo me resultaba
familiar en esas imágenes. Puse cada fragmento en cámara
lenta y entendí que los ojos de Messi están siempre
concentrados en la pelota, pero no en el fútbol ni en el
contexto.
El fútbol actual tiene una reglamentación muy clara por
la que, muchas veces, caer al suelo es asegurar un penal, o
conseguir que se amoneste al zaguero contrario es propicio
para futuros contragolpes. En estos fragmentos, Messi parece
no entender nada sobre el fútbol ni sobre la oportunidad.
Se lo ve como en trance, hipnotizado; solamente desea la
pelota dentro del arco contrario, no le importa el deporte ni
el resultado ni la legislación. Hay que mirarle bien los ojos
para comprender esto: los pone estrábicos, como si le costara

17
leer un subtítulo; enfoca el balón y no lo pierde de vista ni
aunque lo apuñalen.
¿Dónde había visto yo esa mirada antes? ¿En quién? Me
resultaba conocido ese gesto de introspección desmedida.
Dejé el video en pausa. Hice zoom en sus ojos. Y entonces lo
recordé: eran los ojos de Totín cuando perdía la razón por la
esponja.
Yo tenía un perro en la infancia que se llamaba Totín.
Nada lo conmovía. No era un perro inteligente. Entraban
ladrones y él los miraba llevarse el televisor. Sonaba el
timbre y no parecía oírlo. Yo vomitaba y él no venía a lamer.
Sin embargo, cuando alguien (mi madre, mi hermana, yo
mismo) agarraba una esponja —una determinada esponja
amarilla de lavar los platos— Totín enloquecía. Quería esa
esponja más que nada en el mundo, moría por llevarse ese
rectángulo amarillo a la cucha. Yo se la mostraba en mi
mano derecha y él la enfocaba. Yo la movía de un lado a otro
y él nunca dejaba de mirarla.
No podía dejar de mirarla.
No importaba a qué velocidad moviera yo la esponja: el
cogote de Totín se trasladaba idéntico por el aire. Sus ojos se
volvían japoneses, atentos, intelectuales. Como los ojos de
Messi, que dejan de ser los de un preadolescente atolondrado
y, por una fracción de segundo, se convierten en la mirada
escrutadora de Sherlock Holmes.
Descubrí esta tarde, mirando ese video, que Messi es un
perro. O un hombre perro. Esa es mi teoría, lamento que
hayan llegado hasta acá con mejores expectativas. Messi es
el primer perro que juega al fútbol.
Tiene mucho sentido que no comprenda las reglas. Los
perros no fingen zancadillas cuando ven venir un Citroë n, no
se quejan con el árbitro cuando se les escapa un gato por la
medianera, no buscan que le saquen doble amarilla al sodero.

18
En los inicios del fútbol los humanos también eran así. Iban
detrás de la pelota y nada más: no existían las tarjetas de
colores, ni la posición adelantada, ni la suspensión después
de cinco amarillas, ni los goles de visitante valían doble.
Antes se jugaba como juegan Messi y Totín. Después el
fútbol se volvió muy extraño.
Ahora mismo, en este tiempo, a todo el mundo parece
interesarle más la burocracia del deporte, sus leyes. Después
de un partido importante, se habla una semana entera de
legislación.
¿Se hizo amonestar Juan ex profeso para saltarse el
siguiente partido y jugar el clásico? ¿Fingió realmente Pedro
la falta dentro del área? ¿Dejarán jugar a Pancho
acogiéndose a la cláusula 208 que indica que Ernesto está
jugando el Sub-17? ¿El técnico local mandó a regar
demasiado el césped para que los visitantes patinen y se
rompan el cráneo? ¿Desaparecieron los recogepelotas
cuando el partido se puso dos a uno, y volvieron a aparecer
cuando se puso dos a dos? ¿Apelará el club la doble amarilla
de Paco en el Tribunal Deportivo?
¿Descontó correctamente el árbitro los minutos que
perdió Ricardo por protestar la sanción que recibió Ignacio a
causa de la pérdida de tiempo de Luis al hacer el lateral?
No señor. Los perros no escuchan la radio, no leen la
prensa deportiva, no entienden si un partido es amistoso e
intrascendente o una final de copa. Los perros quieren
llevarse siempre la esponja a la cucha, aunque estén muertos
de sueño o los estén matando las garrapatas.
Messi es un perro. Bate récords de otras épocas porque
solo hasta los años cincuenta jugaron al fútbol los hombres
perro. Después la FIFA nos invitó a todos a hablar de leyes y
de artículos, y nos olvidamos que lo importante era la
esponja.

19
Y entonces un día aparece un chico enfermo. Como en su
día un mono enfermo se mantuvo erguido y empezó la
historia del hombre. Esta vez ha sido un chico rosarino con
capacidades diferentes. Inhabilitado para decir dos frases
seguidas, visiblemente antisocial, incapaz de casi todo lo
relacionado con la picaresca humana. Pero con un talento
asombroso para mantener en su poder algo redondo e inflado
y llevarlo hasta un tejido de red al final de una llanura verde.
Si lo dejaran, no haría otra cosa. Llevar esa esfera blanca
a los tres palos todo el tiempo, como Sísifo. Una y otra vez.
Guardiola dijo, después de los cinco goles en un solo partido:
«El día que él quiera hará seis».
No fue un elogio, fue la expresión objetiva del síntoma.
Lionel Messi es un enfermo. Es una enfermedad rara que me
emociona, porque yo amaba a Totín y ahora él es el último
hombre perro. Y es por constatar en detalle esa enfermedad,
por verla evolucionar cada sábado, que sigo en Barcelona
aunque prefiera vivir en otra parte.
Cada vez que subo las escaleras internas del Camp Nou y
de pronto veo el fulgor del pasto iluminado, en ese momento
que siempre nos recuerda a la infancia, digo lo mismo para
mis adentros: hay que tener mucha suerte, Jorge, para que te
guste mucho un deporte y te toque ser contemporáneo de su
mejor versión, y, trascartón, que la cancha te quede tan cerca.
Disfruto esta doble fortuna. La atesoro, tengo nostalgia
del presente cada vez que juega Messi. Soy hincha fanático
de este lugar en el mundo y de este tiempo histórico. Porque,
me parece a mí, en el Juicio Final estaremos todos los
humanos que han sido y seremos, y se formará un corro para
hablar de fútbol, y uno dirá: yo estudié en Ámsterdam en el
73, otro dirá: yo era arquitecto en Sao Paulo en el 62, y otro:
yo ya era adolescente en Nápoles en el 87, y mi padre dirá:

20
yo viajé a Montevideo en el 67, y uno más atrás: yo escuché
el silencio del Maracaná en el 50.
Todos contarán sus batallas con orgullo hasta altas horas.
Y cuando ya no quede nadie por hablar, me pondré de pie y
diré despacio: yo vivía en Barcelona en los tiempos del
hombre perro. Y no volará una mosca. Se hará silencio.
Todos los demás bajarán la cabeza. Y aparecerá Dios,
vestido de Juicio Final, y señalándome dirá: tú, el gordito,
estás salvado. Todos los demás, a las duchas.

21
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559
Cuando empezaste a actuar todos querían verte. Todos tus
amigos, querés decir, y tus padres, y tu hermano, tus primos.
Ahora sabés que la gente que te pide que le reserves entradas
va a terminar faltando. A veces ni siquiera las reservás. ¿Y si
vienen, finalmente, y no tienen entradas? Y no sé. Pensarán
que sos una actriz famosa, una diva que agota teatros. Todo
vendido. A sala llena. Los cuarenta asientos, todos ocupados
por los amigos de las otras actrices. Las que son más jóvenes
que vos.
Odio el espejo antes de la función. El maquillaje se ve
horrible tan de cerca, se notan los bordes. La piel se vuelve
más receptiva con los años. Antes, con el calor de las luces
del escenario, el maquillaje se me mezclaba con la
transpiración y se me resbalaba. Ahora lo que sucede es que
se me deposita en las arruguitas de la piel, en las líneas de
expresión. Me quedan líneas más oscuras, dibujadas, y el
resto de la cara blanca. Es como si me hubieran sacado la
capa impermeable, como si se me hubiera caído.
Me ato el delantal y me acomodo la redecilla en la cabeza.
Soy una moza. La obra está basada en un cuento de Cheever,
creo, o en varios. La leyenda del programa dice «basado en
el universo de J ohn Cheever», una ambigüedad que utilizan
para evitar pagar derechos de autor. Pero en realidad está
situada en la provincia de B uenos Aires, así que,
honestamente, no estoy muy segura de qué es lo que
tomaron. De Cheever, digo.
Salgo al escenario y recorro la sala con una mirada rápida.
No, estoy casi segura de que no conozco a nadie. Igual no se
ve bien. Mi monólogo empieza con la luz apagada.
La noche del casamiento de mi hermana: octubre del ‘ 81.
Esa noche salí, cinco o seis días después llegué. Así que ya

117
son casi veinticinco años años que vivo acá, ahora que te lo
digo me doy cuenta. La tarde había sido de terror. Mi mamá
estaba insoportable y mi hermana no paraba de llorar. Esto
va a parecer una boda de segundas nupcias, decía mi mamá,
llena de viejos secos. Veintinueve años tenía mi hermana. Yo
tenía dieciséis así que me parecía que mamá tenía razón.
Todos viejos de treinta. En esa época no había celulares, para
vos que sos tan joven va a sonar rarísimo (maternal y
seductora, una media sonrisa), pero nos dejábamos muchos
mensajitos en papel, ¿entendés? Cosas anotadas. Cartelitos
en las heladeras, al lado del teléfono. Tenías que pensar en
lugares por los que la otra persona tuviera que pasar sí o sí.
Mamá siempre me los dejaba en el cajón de las bombachas,
eso me volvía loca. Y, pero así sé que los vas a ver, no te vas
a ir a dormir sin cambiarte la bombacha, me decía. A
J osefina no se lo hacía porque ella tenía novio, claro. Su
cajón de las bombachas sí era privado. Andrés me los dejaba
con el equipo de mate. Ni los firmaba: yo ya sabía que si
estaban ahí eran de él, y además ya le conocía la letra. Al
principio en realidad me los daba en la mano; encontraba un
momento, en los almuerzos de los domingos, en alguna cena
familiar en la semana, o en algún ratito que pasaba por casa a
traerle algo a J osefina. Una vez le quise dejar uno a él y se
enojó. Yo tenía prohibido escribirle: solo podía seguir las
instrucciones de los textos de él. Así era nuestro juego. A eso
de las siete entonces me fui a hacer un mate. Mi mamá y
J osefina ya habían salido a buscar al cura, y vi un mensajito
de Andrés. Se ve que me lo había dejado la tarde del día
anterior, antes de que lo pasaran a buscar los amigos para la
despedida de soltero. Nos encontramos en el baño del salón,
justo después de la ceremonia. Me quiero coger a las dos
putitas Peralta la misma noche. Ni se te ocurra faltar,
pendeja. Deseame suerte.
Yo me quería quedar al casamiento de J osefina, de verdad.
Había pensado irme al día siguiente, exactamente al día
siguiente, lo tenía todo armado. Todo menos un pequeño

118
detalle: que para la fecha del casamiento ya iba a tener
panza, y que con el vestido que me había mandado a hacer
no iba a haber forma de disimularla. Me di cuenta ese mismo
día, a esa hora, a las siete, cuando me lo puse. Y ahí tuve que
recalcular. A las ocho, a la hora de la ceremonia, yo ya
estaba en la ruta. Le volví a escribir a mi mamá, ¿eh? Y a mi
familia, varias veces en estos años. Me escriben a veces
ellos, y me llaman, pero nunca vienen. Hace poco le
pregunté a mi mamá por qué nunca venían a verme, ni
J osefina, ni Andrés, ni mi papá, ni ella. Si no quieren conocer
a Teo, ver dónde vivo, eso: por qué no vienen. No es tan
raro, bebé. Nadie vive tan cerca. Supongo que tiene razón.
Nadie vive tan cerca. Nadie vive tan cerca de nadie.

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A la memoria de don Jacinto Cúcaro, que en las
clases de pedagogía del Normal « Mariano Acosta» ,
allá por el añ o 3 0 , nos contaba las peleas de
Suárez.

Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te


fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las
sogas, te encajan la biaba. Andá, andá, qué venís con
consuelos, vos. Te conozco, mascarita. Cada vez que pienso
en eso, salí de ahí, salí. Vos te creés que yo me desespero, lo
que pasa es que no doy más aquí tumbado todo el día. Pucha
que son largas las noches de invierno, te acordás del pibe del
almacén cómo lo cantaba. Pucha que son largas… Y es así,
ñato. Más largas que esperanza’ e pobre. Fijate que yo a la
noche casi no la conozco, y venir a encontrarla ahora…
Siempre a la cama temprano, a las nueve o a las diez. El
patrón me decía: «Pibe, andate al sobre, mañana hay que
meterle duro y parejo». Una noche que me le escapaba era
una casualidad. El patrón… Y ahora todo el tiempo así,
mirando el techo. Ahí tenés otra cosa que no sé hacer, mirar
p’ arriba. Todos dijeron que me hubiera convenido, que hice
la gran macana de levantarme a los dos segundos, cabrero
como la gran flauta. Tienen razón, si me quedo hasta los
ocho no me agarra tan mal el rubio.

317
Y bueno, es así. Pa peor la tos. Después te vienen con el
jarabe y los pinchazos. Pobre la hermanita, el trabajo que le
doy. Ni mear solo puedo. Es buena la hermanita, me da leche
caliente y me cuenta cosas. Quién te iba a decir, pibe. El
patrón me llamaba siempre pibe. Dale áperca, pibe. A la
cocina, pibe. Cuando pelié con el negro en Nueva York el
patrón andaba preocupado. Yo lo juné en el hotel antes de
salir. «Lo fajás en seis rounds, pibe», pero fumaba como
loco. El negro, cómo se llamaba el negrito, Flores o algo así.
Duro de pelar, che. Un estilo lindo, me sacaba distancia
vuelta a vuelta. Áperca, pibe, metele áperca. Tenía razón el
trompa. Al tercero se me vino abajo como un trapo.
Amarillo, el negro. Flores, creo, algo así. Mirá cómo uno se
ensarta, al principio me pareció que el rubio iba a ser más
fácil. Lo que es la confianza, ñato. Me barajó de una piña que
te la debo. Me agarró en frío el maula. Pobre patrón, no
quería creer. Con qué bronca me levanté. Ni sentía las
piernas, me lo quería comer ahí nomás. Mala suerte, pibe.
Todo el mundo cobra a la final. La noche del Tani, te acordás
pobre Tani, qué biaba. Se veía que el Tani estaba de vuelta.
Guapo el indio, me sacudía con todo, dale que va, arriba,
abajo. No me hacía nada, pobre Tani. Y eso que cuando lo
fui a saludar al rincón me dolía bastante la cara, al fin y al
cabo me arrimó una buena leñada. Pobre Tani, vos sabés que
me miró, yo le puse el guante en la cabeza y me reía de
contento, no me quería reír, te imaginás que no era de él,
pobre pibe. Me miró apenas, pero me hizo no sé qué. Todos
me agarraban, pibe lindo, pibe macho, ah criollo, y el Tani
quieto entre los de él, más chatos que cinco’ e queso. Pobre
Tani. Por qué me acuerdo de él, decime un poco. A lo mejor
yo lo miré así al rubio esa noche. Qué sé yo, para acordarme
estaba. Qué biaba, hermano. Ahora no vas a andar
disimulando. Te fajó y se acabó. Lo malo que yo no quería

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creer. Estaba acostado en el hotel, y el patrón fumaba y
fumaba, casi no había luz. Me acuerdo que hacía calor.
Después me pusieron hielo, fijate un poco yo con hielo. El
trompa no decía nada, lo malo que no decía nada. Te juro
que tenía ganas de llorar, como cuando ella… Pero para qué
te vas a hacer mala sangre. Si llego a estar solo, te juro que
moqueo. «Mala pata, patrón», le dije. Qué más le iba a decir.
É l dale que dale al tabaco. Fue suerte dormirme. Como
ahora, cada vez que agarro el sueño me saco la lotería. De
día tenés la radio que trajo la hermanita, la radio que…
Parece mentira, ñato. Bueno, te oís unos tanguitos y las
transmisiones de los teatros. ¿Te gusta Canaro a vos? A mí
Fresedo, che, y Pedro Maffia. Si los habré visto en el
ringside, me iban a ver todas las veces. Podés pensar en eso,
y se te acortan las horas. Pero a la noche qué lata, viejo. Ni la
radio, ni la hermanita, y en una de ésas te agarra la tos, y dale
que dale, y por ahí uno de otra cama se rechifla y te pega un
grito. Pensar que antes… Fijate que ahora me cabreo más
que antes. En los diarios salía que yo de pibe los peleaba a
los carreros en la Quema. Puras macanas, che, nunca me
agarré a trompadas en la calle. Una o dos veces, y no por mi
culpa, te juro. Me podés creer. Cosas que pasan, estás con la
barra, caen otros y en una de ésas se arma. No me gustaba,
pero cuando me metí la primera vez me di cuenta que era
lindo. Claro, cómo no va a ser lindo si el que cobraba era el
otro. De pibe yo peleaba de zurda, no sabés lo que me
gustaba fajar de zurda. Mi vieja se descompuso la primera
vez que me vio pelearme con uno que tenía como treinta
años. Se creía que me iba a matar, pobre vieja. Cuando el
tipo se vino al suelo no lo quería creer. Te voy a decir que yo
tampoco, creeme que las primeras veces me parecía cosa de
suerte. Hasta que el amigo del trompa me fue a ver al club y
me dijo que había que seguir. Te acordás de esos tiempos,

319
pibe. Qué pestos. Había cada pesado que te la voglio dire.
«Vos metele nomás», decía el amigo del patrón. Después
hablaba de profesionales, del Parque Romano, de River. Yo
qué sabía, si nunca tenía cincuenta guitas para ir a ver nada.
También la noche que me dio veinte pesos, qué alegrón. Fue
con Tala, o con aquel flaco zurdo, ya ni me acuerdo. Lo
saqué en dos vueltas, ni me tocó. Vos sabés que siempre
mezquiné la cara. Si me llego a sospechar lo del rubio… Vos
creés que tenés la pera de fierro, y en eso te la hacen sonar de
una piña. Qué fierro ni que ocho cuartos. Veinte pesos, pibe,
imaginate un poco. Le di cinco a la vieja, te juro que de
compadre, pa mostrarle. La pobre me quería poner agua de
azahar en la muñeca resentida. Cosas de la vieja, pobre. Si te
fijás, fue la única que tenía esas atenciones, porque la otra…
Ahí tenés, apenas pienso en la otra, ya estoy de vuelta en
Nueva York. De Lanús casi no me acuerdo, se me borra todo.
Un vestido a cuadritos, sí, ahora veo, y el zaguán de Don
Furcio, y también las mateadas. Cómo me tenían en esa casa,
los pibes se juntaban a mirarme por la reja, y ella siempre
pegando algún recorte de Crítica o de Ú ltima Hora en el
álbum que había empezado, o me mostraba las fotos de El
G ráfico. ¿Vos nunca te viste en foto? Te hace impresión la
primera vez, vos pensás pero ése soy yo, con esa cara.
Después te das cuenta que la foto es linda, casi siempre sos
vos que estás fajando, o al final con el brazo levantado. Yo
venía con mi Graham Paige, imaginate, me empilchaba para
ir a verla, y el barrio se alborotaba. Era lindo matear en el
patio, y todos me preguntaban qué sé yo cuánta cosa. Yo a
veces no podía creer que era cierto, de noche antes de
dormirme me decía que estaba soñando. Cuando le compré
el terreno a la vieja, qué barullo que hacían todos. El trompa
era el único que se quedaba tranquilo. «Hacés bien, pibe»,
decía, y dale al tabaco. Me parece estarlo viendo la primera

320
vez, en el club de la calle Lima. No, era en Chacabuco,
esperá que no me acuerdo, pero si era en Lima, infeliz, no te
acordás del vestuario todo de verde, con más mugre… Esa
noche el entrenador me presentó al patrón, resultaba que eran
amigos, cuando me dijo el nombre casi me agarro de las
sogas, apenas lo vi que me miraba yo pensé: «Vino para
verme pelear», y cuando el entrenador me lo presentó me
quería morir. É l no me había dicho nunca nada, de puro rana,
pero hizo bien, así yo iba subiendo despacio, sin
engolosinarme. Como el pobre zurdito, que lo llevaron a
River en un año, y en dos meses se vino abajo que daba
miedo. En ese entonces no era macana, pibe. Te venía cada
tano de Italia, cada gallego que te daba miedo, y no te digo
nada de los rubios. Claro que a veces la gozabas, como la
vez del príncipe. Eso fue un plato, te juro, el príncipe en el
ringside y el patrón que me dice en el camarín: «No te andés
con vueltas, no te vayas a dejar vistear que para eso los yonis
son una luz», y te acordás que decían que era el campeón de
Inglaterra, o qué sé yo qué cosa. Pobre rubio, lindo pibe. Me
daba no sé qué cuando nos saludamos, el tipo chamulló una
cosa que andá a entenderle, y parecía que te iba a salir a
pelear con galera. El patrón no te vayas a creer que estaba
muy tranquilo, te puedo decir que él nunca se daba cuenta de
cómo yo lo palpitaba. Pobre trompa, se creía que no me daba
cuenta. Che, y el príncipe ahí abajo, eso fue grande, a la
primera finta que me hace el rubio le largo la derecha en
gancho y se la meto justo justo. Te juro que me quedé frío
cuando lo vi patas arriba. Qué manera de dormir, pobre tipo.
Esa vez no me dio gusto ganar, más lindo hubiera sido una
linda agarrada, cuatro o cinco vueltas como con el Tani o con
el yoni aquel, Herman se llamaba, uno que venía con un auto
colorado y una pinta bárbara. Cobró, pero fue lindo. Qué
leñada, mama mía. No quería aflojar y tenía más mañas

321
que… Ahora que para mañas el Brujo, che. De dónde me lo
fueron a sacar a ése. Era uruguayo, sabés, ya estaba acabado
pero era peor que los otros, se te pegaba como sanguijuela y
andá sacátelo de encima. Meta forcejeo, y el tipo con el
guante por los ojos, pucha me daba una bronca. Al final lo
fajé feo, me dejó un claro y lo entré con unas ganas…
Muñeco al suelo, pibe. Muñ eco al suelo fastrás… Vos sabés
que me habían hecho un tango y todo. Todavía me acuerdo
un cacho, de Mataderos al centro, y del centro a Nueva
York… Me lo cantaban por todos lados, en los asados, por la
radio… Era lindo oírse en la radio, che, la vieja me
escuchaba todas las peleas. Y vos sabés que ella también me
escuchaba, un día me dijo que me había conocido por la
radio, porque el hermano puso la pelea con uno de los
tanos… ¿Vos te acordás de los tanos? Yo no sé de dónde los
iba a sacar el trompa, me los traía fresquitos de Italia, y se
armaban unas leñadas en River… Hasta me hizo pelear con
dos hermanos, con el primero fue colosal, al cuarto round se
pone a llover, ñato, y nosotros con ganas de seguirla porque
el tanito era de ley y nos fajábamos que era un contento, y en
eso empezamos a refalar y dale al suelo yo, y al suelo él…
Era una pantomima, hermano… La suspendieron, qué
macana. A la otra vez el tano cobró por las dos, y el patrón
me puso con el hermano, y otro pesto… Qué tiempos, pibe,
aquí sí era lindo pelear, con toda la barra que venía, te
acordás de los carteles y las bocinas de auto, che, qué lío que
armaban en la popular… Una vez leí que el boxeador no oye
nada cuando está peleando, qué macana, pibe. Claro que oye,
vos te creés que yo no oía distinto entre los gringos, menos
mal que lo tenía al trompa en el rincón, áperca, pibe, dale
áperca. Y en el hotel, y los cafés, qué cosa tan rara, che, no te
hallabas ahí. Después el gimnasio, con esos tipos que te
hablaban y no les pescabas ni medio. Meta señas, pibe, como

322
los mudos. Menos mal que estaba ella y el patrón para
chamullar, y podíamos matear en el hotel y de cuando en
cuando caía un criollo y dale con los autógrafos, y a ver si
me lo fajás bien a ese gringo pa que aprendan cómo somos
los argentinos. No hablaban más que del campeonato, qué le
vas a hacer, me tenían fe, che, y me daban unas ganas de
salir atropellando y no parar hasta el campeón. Pero lo
mismo pensaba todo el tiempo en Buenos Aires, y el patrón
ponía los discos de Carlitos y los de Pedro Maffia, y el tango
que me hicieron, yo no sé si sabés que me habían hecho un
tango. Como a Legui, igualito. Y una vez me acuerdo que
fuimos con ella y el patrón a una playa, todo el día en el
agua, fue macanudo. No te creas que podía divertirme
mucho, siempre con el entrenamiento y la comida cuidada, y
nada que hacerle, el trompa no me sacaba los ojos. «Ya te
vas a dar el gusto, pibe», me decía el trompa. Me acuerdo
cuando la pelea con Mocoroa, ésa fue pelea. Vos sabés que
dos meses antes yo lo tenía al patrón dale que esa izquierda
va mal, que no te dejés entrar así, y me cambiaba los
sparrings y meta salto a la soga y bife jugoso… Menos mal
que me dejaba matear un poco, pero siempre me quedaba
con sed de verde. Y vuelta a empezar todos los días, tené
cuidado con la derecha, la tirás muy abierta, mirá que el coso
no es macana. Te creés que yo no lo sabía, más de una vez lo
fui a ver y me gustaba el pibe, no se achicaba nunca, y un
estilo, che. Vos sabés lo que es estilo, estás ahí y cuando hay
que hacer una cosa vas y la hacés sobre el pucho, no como
esos que la empiezan a zapallazo limpio, dale que va, arriba
abajo los tres minutos. Una vez en El G ráfico un coso
escribió que yo no tenía estilo. Me dio una bronca, te juro.
No te voy a decir que yo era como Rayito, eso era para ir a
verlo, pibe, y Mocoroa lo mismo. Yo qué te voy a decir, al
rato de empezar ya veía todo colorado y le metía nomás,

323
pero no te vas a creer que no me daba cuenta, solamente que
me salía y si me salía bien para qué te vas a afligir. Vos ves
cómo fue con Rayito, está bien que no lo saqué pero lo pude.
Y a Mocoroa igual, qué querés. Flor de leñada, viejo, se me
agachaba hasta el suelo y de abajo me zampaba cada piña
que te la debo. Y yo meta a la cara, te juro que a la mitad ya
estábamos con bronca y dale nomás. Esa vez no sentí nada,
el patrón me agarraba la cabeza y decía pibe no te abrás
tanto, dale abajo, pibe, guarda la derecha. Yo le oía todo pero
después salíamos y meta biaba los dos, y hasta el final que no
podíamos más, fue algo grande. Vos sabés que esa noche
después de la pelea nos juntamos en un bodegón, estaba toda
la barra y fue lindo verlo al pibe que se reía, y me dijo qué
fenómeno, che, cómo fajás, y yo le dije te gané pero para mí
que la empatamos, y todos brindaban y era un lío que no te
puedo contar… Lástima esta tos, te agarra descuidado y te
dobla. Y bueno, ahora hay que cuidarse, mucha leche y estar
quieto, qué le vas a hacer. Una cosa que me duele es que no
te dejan levantar, a las cinco estoy despierto y meta mirar
p’ arriba. Pensás y pensás, y siempre lo malo, claro. Y los
sueños igual, la otra noche, estaba peleando de nuevo con
Peralta. Por qué justo tengo que venir a embocarla en esa
pelea, pensá lo que fue, pibe, mejor no acordarse. Vos sabés
lo que es toda la barra ahí, todo de nuevo como antes, no
como en Nueva York, con los gringos… Y la barra del
ringside, toda la hinchada, y unas ganas de ganar para que
vieran que… O tra que ganar, si no me salía nada, y vos sabés
cómo pegaba Víctor. Ya sé, ya sé, yo le ganaba con una
mano, pero a la vuelta era distinto. No tenía ánimo, che, el
patrón menos todavía, qué te vas a entrenar bien si estás
triste. Y bueno, yo aquí era el campeón y él me desafió, tenía
derecho. No le voy a disparar, no te parece. El patrón
pensaba que le podía ganar por puntos, no te abrás mucho y

324
no te cansés de entrada, mirá que aquél te va a boxear todo el
tiempo. Y claro, se me iba para todos lados, y después que
yo no estaba bien, con la barra ahí y todo te juro que tenía un
cansancio en el cuerpo… Como modorra, entendés, no te
puedo explicar. A la mitad de la pelea la empecé a pasar mal,
después no me acuerdo mucho. Mejor no acordarse, no te
parece. Son cosas que para qué. Me quisiera olvidar de todo.
Mejor dormirse, total aunque soñés con las peleas a veces le
acertás una linda y la gozás de nuevo. Como cuando el
príncipe, qué plato. Pero mejor cuando no soñás, pibe, y
estás durmiendo que es un gusto y no tosés ni nada, meta
dormir nomás toda la noche dale que dale.

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LA VIDA SIGUE

Mi tía Len era mi favorita, y cuando ya había cumplido los


ochenta me contó que no le había costado demasiado
adaptarse a todas las novedades que fueron apareciendo
durante su vida – los aviones a reacción, los viajes espaciales,
los plásticos, etc.– , pero a lo que no se podía acostumbrar era
a la desaparición de lo antiguo. «¿Dónde han ido a parar
todos los caballos?», me decía a veces. Había nacido en
1892, y se había criado en un Londres lleno de carruajes y
caballos.
A mí me ocurre algo parecido. Hace unos años paseaba con
mi sobrina Liz por Mill Lane, una calle cerca de la casa de
Londres donde me crié. Me detuve en un puente ferroviario
en el que me encantaba inclinarme sobre el pretil cuando era
niño. Miramos pasar los distintos trenes eléctricos y diésel, y
al cabo de unos minutos Liz me preguntó impaciente: «¿Q ué
estamos esperando?» Le dije que esperaba el paso de un tren
a vapor. Liz me miró como si estuviera loco.
– Tío Oliver – me dijo– . Hace más de cuarenta años que no
hay trenes a vapor.
No me he adaptado tan bien como mi tía a algunos aspectos
de lo nuevo, quizá porque el ritmo del cambio social
asociado a los avances tecnológicos ha sido muy rápido y
profundo. No me acostumbro a ver a toda esa gente por la
calle mirando sus cajitas iluminadas o sujetándolas delante
de su cara, caminando despreocupadamente delante del
tráfico en movimiento, sin ningú n contacto con su entorno.
Casi me alarma esa distracción y falta de atención cuando
veo a padres jóvenes mirando sus teléfonos móviles sin hacer
ningú n caso de sus bebés mientras los llevan de la mano o en
el cochecito.
En su novela de 2007 Sale el espectro , Philip Roth habla
de lo radicalmente transformada que le parece Nueva York a

232
un escritor recluido que lleva una década lejos de la ciudad.
Se ve obligado a escuchar las conversaciones por el móvil de
todos los que le rodean, y se pregunta: «¿Q ué ha ocurrido en
estos diez años para que de repente la gente tenga tanto que
decir, y sea tan urgente que no pueden esperar? (...) No
entiendo que alguien que se pasa la mitad de su vida
consciente hablando por teléfono pueda creer que lleva una
existencia humana.»
Estos artilugios, que ya no presagiaban nada bueno en
2007, nos han sumido en una realidad virtual mucho más
densa, absorbente, e incluso más deshumanizadora.
Cada día me enfrento a la completa desaparición de las
antiguas cortesías. La vida social, la vida en la calle, y la
atención a la gente y a las cosas que nos rodean en gran
medida han desaparecido, al menos en las grandes ciudades,
donde casi todo el mundo vive pegado casi sin cesar a sus
teléfonos u otros dispositivos, a través de los que parlotea,
envía mensajes y juega, habitando cada vez más todo tipo de
realidad virtual.
Ahora todo es potencialmente pú blico: nuestros
pensamientos, nuestras fotos, nuestros movimientos, nuestras
compras. La intimidad ha dejado de existir, y al parecer, en
este mundo dedicado a un uso incesante de las redes sociales,
la gente tampoco la desea demasiado. Cada minuto, cada
segundo, hay que pasarlo con un dispositivo en la mano. Los
que viven atrapados en el mundo virtual nunca están solos,
nunca son capaces de concentrarse y apreciar las cosas a su
manera, en silencio. En gran medida, han renunciado a los
placeres y logros de la civilización: la soledad y el ocio, la
libertad de ser uno mismo, la capacidad de concentración, ya
sea para contemplar una obra de arte, una teoría científica, un
atardecer o la cara del ser amado.
Hace unos años me invitaron a participar en un debate
titulado «Información y comunicación del siglo X X I ». Uno
de los participantes, pionero de internet, manifestó orgulloso
que su hija pequeña se pasaba doce horas al día navegando

233
por internet y tenía acceso a una abundancia y variedad de
información de la que nadie de la generación anterior podía
disponer. Le pregunté si su hija había leído alguna novela de
Jane Austen, o alguna novela clásica, y el hombre me
contestó: «No, no tiene tiempo para esas cosas.» Pregunté en
voz alta si su hija poseería un sólido conocimiento de la
naturaleza humana, y sugerí que, por muy abundante y
variada información de que dispusiera, eso no tenía nada que
ver con el conocimiento, y que su mente sería superficial y
descentrada. La mitad de la audiencia me vitoreó; la otra
mitad me abucheó.
Hay que señalar que todo esto, en gran parte, ya lo intuyó
E. M. Forster en su relato de 1909 «La máquina se detiene»,
donde imaginó un futuro en el que la gente vive bajo tierra
en celdas aisladas, nunca se ven unos a otros y se comunican
tan solo mediante dispositivos de audio o visuales. En este
mundo, el pensamiento original y la observación directa no
están bien vistos: «¡ Ojo con las ideas de primera mano!», se
advierte a la gente. La humanidad ha sido conquistada por
«la Máquina», que proporciona todas las comodidades y
satisface todas las necesidades: excepto el contacto humano.
Un joven, Kuno, le suplica a su madre a través de una
llamada tipo Skype: «No quiero verte a través de la Máquina.
No quiero hablarte a través de la fastidiosa Máquina.»
Le dice a su madre, que está absorbida por su vida frenética
y absurda: «Hemos perdido el sentido especial (...). Hemos
perdido una parte de nosotros (...). ¿Es que no te das cuenta
(...) de que nos estamos muriendo, y que aquí abajo lo ú nico
que vive realmente es la Máquina?»
Eso es lo que pienso cada vez más de nuestra sociedad
embrujada y anestesiada.

A medida que se acerca la muerte, uno podría consolarse


pensando que la vida continuará..., no la suya, sino la de sus
hijos, o la de lo que ha creado. Al menos podemos depositar
nuestras esperanzas en ello, aunque no haya ninguna

234
esperanza para nuestro yo físico ni (para aquellos que no son
creyentes) ninguna conciencia de supervivencia «espiritual»
tras la muerte del cuerpo.
Pero puede que no sea suficiente crear, aportar, haber
influido en los demás, si uno considera, como me ocurre en
la actualidad, que la propia cultura que lo ha alimentado y a
la que uno ha correspondido dando lo mejor de sí se ve
amenazada.
Aunque recibo el apoyo y estímulo de mis amigos, de mis
lectores de todo el mundo, de los recuerdos de mi vida y de
la alegría que me proporcione escribir, siento, al igual que
muchos de nosotros, un profundo temor por el bienestar e
incluso la supervivencia de nuestro mundo.
Dichos temores se han expresado al más alto nivel
intelectual y moral. Martin Rees, astrónomo real y
expresidente de la Royal Society, no es un hombre propenso
al pensamiento apocalíptico, pero en 2003 publicó un libro
titulado Nuestra hora final (que lleva como subtítulo La
advertencia de un científico: cómo el terror, el error y el
desastre medioambiental amenazan el futuro de la
humanidad en este siglo) . Más recientemente se publicó la
notable encíclica del papa Francisco Laudato Si’ , con su
profunda reflexión no solo sobre el cambio climático y el
vasto desastre ecológico provocado por los seres humanos,
sino sobre la desesperada situación de los pobres y las
crecientes amenazas del consumismo y el mal uso de la
tecnología. Las guerras tradicionales ahora van acompañadas
de genocidio, extremismo y terrorismo a una escala nunca
vista, y, en algunos casos, de la deliberada destrucción de
nuestro legado humano, de la propia historia y la cultura.
Naturalmente, estas amenazas me conciernen, aunque a
distancia: me preocupa más la pérdida paulatina, sutil y
generalizada del sentido, del contacto humano, en nuestra
sociedad y en nuestra cultura.
Cuando tenía dieciocho años leí por primera vez a Hume y
me quedé horrorizado ante la visión que expresaba en su

235
libro de 1738 Tratado de la naturaleza humana , en el que
escribió que el ser humano «no es nada más que un amasijo
o conjunto de percepciones distintas, que se suceden unas a
otras con inconcebible rapidez, y están en un flujo y un
movimiento perpetuos». Como neurólogo, he visto a muchos
pacientes quedar amnésicos por la destrucción de los
sistemas de memoria de su cerebro, y no puedo evitar tener
la impresión de que esas personas, carentes de la sensación
de pasado o futuro y atrapados en la vibración de
sensaciones efímeras que cambian constantemente, en cierto
sentido han abandonado su condición de seres humanos para
convertirse en seres «humeanos».
Solo tengo que aventurarme por las calles de mi barrio, el
West Village, para ver estas víctimas «humeanas» a millares:
casi todos los chicos más jóvenes, educados en nuestra época
de redes sociales, carecen de memoria personal de cómo eran
las cosas antes y de inmunidad ante las seducciones de la
vida digital. Lo que estamos viendo – y provocando nosotros
mismos– se parece a una catástrofe neurológica a escala
gigantesca.
No obstante, me atrevo a esperar que, a pesar de todo, la
vida humana y su riqueza cultural sobrevivirán incluso en
una tierra asolada. Mientras que algunos consideran el arte el
bastión de nuestra cultura, de nuestra memoria colectiva, yo
entiendo que la ciencia, con su profundidad de pensamiento,
sus logros palpables y sus posibilidades, es igual de
importante; y la ciencia, la buena ciencia, florece como
nunca, aunque se mueva lenta y cautelosa y sus intuiciones
se vean constantemente sometidas a autoevaluación y
experimentación. Aunque venero la buena literatura, el arte y
la mú sica, me parece que solo la ciencia, ayudada por la
decencia humana, el sentido comú n, la amplitud de miras y
la atención a los desfavorecidos y los pobres, supone una
esperanza para un mundo sumido en el marasmo moral. Es
algo que queda explícito en la encíclica del papa Francisco, y
es algo que no solo lo pueden poner en práctica las

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tecnologías gigantescas y centralizadas, sino también los
trabajadores, los artesanos y los campesinos de los pueblos
del mundo. Entre todos podemos sacar al mundo de sus crisis
actuales y guiarlo hacia una época más feliz. Ahora que me
enfrento a mi inminente marcha de este mundo, tengo que
creer en ello: que la humanidad y nuestro planeta
sobrevivirán, que la vida continuará y que esta no será
nuestra hora final.

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