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EL VUELO DE LAS AVES

La tarde del 8 de marzo, Francisco, montado en su caballo, abrió el portón

principal de su hacienda, decorado rústicamente con una figura de hierro en forma

de herradura, siguió el camino empedrado hasta llegar a la cabelleriza, desensilló

su caballo, luego caminó ansioso y pensativo por el jardín y esperó con ansias la

puesta del sol.

Desde allí, como era costumbre llamó cariñosamente a Julia, su grito viajó con el

viento al interior de la hacienda y como un mensajero le anunciaba que una nueva

historia se avecinaba. Julia, quien era su inspiración desde hacía muchos años,

lo esperaba orgullosa e inquieta y salía como todas las veces a su encuentro con

un pocillo en su mano diciéndole: aquí está tu agua de panela. Mientras que él

consumía sin detención una de sus bebidas favoritas, ella, usando sus pantalones

largos y zapatos cerrados se paseaba cual niña juguetona por el jardín, sin decirle

una sola palabra, esperaba que este iniciara la marcha hacia aquel árbol de flores

blancas, de copa ancha y densa, de tronco grueso y sin espinas, y que llevaba allí

más de un siglo; así en silencio, aguardaba Julia la salida hacía el gran Samán.

Contrario a lo que Julia esperaba, Francisco entró decididamente a la vivienda,

caminó entre pasillos hasta llegar al salón, una vez allí, descolgó una pintura que

llevaba puesta en aquella pared de color pastel hacía mucho tiempo, justo

después de que su madre muriera, la cubrió con una manta blanca y caminó en

busca de Julia que estaba en el jardín. Julia a pesar de sus años y su amplia

educación no perdía la admiración, el entusiasmo y el regocijo cada vez que

Francisco, se le acercaba y le preguntaba en baja voz: quieres escuchar una vez

más historias de independencia? Ella, con el tono más dulce, siempre le decía: ya

es hora de iniciar la marcha hacia el Samán.


Como era costumbre, todas las noches aquel hombre reunía a decenas de

mujeres, que motivadas por una tradición oral se complacían con narraciones bien

contadas a la luz de un candelabro siempre en medio del mismo Samán; adornaba

sus historias con simpáticas anécdotas, unas veces evocando las caídas de

Canela, su mula arriera y otras tantas sus salidas con Julia al mercado, sin

embargo, esa noche su narrativa estaba inspirada en aquella pintura, se trataba

de un cuadro que conservaba consigo desde que era un infante y que todas las

noches luego de que Julia caía en sueño, bajaba al salón y allí pasaba horas

contemplándolo, conocía cada trazo, cada línea, todas sus dimensiones, pero

había algo en él que no podía descifrar y eso lo atormentaba. Aquel cuadro se

había convertido para Francisco en parte de su vida, de su rutina; ella lo sabía,

quien muchas veces a escondidas cuidadosamente se levantaba y con paso lento

lo seguía y allí parada desde una esquina del salón lo espiaba, y mientras él

contemplaba el lienzo, ella lo contemplaba a él.

Ella, Julia, siempre fue su musa bajo el Samán, y cuando en noches tristes la luz

del candelabro se apagaba y las estrellas cual fisgonas se quedaban, él a sus

oyentes encantaba mientras que a Julia así versaba ¡Oh Julia… ¡Enséñame a

quererte, para quererte más! y así pronunciaba lo que para muchos serían

historias de amor, mientras que para Julia que bien lo conocía, este era su canto

dialéctico.

Esa noche no sería Julia la musa, pero ella quien caminaba de lado a lado por el

jardín, con sus manos entrelazadas que casi parecía hacer ruegos, no lo sabía. Y

es que Julia se sentía elogiada al oír que la protagonista siempre llevaba su

nombre.
Aquella noche no era una noche cualquiera, Francisco tomó en una mano a la

enigmática obra mientras que con la otra sujetaba lo que para él ya era una

costumbre -a Julia- y como un caracol inició la marcha hacia el Samán; el camino

oscuro y empedrado le hizo recordar la época en que su abuela tomándolo de la

mano lo dirigía hacía lo que ese día era su destino y donde una vez allí, lo sentaba

en sus piernas e iniciaba sus relatos, recordó con admiración como su abuela le

infundía el amor por las letras, por la vida, por los otros, por la paz, por la justicia,

y se entristecía porque no lograba entender muchas veces el significado de sus

palabras. Alguna vez ella le enseñó hacer panes y le contó que para hacer panes

se necesitaban unas buenas manos no a una mujer; también le enseñó a

escuchar, a emocionarse y hasta llorar. Muchas veces lo llevó a pasear a caballo

y juntos a galope le contaba una y otra vez las historias que él ahora cuenta. Pocos

meses después de que el libro titulado el Segundo Sexo fuera publicado, su

abuela le habló de él y de la vida de Simone de Beauvoir, recordó que este libro

le marco su infancia y toda su vida; y cada vez que en sus historias lo enunciaba

no podía dejar de pensar en la desigualdad con la que la sociedad hace a la mujer

y como le establece un patrón de comportamiento en todas las etapas de su vida.

Mientras Francisco caminaba hacia aquel árbol hundido en sus recuerdos que

siempre eran su presente, Julia con su mirada inquieta y con su sonrisa triunfante

hacia la vida, contaba los pasos como todas las noches y pronto supo que habían

llegado al Samán. Francisco contempló la luna llena, las estrellas y serenamente

sentó a Julía a su lado en un pequeño taburete que ella misma había hecho con

trozos de madera y el cual llevaba allí varias décadas, encendió el candelabro,

luego y por primera vez en toda su vida tomo la pintura y la puso al descubierto

de quienes ese día le fueron a escuchar, saludó a su público y se sentó. Ubicados


alrededor de Julia y Francisco todos observaban la pintura con total asombro, se

miraban entre sí y murmuraban a baja voz frases que Francisco nunca escuchó.

Poco a poco los susurros se acabaron y el silencio de la noche se quedó. ¿Qué

había en aquella pintura que a todos asombró? ¿Acaso ellos descifraron lo que a

Francisco atormentaba? Francisco que era un hombre de por si alegre, bromista

y sin afán se sintió tranquilo y pensó que esa noche acabaría su angustia, así que

no se afanó y decidió narrar una historia ya vivida. Esta vez se trataba de una

adolescente, y como pocas veces el candelabro se apagaba, él mismo decidió

quemar su luz, las estrellas cayeron sobre ellos, la luna llena dio su mejor

resplandor y lo ocurrido esa noche fue un hecho de nunca olvidar.

Inició su relato diciendo: Ella tenía tan sólo trece años, cuando su padre le dijo

que a sus quince se casaría con el hijo de Don Vicente, un joven de clase alta de

dieciocho años que la había visto un par de veces en la Iglesia, ella que había

aprendido a leer y escribir a escondidas, le dijo a su padre que no quería casarse

y que mejor sería ir a la escuela, pero él con un tono de voz frío e indiferente le

recordó cuál era su rol en la tierra, diciéndole: Te casarás y a tu marido

obedecerás; estas palabras retumbaron en sus oídos una y otra vez durante los

dos años siguientes.

Mientras Francisco relataba con elocuencia utilizando el tono de voz más

apropiado para cautivar a su público, Miranda, una niña de unos diez años se

levantó, caminó hacia la pintura y la observó detenidamente, Francisco se

paralizó, no podía continuar la historia sabiendo que esa pequeña contemplaba

su obra, así que detuvo su narrativa, fijo su mirada en ella a la espera de que se

pronunciara, pero aquella niña sin dejar de ver el cuadro sólo preguntó: ¿y por qué

ella tenía que casarse?... Francisco que en ese momento se sentía ansioso, volvió
sus ojos al público, se levantó y continuó diciendo con voz apasionada y

persistente que hasta las ramas del Samán se contoneaban emocionadas como

si le pudieran escuchar: a ella le gustaba leer, usar pantalones largos, montar a

caballo, sembrar y recoger la cosecha, también le gustaba hacer panes, pero lo

que más le gustaba era ser mujer. Pero su padre que estaba entrado en años y

pertenecía a una de las familias más religiosas y reconocidas en la región le había

ordenado que se casaría a sus quince años para mantener el status que la familia

guardaba, a la vez que debía continuar con una tradición moral, social y religiosa

que por la época se figuraba. La adolescente que era extrovertida y nada sumisa

no aceptaba los planes que su padre tenía para su futuro.

En pie, frente de la pintura y con la mirada puesta en ella, estaba Miranda, quien

escuchaba nostálgicamente mientras recordaba sus sueños de viajar, conocer el

mundo, conquistar corazones, y especialmente ella pensaba con valentía que se

casaría el día que así lo quisiera, no era su prioridad ni mucho menos su mayor

sueño, pero al escuchar la historia, supo al instante que ella sería la gobernante

de su propia vida. Estaba sucumbida en sus pensamientos cuando desde aquel

taburete de madera bajo el Samán la observaba Julia, quien desde que Miranda

se levantó y caminó hacia el lienzo no le quitaba la mirada de encima, analizaba

cada expresión, cada movimiento, cada gesto, y casi pudo adivinar lo que Miranda

estaba experimentando. Ella, Julia, veía en esa niña el espíritu de la irreverencia,

la fantasía, el atrevimiento, la rebeldía y la libertad; le hizo recordar cuando tuvo

su edad, cuando su madre a fuerza la llevaba a la iglesia los domingos y mientras

el cura dictaba el sermón de como las mujeres debían ocuparse de la casa

obedeciendo al marido, ella sólo imaginaba el día en que cual mariposa

abandonara la oruga y extendiera su alas en busca de un mejor vivir, y poder llegar


a transformarse en un halcón, viajando a lugares desconocidos o cambiando su

rumbo fácilmente sin que nadie pudiera controlarla.

Ahora ya no era Miranda la que contemplaba el lienzo; era Julia la que perdida en

su memoria mantenía fija la mirada en aquella pintura, y mientras la veía se

sonreía, se enorgullecía y con una expresión triunfante viajaba por la línea del

tiempo, fácilmente recordó cuando aprendió a subir los árboles, cuando sus

amigas se enojaban con ella porque no compartía sus opiniones sobre el rol de la

mujer pero luego se reconciliaban, cuando subía en las noches a escondidas al

tejado para ver las estrellas y la luna e imaginaba el mundo que la esperaba;

recordó también sus libros de infancia, los que había encontrado deshojados y

con los que aprendió a leer y escribir. Se detuvo en su adolescencia y estando allí

fue inevitable no sonreír una vez más, detalladamente trajo a su pensamiento un

domingo en el que su madre la despertó temprano, le preparó su desayuno

favorito, le hizo usar un vestido pomposo, de mangas, suavemente decorado con

encajes y unas bellas zapatillas; y juntas con su padre se fueron a la iglesia en un

carruaje como era la costumbre, estando allí recordó una vez más las palabras

que hacía dos años su padre le había dicho y antes de entrar al templo dio media

vuelta, se quitó las zapatillas, corrió, desenganchó el carruaje y se fue en aquel

caballo que desde niña montaba, dejando a su prometido parado en la puerta de

la iglesia.

Estaba en este pensamiento cuando Francisco notó que Julia al igual que Miranda

y el resto de su audiencia sólo contemplaban el cuadro, así que decidió callar,

silenció su relato y se dedicó a observar. Lo primero que vio y como si estuviera

escrito, fue que su público no era el de siempre, esta vez había hombres y

mujeres, niños y niñas, adolescentes, novios, parejas, solteros, viudos, esa noche
su público era nuevo y eso lo emocionó. Caminó pausadamente rodeándolos sin

decir una sola palabra y poco a poco fue percibiendo como de las mejillas de

muchas mujeres corrían lágrimas, unas de felicidad otras de tristeza y nostalgia.

Luego se detuvo justo al final y debajo de una de las ramas del Samán y estando

allí fijo su mirada en un hombre que sostenía en sus brazos a su pequeña de dos

años, quien mientras veía la pintura estrechaba fuertemente a su hija contra su

pecho como en señal de protección, pero a su vez de respeto. Siguió Francisco

buscando entre su audiencia lo que él no había logrado comprender desde que

conservaba consigo aquella pintura. La noche, las estrellas, la luna llena y aquel

Samán presenciaron la manera como Francisco fue liberándose de su angustia.

Francisco se concentró en la audiencia y simultáneamente por primera vez en

veinte años recordó cuando su abuela le obsequió el enigmático cuadro; para ese

entonces él tenía diez años, ya iba a la escuela, sabía hacer pan y conocía muy

bien el Samán. Al igual que ese día, era un 8 de Marzo, su abuela sentada en

un taburete lo puso sobre sus piernas, rodeó su cintura con una de sus manos,

mientras con la otra sostenía el cuadro, y le dijo: Francisco me has escuchado

contar desde hace varios años historias de mi vida, te he narrado como llegue a

la Universidad, donde conocí a muchas personas, hombres y mujeres, cómo solía

divertirme con mis amigas, las cuales eran más bien pocas, pero hoy quiero que

sepas el motivo por el cual desde que era una adolescente decidí ser la dueña de

mi propia historia: vi con tristeza como mi madre se envejecía al lado de mi padre,

siempre a su sombra, sin poder opinar más que sobre las labores de la casa y la

crianza de sus hijos, sometida y con gran desesperanza mi madre veía trascurrir

los días y los años cumpliendo con el rol que desde niña le obligaron; a mi madre

nunca le enseñaron a leer o escribir, nunca trabajó, nunca supo que fue galopar
un caballo, nunca entendió la política, aun así mi madre siempre soñó con pintar

y también deseó todo lo que nunca tuvo – tener los mismos derechos que los

hombres –. Por el contrario, mi madre aprendió de costura, de cocina, de higiene

y como criar los hijos. Ella anhelaba ser escuchada, que sus opiniones fueran

tenidas en cuenta y que sus decisiones fueran respetadas. - Continuó diciendo la

abuela -: Francisco fui la única mujer de seis hermanos y mientras yo veía como

mi padre los involucraba en sus asuntos, les enseñaba a trabajar y les hablaba de

virilidad, mi madre me preparaba para ser esposa, para ser madre y para seguir

la tradición, pero nunca para ser mujer, y aunque en el fondo deseaba que yo

alcanzara todo lo que ella no había logrado, no sabía cómo hacer para que así

ocurriera; bastó con que me dijera que las aves vuelan sólo hasta donde quieren

llegar y que las alas son el medio para hacer el viaje, para que yo entendiera cual

era mi destino. Mientras su abuela contaba a Francisco esa parte de su vida, este

con entusiasmo, sentado en sus piernas la escuchaba sin quitar la mirada del

lienzo. Continuó su abuela: Este cuadro lo pintó mi madre, fue el único que pintó

en toda su vida, lo hizo mucho tiempo después de que mi padre muriera y de que

mis hermanos se casaran, justo cuando supo que yo había ido a la universidad y

que estaba comprometida con tu abuelo, a quien amé intensamente, pero de quien

me alejé cuando vi que su compañía no era buena. Este cuadro lleva conmigo

mucho tiempo, desde antes de que tu madre naciera y ahora quiero que lo

conserves. Es claro que ella no conocía de técnicas, pero aun así lo pintó.

Francisco mi madre pintó un recuerdo suyo, quizá el más significativo en toda su

vida, más que parir, mi madre pintó justo el momento en el que yo siendo una

adolescente de exactamente quince años corría descalza, con un vestido blanco

pomposo y una sonrisa victoriosa por un sendero en época de otoño, en busca de


un caballo blanco que estaba debajo de un árbol de arrayán, del que salían en

vuelo cientos de aves, mientras que a mi espalda se veía a mi padre y mis

hermanos enfadados, amigos y familiares con expresiones de asombro, al lado

de mi padre, estaba mi madre con una sonrisa que nunca más borró de sus

mejillas; y detrás de todos ellos, justo ahí, un sacerdote y a su lado un joven, quien

desde la puerta de una Iglesia observaba como su prometida al igual que las aves

levantaba el vuelo.

Su abuela luego de entregarle la pintura, lo acarició, lo besó y en voz suave y

segura le dijo: Ahora nunca más seré tu abuela, para mí siempre serás Francisco,

mientras que, para ti, Julia siempre seré. Con este recuerdo Francisco volvió a su

audiencia y con lágrimas en sus ojos, el secreto de la musa reveló.

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