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JOHN WILLIAM POLIDORI

El Vampiro
(1819)

En aquella época, apareció en medio de las disipaciones de un invierno en


Londres, y entre las numerosas asambleas que la moda reúne allí en esta estación
del año, un lord más extraordinario aún por sus singularidades que por su rango.
Su vista se paseaba por la alegría general que se desplegaba a su alrededor, con
una indiferencia que denotaba que no estaba en su mano compartirla. Era como
si la grácil sonrisa de la belleza no supiera sino atraer su atención, y aun así no lo
hiciera más que para destruirla en sus labios encantadores, por una mirada, y
helar con un espanto secreto un corazón en el que hasta entonces sólo había
reinado la idea del placer. Aquéllas que experimentaban esa penosa sensación de
respeto no podían comprender de dónde provenía. Algunas, sin embargo, la
atribuían a sus ojos, de un gris mortecino que, al fijarse en los rasgos de una
persona, parecía no penetrar en el fondo de los repliegues del corazón, sino más
bien caer en las mejillas como un rayo de plomo que pesase sobre la piel sin poder
atravesarla. Su originalidad hacía que le invitasen a todas partes; todos deseaban
verle, y aquéllos que habían estado largo tiempo habituados a las emociones
violentas, pero a quienes la saciedad había hecho sentir al fin el peso del
aburrimiento, se felicitaban a sí mismos por encontrar algo capaz de despertar su
atención languideciente. Su rostro era regularmente atractivo, pese a la tez
sepulcral que reinaba en su rostro y que nunca venía a animar ese sonrojo
agradable, fruto de la modestia o de las emociones fuertes que engendran las
pasiones. Las mujeres modernas, ávidas de una celebridad deshonrosa, se
disputaron, a porfía, su conquista, a ver cuál obtenía de él, por lo menos, alguna
muestra de eso que ellas llaman «inclinación». Lady Mercer que, desde su
matrimonio, había tenido la vergonzosa gloria de eclipsar, en los círculos, la
conducta desordenada de todas sus rivales, se lanzó a su encuentro e hizo cuanto
pudo, aunque en vano, para atraer su atención. Toda la imprudencia de Lady
Mercer fracasó y se vio reducida a renunciar a su empresa. Pero si bien no se
dignó ni siquiera a conceder una mirada a las mujeres perdidas con las que se
topaba diariamente, la belleza no le era en absoluto indiferente; y sin embargo,
aunque no se dirigiera nunca sino a la mujer virtuosa o la joven inocente, lo hacía
con tanto misterio que pocas personas sabían que hubiera hablado alguna vez
con el bello sexo. Su lengua poseía un encanto irresistible; sea porque conseguía
comprimir el temor que inspiraba su primer contacto, sea a causa de su aparente
desprecio por el vicio, era tan buscado por las mujeres cuyas virtudes domésticas
son el adorno de su sexo como por aquéllas que deshonran esas virtudes.
Por aquella misma época llegó a Londres un joven llamado Aubrey; la
muerte de sus padres le había dejado huérfano siendo aún un niño, con una
hermana y grandes bienes. Sus tutores, ocupados exclusivamente de controlar su
fortuna, lo abandonaron a su suerte, o por lo menos encomendaron la carga más
importante de formar su inteligencia a mercenarios subalternos. El joven Aubrey
pensaba más en cultivar su imaginación que su juicio. De ahí extrajo esas
nociones románticas de honor y candor que pierden a tantos jóvenes
atolondrados. Creía que el corazón humano simpatiza naturalmente con la
virtud, y que el vicio no ha sido esparcido aquí y allá, por la Providencia, sino
para variar el efecto pintoresco de la escena; creía que la miseria de una choza era
sólo ideal, que la ropa de un campesino era tan cálida como la de un hombre
voluptuoso, pero mejor adaptada al ojo del pintor, por sus pliegues irregulares y
sus retazos de colores diversos, para representar los sufrimientos del pobre. Y
creía, finalmente, que había que buscar las realidades de la vida en los sueños
singulares y brillantes de los poetas. Era guapo, sincero y rico; por todos esos
motivos, desde su entrada en el mundo, le rodearon gran número de madres,
ejercitándose en cuál le haría los retratos más falsos de las cualidades necesarias
para gustar; mientras las hijas, por su compostura animada cuando se acercaba a
ellas, y sus ojos centelleantes de placer cuando abría la boca, le llevaron pronto a
concebir una opinión engañosa de sus talentos y sus méritos; y aunque nada en
el mundo viniera a hacer realidad la novela que se había creado en su soledad,
su vanidad satisfecha fue una especie de compensación de este desengaño.
Estaba en el momento de renunciar a sus ilusiones, cuando vino a cruzarse en su
carrera el ser extraordinario que acabamos de describir.
Impresionado por su exterior, lo estudió, y su misma imposibilidad de
reconocer el carácter de un hombre completamente absorbido por sí mismo, y
que no daba más muestra de su atención a lo que ocurría a su alrededor que su
empeño en evitar cualquier contacto con los demás, confesando así tácitamente
su existencia, esta misma imposibilidad permitió a Aubrey dar rienda suelta a su
imaginación, para crearse un retrato que satisfacía sus inclinaciones, e
inmediatamente revistió a este personaje singular de todas las cualidades de un
héroe novelesco y se decidió a seguir en él a la criatura de su imaginación más
que al ser presente ante sus ojos. Le prodigó sus atenciones, e hizo los bastantes
progresos en esta relación para recibir por lo menos una mirada cada vez que se
hallaban juntos. Pronto se enteró de que los asuntos de Lord Ruthwen estaban
embrollados, y, a causa de los preparativos que vio en su hotel, comprendió que
iba a viajar.
Ávido de información más concreta sobre aquel extraño ser, que, hasta
entonces, sólo había aguijoneado su curiosidad, sin satisfacerla en lo más
mínimo, Aubrey les hizo sentir a sus tutores que había llegado el momento de
que iniciase su gira por Europa, costumbre adoptada desde hace ya muchos años
por nuestros jóvenes de la buena sociedad, la cual les ofrece con excesiva
frecuencia la oportunidad de hundirse rápidamente en la carrera del vicio,
creyendo ponerse de igual a igual con personas mayores que ellos, y esperando
dar la impresión de estar como ellas al corriente de todas esas intrigas
escandalosas, que son tema eterno de burlas o alabanzas, según el grado de
habilidad desplegado en su conducta. Los tutores de Aubrey dieron su
consentimiento, e hizo en seguida partícipe de sus intenciones a Lord Ruthwen,
del cual recibió, quedando agradablemente sorprendido, una invitación para
viajar con él. Aubrey, halagado por tal muestra de estima en un hombre que no
parecía tener nada en común con la especie humana, aceptó esta proposición con
diligencia y varios días después nuestros dos viajeros habían cruzado el mar.
Hasta el momento Aubrey no había tenido ocasión de estudiar a fondo el
carácter de Lord Ruthwen, y ahora observaba que, pese a ser testigo de un mayor
número de sus actos, los resultados le ofrecían diferentes conclusiones a sacar de
los motivos aparentes de su conducta; su compañero de viaje llevaba el
desprendimiento hasta la profusión, el vagabundo y el mendigo recibían de él
socorro más que suficiente para aliviar sus necesidades inmediatas; pero Aubrey
reparaba con pesar en que no era a los hombres virtuosos reducidos a la
indigencia por la desgracia, y no por el vicio, a los que cubría de limosnas: al
cerrarles sus puertas a estos infortunados, apenas lograba suprimir de sus labios
una sonrisa dura; pero cuando el hombre sin conducta venía a él, no para obtener
un alivio en sus necesidades, sino para procurarse los medios de hundirse más
en el desenfreno y la depravación, siempre salía con un donativo suntuoso.
Aubrey, sin embargo, creía tener que atribuir esta distribución absurda de las
limosnas de Lord Ruthwen a la mayor inoportunidad de las personas viciosas,
que con mucha frecuencia obtienen más éxito que la modesta timidez del
virtuoso indigente. De todos modos, a la caridad de Lord Ruthwen iba unida una
circunstancia que aún llamaba más vivamente la atención de Aubrey; todos
aquellos en cuyo favor ejercía su generosidad comprobaban invariablemente que
estaba acompañada por una maldición inevitable; todos acababan, a no mucho
tardar, por subir al patíbulo o por morir en la más abyecta miseria; en Bruselas,
y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey vio con sorpresa la especie de
avidez con la que su compañero buscaba el centro de la depravación; en las casas
de juego, se precipitaba en el acto a la mesa de faraón; apostaba y jugaba siempre
con éxito, salvo cuando se las veía con el tramposo conocido, y perdía más que
ganaba, pero siempre sin cambiar de cara, y con ese aire indiferente que paseaba
por todas partes; no era así cuando se topaba con el joven sin experiencia o el
infortunado padre de una familia numerosa; entonces la fortuna parecía estar en
sus manos, dejaba a un lado aquella impasibilidad habitual en él, y sus ojos
centelleaban con más fuego del que lanzan los del gato en el momento en que
hace rodar entre sus patas a la rata ya medio muerta. Al salir de cada ciudad
dejaba al joven, rico antes de su llegada, arrancado del círculo del que había sido
adorno, maldiciendo, en la soledad de un calabozo, su destino, por haberle
puesto al alcance de la influencia perniciosa de aquel genio del mal; mientras el
padre, desolado y con la mirada extraviada, lloraba sentado en medio de sus hijos
hambrientos, sin haber conservado, de su inmensa fortuna, un solo óbolo para
calmar sus devoradoras necesidades. En cualquier caso Lord Ruthwen no salía al
final más rico de las mesas de juego, sino que perdía inmediatamente, contra el
destructor de la fortuna de un gran número de desdichados, la última moneda
de plata que acababa de arrancar a la inexperiencia; algo que no podía provenir
sino del hecho que poseía un cierto grado de habilidad, pero era incapaz por otra
parte de luchar contra la astucia de los tramposos expertos. Aubrey estuvo con
frecuencia a punto de hacerle reflexiones al respecto a su amigo, y de rogarle que
tuviera a bien renunciar al ejercicio de una caridad y un pasatiempo que
acarreaban la ruina de los demás sin beneficiarle a él en lo más mínimo; pero
difería estas reflexiones, de día en día, haciéndose a cada momento la ilusión de
que su amigo acabaría por darle ocasión de abrirle su corazón francamente y sin
reservas; y mientras, esta ocasión no se producía nunca. Lord Ruthwen, en su
carruaje, y aunque atravesase sin cesar nuevas escenas interesantes de la
naturaleza, era siempre el mismo: sus ojos hablaban aún menos que sus labios; y
pese a vivir con el sujeto que tan vivamente excitaba su curiosidad, Aubrey no
recibía más que constantes aguijonazos a su impaciencia por penetrar en el
misterio que envolvía a un ser que su imaginación exaltada se representaba cada
vez más como sobrenatural.
Pronto llegaron a Roma y Aubrey, durante un tiempo, perdió de vista a su
compañero; lo dejó siguiendo asiduamente el círculo de mañana de una condesa
italiana, mientras él se entregaba a la búsqueda de antiguos monumentos
artísticos. En ese tiempo recibió varias cartas de Inglaterra; las abrió con
impaciencia. Una era de su hermana, y no encerraba más que la expresión de un
tierno afecto; las otras eran de sus tutores, y su contenido llamó su atención, no
sin motivo; si ya antes su imaginación había supuesto que en su compañero
anidaba una influencia infernal, aquellas cartas debieron afianzar
considerablemente este presentimiento. Sus tutores insistían en que se separara
en seguida de su amigo, cuyo carácter, según decían, unía a una depravación
extrema unos poderes irresistibles de seducción, que hacían todo contacto con él
más peligroso. Habían descubierto, después de su marcha, que no era por odio
contra el vicio de las mujeres perdidas que había desdeñado sus insinuaciones;
sino que, para que sus deseos quedasen plenamente satisfechos, tenía que realzar
el placer de sus sentidos con el bárbaro acompañamiento de haber precipitado a
su víctima, a su compañera de crimen, del pináculo de una virtud intacta al fondo
del abismo de la infamia y la degradación. Incluso habían reparado en que todas
las mujeres que había buscado, en apariencia, a causa de su conducta casta,
habían, después de su marcha, dejado a un lado su máscara y expuesto sin
escrúpulos, en público, toda la deformidad de sus costumbres.
Aubrey se decidió a separarse de un personaje cuyo carácter aún no le había
presentado ni un solo punto de vista brillante. Resolvió inventar cualquier
pretexto plausible para abandonarle del todo, proponiéndose, en el intervalo,
vigilarlo de más cerca y fijarse bien en las más mínimas circunstancias. Entró en
el mismo círculo social que Lord Ruthwen, y no tardó en percatarse de que su
compañero trataba de abusar de la inexperiencia de la hija de la dama cuya casa
más frecuentaba. En Italia, es poco frecuente encontrar en sociedad a jóvenes
casaderas. Así que Lord Ruthwen tenía que llevar su intriga a escondidas; pero
los ojos de Aubrey le seguían en todos sus movimientos; y pronto descubrió que
habían fijado una entrevista, y no pudo por menos que prever que el resultado
infalible de esta última sería la ruina total de aquella joven imprudente. Sin
perder un minuto, entró en el gabinete y le interrogó bruscamente sobre sus
intenciones respecto a la muchacha, previniéndole al mismo tiempo que sabía de
fuentes fidedignas que estaba citado con ella para aquella misma noche. Lord
Ruthwen replicó que sus intenciones eran las normales en tales casos; y al ser
apremiado a declarar si sus proyectos eran lícitos, se limitó a responder con una
sonrisa maliciosa. Aubrey se retiró y, tras escribirle unas líneas para informarle
de que a partir de aquel momento renunciaba a acompañarle, según su acuerdo,
en el resto de sus viajes, le ordenó a su criado que le buscase otros apartamentos
y fue personalmente, sin perder un instante, a casa de la madre de la muchacha
para comunicarle, no sólo lo que había descubierto de su hija, sino también todo
lo que sabía de desfavorable de las costumbres de Lord Ruthwen. El aviso llegó
justo a tiempo para impedir la cita proyectada. Lord Ruthwen, al día siguiente,
escribió a Aubrey, para notificarle su asentimiento a su separación; pero ni
siquiera le dio a entender que sospechaba que él era la causa del desbaratamiento
de sus planes.
Aubrey, al dejar Roma, dirigió sus pasos a Grecia y, cruzando el golfo, pronto
se vio en Atenas. Allí eligió como residencia la casa de un griego, y no pensó más
que en seguir las huellas de una gloria pasada en unos monumentos que,
avergonzados sin duda de exponer el recuerdo de los grandes actos de hombres
libres a ojos de un pueblo esclavo, parecen buscar refugio en las entrañas de la
tierra, u ocultarse a las miradas bajo un espeso musgo.
Bajo el mismo techo que él, respiraba una muchacha de formas tan bellas y
delicadas, que habría ofrecido al artista el modelo más digno para representar
una de esas huríes que promete Mahoma, en su paraíso, al creyente musulmán;
¡pero no! Sus ojos poseían una expresión que no corresponde a unas bellezas que
el profeta representa como desprovistas de alma. Cuando Ianthe danzaba en la
llanura, o rozaba en su rápido andar los flancos de las colinas, hacía olvidar la
ligereza grácil de la gacela. ¿Y quién sino un discípulo de Epicuro habría
preferido la mirada celestial y animada de una al ojo voluptuoso pero terrestre
de la otra? Aquella ninfa adorable acompañaba con frecuencia a Aubrey en su
búsqueda de antigüedades. Cuántas veces, ignorante de sus propios encantos, y
entregada por completo a la persecución de la brillante mariposa, desplegaba
toda la belleza de su talle embrujador, flotando, en cierto modo, al ritmo del
céfiro, ante las miradas ávidas del joven extranjero, que olvidaba las letras, casi
borradas por el tiempo, que acababa apenas de descifrar en el mármol, para no
contemplar más que sus formas arrebatadoras; cuántas veces Ianthe, al revolotear
a su alrededor, con su larga melena flotando sobre sus hombros en trenzas
ondulantes de un rubio celestial, ofrecía todas las excusas a Aubrey para
abandonar su investigación científica y dejar que se le escapara de la memoria el
texto de una inscripción que acababa de descubrir y que, un instante antes, su
utilidad para la interpretación de un pasaje de Pausanias había hecho de ella algo
altamente importante. ¿Pero para qué tratar de describir unos encantos más
fáciles de sentir que de apreciar? Inocencia, juventud, belleza, todo en ella
respiraba ese frescor de la naturaleza, ajeno a la afectación de nuestros salones
modernos.
Cuando Aubrey dibujaba aquellos restos augustos, cuya imagen deseaba
conservar para la distracción de sus horas futuras, Ianthe, de pie, e inclinada
sobre su hombro, seguía con avidez los progresos mágicos de sus pinceles al
plasmar los aspectos pintorescos de los lugares donde había nacido. Entonces le
contaba, con todo el fuego de una memoria aún fresca, cómo sus compañeras
habían pisado con ella, en su danza ligera, la verde hierba de los alrededores, o
bien la pompa de las fiestas nupciales que había presenciado en su infancia. A
veces también, desviando su recuerdo a objetos que sin duda le habían dejado
una impresión más profunda, le repetía los relatos sobrenaturales con los que su
nodriza había asustado su joven atención. Su tono serio y su aire de sinceridad,
cuando le narraba todo aquello, excitaban una tierna compasión por ella en el
corazón de Aubrey; con frecuencia incluso, cuando describía el vampiro vivo que
había pasado años en medio de amigos, y de sus más tiernos objetos de estima,
obligado cada año, por un poder infernal, a prolongar su existencia durante los
meses siguientes mediante el sacrificio de alguna belleza joven e inocente,
Aubrey sentía que se le helaba la sangre en las venas, pese a que trataba de
ridiculizar aquellas horribles fábulas; pero Ianthe, en respuesta, le citaba los
nombres de ancianos que habían acabado por descubrir al vampiro que vivía
entre ellos, sólo después de que varias de sus hijas sucumbieran, víctimas del
horrible apetito del monstruo; y, sacada de sus casillas por la aparente
incredulidad de él, le suplicaba ardientemente que creyera sus historias, porque,
según añadió, había comprobado que aquellos que osaban dudar de la existencia
de los vampiros, algún día no podían evitar convencerse de su error por su propia
y funesta experiencia. Ianthe le describía a continuación el aspecto exterior que
todos coincidían en atribuirles a aquellos monstruos, y la impresión de horror
que había asaltado ya a Aubrey se redoblaba aún más por un retrato que le
recordaba, de forma temible, a Lord Ruthwen. Sin embargo persistía en sus
esfuerzos para persuadirla de renunciar a terrores tan vanos, aunque él mismo
se estremeciese al reconocer los rasgos que habían tendido a hacerle ver algo
sobrenatural en Lord Ruthwen.
Aubrey se sentía cada día más atraído por Ianthe; su inocencia, tan diferente
de las virtudes afectadas que había observado tiempo atrás en las mujeres entre
las que había tratado de hallar las nociones novelescas concebidas en su
juventud, seducía incesantemente a su cuerpo; y mientras se representaba a sí
mismo lo ridículo de una unión conyugal entre un joven educado de acuerdo con
las costumbres inglesas y una muchacha griega sin educación, sentía crecer cada
vez más su afecto por la joven embrujadora con quien pasaba tantos momentos.
En ocasiones quería alejarse de ella; y fraguando un plan de búsquedas de
antigüedades, se hacía el proyecto de partir, decidido a no reaparecer por Atenas
sin haber cumplido el propósito de su excursión; pero siempre le resultaba
imposible fijar la atención en las ruinas de los alrededores, mientras que la
imagen fresca de Ianthe vivía en el fondo de su corazón. Ignorando el amor que
le había inspirado, ella tenía siempre con él la misma franqueza infantil que le
había mostrado en sus primeros contactos. Parecía no separarse de él sino con
extrema resistencia; pero eso era únicamente porque entonces se quedaba sin un
compañero con quien recorrer esos lugares favoritos por los que erraba, mientras,
no lejos de ella, Aubrey se ocupaba en dibujar o descubrir algún fragmento
escapado a la hoz destructiva del tiempo. Había apelado como testigos de lo que
le había contado a Aubrey acerca de los vampiros a su padre y a su madre, los
cuales, así como varias otras personas presentes, habían afirmado su existencia,
palideciendo de horror ante su mera mención. Poco tiempo después, Aubrey se
decidió a emprender una pequeña excursión que había de ocuparle varias horas;
cuando sus anfitriones le oyeron designar el lugar, se apresuraron de común
acuerdo a suplicarle que regresase a Atenas antes de caer la noche; porque, según
le dijeron, tenía que cruzar un bosque en el que ningún griego se aventuraría a
entrar, por ninguna consideración en el mundo, después de la puesta de sol. Se
lo describieron como la guarida de los vampiros en sus orgías nocturnas y le
amenazaron con las desgracias más espantosas si se atrevía a estorbar, con su
paso, a aquellos monstruos en su fiesta cruel. Aubrey trató a la ligera sus
reflexiones, e incluso intentó hacerles sentir lo absurdo de tales ideas; pero,
cuando les vio sobresaltarse de terror por su audaz desdén ante un poder infernal
e irresistible cuyo mero nombre bastaba para hacerles estremecer, se calló.
A la mañana siguiente Aubrey se puso en marcha sin compañía; a su partida,
observó con pesar y sorpresa el aire melancólico de sus anfitriones, y la impresión
de horror que sus burlas sobre la existencia de los vampiros habían marcado en
todos sus rasgos. En el momento de montar a caballo, Ianthe se acercó a él y con
tono serio le conjuró, por lo que más quisiera en el mundo, a regresar a Atenas
antes de que la noche viniera a devolverle su poder a los monstruos. Prometió
obedecer; pero sus búsquedas científicas absorbieron tanto su atención, que ni
siquiera reparó en que el día tocaba a su fin y en el horizonte se estaba formando
una de esas manchas que, en los climas ardientes, se hinchan con tal rapidez que,
convertidas pronto en una masa espantosa, vierten sobre la campiña desolada
toda su rabia. Por fin se decidió a volver a montar su caballo y compensar, con la
velocidad de su regreso, el tiempo perdido. Pero era demasiado tarde. El
crepúsculo es, por así decirlo, algo desconocido en estos países meridionales,
donde la noche empieza al ponerse el sol. Antes de que Aubrey se hubiera
internado en el bosque, la tormenta había estallado con furor sobre su cabeza. El
trueno rugía una vez y otra y, repetido por los numerosos ecos circundantes, no
dejaba casi ningún intervalo de silencio. La lluvia, que caía a mares, forzaba su
paso hasta Aubrey a través de la espesura de follaje que le cubría, mientras los
relámpagos brillaban a su alrededor y su descarga venía, en ocasiones, a estallar
a sus mismos pies. Su corcel, súbitamente espantado, lo llevó hacia lo más denso
del bosque. El animal se detuvo por fin sin resuello y Aubrey vislumbró, cerca
de él, en el resplandor de los rayos, una cabaña casi enterrada bajo varias capas
de hojas muertas y matorrales, que la envolvían por todos lados. Aubrey
desmontó y se acercó a la cabaña, esperando encontrar en ella a alguien que le
sirviese de guía hasta la ciudad o que por lo menos le proporcionara cobijo contra
la tormenta. En el momento en que se acercaba a ella, el trueno había cedido unos
instantes, y pudo distinguir los gritos desgarrados de una mujer, a los que
respondió una risa amarga y casi continua; Aubrey se sobresaltó y vaciló en
entrar; pero el fragor de un trueno que de pronto volvió a rugir sobre su cabeza
le sacó de su ensueño; y con un esfuerzo de valor, franqueó el umbral de la
cabaña. Se encontró en la más profunda oscuridad, aunque el ruido que se
prolongaba le sirvió de guía; nadie respondió a su llamada reiterada.
Repentinamente se topó con alguien, y le detuvo sin titubeos; en ese momento de
una voz horrible salieron estas palabras: «Más estorbos...» a las que sucedió una
pavorosa carcajada, y Aubrey se sintió agarrado con un vigor que le pareció
sobrenatural. Decidido a vender cara su existencia, luchó, pero en vano; sus pies
perdieron en un instante contacto con el suelo y, levantado por una fuerza
irresistible, se vio precipitado contra la tierra, que midió con todo su cuerpo. Su
enemigo se abalanzó sobre él; y, arrodillándose sobre su pecho, estaba ya
rodeándole el cuello con las manos, cuando la reverberación de gran número de
antorchas que penetraba en la cabaña por una abertura destinada a iluminarla
durante el día, vino a estorbar en su espantosa orgía al monstruo, que se apresuró
a ponerse en pie y salir corriendo por la puerta; el ruido que hizo abriéndose paso
a través de los densos brezales cesó al cabo de unos instantes.
Mientras tanto la tormenta había amainado del todo y los recién llegados
pudieron oír, desde fuera, las quejas de Aubrey, a quien le impedía moverse el
agotamiento total de sus fuerzas. Entraron en la cabaña: la luz de sus antorchas
se reflejó en las bóvedas llenas de musgo, y se vieron todos cubiertos con los
copos de un hollín espeso. Atendiendo a la petición de Aubrey, se alejaron de él
para buscar a la mujer cuyos gritos le habían atraído; y mientras avanzaban por
los repliegues cavernosos de la cabaña, el joven se encontró de nuevo sumido en
las más profundas tinieblas; pero pronto, qué horror no le asaltaría al reconocer,
bajo el resplandor de las antorchas que venían a arder junto a él, el cuerpo
inanimado de la encantadora Ianthe llevado por sus compañeros. En vano cerró
los ojos, para convencerse de que sólo era una visión, fruto de su imaginación
perturbada; cuando volvió a abrirlos, vio de nuevo los restos de su amante
tendida en el suelo a su lado: aquellas mejillas redondeadas y aquellos labios
delicados, que antes habrían avergonzado a la rosa con su frescor, tenían ahora
una palidez sepulcral; y pese a todo aún reinaba en los rasgos encantadores de
Ianthe un sosiego admirable y casi tan atractivo como la vida que los había
animado. En su cuello y su pecho había manchas de sangre y su garganta llevaba
las huellas de los dientes crueles que habían abierto sus venas. Los campesinos
que habían trasladado el cuerpo, indicando con el dedo las marcas funestas, y
como dominados de pronto por el terror, exclamaron: ¡Un vampiro! ¡Un
vampiro! Formaron a toda prisa una camilla y colocaron en ella a Aubrey, al lado
de aquélla que había sido para él el objeto de sus sueños más halagüeños de
felicidad, pero cuya vida acababa de apagarse en plena flor.
Aubrey no conseguía encontrar el hilo de sus ideas, o mejor dicho parecía
buscar un refugio contra la desesperación en una ausencia total de pensamientos.
Sostenía en la mano, casi sin saberlo, un puñal desenvainado, de una forma
extraordinaria, que habían recogido en la cabaña. Pronto el triste cortejo se
encontró con otros campesinos, que una madre alarmada enviaba en busca de su
hija querida; pero los gritos lamentables que emitía el desolado grupo, en el
momento de acercarse a la ciudad, fueron para esta madre y su infortunado
marido la corazonada de una terrible catástrofe. Sería imposible describir la
angustia de su espera inquieta; mas cuando hubieron descubierto el cuerpo de
su hija adorada, miraron a Aubrey, le mostraron con el dedo los indicios
espantosos del atentado que le había causado la muerte, y ambos expiraron de
desesperación.
Aubrey, acostado en su lecho de dolor, y presa de una fiebre ardiente en
medio de los accesos de su delirio, llamaba a Lord Ruthwen y a Ianthe. A veces
suplicaba a su antiguo compañero que respetase la vida de su amada; y a veces
acumulaba sus imprecaciones sobre su cabeza y le maldecía como destructor de
su felicidad.
Lord Ruthwen se encontraba precisamente en Atenas y, al tener noticia de la
triste situación de Aubrey, por alguna razón secreta, vino a albergarse bajo el
mismo techo y se convirtió en su asiduo compañero. Cuando su amigo salió de
su delirio, se estremeció de horror ante el aspecto de aquél cuya imagen se había
confundido ahora en su mente con la idea de un vampiro; pero Lord Ruthwen,
con su tono persuasivo, sus veladas confesiones de lamentar la falta que había
provocado su separación, y aún más por las atenciones sostenidas y la ansiedad
y cuidados prodigados con Aubrey, pronto lo habituó de nuevo a su presencia.
Lord Ruthwen parecía completamente cambiado; ya no era aquel ser cuya apatía
tanto había extrañado a Aubrey; pero tan pronto este último empezó a hacer
progresos rápidos en su convalecencia, observó con gran disgusto que su
compañero volvía a sumirse en su flema acostumbrada y volvió a encontrar en él
al hombre de su primera relación, salvo que de vez en cuando Aubrey notaba con
sorpresa que Lord Ruthwen parecía clavar en él una mirada penetrante, mientras
una cruel sonrisa de desdén revoloteaba en sus labios. Se perdía en conjeturas
sobre la intención de aquella horrible mirada, tantas veces reiterada. Cuando
Aubrey entró en la última fase de su restablecimiento, Lord Ruthwen, alejándose
progresivamente de él, parecía ocupado tan sólo en la contemplación de las olas
levantadas por la brisa refrescante, o en seguir la marcha de esos planetas que,
como nuestro globo, se mueven alrededor de un astro inmóvil; el hecho era que
parecía tratar sobre todo de sustraerse a las miradas de los demás.
La cabeza de Aubrey se había debilitado mucho por la conmoción que
acababa de sufrir; y aquella elasticidad mental que tanto había brillado en él en
el pasado, parecía haberse desvanecido para siempre. Ahora era tan amante de
la soledad y el silencio como el mismo Lord Ruthwen. Más en vano suspiraba
por esta soledad; ¿podía acaso existir para él en las cercanías de Atenas? Si la
buscaba entre aquellas ruinas que tanto había frecuentado, la imagen de Ianthe
le acompañaba como siempre; si la buscaba en el fondo de los bosques, imaginaba
ver aún el andar ligero de Ianthe, revoloteando en medio del monte bajo, y
tratando de descubrir la modesta violeta; cuando, por una transición súbita, su
oscura imaginación le representaba a su amada, la veía con el rostro pálido, el
cuello ensangrentado y aquellos labios marchitos, que una sonrisa amable venía
a adornar a pesar de la muerte.
Por fin resolvió huir de los lugares cuyos rasgos todos eran, para su razón
debilitada, fuente de imágenes dolorosas. Propuso a Lord Ruthwen, al que
consideraba que no debía abandonar, después de todos los cuidados que había
recibido de él durante su indisposición, visitar juntos las partes de Grecia que
eran aún desconocidas para ambos. Así pues partieron, y fueron en busca de cada
lugar al que se asociaba un antiguo recuerdo; pero, aunque corriesen
constantemente de un sitio a otro, ni el uno ni el otro parecían prestar una
atención real a los objetos que iban pasando ante sus ojos. Oían hablar con
frecuencia de los ladrones que infestaban el país; pero poco a poco acabaron por
despreciar estas informaciones, que consideraban una pura invención de las
personas interesadas en excitar la generosidad de aquéllos a quienes defendían
de los pretendidos peligros. Entre otras ocasiones en que desoyeron los avisos de
los campesinos, hubo un día en que viajaron con una guardia tan poco numerosa,
que podía servirles más de guía que de defensa. En un momento en que acababan
de entrar en un angosto desfiladero, en cuyo fondo se encontraba el lecho de un
torrente que discurría, confundido con masas de rocas, por los precipicios
vecinos, tuvieron motivos para lamentar su imprudente confianza; apenas se
hubieron adentrado en aquel paso peligroso, cuando una lluvia de balas silbó en
sus oídos, mientras los ecos circundantes repetían el sonido de varias armas de
fuego. Pronto una bala vino a alojarse en el hombro de Lord Ruthwen, quien cayó
por el impacto. Aubrey voló en su ayuda, y, sin pensar ni en defenderse, ni en su
propio peligro, pronto se vio rodeado por los bandoleros. La escolta, tan pronto
había visto caer a Lord Ruthwen, había tirado las armas y pedido gracia. Con la
promesa de una fuerte recompensa, Aubrey decidió a los ladrones a trasladar a
su amigo herido a una cabaña vecina; y, habiendo acordado con ellos el rescate,
no fue importunado ya más por su presencia, ya que los bandidos se limitaron a
vigilar la choza hasta el regreso de uno de ellos, que fue a recibir, en una ciudad
vecina, la suma correspondiente a un pagaré que Aubrey le dio para su banquero.
Las fuerzas de Lord Ruthwen declinaron rápidamente; al cabo de dos días
apareció la gangrena, y el instante de su muerte pareció avanzar a grandes pasos.
Su forma de ser y sus rasgos seguían siendo los mismos. Se diría que era tan
indiferente al dolor como lo había sido antaño a todo cuanto ocurría a su
alrededor; pero, al caer la segunda tarde, parecía inquieto por alguna idea
penosa; clavaba con frecuencia la mirada en Aubrey quien, dándose cuenta, le
ofreció cálidamente ayuda.
—¡Quieres ayudarme! —le dijo su amigo—. ¡Puedes salvarme! ¡Y puedes
hacer más aún! Y no hablo de mi vida; contemplo con la misma despreocupación
el término de mi existencia que el de este día que se va. Pero puedes salvar mi
honor, ¡el honor de tu amigo!
—¿Cómo? ¡Oh, dime cómo! —respondió Aubrey—; haría cualquier cosa en
el mundo por serte útil.
—Poca cosa es lo que he de pedirte —replicó Lord Ruthwen—. Mi vida se
apaga rápidamente, y me falta tiempo para desarrollarte toda mi idea; pero si
quisieras ocultar cuanto sabes de mí, mi honor quedaría, en el mundo, fuera del
alcance de todos; y si mi muerte fuera ignorada durante cierto tiempo en
Inglaterra...
—¡La ocultaré! —dijo Aubrey—.
—¿Pero y mi vida? —exclamó Lord Ruthwen—.
—Callaré esa historia —añadió Aubrey—.
—¡Júramelo! —gritó su amigo expirando, incorporándose en un último
esfuerzo de ávido júbilo—. Júramelo por todo lo que tu alma honra o teme;
júrame que durante un año y un día, guardarás un secreto inviolable sobre todo
lo que sabes de mis crímenes, y sobre mi muerte, en presencia de cualquier otra
persona, pase lo que pase y aunque algún objeto extraordinario venga a
sorprender tu visión. Pronunciando estas palabras, sus ojos centelleantes
parecieron salírsele de las órbitas.
—Lo juro —dijo Aubrey...
Y Lord Ruthwen, desplomándose sobre el lecho, con una terrible carcajada,
exhaló su último suspiro.
Aubrey se retiró a su apartamento, para descansar; pero no consiguió
conciliar el sueño. Las circunstancias extraordinarias que habían acompañado a
sus relaciones con Lord Ruthwen se apiñaban involuntariamente en su memoria
impresionada; y cuando pensaba en su juramento, se adueñaba de él un
estremecimiento irresistible, como un presentimiento de que algo horrible le
esperaba. Al día siguiente se levantó temprano y en el momento en que iba a
entrar en la habitación donde había dejado el cuerpo de su amigo, se encontró
con uno de los bandidos, el cual le previno de que ya no estaba en aquel lugar,
pues, con la ayuda de sus compañeros, había transportado el cadáver
inmediatamente después de que Aubrey se hubo retirado, cumpliendo la
promesa hecha a Lord Ruthwen, a la cima de una colina vecina, para exponerlo
allí al primer rayo pálido de la luna que se elevase tras su muerte. Aubrey,
sorprendido, y llevando con él a algunos de aquellos hombres, decidió escalar la
colina en cuestión y sepultar en dicho lugar a su compañero; pero cuando alcanzó
la cumbre, no encontró rastro ni del cuerpo ni de la ropa, pese a que los bandidos
le aseguraron que estaban sobre la misma roca donde habían depositado los
restos de Lord Ruthwen. Primero su mente se perdió en conjeturas sobre el
extraño acontecimiento; pero acabó por convencerse, de regreso a casa, de que
simplemente los ladrones habían enterrado el cuerpo para apropiarse de la ropa.
Harto de unos lugares donde había vivido catástrofes tan terribles y donde
todo parecía conspirar para que profundizara en su ánimo la melancolía
supersticiosa que se había adueñado de él, tomó la decisión de alejarse de Grecia,
y no tardó en llegar a Esmirna. Mientras esperaba allí la llegada de un buque que
le transportase a Otranto o a Nápoles, se ocupó de la inspección de los efectos
diversos que habían pertenecido a Lord Ruthwen; entre otras cosas, llamó su
atención una caja que contenía armas ofensivas, todas singularmente adaptadas
para provocar una muerte pronta en el seno de sus víctimas. Estuvo observando
varios puñales; y cuando los hacía girar entre sus manos y admiraba sus formas
curiosas, ¡cuál no sería su sorpresa al ver el aspecto de una vaina, cuyos adornos
eran exactamente del mismo corte que el puñal recogido en la cabaña fatal! Se
estremeció al contemplarla; y, ansioso por obtener una nueva prueba que
apoyase la presunción que había asaltado su mente, fue a buscar de inmediato el
puñal; júzguese el horror que se adueñó de él al descubrir, desesperado, que el
arma cruel, pese a su extraordinaria forma, se enfundaba a la perfección en la
vaina que tenía en la mano. Sus ojos parecían no necesitar más testimonio para
confirmarle en su terrible sospecha, ni poder despegarse de aquel instrumento
de muerte; había deseado hacerse aún ilusiones, mas aquel parecido, en una
forma tan singular, aquella misma variedad de colores que adornaban el mango
del puñal y la vaina, y más aún, algunas gotas de sangre estampadas en uno y en
otra, destruían cualquier posibilidad de duda. Abandonó Esmirna y, al pasar por
Roma, lo primero que hizo fue recoger algunas informaciones sobre la suerte de
la joven que había tratado de salvar de la seducción de Lord Ruthwen. Sus
padres, de brillante fortuna, habían caído ahora en una extrema miseria, y no se
sabía qué había sido de su hija desde la marcha de su amante. No pudo por
menos que temer que la joven romana hubiera sucumbido, víctima del destructor
de Ianthe.
Tantos horrores reiterados habían acabado de desolar el corazón de Aubrey.
Se tornó hipocondríaco y silencioso; su única preocupación era acelerar la marcha
de los postillones, como si se tratara de ir a salvarle la vida a alguien querido.
Pronto llegó a Calais; una brisa, que parecía obedecer a sus deseos, le llevó
prontamente a costas inglesas; se apresuró a viajar hasta la antigua mansión de
sus padres, y pareció perder allí durante algún tiempo, en los tiernos abrazos de
su hermana, el recuerdo del pasado. Si antaño sus caricias le habían interesado
vivamente, ahora que había cumplido los dieciocho años sus maneras habían
adquirido con la edad un matiz aún más dulce y encantador.
Miss Aubrey no poseía esa gracia brillante que capta la admiración y los
aplausos de un círculo numeroso. No había en su semblante nada de esa tez
animada que sólo existe en la atmósfera recalentada de un salón tumultuoso. Sus
grandes ojos azules no eran nunca visitados por esa alegría despreocupada que
pertenece sólo a la ligereza de mente; pero respiraban esa languidez melancólica
que proviene menos del infortunio que de un alma marcada religiosamente con
la esperanza de una vida futura, más sólida que nuestra efímera existencia. No
tenía ese paso etéreo que una mariposa, una flor, o cualquier insignificancia
bastan para poner en movimiento. Su actitud era sosegada y pensativa. En la
soledad, sus rasgos no perdían nunca el aire serio y reflexivo natural en ellos;
pero cuando estaba cerca de su hermano, y él le manifestaba su tierno afecto y se
esforzaba por olvidar en su presencia las penas que ella sabía muy bien que
habían destruido sin remedio su felicidad, ¿quién habría querido entonces
cambiar la sonrisa agradecida de Miss Aubrey por la sonrisa de la voluptuosidad
misma? Sus ojos, sus rasgos, respiraban en tales momentos una celeste armonía
con las dulces virtudes de su alma. Aún no había hecho su primera entrada en el
mundo, pues sus tutores juzgaban más conveniente diferir esta gran época hasta
el regreso de su hermano, para que éste pudiera hacerle de protector. Así que
ahora por fin se decidió que el círculo que iba a reunirse dentro de poco en la
corte sería el elegido para su presentación en sociedad. Aubrey habría preferido
no abandonar la morada de sus antepasados, y alimentar en ella la melancolía
que le consumía sin cesar. En efecto, ¿qué interés podían tener para él las
frivolidades de las reuniones de moda, después de las impresiones profundas
que los acontecimientos pasados habían grabado en su alma? Mas no dudó en
hacer el sacrificio de sus gustos personales por la protección que le debía a su
hermana. Fueron a Londres, y se prepararon para el círculo que debía
encontrarse el día siguiente de su llegada. Había un gentío prodigioso. No había
habido ninguna reunión en la corte desde hacía mucho tiempo, y todos aquellos
que estaban ansiosos por pretender la gracia de una sonrisa real estaban
presentes. Cuando Aubrey, que se mantenía apartado, insensible a lo que ocurría
a su alrededor, estaba precisamente pensando que era en este mismo lugar donde
había visto por vez primera a Lord Ruthwen, de pronto se sintió agarrado por el
brazo, y una voz que reconoció demasiado bien hizo resonar estas palabras en
sus oídos: "¡Recuerda tu juramento!" Temblando de ver a un espectro dispuesto
a reducirle a polvo, apenas había tenido valor para volverse, cuando distinguió
cerca de él el mismo rostro que tanto había atraído su atención en aquel mismo
lugar el día de su entrada en sociedad. Lo estuvo contemplando con aire
despavorido hasta que, al notar que sus piernas casi se negaban a sostenerle, se
vio obligado a tomar a un amigo por el brazo y, abriéndose camino entre la gente,
se precipitó en su carruaje. Ya en casa, estuvo recorriendo su apartamento con
paso agitado, llevándose las manos a la cabeza, como si temiera que la facultad
de pensar se le escapase irremisiblemente. Lord Ruthwen seguía estando delante
de sus ojos; las circunstancias se combinaban en su cabeza con un orden
desesperante; el puñal, el juramento... Avergonzado de sí mismo y de su
credulidad, trataba de sacudir su ánimo abatido y de persuadirse de que lo que
había visto no podía existir: ¡un muerto saliendo de su tumba! Sin duda era su
imaginación la que había evocado en el mismo sepulcro la imagen del hombre
que ocupaba sin cesar su recuerdo; por fin, logró convencerse de que esta visión
no podía poseer la menor realidad. Pasara lo que pasara, decidió volver a la
reunión social; y, aunque probó veinte veces a interrogar a quienes le rodeaban
acerca de Lord Ruthwen, aquel nombre fatal quedaba siempre suspendido en sus
labios y no conseguía recoger ninguna información sobre la cuestión que tanto le
interesaba. Unos días después, volvió a acompañar a su hermana a una brillante
reunión, en casa de uno de sus parientes. Dejándola bajo la protección de una
dama de edad respetable, se colocó en un rincón aislado de los apartamentos, y
allí se entregó por entero a sus tristes pensamientos. Transcurrió así un buen rato,
hasta que por fin observó que gran número de personas habían abandonado ya
los salones; tuvo que salir por fuerza de su estado de estupor y, entrando en una
estancia vecina, vio en ella a su hermana rodeada de varias personas, con las que
parecía estar en arrancada conversación; se estaba esforzando por abrirse camino
hasta ella, y acababa de pedirle a alguien que había delante de él que le dejase
pasar, cuando ese alguien, al volverse, le mostró los rasgos que más aborrecía en
el mundo. Fuera de sí, ante esta visión fatal, se precipitó sobre su hermana, la
agarró por la mano y, con paso redoblado, la arrastró hasta la calle. En el umbral
del hotel se vio unos instantes detenido por la gran cantidad de criados que
aguardaban a sus señores; y mientras atravesaba sus filas, oyó aquella voz que
conocía demasiado bien, haciendo retumbar en sus oídos estas terribles palabras:
"¡Recuerda tu juramento!" Despavorido, aterrorizado, no se atrevió ni siquiera a
levantar la mirada a su alrededor; sino que, acelerando el paso de su hermana, se
lanzó en pos del carruaje, y pronto estuvo en casa.
Esta vez el desespero de Aubrey llegó casi hasta la locura. Si ya antes su
mente había estado absorbida por un único objeto, ¡cuánto más profundamente
obsesionada no había de estar ahora que la certidumbre de que el monstruo
estaba vivo le perseguía sin tregua! Se había vuelto insensible a las tiernas
atenciones de su hermana, y en vano le suplicaba ella que le explicase el cambio
repentino que se había operado en él. No le respondía más que por cuatro
palabras entrecortadas, y estas cuatro palabras bastaban para llenar de terror el
alma de su hermana. Aubrey, cuanto más reflexionaba en aquel horrible misterio,
más se perdía en un cruel laberinto. La idea de su juramento le hacía estremecer.
¿Qué debía hacer? ¿Debía permitirle a aquel monstruo que pasase su aliento
destructor entre todos sus seres queridos, sin detener sus progresos por una sola
palabra? ¡Su misma hermana podía ser tocada por él! ¿Pero cómo? Si osaba
romper su juramento y descubrir la causa de sus terrores, ¿quién le creería? A
veces pensaba en utilizar su propio brazo para librar al mundo de aquel malvado;
pero le detenía la idea de que ya había triunfado sobre la muerte. Durante gran
número de noches estuvo sumido en aquel estado de marasmo: encerrado en su
habitación, no quería ver a nadie y ni siquiera consentía en tomar algo de
alimento, salvo cuando su hermana, con lágrimas en los ojos, venía a conjurarle
a conservar la existencia por compasión con ella. Incapaz por fin de soportar más
la soledad, salió de casa, y se puso a correr de calle en calle, como para escapar a
la imagen que le seguía tan obstinadamente. Indiferente al tipo de ropa con que
cubría su cuerpo, erraba de aquí para allá, expuesto con la misma frecuencia a los
fuegos devoradores del sol de mediodía que a la fría humedad del atardecer.
Estaba casi irreconocible; al principio volvía a casa para pasar la noche; pero
pronto empezó a acostarse, sin elegir, allí donde el agotamiento de sus fuerzas le
obligaba a tomarse un descanso. Su hermana, inquieta por los peligros que podía
correr, quiso hacerle seguir; pero Aubrey no tardaba en burlar a quienes ella
había encomendado esta tarea, y se escapaba de sus centinelas más deprisa de lo
que se nos escapa un pensamiento. De pronto, sin embargo, cambió de conducta.
Asaltado por la idea de que su ausencia dejaba a sus mejores amigos, sin saberlo
ellos, en compañía de un ser tan peligroso, resolvió volver a aparecer en el mundo
y vigilar de cerca a Lord Ruthwen, con la intención de prevenir, a pesar de su
juramento, a todas las personas en cuya intimidad tratase de inmiscuirse. Pero
cuando Aubrey entraba en un salón, su mirada despavorida y sospechosa
quedaba tan patente y sus sobresaltos involuntarios tan visibles, que su hermana
se vio por fin obligada a solicitarle que se abstuviera de visitar, aunque sólo fuera
por condescendencia con ella, un mundo cuya mera visión parecía afectarle tan
profundamente. Cuando sus tutores comprendieron que los consejos y los ruegos
de su hermana eran inútiles, juzgaron apropiado interponer su autoridad; y
temiendo que Aubrey estuviera amenazado por la alienación mental, pensaron
que había llegado el momento de asumir de nuevo la carga que les había sido
confiada por sus padres.
Deseando no tener que temer, por él, que se renovaran los sufrimientos y las
fatigas a las que sus excursiones lo habían expuesto con frecuencia, y sustraer a
los ojos del mundo los signos de lo que ellos llamaban locura, le encargaron a un
médico hábil que viviera cerca de él para cuidarle, sin perderle nunca de vista.
Aubrey apenas se percató de todas estas medidas de precaución; tan absorbidas
estaban sus ideas por un único y terrible objeto. Encerrado en su apartamento,
pasaba en él a menudo días enteros, en un estado de estupor taciturno del que
nadie podía sacarle. Se había vuelto pálido, descarnado; sus ojos no tenían sino
un brillo fijo; sólo daba muestras de afecto y de reminiscencia cuando se le
acercaba Miss Aubrey; entonces se estremecía de espanto y, estrechando las
manos de su hermana con una mirada que llenaba de dolor su corazón, le dirigía
estas palabras inconexas: "¡Oh! ¡No le toques! Por piedad, si sientes alguna
amistad por mí, no te acerques a él". Pero cuando ella le suplicaba que le dijese al
menos de qué estaba hablando, su única respuesta era: "¡Es demasiado cierto! ¡Es
demasiado cierto!", y volvía a caer en una postración de la que no conseguía
volver a arrancarle. Este estado lamentable había durado gran número de meses;
sin embargo, cuando el año fatal estaba a punto de tocar a su fin, la incoherencia
de sus maneras se hizo menos alarmante; su mente parecía estar en disposiciones
menos lúgubres, y sus tutores observaron incluso que varias veces al día contaba
con los dedos un número determinado, mientras un sonrisa de satisfacción
asomaba a sus labios.
Había casi transcurrido el año, cuando el último día, uno de sus tutores,
entrando en su apartamento, conversó con el médico acerca del triste estado de
salud de Aubrey, y comentó lo desagradable que resultaba que estuviera en una
situación tan deplorable, cuando su hermana iba a casarse al día siguiente.
Aquellas palabras bastaron para despertar la atención de Aubrey, que preguntó
con gran diligencia: "¿Con quién?" Su tutor, encantado con esta muestra del
retorno de su razón, de la que temía que estuviera privado para siempre,
respondió que con el conde Marsden. Pensando que se trataba de algún joven
noble que había conocido en sociedad, pero que su distracción mental no le había
permitido observar en su momento, Aubrey pareció muy satisfecho y sorprendió
aún más a su tutor, por la intención que manifestó de estar presente en la boda
de su hermana, y su deseo de verla antes. Por toda respuesta, unos minutos
después su hermana estaba tan cerca de él; Aubrey, que daba la impresión de
volver a ser sensible a su sonrisa adorable, la estrecho contra su corazón, y posó
tiernamente sus labios en sus mejillas húmedas de las lágrimas de placer que le
causaba la idea de que su hermano hubiera vuelto a encontrar su afecto por ella.
Él le habló con calidez, y la felicitó vivamente por su unión con un personaje de
cuna tan distinguida y respetable, según le había dicho; pero de pronto reparó en
el medallón que llevaba ella en su seno, y al abrirlo, ¡cuál no sería su horrible
sorpresa al ver los rasgos del monstruo que, desde hacía tanto tiempo, tenía un
tal ascendiente sobre su existencia! Agarró el retrato en un acceso de rabia, y lo
pisoteó; y, cuando su hermana le preguntó por qué destruía la imagen del
hombre que iba a convertirse en su marido, la miró con expresión de espanto,
como si no hubiera comprendido su pregunta y, estrechando sus manos, y
clavando en ella una mirada desesperada y frenética, le suplicó que le
prometiera, bajo juramento, que no se casaría nunca con aquel monstruo; porque
él... Pero en ese punto no le quedó más remedio que interrumpirse; le pareció
como si la voz fatal le recomendase una vez más que recordase su juramento. Se
volvió bruscamente, pensando que Lord Ruthwen estaba allí; pero no vio a nadie.
Mientras tanto, los tutores y el médico, que había oído lo ocurrido e imaginaron
que se trataba de una recaída de su perturbación mental, entraron de improviso
y, alejándole de su hermana, rogaron a esta última que abandonase la estancia.
Aubrey cayó de rodillas y les conjuró a que aplazasen la ceremonia aunque sólo
fuera un día. Pero ellos, suponiendo que todo aquello no era sino un puro acceso
de demencia, se esforzaron por tranquilizarle y se retiraron.
Lord Ruthwen, al día siguiente del círculo de la corte, se había presentado
en casa de Aubrey; pero le había sido negado el permiso de verle, como a todo el
mundo. Cuando se enteró, poco después, del estado alarmante de su salud, sintió
de inmediato que era él el causante; y cuando le dijeron que Aubrey parecía haber
perdido el juicio, apenas pudo ocultar su júbilo triunfante ante quienes le dieron
esta información. Se apresuró a hacerse presentar a Miss Aubrey y, por una corte
asidua, y por el interés constante que parecía tomarse por la situación deplorable
de su hermano, logró cautivar su corazón. ¿Quién habría podido resistir a sus
poderes de seducción? Su lengua insinuante tenía tantas fatigas, tantos peligros
desconocidos que contar; era capaz, con tal apariencia de razón, de hablar de sí
mismo como un ser diferente del resto del género humano, que no sentía
simpatía más que por ella; poseía tantos motivos plausibles para pretender que
sólo desde que podía saborear las delicias de su voz encantadora había empezado
a perder la insensibilidad por la existencia que le había distinguido hasta
entonces; y por fin, sabía sacar tan buen provecho del arte peligroso del halago,
o quizá tal era el designio de la fortuna, que conquistó toda su ternura. En aquella
misma época, la extinción de una rama antigua de la familia le transmitió el título
de conde de Marsden; y en cuanto se acordó su unión con Miss Aubrey, pretextó
que unos asuntos importantes le reclamaban en el continente, para acelerar la
ceremonia, pese al estado lamentable del hermano, y se decidió que su marcha
tendría lugar el mismo día de su boda. Aubrey, abandonado a su suerte por sus
tutores, e incluso por su médico, trató de corromper, a fuerza de preguntas, a los
criados, pero fue inútil; no habiendo podido conseguir que le dejasen salir, pidió
papel y pluma, y escribió a su hermana, conjurándola, si tenía en alguna estima
su propia felicidad, su honor y el de sus padres encerrados en la tumba, a diferir
tan sólo unas horas una unión que debía ir acompañada de las peores desgracias.
Los criados le prometieron entregar la carta a Miss Aubrey; pero se la llevaron al
médico, que juzgó más conveniente no entristecerla aún más con lo que él
consideraba puros actos de demencia.
La noche transcurrió entre preparativos para la ceremonia del día siguiente.
Aubrey lo oía todo con un horror más fácil de imaginar que de describir. La
mañana fatal llegó muy deprisa; el ruido de los numerosos carruajes retumbó en
sus tímpanos. Casi deliraba de rabia. Por fortuna la curiosidad de los criados
encargados de vigilarle pudo más que su celo en el cumplimiento de su deber, y
se fueron alejando uno tras otro, dejándole imprudentemente al cuidado de una
mujer vieja y sin fuerza. Aprovechó ávidamente la ocasión, y de un solo salto
salió de su apartamento; al instante siguiente se encontraba en el salón, donde
estaba ya reunido casi todo el mundo. Lord Ruthwen fue el primero en verle. Se
acercó de inmediato a Aubrey y asiendo su brazo por la fuerza, lo arrastró fuera
de la estancia, incapaz de hablar, de rabia. Cuando estuvieron en la escalera, Lord
Ruthwen le murmuró estas palabras al oído: "Recuerda tu juramento, y entérate
bien de que tu hermana, si no se convierte en mi esposa hoy mismo, está
deshonrada; la virtud de las mujeres es frágil..." Tras estas pocas palabras, lo
lanzó violentamente a manos de los criados encargados de vigilarle, los cuales,
al darse cuenta de su fuga, habían corrido en su búsqueda.
Aubrey, que no se encontraba en estado de sostener el peso de su propio
cuerpo, en un esfuerzo extraordinario por exhalar su furiosa desesperación se
rompió un vaso de la garganta y, bañado en su sangre, fue transportado a la
cama.
Dejaron a su hermana en la ignorancia de lo que acababa de ocurrir, pues
por desgracia estaba fuera del salón cuando él había entrado en él. Se celebró la
ceremonia, y los esposos abandonaron Londres en seguida.
El estado de debilidad de Aubrey aumentaba rápidamente; y la vasta
cantidad de sangre que había perdido reveló a no mucho tardar los indicios de
una muerte inminente. Hizo llamar a sus tutores, y, cuando la rabia que casi lo
había asfixiado se apaciguó un poco y sonó la medianoche, les contó con calma
lo que el lector acaba de leer y expiró en el instante de concluir su relato.
Los tutores se apresuraron a volar en auxilio de Miss Aubrey, pero llegaron
demasiado tarde: Lord Ruthwen había desaparecido, y la sangre de su
infortunada compañera había saciado la sed de un vampiro.

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