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Los fines del ordenamiento político

1. Diversidad de los fines


Ya hemos señalado que el ordenamiento político tiene medios, pero también tiene fines. La mayoría
admite que tiene fines sustanciales y que estos son su justificación como tal ordenamiento.
Para muchos es el estado mismo como el fin en sí mismo. Para Hegel por ejemplo al absolutizar
racionalmente el estado, como fin supremo del individuo: el fin de éste “esta contenido y preservado en
el interés y el fin del estado”.
Todas las teorías tienen una raíz común que es la noción aristotélica de la polis que nació a causa de las
necesidades de la vida, pero subsiste para el vivir bien. No es el vivir, sino vivir bien, lo que la justifica.
La discordancia con Aristóteles, plantea este fin sustancial, por que presupone en el ordenamiento
político una comunidad de gente, no una sociedad compleja, en que hay otros fines específicos y hasta
buscar una buena vida al margen de la política.
El estado moderno ha concebido sus fines según el tipo y número de competencias, a diferencia de la
antigua ciudad griega tenida como una sociedad de vida.
En el estado moderno las teorías se pueden clasificar como:
Función positiva al estado (muchas Función negativa (pocas competencias, pero
competencias y no siempre duras para el duras)
súbdito)
- Se piensa en los fines futuros del orden - Se piensa en los actuales, porque la
político, por ser considerado de orden concepción es relista (prefiero la injustica
idealista. al desorden) decía Goethe.
- Priman la justicia sobre el orden - Tienen como fin el orden, que se vincula
- Tiene como fines la libertad, la igualdad con la seguridad, iniciativa privada y
y bienestar. propiedad.
- La justicia lleva a distinguir el poder de - El orden hace que el poder se constituya
sus propios fines. en su propio fin.
- Confían una función positiva al estado - La eficacia es conservadora de lo que hay
promueven bienes y derechos, no solo los y preventiva de los conflictos que la
protege. amenazan
- Tratan de mantener los bienes y este fin
protege los derechos.
El la función positiva del estado encontramos teorías inspiradas en principios comunitaritas y
utilitaristas (el estado es tan positivo que hasta la guerra puede serlo). Aristóteles y Hegel
En la función negativa el estado asume principios individualistas y contractualitas (cuida de su propia
preservación) Hobbes.
Ambos modos de ver los fines específicos del ordenamiento político están presentes en las teorías de
fondo de la política tan distantes como el iusnaturalismo (parte de la existencia de una serie de
derechos que son propios e intrínsecos a la naturaleza humana. se relaciona con el derecho natural,
el cual funda el derecho desde la naturaleza humana.) y el iuspositivismo (no realiza ningún tipo de
interpretación moral sobre las leyes o normas, y tampoco les otorga un valor social o moral. Lo que
importa es la ley como tal sin sumarle interpretación alguna, mucho menos si es de tendencia metafísica.
Desde el iuspositivismo todas las normas o leyes son objetivas y válidas, más allá de que sean
consideradas justas o injustas, ya que han sido creadas para implantar orden y disciplina en la sociedad
para generar el bienestar general).

2. El fin procedimiento de la paz

Sean positivas o negativas, las finalidades reconocidas al orden político, en ambas concepciones subsiste
un denominador común. Todos admiten que ha de cumplir un fin mínimo: hacer posible una sociedad
organizada. El reconocimiento de este fin es común a expresiones como “sociedad justa” y “sociedad
ordenada”, cuya suma hará posible una sociedad organizada: una seguridad jurídica, una estabilidad
política y una convivencia o cohesión social. Búsquese el bienestar colectivo o la seguridad colectiva, la
disposición de estos mínimos elementos es imprescindible para la consecución de cualquier fin del orden
político.
Una sociedad organizada no es exactamente una sociedad ordenada. Esta presupone al menos dos cosas:
un principio externo –el “orden”– que debe ser explicado y el supuesto de que cada individuo tiene en
ella un lugar asignado, el puesto “correspondiente” a este orden. Pero una sociedad organizada no es ni
esta sociedad de “orden y concierto” ni la sometida a la “ley de hierro” de una oligarquía burocrática o
tecnocrática.
La sociedad organizada se puede definir como “aquella con una disposición tal que permite a cada uno
de sus miembros el acuerdo al igual que el desacuerdo con el resto.

Una sociedad desorganizada, el desacuerdo es un eufemismo: lo que hay es desconexión, si no conflicto


abierto entre sus individuos. Sin embargo, para que se cumpla el fin mínimo de una sociedad
organizada.
La paz es el fin esencial para que el ordenamiento político pueda proponerse fines. Todos estos
están en realidad condicionados a aquél, que es el único incondicional. La paz es el fin procedimental
del ordenamiento político.

Spinoza decía: Cuál sea la mejor constitución de un estado cualquiera, se deduce fácilmente del fin del
estado político, que no es otro que la paz y la seguridad de la vida. No obstante, tomar la paz por un fin
procedimental, y no por un fin material del orden político, hace diferente esta afirmación de la de una
defensa de la paz como el orden, de hecho, que pone remedio a un estado de guerra. La paz no es la no-
guerra, o simple período existente entre guerra y guerra, ni el orden obtenido por cualquier medio.
La paz no se concibe, pues, como un fin más del orden político, sino como la condición, el fin
preliminar a todos sus fines posibles. Este fin sólo puede ser propuesto en realidad por una sociedad no
sojuzgada o autónoma, de individuos que piensan por sí mismos.

2.1. ¿El fin justifica los medios?

El ordenamiento político es un conjunto de medios dispuestos para uno u otro fin. La legalidad es uno de
estos medios y la paz es un fin: el fin preliminar a todos los demás. Aunque sucede a veces, como decía
un clásico, que “Entre las armas, las leyes enmudecen”, y todavía más veces, como dice un moderno,
que “El poder no es un medio, es un fin.
El ordenamiento político es, en cuanto poder, un conjunto determinado y estable de medios –es el stato
de Maquiavelo–, o bien deja de ser tal poder. Más aún, el estado contemporáneo ha incrementado de tal
manera la disposición y la importancia de sus medios de poder que parecen haberse ya asentado los dos
axiomas siguientes.
1- Hay que evitar a toda costa errores o defectos en los medios, “un fallo, en política, es peor que
un crimen”.
2- Si un defecto en los medios es tolerable, sólo debe serlo en aras a un fin que lo compense, y así
se admite que “el fin justifica los medios”, aunque no se diga abiertamente.
Tito Livio tan admirado por Maquiavelo dice: limitaos a dejar entrever una guerra y tendréis la paz, que
bien puede entenderse como un más conciso: si no quieres la guerra, prepara la paz. Pero que el fin
justifica los medios, volviendo a la realidad, es norma que se aplica de muchos modos en el estado
contemporáneo, no sólo en la defensa exterior y el secreto de estado, como es tradicional, sino gracias a
la nueva disposición de medios, económicos y técnicos, en la financiación ilegal y en el llamado
terrorismo de estado. Lo recuerda, entre otros, Arthur Koestler, “El principio que el fin justifica los
medios es y continúa siendo la única regla de la ética política”.

El siglo XX es testigo, además, de la facilidad con la que todas estas posibilidades de enlazar los fines
con los medios se mezclan extrañamente entre sí. La teoría política sobre la relación entre los fines y los
medios del poder político tiene hoy que verse, en cualquier caso, enfrentada a sus cuestiones esenciales
con ese acompañamiento de fondo de la confusión permanente, que se da en los hechos de la política,
entre el valor de lo bueno y el de lo malo. En la realidad política, al igual que en Macbeth, hay por lo
menos tantas ocasiones para creerse que del mal (de fines o medios “malos”) puede nacer el bien, como
de darse cuenta que del bien (de fines o medios “buenos”) ha podido nacer el mal.

“El fin justifica los medios” no es una frase de Maquiavelo, pero sí un pensamiento que se desprende de
sus escritos. En éstos propone la creación de un estado fuerte e independiente de la religión y la moral,
al contrario, en este sentido, del estado cristiano solicitado por su contemporáneo Lutero. La política,
para el florentino, debe ser autónoma, y lo espiritual, lo mismo que la guerra, debe ponerse a su servicio
como instrumentum regni. Por eso, porque en política no hay tribunal superior al que recurrir, se acude
al “fin” de las acciones, que sólo el resultado las justifica, como escribe en El Príncipe. Si el soberano
logra conservar su estado, “...todos los medios que haya aplicado serán juzgados honorables”, apunta en
el mismo lugar. Aunque ello puede suponer, a veces, y según la fuerza de la “necesidad” con que se le
presentan las cosas, que el soberano haya tenido que aprender a “poder no ser bueno”, es decir, a “saber
entrar en el mal”.

Maquiavelo da a entender también que el principe nuovo, monárquico o republicano, no es una figura
pensada sólo para un “estado de excepción”, sino para toda aquella situación en que el poder permanece
interesado en el poder. Para llegar a esta conclusión, en la que es lícita la vieja sentencia de que el fin
justifica los medios, nuestro consejero de príncipes ha partido de una cosmovisión moral preocupada por
el concepto de necessità y ocupada en el de una virtù que debe oponérsele. La necesidad es como espada
que hiere pero que a la vez sana, pues es ella la que da ocasión a la moralidad, en general, y en particular
a esta nueva modalidad de conducta política, mezcla de virtud (bontà) y de vicio (sapere intrare nel
male), que es la virtù reconstructora y fijadora de la soberanía.

Dos pensadores de las mutaciones del maquiavelismo Hans Kelsen y Carl Schmitt.
La obra de Kelsen no se entiende sin el hecho de la activa participación de este autor en la novísima,
para la época, constitución democrática de Austria, de 1920. En uno de sus primeros trabajos Kelsen
apunta ya que el estado es y sólo es un ordenamiento jurídico y coactivo, cuya existencia es por
consiguiente normativa. De modo que si el orden estatal existe en y por el derecho, ni hay propiamente
sentido en la expresión “estado de derecho” ni cabe hablar, en rigor, de un estado que cometa actos
ilícitos. Si todo el estado es función de sólo el derecho, que lo precede, la ilicitud del estado como estado
es una imposibilidad, y en todo caso solamente cabría atribuirla a un individuo o a un organismo que lo
representasen.

El estado es sujeto sólo de imputación jurídica, no sujeto de causalidad naturalista, moral o teológica,
como aquellas doctrinas que, en cambio, identifican al estado con un ser orgánico, una voluntad personal
o un orden divino, que son ideológicas por igual y un pretexto inmejorable, todas ellas, para poder
esgrimir la “razón de estado”, expresión de inaceptable enredo jurídico. So pena que identifiquemos al
estado con cualquiera de estas proyecciones personales –el estado como organismo, Yo o divinidad–, el
titular del poder político no puede actuar lege solutus, con licencia para violar la ley; ni siquiera,
maquiavélicamente, en aras de un supuesto fin bueno. Ningún fin, mejor dicho, puede justificar para
Kelsen ni los medios buenos ni los medios malos del estado, ya que si su esencia es convertir el poder en
derecho, no puede haber otros fines para el estado que los fines jurídicos, el primero de los cuales es la
paz.
No hay, así, fines políticos que le sean inherentes, pues como ordenamiento legal y coactivo el estado no
es más que un medio para la realización, sólo después, de todos los fines posibles.

Escribe Kelsen: “Este es el principio maquiavélico: que el príncipe debe determinar sus acciones
mirando únicamente al interés del estado en cada momento o, mejor, a lo que el príncipe estima o
declara que en un momento dado constituye el interés estatal; no mirando al derecho, que era derecho
popular”.

La obra de Schmitt es indisociable de la influyente crítica de éste a la constitución liberal-social del


estado alemán, apodada Constitución de Weimar, de 1919.

Para Schmitt como para Kelsen, el estado es sin duda un orden normativo; pero así como para Kelsen la
ordenación, el principio formal, o de lo que “debe ser” en el orden político, precede a lo ordenado que
llena este orden, para Schmitt es esto, el principio material o de lo que “es”, aquello que precede a la
ordenación en la política.

Schmitt dirá: Maquiavelo no es sólo un teórico de la razón de estado, sino de la técnica política propia
del estado moderno y particularmente de la dictadura tal como se desarrollará en el mundo
contemporáneo. Schmitt para sostener que, al lado de la forma clásica, a la romana, de la dictadura
“comisarial”, puede en efecto desarrollarse una dictadura “soberana” como “medio peculiar” para
preservar, en todo tiempo que lo precise, la libertad del estado. Si el dictador es, en cambio, un simple
comisario, es aún poder constituido, y derivado, en fin, de otro; pero si es efectivamente soberano, su
poder se deriva tan sólo del ejercicio de sí mismo, siendo así poder constituyente y cumpliéndose el
dicho que Dictator est qui dicta. No es ya un dictador constitucional, pero su apelación y compromiso
con la libertad del pueblo le otorga, no obstante, una “significación jurídica inmediata”, según Schmitt.
Bien pronto se opone, pues, a la concepción formalista de la política que tiene Kelsen, denunciada ahora
por su normativismo y sobre todo porque no sabe atender a lo soberano y excepcional del orden político.
Schmitt ofrece esta definición: “Soberano es quien decide en un estado de excepción” La ley, se sigue de
aquí, no hay que tomarla como una norma que preexiste al soberano, sino como una orden que proviene
de su decisión. La pregunta clave de la soberanía es: ¿quién decide? Sólo aquél o aquéllos que puedan
hacerlo son el soberano y sus mandatos serán ley. Un estado de excepción es la ocasión inmejorable para
demostrar que el principio de decisión es el factor básico del orden político, aunque, como su nombre
indica, el estado de excepción no puede predecirse ni menos legislarse con anticipación, en el mismo
sentido que no hay normas tampoco para el caos ni una hora anunciada para su aparición.

La posición de Schmitt está mucho más cercana a una secularización de la doctrina de Jean Bodin sobre
el carácter absoluto del soberano, no ligado a ninguna ley ni contrato, salvo a una ley divina o natural,
que a una concepción religiosa o trascendente de la soberanía. Igualmente para nuestro autor el soberano
no necesita tener derecho para crear el derecho: es él quien decide, autoinstituye su poder y hace derivar
las normas del derecho de su propio y particular Derecho.
–Escribe Schmitt– sobre la simple normatividad”, estará justificada en ocasiones la violación de la ley
por un acto particular de soberanía. Ello es posible sólo por mano del soberano, en situación imprevista
de necesidad, porque no representa, además, una alteración del orden constitucional, y porque se trata,
en último término, de una “medida”, no de un obrar normativo, legislador, medida tomada siempre en
virtud de la “existencia política del todo”, concluye.

Es verdad que Schmitt no propone, la figura de un déspota: el presidente con poder excepcional, aclara,
toma sólo “medidas”, en su derecho, de carácter fáctico, no es autocráticamente legislador ni juez.
Schmitt clama constantemente la necesidad: primero, como dice, de la homogeneidad del pueblo;
después, de la distinción entre amigos y enemigos como segundo principio de la política, y finalmente la
necesidad de dar el visto bueno a la consigna (el caudillo protege el derecho), de su propio cuño.
Schmitt ofrece una versión decisionista y sustancialista del mismo, versión que sostiene, por contra, la
dualidad de estado y derecho, porque ante todo, y según se escribe: “El concepto del estado supone el de
lo político”. Schmitt hace pensar, como lo hace también Maquiavelo, en los terrores a que puede
conducir una autonomía intrínseca de la política.

Para Maquiavelo el fin que corresponde a mantenere lo stato, es decir, al orden y unidad del poder, no
un poder corrupto que se quiera conservar a cualquier precio. “Los príncipes deben saber que empiezan
ya a perder el estado en el momento mismo en que comienzan a quebrantar las leyes y las viejas
instituciones y costumbres bajo las cuales han vivido largo tiempo sus súbditos”

Bobbio concluye que la importancia de las reglas para la discusión de los objetivos y la obtención de un
acuerdo. Así, escribe: “No es el fin bueno el que justifica el medio incluso malo, sino que es el medio
bueno, o considerado como tal, el que justifica el resultado incluso, para algunos, malo”. O dicho de otro
modo: el mejor resultado es el que se ha obtenido con las mejores reglas. En la democracia los medios
importan tanto o más que los fines. En un caso extremo, el demócrata puede no saber cuáles son los
fines al margen de los medios, pero debe saber cuáles son los medios al margen de los fines.

En realidad, el “medio democrático” que antecede a un fin autocrático ya es en parte un medio (y un fin)
autocrático. Del mismo modo, el “fin democrático” que sigue a un medio autocrático ya es en cierta
manera un fin (y un medio) autocrático. Lo que al menos sirve para desenmascarar a liberales y
autoritarios maquiavélicos.

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