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3de julio 2022

MICRÓFONOS ATRINCHERADOS
Ana Bejarano Ricaurte

Entregó la Comisión de la Verdad su informe final en el cual da cuenta de uno de los conflictos armados más
sangrientos y largos en la historia contemporánea del mundo. Un esfuerzo titánico de los comisionados y sus
equipos, quienes resistieron con tesón y disciplina la persecución y rechazo de muchos colombianos que están
decididos a no creerles, sin importar lo que digan. Por supuesto faltó Iván Duque, experto en pequeñeces. Pero
no echamos de menos a quien pasó cuatro años jugando a ser presidente de la República, sin ocupar un solo día
el Palacio de Nariño con dignidad. 

Y tras la lectura del informe se impone un agudo silencio que ojalá invite a la reflexión profunda sobre el horror
que permitimos. Uno de los temas que aborda, con acertado y elocuente enfoque, es la relación de los medios de
comunicación con la guerra. Por supuesto, el documento reconoce su importante papel en la develación de
graves violaciones de derechos humanos, así como la incansable labor de profesionales que hasta perdieron su
vida al informar sobre los dueños del conflicto. Pero en realidad la Comisión, con justa razón, le pega un
merecido jalón de orejas a la prensa que perdió el norte, que reprodujo la violencia con su tinta, que convirtió
los micrófonos en trinchera, o que sencillamente guardó inexplicable silencio.

Esas reflexiones me hicieron recordar a Marie Colvin, tal vez una de las más célebres reporteras de guerra de la
historia reciente. Corresponsal del Sunday Times, desde 1985 cubrió todos los conflictos en el Medio Oriente
hasta que fue asesinada en 2012 mientras documentaba la toma de Homs en Syria. Su trabajo corajudo y
humanitario se concentró en visibilizar las consecuencias del conflicto armado sobre la población civil:
“Nuestra misión [la de los periodistas de guerra] es decir la verdad al poder. Nosotros enviamos un primer
borrador de la historia. Podemos marcar una diferencia al exponer los horrores de la guerra y especialmente las
atrocidades que recaen sobre los civiles”. 

Y aunque no es posible generalizar —tampoco lo hace el informe—, la prensa colombiana no cumplió con ese
postulado del oficio y ese desvío permitió el recrudecimiento y normalización del conflicto. 

En los medios reinó, y aún hoy, la construcción del malo; del “paraco” o “guerrillero” sin explicar mucho sobre
los motivos que permitieron su existencia, su poderío. Se reprodujeron estigmas y se ampliaron fórmulas fáciles
para odiarnos entre nosotros. Se impusieron discursos machistas, racistas; todo tipo de exclusión. La violencia
se explicó mediante el uso de “pánicos morales” sin darles contenido, al tergiversar y exagerar las emociones
para acentuar la polarización y el odio. 

Se dedicaron a registrar los números de la guerra, a describir el armamento, la tropa, a hacer un relato aséptico
de los enfrentamientos. Y los civiles: “casualidades”. Claro que es sobrecogedor relatar semejante horror, tanto
que hasta la prensa tal vez optó por normalizarlo, para poder contarlo y por esa vía fue cómplice también. 

Periodistas que traicionaron la confianza del público al asumir la defensa de una causa política. Quienes debían
guiarnos para saber cuál era la verdad se convirtieron en agentes políticos y ahora no se les cree ni a los jueces.
También se autorizó una batalla verbal que permitió la violencia discursiva y el odio irreflexivo. Y como
consecuencia de eso vivimos ahora un ambiente político insoportable donde prima la competencia por los likes
o viralizaciones de frases vacías y descontextualizadas.  

Ese combate enardecido desde la palabra es la que hoy permite que a cualquier contradictor se le tilde de
“asesino”, “ladrón”, y que no falten las “putas” y tantos otros machismos que ya admitimos como tráfico
corriente. 
Claro que la guerra condujo al silenciamiento de la prensa, a la censura y autocensura y a la violencia
desmedida contra periodistas valientes. Cuando no trataron de destruirlos los cooptaron, lo que termina en el
mismo resultado devastador para la discusión pública. Y por supuesto existieron y persisten excepciones
importantes de personas que nunca perdieron el norte. Fue muy difícil cubrir el conflicto armado: el periodismo
fue víctima, pero también fue verdugo. 

Es el partido de fútbol mientras se tomaban el Palacio de Justicia, es la foto solitaria y sin contrapregunta del
paramilitar que desciende de la Comuna 13 en Medellín escoltado por militares durante la Operación Orión. Es
el periodista que olvidó que su único jefe es el público. 

Cuánto tiempo gastamos en reivindicar la libertad de prensa, en defenderla. En ponerla de primeras. ¿Y cómo se
ha usado esa libertad? La ausencia de reflexión sobre este asunto es la que hoy autoriza el odio contra los
periodistas, su descrédito. Claro que la prensa falló, y fallamos también quienes nos dedicamos a defenderla.

La familia de Marie Colvin inició acciones legales contra el régimen de Bashar al-Assad por crímenes de guerra, al encontrar evidencia de que su
asesinato fue planeado como estrategia para silenciar a la prensa.

Colvin perdió un ojo durante su cubrimiento de la guerra civil en Sri Lanka, pero jamás se extravió en el
objetivo de su heroica y solitaria labor. Siempre entendió que el periodismo crítico, feroz y riguroso es ante todo
un mecanismo de verdad y, por esa vía, de paz.  

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