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E l Tacuara Basualdo hace rechinar la hoja del cuchillo

sobre la chaira. De un lado y del otro. Gira la muñe­


ca con el mismo ritmo, concentrado, como si en ese ir y
venir de metales se le fuese la vida.
Una hilera de clientes tempraneros espera su turno
del otro lado del mostrador; algunos ·se frotan las ma­
nos y otros mueven los pies para quitarse el frío. Detrás
de ellos, las vacas cortadas en mitades cuelgan desde
los ganchos de hierro y van dejando un rastro de gotas
oscuras sobre el piso de granito. Un hedor intenso a
sangre y grasa, mal disimulado con la lejía, lo impregna
todo.
Nadie conversa esa mañana. Sólo clavan la vista sobre
la nalga que acaba de desguazar el carnicero y siguen sus
movimientos cuando él se pone a cortar los bifes que pi­
dió una clienta. El filo se hunde en la carne y asoma del
otro lado, pasando a milímetros de su mano izquierda.
Un poco más allá, el ventanal muestra la calle desier­
ta del pueblo: los árboles grises y desnudos, el humo que
serpentea desde las chimeneas, y un cielo despejado recién
amanecido.
El gato devora unos pellejos que Basualdo le tira,
cada vez a mayor altura, a medida que los bifes se van

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