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EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA

En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía un hidalgo caballero, de


unos cincuenta años de edad, alto, flaco, recio y enjuto. Sus grandes pasiones: la caza y la lectura,
siendo esta segunda la que le consumió por entero sus últimos años.

Alonso Quijano, que así se llamaba nuestro hombre, se había entregado por completo a los libros
de caballería. Y como le gustaba tanto madrugar, se pasaba horas y horas leyendo, hasta que se
ponía el sol, devorando historias de aventuras, de batallas con lanzas y escudos, de amores
imposibles y ofensas vengadas.

Leía tanto nuestro caballero, que poco a poco fue perdiendo la razón, hasta el punto de verse
gobernado por la imaginación y la fantasía. De hecho, llegó a creerse él mismo un caballero
andante.

– ¡Eso es!- dijo Don Alonso una mañana- ¡Saldré al fin a vivir mis propias aventuras, como buen
caballero andante que soy!

Y dicho esto, fue a echar un vistazo a su caballo, un rocín flaco y desvalido al que tenía, sin
embargo, gran aprecio. Y buscó en su casa unas viejas armas que guardaba de su bisabuelo, a las
que limpió con mimo y esmero.

Se hizo con un viejo escudo, y como armadura, se fabricó con los útiles que encontró en el sótano
una celada y con cartón, una visera.

– Pues ya está- dijo eufórico nuestro caballero- ¡Tengo todo lo necesario para salir en busca de
batallas!

Vivía el buen hombre con un ama y su sobrina. Ella tenía unos cuarenta años y su sobrina no
llegaba a veinte. También contaba con la ayuda de un hombre que le ayudaba en la casa. Todos
pensaron que su amo se había vuelto loco, pero no dijeron nada, ya que preferían, por su edad,
seguirle la corriente.

Don Quijote estaba eufórico… ¡al fin podría hacer realidad su sueño! Pero se detuvo a pensar:

– Todo caballo de caballero andante tiene un nombre, un nombre ilustre. Qué decir de Babieca, el
caballo del Cid… o de Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno…

Miró y remiró a su caballo Don Quijote y dijo al fin:

– ¡Te llamarás Rocinante! Sí, eso es, suena muy bien, a nombre de rocín grande. Y serás más
famoso que Babieca.

Después pensó que él mismo debía cambiarse el nombre. Los caballeros andantes tenían un
nombre especial, como Amadís de Gaula. Durante ocho días estuvo Alonso Quijano pensando en
su nombre, hasta que un día, exultante, dijo:

– ¡Ya lo tengo! ¡Me llamaré Don Quijote! Don Quijote suena ilustre, elegante. Y haré como el tal
Amadís que se puso de segundo el lugar de donde era… Yo seré entonces ‘Don Quijote de la
Mancha’, y llevaré el honor de esta tierra por todo el mundo.
Ya tenía al fin nombre caballeresco Don Quijote, y también su caballo, y pensó:

– Ya solo me queda una hermosa dama por la que luchar y a quien ofrecer mis victorias. Todo
caballero tiene una dama, si no, no tendría sentido.

Y se acordó Don Quijote de la labradora de la que estuvo enamorado en su juventud. Ella vivía
cerca y se llamaba Aldonza Lorenzo.

– Oh, señora mía, permítame que la llame Dulcinea del Toboso (pues era de este lugar la mujer).

Y ya con todo lo que necesitaba, pensó Don Quijote en partir al día siguiente en busca de
aventuras.

Partió nuestro caballero al día siguiente, radiante de felicidad, pero a pesar de caminar con
Rocinante durante todo el día, no encontró nada que hacer. Nadie que necesitara de su ayuda ni
damas en apuros. Además, pensó de pronto, que aún no había sido armado caballero, así que no
podría usar sus armas hasta que alguien le hiciera ese gran honor.

Al final del día estaba ya Don Quijote muy cansado, cuando de pronto vio a lo lejos una Venta, un
hospedaje humilde en medio del camino. Pero estaba él tan imbuido en su personaje, que lo que
era una venta, para Don Quijote resultó un castillo.

– ¡Mira, Rocinante! ¡Un castillo! ¡Será perfecto para descansar esta noche!

Y allá se dirigió nuestro caballero, dichoso por aquel encuentro. Es más, al llegar a la puerta, vio a
dos mujeres apostadas en la entrada. Por supuesto, a él le parecieron hermosas damas que salían
a recibirle. Por si eso fuera poco, un ‘porquero’ que cuidaba de sus cerdos, tocó en ese momento
su cuerno para llamar a los animales. Don Quijote pensó que anunciaban su llegada al castillo.

– ¡Diantres, Rocinante! ¡Así anuncian nuestra llegada! Es todo un honor, sin duda.

Salió el dueño del hostal, quien, al ver a Don Quijote, intuyó que muy bien de la cabeza no podía
andar, y decidió llevarle la corriente. Sobre todo, cuando vio que hablaba de forma muy ‘antigua’,
al modo de los antiguos caballeros andantes.

– Debo agradecer a vuestra merced esta bienvenida- le dijo Don Quijote.

– No hay de qué, señor caballero andante- contestó el ventero siguiendo la conversación- es un


gran honor tenerle entre nosotros. Las damas le acompañarán adentro.

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