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Lo que conlleva mi soltería

Mi nombre es Lucie Bourge y, lamentablemente para una joven mujer de mi edad, la soltería está
acechando mis días. Mi marido cayó a los brazos de la parca. Pasando meses de su partida, me
encuentro en una encrucijada. En casa, cada día es una tormenta más. Los bellos niños que una vez
engendré ahora saben correr, llorar y gritar para expresar su hambre y descontento. Me gustaría
tener la valentía y capacidad de explicarles y hacerles comprender lo arduo que su madre intenta
complacerlos, pero el dinero que el hombre de la casa había dejado comienza a escasear poco a
poco. La situación se ve insostenible para este punto, y sabiendo que tengo que buscar una solución,
no quedaba otra opción que las celdas de las fábricas textiles. Nadie incursiona a tal agonía por
gusto propio, mas siempre es por extrema necesidad que no puede ser resuelta de otra manera.
Con mi rostro sucio de carbón de la chimenea que siempre utilizo para preparar las comidas diarias
y el único abrigo que podría calentarme, me adentro al edificio cuadrado y gris del que un olor
nauseabundo emanaba. El molesto martillar de las maquinas de coser y los gritos pronto me dejan
los oídos adormecidos. Paso a paso, soy capaz de alcanzar a un guardia de la empresa para que me
guie a la oficina donde me atenderían para contratarme. Había leído, en días anteriores, el gran
cartel que, pegado en la enorme puerta con grandes letras de negro tinta, anunciaba vacantes de
trabajo y empleadas urgentemente solicitadas. Supuse que me contratarían sin pensarlo dos veces si
tan urgente era.
El jefe me mira de arriba a abajo y me pide que extienda los brazos. “Delgados” dice, con una
entonación algo dubitativa. “Sí, señor. El pan de cada día se hace más difícil de conseguir” explico,
pero pronto calla mi palabra. Me acepta para el trabajo, aunque antes se tomó su tiempo de
inspeccionar mi cuerpo para estar seguro de que tendría las habilidades necesarias para completar
mis tareas. Ni tiempo a irme me dan, ya que me instalan frente a una máquina de las extensas
hileras del sótano. El salón, con cada mujer sentada frente a su máquina de coser trabajando a duras
penas, se asemeja al ganado postrado en filas eternas en las granjas de gran producción. Estáticos y
temerosos a ser azotados por sus jefes.
El día termina con el sudor que se desliza por mi frente. Viuda y trabajadora, una escoria de la
sociedad. Mis manos ya temblaban y mis ojos se esforzaban para mantenerse abiertos sin arder.
Entonces, llega un guardia con unas monedas en su mano. Se veía como un buen salario. Pienso que
mi trabajo fue bueno para el primer día y que podría comprarles un buen pan a mis hijos para que
durmieran con el estómago lleno por primera vez en el mes. Pero cuando el guardia pasa a mi lado,
solo deja caer una moneda oxidada sobre la mesa de madera que provoca un sordo golpe,
anunciando con voz áspera “este es tu sueldo de la semana”.

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