En aquella época, apareció en medio de las disipaciones de un invierno en
Londres, y entre las numerosas asambleas que la moda reúne allí en esta estación del año, un lord más extraordinario aún por sus singularidades que por su rango. Su vista se paseaba por la alegría general que se desplegaba a su alrededor, con una indiferencia que denotaba que no estaba en su mano compartirla. Era como si la grácil sonrisa de la belleza no supiera sino atraer su atención, y aun así no lo hiciera más que para destruirla en sus labios encantadores, por una mirada, y helar con un espanto secreto un corazón en el que hasta entonces sólo había reinado la idea del placer. Aquéllas que experimentaban esa penosa sensación de respeto no podían comprender de dónde provenía. Algunas, sin embargo, la atribuían a sus ojos, de un gris mortecino que, al fijarse en los rasgos de una persona, parecía no penetrar en el fondo de los repliegues del corazón, sino más bien caer en las mejillas como un rayo de plomo que pesase sobre la piel sin poder atravesarla. Su originalidad hacía que le invitasen a todas partes; todos deseaban verle, y aquéllos que habían estado largo tiempo habituados a las emociones violentas, pero a quienes la saciedad había hecho sentir al fin el peso del aburrimiento, se felicitaban a sí mismos por encontrar algo capaz de despertar su atención languideciente. Su rostro era regularmente atractivo, pese a la tez sepulcral que reinaba en su rostro y que nunca venía a animar ese sonrojo agradable, fruto de la modestia o de las emociones fuertes que engendran las pasiones. Las mujeres modernas, ávidas de una celebridad deshonrosa, se disputaron, a porfía, su conquista, a ver cuál obtenía de él, por lo menos, alguna muestra de eso que ellas llaman «inclinación». Lady Mercer que, desde su matrimonio, había tenido la vergonzosa gloria de eclipsar, en los círculos, la conducta desordenada de todas sus rivales, se lanzó a su encuentro e hizo cuanto pudo, aunque en vano, para atraer su atención. Toda la imprudencia de Lady Mercer fracasó y se vio reducida a renunciar a su empresa. Pero si bien no se dignó ni siquiera a conceder una mirada a las mujeres perdidas con las que se topaba diariamente, la belleza no le era en absoluto indiferente; y sin embargo, aunque no se dirigiera nunca sino a la mujer virtuosa o la joven inocente, lo hacía con tanto misterio que pocas personas sabían que hubiera hablado alguna vez con el bello sexo. Su lengua poseía un encanto irresistible; sea porque conseguía comprimir el temor que inspiraba su primer contacto, sea a causa de su aparente desprecio por el vicio, era tan buscado por las mujeres cuyas virtudes domésticas son el adorno de su sexo como por aquéllas que deshonran esas virtudes. Por aquella misma época llegó a Londres un joven llamado Aubrey; la muerte de sus padres le había dejado huérfano siendo aún un niño, con una hermana y grandes bienes. Sus tutores, ocupados exclusivamente de controlar su fortuna, lo abandonaron a su suerte, o por lo menos encomendaron la carga más importante de formar su inteligencia a mercenarios subalternos. El joven Aubrey pensaba más en cultivar su imaginación que su juicio. De ahí extrajo esas nociones románticas de honor y candor que pierden a tantos jóvenes atolondrados. Creía que el corazón humano simpatiza naturalmente con la virtud, y que el vicio no ha sido esparcido aquí y allá, por la Providencia, sino para variar el efecto pintoresco de la escena; creía que la miseria de una choza era sólo ideal, que la ropa de un campesino era tan cálida como la de un hombre voluptuoso, pero mejor adaptada al ojo del pintor, por sus pliegues irregulares y sus retazos de colores diversos, para representar los sufrimientos del pobre. Y creía, finalmente, que había que buscar las realidades de la vida en los sueños singulares y brillantes de los poetas. Era guapo, sincero y rico; por todos esos motivos, desde su entrada en el mundo, le rodearon gran número de madres, ejercitándose en cuál le haría los retratos más falsos de las cualidades necesarias para gustar; mientras las hijas, por su compostura animada cuando se acercaba a ellas, y sus ojos centelleantes de placer cuando abría la boca, le llevaron pronto a concebir una opinión engañosa de sus talentos y sus méritos; y aunque nada en el mundo viniera a hacer realidad la novela que se había creado en su soledad, su vanidad satisfecha fue una especie de compensación de este desengaño. Estaba en el momento de renunciar a sus ilusiones, cuando vino a cruzarse en su carrera el ser extraordinario que acabamos de describir. Impresionado por su exterior, lo estudió, y su misma imposibilidad de reconocer el carácter de un hombre completamente absorbido por sí mismo, y que no daba más muestra de su atención a lo que ocurría a su alrededor que su empeño en evitar cualquier contacto con los demás, confesando así tácitamente su existencia, esta misma imposibilidad permitió a Aubrey dar rienda suelta a su imaginación, para crearse un retrato que satisfacía sus inclinaciones, e inmediatamente revistió a este personaje singular de todas las cualidades de un héroe novelesco y se decidió a seguir en él a la criatura de su imaginación más que al ser presente ante sus ojos. Le prodigó sus atenciones, e hizo los bastantes progresos en esta relación para recibir por lo menos una mirada cada vez que se hallaban juntos. Pronto se enteró de que los asuntos de Lord Ruthwen estaban embrollados, y, a causa de los preparativos que vio en su hotel, comprendió que iba a viajar. Ávido de información más concreta sobre aquel extraño ser, que, hasta entonces, sólo había aguijoneado su curiosidad, sin satisfacerla en lo más mínimo, Aubrey les hizo sentir a sus tutores que había llegado el momento de que iniciase su gira por Europa, costumbre adoptada desde hace ya muchos años por nuestros jóvenes de la buena sociedad, la cual les ofrece con excesiva frecuencia la oportunidad de hundirse rápidamente en la carrera del vicio, creyendo ponerse de igual a igual con personas mayores que ellos, y esperando dar la impresión de estar como ellas al corriente de todas esas intrigas escandalosas, que son tema eterno de burlas o alabanzas, según el grado de habilidad desplegado en su conducta. Los tutores de Aubrey dieron su consentimiento, e hizo en seguida partícipe de sus intenciones a Lord Ruthwen, del cual recibió, quedando agradablemente sorprendido, una invitación para viajar con él. Aubrey, halagado por tal muestra de estima en un hombre que no parecía tener nada en común con la especie humana, aceptó esta proposición con diligencia y varios días después nuestros dos viajeros habían cruzado el mar. Hasta el momento Aubrey no había tenido ocasión de estudiar a fondo el carácter de Lord Ruthwen, y ahora observaba que, pese a ser testigo de un mayor número de sus actos, los resultados le ofrecían diferentes conclusiones a sacar de los motivos aparentes de su conducta; su compañero de viaje llevaba el desprendimiento hasta la profusión, el vagabundo y el mendigo recibían de él socorro más que suficiente para aliviar sus necesidades inmediatas; pero Aubrey reparaba con pesar en que no era a los hombres virtuosos reducidos a la indigencia por la desgracia, y no por el vicio, a los que cubría de limosnas: al cerrarles sus puertas a estos infortunados, apenas lograba suprimir de sus labios una sonrisa dura; pero cuando el hombre sin conducta venía a él, no para obtener un alivio en sus necesidades, sino para procurarse los medios de hundirse más en el desenfreno y la depravación, siempre salía con un donativo suntuoso. Aubrey, sin embargo, creía tener que atribuir esta distribución absurda de las limosnas de Lord Ruthwen a la mayor inoportunidad de las personas viciosas, que con mucha frecuencia obtienen más éxito que la modesta timidez del virtuoso indigente. De todos modos, a la caridad de Lord Ruthwen iba unida una circunstancia que aún llamaba más vivamente la atención de Aubrey; todos aquellos en cuyo favor ejercía su generosidad comprobaban invariablemente que estaba acompañada por una maldición inevitable; todos acababan, a no mucho tardar, por subir al patíbulo o por morir en la más abyecta miseria; en Bruselas, y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey vio con sorpresa la especie de avidez con la que su compañero buscaba el centro de la depravación; en las casas de juego, se precipitaba en el acto a la mesa de faraón; apostaba y jugaba siempre con éxito, salvo cuando se las veía con el tramposo conocido, y perdía más que ganaba, pero siempre sin cambiar de cara, y con ese aire indiferente que paseaba por todas partes; no era así cuando se topaba con el joven sin experiencia o el infortunado padre de una familia numerosa; entonces la fortuna parecía estar en sus manos, dejaba a un lado aquella impasibilidad habitual en él, y sus ojos centelleaban con más fuego del que lanzan los del gato en el momento en que hace rodar entre sus patas a la rata ya medio muerta. Al salir de cada ciudad dejaba al joven, rico antes de su llegada, arrancado del círculo del que había sido adorno, maldiciendo, en la soledad de un calabozo, su destino, por haberle puesto al alcance de la influencia perniciosa de aquel genio del mal; mientras el padre, desolado y con la mirada extraviada, lloraba sentado en medio de sus hijos hambrientos, sin haber conservado, de su inmensa fortuna, un solo óbolo para calmar sus devoradoras necesidades. En cualquier caso Lord Ruthwen no salía al final más rico de las mesas de juego, sino que perdía inmediatamente, contra el destructor de la fortuna de un gran número de desdichados, la última moneda de plata que acababa de arrancar a la inexperiencia; algo que no podía provenir sino del hecho que poseía un cierto grado de habilidad, pero era incapaz por otra parte de luchar contra la astucia de los tramposos expertos. Aubrey estuvo con frecuencia a punto de hacerle reflexiones al respecto a su amigo, y de rogarle que tuviera a bien renunciar al ejercicio de una caridad y un pasatiempo que acarreaban la ruina de los demás sin beneficiarle a él en lo más mínimo; pero difería estas reflexiones, de día en día, haciéndose a cada momento la ilusión de que su amigo acabaría por darle ocasión de abrirle su corazón francamente y sin reservas; y mientras, esta ocasión no se producía nunca. Lord Ruthwen, en su carruaje, y aunque atravesase sin cesar nuevas escenas interesantes de la naturaleza, era siempre el mismo: sus ojos hablaban aún menos que sus labios; y pese a vivir con el sujeto que tan vivamente excitaba su curiosidad, Aubrey no recibía más que constantes aguijonazos a su impaciencia por penetrar en el misterio que envolvía a un ser que su imaginación exaltada se representaba cada vez más como sobrenatural. Pronto llegaron a Roma y Aubrey, durante un tiempo, perdió de vista a su compañero; lo dejó siguiendo asiduamente el círculo de mañana de una condesa italiana, mientras él se entregaba a la búsqueda de antiguos monumentos artísticos. En ese tiempo recibió varias cartas de Inglaterra; las abrió con impaciencia. Una era de su hermana, y no encerraba más que la expresión de un tierno afecto; las otras eran de sus tutores, y su contenido llamó su atención, no sin motivo; si ya antes su imaginación había supuesto que en su compañero anidaba una influencia infernal, aquellas cartas debieron afianzar considerablemente este presentimiento. Sus tutores insistían en que se separara en seguida de su amigo, cuyo carácter, según decían, unía a una depravación extrema unos poderes irresistibles de seducción, que hacían todo contacto con él más peligroso. Habían descubierto, después de su marcha, que no era por odio contra el vicio de las mujeres perdidas que había desdeñado sus insinuaciones; sino que, para que sus deseos quedasen plenamente satisfechos, tenía que realzar el placer de sus sentidos con el bárbaro acompañamiento de haber precipitado a su víctima, a su compañera de crimen, del pináculo de una virtud intacta al fondo del abismo de la infamia y la degradación. Incluso habían reparado en que todas las mujeres que había buscado, en apariencia, a causa de su conducta casta, habían, después de su marcha, dejado a un lado su máscara y expuesto sin escrúpulos, en público, toda la deformidad de sus costumbres. Aubrey se decidió a separarse de un personaje cuyo carácter aún no le había presentado ni un solo punto de vista brillante. Resolvió inventar cualquier pretexto plausible para abandonarle del todo, proponiéndose, en el intervalo, vigilarlo de más cerca y fijarse bien en las más mínimas circunstancias. Entró en el mismo círculo social que Lord Ruthwen, y no tardó en percatarse de que su compañero trataba de abusar de la inexperiencia de la hija de la dama cuya casa más frecuentaba. En Italia, es poco frecuente encontrar en sociedad a jóvenes casaderas. Así que Lord Ruthwen tenía que llevar su intriga a escondidas; pero los ojos de Aubrey le seguían en todos sus movimientos; y pronto descubrió que habían fijado una entrevista, y no pudo por menos que prever que el resultado infalible de esta última sería la ruina total de aquella joven imprudente. Sin perder un minuto, entró en el gabinete y le interrogó bruscamente sobre sus intenciones respecto a la muchacha, previniéndole al mismo tiempo que sabía de fuentes fidedignas que estaba citado con ella para aquella misma noche. Lord Ruthwen replicó que sus intenciones eran las normales en tales casos; y al ser apremiado a declarar si sus proyectos eran lícitos, se limitó a responder con una sonrisa maliciosa. Aubrey se retiró y, tras escribirle unas líneas para informarle de que a partir de aquel momento renunciaba a acompañarle, según su acuerdo, en el resto de sus viajes, le ordenó a su criado que le buscase otros apartamentos y fue personalmente, sin perder un instante, a casa de la madre de la muchacha para comunicarle, no sólo lo que había descubierto de su hija, sino también todo lo que sabía de desfavorable de las costumbres de Lord Ruthwen. El aviso llegó justo a tiempo para impedir la cita proyectada. Lord Ruthwen, al día siguiente, escribió a Aubrey, para notificarle su asentimiento a su separación; pero ni siquiera le dio a entender que sospechaba que él era la causa del desbaratamiento de sus planes. Aubrey, al dejar Roma, dirigió sus pasos a Grecia y, cruzando el golfo, pronto se vio en Atenas. Allí eligió como residencia la casa de un griego, y no pensó más que en seguir las huellas de una gloria pasada en unos monumentos que, avergonzados sin duda de exponer el recuerdo de los grandes actos de hombres libres a ojos de un pueblo esclavo, parecen buscar refugio en las entrañas de la tierra, u ocultarse a las miradas bajo un espeso musgo. Bajo el mismo techo que él, respiraba una muchacha de formas tan bellas y delicadas, que habría ofrecido al artista el modelo más digno para representar una de esas huríes que promete Mahoma, en su paraíso, al creyente musulmán; ¡pero no! Sus ojos poseían una expresión que no corresponde a unas bellezas que el profeta representa como desprovistas de alma. Cuando Ianthe danzaba en la llanura, o rozaba en su rápido andar los flancos de las colinas, hacía olvidar la ligereza grácil de la gacela. ¿Y quién sino un discípulo de Epicuro habría preferido la mirada celestial y animada de una al ojo voluptuoso pero terrestre de la otra? Aquella ninfa adorable acompañaba con frecuencia a Aubrey en su búsqueda de antigüedades. Cuántas veces, ignorante de sus propios encantos, y entregada por completo a la persecución de la brillante mariposa, desplegaba toda la belleza de su talle embrujador, flotando, en cierto modo, al ritmo del céfiro, ante las miradas ávidas del joven extranjero, que olvidaba las letras, casi borradas por el tiempo, que acababa apenas de descifrar en el mármol, para no contemplar más que sus formas arrebatadoras; cuántas veces Ianthe, al revolotear a su alrededor, con su larga melena flotando sobre sus hombros en trenzas ondulantes de un rubio celestial, ofrecía todas las excusas a Aubrey para abandonar su investigación científica y dejar que se le escapara de la memoria el texto de una inscripción que acababa de descubrir y que, un instante antes, su utilidad para la interpretación de un pasaje de Pausanias había hecho de ella algo altamente importante. ¿Pero para qué tratar de describir unos encantos más fáciles de sentir que de apreciar? Inocencia, juventud, belleza, todo en ella respiraba ese frescor de la naturaleza, ajeno a la afectación de nuestros salones modernos. Cuando Aubrey dibujaba aquellos restos augustos, cuya imagen deseaba conservar para la distracción de sus horas futuras, Ianthe, de pie, e inclinada sobre su hombro, seguía con avidez los progresos mágicos de sus pinceles al plasmar los aspectos pintorescos de los lugares donde había nacido. Entonces le contaba, con todo el fuego de una memoria aún fresca, cómo sus compañeras habían pisado con ella, en su danza ligera, la verde hierba de los alrededores, o bien la pompa de las fiestas nupciales que había presenciado en su infancia. A veces también, desviando su recuerdo a objetos que sin duda le habían dejado una impresión más profunda, le repetía los relatos sobrenaturales con los que su nodriza había asustado su joven atención. Su tono serio y su aire de sinceridad, cuando le narraba todo aquello, excitaban una tierna compasión por ella en el corazón de Aubrey; con frecuencia incluso, cuando describía el vampiro vivo que había pasado años en medio de amigos, y de sus más tiernos objetos de estima, obligado cada año, por un poder infernal, a prolongar su existencia durante los meses siguientes mediante el sacrificio de alguna belleza joven e inocente, Aubrey sentía que se le helaba la sangre en las venas, pese a que trataba de ridiculizar aquellas horribles fábulas; pero Ianthe, en respuesta, le citaba los nombres de ancianos que habían acabado por descubrir al vampiro que vivía entre ellos, sólo después de que varias de sus hijas sucumbieran, víctimas del horrible apetito del monstruo; y, sacada de sus casillas por la aparente incredulidad de él, le suplicaba ardientemente que creyera sus historias, porque, según añadió, había comprobado que aquellos que osaban dudar de la existencia de los vampiros, algún día no podían evitar convencerse de su error por su propia y funesta experiencia. Ianthe le describía a continuación el aspecto exterior que todos coincidían en atribuirles a aquellos monstruos, y la impresión de horror que había asaltado ya a Aubrey se redoblaba aún más por un retrato que le recordaba, de forma temible, a Lord Ruthwen. Sin embargo persistía en sus esfuerzos para persuadirla de renunciar a terrores tan vanos, aunque él mismo se estremeciese al reconocer los rasgos que habían tendido a hacerle ver algo sobrenatural en Lord Ruthwen. Aubrey se sentía cada día más atraído por Ianthe; su inocencia, tan diferente de las virtudes afectadas que había observado tiempo atrás en las mujeres entre las que había tratado de hallar las nociones novelescas concebidas en su juventud, seducía incesantemente a su cuerpo; y mientras se representaba a sí mismo lo ridículo de una unión conyugal entre un joven educado de acuerdo con las costumbres inglesas y una muchacha griega sin educación, sentía crecer cada vez más su afecto por la joven embrujadora con quien pasaba tantos momentos. En ocasiones quería alejarse de ella; y fraguando un plan de búsquedas de antigüedades, se hacía el proyecto de partir, decidido a no reaparecer por Atenas sin haber cumplido el propósito de su excursión; pero siempre le resultaba imposible fijar la atención en las ruinas de los alrededores, mientras que la imagen fresca de Ianthe vivía en el fondo de su corazón. Ignorando el amor que le había inspirado, ella tenía siempre con él la misma franqueza infantil que le había mostrado en sus primeros contactos. Parecía no separarse de él sino con extrema resistencia; pero eso era únicamente porque entonces se quedaba sin un compañero con quien recorrer esos lugares favoritos por los que erraba, mientras, no lejos de ella, Aubrey se ocupaba en dibujar o descubrir algún fragmento escapado a la hoz destructiva del tiempo. Había apelado como testigos de lo que le había contado a Aubrey acerca de los vampiros a su padre y a su madre, los cuales, así como varias otras personas presentes, habían afirmado su existencia, palideciendo de horror ante su mera mención. Poco tiempo después, Aubrey se decidió a emprender una pequeña excursión que había de ocuparle varias horas; cuando sus anfitriones le oyeron designar el lugar, se apresuraron de común acuerdo a suplicarle que regresase a Atenas antes de caer la noche; porque, según le dijeron, tenía que cruzar un bosque en el que ningún griego se aventuraría a entrar, por ninguna consideración en el mundo, después de la puesta de sol. Se lo describieron como la guarida de los vampiros en sus orgías nocturnas y le amenazaron con las desgracias más espantosas si se atrevía a estorbar, con su paso, a aquellos monstruos en su fiesta cruel. Aubrey trató a la ligera sus reflexiones, e incluso intentó hacerles sentir lo absurdo de tales ideas; pero, cuando les vio sobresaltarse de terror por su audaz desdén ante un poder infernal e irresistible cuyo mero nombre bastaba para hacerles estremecer, se calló. A la mañana siguiente Aubrey se puso en marcha sin compañía; a su partida, observó con pesar y sorpresa el aire melancólico de sus anfitriones, y la impresión de horror que sus burlas sobre la existencia de los vampiros habían marcado en todos sus rasgos. En el momento de montar a caballo, Ianthe se acercó a él y con tono serio le conjuró, por lo que más quisiera en el mundo, a regresar a Atenas antes de que la noche viniera a devolverle su poder a los monstruos. Prometió obedecer; pero sus búsquedas científicas absorbieron tanto su atención, que ni siquiera reparó en que el día tocaba a su fin y en el horizonte se estaba formando una de esas manchas que, en los climas ardientes, se hinchan con tal rapidez que, convertidas pronto en una masa espantosa, vierten sobre la campiña desolada toda su rabia. Por fin se decidió a volver a montar su caballo y compensar, con la velocidad de su regreso, el tiempo perdido. Pero era demasiado tarde. El crepúsculo es, por así decirlo, algo desconocido en estos países meridionales, donde la noche empieza al ponerse el sol. Antes de que Aubrey se hubiera internado en el bosque, la tormenta había estallado con furor sobre su cabeza. El trueno rugía una vez y otra y, repetido por los numerosos ecos circundantes, no dejaba casi ningún intervalo de silencio. La lluvia, que caía a mares, forzaba su paso hasta Aubrey a través de la espesura de follaje que le cubría, mientras los relámpagos brillaban a su alrededor y su descarga venía, en ocasiones, a estallar a sus mismos pies. Su corcel, súbitamente espantado, lo llevó hacia lo más denso del bosque. El animal se detuvo por fin sin resuello y Aubrey vislumbró, cerca de él, en el resplandor de los rayos, una cabaña casi enterrada bajo varias capas de hojas muertas y matorrales, que la envolvían por todos lados. Aubrey desmontó y se acercó a la cabaña, esperando encontrar en ella a alguien que le sirviese de guía hasta la ciudad o que por lo menos le proporcionara cobijo contra la tormenta. En el momento en que se acercaba a ella, el trueno había cedido unos instantes, y pudo distinguir los gritos desgarrados de una mujer, a los que respondió una risa amarga y casi continua; Aubrey se sobresaltó y vaciló en entrar; pero el fragor de un trueno que de pronto volvió a rugir sobre su cabeza le sacó de su ensueño; y con un esfuerzo de valor, franqueó el umbral de la cabaña. Se encontró en la más profunda oscuridad, aunque el ruido que se prolongaba le sirvió de guía; nadie respondió a su llamada reiterada. Repentinamente se topó con alguien, y le detuvo sin titubeos; en ese momento de una voz horrible salieron estas palabras: «Más estorbos...» a las que sucedió una pavorosa carcajada, y Aubrey se sintió agarrado con un vigor que le pareció sobrenatural. Decidido a vender cara su existencia, luchó, pero en vano; sus pies perdieron en un instante contacto con el suelo y, levantado por una fuerza irresistible, se vio precipitado contra la tierra, que midió con todo su cuerpo. Su enemigo se abalanzó sobre él; y, arrodillándose sobre su pecho, estaba ya rodeándole el cuello con las manos, cuando la reverberación de gran número de antorchas que penetraba en la cabaña por una abertura destinada a iluminarla durante el día, vino a estorbar en su espantosa orgía al monstruo, que se apresuró a ponerse en pie y salir corriendo por la puerta; el ruido que hizo abriéndose paso a través de los densos brezales cesó al cabo de unos instantes. Mientras tanto la tormenta había amainado del todo y los recién llegados pudieron oír, desde fuera, las quejas de Aubrey, a quien le impedía moverse el agotamiento total de sus fuerzas. Entraron en la cabaña: la luz de sus antorchas se reflejó en las bóvedas llenas de musgo, y se vieron todos cubiertos con los copos de un hollín espeso. Atendiendo a la petición de Aubrey, se alejaron de él para buscar a la mujer cuyos gritos le habían atraído; y mientras avanzaban por los repliegues cavernosos de la cabaña, el joven se encontró de nuevo sumido en las más profundas tinieblas; pero pronto, qué horror no le asaltaría al reconocer, bajo el resplandor de las antorchas que venían a arder junto a él, el cuerpo inanimado de la encantadora Ianthe llevado por sus compañeros. En vano cerró los ojos, para convencerse de que sólo era una visión, fruto de su imaginación perturbada; cuando volvió a abrirlos, vio de nuevo los restos de su amante tendida en el suelo a su lado: aquellas mejillas redondeadas y aquellos labios delicados, que antes habrían avergonzado a la rosa con su frescor, tenían ahora una palidez sepulcral; y pese a todo aún reinaba en los rasgos encantadores de Ianthe un sosiego admirable y casi tan atractivo como la vida que los había animado. En su cuello y su pecho había manchas de sangre y su garganta llevaba las huellas de los dientes crueles que habían abierto sus venas. Los campesinos que habían trasladado el cuerpo, indicando con el dedo las marcas funestas, y como dominados de pronto por el terror, exclamaron: ¡Un vampiro! ¡Un vampiro! Formaron a toda prisa una camilla y colocaron en ella a Aubrey, al lado de aquélla que había sido para él el objeto de sus sueños más halagüeños de felicidad, pero cuya vida acababa de apagarse en plena flor. Aubrey no conseguía encontrar el hilo de sus ideas, o mejor dicho parecía buscar un refugio contra la desesperación en una ausencia total de pensamientos. Sostenía en la mano, casi sin saberlo, un puñal desenvainado, de una forma extraordinaria, que habían recogido en la cabaña. Pronto el triste cortejo se encontró con otros campesinos, que una madre alarmada enviaba en busca de su hija querida; pero los gritos lamentables que emitía el desolado grupo, en el momento de acercarse a la ciudad, fueron para esta madre y su infortunado marido la corazonada de una terrible catástrofe. Sería imposible describir la angustia de su espera inquieta; mas cuando hubieron descubierto el cuerpo de su hija adorada, miraron a Aubrey, le mostraron con el dedo los indicios espantosos del atentado que le había causado la muerte, y ambos expiraron de desesperación. Aubrey, acostado en su lecho de dolor, y presa de una fiebre ardiente en medio de los accesos de su delirio, llamaba a Lord Ruthwen y a Ianthe. A veces suplicaba a su antiguo compañero que respetase la vida de su amada; y a veces acumulaba sus imprecaciones sobre su cabeza y le maldecía como destructor de su felicidad. Lord Ruthwen se encontraba precisamente en Atenas y, al tener noticia de la triste situación de Aubrey, por alguna razón secreta, vino a albergarse bajo el mismo techo y se convirtió en su asiduo compañero. Cuando su amigo salió de su delirio, se estremeció de horror ante el aspecto de aquél cuya imagen se había confundido ahora en su mente con la idea de un vampiro; pero Lord Ruthwen, con su tono persuasivo, sus veladas confesiones de lamentar la falta que había provocado su separación, y aún más por las atenciones sostenidas y la ansiedad y cuidados prodigados con Aubrey, pronto lo habituó de nuevo a su presencia. Lord Ruthwen parecía completamente cambiado; ya no era aquel ser cuya apatía tanto había extrañado a Aubrey; pero tan pronto este último empezó a hacer progresos rápidos en su convalecencia, observó con gran disgusto que su compañero volvía a sumirse en su flema acostumbrada y volvió a encontrar en él al hombre de su primera relación, salvo que de vez en cuando Aubrey notaba con sorpresa que Lord Ruthwen parecía clavar en él una mirada penetrante, mientras una cruel sonrisa de desdén revoloteaba en sus labios. Se perdía en conjeturas sobre la intención de aquella horrible mirada, tantas veces reiterada. Cuando Aubrey entró en la última fase de su restablecimiento, Lord Ruthwen, alejándose progresivamente de él, parecía ocupado tan sólo en la contemplación de las olas levantadas por la brisa refrescante, o en seguir la marcha de esos planetas que, como nuestro globo, se mueven alrededor de un astro inmóvil; el hecho era que parecía tratar sobre todo de sustraerse a las miradas de los demás. La cabeza de Aubrey se había debilitado mucho por la conmoción que acababa de sufrir; y aquella elasticidad mental que tanto había brillado en él en el pasado, parecía haberse desvanecido para siempre. Ahora era tan amante de la soledad y el silencio como el mismo Lord Ruthwen. Más en vano suspiraba por esta soledad; ¿podía acaso existir para él en las cercanías de Atenas? Si la buscaba entre aquellas ruinas que tanto había frecuentado, la imagen de Ianthe le acompañaba como siempre; si la buscaba en el fondo de los bosques, imaginaba ver aún el andar ligero de Ianthe, revoloteando en medio del monte bajo, y tratando de descubrir la modesta violeta; cuando, por una transición súbita, su oscura imaginación le representaba a su amada, la veía con el rostro pálido, el cuello ensangrentado y aquellos labios marchitos, que una sonrisa amable venía a adornar a pesar de la muerte. Por fin resolvió huir de los lugares cuyos rasgos todos eran, para su razón debilitada, fuente de imágenes dolorosas. Propuso a Lord Ruthwen, al que consideraba que no debía abandonar, después de todos los cuidados que había recibido de él durante su indisposición, visitar juntos las partes de Grecia que eran aún desconocidas para ambos. Así pues partieron, y fueron en busca de cada lugar al que se asociaba un antiguo recuerdo; pero, aunque corriesen constantemente de un sitio a otro, ni el uno ni el otro parecían prestar una atención real a los objetos que iban pasando ante sus ojos. Oían hablar con frecuencia de los ladrones que infestaban el país; pero poco a poco acabaron por despreciar estas informaciones, que consideraban una pura invención de las personas interesadas en excitar la generosidad de aquéllos a quienes defendían de los pretendidos peligros. Entre otras ocasiones en que desoyeron los avisos de los campesinos, hubo un día en que viajaron con una guardia tan poco numerosa, que podía servirles más de guía que de defensa. En un momento en que acababan de entrar en un angosto desfiladero, en cuyo fondo se encontraba el lecho de un torrente que discurría, confundido con masas de rocas, por los precipicios vecinos, tuvieron motivos para lamentar su imprudente confianza; apenas se hubieron adentrado en aquel paso peligroso, cuando una lluvia de balas silbó en sus oídos, mientras los ecos circundantes repetían el sonido de varias armas de fuego. Pronto una bala vino a alojarse en el hombro de Lord Ruthwen, quien cayó por el impacto. Aubrey voló en su ayuda, y, sin pensar ni en defenderse, ni en su propio peligro, pronto se vio rodeado por los bandoleros. La escolta, tan pronto había visto caer a Lord Ruthwen, había tirado las armas y pedido gracia. Con la promesa de una fuerte recompensa, Aubrey decidió a los ladrones a trasladar a su amigo herido a una cabaña vecina; y, habiendo acordado con ellos el rescate, no fue importunado ya más por su presencia, ya que los bandidos se limitaron a vigilar la choza hasta el regreso de uno de ellos, que fue a recibir, en una ciudad vecina, la suma correspondiente a un pagaré que Aubrey le dio para su banquero. Las fuerzas de Lord Ruthwen declinaron rápidamente; al cabo de dos días apareció la gangrena, y el instante de su muerte pareció avanzar a grandes pasos. Su forma de ser y sus rasgos seguían siendo los mismos. Se diría que era tan indiferente al dolor como lo había sido antaño a todo cuanto ocurría a su alrededor; pero, al caer la segunda tarde, parecía inquieto por alguna idea penosa; clavaba con frecuencia la mirada en Aubrey quien, dándose cuenta, le ofreció cálidamente ayuda. —¡Quieres ayudarme! —le dijo su amigo—. ¡Puedes salvarme! ¡Y puedes hacer más aún! Y no hablo de mi vida; contemplo con la misma despreocupación el término de mi existencia que el de este día que se va. Pero puedes salvar mi honor, ¡el honor de tu amigo! —¿Cómo? ¡Oh, dime cómo! —respondió Aubrey—; haría cualquier cosa en el mundo por serte útil. —Poca cosa es lo que he de pedirte —replicó Lord Ruthwen—. Mi vida se apaga rápidamente, y me falta tiempo para desarrollarte toda mi idea; pero si quisieras ocultar cuanto sabes de mí, mi honor quedaría, en el mundo, fuera del alcance de todos; y si mi muerte fuera ignorada durante cierto tiempo en Inglaterra... —¡La ocultaré! —dijo Aubrey—. —¿Pero y mi vida? —exclamó Lord Ruthwen—. —Callaré esa historia —añadió Aubrey—. —¡Júramelo! —gritó su amigo expirando, incorporándose en un último esfuerzo de ávido júbilo—. Júramelo por todo lo que tu alma honra o teme; júrame que durante un año y un día, guardarás un secreto inviolable sobre todo lo que sabes de mis crímenes, y sobre mi muerte, en presencia de cualquier otra persona, pase lo que pase y aunque algún objeto extraordinario venga a sorprender tu visión. Pronunciando estas palabras, sus ojos centelleantes parecieron salírsele de las órbitas. —Lo juro —dijo Aubrey... Y Lord Ruthwen, desplomándose sobre el lecho, con una terrible carcajada, exhaló su último suspiro. Aubrey se retiró a su apartamento, para descansar; pero no consiguió conciliar el sueño. Las circunstancias extraordinarias que habían acompañado a sus relaciones con Lord Ruthwen se apiñaban involuntariamente en su memoria impresionada; y cuando pensaba en su juramento, se adueñaba de él un estremecimiento irresistible, como un presentimiento de que algo horrible le esperaba. Al día siguiente se levantó temprano y en el momento en que iba a entrar en la habitación donde había dejado el cuerpo de su amigo, se encontró con uno de los bandidos, el cual le previno de que ya no estaba en aquel lugar, pues, con la ayuda de sus compañeros, había transportado el cadáver inmediatamente después de que Aubrey se hubo retirado, cumpliendo la promesa hecha a Lord Ruthwen, a la cima de una colina vecina, para exponerlo allí al primer rayo pálido de la luna que se elevase tras su muerte. Aubrey, sorprendido, y llevando con él a algunos de aquellos hombres, decidió escalar la colina en cuestión y sepultar en dicho lugar a su compañero; pero cuando alcanzó la cumbre, no encontró rastro ni del cuerpo ni de la ropa, pese a que los bandidos le aseguraron que estaban sobre la misma roca donde habían depositado los restos de Lord Ruthwen. Primero su mente se perdió en conjeturas sobre el extraño acontecimiento; pero acabó por convencerse, de regreso a casa, de que simplemente los ladrones habían enterrado el cuerpo para apropiarse de la ropa. Harto de unos lugares donde había vivido catástrofes tan terribles y donde todo parecía conspirar para que profundizara en su ánimo la melancolía supersticiosa que se había adueñado de él, tomó la decisión de alejarse de Grecia, y no tardó en llegar a Esmirna. Mientras esperaba allí la llegada de un buque que le transportase a Otranto o a Nápoles, se ocupó de la inspección de los efectos diversos que habían pertenecido a Lord Ruthwen; entre otras cosas, llamó su atención una caja que contenía armas ofensivas, todas singularmente adaptadas para provocar una muerte pronta en el seno de sus víctimas. Estuvo observando varios puñales; y cuando los hacía girar entre sus manos y admiraba sus formas curiosas, ¡cuál no sería su sorpresa al ver el aspecto de una vaina, cuyos adornos eran exactamente del mismo corte que el puñal recogido en la cabaña fatal! Se estremeció al contemplarla; y, ansioso por obtener una nueva prueba que apoyase la presunción que había asaltado su mente, fue a buscar de inmediato el puñal; júzguese el horror que se adueñó de él al descubrir, desesperado, que el arma cruel, pese a su extraordinaria forma, se enfundaba a la perfección en la vaina que tenía en la mano. Sus ojos parecían no necesitar más testimonio para confirmarle en su terrible sospecha, ni poder despegarse de aquel instrumento de muerte; había deseado hacerse aún ilusiones, mas aquel parecido, en una forma tan singular, aquella misma variedad de colores que adornaban el mango del puñal y la vaina, y más aún, algunas gotas de sangre estampadas en uno y en otra, destruían cualquier posibilidad de duda. Abandonó Esmirna y, al pasar por Roma, lo primero que hizo fue recoger algunas informaciones sobre la suerte de la joven que había tratado de salvar de la seducción de Lord Ruthwen. Sus padres, de brillante fortuna, habían caído ahora en una extrema miseria, y no se sabía qué había sido de su hija desde la marcha de su amante. No pudo por menos que temer que la joven romana hubiera sucumbido, víctima del destructor de Ianthe. Tantos horrores reiterados habían acabado de desolar el corazón de Aubrey. Se tornó hipocondríaco y silencioso; su única preocupación era acelerar la marcha de los postillones, como si se tratara de ir a salvarle la vida a alguien querido. Pronto llegó a Calais; una brisa, que parecía obedecer a sus deseos, le llevó prontamente a costas inglesas; se apresuró a viajar hasta la antigua mansión de sus padres, y pareció perder allí durante algún tiempo, en los tiernos abrazos de su hermana, el recuerdo del pasado. Si antaño sus caricias le habían interesado vivamente, ahora que había cumplido los dieciocho años sus maneras habían adquirido con la edad un matiz aún más dulce y encantador. Miss Aubrey no poseía esa gracia brillante que capta la admiración y los aplausos de un círculo numeroso. No había en su semblante nada de esa tez animada que sólo existe en la atmósfera recalentada de un salón tumultuoso. Sus grandes ojos azules no eran nunca visitados por esa alegría despreocupada que pertenece sólo a la ligereza de mente; pero respiraban esa languidez melancólica que proviene menos del infortunio que de un alma marcada religiosamente con la esperanza de una vida futura, más sólida que nuestra efímera existencia. No tenía ese paso etéreo que una mariposa, una flor, o cualquier insignificancia bastan para poner en movimiento. Su actitud era sosegada y pensativa. En la soledad, sus rasgos no perdían nunca el aire serio y reflexivo natural en ellos; pero cuando estaba cerca de su hermano, y él le manifestaba su tierno afecto y se esforzaba por olvidar en su presencia las penas que ella sabía muy bien que habían destruido sin remedio su felicidad, ¿quién habría querido entonces cambiar la sonrisa agradecida de Miss Aubrey por la sonrisa de la voluptuosidad misma? Sus ojos, sus rasgos, respiraban en tales momentos una celeste armonía con las dulces virtudes de su alma. Aún no había hecho su primera entrada en el mundo, pues sus tutores juzgaban más conveniente diferir esta gran época hasta el regreso de su hermano, para que éste pudiera hacerle de protector. Así que ahora por fin se decidió que el círculo que iba a reunirse dentro de poco en la corte sería el elegido para su presentación en sociedad. Aubrey habría preferido no abandonar la morada de sus antepasados, y alimentar en ella la melancolía que le consumía sin cesar. En efecto, ¿qué interés podían tener para él las frivolidades de las reuniones de moda, después de las impresiones profundas que los acontecimientos pasados habían grabado en su alma? Mas no dudó en hacer el sacrificio de sus gustos personales por la protección que le debía a su hermana. Fueron a Londres, y se prepararon para el círculo que debía encontrarse el día siguiente de su llegada. Había un gentío prodigioso. No había habido ninguna reunión en la corte desde hacía mucho tiempo, y todos aquellos que estaban ansiosos por pretender la gracia de una sonrisa real estaban presentes. Cuando Aubrey, que se mantenía apartado, insensible a lo que ocurría a su alrededor, estaba precisamente pensando que era en este mismo lugar donde había visto por vez primera a Lord Ruthwen, de pronto se sintió agarrado por el brazo, y una voz que reconoció demasiado bien hizo resonar estas palabras en sus oídos: "¡Recuerda tu juramento!" Temblando de ver a un espectro dispuesto a reducirle a polvo, apenas había tenido valor para volverse, cuando distinguió cerca de él el mismo rostro que tanto había atraído su atención en aquel mismo lugar el día de su entrada en sociedad. Lo estuvo contemplando con aire despavorido hasta que, al notar que sus piernas casi se negaban a sostenerle, se vio obligado a tomar a un amigo por el brazo y, abriéndose camino entre la gente, se precipitó en su carruaje. Ya en casa, estuvo recorriendo su apartamento con paso agitado, llevándose las manos a la cabeza, como si temiera que la facultad de pensar se le escapase irremisiblemente. Lord Ruthwen seguía estando delante de sus ojos; las circunstancias se combinaban en su cabeza con un orden desesperante; el puñal, el juramento... Avergonzado de sí mismo y de su credulidad, trataba de sacudir su ánimo abatido y de persuadirse de que lo que había visto no podía existir: ¡un muerto saliendo de su tumba! Sin duda era su imaginación la que había evocado en el mismo sepulcro la imagen del hombre que ocupaba sin cesar su recuerdo; por fin, logró convencerse de que esta visión no podía poseer la menor realidad. Pasara lo que pasara, decidió volver a la reunión social; y, aunque probó veinte veces a interrogar a quienes le rodeaban acerca de Lord Ruthwen, aquel nombre fatal quedaba siempre suspendido en sus labios y no conseguía recoger ninguna información sobre la cuestión que tanto le interesaba. Unos días después, volvió a acompañar a su hermana a una brillante reunión, en casa de uno de sus parientes. Dejándola bajo la protección de una dama de edad respetable, se colocó en un rincón aislado de los apartamentos, y allí se entregó por entero a sus tristes pensamientos. Transcurrió así un buen rato, hasta que por fin observó que gran número de personas habían abandonado ya los salones; tuvo que salir por fuerza de su estado de estupor y, entrando en una estancia vecina, vio en ella a su hermana rodeada de varias personas, con las que parecía estar en arrancada conversación; se estaba esforzando por abrirse camino hasta ella, y acababa de pedirle a alguien que había delante de él que le dejase pasar, cuando ese alguien, al volverse, le mostró los rasgos que más aborrecía en el mundo. Fuera de sí, ante esta visión fatal, se precipitó sobre su hermana, la agarró por la mano y, con paso redoblado, la arrastró hasta la calle. En el umbral del hotel se vio unos instantes detenido por la gran cantidad de criados que aguardaban a sus señores; y mientras atravesaba sus filas, oyó aquella voz que conocía demasiado bien, haciendo retumbar en sus oídos estas terribles palabras: "¡Recuerda tu juramento!" Despavorido, aterrorizado, no se atrevió ni siquiera a levantar la mirada a su alrededor; sino que, acelerando el paso de su hermana, se lanzó en pos del carruaje, y pronto estuvo en casa. Esta vez el desespero de Aubrey llegó casi hasta la locura. Si ya antes su mente había estado absorbida por un único objeto, ¡cuánto más profundamente obsesionada no había de estar ahora que la certidumbre de que el monstruo estaba vivo le perseguía sin tregua! Se había vuelto insensible a las tiernas atenciones de su hermana, y en vano le suplicaba ella que le explicase el cambio repentino que se había operado en él. No le respondía más que por cuatro palabras entrecortadas, y estas cuatro palabras bastaban para llenar de terror el alma de su hermana. Aubrey, cuanto más reflexionaba en aquel horrible misterio, más se perdía en un cruel laberinto. La idea de su juramento le hacía estremecer. ¿Qué debía hacer? ¿Debía permitirle a aquel monstruo que pasase su aliento destructor entre todos sus seres queridos, sin detener sus progresos por una sola palabra? ¡Su misma hermana podía ser tocada por él! ¿Pero cómo? Si osaba romper su juramento y descubrir la causa de sus terrores, ¿quién le creería? A veces pensaba en utilizar su propio brazo para librar al mundo de aquel malvado; pero le detenía la idea de que ya había triunfado sobre la muerte. Durante gran número de noches estuvo sumido en aquel estado de marasmo: encerrado en su habitación, no quería ver a nadie y ni siquiera consentía en tomar algo de alimento, salvo cuando su hermana, con lágrimas en los ojos, venía a conjurarle a conservar la existencia por compasión con ella. Incapaz por fin de soportar más la soledad, salió de casa, y se puso a correr de calle en calle, como para escapar a la imagen que le seguía tan obstinadamente. Indiferente al tipo de ropa con que cubría su cuerpo, erraba de aquí para allá, expuesto con la misma frecuencia a los fuegos devoradores del sol de mediodía que a la fría humedad del atardecer. Estaba casi irreconocible; al principio volvía a casa para pasar la noche; pero pronto empezó a acostarse, sin elegir, allí donde el agotamiento de sus fuerzas le obligaba a tomarse un descanso. Su hermana, inquieta por los peligros que podía correr, quiso hacerle seguir; pero Aubrey no tardaba en burlar a quienes ella había encomendado esta tarea, y se escapaba de sus centinelas más deprisa de lo que se nos escapa un pensamiento. De pronto, sin embargo, cambió de conducta. Asaltado por la idea de que su ausencia dejaba a sus mejores amigos, sin saberlo ellos, en compañía de un ser tan peligroso, resolvió volver a aparecer en el mundo y vigilar de cerca a Lord Ruthwen, con la intención de prevenir, a pesar de su juramento, a todas las personas en cuya intimidad tratase de inmiscuirse. Pero cuando Aubrey entraba en un salón, su mirada despavorida y sospechosa quedaba tan patente y sus sobresaltos involuntarios tan visibles, que su hermana se vio por fin obligada a solicitarle que se abstuviera de visitar, aunque sólo fuera por condescendencia con ella, un mundo cuya mera visión parecía afectarle tan profundamente. Cuando sus tutores comprendieron que los consejos y los ruegos de su hermana eran inútiles, juzgaron apropiado interponer su autoridad; y temiendo que Aubrey estuviera amenazado por la alienación mental, pensaron que había llegado el momento de asumir de nuevo la carga que les había sido confiada por sus padres. Deseando no tener que temer, por él, que se renovaran los sufrimientos y las fatigas a las que sus excursiones lo habían expuesto con frecuencia, y sustraer a los ojos del mundo los signos de lo que ellos llamaban locura, le encargaron a un médico hábil que viviera cerca de él para cuidarle, sin perderle nunca de vista. Aubrey apenas se percató de todas estas medidas de precaución; tan absorbidas estaban sus ideas por un único y terrible objeto. Encerrado en su apartamento, pasaba en él a menudo días enteros, en un estado de estupor taciturno del que nadie podía sacarle. Se había vuelto pálido, descarnado; sus ojos no tenían sino un brillo fijo; sólo daba muestras de afecto y de reminiscencia cuando se le acercaba Miss Aubrey; entonces se estremecía de espanto y, estrechando las manos de su hermana con una mirada que llenaba de dolor su corazón, le dirigía estas palabras inconexas: "¡Oh! ¡No le toques! Por piedad, si sientes alguna amistad por mí, no te acerques a él". Pero cuando ella le suplicaba que le dijese al menos de qué estaba hablando, su única respuesta era: "¡Es demasiado cierto! ¡Es demasiado cierto!", y volvía a caer en una postración de la que no conseguía volver a arrancarle. Este estado lamentable había durado gran número de meses; sin embargo, cuando el año fatal estaba a punto de tocar a su fin, la incoherencia de sus maneras se hizo menos alarmante; su mente parecía estar en disposiciones menos lúgubres, y sus tutores observaron incluso que varias veces al día contaba con los dedos un número determinado, mientras un sonrisa de satisfacción asomaba a sus labios. Había casi transcurrido el año, cuando el último día, uno de sus tutores, entrando en su apartamento, conversó con el médico acerca del triste estado de salud de Aubrey, y comentó lo desagradable que resultaba que estuviera en una situación tan deplorable, cuando su hermana iba a casarse al día siguiente. Aquellas palabras bastaron para despertar la atención de Aubrey, que preguntó con gran diligencia: "¿Con quién?" Su tutor, encantado con esta muestra del retorno de su razón, de la que temía que estuviera privado para siempre, respondió que con el conde Marsden. Pensando que se trataba de algún joven noble que había conocido en sociedad, pero que su distracción mental no le había permitido observar en su momento, Aubrey pareció muy satisfecho y sorprendió aún más a su tutor, por la intención que manifestó de estar presente en la boda de su hermana, y su deseo de verla antes. Por toda respuesta, unos minutos después su hermana estaba tan cerca de él; Aubrey, que daba la impresión de volver a ser sensible a su sonrisa adorable, la estrecho contra su corazón, y posó tiernamente sus labios en sus mejillas húmedas de las lágrimas de placer que le causaba la idea de que su hermano hubiera vuelto a encontrar su afecto por ella. Él le habló con calidez, y la felicitó vivamente por su unión con un personaje de cuna tan distinguida y respetable, según le había dicho; pero de pronto reparó en el medallón que llevaba ella en su seno, y al abrirlo, ¡cuál no sería su horrible sorpresa al ver los rasgos del monstruo que, desde hacía tanto tiempo, tenía un tal ascendiente sobre su existencia! Agarró el retrato en un acceso de rabia, y lo pisoteó; y, cuando su hermana le preguntó por qué destruía la imagen del hombre que iba a convertirse en su marido, la miró con expresión de espanto, como si no hubiera comprendido su pregunta y, estrechando sus manos, y clavando en ella una mirada desesperada y frenética, le suplicó que le prometiera, bajo juramento, que no se casaría nunca con aquel monstruo; porque él... Pero en ese punto no le quedó más remedio que interrumpirse; le pareció como si la voz fatal le recomendase una vez más que recordase su juramento. Se volvió bruscamente, pensando que Lord Ruthwen estaba allí; pero no vio a nadie. Mientras tanto, los tutores y el médico, que había oído lo ocurrido e imaginaron que se trataba de una recaída de su perturbación mental, entraron de improviso y, alejándole de su hermana, rogaron a esta última que abandonase la estancia. Aubrey cayó de rodillas y les conjuró a que aplazasen la ceremonia aunque sólo fuera un día. Pero ellos, suponiendo que todo aquello no era sino un puro acceso de demencia, se esforzaron por tranquilizarle y se retiraron. Lord Ruthwen, al día siguiente del círculo de la corte, se había presentado en casa de Aubrey; pero le había sido negado el permiso de verle, como a todo el mundo. Cuando se enteró, poco después, del estado alarmante de su salud, sintió de inmediato que era él el causante; y cuando le dijeron que Aubrey parecía haber perdido el juicio, apenas pudo ocultar su júbilo triunfante ante quienes le dieron esta información. Se apresuró a hacerse presentar a Miss Aubrey y, por una corte asidua, y por el interés constante que parecía tomarse por la situación deplorable de su hermano, logró cautivar su corazón. ¿Quién habría podido resistir a sus poderes de seducción? Su lengua insinuante tenía tantas fatigas, tantos peligros desconocidos que contar; era capaz, con tal apariencia de razón, de hablar de sí mismo como un ser diferente del resto del género humano, que no sentía simpatía más que por ella; poseía tantos motivos plausibles para pretender que sólo desde que podía saborear las delicias de su voz encantadora había empezado a perder la insensibilidad por la existencia que le había distinguido hasta entonces; y por fin, sabía sacar tan buen provecho del arte peligroso del halago, o quizá tal era el designio de la fortuna, que conquistó toda su ternura. En aquella misma época, la extinción de una rama antigua de la familia le transmitió el título de conde de Marsden; y en cuanto se acordó su unión con Miss Aubrey, pretextó que unos asuntos importantes le reclamaban en el continente, para acelerar la ceremonia, pese al estado lamentable del hermano, y se decidió que su marcha tendría lugar el mismo día de su boda. Aubrey, abandonado a su suerte por sus tutores, e incluso por su médico, trató de corromper, a fuerza de preguntas, a los criados, pero fue inútil; no habiendo podido conseguir que le dejasen salir, pidió papel y pluma, y escribió a su hermana, conjurándola, si tenía en alguna estima su propia felicidad, su honor y el de sus padres encerrados en la tumba, a diferir tan sólo unas horas una unión que debía ir acompañada de las peores desgracias. Los criados le prometieron entregar la carta a Miss Aubrey; pero se la llevaron al médico, que juzgó más conveniente no entristecerla aún más con lo que él consideraba puros actos de demencia. La noche transcurrió entre preparativos para la ceremonia del día siguiente. Aubrey lo oía todo con un horror más fácil de imaginar que de describir. La mañana fatal llegó muy deprisa; el ruido de los numerosos carruajes retumbó en sus tímpanos. Casi deliraba de rabia. Por fortuna la curiosidad de los criados encargados de vigilarle pudo más que su celo en el cumplimiento de su deber, y se fueron alejando uno tras otro, dejándole imprudentemente al cuidado de una mujer vieja y sin fuerza. Aprovechó ávidamente la ocasión, y de un solo salto salió de su apartamento; al instante siguiente se encontraba en el salón, donde estaba ya reunido casi todo el mundo. Lord Ruthwen fue el primero en verle. Se acercó de inmediato a Aubrey y asiendo su brazo por la fuerza, lo arrastró fuera de la estancia, incapaz de hablar, de rabia. Cuando estuvieron en la escalera, Lord Ruthwen le murmuró estas palabras al oído: "Recuerda tu juramento, y entérate bien de que tu hermana, si no se convierte en mi esposa hoy mismo, está deshonrada; la virtud de las mujeres es frágil..." Tras estas pocas palabras, lo lanzó violentamente a manos de los criados encargados de vigilarle, los cuales, al darse cuenta de su fuga, habían corrido en su búsqueda. Aubrey, que no se encontraba en estado de sostener el peso de su propio cuerpo, en un esfuerzo extraordinario por exhalar su furiosa desesperación se rompió un vaso de la garganta y, bañado en su sangre, fue transportado a la cama. Dejaron a su hermana en la ignorancia de lo que acababa de ocurrir, pues por desgracia estaba fuera del salón cuando él había entrado en él. Se celebró la ceremonia, y los esposos abandonaron Londres en seguida. El estado de debilidad de Aubrey aumentaba rápidamente; y la vasta cantidad de sangre que había perdido reveló a no mucho tardar los indicios de una muerte inminente. Hizo llamar a sus tutores, y, cuando la rabia que casi lo había asfixiado se apaciguó un poco y sonó la medianoche, les contó con calma lo que el lector acaba de leer y expiró en el instante de concluir su relato. Los tutores se apresuraron a volar en auxilio de Miss Aubrey, pero llegaron demasiado tarde: Lord Ruthwen había desaparecido, y la sangre de su infortunada compañera había saciado la sed de un vampiro.