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CHRISTIAN METZ

Lenguaje y cine

Introducción de
JO R G E URRUT1A

EDITO RIAL PLANETA BARCELON A


ensayos / planeta
DE HISTORIA Y HUMANIDADES

Dirección: J O S É M.* JOVER Z A M O R A y A N T O N IO PRIETO

Título original: Langage et cinéma


Traducción del francés por JORGE URRUTIA

@ Librairie Larousse, 1973

Editorial Planeta, S. A., Calvet. 51-53, Barcelona (España)

Sobrecubierta: O livé M ilián

Depósito legal: B. 44.259 - 1973

IS B N 84-320-7810-7

Prlnted in Spain/lm preso en España

Gráficas Lorente. Ciudad, 13. Barcelona-2


SUMARIO

Introducción 7

I. Dentro del cine, el hecho fílm ico 27

II. Dentro del hecho fílmico, el cine 43


H.1. «Cine» en otro sentido, 43;
I I -2. De la hom ogeneidad materia! a ia homo*
geneidad códica: inferencias apresuradas; 46;
11.3. Un m ism o código en va rios
«lenguajes*, varios c ó d ig o s en un solo «lenguaje», 50;
II.4. Especificidad cinem a­
tográfica, lenguaje cinematográfico (primera aproxim ación). 62; U.S. Cinematográ-
fíco*fí!míco, cinemetográfico-no-fílmico, fílmico-no-cinematográfico. 70.

III. «Filme» en sentido absoluto 75


Ill.t. «El fílme»/«el cine», 75; III. 2. Zona común ai filme y al cine. Su s límites, 81.

IV. Pluralidad de los códigos cinematográficos 87


IV .1. C ód igo s generales y códigos particulares, 87;
IV.2. Pluralidad según d os
ejes, 90; IV J. «lenguaje cinematográfico» (volvam os aí tema), 94.

V. Dei código al sistema, del mensaje al texto 99


V .l. «Estudiar lo s filmes»: dos cam inos diferentes, 99:
V.2. Código/sistem a sin g u ­
lar, 104; V.3. C ó d igo s generales y códigos particulares (volvam os al tema), 110;
V.4. Puntos de vocabulario, 114;
V.5. ¿«Estructura dei mensaje» o «estructura del
texto»?, 118 .

VI. Los sistem as textuales 123


V I.1. El filme como totalidad singular. 123;
VI.2. El sistem a del filme como «des­
plazamiento», 132;
V I.3. Cinematográfico y extracinematográfico: de una dualidad a
una «mixtidad», 138;
VI.4. Las «lecturas»; varios sistem as textuales para un so lo
texto, 152.

VII. Textualidad y «singularidad» 157


VII.1. Textos fílm icos m ayores o menores que un filme, 157;
VII.2. Grupo de film es
y clase de filmes, 163;
V II.3. Del «código particular» al «subcódigo» (volvamos por
segunda vez al tema), Í65; VU.4. Tendencia pansém ica de algunas figuras, Í68;
VII.5. C ódlgo/subcódlgo (volvam os por tercera vez al tema), 175;
VII.6. Lo s ist e ­
mático y lo textual, 181;
VII.7. Textualidad y generalidad, /89; VII.8. «Filme»
en sentido absoluto (volvam os al tema), 795.
VIH. Paradigmática y sintagm ática 201
V III.1 . Lo sintagm ático y lo textual, 201 : VM I.2. «lo» sintagmático y -lo * paradig­
m ático, «la* sintagm ática y «la» paradigmática, 203: V III.3 . Grados do preexisten­
cia del *ob/dtD estudiado», 208;V II 1.4. C lrcu ían dsd de /a paradigmática y de la
sintagm ática. 210; V I H .5. Sintagm ático y consecutivo, 2/4; Vlll.6. Paradigm ático
y sintagm ático en (os siste m a s textuales, 216.
IX. El problema de las unidades pertinentes 227
IX .t. Varios tip os de
unidades m ínim as en el m ism o texto, 227;
IX.2. V a rio s tip os
d a unidades cinem atográficas en el filme, 231',
1X.3. Determinación de la s uni­
dad es m ínim as y estudio de conjunto de la gramática. 237;
IX.4. V a rio s tip os de
unidades extracinem atográficas en el filme, 240; IX.5. Unidades pertinentes: d i­
versidad de tamaño, 243;
1X.6. Unidades pertinentes: diversidad de forma, 244;
IX.7. C rítica de la noción de «signo cinematográfico», 24$.

X. •Específico/no-específico«: relatividad de un reparto mantenido 253


X.1. «Form a/m ateria/sustancia* en Hjelm slev, 253; X.2. Interferencias sem ioló-
gtcas entre lenguas, 258; X.3. Los rasgo s pertinentes de la materia del sign ifi­
cante, 265; X.4. El entremezcíamiento de las especificidades: especificidad mú/ti-
ple, grados de especificidad, modos de especificidad, 270; X.5. C in e y tele visión ,
282; X.6. Lenguaje como com binación de códigos, 287;X.7. Los có d igo s n o-esp ecí­
ficos. C ó d ig o s del contenido y códigos de ia expresión, 293;
X.8. Vuelta a H jelm s­
lev: la « sustancia*, 299.

XI. Cine y escritura 303


X I. 1. C in e y escritura como grabaciones, 303; XI.2. Cine y escritura como re\o-
vo s, 307; Xl.3. Cine y escritura como «Imprentas», 311;
Xl.4. C ine y escritura
com o «com posiciones», 315;X1.5. El cine frente a ías «escrituras» de «El grado
cero de la escritura», 317;
XI.6. Cine e ideografía, 322.
Conclusión/Lenguaje cinematográfico y escritura fílm ica 337
INTRODUCCIÓN

I
El libro que tiene el lector entre sus manos es un libro de se­
miología, de lingüística. Pero es también un libro de cine. Y el
cine es un arte. El séptimo arte, como lo bautizó Ricciotto Canu­
do. ¿Es posible una semiología del arte? O, lo que es lo mismo,
¿puede considerarse cada arte como si de un lenguaje se tratara?
Aunque para algunos pueda parecer herejía, el estudio lingüís­
tico del arte debe ya admitirse a priori. No quiero, en estas pági­
nas, volver a los célebres escritos de Jan Mukarovsky,1 pero —pa­
rodiando el comienzo del apartado b de la tercera tesis del Círculo
de Praga2— diré que, en la formación de la expresión artística,
1. Me refiero especialmente a L'art comme jait sémiologique, en "Actes du huitiéme
congrés intemational de philosophie", celebrado en Praga deL 2 al 7 de setiembre de
19Z6, pp. 1065-1072. Existe otra edición de ese mismo original francés en 'Poétique*,
núm. 3, París, 1970. Simón M archan lo traduce al castellano {El arte como hecho se­
miológico), junto con el texto titulado El estructuralismo en la estética y en la ciencia
literaria, componiendo el libro Arte y semiología, Madrid, Alberto Corazón, 1971. Como
introducción teórica al estudio semiológico de la literatura, resuJta provechoso leer
algunas de las ponencias presentadas al seminario que, sobre el tema Estructuralismo
y critica literaria, celebró el Instituto Gramsci de Roma. Se encuentran reunidas en
castellano bajo el título Lingüistica formal y critica literaria, en “Comunicación", núm.
3, M adrid, Alberto Corazón, 1970. Una importante aplicación del estudio semiológico a
nuestra literatura es el libro de Antonio P rieto , Ensayo semiológico de sistemas lite­
rarios, Barcelona, Ensayos/Planeta, 1972. No quiero dejar de citar, por lo que significa
de estudio lingüístico del arte y por su gran importancia, los trabajos sobre creación
artística con ordenadores, composición automática de espacios arquitectónicos y gene*
ración automática de formas plásticas, realizados en el Centro de Cálculo de la Uni­
versidad de Madrid bajo la dirección del profesor C amarero . Pueden verse los boletines
del Centro de Cálculo y un interesante artículo, divulgador de estas experiencias madri­
leñas, escrito por P tcrrb D arras en ITC [Ingénieurs, techniciens, cadres]. 'Actualités"
(revista del Partido Comunista de Francia), núm. 31, París, enero 1971, pp. 56-58.
2. Las tesis se publicaron originalmente en francés en el primer número de los
“Travaux du Cercle Linguistique de Prague", Praga, 1929. Existe una nueva edición en la
revista "Change", núm. 3, París, 1969, pp. 19-49. Actualmente pueden consultarse dos
traducciones al castellano: una, El Círculo de Praga, Madrid, Alberto Corazón, 1970; otra,
en B. Tmka, y otros. El Círculo de Praga, Barcelona, Anagrama, 1971, pp. 30-63.
las condiciones políticas, sociales, económicas y religiosas no son
nada más que factores externos, importantísimos desde luego, y
cuya descripción y estudio resultan imprescindibles para obtener
un perfecto conocimiento (y una óptima comprensión) del hecho,
pero que en nada disminuyen las posibilidades teóricas de la ex­
presión. En ello radica mi diferencia con el grupo de la revista
francesa «Communications» —y en él está Christian Metz— con
respecto al problema de lo verosímil, y mi acercamiento, en este
caso, a Galvano della Volpe.3
La semiología, según la denominación de Saussure; la semióti­
ca, según la denominación de Peirce, es una ciencia salvadora del
impasse a que estaba sometida la investigación. Ni estudio dema­
siado general (quien mucho abarca poco aprieta), ni excesivamente
particularizador (una especialización llevada a ultranza es ne­
fasta para la cultura), la semiología, con su particular método,
puede estudiar prácticamente todos los fenómenos. Intenta com­
prender la manera en que se presenta cualquier tipo de informa­
ción. Podemos construir desde una semiología del telegrama hasta
una semiología de la flora o la fauna. Todo objeto, toda forma,
nos proporciona mensajes, ya que proporciona señales (estudiadas
por la semiología de la comunicación) o indicios (estudiados por
la semiología de la significación). Además, si en vez de considerar
el mundo extralingüístico como referente absoluto de los signos
lo consideramos como el lugar donde se manifiesta la significa­
ción, podemos tratarlo como un conjunto de sistemas semiológi-
cos. La significación está, por tanto, bajo todas las formas sensi­
bles. Dicho de otro modo: todo es signo. El mundo es, pues, una
superposición y yuxtaposición de significantes. Y esto último no
es, pese a la idea de muchos lingüistas, un desatino, si se mantiene
clara la diferencia entre señales e indicios.
Emilio Garroni define el objeto estético como «un oggetto se-
miotico típicamente eterogeneo». Considerar el objeto estético como
objeto semiótico significa que «é analizzabile nei suoi elementi cos-
titutivi in relazione a uno o piü modelli sistematici, e non si pre­
senta come qualcosa di globale, unitario e inalizzabile». Considerar
el objeto estético como típicamente heterogéneo significa que «é
correttam ente analizzabile, in quanto estetico e non genericamente
semiotico, solo in rapporto ad una molteplicitá di modelli omoge-
3. Véase J orge U rrutia, Ensayos de lingüística externa cinematográfica, Madrid,
C.E.U., 1972, pp. 33-38.
nei e, tra loro, eterogenei».4 La concepción del objeto estético como
objeto heterogéneo resulta im portantísim a para el estudio lingüís­
tico del arte. Christían Metz seguirá a Garroni en este punto, con­
fesándolo en diversos momentos.5
En el lenguaje cinematográfico se integran todos los lenguajes
registrables por la vista y el oído. Esto ocasiona un problema de
funcionamiento interno. En otro lugar6 traté este tema con cierto
detenimiento. Decía que cada uno de los lenguajes incluidos en el
del cine conserva sus propios códigos, sus propias leyes de funcio­
namiento, y, a la vez, se somete a los posibles códigos específica­
mente cinematográficos o, también, comunes a varios lenguajes.
Se forma, por tanto, cierta red códica.
Sigo pensando que deben concebirse dos redes —una códica y
otra de lenguajes— engarzadas íntimamente en una estructura. A la
red códica le corresponde una red de lenguajes, pero no separadas,
sino superpuestas. Los límites de un lenguaje y los límites de los
códigos que en él intervienen no son coincidentes, aunque, y re­
sulta necesario, la frontera imaginaria de la suma total de los len­
guajes coincide con la de los códigos.
La estructura del lenguaje cinematográfico, compuesta de un
número n de códigos, posee un nuevo código que ordena las rela­
ciones de todos los componentes y el funcionamiento general. El
código específicamente cinematográfico es el que permite, además,
la lectura de los lenguajes no específicos. Éstos están presentes
en régimen de libertad vigilada y sólo cobran su pleno sentido, den­
tro del filme, en la relación fronteriza con los restantes, aunque
esa relación sea de contrapunteo.
Christían Metz se ocupa del problema de la pluralidad de códi­
gos y lenguajes en diversas partes de .su libro. Puede el lector
4. E m ilio G a rro n i, Semiótica ed estetica (L’eterogeneitá del tinguaggio e il Unguag-
gio cinematográfico), Bari, Laterza, 1968, p. 165. Existe traducción del capítulo corres­
pondiente (La heterogeneidad del objeto estético y los problemas de la crítica del arte)
en "Comunicación", núm. 3, ya citado. No debemos olvidar que la estética de la infor­
mación es una ciencia, aunque muy joven, ya existente. Deben verse los trabajos de
Abraham A. Moles y Max Bense, especialmente, pese a que sean, a veces, muy discuti­
bles. Bense comienza uno de sus últimos libros definiendo esa ciencia: “La «estética de
la información», que trabaja con medios semióticos y matemáticos, caracteriza los
«estados estéticos» —observables en los objetos de la naturaleza, objetos artísticos, en
las obras de arte o de diseño— a través de valores numéricos y clases de signos" (M ax
Bense, Introducción a la estética teórico-informacional, Madrid, Alberto Corazóp, 1973,
página 21).
5. Por ejemplo, su artículo Spécificité des codes et spécificité des langages, "Semió­
tica*, I, 4, La Haya, 1969, manifiesta, ya en el primer párrafo, que utiliza como base
de partida los escritos del semiólogo italiano.
6. Véase J orge U rrutia , Notas para una semiología del cine, "Prohemio", I I I , 2,
Barcelona, 1972.
interesado en abordar rápidamente el asunto acudir al «índice no­
cional», que figura en las últimas páginas de este volumen. El aná­
lisis y la teoría del autor son serios, importantes y, a menudo, con­
vincentes. Sin embargo, el tema deja de estar aún resuelto. Cons­
ciente de ello, volvió Metz a tratarlo en 1972.
Con un nuevo artículo7 procura el semiólogo francés distinguir
estrictamente dos tipos de conjuntos ideales, abstractos: los len­
guajes y los códigos. Los primeros «reagrupan todos los "mensa­
jes” de un cierto orden sensorial, físico (por ejemplo, todos los
mensajes fónicos, o todos los mensajes cinematográficos, pictóri­
cos, etc.), sin coincidir forzosamente con un código». Los segundos
poseen una coherencia «sistemática, lógica, y no física». Asegura
Metz que la idea de que a cada lenguaje le corresponde un código,
y viceversa, no es algo necesario y continuo; ni siquiera lo es fre­
cuente. Sucede incluso que un código pasa de un lenguaje a otro:
la forma permanece idéntica aunque cambie la manifestación fí­
sica. «Es sabido que diversos códigos estéticos, que sólo se habían
manifestado —hasta el siglo xrx— en la materia de la expresión
propia del lenguaje pictórico (la imagen fija, única y compuesta a
mano), han conocido posteriormente una segunda manifestación,
más o menos isomorfa a la primera, en el orden sensorial del cine
(es decir, la imagen fotográfica, múltiple, en movimiento), muy
diferente físicamente del que caracteriza la pintura.» Como ejem­
plos pueden citarse las formas pictóricas redivivas en La kermesse
héroique de Jacques Feyder, L'homme au cráne rasé o Un soir, un
trajn de André Delvaux, Une partie de campagne de Jean Renoir,
La brujería a través de los siglos de Benjamín Christensen, II van-
gelo secondo Matteo de Pier Paolo Pasolini, y un largo etcétera.
Un código puede, por tanto, ser común a varios lenguajes, pero en
el seno de un único lenguaje también pueden encontrarse varios
códigos.
El cine no sólo contiene varios códigos, sino también varios len­
guajes; el cine no es una m ateria de la expresión, sino una combi­
nación de varias materias, ya que utiliza significantes de distintos
tipos físicos: imágenes, sonidos fonéticos, música, etc. «En cada
realización particular de cada lenguaje (cada filme del cine, cada
poema de la poesía, cada cuadro de la pintura) encontramos varios
códigos a la vez; cada uno de ellos es más parcial, y al mismo tiem­
po más general, que el discurso singular de que se trata, es decir,
que el filme, el poema o el cuadro. "Más parcial" porque en ese
7. C h r is t ia n M etz , «Structure du message*, ou strucsure du TEXTE?. en Études sur
le fonctionnement de codes spécifiques, Burdeos, ILTAM-CRDP, 1972, libro colectivo.
discurso singular existen otros códigos; "más general” porque eL
mismo código aparece también en otros discursos singulares, otros
cuadros, otros filmes, etc.»
El estudio semiológico del objeto artístico es, como puede ver­
se, altamente complejo. No es misión de estas páginas mías llevar­
lo a cabo (y ojalá tuviera la capacidad necesaria para elaborarlo y
sintetizarlo en tan poco espacio). Sí quisiera, en cambio, llam ar la
atención sobre el hecho de que considerar el filme como un obje­
to semiótico típicamente heterogéneo, considerar el cine como un
lenguaje compuesto de diversos otros lenguajes y distintos códigos,
significa (en cierto modo) volver a los primeros escritos a él de­
dicados, reengarzar con ellos.
Me parece, en este sentido, fundamental reconsiderar los escri­
tos postumos de Ricciotto Canudo, recogidos en el libro L'usine
aux images. Se asegura ahí que el «círculo en movimiento» de la
estética se cerraba al fin triunfalmente con la fusión total de las
artes. Y esa fusión es el séptimo arte: el cinematógrafo. El ensa­
yista italiano, afincado en Francia, explicaba así su pensamiento:
«... deux arts existent vraiment, englobant tous les autres. Ce sont
les deux foyers de la "sphére en mouvement”, de l’ellipse sacrée de
l’Art, oü l’homme a jeté depuis toujours le meiileur de son émotion,
le plus profond de sa vie intérieure, les signes les plus intenses de
sa lutte contre le "fugitif" des aspects et des choses: l'Architectu-
re et la Musique. La Peinture et la Sculpture ne sont que la figura-
tion sentimentale, de l’homme ou de la nature; et la Poésie n'est
que l’effort de la Parole, et la Danse l'effort de la Chair, pour de­
venir Musique. Voilá pourquoi le Cinéma, qui résume ces arts, qui
est de TArt plastique en mouvement", qui participe des "Arts
immobiles” en méme temps que des "Arts mobiles”, selon l’expres-
sión de V. de Saint-Point, ou des "Arts du Temps” et des "Arts de
l'Espace" selon celle de Schopenhauer, ou encore des “Arts plas-
tiques" et des "Arts rythmiques", en est le "Septiéme”.»8
Pero el cine no es, para Canudo, la simple suma de las diversas
artes anteriores. La gran obra cinematográfica sólo se conseguirá
cuando el «écraniste» (como él llama al realizador) coordine la ex­
presión del pintor, del músico y del poeta sobre un mismo tema;
pero el filme se elaborará entonces «par ses propres modes, hors
des modes communs aux autres arts».9
8. Recogido en la antología de P ie r r e L h e r m i .v ie r , L’art du cinema, P a rís , Seghers,
1960, pp. 29-30. El libro de R icciotto C anudo, L’usine aux images, fue compuesto a base
de artículos recogidos por F. Divoire y editado por E. Chiron (París, 1927).
9. Antología de Lherminier, p. 36.
El cine es un compuesto de todas las demás artes, dice Canudo,
teniendo en cuenta que ya hay artes principales, Arquitectura y
Música, que engloban a las restantes. Estamos ante una clasifica­
ción de «caja china», siendo el cine la caja externa que contiene
todas las demás. Sin embargo, igual que en el caso de la caja china
o la muñeca rusa, el cine no es simplemente la suma de sus com­
ponentes: posee además sus propias reglas (sus propios códigos,
diríamos nosotros). La teoría de Ricciotto Canudo coincide, aunque
no se exprese en términos de lingüística, con la de Emilio Garroni
y otros semiólogos, y que Christian Metz también ha expuesto en
diversas ocasiones. Lo que caracteriza propiamente cada una de las
artes es cierta combinación de varios códigos: lo «específico» es,
por tanto, «heterogéneo».10 El error del teórico italiano, de Canu-
do, radica en plantear la combinación de los códigos cinematográ­
ficos como combinación de artes exclusivamente. Y, sin embargo,
en otro lugar,11 cuando compara el cine de los europeos y el de los
norteamericanos (para rechazar el cine teatral del viejo continen­
te), asegura que la superioridad del cine norteamericano se debe a
que carece de tradiciones culturales, a que no se embaraza con
ninguna traba cultural.
Sólo en la década de los años sesenta comenzará a considerar-
se el cine desde el punto de vista semiológico. El trabajo más an­
tiguo publicado, que yo conozca, y que pueda considerarse como
un planteamiento concreto de una investigación sistemática, es Le
cinéma: langue ou langage?,n de Christian Metz. Anteriormente,
aunque rozando con las maneras de hacer del que Metz, en Lan­
gage et cinema, llama «período filmológico», se habían publicado
un artículo de Roland Barthes, ciertos trabajos de Gillo Dorfles y
el, mucho más lingüístico, estudio de Gianfranco Bettetini, II segno,
dalla magia fino al cinema.11
Desde aquel primer artículo, las publicaciones de Metz relati­
vas a la semiología del filme se fueron sucediendo. Gran parte de
sus trabajos anteriores al año 1969 quedan recogidos en un volu­
10. Véase, entre otros, el artículo de C h r is t ia n M e t z , Spécificité des cod.es et spé-
cifité des langages, citado en la nota 5 de este prólogo.
11. Antología de Lherminier, p. 32.
12. Publicado en “Communications", núm. 4, París, 1964. Recogido en Essais sur la
signification du cinéma, libro del que se hablará en seguida. Varias traducciones al cas­
tellano, como se verá.
13. R oland B a r t h e s , Le probléme de la signification au cinéma, "Revue Internatio­
nale de Filmologie", X r núms. 32*33, enero-junio 1960. G illo D orfles , Símbolo, comum-
cación y consumo, Barcelona, Lumen, 1967 (la edición original es de 1962), especial­
mente la parte VE: Comunicación visual y cinética, pp. 235-246. G ianfranco B ett e t in i ,
Ji segno, dalla magia fino al cinema, Milán, Edizioni, 17, 1963.
men titulado Essais sur la signification au cinéma.1* Los artículos
posteriores a esa fecha, junto a algunos anteriores y dos inéditos,
formaron Essais sur la signification au cinéma II, publicado cua­
tro años después.15 Si en el primer volumen el autor había pasado
muy rápidamente sobre el problema del signo para entrar en el
estudio de la naiTatividad, en el segundo puede apreciarse cómo
Metz ha querido reconsiderar sus primeros supuestos volviendo al
problema de la imagen. También se manifiesta su preocupación
por la narratividad en un libro publicado en Alemania en 1970:
Propositions méthodologiques pour l'analyse du film.16 Aunque los
Essais... II representen el último libro publicado por Metz, el últi­
mo en escribirse y el que significa la elaboración absoluta de su
teoría personal es Langage et cinéma11 El lector lo tiene, traducido,
entre sus manos y podrá darse cuenta de la riqueza de temas tra­
tados, de la densidad de su contenido. El libro gira, especialmente,
en tomo al problema del código cinematográfico y de su especifi­
cidad; antes matiza los sentidos de la palabra film y después con­
sidera el cine como escritura. Con él, Christían Metz se reafirma
en el primer puesto como semiólogo del hecho fílmico. Ningún otro
investigador posee una obra tan sistemática ni tan amplia. Ningu­
no, tampoco, está prácticamente dedicado con exclusividad al es­
tudio del cine. La lectura de Lenguaje y cine resulta, pues, impres­
cindible, y no sólo para el interesado por el cine, sino también
para todo el que se preocupe por la semiología o la lingüística
general. Metz no se limita al filme: plantea y resuelve problemas
de lingüística. Seguidor de Hjelmslev y la glosemática, los discute
en más de una ocasión y los complementa.
De toda la ya grande y siempre importante obra de Christían
Metz, ¿qué es lo que conocemos en España? Mejor aún: ¿qué co­
nocemos de semiología del cine? Sólo teniendo las ideas claras a
este respecto podremos comprender el hueco que viene a llenar la
presente publicación de Lenguaje y cine.
Hacer una historia de las publicaciones españolas sobre semio­
logía del cine es algo bastante breve. Verdad es que sólo en los
últimos años se ha desarrollado esta rama de la ciencia, pero no
debe olvidarse que los textos teóricos sobre cine han sido siempre,
en España, por lo general, de una pobreza absoluta.
14. París, Klmcksieck, 1968. Segunda edición en 1971. Existe traducción al español
hecha en Argentina (véase la bibliografía que sigue).
15. París, Klmcksieck, 1972.
16. Bochum, Universitatsverlag, 1970.
17. París, Larousse, 1971.
Podrá argüirse que raquitismo creaciona1 va casi siempre uni­
do a raquitism o crítico, mas será falso. Resulta evidente que una
gran obra artística no puede darse sin una base, sin toda una serie
de obras medianas que vayan fijando caminos, sin una preocupa­
ción estética que envuelva al artista, lo arrope y proteja. Además,
en el caso del cine, no es suficiente que el artista se «empape»
de obras extranjeras (mejor sería decir, en nuestro caso, «de las
obras que se ven en el extranjero y algunas de las que se ven
aquí»), puesto que es necesario convencer a un productor. Y al
productor no se lo convence si dinero no llama a dinero, si no
existe una comunidad receptora apropiada.
El teórico sí puede seguir las corrientes extranjeras, leer re­
vistas y libros, modernizar o aclimatar los conocimientos. Es ade­
más patente que las editoriales de lengua española traducen mu­
cho, y no suele ser necesario acudir a libros de difícil adquisición
para obtener la información precisa. La semiología del cine no ha
tenido hasta ahora, en lo que se refiere a traducciones, tanta for­
tuna como otras facetas científicas;18 pero, de todas formas, se
diría que nadie lee los libros (aunque se compren), o lo leído se
pierde inmediatamente en un abismo inmemorizable. No es éste
lugar para referirse al interés de los intelectuales españoles por
el cine (que si, en la fachada, no es tan escaso como en 1962,19 en
profundidad sigue siendo muy dudoso), ni para exponer dónde y
cómo se estudia el cine en España;20 pero conviene recordar que,
salvo un artículo de Fernando Vela, ya bastante antiguo,31 y las
páginas de Manuel Villegas López,22 poco más tenemos que no sean
18. Sigue habiendo libros importantísimos sin traducir, por ejemplo el de J ean
M itry , Esthétique et psychologie du cinéma (1963-1965), y el de P eter W ollen, Signs
and meaning in the cinema (1969). Tampoco conocemos, salvo escasísimos textos tradu­
cidos generalmente de) francés y no del original, la Poeíika Kino (1925) de los formalis­
tas rusos y los trabajos de la escuela norteamericana de psicolingüística cinematográfica,
especialmente Sol Worth. La semiología italiana, salvo Eco y Pasolini, puede decirse
que no existe para España. Me refiero sobre todo a G iaíjfra .vco B ettetini, II segno
delta magia fino al cinema (1963) y Cinema, lingua e scrittura (1968); G . P. B r u n e it a ,
Forma e parola nel cinema (1970), y E m ilio G a rroni, Semiótica ed estetica, del que se
tradujo el apéndice (presentado como ponencia a un congreso): La heterogeneidad del
objeto estético y los problemas de la crítica de arte, ya citado. El último libro de
G a r r o m , Progetto di semiótica (1972) no lo conozco aún."
19. A ñ o en que se publicó el libro, de J osé M aría E scudero , Cine español (Madrid,
Rialp); véanse las partes tercera y cuarta, pp. 106-221.
20. Sobre este tema está en prensa; J orge U rr utia , De l'enseignement du cinéma en
Espagne, en L’enseignement du cinéma dans le monde, Lyon, C.E.R.T. de l'Université
de Lyon, II.
21. Desde la ribera oscura (para una estética del cine), publicado primero en la
"Revista de Occidente” y recogido en El arte al cubo y otros ensayos, Madrid, Cuadernos
literarios, 1927, pp. 21-64.
22. Especialmente Arte, cine y sociedad (Madrid, Taurus, 1959) y El cine en la
sociedad de masas (Madrid, Alfaguara, 1966).
lamentaciones, exposiciones de principios (muy generales y poco
útiles) y comentarios en torno a... Repasar nuestras publicaciones
autóctonas sobre cine es obtener, según el carácter del lector, o un
delicioso rato de sonora comicidad, o un pesaroso lapso dramáti­
co, nunca una reflexión provechosa sobre el hecho fílmico.23
Los críticos cinematográficos españoles siempre han pretendi­
do convertirse en teóricos, gracias a un rápido proceso de pontifi-
cación. Christian Metz, en el primer capítulo de este libro, se re­
fiere a los teóricos —personajes que, si en los primeros años de
la historia del cine fueron, importantísimos, resultan cómicos ahora
por su pedantería y real ignorancia de lo profundo— con unas lí­
neas que voy a perm itirm e copiar aquí. Fije'monos en que se habla
del teórico en cuanto a individuo sabelotodo, crítico, historiador,
sociólogo, psicólogo, político, ideólogo, etc., y no del lingüista, del
esteta o del psicólogo, etc., que escriben sobre el cine:
«Lo que se ha llamado más frecuentemente un "teórico del cine"
es una especie de hombre-orquesta idealmente obligado a poseer
un saber enciclopédico y una formación metodológica casi univer­
sal: se da por hecho que conoce los principales filmes rodados en
el mundo entero desde 1895, así como lo esencial de sus filiaciones
(y, por tanto, que es un historiador); tiene, igualmente, la obliga­
ción de poseer un mínimo de luces acerca de las circunstancias
económicas de su producción (hele ahora economista); también
se esfuerza por concretar en qué y de qué forma un filme es una
obra de arte (se preocupa, pues, de estética), sin quedar dispen­
sado de considerarlo como un tipo de discurso (esta vez es semió­
logo); con bastante frecuencia se siente obligado, por añadidura,
a realizar numerosos comentarios acerca de los hechos psicológi­
cos, psicoanalíticos, sociales, políticos, ideológicos, a los que aluden
los filmes en particular y de los que extraen su contenido propio:
y ahora se requiere, virtualmente, nada menos que una sabiduría
antropológica total.»
A veces los críticos españoles han realizado algún estudio de
lingüística, pero parecen olvidar que ningún campo del saber hu­
mano es totalmente ajeno a los otros, y no suelen pensar que los
conceptos que aprendieron dentro o fuera de la Facultad de Letras
pueden aplicarse a la crítica cinematográfica. El estudiante de
nuestro país suele «descubrir», por ejemplo, la importancia de la
oposición lengua/habla en un articulillo de periódico, aunque un
23. Sería injusto olvidar, en cuanto a Ja psicología de los públicos cinematográficos,
el libro de J uan G arcía Y acüe, Cine y juventud (Madrid, Consejo Superior de Investi­
gaciones Científicas, 1953).
profesor de lingüística lleve tres meses explicándoselo en clase.24
A esto debe añadirse que la escuela española de lingüística dirigió
sus estudios más hacia la historia de la lengua, la dialectología o
la crítica textual, que hacia el desarrollo de la ciencia anunciada
por Saussure o Peirce.
Comentando lo que han significado las Muestras Internaciona­
les del Nuevo Cine celebradas en Pesaro, gracias a las cuales con­
frontaron sus teorías los semiólogos italianos y franceses en unas
conversaciones de enorme importancia, la revista «Film Ideal» ata­
caba la «mostra» por exigir una seriedad crítica y un conocimiento
lingüístico, por convertirse «en el festival de los ingenieros cine­
matográficos especializados».25
Es verdad que la revista «Nuestro Cine» siempre se interesó
por esa m uestra de películas. Al autor de la crónica incluida en el
número 54 se le nota realmente marcado por las ponencias de Pa-
solini y Metz.26 Sin embargo, la del año siguiente se limita a dar
noticia del tema de las conversaciones y a alabar al realizador y
crítico italiano; aunque indica el interés de las comunicaciones,
prefiere sacudirse el problema prometiendo su publicación en la
revista.27
«Nuestro Cine» sólo reprodujo dos textos de Pasolini. El pri­
mero fue ponencia el año 1965 y se publicó con el título Crítica y
cine nuevo, aunque debería haber sido Cine de poesía28 Lamenta­
blemente, en la traducción se cometen errores como confundir
semiótica con semántica. El segundo texto de Pasolini publicado
fue Discurso sobre el plano-secuencia o el cine como semiología
de la realidad, aunque apareció con el título general de las terce­
ras conversaciones de Pesaro: Lenguaje e ideología en el film .19 No
se publicaron las intervenciones de Christían Metz. La revista no
comprendió la importancia que hubiera tenido hacerlo. Si apare­
cieron las páginas de Pasolini se debió, casi con seguridad, a su
personalidad como realizador política y estéticamente comprome­
tido, conocida en España.
24. La desconfianza que sienten nuestros estudiantes hacia la mayoría de sus pro­
fesores es, sin duda, una de las causas de la crisis universitaria.
23. V.‘ mostra internaziormle del nuovo cinema, “Film Ideal”, núms. 217-219, Madrid
(sin fecha), pp. 179-214; me refiero a un pasaje de la p. 180.
26. Pesaro. Año II, “Nuestro Cine", núm. 54, Madrid, 1966, pp. 41-55; véanse las
páginas 42-44.
27. Festival de Pesaro (Crónica. Las películas. Referéndum de la crítica), ‘ Nuestro
Cine11, núm. 64, Madrid, agosto 1967, pp. 52-64; el texto a que me refiero ocupa las
pp. 53-55; especialmente la p. 54.
28. Véase, más adelante, la ficha 20 de la bibliografía.
29. Véase, más adelante, la ficha 21 de la bibliografía.
Las publicaciones españolas sobre semiología del cine son las
siguientes:

1. B a l d e l l i , Pío, La ideología en las estructuras del lenguaje,


«Comunicación», núm. 1 (véase ficha 4), pp. 213-236.
2. B a r t h e s , R oland, Principios y objetivos del análisis estruc­
tural, «Comunicación», núm. 1 (véase ficha 4), pp. 171-186.
3. B u r c h , N oel, Praxis del cine, Madrid, Fundamentos, 1970.
4. «Comunicación», núm. 1 (Pasolini, Struska, Barthes, Kossac,
Toti, Della Volpe, Sychra, Eco, Saltini, Metz y Baldelli: Ideología
y lenguaje cinematográfico), Madrid, Alberto Corazón, 1969. Selec­
ción de ponencias y comunicaciones presentadas a las Muestras
Internacionales del Nuevo Cine, de Pesaro, de los años 1966 y 1967.
5. D e lla V olpe, G alvano, L o verosbnil fílmico y otros ensayos
de estética, Madrid, Ciencia Nueva, 1967.
6. D ella V olpe , E co , P asolini , R o c h a y otros (Baldelli, García
Espinosa, Metz y Toti): Problemas del nuevo cine, Madrid, Alianza
Editorial, 1971. Ponencias presentadas a las Muestras Internacio­
nales del Nuevo Cine, de Pesaro, seleccionadas y prologadas por
Manuel Pérez Estremera.
7. D orfles , G illo , Símbolo, comunicación y consumo, Barce­
lona, 1967. Especialmente pp. 235-265.
8. D orfles , G illo , Nuevos ritos, nuevos mitos, Barcelona, Lu­
men, 1969. Especialmente pp. 287-297.
9. D orfles , G illo , Naturaleza y artificio, Barcelona, Lumen,
1972. Especialmente pp. 77-109.
10. Eco, U mberto , Apocalípticos e integrados ante la cultura
de masas, Barcelona, Lumen, 1968. Especialmente pp. 335-340 y ss.;
el texto se refiere a la televisión, pero se la compara con el cine
en varias ocasiones.
11. Eco, U mberto , Acerca de las articulaciones del código ci­
nematográfico, «Comunicación», núm. 1 (véase ficha 4), pp. 137-
169, y en Problemas... (véase ficha 6), pp. 77-108. Se refunde en
La estructura (véase ficha 13).
12. Eco, U mberto , La definición del arte, Barcelona, Martínez
Roca, 1970. Especialmente el capítulo Cine y literatura: la estruc­
tura de la trama, pp. 194-200.
13. Eco, U mberto , La estructura ausente (introducción a la
semiótica), Barcelona, Lumen, 1972. Especialmente Sección B, 1,
2, 3 y 4, pp. 217-292.
14. F i e s c h i , J.-A., Conversación con Christian Metz sobre la
especificidad, del cinema, «Revista de Occidente», núms. 101-102,
Madrid, agosto-setiembre 1971.
15. G a r r o n i , E m i l i o , Contenido y significado en la obra cine­
matográfica, en Problemas..., pp. 109-130.
16. G u b e r n , R o m á n , La articulación cinematográfica: nacimien­
to de una gramática, «Comunicación», XXI, vol. I, núm. 7, Ma­
drid, 1973.
17. K o ssa k , J e r z y , La tentación del normativismo, «Comuni­
cación», núm. 1 (véase ficha 4), pp. 253-268.
18. M etz , C h r is t ia n , El decir y lo dicho en el cine, «Comuni­
cación», núm. 1 (véase ñcha 4), pp. 91-111, y en Problemas... (véa­
se ficha 6), pp. 41-60.
19. M etz, C h r is tia n , L os elem en to s sem io ló g ic o s d e l film ,
«Comunicación», núm. 1 (véase ficha 4), pp. 113-135.
19b. Véase ficha 14.
20. P aso lini , P ie r P aolo , Crítica y cine nuevo, «Nuestro Cine»,
núm. 46, Madrid, 1966, pp. 50-60. Se trata del ensayo conocido ge­
neralmente por el título Cine de poesía (véase ficha 24).
21. P asolini , P ie r P aolo , Lenguaje e ideología en el film,
«Nuestro Cine», núm. 65, Madrid, setiembre 1967, pp. 47-54. Se
trata del ensayo conocido generalmente por el título Discurso so­
bre el plano-secuencia... (véase ficha 23).
22. P asolini , P ie r P aolo , La lengua escrita de la acción, «Co­
municación», núm. 1 (véase ficha 4), pp. 11-51.
23. P asolini , P ie r P aolo , Discurso sobre el plano-secuencia,
o el cine como semiología de la realidad, «Comunicación», núm. 1
(vé^se ficha 4), pp. 63-68, y erf Problemas... (véase ficha 6), pp. 61-
76. Se publicó antes en la revista «Nuestro Cine» con distinto tí­
tulo (véase ficha 21).
24. P asolini , P ie r P aolo , Cine de poesía y Apostilla a «Cine
de poesía» (incluidos en el libro Pier Paolo Pasolini contra Eric
Rohmer: cine de poesía contra cine de prosa, Barcelona, Anagra­
ma, 1970. El texto de Rohmer es una entrevista con él, publicada
en los «Cahiers du Cinéma», núm. 172, originariamente). El prime­
ro de los ensayos de P. P. P. se publicó antes en la revista «Nuestro
Cine» con distinto título (véase ficha 20).
25. R opars-W uilleu m ier , M arie -Claire , Lecturas de cine —el
título original del libro es L’écran de la mémoire (essais de lecture
cinématographique)—, Madrid, Fundamentos, 1971. No todos los
artículos reunidos en este volumen se presentan con una perspec­
tiva semiológica, pero conviene recogerlo en esta bibliografía.
26. S abin , ángel , y U rrutia , J orge , Libro-cuaderno de semio-
logia y lingüistica general, Madrid, C.E.U., 1972, p. 76. Es un libro
de trabajo en clase para los alumnos del Curso de Orientación
Universitaria, que en uno de sus capítulos expone muy sucinta­
mente los fundamentos de la semiología del cine.
27. S altini , V it to r io , Acerca de Id presunta irracionalidad del
lenguaje fílmico, «Comunicación», núm. 1 (véase ficha 4), pp. 69-89.
28. S e g r e , C e s a r e , Crítica bajo control, Barcelona, Ensayos/
Planeta, 1970. Especialmente pp. 56-64.
29. S truska , E va y J ir i , Conciencia social y lenguaje cinema­
tográfico, «C om unicación», núm . 1 (véase fic h a 4), p p . 283-300.
30. S t r u s k a , J i r i , El lenguaje cinematográfico y la teoría de
la información, «Comunicación», núm. 1 (véase ficha 4), pp. 269-281.
31. S ych ra , A n t o n in , Forma y contenido desde el punto de
vista de la semántica integral, «Comunicación», núm. 1 (véase fi­
cha 4), pp. 237-251.
32. T o t i , G ia n n i , La obra y el sentido, «Comunicación», nú­
mero 1 (véase ficha 4), pp. 187-211, y en Problemas... (véase fi­
cha 6), pp. 143-167.
33. U rrutia , J orge , Ensayos de lingüística externa cinemato­
gráfica, Madrid, C.E.U., 1972.
34. U rrutia , J orge , Notas para una semiología del eme, «Pro-
hem io», III, 2, B arcelona, 1972, pp. 309-324.
34b. U rrutia , J orge , véase fich a 26.
Estas treinta y cuatro fichas no representan más que 19 publi­
caciones, ya que dos de ellas son colecciones de artículos que aquí
se han indicado independientemente. Pueden reducirse aún más si
pensamos, por ejemplo, que los ensayos 20 y 21 vuelven a publi­
carse (24 y 23).
Podemos añadir alguna otra ficha, correspondiente a trabajos
importantísimos impresos en la América de lengua española. Me
refiero a:
35. F ages, J ean-B aptiste , Para comprender el estructuralismo,
Buenos Aires, Galerna, 1969. Especialmente pp. 111-121.
36. M etz , C h r is t ía n , La gran sintagmática del film narrativo,
incluido en Análisis estructural del relato, Buenos Aires, Tiempo
Contemporáneo, 1970 (traducción de «Communications», núm. 8),
pp. 147-153. Refundido en Ensayos... (véase ficha 37).
37. M etz , C h r is t ía n , Ensayos sobre la significación en el cine,
Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1972.
Existe, también en Buenos Aires, una traducción del artículo
de C. Metz que hemos marcado con el número 18 (en Lo verosímil,
Tiempo Contemporáneo, 1970, traducción de «Communications»,
núm. 11).
Asimismo podríamos incluir aquí las traducciones hechas de
los formalistas rusos. Hay indudables distancias entre formalismo
y estructuralismo, pero aquel movimiento constituyó un importan­
tísimo antecedente de los nuevos estudios. En España se han pu­
blicado:
38. Cine soviético de vanguardia (antología preparada por Mi­
guel Bilbatúa), Madrid, Alberto Corazón, 1971. Contiene textos de
Kulechov, Eisenstein, Vertov, Nedobrovo y Tinianov.
39. E is e n s t e in , S. M., Teoría y técnica cinematográficas, Ma­
drid, Rialp, 1959.
40. E is e n s t e in , S. M., Del teatro al cine, Montaje de atraccio­
nes, Para una aproximación materialista a la forma, El principio
cinematográfico del ideograma y Dialéctica de la forma cinemato­
gráfica, incluidos en Cine soviético... (véase ficha 38), pp. 54-73, 95-
100, 145-157, 159-180 y 181-203, respectivamente.
41. E isenstein , S. M., Reflexiones de un cineasta, Barcelona,
Lumen, 1970.
42. K u l e c h o v , L ev, Entrevista con..., en Cine soviético... (véa­
se fich a 38), pp . 39-53.
43. N e d o b r o v o , V l a d im ir , Fundamentos del cine, en Cine so­
viético... (véase ficha 38), pp. 101-112.
44. P udovkin ,«V., Lecciones de cinematografía, M adrid, R ialp,
1960.
45. S k l o v s k i , V ik t o r , Cine y lenguaje (la traducción exacta del
título sería La literatura y el cine), Barcelona, Anagrama, 1971.
46. T in ia n o v , Y u r i , Fundamentos del cine, en Cine soviético...
(véase ficha 38), pp. 113-143.
Pueden añadirse los siguientes libros publicados en América:
47. E is e n s t e in , S. M., El sentido en el cine, Buenos Aires, La
reja, 1955.
48. E i s e n s t e in , S. M., La forma en el cine, Buenos Aires, Lo­
sange, 1958.
Una m irada al total de la bibliografía permite comprobar la
escasez de nombres españoles. Posiblemente faltaba una obra bá­
sica de estudio que sirviera como guía. Creo que no es necesario
recalcar la importancia que tiene (sobre todo en nuestro panorama
cultural) la publicación de este libro de Christian Metz. El que
pueda discutírsele algún punto no significa nada. Se trata de un
libro básico, tanto para la semiología cinematográfica como para
la general y toda la lingüística. Añadamos, por lo tanto, con hono­
res, una nueva ficha más a la bibliografía:
49. M e t z , C h r i s t i a n , Lenguaje y cine, Barcelona, Ensayos/Pla­
neta, 1973.

II

Ya en el primer capítulo de su libro, Christian Metz precisa los


sentidos de la palabra film, en francés. Volverá al asunto en va­
rias ocasiones. A nosotros nos conviene recogerlo con el mismo
planteamiento del estudioso francés, pero aplicándolo al castellano.
El lector de la presente edición de Langage et cinéma, es decir,
el lector de Lenguaje y cine, notará en seguida que se utiliza siem­
pre en ella el término filme. No se hace por una simple acepta­
ción del consejo académico, sino por intento de comprensión de
un problema lexicográfico.
Cuando el lingüista se enfrenta con un vocabulario técnico, se
encuentra con dos tipos de dificultades. De un lado están las oca­
sionadas ya en y por la creación del léxico; de otro, las que motiva
lá vulgarización de ese léxico.
Una lengua técnica suele nacer apoyada, «inspirada», en otra
u otras lenguas técnicas. Y no podemos igualar este contacto con
el que puede haber entre dos lenguas de comunidad. La lengua
técnica es un microsistema integrado en un sistema, es decir, es
una microlengua. J. Dubois, comentando el libro de Louis Guilbert
Formation du vocabulaire de l’aviation30 y su trabajo policopiado
Enquéte linguistique sur le vocabulaire de Vastronautique á tra-
vers la presse d'information á. l'occasion de cinq exploits de eos-
monautes, escribe: «Le contact de deux langues se fait entre deux
ensembles finis, irréductibles, tandis que celui qui se produit en­
30. París, Larousse, 1965.
tre deux microlangues fonctionnelles est á l'origine de la constitu-
tíon d'une troisiéme "langue", sorte de "langue pidgin’’.»31
El vocabulario técnico del cine tiene como base el de la foto­
grafía. Cuando los especialistas de estética comenzaron a demos­
trar por todos los medios que la imagen fotográfica no tenía, esté­
ticamente, nada que ver con la cinematográfica, el léxico estaba
creado en gran parte. Por otro lado, resulta innegable que en la
base técnica del cinematógrafo está la fotografía, hasta tal punto
que podemos afirmar que el cine prácticamente no utiliza otros
términos referentes a la impresión de la imagen que los que de­
signan objetos comunes a ambas técnicas (objetivo, negativo, re­
velado), a veces marcándolos de forma especial, añadiéndoles nue­
vas posibilidades significativas, haciéndolos polisémicos (película;
sobre este ejemplo hemos de volver en seguida).
Pero el cine ascendió a la categoría de arte más de prisa que
la fotografía (con todas las reservas que se quieran a los términos
ascender y arte, ya que es posible que el impedimento no radicara
en los objetos considerables como artísticos, sino en los contem­
pladores), casi seguro porque «tenía más vida», más «poder mági­
co». El respeto actual por la fotografía se debe, probablemente, a
la presión del cine.
Una máquina puede representar la realidad, pero sólo un artis­
ta puede interpretarla. ¿Adonde ir para encontrar los términos
precisos, si el cine puede ser un arte? La noción de prestigio va
a tener nuevamente, como tantas veces a lo largo de la historia
de la lengua, una gran importancia. Se debe acudir a las microlen-
guas de las artes.
El cine puede relacionarse con la pintura (cuadro) y con la li­
teratura (narración); también se comparará con la danza y, a tra­
vés de ella, con la música (cadencia), etc. Socioculturalmente, esta
segunda etapa en la creación del vocabulario cinematográfico es
fácil de explicar: los intelectuales comienzan a interesarse por el
cine. Los hombres de teatro (escena) serán los primeros.
Al hacerse sonoro el cine se producirá algo semejante a lo ocu­

31. J. D u bois , Les problemes du vocabulaire technique, "Cahiers de Lexicologie",


IX, núm. 2, París, 1966, pp. 103*112. Texto citado: p. 105. Como sabemos, pidgin es un
término familiar de la lengua inglesa que significa ocupación. El autor se refiere a
pidgin en el sentido de lengua resultante de las relacionesi regulares de dos comunidades
de lenguas diferentes. Pidgin, en este sentido, se opone a sabir, siendo la primera «na
lengua mixta con estructura gramatical coherente, mientras que la segunda es una len­
gua mixta sin tal estructura y, por tanto, de uso más limitado. El pidgin english, por
ejemplo, es la lengua que se utiliza en conversaciones entre chinos e ingleses.
rrido con el vocabulario de la fotografía, pero habrá que buscar
expresiones nuevas (postsincronizar). Tampoco debemos olvidar
el uso de vocablos propios de la mecánica (grúa) o de la electrici­
dad (foco), ya que son técnicas imprescindibles para el funciona­
miento de la cinematografía. Como dice Dubois en el trabajo antes
citado: «Un vocabulaire technique se forme ainsi par la réunion de
plusieurs sousensembles, progresivement autonomisés, de léxi-
ques techniques en contact, ce contact étant lui-méme provoqué
par des pro gres techniques.»32
Se introducen también vocablos extranjeros; los préstamos de
otras lenguas entran ya como términos marcados (estarlet). Todos
los préstamos de lenguas extranjeras existentes en el vocabulario
técnico español de cine provienen del inglés o del francés. Uno de
los pocos casos procedentes del italiano se produjo antes en el
vocabulario teatral (atrezo y sus derivados). Puede observarse que
la mayoría de los anglicismos o expresiones inglesas existentes
suelen referirse a la técnica manual del cine (cárter, estaf, fias),
mientras que los galicismos o expresiones francesas suelen refe­
rirse a la crítica, la sociología o elementos técnicos de aplicación
narrativa muy directa (precinema, matiné, racor)}3 Esta observa­
ción no significa que tal partición sea absoluta, pero el hecho
es comprensible, ya que el cine, en los países de lengua española,
ha sido siempre dependiente (en alguna manera) del de Estados
Unidos de Norteamérica o del francés. Los intelectuales que han
llegado al cine lo han hecho, generalmente, a través de Francia:
revistas, libros, etc. Sólo apunto aquí unas cuestiones de sociolo­
gía de la cultura que necesitarían un desarrollo más amplio.
La mayor dificultad se presenta al tener que utilizar términos
extranjeros o extranjerismos. Julio Casares, en su Introducción a
la lexicografía moderna, ya señala la diferencia entre los présta­
mos existentes en el vocabulario artesano y los del cinematográ­
fico. En el primero tenemos «voces extranjeras, pero sometidas a
la acción de los jugos vernáculos, es decir, digeridas antes de ser
asimiladas. Comparemos esta clase de tecnicismos artesanos con
los que nos ofrece por ejemplo el arte cinematográfico: "Plateau”,
"travelling”, "flash", "rallenti”, y "tráiler", etc. Todo esto es barba-
rismo crudo, repelente e impronunciable en nuestra lengua».34 En
32. Artículo citado, p. 108.
33. Realicé un Vocabulario técnico del arte y la industria cinematográficos, incluido
como capítulo quinto de mi tesis doctoral La literatura española y el cine: bases para
un estudio (defendida en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complu­
tense de Madrid en abril de 1972).
la traducción de Langage et cinéma he seguido la tendencia de
adecuar el término extranjero a la pronunciación castellana. De
hecho, mi labor se ha limitado a una adecuación ortográfica, pues
es patente que ningún hablante de castellano que esté en su sano
juicio, y dentro de un discurso castellano, pronuncia —por ejem­
plo— flash [flses], sino flás [flás].
En el caso de filme, la Real Academia Española ha incluido en
su diccionario esa forma no por «animosidad» contra la inglesa
film (como alguno infantilmente cree), sino en su defensa. La ter­
minación Im es extraña al castellano y tiende a desaparecer rápi­
damente, convirtiéndose en fil. Es necesario una vocal para refor­
zar la pronunciación de la consonante final.35 Hace tiempo que
circula un chiste en el que un hablante, agobiado por la presión
de los nuevos vocablos, exclama: «¡Ahora que ya había aprendido
a decir pilícula, resulta que se dice flirt!»
La palabra film, en francés, según C. Metz, tiene varios signi­
ficados. Designa primero un discurso significante; segundo, un
objeto físico: la película de celuloide enrollada en la caja metáli­
ca; tercero, un hecho económico, un producto comercial.
El sentido que interesa al semiólogo es el primero, el de dis­
curso significante, el de objeto de lenguaje. Metz recuerda que
Étienne Souriau, director del Instituto de Estética y Ciencias d
Arte de la Universidad de París, habla del film «comoobjeto per­
cibido por los espectadores durante el tiempo de su proyección»,
llamándole film filmophanique. El sentido propio de la palabra
film, para Metz, va a ser éste, el de filmofánico, el de texto.
El esp^pol cuenta con dos vocablos para traducir el francés
film. Esos 'dos vocablos son filme y película .J6 El diccionario aca­
34. Juuo C a sa r e s , Introducción a la lexicografía moderna (prólogo de W. von Wart-
burg), reimpresión, Madrid, C.S.LC. (anejo LII de la "Revista de Filología Española"),
1969, p. 281.
35. El diccionario académico recoge el término filme, por prim era vez, en la edición
de 1970. Luis de M adariaga , en su Diccionario de fotografía y cine, Madrid, Tesoro, 1968,
incluía no sólo filme, sino también filmo. Los portugueses hace tiempo que elaboraron
la palabra filme*
36. U l r i c h K r o h m e r , en su Gallizismen in der spanischen Zeitungssprache (1962-
1965), Tubinga (Iriaugural-Dissertation zur Erlangung des Doktorgrades einer Hohen Phi-
losophischen Fakultat der Eberhard-Karis-Universitat zu Tübingen), 1967, incluye una
ficha titulada "Film(e), filmar", cuya primera parte me permito copiar: "Der Anglizis-
mus «film* ist in vielen europáischen Sprachen verbreitet; ins Spanische ist das Wort
vielleicht auch über das Franzrsische eingedrungen. Vgl. Casares (Novedades en el dic­
cionario académico: La Academia Española trabaja, Madrid, 1963, S. 26): «Filme. Ésta es
la forma en que la Academia ha castellanizado el 'film' inglés. De este modo se evita
la formación de un nuevo plural irregular 'films', de los que ya tenemos sobrados en
la lengua: clubs, complots, coñacs, jerseys, etc. Además, el neologismo filme da pie
para el verbo filmar, menos pesado que 'cinematografiar' y muy usado, y para el com­
démico define el primero como «película cinematográfica». El se­
gundo, en sus acepciones cuarta, quinta y sexta, se define: «4. Cin­
ta de celuloide dispuesta para ser im presionada fotográficamente.
5. Cinta de celuloide que contiene una serie continuada de imáge­
nes fotográficas para reproducirlas proyectándolas en la pantalla
del cinematógrafo o en otra superficie adecuada. 6. Asunto repre­
sentado en dicha cinta.»
La acepción cuarta es válida para el cine y la fotografía: se
refiere al celuloide virgen. La quinta es ya una delimitación espe­
cíficamente cinematográfica, aunque deja de lado el caso de las
películas dibujadas directamente sobre el celuloide y, por tanto,
sin intervención de ningún procedimiento fotográfico. La sexta se
refiere al nivel filmofánico, aunque es sólo válida en frases como
«Voy a contarte una película».
El uso popular se inclina por película y no por -filme. Esta úl­
tima palabra (o el término inglés) se lim ita a una habla de especia­
lista. En la traducción de Langage et cinéma he procurado man­
tener filme siempre que se designara la proyección (real o posible)
de una serie de imágenes con intención significativa, es decir: un
discurso cinematográfico significante. Película es vocablo que li­
mito para designar un producto comercial o una tira de celuloide.
Cinta y celuloide, en cierta jerga profesional, pueden significar
también, por sinécdoque, filme. También por sinécdoque, filme
puede pasar a designar el conjunto de filmes, los filmes o, incluso,
el cine («El mundo del filme es fascinante»), pero esto puede verlo
el lector leyendo el libro de Christian Metz.
Libro importante, como hemos visto, por lo que tiene de resu­
men y de innovación, de acumulación y ordenación de ideas y de

puesto ’microfilme'.» Rosenblat (Buenas y malas palabras en el castellano de Venezuela,


2.» serie, Madrid, 1960, S. 368) Kritisiert die Entscheidung der Akademie: «...rio me
gusta nada el 'filme' que acaba de adoptar la Academia y que me parece vulgar. ¿No
es más sensato esperar que ciertas voces hagan su vida y que sea el habla general
que les dé su sello?» Die von der Akademie vorgeschlagene Form 'filme* trifft man in
jüngsteer Zeit ofters in der Presse, doch ist 'film* noch weitaus haufiger. Beide sind
aber reine 'Buchwdrter', werden raur geschrieben und nicht in der Umgangssprache
verwendet. Mündlich gebraucht man nur 'película', und auch in der achriftlinchen
Sparche ist dies noch háufigste Wort (hochstens in intellektuellen, etwas snobistis-
chen Kreisen heisst es z. B. «¿Has visto el último film de Antonioni?»), jedoch ver­
wendet man bei Zusammensetzungen nur 'film' nie 'película', also 'microfilm*, 'telefilm'.
'Film' wird in der Umgangssprache vermieden, da es die Konsonantenverbindung -lm
(im Pl. -lms) im traditionellen phonologischen System des Spanischen nicht gibt und
dadurch Ausspracheschwierigkeiten auftreten. Aussprache [fil], Pl* [íils], doch in Radio
und Femsehen oft überdeutlich [film], [films] ausgesprochen. Die Akademie will durch
'fibne’, 'filmes' den articulatorischen Schwierigkeiten abhelfen..." (pp. 152-153).
apertura de una teoría. Libro que debía llegar —y ahora lo hace—
a la cultura de lengua española y que debe promover elogios y
críticas, interés, al fin, conducente a una comprensión científica
del hecho cinematográfico, en general, y fílmico, en particular.37
J o r g e U r r u t ia .
Abril de 1973.

37. S o quiero terminar sin agradecerle a María Teresa, mi m ujer, las horas pasa­
das junto a mí comprobando, corrigiendo, soportando, ayudándome en este y tantos otros
casos. Y tres agradecimientos más. El primero para el profesor Antonio Prieto, director
de la colección junto al profesor José María Jover, que me encargó el trabajo y me
anima siempre con su confianza y su sonrisa. El segundo para Fernando Lara, buen
crítico de cine, continuamente dispuesto —al otro lado del teléfono, o en un bar, o en
la calle, o en casa— para proporcionar un dato, solucionar una duda, charlar. El terce­
ro a Maite Gallego, por todo el francés que sabe. Los cuatro, María Teresa, Antonio,
Femando, Maite, son cuatro excepciones encontradas en los caminos de la tarde.
I. DENTRO DEL CINE, EL HECHO FILMICO

Lo que globalmente recibe el nombre de «cine» (y, en un grado


menor, lo que recibe el nombre de «filme») se nos presenta, en
verdad, como un vasto y complejo fenómeno sociocultural, una
especie de hecho social total, en el sentido de Marcel Mauss, y
que abarca, como se sabe, importantes aspectos económicos y fi­
nancieros: es éste un conjunto «multidimensional» que no se pres­
ta, tomado en conjunto, a ningún estudio riguroso y unitario, sino,
únicamente, a un heteróclito haz de observaciones que implican
múltiples y varios puntos de vista (= pluralidad de las pertinen­
cias). «El cine», como tal (o «el filme» como tal), no constituye
un objeto de conocimiento; se podría repetir, refiriéndose a él,
mutatis mu.tand.is, lo que decía Saussure del «lenguaje» en su más
amplia extensión, y que le llevaba a separar de éste la lengua en
cuanto sistema de significación (en cuanto un sistema de signifi­
cación). Así es como la lingüística ha podido progresar. Y gracias
a este progreso vemos hoy su reencuentro con el lenguaje, la ve­
mos aportar su contribución al estudio de diferentes hechos de
lenguaje que no son las propias lenguas (análisis literarios, «sis­
temas modelizantes secundarios» de la escuela soviética, «modelos
de actuación»1 de los chomskyanos, socio-, psico-, etno- y neuro-
lingüística, etc.). Pero en materia de cine el asunto está menos
avanzado.
El cine se encuentra entre los hechos más recientes: el año 1895
(primera proyección pública organizada por los hermanos Lumié-
re) representa, dentro de la perspectiva antropológica en que aquí
nos situamos, una fecha muy tardía en la aventura humana.
A fuerza de olvidarlo se cae en una especie de fanatismo o de pro-
1. Utilizo el término modelizante, que emplea la selección de artículos de estructu-
ralistas poéticos publicada en ‘'Comunicación'’, núm. 13, Madrid, Alberto Corazón, 1972.
Performance lo traduzco por actuación, como hace Carlos-Peregrín Otero en su edición
de Aspeaos áe la teoría de Ja sintaxis, de Chomsky, Madrid, Aguiiar, 1071. (N. del t.)
fetismo «audiovisual» bastante extendido y que, aunque constituya,
en sí, otro hecho social digno de interés, no por eso hace menos
difícil una reposada reflexión acerca de los problemas del filme.
Y, a la inversa, es también porque el cine es algo reciente por
lo que se puede considerar normal, hasta cierto punto, el estado
actual, tan defraudador, de las investigaciones que a él se refieren.
Lo que se ha llamado más frecuentemente un «teórico del cine»
es una especie de hombre-orquesta idealmente obligado a poseer
un saber enciclopédico y una formación metodológica casi uni­
versal: se da por hecho que conoce los principales filmes rodados
en el mundo entero desde 1895, así como lo esencial de sus filia­
ciones (y, por tanto, que es un historiador); tiene, igualmente, la
obligación de poseer un mínimo de luces acerca de las circunstan­
cias económicas de su producción (hele ahora economista); tam­
bién se esfuerza por concretar en qué y de qué forma un filme
es una obra de arte (se preocupa, pues, de estética), sin quedar
dispensado de considerarlo como un tipo de discurso (esta vez
es semiólogo); con bastante frecuencia se siente obligado, por
añadidura, a realizar numerosos comentarios acerca de los he­
chos psicológicos, psicoanalíticos, sociales, políticos, ideológicos,
a los que aluden los filmes en particular y de los que extraen su
contenido propio: y ahora se requiere, virtualmente, nada menos
que una sabiduría antropológica total.
Lo que en estas condiciones puede sorprender no es tanto el
aspecto aún embrionario de los estudios cinematográficos como
la existencia de cierta cantidad de aportaciones concretas referen­
tes a la cóinprensión del filme. Las normas de trabajo han sido
tales, hasta hoy, que se esperaría un balance que arrojase un re­
sultado cercano al cero. Ahora bien, no es del todo así: en los
textos teóricos de un Balázs,2 de un Arnheim,3 de un Bazin,4 de
un Laffay,5 y de algunos más..., en los escritos de Eisenstein6 y

2. Bela BalXsz, teórico y guionista húngaro (1884-1949). En castellano puede leerse


su libro El film, Buenos Aires, Losange, 1957. (N. del t.)
3. R udolf A r n h e im , esteta alemán, nacido en 1910. En castellano: El cine como arte,
Buenos Aires, Infinito, 1971, y Arte y percepción visual, Buenos Aires, Eudeba, 1971*.
(N. del t.¡
4. André Bazin, crítico francés (1918-1958), fundador de "Cahiers du Cinéma". En
castellano: ¿Qué es el cine?, Madrid, Rialp, 1966. (N. del t.¡
5. A lbert L affay, pensador francés. En castellano: Lógica del cine, Barcelona, La­
bor, 1966. (N. del t.)
6. S ergio M. E isen stein , realizador y teórico ruso (1898-1948). E n castellano pueden
leerse, esencialmente: Teoría y técnica cinematográficas, Madrid, Rialp, 1957; La forma
en el cine, Buenos Aires, Leviatán, 1958, y Reflexiones de un cineasta, Barcelona, Lu­
men, 1970. (N. del t.)
de los formalistas rusos o también de un Morin7 y de un Cohen-
Séat* (donde la elección de la pertinencia es ya más consciente),
se encuentran bastante observaciones y análisis muy agudos a los
que nos remitimos más de una vez y de los que no puede prescin­
dir una teoría rigurosa del cine. Es ésa toda una época de refle­
xión acerca del filme que desemboca y se sintetiza en la impo­
nente Esthétique et psychologie du cinema de Jean Mitry.9
Esta época no puede ya prolongarse sin daño. Extraía su justi­
ficación y su razón de ser (y también su relativa y real fecundi­
dad) del hecho de que el cine era algo muy nuevo y todavía asom­
broso: libros enteros se dedicaban sólo a comentar su existencia,
sin mayor precisión de punto de vista. El cine, hoy (fenómeno
reciente, ya lo hemos dicho), ha entrado sin embargo en las cos­
tumbres; ya no basta con asombrarse ante él como ante una
maravilla en estado de emergencia: hay que empezar a compren­
derlo en sus diferentes aspectos, y para eso hay que hacerse alguna
idea de los diferentes puntos de vista desde los cuales se puede
abordar su estudio.

Dejaremos aquí de lado, como ajeno, desde el principio, al pro­


pósito perseguido, otro tipo de «teoría del cine». En el lenguaje
corriente de los profesionales (cineastas, críticos, historiadores del
filme), el término «teórico» designa con frecuencia a un autor cu­
yos escritos son ante todo normativos y cuya meta principal es
ejercer una influencia sobre los filmes futuros e incluso prescri­
birles la elección preferente de algunos temas (de alcance «social»
por ejemplo). Existen, en este sentido, grandes teóricos de cine,
cuya convicción y fuerza son estimables; muchos son italianos y
se dicen marxistas. En semejantes casos, su influencia real sobre
la producción de filmes ha sido mayor de lo que se hubiera creído
posible: pensemos en la génesis de ciertas escuelas o de ciertas co­
rrientes del cine, como el neorrealismo italiano, la escuela docu­
mentalista inglesa, el expresionismo y el «Kammerspiel» en Ale­
mania, diferentes grupos actuales del «nuevo cine»; en la gran
7. Edgak Morin. sociólogo francés, nacido en 1921. En castellano: Las estrellas de
cine, Buenos Aires, Eudeba, 1964, y El cine o el hombre imaginario, Barcelona, Seix-
Barral. (N. del t.)
8 . G il b e r t C o h e n '-S éat , pensador francés, autor, entre otras obras, de Essai sur
les principes d'une philosophie du cinéma, citado un poco más adelante, y Les problé-
mes du cinéma et de Vinformation visuelle, París, Presses Universitaires de France,
1961. (N. del t.)
9. París, Éditions Universitaires: I (Les structures), 1963; II (Les formes), 1965.
(N. del t.)
época del cine soviético, la inspiración marxista profundizaba más
y se abstenía de oponer el «contenido» a la «forma» o de rechazar
esta últim a dentro de la futilidad antihistórica.
Aunque aquí, como en todas partes, los casos fronterizos sean
bastante numerosos, no es en estos teóricos directamente prescrip-
tivos en quien pensamos al hablar de una «primera época» de la
teoría del filme, sino en autores, como los citados más arriba,
que consagraron la totalidad o una parte notoria de sus esfuer­
zos cinematográficos a analizar los filmes tal y como existen, y
que se nos presentan por tanto, como precursores de una descrip­
ción del filme, con el sentido que esta palabra tiene dentro de las
ciencias humanas y sobre todo en lingüística. Esta elección no
implica ningún juicio en lo referente al principio de una teoría
normativa —tanto más cuanto que el semiólogo, como todo espec­
tador, se encuentra ante películas que le gustan y que no le gus­
tan—, sino, sencillamente, la distinción necesaria entre dos tipos
de «teorías»: la que se ocupa de la obra futura, que se piensa como
influencia, que no duda ante el consejo o el precepto, que quiere
responder directamente a los problemas de trabajo del «artista
creador» y no tiene sentido más que dentro de esta perspectiva, y
la que se ocupa de los discursos fílmicos ya elaborados e intenta
analizarlos como hechos. Los tratadistas de estética se encuentran
con un problem a análogo: existen las estéticas de autores (esté­
ticas cuyos autores no son, a veces, autores de «obras», pero esto
no cambia nada en la distinción), y las estéticas de analistas: el
prefacio de Cromwell y los escritos de Francastel no hablan de
«estética» dando a esta palabra el mismo sentido.
Volviendo a la teoría descriptiva del cine: en este momento
concluye su prim er período, marcado por la ausencia del princi­
pio de pertinencia, y debe, en adelante, prolongarse con estudios
que asum an con claridad el punto de vista que ha guiado la des­
cripción.

A este respecto, la primera distinción que se nos ofrece es la


establecida por Gilbert Cohen-Séat en 1946, y que permanece com­
pletamente actual, entre el cine y el filme: hecho cinematográfico
y hecho fílmico.10 Se puede resum ir como sigue: el filme no es
más que una pequeña parte del cine, pues este último representa
10. Essai sur íes principes d'une philosophie du cinéma, París, Presses Universi-
taires de France, 1946 (nueva edición en 1958). Párrafo citado: pp. 53 y ss.
un amplio conjunto de hechos, algunos de los cuales se manifiestan
antes del filme (infraestructura económica de la producción, estu­
dios, financiación, bancaria o no, legislaciones nacionales, sociolo­
gía de los medios de decisión, estado tecnológico de los aparatos y
de las emulsiones, biografía de los cineastas, etc.); otros, después
del films (influencia social, política, ideológica del filme sobre los
diversos públicos, pautas de comportamiento o de sentimiento
inducidos por la visión de las películas, reacciones de los especta­
dores, encuestas de audiencia, mitología de las estrellas, etc.), y
otros, en fin, durante el filme, (pero lateralmente y juera de él:
ritual social de la sesión de cine (menos serio que en el teatro clá­
sico, pero poseedor, por esa misma sobriedad, de una posición
estatutaria en la cotidianeidad sociocultural), equipo de las salas,
modalidades técnicas del trabajo del encargado de la proyección,
papel del acomodador (es decir, su función dentro de diversos me­
canismos económicos o simbólicos, no afectados por su inutilidad
práctica), etc.
Esta distinción entre hecho cinematográfico y hecho fílmico
posee el gran mérito de proponer con el filme un objeto ya más
limitado, menos indomable, que consiste principalmente, por con­
traste con el resto, en un discurso significante localizable, frente al
cine que, así definido, constituye un «complejo» más amplio, en
cuyo seno, sin embargo, predominan con fuerza tres aspectos: el
tecnológico, el económico y el sociológico.
Está claro que la llamada semiología del cine se establece esen­
cialmente en virtud del «hecho fílmico». A pesar de inevitables
interferencias, de zonas de coincidencia y de otros rebotes metodo­
lógicos, ésta no puede aspirar a esclarecer de forma útil el estudio
del ahecho cinematográfico», por lo menos de modo frontal y en
el estado actual de las investigaciones. La semiología, ya sea de
filmes o de cualquier otra cosa, es un estudio de los discursos y
de los «textos». (Démonos cuenta, sin embargo, de que la dimen­
sión sociológica del hecho cinematográfico está, por definición, me­
nos alejada del estudio del filme como lenguaje de lo que están
las dimensiones económicas y tecnológicas.)

Existe otra dificultad, por otra parte más aparente que real. La
palabra «filme» en algunos de sus empleos fácilmente atestigua-
bles, designa algo distinto de un discurso significante. Puede in­
dicar, por ejemplo, un objeto físico: la película enrollada en su
caja metálica; es entonces un ítem para la tecnología. En otros
contextos designará un hecho económico: el conjunto ideal cons­
tituido por las transacciones comerciales sucesivas y/o simultá­
neas de varias copias de una misma cinta original (véanse frases
como «Este filme ha rentado cuatro millones, sólo en la región de
Burdeos»).
Ya se comprende que el análisis semiológico no está directa­
mente afectado por el «filme» en estas dos acepciones, ni por
otras varias del mismo tipo (existen bastantes), que no mencio­
naremos. Si esta dificultad nos parece de poca importancia es
porque depende de las palabras y no de las cosas —entendámo­
nos: del metalenguaje usual y no del lenguaje-objeto—, y nuestra
meta no es estudiar el léxico francés11 del cinematógrafo, que tam­
bién es un conjunto-significante, sino otra (ver trabajos de Jean
Giraud y de Ginette Jacquinot): los aspectos de la experiencia so­
cial apuntadas en estas acepciones por la palabra «filme» depen­
den evidentemente de lo que Cohen-Séat llama el «hecho cinema­
tográfico» y no de lo que llama el «hecho fílmico»; en este caso
es la lengua común la que es caprichosa y no la conceptualización
la que es incierta. Bastará con establecer que bautizaremos como
«filme», salvo indicación especial, a la película en cuanto discurso
significante (texto) o también en cuanto objeto de lenguaje: hecho
fílmico de Cohen-Séat.
La «filmología», bajo la influencia de Étienne Souriau, se ha­
bía ocupado ya de aislar y circunscribir este aspecto de la pelícu­
la que es pertinente para nosotros, y le había dado el nombre de
filmofanía“ (o nivel filmofánico), que designa a la película fun­
cionando como objeto percibido por unos espectadores durante el
tiempo de su proyección. Digamos, pues, que llamaremos «filme»
a la película «filmofánica» y sólo a ella.
Sin embargo, la noción de hecho fílmico, en el sentido en que
acabamos de concretar, es aún demasiado amplia para definir por
sí sola un principio de pertinencia que conviene a la semiología
del filme.
Porque el mismo filme es, a su vez, un fenómeno «multidimen-
sional». Ciertos aspectos interesan de cerca a la psicología. Psicolo­
11. El castellano puede evitar el problema si distingue entre película y filme. Pienso
que puede limitarse el uso de filme a la denominación de la película en cuanto discurso
significante, la "película filmofánica" a la que, inmediatamente, se va a referir Christían
Metz. Véase la Introducción. (N. del t.)
12. L’univers filmique (p. 6), París, Flammarion, 1953 (recopilación colectiva bajo la
dirección de Étienne Souriau).
gía de la percepción: la película como «Gestalt» perceptiva y espa­
cio-temporal, el relieve binocular o monocular, el restablecimiento
mental de los colores en la película en blanco y negro,13 la persis­
tencia en la retina, el «efecto phi», «el estímulo luminoso intermi­
tente», el papel de los ocultamientos y de los movimientos, los
estudios filmológicos por electroencefalogramas, el «efecto de
pantalla», etc. Psicología de la intelección: experiencias acerca de
la comprensión de la película por niños, poblaciones no hechas
culturalmente al cine,14 individuos de diversas patologías; el filme
como test de nivel; el papel de la memoria inmediata y de las
reestructuraciones rápidas del campo perceptivo en la compren­
sión de una secuencia continua, etc. Psicología de las funciones
afectivas: el filme como test proyectivo, proyección e identifica­
ción, participación afectiva en el desarrollo fílmico, etc. Psicología
de la memoria: ¿cómo se recuerdan los filmes?, ¿durante cuánto
tiempo?, ¿qué se retiene de ellos? Y, naturalmente, psicología de
la función imaginativa: el filme entre lo real y lo imaginario, entre
el sueño y el espectáculo, entre el sueño nocturno y el ensueño
despierto; el problema de la «impresión de realidad» en el cine
y, más generalmente, de la «imaginación» en el sentido sartriano
de la palabra, etc. Recordemos que se han consagrado estudios, a
veces numerosos, a cada uno de los puntos de esta enumeración
(incompleta, sin embargo), y que la disciplina llamada filmología
se empleaba en gran parte en analizar la película según los méto­
dos propios de la psicología: psicología experimental y psicología
social sobre todo. Es en este terreno, por otra parte, donde ha
alcanzado resultados más concretos.15
Por otra parte, el filme, en lo que a ciertos de sus aspectos más
evidentes se refiere, concierne directamente a la investigación so­
ciológica. Si las encuestas de audiencia, influencia o acogida (y
también, en el otro extremo de la cadena, la descripción social de
los medios de decisión) corresponden al hecho cinematográfico
más que al hecho fílmico, no por eso tiene menos interés para la
sociología el conocer este último. Se interesa ésta, concretamente,
en el actual estado de cosas, por el contenido de las películas, cu­
yos pormenores sociales (representaciones colectivas, estereotipos
de diferentes categorías, ideologías, propagandas, «imágenes» y
13. Puede verse sobre este tema: J o rg b U r r u t ia , Ensayos de lingüística externa cine-
matográfica, Madrid, Centro de Estudios Universitarios, 1972, pp. 30 y ss. (N. del t.)
14. El le cto r español puede acudir al libro de Aían uel V illegas L ópez , El cine en la
sociedad dezmaseis, Madrid, Alfaguara, 1966. (N. del t.)
15. Véanse, sobre todo, los primeros tomos de la “Revue Internationale de Filmo*
logie* (París), fundada en 1947.
«papeles» propuestos, etc.) son más inmediatamente aparentes de
lo que lo son cuando, en esas mismas películas, se trata de lo que
se llama la forma. El «análisis de contenido» (contení analysis) es
una de las tareas de la sociología de las comunicaciones (communi-
cation research) y sobre todo, de acuerdo con las presentes cos­
tumbres de delimitación, de la sociología de las comunicaciones
llamadas «de masa» (por lo menos cuando el contenido analizado
es el del filme).
Está igualmente claro que el estudio del filme tiene pleno de­
recho a interesar igualmente a la estética; la película es una «obra
de arte» e incluso lo es siempre, ya sea por su calidad y su éxito
(las «buenas películas»), ya, sencillamente, por su naturaleza: la
película «mala» no puede ser llamada así más que porque se su­
ponga en su autor una intención estética y creativa, por muy poco
consciente de sí misma que ésta sea y por muy empañada por la
fabricación artesanal o por el «beneficio» comercial que esté; no
puede, por añadidura, parecer mala más que puesta en relación
con irnos criterios estéticos presentes, con más o menos claridad,
en la mente de quien la juzgue así. A este respecto, todo lo que
puede decirse de las artes oficiales se aplica igualmente al cine.
La disciplina llamada «historia del cine» (que no es, la m ayor par­
te de las veces, más que la historia de la sucesión de las principa­
les películas) es una ram a de la historia del arte, o por lo menos
merecería serlo, y sólo lo impiden, a veces, prejuicios irracionales
de legitimidad cultural, tocantes a la desigual «nobleza» de los di­
ferentes medios de expresión, y que han analizado correctam ente
sóciólogos de la educación como Pierre Bourdieu y Jean-Claude
Passeron. Hablar de una dimensión estética a propósito del cine
no es afirmar que las nociones de determinada estética, como
«obra», «creación» o «autor» (por lo menos cuando se tom an estas
expresiones en su sentido sacralizante), tengan que revelarse muy
operantes para el estudio del filme; pero tampoco lo han sido para
el estudio de las demás artes. Lo que queremos precisam ente indi­
car es que el filme se encuentra, frente a la estética —como quie­
ra que se conciba esta última—, en la misma situación que el li­
bro, la pieza musical o el cuadro. (Cierto es que los gravámenes
sociológicos, las coacciones externas, se hacen sentir aquí con ma­
yor fuerza que en cualquier otro terreno16; pero esto es sólo una
16. Hemos examinado este punto coa detenimiento en un artículo de 1968 (El decir
y lo dicho en el cine, ¿hacia el declinar de un cierto verosímil?, del que existen varias
traducciones en castellano: en "Comunicación*, núm. 4, Madrid, Alberto Corazón, 1969;
en Lo verosímil, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970, y en Della Volpb y otros.
diferencia de grado: de grado simplemente y de grado de inmedia­
tez; y además siempre nos olvidamos de las noveluchas baratas, de
las marchas militares, de los cromos...)
El filme, por otra parte, ofrece rico material a estudios inspi­
rados, de cerca o de lejos, por los métodos psicoanalíticos. En este
terreno, como en todos los demás, se encuentran ya disponibles
algunas investigaciones parciales y otras se han comenzado, obe­
deciendo a «pertinencias» claramente asumidas.17

Podría sentirse la tentación, en virtud de una especie de ana­


logía con lo que más arriba se ha dicho en cuanto a la distinción
del cine y del filme, de considerar que en el propio seno del hecho
fílmico se distinguen con bastante claridad dos o tres grandes
órdenes de hechos —por ejemplo: psicológicos, sociológicos, es­
téticos— que no conciernen directamente a la empresa semiológi­
ca, y que esta última debe reservarse propiam ente el estudio del
filme considerado como un lenguaje.
Proposición que, a pesar de su aspecto evidente, no querría de­
cir gran cosa. Pues el filme «como lenguaje» es el filme entero.
No se concibe lo que podría ser una semiología del filme indife­
rente a los caracteres esenciales de la materia de la expresión (en
el sentido hjelmsleviano18); el discurso cinematográfico inscribe
sus configuraciones significantes sobre soportes sensoriales de
cinco órdenes: la imagen, el sonido musical, el sonido fonético del
diálogo, el ruido y el trazado gráfico de las menciones escritas.19
Verdad es que el análisis estructural se interesa por la figura y no
por su soporte material; pero aquélla le debe a éste algunos de sus
caracteres y ambas cosas no pueden separarse más que hasta cier­
to punto. (La lingüística tropieza con dificultades semejantes: éste
es, por ejemplo, el problema de las relaciones entre la fonética y
la fonología.) Sea como fuere, no se puede definir el filme como
Problemas del nuevo cine, Madrid, Alianza, 1971), recogido en nuestros Ensayos sobre la
significación en el cine, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1972.
17. Por ejem plo, N atha n Lettes y M a r t h a W o lfen stew , híovies, a psychological
study, Glencoe, Illinois, Free Press, 1950.
18. Louis H jelmslev , Prolegómenos a una teoría del lenguaje, original danés de 1943,
trad. esp. de 1971 (Madrid, Gredos). Para referencias más concretas acerca de este pro­
blema véase el conjunto del capítulo X.l.
19. Christian Metz se refiere también a este tema en la conversación que tuvo con
Raymond Bellour, Entretien sur la sémiologie du cinéma, "Semiótica", IV, 1, La Haya,
1971. El artículo Motas para una semiología del cine, "Prohemio", III, 2, Madrid, 1972,
de Jorge Urrutia, indica la posibilidad de que esa configuración del discurso cinemato­
gráfico sobre cinco tipos de soportes sea demasiado esquemática. (N. del t.)
un hecho de lenguaje si nos negamos a tener en cuenta que se
«edifica» sobre cinco materias significantes, y precisamente sobre
esas cinco, y en esta medida la semiología del filme va entraña­
blemente mezclada con consideraciones «psicológicas» (mecanis­
mos perceptivos, caracteres propios de la imagen, etc.), utilizadas
de nuevo dentro de otra perspectiva.
Tampoco está muy claro cómo un acercamiento semiológico
podría dejar de lado la forma del contenido de las diferentes pelí­
culas (también esta expresión la tomamos en el sentido de Louis
Hjelmslev): aproximadamente lo que llamamos temas del filme
(y que, incluso analizado de diferente modo, sigue siendo de natu­
raleza «temática»),20 organización interna del sentido en el seno
de ese filme, etc.; por este camino, el análisis semiológico se en­
cuentra inevitablemente con la sociología, la historia de las cultu­
ras, la estética, el psicoanálisis, etc.
Finalmente, ¿cómo podría un estudio de significación omitir
que el filme, diferenciándose en eso de la lengua, es un medio de
expresión donde el lenguaje y el arte mantienen unas relaciones
casi consustanciales, donde el propio lenguaje es un producto o un
aspecto de la invención artística?21 Existen códigos cinematográ­
ficos, pero no poseen la consistencia y la estabilidad de las len­
guas; el cineasta, igual que el hablante, encuentra ante sí formas
ya constituidas, anteriores a su propia empresa, pero no en el
mismo grado ni de la misma forma. He aquí, pues, el análisis
semiológico estrechamente asociado a la «estética» del filme.
Éstos ,gran sólo tres ejemplos: quizá los principales, pero cier­
tamente rio los únicos. Todos sugieren la misma conclusión: el
filme, puesto que constituye (contrariamente al cine) un espacio
delimitable, un objeto consagrado por completo a la significación,
un discurso cerrado, sólo en toda su integridad se deja considerar
«como un lenguaje».

No habría que darle, desde luego, un valor demasiado absoluto


a la distinción, propuesta en ocasiones, entre las delimitaciones de
campos operadas según los objetos estudiados y las que se basan
en los métodos empleados. Del objeto al método, la relación es
20. A cerca de e ste p u n to c o n c re to véase n u e s tro a rtíc u lo Propositions méthodologi-
ques pour Vanalyse du film (Information sur les sciences sociales, París, U.N.E.S.C.O.,
1968, p p . 107*119), e sp e c ia lm e n te p p . 108-109 c o n la n o ta 1. R ecog ido e n M etz , Essais
sur la signification au cinéma II, París, K lin ck sieck , 1972.
21. A cerca de e s te p u n to v é a n se n u e stro s Ensayos sobre la significación en el cine,
o p . c it., te x to n ú m . 3, so b re to d o p p . 94*97.
siempre bilateral. Lo que se llama un dominio de investigación es
una zona cuyo principio de delimitación, en último término, se re­
vela siempre como una mezcla indiscernible de «objeto» y de
«método».
Pero no por eso es menos cierto que la importancia relativa de
estos dos criterios de delimitación es susceptible de variar nota­
blemente según los casos concretos y que, en un mismo «estadio»
de la historia de las investigaciones (o de su geografía), algunas
delimitaciones se imponen con más fuerza que otras. Distinguir el
«cine» del filme era algo relativamente fácil, pues la demarcación
dependía sobre todo de los objetos; o sea, de lo que hoy aparece
sobre todo como del lado del objeto: el objeto cinematográfico,
en efecto, es inmenso y heteróclito, lo bastante inmenso para que
algunos de sus aspectos —por ejemplo el aspecto tecnológico o
económico— lleguen a autoexcluirse del alcance semiológico. No
es dudoso, sin embargo, que este carácter aparentemente intrín­
seco del objeto remite a su vez, a poco que lo sigamos cuestionan­
do, al estado de conjunto del campo metodológico: sería absurdo
querer aislar, en el cine-como-hecho-económico, puesto que los pro­
pios economistas dudan en cuanto a la existencia intrínsecamente
separada de los hechos económicos. Pero no dudan tanto sobre
los métodos que se deben emplear en un estudio económico: y así
se crea una situación en la que el estudio económico del cine pue­
de ser, útilmente, el «objeto» de una disciplina autónoma (ver,
por ejemplo, los trabajos de Henri Mercillon). Incluso conside­
rando, como lo estamos haciendo, que se da el nombre de objeto
a lo que no es nunca sino una transformación más profunda del
método, las consecuencias en lo referente a un reparto razonable
de las tareas no se modifican, puesto que es también propio de
los métodos más coherentes y firmes el crear, con su existencia,
los «objetos» más netamente delimitables.
Visto desde esta perspectiva, el fenómeno-cine, con su vasta
extensión, abarca un campo del que ciertas regiones coinciden con
los objetos de diversas disciplinas bastante firmes y bastante ale­
jadas unas de otras (tecnología, sociología de los públicos, econo­
mía, etc.): considerado de esta forma —muy relativa para un
historiador de las epistemologías, pero provisionalmente absoluta
para el buscador de «terreno»—, el cine no es un objeto unitario;
y, también por ello, la empresa semiológica no puede hoy, sin caer
en cierta desmesura, fijarse como meta el estudio total del hecho
cinematográfico.
Pero estos mismos criterios, a la vez relativos y absolutos, arro­
jan resultados totalmente diferentes cuando se los aplica a la no­
ción de filme. No sólo porque la psicología, la sociología, la esté­
tica, la semiología, etc., consideradas en sí y fuera de todo estudio
fílmico, constituyen proyectos imperfectamente claros'y perpetua­
mente problemáticos en sus fronteras (como atestiguan la psico­
logía social, la estética experimental, la sociología del arte, etc.),
sino, más aún, porque el estudio de los textos cerrados (y el filme
es uno), representa, por excelencia, el lugar donde la implicación,
recíproca de estas disciplinas alcanza un máximo de impenetra­
bilidad: un texto cerrado —cuento, mito, obra teatral, novela—
es siempre, y siempre al mismo tiempo, un objeto cultural total y
un objeto en cierto modo exiguo desde el punto de vista de la pro­
ducción general de una sociedad: por ambas razones constituye el
tipo de espacio en el que, más que en otro cualquiera, se codean
las diferentes «ciencias humanas», muy cerca las unas de las otras,
puesto que la superficie es pequeña.
Lo más seguro es que esta situación no sea tampoco eterna y
que la actual geografía de las ciencias sociales —tan manifiesta­
mente incierta y provisional— tendrá que modificarse. Pero, en la
espera de que una nueva y gran claridad venga a ayudamos, no
se ve cómo sería posible hoy distinguir en el interior del filme
varios «objetos» dotados de un mínimo de realidad, cualquiera
que sea, por otra parte, el modo como se defina esa realidad. El
paralelismo con los hechos literarios (justificado, en otros aspec­
tos, como ya hemos dicho) sería aquí engañoso: no se trata ya
del derecho, sino del hecho, y los estudios literarios llevan un
adelanto considerable a pesar de sus propias aporías. .
En estas condiciones la única delimitación posible de tareas
en que se pueda pensar, por el momento, dentro del análisis fíl­
mico es una delimitación «basada en los métodos», y que se funda
precisamente en sus insuficiencias. Una división, como acabamos
de verlo, se basa siempre en el método, y es sencillamente allí
donde éste se afirm a mejor donde se crea el objeto. Y esto no
modifica los problemas del trabajo.
Hay que considerar, pues, como normal que la «semiología» del
filme se apoye sobre datos (pero no sobre métodos) tomados de
la psicología del filme, de su sociología, de su estética, de su his­
toria, etc.: las interferencias serán, necesariamente, numerosas,
y no habrá que intentar ser más claro que los hechos, es decir, que
nuestro conocimiento de los hechos.
Sigue siendo cierto, evidentemente, que ninguna de las disci­
plinas que acabamos de nom brar ha sido capaz hasta ahora de
dominar el filme como objeto-significante total, siendo así que
este objetivo es, con bastante precisión, el que un análisis «semio­
lógico» del filme puede y debe fijarse. La semiología, en conjunto,
como se ha observado a veces,22 no tiene sentido más que como un
estudio general de las configuraciones y de las lógicas culturales
y no como una extensión mecánica de los métodos lingüísticos, que
irían anexionándose, paso a paso, diferentes «objetos» (entre ellos
el filme), tomados uno a uno. Por su propia naturaleza, el proyec­
to semiológico está condenado a ser resistente o a desaparecer,
mientras que otras disciplinas humanas (como algunos estudios
behavioristas o experimentales) se prestan a un régimen más se­
guro de supervivencia, ya que alcanzan, de todos modos, resultados
parciales que nunca son inútiles.
En esta medida se puede —se debe— dar como objetivo a la
semiología del filme el estudio total del discurso fílmico, consi­
derado como un lugar íntegramente significante (= forma y sus­
tancia del contenido, forma y sustancia de la expresión). En el
plano de las perspectivas lejanas (que son necesarias) es incluso
la única definición que nos parece posible para esta disciplina
naciente. Ya no se trataría tanto de semiología en el sentido un
poco restringido y provisional que esta expresión tiene, hoy en
día, a veces (= barrio periférico de la lingüística), sino más bien
del análisis estructural del filme y de los filmes (conservando la
inspiración lingüística, dentro de esta perspectiva ampliada, un
papel importante).
No se puede confundir, sin embargo, el objetivo lejano y las
tareas más o menos rápidam ente realizables. Actualmente, la se­
miología no ha dominado al filme como estructura total, como
tampoco la han dominado la psicología, la sociología o la estética.
Podemos estar convencidos de que está m ejor situada para conse­
guirlo, con ayuda de estas últimas, de que lo que lo están ellas;
pero las convicciones de este tipo no pueden convertirse en con­
tagiosas, limitándose a la proliferación de declaraciones de princi­
pio: lo importante es comenzar los análisis, que siempre son
parciales. ^
Este libro no se hubiera comenzado sin la idea de que la ins­
piración llamada semiológica es la única capaz de proporcionar, al
22. Por ejemplo, T zvetan T odorov e n Perspectives sémiologiques, “Communications',
núm. 7, París, 1966, pp. 139*145.
final de su investigación, el marco de un saber coherente y unita­
rio sobre el objeto fílmico; el día en que esto esté en vías de rea­
lización, la semiología del filme ya no tendrá que mantener este
nombre para nada: será realmente (o más realmente) lo que es
hoy programáticamente: una teoría del hecho fílmico, y no espe­
cialmente una aproximación inspirada en la lingüística, incluso si
hay que pasar por esto para alcanzar aquello.
Paralelamente, y por las mismas razones, disciplinas como la
psicología del filme, la sociología del filme (que no hay que con­
fundir con la del cine, es decir, de los públicos), etc., conservarán
una especie de autonomía de hecho —autonomía igualmente basa­
da en el método, en el sentido en que se definió antes— en tanto
que la teoría unitaria del filme siga siendo un proyecto. Añadire­
mos, incluso, que es precisamente cuando se desea la superación
de esta situación demasiado fragmentada (y tan fecunda en psico-
dramas, por muy camuflados que estén en discusiones interdisci­
plinarias) cuando interesa tener muy en cuenta su provisional,
pero muy real, existencia: los métodos es algo que no se inter­
cambia (y que no se «mezcla» sin el gran peligro de engendrar
monstruos); pero los datos y los conocimientos, los fragmentos de
lo adquirido, pueden y deben circular. El que no conozca el cine no
confeccionará nunca su semiología.

Como ya hemos dicho, está actualmente term inada una prime­


ra época d£ la reflexión general sobre el filme, y todo estudio fíl­
mico debe éscoger claramente su principio de pertinencia. En esa
primera fase, lo que se ha llamado teoría del filme (o teoría del
cine, pues no se las distinguía) consistía en un acto global de aten­
ción, eventualmente continuado y concreto, que versaba sobre el
hecho fílmico o el hecho cinematográfico: estudio ecléctico y sin­
crético, muy aclaratorio en algunos casos, que echaba mano de
varios métodos, sin aplicar ninguno de modo continuo, y a veces
sin saberlo. En una tercera fase, cuya existencia podemos esperar
para algún día, estos diferentes métodos deberán reconciliarse en
profundidad (lo que puede implicar la común desaparición de sus
formas actuales), y la teoría del filme será entonces una síntesis
verdadera, no sincrética, capaz de determ inar exactamente el cam­
po de validez de las diferentes aproximaciones, la articulación de
diversos niveles. Hoy en día parece que estamos en los principios
de la segunda fase, que puede definir un provisional pero necesa­
rio pluralismo metodológico, una indispensable cura de fragmen­
tación. La psicología del filme, la semiología del filme, etc., no
existían ayer, quizá no existirán ya mañana, pero hay que dejarlas
vivir hoy, pues las verdaderas unificaciones no se realizan jamás
por dictado, sino, únicamente, al cabo de numerosas investigacio­
nes.
Por todas estas razones, el único principio de pertinencia sus­
ceptible de definir actualmente la semiología del filme es —aparte
de su aplicación al hecho fílmico mejor que al hecho cinemato­
gráfico— la voluntad de tratar los filmes como textos, como uni­
dades de discurso, obligándose así a buscar los diferentes siste­
mas (sean códigos o no) que vienen a informar estos textos y a
implicitarse en ellos. Si se declara que la semiología estudia la
forma de los filmes, debe hacerse sin olvidar que la forma no es
lo que se opone al contenido, y que existe una forma del contenido,
tan importante como la forma del significante.
II. DENTRO DEL HECHO FILMICO, EL CINE

I I .l. « C i n e » e n o t r o s e n t id o
Queda por explicar por qué hemos hablado más de una vez de
«semiología del cine» —tan frecuentemente quizá como de «semio­
logía del filme®—, en el mismo momento en que este estudio se
definía como consagrado al hecho fílmico y no al hecho cinemato­
gráfico.
Es que la pareja terminología cine/filme sigue siendo muy útil,
incluso dentro de nuestra perspectiva «fílmica», con la condición,
naturalmente, de que se convenga en dar nuevo sentido a estas
dos expresiones. El «cine», en efecto, no es siempre (como en
Cohen-Séat) el conjunto de lo que va ligado al filme, permane­
ciendo, a la vez, exterior a él; en el seno de un análisis fílmico,
cine sigue siendo una noción que se impone por sí misma a cada
paso, y que no hay manera de suprimir: lo que, en todos los usos,
(incluidos los más corrientes), se llama «cine» no es sólo esta no­
ción de una totalidad de los entornos de un filme, que es como
se define en el fondo la acepción de Cohen-Séat: es también la
totalidad de los propios filmes, o también la totalidad de los ras-,
gos que, en los filmes, se suponen característicos de cierto «len­
guaje» presentido. Existe también entre cine y filme la misma re­
lación que entre literatura y libro, entre pintura y cuadro, entre
escultura y estatua, etc.: así se dirá de tal configuración de mon­
taje que es propiamente cinematográfica, o que pertenece al len­
guaje del cine. Y está claro —aunque sea paradójico— que el cine
así entendido se sitúa en el interior de lo que Cohen-Séat llama el
hecho fílmico.
Dentro de una perspectiva semiológica, interesa mucho dispo­
ner de dos términos (ambos sencillos y manejables) para distin­
guir estas unidades concretas de discursos —cada una de las cua­
les se llama filme y se ofrece como una totalidad singular suscep-
tibie de ser directamente atestiguada— de esa especie de conjunto
ideal que se llama «cine», suma virtual de todas las películas e,
incluso, lugar presentido donde se supone que confluyen y se or­
ganizan de modo coherente diferentes estructuras de significación
(«procedimientos», «recursos expresivos», «figuras», etc.) que —aun­
que cada filme las utilice y reagrupe a su manera, aunque cada
filme sólo actualice una parte de ellas— no por eso dejan de ser,
en su fundamento, potencialmente comunes a todos los filmes, en
cuanto realizan una combinatoria general en la que todo filme
viene a servirse y que está unida a la adopción del propio vehícu­
lo cinematográfico.
Ya en la lengua corriente, es decir, antes de todo intento de
fijación terminológica, cine y filme rechazan la sinonimia; y esto
es siempre cierto, y no sólo cuando la oposición de ambas palabras
se establece en el eje semántico comentado en el capítulo I. Des­
de luego que hemos visto que filme se opone con frecuencia a cine
como un objeto de lenguaje (un discurso significante) a un con­
junto de fenómenos de orden tecnológico, económico, sociológico e
industrial: diremos, así, que «el filme ejerce un poderoso influjo
afectivo» y que «el cine es una poderosa industria»; en todos los
casos de este tipo (que son muy numerosos) encontramos efecti­
vamente la oposición de lo cinematográfico y de lo fílmico tal y
como la definió Gilbert Cohen-Séat. Pero también sucede, e igual­
mente con frecuencia, que ambas palabras persisten en su oposi­
ción en otros tipos de contexto, donde ambas apuntan a la evidencia
de los conjuntos de hechos que, en Cohen-Séat, serían exclusi­
vamente «fílmicos»: en una frase como «La televisión y el cine com­
parten algúnos de sus recursos expresivos», cine no puede susti­
tuirse por filme; a la inversa, si encontramos «La emisión televi­
sada y el filme sólo comportan algunos de sus recursos expresivos»,
filme no puede sustituirse por cine; ambas frases se refieren,
•sin embargo, a fenómenos eminentemente fílmicos, como pueden
serlo la existencia de «recursos expresivos» que se suponen espe­
cíficos.
En este ejemplo, que podríamos reforzar fácilmente con otros
del mismo tipo, el filme es lo que corresponde a la emisión tele­
visada, el cine lo que corresponde a la propia televisión. De modo
m ás general, está claro que a lo que se tiende es a colocar el filme
en la misma serie que el «libro», el «cuadro», la «estatua», etc., y
el cine en la misma serie que la «literatura», la «pintura», la «es­
cultura», etc. En música se habla de las diferentes piezas musica­
les; del mismo modo, cada filme es algo así como una pieza cine­
matográfica. Se ve que la pareja léxica filme/cine, tal y como se
establece con frecuencia en la lengua corriente o en los escritos
relativos a la pantalla grande, corresponde con bastante precisión
(dentro del dominio «fílmico») a la diferencia establecida en esté­
tica clásica entre la obra de un arte y cada una de las artes pro­
piamente dichas, en sociología entre el producto (o el programa)
de determinado «media» y el propio media,1 en semiología, por
fin, entre el mensaje típico de cierto medio de expresión y ese me­
dio de expresión propiamente dicho, cualquiera que sea la exacta
definición que este último deba recibir, a su vez, más adelante.
Si el filme —el mensaje— es un objeto «concreto», es porque
sus fronteras coinciden con las de un discurso efectivamente pro­
nunciado, con las de una unidad que existía antes de la interven­
ción del analista. El cine, por el contrario, se ofrece a la teoría
semiológica, bajo un aspecto problemático ya de entrada; es una
noción más difícil: conjunto «abstracto», puramente ideal, donde
el análisis presiente —o querría establecer— cierta unidad, que
está por determinar. El filme es un objeto de este mundo; el
cine, no.
Decir que lo que realiza la unidad de un filme es del orden de
lo dado, no es (no debe ser) ceder a un «realismo» un tanto chato
que olvide que las cosas no existen más que por los discursos que
se tejen en ellas, entre ellas y a su alrededor: la unidad profunda
de un filme, como la de todo objeto social, es, en último término,
una red de tipo sistemático, y la semiología de los hechos fílmi­
cos, como se verá más adelante, debe ocuparse tanto de los filmes
en particular como del cine. Sí el filme es algo «dado», esto es
sólo en cierto sentido, pero tiene su importancia: sus contornos
exteriores, su extensión material, no son un problema para el ana­
lista, pues han sido fijados por el cineasta y han sido un proble­
ma para él. Cuando se trata, por el contrario, de cine, sencilla­
mente el querer establecer una primera y somera lista de lo que
se conservará y de lo que se dará de lado es ya plantear el pro­
blema teórico en toda su amplitud, es ya plantear la cuestión de la
pertinencia.1 En esta medida, filme y cine se oponen como un
objeto real y un objeto ideal, como el enunciado y la lengua.
1. Metz utiliza el término media como invariable. Pienso que es más exacto oponer
medium/media, etimológicamente. Media tiene aquí el sentido de "medios de comuni­
cación de masa". (N. del t.)
2. El principio de pertinencia domina toda la investigación lingüística; fue formulado
muy claramente por André Martinet (Elementos de lingüistica general, Madrid, Gredos,
1965), cap. 2.5, pp. 42*43.
II.2. D e l a h o m o g e n e i d a d m a t e r i a l a l a h o m o g e n e id a d c ó d ic a :
INFERENCIAS APRESURADAS
Existe, sin embargo, como en suspenso en la opinión común y
en algunos escritos ingenuamente consagrados al «séptimo arte»,
una especie de teoría implícita que tiene como propiedad prestar
a la cosa llamada cine una unidad que permanece en cierto modo
sensible y concreta, una unidad que es de la misma categoría que
la del filme. No es raro ver el cine confusamente presentado como
un conjunto que por una parte fuera de naturaleza sistemática
—como un conjunto de hechos de código—, pero que a la vez pu­
diera definirse directamente por la naturaleza física de los medios
de expresión que emplea, es decir, por su (o sus) materia(s) de la
expresión en el sentido que le da Louis Hjelmslev:3 dentro de esta
curiosa forma de ver las cosas —que, a pesar de sus contradiccio­
nes internas, tiene para muchas mentes una vaga impresión de
evidencia—, el «cine» es el lenguaje que reposa sobre una com­
binación de imágenes fotográficas que se mueven, de ruidos, de
palabras y de música; el «cine mudo» era el lenguaje que utiliza­
ba únicamente el primero de estos cuatro elementos.
Dejaremos aquí de lado una variante particularmente temible
de este concepto, para la que el cine sonoro tendría gran interés
estético —y casi el deber— en convertirse, por encima de todo, en
un sistema basado, de modo privilegiado, sobre la combinación
dejas imágenes en movimiento, y donde el recurso a los otros tres
elementos no sería legítimo más que a cambio de su imperativa
subordinación estructural a las figuras del primero. No se trata
aquí ya de una tentativa implícita para definir al cine, sino de una
elección de orden normativo que tiende explícitamente a influir
en su evolución futura. Pero incluso si dejamos de lado esta ex­
crecencia predicadora, no por eso deja de ser verdad que la de­
finición del cine por la materia de la expresión corresponde a re­
presentaciones bastante corrientes; el éxito de este concepto se
debe a que nos propone, para la cosa cinematográfica, un tipo de
unidad que es, si puede decirse, discretamente espectacular, un
tipo de homogeneidad que se basa directamente en lo sensorial y
en lo técnico, una coherencia de tipo material. No es asombroso,
por tanto, que las definiciones de este tipo coincidan, en una me­
3. Para más precisiones bibliográficas véase el conjunto del capítulo X.l.
dida bastante amplia, con los repartos espontáneos que realiza la
ingenua percepción del usuario, y coincidan igualmente con las
clasificaciones sociales usuales: se distinguirán cierto número de
conjuntos que serán designados, la mayor parte de las veces, como
otros tantos «lenguajes», que se imaginarán alineados unos detrás
de otro a lo largo de un eje único y que mantendrán uniforme­
mente, unos con otros, ese tipo de relaciones que los lógicos lla­
man exclusión (= ausencia de toda zona común); encontraremos
así el lenguaje verbal, el lenguaje musical, el lenguaje pictórico, el
lenguaje de las flores, el lenguaje de los gestos, etc., y cada uno de
ellos, como el lenguaje cinematográfico, corresponderá a cierta
materia de la expresión o a determinada combinación de varias
materias de la expresión: en último término, habrá tantos lengua­
jes como tipos físicos de significantes existan.
Dentro de este concepto, la unidad del cine tiende a aproxi­
marse a la del filme. Cierto es que el filme permanece como un
objeto singular, mientras que el cine es un conjunto de objetos
singulares, es decir, es ya un objeto ideal; sin embargo, el cine
—como el filme y, simplemente, a mayor escala— se define tam­
bién por el desarrollo paralelo y simultáneo de sus cuatro series
sensoriales (que son más bien cinco, pues se olvidan con frecuen­
cia las menciones escritas), así como por los procesos tecnológi­
cos a los que esta quíntuple cadena física debe su exacta defini­
ción (en el sentido en que se dice que las imágenes televisivas, no
tienen todas la misma definición, es decir, el mismo número de
«líneas»): lo que es propio del cine es que las palabras se regis­
tren en una banda de sonido (y no se transmiten, por ejemplo,
por teléfono, ni se oyen directamente), las imágenes son fotográ­
ficas (y no magnéticas, o, por el contrario, realizadas a mano), etc.
Definido de este modo, el cine no es sino el conjunto de los men­
sajes que la sociedad llama «cinematográficos» —o que llama
«películas»—, y llama así a todo mensaje que responda a cierta
determinación técnico-sensorial: técnica por parte de la emisión,
sensorial por parte de la recepción. Es cine todo lo que es mate­
rialmente cine.

Así se explica que la palabra «cine», en su uso ordinario, sirva


a veces, entre otras cosas, para designar cierta suma de filmes:
es ésta una subacepción que es corriente y que aparece en frases
o expresiones tales como «el cine inglés no ofrece ninguna pelícu­
la comparable a ésta», «el cine soviético de la gran época», «la más
bella película de la historia del cine», etc.: en todos estos casos la
palabra designa a un objeto que —además de que estaría en Co­
hen-Séat del lado de lo «fílmico»— consiste más concretamente en
la suma de determinada cantidad de filmes: este «cine» es, en
cierto modo, el resultado de una adición.

En los escritos de los primeros teóricos, si el arte de las imá­


genes en movimiento (entonces mudo) se consideraba como un
«lenguaje», o como una «escritura», o también (según los autores)
como un medio de expresión que podía, ai ir afinándose, conver­
tirse en un lenguaje o en una escritura, era en nombre de la defi­
nición técnico-sensorial. Cuando un Louis Delluc,4 un Víctor Pe-
rrot, un Jean Damas,5 un Ricciotto Canudo6 desarrollaban seme­
jantes temas, no sólo querían afirm ar, con una brillantez un tanto
militante, la amplitud de una «riqueza expresiva» presentida, sino
también, a la vez, lo específico visual (la particularidad sensorial)
de esta significancia7 llena de recursos latentes: si, para estos auto­
res, el cine —de hecho o en potencia— merecía contar como un
lenguaje o como una escritura, es porque tenía una m ateria de
la expresión que le pertenecía sólo a él, la fotografía animada y
ordenada en secuencia. Aún hoy muchas mentes se han quedado
ahí: se han limitado a sustituir la única serie sensorial del cine
mudo por la múltiple serie específica del cine sonoro.

Hay'tjue confesar, por otra parte, que esta definición del cine,
reducida a sí misma, no es excesivamente molesta: se reduce, de
4. Louis D e l l u c , realizador y crítico francés (1890-1924). Fundador de los primeros
cine-clubs franceses. En su libro Cinéma et Cié (1919) escribe: “Asistimos al nacimiento
de un arte extraordinario: el único arte moderno tal vez, porque es, al mismo tiempo,
hijo de la máquina y del ideal humano." Otros libros: Photogénie (1920), Charlot (1921),
Drames de cinéma (1923), etc. (N. del t.)
5. V íc t o r P e r r o t y J ean D a m a s , articulistas franceses, fueron de los primeros que
hablaron del cine en términos de lenguaje, escritura, etc. Sus trabajos, no recogidos en
libro, son prácticamente desconocidos. Véase capítulo XI.6 de este volumen. (N. del t.)
6. R ic c io t to C an u d o , poeta, novelista y ensayista italiano, afincado en París (1879-
1923). Fue el creador de la expresión "séptimo arte". Fue realmente el primer pensador
del cine. Su libro póstumo es L'usine aux images (1927). Vicente Blasco Ibáñez dedica
un interesantísimo capítulo a comentar la figura de Canudo en su libro Estudios lite-
varios, Valencia, Prometeo, 1933. (tf. det t.)
7. Traduzco así el término signifiance (aspecto del signo que le permite entrar en
el discurso y combinarse con otros signos, según O. D ucrot y T. T odorov , Dictionnaire
encyclopédique des sciences du langage, París, Seuil, 1972). J ulia K ju s t e v a , segúa los
dos autores recién ciados, llama signifiance al trabajo de "diferenciación, estratifica­
ción y confrontación que practica en la lengua, y deja sobre la línea del sujeto hablante
una cadena significante comunicativa y gramaticalmente estructurada*. (M. del t.)
hecho, a una proposición de sentido común que, en su terreno, no
es discutible, y que tampoco es falsa. La recogeremos más adelante,
de otra forma (véase el conjunto del capítulo X), para intentar
concretarla. Y en una primera delimitación —totalmente exterior
todavía, pero necesaria sin duda— está claro que el cine no puede
ser nada más que determinado sistema significante (supuesto) que
se distingue de los demás por la m ateria de la expresión: el cine,
para empezar, es, evidentemente, lo que no es ni pintura, ni escul­
tura, ni teatro, etc.
Si la definición técnico-sensorial exige una crítica, es por algu­
nos de sus prolongamientos demasiado tentadores y con frecuen­
cia considerados como evidentes: de la idea de una homogeneidad
material se pasa en muchos casos a la impresión, e incluso a la
afirmación, de que debe evidentemente existir (por lo menos en
derecho) un sistema único —un código único— capaz de dar cuen­
ta por sí solo de todas las significaciones localizables en los men­
sajes cuya naturaleza física responde a la definición planteada:
de la unicidad material se pasa así a la unicidad sistemática, a
menos que ni siquiera se haya pensado en distinguirlas una de
otra: puesto que existe un conjunto de mensajes físicamente ho­
mogéneos, existe forzosamente un «lenguaje» unitario. Lo que se
llama «cine» en este caso no es ya sólo la suma de los filmes: es
también el código único y soberano que se supone coextensivo a
todo el material semiológico ofrecido por estas mismas películas;
es la totalidad de los rasgos de los filmes, además de la totalidad
de los propios filmes; es todos los filmes, pero también todo lo de
los filmes; es una unicidad lógica postulada, además de la unici­
dad material constatada.
Emilio Garroni ha analizado este deslizamiento de modo pe­
netrante, y ha mostrado bien sus peligros.8 El «cine» así entendido
se convierte en un código único y total; cierto que no se afirmará
que este código es ya conocido, que el análisis ha dado ya buena
cuenta de su forma de funcionamiento, que sus paradigmas y sus
sintagmas (o sus modalidades de engendramiento) están ya esta­
blecidos; pero a este análisis se le fijará como meta la dilucidación
del código del cine, aun a costa de llamar a este código «lenguaje»:
vocabulario donde se traduce el deseo confuso, propio de este con­
cepto, de no renunciar ni a la unicidad m aterial ni a la unicidad
sistemática, ya porque se las juzgue inseparables, ya porque nunca
se haya pensado en separarlas.
8. Semiótica ed estítica (L'etcrogcnietá del linguaggio e il linguaggio cinematográfico)
Barí, Laterza, 1968.
Estas disposiciones mentales se traslucen de empleos corrien­
tes de la palabra «cine»; así, puede oírse o leerse que «El cine es
un medio de expresión muy flexible» (siendo así que su «flexibili­
dad» depende, por el contrario, de que varios sistemas, algunos de
ellos muy rígidos, cohabitan en su interior y dejan entre sí un
apreciable margen de funcionamiento), o que «El cine descuella
por designar las cosas sin nombrarlas» (siendo así que este rasgo
pertenece a la imagen, que no lo es todo en el cine, y que también
existe fuera de él), o que «El cine no tiene nada que corresponda
al "capítulo” en las novelas» (frase que es cierta en lo referente a
la narración cinematográfica, y no al cine), etc.; en todos los con­
textos de este tipo, la palabra «cine» está, evidentemente, destina­
da, por los que la emplean, para designar algo que no sólo es del
orden del código (es decir, no es del orden del mensaje), sino que
además constituye el código que reina sobre toda una esfera téc-
nico-sensorial, y sólo sobre esa esfera. Démonos cuenta de que tal
sugerencia está ya contenida en el empleo, tan frecuente, de la
palabra «cine», en singular y sin ningún determinante del tipo de
un epíteto, una proposición relativa o un complemento adnominal:
hay aquí una especie de empleo absoluto que aparece en las tres
frases antes citadas, así como en todas aquellas cuyo predicado
asevere tal cualidad o tal propiedad, achacándosela al «cine» (a
secas), sujeto del enunciado.

Ií:3. U n m is m o c ó d ig o e n v a r i o s « le n g u a je s » , v a r i o s c ó d ig o s e n
UN SOLO «LENGUAJE»
Es conveniente, pues, distinguir, mucho más estrictam ente de
lo que lo hacen las reflexiones comunes acerca del cine, entre dos
tipos de conjuntos ideales: los que reagrupan todos los mensajes
de cierto tipo sensorial sin coincidir forzosamente con un código
unitario, y aquellos cuya coherencia es de orden sistemático (es
decir, que son códigos o grupos de códigos). Estos últimos consti­
tuyen también entidades abstractas, pues no hay ningún conjunto
«concreto» que no sea el mensaje; su unidad, además, no depende
ni siquiera ya de la naturaleza física del significante, que es tam ­
bién algo «dado»; es una unidad construida, no constatada, y no
existe antes del análisis. Aunque los códigos, en el estado actual
de la investigación semiológica, no sean todos (ni mucho menos)
modelos formales en el sentido fuerte y pleno que da a ésta no­
ción la lógica moderna, son todos, por lo menos, unidades de aspi­
ración a la formalización. Su homogeneidad no es sensorial: es
del orden de la coherencia lógica, del poder explicativo, de la cla­
rificación, de la capacidad generativa. Si un código es un código,
es porque ofrece un campo unitario de conmutaciones, es decir,
un «dominio» (reconstruido) en cuyo interior variaciones del sig­
nificante corresponden a variaciones del significado y determinada
cantidad de unidades adquieren su sentido las unas por su relación
con las otras. Un código es homogéneo porque ha sido querido así,
nunca porque haya sido constatado así.

Por esto es, en efecto, por lo que la correspondencia biunívoca


entre los códigos y los conjuntos de mensajes físicamente seme­
jantes no representa en ningún modo un estado de hecho necesa­
rio y permanente, ni siquiera sencillamente frecuente. Eric Buys-
sens había indicado yas que determinados códigos —que llamaba
semias heterogéneas— recurren a varias materias de la expresión
diferentes; citaba un sencillo ejemplo, el del código («semia»),
gracias al cual el público de una obra de teatro, en nuestras civili­
zaciones, da a conocer su opinión acerca del espectáculo: una con­
mutación elemental lleva a colocar frente al significado «Desapro­
bación» el significante / s il b id o s / , que depende físicamente de un
orden que podría caracterizarse como auditivo, no fónico y «la­
bial», y frente al significado «Aprobación» el significante / a p l a u ­
s o s / , que es auditivo y no fónico, sino «manual» (o también el
/«¡Bravo!»/, que es fónico e incluso fonemático).
Sucede igualmente que un sistema de diferencialidades (un có­
digo) se pase globalmente de una materia de la expresión a otra
sin dejar de permanecer más o menos ampliamente invariado en
su estructura de relaciones internas (= forma en el sentido hjelms-
leviano10): se sabe, por ejemplo, que diferentes sistemas estéticos
que hasta el siglo xix no se habían manifestado —es decir, ins­
crito físicamente— más que en la materia de la expresión propia
del «lenguaje pictórico» (= la imagen única, fija y obtenida a
mano), han conocido más adelante una segunda manifestación,
más o menos isomorfa de la primera, en el orden sensorial de la
imagen fotográfica en movimiento y ordenada en secuencia, pro­
9. Les langages et le áiscours (Bruselas, Office de Publicité, 1943), cap. IV, A, pá­
ginas 34-37.
10. Para Hjelmslev, forma es la serie de reglas por la que pueden combinarse las
unidades componentes de una lengua y que permite también definir esas unidades.
(N. del t.)
pia del cine: las formas de la pintura flamenca clásica reviven en
La kermesse héroique de Jacques Feyder, las de la pintura flamen­
ca más reciente (Magritte, Paul Delvaux) en L'homme au cráne
rasé o en Un soir, un train de André Delvaux, las de Auguste Re­
noir en algunas películas de su hijo Jean (Une partie de campag-
ne), etc. Pero, a su vez, algunos de los sistemas de organización
del espacio que marcaron más la historia de la pintura han sido
«tomados en préstamo», como lo han demostrado muchos sabios
trabajos de la espacialidad escénica de la representación teatral
(¿y qué es este «tomar prestado», semiológicamente hablando, más
que la emigración de una forma a través de varias materias de la
expresión?). Conocemos igualmente el papel considerable —bueno
o malo, según las estéticas de las escuelas o los gustos— que inter­
pretan en la construcción de las películas los esquemas «literarios»
o «dramáticos». En todos estos casos estamos, en último término,
frente a sistemas que, como sistemas, son más o menos parecidos
a través de los diferentes conjuntos de mensajes físicamente ho­
mogéneos, es decir, frente a códigos más o menos comunes para
diferentes «lenguajes».
Este fenómeno, que es muy frecuente, admite, por otra parte,
cierta cantidad de variantes bastante complejas, según que la pre­
servación de la forma sea más o menos completa, y según que las
diferencias técnico-sensoriales entre la lengua-que-presta y la len-
gua-que-toma-prestado sean más o menos considerables; pero no
vamos a detenernos aquí en estos problemas, que examinaremos
en otra parte de esta obra (cap. X, sobre todo X.2).

Si es cierto que un mismo código puede manifestarse en varios


lenguajes, es igualmente frecuente —es incluso algo reglamenta­
rio— que en el seno de un único y mismo lenguaje pueda leerse
la acción de varios sistemas organizadores perfectamente diferen­
ciados: esto no es, por otra parte, más que una manera más sen­
cilla (pero menos exacta) de decir que el análisis, salvo caso de
«reducción» arbitraria y empobrecedora, no agota todo el material
semiológico discernible en los diferentes mensajes de un «lengua­
je» dado, si se obstina en querer reagruparlos inteligiblemente
dentro del marco de un solo modelo construido. Así, lo que Saus­
sure llamaba la «lengua» no es en absoluto el código que daría
cuenta de todos los rasgos del lenguaje verbal, de todas sus confi­
guraciones, de todas sus variaciones; el propio Saussure insistía
mucho sobre este punto, que repetía que la lengua no es más que
una parte del lenguaje, y que este último comprende también el
«habla»: sólo el lenguaje es una realidad concreta; la lengua es un
puro sistema de relación de diferencias, que el análisis ha obte­
nido por abstracción y que es, pues, parcial desde el punto de
vista del lenguaje; pero si no construyese semejantes modelos
parciales (cuya homogeneidad es de orden intelectivo y no mate­
rial), el lenguaje —a pesar de la homogeneidad concreta que debe
a su manifestación uniformemente fónica— sería sólo, como tam­
bién lo señala Saussure, un inmenso conjunto de hechos heteró-
clitos, un fenómeno informe e indomable que disciplinas diversas
se disputarían confusamente, fuera de toda pertinencia claramen­
te asumida; es decir, que una instancia físicamente homogénea
puede ser muy heterogénea para los ojos del analista, y que su
dilucidación puede exigir el establecimiento de varios sistemas,
cada uno de los cuales sea lógicamente homogéneo. Emilio Ga-
rroni lo ha recordado recientemente, y muy justamente.11
Cabe, sin embargo, la observación de que Saussure parecía con­
denar a una falta de organización más o menos definitiva la parte
del lenguaje que excluía de la lengua (es decir, el «habla»), mien­
tras que las investigaciones más recientes reinterpretan las pro­
pias variaciones de la palabra como resultantes de la acción de
diferentes subcódigos: sistemas geográficos, estilísticos, sociopro-
fesionales, idiolectales,12 «sistemas modelizantes secundarios» de
los semiólogos soviéticos, «modelos de actuación» de los choms-
kyanos, códigos entonativos diversos (Ivan Fónagy13), terminolo­
gías científicas o técnicas, etc.; en resumen, toda una serie de có­
digos que, aunque diferentes del de la lengua e injertados en él,
no por eso dejan de ser, como él, unas organizaciones coherentes
y portadoras de sentido: en cierto modo, otras lenguas. También
es sabido que la célebre distinción de Hjelmslev entre lo «deno­
tado» y lo «connotado»14 respondía ante todo, en este autor, a la
preocupación de tener en cuenta la básica heterogeneidad códic.a
del discurso tal y como se presenta al análisis; la denotación y la
connotación no son materialmente distintas, no son objetos: la
denotación es una instancia homogénea por su construcción, que
se obtiene abstrayendo a partir de diferentes discursos (como la
11. Semiótica ed estetica, op. cit.
12. Idiolecto: "Este término designa la manera de hablar propia de un individuo,
considerada en lo que tiene de irreductible ante la influencia de los grupos a que
pertenece*' (D u c r o t y T odorov , op. cit., p. 79). (N. del t.)
13. L'information de style verbal, “Linguistics", núm. 4, Mouton, La Haya.
14. Cap. 22 (pp. 160-173 en la edición española) de Prolegómenos a una teoría del
lenguaje, op. cit.
«lengua» de Saussure); y estos discursos, según Hjelmslev, se de­
jan analizar m ejor si se supone que el código de denotación, en su
seno, funciona completamente del lado de lo significante, y si se
busca el significado que corresponde a este significante global;
es así como se llega a la instancia propiamente connotada, que es,
pues, también ella, algo homogéneo, puesto que ha sido construido.
Esta hipótesis de una multiplicidad de los códigos en el mismo
lenguaje (= dualidad de la denotación y de la connotación + plu­
ralidad de los propios códigos de connotación) constituía para
Hjelmslev la m ejor manera de testimoniar que los discursos em­
píricamente atestiguados (los diferentes fragmentos del «texto»)
ofrecen el espectáculo de un constante abigarramiento códico, si
nos es perm itida la expresión: estos textos varían sin cesar —li­
mitándonos a dos ejemplos hjelmslevianosls— por sus «especies
de estilo» (= estilo normal / estilo creador / estilo arcaizante) y
por sus «niveles de estilo» (= estilo elevado / estilo vulgar / es­
tilo neutro).

Pero no es sólo en m ateria de lenguaje fónico donde importa


distinguir entre conjunto físico y conjunto sistemático. Estudios
recientes, como por ejemplo los de Umberto Eco, de Jacques Ber-
tin, de Emilio Garroni, de Julien Greimas o del autor de estas
líneas, han mostrado que, en cada uno de estos diversos «lengua­
jes» que son la fotografía, el dibujo, la esquematización gráfica,
la «diagramatización», la cartografía, el cine, etc., diferentes siste­
mas, perfectamente distintos, vienen a imponer sus articulaciones
al mismo mensaje, y muchos de ellos no son específicos del len­
guaje considerado, sino que tienen un alcance más ampliamente
sociocultural y se encuentran también en otros lenguajes que prac­
tica la misma civilización en la misma época. Así, por ejemplo,
el mensaje fotográfico pone en juego —además de los sistemas
que le son propios, y, a veces, incluso antes de que intervengan
(el «antes» es aquí lógico y no cronológico)— diferentes sistemas
perceptivos que también funcionan en el desciframiento del mun­
do real (no-fotográfico), códigos de identificación que funcionan
igualmente en el dibujo estilizado o en el reconocimiento familiar
de los objetos de la vida corriente, sistemas iconográficos com­
parables a los que ha estudiado Erwin Panofsky16 en las obras
15. Ibíd., p. 161.
16. Ensayos de iconología, trad. esp. en 1972, Madrid, Alianza Editorial. Véase es­
pecialmente la Introducción, escrita en 1939. Señalamos también un artículo poco cono-
pictóricas, sistemas de connotación y de «gusto», que desbordan
ampliamente (pero sin excluirla) la estética propiamente fotográfi­
ca, etc. Recordemos que, en un capítulo de La struttura assente,v
Umberto Eco realizó una prim era enumeración de los diferentes
códigos que se pueden encontrar al mismo tiempo en el seno de la
imagen fija (que constituye una clase física de mensajes): llega a
contar diez —diez grandes categorías de códigos—, y su enume­
ración no pretende ser exhaustiva.
Jacques Bertin ha anotado en su estudio de la Sémiologie gra-
phique18 que algunos símbolos convencionales que figuran frecuen­
temente en los mapas de geografía son, sin embargo, extranjeros
al código propiamente cartográfico: así, por ejemplo, cuando la
silueta esquematizada de una casa representa la actividad hotele­
ra, o el rudimentario dibujo de un pez la de las pesquerías (se
trata, entonces, de ideogramas modernos, como lo observa Geor-
ges Mounin en otro contexto;19 se trata también —lo uno no ex­
cluye lo otro— de unidades significantes específicas, autorizadas
por uno u otro de los sistemas de esquematización estudiados por
Abraham Moles; de todas formas, el ejemplo muestra que el có­
digo cartográfico no explica la totalidad del mensaje cartográfico).
Julien Greimas, por su parte, ha insistido mucho en la impor­
tancia del código lingüístico para el descifrado de las cosas vis­
tas.20 La vista, como se ha dicho con mucha frecuencia, identifica
lo que la lengua puede nom brar. Existe para Greimas21 una amplia
correspondencia entre las «figuras visuales» (objetos ópticamente
identificables y cada uno de los cuales es una clase de objetos-
ocurrencias) y algunos sememas de las lenguas naturales (un se-
mema es una acepción de un lexema o de una secuencia fijada en
lexemas). A la figura óptica del tren —unidad visual estable y sus­
ceptible de ser reconocida más allá de las numerosas variaciones
sensibles que diferencian entre sí a los diferentes convoyes ferro­
viarios que no se pueden divisar— corresponde en castellano el
cido de Panofsky, directamente relativo al cine: Style and médium in the motion pie-
tures, pp. 15-32, en D. T albot (ed.), Film: an anthology (Nueva York, Simón and
Schuster, 1959).
17. Milán, Bompiani, 1968. Se trata del capítulo B.3.III.5. Trad. esp. en Barcelona,
Lumen, 1972, pp. 270-272.
18. Mouton (París-La Haya) y Gauthier-Villars (París), 1967. Pasaje citado: p. 51.
19. Los sistemas de comunicación no lingüísticos y el lugar que ocupan en la vida
del siglo XX, en Introducción a la semiología, Barcelona, Anagrama, 1972, pp. 18-44.
20. Véase el principio de Conditions d'une sémiotique du monde naturel, en Du
sens. Essais sémiotiques, París, Seuil, 1970, pp. 49*91.
21. Sobre la aplicación de la idea expuesta por Greimas a la lectura del filme véase
el artículo ya citado de J orge U r r u t ia , pp. 320 y ss. (N. del t.)
semema tren, es decir, el lexema «tren» en la acepción en que
designa un conjunto de vagones tirados por una locomotora.
En la misma dirección van las observaciones de Emilio Ga-
rroni22 cuando muestra que los diferentes sistemas de organiza­
ción propiamente visuales y representativos no son los únicos que
se implicitan en la obra pictórica, incluso «figurativa»: esta últi­
ma lleva igualmente dentro de sí, entre otras cosas, unidades que
no pueden enumerarse ni identificarse más que en relación con
ciertos esquemas de la lengua; así, por ejemplo, «motivos» como
la cruz o la crucifixión en los cuadros de inspiración cristiana (se
podría, evidentemente, considerar con Panofsky, y sin duda con
el propio Garroni, que se trata de un código iconográfico tanto
como de un código lingüístico; pero —aparte que las unidades de
éste pueden muy bien corresponder a las unidades de aquél y nom­
brarlas— no por eso deja de ser cierto que estamos en presencia
de un sistema intrínsecamente no-pictórico).
Habíamos observado, por nuestra parte, en los Ensayos sobre
la significación en el cine (pp. 100-101), que la comprensión y la
integración del mensaje total de un filme suponían, por parte del
espectador, el dominio de por lo menos cinco grandes categorías
de sistemas —y esta enumeración es muy burda y desde luego in­
completa—, entre las cuales las cuatro primeras no tienen nada
de específicamente cinematográfico: 1.°, la propia percepción vi­
sual y auditiva (sistemas de construcción del espacio, de las «fi­
guras» y de los «fondos», etc.), en la medida en que constituye ya
un grado de inteligibilidad adquirido, y variable según las cultu­
ras; 2.°, el reconocimiento, la identificación y la enumeración de los
objetos visuales o sonoros que aparecen en la pantalla, es decir,
la capacidad (igualmente cultural y adquirida) de m anipular co­
rrectamente el material denotado que ofrece el filme; 3.°, el con­
junto de los «simbolismos» y de las connotaciones de diversos
tipos que van unidos a los objetos o a las relaciones de objetos
incluso fuera de los filmes (en la cultura), pero también dentro
de ellos; 4°, el conjunto de las grandes estructuras narrativas (en
el sentido de Claude Bremond23) que se encuentran en los relatos
de todo tipo, fílmicos y no fílmicos, que ofrece determ inada civi­
lización; 5.°, por fin —y sólo por fin—, el conjunto de los sistemas
propiamente cinematográficos (es decir, propios de los filmes úni­
22. Semiótica ed estetica, op. cit., pp. 140-141.
23. Véase, especialmente, Le message narratif, “Communications", núm. 4, Pa*
rís, 1964, pp. 4-32. Existe traducción española del número de la revista: La semiología.,
Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970.
camente y común a todos los filmes que organizan, en un discurso
de tipo especial, los diferentes elementos proporcionados al es­
pectador por las cuatro instancias precedentes. (Démonos cuenta
de que habría que añadir a esta lista, por lo menos, el dominio
de la lengua utilizada para los «diálogos» de la película, y la com­
prensión del discurso músico que con frecuencia acompaña a la
diégesis.)
Veremos en el capítulo X (sobre todo X.4 y X.5) que algunos
códigos pueden considerarse muy justamente como específicos del
cine, aunque no se manifiesten únicamente en el cine y aparezcan
también en algún lenguaje próximo. Pero, en una prim era apro­
ximación, admitiendo de modo provisional la definición de lo es­
pecífico por la manifestación exclusivamente cinematográfica, es
más fácil distinguir entre sí, de modo aún global, los diferentes
grupos de códigos que cohabitan en el mensaje total del filme.

No está de más insistir en este pluralismo códico en una época


en que se está desarrollando un fanatismo de lo «visual» (o de lo
«audiovisual») que raya a veces en lo irrazonable. No es porque
un mensaje sea visual por lo que todos sus códigos van a serlo;
y no es porque un código se manifieste en mensajes visuales por
lo que no se va a manifestar también en otra parte. Los «lengua­
jes» visuales tienen, con los demás, nexos sistemáticos que son
múltiples y complejos, y no se gana nada oponiendo lo «verbal»
y lo «visual» como dos grandes bloques cada uno de los cuales
fuera homogéneo, macizo y sin fallas, y que mantuviesen entre
sí relaciones lógicas puramente externas (= ausencia de toda
zona común). Lo visual —si con este nombre se designa al con­
junto de los códigos propiamente visuales— no reina como único
dueño en todas las partes de su supuesto reino, es decir, sobre la
totalidad de los mensajes materialmente visuales; a la inversa,
tiene un papel apreciable en mensajes no visuales: la organización
semántica de las lenguas naturales, en algunos de sus sectores léxi­
cos, viene a cubrir con un margen variable de desajuste, las con­
figuraciones y las segmentaciones de la vista; el mundo visible y
la lengua no son extraños entre sí: aunque su interacción códica
no haya sido todavía estudiada con todo detalle, y aunque su re­
lación no pueda concebirse como reductible a una «copia» íntegra
y servil de la una por el otro, no por eso es menos cierto que
una función (entre otras) de la lengua es nom brar las unidades
que segmenta la vista (pero también ayudar a segmentarlas), y
que una función (entre otras) de la vista es inspirar las configu­
raciones semánticas de la lengua (y también inspirarse en ellas).
No sólo desde el exterior queda el mensaje visual parcialmente
invadido por la lengua (papel desempeñado por el pie que acom­
paña a la foto de prensa, por los diálogos del cine, por los comen­
tarios de la televisión, etc.), sino también desde el interior y en su
propia visualidad, que sólo es inteligible porque sus estructuras
son parcialmente no visuales.
En realidad, la noción de «visual», en el sentido totalitario
y monolítico que ¡e prestan algunas discusiones, es una alucina­
ción o una ideología, y la imagen (por lo menos en este sentido)
es en realidad algo que no existe.

De este modo, igual que un solo código se manifiesta en varios


lenguajes, un solo lenguaje manifiesta varios códigos, algunos de
los cuales no le son específicos. La falta de coincidencia entre los
códigos (conjuntos sistemáticos homogéneos) y los «lenguajes»
(conjuntos físicos homogéneos) es un fenómeno muy extendido, y
no puede por menos de acentuarse cuando se trata de mi lengua­
je «rico», es decir, ampliamente abierto a todas las influencias e
iniciativas sociales, culturales, estéticas, ideológicas, etc.: a un len­
guaje, en suma, que se ofrece a la acción de numerosos y diversos
códigos. El cine es precisamente, entre tantos otros, un lenguaje
«rico», y no hace falta esperar muchos análisis de corpus para
piteentir que sería vano querer organizar en un código único el
conjunto de los rasgos de significación que marcan los filmes.
El «dominio» que constituye el cine —si es que existe tal do­
minio— se señala primero por su vasta extensión: los mensajes (los
filmes) son muy numerosos; muchos de ellos son mensajes
largos, cada uno de los cuales comprende muchas imágenes, mu­
chos sonidos, muchas palabras (y por tanto muchas configuracio­
nes mixtas). La propia superficie del campo no puede por menos
de acrecentar a priori las oportunidades de multiplicidad códica.
Hay otra circunstancia que viene a reforzar estas últimas: el
cine es un lenguaje «compuesto» ya desde el nivel de la m ateria
de la expresión. No sólo abarcará probablemente varios códigos,
sino que debe contener en sí varios lenguajes; lenguajes que se
distinguen unos de otros por su propia definición física: fotogra­
fía en movimiento, ordenación en secuencias, sonido fonético, so­
nido músico, ruido. El cine, en esto, difiere de otros medios de
expresión que, incluso códicamente heterogéneos, no son com­
puestos físicamente: así, por ejemplo, la música clásica, donde la
m ateria del significante consiste uniformemente en «sonido mu­
sical»; el lenguaje hablado, donde se reduce al sonido fonético; la
escritura, donde se reduce a trazados gráficos, etc. Incluso si se
define el cine en términos técnico-sensoriales, lo que hay que po­
ner de relieve es ya una combinación específica de varias materias
de la expresión, y no de una materia de la expresión específica.
(Hay que tener cuidado de no confundir la heterogeneidad códica,
que es lo propio de todos los «lenguajes» de alguna importancia,
con el compuesto sensorial, que caracteriza sólo a algunos de ellos.)

Por fin (y sobre todo) el cine está entre los lenguajes dotados
de un poco de profundidad sociocultural. No es el único que esté
en este caso, y no es forzosamente el más «rico» de su categoría:
no se trata, por tanto, de hacer aquí una lista de sus méritos
—actividad siempre vana—, sino, sencillamente, de observar que
el cine, junto con otros lenguajes, se escapa de ese grupo de sis­
temas significantes que podrían llamarse especializados: código
de las señales de carreteras, de los juegos de cartas, del ajedrez,
de los números de teléfonos o de la Seguridad Social, de los to­
ques de trompeta y clarines, de los diagramas tecnológicos, de
los indicadores de líneas de autobús, de las banderas y luces de
la marina, de las señales ferroviarias, etc.
Se sabe que lingüistas y semiólogos sacan con frecuencia sus
ejemplos de semejantes sistemas (ver Biihler, Cantineau, Marti-
net, Prieto, Hjelmslev, Mounin, Buyssens, Peirce, Morris, Eco, y
nosotros mismos, etc.), y que, si obran así, es en virtud de la co­
modidad para la demostración que presentan estos conjuntos res­
tringidos para la elaboración de los conceptos de la semiología
general, mucho más que en nombre de alguna convicción en cuan­
to a una real importancia antropológica de estos fenómenos en la
vida social; se sabe también, y sobre todo por el ejemplo de los
trabajos de Luis J. Prieto, que algunos progresos importantes de
la teoría semiológica han estado históricamente unidos al aná­
lisis de estos modos «especializados» de la comunicación. No deja
por eso de ser cierto que su estudio no podría por sí solo ofrecer
a la semiología un objetivo suficiente (constituye más bien un
medio, permite análisis de escuela y ensayos y que la empresa
semiológica tendría poco alcance si su m eta verdadera no fuera
arrojar alguna luz acerca de la naturaleza y el funcionamiento de
los «lenguajes» social y humanamente más importantes.
En el caso de los sistemas especializados, la distinción entre
lenguaje y código tiende con frecuencia a borrarse: los mensajes
que constituyen un conjunto significante, tan restringido, están com­
pletamente regidos por la acción de un único código (o bien, aun­
que el resultado es finalmente más o menos el mismo, los diferen­
tes códigos secundarios que se injertan en el código principal
tienen un alcance antropológico aún más reducido que este último
y bastante débil, pues, en nociones absolutas). No se puede negar,
en realidad, que el código de las señales de carreteras lleva cierto
número de sistemas anejos de orden connotativo o estilístico: las
diferentes circunstancias de una misma señal de circulación —si
se llama «señal de circulación» la unidad pertinente, el «invarian­
te» de Hjelmslev—, pertinentes para el estudio del sistema prin­
cipal, lo son también en relación con diferentes códigos expresivos:
la situación, por lo menos en el principio, es pues la misma que
para lenguajes más ricos, como el lenguaje fónico. Así, el pie de la
señal de circulación, será más o menos alto; el triángulo de metal
mayor o menor; la flecha dibujada, más o menos gruesa, etc.; pero
estas variaciones son de un interés lo bastante pequeño como para
que el código principal vigente sea coextensivo al conjunto del
«lenguaje».
Se constata pues, como es normal, que la cantidad de códigos
que entran en juego en un mismo lenguaje es tanto más elevada
cuanto que éste lenguaje es globalmente más «rico». Los sistemas
especializados, en uso sólo en ciertas circunstancias muy concre­
tas de la vida social, se encuentran así protegidos contra las gran­
des complejidades y las perpetuas alternativas propias de la vida
del sentido en las culturas.
El cine, como los demás lenguajes ricos, está, por el contrario,
ampliamente abierto a todos los simbolismos, a todas las repre­
sentaciones colectivas, a todas las ideologías, a la acción de las
diferentes estéticas, al infinito juego de las influencias y las filia­
ciones entre los diversos artes y las diversas escuelas, a todas las
iniciativas individuales de los cineastas («renovaciones»), etc. Por
tanto, es imposible tratar el conjunto de los filmes como si fuesen
los diferentes mensajes de un código único.

Esta complejidad de los filmes se debe igualmente a que el cine


es lo que se llama un arte: afirmarlo no es realizar un juicio de
valor ni querer retocar alguna «jerarquía de las bellas artes» clá­
sica (normativa y arbitraria a su vez). Cierto es que se puede es­
timar oportuno afirmar, en contra de tal «gusto» académico (atra­
sado y, en el fondo, ignorante), que algunos filmes son muy her­
mosos, y en contra de tal otro gusto (fanático, iluminado e igual­
mente ignorante, aunque no sea de las mismas cosas) que el cine
sólo nos ha ofrecido, hasta ahora, una cantidad bastante restrin­
gida de filmes cuya profundidad y brillo sean comparables a los
de los grandes textos literarios, musicales o pictóricos; pero se­
rían éstas consideraciones de otro tipo; dentro de nuestra pers­
pectiva, la inclusión del cine en las artes no obliga a decir que el
filme sea siempre (o con frecuencia) una obra de arte por su
éxito, ni que muchos filmes sean «hermosos», ni que un filme her­
moso lo sea más que un libro hermoso, etc. Recordemos sólo que
el filme —e incluso el más feo, el más tonto, el más soso— es
siempre obra de arte por su estatuto social. Cuidado con confun­
dir obra de arte y objeto estético: Mikel Dufrenne ha dicho muy
bien24 que muchos objetos estéticos (como el mar, el bosque o el
lebrel) no son obras de arte y que muchas obras de arte (flojas o
que han fracasado) no son objetos estéticos.
El filme es obra de arte por su intención: es un objeto com­
puesto, querido, concertado en su organización de conjunto, des­
tinado a agradar (o a emocionar, a inquietar, a soliviantar, etc.),
desprovisto de utilidad práctica inmediata; es también obra de
arte por su consumo: el espectador opina que ha sido «un éxito»
o «un fracaso», que es «original» o «trivial», «interesante» o «abu­
rrido», etc. El cine es un arte porque funciona socialmente como
tal, incluso aunque nuestra cultura no le conceda ni la misma
dignidad ni la misma legitimidad que a las «bellas artes» tradi­
cionales. Hay que hacer notar, además, que en ciertas civilizacio­
nes —como las de Egipto o la India contemporáneos, grandes pro­
ductoras y consumidoras de películas—, donde la imagen social
del cine es muy diferente de lo que es en nuestro país, es el con­
junto de las artes, y no concretamente el cine, lo que posee un
funcionamiento cultural bastante alejado del que conocemos.
Por su afinidad con las artes, el cine puede compararse, más
que a los sistemas de comunicación especializados, a esos amplios
«lenguajes» complejos y, por así decirlo, profundamente socio-
culturales —imposibles, por consiguiente, de reducir a un código
24. Justo al principio del tomo I (L'objet esthétique) de la Phénoménologie de
Vexpérience esthétique, París, P.U.F., 1953.
único— que son las demás artes más antigúaselos mitos, los ri­
tuales sociales, las creencias, las representaciones colectivas, los
cuentos, los comportamientos simbólicos, las ideologías, etc.

Añadamos a esto que el cine, contrariamente a los modos de


comunicación restringidos, no posee ningún sector de sentido (nin­
guna porción de la materia del contenido, con palabras de Hjelms­
lev) que le pertenezca. Ciertos «lenguajes» son al mismo tiempo
campos semánticos —por ejemplo, los semáforos, cuyo «sentido»
total y adicionado puede reducirse al problema social del paso o
no paso de los automóviles y de los peatones—, pero otros no
poseen ningún campo en cuya organización y expresión estén con­
finados: así el cine, como la literatura y el teatro, es, en principio,
capaz de decirlo todo, y es vehículo de significados no especiali­
zados, que son ante todo ideológicos y culturales y que encontra­
ríamos lo mismo —presentados y fraccionados de diferente forma,
pero sacados de la misma masa semántica— en otros lenguajes
utilizados por la misma civilización en la misma época.

II.4. E specificidad cinematográfica / lenguaje cinematográfico


( pr im er a apro x im a ció n )
Por tanto, la lengua común (y la mayor parte de los escritos
consagrados a los problemas de la pantalla) no utiliza sólo la pala-
brá?. cine para designar los hechos que Cohen-Séat llamaría «cine­
matográficos», sino también para nombrar otras dos nociones,
ambas interiores a lo «fílmico»: el conjunto de los filmes, prime­
ro, y luego un sistema único que se supone cubre este conjunto.
La prim era de estas dos acepciones es muy neutra, puramente
recapitulativa: podremos conservarla, pues no presenta inconve­
nientes; la dejaremos de lado en las discusiones que seguirán. La
segunda ya hemos visto que debe ser rechazada: hace correr el
riesgo de demasiadas confusiones.
Sin embargo, el uso corriente —con frecuencia infiel a sí mis­
mo, y en el que las definiciones permanecen implícitas, en mo­
vimiento, y no se ordenan en una terminología— maneja con bas­
tante frecuencia la palabra «cine», en otros casos, de una manera
sensiblemente diferente, y donde se esboza un nuevo concepto de
la cosa así bautizada: esta últim a cesa entonces, más o menos cla­
ramente, de ser un imposible sistema global cuya unidad se dedu­
ciría en vano de una homogeneidad técnico-sensorial, y tiende a
acercarse más a un verdadero código, con una unidad de orden
sistemático a la que no se pide que explique la totalidad de los
hechos de significación que aparezcan en la pantalla.
En algunos usos, en efecto, «cine» designa con bastante clari­
dad uno solo de los códigos —o uno solo de los conjuntos de có­
digos— que se emplean en los filmes: el que (o los que) se supo­
ne que interviene(n) sólo en los filmes y que se juzga(n) «especí­
ficamente fílmico(s)», es decir, unido(s) a la adopción del vehícu­
lo cinematográfico en sí, con exclusión de los demás códigos, que
el filme comparte con sectores más o menos amplios del simbo­
lismo cultural. Tal utilización de la palabra lleva en sí un concep­
to pluralista de los sistemas; el cine no es ya entonces el código
de todo lo que ¡as películas contienen, sino sólo de todo lo que
únicamente las películas contienen. Estas dos acepciones del cine,
contradictorias, pero ambas usuales, dibujan como dos círculos
concéntricos: la segunda reagrupa una clase de hechos que, en
relación con la clase de hechos que designa la primera, están en
una posición lógica de subconjunto. Lo específicamente-fílmico
no es más que una parte de lo fílmico: todo lo que es específica­
mente fílmico es fílmico, pero todo lo que es fílmico no es espe­
cíficamente fílmico.
Este embrión de un nuevo concepto (que es mucho más inte­
resante para la semiología) lo veremos dibujarse, por ejemplo, en
las siguientes frases que con frecuencia pueden leerse u oírse:
«Este filme es muy hermoso, pero no debe gran cosa a los recur­
sos cinematográficos», «Este filme concluye con un deslumbrador
fragmento de cine», «Este filme es, todo él, una reflexión acerca
del cine», «Este filme posee una gran pureza, y el cine, en él, se
difumina y queda olvidado», etc. El ejemplo extremo es esta frase
famosa, tan frecuentemente repetida y tan frecuentemente criti­
cada: «Es un buen filme, pero no es cine», afirmación cuyas im­
plicaciones de estética normativa (desde luego muy primitivas y
engorrosas) dejaremos aquí de lado, pero que es testimonio de
cierta capacidad, por lo menos, para entrever una distinción entre
lo que es materialmente cinematográfico y lo que lo es sistemáti­
camente, y para concebir que todo lo que está en los fibnes no es
forzosamente cine.

Sucede, desgraciadamente, que este comienzo de progreso que­


da inmediatamente anulado por determinada asimilación abusiva,
que es de efecto contrario: del conjunto de lo fílmico se aísla lo
específico, pero es para apresurarse a definir esto último, a su
vez, con criterios directamente técnico-sensoriales, de orden no-sis­
temático: lo que «es cine» es entonces lo visual, o también lo
que se mueve, o lo que nos muestra amplios espacios, etc.; estos
conceptos, como ya es sabido —y sobre todo la definición del cine
por la visualidad o por el movimiento—, están todavía bastante
extendidos a pesar de su vulgaridad.
Tocamos aquí, pues, esta noción de especificidad cinemato­
gráfica que ha sido invocada con tanta frecuencia, y que Emilio
Garroni, en su reciente obra,25 ha sometido a un examen funda­
mental y ampliamente convincente; el autor italiano recuerda que
en el curso de la historia de las teorías cinematográficas esta «es­
pecificidad» ha constituido, con frecuencia, en último término, una
noción (o incluso un arma) esencialmente normativa, que la semio­
logía descriptiva no puede recoger tal cual; es en nombre de la
especificidad del cine como se han condenado algunos filmes juz­
gados insuficientemente «cinematográficos», o demasiado «litera­
rios» o demasiado «teatrales»: de donde surge la frase citada antes
(«Es un buen filme, pero no es cine»), que André Bazin había te­
nido ya el mérito de criticar; es también en nombre de la especi­
ficidad como se ha prescrito al cine futuro tal o cual evolución
preferencial: se ha dicho, así, que el cine debe ser el arte del
montaje (= tentativa para reducir el mensaje fílmico únicamente
al código del montaje), o también que debe ser el arte de la ima­
gen: tentativa para reducirlo a la imagen visual, concebida a su
vez como"dependiendo de un único código. Emilio Garroni se de­
dica a demostrar igualmente, con gran claridad, que esta idea de
especificidad iba unida, en más de una interpretación, a la creen­
cia en una especie de homogeneidad masiva del «sistema modeli-
zante» propio de cada una de las artes (pensemos en algunos de los
intentos para establecer un «sistema de las Bellas Artes»); al afir­
m ar la especificidad del cine —como también la especificidad m u­
sical, la especificidad pictórica, etc.— se ha dejado esperar, más
o menos claramente, que sería posible construir un código cine­
matográfico válido para todo el material fílmico, y que el filme
sería cine en su totalidad: «especificidad», en muchos autores,
tenía como corolario difuso «unicidad códica»; y este código úni­
co, como ya se ha dicho antes, se confundía, a su vez, con rasgos
directamente físicos como la visualidad, el movimiento o el mon­
25. Semiótica ed estetica, op. cit.
taje en el sentido material (= unión de varios «planos» rodados
por separado): y de este modo este código o sistema no merecía
su nombre, puesto que consistía la mayor parte de las veces en
una enumeración de rasgos y no en una estructura.

No podemos, pues, hacer nuestra la ideología (y menos aún el


fanatismo) de la especificidad cinematográfica. Pero el que una
noción, en ciertas fases de la historia de las ideas, haya «arras­
trado» y drenado tras sí demasiadas confusiones no quiere decir
necesariamente que esté definitivamente fuera de uso. Ha suce­
dido con frecuencia, y no sólo en materia de cine, que se delire
alrededor de determinados conceptos que no eran en sí deliran­
tes. En la mente de los que han delirado, la simple mención de
elementos «específicamente cinematográficos» (aunque estuviesen
mal definidos) contema también —al lado de los delirios— la idea
de que ciertos rasgos pueden ser cinematográficos sin serlo espe­
cíficamente: la propia presencia de este adverbio tiene por éfec-
to entablar una distinción que, si se entiende bien, puede conver­
tirse en importante para la semiología del cine: para esto hace
falta, ante todo, concretar cuidadosamente que las únicas entida­
des susceptibles de ser o no ser específicas del cine son códigos
(sistemas), según que estos códigos tengan el filme como lugar
único (o por lo menos privilegiado) de su manifestación, o que
el cine se contente, por el contrario, con «tomarlos» de otros con­
juntos culturales. En cambio, los mensajes cinematográficos (los
filmes) son, por definición, cinematográficos de punta a punta: no
pueden, por tanto, ser específicos o no-específicos: o, por lo me­
nos, son —pero en el sentido más pobre de la palabra— siempre
específicos, puesto que responden siempre, como mensajes, a de­
terminada definición material, fuera de la cual ya ni siquiera se
les llamaría filmes. En cuanto es un filme y no un cuadro o un
libro, un filme, naturalmente, es siempre un objeto de determina­
do tipo; y el error de muchas teorías de la especificidad es preci­
samente querer, a la vez, presentar a esta últim a como un hecho
semiológico (a veces, incluso, más claramente todavía como un
hecho sistemático), y de vincularla, sin embargo, de modo inme­
diato e ingenuo a tal o cual rasgo físico del significante, como la
visualidad y el movimiento: estos rasgos, puesto que se ha formu­
lado su definición en términos sensoriales, caracterizan inevita­
blemente a todos los filmes, y no pueden, pues, distinguir a algu­
nas de ellas: de este modo la teoría hace imposible este criterio
normativo, cuya afirmación era, sin embargo, su verdadera meta.
Es evidente que unos filmes más que otros dejan al espectador
una fuerte impresión de cinematograficidad: no se pueden poner
en pie de igualdad, a este respecto, los filmes de Eisenstein o de
Mumau con una cinta en la que una representación teatral ha sido
registrada en un solo plano fijo durante tres horas; la semiología
no tiene por qué negar las diferencias de este tipo; debe, por el
contrario, dar cuenta de ellas; pero no por eso debe olvidar que,
materialmente, ambos tipos de mensaje evocados antes son filmes,
tanto el uno como el otro, de tal suerte que su innegable diferen­
cia de especificidad reside en que, en los primeros, la estructura
de las configuraciones significantes (que no es cosa material) es
propiamente cinematográfica en gran parte, mientras que en la
segunda no lo es casi nada.
La idea de especificidad no presenta un interés semiológico
más que si, en medio de un mismo conjunto de mensajes física­
mente homogéneos, se consigue distinguir, con cierto rigor, los
rasgos que son propios de un «lenguaje» de aquellos que compar­
te con otros lenguajes: la noción, en suma, no es operante más
que en la medida en que aísla ciertos caracteres y autoriza una
especie de selección; si en un lenguaje todo es específico, éste
pierde lo más claro de su valor, pues no proporciona esa definición
profunda a que aspiraba, y no desemboca más que en una defini­
ción en extensión, cercana a las evidencias del buen sentido. Ahora
bien, si se liga el carácter de especificidad a rasgos materiales del
significante, esta especificidad no puede por menos de convertir­
se'en coextensiva a todo el lenguaje y a todo en este lenguaje,
puesto que este último se distingue precisamente de los demás por
su materia de la expresión. Pretender que «el cine es el arte del
movimiento» no puede ser, por mucho que se haya dicho, el enun­
ciado de uno de los componentes de la especificidad profunda del
cine, puesto que es enunciar uno de los componentes de su espe­
cificidad más superficial y más claro, puesto que todos los filmes
se mueven.

Esta constatación no resuelve, ni mucho menos, todos los pro­


blemas. Pues incluso cuando se liga el carácter de especificidad
a códigos nos vemos remitidos, una vez más, en cierto modo, a
particularidades de orden físico: si un código, en efecto, es espe­
cífico de un lenguaje, es que no puede manifestarse más que en
una materia de la expresión que presente ciertos caracteres, y
que el lenguaje considerado tiene precisamente esa materia de la
expresión; así, todo código rítmico —si ponemos de lado todos los
sentidos figurados de la palabra «ritmox— exige para manifestar­
se una materia que presente el rasgo físico de temporalidad, y por
ello los códigos rítmicos son específicos nada más de los lengua­
jes cuya materia de la expresión satisfaga este rasgo (música, cine,
poesía...). Volveremos, en el capítulo X de esta obra, sobre el deli­
cado problema de la relación entre la especificidad de los códigos
y la especificidad de los lenguajes (= de las materias de la ex­
presión). Pero indicaremos ya desde ahora que existen muchas di­
ferencias entre una especificidad definida directamente por crite­
rios materiales y una especificidad definida en términos de códi­
gos, incluso si la especificación de los códigos no puede, a su vez,
realizarse fuera de la consideración de ciertos rasgos de la materia
del significante (y no de esa misma materia, tomada en conjunto y
sin análisis): es, en efecto, el segundo tipo de definición, y sólo
éste, el que permite localizar en cada lenguaje ciertas configuracio­
nes no específicas, y el que permite así, cuando se declara que el
resto lo son, decir algo que no sea una evidencia. Es también esta
definición la que permite determinar grados y modos de especifi­
cidad, como se concretará más adelante (cap. X.4).

Para terminar con este punto decidiremos no hablar de la es­


pecificidad cinematográfica (o de su ausencia) más que acerca de
los diferentes sistemas que se manifiestan en las películas; igual­
mente no se empleará la palabra «cine» más que para designar el
conjunto de los sistemas específicos. Las nociones de especifici­
dad cinematográfica y de cine tendrán, pues, dos puntos comu­
nes: reagruparán sistemas y no rasgos físicos dispersos; no rea-
gruparán más que algunos de los sistemas fílmicos, y no todos.

Lo que acabamos de decir del cine y de la especificidad cine­


matográfica se aplica igualmente a la noción de lenguaje cinema­
tográfico: en los escritos relacionados con la pantalla grande,
esta noción, como las demás, sugiere, según los casos, dos defini­
ciones muy diferentes y de muy desigual interés. Cuando se habla
de lenguaje cinematográfico se considera a veces este concepto ya
criticado de un código único y total que rigiera todas las partes
de todos los filmes, que no apareciera nunca más que en los fil­
mes y que, por consiguiente, estuviera directamente unido a su
particularidad física: así, cuando se pretende que «El lenguaje
cinematográfico es esencialmente visual» (siendo así que está he­
cho de diferentes sistemas desigualmente visuales, y que un siste­
ma, incluso visual, no es nunca visible como sistema), o también
que «Saber m anejar el lenguaje cinematográfico es saber expre­
sarse con imágenes y con sonidos» (siendo así que existe gran nú­
mero de configuraciones audiovisuales que no son propias del cine,
incluso aunque aparezcan en algunos filmes), o bien que «En nues­
tros días hay que form ar a los niños en la comprensión del len­
guaje cinematográfico, que ocupará un gran lugar en su vida»
(siendo así que lo que quizá ocupará un gran lugar en esta vida va
a ser el total de los mensajes fílmicos, y no los códigos propia­
mente cinematográficos, que sólo constituyen una pequeña parte
de esa totalidad), etc.
Pero existe otra clase de frases, también bastante bien repre­
sentadas en la literatura cinematográfica, donde la expresión se
refiere, de modo claro, únicamente a determinados códigos que
intervienen en los filmes: se dirá, por ejemplo, que «El lenguaje
cinematográfico está casi ausente de este filme», o bien que «En
los prim eros años que siguieron a la invención de los hermanos
Lumiére no existía aún lenguaje cinematográfico, y los filmes se
contentaban con registrar escenas familiares o espectáculos de mu­
sic-hall», etc. Semejantes usos implican, evidentemente, que no
se debe achacar al lenguaje cinematográfico todo lo que se en­
cuentra en los filmes.

Ya hemos visto que esta sugestión va igualmente imida a de­


term inados usos de «cine» y de «especificidad cinematográfica».
Démonos cuenta, sin embargo, de que la idea de una especificidad
de tipo sistemático (y la de un poder explicativo parcial, es decir,
que no se extienda al conjunto de los rasgos de los filmes) apare­
ce en general con más insistencia —aunque sea también de mane­
ra im plícita— en «lenguaje cinematográfico» y en «especificidad
cinematográfica» que en «cine». La diferencia se debe, sin duda,
a que esta últim a palabra tiene gran cantidad de acepciones dife­
rentes, cuyo recuerdo sumado y confuso viene inevitablemente a
connotar la que, en determinado enunciado, tenía en su mente el
hablante, m ientras que «lenguaje cinematográfico» y «especifici­
dad cinematográfica» tienen un campo total de empleo que es
sensiblemente más restringido. Por otra parte, en «lenguaje cine­
matográfico» encontramos «lenguaje», palabra que despierta efi­
cazmente en muchas mentes la doble idea de una especificidad
(= un lenguaje es un lenguaje entre otros) y de un conjunto de
hechos de orden semiológico; y en «especificidad cinematográfi­
ca» la sugerencia semiológica es menos fuerte, pero —esto com­
pensa aquello— la idea de especificidad está explícita.
Mas hace falta, tanto en un caso como en otro, que esta especi­
ficidad semiológica no se confunda, a su vez, con una particulari­
dad física, y por ello «lenguaje cinematográfico» y «especificidad
cinematográfica» —como «cine», aunque con menos frecuencia—
permiten también usos en que se esbozan las confusiones que nos
esforzamos aquí por disipar. Estas últimas están entonces provo­
cadas por la palabra «lenguaje» (que presenta, pues, en relación
con el problema considerado, ventajas e inconvenientes a la vez):
recordemos, en efecto, que esta palabra designa con frecuencia
una unidad de manifestación («lenguaje pictórico», «lenguaje mu­
sical», etc.), es decir, un conjunto materialmente homogéneo, pero
códicamente heterogéneo: ahora bien, aquello, con frecuencia, hace
olvidar esto. Sucede lo mismo con «especificidad cinematográfi­
ca», cuando aquello cuya especificidad se quiere afirmar es el pro­
pio lenguaje y no ya algunos de sus códigos.
Lo que aparece es, en definitiva, todo un juego de sugerencias
en movimiento, y a veces contradictorias, de definiciones implíci­
tas, de deslizamientos debidos al contexto, de presiones connotati-
vas, cuyo conjunto llega a anularse si se consideran una gran can­
tidad de frases; así se explica que las tres expresiones «cine»,
«lenguaje cinematográfico» y «especificidad cinematográfica» sean
susceptibles, cada una de ellas, de dos amplios tipos de uso, y que
la diferencia entre ambos sea más o menos la misma en los tres
casos.

Conservaremos, pues, las tres, pero sólo en una de las dos acep­
ciones entre las que las divide el uso común, y que a su vez necesita
una explicitación. Se convierten así en parasinónimas, puesto que
tienen en común el apuntar hacia códigos fílmicos, y sólo a aque­
llos que se pueda m ostrar que son propios del filme: se remiten
a algo que, en adelante, llamaremos globalmente lo cinematográ­
fico (adjetivo sustantivado); este cinematográfico no es ya el de
Cohen-Séat, puesto que está constituido por el conjunto de las con­
figuraciones significantes que no aparecen más que en filmes (y
que, por consiguiente, aparecen en los filmes y son «fílmicas»).
Lenguaje cinematográfico, especificidad cinematográfica y cine.
las tres expresiones designan lo cinematográfico, pero iluminándo­
lo desde diferentes ángulos: «lenguaje cinematográfico > lo desig­
na como hecho semiológico, como hecho de discurso; «especifici­
dad cinematográfica» lo designa en cuanto se opone a toda estruc­
tura intrínsecamente no cinematográfica; «cine», por fin, lo desig­
na como tal y sin ninguna otra precisión: por tanto es normal,
como hemos dicho antes (pp. 47 y 62), que esta ultima expresión
conserve, por otra parte, su acepción neutra y recapitulativa (= to­
talidad de los filmes sumados), que no está en contradicción con
la que aquí decimos.

II.5. C inem atográfico -fíl m ic o , cinematográfico -no -fíl m ic o , f íl m i -


CO-NO-CINEM ATO GRÁFICO
Cuando las expresiones «lenguaje cinematográfico», «especifi­
cidad cinematográfica» y «cine» se toman en el sentido a la vez in­
concreto y totalitario que hemos rechazado, la cantidad de fenó­
menos que hay que declarar cinematográficos es muy elevada;
constituyen entonces un heteróclito amasijo que es muy difícil
dominar (precisamente por ello, es preferible hacer varios subcon-
juntos, correspondientes a otros tantos sistemas, que, por otra
parte, están por construir). Existe, por tanto, un punto común
—sólo uno— a todos los hechos bautizados como cinematográfi­
cos en la acepción inconcreta de la palabra: son todos ellos fenó­
menos inicialmente localizables en los filmes, fenómenos que «se
encuentran» (en todos los sentidos de este verbo) en los filmes, que
el investigador podrá «atestiguar» en los filmes que tienen a los
filmes como lugares de manifestación.
Por tanto no sólo es peligroso, como ya se ha dicho, sino, ade­
más, algo paradójico, el llamarlos cinematográficos, puesto que
existe otro adjetivo que está, por decirlo así, listo para designarlos,
y que parece naturalm ente (o más bien lingüísticamente) predes­
tinado para este tarea: el adjetivo fílmico. ¿Qué es, en efecto, lo
fílmico, sino el conjunto de lo que aparece en los filmes?
Reconozcamos, por otra parte, que los escritos acerca de los
filmes emplean a veces este adjetivo en ese sentido; pero como
emplean también «cinematográfico» pierden el beneficio de una
distinción que podría ir unida al manejo diferencial de ambos
términos.
Proponemos, por tanto, seguir lo más interesante que haya en
las sugerencias del uso, pero concretándolo, explicitándolo —fi­
jándolo, sobre todo— y eliminando las acepciones enojosas de las
palabras conservadas: ésta es, como ya es sabido, y como bien lo
ha dicho Hjelmslev, una de las formas de obtener un sistema ter­
minológico a partir de este otro sistema que es la lengua común;
no es la única: en lugar de transform ar una palabra en un término,
se puede fabricar directamente este último, y es entonces un neo­
logismo (neologismo al nivel de la palabra y neologismo al nivel
del sintagma, es decir, de la «locución»). Puede preferirse, según
los casos, cualquiera de las dos soluciones, teniendo en cuenta los
imperativos prácticos de la comunicación óptima en un terreno
de investigación dado, así como el estado de conjunto de los lexe-
mas disponibles, sin olvidar que un mínimo de encanto y de ma­
nejabilidad no debe ser desdeñado.
Llamaremos, pues, fílmicos a todos los rasgos que aparezcan en
los filmes (es decir, en los mensajes del cine), sean o no específicos
de este medio de expresión, y cualquiera que sea la idea que nos
hagamos de esta especificidad o de su ausencia. Designaremos
como cinematográficos algunos de los hechos fílmicos: los que se
supone que entran (o los que se tiene intención de hacer entrar)
en uno u otro de los códigos específicos del cine. Lo cinematográ­
fico no es más que una parte de lo fílmico: algunos fenómenos
son fílmicos y cinematográficos, otros son fílmicos sin ser cinema­
tográficos.

El punto de partida de estas reflexiones (cap. I) era la termi­


nología propuesta por Gilbert Cohen-Séat. En materia de cine,
como ya hemos dicho, la ambición semiológica permanece interior,
en lo esencial, en el dominio que este autor llama fílmico, y no roza
para nada a lo que él llama «cine» (fenómeno industrial, tecnoló­
gico, económico; sociología de los públicos, etc.). Se ve ahora que,
en lo que se refiere a lo fílmico, la definición aquí propuesta coin­
cide exactamente —aunque sea tras algunos rodeos— con lo que
él mismo formulaba: lo fílmico, para él como para nosotros, no
es el uniforme del acomodador o la arquitectura de la sala de
proyección, el precio de las entradas o el presupuesto de las so­
ciedades de producción cinematográfica, la influencia del cine so­
bre la delincuencia juvenil o la audiencia específica de tal tipo de
filmes en el suroeste de Francia, las propiedades químicas de las
diferentes emulsiones en uso o las modalidades técnicas del equi­
po de los estudios. Lo fílmico es lo que pertenece al discurso sig­
nificante (al mensaje), que constituye el filme como desarrollo
percibido y como objeto de lenguaje (pero que no es la «pelícu­
la», recordémoslo, en cuanto banda flexible enrollada en una lata
redonda). Es sólo esto, como lo indica, muy justam ente, Cohen-
Séat; pero es todo esto, como lo venimos diciendo reiteradam ente.
En cuanto a lo «cinematográfico» de Cohen-Séat, es más amplio
que lo fílmico y lo engloba: el cine no es sólo el filme: es también
lo que viene antes de éste (producción y tecnología), después de
éste (audiencia e influencia) y a su lado (funcionamiento de la sala
de proyección). Pero, inversamente, lo fílmico es más amplio que
lo cinematográfico tal y como lo entendemos, y lo engloba: el pro­
pio filme no es cinematográfico más que por algunos de sus as­
pectos. Así, nuestra definición de lo fílmico coincide con la de
Cohen-Séat, pero nuestra definición de lo cinematográfico se
aparta de la de él: lo cinematográfico de Cohen-Séat es un objeto
de estudio para el tecnólogo, el sociólogo, el economista; nuestro
cinematográfico es un objeto de estudio para el semiólogo, pues
consiste en un conjunto de códigos que se combinan en discursos.
Si hemos concedido importancia al hecho de que «cine», en la
lengua corriente, designe con frecuencia fenómenos interiores de
lo fílmico, es porque esta situación de la palabra es inseparable
del estado de la cosa: Cohen-Séat no insiste bastante sobre el he­
cho de que el filme se opone dos veces al cine y de dos formas
diferentes: se opone desde el exterior, rechazándolo como lo que
no es él, como lo que está alrededor de él (y es entonces el «cine»
de Cohen-Séat), pero también se opone desde dentro, circunscri­
biéndola .como lo que, en él, no es todo él (y es entonces lo cine­
matográfico en el sentido aquí propuesto). Lo que Cohen-Séat
deja de lado es que el cine —y esta vez en todos los sentidos que
se quiera— está presente en el propio corazón del filme, y que al­
gunos caracteres de los filmes dependen de que esos filmes son
productos del cine: si los filmes manifiestan, entre otros, sistemas
significantes que no aparecen en otro sitio (y que llamamos, pues,
cinematográficos), es porque estos sistemas están imidos de una
forma o de otra —incluso aunque el nexo sea indirecto y comple­
jo— a este conjunto técnico-sensorial, económico y sociológico que
constituye el «cine» de Cohen-Séat, y porque representan su pro­
longamiento en el propio interior del filme.
Parece, pues, posible, con las precisiones que van a seguir,
conservar para la palabra cinematográfico sus dos acepciones a la
vez: la de Cohen-Séat y la que aquí presentamos. Son dos nocio­
nes muy distintas; pero no es ni una casualidad ni una enojosa co­
lisión que haya que eliminar el que corresponda a las acepciones
de una misma palabra (en vez de ir unidas a dos términos distin­
tos); por el contrario, la lengua común tiene razón al dar el mis­
mo nombre a la gran «máquina» socio-técnico-económica que pro­
duce o consume los filmes y a los trazos sistemáticos que deja en
esos filmes.
Hemos dicho que el acercamiento semiológico «deja de lado»
los fenómenos que Cohen-Séat llama cinematográficos: habría
que decir más bien, como se ve ahora, que no aborda directamente
su estudio, sino que se encuentra con ellos por el extremo opuesto
y que los alcanza en su presencia en el corazón del filme; cuando
el cine, sumergido y solubilizado en el filme, se convierte a su vez
en hecho de lenguaje y de discurso, la vocación semiológica pue­
de, útilmente, apoderarse de él.

Lo cinematográfico que interesa a la semiología es, pues, lo


cinematográfico-fílmico; lo cinematográfico de Cohen-Séat no es
sino lo cinematográfico-no-filmico; y los demás rasgos del filme, los
que no están en relación necesaria con el cine, forman el dominio
de lo fílmico-no-cinematográfico.
La confusión entre lo cinematográfico-fílmico y lo cinemato­
gráfico-no-fílmico podrá siempre eludirse (si amenaza) por el pro­
pio uso de estos dos términos. Sin embargo, dentro de la perspec­
tiva que es aquí la nuestra, decidiremos —salvo en un contexto
que favorezca la confusión—■llamar «cinematográfico» (a secas)
a lo cinematográfico-fílmico.

Los adjetivos «cinematográfico» y «fílmico», tal y como acaban


de ser definidos, mantienen, con los sustantivos correspondientes,
relaciones no paralelas. Un hecho fílmico lo es por su proceden­
cia: es un hecho que ha sido inicialmente señalado en un filme;
un hecho cinematográfico lo es por su destino: es un hecho que el
analista tiene intención de achacar a uno u otro de los códigos pro­
pios del cine. Así, un hecho fílmico tiene tras sí al filme; un hecho
cinematográfico tiene ante sí al cine.
La diferencia reside en que el filme es un mensaje, mientras
que lo que el cine tiene como propio es un conjunto de códigos.
El análisis que no tiene que establecer el contenido literal de lo
fílmico debe, por el contrario, construir, pieza por pieza, lo cine­
matográfico. Para el semiólogo, el mensaje es un punto de partida;
el código, un punto de llegada: no hace el filme, que encuentra ya
hecho por el cineasta; en cambio, puede decirse de él que, en cier­
to modo, «hace» los códigos del cine: debe elucidarlos, explicitar-
los, constituirlos en objetos, mientras que en su estado natural
permanecen sumergidos en los filmes, que son los únicos que han
sido, primero, objetos; debe, si no inventarlos, al menos descu­
brirlos (empleando esta palabra con toda su fuerza): debe «cons­
truirlos», y esto es en cierto modo hacerlos.
Un hecho fílmico no sabría ser fílmico por su destino: en el
filme no se puede decidir incluir o no incluir tal o cual hecho,
pues está ya «completo» cuando se apodera de él el análisis y ya
contiene, por tanto, en sí los diferentes rasgos que solamente
el análisis podrá encontrar. Igualmente, un hecho cinematográfico
no sabría ser cinematográfico por su procedencia: los códigos del
cine no son algo que se pueda inicialmente constatar en algún si­
tio, pues lo cinematográfico no existe en estado de separación, y
sólo el análisis puede hacerlo llegar a ese modo de existencia; sólo
está hecho, pues, de lo que en él pone el analista.
La tarea de este último, en resumen, es localizar algunos de
los hechos fílmicos y construir con ellos los códigos cinematográ­
ficos: algunos rasgos fílmicos son cinematográficamente pertinen­
tes y otros no.
III. «FILME» EN SENTIDO ABSOLUTO

I I I .1. «E l fil m e »/« el cine »


Quizá se nos objete que es muy enojoso que introduzcamos de
nuevo así, aunque sea con precauciones, las palabras «cine» y «ci­
nematográfico» en un estudio que no se refiere en absoluto al he­
cho cinematográfico, por lo menos en el sentido de Cohen-Séat
(que corresponde a su vez a empleos muy corrientes). ¿No se po­
dría, pues, pensar en designar con la palabra filme —tomada esta
vez en singular absoluto (singular de generalidad)— lo que expre­
sa el sustantivo «cine» cuando se refiere al conjunto de los fil­
mes, y lo que expresa el sustantivado «cinematográfico» cuando se
refiere a los códigos propios de los filmes. Es un poco en esto en
lo que piensan, en efecto, los críticos de cine en algunos casos
cuando hablan de «el filme» (y no ya de «los filmes»); este empleo
de la palabra en francés está sólo esbozado1 y como dudoso; pero
se afirma en los libros escritos en otras lenguas, como el inglés o
el alemán: la palabra «filme», empleada en sentido absoluto, figu­
ra con frecuencia allí donde un texto francés hablaría de «cine»;
así, «semiología del cine» se convierte en inglés en film-semiotics
o semiotic of film (¡y no en «movies-semiotics» o «semiotic of the
movies»!); en alemán, Film-Semiotik (¡y no «Kino-Semiotik»!); a
«lenguaje cinematográfico» corresponde el alemán Filmsprache
(no «Kinosprache»); a «estructura de la significación en el cine»
correspondería en inglés structure of meaning in film (y no «in
the movies»), etc. Si nos pusiéramos de acuerdo en extender más
firmemente este uso al francés y vigilarlo con cierto rigor, parece
que se ganaría el hacer imposible, ya a partir del estadio termino­
lógico, toda confusión entre los hechos cinematográficos de Cohen-
Séat y nuestros códigos específicos, puesto que los términos «cine»-
1. En español existe el misino problema. Véase el prólogo. (N. del t.)
y «cinematográfico» se encontrarían excluidos de la designación
de estos últimos, y manifestar claramente que la aproximación
semiológica, en lo esencial, permanece interior al hecho fílmico,
puesto que la iónica palabra utilizada sería «filme» en singular o
en plural; al mismo tiempo, este juego basado en el singular y el
plural perm itiría conservar la necesaria distinción entre los dife­
rentes mensajes singulares ( = los filmes y los rasgos sistemáti­
cos de orden general = el filme): gracias al singular absoluto,
sería posible nom brar directamente los códigos sin implicar nin­
guna de sus manifestaciones particulares.

Esta solución, al principio, puede seducir por su apariencia de


claridad, de rigor y de sencillez; sin embargo, si la miramos de más
cerca, veremos que sólo podría crear nuevas confusiones. Consis­
tiría, en efecto, en sustituir una de las acepciones de la palabra
«filme» (= su empleo absoluto) por una de las acepciones de las
palabras «cine-cinematográfico» (la que proponemos y que apunta
a hechos interiores lo fílmico); ahora bien, el uso francés, que
esboza esta operación, se limita a esto, a esbozarla, y sin mucha
continuidad: para afirmarla y fijarla habría que violentarla, y no
se encontrarían seguidores; la manipulación perdería de este modo
el interés que se esperaba que tuviera.
Es notable, en efecto, que «cine» y «filme» en francés tienden
a oponerse en casi todos los contextos. ¡Oposición muy movediza,
se me dirá, puesto que cada una de las dos palabras tiene varias
acepcioneáí Es cierto. Pero si el lugar donde se oponen tiene ten­
dencia a desplazarse, el hecho de su oposición tiende a mantener­
se o a reconstruirse en cada uno de esos lugares.
Así el «filme», en singular o en plural, se opone al «cine» de
Cohen-Séat: es el discurso significante (o los discursos significan­
tes) frente al conjunto económico o tecnológico: hemos comen­
tado ampliamente este paradigma que existe en la lengua corrien­
te y sobre el cual ha basado Cohen-Séat su terminología. Pero lo
que hay que observar ahora es que «filme» no se puede tampoco
colocar en lugar de «cine» tal y como lo entendemos (conjunto
de códigos específicos); la cosa es evidente cuando la palabra de­
signa uno o varios filmes particulares: los «filmes» son entonces
los mensajes, y la misma palabra no puede designar a los códigos;
esto sigue siendo cierto (a pesar de algunas sugerencias contrarias
señaladas hace un momento) cuando «filme» se emplea en sentido
absoluto.
Veamos un poco este último punto. Puede decirse que «el filme
empieza la mayor parte de las veces por los títulos de crédito»,
y no que «el cine comienza la mayor parte de las veces por los
títulos de crédito»; que «el filme tiene un principio y un fin», pero
no que «el cine tiene un principio y un fin», etc.; estos ejemplos
son frases sencillas y corrientes: podrían encontrarse fácilmente
muchas más. ¿Qué muestran? Que la palabra «filme» —incluso en
el sentido absoluto en que se refiere a un conjunto de rasgos que
son del mismo tipo de generalidad que el «cine» y que, como él,
se aplican virtualmente a todos los filmes— no designa sin em­
bargo lo mismo que éste. Cierto es que se instala entonces en el
terreno de lo general, y por esto se acerca a nuestro «cinemato­
gráfico»: cercanía en que se basaba, un poco antes, el proyecto
terminológico que propusimos por un momento. Pero el filme, in­
cluso en singular de generalidad, es otra vez el mensaje: es el
mensaje que empieza la mayor parte de las veces por los títulos de
crédito, que tienen un principio y un fin, etc.: proposiciones to­
das que implican evidentemente un texto cerrado, un discurso,
pero que no tendrían ya sentido —y no se le ocurrirían, por otra
parte, a nadie, lo que da cuenta de las frases excluidas— si tu­
vieran que aplicarse a un código (sistema), es decir, a un conjunto
puramente virtual que no implica desarrollo textual, y por tanto
ni «principio» ni «fin»: esta instancia ideal es propiamente nues­
tro cinematográfico. Y en cuanto a «filme» entendido absoluta­
mente, por mucho que excluya la referencia a todo mensaje par­
ticular, no por eso deja de referirse al propio hecho del mensaje,
que es distinto de todo código, o hecho de código o conjunto de
códigos: razón suficiente para que renunciemos a emplearlo como
sustituto de nuestro «cine». Existe una segunda razón, corolario
de la primera: el mensaje, precisamente porque es mensaje, ma­
nifiesta conjuntamente todo tipo de códigos, específicos o no; aho­
ra bien, nuestra noción de lo cinematográfico excluye a éstos y
sólo se queda con aquéllos.

Por tanto, no es sólo a los filmes (= plural enumerativo) a lo


que se opone el cine, sino también al filme (singular absoluto).
Del mismo modo, lo que se encuentra frente a «la literatura» es
tanto «el libro» como «los libros», frente a «la pintura» tanto «el
cuadro» como «los cuadros», etc. Pues los mensajes singulares no
son los únicos que difieren de los códigos generales: difiere tam­
bién el hecho del mensaje en su propia existencia, o también el
conjunto de los rasgos comunes a los diversos mensajes en tanto
que son mensajes y no códigos. También el libro tiene siempre un
principio y un fin, m ientras que la literatura no; la pieza de mú­
sica es un discurso, pero la música no lo es, etc.
Esta noción de filme-absoluto no ofrece dificultad, por lo
menos en su principio: designa —es, incluso, la única que desig­
na, en el uso más corriente— lo que se tiene en la cabeza cuando
se quiere hablar del mensaje (objeto delimitado, secuencia cerra­
da, unidad actualizada y manifiesta, tejido de co-presencias) sin
referirse, sin embargo, a uno o varios mensaje(s) determinado(s)
y concibiendo lo que se dice como aplicable a todo mensaje, pero
sin que este rasgo de generalidad pueda tampoco crear una con­
fusión con el sistema de nivel correspondiente (conjunto signifi­
cante puramente virtual, y jam ás manifestado como tal), que es
igualmente cosa «general», pero de otra manera.
La palabra «filme», en sus diferentes empleos espontáneos,
está, pues, siempre del lado del mensaje, y la tradición deja al
contexto la tarea de revelar si se refiere a un mensaje dado o al
hecho del mensaje; la lengua corriente mantiene esta última dis­
tinción de modo relativamente claro, aunque sea por medio de
significantes muy variables; así encontramos, por una parte, «Este
filme es muy hermoso», «No me gusta ese tipo de filmes», «Los
filmes de Murnau no han envejecido», etc., y, por otra, «El filme
es significante de punta a punta», «Los filmes son objetos socia­
les», «Un filme es una obra de arte», «Todo filme es en el fondo
un documental», etc. Estos ejemplos muestran, por otra parte, que
el empleo de la palabra «filme» en singular gramatical no depen­
de siempre, ni mucho menos, del singular de generalidad (noción
semántica): si se nos dice que «este filme es uno de los más her­
mosos que existen», o que «el filme que acaba de ser presentado
ha sido rodado en Australia», el singular gramatical excluye evi­
dentemente toda generalidad y requiere, por el contrario, las di­
ferentes observaciones antes realizadas en cuanto al plural de par­
ticularidad: el «filme», en estos casos, está del mismo lado que
«los filmes»; se trata efectivamente de mensajes particulares, in­
cluso aunque de momento no se mencione más que uno. De modo
inverso, puede suceder que la idea de generalidad se establezca
sin ningún trabajo en oraciones en que la palabra «filme» se em­
plea en plural gramatical: en lugar de decir que «el filme comien­
za la mayor parte de las veces por los títulos de crédito», puede
decirse también que «las películas comienzan la mayor parte de
las veces por los títulos de crédito», y está claro que se ha dicho
lo mismo. Estaremos, pues, de acuerdo en hablar en adelante del
empleo absoluto de la palabra (m ejor que de su «singular de ge­
neralidad») y de su empleo enumerativo (m ejor que de su «plural
de particularidad»). Hubiera parecido más sencillo distinguir en­
tre el empleo «general» y el empleo «particular», pero esta termi­
nología habría sido peligrosa, evocando demasiado la referencia a
la noción de uso lingüístico (uso ordinario o, por el contrario, usos
especiales); ahora bien, el empleo enumerativo de la palabra «fil­
me» no es en forma alguna, en el uso actual de la lengua francesa,
un empleo particular: es, por el contrario, su empleo más ordina­
rio; y el empleo absoluto, en el uso, es precisamente el menos
general de los dos: «filme» sirve m ucho más para designar uno o
varios mensajes fílmicos determinados que el carácter de mensa­
je propio de todo filme.
Así, el hecho de mensaje, incluso considerado en su más am­
plia generalidad, no se confunde con el hecho de código. Y, sin
embargo, no hay nada en el m ensaje que no esté en el conjunto
de los códigos de este mensaje —si no es su combinación, que
es, a su vez, un sistema, pero un sistem a singular—, puesto que
todas las estructuras significantes, todas las configuraciones orga­
nizadas, todas las «leyes» que el analista encuentra en el corazón
del mensaje son las mismas que achacará a uno u otro de sus có­
digos, y que participarán así en el detallado establecimiento de
estos últimos: la combinación singular de varios códigos en el
seno de un mismo mensaje no es sino la estructura de este men­
saje. Pero precisamente la estructura de un objeto y el mismo ob­
jeto son dos cosas diferentes: el objeto es lo que se presenta ini­
cialmente al análisis; la estructura es la expresión de un análisis
ya realizado. Los códigos no existen más que porque el analista
los ha alimentado con materiales que proceden todos del mensaje,
pero los códigos (o su combinación en un sistema singular) no
son objetos del mundo, y son por eso, irremediablemente, distin­
tos del mensaje: se comprende así que no sea el cine el que tiene
un principio y un fin, o el que empieza por los títulos de crédito,
sino sólo el filme, que siempre es mensaje.
En inglés y en alemán, las palabras movies y Kino (los equiva­
lentes menos inexactos del francés «cine»2) se reservan esencial- i

2. Movies es más familiar que 'ciném a’ en francés, sin corresponder, sin embargo,
a cine; los angiicistas ven en esta palabra un americanismo. Por otra parte, el inglés
mente, ya en el uso com ente, para designar diferentes hechos que
Cohen-Séat llamaría cinematográficos; movies y Kino sólo tienen
débiles resonancias fílmicas: evocan la industria, la tecnología,
la economía (como «cine»), pero muy pocas veces el discurso, el
lenguaje o la obra (contrariamente a «cine»). Por tanto, para de­
signar el hecho fílmico de su mayor generalidad, el inglés y el ale­
mán no disponen, en muchos contextos, más que de «filme» en
empleo absoluto. (Dejemos de lado el inglés motion pictures, cuya
situación es muy flotante.) En francés, por el contrario —y en
otras lenguas, como el italiano, cuyo comportamiento es bastante
semejante al francés a este respecto3—, la palabra «cine» designa
corrientemente hechos fílmicos (ejemplo: «El cine es un lengua­
je»), mientras el sentido absoluto de la palabra «filme» también
se usa. El francés dispone, de este modo, de dos términos en la
zona semántica donde el inglés y el alemán no poseen, la mayor
parte de las veces, más que uno sólo, es decir, en el conjunto de
los casos en que se desea mencionar el hecho fílmico apartando
todo filme concreto; es sin duda esta dualidad, propia de ciertas
lenguas, la que explica que los dos términos se hayan especializado
y tiendan a repartirse el terreno, «cine» refiriéndose a los códigos,
y «filme» (en uso absoluto) al propio mensaje designado como
hecho general.

Nos cofiformaremos, pues, después de haberlas interrogado,


con las tendencias dominantes del uso ordinario de la palabra
«filme», y no lo utilizaremos, tanto en empleo enumerativo como
en empleo absoluto, más que para designar hechos de mensajes
(particulares o generales) con la pluralidad y la heterogeneidad
códica que implican; así se confirma la definición propuesta antes
para lo fílmico: «fílmico» será el adjetivo correspondiente al sus­
tantivo «filme» en sus dos empleos.
Para los hechos de código que caractericen propiamente a la
pantalla grande mantendremos el término cinematográfico, ya
comentado. Estas convenciones tienen como ventaja —y ésta es
su meta además— conservar permanentemente una clara distin­
ción entre los mensajes códicamente heterogéneos y los códigos
posee también la palabra ‘‘cinema", pero se emplea menos que su homóloga francesa y
no corresponde al mismo campo de uso.
3. Para el español véase el prólogo. (N. del t.)
específicos, tanto en los análisis de filmes en particular como en
los estudios generales acerca del filme.

III.2. Z ona común al film e y al c in e . S us lím ites


Existe, sin embargo, una circunstancia que merece la pena se­
ñalar: la distinción de lo cinematográfico y de lo fílmico, que la
lengua común mantiene como puede (obstinada y confusamente
a la vez), y que querríamos aquí explicitar, no consigue impedir
que, en determinadas oraciones, cine y filme (o cinematográfico
y fílmico) se conviertan en intercambiables, y el que escribe los
siente espontáneamente como tales. Así, fuera de un contexto par­
ticularmente indicativo, se podrá decir indiferentemente que el
montaje alternante y el fundido encadenado son figuras «fílmicas»
o «cinematográficas», que «pertenecen al cine» o que «pertenecen
al filme».
Pero ¿no dependerá esto de que la oración misma, por su con­
tenido y su nivel exacto de generalidad, provoca una neutraliza­
ción provisional de las dos oposiciones que separan corrientemen­
te «filme» de «cine» (que mantendremos por otra parte): la de
mensaje frente a código y la de heterogéneo frente a homogéneo?
Por una parte, en efecto, las dos figuras de que estamos tratando
aquí —montaje alternante y fundido encadenado— se encuentran
entre los hechos fílmicos que, además, son propios del cine; por
otra parte, la afirmación se nos propone bajo una forma suficien­
temente general para que no sepamos todavía si estas figuras se
están considerando en tanto en cuanto ocupan un segmento del
discurso (es decir, como hechos de mensaje y, por lo tanto, fílmi­
cos), o en tanto que encuentran su lugar en una combinatoria es­
pacio-temporal puramente lógica y no manifestada (es decir, como
hechos de código y, por tanto, cinematográficos). Basta con modi­
ficar el contenido de la oración para que ambas palabras dejen
de ser intercambiables. Por ejemplo, un filme cuyos minutos
diez y once estén ocupados por una secuencia de montaje alterno:
nadie pensará en decir que estos minutos nos informan acerca del
emplazamiento cinematográfico de la figura; es evidentemente
su emplazamiento fílmico el que se encontrará así determinado.
A la inversa, si algún teórico de la pantalla establece en su «mesa
de montaje» un acercamiento privilegiado entre el montaje alter­
nante y el montaje paralelo, insistiendo sobre sus puntos comunes
y localizando exactamente sus diferencias para colocarlas en pa­
radigma, cada cual estimará que es el emplazamiento cinemato­
gráfico de la figura (y no su emplazamiento fílmico) lo que este
autor quería concretar.
En los filmes soviéticos de la gran época, la oposición simbóli­
ca de los «rojos» y de los «blancos» contribuía frecuentemente en
la organización y el ritmo de la narración; no se puede, sin em­
bargo, hablar de ello —y no se hace— como de una construcción
cinematográfica, pues el paradigma de los rojos y de los blancos
pertenece a un código político y no a un código cinematográfico;
cuando aparece en un filme se habla de ello como de una cons­
trucción fílmica. Pero puede suceder que el empleo de esta oposi­
ción, en el detalle de las imágenes, eche mano de los recursos pro­
pios del cine: se podrá leer, por tanto, y por ejemplo, que «El
tratam iento cinematográfico de la antítesis entre los rojos y los
blancos está particularmente logrado en este filme».
Una frase como «El cine es un lenguaje» (o «El cine es un arte»)
es mucho más frecuente que «El filme es un lenguaje» (o «El fil­
me es un arte»); se habla de lenguaje cinematográfico con más
frecuencia que de lenguaje fílmico. En estas tres parejas de lo­
cuciones, la versión que contiene la palabra «filme» (o «fílmico»)
se encuentra en las fronteras de la impropiedad; y así lo siente el
propio lenguaje corriente. Pensar que el cine es un arte no da per­
miso para decir que el filme lo es, puesto que no puede ser más
que una realización de este arte y no este arte mismo.
«En el cine, el sonido tiene tanta importancia como la ima­
gen»/® En el filme, el sonido tiene tanta importancia como la
imagen»: estas frases son ambas posibles y dicen más o menos lo
mismo. A este nivel de generalidad, la idea presentada (= la gran
importancia del sonido) es verdadera a la vez en los mensajes có-
dicamente heterogéneos y en los códigos específico-homogéneos.
En cambio, es «al final del filme» —y no, desde luego, «al final
del cine»— cuando «el sonido se sigue oyendo a veces, aunque
toda imagen ha desaparecido de la pantalla»: la frase, esta vez, no
tenía sentido más que referida a un mensaje.

Los contextos en los que «cine» y «filme» (o «cinematográfi­


co» y «fílmico») se convierten en sustituibles son bastantes; se
encuentran fácilmente en la literatura cinematográfica; consisten
con frecuencia en frases muy sencillas y nada rebuscadas. Hemos
citado algunos ejemplos; podrían encontrarse otros: «El cine (o
«El filme») moviliza cuatro tipos de materiales: imágenes, ruidos,
diálogos y música.»
La superficie relativamente importante de esta zona de coinci­
dencia no debe sorprender, y la propia coincidencia no es una
anomalía que haya que «reducir». Este fenómeno de neutraliza­
ción condicionada no es propio del terreno del cine (¡o... del fil­
me!); posee su equivalente en otros estudios semiológicos, y en la
propia lingüística. Decir que «El código del alfabeto Morse está
completamente basado en la oposición de lo breve y de lo largo»
o que «Todo mensaje transmitido en Morse está completamente
basado en la oposición de lo breve y de lo largo» es exactamente
lo mismo (con la única diferencia de que las palabras «enteramen­
te basado» no tienen exactamente el mismo sentido en un caso y
en otro). Igualmente, si se afirma que «Los clics están práctica­
mente ausentes de la lengua francesa», se puede decir también
que «Los clics están prácticamente ausentes del enunciado fran­
cés». (No es exactamente de la misma ausencia de la que se trata
en ambos casos.) No es que se pueda decir que las nociones de
lengua y enunciado, en la investigación lingüística, puedan inter­
cambiarse libremente, o que su dualidad repose sobre considera­
ciones inciertas y oscuras; está claro para todo el mundo que son
dos nociones muy distintas. Y, sin embargo, existe toda una clase
de oraciones que son verdaderas a la vez para el enunciado y para
la lengua: el ejempio de los clics está entre ellas; otras son quizá
más corrientes: así, se dirá que «La combinación de un verbo y un
sujeto es en muchos idiomas un rasgo esencial de la lengua», pero
también que «La combinación de un verbo y de un sujeto es en
muchos idiomas un rasgo esencial del enunciado», que «La lengua
francesa admite a la vez la coordinación y la subordinación», pero
también que «El enunciado francés admite a la vez la coordinación
y la subordinación», etc.
Se comprende, pues, que si la distinción entre el cine y el filme
es a veces fuente de dificultades, no es porque ambas nociones es­
tén intrínsecamente mal definidas o porque su oposición sea hui­
diza o confusa, sino porque están menos desarrolladas unas cos­
tumbres rigurosas en la investigación cinematográfica que en otros
terrenos; el que dos conceptos manifiesten un campo común al
mismo tiempo que, por otra parte, permanecen diferentes es algo
que no puede provocar ninguna confusión más que en estudios que
sean confusos a su vez.
Lo que sigue siendo cierto, sin embargo —pero que es más
interesante para la estilística francesa que para nuestro proyecto
terminológico—, es que el uso corriente se muestra, en conjunto,
más estricto y más fiel a sí mismo cuando se trata de «cine» que
cuando se trata de «filme». En las afirmaciones que se refieren
manifiestamente al mensaje y sólo a él, la palabra «cine» no apa­
rece casi nunca: todo el m undo dice que «El filme no suele durar
más de tres horas»; nadie dice que «El cine no suele durar más
de tres horas» (o si no, es que se quiere hablar de otra cosa: de
la «sesión de cine», que es una institución social y no un mensaje
o un discurso: ejemplo estupendo de un hecho cinematográfico-no-
fílmico). Todo el mundo dice (o podría decir) que «El filme suele
term inar con una imagen más larga que las demás»; nadie dirá
que «El cine suele term inar con una imagen más larga que las de­
más». Se habla corrientem ente de un «filme en episodios», pero
no de «cine en episodios», etc. Por el contrario, en ciertas frases,
que se refieren sin duda alguna al código y sólo a él, se encuentra
con mucha mayor frecuencia la anomalía que hace aparecer «fil­
me» donde se esperaba «cine»; ya hemos citado «El filme es un
lenguaje», «El filme es un arte»; se encuentran también frases
como «Es difícil com parar la literatura con el filme, pues, etc.»,
o también «Lo que el arte barroco buscaba en vano hacía tiempo,
el filme lo obtiene de entrada, sin trabajo y sin mérito». Los usos
de este tipo son casi impropiedades para la lengua común, pero
aparecen con demasiada frecuencia en las conversaciones o en los
libros relacionados con el cine.
Esto equivale a decir que existe una especie de subempleo, que
puede considerarse enojoso, pero que tiene sus propias normas;
éstas prevén que la sustitución de «cine» y de «filme» es unilate­
ral: «filme» no es sustituible por «cine», pero «cine» es rempla-
zable por «filme» (por lo menos cuando no tiene el sentido de
Cohen-Séat, y designa hechos fílmicos); la idea de código está más
claramente presente en «cine» que la de mensaje en «película»:
por tanto «cine» queda excluido cuando se quiere hablar del men­
saje, mientras que «filme» es apta para designar el hecho de có­
digo y el de mensaje a la vez, o por lo menos no excluye al código
tan claramente como «cine» al mensaje; «filme» está, pues, dispo­
nible en todos los casos, m ientras que «cine» sólo se puede utilizar
cuando se habla del código: por ello «filme» puede siempre rem­
plazar a «cine», sin que lo contrario sea cierto.
Subempleo enojoso, decíamos. ¿Por qué? Porque nos priva de
un término que se opone claram ente a «cine» como el mensaje al
código, y que designa sólo a este mensaje. Y también porque crea
un doblete inútil, con «cine» y «filme» cuando se trata de designar
Jos códigos específicos. Rechazaremos, pues, este uso particular
para conservar las definiciones tácitas de uso más general: «filme»
designa al mensaje en su pluralidad y su heterogeneidad códicas;
«cine», al conjunto de los códigos homogéneos y específicos; am­
bas palabras no son sustituibles más que cuando lo que se quiere
decir se aplica efectivamente a los dos objetos correspondientes.

Parémonos algo más en esta zona de intersección para notar


que su existencia es inseparable de ciertos caracteres de la em­
presa semiológica misma, así como de los hechos de los que tiene
que entender. Si «cine» o «filme» son a veces intercambiables, la
primera razón de esto es que algunos fenómenos, por su naturale­
za, pertenecen a la vez al cine y al filme. Lo que llamamos cine­
matográfico, recordémoslo, es lo cinematográfico-fílmico: todo he­
cho cinematográfico es un hecho fílmico (aunque lo inverso no
sea cierto); así, los procedimientos que trazan lo que se llama a
veces la «retórica de la pantalla» (figuras de montaje, movimientos
de aparatos, racores,4 etc.) presentan el doble carácter de ser pro­
pios del cine (y por tanto cinematográficos) y de aparecer en los
filmes (y por tanto de ser fílmicos); por ello, mientras se esté
describiendo una figura de montaje, en su principio más general
y sin otra precisión —como en el ejemplo del montaje alternante
y del fundido encadenado, evocados antes—, se puede con todo
derecho, hablar de ello indiferentemente como de una figura del
cine o de una figura del filme.
Por otra parte, existe un nivel del análisis en que los códigos
generales pueden ser descritos como constituidos por el conjunto
de los rasgos comunes a todos los mensajes particulares («el cine»
se junta entonces con «el filme»), con la excepción, sin embargo
—excepción irreductible—, del propio hecho del mensaje. Por tan­
to, diferentes rasgos de la significación se prestan a ser analiza­
dos, por lo menos durante cierto tiempo, como perteneciendo al
mismo tiempo al cine y al filme, o más exactamente como situa­
dos por encima del punto en que esta distinción adquiere sentido;
4, En español se utiliza la expresión francesa raccord, o un galicismo españolizado
racor, para designar la forma en que dos planos se encadenan. El Vocabulario de cine-
matograjía (La Haya, Servicio de Información del gobierno holandés, sin fecha), en
cinco lenguas, publicado bajo los au5picios dei Consejo de Cooperación Cultural del
Consejo de Europa, ofrece dos posibilidades para traducir el francés raccord; las dos
posibilidades son raccord y empalme. Parece que empalme debe limitarse para significar
la unión de dos trozos de película. Todo racor es un empalme, pero no al contrario. El
empleo de la expresión francesa resulta absurdo. El italiano también ha asimilado el
término, construyendo raccordo. El plural del español racor debe ser racores. (N. del t.)
de tal suerte, las dos nociones tienen en común una parte (sólo
una parte) de su contenido, como lo testimonia la propia existen­
cia de lo «cinematográfico-fílmico». Pero no por eso dejan, incluso
en esta parte, de diferir radicalmente por su definición y de re­
presentar, en esta medida, dos objetos que tienen interés en per­
manecer diferentes frente a la gestión analizante. El código difiere
siempre del mensaje en que uno es código y el otro mensaje, y
—aunque la lista total e lo que se encuentra en éste fuese idén­
tica a la lista total de lo que se hace entrar en aquél (hipótesis
que se encuentra excluida de entrada cuando varios códigos ac­
túan en el seno del mismo mensaje)— seguiría siendo cierto que
estos rasgos deben ser comprendidos aquí como asociados unos a
otros siguiendo el hilo de un discurso manifiesto, y allí como uni­
dos unos a otros por la coherencia de una lógica siempre tácita.
El montaje alternante, considerado en su principio más general,
por mucho que sea a la vez un procedimiento del cine y del filme,
es, sin embargo (o por lo menos debería ser), concebido en el
filme como una figura susceptible de ocupar un segmento deter­
minado de la banda de imágenes, y en cine como una figura —otra,
y sin embargo la misma, y es de ahí de donde nacen las confusio­
nes— que realiza una de las posibilidades lógicas autorizadas por
una combinatoria espacio-temporal puram ente ideal.
Por tanto, más allá de la zona de empleo común a las dos pala­
bras —«más allá» es decir a su alrededor igual que en su inte­
rior— se tendrá cuidado en mantener cada término con su valor
propio, tal y como el capítulo precedente se había esforzado en
locálizarlo: filme del lado del mensaje (y por tanto de lo hetero­
géneo), cine del lado de lo específico y de lo homogéneo ( y por
tanto del código).
IV. PLURALIDAD DE LOS CÓDIGOS CINEMATOGRÁFICOS

IV . 1. C ódigos generales y códigos particulares


Se habrá observado que la noción de cinematográfico, hasta
ahora, ha sido definida por dos caracteres pertinentes. Al decir
de un hecho que es cinematográfico se quiere indicar primero que
tiene un lugar (o que se desea dárselo) en el seno de un sistema
de conjunto, coherente, de un código; se trata de un rasgo deter­
minado como un hecho filmico mientras simplemente es encon­
trado dentro de un mensaje y sólo se constata su presencia o se
la describe exteriormente; a partir del momento en que ese rasgo
se piensa en términos de código se hace de él —o por lo menos
se trata de hacer de él— un rasgo cinematográfico. La codicidad
(es decir, la posición cercana al código, cercana a lo que ya no es
el mensaje bruto) es, pues, uno de los caracteres definitorios -de
lo cinematográfico. El otro es la especificidad: sólo se hablará
de «cinematográfico» si los códigos en que se piensa son propios
de un determinado medio de expresión (llamado «cine»), o si se
tiene intención de demostrar que lo son.
Sin embargo, la opinión común y la lengua corriente unen im­
plícitamente a la noción de cine un tercer rasgo de definición, que
no se confunde ni con la especificidad ni con la codicidad: el sema
de generalidad. La palabra «cine» representa para la mayor parte
de las mentes un conjunto de rasgos que son comunes para todos
los filmes. Se opone con frecuencia «el cine» a «los filmes», y al
hacer esto lo que se diferencia no es (o por lo menos no es con
primacía) el código del mensaje, o lo específico de lo heterogéneo,
sino, mucho más espontáneamente, lo general de lo particular.
Esta sugerencia, aunque esté muy extendida, es el resultado,
sin embargo, de un malentendido. La noción de cinematográfico
no implica la generalidad más que cuando la palabra está emplea­
da en su sentido absoluto, y sin ningún determinante: la indica­
ción depende, por tanto, de este empleo, y no de la palabra. Si ya
declaro que «El cine es mi arte de lo concreto», considero, evi­
dentemente, que mi afirmación se reñere a todos los filmes; pero
puedo decir, igualmente, que «El filme es más concreto que el li­
bro»: la indicación de generalidad será igualmente fuerte, a pesar
de la ausencia de la palabra «cine»; e, inversamente, basta con
añadir a esta palabra cualquier tipo de determinante para que de­
saparezca la idea de generalidad: cuando me hablan del cine ale­
mán o del cine de vanguardia, o del cine de entreguerras, etc.,
nada de lo que venga después podrá referirse a todos los filmes.
Hay que observar, además, que la palabra «cine» (sustantivo)
no se emplea, en absoluto, en plural (cuando se habla de «los ci­
nes», se está pensando en las salas de proyección). Esta preponde­
rancia del singular ha contribuido, ciertamente, mucho al malen­
tendido que querríamos disipar aquí: se imagina confusamente al
cine como algo único y global (e igualmente es porque la palabra
«filme» se emplea con mucha frecuencia en plural por lo que la
noción se siente corrientemente como enumerativa y particulari­
zante). Con el adjetivo «cinematográfico» el error es menos tenta­
dor, y la sugerencia de generalidad automática desaparece: pues­
to que se puede hablar de los estilos cinematográficos, de las es­
cuelas cinematográficas, de los géneros cinematográficos, etc., es,
pues, que un hecho puede ser cinematográfico y limitado sin em­
bargo a algunos filmes.
i*
Por tanto^ los fenómenos cinematográficos no son forzosamen­
te comunes a todos los filmes. Pueden serlo; se trata entonces de
fenómenos cinematográficos generales. En esta categoría coloca­
remos no sólo los rasgos que lo son efectivamente, sino también
aquellos que lo son virtualmente: está claro, por ejemplo, que la
panorámica —si se entiende por panorámica la propia figura, y no
tal o cual de sus valores particulares, lo que nos coloca ya al nivel
del subcódigo— es susceptible de aparecer en cualquier filme,
mientras que otros rasgos no (algunos tipos de planos de conjunto
son sólo propios del western; algunos tratamientos de los movi­
mientos de cámara se dan únicamente en la escuela expresionista
alemana, etc.); la panorámica constituye, pues, un fenómeno cine­
matográfico general; y, sin embargo, su generalidad es sólo virtual
pues algunas películas no tienen ni una sola panorámica.
Llamaremos códigos cinematográficos generales a las instancias
sistemáticas (que tiene que construir el analista) en las cuales se
colocarán los rasgos que no sólo caracterizan propiamente la pan­
talla grande, sino que además son comunes (efectiva o virtualmen­
te) a todos los filmes.
Frente a estos códigos cinematográficos generales, los códigos
cinematográficos particulares reagrupan los rasgos de significa­
ción que aparecen sólo en algunas clases de filmes (= por lo que
son particulares), pero no se manifiestan, sin embargo, más que
en filmes (— por lo que son cinematográficos); la presencia de
códigos de este tipo es muy sensible en los filmes pertenecientes
a un «género» fuertemente afirmado, como el western clásico;
este último manifiesta un código (o un conjunto de códigos) dife­
rente de los que caracterizan a los filmes en general (en el wes­
tern aquéllos vienen a añadirse a éstos), pero igualmente diferen­
te de los que organizarían una canción o una narración oral del
Oeste americano. Sin embargo, el «género» no es más que un ejem­
plo de estas clases de filmes a las que corresponden códigos cine­
matográficos particulares; existen otras: así el conjunto de las de
una misma «escuela» (si existe unidad de elección), o de una mis­
ma época, o de un mismo país productor (si es que poseen rasgos
comunes y diferentes de los de los demás países), o de un mismo
cineasta, etc. Volveremos especialmente sobre estos problemas en
los capítulos VII.l y VII.2.
Un código particular no es un sistema singular: ambos, evi­
dentemente, tienen en común que no son generales, como lo indica
su respectivo nombre, pero no por eso se confunden. Cada filme
posee su estructura propia, que es una organización de conjunto,
una red en la cual todo va unido; en resumen: un sistema; pero
este sistema sólo vale para un filme; es una configuración que
constituye el resultado de diversas elecciones, por ejemplo de de­
terminada combinación entre los elementos escogidos. Estas elec­
ciones se han hecho entre los recursos ofrecidos por diferentes
códigos cinematográficos (generales o particulares); pero también
por códigos no-cinematográficos: un filme no es «cine» de punta
a punta, y lo que lleva en sí de no-cinematográfico (su trasfondo
político, por ejemplo, o el trazado de los personajes) es tan im­
portante como el resto cuando se trata de definir su singularidad,
es decir, lo que la diferencia de todos los demás filmes. En la
medida en que los filmes son considerados como totalidades sin­
gulares, cada uno de ellos lleva en sí un sistema que es tan singu­
lar como el propio filme: es un sistema, pero no es exactamente
un código, puesto que no tendría más que un «mensaje». Por el
contrario, los códigos cinematográficos particulares, a pesar de su
particularidad, merecen su nombre de códigos, pues cada uno de
ellos participa en varios mensajes (incluso aunque no sea en todos
los mensajes del cine), y no se refiere propiamente a ninguno de
estos mensajes.
No se deberá, pues, confundir lo particular y lo singular (a pe­
sar de la falta de generalidad que les es común), pues lo particu­
lar es también código, m ientras que lo singular representa la es­
tructura del mensaje (véase cap. V.5). Notemos también que lo ge­
neral y lo particular, a pesar de su diferencia de extensión, tienen
el punto común de no ser singulares, es decir, de permanecer
códigos.

En definitiva, si el sentir común une (equivocadamente) a la


noción de cinematográfico una idea de obligatoria generalidad, es
porque la oposición más usual es la que se establece entre «ef
cine» y «los filmes» (donde una de las dos palabras se toma en
empleo absoluto y la otra en empleo enumerativo); la oposición
global que se percibe confusamente se desprende de la acumula­
ción de dos paradigmas distintos: el de los nombres y números;
la indicación de generalidad o de no-generalidad depende del se­
gundo y sólo de él, pero no se suele hacer la descomposición. Sin
embargo, basta con comparar «los estilos cinematográficos» y «los
filmes» (es sólo un ejemplo) para que una de las oposiciones se
neutralice y la otra subsista en estado de aislamiento: se hace
entonces manifiesto que estamos, siendo todo igual en cuanto a la
generalidad (o más bien, en este ejemplo, en cuanto a la no-gene­
ralidad), frente a la diferencia que separa a los mensajes tomados
globalmente (= «los filmes») de los códigos homogéneos y espe­
cíficos (= «los estilos cinematográficos»),

IV.2. P luralidad según dos ejes


La noción de «código cinematográfico particular» merece que
nos paremos en ella un poco. Se concibe perfectamente que un
código cinematográfico sea general: puesto que es cinematográfi­
co, es que va unido de una forma u otra a la adopción del ve­
hículo llamado cine, y, por consiguiente, susceptible de ser emplea­
do en cualquier mensaje confiado a este vehículo. Pero, si esto es
así, ¿cómo hay que entender que otros códigos cinematográficos
sean particulares?
Vamos a ver que esta noción, en definitiva, depende del hecho
sencillo pero importante de que existen varios códigos cinemato­
gráficos, y no uno solo. Lo fílmico, como ya se ha dicho, se carac­
teriza por la multiplicidad y la heterogeneidad de estos códigos
que lleva en sí; lo cinematográfico, a su vez —aunque excluya, por
definición, gran cantidad de códigos fílmicos— consiste también
en un conjunto de códigos, no en un código.
La pluralidad de los códigos cinematográficos es, para empe­
zar, una consecuencia de la pluralidad de los propios filmes. Exis­
te una cantidad considerable de filmes que difieren por sus temas,
sus intenciones, su técnica de rodaje, su condicionamiento socio­
lógico, etc.; así se constituyen clases de filmes, que existen, a su
vez, en gran cantidad: lo que se llama la «comedia americana de
entreguerras» es una clase de filmes; el «burlesco de la época muda»
es otra; el «Kammerspiel»,1 otra, etc. Cada uno de estos grupos
de filmes lleva en sí diferentes códigos que le son propios, y por­
que el usuario adivina o nota su presencia es por lo que coloca
espontáneamente varios filmes en una misma categoría. Estos có­
digos son tan particulares como las clases de mensajes a que
corresponden, pero permanecen absolutamente distintos de estos
mensajes, puesto que son instancias ideales, construidas por el
analista, desprovistas de desarrollo textual, y puesto que cada uno
de ellos es único para varios filmes.

Sin embargo, la pluralidad de los códigos cinematográficos no


sólo depende de la multiplicidad de los filmes y de las clases de
filmes: es en sí una pluralidad múltiple que se establece sobre
varios ejes. Incluso si nos ocupamos nada más de los códigos
cinematográficos generales y neutralizamos así provisionalmente
el prim er eje de pluralidad, nada permite afirmar, en el estado
actual de la investigación, que el material retenido después de este
filtraje se ordene en un código único. El campo «cinematográfi-
co-general», tal y como lo hemos definido, puede consistir a su
vez en diferentes microsistemas cada uno de los cuales, es, por
definición, más particular que él, y sin embargo sigue concernien­
do a todas las clases de filmes. Las líneas de reparto que separan
1. Movimiento cinematográfico alemán que, a principios de los años veinle, pretende
apartarse del expresionismo y acercarse al naturalismo. Uno de sus autores principales,
Lupu-Pick, decía que lo particular de su arte debía destinarse 'a evocar el silencio
cotidiano en que se desarrollaban los pobres gestos de cada día, dictado solamente por
la costumbre”. (M. del t.)
unos de otros estos códigos particulares no coinciden con las dis­
tinciones entre grupos de filmes. Si nos fijamos como objeto de
estudio lo que se llama la «puntuación» cinematográfica, o los
movimientos de cámara, o, también, los grandes tipos de relacio­
nes entre la imagen y el sonido, nos encontramos, evidentemente,,
con que hemos «dividido» el fenómeno cinematográfico; pero no
lo hemos dividido de la misma forma que si se hubiesen distingui­
do en él varios tipos de filmes, pues cada una de las subdivisiones
se refiere esta vez al conjunto de los filmes.
Cuando se examinan los problemas cinematográficos generales,
lo que se presiente primero (como es normal) son diversos códi­
gos parciales, como el del montaje en el interior de la secuencia
(= es el problema de los grandes tipos de secuencia), o el de los
«racores», o el que forman los desplazamientos temporales m ás
corrientes: la vuelta atrás («flash-back») bajo sus formas subje­
tiva y objetiva; el «flash-forward» (salto al futuro), que admite las
mismas variantes, etc. Es evidentemente más fácil y más rápido
presentar un estudio un poco concreto, incluso ya preformalizado,
de estos pequeños sistemas restringidos —poniendo en evidencia.
su coherencia lógica y simbólica, su carácter auténticamente có-
dico—, que llegar al mismo resultado para el total de los hechos
cinematográficos generales. Ciertamente, estos diferentes sistem as
van quizá unidos unos a otros por lazos a su vez sistemáticos, de
forma tal que formarían, en último término, una especie de amplio
supersistema único; tal es, en el fondo, el caso de lo que se llama
«el sistema*de la lengua», y que es más bien un sistema de siste­
mas: están el sistema fonológico, las flexiones, la sintaxis, las di­
ferentes configuraciones léxicas, etc. Pero, de todos modos, pode­
mos perm itim os hablar de la lengua como de un sistema final­
mente unitario, pues los nexos entre los sistemas parciales están
ya estudiados y con frecuencia se conocen bien. En el concepta
generativo-transformacional, por ejemplo, los diferentes «compo­
nentes» de la m áquina lingüística (componente sintagmático, com­
ponente transformacional, componente fonológico, matrices léxi­
cas, etc.) están estrictam ente articulados unos sobre otros, y el
educto de cada uno de ellos se convierte en el aducto2 de la si­
guiente. Sucede algo muy diferente con los estudios cinematográ­
ficos, no sólo porque las investigaciones están mucho menos ade­
lantadas, sino, más radicalmente, porque el lenguaje cinematográ­
2. Se traduce in-put por “aducto” y out-put por "educto", como hace C. P. Otero
en el libro de Chomsky ya citado. (N. del t.)
fico no está quizá tan estrictamente organizado como tina lengua,
porque constituye uno de estos conjuntos semiológicos cuya «fle­
xibilidad» subraya la opinión común —es decir, que implican gran
número de códigos y, por tanto, un apreciable margen de juego—,
de forma que no se puede excluir la hipótesis de que los hechos
cinematográficos generales se repartan definitivamente en deter­
minada cantidad de microsistemas mal unidos entre sí y, por así
decirlo, insularizados.
Sea como fuere, y en espera de saber más, el analista que es­
tudia el picado o el contrapicado (o el conjunto de los tipos de
relaciones temporales posibles entre dos imágenes contiguas) en­
cuentra frente a sí un código cinematográfico que es general (pues­
to que se refiere virtualmente a todos los filmes), pero que es, al
mismo tiempo, particular, puesto que no moviliza más que algunas
de las figuras significativas de la pantalla.

Es, pues, imposible clasificar sin más explicaciones los códigos


cinematográficos en «generales» y «particulares», puesto que exis­
ten dos ejes distintos de pluralidad, y ya que un código que sea
general sobre uno de estos ejes puede ser particular sobre el otro.
Hay que acordarse de que un código no es un objeto que se en­
cuentre ya constituido ante uno, sino una construcción coherente
a la que el analista puede conceder el grado y el género exacto de
generalidad o de particularidad que desee, con la única condición
de que las conclusiones correspondan con el acto inicial de cir­
cunscripción (es el principio de pertinencia); del mismo modo, un
lingüista puede fijarse como meta el estudio del código del francés
elegante, o del francés familiar, o el que es común a ambos: basta
con decirlo.
Una investigación acerca de Los movimientos de cámara en el
cine —como las que existen— tiene por objeto específico un siste­
ma que es general sobre el eje de los film es (puesto que no se re­
fiere propiamente a ninguna categoría de mensajes), pero particu­
lar en el eje de los recursos, puesto que toma en consideración
los movimientos de cámara y sólo ellos, renunciando así a englo­
bar los demás recursos expresivos del discurso cinematográfico.
Por el contrario, el que estudie El estilo cinematográfico en los
filmes «negros» americanos se ocupa de un sistema general en el
eje de los recursos, pero particular en el eje de los filmes.
De aquí el problema de denominación: ¿en qué caso se va a de­
cir que un código cinematográfico es «general»? Se puede, eviden­
temente, crearse la obligación de precisar continuam ente en qué
eje está; esto es, por otra parte, lo único que se puede hacer cuan­
do amenaza la confusión. Pero en los demás casos sería pesado e
incómodo: una expresión como «código-cinematográfico-particular-
sobre-el-eje-de-los-filmes» no entra en ninguna frase y paralizaría
la pluma del que escribiera. Sin embargo, se ofrece una solución,
que depende de que, entre los dos ejes de que acabamos de ha­
blar, uno de ellos, mucho más que el otro, está espontáneamente
presente en la mente de cada cual, y en él se piensa siempre en
primer lugar: el eje de los filmes. Así, en una bibliografía, un es­
tudio acerca de los diferentes usos del fundido encadenado se co­
locará, normalmente, entre las «obras generales», a pesar de su
particularidad en el eje de los recursos, por la única razón de que
no se refiere a algunos filmes más que a otros; inversamente, se
considerará como una «investigación particular» tal o cual trabajo
acerca de los procedimientos cinematográficos en el cine clásico
sueco, que, sin embargo, está en el eje general de los recursos,
pero que no se refiere al conjunto de los filmes.
Estaremos, pues, de acuerdo, salvo en los casos en que sea
necesario ser más explícito, en basarnos únicamente en el eje de
las clases de los filmes para declarar particulares o generales los
diferentes códigos cinematográficos. Será «general» todo código
que, incluso con un contenido muy restringido, interesa virtual­
mente a todos los filmes; será «particular» todo código, incluso
rico y de vasta extensión, que se refiera selectivamente a determi­
nados filmes y no intervenga en los demás. En suma: como el eje
dé* los recursos no participa en la denominación, puede suceder
que, en este eje, algunos códigos «particulares» sean muy genera­
les y algunos códigos «generales» muy particulares. Es esta con­
vención terminológica la que ha sido adoptada, por anticipado, ya
en el capítulo precedente.

IV.3. «L enguaje cinem atográfico » ( volvamos al tem a )


Estas escasas reflexiones acerca de la pluralidad de los códi­
gos cinematográficos permiten concretar ahora (sin modificarla)
la noción de lenguaje cinematográfico tal y como ha sido definida
en el capítulo II.4.
Dejaremos de lado los casos en que esta expresión va acompa­
ñada de un contexto que por sí solo determina exactamente su
alcance. Si leo que «El lenguaje cinematográfico, en Ordet,3 con­
sigue fácilmente..., etc.», está claro que de lo que quieren hablar­
me, de hecho, es de un sistema singular, propio de un solo filme;
en el fondo no es ya verdaderamente de lenguaje cinematográfico
de lo que se trata, sino del empleo que de él se hace en un caso
concreto. Igualmente, si se dice «El lenguaje cinematográfico tiene
una manera muy especial de tratar la puntuación», es que se está
pensando en realidad en un código cinematográfico general (uno
sólo, el de la puntuación), es decir, en una parte del lenguaje ci­
nematográfico más que en este lenguaje. En todos los casos de
este tipo se notará que el contexto aporta una gran precisión, pero
deforma la noción: se sabe exactamente de qué se trata, pero no
es ya del lenguaje cinematográfico.
Quedan los casos, frecuentes también, en que se habla de «len­
guaje cinematográfico» sin mayor determinante en el contexto
próximo; así en ¡as frases que empiezan por «El lenguaje cinema­
tográfico es...» (aquí un adjetivo), o «El lenguaje cinematográfico
se caracteriza por su...» (aquí un sustantivo), etc. La noción, esta
vez, aparece, por así decirlo, en estado puro, y es entonces cuando
importa más medir su alcance. Más arriba (cap. IV.l) habíamos
ya retenido dos rasgos definitorios: la codicidad y la especifici­
dad; se puede ahora añadir un tercero, tanto más cuanto que los
dos primeros están igualmente contenidos (incluso de forma más
explícita) en la expresión «código cinematográfico»; vamos a ver,
por otra parte, que esta precisión suplementaria está ya en sus­
pensión en el empleo espontáneo que se da a la expresión «len­
guaje cinematográfico».
Los códigos cinematográficos son múltiples, mientras que el
uso corriente presenta el lenguaje cinematográfico como algo único
y de lo que siempre se habla en singular. Subrayar esta noción
será, por ejemplo, reagrupar en una especie de sistema único los
diferentes códigos cinematográficos particulares que se han suce­
dido en el curso de la historia del cine (es decir, que están entre
sí en relación diacrónica); cierto es que se dirá que «El lenguaje
cinematográfico ha evolucionado mucho», pero esta manera de
decir la cosa tiene precisamente por efecto presentarla como cam­
bio de un código único, y no como la sucesión de varios códigos.
Igualmente, la expresión sirve comúnmente para mencionar en
bloque los diferentes códigos cinematográficos generales, que se
3. Filme realizado en 1955 por Cari Theodor Dreyer. (N. del t.)
distinguen unos de otros en el eje de los recursos: el que habla sin
más precisiones del «lenguaje cinematográfico» está pensando en
una especie de conjunto ideal que comprendería a la vez el siste­
ma del montaje, el de los movimientos de cámara, el de los raco­
res, etc., y no es una casualidad si los manuales de vulgarización
consagrados al lenguaje cinematográfico se dividen, la mayor par­
te de las veces, en una serie de capítulos así repartidos. El lengua­
je cinematográfico es también la suma —o el sincretismo provi­
sional— de todos los códigos cinematográficos particulares pro­
pios de las diferentes clases de filmes; tal era ya el caso en el
ejemplo diacrónico evocado hace un momento (pues las películas
de una misma época constituyen una clase de filmes, de modo que
al hablar del «lenguaje cinematográfico» a secas se neutralizan
temporalmente las variaciones de época, es decir, una de las vaL
riaciones posibles sobre el eje de las clases de películas); igual­
mente, al decir que «El campo-contracampo pertenece al lenguaje
cinematográfico» se hace abstracción de las variaciones que según
las escuelas, los géneros, los países, las épocas, afectan al «valor»
del campo-contracampo: también esta vez el lenguaje cinemato­
gráfico está, por decirlo así, como factor común de todos los có­
digos cinematográficos particulares; e incluso si se declara que
«El lenguaje cinematográfico varía mucho según las escuelas», se
presentan una serie de códigos cinematográficos particulares como
otras tantas variantes de un código general único.
En resumen: el uso existente consiste en hablar de «lenguaje
cinematográfico» cuando se quiere presentar como una amplia
unidad cié sistema el conjunto de las codificaciones propiamente
cinematográficas para el conjunto de las clases de filmes y el con­
junto de los recursos expresivos de la pantalla grande. Conserva­
remos este uso que posee su utilidad: a ciertos niveles del análi­
sis (y en ciertos momentos de las discusiones) no cabe duda de
que todos los códigos cinematográficos pueden considerarse en
bloque; pueden concebirse diversas oraciones que se apliquen uni­
formemente a todos ellos: así cuando se constata que el lengua­
je cinematográfico se parece más al discurso que a la lengua, que
sólo tiene, como propias, unidades de dimensión bastante grande,
que no tiene nada que corresponda a la palabra, etc. (de hecho, el
conjunto de lo que puede decirse que se refiera indistintamente a
todos los códigos cinematográficos constituye un terreno bastante
amplio). Por el contrario, en los casos en que se desee suspender
esta neutralización general —cuyo carácter metódico debe siempre
permanecer consciente—, se concretará que de lo que se desea
hablar es de tal o cual código cinematográfico, general o par­
ticular.
En conclusión, definiremos lenguaje cinematográfico como el
conjunto de todos los códigos cinematográficos, particulares y ge­
nerales, siempre que se dejen de lado provisionalmente las dife­
rencias que los separan, y que se trate a su tronco común, por
convención, como a un sistema real unitario.
V. DEL CÓDIGO AL SISTEMA, DEL MENSAJE AL TEXTO

V.l. «E studiar los f il m e s »: dos cam in os d ifbrentes


Se establece comúnmente una distinción entre los autores que
estudian el lenguaje cin em a to g rá fico y los que estu d ia n los film es,
y así se clasifica a veces a los «teóricos» entre aquéllos y a los
«críticos» entre éstos; de todas formas, irnos son los que escriben
sobre cine en general y los otros sobre tal o cual filme, expresa­
mente designado.
Dentro de esta oposición, lo que se llama «los filmes» no de­
signa al material fílmico bruto, pues en este caso la distinción
no sería posible: el que se supone que estudia el lenguaje cine­
matográfico se basa en un co rp a s que, a su vez, está también
constituido por filmes y sólo por filmes (se podría, pues, declarar
que «estudia los filmes»). Lo que la distinción usual intenta decir
—o lo que se le puede hacer decir que sea menos irracional— es
que existen dos tipos de análisis: los que tienen por m eta reagru-
par rasgos fílmicos en tantos sistemas como filmes hay, y los que
intentan reagrupar rasgos fílmicos en un sistem a (o en un conjunto
de sistemas) que no se refiera a ningún filme en particular. Am­
bos consisten en estudiar los filmes: ¿qué es, en efecto, «lo es­
tudiado» sino el objeto preexistente al estudio? Cuando se dice de
un autor que no estudia el lenguaje cinematográfico, sino los fil­
mes, se entiende por esto que se esfuerza por establecer la mane­
ra en que están construidos los filmes (tomados uno a uno), la
organización de sus temas y de sus motivos, el uso singular que en
ellos se hace de los diferentes procedimientos cinematográficos,
las relaciones que unen este uso al «contenido» del filme, etc. En
resumen: si los estudios de este género tienen como punto de par­
tida «los filmes», su punto de llegada (el objeto que se esfuerzan
por alcanzar) no es en absoluto los filmes, sino los sistem a s p ro ­
pios de los film es.
Por tanto, esta distinción corriente entre dos tipos de trabajo
parece, a primera vista, estar en contradicción con la definición
que acabamos de dar de lenguaje cinematográfico, puesto que con­
siste en excluir del estudio de este último el de determinados sis­
temas cinematográficos particulares, de forma que el lenguaje ci­
nematográfico parece ahora no ser ya el conjunto de todos los
códigos cinematográficos.
Se podría considerar, evidentemente, que se trata de un malen­
tendido puramente superficial, como se dan a veces; «lenguaje ci­
nematográfico», tal y como acabamos de decirlo, designa el con­
junto de los sistemas cinematográficos: estudiar uno de ellos no
sería, pues, estudiar el lenguaje cinematográfico. De hecho no es,
evidentemente, estudiarlo en toda su amplitud, pero es estudiar
una parte de él; se trataría, en este caso, de una simple disputa
terminológica; se podría decir también, por ese procedimiento,
que estudiar la conjugación inglesa no es estudiar la lengua in­
glesa, o que estudiar el fundido en negro no es estudiar el len­
guaje cinematográfico.
Pero en el presente caso no es de esto de lo que se trata. Para
empezar nos fijaremos en que cuando un estudio se refiere a tal
o cual sistema, tal o cual figura propiamente, cinematográfica,
nadie vacila en considerar que pertenece al análisis del lenguaje
cinematográfico, incluso si se refiere a un solo filme; así, cada
cual admitirá que un texto acerca de El montaje en «Muriel» per­
tenece al estudio del lenguaje cinematográfico. Lo que se llama
estudio de los filmes, y que se opone al estudio del lenguaje cine­
matográfico, es otra cosa: se trata de análisis en los que el filme
no se considera ya sencillamente como una m uestra o un ejemplo
de tal código cinematográfico general o particular que no le con­
cierne propiamente, sino como una totalidad singular examinada
como tal, y cuyo sistema se intenta establecer: sistema tan singu­
lar como el filme en estudio y que no es, pues, un código general
y ni siquiera un código particular; que no es en absoluto un códi­
go, puesto que existe aquí un único «mensaje»; que es precisamen­
te un sistema singular.
Cierto es que el que se ocupa en analizar tal sistema ha cesado
de ocuparse del lenguaje cinematográfico; no porque estudie sólo
una de sus par tes, sino porque estudia otra cosa. Desde luego que
la organización de conjunto propia de cada filme tom a sus ele­
mentos (o por lo menos algunos de ellos) de diversos códigos ci­
nematográficos, generales o particulares; pero no se confunde con
ellos como sistema; lo que toma de ellos no es precisamente m ás
que elementos; en cuanto forma y red de relaciones, es diferente
de todo código cinematográfico. Además, no es sólo de códigos ci­
nematográficos de donde este sistema singular tom a los compo­
nentes que combina, sino también de códigos no-cinematográficos
y de figuras culturales de todo tipo. Estas significaciones no-cine­
matográficas que intervienen en los filmes se dejan, evidentemen­
te, de lado cuando se estudia el lenguaje cinematográfico: legítima
abstracción metódica sin la cual el estudio perdería todo principio
de pertinencia; pero cuando se trata a un filme como totalidad sin­
gular, el mismo rigor de pertinencia exige que se tomen en consi­
deración todos los códigos que se manifiestan en el filme que se
estudia, incluidos aquellos que no son cinematográficos. Ahora
bien, existen muchos, y tienen un muy im portante papel; hay mil
cosas, en un filme, que no vienen del cine (incluso si su empleo en
el seno del filme —su «trato»— es susceptible de tom ar vías pro­
piamente cinematográficas): por ejemplo, todo este material fíl-
mico comúnmente catalogado bajo etiquetas como «psicología de
los personajes», «estudio de costumbres», «trasfondo psicoanalíti-
co», «tesis social» del filme (o religiosa, o política), «temática»,
etc. (Y poco importa que todo esto esté mal nombrado; que lo
cinematográfico y lo no cinematográfico, en el seno de un filme,
no se opongan en absoluto como una pura «forma» y un puro
«contenido»:1 lo que permanece de todas formas es que determi­
nados elementos del filme, con su forma y su contenido, van in­
trínsecamente imidos al cine, mientras que otros no lo están.) Es,
pues, cierto que el estudio de los sistemas fílmicos singulares es
muy diferente del del lenguaje cinematográfico o de los diferentes
códigos cinematográficos que lo componen.

Todo esto confirma que hay dos maneras diferentes de intere­


sarse por un filme dado, y que el lenguaje corriente, cuando habla
del «estudio de los filmes», no los distingue frecuentemente con
claridad.
El filme puede servir sencillamente de ejemplo en una reflexión
acerca del lenguaje cinematográfico, o acerca de un código cine­
matográfico general o particular; se trata entonces de una opera­
ción cuyo punto de aplicación verdadero no es el filme, sino el
cine (o por lo menos tal o tal otro aspecto suyo) con el ejemplo
1. Hemos estudiado especialmente este punto en Propositicms méthodologiques pour
Vanalyse du film, incluido en Essais sur la significación au cinéma II, op. d i.
de este filme; entre todo el material semiológico ofrecido por el
filme, los rasgos que el análisis retendrá como pertinentes serán
los que, en este filme singular, no sean singulares. Puede igual­
mente suceder (y la situación en cierto modo es la misma) que se
desee examinar, sobre el ejemplo de este filme, uno o varios códi­
gos no cinematográficos: así cuando los sociólogos estudian cier­
tos sistemas sociales de representaciones o de esperas según el
filme de ficción que no les interesan en sí mismos. (Sencillamente,
hay que comprender bien que el que estudia el trávelin2 hacia ade­
lante según estos mismos filmes no se ha interesado por los fil­
mes más «intrínsecamente» de lo que lo han hecho los sociólogos:
es por el cine por lo que se ha interesado éste más que aquéllos,
y no por los filmes que les han servido de m uestra tanto al uno
como a los otros; un filme, dicho de otro modo, no es sólo una
muestra de cine, sino también una muestra de cultura.)
O bien —y es la segunda gran posibilidad— el filme se analiza.
como una realización única, es decir, en tanto que es diferente
de cualquier otro filme e incluso de cualquier otro producto cul­
tural; se trata siempre del mismo filme, pero los rasgos de este
filme que retendremos como pertinentes no son ya los mismos:
son ahora los que, en esta película singular, son singulares; o tam­
bién: la combinación singular entre las diferentes elecciones sin­
gulares que opera este filme entre los recursos ofrecidos por di­
versos sistemas no-singulares, cinematográficos o no. Y son estos
últimos ahora los que dejan de ser estudiados «por sí mismos»,
es decir, que no ofrecen al análisis su objeto específico, su princi­
pio de pertinencia.

Sin embargo, no olvidemos que, incluso en el segundo caso,


lo que el análisis se esfuerza por desvelar —y que no es ya un
código— es también un sistema. La meta a que tiende todo tra­
bajo de descripción no es el filme en tanto que discurso mani­
fiesto (serie de imágenes y de sonidos y de palabras, en cierto or­
den, cuerpo susceptible de ser atestiguado), pues este último es
ya un objeto acabado antes de que el análisis comience; lo que la
descripción quiere establecer es el sistema que organiza este desa-
2. Igual que en el caso de racor, el español ha asimilado el inglés travelling for­
mando la palabra trávelin. Véase el Vocabulario técnico del arte y la industria cinema.-
tográficos, incluido en la tesis doctoral de Jorcb U r r u t ia , La literatura española y el
cine: bases para un estudio, presentada en la Universidad Complutense de Madrid,
abril de 1972. (N. del t.)
rrollo: la estructura de este texto y no el propio texto. Sistema
que no está claramente inscrito en ninguna parte del desarrollo
manifiesto del filme: un sistema, como tal, nunca está atestiguado.
Porque el análisis busca un sistema es por lo que debe realizar
una selección entre los elementos del texto fílmico, retener algu­
nos de ellos como pertinentes y dejar, provisionalmente, de lado
a los demás; pues el texto (el mismo texto) contiene también otros
rasgos, que serán pertinentes para el estudio de los diferentes
sistemas no-singulares (es decir, de los códigos) que actúan en el
filme.
Así el texto, en cuanto texto, es distinto de todo sistema, e in­
cluso del sistema singular cuyo único texto es; y el sistema, inclu­
so singular, es diferente de todo texto, incluido el suyo.

El trabajo del semiólogo empieza en el momento en que ter­


mina el del cineasta. El semiólogo encuentra ante sí el filme ya
realizado; no tiene, pues, que hacerlo, ni que decir cómo debe
hacerse (es ésta tarea del teórico normativo): tiene que mirar
cómo está hecha. No camina hacia el filme (lo cual es el trayecto
del cineasta), sino que parte del filme, hacia tal o cual de sus sis­
temas. El recorrido del semiólogo es paralelo, idealmente, al del
espectador del filme; es el recorrido de una «lectura» y no de una
«escritura». Pero el semiólogo se esfuerza por explicar este reco­
rrido en todas sus partes, mientas que el espectador lo franquea
de un tirón y dentro de lo implícito, queriendo ante todo «com­
prender el filme»; el semiólogo, por su parte, querría además
comprender cómo se comprende el filme: trayecto «paralelo» al
del espectador, decíamos, pero que también lo refuerza; verdade­
ramente paralelo, en suma, y no confundido con él. La lectura del
semiólogo es una metalectura, una lectura analítica, frente a la
lectura «ingenua» (de hecho: la lectura cultural) del espectador.
En relación con el cineasta, el semiólogo sigue una ruta inversa.
Aquél parte de diferentes sistemas (la mayor parte de las veces
implícitos, a veces incluso inconscientes) para constituir un texto
manifiesto; éste se apoya en el texto para reconstruir (y de forma
siempre explícita) los sistemas que se encuentran implicitados en
ese texto, invisibles en él, sólo en él recuperables. Lo que constru­
ye el cineasta es texto; lo que construye el analista es sistema.

Esta distinción de los dos caminos no implica forzosamente la


separación material de las personas ni de las «obras». Se sabe que
en el terreno del libro el escritor y el escribiente, según los tér­
minos de Roland Barthes, tienden a veces a encontrarse (Blan-
chot, etc.); la noción de desconstrucción presentada por el grupo
«Tel Quel» designa, entre otras cosas, el lugar de este encuentro.
No hay ninguna razón de principio para excluir de ello al equiva­
lente cinematográfico (véanse las investigaciones realizadas en re­
vistas como los «Cahiers du Cinéma» o «Cinéthique»), Sencilla­
mente, es más difícil de realizar en la práctica, pues el grado
medio de madurez teórica, apreciada sobre el conjunto del «cam­
po», es sensiblemente más débil en materia de cine; y también
porque el problema de la adecuación del metalenguaje se hace
aquí mucho más complicado: una exposición escrita, relacionada
con el cine, no es homogénea con lo que narra, en contra de lo
que sucede en teoría de la literatura, e, inversamente, la utilización
del cine como metalenguaje reflejado (y reflejante) sobre sí mis­
mo es una operación todavía inhabitual y de gran dificultad, pues
no se enraíza en el rico pasado reflexivo que es propio de la cosa
escrita.

V.2. Código / sistem a singular


Hemos realizado, en el capítulo precedente, una distinción entre
Sistema y código (que se habían empleado hasta ahora como dos
sinónimos), y por consiguiente entre sus respectivas oposiciones,
texto y mensaje. La pareja terminológica «texto/sistema» se toma
aquí en el sentido general que ha sido definido por Louis Hjelms­
lev.3
Todo código es un sistema, y todo mensaje es, pues, un texto.
Pero lo inverso no es cierto: algunos sistemas no son códigos,
sino sistemas singulares (= a pesar de su carácter sistemático, no
se refieren más que a un solo texto), y algunos textos no son men­
sajes, sino textos singulares: constituyen la única manifestación de
un sistema, y no una de las múltiples manifestaciones de un código.
Naturalmente, el mismo discurso puede ser a la vez texto sin­
gular y mensaje de un código (o incluso de varios códigos); es
que la distinción no es material, sino que depende del punto de
vista que presida al análisis. Cada filme es tratado como un tex­
3. Véanse los nueve primeros capítulos de los Prolegómenos a una teoría del ten
gioi/e, op. cit. La oposición de esos dos términos se encuentra, por otra parte, en todos
los trabajos de Hjelmslev. Emplea con frecuencia proceso en vez de ‘texto".
to singular en la exacta medida en que se intenta revelar su sis­
tema singular; pero este mismo filme contiene en sí, entre otras
cosas, diferentes movimientos de cámara: cada uno de ellos es un
mensaje (uno de los numerosos mensajes) del código de los mo­
vimientos de cámara, es decir, de un código cinematográfico ge­
neral; y este mismo filme —si se admite, por ejemplo, que ha sido
rodado al principio del cine sonoro— manifestará en varios mo­
mentos un trato deliberadamente «asincrono» del dato sonoro, que
por su desajuste con la imagen recordará lo que el filme debe a
determinada estética, históricamente fechada con exactitud, y que
se ha hecho sentir en muchos otros filmes: cada uno de los frag­
mentos asincronos del filme será, pues, un mensaje (uno de los
numerosos mensajes) de este código cinematográfico particular
que constituye la no-coincidencia sonora tal y como se teorizó y se
practicó en el período 1928-1933 por parte de determinada corrien­
te de cine (véanse Arnheim, Balázs, Eisenstein, Pudovkin/ René
Clair,5 etc.)-6 Y no olvidemos tampoco que otros elementos de la
misma película son los mensajes de diversos códigos no-cinema­
tográficos.

Lo que define lo sistemático (= lo no-textual) es su carácter


de objeto ideal construido por el análisis; el sistema no tiene exis­
tencia material, no es nada más que una lógica, un principio de
coherencia; es la inteligibilidad del texto: lo que hay que suponer
para que el texto sea comprensible. Se ve que los códigos tienen
todos los caracteres de lo sistemático: por ello son sistemas, aun­
que no sean los únicos sistemas. Lo que define a lo textual (= lo
no-sistemático) es que consiste en un desarrollo manifiesto, en un
objeto «concreto» que preexiste a la intervención del analista: es
lo que pide ser comprendido. Se ve que los mensajes tienen todos
los caracteres de lo textual: por ello son textos, aunque no sean
los únicos textos.
4. Vsevolod Pudovkin, realizador y teórico soviético (1893-1953). Autor, entre otros
filmes, de La madre (1926), El fin de San Peíerburgo (1927) y Tempestad sobre Asia
(1928). De su obra teórica puede leerse en castellano: Lecciones de cinematografía,
Madrid, Rialp, 1960. (N. del t.)
5. René Clair, realizador y escritor francés (1898). Autor de numerosos filmes, entre
ellos: ¡Viva la libertad! (1931), 14 de julio (1932), La Puerta de las Lilas (1957). Miem­
bro de la Academia Francesa desde 1963. En castellano puede leerse su libro Comedias
y comentarios, Madrid, Rialp, 1960. (N. del t.)
6. H e m o s re a liz a d o , e n lo r e fe re n te a la Esthétique et psychologie du cinéma, d e J ean
M ttry, u n a rá p id a " p u n tu a liz a c ió n " h is tó ric o -b ib lio g rá fic a d e e sta c u e stió n : p p . 35-86 d e
Essais sur la signijication cu cinéma II, o p . c it.
Texto y sistema se oponen, pues, como desarrollo atestiguado e
inteligibilidad construida; en lo que se refiere al mensaje y al
código, se oponen sobre el mismo eje, pero tienen un rasgo defi-
nitorio más, que es el mismo para el código que para el mensaje,
y que se podría llamar la no-singularidad. Un código es un siste­
ma que sirve para varios textos (y éstos, por eso mismo, se con­
vierten en mensajes); un m ensaje es un texto que no es el único
en manifestar un sistema dado (y éste, por eso mismo, se convier­
te en un código).
El sistema que no es un código (sistema singular) tiene un úni­
co texto; el texto que no es un mensaje (texto singular) es el
único que manifiesta su sistema.
Esta distinción nos parece muy importante, para todo análisis
estructural (no sólo cinematográfico), y quizá no se ha insistido
bastante sobre ella hasta ahora, aunque sea en realidad bastante
sencilla: equivale a constatar que lo propio de determinadas es­
tructuras es permanecer subyacentes a series enteras de aconteci­
mientos, y el no referirse a ninguno de ellos propiamente (por
ejemplo, el código de la lengua está presente en cada frase; los
códigos narrativos, en cada narración; el código tipográfico, en
cada página impresa, etc.), m ientras que otras estructuras están
unidas ya de entrada a acontecimientos únicos a los que caracte­
rizan y, si puede decirse así, son por definición no aptos para
«volver a servir», por lo menos idénticamente: por ejemplo, la
estructura de un soneto (no la de la forma-soneto), de una sonata
»(no de la forma-sonata).

La manera en que este capítulo presenta la noción de sistema


fílmico singular debe considerarse como esencialmente provisio­
nal. Más adelante, en este libro (véanse caps. VI.2 y VI.3), nos
esforzaremos por m ostrar que el «sistema singular» es más bien
el lugar de un perpetuo desplazamiento, que se construye tanto
contra los códigos como con ellos, y que corresponde finalmente a
lo que se podría llamar, en el sentido más riguroso de la palabra,
la escritura fílmica (que no debe confundirse con el lenguaje ci­
nematográfico).
Sin embargo, no ha llegado todavía el momento de intentar
clarificar lo que representan exactamente los sistemas singulares:
hay que m arcar primero su lugar en relación con otros sistemas
(no singulares), y, más generalmente, en relación con el conjunto
de los estudios fílmicos posibles. Por tanto esta prim era defini­
ción permanece exterior y, por así decirlo, puramente negativa.

Si se considera Ordeí de Cari Th. Dreyer, en su unicidad de


obra terminada, como un texto singular, no se encontrará en ella
más que un único sistema, un sistema de conjunto, que coincide
con lo que muchos llamarán la «estructura» de este filme. Si se
estudia Ordet como una mina particularm ente rica de encuadres
diversos y concretos,7 Ordet (o más bien sus encuadres) no son
más que mensajes de un sistema general, el de los encuadres de
cine, o de un sistema más particular que no se refiere propia­
mente a Ordet (ni a ningún otro filme), y que permanece, pues,
como código: el de los encuadres de determinado estilo (llamado,
a veces, «expresionista»).
Nos encontramos, pues, en m ateria de filmes, con tres tipos
principales de sistemas, de los cuales los dos primeros son códi­
gos y los terceros sistemas singulares: códigos cinematográficos
generales, códigos cinematográficos particulares, sistemas propios
de los diferentes filmes.
Con estos últimos se toma el filme como una «obra», mientras
que con los códigos se toma más bien como un hecho de lengua­
je, como el producto de un medio de expresión determinado. Se
dirá, pues —admitiendo provisionalmente clasificaciones empobre-
cedoras y demasiado usuales—, que los sistemas singulares man­
tienen una relación más visible, más evidente, con el acercamien­
to «estético» al hecho fílmico, y los códigos con su aproximación
«semiológica». Sin embargo, como un sistema singular no es en
definitiva más que una combinación de varios códigos (y como,
inversamente, lo propioxde los códigos es combinarse en sistemas
singulares), la aproximación llamada estética no podría por menos
de resultar mutilada si^uejase de lado los códigos, y la aproxima­
ción llamada semiológica quedaría gravemente incompleta si se
desinteresase de los sistemas singulares.

Acabamos, pues, de proponer una distinción entre los códigos


y los sistemas singulares; cada uno de estos últimos, se ha dicho,
toma sus elementos de los primeros, al mismo tiempo que sigue
siendo distinto de ellos como sistema. Así, los códigos cinemaío-
7. Véase P h i u p p e P a r r a in et alii, Dreyer, cadres et mouvements (es el núm. 53*56 da
■fitudes Cinématographiques", París, 1967).
gráficos comprenden, entre otros elementos, la posibilidad de
esta construcción particular que es el montaje paralelo; pero el
estudio de estos códigos, reducido a sí mismo, no nos dirá jamás
hasta qué punto y de qué manera domina el m ontaje paralelo la
composición de conjunto de Intolerancia de D. W. Griffith, pues
para tener una seguridad a ese respecto y para comprender su
alcance exacto no basta ya con considerar el m ontaje paralelo como
tal, ni siquiera con saber cuál es su lugar en el lenguaje cinema­
tográfico; lo que hay que examinar es su lugar en Intolerancia, es
decir, en una configuración de conjunto que no sólo no es más
que una realización del lenguaje cinematográfico entre otros mi­
les, sino que representa además, por muchos aspectos, la reali­
zación de diversas estructuras, absolutamente extranjeras al cine
en su principio; ahora bien, en el sistema propio de este filme (que
se estudiará más de cerca en el capítulo VI.3), unas y otras se
unen estrechamente y se hacen interdependientes: el m ontaje pa­
ralelo deberá ser relacionado sobre todo con las opiniones políti­
cas de Griffith, su ideología humanitaria, su visión de la historia,
su aplicación en hacer un filme «de tesis», etc. Estamos muy lejos
del lenguaje cinematográfico..., al que el m ontaje paralelo pertene­
ce, sin embargo, puesto que es en este lugar y no en Intolerancia
ni en ningún otro sistema singular donde entra en paradigma con
(por ejemplo) el montaje alternante, oposición que da a ambas fi­
guras su exacta significación (y sin la cual, además, no se sabría
que se trata de dos unidades distintas, de form a que el ítem
«montaje paralelo» ni siquiera existiría). Se ve, pues, que los có­
digos gozan de total autonomía estructural en relación con los
sistemas singulares a los que proporcionan m aterial significan­
te, y los sistemas singulares de la misma autonomía en relación
con los códigos de los que tom an sus elementos.
Se puede decir, en este sentido, que los códigos son conjuntos
de posibles, que nunca quedan atestiguados como tales, m ientras
que los sistemas singulares son sistemas realizados. En efecto, no
existe ningún lugar en que el lenguaje cinematográfico se desplie­
gue y quede expuesto en toda su extensión (o por lo menos no
existe antes de la intervención del analista; pues este último pue­
de crear semejante lugar —pero que es entonces artificial, por
definición—, en la propia medida en que realiza un discurso con­
tinuo acerca del lenguaje cinematográfico). Existe, por el contra­
rio, antes de toda empresa de desciframiento, un lugar en que el
sistema propio de Intolerancia se encuentra desplegado de una
vez, y ese lugar es la misma Intolerancia (si se entiende con esto
el texto de este filme, su desarrollo literal tal y como lo conser­
van las «copias» del filme que no están deterioradas). A esta di­
ferencia va estrechamente unida otra más: si se piensa en los có­
digos cinematográficos, lo que se llamará «montaje paralelo» no
será ya más que una de las posibilidades de una combinatoria,
mientras que si se piensa en el sistema de Intolerancia, lo que de­
signaremos con el mismo nombre será el fragmento de un filme
real en el que aparecerá la construcción «paralela».
Es, pues, cierto que los códigos se oponen a los sistemas singu­
lares como los posibles a sus realizaciones. Sin embargo, no se
debe decir que los sistemas singulares son reales, pues un siste­
ma no es jamás real (sólo un texto lo es): si los sistemas singula­
res tienen un aspecto real es porque son singulares, y por tanto
localizables en un lugar único y «concreto»; pero ese lugar no es
concreto más que en cuanto es un texto; el sistema correspondien­
te, por su parte, no se encuentra explicitado en ninguna parte, y
ni siquiera en ese lugar; lo que la copia en buen estado nos con­
serva, lo que nos ofrece, es el texto del filme y no su sistema:
este último no es, pues, «real», y por eso es por lo que constituye
un sistema (una construcción del analista, como los códigos). Lo
que sigue siendo cierto, sin embargo, es que el analista puede
operar esta construcción sobre la base de un texto único, mientras
que para construir un código hay que rem itirse a mensajes múl­
tiples y dispersos: así, el material de partida (el corpus) coincide
en un caso con un conjunto que era unitario incluso antes de
quedar constituido en corpus, mientras que en el otro caso su
unidad no depende más que de una reunión especialmente reali­
zada por el analista, con vistas a constituir xm corpus. Si se tiene
la impresión de que los sistemas singulares son más reales que
los códigos, es,-pues, en fin de cuentas, porque estos últimos tie-
jes, mientras que los primeros no tienen más
Se puede, evidentemente, a la inversa, adjudicar el carácter
de «real» a la propia construcción del descriptor: ésta puede ser
rigurosa, coherente, dar cuenta de los hechos; pero también en
este caso está claro que los códigos no serán menos reales que los
sistemas singulares.
Saquemos, pues, la conclusión, a este respecto, de que es posi­
ble oponer los códigos a los sistemas singulares como sistemas de
posibles a sistemas realizados (pero no «reales»), y de que esta
distinción no consiste en introducir entre estos dos tipos de con­
juntos construidos cualquier diferencia en el grado empírico de
realidad, sino que es, sencillamente, como constatar (de otro modo)
que un sistema singular es una combinación de varios códigos.

V.3. C ó d ig o s g e n e r a l e s y c ó d ig o s p a r t ic u l a r e s ( v o l v a m o s a l t e m a )
En el interior de los códigos cinematográficos la distinción de
los «generales» y de los «particulares» es algo brutal y no revela
los diferentes grados de generalidad que puede presentar exacta­
mente un código cinematográfico; estos grados trazan un amplio
abanico, pues la cantidad total de filmes a que se aplica un códi­
go es susceptible de representar, según el código de que se trate,
una proporción muy variable de la producción fílmica global: así,
entre los códigos comunes a todos los filmes (y por tanto muy
generales) y los que caracterizan al western italiano8 (= mucho
menos generales), se encuentran igualmente los que son propios
del western, y que corresponden, por consiguiente, a un grado in­
termedio de generalidad. Pero si se dividen sencillamente los có­
digos en generales y particulares, los del western y los del western
italiano se encuentran ambos, sin distinción, en la categoría de
los particulares.9
Debe quedar, pues, claro que los códigos cinematográficos ca­
lificados como particulares son códigos «más o menos» particula­
res, y, como corolario, que la bipartición de los códigos en genera­
les y particulares no tiene más efecto (ni más meta, por otra par­
te) que distinguir claramente de los demás aquellos sistemas cine­
matográficos que presenten el grado máximo de generalidad. La
principal línea de reparto pasa, en efecto, entre los fenómenos
que se refieren a todos los filmes, y los que no se refieren a to­
dos: cuando se está en estos últimos, las diferencias entre los
que se refieren a una cantidad algo más grande o algo menos gran­
de no son, ni mucho menos, de una importancia comparable: se
trata, de todas formas, de fenómenos que, incluso auténticamente
cinematográficos, son de alcance diferencial, es decir, que oponen
determinados filmes a otros; los rasgos cinematográficos, por su
parte, oponen el filme a lo que no es el filme: su estudio plantea,
pues, muy directamente el problema del cine, mientras que esta­
8. Se trata de un género que se ha desarrollado mucho desde hace unos años, con
cineastas como Sergio Leone o Sergio Solima. Hoy, la película más conocida del género
es Hasta que llegó su hora, de Sergio Leone.
9. En España, el filme más conocido es La muerte tenía un precio, también de
Sergio Leone. (N. del t.)
bleciendo códigos particulares se abordan problemas que se plan­
tean, por así decirlo, en el cine.
Pero si esto es asi se nos objetará, quizá, que los códigos par­
ticulares no son verdaderamente cinematográficos, puesto que a
lo que van unidos no es al cine, sino a un grupo de filmes. Un
hecho no merece el nombre de cinematográfico más que si es pro­
pio del cine, es decir, de todos los filmes; los únicos rasgos cine­
matográficos serían entonces los que llamamos «cinematográficos
generales», e incluso esta apelación sería un pleonasmo; en cuanto
a la de «código cinematográfico particular», sería contradictoria
como expresión.
De hecho esto no es cierto, pues determinados rasgos presen­
tan la notable propiedad de aparecer sólo en determinados filmes
y de no aparecer, sin embargo, más que en filmes (por lo menos
bajo la forma exacta que se puede constatar): he aquí, pues, unos
caracteres que, sin ser propios de todos los filmes, son, sin em­
bargo, propios del cine. Los fenómenos de este tipo son numero­
sos y corrientes, y, sin darnos cuenta, los encontramos a cada paso:
está claro, por ejemplo, que las formas «fuertes» del montaje, tal
y como han sido exploradas por los cineastas soviéticos del perio­
do 1925-1930, son otras tantas estructuras propiamente cinemato­
gráficas, aunque no hayan actuado más que en una pequeña canti­
dad de filmes en comparación con todos los que existen. En resu­
men: un rasgo cinematográfico no es forzosamente un rasgo que
aparezca en todos los filmes, pero es forzosamente un rasgo que apa­
rece sólo en los filmes. Esto equivale a decir que existen varias
formas de cine, que el hecho-cine puede tomar varios aspectos;
cada uno de ellos no es más que una de sus caras: no afecta, por
tanto, a todos los filmes; sin embargo, es una cara del cine y no
de otra cosa. Esto es lo que sucede todas las veces que una figura
cinematográfica admite diversas variantes, un «procedimiento»
(como el campo-contracampo o el picado) varios «valores»: cada
variante es particular, puesto que existen otras, pero cada una es
cinematográfica, puesto que es la variante de una figura cinemato­
gráfica. _
Cierto que en una definición del cine son los rasgos cinemato­
gráficos generales los que tendrían que figurar en primera línea;
si la definición fuera breve, podrían ser incluso los únicos. La cosa
es concebible: definir un objeto no es enumerar todos sus rasgos.
De este modo imaginamos fácilmente una definición del cine que
incluyera el hecho del montaje, sin mencionar la forma particu­
lar que le ha dado la escuela soviética de fines del mudo. Es, pues,
cierto que los rasgos cinematográficos particulares, aunque cine­
matográficos, no pertenecen exactamente a la definición del cine;
su papel es más bien concretar esta definición, y sobre todo situar
las diferentes variantes bajo las cuales pueden manifestarse los
rasgos allí incluidos. Volveremos sobre este problema un poco
más adelante (cap. VII3), cuando veamos que los códigos genera­
les y los códigos particulares mantienen entre sí una relación de
códigos con subcódigos.

Mientras tanto, recordaremos que el estudio de los códigos ge­


nerales y el de los códigos particulares, aunque sean ambos aná­
lisis de la especificidad cinematográfica, representan, sin embar­
go, dos tareas muy diferentes. La tradición, por otra parte, ha es­
tablecido, hasta cierto punto, una separación de hecho entre los
trabajos en que se reflexiona sobre los rasgos comunes a todos
los filmes y aquellos en que se examinan los rasgos cinematográ­
ficos que oponen unos filmes a otros. En el estado actual de las
cosas estos últimos, en la práctica, se llaman «crítica de cine»:
caza guardada, en su mayor parte, para los hombres de cine pu­
ros; ellos son los que establecen y enumeran los estilos, las es­
cuelas, los períodos. Las obras generales, por el contrario (común­
mente clasificadas como «teoría del cine»), se dejan de buena
gana a los hombres de «ciencias humanas» (psicólogos de la per­
cepción y de la comprensión, estéticos, sociólogos de los media
modernos, filmólogos...); o tam bién a animadores o pedagogos de
vocación (profesores de centros estatales, críticos de cine que di­
rijan clubs, etc.), preocupados por aportar a muchos una inicia­
ción inteligente al «lenguaje de las imágenes»; o, por fin, a unos
pocos hombres de cine (críticos, cineastas, historiadores: por ejem­
plo un Bazin, un Eisenstein, un Mitry), más atraídos que los de­
más (que por término medio lo están bastante poco) hacia los
problemas llamados teóricos. Está claro que esta geografía no
tiene nada de muy racional y depende más bien de las costumbres
adquiridas, así como del reparto sociológico de los gustos, de las
mentes y de los conocimientos de los intelectuales de profesión
interesados por el cine por uno u otro motivo. Sigue, sin embar­
go, siendo cierto que los estudios cinematográficos generales (don­
de nos encontramos constantemente en los confines del hecho ci­
nematográfico) y los estudios particulares (donde nos quedamos
en principio en el interior del cine) no representan exactamente,
para el que a ellos se entrega, el mismo tiempo de trabajo: para
llegar a definir un estilo o una escuela de cine hay que haber vi-
sionado gran cantidad de filmes, de determinados filmes (no sus-
tituibles por otros títulos); hace falta, sobre todo, saber compa­
rarlos con otros filmes; para estudiar tal o cual rasgo general del
cine hay que visionar bastante cantidad de filmes de todo tipo
(pero, dejando de lado los principales, que pueden ser sustitui­
dos por otros títulos a condición de que los ejemplos sean bastan­
te variados y completos); sobre todo, hay que saber comparar di­
ferentes datos extracinematográficos: lingüísticos, semiológicos,
psicológicos, sociológicos, etc.
En cambio, no hay ninguna razón para que los métodos de aná­
lisis sean diferentes aquí y allá, a partir del momento en que se
considera que los rasgos cinematográficos (ya sean particulares o
generales) consisten en configuraciones formales e inteligibles, de
orden sistemático, y que el objeto propio de la investigación es
sacar a relucir estas últimas. Por ello los propios estudios «parti­
culares» tendrían mucho interés en no permanecer cerrados a las
evoluciones modernas de la investigación de diversas disciplinas
extracinematográficas, pues es aquí —mucho más que en los «li­
bros de cine» tradicionales, o por lo menos en la mayor parte de
ellos— donde se encontrarán ejemplos convenientes por su pre­
cisión y su rigor. A la inversa, nos gustaría que todos los que es­
criben sobre cine, incluso con la mentalidad de las ciencias hu­
manas o de la «filmología», se tomaran el trabajo de saber de lo
que hablan: hay que haber visto algunos filmes, saber de quién
son, no liarse demasiado con las fechas y los países. Pero estamos
tocando aquí un amplio problema que no parece próximo a resol­
verse (a pesar de algunos progresos muy claros en época reciente):
es raro que los autores que conocen bien el cine dominen lo bas­
tante el utillaje técnico y laá^córpplejas nociones de la reflexión
moderna, y es raro que los investigadores que poseen una forma­
ción real se interesen por el cine. Mientras esto sea así, puede
temerse que la literatura cinematográfica permanezca como está
hoy en su mayor parte: un pequeño universo un poco «mate», un
poco apartado de los grandes caminos de resonancias y del movi­
miento general de las ideas. Es ésta una lejana consecuencia —muy
atenuada, felizmente— de la situación que conoció el cine en sus
principios: los hombres de cultura estaban ciegos ante la impor­
tancia y el interés del nuevo medio de expresión, y los hombres
de cine pasaban por salvajes para quienes la vida de los signos
en el mundo había empezado en 1895.
V.4. P untos de vocabulario
La terminología adoptada en el capítulo V.2 dará quizá, al prin­
cipio, una impresión de arbitrariedad: ¿por qué haber escogido
precisamente la palabra «sistema» como térm ino más general y
la palabra «código» para designar una especie particular de sis­
temas?
De hecho, si «código» ha sido escogido aquí para designar los
sistemas no-singulares, es porque, en todos sus usos existentes,
designa ya (y de forma exclusiva) tales sistemas. En su terreno
de origen, que es la teoría de la información, sirve para bautizar
un sistema de correspondencias y de diferencias que, por defini­
ción, está hecho para servir varias veces y para permanecer idén­
tico a sí mismo a través de numerosos «mensajes». En lingüísti­
ca, adonde ha sido im portada la palabra, designa la lengua (pero
no el lenguaje, ni el discurso, ni el enunciado) que presenta el
mismo carácter de anónima multiplicidad. En sociología y en an­
tropología, donde a veces se emplea, se llama «códigos» a los sis­
temas de comportamiento, o de esperas, o de representaciones co­
lectivas, que se manifiestan en múltiples ocasiones de la vida del
grupo y no una sola vez en la historia de su devenir. En la lengua
común misma, la palabra «código» designa siempre sistemas de
múltiples manifestaciones y de nuevas utilizaciones frecuentes:
así en «código de circulación», «código de la navegación maríti­
ma», «código en clave», «número de código de la Seguridad So­
cial», etc. A decir verdad, la idea de que existen (salvo en caso de
accidente) varios mensajes para un solo código —es decir, la idea
de que un código es un sistema reutilizable al infinito— va intrín­
secamente unida a la propia palabra, tal y como se emplea hoy;
y, por otra parte, cuando se habla de «código válido para un solo
mensaje», como sucede en los análisis estructurales de poemas, se
habla siempre por decirlo de alguna manera y presintiendo esta
definición como metafórica. Es igualmente porque sobrentiende
la multiplicidad de mensajes por lo que la palabra lleva en sí una
connotación de utensilio: un código es una herramienta, y si lleva
normalmente varios mensajes es porque está hecho para ser utili­
zado. Y es muy cierto que esta instrum entalidad, este carácter
«transitivo», de una forma u otra va unido fatalmente a todo sis­
tema que se halle movilizado más de una vez: así sucede con los
códigos cibernéticos y también con la lengua (si el lenguaje no es
una herramienta, si es el hombre mismo, la lengua, por su parte,
es, entre otras cosas, un medio), con los códigos sociales de cor­
tesía y también con el código postal de los números de los dis­
tritos, e incluso con los diversos códigos en uso en las artes. Ya
se trate de la retórica clásica, de las formas fijas de versificación,
del «arte de la fuga» o de la «gramática del montaje» en cine, todo
sistema que vuelva a servir (todo código) es poco o mucho una
herramienta: también existe una instrum entalidad interior del
arte.
La palabra «sistema», por el contrario, vale para designar con­
figuraciones realizadas una sola vez y tam bién estructuras de rea­
pariciones múltiples. Se habla del «sistema» de la lengua, de los
diferentes «sistemas» sociales de comportamiento; se llama «sis­
tema lateral» y «sistema cardinal» a los dos principales códigos
de balizaje marítimo reconocidos por las convenciones internacio­
nales; etc. Pero se dice igualmente de un gran estratega, a pro­
pósito de una batalla célebre —de un gran abogado a propó­
sito de un proceso célebre—, que su «sistema» de defensa fue tal
o cual; se admite que los grandes textos literarios llevan en sí, más
o menos implícito, un «sistema» de relaciones, de proporciones,
de ecos o de desfases; el lenguaje corriente, o incluso familiar,
llama «sistema» a un método destinado a resolver un problema
práctico habitual y recurrente, igual que a un arreglo o un dispo­
sitivo especial usado en una situación excepcional. La connotación
de utensilio que acompaña a la palabra en algunos de sus empleos
—tecnológicos, por ejemplo: «sistema de enfriamiento por agua»,
«sistema patentado», etc.— desaparece en otros casos: por ejem­
plo, cuando se dice de una obra de arte, de un pensamiento o de
una doctrina que es «sistemática», o cuando se habla de un «siste­
ma» individual de afectos, del «sistema» de los colores y los va­
lores que se afirma en tal lienzo impresionista, etc.
En cambio, lo que la palabra sistema indica con fuerza, y en
todos sus empleos, es que se está pensando en un conjunto cohe­
rente e integrado —una «entidad autónom a de dependencias
internas» como decía Hjelmslev a propósito de la noción de estruc­
tura10—, un conjunto en cuyo interior todos los elementos van uni­
dos y toman valor unos en relación con otros. Ahora bien, es preci­
samente este rasgo el que presentan en común los códigos y los
sistemas singulares: parecido parcial que permite, como se dijo
antes, asimilar a veces estos últimos a «códigos de un solo men­
saje».
10. Lingüistica estructural, editorial de Acta lingüistica IV, Copenhague, 1944, reco­
gido en Ensayos lingüísticos, Madrid, Gredos, 1972, pp. 27-34. Pasaje citado: p. 31.
Existe una segunda sugerencia —bien recibida también— que
va unida a la palabra «sistema» de forma constante, aunque con
diversos grados de implicación: esta palabra jamás designa al
objeto concreto de que se está hablando, sino más bien a su orga­
nización concebible, a su principio de intelegibilidad. Esto es cier­
to hasta en los empleos de la palabra que parecerían más «con­
cretos» (a fortiori en los demás): por ejemplo, en mecánica del
automóvil, cuando se habla del «sistema de enfriamiento por
agua», no se piensa exactamente en el radiador, en el panal, en los
manguitos, sino más bien en el principio tecnológico según el cual
la rotación de una masa de agua en circuito cerrado se encarga
de enfriar el motor.

Las palabras del tipo de «sistema» y «código» provocan a veces


discusiones y confusiones, sobre todo cuando se emplean a pro­
pósito de conjuntos-significantes que, como el cine, son en parte
de orden artístico o estético. El que habla de sistema, de código,
ve cómo le reprochan a veces haber dejado escapar, con increí­
ble ingenuidad (o lamentable rigidez doctrinal, según los casos),
lo más específico del hecho artístico: su perpetua singularidad,
la imposibilidad de colocarlo en un código general, la diferencia
radical entre el acto creador y el manejo de un idioma, etc.
Insistamos, pues, en un punto: la palabra «sistema», para no­
sotros, no tiene más sentido que el que le da su oposición con
(«texto»; el juego de las dos palabras sirve para designar lo que
separa un discurso de desarrollo atestiguado de un conjunto no
manifiesto, construido y coherente. De la misma forma, el «có­
digo» es lo que no es el m ensaje.
Este empleo de las palabras provoca sobre todo dos consecuen­
cias: para empezar, en muchos casos, el «sistema» es sólo, para
el semiólogo, esta construcción necesaria y singular que da todo
su valor a una obra de arte única e irremplazable, y cuya ignoran­
cia se reprocha tradicionalmente a la semiología: al lado de los
sistemas muy generales (códigos) que se despliegan por encima
de los filmes y son, por así decirlo, indiferentes a cada uno de
ellos (como los idiomas por encima de los poemas), se encuentran
también, en el cine, como ya hemos dicho, tantos sistemas como
filmes hay; y cuanto más se realiza estéticamente un filme, cuanto
más «hermoso» es, con más fuerza se afirma su sistema.
En segundo lugar, puesto que lo sistemático, aquí, es sencilla­
mente lo no-textual, la palabra sistem a designará con frecuencia
a conjuntos que determinada tradición terminológica consideraba
como poco «sistemáticos» (y la palabra código, conjuntos que
para el punto de vista de esa tradición no estarían rigurosamente
«codificados»). Algunas mentes, acabamos de decirlo, son incapa­
ces de desprender estas palabras de una connotación de generali­
dad niveladora y de uniformización antiestética; del mismo modo,
está a veces por encima de sus fuerzas el concebir que un conjun­
to pueda ser de naturaleza sistemática si no presenta un aspecto
visible y minuciosamente reglamentado, una codificación explíci­
ta o draconiana de tipo militar, una configuración cuasimatemáti-
ca o cuasigeométrica, una regularidad de diagrama; en último tér­
mino, «sistemático» (o «codificado») se convierte en sinónimo de
rígido, o de monótono, o de tirado a cordel. Ahora bien, está claro
que en cine (como en todo fenómeno de alguna profundidad socio-
cultural), no se encontrarán sistemas así entendidos; o, más exac­
tamente, que las investigaciones de alcance científico (o sencilla­
mente rigurosas) están demasiado poco avanzadas, en estos terre­
nos, para que los sistemas captados puedan por el momento ser
útilmente presentados de manera formalizada. Es esto lo propio
de todos los hechos culturales: obedecen a sistemas, pero no son
sentidos ni vividos como tales; es lo propio de tales sistemas: per­
manecen móviles, puram ente implícitos, sumergidos en la historia
así como en las variantes individuales, etc.; pero también apare­
cen cada vez más claramente como sistemas, a medida que se
avanza en su análisis: ¿quién habría dicho que los mitos son fuer­
temente «sistemáticos» antes de que la etnología viniese a demos­
trarlo? ¿Para cuántas mentes estaba claro que la lengua es un
sistema antes de que Saussure lo dijese bien fuerte?
Llamaremos, pues, sistema (y además código si hay lugar para
ello) a toda organización lógica y simbólica subyacente, de orden
no-textual, incluso aunque todavía sea poco conocida (como suce­
de con frecuencia en el cine), e incluso aunque no sea —y no se
pretende que lo sea— «sistemática» ni «codificada», en el sentido
que tienen estas palabras en la tradición humanista, o en la retó­
rica de los institutos y colegios.

No insistiremos aquí sobre otra confusión, demasiado elemen­


tal y demasiado poco excusable para que nos detengamos larga­
mente en ella, y que también está provocada por palabras como
«código», «sistema», o también «gramática cinematográfica», «sin­
taxis cinematográfica», etc. ¡La semiología del filme ha sido acu­
sada, a veces, de querer fijar reglas normativas, destinadas a ex­
plicar a los cineastas futuros cómo deben arreglárselas para hacer
una película! Recordemos sencillamente que la ruta más funda­
mental del análisis semiológico se sitúa muy exactamente en el
extremo opuesto de semejante intención (la semiología es una em­
presa descriptiva, su material está exclusivamente compuesto por
hechos consumados, si se nos perm ite la expresión), y tam bién que
esta acusación es particularmente inesperada en el terreno cine­
matográfico, donde es precisamente la teoría tradicional (no se-
miológica) la que es en muchos casos normativa, y a veces de la
manera más brutal y más ingenua. (Ha ocurrido que se llame
«teóricos», en el mundo del cine, a personas cuyos escritos se con­
sagraban a aconsejar a los cineastas que trataran en sus películas
temas «sociales» mejor que temas «psicológicos»...)

Otra precisión terminológica, relacionada esta vez con la pa­


labra «texto». Es evidente que esta palabra, para nosotros, no se
aplica sólo al elemento verbal del filme. En uno de sus empleos
corrientes, la expresión tiene un sentido demasiado restrictivo
y designa únicamente a una serie inteligible de palabras (e inclu­
so de palabras escritas, más que de palabras pronunciadas). Pero
se tomará aquí, en el sentido que le da Louis Hjelmslev, para de­
nominar todo desarrollo significante («proceso» en el autor danés),
ya sea lingüístico, no lingüístico o mixto (el filme sonoro está com­
prendido en el tercero de estos casos). Una serie de imágenes es
igualmente un texto, o una sinfonía, o una secuencia de ruidos, o
una serie que comprende a la vez imágenes, ruidos y música, etc.
En lo que se refiere al filme, este punto será concretado en el
capítulo VIII.5.

V.5. ¿ « E s t r u c t u r a d e l m e n s a j e » o « e s t r u c t u r a d e l t e x t o »?
Abordemos un último punto de vocabulario, probablemente
más importante que los precedentes. Quizá se ha planteado la pre­
gunta de si lo que llamamos «sistema singular» no podría ser lla­
mado, más sencillamente, estructura del mensaje, como sucede
en ciertas discusiones semiológicas, y como lo hemos hecho, de
modo provisional, en ciertos párrafos del principio de este libro:
se considera a veces que está, por una parte, el código (que es por
definición algo general); por otra, el mensaje, siempre singular, y
que tiene, pues, su estructura propia.
Pero esta forma de decir las cosas es verdaderamente poco sa­
tisfactoria. Hablar de una estructura del mensaje, en efecto, es
suponer que el mensaje tiene una estructura que le es propia, que
no se confunde con la del código. Ahora bien, el «mensaje» (o por
lo menos lo así designado con esta locución) no puede tener estruc­
tura propia más que si varios códigos actúan conjuntamente en
él, pues la combinación de estos códigos, en este caso, instaura un
nivel de articulación autónomo, irreductible por definición a uno
u otro de los códigos presentes, y, por tanto, característico del
mensaje como tal. Pero se ve, a la vez, que este último está muy
mal denominado: ya no se trata de un mensaje, sino de un frag­
mento que contiene en sí varios mensajes, puesto que hay varios
códigos; la estructura autónoma que se intenta aprehender no es,
pues, la «del mensaje», sino la de la combinación de mensajes. Al
contrario, para poder hablar justamente de estructura del mensa­
je, en singular, habría que tener ante sí un fragmento que mani­
festase un solo código (o también, lo que sería lo mismo, un frag­
mento que se hubiera decidido analizar en relación con uno solo
de sus códigos). Sin embargo, este mensaje —por fin bien deno­
minado— no tendría ya estructura propia, de manera que en el
momento en que la segunda mitad de la expresión se convirtiera
en exacta, la primera dejaría de serlo: en el caso que ahora con­
sideramos, el analista, por hipótesis de trabajo, habría achacado
al código único todas las regularidades estructurales localizables
en el mensaje; existiría, pues, en efecto una estructura en el men­
saje, pero no sería «la estructura del mensaje»: sería, por el con­
trario, la estructura del código implícitamente presente en el seno
del mensaje. Así, cuando un discurso es el mensaje de un solo
código (o cuando está provisionalmente tratado como tal) no tiene
estructura que sea distinta de la del código; cuando se estudia
una lengua natural haciendo abstracción de todos los códigos de
connotación unidos a ella, la estructura que se encuentra en cada
enunciado no es más que una de las apariciones de la estructura
del idioma (— de su gramática, de su fonología, etc.), presente
en este enunciado como en cualquier otro, y que, por tanto, no lo
caracteriza en su singularidad; pero si se toman en consideración
otros códigos manifestados en este enunciado (códigos estilísticos,
entonativos, etc.), este último deja aparecer una estructura que
esta vez ya no se confunde con la de ninguno de los códigos allí
implícitos, puesto que consiste, por definición, en combinarlos de
cierta manera: es este tipo de estructura el que preferimos lla­
m ar «sistema singular»; y lo correlativo de este sistema en el te­
rreno de la manifestación (es decir, el discurso atestiguado en el
que este texto es localizable) no es el mensaje, puesto que con­
tiene varios, sino el texto: entendamos el texto de este sistema, de
este sistema singular y global (pues cada uno de los mensajes in­
teriores de este texto sigue siendo un texto, uno de los textos
del sistema correspondiente, que esta vez es un código).
Hablando estrictamente, no existe, pues, jamás una estructura
del mensaje. No es paradójico, sino simplemente lógico: sólo un
texto plural puede ofrecer un sistema singular. Encontraremos
este problema, bajo otro aspecto, en el capítulo VII.6.

Pero si esto es así, se me objetará, este sistema singular, que


no hay que llamar estructura del mensaje, podría por lo menos
ser llamado estructura del texto: las líneas anteriores ¿no mues­
tran que esta segunda expresión no queda afectada por ninguna
de las objeciones que acaban de serle hechas a la primera, y que
el rechazo de ésta se basa incluso en consideraciones que parecen
por sí mismas recomendar aquéllas? Cierto es que al hablar del
«sistema singular» propio de un filme sólo se ha designado aque­
llo en lo que cada uno pensaría si se hubiese dicho «la estructura
de este filme». Los filmes, parecidos en esto a todos los discursos,
por poco complejos que sean, que se dan en las culturas, no son
jjiensajes, sino textos, pues cada uno de ellos lleva en sí varios
códigos y otros tantos mensajes; por ello cada uno de ellos, como
acabamos de decirlo, posee verdaderamente una estructura pro­
pia; esta última merece, pues, ser llamada, literalmente, «estruc­
tura del texto».
Entonces ¿por qué conservar, por otra parte, el nombre de sis­
tema singular? Porque ambas designaciones no son sinónimas. Se
refieren al mismo objeto, pero no desde el mismo punto de vis­
ta; tienen el mismo referente, pero no el mismo significado. Por
tanto, nadie nota una tautología en una frase como «La estructu­
ra de cada texto es un sistema singular». En esta frase el sintag­
ma sujeto y el sintagma atributo designan ambos la misma confi­
guración inteligible (la misma forma); pero el sujeto, al presentar­
la como «estructura del texto», subraya sus nexos con un discur­
so atestiguado, recuerda que es en este discurso donde puede
encontrársela, que lo que nos proporciona es la inteligibilidad de
este discurso; mientras que el atributo, al hablar de ella como
de un «sistema singular», insiste por el contrario sobre sus nexos
con otros sistemas (sobre todo con los códigos que se combinan
en ella), recuerda que (semejante a los códigos) es de naturaleza
sistemática, y que (como ellos) está, por así decirlo, en el terreno
de lo no atestiguado.
En resumen: esta forma presenta el doble carácter de ser re­
lativa a un objeto y de ser un sistema entre otros. Al llamarla
estructura del texto se la define a partir del objeto cuya forma
es; al llamarla sistema singular se la define a partir de la familia
a la que ella misma pertenece (la clase de los sistemas). Si hemos
adoptado hasta aquí la segunda apelación, es porque se trataba de
examinar los parecidos y las diferencias (así como los nexos de
combinación) existentes entre los sistemas que son singulares y
los que no lo son.
Todo esto plantea, evidentemente, el problema más general de
las relaciones que mantienen, incluso fuera de los casos particu­
lares que acabamos de examinar, las nociones de estructura y de
sistema. Sin pretender tratar esta cuestión, indicaremos simple­
mente que no existe ningún pleonasmo cuando se habla de la es­
tructura de un sistema, y que esto es algo corriente (ejemplo:
«Este sistema tiene una estructura binaria»). Se confirma así que
al decir «estructura» se evoca siempre al mismo tiempo el objeto
del que esta estructura es la estructura (en nuestro ejemplo este
objeto es, a su vez, un sistema), mientras que al decir «sistema»
se sugiere que la forma, a su vez, tiende a convertirse en una es­
pecie de objeto, y que este objeto, como todo objeto, posee su es­
tructura. Por ejemplo, la frase «La estructura de este sistema es
muy compleja» (u otras muchas frases de ese mismo tipo): sí
tienen un sentido es porque el sistema se da por conocido, cons­
truido, ya desplegado por el analista; se convierte, pues, a su vez,
en una especie de texto (de texto artificial), y es de ese texto del
que se afirma que posee una estructura compleja.
VI.1. E l f il m e c o m o t o t a l id a d s in g u l a r
Se ha dicho, en el capítulo V.l, que la situación de los códi­
gos cinematográficos (generales o particulares) y la de los siste­
mas fílmicos singulares eran profundamente disimétricas frente
al problema de la especificidad cinematográfica. Conviene ahora
examinar este punto algo más de cerca.
El estudio de un código cinematográfico, por definición, se
refiere siempre a varios filmes; cierto es que existen casos en que
esta pluralidad puede perm anecer provisionalmente virtual: se
puede dedicar un artículo entero a analizar con detalle el funciona­
miento de las «entradas y salidas de campo» en La régle du jeu
de Jean Renoir:1 ¿cómo penetran los personajes en el espacio fil­
mado, cómo salen de él, cómo la propia cámara se desplaza en
su campo de relación con las evoluciones de los actores, etc.? Es
éste todo un sistema que form a parte de la dramaturgia propia del
cine, y no es dudoso que al examinar desde este punto de vista
el filme de Jean Renoir se comprenderá m ejor la naturaleza y el al­
cance exacto de este código. Sin embargo, si es por este último
(y no por la poética de Jean Renoir) por lo que uno se interesa
en último término, no podrá limitarse a La regle du jeu y está
claro que tendrá que examinar cómo se organizan las entradas
y las salidas de campo en otros filmes. Pero está claro también
que no se verá uno obligado a analizar estos filmes en su conjun­
to: es evidentemente en las entradas y salidas de campo en lo que
se concentrará la atención, y los demás elementos de los filmes
sólo se tomarán en consideración en la medida en que estén re­
lacionados con ellas. (A un procedimiento metodológico semejante
1. En un conocido artículo, a la vez inteligente y parcial, A n d ré B a z in habla esbo­
zado un estudio parecido: Renoir franfais, “Cahiers du Cinéma”, núm. 8, enero 1952,
p p. 9-29. ,
daba Louis Hjelmslev, en lingüística, el nombre de catálisis.) Por
ejemplo, toda la organización del «campo» se encuentra modifi­
cada cuando se pasa de la pantalla llamada estándar a la pantalla
más ancha (Cinemascope y otras patentes):2 hay que tener, pues,
en cuenta esta variante en el estudio de las entradas y salidas de
campo, y estas últimas darán lugar quizá a varios sistemas sensi­
blemente diferentes, según los principales tipos de pantalla (se­
rían entonces otros tantos códigos cinematográficos particulares).
Suceda lo que suceda con este punto —que es una cuestión de
hecho, a la que no se puede responder más que examinando el ma­
terial fílmico—, es notable que, si se hace intervenir un elemento
que no sean las entradas y salidas de campo, es también en rela­
ción con estas últimas y situándose, por así decirlo, desde su pun­
to de vista.
En principio, un estudio del código cinematográfico se refiere
siempre a varios filmes y no se refiere nunca más que a algunos
aspectos de estos filmes; por ambas razones semejante estudio no
tiene nunca la ocasión de tom ar un filme como totalidad singular;
está siempre, y siempre a la vez, más allá y más acá; lo que abar­
ca es siempre más que un filme y menos que un filme, pero nunca
es un filme. En el origen de las investigaciones de este tipo lo que
se encuentra es una especie de selección: entre los filmes que se
presentan se escogen aquellos en los que el código estudiado pare­
ce tener un papel particularm ente importante, y entre los dife­
rentes rasgos de los filmes así retenidos se examinan sólo los que
participan en el código en cuestión o que están relacionados con
él (= principio de pertinencia). Por ello estas investigaciones
tienen la seguridad, debido al propio método que las fundamenta,
de permanecer dentro del terreno de lo «específicamente cinema­
tográfico», puesto que se ha dejado de lado intencionadamente,
tanto en el surtido de filmes, como en los diferentes aspectos de
cada uno de ellos, todo lo que no se refería al código específico
cuya existencia presentida orientó la elección desde el principio.
No sucede lo mismo con el estudio de los sistemas fílmicos
singulares. Pues estos últimos constituyen precisamente el lugar
donde, por definición, lo cinematográfico y lo no-cinematográfico
—lo «específico» y lo «no-específico»— se codean y se unen estre-
2. Muchos cineastas lo han observado en su respuesta a la encuesta de "Le Fígaro*
(París) acerca del Cinemascope, en 1955. Y también muchos críticos, en la polémica que
se organizó en 1953*1954 (véase los números 21, 25, 27 y 31 de "Cahiers du Cinéma")
cuando se presentó en Francia (diciembre de 1953) la primera película en Cinemas­
cope, La túnica sagrada (The robe), de Henry Koster.
chámente: el sistema de un filme es, entre otras cosas, una utili­
zación singular, propia de este filme, con recursos ofrecidos por
el lenguaje cinematográfico; pero también es cierta visión del
mundo, cierta temática, un conjunto de configuraciones obsesi­
vas que no son menos propias de este filme y que, sin embargo,
no son inseparables del hecho cinematográfico (aunque vayan imi­
das a él en el filme estudiado).

Todo esto, se me dirá, se aplica a los filmes originales; pero


puede suceder que el filme sea desvaído y trivial con creces: ha­
blar de lo que «tiene de propio» se hace entonces problemático.
Admitámoslo, por lo menos provisionalmente (pues la ausencia de
caracteres propios es también, en cierto modo, un carácter pro­
pio). De todas formas, sigue siendo cierto que esta falta de parti­
cularidades puede caracterizar tanto —según los casos, según las
películas...— el empleo dado a los códigos cinematográficos como
el dado a los códigos, o el que se les dé a ambos a la vez. Por
tanto, no son sólo los sistemas fílmicos en su afirmación y es­
plendor los que combinan lo cinematográfico y lo no-cinematográ­
fico: esta misma mezcla va también unida a su borrosidad y en
último término a su «ausencia»...
Guardémonos, pues, de invocar una confusa noción de lo ori­
ginal y de lo trivial para crear falsos problemas. Esta distinción,
mejor comprendida —pues no se puede eliminar—, corresponde
a algo muy diferente. Ciertas formas de utilizar los códigos son
más habituales que otras, ciertas combinaciones de códigos son más
habituales que otras, ciertos códigos son más habituales que otros.
Pero esto es una verdad muy general y se aplica tanto a los có­
digos no-cinematográficos como a los códigos cinematográficos.
Esto no es todo. Un filme trivial, en realidad, no es un filme
desprovisto de un sistema singular; es un filme cuyo sistema sin­
gular es trivial. Constatación que no tiene nada de tautológica, si
se tiene a bien admitir que un sistema trivial es un sistema bas­
tante parecido a otros muchos sistemas. Bastante parecido, y no
idéntico: pues cada filme trivial lo es de m anera original, y no se
encontrarán dos filmes triviales que lo sean exactamente en el
mismo grado ni de la misma forma. La trivialidad admite varia­
ciones cuantitativas y cualitativas. Si se la define como el recurrir
a la vulgaridad, sigue siendo cierto que la vulgaridad (cinemato­
gráfica y no-cinematográfica) existe en gran cantidad y que no son
las mismas vulgaridades las que aparecen en los filmes vulgares;
también sigue siendo cierto que ningún filme está formado úni­
camente de vulgaridades, y que dos filmes que fueran idénticos
por su cantidad de vulgaridades —hipótesis extrema ya, si se la
toma literalmente— seguirían diferenciándose uno del otro por
la parte mínima que en cada uno de ellos no sea vulgar. Eviden­
temente existen otras muchas maneras de definir la originalidad
y la trivialidad; se las puede definir, por ejemplo, a partir del
sujeto de la expresión: en la obra original, el sujeto que se «ex­
presa» es un ser único y singular, un individuo, mientras que en
la obra trivial este sujeto es en realidad un grupo social o una
ideología anónima, o un conjunto de representaciones colectivas,
o un arquetipo salido en derechura de alguna psicología profunda
pero impersonal, etc. (en este concepto, el «autor» oficial de la
obra trivial no es, pues, su autor real). Si se adopta este criterio
de definición, seguirá siendo cierto que las fuerzas anónimas que
se expresan así en las obras triviales son, también ellas, abundan­
tes y diversas, y no son nunca exactamente las mismas las que
inspiran dos obras triviales. Se puede igualmente definir la ori­
ginalidad y la trivialidad en relación con los códigos: la triviali­
dad es la aplicación mecánica del código (o el recurso a una com­
binación de códigos que está a su vez codificada); sin embargo, la
originalidad es el «juego» del código o de los códigos, el desfase
del código consigo mismo, el paso inédito de un código a otro, et­
cétera. Pero aquí también hay que observar que los códigos (o com­
binaciones de códigos) susceptibles de ser aplicados mecánica­
mente son'm uchos, que hay varias formas mecánicas de aplicar
un mismo código, etc. Más generalmente, está claro que ninguno
de los criterios que se pueden invocar para definir lo trivial per­
mite decir que un filme trivial es un filme desprovisto de un sis­
tema singular. La cosa es concebible: si un filme es trivial es
porque el espectador, al verlo, siente un conjunto de impresiones
que resume declarando que el filme es trivial (no existe otra base
primordial de la noción de trivialidad que no sea la impresión de
trivialidad); y si el análisis semiológico de este filme se lleva a
cabo —es decir, si llega a narrar en términos explícitos la impre­
sión intuitiva del espectador—, lo que mostrará fatalmente es que
el sistema singular de este filme es trivial: este filme poseía, pues,
un sistema singular; y si este último, a su vez, es más o menos
trivial, es que es más o menos semejante a un mayor o menor
número de otros sistemas singulares.
Este razonamiento admite ser llevado hasta el límite: si resul­
tase que el sistema singular de varias películas triviales fuera ab­
solutamente idéntico (hipótesis totalmente improbable, por otra
parte), cada uno de los ejemplares de este sistema aparentemen­
te no-singular seguiría siendo un sistema singular en el sentido
en que estamos intentando definirlo aquí: cada uno de ellos, en
efecto, seguiría expresando la estructura de conjunto de la pelí­
cula determinada concebida como una totalidad singular; cada
uno de ellos seguiría combinando varios códigos en su seno;
cada uno de ellos seguiría distinguiéndose de todos los códigos
que en él se combinan (y oponiéndose a ellos como un sistema
realizado frente a sistemas virtuales), etc. Sucedería sencillamen­
te, en este caso extremo, que cierto número de totalidades (de
textos), por el juego de alguna casualidad en los repartos estadís­
ticos, llevarían su parecido hasta una cuasiidentidad (que se con­
vertiría en identidad total al nivel de la estructura, siempre más
«pobre» que el texto). Así, las leyes genéticas nos ofrecen a veces
verdaderos gemelos, quintillizos, siameses. Pero en materia de se­
mejanzas entre dos películas el caso general —el caso universal,
sin duda— es el de la «trivialidad sencilla» (y no gemela): mu­
chos sistemas fílmicos presentan parecidos parciales (aunque a
veces muy amplios) con muchos otros sistemas fílmicos, en condi­
ciones tales que cada uno de ellos sigue, sin embargo, siendo
singular (y esta vez incluso en el sentido habitual de la palabra).
Situación que no tiene nada de extraño y a la que no le faltan co­
rrespondencias en los más diversos terrenos: quince tontos, por
muy desangelados que se los suponga, siguen siendo, sin embar­
go, quince personas. Dejaremos, pues, de lado, en las discusiones
que vendrán, el problema de las películas triviales. Recordaremos
sólo que singular no ha sido nunca sinónimo de original, y que no
es desde luego en estas páginas donde va a empezar a serlo.
Esto puede decirse de otro modo: un filme es una unidad
concreta, un texto cerrado, un discurso terminado; por tanto lleva
siempre en sí un principio último de unificación y de inteligibili­
dad, que se llama comúnmente su «estructura». (Este sistema es,
de hecho, un sistema de sistemas; pero eso no cambia nada el
asunto.) A esta estructura última, si el filme es «original» o «her­
moso», la teoría estética le dará el nombre de unidad orgánica;3
pero también existe si el filme está fallido, si es vulgar, si el jui-
3. En el terreno del cine esta noción ha sido recogida, sobre todo, por E ise n ste in ;
véase La estructura del filme, “Iskusstvo kino" Moscú, junio 1939; reproducido (con el
título The structure of (he film) en Film form, Nueva York, Harcourt Brace, 1949. Edi­
ción española (La estructura de una película) en La forma en el cine, op, cit., pp. 151-177;
parte del articulo se publicó en Reflexiones de un cineasta, op. cit., pp. 11*123, con el
título La unidad orgánica y lo patético en la composición de «El acorazado Potemkin»,
ció del gusto no le reconoce unidad orgánica; en una palabra: si
el principio de inteligibilidad del filme no ha sido querido por el
cineasta, o si el que se ha impuesto finalmente es más pobre que
el que se pretendía; incluso si nada de esto ha sido percibido por
el autor, de forma que sólo una sociología profunda (o un psico­
análisis) pueden dar cuenta de ello. (Esto no quiere decir que esta
sociología profunda, este psicoanálisis, esta semiología de las cul­
turas se encuentren privadas de todo poder explicativo ante la
obra concertada y fuertemente construida, la obra de unidad or­
gánica: en este caso, sencillamente, ya no serán las iónicas encausa­
das y «hablarán» menos directamente; habrá que contar con todas
las refracciones, todas las argucias, todas las reestructuraciones
que acarrea la intervención real de un propósito de escritura, ya
sea consciente o inconsciente. Y además, naturalmente, está todo
lo demás: están los filmes de fuerte unidad orgánica, y cuya es­
tructura real se halla, sin embargo, en otra parte; están los fil­
mes que han sido queridos triviales y que lo son o no lo son; es­
tán los que aspiran al desorden, pero que, como no pueden reali­
zar más que un determinado tipo de desorden y no todos los de­
sórdenes posibles, encuentran así su orden...) Todos estos casos
tan diversos corresponden, como se ve, a otros tantos tipos de
relaciones entre el sistetna del filme y la persona del cineasta;
pero el sistema del filme, por su parte, sigue existiendo. Ya vere­
mos más adelante (cap. VI.4) que no es forzosamente único, y que
no hay que buscar siempre una estructura última. Entonces es
cuando encontraremos los filmes «originales».

Mientras tanto hay que seguir examinando la posición en que


se encuentran los sistemas singulares (originales o no) respecto
a la especificidad cinematográfica. A partir del momento, decía­
mos, en que se estudia un filme como una totalidad singular hay
que tomar en consideración todos los códigos que intervienen en
éste, códigos no-cinematográficos tanto como códigos cinemato­
gráficos. Mientras que el analista que estudia un código cinema­
tográfico puede permitirse realizar una selección en el material
de cada filme que examina, el que se interesa directamente por un
film dado se prohíbe a sí mismo desde el principio la posibilidad
de semejante selección: no puede rechazar como irrelevantes los
rasgos no-cinematográficos del filme estudiado, puesto que estos
rasgos, aunque no-cinematográficos, están presentes en el filme;
idealmente, la construcción final del analista (= el sistema sin-
guiar del filme) deberá dar cuenta de todos los rasgos de cierta
importancia que aparezcan en este filme.
Si el estudio de los sistemas fílmicos aboca fatalmente a fre­
cuentes y amplias incursiones fuera del territorio específicamente
cinematográfico, parecería, pues, que esto sucediera a causa de la
ausencia de selección de que acabamos de hablar. Y, sin embargo,
el analista del filme singular opera, también él, una selección;
tam bién él dispone de un principio de pertinencia sin el cual su
em presa estaría condenada a una globalidad confusa e impotente,
y su tarea no podría tener éxito. Pero es el criterio sobre el que
reposa esta selección lo que es ya totalmente diferente. El estudio
del sistema singular debe tom ar en consideración todos los códi­
gos, pero ninguno de ellos es el objeto propio de su esfuerzo. Lo
que le incumbe solamente (y ya es mucho) es fijar en qué es
singular el empleo hecho de cada uno de estos códigos en el fil­
me estudiado, o también fijar que el empleo dado a algunos de
estos códigos no tiene nada de singular (= caso de los filmes tri­
viales); lo que le incumbe más todavía es analizar cómo esos di­
ferentes códigos, empleados o no de forma singular, entran en el
seno del filme en una combinación de conjunto que no es nunca
una pura yuxtaposición, sino que tiene siempre cierta forma que
implica selecciones y jerarquías intercódicas, y que, por consi­
guiente, es siempre más o menos singular.
De este modo la voluntad de captar un filme como totalidad
tiene como efecto desplazar considerablemente la línea divisoria
entre lo pertinente y lo no-pertinente. Lo pertinente, en adelante,
será todo lo que diferencie a un filme de los demás. Los rasgos
códigos, es decir, todos los que son pertinentes de códigos (y, en­
tre otros, de códigos específicos de cine) caen ahora en la irre-
levancia, puesto que son por definición rasgos comunes a todos
los filmes (o a varios) y no caracterizan propiamente a ninguno
de ellos. Los que, por el contrario, llegan ahora a la pertinencia
son bien variedades códicas, bien combinaciones intercódicas, y
por tanto, en ambos casos, rasgos no-códicos.

Por esto es por lo que el estudio de un sistema fümico singu­


lar no es nunca un estudio de especificidad cinematográfica (esta
especificidad, en efecto, consiste en determinada cantidad de có­
digos). Cierto es que los conceptos más extendidos, en esta mate­
ria, abocan con bastante precisión a la afirmación de lo contrario.
Muchos críticos o teóricos del cine están prestos a reconocer que
el filme lleva en sí gran número de configuraciones y de estructu­
ras que no son propiamente cinematográficas; que el filme no es
sólo cine: es un lugar abierto donde confluyen significaciones de
origen muy diverso. Pero la m ayor parte de las veces es para aña­
dir inmediatamente que, en el filme, estas figuras venidas de to­
das partes están integradas en un orden nuevo del discurso cuyo
principio último, por su parte, no puede ser más que cinematográ­
fico. Ño se encuentra ya hoy en día esta forma particularmente
ingenua del fanatismo cinematográfico para la cual toda estruc­
tura que aparezca en un filme es una estructura propia del «sép­
timo arte», para la cual el filme de parte a parte, era un festival
de recursos cinematográficos y sólo era eso. Pero encontramos
todavía con bastante frecuencia una especie de nostalgia irreden­
tista (que tristemente se ha hecho más lúcida y más medida) de
estas creencias arcaicas en una especificidad iluminista y total;
las afirmaciones, a veces implícitas, que inspira esta posición de
repliegue podrían resumirse más o menos como sigue: las estruc­
turas significantes no son todas cinematográficas cuando entran
en el filme, pero lo son todas cuando salen de ella (si se puede
expresar así), es decir, cuando el espectador las recibe; en prin­
cipio, el filme «recoge» las más diversas formas, pero a la llegada
todas estas formas se han hecho cinematográficas, pues cada una
de ellas ha sufrido una deformación que es obra del cine, y se le
ha añadido así (o alterado) una especie de coeficiente automático
de cinematografización.
Ahora bien, semejantes conceptos, como se ha dicho en el ca­
pítulo II.4, equivalen de hecho a una petición de principio y dejan
entero el problema que quieren resolver. O una cosa u otra, en
efecto: o bien esta cinematografización se comprende como afec­
tando a la m ateria del significante, y en este caso tenemos nada
más que una evidencia: es seguro que toda significación que entre
en un filme se encuentra materialm ente «cinematografizada», pues­
to que es materialmente transm itida por los medios del cine;
pero esto equivale a decir que esta significación idealmente for­
jada en otro sitio que no es el cine ha sido localizada esta vez en
un filme; o sea: ¡todo significado que entre en un filme se en­
cuentra en ese filme! Se ha querido m ostrar que esta significación
se había vuelto cinematográfica, pero se ha constatado sencilla­
mente que se había vuelto fílmica. O, si no, el proceso de automáti­
ca «cinematografización» invocado está comprendido como afec­
tando a la forma propia de la significación, a su estructura (y no
ya sólo a la m ateria del significante); es admitir, en este caso, que,
por la sola virtud de una transmisión materialmente fílmica, las
estructuras se encuentran modificadas. Ahora bien, igual de claro
que está que un cambio en la m ateria del significante puede en
ciertos casos provocar un cambio en la propia forma racional,
igual de claro está que es difícil considerar semejante proceso
como inevitable y automático; el filme puede inflexionar las es­
tructuras no-cinematográficas que recoge, pero puede también
contentarse con recogerlas, es decir, inscribirlas en una nueva
m ateria conservando su forma idéntica. Consta, por ejemplo, que
el filme hablado no modifica las estructuras de la lengua (que
«toma prestadas», sin embargo): sencillamente, inscribe estas es­
tructuras en la materia fónica registrada (= «banda sonora»),
mientras que en su estado primitivo era la materia fónica direc­
tamente oída la que se manifestaba; pero esta modificación no
tiene como efecto añadir un tiempo o un aspecto a la conjuga­
ción, crear una nueva serie de derivaciones de sufijos, etc., (el fil­
me instaura nuevas formas de discurso hablado, no de lengua):
así, las significaciones lingüísticas, no-cinematográficas en su prin­
cipio y en su origen, permanecen no-cinematográficas cuando apa­
recen en un filme. El coeficiente de cinematografización, si se lo
considera como aplicándose a las propias estructuras, no tiene,
pues, nada de automático, diga lo que diga una opinión muy co­
mún; representa sencillamente una posibilidad que se realiza para
determinados códigos extracinematográficos (y para determinados
filmes), no para otros; volveremos sobre esta cuestión, desde dos
puntos de vista diferentes, en el capítulo VI.3 y en el capítulo X.7.
Es corriente que los filmes, voluntariamente o no, reflejen
tales o cuales sistemas de pensamiento político; y estos últimos
—incluso si en ese momento se han expresado en el marco de un
filme en vez de en un libro o en un cartel— no se encuentran
sólo por este hecho infaliblemente modificados en su estructura.'
Nos encontramos de nuevo, bajo este nuevo aspecto, el problema
de los filmes originales, que no debe provocar una confusión de
otro tipo: un cineasta inventivo puede renovar profundamente, y
hasta en sus estructuras, el sistema de pensamiento político del
que se ha inspirado inicialmente; pero esta misma renovación no
es forzosamente una «cinematografización»: el nuevo sistema pue­
de seguir en el mismo terreno que el antiguo, permanecer como
él puramente político, y no m antener tampoco una relación nece­
saria con el cine, aunque se haya elaborado con ocasión de un
filme. Modificar un código no es forzosamente hacerlo más cine­
matográfico. En casos de este tipo es en los que piensan los críti-
eos de cine cuando dicen que tal filme tiene un «contenido» rico
y nuevo dentro de una «forma cinematográfica* que sigue siendo
clásica e incluso trivial.

VI2. E l s is t e m a d e l f i l m e c o m o « d e s p l a z a m ie n t o »
Se empieza a comprender m ejor por qué el estudio de los sis­
temas singulares se encuentra constantemente «a caballo» entre
consideraciones específicamente cinematográficas y otras que no
lo son. Estas razones, tal y como las hemos evocado por el mo­
mento, son dos, en resumidas cuentas: 1.°, si cada filme es singu­
lar, es por lo que hay en él de no-cinematográfico tanto como por
lo que hay de cinematográfico; 2.°, un código no-cinematográfico
no se convierte en cinematográfico por la sola virtud de su pre­
sencia en un filme.
Con estos dos puntos, sin embargo, no estamos todavía en el
centro del problema. Pues no se ha tratado hasta aquí más que de
los diversos códigos (cinematográficos o no, «cinematografizados»
o no) que testimonian de las diversas partes del filme, o de sus
diversos aspectos, o de sus diversos niveles de sentido; no se ha
tratado más que de estructuras cada una de las cuales es parcial
en relación con el propio filme, con el filme como texto de con­
junto. Ahora bien, si es por esta últim a por la que nos interesa­
mos, el principal objetivo del análisis es remontar (a través de la
^consideración de todos estos sistemas parciales, que sigue siendo
indispensable) hasta la estructura global, o también (según la «di­
rección» del camino escogido) volver a bajar hasta estos sistemas
parciales a partir de la estructura global, inicialmente captada en
sus grandes rasgos, precisada y confirmada al final del estudio.4
De todas formas es esta estructura de conjunto la que, como lo
decíamos más arriba, constituye en cierto modo un sistema de
sistemas; es ella, y sólo ella, la que constituye, hablando con pro­
piedad, «el» sistema singular del filme (por lo menos en los casos
en que sólo hay uno: para los demás véase cap. VI.4).
No se trata ya, pues, ahora de examinar individualmente cada
uno de los códigos que el filme porta en sí para preguntarse si es
o no de origen cinematográfico, y, en el caso de que no lo sea,
4. Sabido es q u e L u c ie n G o l d m a n n , a propósito de los textos literarios, era partida­
rio de este segundo camino y no del primero (Structuralisme génétique et tmalyse sty-
listique, pp. 143-161, en Linguaggi nella societá e nella técnica, actas de un coloquio ce­
lebrado en Milán e n octubre de 1968; Edizioni di Comunitá, Milán, 1970).
si el carácter fílmico de su manifestación ha tenido o no por
efecto inflexionar su estructura en el sentido de una mayor cine-
matograficidad. Lo que se considera ahora no son ya los sistemas
parciales integrados por el filme, sino la actividad de integración
(o de desintegración) —la operación de «escritura»— por la cual
el filme, apoyándose en todos estos códigos, modificándolos, com­
binándolos, «interpretándolos» los unos por los otros, llega a cons­
tituir su sistema singular, su principio último (¿o primero?) de
unificación y de inteligibilidad.
Ahora bien, cuando nos situamos en este nivel de conjunto,
a ciertas creencias en la especificidad del cine les cuesta desapa­
recer. En nuestros días abandonan sin demasiado trabajo ciertas
estructuras parciales del filme en manos de un estatuto no-cinema­
tográfico (y eventualmente «no-cinematografizado»), mientras se
las considera aisladamente; pero reivindican de buena gana como
constante y puramente cinematográfico el movimiento de conjunto
que las integra en el seno del filme. Es ésta una idea bastante ex­
tendida entre los críticos de cine; no se expresa siempre bajo la
forma que acabamos de darle, pero está subyacente en muchas
afirmaciones normales más o menos sentidas como evidentes. Se
dirá, por ejemplo, que cada película saca sus materiales de donde
los encuentra (en la biografía del cineasta, en su entorno, en su
época, en influencias literarias, en la voluntad de lanzar un «men­
saje», etc.), pero que su construcción de conjunto interesa al cine
y sólo a él; que lo propio del filme es integrar las más diversas
significaciones dentro de una «composición» cinematográfica; que
lo propio del cineasta es hacer cine (y no sólo «hacer filmes»)
con todo lo que se le venga a las manos; que no basta con tener
muchas cosas que decir para hacer buenos filmes, pero que hace
falta además ser capaz de hacerlos salirse de la pantalla y de «pen­
sar en términos de cine», etc. Por otra parte, todas estas observa­
ciones son justas en la medida que implican que la estructura de
cada filme es el resultado de una especie de interacción entre
factores propiamente cinematográficos y aportaciones exteriores;
pero son falsas porque todas ellas prejuzgan, y de forma muy abu­
siva, que la última palabra de esta dialéctica corresponde al cine
de modo automático y unilateral («0 si no, es que el filme es
malo»...). Ahora bien, no existe la última palabra, y la interacción
es una interacción verdadera, sin vencedor ni vencido.
A partir del momento en que un texto reviste la forma de un
filme, los códigos cinematográficos (o algunos de ellos) están
siempre presentes en él, y su propia borrosidad (en último tému-
no su ausencia) tiene también un sentido que sigue siendo cine­
matográfico: «escritura blanca», negativa de «hacer cine», recha­
zo de determinados códigos en provecho de otros que no aparecen
aún como tales. (Es el caso de esos filmes de los que se nos dice
con regularidad que «hacen estallar el lenguaje cinematográfico»,
siendo así que este último, si creemos a los mismos análisis, ha­
bía sido ya «enteramente destruido» por otro filme anterior en
algunos años.) Pero a partir del momento en que un filme habla
de algo —y no hay ningún filme que no hable de nada, a pesar de
las ilusiones formalistas a este respecto—, están siempre presen­
tes en él códigos extracinematográficos, pues no se puede decir
nada que no tenga ninguna forma.

Pretender que un sistema fílmico es una combinación de varios


códigos es implicar también que consiste esencialmente en un des­
plazamiento. Mientras se está considerando separadamente cada
uno de los códigos que aparecen en los filmes, puede uno permi­
tirse sin inconveniente —con una útil ficción metodológica, bastan­
te análoga a la que fundamenta en lingüística la noción de sin­
cronía (= «estado de la lengua»)— el tratar lo sistemático como
algo inmóvil. Es cierto que un código —un código—, en un mo­
mento dado de su evolución histórica, funciona como un sistema
cerrado que permite elecciones cuya lista puede hacerse, y que
autoriza^ combinaciones sintagmáticas, enumerables a su vez. (Es
éste también el caso, a pesar de las apariencias, en gramática
generativa transformacional: la novedad de esta teoría lingüística
es que se abre directamente sobre la infinidad de los mensajes
«gramaticales» posibles, pero los elementos de base de su combi­
natoria —«constituyentes» y «reglas»— permanecen en número fi­
nito; no es, pues, por casualidad por lo que se fija como meta
estudiar un solo código, el «modelo de competencia», que distin­
gue estrictamente de los diversos «modelos de actuación».) Por
el contrario, en la estructura de conjunto de un texto dado, nin­
gún código —ni siquiera los que el texto «moviliza»— tiene un
papel central. Lo que «hace» propiamente el sistema de un filme
es el paso de un código a otro; cada filme se construye con di­
versos códigos, y es en este «con» donde está lo importante.
Con diversos códigos, pero también contra ellos. En este sen­
tido cada filme se edifica sobre la destrucción de sus códigos. No
basta con constatar que en un sistema fílmico cada código es ine-
sencial, puesto que sólo su combinación es esencial; hay que ver.
más allá, que lo propio del sistema fílmico es rechazar activamen­
te hasta la irrelevancia cada uno de estos códigos, con el mismo
movimiento en que afirma su propia lógica y porque la afirma:
afirmación que forzosamente pasa por la negación de lo que no
es ella, y por tanto de los códigos (que no importan ya como tales
y se convierten en «materiales» para otra estructura). En cada
sistema fílmico los códigos (cinematográficos o extracinematográ-
ficos) están a la vez presentes y ausentes: presentes porque el sis­
tema se construye sobre ellos (a partir de ellos, con/contra ellos);
ausentes porque el sistema no es tal más que en tanto es algo
distinto del mensaje de un código (o una serie de estos mensa­
jes), porque no empieza a existir más que cuando (y allí donde)
estos códigos comienzan a no existir ya bajo forma de códigos,
porque él es este propio movimiento de rechazo, de destrucción-
construcción. A este respecto, ciertas nociones presentadas por
Julia Kristeva en otro terreno son aplicables al filme.

Entre un código y su mensaje las relaciones son pacíficas: al


afirmarse, el mensaje afirma también el código, puesto que no
tiene otra estructura que la que depende de este código: así, cada
enunciado hablado afirma el código de la lengua (en la medida
en que se considera esta lengua, por una legítima abstracción,
como un código unitario de pura denotación, es decir, donde se
dejan de lado los demás códigos que participan en el mismo enun­
ciado: expresividad, connotaciones, etc.); lo mismo sucede siem­
pre que se trata de «dominios de una sola dimensión semiológi­
ca»; conjuntos de textos que obedecen a un solo código, o que se
desean analizar en relación con uno solo de sus códigos (esta no­
ción se precisará más lejos; véase cap. VII.6). Pero entre un texto
y sus códigos la relación no puede ser tan pacífica. En el seno
del sistema de conjunto propio al texto los diferentes códigos no
vienen a alinearse unos al lado de otros, en sitios previstos por
adelantado; el sistema fílmico no es una suma de códigos, sino
una combinación original que exige ser efectuada (= noción de
«composición» en los escritos teóricos de Eisenstein, de «produc­
ción» en las investigaciones marxistas contemporáneas, de «reali­
zación» o de «puesta en escena» en algunos críticos y estetas del
filme). Esta combinación, que es nueva para cada texto, consiste
ciertamente en una estructura, pero que es inseparable de un tra­
bajo activo de reestructuración, sin lo cual no habría más en un
sistema fílmico que en el conjunto de sus códigos (ahora bien, un
código no es un texto, y hay que explicar cómo se pasa de uno a
otro.) El único rasgo que corresponde en propiedad al sistema de
un filme es el integrar varios códigos, el no reducirse a ninguno
de ellos (ni a su suma), el hacerlos actuar unos contra otros: el
sistema del texto es la instancia que desplaza los códigos, defor­
mando a cada uno de ellos por la presencia de los demás, contami­
nándolos los unos por los otros, reemplazando, en marcha, el uno
por el otro, y, en fin de cuentas —como resultado provisional­
mente «parado» de este desplazamiento general—, colocando cada
código en un puesto determinado de la estructura de conjunto:
desplazamiento que desemboca así en una instalación, destinada a
su vez a ser desplazada por otro texto. La consideración intrín­
seca de un código no nos dice cómo puede articularse con otros
códigos (ni con cuáles), y a qué nivel puede intervenir en la eco­
nomía de un texto largo y complejo (como lo es todo filme, inclu­
so rudimentario); no es el código quien decide su propio lugar
en el sistema del filme, o quien determina los demás códigos que
se convertirán en sus provisionales vecinos: es el propio sistema
del filme. Si el estudio de un código de montaje cinematográfico
no nos dice qué función asumirá en un filme dado, es sencilla­
mente porque un código de montaje no hace un filme, y menos
aún lo hace él solo.

•\ No se trata de volver aquí a la antigua idea según la cual el


filme sería un ejemplo de lenguaje sin código,5 una pura inven­
ción en incesante surgimiento, una creación ex nihilo, o también
(lo que equivale a lo mismo) una actividad de arreglo y de reor­
ganización directamente realizada a partir de la «realidad». Lo
que se llama la realidad —es decir, los diversos elementos pro-
fílmicos— no es otra cosa que un conjunto de códigos: el conjun­
to de los códigos sin los cuales esta realidad no sería accesible o
inteligible, de forma que no se podría decir nada de ella y ni si­
quiera que es la realidad. Si el filme es «invención» o «creación»,
es únicamente en la medida en que es operación, en que añade
5. En nuestros primeros artículos (sobre todo Le cinéma: langue ou langage? "Com­
munications", núm. 4, París, 1964; la edición española de este número de revista ya
ha sido citada) no estuvimos lo bastante en guardia contra este concepto (la influencia
de André Bazin sobre los escritos cinematográficos era m ix fuerte entonces que hoy).
A esto se deben las notas autocríticas que hemos incluido en la segunda publicación
de este artículo en nuestros Ensayos sobre la significación en el cine (1968, 1.» ed. fran­
cesa), op. cit. Mis conversaciones con semiólogos italianos (en particular Umberto Eco
y Emilio Garroni) contribuyen a esta evolución.
algo a los códigos preexistentes, en que aporta consigo configura­
ciones estructurales que no preveía ninguno de ellos. Así, la pro­
pia aportación (el coeficiente de modificación y de trabajo que
es propio al texto) no interviene sobre una realidad bruta, ni so­
bre ninguna nada que, curiosamente, llevase en sí la promesa de
una futura e infalible creatividad, sino en relación con códigos.
Por ello el momento del código nos parece conservar toda su im­
portancia: no sólo porque el estudio de los códigos, fuera de todo
sistema fílmico, es para la investigación semiológica una meta en
sí (aunque no la única), sino porque los propios sistemas fílmicos,
en tanto que movimientos activos de desplazamiento, no son inte­
ligibles más que si se tiene alguna idea de lo que ha sido des­
plazado.

Igual que la obra literaria, que no puede, con todo, existir más
que gracias a la lengua, se construye sin embargo contra ella
más bien que en ella (puesto que es trabajo sobre la lengua y vive
de sus huecos tanto como de sus llenos), igualmente el sistema de
conjunto de un filme consiste esencialmente en un doble y único
movimiento: movimiento por el cual se encuentran «movilizados»
diferentes códigos sin los cuales el filme no tendría nada sobre
que apoyarse para tomar impulso; movimiento que rechaza a
estos mismos códigos hasta un lugar secundario, y por el cual el
sistema fílmico se destaca de ellos, por el cual nos dice que es
algo diferente de ellos: que es, estrictamente hablando, esta pro­
pia diferencia, esta re-pulsión. Decíamos hace un rato que el ana­
lista, cuando pasa del estudio de los códigos al de los sistemas fíl­
micos, debe operar un cambio de pertinencia: se ve ahora que
esta conversión no se inscribe sólo en la actividad del analista, y
que está, por así decirlo, «preinscrita» en lo que se podría llamar
actividad del filme, es decir, en este movimiento por el cual el
filme, al afirmarse, rechaza la confusión con los diversos códigos,
que fuera de él son más generales que él, pero en él, más parcia­
les que él.
Si se puede tratar a un código como a un objeto «inmóvil» es
en virtud de su anonimato: un código es un sistema que no con­
cierne, propiamente, a ninguno de sus mensajes, que no va ligado
a ningún discurso particular; escapa así, y por definición, a todo
«compromiso» en el desarrollo de un texto, en su desplazamiento,
en su avance concreto; en este sentido un código es un sistema
«virtual» (véase más arriba, pp. 107-108), no es el sistema de un
texto. Un sistema fílmico, por el contrario, va unido ya desde el
principio a un texto y sólo a uno (incluso si este texto no lo revela
claramente); es, pues, un sistema que se hace, que se construye
mientras que el texto mismo se hace y se construye. (La diferencia
entre ambos, que permanece, reside en que el último se presenta
como un desarrollo observable por todos, mientras que el prime­
ro —que preside, sin embargo, a este desarrollo— no podría ser
extraído de él más que por la actividad analítica.) Cuando el fil­
me abandona en ruta un código por otro, el sistema ñlmico, en
este instante, es este propio abandono, este reemplazo; cuando el
filme aproxima voluntariamente dos códigos que están normal­
mente más separados, el sistema fílmico, en este instante, es esta
propia aproximación. No es que baste haber tomado nota de la
aproximación para haber cumplido con el sistema del filme; pero
esta aproximación es uno de los elementos del sistema, uno de sus
rasgos pertinentes, mientras que los dos códigos objeto de la
aproximación no lo son: pues el hecho de que sean estos dos en
vez de otros concierne al máximo al sistema del filme.

VI.3. C in e m a t o g r á f ic o y e x t r a c in e m a t o g r á f ic o : de u n a d u a lid a d
A UNA «MIXTIDAD»
Puesto que definimos así los sistemas fílmicos singulares, qui­
zá alguien se asombre de que persistamos en la negativa de consi­
derarlo^ como instancias íntegramente dotadas de especificidad ci­
nematográfica: el sistema singular, tal y como acaba de ser evo­
cado, ¿no está profundamente unido al desarrollo del filme, a su
composición, a la disposición de sus imágenes y de sus sonidos?
En resumen: ¿no es algo cinematográfico de punta a punta?
Hay, efectivamente, una diferencia a este respecto —y es im­
portante— entre los códigos que aparecen en los filmes y los sis­
temas de estos mismos filmes. Entre los primeros, algunos, como
ya lo hemos dicho, son muy ampliamente extracinematográficos,
y puede incluso suceder que su inclusión en un filme no los afec­
te en su estructura propia. El proceso de «cinematografización»,
para un código, no tiene nada de inevitable; en su ausencia, la
intervención del filme sobre el código modifica sólo la materia de
la expresión y opera así una renovación de la manifestación, a
través de la cual permanece intacta la forma, es decir, la red re-
lacional de las oposiciones y de las combinaciones. Así cuando
unos «efectos plásticos» frecuentem ente utilizados por la pintura
son recogidos tal cual por algunos filmes en color, preocupados
por las «bellas imágenes», en planos fijos ingenuamente ofrecidos
a una larga contemplación: el código no ha cambiado, solamente la
definición física de sus significantes: allá, la imagen coloreada fa­
bricada a mano; aquí, la imagen coloreada obtenida por medio
de un aparato.
Los fenómenos de este tipo, por frecuentes que sean en los fil­
mes, conservan sin embargo un aspecto paradójico. Se esperaría
más bien que el cambio de manifestación provocase un cambio
de forma; transformación que no se puede suponer siempre inte­
gral, pero que por lo menos, parece ser, habría probabilidades de
que consistiera, con mucha frecuencia, en una serie de deforma­
ciones, de desplazamientos y de inflexiones, cuyo conjunto basta­
ría para establecer un código nuevo distinto del código inicial, in­
cluso aunque se le parezca bastante. Acontece, sin embargo, que
ni siquiera sucede esto; es porque el código no es el filme, sino
sencillamente el material parcial del filme, de forma que su es­
tructura interna no está forzosamente comprometida en el mo­
vimiento general de desplazamiento al que el filme debe el ser el
filme: este último también puede contentarse con actualizar el có­
digo al pasar (utilizarlo sin trabajarlo); y en este caso, si el
código inicial era extracinematográfico, lo seguirá siendo después
de haberse convertido en fílmico. Lo propio del sistema fílmico
es modificar los códigos que integra; sin embargo, se trata de una
modificación de conjunto que se establece a escala del filme en­
tero; no implica, por tanto, que todo filme modifique todos sus
códigos, y deja subsistir este vasto espacio en que el analista en­
cuentra tantos códigos fílmicos que permanecen extracinemato-
gráficos.
Pero todo cambia cuando fijamos la atención en el propio sis­
tema del filme. Este sistema no es un material sobre el que el
texto se construye: es esta propia construcción; no es un elemen­
to parcial del filme, sino una estructura coextensiva a todo él.
Si está o no comprometida en el sistema del filme, y hasta qué
punto, es algo que no constituye ya ni siquiera una pregunta, pues­
to que es este trabajo. Por tanto, el sistema de un filme, difirien­
do en esto de todo código fílmico (cinematográfico o no), no pue­
de en ningún caso consistir en una «forma» que sea totalmente
extracinematográfica.
Pero de esto no se desprende que haya que pasar al otro ex­
tremo; que haya que admitir, como se hace con demasiada fre­
cuencia, que un sistema fílmico es una estructura enteramente
cinematográfica. Las diversas figuras que informan los filmes des­
de fuera, que le vienen de un «más allá» cultural (de otras artes,
dé prácticas cotidianas significantes y ya organizadas, etc.), no
penetran en el filme por la única vía de sus códigos; no se percibe
la barrera, misteriosamente infranqueable, que pudiera impedirle,
introducirse en el filme por otro lado y hacer sentir su peso hasta
en la composición de conjunto que anima el filme. Sin embargo,
una diferencia permanece: es que, cuando su influencia se ejerce
a este nivel, va mezclada desde un principio con construcciones
cinematográficas; un código, en resumen, puede ser cinematográ­
fico o extracinematográfico, mientras que un sistema fílmico es
siempre cinematográfico y extracinematográfico a la vez; es el
sistema de un filme y no de un libro, de un comportamiento so­
cial, o de cualquier otro «texto»; pero este filme a su vez, no se
reduce a un producto «puro» del cine nada más. Los códigos son
de dos tipos; los sistemas fílmicos, de un solo tipo, que es mixto.
Una opinión extendida pretende que lo propio del filme es
organizar diversos materiales no cinematográficos en una cons­
trucción cinematográfica. Lo que se afirma aquí es que lo propio
del filme es integrar códigos cinematográficos y códigos no-cine-
matográficos en una construcción de conjunto que conserva esta
dualidad al mismo tiempo que la rebasa en la unidad lógica y es­
tructural de un sistema singular: que transform a la dualidad en
mixtidad.

Tomemos como ejemplo la película Intolerancia de David Wark


Griffith (1916), uno de los clásicos de la historia del cine. El texto
se compone de cuatro relatos diferentes, cada uno de los cuales
evoca un episodio particularmente espectacular de intolerancia, de
fanatismo o de persecución (uno tiene por marco la Babilonia an­
tigua; otro, la Francia del siglo xvi y las guerras de religión; otro,
Palestina en tiempo de la crucifixión de Cristo; el cuarto, la Amé­
rica de la época moderna). Se ha observado con frecuencia que en
la estructura de conjunto de este amplio fresco fílmico —dentro
del sistema del filme como decimos aquí— el montaje paralelo
y la aceleración tenían un papel muy central: al principio del filme
cada episodio se presenta bastante extensamente antes de dejar el
lugar al siguiente; a continuación el desarrollo de las imágenes
mezcla más las cuatro narraciones, según una alternancia cuyo
ritmo se hace cada vez más rápido, hasta un crescendo final en
que la mezcla se convierte en un torbellino visual e induce en el
espectador una especie de sobreimpresión mental de cuatro polos,
cuya intención simbólica está clara y, además, subrayada.
Esta configuración que domina todo el filme (y, literalmente,
la ensambla) no está evidentemente exenta de especificidad cine­
matográfica: con otro medio de expresión (la lengua escrita, por
ejemplo), la alternancia —y su aceleración— no habría podido
organizarse en una forma de torniquete afectivo y visual tan di­
recta, tan densa; el autor no hubiera hecho sensible de la misma
forma el símbolo humanitario que subyace constantemente: el
rapidísimo desfile de imágenes cuádruples da el sentimiento de
una interpenetración casi sustancial entre cuatro épocas históricas
diferentes, y la aceleración en la periodicidad de las rupturas vi­
suales exalta poco a poco esta interpenetración hasta darle el es­
tatuto afectivo de una fusión, de forma tal que el símbolo, incluso
en su parte imaginaria, se encuentra, en cierto modo, realizado
en la pantalla. Por otra parte, el m ontaje paralelo es un tipo de
colocación sintagmática que tiene su lugar en un código propia­
mente cinematográfico (un código de montaje, en este caso), pues
no toma sentido —ni siquiera existencia— más que por oposición
con otros encadenamientos icónicos susceptibles de aparecer en
la pantalla, y sobre todo con el montaje llamado alternante (en el
que la vuelta cíclica de las imágenes significa primero la simul­
taneidad de los acontecimientos al nivel de una cronología literal,
en lugar de remitir directamente a alguna «aproximación» conno-
tativa ya inmediatamente, que pase por encima de los tiempos y
los lugares de la denotación), así como con otra forma de montaje
cinematográfico, donde la alternancia de los «planos» correspon­
de sencillamente a una alternancia de los acontecimientos repre­
sentados. Desde varios puntos de vista, pues, puede ser conside­
rado el sistema fílmico de Intolerancia como cinematográfico.
Ciertamente, el código del montaje —o el subcódigo de montaje
explotado por Griffith— se contenta con ofrecer al filme una es­
pecie de «esquema» (aquí el montaje paralelo), con la organiza­
ción que le es propia, tanto en el plano del significante como en
el del significado. Este código «proporcionador», por sí solo, no
precisa si el montaje paralelo va a desplegarse en el interior de
una única secuencia del filme (o de varias secuencias por separa­
do), o si va, por el contrario, a distribuir la alternancia de sus
elementos a escala del filme entero: pueden ser ambas cosas (el
código no lo dice); puede incluso suceder —como en Intolerancia
precisamente— una combinación original de ambos, dónde el mon­
taje paralelo se repita a sí mismo: al final del filme el «paralelis­
mo» es interior a la secuencia; en medio del filme interviene
entre secuencias; al principio, entre grupos de secuencias. Así,
para lo que constituye el texto en toda su extensión, segmentos
interiormente alternados se convierten (retroactivamente) en los
elementos de una alternancia más amplia, que funciona a su vez
como uno de los términos de una alternancia de tercer grado: es
el desarrollo textual y sucesivo de estas tres categorías —en or­
den inverso al que han sido enunciadas aquí— lo que da al filme
su característico perfil de aceleración, al mismo tiempo que lo
mantienen hasta el final dentro del paralelismo: la aceleración no
es aquí más que un paralelismo en abismo. El sistema fílmico
no se reduce, pues, a un hecho de código cinematográfico, y ni
siquiera a aquel al que más debe (= el montaje paralelo); si se
apoya en él es, al contrario, para trabajarlo, para multiplicarlo por
sí mismo, para desplazarlo (al mismo tiempo que le asigna su
lugar en el filme), para negarlo en cuanto código general, en cuan­
to código susceptible de ser recogido en otros filmes, cada uno
de los cuales lo negará a su vez de otra manera. El sistema de
Intolerancia deja ya ver su naturaleza no-códica (o transcódica);
pero a la altura en que estamos es todavía de orden puramente
cinematográfico. Es el sistema de un filme en la exacta medida en
que «trabaja» un código cinematográfico (y no en la medida en
que lo aplica), pero el código que trabaja es cinematográfico. El
sistema, tal y como está analizado por el momento, consiste exac­
tamente en un trabajo del filme sobre el cine, en un movimiento
por el cual el filme reelabora sus códigos específicos: el coeficien­
te de elaboración es, por tanto, él mismo, cinematográfico.
Pero, en otros aspectos, la estructura general de Intolerancia
es de orden no-cinematográfico (aunque su manifestación sea
fílmica de parte a parte). Está claro, en efecto, que el montaje pa­
ralelo y el empleo particular que de él se hace en la película son
inseparables de un segmento de ideología que se anuncia, por otra
parte, ya en el título. (Notaremos a este respecto que los títulos
de los filmes no se formulan en «lenguaje cinematográfico», sino
en una u otra lengua natural...) Griffith establece una oposición
insistente entre el sentimiento humanitario (representado en el
filme por la imagen alegórica de una joven madre cerca de la
cuna de su hijo, imagen recurrente como un estribillo) y la intole­
rancia o el fanatismo, que concibe —un poco como un Voltaire—
como malos instintos inscritos en la naturaleza psíquica del hom­
bre, susceptibles de reaparecer idénticamente a través de las si­
tuaciones históricas más diversas, y que imprimen un ritmo a la
historia de la humanidad con sus sangrantes manifestaciones (re­
petidas y, sin embargo, intemporales): vueltas que traen al texto
un ritm o inverso por el que el cineasta, hablando esta vez direc­
tamente en su nombre, lanza al rostro de su propio filme el leit­
motiv de una Maternidad rubia y luminosa que acaba de intem-
poralizar las grandes persecuciones de la historia universal, pues­
to que permanece la misma frente a cuatro de ellas. No es, ade­
más, indiferente para el sistema del filme que este tema de la
intolerancia —en lugar de edificarse sobre la evocación de un
único acontecimiento histórico, o incluso de varios cuya descrip­
ción hubiera sido separada y sucesiva— se despliegue a través de
cuatro narraciones que el filme distingue y confunde a la vez, que
distingue primero para mejor confundirlas después: todo el mo­
vimiento del filme está en ese desplazamiento progresivo por el
cual la interpretación de cuatro momentos de la historia (y para
term inar su fusión simbólica) ganan terreno inexorablemente —un
terreno que no es otro que el texto fílmico— sobre su separación
proclamada al principio. Lo que el montaje paralelo y su auto-
aceleración quieren decir —lo que quieren decir en el filme y no
en el código de montaje del que provienen, sin embargo— es que
la diversidad histórica y geográfica de los actos de fanatismo es
simple apariencia, que la naturaleza más profunda de la intole­
rancia es siempre y en todas partes la misma, que es como el
contrario del sentimiento maternal (= humanitario) invocado por
la imagen-estribillo. A este nivel todas las imágenes de intolerancia
del filme se reagrupan en un «motivo» único, que entra a su vez
en montaje paralelo con la Maternidad: alternancia de cuarto gra­
do, que opone, mientras que las otras tres asimilaban. Construc­
ción muy ligada a una determinada idea de la propia intolerancia
y, más todavía, de la historia, de la naturaleza humana, etc.: co­
sas todas ellas que no son, en principio, cinematográficas, sino
ideológicas; lo que habría que examinar aquí es el estado de ,1a
sociedad norteamericana en la época en que el filme fue rodado,
los antecedentes sociales y culturales de Griffith, sus opiniones
políticas, etc.; semejante fragmento de ideología podía expresarse
igualmente en una novela, en el cartel de propaganda de una aso­
ciación filantrópica, en una pintura alegórica.
Aportación extracinematográfica, pues, y que, sin embargo,
como se ha dicho más arriba, tiene un papel esencial en la es­
tructura del filme. El sistema fílmico aparece así —y por esto es
profundamente, íntimamente mixto —como el lugar donde lo cine­
matográfico y lo extracinematográfico se encuentran, donde ope­
ran una unión (más o menos «feliz* según los casos), donde cada
cual se transform a en relación con el otro y donde ambos entran
en una misma forma, donde los dos provocan elecciones correla­
tivas. Lo que es pertinente en el sistema de Intolerancia no es ni
el montaje paralelo ni la ideología humanitaria, que aparecen
ambos en otros sitios —ni siquiera un empleo singular del monta­
je paralelo o una versión singular de la ideología humanitaria,
pues no existe ningún lugar (desde luego Intolerancia no) donde
se pueda encontrar al uno sin la otra: el sistema de este filme es
el encuentro de uno y otra, el modelado activo del uno por la
otra, el punto exacto —el punto único— en que estas dos estruc­
turas llegan, en todos los sentidos de la palabra, a «trabajar» jun­
tas. Cada filme es el lugar de una cita productiva (más o menos
productiva) entre el cine y lo que no es él: «entre el cine y el mun­
do», como se dice a veces, pero con la condición de designar como
«mundo» un conjunto muy diverso de figuras y de sistemas cul­
turales cuyo único punto común es no haber sido modelados por
el cine.
Si el montaje paralelo, más que tal otra forma de montaje, do­
mina todo el desarrollo de Intolerancia es porque este principio
de distribución de las imágenes —que en el código cinematográ­
fico se define por el acercamiento directamente connotativo de
acontecimientos alejados en el tiempo y/o el espacio de Yfi litera­
lidad ficcional— convenía mejor que otros al concepto anhistóri-
co del fanatismo que está en la base del filme: por tanto, entre
los recursos que ofrecía el código cinematográfico, la elección ha
sido impuesta por consideraciones extracinematográficas. Pero lo
Contrario también es cierto: la factura cinematográfica del filme,
basada sobre el paralelismo, inflexiona muy sensiblemente la no­
ción de intolerancia, tal y como se desprende finalmente del tex­
to, hacia un horizonte intemporal.

Según los filmes, según los cineastas —quizá también según


las épocas y los principios (conscientes o no) que guían la prác­
tica de los diferentes hombres de cine—, la influencia puede ser
más fuerte en un sentido o en otro. Existen casos extremos: en el
filme «militante» de tipo clásico, las elecciones cinematográficas
están bajo la dependencia directa de intenciones extracinemato­
gráficas; en el filme de «artista» es precisamente todo lo contra­
rio. Existen también casos menos sencillos, empezando por todos
los filmes que posean cierto interés y cierta importancia; por otra
parte, los filmes «políticos» de nuevo tipo —como aquellos cuya
multiplicación desea la revista «Cinéthique», y que no tratasen
siempre explícitamente de temas políticos— constituyen un buen
ejemplo de influencia doble y equilibrada: estos filmes estarían
inspirados por sistemas de pensamiento extracinematográficos, ta­
les como el materialismo histórico o el materialismo dialéctico,
pero tenderían a transportar la subversión marxista a los propios
códigos cinematográficos o a volverla a pensar a partir de códigos
cinematográficos preexistentes ( = noción de la «deconstrucción»,
tomada de las investigaciones análogas en el terreno de lo escri­
to). Se dirá, en resumen, que la relación de -fuerzas entre las apor­
taciones cinematográficas y las aportaciones exteriores es muy
variable de un sistema fílmico a otro. Pero estas consideraciones
comprometen la psicosociología de las «creaciones» cineásticas (y
de las receptividades espectatoriales), así como diferentes proble­
mas de epistemología general, más que el análisis estructural de
los propios filmes, en los cuales las aportaciones específicas y no
específicas no son, de todos modos, accesibles más que en el seno
de un sistema único y mixto, cualquiera que sea su peso respectivo
de motivación antes del filme (en el momento de su concepción)
o después de él (lo que cada público retiene de él).
A esta cuestión de relación de fuerzas no es, por otra parte,
siempre fácil responder, ni siquiera cuando se trata de un cine­
asta (como Griffith) de temperamento bastante rudimentario y
de un filme como Intolerancia, cuyo sistema es ingenioso pero no
sutil. Sabemos que a Griffith le gustaban los filmes de tesis, que
era gran aficionado a «mensajes humanos»: esquemas extracine­
matográficos han podido, pues, provocar sus elecciones cinema­
tográficas; pero se sabe también que era un apasionado de las
investigaciones formales, y que las suyas, poderosas e ingenuas a
la vez, han aportado una contribución históricamente decisiva a la
fabricación y a la propia invención del lenguaje cinematográfico
como conjunto específico de códigos y de subcódigos: no hay,
pues, que subestimar el papel que ha tenido que interpretar en la
elaboración de Intolerancia lo que podría llamarse el deseo de
montaje paralelo. (En un registro muy diferente, pero un poco
en el mismo sentido, Valéry hacía notar6 que un poema entero
6. En Poésie et pensée abstraite (conferencia pronunciada en la Universidad d e Ox­
ford, recogida en Variété V, 1944) y en Sobre *El cementerio marino», recogido en El
cementerio marino, Madrid, Alianza Editorial, 1967. Pasajes citados: pp. 1338 y 1503 del
volumen I de las Obras completas de P a u l V a lé ry , publicado por la Bibliothfcque d e la
Pléiade, París, Gallimard, 1957 (e d ic ió n a c arg o d e Jean Hytier).
puede nacer de un ritmo inicialmente entrevisto, de una disposi­
ción métrica intensamente deseada.) Es, en definitiva, el proble­
ma del «formalismo» lo que estamos planteando aquí, y la actitud
de un Eisenstein —por otra parte gran admirador de Griffith7—
ofrecería las mismas dificultades de interpretación, sencillamente
transpuestas a un nivel superior de madurez cinematográfica y
general.
Pase lo que pase con sus motivaciones (conscientes o profun­
das), el sistema de Intolerancia se define por la estrecha unión
que realiza entre determinado empleo del montaje paralelo y de­
terminada manera de comprender el fanatismo. Hemos tomado a
propósito como ejemplo un filme bastante «sencillo», es decir, un
filme cuyo sistema es bastante sencillo. Otros sistemas fílmicos
ofrecerían más complejidad, pero no forzosamente más mixtidad.
Octubre de Eisenstein es el encuentro entre investigaciones <de
montaje, fraccionamiento máximo, metáfora no-diegesética, y un
concepto de la obra de arte revolucionaria como narración «co­
lectivista», sin héroes, ritm ada por las muchedumbres en movi­
miento, fraccionada a su vez por tropiezos dialécticos, y atravesa­
da de punta a punta por una voluntad didáctica: la función del
arte es invitar al espectador a elevarse de lo sensorial a lo ideoló­
gico; el público debe internarse a su vez en el circuito icónico-
intelectual donde se ha elaborado el filme mismo. Esta especie de
poética —donde mantienen una curiosa vecindad el marxismo y
la herencia «artística»— no concierne especialmente al cine, sino
al conjunto de las artes, a las que Eisenstein se refiere pletóri-
camente“en sus comentarios escritos. Sin embargo, un texto teó­
rico no es un texto fílmico, y en Octubre las mismas ideas —pues
permanecen las mismas como ideas— entablan estrechas relacio­
nes estructurales con las investigaciones cinematográficas de mon­
taje.
Sería fácil poner en evidencia con otros ejemplos este carácter
de mixtidad propio del sistem a fílmico. Reflexiones sobre la me­
moria, sobre el olvido, y construcción en bucle con omnipresencia
de lo «cronológico» en el m ontaje, en las variaciones de exposi­
ción cinematográfica y de luminosidad: Hiroshima mon amour
de Alain Resnais. Impresión de ruptura existencial, de esquizofre­
nia cotidiana casi fenomenológica, de profunda «distracción» per­
ceptiva, y perpetuos descarrilam ientos secuenciales en el montaje
7. Dickens, Griffith and the film to-day, c o n trib u c ió n d e E i s e n s t e i n , a l vo lu m en c o ­
Amerikanskaya kinematografya: D. V. Griffith, M oscú, 1944 (vol. I d e Mattriali
le ctiv o
pro istorii mirovogo kinoiskusstva); re c o g id o e n La forma en el cine, o p . cit.» p p . 195-250.
rápido (más bien disperso): Muriel (del mismo cineasta).* Sen­
timiento agudo, tragicómico, con constante e irrisoria reversibili­
dad de lo posible, de lo deseable, de las creencias, y mezcla de co­
lores chillones agresivo-arbitraria de la imagen, con secuencias va­
cilantes que vuelven sobre sus pasos, que sienten no haber dis­
puesto sus «planos» en un orden diferente:9 Pierrot le Fou de Jean-
Luc Godard. Reflexiones de un cineasta acerca de las reflexiones
de un (¿otro?) cineasta que está haciendo un filme que no es el
que el primero está haciendo, pero que sin embargo va a sedo al
final, y doble montaje en abismo de todo el desarrollo fílmico, que
mezcla deliberadamente imágenes de varios «grados» diferentes:
Ocho y medio de Fellini.10 Voluntad de poder del cineasta (así como
de su héroe), y desbordante exuberancia egotista, lúdica, de la
banda de imágenes; recurso tumultuoso a los subcódigos cinema­
tográficos más diversos, (que se ven acumulados en el mismo pa­
saje del filme: montaje rápido precisamente antes de un plano-
secuencia, etc.): Citizen Kane de Orson Welles. Culto torturado de
la mujer-ídolo, y encuadres interminables, calculados en relación
con el rostro de la actriz, que lo envuelven con largos movimien­
tos de cámara, que lo insertan progresivamente en el paisaje fabu­
loso y superabundante de un palacio donde hacen muecas esta­
tuas convulsivas de torso atravesado por flechas, volviendo luego
la cámara (el deseo) lo más cerca posible del rostro adorado, jun­
to al batir de sus pestañas, sus ojos demasiado abiertos, su aliento
irregular que tortura (sin jamás apagarla) la llama de una vela
colocada demasiado cerca de él: La emperatriz roja de Joseph von
Sternberg, el cineasta locamente enamorado de su intérprete, de
Marlene Dietrich, su esposa.

Decir que un sistema fílmico es siempre «mixto» es negarse


(como en otros párrafos de este libro) a confundir lo cinemato­
gráfico y lo fílmico; de esta preocupación se deriva la propia ex­
8. Véase B e rn a rd P in ca u d , p. 31 de Cinéma et román (conferencia del 2 de junio
de 1963, reproducida en "Cinéma eí Université", núra. 7, París, primer trimestre de
1964, pp. 19-34). El autor ha vuelto a redactar este texto, con el título de Nouveau
román, nouveau cinéma, en "Cahiers du Cinéma" (número especial Film et román: pro-
biémes du récit), núm. 185, Navidad de 1966, pp. 26-40.
9. Hemos analizado con detalle una de estas secuencias de Pierrot le Fou (liamándo*
la “secuencia potencial”), pp. 322-325 de nuestros Ensayos sobre la significación en el
cine, op. cit.
10. Véase C h r i s t í a n M e t z , La construcción «en abismo» en *Ocho y medio> de Fe-
tlini, "Revue d'Esthétique', XIX, fase. I, París, enero-marzo 1966; recogido en los Ensa­
yos sobre la significación en el cine, op. cit., pp. 337-345.
presión escogida: sistema fílmico singular (y no sistema cinema­
tográfico singular). Fílmico en su totalidad, este sistema sólo es
cinematográfico en parte.
Es igualmente negarse a confundir los códigos (cinematográ­
ficos o no) con los sistemas que van unidos a un discurso concre­
to y sólo a uno. Sucede que esta distinción no está claramente
mantenida, de donde nacen frecuentes y confusas discusiones (ya
evocadas más arriba) cuando se trata de saber en qué medida el
filme «cinematografiza» los elementos de que se apodera. A esta
pregunta la respuesta más corriente entre los críticos y estetas del
filme es ampliamente afirmativa: se concederá de buen grado, por
ejemplo, que tal o cual filme reciente sale de una reflexión sobre
las intermitencias del corazón, el difícil aprendizaje de la libertad
afectiva, los azares de la «pareja moderna», etc.; pero se añadirá
inmediatamente —con una precipitación donde puede leerse como
un pánico de salirse del cine— que toda e^ta problemática, cuando
aparece en un filme que se ha considerado «bueno», se ha expre­
sado enteramente a través de las vías propias del cine, y que no
es, pues, la misma después del filme que antes de él, que la pareja
se ha convertido en una pareja cinematográfica, etc.
Ahora bien, semejantes observaciones no tienen más que una
validez muy general y poco significativa, a la que falta precisamen­
te especificidad cinematográfica. Es cierto que todo texto (litera­
rio, pictórico, mítico, etc.), todo comportamiento social organizado,
tiene como efecto retroactuar sobre los códigos que lo han inspi-
'fado, devolverlos siendo un poco otros a la masa de la cual ha­
bían sido inicialmente sacados: cada vez que se emplea una pala­
bra, su sentido (su pronunciación también) se encuentra infinite­
simalmente inflexionado, y cuando la palabra vuelve a la lengua
se lleva consigo ese minúsculo desfase, que, añadido a millares de
otros iguales, acabará a la larga por hacer evolucionar al propio
idioma11 (a falta de esto no se comprendería cómo los códigos
pueden tener su diacronía propia). En este sentido, cada filme
modifica ligeramente todos sus códigos; pero acontece que esta
modificación es mínima a corto plazo (si no sería la noción de
sincronía la que se convertiría a su vez en ininteligible); además
esta modificación, mínima o no, no consiste forzosamente en una
inyección de cinematograficidad (aunque esto se produzca a veces,
como veremos más adelante); una problemática de la pareja, inclu­
11. Véase P a u l R ic o e u r, La structure, le mot, l'événement, "Esprit” (n ú m e ro e sp e ­
c ia l Structuraíismes. Mithodes et idéologies), XXXV, n ú m . 360, P a rís , m a y o 1967, p á ­
g in as 801-821.
so si se hacen filmes con ella, sigue siendo una problem ática de
la pareja (eventualmente modificada), y la pareja propiam ente
dicha —que remite al psicoanálisis, a la economía, a la etnología,
a la psicología— no se convertirá en cinematográfica por la vir­
tud automática de los numerosos filmes que le dedica el cine
«moderno».
El argumento de la modificación inevitable designa un fenó­
meno trivial que no concierne propiamente al cine. Sucede, sin
embargo, que este argumento se maneja en otro sentido, que se
desea más pertinente; así cuando algunos críticos de cine obser­
van que un sistema de pensamiento, de sentimiento, de comporta­
miento (o una configuración cultural, cualquiera que sea) no apa­
recen jamás, en un filme, bajo la misma forma, salvo cuando se
hace su análisis intrínseco, y se apresuran a achacar esta diferen­
cia (que depende evidentemente e incluso literalmente del filme)
al «cine»: es el cine, se nos dice, el que ha transformado, remo­
delado la figura cultural; la toma en consideración de su forma
inicial no podría aclarar en nada la comprensión del filme, pues
no es ella lo que el filme nos da a leer, etc. Ahora bien, esta pos­
tura no puede sostenerse, a pesar de su aspecto razonable, pues
descansa enteramente sobre la confusión entre los códigos y los
sistemas textuales, es decir, también entre el cine (= códigos) y
el filme (= sistema textual): en el filme, evidentemente, la figura
cultural no es esencial en cuanto tal; ha sido transform ada, es
cierto también, puesto que ha contraído lazos inéditos con otras
figuras. (Notemos, sin embargo, que estas últimas, a su vez, no
son todas cinematográficas.) Pero —además de que no se puede
saber en qué la ha transformado el filme más que si se considera
lo que era antes de la transformación— la modificación de esta
figura en el filme no acarrea fatalmente su modificación en el có­
digo del que procede y al que vuelve luego (pues un código no es
un texto), y menos todavía la misteriosa creación de algún empa­
rentamiento fundamental entre este código y uno u otro código ci­
nematográfico. La vecindad de los códigos en un texto no provoca
siempre influencias o aproximaciones entre estos mismos códigos.
Siempre no, pero a veces sí. Se encuentra aquí la idea de una
eventual cinematografización de algunos códigos no-cinematográ­
ficos, como consecuencia posible de su utilización por filmes, es
decir, los casos en que la filmízación va acompañada de una cine­
matografización (que puede tener lugar en diferentes grados). So­
ciólogos como Edgar Morin han hecho notar12 —y la observación
12. Las estrellas del cine, Buenos Aires, Eudeba, 1964, cap. VIII.
corriente lo confirma— que en determinados tiempos y lugares los
comportamientos amorosos de los adolescentes estaban en cierta
medida influidos por los estereotipos eróticos que les proponen
los filmes: éstos se convierten así en iniciadores, moldean esperas
y conductas, facilitan complicidades, ofrecen modelos de vestua­
rio, de modo de andar y de hablar, de seducción, de desenvoltu­
ra, y algunos adolescentes tratan de amoldarse a ello en su vida
cotidiana (véase, por ejemplo, el «fenómeno James Dean»,13 cuya
asombrosa amplitud en su momento es conocida). Lo que, dentro
de nuestra perspectiva, caracteriza propiamente los casos de este
tipo es que la interacción entre aportaciones cinematográficas (pa­
pel de la vedette, fascinación icónica, etc.) y un código extracine-
matográfico (en este caso un código social de comportamiento co­
tidiano, un pedacito de «estilo de vida») llega a sobrevivir al filme
y continúa afirmándose fuera del sistema textual. Se puede, pues,
hablar esta vez de una cinematografización del propio código,
puesto que permanece impregnado de resonancias cinematográfi­
cas cuando funciona fuera de un filme. Hay aquí un fenómeno de
ida y vuelta: el filme toma tales o cuales códigos que le son ex­
teriores, pero cuando los restituye a la cultura arrastran consigo,
más o menos duraderamente, un poco de este cine del que han
sido vecinos en la película (vecindad que en otro lado no hubiera
tenido consecuencias), y su estructura propia (códica) se halla
modificada o inflexionada equivalentemente: el filme refleja los
comportamientos sociales, pero puede también remodelarlos has­
ta cierto punto (que no habría que sobrestimar). Nos encontra­
mos con tales' fenómenos cada vez que el filme ejerce una influen­
cia sobre lo que no es él mismo: no sólo sobre las costumbres,
sino también sobre otros medios de expresión (influencia del mon­
taje cinematográfico sobre determinados códigos narrativos en
uso en las novelas norteamericanas modernas, etc.).
La noción de cinematografización no tiene sentido más que en
estos casos, que son probablemente menos numerosos de lo que
se pretende a veces. (Además no hay que olvidar que el proceso
inverso existe en igual proporción: figuras cinematográficas que
se encuentran, si puede decirse, parcialmente «descinematografia­
das», es decir, modificadas e inflexionadas como consecuencia de
su contacto con elementos no específicos, con ocasión de deter­
minados sistemas fílmicos.) Pero dejaremos de lado estos proble­
mas, que pertenecen más bien a la diacronía de los códigos y al
13. Ib íd ., c a p . V
estudio de las influencias, para volver a la consideración «inma­
nente» de los sistemas fümicos.
Contrariamente a lo que pretenden algunos adeptos fanáticos
de la especificidad cinematográfica, el filme no es el lugar donde
«el mundo se convierte en cine», es decir, donde una misteriosa
alquimia consigue convertir los códigos extracinematográficos en
códigos cinematográficos. El filme, como su nombre debería indi­
carlo suficientemente, es el lugar en que unos elementos extra-
cinematográficos se filmizan: integrados en el sistema de un dis­
curso fílmico concreto. Es también —en la misma proporción—
el lugar en que elementos cinematográficos son igualmente filmi-
zados (la definición del término sigue siendo la misma). Es, pues,
en el filme donde estos dos tipos de elementos, que permanecen
distintos como artículos de códigos, entran en interacción en el
seno de un sistema no-códico, de un sistema textual. Que esta
interacción, en un sentido o en otro, pueda prolongarse después
del filme y remodelar los propios códigos es otro problema.

Las observaciones precedentes autorizan (e invitan) a modifi­


car en un punto la terminología que ha sido propuesta hasta aquí.
La noción, inicialmente presentada con el nombre de sistema
singular (cap. V.2), estaría mejor llamada sistema textual: hemos
llegado, página por página, cada vez más claramente, a definirla
toda ella por su enraizamiento en un texto dado (uno solo, pero
considerado en su conjunto). Un desarrollo especial (cap. VII.7) se
esforzará, por otra parte, en mostrar que la singularidad no es
exactamente el carácter definitorio de lo textual, sino más bien
un corolario de esta definición: no es por ser singular por lo que un
texto es un texto, sino porque consiste en un desarrollo manifies­
to anterior a la intervención del analista (y sucede que tales desa­
rrollos son siempre singulares). Otro apartado (cap. VII.1) con­
cretará que se puede tratar como a un texto, que abarque a su
vez un sistema textual, tal o cual unidad de desarrollo fílmico más
grande o más pequeña que el «filme» (es decir, que el filme único
y entero): así, en determinados casos, el trozo de filme es ya un
texto; o también el grupo de filmes cuando éstos presentan pa­
recidos históricos y culturales suficientes para que se les pueda
considerar como una especie de amplio filme único. Ahora bien,
una palabra como «singular» sugiere en demasía la exclusión de
casos de este tipo, y evoca la idea —quizá ligada a los orígenes
latinos de la palabra— de que los únicos textos serían los filmes
tomados uno por uno: nunca más de uno y nunca menos de uno.
Finalmente, hemos ya indicado que «singular», incluso si es a
causa de una impropiedad, puede provocar enojosas confusiones
con original —y corre así el riesgo de afianzar una mitología es-
tetizante de la «creación pura*—, mientras que los sistemas tex­
tuales pueden ser triviales y lo son con frecuencia.

VI.4. L a s « l e c t u r a s »: v a r io s s is t e m a s t e x t u a l e s pa ra , u n s o l o
TEXTO
Se oye decir con bastante frecuencia en las discusiones cine­
matográficas que lo propio de los filmes algo complejos y profun­
dos, de los filmes que nos conquistan y viven en nosotros, sería —a
la inversa de esta univocidad pesadamente insistente que marca la
totalidad de la producción fílmica— poder ser comprendidos de
varias maneras; ofrecer su simbolismo, futra de toda «castración»
semántica, a varios sistemas de interpretación; admitir varios
niveles de lectura. Es el tema de las «lecturas múltiples», que se
aplica al texto fílmico como a otros tipos de textos, y con mucha
razón.14
Pero la expresión de esta idea provoca a veces un malentendido
teórico que no deja de tener importancia. Sucede, en efecto, que
se coloca la pluralidad de las lecturas en relación con la plurali­
dad de los códigos que constituyen el filme: el filme «rico» o eman­
cipado sería aquel en el que trabajan códigos diversos (y su masa
así subiría mejor); el filme pobre o convencional sería el izado,
aprestado o hinchado por la tiranía de un código único, orgulloso
de su redundancia.
Lo que afirmamos aquí, por el contrario, es que cualquier fil­
me, incluso el más vulgar, lleva en sí varios códigos, de forma que
la diversidad de las lecturas posibles en los filmes más elaborados
corresponde a una cantidad igual de sistemas textuales y no de
códigos.
Que varios códigos actúen en un texto es un hecho muy general,
como se ha intentado m ostrar en todo el principio de este libro,
14. En los orígenes de este tema esperaríamos encontrar autores concretos, como
Roland Barthes con la noción de lectura plural, o Umberto Eco con la de lectura
abierta, o Julia Kristeva con la de dialoguismo. Y es cierto que se invocan a reces en
las discusiones cinematográficas; pero es bastante poco frecuente y, en conjunto, muy
reciente. En el terreno del filme, la idea (mucho más vaga y general) de una multipli­
cidad de niveles de interpretación se expresa con frecuencia sin referencia a tales auto­
res, y se ha expresado anteriormente a ellos. Es un tema “indígena*.
y no es particularmente característico de los textos importantes.
Pero que varios sistemas textuales concurran en el mismo filme
—siendo así que el sistema textual es precisamente lo que unifica
y ensambla el filme, y que, por tanto, parece que por pleno derecho
debería permanecer único— es ya menos probable (y de hecho
muy poco frecuente), y tiene ya algo de milagroso que hace «tra­
bajar» el texto del filme (al propio texto y al texto en nosotros)
de manera muy diferente.

Invocar con demasiada frecuencia la noción de «lecturas múlti­


ples», y sin tom ar la exacta medida de lo que implica su lógica
propia, es echarla a perder. Decir que un texto admite varias lec­
turas es presentar una idea que pierde todo su sentido si cada una
de las lecturas invocadas no concierne al conjunto del texto, si
cada una de ellas no ofrece por sí misma una especie de «hilo»
que nos guíe de una punta del texto a otra, de forma que las lec­
turas estén constantemente en relaciones mutuas de sustitución
y de desplazamiento, reducidas a expulsarse mutuamente, o que
incluso cuando se «remitiesen» una a otra no pudieran hacerlo,
a cada revolución del torniquete semántico, más que remitiendo
también el texto entero a la lectura: por esto es por lo que su
mantenimiento simultáneo toma un aspecto paradójico y adquie­
re un precio hecho de fragilidad y fuerza a la vez.
Pero vemos al mismo tiempo que esta estructura particular,
que «pone en resonancia»,15 las superficies textuales, no puede es­
tablecerse más que si cada lectura reordena todos los elementos
del filme, o por lo menos los principales (reordena, en suma, sus
propias relaciones de orden), y que la noción de «nivel de lectura»
deja de ser inteligible si cada lectura tiene que corresponder sen­
cillamente a un código. En un filme cada código es un elemento
parcial, y mientras estos códigos informen partes o aspectos di­
ferentes del filme, su pluralidad provoca sólo procesos de combi­
nación, de complementación o de alteración recíprocas, que son
lo propio de todo sistema textual (véanse caps. VI.2 y VIJ), y se
constatan también en textos fuertemente unívocos, e incluso in­
sistentes y tan cerrados como sea posible, como por ejemplo el de
Intolerancia, comentado más arriba.
15, Fórmula tomada de J e tf r e y M bhluan, Entre psychanalyse et psychocritique,
'Poétique", núm. 3, París, 1970, pp. J65-3S3.
Un filme no precisa ser sutil para ser pluricódico. Lo es forzo­
sa y sencillamente para poder existir. Si quiere contar una histo­
ria, incluso tonta, debe sacar elementos de un código narrativo:
como tiene que contarla en determinado orden, incluso trivial, y
por tanto dividirla en secuencias o en «episodios» del tipo que
sea, el recurso a esquemas de composición, conscientes o no, se le
impone de todas formas; como cada una de las secuencias tiene
que ser filmada, no puede por menos de movilizar sistemas de
planificación y de montaje, incluso aunque vaya en derechura a
los más pobres de entre ellos; como cada imagen tiene que estar
«iluminada», so pena de no ofrecerse al espectador más que como
un rectángulo negro, hay que escoger un tipo de iluminación (y la
luz natural, en los rodajes «en exteriores», es también ella una
elección), etc.
Lo propio de un código y lo que le distiftgue de un sistema
textual es que jamás informa un filme entero, un filme en todas
sus partes y todos sus aspectos. Por ello son necesarios varios
para hacer un filme; por ello también pueden coexistir en la
trivialidad, sin que su multiplicidad conceda un particular espe­
sor simbólico al tejido textual, cuya superficie se reparten senci­
llamente (véanse cap. VII.5 y p. 223). Esto tiene excepciones, de
las que se dirá algo aparte (p. 224). Pero la pluralidad de los sis­
temas textuales en un filme no puede nunca resolverse en una
neutra cohabitación de este tipo, pues cada uno de ellos tiene la
vocación necesaria para reivindicar el territorio textual en su to­
talidad, desforma que este último queda desgarrado por irreden­
tismos opuestos, y no hay última palabra: se trata entonces de un
verdadero caso de lecturas múltiples.

La idea que se querría explicitar aquí no está, por otra parte,


ausente de los propios comentarios que invocan la pluralidad de
los «códigos» a propósito de los filmes de lecturas múltiples. Se
afirma allí con menos claridad y está en contradicción implícita
con el empleo de la palabra «código», pero se encuentra allí, sin
embargo. Es, en efecto, notable en los análisis fílmicos así orien­
tados, donde cada uno de los «códigos» supuestamente instaura-
dores de una de las lecturas se revela de hecho, en cuanto se nos
concreta su naturaleza, como consistente en un amplio y complejo
sistema de interpretación, de vocación evidentemente interc<5dica,
y no en un código localizado: así, se nos dirá (es uno de los ejem­
plos corrientes en la materia) que algunos de los filmes de Buñuel
o de Bergman —además de su lectura anecdótica y narrativa, de
muy primer nivel— admiten una lectura psicoanalítica y una lectu­
ra política. Esto no es dudoso. Pero se ve también que no se trata
de dos códigos: lo que se llama «psicoanálisis» y «política» en
tales casos son grandes instancias de localización, cada una de las
cuales abarca un inmenso campo donde operan ya muchos códi­
gos. La preocupación analítica o la preocupación política, en tanto
que principios de desciframiento —que no hay que confundir con
códigos políticos o psicoanalíticos de alcance más reducido, como
se pueden sacar de algunos puntos bien localizados de los filmes,
(véanse pp. 81 y 240)— no pueden por menos de instalarse inme­
diatamente por encima de varios códigos y al nivel de sus rela­
ciones, y, por tanto, del filme entero: es, pues, el sistema textual,
y no tal o cual de sus códigos, el que se encuentra dividido en
dos por esta doble preocupación.
VII. TEXTUALIDAD Y «SINGULARIDAD»
V II.l. T extos f I l m ic o s m a yores o m e n o r e s que u n f il m e

Hemos razonado hasta ahora como si «el filme» —es decir, el


filme único y entero— constituyese la única unidad que nos puede
ofrecer un texto coherente al que corresponda un sistema textual;
hemos admitido (o hemos fingido admitir), en suma, que todas
las unidades textuales-sistemáticas teman las dimensiones de un
filme, y que no existía ninguna que fuera mayor que un filme úni­
co ni menor que un filme entero.
Ahora bien, esto no es exacto. Las unidades textuales-sistemá­
ticas, en el sentido que nos esforzamos aquí por definir, son sus­
ceptibles de variaciones considerables en lo que a su tamaño se
refiere. Está claro, por tanto, que al western clásico, por ejemplo
(que ha sido ya tema de muchos libros), corresponde un sistema
de conjunto singular; este sistema moviliza a un tiempo diferen­
tes códigos cinematográficos particulares (preferencia por los pla­
nos de conjunto, las grandes panorámicas, etc.) y diferentes códi­
gos no-cinematográficos, también particulares: determinado có­
digo del honor y de la amistad, ritos ineludibles en materia de
duelos con revólver, etc. Estos dos tipos de códigos no son pro­
pios únicamente del western clásico: los planos de grandes espa­
cios aparecen igualmente en determinados filmes de aventuras; el
código del honor, en las viejas canciones del Oeste americano
(= «western-songs», que no hay que confundir con los «western-
films»), Lo que caracteriza al filme clásico del Oeste, y sólo a él,
es determinada cantidad de elecciones entre estos códigos, y la
combinación de los elementos elegidos en tina configuración de
conjunto muy concreta, que se desprende de la interacción en­
tre unas opciones cinematográficas y otras opciones extracinema-
tográficas. Esta configuración es, pues, un sistema textual, puesto
que presenta exactamente los caracteres que los capítulos prece­
dentes atribuían al sistema de cada filme; la diferencia consiste
en que se refiere a un grupo de filmes y no ya a un filme; es el
texto el que ha cambiado de dimensiones: el análisis ha decidido
considerar el conjunto de los westerns clásicos, constituyendo un
amplio texto único y continuo.
Algunos caracteres propios de la producción cinematográfica
no pueden por menos de ser favorables a esta ruta. Hay muchos
filmes que se fabrican en cadena y sólo presentan muy débilmen­
te los caracteres de una «obra», incluso aunque se afirme en ellos
de forma involuntaria un sistema textual. Algunos géneros, por el
contrario, tienen una fuerte existencia; su homogeneidad, sensible
ya á la simple visión de los filmes, se encuentra confirmada por
datos históricos: se sabe que en el cine hollywoodense de la «gran
época» los géneros eran en cierto modo instituciones (y no sólo
conjuntos textuales): cada género tenía sus guionistas titulares,
pagados a veces a prorrateo por años, sus directores, sus «curio­
sas artesanías», sus estudios, sus circuitos de financiación parcial­
mente autónomos, etc.
Sin embargo, esta variación en el tamaño del texto no es algo
lógico y sin implicaciones metodológicas. El filme (el único y en­
tero) sigue siendo una unidad textual-sistemática privilegiada, pues­
to que representa en principio lo que, en el arte cinematográfico,
corresponde al nivel de la «obra». Ahora bien —aunque el senti­
miento de la obra, bajo la forma ingenua y poderosa que adopta­
ba en la época «clásica» (es decir, romántica), esté en nuestros
días en muy baja forma—, nada puede hacer que el grupo de obras
o la parte de obra goce, para el analista actual, de una unidad tan
fuerte como la obra. Y aunque se tratase de los restos de una
vieja ilusión, el resultado no cambiaría, puesto que en cada época
los realizadores de análisis trabajan con el utillaje mental que
poseen (o sea, que se ha convertido en operatorio, en ellos), y no
con el que desearían poseer (o sea, que se han limitado a entre­
ver). Pero, por otra parte, no está prohibido actuar de m anera tal
que éste empiece a influir en aquél, o, más exactamente, que una
parte de éste empiece a convertirse en aquél. Por ello nos parece
posible, desde ahora, tratar ciertas partes de obras (no cualesquie­
ra) o algunos grupos de obras (no cualesquiera) como unidades
textual es-sistemáticas, dotadas de mayor o menor grado de reali­
dad «natural» —es decir, de homogeneidad sociocultural—, uni­
dades que un análisis fílmico puede en cualquier momento fijarse
como objetos, con la única condición de que quede claramente
dicho y que la amplitud de las conclusiones en cada caso esté es-
tridam ente ajustada a la del texto que ha sido escogido para ser
corpus. (Esta exigencia no es más que otra forma del principio
de pertinencia.)

Así, por ejemplo, algunas secuencias de filmes, fuertemente


construidas y dotadas de una relativa autonomía, ofrecen al ana­
lista una unidad textual cuyo sistema podrá intentar establecer;
bastará con no olvidar que este conjunto se inserta a su vez en un
conjunto más amplio, que es aquí el filme; pero como este filme
se inserta a su vez en otros conjuntos aún más vastos, el acto de
abstracción metodológica no debe necesariamente ser considerado
como más sacrilego si interviene a este nivel concreto de tamaño
que si interviniese a otros niveles (tales «particiones» son la con­
dición y el precio de todo trabajo minucioso, y se practican co­
rrientem ente en diversas disciplinas). Por lo demás, la secuencia
no es la única parte del filme concebible. La banda de imágenes
del filme es también (por lo menos en ciertos casos) un texto
cuyo sistema puede buscarse: habrá que tener en cuenta, eviden­
temente, sus conexiones con la banda sonora del mismo filme (y
sobre todo en los casos en que la catálisis es indispensable); pero
esta circunstancia no tiene como efecto hacer ilegítima en sí la
intención que consiste en concentrar la atención sobre la imagen
más que sobre el sonido. (Nos negaremos, por principio, a una
crítica un poco infantil, pero muy extendida, que clama que «se
ha mutilado la obra» cada vez que un estudio limita su objeto,
por precisión.) Igualmente puede estudiarse la serie lingüística
de un filme dado (= el conjunto de su diálogo), o también la serie
de los ruidos, etc. Asimismo, la banda de imágenes y la serie lin­
güística (= totalidad parcial ya significativa en muchos filmes, y
haciendo aparecer un primer conjunto de combinaciones mixtas,
que no se pretenderá sea el único en la película estudiada). Gene­
ralmente, una gran cantidad de particiones textual-sistemáticas
son posibles, mientras el analista mida con exactitud el grado
exacto de arbitrariedad que ha presidido su delimitación inicial,
y, por consiguiente, el grado exacto de autonomía del conjunto
aprehendido. Esto no quiere decir que cualquier partición sea
lícita: por ejemplo, nadie ha pensado nunca, y es comprensible,
en delimitar un objeto de estudio constituido por la banda sonora
de un filme más la banda de imágenes de otra. (Esto no sería
concebible más que si imas circunstancias empíricas, anteriores
al propósito analítico, invitasen por sí mismas a un tipo de agru­
pación tan poco general izab le: interpolación históricamente ates­
tiguada, «filiación» probada o probable, etc.; por otra parte, se
trataría entonces de un estudio comparativo más que del análisis
de un corpus.) Los que critican la arbitrariedad de las delimita­
ciones de trabajo olvidan que son muy pocas en comparación con
las que serían teóricamente posibles, y la mayoría de ellas no se
emplean nunca: prueba de que la preocupación por las unidades
reales no está ausente en aquellas personas animadas por metas
formalizantes.

«Partes de obras», decíamos pero también grupos de obras.


Existen varios tipos de grupos de filmes qu£ constituyen, cada
cual a su nivel y a su manera, auténticas unidades textuales-siste-
máticas. Por ejemplo, ¿qué podría ser lo que se llama la obra de
un cineasta —en los casos en que posea un mínimo de coheren­
cia, es decir, de existencia—, más que el amplio texto único, del
que es un capítulo cada filme firmado, y, por tanto, el amplio sis­
tem a que se alza sobre varios subsistemas? Habrá, pues, que ocu­
parse en principio de todos los filmes del cineasta escogido, pero
no de todo lo de estos filmes: se tratará, por el contrario, de aislar
lo que en estos filmes depende del sistema propio de este cineasta
(o es susceptible de demostrar que ese sistema existe); queda­
rán, pues, excluidos, entre otros rasgos de los filmes, los que remi­
tía n a un solo subsistema (a un único filme del cineasta), salvo si
se encuentran en correspondencia estructural —homológica o in­
vertida— con rasgos Iocalizables en los demás filmes (en este caso,
por otra parte, no se podría decir ya que remitieran a un solo
subsistema); en cambio, la exclusión se mantendrá para aquellos
rasgos —si existen, lo cual depende de los cineastas y de los fil­
mes— que pertenezcan definitivamente a uno de los filmes, y no
a la «obra del cineasta». Ahora bien, son precisamente estos los
que se habrían encontrado en el centro del análisis si éste hubie­
se tenido como objeto declarado un filme único y entero. Se ve
así que el universo del sentido comprende una muchedumbre de
conjuntos-significantes, metidos unos en otros, hasta el infinito, y
que mantienen entre sí mil relaciones de intersección y de inclu­
sión, de forma que lo esencial es siempre saber de qué se está
hablando; esta exigencia elemental y fundamental es pocas veces
respetada en el terreno de los estudios cinematográficos, donde
se acostumbra mezclarlo todo: es esta incertidumbre perpetua
respecto al tema tratado y a la pertinencia adoptada lo que explica
(por una parte) la frecuencia de los malentendidos y la violencia
de las polémicas en todo lo que se refiere a los filmes.
La obra de un cineasta no es la única unidad textual-sistemáti-
ca mayor que el filme. Existe también lo que se llama el «género
cinematográfico»: burlesco, «filme negro», comedia musical, etc.
Hemos dicho antes que se puede uno interesar, en un corpus for­
mado por varios westerns, cuyo número y elección dependen de la
orientación exacta de cada estudio, por entresacar los rasgos cons­
titutivos de la «westemidad»; son ellos los que hacen que un wes­
tern sea un western, y que —incluso aunque la cosa no esté en
ningún momento explicitada en el filme ni en sus títulos de cré­
dito, ni en los carteles o tiras de anuncio de su lanzamiento pu­
blicitario— se reconozca infaliblemente como tal por todo pú­
blico que disponga de la información socioestética correspondien­
te, es decir, que conozca mucho o poco el sistema del western.
Otra unidad textual-sistemática mayor que el filme: la produc­
ción de lo llamado una escuela de cine («Kammerspiel», escuela
documentalista inglesa, escuela soviética de la «gran época», etc.).
O, también, la producción total de un país dado, o de un perío­
do dado, o de un país dado en un período dado (en el hipotético
caso, a primera vista menos probable, de que pareciera presentar
un mínimo de unidad, y de que nos esforzásemos por concretar o
debilitar esta impresión constituyendo, para esto, un corpus que
agrupase a varios filmes seleccionados según lo que se quiera
demostrar o refutar).

Es inútil proseguir esta enumeración, que no es limitativa. Si


la hemos esbozado es para subrayar que la oposición verdadera
no está entre el lenguaje cinematográfico, por una parte (es decir,
el conjunto de los códigos cinematográficos, generales o particu­
lares), y los filmes, por otra (es decir, los sistemas propios de
filmes únicos y enteros), sino que esta distinción no es más que
una forma particular de un reparto más amplio y más esencial, que
coloca de un lado los códigos (generales o particulares, cinemato­
gráficos o extracinematográficos) y de otro los sistemas que se
ocupan de textos fílmicos concretos, cuya longitud es muy varia­
ble. Son estos últimos los que, con una fórmula resumida y anti­
cipada, hemos llamado sistemas textuales; y las totalidades que
les corresponden, pequeñas o grandes, son textos; esta expresión
textos fílmicos no prejuzga para nada sus dimensiones; el filme
único y entero (= filme en el sentido enumerativo, como se defi­
nió en el capítulo III.l) es evidentemente el texto fílmico por ex­
celencia, pero no es el único.
Si una parte de filme o un grupo de filmes pueden ser textos
(en la exacta medida en que se los trata como discursos comple­
tos), puede suceder, inversamente, que un filme no sea tratado
como un texto fílmico: se puede ver allí sencillamente un mensaje
entre otros de un código entre otros.

Entre los textos fílmicos que coinciden con filmes y los que
son mayores o menores subsiste, sin embargo, una diferencia que
la evolución de los procedimientos de análisis 7io puede suprimir
y que no se aboliría más que con un profundo cambio en las
propias prácticas del cine. En la hora actual la producción cine­
matográfica se realiza filme a filme. Por tanto, cuando el analista
toma por texto fílmico un filme, está seguro de que los contornos
externos de su texto, su extensión material, han sido ya fijados
por otra persona y preexisten a su voluntad de análisis. No hay
que exagerar el alcance de esta servicial objetividad, pues algunos
géneros o algunas secuencias tienen más realidad que algunos
filmes; sin embargo, existe aquí una especie de garantía que limi­
ta la arbitrariedad.
Pero todo el problema consiste en saber si hay que sacar una
conclusión negativa de ello (= el rechazo de los textos plurifílmi-
cos o,'*por el contrario, fragmentarios), m ejor que una conclusión
positiva, que se resuma en una decisión de ser muy prudente en
la partición de estos textos un poco particulares, así como en un
respeto continuo de la pertinencia inicial ( = medir las conclu­
siones según el acto de elección, sin el cual no existirían dentro
de las mismas fronteras). En este sentido, y como se ha dicho an­
tes, tales análisis son siempre tentativas: no se trata exactamente
de afírm an ju e un género cinematográfico es un gran filme único,
sino más bieh de ver lo que de allí se saca si se decide tratarlo
como tal.
Entre la solución negativa y la solución positiva, no se dudará
en optar por la segunda, si se considera la importancia manifies­
ta de fenómenos como el «género» (y más generalmente las rela­
ciones interfílmicas) en la historia del cine, y, en el otro extremo,
la unidad muy fuerte de algunas secuencias de filmes que han per­
mitido precisamente análisis textuales que cuentan entre los más
sólidos de los que se dispone hasta hoy.1

VII2. G ru p o de f ilm e s y c la s e de film e s


Las definiciones precedentes (V II.l) obligan a volver a las no­
ciones de grupo de film es y de clase de filmes, ya desarrolladas
en los capítulos IV.2 y V.3, y que podrían parecer sinónimas. Esta
sinonimia, como se verá, es sólo aparente. Pero para llegar a
mostrarlo hay que tom ar primero las palabras «grupo de filmes»
en su sentido más corriente, es decir, más acá de la distinción hacia
la que nos encaminamos. Llamemos, pues, así por un momento a
cualquier conjunto que comprenda varios filmes y sólo filmes,
cualquiera que sea la form a en que haya que entender el principio
de agrupación.
Un grupo de filmes puede corresponder a dos caminos semioló-
gícos muy diferentes. Puede tratarse del conjunto de los mensajes
de un mismo código, puesto que existen códigos particulares, y su
definición (ya sean cinematográficos o extracinematográficbs) es
que no aparecen en todos los filmes, sino sólo en algunos; es decir,
precisamente que van unidos exclusivamente a unos grupos de fil­
mes. Pero puede tratarse también de una totalidad singular aná­
loga a la que constituye el filme, y que sólo se diferencia de él por
su mayor dimensión. En el segundo caso, el conjunto de los filmes
se percibe como un texto único y continuo que lleva en sí un
sistema textual. En el primero, por el contrario, cada uno de los
filmes del grupo se examina por separado, y sólo se retienen de él
los rasgos que respondan al código estudiado: la unidad del grupo
queda rota por el mismo propósito de la investigación, e incluso
doblemente rota: primero, por el sistema fundamentalmente enu­
merativo que ha presidido la reagrupación (sistema que implica
que los filmes del grupo no lo forman más que desde un punto
de vista muy particular y sólo en nombre de una pequeña canti­
dad de sus rasgos); luego, porque es cada uno de los filmes del
grupo el que, dentro del mismo movimiento, ve su continuidad
desmontada, y cuyos rasgos códicamente pertinentes son toma­
dos en consideración por abstracción de todo el resto del filme.
1. Ejemplo: Raym ond B e llo u r , «Les Oise&ux» de Hitchcock: analyse d'une séquence,
"Cahiers du Cinéma", núm. 216, octubre 1969, pp. 24-38. Análisis de un segmento fílmico
de 6 minutos 15 segundos (84 planos), según tres pertinencias textuales concretamente
enunciadas y seguidas paso a paso).
Un grupo de filmes, cuando es de este tipo, no se supone, pues,
que correspondan a un parentesco profundo: tomados globalmen­
te, los filmes del grupo pueden no parecerse en absoluto (sino en
puntos que, por separado, son quizá secundarios); para el consumo
cultural (que no es el análisis semiológico) el grupo puede ser
heteróclito en el más alto grado. (Puede serlo: no tiene por qué
serlo forzosamente; todo depende de la importancia del código
en relación con el que se han agrupado los filmes; si se trata de
un código que se interese sólo por la «puntuación» cinematográ­
fica, los filmes conservan una inmensa superficie para diferen­
ciarse unos de otros; si se trata de un simbolismo político más
o menos invasor, la superficie de diferencia ^e reduce en otro
tanto, y los filmes pueden llegar a parecerse globalmente, incluso
a simple vista.)
En cambio, cuando por «grupo de filmes» se entiende un am­
plio texto colectivo que pasa por encima de varias fronteras inter-
fílmicas, es que, por definición, se supone entre estos filmes un
parentesco profundo y global, cierta homogeneidad que concierne
a las estructuras generales de cada filme, y corresponde, pues,
forzosamente —aunque pueda ser en diversos grados— a cierta
unidad de impresión, a un «aire de familia» que se refiera al con­
junto y se note directamente; en resumen: a un parecido, en el
is'entido más vulgar de la palabra. Éste es el caso, concretamente,
para aquellos géneros cinematográficos que están fuertemente
constituidos (que son plenamente géneros); por ejemplo, el «fil­
me negro» norteamericano de los años 1940-1955:2 si se siente la
tentación de tratarlo cómo un gran texto único, como una catego­
ría homogénea de la producción fílmica, donde vienen a abolirse
hasta cierto punto las fronteras entre filmes diferentes, es porque
estos últimos se parecen mucho ya desde su prim era captación
y el que los conoce los reconoce: de uno a otro se encuentra la
misma atmósfera general de desilusión y de dureza en las relacio­
nes entre las personas, la, misma utilización contrastada del negro
y del blanco en la iluminación de la fotografía, los mismos deco­
rados urbanos de asfalto y de cemento nocturnos, las mismas in­
trigas de tipo «policiaco^ (muy embrolladas, con frecuencia), los
mismos personajes de detectives privados, a medio camino entre
el bandido lúcido y el servidor romántico de todas las causas per­
2. V éase R aym ond B o rd b y É t ie n n b C h a u u e to n , Panorama du film noir américain
1941-1953, P a rís , É d . d e M in u it, 1955.
didas. Estas observaciones se aplicarían también, m utatis mutan-
dis, a las «obras de cineastas» que tienen un mínimo de unidad y
se afirman como verdaderas obras. Y también a los otros géneros
fuertes: western clásico, comedia musical clásica, etc.
Así, se pueden entender por «grupo de filmes» dos cosas dife­
rentes. Si es el conjunto de los mensajes de un mismo código,
es más exacto hablar de clase de filmes; esta palabra evoca la
taxinomia y la actividad clasificatoria, y son éstas, en efecto, las
que intervienen cuando se comparan varios filmes en relación
con uno solo de los códigos que allí se manifiestan. Para esta­
blecer la diferencia con las clases de filmes así definidos se con­
servará la expresión «grupo de filmes» para designar los conjun­
tos cuya unidad se supone más profunda, y que se tratan, aunque
no sea más que a título de ensayo, como textos únicos.
Estos dos tipos de «grupos» corresponden a dos tipos de rea­
grupaciones, y su dualidad se deriva directam ente del principio
de pertinencia. Un grupo de filmes —si se emplea la expresión,
por última vez, en su sentido general— no es un objeto preexis­
tente al acto de reagrupación realizado por el analista, incluso
aunque este acto se base en parecidos intuitivamente percibidos.
Decir que hay dos tipos de grupos de filmes es decir que hay dos
formas de reagrupar los filmes: se pueden colocar en una misma
clase todos aquellos en que aparezca determinado empleo de los
movimientos de cámara (= código cinematográfico particular), o
todos aquellos en que la música de acompañamiento sea atonal
(= código extracinematográfico particular); pero se puede consi­
derar tam bién.que todos los filmes de M um au form an un solo
filme. En el estado actual de los conceptos dominantes, el segundo
tipo de reagrupación se siente como más «natural» que el prime­
ro, y lo es en cierto modo, puesto que tiende hacia unidades
concretas de discurso. Pero la delimitación de estas últimas sigue
siendo un acto problemático, una hipótesis por justificar: no por
eso deja de comprometer al analista tanto como la abstracción
de un código.
VII.3. D e l « c ó d ig o p a r t ic u l a r » a l « s u b c ó d ig o » ( v o l v a m o s p o r s e ­
gunda VEZ AL TEMA)
Conviene ahora volver sobre la noción de código cinematográ­
fico particular, inicialmente definida en los capítulos IV.l y V.3,
y constantemente implicada en las reflexiones posteriores. He­
mos tenido que insistir mucho sobre tres caracteres propios de
estos tipos de códigos: 1) aunque particulares, siguen siendo co­
munes a varios filmes y no se refieren a ninguno de ellos en su
singularidad; 2) son específicamente cinematográficos, y no «mix­
tos»; 3) en esto como en aquello se oponen netamente a los sis­
temas textuales de los filmes.
Ahora bien, estos tres caracteres, si se analizan con detención,
coinciden exactamente con tres caracteres de los códigos cinema­
tográficos generales: entre los generales y los particulares la única
diferencia que subsiste (y que expresa, por otra parte, su deno­
minación) depende de los primeros, y sólo ellos se refieren a to­
dos los filmes. Pero al mismo tiempo la relación ^que une a estos
dos tipos de códigos revela su exacta naturaleza lógica: en rela­
ción con los rasgos que dibujan los códigos cinematográficos ge­
nerales, los que trazan los códigos cinematográficos particulares
están en postura de subconjuntos.
Lo están incluso por partida doble: en cuanto a la lista de
mensajes concernidos (= filmes) y en cuanto a los modos de
realización (= empleos). Si admitimos que existe un código
general de la «puntuación cinematográfica» (fundido en negro,
fundido encadenado, cortinilla, etc.), cada código de puntuación
particular se separará del código general de dos maneras: porque
no es Iocalizable más que en algunos filmes y no en todos, y por­
que consiste en conceder a los distintos procedimientos de pun­
tuación (y al sistema de sus oposiciones) un «valor» que no es
más que uno de los permitidos por el código general. Encontrare­
mos aquí, de forina desdoblada, la idea de que los códigos cine­
matográficos particulares se refieren a clases de filmes (véase
cap. VII.2), siendo cada una de estas clases un subconjunto de
esta otra clase que constituye la totalidad de los filmes. Frente
a códigos cinematográficos generales, los códigos cinematográfi­
cos particulares son subcódigos, en el sentido que las recientes
investigaciones (en fonología, por ejemplo), dan a esta palabra
(con una reserva, sin embargo, que sel examinará por separado
en el capítulo VII.5). El sistema fonológico de una lengua abarca
varias pronunciaciones (o usos diferentes: así, por ejemplo, la
pronunciación vulgar y la pronunciación «culta», limitándonos a
dos subcódigos particularmente claros y amplios. Cada uno de es­
tos usos aparece en algunos locutores y/o en algunas circunstan­
cias, y, por tanto, de todos modos, en determinados enunciados
que realizan al idioma. Cada una de estas pronunciaciones, por
otra parte, consiste en determinado modo de realización de los
fonemas (y de sus oposiciones), modo de realización que está auto­
rizado por la lengua, pero no con exclusividad.
Por tanto, reemplazaremos en adelante «código cinematográfi­
co particular» por subcódigo cinematográfico y «código cinemato­
gráfico general» por código cinematográfico. Existen diversos có­
digos cinematográficos, y cada uno de ellos admite diversos subcódi­
gos. En cuanto a la noción de lenguaje cinematográfico, conserva­
remos para ella la noción dada en el capítulo IV.3, y que puede
ahora formularse de nuevo del modo siguiente: el lenguaje cine­
matográfico es el conjunto de los códigos y subcódigos cinemato­
gráficos, siempre y cuando se desee hablar de ello como de un
vasto objeto único.
Los subcódigos cinematográficos no pueden, pues, confundirse
con los sistemas fílmicos textuales, incluso cuando estos últimos
estén relacionados con conjuntos que comprendan varios filmes.
Pues los sistemas textuales, como se ha visto, movilizan tanto
códigos o subcódigos extracinematográficos como códigos o subcó­
digos cinematográficos, lo que equivale a decir que, en relación
con los códigos cinematográficos («generales»), no están en posi­
ción de subconjuntos, puesto que contienen elementos que les son
exteriores. Ahí está la verdadera diferencia entre los sistemas fíl­
micos y los subcódigos cinematográficos, y, por consiguiente (en
los casos en que el sistema fílmico abarque un conjunto inter-
fílmico), la diferencia entre un grupo de filmes y una clase de
filmes.

Algunas palabras más acerca de los subcódigos cinematográfi­


cos. Existen ejemplos particularmente claros, y frecuentemente in­
vocados con otros nombres; son los diferentes «estados» históri­
camente sucesivos del lenguaje cinematográfico (o los diferentes
«períodos de su evolución», como se dice más corrientemente): la
puesta en escena aún muy teatral de los pioneros, el triunfo de
determinado concepto del montaje en la gran época del cine mudo,
la «planificación clásica» de los años treinta y cuarenta, las dife­
rentes tendencias del cine «moderno», etc. Cuando se dedica uno
a una periodización de este tipo, se remite para cada uno de los
subconjuntos que se distinguen únicamente a determinados rasgos
de los filmes que a ellos pertenecen; se piensa solamente en el
modo en que cada época ha utilizado los diferentes recursos auto­
rizados por el vehículo cinematográfico, a la selección y la jerar­
quía establecidos entre ellos (dejando algunos de lado y «descu­
briendo» otros...) en el sistema de conjunto que ha edificado so­
bre estas elecciones y estos rechazos, etc. No se piensa, en tales
estudios, en este otro conjunto de códigos, este otro conjunto de
estructuras que constituye lo que se ha dado en llamar el «conte­
nido» de los filmes; no se piensa tampoco en establecer una rela­
ción (estructural a su vez) entre estos dos tipos de consideracio­
nes, con el fin de poder analizar como discurso completo tal filme
o tal grupo de filmes perteneciente a uno u otro de los períodos
distinguidos.
Esto quiere decir que se han clasificado los filmes según algu­
nos de sus rasgos, previamente abstraídos de ¿os demás: los que
se suponen propiamente cinematográficos, y de los cuales se
piensa, además, que manifiestan la realidad de la periodización
propuesta. Así, cada una de las grandes fases que se pueden cir­
cunscribir en la historia del lenguaje cinematográfico corresponde
exactamente a lo que se comprende aquí con el nombre de subcó-
digo cinematográfico (o también a un conjunto que agrupe varios
de esos subcódigos, que estuvieron en vigor en la misma época).

VII.4. T e n d e n c ia p a n s é m ic a d e a lg u n a s f ig u r a s
Las dos nociones distintas de subcódigo cinematográfico y de
sistema fílmico textual representan, sin duda, la mejor oportunidad
que se ofrece a la investigación, en su estado actual, para aportar
algo más de claridad a un problema importante que se plantea
desde hace años a aquellos que estudian el lenguaje cinematográ­
fico. La mayor parte de ellos (y tras ellos el autor de estas líneas)
piensan que una de las grandes diferencias entre este lenguaje y
la lengua reside en que en el seno del primero las diversas unida­
des significativas mínimas, o por lo menos algunas de ellas, no
tienen un significado estable y universal. En una lengua cada mor­
fema (monema) tiene un significado fijo. A menos que tenga va­
rios, pero también fijos (en el caso de las unidades polisémicas,
llamadas «de acepciones múltiples»). Este significado —o más bien
este valor, que es inseparable del sistema semántico de conjunto—
puede variar a través de la historia; pero es fijo en cada «estado»
sincrónico. Se encuentra modificado en direcciones diversas según
los efectos de contextos particulares de cada enunciado, según los
usos particulares propios de cada locutor o categoría de locuto­
res, etc.; pero este margen de variación no excede de determinados
límites, por lo menos en cuanto se trate realmente de la misma
lengua (esta precisión quiere apartar el falso problema de los
«dialectos» muy desviados, que son, de hecho, otras lenguas, en
todo o en parte). Así, en francés moderno, la unidad sen tim en t
(= sintagma fijado de dos morfemas que constituyen lo que se
llama una «palabra»), por mucho que abarque una zona semánti­
ca cuyos contornos, evidentemente, flotan de forma considerable
según los contextos y los locutores, no deja por eso de designar
en cualquier ocasión algo que entra dentro del orden de la im­
presión o del afecto, y no llega nunca a indicar (por ejemplo) esta
reacción más violenta y más instantánea que se llama «cólera».
Ahora bien, no sucede así con los «procedimientos cinemato­
gráficos», o por lo menos con algunos de ellos. Estos procedimien­
tos se sitúan precisamente entre las unidades significativas míni­
mas propias de los códigos cinematográficos (incluso aunque otras
unidades mínimas de estos códigos no correspondan a «procedi­
mientos», lo cual es un problema diferente). Está claro, en efecto,
que las «figuras» cinematográficas —otra expresión consagrada—
poseen un sentido: son unidades significativas, y no distintivas;
está claro, igualmente —si se considera al propio procedimiento,
dejando de lado el espectáculo que se filma gracias o a través de
él—, que estas unidades significativas son mínimas: no se puede
cortar en dos (o en tres) un desenfocado, una imagen congelada;
no se puede conmutar una parte de trávelin —hacia adelante por
una parte de trávelin— hacia atrás: son los dos trávelins en blo­
que los permutables.
Nos encontramos, pues, efectivamente ante unidades mínimas
de sentido, incluso aunque su lista exacta quede por fijar, e in­
cluso aunque tuviéramos, más tarde, que considerar como una
combinación de varios «morfemas», en algunos puntos del inven­
tario, tal o cual configuración tratada corrientemente como un
solo procedimiento. Entre los rasgos específicamente cinematográ­
ficos se encuentran, entre otras cosas, figuras tales como movi­
mientos de cámara (trávelins, panorámicas, «trayectorias» reali­
zadas en grúa, etc.), las variaciones en el tamaño del plano (es de­
cir, la «escala de los planos»: plano de conjunto, de medio con­
junto, plano medio, plano «americano», etc.), los cambios en el
ángulo de la toma (llamados variaciones de incidencia angular:
encuadre frontal, encuadres inclinados, picado, contrapicado), los
«efectos ópticos» (ya se trate de trucajes o de procedimientos de
puntuación: fundidos, cortinillas, etc.), la cámara lenta, la de la
banda (= «secuencia pasada al revés»), el desenfocado, el iris, la
sobreimpresión, las imágenes simultáneas (= pantalla dividida en
varios «marcos» muy diferentes), y otras muchas intervenciones
del mismo tipo. No es éste el lugar para hacer una lista, sino para
constatar que, entre estas unidades, hay muchas que no poseen
un sentido fijo (aunque, como las otras, tengan siempre un sen­
tido).
Es éste el famoso problema de los empleos, que ocupa un gran
lugar en la literatura consagrada al lenguaje cinematográfico. Por
ejemplo, la cámara lenta puede crear una atmósfera de irrealidad
onírica (como en Cero en conducta de Jean Vigo), pero puede tam­
bién contribuir a la dramatización de breves instantes de violen­
cia (como en las escenas de batalla de Grupy salvaje de Sam
Peckinpah), o también utilizarse en relación con el tiempo en la
misma función que la lupa en relación con el espacio (como lo
expresa muy bien la palabra alemana que designa este procedi­
miento: Zeitlupe, «lupa temporal»): este último empleo es fre­
cuente en las películas científicas y sobre todo en aquellas que
tratan de movimientos rápidos. La aceleración puede igualmente
aparecer en las películas científicas (con una función inversa a la
de la cámara lenta, y en resumidas cuentas bastante parecida),
pero sirve también para efectos cómicos (como en La línea gene­
ral de Eisenstein), y puede, por fin, contribuir de modo no dudoso
a crear sentimientos de m alestar y de ansiedad en algunos filmes
de la(tradición fantástica, como el Nosferatu de Mumau (= escena
de la calesa negra). El trávelin-hacia adelante puede ser «descrip­
tivo»3 (introduciendo al espectador en un paisaje nuevo que se le
presenta progresivamente, y no de golpe, en conjunto), pero puede
también «acompañar» a personajes que avanzan y que la cámara
quiere conservar en su campo a distancia constante (conservándo­
los de espaldas), y puede, por fin —si se acerca a un rostro que
«crece» rápidamente bajo los ojos del espectador—, anunciar un
paso inminente a la subjetividad,4 e indicar así que los aconteci­
mientos que van a desarrollarse en la pantalla no son más que
evocaciones mentales del personaje cuyo rostro está invadiendo
la imagen: es éste entonces el trávelin-hacia adelante llamado
«subjetivo», frecuentemente empleado (por ejemplo) en Breve
encuentro de David Lean. Los casos de este tipo se han catalos o
3. V éase M a rc e l M a r tin , La estética de la expresión cinematográfica, M ad rid , p,
1962^, p p . 55-56.
4. Véase M a rc e l M a r tin , o p . c it., p . 57, o H e n ri A cel, Le cinéma, París, Caster-
m a n , 1954, p . 62.
con frecuencia en los libros relacionados con los recursos del len­
guaje cinematográfico. La conclusión que sacan de esto la mayor
parte de los autores es que las figuras cinematográficas (o algu­
nas de ellas) adquieren un significado concreto en cada contexto,
pero que «tomadas en sí mismas» no tienen valor fijo; si se las
considera intrínsecamente, no se puede decir nada de su sentido:
se puede, como mucho, hacer una lista heterogénea de sus em­
pleos particularmente frecuentes o particularm ente normalizados.

Todo esto es exacto. Pero se debe (y se puede) aportar más


precisiones acerca de este contexto al que prestamos un papel
tan importante. Puede tratarse de un contexto sintagmático o de
un contexto paradigmático. (Es únicamente en el primer caso, es­
trictamente hablando, cuando merece su nombre; pero dejemos
esto de lado por el momento.)
Las proposiciones usuales que hemos mencionado se resumen
todas, en definitiva, en la idea de que determinadas figuras cine­
matográficas necesitan para adquirir un sentido concreto que
algo diferente y cercano venga a dárselo. Pero ese algo puede ser
de dos tipos, y puede estar cercano de dos formas; en la mayor
parte de los casos no se hace la distinción, y los dos casos quedan
confundidos.
Si se trata del primero, lo que se encuentra implícitamente
afirmado es que determinados procedimientos de cine son impo­
sibles de interpretar cuando se los separa del filme (o por lo me­
nos del fragmento de este filme) donde aparecen: el contexto
invocado es entonces un contexto sintagmático, un contexto en el
sentido propio de la palabra. Existe, sin embargo, un hecho que se
olvida casi siempre: el contexto así definido no puede tener el
valor aclaratorio que se le concede más que si se le ha analizado
a su vez, de modo tal que se puedan relacionar éste o aquél de sus
rasgos (o conjuntos de rasgos, o relaciones entre rasgos) con la
figura estudiada. Cierto es que este emparejamiento, en numero­
sos casos, permite determinar el significado de la figura. En cam­
bio, si lo que se designa con el nombre de contexto es un filme
(o un fragmento de filme) tomado globalmente antes de todo aná­
lisis, no podrá en modo alguno clarificar el filme, pues necesitará
a su vez que lo aclaren a él. (Se podría evidentemente contestar
que, incluso antes deí análisis, los filmes tienen un sentido que es
directamente comprendido o «vivido» por el espectador: es el nivel
fenomenológico del sentido; pero esto, que no negaremos, se re­
fiere igual al sentido de la figura que al del contexto: el problema
quedaría entonces suprimido, pues el sentido de la figura, a este
nivel, es siempre algo ya conocido; e inversamente, si no nos con­
tentamos con esta primera aprehensión, si queremos llegar hasta
unidades concretas en el plano del significado, hay que analizar
entonces tanto la figura como et contexto.) La objeción puede,
pues, rechazarse. Pero algo sigue siendo cierto: una unidad de
análisis que aislase la figura ya desde el principio puede convertir
el trabajo en imposible, mientras que una unidad inicialmente
constituida por el «procedimiento» y su entorno puede perm itir
el análisis de ambos. En resumen: lo que tiene un valor aclarato­
rio no es el contexto sintagmático en cuanto sistema fílmico «bru­
to», sino este mismo contexto en cuanto lleva en sí un sistema
textual. Digamos esto de modo más rápido: algunos procedimien­
tos cinematográficos no adquieren un sentido fijo más que en
relación con sistemas fílmicos.
Pero parece que existen otros casos en los que los teóricos de
las figuras cinematográficas no piensan en esto. Diferentes pá­
rrafos de sus escritos parecen sugerir que algunas de ellas —lejos
de poseer una cantidad indeterminada de significados (= tantos
como sistemas singulares existen)— presentan, por el contrario,
un número relativamente fijo de «acepciones», incluso aunque esta
cantidad sea elevada, incluso aunque los diferentes empleos no
tengan a primera vista nada de común entre sí, e incluso aunque
las investigaciones actuales no estén en condiciones de proporcio­
nar una lista exhaustiva. Observaremos, por otra parte, que esta
proposición no es incompatible con la primera, que une los «va­
lores» a los contextos y, por tanto, a los textos; no sólo porque
algunos desarrollos relacionados con las figuras son lo bastante
inconcretos como para que el lector ignore si debe adoptar la pri­
mera o la segunda interpretación (o también lo bastante faltos
de rigor como para que ambas se encuentren positivamente indi­
cadas, sin que el hecho de su diferencia lo esté), pero también,
más fundamentalmente, porque no es imposible concebir (y con
alguna claridad, esta vez) que ambas tengan un lugar en la teoría
de los procedimientos propios del cine. Se puede admitir, en
efecto, que algunas figuras adquieran un sentido determinado en
dos tiempos lógicamente sucesivos: primero, en relación con una
lista finita de «empleos» (incluso larga), y a continuación, en
relación con un sistema textual que viene a concretar, restringir
o presionar la acepción de la que se ha apoderado.
Pase lo que pase con esta incompatibilidad posible entre la
dos interpretaciones, hay que term inar prim ero de examinar la
segunda propiamente. A este respecto se plantea una cuestión:
cuando las teorías tradicionales no colocan la amplia polisemia
de algunas figuras en relación con los textos fílmicos, ¿qué entien­
den por «contexto», puesto que siguen diciendo que sólo el con­
texto puede clarificar el sentido de estas figuras? Consta, aunque
esto se diga con poca frecuencia, que se trata entonces de un con­
texto paradigmático (si es que está permitido expresarse así): las
figuras —o por lo menos aquellas cuyo sentido es fluctuante, pues­
to que toda esta discusión deja a las otras de lado— son suscep­
tibles de ser «tomadas» de códigos diferentes; si su significado
varía de uno a otro es porque, de uno a otro, los significados
vecinos (vecinos en el código y no ya en el filme) han variado
también, de forma que la red relacional de oposiciones ha sido
desplazada en su totalidad. Es esta segunda interpretación la que
se impone cada vez que los comentaristas —en lugar de enume­
rar directamente ejemplos de párrafos fílmicos, donde la figura
adquiere tai o cual sentido— se dedican a establecer una especie
de catálogo de los principales empleos codificados, dando luego
algunos ejemplos de filmes para cada uno de ellos. La idea que se
nos propone de este modo, en definitiva, es que algunos procedi­
mientos están desprovistos de significado estable, a nivel de los
códigos cinematográficos generales, pero adquieren uno dentro del
terreno de los diversos subcódigos: no se puede atribuir a la fi­
gura un sentido que fuera válido para todos los filmes pero posee
diferentes sentidos que corresponden a diferentes «usos» cine­
matográficos.

Así, cuando el examen intrínseco de una figura no revela nin­


gún significado suficientemente concreto para ser puesto a prue­
ba, y da a primera vista una impresión más o menos neta de
pansemia (o de polisemia muy extensa), podemos estar ante uno
u otro —o incluso uno y otro— de los dos fenómenos que acaba­
mos de evocar: 1.°, el significado nó aparece más que en cada
sistema textual ( — «contexto» en sentido propio); 2.°, el significa­
do no aparece más que en cada subcódigo cinematográfico (= «con­
texto» en sentido metafórico). La investigación podría adentrarse
de modo útil por estas dos direcciones con la condición de no
confundirlas.
Los dos procesos presentan un punto común. Uno solo, pero
muy importante. Es que, al nivel de los propios códigos cinemato­
gráficos (= «códigos cinematográficos generales»), las unidades de
aspecto pansémico se ofrecen como significantes sin significado.
Con esta noción intentamos dar cuenta de un hecho que los co­
mentaristas tradicionales (criticados hace un momento) han seña­
lado con bastante frecuencia y muy justamente: la propia exis­
tencia de las figuras que, a pesar de la extensión turbadora y casi
indefinida de sus fluctuaciones semánticas, están formalmente con­
cretadas y pertenecen con toda evidencia a los «recursos expresi­
vos» —es decir, a los códigos— que marcan propiamente al cine.
Nos limitaremos, por el momento, a un único ejemplo: el del fun­
dido encadenado; sus significados son muy numerosos y variados,
pero esta diversidad no consigue enmascarar lo que el procedi­
miento tiene de específicamente cinematográfico: consiste, en efec­
to, en una especie de sobreimpresión transitoria entre dos imá­
genes, sucesivas, por otra parte; sobreimpresión cuya «dosifica­
ción» (si se puede decir así) no deja de variar en el tiempo, debi­
litándose progresivamente la prim era imagen mientras la segunda
se intensifica en otro tanto. Se ve que esta figura, en su definición
más literal, está estrictamente ligada a las posibilidades tecnoló­
gicas que ofrecen la fotografía, el alineamiento secuencial de los
fotogramas en el celuloide y el conjunto de las manipulaciones
fotoquímicas realizables en el laboratorio. No se puede hablar, por
tanto, del «fundido encadenado en literatura» (como se dice a
veces) más que con un sentido metafórico; el fundido encadenado
propiamente dicho, para ser sencillamente efectuado, exige el uti­
llaje técnico del cine.
Y no as que la especificidad cinematográfica —y el capítulo
II.4 de este libro ya ha insistido bastante en ello— pueda ser di­
rectamente definida en términos técnico-materiales: consiste en
determinada cantidad de códigos. Pero las especificidades códicas,
a su vez, como lo añadió el mismo capítulo, remiten directamente
a circunstancias particulares que se refieren a la realización física
del significante. No son hechos como el nitrato de plata, la con­
sistencia del celuloide o el equipo de los laboratorios anejos a los
estudios de cine los que pueden definir por sí mismos una especi­
ficidad cinematográfica en el sentido semiológico de la palabra,
puesto que todo este utillaje sirve también para rodar secuencias
fílmicas en las que viene a reflejarse fielmente tal o cual sistema
de representaciones colectivas que aparece corrientemente en li­
bros o en carteles. Sin embargo, no se trata aquí del utillaje, sino
del fundido encadenado, es decir, de una unidad discreta aunque
concreta, provista de sentido, tomada en diferentes oposiciones, di­
versamente intercambiable (por ejemplo, con su propia ausencia,
o también con el fundido en negro); en resumen: de un artículo
de código, y que, sin embargo, no puede realizarse más que gra­
cias a este utillaje. Nos hallamos, desde luego, ante un rasgo cine­
matográfico: por una parte, es de orden códico, y por otra, es inse­
parable de la materia de la expresión propia de lo que se llama
cine (véase el conjunto del capítulo X).
He aquí, pues, una configuración portadora de sentido y espe­
cífica del cine, pero que, a este mismo nivel global (el «del cine»),
no tiene sentido fijo y determinable. Ahora bien, ¿qué quiere de­
cir esto sino que los códigos cinematográficos generales —o por
por lo menos aquellos que se refieren a tales figuras— son sistemas
de significantes sin significados? Lo que es propio del cine, en los
casos de este tipo, es la propia existencia del procedimiento como
configuración discreta y definible, pero no su sentido.

VII.5. CÓDIGO/SUBCÓDIGO (VOLVAMOS POR TERCERA VEZ AL TEMA)


Algunas palabras aún acerca de las relaciones entre códigos y
subcódigos. Hemos dicho en el capítulo VII.3 que la noción de sub­
código se tomaba aquí en el mismo sentido que en lingüística. (En
relación con el código, cada subcódigo constituye un subconjunto,
y esto de dos maneras: porque se refiere a una cantidad menor
de filmes, y porque concede a los recursos del código una organi­
zación y un valor que no son los únicos autorizados por el código.)
Pero, a pesar de estos parecidos de definición, se empieza a ver
aparecer, con los hechos presentados en el capítulo VII.4, una im­
portante diferencia entre los subcódigos cinematográficos y los
subcódigos lingüísticos, diferencia que se refiere al grado de con­
sistencia del código de subcódigos múltiples. En materia de cine
llamamos subcódigos a respuestas distintas a una misma cuestión:
son, como dirían los estudiosos norteamericanos de la semiótica,
varios «coding devices» (procedimientos de codificación, tipos de
codificaciones) destinados a resolver un mismo problema, varias
maneras de utilizar y de estructurar un mismo conjunto de posi­
bilidades. Pero el «tronco común» donde vienen a injertarse estas
soluciones divergentes —es decir, el nivel del código, en tanto que
se distingue del de los subcódigos— puede muy bien aparecer, en
el estudio de determinados fenómenos cinematográficos, como
relativamente tenue y dotado de un grado de precisión bastante
inferior al que se podría esperar de un código. Es, en cierto modo,
la relación de las fuerzas entre el código y sus subcódigos lo que
puede inclinarse a favor de los códigos más de lo que lo hace en
lingüística. En ciertos casos —no siempre— el lugar del código
(= el tronco común) parece ocupado por algo que, a falta de es­
tructuras suficientemente afirmadas, no es todavía un código, sino
más bien el lugar virtual (ya dibujado, sin embargo) de diversas
codificaciones posibles o por venir: un problema de codificación
y aún no un código, una pregunta y aún no una respuesta, un con­
junto de posibilidades y aún no una organización de estas posibi­
lidades. Las «respuestas», las organizaciones positivas, intervienen
sólo con los subcódigos.

En lingüística cada subcódigo («nivel de lengua» o «uso lingüís­


tico») viene a aumentar y a circunstanciar a su manera los efectos
del código, mas estos últimos son ya concretos antes de toda ac­
ción de este tipo. Las diferentes pronunciaciones del francés, que
varían de lo más relajado a lo más sostenido (o también de una
región a otra, de una categoría social a otra, etc.), introducen en
vano variaciones notables: el peso total de estos rasgos diferencia­
les permanece, sin embargo, relativamente débil frente al de los
rasgos comunes que definen precisamente al código, es decir, aquí,
el sistema fonológico del francés común. Este último, por sí solo,
indica ya la mayor parte de los caracteres que reaparecerán a con­
tinuación, idénticos a sí mismos, en todas las pronunciaciones: de
este modo la lista de los fonemas (y por tanto de las distinciones
pertinentes) puede ser establecida, en lo esencial, ya desde el ni­
vel de lo que se llama «la lengua común»; las diferencias entre sub­
códigos se referirán sólo a las «variantes facultativas» de estos fo­
nemas, y a veces sólo a una débil proporción de estos propios
fonemas. (Los franceses del sur siguen tratando con frecuencia, en
la actualidad, como dos fonemas diferentes los segmentos respec­
tivos que la ortografía representa «in» y «un», mientras que los
franceses del norte, en su mayoría, han perdido esta distinción,
que en ciertos casos llegan a no percibir siquiera, y poseen un
fonema único en el lugar correspondiente del cuadro fonológico;
pero, junto a esto, unos y otros poseen unos treinta fonemas en
común.)
En materia cinematográfica puede suceder que el código sea
lo bastante vago —por lo menos en determinado sentido, cuya re­
latividad va a verse así—, y que sea preciso esperar a los subcó­
digos para encontrar más Drecisiones. Hemos visto un ejemplo en
el capítulo VII.4, con aquellas figuras cinematográficas que no ad­
quieren un significado más que en cada subcódigo y que, al nivel
del código (es decir, para el conjunto de los filmes), permanecen
en estado de significantes sin significado. Este ejemplo tiene, por
otra parte, doble filo: muestra igualmente que el lugar del código,
aunque sea «inconcreto», conserva una realidad importante y cier­
ta, puesto que comprende una lista concreta de significantes per­
mutables, lo que ya es mucho. Empieza así a verse que la distin­
ción entre las «preguntas» de codificación y sus «respuestas» —a
la que recurrimos aquí para la comodidad de la exposición— no
corresponde a situaciones tan zanjadas como se podría suponer
por las palabras empleadas: basta con que exista, ya desde el
nivel de la «pregunta», un conjunto definido de circunstancias se-
miológicas para que esta pregunta sea ya un principio de res­
puesta: aporta información, puesto que excluye un número consi­
derable de posibilidades. El «lugar inconcreto» puede ser concreto
como diseño de una problemática.
Otro ejemplo, e incluso de particular importancia histórica,
sería el del montaje cinematográfico: montaje en sentido amplio,5
que no se limite a los cortes y a las uniones que se realizan, des­
pués del rodaje, en la sala de montaje, sino que englobe la «pla­
nificación», es decir, el modo en que está concebida, antes del ro­
daje, la segmentación del filme (y por tanto también, por una par­
te, las modalidades de este mismo rodaje). Según las diferentes
prácticas cineásticas, propias de países, de épocas, de escuelas, etc.
—y también según diversas teorías, pues este problema ha ido
siempre muy unido a conceptos normativos acerca de la «esencia
del arte cinematográfico»—, varios subcódigos de montaje se han
afirmado, muy diferentes unos de otros, que van desde la frag­
mentación más extrema hasta el rodaje continuo por amplios sec­
tores. Ahora bien, la base común a partir de la cual divergen los
principales estilos de montaje no consiste en un sistema ya orga­
nizado, sino que se reduce a determinado número de caracteres y
de rasgos específicamente cinematográficos, lo bastante generales
para que los subcódigos se aparten considerablemente unos de
otros (manifestando así la importancia de su propia aportación),
lo bastante concretos, sin embargo, para que se opongan en el
5. Esta noción de montaje en sentido amplio —pero el "sentido amplio’ en este
caso es, al mismo tiempo, el más estricto— aparecía ya en A nd ró B a z in (sobre todo
pp. 61-62 de Orson Welles, París, Chavanne, 1950); está expuesta de forma particular-
mente concreta (en sus relaciones con el “empalme", montaje en sentido restringido) por
Jbuí M it r y , pp. 9-61 del tomo II (1965) de Esthétique et psychologie du cinéma (op. cit),
más concretamente pp. 21-22.
mismo terreno, y, si está permitido expresarse así, nos hablen to­
dos de lo mismo. Está concretamente el hecho del corte, es decir,
la posibilidad de cortar la banda fílmica (o de no cortarla) —de
interrumpir el rodaje (o de no interrumpirlo)— en cualquier pun­
to situado entre dos fotogramas; el hecho del pegado, que permi­
te unir dos segmentos de celuloide (impresionados por separado)
en cualquier punto situado entre dos fotogramas, y según modali­
dades muy variables; la am plitud del campo, es decir, la facultad
que tiene la cámara de abarcar un espectáculo más o menos ex­
tenso: cuando es exiguo a cada toma, hay probabilidades de que
hagan falta muchos «planos» para formar una escena entera;
pero cuando es más amplio, se puede rodat toda la escena seguida
(lo contrario es cierto también: según se desee obtener una es­
cena más o menos fragmentada se decide la amplitud del campo);
están las diferencias focales y de diafragmación, que permiten,
siendo todo lo demás igual en lo que se refiere a la duración de la
toma y a los eventuales movimientos de cámara, obtener una fo­
tografía clara y legible sobre mayor o menor distancia (distancia
del eje, lateral, o ambas a la vez). Etcétera. En resumen: lo que
es común a los diferentes subcódigos de montaje no son las líneas
generales de la solución adoptada, sino los datos de base del pro­
blema, y la propia definición del problema que está por tratar
(= ¿cómo hay que «montar» una escena?).
Pues todas estas circunstancias, como el corte, el empalme, etc.,
algunas de las cuales acabamos de recordar de modo muy simpli­
ficado, por muy de alcance general que sean, no por eso dejan de
carecer de tequivalente exacto —y su conjunto no tiene ningún equi­
valente en absoluto— en otros medios de expresión; delimitan con
precisión un campo de investigaciones, que los subcódigos invadi­
rán. Ciertamente no hay,, propiamente hablando, código del mon­
taje, si se entiende por esto un procedimiento de montaje positivo
y detallado que valga para el conjunto de los filmes, que sea dis­
tinto de todo subcódigo (es decir, de todos los estilos de montaje
que hayan existido), y que, en relación con estos últimos, esté en
posición de tronco común en espera sólo de variaciones o añadi-
,dos de débil envergadura. Pero, en otro sentido, existe en efecto
un código del montaje, puesto que todos los subcódigos presentan
el punto común de «girar» alrededor dé una cantidad determinada
de rasgos concretos con exclusión de todos los demás, rasgos que
se encuentran en cada uno de ellos, diversamente explotados. En
último término, y forzando algo las cosas, se podría concebir un
tipo particular de código que, fuera de toda estipulación positiva,
se definiera sólo como el lugar común para varios subcódigos,
como un cálculo (en el sentido lógico) de las codificaciones posi­
bles, como el espacio sin el cual no se podría comprender que es­
tos^subcódigos se refieran al mismo punto de proceso cinematográ­
fico jTéstén en relaciones mutuas de concurrencia. Y en cuanto a
la elección éntre los recursos que se ofrecen, a la jerarquía por
establecer entre ellos, a su combinación en un sistema organizado
que es el único que puede dar su valor a cada uno de ellos, todo
esto se decidirá sólo al nivel de los subcódigos.
Se puede, pues, decir que el lugar del código, en determinados
sectores de la «gramática cinematográfica», no está ocupado por
un código, sino por un problema de codificación. Se puede tam­
bién expresar la situación de otra manera —es una cuestión de
convención terminológica— diciendo que entre los códigos cine­
matográficos algunos están poco afirmados y permanecen en es­
tado de esbozos, remitiéndose a sus subcódigos para una parte
importante del trabajo de codificación.
Este fenómeno admite, por otra parte, notables variaciones de
grado cuando se pasa de un hecho cinematográfico a otro: así, el
nivel del código está más indeterminado en el caso del montaje
que en el de las figuras sin significado general, pues estas últimas,
con más claridad que el primero, dejan aparecer previamente a
toda aparición del subcódigo una organización ya muy concreta
del plano de la expresión (= sistema propio de los significantes).
Más adelante, en este libro (pp. 317 y 331), se verá también que
los códigos de la analogía forman un conjunto estable y organizado
incluso independientemente de sus subcódigos. En lingüística, igual­
mente, las informaciones suplementarias y las variantes especí­
ficas que los subcódigos vienen a añadir al código son de una im­
portancia muy desigual, según los idiomas y el grado de «unifica­
ción» propia de cada uno de ellos, según se trate de fonología, de
sintaxis o de léxico, etc. Cuando se constata que el nivel del códi­
go, comparado con el de los subcódigos, es más consistente en la
lengua que en el cine, se trata de una diferencia de grado, que se
aprecia mejor sobre los términos medios.
Hecha esta reserva, la diferencia persiste, y es significativa.
Pues las propias nociones de código y de subcódigo no expresan
directamente realidades empíricas, sino que son instrumentos del
análisis; el código no es un objeto que exista en el mundo: es el
nombre dado a la parte común a diferentes hechos de significa­
ción. Y esta parte común es de importancia variable según los
casos concretos. Si por término medio es menos importante en el
cine que en las lenguas, es que el lenguaje cinematográfico está,
en efecto, menos «unificado» que una lengua, por diversas razones
de orden sociológico que hemos examinado en otro libro:6 este
lenguaje lo maneja (por lo menos en el momento de la emisión)
un pequeño grupo de especialistas, mientras que la lengua es ma­
nejada por un inmenso grupo de usuarios (la normalización por
la multitud tiene, pues, un papel mayor); la lengua, mucho más
que el cine, está constantemente mezclada en la cotidianeidad so­
cial, en los intercambios rápidos, en la comunicación corriente que
interviene en todo momento del día; el cine, mucho más que la
lengua (que no es la literatura), está comprometido en los movi­
mientos propiamente estéticos, está mucho más bajo la dependen­
cia de la innovaciones artísticas, de las modificaciones individua­
les y conscientes, etc. Insistiremos sobre ello en el capítulo XI.5.

Nos parece muy útil una estricta distinción entre lo que es có­
digo y lo que es subcódigo, en los análisis cinematográficos, para
dar cuenta de un hecho que se encuentra a cada paso y del que
hemos dicho algo en el capítulo IV.2. Las codificaciones cinema­
tográficas no se oponen todas entre sí de la misma forma, sino de
dos maneras distintas. En ciertos casos no se refieren al mismo
punto del proceso de elaboración cinematográfica, no responden
al mismo problema, no intervienen en el mismo lugar fílmico y,
por consiguiente, no entran en competición, no se excluyen unas
a otras, son susceptibles de coexistir dentro de un mismo estilo
o de una misma estética cinematográfica: es entonces cuando ha­
blamos de códigos diferentes (y no de subcódigos diferentes; entre
códigos diferentes las relaciones son pacíficas: no trabajan en el
mismo sitio y se reparten el territorio. Es la relación que existe,
por ejemplo, entre las codificaciones de la iluminación y las del
montaje. Evidentemente no se excluye, con esto, que algunas elec­
ciones de iluminación (subcódigos) sean poco compatibles con
determinadas elecciones de montaje, o tengan, por el contrario,
afinidades privilegiadas con otras, como lo muestra tan frecuente­
mente la historia del cine. Lo que sigue siendo cierto, y es lo único
que está implicado en nuestra definición, es que entre ion sub­
código de iluminación y un subcódigo de montaje (cualesquiera
6. Ensayos sobre la significación en el cine, op. cit., sobre todo p. 158 y en el
conjunto del texto núm. 3 (El cine: ¿lengua o lenguage?), pp. 55-145.
que sean uno y otro) no hay nunca que elegir: el filme tendrá que
estar iluminado y tendrá que ser montado; el cineasta escogerá
forzosamente, de modo inconsciente o intuitivo, un subcódigo de
iluminación y un subcódigo de montaje. La iluminación y el mon­
taje, como tales, no están entre sí en relación paradigmática (re­
lación de sustitución), sino en una relación sintagmática que im­
plica suma y combinación.
Entre dos estilos de iluminación, por el contrario, hay que ele­
gir siempre: en un mismo filme —o más bien en un mismo punto
del filme— la luz no puede ser a la vez de contrastes y uniforme,
a la vez fuerte y débil. Una solución de compromiso (como existen
muchas en los ñlmes que vemos) no sería aquí una combinación
de dos elecciones (incluso correlativas) operadas en dos ejes dis­
tintos, sino que constituiría en sí una tercera elección en el eje
único de la iluminación. Es en este caso —el de las codificaciones
cottcurrenciales, cuando se excluyen mutuamente, cuando no pue­
den sustituirse unas por otras, puesto que tratan todas del mismo
problema, pero lo tratan de forma diferente— cuando hablamos
de una diversidad de subcódigos del mismo código, y no de una
diversidad de códigos.
Por tanto, estas diversidades no quieren decir lo mismo y no
responden a los mismos aspectos del hecho cinematográfico. La
pluralidad de los códigos corresponde a la intrínseca complejidad
de los problemas propiamente cinematográficos, que son, a su vez,
múltiples: montaje, movimientos de cámara, etc. (Acerca de este
punto véase el capítulo IV.2.) La pluralidad de los subcódigos de­
pende de que las soluciones aportadas a estos problemas son, a su
vez, muy diversas: no es exactamente el carácter compuesto de lo
«cinematográfico» lo que refleja, sino su historicidad, sus varia­
ciones de una época a otra, de un país a otro, de una escuela a
otra, etc. La suma ideal de los subcódigos (y no la de los códigos),
el juego de su concurrencia y de sus derrotas sucesivas, lo que
constituyen es la historia del cine, por lo menos en lo que tiene
de verdaderamente cinematográfico (pues se da este nombre con
frecuencia a la historia de los filmes, pero se trata entonces de
un abuso de lenguaje).

VII.6. Lo SISTEMÁTICO Y LO TEXTUAL


En las páginas que preceden hemos hecho amplio uso de la no­
ción de sistema textual, opuesta a la de código (= sistema más
o menos general). Hay aquí quizá algo que puede asombrar a los
que tienen la idea (o la impresión) de que, por definición, un sis­
tema es siempre algo general y un texto siempre algo singular; es
decir, todos aquellos para quienes la oposición del sistema y del
texto es casi paralela a la del grupo social y la del individuo. Ya
sabemos que en Saussure se basa mucho sobre este criterio la
distinción entre lengua y habla; pero se sabe también que el es­
fuerzo de la investigación lingüística más reciente consiste, por
el contrario, en volver a formular como subcódigos —o «sistemas
modelizantes secundarios» entre los soviéticos, o de «modelos de
actuación» entre los chomskystas, etc.— el conjunto de las varia­
ciones que Saussure clasificaba en bloque dentro del habla. Estas
variaciones, en efecto, sólo son irrelevantes en relación con el có­
digo de la lengua común y neutra, y sólo desde este punto de
vista se las puede considerar como puros «hechos del habla»; se
vuelven otra vez pertinentes en cuanto nos ocupamos de estable­
cer otros códigos —de entonación, expresivos, estilísticos, sociolin-
güísticos, etc.—, que son como otras tantas «segundas lenguas»
que vienen a injertarse en la primera, la lengua propiamente di­
cha, la de Saussure. En último término, los rasgos que al hablar
son propios de un individuo se organizan por sí mismos en un
código que tiene su funcionamiento lógico autónomo, un código
de un solo usuario, que llamamos un idiolecto. Podría, pues, pa­
recer que las investigaciones llevadas a cabo en estas direcciones
llegan a disociar —como lo hacemos por nuestro lado— la idea
de sistematicidad de la generalidad, y se encaminan por su par­
te hacia noéiones semejantes a las de «sistema singular».
Pero esto sería sólo una impresión precipitada. En realidad,
estos diferentes subcódigos siguen siendo sistemas más o menos
generales (y en todo caso no-textuales), pues cada uno de ellos
sigue siendo común a varios mensajes y no se refiere a ninguno
de ellos propiamente. El propio idiolecto que caracteriza a un
hablante único no caracteriza un enunciado único' de ese hablan­
te, sino que consiste exclusivamente en un conjunto de rasgos
que aparecen en todos sus enunciados. Los subcódigos, como lo
índica por otra parte su nombre y como lo hemos subrayado en
varias ocasiones, son, por así decirlo, del mismo orden que los
códigos, y si se tiene tendencia a llamarlos «particulares» es sen­
cillamente porque son menos generales que los códigos en los
cuales van injertados; siguen siendo, sin embargo, generales, si
se entiende por esto que lo que caracteriza a un texto dado perma­
nece irrelevante para el analista que los construye. Su diferencia
con los códigos expresa la existencia de varios grados en la «ge­
neralidad» misma, y deja de lado los problemas que plantea la
singularidad de cada texto. Por tanto, sigue siendo cierto, tanto
después como antes de la introducción de la noción de subcódigo,
que lo sistemático coincide con lo general y lo singular con lo
textual.
Por eso es por lo que hemos insistido mucho sobre el hecho de
que un sistema singular es algo muy diferente de un subcódigo.
Semejante sistema es de naturaleza no-códica; no tiene más que
un mensaje, si se puede expresar así. Y precisamente no se puede,
pues este mensaje único no merece ya su nombre. Un sistema sin­
gular es un sistema que no tiene más que un texto único. Por
tanto, uno de los problemas metodológicos (y terminológicos) que
se plantean a la semiología de los hechos fílmicos es el evitar la
confusión siempre tentadora entre dos oposiciones que deben,
sin embargo, permanecer bien distintas (véase cap. V.2): la de lo
singular y lo general, por una parte; la dei texto y del sistema,
por otro.
Es intencionadamente, y, por así decirlo, por definición, como
la terminología código [mensaje confunde estos dos repartos: la
palabra «código» designa deliberadamente un conjunto de rasgos
que están a la vez del lado del sistema y tienen alcance más o
menos general; la palabra «mensaje», un conjunto de rasgos que,
a la vez, están del lado del texto y relacionados con discursos
singulares. Así, y limitándonos a ejemplos todavía asaz groseros,
«código» va frecuentemente asociado a un adjetivo como «social»,
y «mensaje», a un adjetivo como «individual»; así, se oponen tam­
bién igualmente, de modo corriente, el código y los mensajes.
Parece, por el contrario, que la pareja sistem a/texto (que pro­
ponemos añadir a «código/mensaje») se comprenda más corrien­
temente —o es susceptible de serlo—: como señalando que separa
al conjunto ideal del desarrollo manifiesto, y sólo esto: facilita
así la tarea del que quiere hacer aparecer la distinción de lo gene­
ral y lo singular como algo diferente.

La confusión que deploramos aquí entre código y sistema —o


entre mensaje y texto— parece tener una causa concreta, imida
a su vez a la historia de las investigaciones. En un principio (y
también posteriormente, con mucha frecuencia) estas dos palabras
se han empleado como sinónimos en trabajos lingüísticos o semió-
ticos que, desde un principio, han delimitado su objeto de modo
que se constituyen en un terreno de una sola dimensión semioló-
gica. Llamaremos así a un terreno de investigación delimitado de
tal modo que su conjunto quede «cubierto» por un único sistema.
Es este sistema único el que se convierte entonces en el código, y el
resto del campo puede dividirse en mensajes puros (véase capítulo
V.5); así, lo sistemático coincide exactamente con lo general, lo
textual con lo singular. Situación que no tiene, por otra parte,
ningún inconveniente en estos casos, es decir, en aquellos en que
las cuatro nociones confluyen de dos en dos del modo dicho: la
doble indicación por una única palabra se convierte entonces en
una ventaja. Puesto que un código es un sistema general y pues­
to que, en los terrenos de una sola dimensión semiológica, el único
sistema del que nos ocupamos es un sistema general, código y sis­
tema pueden, en la práctica (y provisionalmente), convertirse en
sinónimos. Puesto que un mensaje es el texto de un solo sistema
y puesto que en un terreno de una sola dimensión semiológica
todos los textos se estudian por relación a uno solo de sus siste­
mas, mensaje y texto pueden, en la práctica (y provisionalmente),
convertirse en sinónimos.
Hay un ejemplo muy claro y muy importante de esta situación:
es aquella en que se encuentran con mucha frecuencia los estu­
dios de lingüística «pura». Por una legítima abstracción metodo­
lógica, el lingüista decide frecuentemente tratar los datos que re­
coge de un idioma como dependiendo de un código homogéneo y
lyjitario de pura denotación, y dejar así de lado durante todo un
período del análisis las variantes geográficas, socioprofesionales,
etc. (e igualmente el conjunto de las estructuras de connotación
y de expresividad), con el fin de no encontrarse situado desde el
principio ante un terreno de varias dimensiones semiológicas, es
decir, un terreno delimitado de modo tal que cada texto podría
remitir desde allí a varios sistemas. (Recordemos que Louis Hjelms­
lev es particularmente claro a este respecto: no es como dato como
la «denotación» está la primera, sino sólo como construcción del
analista; el dato primero es una mezcla constante de denotación
y de connotación; pero los sistemas de connotación no son clara­
mente localizables más que si se ha aislado previamente, por abs­
tracción, una instancia ideal de «pura» denotación.) Así, cuando se
estudia una lengua como un código unitario de denotación (véa­
se cap. V.5), todo lo que hay singular en el seno "de cada enun­
ciado puede ser remitido al «texto» y sólo a él (sinónimo aquí de
«mensaje»): esta singularidad no tiene en sí nada de sistemático
—nada de estructural—, pues los únicos elementos sistemáticos
por los que hemos decidido interesamos por el momento son los
de un determinado sistema, que es general y es, por tanto, un có­
digo. Así, es la propia noción de sistema singular la que (provi­
sionalmente) desaparece del paisaje conceptual. Cierto es que los
diferentes mensajes conservan cada uno su singularidad; pero esta
última sólo se toma en consideración en la medida en que mani­
fiesta las diferentes elecciones singulares que el locutor puede
realizar entre los recursos de un único sistema; por tanto, estas
elecciones no constituyen en sí mismas sistemas (= otros siste­
mas), sino que ofrecen sencillamente los ejemplos de los diferen­
tes aconteceres autorizados por el sistema. En resumen: por una
consecuencia directa de la hipótesis de trabajo, lo singular y lo
manifiesto se encuentran en el «mensaje»; lo general y lo sistemá­
tico, en el «código». En el interior de un enunciado dado, lo que
representa la instancia sistemática será (entre otras cosas) el sis­
tema gramatical que vale para todo el idioma y no se refiere más
a este enunciado que a aquél; será igualmente el sistema fonoló­
gico, la organización del léxico, etc.; en resumen: en sus diferen­
tes aspectos, la lengua de Saussure, presente en este enunciado
como en cualquier otro. Todo lo sistemático será no-singular, pues
la única instancia susceptible de ser a la vez sistemática y singular
es 3a que está aquí designada como sistema textual: la que, en el
centro del texto, vendría a combinar en una configuración especí­
fica (con su orden propio) una pluralidad de códigos cuyas múl­
tiples presencias se tomarían todas en consideración; ahora bien,
cuando se estudia la «lengua» se dejan fuera de consideración to­
dos estos códigos salvo uno (el que precisamente se llama la
lengua).
En ciertos puntos de la cadena hablada, la lengua latina ofrece
la elección entre la proposición llamada final y la llamada conse­
cutiva: si, en un enunciado dado, es la consecutiva la que aparece,
no quiere decir que nos encontremos ante un «sistema lingüístico
singular», sino que depende de la situación particular que acaba
de ser indicada. En materia de lenguaje hablado, desde Saussure,
está muy extendida la costumbre de considerar aisladamente el
código de la lengua; se llega a veces —contrariamente al deseo de
Saussure— a olvidar la existencia del acto inicial de abstracción
y a confundir la lengua con el todo del lenguaje. Pues es muy cier­
to que, en relación con la lengua, la elección de la consecutiva y la
exclusión de la final en un enunciado no remiten a un sistema
autónomo, sino que caen en la pura y simple irrelevancia de los
«hechos del habla»; dentro de esta perspectiva, es la existencia
general de un paradigma «final/consecutiva» lo que constituye el
único hecho pertinente; el enunciado en que aparece uno u otro
miembro del paradigma se limita a manifestar la existencia de este
paradigma, y no la de algún sistema textual.
Pero desde el instante en que se considera el lenguaje, y no ya
la lengua solamente, se constata que cada enunciado se constituye
como tal sobre la base de varios tipos de elección, que remiten a
varios códigos distintos; y si el enunciado se presenta, sin embargo,
al auditor como un todo coherente y unitario, es porque estas elec­
ciones múltiples no han sido sumadas o amontonadas al azar, sino
que obedecen a obligaciones de compatibilidad mutua y se organi­
zan o se combinan en una configuración de conjunto que está
dentro de lo sistemático, pero cuyo lugar de aparición es, sin em­
bargo, el enunciado singular y sólo él: pues es únicamente en cada
enunciado donde este sistema de conjunto se revela distinto —dis­
tinto como sistema — de los diferentes códigos, que son más par­
ciales en él y más generales fuera de él. La cultura latina (incluso
cuando toma el vehículo lingüístico) es algo más vasto que la len­
gua latina; si se toman en consideración las diferentes «escritu­
ras» de la latinidad, o el estilo de los diferentes autores (y otros
muchos sistemas también, que son exteriores a la lengua, pero
interiores al lenguaje, al lenguaje de las palabras), la elección de
la consecutiva y la exclusión de la final en un enunciado dejan
de ser rasgos irrelevantes, pues no están ya encausados ellos solos:
están en relación con formas literarias, con intenciones, es decir,
con otras muchas elecciones y otras exclusiones, y es el conjunto
de estas elecciones lo que define una coherencia propia del enun­
ciado (una coherencia que no sería ya la misma en otro enuncia­
do, cuyo solo punto común sería el haber, también él, optado en
lengua por la consecutiva), una coherencia que, de cada vez, dibu­
ja un sistema textual. La singularidad de este sistema sólo es ana­
lizable por relación a los diferentes códigos y subcódigos que se
combinan en su seno; pero este sistema no se confunde con nin­
guno de ellos: primero porque precisamente lo propio de él es
combinar varios de éstos; luego, porque la combinación es singu­
lar, mientras que lo que combina no lo es.

Cuando se trata de las lenguas, que son conjuntos-significantes


muy complejos, no se puede obtener un terreno con una única di­
mensión semiológica más que a cambio de un acto inicial de abs­
tracción (y es esta misma complejidad la que hace al acto metó­
dico indispensable y, por tanto, legítimo). Cuando se trata, por el
contrario, de conjuntos intrínsecamente simples y de débil am­
plitud, el terreno de una única dimensión semiológica se encuentra
en gran parte conseguido por adelantado, sin que haya que poner
aparte fenómenos de expresividad, de connotación u otros; pues
los hechos de este tipo, en semejantes terrenos, existen apenas e
interpretan un papel muy modesto, como lo hemos dicho en el
capítulo 113. Así, por otras razones, la situación de trabajo es fi­
nalmente la misma. De este modo se explica que la sinonimia de
código y sistema, muy a gusto en el estudio de las lenguas en tanto
que conjuntos unitarios de denotación pura, lo esté también en el
análisis de las señales utilizadas en la señalización de la carretera,
de las transmisiones por banderas o luces de colores, de algunos
lenguajes gestuaies, rigurosamente monosémicos y formados por
una pequeña cantidad de signos uniformemente obligatorios, etc.
En cambio, es importante calcular que el hecho fílmico (al que
por fin volvemos) no puede ser tratado como un terreno de una
sola dimensión semiológica —y sobre todo en el estado actual de
las investigaciones— de modo tan permanente y tan generalizado
como los idiomas. Esta abstracción metódica tiene un inmenso
campo de aplicación en el estudio de las lenguas, porque el nivel
que aísla (y que es precisamente lo que se llama la lengua), está
dotado de una realidad social muy fuerte y muy evidente, a pesar
de la presencia paralela de los subcódigos de los que se prescinde.
Pero en el cine no hay lengua (véase, más adelante, en XI.5): los
códigos existen efectivamente, y es su existencia la presentida en
la propia noción de «lenguaje cinematográfico»; pero este lengua­
je no tiene la misma cohesión ni la misma precisión que una len­
gua (y además está por establecer). Paralelamente, los sistemas
textuales propios de los diferentes filmes, de los diversos cineas­
tas, de los diversos géneros, etc. (y en los que se encuentra, entre
otraá cosas, la dimensión «estética» del hecho fílmico), tienen en
el cine un papel considerable; algunos de ellos tienen tanta auto­
nomía y cohesión —tanta «realidad» podría decirse, si esta palabra
no fuera temible— como el lenguaje cinematográfico. Así, por com­
paración con lo que sucede en el estudio de los idiomas, es la re­
lación de fuerzas entre los códigos y los sistemas singulares lo
que se encuentra aquí desplazado. Además, y en el propio seno de
los sistemas no-textuales, esta relación de las fuerzas está despla­
zada de otra manera: el peso relativo de los subcódigos, compa­
rado con el de los códigos, llega en ciertos casos a ser más im­
portante de lo que lo es en lenguaje articulado; hemos visto un
ejemplo antes (VII.4 y VII.5), al constatar que determinadas figu­
ras cinematográficas, desprovistas de significado al nivel de los
códigos, pueden adquirir uno al nivel de los subcódigos.
Por todas estas razones, el que estudia un código cinematográ­
fico general, y (en principio) sólo éste —situándose así ante un
terreno de una sola dimensión semiológica—, está en la imposi­
bilidad de mantener constantemente y sin otro comentario esta
abstracción operatoria, que le servirá, sin embargo, de guía; debe
tener en cuenta en todo momento (aunque no fuera más que para
explicar que los deja provisionalmente de lado) diferentes siste­
mas textuales, por una parte, y diferentes subcódigos, por otra;
debe presentarlos claramente como tales, pero son menos fáciles
de «separar» de los códigos cinematográficos que la estructura de
un poema o la de un subcódigo sociolingüístico de la estructura
de la lengua. O a lo mejor (pero el resultado es el mismo) es que
se tiene menos costumbre de separarlos, y que la investigación
está aquí menos avanzada; el rigor, menos adoptado en las cos­
tumbres: de aquel que habla de cine se espera todavía el discurso
total (respuesta milagrosa para todas las impaciencias) que se ha
renunciado a esperar del lingüista en materia de lenguaje verbal.
Los diferentes niveles de análisis, los fenómenos de autonomía
relativa, las diferentes clases de «apilamiento» de códigos múlti­
ples en el seno de un texto único, todo esto, cuando se trata de
objetos lingüísticos, se encuentra (en cierta medida) ya distingui­
do.‘En materia de cine, por el contrario, se sigue mezclando todo
en gran parte.

Es importante, sin embargo, empezar a desenredar, y por ello


la semiología del hecho fílmico debe disponer en permanencia de
tres nociones entre las cuales pueda circular rápidamente y a cada
instante. Después de haberlas definido vamos a recapitularlas;
son:
1.° Los textos fílmicos, que pueden presentar diferentes grados
de amplitud material, siendo el grado privilegiado el filme único
y entero (= noción de «película» en acepción enumerativa).
2.° Los sistemas fílmicos textuales, es decir, los sistemas fílmi­
cos que corresponden a estos diferentes textos.
3.° Los sistemas fílmicos no-textuales (= códigos), que presen­
tan en sí mismos diferentes grados de generalidad (= distinción
de los códigos y de los subcódigos), y que pueden ser, según los ca­
jos, cinematográficos o extracinematográficos; aquellos que son
cinematográficos constituyen, tomados en bloque, el «lenguaje
cinematográfico».
Se podría, pues, resumir del modo siguiente la tarea que es
propia de la semiología del hecho fílmico: analizar textos fílmi­
cos para sacar de ellos ya sistemas textuales, ya códigos o sub­
códigos cinematográficos.

En cuanto a los códigos extracinematográficos, los hemos men­


cionados sólo para recordar que interpretan un papel importante
en los filmes. Pero su estudio propio no puede ser obra del ana­
lista de cine, del analista de los filmes. No se trata, por otra par­
te, de un estudio unitario, de una «disciplina»: el material extra-
cinematográfico que aparece en los filmes es tan inmenso y tan
variado como la propia vida social (de donde proviene en dere­
chura), y su análisis exige competencias muy diversas y gran canti­
dad de disciplinas preexistentes. En las costumbres actuales de
reparto del trabajo se tiene siempre tendencia a confundir lo ci­
nematográfico y lo fílmico, y a esperar del análisis de cine una
ciencia que se extienda a todas las partes de todos los filmes. No
nos damos cuenta de que sería entonces éste un saber propiamente
total, pues los filmes pueden hablar de cualquier cosa. Lo desme­
surado de esta espera sólo puede fomentar el periodismo cinema­
tográfico. Este último tiene, por otra parte, su función propia:
es normal dar cuenta de la actualidad, tener al público al corrien­
te. Pero el cumplimiento de esta tarea no debe devorar la totalidad
\ de los escritos relacionados con el cine o con los filmes.

VII.7. T extualidad y generalidad


Se ha dicho ya que el rasgo de generalidad no entra en nuestra
definición del sistema. Podemos, pues, preguntamos, a la inversa,
si (y de qué manera) va unido el rasgo de singularidad a la noción
de texto. Los textos fílmicos admiten diferentes grados de ampli­
tud material (de «longitud»), pueden abarcar varios filmes (véanse
caps. VII.l y VII.2); pero son, de todos modos, textos concretos,
no «generales».
El analista que quiere establecer el sistema de un filme expre­
samente designado parte, evidentemente, de este filme (incluso
si lo compara a muchos otros); pero no se desprende de esto, por
no se sabe qué extraño corolario, que aquel que quiera esta­
blecer un código cinematográfico parta de un filme más general;
no puede, también é l, sino partir de diferentes filmes expresamen­
te designados, o expresamente designables (puesto que no existen
otros); sencillamente, estos filmes serán más cantidad, y los rasgos
que el análisis retendrá en cada uno de ellos estarán en menor
cantidad (a este respecto véase, más arriba, cap. VI.l).
Sin embargo, como ya sabemos, algunos teóricos han hablado
de un texto infinito o de un texto global; en lingüística, Louis
Hjelmslev habla del texto y no de los textos. Y es que, a decir ver­
dad, se trata de otra cosa: este texto global resulta de la adición
física de todos los textos, de su colocación uno detrás de otro; no
es un texto general. Cuando se trata el conjunto de los filmes de
un cineasta como un amplio texto único, el «filme» así obtenido
no deja de ser un determinado filme. El texto infinito al que se
alude a veces procede de una operación del mismo tipo, llevada
para esta necesidad a su límite (límite que varía según las escuelas
de pensamiento: es el problema del corte, actualmente debati­
do). Lo que se ha dicho acerca de los textos llamados literarios
puede aplicarse, hasta cierto punto, ai cine. En este sentido, por lo
menos, de que el conjunto de los filmes realizados constituye un
inmenso texto, abierto sin cesar sobre su propia prolongación (más
o menos desgarradora), y de que los fenómenos de intertextuali-
dad, muy bien subrayados por Julia Kristeva, tienen aquí un papel
considerable. Conscientemente o no, los filmes se determinan en
una gran -medida los unos respecto a los otros; trazan así un
«campo» que no deja de tener analogía con el campo literario tal
y como lo evoca Gérard Genette;7 se responden, se citan, se paro­
dian, se «superan», y todos estos juegos de contextura (tomando
esta palabra en su sentido fuerte y preciso) contribuyen de modo
muy central al avance, hacia su desarrollo ininterrumpido, de la
producción del texto indifinido y colectivo que nos ofrece el cine­
matógrafo.
El western clásico era ya autoparódico, como todos los géneros
muy codificados y que lo asumen sin vergüenza. My darling Cle-
mentine de John Ford, película que, sin embargo, aparece hoy
como «antigua» (1946), forzaba ya ligeramente el acento paródico
integrado en el género, y seguía siendo un western. Algunos wes­
terns de los años cincuenta, llamados «superwestems» en su tiem­
7. Parte 4.* de Structuralisme et critique littéraire, pp. 164-170, en Figures /, París,
Seuil, 1966. Existe traducción castellana del capitulo en P ingaud . B ernard y otros, Lévi-
Strauss: estructuralismo y áiaiéctica, Buenos Aires, Paidós, 1968, pp. 65-87.
po, pasaron de la parodia a la «contestación»: el héroe ya no era
joven y desenvuelto, se le notaba el desgaste, representaba una
edad concreta, aspiraba al retiro; pero como el filme sólo era un
retraso en la realización de este deseo, los superwesterns seguían
siendo plenamente westerns (hoy lo notamos mejor). Entre ellos,
Gunfight at the O. K. Corral de John Sturges (1957), que «respon­
día» directamente a My darling Clementine —en el cine es lo que
se llama un remake —, sobre un mismo dato de historia legenda­
ria, es decir, a partir de un mismo código extracinematográfico,
previamente engrosado y «cinematografizado» por el discurso (ya
paródico) que le había consagrado John Ford. Con los westerns
italianos, concretamente Hasta que llegó su hora (Sergio Leone,
1969), la «contestación» cede el puesto a la «desconstrucción»:
todo el filme es una explicitación del código, de su relación con la
Historia: de la parodia hemos pasado a la crítica; pero la obra
sigue siendo un western, y el niño que la ve no se da cuenta de
nada, la consume según códigos inocentes: la antifecha. Ahora bien,
los westerns verdaderamente antiguos (los de Tom Mix, por ejem­
plo, en los años 1910) no dejaban de tener cierto sentido del hu­
mor, cuya ordinariez no cambia nada; y el porvenir nos reserva,
sin duda, determinado número de superaciones-prolongaciones
suplementarias. Así va el texto infinito de lo que llamamos un
género...
Pero este texto total no es un texto general. Cuando se dice
de un sistema que es general (que es un código) se quiere decir
que no se refiere propiamente a ninguno de los textos en que se
manifiesta; ahora bien, no existe nada en el orden de lo textual
donde se pueda reconocer este tipo de generalidad: un texto
global no es un texto que no tenga como propios los caracteres
de n in gún texto: es un texto que tiene los caracteres de todos los
textos; un filme que fuera todos los filmes sería también un filme,
pero un filme que no fuera ningún filme no sería ya un filme.
Esta disimetría, como veremos, depende de la propia definición
de lo textual y de lo sistemático.
No se encuentran textos no-singulares (incluso cuando son in­
mensos), mientras que se encuentran sistemas singulares (los de
los textos) al lado de los sistemas no-singulares (códigos). Esta
inestabilidad sólo queda anulada, y de modo muy provisional, en
el caso particular en que el sistema es un código y el texto un
mensaje: el mensaje, como todo texto, no es nunca general, y el
código, contrariamente a ciertos otros sistemas, no es nunca sin­
gular. Así, por una vez, lo textual y lo sistemático se oponen de
modo frontal: cada uno de los dos está de un solo lado. Pero la
relación código-mensaje no reina indiscutidamente más que en
los terrenos de una sola dimensión semiológica (véase cap. VII.6);
en todos los demás casos permite empezar el trabajo de análisis,
y no terminarlo (véanse caps. VI.l, VI.2 y VI.3).

Nueva dificultad, distinta de la precedente: el capítulo III.l


ha evocado el hecho del filme, y hemos hablado de él como de
un hecho general; es propiamente lo que designa la palabra «fil­
me» en empleo absoluto, en enunciados como «El filme ha tenido
siempre títulos de crédito».
Pero lo que es general aquí es precisamente el hecho del filme
(de aquí viene esta expresión) y no el filme. La generalidad de la
existencia del texto no provoca la existencia de un texto general.
La «singularidad», dicho de otro modo, es, a su vez, un hecho ge­
neral. Cada filme difiere de todos los demás filmes, pero esta dife­
rencia es también aquello por lo que se parece a ellos, puesto
que cada uno de estos otros filmes, difiere a su vez de todos los
demás filmes y sobre todo de aquel por el cual se había empezado.
El «hecho del filme», sin embargo, no designa solamente la
existencia del texto, sino también algunos de sus caracteres. En
el cine, como en otras partes, se encuentran rasgos comunes a to­
dos los textos o a muchos de ellos —más o menos generales, por
tanto—, y que pertenecen, sin embargo, a estos textos en cuanto
son textos, es decir, en cuanto no son sistemas: así el filme, como
to hemos dicho antes, es siempre de duración limitada y medible,
termina con frecuencia con una imagen más larga que las otras,
etcétera. Y es, en efecto, el filme el que presenta estos caracteres,
como lo indica ya la lengua española, aquí convocada para enun­
ciarlos; no son tales o cuales sistemas diversamente generales,
como aquellos cuyo conjunto forma el «cine»; ni tampoco siste­
mas textuales que, como los precedentes —y por esto permanecen
sistemas—, representan instancias ideales desprovistas de desarro­
llo literal, e incapaces, por tanto, de concluir con una imagen más
larga que las demás. (Un sistema, por otra parte —e incluso el
sistema de un texto icónico—, no comprende ninguna imagen:
no es más que una lógica.)
Algunos caracteres del texto son, pues, generales. Pero tampo­
co permiten entrever lo que podría ser un texto general. Pues
para considerarlos en sí mismos hay que haberlos aislado ya de
los otros rasgos de los filmes, que varían de filme en filme; hay
que haber empezado, aunque sea poco, a romper el desarrollo ma­
nifiesto y continuo del texto (es decir, su propia textualidad),
donde los rasgos generales se mezclan a los que no lo son. Y una
vez aislados los primeros, ¿qué puede hacerse sino achacárselos al
cine? «Cine», recordémoslo, está tomado aquí como sinónimo de
«lenguaje cinematográfico» (véase cap. II.4), que designa indistin­
tamente todos los códigos y los subcódigos cinematográficos (véan­
se caps. IV.3 y VII.3). Ahora bien, los rasgos de los que se trata
—la imagen final que suele ser más larga que las otras, la posición
frecuentemente inicial de los títulos de crédito, etc.— presentan
el doble carácter de ser específicamente cinematográficos y de
ser comunes para todos los filmes (o bien, según los casos, para
toda una clase de filmes): dependen, pues, de los códigos (o de
los subcódigos) cinematográficos, y por tanto, de todos modos,
del «cine».
Hay aquí como una paradoja: los rasgos que son comunes a
los filmes en cuanto son filmes y no cine pertenecen, sin embar­
go, en otro sentido, al cine y no al filme. (Ya volveremos sobre
este pertenecer.) Igual que todo lo que es códico es general en los
textos, todo lo que es general en los textos es códico.

Imaginemos una frase que diga «El filme suele durar, la ma­
yor parte de las veces, hora y media». ¿A qué vamos a decidir que
se «aplica»? Literalmente, es al texto, naturalmente, y sólo a él
(no podría decirse, en efecto, «El cine suele durar, la mayor parte
de las veces, hora y media»); no existe ningún código, subcódigo o
sistema textual que dure hora y media.
Dejaremos los sistemas textuales fuera de esta discusión, que
se refiere sólo a los rasgos fílmicos más o menos generales y, por
tanto, irrelevantes para todo sistema singular; llamaremos «códi­
go» a cualquier sistema no-textual, código o subcódigo.
Lo propio del código es ser una construcción del analista y no
un discurso preexistente: el código consiste, pues, en un conjun­
to de aseveraciones relacionadas con los textos y verificables sólo
en ellos: aseveraciones que enuncian caracteres del texto, pero
que precisamente por esto son proposiciones del código. Los ras­
gos más o menos generales que «pertenecen» primeramente al
texto son aquellos mismos cuya lista y clasificación «pertenecen»
al código.
Sigue siendo cierto que es el filme, y no el cine, lo que dura
una hora. Pero el hecho de que el filme tenga por término medio
esta duración en vez de otra constituye un aspecto importante del
cine en cuanto hecho de código; y si —como es posible, como pa­
rece ya anunciarse— la duración media del filme se hiciera poco
a poco más variable, menos uniforme, asistiríamos, evidentemen­
te, a la evolución diacrónica de uno de los códigos cinematográfi­
cos (o a la sustitución de un subcódigo por otro subcódigo, lo que
es también un hecho de código).
Se sabe, desde Saussure, que la «lengua» (el código) no posee
ningún carácter que le sea materialmente propio; que no puede
llegarse a ella más que a través de «el habla» (los textos); que
está completamente formada por determinados rasgos del habla
(los que son generales). Es ciertamente imposible decir «Los títu­
los de crédito están, la mayor parte de las veces, al principio del
cine»; pero tampoco es posible decir que «El sujeto gramatical
está, la mayor parte de las veces, al principio de la lengua france­
sa»: es al principio del enunciado donde se encuentra el sujeto, y
los títulos de crédito, al principio del filme. Y, sin embargo, esta
posición del sujeto en el texto lingüístico, de los títulos de crédito
en el texto fílmico, son, ambos, hechos de código: código de la
lengua francesa, código o subcódigo del cine. Igualmente, es uno
de los caracteres importantes del hecho literario, por lo menos en
una parte de su extensión (= subcódigo), admitir este tipo parti­
cular de sintagma llamado el capítulo; pero para enunciar este
carácter se declara que «El libro está, con frecuencia, dividido en
capítulos», y no que «La literatura está, con frecuencia, dividida
en capítuips». Y, sin embargo, se ha hablado de la literatura.

Así, el hecho del texto- (donde se reagrupa todo lo que es ge­


neral en los textos: su existencia y algunos de sus rasgos) es, a su
vez, un hecho de código. Decir que los filmes existen, o que la
forma-filme existe, es decir que el cine existe. Es decir, igual­
mente, que los filmes, que no se confunden con el hecho del filme,
son siempre singulares.
Esta «singularidad», sin embargo, no es lo que define al texto,
puesto que se la encuentra igualmente —y exactamente en el mis­
mo grado— en el sistema de ese texto. El texto, como tal, se de­
fine bastante por su carácter de manifestación: es una unidad de
discurso, una unidad de desarrollo, que se da antes de toda inter­
vención del analista, un «todo» que se sigue y cuyos límites están
predeterminados (por el cineasta, por su inconsciente, por la so­
ciedad, etc.): una riqueza y una naturaleza, como dice Roland
Barthes acerca del libro.* Este desarrollo perceptible, expuesto, es
la propia textualidad: es lo que hace que un texto sea un texto.
Un filme —en este sentido por lo menos, es decir, en relación
con el lugar del analista— es un objeto «del mundo», un objeto
«concreto», un dato.
La singularidad del texto no es más que un corolario de su de­
finición. Un «objeto» no es nunca general: está siempre situado en
algún sitio, tiene siempre caracteres propios: un film e es forzo­
samente un filme. Una construcción «abstracta», por el contrario
(ya entendamos por tal el procedimiento de análisis o su resulta­
do objetivado posteriormente), puede permitirse grados muy va­
riables de generalidad, según el principio de pertinencia que haya
sido adoptado en cada caso: código, subcódigo, sistema textual.
Es que la abstracción —y la elección de una pertinencia es siem­
pre un acto de abstracción— hace la generalización posible, pero
no obligatoria; no nos dice nada, además, en cuanto a la extensión
exacta de esta generalización. Estudiando un sistema textual, se
abstrae sin generalizar (o por lo menos no se generaliza más que
dentro de los límites del filme estudiado). Al intentar destacar un
código cinematográfico se sigue otro sistema, en el que la abstrac­
ción es inseparable de la generalización máxima (= máxima den­
tro de cierto campo).
Es precisamente este margen de variación el que no tiene nin­
gún equivalente en el orden de lo textual, donde las dimensiones
preexisten. La singularidad del texto, que no es su principio, sino la
consecuencia automática de este principio, se afirma en todos los
casos y no tiene excepción (por ello hemos insistido tanto sobre lo
mismo). Pero se ve igualmente que esta singularidad es, a su vez,
un rasgo relacional, un hecho de posición, un «puesto» en una
topología que instaura la empresa analizadora, y no algo irreduc­
tible o inefable, una infalible originalidad que se remita directa­
mente a la «persona» o a la «obra».
VII.8 . « F ilm e » e n s e n t i d o a b s o l u t o ( v o l v a m o s a l t e m a )
Concluimos el capítulo III.2 admitiendo que la noción de «fil­
me» (en su sentido absoluto) y la de cine como conjunto de códi-
3. P. 3 de Par oit commencer?, “Poétique", núm. 1, París, 1970, pp. 3-9: “Todo
colabora, en efecto, para inocentar las estructuras que buscamos, para hacerlas ausen­
tes... Frente al fenómeno textual, sentido como una riqueza y una naturaleza (dos
buenas razones para sacralizarlo)..." Existe edición castellana en “El Urogallo", núm.
11*12, Madrid, 1971.
gos son imposibles de confundir y no pueden sustituirse más que
en frases que se apliquen efectivamente a ambas. Pero lo que aca­
bamos de decir (VII.7) equivale a aceptar que el estudio del «fil­
me» es interior al del «cine»; también es por esto por lo que el
filme no figura en ninguna parte en la recapitulación que cierra
el capítulo VII.6: se mencionan allí los textos, los sistemas tex­
tuales, los sistemas no-textuales (códigos), pero no «el texto»; no
se distinguen cuatro instancias, sino tres: dos tipos de sistemas y
el «filme» en su sentido enumerativo, y no este mismo «filme» en
su sentido absoluto.
En el punto en que estamos, las nociones de filme y de cine
se distinguen, pero el estudio del filme no se distingue del estudio
del cine: forma parte de él.
La tríada final del capítulo VII.6 consistía, en el fondo, en
separar el punto de partida del trabajo semiológico —o sea, los
textos, siempre singulares— de su (o más bien de sus punto(s) de
llegada, es decir, de los sistemas, que pueden ser singulares o no.
Para el análisis, el «texto general» no es un punto de partida (pues­
to que no existe), ni tampoco un punto de llegada, puesto que los
rasgos generales de los textos remiten finalmente a los sistemas
generales; el sistema del semiólogo, que le lleva siempre de los
textos hacia los sistemas, puede llegar a «modelos» de alcance
diferente y desigualmente general, pero no puede partir más que
de objetos localizados. En ningún momento el análisis se refiere
propiamente al filme: ante él, en cualquier circunstancia, se en-
cüentran sólo «los filmes»; después de él, gracias a él, «el filme»
comienza a existir: no como un cuarto término, sino en el seno
del tercero (= códigos). Cuando se declara que se está «estudian­
do el filme» se quiere decir que, en un movimiento de reflexión
orientado hacia los códigos y subcódigos cinematográficos, se es­
fuerza uno por colocar en su lugar a determinado número de ras­
gos —más o menos generales también ellos, también ellos despro­
vistos de existencia separada fuera del discurso semiológico—,
que presentan, además, la notable particularidad de rechazar toda
atribución inmediata al propio código (puesto que no es el cine
el que dura hora y media), y de «pertenecer», sin embargo, a este
código. El estudio del «filme» es, pues, efectivamente interior al
del cine.

Pero, entonces, ¿por qué otras frases, que participan igualmen­


te en el establecimiento del código, admiten, por el contrario, su
atribución directa a este código, y lo exigen incluso a veces? El
que pensara que «La pintura es un lenguaje del color», o que
«El cine es un arte de lo concreto», vacilaría en decir que «El cua­
dro es un lenguaje del color», o que «El filme es un arte de lo con­
creto». Finalmente, entre los enunciados que se refieren al código
existe un tercer grupo, formado por aquellos a los que les sirve
igual el nombre del texto que el nombre del código : son éstos
los que crean la zona de superposición semántica entre «cine» y
«filme», de la que se ha hablado en el capítulo III.2.
A decir verdad, si se considera una «proposición del código»
en su contenido más inmediato, nos damos cuenta de que puede,
según los casos, aseverar un rasgo del texto, un rasgo del propio
código, o un rasgo común de ambos.
¿Cómo puede una afirmación del código ser relativa a este
código, puesto que el código consiste en un conjunto de afirma­
ciones acerca de los textos? Paso a paso, es la propia noción de
código la que se impone a un suplemento de concreción. El có­
digo no es más que el resultado de determinado tratamiento de
los textos por el analista; pero es susceptible, a su vez, de ser tra­
tado como una especie de objeto, a partir del momento en que no
se piensa ya en el trabajo del semiólogo, en que se habla ya de él
como si estuviese ya terminado, en que se considera sólo lo que
de él queda como establecido; a partir del momento, en suma,
en que no se piensa ya en la construcción del objeto, sino en el
objeto construido: es entonces cuando a este objeto, como a todo
objeto, se le puede achacar tal cualidad o tal propiedad; así en
un enunciado como «Este código es raro» (vemos que frases de
este tipo no son forzosamente complicadas; lo que lo es un poco
más es comprender por qué no lo son). Existen, pues, frases —las
de nuestro segundo grupo— de las que puede decirse con todo
rigor que hablan del código, incluso si es un modo indirecto de
hablar, en último término, de los textos.
Otras hablan directamente de los textos (es nuestro primer
grupo), aunque se interesen por el código en última instancia: «El
filme va con frecuencia acompañado de música» (no podemos en­
contrar, salvo en caso de empleo impropio: «El cine va con fre­
cuencia acompañado de música»). Estos enunciados no hablan del
código; hablan en código. Hablan de los textos: son el código
mientras se hace. Adquieren sentido en un momento del discurso
en que el código no está aún construido, en que no es un objeto,
en que no existe, pues, ninguna cualidad que se le pueda atribuir
como propia: momento en que el código no es todavía el sujeto
de posibles predicados, sino sólo el punto ideal de convergencia
de diversos predicados que tienen todos a los textos como su­
jetos.
Así, esta «indeterminación» —que no es tal, puesto que el uso
la domina incluso cuando no la comprende— depende de que pue­
den entenderse por «código» dos cosas diferentes (aunque idénti­
cas por su contenido ): el trabajo de codificación o su resultado
objetivado.
En cuanto a las aseveraciones del tercer grupo, que toleran a
la vez el nombre del texto y el nombre del código, pueden in­
cluirse en el primero o en el segundo grupo según aquella de las
dos versiones que se presente en cada caso. Por tanto, el paso de
uno a otro provoca necesariamente, si no una modificación, por
lo menos un desplazamiento en el punto de vista en relación con
el que se afirma lo afirmado. Si se declara que «La lengua fran­
cesa tiene un singular y un plural, pero no un dual», se propone
implícitamente, y si es necesario con anticipación, un objeto «len­
gua francesa» que se considera ya como constituido, y es a este
objeto a quien se achaca explícitamente una propiedad (aquí, la
ausencia de dual); si se dice, por el contrario, que «El enunciado
francés tiene un singular y un plural, pero no un dual», se deja
entender que la misma ausencia de dual ha sido constatada en
algún punto de un trayecto que parte de las frases francesas para
designar progresivamente lo que se va a entender por «lengua
francesa». Se trata, pues, efectivamente, de dos puntos de vista
difererítes en el código y sólo de eso: en un caso como en otro,
la ausencia de dual, la existencia de singular y de plural, son ras­
gos que no pueden ser inicialmente atestiguados más que en los
textos, pero que deben finalmente ser achacados al código.
Algunas proposiciones pueden inscribirse, pues, en ambas pers­
pectivas. Pero se encuentran igualmente aseveraciones cuyo con­
tenido excluye a una de las dos, y volvemos a encontrar aquí el
primero y el segundo grupos. El primero, para empezar: cuando
el enunciado excluye el nombre del código, es que se refiere a un
carácter del texto que es inseparable de su desarrollo textual, y
que no puede, pues, ser inmediatamente remitido al código (aun­
que éste se conciba como un objeto), puesto que lo propio de este
objeto es no tener un desarrollo textual. En las frases como «El
filme dura, la mayor parte de las veces, hora y media», ya men­
cionadas varias veces, la palabra «filme» no puede reemplazarse
por «cine»: lo que dura la mayor parte de las veces hora y media
es, propiamente, el desarrollo textual del filme. El enunciado, aquí.
no se refiere al código-objeto, pero el enunciado forma parte de
la actividad codificante, es decir, del estudio del código.
Segundo grupo (proposiciones que excluyen el nombre del tex­
to): son aquellas en que se encuentran afirmadas propiedades que
no pueden aplicarse más que a un objeto construido y ya construi­
do. Al decir que «La lengua griega es más rica que la lengua lati­
na» no se comparan dos grupos de objetos concretos, sino dos sis­
temas de conjunto; además, se considera a ambos lo bastante co­
nocidos para que sea posible saber cuál de los dos es globalmen­
te el más «rico». Sucede lo mismo con «El cine es muy diferente
de la televisión». Sin embargo, estas afirmaciones nos conducen
de nuevo indirectamente a los textos: serían imposibles si el au­
tor no juzgase que las frases griegas, en su mayoría, son más
«ricas» que las frases latinas, o que los filmes son, en general,
«muy diferentes» de las emisiones televisadas.

Hay, por tanto, tres grupos de frases. Pero en realidad sólo


dos clases: por un lado, todo lo que puede decirse directamente
del código; por otro, todo lo que puede decirse directamente del
texto. Dos clases que se cruzan, puesto que algunos rasgos pueden
ser directamente incluidos en el código y en el texto a la vez. Se
llega, por tanto, a tres grupos cuando se quiera poner aparte lo
que puede decirse sólo del código y sólo del texto, como lo acaba­
mos de hacer.
Los caracteres atribuidos al código como objeto (clase A) han
sido localizados desde el principio en los textos. Los caracteres
atribuidos a los textos como comunes a varios de ellos o a todos
(= clase B) llegan a integrarse en el código en tanto que este últi­
mo es un enunciado del analista.
Si «cine» y «filme» (filme absoluto) permanecen separados
como nociones, es que la totalidad de lo que puede decirse del otro
sólo coinciden en parte (= zona de intersección A-B). Pero la
totalidad de lo que puede decirse de uno y la totalidad de lo que
puede decirse del otro, si se suman, trazan una nueva clase de
rasgos que siempre proceden de los textos (como se ve directa­
mente en B e indirectamente en A) y que siempre van a engro­
sar al código: código ya construido (como se ve directamente en
A), o código construyéndose (como se ve indirectamente en B).
Por ello el estudio del filme (= B) forma parte del estudio del
cine (= A + B).
VIII. PARADIGMATICA Y SINTAGMATICA
VIII.l. Lo SINTAGMÁTICO Y LO TEXTUAL
Se razona a veces, tanto en materia de cine como en otros te­
rrenos, como si la oposición del sistema y del texto correspondiese
exactamente a la de la paradigmática y la sintagmática, presentán­
dose el filme como una instancia puramente sintagmática, mien­
tras que el esfuerzo del semiólogo para subrayar tal o cual de los
sistemas sería una empresa completamente paradigmática; en re­
sumen: el texto sería un tejido de conjunciones, y el sistema, un
tejido de disyunciones.
Cierto es que en un principio se constata forzosamente que el
filme es un lugar donde vienen a combinarse diferentes elemen­
tos de significación copresentes, mientras que cada uno de los có­
digos cuyo conjunto forma el «cine» consiste en una red de opo­
siciones , en una especie de lógica simbólica que comprende varias
unidades de sentido, entre las cuales hay que escoger, y que se
iluminan, pues, mutuamente con su ausencia. Cuando se indica
que el filme es un «discurso» se entiende por esto, la mayor parte
de las veces, y muy justamente, que lo propio de él es coactualizar
determinada cantidad de elementos significantes que, en el plano
sensorial (= materia de la expresión en Louis Hjelmslev), pueden
ser, según los casos, homogéneos o heterogéneos: homogéneos si
nos encontramos ante la combinación significativa de dos o varias
imágenes, de dos o varios «ruidos», etc.; heterogéneos si el «pa­
recido» observado en el texto se refiere a una imagen y un ruido,
un dato visual y un segmento de diálogo, etc. Estas relaciones sin­
tagmáticas pueden desplegarse simultáneamente tanto como suce­
sivamente, pues el filme se sitúa a la vez en el tiempo y en el es­
pacio; siguen siendo de todos modos sintagmáticas, puesto que
cada una de las expresiones que unen consiste en un elemento que
se encuentra presente en el filme. El m ontaje —si se toma esta
noción en su sentido más amplio (que es también el más estricto),
es decir, como actividad general de colocación que puede ejercer­
se dentro de un «plano» único tanto como entre planos diferentes—
es el propio fundamento del filme, en tanto que discurso signi­
ficante: a él debe el filme el ser algo diferente de una mera re­
producción de tal o cual espectáculo preexistente, a él debe el
cine ser «un lenguaje». Antes, en esta obra, hemos hablado del fil­
me como de un tejido textual: es otra forma de decir que el filme,
de punta a punta, es un conjunto de coocurrencias, de sintagmas
que forman parte, a su vez, de sintagmas más amplios; la forma-
filme, por otra parte, podría definirse como el sintagma máximo
que autoriza el lenguaje cinematográfico, por lo menos en el actual
estado de su evolución. Inversamente, está claro que lo que le falta
a un código (y entre otros a un código cinematográfico) es esta
propiedad de ser un sintagma. Un código no es un discurso, sino
un principio abstracto de inteligibilidad que se encuentra «detrás»
del discurso, o, más exactamente, que aclara diferentes partes de
diferentes discursos (puesto que cada código es común a varios
discursos sin ser el único de ninguno de ellos).

Pero estas constataciones, lejos de agotar el problema, se limi­


tan a introducirlo. Pues se puede ya observar que si el texto es,
en cierto modo, un vasto sintagma (o un sintagma de sintagmas),
el código no es de ninguna manera un amplio paradigma, ni un
paradigma .de paradigmas. El código no se sitúa unilateralmente
del «lado'Sel paradigma». Por algunos de sus aspectos (que vamos
a concretar), el código se encuentra frente al paradigma en la
misma postura que frente al sintagma, y no mantiene una afini­
dad más particular con uno o con otro. Lo que se llama un código
es una entidad lógica que se ha construido para explicitar y dilu­
cidar el funcionamiento de las relaciones paradigmáticas en los
textos, como para explicitar y dilucidar el funcionamiento de las
relaciones sintagmáticas en estos mismos textos. El código lleva
en sí la inteligibilidad del sintagma tanto como la del paradigma,
sin ser él ni paradigma ni sintagma. El texto —o el mensaje, pues
en este punto de la discusión las dos cosas se confunden— se
opone, pues, al código de forma disimétrica: está más unido a lo
sintagmático de lo que el código está unido a lo paradigmático.
Y es que la relación sintagmática, contrariamente a la relación
paradigmática, está ya dada en el texto. (Esto, como veremos, sólo
es cierto en determinado sentido; pero importa poco por el mo-
mentó, puesto que no se encuentra, a este mismo nivel, nada equi­
valente por la parte paradigmática.) La relación sintagmática se
establece entre dos o varias expresiones que están todas atesti­
guadas en el mensaje, de forma que está, a su vez, en cierto modo,
«presente»: la línea ideal que une a las expresiones entre sí per­
manece interior al texto a lo largo de su recorrido. El trayecto
paradigmático, por el contrario, «sale» siempre del mensaje, puesto
que une una expresión que figura allí a otra (o varias) que no se
encuentra(n) allí. Ahora bien, hemos definido nosotros mismos el
texto (y el mensaje) como un desarrollo manifiesto preexistente
a la intervención del analista. Existe, pues, en efecto, en este sen­
tido, una afinidad selectiva entre lo textual y lo sintagmático, que
no posee equivalente entre lo códico y lo paradigmático.

VIII2. «Lo» SINTAGMÁTICO Y «LO» PARADIGMÁTICO, «LA» SINTAGMÁ­


TICA Y «LA» PARADIGMÁTICA
Pero no hay que confundir lo sintagmático con la sintagmática.
Esta última es un estudio, mientras que el primero representa lo
que hay que estudiar: el propio hecho del sintagma, la existencia
de relaciones sintagmáticas. La sintagmática (como la paradigmá­
tica) es una de las partes de la actividad analizadora propia del
semiólogo; si lo sintagmático es siempre «dado», la sintagmática
no lo es nunca: las copresencias en el texto son manifiestas, pero
su organización no lo es, y por esto la sintagmática pertenece ai
código. Que tal tipo de combinación sea posible y tal otra no, he
aquí algo que es plenamente de orden códico. Se puede incluso
definir un código —por lo menos en la perspectiva de un estruc-
turalismo no generativo— como el conjunto formado por una pa­
radigmática y una sintagmática articuladas una sobre otra (Emi­
lio Garroni lo ha recordado recientemente1 y de modo convin­
cente).

Era ésta ya la postura de Saussure cuando indicaba que la


«gramática» de una lengua —gramática de una lengua: por tanto,
artículo de código— comportaba dos grandes vertientes: una gra­
mática «asociativa» (= paradigmática) y una gramática sintagmá­
tica. Igualmente, la teoría glosemática reposa entera sobre la idea
1. Pp. 19-20 de Semiótica ed esíetica, op. cit.
de que el análisis de las relaciones «en el texto» o «en el proceso»
(funciones de tipo «y-y», relaciones de Hjelmslev) y el análisis de
las relaciones «en el sistema» (funciones «o-o», correlaciones) cons­
tituyen las dos tareas esenciales del estudio inmanente de una len­
gua. En resumen, y contrariamente a lo que podría sugerir el vo­
cabulario (que, hágase lo que se haga, corre siempre el riesgo de
provocar automatismos), no es el sistema el único concernido —ni
siquiera selectivamente— por las «relaciones en el sistema», sino
también, en la misma proporción, por las «relaciones en el proce­
so»: pues por mucho que estas últimas estén «en» el proceso, no
por eso su estructura deja de estar «en» el sistema. Cada código
se caracteriza, entre otras cosas, por los tipos de sintagmas que
permite. Todos los lingüistas admiten que el estudio de la lengua
no se reduce a establecer paradigmas, sino que exige también el
establecimiento de las leyes de los sintagmas: de otro modo, ¿por
qué iban a ser unánimes al considerar que la sintaxis forma parte
de la lingüística?
Se sabe que en las teorías generativas transformacionales el
estatuto «códico» de la sintaxis se afirma de modo aún más claro:
la sintaxis no se limita a ser una componente del código lingüís­
tico: es su componente central; es en relación con ella como se
convierte en posible el estudio de las otras dos componentes (com­
ponente fonológica y componente semántica), que están conside­
radas como «laterales» o «interpretativas»; así, la sintaxis se en­
cuentra en el propio centro del código, y dentro de la sintaxis
es la sintagmática la que interpreta el papel principal y determi-
ríánte: engendra las estructuras profundas, mientras que la parte
no-sintagmática de la sintaxis —parte llamada «transformacional»—
no engendra más que las estructuras de superficie; dentro de esta
perspectiva la sintagmática tiene una importancia códica tan con­
siderable que llega incluso a englobar la paradigmática: es durante
la fase sintagmática del proceso de engendramiento cuando el lin­
güista formaliza y coloca en su lugar la mayor parte de los fenó­
menos que las teorías estructuralistas achacan a la paradigmática.
No entraremos aquí en estas discusiones: sólo se trataba de
mostrar que en el terreno lingüístico —que es aquel en que las
nociones de paradigmática y sintagmática han sido objeto de la
reflexión más atenta— la sintagmática se considera siempre como
un hecho de código: la divergencia entre escuelas, a este respecto,
se refiere sólo al grado de importancia relativa que hay que con­
cederle en relación con las demás partes del estudio del código.
Lo que sigue siendo cierto, sin embargo, es que el semiólogo
que estudia el código (y entre otras cosas la sintagmática) no tiene
que establecer los propios sintagmas, mientras que tiene que es­
tablecer los paradigmas cuando estudia la paradigmática. Esto nos
vuelve a la diferencia, ya comentada antes, entre lo sintagmático
y lo paradigmático: un paradigma, por definición, es una clase de
elementos, uno solo de los cuales figura en el texto (o en un punto
dado de ese texto); lo propio del paradigma es, pues, no desple­
garse nunca en toda su superficie al nivel textual; sólo el análisis
puede desplegarlo, conmutando el fragmento considerado del tex­
to por fragmentos de otros textos (u otros fragmentos del mismo
texto): así, el simple enunciado literal del paradigma, es decir, la
enumeración exacta de sus miembros, compromete ya la actividad
analizadora (puesto que hay que conmutar) y exige ya que el desa­
rrollo manifiesto del texto quede «roto»: establecer la paradigmá­
tica y establecer el paradigma son una única y misma cosa. Un
sintagma, por el contrario, es un conjunto de elementos que se
han comanifiestado en el mismo fragmento de texto, que están ya
unos junto a otros, antes de cualquier análisis: así, el sintagma
está siempre-ya desplegado en el texto, y por ello el analista
—que tiene que establecer las leyes de este despliegue, clasificar
los sintagmas atestiguados en diferentes tipos estructurales, etc.—
se encuentra, en cambio, dispensado de establecer el contenido
literal del sintagma. Establecer el sintagma y establecer la sintag­
mática son, pues, dos actividades diferentes: ésta corresponde al
analista; aquélla, al emisor del mensaje.

Si volvemos al punto de partida de estas reflexiones, se ve que


el sentimiento, bastante extendido, de un parentesco privilegiado
entre el código y la paradigmática es una especie de malentendido
latente que se alimenta de dos fuentes: la confusión más o menos
consciente entre lo sintagmático y la sintagmática; la diferencia
(muy real ésta) entre lo sintagmático y lo paradigmático en su
relación con lo textual. El malentendido consiste en achacar inde­
bidamente a la sintagmática y a la paradigmática una diferencia
de comportamiento justamente presentida entre lo sintagmático y
lo paradigmático: como los dos últimos no tienen la misma rela­
ción con el texto, se tiene tendencia a creer que los dos primeros
no tienen la misma relación con el código.
Aquí es donde se encuentra el error. El sintagma y el paradig­
ma son desigualmente textuales, pero el análisis del sintagma y el
análisis del paradigma son igualmente códicos. La meta del ana­
lista no es exactamente localizar los sintagmas, sino localizar las
regularidades sintagmáticas: aquéllos están inscritos en el texto;
éstas, no: no están enunciadas claramente en ninguna parte, en
ninguna parte figuran, como tampoco lo hacen las regularidades
paradigmáticas. Tomemos como ejemplo la «secuencia» fílmica,
que es uno de los tipos de sintagmas que tienen un importante pa­
pel en el cine: en cuanto noción semiológica, en cuanto elemento
de un código, no está «presente» en ningún fragmento de ningún
filme, y no hay ningún lugar textual donde pueda ser atestiguada;
los filmes nos ofrecen sencillamente —aunque sea con profusión—
secuencias particulares, ocurrencias singulares de tipo-secuencia:
la «observación» del texto reducida a sí misma, la lista de estas
ocurrencias (por minuciosa que sea), no nos dirá jamás cuáles son
los ra6gos pertinentes que hacen que una secuencia sea una se­
cuencia; cuáles son, por el contrario, los rasgos que pueden va­
riar sin que una secuencia deje de serlo (= caracteres «irrelevan­
tes»); cuáles son los subtipos de secuencias que existen en tal
época de la historia del cine considerada como un «estado» sin­
crónico en la evolución del código de las secuencias, etc.: todas
estas informaciones —con las cuales se va más allá de lo sintagmá­
tico, hacia la sintagmática— no pueden obtenerse más que por
medio de la actividad analítica: esforzarse por obtenerlas es tra­
bajar ya en el establecimiento del código, aunque aquello no sea
más que una parte de esto.

En las reflexiones que preceden, lo que hemos llamado «el tex­


to» era, de hecho, un fragmento de texto: aquel en que el sintag­
ma está totalmente desplegado y donde el (los) paradigma(s) no
ha(n) delegado, por el contrario, más que uno solo de sus miem­
bros. Si se decide, como lo hizo con frecuencia Hjelmslev, llamar
«texto» al conjunto de los textos, se saca la ventaja de poder decir
que todos los términos del paradigma, como todos los del sintag­
ma) están presentes en el texto. Pero no por eso se suprime la di­
ferencia: sólo se la desplaza: los términos del sintagma están pre­
sentes en el mismo párrafo del texto, mientras que los miembros
del paradigma están copresentes en las cuatro esquinas del texto;
tenemos que distinguir entonces la copresencia contigua de la co-
presencia alejada, o, también, definir el sintagma como un conjun­
to cuyos elementos son aproximados unos a otros por el autor del
texto, y el paradigma como un conjunto cuyos elementos son apro­
ximados unos a otros por el analista.
Existe una tercera manera de formular esta «disimetría» de lo
paradigmático y de lo sintagmático (que se anula cuando se pasa
a la paradigmática y a la sintagmática). Puede decidirse que exis­
ten sintagmas-ocurrencias, pero no paradigmas-ocurrencias (y que,
por consiguiente, «sintagma» significa dos cosas, mientras que
«paradigma» sólo significa una). Por «sintagma» se entiende ya
sea la aproximación realizada por el texto (de que hablábamos
hace un momento), ya sea el tipo sintagmático como artículo de
código, que no puede ser destacado más que después de diversas
comparaciones efectuadas por el analista: es la diferencia entre
la ocurrencia y la unidad pertinente. Por el contrario, el paradigma
no puede surgir más que de comparaciones realizadas por el ana­
lista, puesto que los miembros del paradigma, por definición, no
son nunca colocados en mutua proximidad por el texto ( y no hay
que objetar que lo propio de determinados textos, como lo ha
indicado Román Jakobson hablando del lenguaje poético,2 es co­
locar en secuencia a los miembros del paradigma, pues lo que
sucede entonces —y el mismo autor lo ha dicho también3— es
precisamente que el paradigma se ha convertido en un sintagma:
en tanto que tal, el paradigma está siempre textualmente separa­
do). No «aparece» en el texto; su primera aparición acontece en el
código; es, desde el principio, algo para el analista: es código o
no es. El sintagma, por su parte, hace dos apariciones sucesivas
(en el texto y en el código), puesto que presenta el doble carácter
de consistir (contrariamente al paradigma) en una unidad de de­
sarrollo y ser (como el paradigma) susceptible de formalización
semiótica. Por ello se ha dicho antes que la actividad paradigmá­
tica del analista es lo mismo que el establecimiento del contenido
literal de los paradigmas, mientras que la localización literal de
los sintagmas no es más que el punto de partida de la actividad
sintagmática: el paradigma, en efecto, no puede ser localizado,
puesto que no está en ninguna parte del texto; hay que construir­
lo desde el principio, de forma tal que con lo paradigmático se
está ya en la paradigmática. Por el contrario, se puede permanecer
mucho tiempo en lo sintagmático sin haber empezado la sintag-
2. Closing statements: linguislics and poetics, en Style and language (actas de colo­
quio), T h . A. Sebeok ed.. Nueva York, 1960. Reeditado con el título Linguistique et poé-
tique, en Essais de linguistique générale, París, Ed. de Miauit, 1963, pp. 209-248.
3. Ibíd., p. 220. “La función poética proyecta el principio de equivalencia del eje
de la selección sobre el eje de la combinación.' “La equivalencia queda promovida al
rango de procedimiento constitutivo de la secuencia.’ (Los subrayados son nuestros.)
mática, puesto que los sintagmas son cosas observables antes que
formalizables, y formalizables, sin embargo.

Podría, pues, parecer lógico disponer dos palabras del lado sin­
tagmático (= «lo» y «la») y una sola (que estaría por determinar)
del lado paradigmático, puesto que lo sintagmático y la sintagmá­
tica designan dos instancias diferentes, mientras que lo paradig­
mático y la paradigmática son, en este sentido, una única y misma
cosa. Pero esta lógica sólo sería aparente, pues tendría como pri­
mer efecto hacer más difícil toda comparación entre la vertiente
sintagmática y la vertiente paradigmática, consideradas al mismo
nivel (= nivel de «lo» o nivel de «la»). Además, y sobre todo, ven­
dría a ocultar el hecho de que la paradigmática y lo paradigmá­
tico, contrariamente a lo que acabamos de decir, dejan de ser
una única y misma cosa en cuanto se hace variar el punto de vista.
La actividad paradigmática del analista está ya plenamente com­
prometida en la explicación literaria de cada paradigma; pero
como este analista supone que los mismos paradigmas, aunque
no observables, tienen un papel real en el funcionamiento signi­
ficante del texto, su esfuerzo para destacarlos (esfuerzo que cons­
tituye la paradigmática) no se confunde con lo que se esfuerza
por destacar (es decir, con lo paradigmático).
Es, pues, interesante el mantener, tanto por la parte paradig­
mática como por la parte sintagmática, una distinción lexicalizada
entre la formalización propuesta y los hechos que se encuentran
formalizados, incluso aunque éstos preexistan mucho menos a
ésta en materia paradigmática que en materia sintagmática.

VIII.3. G rados de pr eex isten c ia del « objeto estudiado »


Los «hechos estudiados» preexisten al estudio, en efecto, en
muy diversos grados: el grado de preexistencia varía con la natu­
raleza de este estudio; es, por ejemplo, mayor en las ciencias ex­
perimentales que en las ciencias formales; en el interior de los
estudios semiológicos es mayor en sintagmática que en paradigmá­
tica, puesto que la segunda (pero no la primera) consiste en com­
parar elementos que ella misma define como habiendo quedado
alejados antes de su intervención. La paradigmática, ya es sabido,
toma como objetivo captar relaciones in absentia; pero, puesto
que la formula, las convierte, en cierto modo, en relaciones en
praesentia; es en este sentido en el que «crea» en gran parte su
objeto. Más en todo caso que la sintagmática, que, si se puede
expresar así, aproxima lo ya-aproximado, aunque sea explicando
las leyes de aproximación que no figuraban claramente en lo
aproximado.
Y, sin embargo, la teoría clásica parece sugerir a veces que el
grado de preexistencia del objeto sería tan grande en paradigmá­
tica como en sintagmática; el paradigma, como el sintagma, «exis­
tiría» (= sus términos estarían desplegados y unidos) antes de
cualquier análisis; es solamente el lugar de este despliegue lo que
sería diferente aquí y allá: el sintagma preexiste en el mensaje,
mientras que el paradigma preexiste en la mente del usuario; en
resumen: es algo así como bajo forma de una asociación de ideas,
más o menos consciente según los casos, como el paradigma cons­
tituye un objeto anterior a su formalización. Se encuentran en
Saussure párrafos que van en este sentido;4 por esto es, sin duda,
por lo que llamaba «asociativas»4 a las relaciones que se llaman
hoy, más corrientemente, paradigmáticas.
Pero este psicologismo y este asociacionismo se encuentran pre­
cisamente entre los aspectos del pensamiento saussuriano que
más han envejecido. No es basándose en asociaciones de ideas
existentes en la mente del usuario (y que son muy difíciles de
conocer...) como se consigue establecer un paradigma; es abriendo
un inventario de conmutación en un punto dado del mensaje y re­
emplazando el elemento que figuraba allí por otros elementos,
tomados a su vez de otros mensajes: la intervención del analista,
y con ella la ruptura del mensaje inicial en su desarrollo manifies­
to, aparecen desde el principio y vienen a disminuir en otro tanto
el grado de preexistencia del paradigma-objeto. No se va desde
«la mente del usuario» al paradigma, sino más bien desde el pa­
radigma (formalmente establecido) hasta lo que debe suceder en
la mente del usuario.
La gramática generativa transformacional radicaliza este prin­
cipio, puesto que se representa el funcionamiento psicológico del
lenguaje (dejando aparte las leyes propias de la «actuación») se-
4. Por ejemplo, en la p. 208 del Curso de lingüistica general, Buenos Aires, Losa­
da. 1945 "... fuera del discurso, las palabras que ofrecen algo de común se asocian en la
memoria, y así se forman grupos, etc.". “Así, la palabra francesa enseignement, o la es­
pañola enseñanza, hará surgir inconscientemente en el espíritu un montón de otras pala­
bras (enseigner, renseigner, etc.)." “Ya se ve que estas coordinaciones [= paradigmáticas]
son de muy distinta especie que las primeras [= sintagmáticas]. Ya no se basan en la
extensión; su sede está en el cerebro... Las llamaremos relaciones asociativas. ' (Las pa­
labras subrayadas lo están en el C. L. G.) No hay que olvidar, sin embargo, que no
fue Saussure quien redactó el libro.
gún el modelo de la máquina lógica que ha hecho falta construir
para enumerar explícitamente todas las frases gramaticales y sólo
ellas; se sabe que, dentro de esta perspectiva, construir semejan­
te modelo es, al mismo tiempo, construir un «modelo de la com­
petencia del sujeto hablante».

Existe, así, un rasgo común a todos los conceptos modernos de


la paradigmática: no se van a «buscar» los diferentes miembros
del paradigma en la mente de los usuarios, sino en mensajes
atestiguados o, por lo menos, atestiguables (= «gramaticales»);
en resumen: en el texto, ya sea el fragmento de texto a partir del
cual se conmuta, ya sean fragmentos de otros textos que se hacen
conmutar con el primero. Y como lo propio del sintagma es, igual­
mente, que se encuentren todos sus términos en el texto (pero
todos en el mismo sitio esta vez), sólo queda la diferencia, ya seña­
lada más arriba, entre la copresericia contigua (= sintagma) y la
copresencia alejada (= paradigma), con la desigualdad que de ello
se desprende en lo que al grado de preexistencia del objeto se
refiere.
Todo esto, como se ve, va unido a una evolución más general de
los procedimientos lingüísticos y semiológicos, que no reconocen,
en materia de objetos anteriores a su dominio y específicamente
concernidos por éste, más que textos y no hechos psíquicos; el
estudio directo de estos últimos está asegurado de modo más útil
por la psicología; la semiología no se basa sobre su consideración
inicial (incluso si puede, al final, contribuir a su esclarecimiento):
se define cada vez más claramente como el estudio de los discur­
sos y no de la psicología de los discursos; esto seguiría siendo
cierto en una semiología generativa, que, renunciando a colocar
el corpus (= el propio discurso) en el punto de partida de su es­
fuerzo, prefiriera interrogarse directamente acerca de la gramati-
calidad del discurso, es decir, otra vez acerca de la gramaticalidad
del discurso.

VIII.4. ClRCULARIDAD DB LA PARADIGMÁTICA Y DE LA SINTAGMÁTICA


Volvamos a la sintagmática. Hemos dicho ya que pertenece al
código tanto como éste pertenece a la paradigmática. Hay que
añadir ahora que, en este código, la sintagmática y la paradigmá­
tica se remiten sin cesar la una a la otra y son propiamente in­
separables. (Si se olvida a veces es que el sintagma y el paradigma,
por su parte, pueden ser examinados separadamente durante cier­
to tiempo, como acabamos precisamente de hacerlo ahora.) Pero,
en cuanto se aborda el examen de los mecanismos de funciona­
miento, la estructura de los sintagmas y la de los paradigmas se
revelan como estrictamente correlativas una con otra. Es otra
razón —la segunda— para no ceder a la idea simplificadora de
que un código es una máquina paradigmática y sintagmática a
la vez.
Es, por ejemplo, imposible, en el terreno cinematográfico, de­
finir la noción de secuencia como no sea por sus diferencias con
otras formas de arreglo sintagmático, es decir, con diferentes tipos
de no-secuencias, como, por ejemplo, los segmentos fílmicos que
colocan una detrás de otra imágenes separadas y que no «enla­
zan» (pues algunos filmes, o algunos fragmentos de filmes, no
contienen secuencias, y este hecho es esencial para comprender lo
que es una secuencia en los filmes en que sí existen). Por tanto,
cuando se quiera definir, más allá de las secuencias-ocurrencias,
la secuencia como artículo de código —como unidad pertinente de
la sintagmática—, nos vemos inmediatamente obligados a intro­
ducir consideraciones paradigmáticas (= conmutación secuencia /
no-secuencia). Igualmente, la única manera de enumerar los dife­
rentes subtipos de secuencias es basarse en sus diferencias mu­
tuas: secuencia de montaje paralelo, secuencia de montaje alter­
nante, secuencia estrictamente «cronológica», etc.; sin embargo,
cada tipo de secuencia es una unidad sintagmática (una serie de
varios planos), y permaneqg siéndolo; pero no ha podido ser cir­
cunscrita más que por una comparación paradigmática. Se llega
así, como empezamos a hacerlo en otra obra,5 a enumerar los prin­
cipales modelos de arreglo secuencial entre los cuales el filme pue­
de elegir: el cuadro que se haga, cualquiera que sea el detalle, será
exactamente un paradigma de los sintagmas.
El proceso inverso se da en igual proporción. Supongamos que
se defina la «secuencia de montaje alternante» como aquella que
obedece al esquema distribucional A-B-A-B-A-B-A-B, etc., por opo­
sición a otros principios de colocación como A-A-A-B-B-B, etc., o
A-A-A-A-B-A-A-A-A, etc. Tenemos otra definición que es, en princi­
pio, de tipo sintagmático, puesto que consiste en enunciar un orden.
5. Ensayos sobre la significación en el cine, op. cit., pp. 187-209.
Pero ¿cuál es la naturaleza exacta de los «elementos» que vienen a
colocarse en el orden indicado? ¿Qué representan cada «A» y
cada «B»? Es aquí donde reaparecen necesariamente, y esta vez
de otro modo, las consideraciones paradigmáticas. Pues estos «ele­
mentos» no son precisamente elementos, sino clases de elementos:
para poder identificar como tal un montaje alternante hay que
reducir una imagen de cada dos a «A» y una imagen de cada dos
a «B»; en el montaje alternante, tal y como puede encontrarse di­
rectamente en un filme, no se encuentran nunca dos imágenes,
sino numerosas imágenes, que se pueden clasificar en dos catego­
rías (o, en otros casos, en tres categorías, en cuatro, etc.). Sin
esta clasificación no se podrían distinguir los montajes altemos
de dos series de los que tienen tres series o más; no se podría,
por otra parte, hablar de «series», pues cada serie es precisamen­
te una de las clases de imágenes que se alternan: ahora bien,
fuera del acto de categorización, no habría ni siquiera alternan­
cia; si se adoptase como unidad la imagen y no la clase de imá­
genes, no se constataría más que una sucesión, puesto que cada
imagen es diferente y única; no habría ya ninguna diferencia en­
tre la secuencia de montaje alternante y la secuencia no-altema, de
modo que lo que desaparecería sería la propia noción de montaje
alternante. Esta última va, pues, totalmente unida a la toma en
consideración de los tipos de imágenes (= unidades pertinentes).
Ahora bien, el único criterio que permita clasificar varias imáge­
nes diferentes en «A» es que no son «B» (y viceversa): por ejem­
plo —y limitándonos a un ejemplo particularmente trivial de mon­
taje alternante de dos términos—, pondremos en «A» todas las
imágenes que muestren a los perseguidores, y en «B» todas las que
muestren a los perseguidos. Finalmente, el simple enunciado del
esquema sintagmático (= «A-B-A-B-A-B, etc.») no habrá sido po­
sible más que gracias al juego de una oposición lógica (= «A/B»),
es decir, de un esquema paradigmático. (Ciertamente, es también
lo propio de A y de B el alternar: noción sintagmática; pero, re­
petimos, no se puede saber que alternan más que cuando se han
establecido las categorías.) Así, los términos del sintagma (A-B)
son, al mismo tiempo, los miembros del paradigma (A/B): se
llama propiamente «paradigma» a una oposición entre dos clases
y no entre dos ocurrencias. Antes definíamos los «cuadros» que
enumeran diferentes tipos sintagmáticos (= «tablas de montaje»
u otras) como paradigmas de sintagmas; se constata ahora que
cada tipo sintagmático es en sí mismo un sintagma de paradigmas,
o, más exactamente, un sintagma de miembros de paradigmas:
una clase de secuencias de clases de elementos, como diría la lin­
güística distribucional norteamericana (Zellig, S. Harris6).

Dicho de otro modo, no se pueden enumerar e identificar los


tipos sintagmáticos más que poniéndolos a su vez en paradigmas,
y no se puede definir cada uno de ellos más que como una combi­
nación sintagmática de clases paradigmáticas. Es ésta la versión
cinematográfica de un hecho semiológico de orden más general,
que ha sido con frecuencia subrayado y que se podría designar
como una especie de circularidad de la sintagmática y la paradig­
mática.
Una categoría (noción paradigmática) se define en último tér­
mino en relación con el «punto» de la cadena sintagmática en que
es susceptible de aparecer (y donde se ha abierto un inventario de
conmutación), mientras que una combinación (noción sintagmá­
tica) se define por las categorías que combina. Se llama «verbo»
lo que hay que añadir a un nombre para hacer una frase, y se
llama «frase» la combinación de un verbo y de un nombre (en
este ejemplo no se trata más que de cierto tipo de frase, aquel que
precisamente lleva un verbo y un nombre: la circularidad, de
todos modos, permanece); se llama «vocal» lo que hay que añadir
a una consonante para forcnar una sílaba, y se llama «süaba» a
una combinación fonológica consistente en una vocal eventualmen­
te acompañada de una o varias consonantes. Igualmente, en el te­
rreno cinematográfico (donde sencillamente se tiene menos con­
ciencia de ello) se llama «montaje alterno» a una combinación
A-B-A-B, y se llama «A» a todas las imágenes que son susceptibles
de aparecer después de B sin que el montaje deje de ser alterno.
Esta circularidad está implicada en la definición de Harris que
recordábamos hace un momento: cada tipo de frase es una clase
de secuencias de clases de morfemas; ejemplo (muy simplificado):
existe en diversas lenguas un tipo de frase que puede enunciarse
«Artículo 1 + Adjetivo + Nombre 1 + Verbo + Artículo 2 + Nom­
bre 2»; es una clase de secuencias, puesto que abarca igualmente
«El buen alumno dice la lección» como «La vieja carreta roza el
muro», etc. (igualmente existen cientos de montajes altemos); y
lo que está puesto en secuencia son clases de morfemas: «Adjetivo»
abarca igualmente bueno o vieja o pequeño, tímido, etc. (Igual-
6. H a r r is no habla de "clases de elementos", sino de "clases de morfemas*, puesto
que se trata entonces de la lengua fónica. Véase Methods in structural linguistics,
Chicago, University of Chicago Press, 1947, especialmente pp. 262, 342 y 349.
mente hay varias imágenes «A» en un solo montaje alterno; un
tipo sintagmático, en cine, podría, pues, ser definido como una
clase de secuencias de clases de imágenes; el nivel del morfema
aquí falta, está claro.)
La misma circularidad vuelve a aparecer en fonología (Tru-
betzkoi, Jakobson, Martinet): es el vaivén de la segmentación y de
la sustitución (cuyo conjunto forma la conmutación). Es también
esto lo formulado por Émile Benveniste en un célebre artículo.7
Reaparece en sintaxis generativa transformacional, aunque con una
forma sensiblemente diferente: se trata en este caso de la presen­
cia de las comas o de los elementos entre paréntesis (que abren
paradigmas) en el propio seno de las reglas de reescritura sintag­
máticas, a la derecha de la flecha (o también la llave, que indica
que el constituyente de la izquierda puede reescribirse de varias
maneras a la derecha). Dentro de la perspectiva glosemática, Louis
Hjelmslev (en los Ensayos lingüísticos) consideraba la «gramáti­
ca» como lugar de una permanente interferencia entre la paradig­
mática y la sintagmática: lo propio de las categorías gramaticales
(tales como «preposición», «nombre», «caso», etc.) es contraer re­
laciones, es decir, vecindades sintagmáticas regulares, y lo propio
de las combinaciones sintagmáticas es contraer correlaciones, es
decir, entrar mutuamente en paradigma: así, los diferentes tipos
de proposiciones subordinadas se oponen entre sí, etc.
Se ve, finalmente, que no es posible construir la paradigmática
de un código sin construir al mismo tiempo su sintagmática (y vi­
ceversa). En este sentido el código, contrariamente a una impre­
sión demasiado extendida, no mantiene afinidad unilateral con el
paradigma. El estudio de un código cinematográfico, cualquiera
que sea (hay muchos), no es el estudio de determinada cantidad
de paradigmas, dejando de lado a los sintagmas correspondientes
considerándolos como pinamente fílmicos y como relativos sólo
al mensaje. El estudio de los diferentes códigos cinematográficos,
es decir, el estudio del cine, es el estudio de los paradigmas y de
los sintagmas específicamente cinematográficos.
VIII.5. S intagm ático y consecutivo
Como el filme es un objeto que ocupa a la vez el tiempo y
7. Les niveaux de l'analyse linguistique, en Proceedings of the 9th Intematiorud Con-
gress of Linguists, Cambridge, Massachusetts, 1962 (actas: La Haya, Mouton 1964).
Recogido en Problemas de lingüística general, México, Siglo XXI, 1971, pp. 118-130.
el espacio, la dimensión sintagmática en él se despliega tanto en
el eje de las consecuciones (por ejemplo, los sucesivos «planos»
dentro de la secuencia) como en el eje de las simultaneidades: por
ejemplo, las relaciones recíprocas entre datos visuales y datos ver­
bales en un mismo plano o una misma secuencia.
El eje de las consecuciones corresponde globalmente a la du­
ración de la proyección. Comprende él mismo cuatro series parale­
las: serie visual (= «banda de imágenes»), serie lingüística, serie
de los «ruidos», serie musical; la adición de las tres últimas for­
mas lo que se llama la «banda sonora». Las menciones escritas
que están integradas en la banda de imágenes (de forma que ésta
lleva algo más que imágenes) constituyen una quinta serie, en
general más discontinua.
El eje de las simultaneidades abarca, de hecho, dos ejes: está
el rectángulo de la pantalla, con todas las copresencias espaciales
que autoriza (= composición de cada imagen), y, por otra parte,
los sintagmas simultáneos, que pueden establecerse entre series
diferentes, pero en una sincronía de percepción: entre un dato vi­
sual y una frase oída en el mismo momento, etc.
Sintagmas temporales homogéneos (en la consecución de una
de las cuatro series), sintagmas simultáneos homogéneos (en la
imagen), sintagmas simultáneos heterogéneos*.(exüxe series y en
el mismo instante), pero también sintagmas oblicuos: pues suce­
de que una colocación significativa moviliza por sí sola el tiempo
de la proyección y el espacio de la heterogeneidad (el espacio
creado por la cuadruplicación de la cadena temporal): así se esta­
blecen unas relaciones sintagmáticas entre un dato visual y una
frase que viene luego.
Lo sintagmático en cine no corresponde, pues, a una dimensión,
sino a varias. Son bastantes si se «desarrollan» hasta el final los
principios de clasificación sugeridos hace un momento (por ejem­
plo: sintagmas simultáneos heterogéneos entre dos series: imagen
y palabra; entre dos series: imagen y ruido...; entre tres series:
imagen-palabra-música; entre tres series: palabra-música-ruido, et­
cétera). Se asiste a una multiplicación interna del eje sintagmático,
que es, en el fondo, la consecuencia global de tres circunstancias
distintas: 1.°, el cine (incluso si se dejan de lado las menciones
escritas) se define por cuatro materias de expresión, y no por una;
2.°, las cuatro son temporales (lenguaje, música, ruidos) o tempo­
ralizadas (imagen); 3.°, una de ellas, además, es espacial (imagen).
Hay que recordar, pues, en materia de cine más que en otras,
que lo sintagmático no se confunde con lo consecutivo, sino que
se define —más ampliamente y con mayor rigor a la vez— por
la noción de coactualización en el seno de un mismo discurso.

VIII.6. P aradigm ático y sin ta gm á tico en los sist e m a s textuales


En los capítulos VIII.l a VIII.5 hemos intentado situar la para­
digmática y la sintagmática en relación con los códigos. Hay que
ver igualmente en lo que se convierten, dentro de otros tipos de
sistemas, los sistemas textuales de los filmes.
Un sistema fílmico «abarca» varios códigos; contiene, pues, en
sí diversos paradigmas y sintagmas del tipo propiamente códico,
del que acabamos de hablar. Pero éstos son los paradigmas y los
sintagmas parciales sobre los cuales se construye el sistema, y no
los paradigmas y los sintagmas de este propio sistema. Por ejem­
plo, las figuras generales de montaje intervienen en los filmes.
Fenómeno normal y permanente, que no es más que la reaparición
de los códigos en los textos. Por otra parte, es sólo si se empezó
por el estudio de los códigos cuando se hablará de reaparición;
pues se trata, de hecho, de una aparición, e incluso de la única
que pueden tener los códigos: si no se los localizase en los textos,
no se podría decir nada de ellos.
En el otro extremo, los sistemas textuales tomados en bloque
pueden contraer entre sí relaciones sintagmáticas o paradigmáti­
cas. Paradigmáticas, por ejemplo, cuando se comparan dos filmes
en su organización de conjunto, o cuando se constata que en la
producción global de algunos cineastas alternan regularmente fil-
nífes de dos tipos distintos, o cuando se confrontan dos géneros
como tales (por ejemplo, la película policiaca clásica y el «filme
negro» de los años cuarenta y cinco, cada uno de los cuales es un
texto plurifílmico): en todos los casos de este tipo es un sistema
textual entero el que se convierte en el elemento parcial de un
conjunto más amplio, y este conjunto es un paradigma. Puede ser
también un sintagma; los sistemas textuales plurifílmicos, de los
que hemos hablado en VII.l, se desprenden precisamente de esta
operación, puesto que cada uno de sus elementos es ya un filme
entero con su sistema textual, y estos últimos están en cierto modo
puestos ya en sintagma para constituir un supersistema único.
La puesta en sintagma no es, por otra parte, más que uno de los
aspectos de este proceso, pues supersistema no se obtiene por adi­
ción mecánica; no comprende todos los rasgos de todos los siste­
mas (véase p. 160), sino sólo aquellos que «se llaman» de un sis­
tema a otro —ya sea por parecido directo, por homología, por
inversión, por desfase, por juego de espejo o de «abismo», etc.—
y cuya plena inteligibilidad, por consiguiente, no se desvela más
que al nivel del supersistema (o más bien constituye este supersis-
tema, puesto que no se puede suponer su existencia en ausencia de
tales recordatorios). Se ve, pues, que la colocación en sintagma se
acompaña con una colocación en paradigma. De todos modos, el
elemento de base de estas manipulaciones es un sistema textual
entero y desemboca en un conjunto plurisistemático. Pero esto no
nos dice aún nada acerca de las relaciones paradigmáticas y sin­
tagmáticas propias de los sistemas textuales, es decir, interiores
a cada uno de ellos (y que no hay que confundir con los metasin­
tagmas y los metaparadigmas creados por las operaciones del ana­
lista).

En los códigos la paradigmática y la sintagmática son estricta­


mente correlativas (véase cap. VIII.4). En los sistemas textuales
este parentesco es aún más estrecho, pues se manifiesta en una
superficie más pequeña y en el seno de un conjunto «realizado»
(mientras que un código es un conjunto ideal). Un texto, como lo
dice ya la etimología de la palabra, no es más que una serie de
separaciones, y esto vale igualmente para el filme. Consideradas
en su aspecto sintagmático, como las mallas yuxtapuestas de un
jersey, estas separaciones (o más bien su totalidad) aseguran la
existencia material del texto: si no pasáramos constantemente de
una imagen a otra, de una imagen a un sonido, de un «personaje»
o de un «decorado» a otro, etc. —si no hubiese en el mismo ins­
tante varias cosas que ver o que oír—, el filme, sencillamente, no
existiría. Naturalmente, estamos aquí al nivel de lo sintagmático
y no de la sintagmática, del texto y no del sistema textual.
Pero estas mismas separaciones, si se consideran las regulari­
dades que presiden sus yuxtaposiciones y no el simple hecho de
que están yuxtapuestas, constituyen ía sintagmática del texto y
nos introducen ya en su sistema textual: repeticiones de motivos,
agrupaciones recurrentes, asociaciones privilegiadas, etc. Y son
también estas separaciones las que forman la paradigmática del
texto, puesto que no se las considera ya como yuxtaposiciones,
sino como aperturas que trazan la forma del sentido. Cada filme,
conscientemente o no, escoge las separaciones sobre las que va a
construirse: teje su sintagmática en la medida en que son frag­
mentos; su paradigmática, en la medida en que son diferencias
(oposiciones, por ejemplo).
Este fenómeno es constante, hasta el punto de ser olvidado; no
está limitado a los filmes de alta calidad, sino que puede consta­
tarse en todo filme. Cuando se pasa de una secuencia de «acción»
particularmente movida (tiros, pelea, etc.) a una escena de con­
versación estática (diálogo amoroso durante el alto, en la tranqui­
lidad del atardecer), como es frecuente en los filmes de aventuras,
la diferencia entre la tranquilidad y la agitación es, a la vez, prin­
cipio sintagmático (es una forma de transición entre otras, la tran­
sición por contraste) y principio paradigmático, en la medida en
que el filme coloca, él mismo, entre la tranquilidad y la calma una
línea divisoria —particularmente trivial en este ejemplo— que hu­
biera podido seguir otros muchos caminos: esta oposición, por
ejemplo, no existe en los filmes burlescos como los de los Herma­
nos Marx (que son de un extremo a otro tranquilamente agitados),
ni en los filmes de «suspense» imperceptible y helado (como al­
gunos de Hitchcock), donde la agitación está dentro de la calma
a lo largo de las tres primeras parte de la película.

La idea de un estrecho parentesco entre la sintagmática y la


paradigmática textuales puede leerse ya en el célebre análisis que
Román Jakobson realizó del lenguaje poético (= proyección del
paradigma sobre el eje sintagmático). Si no toma la misma forma
más qua>áquí, es porque el autor no se preocupa de distinguir
explícitamente los códigos de los sistemas textuales. Pero, miran­
do el fragmento de cerca,8 se ve que es un paradigma de código
(de la lengua en este caso) que se convierte en un sintagma del
texto; y puede añadirse que se convierte igualmente en un para­
digma del texto (puesto que este último se construye sobre los có­
digos) y que el efecto de poesía reside precisamente en que los
mismos elementos están a la vez «opuestos» y «aproximados» por
el texto; es, por ejemplo, el infierno polar del que nos habla Bau-
delaire en Chant d ’automne; más generalmente, está claro que una
figura como la antítesis es, por definición, una mezcla de paradig­
ma y de sintagma y extrae de ahí todo su valor.
Los formalistas rusos, cuyo «funcionalismo» se conoce, decían
8. Especialmente, pp. 220-222, y también, acerca de la versificación, pp. 222-224, que
coloca en el texto contrastes cuya naturaleza varía según los paradigmas fonológicos de
la lengua en que el poema está escrito. (La paginación indicada corresponde a los Essais
de linguistique genérale, op. cit.)
que el verdadero sentido de un elemento literario depende exclu­
sivamente de su posición9 en relación con los demás elementos
del texto o de un conjunto pluritextual más amplio (es decir, de su
función, en su terminología): su estatuto paradigmático y su esta­
tuto sintagmático están, pues, estrechamente asociados.
Encontramos una idea parecida en los célebres análisis de Vla-
dimir Propp relacionados con el cuento popular ruso: las treinta
y una «funciones» que allí se van sucediendo construyen, eviden­
temente, su sintagmática propia, pero también su paradigmática
propia, donde la «falta inicial» se opone a la reparación final de
esta falta, la «prohibición impuesta al héroe» a la transgresión de
esta prohibición, el «donor» al «villano», etc. (véanse a este res­
pecto los comentarios de Propp por Claude Lévi-Strauss,10 Claude
Bremond11 y Julien Greimas12).
Lévi-Strauss, precisamente, al analizar los mitos,13 reparte en
columnas verticales (paradigmáticas) los mismos «mitemas» que,
leídos en línea horizontal, trazan la sintagmática particular del
mito; este procedimiento se ha convertido en algo corriente en los
estudios de textos, y se encuentra, con una forma algo diferente,
en la poética generativa transformacional (véase Samuel R. Le-
vinH).
Se ve, por otra parte, con estos ejemplos, que sería fácil mul­
tiplicar, que la paradigmática y la sintagmática no se confunden:
hacen intervenir los mismos elementos, pero corresponden a dos
modos diferentes de hacerlos intervenir.
9. V éase, por ejemplo, B o ris T o aíach ev sk i, La nouvelle. ¿colé d'histoire littéraire en
Russie, 'Revue des £tudes Slaves", 1928, pp. 238-239; o J. T yn iak o v , Sobre la evolución
literaria (1927), recogido e n Teoría de la literatura de los formalistas rusos, T zv eta n
Todorov, ed., Buenos Aires, Signos, 1970, pp. 89-101.
10. La estructura y la forma (Reflexiones sobre una obra de Vladimir Propp), reco­
gido en Polémica Claude Lévi-Strauss/Vladimir Propp, Madrid, Fundamentos, 1972.
11. Le message narratif, “Communications*, núm. 4, París, 1964, pp. 4-32; trad.
csp. de esta revista.
12. A la recherche des modéles de transformaron, en Sémantique structurale; existe
trad. esp., Madrid, Gredos.
13. Véase, especialmente, p. 234 de Antropologie structurale, París, Plon, 1958, donde
el autor se muestra particularmente explícito a este respecto.
14. Se trata de la noción de emparejamiento ("coupling") que se encuentra en la
base del método expuesto en Linguistics structures in poetry, La Haya, Mouton, 1962, y
cuya definición asocia estrechamente las consideraciones sintagmáticas y las considera­
ciones paradigmáticas.
Eisenstein cuenta,15 que la composición de conjunto de Alejan­
dro Nevski reposa, por una parte, sobre la oposición deliberada
del blanco y el negro. (Se trata, en efecto, de su oposición en el
texto, y no en algún código, pues el autor se cuida de precisar
que esta misma dicotomía tiene un valor muy diferente en La línea
general.) Esta «oposición» funciona como paradigma cuando mar­
ca con un signo casi arbitrario (el propio Eisenstein emplea esta
palabra), como en el teatro japonés o el decorado elisabetiano, a
los blancos invasores teutónicos y a los negros defensores de la
vieja Rusia; pero es también sintagmática, por los contrastes que
instaura de una imagen a otra, o en el seno de una misma imagen
en las escenas de batallas; y tiene las dos funciones a la vez en la
especie de vuelta final en que la blanca superficie del lago helado
se resquebraja, se hunde y se traga a los blancos profanadores
de la tierra ancestral.
En las «explicaciones de texto» escolares se pide a los alum­
nos que realicen el guión del párrafo que va a ser estudiado. Este
ejercicio tiene su equivalente cinematográfico, por ejemplo, en las
«fichas filmográficas» que editan algunas asociaciones de anima­
ción popular y que se esfuerzan por distinguir las principales par­
tes y subpartes del filme, colocándose así en la perspectiva del
sistema textual. Ahora bien, ¿qué es un «plano», si se le supone
bien realizado? Es, para empezar y por definición, un intento para
destacar la sintagmática del filme en sus grandes articulaciones;
la de la propia, y no de tal o cual de sus códigos: su dispositio,
en el sentido de la antigua retórica. Es el enunciado, en el propio
orden del texto, de los fragmentos que se van sucediendo. Pero es
también, y siempre al nivel de las grandes masas, una visión de
la paradigmática instaurada por el filme. Tal filme está construido
sobre la oposición de la ciudad y del campo, entre los que se des­
plazan sus «grandes partes» (Amanecer de Murnau); muchos fil­
mes soviéticos relacionados con la segunda guerra mundial y rea­
lizados en la época de Stalin reposan sobre la oposición entre las
escenas de estado mayor y las escenas del frente, que se alternan
regularmente. Vemos lo que las aperturas binarias de este tipo
(«ciudad/campo», «estado mayor/frente») deben a códigos exterio­
res al filme (e incluso al cine en estos ejemplos): representacio­
nes sociales o tradiciones literarias en lo que se refiere a lo na­
15. Color and meaning, 3.a parte de The film sense, Nueva York, Harcourt-Brace,
1942, ed. revisada en 1947. En la edición global con Film form, traducida y supervisada
por J ay L eda (Nueva York, Harcourt-Brace y Meridian Books, 1957), Color and meaning
ocupa las pp. 113-153. Párrafo citado: pp. 150-151.
tural y a lo artificial (en lo que se refiere a «ciudad/campo»), sis­
temas de agogía patriótica (para «estado mayor/frente»); todos los
elementos de los sistemas textuales tienen semejantes conexiones
códicas. Pero cuando se vuelve a su funcionamiento en el propio
film se constata que estas articulaciones del «plano» no son sólo
los principios organizadores del desarrollo fílmico (sintagmáti­
cos, por tanto), sino que ofrecen también oposiciones que actúan
como tales: por tanto, paradigmáticas. Entre estos dos aspectos
encontramos de nuevo la circularidad ya definida en el capítulo
VIII.4: si el autor del plano ha podido encontrar en el filme una
oposición entre la ciudad y el campo es porque estos dos términos
se alternan allí sintagmáticamente; pero si ha podido encontrar
esta misma alternancia es porque la diferencia de la ciudad y del
campo es perceptible como paradigma, y permite así colocar en
una única categoría («campo», por ejemplo) varias imágenes que,
por otra arte, son muy diferentes. El «plano» no es nunca pura­
mente sintagmático. Lo que Murnau quiere decirnos a través de la
«dispositio» de Amanecer es, efectivamente (entre otras cosas), que
la ciudad es corruptora y el campo sano; lo que quieren decirnos
los filmes de guerra antes citados es, efectivamente, que hay dos
maneras de combatir cuya dignidad es la misma, que el heroís­
mo del soldado en el frente tiene como contrapunto el genio es­
tratégico de Stalin, etc.

El ejemplo del «guión» de los filmes es particularmente rudi­


mentario: primero, porque la paradigmática y la sintagmática tex­
tuales sólo aparecen en muy grandes líneas y no en detalle; des­
pués, porque el guión, incluso detallado, no es el todo del sistema
textual. Este último opera también por desenganches a distancia,
o, al contrario, por polisemia en la simultaneidad, y el guión no
da cuenta de las configuraciones de este tipo, pues sólo conoce,
por su parte, las consecuciones, y las consecuciones paso a paso.
Pero la estrecha correlación de la sintagmática y de la para­
digmática se constataría también en estas construcciones menos
rudimentarias. Un recuerdo a distancia complicado con una ligera
modificación ( = «repetición trucada») tiene, de todas formas, por
doble efecto el abrir un paradigma, por el propio hecho de la des­
multiplicación, y crear un sintagma de tipo suprasegmental y dis­
continuo (véase cap. IX.6), que une el motivo inicial a su resurgen-
cia por encima del resto del filme. Una polisemia del instante nos
propone el paradigma de las diversas interpretaciones posibles.
pero la coloca también en sintagma —y es un caso particular de
sintagma simultáneo (véase cap. VIII.5), un sintagma de signifi­
cados—, puesto que la polisemia dejaría de serlo en el texto si
estos múltiples sentidos no estuviesen efectivamente copresentes.
Se trataría entonces de una polisemia en el código, lo que es muy
diferente; en un código una misma unidad puede tener varios sen­
tidos, pero el código no dice si los tiene todos a la vez, y muchos
textos (por el juego de lo que se llama justamente el contexto) los
eliminan todos menos uno, de forma que la polisemia códica, siem­
pre virtual (véase cap. VII.4), no se prolonga allí en una polisemia
realizada, es decir, textual (véase cap. V.2, al final).

De lo precedente se desprende que los miembros de un para­


digma, en un sistema textual, se encuentran todos en el interior
del texto, sin que haya que saltar sus fronteras (y que están, por
tanto, siempre colocados en sintagma, sintagma continuo o discon­
tinuo, por el propio sistema textual). Esto puede parecer en con­
tradicción con otra exigencia analítica, bien conocida y totalmente
legítima, que, constatando que todos los textos se responden, obli­
ga a clarificar cada elemento del texto con elementos de otros
textos (elementos parecidos, «desfasados» o contrarios) e instalar
así paradigmas intertextuales.
Pero estas dos rutas no son del mismo nivel. Para empezar, el
paradigma intertextual es indispensable para establecer los pro­
pios códigos, puesto que un código se refiere por definición a va­
rios textos) el paradigma intertextual, aquí, no es más que el para­
digma códico, y no concierne, pues, al análisis de los textos como
tales. Sin embargo, este caso, que es el más sencillo, no es el úni­
co. Puede suceder también que se compare el valor propiamente
textual de un elemento con este mismo valor en otro sistema tex­
tual (es una gestión muy corriente entre los críticos de cine). Pero,
incluso cuando acontece esto, esta primera aclaración no basta
para determinar el alcance exacto del elemento en el sistema fílmi-
co del que se había partido para comparar, y al que hay que volver
después de haber comparado: el elemento será tomado de nuevo
en su paradigma intertextual y devuelto a su paradigma textual,
único capaz de aportar a su significado el remate deseado.
Existe, pues, como una jerarquía en las sucesivas operaciones.
Jerarquía que no debe convertirse en metafísica, y que varía al
mismo tiempo que el principio de pertinencia adoptado en cada
estudio. Cuando se analiza un sistema textual, este principio con­
siste en considerar en cada texto lo que hace de él una totalidad
singular. Está claro que no es sólo esto: es también un eslabón
en una o varias cadenas intertextuales. Cuando éstas son el obje­
to propio del estudio, la jerarquía es la inversa, y el examen de
los paradigmas intratextuales no interviene ya más que como pre­
paración al de los paradigmas intertextuales; así es como se ob­
tienen los sistemas textuales plurifílmicos (como los géneros),
de los que hemos hablado en VII.1 y al principio de este captítulo.

Los paradigmas y sintagmas textuales presentan otra particu­


laridad notable. En determinados casos toman cada uno de sus
términos de un código o de un subcódigo diferente. Según la de­
finición clásica, un paradigma o un sintagma no se establece más
que entre términos pertenecientes todos al mismo código, a la
misma lengua, por ejemplo. El francés blanc no está en paradig­
ma con el alemán schwarz o con el inglés black, sino con el fran­
cés no ir. La definición corriente concierne, pues, a los paradigmas
y a los sintagmas códicos. En este sentido los fenómenos textuales
de que vamos a hablar no merecen quizá el nombre de paradigmas
ni de sintagmas (es ésta una cuestión de vocabulario que debe
ser arreglada por convenio explícito), y sin embargo tienen, por
otra parte, mucho parecido con los paradigmas y los sintagmas
admitidos sin dudas como tales. En cuanto a su carácter «intercó-
dico», depende evidentemente de que el sistema textual es el lugar
en que confluyen varios códigos distintos.
El sintagma intercódico es un caso muy frecuente de sintagma
textual. En el interior de una misma secuencia, de una misma
imagen, encontraremos combinadas (y por tanto colocadas en sin­
tagma) esta figura que depende de un código de montaje, esta
otra que remite a una codificación de la iluminación, una tercera
que se inscribe en algún punto del sistema general de «registros
de la palabra» en el cine (= diálogo ordinario / voz en off en prime­
ra persona / voz en off de locutor anónimo, etc.) Se trata, pues,
sencillamente de la combinación de los códigos en el seno del sis­
tema textual, que es un hecho normal y permanente. Cada término
del sintagma es, en cierto modo, un código entero, representado
en esta secuencia del filme por una de las figuras que permite.
Los paradigmas intercódicas, como paradigmas textuales, repre­
sentan un caso más raro, reservado a filmes que son, en cierto
modo, transgresivos y evolucionan poco o mucho en el horizonte
del metatexto (filmes que implican una reflexión acerca del cine).
Es que el cine, como todo lenguaje, no tiene costumbre de compa­
rar entre sí sus propios códigos y prefiere normalmente usarlos
sin explicitarlos; sabido es que hay siempre algo sordamente sub­
versivo en la actividad de metalenguaje, que hiere la normal «tran-
sitividad» del discurso (Roland Barthes). Esta transgresión en el
cine puede expresarse de diferentes formas, una de las cuales es
el paradigma intercódico. En principio el filme (que, como acaba­
mos de decirlo, moviliza varios códigos en total) no acostumbra
concentrar varios en el mismo nivel y en el mismo punto. Cuando
lo hace (lo que es en sí un acto sintagmático) nos propone al mis­
mo tiempo una confrontación necesariamente irónica de estos có­
digos, un efecto de exceso de cantidad que desvía el objeto del
discurso hacia los propios códigos, un despliegue insólito y enu­
merativo donde se instaura un paradigma de tipo especial, algo
semejante a ese sistema de las gramáticas escolares (donde tam­
bién se habla de «paradigmas») que consiste en pasar revista a
las cinco declinaciones latinas, seguidas, en el mismo capítulo. El
discurso fílmico parece entonces proponernos como una serie de
Al estilo de...
¿En qué casos puede constatarse semejante construcción? Para
responder a la pregunta haría falta, evidentemente, un estudio es­
pecial. Pero se pueden ya encontrar, a vista de pájaro, dos tipos
de filmes en que se manifiestan paradigmas intercódicos. Están,
primero, los filmes que, según la expresión ya consagrada, «mez­
clan los géneros», y un buen ejemplo de los cuales es Tirez sur le
pianiste de Frangois Truffaut: filme negro, parodia del filme ne­
gro, melodrama, parodia de melodrama, filme cómico y, finalmen­
te, filme tierno. En la medida en que cada género es en sí un
sistema textual (véase en VII.l), la noción de la mezcla de los
géneros está muy mal nominada, puesto que el filme que los «mez­
cla» tiene su propio sistema textual (donde se hace precisamente
la mezcla), y éste no puede, pues, englobar cada uno de los géne­
ros como totalidad; consiste, por el contrario, en no aceptar nin­
guno plenamente y usarlos unos contra otros: de aquí viene esa
ternura divertida que domina todo el filme de Truffaut y que no
pertenece a ninguno de los géneros que mezcla. Y, sin embargo, la
denominación tradicional dice algo que es cierto. Los filmes de
este tipo toman ciertos códigos de géneros diferentes; en su siste­
ma textual, varios géneros están en cierto modo «representados»:
cada uno de ellos delega tal o cual de sus códigos, y el resultado
es, efectivamente, una impresión de mezcla. Así, el filme coloca en
sintagma códigos enteros; pero este sintagma sólo opera con fines
de paradigma e instaura una especie de confrontación metafümica
y recapitulativa, con la cual el cine conmemora su pasado.
Se presienten también paradigmas intercódicos en otro tipo
de filmes: los que pertenecen a una tradición «flamígera» de exu­
berancia romántico-barroca, y destacan por una abundancia par­
ticular (siempre algo lúdica) de «procedimientos cinematográfi­
cos»; por ejemplo, entre otros, Citizen Kane de Orson Welles,
Terra en tramse de Glauber Rocha, L'impéraírice rouge de Josef
von Stemberg, o Agent X.27 del mismo autor, etc. Lo propio de
los filmes de este tipo es que no se contentan con recurrir a va­
rios códigos cinematográficos distintos y complementarios —pro­
cedimiento normal y común a todo filme, como acabamos de de­
cirlo—, sino a varios subcódigos de un mismo código, cuyo régi­
men ordinario es la mutua exclusión y las relaciones mutuas de
sustitución (véase el conjunto del capítulo VII.5). Estos subcódigos
están colocados en sintagma, puesto que el filme coactualiza a va­
rios de ellos. Pero no se trata ya del «sintagma intercódico» co­
rriente, que ha sido definido algo más arriba: no es (por ejemplo)
un código de montaje y un código de iluminación los que se co­
dean en el filme sino dos subcódigos de montaje que remiten a
estéticas y a épocas diferentes, y entre las cuales los filmes suelen
elegir. Por tanto, la puesta en contacto directa de los propios tér­
minos de la elección significa una negativa de elección, y es esta
negativa —o esta afirmación explícita de varias elecciones contra­
rias— lo que da a tales filmes su particular aspecto: parecen brin­
car a través de la historia de los estilos, se despliegan según un
procedimiento antológico, que puede ser febril (Glauber Rocha),
retorcido (Sternberg) o ambos a la vez (Orson Welles). El sintag­
ma intercódico, como en el caso de los filmes que mezclan los gé­
neros, opera únicamente en beneficio de una confrontación para­
digmática y metacinematográfica.
IX. EL PROBLEMA DE LAS UNIDADES PERTINENTES

IX.l. V a r i o s t i p o s d e u n id a d e s m ín im a s e n e l m is m o t e x t o
Desde que algunas investigaciones cinematográficas han adop­
tado una perspectiva más o menos semiológica, es decir, desde
hace pocos años, algunos autores han planteado el problema de la
unidad mínima en el cine, y, a veces, han empezado a proponer
vías de solución. En la discusión así emprendida se oye incluso
decir con bastante frecuencia que la determinación de la unidad
mínima constituiría algo previo y podría, mientras no estuviera
zanjada, bloquear los progresos posteriores del análisis cinemato­
gráfico.
Nos parece muy peligroso emprender así el debate. Esta pro­
puesta, para empezar, tiene un temible poder de inhibición en la
medida en que sitúa, en la propia puerta de las investigaciones, y
como condición indispensable para su prosecución, un punto teó­
rico de los más difíciles y cuya solución exigiría precisamente am­
plias investigaciones anteriores. Pero no es esto lo más grave: si
esta situación, aunque fuera poco confortable, aunque fuera pro­
visionalmente circular, correspondiese a la realidad, no habría
nada que objetar a los que la describen. (Saussure, en su tiempo,
observaba que el problema de unidad lingüística —lo que más
tarde se llamará el morfema— era a la vez de imprescindible so­
lución y muy difícil de tratar.1) Es más importante subrayar que
el tema de la unidad mínima en las discusiones de semiología
cinematográfica reposa con frecuencia en una idea tácitamente
admitida, y que es precisamente la que exige la crítica más radi­
cal: la idea de que existiría en cine una (sólo una) unidad mínima,
y que iría, pues, unida en propiedad a todas las manifestaciones de
la pantalla grande. Encontramos aquí, bajo una nueva forma, la
1. P. 181 del Curso de lingüistica general, op. cit.
quedan, forzosamente indicados por rasgos pertinentes fónicos, fo­
nemas, ni siquiera semas, sino más frecuentemente por palabras
o grupos de palabras enteros, incluso por unidades mínimas que
pertenecen ya al orden del giro, es decir, por una inflexión espe­
cífica que afecta en bloque a un largo segmento de palabras: así,
dentro del orden fónico, la pronunciación arrastrada, o relajada,
la forma de hablar «distinguida», etc.
La breve frase comentada hace un instante ofrecía, por otra
parte, un caso de este tipo. La lengua castellana interpretaba allí
el papel de código de denotación, y la «cortesía» era el código de
connotación. Un segmento como «Por favor» se encontraba allí
—de acuerdo con el célebre análisis de Hjelmslev— en función del
significante de la cortesía (significante de connotación), mientras
que en la lengua castellana es un significado que dispone a su vez
de sus propios significantes (el fragmento fónico /por fabór/). Así,
el significante de connotación moviliza todo el código de denota­
ción con sus significantes y sus significados.
En Antropología estructural,2 Claude Lévy-Strauss ha indicado
que los códigos míticos, aunque se manifiestan siempre en una u
otra lengua, puesto que un mito no existiría si no fuese hablado
(= dos códigos en el mismo texto), poseen unidades específicas
que no son las del idioma portador, sino que hay que desprender­
las separadamente por una serie de conmutaciones interiores de
los rasgos míticos del corpus y sólo de ellos. La narración de un
mito, tal y como la proporciona el informador indígena, puede
comprender morfemas equivalentes al castellano y, o, porque, etc.:
no son unidades del mito (al que, sin embargo, pertenecen mate­
rialmente), sino sólo de la lengua que lo transporta. La misma
narración mítica inicialmente registrada (el mismo texto) manifes­
tará también unidades propiamente míticas, como por ejemplo
—en los estudios de Lévy-Strauss— las que pueden ser dadas en
francés por princesse, vautour, chacal, etc. Unidad mínima del
código mítico estudiado, un ítem como princesse no es ya unidad
mínima en el idioma transportador, donde recobra por sí mismo,
en el terreno del significante, varios fonemas, y en el terreno del
significado, varios semas («familia real» + «sexo femenino», etc.).
2. La structure des mythes (ya citada), especialmente pp. 230-233.
1X2. V a r io s t ip o s de unidades cinem atográficas e n , e l f il m e
Los análisis así orientados son menos corrientes en los escritos
relacionados con el cine, donde se confunde de buen grado lengua­
je con lengua, y donde los lingüistas, que estudian ésta, son con­
siderados con frecuencia como si estudiaran aquél. Así se extien­
de la idea de que el fonema, el morfema, etc., serían las unidades
mínimas del lenguaje hablado, que serían, pues, propias de todas
las manifestaciones de determinada materia de la expresión (la
fonía), y que, puesto que «el cine» se caracteriza también por la
materia de la expresión, debería tener, de la misma forma, una
unidad mínima específica o una batería específica de unidades mí­
nimas integradas entre sí (= un sistema específico de varias articu­
laciones). Se lanza uno a la búsqueda de la unidad cinematográ­
fica mínima, que se cree encontrar a veces en el «plano»,3 o en el
fotograma, o en el objeto-filmado,4 o en un segmento de banda to­
mado según criterios más complejos;5 se pregunta uno si el siste­
ma del cine presenta dos articulaciones6 o más,7 o, por el contrario,
sólo una, etc.8
Ahora bien, todas estas proposiciones serían más interesantes
3. Ésta es (implícitamente) la posición tradicional y (explícitamente) la de Eisenstein
durante todo un período de su reflexión teórica (= todo el filme descansa sobre el
choque dialéctico de los planos entre sí). Para Pasolini (véase nota 6, más adelante) el
plano es la unidad de primera articulación. Para Sol Worth es la unidad fundamental
del cine; Worth lo llama videma, y distingue dos tipos: el cadema o “camera-shot" (= el
plano tal y como "sale* de la cámara) y el edema o "editing-shot" (= el plano después
del montaje); véase The development of a semiotic of film, "Semiótica", I, núm. 3, La
Haya, Mouton, 1969, pp. 282-321 (especialmente pp. 299 y ss).
4. O "cinema" en Pier Paolo Pasolini (véase nota 6, más adelante).
5. Como, por ejemplo, el "iconema" de Gianfranco Bettetini; véase Cinema: lingiia
e scritura, Milán, Bompiani, 1968, pp. 44-63, especialmente 48-52 y 54-55. Hay que indicar
que en este autor no es el iconema la unidad mínima, sino que es en relación con él
como se pueden delimitar las unidades mínimas.
6. Ésta es la postura de P i e r P aolo P a s o l in i , pp. 71-73 de La lengua escrita de la
acción (en “Comunicación", núm. I, Madrid, Alberto Corazón, 1969, pp. 11-51). La unidad
de segunda articulación es el "cinema’’ (= objeto filmado); la unidad de primera arti­
culación, el plano. Con mucha más precaución, Gianfranco Bettetini (véase la nota an­
terior) estima que se puede hablar en cierto sentido de una doble articulación en el
cine (pp. 52-60). El equipo Collectif Quazar (véase nota 10, más adelante) considera el
fotograma como una unidad de segunda articulación.
7. Idea de la triple articulación cinematográfica en Umberto Eco (cap. B.4.1 de La
estructura ausente, op. cit.). En este autor no es el cine en su conjunto el que ma­
nifiesta tres articulaciones, sino sólo los códigos correspondientes a lo que se llama
la reproducción de la realidad.
8. En el artículo citado de J. U r r u t z a (Notas para una semiología del cine) puede
verse otra determinación de la unidad cinematográfica mínima, distinguiendo entre ima­
gen y signo y determinando la imagen como un no-signo. (N. del t.)
—y su coexistencia provocaría menos confusión— si en lugar de
pretender aplicarse globalmente al «cine» se refiriesen claramente
a tal o cual código cinematográfico (o grupo de códigos cinemato­
gráficos) expresamente designado.
Se tiene a veces la impresión de que cada autor posee su uni­
dad mínima, y queda uno asombrado de que en tan pocos años de
investigaciones hayan sido propuestas tan gran número de unida­
des mínimas (o de tipos de articulaciones), cada una de las cuales
pretende ser la única y verdadera; pero es que cada autor pensa­
ba en un código particular o en un grupo particular de códigos, que
identificaba más o menos claramente con el hecho cinematográ­
fico en su conjunto.

Observación ésta que no es sólo crítica, sino también autocrí­


tica. En nuestros Ensayos sobre la significación en el cin& (pp. 187-
209) se encuentra estudiado determinado código de montaje, la
«gran sintagmática» de la banda de imágenes en el filme narrativo
clásico. Se dice allí en varias ocasiones (pp. 188 y 215, sobre todo)
que no es más que un código cinematográfico entre otros; sin em­
bargo, en determinados párrafos (p. 215 + passim) la importan­
cia de este código en relación con el conjunto del material cine­
matográfico se ve claramente sobrestimada, y la idea de que po­
dríamos encontrarnos, si no ante el único código del cine, por lo
menos 'ante un código privilegiado y particularmente central no
se encuentra apartada con suficiente fuerza. Esta imprecisión ex­
plica, y justifica en parte, algunas de las críticas que se me dirigie­
ron, y que, sin embargo, tienen una base falsa. Se ha reprochado
sobre todo a la «gran sintagmática» que no diga ni palabra de
tales o cuales elementos cinematográficos cuya importancia no es
dudosa: el sonido, los diálogos, el «punto de vista» visual desde
el cual la acción se presenta al espectador, las construcciones de
imágenes propias de los filmes más recientes e innovadores, etc.
Y, ciertam ente, estas configuraciones significantes se desprenden
de otros códigos, cuyo examen, de entrada, había quedado exclui­
do por la propia definición que se daba de la gran sintagmática
(p. 188). Sin embargo, la exposición se prestaba intrínsecamente a
estas críticas, en la medida en que dejaba de establecer en forma
suficientemente explícita el carácter pluricódíco del cine, de modo
tal que el único código (o más bien subcódigo) que en el fragmento
incriminado se hallaba estudiado con detalle tendía a imponerse,
en una lectura un poco rápida, como el único código deí cine.’

Volviendo al punto concreto de la unidad mínima, sería conve­


niente tom ar el ejemplo del fotograma,10 que, entre otros, se ha
propuesto a veces para ocupar el papel del «segmento cinemato­
gráfico más pequeño». Ahora bien, hay dos constataciones que se
imponen a la mente de forma simultánea, y no vemos muy bien
cómo podría evitarse ninguna de las dos: el fotograma no es la
unidad mínima de todas las manifestaciones cinematográficas (y
9. Es en este punto concreto donde se sitúa un malentendido entre E milio Garroki
{Semiótica ed estetica, pp. 74, 77, 78) y el autor de estas líneas. Emilio Garroni critica
nuestra tentativa de división de la cadena fílmica en "segmentos autónomos” sucesivos;
se sigue tratando de la “gran sintagmática de la banda de imágenes". El autor italiano
estima que, si nos contentamos con dividir en trozos materiales más pequeños el men­
saje filmico global (texto pluricódico), no lo analizamos verdaderamente, pues no se
obtienen, en último término, más que segmentos igual de heterogéneos que se limitan
a ser de tamaño más reducido. Pero este reproche sólo sería válido si nuestra teoría de
los tipos de secuencias (= segmentos autónomos) se presentase como una herramienta
para el análisis total del mensaje filmico; ahora bien, desde nuestro punto de vista,
constituye sólo un intento para dilucidar uno de los códigos del filme: el que organiza
la lógica espacio-temporal más usual en el interior de la secuencia; esta combinatoria
lógica no es más que uno de los sistemas que componen la “gramática'* propia del
cine (y que forman a fortiori el mensaje total del filme). En lo que se refiere al ca­
rácter deliberadamente parciai de este intento, existe la posibilidad de remitirse a lo que
dijimos de ello en Considerazioni sugli elementi semiologici del film ("Nuovi Argomenti”,
núm. 2, (abril-junio 1966}, p. 58), en Problemi di denotazione nel film di finzione ("Cine­
ma e Film", núm. 2 [primavera 1967], p. 175) y en Ensayos sobre la significación en el
cinema (p. 188). Es, pues, muy cierto que cada uno de los segmentos autónomos que dis­
tinguimos en un filme sigue siendo un conglomerado heterogéneo bajo otros aspectos, y
sólo constituye una auténtica unidad bajo determinada pertinencia, es decir, desde la pers­
pectiva de uno de los modelos formales qut podemos esforzarnos —como lo hemos he­
cho— en reconstruir por abstracción a partir del texto concreto; el segmento autónomo no
es una unidad “del filme", sino una unidad de uno de los sistemas del filme. Muestro in­
tento va, pues, en la misma dirección que las reflexiones de Emilio Garroni acerca de la
heterogeneidad códica del lenguaje cinematográfico. Por otra parte, seria una casualidad
muy singular si los diferentes sistemas que el filme lleva en sí produjesen todos unida­
des que, en el seno de la cadena fílmica, coincidiesen exactamente en sus fronteras
y en su emplazamiento sintagmático: es, pues, normal que las unidades de este código
particular (= los segmentos autónomos) no sean unidades para los demás códigos fllmicos;
pero no hemos dicho que lo fueran.
10. El grupo Collectif Quazar de Bruselas (equipo de semiología cinematográfica ani­
mado por Michel Gheude et Daniel Peraya) concede gran importancia al nivel del foto-
grama, sin hacer de él, sin embargo, la unidad mínima universal; véase Les photo-
grammes comme signifiant, intervención de Michel Gheude en el coloquio Stato et ten-
denze attuali della ricerca sulle comunicazioni di massa, con particolare riferimento al
linguaggio iconico (Milán, Instituto Agostino Gemelli, 9-10 de octubre de 1970); el fotogra­
ma se considera como una unidad de segunda articulación. En la exposición de Um-
berto Eco acerca de la triple articulación en el cine (véase nota 7, más am ba), el
fotograma desempeña un papel importante. En reciente fecha, autores como Roland
Barthes y Sylvie Pierre han examinado la noción de fotograma, pero desde un punto
de vista diferente, y que es ajeno a la presente discusión.
menos aún fílmicas); es, innegablemente, la unidad m ín im a de al­
gunas de ellas. Si estudiamos, por ejemplo, los diferentes códigos
que, en los filmes de Hollywood, organizan la actuación de los
actores, su vestimenta, la elección y la «tipificación» de su fisono­
mía, el sistem a de los empleos (el gángster, el cow-boy, etc.), las
modas de elocución, las actitudes y otras cosas semejantes, está
claro que el fotograma, lejos de ofrecer la unidad mínima, llegará
en la mayor parte de las veces a no ser siquiera una subdivisión
pertinente: los fenómenos como los que acabamos de enumerar no
se articulan por fotogramas, sino que se organizan según segmen­
tos que, en el eje del tiempo, son mayores que el fotograma, pues­
to que se extienden sobre varios fotogramas sucesivos (así, por
ejemplo, una expresión del rostro que se modifica), y, en el eje del
espacio, más pequeños que él, puesto que sólo ocupan una parte
de su superficie (por ejemplo, esta misma expresión del rostro en
un plano medio que m uestra también el mobiliario, el cuerpo de
otro personaje entrevisto, etc.): he aquí, pues, un grupo de códi­
gos —y existen otros— donde la unidad mínima está con toda se­
guridad en algo que no es el fotograma. Cuando se piensa en los
códigos cinematográficos de este tipo se puede afirm ar justamen­
te que el cine no es una máquina de sum ar fotogramas, sino de
suprimirlos, de volverlos imperceptibles.
En cambio, se encuentra también un grupo de códigos —por lo
menos uno— en el cual el fotograma es ciertamente la unidad mí­
nima (o una de las unidades mínimas, si se admiten varias articu­
laciones integradas): estamos pensando en los códigos tecnológi­
cos que están incorporados al propio funcionamiento del aparato
cinematográfico (de la cámara), que son su programa (en el senti­
do en que se habla de la programación de un ordenador), que cons­
tituyen el principio mismo de su fabricación, de su funcionamien­
to, de sus regulaciones. Estos códigos tecnológicos, aunque tienen
como «usuarios» a máquinas, han sido construidos por hombres
(inventores, ingenieros, etc.); por otra parte, las estructuras que
imprimen a la información son de nuevo tratadas y dominadas
—pero al nivel de la descodificación, esta vez— por otros hombres:
los espectadores del cine, que perciben las imágenes proyectadas
y las comprenden. Entre estos códigos hay uno de particular im­
portancia, hasta el punto de que se le considera comúnmente como
el principio del cine, como su definición: es el sistema complejo
según el cual el utillaje cinematográfico (cámara registradora, ban­
da fílmica, cámara de proyección) reproduce el movimiento —de
hecho lo analiza, lo conserva y lo recompone a petición— utili­
zando diversos fenómenos ópticos, en prim era fila de los cuales
está «el efecto»11 (y no la persistencia en la retina, que interpreta
sólo un papel auxiliar, muy im portante, por otra parte, para ui\a
mejor legibilidad de la imagen). Todo el mundo puede compren­
der que en este código técnico (que es el mismo del cinemaídgra-
fo), el fotograma es, en efecto, la unidad mínima, o por lo menos
una de las unidades mínimas: el segmento más pequeño en el eje
de las consecuciones, como el fonema en las lenguas (pero no en
el eje de las simultaneidades,12 pues existen varias trazas luminosas
en un solo fotograma, como hay varios rasgos fónicos en un mismo
fonema, e incluso en mucho mayor número; lo que de un fotogra­
ma a otro se pone en movimiento es un paquete entero de estos
trazos; el «movimiento» que se achaca usualmente al cinemató­
grafo no es cualquier movimiento: es la puesta en movimiento de
toda una superficie fotográfica). Se podría objetar aquí que nues­
tra exposición se contradice y que este código del movimiento en
que pretendemos dar al fotograma un estatuto pertinente es pre­
cisamente el que tiene por efecto volver al fotograma impercepti­
ble, puesto que sustituye a varias percepciones fijas y separadas
de una única visión continua y móvil. Pero la objeción no se tiene
de pie, pues lo propio de este código es que llega a tal resultado
sobre la base misma del fotograma y de su utilización óptima (o
por lo menos considerada como tal: 16 imágenes por segundo en
la época del cine mudo, 24 hoy), y que precisa, pues, lo que quie­
re «suprimir» para poder suprimirlo. Este código interviene en el
proceso cinematográfico en el preciso instante en que se pasa del
fotograma a su negación; esta negación es su meta, su trabajo es­
pecífico: lo que se encuentra allí negado es, pues, pertinente. Otros
códigos, por el contrario —como los que organizan el juego del
actor, y de los que acabamos de decir unas palabras—, tienen como
propio el no intervenir más que después de éste, sobre la base de
sus efectos ya adquiridos, en un momento en que la fabricación
del movimiento a partir de las inmovilidades sucesivas no es ya
un problema, y donde figuras nuevas vienen a inscribirse en un
11. El "fenómeno-)})' o "fenómeno del movimiento aparente" era conocido mucho
antes de la invención del cine, y corrientemente considerado como "natural". Ya en
1840 los psicólogos lo describían sin pararse en él. Son las famosas experiencias de
Wertheimer (1912) y de Korte (1915) las que lo han establecido de modo concreto. Vease
R. C. O ldfield , La perception visuelle des images da. cinéma, de la télívision et du
radar, "Revue Internationale de Filmologie”, París I, núia. 3-4, octubre 1948, pp. 263-279,
y A. M ic h o t t e van den B erck , Le caractére de tréalité» des projections cinématogra-
phiques, ibíd., pp. 249-261.
12. La misma idea (con con texto diferente) está en Umberto Eco, acerca de la
'triple articulación" en el cine (véase más arriba, nota 7).
tejido en movimiento desde un principio: en este estadio del pro­
ceso el movimiento no es ya una forma que el código debe con­
quistar, sino sencillamente uno de los caracteres de una materia
de la expresión inicialmente disponible: el fotograma (artesano
de su propia negación y, por tanto, del movimiento) es ahora algo
«superado», ha dejado de ser pertinente.

Este fotograma no es más que uno de los segmentos que han


sido propuestos como «unidad cinematográfica mínima»; otros
ejemplos podrían ser analizados del mismo modo. Así, es imposi­
ble determinar en qué medida y en qué sentido exacto el «plano»
en cine es unidad mínima (o ni siquiera sencillamente pertinente)
si no se tiene en cuenta la pluralidad de los códigos cinematográ­
ficos, y, por tanto, del conjunto de la «gramática» cinematográfi­
ca. Los historiadores del cine saben que el papel del plano en la
construcción de los filmes ha variado considerablemente según las
épocas, los estilos de planificación, de rodaje y de montaje (así
como las ideologías unidas a estos diversos estilos). En la gran
época del cine soviético, en que estaban en vigor las teorías y las
prácticas llamadas del «montaje-rey», el plano tenía una función
irreemplazable y de primera importancia: cada plano, en princi­
pio, estaba construido alrededor de un motivo único y central que
él venía a «aislar»; la composición visual del filme descansaba
en el choque de los planos sucesivos; el filme estaba verdadera­
mente «montado» plano a plano. En algunos filmes más recientes
—no en todos— el desarrollo fílmico se efectúa, por el contrario,
por «esc¿ñas» enteras, algunas de las cuales, que consisten en mi
plano único bastante largo (= «plano-secuencia»), son conmuta­
bles con otros que contienen, sin embargo, varios planos, pero
unidos entre sí de modo fluido y poco sensible (= «planificación
clásica»).
Semejante variación en la unidad pertinente corresponde a di­
ferentes subcódigos que se distinguen en el eje de la historia
(véanse nociones como «escuela soviética de los años veinte», «ro­
daje en continuidad en el cine moderno» etc.), y cada uno de los
cuales se refiere a determinada clase de filmes (esta expresión ha
sido definida en el capítulo VII.2.); pero vienen todos a especifi­
car un mismo código, o, más exactamente, un mismo problem a de
codificación (véase cap. VII.5); el que se conoce con el nombre de
montaje cinematográfico, en el sentido amplio en que engloba
también la planificación y algunas decisiones del rodaje. En el
ejemplo del fotograma, comentado antes, se trataba, por el con­
trario, de las diferencias entre códigos y no entre subcódigos: el
juego del actor y la reconstitución óptica del movimiento son dos
cuestiones distintas, no dos respuestas a la misma pregunta. Pero,
para el punto que nos ocupa aquí, estos dos casos equivalen a lo
mismo: lo que se quería m ostrar sólo es que la posición de un
segmento fílmico dado (plano, fotograma u otro cualquiera) en
relación con la función de unidad mínima (e incluso de unidad per­
tinente) puede variar considerablemente de un código o de un sub­
código a otro, y no puede, pues, ser determinada más que en re­
lación con cada uno de ellos tomados por separado, nunca en
relación con el «cine» a secas.

IX.3. D e t e r m i n a c i ó n d e l a s u n id a d e s m ín im a s y e s t u d i o d e c o n ­
j u n t o DE LA GRAMÁTICA
No es cierto que la identificación de la unidad mínima sea algo
previo que condicione el conjunto de las investigaciones de semio­
logía cinematográfica. Conviene, por el contrario, para empezar,
intentar desprender y distinguir unos de otros —aislar— los prin­
cipales códigos y subcódigos cinematográficos, o por lo menos al­
gunos de ellos; y es dentro de la medida en que se los haya locali­
zado mejor como se podrá determ inar (por conmutaciones inte­
riores de cada cual de ellos, y no del «cine») la unidad mínima que
es propia de éste o de aquél.
El problema de las unidades mínimas no es una teoría autó­
noma, que se podría liquidar con independencia de una reflexión
más general acerca de la «gramática cinematográfica», y antes de
meterse con esta última. La unidad mínima no existe fuera de los
conceptos que podemos tener de la gramática, y los ataca ya den­
tro de sus grandes líneas: no constituye su prólogo. A la multipli­
cidad de los códigos responde la multiplicidad de las unidades
mínimas. La unidad mínima no viene dada en el texto: es una he­
rramienta de análisis. Tantos tipos de análisis, otros tantos tipos
de unidades mínimas. (Por «análisis» hay que entender tanto el
de los usuarios como el de los semiólogos, puesto que éste tiene
entre otras metas explicitar aquél.)
No existe el signo cinematográfico. Esta noción, como la de
«signo pictórico», «signo musical», etc., pertenece a una clasifica­
ción ingenua que procede por unidades materiales (lenguajes) y no
por unidades de pertinencia (códigos): fanatismo de lo específico,
que no existe sin algo de metafísica, como hemos dicho a otro
respecto en II.4. No existe en el cine (ni en otra parte) un código
soberano que venga a imponer sus unidades mínimas, siempre las
mismas, en todas las partes de todos los filmes: estos filmes, por
el contrario, ofrecen una superficie textual —temporal y espacial
a la vez—, un tejido en el que códigos múltiples vienen a desarro­
llar, cada cual para sí, sus unidades mínimas, que a lo largo del
discurso fílmico se superponen, se entrelazan, sin que sus fron­
teras coincidan forzosamente entre sí.
La situación actual de la semiología cinematográfica, m arcada
por la ausencia de unidades mínimas reconocidas con seguridad
y con las que todo el mundo esté de acuerdo, no tiene, pues, nada
de particularmente desalentador, o no lo tendría, por lo menos,
si no vinieran a complicarla confusiones teóricas. El estudio de
los códigos puede empezar sin más tardar, y las unidades mínimas
quedarán establecidas por el camino. Lo esencial, ahora, como más
tarde, es no convertir nunca indebidamente en unidad mínima «del
cine» la unidad m ínim a de un código cinematográfico.

Hay algún parecido —metodológico, no sustancial— entre esta


situación y la del morfema en las lenguas, tal y como se la repre­
senta la lingüística generativa transformacional. Sin embargo, esta
últim a se enfrenta con un solo código (la lengua, «el modelo de
competencia», dejando de lado todos los «modelos de actuación»),
m ientras que al estudio del cine le cuesta más trabajo formarse
»Como dominio de una sola dimensión semiológica (véase capítu­
lo VII.6). Pero el parecido está en otra parte: se refiere a las
relaciones que existen entre la determinación de la unidad mínima
y el estudio de conjunto de la gramática. La lingüística generativa,
como es sabido, estima que el segmento mínimo que es pertinente
para la «componente sintáctica de la gramática» —«el constitu­
yente terminal» de la fase sintáctica del engendramiento— no pue­
de ser objeto de una definición previa, independiente del análisis
detallado de la propia máquina sintáctica. Sólo este análisis puede
m ostrar, por ejemplo, que algunos de los segmentos comúnmente
considerados como morfemas (unidades bifaciales que poseen un
significante propio y un significado propio) merecen en realidad
otro nombre —son puros formantes, en la terminología generati­
va—, pues consisten en simples instrumentos gramaticales despro­
vistos de significado propio: así el do inglés en las frases negativas
o interrogativas, ne o pas en el código del francés «neutro» (don­
de sólo el grupo ne... pas constituye un morfema que tenga por sig­
nificado propio la negación13), etc. En la parte «sintagmática» (o
«categorial») del engendramiento sintáctico, los constituyentes ter­
minales —unidades mínimas— son todos morfemas; en la parte
transformacional de la sintaxis, que viene después, los constituyen­
tes terminales son formantes, algunos de los cuales coinciden con
morfemas (= han sido reconducidos a lo idéntico, de transforma­
ción en transformación, desde la secuencia sintagmática-terminal
hasta la secuencia transformacional-terminal), y otros son consti­
tuyentes nuevos y específicos, que no aparecían en la secuencia sin­
tagmática-terminal, y que ha hecho falta introducir durante la fase
transformacional: estos formantes (do, ne, pas, etc.) no son mor­
femas.
Las unidades m ín im as —y sólo se trata aquí de las unidades
sintácticas mínimas (= unidades de primera articulación en An­
dró Martinet)— pueden pues ser, por lo menos, de dos tipos. Igual­
mente, al nivel de la segunda articulación, el estudio de los meca­
nismos fonológicos muestra, según los lingüistas generativos, que
no es imposible economizar el fonema,14 y anotar directamente el
contenido fonético de las secuencias habladas en rasgos fónicos
distintivos: estos rasgos pueden combinarse de forma sucesiva
(forman parte entonces de fonemas diferentes, según las anterio­
res teorías) o de forma simultánea (es entonces un solo fonema).
Dentro de la medida en que este modo de «representación foné­
tica» sin fonemas —es decir, este nuevo concepto del propio códi­
go— llegase a dar cuenta de las frases de modo satisfactorio, el
emplazamiento, la dimensión y la propia definición de la unidad
mínima de segunda articulación se hallarían completamente mo­
dificados, puesto que ya no sería el fonema, sino el rasgo.
En resumen —y es, sobre todo, esto lo que conviene retener
para los estudios cinematográficos—: la determinación de la uni­
dad mínima no precede al estudio de los códigos, sino que forma
parte de éste, y va muy unida a los conceptos de los investigadores
en cuanto al funcionamiento de estos códigos, en su conjunto y
detalle.
13. En cambio, como lo observa Nrcous Rvwer (Introduclion i la grammairc gé-
nérative, París, Plon, 1967, p. 38), pas puede aparecer sin ne en el subcódigo del fran­
cés familiar (“Je veux pas”). Podríamos añadir que, en un subcódigo "noble", ne puede
aparecer sin pas (“Je ne saurais le dire”). En semejantes casos pas (o ne) expresa por sí
solo la negación (= significado propio), y constituye por si solo el desarrollo transfor-
macional del elemento Neg. comprendido en la estructura profunda (serie sintagmática-
terminal): el formante coincide entonces con el morfema.
14. Véase, por ejemplo, S andro A. S c h a n e , Introduclion (pp. 3-12) a La phono-
logie générative, “Langages”, núm. S, Parts, 1967.
Querer determ inar actualmente las unidades cinematográficas
mínimas es poner la carreta delante de los bueyes. Querer deter­
minar. una sola unidad cinematográfica mínima (= concepto de
signo cinematográfico) es —lejos de dejar zanjado lo previo al
análisis de los códigos— hacer imposible este análisis.

IX.4. V a r i o s t i p o s d e u n id a d e s e x t r a c i n e m a t o g r á f i c a s e n e l
FILM E

En todo lo que precede sólo se ha tratado de las unidades per­


tinentes propias de los códigos cinematográficos. Si se toma en
cuenta el conjunto de los códigos fílmicos, veremos multiplicarse
aún más la cantidad de unidades mínimas, enteramente diferentes
unas de otras, que es posible sacar del tejido material del filme.
Pues los códigos extracinematográficos, igual que los códigos cine­
matográficos, delegan en el filme las unidades mínimas que le son
propias.
Así, en los filmes en que aparecen simbolismos más o menos
claramente inspirados en el psicoanálisis (o incluso en otros fil­
mes, donde semejante intención no tiene nada de consciente, pero
que sigue siendo legítimo interpretar a la luz de las adquisiciones
freudianas), algunas de las unidades pertinentes que encontrará
la investigación consistirán en objetos simbólicos, en el sentido
exacto que Freud daba a esta noción.15 He aquí, pues, unidades
que legítimamente pueden ser declaradas fílmicas (puesto que son
atestiguables en el filme estudiado), pero que no tienen nada de ci­
nematográfico, puesto que conservarían el mismo valor y el mis­
mo funcionamiento en una novela, en un poema, en un sueño (lu­
gar de su prim er reconocimiento). Nos guardaremos de complicar
el debate, como se hace con demasiada frecuencia en semejante
caso, exclamando que el tratamiento de estas unidades simbólicas,
las modalidades de su evocación, su colocación en el contexto, la
red conjunta en que están «enganchadas», etc., son muy diferentes
en el filme de lo que serían en otra parte; que una escalera nom­
brada y una escalera fotografiada son dos objetos diferentes, etc.
Pues semejantes frases, que no son dudosas, se refieren a otros
códigos (que organizan precisamente el «tratamiento»); y el único
del que se trata aquí —aquel en el que la unidad escalera está en
15. Véase, por ejemplo, el capítulo X de la Introducción al sicoanálisis, 1917; trad.
esp. en Obras completas, II, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, pp. 59-299.
relación simbólica con la realización del acto sexual16— permane­
ce independiente del cine e idéntico a sí mismo en otros medios
de expresión. (Durante un psicoanálisis sucede que se «traduzcan»
imágenes en palabras, sin preocuparse de las pérdidas connotati-
vas producto de la «traición» de otros códigos; es que se está
trabajando, en esos momentos, siguiendo aquel que era el único
llamado «simbólico» por Freud —con la exclusión provisional de
más amplios «procesos primarios»— , y que está adherido a las
representaciones más recurrentes en los sueños para sacar su sen­
tido, en cierto modo literal; es decir, en este caso, su respuesta de
pulsión en el inconsciente. Esto es la prueba de que se trata de un
nivel autónomo del sentido, que se puede considerar como pres­
cindiendo de las modalidades que presiden la evocación concreta
de estos mismos objetos simbólicos.) Cuando un caso de este tipo
se presenta en la pantalla, los objetos-filmados —o más exacta­
mente algunos objetos-filmados— adquieren un estatuto de perti­
nencia para descifrar el filme; pero no por eso se convierten en
unidades cinematográficas mínimas; y suponiendo que se convir­
tieran en tales, por otra parte, en determinados códigos más es­
pecíficamente cinematográficos (¡y no necesariamente en todos!)
está claro que esta pertinencia sería entonces lo propio de todos
los objetos-filmados (= de la «unidad-objeto» como tal), o por lo
menos, si hay que adm itir que determinados objetos son cinema­
tográficamente más pertinentes que otros, que no serían, de modo
selectivo, los que tengan un papel privilegiado en los sueños. Así,
el objeto-filmado-de-valor-psicoanalítico-fijo nos ofrece el ejemplo
de una mitad pertinente que es fílmica sin ser cinematográfica.

Puede haber muchas otras. En algunos westerns, como por


ejemplo esa película de Howard Hughes llamada The outlaw,11 los
críticos han encontrado un «tema» concreto,18 una construcción
organizada y repetida que se podría llamar tema de la mujer y el
caballo. Se trata de una antítesis estabilizada, en la frontera de
la alegoría —y, también, de determinada estructura afectiva que
se imputa míticamente o no, a los fieros pioneros del Oeste nor­
teamericano—, en la que el caballo condensa sobre sí todo lo que
Introducción al sicoanálisis, o p . c it .
16. F r e u d ,
17. 1944; la película fue rodada en parte por Howard Hawks.
18. Véase A ndré B a z in , La meilleure femme ne vaut pos un bon cheval, Revue du
Cinéma" (2.» serie), núm. 16, agosto 1948, pp. 66-71.
de libertad, de vagabundeo, de irredentismo solitario y de ruda
lealtad hay en el alma del héroe, mientras que la m ujer expresa
simbólicamente (y favorece afectivamente) un m al camino que él
acabará por no seguir, una tentación de fijación sedentaria, de
renuncia al esteticismo de las causas perdidas y de las luchas
polvorientas, e incluso un peligro mágico de caída en las blandu­
ras de la vida, la traición a las amistades, la debilitación de la
ética. Este díptico ingenuo y pomposo, inspirado por una ideología
de la virilidad y una misoginia maternalista, de las cuales llevan
muchas trazas los westerns, encuentra sus raíces en las condiciones
de vida de una región y de una época (= la conquista del Oeste
en el siglo xix), en el ethos de una capa social (la de los «pione­
ros»), en una mentalidad puritana que remite a su vez a condicio­
namientos sociales más amplios y, por fin, a configuraciones psi­
cológicas más o menos «profundas»: el fantasma de la montura,
de las dos monturas. (No quiere decir todo esto que los pioneros
del Oeste, o por lo menos todos, hayan adoptado realmente este
sistema de sentimientos y de conducta hacia las mujeres y los ca­
ballos, sino que este último, hasta en su irrealidad mítica, fabrica­
ción de guionistas de Hollywood, que llegaban posteriormente al
acontecimiento, no puede ser explicado, con su duradero éxito en­
tre los espectadores, más que por referencia directa, inversa y
oblicua a las condiciones de vida reales.) De todas formas, henos
aquí lejos del cine como hecho específico: antes del invento de los
hermanos Lumiére, el tema de la m ujer y el caballo se dibujaba
ya, con personajes como el de «Calamity Jane», en las canciones
del Viejo Oeste (Western songs), en la literatura popular que di­
fundían los vendedores ambulantes (Western books),19 etc. En los
filmes en que aparece él código al que pertenece este tema, la uni­
dad mínima —en este punto concreto del desarrollo fílmico— sólo
puede ser definida como la relación sintagmática de dos objetos-
filmados, la mujer y el caballo; no es ni la figura de la mujer ni la
del caballo las que son aquí pertinentes, sino sólo el hecho de su
«aproximación» antitética. Ahora bien, está claro que semejante
unidad (copresencia de dos representaciones singulares, con ex­
clusión de todas las demás) no se encuentra entre los elementos
pertinentes de tal o cual código propiamente cinematográfico, y
menos aún del lenguaje cinematográfico tomado en bloque. Se ve
así hasta qué punto se corre el riesgo de volver la espalda a la
19. Recordemos que "Calamity Jane” (la verdadera, que se llamaba Mary Jane Conna-
ray y vivió de 1852 a 1903) dictó sus memorias y que el libro tuvo un gran éxito.
construcción real de los filmes, cuando nos obstinamos en querer
encontrar el signo fílmico mínimo.

IX.5. U n id a d e s p e r t in e n t e s : d iv e r s id a d d e t a m a ñ o
Las unidades mínimas del filme (cinematográficas o no) no se
señalan sólo por su multiplicidad numérica, sino también —y esto
es la consecuencia de aquello— por la variedad de su definición
material y, sobre todo, de su amplitud sintagmática. Algunas son
de pequeño tamaño; otras, mucha más amplias; sin embargo,
cada una de ellas es mínima en relación con su código: «mínimo»
no quiere decir pequeño, sino que designa lo más pequeño que si­
gue siendo conmutable (y puede ser bastante grande).
Hemos visto antes que la unidad mínima es, en ciertos casos,
el fotograma; en otros, el plano. Son éstos dos segmentos fílmi-
cos muy desiguales por su talla (= tamaño sintagmático), es decir,
por la cantidad material de superficie textual que vienen a ocupar
respectivamente (recordemos que esta superficie es también una
superficie temporal, puesto que el texto fílmico se inscribe en una
materia de la expresión que moviliza a la vez al espacio y al tiem­
po). El plano lleva siempre varios fotogramas; a veces, un número
muy elevado: 144 para un plano de 6 segundos.
En algunos códigos psicoanalíticos susceptibles de interpretar
un papel en la pantalla, y de los cuales hemos evocado un breve
ejemplo en el capítulo precedente, la unidad pertinente es del
orden del tamaño del objeto filmado. Sucede lo mismo con los
códigos de denominaciones icónicos: llamaremos así a los sistemas
de correspondencias entre rasgos pertinentes icónicos y rasgos
pertinentes semánticos de las lenguas, que permiten a los espec­
tadores de los filmes, usuarios, por otra parte, de tal o cual idio­
ma, identificar las figuras visuales reconocibles y recurrentes y
aplicarles un nombre sacado de la lengua: le basta al espectador
hispanohablante ver en la pantalla un cuadrúpedo de rápida ca-
iTera y pelaje rayado para pensar «cebra», sin tener necesidad de
más amplias informaciones visuales; el reconocimiento no se ope­
ra según el conjunto de la imagen, sino sólo según los rasgos per­
tinentes del significado lingüístico (véanse a este respecto los aná­
lisis de A. Julien Greimas, por una parte,20 y de Umberto Eco, por

20. Cf. nota 20 del capítulo segundo.


otra,21). Aquí también la unidad pertinente es del orden del tamaño
del objeto; o, más exactamente, se tiene un sistema de dos niveles
integrados (= dos articulaciones), en el que la gran unidad perti­
nente es el objeto denominable —la cebra— y la pequeña el rasgo
de reconocimiento icónico (las rayas de la piel, etc.). Estas unida­
des, ya se trate del objeto denominable, ya de su parte pertinente,
son de tamaño pequeño en relación con la superficie total del filme.
Ahora bien, en otros casos (en otros códigos) la unidad mínima
ocupa un segmento fílmico mucho más amplio: así, en los códi­
gos narrativos (véanse los trabajos de Propp, Bremond, Lévy-
Strauss, Greimas, Barthes, Todorov, etc.), códigos que aparecen tan­
to en la pantalla como en otros sitios, las unidades pertinentes
—ya su definición se refiera a la acción, la secuencia de acciones,
el personaje, el actuante, la función, etc.— pueden ocupar, cada
una, varios minutos de banda fílmica. Otras acciones, es cierto,
son evocadas por el filme con gran brevedad; pero esta propia va­
riación confirma hasta qué punto hay que estar en guardia contra
la tendencia de conceder el estatuto de unidad mínima a segmentos
fílmicos de tal o cual orden absoluto de tamaño.

IX.6. U n id a d e s p e r t i n e n t e s : d iv e r s id a d d e f o r m a

Las diversas unidades mínimas del filme difieren, pues, por su


tamaño, pero también por su forma sintagmática, es decir, por el
contorñt» exacto del «vacío» que cada una de ellas deja en la su­
perficie textual del filme, si se la quita idealmente manteniendo
en su lugar todo lo demás, y sobre todo los entornos inmediatos.
Cuando las unidades consisten en tales o cuales objetos-filmados
ocupan un segmento continuo del espacio y del tiempo fílmicos: el
vacío sería de una sola pieza, si así puede decirse; en estos casos
la unidad pertinente tiene como contenido material una determi­
nada superficie de imagen y un determinado tiempo de proyección,
ambos medibles; lo mismo sucede con unidades como el plano, el
fotograma, la secuencia entera, etc.
Pero hemos ya encontrado en camino ejemplos de una situación
muy diferente. Así, en el código ideológico del western, con el
tema de la m ujer y del caballo (véase p. 241), la unidad de análisis
no ocupa, hablando con propiedad, ninguna superficie textual:
21. Cf. cap. B .l. II de La estructura ausente, op. cit., especialmente B.1.II.5 y
B.1.II.6.
son sólo las figuras de la mujer o del caballo las que la ocupan;
pero no son pertinentes frente al código considerado: es su copre-
sencia la que lo es, y un hecho de copresencia, en tanto que tal,
no ocupa ni espacio ni tiempo; es una unidad «abstracta», inma­
terial, relacional de entrada, y, sin embargo, estrictamente locali-
zable en el seno del desarrollo fílmico: se localiza la copresencia
por los objetos copresentes, y se puede decir exactamente en qué
minutos del filme y en que imágenes aparece este tema antitético,
que, sin embargo, no ocupa ninguna fracción de minuto ni ningu­
na fracción de imagen.
Hay otro ejemplo muy significativo de estas unidades fñmicas
que no ocupan sitio, y están, sin embargo, situadas. Pertenecen,
esta vez, a un subcódigo cinematográfico, al que hemos estudiado
en otro libro con el nombre de «gran sintagmática» (véase en
VIII.4 y en IX.2); este código, recordémoslo, especifica los princi­
pales tipos de secuencias que aparecen en la banda de imágenes
del filme narrativo clásico: sus tipos fundamentales son un núme­
ro fijo y limitado, y cada uno de ellos posee como propiedad un
principio de construcción interna, «esquema» inteligible y norma­
lizado, cierta lógica espaciotemporal en la colocación de las imá­
genes sucesivas en el interior de una misma secuencia. (Con el
«sintagma alternante», que es uno de los tipos, la alternancia en
la pantalla de dos series de imágenes mezcladas —A-B-A-B, etc.—
significa que el acontecimiento A y el acontecimiento B son simul­
táneos en la intriga del filme; con el «sintagma paralelo», la mis­
ma alternancia significa otra cosa en la cronología de la ficción,
etc.). El elemento pertinente, en tal código, no es la propia secuen­
cia (la secuencia entera con todo su tejido textual), sino sólo el
principio lógico de colocación que la anima y asegura su cohesión,
permitiendo a las imágenes formar secuencia en lugar de quedar
como vistas dispersas (cf. p. 211); se trata, en resumen, para cada
tipo de secuencia, de determinada forma de montaje, de una de las
figuras del espacio-tiempo específicamente cinematográfico. En los
filmes, el sintagma alternante puede servir para representar una
persecución (= alternancia entre imágenes de perseguidores y de
perseguidos), pero también un sitio (= imágenes de los sitiadores
y de los sitiados), un partido de fútbol (= imágenes del equipo X
e imágenes del equipo Y), y otras muchas acciones más: ahora
bien, elementos como «persecución», «sitio», «partido de fútbol» —o
sea, los mismos que, en un sintagma alternante ocupan la super­
ficie de la imagen y el tiempo de la proyección— no son pertinen­
tes de la definición códica del sintagma alternante y, por tanto,
de la unidad mínima aquí considerada: esta últim a no consiste ni
en las imágenes que se alternan, ni en las acciones que se reputan
simultáneas, sino en la figura de significado que exige que la al­
ternancia de imágenes (cualesquiera) pueda indicar la simultanei­
dad de acciones (cualesquiera): entidad puram ente lógica y que,
por sí misma, no ocupa sitio en el filme; sin embargo, se sabe con
exactitud en qué momento del filme aparece un sintagma alter­
nante y en qué momento no aparece. Así, en este código de «gran
sintagmática», las unidades pertinentes no consisten en segmentos
fílmicos, sino en unas especies de exponentes abstractos cada uno
de los cuales va imido a un segmento fílmico. (Observaremos tam­
bién que estos segmentos, en lo que a ellos se refiere, pueden ser
muy grandes —pues algunas secuencias son muy largas—, sin que
su «exponente» deje de constituir una única unidad mínima.)
En algunos filmes en color el reparto de las masas coloreadas
según el espacio de la imagen y el tiempo de la proyección obe­
dece a una construcción concreta y muy elaborada. Puede tratar­
se de uno o varios códigos cinematográficos (o sencillamente fíl­
micos) relacionados con el simbolismo de los colores en las cultu­
ras, y también de diferentes sistemas textuales desplegados a lo
largo de un mismo filme, y que no dejan de tener analogía con
los sistemas de valores del negro y del blanco en los filmes «sin
color» (véase p. 220), tales y como Eisenstein los teorizó y los prac­
ticó. Cuando se analizan los filmes de este tipo, algunas de las uni­
dades pertinentes serán, pues, colores, y el color (contrariam ente
a las apariencias) no ocupa ninguna superficie textual: es el obje­
to coloreado el que la ocupa, y no el hecho de que sea azul en vez
de rojo (que es en lo que, y sólo en eso, consiste el color precisa­
mente). Sin embargo, el color es localizable, según el emplazamien­
to de objeto coloreado. El color, cuando es pertinente, ofrece,
pues, otro ejempo de unidad-exponente. Igualmente, los movi­
mientos de cámara, que no se confunden con el espectáculo que
nos permiten descubrir, o que percibimos a través de ellos.22 Et­
cétera.
Parece, pues, en resumen, que las diferentes unidades pertinen­
tes del filme (cinematográficas o no), teniendo en cuenta lo que
llamábamos antes su forma sintagmática, pueden clasificarse —por
lo menos, en dos categorías—: las que son segmentóles (el fotogra­
ma, el plano, el objeto-filmado, la secuencia entera, etc.) y las que
22. Acerca del estatuto "suprasegmental" de los movimientos de cámara, véase
Ensayos sobre ¡a significación en el cine, op. cit., p. 115.
C h r is t ía n M etz ,
son suprasegmentales, como la copresencia de dos objetos, el co­
lor, el movimiento de cámara, la figura de montaje, etc. Estas úl­
timas, como hemos dicho, consisten en exponentes que vienen a
afectar selectivamente —y así es como se los puede localizar—
a un segmento fílmico determinado (o varios, en el caso de las
copresencias), pero que no se confunden con la superficie textual
entera de este (estos) segmento(s), y no ocupan lugar por sí mis­
mos: por ello los llamamos (como metáfora) exponentes.

En el campo lingüístico, la distinción de lo segmental y de lo


suprasegmental ha sido formulada —concretamente por André
Martinet23 y por Zellig S. Harris24— para mostrar la diferencia que
separa a dos de las principales tareas de la fonología: la fonemá-
íica (estudio de los fonemas, es decir, de la articulación) y la
prosodia (estudio de la entonación, o, por lo menos, de aquellos
fenómenos de entonación que pertenecen a la lengua y no senci­
llamente al lenguaje, en particular los acentos, los tonos y las can­
tidades vocálicas). En el enunciado lingüístico, los fonemas son
estrictamente consecutivos, y no sucede nunca que dos de ellos
sean emitidos al mismo tiempo (es la famosa «linearidad» de la
lengua, o, más exactamente, de la emisión vocal). Cada fonema
ocupa, pues, un segmento del enunciado (de aquí el nombre de
«segmental»), y la sucesión de los fonemas constituye la segunda
articulación, en su vertiente sintagmática. Pero sucede también
que la cadena del significante lingüístico quede, por así decirlo,
desdoblada (= noción de «suprasegmental»), y que una segunda
información —según los casos significativa o simplemente distin­
tiva— se revele al mismo tiempo que un fonema o que una se­
cuencia de fonemas, en cierto modo por añadidura: así, en las
lenguas tonales (como algunas lenguas del Sudeste asiático) la
pronunciación grave o aguda de una vocal perteneciente a una
secuencia fonemática dada basta para instituir con esta secuencia
«única» dos significantes de morfemas (en la práctica: dos pala­
bras diferentes, de sentido absolutamente distinto); todo sucede,
pues, como si la altura melódica de la voz hubiese aportado una
diferenciación pertinente más, que se añadiese (en el eje de las
23. Véanse capítulos 3-24 a 3-35 (pp. 103-118) de los Elementos de lingüística general,
op. cit. Y también estudios como Accents et tons ("Misceiianea phonetica', 1954, 2."
fase., pp. 13-24), repetida y aumentada en La lingüística sincrónica, Madrid, Gredos, 1971.
24. Noción de “contorno” (= entonación suprasegmental pertinente); véase, por ejem­
plo, Meíhods irt structural linguisiies, op. cit., pp. 169-170.
simultaneidades) a las que proporcionaban ya los diversos fonemas
de la secuencia.
Se ve que la distinción lingüística de lo segmental y de lo
suprasegmental está muy cercana de la que establecemos entre
dos tipos de unidades fílmicas pertinentes; de aquí la transferen­
cia de vocabulario. Los objetos distinguidos, naturalmente, no tie­
nen nada en común aquí y allá, pero la distinción es distinta de los
objetos distinguidos. Una unidad suprasegmental en lingüística no
ocupa, hablando con propiedad, ningún segmento de la cadena ha­
blada; lo que sí ocupa uno es la vocal pronunciada en un tono
agudo, no el hecho de que este tono sea agudo en vez de grave
(en lo que, y sólo en esto, consiste precisamente la distinción su­
prasegmental pertinente); sin embargo, esta última puede ser lo­
calizada con precisión, puesto que va unida a tal o cual vocal (o
sílaba en otros casos, que, por su parte, es plenamente segmen­
tal. La relación que existe entre el tono y «su vocal» es, pues,
homologa a la que une el color fílmico a «su» objeto —o, en el
código de la gran sintagmática, la lógica espacio-temporal del mon­
taje alterno (aquí la única pertinente) a «su» secuencia, es decir,
al segmento m aterial del filme donde se despliega.
Llamaremos marco de referencia sintagmática, o «marco de re­
ferencia» a secas —expresión inspirada también por la lingüísti­
ca—, al segmento textual al que va «unida» una unidad fílmica per­
tinente de tipo suprasegmental: distinguiremos así el propio ex­
ponente (la unidad pertinente) de lo que no es más que su soporte
textual. Jíl m arco de referencia es siempre de tipo segmental. Pue­
de suceder que él mismo tenga un estatuto de unidad fílmica
pertinente, pero en otro código: así la «secuencia», que no es más
que marco de referencia frente a las unidades de la gran sintag­
mática, se convierte a su vez en pertinente (por lo menos en deter­
minados casos) por relación al código narrativo de las acciones. Sin
embargo, cuando tal segmento sea designado con el nombre de
marco de referencia, es, por definición, que no se le va a conside­
rar según el código donde es pertinente, sino según el código
donde lo es su exponente (en el caso contrario no habría ningu­
na razón para llamarlo así, puesto que el mismo sería unidad per­
tinente). Igualmente, en el análisis suprasegmental de algunas
lenguas los tonos tienen, como marcos de referencia, vocales que,
por otra parte, cuando se llega al análisis segmental, son fonemas
como los otros, unidades pertinentes y no ya soportes de unidades
pertinentes. Este cambio, que se produce en lingüística cuando se
pasa de un sector del código (la prosodia) a otro sector del código
(la fonemática), aparece en la investigación fílmica cuando se pasa
de un código o de un subcódigo a otro.

IX.7. C r í t i c a d e l a n o c i ó n d e « s ig n o c i n e m a t o g r á f i c o »
El capítulo IX, en su conjunto, quería insistir sobre tres carac­
teres importantes de las unidades pertinentes localizables en el
filme: su multiplicidad numérica, la diversidad de su talla, la di­
versidad de su forma sintagmática. Son éstas tres razones para es­
tar en guardia contra la noción de signo cinematográfico (en sin­
gular), por lo menos bajo la forma, más o menos claramente
afirmada (a veces, en último término, reductible a una espera),
que reviste con bastante frecuencia: es la idea que existiría, que
habría que buscar, un solo signo cinematográfico, o un solo tipo
cinematográfico de articulaciones; que este signo sería de un or­
den de tamaño más o menos estable y más o menos familiar (nos
lo representamos con frecuencia, según el modelo del signo lingüís­
tico, como relativamente «pequeño», como no muy diferente del
morfema; por ello buscamos más especialmente por el lado del
objeto-filmado, del fotograma o incluso del plano); que este signo,
en fin, como el morfema también, sería obligatoriamente segmen-
tal: razón suplementaria para pensar en el objeto o en la «imagen
fílmica», etc.
Estas tentaciones se hacen notar en algunos semiólogos o in­
vestigadores influidos por la semiología. Pero no hay que descui­
dar que, dentro de la medida en que introducen el análisis fílmico
hacia vías demasiado sencillas, demasiado pobres en relación con
la • diversidad concreta del material textual, corren el riesgo de
proporcionar argumentos a aquellos que, hostiles a toda formali-
zación y a la partición de unidades, cualesquiera que sean, se ba­
san en la riqueza y en la variedad de las significaciones fílmicas
para mantener el empirismo y el impresionismo que han dominado
hasta ahora el discurso relacionado con las producciones de la
pantalla grande. Es precisamente al pretender o postular que exis­
te en cine un tipo único de signo más o menos comparable al mor­
fema de las lenguas cuando a estos espíritus les es muy fácil cons­
tatar su ausencia y el sacar la conclusión, por generalización, de
que estas nociones mismas (mucho más amplias y diversas, sin
embargo) de unidad pertinente, mínima, suprasegmental, signifi­
cativa, distintiva, etc., son algo vano. ¿Uno de sus argumentos
más constantes, y que no reposa sobre nada, no consiste preci­
samente en poner en duda el acercamiento semiológico en nombre
de las diferencias manifiestas y considerables que separan al len­
guaje cinematográfico de la lengua; en nombre del hecho, por
ejemplo, de que el cine no ofrece nada comparable a estas uni­
dades estables, relativamente enumerables y todas del mismo tipo
que son los morfemas o (en m enor grado) las palabras? Y, cierta­
mente, es una visión muy corta de la ambición semiológica el ima­
ginarse que un utillaje conceptual inspirado en parte en la lingüís­
tica no tiene más que una sola utilización posible: demostrar a
todo precio que los diferentes lenguajes se parecen rasgo a rasgo a
las lenguas. Estos conceptos, en verdad, son igualmente útiles
para demostrar lo contrario, y para demostrarlo verdaderamente,
puesto que nos tomamos el trabajo, esta vez, de m irar verdadera­
mente cómo están hechas las lenguas. Pero también hace falta
para eso que el propio semiólogo, fiel a este arsenal de nociones,
se tome igualmente otro trabajo: el de m irar verdaderamente cómo
están hechos los textos de diferentes tipos, y, entre otros, los de
los filmes. Si no sucederá, a veces, que el detractor de la semiolo­
gía, aunque sea ignorante de la lingüística, tenga en definitiva un
«sentimiento» global de la cosa cinematográfica que, incluso for­
mulado sin gran rigor, sea más justo que el del semiólogo.
En resumen: la noción de signo cinematográfico (en el sentido
dicho) nos parece doblemente peligrosa: dentro de la perspectiva
del desarrollo interno de las investigaciones semiológicas y den­
tro de las del debate público con sus adversarios.

Hay que precisar, sin embargo, que el escepticismo aquí expre­


sado respecto al «signo cinematográfico» —difiriendo en esto, por
encima de diversas influencias pertenecientes al movimiento de las
ideas, de otras críticas del signo que han sido presentadas, por
ejemplo, en los trabajos de Jacques Derrida o del grupo Tel Quel—
no se refiere tanto, en definitiva, a la propia noción del signo que
a un concepto del signo demasiado uniformizante y demasiado
uniformemente «lingüístico». Pues entre las diversas unidades per­
tinentes que han sido mencionadas —muy incompletamente y úni­
camente como ejemplos— en este capítulo hay algunas que se pue­
den legítimamente llamar signos, si por lo menos se toma esta
expresión en un sentido denotado y técnico (= el más pequeño
elemento conmutable que posee aún un sentido propio), librán­
dola de las connotaciones accidentales que van unidas a ella con
demasiada frecuencia y son totalmente ajenas a su definición no­
minal: la idea de que el signo es siempre segmental, que es «pe­
queño» en lo absoluto, que hay un solo signo por «lenguaje», la
impresión de que todo signo tiene un aspecto general y un com­
portamiento medio más o menos semejantes a los del signo lin­
güístico, etc. Una vez eliminadas estas representaciones-parásitos
no hay inconveniente ya en considerar un movimiento de cámara
como un signo —incluso si su valor varía considerablemente de un
subcódigo o de un sistema textual a otro (véase cap. VII.4)—, pues­
to que este movimiento de cámara tiene siempre un sentido y
puesto que, dentro del código de los movimientos de cámara, es
el elemento más pequeño que lo posee (un trávelin tiene un sen­
tido, medio trávelin no, como lo hemos dicho en la p. 169: no se
puede permutar más que globalmente un trávelin-hacia adelante
con un trávelin-hacia atrás, o también un trávelin con su ausencia,
es decir, un trávelin y un plano fijo).
No quiere esto decir que todas las unidades fílmicas pertinen­
tes sean signos en el sentido así precisado. Algunas son sintagmas
de varios signos (por ejemplo, una serie compleja de movimien­
tos de cámara); otras, por el contrario, unidades simplemente dis­
tintivas, aún no significativas (por lo menos en relación con el
código considerado): así, en el código de las «denominaciones
icónicas», brevemente evocado en la p. 243, las rayas de la cebra
—que son, a su vez, objetos y, por tanto, signos en otros lugares—
intervenían sólo como medio de identificar visualmente a la ce­
bra, y, por tanto, como elementos distintivo^' más «pequeños»
que todo signo dado.
La noción de signo, en efecto —incluso si. se la somete a una
saludable cura de adelgazamiento y se la confina en el sentido
mínimo que hemos dicho—, no tiene ningún motivo para interpre­
tar un papel más im portante en semiología cinematográfica y fíl­
mica que en las demás investigaciones de la semiología contem­
poránea y de la lingüística. Sin rechazar la noción de signo como
tal, se debe constatar que representa sólo, hoy, una de las herra­
mientas de la investigación, y que no goza ya del estatuto privile­
giado y central que tenía en un Saussure o en un Peirce; otras
nociones se han revelado igualmente importantes, a veces más,
para el progreso concreto de los análisis: generación o transfor­
mación, sintagma y paradigma, sistema y código, expresión/conte­
nido, form a/materia/sustancia, etc. Un sistema de significación no
es sólo un sistema de signos; las unidades mayores o menores que
el signo tienen un papel considerable: el nivel del signo no debe
quedar cortado de los demás. Es una razón más —la última de las
que nombraremos aquí— para no unir la búsqueda de las unida­
des pertinentes del filme a la búsqueda exclusiva del signo cine­
matográfico.
X. «ESPEC1FIC0/N0-ESPEC1FIC0»: RELATIVIDAD DE UN
REPARTO MANTENIDO1

X.l. « F o r m a / m a t e r i a / s u s t a n c i a » e n H j e l m s l e v
A lo largo de este libro se ha hecho un amplio uso de la noción
de materia de la expresión (o materia del significante), que está
tomada de Louis Hjelmslev. La materia de la expresión, como su
nombre indica, es la naturaleza material (física, sensorial) del
significante, o, más exactamente, del «tejido» en el cual se recortan
los significantes (pues se reserva la palabra «significante» a la
forma significante). Este tejido puede ser fónico (= lenguaje ha­
blado), sonoro y no fónico (= música instrumental), visual y co­
loreado (= pintura), visual y no coloreado (= fotografía en blan­
co y negro); puede consistir en movimientos del cuerpo humano
(= lenguajes gestuales), etc. Como ya lo hemos dicho, el reparto
usual de los diferentes lenguajes (y, entre otros de las diferentes
«artes») reposa sobre criterios de materia de la expresión: cada
lenguaje posee en propiedad una materia de la expresión o una
combinación específica de varias materias de la expresión; el cine
sonoro y hablado (es decir, en el momento actual, el cine a secas)
está en el segundo caso.
Pero al llegar a este punto hay que entrar en más precisiones
en cuanto a la terminología hjelmsleviana. Una breve crítica de
textos será necesaria, pues la definición exacta de la materia, las
de la forma y la sustancia (a las que se opone «materia» en un
paradigma triple), así como de sus relaciones mutuas, no es siem­
pre fácil de captar en los escritos de Hjelmslev, que a este respecto
presentan determinado número de variaciones y de imprecisiones,
donde veremos, por otra parte, el precio casi inevitable de todo
pensamiento algo nuevo y que «investigue» verdaderamente. La
introducción de la palabra «sentido» como sinónimo interm itente
de «materia» (llevando como corolario la existencia de un «sentido
1. Véase nota 20 de este capítulo.
de la expresión» frente al «sentido del contenido») no contribuye
a la simplificación de las cosas.
Existe, sin embargo, una interpretación del pensamiento de
Hjelmslev que nos parece más probable que otras, no sólo porque
evita sutilidades de noción cercanas a la contorsión, sino también
porque permite hallar una amplia concordancia entre numerosos
párrafos de los escritos del lingüista danés. Es la que se encuen­
tra explicitada —con la palabra «sentido» en lugar de «materia»—
en el capítulo 13 de los Prolegómenos (pp. 73-89 en la versión es­
pañola), donde Hjelmslev reprocha a Saussure (C. L. G., pp. 155-157)
haber dicho que lo que se encuentra «antes» de la forma es la
sustancia amorfa (más exactamente las dos sustancias amorfas:
la del sentido y la del sonido); Hjelmslev protesta (p. 76) dicien­
do que la sustancia no es amorfa, que es la estricta correlación
de la forma, y que está, por definición, siempre conformada (pá­
gina 78); existe, efectivamente, añade (pp. 76-77), una instancia
amorfa, independiente de la forma y que existe «antes» que ella;
pero no es la sustancia, es el sentido: sentido del contenido (o
«sentido» a secas) y sentido de la expresión (p. 82).
Conservaremos, por nuestra parte, la palabra «materia» como
Hjelmslev mismo en los Ensayos lingüísticos2 (sobre todo pági­
nas 47-893), pues «sentido», que conviene muy bien para la m ate­
ria del contenido, provoca dificultades completamente inútiles y
casi «preciosistas» cuando se trata de la materia de la expresión.
Por el contrario, «materia» («purport») presenta la ventaja de ser
»algo claro, a la vez en la expresión y en el contenido.
Volvamos al capítulo 13 de los Prolegómenos, donde se dice
que la forma es una püra red de relaciones; que la m ateria (bau­
tizada aquí «sentido») representa la instancia inicialmente amor­
fa en la cual se inscribe y se manifiesta la forma, y que la sus­
tancia es lo que aparece cuando se proyecta la forma sobre la ma­
teria «como una red extendida proyecta su sombra sobre una su­
perficie ininterrumpida» (p. 84). Esta metáfora nos parece parti­
cularmente clara: la «superficie ininterrumpida» es la materia;
la «red extendida», la forma, y la «sombra» de la red sobre la
superficie, la sustancia.
Por tanto —y contrariamente a una vulgata persistente—, la
oposición esencial en el pensamiento de Hjelmslev sería la de
la forma y la materia, y no la de la forma y la sustancia. El «ter­
2. Op. cit.
3. En La estratificación del lenguaje (aparecido inicialmente en forma de artículo
en “Word", U.S.A., X, 1954, pp. 163-188).
cer» término, el que se deriva lógicamente, es la sustancia y no la
materia. La sustancia no es nada más que el resultado del encuen­
tro entre la forma y la materia; la sustancia no tiene nada que
le sea propio: su naturaleza se la da la materia (así, en las lenguas
naturales, la sustancia de la expresión es el sonido fónico, es de­
cir, que se confunde por su naturaleza física con la materia de la
expresión que es también el sonido fónico), y su organización
relacional se la da la forma: se sabe, en efecto, que para Hjelms­
lev la sustancia (considerada por lo menos bajo el ángulo semio-
lógico) no tiene una forma especial: la forma que tiene es la que
le es impuesta —en todos los sentidos de la palabra— por la
«forma» a secas, que es la única forma semióticamente existente.
Esta interpretación tiene la ventaja de eliminar todo «tercer
término» misterioso, molesto o sobrante: la sustancia así enten­
dida no constituye una tercera instancia, que viniera a añadirse
a la form a y a la materia: es, sencillamente, lo que aparece cuan­
do una forma viene a organizar una materia, o cuando una mate­
ria está organizada por una forma. La sustancia, dice también
Hjelmslev (p. 79 de los Prolegómenos), no es más que la materia
(aquí llamada «sentido»), pues lo propio de la m ateria es no pre­
sentarse nunca más que como la sustancia de una forma; sin em­
bargo, la sustancia se distingue lógicamente de la materia (p. 79),
pues se llama «sustancia» a la materia ya formada, mientras que
la palabra «materia» (o «sentido») designa por definición una ins­
tancia aún no formada (= «amorfa» en Saussure); el resultado de
la imposición de una forma es transformar la m ateria en sustan­
cia (p. 79).
Observaremos igualmente que esta interpretación concuerda
muy bien con lo dicho en los Ensayos lingüísticos (pp. 9Q-1064): la
lengua como «esquema» corresponde a la forma pura, y la lengua
como «norma» a la forma material; ahora bien, en otro párrafo de
los Ensayos (p. 405) Hjelmslev reprocha a los fonólogos de Praga
—equivocadamente, nos parece, pero esto es otro asunto— no ocu­
parse de la «forma pura», sino de la forma en cuanto ya manifes­
tada fónicamente (o de la manifestación fónica en cuanto ya for­
mada): de los rasgos pertinentes, ciertamente, pero de los rasgos
pertinentes formulados en términos fónicos. Si comparamos estos
dos párrafos —y otros más—, se ve que las investigaciones de la
4. En Lengua y habla (aparecido micialmente, como artículo, en 'Cahiers F. de
Saussure1', 2, 1943, pp. 29-44). Existe otra traducción castellana en Ana M aría K b th o l
(ed.), Ferdinand de Saussure, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.
5. En Análisis estructural del lenguaje (aparecido inicialmente, como artículo, en
"Studia Lingüistica”, I, 1948, pp. 69-78).
fonología se referían para Hjelmslev a la «forma material» (o la
«norma») del plano de la expresión, es decir, este lugar que no es
ni form a pura ni m ateria pura, sino muy exactamente sustancia
en el sentido definitivo que en nuestra opinión el autor daba a esta
noción por encima de varias diferencias de formulación. Las pá­
ginas 47-49,6 de los Ensayos lingüísticos confirman este modo de
comprender la «sustancia», puesto que se dice allí que la materia
es la manifestante en general (incluso no formada), mientras que
la sustancia es sólo la manifestación ya formada.
Nos limitaremos, pues, en lo que a nosotros respecta, a una in­
terpretación del pensamiento hjelmsleviano en la que sólo tenemos
dos instancias lógicamente primeras, la form a y la materia (que
con esta ocasión vuelven a una definición bastante próxima a la
que el uso corriente da a dos palabras respectivas), y en la que
la sustancia es sólo la materia formada, o la forma materializada.
Por tanto, la palabra «sustancia» no ha sido empleada en este
libro. Pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que las consi­
deraciones de sustancia se encuentren ausentes: volveremos a ha­
blar de esto en X.8.
La forma es, por tanto, propia de los códigos; la materia, de
los lenguajes. Con este punto de vista nos hemos quedado, ya an­
ticipadamente, desde el prim er capítulo.
Pero queda aún un punto por precisar. En los escritos de
Hjelmslev la distinción «forma/materia/sustancia» se combina cons­
tantem ente con otra que opone la expresión al contenido (= plano
de los significantes y plano de los significados), y que es indepen­
diente de la prim era, de forma que su separación se organiza como
un cuadro de doble entrada que lleva seis casillas terminales:
forma de la expresión, forma del contenido, materia de la expre­
sión, m ateria del contenido, sustancia de la expresión, sustancia
del contenido.
Hay, pues, dos «materias». Y si en todo este libro sólo se ha
hablado de una de ellas (la de la expresión), es porque es la única
que distingue a unos lenguajes de otros. La m ateria del contenido,
como también lo observa Hjelmslev,7 es común a todos los fenó­
menos semióticos (diríamos, por nuestra parte: a todos los len­
guajes y a todos los códigos); existe en total una sola materia
del contenido, que es lo que se llama el sentido (el hecho mismo
del sentido, el tejido semántico). Lo que varía de un fenómeno
6. En La estratificación del lenguaje, op. cit.
7. Ibíd.
semiótico a otro es la separación de este tejido en unidades per­
tinentes del significado —es decir, la forma del contenido, el sis­
tema propio de los significados entre sí—, pero no la naturaleza
del propio tejido, que es siempre el sentido. Todos los sistemas
de significación, cualesquiera que sean, tienen la función de trans­
mitir sentido. Pueden tomar sus significantes de esferas muy di­
versas (visual, auditiva, etc.), pero sus significados pertenecen
siempre a la esfera semántica y sólo a ella: a esta «materia» ideal
—materia inmaterial, si puede decirse—, a esta materia psicosocio-
lógica que es el «sentido».
Sigue siendo cierto, sin embargo, que de un lenguaje a otro o
de un código a otro la m ateria del contenido puede variar mu­
cho, si no en su naturaleza, por lo menos en su extensión. Hjelms­
lev indica,8 que determinados códigos como las lenguas tienen una
materia del contenido que es coextensiva a la totalidad del tejido
semántico: permiten, en principio, expresarlo todo (sería quizá
más justo decir que los códigos o los lenguajes de este tipo tienen
una materia del contenido que es infinita en extensión, o por lo
menos indefinida: no se le pueden asignar límites concretos, no
existe ningún sector de sentido claramente delimitable en cuya
expresión estén especializados y confinados). Otros sistemas de
significación, por el contrario, como los toques militares, las luces
de balizaje marítimo, etc., tienen por función organizar y transmi­
tir una cantidad precisa y restringida de informaciones semánti­
cas, todas dentro del mismo sector de sentido: la materia de su
contenido, tomada en su totalidad, no es, pues, extensiva más que
a una pequeña parte del tejido semántico general. Este problema
ha sido ya examinado al final del capítulo II.3, donde se ha visto
que el cine no es un lenguaje especializado y que su materia del
contenido es indefinida. No es, pues, esta instancia, ni siquiera su
extensión en cierto modo cuantitativa, lo que permite distinguir el
cine del teatro, de la literatura, de la ópera, etc., o incluso de la
lengua. Los lenguajes «no especializados» son bastantes, concreta­
mente en las artes, y si Hjelmslev no ha mencionado más que la
lengua es porque no deseaba tratar la cuestión con detalle. En el
caso del cine esta extensión indefinida del tejido semántico depen­
de de dos causas diferentes, cuyo efecto se acumula: por una par­
te, el cine engloba en sí un código —la lengua, en los filmes sono­
ros— cuya sola presencia bastaría para autorizar las informacio­
nes semánticas de los más variados tipos; en segundo lugar, los
*. Ibíd.
demás elementos del texto fílmico, y por ejemplo las imágenes,
son, a su vez, lenguajes cuya m ateria del contenido no tiene lími­
tes concretos.

X.2. I n t e r f e r e n c i a s s e m i o l ó g i c a s e n t r e l e n g u a s
Hemos distinguido hasta aquí entre los códigos fílmicos los
que son específicamente cinematográficos y los que no lo son. La
existencia de estos últimos no plantea ningún problema; por lo
menos ningún problema de principio, pues hacer su lista exacta
sería un largo trabajo; pero su propio estatuto (su carácter no es­
pecífico) puede establecerse sin dificultad en cada caso concreto,
con la única condición de dejar de lado, como hemos hecho en
varios párrafos de este libro, el tratamiento del código en el fil­
me, que es distinto del propio código; que es, de hecho, la obra
de otros códigos, y que puede, en lo que a él se refiere, ser cine­
matográfico si estos otros códigos lo son. Una vez tomada esta
precaución no hay ya nada aventurado en considerar como extraci-
nematográfica, por ejemplo, tal representación colectiva o tal ima-
go social (el seductor, la esposa-modelo, la juventud desequilibra­
da, el «buen patrón», el aventurero, etc.) que aparece en los fil­
mes tanto como en los libros, los periódicos, las conversaciones,
por lo menos en el interior de la misma área cultural. En cambio,
es mucho más difícil adquirir la certidum bre de que un código
¡dado es específicamente cinematográfico. Para esto, en efecto, ha­
bría que establecer, si no que este código se manifiesta en todos
los filmes, puesto que los subcódigos son también específicos
(véase cap. V.3), por lo menos que no se manifiesta nunca más
que en filmes (este último punto exige ciertos comentarios que
vendrán en el capítulo X.4; pero sigue estando, sin embargo, de
forma evidente, unido de un modo u otro a la propia definición
de lo «específico»). Ahora bien, no hay que ir muy lejos para com­
probar que algunos códigos (o artículos de códigos), sentidos in­
tuitivamente como específicos y comúnmente considerados como
tales en los escritos relacionados con el lenguaje cinematográfico,
aparecen igualmente, bajo formas más o menos próximas, en los
«textos» que nos ofrecen otros medios de expresión. Los présta­
mos, calcos, imitaciones, adaptaciones de figuras significantes (y
más generalmente todo el amplio terreno de lo que llamaremos
las interferencias semiológicas de un arte a otro) representan un
fenómeno bastante corriente, que es la regla y no la excepción:
algunas de las configuraciones que parecerían más evidentemente
cinematográficas reaparecen en las historietas ilustradas, o en li­
teratura (por ejemplo, el «montaje alternante» en las novelas de
Faulkner); algunos de los efectos plásticos que parecían más liga­
dos al arte pictórico han sido recogidos por los filmes expresionis­
tas alemanes o suecos; la narración en prim era persona, construc­
ción llamada «de esencia novelesca», se ha hecho corriente en las
películas posteriores a 1939,9 etc.

Esta objeción, sin embargo, provoca a su vez varias contraobje­


ciones: las «adaptaciones» de figuras significantes no se efectúan
sin grandes distorsiones del significante y del significado, y no se
puede pretender que la misma figura ha «pasado» de un arte a
otro sin ceder a un abuso de lenguaje, puesto que al acabar este
«paso» ya no es precisamente la misma de antes: hablar de mon­
taje alternante en Faulkner, o de flasbac en las novelas de Sartre,
como se ha hecho a veces, es usar metáforas; es también confun­
dir la diacronía con la sincronía, pues puede haber influencia his­
tórica sin identidad estructural. Está claro que una configuración
de montaje tan particular como el «sintagma seriado»10 (si se toma
esta noción en el sentido preciso en que hemos intentado definirla
en otro lugar11) existe sólo en cine, o en televisión, incluso si ha
sufrido en su génesis la influencia de tal o cual construcción ya
en uso en obras literarias, e incluso si «inspira» a su vez ciertas
9. Este problema ha sido estudiado con frecuencia por los teóricos del cine. Véanse,
en particular, J ean-P ie r r e C h a r teer , Les *films á la premiére personne sonore* et Villu-
síon de réalité au cinema, "Revue de Cinéma”, 2.* serie, núm. 4, enero 1947, pp. 32-41;
Albhrt L affay, Lógica del cine, Barcelona, Labor, 1966, pp. 93-113; J ean Mit r y , Esthé-
tique et psychologie du cinéma, op. cit., II, pp. 68-71, 107-112, 140, 403-404.
10. Traduzco syntagm een accolade por "sintagma seriado", tal como lo hace el tra­
ductor de Ensayos sobre la significación en el cine, op. cit. (véase la nota siguiente).
11. Ensayos sobre la significación en el cine, op. cit., pp. 197-198. Definición del
sintagma seriado: "Una serie de pequeñas escenas breves que representan aconteci­
mientos que el film(e) ofrece como muestras típicas de un mismo orden de realidad,
absteniéndose deliberadamente de situarlas unas en relación temporal con las otras,
para insistir, por el contrario, en su supuesto parentesco dentro de una categoría de
hechos que el cineasta se propone precisamente definir y hacer sensible a través de
medios visuales. Ninguna de esas evocaciones es tratada con toda la amplitud sintagmá­
tica que hubiera podido pretender (= sistema de alusiones); es su conjunto, y no cada
una de ellas, lo que cuenta el film(e), conjunto conmutable con una secuencia más
ordinaria y que constituye, en consecuencia, un segmento autónomo (esto es, un equi­
valente fílmico balbuceante de la conceptualización o la categorización). Ejemplo: las
evocaciones eróticas iniciales de Une femme marice (Una mujer casada) (Jean-Luc Go-
dard, 1964) esbozó a través de variaciones y repeticiones parciales, de un significado
global como «amor moderno»... Demos a esta construcción de imágenes el nombre de
sintagma seriado, puesto que sugiere, entre los acontecimientos que agrupa, el mismo
tipo de relaciones que sugiere la seriación entre las palabras (mots) que reúne..."
composiciones pictóricas o ciertos «fotomontajes» inmóviles: pues
estos precursores o estos herederos del sintagma seriado no son
precisamente sintagmas seriados.
Además (y aquello va unido a esto) sucede con frecuencia que
lo prestado es una unidad particular de un código, y no todo el
código; quizá Faulkner ha «tomado» el montaje alternante, pero
ciertamente no ha tomado en conjunto el sistema del m ontaje
cinematográfico (donde el montaje alternante se opone a otros ti­
pos de montaje, y saca de este contraste buena parte de su senti­
do); puede decirse, por tanto, que este sistema de montaje, a pe­
sar de todas las influencias o rastros localizados, sigue unido en
propiedad a un arte determinado, que es el del cine.

Sin embargo, estas circunstancias no bastan para eliminar la


objeción evocada hace un momento (= argumento de las «interfe­
rencias semiológicas»); indican sólo algunos casos en los cuales
esta objeción no tendría valor. Pero en otros casos es al código
entero (o a gran parte del código) a lo que afecta el «préstamo»
de un lenguaje a otro: así en algunos sistemas de claroscuro,
donde el campo global de las oposiciones significantes ha sido a
su vez tomado por algunos géneros de fotografías en colores a otros
géneros de obras pictóricas. Evidentemente, podríamos pensar que
interferencias códicas de esta amplitud dan por hecho que el len­
guaje prestamista y el lenguaje-acreedor no son muy diferentes
uno "de «otro por su materia de la expresión: en el caso del claros­
curo, la emigración del sistema entero podríamos suponer que
sólo es posible porque las dos artes consideradas presentan en
común el punto de ofrecer a sus destinatarios imágenes visuales
fijas y coloreadas; pero ¿qué decir entonces si —como es muy
posible— el mismo simbolismo de claroscuro se tomase en una
descripción literaria y se evocase con palabras? El vehículo, en
adelante verbal, habría cambiado profundamente, pero la coloca­
ción interna de las oposiciones significantes podría, en ultimo tér­
mino, a través de esta nueva emigración, permanecer idéntica a
sí misma, o por lo menos ampliamente isomorfa.
No basta, pues, con distinguir entre las interferencias semioló­
gicas localizadas —donde sólo una figura particular es «común»
a dos o varias lenguas, y donde, por esto mismo, se puede dudar
de que les sea verdaderamente común— y las interferencias que
llamaremos códicas —en las que un sistema o un fragmento no­
table de sistema aparece en dos o varios lenguajes bajo una for­
ma más o menos ampliamente homológica—; hay que distinguir
también, en el propio interior de la segunda categoría, los casos
en que la interferencia códica va acompañada por una transposi­
ción en la m ateria de la expresión (claroscuro pictórico/claroscu-
ro literario) de aquellos en que esa transposición no se da (claros­
curo pictórico/claroscuro en la fotografía en color).
Quizá se nos objete que en este último ejemplo hay efectiva­
mente una transposición de materia de la expresión: la fotografía
(incluso en colores) no es pintura, y se distingue de ella por ras­
gos que dependen precisamente de la materia de la expresión: si
es cierto que la visualidad, la bidimensionalidad, el color, etc., son
comunes a ambas artes, sigue siendo cierto que la imagen pictó­
rica se obtiene a mano, mientras que la imagen fotográfica re­
sulta de un proceso fotoquímico. Pero veremos más adelante que,
en los casos de interferencias códicas, hay siempre diferencias en­
tre las materias de la expresión presentes: si no hubiese ninguna,
estaríamos frente a una única y sola materia de la expresión, de
modo que no se trataría ya de interferencia códica (lo que implica
ya códigos distintos, ya, por lo menos, manifestaciones distintas),
sino de un código único, porque, por otra parte, en toda esta dis­
cusión, la forma del sistema se supone susceptible de conserva-
ción-de-lo-idéntico entre los dos lenguajes considerados: tendría­
mos, pues, la misma forma y la misma materia, y, por consiguien­
te, un único código. Lo que permite decir (por lo menos en una
primera formulación simplificada) que la pareja «pintura/fotogra­
fía en color», al tratarse de un código de claroscuro, ofrece un
caso de interferencia códica, sin transposición en la m ateria de la
expresión, es que las diferencias entre ambas materias afectan a
rasgos que no son pertinentes respecto al código estudiado. Entre
las condiciones necesarias para que un sistema de claroscuro lo
sea y lo siga siendo auténticamente, no hay ninguna que concrete
si debe estar pintado a mano o fotografiado; por el contrario, un
claroscuro que no fuera ya visual, sino evocado con ayuda de pala­
bras, no sería, hablando con propiedad, un claroscuro, sino una
descripción de claroscuro (esta vez la transposición m aterial ha­
bría afectado a rasgos pertinentes para todo el sistema de claros­
curo). Encontramos más allá (cap. X.3) la definición de lo que son
los rasgos de la materia de la expresión que pueden ser llamados
pertinentes en relación con un código (o con un grupo de códigos)
determinado.
Así, este problema de las interferencias semiológicas entre len­
guajes nos parece abarcar, en total, tres tipos de hechos diferen­
tes:
1) La interferencia localizada interesa muy poco al estudio sis­
temático y se refiere sobre todo a la investigación diacrónica; la
construcción faulkneriana llamada a veces (por abuso de lengua­
je) «montaje alternante» sólo adquiere su valor verdadero en re­
lación con los otros elementos de la composición faulkneriana,
exactamente como las figuras faulknerianas no tom adas «presta­
das», incluso si le ha sido inspirada al escritor por la visión de di­
ferentes filmes.
2) En el otro extremo, la interferencia códica sin transposi­
ción sensorial representa en realidad un caso (e incluso el único
de los tres) donde se puede hablar con todo rigor de un único y
mismo código manifestado en varias artes o lenguajes (es una es­
pecie de «reutilización de lo idéntico»). Este hecho, evidentemen­
te, puede, sin embargo, abarcar un fenómeno de préstam o o de
influencia, pero que como tal interesa sólo a la investigación
diacrónica: así, de dos manifestaciones de un mismo sistema, una
ha precedido a la otra en la historia de la cultura, la habrá in­
fluido e incluso habrá sido hasta cierto punto su «causa» deter­
m inante (es éste, probablemente, el caso de ciertos sistemas de
claroscuro de la pintura pasados a la fotografía en color); pero
para el análisis funcional se trata, en efecto, de un único y mismo
código, puesto que la estructura formal de las oposiciones, igual
que los caracteres fundamentales de la esfera sensorial de mani­
festación, son los mismos aquí y allá. (La noción de «caracteres
fundamentales» podrá parecer algo vaga: ¿cómo determinar, en
efecto, los caracteres sensoriales que llamaremos fundamentales
y los que no serán considerados como tales? Esta idea será vuelta
a formular con más precisión en el capítulo X.3, donde se defini­
rán los rasgos pertinentes de la materia de la expresión.)
3) Por fin, en el caso intermedio, el de la interferencia códica
acompañada de transposición sensorial, no nos encontramos ya
ante manifestaciones múltiples de un mismo código, sino ante
códigos diferentes más o menos ampliamente isomorfos, cada
uno de los cuales se manifiesta en un lenguaje diferente; al con­
junto que forman le daremos el nombre de grupo de transposi­
ciones códicas (para distinguirlo mejor del código único de ma­
nifestaciones múltiples). Es éste, en efecto, el único de los tres
casos en que se puede verdaderamente hablar de transposición
códica: en el primero había efectivamente transposición, pero no
era códica, y en el segundo no había transposición (por lo menos
funcionalmente), sino unicidad; aquí, por el contrario, esta unici­
dad desaparece, puesto que determinada lógica de lo sensible, aun­
que permaneciese como lógica, no es ya la lógica del mismo sen­
sible. «Transposición» (o «equivalencia», «calco», «amplia homo­
logía», «amplio isomorfismo», etc.): otras tantas expresiones que
por sí mismas implican, efectivamente, determinada mezcla de
identidad y de diferencia. La economía interna del sistema, que,
por definición, consiste en una red abstracta de puras relaciones,
puede, en último término, permanecer idéntica a través de estas
emigraciones entre varias materias del significante; pero la diver­
sidad demasiado fundamental de estas últimas basta para esta­
blecer la pluralidad de los códigos.
La transposición códica (caso número 3) parece presentar con
bastante frecuencia un carácter unilateral y orientado, que con­
firma, por otra parte, la dualidad de los códigos: entre el claros­
curo que se ve y el que se describe en el libro, es el segundo el
transpuesto, aunque el sistema fuera rigurosamente idéntico aquí
y allí. El hecho no depende de consideraciones diacrónicas (su­
brepticiamente introducidas de nuevo después de su proclamado
destierro), que vendrían a dejar establecido, por ejemplo, que el
sistema considerado hizo su primera aparición dentro de cierta
arte y sólo es localizable en la historia de otra arte en fecha más
reciente; pues, dentro del marco de un análisis funcional, esta
circunstancia no nos diría nada acerca de la pertenencia especí­
fica de este código a una u otra de esas artes: por tanto, a partir
del momento en que ha sido enteramente recogido dentro del
campo de la segunda, le «pertenece» lo mismo que pertenecía a la
primera. En cambio, lo que interesa al análisis semiológico (= aná­
lisis de los propios textos) es que el claroscuro como fenómeno
es intrínsecamente visual, de forma que sus representaciones vi­
suales están más cerca de su realidad perceptiva —y, por decirlo
así, con un eslabón menos de transposición— que sus evocaciones
escritas. Inversamente (y paralelamente) hay determinados efec­
tos poéticos que van unidos en su propia existencia a la gramá­
tica y a la fonología de las lenguas (y en los que piensa un Román
Jakobson cuando habla de «poesía de la gramática» y de «gramá­
tica de la poesía»12: figuras que dependen del empleo de los tiem­
12. Closing statements: linguistics and poetics, en Si y le. and tanguage (actas de co­
loquio), T h . A. Sebeok ed., Nueva York, 1960. Recogido, con el título Linguistique et poe?
tique, en R omán J akobson, Essais de linguistique genérale, París, Ed. de Minuit, 19SJ
(trad. de Nicolás Ruwet), pp. 208-248 (párrafo citado: pp. 244-247). Existe una traduc­
pos de los verbos, de determinado manejo de las oposiciones fo­
nológicas propias del idioma, etc.; es la escritura la que nos ofrece
una expresión directa —o, por lo menos, más directa— de este
género de «efectos», y es la búsqueda de equivalencias visuales
(como en algunos filmes mudos que se esforzaban por «rimar»)
lo que constituye aquí una manifestación transpuesta del sistema.

Las observaciones anteriores han introducido la idea de que la


m ateria de la expresión —en una medida que se concretará en el
capítulo X.3— puede ser coheredada en la identificación y la enu­
meración de los códigos. Hemos admitido, por ejemplo, que, en
determinados casos, la diversidad de las manifestaciones bastaba
para establecer la pluralidad de los códigos, incluso aunque la
forma (estructura) permanezca idéntica. Veremos, por otra par­
te (cap. X.7), que no siempre sucede así, pues determinados códi­
gos son, desde un principio, independientes de toda esfera percep­
tiva.
No hemos introducido antes, de forma intencionada, las consi­
deraciones de este tipo. Nos parece, en efecto, que lo más im­
portante, en los estudios consagrados a las producciones de la
pantalla grande, es distinguir bien entre el cine como hecho es­
pecífico y el filme como lugar donde se mezclan lo específico y lo
no-específico: es en este punto donde se producen las confusiones
más constantes y más graves. Hay que insistir, por tanto, en el
hech¿*' de que un código fílmico no es forzosamente cinematográ­
fico, pues un código (en principio) se define exclusivamente como
lógica relacional, como forma pura, y no va, pues, unido a una
m ateria de la expresión determinada, por ejemplo la que es pro­
pia del cine.
Sin embargo, como lo hemos observado en las pp. 66 y 175,
nuestra definición del código —ya desde el principio— implica una
referencia indirecta a la m ateria de la expresión por el solo hecho
de que la existencia de códigos «específicos» está admitida. Re­
ferencia indirecta, puesto que la especificidad debe ser definida

ción castellana, con el título Lingüística y poética, en R omán J akobson y otros, Et len­
guaje y los problemas del conocimiento, Buenos Aires, Rodolfo Alonso editor, 1971, pági­
nas 9-47, que no ofrece ninguna garantía: confunde, por ejemplo, connotativa con conativa.
En este fragmento el autor se preocupa sobre todo de las figuras poéticas unidas a
la gramática de las lenguas, y no a su fonología; pero en otros párrafos (por ejemplo,
pp. 240-243, acerca de la "figura fónica” reiterativa), Jakobson estudia lo que se podría
llamar (parafraseándolo) la "poesía de la fonología” y la "fonología de la poesía*.
como un conjunto de códigos, y no inmediatamente por la natura­
leza material del significante. Es una referencia, de todos modos,
puesto que estos códigos, a su vez, no pueden declararse específi­
cos más que si se los supone unidos, en su propia existencia, a la
materia de la expresión que es propia del cine; más que si se los
supone ausentes en otras materias de la expresión.
En resumen: la postura aquí adoptada tiene dos tiempos y no
uno solo: 1°, la especificidad que interesa a la semiología es la de
los códigos, no la especificidad «en bruto» de los significantes
físicos; 2.°, la especificidad de los códigos específicos depende, sin
embargo, de determinados rasgos de la materia de la expresión.
El prim er tiempo es necesario y suficiente para distinguir el
cine del filme, el código pluritextual del texto pluricódico, para
poner aparte los códigos que no son específicos. Pero llegamos
ahora al segundo tiempo, que es indispensable si queremos con­
cretar en qué sentido exacto son específicos los códigos que de­
claramos tales.
Las consideraciones de «materia», inicialmente eliminadas en
provecho de las consideraciones códicas, deben ser introducidas
de nuevo dentro de la exacta medida en que se refieren a los
propios códigos.

X .3 . LOS RASGOS PERTINENTES DE LA MATERIA DEL SIGNIFICANTE


El conjunto del capítulo precedente llega a la idea de que la
elección de una u otra materia de la expresión no es, sin embargo,
algo indiferente; encontramos en este punto, y por caminos más
«estéticos», una de las principales objeciones que se le han he­
cho a Hjelmslev en las discusiones propiamente lingüísticas. Que
la materia en sí (en el sentido en que la entiende Hjelmslev) no
puede ser objeto de un estudio semiológico, y que este último
tiene, inevitablemente, como meta y como efecto, subrayar la forma
que esta m ateria manifiesta, es algo seguro; pero nos parece igual­
mente seguro que la propia forma habría sido diferente si se hu­
biese inscrito en otra materia; a este respecto, algunas de las res­
puestas que los fonólogos de Praga daban a Hjelmslev parecen di­
fícilmente refutables: ¿cómo creer que la naturaleza fónica de los
significantes, en las lenguas naturales, no tenga influencia sobre
la propia forma de estos significantes y sobre el sistema que cons­
tituyen? Se sabe, por otra parte, que esta noción hjelmsleviana
—algo doctrinaria y forzada— de una estructura que, a la vez, se­
ría la de los significantes y no debería nada a los caracteres con­
cretos de la fonía ha sido abandonada en las investigaciones más
recientes de la gramática generativa transformacional: para los
ehomskyanos existe, efectivamente, diferente de la estructura que
es la única pertinente para analizar el significado de frase («es­
tructura profunda»), una estructura que es la única pertinente
para analizar el significante de frase («estructura de superficie»);
pero esta última, aunque se estudie en su distribución formal, se
concibe como una forma fónica (y no como una form a de mani­
festación indiferente): la parte de la gramática que se refiere pro­
piamente al significante se comprende, desde el principio, como
úna «componente interpretativa», es decir, en este caso, fónica
(véanse las «matrices de rasgos fonológicos», las «normas de re­
dundancia fonológicas» y el «ciclo transformacional en fonolo­
gía»); e, inversamente, si es cierto que existe, en este concepto,
una instancia totalmente abstracta (llamada «sintaxis», o «compo­
nente sintáctica de la gramática»), no es en modo alguno el equi­
valente de la «forma de la expresión» en Hjelmslev —ni tampoco
de su «forma del contenido»—, puesto que constituye una instan­
cia radicalmente neutra entre el sonido y el sentido, es decir, una
instancia que no es ni siquiera manifestable como tal, y puesto
que, en última instancia, no es, hablando con propiedad, la form a
del texto (= de lo manifestado), sino la form a de una m áquina
lógica que se situase antes que el texto y fuera capaz de generarlo.

Emilio Garroni recordó hace poco13 que Eisenstein,14 en parti­


cular en las reflexiones que le inspiraba su colaboración con Pro-
kofiev para Alejandro Nevski, era muy sensible al hecho de que
algunos esquemas rítmicos puedan ser comunes, en una serie fíl­
mica, a la serie visual y a la serie musical, o sea, a dos m aterias
de la expresión diferentes (imagen en movimiento y sonido musi­
cal). Admitimos el hecho en sí, pero hay que saber cómo interpre­
tarlo. Un esquema rítmico —incluso si se puede, e incluso si se
debe analizar como una pura forma relacional, como una relación
abstracta de tamaños medibles— es un fenómeno intrínsecam ente
temporal; si se olvidase, se captaría también un esquema, pero no
un esquema rítmico. Puede decirse, por tanto, que este esquema
es «propio», si no de la música sólo, sí por lo menos de un con­
13. Semiótica ed estética, op. cit., p. 92.
14. Véase sobre todo Form and contení: practice, parte IV de The film sense, op. cit.;
en la edición global con Film form, op. cit., pp. 157-216.
junto de lenguajes cuya materia de la expresión presenta el ca­
rácter de inscribirse en el tiempo (y, por consiguiente, entre otras
cosas, en la música y en el cine, lo que hace posibles las observa­
ciones de Eisenstein, al mismo tiempo que impide generalizarlas):
es muy sabido —y Jean Mitry ha precisado bien este punto15— que
las manifestaciones visuales de los esquemas rítmicos se sitúan
dentro del orden de la imagen en movimiento o de la sucesión
de imágenes (donde se conserva la vectorialidad del tiempo), pero
que dentro del orden puramente estático de la imagen fija y única
sólo se encuentran equivalencias o transposiciones más o menos
aproximadas del «ritmo». Es, pues, muy cierto —como en el caso
del claroscuro, donde amplios sectores de sistemas se transporta­
ban de la pintura a la fotografía fija en color, artes ambas visua­
les, «instantáneas» y coloreadas— que algunos códigos rítmicos se
transportan de la música al cine, lenguajes ambos temporales;
pero no se podría hacer de la música a la pintura, pues la tem ­
poralidad del significante (dato sensorial intrínsecamente unido a
la noción de ritmo) falta en la pintura. En este sentido el «ritmo
pictórico» es un ritmo transpuesto (es un caso de transposición
códica); un sistema rítmico musical y un sistema rítmico pictóri­
co pueden ser más o menos isomorfos, pero no pueden constituir
dos manifestaciones de un mismo código.
El isomorfismo total, como hemos dicho en el capítulo prece­
dente, representa en los grupos de transposiciones códicas un gra­
do-límite de «equivalencia» entre sistemas; sólo estudios particu­
lares podrían indicamos si este grado se alcanza a veces o nunca,
o con mayor frecuencia de lo que se cree. En el caso de los có­
digos únicos de manifestaciones múltiples, el isomorfismo total,
por el contrario, se encuentra, por definición, asegurado desde el
principio.

La propia posibilidad de los códigos de manifestaciones múlti­


ples va, pues, unida a una condición: que las diferentes materias
manifestantes tengan determinada cantidad de caracteres comu­
nes; y no, por otra parte, todos sus caracteres comunes, pues en
este caso se trataría de una \inica y misma m ateria de la expre­
sión, de forma que no sería ya solamente el código el que sería
último, sino también su manifestación: sencillamente, aquellos
15. Esihétique et psychotogie du cinéma, op. cit., II, pp. 149-151.
caracteres sensoriales que van unidos a la economía interna del
sistema mismo, así como a su definición.
En resumen: las posibilidades de manifestaciones diversas que
caracterizan determinados códigos no implican de modo alguno
que puedan manifestarse en cualquier lenguaje. Es probable, en
cambio, que puedan tener (por lo menos en un principio) códigos
«transpuestos» que les correspondan en cualquier lenguaje, siendo
variable, según los casos, el grado de exactitud de esta corres­
pondencia.
Habrá que llegar, en efecto, a identificar y a enum erar (bajo
forma de unidades discretas) los caracteres sensoriales a los que
un código dado va intrínsecamente unido; todo sucede como si
existiesen, en relación con cada código, rasgos pertinentes de la
materia del significante. Dentro de una perspectiva hjelmsleviana
ortodoxa, esta noción puede parecer contradictoria hasta en sus
términos, puesto que un rasgo pertinente, por el hecho mismo de
que lo es, se convierte en un hecho de forma (o por lo menos de
sustancia), y que la materia, en cuanto tal, no puede presentar
ningún rasgo que sea pertinente. Sin embargo, dentro del marco
de una semiología verdaderamente «general», hay problemas cuyo
planteamiento no puede evitarse.
Así, como acabamos de decirlo, los códigos que merecen ser
llamados (no por metáfora) rítmicos se manifiestan en diversas
materias de la expresión que presentan todas el rasgo de tempora­
lidad, pero no todas presentan el rasgo de sonoridad: existen au­
ténticos «ritmos visuales», cuya única condición es que la imagen
esté temporalizada (por su movimiento o por el desfile sucesivo
de imágenes fijas); esto quiere decir, pues, que los rasgos de so­
noridad y de visualidad no van unidos a la noción de ritm o, y no
constituyen rasgos pertinentes de la materia del significante, por
lo menos en relación con los códigos rítmicos, m ientras que el
rasgo de temporalidad, bajo el mismo aspecto, es pertinente. Nos
vemos así obligados a constatar que, para que un código único
pueda tener manifestaciones múltiples en diversos artes o lengua­
jes, hace falta que estos últimos tengan, en todos los casos, una
materia de la expresión que presente los rasgos pertinentes re­
queridos en relación con el código considerado, pudiendo variar,
por otra parte, en sus rasgos no pertinentes. Esta variación puede
ser de notable amplitud, puesto que, en el caso de los sistemas
rítmicos, abarca (como mínimo) la distancia que separa a la mú­
sica del cine, dos artes que presentan evidentemente considerables
diferencias sensoriales. De modo más general, es la propia exis­
tencia de este margen no-pertinente de variación lo que perm ita
hablar de las manifestaciones múltiples de un código único: está
claro, en efecto, que si todos los rasgos fueran pertinentes, la ma­
teria de la expresión para un código dado sería siempre idéntica
a sí misma, de forma tal que se trataría, si así puede decirse, de
un código único de manifestación única.
No hay, por otra parte, ninguna razón para excluir a priori la
hipótesis según la cual esto sucedería así para determinados có­
digos, ni tampoco la hipótesis inversa, según la cual para otros
determinados códigos (véase en X.7) ningún carácter particular
se exigiría a la «manifestante» del significante. Llegamos así a
entrever dos polos opuestos: los códigos de manifestación tínica
(es decir, aquellos en relación con los cuales todos los rasgos de
la materia del significante son pertinentes) y los códigos de ma­
nifestación universal (es decir, aquellos por relación con los cua­
les ningún rasgo de la materia del significante es pertinente), y,
entre ambos, los códigos de manifestaciones múltiples pero no
universales, es decir, aquellos en relación con los cuales algunos
rasgos (pero no todos) de la materia del significante son perti­
nentes. Se podría establecer, en este sentido, una clasificación de
los tipos de relaciones entre códigos y lenguajes.
A partir del momento en que entre dos artes o lenguajes los
rasgos materiales pertinentes (= pertinentes por relación con el
código considerado) se ponen, también ellos, a variar, se entra
en el terreno en que el isomorfismo más o menos perfecto entre
códigos diferentes es lo único posible, es decir, en el terreno de
los grupos de transposiciones códicas (véase en X.2).

Se sabe que en la propia lingüística este tipo de problemas ha


sido abordado con frecuencia: entre los diferentes caracteres sen­
soriales y fenoménicos de la materia fónica (sonoridad, «lineari-
dad» muy amplia, no-espacialidad relativa, variabilidad de la fuer­
za de emisión vocal, de su altura melódica y de su duración, etc.),
¿cuáles son los que, si hubiesen sido diferentes, habrían dejado
casi intacto el aspecto de la lengua en cuanto forma relacional, y
cuáles son, por el contrario, aquellos cuya alteración habría alte­
rado el propio sistema lingüístico? Se puede pensar, por otra par­
te, que estas cuestiones, en lingüística, jamás han sido afrontadas
en toda su amplitud; pero es que, en este terreno, las variaciones
de la m ateria del significante son, en cierto modo, imaginarias,
puesto que la única materia con que tratamos realm ente es la
m ateria fónica, cuyos caracteres sensoriales no pueden modificar­
se por «experiencias como si». En semiología general nos encon­
tram os, en cambio, con materias de la expresión que se diferencian
realm ente unas de otras (= sonido musical, ruido, sonido fónico,
imagen fotográfica, imagen dibujada, imagen pintada, imagen mó­
vil, imagen inmóvil, imagen única, imagen en secuencia, color o
«blanco y negro», etc.), de forma que nos vemos obligados, en
medio de tan ricas y complejas variaciones sensoriales, a pregun­
tarnos cuáles son las que permiten y cuáles las que impiden la con-
servación-de-lo-idéntico de una forma dada. Esto equivale a decir,
sencillamente, que el problema de las relaciones entre la forma y
la m ateria se vuelve de pronto mucho más importante cuando uno
tiene ante sí varias materias efectivamente distintas.

X.4. E l e n t r e m e z c l a m i e n t o d e l a s e s p e c if ic id a d e s : e s p e c i f ic id a d
M ÚLTIPLE, GRADOS DE ESPECIFICIDAD, MODOS DE ESPECIFICIDAD
Un código puede, pues, ser específico de varios lenguajes; pero,
como para esto hace falta que estos últimos tengan a su vez de­
term inada cantidad de caracteres semejantes (= rasgos sensoria­
les pertinentes), el sistema de significación que les es común pue­
de, sin inconveniente, ser llamado «específico» de cada uno de
ellos: no será nunca más que una manera más sencilla de constatar
que va adherido, en propiedad, a su parte común (por ejemplo, los
códigos rítmicos son específicos de la temporalidad, que a su vez
£s común a varios lenguajes).
Esta noción de una especificidad eventualmente múltiple no es
paradójica más que en apariencia. La unicidad no es la única
form a de especificidad, y una multiplicidad circunscrita dibuja
igualmente un grupo específico; un campo específico no es forzo­
samente un campo exiguo.
Habrá que concretar, por fin, también, que la pertenencia es­
pecífica de algunos códigos a algunos lenguajes, o grupos de len­
guajes, no tiene, en absoluto, como efecto el impedir transposi­
ciones códicas globales (más o menos isomorfas) en otro lengua­
je, o grupo de lenguajes, y aún menos préstamos localizados y más
o menos deformantes, que afectan a determinadas combinaciones
particulares autorizadas por el código.
De todo lo que acabamos de decir se desprende que en el pro­
pio interior de los códigos específicamente cinematográficos se
encuentra una especie de jerarquía en la especificidad. Un código
«cinematográfico» puede serlo más o menos. El grado extremo de
especificidad es el del código que se manifiesta sólo en el cine:
se trata, pues, de un código de manifestación única, en el sentido
que se ha definido en el capítulo X.3: un código en relación con
el cual todos los rasgos de la materia de la expresión propia del
cine son pertinentes, de forma que no tiene ninguna posibilidad de
manifestación en otros lenguajes, ni siquiera en aquellos que se
aproximan al cine por su definición técnico-sensorial (o más exac­
tamente, lo que viene a ser lo mismo para nuestro problema, un
código en relación con el cual son pertinentes todos los rasgos
materiales que no existen en ningún lenguaje que no sea el cine).
Luego, nos encaminamos progresivamente hacia grados más dé­
biles de especificidad (sin hablar de los códigos no-específicos,
que quedan fuera por el momento y reaparecerán en el capítulo
X.7); existen códigos que son específicos de un grupo de lengua­
jes que comprende el cine y un limitado número de medios dife­
rentes de expresión: los rasgos materiales pertinentes para estos
códigos son los que son comunes a los lenguajes de este grupo,
y este grupo resulta ser poco numeroso. Pero, en otros casos,
puede serlo más, de modo que el cine (que sigue formando parte
de él) está allí algo más «ahogado»: llegamos entonces a códigos
que merecen aún ser llamados cinematográficos, pero cuyo grado
de cinematograficidad está en disminución. Todos los códigos cuya
especificidad no es máxima pertenecen a la categoría (definida en
X.3) de los códigos de manifestaciones múltiples pero no uni­
versales: algunos rasgos físicos les son pertinentes (y por ello no
se manifiestan en todos los lenguajes, sino sólo en los de un gru­
po), y otros rasgos físicos no van imidos para nada a su definición,
lo que les permite manifestarse en varios lenguajes materialmen­
te diferentes, y no en uno solo. Los códigos específicos de especi­
ficidad no-máxima son, pues, aquellos que van unidos en propie­
dad, si no al cine y sólo a él, por lo menos a un grupo concreto
de lenguajes que abarcan el cine.

Estas consideraciones, a pesar de las apariencias, no tienen


nada abstracto, y van directamente imidas a problemas que, con
frecuencia, se tratan en las discusiones referentes al cine o a lo
«audiovisual». Así, incluso en los debates más «concretos», nadie
pondrá dificultades en admitir que una figura de montaje como
la sobreimpresión, que es evidentemente cinematográfica, existe
también en fotografía; y nadie tendrá el sentimiento de que deja
por eso de ser cinematográfica. Sucede, pues, que cada uno admi­
te implícitamente lo que por nuestra parte intentamos formali­
zar: que una configuración dada puede ser específica de un len­
guaje, incluso aunque su área de aparición vaya más allá de este
único lenguaje, con la condición, sin embargo, de que no lo sobre­
pase demasiado y que sus manifestaciones, yendo al extremo opues­
to, no se conviertan en universales. (En lo que se refiere al ejem­
plo escogido, podríamos contestar que la sobreimpresión del cine
es móvil, mientras que la sobreimpresión fotográfica es fija: así,
cada una de las dos figuras se encontraría confinada en un len­
guaje único. Pero no es de esto de lo que se trata: en las discusio­
nes corrientes consideramos lo que es común a estas dos sobre-
impresiones, y que se llama precisamente «sobreimpresión»: la
percepción simultánea de dos imágenes en un mismo marco. Te­
nemos aquí un buen ejemplo de los grados de especificidad: la
sobreimpresión móvil es más específica del cine que el principio
en sí de la sobreimpresión, pues el grupo de lenguajes donde apa­
rece la prim era es más restringido que aquel en que se manifiesta
el segundo.)
De modo general, se puede observar que entre las «figuras»
(= artículos de códigos) que se reputan cinematográficas muchas
son, de hecho, comunes al cine y a una cantidad más o menos
im portante de lenguajes vecinos, es decir, cuya definición técnico-
sensorial, aunque diferente de la del cine, no se aparta tanto como
lo hace, por ejemplo, la literatura. Es éste uno de los problemas
esenciales de la investigación llamada audiovisual, con todas sus
implicaciones, sobre todo pedagógicas y políticas. Lo que se llama
lo audiovisual, en efecto, es un grupo de lenguajes vecinos (en el
sentido en que acabamos de decirlo), y que comprende el cine,
la televisión, la radio, en algunas de sus producciones (y más ge­
neralmente varios tipos de grabaciones sonoras), la fotografía, la
fotonovela (y más generalmente varios tipos de secuencias de fo­
tografía fijas), la historieta dibujada, etc.: enumeración que no
aspira a la exhaustividad, pues el campo bautizado audiovisual, si
bien está bastante claro en su centro, se hace más vago en sus
fronteras (existen escalones, algunos de los cuales, como la ima­
gen de radar, son inesperados, y otros, como la pintura, y la mú­
sica, muy extensos...; pero este problema no nos interesa aquí).
Estos diversos lenguajes tienen una definición física que es, a
la vez, distinta y próxima (lo que explica lo intrincado de los có­
digos y de las especificidades respectivas). Con el fin de dar una
primera idea proponemos una «característica» de algunos de ellos,
en términos de materia de la expresión. (Esta clasificación, por
el momento, puede sin inconveniente quedarse sin concretar.)
Fotografía: imagen obtenida mecánicamente, única, inmóvil.
Pintura (por lo menos «clásica»): imagen obtenida a mano, úni­
ca, inmóvil.
Fotonovela (y similares): imagen obtenida mecánicamente, múl­
tiple, inmóvil.
Historieta dibujada: imagen obtenida a mano, múltiple, inmóvil.
Cine-televisión: imagen obtenida mecánicamente, múltiple, mó­
vil, combinada con tres tipos de elementos sonoros (palabras, m ú­
sica, ruidos) y con menciones escritas.
Piezas radiofónicas (y similares): tres tipos de elementos so­
noros (palabras, música, ruidos).
Se ve que estos lenguajes, desde el nivel de su definición ma­
terial, revelan la complejidad de sus relaciones mutuas. En algu­
nos casos, cierto es, su relación lógica es la de la exterioridad, es
decir, que no tienen en común ningún rasgo pertinente de la ma­
teria de la expresión. (Ejemplo: fotografía/radiofonía, como lo
muestra el «cuadro» anterior.) Pero en otros casos se trata de una
relación de inclusión: un lenguaje posee todos los rasgos m ateria­
les de otro, y además rasgos materiales que el otro no tiene. (Ejem ­
plo: el cine «comprende» la pieza radiofónica.) Encontramos por
fin, también, casos de intersección: los dos lenguajes tienen cier­
tos rasgos en común, pero cada uno de ellos tiene rasgos que el
otro no tiene. (Ejemplo: la fotonovela y la historieta dibujada:
tienen en común los rasgos «imagen», «inmóvil» y «múltiple», pero
el rasgo «imagen mecánica» se refiere a la fotonovela y no a la
historieta, el rasgo «imagen a mano» a la historieta y no a la fo­
tonovela.) En resumen: no nos encontramos frente a lenguajes que
estuvieran al lado unos de otros, uniformemente exteriores, ali­
neados a lo largo de un único eje clasifica torio (de forma que sus
especificidades respectivas no se interfieran nunca), sino con len­
guajes que se unen y se comprenden parcialmente, y cuyas espe­
cificidades se entremezclan unas con otras. Este punto ya se ha­
bía presentido en el capítulo II.3.
Por esto es por lo que la especificidad del cine —si, como lo
desearía el conjunto de este libro, se la define en términos de
códigos— constituye un fenómeno de gran complejidad interna
que se ordena, por así decirlo, según determinado número de
círculos, concéntricos o secantes; cada círculo traza lo que la
teoría de los conjuntos llama una clase: un grupo de.códigos, y
al mismo tiempo un grupo de lenguajes: el conjunto de los len­
guajes a los que este grupo de códigos va unido en propiedad.
Pensemos, por ejemplo, en las diferentes codificaciones que
aparecen en la banda de imágenes del filme. Esta entidad es un
texto parcial que, como su nombre indica, está compuesto de imá­
genes. Por tanto, los códigos que forman la «imagen», en cuanto
tal (todos los tipos de imágenes), son susceptibles de manifestar­
se también en las imágenes fílmicas. (Pueden hacerlo; no quiere
decir quf*. lo hagan de repente, todos, y en cada «plano» del filme.)
Las codificaciones de este grupo son aquellas para las cuales es
pertinente, en la m ateria de la expresión, el rasgo de iconicidad
visual y sólo él. Adoptaremos la palabra «iconicidad» para desig­
nar el carácter propio de todas las imágenes llamadas reales (= no
mentales) y «figurativas», es decir, débilmente esquematizadas.
(La palabra la emplean así muchos estudiosos de la semiótica de
Estados Unidos, y les sirve para designar todas las codificaciones
analógicas, por oposición a los códigos «digitales», aunque no sean
visuales, sino, por ejemplo, auditivas.) Los códigos icónico-visua-
les son evidentemente cinematográficos, puesto que el estar com­
puesto, entre otras cosas, de imágenes es un carácter importante
del cine; pero su grado de especificidad sigue siendo bastante dé-
ítbil, pues pertenecen, además de al cine, a todos los lenguajes de
la imagen, y éstos son relativamente numerosos: dibujo figurati­
vo, pintura figurativa, fresco, dibujo animado, historieta dibujada,
televisión, fotografía, secuencias de fotografías (como la fo tono-
vela), etc. Hemos ya encontrado en ruta (p. 243) un código perte­
neciente a este grupo, el código de las «denominaciones icónicas»:
sistema de correspondencias entre los rasgos pertinentes, que per­
miten identificar la imagen con una figura visual recurrente, y
los rasgos pertinentes semánticos del lexema —o más bien del
«semema» en el sentido de Greimas (véase p. 55)—, que, en una
lengua dada, designan al objeto reconocible, haciéndolo así más
reconocible. Este código no es el único del grupo; hay muchos
otros, y, por ejemplo, todos aquellos que —para emplear una
expresión consagrada pero algo rara, y, sea como fuere, impropia
en el caso de la imagen plana— se refieren a la «plástica» de la
imagen: disposición espacial de los datos icónicos, papel del marco
(es decir, de la finitud propia de las representaciones icónicas) en
el ordenamiento visual, reparto de las masas y de las líneas de
fuerza (por ejemplo, el «número áureo», del que sabemos que preo­
cupó, después de los pintores, a algunos cineastas), juego de las
figuras y de los fondos (= «motivos» principales y últimos térm i­
nos), etc. El cine, y hay autores que lo han dicho, es también un
«arte plástico»: aspecto que se vuelve im portante en determinados
filmes, como los de la escuela expresionista alemana o los últimos
de Eisenstein (Alejandro Nevski e Iván el Terrible). A esta prime­
ra categoría de códigos, que va unida a la iconicidad visual, perte­
necen también (o más bien: pertenecen primero) diferentes sis­
temas de gran importancia antropológica que llamaremos los «có­
digos de la analogía»: los que son responsables de la propia ana­
logía, que actúan con vistas al «parecido», que hacen que el objeto
parecido se sienta como tal; la analogía no es lo contrario de la
codificación: ella misma está codificada, aunque sus códigos ten­
gan como carácter propio el ser sentidos como naturales por el
usuario social; se trata de todo un conjunto de montajes psicofi-
siológicos, integrados en la actividad perceptiva misma, y cuyas
modalidades varían notablemente de una cultura a otra (véanse,
especialmente, los trabajos de Pierre Francastel). El papel de es­
tos códigos en una perspectiva semiológica ha sido objeto de di­
versos estudios, por parte, entre otros, de los estudiosos de la
semiótica norteamericanos, y en el número 15 de «Communica­
tions».16 Son comunes al cine y a los demás lenguajes icónicos.
Pero la banda de imágenes del filme no queda suficientemente
definida por esta iconicidad; sucede también que las imágenes
que la componen se obtienen por vía de duplicación mecánica. Así
podrán aparecer aquí los códigos de un segundo grupo, los que
son propios de la «imagen mecánica» en general y, por tanto, del
conjunto de los meios de expresión que recurren a esta imagen;
códigos que el cine comparte con la televisión, la fotografía, la
secuencia de fotografías, etc., pero no ya con la pintura, el fresco,
el dibujo animado, la historieta dibujada (donde las imágenes se
componen a mano). Tales codificaciones presentan un grado de ci-
nematograficidad que permanece inferior al máximo, pero que es
más elevado que el de los códigos generalmente icónicos: el cine
los comparte también con otros lenguajes, pero estos últimos son
16- París, 1970, número especial Uanalyse des images. Acerca del punto considerado,
Y™nse la contribución de E líseo V eróm (pp. 52-69), la de Jean -L o u is S c h e f e r (pp. 210-
221), !a de U m berto E co (especialmente en B.l, B.2 y B.3, es decir, pp. 11-40 [corres­
ponde a los mismos apartados de La estructura ausente, op. cit., pp. 217-273]) y nuestra
propia "Presentación", pp. 1-10.
ya menos; esta segunda clase de lenguajes, en relación con la pri­
mera, está en posición de inclusión: los dos círculos son «concén­
tricos» (metáfora aproximada que no hay que tom ar al pie de la
letra). Es aquí donde encontramos los códigos llamados a veces
fotográficos, con una expresión impropia, por otra parte, puesto
que la imagen televisiva, contrariamente a la imagen cinematográ­
fica, no es fotográfica; pero la noción de fotografía, por una espe­
cie de sinécdoque implícita (= la parte por el todo), designa en
ciertos contextos el conjunto de las imágenes figurativas obteni­
das por vía mecánica (y que, en efecto, se parecen mucho en el
momento de la recepción, como se ve con la pareja cine-televisión).
En este grupo encontramos, pues, las codificaciones «fotográfi­
cas», unidas a fenómenos como la incidencia angular (= ángulos
de toma de vista: picado, contrapicado, incidencia frontal, «encua­
dres inclinados», etc.); la escala de los planos (que se codifica nor­
malmente según la gradación progresiva de los «tamaños» en la
línea axial del objetivo, siendo considerado pertinente el tamaño
del motivo principal de la imagen: plano alejado, plano medio, pri­
mer plano, etc.17); los efectos perceptibles de las diferentes focales,
así como de los filtros y otros aparatos; la diafragmación (de la
que depende la extensión de la zona de nitidez alrededor del obje­
to respecto al cual se ha regulado la puesta a punto, y, por tanto,
el conjunto de los efectos con la «profundidad de campo» o con su
ausencia), etc. Todo esto tiene gran importancia en los filmes.
Sin embargo, la imagen del cine no es sólo mecánica e icóni-
ca: es, ¿idemás múltiple, es decir, colocada en secuencia consigo
misma; un filme son varias imágenes. Nueva bifurcación: el cine
en este punto se separa de la pintura, del dibujo, de la fotografía,
etc. (lenguajes todos ellos que reposan sobre la imagen única),
pero se une al dibujo animado, a la historieta dibujada, al fresco
(excluidos antes porque sus imágenes no son mecánicas), y per­
manece en compañía de la televisión y de la fotonovela (de imá­
genes a la vez mecánicas y múltiples). Este tercer círculo es, pues,
concéntrico respecto al primero, el de la iconicidad general, y más
pequeño que él (incluido en él). Pero en relación con el segundo,
17. Autores como F raxcois C hevassu (p. 14 de Langagc cinématographique, París,
Ed. de la Ligue Frangaise de l'enseignement, 1962) o J ejk M it r y (p. 149 del primer tomo
de Esthétique et psychologie du cinéma, op. cit.) han insistido sobre el hecho de que
cada "tamaño de plano" corresponde a una especie de escala de magnitud (= relación
de superficie entre la dimensión de la pantalla y la del principal objeto representado.
La "escala de planos” tomada en su conjunto es, pues, una escala de escalas, una "je­
rarquía escalar". Se podría hablar de "variaciones escalares’ igual que se habla de
variaciones angulares.
el de la imagen mecánica, está en posición secante; en efecto: 1)
incluye medios de expresión que éste excluye (historieta dibuja­
da, dibujo animado, fresco: imágenes tomadas en secuencia pero
no mecánicas); 2) excluye medios que éste incluye (fotografía:
imagen no colocada en secuencia pero, sin embargo, mecánica);
3) tiene algunos medios en común con éste (= es el «producto
lógico» de las clases 2 y 3, su zona de intersección): fotonovela y
televisión, donde las imágenes son, a la vez, mecánicas (por tanto:
clase 2) y colocadas en secuencia (por tanto: clase 3). Las codi­
ficaciones del tercer nivel poseen así un grado de cinematografi-
cidad que es globalmente comparable al del segundo (puesto que
los dos círculos no tienen una relación de inclusión), pero un modo
de cinematograficidad —noción esta vez cualitativa— que difiere
claramente: no son cinematográficas al mismo nivel, lo que sig­
nifica dos cosas de una vez: por una parte, el cine no las comparte
con los mismos lenguajes (pues las dos clases son diferentes; en
lógica: no «idénticas»); por otra parte, en el interior de los pro­
cesos cinematográficos, no se refieren a los mismos fenómenos.
Los códigos del grupo 2 caracterizan al cine en cuanto reposa
sobre la duplicación mecánica; los del grupo 3 caracterizan tam­
bién al cine, pero en cuanto reposa sobre la pluralidad sucesiva
de las imágenes. En este grupo 3 se encuentra todo lo que está
relacionado con la puesta en secuencia de la imagen como fenó­
meno específico (aunque común a varios medios de expresión);
los psicólogos y los psicosociólogos se interesan con frecuencia
por los problemas de este tipo:18 relaciones lógicas percibidas por
el espectador (como la relación causal, la relación adversativa, la
yuxtaposición bruta, etc.) entre imágenes sucesivas pero no con­
tiguas (la imagen 15 y la imagen 18), modos diversos de expresar
relaciones temporales como la simultaneidad, la consecución pró­
xima, la consecución lejana entre las acciones presentadas por las
diferentes imágenes de la secuencia (= flasbac, orden ordinario
llamado cronológico, etc.), codificaciones más propiamente esté­
ticas: evocación de motivos o de contornos gráficos de una ima­
gen a otra (con el problema de las «transiciones»), contrastes
violentos entre imágenes contiguas, etc. No es casi necesario ha­
blar de la importancia de las construcciones de este tipo en los
filmes: constituyen una parte —una parte sólo pero importante—
del montaje cinematográfico; este último, en efecto, abarca a la
18. Véase, por ejemplo, A nm e-M arie T h ib a u lt-L a u la n , Étude psycholinguistique d'ima-
gcs visueltes en séquence, 1969, tesis de tercer ciclo, Burdeos.
vez configuraciones que can unidas al movimiento de la ima­
gen (y pertenecen, pues, a los códigos del grupo 4, de los que
hablarem os dentro de un momento), y otros que dependen, sen­
cillamente, de la multiplicidad de esta imagen, y que se encuentran
tam bién en las historietas dibujadas o en las secuencias de fotos
fijas (estas últimas, significativamente, se llaman a veces «mon­
tajes fotográficos»). Observaremos que el código de «gran sintag­
mática» (véase p. 244) constituye un conjunto reagrupado de co­
dificaciones cinematográficas la mayor parte de las cuales perte­
necen al grupo que lleva aquí el número 3: la gran sintagmática
considera los hechos de montaje en la medida en que se refieren a
pluralidades de imágenes sucesivas, pero sin adherirse especial­
m ente al movimiento, que sólo es uno de los medios de obtener
esta pluralidad (así, los movimientos de cámara quedan fuera del
marco de este estudio).
La iconicidad, la duplicación mecánica y la puesta en secuen­
cia no son los únicos rasgos pertinentes de la m ateria de la expre­
sión que es propia de la imagen de cine; ésta, además, se mueve.
Por esto pertenece el cine a un cuarto grupo de lenguajes, forma­
do precisamente con todos aquellos que reposan sobre la imagen
en movimiento: televisión, dibujo animado, cine. Sucede, por lo
menos en los casos más frecuentes, que esta imagen en movimien­
to es igualmente múltiple; por tanto, el cuarto círculo definido por
dos rasgos (movimiento y multiplicidad) está dentro del tercero
(delimitado sólo por el rasgo de multiplicidad), y más restringido
ique él, pues excluye algunos lenguajes incluidos en el tercero: los
que recurren a la imagen múltiple pero inmóvil (fotonovela, his­
torieta dibujada, fresco). Las codificaciones del nivel 4 poseen un
grado de cinematograficidad superior a las del nivel 3, pues el
cine las comparte con menos medios de expresión. Por otra parte,
el cine pertenece también a un tercer grupo de lenguajes carac­
terizado por imágenes que son a la vez mecánicas, en movimiento
y múltiples (= tres rasgos pertinentes). Este grupo 5 es igual
al producto lógico del 4 y del 2: comprende sólo los lenguajes que
figuran al mismo tiempo en el 4 (= imagen múltiple y en movi­
m iento) y en el 2 (= imagen mecánica), es decir, el cine y la tele­
visión. (A lo largo de este desarrollo nos hemos limitado, no sin
cierto margen de arbitrariedad en la selección, a los medios de
expresión más usuales socialmente; el cuadro de conjunto queda­
ría modificado si se introdujeran en él lenguajes más «raros», o
actualm ente más raros, como los autorizados por el perfecciona­
miento y la diferenciación creciente de las tecnologías audiovisua­
les: imágenes del magnetoscopio, pantalla catódica, etc.) El dibujo
animado, que pertenece al grupo 4 (= imagen múltiple y en mo­
vimiento), está excluido del 5 porque lo está del 2: sus imágenes
no son mecánicas; la fotografía y la fotonovela, que pertenecen
al 2 (= imagen mecánica), quedan excluidas del 5 porque lo están
del 4: sus imágenes no tienen movimiento. Por tanto, las codifica­
ciones del quinto nivel presentan un grado bastante elevado de
cinematograficidad: el cine sólo las comparte con la televisión, es
decir, quizá consigo mismo (pero nos ocuparemos más especial­
mente de este punto: cap. X.5). Con el grupo 5 intervienen todas
las construcciones que van imidas al movimiento de la imagen,
así como al movimiento dentro de la imagen: son las dos grandes
formas del movimiento, emparentadas pero distintas (la cámara
puede moverse, el actor también). Nos encontramos así con «los
movimientos de cámara» (los diferentes tipos de trávelins, de pa­
norámicas, de trayectorias más complejas; los «trávelins ópticos»
-como el zum y el pancinor, etc.), todas las figuras de montaje que
son inseparables del movimiento y materialmente irrealizables sin
«1: «racor en el movimiento» de una imagen a otra; paso de un
plano alejado a un plano cercano (o al revés), en cuanto procedi­
miento de montaje que hace que se sucedan dos imágenes dife­
rentes sin recurrir al «corte»; algunas evoluciones de los actores
{llamadas «entradas y salidas de campo»), que sitúan varias esce­
nas dentro del mismo plano, etc. Otros tantos recursos expresivos
que, como los de los otros niveles, se usan constantemente en los
filmes, y que todas las obras relacionadas con el lenguaje cine­
matográfico indican.
Si abandonamos ahora la banda de imágenes para ocuparnos
de la banda de sonido del cine, constatamos primero que —ade­
más de los códigos de la analogía auditiva en sí, evidentemente—
tiene determinada cantidad de códigos en común con la pieza ra­
diofónica (= noción alemana de Hórspiel) y con la televisión; se
se trata de aquellos que se refieren a la composición sonora y
sólo a ella: colocación sintagmática de los elementos auditivos
entre sí (música, ruido, palabras); «primeros planos sonoros» en
su contraste con los «ruidos de fondo» (contraste muy elaborado
«n algunos filmes como Tempestaire de Jean Epstein,19); transfor­
19. 1947; en colaboración con el músico Yves Baudrier y el ingeniero de sonido
Maunce Vareille. Véase lo que dice de esto el propio Epstein en Le ralenti du son (Livre
d‘or du cinéma frarapais, París, Agence d'information cinématographique, 1947*1948). En
castellano puede verse el apartado que se titula El plano ampliado del sonido en Jean
Epstkin, La esencia del cine, Buenos Aires, Galatea, Nueva Visión, 1957, pp. 157-167.
mación progresiva de algunos ruidos en motivos musicales (se ha
hablado, a este respecto, de una especie de «sublimación» sono­
ra20); interrupción de la música en provecho de las palabras, o,
por el contrario, éstas deliberadamente cubiertas por aquélla; «con­
trapuntos» de diversos tipos, etc. En cambio, por lo que se refiere
a la composición propiamente audiovisual, es decir, a las relacio­
nes sintagmáticas mixtas que movilizan a la vez lo visto y lo oído,
las codificaciones susceptibles de aparecer en el cine pertenecen
a un grupo ya más restringido (y, por tanto, más específico) que
el primero, puesto que incluye la televisión pero no la pieza radio­
fónica, a la que falta el rasgo físico de ser mixta. Este segundo
grupo comprende todas las figuras unidas a la relación entre la
imagen y el sonido: refuerzo de uno por el otro, que puede ir has­
ta el «pleonasmo» (parcial o total, voluntario o no); efectos de
contraste entre ambos; sonido ordinario o sonido en of (según que
la fuente sonora aparezca o no en la imagen, cuando se oye el so­
nido correspondiente); construcciones intermedias y más comple­
jas, que dependen de lo que se llamaba en las discusiones teóricas
de los años treinta el «asincronismo» (ejemplo: la fuente sonora
aparece en la imagen, pero después o antes del sonido correspon­
diente); tipos varios de relaciones entre la imagen y la palabra
(palabra ordinaria o «diálogo», monólogo llamado «interior» y que
no lo es, «primera persona sonora», comentario exterior encomen­
dado a un locutor o recitador anónimo, etc.); este último problema
es, en resumen, el de los registros de la palabra en el cine, regis­
tros que se distinguen unos de otros por el tipo de relación entre
la palabra y la imagen.
Esta breve evocación de determinado número de códigos cine­
matográficos es muy incompleta. No aspira a ser exhaustiva (por
ejemplo, no se ha dicho nada del color, de las menciones escritas,
etcétera), y no se presenta ni siquiera como un prim er esfuerzo de
crear un repertorio: éste debería forzosamente ser objeto de una
obra especial.
Queríamos simplemente m ostrar que el problem a de la especi­
ficidad merece un trato más sistemático que el que se le aplica
corrientemente. No se puede hablar de especificidad basándose
sólo en las impresiones intuitivas que, a la vista de los filmes, nos
hacen sentir algunas construcciones como «típicamente cinemato­
gráficas», y contentarse con enumerarlas. La propia noción de
especificidad pierde todo significado si no se la une estrechamen-
20. M a rc e l M a rtin , la estética de la expresión cinematográfica, p p . 117 y ss.
te a una reflexión acerca de la naturaleza m aterial del cine, a una
definición de lo «cinematográfico» que sea literal y técnica (arte­
sanal podríamos decir), o, más exactamente, a determinados ras­
gos de esta definición por la materia del significante: los que son
permutables con rasgos pertenecientes a otros lenguajes y que,
por consiguiente, por muy materiales que sean, se constituyen, sin
embargo, en unidades discretas (= rasgos pertinentes) y se organi­
zan ellos mismos en un sistema: el sistema que forman los dife­
rentes lenguajes entre sí, y, por tanto, los diferentes códigos espe­
cíficos entre sí.
A partir del momento en que se define así a la especificidad
—como una noción a la vez material y sistemática—, no tardamos
en darnos cuenta de que los problemas de especificidad son consi­
derablemente más complejos de lo que se acostum bra insinuar. En
presencia de una codificación que —aunque no fuera más que
porque su manifestación no es universal— podría de una forma
o de otra ser específica de un lenguaje dado, hay que preguntarse
i siempre hasta qué punto lo es (es decir, con cuántos otros len­
guajes la comparte el lenguaje estudiado) y con qué títulos, es
decir, con qué otros lenguajes es com partida y cuál es el rasgo
material común a los lenguajes del grupo así formado: una codi­
ficación, como acabamos de verlo, puede ser «cinematográfica»
porque el cine está hecho de imágenes, pero puede serlo tam­
bién porque el cine es algo en movimiento, o porque es sonoro, etc.
Estos fenómenos de imbricación, que prohíben hacer de la
«especificidad» un reino homogéneo y compacto, están, pues, en
relación muy directa con los rasgos pertinentes de la materia de
la expresión, gsto es normal: si un código es específico, es qua-
va unido a determinados caracteres físicós~'3él significante (si no
¿que~querría décTr' «^specífico_», incluso en primera instancia?);
pero pueden existir varios lenguajes en los cuales el significante
presente éstos caracteres; inversamente, eí ~sIgñIKca3o_dé­
cada lenguaje tiene varios caracteres, que .no comparte con_el
mismo conjunto de otros lenguajes. Estas dos circunstancias, que
se combinan entre sí, desembocan en la mezcolanza de las especi­
ficidades —exterioridades, inclusiones, intersecciones—, cuyo prin­
cipio quería sólo m ostrar este capítulo, sin desembrollar su ma­
deja íntegra, ^ e jju ed e j igcir lo mismo más rápidamente, consta-
tando, sencillamente, que un lenguaje único pertenece simultánea-
mente a varias' clasesHe lenguajes. .
En todo el principio de este libro, hasta el capítulo IX inclui­
do, hemos definido los códigos específicos (= «cinematográficos»)
como aquellos que no se manifiestan nunca fuera de los fil­
mes (véase por ejemplo, p. 62): formulación provisional, que que­
ría aligerar la exposición mientras ésta no se ocupase de los pro­
blemas internos de la noción de especificidad, y perm itía, sobre
todo, separar los códigos manifiestamente no específicos. Vemos
ahora que esta primera definición conviene sólo a aquellos códi­
gos que presentan el grado máximo de especificidad (por ello su
definición, en un principio, es más «expresiva»), y que otros có­
digos son específicos del cine sin serlo sólo de él (= noción de
«especificidad eventualmente múltiple»).

Pero es más interesante observar que, hasta aquí, no hemos


mencionado —o ha parecido que no mencionábamos— códigos
cuya especificidad alcanzase este grado máximo: el «círculo» más
pequeño en que se ha parado la enumeración del capítulo X.4,
tanto para la banda imágenes como para la banda sonora, englo­
baba aún el cine y la televisión. ¿Será que no existe ninguna co­
dificación propia del cine solo? Es normal que esta pregunta surja
hablando de la televisión, puesto que en la gama de los medios de
expresión es la televisión, evidentemente, la que más se acerca al
cine.
Ahora bien, esta cuestión, si la consideramos dentro del espí­
ritu y como prolongación del capítulo precedente, plantea a su
vez algo previo, que es la enumeración de los propios lenguajes,
de la que no hemos dicho nada hasta ahora. No podem os pregun­
tarnos acerca de las interferencias códicas entre dos lenguajes
más que si estamos seguros de que estos lenguajes mismos son
distintos; ahora bien, hay casos en que no estamos seguros. E ntre
el cine y la televisión los préstamos, adaptaciones o reutilizacio­
nes de figuras o de sistemas de figuras son muy num erosos; pero
el hecho depende, en gran parte, de que los dos «media» constitu­
yen, por lo menos en sus rasgos físicos esenciales un único y mis­
mo lenguaje.
Las diferencias, por otra parte innegables, que separan al uno
de la otra son de cuatro tipos: diferencias tecnológicas, natural­
mente; diferencias socio-político-económicas en los procesos de de­
cisión y de producción por parte del «emisor» (la televisión es
frecuentemente monopolio del Estado, el cine lo es con menos
frecuencia; incluso cuando esta diferencia no interviene, una ca­
dena de televisión es una máquina que no funciona de la misma
manera que una unidad de producción cinematográfica); diferen­
cias psicosociológicas y afectivo-perceptivas en las condiciones con­
cretas de la recepción (la pequeña pantalla se opone a la grande,
el salón familiar al edificio colectivo, la habitación iluminada a la
sala oscura, la escucha distraída a la atención más sostenida, etc.);
por fin, diferencias en la programación del vehículo y, principal­
mente, en los «géneros», que son favorecidos o mayoritarios aquí
y allá: se constata, por ejemplo, que toda una serie de géneros
no-narrativos (como la mesa redonda, los noticiarios televisados en
las partes en que sólo se ve al locutor, el discurso didáctico bajo
varias formas, etc.) ocupan hoy en día un lugar sensiblemente más
importante en los programas de la televisión que en los de cine;
igualmente, la emisión en directo (o también la «dramática», aun­
que sea «diferida») es uno de los géneros televisivos sin equiva­
lente exacto en cine.
Al enumerar estas cuatro series de diferencias hemos admitido
al mismo tiempo, evidentemente, que algunos códigos aparecen en
cine y no en televisión y otros en televisión y no en cine. Por
ejemplo, miremos las diferencias tecnológicas, mencionadas en
primer lugar: tomarlas en cuenta equivale a decir, entre otras
cosas, que un código como el de la recomposición técnica del mo­
vimiento (código «del fotograma», del que hablamos con otro mo­
tivo en la p. 234) no es un factor común a la televisión y al cine;
y, de hecho, no existen fotogramas en la televisión (más que cuan­
do pasan filmes o grabaciones filmadas), pues la imagen televisi­
va es electrónica y no fotográfica. De modo más general, se com­
prende que cada una de las diferencias encontradas entre los dos
«media» abre la posibilidad de códigos diferenciales.

Estos últimos, sin embargo, exigen varias observaciones. Para


empezar, algunos de ellos son enteramente exteriores al problema
que se plantea aquí, pues no son específicos ni del cine ni de la
televisión; así, la mayor parte de los que hemos hecho figurar en
cuarto lugar, en el apartado de las diferencias que se refieren a
la «programación» del vehículo más que al propio vehículo. El
ritmo narrativo, por ejemplo, ocupa más lugar en el cine que en
la televisión (por lo menos así es por el momento); pero no está
ausente de las emisiones televisadas; y es normal, puesto que los
códigos propios de la narración (y el propio hecho de la narrativi-
dad) no son ni cinematográficos ni televisivos, sino, mucho más
ampliamente, antropológicos y culturales; la diferencia que separa
a este respecto al cine de la televisión —o que separa entre sí a
dos lenguajes cualesquiera— no podrá, pues, expresarse por un
cuadro de presencias y de ausencias, sino sólo en términos de más
o de menos, y, por otra parte, de modo muy variable en el tiempo,
incluso a corto plazo. (Algunos especialistas de tal o cual m edia
de expresión, a veces preocupados por una especificidad al precio
que sea, erigen, con excesiva prontitud, en marcas de una «esen­
cia» singular a las particularidades de este tipo que deben mucho
a las fluctuaciones de la tendencia; en este modo de pensar hay
como una forma sublimada del corporativismo.) Tales diferencias,
aunque fuesen muy numerosas entre dos lenguajes dados, no nos
dicen nada en cuanto al grado de proximidad o de alejamiento que
existe entre ellos como lenguajes, es decir, entre sus conjuntos
respectivos de códigos específicos. Lo mismo sucede con la se­
gunda categoría de diferencias que hemos encontrado entre el cine
y la televisión, las que se refieren a los procesos de decisión y de
financiamiento: dependen del sistema político y económico de la
sociedad global, no del lenguaje cinematográfico o del lenguaje te­
levisivo; por ello las diferencias de este tipo varían considerable­
mente de país a país.
En «cuanto a las otras diferencias entre la pantalla grande y
la pequeña —diferencias tecnológicas en la emisión y diferencias
psicosociológicas en la recepción—, no se puede negar que afectan
esta vez a lo que hay de específico en ambos medios de expresión.
Pero se ve también que estas diferencias (y los códigos que les co­
rresponden) son de un peso relativamente débil en relación con
la cantidad y la importancia considerables de las codificaciones que
ambos lenguajes tienen, por otra parte, en común, y de las que el
capítulo X.4 ha intentado dar una idea: códigos generalmente iró­
nicos, códigos de la imagen mecánica, códigos de la imagen puesta
en secuencia, códigos de la imagen en movimiento, códigos de
composición sonora, códigos de composición visual-sonora.
Los códigos diferenciales de orden tecnológico, mencionados
hace un rato en primer lugar, tienen naturalmente un papel im­
portante en la emisión —o por lo menos en la fabricación, que
no es el todo de los problemas del emisor—, pero no son sensi­
bles en la recepción, es decir, en la percepción, que posee también
sus clasificaciones propias: para la mirada, la imagen cinemato­
gráfica y la imagen televisiva no se diferencian más que por su
tamaño. Los demás rasgos diferenciales de la recepción, menciona­
dos hace un rato en tercer lugar (salón familiar contra edificio
colectivo, etc.), no afectan exactamente al texto del filme o de la
emisión televisada —principal objeto de la influencia semiológica,
que es inmanente—, sino más bien a las condiciones extratextua-
les de su funcionamiento psicosociológico, es decir, el hecho «ci­
nematográfico» (o su equivalente televisivo), pero esta vez en un
sentido completamente diferente: el de Gilbert Cohen-Séat (véase
cap. I). Hemos visto, por otra parte, en el mismo capítulo, que las
determinaciones tecnológicas —cuando no acarrean alguna dife­
rencia perceptible en el propio texto, en la «filmofanía» (p. 32)—
dependen igualmente del terreno «cinematográfico» así definido
(= cinematográfico-no-fílmico; véase cap. II.5).
Todo esto, naturalmente, no tiene como efecto volatizar la
existencia de los códigos diferenciales. Primero, porque no hay
compartimientos estancos entre las consideraciones propiamente
semiológicas o las que dependen más bien de la sociología o de
la tecnología, entre lo cinematográfico-fílmico y lo cinematográfi-
co-no-fílmico. Luego, porque la materia de la expresión cinemato­
gráfica y la materia de la expresión televisiva siguen separadas
—¿por mucho tiempo?— por un rasgo pertinente que en lo que a
él se refiere, afecta al texto incluso de modo perceptible: el ta­
maño de la pantalla. (No es por casualidad por lo que, en el len­
guaje corriente, este rasgo y sólo éste entre los rasgos diferencia­
les ha sido retenido para designar la diferencia de ambos lengua­
jes: la «pantalla grande» y la «pequeña pantalla».
A pesar de esta reducción de escala (cuyas consecuencias có-
dicas son aún poco conocidas e incluso desconocidas), sigue siendo
cierto que los textos respectivos del cine y de la televisión tienen
en común todos los rasgos materiales pertinentes más importan­
tes (vamos a recordarlos dentro de un momento), y que las codi­
ficaciones específicas, es decir, unidas a estos rasgos pertinentes,
son en gran parte las mismas en ambos casos: aquí como allá en­
contramos primeros planos y planos alejados, efectos de ilumina­
ción, trávelins y trayectorias, imágenes sentidas como «fotográfi­
cas», sonido-off y sonido que no lo es, «diálogo» y «comentario»
exterior, intertítulos y títulos de crédito, «ruidos» compuestos en
relación con la imagen, montaje cronológico y flasbac, montaje
rápido y «planos-secuencia», etc. Sería muy largo enumerar las
figuras y sistemas de figuras comunes a la pantalla grande y a la
pequeña. Su empleo concreto, su frecuencia media, sus contextos
favoritos, etc., pueden variar de uno a otro, pero pueden también
variar dentro del marco de cada uno de ellos: se trata de diferen­
cias entre subcódigos, no entre lenguajes. Además, e incluso en
m ateria de empleos, se sabe que el cine y la televisión se aproxi­
m an e interpenetran cada día más.

Las diferencias que separan al cine o a la televisión de cual­


quier otro lenguaje no tienen común medida con las que separan
al cine de la televisión; las primeras son compactas, a la vez in­
m ediatas e irremediables: diferencias definitivas entre materias
de la expresión, que arrastran consigo grupos enteros de códigos
específicos: la pieza radiofónica no es visual, mientras que el cine
y la televisión lo son; la fotografía es fija, mientras que el cine
y la televisión están en movimiento, etc.
Hemos dicho en la página 271 lo que son lenguajes vecinos:
lenguajes que tienen en común determinada cantidad de rasgos fí­
sicos pertinentes y, por tanto, determinada cantidad de códigos
específicos. El cine y la televisión, en el fondo, no son sino dos
lenguajes vecinos, pero que llevan la vecindad mucho más lejos
de lo que la llevan normalmente los lenguajes entre sí. En el seno
de ambos los rasgos físicos pertinentes y códigos específicos que
pertenecen también al otro son mucho más numerosos e impor­
tantes que los que no le pertenecen; e, inversamente, los que los
(iseparan son mucho menos numerosos e importantes que los que
lo s separan, en común, de terceros lenguajes.

Por tanto, se puede tratar a ambos como si formasen un len­


guaje único. Esto es sólo una convención, puesto que las diferen­
cias permanecen, y pasarían incluso a prim er término si se em­
prendiese el estudio interno de la pareja cine-televisión. (Por tan­
to, está claro desde el principio —y la opinión común no lo con­
tradice— que ambos «media» son, a la vez, distintos y se parecen
mucho.) Pero esta convención puede aportar más claridad y apar­
tar muchos falsos problemas en las clasificaciones y discusiones
que, desbordando el marco del cine y el de la televisión, conside­
ran el estado más general de las codificaciones y de las especifici­
dades dentro de un terreno bastante extenso, como el de lo «audio­
visual» y a fortiori de la estética general.
Diremos, pues, pensando de esta manera, que el cine y la tele­
visión son dos versiones, tecnológica y socialmente distintas, de un
mismo lenguaje, que se define por determinado tipo de combina­
ciones entre palabras, música, ruidos, menciones escritas e imá­
genes en movimiento (con exclusión, concretamente, de los olores,
sabores, sensaciones táctiles, etc.), quedando claro que las técnicas
de duplicación mecánica utilizadas para «reproducir» estos cinco
tipos de datos consiguen, en lo que se refiere a las tres auditivas,
reproducir ampliamente la riqueza fenoménica y perceptiva del
objeto reproducido, m ientras que la serie icónica (obtenida, sin
embargo, también ella, por vía de duplicación mecánica, diferente­
mente de lo que sucede, por ejemplo, en la pintura y el dibujo)
manifiesta, en relación con los objetos reproducidos, una analo­
gía perceptiva que permanece parcial e incompleta, puesto que per­
mite la alteración de determinados caracteres sensibles del «mo­
delo» (presencia del rectángulo de la pantalla, ausente en la visión
real, ausencia de los factores binoculares de relieve presentes en
la visión real, funcionamiento diferente de los mecanismos de resta­
blecimiento de la constancia, etc.).
Una definición de este tipo, como se ve, vale a la vez para el
cine y la televisión. Evidentemente, no reposa sobre rasgos for­
males, sino sobre consideraciones sensoriales (= materia de la
expresión): es que el objeto definido no es aquí un código, sino un
lenguaje.
Volvamos finalmente a los códigos cinematográficos de espe­
cificidad máxima. Si se adm ite que el cine y la televisión forman,
en lo esencial, un mismo lenguaje, estos códigos no serán única­
mente los pertenecientes al cine solo, sino también —e incluso
ante todo, puesto que acabamos de decir que son más numerosos
e importantes que los primeros— los que pertenecen al cine y a
la televisión nada más, y que hemos evocado en el capítulo prece­
dente: códigos propios de la imagen mecánica colocada en secuen­
cia y en movimiento (= era nuestro «grupo 5»), y códigos rela­
cionados con la combinación de tal imagen con el triple dato so­
noro (así como con las menciones escritas).

X .6. L e n g u a je c o m o c o m b in a c ió n d e c ó d ig o s
Los capítulos X.4 y X.5 han probado que lo que caracteriza
códicamente a un lenguaje dado no es un código, como lo querrían
los que buscan «el código del cine», sino una combinación de va­
rios códigos. Este punto, como es sabido, ha sido desarrollado
con fuerza por Emilio Garroni en Semiótica ed estetica (véase
cap. II.3). Pero el autor italiano saca la conclusión de que no exis­
te ningún código que sea específico de cualquier lenguaje: un
código no es nunca específico; sólo los lenguajes (es decir, las
combinaciones de códigos) lo son. E sta postura nos parece excesi­
va y la hemos discutido en un artículo cuyas ideas quedan reco­
gidas y sistematizadas a lo largo de este capítulo X.J1 El concepto
de las lenguas como combinaciones específicas de códigos, que es
seguramente el más satisfactorio, no implica que los códigos com­
binados sean forzosamente no-específicos: algunos de ellos pueden
ser específicos, de modo que lo que se llama (globalmente) la es­
pecificidad de un lenguaje es un fenómeno de dos pisos: la com­
binación es específica, y lo son tam bién algunas de las entidades
combinadas. Idea ésta que es inseparable de una visión diferen­
ciada de la propia especificidad, con sus variaciones de grado y
de modo, sus entrelazamientos de lenguaje a lenguaje (cap. X.4).
Pero, de hecho, el desacuerdo parcial que subsiste entre el
libro de Emilio Garroni y éste depende de un punto de teoría se-
miológica cuyo alcance es más general. Se admite aquí que la pro­
pia forma (en el sentido de Hjelmslev), es decir, el código, va
unido a determinados rasgos de la m ateria de la expresión, o por
lo menos lo está en el caso de ciertos códigos, que por este solo
hecho (en un grado o en otro, por un motivo o por otro) pueden
considerarse específicos. Emilio Garroni, por el contrario, estable­
ce una separación más absoluta entre la form a y la materia: una
forma, £ara él, es siempre una form a «pura» independiente de de­
terminaciones materiales, de modo que todo código es susceptible
de manifestarse en toda m ateria (= en todo lenguaje), y que no
existen, por tanto, códigos específicos.
Esta divergencia, en definitiva, refleja a escala de semiología
general la que en lingüística opone la glosemática danesa (unida
a la forma pura) a la fonología praguesa o pospraguesa y a la
gramática generativa transformacional, que, por lo menos, están
de acuerdo en conservar determinados nexos entre forma y ma­
teria. Estas cuestiones se evocan en el capítulo X.3.

Este punto de desacuerdo viene a añadirse a la idea, admitida


por ambas partes, de que los lenguajes son combinaciones especí-
21. Spécificité des codes et spécificité des langages, “Semiótica" (revista de la Aso­
ciación Internacional de Semiótica), I, núm . 4, La Haya, 1969. Varios fragmentos de
este artículo se repiten en el capítulo X del presente libro.
ficas de códigos. Idea que merece ser concretada. Nos parece, en
efecto, que en cada lenguaje la combinación es doble a su vez y
acontece en dos sentidos diferentes, el prim ero de los cuales es-
taxonómico y el segundo más dinámico. Lo que aquí está en juego
es la definición misma de lo que hay que entender por «combi­
nación».
Asistimos, para empezar, a una combinación en el sentido más
ordinario de la palabra: cada lenguaje corresponde a una reagru­
pación de códigos múltiples, unos específicos en diversos grados,
otros no-específicos. Algunos de los códigos reagrupados son sus­
ceptibles de reaparecer en todas las reagrupaciones: son, eviden­
temente, los códigos no específicos (que deben a esta particulari­
dad su propia definición). Los otros pueden figurar en una o va­
rias reagrupaciones, pero nunca en todas: son los códigos especí­
ficos (específicos de uno o varios lenguajes); además, el conjunto
que forman no es nunca el mismo de una reagrupación a otra
(cap. X.4): los lenguajes vecinos tienen en común algunos de sus
códigos específicos, pero no todos, pues no se trataría entonces
ya de lenguajes vecinos, sino de un único y mismo lenguaje (el
cine y la televisión se aproximan a esto). Así, decir que cada len­
guaje es una combinación específica de códigos es afirm ar que
la reagrupación total de los códigos no es nunca idéntica de un
lenguaje a otro —aunque los códigos no específicos puedan parti­
cipar en todas las reagrupaciones y algunos códigos específicos en
varias—, pues un conjunto dado de códigos específicos no parti­
cipa nunca en más de una, lo que basta para diferenciar a cada
agrupación total de la totalidad de las demás. En este sentido la
combinación invocada es propiamente un hecho combinatorio,
un hecho de taxonomía, y abre, por otra parte, en su momento, la
perspectiva de una clasificación general y sistem ática de los diver­
sos medios de expresión, como otros tantos conjuntos de códigos;
sería una especie de tabla de Mendeléiev, y también la consecu­
ción, en su versión estructural, del sueño ya antiguo de un «sis­
tema de las Bellas Artes» (donde no figurasen más que «bellas
artes»),
Pero es también de otro modo como se combinan los códigos
en cada lenguaje. Sólo vienen a agruparse allí, a sumarse, a yux­
taponerse de cualquier manera: se organizan entre sí; se articu­
lan unos con otros, según un orden; contraen allí jerarquías unila­
terales, semejantes, en ciertos aspectos, a las que, según Julien
Greimas,22 se articulan entre los semas de cada lexema o de cada
semema. Se encuentra así engendrado un verdadero sistema de re­
laciones intercódicas, que es a su vez, en cierto modo, otro códi­
go, y que —dentro del orden de lo códico, no de la m ateria de la
expresión— representa lo que hay de más específico en cada len­
guaje: es la fórmula códica de su especificidad. E sta estructura
no debe confundirse con otra, que es igualmente intercódica, pero
que actúa en cada texto de un lenguaje, y no a la escala de ese
lenguaje, como tal: se ha hablado de esta últim a en los capítu­
los V y VI, llamándola «sistema textual». En cuanto a las relacio­
nes intercódicas que se establecen al nivel del propio lenguaje, es
sin duda demasiado pronto para conocer su exacta articulación,
pero el capítulo X.4 ha intentado dar una prim era idea de ella,
aún insuficiente. Hemos subrayado, por ejemplo, las relaciones de
implicación unilateral que vienen a «situar», sucesivamente, los
grupos de códigos menos específicos dentro de los grupos de códigos
más específicos: en cine, Jas codificaciones generalmente icónicas
van «cubiertas» por aquellas, un grado más específicas, que tienen
parte de imagen mecánica, y que a su vez no aparecen —por lo
menos en el cine, insistamos en ello— más que recubiertas por
las de la imagen mecánica colocadas en secuencia, que, a su vez,
no funcionan solas, sino en provecho de aquellas de la imagen
mecánica puesta en secuencia y en movimiento, estas últimas vi­
niendo por fin a instalarse en las configuraciones audiovisuales
( = relaciones de la banda de imágenes y de la banda sonora). En
este sentido, hablar de los lenguajes como combinaciones específi­
cas de códigos es decir que cada lenguaje es el lugar de un tra­
bajo de estructuración, de una dinámica propia que acaba por
dar a los diferentes códigos «reagrupados» posiciones que no te­
nían más que en este lenguaje, que caracterizan, pues, a este len­
guaje y no a sus códigos. Igual que el sistem a textual, en cada
texto, desplaza a los códigos para acabar por colocarlos (cap. VI.2.),
igualmente cada lenguaje los desplaza tam bién a su manera, e igual­
mente para colocarlos: para colocarlos no en el texto, sino en la
configuración de códigos en que se convierte, así comprendida,
la «combinación» propia de este lenguaje.
Estos dos aspectos de la combinación corresponden a dos ca­
minos del análisis, fundamentales y complementarios. El primero
consiste en considerar uno por uno los códigos o los grupos de
códigos combinados; en subrayar, por ejemplo, que los códigos
22. Sonántica estructural, op. cit.„ especialmente pp. 30-54.
cinematográficos de orden generalmente icónico aparecen tam ­
bién en otros ocho o diez lenguajes (cuya lista se hace a la vez),
los códigos cinematográficos de la imagen mecánica en tres o
cinco sólo (cuyo «cuadro» se completa con esta misma conmuta­
ción), los códigos cinematográficos de la colocación en secuencia
de nuevo en cinco o siete, etc. El otro camino reposa sobre la
constatación de que, en el cine (y no en otros sitios), la imagen
colocada en secuencia es precisamente una imagen mecánica —en
el dibujo animado es un dibujo hecho a mano lo que se pone en
secuencia—; que esta imagen mecánica, inevitablemente, posee
también el carácter «icónico»; que la imagen colocada én secuen­
cia es la misma que se pone en movimiento (en la historieta di­
bujada es una imagen fija la que se coloca en secuencia), etc.:
así el trabajo de los códigos unos sobre otros se realiza según
trayectos y articulaciones que caracterizan al propio cine (o a la
televisión). Dentro de esta segunda perspectiva, los códigos no
están ya enumerados irnos al lado de otros. Vemos que los dos
caminos no se excluyen, sino que se completan, y que el primero
—por ello lo hemos designado como tal— viene forzosamente
antes que el otro.

La distinción entre estas dos perspectivas permite compren­


der que, en el funcionamiento interno de un lenguaje dado, un
código más específico que otro no es forzosamente un código
más importante. Puede serlo, pero no lo es por derecho. Un có­
digo más específico —y es su propia definición (véase cap. X.4)—
es sencillamente un código que el lenguaje estudiado comparte
con una menor cantidad de otros lenguajes, lo que basta para
establecer (dentro de la perspectiva taxonómica) que lo caracte­
riza en mayor grado: lo «específico» o, por lo menos, una de las
vertientes de esta noción, ¿no es lo que está ausente en los de­
más sitios? Pero si prescindimos de estos demás sitios y se efec­
túa el análisis propio del lenguaje inicial, se ve allí que el código
más específico contrae múltiples y frecuentes relaciones de fun­
cionamiento con tal o cual código menos específico, de forma
que sería difícil (y por otra parte ocioso) decidir cuál de los dos
tiene allí el papel más «importante».
Hemos ya encontrado, anticipadamente, un buen ejemplo de
semejante situación (pp. 276-277), constatando que el montaje cine­
matográfico tomado en su conjunto abarca, a la vez, codificaciones
relacionadas con la colocación en secuencia de la imagen y otras
que dependen de su movimiento. Estos dos tipos de organización
—diferentes, por otra parte, puesto que existen secuencias de
fotografías fijas como las que forman la «fotonovela»— se inter-
penetran y se combinan constantemente en los filmes, cuyo mon­
taje asumen en común. Para el estudio interno del cine lo más
im portante es esta colaboración misma, es decir, precisamente
el montaje; cuyo análisis, sin embargo, obtendrá más rigor si
ambas aportaciones se distinguen claramente. (En este caso con­
creto constataremos incluso, como lo hemos hecho en otros si­
tios,23 que las preocupaciones de la colocación en secuencia han
sido prioritarias por encima de los problemas de la elaboración
del movimiento en algunas fases de la emergencia histórica y
progresiva del lenguaje cinematográfico, dominadas por la obse­
sión del montaje en el sentido estricto, es decir, del corte y del
empalme; por tanto, de la secuencialidad más que del movimien­
to.) Y, sin embargo, no es dudoso que la movilidad de la imagen
es más específica del cine que su pluralidad: la primera, y no la
segunda, ha dado su nombre al cinematógrafo; la primera no se
deja constatar más que en una limitada cantidad de medios de
expresión, aparecidos todos en reciente fecha; la segunda, en mu­
chos lenguajes «modernos» —los precedentes y otros más, como
la fotonovela, la historieta dibujada, la diagramación de las re­
vistas, etc.—, así como en las producciones más antiguas: fres­
cos, cuadros, o dibujos ordenados en series, trípticos, o incluso
cuadros únicos, muy «narrativos», como los de Bruegel, con sus
numerosos motivos que desafían a toda lectura que no sea su­
cesiva.
Es, por otra parte, una actitud bastante común, y que inter­
viene en muchas representaciones corrientes del hecho cinema­
tográfico, juzgar el movimiento —desde un punto de vista implí­
citamente taxonómico— más característico de los filmes que la
pluralidad de los planos, aunque admitiendo también (modifican­
do la perspectiva, aunque sea sin saberlo) que la sucesión de las
imágenes, en estos mismos filmes, tiene un papel tan importante
como su movilidad.
Nos guardaremos, pues, de confundir los grados de especifici­
dad con la apreciación de las «importancias», pues no puede to­
m arse una decisión acerca de los primeros más que comparando
varios lenguajes, y acerca de las segundas más que para cada len­
guaje tomado por separado. (Por otra parte, la cuestión de las im­
23. •Montage* et discours dans le film, recogido en Essais sur la significaíiott au
cinéma II, op. cit., pp. 89-96.
portancias no es seguro que tenga gran importancia: lo que la tie­
ne es la articulación de los códigos entre sí en el lenguaje, y no
las listas de premios que puedan confeccionarse con este motivo;
no es indispensable para analizar el cine saber si es el «arte del
movimiento» más que el «arte de la imagen», «el arte del espacio»
o —¿por qué no?— el arte de los sonidos en situación: es todo
esto a la vez, y es este a la vez el que tiene importancia. Pero tam­
bién para desenredar este «a la vez» sin confusión hace falta, en
un prim er tiempo, considerar sus componentes uno por uno.)

X.7. Los CÓDIGOS NO-ESPECÍFICOS. CÓDIGOS DEL CONTENIDO Y CÓDIGOS


DE LA EXPRESIÓN

Habiendo llegado a este punto, el lector se hará quizá una pre­


gunta: ¿para qué «aferrarse» a la idea de especificidad, cuando
se ve uno obligado a matizarla y a circunstanciarla tanto, y por qué
no adm itir (como hace, por ejemplo, Emilio Garroni) que los pro­
pios códigos no son nunca específicos, y que sólo las combinacio­
nes de los códigos pueden serlo?
Es que la noción de «especificidad» de algunos códigos nos
parece que representa —por lo menos en el estado actual de las
investigaciones, al que se anticipa el autor italiano con un opti­
mismo algo excesivo— la única manera de dar cuenta de un fenó­
meno sensible de modo bastante directo, que la reflexión estruc­
tural, tal y como la concebimos, debe profundizar y analizar, y no
dejarse a la puerta. La experiencia corriente de la recepción de
diferentes textos nos hace notar que, entre los códigos que se
combinan en el texto de cada arte, unos están más próximos a este
arte que otros, y que cada lenguaje trae consigo algunos sistemas
formales mientras que se contenta con recoger otros.
Imaginemos un sistema de claroscuro, específico a la vez de la
pintura y de la fotografía fija en color; en la experiencia de la
consumición cultural será efectivamente sentido como específico
en ambos casos, a pesar del hecho de que son dos; es que en am­
bos casos, también, entrará en contraste con otros códigos, que
serán menos específicos que él. En el corazón de la obra pictó­
rica, este claroscuro se encontrará, por así decirlo, del lado de la
pintura (y no del lado del tema pintado), porque el mismo cuadro
mostrará, por otra parte —y no es aquí más que un ejemplo—, tal
o cual código que Panofsky declararía «iconográfico»,24 y que ven­
drá a organizar el dato mitológico (si se trata de un cuadro de
tem a mitológico). En otras palabras: si es cierto que no todo es
pictórico en la pintura, no es cierto que todo sea no-pictórico al
mismo nivel, y algunas configuraciones son más pictóricas que
otras; la pictoricidad no es más que una parte —pero una parte
verdadera— de la pintura, del mismo modo que la «literalidad»
(literaturnost') para los formalistas rusos, no era el todo de la
literatura,' pero permitía, por abstracción, un análisis separado, y
correspondía a una serie de modelos construidos (= códigos) que
le eran propios.25 El mismo razonamiento podría repetirse para
una fotografía en color donde apareciera idéntico efecto de claros­
curo, que también aquí encontraría frente a sí algo menos «foto­
gráfico» que él.

Existe un concepto corriente que opone, dentro del texto fíl-


mico, la «forma» al «contenido». La forma, así entendida, es el
lenguaje cinematográfico mismo; el contenido es lo que se le hace
decir a ese lenguaje en cada caso particular. Esta manera de ver
las cosas es, a la vez, confusa y simplificadora, y hemos consa­
grado un artículo especial a criticarla:26 para empezar, oponer la
form a al contenido es contaminar dos distinciones que son meto­
dológicamente independientes una de otra (la del significante y del
significado, y la de la forma y la materia); después, cada uno de
los sistemas de significación (códigos) que intervienen en el fil­
me —sea o no específicamente cinematográfico— es a la vez un
sistema de significantes y un sistema de significados (pues sin
esto no sería un sistema de significación), de forma tal que los
códigos supuestamente constitutivos de la «forma» tienen también
sus significados propios y que los códigos supuestamente consti­
tutivos del «contenido» tienen también significantes propios.
Sin embargo, a través de esta distinción defectuosa de la for­
m a y del contenido, el sentido común nos parece expresar (inclu­
so aunque lo exprese mal) una articulación muy real, que, mejor
llamada, sería la del vehículo y del programa; quedando entendido
que el vehículo no es el significante y que el programa no es el
24. Ensayos de iconología, op. cit. (véase nota 16 del capítulo segundo).
25. R om án J akobsox , declaraba en 1921: “El objeto del estudio literario no es toda
la literatura, sino su literalidad, es decir, lo que hace de ella una obra literaria.’'
26. Propositions méthodologiques pour Vanalyse du film (véase nota 7 del capitulo
primero).
significado, sino que el vehículo y el programa consisten cada
uno en un conjunto de códigos, con sus significantes y sus sig­
nificados.
Sabemos que lo propio de algunos textos modernos, en particu­
lar en el terreno llamado literario, es escoger como programa una
reflexión acerca del vehículo, incluso una producción literal del
vehículo. Esto se constata en diferentes escritos contemporáneos
que consisten en una interrogación sobre la escritura, o en una
producción de la escritura al mismo tiempo que se escribe. Este
ejemplo nos parece que confirma la utilidad de las nociones de
vehículo y de programa: no tendría ningún sentido, en efecto, de­
cir que tales escritos toman su propia forma por contenido, o su
propio significante por significado; se trata de algo diferente.
Si un soneto (vehículo) describe una puesta de sol (programa),
estamos frente a dos conjuntos de códigos cuya distancia en re­
lación con el hecho-soneto es desigual: los sistemas de versifica­
ción unidos al género-soneto (con sus significados propios) están
del lado del vehículo; la organización simbólica de las masas colo­
readas en la evocación del sol poniente (con sus significantes pro­
pios, que podrán ser aquí ciertas relaciones entre las palabras,
localizables en el texto) está del lado del programa. Pues este
soneto habría podido describir el combate de los titanes sin dejar
de ser un soneto, m ientras que habría dejado de serlo si hubiese
tenido diecisiete versos. Concebir los diferentes códigos que se
combinan dentro de un arte como si estuviesen todos situados a
distancia uniforme de este arte —como sucedería si la especifici­
dad de cada lenguaje quedara definida únicamente por la combi­
nación de los códigos— es efectuar una especie de aplastamiento
que tiene algo de artificial y que deja de atestiguar un dato im­
portante de la experiencia estética.

Encontramos aquí la noción de especificidad múltiple (cap.


X.4): si un código puede ser común a varias lenguas sin dejar de
ser específico en cada una de ellas es precisamente porque, en
cada una de ellas, está situado del lado del vehículo; y si está
situado del lado del vehículo es porque, como ya lo hemos dicho,
va unido hasta en sus caracteres formales a determinados rasgos
de la materia del significante, y estos rasgos son precisamente los
que entran en la definición de los diferentes lenguajes considera­
dos, siendo los lenguajes unidades de manifestación y su enume­
ración efectuándose, por tanto, en virtud de consideraciones ma­
teriales.
Los códigos rítmicos van unidos al rasgo sensorial de la tem­
poralidad; y este rasgo entra —con otros, claro está— en la defi­
nición de los diversos lenguajes temporales. Por tanto, al declarar
que el ritm o es específico de las artes temporales se dice algo que
abarca de hecho dos cosas: se dice que los sistemas rítmicos no se
manifiestan (sino bajo formas transpuestas) en las artes que no
sean temporales, y se dice que, en las propias artes temporales, los
sistemas rítmicos están del lado del vehículo. El análisis coincide,
pues, con una sugerencia de la lengua; la palabra «específico»
evoca dos ideas del espíritu: lo que es específico es lo que no
existe en otro sitio, y es tam bién lo que, en su esfera propia de
existencia, se nota como definitorio, no intercambiable y no ac­
cidental.
En resumen: preguntarse acerca de la especificidad de un có­
digo no consiste sólo en preguntarse, como lo hicimos en X.4, si
otros lenguajes emplean o no este código, sino también (como lo
hemos hecho en el resto del libro) si los otros códigos del mismo
lenguaje están o no más cerca de las coacciones técnicas a las
que este lenguaje debe su definición, e incluso su existencia se­
parada. Puede buscarse la especificidad comparando varios len­
guajes desde el punto de vista de un mismo código, pero también
comparando varios códigos desde el punto de vista de un mismo
lenguaje.
La distinción propuesta en X.2 de los tres casos de interferen­
cias semiológicas se situaba dentro de la perspectiva del prim er
método, puesto que se trataba de «seguir» un mismo código (o una
misma figura de código, o un mismo grupo de transposiciones có-
dicas) a través de diferentes lenguajes; por el contrario, la dife­
renciación del vehículo y del programa obedece al segundo méto­
do, puesto que la división que establece divide en dos grupos el
conjunto de los códigos del mismo lenguaje.
Sin embargo, tanto como es conveniente para la claridad del
asunto que ambos métodos no se confundan, otro tanto conviene
repetir, en el seniido ya indicado hace un momento, que los dos
métodos llegan al mismo resultado, o, más exactamente, que la
especificidad de un código no puede establecerse más que en su
intersección; son diferentes en su principio, pero trazan los dos
aspectos complementarios de la noción de especificidad, y su dua­
lidad no tiene en absoluto como efecto llegar a dos listas de có­
digos específicos que no concuerden entre sí. Los rasgos pertinen­
tes de la materia del significante delimitan el grupo de los lengua­
jes en los que un código puede manifestarse, pero contribuyen
también de este modo a la definición de estos lenguajes: nos
informan, pues, a la vez, acerca de la especificidad de los códigos
y la de los lenguajes.
Por eso es por lo que cada lenguaje no es sólo específico por
la combinación de sus códigos, sino también por determinados
códigos que entran en esta combinación.

Las nociones de vehículo y de programa pueden form ularse de


otro modo. Hay en cada lenguaje códigos de la expresión y códi­
gos del contenido, lo que implica que códigos enteros (cada uno
con su plano de la expresión y su plano del contenido) pueden
coincidir unilateralmente del lado de la expresión (o del lado del
contenido) en relación con el texto global de un lenguaje dado.
Tomemos, por ejemplo, el montaje alternante del que se ha
hablado en varias ocasiones, y que pertenece a un código de mon­
taje. Se presenta sólo a él como una unidad de significación, si se
entiende por esto que lleva ya una cara significante (= la dispo­
sición alternada de las imágenes) y una cara significada (= la
indicación de que las acciones correspondientes son simultáneas).
Pero, en relación con el filme considerado en su conjunto, e] m on­
taje alternante está completamente del lado de la expresión:
para contar tal o cual episodio el cineasta puede elegir entre este
montaje u otro, otro que será también una unidad de dos caras.
Naturalmente, esta elección en el terreno de la expresión re­
percute en el contenido del filme (es decir, en nuestro ejemplo,
en el propio concepto del episodio «narrado»), e, inversamente,
está, siempre y ya, influido por este contenido. Las elecciones de
expresión no es algo que venga después. Pero se trata de un tra­
bajo de desplazamiento propio del sistema textual, del que hemos
hablado en los capítulos VI.2 y VI.3, y que articula estrictam ente
los elementos cinematográficos y los elementos extracinematográfi-
cos, unos sobre otros: este desplazamiento no impide —implica,
por el contrario— que los dos tipos de «elementos» sean ya signifi­
caciones, que sean a su vez dobles (significantes y significados),
antes de que el trabajo del filme venga a situarlos dentro de la
estructura global del texto, unos del lado de la expresión, otros del
contenido. Este efecto de separación y de encajamiento depende,
evidentemente, de que el texto (y el lenguaje) son estructuras de
estructuras y se construyen sobre varios códigos.
Los códigos del contenido son los que han sido designados en
la p. 268 como susceptibles de manifestación universal (= mani­
festación en todos los lenguajes), es decir, aquellos en relación
con los cuales no es pertinente ningún rasgo de la m ateria de la
expresión de ningún lenguaje. No son, pues, propiam ente códigos
semánticos: sus significantes, lo mismo que sus significados, son,
por así decirlo, interiores a la materia del contenido, a lo que se
llama el «sentido», a esta instancia que es com ún para todos los
lenguajes (véase p. 255). Su plano de la expresión consiste, a su
vez, en configuraciones abstractas de semantismos; su plano de
contenido corresponde a la significación social y cultural unida
a estas configuraciones. Así la propia noción de episodio, que to­
mábamos como ejemplo hace un momento: el episodio como se-
mantismo organizado, y aquello a lo que rem ite. (El episodio no
es un código del contenido por sí solo, pero pertenece a uno de
ellos.) O también los códigos de la narratividad considerados al
nivel en que son independientes de los vehículos narrativos (= len­
guajes): el «agente», el «paciente», el «coadyuvante», etc., consti­
tuyen entidades formales, ya de naturaleza abstracta y puram ente
semántica; un «villano», por ejemplo, puede ser dibujado, fotogra­
fiado, «descrito» (es decir, escrito), etc.; pero estas entidades, en
el código propiamente narrativo, trazan la form a de los signifi­
cantes, y el contenido que les corresponde consiste en lo que nos
^enseñan respecto a lo narradle (y no a lo no-narrable) de cada
cultura. En un texto, en cambio, este código entero está del lado
del contenido (y entra, pues, en interacción con los códigos es­
pecíficos).
Son los códigos de este orden los que en cine (= lenguaje) cons­
tituyen la aportación no-específica, y que en los filmes (= textos)
vienen a inscribir sus significantes y sus significados en la vertien­
te del contenido.

Algunas investigaciones modernas dan ya idea de la form a en


que funcionan tales códigos. Éste es, sin embargo, un problema
extremadamente difícil, y es demasiado tem prano, sobre todo den­
tro de una perspectiva cinematográfica, para em prender un tra­
bajo de conjunto que pretenda formular de modo teórico, y con
toda amplitud, el estatuto «no-específico» de estos códigos del
contenido y la naturaleza exacta de su relación con los diferentes
lenguajes.
Por tanto este trabajo, aquí, ni siquiera se empezará. Preten­
díamos sólo situar, como desde el exterior, estos códigos en rela­
ción con los demás (los que son específicos): fijar su lugar en
cierto modo.
Para más adelante, una de las principales dificultades parece
ser la siguiente: ¿cuál es la relación exacta —transposición (como
en X.2), otra relación, ¿y de qué tipo?— entre determinados có­
digos del contenido y determinados códigos de la expresión, que,
por otra parte, dan la impresión de ser vecinos? Por ejemplo,
¿cómo entender exactamente una noción como «puesta de sol»,
mencionada antes, que parece rem itir a un código del contenido
cuando se piensa en su aparición en un texto escrito, pero que
se vuelve más próxima de los códigos de la expresión en los len­
guajes visuales, coloreados y figurativos? O también: ¿cuál es el
sector de la materia del contenido (¿existe?) propio de la música?
En un sentido, está claro que no hay; la música no es un lenguaje
especializado (véase p. 256); la idea de un contenido propiamente
músico (que sería, por ejemplo, lo inefable afectivo) es totalmente
oscura e insatisfactoria; pero, por otra parte, ¿cómo olvidar que
la música no es capaz de «decirlo todo», que no puede contar una
historia o efectuar un razonamiento? El mismo problema se plan­
tea, por otra parte, para el cine (donde es, sin embargo, menos
central): tampoco el cine es un lenguaje especializado, y sin em­
bargo no puede (a pesar de ciertos sueños) realizar un discurso
teórico explícito, como lo haría un texto escrito o una exposición
oral (a menos, precisamente, que confíe este discurso a la voz
de un personaje, de un locutor, o a «letreros» que reintroduzcan
la escritura). La semiología, como se ve, se encuentra aquí con
problemas muy antiguos, que únicamente han entorpecido su ca­
mino.
No queda, pues, excluido que, entre los mismos códigos del
contenido (globalmente no-específicos), algunos se encuentren, sin
embargo, en una postura que no sea equidistante de todos los len­
guajes, por razones que, esta vez, no se refieren quizá ya a la
materia de la expresión; y que así, a la especificidad que hemos
definido, deba añadirse, a otro nivel, una noción nueva que está
por determinar...

X.8. V uelta a H jelm slev : la « sustancia »


En el capítulo X.l parecíamos abandonar el concepto hjelms-
leviano de sustancia, y tratarlo como no esencial, derivado, «se­
gundo» frente a la forma y a la materia. Ahora bien, paradójica­
mente, todos los análisis de este libro han sido llevados a un nivel
que es el que Hjelmslev habría llamado la sustancia. Hemos con­
siderado las formas (los códigos), pero en sus relaciones con las
diversas materias de la expresión: en cambio, hemos tenido en
cuenta la materia, pero sólo en cuanto interviene en la definición
de determinados códigos (es la noción de rasgo material pertinen­
te). En relación con los grupos de transposiciones códicas, hemos
admitido que el cambio de materia podía bastar para instaurar
códigos distintos incluso si la lógica relacional, en último término,
permanecía idéntica (pp. 262-263). El nivel donde hemos operado en
todos estos casos era efectivamente, por tanto, el de la m ateria
considerada como formada, o de la forma considerada como ma­
terializada: precisamente la «sustancia» de Hjelmslev.
De aquí el desacuerdo parcial con Garroni (comentado en la
p. 287) y con Hjelmslev mismo (p. 264), que juzgaba igualmente
que la sustancia está ya demasiado cercana de la materia y
que la semiología debe limitarse a la forma pura: esta postura nos
parece difícil de mantener dentro de la perspectiva de una semio­
logía verdaderamente «general», donde nos encontramos con len­
guas cuyas diferencias materiales son numerosas y considerables.
Las unidades propiamente cinematográficas, de las que hemos
hablado al pasar, serían todas, para Hjelmslev, unidades de sus­
tancia. Su significante estaría sacado de la sustancia de la expre­
sión; ku significado, de la sustancia del contenido. Así, hemos
definido el montaje alterno por su esquema distributivo (A-B-A-B)
—es decir, hasta aquí, por su forma—, pero no sin concretar que
sólo una alternancia de imágenes fotográficas en movimiento (y
no de palabras, de frases musicales, o de cualquier otro ítem)
merecía estrictamente ser llamado montaje alternante. En resu­
men: nos hemos negado a asimilar (como no haya sido como trans­
posición) el montaje alternante del cine con sus «equivalentes»
literarios u otros, y a reducirlo así al puro principio de la alter­
nancia; lo que entendemos, pues, por «montaje alternante» es
exactamente una forma materializada.
Hemos visto igualmente que la iconicidad, aunque sea directa y
físicamente perceptible, resulta de la acción de determinados có­
digos: los «códigos de la analogía».
En estas condiciones, ¿por qué haber hablado siempre de «ma­
teria» y no de «sustancia»? Por dos razones diferentes. Primero,
porque la tradición poshjelmsleviana —si dejamos aparte algunos
autores, como por ejemplo Julien Greimas— tiene tendencia a
«aplastar» la tripartición del lingüista danés en una bipartición
forma/sustancia, de forma tal que «sustancia» hoy designa con fre­
cuencia lo que para Hjelmslev era la materia. Dentro de este uso,
en efecto, la palabra ha dejado de ser mantenida en su postura
mediana por la doble presión de «forma» y de «materia», y se en­
cuentra desplazada uniformemente hacia la materia, pues no tie­
ne ya más que «forma» frente a sí, y por un solo lado. Por tanto,
sustancia se vuelve difícil de utilizar, si no se quieren ignorar las
definiciones de Hjelmslev mismo, y se quiere permanecer, sin
embargo, inteligible dentro de un marco poshjelmsleviano más
amplio.
En segundo lugar, se puede pensar que el vocabulario de
Hjelmslev, a este respecto, era torpe desde el principio y compli­
caba inútilmente la comprensión de sus propias ideas, favorecien­
do así la distorsión que acabamos de indicar. En la lengua común,
«sustancia» y «materia» son parasinónimos: era algo atrevido el
confiarles una diferenciación fuerte. De hecho, para designar
esta instancia, donde se encuentran forma y materia, y que resulta
de su propio encuentro, lo más sencillo es renunciar a una terce­
ra denominación, cualquiera que sea —pues corre siempre el ries­
go de hacer olvidar este hecho de encuentro, y, por tanto, los es­
trechos nexos con los otros dos niveles—, y hablar directamente
de materia formada o de forma material, como lo hace a veces
Hjelmslev (véase p. 255).
Esta solución es la que ha sido adoptada y generalizada aquí.
Incluso cuando se opera en este nivel —sobre todo cuando se ope­
ra en él— es preferible situarlo en relación con el de los otros dos,
al que se opone en cada caso, y para los cuales las expresiones
de Hjelmslev son claras y de acuerdo con la lengua común. Es el
sistema más seguro (pues este problema de terminología va unido
a otros, más importantes) para escapar del doble escollo del for­
malismo y de la evocación impresionista, que se instalan, respec­
tivamente, del lado de la forma pura y de la materia pura. El
nivel de la «sustancia» no es una entidad independiente que ne­
cesite un nombre especial, y éste corre siempre el riesgo de oscu­
recer a los otros dos. Lo que importa estudiar es el trabajo de la
forma en la materia.
XI.l. C in e y e sc r it u r a c o m o grabaciones
Se habla con frecuencia, y desde hace ya mucho tiempo, del
cine como de una escritura. Algunos críticos, algunos historiado­
res, emplean la expresión «escritura cinematográfica»; los perio­
distas, con mayor frecuencia aún, y con menos precauciones; teó­
ricos y comentaristas gustan de las comparaciones de diversos
tipos entre el cine y la escritura. Pero, en la mayor parte de los
casos, estas comparaciones son rápidas y pueden entenderse de
varias maneras, que no siempre se distinguen claramente unas de
otras. Vamos ahora a intentar desembrollarlas algo.
Existe un prim er punto común entre el cine y la escritura, y es
que ambos son técnicas de grabación (no se limitan a ser eso,
claro). Resumiremos en la palabra «grabación», de acuerdo con
un uso frecuente, los tres estadios sucesivos que comprende el
proceso cuando ya se ha desarrollado por completo: la grabación
propiamente dicha, la conservación y la «reproducción» posterior.
El cine y la escritura graban, pues, procesos. Pero estos proce­
sos son muy diferentes aquí y allá. Los que «fija» el cine son con­
juntos de acontecimientos accesibles a la vista y al oído; los que
fija la escritura son o secuencias habladas, y sólo habladas (en
el caso de las diferentes escrituras fonéticas: escritura silábica,
que anota sílaba por sílaba; escritura alfabética, es decir, foné-
mica, que anota por fonemas, etc.), o elementos discretos de la
experiencia social, cuando se trata de las diferentes escrituras lla­
madas ideográficas (morfogramáticas, pictogramáticas, etc.).
Esta diferencia, si lo pensamos, lleva implícitas otras dos cuyo
efecto se acumula. Para empezar, el proceso grabado no pertenece
al mismo orden sensorial en todos los casos: auditivo y visual con
el cine, sólo es auditivo (y más precisamente fónico, lo que exclu­
ye muchos datos incluso auditivos) con las escrituras fonéticas,
y puramente mental, no perceptible, con las escrituras ideográfi­
cas; se sabe, en efecto, que en estas últimas el grafema que designa
al «árbol» no anota al árbol como objeto del mundo (el referente),
sino determinada noción del árbol (insistiremos sobre ello en el
capítulo XI.6).
En segundo lugar, según que se trate del cine, de la escritura
fonética o de la escritura ideográfica, el proceso grabable no ocu­
pa la misma postura en relación con la comunicación social. Lo
que la escritura fonética anota es un discurso hablado; por tanto,
un objeto que pertenecía plenamente al lenguaje antes de ser ano­
tado; más aún: la escritura fonética sólo conserva, del conjunto
del enunciado oral, lo que corresponde a la lengua; excluye los
demás elementos del lenguaje hablado, «graba» un código y sólo
uno. (Esto tiene excepciones, que quizá no merezcan este nombre:
por ejemplo, los signos gráficos, que, como algunos puntos de ex­
clamación, corresponden a entonaciones puram ente expresivas, es
decir, extralingüísticas; pero estos signos son precisamente los
que no pertenecen al sistema propio de la escritura fonética y han
venido sencillamente a añadirse a él: así, en el caso de las escri­
turas alfabéticas, serán sobre todo los grafemas que no sean letras
del alfabeto.) Porque la escritura fonética, en su principio, anota
un código preexistente —el código fonológico, para el alfabeto—
es por lo que lo definen los lingüistas como un código sustitutivo,
un código de segundo grado. (Las excepciones aparentes, de nue­
vo, no deben engañarnos: cierto es que, en francés, se encuentran
varias grafías diferentes —«in», «ein», «ain», etc.— para el fonema
único /i/: esto en lo que se refiere a las distorsiones paradigmáti­
cas; es ^m bién cierto que cada una de estas grafías moviliza va­
rias letras, mientras que / i / no es una secuencia de fonemas, sino
un fonema: esto en lo que se refiere a las distorsiones sintagmá­
ticas. Pero topamos aquí con la ortografía, que no es la escritura,
y cuya propia existencia es el resultado del desfase entre la escri­
tura alfabética de una lengua y la adopción o el mantenimiento de
un alfabeto hecho para otras lenguas más antiguas y que no tienen
el mismo sistema fonológico: así, el alfabeto «latino» vale para
escribir el francés, el alemán, el polaco, etc. Por otra parte, cuando
el hecho ortográfico toma un gran lugar, como en el francés con­
temporáneo, la escritura teóricamente fonética deja en parte de
serlo y vuelve a una especie de ideografía: algunas palabras escri­
tas se reconocen en bloque por su silueta ortográfica, de forma que
la anotación, en la práctica, afecta algo menos a los fonemas, uni­
dades de segunda articulación, y algo más directam ente a unida­
des significativas de primera articulación; esta evolución ha sido
observaba por lingüistas como Saussure, Charles Bally, Marcel
Cohén, André Martinet, Georges Gougenheim, Charles Beaulieux,
Claire Blanche-Benveniste, André Chervel, etc. De form a más ge­
neral, y sin ni siquiera hablar de tendencias ideográficas, es cier­
to que en lenguas como el francés o el inglés, cuya anotación, en
principio fonética, se aleja, de hecho, mucho de la fonía, lo ha­
blado y lo escrito tienden a organizarse en dos códigos distintos
y no isomorfos, de forma que el segundo no es ya «sustitutivo»
del primero, o sólo lo es en parte: fenómeno que habría observa­
do Hjelmslev1 y que Jean Dubois2 estudia en detalle para el fran­
cés contemporáneo. Todo esto muestra que no hay que achacar
a la escritura alfabética lo que precisamente se aparta de ella. Su
principio, y la gran invención que se atribuye —simplificando
algo— a los fenicios, siguen siendo la correspondencia biunívoca de
los fonemas y de los grafemas: un grafema por fonema, un fone­
ma por grafema.) En resumen: la definición de la escritura foné­
tica como código sustitutivo implica dos caracteres: 1.°, lo que
se encuentra anotado estaba analizado y estructurado con vistas
a la comunicación (= era un código); 2.°, la propia anotación no
introduce un segundo análisis diferente del primero.

A este respecto la línea de reparto, paradójicam ente o no, no


pasa entre el cine y la escritura, sino entre las escrituras fonéti­
cas, por una parte, y el cine y las escrituras ideográficas, por otra.
Así se explica que la asimilación del cine a una nueva forma de
escritura ideográfica haya tentado con tanta frecuencia a los teó­
ricos del filme; este punto lo examinaremos separadam ente (cap.
XI.6), y veremos que las comparaciones propuestas vale más que
no sean demasiado apresuradas, pues el cine y la ideografía tienen,
por otra parte, profundas diferencias. Pero precisamente por otra
parte es por lo que difieren, y de momento nos quedaremos con
su común m anera de oponerse a la escritura fonética: lo que am­
bos registran no es un código preconstituido, un dicho de la ex­
periencia humana, sino segmentos de esta propia experiencia: ex­
periencia perceptiva con el cine, experiencia mental y sociocog-
noscitiva con la escritura ideográfica. No se trata aquí de oponer
la experiencia ya elaborada a alguna experiencia «bruta» registra­
1. Ensayos lingüísticos, op. cit., en La estratificación del lenguaje, también citado.
2. Grammaire structurale du frangais. Nom et pronom, París, Larousse, 1965. Véanse,
por ejemplo, pp. 50, 82, 89-90.
da directa y fielmente por el cine o la ideografía; la experiencia
bruta es inaccesible: todas las experiencias que tenemos están ya
elaboradas. Las «ideas» que fija la escritura ideográfica, los «es­
pectáculos» que fija el cine, están ya llenos de mil códigos. Pero,
y aquí está la cosa, de mil y no de uno solo: en un proceso de
grabación de este tipo no se encuentra ninguna instancia que se
pueda comparar a lo que es el código fonológico para la escritura
alfabética, es decir, un estadio inmediatamente anterior que con­
sista ya en un código plenamente integrado con vistas a la comu­
nicación explícita, y que el medio de registro se contenta con
«calcar». Por ello el cine y la escritura ideográfica no son códigos
(ni conjuntos de códigos) sustitutivos; por el contrario, con la
intervención es con lo que se pone en marcha, si no el prim er
análisis del proceso, sí, por lo menos el prim er análisis que res­
ponda a fines de transmisión propiamente informativa. Las clasi­
ficaciones mentales y sociales que preceden a la escritura ideográ­
fica, los acontecimientos audiovisuales que preceden a la tom a ci­
nematográfica, no son todavía dichos, por lo menos en el sentido
corriente de la palabra (pues, por otra parte, dicen evidentemente
muchas cosas): sólo se convierten en tales una vez grabados.
Por tanto, la «grabación», en esta ocasión, es mucho más que
una grabación y lleva consigo un potencial de estructuración que
le es propio: las particiones de la experiencia que aparecen en la
escritura ideográfica son tanto creadas como «reflejadas» por ella
(existe aquí una circularidad que no encontramos en la anotación
fonética); los objetos y las acciones que aparecen en los filmes
están profundamente modificados por el propio hecho del rodaje
(ío que no implica que, fuera de éste o anteriorm ente a él, no
hayan podido existir en estado amorfo). Sólo la escritura fonéti­
ca —con todos los márgenes de creatividad forzada de que hemos
hablado al pasar— puede definirse como un proceso de grabación
puro (y aun así veremos en el capítulo XI.2 que incluso aquí hay
que hacer una reserva). El cine y la ideografía, aunque graben
también (puesto que dan una traza material y duradera a lo que
sin ellos no la hubiera tenido), son incapaces de grabar sin trans­
formar. Esto equivale a decir que son códigos (o, más exactamen­
te, conjuntos de códigos), m ientras que la escritura fonética, más
que código, es anotación de código.

De este modo las comparaciones usuales entre el cine y la es­


critura que se basan, explícitamente o no, sobre la noción de gra­
bación no contienen más que una verdad muy general y poco sig­
nificativa: se limitan a designar la común existencia de un fenó­
meno de «conserva» que autoriza los intercambios diferidos. Pero
esto vale también para la numeración decimal, para los símbolos
químicos o lógicos, para el disco o la banda magnética, para el
libro, para la anotación musical, etc.
XI.2 C in e y escritura c o m o relevos
Las comparaciones entre el cine y la escritura no siempre gi­
ran alrededor de la idea de grabación. En otros casos (pero, con
frecuencia, de modo igualmente poco explícito) se apoyan en la no­
ción de «duplicación». A lo que se apunta entonces es al hecho de
que el cine entero puede definirse como un proceso de relevos:
los datos visuales reaparecen en la pantalla bajo las especies de
sus efigies; los datos auditivos (palabras comprendidas), bajo las
especies de su reproducción sonora (no nos ocuparemos aquí de
la notable diferencia de fidelidad que separa a estos dos tipos
de representaciones; se hablará de ello en el capítulo XI.6). Sigue
siendo cierto que el cine junto a sus elaboraciones propias, fun­
ciona también como una amplia reserva de sustitutos visuales y
sonoros.
Este rasgo pertenece igualmente a la escritura, o más bien a la
escritura fonética, cosa que se olvida a veces precisar. Esta últi­
ma tiene función de relevo (relevo de la palabra), y nos ofrece
también sustitutos: el grafema alfabético, que releva a un fone­
ma; el silabograma, que releva a una sílaba, etc.
Sin embargo, el proceso de obtención de relevos no toma las
mismas vías en ambos casos. El sustituto cinematográfico, para
existir, necesita todos los códigos —psicofisiológicos, como la pro­
pia percepción; socioculturales, como los juicios de «parecido»;
sociolingüísticos, como los códigos de denominaciones icónicas
(véase p. 243), cuyo conjunto produce la analogía, la «iconicidad»
de los estudiosos de semiótica norteamericanos, la «likeness» de
Peirce,3 y la impresión de parecido perceptivo que todo el mundo
siente. El sustituto, aquí, está codificado sin ser «arbitrario» en el
sentido de Saussure.
3. C h a r le s S a n d ers P e irc s, Speculative Grammar (= amplia parte II, PP- 129-269)
de los Elements of Logic, 1932, vol. 2 de los Collected papers (póstumo), Cambridge,
Massachusetts, Harvard University Press, 8 volúmenes (de 1931 a 1958). En la célebre
tripartición de Peirce, la “likeness” es el carácter que distingue a los iconos de las dos
otras clases de signos, símbolos e índices (véanse especialmente pp. 143-144).
En escritura fonética lo es. Consiste ahora en una configura­
ción gráfica trazada sobre un soporte (= un grafema), y el objeto
que releva es un dato fónico: una sílaba, un fonema, un prosode-
ma suprasegmental (como la cantidad, vocálica o el acento de in­
tensidad del antiguo griego, marcados por grafemas que a veces
se llam an «tónicos»4), una pausa de la emisión fónica (es decir,
otro acontecimiento fónico, con frecuencia designado en el papel
por un punto: otro tipo de grafema tónico), un segmento fónico
tomado en bloque, por ejemplo, una palabra (así, el signo escrito
«9 », que es un «grafema léxico»,5 remite de forma indivisa a la
palabra filosofía, unidad de la lengua hablada). No hay aquí pa­
recido perceptivo entre el significante, siempre visual, y el signi­
ficado, siempre auditivo, mientras que el cine representa a lo vi­
sual por algo visual y a lo sonoro por algo sonoro (salvo en algu­
nos filmes mudos que se han esforzado, con efímero éxito, por
sustituir plausiblemente el ruido del pitido de la locomotora por
imágenes de chorros de vapor...). Ningún código analógico une al
fonema /a / al trazado a, el fonema /s/ al trazado ain: la unión
no reposa en el amplio conjunto de sistemas perceptivos y cul­
turales que forman el parecido (incluso aunque este último se
apodere de ello después e instaure el simbolismo de las letras),
sino en un código único y especial, de carácter arbitrario, que
dicta de golpe la lista de las correspondencias. Estas correlaciones,
a pesar del paso necesario de lo auditivo a lo visual, habrían podi­
do apoyarse, por lo menos, sobre afinidades intersensoriales (si-
nestesia?) como las que existen en toda cultura; pero muy pocas
veces se nota la existencia de semejante «motivación», en rela­
ción con todos los nexos de fonema a grafema cuyo conjunto
constituye la escritura alfabética. El proceso de relevo no roza,
pues, a los códigos analógicos, mientras que en el cine los utiliza
mucho.

El argumento del relevo se debilita aún más si la escritura que


comparamos al cine es la ideográfica. Con la escritura fonética el
cine conservaba por lo menos el parecido, incluso poco caracterís­
tico, de ofrecernos objetos que funcionen a determinado nivel
como sustitutos. Con la ideografía ya no sucede nada sem ejan te
(más que en la medida en que las escrituras globalmente llamadas
4. Terminología de E ric Buyssens, Les langages et le discours, op. cit., pp. 49-52.
5. Id.. ibfd.
ideográficas son, por una parte, fonéticas, y comprenden una mi­
noría de «fonogramas» asociada a una mayoría de ideogramas;
sabido es que la unidad de tipología, en materia de grafía, no es la
«escritura» entera, sino el grafema: las escrituras conocidas mez­
clan siempre varios tipos de grafemas, y según la pertenencia ti­
pológica de la mayoría de ellos tal escritura es llamada fonética,
tal otra ideográfica; insistiremos sobre ello en XI.6). La escritura
ideográfica, en las partes en que lo es verdaderamente, no muestra
nada que parezca un relevo: lo que viene a «relevar» —si enten­
demos por esto lo que está justo antes que ella— no es un obje­
to perceptible, sino una partición social de la experiencia, es de­
cir, un conjunto de representaciones mentales. No se podía (como
mucho) hablar de relevo, para la escritura fonética y para el cine,
más que en la medida en que inscriben un proceso perceptible
(cadena gráfica, filme) en el prolongamiento de otro proceso, tam­
bién él perceptible (cadena fónica, acontecimiento visible y audi­
ble). Pero la escritura ideográfica ofrece la primera manifesta­
ción física (visual) de procesos que, antes que ella, no eran acce­
sibles a los sentidos.

El argumento del relevo es igualmente frágil desde dentro, es


decir, en los propios puntos donde se aplica (cine y escritura fo­
nética, considerados como sustitutos). Entre el proceso relevado
y el proceso relevante se intercalan bastantes transformaciones para
que la propia noción de relevo se encuentre allí mal situada, y
algo periférica en relación con lo que hay que designar.
Todo el mundo sabe que el acto de filmaje modifica profunda­
mente el objeto filmado, aunque sólo sea por la intervención que
inevitablemente implica de los códigos más específicos (incidencia
angular, movimientos de cámara, montaje, etc.). Este coeficiente
de transformación puede revestir dos formas distintas. La pri­
mera, que es la más usual en nuestros días, consiste en una alte­
ración (a veces fuerte) del espectáculo profílmico, que afecta a su
aspecto perceptivo global sin llegar a suprimir fragmentos inter­
nos: si filmamos una casa, aunque sea desde el más extraño ángulo
y con la más insólita luz, incluso si esta casa, en la pantalla, llega
a no ser ya reconocible, sigue siendo cierto que no hemos elimi­
nado de la imagen su balcón o sus contraventanas. En otros casos,
actualmente más escasos, el acto de filmación comprende inter­
venciones dentro del propio dato fílmico; técnicamente, precisan
manipulaciones directas del celuloide (película): el recurso a las
regulaciones de la cámara ya no basta. Por tanto, se suprimen
algunos fotogramas, m ientras se dejan subsistir los que vienen
antes y después, o se altera el celuloide de diversas formas. Es
entonces, con propiedad, un trucaje, mientras que antes sólo in­
tervenía el proceso «normal» de la deformación cinematográfica.
Sin embargo, la diferencia de las dos situaciones es menos impor­
tante de lo que aparenta, y de lo que a veces se dice: algunos
truca jes se realizan durante el propio rodaje, y la toma de vistas,
además, perm ite por sí misma distorsiones que pueden —o po­
drían— ser tan fuertes como los trucajes propiamente dichos. La
filmación entera, muchos autores lo han dicho, no es más que un
perpetuo trucaje (explotable tanto para cultivar lo verosímil como
lo insólito), y es esto sobre todo lo que cuenta, frente al concepto
del relevo.
La escritura fonética modifica igualmente lo que releva, pero
de modo muy diferente. El alfabeto, la forma más característica
de la escritura fonética, no anota la totalidad del acontecimiento
fónico, sino sólo aquellos rasgos que son pertinentes dentro de un
determinado código, el de la lengua (véase cap. XI.1): no fija la
fonía, sino el fonema. Un fonema francés como /r / puede pronun­
ciarse de muchas maneras (más o menos vibrante, o, por el con­
trario, gutural, etc.) sin que estas variaciones fónicas se reflejen
en la escritura, que siempre escribe r, aunque haga intervenir,
en cambio, sus propias variantes facultativas, diferentes de las
de la pronunciación, y consistentes en modificaciones de trazado
gue se dejan al gusto de cada escribiente, no pertinentes en el
código social (pero pertinentes de nuevo para el grafólogo). Mu­
cho más que «fonética», la escritura que llamamos de este modo
es fonológica, y se distingue de determinadas anotaciones artifi­
ciales, elaboradas por los fonólogos, no en su principio, sino sólo
por su grado de exactitud y de sencillez: la anotación estrictamen­
te fonológica se contenta con eliminar los entuertos que la tradi­
ción, el academicismo y sobre todo la ortografía (véase pp. 306 y
307) han hecho sufrir progresivamente a las correspondencias biu-
nívocas de fonema a grafema. En la emisión vocal, los rasgos perti­
nentes van mezclados con otros, pero la escritura los separa de
éstos y sólo se queda con aquéllos. Hace, pues, algo más que rele­
var a la palabra: la analiza, en el momento en que la releva, y por
el propio modo en que la releva. Se parece en esto al cine (por en­
cima de todas las diferencias que se quiera), pero el punto común
no es el relevo, sino, por el contrario, lo que en ambos casos es
intervención activa y escapa a los relevos.
Hemos dicho en el capítulo XI.1 que la escritura fonética es
código sustitutivo, calco neutro del código fonológico; vemos ahora
que ejerce, sin embargo, cierta acción propia; estos dos aspectos
no son contradictorios: es reflejo pasivo en relación con el códi­
go fonológico (con la lengua), intervención en relación con el ha­
bla. En el habla el código fonológico permanece inaparente, su­
mergido en medio de las variantes libres de la pronunciación (es
•decir, en medio de otros códigos): la escritura alfabética lo ex­
tirpa de allí y hace, así, de él un objeto materialmente separado,
lo que no era en el estadio hablado, aunque garantizase la inteli­
gibilidad de esta propia habla. En esto es en lo que los inventores
del alfabeto, como se ha dicho con frecuencia, son los precursores
directos de los fonólogos de 1930.

En definitiva, las consideraciones de relevo no permiten llevar


muy lejos la comparación entre el cine y las escrituras. Para em­
pezar, son inoperantes para las escrituras ideográficas. Además los
procedimientos de relevo son muy diferentes cuando se pasa de la
escritura fonética al cine: allá, convención expresa y especial;
aquí, códigos generales constitutivos de la iconicidad. Por último,
el cine y la escritura fonética (a fortiori, la escritura ideográfica,
que ya no releva nada) no se «parecen» menos, pensándolo bien,
como no-relevos que como relevos.

XI.3. C in e y e s c r i t u r a c o m o « i m p r e n t a s »
Las nociones de grabación y de relevo, combinadas con la de
«imprenta», han conocido un auge particular con los conceptos
cinematográficos de Marcel Pagnol, expuestos en los dos manifies­
tos redactados durante los primeros años del cine hablado,6 y
ampliamente repetidos en César, volumen autobiográfico de 1966.7
El autor resume sus puntos de vista del siguiente modo: el filme
mudo era el arte de imprimir, de fijar, de difundir la pantomima;
el filme hablado es el arte de imprimir, de fijar, de difundir el
6. Primer manifiesto en "Le Journal", 1930. Segundo manifiesto: Cinimaturgie de
París, en "Les Cahiers du Film", 15 diciembre 1933; recogido en la Anthologie du citiéma
de M a r c e l L a f i e r r e (París, L a Nouveile Edition, 1946), pp. 284-294.
7. Éditions de Provence. La parte de este volumen que aquí se trata es el^ capitu­
lo I; se publicó como anticipo, con el capítulo II, en los "Cahiers du Cinéma (núm.
173, diciembre 1965, pp. 39-54), con el título Cinématurgie de Paris (como el manifiesto
de 1933, cuya sustancia recoge ampliamente).
teatro;8 «la unión de la ideografía bajo su forma cinematográfica
[se trata aquí del cine mudo o de la banda de imágenes del cine
hablado] y de la escritura fonética bajo su form a fonográfica
[= invención del fonógrafo en 1885, y elemento verbal del cine ha­
blado] nos ha engendrado el filme hablado, que es la forma casi
perfecta y quizá definitiva de la escritura».5 Estas ideas se sitúan
en un contexto más amplio, cuyos otros aspectos nos conciernen
aquí menos directamente, que es una concepción general de lo que
el autor llama «el arte dramático»: éste habría revestido a lo largo
de su historia diversas formas parciales —coreografía (forma dan­
zada de este arte), o también la pantomima, que es su «forma
muda»— y una forma completa, a la cual ya se aproximaba el
teatro, y que no es, por otra parte, exactamente el cine hablado,
pero se «realiza» técnicamente,10 se conserva y se transm ite gracias
a él.
En nuestra perspectiva todo esto requiere cuatro observaciones:
1. Resulta paradójico hablar de «escritura», incluso fonéti­
ca, a propósito de la fonografía (fonógrafo propiamente dicho o
diálogos de filmes sonoros). La fonografía, en efecto, vuelve la es­
palda a la escritura en su mismo principio; no es, en cierto sen­
tido, nada más que una renuncia a la escritura. Las escrituras,
ideográficas y fonéticas, se dirigen a la vista, y consisten en signos
visuales (grafemas), lo que acarrea consecuencias estructurales.
Evidentemente, Marcel Pagnol se abstiene de toda comparación
entre la fonografía y la escritura ideográfica; está claro que la
primera sél opone a la segunda en cuanto no «escribe» su signifi­
cado, sino que lo habla, aceptando así el rodeo mediante la fonía,
que rechaza la segunda, y aceptándolo incluso doblemente: en el
plano códico, porque pasa por la lengua, y en el plano sensorial,
porque da de esta lengua una inscripción que es, a su vez, auditi­
va. Pero la fonografía se opone en la misma medida a la escritura
fonética, aunque el factor códico (la presencia de la lengua) sea
esta vez común a ambos modos de inscripción. La escritura fonéti­
ca (véase cap. XI.2) recurre a un código especial y arbitrario para
relevar el habla mediante configuraciones visuales y gracias a esta
transposición elimina del habla lo que no era la lengua —Marcel

8. Cinématurgie de Parts (1933), p. 293 (paginación Lapierre).


9. Cinématurgie de París (1965), p. 43, col. 3 (paginación "Cahiers du Cinéma").
10. Noción de "arte de realización”: Cinématurgie de Paris (1965), p. 43, col. 3, y
p. 44, col. 1 (paginación “Cahiers du Cinéma").
Pagnol dice, por otra parte, de paso, algo un poco parecido11—,
mientras que la fonografía recurre a los códigos de la analogía
auditiva para relevar el habla mediante otra habla que, como la
primera, lleva en sí todos sus códigos: la lengua y los demás; el
mismo Marcel Pagnol alaba en la fonografía su mayor fidelidad
en la reproducción de la voz.12
No tiene, pues, la fonografía en común con la escritura sino lo
que en ésta es menos característico: la función de grabación (que
se hace constatar en fonografía y en todas las escrituras; véase
cap. X I.l) y la función de relevos (véase cap. XI.2), que se hace
constatar en fonografía y en escritura fonética. Curiosamente, Mar­
cel Pagnol es el primero en insistir en este punto; lo precisa en
varias ocasiones: el cine hablado no es la «forma casi perfecta»
del propio arte dramático: es la forma casi perfecta de su anota­
ción, de su conservación, de su transmisión.13 Las palabras de este
género se repiten a menudo en el texto. Pero el autor emplea tam ­
bién «escritura» como sinónimo: «...el filme hablado... es la for­
ma... quizá definitiva de la escritura»;14 se goza en hacer consta­
tar «que la nueva generación habla con mucha autoridad de la
caméra-stylo»',n esta fórmula le «encanta, pues de una pluma (sty-
lo) no se puede sacar otra cosa más que escritura»16 (para la teoría
a la que hace alusión aquí, véasecap. XI.4); el arte dramático no
debe confundirse con lo que no es más que la escritura, etc. En
ello deja de hacer justicia, por una parte, a las verdaderas escritu­
ras, que —la ideográfica sobre todo (cap. XI.l), pero también la
fonética (cap. XI.2)— son, con mucho, algo muy diferente de re­
gistros o relevos pasivos, y, por otra parte, al cine, que, mudo o
sonoro, interviene activamente en lo que «anota», y que no es for­
zosamente anotado únicamente por el arte dramático.
2. En cuanto a la banda de imágenes del cine (mudo o sono­
ro), Marcel Pagnol propone asimilarlo a la escritura ideográfica:
creíase, dice, que esta última estaba muerta o«definitivamente
condenada a usos muy modestos» (= letreros,indicadores, etc.),
cuando ha sido «resucitada» e incluso «maravillosamente enrique­
cida» por la fotografía y el cine;17 el cine mudo era un medio de
11. Cinématurgie de Paris (1965), p. 43, cois. 1, 2 y 3.
12. Ibíd., p. 43, col. 3.
13. Ibíd., p. 43, col. 3, y p. 44, col. 1.
14. Ibíd., p. 43, col. 3.
15. Ibíd., p. 43, col. 3.
16. Ibíd.
17. Ibíd., p. 39, cois. 1 y 2.
«imprimir» y de difundir la pantomima18 (encontramos aquí el
juego constante del autor entre la noción de escritura y la de
técnica de grabación); fue «el editor» de la pantomima,19 etc.
En lo tocante a la ideografía —dejando de lado que la edición
y la imprenta no son la escritura—, las ideas de Marcel Pagnol
tropiezan con dificultades que no les son propias, pero que son
comunes a todas las tentativas (y éstas son numerosas) que preten­
den comparar el cine y la escritura ideográfica; no hablaremos
de ello aquí, pues le será consagrado un capítulo especial (XI.6).
3. En contrapartida, la insistencia sobre un parentesco estre­
cho entre la pantomima, la escritura ideográfica y la banda de
imágenes del cine es un punto más peculiar de Marcel Pagnol. Si
la asimilación de la imagen en movimiento a un ideograma equi­
vale a sobrestimar la diversidad sensorial de los elementos de
experiencia que puede grabar la prim era —que no fija más que
lo visual, al contrario que el ideograma (véase p. 327)—, su asimi­
lación simultánea a una escritura de la pantom im a equivale a
subestimar la variedad de datos que es capaz de fijar en el orden
mismo de lo visual: la imagen fílmica puede representar elemen­
tos visuales de todas clases (paisajes, bodegones, batallas, etc.), y
no sólo aquellos de entre éstos que se organicen en un lenguaje
gestuaí (la pantomima es un lenguaje gestual, entre otros).
Además, al presentar la imagen fílmica como una anotación de
la gestualidad y como una escritura ideográfica a la vez, el autor
sobrestima la parte de lo gestual en la misma ideografía; esta par-
t¿^-existe y corresponde grosso modo a aquellos ideogramas que
son «dactilogramas»; pero muchos otros ideogramas, los morfo-
gramas por ejemplo, no son tales y no tienen una relación especial
con la gestualidad (sobre estos puntos véase p. 323).
4. Lo que el cine sonoro ha añadido al cine mudo no es sólo
la palabra, sino también el ruido y la música, de los que Marcel
Pagnol no trata en su rápida visión. Ahora bien, uno y otra, con
toda evidencia, tienen pocas relaciones con la escritura fonética,
e incluso, cuando se trata del ruido —que en el cine viene a com­
pletar la imagen y no la palabra, de suerte que la división más
importante no pasa entre lo visual y lo auditivo (ni, en consecuen­
cia, entre el cine mudo y el cine sonoro), sino por el propio seno
18. Cinématurgie de Parts (1933), p. 293 (paginación Lapierre).
19. Cinématurgie de Paris (1965), p. 39, col. 2.
de lo auditivo, y tiene por efecto poner a un lado la palabra, a
otro el complejo imagen-ruido, donde predominan los códigos li­
gados a la iconicidad—, la comparación buscada, incluso aunque
inspire a su vez muchas reservas, sería tanto con la escritura ideo­
gráfica como con la escritura fonética (véase p. 323).

Resumiendo: los conceptos de Marcel Pagnol sobre el cine


«mudo» como escritura ideográfica y el «sonoro» como escritura
fonética no nos ayudan a comprender el lenguaje cinematográfi­
co; pero, a decir verdad, no es ésa su finalidad: se trata más bien
de una estética de autor: el padre de Fanny deja aparecer clara­
mente, y a menudo con mucho humor y gracia, que intenta so­
bre todo apoyar en consideraciones generalizadoras sus preocupa­
ciones personales de cineasta-dramaturgo. Solamente en la medida
en que esta preocupación le lleva a incursiones más teóricas se
justifica la existencia de este capítulo.
En cuanto reacciones inmediatas de un autor al advenimiento
del cine sonoro, las opiniones de Marcel Pagnol han desempeñado
un papel muy positivo en la historia del cine, en particular duran­
te el principio de los años treinta. Éstas desembocaban directa­
mente en una actitud de amplia aceptación del cine sonoro, en una
época en que muchos grandes cineastas o críticos conocidos no
paraban de repetir, bajo formas y con violencias diversas, que con
el cine mudo era el propio cine lo que había muerto. Lo que
Marcel Pagnol les contestó era útil, a menudo muy justo, y siem­
pre divertido. Hemos abordado en otra parte este otro aspecto
de la cuestión.20

XI.4. C in e y e s c r i t u r a c o m o « c o m p o s ic io n e s »

Las comparaciones usuales entre el cine y la escritura no se


fundan siempre en la idea de grabación o en la de relevo. En otras
ocasiones (particularmente frecuentes) se apoyan en otros luga­
res, y lo que parecen perseguir no es la escritura como código
social, la escritura que se enseña a los niños de las escuelas pri­
marias, sino la escritura como actividad de composición, como ac­
tividad artística en el sentido más general. Y es cierto que el filme,
20. Pp. 82-92 (El cine-lengua y las verdaderas lenguas: la paradoja del cine parlante)
de Jos Ensayos sobre la significación en el cine, op. cit.
sem ejante en esto al libro y no a la conversación oral, es un ob­
jeto especialmente fabricado, totalmente investido de intenciones,
que presupone una actividad operatoria compleja y costosa, un
trabajo continuado, en cuyo origen se encuentra una decisión (la
de «hacer una película», «escribir un libro») que es localizable y
no se deja diluir en la cotidianeidad; la palabra, por el contrario,
está estrecham ente mezclada con la vida de todos los días y con
la actividad general.
No vemos lo que puede añadir a todo esto, que no negaremos el
recurso a la noción de «escritura». Las observaciones de este or­
den valen también para la pieza musical, la estatua, el cuadro,
etc., y se habla, por otra parte —en el mismo sentido un poco ex­
tenuado—, de la «escritura musical» o de la «escritura pictórica».
Por eso el cine, en aquel de sus aspectos que es invocado aquí, no
merece ser comparado especialmente con la literatura (lo que su­
giere escritura), puesto que este uso, de manera simultánea y con­
tradictoria, llama «escritura» a toda fabricación de textos, recu­
rra o no a la escritura en el sentido corriente de la palabra.
Pero es justamente esta contradicción, o al menos esta indeci­
sión, lo que permite ver dónde quiere llegar la metáfora cuando
es m anejada de manera tan periodística. Intenta oscuramente ju­
gar con dos barajas, y querría al mismo tiempo obtener, median­
te la inclusión de todas las «artes», un vasto campo de despliegue,
y m ediante la alusión privilegiada a la literatura, que en ella se
sobreentiende, un aire de precisión selectiva, al tiempo que una
promoción de legitimidad cultural, en la medida en que la litera­
tura (entre nosotros) es de todas las artes la más reconocida y la
más noble.

La historia de las opiniones cinematográficas ofrece una trans­


formación particular y bastante conocida de la comparación entre
el cine y la escritura entendida como composición, comparación
en este caso más explícita y más motivada. En su Manifeste de la.
caméra-stylo,21 Alexandre Astruc proclamaba que el cine, cuyas
posibilidades expresivas son, la mayoría de las veces, mutiladas
por los imperativos de la rentabilidad comercial y de la narrativa
tradicional, era intrínsecamente capaz de producciones más ricas
y más variadas, más comparables a las que ofrece, en su relativa
libertad, el mercado de libros; anhelaba una escritura cinemato­
21. En "L'écran franfais", núro. del 30 de marzo de 1948.
gráfica tan flexible, tan emancipada como la escritura literaria:
la cámara debe ser para el cineasta lo que la pluma para el escri­
tor; afirmaba, no sin razón, que el cine es apto para «decirlo todo»,
que no existen temas que le estén prohibidos o, al contrario, re­
servados (en términos semiológicos: que no existe, en la materia
del contenido, un sector especializado que le sea propio; véanse
pp. 60 y 257).
La historia del cine está jalonada de diversos textos donde pue­
de leerse la misma inspiración fundamental. Son gritos de rebel­
día, reivindicaciones de libertad frente a las coacciones económicas
o a las de la ideología (lo «verosímil», por ejemplo); no son aná­
lisis teóricos. Pero cuando se expresan en términos de «escritura»
manifiestan, en varios grados, la confusión de que acabamos de
hablar. La libertad que reivindican es la que precisa todo hombre
que quiere componer una obra algo nueva. Si existe, por otra
parte, un parentesco más particular entre la composición cinema­
tográfica y la composición literaria, hay que decirlo. Pero el uso
que criticamos aquí consiste precisamente en no decirlo. Por tan­
to, las aproximaciones de este tipo entre el cine y la escritura
no llevan muy lejos.

XI.5. E l c i n e f r e n t e a la s « e s c ritu ra s » de « E l g ra d o c e ro de la
ESCRITURA»
Existe otro tipo de comparación que se podría establecer entre
el cine y la escritura. «Podría», pues no se ha hecho. Sería, sin
embargo, más clarificador, cualquiera que en fin de cuentas fuera
su punto de llegada, que muchas de las comparaciones corrientes.
Se referiría a otro tipo de escritura, la que ha definido Roland
Barthes en Le degré zéro de l'écritureP Recordemos que corres­
ponde a un nivel de codificación cuyo grado de generalidad está
entre el de la lengua (común a todo el cuerpo social) y el del es­
tilo, que es propio del individuo y se enraíza en las profundidades
biológicas de la idiosincrasia. Sólo hay estilo en cada escritor; la
lengua es única para un pueblo entero, pero encontramos entre
ambas cosas varias escrituras, cada una de las cuales es propia
de un conjunto de escritores de la misma época o de la misma
tendencia, y que son otros tantos rostros de la literalidad, marcas
que designan el discurso literario como tal.
22. París, Ed. du Seuil, 1953. Edición castellana: El grado cero de la escritura,
Buenos Aires, Jorge Alvarez, 1967.
Ahora bien, el lenguaje cinematográfico también se distingue
de los estilos de cineastas: éstos, como ya lo hemos dicho en
VII.2, son o códigos o sistemas textuales, según la forma en que
se los considere, mientras que el primero es el conjunto de las
codificaciones específicas y sólo específicas. El lenguaje cinemato­
gráfico, por otra parte, es muy diferente de una lengua, cuya
homogeneidad no posee ni su coherencia, ni su relativa estabilidad
en el tiempo (véase p. 179). El sistema individual de los cineastas
(o por lo menos de algunos de ellos), sus innovaciones deliberadas,
influyen mucho, y bastante de prisa, en la evolución del lenguaje
cinematográfico, algo así como la aportación personal de algunos
escritores influye en la historia de la escritura (de la que es, sin
embargo, diferente), pero no en la de la lengua, cuya «resistencia»
depende de que es empleada y forjada al mismo tiempo por toda
la masa hablante. Se puede, pues, decir, con palabras barthesia-
nas, que el lenguaje cinematográfico tiene más puntos comunes
con una escritura que con una lengua. Son los cineastas, y no la
población global, los que han hecho el cine, igual que son los es­
critores los que han hecho la escritura. La lengua pertenece a todo
el mundo; el cine y la escritura son cosas de «especialistas», aun­
que no se confundan con los idiolectos propios de cada uno de
ellos. Por ello el lenguaje cinematográfico evoluciona mucho más
de prisa que una lengua, y su evolución se despliega dentro de
una temporalidad, que no es de la misma escala que la de las dia-
cronías lingüísticas, y recuerda más bien la de las diacronías li­
terarias.
#*
Sin embargo, esta comparación, un poco menos vaga que las
comparaciones precedentemente criticadas, no debe tampoco lle­
varse demasiado lejos, so pena de caer de nuevo en las aproxima­
ciones que se querría evitar. El lenguaje cinematográfico presen­
ta determinados parecidos con la «escritura» definida por Roland
Barthes, pero no es esto decir que lo sea, ni siquiera transpuesta
en la sustancia audiovisual. Las escrituras, en efecto, están sepa­
radas de la lengua y se añaden a ella (pues ésta existe), mientras
que el lenguaje cinematográfico es diferente —más que «separa­
do»— de lo que sería una lengua, pero ocupa su lugar (pues aquí
ésta no existe).
La escritura está estrechamente articulada sobre otro código:
ese mismo del que hemos dicho que estaba separada (y del que
es, sin embargo, inseparable), aquel cuyo orden propio infringe
con frecuencia (pero que le es indispensable): el código de la
lengua, que presupone de forma absoluta. Es esta instancia ante­
rior la que le falta al lenguaje cinematográfico, y éste no tiene
nada semejante para apoyarse; él es, a un tiempo, escritura y len­
gua: lengua si se consideran sus códigos generales; escritura por
algunos de sus subcódigos, los que sobrepasan en amplitud el es­
tilo de un cineasta único: los géneros, por ejemplo, o las principa­
les escuelas, en la medida en que se las considera desde el ángulo
del subcódigo (= como clases de filmes) y no desde el ángulo
del sistema textual, como grupos de filmes (véase cap. VII.2).

Pero entonces es en el propio seno del lenguaje cinematográfi­


co donde se encuentra hasta cierto punto la dualidad barthesiana
de la lengua y de la escritura; lo que le corresponde es la oposición
entre los códigos generales y los grandes subcódigos, siendo es­
tilos los subcódigos más restringidos. El cine no es una escritura,
pero contiene varias escrituras.
En el texto literario la función de la lengua es asegurar una
primera capa de inteligibilidad (llamada «sentido literal», y que
corresponde por encima a la denotación), mientras que las escri­
turas aportan consigo un segundo nivel de sentido, que se en­
cuentra entre las connotaciones. En el cine la comprensión pri­
mera de los datos audiovisuales queda asegurada —sólo por una
parte, como veremos— por el conjunto de los códigos que son
constitutivos de la analogía, y del que ya hemos hablado (códigos
perceptivos, códigos de la iconicidad, códigos de identificación,
etc.): permiten reconocer los objetos visibles y audibles que apa­
recen en el filme, gracias al parecido del que son responsables.
Estos códigos no resultan del trabajo consciente de un pequeño
grupo de hombres, sino que se enraízan profundamente en el
cuerpo social entero (= clasificaciones socioculturales que enume­
ran los «objetos» perceptibles, etc.), e incluso en procesos psico-
fisiológicos (la percepción como tal). Son organizaciones estables,
fuertemente coherentes e «integradas», de evolución lenta e in­
consciente, ampliamente sustraídas a la acción de las innovaciones
individuales. En todo esto se parecen un poco a la lengua, a la
cual, por otra parte, están parcialmente unidas (= códigos de
denominaciones icónicas, véase p. 243). Se distinguen claramente
de las «escrituras» cinematográficas propias de las escuelas o de
los géneros, que son la obra consciente de una pequeña cantidad
de cineastas y que aportan al filme una segunda capa de sentido
(no «literal»), al mismo tiempo que una marca de cinematografi-
cidad (= «esto es un filme»).
Los códigos de la iconicidad son específicos, pero en un grado
bastante débil (véase cap. X.4), pues son comunes al cine y a to­
dos los demás lenguajes «figurativos»; los grandes subcódigos
tienen, evidentemente, un grado de especificidad muy superior.
Igualmente, en relación con el texto literario, la lengua es un có­
digo específico (que faltaría en pintura o en música), pero menos
específico que las escrituras, pues muchas manifestaciones que
implican aún la lengua excluyen la escritura (por ejemplo, los tra­
tados científicos, los textos didácticos, etc.).
Tanto en un caso como en otro tendríamos, pues, códigos más
específicos y más conscientes, las escrituras, que vendrían a apo­
yarse sobre códigos de denotación menos específicos y de alcance
más generalmente social: la lengua en literatura, los códigos icó-
nicos en cine; y también la lengua en el propio cine, cuando se
trata de los diálogos del filme en su sentido literal.
Así «arreglada», la comparación se mantiene por más tiempo.
Hay que recordar que no se refiere ya al propio lenguaje cinema­
tográfico. Éste no es una escritura. Pero se encuentran escrituras
tanto en el cine como en literatura, y, aquí como allá, una lengua
o algo que ocupa su lugar.

Dentro de esta perspectiva, el reparto interno, en el cine, no


pasa entre los códigos generales y los subcódigos. Algunos subcó­
digos no son escrituras, sino estilos de cineastas (encontramos
algo análogo en el campo literario). Y, cosa más significativa, al­
gunos códigos generales se convierten en difíciles de situar exac­
tamente entre «lengua» y «escritura»: se trata de los códigos di­
ferentes de los de la iconicidad y que son, sin embargo, comunes
a todos los filmes (como, por ejemplo, los que se refieren a los
movimientos de cámara, las relaciones de la imagen y del sonido,
los grandes rasgos del montaje, etc.). Su generalidad prohíbe con­
vertirlos en «escrituras», y son, sin embargo, obra de cineastas,
como las escrituras: escaparían, pues, de la «lengua», y, sin em­
bargo, son tan comunes como ella.
Vemos aparecer así desfases allí donde esperábamos que todo
casaría. Se añade a esto que los códigos generales que no sean
icónicos se refieren tanto al sentido literal del filme como a sus
connotaciones, y, con frecuencia, a ambos a la vez. Participan en
la composición fílmica y en sus «efectos», asemejándose en esto
a las escrituras. Pero intervienen igualmente, y esta vez en estric­
to contacto con los códigos icónicos, en el prim er desciframiento
del filme; pues éste no se reduce a la identificación de los objetos
vistos y oídos: supone también la correcta captación de sus enca­
denamientos y de sus relaciones mutuas (relaciones espaciotempo-
rales, relaciones de causa a efecto, etc.); y aquí están actuando
configuraciones mucho más específicas que las de la iconicidad,
en particular las del montaje en el sentido más amplio, que asume
conjuntamente funciones denotativas y connotativas (hemos insis­
tido mucho en este doble papel en diversas ocasiones).
Hay más. La intelección primera, en cine —y, por tanto, la
función de la lengua— moviliza en determinados casos tal o cual
de estos «grandes subcódigos» que situaríamos más bien del lado
de la escritura (y que, por otra parte, se encuentran allí, tanto
por su falta de generalidad como por su rápida evolución unida
a las innovaciones conscientes): así, la gran sintagmática, que tie­
ne un papel importante en la denotación de las relaciones tempo­
rales en el seno de la consecuencia (p. 244), se inscribe dentro de
estrechos límites cronológicos: unos veinte años, como lo hemos
dicho en otro lugar, y marca —volviéndose en esto escritura—
cierta época del cine, cierto aspecto de la cinematograficidad
(aquel al que se da el nombre de «planificación clásica»), sin de­
jar por eso de asegurar su trabajo de «lengua».

La noción barthesiana de escritura extrae su fuerza de la cla­


ridad con que se eleva sobre el fondo de una instancia «dura»:
la lengua. En el cine la línea de reparto no es de un trazado tan
puro. Se asiste a intercambios parciales (intercambios de carac­
teres e intercambios de funciones) entre lo que sirve de lengua y
lo que sirve de escritura.
Por tanto, es preferible no designar a los códigos icónicos como
una lengua (aunque sean su equivalente en determinados aspectos),
ni a los grandes subcódigos como escrituras, aunque, como ellas,
se distingan a la vez de los estilos individuales y de los códigos
generales.
Encontramos en el cine, dentro de cierta medida, la oposición
de la lengua y de las escrituras. Pero lo que caracteriza con pro­
piedad al lenguaje cinematográfico es menos esta oposición que
su debilitación: en el cine lo que sirve de lengua tiene determina­
dos caracteres de una escritura, y las escrituras, determinadas fun­
ciones de una lengua.
u
Siguiendo con el examen de las comparaciones multiformes
que se hacen (o que se podrían hacer, como en XI.5) entre el cine
y la escritura, encontramos lo que aparece con más frecuencia en
los teóricos de cine. Consiste en comparar, selectivamente, el cine
con la escritura ideográfica y sólo con ella.
El tema hizo su aparición temprano. Ya en 1919, en un artícu­
lo del «Crapouillot», Víctor Perrot exclamaba, hablando del cine:
«Es una escritura, ¡la antigua escritura ideográfica!» A lo largo
de una serie de estudios publicados en «Ciné-France» y «Stars et
Films» entre 1932 y 1937, Georges Damas (que firma a veces Geor-
ges d'Aydie) ponía frente a frente la evolución del cine y la de la
ideografía antigua; el ensayo titulado Rythmes du monde aportaba
conclusiones generales: «La imagen cinematográfica es un signo
del pensamiento de un autor, igual que lo fueron los primeros
dibujos con ocre en las grutas prehistóricas; un signo como los
jeroglíficos egipcios, como los caracteres chinos, como las escri­
turas primitivas de América.» Más cerca de nosotros, la misma
comparación se recoge, con menos insistencia, por parte de Marcel
M artin23 y Jean-R. Debrix.24 Pero es Eisenstein el que ha llevado
más lejos la comparación, sobre todo en sus artículos de 1929.25
En la insistencia de ese año sobre el problema del ideograma
ébcontramos la profunda influencia que habían tenido sobre el
teórico soviético las representaciones del teatro Kabuki, dadas en
1928 por una compañía japonesa en gira por Rusia; de la cultura
japonesa Eisenstein pasó al ideograma, por una asimilación un
poco rápida, como a veces le sucede. Estima que la escritura japo­
nesa llega a significar una noción abstracta que no podría ser
dibujada, por la asociación conveniente de dos ideogramas, cada
uno de los cuales representaría un objeto perceptible por un signo
figurativo (esta visión de la ideografía está algo simplificada). El
autor da algunos ejemplos: «oreja» + «puerta» = «escuchar»,
23,. La estética de la expresión cinematográfica, op. cit., p. 45.
24. Les fondements de Vart cinématographique, París, £d. du Cerf, 1960, p. 10.
25. Por una parte, The filmic fourth dimensión, “Kino", Moscú, 27 agosto 1929. Por
otra parte, The cinematographic principie and the ideogramm, epílogo a Yaponskoye
Kino (El cine japonés), de N. K aufm an , Moscú, 1929. Recogidos uno y otro en
form, op. cit. Pasajes citados: respectivamente, pp. 65-66 y pp. 29-30 y 35-36 (paginación
de la edición global con The film sense, op. cit. En la edición castellana, los artículos
ocupan las pp. 69*76 y 33-49, respectivamente).
«corazón» + «cuchillo» = «pena». El cine hace lo mismo, sigue di­
ciendo, ya que no puede más que aproximar con el montaje frag­
mentos siempre figurativos, puesto que son fotográficos.
En su Bréviaire du cinéma,76 Charles Ford ha realizado una
lista de los comentadores que con gran anticipación, ya en los años
1920, han visto en el cine un lenguaje: llama la atención que para
muchos de ellos esta noción de «lenguaje» se concreta en el caso
del cine en «escritura ideográfica». He aquí, pues, un tema bastante
extendido.
Se ve muy bien lo que lo hace tentador, y que se ha indicado
brevemente más arriba (cap. XI.l): mientras que la escritura foné­
tica, dentro de la medida en que es verdaderamente tal, anota
el código fonológico, la ideografía y el cine tienen esto en común:
que no son códigos sustitutivos, que no se remiten a la lengua ar­
ticulada; parecen anotar directamente un objeto de la percepción,
un pensamiento, una imagen mental, un estado de consciencia:
«directamente», es decir, por lo menos, «fuera del análisis de los
sonidos», repitiendo una fórmula de Ricciotto Canudo en L'usine
aux images.21 Fórmula que evoca lo que decía Antonin Arthaud en
el Prólogo,28 redactado para La coquille et le clergyman (filme
de Germaine Dulac en que había colaborado), así como la teo­
ría de Bela Balázs en Der sichtbare Mensch oder die Kultur des
Filmsi29 el cine nos ha vuelto a enseñar a leer el rostro humano,
que se ha vuelto de nuevo inteligible desde que ya no se oye su
voz. (La postura de Balázs, desgraciadamente, va unida a la idea
de que hubiera existido en la época antigua algún lenguaje ges-
tual absolutamente completo y que hubiera funcionado por sí
mismo como vernáculo, en ausencia de toda expresión fónica; de
ahí es de donde la humanidad habría pasado a continuación a las
lenguas; es sabido que, incluso en lingüística, Marr y Van Ginne-
ken han sostenido ideas algo semejantes, pero que éstas han sido
abandonadas por las investigaciones ulteriores, a falta de un
mímmo de indicios convergentes.)
26. París, Jacques Melot, 1.* ed., 1945.
27. París, Ed. Étienne Chiron, y Ginebra, Office Central d’Édition, 1927.
28. Este texto no figura en el tomo III de las Oeuvres completes publicadas por
Gallimard. (Este tomo, aparecido en 1961, agrupa, entre otros, los principales escritos
cinematográficos de Artaud.) Se recoge un extracto en la antología de P ie r k e L’H erui-
n ie r , L’art du cinéma, París, Seghers, 1960, pp. 57-59.
29. Viena, 1924, Deutsch-Ósterreichischer Verlag.
Las comparaciones entre el cine y la ideografía, cuyo fundamen­
to se ve bien, dejan evidentemente de lado el elemento verbal de
los filmes sonoros. Por otra parte, la mayoría de los comentarios
sem ejantes a los que acabamos de citar se dieron cuando el cine
era mudo. Luego se hizo sonoro, lo cual no le ocurrió al ideogra­
ma: im portante diferencia en la materia de la expresión. Lo cual
no podría, sin embargo, constituir una conclusión por sí sola, pues
quedan los principios de composición y de colocación. Y también
porque ciertos datos sonoros, como el ruido —el ruido que en el
cine está del lado de la imagen, casi «en» ella—, podrían, si los
com entaristas tuvieran razón, ser más o menos análogos al ideo­
gram a en el plano estructural, a pesar de la transposición senso­
rial. No es, por tanto, éste el centro de la cuestión.

Lo que resulta más im portante es que no existe ninguna escri­


tura que sea tan plenamente «ideográfica» como lo es, en este
concepto, la banda de imágenes del cine mismo. Las escrituras
conocidas mezclan grafemas de varias clases. Las escrituras ¡'geo­
gráficas no están formadas más que en parte por caracteres ideo­
gráficos; por ejemplo, los morfogramas o los pictogramas, repre­
sentaciones simplificadas, pero reconocibles, de un objeto percep­
tible (un árbol, un caballo...). Pero se encuentran en ellas también
exponentes relaciónales directamente abstractos. E igualmente
«dactílogramas», como lo han demostrado las investigaciones de
Chang Cheng-ming:30 estos últimos no anotan el contorno «estili­
zado» del objeto, sino que representan esquemáticamente el gvsto
que designaba el objeto en un código gestual que utilizaba la /flis-
ma etnia: son anotaciones de segundo grado, que están, desde *íste
punto de vista, en el mismo plano que los caracteres alfabétijcos,
incluso si el código que relevan es gestual y no fónico; en su senti­
do no son ideográficos, puesto que no escriben la «idea». Las es­
crituras ideográficas comportan también grafemas fonéticos ro a
veces mixtos, y en vía de fonetización), que remiten a ciertos ele­
mentos de la lengua que hablaba la comunidad en el mismo c o ­
mento; sabido es que, en el curso de la evolución histórica da las
escrituras de dominante ideográfica, la proporción de estos grafe­
mas fonéticos se ha ido acrecentando poco a poco (véanse, por
30. L'écriture chinoise et le geste humain, París, 1937, tesis doctoral. En est» obra
se apoya la teoría de Van Ginneken de que hemos hablado antes, y que hoy ya 2*° **
aceptada. Pero los hechos indicados por Chang Cheng-ming permanecen.
ejemplo, Gustave Guillaume,31 J. J. Gelb32 y los historiadores de la
escritura).
Pero, inversamente, en nuestras escrituras modernas de domi­
nante fonética y «sustitutiva», ciertos grafemas anotan directamen­
te una operación intelectual, o introducen una precisión que esca­
pa al rodeo mediante la fonía y no tiene ningún equivalente en el
enunciado oral: asteriscos, llaves, paréntesis (= es el discurso
fónico el que por retroacción dice a veces «entre paréntesis»), cor­
chetes y guiones, ciertas comillas,33 el acento grave sobre la prepo­
sición «á» en francés (que es así distinguida, por escrito pero no
oralmente, de la tercera persona del singular del presente de in­
dicativo del verbo «avoir»: «a»34), dualidad del punto y coma y del
punto (que corresponden oralmente a una misma pausa), etc. Es­
tos signos, en cierto modo, son ideográficos.
La situación es, por tanto, menos simple de lo que pensaban
quienes asimilaban el cine a una escritura ideográfica, y la existen­
cia de ésta en tal sentido —que, para sostener la comparación al
nivel en que se había planteado, debería consistir, por ejemplo,
en una secuencia homogénea de morfogramas— no ha podido ser
nunca testificada por las investigaciones. No podríamos comparar
el cine a una escritura ideográfica «pura» que no existe, y que a
lo que más se parece es justam ente a la banda de imágenes del
propio cine (así como a otras producciones icónicas modernas);
banda de imágenes que representa siempre «directamente» el ob­
jeto de la percepción (= fotogramas) o designa directamente una
operación de pensamiento (como en el fundido en negro, que evo­
ca la idea de una separación fuerte), aunque permanece «ideográ­
fica» tanto en un caso como en otro, e incluso cuando deja de ser
fotográfica (un fundido no es una fotografía). Se tiene la impresión
de que ciertos comentaristas se representaban la ideografía según
el modelo del cine y comparaban el cine a sí mismo. Por otra par­
te, la banda de imágenes comporta unas menciones escritas, y és­
tas recurren, según el país productor del filme, bien a la escritura
fonética, bien a la escritura ideográfica, bien a escrituras mixtas
31. Extracto de La reconstruction typologique des langues archáiques de Vhwrumizé
(obra de V an G díneken , 1939), en el tomo XL del "Bulletin de la Sodété de Unguis-
tique de París1*, fechado en 1938 y publicado más tarde.
32. A study of writing, the foundatioti of grammatology, Chicago, University of Chi­
cago Press, y Londres, Routledge and Kegan Paul, 1952. Ocaso progresivo de lo “sema-
siográfíco* (= anotación no fonética) a favor de lo “fonográfico* (== escritura en rela­
ción con la fonía).
33. Ya indicado por Buyssens, op. cit., pp. 49-52.
34. id., ibíd.
y sumamente complejas (tal ocurre con la escritura japonesa,
como aparece, por ejemplo, en los títulos de crédito de los filmes
japoneses actuales). La «comparación», decididamente, no es có­
moda...

Sigue siendo cierto, evidentemente, que el cine podría parecer­


se, si no a las escrituras ideográficas tal y como existen o han
existido, al menos a lo que en ellas hay de verdaderamente ideo­
gráfico. Una comparación sigue siendo posible entre el lenguaje
cinematográfico y el propio principio ideográfico.
Surgen aquí nuevas dificultades. Las más verdaderas, por otra
parte, no son aquellas que podrían venir a la mente, y que encon­
tramos claramente expuestas (o simplemente sospechadas, según
los casos) en otros teóricos del filme hostiles, por su parte, al
concepto ideográfico del cine. No es cierto, en efecto, que sea pre­
ciso oponer el esquematismo propio del ideograma —el ideogra­
ma, que, como es sabido, no es el dibujo; que designa a todos los
árboles mediante un grafema único, de contornos «normalizados»;
que representa la noción general de árbol sin representar ningún
árbol particular— a la riqueza concreta de la imagen cinematográ­
fica, que no puede m ostrarnos sino árboles singulares con las nu­
dosidades de su tronco y todo el detalle estremecido de su folla­
je. Se separa excesivamente, a veces, lo visual-concreto (imagen fíl-
mica) de lo visual-abstracto (ideograma); los trabajos de Jean
iyiitry, que escapan a las críticas que citaremos a continuación,
no escapan enteramente a éstas. En otros lugares se opone dema­
siado brutalm ente el ideograma como signo convencional (aunque
no arbitrario) a la imagen fílmica dada como no convencional y
puramente analógica, como una «imprenta de la realidad» o un
«lenguaje de objetos», como decía André Bazin,35 principal repre­
sentante de la tendencia (llamada a veces «cosmofánica») que con­
cede al lenguaje cinematográfico la omnipotencia de la «naturali­
dad». Porque cuando de esta manera se refuta la naturaleza ideo­
gráfica del cine nos exponemos a un peligro que, desde ciertos
ángulos, es el inverso del que acechaba a los teóricos del cine
mudo, ansiosos de ideografía: nos engañamos menos que ellos
en cuanto al ideograma, pero nos equivocamos mucho más en lo
que al cine se refiere.
35. En Le langage de notre temps, contribución a Regarás neufs sur le cinema,
(obra colectiva dirigida por J acques C h e v a ij .if .r , París, Seuil, 1.» ed., 1953).
En Le langage et la p e n s é e el psicólogo Henri Delacroix ob­
servaba que el ideograma, si bien no anota la palabra de la lengua
fónica, anota, sin embargo, un concepto que, por otra parte, tiene
un nombre en esta lengua (es su teoría de la «idea-palabra», que
insistía en lo que el ideograma tiene de convencional y de codifi­
cado): pero ¿no encontramos un fenómeno del mismo tipo en el
cine y en todas las imágenes «concretas», con los códigos de no­
minaciones ¡cónicas de que hemos hablado antes (p. 243), que
asocian lateralmente la lengua a la identificación de los objetos
visuales? De la ausencia material de la lengua no hay que concluir
demasiado de prisa su ausencia códica. Paradójicamente, está más
presente en las imágenes concretas que en ideografía.
El esquematismo, que es un principio mental y notoriamente
perceptivo, desborda con mucho el campo de los esquemas, en el
sentido corriente del término (= esquemas materializados, como
el ideograma), y la visión más concreta en un proceso clasificato-
rio. La imagen cinematográfica, o fotográfica, no es legible (inte­
ligible) salvo si se reconocen en ella objetos (como insistía de
nuevo en ella Antonin Artaud a propósito de La coquille et le
clergyman), y «reconocer» es encuadrar en una categoría de tal
manera que el árbol-como-concepto, que no figura explícitamente
en la imagen, se encuentre reintroducido en ella mediante la mi­
rada. Sabido es también, gracias a los estudios tecnológicos (sobre
todo televisivos) y gracias a las teorías informacionales de la per­
cepción, que la imagen más fielmente figurativa es analizable en
cierto número de elementos discretos y geométricos (puntos, spots,
«líneas», etc.); Abraham Moles ha realizado filmes experimentales
en que se pone esto en evidencia con hum or. Las investigaciones
modernas, tanto en semiología como en psicología de la percepción,
en antropología cultural e incluso en estética (Pierre Francastel),
no permiten ya oponer tan simplemente como en la época de
Saussure lo convencional a lo no convencional, lo esquemático a
lo no esquemático. Desembocan más bien en la distinción de los
modos y de los grados de esquematización, o, al contrario, de ico-
nicidad («grados de iconicidad» en Abraham Moles, por ejemplo).

Pero son justamente estos grados y estos modos los que dife­
rencian la imagen cinematográfica del ideograma. Su diferencia es
algo importante. No es indiferente que la anotación afecte a los
36. París, Alean, 1924, p. 342.
rasgos pertinentes del reconocimiento y sólo a ellos, eliminando
así la inscripción material de los demás, como ocurre grosso modo
en el morfograma; o que, al contrario, el mismo «texto», como
ocurre en el cine, sólo ofrezca a la mirada los rasgos de identifi­
cación mezclados con todos los demás, y sin indicación explícita
de su colocación: es cierto que el espectador, mientras comprenda
la imagen, hará por sí mismo el ideograma, pero también lo es
que es él quien tiene que hacerlo, mientras que la ideografía (por
caminos, por otra parte, muy variables) se lo presenta hecho. El
trayecto, en el cine, es un poco más largo, y también menos se­
guro: el objeto es reconocido más o menos de prisa, más o menos
bien; hay falsas pistas y sorpresas, que no tienen ui* equivalente
morfogramático, pero que ciertos filmes explotan a voluntad (fil­
mes fantásticas, filmes de terror, ciertos filmes de «suspense», etc.).
De una manera más general, si no se tiene en cuenta la dife­
rencia entre los esquematismos del ideograma y los que perm iten
la percepción de la imagen fílmica, no se puede comprender el
potencial polisémico propio de esta última (cuya lectura, aun cuan­
do decididamente no se «pierda», puede titubear o repartirse en­
tre varias series simultáneas), ni sus trucajes (que nadie se tom a
el trabajo de confeccionar si no es porque el trucaje más funda­
mental de los segmentos no trucados no aparece, y por eso nadie
truca un esquema ostensible), ni todos sus juegos sobre la impre­
sión de realidad (= mixtificaciones realistas e irrealistas).
No es vano a este respecto recordar las semejanzas parciales de
la percepción fílmica con la percepción de la vida cotidiana (lla­
mada a“yeces «percepción real»). No dependen de que la prim era
sea natural, sino de que la segunda no lo sea; la prim era está en
código, pero sus códigos son, en parte, los mismos que los de la
segunda. La analogía, como lo ha mostrado claramente Umberto
Eco,37 no está entre la efigie y su modelo; pero, por supuesto,
existe —sin dejar de ser parcial— entre ambas situaciones per­
ceptivas, entre los modos de descifrar que conducen al reconoci­
miento del objeto en situación real y aquellos que conducen a su
reconocimiento en situación icónica, en la imagen fuertemente fi­
gurativa como la del filme (pero no como el ideograma).

A esto va unida otra diferencia. La imagen cinematográfica, no


hace falta ni recordarlo, no puede designar directamente más que
37. La estructura ausente, op. cit., cap. B.1.II.3.
objetos visuales. Es cierto, y los tratadistas de estética del cine lo
han dicho, que llega a sugerir impresiones sensoriales de orden
no-visual presentando objetos visibles que les están habitualmente
asociados en la experiencia corriente. También es cierto que el
filme —el filme más que la imagen— puede llegar, a través de
asociaciones oportunas de «planos» (o de «motivos» dentro del
plano), a orientar el espíritu del espectador hacia objetos ideales
y no sensoriales, como nociones abstractas o razonamientos de
diversos tipos; este «montaje intelectual», como es sabido, era
uno de los grandes sueños de Eisenstein. Pero vemos a la vez que,
para los datos extravisuales o abstractos, la imagen fílmica recu­
rre a designaciones en cierto modo laterales, que proceden o por
metonimia (= elementos sensoriales que no sean visuales), o por
perífrasis y sugestión discursiva (= elementos no sensoriales).
En la ideografía, por el contrario, sucede que algunos de estos
elementos están directamente anotados por un grafema, cuya úni­
ca función es ésta, y que no se contenta con orientar la atención
hacia ellos, sino que los convoca expresamente, tal y como lo haría
en la lengua fónica una denominación.

Estas diferencias de codificación entre el cine y la ideografía


se acrecientan sensiblemente cuando se pasa de la banda de imá­
genes de la película a su banda sonora, mientras que el ideograma
es visual, pues el grado de esquematización podría permanecer
análogo o vecino más allá de la diferencia sensorial. Pero es que,
en los hechos, no permanece tal; las tecnologías cinematográficas
permiten reproducciones sonoras de mayor fidelidad que las re­
producciones visuales, y, por tanto, un menor grado de esquemati­
zación; el funcionamiento de la percepción fílmica y el de la per­
cepción real se parecen más para el sonido que para la imagen;
en una escucha «ingenua» hay poca diferencia fenoménica entre
el sonido grabado y el sonido directamente oído, si los técnicos
han querido que esto fuera así.
Los modos de esquematización también intervienen. En la
imagen, determinados elementos están abiertamente codificados:
el rectángulo de la pantalla, la ausencia de lo que los psicólogos
llaman la «tercera dimensión real» (= binocular), y cuya sustitu­
ción sistemática por la impresión llamada de profundidad (= pers­
pectiva monocular + movimiento) no se le escapa ni siquiera al
que lo suple sin esfuerzo, etc.; los hechos de este género, que han
sido estudiados de cerca por la filmología y por determinados
tratadistas de estética del cine,3* van en contra de la impresión
de realidad; ahora bien, no existen, en materia de sonido fílmico,
distorsiones manifiestas de importancia igual (esto depende en
parte de que el anclaje espacial de un sonido es más débil y más
vago que el de un dato visual).
Con el sonido, por otra parte, es la palabra la que invade el
filme la palabra no escrita, si así puede decirse. Y con la pa­
labra, la lengua, que no roza precisamente la ideografía: diferen­
cia códica que es, evidentemente, de gran alcance.
La misma observación se aplica a la música. Sabemos, sin
embargo, que las representaciones mudas se acompañaban regu­
larm ente con la actuación de un pianista o una pequeña orques­
ta. Pero esta música, que animaba el espectáculo desde fuera, no
estaba integrada en el texto del filme: era un elemento cine-
matográfico-no-fílmico, mientras que la serie musical del filme so­
noro es cinematográfico-fílmica (en lo referente a esta distinción,
véase cap. II.5). El cambio es, pues, importante; la música no par­
ticipa sólo ya, en la institución cinematográfica, sino en el propio
discurso cinematográfico.
Y luego está, naturalmente, la diferencia física mencionada más
arriba, y que depende, por su parte, completamente de la banda
sonora: el texto global del cinematógrafo, en su materialidad, se
dirige también al oído, mientras que la ideografía no tiene «sec­
ción» auditiva. En resumen, y como es normal, la llegada del cine
«sonoro» alejó al cine de la ideografía.
■Pero, curiosamente, lo alejó también (y quizá sobre todo) por
rázones visuales. La presencia del sonido ha retroactuado sobre
la imagen y ha apartado determinadas formas de construcción,
buscadas por los filmes mudos, con más inventivas, que evocaban
algo la ideografía. La ausencia de la palabra y del ruido obligaba
a ingeniosidades combinatorias —o, en todo caso, las provocaba—
38. Ocupan un lugar importante en los escritos de R udolf Ar n h e i M, B el* B aiXz s .
J ean M itry, en Uunivers filmique (obra colectiva ya citada), etc., y, por otra parte, en
el conjunto de los primeros números de la “Revue Internationale de Filmologie" (artícu­
los de M ic h o ttb yak der B erck , C esare L. M usatti, Y ves G a lifret , R ek é Z azzo , R . C . O u v
fxeld , etc.), así como en L'esperienza cinematográfica de D arío F. R omano (1966); de ellos
hemos hablado en Acerca de la impresión de realidad en el cine, prim er texto de los
Ensayos sobre la significación en el cine, op. cit. Han vuelto a la orden del día desde
1968-1969, con la intervención de la revista “Cinétíiique" (París) y, a continuación de
ésta, del equipo Collectif Quazar (Bruselas), que querrían renovar la problemática mos­
trando que la impresión de realidad es, en sí misma, una ideología. Esta última afir­
mación nos parece justa en cuanto al fondo, pero sus defensores la presentan bajo
una forma demasiado monolítica y a veces inútilmente ‘'terrorista", insuficientemente
técnica y circunstanciada (= subestimación de las autonomías relativas y de las media­
ciones).
que ha abandonado el cine moderno, y cuyo principio general es
más o menos el que indicaba Eisenstein en la cita que antes re­
produjimos («corazón» + «cuchillo» = «pena», etc.). Sirva como
ejemplo este montaje debido al propio Eisenstein, al principio de
La línea general, filme que data, precisamente, del año 1929, cuan­
do el autor se interesaba vivamente por la escritura ideográfica.
Con ocasión del reparto de una herencia, dos hermanos sierran en
dos su miserable isba; la mujer de uno de ellos los mira con cons­
ternación; el montaje hace alternarse sistemáticamente los prime­
ros planos de la sierra y los del rostro de la esposa: «Sierra» +
«rostro» = «consternación», podríamos decir. Vemos, por otra
parte, que el parecido de esta ideografía con la primitiva perma­
necía aproximativa (Bela Bálazs39 consideraba la secuencia de la
isba como el calco de una metáfora verbal: «partir el corazón»,
etc.). Pero el problema, para nosotros, no es éste: la ideografía
del cine sólo puede ser aproximada, y la influencia inconsciente
de la lengua (si Bálazs tiene razón) es muy comprensible; lo que
queda, en los montajes de este tipo —de los que se ha hablado
mucho con motivo de las nociones y de las polémicas del «mon­
taje intelectual», del «montaje de las atracciones», etc.—, es una
especie de inspiración ideográfica, de orden evidentemente bas­
tante general, pero que está en retroceso en el cine hablado, pues
dependía, por una parte, de que la imagen, reducida a sí misma,
exploraba más sistemáticamente todas sus virtualidades internas.
Estos problemas han sido frecuentemente abordados por los tra­
tadistas de estética del cine y por nosotros mismos en otra obra.40

Con el ejemplo sacado del filme de Eisenstein hemos llegado


ya a los modos de encadenamiento de las imágenes sucesivas. La
comparación del cine y de la ideografía no se reduce a la de la
imagen cinematográfica y el ideograma; también hay que compa­
ra r los dos tipos de secuencialidad. A este nivel es como se ha
propuesto, en ciertos casos, la comparación. El estudio de Geor-
ges Damas mencionado al principio de este capítulo constata, en
otro fragmento, que el «mecanismo de la transposición del senti­
do (en el cine), la conquista progresiva del simbolismo y del ac­
ceso a la abstracción es actualmente visible»; igualmente, cuando
Eisenstein nos dice que «oreja» + «puerta» = «escuchar», acen­
39. Theory of the film, Londres, Dennis Dobson, 1952, p. 127.
40. Véase todo el principio del texto número 3 (El cine: ¿lengua o lenguaje?, pp. 55-
145) de los Ensayos sobre la significación en el cine, op. cit.
túa tanto la relación de las imágenes como el estatuto ideográfico
de cada una de ellas.
Sin embargo, el movimiento está ausente de los encadenamien­
tos ideográficos, mientras que tiene en el cine un papel muy im­
portante: diferencia en la m ateria de la expresión, pero también
en los propios sistemas de encadenamiento: las configuraciones
cinematográficas que forman el montaje descansan tanto sobre ei
movimiento como sobre la secuencialidad propiamente dicha, como
hemos visto en otro lugar (p. 290).
Esta últim a permanece como factor común de ambos modos
de expresión, pero también de otros muchos (secuencias de imá­
genes o de dibujos, cuadros ordenados en serie, etc.). Cierto es
que existe en la historia del cine —que arrancó de la simple fo­
tografía animada o del «cuadro vivo» y conquistó poco a poco
las formas específicas de unión discursiva— algo que no deja de
parecerse al paso del dibujo a la escritura (ideográfica), que acon­
teció mucho antes en la evolución humana; paralelismo bastante
bien expresado por la frase de Georges Damas («mecanismo de la
transposición del sentido», «conquista progresiva del simbolis­
mo»), pero que se ve, al mismo tiempo, que se refiere sólo a la
tendencia general. Si el propio hecho de la yuxtaposición de va­
rios ideogramas en una cadena escrita evoca genéricamente la
actividad sintagmática que preside el montaje cinematográfico
—y si ambos tienen por efecto desvelar significantes supraseg-
mentales (cap. IX.6), perm itir selecciones recíprocas entre elemen­
tos comparados, provocar varios tipos de coacciones a distancia
(cap. VIII.Ó*), etc., multiplicando así el simbolismo inicial de cada
elemento por el que depende de su propia multiplicidad—, los
trayectos específicos que toma este común brote de sentido per­
manecen diferentes de la ideografía en el cine, y no se discierne
lo que en la primera, correspondería exactamente a los movimien­
tos de cámara, a las variaciones de incidencia angular entre imá­
genes contiguas, al paso de un plano alejado a un plano más pró­
ximo (o a la inversa), a la profundidad de campo, a los efectos
ópticos como modalidades de encadenamiento (fundido-encade­
nado, etc.), a la multiplicación de la secuencialidad misma —se­
gunda multiplicación— por la confrontación de varias series dis­
tintas (palabras, ruidos, etc.); en resumen: una parte importante
de las formas propiamente cinematográficas de la «conquista pro­
gresiva del simbolismo».
Las relaciones de imágenes de que acabamos de hablar eran
sintagmáticas. Existen también las relaciones paradigmáticas. A este
respecto las diferencias entre el cine y la ideografía son particu­
larmente visibles. Las principales nos parecen ser dos.
1.° Existen varias escrituras ideográficas, que están también
separadas unas de otras y que exigen la «traducción» de modo
tan imperativo como las lenguas. El fenómeno del idioma tiene
una especie de equivalente en ideografía. En cine no lo tiene (si
no es para las palabras, claro). Ciertamente, las imágenes fílmicas
están lejos de constituir el «esperanto visual» o el «lenguaje in­
ternacional» que se ha querido a veces ver en ellas; su organiza­
ción interna, su desciframiento por parte del espectador, varían
considerablemente de una cultura a otra: pensemos en el conflic­
to de un espectador occidental frente a ciertas imágenes de los
filmes japoneses (o por lo menos de aquellos que no han sido
prefabricados con vistas a la exportación y a los festivales inter­
nacionales), ante ciertas imágenes de los nuevos filmes que em­
piezan a llegamos del Africa negra. Pero estas perplejidades y es­
tos contrasentidos no son una incomprensión absoluta, como le
sucede al usuario «nativo» de una escritura ideográfica situado
ante un texto redactado en otra escritura ideográfica que no ha
aprendido concretamente. Las diferencias culturales que repercu­
ten en la codificación de las imágenes fílmicas no llegan a crear
una pluralidad de idiomas icónicos, opacos los unos para los otros
y separados por fronteras rígidas. Y es que la parte de las codifi­
caciones arbitrarias (en el sentido saussuriano del término) es
más fuerte en la ideografía que en la imagen de cine, y más fuerte
en el cine la parte de las codificaciones imidas a la iconicidad;
éstas se tom an menos rápidas y completamente ininteligibles de
una parte del mundo a otra; tienen más base en organizaciones
psicofisiológicas (como la percepción), cuya variación «cross-cul-
tural», incluso im portante, es, sin embargo, menos radical de lo
que se vuelve en otros códigos.41
2.° Puede decirse que cada escritura ideográfica se organiza
en un código (uno solo), en la medida en que las dudosas relacio­
nes paradigmáticas entre grafemas se «integran» (mejor o peor,
según los casos) en el seno de un supersistema. A este respecto,
una escritura ideográfica se parece a una lengua: cada lengua es
un sistema de sistemas (puesto que las personas del verbo for­
41. Este hecho comporta unas implicaciones pedagógicas, de las que hemos hablado
en Images et pédagogie (‘'Communications'*, núm. 15, 1970, pp. 162-168), recogido en
Essais sur la signification au cinéma 11, op. cit.
man ya un sistema, el «cuadro» de las oclusivas otro, etc.), pero
estos sistemas parciales se articulan los unos en los otros con la
suficiente precisión para que pueda hablarse de la lengua como
de un sistema. Lo mismo puede decirse de los códigos de la ima­
gen fílmica (véase p. 91), cuyas articulaciones mutuas —al menos
en el estado actual de nuestros conocimientos— no «conectan»
con el mismo rigor: nada perm ite entrever, por el momento, la
existencia de algún supercódigo que abarcase las diversas codifi­
caciones de la imagen cinematográfica. En este sentido esta últi­
ma, de la que se acaba de decir que no forma varios idiomas, no
forma tampoco un idioma.

Las diferencias entre el cine y la escritura ideográfica, que no


excluyen diversas analogías, parecen depender de dos grandes ór­
denes de circunstancias, que rem iten ambos a la sociología y a la
historia. Existe, en prim er lugar, el peso de la tecnología: la que
ha permitido el cine es de otra época, se apoya en un estado más
avanzado de la ciencia, hace posibles reproducciones que ponen
más en juego los códigos mismos de la iconicidad; el grado de es­
quematización es más débil, menos aparente; la máquina se ha
vuelto capaz de simular parcialmente el funcionamiento de la per­
cepción, se esfuerza por «optimizar» el rendimiento final de esta
semejanza. Es también el progreso técnico lo que ha permitido
reunir en un mismo texto configuraciones escritas en una varie­
dad de m aterias de la expresión (movimiento, sonido, etc.), intro­
duciendo así códigos cuya sola presencia aleja el cine de la ideo­
grafía. Artes más antiguas, como la ópera, tenían ya este carácter
polifónico, pero no permitían su fijación: su texto se desvanecía
tras cada representación; el del filme se registra (cap. XI.l), y
por ello se nos ocurre compararlo con el texto ideográfico, aun
cuando sea para señalar su diferencia.
Existe, en segundo lugar, entre el cine y la ideografía una di­
ferencia de función social. En relación con la comunicación explí­
citamente informativa, estos dos medios de expresión no ocupan
un mismo lugar. El cine fue, en principio, escritura de «arte» (in­
cluso cuando las películas eran malas); estuvo unido a la ficción
y al espectáculo antes de haber tenido tiempo de servir para otra
cosa; estuvo, en cierto modo* acaparado desde su nacimiento por
la estética, en cuanto ésta designa un sector particular de la acti­
vidad social; solamente después y en una muy débil proporción,
se hizo didáctico, científico, etc. La ideografía, que se prolonga
en escritura literaria y cuyos efectos se hacen sentir muy lejos
en su derredor, es, sin embargo, una escritura en el sentido que
dan a este término los historiadores, los lingüistas, los antropólo­
gos como Leroi-Gourhan, los gramatólogos de la escuela de
J. J. Gelb: no se liga, en prim er lugar, al espectáculo narrativo
ni al descanso, sino a otras prácticas sociales, que van desde la
comunicación cotidiana hasta las transmisiones bélicas, los ritua­
les religiosos, las prescripciones de palacio, etc.; está sometida,
más que al cine, a las coacciones de la comunicación propiamen­
te dicha, que exige un mínimo de univocidad. Lo cual no deja de
tener relación con su grado superior de esquematismo y su orga­
nización más estricta.

¿Qué conclusión sacar, sino que la verdadera comparación en­


tre el cine y la ideografía está aún por hacer?42 Este capítulo tam­
poco la ha hecho: pretendía simplemente m ostrar su compleji­
dad, que a veces se subestima mucho.
Ciertos hechos ideográficos y ciertos hechos cinematográficos
se imponen en una comparación: el evitar la lengua (aunque sea
de modo parcial), el acceso de formas visuales a una organización
de lenguaje y discursiva. Pero no podemos limitarnos a esto.
La comparación no será efectiva más que si se extiende al detalle
de las configuraciones, las del cine y las de la ideografía. Además
habrá que renunciar a aislarlas en un diálogo imaginario, como
se ha hecho demasiado hasta ahora, y volver a situar su confron­
tación en un contexto más vasto, al cual pertenecen también unos
«ideogramas modernos» distintos de los del cine (iconismos de di­
versos órdenes, tecnología televisiva, esquemas y otros «iconos
lógicos» en el sentido de Peirce, «símbolos» de la publicidad y del
turismo, código gráfico-cartográfico, analizado por Jacques Ber-
tin, etc.) y, por otro lado, las manifestaciones distintas de la es­
critura ideográfica propiamente dicha, en la literatura, la pintura,
los mecanismos «primarios» del inconsciente (véanse los trabajos
de Jacques Derrida, Julia Kristeva, Jean-Louis Schefer, Jean-Fran-
42. Señalemos que el lingüista 'marxista M arcel Cohén, uno de los grandes histo­
riadores de la escritura, se interesa por el problema de las relaciones entre la escritura
y el cine. Le ha dedicado un artículo en 1947 (Écriture et cinema, "Revue Internationale
de Filmologie", I, núm. 2, setiembre-octubre 1947); pero este estudio es bastante breve y
se sitúa sobre todo en un punto de vista de “lingüística externa": circunstancias socia­
les de utilización del cine comparadas con las de la escritura (así como con las de la
palabra, la prensa impresa, etc.). (Et artículo está recogido en los Mélcutges Marcel
Cohén, La Haya, Mouton, 1970, David Cohén ed.)
q o ís Lyotard, etc.), pues hay algo artificial y raro en la m anera en
que ciertos teóricos del filme comparan selectivamente la ideogra­
fía, en sentido estricto, con el cine y sólo con él: ¿por qué estas
dos manifestaciones precisas, y no otras? Nos arriesgamos así a
confundir lo genérico con lo específico, a desconocer el exacto
grado de generalidad de cada «semejanza» subrayada.
CONCLUSION

El capítulo XI quería mostrar que ninguna de las comparacio­


nes entre el cine y la escritura conduce a resultados netos ni de­
cisivos. Estamos obligados, en cada caso, a resaltar tales o cuales
puntos comunes, tales o cuales diferencias, como se podría hacer
en algunos otros fenómenos tomados dos a dos (cine y pintura,
por ejemplo, o también escritura y gestualidad, etc.). En suma,
el principal reproche que se puede hacer a las comparaciones enu­
meradas en el capítulo precedente (y por eso las hemos sometido
a un examen crítico) es justamente que carecen de especificidad.
Parece deberse esto a dos grandes hechos, que nos contenta­
remos con resumir, puesto que todo este libro ha hablado de
ellos: 1.° Si pensamos en la escritura en el sentido corriente de la
palabra (= trazados gráficos codificados), la tecnología del cine
se diferencia demasiado, a partir de su definición material, de la
de las escrituras, para que las comparaciones puedan tomarse
específicas, para que vayan más allá que la constatación y la
exacta delimitación de ciertas funciones comunes de orden muy
general, como, por ejemplo, el hecho de la grabación. Y dejando
eso aparte, la cámara no es la pluma, la pantalla no es la página
en blanco, la grabación sonora no tiene nada que le corresponda
en la escritura, etc. 2.a Si se piensa en la escritura en un sentido
más moderno (= escritura como actividad textual), no es ya el
cine lo que puede representar un «interlocutor válido» en la
confrontación: es el filme.
A partir de esta precisión existe, por supuesto, una escritura
fílmica, mientras que el concepto de «escritura cinematográfica»,
en nuestra perspectiva, apenas si tendría sentido. Lo cinemato­
gráfico es un conjunto de códigos (códigos específicos de la pan­
talla grande); por tanto, no podría corresponder a una escritura:
la escritura no es ni un código, ni un conjunto de códigos, sino
un trabajo sobre unos códigos, a partir de ellos, contra ellos;
trabajo cuyo resultado provisional «fijado» es el texto, es decir,
el filme: por eso la llamamos fílmica. El cine, por su parte, no es
una escritura; por eso lo hemos definido como un lenguaje
(= «lenguaje cinematográfico»): un lenguaje permite construir tex­
tos, no es un texto en sí, ni un conjunto de textos, ni un sistema
textual. Por tanto, se pueden dejar a un lado las nociones de «es­
critura cinematográfica», por una parte, y de «lenguaje fílmico»,
por otra (sobre este último punto véase p. 81), pues ambas serían
casi contradictorias en los términos, a fin de conservar, con las
dos combinaciones restantes, una clara distinción entre el con­
junto de los códigos y subcódigos (= lenguaje cinematográfico)
y el conjunto de los sistemas textuales (= escritura fílmica).
El estudio del cine comporta, pues, dos grandes tareas: análi­
sis del lenguaje cinematográfico y análisis de la escritura fílmica.
Este libro, como indica su título, trataba esencialmente de la pri­
mera. Si la segunda (capítulos V, VI y VII) se ha tratado era para
intentar definir sus nexos (y sus diferencias de pertinencia) con
la primera, para situarlas una en relación con la otra.
En lo que se refiere a la primera en sí, el lector se extrañará
quizá de no haber encontrado aquí una enumeración explícita de
los códigos específicos. Esta abstención era voluntaria. En prim er
lugar, porque estudiar el estatuto de un fenómeno (= definirlo en
comprensión) y desplegar todo su contenido (definirlo en exten­
sión) son dos vías distintas, y cuando el «fenómeno» es, con mu­
cho, más bien una noción construida (como es el caso con , el len-.
guaje cinematográfico), la exposición detallada de la pertinencia
} i ' '

es lo que debe venir en primer lugar. Además, porque las inves­


tigaciones cinematográficas no están lo suficientemente desarro­
lladas como para poder adelantar, con seriedad, una lista explíci­
ta de todos los códigos y subcódigos. Es en verdad posible, e in­
cluso deseable, proceder ya a una primera localización, proponer
un principio de enumeración, por muy incompleto y aun aproxi­
mado que sea. Pero esto es un trabajo que, para ser útil, exige
unas precisiones cuyo conjunto justifica un libro aparte.

Se ha hecho notar1 a veces que el cine no presenta, a prim era


vista, ninguno de los tres caracteres con que comúnmente se hacen
1. G i l b e r t C o h e n - S é a t , Essais sur les principes d’ime philosophie du cinéma, o p .
c i t ., p . 146. E l a u t o r n o h a c e s u y a la d e f in ic ió n d e l le n g u a je a q u e n o s r e f e r i m o s ; a l
f o r m u l a r l a n o h a c e s in o r e s u m i r ( c la r a m e n te ) u n a o p in ió n b a s t a n t e c o m e n t e .
los elementos de una definición implícita del lenguaje; a menudo
se considera como «lenguaje» un sistema de signos destinados a
la comunicación.
Ahora bien, el cine, de primera intención, ofrece un aspecto
completamente distinto. Al léxico siempre más o menos enumera­
ble de nuestros idiomas opone la cantidad indefinida (y sin cesar
creciente) de sus imágenes; a las codificaciones constitutivas de la
morfosintaxis (= gramática) opone la abundancia exuberante y
aparentemente insojuzgable de la disposición de sus imágenes, o
de la disposición de sus imágenes y sus palabras; a los sistemas
fonológicos, en fin, no tiene nada que oponer.
El cine, «lenguaje flexible», lenguaje «sin reglas», lenguaje
abierto a los mil aspectos sensibles del mundo, pero también len­
guaje forjado en el acto mismo de la invención de arte singular,
y, por esto como por aquello, lugar de la libertad y de lo incon­
trolable: he aquí lo que se ha dicho a menudo. Reproducción o
creación, el filme, siempre estaría más acá o más allá del len­
guaje.
Había que recordarlo aquí, aunque no fuera más que por situar
la empresa filmosemiológica en relación con lo que parece desa­
fiarla, y de donde debe, en efecto, ser rescatada; pues esta «apa­
riencia» que ofrece el lenguaje cinematográfico es también una
parte de su realidad, o al menos un momento de la visión que de
ella tiene el analista: una vía formalizadora que —a falta de un
sentimiento directo de las cosas, o por cualquier otra razón—
supondría la economía de este momento, correría el riesgo de
naufragar poco después en el esquematismo.
Pero tomar conciencia de la exuberancia de un lenguaje tan
diferente de una lengua, tan inmediatamente sometido a las inno­
vaciones del arte como a las apariencias perceptivas de los objetos
representados, no podría constituir un fin en sí para quien desea
perseguir en sus formas más recónditas las estructuras que dan
cuenta de la inteligibilidad de los textos de diferentes órdenes.
Es más allá de esta prim era constatación donde empiezan a plan­
tearse los problemas de análisis.
Nunca se insistirá bastante sobre el hecho de que es ai rela­
cionarlo con las lenguas cuando el lenguaje cinematográfico apa­
rece como tan asistemático, y que si lo comparásemos con otros
conjuntos-significantes, de los que es, evidentemente, el pariente
más próximo (como los que forman las artes o los grandes medios
de expresión culturales), dejaría inmediatamente de llamar la aten­
ción por una exuberancia de formas más marcadas. Nunca repetí-
remos bastante que lo que se «compara» con la mayor frecuencia
es, por* una parte, el lenguaje verbal ya ampliamente analizado
(pues hace mucho tiempo que trabajan los lingüistas...), y, por
otra parte, el lenguaje cinematográfico anterior a todo análisis
(pues la semiología del cine no existe aún); de forma tal que esta
impresión tan viva, y tan frecuentemente invocada, de una fuerte
desigualdad en la sistematización constituye, en verdad, un fenó­
meno bastante delicado de interpretar: ¿cuál es exactamente la
parte que corresponde a la naturaleza intrínseca de los objetos
comparados y la que corresponde al desfase histórico de las inves­
tigaciones realizadas en los dos terrenos? ¿Hay que recordar que
el morfema —con frecuencia invocado en las discusiones de este
tipo, como prueba de la intrínseca sistematicidad de las lenguas—
no es, en modo alguno, una realidad manifiesta que se impusiera
por sí misma a una simple atención «ingenua», sino una unidad
de conmutación y de funcionamiento interno que no ha podido
ser puesta en relieve más que después de años de investigaciones
concretas? ¿Hay que recordar que, puestos a comparar impresio­
nes, es al sonido de la voz (y no al fonema, como se siente la ten­
tación de hacerlo) a lo que habría que comparar tal o cual ele­
mento icónico no analizado, y que, en esta nueva confrontación
sería difícil predecir de qué lado sería más chocante la impresión
de asistematicidad?

Una de lás metas de este libro era m ostrar que el problema de


la significación cinematográfica no puede ser tratado de modo
conveniente más que si nos limitamos a la definición de lenguaje
como sistema de signos destinado a la comunicación. Sólo empie­
za a plantearse verdaderamente si recurrimos a nociones más
concretas —más «técnicas», como se dice a veces— y se vuelve a
colocar dentro del marco más amplio de las investigaciones semio-
lógicas actuales.
El cine no es un sistema, pero contiene varios. Parece no tener
signos, pero es que los suyos son muy diferentes de los de la len­
gua; además, el dominio de la significación es mucho más amplio
que el del signo (véase p. 251). Es igualmente mucho más am­
plio que el de la comunicación propiamente dicho: cierto es que el
cine no autoriza el juego inmediato del intercambio bilateral, pero
no es el único conjunto semiológico que se comporta así; nadie
responde directam ente a un mito, a un cuento popular, a un ritual,
a un sistema culinario o vestimentario, a una pieza de música.
«¿Es o no un lenguaje el cine?»: he aquí un debate ya tradicio­
nal. Pero precisaba una ampliación y una concreción (lo uno no
existe sin lo otro, contrariamente a las apariencias). Es lo que he­
mos intentado hacer aquí.
ÍNDICE NOCIONAL
A lfabético y sist e m á t ic o

Articulaciones: véase Unidades perti­ Pluralidad de las materias de la ex­


nentes. presión en el cine: véase en Mate­
“Audiovisual”: 57-58, X.4. ria de la expresión.
Composición propiamente audiovisual: “Figuras” cinematográficas: véase "Fi­
véase Códigos de composición au­ guras" cinematográficas (en F).
diovisual. Unidades pertinentes del cine: 169,
Ideología de lo audiovisual: 27-28, 57- IX.2, IX.5, IX.6, IX.7.
58, 67-68. Clases y grados de cinematograficidad
de los códigos cinematográficos:
X.4.
Banda de imágenes del filme: 159, VIII. Historia del cine: véase Historia del
5, 273-280, 313-315, 324-326, 330-331. cine (en H).
Banda sonora del filme: 4748, 159, 311- Trabajo del filme sobre el cine: 142.
313, 329-331. “Grandes subcódigos cinematográfi­
cos”: XI.5.
“Cine, arte de la imagen” (idea tradi­
Cine (Cinematograficidad). cional): véase en Visual.
Cinematográfico-no-fílmico: 27-32, II. “Cine, arte del movimiento” (idea tra­
5, 84-85, 283-285, 330-331. dicional): 64-68, 292-293.
Cinematográfico-fílmico: II.1, II.4, II. Circularidad de la paradigmática y de
5, 84-86, 330-331. la sintagmática: VIII.4.
Acepción absoluta de “cine”: 50, 87- Clase
88.
Acepción recapituladora de “cine”: Clases
de filmes/grupo de filmes: 89,
V II.l, VII.2.
47-48, 62-63, 68-69. de especificidad, clases de cine­
“Cine” y “filme” (superposición se­ matograficidad: véase en Especifici-
mántica): III.2, 193-199. dad.
Cinematográfico/fílmico (oposición do­ Clasificación usual de los lenguajes: 46-
ble): 72-73. 47 .
Cinematografización: 129-133, 138-140, Codificaciones concurrenciales/codifica­
147-151. ciones no concurrenciales: 180-181,
Tratamiento cinematográfico de una 223-225.
idea extracinematográfica: 82, 101, Codificaciones más o menos comunes a
240. diferentes lenguajes: II.3, 138-140,
Cinematográfico y extracinematográfi- X.2, X.3, X.4, X.5, 295-296.
co (combinaciones, interacciones): Primer caso. Interferencia semiológica
100-101, 108, 124-125, 128-134, VI.3, localizada: X.2.
157, 167-168, 297. Segundo caso. Código único en mani­
Pluralidad de los ejes sintagmáticos en festación múltiple: véase en Especi­
el cine: VIII.5, 332. ficidad (“Especificidad múltiple”).
Tercer cáso. Grupo de transposiciones guajes: véase en Especificidad (“Espe­
códicas* ^ 2 cificidad múltiple”).
Código (Codicidad): 41, 11.2, 50, 60, 85- Códigos específicos de un solo lenguaje:
86, 93-94, V .l, V.2, V.4, 126-127, 129, véase en Especificidad (“Especificidad
135-138, 148-149, VI.4, 163-164, 182- máxima”).
189, 193-194, VII.8, 337-339. Códigos “fotográficos”: véase Códigos
Proposición del código: 193, VII.8. de la “imagen mecánica”.
Construcción del código/código ya Códigos icónicos: 273-275, 307-309, 333-
construido: VII.8. 334.
Código. Problema de codificación: Grados y clases de ¡conicidad: véase
VII.5. Esquematismo.
Pluralidad de los códigos en un mis­ Códigos más o menos específicos: véa­
mo texto: véase Sistema textual. se Especificidad.
Sistema de relaciones intercódicas en Códigos no específicos: véase en Espe­
un texto: véase Sistema textual. cificidad (“Especificidad nula”).
Relación entre los códigos y la mate­ Códigos “plásticos”: 274.
ria de la expresión: véase Materia Códigos semánticos: véase en Especifi­
de la expresión. (“Rasgos pertinen­ cidad (“Especificidad nula”).
tes de la materia de la expresión”). Códigos de analogía perceptiva (visual
Clases y grados de especificidad de o auditiva): 275, 279-280, 307-309, 319-
un código con relación a un len­ 320, 328-329, 334.
guaje: 67, X.4. Códigos de composición audiovisual:
Cada lenguaje como combinación de 279-280.
códigos: véase en Lenguaje. Códigos de composición sonora: 279-280.
Sistema de relaciones intercódicas en Códigos de denominaciones icónicas: 54-
un lenguaje: 288-291. 58, 243-244, 274-276, 319-321, 326-329.
Relación entre la especificidad de los Códigos de identificación de los objetos:
códigos y la especificidad de los len­ véase Códigos de denominaciones icó­
guajes: 296-297. nicas.
Paradigmática y sintagmática en los Códigos de manifestación múltiple: véa­
códigos: véase en Paradigmática y se en Especificidad (“Especificidad
sintagmática. múltiple”).
Paradigmas»>intercódicos: 223-225. Códigos de manifestación única: véase
Sintagmas iritercódicos: 181, 223-225. en Especificidad (“Especificidad má­
Polisemia códica/polisemia textual: xima”).
222. Códigos de manifestación universal:
“Un código único y total por lengua­ véase en Especificidad (“Especificidad
je” (idea tradicional): 49-50, 57-58, nula”).
64-67. Códigos de montaje cinematográfico: 43,
Código del fotograma: 233-235, 283. 110-111, 141-144, 176-178, 277-278, 291-
Códigos cinematográficos. 293, 330-332.
Códigos cinematográficos generales: Códigos de la expresión (por oposición
IV.l, IV.2, IV.3, V.3, VII.3, 173- a “Códigos del contenido”): X.7.
175, VII.5, XI.5. Códigos de la “imagen mecánica”: 275-
Códigos cinematográficos particulares: 276.
véase Subcódigo. Códigos de la imagen puesta en secuen­
Grados y clases de cinematograficidad cia: 277, 291-292, 332.
de los códigos cinematográficos: X. Códigos del contenido: véase en Especi­
4. ficidad (“Especificidad nula”).
Conjunto de códigos cinematográficos: Códigos del movimiento: 233-236, 278-
véase Lenguaje cinematográfico. 280, 291-293, 332.
Códigos específicos: véase Especificidad. “El cine, arte del movimiento” (idea
Códigos específicos de un grupo de len­ tradicional): 64-68, 292-293.
Conjunto de códigos cinematográficos: universal, códigos del contenido, có­
véase Lenguaje cinematográfico. digos semánticos): II.3, 102, 188-
Conmutación: 51, 205-206, 209, VIII.4, 190, 269, X.7.
229-230. Grados de especificidad y grados de
Connotación: 55-54, 184, 228-250, 319- importancia: 291-293.
321. Clases y grados de especificidad de un
Consecutivo y sintagmático: VIII.5. código con relación a un lenguaje:
Contenido. 67, X.4.
“Contenido/forma” (oposición tradi­ Relación entre especificidad de los có­
cional): véase “Forma/contenido". digos y especificidad de los lengua­
Forma del contenido: véase Forma jes: 296-297.
del contenido (en F). Especificidades entremezcladas (Imbri­
Códigos del contenido: véase en Es­ cación parcial de las especificidades
pecificidad (“Especificidad nula”). de varios lenguajes): X.2, X.3, X.4.
Materia del contenido: véase Materia Ideología de la especificidad: 46-47,
del contenido (en M). 65-67, 129-134, 139-140, 147-152, 237-
“Contexto”: 171-173. 238.
Contornos exteriores de un discurso: SO- Esquematismo (Clases y grados de esque-
SI, 38-39, 43-45, 109-110, 181-182, VII. matización, clases y grados de ¡coni­
1, 164-165, VII.7. cidad): 54-56, 326-331.
Estética (Dimensión “estética” del cine):
30, 33-36, 59-61, 106-108, 115-117, 125-
Desplazamiento (El sistema del texto 128, 187-188, XI.4.
como desplazamiento): VI.2, 138-147, ¿“Estructura del mensaje” o estructura
297. del texto?: 79-80, 90, V.5.
“Estudiar el filme”: VII.8.
“Estudiar los filmes”: V.l.
"Empleos”. Exponente/marco de referencia: véase
a) Véase en “Figuras” cinematográ­ en Suprasegmental.
ficas. Extracinematográfico: véase en Cine
b) 232-234. (“Cinematográfico y extracinematográ­
Enumeración de los lenguajes: 282. fico”).
Escritura (El cine con relación a la es­ Tratamiento cinematográfico de una
critura): XI. idea extracinematográfica: 82, 101,
Escritura en el sentido de El grado 240.
cero: XI.5. Unidades pertinentes extracinemato-
Escritura ideográfica: véase Ideogra­ gráficas en el filme: véase en Uni­
fía. dades pertinentes.
Escritura fflmica: 103-104, 106-107, 127-
128, VI.2, 138-147, 152, 337-339. “Figuras” cinematográficas: VI 1.4.
Especificidad: 54-57, II.4, 123-124, 128- El problema de los “empleos”: 166,
132, 138-140, 174-175, 281-283, 288- 170.
289, 293-294, Conclusión. Tendencias pansémicas de algunas fi­
Especificidad máxima (códigos espe­ guras cinematográficas: VII.4.
cíficos de un solo lenguaje, códigos Algunas figuras cinematográficas como
de manifestación única): 269-271, significantes sin significado: 174-175.
281-283, 286-287. Figuras cinematográficas como unida­
Especificidad múltiple (códigos espe­ des significantes mínimas: 169.
cíficos de un grupo de lenguajes, có­ Filme. Fílmico: I, II.1, 71-73.
digos de manifestación múltiple): “Filme” en sentido absoluto: III.1,
X.2, X.3, X.4, 295-296. III.2, 191-194, VII.8.
Especificidad nula (códigos no espe­ “Filme” en sentido enumerativo: III.
cíficos, códigos de manifestación 1, VII.l, 188.
“Estudiar el filme”: VII.8. Grupo de filmes/clase de filmes: 89,
“Estudiar los filmes": V.l. VII.l, VII.2.
Fílmico-no-cinematográfico: II.5, VI.3. Grupos de transposiciones códicas: véa­
“Filme” y “cine” (superposición se­ se Tercer caso, en Codificaciones más
mántica): 111.2, 193-199. o menos comunes a diferentes len­
Fílmico/cinematográfico (oposición do­ guajes.
ble): 72-73.
Filmización: 151. Historia del cine: 27, 34, 95-96, 112-114,
Clase de filmes/grupo de filmes: 89, 167-168, 180-181.
V II.l, VII.2.
Texto plurifílmico y sistema textual
plurifílmico: VII.l, VII.2, 189-191. Ideografía: 55, 305-306, 308-309, 312-
Unidades pertinentes del filme: véase 315, XI.6.
Unidades pertinentes. Ideología de la especificidad: véase en
Trabajo del filme/trabajo del analista: Especificidad.
137-138. Ideología de lo audiovisual: véase en
Trabajo del filme sobre el cine: 141- Audiovisual.
142. Idioma (Cine e idiomaticidad): 333.
Fonografía: 312-313. Imagen social del cine (Problemas de
“Forma/contenido” (oposición tradicio­ legitimidad cultural): 33-34, 4748, 61,
nal): 29-30, 33-40, 294-298. 64, 114, 316.
Forma/materia: X .l, X.8. “Imprenta” (El cine como “imprenta”):
Relaciones entre la forma y la mate­ XI.3.
ria de la expresión: véase Materia Impresión de realidad: 234-236, 327-331.
de la expresión (“Rasgos pertinen­ Interferencias semiológicas entre lengua­
tes de la materia de la expresión”). jes: véase Codificaciones más o menos
Forma del contenido: 36, 41, 256-257, comunes a diferentes lenguajes.
X.7. Interferencias semiológicas localizadas:
véase Primer caso, en Codificaciones
más o menos comunes a diferentes
"Géneros” cinematográficos: 89, 91-92, lenguajes.
158, 161-165, 190-191. Intertextual: 189-191, 222-223.
Gesíual: 314, 324-325. Paradigmas intertextuales: 222-223.
Grabación (El cine como grabación): “Intolerancia”, filme de D. W. Griffith:
X I.l, 313. 108-109, 140-145, 153.
Grado de coherencia del lenguaje cine­ “Lectura”: 103.
matográfico: véase en Lenguaje cine­ Niveles de lectura: VI.4.
matográfico. Lengua. Su presencia en el filme.
Grados de especificidad, grados de ci­ Su presencia en la imagen fílmica:
nematograficidad: véase en Especifi­ véase Códigos de denominaciones
cidad. icónicas.
Grados de particularidad de los subcó­ Su presencia en las menciones escri­
digos cinematográficos: 110-111. tas: 325-326.
Grados de preexistencia del “objeto” en Su presencia en el título del filme:
paradigmática y en sintagmática: 142-143.
VIII.3. Su presencia en las palabras del filme
Grados y clases de iconicidad: véase hablado: 58-59, 130-131, 312-313,
Esquematismo. 330-331.
Gramática: IX.3. Su ausencia relativa: 334-335 y en
“Gran sintagmática”: 211-213, 232, 244- Ideografía.
246, 278, 320-321. Lenguaje.
“Grandes subcódigos cinematográficos”: Cada lenguaje como unidad de mate­
. XI.5. ria de la expresión: II.2.
Cada lenguaje como combinación de 67, 173-175, X.2, X.3, X.4, 288, 299-
códigos: II.3, IV.l, IV.2, IV.3, X.4, 300.
X.6. Pluralidad de las materias de la expre­
Sistema de relaciones intercódicas en sión en el cine: 35-36, 46-48, 58,
un lenguaje: 288-291. VIII.5.
Clases y grados de especificidad de un Materia del contenido: 256-257, 297-300.
código con relación a un lenguaje: Sector de la materia del contenido:
67, X.4. 62, 257, 298-300, 316.
Relación entre especificidad de los Mensaje: 45, 104-106, 163, 181-186.
lenguajes y especificidad de los có­ El hecho del mensaje como hecho ge­
digos: 296-297. neral: 77-79, 85-86.
Codificaciones más o menos comunes ¿“Estructura del mensaje” o estructu­
entre diferentes lenguajes: véase ra del texto?: 79-80, 90, V.5.
Codificaciones más o menos comu­ Metaparadigmas: 216-217.
nes, etc. (en C). Metasintagmas: 216-217.
Interferencias semiológicas entre len­
guajes: véase Codificaciones más o
menos comunes entre diferentes len­ Niveles de lectura: VI.4.
guajes.
Imbricación parcial de las especifici­
dades de varios lenguajes: véase en “Original/trivial” (oposición tradicio­
Especificidad (“Especificidades en­ nal): 125-132, VI.4, 195.
tremezcladas”).
Transposiciones de lenguaje a lengua­
je: véase Codificaciones más o me­ Paradigmas intercódicos: 223-225.
nos comunes a diferentes lenguajes. Paradigmas intertextuales: 221-225.
Clasificación usual de los lenguajes: Paradigmática y sintagmática: VIII.
47. Paradigmática y sintagmática en los
Denominación de los lenguajes: 282. códigos: VIII.l, VIII.2, VIII.3,
Lenguajes vecinos: 57, 272 y ss., X.5. VIII.4.
Lenguajes físicamente compuestos: 58. Paradigmática y sintagmática en los
Lenguajes especializados: 59-63, 186- sistemas textuales: VIII.6.
187, 257-258. Circularidad de la paradigmática y de
“Un código único y total por lengua­ la sintagmática: VIII.4.
je” (idea tradicional): 49, 57-58, 64- La paradigmática/lo paradigmático; la
65, 67. sintagmática/lo sintagmático: VIII.
Lenguaje cinematográfico: II.4, IV.3, 2.
167-168, XI.5, Conclusión. Grados de preexistencia del “objeto”
Grado de coherencia del lenguaje ci­ en paradigmática y en sintagmática:
nematográfico: 36-37, 92-93, 116-117, VIII.3.
175-179, 187-189, X1.5, 333-334. Metaparadigmas: 216-217.
Metasintagmas: 216-217.
Paradigmas intercódicos: 223-225.
Marco de referencia/exponente: véase Sintagmas intercódicos: 181, 223-225.
en Suprasegmental. Paradigmas intertextuales: 221-225.
Materia/forma: véase Forma/materia. Sintagmas temporales homogéneos:
Materia de la expresión: 253-256.
Cada lenguaje como unidad de mate­ Sintagmas simultáneos homogéneos:
2 1 5 ‘

ria de la expresión: II.2. 215, 222.


Rasgos pertinentes de la materia de Sintagmas simultáneos heterogéneos:
la expresión ( = Relaciones entre for­ 215.
ma y materia de la expresión, entre Sintagmas oblicuos: 215.
códigos y materia de la expresión): Sintagmas de significados: 222.
Sintagmático y consecutivo: VIII.5. Sentidos: véase Materia del contenido.
Pluralidad de los ejes sintagmáticos Significante sin significado: 174-175.
en el cine: VIII.5, 332. “Signo”: 237, IX.7, 338-341.
Pluralidad de las materias de la expre­ Sintagmas intercódicos: 181, 223-225.
sión en el cine: véase en Materia de Sintagmas oblicuos: 215.
la expresión. Sintagmas simultáneos heterogéneos:
Pluralidad de las unidades pertinentes 215.
del cine: IX.2, IX.5, IX.6, IX.7. Sintagmas simultáneos homogéneos: 215,
Pluralidad de las unidades pertinentes 222 .
del filme: IX.2, IX.4, IX.5, IX.6, Sintagmas temporales homogéneos: 215.
IX.7. Sintagmas de significados: 222.
Pluralidad de las unidades pertinentes Sintagmático múltiple en el cine: VIII.5,
en el mismo texto: IX. 1. 331-332.
Pluralidad de los códigos en el mismo Sintagmático y consecutivo: VIII.5.
lenguaje: véase en Lenguaje (“Cada Sintaxis: 204, 238-239.
lenguaje como combinación de códi­ Sistema (Sistematicidad): 41, 102-104,
gos”). V.2, V.4, VII.6, 195-196, 338-340.
Pluralidad de los códigos en un mismo Sistematicidad, generalidad, singulari­
texto: véase Sistema textual. dad: V.2, VII.6.
Pluralidad de los ejes sintagmáticos en Sistema general: véase Código.
el cine: VIII.5, 332. Sistema particular: véase Subcódigo.
Pluralidad de los sistemas textuales para Sistema singular: véase Sistema textual.
un solo texto: VI.4. Sistema textual: 79-80, 88-90, 94-95, V .l,
Plurifílmico (Texto plurifílmico, sistema V.2, V.5, V I.l, VI.2, VI.3, VI.4, VII.2,
textual plurifílmico): VII.1, VII.2, 167-168, 181-188, VIII.6, 289-290, Con­
189-191. clusión.
Polisemia. Unidades textuales-sistemáticas: 157.
Potencial polisémico del cine: 328. Sistema textual como “desplazamien­
Polisemia códica/polisemia textual: to": VI.2, 138-147, 297.
221 222
- .
Tendencias pansémicas de algunas fi­ Paradigmática y sintagmática en los
guras cinematográficas: VII.4. sistemas textuales: VIII.6.
El problertlk de los “empleos”: 166, Pluralidad de los sistemas textuales
170. para un solo texto: VI.4.
Principio de pertinencia: I, 45, 52-53, Sistema textual plurifílmico: véase en
74, 93-94, 100-103, 105-106, 124, 128- Texto (“Textos plurifílmicos”).
129, 138, 158-165, 182-183, 185-186, Sistema virtual/sistema realizado: 108-
195-196. 109, 137-138, 221-222.
Rasgos pertinentes de la materia de Sistema de relaciones intercódicas en
la expresión: véase en Materia de un lenguaje: 288-291.
la expresión. Sistema de relaciones intercódicas en
Problema de codificación/código: VII.5. un texto: véase Sistema textual.
-Subcódigo: 52-54, 59-60, IV.l, IV.2, IV.
3, V.3, VII.2, VII.3, 172-174, VII.5,
182-183, 188-189.
Recuerdo a distancia: 221. Grados de particularidad de los sub­
Relevos (El cine como relevo): XI.2, códigos cinematográficos: 110-111.
313. “Grandes subcódigos cinematográfi­
Reproducción (El cine, ¿“medio de re­ cos”: XI.5.
producción”?): 136-137, X I.l, XI.2, Suprasegmental: 221, IX.6.
XI.3, 339. Exponente/marco de referencia: 247-
Ruidos registrados en el cine: 314-315, 250.
324, 329-331. Sustancia: X .l, X.8.
Televisión: X.5. “Trivial/originar: véase “Original/tri-
Terreno de una sola dimensión semio- vial”.
lógica: 119-120, 133-137, 184-188, 191.
Texto. Textualidad: 41, V .l, V.2, 118- “Un código único y total por lenguaje”
119, V.5, VI.l, 151-152, VI.4, VII.l, (idea tradicional): 49-50, 57-58, 64, 67.
VII.2, 182-186, 188-189, VII.7, VII.8, Unidades pertinentes. Tipos de articula­
VIII.l, 217, IX.l, 337-338. ciones: IX.
Textualidad, generalidad, singulari­ Unidades pertinentes cinematográfi­
dad: V.2, 151-152, VII.7. cas en el filme: 169, IX.2.
“Texto general”: VII.7. Unidades pertinentes extracinemato-
Dimensiones del texto: véase Contor­ gráficas en el filme: IX.4.
nos exteriores de un discurso. Diversidad de tamaño de las unidades
Textos plurifíltnicos: VII.l, VII.2, pertinentes: IX.5.
189-191. Diversidad de forma de las unidades
Intertextual: 189-191, 221, 223. pertinentes: IX.6.
Paradigmas intertextuales: 221-223. Unidades pertinentes suprasegmenta-
Pluralidad de los códigos en un mis­ les: IX.6.
mo texto: véase Sistema textual. Unidades pertinentes y gramática:
Pluralidad de las unidades pertinentes IX.3.
en el mismo texto: IX.l. Pluralidad de las unidades pertinentes
Pluralidad de los sistemas textuales en el mismo texto: IX.l.
para el mismo texto: VI.4. “Figuras” cinematográficas como uni­
Polisemia textual/polisemia códica: dades significantes mínimas: 169.
221 -222 . Unidades textuales-sistemáticas: 157.
¿“Estructura del mensaje" o estruc­
tura del texto?: 79-80, 90, V.5.
Trabajo del analista/trabajo del cineas­ Vehículo/programa: 44-45, 294-295.
ta: 4445, 73-74, 103-104. Visual (Visualidad): 54-58, 141, 214-216,
Trabajo del analista/trabajo del filme: 260-263, 266-269, 272-280, 303, 306,
136-138. 307-309, 312-315, 323-334.
Trabajo del filme sobre el cine: 141-143. “El cine, arte de la imagen” (idea tra­
Transposición códica propiamente di­ dicional): 4648, 57-59, 65-67, 292-
cha: véase Tercer caso, en Codifica­ 293.
ciones más o menos comunes a dife­ “Visual/verbal”: (oposición tradicional):
rentes lenguajes. 54-58.
Tratamiento cinematográfico de una idea
extracinematográfica: 82, 101, 240. ‘'Western”: 89, 110, 157, 161, 190-191.

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