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LA IDEA Y LA LITERATURA LATINOAMERICANAS

Marcia Collazo Ibáñez

Artículo publicado en la Revista Cultural La Tertulia. Año 4, N° 4, agosto 2007.

¿Puede hablarse de un pensamiento latinoamericano como posibilidad de un discurso


propio sobre el mundo? ¿Puede hablarse, desde igual punto de partida epistemológico,
de una identidad y una literatura latinoamericanas? Y de ser así, ¿cómo y en qué grado
se relacionan y se determinan la una a la otra?
He aquí las grandes interrogantes con los que abriremos este breve artículo. Nuestra
intención no es dar respuesta a esas preguntas –tentación siempre presente pero en todo
caso inconducente a nuestros fines- sino en todo caso problematizar el hecho mismo de
su planteo, no desde la óptica de la investigación literaria, que no integra nuestra
especialidad, sino desde la perspectiva del pensamiento y más propiamente de la
historia de las ideas en América, tomando la concepción de Arturo Ardao sobre la idea
literaria americana. Es decir que nuestro abordaje metodológico estará dado en el
sentido de considerar a dicha idea literaria como una de las que integran el elenco de la
historia de las ideas americanas, no como ideas concepto –acerca de las cual no es
posible predicar, negar, afirmar o sugerir nada, dado su estado de abstracción o pureza-,
sino desde la más concreta, posible y humana idea juicio, formulada desde un
determinado sujeto del pensar que la crea y la comunica, la carga de sentido y le da, por
así decirlo, un lugar en el mundo1.
No pretendemos tampoco establecer una generalización empírica o casuística, sino
partir de una reflexión crítica fundamentada que sugiere y nunca afirma.
Paradójicamente, en un continente que se interroga acerca de sus mismas posibilidades
de desarrollar un pensamiento auténtico, genuino o propio –y esto en los más diversos
planos del pensamiento-, nunca parece haberse puesto en duda la cuestión de su
capacidad de creación literaria.
La idea del americanismo literario surge a lo largo del siglo XIX y, más precisamente, a
partir de la independencia del continente americano. Se vincula de modo casi obligado
al problema de la identidad de nuestros pueblos y a las hondas cuestiones enmascaradas
o subyacentes en ese concepto, tales como la negación de las alteridades y la unidad en
la diversidad, la dependencia externa –y eterna-, la estéril persecución del arquetipo
occidental europeo en nuestras formas de pensar, ser y sentir,.la desigualdad de clases y
de etnias, la fragmentación, el abuso y la injusticia, la pobreza y la opresión.
1
Es el filósofo español José Ortega y Gasset quien formula la ya clásica distinción entre la idea
concepto y la idea juicio, esta última como verdadera, única y real posibilidad de existencia de un
pensamiento. La corriente del existencialismo orteguiano pasa a América a través de la obra y la acción
de los transterrados españoles, entre ellos José Gaos y Luis Recasens Siches, y tendrá gran influencia en
los primeros planteos acerca de la autenticidad de la idea latinoamericana.

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Hemos dicho que en medio de tal entrecruzamiento de ideas, la existencia y originalidad
de la literatura latinoamericana no se ha negado jamás, al punto de que Arturo Ardao2ha
expresado que “las características que rodean al universal reconocimiento en nuestros
días de la literatura latinoamericana, tendrían que ser aleccionantes en el campo de la
filosofía”.
Sin embargo, el área de los estudios literarios no escapa completamente a la paradoja y
aún a la contradicción que se experimenta en otras tiendas de la idea americana, ya que
la definición y la sistematización de una estética literaria propia se evidencia aún como
una carencia, de la misma manera que es aún reciente y parcial la búsqueda y captura de
un pensamiento propio a través de la historia de las ideas en América.
El tema literario ha sido sólo parcialmente tratado a través de ensayos, congresos y
trabajos académicos, al igual que ocurre con el problema de la filosofía latinoamericana.
El fenómeno se revela como bastante extraño, sobre todo si se tiene en cuenta la vasta
producción literaria latinoamericana, que se despliega ya desde la época colonial, así
como el fuerte reflejo cultural de lo americano que esa literatura recoge y significa.
Ante todo, remarquemos nuestra prevención frente a la inclusión forzada –aunque útil
desde un punto de vista epistemológico y metodológico- de la literatura en formas y
compartimientos estancos, en épocas y estilos pretendidamente ordenados, secuenciales
y característicos. Tal estructura es, en último término y más allá de su eventual utilidad,
el producto de la narración humana entendida como síntesis interpretativa o significante
de la realidad histórica y de la ficción –como proyección del imaginario colectivo en esa
realidad- cargada de sentido y determinante a su vez de nuevas narraciones e
interpretaciones3.
Ya hemos señalado que, en el marco del movimiento de recolección historiográfica de
la idea latinoamericana, nuestra literatura ha sido objeto también de diversos estudios,
no sólo en el continente sino en el mundo entero, no obstante haber sido y ser éstos
escasos y no sistemáticos aún.
No obstante, cabe preguntarse si los instrumentos metodológicos y criterios con los que
se aborda esa empresa han resultado ser los más eficaces o idóneos, ya que la tendencia
ha sido la de aplicar herramientas de análisis europeo occidentales a un producto que no
tiene ese origen y que se revela, además, como esencialmente complejo e infinitamente
diverso en su eventual unicidad.
Con ello no estamos minimizando la valía de tales herramientas, sino poniendo de
relieve la posibilidad de utilizar, además, nuestros propios métodos e instrumentos de

2
A. Ardao (1987) La inteligencia latinoamericana. F.C.U. Montevideo. Ha sido Ardao, no sólo
en nuestro país sino en toda América, uno de los pensadores que realizó los más valiosos aportes para el
rescate histórico de la genuinidad de la idea latinoamericana en los más diversos enfoques disciplinarios.
3
Desde una perspectiva hermenéutica desenvuelve Paul Ricoeur (1995) el concepto de identidad
narrativa como aquel discurso que construimos sobre nosotros mismos, en base al relato histórico –
realidad dada que nos rodea- y al ficcional, que carga de sentido, significado e interpretación al primero.

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análisis e interpretación, tanto más válidos cuanto que son creados en función específica
de nuestra creación literaria y nuestra particular e irreemplazable circunstancia histórico
vital.
No debe olvidarse, por otra parte, que siempre el ser humano parte de lo propio a la hora
de crear, y en ello reside justamente su universalidad. Ello implica que la búsqueda
permanente de respuestas lleva al ser humano a significar su realidad, ordenándola para
aprehenderla y compartimentándola para apoderarse de ella. En ese proceso fatalmente
elegimos, seleccionando ciertos hechos, ideas e impresiones, optando por determinadas
significaciones y relegando otras al olvido.
Lo que se pierde de vista en ese proceso, y se pierde a veces irremediablemente, es el
eslabón secreto, subterráneo, subyacente, que conecta nuestro ser más hondamente
creador –literario, poético, artístico en fin- con el ser de cualquier sujeto histórico en
cualquier tiempo y lugar, lo que no significa la apelación a una esencia o a una idea en
estado puro y por ello, desprendida de toda coordenada histórica.
Muy al contrario: las verdaderas universalidades sólo son posibles a través de las
concretas y genuinas particularidades, porque la universalidad entendida como
abstracción pura –y no es desde tal perspectiva que la consideramos- está condenada a
no poder aplicarse jamás a ningún ente particular.
Es decir que si puedo conmoverme hasta las lágrimas con el discurso de Antígona, o
compartir en casi todos sus términos la oleada de venganza sangrienta que embargó a
Clitemnestra contra su bárbaro –aunque griego- marido, no es necesariamente porque
las esencias humanas permanezcan eternas en todo tiempo y lugar, sino porque sólo a
través de mi propia y particular vivencia y experiencia humana concreta, en mi aquí y
en mi ahora, me es posible significar y resignificar otras vivencias y experiencias, otras
narraciones, otras ideas, por alejadas que puedan parecer de mi propio acontecer
histórico y ontológico.
Naturalmente, ello no equivale a negar las particularidades de la literatura
latinoamericana, por la mismas razones ya apuntadas: porque la forma artística se
desenvuelve en los sujetos del pensar cuando los datos de su realidad se desploman
sobre ellos, abrumándolos o simplemente sacudiéndolos desde su misma belleza,
tragedia, injusticia u horror. Y ello le ocurre también –y no podría dejar de ocurrirle- al
escritor o la escritora, a la poeta o al poeta latinoamericano.
El encuentro entre historia y ficción-imaginación-utopía4 produce una suerte de
reelaboración del tiempo, un tercer tiempo colocado entre el mundo fenomenológico y

4
Desde la filosofía y la historia de las ideas latinoamericanas se ha señalado reiteradamente la
particular función de la utopía en América, ya no como evasión de una realidad dada, sino a través de la
significación de nuestro continente como Nuevo Mundo, tierra de promisión, de oportunidades –esto
desde la óptica del inmigrante que ve en América lo que Europa debe o debió ser-, y también como
posibilidad histórica y ontológica de cambio –desde el enfoque revolucionario hispanoamericano,
primero, hasta los desarrollos filosóficos más actuales, entre los que se encuentra la filosofía de la
liberación y la idea de América como lo que puede o debe ser. También en esta dimensión cabe situar a la

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el cosmológico: un tiempo propiamente humano e intrínsecamente creador, pero
cargado de simbolismo mágico, por cuanto aúna mundo y conciencia, alma y
circunstancia, intelecto y materia, lo real de la historia y lo posible de la imaginación. Y
los aúna en una estructura nueva de sentido, narrada por y para nosotros mismos. Esa
comprensión de sentido supone una red narrativa tejida por individuos y por
comunidades, tan ficcional como real, puesto que se desenvuelve en el ámbito de lo
concreto presente y en el de lo construido, pensado, imaginado: en suma, creado.
Con ello queremos expresar que la literatura no puede prescindir ni de las
determinaciones sociales e históricas ni tampoco del vuelo libre e inapresable de la
creación intelectual.
El arte es el símbolo y el vehículo de la creatividad humana, pero su función primordial
es esencialmente liberadora, por cuanto permite expresar la inquietud ontológica o la
pregunta por el ser, por los bordes del ser que yacen en la penumbra de lo que se
deconstruye, por la promesa y el proyecto de un futuro enmarcado en una utopía casi
siempre formulada en términos no inocentes, y por lo mismo cargados de los más
hondos y ambiguos significados.
De esa manera el arte, y dentro de éste, la literatura, se enlaza con la magia y con el
poder mítico y transformador del relato. Desencadena visiones vinculadas a los más
profundos temores, inquietudes, dolores y esperanzas del ser humano. Pone en juego
nuestra misma capacidad de reacción ante el mundo, a través de su significación
narrada.
Toda creación literaria es esencialmente interpretación del y de los mundos, del
conocido y de todos los que puedan concebirse o imaginarse.
Es por ello filosofía en su más hondo sentido metafísico, no por la eterna pregunta
acerca de las causas últimas de las cosas, sino por su irreductible tendencia al
desmantelamiento del orden aparente, por su apuesta continua a la deconstrucción de lo
dado, por su incesante violación de las reglas del lenguaje y de los códigos de
interpretación institucionalizados y ritualizados.
Pero es también intimidad secreta, esencia cerrada en sí misma, profundamente
enigmática y casi inaccesible. En ese juego de acercamiento y lejanía, de mismidad y
otredad, de captura y de huida, se desenvuelve el ser de la creación literaria.
Dice Gadamer5 en Verdad y Método que toda auténtica obra de arte encierra
multiplicidad infinita de significados e interpretaciones, y en ello reside justamente su
valor creador y su capacidad de conmoción de lo humano.
Pero ¿puede relacionarse esa riqueza hermenéutica con determinados rasgos
identitarios? O, dicho de otro modo ¿recoge la literatura latinoamericana los caracteres

literatura latinoamericana, tan cargada de símbolos que transcurren de continuo entre la realidad y la
imaginación, la utopía y la magia.
5
Hans Georg Gadamer. 1997 y 1994. Verdad y Método I. II. Salamanca, España. Ed. Sígueme.

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esenciales de lo que puede llamarse identidad, como narración de sí y como encuentro
de lo propio a través de la alteridad?
Para muchos teóricos, la relación de la literatura latinoamericana con la identidad es un
fenómeno característico de ésta. Si se coincide, por ejemplo, con el filósofo y poeta
cubano R. Fernández Retamar6 en que el mestizaje no es en América el accidente sino la
esencia –y por mestizaje debe entenderse aquí mucho más que el simple cruce genético-
parece obvio que la literatura no ha escapado a esa cuestión, convirtiéndose en una
fuerza creadora que toma y asume la complejidad de ese complejo mestizaje cultural,
aunque tal asunción está lejos de ser uniforme y pacífica, porque la idea literaria
americana, al igual que el resto de las ideas, se enfrenta de continuo a sus propios
demonios negadores y a las fuerzas centrífugas que la circundan.
Y se dan así impulsos que tienden a sacar a la literatura del contexto americano,
insertándola en el más extendido fenómeno de la globalización, o que pretenden ir en
pos de los cánones europeo-occidentales de creación artística, en desmedro o en
rebeldía frente a los más propiamente autóctonos, lo cual no debe significar la caída en
el paralogismo de negar la riqueza de toda influencia externa por el argumento a
contrario. Y menos puede significarlo en América Latina, que también es una tierra
forjada por descendientes de europeos –aunque esos europeos hayan caído después en el
olvido de lo que un día fue para ellos el refugio de su utopía, tal como el mismo Hegel7
parece insinuar-. Pero ello no equivale a despojar a nuestro ser de su esencia propia, ni a
pretender sofocar su verbo, como razón y creación del mundo, en aras de una pretendida
jerarquía escatológica en la que nos dejamos deslumbrar a priori por el viejo arquetipo
occidental, erigiéndolo ingenuamente en “modelo de modelos” de ser y estar en el
mundo.
Por último, una breve referencia al lenguaje -esa casa del ser como lo expresa
Heidegger8-. Tal vez el más importante elemento unificador de nuestra literatura sea la
lengua, no solamente como vehículo o instrumento de comunicación –que lo es en un
sentido residual y ciertamente limitado-, sino además como parte constituyente de la
comprensión del mundo, de la cultura y el ser latinoamericano. Esencial factor de
unidad que se impone por sobre las constantes fragmentaciones caleidoscópicas de
6
Fernández Retamar, R. 1873. Calibán. Montevideo. Ed. Aquí testimonio.
7
En Fenomenología del Espíritu (1987, F.C.E., México) expresa Hegel que, aunque América se
halla aún fuera de sí –o sea, fuera de la historia, por no haber logrado adquirir conciencia de la libertad en
sí y para sí-, está llamada a desempeñar un día algún papel relevante en la historia de la humanidad, de
acuerdo al desenvolvimiento del espíritu universal.
8
Martín Heidegger (Ser y Tiempo, 1927, 1967, Halle, Alemania) establece nuevas bases
filosóficas para la comprensión histórica, en base al retorno a la ontología del ser. En la comprensión se
manifiesta la cosa misma, no su significado. A través del lenguaje, que forma parte intrínseca del ser, no
nos dirigimos a la cosa, sino que esta sale a nuestro encuentro. Por eso el lenguaje crea el mundo y somos
creados por el lenguaje. Es nuestra casa porque habitamos en él, y todo lo que designamos forma parte
indisoluble del logos. Resulta interesante vincular este planteo con el problema de la literatura
latinoamericana.

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nuestra realidad política, económica, social y étnica. Lengua española que sobrevuela
las lenguas y dialectos regionales, no ahogándolos sino oficiando de lazo subsidiario
vertebrador, que determina la designación de los entes del mundo y que participa
también, ella misma, de nuevas resignificaciones, al sufrir cambios, adiciones y
supresiones constantes, en ese juego de espejos y de signos que es la obra literaria, tan
profundamente transformadora del mundo. Desde esta concepción, la lengua y con ella
el mundo que podemos aprehender y hacer nacer, no se vislumbra como un poder de
mediar entre entes, sino como verdadero hallazgo de las posibilidades infinitas y todavía
inexploradas del ser latinoamericano en su más auténtico sentido creador.

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