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Metodologías de
Análisis del Film
*Libro CINE (1-134) 19/2/07 17:16 Página 2
AUTORES
Javier Marzal Felici
Francisco Javier Gómez Tarín
(editores)
Indice
Presentación 5
PONENCIAS
• La dimensión psicológica en The Fallen Idol (Carol Reed, 1948)
Peter William Evans 9
• Tres tristes tópicos
Santos Zunzunegui Díez 17
• Interpretar un film. Reflexiones en torno a las metodologías de análisis
del texto fílmico para la formulación de una propuesta de trabajo
Javier Marzal Felici y Francisco Javier Gómez Tarín 31
• De Carmen, la de Triana a La niña de tus ojos: la búsqueda
de una armonía estilística de un modelo cinematográfico populista
en el transcurso del tiempo
Eduardo Rodríguez Merchán 57
• Avatar de tejedores
Julio Pérez Perucha 75
• La película como producto de una industria
Emilio Carlos García Fernández 89
• El Análisis Fílmico desde la Teoría del Texto. A propósito de
Goya en Burdeos, de Carlos Saura
Jesús González Requena 113
• Deleuze y los territorios
Jean-Claude Séguin 135
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La dimensión psicológica en
The Fallen Idol (Carol Reed, 1948)*
Dr. Peter W. Evans
Queen Mary, University of London
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éxito de las películas que hizo durante la guerra y, sobre todo, The Stars Look Down.
También en parte subvencionada por David Selznick, The Fallen Idol, es –con A Kid
for Two Farthings– de todas las películas de Reed la que más se centra en la infan-
cia, explorando las reacciones de un niño ante la crisis que se desata en su casa
durante la ausencia de sus progenitores. Cuando el padre de Philippe (Bobby Hen-
rey), embajador en Londres de un país europeo, necesita irse unos días, mientras
también su madre está ingresada en el hospital, el niño queda al cuidado del mayor-
domo Baines (Ralph Richardson) y su mujer Mrs Baines (Sonia Dresdel). Philippe
se da cuenta de que el mayordomo tiene una cierta amistad con una joven que tra-
baja en la misma embajada y a la que el mayordomo se refiere como su prima. Mrs
Baines se entera del romance entre su marido y la secretaria y, tras fingir abando-
nar el apartamento en el que viven en el sótano de la embajada, regresa una noche
para desenmascarar a los adúlteros. Tras una discusión, Mrs Baines cae por las
escaleras y muere. Philippe cree que Baines ha matado a su mujer e, intentando
ayudar a su amigo, miente a la policía, complicando la situación sin querer y arro-
jando dudas sobre la explicación que Baines había dado a la policía. Al final, sin
embargo, el hallazgo de las huellas de Mrs Baines cerca de unas plantas cercanas
a la ventana de donde había caído demuestran que el testimonio del mayordomo
era verídico y que su mujer había caído accidentalmente.
Neil Sinyard (2003: 54-5) ha argumentado convincentemente que hay similitudes
entre esta película y These Three (1936) dirigida por William Wyler (uno de los direc-
tores favoritos de Reed) y basada en una obra dramática de Lilian Hellman sobre la
destrucción de la vida de dos profesores por una malvada niña. Desarrollada por
Greene a partir de su propio cuento, The Basement Room (1935), The Fallen Idol
aborda temas característicos de Greene: la inocencia y la culpabilidad, la corrupción
de la voluntad y la atracción de lo exótico. Como en bastantes películas de Reed
destacan los ángulos inclinados de la cámara y las relaciones entre padres e hijos
(tema constante en sus películas, habiendo él sido hijo ilegítimo del famoso actor Sir
Herbert Beerbohm Tree). Greene describió su colaboración con Reed muy calurosa-
mente:
Estoy seguro de que el éxito de estas películas se debe a Carol Reed, el único director que
conozco con esta simpatía por la humanidad, una forma muy acertada de elegir el rostro
justo y apropiado para el papel, la destreza en el montaje, y la capacidad de empatizar con
el actor cuando tiene problemas o dudas acerca de su trabajo.(Greene, 1980: 124)
Reed cambió algunos de los detalles del cuento original, siempre bajo la aprobación
de Greene. El cambió más importante tuvo que ver con la parte final. En el cuento,
Mrs Baines cae después de una lucha con su marido, mientras que en la película
cae mientras su marido se encuentra en otra parte del edificio. Sin embargo, en un
determinado momento, Baines reconoce que su inocencia desde el punto de vista
legal no le exculpa de la infelicidad que causó a su mujer. Las reseñas de la época
se centran en la ambigüedad del final. El Tablet comenta: ‘Baines va a sufrir una
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agonía de conciencia más aguda que el castigo legal; el niño, al ver volver a sus
padres, ha aprendido su primera lección de ‘omnis homo mendax’ (Anon, 1948).
Después del estreno, la película fue elogiada sobre todo por el trabajo del niño
Bobby Henrey: le llamaron el niño-actor más impresionante desde Jackie Coogan
(Dehn, 1948); compararon la película con Poil de carotte (Duvivier, 1932) y The Kid
(Chaplin, 1921). En The Fallen Idol Reed se centra en la mirada inocente del niño
pequeño, cuyos pensamientos, actividades y huidas del mundo adulto son tratados
de una manera tan verosímil que produjeron estas palabras tan elogiosas de David
Lean: ‘Creo que sé tanto como Carol sobre los procesos técnicos del cine, pero él
sabe mucho más sobre los seres humanos y sobre la actuación’ (Watts, 1950: 7-8).
The Fallen Idol se puede analizar dentro del contexto no solamente del interés de
Reed por las relaciones entre niños y adultos, sino también en relación con otras pelí-
culas británicas de la época que abordaron el tema (por ejemplo Great Expectations,
David Lean, 1946, Hue and Cry, Charles Crichton, 1947, o The Winslow Boy, Ant-
hony Asquith, 1948), y las novelas de escritores como L.P. Hartley o Rosamund Leh-
man, que también se centraron en la infancia como metáfora para comentar la pérdi-
da de la inocencia de la pre-guerra y la posibilidad del renacimiento de la esperanza
tras ella. Los años de la postguerra en el Reino Unido supusieron una época de reno-
vación y la recomposición de la vida familiar, tras el regreso de los padres al hogar y
a sus trabajos, y de las mujeres a sus vidas como madres y esposas, creando un
contexto en el que los niños podían de nuevo sentirse seguros. The Fallen Idol dra-
matiza las complejidades de tal fenómeno y la ideología que lo sustentaba, presen-
tando familias y parejas fragmentadas para subrayar las causas más profundas de
las dificultades en las relaciones personales o familiares, difícilmente solucionadas
por llamamientos nacionales a la reparación y a la renovación. A diferencia de las
películas con familias utópicas de la época como The Happy Family (Muriel Box,
1952), The Fallen Idol no ofrece soluciones ideológicas; Ralph Richardson, a diferen-
cia de Jack Warner, tranquilizador y paternalista en The Happy Family, es un hombre
atormentado por una pasión inaguantable. El mundo adulto de problemas matrimo-
niales, adulterio, obsesiones e histeria es lo que le espera al niño cuya inocencia es
socavada por el contacto con adultos psicológicamente inestables.
Pero, aunque la película presenta a menudo la mirada del niño, la perspectiva de los
adultos, sobre todo mediante el desdoblamiento de Baines y Philippe, no se olvida.
En cierto modo la película se refiere a la Rebecca de Hitchcock (1940), director con
cuyas obras las de Reed entraban en diálogo. Como Rebecca, The Fallen Idol narra
la historia de un personaje –mujer joven en aquélla, niño en ésta– que quiere dis-
tanciarse de la madre para unirse al padre, aunque en los dos casos el niño proyec-
ta sobre los padres-sustitutos los sentimientos de amor y de odio provocados por los
padres auténticos.
En términos literales, el niño en The Fallen Idol es Philippe, pero Baines, tan identi-
ficado con éste, es también un niño. Mediante la amistad, los juegos, los secretos y
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otros intereses mutuos, Baines vuelve a su propia niñez. Baines también quiere dis-
tanciarse de la madre –la Madre Mala, Mrs Baines– para identificarse con el padre
–ese alter-ego ficticio inventado por Baines, cuyas aventuras como cazador en Áfri-
ca narra a Philippe.
Los vínculos entre Baines y Philippe están relacionados con la idolatría de un ideal
heroico y la regresión a la niñez. El cariño de Philippe por Baines se percibe en
varias ocasiones, sobre todo al principio. El cariño, además, que ambos muestran
por los animales –otro tema característico de Reed– demuestra la curiosidad com-
partida por los dos hacia la vida. Mrs Baines, por otro lado, enemiga de la vida, mata
a ‘McGregor’, la culebra de Philippe. Los gestos infantiles que hace Baines para
divertir a Philippe son un tipo de regresión a su propia niñez y, al mismo tiempo, una
rebelión contra la Madre Mala. Vemos a Baines por primera vez cuando está ayu-
dando al embajador en la planta baja, recogiendo las maletas de su amo antes de
abandonar la embajada. Sabe que Philippe le está mirando desde el piso alto, de
modo que empieza a hacer el tonto para divertir al niño, con gestos poco apropia-
dos a su papel de mayordomo en una embajada. Vemos su actuación desde el punto
de mira de Philippe: el mayordomo y los otros empleados de la embajada se mue-
ven sobre el suelo de diseño cuadriculado como sobre un tablero de ajedrez donde
las personas parecen peones guiados por la ley del deseo. Sin la compañía de sus
padres, sin amigos de su edad, Philippe juega aquí y en otras escenas, con Baines
y Julie, su amante. La película parece aprobar la permanencia del niño en el hom-
bre adulto.
El juego del escondite es una de las metáforas claves de la película. Su estructura
refleja las vidas secretas del personal de la embajada. El embajador, por ejemplo,
hombre importante, casado, tiene un “affair” con una prostituta del barrio; Mrs Bai-
nes, mujer de perfección doméstica, está al borde de un ataque de nervios; Baines,
el mayordomo británico ideal, símbolo de la discreción, está enloquecido por Julie;
Philippe, el niño, tiene que comportarse como un adulto cuando la policía sospecha
de su ídolo. La puesta en escena de este mundo de juegos de escondite, de afirma-
ción y de negación, es mayoritariamente la embajada, poblada de objetos típicos y
normales, como ornamentos, biombos orientales, cuadros y muebles. Pero tanto los
interiores como los exteriores son a menudo fotografiados de forma que causa
inquietud, convirtiendo, por la represión, un espacio reconocible en un sitio que se
podría calificar, siguiendo a Freud, como siniestro (Freud, 1990: 372) Sobre todo
durante la escena del escondite nocturno, la embajada parece una mansión gótica,
lugar de trampas, fantasmas y sombras. En un momento determinado Philippe grita:
‘¡Creo que he visto un fantasma!’, comentario que hace que el espectador crea que
la relación entre Baines y Julia será siempre embrujada por Mrs Baines.
Además de cementerio de fantasmas, la embajada es una prisión . La composición
de los encuadres encarcela a los personajes, a menudo fotografiados a través de
escaleras, ventanas y barandillas; las sombras de éstos se proyectan sobre la cara
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que los filmes se contaminaban con todo ese tipo de prácticas. Hoy en día también
pasa eso aunque con nuevas formas de arte que se “rozan” con las que hasta ahora
hemos venido considerando específicamente fílmicas. Se habla sin parar en ciertos
círculos del Postcine y de la museificación del cine ya que, cada vez más, el cine se
exhibe en los museos y es utilizado como mecanismo artístico no meramente cine-
matográfico. De la misma manera existe todo un tipo de pintura no pintada que utili-
za el cine o mecanismos cinematográficos para integrarlos en ese espectáculo que
suele denominarse multimedia. Por tanto, el cine sale de las salas y se instaura en
los museos y se contamina e hibrida con otras formas diversas de hacer arte.
Además, también durante la exhibición del film son importantes las modificaciones
en los equipamientos de las salas. No es lo mismo ese gran cine antiguo que imita-
ba el gran teatro a la italiana donde el cine era considerado un gran espectáculo que
la actual proliferación de minisalas que, entre otros fenómenos, se llenan por des-
bordamiento. Gran parte de la gente va a ver una película y, como no quedan entra-
das para el filme que desea contemplar, entra en la sala contigua. Buena parte de
los mecanismos de consumo actual tienen que ver con este tipo de temas. Antes,
por tanto, y durante pero también después de la exhibición se producen hechos
importantes.
En este último sentido es típico hablar y estudiar las reacciones del público y el uso
que se hace de las películas. Hecho que algunos han llamado la “dimensión perfor-
mativa de los filmes”: en otras palabras, cuál pudiera ser su supuesta influencia
social, política, económica…. ¿Tienen las películas esas capacidades de influencia?
Y si las tienen, ¿cómo medirlas? No hace falta decir que estamos ante un tema de
una notable trascendencia del que sabemos menos de lo que creemos.
Otro aspecto más trabajado, relacionado con el anterior pero diferente, tiene que ver
con la modelización del imaginario social a través de las mitologías. El funciona-
miento del cine como productor de mitologías es muy evidente en el periodo de
hegemonía del cine clásico. Sin embargo, esa función se cumple cada vez menos
por los filmes. Hoy en día el cine no es el principal acondicionador del imaginario
social, por más que muchos estudiosos finjan ignorarlo. Pero hay que saber que el
cine no ocupa un lugar central en la actualidad ni en la constitución de los imagina-
rios de los espectadores, ni en el ordenamiento del ocio. Tenemos que saber eso, lo
cual no significa que no nos tengamos que preocupar por el cine, pero tenemos que
ser conscientes de ello porque, en términos sociológicos, esa modificación es tre-
mendamente importante.
El cine, por tanto, es un elemento más (aunque ya no sea el decisivo) de las mane-
ras de conformar el imaginario y por tanto, debemos estudiarlo antes de la exhibi-
ción del filme, durante y después. El problema radica en que esta manera de ver las
cosas, no nos habla (o sólo de manera indirecta) de ese objeto indescriptible que es
la película. Se dice lo que pasa antes, durante y después, pero no se hace referen-
cia a lo que sucede en la película como tal. Ocurre que la película como tal es difí-
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podríamos denominar el fetichismo del contexto.Y en tercer lugar, el retorno del bio-
grafismo como método explicativo que está emergiendo con nueva fuerza en el
campo de los estudios fílmicos. Así, en las librerías ya se pueden encontrar biogra-
fías de muchos autores: John Ford, Billy Wilder, François Truffaut, Jean-Luc Godard,
etc.
Expliquemos cada uno de estos elementos para plantear algunos temas de debate.
El fetichismo del dato empírico es un tema con el que, cuando uno se enfrenta a un
trabajo del tipo historiográfico sobre todo, tiene que hacer necesariamente cuentas.
Actualmente nadie se reivindica como historiador positivista, lo cual no quiere decir
que no se siga practicando la historia positivista. Si repasamos lo que se hace en la
mayoría de los llamados análisis cinematográficos observamos como éstos siguen
todavía prisioneros de lo que llamaré el fetichismo del dato o del hecho. Y ello pese
a que en los años 60 y 70 una de las grandes adquisiciones de las metodologías
estructurales fue la de poner entre paréntesis la distinción entre hechos y descrip-
ción de los hechos o lo que es lo mismo distinción entre crónica e historia. Así, en
los 60, ya se aclaró que esa distinción no conducía a ningún lugar porque, al fin y al
cabo, lo único que tenemos de los hechos son las descripciones de los mismos y
que, por tanto, en cierta medida, hablar de hecho es hablar de una descripción del
hecho. Sin embargo, actualmente retorna con fuerza la supuesta irrefutabilidad del
hecho empírico.
La idea de que es posible hacer una relación de lo sucedido, lo que en el extremo
máximo del rango de los historiadores coincidiría con una relación perfecta que
diera todos los detalles de lo que realmente acaeció en un momento determinado,
vuelve a imponerse. El sueño de una cierta manera de concebir la historia es con-
tarlo todo, definitivamente, sobre cualquier cosa. Esta idea de que es posible produ-
cir una descripción perfecta global y definitiva de lo que sucedió en el pasado está
retornando con fuerza entre algunos modernos historiadores. Como siempre pasa,
no hemos atendido lo suficiente a algunas consideraciones que nos han llegado de
refilón y que, sin embargo, de alguna manera, permiten zanjar de una vez por todas
este tema. Arthur Danto, hoy en día bien conocido como crítico de arte, publicó en
1965, hace cuarenta años ya, un libro llamado la Filosofía Analítica de la Historia.
Este libro, solo parcialmente traducido al castellano por una de esas ignotas (o no
tanto) razones editoriales, está en la base de lo que han sido luego algunos desa-
rrollos de la historia entendida como narración tal y como han desarrollado autores
como Hayden White o Paul Ricoeur en su obra magna Tiempo y narración.
La idea fundamental de Danto ajusta cuentas, de una vez por todas, con el fetichis-
mo del dato empírico, con la idea de que es posible producir del pasado una des-
cripción acabada y cerrada. Danto explica cómo la historia es una escritura retroac-
tiva del pasado, escribimos del pasado desde el presente para que el pasado nos
dé guías para el futuro. La idea interesante de Danto tiene que ver con el hecho de
que el pasado no está nunca fijo porque el futuro está abierto. En el mundo empíri-
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co todos sabemos que las causas preceden a los efectos. En el mundo de la histo-
ria no es seguro que las causas precedan a los efectos. Es decir, una causa puede
producirse en tiempo posterior a un efecto. Por ejemplo, cuando los historiadores de
cine reivindican la importancia precursora de una película es porque han visto en
una película actual elementos que se pueden reencontrar en otras películas que
habían precedido a aquella. Película aquella que antes quizás había pasado desa-
percibida porque, hasta que no aparece ahora esta nueva película, nada nos ha
hecho pensar en que dicha vieja película tuviera alguna importancia. Es decir, la his-
toria del cine es la continua reescritura del pasado en función de lo que está pasan-
do ahora. Por tanto, dependiendo de con qué ojos miramos lo actual nos obligamos
a observar el pasado y a recolocar piezas del viejo rompecabezas para alumbrar un
nuevo diseño que antes no se podía prever.
Un claro ejemplo (y de trascendencia general) tiene que ver con que después de la
caída del Muro de Berlín, la Revolución de Octubre de 1917 ha visto sustancialmen-
te modificado su sentido en tanto que acontecimiento decisivo de la historia moder-
na universal. Aquel acontecimiento, o mejor la lectura que hacíamos del mismo se
ha visto profundamente alterado por un hecho reciente (una cadena de hechos
recientes, para ser más justos), que no parecía predecible. Si esto sucede en el nivel
de lo que, para entendernos rápidamente, llamaremos historia general, tanto más
ocurre en las historias parciales como es el caso de esa historia del cine que esta-
mos reescribiendo continuamente en la medida en que hacer historia es, precisa-
mente, volver sobre los datos, rehacerlos, recolocarlos en función del objetivo con
el que observamos ese pasado para que nos diga algo sobre el presente actual. Es
la emergencia de determinadas formas del hacer cine actual la que nos obliga a vol-
ver sobre el pasado y a reevaluar obras que hasta ahora habían pasado desaperci-
bidas o a quitar importancia a obras que antes parecían decisivas. Cada generación
reescribe la historia del cine y esa reescritura plantea la idea de que el pasado no
es fijo porque el futuro está abierto. El pasado nunca se puede cerrar porque el futu-
ro está abierto. Por tanto, esta idea permite aparcar esa otra idea tópica de una his-
toria positivista que consiste en permitir dar una redacción perfecta, acabada y defi-
nitiva de los hechos. Sabemos que la historia no es más que una narración, una
estructura que se impone a los acontecimientos agrupándolos, dando importancia a
unos y decretando que otros son irrelevantes.
La narración histórica reescribe y explica a la vez. Describir es analizar, cuando
estoy describiendo estoy tratando el objeto analítico de una determinada manera y
ofreciendo desde la apariencia más banal una explicación de esos acontecimientos.
Por tanto, queda de este modo reflejado el primer triste tópico, ese fetichismo del
dato empírico, ese pasado fijo sobre el que debemos volver.
Segundo problema, el problema del contexto. Una cosa que todo el mundo sostie-
ne es que para hacer un análisis adecuado de una determinada obra (cinematográ-
fica o no) hay que llevar a cabo un análisis del contexto en el que esa obra ha apa-
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recido. ¿Qué quiere decir un análisis del contexto? Los análisis de películas suelen
tener un buen número de páginas en las que se nos explica, con profusión de datos,
el marco histórico, social, económico, político, biográfico etc., en el cual la obra se
ha producido y, luego, unas pocas líneas dirigidas a hablar de ella. Es decir, se sos-
tiene, con razón, que toda obra es fruto de un contexto, verdad vulgar donde las
haya y que, por tanto, para entender la obra tenemos que reconstruir adecuadamen-
te el contexto de la producción, sociológico, económico, histórico de ese momento
en el que se produce el filme. Es decir, si yo voy a analizar un film de los años 30
deberé, sostiene la vulgata, reproducir el contexto sociológico, político, económico,
de producción de esa época.
Quisiera plantear el problema de manera directa. Una vez dicho y admitido (¿quién
lo negaría?) que el contexto influye en el texto, la reflexión sería: si es verdad que el
contexto influye en el texto será porque el contexto deja huellas en el texto. Es decir,
existen dos posibilidades: si el contexto marca el texto, sus huellas deberán estar en
el texto y si no el contexto no marca el texto. Ese problema se resuelve por la críti-
ca convencional proyectando el tema al exterior, es decir, poniendo el énfasis en la
descripción del contexto histórico aunque sea en detrimento del estudio del texto.
Pero hay otra posibilidad: la que consiste en viajar al revés, del texto al contexto.
Considero que el contexto es importante a condición de que sepamos definirlo ade-
cuadamente. Mi idea, que yo tomo de algunos autores, es que toda película da ins-
trucciones al lector de cual es su contexto pertinente que debe ser activado y
reconstruido para su adecuada comprensión. Un ejemplo banal: cuando yo me sien-
to a ver Centauros del Desierto de John Ford lo primero que aparece en la pantalla
tras los títulos de crédito es un letrero que pone “Texas 1868”. Ese letrero es una
información y una instrucción. Es una información que nos dice que la acción suce-
de en Texas en un año determinado pero es a su vez una instrucción puesto que al
espectador le dice: si quieres entender algunas de las cosas que vienen después
debes preguntarte dos cosas: ¿por qué Texas y no, por ejemplo, Vermont?, ¿por qué
1868 y no 1830? Por tanto, el filme está indicando al espectador que si busca infor-
mación sobre estos datos puede entender una serie de claves de la película. Por
tanto, una banalidad como esa me está reclamando que actualice varias cosas:
¿Dónde y cómo se ubicaba Texas en la composición de la América fronteriza en
torno a ese año y por qué esa fecha puede ser significativa en la historia america-
na? No les destriparé las dos soluciones porque aparecen en cualquier libro de his-
toria y la propia película da otros elementos que ayudan a interpretarlos. Lo que hay
que retener es que en cualquier obra cinematográfica, las informaciones suelen
contener también instrucciones interpretativas.
Toda obra da, por tanto, instrucciones sobre su propio contexto de comprensión. Se
trata de lo que los semiólogos denominamos el “contexto pertinente de la interpre-
tación”. No hace falta agotarse en extraordinarias y laboriosas reconstrucciones, lo
que habrá que reconstruir es la parte del contexto que la película me demande que
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ciones” sobre la civilización humana, de tal manera que si otra civilización encuen-
tra este disco pueda saber algo de nosotros. La pregunta primera es: ¿cómo sabrán
esas supuestas civilizaciones extraterrestres que ese disco es un mensaje? Puesto
que si esa inteligencia está construida bajo principios estructurales distintos a los
que fundan la nuestra probablemente no será capaz de reconocer el mensaje
marco. Cuando yo estoy en un playa y a esa playa llega a un botella con un papel
dentro, yo sé que ahí hay un mensaje porque mi inteligencia funciona de la misma
manera que la que metió ese papel en la botella.
O el contraejemplo: durante mucho tiempo la Piedra Rosetta era un arcano. Sabía-
mos que ahí había información, pero no sabíamos qué decía puesto que nos faltaba
el mensaje exterior que nos permitiera interpretar la información. Ahora ya hemos
encontrado los disparadores y es ahora cuando podemos captar la significación con-
tenida en su interior (significación que, conviene insistir en ello, siempre estuvo allí).
Esa idea es extraordinariamente fuerte ya que, como dice Hofstadter, la información
reside en los objetos. Hoy en día está de moda decir que la significación es una cosa
que el espectador negocia con el texto, lo que en parte es verdad puesto que no
todo está en el texto. Es cierto que el sentido es una negociación entre texto y lec-
tor pero lo que podemos negociar depende de cómo sea el texto. Dicho en otras
palabras, y como insiste Umberto Eco, es verdad que una obra puede significar más
de una sola cosa. Por tanto, no se trata de predicar un solo sentido de las cosas,
pero se trata de ponerle puertas al campo, es decir, que el sentido común nos diga
qué es lo que puede decir. De afirmar que los sentidos pueden ser plurales a sos-
tener que pueden ser infinitos y equiprobables hay un paso que algunos nos resis-
timos a dar.
El último triste tópico apunta hacia el retorno del biografismo en los estudios actua-
les cinematográficos pero también en los pictóricos o literarios. Es decir, asistimos
a una emergencia de la figura del autor empírico como explicación final de la obra.
Desde que el año 1961 se publicó La Retórica de la Ficción de Wayne Booth pare-
cía que habíamos terminado el debate en torno al autor empírico y que nos había-
mos situado en un terreno en el que, aun teniendo en cuenta la existencia del autor
empírico, el estudio de las obras hacía aflorar esa figura que algunos han llamado
el autor modelo y que es una figura que se sitúa después del texto. El autor mode-
lo, es decir, la imagen del autor que el texto proyecta se sitúa después del texto.
Digamos que esto que parecía estar firmemente asentado está nuevamente en cri-
sis por ese retorno del autor empírico al que he hecho referencia.
El problema no está en escribir la biografía del autor sino que el problema radica en
describir la biografía para, supuestamente, explicar la obra. Es decir, tomamos el pará-
metro biográfico como elemento explicatorio de la obra. ¿Por qué este revival del autor
de carne y hueso si lo que había hecho avanzar la teoría del discurso era, precisa-
mente, el separar la figura del autor empírico de la del autor modelo de la obra?
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Podemos pensar que hay algunas razones que tienen que ver con ese retorno
actual de la biografía. Antes se pensaba que la vida de los grandes artistas tenía
una dimensión ejemplar que se plasmaba directamente en sus obras y que, por
tanto, explicar la vida de Miguel Ángel, equivalía a explicar la obra y que las ense-
ñanzas biográficas se volcaban automáticamente en el saber que nosotros podía-
mos obtener sobre el texto: saber de la biografía nos explicaba la clave de compren-
sión de la obra.
La afirmación moderna es radicalmente diferente y sostiene que la obra es concep-
tualmente independiente de las intenciones de su autor empírico. Porque pensar
que una obra tiene que ver con las intenciones del autor es dar un salto conceptual
que no podemos probar puesto que una obra puede reflejar las intenciones del autor
o puede no reflejarlas en la medida en que el autor puede (o no) fracasar en su
intento de plasmarlas. Por tanto, la única manera razonable de afrontar el análisis
es estudiar la obra y no las intenciones del autor porque la obra no nos garantiza
que las intenciones del autor empírico estén contenidas en la obra tal y como apa-
rece ante nuestros ojos. Una cosa es lo que el autor quiso decir y otra es lo que dijo.
Por tanto debemos estudiar lo que dijo a través de la obra y no al revés, aunque el
autor sostenga que su obra significa algo, habrá que compulsar la obra para ver si
dijo eso o dijo otra cosa.
Ahora, por el contrario, hemos sustituido esta sospecha moderna por la de que la
obra y autor empíricos son independientes, por la sospecha postmoderna de que la
vida de todo el mundo es realmente interesante. Como prueba tomemos el fenóme-
no de los reality shows, en televisión que sostienen de manera implícita (e incluso
explícita) que la vida de esos descerebrados que comparten casa en Guadalix tiene
un interés extraordinario como prueba el hecho de que con sus andanzas se llenan
abundantes horas de la programación ante la mirada satisfecha de las amplias
masas. Hoy en día cualquiera tiene una biografía y cualquiera es merecedor a sus
“quince minutos de gloria” como dijo Andy Warhol. Ya no son los grandes hombres
de Vassari los que se nos proponen como modelos, ahora es mi vecina, o el amigo
de mi vecina que conoce a una concursante de Gran Hermano y va a la televisión
a contar lo que vio o no vio. ¿Debemos sorprendernos de que en este revival de la
biografía del uomo qualunque se vea acompañada de un revival de la biografía de
los artistas? Cuando la industria editorial se lanza a publicar biografías de cineas-
tas, el fenómeno tiene algo que ver con esta “moda” de que todo el mundo tiene una
biografía interesante. Pero, ¿es lo mismo la biografía de un gran artista que la de un
patán? En el fondo las diferencias son menos de las que puede parecer a primera
vista, puesto que socialmente quizá sea más conocida alguna de esas personas
que pululan en las televisiones contando procacidades de algunos de los artistas
cuya obra admiramos.
Como muestra un botón (de hecho son dos): dos de las últimas biografías apareci-
das en el mercado sobre dos grandes cineastas de la Nouvelle Vague- por un lado
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Truffaut, el menos grande, escrita por Serge Toubiana y Antoine de Baecque, por otro
la biografía de Colin McCabe sobre Jean-Luc Godard. La lectura de estas biografías
nos permite darnos de bruces con los problemas de este fetichismo biográfico.
La biografía de Truffaut se compone de centenares de páginas en las que apenas
se dice algo relevante de sus películas pero se describen con todo lujo de detalles
los problemas personales, los amores, etc. con lo cual se nos está diciendo que las
claves para interpretar las películas de Truffaut están en conocer su biografía. Toda-
vía es más sorprendente la biografía de Godard, porque su “vida” no tiene ningún
interés. Por si cupieran dudas el propio Godard lo ha dejado claro al afirmar que “yo
soy una imagen, existo más en tanto que imágenes que como ser real, porque mi
vida consiste en hacerlas”.
Aceptar que la biografía es una llave de la obra es un principio claramente peligro-
so que retorna con gran fuerza después de haber estado 20 años aparcado y si la
moderna teoría del texto se ha constituido es porque aparcó ese biografismo. Se ha
abierto la veda de la disolución de la teoría y me da la impresión que uno de los fac-
tores en los que se asienta no es otro que el retorno del biografismo.
Por tanto, el retorno del fetichismo del dato empírico, esa especie de fe ciega que
parte de que la reconstrucción del contexto nos va a dar el saber sobre la obra y el
retorno del biografismo, son tres síntomas de los tiempos que corren y anuncian la
presencia creciente de una teoría débil en los foros de los estudios artísticos. A lo
que debe unirse una postrera razón que no me parece despreciable y es que, dicho
claramente, es más fácil un análisis contextual que un análisis textual, porque un
análisis textual obliga a encerrarse con la obra, mientras que un análisis contextual
parece relativamente sencillo: vacío libros que ya están escritos, me leo la biografía
del autor, etc. En cambio encerrarse con la obra para hacerle las buenas preguntas
lleva tiempo, es costoso y analíticamente más pesado, aunque, eso sí, rinde mucho
más porque el otro análisis produce saberes que ya teníamos antes, mientras que
el análisis adecuado de la obra produce saberes nuevos.
Para terminar quisiera añadir que hay tres cosas que conviene distinguir. Por un lado
la comprensión, por otro la interpretación y por último, la aplicación. La compren-
sión, en términos hermenéuticos, tiene que ver con eso que llamaríamos la emoción
estética. El análisis no se ocupa de esto ni tampoco se ocupa de explicarle a alguien
qué dice una obra, aunque sólo sea porque resultaría de muy mala educación decir-
le a alguien qué dice una obra. Todo el mundo sabe qué dice una película y los ana-
listas no deberían ocuparse de eso. Los analistas se ocupan de cómo dicen las pelí-
culas lo que dicen, que es una cosa bien distinta. Bien es verdad, que entre el cómo
y el qué no hay una muralla china que separe una cosa de la otra, pero el punto de
vista analítico no es interpretar la obra sino poner al desnudo los elementos que esa
obra pone en funcionamiento para producir el sentido que tiene, sentido que todo el
mundo ya sabe cuál es (suponer lo contrario sería, ya lo he señalado, una descor-
tesía intolerable).
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A veces se piensa que los analistas son gente que se dedica a buscar sentidos
ocultos en las obras. En el cine todo está a la vista (y al oído), por eso hay que rei-
vindicar los análisis superficiales. En una película no hay más que unas imágenes
y unos sonidos y si alguien cree que hay algo más debería explicarlo porque la
materialidad de la película no está formada sino de imágenes y sonidos. El proble-
ma reside en que esas imágenes y sonidos adoptan una forma y esa forma crea
sentido. Pero el primer e ineludible paso es reconocer la materialidad del objeto
porque si no corremos el riesgo de perdernos en elucubraciones extraordinaria-
mente vagas. Por tanto, al final se trata de construir lo que algún autor ha llamado
un “sentido plausible” que no es más que un sentido que pueda ser puesto a deba-
te, que pueda ser asumido por los oyentes o los lectores en la medida en que
parezca razonable. Por tanto, tengámoslo claro, en nuestro terreno no hay nunca
últimas palabras, pero hay palabras más argumentadas que otras, lo cual no quie-
re decir que mañana no venga alguien que nos enmiende la plana. Pero mientras
eso sucede (y puede apostarse que siempre sucede) puede afirmarse, sin rubor,
que de todas las palabras posibles hay unas más plausibles, más razonables, más
argumentadas que otras.
En un mundo en el que se instaura de manera creciente la idea de que vale todo,
deberíamos restaurar un cierto imperio del sentido común, de la racionabilidad y de
la argumentación sopesada. Porque, contra lo que hoy en día es de recibo afirmar,
no todos los argumentos son igualmente razonables. Como dice un célebre político
de nuestro país: “todas las ideas son iguales y pueden ser discutidas”. Idea curiosa
que tiende a sustituir el imperio de la razón y el debate argumentado por la supues-
ta igualdad de cualquier afirmación por muy traída por los pelos que sea. Contra
este tipo de cosas es contra las que el texto que el paciente lector está a punto de
concluir (gracias por su atención) se rebela de manera radical.
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PRESENTACIÓN
Muy sintomática nos parece la afirmación que realiza Toby Miller en su “Introduc-
ción” a El nuevo Hollywood. Del imperialismo cultural a las leyes del marketing:
“Todos somos expertos en la comprensión de las películas de Hollywood. Tenemos
que serlo, dada su presencia en la mayoría de las pantallas televisivas y de cine”
(Miller et al., 2005: 11). El estudio de Toby Miller, Nitin Govil, John McMurria y
Richard Maxwell arranca con una reflexión general sobre los estudios realizados en
el campo del análisis fílmico, tratando de mostrar precisamente las limitaciones de
las diferentes aproximaciones al hecho fílmico. De su estricta valoración no parece
“salvarse” nadie, excepto, eso sí, su propia propuesta de trabajo, que consiste en el
estudio de las razones del éxito internacional del cine de Hollywood desde la “apor-
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La cita previa nos pone sobre la pista multidimensional que presidirá nuestra con-
cepción del análisis fílmico:
1. Elementos objetivables:
1.1. Un texto y su estructura (análisis textual)
1.2. Un entorno de producción y recepción (análisis contextual)
1.3. Una formulación icónica de los recursos expresivos (análisis icónico)
2. Elementos no objetivables:
2.1. Recursos narrativos (análisis narratológico)
2.2. Enunciación y punto de vista
3. Interpretación (elementos subjetivos)
3.1. Interpretación global
3.2. Juicio crítico
Para analizar un film no es suficiente verlo; la relación que se establece con el obje-
to en cuestión requiere una aproximación en profundidad que obliga a revisitarlo
hasta llegar a sus resortes mínimos. Puede entenderse así que difícilmente sea
aceptable un trabajo sobre el film sin un cierto grado de goce (Vanoye y Goliot-Lété,
1992: 7-8), y esto porque se da una duplicidad inmanente: el analista trabaja sobre
el film al tiempo que el análisis lo hace sobre sus procesos de percepción e inter-
pretación, que son cuestionados, reordenados y puestos en crisis una vez tras otra.
Desde este punto de vista no dudamos en calificar este proceso como interminable,
puesto que no puede alcanzar una definición plena y estable, al tiempo que el inves-
tigador «renuncia a una apropiación definitiva y completa del objeto que examina»
(Montiel, 2002: 28)
Desde cualquier perspectiva que se aborde el análisis fílmico, casi todos los plante-
amientos teóricos coinciden en que siempre habrá de darse una doble tarea: 1) des-
componer el film en sus elementos constituyentes (deconstruir = describir) y 2) esta-
blecer relaciones entre tales elementos para comprender y explicar los mecanismos
que les permiten constituir un “todo significante” (reconstruir = interpretar). Es por
ello que, en nuestro anterior acercamiento taxonómico, separábamos entre elemen-
tos objetivos, no objetivos y subjetivos; su interrelación hace posible el análisis, pero
no es posible –ni aceptable– llevar a cabo una interpretación sin antes contar con
una detallada descripción de cada uno de los parámetros objetivables.
Dos grandes procesos engloban a todos los demás en el análisis cinematográfico,
la descripción y la interpretación, y es sobre ellos sobre los que debe ser edificado
el esquema metodológico que permitirá completar nuestro objetivo. Antes, sin
embargo, es necesario establecer una serie de puntualizaciones en relación con el
concepto de autoría y con los mecanismos de interpretación, en cuya base se
encuentra la configuración de un espacio textual. A sabiendas de la complejidad de
estas operaciones, cuatro grandes errores pueden hacer mella en la calidad de los
resultados (Metz, 1971: 8-9):
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AUTORÍA E INTERPRETACIÓN
Una relación altamente conflictiva es la que se da entre autor y espectador, sola-
mente posible a través de la obra (el film), que actúa como ente mediador. El autor
–y veremos que esta es una concepción de corte convencional que también hay que
matizar– establece su vinculación al film mediante el discurso; el espectador hace
texto el film a través de un proceso hermenéutico.
Negamos la existencia de un texto como objeto en tanto en cuanto su vigencia
depende del proceso de lectura y, en esa misma medida, existen tantos textos pro-
venientes de un mismo artefacto como lecturas se den de él. El autor se manifiesta
en el texto como huella, o huella de huellas, ya que el proceso de lectura suma a la
dirección de sentido que estuviere implícita en la obra el bagaje cultural y contextual
del lector, que se convierte así en autor a su vez al investirlo de un sentido final: «Un
texto, tal como aparece en su superficie (o manifestación) lingüística, representa una
cadena de artificios expresivos que el destinatario debe actualizar» (Eco, 1987: 73)
La caracterización del texto como un “tejido de espacios en blanco” que deben ser
“rellenados” y que en su origen han sido propuestos por un emisor que, de alguna
forma, ha contemplado el proceso de lectura y previsto las direcciones de sentido,
otorga al lector una condición protagonista en la medida en que se trata de una últi-
ma actualización capaz de “corregir” o “alterar” las previsiones iniciales. Pero el ente
enunciador cuenta con razones poderosas para inscribir esas lagunas en el texto:
por un lado,
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... porque un texto es un mecanismo perezoso (o económico) que vive sobre la plusvalía de
sentido que es introducida por el destinatario... por otro lado, porque, a medida que pasa de
la función didáctica a la estética, un texto deja al lector la iniciativa interpretativa, incluso si
en general quiere ser interpretado con un suficiente margen de univocidad. Un texto quiere
que alguien le ayude a funcionar (Gardies, 1993: 52, citando a Umberto Eco)
En consecuencia, esa “máquina perezosa” que llamamos texto, sea cual sea el
medio que utilice para su manifestación (literatura, artes plásticas, audiovisual, etc.),
prevé su lector y le concede la capacidad de actuar sobre el significante –sobre lo
dicho y sobre lo “no dicho”, sobre la materia explícita y sobre la implícita– para com-
pletar toda estructura ausente. El texto, pues, es una “máquina presuposicional”
(Eco, 1987: 39) que sólo puede concebirse con la existencia de un ente emisor y un
ente receptor (lector) sobre el que pesa la responsabilidad del ejercicio hermenéu-
tico. Es una producción discursiva que no puede desvincularse de una voluntad en
origen, la del ente emisor –que, a su vez, se interconecta con una compleja red
intertextual que afecta a sus operaciones significantes conscientes e inconscien-
tes–, un medio de representación (soporte icónico, verbal o iconográfico) y un
receptor-lector-intérprete. Esos tres polos intervienen en la determinación del senti-
do y éste nunca es unívoco, lo que resulta mucho más patente en el caso del texto
fílmico. Al mismo tiempo, esta concepción de la textualidad nos lleva a establecer un
paralelismo con el término “discurso” y comprobar que para él también se dan los
tres espacios puesto que texto y discurso no pueden separarse (rechazamos así
una supuesta adscripción exclusiva del discurso al ente emisor).
En términos de Pascal Bonitzer (1976: 25-26):
1. Un film produce un discurso
2. Este discurso es, más o menos –poco o mucho–, implícito, velado
3. Y son los espectadores los que, en última instancia, profieren (contradictoriamen-
te) su verdad.
Para que se dé un “conjunto discursivo” tiene que existir la figura de un ente emisor,
representado o no en el mismo. Se suele manejar el concepto de “autor” para adju-
dicar y etiquetar su procedencia. Desde nuestra perspectiva, en el lugar del emisor
del texto (y del discurso) aparece un ente específico, vinculado con el término
“autor”, que sólo podemos utilizar como una etiqueta que sirve el objetivo básico de
“entendernos” a través del lenguaje; nuestra opción sólo le considera una simple
firma como director que es el “alias” del equipo de producción, como huella en el
texto, siendo el verdadero autor el lector, en su proceso de interpretación, al cons-
truir un nuevo espacio textual.
Habitualmente, tendemos a seguir las relaciones causa-efecto en el seno de un
entorno espacio-temporal que responde a unos esquemas preasumidos como
“verosímiles” (linealidad, credibilidad, cierre narrativo, etc.) y donde, muy interesada-
mente, la enunciación se diluye, anula su manifestación haciéndose transparente.
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Deconstrucción Reconstrucción
Descripción Interpretación
decoupage
enumeración
ordenación
articulación
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SIGNIFICADO Y SENTIDO
Conviene distinguir entre los conceptos de significado y sentido. El primero es «pro-
ducto del código, independientemente de todo sujeto, el sentido, en cambio, sólo
existe en relación con un sujeto: es, por decirlo así, el significado que algo tiene para
alguien, la manera en que se integra en su experiencia, en su relación con el
mundo» (González Requena, 1989: 21). Esto nos permite diferenciar, a su vez, dos
sentidos, que pueden o no ser coincidentes: el que en origen pretende el discurso
del ente enunciador y el que resulta del acto fruitivo por parte del espectador en la
sala. Este último varía en función de las lecturas posibles, pero ambos obedecen a
procesos hermenéuticos. Aunque el modelo dominante pretende la imposición de
una dirección única de sentido, éste no puede ser delimitado porque no depende por
completo de la voluntad del emisor, es fluctuante y se puede actualizar tanto por los
individuos como por las visiones, incluso por las condiciones materiales de disfrute
del artefacto fílmico.
El significado, por su parte, hace posible generar tipologías, siempre relativas, como
es el caso de las propuestas por David Bordwell (1995: 24-25, y también en Bord-
well y Thompson, 1995: 49-52), que habla de:
• Referencial: el espectador queda habilitado para reconocer como mundo real o
posible el de la diégesis, habitable y homogéneo, con una estructura espacio-tem-
poral en cuyos límites tiene lugar el desarrollo de la historia.
• Explícito: asumiendo un nivel superior de abstracción, el espectador puede dotar
a ese mundo posible, procedente del significado referencial, de valores concep-
tuales explícitos.
• Implícito: el espectador construye significados no evidentes o de tipo simbólico, de
acuerdo con una adjudicación de valor de verdad al discurso de origen.
• Sintomático: el espectador habilita otros significados no inscritos ni explícita ni
implícitamente en el texto por la voluntad enunciadora por haber quedado repri-
midos o tener un valor de síntoma.
Los dos primeros se pueden considerar “literales” y forman parte de que lo denomi-
naremos voluntad denotativa en origen, los dos restantes apuntan hacia la construc-
ción del sentido del film.
Si la adjudicación de sentido es el resultado de un proceso de lectura, éste consti-
tuye en sí mismo la generación de un nuevo discurso sobre la base del que se halla
en el texto y que ha sufrido transformaciones durante la fase fruitiva; se desvela así
la capacidad de todo texto para ser susceptible de poseer un carácter abierto (Rico-
eur, 1999: 74) y en tal operación se ancla la interpretación. Un texto es “comprendi-
do” cuando el propio lector se encuentra en condiciones de continuar la labor de
estructuración, pero la “explicación” es una «operación de segundo grado que se
halla inserta en esta comprensión y que consiste en la actualización de los códigos
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MÉTODOS DE ANÁLISIS
David Bordwell, desde una posición neoformalista, ha teorizado ampliamente sobre
el análisis de los films. Su aportación es importante y nos permite establecer algu-
nos elementos claves. Así, cuando afirma que «debemos tener en cuenta que la
producción de significado no es independiente de su sistema económico de produc-
ción ni de los instrumentos y las técnicas de las que se sirven las individualidades
para elaborar materiales de modo que se produzca un significado. Además, la pro-
ducción del significado tiene lugar dentro de la historia; no se lleva a cabo sin que
tengan lugar cambios reales en el tiempo. Esto nos indica que debemos establecer
las condiciones de existencia de esta práctica cinematográfica, las relaciones entre
las diferentes condiciones y una explicación de sus cambios» (Bordwell, Staiger y
Thompson, 1997: 98), está reivindicando la importancia de lo que a partir de este
momento denominaremos parámetros contextuales y que, para nuestra elaboración
posterior, implican:
1. El estudio sobre las condiciones de producción del film
2. La reflexión sobre la situación económico-político-social del momento de su pro-
ducción
3. La incorporación de principios ordenadores tales como género, estilemas autora-
les, star-system, movimiento cinematográfico, etc.
4. El estudio sobre la recepción del film, tanto en su momento como a lo largo de
los años, si fuera de cierta antigüedad.
5. La inscripción o no en un modelo de representación determinado.
Todos estos elementos son un soporte necesario para documentar nuestro trabajo
analítico y es evidente que tienen un peso importante en la posterior interpretación
del film. Soslayarlos, implicaría dejar de lado un pilar imprescindible y, con toda
seguridad, el fracaso de nuestro proyecto.
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El espectador llega al film con esquemas que derivan, en parte, de la experiencia con nor-
mas extrínsecas. El observador aplica estos esquemas al film, emparejando las expectativas
adecuadas de las normas con su realización dentro del film. Las mayores o menores des-
viaciones de estas normas sobresalen como prominentes. Al mismo tiempo, el observador
está alerta respecto a cualquier norma establecida por el propio film; estas normas intrínse-
cas pueden coincidir con, o desviarse de, las convenciones del conjunto extrínseco. Final-
mente, el espectador puede encontrar elementos destacados, los momentos en que el film
diverge en cierto grado de las normas intrínsecas. En una especie de proceso de feedback,
estas desviaciones pueden, entonces, compararse con las normas extrínsecas pertinentes.
En el transcurso de este proceso, tanto las normas extrínsecas como las intrínsecas esta-
blecen paradigmas, o conjuntos generales de alternativas que forman la base de los esque-
mas, asunciones, inferencias e hipótesis del espectador (Bordwell, 1996: 153)
Esta cita nos presenta un desarrollo muy exacto del proceso que tiene lugar en la
mente del espectador de cara a la interpretación del film, pero la predisposición de
Bordwell hacia el modelo de representación hegemónico le lleva a destacar una y
otra vez la necesaria presencia de relaciones causa-efecto y a regir el proceso her-
menéutico por una serie de esquemas (de categoría, de persona, de organización
textual) y patrones prototípicos que, a la postre, devienen un corsé hermenéutico
excesivamente ajustado a modelos semánticos preestablecidos.
Como ya habíamos visto anteriormente, propone este autor la distinción de cuatro
niveles de significación: referencial, explícito, implícito y sintomático. El proceso
interpretativo se dirigiría fundamentalmente a los dos últimos, ya que el orden de
reflexión por parte del espectador sería:
1. El observador puede construir un “mundo” concreto, ya sea abiertamente ficticio o
supuestamente real. Al encontrar sentido a un film narrativo, el espectador construye algu-
na versión de la diégesis, o un mundo espacio-temporal, y crea una historia (fábula) que
tiene lugar dentro de sus límites. (…)
2. El observador puede subir a un nivel superior de abstracción y asignar un significado con-
ceptual u “objeto” a la fábula y diégesis que ha construido. (…) Los significados referen-
cial y explícito constituyen lo que habitualmente se denomina significados “literales”.
3. El observador también puede construir significados disimulados, simbólicos o implícitos. (…)
4. Al construir los significados de tipo 1 y 3, el espectador da por supuesto que la película
“sabe” más o menos lo que está haciendo. Pero el observador también puede construir los
significados reprimidos o sintomáticos que la obra divulga “involuntariamente”. (Bordwell,
1995: 24-25)
Observamos, pues, que nos hallamos ante una serie de formulaciones sobre la sig-
nificación pero no ante una reflexión sobre cómo se construye esa significación en
el interior del film, por medio de qué relaciones entre los elementos significantes. El
autor habla de patrones y esquemas adaptados a valoraciones semánticas y estruc-
tura un orden de elaboración:
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Para las teorías que valoran fundamentalmente la recepción del film, se trata de
interrogar la forma del film, como texto, para buscar elementos de puesta en esce-
na, de codificación o de tipo de imagen. Como resultado, el sentido aparecerá tras
las relaciones entre signos y actores sociales; la interpretación se orienta hacia la
comprensión de cómo se producen y actúan las diferentes motivaciones y de qué
forma nacen y se incorporan al entramado social (Esquenazi, 2000: 26). El punto de
partida del análisis consiste en una batería de preguntas (Odin, 2000: 56-57):
• ¿Qué tipo/s de espacio/s permite construir el texto?
• ¿Qué tipo/s de puesta en forma dircusiva acepta?
• ¿Qué relaciones afectivas es posible instaurar con el film?
• ¿Qué estructura enunciativa autoriza a producir?
Las respuestas conducen a encontrar procesos analizables como operaciones cuya
combinación permite de inmediato construir modos de producción de sentido. La
diferenciación con otros planteamientos estriba en la adjudicación casi en exclusiva
que se hace a la posición del espectador y, sobre todo, a sus condiciones de recep-
ción. Aunque la importancia es innegable, pueden dejarse de lado aspectos no
menos importantes.
Indudablemente, cada posición espectatorial condicionará una dirección de sentido
que afectará a las conclusiones del analista. Preferimos, por nuestra parte, no des-
cartar ninguna de las posibilidades y trabajar con una meta unificadora de criterios.
Históricamente, el análisis fílmico se ha ocupado de tres grandes cuestiones (Mon-
tiel, 2000: 34-36):
• El análisis de la imagen y el sonido o de la representación fílmica
• El análisis del relato o de las estructuras narrativas
• El análisis del proceso comunicativo y del espectador por él construido
Lo cual nos lleva a tres parámetros: formales, narratológicos y contextuales. El últi-
mo ya lo hemos tratado anteriormente al deternernos en las teorías de David Bord-
well, aprovechando ese momento para fijar nuestra propuesta, que más tarde reto-
maremos. Los otros dos forman parte del proceso de descripción vinculado
directamente al découpage del film.
¿Es el análisis un teoría o una forma de teorizar? Esta es una cuestión de induda-
ble interés, puesto que hay similitudes muy específicas entre ambos procesos
(Aumont y Marie, 1988: 11):
• Ambos parten del hecho fílmico, pero llegan con frecuencia a reflexiones profun-
das sobre el hecho cinematográfico
• Ambos tienen una relación ambigua con la estética, a veces rechazada, olvidada
o negada, pero importante en la elección del objeto
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o semióticas y las que se han articulado desde el ámbito de los estudios culturales,
aunque la diferencia entre ambas es manifiesta cuando se trata de determinar de
dónde ha de surgir el análisis: para una concepción semiótica, desde el propio arte-
facto material –el texto fílmico–; para los estudios culturales, postestructuralistas,
feministas o deconstruccionistas, con frecuencia, desde fuera del texto fílmico.
Se nos ha abierto hasta aquí una amplia gama metodológica que se debe reforzar
con la mención al uso del análisis desde una perspectiva parcial. Hablamos en un
doble sentido: 1) desde ópticas concretas, históricamente muy productivas, como es
el caso del análisis desde la perspectiva de género, del psicoanalítico, sociológico,
historiográfico, tecnológico, estético o economicista; y 2) a partir de fragmentos de
films o de secuencias-tipo que condensan gran parte del valor significativo de la
obra (esto es muy habitual en los inicios y finales de las películas). No vamos a dete-
nernos aquí en el estudio de cada una de estas propuestas teóricas, pero conviene
reflejar al menos bajo qué condiciones podemos trabajar sobre una parte de un film
en lugar de hacerlo sobre la totalidad:
1. El fragmento escogido para el análisis debe estar claramente delimitado como tal
(coincidiendo con un segmento o subsegmento del film)
2. Debe ser en sí mismo consistente y coherente, atestiguando una organización
interna suficientemente explícita
3. Debe ser representativo del film en su totalidad. Esta noción no es aboluta y debe
ser evaluada en cada caso particular en función del tipo de análisis y de aquello
que se desea obtener en concreto (Aumont y Marie, 1988: 89)
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Nuestra división del film en unidades pertinentes de lectura se apoya sobre tres criterios: uni-
dad de lugar, de personaje y de acción o de tono (función dramática). Estas pertinencias se
combinan de dos maneras en la producción de diversos tipos de segmentos autónomos. El
más frecuente es el segmento estático: obedece esencialmente a la unidad de lugar y, acce-
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siste en trabajar estrechamente con los autores. Esta forma de trabajo en equipo
va mucho más allá de la mera corrección de posibles erratas o de sugerencias
de estilo. Cada manuscrito es debatido con profundidad, incluso participando en
la redacción final del libro. Así, se acaba creando un clima de trabajo, de tal modo
que tanto los autores como los responsables de la Colección, nos sentimos impli-
cados de manera muy directa en cada uno de los títulos.
3. También es muy importante destacar que en todo momento tratamos de articu-
lar un discurso que resulte claro y preciso, aunque no por ello superficial. Hace-
mos nuestro el famoso dicho que dice “la claridad es la cortesía del filósofo”,
intentando analizar cada película con la mayor profundidad posible. Esto está
suponiendo, en la práctica, un verdadero esfuerzo por parte de todos, ya que
muchas veces no resulta fácil (a menudo, los teóricos e historiadores del cine
somos víctimas de nuestro propio metalenguaje descriptivo, lo que espanta –a
veces con razón– a muchos lectores).
4. El objetivo último de nuestra Colección es resaltar la importancia del análisis fílmi-
co y la necesidad de utilizar el cine, bien como recurso transversal, bien como
objeto de estudio en sí mismo, partiendo de un análisis inmanente de la propia
película, es decir, no utilizando el film simplemente como mera excusa para ilus-
trar una clase teórica de historia, literatura, filosofía, psicología, sociología, etc.
Tratamos de deconstruir y mostrar las estrategias de producción de sentido que
habitan en el entramado textual de cada película. Nuestra perspectiva de trabajo,
vocacionalmente interdisciplinar, es un intento de compatibilizar el análisis textual
y el estudio de las condiciones de producción, distribución y exhibición de las pelí-
culas, sin olvidar los aspectos históricos, sociologógicos, estéticos, tecnológicos y
económicos que nos permiten comprender también su complejidad textual.
5. Finalmente, creemos profundamente en la necesidad de ofrecer una visión abier-
ta del análisis crítico de los films, y es por ello que en la Colección han participa-
do expertos de las corrientes y perspectivas metodológicas más diversas que, en
última instancia, han sabido adaptarse a la mecánica de trabajo desarrollada
años atrás. Debemos decir, en este sentido, que es muy importante que exista
una diversidad de voces y de propuestas metodológicas, precisamente para con-
trarrestar los efectos de una cultura cada vez más monocromática y pobre, ame-
nazada por las consecuencias de la globalización económica. Lo cierto es que
cada vez existe una competencia más feroz en el campo editorial, cada vez hay
más libros y, al mismo tiempo, cada vez se leen y se compran menos libros.
Todo ello se enmarca en un proyecto más amplio de alfabetización audiovisual, que
es en última instancia lo que nos mueve a trabajar en esta línea, y determina la
investigación con que estamos comprometidos, porque, a diferencia de lo que afir-
man los autores de El nuevo Hollywood, en nuestra opinión la “comprensión” de los
films y de otras formas de comunicación audiovisual no es una realidad, y este
hecho es algo que compromete, incluso, la salud de la sociedad democrática en la
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res muy a tener en cuenta. No puede descartarse tampoco que la crítica cinemato-
gráfica se ocupa habitualmente del receptor del espectáculo como sujeto paciente
y real, que acude (o tiene la virtualidad de acudir “real y físicamente”) a la sala
donde se comercializa el film (o elige la cadena televisiva que lo emite); y que con-
sidera a este espectador como individuo que posibilita social y económicamente la
existencia de la institución cinematográfica como industria cultural. Sin embargo, el
análisis fílmico, a partir de los estudios de la teoría literaria alemana y, sobre todo,
a partir de los trabajos de Gérard Genette, puede considerar al espectador no sólo
como sujeto paciente de la representación, sino también como agente productor de
significación, como construcción mental, como abstracción que genera significado y
como receptor potencial imaginado o construido por la propia estructura de la pro-
ducción: esto es, como “espectador implícito”.
De nuevo, y paradójicamente, las fronteras entre crítica cinematográfica y análisis
fílmico quedan desdibujadas, al tiempo que se refuerzan. Siguiendo el razonamien-
to anterior y considerando que el mejor espectador sería aquel que fuera advirtien-
do durante la recepción del espectáculo todas y cada una de las marcas definitorias
del espectador implícito, parece evidente que tanto el crítico como el analista dese-
arían situarse “a priori” en el lugar de ese supuesto y probablemente “imposible”
espectador “ideal”. El crítico, asumiendo la paranoia de tener que “ser” también
espectador real (y escribir pensando en la existencia incontestable de ese especta-
dor) y el analista, por su parte, profundizando en el estudio del abstracto y evanes-
cente espectador implícito y olvidando que el espectador real de un texto cinemato-
gráfico puede estar muy lejos del espectador implícito elaborado en su momento por
el autor real (en otro tiempo y otra cultura).
En cualquier caso, como la polémica sería intensa y no quisiera que se convirtiera
en el único motivo de esta ponencia, sólo me queda proponer un ejercicio de análi-
sis que permita sugerir la existencia de un territorio común entre la crítica y el aná-
lisis fílmico: entre lo didáctico (como profesor de cine), lo histórico (como historiador,
faceta que no puedo obviar), lo cinéfilo6 (pues pertenezco a una generación impreg-
nada de subjetividad y pasión por el cine) y el discurso crítico (actitud que me per-
sigue incansablemente, tras tantos años de actividad ininterrumpida en revistas
especializadas y en publicaciones informativas). Sin olvidar, lógicamente, la necesa-
ria perspectiva teórica, dado que me sitúo también como ponente en un congreso
de análisis fílmico; aunque me ampare de nuevo para ello en Jacques Aumont y en
su lúcida afirmación tan simplista como válida “Un buen crítico es analista, como
también lo es un buen espectador”, que confirma desde otra latitud la existencia de
ese territorio común entre el análisis y la crítica. Admitiendo entonces mi eclecticis-
mo en la propuesta de análisis, mantendré una actitud similar e igualmente subjeti-
va en la elección del fragmento a estudiar.
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Pero la elección del fragmento tiene también que ver con lo que llamaba unas líne-
as más arriba la “intención didáctica”. La película de Florián Rey no sólo represen-
ta en este caso concreto una muestra esencial de ese cine populista, sino también
un paradigma de un momento histórico del cine español que ha configurado un
fenómeno que los historiadores han denominado “españoles en Berlín y Roma”.
Muy exhaustivamente estudiado por diversos analistas como Marta Muñoz Aunión9,
Manuel Nicolás Meseguer, Silvia Zierer Meliá, Román Gubern o Martín de la Plaza,
entre otros10, el film de Florián Rey e Imperio Argentina puede considerarse también
como una excelente muestra para estudiar el intento de Goebbels y otras autorida-
des alemanas por apoyar “cierto” cine franquista que exaltara y magnificara el espí-
ritu idealista nacional, los valores raciales, el sentimiento de lo patriótico, utilizando
para ello la fórmula de las actrices-cantantes de éxito popular para sostener la trama
y con el objetivo de dominar e influir ideológicamente de manera soterrada en el
público español e hispanoamericano. Este extremo, por su singularidad y descono-
cimiento, resulta muy atractivo para el estudiante que se enfrenta por vez primera
con la Historia del Cine Español, por lo que puede ser muy útil también para provo-
car en éste –ahora aprendiz y esperemos que pronto nuevo investigador– la nece-
saria curiosidad para seguir profundizando en aspectos todavía por estudiar a pesar
de la exhaustiva labor realizada por los autores citados y por otros muchos. Por esta
razón; por la importancia del fenómeno histórico11; por el morbo que provoca este
asunto que conlleva el estudio de las relaciones entre empresarios privados espa-
ñoles y alemanes al amparo de las gestiones realizadas desde el ámbito oficial
(Delegación Nacional de Prensa y Propaganda de la FET y de las JONS y el Depar-
tamento Nacional de Cinematografía con la propia Cancillería Imperial: círculo per-
sonal de Hitler); por la curiosidad de ver cantar e interpretar a Imperio Argentina en
alemán; y por las múltiples leyendas generadas en torno a esta película; la elección
de sus primeras secuencias como motivo de análisis está plenamente justificada.
Pero, además, como se verá inmediatamente, los aspectos estilísticos, temáticos y
formales del magnífico (aunque tortuoso y accidentado) rodaje de Florián Rey,
copiados casi al pie de la letra por el director de la versión alemana, e influyentes
incluso en la versión ficcionalizada de Trueba, cincuenta años después, hubieran
sido suficientes para justificar la elección.
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jes– diversas películas de ficción rodadas en los estudios UFA de Berlín y Cinecit-
tá, en Roma (Carmen, la de Triana, La canción de Áixa, Suspiros de España, El bar-
bero de Sevilla, Los hijos de la noche, entre otras). A excepción de la Canción de
Áixa, de Florián Rey, ya legendaria por constituirse en la película que rompió defini-
tivamente la pareja artística y sentimental entre Imperio Argentina y su descubridor,
y a excepción también de Los hijos de la noche, dirigida por Benito Perojo con guión
y diálogos de Miguel Mihura, y que puede considerase una extraña y exótica mues-
tra de un cine de comedia con cierto mensaje social, el resto de los films coinciden
en su carácter de “españolas”: esto es, tópicas historias sobre la Andalucía más típi-
ca, fabricadas en función de las entonces deslumbrantes folklóricas Estrellita Cas-
tro e Imperio Argentina, con una temática elemental que exalta –como antes he
dicho– los valores nacionales y patrióticos y formuladas en un tono amable (pese a
su melodramatismo) y arquetípico digerible por todo tipo de públicos y en las que
aparecían, además de la famosa cantante, un patán simpático y deshilvanado (a
modo del “gracioso” del teatro del Siglo de Oro) y un galán encorsetado, enamora-
do de la simpatía y el gracejo andaluz.
La mayoría de estos films, propiciados por acuerdos políticos previos entre la Falan-
ge Española y las autoridades nazis y mussolinianas (como forma de intervención
ideológica) serán producidos por empresas privadas hispano-alemanas que, bajo
diferentes formas de coproducción, sacan adelante sus productos. Sin embargo,
Carmen, la de Triana, posee unas características especiales que es necesario des-
tacar: (1) Fue el proyecto que recibió mayor apoyo oficial por parte del Gobierno ale-
mán entre todos los llevados a buen puerto; (2) La propia UFA entra en coproduc-
ción con la empresa HFP (Hispano Film Produktion); (3) Se concibe una nueva
película (versión alemana) que interpreta también (cantando y hablando en alemán)
la actriz española; (4) Se configura en torno al rodaje una leyenda de encuentros
secretos con el propio Fürher; (5) La película se concibe –como señala muy acerta-
damente Juan Miguel Company– como “un modelo de transición (…) un compromi-
so entre la vertiente populista, dinámica y liberal, nítidamente planteada en Morena
Clara y un cierto discurso de orden y consigna que la nueva España del gobierno
de Burgos intentará acuñar, denodadamente, tras la derrota republicana”12. Aunque
–en mi opinión y con permiso de Company– debo señalar que ese compromiso con
el orden y la consigna deviene también de las propuestas de las autoridades nazis
por introducir su ideología a través del folklorismo y la popularidad de este tipo de
cine: esenciales son en este sentido los comentarios sobre el País Vasco, la loa a la
heroicidad de la traición del brigadier, el rechazo a la raza gitana, etc.; y (6) Sin
embargo, la película puede considerarse una espléndida muestra de armonía esti-
lística llena de hallazgos y recursos formales que constituyen un modelo exportable
a otros films y que –como antes he dejado ya escrito– permanecerá en el tiempo e
influirá no sólo en la versión paralela, rodada por el director alemán Herbert Maisch
con el título de Andalusische Nächt (Noche andaluza), sino también en muchas
otras obras posteriores, incluso en el film de Trueba rodado cincuenta años después
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que recuerda –con añadidos ficticios– los hechos históricos acaecidos durante
estos dos rodajes.
Antes de comenzar el análisis y para mejor compresión del film, reproducimos la
muy completa sinopsis expuesta por Manuel Nicolás Meseguer en su libro ya rese-
ñado (p. 133):
El argumento de Carmen la de Triana se inicia en las inmediaciones del cuartel de Drago-
nes en Sevilla, año 1835. Es allí donde Carmen (Imperio Argentina) se encuentra por prime-
ra vez con el brigadier José Navarro (Rafael Rivelles), gracias al cual consigue acceder a los
calabozos para visitar al torero Antonio Vargas Heredia (Manuel Luna). Correspondiendo a
la amable protección del brigadier, la gitana le regala un clavel y le invita al local donde actúa
por las noches: el café de Mulero. Ya de noche y en medio de la actuación, los celos de Car-
men hacia otra gitana que cortejaba al brigadier la hacen iniciar una pelea que acaba con la
intervención de los dragones. Navarro recibe la orden de conducir a Carmen al calabozo,
pero ésta lo seduce y él se deja arrastrar definitivamente por sus encantos, incumpliendo
además la orden de arresto que había recibido.
A la mañana siguiente, José Navarro es degradado y condenado a pena de prisión. En su
traslado al castillo de Gibralfaro unos contrabandistas de la sierra atacan la comitiva militar
y liberan a Navarro. Éste acabará uniéndose a ellos y reencontrándose con Carmen. Un día
es herido por los dragones y en su larga convalecencia Carmen se da cuenta de la penosa
situación a la que lo ha arrastrado. Avisada de que una maldición pesa sobre ella y sobre
quienes la aman, decide alejarse del brigadier.
De esta forma, Carmen vuelve a Sevilla y se reencuentra con Antonio Vargas. Al mismo tiem-
po, Navarro se ha recuperado y creyéndose traicionado por Carmen decide entregarse a la
justicia. Pero su camino se cruzará con el del torero y sólo Carmen evitará un duelo fatal. Sin
embargo, José pospone su entrega a la justicia y busca venganza. El destino lo satisfará
momentáneamente cuando, dispuesto a matar a Carmen en la Maestranza, el toro empito-
na a Vargas cuando éste cogía un clavel que Carmen le había arrojado.
Navarro recibe la noticia de un plan de los contrabandistas para volar un puente por el que
cruzaría una comitiva de dragones. Dispuesto a recuperar su honor militar a costa de su
vida, decide avisar a los soldados en el último momento. El ex-brigadier evitará la muerte de
varios de sus antiguos compañeros en un acto heroico por el que a su cadáver le serán res-
tituidos su uniforme y sus honores. Al final, Carmen sólo podrá llorar la muerte de los dos
amantes a los que había arrojado el clavel maldito de su amor
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(b) A partir de esta secuencia, la teatralidad se filtra por los intersticios del film: el
realismo deja paso a la estilización sobre todo en la planificación y en la inter-
pretación de la protagonista. La despedida y el coqueteo con el brigadier que le
ha permitido entrar en la prisión de los bandoleros va a dar paso a un ritmo dife-
rente al que el film ha tenido hasta entonces: ahora el director sumerge al públi-
co casi en un musical estilizado.
(c) La versión alemana es casi exacta a la descrita.
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Notas
1 Ver por ejemplo Eduardo Rodríguez Merchán: “Análisis y crítica cinematográfica: el lugar de la
inocencia del espectador”, en Jesús González Requena: El análisis cinematográfico: Modelos
teóricos, metodologías, ejercicios de análisis. Madrid, Editorial Complutense, 1995.
2 Desde Christian Metz hasta autores españoles tan significativos como Jesús González
Requena, ver por ejemplo: “Film, discurso, texto. Hacia una definición del texto artístico”, en
Revista de Ciencias de la Información, número 2. Madrid, Universidad Complutense, 1985.
3 Colectivo Marta Hernández, en la revista Comunicación XXI, número 14, p. 84.
4 Ver sin ir más lejos, entre otros muchos, el capítulo primero (“Hacia una definición del análisis
del film”), del libro J. Aumont y M. Marie: Análisis del film, Barcelona, Paidós Comunicación,
1990.
5 F. Casetti y F. di Chio: Cómo analizar un film, Barcelona, Paidós Comunicación, 1991, p. 21.
6 Me permito aquí un inciso: hablo de cinefilia en el sentido de apasionamiento, de amor incues-
tionable al objeto de análisis, de “cuestiones de fe”, como acertadamente señala Carlos Losi-
lla en el prólogo a Una cinefilia a contracorriente. La nouvele vague y el gusto por el cine ame-
ricano (Pequeña antología de Cahiers du cinéma). Barcelona, Paidós, 2004. Soy consciente
de que como señala José Luis Fecé (ver prólogo a Teoría y crítica del cine. Avatares de una
cinefilia (Pequeña antología de Cahiers du cinéma. Barcelona, Paidós, 2005) pueden existir y
convivir muchas cinefilias, que cada generación posee la suya, igual que cada época tiene su
cine y su forma de apropiarse de él. Incluso yo llegaría a señalar que cada cinéfilo descubre,
ama y cultiva su particular e intransferible cinefilia.
7 Muy clarificador resulta el artículo del profesor de la Universidad de Sevilla, Rafael Utrera,
en El cine de Florián Rey, Zaragoza, Caja de Ahorros de la Inmaculada, 1991, o -si se encuen-
tra la fuente original- ver Florián Rey: “Españoladas”, en revista Vértice, número 71, Madrid,
febrero de 1944. También D. Pineda Novo estudia con profusión el fenómeno de la “española-
da” en Las folklóricas y el cine. Huelva, Festival de Cine, 1994.
9 Cuya Tesis Doctoral sobre las coproducciones hispano-alemanas de 1937-38 creo que se
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Carmen, la de Triana”, en Secuencias. Revista de Historia del Cine, Madrid, Número 20,
segundo semestre de 2004; M. Nicolás Meseguer: La intervención velada. El apoyo cinema-
tográfico alemán al bando franquista (1936-1939). Murcia, Primavera cinematográfica de
Lorca/Universidad de Murcia, 2004; S. Zierer: “Carmen, la de Triana”, en J. Pérez Perucha
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moteca Española, 1997; R. Gubern: El cine sonoro en la II República, Barcelona, Lumen,
1977; Martín de la Plaza: Imperio Argentina, una vida de artista. Madrid, Alianza Editorial,
2003.
11 Según los historiadores del periodo, en esos años se llegaron a rodar 66 coproducciones de
la Alemania nacionalsocialista con sus vecinos europeos y con sus aliados de guerra; de las
cuales se filmaron también de la versión original 37 versiones en alemán. Ver datos en Marta
Muñoz Aunión, artículo citado.
12 Ver Juan Miguel Company: “La cruzada del Brigadier: a propósito de Carmen, la de Triana”,
en Archivos de la Filmoteca, número 7, Valencia, 1990. pp. 14 a 19.
13 Además de las que quedarán señaladas en el análisis el fragmento escogido, se aprecian
importantes diferencias en las secuencias del río, en la del beso y en apasionamiento de los
actores. En general, la versión alemana resulta más fría y distante.
14 Frank Capra: Autobiografía El nombre delante del título Prólogo de John Ford. Madrid, Ed.
T&B, 1998.
15 En España se ruedan exteriores en Ronda y Sevilla. El resto de la película se rueda íntegra-
mente en los estudios de Alemania: los exteriores en Dusseldorf y los interiores en Berlín
(Estudios UFA).
16 Recuérdese que poco tiempo antes del rodaje del film la legión Cóndor alemana ha bombar-
deado a la población civil de Guernica, en un alarde de falta de humanidad y en una clara
represión de lo vasco.
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Avatar de tejedores*
Julio Pérez Perucha
Presidente de la AEHC
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También se habla de análisis fílmico, como aquí, de análisis textual para decir que
es lo mismo que el análisis fílmico, o incluso se habla de análisis crítico, aunque en
los últimos tiempos hay que tener muchísimo cuidado para poder hablar de análisis
crítico, si entendemos que es el que se asienta en lo que se llama la crítica de cine,
la crítica de espectáculo, de banalidad, de trivialidad y de obviedad. Pero en fin, tam-
bién es análisis. Porque, pese a todo, ¿es o no es lo mismo análisis fílmico a análi-
sis textual, análisis crítico?. Desde luego lo que está claro es que el análisis fílmico
o el análisis textual aparentemente sólo se ocupan del objeto fílm, que puede ser un
objeto estratosférico. Allí hay un objeto que vamos a analizar a ver qué sacamos,
cómo será realmente; como si estuviéramos analizando un meteoro que ha caído,
de no se sabe donde, de no se sabe qué confines del universo. ¿Se puede ir más
lejos del análisis de esta estratosfera? Pues sí, algunos creemos que sí y se debe
ir más lejos, y que un film no es un objeto estratosférico por mucho que algunos cul-
tivadores de ciertos análisis textuales se empeñen en ello.
Yo recuerdo cuando tiempo atrás, quizá algunos de ustedes sepan, dirigí y compilé
un proyecto más o menos ambicioso sobre la autenticidad del cine español, en el
cual, cuarenta y tres o cuarenta y cuatro colegas de la Asociación Española de His-
toriadores del Cine se dedicaban a destripar otras tantas películas españolas, en
total 305, explicando lo que había que explicar.
En algunos casos, en las tareas de edición, tuve que explicarles a los autores de las
entradas, voces o artículos de esas películas, que me parecían muy brillantes y esti-
mulantes sus comentarios, más aun, era correcto, justo y adecuado lo que decían,
pero que me había quedado con dudas sobre si se trataba de una película españo-
la, una película japonesa, portuguesa, boliviana o sueca. He aquí el ejemplo de la
aplicación de análisis cuando no se sabe en qué territorio o en qué formación social
se ancla. Pero, claro, creo se puede ir mucho más lejos, porque algunos siempre
hemos pensado que en la superficie textual del objeto film siempre está grabada,
pero grabada a sangre y fuego, la huella de su proceso de producción; claro está, si
uno sabe entenderlo.
Decía que en la superficie textual del film siempre están grabadas las huellas del
proceso de producción, simplemente hay que saber interpelar el objeto que estamos
analizando, el film, y se pueden descubrir las huellas de la financiación y las huellas
industriales que lo han hecho, en fin, incluso las huellas laborales.
Todo esto lo que pasa es que hay que verlo y no es nada difícil. Ustedes ven una
película en que hay ciertos pasajes que son absolutamente ortodoxos y convencio-
nales, y luego ven otros pasajes en que parece una película primitiva, que no se
construye el espacio, que el punto de vista es errático, que no hay un découpage ni
un contracampo ni nada que se le parezca, pero saben que hay otros pasos que
estaban correctamente resueltos, y entonces pueden tomar tres actitudes: lamentar
e insultar al realizador diciendo: “Este tío es idiota, no sabe, qué perezoso…” O pue-
den no enterarse y decir: “Me estoy durmiendo…”. O también pueden pensar que,
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porque lo que haría sería ir haciendo siempre preguntas, intentando que la acumula-
ción de preguntas no aburra al respetable, cosa que me estoy empezando a temer.
¿Para qué aislar en un film elementos constituyentes, rompiendo la magia de la
experiencia artística? Se me ocurren varias respuestas. Una, por curiosidad, vamos
a ver esto que me resulta tan gracioso cómo se ha hecho, y si me puedo comprar
un libro muy sabio diciendo cómo se hizo el Ciudadano Kane, pues magnífico. Espe-
remos que algún día halla un libro que diga cómo se hizo Bienvenido Mr.Marshall o
Dos chicas locas locas, locas.
También por trabajo académico y me imagino que ustedes aquí lo saben muy bien,
la descomposición de análisis de las películas en los ámbitos académicos da bas-
tante de sí, cuál sea su función social ya sería otra pregunta que yo no estaría en
condiciones de responder ya que, evidentemente, esto da lugar a clases, profesora-
do, tesis, artículos, escritos, debates e incluso apasionantes congresos como este,
así que bienvenidos al punto académico. Pero también hay otra forma, que es para
aprender a convertirse en cocinero; si yo acabo sabiendo cómo se hace una pelícu-
la, destripo una película, veo como se hace, etc., cuando me pongo a hacer pelícu-
las, si llego a hacerlas, si agarro un DVD y un poco de dinero y me lo hago o si quie-
ro hacer una película en condiciones industriales, alguien me la paga, cosa harto
difícil, pues sabré hacerlo o sabré no hacerlo. ¿Qué quiere decir saber no hacerlo?
Saber hacerlo quiere decir saber impugnarlo. Sabré hacer porque me parece bien
hacerlo o sabré impugnarlo porque esto ya no toca hacerlo así y lo haré de otra
manera, pero sabiendo donde me apoyo, y no improvisando, etc. Bien, ustedes
saben que hay muchas escuelas de cine desde hace años, que yo siempre me he
preguntado con cierta inquietud qué tipo de enseñanzas ofrecen a los alumnos por-
que finalmente algunos de estos alumnos hacen películas, y son unos horrores de
tal envergadura que me pregunto. “¿Y estos profesores?” Deberían suicidarse al ver
lo resultados de su docencia…En fin, con perdón y todo mi respeto al nutrido cuer-
po de profesores que me escucha.
Así que esto es una de las formas en que podemos meter el diente. Por eso, ¿para
qué?, para esto aislamos un film y rompemos la magia de la especie artística, para
poder convertirnos en “cocineros eficientes”. Pero hay otra cuestión de mayor enver-
gadura y que creo que lo justificaría más allá de los comentarios más o menos chis-
tosos.Yo creo que si estudiamos sus componentes y las aislamos podemos estudiar
sus interrelaciones, las interrelaciones entre los componentes, y por tanto lo que
hacemos es evidenciar el sentido discursivo de ese artefacto que llamamos film,
novela, cuadro o lo que ustedes digan.
Esto vale para cualquier artefacto estético.Y si evidenciamos su sentido, lo hacemos
visible, lo podemos transmitir. Si conseguimos evidenciar el sentido y el discurso de
este artefacto estético, podemos hacer con ello varias cosas: o irnos a la cama
encantados de lo listos que somos, pero entonces evidentemente no veo para qué
pegarse tal trabajera, porque analizar una película da gran trabajo, sobre todo por-
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que muchas veces en su discurrir introduce diégesis que tienen una gran cantidad
de trampas que lo que hacen es intentar fastidiar al analista por si acaso aparece.
Es decir, que el mágico artefacto que nos proporciona una experiencia artística, nos
proporciona un goce; muchas veces, como el gato que no quiere que lo acaricies
cuando a él no le apetece, establece sus propios mecanismos para quedarse ahí
tranquilo y que le dejen así un poco soltando su magia continuamente. Pero si real-
mente evidenciamos el discurso y no nos vamos a ir directamente después tan con-
tentos a la cama o a tomarnos una copa, esto lo hacemos o bien para subrayarlo
(subrayarlo quiere decir darle mayor visibilidad y mayor presencia, posiblemente
social), o para prolongarlo, prolongarlo es hacer un poco de camino, de puente
hacia esa misma realidad social en base a dinamizarlo, a activarlo o incluso a mul-
tiplicarlo en el momento entre los artistas creadores y los analistas, los comentaris-
tas, los expertos. O también, por el contrario, denunciarlo y desactivarlo. Quizás un
objeto estético parece que está hablando de otra cosa pero, realmente, lo que nos
está contando es una apología del nazismo y del racismo, pero lo hace como lo
hacen casi todos los productos estéticos, de manera indirecta y metiendo la cues-
tión con mucha vaselina para que la gente, por aquello de la pulsión escópica pro-
pia del cine y también de la pintura, no llegue a discutir todo lo que te entra por los
ojos, a que no se entere de que se está metiendo un auténtico veneno ideológico;
en tal caso, también se puede hacer con el análisis denunciarlo y desactivarlo si se
es posible.
En suma, un artefacto estético significante también se puede decir que se caracte-
riza por no ser una evidente proclama, sino un conjunto de proposiciones trenzadas
recíprocamente, jerarquizadas por tanto, muchas latentes, otras presentes pero
subterráneas, otras manifiestas y otras falsamente manifiestas. Pero para que todo
esto tenga algún sentido dentro del mundo en que nos movemos, no nos debemos
olvidar jamás del gozador, es decir, del receptor. Nada de esto tiene sentido si nos
olvidamos del receptor. Sobre todo considerando que el receptor es simultáneamen-
te un sujeto individual y un sujeto social, y que por tanto un producto estético film
interpela al receptor/a. Estamos hablando de que simultáneamente individual y
social es una suma de la situación de género en lo social quizá de manera un poco
forzada, con lo que se quiere decir que una película interpreta, interpela, por una
parte al sujeto que está confrontándose con ese film y también está interpelando al
receptor como operador social, es decir, persona que está en la realidad social, tra-
baja, habla, en fin, que no está encerrado en una especie de fanal, ni siquiera que
con un grupito muy reducido de gente vive aislado en un falansterio.
Evidentemente el cómo interpela al sujeto es una tarea de la cual se ocupa de
manera muy fructífera el psicoanálisis aplicado a los discursos estéticos, y de ello
no voy a hablar ahora especialmente, de un lado porque parece que no procede y,
de otro, porque gente que hay aquí que sabe de esto más que yo de largo. La mane-
ra en que interpela el operador al sujeto, a la persona, al señor que está viendo la
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del espacio, y la construcción del espacio es fundamental para que exista la pelícu-
la como tal película, el cine como tal cine, el film como tal film, porque la construc-
ción del espacio implica la multiplicación o al menos la potencial multiplicación del
punto de vista.
Todo esto, ¿a qué nos lleva? A que si en una fase primitiva vemos un cuadro y una
serie de iconos que van por aquí y por allá, ya sean actores, semovientes, anima-
les de compañía, floreros, muebles etc, etc., esto corresponde a un plano como una
escena, porque casi no existe todavía el concepto de secuencia. Según esto se va
desarrollando aparece una escena que se convierte en secuencia y tiene varios pla-
nos, es decir, se ha destripado, se ha troceado el espacio, se ha construido un espa-
cio frontal unívoco de raigambre estrictamente teatral italiana, se ha troceado una
serie de planos, de espacios distintos, de mayores o menores escalas de planos y,
en función de las escalas de plano y de las relaciones entre un plano y otro, se van
construyendo puntos de vista, con lo cual, como digo, se multiplica este universo
icónico, que por otra parte apela a lo que es inmediatamente visible. Los iconos son
inmediatamente visibles por una parte, pero por otra parte tienen mucho que ver con
las estructuras narrativas de finales del XIX, tanto teatrales como en la novelística.
Y es más, podríamos decir que el catalizador, el colimador o el operador de estas
operaciones, por las cuales el espacio se fragmenta, se trocea, se instalan los pun-
tos de vista, las diferentes escalas de mostración, planos, contraplanos, planos
medios, etc, etc., en que se trocea lo que es la frontalidad y la escena unitaria del
cine primitivo, el colimador y catalizador de todo esto, digo, es precisamente la expe-
riencia literaria, pese a que la especie literaria, en principio, no es icónica, simple-
mente suscita experiencias icónicas indirectas en la época clásica a través de los
grabados, luego ya directamente mediante las adaptaciones.
Pero estas estructuras narrativas acaban multiplicando lo no inmediatamente visi-
ble, o sea que, si por una parte toda vivencia y la tradición icónica están hablando
de cosas inmediatamente visibles, evidentemente la estructura literaria no habla de
nada visible, pero sí tiene una estructura. El cruce entre estas operaciones icóni-
cas y unas estructuras narrativas progresivamente complejas permite, igual que
una multiplicación del universo icónico, una simultaneidad de lugares, de formas,
de pasajes que es lo que hace posible que se construya lo que se llama la diége-
sis clásica.
Entonces, este equilibrio entre el origen en las artes plásticas y el cine, y el nutrido
y desarrollado inicio impulsado por las narraciones populares y por la literatura, es
lo que según se consigue equilibrar, hace la madurez y hace la fortuna del cine, del
objeto film porque así está en condiciones de capturar la mirada del espectador y
de otra manera la mirada es flotante.
Si realmente pasa el cinema de un estado a otro estado a través de los objetos film,
es porque precisamente se consigue capturar y disciplinar la mirada del espectador,
que deje de ser flotante; luego, la diferencia entre los espectáculos primitivos u otro
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en circulación ese texto que se espera que va a tener ciertos efectos, lo que sí está
claro es que, al contar con los espectadores, hay que contar con las tradiciones cul-
turales y las tradiciones históricas en las que ese espectador está inmerso o de
donde viene.
Evidentemente, al contar con ese tipo de tradiciones que se manifiestan en eleccio-
nes genéricas, tipo de actores, todo eso sí está en la película antes de que la pelí-
cula circule; desde ahí puede asegurarse un proyecto de un gráfico del espectador,
a priori; está en la película y lo puedes detraer y puedes poner en pie un saber estu-
diante fílmico sobre el futuro, bien entendido, siempre hay que tocarlo con cautela,
porque una cosa es hacer hipótesis razonables y otra cosa es delirar y profetizar, a
veces las cosas se juntan con los efectos que se saben.
Total, el resultado es que un film es un denso tejido de elementos diferentes, articu-
lados, trenzados, solapados, tricotados si quieren, pero un tejido por tanto y lo teji-
do se desteje y lo que se desteje se puede volver a tejer y, por tanto, los críticos y
analistas son destejedores pero pueden venir tejedores directores, porque, en
pocas palabras, de los riesgos de los excesos de interpretación en los que podamos
incurrir lo cierto es que, parafraseando una parábola sutil, sabiendo los ingredientes
se conoce la naturaleza de la mezcla, y por tanto se atizona la posibilidad de hacer-
se la conciencia.
Les voy a hacer dos observaciones, en primer lugar miren ustedes para los artistas,
para los creadores esto es una cuestión de encabalgamiento con los analistas. Para
los artistas, los creadores, el referente es la realidad inmediata y su movimiento en
primer lugar, y el marco cultural histórico va muy en segundo lugar, pero fundamen-
talmente su materia de referencia, lo que acaba nutriendo el proceso fílmico, es la
realidad inmediata. Para los analistas, para los tejedores, es totalmente al contrario,
su referente inmediato es una realidad mediada. Estamos hablando de las realida-
des no inmediatas sino mediadas porque estamos hablando de realidades vistas a
través de otras miradas. Y al estar viendo la realidad a través de otras miradas, es
decir, a través de un texto artístico, esto es lo que ponemos en primer lugar y no
ignoramos que estamos hablando de algo que es una operación mediada, que no
es directamente la realidad, salvo que digamos –y podríamos decirlo con toda la
razón– que las películas forman parte de la realidad. Pero las películas, las novelas
o las pinturas, el arte abstracto y otras cosas ponen esto en crisis. Resulta que están
hablando directamente de la realidad y lo que analizamos. Y por tanto, la realidad y
la cultura inmediata que nutre el texto artístico, para nosotros está también en
segundo lugar.
En fin, lo que sí es cierto es que a la postre, entre los creadores, los creativos y los
que más o menos llamamos textualistas, hay una relación de diálogo entre unos tex-
tos y otros textos.Yo estoy hablando de textualistas, no ignorando que en los últimos
tiempos se sufre un galopante desprestigio en lo que se llama análisis textual, bien
entendido que muchos hablan de análisis textual, pero casi nadie define lo que es.
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la ocasión la pintan calva para que si digo tonterías me tiren piedras. O sea, aquí
están perfectamente los dos polos de los que pueden ser operadores en el objeto
film: el director, y aquí el listillo que habla.
Hay una secuencia, en la cual el terrateniente está sentado en una mesa con la cara
de ajo y frente a él está sentada una tipa, que es su esposa, que le suelta un rollo
absolutamente indigesto y lamentable sobre la conveniencia y la utilidad de la cas-
tidad. Y que, ya que se ha visto que por razones que se ignoran, su mujer no va a
tener hijos, pues no hay como dedicarse a mayores jugueteos de cama y que viva
la castidad. Bien. Dice esto y luego volvemos a la imagen del pobre cacique y nos
encontramos en campo con lo siguiente: por una parte con una sirvienta que entra
bruscamente por la izquierda del campo, sin que haya aparecido nunca antes y sin
que haya ningún plano ni ningún plano de situación para ver que es realmente una
brusca irrupción icónica de una sirvienta que nos sirve para dirigirnos la mirada
hacia la pared donde hay un cuadro de la reprimida que la acaba de soltar la pero-
rata justo a la izquierda del campo, y a la derecha del campo está sentado Fernan-
do Rey con la cara de mártir que se imaginan y desde el cuadro hasta la efigie de
Fernando Rey una llamativa grieta en la pared que no se justifica de ninguna mane-
ra considerando el lugar donde están, el cortijo lujoso, etc, etc.
En fin, evidentemente, y relacionado con el personaje femenino y el personaje mas-
culino, hay una grieta de lo más ostensible que es la grieta que desune el persona-
je. Esta bien claro, por si no teníamos claro el asunto nos hace falta solo que Fer-
nando Rey ponga cara de fastidio; evidentemente Fernando Rey, el cacique, es un
personaje totalmente desquiciado porque está atravesando una grieta, la grieta de
deseo etc, etc. La figura es del 75, que tengan que pasar 30 años para que alguien
se dé cuenta de esto que lo puse a conciencia, me deja estupefacto, y además me
deja, como ya lo estoy, cabreadísimo con el mundo del cine español. También es
cierto que este director es un director talentoso, que su última película es del año
82 y desde el año 82 ya no hace más cine, hace un par de cosas de televisión hasta
el 84 y luego se convierte en el animador del clan de los Pelayo, quizá ustedes
sepan quien son el clan de los Pelayo. Es un conjunto de parientes animados por
este señor que con métodos informáticos y estadísticos se han dedicado a reventar
todas las bancas de los casinos del mundo. Hasta que, por ejemplo, en algunos
casinos, aquí en Majadaonda y Torrelodones, les impidieron la entrada porque aque-
llo era un desastre, la cosa acabó en el Tribunal Supremo y ustedes estarán al tanto
de una sentencia por la que, en fin, no le podían prohibir la entrada a este señor y
que si era más listo que ellos que espabilaran.
Sigamos con Gonzalo García Pelayo, para que vean que si uno tiene talento igual
lo tiene haciendo cine que jugando. En un momento dado hemos visto al tal cacique
ir en caballo, pero en otro momento el cacique va en coche. Pues resulta que el
coche que lleva es un Opel modelo Capitán. Es un modelo de los años 60, era muy
gracioso que el cacique no llevara cualquier coche sino un Opel Capitán, lo cual
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pone de relieve que muchas veces el engarce de esos materiales pro-fílmicos lo que
hacen es crear sentido y que los artefactos films son artefactos muy complejos que
crean sentido al margen del deseo o no deseo del realizador.
Otro ejemplo, hay una canción, dentro de la canción hay un primer plano de la pro-
tagonista, que es Manuela que está secando ropa y colocándola en una cuerda de
tender, y luego saca agua de un pozo, la hemos visto llegar al pozo después de
secar la ropa en un plano general con el cual inmediatamente identificamos el lugar
donde se encuentra, se acerca a ella, todo esto es un plano master retrocediendo
la cámara, y al retroceder la cámara vemos al hijo pequeño que ya vimos 12 segun-
dos antes es un mocete, que su marido está viejo, ella también, que la casa está
más modernizada, es decir, que ha pasado un montón de tiempo y lo que nos está
contando este plano master dentro del discurso del film es que puede haber pasa-
do mucho tiempo, pero las condiciones de vida y de trabajo del campesino andaluz,
se mantienen inalterables. Al menos desde el momento en que se enuncia esta pro-
puesta, que es en el año 75. Pero hay también aquí que dentro de este plano mas-
ter hay un corte y hay un rótulo, han pasado 15 años, pero claro, ¿esto qué es? Se
lo vuelvo a decir al director: “Oye, esto es un disparate, esto funciona perfectamen-
te así, para qué le pones este rótulo, es un error. Además rompe la visualización del
proceso que está haciendo”. Y me dice que sí, que tenía razón pero la culpa es del
productor que le obligó. Así que en las películas también hay otro factores a veces
incontrolables, como son los productores.
Muchísimos cineastas aparentemente menores tienen cantidad de observaciones
tanto estructurales narrativas como icónicas que es lo que hace que su mal cine nos
esté acompañando a muchos y todavía creo que el espectáculo audiovisual lo
seguirá haciendo durante muchos años a nuestra habida experiencia. Pues nada
muchas gracias por la paciencia y ya me voy.
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ca que trasciende su propia condición de producto industrial: obra realizada para ser
consumida, disfrutada, por un grupo indefinido de personas que responden con ges-
tos tan diversos a su contemplación que, por encima de todo, generan controversia
tras el visionado.
Sabemos que fue en esa época (1950-1969) cuando unos jóvenes privilegiados por
el momento social, político y cultural deciden impulsar un movimiento que simultá-
neamente en todo el mundo provoca nuevas inquietudes para su generación a par-
tir de enfrentarse radicalmente con la anterior aunque al final acabarían pareciéndo-
se más de la cuenta a aquello contra lo que afilaron su dialéctica, señalando cuáles
son los elementos de discusión según su propio criterio. Dar oportunidades no fue
lo suyo, sino que impusieron una mirada cinematográfica exclusiva, que no com-
prendía la contraria u otras que correspondían a las inquietudes de muchos espec-
tadores que no tenían por qué compartir la suya.
Llamar la atención puede ser el argumento que sirve de punto de partida. Cuando
se escriben textos en revistas de circulación reducida, cuando se dirigen cortos que
apenas ven un grupo muy pequeño de personas, cuando los nuevos actores no
encuentran cabida en la producción que se está realizando en una determinada
época, se hace necesario llamar la atención, provocar ciertas reacciones y alentar
demostraciones de valor creativo cuando no existe como tal.
Estas posturas dieron paso a una emergente –continuada y excesiva– producción
de películas que lentamente fue abriendo un camino que dentro de un contexto
industrial se alejaba de unos principios motores que se definen en el tiempo como
ofertas para el entretenimiento masivo. Se dio en llamar cine independiente a todo
aquel conjunto de películas que pretendían nadar contra corriente, sin reparar en la
estructura industrial en la que surge cada proyecto. Lo que no se dice es que si exis-
te cine independiente será en una industria como la estadounidense; en la europea
difícilmente podemos decir qué es cine independiente al “depender” de unas instan-
cias económicas muy conocidas, públicas por supuesto. Sin duda que hay excepcio-
nes, pero por su volumen pasan desapercibidas y, al cabo, casi todos se acaban
apuntado al pesebre nutricio.
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Desde aquella época hasta el primer lustro del siglo XXI en el que vivimos, sin duda
se han superado muchas etapas, han surgido nombres importantes en cada una de
las facetas ya profesionales de la creación cinematográfica, tanto que cada uno
tiene su propia historia y reclama, sin duda, su protagonismo. Hablamos de etapas
o periodos porque está muy claro, por lo menos para nosotros, que el análisis de
una película encierra un sinfín de circunstancias que han influido en su existencia,
y difícilmente se podrá aplicar un mismo criterio o método al hablar de dos pelícu-
las de la misma nacionalidad producidas en momentos distantes entre sí, o hablar
de dos películas de distintos países realizadas en el mismo año.
En aquellos lejanos años, producir “vistas” suponía generar imágenes para comple-
tar programas y ofrecer contenidos para abastecer las numerosas salas que se iban
abriendo por todo el mundo. Era el momento de la atracción, del espectáculo, del
entretenimiento en el sentido más simple: a falta de otras novedades, el Cinemató-
grafo podía suplir el vacío. Pero la inicial curiosidad se convertirá en negocio de la
mano de un hombre obsesionado por las patentes, Thomas Alva Edison, que com-
prende la necesidad de controlar la industria y marcar el rumbo de la misma. Empre-
sas, Estudios, directores, actrices, etc.; unas personas gestionan y otras crean. Es
en la segunda década del siglo XX cuando se establecen las pautas de producción
que rápidamente se generalizarán, provocando las primeras tensiones sobre qué
película-historia producir, con qué elementos artísticos, bajo qué dirección y bus-
cando qué objetivos. Comedias, dramas, cintas cómicas, melodramas, aventuras...
Los seriales establecen algunos perfiles y van convenciendo al espectador que los
programas se van a reducir de tal manera que cada sala proyectará una sola pelí-
cula en cada sesión.
La implantación del largometraje como formato comercial es lenta y desde el cine
estadounidense, italiano y francés, pero servirá para descubrir que para nada cami-
nan a la par los intereses de los guionistas y directores con los de los magnates y
productores adscritos a un determinado Estudio (como se ve, un problema de ayer
que todavía se discute hoy). Con ello no queremos decir que las películas de una,
dos o tres bobinas no tengan valor; desde el punto de vista industrial lo tienen, pero
la verdad es que se habla muy poco de ellas, quizás porque se hace mucho más
difícil acceder a ciertos fondos y disponer de la necesaria paciencia investigadora
para empeños de tal envergadura.
Hablemos, pues, de ciertos aspectos que condicionan el análisis de una película
desde la producción. Y para ello nos situaremos en el marco de algunos títulos des-
tacados por todos a lo largo de los tiempos.
Los primeros ejemplos tienen que ver con David Wark Griffith, uno de los grandes
directores de la primera época del cine. Tanto si hablamos de El nacimiento de una
nación (The birth of a nation, 1915), como de Intolerancia (Intolerance, 1916), nos
encontramos con que los resultados ofrecidos al espectador de la época no son los
que realmente pensó, diseñó y realizó el director. Sin duda sus pretensiones iban
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más allá de lo convencional: no se trataba de producir dos películas más, sino que
quisieron ser, desde el primer momento, dos monumentos cinematográficos que
sorprendieran a todo el mundo y fueran, además, taquilleros.
En la primera película mencionada, Griffith se permitió el lujo de impresionar 60.000
metros de película (un equivalente a 3 horas 42 minutos, para un tiempo de caden-
cia de 24 fps). La duración inicial de la película para su estreno fue de 180 minutos
que se vieron finalmente reducidos a 165 tras la intervención de la censura (su rees-
treno en 1930 ya sólo duraba 135 minutos y, según se contempla en la documenta-
ción existente, se proyectó con efectos sonoros, partitura sincronizada y prólogo).
Sobre la segunda película podemos decir que los cuatro episodios (La historia de
Babilonia 539 a.C.; la historia de Judea, año 27; la historia francesa, 1572; y la
época moderna, 1914) se desarrollaban en una primera versión de 8 horas, que
Griffith decidió reducir a 3 horas 40 minutos para su exhibición comercial. Pero que-
remos ir un poco más allá. Según consta en la filmografía de Griffith, en 1919 se
estrena The fall of Babilon, que consta del episodio de la película Intolerancia y
material adicional. Queremos interpretar que este material adicional son descartes
iniciales, planos o secuencias completas que en su primera versión comercial no se
contemplaron porque su inclusión hacía excesivamente larga la proyección. ¿Fue,
no obstante, una decisión del propio Griffith o la tomó con el asesoramiento de algún
colaborador?
Pero, si seguimos hablando del maestro del cine mudo, nos encontramos en su obra
con películas como Corazones del mundo (Hearts of the world, 1918) que un año
después de su estreno sería reestrenada en una versión reducida de la misma con
el título Peace Edition. También podemos destacar Las dos tormentas (Way down
east, 1920), película que sería reestrenada diez años después con efectos sonoros
y partitura sincronizada.
Si de entrada debemos tener en cuenta todas estas circunstancias a la hora de ana-
lizar una determinada película, también hemos de asumir un mayor compromiso
documental para decidir cómo interpretar la producción en sí misma si sabemos
más cosas. A modo de ejemplo, simplemente tenemos que valorar la importancia
que pueda tener que un filme u otro esté producido por la American Biograph (Judith
de Bethulia [Judith of Bethulia, 1914]), que la Reliance-Majestic y Mutual estén
detrás de otros títulos, que sea el propio Griffith el que asuma el control de sus prin-
cipales títulos (El nacimiento de una nación, Intolerancia) y que Paramount-Artcraft
produzca sus siguientes trabajos, hasta el surgimiento de la United Artists, produc-
tora fundada por directores y actores para rentabilizar mejor su imagen.
Además, debemos sopesar hasta qué punto la figura de Johann Gottlob Wilhem Bit-
zer, Billy Bitzer, va a ser determinante para dar un concepto diferente a la imagen
en las películas del director; o en qué medida la presencia en sus películas de algu-
nos de los rostros más importantes del cine estadounidense hicieron posible unos
resultados artísticos sorprendentes. Y diríamos algo más: en qué medida un monta-
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dor como James Smith fue decisivo para dar un mayor sentido a la estructura narra-
tiva de sus filmes.
Estamos hablando, como se puede observar, de investigación, estudio y conoci-
miento; o lo que es lo mismo, cultura cinematográfica, la necesaria para establecer
con criterio una valoración que vaya más allá del simple acto de la contemplación
teórica sobre la que se construyen entramados científicos que evocan imaginación
e interpretación más allá de la actitud del creador hacia su obra.
Sin duda es el director, simple artesano con empleo y sueldo en un Estudio o crea-
dor de grandes cualidades y capaz de asumir diversas funciones por su relevancia
y autoridad, quien se convierte en el referente casi único de lo que conocemos como
autoría del filme. Un director que, superando las barreras temporales, tiene ideas
muy distintas de su oficio no sólo con sus más allegados sino, también, con casi
todos sus coetáneos. Son figuras que destacan por la efectividad de sus películas
cara a la taquilla, por los premios que pueden recibir de la propia profesión y del eco
que se hacen de los mismos los medios especializados. Se convierten en genios
desde la perspectiva de unos pocos, para ser piezas fundamentales del negocio
porque todo lo que firman resulta rentable.
Sabemos, porque así lo han contado los propios interesados, que muchos directo-
res, en todos los países, han trabajado en todo tipo de situaciones; es decir, han
tenido que solventar el férreo control al que le sometían los productores de los Estu-
dios, porque una cosa era crear y otra muy distinta comercializar la película.
Entre 1920 y 1929 sabemos que existe un elevado número de películas que por sí
mismas se han convertido en referentes ineludibles de la historia del cine; es una de
las épocas doradas del cine tanto a nivel industrial como creativo, sobre todo en las
principales industrias existentes y de acuerdo con la aceptación por el público de
gran parte de los filmes exhibidos. Según en qué país, la producción propia se con-
vierte en reclamo importante para los ciudadanos del mismo, obras que en su dis-
tribución internacional han despertado respuestas desiguales; y todo ello más allá
del interés generalizado que se produce por las producciones estadounidenses a lo
largo del tiempo.
No obstante, retornando a nuestra idea, creación y comercialización sufren un evi-
dente desencuentro en muchas más películas de las que creemos.Y para ello segui-
remos con otros ejemplos.
Un caso singular también fue el protagonizado por Erich von Stroheim, otro de los
considerados genios del cine en su etapa muda. Controvertido y polifacético crea-
dor de historias visuales de entramado complejo, su desbordante imaginación y sor-
prendentes apuestas le confieren un lugar entre esos elegidos que quizás no logra-
ron entender a la industria en la que trabajaron. Tanto Carl Laemmle en la Universal
como Irving Thalberg en la Metro-Goldwyn-Mayer sufrieron sus despropósitos crea-
tivos. En Esposas frívolas (Foolish wives, 1922) presenta un primer montaje de seis
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horas, para llegar a las cuatro el día de sus estreno, aunque la Universal decide dis-
tribuirla comercialmente en poco más de tres horas (aunque se sabe que, posterior-
mente, todavía se reduce más el metraje de la película). En este sentido hay que
andar con cuidado cuando se dice que un Estudio o varios fueron los culpables de
la destrucción del trabajo de un director como Stroheim. Hay que andar con pies de
plomo al pronunciar este tipo de comentarios porque si el visionado de dichas pelí-
culas muestra el gran poder de seducción del director, su capacidad creativa de cara
a plasmar la complejidad interior de cada uno de los personajes, también puede
demostrar –y nosotros padecer- el despropósito de un proyecto que en su visiona-
do actual resulta imposible de soportar. En este sentido qué podemos decir de Ava-
ricia (Greed, 1925), sin duda una de las grandes películas del periodo que en sus
escasas tres horas se convierte en una pesada historia que las nuevas generacio-
nes apenas aguantan un único pase, diciendo de ella que es lenta, insoportable,
aburrida. Las excelencias de algunos de sus momentos más intensos, aquellos que
permiten una lectura narrativa singular, se pierden en el conjunto de la obra que, de
ser posible el visionado inicial de nueve horas, no logramos alcanzar qué es lo que
pudiera pasar; por algo Platón nunca se fió de los artistas a los que consideraba
imprevisibles.
Aquí se confirma, de nuevo, que más allá de la “libertad creativa” que propiciaban
algunos Estudios estadounidenses ya desde la última década del periodo mudo, sus
productores sabían qué material debían manejar, cómo tenía que ser el producto
que llegara al espectador, en qué condiciones había que mostrárselo y cómo lan-
zarlo publicitariamente hablando (un tema éste que exige mucho más tiempo del
espacio de que disponemos y que dejaremos para otra ocasión). Aquí también se
consolida la idea de que un director y guionista que, además, se convierte en pro-
ductor, muchas veces puede obsesionarse con su proyecto hasta niveles insosteni-
bles por la industria cinematográfica, sobre todo teniendo en cuenta que tras la pro-
ducción hay que distribuir y exhibir la película, y que tanto la lista de películas que
el distribuidor presenta al exhibidor como el programa que tiene que componer éste
deben ajustarse a unos patrones que la industria en general va asumiendo en cada
época atendiendo al producto-película que se lleva a cabo (estas situaciones han
existido y todavía se dan en muchos países, especialmente europeos).
Podemos hablar de otras películas y directores para confirmar que hay muchas
cuestiones detrás de cada una de las obras y que no todas han sido pensadas y
realizadas tal y como llegaron después al público.
La quimera del oro (The gold rush, 1925), de Charles Chaplin, tuvo una primera ver-
sión en su estreno el 26 de junio en el Egyptian Theatre de 3.125 metros. Cuando
se estrena oficialmente el 16 de agosto ya sólo se proyecta una versión de 2.720
metros. En 1942 se reestrena sonorizada con 2.150 metros. Es decir, más allá de
que la proyección se sitúe entre los 90-100 minutos, lo que nos debe importar, sin
duda, es que por el camino se han quedado muchas imágenes. Pensemos que en
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el primer montaje Chaplin ya adopta un criterio selectivo que le lleva a eliminar esce-
nas quizás completas del material filmado que, en su momento, consideró funda-
mentales para la comprensión de la trama y que, una vez delante de la moviola, no
las vio tan necesarias. Después asistimos a un estreno ante el público que todavía
se revisa y se ajusta. ¿Qué es, pues, lo que valoramos finalmente? Al espectador,
al que nada de lo sucedido le preocupa, y que lo único que le interesa son esas imá-
genes que le proyectan en la sala de cine a la que asiste; lo demás queda para el
historiador, el investigador, o para el anecdotario del cine. No entra en valoraciones
que le alejen de la historia que se cuenta, de la actuación cautivadora de los acto-
res que la protagonizan y, en definitiva, de si se lo ha pasado bien durante la pro-
yección: si ha reído o llorado, si ha tenido miedo o angustia, y si puede hablar con
su vecino de lo visto en la línea de: ¿Te ha gustado? ¿Qué te ha parecido? Me lo
he pasado muy bien. Está muy bien. Está genial fulatino o menganita.
Refiriéndonos a un último ejemplo de esta época, podemos hablar de cuando Carl
Theodor Dreyer presenta su película La pasión de Juana de Arco (La pasión de
Jeanne d’Arc, 1927) con una duración de 110 minutos, aunque su explotación
comercial inmediata se redujo a 88 minutos. Hablamos de una película que, sin
duda, es una de las cumbres creativas del cine. Si nos referimos a las imágenes que
se pueden visionar en la copia que conocemos estamos seguros del conjunto que
se nos ofrece, pero ¿cómo sería la película que su director quiso contar? ¿Es ésta
copia la que realmente tenía en la cabeza? ¿En qué medida su estrecho trabajo con
el director de fotografía Rudolph Maté mejora su idea inicial? ¿Quién toma la deci-
sión de que sea distribuida así? ¿Qué sentido tiene que en 1952 se sonorice con
temas musicales de Albinioni, Bach, Vivaldi y otros compositores?
En fin, que debemos tener mucho cuidado a la hora de enfrentarnos a una pelícu-
la, porque quizás el análisis y la valoración de la misma deban ir, también, por otros
caminos.
Y nos reafirmamos en esto último por cuanto en la producción de una película se
acumulan otra serie de circunstancias que deben, igualmente, ser tenidas en cuen-
ta. Aunque se ha dado a lo largo de los más de cien años de existencia, en cuanto
la producción de cine se fue consolidando y los proyectos ampliando en duración,
coste y utilización de recursos, nadie puede olvidarse de lo que suponía rodar con
una o varias cámaras, o realizar varias versiones de cada película.
Algunas de las investigaciones centradas en el periodo mudo y, aunque menos, en
algunas décadas del cine sonoro, mencionan el sistema de producción durante el
rodaje por el que se utilizan varias cámaras para obtener los planos correspondien-
tes a cada escena. Los motivos son diversos, pero básicamente dos: por un lado se
tiene en cuenta el plano que cada una de esas cámaras obtiene; por otro, la segu-
ridad de disponer de imágenes si tiene lugar alguna eventualidad. La diversidad de
planos permite un montaje diferente de la escena, bien a partir de encuadres o
ángulos diversos o para un dar mejor ritmo a la acción. Sabemos que los recursos
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para no volver a conceder a un director todo el poder sobre su película? Hay mucho
mar de fondo inexplicable que, más allá de los documentos existentes, apuntan a un
trabajo teatral bien orquestado por el director (su experiencia con el grupo Mercury
era suficiente aval) pero que sin un director de fotografía como Gregg Toland quizás
los resultados no hubiesen sido los mismos. ¿Se habla de una única versión o han
existido otras? Los problemas con su estreno y el hecho de no haber conseguido
ningún Oscar en la edición del año condujeron a la película al anonimato más abso-
luto hasta el descubrimiento que hicieron de la misma los europeos a finales de los
años cincuenta del siglo XX. Más problemas tendría con El cuarto mandamiento
(The magnificent Amberson, 1942), película que, montada por Robert Wise y Mark
Robson sin la presencia de Welles, tuvo numerosas versiones hasta la definitiva
(versiones que se fueron puliendo tras pases en sala y comprobar la reacción del
público), que cuando el director tuvo ocasión de ver, montó en cólera. Algo similar
sucedería con Sed de mal (Touch of evil, 1958), que terminó siendo montada por los
productores (Albert Zugsmith, y la Universal Internacional) y que se pudo llevar a
cabo gracias a la presión de su protagonista, el comercial Charlton Heston. Su pelí-
cula La dama de Shanghai (The lady from Shanghai, 1948) tuvo que ser aligerada
en su estreno en España, y su Otelo (Othello, 1949-52) tuvo varias actrices hacien-
do de Desdémona, lo que pasa desapercibido al contemplar el film. Por último, no
nos podemos olvidar de los dolores de cabeza que le generó a Emiliano Piedra
como productor de Campanadas a medianoche (1965).
También podemos referirnos al pulso mantenido en sucesivos rodajes entre William
Wyler y Bette Davies, con resultados muy interesantes pero que hablan de la com-
plejidad de encontrar el plano adecuado tras una larga e interminable repetición de
tomas. El debate se mantiene en películas como Jezabel (Jezebel, 1939), La carta
(The letter, 1940) y La loba (The little foxes, 1941) que con toda probabilidad dejarí-
an bastante material en las latas de la Warner Bros.
Luchino Visconti señaló los problemas que había tenido con la copia de Ossessio-
ne (1942) y todavía podemos tener dudas sobre qué negativo se ha utilizado para
tirar la copia que hoy puede estar al alcance de todos los espectadores. Su siguien-
te filme, La terra trema (1947), tuvo una primera distribución de tres horas que pos-
teriormente pasó a poco más de dos. Qué versión es la que actualmente tenemos
de Senso (1954), película que ha sido tan retocada que se habla de tantas duracio-
nes y que en la actualidad se menciona una de 110 minutos cuando existió otra de
125. En cualquiera de los casos ¿Cuál es la versión que nos ha quedado?
Akira Kurosawa padeció el recorte que la productora Shochiku hizo de su película
Idiota (Hakuchi, 1951), que dejó las cuatro horas del primer montaje en 166 minu-
tos. Su obra posterior, Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954) se estrenó
con 200 minutos para posteriormente distribuirse otras versiones de menos de 160
minutos. (En la actualidad parecen existir las dos versiones). John Huston también
tuvo que asumir que La roja insignia del valor (The red badge of courage, 1951) se
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viera mutilada después de su primer montaje por Dore Schary y Gottfried Reinhardt,
jefe de producción de la MGM y productor respectivamente. Lo mismo le sucedió a
Max Ophuls con Lola Montes (1955), a George Cukor con Confidencias de mujer
(The chapman report, 1962), a Joseph Losey con Eva (1962) y a Luis García Ber-
langa, Juan Antonio Bardem, Carlos Saura y un sin fin de directores en todo el
mundo.
Los productores tenían un sentido del negocio que influyó en la copia final de una
película, además de que se vieran condicionados por las acciones de determinados
colectivos sociales y la aplicación de una serie de normas reguladoras. En cualquier
caso, queremos recordar estas circunstancias con el objeto de que los investigado-
res asumamos que hay algo más allá de la propia película y que necesariamente
debemos contemplar cada uno de estos aspectos que, querámoslo o no, la definen
en su acabado.
Esta idea empresarial no ha desaparecido con el tiempo y el nuevo Hollywood sur-
gido en los años setenta del siglo XX la ha desarrollado hasta límites inimaginables,
en los que se respeta la autoría, la individualidad, al tiempo que se hacen conver-
ger otros intereses que al paso del desarrollo de las nuevas tecnologías se van defi-
niendo como objeto de preocupación y dedicación de un sector que se amplía en
función de las nuevas ventanas de comercialización y una diversa gama de “valores
añadidos” que favorecen la comprensión de las dimensiones creativas de la pelícu-
la en cuestión y generan una cierta dificultad para asumir cuál es el objeto de aná-
lisis, qué producción debemos tener en cuenta a la hora de acercarnos al estudio
de la película. La moda de las versiones extendidas, de las ediciones “Director’s cut”
y otras modalidades que pueblan las librerías audiovisuales hacen quizás más difí-
cil definir el relato verdadero, el único, el que realmente quiso componer el director.
La versatilidad tecnológica del DVD para comercializar todo aquello que no se pudo
incluir en la película estrenada, lejos de facilitar las cosas las complica un poco más
para quienes defienden la pureza de la obra perfecta. Pero este es un tema sobre
el que debatir en otra ocasión.
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también está definido por la sala donde se exhibe una determinada película. El
espectador se va educando en función de la sala o conjunto de salas que proyectan
un cine etiquetado. A ello colabora indiscutiblemente la crítica especializada, el
periodista cinematográfico a través de cualquier medio según la época, ese crítico
que no sabe que existe un desfase entre la imagen y el sonido impresos en una pelí-
cula, que entre la ventanilla -en la que se detiene un fotograma una vigésimocuarta
parte de segundo- y el lector óptico del proyector son 21 los fotogramas que va ade-
lantado el sonido. Si esto se sabe, algo tan simple, a la hora de analizar una pelícu-
la el investigador debe comprender que la unidad básica de la estructura narrativa
es el plano, no el fotograma, y que aislar éste de su propia identidad es falsear el
relato; y que un plano secuencia no se puede fragmentar en su construcción inter-
na porque es una estructura completa en sí misma, con su propia unicidad.
DESDE LA TEORÍA
La aparición del cine, hace algo más de cien años, no hizo prever lo que iba a tener
de revolucionario fenómeno cultural de masas, ni a los epifenómenos que ha ido
produciendo con una actualidad donde los ordenadores y la digitalización se están
erigiendo como creadores de una nueva estética, que, partiendo del cine y por
extensión de la plástica renacentista, no sabe aún dónde va a desembocar. Que ello
haya producido un pensamiento teórico, “una filosofía” de plasmación cinematográ-
fica, puede parecer lógico y normal, aunque sus resultados sean discutibles.
No fue así en un principio. Cuando el invento de los Lumière ya había adquirido cier-
to desarrollo y las clases más populares venían a ser su soporte económico, los
intelectuales se mantenían en posturas totalmente ajenas, cuando no claramente
despreciativas. H. G. Wells cargó de forma inmisericorde contra el cine de uno de los
tótems hoy indiscutibles como es Fritz Lang, alguna de cuyas obras calificó de
espectáculo de muy ínfima categoría y banal por excelencia. Ojo, no negaba las
posibilidades del cine, negaba las plasmaciones que en forma de película se hací-
an realidad estética y narrativa.
De hecho alguno de los pensadores primordiales de la primera mitad del siglo XX,
mantuvieron un silencio significativo sobre él. Ni Martín Heidegger, ni un Gabriel
Marcel, por poner dos opuestos, le dedican la menor reflexión de trascendencia.
Llegados a este punto se podrá argüir que los rusos, de Lev V. Kulechov a Sergei
M. Eisenstein, habían meditado sobre el cine, que incluso iba a plasmarse en una
bibliografía de cierta importancia. Pero esa importancia es más honorífica que real.
Los trabajos de Kulechov, perspicaces en su momento, hoy son un tanto infantiles,
salvo que se tenga la agudeza de darles la vuelta y utilizarlos contra cierta teoría y
crítica contemporánea. Por lo que respecta a Eisenstein, su formación le hace des-
cubrir importantes aspectos del lenguaje, que tendrán relevancia en la posterior evo-
lución técnica. Pero su carga política, por encima de sus puntos de vistas más pro-
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fundos, los lastran hasta llegar a producir vergüenza ajena –véase su Reflexiones
de un cineasta–.
Admitimos, no obstante, que es de los primeros en ver el cine como una forma de
comunicación de rango superior, cuyas posibilidades contribuye decisivamente a
desarrollar. Pero las circunstancias le impidieron, incluso cuando ya se dedicó ple-
namente a la docencia, traspasar el umbral que se desprende de las lecturas de sus
textos. Y es que Stalin era mucho Stalin.
Por lo que hace a los italianos como Ricciotto Canudo o los futuristas, no se les
puede negar, en especial a los segundos, que perciben lo que el cine puede dar de
sí, pero su punto de vista sigue siendo superficial. Quizá, todo hay que decirlo, por-
que todavía no era el momento y porque se eludía la significación sociopolítica que
el cine iba a tener, junto con la interpretación histórica y estética que en la segunda
parte del siglo XX la crítica y teoría cinematográfica iban a adquirir –¿por cierto,
existe una teoría cinematográfica?–.
Un paso por delante fueron los surrealistas, que iban a encontrar en el medio una
forma material de contribuir a su visión onírica del mundo y a la conexión psicoana-
lítica que implicaba. Ellos fueron también de los primeros en pasar a la práctica,
entendiendo por ello el que lo comentado, lo escrito, tuviese una forma de concre-
ción en la pantalla. El ejemplo que alcanzó una proyección con influencia en la pro-
pia historia del cine fue el de Jean Cocteau. Pero la labor teórica llevada a cabo,
junto a la que se pudo realizar en la época de Weimar con el expresionismo, no ter-
minó de alcanzar una infiltración en un corpus con proyección.
Muchos toman la figura de Walter Benjamin como un referente, pero el joven filóso-
fo alemán, suicidado en Port-Bou, más que del cine lo que llegó a meditar fue sobre
los nuevos medios de reproductibilidad técnica que aparecidos en el XIX alcanza-
ban su mayoría de edad en el siglo XX. Incluso en sus famosos “Discursos Interrum-
pidos”, la fotografía constituyó el centro de su mirada sobre la nueva cartografía inte-
lectual que los medios audiovisuales estaban propiciando. Como los políticos
soviéticos, lo que sí percibió Benjamin fue que la sociedad, el pueblo, iba a tener
una participación importante en el nuevo estatus y que medios y sociedad se ali-
mentarían e influirían mutuamente. Pero, con todo, no hay en él una crítica de cine
comparable a su visión, por ejemplo, del teatro.
La aparición de los fascismos europeos, junto con el comunismo, contribuirán al
fomento del cine como instrumento de propaganda, pero su experiencia de cons-
trucción de un sistema de análisis será cuando mucho relativa. Por cierto que no nos
resistimos a comentar el hecho, ahora que se estrena en nuestras pantallas el tríp-
tico de Eros, que el alabado Michelangelo Antonioni, crítico de cine en esta época,
se presentaba como un fiel fascista, como hemos dicho antes, enamorado nada
más y nada menos que de El judío Süss (Jud Süss, 1940), de Veit Harlan, el preten-
dido Potenkim de Hitler. Vivir para ver... y olvidar; sospechosos olvidos.
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El verdadero instante en que se produce la aparición, esta vez sí, de lo que va a ser
la crítica y el desarrollo de una teoría estética -mejor dicho de varias- será tras la
segunda guerra mundial y la edición de una revista como Cahiers du Cinéma.
Incluso la tríada que forman Merleau Ponty, Béla Balázs o Christian Metz, compren-
den que el medio ha llegado a una mayoría de edad en cuanto lenguaje se refiere,
pero su estudio se inclina más, en especial por lo que a Ponty hace referencia, por
observarlo desde el punto de vista de la Gestalt. No obstante ellos ya van incorpo-
rando al cine todo un corpus que arranca de la filosofía y le va dotando de metodo-
logía e instrumentos de trabajo. Pero no se produce aún la incursión en las repercu-
siones sociales que iba a llegar a tener, como veremos más adelante.
Cuando André Bazin y Jacques Doniol-Valcroce lanzan su famosa revista, secunda-
da, aunque con menor trascendencia, por la británica Sight and Sound, es cuando
se produce la incorporación del cine al pensamiento intelectual, mezclando profun-
didad en el estudio y relativa popularidad. Varios son los factores que convergieron
en esa situación: Por un lado, el enfrentamiento entre Este y Oeste que conocemos
por “Guerra fría”, donde concluida la II Guerra Mundial da la impresión de que el
marxismo va a acabar ocupando toda Europa, lo que tendrá repercusión en el enfo-
que de toda la teoría filosófica de nuestro continente, con el existencialismo a la
cabeza. Por otro, la incorporación del cine a la Universidad, convirtiéndose en moti-
vo de estudio y análisis desde distintas perspectivas, la mayoría de las veces en fun-
ción de los distintos Departamentos que lo asumen (Filosofía, Arte...). El tercero
sería la consagración de nuevas disciplinas que de la ya mencionada filosofía a la
semiótica o la historia, pasando por el estructuralismo, alcanzan un grado de desa-
rrollo y difusión muy grande. Por último, el desarrollo de los nuevos medios de comu-
nicación, cuya variedad y cantidad ha ido en aumento constante y que hicieron del
cine, y continúan haciéndolo, un objetivo primordial, pasando de lo banal a, en oca-
siones, algo en la actualidad verdaderamente obtuso y elitista. En éste sentido,
Cahiers du Cinéma, lo repetimos, significó un pistoletazo de salida.
Cuando, siguiendo el camino abierto por la revista, los filósofos de posguerra inician
una aproximación masiva al cine, donde resaltan figuras como Jean-Paul Sartre que
llegó a escribir un guión sobre la vida de Freud –infilmable- para John Huston
pasando por Michel Foucault y sus controversias con Jean-Luc Godard hasta llegar
a Umberto Eco, Claude Lévy-Strauss o Massimo Cacciari, el movimiento de la
Nueva Ola, que contó con las bendiciones de André Malraux, el existencialismo iba
a alzarse con el santo y la moneda.
Si bien es verdad que Cahiers du Cinéma forjó a una generación de críticos, que
luego darían el salto a la dirección y donde su admiración por el cine estadouniden-
se –que recuperaron– no se iba a traducir en un paralelismo de sus filmografías res-
pectivas, ya empieza a notarse la constitución de una línea de pensamiento más o
menos coherente, donde los herederos de Sören Kierkegaard encontrarían un cami-
no abonado. Las consecuencias de las dos grandes guerras, el apabullante núme-
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ro de muertos iban a hacer que Sartre volviera su mirada sobre la angustia del ser
humano y revestido de un buen caparazón marxista nutriese a los nuevos críticos y
a los universitarios. El marxismo parecía la panacea que lo solucionaría todo y des-
pués la historia concluiría. Durante años así fue y una teórica lucha “antiburguesa”
copó los puntos de vista cinematográficos, era cuestión de tiempo, como se narra
en las memorias de Mircea Eliade, que el suceso tuviese lugar. Hasta cierto punto
la generación de los jóvenes airados: Lindsay Anderson, Harold Pinter y demás
colaboradores de Sight and Sound, enfocó sus baterías hacia el mismo lugar, aun-
que con unos matices más “obreros”, más sociales que los franceses, mucho más
especulativos, como corresponde a los dignos hijos de Henri Bergson dispuestos a
modernizar la historia y la filosofía por medio del cine, pero con menor proyección
práctica. El resultado no fue el esperado, como ya se ha visto, pero fue bonito mien-
tras duró e influyó en un par de generaciones. Eso a pesar de avisos de Raymond
Aron o J. F. Revel.
Incluso en este mismo periodo alguien como Eric Rohmer ya buscó otros caminos.
Cuando llegó a la jefatura de la redacción, se entabló una disputa entre el punto de
vista del alsaciano, recubierto de un cristianismo de estirpe jansenista, y el marxis-
mo de un Jacques Rivette, que acabó llevando el agua a su molino.
No obstante, y a pesar de las críticas a posteriori, este sentido existencial-marxista
era legible no sólo para el público iniciado, sino para todos aquellos que habían
empezado a hacer del cine una forma de ser y un medio cultural de entretenimien-
to, que sobrepasaba las perspectivas de décadas anteriores.
Cuando se produce la revuelta de 1968 comienza un giro que aún continua. Es el
instante en que los estructuralistas, los ya mencionados Foucault más Lévy-Strauss,
Barthes y probablemente también Georges Dumézil, creen haber dado con la pie-
dra filosofal de la sabiduría, las ciencias sociales, lo que en España dio en denomi-
narse hace años “las letras”; parecían haber dado con un nudo gordiano decisivo en
el pensamiento, que ya utilizaba el cine como una palanca para intentar cambiar la
sociedad. El marxismo pareció estancarse cuando los partidos comunistas de Fran-
cia e Italia decidieron pasarse –a su modo– a los sistemas occidentales de econo-
mía, se diga lo que se diga.
La foto del autor de “La peste” encima de un bidón tratando de arengar a unos
desentendidos obreros de la Renault, es una imagen significativa de lo que estaba
sucediendo con una revolución que se quedó en la teoría y en el campo de los estu-
dios cinematográficos, que, eso sí, ya tenían plena consistencia.
Lo malo es que con el estructuralismo europeo, y sus fans de Estados Unidos como
Andrew Sarris, comenzó a producirse un vacío, primero lento y luego más acelera-
do, entre amplios sectores de la sociedad y sus “gurús”. Lo que podía ser útil para
procurar seguir buscando alguna justificación al marxismo, ser manejable para la
filosofía, no tenía que serlo para el cine. Por grupos de antifascistas –palabra que
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Pero entonces surgió la Semiótica. Ahora era de verdad, allí estaba la nueva cien-
cia. Método puro y duro, nada dejado de la mano de dios (sí, con minúscula). Los A.
J. Greimas, Jean François Lyotard, y sobre todo Eco iban a sustituir a los gramscia-
nos, de una vez por todas. La cultura de masas (expresión polisémica y discutible),
las industrias culturales –es decir: la literatura, el cine, la televisión, el cómic pasa-
do por los grandes almacenes europeos, porque eso es lo que son las industrias
culturales– se convirtieron en un sistema poliédrico en manos de los semióticos. Los
signos y con ellos la pintura, la historia (no olvidemos a Yuri Lotman, fastuoso por
otro lado), los tebeos y el cine fueron explicados, estudiados desde la más pura
esencia. No había que contaminarse con interpretaciones colaterales, siempre sub-
jetivas. Fue importante, lo sigue siendo, aunque el gran padre Eco se haya pasado
con armas y bagajes al enemigo. Buen semiólogo, pésimo novelista. Sí, dirá él, pero
me he hecho rico con mis novelas y un lenguaje que es comprensible para el ofici-
nista y le hace creerse que es más listo de lo que otros le atribuyen –por ejemplo,
los semiólogos–.
De Yasujiro Ozu a Andrei Tarkovski, de Manoel de Oliveira a Alexander Sokurov, me
interesan más sus angulaciones de cámara, sus objetos en pantalla, por ejemplo un
tibor, que la historia que cuentan y porqué la cuentan. De Sacrificio (Le sacrifice, 1986)
no me importa su mensaje cristiano en un tiempo de descreimiento, no me interesa el
miedo de sus protagonistas, me interesa el árbol –allí radica el significado–.
Un análisis tan puro es indudable que tiene sus ventajas. A primera vista se centra en
lo que parece exclusivo eje del debate, trata de no dejarse inmiscuir por lo que, aun
formando parte de la obra, les da la sensación de que es accesorio, volátil o coyuntu-
ral. Bien, de acuerdo, pero hay un tributo que pagar y alguna crítica que hacer.
Por un lado, no todas las disciplinas acogen las estructuras semióticas de manera
favorable. De la película puede hacerse un análisis iconológico con el que podemos
estar más o menos de acuerdo, pero soslaya todos los otros aspectos que rodean
la creación de un film, o de un cuadro –también de una obra literaria–: lo político, lo
social, las circunstancias personales del creador (viene a cuento la expresión de
Sorolla: “yo pinto cuadros y luego me los explican”). En definitiva se prescinde del
contexto y en cierto modo nos encontramos como si la ciencia médica avanzase en
sus descubrimientos dichos en congresos, pero luego aquello no fuese efectivo para
el paciente.
Y por otro lado, la semiótica, partiendo de la base de sus propias aportaciones, no
deja de ser un batiburrillo en el que se mezclan la filosofía, la psicología, la teoría
de la imagen (también con todas sus sombras, pero ese es otro tema), etc. A lo que
se une, como los pensadores franceses de la postguerra, un lenguaje críptico en
muchas ocasiones.
De esta manera vuelve a producirse un desenganche entre el espectador medio –al
que se pretende educar– y el analista. Lo que además repercute en el hecho de que
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raron una cultura necesaria como complemento, pero no exclusiva, actitud que trajo
consigo la fragmentación del espectáculo: entretenimiento y cultura, industria y arte.
El debate surgido a expensas de estas posiciones intelectuales ha irrumpido con
fuerza en ciertas parcelas de la industria que, pensando que ese era el camino idó-
neo para desarrollar una determinada producción, se vieron muy pronto situados en
un callejón sin salida y sin el apoyo elocuente de quienes habían realizado la invita-
ción. El teórico y el crítico se constituyeron como referentes ineludibles y pilares fun-
damentales de la creación cinematográfica, aquella que realmente merecía la pena
cultural e intelectualmente hablando. Comenzaron a definir una mirada tramada
sobre un edificio que disponía de grandes ventanales tapados con el fin de evitar
que otras luces apagaran el colorido de la estancia e hicieran surgir otras miradas.
La devoción recíproca teórico-autor, crítico-autor, fue determinante del surgimiento
de las otras historias y relatos que creían necesarias para la revitalización del cine.
Prensa especializada, semanas y festivales de cine compusieron una red de intere-
ses que ocuparon a muchos directores durante otros tantos años para satisfacción
personal –su continuidad autoral– y la de aquellos que tenían que mantener su pro-
fesión como escritores cinematográficos.
Los políticos de una izquierda, que en muchos países oculta y disimula su propia
historia, la tergiversa aprovechando a sus “tontos útiles”, alimentan en su vanidad a
aquellos que no entienden, pero les convienen en cuanto “hooligans mediáticos”.
Estos por su parte se verán aupados a cotas que jamás soñaron con alcanzar y
creen que su pesebre les será llenado como agradecimiento, por aquellos que creen
que la cultura es una película que no irán a ver, por supuesto. Luego lo de llenar el
pesebre ya se verá.
Así pues, desde el punto de vista teórico, podemos partir de un principio: La prime-
ra mirada o cómo trabajar sobre un objeto de estudio ya conocido. Este es el punto
de partida que hay que valorar a la hora de enfrentarse ante una película y su aná-
lisis. La mayoría de los analistas de filmes parten de su “conocimiento” de la obra
que estudian; juegan pues con ventaja sobre aquella persona que por primera ver
se acerca a la película en cuestión. Este detalle no carece de importancia, porque
se deduce de las primeras líneas del análisis que tiene argumentos abundantes
para hacer el comentario que hace. Por eso, sería conveniente que, al inicio de cada
análisis, el autor del mismo señalara al lector que, “antes de leer lo que sigue se
recomienda ver por primera ver la película objeto de estudio”, de esta manera el lec-
tor tendría recursos mínimos, aunque suficientes, para entender los pasos que va
dando el analista. Al hilo de este comentario podemos confirmar que quien realiza
la valoración y estudio del filme cree que todo el mundo lo ha visto o que nadie en
este mundo debe dejar de verlo. Y si no ha visto la película, es igual.
El analista, en cualquier caso, decide que la orientación que debe dar al lector se
basa en una extensa sinopsis, el minutaje la película para hablar de segmentos (pla-
nos, escenas, secuencias...) o las unidades que más le interesan para el estudio, y
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sintetiza en otro apartado la ficha técnica de la película y otros datos curiosos sobre
la producción y el eco tenido por el filme. No vamos a entrar en la validez de esta
propuesta, quizás la más extendida y arropada por muchas firmas. Sí queremos
decir que los criterios deben ser más precisos y ajustados a la identidad del propio
producto, la película. La organización de la misma se confirma en una estructura
que ya se ha definido desde los primeros tiempos. Por qué, pues, no se tiene en
cuenta el valor del plano, de la secuencia, las relaciones con el entorno, el momen-
to histórico, etc. La intervención del estudioso en adaptar ciertas estructuras a unos
intereses personales –que, insisto, pueden ser muy válidos– deja de lado otras
cuestiones que son más simples: la realidad de la película como producto industrial,
cuestiones que se esfuerzan en introducir en su texto al no darles el espacio y la
extensión que necesitan, porque, salvo ciertos analistas, no son relevantes para el
análisis del relato.
En este sentido, creemos necesario decir a los jóvenes estudiosos del relato cine-
matográfico que su objeto de estudio no es un hecho aislado, generado al margen
de lo que acontece en un Estudio, una productora, en una época determinada de su
historia, que sólo tiene que ver con el director que la firma y su duración. Insistimos
en las complejas estructuras que lo sostienen y que necesitan ser conocidas. Hay
que tener cuidado con aquellos dogmas que se han instalado en el ámbito de estos
estudios y que nadie quiere rechazarlos porque -he ahí el círculo vicioso estableci-
do– todos acuden a los santones de la teoría del relato, de la narratología, como
valores sobre los que sostener el análisis.
Lo que estamos viendo es que acudir a las fuentes comunes oculta vicios y tópicos
refutables que nadie se atreve a dinamitar, o cuando menos a revisar. El análisis fíl-
mico se ha encontrado avalado por ciertas corrientes teóricas que pasados los años
no han modificado sus planteamientos y siguen despertando interés en nuevas
generaciones que, pasado el tiempo, muestran carencias que dejan al descubierto
la negación de lo elemental, actitud irrespetuosa que genera circuitos de miradas
endógenas que alimentan sectarismos grupales de escasa relevancia para grupos
mayoritarios. Y a la larga nula trascendencia intelectual o cultural.
Está claro que alguien descubre un itinerario y todos le siguen repitiendo argumen-
tos y demostrando la falta de innovación que el tiempo no logra corregir.Y esto tiene
que ver, siempre desde el punto de vista teórico, con el tipo de películas en las que
se centran todos los estudios fílmicos que se realizan. La casi totalidad de trabajos
tiene como objeto de estudio –desde investigaciones parciales, tesis doctorales y
publicaciones diversas– películas por las que muy pocos espectadores muestran
interés. Más allá del maleado asunto del dominio de una cinematografía o la globa-
lización creativa, hay que considerar que la cultura cinematográfica se ha entendido
mal, con una visión exclusiva y limitadora de participaciones.
Fue importante la repercusión de la crítica, de las investigaciones y de la moderni-
dad de ciertas firmas que distorsionaron a lo largo del siglo XX la “mirada” de
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Deletreemos el comienzo de Goya en Burdeos, de Carlos Saura...
Quiero decir –y con esto les propongo el primer principio de nuestra metodología de
análisis textual–: no pretendan entender el texto, deletréenlo.
Pero formularlo así es insuficiente. No basta con que no lo pretendan. Deben defen-
derse de ello activamente. Deben prohibírselo a sí mismos. Trabajen para no enten-
der. Porque entender es no ver, es tapar el texto bajo ideas, esquemas y nociones
preconcebidas. Es decir: es defenderse de vivirlo.
En su lugar, deletreen el texto.
¿Qué es esto? –Materia. Materia oscura
y rugosa. Cargada de una extrema tex-
tura.
Podría ser –y creo que esa es la prime-
ra sugerencia que el texto nos ofrece–
superficie pictórica cargada de densa 00-35-22
textura –de ese tipo que, precisamente,
empieza en la historia de la pintura con Goya–. Digo sugerencia porque enseguida
descubriremos que no se trata de eso, sino de tierra.
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Y sin duda es de Goya de lo que se trata. Es decir: Goya está ahí. En esa materia
radical y oscura. Pero también ahí, diría que a su sombra, en su estela, se sitúa
alguien más: el cineasta.
No es esta una cuestión baladí: la de
donde el cineasta escribe su firma y, así,
deposita su nombre.
Pues bien, en este caso, se sitúa ahí:
entre el nombre de Goya y los dos nom-
bres de los actores que van a interpre-
tar a Goya en la película que ahora 00-46-07
comienza.
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Todo esto viene a cuento de que un instante más tarde, ese foco de horror es ya,
para ustedes, la cabeza cortada de un toro. Y sin embargo, la experiencia del texto
ha sido también, antes de ello, la experiencia de la emergencia visual del horror aso-
ciado a ese algo informe, brillante y sanguinolento, que sólo más tarde ha resultado
contenido, configurado, bajo esa expresión: cabeza cortada de un toro.
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En la carne que retorna de nuevo, tan roja, tan sanguinolenta como la tierra que la
rodea.
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Ahora bien, ¿de quién es esa mirada que hasta ahora no ha cesado de avanzar, esa
que se ha visto confrontada con la materia de la tierra que es también, después de
todo, la materia misma de la pintura, y luego con la cabeza cortada del toro, con la
cuerda señalada por su cuerno y finalmente con ese cubo sangriento donde el cine-
asta ha escrito, por segunda vez, su nombre?
Me dirán ustedes que es sin duda la mirada del cineasta: pues es él quien mueve la
cámara sin que ningún movimiento interior a la imagen la conduzca.Y es por lo demás
la mirada de quien firma la imagen. Incluso: de quien dice yo, al decir mi hermano.
Bien, sí, sin duda: es su mirada. Pero hay que añadir: es también la nuestra. Pues
somos nosotros los que miramos ahora.
Permítanme que me detenga en esto por un instante, pues suscita una cuestión
que, en mi opinión, suele ser mal encuadrada. Se trata de una cuestión de enuncia-
ción. Y de una idónea para deshacer un equívoco demasiado presente en los estu-
dios textuales modernos. Me refiero a aquel que concibe el arte como un hecho
comunicativo y al artista como un comunicador.
Es costumbre entender las figuras del enunciador y del enunciatario como figuras
diferenciales. Lo que sin duda tiene su sentido en el análisis de los procesos y los
usos comunicativos. Cuando ustedes le dicen a su frutero, póngame unas manza-
nas, por favor, sin duda que el enunciador de su discurso es del todo diferente de
su enunciatario.
Eso sucede así, de manera general, tanto en los discursos pragmáticos como en los
publicitarios. Pero sucede que los discursos artísticos son de una índole del todo
diferente. Y es en el campo de la enunciación donde la diferencia se traza de la
manera más evidente.
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¿Por qué? Acabo de mostrárselo a ustedes de manera práctica: el plano que anali-
zamos no ubica a su enunciatario en lugar diferente a su enunciador sino, exacta-
mente, en el mismo lugar.
Pues, ¿quién mira en ese plano? El enunciador y el enunciatario a la vez. En él el
espectador ocupa el mismo lugar que el cineasta, como, por lo demás, el lector
ocupa siempre el lugar del escritor. Y, muy exactamente, el mismo lugar.
Pero eso sí, hay que añadir de inmediato: si el mismo lugar en el espacio, en un
tiempo, en cambio, diferente. De manera que yo, espectador, estoy –visualmente–
allí donde él, el cineasta, estuvo cuando rodó el plano.
Lo que nos sirve para situar, de un solo golpe, la idea básica de la concepción del
arte que les propongo. Les decía: el arte no es comunicación. No se trata de recibir
un mensaje, de descodificar una significación que el film nos ofrece; ni siquiera se
trata, en el límite, de descifrar un secreto en él escondido.
Por el contrario: se trata de una cosa bien diferente: de rehacer una experiencia. El
lector, en tanto que lee, rehace –y hace suya– la experiencia que fuera la del escri-
tor mientras escribía. Y si lo hace, quiero decir, si puede hacerlo, es, sencillamente,
porque esa experiencia ha quedado ahí, en el texto, cristalizada.
Como ven, acabo de ofrecerles una definición del texto que en todo se aparta de los
moldes comunicativos: el texto como espacio de una experiencia cristalizada que
aguarda ser revivida.
El lector rehace esa experiencia en tanto que deletrea las palabras que el escritor
escribió. Y también: en tanto mira las imágenes que el cineasta miró.
Por eso cuando les invitaba a leer despacio, a deletrear, les proponía un principio
metodológico que no procede del exterior del texto, sino del núcleo mismo de la
experiencia artística que lo habita.
¿Qué por qué eso es así? Porque sólo así es posible saber del sujeto. Me refiero al
auténtico sujeto que nos habita, que es cada uno de nosotros.
Pero debo advertirles que no me refiero a nada que tenga que ver con la intersub-
jetividad. Las redes intersubjetivas son esas redes comunicativas a través de las
cuales los sujetos intercambian significaciones. En esas redes, los sujetos, la auten-
tica subjetividad que los habita, eso que yo les invitaría a denominar lo intrasubjeti-
vo, sencillamente, se esconde.
¿Por qué? Porque es intransmitible. Y, por ello, de eso no es posible hacer un men-
saje.
Puede parecerles opaco lo que les digo, pero ello se debe, sencillamente, a que se
empeñan en entenderlo. Y hacen mal, porque eso de lo que les hablo es algo que
no van a poder entender por más que se empeñen. Y, sin embargo, es algo de lo
que todos ustedes saben.
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Y es que saber es algo muy diferente a entender. Por ejemplo: ustedes saben a qué
sabe una manzana. Lo saben, pero no lo entienden. Pues eso, el sabor de una man-
zana, es algo que no puede ser entendido. –La prueba: ustedes no podrían explicár-
selo, es decir, comunicárselo a alguien que no lo haya probado nunca.
De manera que, como ven, sólo se entiende lo que puede comunicarse. Y vicever-
sa: solo puede comunicarse lo que se entiende. Y, sin embargo, ustedes saben del
sabor de la manzana. Lo saben porque lo han saboreado. Esa es la cuestión.
Permítanme otro ejemplo. Y uno, ahora, mucho más próximo a la temática que la
película nos brinda. Hace algunas décadas que se ha puesto de moda decir que el
sexo es comunicación, que las relaciones sexuales son relaciones comunicativas.
Y sin embargo hay una prueba evidente de que, en lo esencial, nada tienen que ver
con eso. Estriba en lo siguiente: no sólo ustedes no podrán explicar en qué estriba
el goce sexual a alguien que no lo haya experimentado nunca, sino que ese
alguien, hasta que lo haya experimentado, dudará una y otra vez si eso de lo que
hablan le ha sucedido alguna vez. Ya saben ustedes de lo que les hablo: han sido
adolescentes.
Y bien: el sexo está tan lejos de la comunicación como el arte mismo. Y en ambos,
por cierto, lo que está en juego no es el placer, sino el saber insólito de lo real.
Por ejemplo –y eso es lo que se suscita
en la imagen que tienen ante ustedes–
del saber insólito del cuerpo real.
Por lo demás, todos ustedes saben de la
impotencia que han experimentado cier-
tas veces, cuando intentaban comunicar
a otro la más intima, la más personal de
sus experiencias. 02-37-01
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vencido de que lo hace de otra manera: no inventando nuevos signos, sino constru-
yendo un espacio –y por cierto que uno densamente matérico– de experiencia.
Pues lo que constituye ese núcleo radicalmente singular, irrepetible, de nuestro ser
–y de nuestra experiencia del ser– es siempre incomunicable. ¿Cómo podría ser
transmitible a través de los signos nuestro ser irrepetible cuando lo propio de los sig-
nos es, precisamente, el poder repetirse –de hecho, ellos son lo único que se repi-
te en el mundo de lo real; por eso son la condición del pensamiento, la estructura
misma del concepto.
Pero también por ello, lo que escapa al ser genérico del concepto deviene a la vez
incomunicable e ininteligible. Por eso el maestro zen no responde a las preguntas
de su discípulo.Y pierde el tiempo éste si intenta interpretar los insólitos enunciados
que le devuelve en su lugar. Pues el principio básico de su método de enseñanza
se reduce a esto: si quieres aprender lo que yo sé –viene a decir, sin decirlo, el
maestro– no pierdas el tiempo interpretando lo que digo, y repite el camino que yo
he hecho.
Pero ni siquiera eso dice, pues sabe que incluso eso, si es dicho, será mal interpre-
tado. Y ello porque el Yo cree que lo entiende todo. Y por eso no se entera de nada.
3
Ese trozo de carne está siendo arrastrado. Mas nadie lo arrastra. Esta siendo colga-
do, aunque nadie lo cuelga.
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En un espacio donde el rojo sangriento lo invade ya todo, incluso las paredes. Hay
en español una expresión bien precisa para ese cuerpo que la imagen nos muestra:
es un cuerpo abierto en canal.
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El último flash-back de Goya en Burdeos es, paradójicamente, uno que devuelve el
recuerdo más antiguo de Goya que el film nos ofrece. Se trata de su encuentro con
la obra de Velázquez.
Desde su origen la escena cobra la forma de una revelación de la luz.
Sin duda, Las Meninas aguardan en esa oscuridad absoluta que llena el lado
izquierdo de la pantalla.
Pero se abre entonces un segunda fuente de luz que señala a esa zona oscura y
que da paso a una tercera que esta vez hace nacer a la luz el cuadro de Velázquez.
No hay duda de que lo que le da toda su fuerza a esta secuencia es su relación
directa con ese cuadro.
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con sus meninas y, tras ellas, Velázquez y el aposentador, delante de ellas, prolon-
gando su espacio escénico, se encuentran también Goya y su acompañante.
Reparen ahora en el otro Velázquez, el aposentador, allí ubicado, en el umbral de la
puerta: ¿qué puede ver desde su oposición? Precisamente, el cuadro mismo que
está pintando Diego de Velázquez, cuya inclinación parece la idónea para él.
Y bien, ¿qué hay en ese cuadro?
Dos explicaciones parecen obligadas, aún cuando se contradicen entre sí, creando
en el espectador un extraño efecto laberíntico.
La primera es que Velázquez está pintando a los Reyes, que se encontrarían frente
a él –y que por eso se verían reflejados en el espejo del fondo- al tiempo que la prin-
cesa y su séquito los contemplaría mientras posan para el pintor.
Mas hay una segunda explicación, ligada a la posibilidad real del cuadro que vemos:
que Diego Velázquez pintara a la princesa y su séquito que se reflejarían en un gran
espejo colocado frente a todos ellos.
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De manera que en ese espejo se vería lo mismo que el cuadro muestra –con una
sola excepción, claro está: la de los reyes reflejados en el espejo.
Ahora bien: en ese caso, ese, en vez de ser un espejo, podría ser un cuadro.
Contradiciéndose, ambas explicaciones son inevitables, y de ahí el efecto laberín-
tico del cuadro. Pues sólo la segunda explica que el pintor pueda haberse pintado
junto a las meninas, mientras que sólo la primera rinde cuentas de la presencia de
los reyes, reflejados en el espejo del fondo. De manera que, tal es la prodigiosa dis-
posición creada por Velázquez, hay, en el cuadro, dos espejos que se contradicen.
Lo que, por lo demás, no debería extrañarles: los espacios imposibles comenzaron
a aparecer en la historia de la pintura occidental con el manierismo. Exner o Pinra-
nesi han pintado luego espacios imposibles. Y qué decir de la moderna imagen
digital.
Pues bien. De acuerdo con la segunda explicación, ese cortesano del fondo, don
José Nieto Velázquez, estaría viendo el cuadro mismo y, por tanto, lo mismo que, en
el film de Saura, está viendo Goya en este momento.
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Con ese nombre, La familia, se conoció el cuadro durante mucho tiempo. Retengan
este dato, pues pronto podremos constatar su importancia.
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Así se ahorra el tener que pintar los detalles. En mi opinión, la parte superior del
cuadro es inútil. El formato cuadrado nunca ha sido de mi predilección.
¿Es inútil la parte superior del cuadro? Pienso que no: ella crea la atmósfera oscu-
ra sobre la que destacan, con tan intenso efecto de relieve, las figuras del primer tér-
mino.
Y, así, una masa de oscuridad pesa
sobre ellas. Velázquez, el pintor, como
su cuadro, aparece justamente instala-
do ahí: entre las luces y las sombras,
como su sabio mediador.
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-¿Es él?
Y entonces ahí, frente a Velázquez, el
film nombra finalmente, a través de las
palabras de Goya, los dos espejos.
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Se mira en un espejo.
¿O es que todo el cuadro se refleja en un espejo?
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- O las dos cosas. Verdaderamente eso. Bueno, tengo cosas que hacer. Quédate el
tiempo que quieras, yo estoy arriba.
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Ah, se me olvidaba. Dile a Josefa que la esperamos mañana y que venga con el niño.
-Sí, sí. No se preocupe.
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Ahora la cámara está situada en la posición del otro Velázquez, don José Nieto
Velázquez, desde la que se ve a Goya en la posición en la que el aposentador vería
al pintor pintando trabajando en el cuadro. Pues, desde allí, en el umbral de la puer-
ta, debería verle dos veces, una pintado en el cuadro, de frente, y otra de espaldas,
pintándolo.
Que yo esté donde ello estuvo –les decía. Hasta ahora hemos hablado de la rela-
ción de Goya y Velázquez. Ahora bien, ¿dónde deberíamos colocar a Saura?
Pues bien, aquí, exactamente. En la posición equivalente a la del otro Velázquez.
Pues ¿quién podría dudar que alguna vez al menos él, Carlos Saura, estuvo ahí,
contemplando a esa distancia, a la vez admirado y celoso, a otro pintor, llamado
Antonio Saura, mientras pintaba?
Ya saben, ese hermano dos años mayor
al que está dedicada la película, y cuya
muerte hubo de producirse el año ante-
rior a su realización.
De manera que hubo un tiempo, en el
pasado del cineasta, en el que él fue,
muy exactamente, el otro Saura: el que
no era el pintor famoso, aún cuando 02-32-22
compartiera con él su nombre.
Pero, seguramente, sería posible remontarse mucho más atrás en el pasado. Pues,
recuérdenlo, hay, en el cuadro, dos espejos. El segundo es el que introduce la pre-
sencia de los Reyes, es decir, de los padres de la princesa Margarita, la figura cen-
tral del cuadro,.
Pues bien, si ese espejo está al lado del otro Velázquez, sin embargo los padres que
refleja se encuentran lejísimos de él: al otro extremo del cuado, en contracampo. De
manera que Velázquez, el primer Velázquez, el famoso pintor, está mucho más
cerca de ellos, hasta el punto de obtener el privilegio de introducirse en su propia
escena.
Y bien, ¿no sería posible reconocer entre la bella, distinguida y altiva princesa Mar-
garita y la fea e infinitamente triste enana Maribárbola una relación equivalente a la
de los dos Velázquez y, quizás también por eso, a la de los dos Saura?
En cualquier caso, esto que les digo da
un aspecto inesperado al encuentro que
tiene lugar en la secuencia inmediata-
mente siguiente. Pero no nos apresure-
mos. Vayamos hacia allá.
Durante años buscaba yo algo, no sabía
el qué. Y ahí estaba, todo explicado,
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claro, evidente, una revelación. Esa es la pintura que yo quería hacer. Una pintura
que pareciera inacabada,
Lo han escuchado, ¿no?: ahí estaba, todo explicado, claro, evidente, una revelación.
Ya les dije que era exactamente de esto de lo que se trataba.
Y entonces el espacio se transforma de manera lenta pero radical. Como si los
espejos hubieran saltado del interior del cuadro al exterior. O como si Goya se
hubiera introducido en el juego de los espejos del cuadro.
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…ligera, con la apariencia de hacerse sin esfuerzo. Fuera de todo tiempo, espacio
y lugar.
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No podré ser nunca como Velázquez, pero seré como Goya, parece decir el cineasta.
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¿CÓMO DESTERRITORIALIZARSE?
Como lo he ido evocando, la cuestión del territorio –y por ende del territorio cinema-
tográfico– está estrechamente relacionada con los conceptos de “desterritorializa-
ción” y de “reterritorialización”. Para el filósofo, el territorio induce un estado inesta-
ble en el agencement que al redefinirse vuelve a constituirse en un nuevo
agencement del territorio. La interrelación entre los elementos, el agencement, recu-
bre una doble vertiente. Por una parte están los agencements de tipo social (defini-
dos en general por códigos) que pueden llegar a constituirse en polo de estabilidad
en los cuales cada individuo puede penetrar a partir de su agencement “molecular”
–o sea la disposición local, casi individual– para modificar levemente el agencement
“molar” –es decir, las normas mayores, las organizaciones constituidas– introducien-
do un elemento perturbador o por lo contrario, llegando a desestabilizar producien-
do cierto desequilibrio en el agencement. El filósofo vuelve así a la cuestión del terri-
torio y de los factores desestabilizadores que tienen que ver con la entrada o la
salida del territorio. En efecto, una des las cuestiones esenciales –y, desde mi punto
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de vista, más productivas– es la que define Gilles Deleuze por ritournelle cuya tra-
ducción, en este caso, no plantea dificultad: “ritornelo”. Tal como lo evoca en su Abe-
cedario11, se trata de uno de los conceptos que más satisfacen al filósofo. En Mille
plateaux le dedica un capítulo entero:
On appelle ritournelle tout ensemble de matières d’expression qui trace un territoire, et qui
se développe en motifs territoriaux, en paysages territoriaux (il y a des ritournelles motrices,
gestuelles, optiques, etc.)12.
El ritornelo sólo se puede comprender dentro de una tríada que se declina de la
manera siguiente: 1. La búsqueda de un territorio; 2. El Desterritorializarse; 3. Volver
o reterritorializarse. Esta tríada implica a la vez una vuelta, un regreso al territorio, y
una forma de circularidad. Sin embargo, volver no significa repetición. Si la desterri-
torialización significa un desgarro, esta salida también permite ver desde fuera el
territorio, conocerlo así desde dentro y desde fuera, y regresar, o sea reterritoriali-
zarse, es integrar con las modificaciones que uno mismo lleva consigo.
La filosofía de Gilles Deleuze, o por lo menos, en el caso que aquí estudio, el del
territorio, ofrece la posibilidad de observar una película desde un punto de vista
alternativo y sobre todo tomando en cuenta, de manera casi obsesiva, la cuestión
del flujo y del movimiento. Cada película, en su propio flujo, en el cual intervienen,
necesariamente, tanto los elementos narrativos como psicológicos o lumínicos, no
deja de instalar territorios, círculos y regresos, pasos y pasadizos. En un seminario
reciente en Harvard (marzo 2005), expuse una serie de propuestas que vienen a
completar o a adaptar en cierto modo la cuestión del territorio al cine. Al percibir la
película como ese flujo del que voy hablando. La estructura en forma de rizoma13
acentrado y el agencement implican necesariamente en los territorios la búsqueda
de lo que he llamado “pasarelas” o mejor “esclusas14”. Los cinéfilos recordarán sin
duda alguna la obra maestra de Jean Vigo, L’Atalante (1934), una de las mejores
expresiones del realismo poético francés de los años treinta. Permiten así pasar de
un estado a otro, de un territorio a otro. No son exactamente lo que llama Gilles
Deleuze las puntas de desterritorialización, ya que para mí representan el lugar por
donde uno se desterritorializa, una estructura abierta que la palabra “punta” no reco-
ge. También, y esto ya desde un punto de vista más psicológico o fisiológico, me ha
interesado la figura del “celacanto”, o sea la de la mutación en movimiento, la modi-
ficación observada y en el flujo. El celacanto es ese animal acuático, que durante
mucho tiempo se ha considerado casi mítico, y que constituye un estado intermedio
entre el mundo acuático y el mundo terrenal por su carácter anfibio. El territorio
observado en este caso sería el cuerpo del ser humano, su manera de situar su
cuerpo en un estado de modificación, de transformación continua.
Estas cuantas aclaraciones tanto sobre el pensamiento filosófico de Deleuze como
sobre las propuestas que acabo de exponer merecen observarse en un medio vivo,
un fluido constituido por una obra cinematográfica.
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Agencements
En pocas películas como en ésta, la cuestión del territorio se ha manifestado de
manera tan meridiana17. Desde los mismos inicios de la obra, la delimitación del
territorio se convierte en un elemento matricial del relato, si es que la palabra con-
viene en este caso. Parafraseando a Gide, podría decir que la historia de la pelícu-
la es que no hay historia. Al fin y al cabo, bien mirado El Ángel Exterminador no
cuenta nada, o si cuenta algo es tan ínfimo que prácticamente no tiene ninguna
importancia. Pues bien, el territorio, para poder delinearse como tal, implica clara-
mente que se delimite, que ofrezca una superficie, así como una imbricación de las
figuras humanas o animales de la película. En efecto, un territorio implica en cual-
quier caso una movilidad, un movimiento. Por eso la mansión de El Ángel extermi-
nador no constituye en sí un territorio, apenas un lugar18. Así las imágenes iniciales
de la película –no hablo aquí de los títulos de crédito– ya nos ofrecen planos de
movimiento donde los seres humanos van en busca de su propio territorio o tienden
a reterritorializarse. En este sentido, la multiplicidad de las huidas de los servidores
de los dueños de la mansión constituye en sí, un primer indicio de movilidad.
1. Desterritorialización
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El diálogo entre Julio, el mayordomo (Claudio Brook) y Lucas induce ya este tipo de
reflexiones sobre el territorio:
– ¡Eh! ¿Adónde va usted?
– Es sólo un ratito. Voy a dar una vuelta.
– Tenemos veinte personas para el souper. Sólo a usted se le podía ocurrir dar una
vuelta ahora.
– No había pensado yo en eso. Quizá tenga usted razón. Pero le aseguro que vol-
veré lo antes posible.
– De aquí no se va.
– Por favor. Permítame ir.
– Está bien. Váyase, pero no vuela a poner los pies en esta casa.
Este diálogo inicia un movimiento amplio de huida de los servidores: Meni y Cami-
la, tras esconderse, huyen del territorio; Pablo y el pinche a pesar de la intervención
de Lucia hacen lo mismo. Lo que importa aquí no es, únicamente, la huida de los
servidores sino el agencement que está en constante reequilibrio, o en perpetua
remodelación. Lo que a mí me llama la atención es esa forma de continua inestabi-
lidad que produce desde los inicios el sentimiento de tambaleo. El agencement y la
estructura rizómica introducen constantes mutaciones en el territorio. Por una parte,
los servidores se desterritorializan pero las reacciones de Lucia o del mayordomo
conducen a una imposibilidad de ritornelo. Es bastante probable que la servidumbre
huya hacia sus propios territorios, también espaciales, como sicológicos y sociales;
está movida por formas de pulsiones, de deseos que hacen que tiendan a reterrito-
rializarse en otras zonas. Pero lo impresionante es la huida incontrolada, tal vez
conscientemente inmotivada de los sirvientes que presienten – y en esto está la eto-
logía deleuziana– un peligro, probablemente el que les impediría volver al territorio
propio, a su “casa”. Súbitamente, el caos parece como abrirse ante sus pies, una
extraña fisura, un hundimiento tremendo parecen amenazarlos. En esta fuga incon-
trolada, en este irreprimible deseo de escapar de la mansión, sentimos la pulsión de
los mundos originarios, el temor a la destrucción posible de las formas territoriales.
Repeticiones y balbuceos
Lo que aparece, desde un principio, como el segundo factor que viene a recompo-
ner un agencement es/son la(s) llegada(s) pomposa(s) de la comitiva de invitados
que salen de sus inmensos coches… La penetración –en este caso fácilmente iden-
tificable por el papel atribuido a las puertas– aparece como un complemento de la
expulsión anterior, aunque esta impresión puede revelarse rápidamente falaz. En
efecto, el doble “movimiento”, el primero centrífugo –o excéntrico–, el segundo cen-
trípeto –o concéntrico– no son las dos caras de una misma moneda, el flujo que se
lleva a la servidumbre induce un derrame continuo, un fluir que se percibe en el
ritmo, el apresuramiento. Si bien las dos criadas vuelven a salir, no lo hacen de
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Dos lógicas opuestas se enfrentan, la de las criadas y la de los invitados. Por eso
resulta esencial volver al mecanismo de las repeticiones que ha ido deslizando Luis
Buñuel a lo largo de su película. La cuestión misma de la repetición está en el
mismo centro de la estructura de El Ángel exterminador. La fascinación por estos
balbuceos narrativos, estos tartamudeos diegéticos ha dado lugar a bastantes
incomprensiones; la primera de ellas, la del fotógrafo de la película Gabriel Figueroa
que no entendió en aquel momento esas dobles tomas. Así lo recogen José de la
Colina y Tomás Pérez Turrent en su larga entrevista a Luis Buñuel:
La entrada de los invitados en la lujosa mansión de los Nobile y la subida por la escalera al
piso superior la repetí dos veces consecutivas, sin otra variación que una toma en plongée
y otra en contre-plongée. Cuando terminó de hacerse la copia, el fotógrafo, Gabriel Figueroa
vino a verme, alarmado: “Oiga usted, la copia no está bien. Una escena se repite. Debe ser
culpa del montador.” Le dije: “Pero, Gabriel, el montaje lo hago siempre yo mismo. Además
usted filmaba conmigo y sabe que en la repetición usamos otro encuadre. Es una repetición
voluntaria…” “Ah, ya veo”, dijo, pero estaba de verdad asustado19.
Esta incomprensión se volvió a repetir posteriormente dado que en la mayoría de
las copias que circulan y se han presentado tanto en Francia (difusión por canal
como Arte) como en España (DVD de la colección “100 años de oro del cine espa-
ñol”) son cintas mutiladas por culpa de un montador anónimo que debió considerar
lo que pensó Gabriel Figueroa en su momento. De hecho resulta hoy en día difícil
encontrar una versión completa de El Ángel exterminador20. Ahora bien, la cuestión
sería saber –más allá de estas tremendas incomprensiones– la posición que pue-
den ocupar esas repeticiones en el “territorio”, cuál podría ser su función. Tal vez
haya que volver siempre a lo primordial tanto en el pensamiento de Bergson como
en el de Deleuze: la película como flujo, como movimiento. Los balbuceos socarro-
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nes de Luis Buñuel tienen que ver con el fluir. El agencement con sus lados territo-
riales –yo diría en este caso, lo provisionalmente “estable”– ofrece un estado de
cosas en el cual las puntas de desterritorialización penetran o se escapan del terri-
torio. Lo contradictorio en una obra como El Ángel exterminador es que esas pun-
tas con su movimiento ontológico implican el fluir, dicen el flujo continuo, mientras
que los tartamudeos de la película vienen a desmentir el carácter inestable del
agencement y en su perpetuo devenir21.
Resulta en este caso especialmente relevante la doble entrada de los invitados que
importa analizar. Por una parte el balbuceo por su carácter repetitivo viene a negar
el movimiento, o si no lo niega totalmente hace que se introduzcan similitudes, iden-
tidades perfectamente contradictorias con la no reproducibilidad del agencement, y
no son los juegos de picado y contrapicado los que van a modificar gran cosa22.
Mientras el movimiento excéntrico de las criadas conduce necesariamente hacia lo
exterior, lo no congelado, el de los convidados es centrípeto y anuncia por sus tar-
tamudeos, el progresivo estancamiento de la morada burguesa. Si comparamos el
fluir de éstas con las entradas de aquéllos nos percatamos de que los movimientos
no tienen la misma lógica, ni siquiera el mismo funcionamiento. Incluso ni son dete-
nemos en el funcionamiento de estos movimientos contrarios notamos que están
opuestos no solo en su dirección sino en su mecanismo: por una parte tenemos dos
salidas y por otra parte una doble entrada en el caso de los invitados de Nobile23
que repite textualmente la misma frase. Desde estos instantes liminares, lo que se
pone en marcha es una forma de suspensión del flujo, una forma de remanso en el
cual las aguas se van estancando poco a poco. No es de extrañar que pocos minu-
tos después, ya cuando los invitados están sentados en la mesa para la cena,
Edmundo Nobile brinde dos veces seguidas por Silvia y su interpretación en Lucia
de Lammermoor. El carácter repetitivo está claramente indicado aunque, la segun-
da vez, el brindis se convierte en algo puramente formal y mecánico, que se funde
en las conversaciones de los comensales.
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4. El doble brindis
Esta serie de tartamudeos, como si el tiempo estuviera rateando, son como señales
premonitorias de la catástrofe que se anuncia, como los primeros avisos de la pér-
dida del territorio como forma de lo móvil y de lo fluido que protege a los seres
humanos del caos y sus tentaciones.
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5. La imposible salida
Más extraños aparecen, por otra parte, los diferentes armarios empotrados, anun-
ciados por figuras bíblicas entre las cuales un arcángel renacentista, son como lugar
expansivo del salón. En ellos, en sus misterios, se concentran multitudes de fuerzas,
de degradaciones y de evasiones. Conforme la situación se va haciendo más apre-
miante y angustiosa, los cuerpos humanos van necesitando lugares para hacer sus
necesidades, hacer el amor o “enterrar” a los muertos. Repetidas veces los náufra-
gos intentan así aislarse, recluirse en esos lugares promiscuos y se confinan en
ellos. La naturaleza propia de dichos armarios anuncia y alude a espacios abiertos,
flujos, movimientos… un conjunto de formas fluidas que vienen a evocar un más allá
confuso que algo tiene que ver con la vida y con la muerte. Allí se esconden los
amantes para suicidarse, allí se sepulta al muerto… Pero esos armarios aluden a lo
que tiene que ver con la vida, con el ir y venir y no con el estancamiento del salón
donde ya parecen haberse instalado el caos y la circularidad obsesiva.
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6. Armarios empotrados
Pero estos movimientos centrífugos, esos intentos frustrados para pasar la barrera
se revelan inútiles, solo son escapatorias vislumbradas, movimientos aludidos, flu-
jos y caudales inalcanzables, dejando que el caos se adueñe del salón y que desa-
parezca cualquier posible ritornelo.
Devenir y tiempo
Sin embargo la cuestión del territorio no se puede aislar de un espacio-tiempo en el
cual va desplazándose el pensamiento de Gilles Deleuze. El tiempo y sus modalida-
des aparecen a través de los conceptos de devenir (y en particular devenir-animal),
de aiôn y de cronos. El devenir para el filósofo es un elemento fundamental que no
tiene que ver con algo inalcanzable sino con algo muy “presente”, uno no abando-
na una manera de vivir para cambiarse en algo nuevo, sino que otra manera de vivir
lo envuelve para hacer que huya la suya. Y el devenir puede adoptar multitudes de
formas, de maneras como la que evoco aquí, el devenir-animal. No se trata de pare-
cerse al animal sino de pensar el animal como un devenir anómalo de lo humano:
Qui n’a connu la violence de ces séquences animales qui l’arrachent à l’humanité ne serait-
ce qu’un instant, et lui font gratter son pain comme un rongeur ou lui donnent les yeux jau-
nes d’un félin27.
En la filosofía deleuziana, la etología ocupa un lugar privilegiado, como una mane-
ra de observar también el comportamiento de los seres humanos. Lo animal está tan
presente en El Ángel exterminador que llega a funcionar como un nivel de lectura
posible que se va superponiendo a la lectura primera. Para Deleuze, el devenir-ani-
mal no consiste de hecho en imitar algo o a alguien, ni siquiera es identificarse con
él. Para el filósofo, devenir es entresacar de lo que uno es las partículas entre las
cuales uno establece relaciones de movimiento, de reposo, de velocidad o de lenti-
tud. Por eso, dice Deleuze, el devenir es el proceso del deseo. En la obra maestra
de Luis Buñuel, la presencia animal surge tanto en las palabras como en las repre-
sentaciones. Sin querer establecer una lista completa de las ocurrencias, cabe
señalar la presencia del oso, de las ovejas y de las patas de pollo. Además los diá-
logos se refieren a una “pocilga” o sea un territorio animal.
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7. Etología
8. Tics
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BALANCE
Escoger una película como El Ángel exterminador para observar cómo la filosofía
de Deleuze puede abrir lecturas diversas y complementarias no ha sido una elec-
ción casual. La obra de Luis Buñuel, aunque siga pareciendo a muchos críptica, es
sin embargo para mí, en este tipo de análisis, una película modélica para abordar
algunos aspectos del pensamiento del filósofo por una parte y mostrar por otra parte
que sus conceptos –más allá del díptico que dedicó al cine– resultan perfectamen-
te operatorios en el análisis cinematográfico. No queda la menor duda de que este
tipo de reflexiones se puede ampliar29 a cintas más complejas o por lo menos a pelí-
culas que no presenten las características tan obvias –y tal vez descifrables– como
El Ángel exterminador30. Dentro de la obra del aragonés, pienso en particular en Un
chien andalou, en Él o en Le Charme discret de la bourgeoisie. Así pues, la filoso-
fía de Deleuze, además de L’Image-mouvement y de L’Image-temps, puede abrir
puertas para el estudio de las películas, lo cual no significa que los instrumentos de
estudio tradicionales se descarten, ni mucho menos, pero la fuerza del pensamien-
to deleuziano está en su capacidad para pensar el cine como movimiento y para
dejar al teórico espacios de libertad para su reflexión. La puerta queda así abierta
para otros estudios.
Notas
1 Últimamente Dominique Chateau ha dedicado una obra sintética sobre dichas relaciones:
Cinéma et philosophie, Paris, Armand Colin, col. “Cinéma”, 2005, 192 pág.
2 La traducción de la obra de Bergson se publicó en español en una fecha temprana ya que en
1900 se editó en Madrid: Librería de Victoria Suárez y Librería de Fernando Fé, la traducción
de Martín Navarro con el título Materia y Memoria, 340 pág.
3 Trad. “Para avanzar con la realidad movediza, habría que reinstalarse en ella misma. Instala-
os en el cambio, sentiréis a la vez el cambio en sí y los estados sucesivos en los cuales
podría en cualquier instante inmovilizarse. Pero con estos estados sucesivos, percibidos
desde fuera como inmovilidades reales y ya no virtuales, no reconstituirá movimiento.” Henri
Bergson, L’Évolution créatrice, en Henri Bergson, Paris, Presses Universitaires de France,
Oeuvres, 1959, p. 755.
4 Trad. “Tomemos […] el caso de un objeto material que impresiona el ojo y deja en el espíritu
un recuerdo visual. ¿Qué podrá ser este recuerdo, si resulta verdaderamente de la fijación en
el cerebro, de la impresión recibida por el ojo? Por poco que el objeto se haya movido, o que
el ojo se haya movido, ha habido, no una imagen, sino diez, cien, mil imágenes, tantas y más
que en la película de un cinematógrafo. Por poco que el objeto haya sido observado durante
cierto tiempo, o se haya vuelto a ver en momentos diferentes, son millones de imágenes dife-
rentes de este objeto” H. Bergson, La Pensée et le Mouvement en Ibid. p. 1388.
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5 Trad. “El territorio es ante todo la distancia crítica entre dos seres de la misma especie: mar-
car sus distancias. Lo mío, es primero mi distancia, no tengo más que distancias. No quiero
que me toquen, gruño si se entra en mi territorio, pongo carteles. La distancia crítica es una
relación que se desprende de las materias de expresión” Gilles Deleuze, Mille plateaux, Paris,
Editions de Minuit, 1980, p. 393.
6 Ibid., p. 402. Trad. «Un territorio siempre está en vía de desterritorialización, por lo menos
potencialmente, en vía de paso hacia otros agencements, aunque el otro agencement opere
una reterritorialización»
7 Gilles Deleuze, L’Image-mouvement, Paris, Les Éditions de Minuit, 1983, p. 138.
8 Trad. “Según un primer eje, horizontal, un agencement conlleva dos segmentos, el uno de con-
tenido, el otro de expresión. Por una parte es agencement maquínico de cuerpos, acciones y
pasiones, mezcla de cuerpos reaccionando los unos sobre los otros; por otra parte, agence-
ment colectivo de enunciación, de actos y de enunciados, transformaciones incorporales atri-
buyéndose a los cuerpos. Pero según un eje vertical orientado, el agencement tiene por una
parte lados territoriales o reterritorializados, que lo estabilizan, por otra parte puntas de des-
territorialización que lo acarrean.” Gille Deleuze et Félix Guatarri, Kafka. Pour une littérature
mineure, Paris, Les Éditions de Minuit, 1975, p. 112.
9 Trad. «Estas líneas son muy diversas: las unas abren el agencement territorial sobre otros
agencements, y lo hace pasar en esos otros. […] Las otras trabajan directamente la territoria-
lidad del agencement, y lo abren sobre una tierra excéntrica, inmemorial o por venir.”, Gilles
Deleuze, Mille plateaux, p. 630.
10 En el caso tan famoso de Psicosis, el director utiliza el robo del dinero inicial como mero pre-
texto para construir una especie de territorio que de hecho se deshace, prácticamente se va
diluyendo hacia el tremendo territorio del terror. La anécdota es conocida y el propio le expli-
có a François Truffaut: “El término Mac Guffin évoca un nombre escocés y se puede imaginar
una conversación entre dos hombres en un tren. El uno dice al otro: – ¿Qué es este paquete
que ha colocado en la redecilla? – El otro: – Ah, esto… Es un Mac Guffin. – Entonces el pri-
mero: – ¿Qué es un Mac Guffin? El otro – Pues, es un aparato para cazar los leones en las
montañas Adirondak. – El primero: Pero no hay leones en las montañas Adirondak. – Enton-
ces concluye el otro: – En este caso no es un Mac Guffin. – Esta anécdota le demuestra el
vacío del Mac Guffin.” Alfred Hitchcock, Entretiens avec François Truffaut, Paris, Ramsay
Poche cinéma, 1983, p. 111.
11 Se han editado hace poco tres DVD que recogen el Abecedario, es larga entrevista que dio a
Claire Parnet y constituye una entrada muy clara y apasionante a la filosofía de Gilles Deleu-
ze. Sólo se editó después de su muerte ocurrida el 4 de noviembre de 1995. L’Abécédaire de
Gilles Deleuze, Editions Montparnasse, 3 DVD, 2004.
12 Trad. “Se designa por ritornelo cualquier conjunto de materias de expresión que trazan un terri-
préétablies, le rhizome est un système acentré, non hiérarchique et non signifiant, sans Géné-
ral, sans mémoire organisatrice ou automate central, uniquement défini par une circulation d’é-
tats.» Trad : “Contra los sistemas centrados (o policentrados), de comunicación jerárquica y
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donde van pasando las gabarras o chalanas cargadas de mercancías variadas o minerales.
Consisten en sistemas mecánicos que permiten compensar los desniveles a lo largo del canal.
15 Las propuestas que aquí evoco ya las apliqué a la obra de Pedro Almodóvar en el seminario
de Harvard. Este texto (“Territory, Limits and Constructions (Lock-gates and Coelacanths”) se
publicará en Estados Unidos en el próximo año en un libro colectivo sobre el director manche-
go editado por U. of Minnesota Press.
16 Eso no quita que Gilles Deleuze conozca perfectamente la obra de Luis Buñuel y que algunas
de sus reflexiones puedan haber surgido de esa familiaridad que tenía el filósofo con la filmo-
grafía del aragonés.
17 Entre los cineastas que han dedicado una atención particular a estas cuestiones está por
“lugar” viene a ser una actualización del “espacio”, algo así como el sonido es la actualización
de un fonema. En el caso del Ángel exterminador la mansión es de hecho un lugar donde se
actualiza el espacio de estos “burgueses” mexicanos, pero el espacio a su vez no se puede
situar en el mismo plano que el “territorio” que si bien es una abstracción incluye, a la diferen-
cia del espacio, la idea de movimiento y de movilidad. Véase André Gardies, L’Espace au ciné-
ma, Paris: Meridiens Klincksieck, 1993, 222 p.
19 José de la Colina/Tomás Pérez Turrent, Luis Buñuel, prohibido asormarse al interior, México,
nir” también es un estado fijo, ni se puede comprender en un sistema con principio y fin. Con-
forme uno va cambiando, dice Deleuze, sur devenir también va cambiando.
22 Este estancamiento, esos remansos narrativos parecen como subrayados por las losas
que parecen organizar un tablero, como si las figuras de los invitados fueran las piezas del
ajedrez.
23 Este apellido, probablemente de origen italiano, remite claramente a la nobleza.
24 “Un enfant dans le noir, saisi par la peur, se rassure en chantonnant. Il marche, s’arrête au
gré de sa chanson. Perdu, il s’abrite comme il peut, ou s’oriente tant bien que mal avec sa
≠
petite chanson. Celle-ci est comme l’esquis se d’un centre stable et calme, stabilisant et cal-
mant, au sein du chaos. » Trad. « Un niño en la oscuridad, presa del miedo, se tranquiliza
canturreando. Camina, se detiene al capricho de su canción. Perdido, se cobija como puede,
o se orienta mal que bien con su cancioncita. Ésta es como el esbozo de un centro estable
y tranquilo, estabilizador y calmante, en el seno del caos.” Gilles Deleuze, Mille plateaux, p.
382.
25 “… le chez-soi ne préexiste pas: il a fallu tracer un cercle autour du centre fragile et incertain,
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marques de toutes sortes. […] Maintenant ce sont des composantes pour l’organisation d’un
espace, non plus pour la détermination momentanée d’un centre. Voilà que les forces du chaos
sont tenues à l’extérieur autant qu’il est possible, et l’espace intérieur protège les forces ger-
minatives d’une tâche à remplir, d’une oeuvre à faire. » Trad. « La casa propia no preexiste ;
ha habido que trazar un círculo alrededor del centro frágil e incierto, organizar un espacio limi-
tado. Muchos componentes muy diversos intervienen, referencias y marcas de toda clase […].
Ahora son componentes para organizar un espacio, ya no para la determinación momentánea
de un centro. Y así se mantiene las fuerzas del caos en el exterior en lo posible, y el espacio
interior protege las fuerzas germinativas de una tarea por cumplir, de una obra por hacer.”
Idem.
26 «Ahora, por fin, uno entreabre el círculo, lo abre, deja entrar a alguien, uno llama a alguien, o
bien uno mismo va afuera, se lanza. Uno no abre el círculo del lado donde se apresuran las
antiguas fuerzas del caos, pero en otra región, creada por el mismo círculo.” Ibid. P. 382-383.
27 Gilles Deleuze, Mille plateaux, p. 294. Trad. : « Quién no ha conocido la violencia de esas
secuencias animales que le arrancan a uno de la humanidad aunque sólo sea por un instan-
te, y que hace que arañemos el pan como un roedor o le dé a uno los ojos amarillos de un
felino.”
28 Gilles Deleuze, Logique du sens, Paris, Editions de Minuit, 1969, p. 77. Trad. « Por una parte
el presente siempre limitado, que mide la acción de los cuerpos como causas y el estado de
sus mezclas en profundidad (Chronos) ; por otra parte el pasado y el futuro esencialmente ili-
mitados, que recogen en la superficie los acontecimientos incorporales en tanto que efectos
(Aiôn).”
29 Personalmente estoy preparando un estudio de la obra de Pedro Almodóvar a partir de la filo-
sofía deleuziana.
30 Partiendo de otras premisas, las propuestas de Mircea Eliade y la cuestión de la hierofranía,
152
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EL TIMBRE, EL SOLLOZO
No es necesario tener un conocimiento profundo de la obra de Proust para intuir
algunas de sus características esenciales. Perderse en las páginas de los siete volú-
menes de En busca del tiempo perdido es una de las tareas más gozosas y fructífe-
ras que puede emprender cualquier lector, aún sin tener plena conciencia de encon-
trarse ante uno de los monumentos imperecederos de la literatura del siglo XX. No
hace falta, sin embargo, extraviarse mucho en este jardín para gratificarse con la pri-
mera de sus delicias. En “Combray”, capítulo inicial de Por el camino de Swann, libro
con el que se inicia el ciclo novelesco, el narrador degusta un trocito de magdalena
embebido en el té que su madre le ha preparado cierto día de invierno parisino. El
sabor combinado del bizcocho y la infusión evocan en él de inmediato las mañanas
de domingo de su infancia en la mansión veraniega de Combray, cuando su tía Léo-
nie le ofrecía similar refrigerio en su habitación al levantarse de la cama. La reminis-
cencia, desde el placer gustativo, del pueblo donde pasaba las vacaciones estivales
es la primera aparición en la obra de esa memoria involuntaria que puede evocar, por
el mismo hecho de serlo, el pasado en toda su prístina intensidad:
...todas las flores de nuestro jardín y la del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivon-
ne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y
sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de
mi taza de té1.
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Captar la pervivencia del recuerdo a través del tiempo transcurrido es, sin duda, una
clave esencial de lo proustiano, al menos en primera instancia. Y que esa alquimia
del recuerdo se forje en un objeto –la taza de té– nos proporciona el modelo redu-
cido de su representación textual en todo el ciclo. No resulta, pues, extraño que uno
de los films más proustianos de la historia del cine –Érase una vez en América
(“Once Upon a Time in America”. Sergio Leone, 1983)– cifre la evocación del pasa-
do por parte de su protagonista en un teléfono que suena una y otra vez: Noodles
(Robert de Niro), tras delatar a sus compañeros de fechorías, se refugia en un fuma-
dero de opio y, mientras se sumerge en el ensueño provocado por la droga, el tim-
bre del teléfono resuena, insistente, en su cabeza. Este sonido acusmático –en
tanto se escucha sin que sepamos su procedencia 2– el espectador lo oye acompa-
ñando la exposición de los cadáveres de la banda de gangsters en la calle y la fies-
ta que celebra el fin de la Ley Seca en Estados Unidos(1933), hasta llegar al
momento en que Noodles descuelga el auricular en la privacidad de un despacho
contiguo al lugar del jolgorio, marca un número y, al otro lado de la línea, el Sargen-
to Halloran le responde: el timbre suena, por fin, en las dependencias policiales,
pero su eco mnémico vuelve a atormentar la conciencia culpable de Noodles que
despierta, momentáneamente, del sueño opiáceo.
Podríamos apreciar, en ese remontarse del efecto a la causa, una pervivencia de las
leyes regidoras del montaje clásico. Pero, en este caso, el resultado final obtenido
no se halla del todo en función de aquello para lo que dicho montaje sirve: el avan-
ce de la acción. Leone es consciente del aparente estatismo del film, que es el del
tiempo mismo:
Todo se ha detenido en el fumadero de opio. Y todo parte también de allí3.
El sueño de Noodles es el de la película en su totalidad, el de los fantasmas del cine
y el gran mito del American Dream 4. La insistente pulsación del recuerdo en la con-
ciencia del narrador proustiano también provoca una cierta congelación del devenir
temporal: el padre terrible, con su camisón de dormir y el pañuelo de cachemira en
la cabeza, semeja la figura de Abraham en un grabado de Benozzo Gozzoli.Un
momento antes de su aparición –que, supuestamente, va a sancionar la sentimen-
tal niñería del hijo que desea recibir el beso de buenas noches de su madre– Proust
introduce la primera acotación temporal del relato, mediante la cual el lector cobra
conciencia de lo que éste tiene de evocación del pasado:
...Ya hace muchos años de esto. La pared de la escalera por donde yo vi ascender el refle-
jo de la bujía, ha largo tiempo que ya no existe. En mí también se han deshecho muchas
cosas que yo creí que durarían siempre, y se han alzado otras nuevas, preñadas de penas
y alegrías nuevas que entonces no sabía prever, lo mismo que hoy me son difíciles de com-
prender muchas de las antiguas. Hace mucho tiempo también que mi padre ya no puede
decir a mamá: “vete con el niño”. Para mí nunca volverán a ser posibles horas semejantes.
Pero desde hace poco otra vez empiezo a percibir, si escucho atentamente, los sollozos de
aquella noche, los sollozos que tuve valor para contener en presencia de mi padre, y que
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estallaron cuando me vi a solas con mamá. En realidad, esos sollozos no cesaron nunca; y
porque la vida va callándose cada vez más en torno mío, es por lo que los vuelvo a oír, como
esas campanillas de los conventos tan bien veladas durante el día por el rumor de la ciudad,
que parece que se pararon, pero que tornan a tañer en el silencio de la noche5.
Al igual que los sollozos del narrador, el timbre del teléfono nunca ha dejado de
sonar para Noodles.
ESPACIOS DE LA MEMORIA
“El tiempo es el protagonista del film y el tiempo siempre tiene razón”, ha dicho
Leone 6. Noodles escapa de la ciudad tras haber delatado a sus compañeros y en la
estación de autobuses de Nueva York adquiere un billete, sólo de ida, para el primer
destino que le sugiera el empleado de la Green Line Bus.
Fotograma 1
Fotograma 2
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Tras comprar, en el bar de la estación, lo que parece ser un bocadillo para el viaje,
Noodles se encuentra ante la puerta de acceso a los autobuses (Fot. 3), uno de los
cuales le llevará a Buffalo. Los cuarterones de dicha puerta son pulidos espejos
Fotograma 3
Por corte neto, pasamos a las aguas de uno de ellos (Fot. 4a) mientras escuchamos
una versión de Yesterday en clave de blues.
Fotograma 4a
Fotograma 4b
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Fotograma 4c
Fotograma 4d
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Fotograma 5
Estas imágenes transmiten una cierta evocación del pasado, reflexionada, vivida,
sedimentada a través del punto de vista del personaje (“Ya hace muchos años de
esto”) y la espacialización de su propia memoria (mutaciones y permanencias en el
vestíbulo de la estación) tomando como charnela y punto de articulación el objeto
que mejor puede representar los estragos del tiempo: un espejo que es, también,
puerta entre el pasado y el presente. Cuando Fat Moe ( Larry Rapp) le pregunte a
Noodles qué ha estado haciendo durante estos largos años de ausencia, éste le res-
ponderá con la frase más proustiana de todo el film, justo la que abre el ciclo de la
Recherche: “Acostarme temprano” 7.
Recobrar el tiempo perdido es, para Proust, evocarlo a través de la alquimia del
recuerdo e intentar aprehenderlo mediante una escritura decantada en obra de
arte. La historia de la Recherche es la de una vocación literaria y puede expresar-
se, como dice Genette, en una sola frase: “Marcel se convierte en escritor”. Esa
“segunda vez” de la memoria involuntaria ha sido admirablemente precisada por
Fredric Jameson:
Considero que el gran tema de Proust no es el recuerdo sino nuestra incapacidad de expe-
rimentar las cosas “por primera vez”; la posibilidad de auténtica experiencia (Erfahrung) sólo
cuando se nos presenta por segunda vez (escribiendo más que recordando).Esto significa
que, si miramos fijamente nuestra experiencia inmediata (Erlebnis) y de frente, con la volun-
tad de asimilarla de una vez, sin mediación, acabamos perdiéndola; la cosa real entra, por
así decirlo, por el rabillo del ojo, mientras conscientemente estamos atentos a otra cosa 8.
El recuerdo es, pues, un espacio visitable por el sujeto en las epifanías de la memo-
ria involuntaria. Esta operación, proustiana donde las haya, es la emprendida por
Charlie Kaufman en el guión, justamente galardonado con un Oscar, de ¡Olvídate
de mí! ( “Eternal Sunshine of the Spotless Mind”, Michel Gondry, 2004). El film cuen-
ta las penalidades de Joel Barish (Jim Carrey) para olvidar sus desgracias amoro-
sas con Clementine Kruczynski (Kate Winslet). Incapaz de realizar el correspondien-
te duelo sobre el objeto perdido, inherente a estas agonías, Barish se pone en
manos de una empresa (Lacuna Inc.) –que ha efectuado la misma operación con
Clementine– al fin de borrar de su cerebro todas las huellas de la desdichada histo-
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ESPACIOS CONTIGUOS
La Recherche es una obra unitaria en su concepción y escritura y Proust tenía plena
conciencia de ello en la carta que escribe a Paul Souday (1919) :
El último capítulo del último volumen se escribió enseguida tras el primer capítulo del primer
volumen.Todo lo de en medio se escribió luego9.
Cuando el cineasta chileno Raúl Ruiz se plantea la versión cinematográfica de Le
Temps retrouvé no habla de adaptación ni de lectura, sino de adopción10, una pala-
bra muy justa para designar el profundo amor y conocimiento del texto proustiano
que el film manifiesta. Ruiz parte de una paradoja: a Proust no le gusta el cine –el
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cine de su época y que pudo ver en torno a los años de la Primera Guerra Mundial
ya que, entre 1920 y 1922, fecha de su muerte, prácticamente no salió de casa,
encerrado en la febril escritura de su obra– y, sin embargo, utiliza procedimientos
asimilables al cine. No es necesario buscar mucho en el bosque de la Recherche
para dar con alguna muestra de su disgusto ante el medio fílmico:
...Algunos pretendían que la novela fuera una especie de desfile cinematográfico de las
cosas. Esto era absurdo. Nada más lejos de lo que hemos percibido en realidad que seme-
jante vista cinematográfica11.
La primera muestra de fidelidad al texto que la película manifiesta tiene que ver con
la puesta en escena de su trabajo mismo de escritura: la noche antes de su muer-
te, Proust dicta a Céleste Albaret, su ama de llaves, un fragmento sobre la muerte
de Bergotte en La prisionera cuya problemática ubicación en la novela provocó que
fuera excluido en el texto fijado por Jean-Yves Tadié para su canónica (y monumen-
tal) edición en cuatro volúmenes de La Pléiade (1987-89). En su lecho de agonizan-
te, revisa viejas fotografías mediante las cuales el espectador asigna rostros a los
personajes de la obra (Odette, Gilberte, Saint-Loup, Cottard...). Acto seguido, el
escritor entra en una suerte de ensoñación donde los recuerdos se entremezclan y
superponen.Cobra aquí todo su sentido la afirmación de Ruiz:
...Proust no es verdaderamente visual, pero utiliza procedimientos cinematográficos...Hace
constantemente fundidos encadenados.Mezcla imágenes12.
La verdadera fidelidad al texto de origen en una adaptación cinematográfica del
mismo proviene no de su mayor o menor sometimiento a los aspectos temáticos de
la historia, sino de la perspicacia del realizador a la hora de reinscribir en imágenes
y sonidos aquellos aspectos compositivos que éste tiene en común con la puesta en
escena cinematográfica. Un buen entendimiento de la problemática del punto de
vista y la pertinencia del plano simbólico de la narración (con sus modalizaciones de
tiempo, modo y voz) y de cómo éste regula la información que se transmite al lec-
tor, serían los que mejor podrían transmitirnos las emociones de la escritura litera-
ria. En Le Temps retrouvé, la acción novelesca está reducida al mínimo y son estos
aspectos compositivos los que aparecen, por así decirlo, en primer plano.
La recepción en el Hotel de Guermantes que cierra El Tiempo recobrado fue bauti-
zada por el autor, en su primera redacción, como un Bal de têtes. Insistiendo en su
carácter de danza macabra, Paul Ricoeur habla de un dîner de têtes de morts, lite-
ralmente una “cena de calaveras”. Georges Poulet en L´ espace proustien (Galli-
mard, 1963) dice que, en el cierre de la Recherche, la fusión en el tiempo es, tam-
bién, fusión en el espacio: los dos caminos del transcurrir existencial del narrador,
el de Méséglise (Swann, Gilberte) y el de Guermantes, con todo lo que este último
tiene de brillo aristocrático, son uno solo y así se le manifiesta en una soirée donde
las alianzas matrimoniales de postguerra han hecho que la sangre azul de la noble-
za sólo irrigue los cuerpos de una suerte de empolvados muñecos en la víspera de
su propia extinción:
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Muñecos, sí, pero muñecos que, para identificarlos con lo que habíamos conocido, había
que leer en varios planos a la vez, situados detrás de ellos y que les daban profundidad y
obligaban a un trabajo mental ante aquellos viejos fantoches, pues había que mirarlos, al
mismo tiempo que con los ojos, con la memoria. Muñecos inmersos en los colores inmate-
riales de los años, muñecos que exteriorizaban el Tiempo, el Tiempo que habitualmente no
es visible y que, para serlo, busca cuerpos y allí donde los encuentra, los captura para pro-
yectar en ellos su linterna mágica...13.
La linterna mágica constituye una de las múltiples imágenes ópticas de la Recher-
che, junto con el caleidoscopio,el telescopìo, el microscopio, las lupas...Toda una
dióptrica proustiana que, según Roger Shattuck, califica la Recherche como una ste-
reo-optics of Time14. Ruiz interpreta literalmente el sentido de la frase de Proust,
haciendo que, sobre los cuerpos de los invitados a la fiesta de los Guermantes, el
niño Marcel proyecte las vistas de la leyenda de Genoveva de Brabante que tanto le
habían fascinado en su habitación de Combray.El realizador es fiel así al protocolo
de escritura proustiano que unía el principio y el fin de su obra, el mundo de Com-
bray y el de los salones, los dos grades espacios simbólicos (Méséglise/ Guerman-
tes) que definen la trayectoria –el aprendizaje– del narrador. Odette y los demás con-
tertulios observan, en el umbral de la puerta que separa ambas habitaciones (Fot. 6)
Fotograma 6
Fotograma 7
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Fotograma 8
y sobre esos muñecos se proyectan las coloridas imágenes del cuento de Genove-
va de Brabante (Fot. 9).
Fotograma 9
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El primero de los tres momentos epifánicos por los que va a pasar el narrador en el
Hotel de Guermantes es un traspiés en una baldosa oscilante del patio que evoca
en él las sensaciones experimentadas, cuando niño, en el baptisterio de la iglesia
de San Marcos en Venecia. La unión, por corte neto, de dos planos en travelling
sobre los pies del narrador, nos muestra el tropezón y cómo éste se queda conge-
lado en él, al igual que un simple muñeco (Fot. 10), mientras todo el decorado de la
escena gira en torno suyo.
Fotograma 10
Fotograma 11
Para enfatizar aún más que nos encontramos ante un teatro de la memoria, Ruiz
ubica al actor delante de una transparencia de proyección frontal –un decorado evi-
denciado como tal– del interior de San Marcos (Fot. 12):
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Fotograma 12
...un azur profundo me embriagaba los ojos, unas impresiones de frescor, de luz deslumbra-
dora, giraban junto a mí y, en mi deseo de apreciarlas, sin atreverme a moverme, como
cuando saboreaba la magdalena intentando captar de nuevo lo que me recordaba, seguí
titubeando, a riesgo de hacer reír a la innumerable multitud de los wattmen, como hacía un
momento, un pie sobre la losa más alta, otro sobre la losa más baja18.
La segunda iluminación íntima del narrador va a tener lugar, al igual que la tercera,
en la biblioteca del Hotel de Guermantes, mientras espera a que termine de ejecu-
tarse una pieza musical para acceder al salón. El ruido de una cuchara chocando
contra un plato del original literario es sustituido, en la película, por el tintineo de la
cucharilla agitándose en la taza de té presta a ser saboreada por el narrador. El con-
traste está muy deliberadamente buscado entre el largo plano-secuencia que sigue
a Marcel tratando de hallar acomodo en las butacas y sofás de la biblioteca y el
montaje, por corte neto, de su rostro y la rueda del tren golpeada por el martillo del
ferroviario. La unión de ambas imágenes se hace por raccord sonoro: el ruido del
martillo es, antes que sepamos su procedencia real, un sonido acusmático –como
el timbre del teléfono para Noodles– en la cabeza del narrador:
Un criado en su infructuoso esfuerzo por no hacer ruido, acababa de hacer chocar una
cuchara contra un plato. Me invadió la misma clase de felicidad que me habían dado las
losas desiguales; las sensaciones eran todavía muy calurosas, pero muy diferentes: mezcla
de un olor a humo, neutralizado por el fresco olor de un marco forestal, y reconocí que lo
que me parecía tan agradable era la misma fila de árboles que tan aburrida me pareció de
observar y de describir, y ante la cual, destapando la botella de cerveza que tenía en el
vagón, acababa de creer por un momento, en una especie de mareo, que me encontraba:
hasta tal punto el ruido idéntico de la cuchara contra el plato me dio, antes de volver en mí,
la ilusión del ruido del martillo de un empleado que estaba arreglando algo en una rueda del
tren mientras estábamos detenidos ante aquel bosquecillo...19.
La tercera y última sinestesia parte de una sensación táctil: la servilleta, almidona-
da en exceso, con la que el narrador se enjuga los labios en la biblioteca evoca la
toalla con la que, adolescente, se secaba el rostro ante el balcón del Hotel de Bal-
bec. A un plano medio del narrador, con la servilleta en la boca y ruido acusmático
de oleaje (Fot. 13),
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Fotograma 13
Fotograma 14
A un primerísimo primer plano de su rostro, con una corta panorámica de los labios
a los ojos (Fot. 15)
Fotograma 15
adviene otro del narrador en la biblioteca, aún con la servilleta en la boca (Fot. 16).
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Fotograma 16
...pasó ante mis ojos una nueva visión de azur; pero era un azur puro y salino, y se infló
en unos senos azulencos; la impresión fue tan fuerte que el momento que viví me pareció
el momento actual; más alelado que el día en que me preguntaba si de verdad me iba a
recibir la princesa de Guermantes o si se iba a hundir todo, creía que el criado acababa
de abrir la ventana a la playa y que todo me invitaba a bajar a pasearme por el malecón
en la marea alta...20
POESÍA Y VERDAD
Proust siempre reconoció la gran deuda que su obra había adquirido con los gran-
des memorialistas franceses como Saint-Simon o Chateaubriand y eso es cierto
si nos detenemos a considerar la amplitud de una reflexión temporal que da cuen-
ta de las transformaciones habidas en el París de la Belle Époque, antes y des-
pués del estallido de la Gran Guerra. Pero, sin duda, la entraña poética de su esti-
lo debemos encontrarla en Baudelaire y, más concretamente, en el famoso soneto
de las correspondencias en Las flores del mal, con su dominio de las sinestesias
que expresan una sensación mediante las cualidades de otra –“Perfumes frescos
como carnes de niños...suaves como óboes...verdes como praderas”– y que,
como hemos visto, en Proust se aplican al devenir temporal. Para el escritor, gozar
de la esencia de las cosas es encontrarse fuera del tiempo y el universo de las
sensaciones comunes al presente y al pasado nunca pudo ser degustado en el
pasado porque la imaginación sólo se aplica a lo que está ausente. Redimir el
registro cotidiano de la realidad supone, ni más ni menos, una resurrección del
verdadero yo: la experiencia de una sublime eternidad, situada fuera del tiempo.
La fruición del momento presente que quisiera detenerse, embebido en su propia
hermosura, la hemos visto en algunos momentos privilegiados de ciertas pelícu-
las: Marie saboreando las fresas –inmortales como el deseo mismo; efímeras
como la juventud– en Juegos de verano (“Sommarlek”. Ingmar Bergman, 1950).
Esa pura esencia del recuerdo, encerrado en un recipiente, es la que debe ser
rescatada mediante los mecanismos de la memoria involuntaria transmutados por
la acción de la palabra:
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...el gesto, el acto más sencillo permanece clausurado como en mil vasos cerrados cada uno
de los cuales estuviera lleno de cosas de un calor, de un olor, de una temperatura absoluta-
mente diferentes; sin contar que estos vasos, dispuestos en toda la altura de nuestros años
en los que no hemos dejado de cambiar, aunque sólo sea de sueño y de pensamiento, están
situados en alturas muy diversas y nos dan la sensación de atmósferas muy variadas21.
Proust afirma, como conclusión de su razonamiento, que los verdaderos paraísos
son los paraísos que hemos perdido. El arte debe actuar en el registro de la verdad
y la verdad más profunda del sujeto es, sin duda, la de su propia falta de ser. No
deja de llamar la atención, en este punto, la coincidencia con la reflexión freudiana:
el paso de la representación de cosa (Dingvorstellung) a la representación de pala-
bra (Wortvorstellung), del sistema inconsciente al consciente, se traduce en una
catarsis liberadora del sujeto, esa felicidad extratemporal de la que habla Proust,
capaz de vencer a la muerte aunque sea ésta la que nos cure del deseo de inmor-
talidad, como lúcidamente acotaba Beckett en su estudio del escritor francés22.
Si Proust nada tiene que hacer con el modelo de la ficción realista/naturalista y su
prosa no puede compararse con la de los Goncourt al estar conjugada en otro para-
digma estético, tampoco podían decirle gran cosa los desfiles de imágenes del cine
de acción que pudo ver en su época. Muere en 1922 y no llega a gozar de las expe-
riencias fílmicas, por ejemplo, de Eisenstein y su teoría del montaje de atracciones
con la que, sin duda, su propia práctica, fragmentaria y expresiva, de la literatura,
se hubiera sentido emparentada.En un sentido profundo, la Recherche es, incluso,
más cinematográfica de lo que Raúl Ruiz plantea en la entrevista de Cahiers. Cuan-
do el 23 de febrero de 1980 Roland Barthes comienza a impartir su seminario sobre
Proust y la fotografía en el Collège de France, interrumpido, a los dos días, por el
atropello de una camioneta de lavandería que lo llevaría a la muerte un mes más
tarde, debía sentirse teóricamente muy cerca de lo que André Bazin había dicho
treinta y cinco años antes:
Esas sombras grises o de color sepia, fantasmagóricas, casi ilegibles, no son ya los tradicio-
nales retratos de familia, sino la presencia turbadora de vidas detenidas en su duración, libe-
radas de su destino, no por el prestigio del arte, sino en virtud de una mecánica impasible;
porque la fotografía no crea –como el arte– la eternidad, sino que embalsama el tiempo; se
limita a sustraerlo a su propia corrupción ...En esta perspectiva, el cine se nos muestra como
la realización en el tiempo de la objetividad fotográfica.El film no se limita a conservarnos el
objeto detenido en un instante como queda fijado en el ámbar el cuerpo intacto de los insec-
tos de una era remota, sino que libera al arte barroco de su catalepsia convulsiva. Por vez
primera, la imagen de las cosas es también la de su duración: algo así como la momifica-
ción del cambio23.
Proust reaccionó en contra de todos los que alabaron Por el camino de Swann en
virtud de sus análisis minuciosos, argumentando que solamente le preocupaban
aquellos fenómenos de los que pudiera deducirse alguna ley general: su instrumen-
to literario no era, pues, asimilable a un microscopio bajo cuya lente poder observar
al detalle realidades preexistentes, sino que se asemejaba más bien a un telesco-
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pio que hiciera aparecer estrellas invisibles al ojo desnudo. La coincidencia con
Freud se hace muy patente en la carta dirigida a Louis de Robert en julio de 1913
donde señala que lo primordial de su tarea de escritor es “...hacer aparecer en la
conciencia fenómenos inconscientes que, completamente olvidados, están a veces
situados muy lejos en el pasado “. Su edificio novelesco trata de erigir “...toda una
teoría de la memoria y del conocimiento no promulgada directamente en términos
lógicos”24.
Cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo25, escribe Proust. La recep-
ción de la obra literaria produciría los mismos efectos gnoseológicos que un cine
propiciador de la detención de la mirada del espectador, diferenciado del apedrea-
miento visual al que éste es sometido por la actual mercadería/chatarrería audiovi-
sual globalizada. En Proust y en Raúl Ruiz subyace, en suma, el mismo talante
ético. El escritor habría suscrito las palabras del cineasta:
...En Proust, los momentos de intensidad, o bien están desplazados o bien son difusos. Hay
una emoción difusa permanente, que permite hacer planos sin énfasis. Si hay un mal hoy en
día en el cine, procede de lo que yo llamo la ley de la eficacia del plano. Hablo de eficacia y
no de expresividad, que es una idea también criticable pero más vasta, más rica. La efica-
cia interviene siempre por relación a una narración, pero si la narración, como la de Proust,
es, de alguna forma, anodina, se goza de una gran libertad en el momento del rodaje26.
168
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Notas
* La presente ponencia se enmarca en el Proyecto de Investigación titulado “Diseño de una base
de datos sobre patrimonio cinematográfico en soporte hipermedia. Catalogación de recursos
expresivos y narrativos en el discurso fílmico”, con código 04I355.01/1, cuyo desarrollo está pre-
visto para el periodo 2005-2007, siendo investigador principal el profesor Dr. Javier Marzal Feli-
ci, Profesor Titular de Comunicación Audiovisual y Publicidad en la Universitat Jaume I de Cas-
tellón, director del Grupo de Investigación “I.T.A.C.A. UJI –Investigación en Tecnologías
Aplicadas a la Comunicación Audiovisual de la Universitat Jaume I–”, con código 160.
1 Por el camino de Swann, p. 64. Madrid, Alianza Editorial, 1966. Traducción de Pedro Salinas.
2 Vid., al respecto el libro de Michel Chion La voix au cinéma, especialmente pp.25-33. París,
Cahiers du Cinéma/ Éditions de l´Etoile, 1982.
3 Noël Simsolo: Conversations avec Sergio Leone, p. 194. París, Éditions Stock, 1987. La tra-
ducción es mía.
4 Id., p. 192.
5 Por el camino de Swann. Ed. cit., pp. 51- 52
6 N. Simsolo: Op. Cit.,p.195.
7 Pendant longtemps, je me suis couché de bonne heure. Pedro Salinas traduce: “Mucho tiem-
po he estado acostándome temprano”. La versión de Mauro Armiño (Madrid, Valdemar, 2000)
es más fiel a la estructura sintáctica del original francés (respetando, incluso, la coma que
segmenta la oración en dos partes) pero elude la palabra tiempo, presente en el adverbio
longtemps, tan decisiva para Proust: “Me he acostado temprano, hace mucho”.
8 Fredric Jameson: La estética geopolítica.Cine y espacio en el sistema mundial, p.54. Barcelo-
na, Paidós, 1995. Traducción de Noemí Sobregués y David Cifuentes. Revisión técnica de
José María Ripalda.
9 Cito por la traducción de Martín de Riquer y José María Valverde en Historia de la Literatura
Universal, vol.8, p.500.Barcelona, Planeta, 1986.
10 Stéphane Bouquet/ Emmanuel Burdeau: “Dans le laboratoire de La Recherche.Entretien avec
Raoul Ruiz”. Cahiers du Cinéma, nº 535, p.52. París, mayo 1999. La traducción es mía.
11 El Tiempo recobrado, p.230. Madrid, Alianza Editorial, 2004. Traducción de Consuelo Berges.
12 Entrevista citada, p.47.
13 El Tiempo recobrado,p. 278
14 El libro de Roger Shattuck Proust´s binoculars; a study of memory, time and recognition in “A
la recherche du temps perdu” (New York, Random House, 1963) es elogiosamente citado por
Paul Ricoeur en el segundo volumen de Temps et récit (París, Seuil, coll. Points, 1984).
15 Entr. cit., p.50.
16 Paul Ricoeur: Temps et récit, vol.2. Edición citada, p.271.La traducción es mía.
17 Stéphane Bouquet: “Tous en scène. À propos du Temps retrouvé de Raoul Ruiz”. Cahiers du
Cinéma, nº 535, p. 44.
18 El Tiempo recobrado, p. 212.
19 Id., p.213.
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20 Id., p.214.
21 Id., pp.215-16.
22 Samuel Beckett: Proust, p. 26. Madrid, Nostromo, 1975. Traducción de Bienvenido Álvarez.
23 André Bazin. ¿Qué es el cine?, p. 19. Madrid, Rialp, 1966. Traducción de José Luis López
Muñoz. La cursiva es mía.
24 Marcel Proust: Le Temps retrouvé, nota 3, p.618. París,Gallimard/ Pléiade, 1989. La traduc-
ción es mía.
25 El tiempo recobrado, p.263.
26 Entrevista citada, p. 47.
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Es así, vaya por Dios, que el cineasta también piensa (aunque a menudo no lo
parezca); analiza y sintetiza; no para, en realidad, de analizar y sintetizar; también
el texto, también –y sobre todo– el texto; el cineasta –incluso, y con mayor razón,
aquél cuyo único objetivo sea el negocio–, sabe que el texto, la película, es el
objet(iv)o (final o mediador) de su deseo.
Los cineastas pueden no tener ni puñetera idea de semiología o teoría de lenguaje
(no suelen tenerla, incluso las detestan) y sentir náuseas cuando oyen hablar de para-
digma o sintagma, pero, a estas alturas de la historia de las imágenes en movimien-
to, llevan la gramática (parda) del cine, por decirlo de modo metafórico y brutal, en la
sangre. Chomski tenía razón en lo que a la gramática generativa de la lengua se refie-
re: sus estructuras funcionan como algo impreso en la mente más allá de la concien-
cia. Podríamos decir casi lo mismo de la gramática cinematográfica: los que hacen
películas la llevan ya impresa. Así, por mucho que la nieguen, aun si saberlo, se suje-
tan a ella, la usan y, por lo tanto, analizan el texto fílmico que van produciendo. Al mar-
gen, por ejemplo, de que una tesis sobre “El espíritu de la colmena” está escrita, y la
película, filmada, la principal diferencia con el análisis que, a toro pasado, realizan crí-
ticos, teóricos y profesores, es que los cineastas, tras el análisis, toman decisiones y,
en definitiva, cristalizan –sintetizan– el texto sobre el que luego van a trabajar aque-
llos. Los cineastas producen el texto primero; los críticos, al hablar sobre él, lo sancio-
nan (junto a otras instancias sancionadoras como la taquilla).
El análisis, en cada momento, el cineasta lo realiza a partir de un texto virtual que
sólo existe en su cabeza. Pero ese texto virtual no se le aparece por primera vez
entero; tiene, más bien, la ambigua textura de los sueños. Soñará ese texto una y
mil veces en el largo y heterogéneo proceso de fabricación de una película; el texto
soñado irá haciéndose guión; el guión será desglosado y rodado; lo rodado, edita-
do; lo editado, mezclado, y la película, en fin, producida. Frecuentemente, en un
momento u otro, los plazos son tan largos que el sueño desaparece, se olvida el
sueño inicial: ¿Qué era lo que el director quería necesario contar? ¿Qué dispositivo
le había impulsado a iniciar un camino tan penoso y duradero? Tendrá que regresar
a esos inicios para redescubrirlo y recargar las pilas, si no quiere –como sucede a
menudo– que la película final quede a merced de las olas. La administración de ese
sueño inicial es una de las tareas capitales del cineasta creador.
En fin, el del cineasta es un texto en construcción. Desde la elaboración del guión
–antes: desde el primer impulso creativo– no para de analizarlo y modificarlo, modi-
ficaciones significantes que no dejan de sucederse hasta el instante final: las mez-
clas y el etalonaje. Hasta el final cut.
Para ver cómo piensan y analizan los cineastas durante el proceso de creación, me
referiré sólo a un sintagma: hablemos del final, de la secuencia final del filme.
Resulta obvio que el final –la imagen, la secuencia, el sintagma último– ocupa un
lugar privilegiado en el texto fílmico; un lugar altamente significante desde el punto
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una posición inicial)–, se iban resolviendo uno tras otro, sucesivamente, en distintas
escenas. Y finalmente, como una coda, al fin, la escena del entierro.
Demasiado moroso, torpe. Uno tras otro, en el montaje, revisando el copión, muchos
finales fueron descartándose.
El mejor final cerrado es el que resuelve todos los conflictos a la vez, en una sola
escena.Y eso se podía hacer de un solo golpe en la escena del entierro. Los demás
finales sobraban.
Se localizó en lo hondo de un valle minero un cementerio adecuado para el entierro
y, en lo alto de un cerro, un emplazamiento idóneo para la cámara. Todo se reduci-
ría a un plano secuencia cenital y fijo. Comenzaría en un encuadre corto con el
ataúd entrando en el nicho y, poco a poco, el zoom se iría abriendo, para dar paso,
uno tras otro, a todos los asistentes al entierro, cada uno con su rúbrica final. El
zoom retrocedería hasta que se perdieran prácticamente de vista, los personajes
apenas puntos en medio de un cementerio a las afueras de una ciudad minera, en
lo hondo de un valle, rodeado de tremendas montañonas.
Ahora bien, cuantos más elementos de final circular tenga un final cerrado, mejor.
Así que el cineasta intentó remitir los personajes asistentes al entierro a lo que hací-
an en la primera escena de la película –la boda–, para redondear. En esa primera
escena se procuraba definir los conflictos de cada personaje. ¿En qué situación
habían quedado esos conflictos tras el relato?
Un ejemplo. El hijo del enterrado –el personaje interpretado por Karra Elejalde– apa-
recía al principio, en la boda, ligado a un móvil e intentando apaciguar a distintos
acreedores de su discoteca. Ahora, en mitad del entierro, volvería a sonar el móvil
y se tendría que alejar discretamente para seguir apaciguando acreedores. La pro-
puesta fue del propio Karra y el director la agradeció y así la rodó.
Podría parecer que, tratándose de un solo plano secuencia, no haría falta más aná-
lisis, con montarlo bastaba.
Pero en el proceso de sonorización y mezclas surgen siempre alternativas.
La música que toca la charanga, “Avanti pópolo”... ¿Qué hacer con ella? ¿Se irá per-
diendo conforme el zoom retrocede y los músicos se alejan? Cuando el cementerio
sea sólo una mancha entre montañas ¿el viento en las ramas ganará presencia?
¿O, por el contrario, traicionando las distancias, conservaremos la charanga en pri-
mer plano?
Así, de este último modo, lo preveía el director.
Pero la presencia no prevista de Karra hablando por el móvil permitía una operación
quizá mejor.
No se había grabado en directo lo que Karra decía al teléfono, no iba a hacer falta,
en términos veristas la charanga no dejaría oírlo. A veces el cineasta es demasiado
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esclavo de la realidad y se olvida que sonido e imagen son dos elementos separa-
dos cuyas relaciones pueden imitar o no la realidad filmada y puede manipular a su
antojo. No se había previsto que la voz de Karra permaneciera en primer plano de
sonido.
El móvil. A tanta distancia de Karra no hacía falta sincronizar, no había problemas
de sincronización. Karra podía decir lo que nos diera la gana, bastaba con escribir-
lo, medirlo y grabarlo en el estudio. Luego, conservaríamos esa voz en primer plano
de sonido; la cámara se alejaría, pero el sonido no.
De ese modo comenzaba, en cierto modo, como al principio y lo que era un final
cerrado se convertía, para el personaje de Karra, en un final circular (empezaba
como acababa, con Karra al teléfono). Sí, al fin han enterrado el cadáver (final cerra-
do), pero las bases del conflicto continúan (final abierto) y todo sigue como antes
(final circular).
Decidimos incluir esta voz en primer plano. Junto a la charanga.
Hubo todavía otro elemento de sonido que intervino en las mezclas, la señal del
móvil, las primeras notas del himno de Asturias, el “Asturias, patria querida” de todo
borracho. Y una gaita en la charanga. Color local. “Lo universal es lo local sin puer-
tas”, decía Miguel Torga.
Y así quedó.
El guión es sólo una guía gorda que se va completando por el camino.
Es de sobra conocido que cuando un crítico pasa a hacer películas, deja ipso facto
–o debe dejar; o los usos y costumbres le obligan a dejar– de ser crítico. Sucede
como si hubiera dos François Trufaut, por ejemplo: uno, que fue crítico de cine; y
otro, director de películas. Como si Truffaut, por el hecho de hacer películas, pudie-
ra amputar su espíritu crítico. Como si el hecho de hacer películas, de ser autor o
creador, exigiera anular el espíritu analítico. “Si quieres ser feliz –canta Milton Nas-
cimento–, no analices, no analices”.
En fin, se trata de algo tan imposible como indeseable. El creador no puede ni debe
amputar de sí mismo el espíritu crítico (analítico) y si lo hiciera, dejaría de ser crea-
dor. Si algún campo social requiere exacerbadamente un espíritu crítico, ése es el
de la creación.
No sólo el creador puede ser cocinero antes que fraile, sino que, o cocina, o no reza.
De modo que no hay fraile sin cocinero.
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que subsume. El saber, sub especie de información, parece estar más disponible
que nunca para el particular que puede acceder a él sin someterse a jerarquía
magistral alguna. Hasta tal punto la información es un saber desvinculado de cual-
quier autoridad, que acaba ofreciendo la impresión que no nos necesita como suje-
tos singulares para circular ni para operar. Es algo del orden de los semblantes, de
las apariencias, sin duda; pero no por ello menos determinante. Si a ello sumamos
la implementación de las nuevas tecnologías digitales, nos encontramos de lleno
con el relato hipertextual que posee como principales atributos su potencial interac-
tivo y por tanto la reversibilidad de sus propuestas simbólicas. En definitiva, el rela-
to postmoderno acaba siendo el relato que no nos concierne, porque como lectores
podemos ejercer tanto poder sobre él como el espurio autor que nos lo ofrece, pero
no tenemos que hacernos cargo de su verdad. Suponemos que los relatos carecen
de fuerza para modelizar el mundo, lo más que pueden hacer es falsearlo, porque
los hechos son como son y que no tenemos responsabilidad alguna sobre los esta-
dos del mundo por ejercer nuestra competencia narrativa. La prueba más evidente
de ello es el videojuego, donde nos sentimos autorizados a acometer cualquier tipo
de acción con la convicción de que ello no tendrá ninguna consecuencia ni sobre la
realidad, ni sobre la propia estructura del relato puesto que podremos volver a
comenzar siempre que lo deseemos y ningún estadio narrativo alcanzado se nos
antoja definitivo ni irreversible. Que este modo hipertextual –esto es, no dependien-
te de la linealidad narrativa– resulta paradigmático se demuestra con la mutación
que la fruición cinematográfica ha sufrido en los últimos tiempos. Primero, por la pro-
liferación de sagas y secuelas con las que nos obsequia Hollywood en los últimos
tiempos y que testimonian en los últimos años –como lo hacían en los 80, la defun-
ción imposible de los zombis y la reiteración de los remakes– de la dificultad para
cerrarse de los relatos postmodernos. Pero, también, por el nuevo modo de fruición
del espectáculo cinematográfico que representan las tecnologías digitales, que sos-
laya su linealidad y su límite. Así, en cualquier DVD nos podemos encontrar con fina-
les alternativos, al gusto del consumidor, tanto como con la integración en el espec-
táculo de elementos tradicionalmente excluidos del campo cinematográfico, que
precisamente en esta exclusión cifraba buena parte de su fuerza simbólica: no otra
cosa es el making of 5.
Ahora es cuando, sentadas las bases del panorama epistémico en el que nos
desenvolvemos, hemos de recurrir al valor axiomático –con el beneplácito del lec-
tor, que nos prestará su suspensión de incredulidad– de dos ideas que sostienen la
aproximación analítica de los dos textos fílmicos de los que nos vamos a hacer
cargo a continuación. Ambas son indemostrables en el restringido espacio de que
aquí disponemos y sólo me queda confiar en una cierta confluencia intuitiva entre
mi percepción y la del lector. La primera es que, por sus condiciones materiales y
por su propia constitución histórica como práctica significante autónoma, el cine es
el discurso artístico en el que la secuencialidad, la articulación sucesiva de los ele-
mentos significantes sometida a un ritmo establecido desde la enunciación, es más
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EL THRILLER CONTEMPORÁNEO
Ya hemos visto, pues, cómo el cine negro y la novela negra norteamericanos expli-
citan en la figura del detective deseante, tan distinto a sus asexuados preceden-
tes10. Ahora nos toca indagar si efectivamente es cierto que el thriller es el molde
genérico más consustancial con nuestro tiempo por ser el cauce narrativo idóneo
del Paradigma Informativo cerniendo cuáles sean los rasgos que lo distinguen de la
ficción policial clásica. En absoluto podemos pretender ser exhaustivos en este
reducido espacio del que disponemos, pero creo que podemos estar de acuerdo en
que hay dos rasgos diferenciales capitales:
Primero. El detective de la serie negra es ante todo un tipo desengañado por la vida
que arrastra el dolor de una pérdida genérica emparentada, sin duda, con esa heri-
da lacerante que tienen los personajes del melodrama. Este desengaño es precisa-
mente el que le hace apto para desenmascarar al culpable. Pero, si nos fijamos,
veremos que el protagonista tipo del thriller postmoderno es un personaje no gené-
ricamente desengañado, sino afectado por un trauma personal concreto y datable:
la pérdida de un ser querido o incluso de su entera familia. Los ejemplos serían infi-
nitos, comenzando por los abominables personajes encarnados por Charles Bron-
son en los años 70, siguiendo por los monstruosos encarnados por Steven Segal, o
en películas más apreciables el personaje de Tom Cruise en Minority Report (el
detective Anderton, que ha perdido a su hijo a manos de un pederasta) o, en uno de
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los casos más espurios, el personaje de Will Smith en Yo Robot hasta el caso tele-
visivo del agente Mulder en Expediente X, cuya hermana fue abducida por extrate-
rrestres. Esto es, a la escena “desencadenada”, privada de su secuencia de causas
y efectos pero subordinada al Principio de Razón Suficiente, que constituye el inicio
genérico de toda ficción policial, ahora se suma otra escena, perteneciente a la par-
ticular biografía del detective y que se constituye en el germen de su pasión depre-
dadora. Lo que nos ofrece la ficción normalmente es la confluencia entre la resolu-
ción del enigma de la escena del crimen con la captura o liquidación del culpable y
la automática superación del trauma por el protagonista. Si se quiere prolongar el
ciclo ficcional (en el caso de una serie televisiva, o de la producción cinematográfi-
ca de secuelas de una saga) lo que hay que dejar sin resolver es precisamente el
trauma emocional del protagonista, que garantiza su pasión rapaz sin tregua, hasta
extremos en que su lucha por la supervivencia en su misión llega más allá de cual-
quier límite instaurado sobre el Principio del Placer. Pensemos, por ejemplo, en lo
ventajoso que hubiese sido para sí mismo –y, por supuesto, para los espectadores–
la muerte del protagonista de un thriller bélico como Rambo, en vez de su supervi-
vencia a cualquier precio y más allá de cualquier sufrimiento.
En definitiva, la economía narrativa y epistémica del thriller contemporáneo es esen-
cialmente la de la venganza. Puede haber varias versiones: de la habitual persecu-
ción de un criminal, a la demostración de la inocencia del protagonista; así como
diversos grados de implicación entre el hecho nuclear de la historia y el trauma sub-
jetivo, que van desde la identificación entre ambas, a la evocación del segundo por
el primero. El asunto es que la venganza o la resolución de un caso policial suplan-
tan la función subjetiva. Uno de los ejemplos más claros de esto es el caso de una
amnesia total o parcial, casos en los que no hay más que un recuerdo fragmentario
de la víctima o el testigo. La indagación policial suple la coherencia mnémica y la
escena perfecta, completada ante los ojos, suple la lógica del recuerdo. Así funcio-
na pues la cosa: Escena perfecta = crimen imperfecto.Y tanto en el caso de la esce-
na del crimen, como de la escena traumática hemos pasado de una escena desga-
rradora a una escena apaciguante. Es lógica pues la creencia en la absoluta
certidumbre jurídica en un mundo escénicamente pleno, tras la reparación homeos-
tática que la trama realiza sobre el mundo.
Segundo. Es lógicamente solidario, pues, con el primer rasgo que hemos explora-
do, un segundo hecho diferencial del thriller contemporáneo: el papel de la tecnolo-
gía en ese proceso de databilidad absoluta de la escena pretérita. En efecto, la
implementación de las nuevas tecnologías escópicas (fundamentalmente de regis-
tro audio-visual), de identificación (biogenéticas, con la tecnología del ADN a la
cabeza) y de transmisión de datos (bancos y redes telemáticas) han trastocado
totalmente el imaginario policial y han modificado los relatos basados en él. Resu-
miendo, diremos que la certidumbre del mundo sustituye a la deducción clásica y
supone, a su vez, la muerte la inocencia del espectador, en todo caso, sustituida por
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La trama
Ahora bien, la historia de un tipo que persigue al asesino de su esposa más allá de
toda ley es un argumento que podría ser protagonizado por Charles Bronson, Sil-
vester Stallone o Steven Segal. Lo que hace a Memento un film digno de nuestro
interés no es la banalidad de su argumento, sino la audacia de la dispositio. Ya
hemos dicho que la película consta de 22 secuencias puntuadas por sus correspon-
dientes interludios. Pero lo que impacta tremendamente a cualquier espectador es
que el relato va hacia atrás, secuencia a secuencia, y las secuencias en b/n, con
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dor al crear en él la misma sensación de inopia que padece el protagonista. Las fotos,
las notas y los tatuajes que Leonard utiliza como recordatorios nos acompañan desde
el principio y a lo largo del film vamos descubriendo las secuencias narrativas que van
induciendo cada una de esas huellas. Así, nos encontramos al final con toda una
trama por la que el sujeto no puede verse concernido: sin un sujeto que se haga cargo,
todo el saber de la evidencia, de los hechos, se convierte en manipulable11.
Lo más importante es que esta estructura enunciativa de Leonard consigo mismo
implica el abismo de la ausencia de un sujeto para la secuencia de los actos. Leo-
nard tiene la información que le dan sus anotaciones y la fotos, pero ninguna de sus
acciones estará investida de certidumbre: la exactitud ocupa su lugar, puesto que la
red de datos (foto más pie) suplanta a la certeza. Como el espectador, va teniendo
piezas de un puzzle pero no tiene las claves para encajarlas. Esta ausencia de la
certeza subjetiva es la tragedia de Leonard puesto que no sólo no puede recordar,
sino que tampoco puede olvidar: “¿cómo puedo cicatrizar si no siento el paso del
tiempo?”, llega a decir. Y respecto a su mujer: “No me acuerdo de olvidarte”. No
puede elaborar un duelo, inscribir una falta. Leonard es el hombre archivo: almace-
na lo que no puede ni recordar, ni olvidar. ¿Hay alguna metáfora más lograda del
discurrir del flujo mediático e informativo en la época de la globalidad?
En efecto, la película despliega de forma acertadísima la relación del sujeto contem-
poráneo con el saber autónomo que es la información. Huellas en la carne, fotos y
leyendas que nada significan fuera de un engarce narrativo sustentado por una sub-
jetividad. La objetividad se muestra más que nunca no como disponibilidad del obje-
to sino como sustracción del sujeto.Y todo en el molde genérico del thriller que, ade-
más, en su deconstrucción, da la clave ética del proceso de autonomía objetiva del
mundo físico y de la vida en el que acto se ejecuta al margen del actante. El cuer-
po lleno de tatuajes muestra el delirio absoluto del thriller de venganza. Además, los
tatuajes están escritos al revés, de tal manera que sólo son legibles ante un espe-
jo, en la ficción de una imagen enmarcada. ¿Qué propósito puede tener la vida de
Leonard tras cumplir su objetivo con un cuerpo lleno de monumentos al olvido?.
Toda la película es una explicitación de lo absurdo de la trama del thriller postmo-
derno, cuya plasmación más irónica, tal vez, esté en la 10ª Secuencia en la que
vemos a Leonard corriendo mientras suena una alarma. Se supone que va persi-
guiendo a alguien, pero no sabe qué está haciendo. En la secuencia siguiente
sabremos que era él el perseguido, tanto da.
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que en Memento puede parecer que la relación amorosa del espectador con el ase-
sino –que hemos considerado elemento esencial del género– ha desaparecido,
justo hasta que sabemos que el auténtico asesino es el propio Leonard, que está
confundiendo su historia y la de Sammy, que ha repetido en numerosas ocasiones
su acto, porque la dotación de sentido (en realidad, el goce mortífero que ocupa su
lugar) para su vida es su único y verdadero motor. Lo aleccionador proviene del
hecho de que es el propio amor por sí mismo de Leonard el que se convierte en
pasión de ignorancia, a través de la fe en la estabilidad ontológica del mundo que le
sirve de coartada para que su pasión pueda repetirse ad infinitum, ignorando que
es su goce singular el que mantiene la trama de la venganza interminable. Es la
absoluta fe informativa en la lógica autónoma de los hechos, la que le permite seguir
su destino de “alma bella”. Se trata de la exclusión del sujeto del pacto mortífero
entre el Yo y el Mundo.
Es, sin duda, una gran revelación sobre las aporías éticas en la época del mundo glo-
bal dominado por la información que concibe al sujeto como absolutamente prescin-
dible. Concepción que tiene su alcurnia genealógica, pues se trata nada menos que
del proyecto del universo cartesiano que resultó fundante para la Modernidad occi-
dental. En efecto, la fe en que el Universo funciona completamente al margen de
nuestro cuidado, que es el fundamento del discurso de la ciencia, es el requisito de
la epoché cartesiana –el recurso metódico al repliegue dubitativo del sujeto sobre sí–
en que se funda toda posible certeza moderna. Descartes lo expresa diáfanamente:
A partir de que Dios [causa primera del movimiento uniforme] no está sujeto en modo algu-
no a cambio y a partir de que Dios siempre actúa de la misma forma, podemos llegar al
conocimiento de ciertas reglas a las que denomino leyes de la naturaleza y que son las cau-
sas segundas de los diversos movimientos que nosotros observamos en todos los cuerpos
(...)De acuerdo con la primera de ellas, cada cosa en particular se mantiene en el mismo
estado en tanto que es posible y sólo lo modifica en razón del encuentro con otras causas
exteriores.12
Pues bien, donde estaba Dios, la Modernidad posteísta (más que atea), coloca la
tecnología. Y así, cambiamos la imposible certeza de los ojos cerrados, por la exac-
titud de la medición, del acuerdo raccordado entre los datos. Y uno de los méritos
indudables de Memento, es precisamente no buscar el recurso a las nuevas tecno-
logías –como hacen tantos films contemporáneos, de los cuales, tal vez, Matrix sea
el mejor ejemplo– para poner de manifiesto este engaño de la imagen a los ojos, si
el sujeto la considera absolutamente autónoma. La fe en el mundo y en su imagen
de Leonard se satisface con la tradicional ontología fotográfica. Entre la 4ª y 5ª
secuencia del film, este supuesto queda absolutamente de manifiesto. En la 4ª,
mantiene una conversación con Natalie –los espectadores aún no sabemos que es
una femme fatale, en toda regla– que cuestiona sus certezas y sus métodos. Ella le
dice: “todos necesitamos recuerdos para saber quiénes somos”. Y él contesta con
toda su soberbia epistémica: “Mi mujer merece venganza. No cambia nada que yo
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lo sepa. Sólo porque no recuerde ciertas cosas no quita sentido a mis actos. El
mundo no desaparece cuando cierras los ojos ¿verdad?.” Cartesianismo a macha-
martillo, como vemos. Pero entonces, Natalie le pide que le hable de su mujer: “No
digas las palabras sin más... cierra los ojos y recuérdala”. Y entonces él recuerda
precisamente todo lo que no son palabras. Éstos sí son recuerdos subjetivados en
contraste con sus notas, fotos y tatuajes.
En la secuencia siguiente, es Teddy quien le advierte sobre la posibilidad de equi-
vocarse: “no puedes confiar tu vida a unas notas y unas fotos”. Leonard insiste en
que él tiene los hechos y que son mucho mejores que la memoria, que es menos
de fiar. Leonard concibe la memoria como un soporte para el registro: igual que una
foto sobre soporte neuronal. Debaten sobre los procedimientos policiales y cómo
éstos no se fían de los testigos. Leonard: “El recuerdo es una interpretación, no un
registro”. “Los recuerdos desvirtúan, son una interpretación, no un registro. Y no
importan si tienes los hechos”. Leonard no quiere saber nada sobre la articulación
subjetiva de la “información mnémica”, de hecho la ve como un obstáculo para su
fiabilidad. Como veremos a lo largo del film, Teddy –que sabe lo que ignora Leonard
(y el espectador)– es epistémicamente el asesino. Estamos en una posición decons-
truida del espectador policíaco, porque hemos visto a Natalie con la foto de Teddy:
no amamos al culpable, odiamos al inocente, porque tenemos sobre él el falso saber
que ha construido Natalie, para inducir a Leonard a creer que es John G. En la últi-
ma secuencia, cuando descubramos el (auto, entre otros) engaño en que ha consis-
tido la trama, veremos cómo Leonard quema las fotos cuando Teddy le habla de que
su caso fue una desgraciada casualidad, no una trama conspirativa que obedezca
a la lógica de la información. Leonard opta así por el goce contra la verdad, en una
de sus peores versiones, la vida con(-)sentido: cumplida la misión que se lo otorga-
ba, la vida con su vacío perduraría intolerable, sin épica alguna que la sostenga.
Toda esta secuencia final enfrenta la falacia de la venganza como superación del
trauma y demuestra que el autoengaño y la ignorancia del deseo –motor inconscien-
te de lo actos– no son suplidos por la pasión individual con su simulación adrenalí-
nica del sentido. Catarsis y tecnología: ambas, promesas de rescisión de la división
subjetiva, del amortiguamiento final del deseo, y promesas ambas de la cosmología
mecanicista que permite, en un mundo disponible, la creencia de que la raíz del
malestar habita en una escena. Por ello, la película acaba con una última profesión
de fe cartesiana, cuando vemos por fin cómo Leonard ha conquistado la apariencia
con que lo hemos visto a lo largo de todo el film (el coche, el traje, el arañazo de la
cara): “Debo creer que existe un mundo exterior a mi mente. Un mundo en el que
mis actos tengan sentido aunque no los recuerde. Que aunque cierre los ojos, el
mundo aún sigue ahí”. Tras ello, vemos que llega al establecimiento de Tattoo: ya lo
ha olvidado todo.
Con este mundo disponible, lo que vemos desaparecer de verdad es al sujeto como
respuesta. Y así entendemos por qué el trauma es rasgo esencial del thriller, géne-
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Bibliografía aludida
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• “Teorías de la verdad” en Teoría de la acción Comunicativa: Complementos y estudios previos.
Madrid: Cátedra. 1989 pp. 113-161
JIMÉNEZ LOSANTOS, Encarna y SÁNCHEZ-BIOSCA, Vicente (eds.) El relato electrónico.
Valencia: Filmoteca de la Generalitat Valenciana. 1989
LYOTARD, Jean-François., La condición postmoderna. Madrid: Cátedra. 1984
PALAO ERRANDO, José Antonio. La profecía de la Imagen-Mundo: para una genealogía del
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RICOEUR, Paul., Tiempo y narración. Vol. I y II. Madrid: Cristiandad. 1987
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Notas
1 La presente ponencia se enmarca en el Proyecto de Investigación titulado “Diseño de una
base de datos sobre patrimonio cinematográfico en soporte hipermedia. Catalogación de
recursos expresivos y narrativos en el discurso fílmico”, con código 04I355.01/1, cuyo desa-
rrollo está previsto para el periodo 2005-2007, siendo investigador principal el profesor Dr.
Javier Marzal Felici, Profesor Titular de Comunicación Audiovisual y Publicidad en la Universi-
tat Jaume I de Castellón, director del Grupo de Investigación “I.T.A.C.A. UJI –Investigación en
Tecnologías Aplicadas a la Comunicación Audiovisual de la Universitat Jaume I-”, con código
160.
2 Vid. Jiménez Losantos y Sánchez-Biosca (eds.) Op. cit.
3 En el sentido del “engaño de las masas”, como postularon Adorno y Horkheimer.
4 Vid. Palao (2004), Op. cit.
5 He podido indagar todas estas cuestiones a propósito de Matrix, el film más significativo sin
Wai, o en la torsión que David Lynch ejerce sobre las dos tramas más lineales del cine clási-
co (el thriller y la road movie) en sus tres últimas películas (Lost highway, Straight story, Mul-
holland Drive) donde los solos títulos ya nos hablan de cierta ironía metafórica entre las
carreteras, las redes de información, la linealidad narrativa y el cine de Hollywood.
8 Vid. Palao (1994), Op. cit.
9 Vid. Barthes.
10 Pensemos en los personajes clásicos de Poe, Conan Doyle o Agatha Christie.
11 Es el reverso de Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis,1993) donde el prota-
gonista, precisamente, es el único que está al corriente de los hechos y al final decide hacer-
se cargo de esa responsabilidad por medio de un acto de amor que ha tomado su distancia
respecto a la pulsión mortífera (de repetición) que habitaba sus actos.
12 Op. cit..
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sentido más amplio, en cuanto modelo espectacular) debe ser entendido antes que
nada como una forma de la cultura popular, un vehículo de propaganda y fuente de
placer estético para decenas de millones de personas.
En general, el término melodrama tiene un escaso valor crítico. Su utilización –nos
recuerda David Morse3– ha sido corrompida de forma notable por el uso cotidiano
del término. Tratar de acotar ahora el campo específico de referencia del “melodra-
ma” es una tarea que a priori parece imposible. En una primera aproximación, el
melodrama aparece como un término con un sentido muy vago, e incluso peyorati-
vo. Como afirma Miguel Marías, “...todo el mundo tiene una idea –su idea– de lo que
es un melodrama, al mismo tiempo vaga –como puede comprobarse en cuanto se
pide una definición– e inconmovible ”4. Marías advierte contra el peligro que supo-
ne dejar el melodrama en una completa indefinición: al estar relacionado por
muchos críticos con la dramaturgia del propio cine, asistimos al establecimiento
implícito de la ecuación melodrama = cine. Como veremos, la definición del melo-
drama está directamente relacionada con el nacimiento del relato cinematográfico.
Asimismo, algunas razones del carácter peyorativo de la palabra “melodrama” inciden
en el hecho de ser un espectáculo popular dirigido a las grandes masas y por repre-
sentar una visión conservadora del mundo, legitimando así el orden de cosas existen-
te. La mayor parte de estudiosos coinciden en señalar que el melodrama es un hallaz-
go de los ideólogos burgueses5 para poder controlar políticamente a las clases
obreras, de un modo efectivo. Como afirma Adriano Apia6, la significación sociológica
e histórica del melodrama es rastreable en la circularidad y repetición de las tramas
que nos reenvían a la ausencia de cambios sociales. Quizás, parte del sentido nega-
tivo del término está relacionado con el propio desprecio social por estas clases popu-
lares, desde la clase burguesa. Al mismo tiempo, buena parte de la mala prensa del
melodrama es consecuencia de su baja calidad formal. Frecuentemente, el investiga-
dor está muy mediatizado por las formas actuales del melodrama, como el culebrón
televisivo o el soap-opera, a la hora de enfrentarse a los textos del pasado.
Las múltiples definiciones del melodrama se han concentrado básicamente en la
trama narrativa y en el ethos melodramático, es decir, en la visión de mundo que
representa y en su ideología subyacente. Uno de los lugares comunes en todos los
trabajos sobre el melodrama, cinematográfico o literario, es el texto de Peter Brooks
The Melodramatic Imagination. Balzac, Henry James, Melodrama and the Mode of
Excess 7, que constituye el punto de partida (y, las más de las veces, el punto de lle-
gada) de la mayor parte de estudios sobre el melodrama. El melodrama es caracte-
rizado, ante todo, como una experiencia dramática. La realidad sería una alegoría
de la experiencia humana, que aparece así ordenada dramáticamente. Para Micha-
el Booth8 el melodrama es un mundo de certezas donde la confusión, la duda y la
perplejidad están ausentes; es un mundo de absolutos donde la virtud y el vicio coe-
xisten. Desde este punto de vista, el exceso del melodrama es rastreable en cuan-
to a su densidad dramática. Sin embargo, existe toda una línea de trabajo que tam-
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bién hablará del exceso del tejido melodramático, esta vez atendiendo a elementos
de carácter formal, como ocurre con buena parte de los estudios sobre Vincente
Minnelli o Douglas Sirk9.
Uno de los primeros problemas con el que nos encontramos es la existencia de múl-
tiples expresiones referidas al melodrama: así Jean-Loup Bourget habla indistinta-
mente de “sentimental melodrama”, “romantic drama”, “romance films”, “women´s
films” o el “family melodrama”. La confusión terminológica llega hasta extremos
como el de cruzar estas expresiones entre sí creando “híbridos” como “gothic
romance”10, todavía más difíciles de definir. Un buen número de estudios sobre el
melodrama poseen un planteamiento que consiste en establecer paralelismos con
el teatro popular del XIX, la novela naturalista, el vaudeville, el “melodramma” italia-
no, etc., a los que debemos reconocer un valor histórico, aunque también una cier-
ta parcialidad de miras ya que no ofrecen una visión de conjunto. El nudo de la
narración melodramática –y en esto parecen coincidir todos los estudios, como dice
Miguel Marías11– es la existencia de una relación sentimental, un núcleo amoroso,
que se vuelve imposible por la fatalidad, la ley, etc. Como señala Maurice Roelens 12,
el melodrama, con sumo maniqueísmo, pone en escena las dos instancias fundado-
ras de la vida amorosa y sexual: el deseo y la ley. Sin embargo, este ingrediente sen-
timental no basta para definir el melodrama cinematográfico. Tal consideración nos
llevaría a pensar que todos los films son melodramas, opinión que puede deducirse
de muchos estudios sobre el tema. En este sentido, sería pertinente establecer una
distinción entre el melodrama, como género que puede fecharse históricamente, y
lo melodramático, adjetivo que se refiere a cierto tipo de rasgos estructurales, for-
males o estéticos, rastreables en diferentes medios espectaculares y géneros fílmi-
cos, como proponemos nosotros.
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ros es el dilema de toda la historia: esto es, con el fin de descubrir el esquema de
referencia –el género– debemos estudiar la historia; sin embargo, no podemos estu-
diar la historia sin tener en mente algún esquema de selección13. Trasladando este
problema al ámbito de los géneros fílmicos, Buscombe14 y, más tarde Tudor15, insis-
ten en la extrema dificultad teórica que encierra la empresa genérica: “si queremos
saber qué es un western, debemos mirar hacia cierta clase de films. Pero, ¿cómo
saber hacia qué films mirar sin saber previamente qué es un western?” 16. Andrew
Tudor observa que para listar las características principales de un género debemos
aislar primero el corpus de films que constituyen el western, films que, a su vez, sólo
pueden ser aislados sobre la base de dichas características, que sólo serán descu-
biertas a partir de los films ya aislados, etc.
El problema de la circularidad de la definición de género es muy similar a la cues-
tión del “círculo hermenéutico” que plantea la filosofía del lenguaje: ¿cómo pode-
mos entender el significado de las palabras de un texto antes de que el texto, en
su totalidad, haya sido entendido, y viceversa? Dicho de otro modo, la hermenéu-
tica heideggeriana describe la forma de realizar la misma interpretación compren-
siva, es decir, el funcionamiento de la propia comprensión que se muestra como un
proceso circular. Paul Hernadi 17 indica que la superación del círculo es posible
atendiendo a la interrelación de la teoría de los géneros y de la historia: el estudio
de los géneros o de las obras individuales no debe entenderse como un fin en sí
mismo, sino que ambas cosas constituyen una totalidad (a whole), donde lo con-
textual –es decir, lo histórico– se convierte en un elemento clave para la interpre-
tación. Se trata, en suma, de buscar la confluencia de teoría e historia de los géne-
ros literarios o fílmicos.
Precisamente, Hans Georg Gadamer subraya la necesidad de reconocer “el carác-
ter prejuicioso de toda comprensión”18. La teoría de los géneros, lejos de ser ino-
centemente descriptiva como muchos quisieran, siempre posee un componente
evaluativo-prescriptivo que el investigador del cine no debe dejar escapar. En efec-
to, en toda operación comprensiva –como sucede en la determinación de géneros
literarios o fílmicos– tiene lugar una eliminación de información, como afirma Wolf-
gang Raible19. Cuando un historiador establece un sistema de géneros, con su
correspondiente caracterización individual, ello es posible mediante la “`reducción
de la complejidad´, a través de modelos abreviados” (los géneros) que es “como se
hacen reconocibles el sentido, las interrelaciones y las estructuras”20. Compartimos
plenamente la brillante exposición de Raible sobre qué son los géneros. En primer
lugar, “las normas genéricas son una convención, constituyen modelos que adquie-
ren validez por medio de la convención” 21. En segundo lugar, “los textos concretos
que parecen formar parte de los géneros (...) aparentemente son todos-parciales de
una determinada extensión o de una determinada complejidad” 22, lo que explica la
diferencia de grado a la hora de catalogar un film u obra literaria como melodrama,
policíaco, western, etc. En tercer lugar, sorpresa y orden son dos principios que
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Este proceso espectacular nos debe suscitar, al menos, tres cuestiones funda-
mentales. En primer lugar, la repetición constante del acto de consumo de este
tipo de espectáculos, en la que el espectador adopta, pues, una posición de cier-
to masoquismo, nos remite a la función catártica del melodrama. Es a través de
la representación del sufrimiento de los personajes como tiene lugar una libera-
ción del de la audiencia. Así pues, asistimos a una purga o curación del mal indi-
vidual del espectador –a través de habernos despertado el sentimiento de pie-
dad– pero, al mismo tiempo, se trata de una purificación colectiva –convirtiendo
al protagonista en víctima del sacrificio para gusto del público–, en cierto modo
religiosa, mediante la repetición ritual –como todo rito, con un clara función de
cohesión social– de estos actos de consumo espectaculares (en varios medios
de comunicación simultáneamente, como hemos visto).
En segundo lugar, esta catharsis es estimulada a través de símbolos y situaciones
narrativas que abren la memoria del espectador –es decir, su reconocimiento–: de
este modo, podemos hablar de la importancia de los objetos en el melodrama (de
la que nos ocupamos al final de este capítulo) y su papel metafórico –privilegian-
do así lo paradigmático sobre lo sintagmático– que redunda en lo catalítico frente
a lo nuclear. De este modo, el espectador se ve sometido a una doble posición
ante la representación del melodrama: por un lado, una cierta pasividad en la
medida en que nada puede hacer para modificar el desarrollo de los acontecimien-
tos que, como el propio personaje-víctima melodramático, sufre las fatalidades; por
otro, el componente proyectivo de la máquina deseante –esencial en el melodra-
ma– nos habla de una cierta actitud activa del espectador del melodrama.
En efecto, esta escenificación del trayecto responde a una secuencialidad narra-
tiva que, en el caso del melodrama, está atravesada por un horizonte de reco-
nocibilidad estructural. El trayecto melodramático sigue un trayecto causal –no
exento de cierta linealidad–, donde cada hecho tiene su antecedente y lógico
consecuente. Estos hechos son acciones para los antagonistas, mientras que
para los héroes o heroínas-víctimas constituyen acontecimientos. Sólo los anta-
gonistas actúan y nuestros héroes sufren dichas acciones como aconteceres,
pasivamente, resignadamente en la mayoría de casos. El relato melodramático
sigue una estructura lógica, ampliamente frecuentada en nuestra cultura: el
punto de partida es un punto de equilibrio que se ve amenazado mediante la
aparición de un elemento extraño que irrumpe dicho orden y que así desenca-
dena una formulación de expectativas para la resolución y el restablecimiento
del equilibrio inicial perdido en el desenlace, donde se consuman estas expec-
tativas. El arranque (con la presentación de los personajes y de las coordenadas
espaciales, temporales, por un lado, y, por otro, con la exposición del conflicto),
el desarrollo (que, a menudo, incorpora un viaje o desplazamiento físico de los
personajes, trasunto de su viaje interior) y el desenlace son los tres momentos
que, como en un silogismo, imponen la lógica del relato más primario y nos remi-
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siones, detener el fluir temporal del relato y contribuye al borrado de las huellas
enunciativas.
La música en el melodrama cumple un importante papel en el reconocimiento
actancial y espacial, incluso, podríamos decir, es condición de posibilidad de la
reconocibilidad estructural, a nivel narrativo. Por esta razón, podemos hablar de
una quinta y última estructura de reconocimiento, esta vez musical. En este sen-
tido, el cine hereda buena parte de las técnicas que la ópera primero y el teatro
poco después desarrollaron. En teatro, como en el cine mudo, era necesario ir
fijando en el texto literario teatral, así como en las partituras, una serie de mar-
cas o “cues” que permitían una sincronización correcta de la puesta en escena
visual con la banda sonora a ejecutar, de la acción con la música. Estas marcas
auténticamente narrativas cumplían diversas funciones: en primer lugar, deter-
minaban el tono y expresividad de los intérpretes que debían tener muy en cuen-
ta estas marcas para realizar sus entradas y salidas a escena correctamente e,
incluso, la prolongación de su presencia cuando éstos salían del campo teatral
o cuando callaban43 (dado que muchas escenas se resolvían sin apenas mediar
palabra, mediante el gesto y los movimientos corporales con el acompañamien-
to musical en primer término). En segundo lugar, habitualmente la música cons-
truía una asociación del timbre del instrumento con las funciones actanciales del
relato: el contrabajo estaba asociado al villano, la trompeta al héroe, la flauta a
la heroína y la risotada irreverente al cómico. En tercer lugar, las situaciones
narrativas eran calificadas musicalmente, con el empleo de percusión para refor-
zar la espectacularidad de las catástrofes truculentas o con música “suave” para
las escenas tiernas y patéticas. Estas situaciones narrativas estaban perfecta-
mente descritas en el texto teatral mediante las marcas o “cues” musicales44.
La música en el melodrama, aun siendo un elemento extradiegético, cumple una
función primaria que consiste en invisibilizar el aparato cinematográfico, al sumer-
girnos, paradójicamente, en la diégesis provocando un “efecto de identificación”
del espectador con el drama. Numerosas discontinuidades, “fallos de raccord”,
descentramiento del personaje en el encuadre, saltos de eje45, etc., que caracte-
rizan el cine mudo son, a nuestro entender, suturadas por el espectador gracias
a la existencia de la composición musical. La música, como fuerza totalizante,
sintetiza el film como discurso, confiriéndole un carácter unitario. Constituye una
fuerza que unifica a la audiencia como grupo social y que “cimenta” el texto fílmi-
co46. Esta identificación se articula a través de una doble vía: en primer lugar,
empática, por el lado emotivo que convoca el film47; en segundo lugar, y de un
modo colectivo, la consistente en construir un espacio desde donde contemplar
el film, una posición en la que el espectador se halla protegido, “desde donde ve
sin ser visto”. Así pues, esta identificación individual y colectiva sería el trasunto
del desarrollo musical en el melodrama, mediante el “solo” que canta el protago-
nista y el “coro”, representación de la colectividad en la obra.
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Notas
1 El presente texto se enmarca en el Proyecto de Investigación titulado “Diseño de una base de
datos sobre patrimonio cinematográfico en soporte hipermedia. Catalogación de recursos
expresivos y narrativos en el discurso fílmico”, con código 04I355.01/1, cuyo desarrollo está
previsto para el periodo 2005-2007, siendo investigador principal el profesor Dr. Javier Marzal
Felici, Profesor Titular de Comunicación Audiovisual y Publicidad en la Universitat Jaume I de
Castellón, director del Grupo de Investigación “I.T.A.C.A. UJI –Investigación en Tecnologías
Aplicadas a la Comunicación Audiovisual de la Universitat Jaume I-”, con código 160.
2 Editado en Nueva York, Bowker, 1976.
3 MORSE, David: “Aspects of Melodrama” en Monogram, nº 4, 1972.
4 MARIAS, Miguel: “La melodía del drama o melodrama sin fronteras” en Acerca del melodra-
ma, Valencia, Filmoteca de la Generalitat Valenciana, 1987, p. 12.
5 Esta tesis ha sido defendida, entre otros, por Noël Burch en distintos lugares. Cabe destacar
entre sus trabajos El tragaluz del infinito, Madrid, Cátedra, 1987, especialmente en su intro-
ducción.
6 APIA, Adriano: “Matarazzo et le mélodrame” en Les cahiers de la cinémathèque, nº 28, Tou-
louse, Julio 1979.
7 Citado por casi todos los estudiosos del tema, y editado en New Haven & London, Yale Uni-
versity Press, 1976.
8 BOOTH, Michael: English Melodrama, London, Herbert Jenkins, 1965, p. 14.
9 Entre los numerosos estudios sobre ambos autores cabe destacar dos trabajos especialmen-
te relevantes. En primer lugar, el de NOWELL-SMITH, Geoffrey: “Minnelli and Melodrama” en
Screen, Vol. 18, nº 2, Verano 1977; en segundo lugar, el de GONZALEZ REQUENA, Jesús: La
metáfora del espejo, Valencia & Madrid, Instituto de Cine y Radio-Televisión & Hiperión, 1986.
10 Diane WALDMAN en “Feminine Point of View and Subjectivity in the Gothic Romance Film of
the 1940s” en Cinema Journal, Vol. 23, nº 2, Invierno 1984, caracteriza el romance gótico
como un tipo de filme donde hay mujeres y una trama de misterio. Es obvio que una caracte-
rización de este tipo resulta muy vaga.
11 Op. cit., p. 11.
12 ROELENS, Maurice: “La mise à mort” en Les cahiers de la cinémathèque, Toulouse, nº 28,
Julio 1979.
13 WELLECK, Rene & WARREN, Austin: Teoría literaria, Madrid, Gredos, 1979. Esta obra fue
publicada originalmente en New York, Harcourt Brace, 1956, pp. 313-314.
14 Edward BUSCOMBE: “The Idea of Genre in the American Cinema” en Film Genre Reader,
Austin, Texas, B. K. Grant (ed.) & University of Texas, 1986. Artículo publicado originalmente
en Screen, Vol. 11, nº 2, Marzo-Abril 1970.
15 La exposición de este “dilema empirista” aparece varias obras de Andrew TUDOR, en “Genre:
Theory and Mispractise in Film Criticism” en Screen, Vol. 11, nº 6, 1970. Este artículo será ree-
ditado con títulos ligeramente modificados como “Genre and Critical Methodology” en Movies
and Methods, Berkeley, Bill Nichols (ed.) & University of California Press, 1976 y en “Genre”
en Film Genre Reader, Austin, Texas, B. K. Grant & University of Texas, 1986.
16 Buscombe, op. cit., p. 13.
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17 Paul HERNADI: Beyond Genre: New Directions in Literary Classification, Ithaca, Cornell Uni-
versity Press, 1972, p. 7. Hay traducción castellana con el título Teoría de los géneros, Barce-
lona, A. Bosch, 1978. Esta misma opinión es compartida por Leland POAGUE en “The Pro-
blem of Film Genre: A Mentalistic Approach” en Literature / Film Quarterly, Vol. 6, nº 2,
Primavera 1978, p. 154.
18 Hans Georg GADAMER: Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 1977, p. 337. La estructura
de prejuicios se convierte así en condición misma de posibilidad del pensamiento. La com-
prensión del texto (en nuestro caso, del género) está continuamente determinada “por el movi-
miento anticipatorio de la precomprensión” (p. 363). Al mismo tiempo, la tarea interpretativa o
hermenéutica está íntimamente ligada al horizonte histórico que afecta tanto al creador como
al espectador. La “historia efectual”, como la denomina Gadamer, expresa el propio “patrón de
comprensibilidad” de unos y otros. Nos detendremos con más detalle en esta importante apor-
tación desde la hermenéutica al término del próximo capítulo cuarto.
19 Wolfgang RAIBLE: “¿Qué son los géneros? Una respuesta desde el punto de vista semiótico
y de la lingüística textual” en Teoría de los géneros literarios, Madrid, Arco, 1988, p. 307.
20 Ibid., p. 307.
21 Ibid., p. 311.
22 Ibid., p. 313.
23 Ibid., p. 315.
24 Ibid., p. 317.
25 John FELL: “Melogenre” en North Dakota Quarterly, Vol. 51, nº 3, Verano 1983, p. 100.
26 Jacques GOIMARD: “La rose des films à Hollywood” en Positif, nº 177, Paris, enero 1976.
27 Película de 1922 que fue parodiada posteriormente en Mud and Sand (1922) de Hal Roach,
Bull and Sand (1924) de Mack Sennett o Ni sangre ni arena (1941) de Alejandro Galindo.
28 Terence CAVE: Recognitions, Oxford, Clarendon Press, 1988. En este texto, Cave expone las
diferentes teorías sobre la anagnorisis en Aristóteles, Plutarco, Diderot, Hegel, etc. hasta lle-
gar a Barthes para pasar, a continuación, a aplicar este concepto al análisis de fragmentos
de obras clásicas como la Odisea, de Shakespeare, Balzac, Conrad, James, etc., e incluso
llega a subrayar la importancia de esta noción en la teoría psicoanalítica como es expuesta
por Freud. Jacques GOIMARD en “Le mélo, de l´image au concept” en Europe. Revue littérai-
re mensuelle, Paris, nº 703-704, Noviembre-Diciembre 1987, trata de determinar las principa-
les propiedades de la narración melodramática, distinguiendo entre propiedades sociohistóri-
cas, escenográficas y dramáticas, con no muy buena fortuna como él mismo reconoce.
Recientemente, Jordi BALLÓ y Xavier PÉREZ han publicado un ensayo, Yo ya he estado aquí.
Ficciones de la repetición (Barcelona, Abagrama, 2005), que abunda en esta misma idea.
29 Debemos destacar la reciente publicación del texto de Pablo PÉREZ RUBIO: El cine melodra-
mático, Barcelona, Paidós, 2004, que aborda esta temática de forma rigurosa, basado en
algunas reflexiones publicadas por nosotros en Melodrama y géneros cinematográficos,
Valencia, Episteme & Eutopías, 1996, y en David Wark Griffith, Madrid, Cátedra, 1998.
30 Thomas ELSAESSER: “Tales of Sound and Fury”, op. cit. Barbara CREED, por su parte, en
“The Position of Women in Hollywood Melodramas” en Australian Journal of Screen Theory,
nº 4, 1978, establece una tipología de principales situaciones en las que la heroína del melo-
drama se puede ver implicada: desde la transgresión de los roles que se espera que la mujer
cumpla, el enamoramiento, la aparición de un obstáculo a la felicidad de la heroína, la sepa-
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of sudden joy”, “music of paintful remorse”, “violent distracted music”, etc. o como “music
expressive of affection”, “music expressive of astonishment and general confusion”, “expressi-
ve of the harmony of a fine human morn” en el caso de “The Blind Boy” de James Kenny
(1807). Todas estas indicaciones sobre la música en el melodrama, por lo general, van referi-
das al efecto emotivo que han de causar en el público, con lo que se reafirma, una vez más,
el núcleo emotivo y sentimental de la narración melodramática.
45 No pocos historiadores entienden el cine mudo en términos de un “aún no”, debido a una con-
cepción teleologista de la historia del cine, donde el rasero para medir la producción fílmica
del pasado es el cine que hoy existe de un modo más extendido, el modelo hollywoodiense.
Esta crítica será desarrollada en el capítulo cuarto con mucho más detalle.
46 En opinión del compositor Hans Eisler que recoge Kurt LONDON: Film Music, New York, Arno
Press, 1936.
47 Y de ahí que encontremos toda una tradición de estudios sobre la música, en el ámbito de la
estética, que la relacionan con el sentimiento como forma emotiva, que posee una estructu-
ra. Ver Suzanne LANGER en Feeling and Form, New York, Londres, Scribner´s Sons, 1953,
citado por Carol Flinn, op. cit. Existe versión castellana editada en México, UNAM, 1957.
48 Jose Luis TELLEZ analiza la función de la música en el film “Vértigo” de Alfred Hitchcock, en
concreto las estructuras melódicas asociadas a Madeleine, que se convierte en el Objeto per-
dido de Scottie. Ver “Melo / Drama” en Acerca del melodrama, op. cit.
49 Carol FLINN en “The `Problem´ of Feminity in Theories of Film Music”, op. cit., afirma que este
deseo es femenino. La idea de feminidad remite a los concepyos de pérdida, carencia o falta,
y fragilidad. Flinn trata de emplear esta noción de un modo operativo. No quiere decir con ello
que la música sea per se femenina.
50 Entre estos films cabe destacar Of Human Bondage (1934), Banjo on my Knee (1936), Made
for each other (1938) o In Name Only (1939), corpus que analiza BLEYS, Jean-Pierre en
“John Cromwell ou la mélodie du mélodrame” en Les cahiers de la cinémathèque, nº 28, Tou-
louse, Julio 1979.
51 Estos films son estudiados por HARPER, Sue: “Historical Pleasures” en Home Is Where the
Heart Is, London, C. Gledhill (ed.) & British Film Institute, 1987, y en BRAUN, Eric: “A Deca-
de of Gainsborough Melodrama: 1942-1950” en Films, Vol. 4, nº 3, Marzo 1984 y Vol. 4, nº 4,
Abril 1984.
52 Ya la propia expresión cine mudo encierra algunos prejuicios teleologistas. En este sentido,
resulta más afortunada la expresión silent cinema.
53 Ver MARZAL, Javier: David Wark Griffith, Madrid, Cátedra, 1998. En dicho estudio se presen-
tó una visión general de la obra de Griffith en la que apenas se esbozaban los fundamentos
teóricos que aquí presentamos, y que han permanecido inéditos desde la defensa de la tesis
doctoral en 1994.
54 Ver MARZAL, Javier: Estructuras de reconocimiento y de serialidad ritual: el modelo melodra-
ma en los films de David Wark Griffith 1918-1921. Tesis doctoral defendida el 23 de septiem-
bre de 1994 en la Universidad de Valencia. Publicada por el Servicio de Publicaciones de la
Universitat de València en 1994.
55 La obra que estamos redactando en estos momentos lleva por título Más allá de las lágrimas.
El melodrama fílmico y la consolidacióndel modo de narración clásico, cuya publicaciónpreve-
mos para mediados de 2007.
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Atreviéndonos, cautelosos,
a análizar el cine de los orígenes
(o, solamente, sobre dos versiones
primitivas de La pasión)*
Dr. Alejandro Montiel Mues
(Universitat Politècnica de Valencia)
Dr. Francesc Massip i Bonet
(Universitat Rovira i Virgili, Tarragona)
“Alors, les films sur la Passion, que dites-vous qu´ils sont, documentaires
ou fictions? Ni l´un. Ni l´autre. Il nous foudrait peut-être un mot noveau
pour exprimer cette référence croisée entre documentaire et fiction.
Malheuresemment, “cruci-fiction” ne convient pas.”
André Gaudreault, 1992
I.
¿Vieron en general con buenos ojos las diversas confesiones cristianas el adveni-
miento del cinematógrafo?
Frente a esta pregunta, dos conjeturas cobran inmediatamente fuerza. La primera
da en suponer que el proceso –inexorable, como se sabría luego– procurará ser
refrenado por las diversas iglesias, mediante la adopción de estrategias, ora ofensi-
vas y/o defensivas, ora de asimilación y/o domesticación. Verbigracia, nos cuenta
Germain Lacasse, desde Quebec, que allí los prebostes pasaron por diversas fases:
a) desde una inicial adulación hacia el nuevo invento; b) a un consentimiento tácito,
si no violentaba las costumbres religiosas; c) a una reclamación a las instituciones
para que observaran una severa censura; y d) a la promoción de la emergencia de
* Los autores declaran la deuda de gratitud contraída para la redacción de este trabajo con Fran
Benavente y Núria Bou (Universitat Pompeu Fabra), Mariona Bruzzo y Rosa Cardona (Filmoteca
de la Generalitat de Catalunya), Francisco Javier Gómez Tarín (Universitat Jaume I de Castelló),
Palmira González (Universitat de Barcelona), José Ignacio Lahoz (IVAC-Filmoteca), Margarita
Lobo (Filmoteca Española), José Javier Marzal (Universitat Jaume I), Joan M. Minguet Batllori
(Universitat Autònoma de Barcelona), Àngel Quintana (Universitat de Girona), Julio Pérez Peru-
cha (presidente de la AEHC) y Luisa Zanzottera (Università Cattolica del Sacro Cuore di Milano).
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un cine religioso, con apoyo del gobierno, que se convertirá en una suerte de “cine
oficial”. (Lacasse 1992: 87). Sospechábamos que las distintas iglesias cristianas,
que acumulaban casi dos milenios de experiencia en la represión, adulteración y
reabsorción del clasicismo pagano –frontalmente opuesto a la doctrina que éstos
predicaban–, no temblarían ante la eventualidad de habérselas con un nuevo y rui-
doso invento, por más a contrapelo que les viniera, o por más que se les antojase
diabólico.
La segunda conjetura (o perogrullada) que cobra fuerza ante nuestro dilema consis-
te en suponer que este proceso carecerá de lo que podríamos llamar uniformidad
universal en el orbe cristiano –entendiendo aquí, abusivamente, por universal, el
caso de unos pocos países europeos y un par de países de Norteamérica, como es,
por desgracia, nuestro inveterado hábito etnocentrista–, sino que, por el contrario,
se producirá una abundante casuística, discrepante entre sí, cuya exhaustiva des-
cripción nos resulta, aunque ilustrativa, a todas luces inmanejable (por el momento)
e improductiva para nuestros propósitos.
Por poner sólo un ejemplo, Joan M. Minguet ha descrito la reacción frente al cine-
matógrafo de la muy católica Lliga Catalana en tiempos del Noucentisme, advirtien-
do en tales actitudes características específicas respecto a otros territorios (y parti-
dos) del Estado Español (Minguet 1992: 11-20), con lo que no nos cuesta nada
imaginar que no se dará el mismo caso en Francia (véase Jacques y Marie André
1992: 44-59) que en Bélgica (véase Guido Convents 1992: 21-44), y aun ni siquiera
en la costa Este y Oeste de Estados Unidos, y por supuesto tampoco en Bohemia
o en Baviera.
Ahora bien, ¿no cabe pensar, por tanto, cómo se ha dicho en cine, por ejemplo, La
Resurrección y La Ascensión del Hijo de Dios alrededor de 1900? ¿Debemos sos-
pechar que una lectura desenraizada es una lectura perversa, propincua a conclu-
siones estériles o banales, ligeras?
Creemos, por el contrario, en la utilidad de los análisis que a renglón seguido se
ofrecen, porque lo primero que se echa de ver es que estamos ante un período en
el que tiene lugar un apasionante proceso (teórico) irreversible: un proceso de obso-
lescencia, cruce, convivencia y readaptación de modelos diversos de representa-
ción cinematográfica, donde combaten géneros con exigencias opuestas. En tal
período se pasa del Modo de Representación Primitivo, al Modo de Representación
Institucional, según propuso Nöel Burch hace veinte años; o, si no queremos decir-
lo así, diremos, ahora, que el Cine de Atracciones se deslizó hacia al Cine de Inte-
gración Narrativa, según ha sutilizado Tom Gunning; o, si lo decimos brutalmente,
diremos, en suma, que lo que veníamos llamando cine de los orígenes –aunque
éste estuvo carente de unidad y de programa– caducó, querámoslo o no, a favor de
un cine otro, que Bordwell, Staiger y Thompson (1997 [1985]) han descrito como
“cine clásico”.Y esto sucedió poco antes, o poco después, o en torno a los años que
ocuparon la Primera Guerra Mundial.
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El proceso fue inexorable, es inequívoco; pero los jalones del mismo distan mucho
de haber sido percibidos con claridad, ni siquiera desde el antañón aldabonazo de
1978 en Brighton (Marzal 1998: 18). Y aunque mucha luz no pretendemos arrojar
aquí, modestamente nos atrevemos a formular una pregunta y vamos a tratar de
responderla. ¿Qué modelos teatrales actuaron en el variopinto juego de Pasiones
que se produjeron en la época? ¿Cómo se resolvió esa imposibilidad o contradic-
ción lógica que es, sin duda, el teatro cinematografiado o el cine teatralizado? En
fin, nos proponemos, en los análisis siguientes, como exige Gaudreault, “conjugar
reflexiones históricas y teóricas “ (Gaudreault 1992: 91), y a ver cómo nos sale.
II.
El film The Passion Play of Oberammergau, producido por Richard C. Hollaman y
Albert Eaves, proyectado en el Eden Musée el 30 de enero de 1898, dirigido por
Henry C.Vicent y William Paley, e interpretado por Frank Russell (Jesús), fue roda-
do en la terraza del Central Park Palace de Nueva York en seis semanas. Se com-
ponía de 23 cuadros y duraba unos 19 minutos (calculando a 30 fotogramas por
segundo). Los orígenes de esta (larga) producción y las circunstancias que la rode-
aron han sido objeto de un ejemplar estudio de Charles Musser (1992: 145-180) y
las tres escenas seleccionadas por él para su exhibición en el ciclo Before Hollywo-
od (1986) –La danza de Salomé (escena 7); El Mesías entrando en Jerusalén (esce-
na 10); y La Ascensión (escena 23 y última)– ostentan, además de un extraordina-
rio interés histórico, un extremado atractivo formal en punto a describir la
confluencia de soluciones teatrales y los consecuentes registros cinematográficos
perceptibles en el primitivo cine de ficción. Tan falsa como The Battle of Manila Bay,
de J. Stuart Blackton, 1898, y rodada en el tejado para aprovechar la luz solar como
Burglar of the Roof , también de J. Stuart Blackton y de 1898, la estrecha sujección
de The Passion Play a la coartada teatral que justifica su producción limita las liber-
tades que Blackton ya se estaba tomando por entonces con el nuevo medio (maque-
tas, desacomplejados movimientos actorales, humorismo) y que se tomaría aún
más, inmediatamente, en su magistral y divertidísima A visit of Spiritualist (J. Stuart
Blackton, rodada en diciembre de 1898). (Cfr. Marzal en AA.VV. 1998b: 183).
En The passion…, la estricta frontalidad de la cámara, el riguroso estatismo de la
misma, el imperturbable mantenimiento del plano general, el uso de la poco contro-
lable iluminación natural, la presencia de telones de fondo pintados, la estricta utili-
zación de los segmentos laterales del encuadre para las entradas y salidas de los
personajes (ni siquiera en el caso de La Ascensión, la figura de Cristo se pierde por
el segmento superior), las miradas a cámara, el absoluto respeto a la cerrada unidad
entre cuadro-escena-acción, el gesticulante histrionismo de los inaudibles actores,
las abigarradas composiciones convencionales de los grupos de personajes no
demasiado estilizadas y toscamente jerarquizadas, el indisimulado tratamiento del
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espacio como espacio escénico teatral, la rigurosa continuidad temporal de cada una
de las escenas completas sumamente condensadas, seguidas, sin embargo, de vio-
lentas elipsis temporales y la presentación, por tanto, de un vasto relato, repleto de
episodios alegóricos más que históricos, a base de vagas relaciones causales entre
momentos decisivos de la Historia más grande jamás contada, obliga a conjeturar
tanto la preexistencia como la coexistencia de, al menos, dos relatos verbales, uno
anterior y otro exterior al material cinematográfico, para que el film fuera admisible. O
dicho de otro modo: no sólo, como se ha señalado reiteradamente (Jacobs 1971
[1939]; Burch 1987, etc.), la considerable longitud del film era posible y comprensible
gracias al previo conocimiento del público de la narración –neotestamentaria, pero
también basada en los Apócrifos– y de la secular iconografía de referencia, sino tam-
bién –como también se ha señalado, por supuesto– a la indispensable apoyatura en
la narración de un explicador que, sin duda, incorporaba infinitas variaciones textua-
les, decisivas para determinar una u otra recepción fílmica. Convenimos plenamente
con Germain Lacasse cuando afirma que “La Passion était plus une conférence avec
projection. Elle met en évidence le rôle préponderant di bonimenteur ou conferencier,
tel que André Gaudreault l´établit dans de nombreux articles et dans son ouvrage Du
littéraire au filmique. Système du récit.” (Lascasse 1992: 82).
Resulta, además, aleccionador juzgar las soluciones plásticas de los tres planos-
secuencia-episodios a la luz del cine contemporáneo y de los géneros por entonces
en boga. A nadie se le escapa, por ejemplo, que la escena de Salomé no es indis-
pensable, y ni siquiera muy relevante, para la hagiografía cristiana, pese a que (ade-
más de constituir un episodio presente en la Pasión de Oberammergau original, y
que se hacía in situ, y de haberse visto exhibida en diversas veladas teatrales en
Norteamérica, cuando dicha representación cruzó el océano) constituyera una figu-
ra de moda en la Belle époque, tal como prueban los casos de Gustave Moreau y
Oscar Wilde, entre otros muchos artistas y literatos fascinados por el personaje. La
escena ofrecía un pretexto inmejorable para exhibir un breve espectáculo erótico-
musical que, en forma más expresa y sensual, venía haciendo las delicias de los
norteamericanos desde, al menos, 1894, acompañada inexcusablemente de músi-
ca en directo.
En efecto, la Edison Manufacturing Co. produjo la primera versión de las danzas de
Annabelle Whitford –basada en La danza serpentina que Loïe Fuller (1862-1928)
había patentado el 5 de noviembre de 1892, tras su estreno en Boston en enero–
ya antes de julio de 1894. Fue fotografiada por William Kennedy, Laurie Dickson y
William Heise, con una duración de 15 metros aproximadamente y, al parecer, la pri-
mera versión se caracterizaba por la presencia “a izquierda y derecha del escena-
rio, de unos pequeños postes” (Ituarte; Letamendi 2002: 25). Ahora bien, conviene
aún señalar dos producciones más de Edison de 1898, interpretadas ambas por Ella
Lola –Turkish Dance, y la incluso mucho más erótica, Ella Lola, A La Trilby–, pues si
cotejamos ambos films –y sobre todo el último, donde se muestra ampliamente los
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muslos de la bailarina– con The Passion Play se comprende que los pujos eróticos
de nuestra escena son escasos, por no decir nulos; en primer lugar, por haberse
mantenido el plano general, demasiado alejado de la danza, en comparación al per-
fecto centrado y a la proximidad de las producciones llevadas a cabo en el Black
Maria de Edison, pero sobre todo también por el sumo recato de las bailarinas en
relación a las frenéticas evoluciones de Annabelle, Chrissie, Sheridan y Ella Lola,
entre otras bailarinas retratadas por la Compañía de Edison. La danza de Salomé
de la Passion Play se diluye así en medio de numerosos comparsas –al iniciarse la
escena diez figurantes flanquean a Herodes, bajo palio, a los que habrá que sumar
enseguida a la reina, con su comitiva de seis mujeres, y a los inminentes danzantes
en número de siete; en total: veinticinco actores en campo, apelotonados, solapán-
dose y dispuestos con manifiesta e inevitable isocefalia–, hasta el extremo de que
resulta difícil identificar al personaje de Salomé –salvo porque conjeturamos que es
la que ocupa el lugar central en la coreografía–, ejemplificándose de ese modo la
confusión visual, consecuencia de la profusión y concentración incontrolada de sig-
nos, característica de numerosas producciones de los orígenes del cine.
Por otra parte, el hilarante efecto que causa hoy la escena de La entrada en Jeru-
salén, numerosas veces acreditado en pases del film a nuestros alumnos, no se
debe tanto a la ingenua representación de esa marcha, que se limita a mostrar el
trayecto de todos los actores –incluido Jesús, sobre el borrico– desde la derecha a
la izquierda de la imagen en perfecta traslación horizontal sobre un telón donde se
han pintado exteriores en perspectiva, cuanto a que los figurantes no atienden tanto
a Cristo como a mirar a cámara, produciendo en el público actual –acostumbrado a
la prohibición de este gesto en el cine clásico–, un efecto de inevitable extrañamien-
to. De nuevo aquí, además, se suman figurantes –varias docenas aunque muy agru-
pados y, por lo tanto, de ardua contabilización– sin sumar nada a la espectaculari-
dad de la escena, sino, por el contrario, confiriéndole un carácter más bien precario,
si atendemos al hecho de que este episodio era antes y será después –en el teatro
y en el cine– uno de los más tradicionalmente multitudinarios, donde, por ejemplo,
la población toda de Oberammergau, incluyendo niños y ancianos de cualquier
edad, acudía, convenientemente ataviada, a formar parte del acto. Secuencia nece-
sariamente itinerante, y que por lo tanto reclamaba a gritos un espacio extenso
–extensibilidad del espacio fílmico que el cine alcanzará pronto a partir de los films
de persecución, y que ya se ofrecía gracias a la profundidad de campo y a los pre-
coces travelling en los primeros films Lumière–, nuestra escena se presenta aquí sin
embargo como mero teatro fotografíado, y aún con menos atractivo que el sketch
vodevilesco rodado por W. K. L. Dickson para la Compañía Edison en 1894 conoci-
do como Robetta and Doretto, en el que los dos cómicos se persiguen en una sola
toma atravesando puertas giratorias y practicando algunas acrobacias.
En cuanto a La Ascensión –que Olcott omitirá en 1912 en su ya “clásica” y precoz
From the Manger to the Cross– se presenta en una muy pictórica composición en
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la que dos grupos de cuatro actores cada uno flanquean la roca desde donde
ascenderá el Salvador; roca situada en el centro de la escena sobre la que se sitúa
Jesús y en la que permanece agachado y apoyado también otro testigo del mila-
gro hasta que la teatral elevación del actor Frank Russel mediante un escotillón le
permita al actor-discípulo erguirse, para más tarde arrodillarse y elevar los brazos
al cielo como el resto de los circundantes. El luminoso fondo blanco de la imagen,
que contrasta fuertemente con el negro de los mantos de Jesús, y la limpieza del
truco que permite crear la ilusión de que Cristo asciende como por ensalmo, dotan
a la escena de una innegable emoción digna del clímax que el relato bíblico alcan-
za en este pasaje.
Estamos aquí, además, ante una variante de los films de trucos que, por entonces,
George Méliès, entre otros, estaba elevando a la categoría de delicioso espectácu-
lo visual, pero entendemos que sólo se han empleado en esta escena recursos
escenográficos de raíz teatral –dispositivos mecánicos ocultos– frente a los especí-
ficamente cinematográficos como la parada de imagen y sustitución, ya empleados
en Execution of Mary, Queen of Scots (Compañía Edison, Alfred Clark, 1895), Esca-
motage d´une dame (Georges Méliès, 1896) o que se empleará, inmediatamente,
en Le rêve de l´astronome (George Méliès, 1898).
Provisionalmente, cabe concluir que The Passion Play of Oberammergau se ancla
en formas prestigiosas del teatro culto europeo, buscando una legitimación que sor-
tee el inevitable inconveniente de ser una representación (fílmica, carente de pres-
tigio intelectual) de una representación (teatral), que a su vez es una representación
plástica actual (aunque se trate de una película histórica) reglamentada a partir de
una vigilante interpretación eclesiástica –la élite protestante, en este caso, en per-
petuo conflicto con la católica– de vagarosos textos literarios bíblicos (y no bíblicos).
Las decisiones estilísticas descritas supra se orientan siempre en este sentido, no
tanto porque el cine contemporáneo impusiera tales usos –puesto que otros géne-
ros caminaban por distintos derroteros–, cuanto para mantener esa ilusoria ficción
teatral que, junto a convencionales composiciones pictóricas unánimemente admi-
radas, dotaran de un aparente rigor a la historia narrada y, sobre todo, de una tras-
cendencia (¿sublime?) superior a los banales entretenimientos populares que ofre-
cía por entonces el cinematógrafo. En pocas palabras: film d´art avant la lettre. Pero
habrá que seguir matizando.
III.
La Vie et la Passion de Jésus-Christ es una producción francesa de la Pathé, dirigi-
da por Ferdinand Zecca y Lucien Nonguet, con coloreado de Segundo de Chomón
(supuestamente en su taller de Barcelona) y fechada entre 1902-1903. Nos consta
la existencia de al menos una copia en el MOMA (Museum of Modern Art of Nueva
York) que no hemos visto, pero el film que posee la Filmoteca de la Generalitat de
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7 y 8), se rodaron en el mismo momento, pero que los carteles intercalados –distintos
en cada país– no tenían por qué coincidir con la rígida unidad entre cuadro escénico
y una sola acción dramática completa, tal como veíamos en el anterior film. Se cons-
tata, por ejemplo, la continuidad espacial de las escenas en el Monte Calvario (3 y 4),
así como entre las que acaecen en la cueva donde se halla el Santo Sepulcro (6, 7 y
8), a pesar de las elipsis temporales del relato. Sin embargo, aquí Bousquet (1993)
arroja una luz, a nuestro juicio indiscutible, cuando establece el Catálogo Pathé (aun-
que repárese en la discontinuidad de lo números):
La escena 1, corresponde a “Jesus succombe sous sa croix” (20m. 861 del Catálo-
go); la 2 a “Le miracle de Sainte Véronique” (20 m. 953 del Catálogo); la 3 a “Le Cru-
cifiement” (20 m. 862 del Catálogo); la 4 a “La Mort du Christ” (15 m. 863 del Catá-
logo); la 5 a “La descente de la croix” (20 m. 864 del Catálogo); la 6 a “La mise au
Tombeau” (25 m. 865 del Catálogo); la 7 a “La Resurrection” (15 m. 866 del Catálo-
go); la 8 a “L´Ange et les saintes femmes” (15 m. 942 del Catálogo); y la 9 a “Apot-
héose” (15 m. 941 del Catálogo).
De modo que podemos establecer que entre la escena de Jesús, sucumbiendo al
peso de la cruz (1), donde el decorado muestra, pintado, al fondo, el Monte Calva-
rio (con sólo dos cruces), y la escena siguiente (2), en la que la Verónica retrata al
Cristo exhausto, sólo hay una modificación del decorado, y no tenemos ni idea de
con cuánta diferencia de tiempo se rodaron. De hecho, las “rocas” que aparecen en
primer término son las mismas, pero desaparece el fondo, habilitado antes, del
Monte Calvario, en el que se dibujaban, minúsculas y lejanas, dos cruces (las de los
dos ladrones).
Empero, concentrémonos, pese a la inagotable riqueza de todas y cada una de las
partes de este texto fílmico, en la escena que hemos elegido, la última escena, la
de la Apoteosis, porque allí veremos a Dios: ¿una alegoría exenta, extradiegética, el
clímax de un relato?
El episodio de la Ascensión es tratado en el Nuevo Testamento de manera harto elu-
siva: San Mateo y San Juan lo ignoran; San Marcos (Marc. 16, 19), se limita a afir-
mar que “fue levantado a los cielos y está sentado a la diestra de Dios”; San Lucas
(Luc, 24, 50) sitúa la acción cerca de Betania, y constata que, mientras se alejaba
de ellos, “y era levantado al cielo”, les bendijo, y que ellos se postraron ante Él; por
último, la narración más explícita de los “Hechos de los Apóstoles”, (Act, I, 3-9), es
la que precisa que el lugar exacto donde se hallaban recibía el nombre de Monte
Olivete, cercano a Jerusalén, y donde se hace notar que “una nube les sustrajo de
sus ojos”. Incorpora, además, dos misteriosos “varones con hábitos blancos” que les
anuncian una segunda venida de Jesús.
Así que, en suma, disponemos sólo de los siguientes datos. El primero, de orden
causal: no ascendió por sus propios medios, sino que fue “levantado” ó “arrebata-
do”. El segundo, de orden espacial: ascendió en un lugar preciso, que fue el monte
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Zecca– ante los fastos barrocos, ni ante el prudente documento de una prestigiosa
representación teatral, y ni siquiera estamos ante un bonito espectáculo de magia a
lo Mélies –pues Cristo, por ponernos a ello, no desaparece tras una nube de humo,
como los selenitas de Voyage dans la lune (Méliès, 1902)–, sino ante un enigma.
Estamos ante las inquietantes vacilaciones del cine los orígenes; y por eso hemos
discriminado aquí, creemos, la insolente ambigüedad de su estatuto; porque, ¿qué
pacto podría admitir, en rigor, un espectador frente a propuesta tan pedestre (y
nunca mejor dicho), en la que Cristo asciende a los Cielos por su propio pie, por una
rampita común, una rampita de nada? (No es de extrañar que pronto cambiase el
programa.)
Formulemos con suma exactitud el desafío estético que nos atañe: ¿cómo sortear,
en cine, la realidad visible para alcanzar la verdad simbólica de La Ascensión?
Paradójico empeño. Dice Auerbach: “La doctrina y el anhelo de interpretación se
encuentran íntimamente unidos a la materialidad del relato [bíblico]; el cual es
mucho más que mera “realidad” y está perpetuamente a riesgo de perder su propia
realidad” (Auerbach 1993: 21) (Y juramos que el subrayado, en este caso, SÍ es
nuestro.)
Paradójico empeño éste del cine con el tema de la Pasión: hacer perder realidad al
relato, para que muestre su verdad oculta, el doble sentido cifrado en su doctrina y
su promesa. En otras palabras, hacer visible lo invisible (como diría Bresson), pero
con la consciencia de que lo efectivamente visible constituye un fastidioso estorbo,
una molestísima distracción.
Podemos expresarlo de modo absurdo: ¿cómo narrar justamente todo lo contrario
de lo que se muestra? O más poéticamente: ¿cómo dar a ver, incluso bellamente
–splendor veritas–, lo que no se muestra, y aun a pesar de lo que en efecto se
muestra? ¡Es muy rara, ciertamente, esta película, si se inscribe en el cine de atrac-
ciones! Nuestra escena de La Ascensión cifraba su éxito en no atraer hacia las imá-
genes la atención, sino en convocar una mirada del espectador avisado, que,
mediante ella, podría adivinar una interpretación (sagrada) de una verdad esencial
(exterior al film), y que estaba tanto más demostrada en tanto en cuanto era menos
mostrada.
El pacto narrativo film-espectador –en lo que concierne a La Vie et le Passion de
Jésus-Christ (1903)– era precario y fugaz. Dios estuvo momentáneamente entre
nosotros, y volverá a estarlo en 1907, pero no tenía futuro. El Dios de los cristianos
(y judíos) no es visible, como se sabe. Sólo lo fue para la ruda Pathé.
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Bibliografía
Nota: La más reciente y pertinente bibliografía que conozcamos sobre el “cine de los orígenes”,
ha sido confeccionada por Nicolas Dulac, con la supervisión de André Gaudreault y la colabora-
ción de Marcos Santos, y puede encontrarse en Gaudreault, 2004: 161-166. Respecto al análi-
sis de estos films (tan poco analizados) es decisivo el trabajo de Gaudreault (dir) 1993, por des-
gracia escasamente prolongado. Son igualmente muy útiles las 73 referencias bibliográficas
establecidas para el estudio de films particulares por Ituarte / Letamendi, 2002: 265-267. Aquí
nos hemos limitado a consignar los artículos y libros a los que remitimos explícitamente en algún
lugar de nuestro trabajo.
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dinado por Jenaro Talens y Santos Zunzunegui.]
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terior, puede hallarse la clave de cómo y por qué se produce por parte de Valle esa
elección modélica del aragonés como “paradigma de su propia escritura”,5
Los mundos que vemos representados en cada uno son radicalmente distintos, como así las
técnicas pictóricas utilizadas en su ejecución (...). En síntesis, La pradera de San Isidro es
un agradable conjunto de gentes reunidas en un espacio ameno y la Romería de San Isidro
un tumulto de rostros desencajados, donde lo prioritario son los tonos marrones oscuros y
negros y unos rostros más o menos lívidos.
(...)
La clave de tamaña dislocación reside en que entre las dos obras había habido una guerra
brutal y cruel con su secuela de hambre, atropellos y destrucción y para colmo vino de inme-
diato la represión absolutista. Una sociedad con esperanza y humor se había transformado
en erial desesperanzado y opresivo a los ojos de quien la observaba. (...) Ya no pretendía
captar tan sólo el instante, sino que construía su obra proyectando su propia visión contur-
bada respecto al mundo en que vivía. De ahí que los expresionistas cuando tienen que remi-
tirse a un antecedente por excelencia citen a Goya.
En La romería de San Isidro y otros cuadros del periodo que denominamos pinturas negras
(...) lo que emerge es sobre todo la intencionalidad, la opinión y el criterio de Goya respec-
to a esa realidad que contempla y que convierte en obra pictórica.
Valle capta de manera admirable la mirada del pintor, la comprende y la comparte cuando
escribe los esperpentos(...). Su alusión a Goya es todo menos anecdótica”.6
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No debe extrañar que, atravesando nuestro convulso siglo XX, fracturado por la imbo-
rrable herida bélica, y viendo como ciertas tradiciones populares supervivientes al
capitalismo urbano fecundaban un origen ya inicialmente populista, el cinema espa-
ñol tendiera a ese proceso de asimilación y revitalización de dichas formas estéticas.
Y tampoco habrá de sorprender, entonces, que tras una cierta maduración como
artefacto estético y narrativo, una nueva crispación y elevación del punto de vista,
motivado ahora por la destrucción franquista y la consiguiente gangrena moral y polí-
tica de la posguerra, volviera a enturbiar las verbenas y a desencajar los rostros de
los castizos personajes sainetescos y zarzueleros que pululaban por las pantallas
hispanas desde el periodo mudo (El pilluelo de Madrid, Florián Rey, 1926; ¡Viva
Madrid, que es mi pueblo!, Fernando Delgado, 1928 y El sexto sentido, Nemesio M.
Sobrevila, 1929) surgen, incluso, de sainetes escritos originalmente para el cine).16
Ahora en celuloide, esta nueva visita, trascendental para la historia del arte cinema-
tográfico español, a los espejos cóncavos del Callejón del Gato no se produce
repentinamente –como con demasiada frecuencia ha querido darse a entender– de
la mano de los cineastas Marco Ferreri y Luis García Berlanga y del guionista Rafa-
el Azcona, por mucho que lleven su firma algunas de las piezas más acabadas de
esta “convincente actualización” del esperpento, capaz de revitalizar “con nueva
ferocidad el humor negro que baña tantas y tantas obras clásicas de la literatura y
del arte español y en cuyo uso puede leerse con claridad la función de la deforma-
ción como elemento esencial del realismo, tal y como es entendido y practicado
desde el Arcipreste de Hita y La Celestina”.17
Así, y tras el progresivo ajuste del sainete y la zarzuela fílmicos antes (¡Viva Madrid,
que es mi pueblo, Fernando Delgado, 1928) y después del sonoro (La hermana San
Sulpicio, Florián Rey, 1934; Es mi hombre y La verbena de la Paloma, dirigidas
ambas por Benito Perojo en 1935, El malvado Carabel, Edgar Neville, 1935; Don
Quintín el amargao, Luis Marquina, 1935, etc.), el estreno en abril de 1936 de La
señorita de Trevélez, la tragedia grotesca de Carlos Arniches que veinte años des-
pués habría también de inspirar la Calle Mayor de Juan Antonio Bardem,18 parece
anunciar involuntariamente la sublevación fascista y la desoladora década de los
años cuarenta.
Es claro que siendo tanto el sainete madrileñista como el andaluz, pese a lo que
se cree, causa de profundo malestar entre la oligarquía y los sectores de la alta
burguesía que apoyaban al Régimen –dado que la brusca extracción de las aristas
populistas más conflictivas presentes en los materiales de partida se antojaba tan
problemática como peligrosa y no siempre iban a acertar a ser suficientemente
limadas, y dado asimismo que cualquier vestigio (temático, protagónico, ambiental)
que recordase el integrador cine nacional-popular republicano era sospechoso de
ceder la pantalla a un protagonismo de la plebe que les recordaba “una República
de horteras, de leandras y de gorras proletarias”–,19 los intentos de profundización
en lo que de crítico, trágico o grotesco tiene el sainete han de circunscribirse, cen-
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En cualquier caso, este distanciamiento –esa crítica (a veces literal, a veces meta-
fórica) elevación del punto de vista que aquí, lógicamente y a diferencia de otros
procesos similares a lo largo de nuestra historia del arte, ha de tomar como centro
de operaciones los dispositivos formales del film–, esta “figurativización de ese
deus ex machina que mueve los hilos de la ficción cinematográfica” 29 y, más en
general, la constante presencia de efectos deconstructores que desvelan de algún
modo el carácter artificial de la representación, es, como adelantábamos, uno de
los rasgos más destacados y particulares del cine español posbélico30 y puede ras-
trearse desde las alocadas y eficaces comedias arrevistadas de Ignacio F. Iquino
para Campa-CIFESA de principios de la década (Un enredo de familia, El difunto
es un vivo) hasta en la concepción narrativa de films tan destacados del periodo
como Intriga (Antonio Román, 1943, con diálogos de Miguel Mihura a partir de un
relato de Fernández Flórez) o La vida en un hilo (Edgar Neville, 1945). Sin duda
dicho fenómeno tiene mucho que ver con algunas de las obras literarias y de los
populares espectáculos matrices de nuestro cine, pero es curioso observar cómo
esta visibilidad del mundo de la representación, esta moderna y antitransparente
voluntad de no creerse sus propias ficciones de la que hablamos, sólo será reto-
mada con igual intensidad por el cine norteamericano o, en Europa, por cierto cine
italiano, después de la Segunda Guerra Mundial, lo que no sólo vendría a cuestio-
nar, una vez más, el supuesto retraso de la cinematografía española en relación
con la evolución internacional de la estética fílmica, sino, y más profundamente, a
mostrar como esa “excepcional hibridación de corrientes estéticas y expresivas
ancladas en nuestras tradiciones artísticas con reelaboraciones juguetonas de
algunos de los aspectos más acreditados del cine contemporáneo” parte en el caso
español no sólo de los modelos arnichescos activados por el cine republicano (Fil-
mófono, Neville, Benito Perojo31, Luis Marquina), sino también de la compleja con-
junción de la influencia de tales modelos con la crispación posbélica que sobre
ellos fueron situando, más o menos virulenta, voluntaria y muy dificultosamente,
por ejemplo, los cineastas-humoristas de la conocida como “otra generación del
27” (el ya tantas veces citado Neville, Miguel y Jerónimo Mihura, “Tono”, Jardiel
Poncela...)32 de directa colaboración en algún caso y reconocida influencia siem-
pre en Berlanga.33
La en extremo compleja pero productiva aproximación de los muy diversos sectores
de disidencia cultural que se van produciendo durante la década de los años cua-
renta –y que en el terreno fílmico, como vimos, ejemplificaba tanto esta “otra gene-
ración del 27” como, en otro sentido, el autodenominado grupo de “los telúricos”– no
debe extrañar a quien conozca las confluencias y pactos de interés de comunistas
y falangistas disidentes desde mediados de la década de los cuarenta, puestas de
manifiesto en revistas como Haz, Alférez, La Hora, Alcalá, Insula, Indice, etc. y que
José-Carlos Mainer analiza en su imprescindible y ya clásico ensayo Falange y lite-
ratura.34
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Notas
1 Umbral, Francisco, “Prologo”, en Hernández Les, Juan y Hidalgo, Manuel, El último austrohún-
garo. Conversaciones con Berlanga. Madrid, Anagrama, 1981, pág. 13.
2 Valle-Inclán, R. del, Luces de Bohemia, Escena Duodécima, pág. 168.
3 En Literatura española. Siglo XX, Madrid, Alianza Editorial, 1970, págs. 86-114.
4 Cfr., por ejemplo, Mainer, José-Carlos, Modernismo y 98, volumen 6 de la Historia y crítica de
la literatura española (al cuidado de Francisco Rico), Barcelona, Crítica, 1979, pág. 295: “Una
suerte de constantes en el realismo nacional español (consabidas invocaciones a Quevedo y
a Goya)...”
5 Hormigón, Juan Antonio, “El teatro de Valle-Inclán en el contexto europeo”, Cuadrante nº 6
Occidente/Alianza Editorial, 1983, págs. 523-525. Tomo buena parte de estas ideas de Zunzu-
negui, Santos, Historias de España. De que hablamos cuando hablamos de cine español.
Valencia, Institut Valenciá de la Cinematografía Ricardo Muñoz Suay-La Filmoteca, 2002.
9 Bajtin, Mijail, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de
cos y de crítica social, en un proceso similar –aunque en diferente grado– que el de los distin-
tos “San Isidros” de Goya. Como ha señalado Gerard G. Brown, “(...) el bajo pueblo madrileño
de sus sainetes, que antes era pura expresión pintoresca de la ‘gracia popular’ se convirtió en
objeto de compasión e incluso de indignación, (...) al mismo tiempo empezaron a aparecer en
sus obras personajes caricaturizados y grotescos que anticipaban el esperpento” (Brown,
Gerard G., Historia de la literatura española. El siglo XX, Barcelona, Ariel, 1976, pág. 187).
12 Declaraciones de Valle-Inclán a Gregorio Martínez Sierra, ABC (7 de diciembre de 1928).
13 Zahareas, Anthony N, “El esperpento: extrañamiento y caricatura”, en Mainer, J.-L., Op. Cit.,
págs. 315-319.
14 Zamora Vicente, A. “Introducción”, pág. 23.
15 Zunzunegui, S., Historias de España. Op. Cit. Este importante trabajo trata de aproximarse al
análisis de esa “savia nutricia” que, a través, de la historia, habría dado a nuestro cinema su
peculiar cuerpo, estilizado y popular. Trazado ya casi film a film en la esencial e imprescindible
Antología Crítica del Cine español 1906-1995, editada por Julio Pérez Perucha (Madrid, Cáte-
dra/Filmoteca Española, 1997), dicho sustrato alcanza su hasta ahora más fértil teorización ver-
tebradora. En la misma línea de preocupación, y tratando de ofrecer un nuevo mapa histórico
y formal del cine español de los años cuarenta, puede verse nuestro ensayo Un cinema heri-
do. Los turbios años cuarenta en el cine español (1939-1950), Barcelona, Paidós, 2002.
16 Cfr., al respecto, Pérez Perucha, J. “Narración de un aciago destino (1896-1930)”, en VV. AA.,
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certeramente Pérez Perucha, durante todo la década de los cuarenta, “los vencedores (...)
consideraron el sainete su bestia negra, todav ez que ni podía ser extirpado de la memoria
cultural de los supervivientes ni, por lo demás, hacerlo dejaba de suscitar la suplementaria
incomodidad de tener que, de paso, decapitar el recuerdo de saineteros tan conservadores y
franquistas (tenidos por mártires por la causa) como Pedro Muñoz Seca (Pérez Perucha, J.,
“Deudas con Isbert”, en Pérez Perucha, J. [ed.], El cine de José Isbert, Valencia, Ayuntamien-
to de Valencia, 1984, págs. 71-79).Para una discusión más detenida sobre estos temas, puede
consultarse el capítulo 3 (“Conflictos, pervivencias y transformaciones”) de Un cinema herido,
Op. Cit., págs. 53-83.
20 Pérez Perucha, J. “Deudas con Isbert”, pág. 73.
21 Company, Juan Miguel, “Edgar Neville”, en Borau, José Luis (dir.), Diccionario del cine espa-
ñol, Madrid, Alianza Editorial/Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Espa-
ña, 1998, págs. 620-621.
22 Pena López, Carmen, “Identidad y diferencia en la pintura española (1876-1918)”, en Marchán
Fiz, Simón; Pena López, C. y Carballo-Calero Ramos, María Victoria, Arte de fin de siglo, Vigo,
Fundación Caixa Galicia, 1998, págs. 77-101.
23 Ibidem. Cfr. una primera pero interesante aproximación al sainete cinematográfico en Rios
Carratalá, Juan A., Lo sainetesco en el cine español, Alicante, Universidad de Alicante, 1997.
24 Monterde, José Enrique, “Sainete y esperpento en el cine de Rafael Azcona”, en Cabezón,
Luis Alberto (coord.) Rafael Azcona, con perdón, Logroño, Ayuntamiento de Logroño/Instituto
de Estudios Riojanos, 1997, págs. 215-236.
25 El extraño viaje, que Fernán-Gómez dirige en 1964 se constituye en un texto fundamental en
la historia del cine español. Film en el que se funde lo esperpéntico con el recurso a la astra-
canada y al sainete, sin faltar por ello el mestizaje con elementos provenientes de los géne-
ros de terror y policiaco. Cfr., para un detenido estudio del film, Zunzunegui, S., “Vida corta,
querer escaso . Los felices 60 según Fernán-Gómez” en Paisajes de la forma, Madrid, Cáte-
dra, 1994; también, Téllez, José Luis, “El extraño viaje (1964) [1966]”, en Pérez Perucha, J.
(ed.), Antología crítica del cine español, págs. 585-587.
26 Zunzunegui, S., “Los cuerpos gloriosos”, en Pérez Perucha (dir.), Bienvenido, Mister Mars-
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les, que podrían despertar la hostilidad y el antagonismo de una parte de las derechas, gracias a
cuyo apoyo se había podido ganar la guerra. Se afirmaba que España era una nación demasia-
do pobre para poder realizar un programa de socialización económica (...) Muchos falangistas
veteranos se consideraban burlados y traicionados.” (Payne, Stanley G., Falange. Historia del fas-
cismo español, Madrid, Sarpe, 1985, pág. 210). Cfr. tambien, Ellwood, Sheelagh, “La Falange ide-
alizada” en Historia de Falange Española, Barcelona, Crítica, 2001, págs. 205-253.
29 Zunzunegui, S., “El destino se disculpa (1945) en Pérez Perucha, J. (ed.), Antología crítica del
Bienvenido, Mister Marshall. Otro texto en la encrucijada, como la anterior y muy destacada
Los hijos de la noche –en cuyos diálogos también intervendría el célebre comediógrafo– el
film, rodado en Roma, supone un eslabón crucial que enlazaba los musicales republicanos
con cierto cine regional de los años cuarenta, pero su “exhibición valencianista (...) da pie a la
sátira de las jerarquías locales, de sus liturgias y su retórica, en una línea que prolongará Ber-
langa a partir de Bienvenido, Mister Marshall (1952)” (Gubern, Román, Benito Perojo. Pione-
rismo y supervivencia. Madrid, Filmoteca española, 1994, pág. 330).
32 “La cuestión es que triunfantes los sublevados, las nuevas circunstancias están lejos de no ser
problemáticas para los escritores que se han alineado con unos insurrectos de gesto agrio y
poco proclives al humor. Y mientras quien más quien menos va estableciendo distancias con
un Régimen tan autoritario y hosco como agresivo hacia su bienpensante liberalismo cosmo-
polita, los unos se refugian en la revista La Codorniz (fundada en 1941) [y] los otros se siguen
dedicando, sobre todo durante los años cuarenta, al cinema, (siendo en ocasiones los unos y
los otros las mismas personas)” (Pérez Perucha, J., “Tiempo de incertidumbre” en Castro de
Paz, J.L. y Pérez Perucha, J. (coords), Wenceslao Fernández Flórez en el cine español,
Ourense, Festival Internacional de Cine Independiente, 1998).
33 “...Pero cómo voy a negar la intervención de Mihura, si fui yo quien se la pidió... Yo le admira-
ba y aprendí mucho de él, de Tono, y de Neville... creo que esa fue la mejor etapa de mi vida...
nos veíamos todas las noches en la tertulia de La Zamorana, y Miguel, Tono y Edgar Neville
comentaban cualquier asunto provocando tal regocijo y diversión que aquellas cenas desper-
taban celos entre nuestras esposas...” (Declaraciones a Tena, Agustín, Cincuenta aniversario
de Bienvenido, Mister Marshall, Valencia, Tf. Editores, 2002, pág. 78-79).
34 Barcelona, Labor, 1971.
35 Y es que el cineasta sabía lo que pedirle a su director de fotografía. Como declaró el propio
Nieves Conde: “la fotografía (...) se atiene al tono realista de las películas que he dirigido
siguiendo con ese tono gris tan madrileño y tan velazqueño” (en Llinás, F., José Antonio Nie-
ves Conde. El oficio de cineasta, pág. 106). Sobre la destacadísima obra de Nieves Conde
puede consultarse también Castro de Paz, J.L. y Pérez Perucha, J. (coords.), Tragedia e iro-
nía. El cine de Nieves Conde, Ourense, Festival Internacional de Cine Independiente, 2003.
36 Company, J. M., “Las perversiones del cuerpo social en el cine de Berlanga”, en Pérez Peru-
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periodístico que digan que no es aconsejable que se utilice el masculino para englo-
bar el masculino y el femenino (López Díez, 2002). Por otro lado, está al orden del
día que la publicidad se encarga constantemente de trasmitir estereotipos, lo cual
viene reforzado por programas de entretenimiento en los que a pesar de contar con
hombres y mujeres periodistas, se encapsula a las mujeres o bien como mujer ador-
no (bailarinas), o como especialistas de todo lo que tiene que ver con el corazón
(mujeres periodistas).
Este tipo de configuraciones constituyen violencia simbólica al ejercer un tipo de
simplificación o reduccionismo de lo que significa ser mujer y colocarla simplemen-
te en una serie de posiciones muy manejables que no causan ningún problema al
poder establecido. Es precisamente esa violencia cultural la que sustenta, valida y
justifica la violencia masculina de los malos tratos que vemos continuamente en los
informativos y, por tanto, es necesario desvelarla para poder combatirla.
El cine, como cualquier producto cultural, legitima, es decir, nos dice a través de
ciertos posicionamientos e imágenes, las conductas que son válidas y las que no lo
son. Es decir, nos ofrece modelos con los que identificarnos a través de represen-
taciones. En este sentido, el concepto que utilizamos de «cultura» no es el concep-
to al uso, según el cual la cultura es todo aquello que tiene que ver con el arte, sino
el establecido por la tradición de los Estudios Culturales. Desde esta perspectiva la
cultura engloba desde las historias y cuentos que nos han contado desde pequeños
hasta las instituciones (la iglesia, la familia, la escuela…), pasando, por supuesto,
por toda mercancía cultural (comics, revistas, películas...). En definitiva, remite a
todos los discursos que nos rodean y que se plasman a través del arte, la escuela,
las leyes, etc. y que nos dicen continuamente quiénes hemos de ser o cómo tene-
mos que ser y que nos ofrecen modelos de identificación.
En este marco, el concepto de representación que utilizamos comparte la premisa
que la publicidad, la televisión o el cine no reflejan nada, sino que son prácticas cul-
turales que nos interpelan a identificarnos con lo que nos muestran considerándolo
como legítimo y válido. Por tanto, las imágenes producen patrones culturales. De
ello se desprende que la representación nunca es objetiva, transmite una sola forma
de mirar, es decir, solo una que en ese momento se construye como la imperante.
Las formas de mirar en la tradición cinematográfica han estado centradas en la
mirada masculina y ello ha contribuido a que, generalmente, el hombre no ocupara
lugares pasivos (Gámez Fuentes, 2003b). Si los ha ocupado en algún momento, la
situación fílmica entraña una problemática, ya que la narrativa pone en peligro la
masculinidad del personaje que ocupa dicha posición 2 Las imágenes de la mujer se
construyen dirigidas a un espectador masculino y heterosexual, ello hace que la
feminidad, según la tradición cinematográfica, haya estado asociada en incontables
ocasiones a cómo se representa el cuerpo de la mujer. La mujer estaba asociada a
cuerpo y el hombre a intelecto (Haraway, 1995), por ello, la mujer era únicamente el
objeto para ser mirado.
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Notas
1 Le agradecemos a Maite Ribés la ayuda prestada en la transcripción de esta comunicación.
2 Ello se percibe muy bien en el documental El celuloide oculto (Robert Epstein y Jeffrey Fried-
man, 1995) que hace referencia a los subtextos gays en las películas de Hollywood de los años
50 y 60. Entre otros aspectos resalta la anécdota de la escena de Espartaco (Stanley Kubrick,
1960) que fue cortada: el personaje que interpreta Tony Curtis le está dando un baño a su amo,
James Mason. Esa escena se cortó por las posibles connotaciones que encerraba el que un
hombre asumiera una posición pasiva respecto a otro que le estaba dando placer.
3 No ocurre así con la publicidad de higiene femenina en la que el terror a la sangre femenina
asociada a la reproducción provoca que se utilicen colores como el blanco, el azul, o incluso
la transparencia, para remitir a la menstruación.
4 Para un estudio detallado de Shrek véase Gámez Fuentes (2006).
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C entauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956) está conside-
rado como uno de los grandes hitos de la historia del cine y así cons-
ta en las múltiples e inútiles clasificaciones que pululan sobre “los mejores films” (cri-
terio subjetivo que se nos pretende vender como objetivo). Vaya por delante que lo
que pretendo en estas líneas es un acercamiento a aspectos parciales de la pelícu-
la –formales esencialmente– para contribuir modestamente a un merecido homena-
je al maestro (ese gran “hijo de puta” que casualmente es un genio, en términos
esgrimidos repetidamente en el libro de Scott Eymann y puestos en boca de muchos
de los que le conocieron a lo largo de su vida profesional). Por otro lado, el recuer-
do del excelente análisis que Santos Zunzunegui lleva a cabo en su libro La mirada
cercana: microanálisis fílmico tiene necesariamente que estar presente, tanto por
influencia como por confluencia.
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Dos, al menos, son los aspectos que quisiera abordar: la intervención enunciativa y
la utilización del espacio-tiempo (íntimamente ligados, como comprobaremos de
inmediato). Apunto así hacia la ruptura del mito de “corrección clásica” que parece
vincularse al maestro de maestros, tal como anteriormente desvelaran colectiva-
mente los redactores de Cahiers du cinèma en un celebrado texto sobre El joven
Lincoln (Young Mr. Lincoln, 1939).
Pero sería injusto comenzar sin hacer al menos una breve referencia al realizador y
su obra.
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moral” a que se refería Jean-Luc Godard cuando hablaba de los travellings. Por este
camino se puede entender la etiqueta de clasicismo que se le atribuye, pero podría
ser muy discutible que se le considere el paradigma.
Sin embargo, a lo largo de los años, buscó una y otra vez la independencia creado-
ra, aliándose con aquellas entidades y productores que le permitieran mayor liber-
tad de acción, hasta constituir la suya propia, Argosy, con Merian Cooper, cuya his-
toria resultó bastante irregular dada la escasa capacidad de maniobra económica
con que contaba. También se rodeó de equipos estables, repetitivos, que conocían
bien sus métodos de trabajo, hasta tal punto que una pieza como Danny Borzage,
el hermano de Frank, tocando el acordeón para amenizar las veladas, no podía fal-
tar desde los tiempos del mudo, al igual que ocurriera en multitud de ocasiones con
actores como John Wayne, Víctor McLaglen o Ward Bond. Esta búsqueda de liber-
tad resulta un tanto “sospechosa” cuando hablamos de clasicismo.
Es cierto que fue un hombre atraído especialmente por el ejército, más concreta-
mente por la marina (llegó a comandante e incluso más tarde, de forma honorífica
a almirante), y estaba inundado por una fuerte vena patriótica en la que Estados
Unidos e Irlanda jugaban papeles de primera fila. Si por ahí le llega el calificativo de
“fascista”, habrá que poner en la balanza su defensa del I.R.A. y la posición que
adoptó cuando la “caza de brujas” de McCarthy, aliándose con Mankiewicz e inclu-
so llegando a decir que si se sabía de algún blacklisted, que se lo enviaran, que él
lo contrataba para sus películas.
Scott Eyman ha sabido plasmar muy bien esta imagen contradictoria de John Ford,
al decir que
En casi todas las etapas de su carrera la obra de Ford asume contradicciones deliberadas,
que desafían cualquier clase de etiquetado y anulan a quienes tratan de definirlo como un
simple seguidor de la fantasía de la Piedra de Blarney. En Fort Apache, y en El hombre que
mató a Liberty Valance, su último gran film, Ford creó una historia de fondo real para la admi-
tida fantasía americana: los políticos son un fraude, los héroes públicos son locos, los autén-
ticos héroes son castigados y mueren, y la imagen de América de sí misma está basada en
mentiras. Si eso fuese todo, Ford sería poco más que un perpetuo adolescente ofendido por-
que la vida no es justa. Pero Ford es tan realista como un poeta romántico. Ford dice que las
mentiras son necesarias, que las mentiras están bien, porque lo más importante es que
tenga lugar la mayor cantidad de bien para la mayor cantidad posible de gente [...]
Lo que es realmente importante es el fluir de la historia, un nuevo mundo construido
sobre lo anterior: sobre los sacrificios hechos, los amores perdidos, las familias rotas, las
comunidades enteras desintegradas. Y John Ford honra a los muertos tanto como a los
vivos, conectando el pasado con el presente en una eterna cinta de recuerdos (Eyman,
2001: 332)
No tenemos por qué estar de acuerdo con estas afirmaciones, pero, veamos, ¿qué
argumentos han sido reiterativos para Ford a lo largo de su trayectoria (nos basare-
mos fundamentalmente en la etapa sonora por razones de lógica economía)?:
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tarlo (los que sí encajarían en ese esquema serían John Wayne y, por supuesto,
Ward Bond). ¿Por qué no ver esta definición del realizador como un efecto de sus
múltiples contradicciones? Si...
Toda batalla en Ford termina siempre con una derrota y todo proyecto de integración, fami-
liar o nacional, es siempre cruento. La necesidad de la clausura del relato, inherente al cla-
sicismo cinematográfico, hace que el equilibrio entre Deseo y Ley sea tan tensional como el
que se establece entre sujeto y yo en el ámbito del psicoanálisis (Company, 2002: 68)
... nos encontramos con que en la obra de Ford hay un lugar donde “algo” se escon-
de, y ese algo está imbricado en la imagen, en sus intersticios, en sus lateralidades,
en sus elementos “no dichos”, “no mostrados”. Ford nos cuenta con demasiada fre-
cuencia historias de hombres y mujeres buenos/as, aunque de mala vida, que tar-
dan en comprometerse con el lado bueno, es decir, en moderar su intemperancia, y
en agregarse convenientemente a una comunidad (Montiel, 2003: 269), lo cual no
puede ser casual en modo alguno.
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del personaje, al tiempo que “señala” la progresión del relato, pero ejerce como ele-
mento diferenciador de dos espacios.
Efectivamente, la disposición de los espacios se cimenta en todo el film a partir de
un mecanismo de expresión en dualidad: luz-sombra, abierto-cerrado, público-priva-
do. Ethan llega desde la inmensidad del desierto, al que pertenece (cabalga en el
“exterior”, en la “lejanía”) y al que debe volver al final. Todo el film está diseñado
como una lucha por la vida que se desarrolla entre el marco gigantesco de los espa-
cios abiertos y los lugares donde encontrar protección (hogares, grutas); en la inter-
sección de ambos tienen lugar los acontecimientos más relevantes.
Un rasgo distintivo del clasicismo cinematográfico se manifiesta en la circularidad
del relato en el sentido de la recuperación de un orden inicial que nunca debió ser
desestabilizado, dentro del proceso de orden – desorden – vuelta al orden. Cues-
tión esta de carácter esencialmente narratológico que deviene también formal por
la recuperación de espacios (inicio = fin). Ahora bien, la formalización discursiva a
partir de mecanismos estilísticos, apunta hacia una ruptura con ese modelo, aun
respetando el procedimiento circular. Ahí tenemos la cuidada composición, que
alcanza matices expresivos en el arranque del film y en su cierre, sobre el porche
de las casas; tal parece que estamos ante un mismo universo con componentes
similares que responden a un dentro (familia, orden, civilización, ley) versus fuera
(naturaleza, caos, individualidad, deseo). Obsérvese cómo incluso los planos son
simétricos, alterado el punto de vista únicamente por una modificación que, en últi-
ma instancia, lo único que hace es cambiar el eje, y es precisamente esto lo que
interpela la ortodoxia del lenguaje clásico, independientemente del cambio funda-
mental que se ha producido: el lugar no es el mismo (la casa inicial ha sido destrui-
da), los personajes no son los mismos (salvo Debbie, murieron a lo largo del film),
pero el regreso al orden institucional regenera un nuevo grupo familiar, similar al
primitivo, en el que los muertos son sustituidos por los vivos en la confluencia de
dos familias, dejando al margen a Ethan, ya que necesariamente debe quedar
excluido para que el triunfo de la ley familiar se consolide. Así pues, el único regre-
so al orden inicial es el que mantiene a Ethan alejado de la civilización, en el
desierto, lugar al que pertenece, convirtiendo el film en un paréntesis en el que la
tragedia que se ha consumado parece haber sido convocada por su presencia en
un entorno que no le correspondía.
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Por si esto fuera poco, en el inicio y el final interviene otro factor esencial: la puerta
que se abre desde el interior al comienzo y se cierra al final, desvelando de una
pieza el mecanismo discursivo. El personaje de Martha es “empujado” literalmente
por el aparato cinematográfico, que arranca un travelling frontal antes de que sus
pasos la lleven al marco de la puerta desde el que divisar la llegada de Ethan:
Martha sale al exterior impulsada por fuerzas que se sitúan más allá de cualquier explica-
ción racional. Un hecho que establecerá, como corolario inmediato, el que entre Ethan y
Martha se anuden lazos de una intensidad singular...
La solución elegida por Ford es, precisamente, la no prevista dentro de la ortodoxia del lla-
mado “clasicismo”. El inicio del movimiento de cámara precederá, por un instante, al comien-
zo del desplazamiento del cuerpo. Lo que produce un espectacular resultado que, pese a su
sutileza, lo percibe netamente el espectador: Martha sale al exterior empujada, literalmente,
por una cámara que inscribe en ese gesto todo el saber del narrador sobre las determina-
ciones profundas de la historia (Zunzunegui, 1996: 26)
El cierre final clausura la mirada del espectador de forma violenta. ¿Quién está en
la posición de la cámara –protegido en el interior– que tiene la capacidad de iniciar
el relato empujando a uno de los personajes hacia el exterior pero quedándose en
el espacio de las sombras? ¿Cuál es esa mirada?
Pero aún hay más. Esa circularidad de que hablamos es uno de los ejes vertebra-
les de todo el relato: Ethan sostendrá a Debbie en sus brazos al principio de la his-
toria de la misma forma en que la tomará de mayor, antes de decidir entre llevarla a
casa de vuelta o asesinarla; la posición de los brazos del personaje será un factor
determinante ya que tiene detrás el recuerdo de Martha (a quien sin duda amaba
Ethan en silencio, y es manifiesto que era correspondido).
No nos adelantemos. Hablábamos de intervenciones enunciativas manifiestas. El
desvelamiento del artificio narrativo se evidencia una vez más mediante la puesta
en imágenes a partir de la lectura de una carta que Martin dirige a su prometida,
Laurie. El off de la joven leyendo acompaña a las primeras imágenes; sin embargo,
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cuando el relato visual regresa a la casa, el punto en que Laurie está no se corres-
ponde con el que ha sido representado puesto que anuncia algo que ya hemos visto
(la esposa india) e incluso, en su continuación, inscribe la duplicidad de ambas
voces en off, la de Martin y la de Laurie. Denominaremos a esta inserción de voces
narrativas, enunciaciones delegadas, ya que no podemos perder de vista la existen-
cia de un enunciador que se ha manifestado mediante la canción, el rótulo iniciales
y, presumiblemente, el travelling que empuja a Martha hacia el exterior.
La inclusión en el interior del relato de la carta de Martin permite también constatar
la dimensión temporal del film: frente a una narración que fluye linealmente y se
mantiene en presente, la carta es el eje sobre el que bascula un salto atrás (data de
un año antes) y se ancla el bloque temporal que mantiene alejados a los persona-
jes durante más de cinco años (lo que se advierte a su regreso por los diálogos). Se
suma así a la dimensión espacial, la temporal. Hay que reseñar que la “búsqueda”
de Debbie progresa en un ciclo que acumula al final un total de siete años.
Con tal estructura, la elipsis es sin duda uno de los elementos esenciales del film
aunque, en general, se integra de forma suavizada mediante encadenados, tanto en
el interior de las secuencias como entre ellas. Es indudable que las pequeñas supre-
siones temporales facilitadas por la continuidad y la sutura están presentes (como
en cualquier film, prácticamente desde finales de la segunda década del siglo) y no
nos supone rentabilidad alguna hablar de ellas (esta cuestión nos parece evidente),
pero sí resulta interesante extrapolar este mecanismo a los grandes espacios en
que transcurre la acción. Así, durante el primer desplazamiento del grupo en perse-
cución de los indios, una sucesión de planos con raccord de movimiento y dirección
bastan para cubrir una cabalgada que abarca cuarenta millas, aunque con la ayuda
de breves encadenados, al igual que sucede durante el encuentro con los soldados
o en el ataque al campamento de los indios y, más abiertamente, en el paso de la
persecución al cruce del río.
Si bien, como hemos dicho, los encadenados contribuyen a suavizar en gran medi-
da la violencia de las elipsis (algunas muy abruptas por lo que respecta a la canti-
dad de tiempo eliminado), la información que se vierte a través de los diálogos (o
por la carta, en su caso) permite reajustar la historia por parte del espectador y no
sólo cubrir los huecos sino adjudicarles el tiempo concreto (en principio, los enca-
denados producen saltos indeterminados), siempre a posteriori: diálogo cuando
encuentran el cadáver de un indio enterrado, que indica que han visto antes otros
(lo que la imagen no ha mostrado); diálogo por el que se sabe que una carta de un
año antes ha anunciado la muerte de Brad a su padre; llegada a la tienda de Futter-
man: Ethan y Martin han salido por separado, pero llegan juntos, por lo que se dedu-
ce su encuentro y un tiempo indeterminado de viaje; llegada a la casa antes de la
boda: Ethan no está herido y sí lo estaba en la secuencia anterior por lo que se
deduce otro margen de tiempo; diálogo que expresa el encuentro pasado del cadá-
ver de Lucy.
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Nos hemos de preguntar necesariamente: ¿qué hace ahí la cámara?, ¿quién mira?
¿quién narra?, y esas son las preguntas esenciales del discurso fílmico. Esto es así
porque Ford cuida muy especialmente el encuadre para que este aparezca sensi-
blemente “enmarcado”; no se trata de planos desde el interior, sino de planos “con”
el interior como límite, que parecen tener un doble marco (pantalla y paredes de la
gruta o marcos de puertas y ventanas). ¿A dónde nos lleva esto? A establecer un
paralelismo entre ese lugar interior-protegido y la posición del espectador en la sala.
¡una reflexión metadiscursiva inscrita en la propia imagen de un film aparentemen-
te clásico!. Al configurar de tal forma la escritura fílmica, creando un estilema con
ella, autocodifica el propio film y obliga al espectador a un posición crítica que está
en las antípodas del discurso hegemónico.
En otras ocasiones, el fuera de campo mantiene más allá del alcance de nuestra
mirada aquello que no puede ser representado (Lucy muerta tras las rocas, muerte
de Brad, tiroteo con los hombres de Futterman, corte de la cabellera de Cicatriz e
incluso su propia muerte previa por disparos de Martin) y que se nos informa por la
banda sonora (diálogo posterior, en el primer caso; sonidos en off, en los siguien-
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Sin embargo, Amos, otro hombre del desierto, cuya cabeza se ha perdido tras años
de cabalgar y estar preso de Cicatriz, puede regresar al entorno familiar mediante
la apropiación metonímica de un objeto, la mecedora, que le hace acreedor de un
mínimo espacio en el territorio de “la civilización” a cambio de su contribución al
encuentro de Debbie. En este cruce de civilizaciones, la visión certera corresponde
a la señora Jorgensen, antes maestra, cuando ilustra las grandezas futuras de esa
árida tierra a condición del sacrificio de su permanencia en ella en una lucha épica;
por ello, aunque inscritas en el film como habituales escenas que Ford gustaba
incluir con un toque de humor que contribuía a relajar mínimamente la dureza gene-
ral del relato (la pelea, la esposa india, el novio, etc.), la reiterada colocación de las
gafas por parte del señor Jorgensen cuando otros van a leer las cartas, apunta a la
voluntad de creer en ese futuro y en un conocimiento que su mujer sabe a ciencia
cierta: Jorgensen quiere ver algo en lo que de momento sólo puede creer, pero su
esposa ya ve ese futuro.
Hablábamos de lo que no está en el film. De lo que “aparentemente” no está. Por
ejemplo: a pesar de que se habilita un contraplano inmediatamente, la sombra de
Cicatriz sobre Debbie, que se refugia premonitoriamente sobre una lápida, inserta
en el territorio del plano aquello que está más allá de él, por contigüidad, habilitan-
do así la premonición de la muerte, ya muy presente en toda la secuencia anterior
en la casa. En este sentido, y aunque en la mayor parte de los casos tienen actua-
lizaciones posteriores, son muchas las miradas perdidas que hay en el film a un
fuera de campo que conocemos porque ha sido mostrado previamente (Martha,
Debbie, durante la pelea, etc.) y que cumplen la función de “congelar” el instante
(otro nivel en la línea de la sugerencia que, en ocasiones, propicia acto seguido una
elipsis temporal). Sin embargo, no hay ninguna mirada a cámara con una función
interpelativa, salvo la que finalmente dirigirá Ethan Edwards a otro tipo de especta-
dor: el equipo en el set de rodaje. El gesto de John Wayne (en este caso deja de ser
el actante, para convertirse en el actor) homenajea al fallecido Harry Carey en un
momento en que su esposa estaba en el set y con casi todos los presentes que
sabían la habitual composición de ese cruce de la mano izquierda sobre el brazo
derecho. Un gesto que cierra perfectamente el film dejando a Ethan Edwards fuera
de la casa, caminando hacia el desierto de nuevo, pero que tiene el valor de trans-
poner lo personal al territorio del espectáculo; innecesario, si se quiere, pero no
superfluo.
Permítasenos una referencia a otro film de John Ford, El hombre que mató a Liberty
Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), en el que la inscripción enun-
ciativa delega en el relato de los personajes y éste se representa de acuerdo con su
punto de vista, lo que modifica el valor de verdad de la narración primigenia. Para el
personaje del senador, interpretado por James Stewart, la verdad corresponde a su
posición y el resto del mundo –entendido como real– queda ausente; sin embargo,
para el personaje interpretado por John Wayne (Tom Doniphon), hay otra realidad
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Bibliografía
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por nosotros señalada cuando estudiamos ciertas obras sobre el montaje cinema-
tográfico1 en las cuales verificamos una conceptualización subordinada de cierto
cine a la literatura2. El montaje está al servicio de una historia, lo que no significa
que la historia esté al servicio del cine, porque no fue para él (y en él) que nació.
Cierta cinematografía se caracteriza por una expresividad que traduce y objetiva (en
imágenes) un universo cuya génesis es externa al propio cine. Ese universo es poé-
tico, tal como es retórico el del film publicitario. Es en esta expresividad cinemato-
gráfica de naturaleza metalingüística y valor literario, en donde comprendemos el
estatuto del montaje transparente y la importancia del raccord3. En la fundamenta-
ción de este raciocinio destacamos el extracto de Techique of film editing de Karen
Reisz y Gavin Millar, citado por Vicente Sánchez-Biosca: “el objetivo principal de
compaginar un copión montado (rough cut) consiste en lograr una continuidad que
resulte comprensible y suave (…). Practicar un montaje suave significa unir dos pla-
nos de modo que la transición no dé lugar a un salto perceptible y la ilusión del
espectador de ver un fragmento de acción continua no sea interrumpida 4“.
La exterioridad cinematográfica, como si el montaje fuese esencial para una narra-
tividad literaria en imágenes y la subordinación del cine a la Poética también vamos
a descubrirlas en el film publicitario. Si en algún tipo de cine, la película no es más
que la traducción de un relato en imágenes, en la publicidad deberá ser concebida
como la expresión audiovisual de estrategias de persuasión. La publicidad tiene
como objetivo persuadir a los espectadores a propósito de una existencia comercial.
Tal como algún cine, que debe su esencia a la Poética, la película publicitaria
encuentra su fundamento en la Retórica. Es, por lo tanto, por referencia al criterio
del encuadramiento retórico que vamos a clasificar a las películas de publicidad en
dos grandes categorías: la de consejo (comercial) y la del ensalzamiento (comer-
cial). Subyacente a esta dicotomía, encontramos dos géneros retóricos: el delibera-
tivo y el epidíptico.
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estructural, este género de film es más pobre que el ‘consejo comercial’. Si éste últi-
mo se compone de cuatro partes significativas de una historia sobre el éxito deriva-
do del uso de productos, aquél presenta sólo dos. La primera parte consiste en una
glorificación, en un culto de valores legítimos, incuestionables, que fundamentan la
reputación de los productos; la segunda se consagra a una objetivación comercial
a través de la cual los productos, que aparecían en la parte anterior, adquieren el
estatuto de mercancías. En contrapartida, desde el punto de vista substancial, es
decir, al nivel de variedad de contenidos, los ‘filmes de ensalzamiento comercial’ son
más ricos que los del ‘consejo comercial’. Se componen de episodios, de chistes
significativos de valores consensuales en el ámbito de los cuales los productos se
asumen como aderezos fundamentales.
Criterios de montaje
En el cuadro nº 1, sistematizamos los principales atributos de los dos géneros del
film publicitario.
Cuadro nº 1. Los géneros del film publicitario. Una propuesta provisional de sistema-
tización.
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narrativos’ que constituyen una película: el inicio, el primer nudo narrativo, la parte
central, el prefinal y el último. A cada uno corresponde una escena típica que exige
un tipo adecuado de montaje.
Una vez más, nos hemos inspirado en la retórica para clasificar los estilos subyacentes
a los módulos de los filmes publicitarios. Nos estamos refiriendo a los estilos bajo, medio
y alto6. El estilo bajo se relaciona con una producción lingüística sobria y escueta, reco-
mendada para la presentación objetiva y para la argumentación. Desde el punto de vista
de los objetivos del discurso, de la dimensión psicagógica del film de publicidad,
encuentra su correlato en el ‘hacer-saber’, en el ‘publicitar’ (docere) y en un ‘hacer-
actuar’ más o menos explícito (movere). A su vez, en el estilo medio se busca evitar la
neutralidad del estilo bajo y el barroquismo ‘hiperfático’ del estilo alto. Se asienta en ejer-
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positiva. Si esta última se compone por una sucesión de planos cuyo valor se eva-
lúa a partir de la significación de una atmósfera de reputación sobre el producto, la
que presenta un valor narrativo se constituye de varios cuya articulación deberá ser
siempre expresiva de una pequeña historia. Esta exigencia impone mayores desafí-
os al técnico de montaje: éste necesita administrar una dinámica narrativa sin exce-
der las duraciones cada vez más limitadas de los anuncios publicitarios. ¿Cómo
lograr contar una historia en tres segundos, si los demás son para la escena de
objetivación? Cortando en la duración de los propios planos, particularidad que ori-
ginó una técnica de montaje específica de la película publicitaria: el quick cut (corte
rápido).
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CONCLUSIÓN
En este ensayo, concebimos el film publicitario como un mensaje audiovisual que
tiene por fin divulgar un producto y crear expectativas de consumo, presupuesto que
nos ha conducido a la reivindicación de su singularidad retórica. Tal especificidad es
importante: afecta no sólo a la clasificación de los diferentes géneros de film, sino que
también permite comprender sus dimensiones expresivas. Nos referimos no sólo a la
propia configuración de las imágenes, sino, igualmente, a las modalidades de mon-
taje. Sobre este asunto, defendemos una concepción amplia del trabajo de montaje
que no se limita a una simple operación técnica de edición. Además de la selección
y de la combinación de los planos, el operador tiene una palabra decisiva en la ges-
tión de la estructura de los módulos y de las escenas que constituyen los anuncios
de publicidad, interviniendo definitivamente en sus dinámicas argumentativas.
Reflexionamos, igualmente, sobre un concepto esencial que está subyacente en la
producción de las películas de publicidad: la idea de compresión, cuya amplitud se
extiende a todas las dimensiones estructurales del film publicitario, desde las que
respetan la composición y la articulación de los módulos argumentativos, a la pro-
pia duración de los planos. La obsesión por la compresión de los filmes publicitarios
hasta un límite de duración mínimo es esencial, pues va a originar que el mensaje
publicitario se caracterice por una estilística propia: la expresividad de la elipsis.
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Bibliografía
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SHIAVONE, Roberto – Montar um filme. Avanca, Cineclube de Avanca, 2003.
Notas
1 SHIAVONE, Roberto – Montar um filme. Avanca. Cineclube de Avanca, 2003, p.67 y ss.
Destacamos también, algunas partes sobre el montaje invisible y el estatuto del raccord de
Karel Reisz y Gavin Millar patentes en SÁNCHEZ- BIOSCA, Vicente – El Montage cinema-
tográfico. Teoría y análisis. Barcelona, Paidós, 1996, p.25 y ss.
2 Roberto Shiavone llega a comparar el montaje a la narración, “fazendo referência aos meca-
nismos narrativos que desde sempre pertencem à escrita e à linguagem literária”, no obstan-
te el hecho de que los lenguajes cinematográficos y literarios se influencian mutuamente.
SHIAVONE, Roberto – Idem, p.68.
3 SÁNCHEZ-BIOCA, Vicente- Idem, p.29.
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4 REISZ, Karel y Millar, Gavin – The technique of film Editing. London/Boston, Focal Press,
1968, segunda edición corregida y ampliada (primera edición: 1993), citado por: Ibidem, p.28.
5 SHIAVONE, Roberto- Montar um filme, p.65.
6 SPANG, Kurt – Ibidem, p.80-84.
7 BARGERO, Oswaldo - “Montar o spot publicitário”, in : SHIAVONE, Roberto- Montar um
filme,p.131.140.
8 Carosello, ‘carrusel’ en castellano, nombre de un programa de televisión italiano producido a
partir de 1956, que presentaba un conjunto de situaciones com insertos publicitários.
9 Idem, p. 132-133.
10 Es el caso de la inserción de las uniones entre planos de un pequeño fotograma en blanco
para administrar lo más suavemente la emergencia de los planos packshot. Otra solución
remete para a disimulo de los planos característicos del módulo de objetivación publicitaria
(solución típica de un montaje subliminal). A finales de los años 70 del siglo XX, se optó por
la coexistencia de planos a través de la descomposición de encuadres: “no interior do enqua-
dramento, montam-se diversas cenas em harmonia entre si, trabalhando com a deslocação
de máscaras para imprimir ritmo à cena”. Otra solución consiste en una descomposición más
suave de los encuadres relacionada con imágenes superpuestas en las que son específicas
de otros módulos.
Ibidem, p. 137.
11 SPANG, Kurt – Fundamentos de retórica literaria y publicitaria, p. 70.
12 SHIAVONE, Roberto – Montar um filme, p. 64-108.
13 SPANG, Kurt – Fundamentos de retórica literaria y publicitaria, p. 114.
14 Idem
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D rácula es, junto con Frankenstein, uno de los mitos fundadores del
imaginario social de la modernidad y, a la vez, el síntoma de la crisis
que nos ha llevado al territorio que articula lo que conocemos como «condición post-
moderna». Tanto uno como otro, el personaje del Frankenstein de Mary Shelley,
como el Drácula de Bram Stoker, representan de manera oficial la monstruosidad,
es decir, son los dos monstruos típicos del periodo inmediatamente posterior al cenit
de la Ilustración. Sin embargo, mi intención, hoy y aquí, es reivindicarlos desde otra
perspectiva: la que les confiere a ambos tienen un carácter positivo y no negativo.
Por eso quiero referirme a la construcción del imaginario sociocultural y al tema polí-
tico, porque, en último término, no es sólo una lectura «literaria» lo que voy a pro-
poner de estos dos personajes, uno de ellos fundamental en la exposición –el de
Drácula–, sino lo que ambos sintomatizan respecto a lo que es la creación del
miedo, del elemento siniestro, como característica consustancial del mundo en el
que nos movemos.
No debemos olvidar que tanto uno como otro, en primer lugar el mito de Frankens-
tein como base y, más tarde, el mito de Drácula, son textos escritos en dos momen-
tos históricos diferentes, pero que comparten una cierta base común: surgir en el
interior de lo que podemos llamar la lógica cultural del imperio del momento. Ambos
pertenecen al ámbito de influencia del Imperio británico; las dos son novelas ingle-
sas, aunque una se escriba en Ginebra, la de Mary Shelley y la otra en Londres. Las
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dos narraciones pertenecen a un mundo cuya aparente solidez y cuya lógica expli-
cativa del mundo empieza a descomponerse y que, de hecho, estallará definitiva-
mente con la pérdida de hegemonía del Imperio británico después de la I Guerra
Mundial y el paso a primer término del Imperio americano; ése que, para decirlo con
el título de un excelente film del canadiense Denis Arcand, empieza ahora su decli-
ve –esperemos que lleguemos a tiempo de verlo caer del todo– y que tomaría su
relevo, llevándose con él, no sólo el poderío económico y militar, sino también los
mitos sintomáticos de Frankenstein y de Drácula, apropiados por el nuevo gendar-
me de Occidente de una manera un tanto peculiar y reductora. Por eso me parecí-
an importantes los dos personajes, porque, curiosamente, el paso del relevo de un
imperio a otro implica la manipulación y la inversión de lo que en su momento habí-
an intentado significar, en positivo, tanto Frankenstein como Drácula.
Voy a intentar exponer, brevemente, y para situarnos, de qué manera veo esa posi-
tividad en el S. XIX y luego analizaremos el modo en que es recogida por el cine,
como discurso fundamental para la creación de un imaginario colectivo por parte del
imperio norteamericano, en la medida en que es el que constituye el dispositivo
básico para crear no sólo ideología, sino, también, autoconciencia de identidad e
incluso discurso historiográfico.
En nuestra tradición cultural, hemos estudiado la historia en los libros. Sin embar-
go, no es exagerado afirmar que los niños norteamericanos la estudian en las pelí-
culas; nosotros –al menos, ése fue mi caso, en la Granada de los años cincuenta–
pudimos tener la enorme suerte de aprender a leer teniendo como manual de lec-
tura El Quijote para niños de Edelvives. En mi primer viaje a Minnesota, en 1983,
me sorprendió descubrir que los alumnos de primaria en aquel Estado, uno de los
más liberales, por cierto, de toda la estructura federal, aprendían a leer con The Lit-
tle House of the Prairie (La casa de la pradera). A mí, algo tan inconcebible me pare-
ce, sin embargo, muy significativo. He dicho que aprendían a leer. Debería ahora
añadir que no sólo a leer. Lo cierto es que los jóvenes habitantes de Mankato,
Duluth, Minneapolis o Saint-Paul abrían, primero, el libro de Laura Ingals y luego
veían en la televisión la adaptación que del relato decimonónico había preparado
aquel mediocre actor y productor que empezó siendo el hijo menor de Bonanza para
terminar sus días como el ángel en cuerpo humano de Autopista hacia el cielo,
Michael Landon. Dicha serie (La casa de la pradera) no era asumida como una fic-
ción, sino como una recreación fílmica de algo «real», ocurrido en los días de los
pioneros y puesta en relato por la hija menor de uno de ellos. Según la lógica holly-
woodense, que consiste en ocultar la mediación retórica tras la falsa trasparencia de
la puesta en escena fílmica, se trataba, pues, de un trozo de la propia historia de los
espectadores. No había problema si los jóvenes escolares entraban en el relato in
medias res. Cuando se cerraba el último capítulo, la cadena reiniciaba la marcha
con el primero, una y otra vez y así sucesivamente desde hacía (entonces) casi
veinte años.
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En ese contexto cultural, donde el Western es más importante que una monografía
sobre la Guerra de Secesión (en cuanto a educación básica se refiere) hay dos ele-
mentos fundamentales que a mí me parecen importantes para sentar las bases de
lo que sería la lectura perversa que el cine de Hollywood hace de los dos mitos a
que antes aludí. Empecemos por el de Frankenstein, porque este mito está también
en la base del de Drácula; es decir, no es casualidad que Drácula surja en una tra-
dición cultural donde Frankenstein ha existido con anterioridad; Drácula asume el rol
o la metáfora de lo monstruoso un poco aprovechando el tirón de éxito de otro
monstruo anterior, lo que permitiría a Bram Stoker jugar con esa ambigüedad en un
momento histórico mucho más complejo y complicado que el que tuvo Mary Shelley
como marco vital y referencial a la hora de escribir el primero.
Frankenstein, como todos saben, es el nombre de un médico ginebrino que crea, con
trozos de cadáveres, un cuerpo vivo, y ese cuerpo, conforme se va reconociendo en
su soledad y en su diferencia, toma también conciencia de que la sociedad le recha-
za, fundamentalmente porque es diferente; porque no se parece a los demás. En ese
sentido, Frankenstein era, al mismo tiempo que una metáfora sobre la ciencia, la
modernidad y el mito del progreso, también una reflexión sobre la dificultad de abrir-
se camino en un mundo que no acepta la diferencia. No es casual que dicha refle-
xión la hiciera una mujer, Mary Shelley, hija de una de las pioneras del movimiento
feminista y que surgiese en el momento en que se inician los movimientos sociales
que intentan construir, sobre las ruinas del viejo régimen, una posible nueva civiliza-
ción. Es decir, en un momento, como el romántico, vinculado a los movimientos del
socialismo utópico, del socialismo científico y de lo que pocos años después será el
movimiento comunista. Es en ese contexto donde hay que situar el tema de la nove-
la de Mary Shelley. Por cierto, si me permiten la digresión, una de las más lúcidas lec-
turas que se han hecho de la novela, desde el cine, es, en mi opinión, Remando al
viento, del español Gonzalo Suárez, en la que no me puedo detener ahora, pero que
recomiendo vivamente a todos aquellos a quienes interese el tema que hoy nos
ocupa, sobre todo por el modo en que vincula la «monstruosidad» de la criatura con
la externalización de los demonios de la autora, una mujer que intenta con todas sus
fuerzas abrirse camino en un universo de estructura patriarcal.
Cuando Frankenstein es recuperada por el cine, la historia no es mostrada como un
elemento que sintomatice todos estos problemas de los que estamos hablando, sino
que es utilizada como metáfora del peligro que supone el ir contra las leyes, no ya
de la cultura, sino de la naturaleza, entendida como algo que nos viene dado de una
vez por todas y que nosotros no somos quiénes para contradecir. Recordemos que
la criatura que acabaría asumiendo el nombre de su creador, es obra de un médico
que intenta desafiar la voluntad de Dios para conseguir, en un laboratorio, lo que
siempre se supone patrimonio de la divinidad: crear vida (es el mismo pecado origi-
nal de Adán y Eva, si aceptamos que la famosa manzana no es sino una alegoría
de la relación sexual). La novela, en ese sentido, pone en escena una especie de
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Es en esta inversión, que transforma lo que era una metáfora sobre la tolerancia en
un síntoma de la necesidad de defendernos de lo que llega de fuera, donde yo situa-
ría ese otro proceso similar que se da en la utilización, por parte del cine, de un per-
sonaje tan emblemático y tan maravilloso como es el de Drácula. Cuando aparece
la novela de Bram Stoker, a finales del siglo XIX, ya existe una cierta tradición de lo
que podríamos llamar el tema del vampiro. Hay una serie de elementos que hablan,
en el contexto de la recuperación del mundo medieval, de lo que es la tradición de
los chupadores de sangre, de hombres y mujeres que mataban a doncellas para
bañarse con su sangre y así convertir en realizable el mito de la eterna juventud,
con lo cual se acercan, en alguna medida, a la idea de la reconstrucción de la vida
que sirve de base a la novela de Mary Shelley. Pero lo que Stoker toma de esa tra-
dición para construir una novela –de la que mucha gente habla pero que muy pocos
han leído, y es importante subrayarlo–, no es sólo la anécdota, sino una serie de
elementos similares a los que sirvieron a Mary Shelley para reflexionar sobre la dife-
rencia, lo que le permite abordar la cerrazón de ese otro mundo igual de reacio ante
lo diferente que el anterior: el mundo del largo y opresivo reinado de la Reina Victo-
ria, eso que se ha dado en llamar el “periodo victoriano”. Ese periodo tan represivo
en materia de sexualidad y de moral pública, tan insoportablemente irrespirable no
parecía dejar más válvula de escape que la monstruosidad y la aberración. Jack el
destripador no sería, visto desde esta perspectiva, más que la otra cara del perso-
naje de Drácula y lo contrario de lo que Drácula parece simbolizar en la novela.
En ese sentido, hay elementos importantes en el texto literario que quiero traer a
colación, porque son los que, de alguna manera, y a partir de su manipulación, han
convertido en síntoma de lo siniestro lo que, para mí, no era tal en la novela origi-
nal de Bram Stoker. El más importante tiene que ver con el hecho de que nunca
tenemos muy claro quién o qué es exactamente el personaje de Drácula dentro de
una novela que es absolutamente cervantina, frente a lo que serían los modelos
más o menos dogmáticos de la unidireccionalidad del punto de vista que había
imperado en el género desde la picaresca. La primera novela que intenta poner
patas arriba ese sistema siguiendo el modelo clásico del que ya lo había hecho casi
todo antes que nadie, Miguel de Cervantes, es precisamente la de Stoker. Su nove-
la está escrita mezclando dos tipologías de relato, la diarística (a través del diario
de tres personajes: el de Harker, el de la novia de Harker y el del doctor que cuida
a Harker), y la epistolar (a través de las cartas que los personajes se van enviando
entre sí). Drácula aparece citado en los diarios y en las cartas, pero nunca tiene
estatuto de personaje presente, ni tampoco de narrador; no es más que un objeto
referencial en la escritura de los demás. Cuando el jefe de Harker lo envía a los Cár-
patos para vender al misterioso conde una casa en Londres, Drácula es sólo un
nombre tras el que se oculta una borrosa y opaca figura del que sabemos muy poco
o casi nada. Londres representa, más o menos, el centro mismo del mundo civiliza-
do, al que los habitantes del futuro Tercer mundo aspiran a pertenecer y, entre ellos,
ese rico y estrafalario personaje al que Harker debe visitar. Cuando Harker llega al
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tanto, tenemos que preguntarnos si sigue siendo correcto el verlo como un elemen-
to demoníaco, como un elemento complicado. Es un poco al cuestionamiento de esa
lectura superficial, interesada y muy extendida en el imaginario del S. XX, que es un
imaginario fundamentalmente cinematográfico, a lo que quiero dedicar lo que queda
de esta charla.
Cuando he observado que del Drácula de Stoker queda muy poco en la historia del
cine, he citado el caso del punto de vista, algo que en las distintas versiones, desde
la clásica de Murnau hasta la más reciente de Jesús Franco, está, por lo general,
elidido. El cine, lo sabemos, no puede jugar con esa ambigüedad tan propia de la
literatura. Un texto escrito puede describir una ausencia; el cine tiene vedada esa
posibilidad, porque no describe, presenta. Y si pone en escena la ausencia, Drácu-
la desaparece.
Es éste un elemento bastante problemático en el tema de la traducción de la letra a
la imagen, pero además hay toda una serie de cuestiones que entran en la trayec-
toria fílmica de Drácula y que no pertenecen a la novela: desde los ajos que sirven
para que el demonio se vaya, hasta la cuestión de los espejos que no devuelven
imagen. ¿Por qué el personaje del vampiro, cuando se asoma al espejo no se ve?
Ese y otros tópicos que hemos heredado de una centuria de adaptaciones de la
novela a los formatos de la cultura popular, tienen muy poco que ver con lo que ocu-
rre en la novela. Eso no es ni bueno ni malo –porque el problema de si la novela está
bien adaptada o no es otro tema, en que no quiero entrar ahora– pero sí es impor-
tante porque significa que se ha llevado a cabo una manipulación, una inversión y
una destrucción de lo que de subversivo tenía, en su origen, la novela. Es decir, se
ha convertido a Drácula en un arma arrojadiza y en testimonio y representación de
muchas cosas que no tienen nada que ver con la lógica que informa su nacimiento
en la historia de la literatura; y se ha hecho de la misma manera en que se convir-
tió a un ser extraño (la criatura de Frankenstein), que todo lo que quería era una
compañera para no sentirse solo, en un monstruo.
En ese sentido, Coppola sí mantiene la coherencia del original al adaptar la novela,
y no porque la adapte sin dejarse nada fuera, sino porque lo que intenta es trasladar
a su film la reflexión sobre qué significa Drácula en el S. XX. Es el único que utiliza
la novela con total libertad, y el único, también, que tiene la aparente desfachatez,
bastante irónica, por cierto, de decir que ésta no es una adaptación más de Drácula,
sino la definitiva, El Drácula de Bram Stoker (1992). Coppola añade cosas que en la
novela jamás hubiera sido posible introducir y, sin embargo, afirma que esto es pre-
cisamente lo que hubiera hecho Stoker si en lugar de escribir una novela hace cien
años hubiera hecho una película en nuestros días. Pero vayamos por partes.
Del Nosferatu (1922) de Murnau, cuyo negativo se perdió, hay al menos tres copias
diferentes de tres longitudes distintas, dos de las cuales fueron utilizadas, y éste es
el tema que a mí me interesa desarrollar aquí, por los nazis. Posteriormente, una
serie de estudiosos, entre los que se encontraba el español Luciano Berriatúa, cola-
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octubre) la amenaza comunista. Todo ello permite, de alguna manera, que el perso-
naje de Drácula pueda asumir la representación de ese universo otro que es preci-
so destruir para evitar que sea él quien nos destruya a nosotros, en cuanto se aden-
tre en nuestro territorio. Drácula no llega en patera, sino en un transporte de primera
clase, pero sigue siendo alguien ajeno, peligroso y difícilmente asimilable.
Ése es, precisamente, en mi opinión, el tema que articula Nosferatu. No es una pelí-
cula sobre Drácula, sino una película que sintomatiza, a través de él, el miedo a
unos cambios producidos como efecto de actitudes y acciones que no se quiere
autocriticar, porque ello supondría poner sobre el tapete que lo que ha llevado al
desastre al país es la propia desestructuración interna de la República de Weimar y
no la fuerza de un enemigo exterior. Nosferatu permitía culpabilizar, de manera indi-
recta, a una exterioridad que estaría en la base de todos los males. Esto es algo
muy típico del pensamiento ultraconservador en las sociedades avanzadas: con
Bush la culpa de todo la tiene Bin Laden; con Franco la culpa la tenía siempre la
conspiración judeo-masónica internacional; con Berlusconi, todos los comunistas
que sobrevivieron a la caída del Muro de Berlín que fueron los que realmente lo han
destrozado todo, siendo, como son, según la peregrina narrativización de la historia
que lleva a cabo el dueño del Milán Club de Fúltbol, los responsables de que la
Democracia cristiana y su corrupción congénita, estuvieran asentadas en Italia (Giu-
lio Andreotti dixit) desde los tiempos de Caracalla. Incluso ahora, en España, y
según afirma el que dice ser y llamarse Pío Moa, la Guerra Civil la empezaron las
izquierdas en 1934 y la rebelión militar que encabezaron los generales Mola, San-
jurjo y Franco sólo tuvo por objeto volver a la legalidad.
Ese tipo de reflexión, que a nosotros nos puede parecer, lógicamente, más que
paranoica, delirante en grado sumo, es, sin embargo, lo suficientemente consistente
en determinadas situaciones de pensamiento ultraconservador como para que nos
permita explicar como hipótesis de partida la capacidad que la película tuvo para
aglutinar, con éxito, la aparición de un imaginario de terror que de alguna forma no
había tenido antecedentes y que sólo tendría consecuencias ulteriores similares en
la época de la Guerra Fría. Es un tipo de éxito equivalente al que pudieron tener La
invasión de los ladrones de cuerpos (1956) o la serie televisiva de Los invasores,
donde todos los extraterrestres que salían eran similares a nosotros, salvo por un
pequeño rasgo difícil de descubrir: tenían el dedo meñique rígido. No es difícil ver
en estos dos ejemplos un ataque típicamente maccarthista a los supuestamente
infiltrados intelectuales comunistas. Eso, que ocurre en este preciso contexto cultu-
ral y político, no se había dado con anterioridad en la historia del cine, ni, de una
manera tan obvia, en ninguna práctica literaria, ni artística, ni teatral, porque ese
fenómeno de masas no tenía donde articularse y el cine sí lo permitía. La primera
película que lo hace es Nosferatu (1922).
Ahí es donde creo que conviene reflexionar sobre algunos elementos que aparen-
temente de forma marginal, la película va dejando caer como quien no quiere la
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cosa a lo largo de su desarrollo. Hay dos cuestiones, de las muchas que tiene la
película, que a mí me parecen fundamentales: una la elección de Max Schreck
como protagonista, porque creo que es uno de los mayores aciertos de casting en
la historia del cine. Es difícil encontrar a un hombre más repulsivo; es el personaje
que más rechazo y repudio podía ofrecer en un contexto en el que lo que atraía de
un actor o de una actriz era la capacidad sensual para convertirse en lo contrario.
Porque incluso para “construir” monstruos, lo que se hace es introducir rasgos
mucho más sutiles. En las películas de Walt Disney, por ejemplo, todas las brujas
son muy malas, pero tienen un atractivo físico indudable; el referente de la bruja es
la femme fatale. Será todo lo mala que queramos, pero de fea no tiene nada; el per-
sonaje más atractivo es siempre la bruja, y quienes se muestran, por lo general,
como bultos asexuados son las hadas. Pero encontrar un actor que produzca recha-
zo es una cosa importante y a mí me lo parece en esta película, y por eso lo llamo
un acierto de casting, porque permite asociar la maldad con la fealdad o, más con-
cretamente, con una determinada deformidad física. Es un hombre que anda encor-
vado, con una nariz enorme, extremadamente delgado, con unas uñas espectacu-
lares, y eso es una especie de exteriorización de la maldad interior, que es lo que
nos va a permitir introducir el tema de los espejos más adelante. El hecho de que
alguien no se mire en los espejos es porque en el espejo se refleja el alma, y como
el malo no tiene alma, no se puede reflejar, por eso los vampiros no salen en los
espejos. Esto se justifica desde la idea de la fealdad física que no es más que una
metáfora de la fealdad moral.
Otro elemento importante que ha pasado bastante inadvertido en la película de Mur-
nau es la asociación extraña que se establece entre el personaje de Drácula y la
cábala, es decir, entre el personaje de Drácula y el mundo judío. Cuando la historia
comienza, antes de que Hutter, (es decir, Harker, en la novela) asuma la idea de que
tiene que atravesar Europa para firmar un protocolo de compraventa, ya ha habido
un viaje previo, que es el viaje del que ha vuelto loco el mediador que lo precedió,
dueño de la agencia donde trabaja Hutter y su jefe inmediato. Es ese personaje que
permanece encerrado, alimentándose de moscas y esperando que venga el amo
que ha de dictarle lo que tiene que hacer y que tan convincentemente interpretaría
un sugestivo Tom Waits en la versión de Coppola. Cada vez que este loco ríe, mien-
tras va diciéndole a Hutter lo que tiene que ir a hacer, está leyendo una carta que le
ha enviado, supuestamente, el conde Orlok (Drácula). Dicha carta sólo aparece en
pantalla como inserto, es decir, en un momento en que, dentro de la estructura de
plano/contraplano, el personaje lee un papel y vemos a continuación lo que el per-
sonaje está leyendo. Pues bien, lo que lee está escrito con signos cabalísticos.
Resulta curioso que eso suceda en 1922, un año antes de la publicación de Mein
Kampf. En ese sentido, Nosferatu funciona, a mi modo de ver, más que como una
película de terror, como una película política que pone en escena los miedos de
aquello que hay que destruir porque es el enemigo que tenemos dentro, que se va
a introducir en nuestro mundo; en una palabra, nos va a chupar la sangre. La expre-
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sión de chupar la sangre va siempre asociada a los usureros; no es, por tanto, nin-
guna metáfora extraña en ese contexto. Yo creo que es esta circunstancia la que
hizo que la película, que utilizaba desde el punto de vista técnico casi todos los
avances del cine elaborado en la República de Weimar, es decir, una voluntad de
utilizar el montaje, no en la linealidad temporal, sino en la redistribución de las pie-
zas en el espacio –lo que Vicente Sánchez-Biosca ha llamado el montaje en el inte-
rior del plano– hace que la película tuviera un efecto de sentido fuera de lo normal.
La pregnancia de ese discurso lo relaciona con la tradición de las pinturas que le
otorga un poder de presencia importante en relación con la tradición de las repre-
sentaciones religiosas en la pintura occidental, que es lo que convierte a Nosferatu,
en un momento histórico determinado, en símbolo de algo reivindicado precisamen-
te por los que años después lo tomarían como ejemplificación de que la gran Ale-
mania es la nacional-socialista.
Quizá eso explicaría la utilización y el remontaje que los nazis llevaron a cabo para
apropiarse de la película pero, de todas maneras, si pudieron hacerlo es porque
había materia de la que surtirse. Cuando Herzog realiza en 1974 un remake del film,
¿por qué lo llama Nosferatu, si las razones del cambio de nombre (económicas: para
no pagar derechos de adaptación) han desaparecido? El año 1974 es un momento
clave en el que Alemania está intentando borrar de manera definitiva su pasado
nazi, en un contexto en el que algunos cineastas como Fassbinder muestran que
ese pasado nazi no está tan ausente como debiera de la presencia actual alemana
(recordemos los explícitos planos finales de El matrimonio de María Braun 2). En ese
contexto hay una voluntad de decir: no, pese a Hitler y su barbarie, nosotros éramos
otra cosa. Creo que es en ese mecanismo autojustificatorio donde se integra la idea
de recuperar la película de Murnau, de rodarla en la misma casa donde se rodó la
primera, que es como decir que, a pesar de todo, podemos recuperar lo que hubo
de positivo. Pero es una operación de limpieza de mala conciencia y por eso la pelí-
cula pasó justamente inadvertida, porque lo que intentaba era hacer un lavado de
imagen demasiado sutil y nadie se enteró de qué iba una película que fue un fraca-
so estético y comercial.
Estaba previsto que Murnau hubiese hecho la readaptación de Drácula al cine holly-
woodense. Pero el autor de Nosferatu moriría en accidente de automóvil y de la pelí-
cula se encarga otro director, Tod Browning, que busca a un actor húngaro, Bela
Lugosi, para interpretar al personaje principal. La película, ya desde el inicio, se pre-
senta como radicalmente diferente de la de Murnau. Para empezar, algo muy típico
del cine norteamericano, lo que se adapta no es la novela, sino una adaptación pre-
via de la novela para los escenarios de Broadway. Es decir, se hace la película a par-
tir de una obra de teatro. Lo curioso es que, cuando el conde Drácula aparece por
vez primera, lo que vemos en la pantalla no es un ser deforme y repulsivo, como
Schreck, sino un contratipo de Rodolfo Valentino, porque ésta es la imagen que Bela
Lugosi daba de sí mismo. Lo que se corporeiza delante de nuestra mirada es un latin
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lover, con pestañas como abanicos, muy bien maquillado y que es presentado siem-
pre en relación con una negatividad que es del orden de lo sexual. Los que hayan
visto la película habrán observado una estructura metafórica bastante obvia. Cuan-
do aparece por primera vez en pantalla Lugosi/Drácula, se muestran unas manos
horribles abriendo un ataúd e inmediatamente, por corte directo, vemos una rata
que sale de otra caja, con lo que el elemento desagradable va a ir relacionado con
la figura del conde. Sin embargo, cuando Drácula se pone en pie, es un gentleman
vestido con un chaqué, un personaje con una voz suave de terciopelo y para lo que
son los patrones de la época, de una belleza y un atractivo fuera de toda duda. Auto-
máticamente se abren tres ataúdes al lado y de ellos salen tres mujeres vestidas de
blanco vaporoso, con una suerte de salto de cama, que son como muertas que
viviesen por la noche en el mismo sótano del castillo. Es decir, se sigue mantenien-
do la idea de elemento negativo capaz de aglutinar el repudio, pero asociado, esta
vez, a lo sexual, no a lo judaico. Las mujeres son, en cierta medida, las integrantes
del harén de Drácula.
Estamos en el año 31, cuando en la sociedad surgida del crack del 29, se abre una
nueva época bastante liberal, conocida en términos fílmicos como la de la runaway
bride, es decir, de la novia que sale huyendo en el momento mismo de la boda. Exis-
te toda una política a lo largo de los años 30 en el cine norteamericano liberal, la
época de Roosevelt, en la que lo que se está planteando es que el cambio político
pasa por el cambio social, el cambio social por el cambio cotidiano y el cambio coti-
diano por el ascenso de las mujeres. En casi todas las películas importantes de la
época son ellas las que llevan la batuta y los hombres van a remolque como pue-
den, empezando por Sucedió una noche (Frank Capra, 1934) hasta La fiera de mi
niña (Howard Hawks, 1938). En casi todas estas películas los personajes fuertes
son los femeninos, hasta que se hace tan extremadamente peligroso que tienen que
volver a poner a la mujer en su sitio con La mujer del año (1942), curiosamente inter-
pretada por quien había simbolizado la liberación femenina en los inicios de la déca-
da anterior, Katharine Hepburn.
En todo ese proceso, la película que, desde el punto de vista de la industria, busca
poner en escena los peligros que se veían venir (los que representan el cine de
Capra, y las películas de Barbara Stanwick o de Katharine Hepburn, o las primeras
de Cary Grant o Ralph Bellamy, y el trabajo de tantos actores que asumían la nece-
sidad de potenciar esa inversión de los roles sociales) es precisamente Drácula. En
ese sentido no aparece tampoco como una película de terror, en la misma línea que
el Nosferatu alemán, sino como una especie de simbolización del miedo a los cam-
bios sexuales, sobre todo si dichos cambios ponían a la mujer a la cabeza, porque
esto podía ser bastante peligroso y revolucionario. Drácula sería, en ese contexto,
el testimonio de la situación y ahí es donde empiezan a aparecer, y no en la versión
alemana, la mayoría de los símbolos que tienen que ver con el rechazo de lo sexual.
Parece muy sintomático que lo que caracteriza el elemento negativo de la persona-
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dir que conquisten Europa. En venganza, esos turcos, que han sido derrotados por
Draculia, hacen correr la voz de que ha muerto, y su mujer, desesperada, se suici-
da –al estilo del personaje de Ofelia en Hamlet; se trata de un guiño erudito de Cop-
pola a la tradición del origen de Nosferatu, porque la noción de Ofelia ahogada entre
las algas es una imagen típica de la pintura y de la poesía expresionista de la que
surgió Murnau (pienso, por ejemplo, en la poesía de Georg Heym 3), y Coppola la
inscribe en su película, haciendo que el personaje de la joven esposa de Draculia
se tire al agua. Cuando Draculia llega a su castillo, de regreso de la guerra, la Igle-
sia se niega a enterrar el cadáver de su esposa, porque los suicidas no pueden
reposar en terreno cristiano, con lo que queda condenada a vagar eternamente por
las sombras. Es en ese momento cuando Draculia se encara con Dios, exclamando
que ha luchado por él y le paga arrebatándole su amor, y resuelve vivir eternamen-
te y crear la sangre para reconquistar la paz y llevar a la amada al descanso eterno
Toda la historia de Drácula es el intento de recuperar a la mujer perdida: es, por
tanto, una historia de amor. Cuando la película de Coppola, tras los créditos, salta a
la época contemporánea, empieza la historia de Stoker y con ella nos trasladamos
al Londres de 1897. Conviene subrayar dónde se encuentran los dos personajes, la
reencarnación de la esposa muerta (interpretada por una misma Wynnona Rider) y
Drácula, que sigue vivo. La respuesta es: delante de un cine, un cine que pasa las
películas a plena luz del día. Por tanto, nada más empezar, la película cuestiona la
mayoría de los mitos que se asocian con Drácula, es decir, eso de que la luz le mata
–él pasea tranquilamente durante el día. La mujer se le acerca y le pregunta dónde
está el cinematógrafo y él la acompaña. Elimina también la idea de deseo, porque
cuando él se acerca a ella para intentar morderle, no puede, y entonces se da cuen-
ta de que es incapaz de hacerle daño porque la ama. Dice: “he atravesado océanos
de tiempo para llegar hasta ti, y no te puedo hacer daño”. La historia de Drácula se
convierte en una reivindicación del carácter subversivo del personaje en el contex-
to de una sociedad que organiza las relaciones eróticas a partir de su funcionalidad
económica y reproductiva, pugnando por la relación erótica pura y simple que siem-
pre existió, con el añadido de ese elemento romántico amoroso, que es lo que per-
mite recuperar la paz.
Por lo tanto, el personaje de Drácula no es el personaje del destructor, sino el que
intenta reconstruir la tranquilidad de la muerte. Es, a mi juicio, la única película que
lo ha reflejado bien; una película hecha en la América que empieza, tras el largo y
conflictivo periodo Reagan-Bush padre– a preparar el cambio que simbolizaría Clin-
ton, es decir, en ese momento eufórico de posibilidad de las utopías del 68, cuando
un saxofonista –como decían– fumaba porros pero no se tragaba el humo, y donde
unos determinados ideales que él encabezó parecían viables. Es justo en ese
momento cuando rueda uno de los llamados siete magníficos –porque fueron siete
los directores que salieron con Carter: Spielberg, Coppola, Carpenter, Scorsese,
Milius, Brian de Palma y John Landis. Es en este contexto en el que tiene sentido
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hacer ese Drácula, que es la película que hace Coppola justo antes de cerrar el ciclo
de reflexión sobre el capitalismo, que son los tres Padrinos –además de prescindir
de todo lo que hay de elemento retórico en los Dráculas ingleses, que constituyen
simplemente un cine técnicamente bien hecho pero bastante inocuo.
La historia de Drácula en el interior de la historia del cine es, por ello, también, la
historia de los cambios operados en el imaginario espectatorial con una voluntad de
recuperar un cierto carácter libertario cada vez más lejano de nuestro presente.
Voy a permitirme, ya que lo escribí para evitar enfrentarme con el trabajo de redac-
tar el artículo que finalmente lo precede, transcribir un poema inspirado en esta últi-
ma película, y que apareció en mi libro de 1995 ¿De qué color son las princesas?
Se trata de una reflexión sobre este tipo de cuestiones, y se titula “El testamento de
Drácula”. Lo dediqué a mi amigo Santos Zunzunegui. Creía que ahí se habría termi-
nado para mí el tema “Drácula”. Pero, como sugería Sean Connery, en una película
famosa, nunca digas nunca jamás.
El testamento de Drácula
(según F F C)
Para Santos Zunzunegui
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de soledad en soledad
huí de un cúmulo de eternidades
para cruzar la tierra. Fui viajero,
me deslicé hasta sombras que antes no conocí,
y en este exilio, cuando miro atrás,
pienso en el sueño de los justos:
un islote de espuma saturada de azul.
Tal vez los fríos del invierno sean piadosos conmigo.
Sé que sobre mi tumba nacerán flores amarillas.
Notas
1 El presente texto recoge una conferencia pronunciada, inicialmente, en Almería y reproducida,
con alguna variante en la Universidad Jaume I de Castellón. Agradezco a Jesús Baca, organi-
zador de las Jornadas almerienses, por facilitarme la transcripción de la cinta que contenía mi
intervención. He eliminado repeticiones e inconsistencias propias del discurso oral, aunque he
procurado mantener el tono distendido que suele acompañar las reflexiones articuladas, no
sobre el papel, sino en voz alta frente a un auditorio. También a Javier Marzal por obligarme,
con su amable insistencia, a volver sobre el tema casi un año después.
2 En este más que interesante film, no sólo se metaforiza la relación política del eje franco-ale-
mán, mediante la anécdota argumental (María Braun, alemana, se casa con un francés), sino
que el cierre visual es explícitamente polémico por lo que concierne a la imagen que de Ale-
mania ofrece el cineasta. Se abre con un foto de Hitler en positivo. Dicha foto, por fundido enca-
denado,pasa a negativo. Por corte directo aparecen, también en negativo, las fotografías de los
sucesivos cancilleres que tuvo Alemania Occidental desde el final de la contienda hasta el
momento de la realización del film, empezando por Adenhauer y Gerhard y terminando por
Schmidt. Al llegar a éste, el negativo, nuevamente por fundido encadenado, se convierte en
positivo. La ecuación Hitler = Schdmidt, es decir, la referencia a que, en el fondo, nada ha cam-
biado, resulta bastante obvia.
3 Véase Stadler, Heym, Tral, Poesía expresionista. Edición de Jenaro Talens, Madrid, Hiperión,
1998.
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El travelling y la memoria.
Análisis del íncipit de Soldados
de Salamina de David Trueba
Dr. Jacques Terrasa
Université de Provence (Aix-Marseille I)
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Trueba logra ese equilibrio entre ficción y documental –una película «con el espíritu
de Martín Patino, con algo de documental, de cosas reales11», concebida así desde
el principio–, aunque las secuencias «documentales» introduzcan una fisura intere-
sante en el personaje de Lola Cercas, al aparecer la actriz Ariadna Gil enfrentándo-
se a los problemas de la entrevista, frente a los testigos verdaderos: «Por un lado,
debía estar pendiente de ellos y ser amable para sonsacarles la historia que tenían
que contar y, por otro, tenía que interpretar su personaje12.»
Por fin, el personaje de Rafael Sánchez Mazas da motivo a un magnífica interpreta-
ción por parte de Ramón Fontseré, el director de la compañía de teatro «Els
Joglars». Tenemos una evidente resolución mimética:
Ramón Fonseré prepara sus personajes a la perfección, se documenta muchísimo y luego
los imita a la perfección.Yo le surtí de todo lo que tenía de Sánchez Mazas. Se aprendió sus
poemas de memoria, vio el noticiario donde aparece Sánchez Mazas muchas veces, repro-
ducía exactamente sus gestos, sus inflexiones de voz e incluso los errores que cometía. En
fin, increíble. Cuando lo rodamos, el equipo se quedó boquiabierto13.
También el espectador se queda boquiabierto cuando descubre, en diferentes
documentos de archivos introducidos en el montaje (por ejemplo la primera plana
del periódico ABC o fragmentos de noticiarios, que enseñan al «verdadero» Sán-
chez Mazas…), que se trata aparentemente del mismo personaje. Así, el hombre y
su clon alternan en la pantalla, confundiéndonos en un juego de analepsis que
alcanza unos seis decenios, en una construcción especular en la que tiempo y
espacio diegéticos coinciden, pero también en la que el doble de Sánchez Mazas,
contemporáneo de los espectadores que somos, pisa el mismo suelo fangoso que
el que pisó el falangista mientras huía por los senderos del Collell. Precisamente,
de esa coincidencia entre espacios profílmico y diegético nos ocuparemos ahora
–al estudiar cómo el actor de teatro vuelve a vivir, para su primer papel en cine y
en el lugar mismo de los acontecimientos, la ejecución de la que se libró «milagro-
samente» Sánchez Mazas, según rezaba el ABC en su edición sevillana del 19 de
febrero del 3914.
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Ese relato petrificado puede contener muchas lagunas, que el interlocutor (en este
caso, el novelista) rellena como puede. David Trueba cuenta que, en el momento de
negociar los derechos para rodar la secuencia de los fusilamientos en el claro, la
productora de la película descubrió por casualidad que el sitio que les había seña-
lado Javier Cercas no era correcto. En efecto, el verdadero lugar, de acceso muy
difícil a causa de la maleza, les había sido indicado por un señor de edad que pasa-
ba por ahí en un ciclomotor –se trata de la misma persona que, en la película, guía
a Lola hacia el cenotafio levantado en el lugar donde fueron ejecutados los 48 fran-
quistas16.
Como los hombres, los lugares también tienen su memoria, estructurada como un
viejo pergamino17, que los arqueólogos raspan con cuidado, para exhumar los res-
tos que, por metonimia, les permitan recomponer la Historia. En el ámbito urbano,
para unos acontecimientos trágicos como los que aquí nos ocupan, será la herida
de las paredes la que nos recuerde la herida de los hombres (a través de la inscrip-
ción de palabras o del impacto de balas); en la naturaleza, el ciclo de las estaciones
suele acabar con los rasgos efímeros de la Historia, y sólo la presencia de los cuer-
pos puede certificar la realidad del crimen. «Trenta mil cadàvers esperen a les cune-
tes de les nostres carreteres que els rescatin de la ignomínia i de l’oblit i els tornin
a la vida en forma de memòria, perquè la memòria és la vida dels morts. I en aquest
cas, la seva rehabilitació social i familiar», escribe Ángel Fuentes –profesor de
arqueología en la Universidad Autónoma de Madrid– en un número de la revista
catalana L’Avenc dedicada a las fosas de la Guerra civil de España18.
Contactado por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica
(ARMH), Ángel Fuentes fue, durante el verano de 2004, uno de los responsables de
la exhumación de los cuerpos de 47 republicanos fusilados en septiembre de 1936
en Villamayor de los Montes. Lo que me llamó la atención, además de la belleza de
las fotografías en blanco y negro de Francesc Torres que acompañaban los textos,
fue la similitud entre el número de víctimas en Villamayor y el Collell –el mismo,
excepto una. Llevado por la morbidez del pensamiento, me pregunté dónde estaban
los cuerpos de los 48 franquistas fusilados el 30 de enero de 1939. El viejo pastor
que, en la ficción fílmica, acompaña a Lola Cercas hasta el cenotafio, le contó al
director de la película cómo, con 14 años de edad, tuvo que enterrar los cuerpos,
algunos días después de la ejecución: «Y con un compañero tuvimos que cavar y
echar tierra por encima de los cadáveres.» Trueba añade luego: «Esto es como la
imagen inicial de la película, un montón de cuerpos con un poco de tierra por enci-
ma y sobre los que había llovido19.» ¿Habrían rodado la secuencia de las ejecucio-
nes encima de una fosa común? La respuesta es negativa, porque con mucha prisa,
la memoria de los vencedores fue respetada, y los cuerpos encontraron una sepul-
tura honrada. También fue el joven pastor quien tuvo que desenterrar los cuerpos,
para que las familias pudieran identificarlos y llevárselos20. Por lo tanto, ya no que-
daba nada debajo de los figurantes que yacían en el lodo del claro, ningún cadáver
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olvidado bajo algunos palmos de tierra durante sesenta años. Todo era un simula-
cro. Sin embargo…
La emoción que provoca la vista de un territorio depende del recuerdo relacionado
con él: recuerdo directo para el antiguo pastor; recuerdo de la emoción provocada
por el relato de diversos testigos, para los figurantes. Pero, moralmente, ¿tenemos
derecho a filmar una ejecución ficticia en el mismísimo lugar de la ejecución real?
¿No es indecente simular así el crimen, transformarlo en material para la ficción? Ya
he insistido en la antecedencia del referente profílmico respecto a la construcción
del referente diegético. Por eso, me limitaré a ver en el plano-íncipit de Soldados de
Salamina –por lo menos en un primer momento– un documental sobre una perfor-
mance difícil de repetir, una performance que Javier Cercas, presente en el lugar del
rodaje, describe de esta manera:
Aquella lluvia bíblica que caía, la gente llena de barro de los pies a la cabeza, la sensación
de cataclismo que el diluvio producía, la tensión inevitable que se respiraba en todo el equi-
po, consciente de que aquello era excepcional y que había que aprovecharlo como fuese. Y
el dramatismo de la escena, claro, no hay que olvidar que lo que se recreaba era el fusila-
miento de cincuenta personas y que eso había ocurrido de verdad21.
Cercas añade más lejos que no había ni un solo figurante que no estuviera al tanto
de la historia, y de lo que significaba. Antes que simular una ejecución, se trataba,
según parece, de volver a encontrar una tensión facilitada por el hecho de encontrar-
se en el lugar del acontecimiento y por la fuerza de un relato que todos conocían.
En el rodaje de la escena del fusilamiento hubo una energía especial. Y no tengo la menor
duda de que esa energía se transmitió a todos los figurantes. Llovía muchísimo y había un
silencio sepulcral y la sensación de estar involucrado en algo que merecía un respeto. Por
la cabeza de todos los que estábamos ahí corría la idea de que aquello había sucedido allí
mismo, en ese lugar, sesenta años antes22.
En la performance filmada, algo queda quizás de la catarsis compartida aquel día
por los figurantes. Pero seríamos ingenuos si ignoráramos la importancia de facto-
res tales como la calidad de la imagen debida a Javier Aguirresarobe, la música del
compositor estonio Arvo Pärt, o simplemente el ritmo del movimiento de cámara y
la colocación del plano en el montaje. En resumidas cuentas, seríamos ingenuos si
olvidáramos que también se trata de una construcción diegética.
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nos»–, una música fechada de 1977 que, bajo el rumor lejano de las percusiones,
desarrolla el austero e hipnótico alargamiento de las cuerdas. Delante de nuestros
ojos, el montón de cadáveres cobra entonces un valor universal; frente a él, pensa-
mos en los terribles Desastres de la guerra grabados por Goya hace dos siglos
(«Para eso habéis nacido»; «Enterrar y callar»; «Tanto y más»; «Muertos recogi-
dos»…); pensamos en la fotografías que enseñaban en 1945 el horror de los cam-
pos de exterminación nazis; pensamos en las imágenes recurrentes de los numero-
sos osarios descubiertos desde aquella fecha, alrededor del mundo; o para cerrar
una lista desgraciadamente provisional, pensamos en las fotografías sacadas por
Francesc Torres en Villamayor de los Montes, donde vemos una de las fosas comu-
nes de la Guerra civil. Si unos hombres pudieron considerar a los seres humanos
como a enemigos durante su existencia, una vez muertos, vuelven a ser nuestros
hermanos –o por lo menos, es lo que parece sugerir el íncipit de Soldados de Sala-
mina. Según Jean-Paul Aubert, el intercambio de miradas que se produjo cerca del
lugar del fusilamiento –la del miliciano del ejército republicano y la de Rafael Sán-
chez Mazas–, resulta ser la escena fundadora de la película:
No se puede ignorar en ese instante la dimensión crística que aquel plano medio otorga al
rostro misericordioso de un hombre que, según las recomendaciones del Evangelio de San
Mateo, acaba de perdonar a su enemigo26.
Para mí, quisiera ver en el íncipit de Soldados de Salamina la tierra abonada de
donde saldrá la toma de conciencia de una necesaria memoria histórica. El tema
central de la novela de Javier Cercas no es fundamentalmente el conflicto fratricida:
«habla de los muertos, y del hecho de que los muertos no están muertos del todo
mientras haya alguien que los recuerde27.» La exhumación de las víctimas de la
Guerra civil, que ya había tenido una primera fase después de la muerte de Franco
–para interrumpirse demasiado pronto a principios de los años 1980–, se reanudó a
partir del otoño de 2000, merced al dinamismo de la ARMH, aquella nueva asocia-
ción cuyo objetivo es la recuperación de esa memoria. Según el director de la pelí-
cula, Soldados de Salamina se sitúa en este contexto.
Estamos hablando de un país que por primera vez se enfrenta a sus fantasmas, a sus mie-
dos y a sus olvidos. Ya es hora de que lo haga, de que dé cara. Por vez primera se está rei-
vindicando que se abran fosas comunes donde hay muertos anónimos, etc28.
Después del «pacto del olvido» concluido durante la Transición, España ha curado
su amnesia. Sin embargo, el anclaje en la realidad del lugar en la primera secuen-
cia de la ficción de Trueba parece estar desvinculada de aquella «memoria históri-
ca» que los suelos pueden contener. Pero el antiguo pastor que condujo a Trueba
hacia el claro donde fueron enterrados y luego desenterrados los 48 franquistas,
también le contó otra historia: la de otro lugar, muy cerca de ahí, donde el chaval de
14 años que él era en aquel entonces, tuvo que enterrar de nuevo, tras la llegada de
los vencedores, unos veinte cuerpos más. Esta vez, eran cuerpos republicanos, los
de los carceleros que se habían quedado allí y que fueron fusilados por las tropas
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Notas
1 Javier Cercas, David Trueba, Diálogos de Salamina, un paseo por el cine y la literatura, Bar-
celona, Plot Ediciones/Tusquets Editores, 2003, p. 18.
2 Íbid.
3 Íbid., p. 19.
4 Según la distribución tradicional formulada por Christian Metz en Langage et cinéma, París,
Madrid, Ediciones Temas de Hoy, collección “Historia Selección”, 2004, pp 262-263 (primera
edición: 1999).
9 Diálogos de Salamina, op. cit., p. 90.
10 Íbid., p. 59.
11 Íbid., p. 57.
12 Comentario de David Trueba, íbid., p. 186.
13 Íbid., p. 82.
14 «Llega Rafael fusilado y milagrosamente vivo», leemos en la reproducción de la primera plana
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18 Ángel Fuentes, «Exhumació i arqueologia forense. Els afusellats a Villamayor de los Montes
(Burgos)», en el dossier «Fosses comunes, La memòria soterrada», L’Avenç, n° 299, febrero
de 2005, p. 30.
19 Diálogos de Salamina, op. cit., p. 73.
20 Íbid.
21 Diálogos de Salamina, op. cit., p. 166.
22 Comentario de David Trueba, ibid.
23 André Gardies, L’espace au cinéma, París, Méridiens Klincksieck, 1993, p. 32.
24 «El día del fusilamiento del que hablamos, por ejemplo, yo les decía: “Ahora necesito que os
tiréis en el barro, os vamos a echar sangre y barro por encima y, cuando yo diga ‘acción’, por
favor no respiréis”. Bueno, pues los tíos permanecieron durante más de un minuto sin mover-
se.» (David Trueba, en Diálogos de Salamina, op. cit., p. 171.)
25 Jean Mitry, Esthétique et psychologie du cinéma, t. 2, «Les formes», París, Éditions universi-
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AUTORES
Javier Marzal Felici
Francisco Javier Gómez Tarín
(editores)