Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Los movimientos con vorticidad son los más comunes en nuestro Universo. Desde el
microscópico ámbito de los átomos hasta el inconmensurable espacio del Cosmos, los
vórtices hacen acto de presencia simultánea en casi todos lados, es decir, ejecutan el
portentoso acto de la ubicuidad. Y claro uno se pregunta ¿qué es la vorticidad?, ¿qué
son los vórtices?, ¿cómo están relacionados estos conceptos?
Antes de intentar precisar ideas veamos algunos aspectos relacionados con ellas,
siguiendo el adagio de "por sus obras los conoceréis".
Figura IV. 1. Galaxia espiral. Messier 81, en la Osa Mayor. Observatorio Hale.
Con respecto a los vórtices, de misterioso sólo tienen el mestizante efecto que da un
buen espectáculo, lo que no significa que sean triviales de entender, manejar o predecir.
De hecho, son protagonistas de algunos de los problemas más profundos de la física.
Figura IV. 2. La gran mancha Roja de Júpiter.
El interés por entender este truco giratorio que los alrededores practican sobre nosotros
todo el tiempo no es, desde luego, ni reciente ni morboso. Se manifiesta ya en las estelas
asirias, los jeroglíficos egipcios, los mitos más antiguos de las culturas nórdicas y las
preocupaciones de los griegos. Lo encontramos también en los glifos mayas, en las
grandes obras de la literatura universal, en los dibujos exquisitos de Leonardo da Vinci
y en lo que nos contó una tía de su niñez casi olvidada. Este interés nos nace al ver volar
un papalote o un paraguas, al lavarnos las manos, o cuando alguna vez jugamos con el
agua de la orilla de un estanque prohibido. En los permitidos también se ven, dicen.
La primera teoría moderna del Universo se debe a Descartes, en el siglo XVIII. En ésta
imaginaba un mar infinito en el que los planetas, el Sol y las estrellas se movían
influidos mutuamente por el efecto de los vórtices que ellos mismos producían. El Sol,
al girar, arrastraba a los planetas en un atractivo carrusel celeste. Newton, en cambio, se
concentró en estudiar a los fluidos para probar que, al rotar, no generaban el modelo de
movimiento observado, descartándose así, cien años después, el universo cartesiano de
vórtices.
Uno de los últimos intentos por construir un universo dominado por los vórtices fue
hecho por lord Kelvin, hacia finales del siglo XIX. Al formular la atractiva teoría de
nudos, que es motivo de un renovado interés para describir, entre otras cosas, una parte
de la dinámica de los plasmas, Kelvin intentó explicar la naturaleza atómica y molecular
con anillos de vorticidad; los anillos de humo son un buen ejemplo. De esta manera, los
átomos y sus compuestos eran interpretados como las diversas formas en que estos
anillos podían combinarse, anudándose de acuerdo con ciertas reglas; las ideas
originales de Kelvin sufrieron el mismo fatal decaimiento que sufren todos los vórtices.
Ya sea porque fueron mencionados en las epopeyas de Homero, en los andares por el
Infierno de Dante o en las Reflexiones de Goethe, o porque fueron ilustrados en las
pinturas de Van Gogh y Tamayo, y porque son sugeridos por los rollos de mar que se
mueren en las playas o por el humo que sale a borbotones de una chimenea, los vórtices
siguen siendo un tema recurrente para quienes estudian la naturaleza, desde cualquiera
de sus enigmáticos ángulos.
Donde hay un fluido en movimiento hay vorticidad y casi siempre vórtices; ahora que
cuando hay vórtices, siempre hay vorticidad. Sí, hay que aceptarlo, es un tanto oscuro
pero se irá aclarando, como la ropa con las lavadas.
Definir un vórtice no ha sido, hasta ahora, algo sencillo. Es más o menos claro que tiene
que ver con el dar vueltas en torno a un punto y que el giro debe estar referido a un
movimiento colectivo, que comprende a más de un objeto o partícula. Con estas ideas
en mente podemos hacer la siguiente proposición: Un vórtice es el patrón que se genera
por el movimiento de rotación de muchas partículas alrededor de un punto común (no
necesariamente fijo en el espacio); recordando nuestro muy particular remolino o los
ejemplos previos, la definición parece ser suficiente. Sin embargo, si uno busca en la
bibliografía especializada resulta que no hay consenso sobre el asunto; no hay una
definición clara y unívoca, ya no se diga matemática. Ingenieros, matemáticos o físicos,
ni qué decir de otros especialistas, difícilmente aceptarían nuestra propuesta y cada
quien sacaría su ejemplo preferido para mostrar la necesidad de ampliarla, recortarla o
todo lo contrario. Más adelante veremos la importancia que tendría el poder contar con
ella. La definición que hemos dado es la suma de lo que todos intuimos más algunos
detalles adicionales. Eso sí, si el "remolino" que usted escogió no está correctamente
descrito por la definición, por favor, piense en otro.
¿Qué es la vorticidad? La respuesta aquí es más sencilla, pues todos están de acuerdo.
En cambio, es algo más abstracto y no tan evidente, ¡lo opuesto a los vórtices! El
concepto fue introducido por Cauchy y por Stokes. La vorticidad, para empezar, es un
campo vectorial; es decir, su magnitud y dirección están definidas en cada punto del
espacio ocupado por el fluido. En cierto sentido, es una medida de la velocidad con la
que rota cada partícula de fluido.
En este flujo, también llamado de Couette plano, las partículas de fluido se mueven
paralelas unas a otras; la velocidad que llevan depende de la distancia que hay al fondo.
Las líneas muestran las trayectorias y las flechas el tamaño de la velocidad. Una
partícula con extensión, por pequeña que sea, sentirá que la arrastran más por arriba que
por abajo (debido a la viscosidad) y tenderá a rotar. Si se calcula la vorticidad de este
flujo se encuentra que no es cero; su tamaño es igual a la velocidad de arriba dividida
por la profundidad y su dirección es la de nuestro dedo al señalar la figura. Nadie
(esperamos) diría que hay remolinos (vórtices) ahí dentro.
Basta con observar con atención para descubrir vórtices en casi cualquier lado. Las
"presentaciones" en que éstos vienen son de lo más diversas; aparecen en gases, en
líquidos y hasta con cuerpos sólidos y sus tamaños varían entre las dimensiones
cósmicas y las atómicas.
Para darnos una idea de las escalas de tamaño y velocidad que tienen estas ubicuas
estructuras, veamos unos ejemplos; algunos serán comentados con cierto detalle más
adelante.
Diámetro (en
Vórtices
metros)
En este cuadro, vemos que las estructuras vorticosas más grandes tienen dimensiones de
miles de años-luz (distancia que recorre la luz en un año; viaja a casi 300 000 km/seg) y
las más pequeñas, en el interior de los núcleos atómicos, son de un metro dividido por
un 1 seguido de diecisiete ceros; las longitudes son en ambos casos inimaginables...
Las velocidades de rotación varian dentro de un intervalo más chico. El límite superior
siendo la velocidad de la luz, la máxima alcanzable en el Universo, mayor a los 1 000
000 000 km/h.
Dentro del inmenso foro que constituye el Universo, muy lejos de nosotros, hasta donde
podemos percibir con nuestros más potentes telescopios, hay objetos que parecen
remolinos multicolores congelados en el espacio y el tiempo. Formados por miles de
millones de estrellas que se revuelven en torno a un centro demasiado luminoso para
desentrañarlo y entenderlo, descubrimos fantásticos vórtices de dimensiones
inimaginables. De hecho, el grupo de estrellas del que forma parte nuestra estrella más
cercana, el Sol, es una de estas exquisitas y arremolinadas estructuras.
Nuestra Galaxia, la Vía Láctea, es muy parecida a la que se ilustra en la figura IV. 1.
Con un diámetro cercano a los 70 000 años-luz, nuestro Sistema Solar se encuentra en
una zona cercana a la orilla, como a 30 000 años- luz del centro. Como un punto común
y corriente, sin ninguna característica especial o privilegiada, el Sol gira alrededor del
centro de la galaxia, de modo que da una vuelta cada 250 millones de años. Por la
distancia a la que nos encontramos del centro, la velocidad efectiva de giro es de casi 1
000 000 km/h. Por algo Galileo dijo en voz baja para sí, ante mentes inmóviles, "y sin
embargo, se mueve". ¡Lo hubiese gritado de haber sabido la velocidad de la Tierra en la
Galaxia!
Inmensas regiones de gases, millones de veces mayores que una galaxia como la
nuestra, son estudiadas como fluidos autogravitantes en los que la densidad fluctúa; de
estas contracciones locales de materia se generan nuevas estrellas y con ellas galaxias.
De la manera en que la vorticidad puede estar distribuida y de cómo evoluciona es
posible inferir mecanismos que expliquen las formas de los cúmulos de estrellas, los
gigantescos chorros de materia que se observan con los radiotelescopios o la aparición
de nuevas inhomogeneidades espaciales (irregularidades en la densidad de materia).
La gran Mancha Roja de Júpiter es sin lugar a dudas el vórtice más famoso y conspicuo
del espacio exterior a nuestro planeta. A 22° abajo del ecuador del planeta más grande
del Sistema Solar se encuentra un gigantesco remolino rojo. Si este monstruoso
torbellino se encontrase en la Tierra estaría ubicado en la latitud de Río de Janeiro (no
es de sorprender que el remolino terrestre correspondiente lo formen los cariocas). Las
dimensiones de la Mancha Roja son de 22 000 km de largo por 11 000 km de ancho y
va disminuyendo poco a poco con el tiempo. Hace más de cien años, mientras Benito
Juárez discutía las Leyes de Reforma, la Mancha Roja era del doble del tamaño y, como
aún sucede, podría contener a todos los planetas internos, desde Marte hasta Mercurio,
pasando por la Tierra. Su intenso color anaranjado, que varía entre el tenue crema
sonrosado y el rojo carmín, se debe a las complejas reacciones químicas que ocurren
entre los gases que conforman su atmósfera.
Sin contar con la misma belleza o las grandiosas dimensiones que posee la Mancha
Roja, remolinos espectaculares se han observado en las superficies de Saturno, Neptuno
y Urano. Como apocalípticas tormentas sobre inexistentes habitantes, estos gigantescos
vórtices aparecen, se extienden y se disipan para regocijo de los astrofísicos planetarios.
Sin embargo, los mecanismos que los engendran parecen ser muy distintos a los que
generan los grandes huracanes venusinos, terrestres y marcianos.
Otros factores relativamente comunes entre la Tierra, Venus y Marte son las
velocidades de rotación, la proporción entre superficie sólida y grosor de la atmósfera,
las densidades atmosféricas y la diferencia entre la energía que reciben y la que reflejan
o emiten; todo esto muy distinto a lo que sucede en los grandes planetas externos.
Por ejemplo, mientras que la Tierra emite la misma energía que recibe del Sol, Júpiter
emite casi el doble de la que recibe; aún guarda energía de su proceso de formación al
contraerse gravitacionalmente al principio de los tiempos. Desde la cuna fue más
generoso que la Tierra. Siendo mucho mayor que nuestro planeta gira casi dos y media
veces más rápido. Además, de grandes consecuencias climáticas, en la atmósfera de
Júpiter la densidad depende sólo de la presión, o lo que es equivalente, las regiones con
igual presión tienen la misma temperatura; se dice entonces que es barotrópica. Esto no
sucede en nuestra blanquiazul envoltura que llamamos baroclínica. Por lo tanto, la
dinámica atmosférica joviana es muy distinta a la terrestre (afortunadamente).
Los otros planetas mayores comparten con Júpiter algunas de sus vistosas
características. Saturno presenta además su extraordinario sistema de anillos. Fuera de
su atmósfera exhibe uno de los vórtices más fantásticos que se conocen, para no ser
menos conspicuo que su hermano mayor. Como queriendo desafiar las leyes mecánicas
que conocemos, muestra millares de anillos concéntricos, regulares y notablemente
planos. Salvo por algunas irregularidades que transitan como fantasmas a lo ancho y
largo de los anillos, la perfección del movimiento vorticoso de millones de trozos de
hielo nos sigue asombrando. Como seguramente le sucedió a Galileo cuando descubrió
sin entender la inverosímil estructura, las preguntas que se ocurren superan a las
respuestas que tenemos.
Los anillos, como casi todas las características que se han ido encontrando en nuestros
planetas vecinos, no son exclusivos de alguno en especial. Varios de ellos tienen bandas
y anillos, algunos tienen superficies sólidas complejas y atmósferas activas, otros tienen
satélites naturales, etc. Así los planetas, como sucede con los humanos y los animales en
la granja de H. G. Wells, siendo todos iguales hay unos más iguales que otros y, sin
embargo, no existen dos completamente iguales.
Del vasto espacio cósmico a la vecindad del Sol, los movimientos giratorios, como
gigantescos tiovivos, son más la regla que la excepción. Nada parece moverse en línea
recta. Nuestra galaxia gira, con muchas otras. En su movimiento hacia la constelación
de Lira, nuestra estrella local se revuelve en torno al misterioso centro de la Vía Láctea;
los planetas, que tanto estimulan la imaginación por los deseos de una inexistente
compañía, rotan alrededor del Sol y sobre sí mismos. Desde su tenue superficie hasta el
inaccesible interior, cada planeta manifiesta una agitada vida dominada por vórtices.
La Tierra, el único sitio habitado que conocemos, vista desde fuera parece una esfera
azul con caprichosas pinceladas blancas que cambian suavemente con el paso del
tiempo. Con cada revolución parecen generarse de la nada, se organizan y se
desvanecen otra vez para recomenzar otra composición plástica. Un aspecto curioso del
espectáculo pictórico permanente es la tendencia a girar de estas móviles decoraciones.
Bajo circunstancias especiales, las hermosas espirales se estabilizan por un rato, se
organizan hasta cubrir cientos de kilómetros y en un recorrido aparentemente loco se
convierten en fuentes de destrucción y, paradójicamente, de vida.
Huracán, que viene de la palabra furacán, y que escuchara Cristóbal Colón de los
nativos durante su segundo viaje, es el nombre más común que se da a los vórtices
atmosféricos terrestres más grandes. Son tormentas caracterizadas por vientos
huracanados (mayores de 120 km/h) que, en trayectorias espirales, se mueven hacia un
centro común conocido como el ojo del huracán. En el hemisferio norte el giro es
invariablemente ciclónico, es decir, en contra de las manecillas del reloj, y en el
hemisferio sur al contrario. Llamados también tifones y ciclones, entre otros muchos
nombres, se empezaron a registrar en forma regular a partir del descubrimiento de
América.
Kamikazi, el viento divino, es el nombre que recibió el tifón que en 1281 acabó con las
aspiraciones de Kublai Khan para invadir el Japón. La flota completa, con más de 100
000 soldados chinos, mongoles y coreanos, desapareció en la Bahía de Hakata, Japón.
En términos de vidas humanas, las mayores catástrofes registradas fueron en 1737,
cerca de Calcuta, India; en 1881 en Haifong, Vietnam, y en 1970 en la Bahía de
Bengala, Bangladesh; se estima que más de 300 000 personas perdieron la vida en cada
caso. La presencia de intensas lluvias, de hasta decenas de centímetros en unas horas, y
de una marejada que supera los 10 m de altura, da lugar a las inundaciones que cobran
la mayoría de las víctimas.
Con una extensión que puede llegar a los 2 000 km de diámetro, los huracanes viajan
con velocidades relativamente bajas e irregulares que oscilan entre los 10 y los 50 km/h.
La duración de un ciclón también es muy variable, pues puede ser de unas horas hasta
semanas, y recorrer distancias de hasta 2 000 km. Los vientos en la espiral alcanzan
velocidades cercanas a los 350 km/h en la vecindad del ojo, dentro del cual una calma
desconcertante aparece abruptamente; en unos minutos el viento pasa de una violencia
feroz a una leve brisa. En el ojo, cuyas dimensiones varían entre los 20 y los 100 km, la
presión alcanza los valores más bajos que se hayan registrado en la superficie de la
Tierra.
En una acción internacional promovida por la ONU, con pocos precedentes, la década de
los noventa ha concentrado un gran esfuerzo científico para estudiar los huracanes. Una
comisión multidisciplinaria presidida por James Lighthill, uno de los notables
hidrodinámicos del siglo, ha iniciado estudios de la más diversa índole para esclarecer
este tema cuanto sea posible. El propósito fundamental es hacer más eficientes las
gigantescas simulaciones numéricas que actualmente se llevan a cabo para poder
predecir la aparición, intensidad, dirección y duración de un ciclón. En 1991, la
predicción de la evolución de un ciclón por una semana requería de un tiempo de 75
horas de cómputo (usando la computadora más grande y rápida del mundo).
Figura IV. 4. Huracán sobre el Océano Pacífico (NASA, Apolo 9).
Para tener una idea sobre los elementos que contribuyen a la formación, estructura y
sostén de un huracán, es necesario tomar en cuenta que todo lo vemos desde un carrusel,
es decir, desde la giratoria superficie de la Tierra, lo que complica un poco las cosas.
En la Tierra, que rota hacia el este, un objeto que es lanzado de sur a norte seguirá una
trayectoria curva; en lugar de viajar directo al norte se deflectará hacia la derecha, en el
hemisferio norte, y hacia la izquierda en el hemisferio sur, abajo del ecuador. Por otra
parte, la velocidad de giro depende de la latitud, siendo cada vez más pequeña al
acercarse a los polos y máxima en el ecuador; quien se encuentra más lejos del eje de
rotación recorre mayor distancia en menos tiempo (va más rápido), como saben los que
han practicado las "coleadas". Así, la magnitud de la fuerza de Coriolis depende del
movimiento del objeto (su velocidad y la dirección de ésta), de la rotación terrestre y de
la latitud.
Con la guía de Coriolis podemos ahora resumir las condiciones que se requieren para la
formación de los huracanes.
Una es que la fuerza de Coriolis sea mayor que cierto valor mínimo. Como ésta es cero
en el ecuador y empieza a crecer con la latitud; los vórtices que nos ocupan se generan
fuera de un cinturón de aproximadamente 7º de latitud, al norte y al sur del ecuador
(como de 1 300 km de ancho). La dirección del giro de los huracanes se debe
únicamente a esta fuerza. Dentro de esta banda los posibles huracanes son presa de la
esquizofrenia, al no saber en qué dirección girar, y prefieren no existir.
Otra condición necesaria es la presencia de una superficie extensa de agua, con una
temperatura mínima de 27ºC, que dé al aire circundante grandes cantidades de vapor
para generar y mantener una tormenta tropical. Los meses calientes del año son pues los
más propicios.
Adicionalmente, se cree que una o más de las siguientes condiciones necesita estar
presente para disparar el mecanismo de formación. La columna de aire sobre la zona
inicial inestable (capaz de amplificar pequeños cambios), la presión del aire cerca de la
superficie del agua baja y las corrientes de aire, verticales y encontradas (flujos de
corte), muy pequeñas.
Bajo las circunstancias arriba descritas, la zona se encuentra en un estado tal que
pequeñas perturbaciones pueden amplificarse y dar lugar a movimientos de grandes
masas de aire húmedo, especialmente si se presentan corrientes horizontales (chorros)
de aire. La convección resultante (movimiento de masas de aire) se hace tumultuosa en
un tiempo relativamente corto, reforzándose los vientos y permitiendo que el efecto de
Coriolis entre en juego para introducir una curvatura en la corriente, organizándose la
estructura ciclónica.
Una vez iniciado el fenómeno se sostiene por periodos que van de unas horas hasta
varias semanas, gracias al mecanismo que describiremos esquemáticamente a
continuación. En una zona de unos centenares de metros sobre la superficie del agua,
llamada capa de Ekman, el aire húmedo se mueve horizontalmente y en espiral hacia el
centro de giro. Al llegar cerca del ojo del huracán cambia abruptamente su dirección y
asciende varios kilómetros en una especie de chimenea hueca, que limita la zona del
ojo. En este movimiento de subida, que no es otra cosa que una consecuencia del
principio de Arquímedes, el aire caliente se expande y se va enfriando. En
consecuencia, la humedad se condensa, liberándose energía (calor latente) en grandes
cantidades. Las gotas de agua condensada forman las torrenciales lluvias y la energía
disponible es empleada en reforzar los vientos y trasladar el ciclón.
Esta es la razón por la que se habla de una máquina térmica cuando se refiere uno al
mecanismo físico que mantiene a un huracán. Al llegar a tierra firme pierde su fuente
más importante de energía y se debilita, disipándose en cuantiosas lluvias.
La clave está pues en el hecho de que cuando el vapor de agua se condensa, juntándose
en gotas, se libera energía. Sabemos que para evaporar agua hay que darle energía,
quemando gas o leña o haciéndola caer desde cierta altura (como en las cataratas).
Tláloc, el dios azteca de las lluvias, se las ingenia para usar la energía que se "suelta" en
el proceso inverso de la evaporación: la condensación.
Otros grandes vórtices que se observan en la atmósfera son los tornados y las trombas,
cuyos nombres son bastante descriptivos, pues uno viene de tornar, regresar, y el otro es
una variación de la palabra trompa. Basta con ver la figura IV. 5, que muestra uno de
cada tipo, para apreciar la originalidad de los apelativos
Figura IV. 5. (a) Tornado.
Debí quedarme dormido varias horas porque las nubes parecían haber
salido de la nada. Sin el cambio en la luminosidad del día y la
sensación incipiente de hambre y frío, hubiese jurado que sólo me
había distraído pensando en quienes no estaban conmigo.
Habiéndome alejado de la civilización con toda intención pense que
todavía me encontraba bajo el sopor del sueño al escuchar el lejano
murmullo que sólo hacen los trenes de carga. Sin más motivación que
la curiosidad por la persistencia y el paulatino aumento del murmullo,
presté más atención. Empecé a darme cuenta de que era más parecido
al distante, aunque grave, zumbido de un enjambre de abejas. Estando
en el campo, desde luego, era una explicación más probable para el
ruido.
El fresco que empezaba a sentir me obligó a levantarme de la
agradable mecedora y, con un horizonte más amplio para la vista,
busqué la fuente de la creciente vibración. El cielo, ya nublado, se
oscurecía hacia la parte posterior de la casa, desde donde podría verse
el rancho vecino, a unos tres kilómetros.
No tuve que dar la vuelta a la casa para ver que, más allá de la troje
que sobresalía del resto de la granja de mis fortuitos vecinos y
partiendo de la orilla más oscura de las nubes, se extendía una
columna que unía al nubarrón con la superficie de la tierra. Con forma
de embudo en su parte más alta y tan caprichosa y viva como una
culebra, parecía envolver en una bruma a la ancha zona de contacto.
Cuando yo era más joven, antes de que los adultos aceptaran que mis
opiniones eran valiosas o de que yo aceptara que en realidad no lo
eran, una tía, notable por sus exageraciones y su ignorancia, describió
sus experiencias cuando un tornado, al que llamaba twister, pasó por
el pueblo en el que había crecido. Petrificado, como parecía estarlo en
ese momento la zumbante columna, recordé la historia.
Después de unos minutos de incredulidad, percibí cómo se movía el
extremo inferior del tornado y parecía engullir todo a su paso. El
horizonte, más claro, contrastaba con la serpenteante columna y con
los rayos que vestían de luz y sonido al diabólico espectáculo. Cuando
pasó por las minúsculas estructuras de la granja, a la que no pude
dejar de mirar, como queriendo conservar los detalles que la
guardarían en mi memoria como algo que no imaginé, todo
desapareció. La troje, la vieja carreta, el camino arbolado que recibía
las cosechas y todo lo que hacía familiar la escena fue borrado por el
siniestro remolino. La diluida nube de despojos y objetos
irreconocibles que volaban cerca de la parte central de la columna
eran la prueba de que la ranchería de los vecinos había existido.
No me moví. Me quedé clavado al pasto, mojándome, sin poder quitar
la vista del gigantesco remolino. Nunca podré describir la inextricable
mezcla de aprensión y admiración que me mantuvo paralizado durante
tantos y valiosos minutos. De ello no me arrrpiento. Vi a la naturaleza
desentrañar sus fuerzas y volcarlas con violencia sobre sí misma.
Luego, como consciente de mi presencia irreverente, el tornado
cambió su dirección y se dirigió hacia mí con una velocidad
vertiginosa.
Sin premeditación alguna corrí a mi automóvil y cerré las puertas en
forma instintiva, como queriendo impedir la entrada del viento,
esperando la inexorable llegada del fin.
Minutos después, durante los segundos que tardó en suceder todo, fui
testigo inerme de lo que Dante describió en su Infierno. Voces graves
y chillantes mezcladas con golpes secos y sordos, cegadoras luces que
hacían más fantasmagórico el espectáculo brevemente nocturno.
Cientos de pequeños remolinos en tumulto quitaron la transparencia al
aire y, como desconectando la gravedad, hicieron volar todo alrededor
y cambiaron mi oasis personal en pandemónium. Aferrado al volante,
miraba la casa que parecía resistir la lluvia de objetos que caían sobre
ella. Por un instante y en forma absurda, pensé en las reparaciones que
había hecho y en su nueva pintura. Como si fuera un castigo a mi
pensamiento pusilánime, la casa explotó como si se hubiese inflado
hasta el límite sin querer distenderse. Deapareció entre los escombros
dispersos en el aire y me cerré al mundo externo apretando los ojos,
los dientes y las manos.
Más tarde, acalambrado por la tensión inútil en los brazos y las
piernas, abrí los ojos y frente de mí aparecía la puesta de Sol más
hermosa que había visto. El amplio e irreconocible paisaje sólo
mostraba los signos del abandono, como si despertara de un sueño de
años. El automóvil, reorientado sin que recordara cómo, apuntaba
sobre un camino cubierto de ramas y tierra que me invitaba a partir.
La tormenta y su furia se habían desvanecido con la casa y su
contenido. Esa tarde, durante el ocaso de un día desigual a los demás,
me senté a pensar sobre el miedo, la muerte y lo temporal de nuestros
actos.
Cada detalle de la narración anterior tiene al menos una confirmación independiente.
Los datos que siguen hacen ver que no hay exageraciones en la tal vez imaginada
descripción.
El 18 de marzo de 1925, un tornado quitó la vida a 689 personas, hirió a más de 2 000 y
causó daños incalculables en los estados de Missouri, Illinois e Indiana, en EUA.
Durante las tres horas que hizo contacto con la superficie, recorrió más de 300 km y se
estima que los vientos llegaron a los 600 km/h. Entrada la tarde de un domingo de
ramos, el 11 de abril de 1965, se registraron 47 tornados que causaron uno de los más
grandes desastres de su tipo en los estados de Iowa, Wisconsin, Illinois, Indiana,
Michigan y Ohio. Murieron 271 personas, se lesionaron más de 3 000 y los daños
materiales fueron superiores a los trescientos millones de dólares.
Para la formación de un tornado es necesario que exista una zona de flujos encontrados
con suficiente vorticidad, durante varias horas y en la escala de kilómetros. Estas
condiciones se dan en los frentes fríos, donde chocan masas de aire frío y caliente, en
zonas de ráfagas, en la vecindad de huracanes y, con frecuencia, en las erupciones
volcánicas. A unos 5 km de altura, chorros encontrados se tuercen por la fuerza de
Coriolis y el aire frío se arremolina y hunde sobre la nube madre del tornado. Aquí el
proceso semeja al vórtice que se genera en un desagüe de lavabo. Hundimiento y
circulación se organizan y acoplan, fortaleciendo al vórtice. En el fondo, en la capa de
Ekman, el fluido sólo puede ir hacia arriba al converger en una región reducida;
conectado con el extremo incipiente del tubo que sale del embudo, sirve para "amarrar"
al tornado a la superficie de la Tierra.
Cuando un tornado pasa o se forma sobre una superficie de agua recibe el nombre de
tromba o tromba marina. Como los tornados, puede tener formas distintas y ocurre
frecuentemente en grupos; se han visto hasta 15 trombas simultáneamente. La
intensidad de la tromba parece ser menor que la de sus hermanos terrestres, aunque los
datos son más escasos (no hay muchos habitantes humanos en las aguas). Siendo más
débiles que los modelos terrestres, pueden confundirse con remolinos común y
corrientes.
Contrario a lo que se cree, las trombas no elevan el agua a grandes alturas, si acaso unos
cuantos metros. La estructura (Figura IV. 5 (b)), como la nube madre, está formada de
vapor de agua dulce y gotas que resultan de la condensación. En la parte inferior es
usual ver una envoltura ancha de rocío que gira con el vórtice.
Una de las trombas más famosas fue vista por cientos de turistas bañistas y varios
científicos en la costa de Massachusetts, el 19 de agosto de 1896. Se estimó que su
altura era de 1 km, el ancho de 250 m en la parte superior, 150 m en la zona intermedia
y 80 m en la base. La envoltura de rocío que rodeaba al vórtice en la base era de 200 m
de ancho y 120 m de altura. Desapareció y volvió a formarse tres veces, durando una
media hora en cada ocasión; el tamaño y la vida de ésta fueron mucho mayores que la
generalidad. Aunque son un peligro para embarcaciones pequeñas, hay pocas
indicaciones confirmadas de que barcos de calado mediano o grande hayan sido
destruidos por uno de estos vórtices acuícolas. Lo que sí ha sucedido es que emigren a
tierra con afanes anfibios y causen destrucción y muerte.
Si bien aparecen en cualquier época del año y a cualquier hora, son más frecuentes entre
mayo y octubre y, como los violentos y pedestres parientes, les gusta el sonido del
idioma inglés modificado; se ven seguido en las costas estadounidenses y australianas.
En Nueva Gales del Sur, Australia, se registró uno de más de 1 800 m de altura. El
Golfo de México es un buen lugar para espiarlos.
Otros vórtices comunes son los vórtices de marea, los vórtices de desagüe y los
remolinos de tierra.
Los vórtices de marea resultan de las corrientes causadas por las mareas. Cuando la
marea entrante alcanza las aguas de la marea saliente, en estrechos que separan grandes
masas de agua, se manifiestan estos temidos enemigos de los navegantes. Esto explica
por qué son protagonistas en leyendas y mitos de la antigüedad.
El más famoso de los vórtices de marea es sin duda Caribdis, que dio nombre temporal
a estos vórtices. Descrito por Homero en la Odisea, Caribdis fue el terror de los héroes
que navegaban en el Mar Mediterráneo; otros, no glorificados por las epopeyas
homéricas, también le temieron y sucumbieron en él. No en vano Virgilio los muestra a
Dante en su paso por el Infierno.
El Estrecho de Messina, entre Sicilia y Calabria, al sur de Italia, separa los mares Jónico
y Tirreno; el estrecho es casi un canal que acaba abruptamente en el Tirreno. Varios
elementos combinados lo convierten en el lugar ideal para la malévola existencia de
Caribdis. Los dos mares tienen mareas opuestas, y la alta de uno coincide con la baja del
otro; así, cuando uno va, el otro viene. Además, el mar Jónico tiene una temperatura
menor y una salinidad mayor que el Tirreno, lo cual hace que las aguas del Jónico sean
más pesadas. Estas circunstancias provocan una situación inestable y propicia, durante
los cambios de marea, para la formación de intensos vórtices verticales y horizontales.
Para perfeccionar los maquiavélicos detalles, en la parte más angosta del Estrecho de
Messina, precisamente en la salida al Tirreno, el fondo marino tiene la menor
profundidad (100 m). Del lado norte, en el Tirreno, la profundidad es de 350 m, a 1 km
de distancia de la salida del estrecho. Del lado sur, dentro del canal y a la misma
distancia de la salida, la profundidad es de 500 m. Ahí, justamente, acechó oculta la
clásica monstruosidad a los valientes argonautas.
Los remolinos de tierra, que seguramente todos hemos visto, son como versiones
miniatura de los tornados. Tienen la forma de columnas o de conos invertidos y el
movimiento del aire es giratorio, en cualquier dirección, y ascendente. Cerca del piso la
corriente es de forma espiral y es capaz de arrastrar toda clase de pequeños objetos,
incluyendo animales no muy grandes, como liebres.
Los de tamaño apreciable son visitantes frecuentes de los desiertos del mundo; cientos
de informes sobre ellos provienen de los desiertos de EUA, México, Sudán, Egipto,
Arabia Saudita, Iraq y Etiopía; entre otros. Se cree que las nubes de polvo que se
observan en la atmósfera de Marte, nuestro enigmático y colorado vecino cósmico, son
debidas a grandes remolinos de tierra.
Usualmente, los remolinos de tierra resultan de la estratificación térmica del aire y
aparecen en condiciones de mucho calor y cielos despejados. No hay nubes madre que
los acompañen y guíen por la vida, como es el caso de los tornados y las trombas.
Mientras que estos últimos son generados por el hundimiento del aire más pesado de
una nube con rotación, los remolinos en cuestión se forman muy cerca del piso, a partir
de capas delgadas de aire muy caliente.
En un día caluroso de verano, especialmente en las zonas desérticas, los primeros dos
metros de aire sobre la superficie elevan su temperatura por arriba de los 60º y, como el
humo, la capa tiende a subir. Mientras la capa se mantiene horizontal no puede
ascender; cualquier alteración local dispara la inversión en ese sitio. Una perturbación
relativamente chica, como una leve brisa o el paso de un animal, rompe la inestable
situación y se inicia un movimiento de aire hacia arriba; el hueco que deja el aire que
sube es llenado por el aire inferior circundante en un flujo espiral. Una vez iniciado se
va fortaleciendo el remolino, siendo la fuente de energía el calor almacenado en la
superficie del piso.
Seguramente más de un lector espera leer sobre su remolino preferido. Desde luego que
hay otros tipos de vórtices, pero aquí no es posible hablar de todos ellos; hay obras
completas dedicadas al tema que no han logrado agotarlo (Lugt, 1983). Veamos por
encima al más trillado y estudiado, que no por eso deja de ser interesante ni del todo
entendido.
Los remolinos que vemos todos los días en el lavabo son los llamados vórtices de
desagüe. Si uno le da rotación con la mano al agua dentro de un lavabo o de un
recipiente y permite que empiece a salir por un agujero situado en la parte central del
fondo, observará que se genera un remolino. La superficie libre del vórtice (la que está
en contacto con el aire) toma una forma que depende, entre otras cosas, de la cantidad
de rotación que se le imprimió al agua, de la profundidad del recipiente (el tirante) y del
diámetro del agujero. Dos aspectos sobre este tipo de vórtices han llamado la atención
de investigadores durante siglos. Uno tiene que ver con la forma de la superficie libre y
otro, independiente, con el sentido de la rotación del vórtice.
Si la rotación no es muy grande o el tirante lo es, la superficie muestra sólo una pequeña
concavidad (Figura IV.7(a)). A mayor giro o menor tirante aparece un núcleo o centro
de aire (Figura IV.7(b)). Cuando la columna de aire alcanza el fondo (Figura IV.7(c)) se
dice que el tirante toma su valor crítico y a partir de ese momento el centro del vórtice
se mantiene lleno de aire. La cantidad de líquido que sale por el desagüe se ve reducida
por la competencia del aire, razón por la cual el hecho se convierte en un problema de
suma importancia desde el punto de vista práctico. Las fallas en sistemas de
enfriamiento en reactores nucleares, la pérdida de la eficiencia de bombas, los
desbordamientos de presas, los daños en turbinas y vibraciones son sólo algunos de los
problemas que se presentan. El reto teórico de predecir esta situación en una instalación
dada o en el caso más sencillo sigue abierto. Por ahora se maneja en forma empírica, sin
que eso quiera decir que se sigue en la total oscuridad, hay cierta penumbra.
Figura IV. 7. Superficie libre del vórtice de desagüe. De izquierda a derecha, (a)
vórtice débil, (b) mediano con núcleo de aire y (c) núcleo del vórtice llegando al
desagüe.
Es desafortunadamente común ver escrito en libros serios (¿?) que los vórtices en un
lavabo hacen lo mismo que los huracanes debido a la fuerza de Coriolis. Una cosa es
clara, los autores no se tomaron la molestia de confirmarlo al ir al baño. En la casa de un
amigo hay dos lavabos que siempre hacen lo mismo, en uno el remolino gira con el reloj
y en el otro en sentido contrario. ¿Habrá algo místico en sus baños? La respuesta es que
tienen formas ligeramente distintas, aun siendo de la misma marca, y la llave que los
llena está colocada un poco diferente; el agua de cada llave también sale un poco
diferente. Otra cosa que los autores no hicieron fue estimar el tamaño de la fuerza de
Coriolis sobre el agua en un lavabo; es tan ridículamente pequeña que igual (casi)
hubieran podido invocar la ubicación de Urano como la responsable de los giros.
Para ver el efecto de la rotación de la Tierra sobre la dirección del giro de un vórtice
pequeño, como los de desagüe, es preciso hacer un experimento bajo condiciones
cuidadosamente controladas. El primero de esta naturaleza fue realizado a principios del
siglo XX por Otto Turmlitz, en 1908, en Austria; su trabajo fue titulado Una nueva
prueba física de la rotación de la Tierra. La confirmación la llevó a cabo Ascher
Shapiro, en 1961, haciendo el experimento en Boston, EUA y en Sydney, Australia.
Entre otros cuidados, el agua debía pasar varios días en absoluto reposo.