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Esta antología formada por siete relatos no sólo introduce un reino donde habitan el
bien y el mal y a una familia de atribulados héroes, sino la totalidad del extraordinario
mundo de Reinos Olvidados. Sus aventuras, y las tuyas, comienzan aquí.
Ed Greenwood & Clayton Emery & Dave Gross & Lisa Smedman & Paul S. Kemp &
Richard Lee Byers
Ed Greenwood & Clayton Emery & Dave Gross & Lisa Smedman & Paul S. Kemp
& Richard Lee Byers, 2000
Corre el invierno del año del Arpa sin Cuerdas, 1371 según el cálculo del Valle.
Sembia prospera gobernada por los muchos y opulentos príncipes comerciantes.
EL CÁLIZ ARDIENTE
Ed Greenwood
—¿Algún otro asunto? —preguntó con calma el señor de la Casa Uskevren mientras
miraba por encima del borde de su copa.
La luz de la lámpara brilló sobre los últimos pedazos de hielo endulzado y los vinos
servidos con ellos. Sólo la leve tensión de su mandíbula tras la copa insinuaba el disgusto
que Thamalon Uskevren sentía por compartir cena, en su propio salón de fiestas, con sus
dos rivales más odiados, además de acreedores.
—Oh, sí, Uskevren —respondió con una indolencia que no engañaba a nadie el
hombre del cabello entrecano y ojos de color esmeralda, tan afilados que parecían lanzar
destellos metálicos—, hay otra cosa. —Presker Talendar sonreía melifluo—. He traído
conmigo a alguien que arde en deseos de conoceros.
Se inclinó hacia adelante uno de los cuatro hombres que hasta aquel momento
habían permanecido en silencio sentados entre Talendar y Saclath Soargyl, el obeso y
sarcástico hijo de un hombre que había tratado de asesinar a Thamalon en seis ocasiones y
contratado, además, al menos a una docena de sicarios para propiciar un súbito final a los
días del señor de los Uskevren. Algo parecido a una sonrisa afloró a su rostro. Ese hombre
era un extranjero y vestía un jubón de paño verde de Mostreviller con leones rampantes. Se
parecía a Perivel, el hermano mayor de Thamalon, desaparecido cuando era joven y
vigoroso, hacía muchos años. ¿Había tenido tiempo Perivel entonces para engendrar a un
hijo en secreto?
Thamalon conocía de vista a los otros tres comensales sentados a su mesa. Uno era
Iristar Velvaunt, un frío mago cuya presencia allí, aquella noche, debía de costarle a los
Talendar como mínimo varios miles de fivestars. Era el encargado de impedir que los
ánimos estallaran y fueran a más… o de conjurar las muchas amenazas que un anfitrión
pudiera esgrimir contra los invitados en su propia casa.
El tercer hombre, el de menor estatura y más grueso de todos los reunidos, era un
sacerdote cuyas prendas lo delataban como sirviente de Lathander, deidad de la creación y
la renovación. Su nombre había escapado a los oídos de Thamalon. Sin embargo, sí que
había visto que varias fuentes de ganso con nueces tostadas y tres jarras de buen vino
habían caído en las manos de ese sujeto, lord Flame de Lathander.
Aquellos tres estaban allí como testigos de las posibles estratagemas que el hombre
de verde y Talendar hubieran urdido, además de contribuir a evitar que se desenvainaran los
aceros.
Thamalon arqueó las cejas fingiendo interés, lo cual distaba mucho de lo que
realmente sentía.
Se detuvo para dar tiempo a que Thamalon jadeara y lanzara una exclamación de
sorpresa. Pero el señor de la Casa Uskevren sólo le ofreció un silencio calmo, acaso
acompañado del leve arqueo de una ceja.
Antes de que el silencio se extendiera por el salón, aquel hombre de verde se irguió,
y en un tono bajo, que no impidió que lo oyeran los inmóviles sirvientes distribuidos a lo
largo de los muros e incluso la criada que limpiaba el polvo del rincón más alejado de la
estancia, dijo:
Cuando la volvió a ver, la casa no era más que un armazón ennegrecido. Sus cenizas
sepultaban los huesos de muchos. Ningún hombre con vida surgía de ellas, ningún cuerpo
al que alguien pudiera dar un nombre. Los sacerdotes interrogaron a algunos de los cráneos
quemados mediante sobrecogedores conjuros y, luego, con satisfacción cansina, se
volvieron para nombrar heredero de la casa a Thamalon Uskevren, y para presentarle la
factura por sus sagradas labores. Estaban seguros de que Perivel había muerto en el
incendio. Obviamente, con el paso de los años, sus respectivos dioses reclamaron a estos
sacerdotes. Sólo quedaba Thamalon.
Así era y había sido siempre: Thamalon Uskevren resistiendo en solitario contra los
enemigos de su familia.
Otra vez solo. Estaba ya muy cansado de aquello. Puede que ya fuera tiempo de
dejarse de formalidades y de soltar al león. Quizá así pudiera llevarse consigo a las tinieblas
a todas esas serpientes que silbaban alrededor de la mansión de los Uskevren.
Pero ahí estaba el problema. Los dioses nunca habían puesto las cosas fáciles a los
sembianos, así que estos nunca podían estar seguros de nada.
—Me imagino, hermano —decía Perivel—, que te estarás preguntando por qué
aparezco esta noche en compañía de unos hombres cuyas familias se opusieron en el pasado
a la nuestra.
Los ojos del pretendiente relampaguearon. ¿Acaso estaba viendo la rendición en los
ojos de Thamalon? Perivel sacó de su jubón un documento sellado. Sostuvo el pergamino
en alto para que lo iluminara la luz de la lámpara y así todos pudieran comprobar que el
sello estaba intacto. Miró a Presker Talendar, y este le respondió con un solemne
asentimiento de cabeza. Perivel rompió el sello lentamente.
Cuando el pretendiente se detuvo, el mago murmuró algo y pasó la otra mano sobre
el documento. Aquella mano dejó una ligera estela azulada que se adhirió alrededor del
pergamino. Todos cuantos estaban en la mesa reconocieron qué era aquello: una protección
para evitar que el pergamino resultara rasgado, quemado o dañado por otros magos.
Luego Velvaunt hizo un gesto para dar a entender que se podía «proseguir», tras lo
cual el pretendiente acercó triunfalmente el documento a la nariz de Thamalon.
Thamalon lo leyó con calma, sin moverse, para no tocarlo. Al parecer, Perivel
Uskevren debía a la Casa Talendar mucho dinero, y había dado garantías si la deuda —
setenta y nueve mil fivestars de oro, ni más ni menos— no se satisfacía en dinero.
Las garantías eran el mismísimo Palacio de las Tempestades, la casa que Thamalon
había reconstruido, vitral a vitral, arco a arco. El señor de la Casa Uskevren no levantó la
vista para ver los pilares revestidos de mármol que se alzaban a su alrededor. Tampoco
perdió un instante echando un vistazo a las exquisitas lámparas de iridiscente vidrio
soplado que pendían sobre la mesa, cuyo coste sobrepasaba con creces incluso el de
aquellos pilares. Sin embargo, la pregunta que formuló mientras observaba el salón
cavernoso parecía dirigirse más a todo aquello que a cualquiera de los hombres sentados a
la mesa a rebosar de jarras. Con tacto, preguntó:
—¿Y cómo es que un Uskevren ha llegado a estar en deuda con los Talendar sin que
nadie en esta casa tuviera noticia?
Era hábil. Thamalon no permitió que su rostro trasluciera ni un ápice de la ira que
iba gestándose en él. En los días de su padre Aldimar, la ruina de los Uskevren había sido
tener tratos comerciales con los piratas, un delito considerado por las leyes de Sembia,
entonces igual que ahora, como si de abierta piratería se tratara. Cualquier pago que
Thamalon efectuara a aquel hombre que aseguraba ser su hermano podría ser proclamado a
los cuatro vientos por los Talendar como retribución a un pirata, y como prueba de que los
Uskevren volvían a emplear sus viejos ardides. Fuera o no un pretendiente falso, los
Uskevren caerían igualmente en desgracia. Por ese motivo, aquel pretendiente, fuera o no
Perivel, podía ser tildado de pirata.
Con más de sesenta años, Thamalon sufriría un mes de ese horrible trabajo mientras
aquel pretendiente saqueaba las bóvedas de la familia. Y a partir de entonces nadie se
atrevería a hacer negocios con ellos por miedo a que se les creyera piratas. Los Uskevren se
hundirían, y los Talendar se apoderarían de todo. Sin duda harían visitas a Thamalon
Uskevren para atormentarlo con noticias acerca de cuánto habían obtenido con sus
dominios.
Acabaría sus días mutilado y consumido de dolor, atormentado por sirvientes y
mercenarios de los Talendar enviados para hostigarlo por las calles con el solo objeto de
divertirse en sus banquetes al contarlo. Ya había oído que esas prácticas se habían aplicado
a la Casa Feltenent: habían roto, uno a uno, los dedos de un anciano ciego durante varios
meses, por pura y cruel diversión.
No era mucho más difícil hacer pedazos a toda una familia; tanto daba lo rica,
orgullosa y de rancio abolengo que fuera.
Alzó los ojos casi con indolencia, el rostro inexpresivo. Setenta y nueve mil fivestars
de oro era una suma de la que no disponía. Ni tampoco se trataba de una cantidad que
Thamalon deseara que un Talendarle sustrajera de los cofres de los Uskevren, en caso de
que hubiera dispuesto de ella. Sin embargo, si perdía su preciada mansión, la flor y nata de
Sélgont lo evitarían, y a los suyos también; los considerarían pobres, pues cada una de sus
monedas podía estar ya comprometida… y una vez más los Uskevren se verían en la ruina.
A Thamalon casi se le escapó la risa. Ese era su lema en los negocios desde que él
mismo lo dijo en un discurso. Ya en ese mismo momento, cuando pronunciaba esas
palabras, sabía que un día se tornaría contra él.
El hombre que siempre cumplía sus promesas paseó la mirada por la mesa y
permitió que una sonrisilla de suficiencia se le escapara entre los labios y le ahogara un
gruñido, dejando a los comensales preguntándose qué divertido secreto ocultaba. Pero
aquellos eran un Talendar y un Soargyl, se imaginarían que no se trataba más que de una
argucia.
Thamalon volvió a mirar aquel pagaré, y dejó que todos aguardaran su suspiro antes
de retirar del pergamino sus destellantes ojos verdes, que clavó en el hombre que aseguraba
ser su hermano.
La última frase, rotunda, cayó en aquel tenso silencio como un guante arrojado en
reto. Los hombres alrededor de la mesa se inclinaron hacia adelante presos de excitación.
Los ojos de Presker Talendar y Saclath Soargyl brillaban complacidos.
Thamalon evitó mirarles en todo momento; los ojos del señor Uskevren estaban fijos
en la mirada del hombre que decía llamarse Perivel Uskevren. Thamalon no desvió la vista
un ápice mientras con sumo cuidado devolvía el documento al mago, no al pretendiente
Velvaunt aceptó el pergamino con una sonrisa sarcástica. Pero dada la atención que los
otros le prestaban, bien pudiera haberse ahorrado el esfuerzo.
—Tráeme el cáliz.
El sarcasmo de los ojos de Perivel era una expresión de puro triunfo que informaba a
Thamalon de dos cosas: que aquel no podía ser su hermano —cuya sonrisa de regodeo era
del todo distinta— y que aquel impostor, quienquiera que fuera, estaba convencido de que
podía demostrar que era Perivel Uskevren. El hermano mayor de Thamalon, el señor de la
Casa Uskevren, con poder para comprar, vender, y perder los bienes muebles de esta, había
muerto calcinado unos cuarenta veranos atrás.
Perivel Uskevren supiera de la existencia del cáliz. La mitad de las más antiguas
Casas de Sélgont habían oído hablar del Trago de los Uskevren. Mucho tiempo atrás, el
mago de Phaldinor Uskevren, Helemgaularn de los Siete Rayos, había lanzado un hechizo
para evitar que los jaraneros se bebieran el aguamiel del señor. Más tarde, el conjuro fue
alterado para que sólo los que llevaran sangre Uskevren pudieran tocarlo con las manos
desnudas, sin quemárselas al instante.
La primera vez que Thamalon vio la austera gran copa de metal, esta ardía, o quizá
presentaba combate escupiendo llamas. Allí, solo, oscuro y fantasmagórico, flotaba el cáliz
en el aire entre los rugientes fuegos que devoraban el Palacio de las Tempestades.
Thamalon lo miraba preso de asombro, antes de que su tío abuelo Roel irrumpiera entre el
humo, furioso, para arrancarlo del fuego, de la muerte y de los sueños hechos pedazos.
El cáliz había sido una de las pocas cosas que se habían rescatado de las cenizas.
Como si tal cosa, apareció encima de un montículo carbonizado en lo que una vez fueron
las habitaciones de la servidumbre y los propios criados.
De algún modo, la luz del sol que fluía por los ventanales del reconstruido gran
salón pareció tan dorada como cuando atravesaba los ventanales del palacio original. En
aquel entonces, la luz bañaba mapas, documentos y las laboriosas copias de Thamalon,
mientras el anciano Nelember instruía a un callado y escarmentado hijo de los Uskevren
acerca de la historia de su familia.
Una historia que había empezado en algún otro lugar del que su anciano tutor daba
noticia precisa. Pero lo fundamental era que zarparon en barcos con dirección a Sélgont,
para allí prosperar y enriquecerse bajo Phaldinor Uskevren.
Con mucho más éxito, daba caza a presas más tiernas, dejando un rastro de padres
ultrajados y madres escandalizadas a lo largo de toda la zona meridional de Sembia. Ese
error muy bien pudo acelerar su perdición.
Cierta noche, alguien a quien nunca pudieron encontrar, ni tan siquiera identificar,
apuñaló a Thoebellon en un bosque mientras cazaba un venado. Su hijo Aldimar se
convirtió en el señor de la Casa Uskevren.
Aldimar era el severo padre de Thamalon. Sus ojos eran tan duros e implacables
como dos puntas de espada, y hablaba a sus traviesos hijos si no era para tratarlos con
desprecio mordaz.
El gran oso que era aquel hombre eructó, agitó una mano peluda de toscos dedos y
respondió con voz resonante:
—¿Adónde?
Aquel hombre con aspecto de plantígrado levantó la copa, que nunca estaba lejos de
su mano, y le dio la vuelta ante Aldimar. No cayó nada. Estaba vacía.
Thamalon se vio de vuelta en el gran salón, otra vez joven y empapado de frío sudor,
parpadeando ante el cáliz, que reposaba en la mesa en lugar de estar en la mano de Roel.
Sin mediar palabra, Nelember le pasó una jarra con algo caliente, húmedo, y
relajante —caldo de faisán— y pronunció unas sencillas palabras:
—Los padres ricos siempre tienen que tomar estas decisiones sencillas, ¿no?
—Pensad en ello como si fuera la única verdad cuando todo sea incierto.
Por aquel entonces, Aldimar era tan joven como inexperto, aunque con suficiente
formación y astucia como para dirigir una familia. Todo cuanto le aterraba era la venganza
de Roel, pero el viejo oso gruñó dos o tres veces y se lo tomó bien. Todas las horas que se
mantenía despierto (en lugar de tan sólo la mitad) las dedicó a perseguir a mozas, a beber, y
a caerse, borracho, de la silla de montar mientras cabalgaba de un pabellón de caza a otro.
El hijo mayor, Perivel, era el favorito de su padre, un joven apuesto y fornido, una
réplica exacta del jinete que era su tío abuelo Roel, pero inteligente y sagaz como el propio
Aldimar. Thamalon se convirtió en el observador callado y estudioso a la sombra de su
hermano… y, después de la instrucción que recibió de Nelember, una vez que sus días
desenfrenados llegaron a su fin, en el administrador de las finanzas. Le tenía auténtico
pavor a los arcones vacíos.
Bajo Aldimar, el clan de los Uskevren conoció una nueva prosperidad, que
sobrepasaba incluso la antigua grandeza alcanzada. Aldimar contrajo segundas nupcias y no
dejaba de adelgazar ni de irritarse cada vez más, al tiempo que su poder lo hacía el rey sin
corona de Sélgont. Perivel consideró muy seriamente conquistar Battleday. Este
controvertido reino al noreste de Sembia sería la provincia de Perivel, el «granero del
reino» así como su fuente de inagotables riquezas.
Como una bandada de lobos dando vueltas en torno a un venado herido, las familias
rivales se precipitaron para asestar el golpe mortal. Enemigos en los negocios como los
Soargyl y los Talendar, nuevos ricos como los Baerodreemer y los Ithivisk, contrataron a
brujos para desvelar la verdad. Cuando Aldimar ignoró sus visitas y se negó a presentarse
ante los Probiters, a los que se quejaron, se reunieron para planear la guerra; tras largos
debates, se pusieron de acuerdo e inmediatamente atacaron el Palacio de las Tempestades
con el objetivo de atrapar o asesinar a Aldimar.
—¿Qué es eso, por todos los dioses? —gritó Perivel, levantándose de la partida de
chethlachance y desperdigando las piezas del juego por todo el tablero, cosa que obligó al
anciano Nelember a huir agachado, temeroso de la peligrosa oscilación de la espada
envainada del heredero.
—Padre —urgió Thamalon, tras tirar su libro al suelo—, ¿qué vamos a hacer?
De una de sus mangas sacó una varita, y un gran puñal de la otra, y avanzó a
zancadas sin ver las aturdidas miradas que ambos hijos se intercambiaban a sus espaldas.
Hacía tan sólo un instante, ambos estaban pasando la tarde en espera de que su padre
les confiara los detalles de sus últimos planes. Esperaban a que les dijera a qué elevada
cifra ascendían los sobornos que tendría que pagar para evitar el encarcelamiento por el
escándalo de los piratas. Ahora, todo parecía indicar que se iban a enfrentar a un asedio
fatídico, viendo muy de cerca la tumba que esperaba a su padre… y acaso la de ellos
mismos.
El anciano tutor, tan pálido como la cera de las velas cercanas, tuvo que tragar saliva
dos veces antes de poder jadear:
El señor del Palacio de las Tempestades saltó hacia atrás y miró a un lado y a otro.
Fijó sus ojos centelleantes en lo que vio y chasqueó la lengua.
—Alejaos de mí, ¡los dos! ¡Qué futuro habrá para la Casa Uskevren si un rayo nos
parte a todos! ¿Eh?
Aldimar alzó una mano ordenando silencio a sus hijos, y él se plantó en el arranque
de las escaleras al tiempo que enfundaba de nuevo el puñal y agitaba una segunda varita
que había sacado de una manga.
Igual que la varita que ya tenía a punto en la otra mano, se trataba de un arma que
ninguno de sus hijos había visto antes; ni siquiera tenían noticia de que su padre hiciera uso
de ellas.
Una lanza hecha de mágico fuego negro ascendió desde abajo para ir a dar,
acompañada de chisporroteos, a la cabeza de Nelember, que desapareció entre sus hombros.
Mientras su cuerpo danzaba y se tambaleaba en medio de espasmos, otro grito proveniente
de abajo se abrió camino. Los tres Uskevren sabían muy bien de quién se trataba.
—¡Aldimar! —rugió Rildinel Soargyl, su voz tan profunda como los resoplidos del
toro al que se parecía—. ¡Eres hombre muerto! Eres demasiado cobarde para rendirte o
luchar. Juro que vamos a arrasar este lugar hasta que te encontremos o mueras aplastado
bajo sus ruinas. Por todas las monedas que Waukeen haya olvidado, ¿dónde estás?
—¡Aquí, Rildinel! —gritó Aldimar, con el mismo tono burlón de una muchacha que
hace escarnio de alguien que la busca—. ¡Aquí!
Cuando su viejo amigo Nelember se desplomó en el suelo tras él, cobraron vida las
dos varitas que obraban en las manos de Aldimar, inundando la escalera con un torrente de
fuego.
Los hombres armados que subían por los escalones proferían desgarradores gritos
mientras morían abrasados, al igual que sus espadas y armaduras. Detrás de los guerreros,
una figura de ropajes oscuros se tambaleaba entre los fuegos y sus tinieblas, que ahora
remitían. Un instante después, lo que quedaba de la antesala estalló y salió proyectado hacia
el cielo. La explosión lanzó hacia atrás a los tres Uskevren, castigando sus oídos con un
terrible zumbido. Al parecer, algún mago no había contado con la magia de Aldimar.
Una cabeza greñuda, oscura y húmeda de sangre rebotó por los escalones hasta
quedar al lado de las botas de Perivel momentos después. Los tres hombres conocían aquel
rostro de mirada fija. Daba la impresión de que también Rildinel Soargyl había sido pillado
por sorpresa.
—Hijos míos, me parece que la Casa Soargyl ya tiene un nuevo dueño —murmuró
Aldimar con sarcasmo—. Veamos si podemos darles otro antes de que alumbre la mañana.
La ambición bruta se merece su justa recompensa.
Mientras Perivel reprimía una risa por la macabra ocurrencia, las varitas de su padre
volvían a escupir fuego.
Tras la segunda avalancha de llamas, tan sólo se oyeron algunos gruñidos. De más
allá de las estancias privadas destrozadas se acercó un renovado estallido de furia, y la
delicada torrecilla de Ladyspire se vino abajo lentamente ante la mirada de los Uskevren,
mientras sus pequeñas ventanas arqueadas escupían llamas.
—Estoy seguro de que ella está en otro lugar, padre —dijo—. El…
Otra explosión sacudió los peldaños que pisaban, un instante antes de que se
desplomara la torrecilla. Y se vieron lanzados contra el muro más próximo. El polvo de las
junturas de aquellos pesados sillares se arremolinó mientras retrocedían trastabillando y se
alejaban de aquellos muros que se estremecían igual que si estuvieran vivos.
—Los Talendar pagan bien a sus magos —observó el patriarca cuando fue de nuevo
posible hablar y oír—. Ese anhelo por usar toda esa brujería oculta debe consumirlos. Pero
¡mirad! ¡Aquí estamos! ¡Somos unos villanos y unos traidores cuya presencia ya no es
posible tolerar en Sélgont ni un segundo más! —La sonrisa que cruzó su rostro era de lo
más ominosa.
»¡Dad con ellos, hijos míos —ordenó—, y rajadme a algunos magos! ¡Que lamenten
encontrarnos!
A zancadas, Perivel se dirigió a las escaleras para descender, pero el señor de la Casa
Uskevren puso una mano en su codo y lo arrastró hacia atrás. El hijo quedó perplejo por la
fuerza de la garra de su padre.
—No vayas abajo, te están esperando —dijo Aldimar con brusquedad—. ¿De qué
me sirve un heredero muerto?
—¿El pasadizo que lleva a las bóvedas? —preguntó Perivel con una feroz sonrisa—.
¿Salimos hacia los establos y los rodeamos para sorprenderlos por detrás?
Un destello azulado de luz mágica se enroscó casi con pereza, proveniente de las
manos alzadas y extendidas de una figura sombría que se hallaba en el patio de abajo. La
luz se abrió camino a través del polvoriento caos que eran los restos de la torrecilla de
Ladyspire, hacia la enorme herida causada en los muros de la casa debido a su derrumbe.
Su voz se fue apagando por lo fútil del intento. No tenía artes mágicas con las que
hacerles llegar cuanto les decía, y ya no había modo de salvarlos. Las mortíferas llamaradas
avanzaban por la sala inexorablemente. Mientras los tres Uskevren las observaban con
desaliento, el resplandor azul se abrió paso por la sala como un oleaje causado por una
tormenta. Barrió muebles y rígidos cuerpos caídos, rompió en mil pedazos lámparas y
espejos, y arrojó al suelo estatuillas.
—Las garras… airadas… de Tymora —jadeó Perivel, mientras los tres veían aquella
luz mágica, devoradora de todo, abrirse paso a través de la mansión, fundiendo los muros
de piedra como si fueran de mantequilla—. ¿Cómo vamos a luchar contra eso?
El anillo de la mano con que señalaba cobró vida, y el mago responsable de la llama
azul comenzó a dar alaridos y a tambalearse agónico, su cabeza ardiendo como una tea. Los
hijos de Aldimar miraron a su progenitor con renovada sorpresa. A lo largo de los años,
¿qué más había aprendido en secreto su padre, que decía rechazar la magia porque la
consideraba un sinsentido?
—Espero haber muerto antes de que la mañana apunte, pero que los dioses me
confundan si tengo intención alguna de ilustraros sobre tal particular.
—No nos deben quedar más que un puñado de hombres de la guardia —dijo
Thamalon con apremio—. ¡Puede que sólo quedemos nosotros tres!
—¿Y qué? Mientras estemos, lucharemos, hasta que no quede más que uno de
vosotros dos para escaparse. La Casa Talendar tiene tantos magos que lo último que deseo
es que uno de vosotros huya dejando unas huellas demasiado evidentes por haber usado la
magia… Seríais rastreados mediante conjuros y finalmente atrapados.
Se volvió hacia el ventanal en el preciso momento en que este estalló con una
tormenta de fragmentos de cristal igual que dagas y lenguas de fuego.
Aldimar se tiró al suelo, dejando que el estallido lo arrastrara dando vueltas a través
de la estancia al tiempo que gritaba:
—¡A tierra!
El suelo se levantó para golpear el mentón de Perivel, haciendo que sus dientes
castañetearan. El aire estaba tan caliente que causó ampollas en sus mejillas y aulló en
torno a él.
Cuando pudo ver de nuevo, un fuerte olor a chamuscado invadía el aire, y pequeños
fuegos danzaban a lo largo de los muros y el techo.
—¿Padre? —llamó.
—Ese soy yo —dijo con una voz tan crispada que Perivel apenas la reconocía.
—Perivel —exclamó el señor del Palacio de las Tempestades desde algún lugar en
aquel caos lleno de polvo irrespirable—. ¡No te acerques! —La voz de su padre era bronca
y transida de dolor, aunque por lo menos volvía a parecer la de Aldimar Uskevren.
—¿Padre? —llamó Perivel al tiempo que pasaba por encima de unos muebles
destrozados y buscaba la espada a tientas.
—¡Hermano! —jadeó—. Y…
Ambos hermanos cayeron, para, a continuación, jadear debido al nuevo dolor que
sentían mientras se veían arrastrados por encima de tantos muebles astillados.
Fueron a parar contra una estatua caída, cuyos brazos se habían perdido, la cual
representaba a una mujer alada que siempre había desplegado más picardía que modestia, y
se vieron de nuevo frente al muro desaparecido y a su padre.
Se dirigía hacia la gran abertura donde habían estado las ventanas de las estancias
privadas, hacia los patios de abajo donde estaban los magos de los Talendar y los Soargyl.
Las piedras que con él iban emitían terribles rechinares, cavernosos y chirriantes, que a
punto estuvieron de ahogar la inusual vocecita proveniente de Aldimar.
—Morir, hijo —dijo Aldimar mientras el flujo pétreo le llevaba hacia los cielos—.
Estoy ocupado en mi muerte. Por favor, ahora no me molestéis.
Los hijos del señor de los Uskevren se vieron agarrándose a los pilares y a los
bordes de los sillares quebrados que rodaban para no ser arrastrados por el alud de piedras
que estaba cayendo. En aquel momento, Aldimar estaba muy por encima de ellos; la
trémula ola de piedra ocultaba la luz de la luna.
El señor de la Casa Uskevren se giró para mirar abajo, hacia sus hijos.
Les hizo un gesto con la mano que se convirtió en una señal terminante de la magia
que poseía, y la lengua de piedra se desplomó con una velocidad tan súbita como terrible.
Cuando aquel puño de piedra golpeó el suelo, las ruinosas estancias privadas se
estremecieron. Perivel y Thamalon corrían y tropezaban con desesperada precipitación.
—¡Morid Soargyl! ¡Morid Talendar! Y enteraos bien: ¡los Uskevren cumplen sus
promesas!
Aquellas palabras fueron como un rugido que se elevó por encima del creciente
polvo, un alarido magnificado por la magia después de que los labios que lo habían
pronunciado ardieran hasta no dejar rastro. Aldimar Uskevren había desaparecido para
siempre.
—¡Lo juramos! —añadió Perivel con una voz que sonó como diamante cortando
cristal. Elevó la mano y saludó a su padre con la espada que sostenía. No era su acero, que
Thamalon había vuelto a perder en algún momento, sino una simple espada de combate que
colgaba en una de las estancias privadas desde hacía tanto tiempo que ninguno de los
Uskevren era capaz de recordar.
—Me pregunto qué otros secretos debe albergar esta mansión —dijo en susurros el
menor de los hermanos al tiempo que observaba las runas brillar a lo largo de la espada de
Perivel.
En otra parte del Palacio de las Tempestades, otro joven airado con espada observó
enfurecido los rayos y gruñó:
—Im… Imploro vuestro perdón, lord Talendar —masculló el herido—, pero dije la
verdad. Allí no había nadie más que yo y un buen montón de piedras cuando salí a todo
correr.
—Entonces, eso es cosa de los Uskevren —gruñó otro de los hombres que se hallaba
cerca, blandiendo una espada—. Deben tener un mago dócil.
—Aldimar Uskevren siempre decía que no quería saber nada de la magia —terció
un joven noble, volteando una hacha doble enjoyada.
—Al parecer, Aldimar Uskevren decía muchas mentiras —dijo bruscamente lord
Rajeldus Talendar. Apenas hacía unos minutos que era el nuevo señor de su casa, pero su
voz ya sonaba más implacable, más grave. Era obvio que gobernar familias transformaba a
la gente. Como mínimo, aprendían a dar órdenes con rapidez—. Mejor nos vamos. No voy
a avanzar de cualquier manera, en la oscuridad, en una casa alzada contra nosotros, acaso
con magos bien despiertos y esperándonos.
—Mañana será peor —bramó lord Loargon Soargyl. También él llevaba escasos
minutos siendo el señor de su clan, motivo por el cual, tal vez, había adoptado una actitud
grave—. Estarán esperándonos.
—No tengo la menor intención de poner los pies en ese lugar —sentenció Rajeldus
mientras miraba la oscura mole del Palacio de las Tempestades—. Con las primeras luces
del alba, rodearemos la mansión con nuestros arqueros, a distancia, y con flechas
encendidas haremos que ardan todos los Uskevren que queden dentro. Dispararemos a
cualquiera que pretenda salir y dejaremos que los demás se cuezan.
Loargon Soargyl echó una larga mirada a la mansión. Parecía darse cuenta de que
tendría la ocasión de saquear la legendaria fortuna que encerraba su interior. Sin embargo,
si los Soargyl estuvieran en cualquier otra parte, nada impediría a los Talendar irrumpir en
masa en el Palacio de las Tempestades para saquearlo. Luego no tendría sentido discutir
acerca de tal proceder con aquel joven señor de los Talendar de temple frío.
—Aquí estaremos —gruñó—. Nada de peleas entre nosotros. Haced saber a vuestros
arqueros que vamos a venir a las primeras luces del alba. Quemaremos el Palacio de las
Tempestades y a todos los Uskevren dentro. —Lanzó otra mirada a la mansión. El humo
todavía salía entre aquellos muros destruidos—. Que los dioses den a los Uskevren el
destino que se merecen.
Aquella lisa y dura empuñadura negra guarnecida con una estrella, tan querida,
transmitía una sensación a la mano de Thamalon. Los dedos le ardían en deseos de sacar la
daga y lanzarla implacablemente contra algunos de aquellos inolvidables rostros furiosos.
La voz era femenina, y denotaba tanto desespero como rabia. Thamalon retornaba
lentamente, parpadeando, a la luz, desde un infierno interminable hecho de Aldimars que
morían y Palacios de las Tempestades ardiendo, un infierno por el que corría y corría,
mientras atravesaba estancias en las que oía a los hombres morir gritando, sin dar nunca
con una salida.
La luz provenía de una vela sostenida por la mano trémula y descubierta de lady
Teskra Uskevren, la cera caía sobre sus delicados dedos para salpicar el hombro desnudo de
Thamalon. Alguien, sin duda Teskra, le había vendado las peores heridas y lo había
acostado en una de las estancias para invitados, pero una espada y una armadura reposaban
en unas mesitas que había junto a él, dispuestas para su uso.
Sin decir palabra, Thamalon se incorporó y trató de quitarse los pantalones que aún
llevaba puestos, con el fin de calzarse la armadura.
—No hay tiempo para eso —gritó Teskra, los ojos como dos llamas cargadas de
furia—. Ya están aquí, he agotado todas mis flechas, y no tengo la fuerza para disparar una
de esas ballestas. ¡Hazte con la espada y ven! Perivel no va a contenerlos solo eternamente.
Thamalon reparó en que todavía llevaba las botas en los pies. Recogió la espada y
una correa con dagas, y se precipitó hacia la puerta, con Teskra pegada a él. De sus caderas
pendía una pequeña espada, y en sus antebrazos llevaba dagas sujetas con correas. Un
escudo de la guardia de su casa rebotaba sobre el escote de su blusa de seda haciendo las
veces de rudimentaria coraza pectoral, y otro escudo iba atado precariamente a su costado
derecho. Thamalon recordó con tristeza que probablemente ningún hombre de la guardia
estaría lo suficientemente vivo para necesitar de nuevo un escudo.
Ante esa imagen, estallaron al unísono en carcajadas, tan sólo un instante antes de
que Teskra y él entraran en una estancia destrozada que se utilizaba para guardar la ropa
blanca. Saltando por encima de montones de escombros, Teskra encabezó la marcha a
través de una brecha del muro para dirigirse hacia donde Perivel permanecía agachado, tras
los restos de una pared chamuscada por un conjuro, mientras disparaba flechas con rostro
adusto.
—Vosotros dos, ¡vigilad! Se arrastran a lo largo de los muros, por donde no puedo
verles.
Thamalon vio el destello del acero caer sobre ella incluso antes de que Teskra diera
un alarido. Con su espada interceptó el golpe y apartó la espada enemiga, rechinando, hasta
el muro, a escasos centímetros de la cadera de la dama. Teskra se levantó de un salto para
recular, todavía con la trémula vela en su mano. Y la empotró en el rostro del guerrero
barbudo.
Mientras el hombre caía, relampagueó una de las dagas que la dama se disponía a
clavar en el cuerpo que se desplomaba, pero la cabeza del enemigo golpeó el muro,
produciendo un sonido húmedo y grave. Mientras el resto del cuerpo seguía su camino
hacia las losas del suelo, el fláccido cuello le hizo saber a Teskra que no había ya necesidad
de clavarle ningún acero a aquel enemigo.
Thamalon ya estaba avanzando por el muro a zancadas, la ira lo ahogaba y con ella
el deseo voraz, la necesidad de atravesar a cualquiera de aquellos hombres responsables de
haber asesinado a su padre y haberlos desposeído de su hogar. No tardó mucho en ver
satisfecho su anhelo. Frenó y ladeó una lanza con la espada para, acto seguido, agarrar por
el cuello a quien la blandía, darle la vuelta y lanzarlo contra otro hombre de armas que iba
detrás. Luego lo atravesó con la espada para dejarlo allí ensartado. A continuación, se
apoderó de la espada del enemigo mientras este, atravesado, gritaba y se desgarraba. La usó
para abrir la garganta de un segundo guerrero. Después retrocedió precipitadamente a
donde Perivel y Teskra impedían el paso a los hombres que arremetían contra ellos desde el
otro lado. Cuando Thamalon se les unió, emanaban rayos de la punta del acero de Perivel, y
allí donde daban perecían los hombres.
—Trato de localizar a Rajeldus o a Loargon, pero deben estar bien lejos, fuera de mi
vista —jadeó Perivel—. ¿Cómo pinta la cosa, hermano?
—Nada bien —respondió Thamalon con honestidad—. Hay muchísimo humo ahí
detrás, y también más allá. Deben haber dispuesto fuegos contra las murallas para quemar
la casa mientras nosotros les combatimos aquí.
—¡Huir! ¿Y dejarte morir solo? —exclamó Teskra con las mejillas encendidas.
Arrojó una piedra al rostro de un hombre de armas de Talendar, y luego le clavó la daga
bajo el mentón. La sangre del guerrero la empapó antes de que pudiera retirar el arma.
Empleó el cuchillo a manera de mango para arrastrar aquel cuerpo hasta situarlo delante del
próximo agresor—. ¿De quién ha sido esa idea?
—Señora, nos honráis —le respondió Perivel mientras cargaba con todo el poder de
su acero contra un enorme guerrero de los Soargyl, cuyo mostacho y nariz aguileña le
hacían parecer una morsa—, pero estamos obligados a obedecer la última orden que nos dio
nuestro padre. Uno de nosotros debe poneros a buen recaudo, y permanecer vivo para ser
padre de otro Uskevren.
—Para morir en las batallas que vendrán —replicó con amargura su madrastra—.
Mientras yo lo observo sin mi Aldimar.
Thamalon giró la cabeza para gritar una respuesta desafiante. Pese a que los
combates lo asustaban y asqueaban, no era aún el momento de partir y abandonar a Perivel
a las espadas de una veintena de hombres que anhelaban su sangre.
Nunca salió aquella negativa de su boca. Con un súbito estruendo, una viga se abrió
paso desde lo alto para desplomarse en medio de una lluvia de chispas. Se precipitaron en
cascada escombros ardientes, lo que obligó a que Teskra diera un salto desesperado para
ponerse a salvo. Sus rodillas golpearon la garganta del asustado Blester Soargyl, este
todavía se ahogaba cuando ambos golpearon el suelo al unísono. La daga de lady Uskevren
se alzó enérgicamente para clavarse en el rostro y la garganta del guerrero.
Era un gran cáliz de metal sin adorno alguno, negro, aunque al parecer invulnerable
al fuego. ¿Sería… el Trago de los Uskevren? Su padre le había hablado de él, y había
mencionado que todo aquel que lo tocara sin ser de la familia se quemaría las manos.
Thamalon se dispuso a recibir la carga del guerrero Soargyl del que se había zafado.
Con su acero frenó el ataque conjunto de espada y de daga que el hombre se disponía a
asestarle. Casi al instante, se vio obligado a ceder terreno al resbalar y tropezar con los
escombros. Ambos cuerpos chocaron y el tamaño y el impulso del Soargyl hizo que
Thamalon retrocediera.
Una inesperada quemadura, más dolorosa aún que las ampollas, hizo que el joven
Uskevren gruñera de dolor. La afilada hoja del enemigo le había abierto un gran corte en su
descubierto bíceps. Con rictus burlón y fiero, el Soargyl arremetió con toda su fuerza,
logrando así acercar de nuevo el acero a Thamalon más… y más…
Teskra se irguió tras el hombre de armas como si de una sombra vengativa se tratara
y saltó para alcanzar con la daga el cuello del guerrero. Le abrió la garganta.
—Había olvidado que fuera capaz de eso. Ald, tu padre, me lo mostró en cierta
ocasión en que habíamos bebido demasiado. —Una pena profunda se le dibujó en el rostro
por un instante. Tragó saliva y sacudió la cabeza mientras le temblaban los labios; luego
exclamó—: ¡Basta! Ya va siendo hora de que obedezcas las órdenes de tu padre y de tu
hermano, y te alejes de aquí.
Teskra asintió con impaciencia, esforzándose por ver a través del humo que surgía
en oleadas, y entonces su rostro se tensó.
Teskra le lanzó una mirada, luego, con dedos hábiles y veloces, aflojó una correa de
cuero de uno de sus antebrazos.
Tan pronto como tuvo una de sus dagas libre, golpeó con ella un brazo de Thamalon.
Acto seguido, cruzó la mirada con la del atónito joven mientras le decía:
—Andas escaso de aceros, Tham. Nunca llevas los suficientes. Coge esta daga, y no
dudes en usarla.
Thamalon bajó la vista hacia el cuchillo, y reparó en que llevaba una estrella blanca
grabada en la lisa empuñadura negra. Y alzó la mirada para observar a los enemigos de
nuevo.
Aquellos guerreros los habían visto y les habían tomado la medida. Empezaron a
dibujarse frías sonrisas en sus rostros mientras iban acercándose con movimientos cautos
entre cuerpos desmadejados, brasas menguantes, y escombros.
Unos cascos resonaron sobre los guijarros al avanzar, mezclándose con el rugir de
las llamas, de las vigas que caían, y de los gritos de los hombres que morían allá donde la
espada de Perivel restallaba con brío. Entre el humo apareció un caballo encabritado; la
emprendió a golpes con las pezuñas, y cayó uno de los guerreros de rutilante armadura.
Sobre el caballo había un jinete, quien instó a su montura a derribar a golpes y a pisotear a
otro soldado, al tiempo que él mismo le asestaba un tajo a un Talendar.
La cabeza con yelmo del guerrero se fue hacia atrás mientras su cuerpo, enfundado
en la armadura, siguió adelante durante unos pocos y desarticulados pasos para terminar por
derrumbarse. Roel vio a uno de los hombres que había derribado anteriormente
esforzándose por darse la vuelta y levantarse, por lo que empujó hacia atrás su caballo unos
pasos, hasta que el animal propinó una buena coz en el rostro del guerrero.
Aquel hombre perdió todo interés por alzarse o plantar batalla, ni siquiera sentía las
brasas crepitantes. Roel echó atrás la cabeza, sus carcajadas resonaron con estrépito.
Corriendo a Zancadas, Teskra cubrió la pequeña distancia que la separaba de él y, de un
salto, se le aferró, rodeándole el vientre con sus piernas a manera de tijeras, mientras le
cubría el rostro de besos.
Durante un momento, Thamalon la estuvo observando con la boca abierta, hasta que
Roel reparó en su presencia y volvió a emitir sus estruendosas carcajadas.
—Por todos los dioses del cielo, muchacho, ¿no habías visto nunca a un par de
amantes? ¡Qué cara tienes!
—No hace falta, Tessie —dijo Roel lentamente—. Hay caballos de sobras para todos
por ahí detrás.
—Todos cuantos cuidaban nuestros caballos han muerto. Vaciaron las cuadras antes
de atacar, supongo que para evitar que os escaparais a toda prisa una vez que empezara la
fiesta. Rompí una espada, pero más o menos hay una docena ahí detrás que no cocinarán
ningún banquete matutino en este fuego.
—Por todos los dioses —exclamó Thamalon como para sí—. ¡Se diría que eso le
hace feliz!
Al pasar corriendo junto a Teskra, la mujer le dirigió una sonrisa que indicaba que
había oído sus palabras. La dama retenía las riendas del caballo de su amante, de este modo
Roel podía tener una espada en una mano, mientras la otra se dedicaba a algo mucho más
interesante. Lady Ilrilteska alzó la cabeza y dirigió al cielo rebosante de humo un largo y
estremecido jadeo, entre tanto Thamalon seguía corriendo a través de la espesa humareda.
El jadeo de la dama no se debía a ningún dolor.
El joven Uskevren halló los caballos resoplando y coceando, presos de pánico por el
fuego y el montón de cuerpos humanos ensangrentados que los rodeaban. Todos ensillados
y con las bridas puestas, permanecían atados a la verja del jardín. Eligió uno que ya había
montado antes. Enojado, reprimió el intento del equino por desembarazarse de él y, una vez
en el lomo, regresó a la cortina de humo. Para obligar al animal, tuvo que acicatearle las
ancas con el plano de su espada y dirigirlo con mano firme mediante las riendas.
Difícilmente podía culpar al animal de su reticencia, y menos cuando llegó a sus oídos el
entrechocar de los aceros.
Una vez más, el humo se arremolinó, abriéndose una brecha en él como quien
descorre un cortinaje, para revelar a Roel y Teskra midiéndose con cinco, no, seis guerreros
de los Soargyl. Cuando Thamalon se acercó, uno de ellos alzó los brazos y luego se
desplomó con el vientre abierto en canal.
Aquello ya le pareció demasiado al caballo del joven Uskevren, hasta que le cayeron
sobre su cruz dorsal unas brasas ardientes.
Salido de la nada, apareció ante la montura de Thamalon un Roel risueño que, con
Teskra aferrada a su espalda, lo saludó alegremente.
Roel desenvainó su espada y la lanzó con toda su fuerza. Emitió destellos mientras
daba vueltas en el aire, hasta que alcanzó a Ereldel Talendar en la cabeza, donde se clavó
profundamente.
Ereldel se desplomó con lentitud, igual que un árbol que cae a su pesar, mientras
Roel gritaba:
Perivel le ofreció una fiera sonrisa a modo de respuesta, sólo un instante antes de
que Marklon Talendar propinara con toda la fuerza de sus dos manos tal golpe que partió en
dos la antigua espada que Perivel sostenía. La profusión de resplandores azules obligó a
todos los combatientes a retroceder aturdidos.
—¡Aquí… estoy! —gritó Perivel, jadeando, al tiempo que se hacía con la espada de
un cuerpo abatido. La blandió al aire y gritó—: ¡Por los Uskevren, hasta el fin de los días!
Aquel a quien los criados de los Uskevren llamaban el Gran Qso jamás se recuperó,
y rara vez abandonó el lecho durante aquel año, que pareció interminable. Fueron muchas
las noches en que Thamalon halló a la orgullosa Teskra llorando a solas en una de las
estancias de la torre mientras, como si tal cosa, vaciaba una jarra tras otra y miraba las
iluminadas calles de la cruel Sélgont.
Jamás salió de la boca del joven Uskevren una palabra de reproche. En lugar de ello,
se sentaba a su lado. Habitualmente ella nunca decía nada, se limitaba a ofrecerle una jarra,
de la que él bebía uno o dos tragos. Permanecía allí sentado hasta la mañana siguiente,
meciéndola contra su pecho si el sueño la vencía. Por ese hecho, ahora la veía más como
una hermana pequeña que como su madrastra, aunque roncara como un caballo.
Thamalon procuraba no mirar a los ojos apenados de los pocos criados que
permanecieron a su lado mientras iniciaba, apesadumbrado, la larga labor de recomponer
los pedazos. Abandonó Sélgont durante algunos años, dejando el Palacio delas Tempestades
reducido a cenizas, para comerciar en los puertos de Sembia más humildes e incluso en el
vecino reino de Cormyr. Lentamente rehízo la fortuna familiar, una labor que muy bien
hubiera podido abandonar, preso de desesperación, de no haber contraído matrimonio con
Shamur, cuyo fiero temperamento, sus ardides y coraje hicieron que renaciera en él la
vitalidad.
Por supuesto, los rumores se desataron por doquier, avivados por los clanes —
Soargyl y Talendar entre los más destacados—, que no se sentían nada complacidos al ver
cómo regresaba un enemigo derrotado. Pero Thamalon Uskevren se desenvolvía con gran
equidad en los salones comerciales de Sélgont. Eso era algo que rara vez hacían otros
orgullosos clanes.
Se contrató a magos. La luz de las mañanas desvelaba más cuerpos tendidos por las
calles, así como almacenes y embarcaciones de los Soargyl y de los Talendar que habían
ardido del mismo modo que antes lo había hecho el Palacio de las Tempestades.
Cuando el coste resultaba muy elevado, los únicos fuegos que quedaban eran los que
ardían lentamente en los ojos de los Soargyl y los Talendar, pero las dos familias ya no se
atrevieron a atacar abiertamente a los Uskevren o a los criados del clan en plena calle.
Pasaron los años, el Palacio de las Tempestades renació de sus cenizas para
desplegar su opulenta gloria, y mucha gente de Sélgont acabó por respetar la honestidad de
Thamalon, su atrevida aunque honrada forma de hacer negocios, así como su rápido
ingenio para los mismos. La familia de los Uskevren disfrutaba de una auténtica
prosperidad, se la admiraba ampliamente, y también volvía a tener enemigos.
«Malditos sean todos los dioses danzantes —pensó Thamalon—, este hombre puede
ser Perivel, o alguien que ha tenido acceso a un Perivel cautivo y mucho tiempo para
interrogarlo acerca de los asuntos de la familia».
Alzó la vista hacia los murmullos procedentes de las galerías que daban al salón.
Vislumbró una manga que sabía que pertenecía al vestido de su hija Thazienne, y dejó caer
de nuevo la mirada sobre los enemigos que tenía sentados a su mesa. Sus hijos e hijas
hubieran tenido que ser criaturas de una increíble presteza para haber respondido tan
rápidamente a una orden de Erevis Cale. Alguno de los otros criados les debían de haber
advertido de lo que se estaba cociendo en el salón.
«Dioses todopoderosos, haced que mis hijos permanezcan callados al menos hasta
que se haya celebrado la prueba».
Con aquel mago a sueldo, henchido de orgullo por sus conjuros mortales, y el
legislador presente, haría falta poco más que unas palabras desde las galerías en voz
demasiado alta, las armas aparte, para darles una excusa suficiente a los Talendar y a los
Soargyl y que estos empezaran un combate en serio.
Thamalon no tuvo necesidad de mirar para saber cuándo entró su esposa en el salón.
Podía sentir la calidez de su mirada y, como siempre, se sintió más fuerte, como si su
presencia fuera a un tiempo un manto y una armadura que lo protegieran. Debía haber
regresado pronto de esa fiesta que iba a durar hasta altas horas de la madrugada. Con sólo
un vistazo, Shamur fue consciente del peligro que allí había, y mantuvo callados a los
niños.
Por supuesto, un peligro siempre lleva a otro. Jamás hubo nadie en Sélgont, ni
siquiera Thamalon, capaz de mantener a Shamur callada.
Allí estaba, bien visible, una enorme copa de aspecto humilde, vieja, aunque de
algún modo poderosa, tan firme como las viejas piedras de los cimientos del Palacio de las
Tempestades. Erevis Cale, consciente de la importancia de la ocasión, alzó lentamente la
bandeja ante él para que todos los ojos pudieran ver bien el Cáliz Ardiente.
Iristar Velvaunt señaló con un dedo la mesa, dando a entender que el mayordomo
debía dejar la copa ante él, pero Cale pasó ante el mago tranquilamente y llevó la bandeja
hasta su señor.
Thamalon lo obsequió con una sonrisa de asentimiento, y con un ademán indicó que
el mayordomo debía llevar el cáliz al llamado Perivel Uskevren.
El pretendiente miró receloso el interior del objeto. Estaba vacío y tenía algo de
polvo. Como si la aparición de la copa hubiera despertado súbitamente ala joven criada,
quien había estado quitando el polvo a todo el salón, esta se giró y avanzó discretamente,
sosteniendo en su esbelta mano un trapo a punto de entrar en acción. Thamalon le indicó
con un movimiento que regresara a la penumbra. La sirvienta inclinó la cabeza en callado
acatamiento y regresó a su labor.
Perivel dudaba, y giró ligeramente la cabeza, como si esperara alguna señal del
mago. Presker Talendar sonrió ligeramente hacia las galerías, desde las que los callados
Uskevren miraban hacia abajo, pero si el mago Velvaunt hizo una señal al pretendiente,
Thamalon no la vio.
Repentinamente, el hombre que aseguraba ser Perivel Uskevren alargó una mano
hacia la bandeja que Cale, inmóvil como una estatua, le tendía. El pretendiente estiró una
mano, dudó, y luego aferró la copa igual que el halcón arremete contra la presa. La agarró,
la levantó… y la mantuvo en alto para que todos la vieran: un cáliz que no ardía, que
simplemente era un recipiente viejo y vacío.
Sin haberse quemado, pero tampoco esperando que nadie le respondiera, dejó la
copa sobre la mesa.
El legislador, mirando cautamente a lo largo de la mesa sin fijar su vista sobre nadie,
preguntó formalmente:
—Saer Velvaunt, ¿se trata efectivamente del auténtico Cáliz de los Uskevren?
El mago inclinó la cabeza, sonriendo con suficiencia, y pasó la mano ante la copa
con una complicada floritura.
El legislador de Sélgont alzó la mirada para dirigirla hacia los ojos de Thamalon.
—¿Cordriwal?
—Mago, ante Saer Velvaunt, decidme, ¿ha podido lanzarse, hace tan sólo un
instante, algún tipo de sortilegio sobre el Cáliz Ardiente?
—Oh, sí —dijo con toda naturalidad, apuntando al hombre que aseguraba ser Perivel
Uskevren—. Saer ha lanzado un conjuro sobre él justo antes de que el caballero alargara la
mano para tocarlo. Velvaunt acaba de retirar el encantamiento hace tan sólo un instante,
cuando pretendía identificar el cáliz. Él…
Cuando los ojos de Thamalon se cruzaron con la mirada burlona del brujo a sueldo,
se mostraron tan acerados y afilados como dos dagas desenvainadas.
—También he oído decir eso —respondió el señor de los Uskevren—. Que lanzar
demasiados sortilegios imprudentes puede matar a cualquiera. ¿Ha sido esa también vuestra
experiencia, Saer?
—En el pasado he visto que ambos errores resultaban mortales, pero espero no tener
que verlo de nuevo. —Alzó una mano mientras hablaba, y todos vieron que unas pequeñas
estrellas parpadeaban en torno de sus dedos.
—Me limitaré a solucionar las dudas de todos los aquí presentes mediante un
sortilegio sobre el cal…
Thamalon apenas movió el dedo meñique izquierdo, pero Cale estaba muy atento. El
mayordomo avanzó dos pasos. Y se agachó para tirar de una de las patas de la silla del
brujo. El movimiento fue tan rápido como el relámpago y derribó al espantado Velvaunt.
Las motas de luz del conjuro se diseminaron en todas direcciones, al tiempo que varios
comensales quedaban inmóviles, a medio levantarse, para volver a sentarse a renglón
seguido. Media docena de hombres enfundados en armaduras negras aparecieron entre los
cortinajes. Sobre sus pechos llevaban la brillante cabeza dorada de caballo que era el
emblema de los Uskevren. Portaban espadas empapadas en vino adormecedor. Al fin y al
cabo, se le había pagado a Velvaunt para tenérselas precisamente con aquel tipo de
contrariedades.
El bien retribuido brujo se puso en pie mientras gruñía furioso. Levantó una mano
para señalar al mayordomo, pero se detuvo bruscamente cuando cuatro de aquellas espadas
le rodearon con sus brillantes puntas.
—Lamento lo de la silla. Repararé inmediatamente lo que quiera que sea que haya
causado el fallo en la pata y, mientras tanto, estaré encantado de proporcionaros otro
asiento.
—Muy bien pudiera ser así —respondió Thamalon—, y no aceptaré aquí los
resultados de cualquier encantamiento que haya lanzado este brujo a sue…
Lord Flame de Lathander alzó una mano rechoncha, y una sarta de anillos brillaron a
la luz de las velas.
—No necesitáis hacer eso, lord Uskevren. Mis habilidades pueden determinar lo que
el señor legislador quiere saber. ¿Me permitís?
Antes de que nadie pudiera moverse o decir nada, la oración se acabó. El sacerdote
alzó las palmas de las manos hacia la bóveda. Todos lo miraron en expectante y ansioso
silencio.
—No —les dijo, procurando no mirar a lord Uskevren—, no está encantado con
recientes sortilegios, sólo antiguos, y son increíblemente fuertes pese a su antigüedad.
La vibración que se percibía en aquella trabajosa respiración le decía algo más: Roel
podía morir en breve.
Los ojos de Roel se hincaron en Thamalon como si fueran dos puntas de espada que
se clavaran en sus tripas y lo alzaran sin poder evitarlo.
—Prométeme… —profirió con un tosco gruñido, que era todo cuanto Roel podía
articular en aquellos momentos. Se interrumpió, vacilante, ante la palabra que quería decir a
continuación.
Quien ya no volvería a ser aquel afable oso rugiente, había regresado al Palacio de
las Tempestades para abrirse camino entre el fuego en busca de los que estuvieran vivos. Se
esforzó en vano y regresó con aquel aspecto.
Roel luchaba por incorporarse agarrándose a la pálida dama que se hallaba al lado de
su lecho. Sus enormes manos eran huesudas, unas garras nudosas con las que torpe y
temblorosamente se asió de Teskra, haciéndole probablemente daño. Pero no salió de la
dama quejido alguno, y sacudió la cabeza cuando Thamalon se apresuró a ayudar a Roel.
Lágrimas calladas caían como lluvia sobre la ropa blanca.
—Haz que los Uskevren vuelvan a ser grandes —gruñó Roel—. ¡Ricos…
importantes… respetados! —La tos le sobrevino por un instante, y sacudió la cabeza. El
sudor provocado por su esfuerzo le brillaba por toda aquella ruina de rostro—. No pierdas
tu… tiempo…, como yo hice.
—Tío, haré que la familia recupere su orgullosa prominencia una vez más —
respondió Thamalon con fiereza—. Lo juro.
La mano que cual garra se hincaba en el brazo del joven le estaba ocasionando un
moretón.
Cuando la cabeza de Roel cayó hacia atrás, Thamalon vio que aquellos labios
destrozados mantenían una última y fiera sonrisa.
—Dejad que me exprese con absoluta claridad acerca de esto —dijo el legislador de
Sélgont con sumo tacto, procurando no mirar a los airados rostros de los hombres de armas
que se cernían sobre la mesa—. ¿Este cáliz señala quién es y quién no un auténtico
Uskevren?
—¡Así es! —tronó Perivel con actitud triunfante—. Esta copa se halla bajo un
sortilegio más antiguo que cualquiera de los aquí presentes, de modo que quema la piel de
cualquiera que decida tocarlo y no tenga auténtica sangre Uskevren. Mi antepasado
Thoebellon dispuso el conjuro tras la muerte del mago Helemgaularn. ¡Contemplad!
Todos los ojos en el salón siguieron el gesto de su mano en la copa, grande y sobria,
que ahora ya no llameaba.
—Ninguna mano falsa la toca ahora —dijo Perivel mientras lanzaba una mirada a
Thamalon cargada de significado—, por lo que así permanece tranquila, a la espera. Nadie
sino aquellos con sangre Uskevren pueden tocar el Cáliz Ardiente sin que se despierten sus
llamas.
—¿Nadie sino aquellos de auténtica sangre Uskevren pueden tocar el Cáliz Ardiente
sin que este arda? —preguntó lentamente el legislador Loakrin, Lanzó una mirada a
Perivel, quien, tras asentir, giró la cabeza para observar a Thamalon.
Su voz se fue apagando igual que el sonido de una gaita que alguien hubiera dejado
de soplar, pues se había quedado boquiabierto.
Todas las cabezas se giraron para seguir su atónita mirada; aquí y allá, a lo largo del
oscuro salón, se repitió la misma actitud boquiabierta.
La criada que había estado dando brillo a todo el salón avanzó hacia el cáliz de
repente. Le aplicó un trapo con concentrada atención, dándole vueltas sobre la mesa con sus
manos desprotegidas. De la copa no salió ni una llama.
Los hombres en torno a la mesa la miraron fijamente durante un largo y tenso rato,
mientras ella daba brillo al cáliz, aparentemente ajena al escrutinio al que estaba siendo
sometida.
—Creo, y por la presente declaro con palabras que repetiré ante el Sabio Señor
Probiter —lord Sage Probiter— y el mismo Hulorn, que ante una acusación tan seria habrá
que aportar más pruebas que la de las llamas, las cuales pueden o no proceder de este cáliz.
Sembia es tierra regida por la ley, y siempre será así. He hablado.
Dejó caer una pesada mano sobre la mesa, y como si fuera una respuesta, el cáliz se
elevó en el aire para quedar majestuosamente por encima de las jarras, y se cubrió con un
breve halo de llamas.
Mientras crecían los murmullos entre la servidumbre que presenciaba los hechos,
Thamalon se permitió una sonrisa de alivio. Al menos, aún funcionaban aquellos trucos de
salón que Teskra le había enseñado con la ayuda del anillo de su dedo meñique.
Así pues, los Uskevren aún morarían un tiempo en el Palacio de las Tempestades,
por lo menos hasta que aquel pretendiente, o cualquier otra conspiración, clavara sus garras
en ellos de nuevo.
Thamalon Uskevren brindó a sus huéspedes una sonrisa insulsa. Descendió su vista
hasta la inmóvil y fría figura de Cordriwal Imleth, quien yacía en la alfombra (habría
mandado llamar a los sanadores, y pagado generosamente por su resurrección, pero sabía
que ya era demasiado tarde y no serviría de nada), y se hizo a sí mismo una callada
promesa: ningún vástago de la Casa Talendar, Soargyl, ni ningún otro que pretendiera ser
Perivel Uskevren, podría dormir plácidamente de aquella noche en adelante.
Y todo Sélgont sabía que Thamalon Uskevren era hombre de palabra, un hombre
para quien lo prometido era deuda.
LA MATRIARCA
Tan pronto como se inició la primera escena, a Shamur Uskevren le comenzó a doler
la cabeza. La obertura, con inesperadas disonancias e irregulares tempos, había desgranado
sus chirriantes notas, pero ahora que los cantantes, enfundados en sus fantasiosos ropajes,
habían comenzado a cantar, la ópera se había tornado verdaderamente desagradable. Ni la
letra de las arias, ni la acción que se desplegaba frente al anfiteatro al aire libre guardaban
coherencia alguna y, sin embargo, la esbelta matrona de cabellos rubios y brillantes ojos
grises no podía librarse de la humillante sensación de que la historia tenía sentido, pero era
como un chiste cuya gracia no pudiera captar.
«¡Fantástico!», pensó Shamur. Por fin había logrado arrastrar al demonio de su hija
hacia un espectáculo adecuado para una jovencita, y la circunstancia se estaba convirtiendo
en una odiosa experiencia. Miró a la izquierda. Desvergonzadamente, Thazienne estaba
haciendo muecas y removiéndose nerviosa sobre la losa de piedra de un banco.
Shamur conocía a Darvus Baerent, del mismo modo que conocía a todos los
miembros de las mejores familias de Sélgont. Hasta aquel momento, hubiera jurado que
aquel noble mercader entrado en años era tan flemático e inofensivo como cualquier viejo
buey acostumbrado al yugo. Sin embargo, en aquellos instantes, jadeaba pesadamente al
tiempo que clavaba los ojos en la nuca de Tazi. Pese al fresco de la tarde, el sudor perlaba
su frente, y sus dedos rechonchos jugueteaban con la empuñadura enjoyada de su daga.
Molesta por sentirse ignorada, la compañera del mercader, una damisela de pecho generoso
suficientemente joven como para parecer su nieta, lo miró furiosa.
Aunque era difícil de creer, Shamur veía que algo malo le pasaba a Darvus. ¿Acaso
tenía un delirio febril? Aprovechó un momento de calma en la música para pronunciar el
nombre del caballero en tono frío y seco, lo que casi siempre sorprendía tanto a sus
inferiores en la escala social como a sus iguales. Cabe decir, sin embargo, que tal ardid
había dejado de surtir efecto en Tazi hacía tiempo.
Shamur pensó en ir tras Darvus, pero tan sólo un instante después, un grito agudo
recorrió el anfiteatro. Sobresaltada, escrutó la sala en busca de su procedencia. Varias
hileras de asientos por debajo de ella, la bella y pelirroja Kenna Toemalar se levantó de un
salto al tiempo que abría su vestido violentamente. Sus ojos, incontrolados, daban vueltas
en las órbitas, y su boca babeaba; la joven noble hurgaba en sus expuestas carnes, que se
arrancaba con extrema facilidad en pedazos semilíquidos. Sorprendentemente, ninguno de
sus vecinos dio un paso para evitar que hiciera tal cosa, ni siquiera retrocedió o giró la
cabeza para mirar con expresión estúpida.
—Está pasando algo —dijo la joven. Como era de prever, su voz parecía más
intrigada que alarmada.
Ante ellas, se erigía un gran salón cuyas líneas esenciales resultaban prácticamente
indistinguibles entre tantos pretiles, arcos, cornisas, frisos, entablamentos, torretas,
minaretes, pináculos, galerías, gabletes, gárgolas, vidrieras, y sólo los dioses sabían qué
más. Por un momento, la escena parecía equivocada, como si Shamur no debiera estar allí,
o no debiera estar allí otra vez. Pero aquella idea no tenía sentido, y cuando Tazi habló, se
desvaneció de su mente.
—Puedes burlarte aquí fuera —le dijo—, pero una vez crucemos esa puerta, espero
de ti tu mejor comportamiento. El mismísimo Hulorn nos ha invitado para participar en una
«experiencia estética única».
—Sé que la invitación dice que será extraordinario, y si careces del refinamiento
necesario para divertirte con ello, ten al menos el buen sentido de apreciar el honor que te
han hecho invitándote.
Oh, Tamlin había resultado un chico excelente, dijera lo que dijese su padre. Pero
Tal, su hermano menor, necesitaba aliento y guía. Ella tenía que supervisar todo
movimiento que hiciera, y no es que le pesara prestarle atención. Al menos, el chico hacía
un esfuerzo de vez en cuando. Pero Tazi, no. Tenía capacidad para aprender modos, música,
costura, y las otras artes femeninas, todo lo cual contribuiría a hacer de ella un buen
partido, o alguien apta para los secretos de la contabilidad y el comercio, lo que la
capacitaría para tomar parte en los negocios de los Uskevren. Pero todo lo que le interesaba
era las relaciones sexuales, parrandear con gente poco aconsejable, de clase muy por debajo
de la suya, hacer travesuras y, por lo general, meterse en problemas.
Más allá de la entrada, había un vestíbulo de techo alto iluminado con magia,
ricamente decorado con pinturas, tapices y esculturas, incluso con una estatua ecuestre de
mármol de gran altura en medio. La pieza representaba a Rauthauvyr el Cuervo, fundador
de Sembia, dando muerte a una gorgona, una gesta que, hasta donde alcanzaba el saber de
Shamur, el legendario guerrero protagonizó. Alrededor del pedestal se arremolinaba un
grupo de la aristocracia sembiana de lo más selecto; el ronroneo de sus conversaciones, el
frufrú de sus ropajes y el tintineo de sus abundantes joyas se mezclaban con las armonías de
los intérpretes del glaur, el zulkoon y el thelarr que sonaban desde el triforio.
Dolera era una hermosa cuarentona cuyo rostro en forma de corazón parecía, como
siempre, una paleta de cosméticos.
Usaba polvos de alabastro para blanquear su piel, fucus para enrojecer los labios,
kohol para enfatizar los ojos y tintura de belladona para engrandecer las pupilas. Aquella
noche llevaba un aterciopelado vestido naranja de amplio escote que apestaba a agua de
rosas.
Shamur ni siquiera tenía que mirar a Tazi para percibir que su hija estaba a punto de
estallar. Disimuladamente, dio un golpecito con el codo a su hija en las costillas.
—Según tengo entendido, Rolando decidió dar por finalizadas las clases con ella
muy indignado —murmuró Shamur a su hija—. Le dijo que tenía la gracia de una osa de
tres patas.
—Así que le has preguntado eso para humillarla —dijo Tazi—. ¿Por qué no me has
dejado responderle lo que me hubiera gustado decirle?
—Porque seguro que hubiera sido algún insulto grosero que habrías dicho con toda
la potencia de tus pulmones, y no es así como se juega. Si Dolera te saca de quicio, es ella
la que gana.
En aquel momento, la música de cámara cesó, y el intérprete del glaur sopló unas
notas a modo de fanfarria.
Una figura desgarbada, que avanzó a grandes pasos hasta el rellano de unas
escaleras, extendió los brazos en histriónico gesto de bienvenida. Le cubría de cabeza a pies
una voluminosa toga con capucha de terciopelo verde y paño de oro. Por la pomposidad de
su entrada sólo podía tratarse de Andeth Ilchammar, el Hulorn, un gobernante considerado
excéntrico incluso por sus propios amigos, y un loco rematado por sus adversarios.
Shamur se preguntó por qué había decidido aparecer con un vestido tan estrafalario.
Desde hacía días se cuchicheaba acerca de que el alcalde mercader, quien también resultaba
una especie de mago, aspiraba a transformarse en un titán o cualquier otra especie de
criatura sobrehumana. Quizá sus ropas ocultaban los estigmas de una metamorfosis fallida
o en curso. Conociendo a Andeth, bien pudiera ser que simplemente hubiera sucumbido al
deseo infantil de disfrazarse.
—Damas y caballeros, ¡buenas noches! —gritó el Hulorn con voz de tenor, casi sin
aliento—. Confío en que estén preparados para asombrarse y exaltarse, pues tengo una
sorpresa maravillosa para ustedes. Como muchos saben, tengo algunos servidores que
buscar tesoros artísticos de gran antigüedad, y a lo largo de los años han realizado algunos
descubrimientos admirables. —Apuntó con el brazo hacia un ejemplo, un centauro tallado
en ébano que permanecía encabritado en una hornacina—. Pero recientemente han
efectuado el más importante hallazgo de todos: Visiones del caos, una ópera perdida escrita
por ¡Guerren Bloodquill!
Los invitados de Andeth exclamaron y murmuraron entre sí, tan pasmados como
verdaderamente interesados. Los que sentían una sincera pasión por la música seria —y a lo
largo de los años, Shamur había fingido tanto aquella pasión que, aunque en modesta
medida, había acabado por ser sincera— sintieron, como correspondía, viva curiosidad por
saber más de una nueva obra, cuyo genio, tres siglos después de desaparecer, todavía era
considerado uno de los más grandes compositores de todos los tiempos. Aquellos que
simplemente fingían interés por las artes para estar a la moda, recordaron el lado siniestro
de la reputación de Guerren. Según la leyenda, también había sido un místico que se
comunicaba con los poderes infernales. Tales habladurías sostenían incluso que había
trocado el alma a cambio de su talento musical.
El Hulorn hizo una breve pausa, para disfrutar con la sensación que había creado, y
luego prosiguió:
—Por supuesto, he optado por escenificar la pieza de Guerren para nuestro solaz.
Desde hace semanas, los cantantes y músicos más excelsos de Sélgont llevan ensayando en
secreto.
Como todos los demás, Shamur se giró desconcertada, para ver a un hombre de corta
estatura, enorme nariz puntiaguda y melena enmarañada de cabellos grisáceos. Una
brillante guata de color granate sobresalía de los cortes de su andrajoso jubón de fustán, y
unas joyas muy extravagantes guarnecían su pecho. Shamur no lo conocía, pero todo en él
indicaba que era miembro de la muy nutrida comunidad artística de Sélgont.
—Os pido perdón, Vuestra Gracia —dijo al Hulorn uno de los dos guardias—.
Ignoro cómo ha podido infiltrarse.
—Si un adorador del Diablo escribió la ópera, la historia quizá contendrá matanzas,
torturas y monstruos que violan a vírgenes.
—¿Por qué?
—Pero ¡cómo puedes decir eso! Si no hacíais más que lanzaros dardos
envenenados…
—¡Y qué! Es el modo en que se comportan las damas de nuestro círculo. Algún día
lo entenderás.
Para sorpresa de Shamur, Andeth llevó al grupo más allá del magnífico teatro.
Recorrieron la zona de bastidores, con sus estrechos laberintos de pasillos, las salas de
ensayos, los almacenes y los vestuarios. Por último, atravesaron una puerta y se
encontraron con el frío aire de la noche.
—Ojalá hubiera usado la obra de Guerren para inaugurar el nuevo teatro —comentó
el Hulorn a uno de sus amigos—. Pero el Maestro dejó instrucciones específicas. La pieza
debía representarse en un marco como este, y si queremos apreciar la obra completamente,
es mejor que acatemos su voluntad.
—Las gracias sean dadas a la Doncella Helada, pues hasta ahora hemos disfrutado
de un invierno benigno —murmuró Tazi—. Ya sabes qué arrebatos le cogen al Loco Andy
cuando algo se le pone entre ceja y ceja. Nos habría arrastrado hasta aquí para obligarnos a
permanecer hasta el final de esta melopea grandilocuente aunque estuviéramos en medio de
una tormenta de nieve.
—No te refieras a él llamándolo «Loco Andy» —dijo Shamur apretando los dientes
—, y menos cuando camina tan sólo a unos metros de nosotras. —En aquel momento,
empezó a jadear. La embargaba otra premonición.
Y esta vez la premonición no tenía nada vago. Estaba del todo segura de haber
vivido aquellos minutos antes. Corrió hacia adelante con la intención de advertir al Hulorn,
y…
—Estoy bien —respondió Shamur, y parecía que aquello era más o menos cierto,
pese a la desorientación que la embargaba.
Miró en derredor y constató que tanto ella como Tazi se hallaban de nuevo en el
vestíbulo, a los pies de la estatua del cuervo. También estaban allí Dolera y su hermana
Pelenza, igual de bella pero más joven e insulsa. Y todos los centinelas y sirvientes habían
desaparecido. Ambas hermanas Foxmantle parecían incluso más desconcertadas que
Shamur.
Ella había sospechado que la fuerza se había concentrado en su persona, pero Tazi y
las otras que estaban sentadas a su lado también se habían visto atrapadas en esa
circunstancia.
—Sin embargo… creo que estábamos primero en algún otro lugar o en otro
tiempo… ¿No hemos revivido algo de la última hora?
—Yo no.
Shamur la miró.
—Por una vez en tu corta vida, no seas idiota. Esto no es ningún juego. La gente que
está en el anfiteatro se halla en peligro, y nosotras tenemos la responsabilidad de
socorrerla… —Iba a decir algo más, pero en aquel momento tronó una voz profunda.
Cuando se giró hacia el lugar de donde provenía el vozarrón, un lacayo con librea del
Hulorn irrumpió a través de una puerta, De unos sangrantes huecos en su frente, habían
brotado un par de brillantes cuernos negros, y sus ojos azules ardían con ira de lunático.
Con las dos manos, agarraba una ensangrentada espada, pero de un modo torpe que
evidenciaba inexperiencia. Shamur…
La puerta de la bóveda del tesoro se abrió de par en par. Al otro lado estaban
Gundar, ataviado con una camisa de dormir y un gorro de noche, la barba aún negra aunque
con alguna hebra blanca. Lo acompañaban un par de sus guardias enanos y un humano, el
mago de la casa.
Con excepción de aquella puerta, no había otra salida posible. De un salto, Shamur
se puso en pie y desenvainó Albruin, su espada encantada. El arma brilló con una espectral
luz azul.
Shamur se concentró tanto en los hombres armados que perdió de vista al mago, un
hombre raquítico escasamente más alto y ni de lejos tan fuerte como su patrono. La apuntó
con su varita de marfil. Súbitamente, su hombro izquierdo ardió, como si se cociera por el
beso de un hierro al rojo vivo, y su amplia blusa de seda negra prendió. Se tiró al suelo y
rodó entre las monedas y alhajas, consciente de que sólo tenía unos segundos para extinguir
el fuego antes de que los guardias se le echaran encima.
El hombre de la cornamenta alzó la espada y cargó contra ella. Shamur simuló que
se quedaba paralizada de miedo y, entonces, en el último instante, se hizo a un lado. Se
arrojó al suelo, se apoyó en las manos y estiró una pierna. El asaltante tropezó con el tobillo
de Shamur. Su espada resonó contra el pavimento.
Dada la vida sobreprotegida que ambas hermanas llevaban, era del todo ilógico
esperar de ellas otra cosa, pero Shamur no pudo evitar una oleada de desprecio. La histeria
de ambas contrastaba con la serenidad de Tazi, que se hacía con la espada y la blandía en el
aire para probar su manejo.
Y por supuesto, no es que Shamur pretendiera decir nada que animara las maneras
varoniles de su hija o que le diera ocasión alguna para usar su nuevo juguete.
Las cuatro se dispusieron a salir. Tazi avanzaba de mal humor mientras lanzaba
largas miradas hacia atrás, hacia aquel escenario lleno de misterio y de atrayentes peligros.
Miraba con tal intensidad hacia allí que no percibió la araña de color azafrán y de
aspecto venenoso, con un abdomen bulboso tan grande como una nuez, acechando desde
unas de las tallas de la puerta. Tampoco las llorosas y estremecidas Foxmantle vieron a la
criatura. La araña se preparó para saltar.
Shamur aplastó el arácnido antes de que este pudiera brincar sobre cualquiera de
ellas, y sintió cómo se espachurraba el cuerpo del insecto bajo su palma. Dolera y Pelenza
saltaron y gritaron. Tazi se giró.
—Nada —dijo Shamur—. Perdí el equilibrio y tuve que agarrarme. Lamento haberte
alarmado.
Ciertamente, había visto un espécimen como aquel, pese a sus numerosos viajes
desde Sembia hasta las costas meridionales del Mar de la Luna. Mientras se preguntaba de
dónde podía haber salido la araña, se limpió la mano en su falda azul oscuro.
Tazi abrió la puerta. Misterios menores, como el origen de la araña o incluso que un
sirviente perdiera la razón después de que le creciera una cornamenta, desaparecieron de la
mente de Shamur al instante.
La puerta hubiera tenido que dar acceso a una oscura placeta adoquinada, iluminada
por antorchas, donde el carruaje les había dejado. Más allá, hubieran debido ver las luces y
torres de Sélgont, y no una maraña de maleza y altos árboles cargados de lianas. Ningún
rayo de luz solar atravesaba las copas y aquel aire espeso.
Sin habla por una vez, Tazi cruzó el umbral, recogió el marchito pétalo caído de una
orquídea y lo examinó. Shamur supuso que era su modo de convencerse de que la jungla
estaba allí.
En silencio, se dijo que no se trataba tan sólo de que el espacio estuviera alterado, el
tiempo también parecía trastocado. Pensó que quizá estaba reviviendo momentos del
pasado porque ya no estaba aferrada del todo al presente.
—¿Cómo puede estar pasando esto? —gimoteó Dolera.
Cuando Shamur lo hizo, oyó sollozos, rugidos de bestias y risas dementes que
reverberaban desde algún lugar del edificio. Pero los sonidos más siniestros de todos eran
los acordes disonantes y la cadencia escalofriante de la ópera de Guerren Bloodquill.
—¿No te parece raro que podamos oír la música —preguntó Tazi— con tantas
paredes entre nosotras y el anfiteatro?
—Sí que lo es —respondió Shamur—. Eso sugiere que esa ópera es mágica, y que
genera los fenómenos que estamos experimentando. Y puede que eso nos dé la solución. Ya
que no podemos abandonar el edificio, al menos por esta salida en particular, las tres os
refugiaréis en una estancia apropiada. Una que disponga de una puerta que podáis cerrar o
bloquear. Entretanto, regresaré al anfiteatro y persuadiré a Andeth, o a los mismos cantantes
y músicos para que cesen la actuación, para ver si así nuestro entorno revierte a la
normalidad.
—Puedo entender la razón por la que deseas deshacerte de esas dos —dijo Tazi
mientras señalaba a las hermanas Foxmantle con la espada—. Son unas inútiles. —Su tono
era desdeñoso pero, por el terror que sentía, Dolera tuvo que contenerse—. Pero de las dos,
yo soy la que sabe luchar. Me necesitas como protección.
—Tonterías. Puedo defenderme sola, y me resultará más fácil sabiendo que estás a
salvo.
Era evidente que no había modo de disuadirla. A Shamur no le quedaba sino confiar
en que no les surgieran más peligros.
—¿Así es como quieres que sea? —le dijo Tazi mientras ambas enfilaban hacia el
vestíbulo de nuevo—. ¿Cómo esas dos ocas estúpidas y lloronas?
—Admito que son muy nerviosas —le contestó Shamur, mientras escrutaba en
derredor si había amenazas. Hasta entonces no se había presentado ninguna más, aunque,
extrañamente, la temperatura del pasillo parecía fluctuar con cada zancada, frío un instante,
y caliente al siguiente—. Aun así, han desacreditado a sus familias bebiendo en exceso en
los tugurios más pestilentes del puerto, ni se levantan las faldas para cada estúpido lujurioso
que pasa por casualidad.
—¿Qué te ha convertido en una mojigata tan árida? —replicó Tazi—. ¿Estás celosa
por los flirteos de papá? No acierto a ver el motivo. Parece que no das muestras de desearlo
en tu lecho…
De repente, Shamur se vio afrontando una monstruosidad distinta, una enorme cosa
que vagamente recordaba una forma humana, al parecer hecha de oscuridad. La luz de las
farolas tan sólo iluminaba sus dientes y sus largas e irregulares garras.
Había aparecido de ninguna parte poco después de que los exploradores hubieran
entrado en la antigua cripta. Todos reaccionaron inmediatamente. Los guerreros aprestaron
las armas, y los sacerdotes y los magos lanzaron sortilegios.
Aquel espíritu guardián comenzó a matar. Ni los aceros ni los hechizos parecían
surtir el menor efecto. No obstante, alrededor de la cripta había unas construcciones hechas
con varillas de bronce y esferas de cristal. Nadie del grupo, ni siquiera el viejo y astuto
Anax de Oghma, tenía idea alguna de su función. Sin embargo, en aquel momento se hizo
obvio que eran objetos cargados de energía. De alguna manera, las brujerías de los
aventureros las habían despertado. Crepitantes y cegadores rayos de energía brotaron de las
esferas arqueándose por toda la bóveda, sumándose así a la confusión general.
En silencio, mientras deseaba no haber tenido que vender Albruin dos meses atrás
para liberar a sus compañeros de un apuro tan terrible como el que afrontaban en aquel
momento, Shamur dio un rodeo para sorprender por detrás a aquel coloso hecho de
sombras. Sin embargo, el demonio hizo inútiles sus esfuerzos al alejarse de ella de un salto
y atravesar las filas de sus oponentes con el fin de atacar a Eskander, quien estaba
lanzándole flecha tras flecha. Shamur sabía que no era cobardía lo que había impulsado al
delgado y tranquilo bandido, ahora cazador de tesoros, a quedarse atrás y usar su largo arco.
Había procedido así porque su espada no era mágica, pero sí lo eran las puntas de plata de
los astiles de su carcaj.
Y también sabía qué iba a pasar a continuación, pues le vino a la mente que ya había
vivido aquella terrible experiencia. Quizá gritó incluso antes de que lo hiciera el monstruo.
Eskander trató de esquivar el demonio. Pero fue demasiado lento. El espíritu golpeó
el torso del arquero con su mano izquierda, y lo atravesó con tres de sus garras.
Probablemente, aquello había sido suficiente para matarlo pero, acaso preso de rabia por las
flechas que le castigaban la cabeza y los hombros, el gigante lo balanceó una y otra vez,
destrozando contra el duro piso de piedra arenisca al único hombre que Shamur había —o
habría— amado verdaderamente.
El demonio se giró para encararse con ella con una agilidad impropia de una criatura
tan voluminosa. La emprendió a golpes con sus oscuras manos. Shamur se lanzó hacia
adelante tratando de evitar el impacto. Logró eludir las garras del espíritu, pero una palma
impactó en ella. Cayó y salió disparada, dando vueltas, a lo largo del trémulo pavimento.
Por un instante, yació por los suelos aturdida, observando estúpidamente las grietas
que iban extendiéndose por las nervaduras de la bóveda; la mampostería gemía como un
dios agónico. El demonio se cernió sobre ella, sus garras dispuestas a desgarrarla. Entonces
Shamur recordó que debía seguir resistiendo. Sin embargo, cuando trató de alzar la espada,
vio que no la tenía y que sus piernas no le respondían plenamente debido al golpe y el
dolor.
«Quizá está tan perpleja —pensó Shamur— que permitirá que un par de mujeres se
vayan sin ser molestadas».
Con una fiera sonrisa, la espada en una mano y el cuchillo que habitualmente
llevaba consigo en la otra, Tazi se interpuso entre aquel toro azul y su madre. Era obvio que
la chica creía que de las dos, ella era la única entrenada para el combate. Además, era la
única que estaba armada.
Shamur buscó en derredor alguna arma. Había muchos objetos de arte que bien
podrían servir para aporrear a otro lacayo desquiciado, pero nada que pudiera dañar a un
depredador tan alto y con un pellejo de escamas naturales a modo de armadura.
Allí había habido guardias antes de que se iniciara la ópera. Seguramente, ellos y sus
espadas aún debían estar en alguna parte. Rezó para que Tazi pudiera aguantar hasta que
ella encontrara una arma.
Shamur escrutó en vano estancias y rincones, uno tras otro, hasta que un orco se
plantó ante ella, en el umbral de una puerta.
Aquella criatura de rostro porcino, vestida con harapos de color naranja y morado,
era tan propia de Sélgont como la araña de color azafrán. Acaso se trataba también de una
obra de arte que cobraba vida, o un merodeador semihumano de las zonas selváticas que
rodeaban el palacio. En cualquier caso, poco le importaba a Shamur el lugar de donde
procedía el orco, pues en su verdosa mano de uñas sucias sostenía una gran espada.
¡Por todo lo sagrado! Oxidada o no, ¡vencería! Al menos sabía, por los sonidos que
provenían desde el pasillo abovedado —gruñidos y resoplidos, el estrépito de las pezuñas,
la reverberación metálica contra la armadura—, que Tazi todavía luchaba, por tanto aún
vivía, y con el destino de su hija en juego, fallar no era ni siquiera concebible.
Con la falda agitándose alrededor de sus piernas, y las resbaladizas suelas de sus
zapatos de salón patinando sobre el pulido pavimento, Shamur se adentró de nuevo en la
estancia. En algún momento del combate, la gorgona había derribado los restos de la
escultura de la que había surgido. Shamur se sorprendió por no haber oído el estrépito. En
aquel momento, la criatura y Tazi estaban luchando. El corpiño de la chica estaba
desgarrado, mostrando un largo y sangrante rasguño a lo largo de las costillas. La gorgona
había recibido un par de cortes poco profundos, uno por encima de la nariz y el otro en un
flanco.
Tazi apenas tuvo tiempo de recuperar su posición para rechazar el envite, pero el
impacto de un cuerno contra la espada hizo que se tambaleara. Entonces la gorgona volvió
hacia ella la cabeza para arremeter contra su vientre.
Shamur se precipitó hacia la escena gritando con todas sus fuerzas con el fin de
atraer la atención de la bestia. Y gracias a los dioses, esta giró en dirección a ella. A partir
de aquel momento, Shamur sólo tenía que preocuparse por su propia vida.
El gigante se cernió sobre ella como una montaña. Esquivó su primera embestida
con torpeza pero después todo fue bien. En su interior se despertó algo: podía sentir el
tempo delos movimientos de la gorgona y anticiparse a lo que haría a continuación. Su
mano recordó cómo tajear, empujar, fingir y esquivar, y sus pies adquirieron los
movimientos engañosos de una danza que ora avanzaba, ora se hacía a un lado, ora se
replegaba. Finalmente, logró arañar el cuello de su contrincante, y cuando este por fin
arremetió con todas sus fuerzas para derribarla, Shamur se hizo a un lado y lo hirió de
nuevo.
Tazi atacó a la gorgona desde el otro flanco. Las dos mujeres actuaron como un
equipo, una distraía al toro mientras la otra atacaba sigilosamente o reculaba para librarse
del peligro. Confundida, la bestia gruñía, y el repugnante hedor de su sudor y su sangre
impregnaba el aire. El gigantesco toro daba vueltas de un lado a otro. Y, de repente, con
suma rapidez, se precipitó a través de la estancia y se giró para mirar una vez más a sus
enemigos humanos.
—¡Ja! —gritó Tazi—. ¡La hemos asustado! —El pecho de la gorgona se hinchó
cuando aspiró aire profundamente.
En el último instante, Shamur, quien nunca antes se había medido con una gorgona,
recordó las historias que había oído acerca de ellas. Se precipitó sobre su hija, la agarró y la
hizo a un lado.
La gorgona resopló, y salió vapor verde a raudales de su boca y sus fosas nasales.
Aquel humo irritante no alcanzó por muy poco a Shamur y a Tazi. El hombre inconsciente
tendido en el pavimento tuvo peor suerte. Cuando el aliento del monstruo le pasó por
encima, su carne se tornó de un gris mortecino, En breves segundos, devino una figura de
piedra inerte.
«¿En dónde más puedo golpearle y lograr que ello le afecte?», se preguntaba
Shamur mientras saltaba hacia atrás, evitando por muy poco un golpe que le habría clavado
un cuerno en el torso.
Tazi se estaba dedicando a ello precisamente: asediaba a la criatura con tanta furia
que no se permitía el menor margen de error. Un desliz, y la gorgona le clavaría los cuernos
en sus órganos vitales.
Shamur sujetó la espada entre los dientes, corrió hacia el flanco de la criatura y saltó
para agarrarse de la cresta de su espina dorsal, como hiciera en días más felices al agarrarse
a los alféizares o a las hiedras que la ayudaban a escalar las paredes.
Shamur buscaba una muesca que estuviera libre de escamas. Y no la halló. Incapaz
de darle alcance con sus cuernos, la gorgona aspiró aire. Un segundo más, y la bestia
exhalaría sobre ella. Sin embargo, Shamur no tenía intención alguna de abandonar su
asidero. Dudaba de que la bestia le diera una segunda oportunidad para saltar sobre su
lomo.
Se giró y halló la muesca tras ella. Agarró la espada con ambas manos y la clavó.
El toro emitió un alarido y agitó la cabeza; el vapor verde fluía hacia el techo.
Entonces, la bestia se derrumbó. Shamur saltó y rodó por el suelo.
Giró inmediatamente sobre sí misma para observar a la gorgona. Yacía inerte. Tras
unos segundos, concluyó que había muerto.
En su rostro se dibujó una sonrisa. Era bueno saber que todavía podía blandir una
espada. Hacía tiempo que se preguntaba si sus habilidades de antaño la habían ya
abandonado por falta de práctica. Era evidente que no.
—Esa es la cosa más estúpida que he oído jamás —respondió Tazi al tiempo que
recogía del suelo el cuchillo—. Nadie maneja un arma como tú lo has hecho sin
entrenamiento y experiencia.
De súbito, Shamur percibió que algo había cambiado. Y lo había hecho a peor,
aunque en aquel momento estaba dispuesta a recibir con los brazos abiertos cualquier cosa
que sirviera para distraer la atención de Tazi.
—Tienes razón. Me imagino que eso significa que la magia se está haciendo más
fuerte.
—Sí. Lo que hace que sea urgente detener la ópera cuanto antes y, más importante
aún, antes de que llegue a su final. Si mis sospechas son ciertas, se está urdiendo algún tipo
de sortilegio, hay muchas probabilidades de que todas las rarezas con que nos hemos
cruzado hasta ahora sean simples preliminares. Los efectos verdaderamente potentes serán
los que vengan al final.
Mientras enfilaban hacia la parte trasera del edificio y al anfiteatro de más allá, se
cruzaron con una serie de maravillas inquietantes. El orco que Shamur había dejado
inconsciente había desaparecido; en su lugar, se veía en el suelo una mancha alquitranada y
pestilente, como si se hubiera derretido. A lo lejos, proveniente de un pasillo, se oía un
repicar de tambor. Pequeños pinos emergían del techo en una estancia y, en otra, un grupo
de diablillos moteados jugaba a la pelota con una cabeza, El teatro de Andeth se había
convertido en un reino de formaciones coralinas y agua verde, donde incontables peces
tornasolados nadaban. Con suma cautela, Tazi adelantó el índice y, al retirarlo, el dedo
estaba mojado.
Asimismo, las mujeres se encontraron con más criados del Hulorn, aunque jamás en
condiciones de ayudarlas. La mayor parte habían caído víctimas del mismo trance que
afectaba a la mayoría de la gente en el anfiteatro, y se hizo evidente que era imposible
reanimarlos. Otros yacían desmembrados por alguna bestia que ahora erraba por el edificio.
A un hombre, o mujer, se hacía difícil precisarlo, daba la impresión como si algo le hubiera
agarrado la garganta y la hubiera girado del revés. También los había que se habían
convertido en figuras inertes de madera nudosa, arcilla roja, vidrio y, en un caso concreto,
la suma de los tres materiales.
—Si sorbo por la nariz y me froto los ojos, ¿podré devolverles la vida? —respondió
Tazi—. Y si todo es tan trágico, ¿por qué miras con ojos tan brillantes y pareces tan alegre?
Sin embargo, Tazi la hizo reflexionar, Tuvo que preguntarse si su hija tenía razón. Le
embargaban todas las emociones que cualquier mujer experimentaría si se viera atrapada en
una situación tan horrorosa. Piedad para las víctimas de la magia de Bloodquill. Ansiedad
por las vidas de Tazi y la suya propia. No obstante, junto al miedo, también se manifestaba
una deliciosa agudización de los sentidos. Una tensión vivificante en busca de la cual una
chica de una de las familias más ricas de Sélgont había abrazado la vida peligrosa de una
ladrona.
—¿Por qué? —decía sollozando—. ¿Por qué, por qué, por qué?
Era el hermano de Shamur, señor de la Casa Karn, quien por aquel entonces ofrecía
la desagradable imagen de un anciano hinchado y gotoso. Pese a la decadencia física, su
ingenio se mantenía tan agudo como siempre, y Shamur no dudaba de que su deducción era
correcta. Habían asesinado a su nieta.
Cuando se presentó ante Fendo, este le acogió con los brazos abiertos. No obstante,
todo distaba de estar bien. Los Karn habían tenido recientemente una serie de desastrosos
reveses en los negocios, y en aquel momento estaban al borde de la quiebra. Fendo estaba
seguro de que algún enemigo oculto había fraguado la ruina de la familia, pero no había
logrado identificar al culpable.
Shamur llegó a pensar en la posibilidad de llevar a cabo una nueva serie de robos,
pero las deudas de los Karn resultaban tan enormes que ni el total de sus botines hubiera
sido suficiente. La única esperanza residía en un matrimonio con alguna otra casa de nobles
mercaderes dispuesta a suministrar una inyección masiva de efectivo.
O había estado. Hasta que el desconocido enemigo de los Karn había aplicado
veneno o magia negra. Así las cosas…
Fendo agarró el brazo de Shamur con su débil y áspera mano con manchas de
anciano. Sorprendida, se giró para mirarlo, y quedó desconcertada ante el enfebrecido brillo
de aquellos ojos reumáticos.
—Eres igual a ella —dijo—, y nadie, fuera de esta casa, sabe que has regresado.
En todo caso, no tenía sentido darle vueltas. Sería mejor permanecer alerta y
saborear aquella sensación que provenía de saber que el peligro acechaba por doquier.
Aquello y el grato peso de una gran espada en su mano.
Algunos puntos de luz minúsculos también centelleaban más allá del teatro al aire
libre, y aquí y allí el paisaje ondeaba con imágenes que semejaban espejismos de la cumbre
de una montaña nevada, una ciudad de largas y estilizadas torres flotando entre nubes, o un
flujo subterráneo de lava incandescente, mientras la magia de Guerren trabajaba para abrir
puertas entre el Jardín de Caza y otros lugares.
—¿Qué tipo de imbécil sedienta de sangre crees que soy? —replicó Tazi.
Cuando Shamur dio un paso atrás, la suela de su zapato patinó en el sendero, lo que
casi hizo que perdiera el equilibrio. Aun así, logró rechazar la primera estocada de su
adversario y, acto seguido, le partió el cráneo antes de que pudiera emprender una segunda.
Giró a tiempo para ver a Tazi ejecutar la arriesgada pero muy efectiva maniobra conocida
como la Estocada del Verraco: se agachó para esquivar el corte del otro hombre leopardo y
luego le clavó su espada en el vientre. La criatura boqueó y se derrumbó.
Tazi la miró fijamente, como si el halago de su madre fuera el más insólito de los
prodigios con que se hubiera cruzado.
Tras un tenso instante de silencio, las dos mujeres partieron hacia el anfiteatro, las
armas en ristre. Shamur estaba furiosa.
Sin embargo, tras fallar ya con aquella táctica, la magia de Bloodquill recurrió a su
defensa más efectiva. Una vez más, la música pareció atronar, y la brillante neblina en el
cuenco del terreno ardió con un resplandor cegador. Algo la levantó del suelo…
Lindrian rondaba alrededor de ella para asegurarse de que la criada conseguía que
Shamur tuviera exactamente el aspecto que su pobre hija difunta hubiera elegido. Y para
asaltarla con toda suerte de consejos.
—Debes tener presente —decía, dando vueltas alrededor de ella— que la chica se
parecía a ti, pero interiormente era lo contrario a ti.
—Lo sé —suspiró Shamur—. Había congeniado con ella, ¿no recuerdas?
—He dicho que ¡ya lo he entendido! Vete ya de aquí, ¿quieres? ¡Vete y déjame
prepararme en paz!
Y sin embargo, ¿cómo no afrontarlo, cuando la alternativa era permanecer con los
brazos cruzados y ver cómo se arruinaba su familia? En aquel momento, muertos Eskander
y sus compañeros, los parientes eran la única gente que le importaba o que conocía.
Además, tenía una especie de fantasía, la de que su destino era sacrificarse de aquel modo.
¿Por qué, si no, aquella combinación de circunstancias tan extraña? ¿Por qué el hado había
decretado que ella y su sobrina nieta tuvieran exactamente el mismo aspecto?
Pasó el mareo. Compuso una sonrisa que más bien era una insípida mueca afectada
y, con el frufrú de sus faldas y el cabello oliendo a espliego, acabó de descender las
escaleras con paso corto y afectado para saludar a su prometido.
—Así es como lo veo yo también —respondió Tazi. Avanzó con decisión hacia la
puerta y la abrió. No había jungla, la placeta y Sélgont habían regresado—. Aquí tenemos
algo de buena suerte. Todavía podrías ir a por ayuda, si eso es lo que deseas.
—Ni hablar —contestó Shamur—. Nos bastamos nosotras dos para acabar con esta
cos… —Se dio cuenta de que Tazi estaba mirándola fijamente y la embargó la sorpresa—.
Lo que quiero decir es que puede que no dispongamos de suficiente tiempo antes de que la
ópera llegue a su final. Además, el modo en que el espacio está retorciéndose y rasgándose
pudiera hacer imposible que esos hipotéticos rescatadores pudieran entrar en el palacio, o
puede que los dominara el estupor o que se convirtieran en caracoles si finalmente lo
lograban.
—Es posible, pero parecía inofensivo. Con Andeth y media aristocracia para
proteger, puede que lo encerraran por aquí, en algún sitio. Echemos un vistazo.
Comenzaron a avanzar por un pasillo y, una vez más, Shamur sintió que las
resbaladizas suelas de sus zapatos no se adherían casi nada a la superficie que pisaban.
Dudó por un segundo y entonces, presa de impaciencia, tomó una decisión.
Tazi observó por un instante mientras agitaba la cabeza, luego hizo otro tanto con su
propio vestido, aunque se dejó el calzado puesto, pues las suelas eran rugosas.
—No es que me queje, pero algún día tendrás que explicarme quién eres y qué has
hecho con mi auténtica madre.
Shamur sonrió burlonamente.
—Me la comí.
Tazi probó el picaporte de una puerta reforzada con bandas de hierro. La halló
cerrada y llamó. Al otro lado, alguien profirió un grito que más bien era un gorgoteo.
Del perlado saquillo que pendía de su cinturón sacó una gamuza enrollada. Cuando
lo desplegó, resultó ser un brillante surtido de ganzúas sujetas por medio de lazos.
Aquel fue el turno de Shamur para mirar fijamente a su hija con asombro. Tenía
alguna noción de los descabellados y cuestionables métodos de su hija. Sin embargo, ¿era
aquello posible? ¿Era Tazi una ladrona, exactamente como ella misma lo había sido? Se
suponía que tenía que sentir deshonra, pero no era esa la emoción que experimentaba. Todo
lo contrario, se sorprendió estallando en carcajadas al unísono con Tazi.
—Por supuesto, haz que podamos entrar —respondió—. Que Mask bendiga tus
dedos.
Shamur comprobó, no sin una punzada de añoranza y orgullo, que el toque de Tazi
era tan diestro como había sido el suyo. La cerradura, aunque relativamente sofisticada,
emitió un chasquido y cedió en un abrir y cerrar de ojos. La mujer de más edad dio a su hija
tiempo para que se irguiera y tuviera a punto el cuchillo y la espada. Y entonces abrió la
puerta de par en par.
Eliminar la planta no fue nada fácil. Tenía incontables bocas con las que atacar a sus
adversarias y no presentaba zonas frágiles a las que las mujeres pudieran dirigir sus golpes.
Sin embargo, Shamur estaba segura de que la vencerían a tiempo, pues daba por sentado
que la planta no las podría perseguir. Al fin y al cabo, estaba enraizada en el muro del fondo
y probablemente también en el pavimento.
Pero la planta la engañó al embestirla; sus raíces o bien se estiraban o bien se iban
desgarrando y separando de sus amarraderos. Shamur giró hacia la puerta, pero no pudo
alcanzarla a tiempo. Una oleada de veloz follaje se estrelló contra las dos mujeres,
empujándolas contra el muro.
—En ocasiones, fuera del cuerpo —respondió Tazi—, pero entiendo lo que quieres
decir.
Pese al dolor de sus heridas, el músico le ofreció una leve sonrisa irónica.
—De hecho, durante los ensayos, no hubo objetos inanimados tomándose plantas
devoradoras de hombres. Sin embargo, ya ocurrieron cosas extrañas. Las cajas apiladas se
caían. Un perchero con vestidos se incendió. Una rata se puso a danzar sobre sus patas
traseras. Una capa de escarcha apareció en pleno vestíbulo. Y Bors, el percusionista, un
joven fuerte y sano, cayó muerto en redondo. Simplemente se le paró el corazón, sin motivo
alguno.
—Ah, sí. El destino de Andeth —dijo Shamur. Las dos mujeres levantaron a
Quyance, y le ayudaron a sentarse en un banco que había en una esquina—. Lleva años
buscándolo sin obtener pista sobre lo que implica. Aunque creo que podemos descartar las
decisiones sabias y el gobierno responsable.
—Bien, cuando insistí en mis objeciones, me despidió —continuó Quyance—, pero
antes de abandonar el palacio, robé una copia de la partitura. Veréis, no soy meramente un
intérprete. —Se irguió un poco—. También soy un iniciado de Milil y un erudito de la
música tanto en su vertiente exótica como en la esotérica. Confiaba en que al estudiar la
ópera mediante la consulta de los libros que he ido recopilando a lo largo de los años,
descubriría de qué se trataba. Me sentí en la obligación de llegar al fondo de la cuestión.
—A algo mucho más horrible de lo que hubiera podido imaginar. Guerren tejió una
suerte de ritual dentro de la composición que, una vez que llegue a su final, creará una
región permanente de caos fundamental, aquí, en el plano terrenal.
Como había sido una chica rebelde y aventurera, Shamur raramente se había
preocupado de los estudios. Sin embargo, como poseía inteligencia y buena memoria, a
menudo había asimilado las lecciones. En aquel momento, le vino a la mente su profesor de
filosofía, quien le explicó que en aquellos niveles de la realidad en que el caos, una fuerza
fundamental del cosmos, reinaba sin tutela del neutralizador principio de la ley, todo era
posible y, en consecuencia, nada resultaba estable o permanente. Bajo tales condiciones, el
ser humano no podía resistir demasiado tiempo.
—Bien, las historias hablan de él como de un loco. Pero quizá pretendía usarlo como
arma. Obsequiáis a vuestro enemigo con una ópera, él se encarga de escenificarla, y la obra
lo destruye. En cualquier caso, hasta esta noche no alcancé a ver plenamente el propósito de
la composición. Corrí hacia aquí, me colé por una puerta lateral… y ya sabéis el resto.
—No puedo estar del todo seguro —respondió Quyance—, pero creo que podría
abarcar la ciudad entera.
—Todavía hay algo que no entiendo. Durante los ensayos, los músicos debieron
interpretar la pieza de principio a fin. ¿Por qué no surtió efecto entonces?
—La obra obtiene poder de la luz de las estrellas —respondió el pequeño músico—.
Por ese motivo Guerren especificó que debía interpretarse al aire libre y de noche. Siempre
ensayamos dentro, para evitar el frío invernal.
—Lo que realmente importa —dijo Tazi— es cómo vamos a detenerla. La dificultad
radica en que percibe nuestra intención, y cada vez que nos acercamos a los músicos, la
magia nos agarra y nos lanza aquí una y otra vez.
—Puede que yo sí —intervino Shamur—. Tazi, hemos visto que las chispas violetas
invadían todo el anfiteatro y que se extendían hacia el césped, igual que una neblina. Y
cuando bajamos a la bodega, percibimos que aquí no se producían tantas anomalías.
—¿No te sugiere eso que la magia resulta más poderosa a nivel del suelo? ¿Que es
más consciente a nivel del suelo? Quizá, si pudiéramos avanzar desde muy arriba,
podríamos acercarnos a ella a hurtadillas…
—¿Y qué te parece si usamos ese tiempo para reducir en alguna medida su poder?
Puede que entonces no tuviera la capacidad para expulsarnos.
Allí, descolgaron uno de los tapices —un panorama de Sélgont, con mercaderes
haciendo negocios, barqueros transportando a pasajeros y cargamentos por el puerto,
indigentes mendigando, y cosas por el estilo—, y lo cortaron en pedazos, luego los
enrollaron y los fijaron a sus espaldas con tiras de tela. Shamur se preguntó fugazmente
cuántos cientos o miles de fivestars habría costado aquel tapiz.
—Iba a buscar una de las escaleras que conducen al tejado —aclaró—, pero dadas
las alteraciones sufridas en el edificio, nos podría llevar horas dar con ellas, si todavía
existen. Parece más sensato ir subiendo por el exterior. —Sonrió a Tazi—. Teniendo en
cuenta tus habilidades con las ganzúas, creo que debes saber trepar.
La chica parpadeó.
Las dos mujeres salieron por la puerta como alma que lleva el diablo, y comenzaron
a subir por el muro que había junto a la misma. Los rebordes de la cantería herían los pies
desnudos de Shamur, pero aquellas molestias eran un precio pequeño a cambio del placer
de conquistar una superficie vertical bien entrada la noche. Casi deseaba que la ascensión
se presentara difícil. Gracias al abominable gusto del Hulorn y al exceso de ornamentación,
hallaba puntos de apoyo para manos y pies cada dos por tres.
—He estado pensando en lo que dijiste —comentó Tazi con un leve indicio de
esfuerzo en la voz, mientras escalaba al lado de Shamur.
—¿Qué?
—Que no debíamos ir a buscar ayuda, pues la música bien podría adormecer a los
recién llegados, o convertirlos en caracoles. Entonces, ¿cómo podemos estar seguras de que
no vaya a convertirnos a nosotras también en caracoles?
Tazi profirió un alarido. Shamur vio el suelo, a cuatro pisos de distancia; sólo cabía
esperar que su cuerpo acabara estrellado contra él, convertido en un amasijo de carne. Pero
alcanzó a agarrarse al muro, y a una frágil moldura con forma de consuelda, que se
desmenuzó. Y cayó de nuevo. Ya sólo quedaba una última oportunidad: se aferró
desesperadamente a la estrecha protuberancia de una cornisa.
Ambas mujeres alcanzaron el tejado sin más contratiempos. Allí, una extensión de
tejas dispuestas como escamas se veía salpicada de chimeneas y pináculos. La superficie
subía y bajaba en una confusión de cúpulas, gabletes y pendientes a dos y cuatro aguas.
Shamur movió los hombros y los brazos tratando de paliar el dolor. Las tejas
crujieron y temblaron. Se giró al tiempo que llevaba la mano a la empuñadura de la espada.
Un guerrero, cuyo rostro inexpresivo, su cota de malla y su gran espada estaban hechos de
pálida piedra, avanzó rígida y pesadamente desde la oscuridad. Shamur hizo brillar su
acero…
Mientras sostenía en alto el farol, Thamalon observaba el claro del bosque que la
noche envolvía con su manto. Tras él, estaba Shamur, que en silencio, se levantó las faldas
y sacó la gran espada que ocultaba debajo. Hubiera sido muy fácil clavarla entre los anchos
hombros de su marido, pero ese no era su estilo. Además, quería verle el rostro mientras
exhalaba el último aliento.
—¿Y bien? —dijo Thamalon, con cierto desconcierto en la voz—. ¿Dónde está esa
maravilla que decías que debía ver?
—Nada más lejos —respondió ella—, te aconsejo que desenvaines y que te esmeres
para matarme, pues ten la certeza de que voy a intentar eliminarte.
—Sé que hace ya mucho que no me amas —dijo—, si es que me amaste alguna vez.
Pero aun así, ¿por qué quieres verme muerto?
Algo embistió a Shamur y la golpeó, haciendo que se tambaleara por el borde del
tejado. Un talón le quedó en el vacío; el peso de los rollos del tapiz quiso arrastrarla hacia
abajo; pero se las arregló para impulsarse hacia adelante y caer en las tejas.
Y entonces, paralizada por aquella visión, Tazi tuvo que empujarla para apartarla del
guerrero de piedra. De vuelta a la realidad, Shamur se giró y afrontó el combate.
Mientras sonreía, Tazi avanzaba y retrocedía con tal garbo y firmeza que casi se
diría que estaba practicando esgrima en un gimnasio en lugar de combatir en una pendiente
donde cualquier pérdida de equilibrio podía significar una caída fatal. Su adversario
arrastraba torpemente su mole tras ella. La música de Guerren Bloodquill le había conferido
una suerte de vida, pero allí, a un nivel tan por encima del suelo, no alcanzaba toda su
fuerza… Por eso la criatura aún conservaba en cierta medida su naturaleza pétrea.
Desafortunadamente, aquel hecho hacía que la espada de Tazi fuera cualquier cosa
menos útil. Repiqueteaba y rebotaba sin producir ningún rasguño, al menos eso parecía a la
luz de la luna. Mientras tanto, otras estatuas que habían adquirido vida, algunas con formas
humanas y otras de bestias, estaban convergiendo en la escena. En cuanto rodearon a la
chica, su superior agilidad ya no era una garantía de que pudiera salir de aquel lance
indemne.
Shamur se precipitó sobre el guerrero de piedra, quien se giró e hizo un barrido con
su arma. Shamur se acuclilló para evitar el golpe y arremetió contra él, obligándole a
retroceder, hasta que se desplomó tejado abajo.
—No es necesario que niegues que, en esta ocasión, te he ayudado un poco —dijo
Tazi entre jadeos.
Las dos mujeres treparon por el tejado. Mientras tanto, el cerco de las estatuas vivas
iba cerrándose, hasta que no quedó ningún hueco.
—¡Muy bien! Vamos a abrir una brecha —propuso Shamur—. Ayúdame a derribar
al zorro. —La estatua en cuestión caminaba erguida y vestía un jubón cursi y un sombrero
con plumas. En su mano llevaba un yaiting, un instrumento musical que blandía como si
fuera un garrote de guerra.
Las dos Uskevren se precipitaron sobre el zorro. Esquivaron por poco un golpe del
instrumento musical y el ataque de las otras figuras por ambos flancos. Agarraron al zorro y
lo abatieron, su largo hocico dio contra el pavimento. Cuando Shamur miró atrás, vio que
las estatuas se giraban con torpeza con la intención de perseguirlas. Un par de ellas
perdieron el equilibrio; cayeron y, entre retumbos, rodaron tejado abajo.
No, por supuesto que no, porque el Thamalon del claro del bosque había dicho la
verdad. Ella nunca lo había amado. En ocasiones, Shamur había sentido desprecio por él,
aunque el suficiente como para asesinarlo: era el señor de su casa y el padre de sus hijos.
Probablemente, lo que había visto no había sido más que un espectro sin sentido.
Avanzó a Zancadas. Hubo un siseo, y las tejas bajo sus pies cedieron creando un
cráter de casi tres metros de diámetro. Shamur cayó hacia adelante, hasta que Tazi la
agarró. Con un gruñido, tiró hacia arriba de ella, dejándola a salvo en el borde.
—Nunca hubiera creído que iba a decir esto —subrayó Tazi—, pero quizá ya he
tenido suficiente excitación por esta noche. Ojalá a partir de ahora sea más fácil.
Si uno de los agujeros se abría directamente bajo los pies de las mujeres y caían por
él, cómo mínimo se iban a romper un montón de huesos. Antes de proseguir su avance,
necesitaban dar con alguna señal que las advirtiera de cuándo estaba a punto de
desplomarse una determinada porción de tejas. Por fin, tras varios segundos de
observación, Shamur percibió un resplandor sutil, casi invisible, procedente de la intensa
luz de la luna, que parecía presagiar el derrumbe.
—¡Sígueme! —le dijo a su hija.
Finalmente, cuando gran parte del tejado ya se había desvanecido y el resto parecía
una telaraña, ambas mujeres alcanzaron el extremo oriental. Saltaron al vacío para agarrarse
a las ramas de unos árboles cercanos, luego se arrastraron hasta el tronco para estar más
seguras.
Un guerrero de piedra armado con un hacha que iba tras ellas desapareció de la vista
cuando las tejas bajo sus pies se hundieron.
«Tenía razón Tazi —pensó mientras sonreía—, es un plan de locos, pero por Mask
que ¡está funcionando!».
Entonces, una parte de la nube formó una espiral que se elevó en el aire, tomando a
continuación una vaga forma homínida. Aquel gigante alzó un enorme puño luminoso.
Shamur permaneció inmóvil, con expresión desdeñosa y desafiante. El puño cayó en picado
pero ella se hizo a un lado de un salto. Pese a la apariencia etérea de aquella criatura hecha
de chispas, el golpe hizo temblar el suelo. Shamur se mantuvo en pie y, antes de que el
coloso estuviera preparado para atacar de nuevo, golpeó a un miembro del coro que estaba
intentando deshacerse de uno de los rollos.
Shamur repitió la misma maniobra varias veces, hasta que, finalmente, cuando ella y
Tazi hubieron enmudecido a la mayoría de los intérpretes, la figura del gigante se disolvió.
Aunque Shamur no sintió viento alguno, las chispas violetas se arremolinaron como el
polvo absorbido por un ciclón, y luego fueron apagándose. Los pocos músicos que todavía
tocaban fueron deteniéndose de un modo confuso e irregular. En aquel momento,
desaparecida la nube brillante y enmudecida la música, la noche parecía oscura y serena.
Quedó allí paralizada, suspendida entre el deber y el deseo. Gundar agitó la cabeza,
se frotó los ojos, y comenzó a girarse en dirección hacia donde se hallaba Shamur.
Entonces, un rollo se posó sobre sus hombros.
Sorprendida, miró en derredor y comprobó que Tazi la había cubierto con uno de
aquellos pedazos de tapiz.
—Me parece que prefieres que nadie vea esa cicatriz —susurró la joven.
—De hecho, preferiría que nadie viera todas las carnes que asoman a través de los
restos de mi vestido —mintió—. Pero gracias.
En las horas que siguieron Shamur supo que la mayoría de los invitados habían
sobrevivido a la horrorosa experiencia con el cuerpo y la mente intactos. Muchos de los
cambios inducidos por la ópera habían revertido cuando la música se interrumpió. Mientras
permanecía en el vestíbulo, que ahora hacía las funciones de puesto de primeros auxilios, y
se aseguraba de que Quyance era tratado adecuadamente y se le reconocía su mérito,
Shamur se dio cuenta de cuán afortunada había sido de que Tazi le cubriera la cicatriz.
Ebria con la victoria, no pensaba con claridad, pero en aquel momento supo que no tenía
otra opción que continuar con su impostura. Thamalon todavía podía arruinar a los Karn.
Además, si la repudiaba, también podía declarar a sus hijos ilegítimos, volver a casarse y
formar una nueva familia. Sabía muy bien que el viejo sátiro todavía era capaz de ello,
incluso en el invierno de su vida, y no ocultaba el hecho de que se sentía muy decepcionado
con sus herederos.
También fue una suerte que sus iguales hubieran permanecido estupefactos mientras
ella y Tazi combatían la magia de Guerren. Reconocían, de modo confuso, que ellas dos
habían desbaratado el hechizo, pero ignoraban que habían tenido que recurrir a sus
aptitudes como espadachinas y ladronas experimentadas para lograrlo.
Desde luego que sí, no podía haber sido más afortunada. ¿Por qué, entonces, se
sentía tan vacía?
Tazi le trajo una copa de plata con pedrería llena de vino tibio.
—Muy bien —dijo la joven de cabello negro—. Las cosas se han calmado, y si
hablamos en voz baja, nadie que pase nos oirá. Ahora, cuéntamelo todo.
—Madre, por favor, no me hagas esto. No vuelvas a ser esa estirada altiva que eras
antes. No puedo creerme que te guste ser así.
—¡Eso es chantaje!
—Muy bien —replicó Tazi, ceñuda—. No hablaré nunca más de esta noche. Ni
siquiera contigo, si ese es tu deseo. Pero no la olvidaré. Esta noche, me has gustado, madre.
Y me he sentido orgullosa de ti.
Shamur sintió como si el hielo que envolvía su corazón se derritiera un poco.
—Yo también estoy orgullosa de ti, hija —respondió—, aun cuando no lo diga muy
a menudo. —Miró hacia el otro extremo de la estancia y vio al chambelán de Andeth dando
a Quyance una bolsa—. Vayamos a buscar nuestro carruaje y regresemos a casa.
EL HEREDERO
LA ESCUELA DE LA NOCHE
Clayton Emery
Luego, se oyeron dos silbidos, uno por banda, desde los oscuros árboles.
Instantáneamente, Vox y Escevar flanquearon a Tamlin. Vox, de mayor edad que los
otros, enorme y oscuro como la noche, sopesó una hacha, mientras Escevar, joven y
apuesto, desenvainó su acero de hoja estrecha.
—¿Es eso una señal? —Tamlin buscó a tientas la empuñadura de su espada. Los tres
hombres podían ver luces a ambos extremos del sendero, pues el Parque de los Doce
Robles coronaba una pequeña colina en el corazón de la atareada Sélgont. Sin embargo,
entre aquellos viejos robles semejantes a enormes pilares de piedra, parecía que se hallaban
atrapados en algún remoto paso montañoso.
—Podemos… ¡Cuidado!
El gigante Vox gru estó un golpe con su hacha. La hoja despellejó carne y se clavó
en el suelo mientras algún animal de corta altura, rápido y robusto, chocó contra la pierna
del experimentado guerrero, lo que le hizo tambalearse. El codo de Vox golpeó a Tamlin
con tal fuerza que el heredero estuvo a punto de apuñalar a Escevar.
A la vanguardia, Escevar oyó pasos o el ruido de unas pezuñas acercándose hacia él.
Entonces, recibió una embestida en la barriga, como si se tratara de la carga de un carnero.
Unos dientes feroces se enredaron entre los pliegues de su jubón y lo hicieron pedazos. El
aliento de la bestia apestaba como un pozo negro. El frío de la invernal noche se dejó notar
sobre el estómago desnudo de Escevar; tragó, se quedó sin aliento y tuvo su momento de
pánico: iba a ser despellejado. El gruñido de un perro le hizo brincar y precipitarse sobre
Tamlin. Escevar movió una pierna bruscamente más por instinto que por otra cosa, y oyó
que unos dientes mordían el aire. Pensó que necesitaban espacio para luchar, pese a que él y
Vox tenían que proteger a Tamlin. El trabajo de un guardaespaldas no siempre era fácil.
—¡Dejadme que pelee! —decía Tamlin, que, apretujado entre los dos, no podía
siquiera alzar la espada. Dio un paso, espada en ristre para esquivar un ataque, y entonces
enrolló su capa alrededor de su antebrazo izquierdo para protegerlo, sin recordar que tenía
un cuchillo de monte, los cuales se habían puesto de moda para duelos, escaramuzas y
similares.
Sin resuello por el golpe recibido, Tamlin sintió que tiraban de su brazo.
Instintivamente, volteó la espada hacia su agresor, salvando así su vida por puro azar. El
perro había soltado la capa para morder el rostro de Tamlin. Pero a escasos centímetros del
mentón del joven señor, los dientes del can chocaron contra el frío acero. Los gruñidos se
tomaron gemidos cuando su hocico recibió una hendidura hasta el mismo hueso. Tamlin
casi vomitó debido al fétido aliento, y el perro escapó. Su propia espada lo golpeó como
una barra de hierro en la cabeza. Comenzó a salirle sangre del mentón herido.
Enojado por su propia ineptitud, Tamlin pateó fuera de sí. Su bota golpeó músculo,
pero el perro desapareció en la oscuridad. Mientras gateaba, la gran garra de Vox tiró de su
hombro, y Tamlin pudo ponerse de pie.
El veterano Vox efectuó con el hacha un barrido; rozó a media docena de perros con
el frío acero. Hizo retroceder el hacha y logró golpear un cráneo y rompió una mandíbula.
Un perro merodeaba por lo bajo; sus repugnantes dientes penetraron en la bota de cuero de
Vox como clavos martilleados. Vox tiró la pierna hacia atrás, y se arrodilló con todo su peso
sobre la espalda del animal. Con su mano libre agarró el hacha y dirigió esta directamente
al vientre de la fiera; sintió cómo la hoja de acero se hincaba bien dentro. El penetrante
olor, a un tiempo salado y dulce, de la sangre se mezcló con el hedor de las fauces de la
bestia. Otro perro mordió un hombro de Vox, pero el can sólo desgarró su capa. Vox lanzó
el hacha a las tripas de la bestia, el arma fue a dar en la espalda de aquel monstruo, que
pateó y gimió débilmente.
A Escevar y Tamlin, con muy pocos combates a sus espaldas, no les fue tan bien. Un
perro que había saltado sobre el primero, estaba enredado con su capa de lana, y se quedó
ahí colgando, como un peso muerto, tirando del joven. Escevar se ahogaba por la acción de
sus broches metálicos hasta que se rompió el metal. El sorprendido can cayó hacia atrás con
la capa enredada entre sus dientes. El guardaespaldas acuchilló con fiereza, perforó la capa
e hirió el pecho del animal. Otro perro atenazó su antebrazo izquierdo. Unos dientes
afilados como cuchillas cortaron un guante de piel de Escevar y castigó los huesos de su
muñeca, lo que hizo que gritara con desgarro. Frenéticamente, martilleó la cabeza de la
bestia con el pomo de la espada, una, dos, tres veces, pero la alimaña no estaba dispuesta a
soltar la presa. El can tiró de él hasta que le obligó a arrodillarse; Escevar era consciente de
que el perro iba a desgarrarle la garganta.
—Te sermoneará en voz tan alta que te dejará sordo, es lo más probable. —Escevar
siseó por el dolor que le atravesaba la muñeca. Su cuchillo pendía de una correa de la
muñeca—. Tam, ¡me has salvado la vida!
—¿Ah, sí? —Tamlin estaba asombrado—. Oh, no ha sido nada, viejo amigo, yo…
¡Ay!
Por segunda vez, Tamlin dio con sus nalgas en el suelo cuando el musculoso brazo
de Vox lo golpeó. Tamlin vislumbró que dos enormes formas descendían de lo alto como
rocas catapultadas, cuando un destello plateado hendió el invernal cielo estrellado. Tamlin
profirió una exclamación al presenciar la hazaña del maestro de armas, y pensó una vez
más que Vox debía de tener sangre de orco o de ogro para ser capaz de ver en la oscuridad
como un gato. Las dos criaturas caninas lanzadas desde los árboles fueron interceptadas por
la hoja del hacha de plata de Vox. Ambos animales fueron barridos en pleno aire por la
pesada arma, que sajó la carne y provocó un surtidor de sangre. Los cuerpos de los perros
impactaron contra el suelo.
Apelotonados, el trío trotó por aquel resbaladizo camino. Cuando este se niveló,
echaron a correr como locos. Más adelante, el sendero se bifurcaba en torno a un estanque
flanqueado por columnas, bancos y parterres: un lugar de recreo para padres y niñeras
donde sentarse en verano mientras los niños chapoteaban. En invierno, el parque quedaba
desierto, y la superficie del estanque permanecía extrañamente helada y reluciente a la luz
de las estrellas. Por encima de su propio jadeo y del martilleo de los pasos, los tres
alcanzaron a oír más silbidos siniestros detrás de ellos. Luego oyeron el trote de las patas de
los perros. Tamlin iba a preguntar qué camino iban a tomar cuando Vox tropezó igual que
un caballo desbocado.
Cual un ejército de un solo hombre, Vox se mantenía derecho; apoyado contra una
fuente de piedra, acabó con dos criaturas. Su destellante hacha golpeó con contundencia la
espina dorsal de otro perro. Este lloriqueó como un cachorro. El balanceo hacia atrás del
hacha para coger impulso golpeó a un can que volaba raso y el arco de retorno hundió el
cráneo de otro animal. Entre gruñidos y ladridos, más perros rodearon al coloso. Sin
embargo, tenían la suficiente inteligencia para evitar el ataque. Tamlin y Escevar agarraron
el borde de piedra del estanque mientras Vox nuevamente alzaba el hacha…
Los ojos de gato de Vox vieron más. Adelantó la pierna izquierda y balanceó el
hacha tanto como pudo, entonces arrojó el arma hacia una figura de color claro cuya silueta
quedaba perfectamente dibujada contra un tronco oscuro. Los compañeros de Vox oyeron el
ruido sordo del acero penetrando carne, y siguió un grito gutural. Vox ya corría. Tamlin y
Escevar lo siguieron.
Vox se encorvó sobre un hombre abatido cuyo aliento se mezclaba con el gorgoteo
de la sangre. El gigantesco luchador chasqueó los dedos. Escevar extrajo de un bolsillo una
lámpara mágica y tocó la mecha con su cuchillo. El tubo envuelto en papel prendió, y Vox
cogió la muñeca de Escevar para acercar la luz.
La melena trasquilada, una barba espesa y la piel morena hablaban de toda una vida
al aire libre. El villano vestía una larga camisa rústica y un chaleco de un curioso marrón
oscuro. Ese cuero peludo se espesaba en los hombros, lo que otorgaba al hombre aspecto de
jorobado. La cruel hacha de Vox le había abierto el vientre. Doblado por el dolor, vertía
litros de sangre en un charco negro.
Con los ojos entrecerrados debido a la luz de la lámpara, Vox buscó por la garganta
del moribundo pero no halló ningún silbato de madera o hueso, lo que venía a significar
que el domador de perros silbaba únicamente con sus labios. Aquel hombre de las montañas
llevaba tan sólo un garrote con púas y un cuchillo largo. De su cinturón colgaba una bolsa
de piel de ardilla, y Vox empleó su largo cuchillo para soltarla. Sin hallar nada más, el
veterano pinchó la tráquea del adiestrador de perros y dejó que muriera.
Mirándolo bajo sus oscuras cejas, Vox se llevó la mano a la frente, la retiró, señaló
sus propios ojos y luego al muerto, y extendió al máximo los dedos. Habituado al lenguaje
de signos del mudo, el joven Escevar tradujo:
—¿Has perdido la razón? En este intento de matarnos hay mucho más de lo que
parece a simple vista.
—¡Se parece al ala de un murciélago! Pero ¿son perros voladores? ¡Jamás oí hablar
de tal cosa!
Vox tiró del ala nuevamente para evaluar el peso del animal, y le pareció pesado.
Movió la mano para dar a entender que planeaban. Una verificación rápida con la
mortecina lámpara descubrió otro perro con vestigios de alas no mayores que las de una
paloma, y un tercero no las tenía. En aquel momento la lámpara chisporroteó y se
extinguió, dejándolos sumidos en la noche.
—¿Eh? Oh, no, Dolly. —Tamlin quitó importancia a sus ropas rasgadas mientras la
sirvienta le atendía—. Es Escevar quien está herido. Yo estoy bien.
—No, no lo estáis. —Pese a lo tarde que era y a los desiertos salones, Dolly todavía
vestía el uniforme y, atenta, esperaba a su amo. En la Casa Uskevren, las sirvientas llevaban
un vestido recto y un chaleco y turbante dorados; este último resaltaba a Dolly su oscuro
cabello corto. Olvidando las ropas de Tamlin, la chica le tocó la mejilla. El heredero tuvo
una punzada de dolor, y el dedo de Dolly apareció rojo—. Este corte de espada debe
atenderse inmediatamente.
—¿Un corte de espada? —Tamlin se emocionó ante tal insignia de honor—. Me,
me… ¿Me quedará una bonita cicatriz?
Thamalon Uskevren II, llamado Tamlin o Deuce, escrutaba la cicatriz del mentón en
un espejo de plata. Siete criados soñolientos arrastraron sus pies hasta el salón, llevando
comida caliente, vino, vendas y ropa limpia. Reconstruido enteramente, el Palacio de las
Tempestades ya parecía antiguo, con su laberíntica disposición de estancias, en cuyas
paredes de piedra reverberaban toda tos y murmullo. En torno a una chimenea lo
suficientemente grande como para asar un buey se congregaron los tres merodeadores
nocturnos. Bebían jarras de excelente y añejo Usk, el especiado y ácido vino que el padre
de Tamlin cultivaba en sus viñedos.
A la luz del hogar, Tamlin se parecía a su padre; de estatura media, cabello negro
ondulado e intensos ojos verdes. Escevar era muy delgado, pelirrojo y tenía muchas pecas;
su apariencia era la de un desnutrido amasijo de nervios. Pero eso no respondía a la verdad.
Vox era muy corpulento; sus espesas cejas negras, que parecían una sola, y su fiera barba
contribuían a ocultarle un rostro que sugería algún linaje de orcos u ogros. Sobre su hombro
izquierdo colgaba una trenza negra que ocultaba la cicatriz de la herida que le había privado
del habla. Antaño al servicio de Tamlin como maestro de armas, Vox era ahora su
guardaespaldas. Escevar fue abandonado de niño y los Uskevren lo compraron a bajo
precio en la calle, inicialmente con la intención de que fuera el amiguito de Tamlin en la
escuela y recibiera todos los tortazos destinados a él, pero después se convirtió en su
guardián, secretario y mejor amigo.
Una vez que el trío estuvo vendado y aseado, Escevar preguntó muy quedamente:
—El señor y la señora se han retirado. El amo Talbot está en una cacería por las
colinas. Espera traer un ciervo para el Festival de la Luna. La ama Tazi asiste a una partida
en Quickley’s.
—Deuce, quizá debiéramos quedarnos entre estas paredes hasta que la luz del día
llegue, y ver qué aconseja tu padre. Esas enloquecidas criaturas asesinas, sean lo que sean,
fueron azuzadas contra nosotros por humanos. Si viéramos a Zarrin…
—Maldecir a la chusma puede llevar a una pronta muerte, amigo. ¿Por qué no
esperar al amanecer para la reunión…?
—Desde luego, en Sélgont todo se hace en secreto. Puesto que los Soargyl han
desaparecido de escena, es el momento de apropiarse inmediatamente de sus propiedades y
contratos. Eso dice mi padre. Y así lo haremos, una vez que lleguemos a los corrales. Y, por
cierto, ¿dónde están los corrales?
Vox alzó un dedo para dar una breve lección y tomó prestado el cuchillo de monte
de Escevar. Era de hoja gruesa, con empuñadura de teca y correa para atarlo a la muñeca. El
plano de la hoja tenía una ranura en medio. Como viejo maestro de armas, Vox odiaba las
ranuras pues debilitaban el arma, pero aquella ranura «rompe hojas» se había diseñado para
enganchar el arma del enemigo en la ranura. Al retorcer el cuchillo se bloqueaba o rompía
la hoja del contrincante, dejando a este expuesto a la espada que se esgrimía con la derecha.
Escevar y Tamlin habían practicado la maniobra, pero Vox había declarado que «hacer el
payaso en un juego» no era lo mismo que una lucha medio ebrio en un callejón oscuro
como la boca de un lobo.
Vox demostró una vez más cómo apuntar aquel cuchillo de monte hacia arriba al
tiempo que se dirige la espada hacia abajo, y cómo crear un «círculo de acero» moviendo
los brazos como astas de molino, para así prescindir de un escudo. Escevar obedeció al
experto combatiente y practicó un poco: se puso a acuchillar el aire por el salón.
Tamlin manoseaba alfileres, insignias y medallones que reposaban sobre un cojín de
terciopelo. Al ser el objetivo frecuente de raptores y asesinos, su miedo lo empujaba a
llevar amuletos de la buena suerte. Uno de ellos representaba a un diablillo que sujetaba
una moneda de oro. Era un amuleto para los negocios que Tamlin prendió a la altura de su
corazón. De la hebilla del cinturón, colgó una diminuta cadena con un guante que
simbolizaba el vigor, y en su sombrero prendió dos corazones flechados, con la esperanza
de que Zarrin sucumbiera a sus encantos. Tamlin se puso el sombrero redondo de color azul
con una pluma de faisán y colocó sobre sus hombros una capa azul ribeteada de armiño, y
entonces adoptó una pose gallarda con las manos en el cinto. Los sirvientes aplaudieron
ante la apuesta imagen, y Tamlin sonrió con un leve saludo de cabeza.
—¿Qué opinas?
Vox se pasó una mano por la frente, y luego puso los ojos en blanco. Escevar lo
interpretó:
Escevar ajustó su sombrero y capa. Sus ropas eran elegantes, pero más humildes que
las de Tamlin, en tanto que Vox vestía un sencillo blusón marrón y un chaleco bajo la capa,
la cabeza descubierta. Ambos llevaban insignias con las cabezas de caballo y las anclas de
la Casa Uskevren. Los dos esperaban ya en la puerta.
Un lacayo abrió una gran puerta de doble hoja que dejó penetrar una ráfaga de aire
gélido procedente del mar, y luego la empujó hasta cerrarla, después de que el trío partiera.
Los estremecidos sirvientes regresaron a la cama en tropel. Dolly se llevó la capa
desgarrada de Tamlin para remendarla, consciente de que probablemente volvería a llevarla.
El trío se movía con dificultad contra el implacable y aullante viento procedente del
mar delas Estrellas Caídas, cuya ira les calaba los huesos. Nightal era el mes más frío, y la
gente resbalaba sobre el hielo que se extendía por todas las calles, llenas de baches. Sin
embargo, esas calles bullían de gente, docenas de grupos iban y venían de una taberna a
otra. La noche todavía era joven.
Muchos saludaban a Tamlin y a sus guardaespaldas.
Un hombre solo apareció al trote. Padrig Tuleburrow tenía el apodo de «el Palmas»
porque siempre estaba pidiendo. Aquel buscavidas siempre estaba tramando alguna intriga
y sabía muy bien que Tamlin resultaba fácil de persuadir, y que sus compañeros jamás
podían disuadirlo.
—¡Amo Tamlin! —Padrig era alto pero escuálido, y se tocaba con un absurdo
sombrero de alas caídas hecho de piel, igual que su abrigo; sus ropas eran las propias de un
próspero intermediario—. Tenéis gallarda estampa esta noche, la de un verdadero heredero
de Sélgont merecedor del trono de vuestro padre.
—¡Un brillante mercader! —lo corrigió Padrig dándole coba—, y es obvio que la
astucia ha pasado a su primogénito. Recordad mis palabras, amo Tamlin, ¡algún día vos
llevaréis las riendas de esta ciudad! Y yo sé cómo ayudaros a lograr esas celestiales cimas.
Ha habido…
Escevar masculló entre dientes a Vox, quien siempre permanecía detrás de Tamlin:
—… plan —siguió Padrig como si nada—, están involucradas las mejores familias
de Sélgont. Amo Tamlin, si invirtierais tan sólo treinta monedas de plata…
—Una suma ridícula, sin duda, pero con un gran potencial para crecer. Lamentaríais
perder esta oportunidad, amo Tamlin. Cuando esa cantidad revierta quintuplicada, todo el
mundo sabrá quién es el mejor y más hábil negociador de la ciudad…
—Oh, págale, Escevar, y deja de preocuparte —dijo Tamlin—. Tan pronto como
haya cerrado el acuerdo de esta noche, nadaremos en la abundancia.
Refunfuñando, el guardaespaldas contó las treinta piezas de plata, pero las retuvo
hasta que Padrig firmó el recibo en un pequeño libro, bajo el concepto de «inversión».
Cuando contó de nuevo las monedas, los oídos de Padrig se agudizaron aún más.
—¿Y que misión os ocupa esta noche, amo Tamlin? Es muy inteligente, por parte de
vuestro padre, confiaros asuntos familiares.
—¡No me digáis! ¡Ja, Ja! —Riendo, monedas en mano, Padrig se fundió en las
sombras como un geniecillo de la lámpara en el humo.
—¡Las tinieblas te confundan, Vox! Voy a estar meando sangre durante una semana
por el dedo que me has clavado en el riñón.
—Si tu padre se entera de que te vas de la lengua contando sus planes secretos —le
advirtió Escevar—, acabarás magullado de arriba abajo, pues serás arrojado desde lo alto de
cada una de las escaleras del Palacio de las Tempestades.
Con los dientes apretados contra aquel viento inclemente, Escevar se quejó:
—El trato tiene que ver tanto con bestias de cuatro patas como con las de dos, según
ha establecido mi padre.
—¿Y qué otras instrucciones nos ha dado para estas negociaciones? ¿O es que Vox y
yo debemos sorprendernos tanto como el grupo de Zarrin cuando hagas tu oferta?
—Ten fe en mí.
Los guardaespaldas de Tamlin se limitaron a asentir.
—Casi logramos que nos arranquen la cabeza en el Parque de los Doce Robles.
Permíteme, por favor, que sea el primero en mirar ahí dentro, mi señor.
Las anchas escaleras se desplegaban por encima de los establos, donde las reses
rumiaban satisfechas. Una matrona cepillaba una plácida res marrón y blanca. Mientras
subía los escalones con decisión, Tamlin susurró:
—Esta es una reunión secreta, así que esforzaos en parecer compradores de ganado.
—Y alzó la voz para decir—: Y digo yo, ¡no es esa una vaca de aspecto lozano! ¡Claro que
sí! ¡Una vaca magnífica, señora! Y también afortunada, ¡de dos colores! ¡Justo lo que
necesito para alimentar a mis becerros! Apostaría a que esa vaca produce ¡cubos y cubos de
leche!
Vox inhaló: era su forma reír. Escevar sofocó la risa. Mientras cabeceaba ante el
gran animal, Vox se puso dos dedos en la frente y se clavó uno más en la ingle.
Detrás de él, Vox hizo un gesto como si se estrangulara a sí mismo. Escevar sonrió
pero desenvainó su cuchillo de monte.
Una daga pasó silbando y fue a clavarse en una de las jambas de la puerta. La voz de
una mujer chilló:
Sumamente cautos, los tres hombres echaron un vistazo desde el umbral. La esquina
izquierda estaba iluminada por tres faroles que colgaban de unas vigas. Una mesa llena de
marcas estaba rodeada de bancos y taburetes desvencijados. Había notas muy manchadas
enganchadas a las paredes entre los colgadores para capas y abrigos. Ventanas con postigos
cerrados en la pared opuesta a la entrada se abrían a los corrales. En la mesa, rodeada de
cuatro sirvientes, estaba una bella rubia, bien provista de cuchillos, y armada con unos
fulgurantes ojos marrones que parecían muy sagaces y peligrosos.
Zarrin era una de las hijas de los Foxmantle. Las habladurías de taberna gustaban de
comentar larga y pormenorizadamente cual de los herederos de los Foxmantle era el más
imparcial, el más sorprendente, y el más divertido en la cama. Zarrin luchó lo indecible
para ganar poder en el seno de la familia, negándose al papel de «¡coneja de rapaces para
que mis padres los tengan retozando en sus rodillas!». Tamlin y Zarrin se conocían desde
que ambos jugaban con arena en el parque, sólo recientemente ambas familias competían
entre sí. Los Foxmantle siempre se habían dedicado a la labranza, al prensado de vino, al
cultivo de pigmentos, ala salazón de carnes y al curtido de pieles, en tanto que los
Uskevren, antes del Gran Fuego, se dedicaban al comercio marítimo. Desde que Thamalon
I había comenzado a comprar y a alquilar granjas, se había impuesto negociar con los
Foxmantle para evitar que tuvieran que competir y que, de resultas, los precios bajaran en
picado.
La encantadora Zarrin estaba furiosa, pero no los atacó de nuevo. Tamlin arrancó el
cuchillo de la jamba y, sonriendo, se lo devolvió.
—¡Maldita la razón que tienes! Sí, ¡ha habido contratiempos! —Zarrin le arrebató el
cuchillo sin miramientos. Imprudentemente, Tamlin lo había sujetado por la hoja, y de
inmediato comprobó que podía verse los dedos a través de unos cortes en sus guantes—.
¿Por qué azuzasteis contra nosotros a esas bestias?
—También nos hemos topado con algunos, y con sus silbantes cuidadores —dijo
Tamlin.
—Nosotros, sí. Vox mató a uno. —Y Tamlin le habló del hombre de las montañas
con aquel extraño chaleco, Zarrin arrugó el morro. Y frunció el ceño. Pese a tener su rubio
cabello recogido hacia atrás con alfileres, algunos mechones se habían escapado hacia
adelante, hasta casi tocar su ceño.
—Al doblar una esquina, nos cayó encima una horda aullante. Creímos que eran
lobos hambrientos a la caza de ganado. Atacaron a mis criados y nos machacaron. Uno de
mis sirvientes sufrió la amputación de una mano.
—¿Y dónde os atacaron, mi señora? ¿En qué parte de la ciudad? —preguntó Escevar
—. ¿Y cuándo?
—Cerca de los Jardines de Caza, no lejos de la casa principal. —La propiedad de los
Foxmantle guardaba las puertas septentrionales, donde el Camino de Galopar se convertía
en la Vía de Rauthauvyr—. No mucho después de la puesta de sol.
Vox alzó dos dedos, extendió los brazos, curvó las manos para imitar un árbol,
mostró los diez dedos y luego dos más, y después expresó la idea de un grupo moviéndose.
Tamlin hizo de intérprete:
—Sí, eso cae a casi tres kilómetros del Parque de los Doce Robles. ¿Cómo pudieron
sus amos trasladar una manada de perros monstruosos a través de las calles sin ser vistos?
¿Observasteis si algunos de ellos tenían alas?
Las dos partes compararon sus experiencias pero averiguaron poco. De vez en
cuando, de abajo llegaba el bramido de un toro o el berrear de un ternero.
—¿Quién sabe? —concluyó Zarrin—. Quizá esos hombres de las montañas están
locos o son unos fanáticos religiosos. O trabajan para alguien en Sélgont. Si cualquiera de
nosotros fuera raptado, el recate supondría un buen pellizco. Hemos de vigilar nuestras
espaldas, como siempre. —Para dar énfasis a sus palabras, resiguió el emblema familiar
bordado en su pecho: tres ojos vigilantes—. Dejemos eso de momento, y atendamos a
nuestros negocios. Tú y yo debemos repartirnos los aranceles de las puertas de entrada, de
los buques de carga y de los ganaderos y arrieros.
—Diría, Zar, que esto ¡es estupendo! No nos inmiscuimos en los asuntos del otro y
¡todos prosperamos! Mi padre estará encantado, como el tuyo, ¡estoy convencido! Hemos
de celebrarlo. Escevar, ¿qué es todo ese ruido?
Los mugidos y balidos habían subido tanto de volumen que los negociadores
tuvieron que alzar la voz. Parecía que todos los animales encerrados en los corrales
chillaran o berrearan. Los perros ladraban y los granjeros gritaban. Escevar fue abajo y
regresó corriendo.
—¡Hay algo que asusta al ganado! ¡Están a punto de romper los establos! ¡No he
podido ver qué los enerva de ese modo!
—Bueno, ¡averigüémoslo! —ordenó Tamlin.
Escevar salió al trote. La gente de Zarrin alzó sus armas. Hacha en mano, Vox abrió
los postigos de las ventanas.
Como si hubieran sido lanzados con catapulta, dos perros alados se precipitaron a
través de la ventana abierta para ir a chocar contra el maestro de armas.
Cuatro más de aquellas bestias entraron a galope en la estancia, las uñas de sus
garras se deslizaban velozmente sobre el suelo. Dos más atravesaron la ventana volando.
Libre por unos instantes, Tamlin vio que el lugar estaba infestado de aquellos
asesinos rabiosos.
Escevar tenía un par de perros gruñones encima de él. Piernas y patas se agitaban
alrededor de la cabeza de Vox. Los aceros de Escevar se arremolinaron igual que astas de
molino empujadas por el viento. Los animales que Vox sujetaba se deshicieron de su garra
y de aquel remolino de acero. El espadachín se dio la vuelta y se quedó a gatas. Los perros
saltaron sobre la espalda de Vox. Mientras, preso de furia, Escevar maldecía y acuchillaba
con desenfreno, hasta el punto de que se pinchó el muslo. Sangrando, siguió acuchillando.
Vox se colocó contra la cadera de Escevar, y ambos pelearon espalda contra espalda.
El heredero de los Uskevren se escondía tras una mesa que Zarrin había arrastrado
contra una pared. Era una barricada sólida, pero los flancos quedaban abiertos. Uno de los
canes atenazó el talón de la bota de Zarrin. Esta se deshizo del can pero se topó con Tamlin
y se golpeó la nariz con la pared. Saber que tenía la nariz hinchada y sangrando avivó su
fiereza natural; prorrumpió en gritos mientras atacaba con su acero a todo cuanto se movía.
Mientras asestaba golpes allá donde podía, Tamlin trató de contar cuántos perros
había, pero estos habían invadido la estancia, acaso fueran más de una docena. A su
izquierda, seis de aquellos monstruos abrieron brecha en la barricada y atacaron
salvajemente a los sirvientes de Zarrin. Dos, no, cuatro perros más entraron en la
habitación, sedientos de sangre.
Zarrin aulló y se aprestó a proteger a sus sirvientes. Tamlin se había quedado solo
cuando siete perros se dispusieron a atacarle.
Con sus aceros en abanico y los dientes apretados, dio la vuelta a la mesa y casi cayó
sobre un perro. Al instante, el animal atenazó con sus dientes a Tamlin. Una criatura alada
saltó con la intención de arrancarle la cabeza. Tamlin la esquivó, el perro fue a estrellarse
contra sus compañeros. Al tiempo que asestaba golpes en las cabezas con el pomo de la
espada y hería con su cuchillo, Tamlin corrió hacia Escevar y Vox. Su único plan consistía
en morir junto a sus compañeros como un héroe de leyenda, aunque morir devorado por
unos perros repugnantes daba toda la impresión de ser un final de lo más repugnante y
absurdo.
—¡Vox! —dijo Tamlin jadeante, mientras pateaba a un can. El heredero gritó para
que el guerrero no lo aporreara al echar hacia atrás su hacha—. ¡Escevar! Larguémonos…
Vox descargó el hacha pero erró el golpe sobre un perro. La hoja mordió el suelo de
madera, y Vox soltó el mango. Sus ásperas manos agarraron a Tamlin y lo levantaron del
suelo.
Sobre la cabeza de Vox, Tamlin vio las luces nocturnas del corral para el ganado y el
cielo estrellado. Y chilló cuando se vio arrojado contra la ventana.
—¡Vox! No…
Lanzado con los pies por delante, Tamlin profirió un gemido mientras volaba por los
aires, pero el viaje no duró mucho. El aullido pasó a ser un gruñido cuando su espalda fue a
estrellarse contra una pila misericordiosa. Y luego gritó cuando se mordió la lengua. Sin
resuello y angustiado, Tamlin aspiró aire junto con un poderoso aroma a estiércol. Vox le
había lanzado sobre un montón de mierda apilado al lado de las grandes puertas.
Aturdido, Tamlin tropezó con las grandes puertas del establo. Dentro brillaban luces
mortecinas, o quizá centelleaban en su cabeza, ya que se sentía mareado. Un sonido lo
detuvo. Era un silbido.
Este provenía de fuera del establo, por lo que el hombre de las montañas, el
adiestrador de perros, estaba allí fuera, con Tamlin. El heredero respiró dificultosamente.
De dentro salió un enorme toro pinto que, entre mugidos de pavor, se llevaba todo
por delante con su maciza cabeza encornada. Un cuerno parecido a una daga casi se le
clavó en el esternón. Con bramidos semejantes a trompetas de guerra, el aterrorizado
animal golpeó los portalones de entrada, que se abrieron de par en par, y tronó al pasar
como un elefante. Vacas y ovejas brincaron detrás, mugían y balaban como si huyeran de
un fuego.
Incapaz de entrar, y viéndose en peligro, Tamlin divisó una escalera exterior y corrió
hacia ella. Esperaba que no le siguiera ningún animal, pero con la suerte que tenía, pensó,
seguro que treparían hasta allí simios gigantes o cabras descomunales en busca de un
refugio elevado, por lo que lo echarían escaleras abajo.
Arriba, había una puerta tosca que resultó estar cerrada. Tamlin se preguntó adónde
ir a continuación cuando la puerta se abrió con tal brusquedad que casi lo golpeó en la
mandíbula. Escevar y Vox, sudorosos y ensangrentados, se detuvieron justo antes de hacer
que Tamlin cayera rodando escaleras abajo.
—¡Ojo! ¡Deteneos!
—¡Ni idea!
En el súbito silencio que siguió, los hombres cogieron aliento. Tamlin preguntó:
Las manos del veterano mudo hicieron unos gestos en el aire. Y Tamlin interpretó:
—¿Que esas bestias mordientes iban a por mis huesos y los de Zarrin
exclusivamente? ¿Y cómo sabes eso? ¿Que una vez que desaparecí de escena y Zarrin salió
precipitadamente, abandonaron el ataque? Ah, eso explica… nada. No lo pillo.
—Nadie entiende mucho —suspiró Escevar. Apoyó una pierna en un peldaño, pues
la herida de su muslo le provocaba un dolor punzante—. Esos hombres de las montañas
deben haber lanzado sus bestias contra ti y Zarrin. ¿Recuerdas que ella también fue atacada
previamente, como nosotros? Esta era una oportunidad de oro, pues ambos os hallabais en
una misma estancia. ¿Por qué quieren capturaros o asesinaros a los dos…?
Tamlin movió la mano derecha. Aplastada antes por una mesa, se había hinchado de
tal modo que el guante le apretaba como un torniquete.
—¡Vaya, vaya! ¡Qué noche! Hubiéramos debido ir a tomar unas copas en lugar de
venir aquí. Oh, bueno, vayámonos a casa a cambiarnos las ropas… otra vez. Por lo menos,
mi padre se sentirá satisfecho de que haya negociado los aranceles de las puertas antes de
que Zarrin desapareciera.
—¿Por qué regalar únicamente los aranceles de las puertas? —dijo el patriarca,
airado—. ¿Y por qué no regalar todos nuestros contratos? ¿Por qué no arrebatarme la llave
de los cofres de la familia de mi anciana y paralizada mano y abrir las puertas de par en par
de la miserable choza de nuestra hacienda, y usar ambas manos para esparcir nuestro oro y
plata por las calles para que todos y cada uno de los pordioseros pueda recogerlo a
puñados? ¿Qué habré hecho en esta vida para que los dioses me castiguen con un hijo que
tiene adoquines en su cráneo hueco? ¿Por qué los hados no me enviaron un baboso y
farfullador retrasado mental que pudiera tener entrenado, a fuerza de largas horas de
extenuante labor, para que hiciera un trabajo útil como ir a buscar leña o dar de comer a los
cerdos? En lugar de ello, sufro los más punzantes tormentos presenciando cómo esta
persona insignificante con cabeza de melón destruye todo mi trabajo y arroja al viento mi
fortuna desde las más altas torres del Palacio de las Tempestades, nuestra ancestral
hacienda, de momento, pues no me cabe duda de que, cuando llegue la hora de los
impuestos, se empobrecerá y quedará relegada a las alcantarillas debido a la patente
ineptitud chapucera de mi hijo…
Hubo mucho más, hasta que el patriarca se quedó sin resuello. Se desplomó en una
silla y se bebió su excelente y añejo Usk. Thamalon Uskevren, el Viejo Búho, se parecía a
su hijo. El cabello se le había vuelto gris, y había envejecido, pero se encorvaba, y los
oscuros ojos verdes y las cejas todavía negras podían dibujar un ceño fruncido capaz de
acobardar a un príncipe, por no mencionar a alguien que despilfarrara su dinero. La estancia
reflejaba al hombre: ordenado, con buen gusto, intelectual, convencional. Sobre la mesa
había una cena ligera, un juego de ajedrez con una partida a medias y un montón de libros
abiertos. Era un lugar de solaz callado, lujoso, con aroma a dinero viejo y a secretos.
—Si no estoy errado, parecéis molesto, padre. ¿Sería posible que, sin la intención de
abundar en un tema desagradable, considerarais oportuno decirme el motivo?
—¿Por qué? —El patriarca lo miró encolerizadamente hasta que Tamlin se sintió
como una ardilla mirando a un lobo. Thamalon mordía cada palabra—: Porque no has
obtenido un acuerdo ventajoso para la familia, hijo. He ahí el porqué.
—Sí. La puerta nos dará un céntimo o dos. Con eso hacen negocios los granjeros,
con céntimos. No tienen mucho que ahorrar, como verás, después de que los recaudadores
de impuestos del Hulorn pasen por las granjas y les cobren los tributos. Todo lo que nuestra
familia puede recoger en la Puerta Oeste es un peaje sobre el ganado: un céntimo por
cabeza. En un buen día, podríamos recaudar unos cien céntimos.
—Mi hijo, el ministro de Hacienda, quien no sabe lo que cuesta nada, se pone a
calcular. —El patriarca chasqueó los dedos—. Con cien céntimos te puedes comprar un par
de guantes, Tamlin. No es mucho, teniendo en cuenta que has perdido doce pares en lo que
llevamos de invierno. Tu presupuesto para la ropa, por cierto, es el triple de lo que gastan
los niños más pequeños, pero ya gritaremos al respecto más tarde. De momento, permíteme
que te explique por qué desearía que Zarrin Foxmantle fuera mi hija y tú, Tamlin Uskevren
II, un cortador de pescado perdido en una tormenta sobre un bote que hace aguas ¡en pleno
Lago de los Dragones!
—¡Por supuesto que Zarrin quería quedarse con los aranceles de la Puerta Norte!
Pero no porque la heredad de su familia se halle cerca. ¿Qué tipo de excusa idiota es esa?
Todo el tráfico desde Órdulin, Surkh y Tulmon pasa por la Puerta Norte, y contrariamente a
los mulhessenes, que usan la Puerta Oeste y envían sus impuestos por adelantado, el tráfico
del norte está exonerado de estos, lo cual significa que los aranceles se cobran ¡en las
mismas puertas! Es más, la Puerta Norte domina el puente Elzimmer, lo que implica el
pago de impuestos por el tráfico de alimentos y cobro de aranceles para ¡todos los
cargamentos de navíos entrantes! Así que mientras tú te estás en la Puerta Oeste cobrando
moneditas y llenándote de polvo los ojos, mi lamentable cabeza hueca de hijo, ¡los
Foxmantles se llevarán a espuertas todo ese dinero de los aranceles! No puedo creerlo.
¡Cómo has podido llegar a un acuerdo tan desastroso! ¿Cómo ha podido Zarrin Foxmantle
evitar que no le explotara un vaso sanguíneo por aguantarse la risa? Cuando se extienda la
noticia, ¡voy a ser el hazmerreír de todo Sélgont!
Tamlin se quedó inmóvil cuando el Viejo Búho plantó su cara a escasos centímetros
de su nariz. Fulminándolo con los ojos, el patriarca susurró en un tono aterradoramente
gélido:
—Si-que-te-lo-expliqué. Pero-no-escuchas.
—Lo hay —amenazador, plantado ante Tamlin imponente pese a su estatura media,
el patriarca apuntó con un dedo huesudo hacia la puerta—. Recoge a tu guardia de deshonor
y vete. Encuentra a Zarrin y deshaz ese miserable acuerdo.
—Eh, ¿ahora? —Tamlin simuló un bostezo—. Ha sido una noche muy dura, padre.
Por dos veces, nos han atacado unos perros diabólicos, hemos caído sobre hielo y sido
lanzados a través de ventanas…
—¡Que os vayáis!
Los tres se levantaron y salieron disparados por la puerta. Mientras bajaban las
anchas escaleras de caracol al trote, oyeron que el patriarca arrastraba sonoramente sus
suaves zapatillas tras ellos. Para cuando alcanzaron la puerta, que se mantenía cortésmente
abierta por un soñoliento lacayo, Thamalon aún tenía unas últimas órdenes que dar.
Los tres salieron a la fría noche, pero Tamlin miró a través de una rendija de la
puerta.
—Eh, padre, sé que no he procedido a vuestra entera satisfacción pero, sólo por
curiosidad, veréis, no habláis en serio en lo que atañe a vuestra última intención ¿verdad?
Quiero decir todo eso del aceite con guindillas y tal.
Lentamente, la puerta se fue cerrando con un chirrido. Tamlin vio que el rostro
tenebroso de su padre se hacía todavía más siniestro. Con la boca apenas entreabierta, el
patriarca gruñó:
Allí fuera, en los altos peldaños de piedra, en aquella negra noche azotada por un
viento invernal, Tamlin se estuvo mirando la puerta un rato, y luego, Con una amplia
sonrisa, aseguró a sus amigos:
Mordiéndose la lengua, Vox y Escevar descendieron las escaleras con paso cansino.
—Es curioso, estaba convencido de que mi padre se sentiría satisfecho. —Los tres
caminaban abatidos por la calle Sarn, provisionalmente sin techo, si se exceptuaba las dos
residencias y los tres apartamentos para invitados que Tamlin tenía en la ciudad. El
heredero siguió divagando—: Debería estar contento de que lograra el acuerdo tan
rápidamente. Cuando me veo obligado a asistir a sus reuniones de negocios, estas duran
horas. Todo ese parloteo sobre dinero… ¡qué lata!
—Si no fuera por esas reuniones de negocios —refunfuñó Escevar, encogido por el
frío, y odiándolo—, dormirías.
Vox caminaba detrás, vigilando ambos lados de la calle sin expresar nada por señas.
Escevar renqueaba al lado de Tamlin mientras mascullaba:
—No soy hombre ducho en negocios, Deuce, pero incluso en el regateo de la plaza
del mercado se paga el primer precio propuesto. Estuviste de acuerdo con la propuesta de
Zarrin en un abrir y cerrar de ojos, y a renglón seguido ¡procedisteis a celebrarlo!
—Cierto, cierto. Todavía soy nuevo en este tipo de trabajos. Y por lo que he visto,
me parece mortalmente aburrido. Por cierto, ¿ahora qué hacemos?
Escevar contó a veinte antes de aporrear la cabeza de Tamlin. El trío fue a buscarla a
casa de los Foxmantle. El vigilante de las puertas no los admitió, pero una criada les confió
que Zarrin se había ido a los corrales hacía ya tiempo y que todavía no había regresado.
—De acuerdo —asintió Tamlin, y se giró con tal brusquedad que chocó con Escevar
—. Perdona, viejo amigo. Probemos en algunas tabernas. De todos modos estoy seco. Toda
esta negociación le hace a uno tener más sed que eso de manejar la espada.
Escevar parpadeó para quitarse la nieve de los párpados mientras Tamlin buscaba
una puerta iluminada.
De detrás, provino un gruñido de Vox que, más o menos, venía a decir: «La última
vez que vosotros dos manejasteis una espada, hasta las ovejas se aburrieron».
—Este es un buen lugar para preguntar por lo que sea que estemos buscando —
balbuceó Tamlin—. El Ciervo Negro es célebre por sus riñas y por sus extraños
parroquianos. El mejor lugar para las peores cosas. ¿Qué? ¡Posadero! ¿Dónde está esa
cerveza?
—No te preocupes, Escevar. ¡Tengo crédito! —Tamlin pidió más cerveza, aunque ni
siquiera había probado la primera jarra. Mientras bebía y derramaba el líquido sobre su
jubón, Tamlin trataba de centrarse en Vox, quien hacía un gesto de lado a lado de su
garganta—. ¿Corte? ¿Garganta? ¿Cómo? ¿Hay un degollador detrás de mí? Oh, ¡corte!
¿Quieres decir que mi padre me cortará la asignación? Oh, no creo que quieras decir eso.
¡Eh!, ¿adónde se va la gente?
Las orejas de Tamlin se alzaron. La canción era Tam Lin, una tonada tan vieja como
las montañas, sobre alguien que se llamaba como él. Siguió las palabras, que a menudo
había oído pero en las que nunca había reparado. Tam Lin, el apuesto caballero, caído de su
corcel en un accidente de caza, fue capturado por la reina de las hadas y esclavizado. Se le
obligó a servir en su corte de la medianoche, que únicamente se unía a este mundo bajo la
luna llena, y luego se le cebó para ser sacrificado a un dios de manos ensangrentadas. Hasta
que la doncella Lyndelle, con más valentía que la mayoría, entró en el sagrado salón para
encontrar al etéreo Tam Lin. Su única esperanza de libertad, le comunicó a la doncella, era
que ella alcanzara a agarrarlo mientras caía de un caballo. Y de este modo lo dispusieron:
en una noche infernal, Lyndelle dio un gran asalto para agarrar a su nuevo amor. Y así Tam
Lin quedaba libre, la joven pareja se unía y la canción terminaba.
Mientras mascullaba para sí, Tamlin temblaba. Filtrada a través del tamiz brumoso
del alcohol, la siniestra canción seguía resonando en su cerebro igual que un canto fúnebre.
Maldiciones fantásticas, un joven señor atrapado por la mala suerte y el destino, una
fantasmal vida sin vida, y una sentencia a morir sacrificado; y él mismo, Tamlin, un joven
señor, desterrado de su propia casa. ¿Era su única esperanza que lo rescatara una doncella
inocente? Nadie en Sélgont era inocente…
—¿Señor Uskevren?
Tamlin dio un salto al oír su nombre. Sacó la nariz de una gran jarra para ver a una
joven delgada y pálida como un elfo. Debajo de una capa harapienta, una manta más bien,
tan sólo vestía un guardapolvo con manchas de pintura y unos desgastados zuecos en los
pies. Bajo el brazo, llevaba un abultado haz de pergaminos atados con una cinta
descolorida. Sus ojos estaban enrojecidos por el frío, o acaso el llanto.
—Eh, sí, soy el señor Uskevren, o algún día lo seré, si mi padre se muere alguna vez
y yo no, quizá… a menos que realmente cumpla su amenaza, que podría, pero que dudo, o
espero… Uhmm, ¿por dónde iba?
—¿S…Señor? —La chica no había oído la canción, por lo que continuó—: Soy una
de las mejores artistas de la ciudad. Os puedo mostrar ejemplos. Los nobles más
perspicaces convienen que son extraordinarios. Cada señor y señora debería tener su
retrato, y además, dado que sois tan elegante y apuesto…
—No, no, no. No, muchas gracias. —Tamlin tragó cerveza para calmar sus nervios
—. No necesito un retrato. Nadie quiere que mi rostro cuelgue de una pared, aunque mi
padre bien querría ver mi cadáver pendiendo de un farol. No puedo creerme que me haya
tirado igual que si fuera basura…
Dejó de hablar porque la joven se puso a llorar. Trato de reprimir su pena, pero las
lágrimas caían por sus pálidas mejillas. Estremecida, no podía detener los sollozos.
Confundido, Tamlin la miraba con cara de estúpido. Incluso Vox, quien tenía por costumbre
mirar hacia otro lugar, observaba.
Un posadero apareció a toda prisa junto a la mesa. De su muñeca colgaba una porra
sujeta por una correa. Agarró el brazo sumamente delgado de la chica.
—Aquí estás, basurilla, ¡no acoses a los clientes! Lo siento, señor, echaré a esta
impertinente…
Echando chispas por los ojos, Vox tiró al suelo la jarra de Tamlin de un leve golpe.
Chasqueó los dedos y con gestos pidió comida al posadero, la suficiente para cubrir toda la
mesa. Rápidamente, una camarera dejó sobre ella una bandeja con empanadas de venado,
huevos en vinagre, pechugas de pato, pedazos de sandía, pan blanco y negro, mantequilla,
queso verde y blanco, higos, pasas y una paletilla fría de cerdo. Con brusquedad, Vox
señaló a la huesuda joven, quien atacó la comida con inusitada fiereza.
—Oh, está hambrienta. —Tamlin miró sus prendas harapientas—. También ella es
pobre.
Una mano de Vox sujetó la cabeza de Tamlin, aunque el indigno señor apenas la
sintió. El maestro de armas frunció el ceño, luego se abofeteó el rostro y se pasó los dedos
por las mejillas.
—Encantador, intenso. Lleno de… colores y cosas. Pues sí, te contrataré para que
pintes el retrato de mi padre. Ya ha llovido lo suyo desde que se hizo un retrato, y no vivirá
para siempre, si tengo suerte. Se lo daré como regalo para el Año Nuevo, si es que me deja
entrar por la puerta. Y pintaremos otro para mi madre con ocasión del festival de la luna. Y
para Tazi, si logramos quitarle de un manotazo esa sorna de su cara. Y también para Tal.
Colgaremos su retrato en la puerta para espantar a los ladrones… al
—Oh, ¡mil gracias, mi señor! —dijo la chica mientras tragaba saliva—. ¡Puedo
pintar más que simples retratos! Me encanta pintar paisajes y marinas…
—¡Ah! Eso es admirable, supongo. Puedes decorar el salón principal con un mural.
Necesita algo de color ese sombrío lugar de mala muerte. O te enviaremos a lo alto de la
torre norte para pintar un paisaje del puerto, y luego de las colinas del oeste…
—Señor, sois tan amable… —Symbaline se esforzaba por contener las lágrimas—.
Todos dicen que sois el señor más considerado y generoso de Sélgont, y compruebo que así
es. Ese es el motivo por el que me acerqué a vos. Erais mi última oportunidad. Habéis
salvado mi vida. No tengo lugar donde pasar la noche ni esperanza alguna para el futuro…
—No sigas, querida, no hay necesidad de esto. Así rescato a una inocente doncella, y
no al revés, y olvido algunas malas bestias de lo más agoreras que merodean alrededor. —
Aquello confundió a la chica, por lo que Tamlin cubrió su fría mano con una gentileza
asombrosa—. De todos modos, no he sido yo quien ha pensado en ello, sino Vox, aquí al
lado. Tiene todo el aspecto de comerse a los niños crudos, pero en realidad es el mejor
compañero que uno podría desear. Con Vox a mi lado, no temo aventurarme en cualquier
parte de Sélgont. Es el luchador más diestro ¡en todo el mar de las Estrellas Fugaces!
Tamlin fue a alzar su jarra, pero entonces recordó que su guardaespaldas lo había
reprendido, conminándole a que refrenara el gasto.
—¡Ah! Vox ¿No puedo beber una pequeña gota de algo sólo para brindar a tu salud?
Te lo agradecería mucho…
Por fin, regresó a la mesa dando tumbos mientras se enjuagaba la boca. Symbaline
continuaba dando cuenta de la comida igual que un ejército de orcos.
—Mi señor, odio tener que suplicarlo pero necesito unas pocas monedas para
comprar pinturas y lienzos…
—Nada más fácil. —Tamlin frunció el ceño ante la imagen de Escevar plácidamente
dormido sobre el banco. Agarró una de las botas de su sirviente y la giró, lo que provocó la
caída al sucio suelo del guardaespaldas—. Escevar, ¡dale algunas monedas!
Con un suspiro de enojo, Vox llevó la mano hacia su camisa y extrajo una bolsa de
piel, para acto seguido echar unas monedas de plata sobre la mesa. De esas, Tamlin deslizó
unas hacia Symbaline, pero apartó siete para la buena suerte.
Tamlin tradujo:
—La bolsa del silbador muerto, ¡el adiestrador de las bestias mordientes!
—¿Qué motivo hay para encontrar a los hombres de las montañas? —preguntó
Tamlin—. Trataron de asesinarnos. ¿No deberíamos evitarles?
—No trates de pensar cuando has vomitado, Deuce —disparó Escevar—. No es que
queramos a esos hombres, pero trataron de raptarte o asesinarte, a ti y a Zarrin. Quizá sepan
dónde se halla ella. Los perros adiestrados, o las bestias mordientes, pueden encontrar a la
gente husmeando, ¿no es así?
—¿Qué chica? —preguntó Escevar—. Oh, ella. ¡No! ¿Quieres pensar por un
momento, por el amor de Selúne? Todo cuanto has hecho esta noche se reduce a
despilfarrar dinero y lograr que nos echen de casa… —Vox dobló el cuerpo e imitó la
acción de vomitar—… y vomitar en la calle —añadió Escevar—. Vamos, lo que caracteriza
a los héroes.
—Mediante la magia.
—¡Eh! ¡Señor Tamlin! Una palabra con vos, ¡si tenéis a bien!
—¡Por las tripas del Olimpo! —gruñó Escevar—. ¿Por qué no hay nadie que se
decida a destripar a esa sanguijuela?
Una vez se detuvieron en aquella calle barrida por un viento invernal, Tamlin,
Escevar y Vox buscaron la procedencia de la voz. Venía de arriba. La Focha Azul era una
taberna de tres pisos hecha de piedra y madera. En la fachada había balcones dispuestos
escalonadamente que se inclinaban de manera alarmante sobre la calle. En verano, los
profesionales de la prostitución, hombres o mujeres, se apoyaban en las barandillas para
atraer, desde lo alto, a los clientes potenciales. Pero en invierno, los balcones quedaban
cubiertos de hielo. Padrig el Palmas estaba recostado en un balcón del segundo piso,
enfundado en su abrigo de piel y con un sombrero de ala ancha. En el anterior encuentro,
había mostrado una sonrisa aduladora, pero en aquel momento su sonrisa era como la de un
zorro. Al lado de Padrig había un joven desabrido y un viejo, ambos parecían perfectamente
capaces de cortar la garganta de un inválido por un céntimo. Los balcones del tercer piso
estaban a oscuras y desocupados.
—¡Amo Tamlin! Vuestro plan avanza ¡a gran velocidad! —Padrig hizo una
reverencia teatral—. Dentro de poco, ¡os sentaréis en la más alta silla del Palacio de las
Tempestades!
—¿Qué? —Abajo, en la calle, Tamlin se echó hacia atrás y casi se dio de bruces en
el suelo, pues el alcohol todavía hacía mella en él—. ¿M… Me he perdido algo, Padrig?
¿Qué farfullas?
—Vuestras treinta monedas, señor, ¡se han invertido a tiempo! Toda la ciudad sabe
que se os ha retirado la asignación. Ratigan el Verde elabora veneno, y habéis contratado
los servicios de una pintora retratista con miras a acercaros a vuestro padre. No podéis
entrar en el Palacio de las Tempestades, ¡pero ella sí! De tal modo que mientras pasáis la
noche en el callejón de la Linterna, vuestros servidores ¡harán vuestro trabajo sucio!
Detrás de Tamlin, Vox apartó su capa para tener a mano el hacha. El maestro de
combate apuntó hacia las puertas de La Focha Azul y por señas insinuó la posibilidad de
hacerla pedazos. Tamlin lo refrenó, y preguntó a ambos compañeros:
—¿De qué va todo esto? ¿Quién es Ratigan? ¿Cómo es que Padrig sabe lo de la
chica? ¡Creí que era inocente! ¿Y mi residencia en el callejón de la Linterna? ¡Esperad! Si
la chica es parte de algún complot de los Soargyl…
—¡Detente, Deuce! ¡Es una encerrona! —Escevar escupió—. Se trata de otra de sus
estafas. Teje una tela de araña a partir de las habladurías. ¡Te está incriminando en un
intento de asesinar a tu padre!
—¿Hay alguien que planee asesinar a mi padre? —Tamlin abrió la boca horrorizado,
y deseó con toda su alma no estar ebrio—. Lo que quiero decir es que se ha intentando
anteriormente, ¡pero no estoy implicado! ¿Qué pensará mi padre?
Súbitamente, Vox, quien estaba mirando arriba, tiró de Tamlin hacia atrás al tiempo
que Escevar gritaba:
—¡Muévete!
En el balcón del segundo piso, Padrig miró atónito hacia arriba, gimoteó y se metió
en la taberna, al igual que el matón veterano. El joven se demoró demasiado tiempo. Una
enorme cómoda cayó en picado, precipitada desde uno de los balcones del tercer piso, y fue
a chocar en el balcón del segundo para hacerse añicos. El joven rufián quedó reducido a
pulpa y el balcón se desgajó del edificio. Madera, roble, hielo y un cuerpo aplastado se
estrellaron en la calle.
—¡Tamlin, nos debéis una! —Con una sonrisa de oreja a oreja, Garth Gumble,
llamado la Serpiente de Sélgont, debido a su escamosa túnica verde, y Flame, siempre de
rojo, saludaban desde el tercer balcón. Aquellos notorios elementos del mundo más turbio
de Sélgont habían compartido una o dos jarras con Tamlin en el pasado. Garth añadió—:
¡No os preocupéis por Padrig! ¡Quién sabe! Por cierto, ¿cuánto pagaríais por su cabeza, o
por cualquier otra parte de su cuerpo?
—Hum… Ya he visto demasiado esta noche. —Tamlin medía las palabras—. Eh,
eso no será necesario. Pero gracias, ¡Garth, Flame! Os debo un… algo.
Con reverencias burlonas, el par entró en el oscuro tercer piso; desaparecieron igual
que los espíritus con el alba.
Los acontecimientos iban demasiado rápido para que Tamlin los asimilara, pero al
menos se le había despejado la mente. Mientras contemplaba el balcón hecho pedazos por
la calle, se dijo:
—Así es, supongo —respondió Tamlin, todavía confundido con los detalles. Vox le
dio un codazo en el riñón, y el noble Uskevren dijo—: Sí, es eso exactamente. Si tenéis la
merced.
Helara era una mujer de una altura extraordinaria con una rubia melena que atusaba
repetidamente, como si presumiera de ella. Ceñía su vestido de color carmesí con una triple
cadena dorada de la que pendían amuletos de todos los tamaños y formas. El gremio de los
magos era un caserón laberíntico encajonado en el sudeste de Sélgont. Los pisos superiores
dominaban la muralla de la ciudad y el mar. El sombrío salón estaba adornado con un
mobiliario de formas extrañas y bagatelas brillantes; olía a sustancias químicas, cenizas e
incienso. Una niña de diez años esperaba a un lado para lo que le mandaran mientras se
esforzaba para no bostezar.
—Ojalá algún día nos pidan algo realmente difícil… —soltó Helara.
Hablaba rápido aunque con indolencia, pues era tan dada a los ardides como Padrig
el Palmas, con la excepción de que los de ella tenían éxito habitualmente.
Vox le dio un codazo a Tamlin para que no respondiera. Escevar contestó con
evasivas:
—No la hemos visto últimamente, pero Sélgont es una ciudad muy grande. Esos
hombres de las montañas y sus perros son muy peligrosos. ¿Podéis hallarlos?
—¿Podéis pagar? —repuso Helara—. Corre por las calles que se le ha retirado a
Tamlin la asignación.
—Ese rumor se está extendiendo como la pólvora —se quejó Tamlin—. ¿Es que
nadie tiene nada mejor que hacer que chismorrear sobre mi dinero?
Con sus labios pintados de carmín, Helara hizo pucheros, pero se avino.
Los tres hombres parpadearon cuando llegaron las dos mujeres solicitadas. Eran
mellizas. Ambas tenían el cabello y la piel blancos, y los ojos de color rosa. También eran
achaparradas; de hecho, parecían unas granjeras capaces de pelearse con un buey. Como los
hombres se quedaron mirándolas como unos estúpidos, Magdon habló:
La túnica azul de Magdon estaba ceñida con un cinturón negro, y sus huesudos
dedos estaban manchados de extraños colores. La túnica amarilla de Ofelia carecía de
cinturón y estaba bordada con llamas en los dobladillos y mangas. Ofelia bostezó y se sentó
en un banco, tras lo que se rascó el cabello. Helara le pasó a Magdon las monedas de plata
con el orificio en forma de triángulo y algunas instrucciones, y abandonó el salón. Magdon
dijo a los hombres que aguardaran y se fue tras Helara. Ofelia bostezaba y se rascaba.
Cuando Tamlin le preguntó cuáles eran sus poderes, la mujer le respondió:
Sin nada que ver ni hacer, los invitados se desplomaron en unos largos bancos de
madera. Escevar llamó a la niña que estaba plantada allí. Le dio una moneda y un mensaje
para Cale, el mayordomo del Palacio de la Tempestades, y le hizo hincapié en que no había
que molestar al señor Uskevren. En menos de una hora, llegaron tres hombres corpulentos
con el uniforme de los Uskevren. Los tres, integrantes de la guardia de los Uskevren, se
presentaron con unas lanzas tan altas que no las pudieron mantener erguidas en el salón.
—Una brújula. —Magdon alzó la cadena y sopló en la fina lámina dorada. Mientras
esta oscilaba, comenzaron a brotar chispas azules por toda la cadena. De modo gradual, la
lámina dorada se estabilizó y apuntó fijamente—. Pero esta brújula no señala al norte,
señala las monedas con el triángulo.
—Ah, ¿sí? —Renovado por el sueñecito que se había echado, Tamlin alargó la mano
para tocar aquello, pero Magdon lo apartó de él.
Mientras se enfrentaban a un duro viento invernal, un punto marino, los tres amigos,
las tres mujeres y los tres miembros de la guardia de los Uskevren constataron que el
artefacto de Magdon, aquella mezcla de brújula y campanilla de viento, tintineaba en todas
direcciones. Las tres magas, con ayuda de las capas, protegieron aquel frágil objeto.
Finalmente, el aparato apuntó hacia la calle Rampart y luego a la calle Rose.
De tanto en tanto, divisaban a conocidos de la noche que, huyendo del frío, corrían a
toda prisa de taberna en taberna. En la calle Ironmonger, se le pegó a Tamlin una mujer
pequeña y ágil. El joven Uskevren se había entretenido con Iris una o dos ocasiones, y
sonrió cuando se arrimó a él. Iris era muy delgada, vestía únicamente una chaqueta y unos
pantalones de piel de conejo. Y se abrió la chaqueta para demostrar que no llevaba nada
debajo.
—Estás preciosa, querida, incluso con piel de gallina. Tenemos prisa, pero pasaré a
verte más tarde. Espero. —Mientras avanzaba dificultosamente, Tamlin dijo—: Por algún
motivo, Iris me recuerda a Longjaw. ¿Por dónde debe andar ahora?
—No la he visto desde las Guerras Sahuagin —intervino Escevar—. Pero los piratas
y los contrabandistas no viven mucho, ni siquiera en tiempos de paz. ¿Cómo se llamaba
aquella artista? Se ha pegado un buen festín a tu salud.
Los dos jóvenes empezaron a especular acerca de varias mujeres que conocían,
olvidándose de las mellizas albinas y de la leonina Helana, quien sorbía la nariz, no se sabe
si por indignación o por el viento invernal.
El quejumbroso viento aminoró a la sombra del Jardín de Caza del Hulorn. En una
peña no demasiado alta colgaba el palacio del Hulorn igual que una aljaba de flechas
erguidas, y a sus pies corría un alto muro de piedra que delimitaba un bosque de caza de
unas cinco hectáreas. Nadie sabía si ahí dentro merodeaba algún animal y si realmente el
Hulorn los cazaba. Hacía mucho tiempo que nadie había visto al antiguo gobernador, y
circulaban las extrañas historias habituales. La calle de la Caza se extendía a lo largo de
todo el muro; estaba iluminada por globos incandescentes para desanimar a los cazadores
furtivos. En los alrededores, se alzaban casas estrafalarias, incluso para los patrones delos
selgontinos. Los edificios lucían torres mal pareadas, pasajes abovedados, escalinatas
curvas, jardines cercados por arbustos, torretas, chimeneas tricolor, frontis falsos y otros
trucos esnobs y ridículos.
—¡Aquí está! —Helara apuntaba a una casa de dos pisos hecha de ladrillo y madera
tras un muro. El edificio estaba rodeado por un jardín. La maga vestida de rojo y las albinas
protegieron la brújula mágica. Mirando por encima de sus hombros con la ayuda de los
globos incandescentes, los hombres vieron que la fina lámina dorada apuntaba firmemente
hacia la casa—. Es el único lugar de la ciudad donde esas monedas con el triángulo pueden
estar.
Nadie respondió.
—¿Y por qué no llamar a la puerta y esperar a ver quién responde? —propuso la
escultural Helara mientras temblaba y se sorbía la nariz.
—De acuerdo, voy a llamar. Pero si nadie… —La maga soltó un alarido.
Un solo golpe provocó una ducha de chispas que crepitaron por toda la puerta.
Catapultada hacia atrás, Helara casi se cae del porche, de no ser por Vox, que la sujetó. El
rojo de la puerta quedó afeado por una mancha entre negra y ahumada. Helara emitió un
silbido y vio que tenía ampollas en las manos y que las mangas de su elegante traje se
habían quemado más allá de las muñecas.
O bien su hechizo surtió efecto, o su poder se mezcló con los embrujos de la puerta,
o la suma de ambos factores se duplicaron o triplicaron, no se sabe, pero el hecho fue que
Helara obtuvo resultados.
Tamlin y las albinas se vieron atrapados en una estrecha cueva formada por los
cascotes. Vox logró ponerse derecho y tiró de ellos hasta sacarlos. Dos hombres de armas
de los Uskevren se cayeron entre unos matorrales, pero lograron ponerse en pie. Helara
pateaba, maldecía y se desgarraba la túnica roja en los clavos de hierro que sobresalían del
umbral de la puerta, a la cual le faltaba ahora un buen pedazo.
Helara pronunció a gritos una maldición arcana al tiempo que cruzaba los brazos.
Atrapado en las escaleras, Ratigan se tambaleó cuando una granizada de carámbanos fue a
hacerse pedazos contra su escudo personal al tiempo que acuchillaba las paredes,
desgarraba los retratos y hacía pedazos la barandilla. Todo se congeló al instante y cada
superficie se cubrió de hielo.
Ratigan logró mantener el equilibrio, dobló tres dedos y provocó una descarga de
calor del desierto que convirtió el hielo en nubes. Pero no pudo evitar resbalarse escaleras
abajo.
Helara apuntó sus dedos hacia abajo mientras lanzaba un segundo hechizo. Del
techo comenzó a precipitarse lluvia ácida. Ratigan se contorsionaba mientras su carne se
corroía. Por puro coraje, trató de lanzar un nuevo conjuro. La niebla brotó alrededor de los
pies de Helara, y se tornó cabezas de serpiente de largos dientes. La maga, sin detener su
conjuro, dio un pisotón en el suelo, y las cabezas de los ofidios desaparecieron.
Escevar nunca logró responder, pues de detrás de la casa provinieron unos familiares
silbidos. En cuestión de segundos, las espantosas bestias mordientes se hicieron legión.
Ávidos por desgarrar a los intrusos, ladraban y gruñían frenéticamente mientras cerraban el
cerco sobre ellos. Tras los canes corrían los hombres de las montañas, enfundados en sus
chalecos.
A modo de mudo grito de guerra, Vox alzó el hacha y saltó para repeler el ataque.
Escevar, espada y cuchillo de monte en ristre, sajó al primer perro que aterrizó en el
desmoronado porche. Tamlin desenvainó su acero pero a punto estuvo de ensartar a
Magdon. Visto lo cual, y al no ser ella una guerrera, con ojos como platos, se precipitó tras
el joven para protegerse. Los hombres de armas gritaron: «¡Uskevren!», mientras,
inmisericordes, acuchillaban por igual a bestias y adiestradores. Entretanto, en el vestíbulo
destruido, Helara concentraba sobre Ratigan toda suerte de improperios y sortilegios.
En medio de todo aquel caos desquiciante, la albina Ofelia mostró sus «talentos
ocultos».
Ofelia movió su mano izquierda, gritó y golpeó de nuevo. Otras cinco lenguas de
fuego, una por dedo, alcanzaron a personas y bestias. Dispuesta a más, los dedos de su
mano derecha resplandecieron.
—¡Diría, Magdon, que todo parece estar bajo control! ¡Voy a explorar un poco!
Bueno, no era tan oscuro, según comprobó. El hechizo de Ofelia había arraigado en
el piso superior. Las llamas lamían el techo sobre la cabeza de Ratigan mientras este se
agarraba con desespero alas ruinosas escaleras.
—Esta vieja casa va arder como la yesca —previó Tamlin—, a menos que se venga
abajo primero. El suelo osciló al tiempo que el humo se espesaba. El joven señor se
preguntó si no sería mejor huir.
Al ser imposible subir por la escalinata principal, Tamlin se precipitó hacia la parte
trasera de la casa. Mientras abría puertas, dio con unas dependencias donde era evidente
que los hombres de las montañas pernoctaban; había un comedor, una despensa, una cocina
sucia y una escalera de servicio.
Tamlin enfundó la espada y subió la escalera. El fuego se había extendido por todo
el techo. Sobreponiéndose a los chillidos de Helara y a los bramidos de Ratigan, Tamlin
volvió a oír el grito; provenía de una estancia frente a él. El suelo estaba revestido con
baldosas rojas y amarillas. Supersticioso, Tamlin saltó de baldosa amarilla en baldosa
amarilla hasta alcanzar la puerta.
—Sí, sí, no temas. Al fin y al cabo, lo de salvar vidas lo llevo en la sangre, como el
heroísmo. Y nosotros, los Uskevren, siempre cumplimos con nuestra palabra —dijo Tamlin
mientras trajinaba en los grilletes de Zarrin, sintiéndose inmensamente orgulloso de sí
mismo por haber logrado encontrarla. Pese a ello, se daba prisa, pues las llamas lamían ya
el umbral de la puerta y el humo se concentraba en el techo—. ¡Qué historia esta! ¡La
contarán en todas las tabernas! Lo contento que se sentirá Vox, y mi padre… ¡Oh, no!
¡Espera! —Tamlin apartó las manos de los grilletes—. Primero hemos de renegociar
nuestro acuerdo.
—No, lo siento. Los negocios antes que el placer, como a mi padre le encanta decir
para fastidiar. He de renegociar los aranceles de las puertas. —Tamlin elevó la voz para que
Zarrin lo oyera por encima del crepitar de las llamas, los crujidos de la casa y el choque de
hechizos y armas. El humo le hizo toser—. Mi padre no se ha mostrado satisfecho con el
acuerdo al que llegamos. ¡No te imaginas ni remotamente las obscenas palabras que he
tenido que oír, Zar! Entonces, veamos… Si no me equivoco, vosotros habíais logrado la
recaudación de la Puerta Norte, y nosotros nos habíamos quedado con la Puerta Oeste. ¿O
era al revés? No, es eso. De tal modo, lo que necesitamos…
—¿Has perdido la cabeza? ¿Has bebido o te has vuelto loco de remate? —Zarrin
tiraba de sus grilletes—. ¡Quítame de inmediato estas cadenas! ¡Sácame de aquí o te mato!
—No, me temo que… ¡Ay! —Al rascarse el mentón, Tamlin volvió a arrancarse la
costra de su herida—. ¡Por los sortilegios de un mago! ¡Esta noche me toca sufrir!
—Está bien, ¡puedes quedarte la Puerta Norte! —Fuera por el miedo o el humo,
brotaron las lágrimas de los ojos de Zarrin—. ¡Quédate con la Puerta Norte, yo me quedaré
con la Puerta Oeste! Pero, por favor…
—No. —Tamlin se esforzaba en pensar. Había sido una larga noche—. Escevar dice
que no hay que aceptar la primera oferta.
Pero, y si…
—Vale, vale, ¡quédate las dos malditas puertas! —chilló la mujer—. ¡Cógelas! Yo,
Zarrin Foxmantle, formalmente te cedo, Tamlin Uskevren, Monstruo Despiadado y
Sangriento, ¡todos los impuestos y aranceles de ambas puertas! ¡Los Foxmantle renuncian
voluntariamente a cualquiera de las susodichas puertas! ¡De todas las puertas de la ciudad!
¡Libérame de una vez o juro que te despellejaré vivo!
—Supongo que con eso bastará. —Tamlin tosió mientras manoseaba los grilletes.
Los cierres eran nuevos pero las cadenas eran antiguas. Tamlin sacó su cuchillo de monte y
con él golpeó los grilletes contra el poste de madera. El cuchillo, por efecto de la ranura
para atrapar las hojas de las armas enemigas, se partió de inmediato.
—¡Maldita sea! ¡Con lo que Vox odia que pasen estas cosas! —Tamlin desenvainó
la espada y empuñándola con ambas manos dio golpes a las cadenas. Finalmente las rompió
y Zarrin saltó como un cohete para precipitarse hacia la puerta con las cadenas retiñendo
tras de sí.
El fuego escupía llamaradas por todas partes. Los magos no se peleaban en las
escaleras, pues la parte frontal de la casa se había desplomado. Zarrin y Tamlin se
deslizaron por lo que quedaba de la escalinata, serpentearon a través del vestíbulo
derrumbado, se abrieron camino agarrándose con las manos a través del desmoronado
porche, para finalmente lanzarse a todo correr hacia la seguridad que ofrecía la calle.
Jadeante, con el aliento helándosele, Tamlin abrigó con su capa a Zarrin, que
temblaba de frío. Acurrucados, con la mirada atónita, contemplaron el caos que se
desplegaba ante sus ojos.
La casa ardía como una tea. Caían cascotes en llamas en los jardines vecinos. Los
árboles, cual teas, lanzaban chispas que la brisa extendía por el vecindario. Los ciudadanos
acarreaban cubos mientras la guardia del Hulorn daba fin a las últimas bestias mordientes.
Otros guardianes combatían el fuego o atendían a los vecinos. Dos hombres de las
montañas yacían muertos y dos más estaban arrodillados y fuertemente atados. Los bienes
de la casa se habían desperdigado por la calle. La orgullosa Helara contemplaba el incendio
con una sonrisa en el rostro. Magdon y Ofelia miraban con sobrecogimiento. Los
selgontinos se aglomeraban, formulaban preguntas y se metían en medio entorpeciendo el
paso.
De entre aquella locura, Escevar surgió a la carrera y dio una palmada al hombro de
Tamlin. Estaba todo manchado de sangre pero sonreía.
—¡Deuce! ¡Gracias a los dioses que estás vivo! ¡Y has encontrado a Zarrin! ¡Bravo!
¡Un triunfo completo! Ratigan, ese mago de verde, salió corriendo y chillando medio
convertido en piedra y el cabello ardiéndole. Y no adivinarías nunca ¡quién apareció!
¡Padrig el Palmas! Se acercó corriendo y agitando las manos porque ¡su casa estaba
ardiendo! ¡La había alquilado al mago! ¡Eso explica el motivo por el que conocía a
Ratigan!
—Y responde a unas cuantas preguntas —dijo Tamlin por encima de la cabeza rubia
de Zarrin—. Y ante eso, ¿qué hiciste tú?
Con una súbita explosión, la casa se desplomó sobre sus cimientos. Remolinos de
centellas salieron disparados hacia el cielo. Los árboles crepitaban como fuegos artificiales.
La gente chillaba. Escevar divisó a alguien y se fue corriendo mientras reía.
—Tengo frío, nada más. No vayas a hacerte una idea equivocada. Aunque admitiría
que has sido inteligente. Yo hubiera hecho lo mismo. Puede que aún haya esperanza para ti,
Tamlin. Con todas las maquinaciones que siempre hay en esta ciudad, quizá mi familia no
te considere un inútil si finalmente decides dedicarte en serio a los negocios.
—Oh, no lo sé. —Tamlin miraba el embravecido caos ardiente que engullía la calle
a las primeras horas de la madrugada—. Los negocios me aburren tanto…
LA HIJA
Voronica Whitney-Robinson
—¿Quién sois? —preguntó el hombre de rostro de león alzando la voz por encima
de la música.
—Ni yo misma estoy segura —respondió con una risilla nerviosa su compañera de
danza, de cabello negro como el azabache— y aunque lo supiera, ¿por qué tendría que
decíroslo?
Y dicho aquello, echó hacia atrás la cabeza y rio a carcajadas mientras su pareja de
baile la hacía girar como una peonza. El sonido de sus risas atrajo algunas miradas de las
parejas vecinas, pero la mayoría sonrió con indulgencia. Thazienne Uskevren era célebre
por su desenfado.
Aquella noche se celebraría una de las fiestas de Lliira, y aquel atardecer los
Uskevren habían abierto las puertas del Palacio de las Tempestades para los aficionados a
tales acontecimientos. El salón principal estaba atestado de miembros de la élite de Sélgont.
Para el evento, los invitados lucían un variado abanico de prendas. Algunos llevaban
únicamente máscaras y trajes de noche, mientras que otros habían optado por disfraces muy
sorprendentes para ajustarse al aspecto que querían asumir esa velada. Los músicos no
cesaban de interpretar su música, y el aroma de los manjares se extendía por doquier.
—Un instante —rugió el león a la alta figura encapuchada y con capa—, la pieza no
ha acabado todavía.
El encapuchado pasó la mano por delante del rostro del león. Toda protesta se
desvaneció. La pareja de baile de Thazienne la miró y se retiró con la mayor cortesía. El
encapuchado ladeó la cabeza y tendió la mano a Thazienne. Sin embargo, esta desenvainó
una daga que era más que una simple ornamentación. El encapuchado no se movió. Había
algo en la actitud del extraño que le resultaba familiar, por lo que usó de la punta de la daga
para retirar la capucha. Unos ojos grises, con una intensidad de halcón, la estaban mirando
fijamente. Situó la daga bajo el mentón de aquel hombre, quien seguía inmóvil, fija su
mirada en ella, mientras los que bailaban, demasiado absortos en la música para percibir lo
que se fraguaba, pasaban veloces por el lado.
Y le dio la vuelta a la daga para que reposara con la punta hacia abajo, entre los
dedos de una de sus enguantadas manos. Con el arma allí, hizo una reverencia tan
exagerada como la de un mimo. Retornó la daga a su escondite y aceptó la mano del
caballero.
En el rostro de la joven, la tensión se mezcló con una sonrisa burlona. Sus intensos
ojos verdes perdieron su rudo brillo mientras se le escapaba una risilla.
—Para ser sincera —admitió en voz baja—, estoy un poco celosa, pues ni siquiera
yo soy capaz de deshacerme de los hombres con tanta rapidez. Quizá puedas enseñarme ese
truco cuando tengas tiempo —bromeó.
Siempre alerta a lo sombrío que podía mostrarse Steorf en público, Tazi trató de
alegrar su humor.
—Y ¿qué vas a ser esta noche, vestido totalmente de negro? —le preguntó.
Viendo que no estaba llegando a ninguna parte, Tazi se deshizo de los brazos de
Steorf y se dio la vuelta ante él.
Steorf escoltó a Tazi fuera de la pista de baile y la miró fijamente durante un minuto.
El tipo de vestido que lucía no estaba precisamente en boga. Seorf no entendía que Tazi se
vistiera, a estas alturas, a la moda de Cormyr. El vestido color sangre estaba hecho de un
material suntuoso y aterciopelado y se le ajustaba al cuerpo sugestivamente. Sus bailarinas
se entreveían bajo la holgada falda. Las ajustadas mangas acentuaban sus fuertes y esbeltos
brazos, y el perfecto corpiño dorado hacía otro tanto. Su delicado rostro se ocultaba tras una
máscara de largas plumas negras que se confundían con su corto cabello negro.
—Diría que eres alguna especie de pájaro exótico que se ha escapado del jardín de
Caza del Hulorn —opinó, y tras un nuevo vistazo, añadió—: O el flagelo de tu madre. —
Steorf saludó con la cabeza a la furiosa matriarca de los Uskevren, quien se hallaba a unos
pasos, vigilándolos.
—Oh, siempre está disgustada. Nunca cree que haga nada a derechas.
—Bueno —dijo Tazi—, este corte me queda mejor, y no hay duda de que el cabello
largo no encaja con la ropa de Cormyr. —Dio un paso atrás e hizo de nuevo una reverencia,
esta vez leve.
—Así es, madame Shamur. Una vez más, los Uskevren son los anfitriones de un
festejo excepcional. Me siento honrado de estar entre vuestros invitados.
—Al parecer, vuestra madre, Elaine, no ha podido venir. —Lo había percibido con
tristeza tras escrutar el salón.
—No creo que mi gran hermano «pequeño» haya regresado todavía de su partida de
caza. ¿Ocurre algo, madre? ¿Ha arruinado alguno de tus planes secretos? ¿Tienes un
puñado de esposas potenciales para hacer desfilar ante él en esta velada, y se está perdiendo
el espectáculo?
—Empiezo a estar algo preocupada —respondió con serenidad. Antes de que Tazi
pudiera añadir nada, Shamur prosiguió con voz más firme—: No quisiera preocupar a tu
preciosa cabecita con esto. —Se acercó más a su hija y de modo ostensible enderezó una
parte del vestido de Tazi—. Aunque no creo que ello te inquiete demasiado. Al fin y al
cabo, no tienes por qué. —Retrocedió unos pasos acompañados por el frufrú del satén azul
plateado—. Pasadlo bien esta noche, y procura repartir tus atenciones entre nuestros
invitados, querida Thazienne. —Y comenzó a alejarse de ellos.
—¿Es necesario hacer esto? —le preguntó Steorf tan pronto como la matriarca ya no
podía oírlos—. Creo que estaba realmente preocupada por tu hermano.
—Estoy segura de que Talbot ha alargado su partida de caza para evitar esta velada.
Es un tipo con suerte. Y, sí, mi madre consigue sacar lo peor de mí. Compréndelo. Así
podría ser yo dentro de unos años.
Steorf se puso tenso, pero Tazi sólo pudo reírse con disimulo.
—Al parecer —repuso Tazi—, esta noche no voy a disponer de privacidad. Por
favor, únete a nosotros.
Inmediatamente, el elfo pasó por delante de Steorf como si no existiera y se colocó
cerca de Tazi. Cogió la mano de la joven y galantemente la besó.
—Ah, Ebeian, siempre serás un caballero. —Tazi hizo una gran reverencia al tiempo
que percibía la incomodidad de Steorf. No quería que aquellos dos discutieran por una
tontería aquella noche, así que trató de quitarle hierro a la situación.
»Steorf, ¿te importaría traerme algo de vino? —le pidió inocentemente—. Con todo
lo que hemos bailado, tengo una sed terrible.
Ella miró por encima del hombro del elfo y sonrió a Steorf articulando en silencio
un «por favor».
—Estaré más que encantado de traerle a Ebeian una cuba entera, y de ayudarle a
meter la cabeza dentro —murmuró para sí el mago. Casi se le escapó una sonrisa ante la
imagen, y se fue en busca de algo para beber.
—¡Estás radiante enfundada en ese traje largo y rojo que te cubre hasta los tobillos!
—Ebeian aprovechó el comentario como excusa para apresar las manos de Tazi en las
suyas, totalmente enjoyadas—. Esas mangas estrechas enfatizan tus esbeltos brazos y,
bueno, ese corpiño dorado en tu pecho… —Su voz se fue apagando sugestivamente—. De
todos los presentes en este salón, creo que tu madre es la única que no valora tu gusto por la
moda de Cormyr.
—Hay más cosas que mi madre no valora —respondió Tazi, permitiendo que sus
manos reposaran en las de Ebeian—. Pero no me visto para complacerla.
—Y bueno es que así sea, pues resultarías un triste fracaso —repuso el elfo riendo.
Con dificultad, Tazi logró desasir sus enguantadas manos de las del elfo.
—¿Y qué te ha traído aquí esta noche? Cuando hablamos por última vez, me dijiste
que tenías otros planes.
—Los planes cambian, querida —respondió—. Ya sabes cómo son las cosas. —Se
inclinó hacia adelante y deslizó la mano a lo largo del corpiño de Tazi. Al instante, esta
agarró la fina mano del elfo y la apartó.
—Esta noche estás olvidando tus buenos modales, Ebeian —le advirtió Tazi.
Antes de que Tazi pudiera decir nada más, Steorf regresó, cual esforzado sirviente,
con una bandeja de bebidas y aperitivos. No se le escapó que Tazi había agarrado a Ebeian
por la muñeca, pero no dijo nada. Los tres tomaron sendos vasos de vino, y Tazi y Steorf
esperaron a que Ebeian escogiera entre la comida, hasta que dio con un bocado que le
pareció aceptable.
—Me sorprende —comenzó a decir Ebeian, tras darse unos toquecitos en una
comisura de la boca con un pañuelo de seda—, constatar que esta noche aún no te has ido,
Thazienne. Habitualmente, no sueles honrar con tu presencia estos eventos durante mucho
tiempo.
—¿Y ese no soy yo? —preguntó Ebeian mientras hacía el gesto de agarrarse el
corazón—. Estoy deshecho.
El truco funcionó.
Tazi estalló en risitas ahogadas y golpeó ligeramente con la mano el brazo del elfo.
—¿Cómo podría olvidarla? —Ebeian comenzó a ensalzar las virtudes del traje que
Tazi llevaba en aquella ocasión. Esta lo interrumpió antes de que el comentario se hiciera
demasiado largo. La torpeza con que el elfo siempre la piropeaba estaba empezando a
sacarla de quicio.
—No es por ahí por donde voy. ¿Reparaste en el hombre que mi madre estuvo
tratando de endilgarme toda la noche?
—Alto, un tipo melancólico, muy parecido a nuestro amigo halcón de aquí al lado
—apuntó con un frágil dedo a Steorf—, con un tatuaje en el cuello del todo insólito, según
creo recordar. —Pese a toda su pomposidad, a Ebeian muy pocas cosas se le escapaban.
—Ese mismo. Como siempre, flirteé un poco con él para seguirle la corriente a mi
madre.
—No le diste el anillo con esmeralda que siempre llevas —observó astutamente—.
Todavía lo noto en tu dedo. ¿Es que no te lo quitas nunca?
—¡Hombre de poca fe! ¿Dudas de cuanto digo? ¿Te he fallado alguna vez? No me
contestes —añadió Tazi inmediatamente.
—Tú deberías saber mejor que nadie de lo que soy capaz. Recuérdame, Ebeian, que
te cuente la vez que le saqué las castañas del fuego. —Y apuntó con el dedo a Steorf—.
Hace casi siete años, y todavía me sigue allá adonde vaya, por gratitud —rio
escandalosamente.
—Después de que haga eso, Ebeian, permíteme que te cuente la verdadera historia
—replicó Steorf, dispuesto a bromear como no tenía por costumbre. El vino lo había
ablandado.
—No se habrá quedado en casa —siguió Tazi, confiada—. Todo el que es alguien
estará aquí esta noche. Y —añadió— de nuestra conversación de la otra velada deduje que
Ciredor desea ver y ser visto. No estará en casa. Aunque —hizo una pausa para escrutar
entre los reunidos— he de admitir que no he sido capaz de distinguirlo entre tanto disfraz.
—Espero que tengas razón y que se halle entre los presentes —respondió Steorf con
seriedad.
Tazi no necesitó mirar para saber que, justo en esos instantes, Steorf estaba a punto
de explotar. Era consciente de lo mucho que odiaba ese modo familiar en que Ebeian
hablaba de sus encuentros con ella. Lo último que esa noche quería era dar una escena o
enojar a Steorf. Lo tenía en demasiada estima para eso.
Fue suficiente que su mano tocara el antebrazo del mago para que sus músculos se
relajaran. Sin embargo, su aspecto sombrío siguió siendo el de siempre. Fingiendo que no
se enteraba de nada, Ebeian prosiguió despreocupadamente:
—Deberíamos repetirlo alguna vez, querida, cuando creas que estás lista para la
revancha.
Desde que Ebeian descubrió de un modo tan agradable los muchos encantos de Tazi,
a menudo mantenían aquel tipo de conversaciones en público. Ebeian tenía la precaución de
no revelar nunca demasiado; también tenía sus trapos sucios, y Tazi tampoco los
traicionaba. Sin embargo, en ocasiones danzaban peligrosamente cerca de la verdad.
—No sabía que habías estado tanto tiempo ausente de la ciudad. —dijo Ebeian
riéndose.
—¡Ya está bien! ¡Los dos! —los regañó Tazi, y se los llevó aparte—. Me gustaría
desaparecer tranquilamente, sin que nadie lo advirtiera, y vosotros dos, si montáis una
bronca, me vais a estropear los planes.
Steorf se refrenó.
—Siendo una de las pocas mujeres que esta noche viste de rojo, me temo que vas a
tener muchos problemas para pasar inadvertida —y movió la cabeza en dirección a Shamur.
Cuando le pareció que era el momento, Tazi dio las gracias a su última pareja de
baile y se escabulló del salón discretamente. Desde la pared opuesta del salón, dos pares de
ojos espiaban su partida.
La joven no pudo esperar más para deshacerse de su disfraz. Aunque había elegido
aquel vestido para enfurecer a su madre, a Tazi apenas le gustaba más que sus habituales
trajes sembianos. Para ella, todos los vestidos hacían más lenta a la chica que los llevaba y
atraían la atención de todo el mundo. Todavía tenía que descubrir uno que fuera discreto.
Mientras se dirigía a sus habitaciones, vio que Larajin, una de las sirvientas de la
familia, merodeaba al final del vestíbulo. De súbito, le vino una idea.
Tazi se dirigió hacia su armario y abrió de par en par las puertas. Con destreza, sacó
un pequeño paquete que estaba apretujado en una esquina y lo arrojó sobre un canapé.
Luego, se giró hacia su sirvienta.
—Desnúdate, por favor —le ordenó Tazi—. Necesito que interpretes un papel esta
noche. —Ante la expresión de desconcierto de la criada, sonrió.
—Creí que necesitabais algo de ayuda con vuestro traje —balbuceó Larajin, sin
hacer mucho hincapié en la palabra «vuestro».
—No podrías tener más razón —le confirmó Tazi, controlándose la risa mientras
comenzaba a quitarse el vestido rojo—, necesito ayuda con esta cosa. Y eres la adecuada
para atenderme. —Rechazó las manos de Larajin y liberó sus brazos de aquellas mangas
que tanto se le ajustaban.
—Ven aquí. —Tazi le indicó que se acercara al vestido rojo—. Deja que te ayude. —
No se le escapó la vacilación que acompañaba a Larajin en cada paso que daba.
—Ya te he visto antes aquí dentro probándote algunas de mis prendas más
personales. Al fin y al cabo, tenemos la misma talla. —Al percibir la alarma en el rostro de
Larajin, Tazi añadió inmediatamente—: Oh, no me importa. De hecho, puedes ponerte
siempre que quieras cualquier vestido que te guste. Pero necesito que me hagas un favor
esta noche aprovechando que tienes mi talla. Necesito que te hagas pasar por mí el resto
dela noche. —La empujó hacia el centro de su vestido, abandonado en el suelo, y comenzó
a ayudarle a ponérselo.
—Señorita, esto no va a funcionar —le imploró Larajin, mientras extendía las manos
suplicante.
Casi como si estuviera vistiendo a un niño, Tazi agarró los brazos de su criada y
comenzó a deslizar por ellos las ceñidas mangas.
—No te preocupes por nada —la tranquilizó—. Sólo tienes que hacerte pasar por mí
unas horas.
—Señorita, sólo quería decir que puede que sea difícil que pase por vos dada las
diferencias de nuestro cabello y ojos.
Tazi acabó con el cabello de Larajin y fue a donde había dejado su máscara de
plumas. Se la puso a la criada y retrocedió un paso para admirar su obra.
—Nadie observará tan de cerca tus ojos amarillos con esto, pero tienes razón en lo
del pelo —dijo, dándose golpecitos en el mentón con uno de sus enguantados dedos—. El
tuyo es como si el mismo sol lo bañara y el mío es como la noche. —Inconscientemente, se
puso a darle vueltas a una hebra de color negro y pensó: «Negro… como el carbón… o el
hollín».
Con una repentina risa, se precipitó sobre la chimenea y hundió las manos en las
cenizas frías. Llamó por señas a Larajin con un dedo sucio.
Tazi acabó con el improvisado tinte y palmeó la cabeza de Larajin para que
levantara la mirada.
—Sólo queda —la amonestó— que dejes de morderte el labio, que te pongas recta y
que dibujes una sonrisa en tu cara. —La rodeó para situarse detrás de ella, puso las manos
sobre sus hombros y se inclinó hacia su oreja derecha.
»Puedes hacerlo —la alentó—. Y puede que hasta te diviertas. —La rodeó otra vez
para mirarla de frente, y añadió unas pocas instrucciones más—: Todo cuanto has de hacer
es bailar con una media docena de mis pretendientes. Ello no debería requerir más de unas
pocas horas. No les mires demasiado a los ojos —siguió con la lista mientras daba vueltas
en torno a una Larajin inmóvil, como un sargento de reclutas—, y no respondas a ninguna
de sus preguntas. Yo nunca lo hago. En estos momentos, mi madre está demasiado enfadada
conmigo para que me dirija la palabra en lo que queda de noche, y mi padre estará absorto
en sus negocios. No tendrá tiempo para intercambiar ni una palabra contigo. Lo que quiero
decir es —sonrió— que no deberías necesitar nada más.
«Aún puede haber esperanzas para la chica», pensó Tazi. Y si las cosas iban mal y
descubrían a Larajin, la verdad es que a Tazi le importaba bien poco. Se había dado cuenta
que aquella criada nunca había sido objeto de castigos, a diferencia de las otras sirvientas.
«Debe haber algún tipo de acuerdo entre ella y mi hermano pequeño —caviló Tazi
—. Seguro que Larajin sale bien librada».
El mismo par de ojos que la había visto abandonar el salón, no se perdía detalle del
retorno «de Tazi». No eran fáciles de engañar.
Una vez en el exterior, en el frío aire nocturno, Tazi respiró con mayor facilidad.
Aquel fue el momento en que se sintió más intensamente libre. Sus días estaban llenos de
obligaciones familiares y miradas acechantes, pero había hecho suyas las noches, y
paladeaba cada una de sus horas. Su primera parada sería en el Barrio Sangriento, para
recabar alguna información y tomar una o dos copas. Se movía por las calles con suma
facilidad, tan contenta con su huida que no se dio cuenta de la figura oscura que, a prudente
distancia, la seguía. Al cabo de poco tiempo cierto asunto la distrajo.
Unos gritos más terribles que los que se oían habitualmente en aquella parte de la
ciudad atrajeron la atención de Tazi. Evitó la calle principal y agudizó el oído en busca del
origen de aquellos plañidos hirientes. Tazi no necesitó más que un momento para dar con la
callejuela donde estaba la causa.
Al fondo del callejón, Tazi pudo distinguir a tres personas. Dos hombres corpulentos
habían arrimado contra la pared a una mujer. Ella debía ser la que gritaba.
Aquellos hombres vestían el Capote propio dela gente de mar. Era obvio que
aquellos marineros estaban muy lejos de la bahía de Sélgont, pero a Tazi no le sorprendía
que hubieran elegido esa distracción para aquella noche. Incluso bajo aquella luz mortecina,
pudo apreciar la belleza de aquella mujer, y de que los hombres también la apreciaban.
Uno de ellos tocó el rostro de la mujer con una mano que carecía de algunos dedos.
«No debe de ser muy apto para el manejo de cuerdas y redes», pensó Tazi divertida.
El compañero de Sin Dedos, de menor estatura, esperaba unos pocos pasos detrás de
él, contento ante la perspectiva de su turno y de otro trago de la jarra que obviamente
compartían. La mujer no participaba de la alegría de aquellos dos, y la emprendió a golpes.
«Estos tipos sólo saben hacer esto —se dijo Tazi—, o tomarse unas copas en el
Zorro Vapuleado».
Sin pensárselo una segunda vez se lanzó hacia el fondo del callejón.
La mujer, con la ropa hecha jirones y sucia, había logrado acuchillar a Sin Dedos,
más por pura suerte que por habilidad. Este soltó un bufido y retiró el brazo. La vista de su
propia sangre lo enfureció. Tazi imaginó que la confusión de la borrachera alimentaba su
furia. Lanzó una dura mirada a la mujer. El juego había dejado de divertirle.
Cuando el agresor alzó su cerrada manaza, Tazi surgió de detrás y clavó su espada
en su antebrazo. El dolor y la sorpresa hicieron que Sin Dedos cayera de rodillas. Tazi
dedicó a la mujer una rápida sonrisa pero la víctima no reaccionó.
«Es probable que tema que yo aún le complique más la vida», se dijo la joven
Uskevren, quien, vestida con pieles negras y armada con una espada, no ofrecía una
apariencia de mucha respetabilidad.
Tazi puso los pies en los omóplatos de Sin Dedos e hizo palanca para liberar la
espada. El bajito, ligeramente menos embriagado que su amigo, se quedó boquiabierto
durante un instante, antes de tirar la jarra y lanzarse en ayuda de su colega. Se había
olvidado de la mujer que acosaban en el callejón, al tiempo que tomaba conciencia de que
aquello estaba tomando un cariz muy diferente y peligroso.
Bajito apartó a la mujer haciendo que esta cayera de rodillas sobre el adoquinado del
callejón. A Tazi se le escapó una risilla cuando el hombre estuvo a punto de tropezar con su
pretendida víctima. La mujer no mostró ninguna intención de apartarse. Tazi se preguntó
por un instante si estaba conmocionada o si era algo lenta de entendederas.
Pero no había tiempo para más cavilaciones, pues el segundo hombre había
desenvainado un cuchillo. Se abalanzó hacia la cara de Tazi, pero a ella le fue muy sencillo
apartarse de su ataque brutal. Con la inercia, Bajito fue a parar sobre Sin Dedos, quien, tras
levantarse, estaba dando rumbos.
—Venid aquí, vamos —les decía Tazi—. He visto a trolls con más estilo que
vosotros.
Bajito se liberó del lío de las piernas de Sin Dedos y, trastabillando, se puso de pie.
Tazi se rio ante la amenaza de Bajito. Una vez más, su chaleco, sus pantalones de
piel, el cabello corto y su habilidad con la espada, por no mencionar la pobre iluminación
del callejón, habían hecho su trabajo.
—Yo soy un hombre y me basto y me sobro para enseñarte modales —la amenazó
Bajito.
—¿Y qué tipo de modales podrías enseñarme tú, vieja sanguijuela? —preguntó—.
¿Y qué tipo de modales estabas tratando de enseñarle a ella? —Señaló con la cabeza hacia
la mujer, todavía arrodillada en la calle—. Creo que tú y tu amigo deberíais regresar a la
bahía —sugirió—. Aquí estáis fuera del agua.
El hombre no dijo nada, y cargó de nuevo contra ella. Con un movimiento, Tazi
puso la espada hacia arriba, ante su propio rostro, y con suma facilidad frenó la arremetida
del marinero. Permanecieron mirándose mutuamente, tan cerca como dos bailarines. Ella lo
miró directamente a los ojos y dibujó una forzada sonrisa angelical en sus labios, alzó su
mano derecha y atravesó el muslo del hombre con su daga. El rostro de Bajito se retorció de
dolor, y se derrumbó en el suelo, intentando frenar la sangre de la herida.
Una rápida mirada a su compañero le dejó bien claro que Sin Dedos tenía suficiente
con su brazo, por lo que aquella noche ya no representaba ninguna amenaza ni para ella ni
para cualquier otra mujer. Se dirigió a la mujer agredida, quien finalmente había dejado de
temblar y se había levantado.
—Cógelo —le dijo con aversión— antes que te desangres hasta morir en este
callejón. Aquí ya hay suficiente basura. —Y tras decir esto, la joven Uskevren arrastró a la
mujer hacia una vía pública más transitada.
Caminaron un trecho antes de hablarse. Por fin, la mujer colocó la otra mano sobre
su salvadora y le dio un leve tirón. Tazi detuvo la marcha y se giró para mirar a la mujer
que acababa de salvar. Las teas de la calle no brillaban mucho, pero pudo comprobar que la
mujer no era de Sélgont. El resplandor de la débil luz hacía parecer azul el negro cabello de
esta, e iluminaba el tono moreno de su piel. Sus ropas también la delataban como
extranjera. El remolino de sedas, aunque desgarradas y sucias, parecía propio del desierto.
Pero los viajeros de lejanos países no eran insólitos en esta ciudad dedicada al comercio.
—Sería imposible que esas cosas me engañaran —respondió con voz suave y
melódica—, estoy completamente ciega.
Tazi estaba atónita. Acercó a la mujer a una luz y enderezó su rostro. Al suave
resplandor de la antorcha pudo ver que los ojos de la mujer presentaban una blancura
gélida. No reconocían nada.
—Eso explica por qué peleáis tan mal —dijo Tazi con una risa ahogada—. No
podíais verlos venir.
—Si bien eso puede ser cierto, también lo es que podía olerles. —La mujer le
devolvió una amplia sonrisa.
En el rostro de Tazi se dibujó una sonrisa sincera. Le gustó aquella mujer. La hija de
Thamalon Uskevren se tenía por una buena juez de las personas y actuaba según sus
instintos.
—Bien, si vamos a caminar juntas, aunque sea a lo largo de una distancia tan corta
como la de esta calle, sería mejor que conociéramos nuestros nombres —comentó Tazi.
—Entonces, tendré que ver qué es lo que lleváis —le dijo Fannah.
A Tazi la dejó perpleja lo que la mujer quería decir con «ver», habida cuenta de su
condición. Jamás se había cruzado con un invidente. La curiosidad le pudo. Tazi dobló la
esquina, lejos de fisgones y entrometidos, y le dijo a Fannah que siguiera adelante y «viera»
aquello a lo que se refería.
La extranjera alzó las manos y tocó el espeso cabello de Tazi. Con delicadeza, paseó
sus sensibles dedos por aquella densa mata y luego dirigió las manos hacia los rasgos de su
rescatadora. Pudo percibir la suave piel de la joven, unos pómulos elevados y una boca
delicada. Había restos de maquillaje, y una reminiscencia de perfume que daba idea de una
vida muelle. Lo que las yemas de los dedos no podían revelar era el verde mar de los ojos
de Tazi. No obstante, la extranjera supo que la joven era ligeramente más alta que ella.
Cuando sus manos descendieron por los esbeltos aunque musculosos brazos de su
salvadora, Fannah pudo «ver» que Tazi vestía unas prendas atípicas en una dama. De
hecho, la extranjera se percató de que para nada eran prendas de mujer. Sus hábiles dedos
reconocieron la textura de la piel y la seda. El corte de la ropa de la joven se ajustaba más al
estilo de las actividades encubiertas, que en su gran mayoría eran llevadas a cabo por
hombres. En la boca de Fannah se dibujó una sonrisa.
—Sí —respondió Fannah con su intensa voz—. Creo que comienzo a entender. No
sois plenamente quien parecéis ser.
Fannah se quedó por unos instantes sin habla. Era evidente su confusión.
Como desconocía con quien estaba Tazi, Alall se quedó inmóvil detrás de la barra.
Sus mejillas, prominentes por efecto de unas espesas patillas grises que las cubrían, se
tensaron, y la joven supo que el posadero estaba a punto para socorrerla si lo precisaba. La
Uskevren le dirigió un rápido asentimiento con la cabeza, ante lo que él se relajó. Después
de tres años, Alall tenía más que un interés efímero en su bienestar. A su vez, ella había
llegado a tener confianza en Alall y su esposa, Kalakalan, Kalli, quien sabía más de Tazi
que ninguna otra persona.
Cuando llegaron las bebidas, Tazi empezó a sonsacar a Fannah acerca de su difícil
situación. Pese a que rara vez estaba dispuesta a hablar de asuntos personales con nadie,
salvo con Kalli y, ocasionalmente, con el mayordomo de la familia, Erevis Cale, Tazi se
proponía averiguar tanto como le fuera posible acerca de todos cuantos la rodeaban. Cale le
había enseñado que la información era un bien muy preciado. Además de que la historia de
una ciega que rondaba sola por un barrio de mala nota tenía que ser muy interesante. Sin
embargo, antes de que Fannah pudiera decirle mucho, Tazi presintió una presencia. Fannah
también notó a alguien y se calló.
Tazi enfundó el arma y le arrebató el papel. Le dio un breve vistazo mientras Fannah
sorbía su bebida con calma. Cuando Tazi estuvo segura de que los garabatos del viejo
merecían la pena, le pasó su jarra, todavía intacta, y le deslizó una moneda, A uzgar por su
expresión, no estaba segura de cuál de las dos cosas complacía más al mendigo.
Tazi lanzó la daga a una viga próxima a la barra con el fin de llamar la atención de
Alall. Haciendo caso omiso a su fiera mirada, le sonrió dulcemente y por señas le pidió una
segunda ronda.
—Me temo que todavía no comprendo —dijo Tazi, volviendo a la conversación que
mantenía con Fannah como si no hubiera habido interrupción alguna—. Lo que decís es
que ¿vuestra madre os vendió porque sois ciega?
Tazi se obligó a mirar fijamente los gélidos ojos sin vida de Fannah. Lentamente, fue
tomando conciencia de cuán inquietantes podían llegar a ser. Le costaba asimilar que
Fannah no pudiera verla con ellos. También le costaba asociar lo que sabía de aquella mujer
con la serena extranjera que en aquel momento tenía delante. La peculiar relación que
mantenía con su madre le dio a Tazi qué pensar. Si bien ella y su madre, Shamur, se
peleaban amargamente en ocasiones, Tazi sabía en lo más hondo de sí misma que a su
madre se le pasaría por la cabeza algo tan cruel.
—Deseó asesinarme cuando nací —le respondió con toda tranquilidad—, pero su
religión se lo prohibía. Tuve suerte de que fuera tan devota, por no mencionar lo de su
belleza. Los hombres pagaban grandes sumas de dinero por la compañía de Ibina il’Qun.
Debido a ello, un salón de fiestas de Calimport pagó muy bien por mí. Estaban convencidos
de que llegaría a ser tan bella como mi madre y de que, con suerte, seguiría sus pasos.
—Pero ¿qué podía ofrecer a un salón de fiestas una joven ciega? —preguntó.
—No tardé mucho en aprenderme el trazado de El Límite del Desierto Desert’s End
—explicó Fannah—. Una vez que estuve habituada al lugar, fui tan competente como
cualquier otra camarera. Había clientes dispuestos a pagar un dinero extra para mantener
sus identidades en secreto. Una ciega parecía una opción obvia para satisfacerlos. Lo que
muchos no tienen en cuenta es que no es tan sólo el rostro el factor que delata a la gente,
sino también la voz, e incluso —arrugó la nariz— los olores.
—¿Alguna vez tuvisteis que tomar el oficio de vuestra madre? —preguntó Tazi con
calma.
—Fui afortunada —respondió Fannah sin dudar—. Eso fue algo que no tuve que
vender a nadie. Cuando mi tiempo en El Límite tocó a su fin, otro compró mi contrato.
Nunca me dio su nombre, ni una sola vez en todo el largo viaje hasta aquí. Lo único que me
pidió fue que me hiciera una marca en el brazo. Fannah extendió su antebrazo derecho para
que Tazi la viera.
Se trataba del tatuaje que ya había percibido en la calle. Trató de ubicar aquel dibujo
que le resultaba tan familiar. Sabía que había visto uno igual recientemente. En un destello
de la memoria, recordó la exótica marca que Ciredor llevaba en el cuello.
—Hace sólo unos días, es todo cuanto puedo decir —respondió la extranjera—. Me
dijo que me encontraría en cuanto me necesitara. Me he topado con vos no mucho después
de eso, lord Tazi.
—Por aleccionador que esto sea, tengo otros planes para esta noche —informó a
Fannah—. Vuelvo en seguida.
—Venga, venga —lo calmaba la joven—, sabes que nunca fallo. Y en caso de que lo
imposible ocurriera —sonrió—, tu espíritu podría descansar tranquilo sabiendo que tu
esposa me zurraría debidamente. Al fin y al cabo, sirvió en el ejército del Reino de Sembia
durante más de diez años.
—¿Y por qué será que eso no hace que me sienta mejor? —suspiró Alall mirando al
techo. Pero el beso había surtido ya su efecto mágico. Su expresión malhumorada se
suavizó, como siempre ocurría.
Tazi metió la mano en un bolsillo oculto y sacó varias monedas. Le pasó unos
cuantas y, tras pensarlo un poco, deslizó algunas más.
—Por las bebidas. El extra es para que me hagas otra llave de mi habitación.
—No me digas que has perdido la tuya, chiquilla —le susurró Alall.
—No. ¿Ves a la mujer de cabello negro de mi mesa? —le respondió bajando la voz y
señalando con discreción a Fannah. Alall asintió—. Va a estarse en mi habitación durante
un tiempo, y quiero que pueda ir y venir a su voluntad.
Alall logró ocultar buena parte de su sorpresa. Hacía varios años que Tazi tenía una
habitación en su posada, y sólo podía recordar otras dos personas que hubieran estado
alguna vez en la estancia después de que la joven comenzara a alquilársela. Jamás se
demoraron lo suficiente para justificar una segunda llave.
—Así se hará —prometió—. E informará a Kalli sobre tu invitada, así no creerá que
la chica es un pretendiente despechado y no la tirará escalera abajo sin pensárselo dos
veces.
Tazi volvió a sonreír al recordar. No hacía mucho, había sido objeto de desmedidas
atenciones por parte de un cliente de El Zorro Vapuleado a quien el «chico» que aparentaba
ser había golpeado. Tazi había procurado retirarse a su cuarto con discreción, pero el
caballero tenía otras ideas más amistosas. Sin embargo, Kalli se aseguró de que
permaneciera sola. El hombre se vio levantado en peso por la esposa de Alall, de más de
metro ochenta de estatura, y lanzado ignominiosamente por la desvencijada escalera, que
describía una curva. En aquel momento, Tazi se dio cuenta de que había encontrado un
refugio seguro y otro par de padres.
Cuando se giró para irse, Alall le devolvió algunas monedas. Tazi sonrió un instante
ante su superstición. No había muchos comerciantes en Sélgont que todavía creyeran que
devolviendo al cliente un poco de lo cobrado, este volvería a hacer negocios con ellos. Alall
era de esos.
—Me temo que tendré que irme a otro lugar esta noche. —Fannah sonrió y asintió,
pero la Uskevren percibió la preocupación en su rostro. Sin perder un segundo, Tazi
continuó—: ¿Por qué no cogéis vuestra bebida y os acompaño a mi habitación, arriba?
Quizá incluso podamos convencer a Kalli para que os prepare algo sustancioso que comer.
—Rodeó la silla de Fannah y la ayudó a orientarse.
Con sus perturbadores ojos puestos en Tazi, Fannah le preguntó en un tono perplejo:
—¿Qué queréis decir por «vuestra habitación»? —Al parecer, la gente todavía podía
sorprender a la extranjera.
—Como dije antes, soy consciente de que arruiné vuestros planes para la noche.
Quisiera resarciros.
Fannah se detuvo ante la escalera y se quedó allí clavada. Agarró el brazo de Tazi
con ambas manos y se quedó mirándola fijamente con sus ojos ciegos.
—Ya se que podéis —la tranquilizó—, pero ¿por qué no consideráis mi oferta? No
tenéis sitio alguno en el que pasar la noche, y no os pido nada a cambio. ¿Por qué no decir
sí?
—Me gustáis. Así de simple. Me apetece hacerlo. ¿Es que no podéis aceptarlo?
—Permitidme que encienda esta lámpara de aceite… —comenzó a decir Tazi antes
de que se diera cuenta de que la luz no era algo que importara a Fannah.
—Dejadla. Procuro estar en el mundo, y vivir, tanto como me sea posible, igual que
los que ven —explicó con una breve y cálida sonrisa—. Ayuda a que la gente se sienta
menos incómoda conmigo.
—Bueno, creo que de momento ya estáis acomodada. Haré que os suban algo de
comer. No os preocupéis por pagar nada.
Cuando Tazi iba a salir, Fannah la detuvo. Temiéndose un diluvio de gratitud,
levantó las manos en señal de protesta. Pero las siguientes palabras de Fannah la cogieron
por sorpresa.
«Todo está yendo exactamente como quiero —se dijo Tazi mientras avanzaba por la
calle Larawkan—. En primer lugar, le quito a Ciredor la baratija que le di y, al hacer eso,
me libero de su compañía. Luego, averiguo qué le une a Fannah. No quiero que tenga nada
que ver con ella».
A medida que iba abandonando la protectora sordidez del Barrio Sangriento, Tazi
caminaba cada vez más silenciosamente. Para los pocos que aún vagaban por las calles, no
había duda ninguna de que era un joven en busca de juerga. Tazi dominaba el arte de
desaparecer confundiéndose con el entorno. Sin embargo, aquella noche no era la única
persona con tales habilidades, y la sombra que la había seguido desde el Palacio de la
Tempestades no se encontraba muy lejos.
No era un paseo demasiado largo, pero sí lo suficiente como para que Tazi
aprovechara para prepararse mentalmente. El penetrante olor a sal significaba que la Bahía
de Sélgont estaba cerca. Aunque era reacia a admitirlo, al principio de cada una de sus
aventuras la boca se le secaba, y el corazón le latía algo más rápido. Sin embargo, sus
correrías le resultaban de lo más gratificantes. Las palabras no alcanzaban a expresar la
sorpresa y satisfacción que sentía una vez que finalizaban y ella salía otra vez triunfante.
Tenía que admitir que la complacía haber encontrado a alguien con quien compartirlas,
alguien que las disfrutara tanto como ella. Pero aunque Steorf era un compañero
maravilloso en noches como aquella, últimamente, a Tazi le gustaba más tener aquella
correrías por su cuenta.
Sumida en sus pensamientos, la experimentada ladrona enfiló una calle. Todavía
había algunas tiendas abiertas. Al fin y al cabo, aquello era Sélgont, y los negocios eran los
negocios, la hora no contaba. Unos pocos clientes rezagados estaban absortos en sus
compras y no prestaron demasiada atención al joven de negro que pasaba rápidamente por
la calle. No tardó en vislumbrar la panadería de Habrith.
Se movía en total silencio mientras cruzaba los arbustos adyacentes al jardín tapiado
de Ciredor, satisfecha por haber engrasado antes sus pieles para que no chirriaran. No tenía
la fortuna de Steorf, quien había aprendido a lanzar hechizos para moverse en silencio,
independientemente de lo que vistiera o llevara. Cuando estaban juntos, Tazi tenía que
admitir que sus habilidades la impresionaban. Estaba logrando la misma excelencia que su
madre, y no cabía duda de que algún día sería un digno sucesor de Elaine, pensó Tazi,
suponiendo que se olvidara de sus travesuras a cambio de una vida respetable.
Con cuidado, se acercó a la pared del jardín, que ofrecía una vista limitada de la
parte trasera de la residencia que Ciredor había alquilado. La mayoría de los edificios del
entorno eran tan iguales entre sí que costaba diferenciarlos. Tazi confiaba en que la
información de que disponía fuera la correcta, en que tenía aquello por lo que había pagado.
De lo contrario, aprovecharía para hacerse con varios objetos de quienquiera que viviera
allí. Más tarde, estrangularía al anciano, ya en El Zorro Vapuleado.
El muro del jardín, en buen estado tras una reparación, medía el doble de su altura.
El jardín tenía muchos árboles, y poco más. A través de sus hojas, Tazi podía ver un poco
de la casa. Dos de las habitaciones superiores disponían de balcones que se asomaban a la
zona verde. Varias otras parecían estar débilmente iluminadas, probablemente por algún
tipo de hechizo. Tazi estuvo vigilando esas habitaciones durante varios minutos. Al ver que
ninguna sombra se movía en su interior, dedujo que el dueño no estaba en la casa. En aquel
momento de la noche, los pocos sirvientes que Ciredor debía de tener estarían en la cocina
o en la despensa, bebiendo cerveza. La joven sabía que hasta el mayordomo de la familia,
Erevis Cale, tenía reservas particulares de brandy, un brandy con el que ella misma se había
reconfortado en su compañía en más ocasiones de las que era capaz de recordar.
Dejó de perder tiempo con recuerdos. Con habilidad y sin hacer el menor ruido,
comenzó a trepar el muro. Eligió un lugar cubierto por las ramas de los árboles y, cuando
llegó arriba del todo, se estuvo durante un tiempo agazapada allí, sin moverse. Con sus
ropas y su cabello negro, era otra sombra. El jardín parecía estar vacío, pero era mejor ser
cauto. Algunos de aquellos propietarios tenían enormes sabuesos, y Tazi había aprendido
con rapidez que los perros no eran criaturas con las que quisiera líos. En su muñeca derecha
todavía llevaba las cicatrices de su primer encuentro con una bestia así. Pero este jardín
sólo tenía árboles. Al otro lado de la calle, una oscura figura espiaba a Tazi y esperaba.
Desde la planta baja, con sus salas de recepción, se deslizó escaleras arriba, hasta el
primer piso, con suma facilidad, evitando la cocina y la despensa. Apenas había muebles en
las habitaciones; daba la impresión de que Ciredor viajaba con pocas pertenencias. Eso
incrementaba el misterio. Los mercaderes con los que Tazi estaba familiarizada nunca
viajaban tan ligeros. Las paredes estaban desnudas, excepción hecha de las suntuosas
cortinas que colgaban en las ventanas. En ninguna parte había adornos u objetos personales.
Hábilmente, Tazi se deslizó de una estancia a la siguiente, buscando una caja fuerte
o un joyero. Ya había penetrado en residencias de ricos mercaderes para robarles, y se
conocía todos los trucos: las alcobas secretas, los falsos sillares que se deslizan a un lado,
las puertas huecas y las inevitables trampas. Pero cada uno de los lugares en los que
esperaba encontrar tales cosas estaba vacío. Frustrada, siguió la búsqueda.
Mientras indagaba por el dormitorio, hubo algo que atrajo la atención de Tazi: las
abundantes tallas y estatuas obscenas.
—¡Los Soargyl! —susurró amargamente—. ¿Qué tendrá que ver Ciredor con ellos?
El único lugar en el que no había buscado era la bodega. La joven las odiaba;
resultaban auténticas ratoneras. Llegar hasta la bodega también significaba tener que pasar;
sin ser vista, al lado de la despensa, donde se hallaba la servidumbre, pero que la partiera un
rayo si se iba de allí con las manos vacías.
Cuando estuvo cerca de la despensa, se apretó contra la pared. Oyó las voces quedas
de unos cuantos hombres. Una vez en el borde de la puerta, echó un vistazo dentro. Una
simple y vieja lámpara de aceite proyectaba una luz débil en la habitación. Era evidente que
los criados de Ciredor no contaban con los mismos hechizos luminosos del resto de la casa.
En un rincón de la despensa, tres de ellos estaban sentados en torno a una mesa, sumidos en
una conversación susurrada. Había algo furtivo, casi secreto en el modo en que hablaban.
Cuatro pasos más y estaría en la escalera. Parte de ella todavía era reticente a buscar
en la bodega, pero ya no había vuelta atrás. Tenía que proteger a su familia. Evitando con
sumo cuidado el desgastado centro de cada escalón, Tazi descendió casi sin producir ruido
alguno. Complacida con su habilidad, continuó algunos peldaños y, súbitamente, se vio
impelida a no respirar. La estancia estaba invadida por un fuerte hedor a moho y
putrefacción. Casi podía saborear la humedad, pues la habitación apestaba. El olor era tan
intenso que casi hizo que cambiara de idea. Pero el desafío era irresistible. Decidida, se
tapó la boca y la nariz con una mano.
La joven reparó en las muchas huellas que había en la mugre de las losas del suelo.
Pensó que eran demasiadas para el tráfico normal de los sirvientes yendo y viniendo a por
licor. Y Ciredor no llevaba tanto tiempo en la ciudad, ni había sido el anfitrión de ninguna
gran fiesta, por lo que ella sabía, para que se explicara tal suministro de alcohol. Allí había
algo más. Comenzó un cauto examen del lugar.
En el muro del fondo, Tazi halló lo que estaba buscando: una puerta cerca de unas
barricas de cerveza. Por experiencia procuraba no dar pasos en falso. A la derecha de la
puerta, estaban apiladas varias cajas de mercancías. Se encaramó hasta la última, la cabeza
le quedó prácticamente pegada al techo. Desde aquel ángulo, podía inspeccionar mejor las
posibles trampas o defensas de la puerta. Extrañamente, no había nada.
—¿Es tan arrogante —suspiró con incredulidad— como para pensar que nadie se
atreverá a venir aquí? Vaya, vaya. Tiene mucho que aprender de la vida.
La cerradura era pan comido, y la puerta pronto se abrió para revelar una habitación
limpia y seca. Unos hechizos que se activaron por el movimiento de la puerta desterraron la
oscuridad pero revelaron algo tan nauseabundo que la bilis se agolpó en la garganta de Tazi.
Mucho había visto en los años que llevaba visitando el Barrio Sangriento, e incluso en otros
lugares, pero algo como aquella atrocidad.
La habitación era una antecámara con dos puertas. En el fondo, contra la pared,
había un diván atiborrado de almohadas. A su lado, había un escritorio cubierto de rollos de
papel y pergaminos, y en la esquina reposaba una caja fuerte. El suelo estaba embaldosado
con dos tipos de losas, unas más oscuras y las otras más claras. Las oscuras dibujaban un
círculo enorme, con un diámetro que medía poco más que una persona de talla media. Sin
embargo, era lo que reposaba dentro de él lo que conmocionó a Tazi.
En el centro del círculo se hallaba lo que debía de haber sido un adolescente. Los
harapientos restos de sus ropas lo delataban como un habitante de los barcos, una de las
muchas almas que vivían en navíos amarrados en la Bahía de Sélgont. Uno más entre
aquellas hordas de gente anónima, uno al que nadie echaría en falta, uno del que nadie
denunciaría su desaparición. Precisamente como podría ser el caso de una extranjera recién
llegada. El chico yacía con los miembros demencialmente estirados. Sus ataduras no tenían
ningún sentido.
Lo habían rajado de arriba a abajo. La piel de su torso estaba abierta de par en par
como las páginas de un libro. Cada uno de sus principales órganos se había colocado cerca
de su cuerpo. Con ojos horrorizados, Tazi vio que los vasos sanguíneos y el tejido
conjuntivo todavía mantenían unidos esos órganos con su cuerpo. Le habían cortado los
músculos de los huesos y los habían dejado a su lado. Casi contra su voluntad, se acercó a
él. El olor metálico de la sangre estaba por doquier.
Tazi pudo ver que le habían extraído los intestinos, los cuales se habían dispuesto
siguiendo extrañas pautas. Parecía que constituían mensajes, pero para la atónita ladrona no
significaban nada. Salvo por un signo que había visto antes, aquella misma noche: el tatuaje
en el brazo de Fannah. Una marca que llevaban tanto la extranjera como Ciredor.
«¿Planea esto para Fannah?», se preguntó. Sin embargo, lo que en el aquel momento
Tazi tuvo que aceptar era que el muchacho ¡todavía respiraba! Algún abyecto sortilegio
hacía que sus pulmones respiraran y su corazón latiera. Sus labios se movían sin decir nada
y de cuencas vacías de sus ojos fluían lágrimas de sangre. Con el corazón roto, Tazi
comprendió que ya nada se podía hacer por él, y que debía librarle de su agonía. Cualquier
médico llegaría tarde. Estaba más allá de toda curación.
Bajo la luz tenue, presa de horror, Tazi contempló cómo su diamante destellaba en la
oreja izquierda de Ciredor.
La puerta se cerró de un portazo tras ella. La joven saltó y alzó la espada. Ciredor no
prestó la menor atención al arma. Pasó ante ella, camino de su escritorio.
Despreocupadamente, comenzó a clasificar algunos de los rollos de papel y pergaminos que
había allí, de un modo tan absorto que parecía ignorar la presencia de la joven. El corazón
de Tazi le martilleaba en el pecho. Y volvía a tener la boca seca.
—¿Qué eres? —alcanzó a decir casi sin voz—. ¿Cómo eres capaz de una cosa así?
—dijo señalando al chico con una mano temblorosa.
—Oh, ¡vamos! Thazienne. Eres una chica brillante. ¿Por qué haces preguntas tan
tontas? —Dejó el escritorio y avanzó hacia ella—. Soy mago, por supuesto, y algunos
sortilegios exigen un alto coste. Esto —señaló con la cabeza al chico— no es nada, en
absoluto. Dispongo de muchos que, como él, llevan mi signo repartidos por todas partes.
Cuando uno se apaga, siempre hay otro que ocupa su lugar. —Con una simple oscilación de
su mano, Tazi perdió la espada, que dio vueltas en el aire hasta aterrizar con un hueco
sonido metálico en el suelo. Con su dedo índice levantó el pálido rostro de la joven para
encontrarse con su mirada—. Todo exige un precio, bella Thazienne.
Ciredor respondió:
—He sido contratado por, cómo lo diría, esas «amistades» de tu familia para que
lleve a término ciertas tareas. Aunque ellos no preguntan tanto, a pesar de lo mucho que
pagan. —Se acercó a ella—. Y, sí, preguntan por ti, entre otras cosas —susurró mientras
caminaba en torno a ella—. Pero tú puedes hacerme una oferta mejor. Al fin y al cabo, ellos
sólo tienen mi lealtad temporalmente.
Ciredor reaccionó. Unas sutiles chispas verdosas surgieron de sus manos e hicieron
volar al joven mago en medio de un estallido. La musculosa espalda de Steorf absorbió lo
peor de la explosión. Sin embargo, la fuerza del estallido lo aturdió y se desplomó sobre el
suelo.
De algún modo, rodó y pudo ponerse de rodillas, con la frente contra las frías losas.
Tenía la sensación de que el cerebro le ardía. Mil dagas le acuchillaban la cabeza. Gotas de
sangre empezaron a rezumar en su cabeza al tiempo que el cabello le crecía a una velocidad
increíble. Combatió aquella agonía apretando los puños. A pesar de todo aquel sufrimiento,
sintió cómo su anillo con esmeralda le mordía el dedo. Confusamente, en su enfebrecida
cabeza resonaron las palabras que le dijo un mago con quien se cruzó hacía ya años, cuando
era una niña.
—Eso está mejor —dijo Ciredor en tono conciliador—. Ahora te pareces más al
viejo retrato que los Soargyl me enviaron. Ese cabello corto no te favorece. ¿Sabes?, puede
que incluso os mantenga con vida durante un rato.
—Me cuesta creer que hayas conseguido sobrevivir durante tanto tiempo, pequeña
—le reprendió Ciredor—. No estás preparada para esta vida.
—Puede que te sorprenda de lo que soy capaz —le escupió Tazi como respuesta,
obligándose a mirarle fijamente a través de la sangre y del cabello, que ahora le llegaba a la
cintura. Steorf se había levantado y avanzó a tumbos hasta quedar de pie tras ella.
Con una risilla socarrona, Ciredor movió la cabeza hacia Steorf y comentó:
Ciredor sonrió y cruzó los brazos sobre el pecho. Difícilmente un gato podría
obtener mayor placer jugando con un ratón. Tazi notaba que aquel juego le divertía a
Ciredor, que todo el dolor que aquella estancia rezumaba era delicioso y adictivo para él.
Tazi, vacilante, logró ponerse en pie, y lentamente se giró hacia Steorf. En el rostro
de la joven las emociones se dibujaban como la cera se deshace en una vela. Acabó por
arder en ella una furia oscura. Por primera vez en su vida, Tazi daba una imagen espantosa.
Steorf dio un paso atrás.
Tazi no cedió:
—Me temo —siguió, apretando los dientes— que me está costando oírte.
Ciredor se apoyó en una pared sonriendo ampliamente ante la escena que estaba
desarrollándose. Era evidente su predisposición a dejar que aquello siguiera su curso un
poco más.
El mundo de Tazi se vino abajo. Se frotó los ojos para evitar que manaran unas
lágrimas que pugnaban por salir. Su rabia se desbordó y su mano derecha se cerró en un
puño. Levantó el brazo con ánimo de asestarle un buen golpe.
Ciredor ya no podía contenerse más. Aplaudió con gran placer aquella patética
escena que estaban ofreciendo. Antes de que Tazi pudiera propinarle el puñetazo a su
fracasado rescatador, el mago masculló una palabra y una luz verde brotó de sus manos
extendidas. La luz se dividió y se transformó en cuatro bolas fulgurantes, cada una de ellas
encontró el camino hacia los tobillos y muñecas de Steorf. El joven mago se vio elevado y
sujeto contra la pared con la misma eficacia que si lo agarraran unas esposas de hierro. El
joven se resistió, pero nada de su arsenal mágico podía oponerse a la fuerza arcana de
Ciredor. Este, en medio de la creciente oscuridad, se giró para enfrentarse a Tazi una vez
más.
La sangre le caía por la cara y el cuello. El largo cabello que le había crecido se
había apelmazado en algunas partes. Sus prendas colgaban a jirones. Apenas podía
mantenerse de pie. Pero una leve y sombría sonrisa se dibujó en sus labios.
«Este anillo no es algo que pueda tomarse a la ligera —la advertencia de Durlan, un
elfo lunar, resonó en la cabeza de Tazi—. Ese hechizo tiene un precio —le había informado
hacía muchísimo tiempo—. Sentiréis un enorme dolor, más intenso que nada que podáis
imaginar, y os dejará exhausta. Sin embargo, ese mismo anillo os mantendrá a salvo de
cualquier magia diabólica».
Mientras aquel rayo mortal volaba hacia ella, Tazi extendió su mano izquierda y
pronunció una palabra antigua. El dolor sentido en el primer ataque de Ciredor no fue nada
comparado con los cuchillos al rojo que se le clavaron en el cuerpo. Se formó un escudo
grisáceo ante ella que repelió el ataque del mago.
Tazi percibió su vacilación. Casi cegada por el dolor, deslizó su mano derecha
dentro de una bota y agarró su daga. No se trataba de lanzar la daga por diversión en El
Zorro Vapuleado. En aquel momento, su vida dependía de su habilidad. Y lanzó el arma.
Mientras el mago trataba de sacarse la daga, Tazi atravesó corriendo la estancia para
llegar al diván. Agarró un almohadón y, tambaleándose, fue hacia donde el chico yacía.
Sólo podía hacerse una cosa. La joven se arrodilló, ya sin sentir dolor, y se inclinó sobre el
muchacho.
—Lo siento en el alma —susurró vertiendo unas lágrimas—, jamás tuviste una
oportunidad. —Puso la almohada sobre la cara del desafortunado y apretó con todo el peso
de su cuerpo.
Y dicho aquello, tiró a un lado la daga e hizo acopio de sus últimas energías
mágicas. Un gran resplandor llenó la oscura estancia. Cuando finalmente se desvaneció y
las estrellas danzantes abandonaron los ojos de Tazi, Ciredor no estaba. En la habitación
sólo quedaban Tazi, Steorf y un montón de cenizas que había sido el cuerpo del chico.
—No se te ocurra tocarme —le advirtió a Steorf con los dientes apretados. Este la
miró con una mezcla de asombro y fatiga—. No tienes derecho, estoy segura —añadió con
una risa amarga— de que mi padre no te paga para eso.
Steorf parecía destrozado. A pesar de ella misma, la joven vio que lo que dijo a
continuación el joven mago aún lo envilecía más.
—Por favor, no hagas que suene tan horrible, Tazi. Todo el mundo tiene un precio.
Deberías tenerlo presente. En esta ciudad todo se compra y se vende. No te horrorices.
Incluso tú tienes un precio. —Y tras un instante, añadió—: Te he sido siempre fiel.
—¿Y cuántas monedas harían falta para que fueras leal a alguien más? —La joven
se alejó de él. No le permitió que la viera así. Sería la más amarga de las derrotas, y aquella
noche no quería perder nada más. Al mirar hacia abajo, a lo que quedaba del chico, cambió
de tema—: Ocúpate de esto.
—Al fin y al cabo, para eso se te paga, ¿no? ¿No es para cuidar y limpiarlo todo
detrás de mí? —Sin esperar su respuesta, ausente, recogió la daga y cogió la mayoría de
aquellos rollos de papel y pergaminos que parecían tener tanta importancia para Ciredor.
No tenía las ideas claras, pero era consciente de que en los próximos días necesitaría toda la
información que pudiera reunir acerca de él. Avanzó hacia la puerta a grandes pasos.
—No te preocupes —gruñó, sin darse la vuelta—. De lo único que debes protegerme
a partir de este momento, es de mi rabia contra ti. —Tras lo cual, se marchó.
Una vez en la calle, Tazi se apoyó contra una pared y se llevó una mano a la boca.
Las lágrimas estaban apunto de manar. Un caudal de recuerdos empezó a desfilar por su
mente: las ocasiones que ella y Steorf habían pasado juntos, las huidas por los pelos, las
aventuras y las bromas. Todo aquello parecía quedar muy lejos en aquel instante, como si
fueran los recuerdos de otra persona. Todo cuanto había considerado cierto se desvanecía
en aquellos momentos. Estaba más sola que nunca.
Dificultosamente, recorrió el corto trecho que iba de la calle Sarn hasta el Palacio de
las Tempestades sin ser vista por nadie. Habría sido muy complicado, sino imposible,
explicar su aspecto, pues parecía a un tiempo una noble y una ladrona. Se movía
automáticamente. Cuando entró en la casa de su familia, la fiesta ya hacía horas que había
acabado; se dejó caer en la primera silla que encontró en el penumbroso salón de la planta
noble. Mientras reposaba en aquel estado, Cale, que todavía estaba limpiando tras la partida
de los invitados, la descubrió. El aspecto que ofrecía lo dejó atónito.
—Thazienne —se le escapó entre los labios—, ¿qué te ha ocurrido? —La imagen de
la chica, con la ropa a jirones y ensangrentada, y con los cabellos largos de nuevo, lo
impresionó de tal modo que la tuteó.
Tazi levantó sus vidriosos ojos hacia la tez pálida del mayordomo.
La cara demacrada y pálida de Cale no le había parecido jamás tan entrañable como
en aquel momento. Sin embargo, la sombra de una duda se apoderó de ella. Se contuvo
antes de abrir la boca y, tras un momento, le preguntó
Cale se quedó callado. Aquella noche, algo había cambiado en aquella niña que
siempre estaba sonriendo. No estaba seguro de cómo proceder.
—No importa, Cale —siguió diciendo Thazienne fatigadamente—, sé que nos eres
leal. Pero supongo que debo ser cauta. Algún día, también podrías ser leal a alguien más.
Dejó al perplejo Cale y se giró para subir con sumo cuidado la escalinata, en
dirección a sus habitaciones del primer piso. Aquella noche, le dolían el cuerpo y el alma.
No le habría importado si alguien de la casa la hubiera descubierto con aquel aspecto
aquella noche, pero nadie lo hizo. Era ya demasiado tarde para su familia y la servidumbre.
Llegó a sus aposentos sin cruzarse con nadie.
Una vez en ellos, se dirigió a su tocador para hundirse en la butaca que había al lado.
Una parte de su mente sabía que tenía que asearse, librarse de la sangre y la suciedad, y
cortarse aquellos largos mechones. Pero estaba exhausta. Se descubrió mirándose en el
espejo, no reconoció a la mujer que la estaba mirando. El cambio iba más allá de la sangre
y el cabello; estaba teniendo lugar a un nivel más profundo. Y entonces, se sorprendió
recordando al chico y el modo en que ella acabó con su vida.
Con movimientos lentos, como si estuviera bajo el agua, alargó una mano
ensangrentada para tocar el rostro del espejo. «¿Qué precio tiene —se preguntó— mi
vida?».
TREINTA DÍAS
Dave Gross
A través del Bosque del Arco, Talbot Uskevren huía para salvarse.
La criatura estaba casi sobre él, Tal oyó su trabajosa respiración, notó el gran calor
que emanaba. Se imaginó la espantosa dentellada de sus fauces en su cuello, pero apartó la
idea de su mente y concentró todas sus fuerzas en sus cansadas piernas.
Corrió hacia el único faro que podía ver, unas nubes iluminadas por la luna. Si
recordaba correctamente, por ahí había un claro. Confiaba en que algunos de los demás
hubieran escapado y esperaran allí con las lanzas.
Justo cuando renacía su esperanza, Tal chocó con una rama. El golpe lo lanzó al
suelo y lo dejó sin aliento. Su perseguidor voló sobre él, y no le alcanzó por poco mientras
eclipsaba brevemente las nubes iluminadas. La rama que había golpeado a Tal se partió
bajo el peso de la criatura, y la bestia cayó pesadamente al suelo, bloqueando el camino de
Tal.
Tal no podía distinguir la forma del animal, pero notó su energía cuando se tensó
para atacarlo. Con el miedo atenazándole el cuerpo, Tal se apartó rodando justo cuando la
criatura saltaba sobre él. Fue demasiado lento, y lanzó un grito cuando unas garras le
arañaron la espalda.
Tal trató de tirarse hacia la derecha, pero unas fauces rugientes se cerraron sobre su
brazo. Tal se agitó tan impotente como una muñeca de trapo entre los dientes de un perro
rabioso. Voló por los aires y de nuevo se estrelló dolorosamente contra el frío suelo.
Mientras trataba de ponerse de rodillas, otro golpe le sacudió la cabeza. Sintió como
si le saltaran chispas del cráneo y notó una fría humedad bajo el cabello. La imagen de su
cerebro al descubierto le cruzó por la cabeza, y abrió la boca para gritar, pero ya estaba
corriendo de nuevo, ahorrando el aliento para la huida.
Ya no sentía las piernas, y el brazo izquierdo le colgaba inútil. Corrió por pura
fuerza de voluntad, por puro terror. Sabía que la bestia sólo estaba a unos centímetros a su
espalda, pero mirar hacia atrás era la muerte. Lo sería mientras siguiera dentro del mortal
Bosque del Arco, donde los osos lechuza, por lo visto, no invernaban.
Tymora, la diosa conocida como Señora de la Suerte, debió de oír una de sus
incompletas plegarias, porque Tal no se dio con más árboles hasta salir como una
exhalación del sofocante bosque.
Era un precipicio.
—¡Rusk! —llamó una áspera voz desde detrás de la bestia. Antes de que Talbot
pudiera ver si el animal retrocedía o saltaba tras él, la oscura tierra se alzó hacia él y el
golpe le privó de los sentidos.
Un duendecillo le golpeaba la cabeza con un minúsculo garrote, así que Tal abrió
reacio un pegajoso ojo. Trató de alejar la molestia de un manotazo, pero sólo consiguió
darse en el ojo. Tenía el brazo débil, y notaba los dedos hinchados y dormidos, como
salchichas frías.
Esa idea hizo que los cómplices del duendecillo prorrumpieran en risas en su
madriguera, dentro del estómago de Tal. Este se volvió de lado y vomitó sobre el suelo.
Miró parpadeando la fina masa amarillenta, casi esperando ver a esos pequeños
incordios empapados escurriendo sus gorras y maldiciéndolo. Quizá pudiera chafar a uno.
Un aire frío y unos delgados rayos de luz se colaban por debajo de la rosca puerta de
madera y los listones de los sencillos postigos. Tal tomó una profunda bocanada de aire. A
pesar de encontrarse enfermo, era magnífico estar vivo, y mejor aún que alguien que no
fuera su padre lo hubiera rescatado después de la desastrosa cacería. Recuperarse en el
hogar de un habitante de los bosques le daría el tiempo suficiente para poner buena cara
ante el fracaso.
Tal dejó de engañarse. Eso era mucho más serio que pasar la noche en prisión por
una pelea de taberna. Por lo que sabía, era el único que había sobrevivido de todo el grupo
que había salido de caza.
Tal intentó sentarse, pero la cabeza le dio vueltas. Sólo entonces comenzó a sentir el
penetrante dolor de sus heridas. Con cuidado, alzó la manta de lana y comprobó sus
heridas.
Tenía el brazo derecho pulcramente vendado y sujeto al pecho, también cubierto por
vendajes. Le picaba el cuero cabelludo, y notó más vendas en la cabeza. Tal se tanteó el
cráneo con cuidado y, por suerte, no encontró que le faltara ningún trozo de hueso. Quien
fuera que lo había encontrado debía de ser un hábil curandero, quizá incluso un sacerdote.
Tal no prestaba demasiada atención a los dioses, pero se prometió acordarse de donar su
presupuesto para cerveza del mes siguiente al santuario de Tymora, en Sélgont. Sin duda, le
había concedido suficiente buena suerte como para compensar el lamentable error del
precipicio.
Tal intentó incorporarse de nuevo. Consiguió apoyarse en el codo sano y llevar los
pies al suelo. La espalda le dolía y le picaba por estar demasiado tiempo tumbado en un
colchón de paja; Se dio cuenta de que el rítmico sonido de los hachazos había sido
reemplazado por unas voces amortiguadas.
—… ido ya. Coge un poco para Abell. Date prisa y estarás de vuelta antes de la
noche.
—¿Y si no funciona? —replicó otra voz de mujer, más joven. Tal trató de correr el
cierre del postigo para ver mejor, pero la joven añadió—: Tendremos que matarlo, ¿no?
Tal dejó los postigos cerrados. Se acuclilló, por si alguna de las mujeres miraba en
su dirección.
—Si podemos hacerle dormir durante otros diez días —contestó la anciana—, y si
Dhauna Myritar lo aprueba, y si él se somete a la voluntad de Ella…
—Feena —la interrumpió la anciana—. Ninguno de esos síes importará a no ser que
hagas tu recado bien pronto.
—Sí, madre —replicó Feena, resignada. Tal oyó los reacios pasos crujiendo sobre la
nieve al alejarse la mujer.
—No te entretengas —le gritó su madre. El ruido de los hachazos empezó de nuevo
—. Es un chico robusto y está recuperando la fuerza.
Un estremecimiento recorrió las venas de Tal. No tenía ni idea de por qué esas
mujeres querían matarle, pero debía de tener algo que ver con el ataque que había sufrido
su partida de caza. ¿Habría ordenado ella a los osos lechuza que cargaran contra el
campamento? Y de ser así, ¿por qué no lo habían matado ya?
El padre de Tal había puesto objeciones a esa partida de caza por muchas razones.
Entre ellas, la constante amenaza de que raptaran al hijo de uno de los hombres más ricos e
influyentes de Sélgont. En la ciudad, Tal estaba casi siempre bajo el escrutinio público, y él
siempre había sospechado que su padre enviaba a guardaespaldas para que lo siguieran a él
y a sus hermanos. Tal intentaba que no le importase, mientras nunca los viera y no se
metieran en sus asuntos.
Tal sintió un escalofrío. El fuego estaba bajo. Sabía que, pronto, la madre de Feena
regresaría con más leña.
Pensó en volver a la cama, fingir que estaba dormido y esperar la ocasión para
escapar, pero se dio cuenta de que esa podía ser su única oportunidad. Calculó la posición
de la puerta respecto de la anciana. Sí, lo vería si trataba de salir por ahí. Pensando de prisa,
Tal buscó su ropa. No vio su camisa por ninguna parte, pero encontró las botas bajo la
cama. Trató de ponérselas con sólo una mano y a punto estuvo de perder el equilibrio. A
toda prisa, buscó algo semejante a un cuchillo en los cajones de un mueble, y finalmente
encontró un corto cuchillo de cocina.
Cortó la tira que le sujetaba el brazo al pecho, y luego lo extendió con cautela,
haciendo una mueca en espera del dolor. Sorprendentemente, el brazo parecía sano, si bien
algo entumecido por la larga inmovilidad. Cortó los vendajes. Debajo, las cicatrices eran
rosadas y tenues. Aunque alguien hubiera empleado algún tipo de curación mágica, lo
lógico es que tuviera algunas costras.
Con el cuchillo, Tal hizo unos cortes en dos mantas de lana para confeccionarse un
rudimentario tabardo, y luego se hizo un cinturón de cáñamo para asegurarlo. Finalmente,
se puso las botas con ambas manos. No sólo no le dolía el brazo herido, sino que sintió un
arrebato de estimulante energía. Sabía que era la tensión del miedo, pero le aclaró la cabeza
y le dio fuerza en los miembros.
La puerta se abrió, y Tal vio a un bajo bulto cargando un enorme fardo de leña. El
puñetazo de Tal dio justo en el centro del fardo. Los leños salieron volando en todas las
direcciones y la anciana cayó al suelo, atontada.
Sintió una aguda punzada de culpa cuando vio la sorpresa en el rostro de la anciana,
un rostro ovalado, matronal e incluso amable, pero recordó que ella podía ser la hechicera
que lo había curado. Una sola palabra de ella podía ser suficiente para derrotarlo.
Esta vez los ojos de la anciana se quedaron en blanco y luego se cerraron. Con una
mueca de apuro, Tal le puso la oreja sobre la boca. Para su alivio, la oyó respirar.
Cogió en brazos ala mujer y la llevó a la cama. Pesaba mucho menos de lo que él se
había esperado, o él estaba más fuerte de lo que creía.
Se sintió tonto consolando a una mujer inconsciente que quería matarlo, pero aun así
le acarició la enrojecida mejilla antes de empezar a irse, deseando saber exactamente por
qué la mujer planeaba mantenerlo escondido.
Fuera, Tal entrecerró los ojos antes el blanco paisaje. En la distancia estaba lo que
supuso que era el linde del Bosque del Arco. A juzgar por eso y por la posición del sol,
calculó cuál sería la dirección hacia Sélgont. Sería un largo camino a pie, pero al final se
hallaba el hogar y la seguridad, y quizá unas cuantas respuestas.
El primer día fue el peor. Tal estaba mucho más hambriento de lo que había pensado
cuando escapó de la cabaña, y no tenía ni idea de cazar sin una lanza y una docena de
sirvientes para levantarle la presa. Dio gritos de alegría cuando llegó al camino de
caravanas entre Daerloon y Ordulin, justo cuando le empezaban a flaquear las fuerzas.
Unas horas antes del amanecer, la perseverancia de Tal fue recompensada con la
aparición del carro de un chamarilero. En otras circunstancias, Tal hubiera hecho valer la
promesa de un Uskevren para agradecer debidamente los servicios prestados pero,
considerando los recientes acontecimientos, prefirió omitir su apellido al pedir que lo
llevara. Por suerte, el chamarilero se sentía lo suficientemente solo como para recibir
alegremente a un pasajero desarmado. Cuatro días después, dejó a un Tal más delgado y
hambriento a las afueras de la ciudad más cercana, Ordulin, mientras él continuaba hacia el
puerto de Yhaunn.
Nueve días después de la huida de Tal, el carro del granjero atravesaba las calles de
la ciudad de Overwater, parada obligada de todas las caravanas que se dirigían a Sélgont o
procedían de ella. Durante el verano, el lugar estaría rebosante de viajeros y mercaderes.
Incluso en pleno invierno había bastantes tiendas desperdigadas, carros y animales de carga
lanzando resoplidos de vaho. Tal actividad comercial basada en caballerías y bestias de
carga suponía una gran cantidad de excrementos chafados que acababan mezclándose con
el barro, formando así una acre y pringosa plasta que, en los días más cálidos, amenazaba
con tragárselo todo. El olfato de Tal agradeció ese hedor. Estaba llegando a casa.
Después de una larga ausencia, Tal fue muy consciente del pulso de la ciudad. Lo
percibía en el parloteo del puente, en el irregular taconeo de los cascos sobre los adoquines.
Olió el almizcle humano del lugar, disminuido pero no anulado por los perfumes
mulhorandios y las especias zhayvanas.
Miró hacia todos lados buscando a algún amigo, alguien a quien pudiera sorprender
con su milagroso regreso. Los ciudadanos de Sélgont vivían pendientes de la moda, y miles
de colores y estilos de prendas de vestir se mostraban en las calles todos los días. El
granjero había conducido su carro casi hasta el final del puente antes de que Tal divisara un
rostro conocido.
Tambaleándose fuera de una taberna, un hombre de cabello rubio casi chocó contra
una patrulla de Cetros, los guardias de la ciudad.
Con ebria gracilidad, el hombre esquivó a los cinco Cetros, tan sólo rozándoles las
capas de color verde. Los guardias lucían formidables en sus petos de cuero negro con
herrajes de plata. Uno de ellos agitó una mano ante su rostro e hizo una mueca a la nube
invisible de alcohol que rodeaba al borracho.
—Vete a casa, Chaney —le advirtió el Cetro con voz cansina. Era evidente que ya
había mantenido esa conversación con el borracho otras veces—. Sal de las calles antes de
que te arrolle un carro.
Los Cetros también miraron a Tal, luego volvieron con Chaney, frunciendo el ceño.
Uno cogió a Chaney del brazo.
—Esperad —exclamó Tal mientras bajaba del carro. Los Cetros lo miraron
dubitativos, mientras Chaney seguía clavándole la mirada, incrédulo—. Yo me aseguraré de
que llegue a casa a salvo.
El Cetro que sujetaba a Chaney miró a Tal de arriba abajo con evidente disgusto ante
su improvisado atuendo. Uno de sus compañeros lo tocó con el codo, impaciente, y el Cetro
lo dejó correr.
Chaney siguió mirando embobado a Tal incluso después de que los Cetros se
alejaran. Tal le sonrió divertido.
—Más o menos.
Chaney parecía minúsculo junto a su enorme amigo. Tal era corpulento, Chaney
pequeño y delgado. Sus inteligentes ojos brillaban incluso a través de la niebla de la
cerveza, y su fina nariz y afilada barbilla le daban un perpetuo aire travieso. Las suaves
mejillas suavizaban su pícara apariencia y mantenían una ilusión de juventud que le hacía
parecer el más joven de los dos, aunque en realidad, con sus veinte años, era uno mayor.
Chaney iba a coger su bolsa pero Tal se le adelantó. Miró dentro, frunció el ceño y le
lanzó la bolsa al granjero del carro.
—Si te quedas en La Posada del Mirador esta noche —dijo Tal—, haré que te envíen
algo más.
—Está bien así —dijo Tal. Tenía la intención de recompensar al granjero con más
dinero del que el hombre veía en una década, eso no haría mella en la asignación mensual
de Tal.
—No diré que no —accedió el granjero con un gesto amistoso. Sacudió las riendas y
continuó su camino.
Tal puso un brazo sobre los hombros de Chaney y lo hizo volverse hacia la Puerta
Klaroun.
Pasado un momento, Tal volvió a llamar a la puerta, pero sin resultado. Claro, Tal se
dio cuenta de que Eckart debía de estar en el Palacio de las Tempestades. Se metió por el
callejón, donde unos escalones descendían hasta otra entrada. Allí, Tal había escondido una
llave detrás de una piedra suelta, a pesar de las protestas de Eckart sobre los ladrones. Se
alegró de ver que la llave seguía en su sitio.
Al ir a abrir la puerta, Tal oyó un siseó. Vio sobre el alero al gordo gato atigrado del
vecino. Era uno de la docena de gatos que merodeaban por allí, y Tal lo solía ver a menudo
por los escalones, donde Eckart dejaba restos de comida o un platito de leche por las
mañanas.
—Hola, gatito —lo saludó Tal. Alzó la mano para que el animalito lo oliera, pero el
gato escupió furiosamente y desapareció.
Ya dentro, Tal se sorprendió al encontrar la bodega iluminada por dos lámparas. Más
alarmante fue ver los estantes sin botellas de vino y una pila de cajas. Una estaba abierta,
rebosando de paja de embalar.
—No me digas que han vendido la casa —masculló para sí. Sabía que llevaba
mucho tiempo ausente, pero su familia no debía haber abandonado tan pronto la esperanza.
Metió la mano en la caja y sacó una botella de Thamalon’s Own, el caro aguardiente de
pera que su padre le había regalado ese año por su cumpleaños.
—Debo advertirte —dijo una voz remilgada y trémula desde la escalera— que estoy
armado y no tengo ningún reparo en disparar a un ladrón.
—¡Deja ese juguete y dime dónde infiernos has metido el resto de mi vino!
—¡Señorito Talbot! —chillo Eckart, bajó su ballesta con tanta rapidez que disparó el
dardo contra la escalera. Miró hacia abajo y palideció al ver el dardo vibrando entre sus
pies. Al volver a mirar a Tal, palideció aún más—. Pe… pe… pero pensábamos que
habíais…
Hizo lo que pudo por no echarse a reír. Pocas veces empleaba la voz de su padre
para poner nervioso a Eckart, pero siempre funcionaba. Chaney decía que era porque
Eckart recibía las mismas broncas de su padre siempre que lo informaba sobre su hijo
díscolo.
—Porque pensó que yo había muerto —dijo Tal con su propia voz.
Tal se fijó en que Eckart movía los labios en silencio; parecía un pez fuera del agua.
—No pasa nada, Eckart —repuso Tal más amable—. Me doy cuenta de que he
estado fuera una temporada muy larga.
Eckart se tragó su inquietud lo mejor que pudo, pero Tal sabía que tenía que
asegurarse de que el criado no tuviera tiempo de informar de su regreso antes de que él
pudiera presentarse en el Palacio de las Tempestades.
—Sólo ocúpate de que todo esté de nuevo en orden para mañana temprano —dijo
Tal con un brillo travieso en los ojos.
—Sí, pero…
—Y llama al barbero.
—Sí, pero…
—Y tráeme ropa limpia, pero no del Palacio de las Tempestades. Compra nueva.
—Sí, pero,
—Sí, pero…
—Bien. Una vez que me hayas preparado el baño, llama al barbero y tráeme ropa
limpia; luego lleva cien monedas de oro a La Posada del Mirador y dáselas a un granjero
llamado Mott.
Con una mirada de auténtico dolor, Eckart asintió. Por un breve instante, Tal se
sintió culpable por agobiarlo así.
—Oh, y ¿Eckart?
Los ojos grises le brillaban bajo el cabello negro, que estaba pulcramente cortado a
la altura de sus hombros. Eckart le había conseguido unas cálidas calzas de lana, cuyo tono
gris combinaba con los acuchillados de las mangas de su jubón azul. El conjunto lo
completaban las botas altas favoritas de Tal. En una de ellas llevaba una daga. Era su
concesión a la defensa personal. Por mucho que disfrutara practicando con la espada,
odiaba enfrentarse con los bravucones de la ciudad que querían demostrar algo. A veces, ser
un hombre alto y corpulento traía más problemas que ser pequeño.
La mansión era una de las más nuevas de Sélgont, pero a primera vista parecía como
la acumulación de fallos de una docena de arquitectos. La casa en sí era una colección de
torretas de piedra, cada una con su propio carácter. Hacía falta una detallada observación
para darse cuenta de que el aleatorio conjunto de estructuras formaban un todo unificado, si
bien bastante complejo.
Los establos y la dependencia de los guardianes formaban una doble «L» que
protegía el patio interior de la mansión, ajardinado y rodeado de árboles frutales.
Las únicas personas que permanecían en el exterior bajo el frío viento de la tarde
eran cuatro guardias de la familia. El que estaba al mando le hizo un guiño a Tal que le dijo
que esperaban su llegada. Con un suspiro, Tal le sonrió y fue hacia la puerta. Esta se abrió
ante él, y allí estaba Erevis Cale, el mayordomo de la familia.
—Me alegro de que hayáis regresado a casa, señorito Talbot —dijo el enjuto
hombre. Llevaba la cabeza y el rostro inmaculadamente afeitados, pero la ropa le colgaba
sobre el anguloso cuerpo. Curiosamente, Cale siempre parecía más alto que Tal, aunque
este le pasaba unos centímetros.
—No te sorprende verme, ¿verdad, Cale? —Tal sonrió para suavizar su decepción.
Le caía bien el mayordomo, pues tenía una extraña capacidad para saber lo que iba a
suceder antes de que pasara.
Tal nunca había acabado de decidir si ese talento era sobrenatural o simplemente
instinto criminal.
Cale sonrió levemente, una expresión rara en sus labios, una que podría resultar
inquietante para cualquiera que no lo conociera bien. A veces, la hermana mayor de Tal lo
llamaba en broma «Señor Pálido», aunque Tal nunca se atrevería a decir algo así. No tenía
ninguna duda de que Cale se enteraría, y Tal se encogía con sólo imaginarse a ese hombre
enfadado.
—No sé cómo lo haces —comentó Tal, meneando la cabeza—. ¿Sigue sin haber
ninguna posibilidad de que reemplaces a Eckart?
La pregunta de Tal quedó apagada por un bólido que chocó contra él. Lo único que
pudo ver antes de que unos fuertes brazos se le echaran al cuello fue un destello de tela
escarlata y una cabellera azabache.
Tal le devolvió el abrazo, lo suficientemente fuerte como para que ella le aflojara la
presión y él pudiera volver a respirar. Tazi era mucho más baja que él, pero tenía carácter.
Se echaron a reír mientras Cale los observaba con su inescrutable flema. Por muy
bien que conociera a los hijos de los Uskevren, no conocía las muchas bromas infantiles
que Tazi le había gastado a Tal. Una vez lo convenció de que bebiera una poción que lo
dejó de color verde durante casi diez días. Leal, Tal se echó la culpa, y recibió el castigo
cuando su madre tuvo que soportar la vergüenza de verlo aparecer de tal guisa en el
Festival de la Hierba, que resultó estar programado en el momento justo.
Esa fue de las bromas menos pesadas de Tazi. La que más alcance tuvo ocurrió
cuando Tazi bordó conejitos y corderitos en toda la ropa interior de Tal, justo antes de que
este fuera a bañarse con media docena de hijos de otras familias acaudaladas. Lo bueno fue
que Tal aprendió a pelear con los puños, y volvió convertido en el luchador más formidable
de todo el grupo. Además, se hizo muy amigo de Chaney Foxmantle, que hasta ese
momento había sido la víctima preferida de los otros chicos.
—Es tan propio de ti tenernos a todos esperando… —dijo otra voz conocida desde
un corredor. Tal vio a su hermano mayor.
Thamalon Uskevren II era más conocido como Tamlin. Pese a ser seis años mayor
que Tal, era mucho más pequeño, pero se mostraba como el mayor en todo lo demás.
Estaba indolentemente apoyado en el marco de la puerta, mirándose las uñas, como si
observara en ellas su reflejo. Su elegante atuendo hacía que la ropa nueva de Tal pareciera
tan rosca como sus ropas del día anterior.
—Ah, por fin tenemos algo en común —observó Tamlin. Le dedicó una sonrisa
encantadora, y de nuevo Tal comprendió qué veían en él sus amigos. Podría ser un tipo
encantador, siempre y cuando no fuera tu hermano.
Antes de que Tal pudiera darle una réplica adecuada, una enorme forma surgió de
detrás de Tamlin. Era Vox, el guardaespaldas mudo de Tamlin. Se alzaba por encima de
Tamlin como una montaña, con el negro cabello cayéndole sobre la cuadrada cabeza, que se
recogía en una trenza sobre el hombro izquierdo. Su tamaño y sus rasgos sugerían que tenía
sangre de ogro, y Tal lo despreciaba en secreto.
Cuando eran pequeños, Tamlin y Vox habían tirado a Tazi, que si duda estaba
chinchando más de la cuenta, por una ventana. Tras dudar entre correr para ayudar a su
hermana o darle una paliza a su hermano, Tal había ido con Tazi en vez de enfrentarse al
monstruoso Vox. Se enfureció al descubrir que le habían roto el brazo a Tazi. Tamlin había
insistido en que nadie dijera la verdad para evitar que los castigaran. Tazi perdonaba pronto,
pero desde aquel día, a Tal le había resultado imposible confiar en Tamlin, y había
empezado a odiar para siempre al bruto que le había impedido castigar como se merecía al
arrogante de su hermano mayor.
—Le apretó el brazo e hizo una mueca. Sabía lo poco que le apetecía a Tal
enfrentarse a su padre después de un desastre. Él se lo agradeció con una sonrisa.
Tal temía que su madre aprovechara su última irresponsabilidad para soltarle otro
sermón sobre la equivocada vida que llevaba. ¿Por qué tenía que relacionarse con esos
rufianes del teatro, podría preguntar, cuando la ópera era un lugar respetable? ¿Por qué no
intentaba esculpir o pintar o componer? Al menos, ella no insistiría en que siguiera los
pasos de su padre y se encargara de los negocios familiares. Esa suerte le estaba reservada a
Tamlin, o más probablemente, a Tazi, una vez que Tamlin demostrara ser un inepto.
Sin embargo, al llegar al salón, Tal encontró a su madre con pocas ganas de discutir.
Cuando Tal entró, Shamur siguió sentada en un elegante sofá, y lo saludó con la
estudiada sonrisa reservada a los invitados de honor. A Tal se le cayó el alma a los pies,
realmente estaba muy enfadada.
Tal se arrodilló junto al sofá. Ella le miró el rostro durante un largo momento, luego
le puso la cabeza en su hombro y se la sujetó ahí.
—Madre…
—Shhh —le cortó ella, y él obedeció. Lo tuvo cogido así durante un cuarto de hora,
sin decir nada. Al final, le acarició el cabello unas cuantas veces, le alzó la cabeza para
mirarle el rostro y le dijo—: Ahora, ve a ver a tu padre.
Sin embargo, cuando Tal llegó al estrecho pasillo, Tal vio que la sirvienta lo estaba
esperando, con las manos recatadamente unidas sobre la falda. Tenía la mirada clavada
respetuosamente en la alfombra.
Llevaba el vestido blanco del servicio doméstico de los Uskevren, y los colores de la
familia se veían en las aberturas de las mangas y en un chaleco ajustado dorado. De un
turbante del mismo dorado colgaban las campanillas que Tal había oído, un sistema para
avisar a los miembros de la familia de la proximidad de un sirviente.
—Señorito Talbot —dijo ella mirándolo. Sus pálidos ojos de color avellana se veían
amarillos bajo la luz de los apliques encantados del pasillo.
Tal puso su mejor cara de decepción exagerada, luego miró teatralmente a un lado y
al otro del vacío corredor.
—¿Dónde está el público que me hace ser el «señorito Talbot»? —preguntó—. ¿Has
olvidado tu promesa?
Larajin, cuatro años mayor que él, había estado con los Uskevren desde que Tal
podía recordar. De niños, a menudo jugaban juntos. Una noche de verano, después de
escaparse de los criados durante una picnic familiar, corrieron por los campos cercanos
hasta que, agotados, se tumbaron sobre el brezo y contemplaron las estrellas. Después de un
largo silencio, Larajin le dijo a Tal que esa era su última noche juntos. Al regresar al Palacio
de las Tempestades, ella debía asumir el comportamiento respetuoso de los criados.
—Pero somos amigos —protestó Tal, a sus seis años—. Eso no es justo.
—Eso es una tontería —replicó Tal enfadado. Arrugó la frente y consideró las
posibles opciones.
—Si nadie te oye, no —refutó Tal—. Cuando estemos solos, me puedes llamar Tal, y
seremos amigos y nadie lo sabrá.
Tal le cogió la mano con el saludo pirata secreto. Era secreto porque jugar a los
piratas le valdría una azotaina si lo descubrían. Su padre odiaba a los piratas.
—Promételo —le pidió Tal—. Siempre seremos amigos, aunque tenga que ser un
secreto.
—No, ya no somos niños —convino Tal—, pero una promesa es una promesa. —Le
cubrió suavemente los hombros con sus enormes manos, con intención de abrazarla como
había hecho con su hermana. Sin embargo, antes de poder hacerlo, notó una sensación nada
filial y no se atrevió a acercarla más a él.
Larajin debió de ver algo en su rostro, porque le apartó las manos de sus hombros.
—Señorito Talbot, vuestro padre os espera —le recordó en tono formal pero, acto
seguido, le apretó una mano
Tal sonrió, respiró hondo y se dispuso a entrar en la biblioteca.
La mayoría de los ciudadanos de Sélgont se tratarían antes con los Hechiceros Rojos
o los bárbaros tiugan que con los elfos de los grandes bosques al norte de Sembia. Siglos de
rivalidad y conflictos habían grabado a fuego lento un profundo resentimiento en el corazón
de los sembianos, tanto que su desprecio no se limitaba a los elfos del reino de Cormanthor.
Muy pocos elfos de ningún tipo vivían en Sembia, y cualquier relación con su raza estaba
muy mal considerada.
Entre todas esas bellezas, el patriarca de los Uskevren se hallaba sentado junto a una
mesa de ajedrez. Sobre ella estaban colocadas unas exquisitas piezas de marfil y jade, sin
duda talladas por artesanos elfos.
El canoso patriarca ya había hecho su apertura habitual, peón a reina cuatro. Frunció
el ceño mirando fijamente las piezas que tenía ante sí, y sus espesas cejas formaron una
muralla sobre sus profundos ojos grises.
Tal se sentó en la silla que había al otro lado y abrió con el caballo, un movimiento
que siempre irritaba al viejo, por considerarlo imprudente.
—Después de una corta discusión decidimos que los osos lechuza estarían
invernando —comenzó Tal.
El patriarca protegió su peón sin vacilar. Tal supo inmediatamente que iba a ser una
partida de movimientos rápidos, que era lo que prefería. Durante las partidas lentas y
pensadas solía aburrirse. Avanzó el otro caballo, un dragón rampante.
—Decidimos ir a cazar osos normales. Tienen poco que comer durante el invierno,
así que buscan ñames.
Su padre avanzó un peón, amenazando al caballo de Tal. Seguía sin hablar.
—En cuanto matas al oso, le sacas los intestinos y haces salchichas. Están llenos de
ñame dulce, sabes, y los asas sobre un fuego. —Tal avanzó el caballo de nuevo, y miró el
rostro de su padre en busca de su reacción—. Los abres en canal cuando aún están
calientes.
—A no ser que hayas estado desaparecido durante casi un mes debido a una
intoxicación por lo que comiste, no consigo entender qué pretendes decirme. —Reforzó el
ataque al caballo de Tal con otro peón.
—Así que estabas borracho —concluyó el patriarca. Movía las piezas de forma
implacable, decidido a demostrarle a Tal la estupidez de un ataque con dos caballos, como
había hecho tantas otras veces.
—No estaba borracho —replicó Tal con un deje de indignación. Con el caballo por
fin a salvo, avanzó un peón—. No estar en el campamento fue probablemente lo que me
salvó la vida. Oí gritos, y no todos eran de los otros cazadores. Ya había caído la noche.
Corrí hacia la hoguera del campamento. Antes de que pudiera llegar, una bestia comenzó a
perseguirme.
—¿Un oso lechuza? —Thamalon abrió camino al alfil avanzando otro peón.
—No, no lo vi. Quizá fuera otra cosa. Pero fuera lo que fuera, yo no tenía una lanza,
así que eché a correr. —Tal describió su aterrorizada huida por el Bosque del Arco sin
adornarla, y sólo se detuvo brevemente para responder a la cambiante situación del tablero
—. Finalmente, conseguí escapar.
Por primera vez, los ojos de su padre se encontraron con los de Tal, al sospechar una
broma.
—De verdad —aseguró Tal—. No podía ver por dónde iba, pero probablemente eso
me salvó la vida.
Thamalon atacó el caballo de Tal por el flanco, y amenazó al segundo caballo con
peones, mientras avanzaba su propio caballo, un unicornio de marfil.
—Cuéntame el resto.
—Fui ante el Alto Maestro del Saber Yannathar —le dijo Thamalon—. Sus acólitos
realizaron sus adivinaciones inmediatamente, pero nada.
—Estoy convencido de que la vieja era una hechicera —repuso Tal—, o quizá una
sacerdotisa. Debe de haberme ocultado con magia.
—Hummm. —El viejo se llevó un índice a la barbilla, mientras daba vueltas a ese
nombre, y durante ese momento se distrajo del juego—. Me suena vagamente de algo. —
Dejó sus cavilaciones y continuó el ataque sobre las piezas de Tal—. Continúa.
Tal siguió con su relato, y finalmente llegó a cuando le había ordenado a Eckart que
volviera a llevar sus pertenencias a su casa en la ciudad.
—¡De ningún modo! —exclamó su padre—. Vas a quedarte aquí hasta que se aclare
este asunto.
—¿Qué? —El viejo observó el tablero. Se había comido uno de los caballos y dos
peones de su hijo a cambio de sólo tres de sus peones. Pero no se había fijado en lo
expuesto que había quedado el flanco de su rey durante la jugada. Por suerte para él, no era
jaque mate, y movió rápidamente un protector alfil.
Tal tuvo que reprimir una sonrisa al pensar en que había estado haciendo de su padre
hacía sólo unas horas. ¿Le habría parecido a Eckart tan furioso?
—Tal —dijo Thamalon. Casi nunca lo llamaba así—. Sólo quiero lo mejor para ti,
hijo mío. Me gustaría que pudieras ser…
—Más parecido a ti —dijo Talbot con una sonrisa de medio lado, concluyendo la
frase proverbial que definía su relación. Abrió la puerta y salió de la biblioteca.
—No tienes que ser exactamente como yo —dijo Thamalon—. Bastaría con que
fueras algo. Que te dedicaras a algo. Que hicieras algo con tu vida.
—Lo haré, algún día —prometió Tal desde el otro lado de la puerta—. Ya lo verás.
Chaney dormía tan profundamente en su piso que Tal decidió dejarle dormir. Sabía
que Eckart seguiría ocupado supervisando el regreso de los muebles y enseres de la casa
para no arriesgarse a la cólera de su señorito. Con algo de malicia y un poco de culpa, Tal
había logrado que el sirviente lo temiera como temía a su padre. Si conseguía imitar su
porte tan bien como su voz, quizá pudiera convencer a la señora Quickly de que le diera un
papel mejor que el de soldado en su próximo montaje.
Salió a la calle y miró a un lado y otro buscando a los guardias de su padre. Sonrió
cuando captó la punta de una capa azul desapareciendo en un callejón cercano. A veces
jugaba con los hombres contratados por su padre; se ocultaba en un callejón o salía de
alguna taberna por la puerta trasera para darles esquinazo. Pero después de sus últimas
experiencias, esa noche no le importaba tener unos cuantos guardias cubriéndole las
espaldas.
—¡Me voy al teatro! —gritó Tal haciendo bocina con las manos.
Uno de los hombres sacó la cabeza por una esquina. Se tocó el ala del sombrero con
una expresión compuesta a panes iguales de culpa y gratitud. Tal le devolvió la cortesía no
mirando hacia atrás en ningún momento.
El Teatro del Reino era una sencilla sala descubierta, con unos cuantos
encantamientos permanentes para protegerla de la lluvia y el frío. La señora Quickly había
invertido una fortuna en construir el edificio con esas comodidades, así que ninguno de los
actores objetaba su generosa parte en las ganancias de cada montaje. Incluso había pagado
un caro encantamiento que mantenía en silencio al público. Pero en vez de mejorar la
concentración de los actores, eso los hacía sentirse constantemente nerviosos por no
provocar suficientes risas, sollozos o, lo más importante, aplausos.
Tal sabía que la función de esa noche debía de estar a punto de acabar, así que fue
directamente a la entrada de actores. Tuvo que repetir tres veces la llamada de los
integrantes de la compañía antes de que se abriera la puerta, aparentemente por sí sola. Tal
vio el familiar caos de tramoyas y demás utillería teatral.
—¡Tal! —chilló una voz aguda a sus pies. Una pequeña criatura verde con brillantes
ojos felinos se le subió por el pecho y se le agarró afectuosamente.
El tasloi medía poco más de sesenta centímetros. Parecía incluso más bajo cuando
saltaba por el suelo o colgaba de las cuerdas de las tramoyas, con su fino cabello negro
ondeando tras él. A menudo, Lommy y Otter pasaban desapercibidos a los espectadores, ya
que solían merodear por las sombras del teatro.
—Lommy está muy contento —susurró el tasloi—. Lommy tenía miedo de que Tal
muerto, pero Otter dijo que Tal volvería.
—Tal contento de que Otter tuviera razón —contestó Tal sonriendo.
—¡Ssshhh! —advirtió una actriz que se hallaba cerca de una de las entradas al
escenario. Entonces la joven reconoció a Tal y le lanzó un amistoso saludo. Con Lommy
alegremente colgado del hombro, Tal se acercó a ella y ambos miraron a través de una
cortina las escenas finales de la obra.
Mallion Fary estaba haciendo el papel que Tal hubiera representado de no haber
desaparecido. Como el díscolo hijo de un rey usurpador, estaba a punto de hallar la muerte
a manos del príncipe legítimo, interpretado por Sivana Alasper, una mujer de una belleza
tan andrógina que a menudo hacía papeles de chicos. Esa confusión entre géneros era una
de las características distintivas de la compañía de la señora Quickly, y a menudo escribía
comedias basadas en ese viejo truco.
En su papel de héroe, Silvana se hallaba ante el objeto más preciado del atrezo de la
compañía, una espada larga, encantada para producir luz, llamas y una variedad de
emocionantes sonidos en respuesta a una orden. Muy conveniente para las actuaciones.
Mientras Tal la observaba, Silvana cogió el arma y dijo una frase con la orden hábilmente
disimulada. La espada brilló con una luz azul, demostrando de esa manera el derecho al
trono del joven héroe.
Tal había colaborado en la creación de esa escena unos meses antes, encantado con
la idea de interpretar al príncipe oscuro. Trató de no sentir celos cuando Mallion saltó al
ataque con la ayuda de un muelle oculto detrás de unas piedras de cartón. El delgado actor
voló grácilmente por encima de su oponente, y cayó a su espalda para atacar.
La lucha se apartaba del guión que conocía Tal en un par de momentos, en general
para aprovechar mejor el menor tamaño de Mallion. Tal se disgustó un poco al ver que la
escena de la muerte había cambiado y que ahora intervenía una de las cuatro trampas
ocultas que tenía el escenario. Pensaba que Quickly empleaba excesivamente esos trucos,
pero tenía que admitir que el público disfrutaba viendo cómo los Nueve Infiernos se
tragaban al derrotado pretendiente cuando el príncipe triunfante le asestaba el golpe mortal.
Cuando los aplausos se apagaron y los actores salieron del escenario, Tal se
convirtió en el centro de atención. Todos los actores de la compañía estaban asombrados de
verlo en carne y hueso. Tal estaba medio mareado de tanto beso, abrazos y toqueteos
amistosos.
—No creas que esto significa que vas a recuperar tu papel —le advirtió Mallion.
—¿Cómo podría superar tu actuación? —repuso Tal—. Pero la próxima vez me toca
a mí usar la espada.
—Primero me la tendrás que arrebatar —afirmó Silvana, e hizo una floritura con el
arma antes de saltar para cogerse a una barra de una jaula de acero que colgaba detrás del
escenario. La compañía aún no le había encontrado ningún uso a aquel enorme objeto
metálico que la señora Quickly había comprado para El prisionero real en la pasada
primavera.
Tal sonrió ante el desafío y fue hacia ella, pero antes de que hubiera dado dos pasos,
unos poderosos brazos le rodearon la cintura y lo alzaron en el aire.
—¡Hijo mío! —exclamó una voz ronca. La señora Quickly lo dejó en el suelo justo
el tiempo suficiente para besarlo en la boca. Como de costumbre, el aliento le olía a ajo y a
tabaco de pipa.
Quickly era una mujer grande, de casi dos metros de altura y fuertes músculos. Era
la única de la compañía que podría haber levantado a Tal del suelo, y cuando lo sujetó con
los brazos estirados para echarle una ojeada, Tal no tuvo muy claro que alguna vez pudiera
soltarse de sus fuertes manos.
—No tienes tan mal aspecto —comentó—. Tan sabroso como siempre —añadió con
un guiño pícaro, que mostró una considerable separación que se le abría entre los dos
incisivos superiores. Tenía unos rasgos grandes, casi cómicos, incluso sin el llamativo
maquillaje que llevaba tanto en el escenario como fuera de él. Nadie osaba aventurar su
edad, aunque teniendo en cuenta las miles de historias que contaba de sus cinco difuntos
maridos, debía de tener como cien años.
El largo viaje y los muchos encuentros desde su regreso finalmente pudieron con Tal
poco después de oscurecer. Con cierta dificultad, consiguió escaparse de sus amigos con la
promesa de que pronto regresaría.
Su casa no estaba lejos del teatro, así que fue caminando. Llegó antes de darse
cuenta de que se había olvidado de avisar a los guardias de su padre. Sin que se le escapara
la ironía, esperaba no haberlos perdido por accidente.
También había olvidado pedirle a Eckart otra llave de la puerta principal, así que fue
de nuevo a la entrada del sótano. Mientras bajaba la escalera, golpeó algo con la bota, y se
oyó un ruido como de cerámica cayendo. Se inclinó y recogió el objeto. Un cuenco de la
cocina.
—¡Maldita sea! —siseó Tal. Se tocó la mejilla y la notó húmeda. Su cariño por los
gatos del vecindario disminuía día a día.
—¡Toma eso, canalla! —gritó Tal. Su espada era una rápida sombra contra la
debilitada barrera de aquellas paradas defensivas. Entre los rápidos golpes de las hojas,
podía oír la respiración trabajosa de su oponente. Tal aún no había ni empezado a sudar, a
pesar de haber pasado la noche entre pesadillas—. ¿Ya tienes bastante?
Agarró la espada con las dos manos, y lanzó una serie de duros golpes hacia el
cuello y la cabeza. Carecían de estilo, pero su mayor fuerza consiguió hacer bajar el arma
de su oponente. Cuando Tal vio que había obligado al hombre a bajar la guardia, lanzó un
tajo hacia la izquierda. Como esperaba, su oponente abrió demasiado su defensa.
En vez de atacar hacia la descubierta derecha, Tal giró agachado y le lanzó una
patada a las piernas. Su ingenioso oponente convirtió su parada en una estocada directa
hacia la cadera de Tal. Un espadachín más rápido podría haber tenido éxito. Pero este cayó
estrepitosamente al suelo. Antes de que pudiera moverse, ya tenía la hoja de Tal en el
cuello.
—¡Me rindo! —gritó el hombre caído. Y tiró su espada, que resonó contra el suelo.
—Deberías haber saltado —le aconsejó Tal. Se quitó la careta con una sola mano y
lo dejó en el suelo—. Eso hubiera quedado muy bien.
Tal le ofreció a Chaney la mano que tenía libre y lo ayudó a levantarse del suelo.
—Soy un espada sobrio, como mínimo —replicó Tal—. Me vencerás cuando hayas
tenido unos cuantos días más para recuperarte del alcohol.
—No lo permitan los dioses —exclamó Chaney. Incluso entre la familia Foxmantle,
notoriamente hedonista, se le conocía por sus excesos. Incluso en las raras ocasiones en que
estaba momentáneamente sobrio, Chaney no podía superara Tal con la espada. Chaney era
sin duda el peor de los treinta y dos estudiantes del maestro Ferrick.
Tal empleaba esos combates con su amigo a fin de idear maniobras para las escenas
de lucha del teatro. Por lo general, eso suponía recibir un buen golpe o dos de la espada de
madera con la que practicaban mientras Tal probaba algún ataque tonto pero espectacular.
—Necesito una botella o dos para matar el dolor de esta resaca —añadió Chaney,
tratando de quitarse la careta—. Espero…
Uno de ellos avanzó muy seguro de sí mientras continuaba con su burlón aplauso.
Era estrecho de caderas y ancho de hombros, con un largo cabello rubio sujeto con
prendedores de marfil, a juego con los ribetes de su jubón color borgoña. Lucía un elegante
bigotito sobre la fina línea roja que tenía por boca. Alale Soargyl se consideraba el mejor
espada de la escuela del maestro Ferrick.
—Bravo —dijo Alale—. Intentaré recordar esa inspirada maniobra. Sin duda me
será de utilidad cuando me enfrente cara a cara con un marinero bien borracho.
—Dudo que nunca haya estado de cara con los marineros borrachos que se ha
encontrado —comentó Chaney en un susurro demasiado alto. Tal no pudo reprimir una
sonrisa.
Tal notó que se le erizaba el vello de la nuca. No era la primera vez que Chaney
había insultado a Alale de ese modo, pero seguía causando efecto. Siempre, desde que se
hicieron amigos, sus compañeros habían considerado a Chaney como poco más que el
secuaz de Tal. Chaney procedía de una rama de los Foxmantle con mala reputación y casi
arruinada. No se paraba de murmurar que buscaba la amistad de Tal para mejorar su
situación social.
Chaney no era de los que dejaban pasar una pulla, así que abrió la boca para replicar,
pero Tal lo interrumpió.
El bigotín de Alale aleteó. Tal no podría haber dicho si de irritación o de placer. Tal
era un luchador mucho mejor que Chaney, y también lo suficientemente corpulento para no
temer los rumores de que Alale pagaba a estibadores para que sacudieran a aquellos que lo
superaban en las prácticas.
—Muy bien —repuso Alale después unos momentos—. Supongo que uno debe
cuidar de sus animalitos de compañía.
Tal sonrió por dentro. Consideraba a Alale un mal espadachín y confiaba en ganar.
Le preocupaba más Chaney. Esperaba no haber herido su orgullo al intervenir. Se volvió
para verla expresión de su amigo, pero Chaney seguía con los ojos clavados en Alale
mientas este se desanudaba el jubón.
Tal miró al hombre que había entrado con Alale. Era Radu Malveen, el segundo hijo
de una de las familias mercantes menores de Sélgont. Radu era casi tan alto como Tal, y
tenía el cabello igual de negro. Ahí acababa el parecido, porque mientras que Tal era recio,
Radu era delgado como una cuerda. Sus negros ojos eran fríos como los de una serpiente, y
Tal sabía por experiencia que era tan rápido como esa serpiente. Estaba convencido de que
Radu era el mejor espada de toda la escuela.
Radu le devolvió la mirada a Tal, pero no dijo nada. Había acabado de abrocharse el
peto acolchado y apoyó un talón sobre la barra de ejercicios. Se dobló con la misma gracia
que un cisne, y se tocó la espinilla con la frente.
—Ten cuidado —dijo Chaney—. Si le das una buena paliza tendrás que andar
vigilando todo un mes.
—Ese será tu trabajo —replicó Tal—. Lo que significa que tendrás que dejar de
beber los caldos locales durante un tiempo.
Alale anunció que estaba listo con un imperioso resoplido. Se colocó en medio del
círculo central de prácticas, de color negro. Este estaba rodeado por un círculo verde de
más tamaño, inscrito a su vez en uno rojo. El círculo negro central representaba el
equilibrio, el espacio ideal para mantener una oposición igualada.
Tal se colocó frente a Alale y miró a su oponente a los ojos, como siempre insistía el
maestro Ferrick. Se pusieron las caretas protectoras. Sin mediar palabra, los dos
espadachines se saludaron. Alale hizo una delicada floritura tezhyriana al final. El gesto
pareció torpe y ridículo con una espada de madera.
—Ten cuidado, Tal —avisó Chaney—. Pretende hacerte cosquillas hasta que te
rindas.
Alale no apartó la mirada de Tal, pero frunció el ceño al oír la broma. Tal sonrió de
medio lado. Le encantaba la esgrima, y tenía toda la intención de hacer unas cuantas
cosquillas por su parte.
—Al centro… —dijo Chaney—. ¡Atacad!
—Uno —dijo Tal mientras regresaba a su posición en el centro del círculo. Casi
pudo ver el brillo rojo de las mejillas de Alale bajo la rejilla de la careta.
—Uno —concedió Alale secamente. Sonaba como si quisiera quejarse del innoble
ataque, pero sabía que era completamente aceptable. Debería haber tenido más cuidado.
Esta vez, Alale comenzó con un ataque cauto. Primero exploró la guardia exterior de
Tal, siempre alerta por si este lanzaba una respuesta. Al principio, Tal no contraatacó, y
esperó la oportunidad de lanzarle algún golpe especialmente humillante en vez de ir directo
a por una estocada.
Las fintas de Alale eran buenas, y pronto le lanzó un golpe de filo seguido de una
estocada. El primero casi logró su objetivo, y Tal se dio cuenta de que quedarse a la
defensiva iba a ser más difícil de lo que se había esperado.
Sin embargo, antes de que pudiera cambiar de táctica, Tal se retrasó una fracción de
segundo al defender un golpe con el filo y notó un agudo dolor en el muslo.
Pero en vez de eso, Tal casi se dislocó el brazo mientras Alale le alcanzaba en el
hombro con una estocada.
—Supongo que este tipo de cosas le agrada a la chusma de los teatros —observó
Alale burlón.
Normalmente, Tal era inmune a ese tipo de pullas, pero sintió que se le enrojecían
las mejillas. Había sido un ataque estúpido, pero podría convertirlo en algo bueno para la
próxima función. Si lo hubiera alcanzado, ¡cómo se habría puesto Alale!
Mientras se ponía en posición para el asalto final, Tal se fijó en que Radu Malveen
estaba a unos pasos del círculo de lucha. Incluso cuando volvió a mirar a Alale, Tal notó la
intensa mirada de Radu en la espalda.
—¡… atacad!
Tal se dio cuenta de que había perdido la concentración casi demasiado tarde para
parar la rápida estocada de Alale. ¿Se había movido Alale antes de tiempo? Tal se volvió de
lado para esquivarlo, luego alzó rápidamente la espada para bloquear un rápido tajo, por
suerte débil, que le lanzó Alale mientras volvía a su posición. Antes de que Tal pudiera
recuperarse, Alale le dio una patada en un lado de la rodilla avanzada, que lanzó a Tal hacia
la derecha y le dejó todo el flanco izquierdo al descubierto.
Sin prestar atención al dolor en la rodilla, Tal se tiró hacia la derecha y rodó para
esquivar el ataque. Alale lo siguió, y por tres veces se oyó el resonante golpe de la espada
contra el suelo casi rozando la careta de Tal antes de que este se volviera a poner en pie y
asumiera una posición de guardia baja. Tal temió haberse salido de los límites del círculo,
pero no oyó decir nada a Radu o a Chaney.
Sin mirar abajo, Tal supo que se hallaba justo en la línea roja externa. Si daba un
paso atrás, el punto sería para Alale, que en ese momento lanzaba un furioso ataque
pensado para hacer retroceder a Tal. Pero Tal estaba decidido a no moverse.
Mientras dejaba al lado su vergüenza por haberse colocado en una posición tan
expuesta. Tal notó que una extraña calma lo envolvía.
La hoja de Tal se movió con mayor rapidez, al tiempo que su corazón se calmaba.
Dejó de notar el arma en sus manos, y sus brazos pasaron a ser más un recuerdo que una
presencia tangible. La hoja ya no era su defensa consciente. Se había convertido en el
espejo del arma de Alale, y se movía donde lo hacía la otra, no por voluntad sino
simplemente porque era lo que debía hacer.
Tal movió los hombros con tanta suavidad como si se estuviera poniendo una capa y
se apartó de Alale, mientras, a este, su propio impulso lo sacaba del círculo.
Tal parpadeó como si saliera de un trance. Luego sonrió satisfecho y fue hacia
Chaney.
Chaney no tuvo tiempo de gritar, pero la expresión de su rostro fue suficiente aviso.
Tal se agachó y se volvió hacia la derecha, justo a tiempo de ver la espada de Alale
describir un arco justo donde su desprotegida cabeza había estado un segundo antes.
Sin dar tiempo a Alale a recuperarse, Tal le agarró la muñeca y se la apretó con
fuerza.
Alale tenía el rostro blanco de odio. Tal vio cómo los ojos se le llenaban de lágrimas
contenidas mientras él le apretaba con más fuerza la muñeca, y notó cómo le crujían los
huesos antes de que Alale lanzara un grito ahogado. La espada de madera repiqueteó contra
el suelo.
Tal lanzó un gruñido. Ese sonido inhumano dejó parado a Alale. Durante unos largos
segundos se quedó mirando a Tal con los ojos cargados de terror.
El instante pasó, y Alale torció los labios en una breve y fea mueca de desprecio.
Pero no dijo nada mientras volvía junto a Radu Malveen.
Radu miró al asustado joven con la expresión de alguien que se ha dado cuenta de
que está junto a montón de estiércol. Movió las aletas de su nariz muy ligeramente y se
alejó grácilmente, dando la espalda a Alale.
—Mis disculpas por interferir en sus prácticas, señor Malveen —dijo Tal.
—Quizá pueda compensarle por dejarlo sin oponente. ¿Practicamos juntos mañana?
—No.
—Ya está bien, Chaney —repuso Tal—. Vamos a ver quién anda por El Guantelete
Verde.
—No, no está bien —insistió Chaney—. ¿Qué pasa con Tal, Malveen? Es el doble
de bueno que Alale, y tú sueles practicar con él, ¿no?
En vez de soltar un par de tortazos a Chaney, como era lo normal entre los de su
círculo de amistades, Radu se limitó a asentir con la cabeza, como si aceptara lo que
Chaney le decía.
Chaney meneó la cabeza como si acabara de marcarse un punto, sin hacer caso del
«mecánico».
—Me enfrentaré a ti en el círculo —contestó Radu dirigiendo sus opacos ojos hacia
Tal—, cuando comiences a tratarlo con respeto.
Chaney abrió la boca para replicar, pero Tal le hizo callar alzando la mano.
—Esto no es un ensayo teatral —prosiguió Radu. La mayoría de los jóvenes de la
posición de Tal no valoraban el teatro, pero Radu parecía despreciarlo especialmente.
—No lo entiendes —replicó Radu con frialdad—. Nunca deberías haber permitido
que Soargyl te tocara. Tus tonterías son una ofensa al círculo, a tu espada y a ti mismo.
Chaney resopló despectivo, pero Tal se fijó en que no soltaba ninguna pulla contra
Radu.
—No sabe de qué está hablando —dijo Chaney—. Eres uno de los mejores espadas
de Sélgont.
—No —repuso Tal—. No lo soy. —Las palabras de Radu lo habían afectado más de
lo que se esperaba—. Pero quizá debería serlo.
Se había tomado unas cuantas jarras de más durante la tarde, pero seguía lo
suficientemente alerta como para vigilar las sombras. La silueta que lo estaba siguiendo
desde hacía unas calles seguramente era uno de los hombres de su padre. Al menos, el tipo
hacía el esfuerzo de mantenerse fuera de su vista.
Durante todo el día, Tal y Chaney se habían contado cotilleos y habían cantado
canciones con los estibadores y las chicas del mercado en El Guantelete Verde. Cuando los
clientes ricos comenzaron a llegar, Tal y Chaney se fueron al menos elegante El Ciervo
Negro, donde compartieron bromas obscenas y flirtearon con las descaradas mujeres de esa
guarida de contrabandistas.
Chaney se largó con una atractiva sirvienta del palacio del Hulorn. Al igual que Tal,
Chaney prefería la compañía de las mujeres corrientes a la de las de la nobleza mercante.
Chaney las encontraba excitantes y peligrosas, mejor cuanto más desvergonzadas. A
diferencia de su amigo, Tal sólo las encontraba más accesibles, libres de las inevitables
pretensiones de las mujeres ricas.
Por desgracia, incluso las mujeres corrientes que se enteraban de la posición de Tal a
menudo se volvían ambiciosas. A la menor señal de una segunda intención en su interés, el
de Tal se evaporaba. Por lo tanto, sus experiencias era muchísimo menos apasionadas que
las de Chaney.
Eso le hizo enfadar, con nadie en particular. No le gustaba pensar que su atributo
más valorado era el accidente de su nacimiento.
Esos pensamientos amargos lo distrajeron de tal modo que se pasó de largo su casa.
Al volver, vio de refilón a una silueta encapuchada que lo observaba desde la esquina. El
rostro de una mujer enmarcado por un cabello castaño, con unos brillantes ojos, quizá
azules o verdes, fue todo lo que distinguió antes de que la mujer se metiera en un oscuro
callejón.
Corrió hasta donde la había visto. En el oscuro callejón sólo se veían destellos de los
hierros de los estrechos balcones y las retorcidas escaleras. Tal deseó que la luna se alzara e
iluminara esa oscuridad. La mujer podría esconderse en cualquier lugar entre esas tinieblas.
Tal abrió mucho los ojos, tratando de ver en la oscuridad y avanzó con cautela.
Pensó en llamar a la mujer. Pero ¿qué iba a decir?
Antes de que encontrara el rastro de esa misteriosa mujer, una luz se encendió en la
casa que le quedaba al lado. Una barriguda mujer salió al balcón del segundo piso con una
lámpara en la mano. Llevaba una bata chillona y bordada sobre el camisón.
—Soy yo, señora Dunnett —contestó Tal. Salió de las sombras y se colocó bajo el
tenue círculo de luz que proyectaba la lámpara.
—Me temo que no. —Por un instante, Tal se preguntó si la misteriosa mujer habría
matado al gato, pero no se le ocurrió ninguna razón para ello. Después del arañazo que el
cabroncete le había dado el día anterior, Tal no se hubiera conmovido por el prematuro
fallecimiento de Calabaza.
Dio las buenas noches a la señora Dunnett y entró en su casa para acostarse.
En sueños, Tal revivió el terror del Bosque del Arco, sólo que en esta ocasión la
bestia lo torturaba, pero sin darle el golpe de gracia.
Una luz grisácea se filtró por las cortinas del dormitorio de Tal, pero fue el ruido lo
que despertó al joven de su pesadilla. Tal se despertó con la cabeza lo suficientemente clara
como para darse cuenta de que alguien estaba golpeando en la puerta de su dormitorio. Y
también golpeaban la puerta de su armario, ¡desde dentro!
Tal comenzó a levantarse, pero se detuvo porque notó algo raro en la habitación. Las
cortinas brincaban ante la ventana abierta, y el viento le puso la piel de gallina, toda, pues
estaba desnudo. Era raro, porque nunca dormía sin ropa.
Tal levantó las piernas de la cama. Al ponerse en pie resbaló sobre algo pringoso que
había en el suelo y cayó de golpe.
Tal gritó, la voz que salía del armario gritó y Eckart gritó desde el pasillo. Tal fue el
primero en parar, y fue hacia la puerta del pasillo, resbalando un poco en el asqueroso
revoltijo. Encontró la puerta bloqueada por un pesado arcón que había sido arrastrado desde
los pies de la cama de Tal. Detrás del arcón, encajonado en una esquina, había otro cadáver,
o la mayor parte de uno, irreconocible por lo que le quedaba de rostro.
Tal volvió gritar. También el hombre del armario. Eckart todavía no había parado.
Tal se tragó la bilis que le subía por la garganta y apartó el arcón de la puerta para
que pudiera entrar Eckart. Su criado echó una mirada a Tal y comenzó a gritar otra vez,
pero Tal le tapó la boca con la mano. Sus brazos estaban cubiertos de sangre, también las
piernas, el pecho e incluso el rostro.
—Déjame pensar —dijo Tal, pero su cabeza ya había llegado a una horrible
conclusión. Por fin sabía qué había sido de su misterioso atacante en el Bosque del Arco. Ya
entendía por qué lo habían seguido por la ciudad—. Tráeme a Chaney —ordenó, y le apartó
la mano de la boca a Eckart—. No traigas a nadie más, lo digo en serio. No querrás ser tú
quien describa esto a mi padre, ¿verdad?
Eckart demostró tener algo de sangre en las venas, pues consiguió calmarse. Sacó un
pañuelo del chaleco y se limpió rápidamente la sangre que la mano de Tal le había dejado
en la boca.
—Cierto —convino Chaney—. En cuanto sepan quién eres, nunca tendrán bastante.
—A veces no estoy tan seguro —repuso Tal—. Pero en algún momento, mi padre
tendrá que enterarse. No tengo dinero para pagarme una cura. Incluso si lo tuviera, no hay
ni un solo sacerdote en Sélgont que, después, no se lo contara a mi padre.
—Pensaba que la cura sólo funcionaba antes de que hubieras… bueno, ya sabes,
cambiado.
—¡Acabo de matar a dos hombres! —replicó Tal—. El tercero aún sigue encerrado
en el armario de mi cuarto. ¿Cuánto más daño puedo causar?
—La anciana sabía que me había atacado un hombre lobo —repuso Tal—. Pero
¿estaba ella implicada en el plan? ¿O sólo estaba tratando de ayudarme?
—Tenía que estar metida en el ajo —dijo Chaney—. Sería demasiada coincidencia
que sólo te hubiera encontrado en el bosque.
—Lo importante es que te metamos en algún sitio seguro. Es una pena que el
armario ya esté ocupado.
—De todas formas, no sería suficiente —replicó Tal—. Hace falta una sólida celda.
Y si me escapo…
—Hace falta una espada encantada para matar a un hombre lobo —apuntó Chaney
—. Estarás a salvo mientras no te topes con un hechicero o con alguien con un arma
mágica.
—No saldrás —replicó Chaney—. Quiero decir, no saldrá. Ya has dicho que no
recuerdas nada de lo que pasó anoche. Eso prueba que no eras tú. Es… ya sabes. La cosa.
El lobo. Eso.
—Pero si eso se escapa —insistió Tal—, necesito confiar en que alguien se encargue
de eso. Necesito que estés ahí con la espada.
—Lo digo en serio, Chaney. Necesito que estés ahí esta noche, y necesito que me
prometas que me matarás si eso sale de la jaula.
Chaney suspiró.
—Allí estaré.
—¿Prometido?
—Prometido.
—¿Eres un qué?
—Un lican…
—No, no. Ya te he oído la primera vez —dijo Quickly. Se mordió la punta del pulgar
y se puso a dar vueltas delante de la gran jaula de acero—. ¿Crees que lo podríamos
incorporar a una obra? Claro, nos veremos limitados a hacer sólo unas cuantas
representaciones al mes…
—Ya sabes que sí, chaval. Puedo cancelar los pases de hoy y hacer correr el rumor
de que la mitad de la compañía tiene la fiebre del río. Eso hará que la otra mitad no meta las
narices por aquí esta noche. —Le dio un abrazo—. Superaremos esto, tú y yo solos.
—¡Y Lommy! —gritó una vocecita desde las oscuras vigas del techo. Tal alzó la
vista y se encontró con dos pares de ojillos amarillos que lo miraban—. ¡Y Otter!
—Chaney también está en esto —añadió—. Estará aquí antes de que caiga la noche.
Lo necesitaremos por si la jaula no aguanta.
—No puedes decirlo en serio, Tal. Tiene que haber otra forma.
—Prefiero morir que volver a matar. Incluso Alale no se merecía lo que recibió.
Imagínate si me despierto en el Palacio de las Tempestades mañana por la mañana.
—La jaula aguantará —afirmó Quickly, mientras agarraba uno de los barrotes y
tiraba de él. No se movió.
—Esperemos.
Chaney llegó una hora antes de que saliera la luna, anunciándole que se había
encargado del problema de la casa. También le aseguró que había hecho algo que
mantendría a Eckart callado durante un tiempo, pero se negó a decirle qué.
—Para adentro —dijo Quickly. Lommy y Otter habían bajado la jaula al suelo, y Tal
se metió en ella. Quickly cerró la puerta y dejó la llave sobre una mesa, bien lejos de la
jaula.
Quickly se echó a reír; pero Tal notaba la tensión en sus rostros. Pensó en los taslois,
que estaban allá arriba mirando.
—Pase lo que pase —gritó hacia el oscuro techo—, vosotros dos os quedáis ahí
arriba.
—Bien —dijo Chaney—. No pienso quedarme de pie todo el rato. —Buscó un par
de sillas para él y para Quickly, y luego se puso lo más cómodo que pudo en una de ellas.
—Vale, vale —contestó Chaney en un tono que convenció a Tal de que se había
olvidado de ella.
Nadie respondió.
—Va —dijo—, dejad de hacer el tonto. —El eco de su voz le hizo callarse, y vio a
dos personas subir las escaleras. No eran ni Chaney ni Quickly.
Los intrusos llevaban largas capas grises con la capucha hacia atrás, mostrando el
rostro. Inmediatamente, Tal notó el parecido de familia. Feena tenía la mandíbula decidida
y la nariz ligeramente respingona de su madre.
—¿Qué habéis hecho con mis amigos? —exigió saber Tal. Intentaba poner voz
intimidante, pero no consiguió que le saliera la de su padre.
—Están bien —le aseguró la anciana con la voz que Tal recordaba. Se volvió hacia
su hija e hizo un gesto señalando a Tal—. ¿La jaula te hace sentir más segura?
—Aún hay esperanza para ti, joven Uskevren —dijo la anciana—, pero sólo si tu fe
es firme.
Maleva asintió, luego hizo un gesto hacia la joven que tenía al lado.
—Ella es Feena, mi hija y acólita. Te sacamos de los matorrales del Bosque del Arco
y tratamos de curarte tu mal. Ahora te ofrecemos una última oportunidad de librarte de la
maldición de la bestia.
—Claro que hay un precio —afirmó Maleva. Sacó un vial de debajo de la capa. Un
líquido espeso y perlado brillaba en su interior. El líquido parecía ondear como una medusa
—. Esto es fuego lunar. Tuve que hacer un viaje para tener el privilegio de ofrecértelo.
Myritar, yo te seguí aquí, a Sélgont. Durante las dos últimas noches, no has matado a
nadie.
—Debes de haberte dormido —replicó Tal—. Esta mañana había dos cadáveres en
mi dormitorio.
De repente, se dio cuenta de lo fácil que hubiera sido mentir, pero algo en la extraña
mujer le hizo decir la verdad.
—No hemos sido las únicas que te han seguido —explicó Maleva—. Rusk mató a
los hombres que te vigilaban, y luego siguió tu pista hasta la casa.
La mujer asintió.
—Pocas veces sale del bosque —continuó Maleva—, pero algo le hizo…
Una risa áspera resonó entre las vigas. No era un sonido que Lommy pudiera haber
articulado.
Era un hombre enorme, mucho más que Tal. Su jubón de cuero estaba abierto y
dejaba ver un espeso vello gris sobre un pecho y unos brazos musculosos. Una bandana con
una garra estampada y unas cuentas le recogía los alborotados rizos. El bigote le colgaba
por ambos lados de la amplia boca, y una rizada barba corta le cubría las mejillas.
Se agachó gruñendo sobre Feena, que gimió y movió la cabeza, atontada. Rusk
clavó sus brillantes ojos azules en Tal y esbozó una sonrisa salvaje.
Con un destello, una hoja blanquiazul apareció en manos de Maleva. Sin hablar, alzó
el arma. Rusk se volvió rápidamente para mirarla y le lanzó una sola palabra:
—Detente.
Tal vio que a Maleva comenzaban a temblarle los brazos, pero su hoja conjurada
seguía inmóvil sobre su cabeza. Rusk se puso en pie. Sobrepasaba en mucho a la mujer.
—Tus poderes son débiles —afirmó y cerró el puño a sólo unos centímetros del
contorsionado rostro de la anciana—. La fuerza sólo se halla en el corazón de la Bestia.
Rusk le clavó un puñetazo a Maleva en el estómago con tanta fuerza que la alzó del
suelo. Maleva cayó pesadamente al suelo. Tal oyó el crujido de su cráneo contra el suelo de
madera.
—¡Déjala! —gritó desde dentro de la jaula. Una auténtica rabia dio fuerza a su voz,
convirtiéndola en un arma.
—Déjalas marchar —ordenó Tal. Se sentía impotente dentro de la jaula, pero no iba
a quedarse callado observando cómo Rusk asesinaba a las mujeres. Esperaba poder ganar el
tiempo suficiente para que Chaney se recuperara de lo que fuera que Maleva y Feena le
habían hecho.
—Oh, sí, las dejaré marchar —repuso Rusk ominosamente. Se volvió hacia Feena,
que estaba arrastrándose por el suelo, hacia Maleva. De nuevo rezó una oración a Malar, la
Bestia, dios de los cazadores. Y le dijo a Feena—: Coge a tu madre y huye.
Feena obedeció con tal rapidez que Tal supo que las palabras de Rusk estaban
cargadas con el poder de la Bestia. Feena arrastró a Maleva hacia la puerta trasera.
—Entonces, enséñame —replicó Tal, que trataba de ganar unos cuantos minutos
más. Sin embargo, si pasaban demasiados, la luna estaría sobre él. Esperaba ser mejor actor
de lo que pensaba, y rogó para que Rusk no fuera un público muy exigente.
Tal hizo una mueca al oír que lo llamaba así. No quería tener ninguna relación con
ese monstruo.
—Debes hacer algo mejor que matar a un miserable gato antes de poder unirte a la
gran caza —gruñó Rusk—. Esta es la última vez que te lo enseñaré.
—¿Y qué pasa con el fuego lunar? —preguntó Tal—. ¿No deberíamos cogerlo? La
anciana dijo que nos permitiría controlar a…
—Debería haberlo sabido. —Tal cerró el puño y endureció el rostro. Hizo una pausa
tan larga como se atrevió en busca del efecto dramático—. Nunca confié en ellas.
Tal apretó los dientes y pensó en todos los que intentaban controlarle la vida: su
madre, su padre, incluso Maleva y Feena. Puso la voz de su padre.
Tal hizo un gesto hacia la mesa, y Rusk encontró la llave. La metió en la cerradura
de la jaula, pero se detuvo.
Satisfecho, Rusk abrió la jaula. Tal pasó ante él y salió al escenario. Rusk lo siguió
de cerca, buscando cualquier señal de debilidad. Las lámparas del suelo proyectaban
inquietantes sombras sobre el rostro de los dos hombres.
Tal recorrió toda la longitud del escenario; su inquietud le hacía más fácil fingir
impaciencia y ansiedad. Al pasar por encima de una de las trampillas, se le comenzó a
formar un plan en la cabeza.
—La luna está saliendo —masculló Rusk—. ¿No la notas?
—¡Eso es! —lo animó Rusk—. Abre tu corazón. La Bestia te envía fuerza y valor.
Tal se quedó sobre la trampilla. No podía abrirla por sí solo. Miró hacia la galería y
buscó algún indicio de la presencia de Lommy y Otter.
—¡Ábrete, corazón! —gritó Tal—. ¡Abre tus abismos a la Bestia! —Esperó que los
taslois lo entendieran.
—Malar, la Bestia, Señor de la Caza, oye mis plegarias y concede tus bendiciones a
mi acólito. Danos…
—¡No! —gritó Rusk. Corrió hacia la trampilla, que se cerraba. Metió los dedos por
una rendija e impidió que se cerrara del todo—. ¡Estúpido! ¡Débil! ¡Te mataré!
Tal oyó cómo empezaba a crujir la madera. Rusk estaba machacando la trampilla.
Encontró lo que buscaba, y corrió hacia otra trampilla a través del oscuro cuarto del
material. Apretó una palanca y volvió a subir al escenario.
—¡Aquí estoy! —gritó Tal a la espalda de Rusk. Alzó la espada encantada y dijo las
palabras. Llamas ardientes surgieron por toda la hoja.
Rusk comenzó a salmodiar otro hechizo. Tal fue a traspasarlo con la espada antes de
que lo completara, pero vio su efecto antes de alcanzar a su enemigo. Los dedos de Rusk
comenzaron a crecer y engordar. Las uñas se alargaron en afilados cuchillos. La espada de
Tal resbaló sobre las terribles garras de Rusk. La vibración hizo que le dolieran los dientes.
En su prisa por alcanzarlo, Tal dejó demasiado abierta la guardia.
Rusk le lanzó un tajo de revés hacia el estómago, que desgarró la ropa y la piel de
Tal, y le hizo soltar un grito ahogado de dolor y cerrar la guardia.
El hombre bestia siguió atacando, lanzando furiosos zarpazos con ambas manazas.
Tal sintió un horrible desgarro en su abdomen mientras trataba de mantener la defensa, y
detenía golpes a derecha e izquierda, obligado a retroceder sobre el escenario. Incluso a
través del dolor, Tal notó otra punzante sensación. Se le erizaba el vello de todo el cuerpo y
le dolían las articulaciones. Estaba comenzando la transformación.
Rusk también lo notó, y se detuvo para aullarle al cielo. Tal sintió que un salvaje
grito también se le elevaba en el pecho, pero trató de contenerlo. Rusk bajó los ojos hacia
Tal. Se le acercó lentamente, saboreando el miedo que notaba en su presa.
Tal retrocedió hasta que se quedó sin espacio para recular. El dolor en su abdomen
se recrudeció. Por un instante se preguntó si viviría lo suficiente para morir con la
apariencia de un lobo. Una parte de él esperaba morir antes.
Una sonrisa enloquecida le partió el rostro. Ganara o perdiera, acabaría esa pelea a
su manera. Aferró la llameante espada con ambas manos y corrió hacia su enemigo.
Rusk se preparó para un ataque directo, y extendió antes sí las garras concedidas por
su dios, como un escudo de afiladas cuchillas. Tal saltó sobre el trampolín con ambos pies,
voló por encima de las garras de Rusk y dio una vuelta en el aire mientras describía un gran
arco con la espada.
Rusk se movió justo a tiempo de salvar la cabeza. La espada pasó rozando la mejilla
del hombre lobo y le atravesó la carne y el hueso del hombro.
Notaba que se le salían las entrañas por las heridas que le habían abierto las garras
de Rusk, pero ni siquiera tenía fuerza para sujetárselas. Alzó el rostro para ver venir la
muerte.
Y lo hizo justo a tiempo de ver caer el brazo de Rusk, seccionado del resto de su
cuerpo. El chorro de sangre era negro bajo la luz amarilla.
La segunda convalecencia de Tal fue mucho más dolorosa que la primera. Maleva y
Feena regresaron a tiempo de salvarle la vida, pero tenían que emplear todo el poder de
Selûne para sanarlo. Cuando volvieron a su casa de la ciudad al día siguiente, encontraron a
Chaney y Eckart a su lado.
Después de limpiarle las heridas, Maleva sacó el fuego lunar. Tal ya les había
contado a Chaney y Eckart la historia. El sirviente estaba sorprendentemente callado esa
mañana, aún enfadado por haber pasado toda la noche encerrado en un armario junto a la
ganzúa. Su fría mirada seguía a Chaney, que no se arrepentía en absoluto de su acción, allí
adonde este iba.
—Por fin —exclamó Chaney admirando el vial de fuego lunar—. Aquí está la
solución a todos tus problemas.
—No —dijo Tal—. No lo quiero.
—Pero, señor —dijo Eckart, rompiendo su silencio—, ¿cómo, si no, podéis acabar
con esta maldición?
—Hay muchas maneras de servir a Selúne —indicó Maleva—. Lo único que hace
falta es devoción.
—He estado pensando en eso —intervino Chaney—. Éramos más de una docena en
la partida de caza. Nadie vino tras de mí o tras ninguno delos otros que escapamos. ¿Por
qué ese interés en Tal?
—Es raro que Rusk te siguiera a la ciudad —concedió Maleva. Miró a Tal al rostro
como si lo viera por primera vez—. Tiene un interés especial en ti, Talbot Uskevren.
—Si dejas que la bestia te gobierne el corazón —le advirtió Feena con voz
enardecida—, habrá que destruirte.
Feena lanzó una larga mirada a Tal para reforzar las palabras de su madre, una
amenaza mezclada con otras emociones.
—Lo entiendo —repuso Tal. Sabía que Maleva y Feena se ocuparían de él sin
miramientos si se rendía ante el monstruo que Rusk había puesto en su interior—. Tengo
treinta días.
EL MAYORDOMO
Paul S. Kemp
Cale corrió por el callejón, se pegó al muro y lanzó una nerviosa mirada hacia atrás.
Nadie. Sólo la oscuridad y los adoquines. La carrera lo había dejado sin resuello, y los
pulmones le trabajaban como fuelles. Aspiró el hedor del callejón, un ácido tufo a orina y
vómito, y lo expulsó en forma de niebla helada.
«Tranquilo», se ordenó. Pero era más fácil pensarlo que hacerlo. Alguien lo estaba
siguiendo desde que salió del Palacio de las Tempestades. Pero ¿quién? ¿Y por qué?
Se deslizó pegado al muro hasta que llegó a un estrecho hueco entre los ladrillos,
lleno de basura. Se cubrió con las sombras y se concentró en frenar el ritmo de su corazón y
normalizar su respiración. Sabía que el vaho formado por su aliento revelaría su posición
con la misma seguridad que un grito. Por pura fuerza de voluntad, se calmó.
Con un suspiro tenso, llevó la mano a la daga de la funda que le colgaba del cinturón
y miró hacia atrás en la oscuridad. Nadie aún. Quizá había dado esquinazo…
De repente, una silueta se recortó contra la entrada del callejón; un cuerpo bajo y
fibroso enmarcado por la luz de un farol de la calle. Cale se quedó inmóvil y contuvo la
respiración. La silueta se movió indecisa durante un momento, como si estuviera olfateando
en busca de una trampa, luego comenzó a avanzar por el callejón. El susurro de una hoja al
deslizarse de su vaina se oyó con toda claridad. Aferró su propia daga en un puño sudoroso
y trató de hundirse aún más en las sombras.
La silueta fue recorriendo el callejón con una espada corta en la mano. Su inquieta
mirada pasó sobre el hueco donde Cale se escondía, pero sin detenerse. Las sombras le
ocultaban las facciones. De todas formas, Cale reconoció los ágiles movimientos y la forma
de empuñar la espada de un asesino profesional. Un viejo dicho que había aprendido en la
ciudad pirata de Puerta del Oeste le pasó por la cabeza: «Un asesino sabe reconocer a otro».
El hombre se detuvo a un par de palmos del hueco de Cale y miró hacia adelante.
Pareció satisfecho. Murmuró algo entre dientes y comenzó a adentrarse más en el callejón.
Con facilidad, Cale esquivó la aturdida estocada del asesino y le asestó otro
despiadado puñetazo, este en la nariz. El hueso se quebró como una cáscara de huevo, y la
sangre saltó del rostro del asesino en un chorro de color carmesí. Atontado, el asesino dejó
caer la espada y se desplomó en la calle con un gemido. En cuanto tocó el suelo, Cale le
puso la rodilla sobre el pecho y la daga al cuello.
Sin poder respirar a través de la destrozada nariz, el asesino resolló por una boca que
se le estaba llenando de mocos y sangre.
Ni tan de cerca, Cale sabía quién era, aunque conocía el rostro de casi todos los
profesionales de Sélgont.
—Claro. Claro. Ya que más me da, ¿no? —Trató de soltar una carcajada, pero se
atragantó con su propia sangre.
Cal asintió. Eso parecía cierto. Lanzar a un asesino contra los Uskevren era muy
propio de Pietro Malveen. Chapucero asqueroso. Cale apretó más la rodilla contra el pecho
del asesino.
Mantuvo la daga sobre el cuello del hombre mientras decidía qué hacer. No podía
entregar al asesino a los Cerros, la guardia de la ciudad de Sélgont. Demasiadas preguntas.
Pero tenía que llegar a El Ciervo en seguida. Riven estaría esperando. Quizá…
—¿Qué? —La voz del asesino subió una octava. Supo que había cometido un error
—. Eres el mayordomo, ¿no?
Cale miró al asustado hombre con ojos fríos. Aunque ya sabía lo que debía hacer, no
le resultaba agradable. Al parecer, el asesino se dio cuenta del peligro que corría y comenzó
a debatirse. Cale lo agarró como una tenaza.
Cale cubrió la boca del asesino con una fuerte mano y se le acercó más.
Cale limpió la daga en la capa del hombre y se levantó. No sentía placer por lo que
había hecho, pero tenía que hacerlo. Si hubiera permitido que el asesino hablara de sus
habilidades a los Malveen, alguien podría haber comenzado a sospechar, tal vez Radu
Malveen, o el idiota de Pietro. Cale no podía permitir eso.
Sin volver la vista atrás, Cale dejó el cadáver a su espalda y se dirigió a El Ciervo
Negro.
La chimenea estaba apagada; los carbones, fríos. Sólo la tenue luz de una lámpara de
aceite iluminaba El Ciervo Negro. Colgaba torcida detrás de la barra, y su mecha oscilante
lanzaba volutas de aceitoso humo negro que ascendía retorciéndose para mezclarse con el
humo de las pipas de los parroquianos. La débil llama bailoteante creaba un confuso
claroscuro de sombras que se revolvían inquietantes ante los muertos ojos y duros rostros
de la silenciosa clientela de El Ciervo. Parecían las almas perdidas que se decía que
vagaban en los Nueve Infiernos en busca de paz.
Cale se quedó un instante en la puerta de El Ciervo, azotado por el viento, e hizo una
mueca. Almas perdidas, sin duda.
Unos veinte clientes se sentaban apiñados en pares y tríos ante las grasientas mesas
de El Ciervo. Sus siseos resultaban indescifrables incluso para el agudo oído de Cale, pero
no costaba imaginar el contenido de las conversaciones. Hubo un tiempo en el que él había
participado en muchas de ellas: contrabando, sobornos, asesinatos…
Vio que Drasek Riven aún no había llegado. Irritado, Cale se fue hasta la barra y
cambió cuatro monedas de cobre por una jarra de cerveza. Se sentó en una mesa lejos de la
única entrada pública de El Ciervo, en un rincón desde donde veía toda la sala. El pestazo a
sudor, a cerveza derramada y a aceite de pescado de la lámpara le resultaba
desagradablemente familiar. Ese olor le recordaba al hombre que había sido, un hombre que
cometía actos oscuros amparado en la noche. Volvió a pensar en el cadáver del callejón, y
supo que el fantasma de ese hombre le atormentaría el alma. Aún cometía actos oscuros.
—Ya no eres ese hombre —se dijo como si estuviera recitando un conjuro—. Ya no
eres ese hombre…
El cadáver que había dejado en el callejón era una burla a esa afirmación, y él lo
sabía. No importaba que hubiera jugado a ser el leal sirviente de Thamalon Uskevren
durante los últimos nueve años. Seguía siendo un asesino. Lo demás, por muy bien que
hiciera su papel, era una farsa. Si Thazienne alguna vez se enterara de su engaño…
Las miradas que habían seguido nerviosas el trayecto del asesino hasta la barra se
apresuraron a retomar sus asuntos y no osaron alzarse. Drasek Riven olía a asesinato. Tenía
la reputación entre Los Cuchillos de la Noche de ser un hombre que disfrutaba al matar.
Nadie en El Ciervo se arriesgaba a encontrarse con su mirada. Excepto Cale.
Cale respondió a la dura mirada de Riven clavándole sus fríos ojos. Las pupilas del
asesino destellaron al reconocerlo, y avanzó con chulería hasta la mesa. Cale se lamió los
labios y notó el sabor salado del sudor. Riven le recordaba a un gato cazador: compacto,
poderoso y depredador.
«Cálmate», se ordenó.
Aunque era bastante más alto que Riven, Cale sabía que su habilidad con la espada
no era rival para los sables del temperamental asesino. Transformó su rostro en una máscara
sin emociones mientras Riven se sentaba en la silla frente a él.
Riven lo observó por encima del borde de su jarra mientras se tomaba un trago. Dejó
lentamente la jarra.
Cale no cedió terreno, aunque eso significara arriesgarse a notar su frío acero.
Apuntó con un dedo a la cara marcada de viruela del asesino.
—Pues que la próxima vez que me hagas esperar —masculló entre dientes—, me
marcho. ¿Entendido? Dejaremos que el Hombre Justo decida quién tiene razón.
Eso causó su efecto. Cale era el único rival de Riven cuando se trataba de aconsejar
al maestro de la cofradía. Mientras Cale instaba al Hombre Justo a la cautela y la paciencia,
Riven lo instaba a la violencia inmediata. La mayoría de las veces, los acontecimientos
habían demostrado que el consejo de Cale había sido el mejor. Riven no querría hacer que
el Hombre Justo tuviera que elegir entre los dos. Aún no.
Cale vio con satisfacción que la petulante mueca de desdén de Riven se convertía en
un ceño fruncido. Con los labios apretados, el asesino le lanzó una mirada amenazadora.
—No me aprietes mucho, Cale, o te destriparé como a un pez. El Hombre Justo
puede irse a la mierda.
Cale aún no quería ceder, así que se inclinó hacia adelante y miró fijamente el rostro
marcado de Riven. El asesino había perdido el ojo durante un trabajo hacía años, pero no
quería usar un parche. La cuenca vacía y desfigurada proporcionaba una ventana a un alma
igual de vacía y desfigurada.
—Aquí dentro empieza a apestar. A ver, ¿de qué va el asunto, chico de los recados?
Riven se puso en pie de un salto y sacó un sable de la vaina antes de que Cale
pudiera tocar su daga. De repente, Cale se encontró ante la punta del sable de Riven, y fue
apartando lentamente la mano de la empuñadura de la daga. El corazón le latía acelerado.
Riven lo miró durante un largo momento, moviendo el sable bajo la barbilla de Cale. Este
no dijo nada, sólo le clavó la mirada. Finalmente, el asesino enfundó el sable y volvió a
sentarse lentamente. Su acostumbrada mueca de desprecio regresó multiplicada por diez.
—Eres lento, Cale —se burló—. Muy lento. Eres como un perrito… mucho
ladridito… —Se inclinó hacia adelante y rechinó los dientes; su único ojo abrió un ardiente
agujero de odio en la conciencia de Cale—… pero no sabes morder. —Se echó hacia atrás
y se cruzó de brazos, satisfecho.
Aunque se moría de ganas de decir esas palabras en alto, Cale conservó la calma.
—¡Naglatha! ¿Desde cuándo trabajamos para una agente del reino de Zhay?
—Desde que empezaron a pagar en soles de platino —contestó Riven—. Ahora
cállate y escucha. —El asesino se inclinó hacia adelante y habló en un susurro. Su aliento
hizo que Cale sintiera náuseas—. Pronto, cierto tema va a estar ante el Hulorn, y Naglatha
desea verlo resuelto a favor de Zhay. El Hombre Justo le aseguró qué él se encargaría de
ello.
—¿Qué tema?
Cale vio inmediatamente hacia dónde iba la conversación. Negó con la cabeza y
habló apresuradamente, tratando de zanjar aquello.
—Ya le he dicho al Hombre Justo que no tengo nada sobre Thamalon Uskevren.
Estoy trabajando en ello, pero ese hombre está limpio.
—Eso dices tú —replicó Riven—. Pero llevas «trabajando en ello» hace años. El
Hombre Justo se está impacientando, y yo también. Nadie está tan limpio, Cale. Tu
incapacidad para encontrarle algún trapo sucio hace que uno se haga preguntas.
Cale se inclinó hacia adelante con los ojos entrecerrados. Ese comentario había dado
muy cerca de la diana.
—No me sorprende que sólo seas un lacayo. ¿No ves lo útil que es tener a un agente
de Los Cuchillos de la Noche en la casa de los Uskevren? Le he probado lo que valgo al
Hombre Justo cientos de veces, pero no puedo encontrar algo que no existe. Tendremos que
emplear a otro.
Riven se echó a reír, el sonido que profería era como una tos rasposa.
—Vas a organizar el secuestro del hijo menor. ¿Cómo se llama… Talbot? Mientras
tengamos al cabronzuelo, su padre hará exactamente lo que le digamos. Si no lo hace,
abriré en canal al pequeño Talbot y pasaremos al siguiente hijo.
—Raptar al chico no es buena idea Después, Thamalon se vengará. Todos los Cetros
de la ciudad caerán sobre la cofradía.
Los Cetros de Sélgont podían complicarles los negocios si un noble como Thamalon
los obligaba a entrar en acción. Cale negó con la cabeza.
—No, sin duda es una mala idea. Dile al Hombre Justo que no se puede hacer.
—No voy a decirle nada. —Riven escupió y golpeó la mesa con el puño—. Y tú
harás exactamente lo que se te dice. El Hombre Justo comprende los riesgos. Tú descubre
en qué momento el chico es más vulnerable y me dejas la información aquí, con Jelkins. —
Sacudió el pulgar hacia atrás para señalar al flacucho posadero—. Yo reuniré al equipo.
Tienes dos días.
—Mala idea —dijo Riven sin mirarlo—. Eso, Cale, sería una mala idea.
Cale captó el burlón desafío que había en las palabras del asesino. Sin decir nada,
dio media vuelta y salió de El Ciervo. Necesitaba pensar.
—Korvikoum.
Se solía traducir ese término como «el destino» o «el hado», pero Cale sabía que su
significado era un poco diferente, algo así como «la consecuencia inevitable de las
decisiones tomadas».
Respiró profundamente el frío aire invernal, notó el penetrante sabor a sal del viento
que soplaba desde la bahía de Sélgont y comenzó a caminar. Y a pensar. Tenía que
encontrar una solución.
Las cuidadas calles que atravesó apestaban a dinero. Tienda tras tienda se sucedían
en las amplias avenidas, e incluso las más sencillas mostraban al menos un colorido toldo y
pintura fresca en las persianas. Muchas tenían canalones labrados en piedra como desagües
para la lluvia o marcos tallados en madera exótica en los escaparates. Esculturas de las
criaturas más extrañas, centauros, quimeras e incluso sátiros, se encontraban en casi todas
las plazas, encargadas por el ridículo gobernador de la ciudad, el Hulorn. Cal consideraba
Sélgont ridícula. La ciudad se esforzaba mucho en parecer el centro de la sofisticación y la
nobleza, pero sólo conseguía igualar a una puta callejera con demasiadas pretensiones y un
exceso de maquillaje. La pátina de riqueza ocultaba una ciudad llena de nobles decadentes
y traicioneros, poco más que granujas bien educados. Excepto por su propio señor, claro.
Fue tejiendo un plan mientras caminaba, luego se volvió hacia el este y se dirigió
hacia los antros de juego que había a lo largo del muelle. Para que su plan tuviera éxito,
necesitaría ayuda. Y sólo podía confiar en una persona que no levantaba más de un metro
del suelo.
Buscó a Jak por tres garitos antes de localizar al mediano ante una partida de cartas
en La Sota Escarlata. A pesar de ser un establecimiento de mala nota con un bar mediocre,
desde hacía poco, La Sota se había vuelto popular entre la baja nobleza de Sélgont. El lugar
atraía a aburridos hijos segundones, ansiosos por jugarse las monedas de su familia, igual
que un traicionero vendedor de caramelos atraía a los niños. Sin embargo, esos nobles sólo
eran una parte de la clientela. En las salas de placer y en las mesas de juego se apiñaba de
todo, desde aventureros itinerantes y mercaderes más o menos honrados hasta delincuentes
declarados y proxenetas. En lugares como La Sota el auténtico carácter de Sélgont surgía a
la superficie. Las claras fronteras que en otros momentos separaban la jerarquía social,
daban paso a la hermandad universal del vicio.
Con su gorra de ante, su jubón azul y las botas altas sembianas, Jak era como la
miniatura de sí mismo. Sólo sus largas y puntiagudas patillas y los astutos ojos verdes
indicaban su madurez. Lo cierto era que el hombrecillo era tanto un sacerdote de
Brandobaris, el dios mediano de los ladrones, como un delincuente de lo más hábil.
También era el único amigo de Cale en Sélgont.
Pasados unos minutos, Jak vio a Cale. La expresión de alegre sorpresa del
hombrecillo se desvaneció en cuanto Cale le hizo una señal con la cabeza para indicarle que
tuviera cuidado. Jak volvió a prestar atención al juego y sólo de vez en cuando lanzaba una
cauta mirada hacia Cale.
Aunque Jak iba de por libre en el submundo de Sélgont, dominado por las bandas —
una situación que Cal consideraba comparable a nadar en un mar infestado de tiburones con
la única protección de un cuchillo de postre—. El hombrecillo conocía el lenguaje de
signos de la cofradía. Así que, mientras parecía que Jak tenía toda su atención puesta en el
juego, Cale, mediante disimulados gestos, le comunicó un mensaje: «Arriba. Número siete.
Urgente».
Jak asintió levemente mientras se reía de la broma de un noble, y Cale iba hacia
arriba. El mediano subiría en cuanto pudiera.
Cale no tuvo que esperar mucho. En menos de un cuarto de hora, la puerta de la sala
se abrió, y Jak entró con una gran sonrisa y la bolsa tintineante.
—Esto debe de ser muy importante si me interrumpes en medio de esta racha del
favor de Tymora —observó, invocando a la diosa de la fortuna—. ¿Qué pasa, Cale? ¿Ya he
vuelto a molestar al Hombre Justo? —A menudo, Jak interfería sin darse cuenta en las
operaciones de Los Cuchillos de la Noche. Que siguiera vivo demostraba que sí era cierto
que contaba con el favor de Tymora.
—No, no es nada de eso. —Cale dejó escapar un suspiro y se pasó la mano por la
cabeza—. Tengo un problema, Necesito ayuda.
Jak se puso serio. Se sentó en la silla frente a Cale y colocó sus pequeñas manos
sobre la mesa.
—Cuéntame.
—Los Cuchillos quieren que prepare el secuestro de Talbot Uskevren. —No era
necesario que explicara más. Jak sabía la posición de Cale en Los Cuchillos y que durante
los últimos años había estado protegiendo secretamente a los Uskevren del Hombre Justo,
en vez de contarle las debilidades de la familia.
—Eso es como la gota que colma el vaso, ¿no? ¡Feo, Cale! Hace años que te dije
que te salieras de Los Cuchillos de la Noche.
—Es más fácil decirlo que hacerlo. El Hombre Justo no me permitiría marcharme.
Valgo demasiado para él. Si lo intentara, o me mataría o le contaría mi pasado a Thamalon,
y… —Meneó la cabeza, reacio a expresar en voz alta lo que pensaba.
—Y eso sería el fin —acabó Jak por él. Los verdes ojos le destellaron con furia—.
¡El Hombre Justo! ¡Y una mierda! Es un asesino sacerdote de Mâskhara, ¡por los peludos
dedos del Embustero! —Tamborileó sobre la mesa con sus peludos dedos y miró
expectante a Cale—. ¿Qué vas a hacer?
—Voy a emboscar al equipo que vaya a raptarlo y matarlos a todos. Después le diré
al Hombre Justo que una banda rival nos tendió una emboscada y que sólo yo conseguí
escapar.
Cale se esperaba que Jak le dijera que estaba loco, pero asintió con la cabeza.
—Eso podría funcionar, suponiendo que nadie escape. ¿Quién dirige el equipo?
—Drasek Riven.
—Riven —masculló Jak—. Pues vaya. —Se recostó en la silla y se mesó la barbilla,
reflexionando. Cale esperó en silencio. Le estaba pidiendo mucho al hombrecillo.
Cale se sorprendió al ver que Jak sólo tardaba unos instantes en sonreír
siniestramente.
—Lo sé, pero en estas circunstancias… creo que debes saber a quién estás
ayudando.
Jak asintió. Puerta del Oeste se hallaba en la ruta comercial entre el Mar Interior y la
Costa de la Espada. Era una ciudad grande y rica, repleta de mercaderes y ladrones, piratas
y asesinos.
Jak se inclinó hacia adelante al oír esto, y sus ojos verdes brillaron de curiosidad.
—¿De qué?
—Recibí todo el entrenamiento habitual… —Vaciló al ver las cejas alzadas de Era
evidente que el mediano tenía cierta idea de lo que significaba el «entrenamiento habitual»
de Los Máscaras Nocturnas. Cale se apresuró a continuar—: Pero en seguida me pusieron a
trabajar juntando letras.
Jak se sorprendió.
—¿Tú? ¿Un hombre de letras? ¿Traducciones y cosas así? —Rio por lo bajo al ver
que Cale asentía—. Siempre he sabido que eras demasiado listo para tu propio bien, Cale.
¿Cuantos idiomas hablas?
—Nueve.
—¡Nueve!
Cale lanzó un suspiro de exasperación.
—Si paras de interrumpirme —le soltó—, quizá pueda contarte el resto antes de que
llegue el alba.
Jak fue a decir algo, pero se lo pensó mejor y cerró la boca. Volvió a hundirse en la
silla, enfurruñado.
Cale contuvo una sonrisa. El hombrecillo parecía un niño enfurruñado al que han
castigado de cara a la pared. Cale siguió hablando en voz baja y tensa:
—Durante muchos años hice lo que los cofrades hacían: robar, matar, intimidar. Me
cansé de todo eso, incluso de hacer de secretario con idiomas, así que comencé a desviar
dinero. Cuando la cosa se puso demasiado caliente, huí… aquí. —Hizo un gesto
abarcándolo todo y sonrió a Jak—. Ya sabes el resto.
—Sí, sé el resto de tu triste historia, mi calvo amigo. Es más o menos así: a pesar del
consejo de tu intrépido y valiente amigo mediano, Jak Fleet, te liaste estúpidamente con el
Hombre Justo y su banda de matones. Con la cofradía llena de incompetentes, subiste
rápidamente. Hasta que al final se te ocurrió ese enloquecido plan de colocar a miembros de
la cofradía en las casas nobles. —Lo miró con cara seria y los verdes ojos cargados de
inocencia—. ¿Hasta aquí voy bien?
Cale no pudo evitar sonreír. Jak hizo una mueca simpática y continuó:
—Por desgracia para ti, Thamalon comenzó a caerte bien, y su hija aún más. Los has
protegido durante años pasando información inofensiva al Hombre Justo. Oh, de vez en
cuando le tirabas algo jugoso que perjudicara a esta o aquella familia noble, pero nunca
nada que comprometiera seriamente a los Uskevren. Ahora tu plan se ha vuelto en tu contra
y peligra tu culo.
Cale asintió.
—Y…
—Muy bien. —Jak calló por un momento. Meneó la cabeza y se puso serio—. Te
has metido en un buen jardín, amigo mío. Demasiado jardín para un hombre solo. No sé
cómo has podido hacerlo.
—Nada de eso cambia nada, Cale —dijo Jak al cabo de un momento—. Sigo
estando contigo. —Lanzó una nube de humo aromático.
Cale asintió, emocionado, demasiado agradecido para expresarlo con palabras. Tenía
una oportunidad.
Cale sonrió.
Al filo de la medianoche, Cale regresó a las melancólicas torretas del Palacio de las
Tempestades y encontró la mansión a oscuras. Entró silenciosamente por una puerta de
servicio y subió por la escalera de caracol hasta su espartana habitación. Tenía que hablar
con Thamalon inmediatamente, así que se cambió y se puso su atuendo de mayordomo:
unos pantalones negros que no le caían bien, una camisa blanca con un lazo morado y
negro. Después, recorrió silenciosamente la gran casa quizá por última vez.
«Después de mañana por la noche —pensó con tristeza— quizá no pueda volver a
poner un pie aquí».
El plan para emboscar al equipo de Los Cuchillos de la Noche era muy arriesgado.
Jak y él iban a necesitar toda la suerte de Tymora para salir con vida.
Decirle la verdad a Thamalon acabaría con todo. El Viejo Búho no volvería a confiar
en él, y Thazienne nunca le perdonaría esa traición. Podía huir, claro, igual que había hecho
en Puerta del Oeste.
Pero en Puerta del Oeste no había tenido amigos, ni hogar, ni lealtades, nada que le
impidiera darle la espalda. Pero ahora tenía una familia, tenía un amigo, había gente a la
que quería.
«No voy a huir», decidió. Fortalecido, bajó en busca del señor Uskevren.
Cale se encogió por dentro. Años atrás, cuando había descubierto que la información
sobre lo que se cocía en los bajos mundos de Sélgont podía resultar útil a Thamalon, Cale
se había inventado un primo, un hombre de mala vida que se movía en los círculos más
oscuros y con el que Cale mantenía un reticente contacto. Aunque la información que Cale
le había ofrecido gracias a ese supuesto primo había demostrado ser útil a Thamalon en
múltiples ocasiones para desmantelar planes de las casas rivales, la mención de ese primo
sólo servía para recordarle a Cale que su vida era una mentira.
—Ha ido bien, señor. Ha dado un giro inesperado, pero todo va bien. O lo irá. El
asunto aún no ha finalizado, y debo pediros un favor.
—Claro. —Thamalon hizo un gesto hacia la silla acolchada que había al otro lado
del tablero—. Ven y siéntate, viejo amigo.
—Mi señor pretende hacerme caer en una trampa. Las blancas tienen jaque mate en
cuatro.
Thamalon rio con su profunda voz y alzó la copa en un brindis. Cale se sintió
complacido al ver que su señor se animaba.
—De ser cierto eso, viejo amigo, habría que concluir que Sélgont está lleno de
idiotas, porque me desafían constantemente. Sin tu ayuda… —Dejó la frase colgando y
bajó la cabeza fatigado. Cuando alzó los ojos, de nuevo mostraba una cansada sonrisa—.
Me voy por la tangente. ¿Has hablado de un favor?
Su pasado se le subió a la garganta, quería contarle toda su historia. Sería tan fácil…
Al oír eso, Thamalon se inclinó hacia adelante. Lo miró interesado y frunció las
espesas cejas, pensativo.
—Debe de ser un asunto serio para que te involucres así, Erevis. Quizá yo podría
ayudar.
—No, señor —repuso Cale en seguida, al mismo tiempo que su cariño por
Thamalon creía al escuchar esa oferta—. Debo hacerlo solo. No puedo arriesgar la
reputación de los Uskevren permitiendo que se relacionen los asuntos de mi primo con la
familia. Es algo que debe quedar entre él y yo.
—Hummm.
Cale vio algo en la mirada de Thamalon y supo que el Viejo Búho sospechaba que
esa historia era falsa. Pero su señor respetaba su intimidad y no preguntó más. Cale lo
apreció aún más por eso.
Cale se atragantó con el amargo regusto de sus mentiras. Inclinó la cabeza para
ocultar los ojos, que se le habían llenado de lágrimas.
Había dejado la puerta entreabierta, y una suave llamada le hizo alzar la cabeza.
Iluminada por la suave luz de la vela, la belleza de Thazienne lo dejó sin aliento.
Unos pantalones ajustados de cuero y un jubón de lazo remarcaban las delicadas curvas de
su figura. Llevaba el negro cabello muy corto, al estilo cormyreano, y le acentuaba sus
suaves rasgos y sus brillantes ojos verdes. De algún modo conseguía parecer ingenua a la
vez que muy segura de sí misma. Esa belleza, esa intrépida inocencia, atraía a Cale como
un imán al hierro.
—He oído que habías vuelto —dijo ella con una sonrisa picara—, y he visto que
tenías la puerta abierta… —Al ver el rostro de Cale, su sonrisa se trasformó en una
expresión preocupada—. Erevis, ¿qué pasa? —Se apresuró a cruzar la habitación y se sentó
en el brazo del sillón.
El ligero roce que Cale notó en el antebrazo hizo que la cabeza le diera vueltas. El
olor de Thazienne, una esencia de lavanda y rosas, lo embriagaba.
«No está a tu alcance, imbécil —se reprendió Cale—. Es diez años más joven y la
hija de tu señor. ¿Qué iba a hacer ella con un fraude y un mentiroso como tú?».
Sus protestas internas se derritieron bajo el calor que emanaba del cuerpo de ella.
Ella le lanzó una mirada que hubiera hecho que su madre se sintiera orgullosa.
—Sí, Thazienne. Algo ha ocurrido. Algo… terrible. Tengo que irme durante unos
días. Espero… espero volver pronto.
—No, no, no es nada de eso. —Él le rozó el brazo con los dedos para que ella se
volviera. Su piel era tan suave…—. No es nada de eso —repitió Cale, con la sensación de
la piel de Thazienne aún en los dedos—. Es un asunto personal.
—¿Personal? Entonces, dime qué es. Quizá pueda ayudarte. —Se levantó un poco el
jubón para mostrar la daga que llevaba en el cinturón, y Cale vio una excitante franja de su
piel—. Sabes que no soy novata en esos trabajos.
«Esos trabajos». Thazienne sabía que él se manejaba bien entre las sombras, pero
nada sobre su pasado. Él había disimulado sus verdaderas habilidades y las había explicado
como el resultado de una juventud difícil.
—No —aceptó él—, no eres una novata. —Le observó los ojos, buscándole el alma.
Ella le devolvió la mirada durante un instante, antes de apartarla tímidamente. A pesar de su
«temeridad», Cale estaba seguro de que tenía las manos limpias de sangre. Y quería que eso
siguiera siendo así—. Pero este es un trabajo diferente.
—¿Por qué?
Ella se sorprendió. Él nunca la llamaba Tazi, sólo «señorita Uskevren» si había gente
presente, o Thazienne si estaban solos.
Cale dejó caer la cabeza, frustrado, pero sin querer enfadarse. Esa podía ser la última
vez que la veía.
—Muy bien, Erevis Cale. Como tú quieras. —Dio media vuelta y empezó a dirigirse
a la puerta con fuertes pasos ofendidos. Pero estos se fueron haciendo más lentos mientras
cruzaba la sala, como si con cada uno se le fuera yendo el enfado que sentía. Al llegar a la
puerta, se detuvo, temblando, dando la espalda a Cale.
—Ten mucho cuidado, Erevis —dijo sin volverse—. Sea lo que sea, ten mucho
cuidado. Te ocuparás de eso igual que te ocupas de todo, ¿vale? Y luego… vuelve.
Cale notó las lágrimas en la voz de Thazienne, pero antes de que pudiera decir algo,
ella cerró la puerta y corrió por el pasillo.
«Esta noche —decía la carta—. Hora décima. Plaza Drover. Guardia mínima».
Una carta sencilla con un mensaje que sólo tendría sentido para Riven pero que, al
entregarla, cambiaría la vida de Cale. O le pondría fin. Esa carta pondría las cosas en
marcha, y haría que su elección fuera irrevocable.
«Todas las elecciones son irrevocables —se dijo—. Por eso te encuentras ahora en
este lío».
Había realizado la mayoría de los preparativos necesarios antes del alba, mientras
los Uskevren aún dormían. Había pensado que lo mejor era actuar de prisa, así Riven no
tendría mucho tiempo para formar su equipo. Sin dar ninguna explicación, había informado
al servicio de su inminente ausencia y había puesto en orden los asuntos domésticos. Había
preparado personalmente el carruaje y lo había cargado con un arcón cerrado con llave, que
había cogido de su cuarto.
Como un ataúd con un cadáver largo tiempo muerto, ese baúl contenía los restos de
su vida pasada: un peto de cuero encantado que había arrebatado al cadáver de un rival,
Selbrin Del, en un muelle de Puerta del Oeste; las hojas, aún afiladas, con las que hacía su
trabajo, y el letal collar mágico y la poción sanadora que le había dado Amaunt Corellin, un
mago agradecido. Había esperado dejar ese baúl cerrado para siempre, pero las
circunstancias lo habían hecho imposible. El antiguo Cale debía resucitar.
Con una sonrisa carente de alegría, se levantó del escritorio de nogal y fue hasta el
mensajero de uniforme naranja que esperaba en la puerta.
—Bien. Entrégalo en mano al posadero. Se llama Jelkins. Dile que es para Riven.
¿Lo entiendes?
Cale sacó una brillante moneda de oro del bolsillo de su chaleco y se la puso en la
mano al mensajero. El chico ahogó un grito sorprendido; los mensajeros sólo solían recibir
una moneda de plata.
Cale se movía por la oscuridad como un fantasma. Mientras escrutaba las sombrías
calles del distrito de los almacenes, con una espada y unas dagas colgando del cinturón, se
sintió sorprendente y horriblemente normal. Aunque solía reprimir su lado oscuro, esa
noche se permitió darle rienda suelta. Si quería tener éxito, necesitaría al antiguo Cale: Cale
el asesino y el ladrón, no el mayordomo renacido. Sólo confiaba en poder volver a separar a
los dos una vez que acabara la noche.
«Tranquilízate —se ordenó—. No hay nadie porque a los guardias que no se han ido
por el frío, Riven les ha pagado para que se esfumen. Lo habitual cuando Los Cuchillos de
la Noche van a dar un golpe».
Aun así, Cale no había sobrevivido durante años en el submundo de Puerta del Oeste
y Sélgont siendo un incauto. Observó en silencio el camino hacia la plaza durante un rato
más, preocupado. Nadie. Su agudo oído no captó ningún sonido. Incluso el constante
murmullo de los carros por la calle Rauncel se lo tragaba el aullido del viento. Finalmente
satisfecho, avanzó sigilosamente entre las sombras hacia un almacén de tres pisos, que era
su primer objetivo.
Tenía poco más de un cuarto de hora para hacer su trabajo; un estrecho margen.
Cuando las campanas de Templo del Canto dieran la décima hora, un disfrazado Jak
avanzaría con el carruaje desde el oeste, y entonces, se abrirían los Nueve Infiernos.
Cale sabía qué esperar de un equipo de Los Cuchillos de la Noche. Como en su carta
a Riven había especificado sólo una pequeña guardia, no se esperaba más de doce hombres.
El Hombre justo no podía dedicar más; después de todo, la cofradía sólo contaba con treinta
o cuarenta elementos en total. Seis o siete hombres del equipo de Riven se apostarían en la
plaza, con redes y lanzas cortas. Otros cuatro o seis tiradores estarían en los tejados, pensó
tristemente, mientras se apretaba contra la parte trasera del almacén y miraba su alta
fachada. Para proteger al equipo si algo iba mal.
«Este eres realmente tú —le susurró una voz interior. Como era una idea incómoda
se apresuró a añadir—: Al menos por esta noche».
Pasó la mano por la pared. Los ladrillos eran irregulares, gastados por el tiempo,
agrietados. Los podía escalar fácilmente, incluso con los guantes de cuero. Inició el
ascenso.
En unos minutos había escalado los doce metros hasta el tejado. Seguía sin oír nada,
y seguía sin ver a nadie en la calle. Lentamente, miró hacia adelante, procurando mantener
la boca tras el reborde del tejado para que su aliento helado no revelara su presencia.
Los vio a poco más de cuatro metros, en el lado opuesto del tejado; dos asesinos con
hondas se recortaban contra la pálida luz de Selûne. Estaban mirando hacia la plaza, de
espaldas a Cale, con las capas ondeando al viento. Sin hacer el menor ruido, Cale pasó por
encima del pretil del tejado y se agachó. Aquellos dos ni se movieron. Lentamente, fue
sacando la espada de la lubricada vaina, sin apartar los ojos de los asesinos. Estos siguieron
sin moverse. Cale se permitió una fría sonrisa de satisfacción.
Debía acercarse sin cometer el menor fallo. Excepto por un gran barril para recoger
el agua de lluvia y algunas cajas desechadas, el tejado no ofrecía ninguna protección. Sin
vacilar, avanzó, evitando que le alcanzara la luz de la luna. Cuando estaba a cinco pasos,
cerró los ojos durante un instante, reunió valor y se lanzó hacia adelante.
Antes de dar tres pasos, resbaló en un charco. Los pies se le fueron hacia arriba y
cayó de espaldas sobre el tejado.
—¡Ayyy! —El impacto lo dejó sin aliento. Jadeando, trató de levantarse y empuñar
la espada, convencido de que los asesinos estarían corriendo hacia él, convencido de que
sólo le quedaban unos segundos de vida.
No ocurrió nada.
—Feo… —masculló.
Las campanas de la Casa del Canto comenzaron a dar la décima hora. Jak estaría
llegando.
Una terrible idea fue tomando forma en su cabeza. Corrió hasta el borde este del
tejado y miró al almacén que se hallaba al otro lado del callejón. No pudo ver nada en
medio de la oscuridad. Sin vacilar, saltó el vacío de dos metros y aterrizó sobre el otro
tejado. Se puso en pie, olvidándose de la cautela, y corrió hasta el extremo que daba a la
plaza. Otros dos cadáveres yacían en un charco de sangre, con las hondas a los pies.
Las campanas dejaron de sonar, y el repentino silencio fue como un mal presagio.
La plaza aún seguía desierta.
Jak hizo avanzar los caballos a un trote constante. El carruaje botaba sobre la amplia
calle como una piedra lanzada sobre el agua, pero el mediano pensaba que era mejor
acercarse a la plaza Drover con algo de velocidad.
Cale era la única persona por la que habría hecho ese trabajo. Aunque a menudo
corría riesgos increíbles por su dios, Jak prefería las apuestas calculadas que los saltos al
vacío. El propio Maestro del Sigilo podía acabar en el infinito infierno de Baator por un
simple capricho, pero Jak sólo lo haría después de una larga deliberación y por una buena
causa. Una buena causa como un amigo con problemas. Quizá no era así como Brandobaris
hacía las cosas, pero…
—Tú eres un dios —murmuró Jak hacia el cielo mientras metía la mano bajo su
enorme capa y tocaba dos veces el símbolo sagrado que le colgaba del cinturón—. Y yo un
hombre. Tu margen de error es mayor. —Sonriendo, se apresuró a añadir—: Sin ofender,
claro.
Esa noche no era la más adecuada para ofender al Señor del Sigilo con una
impertinencia. Jak y Cale necesitarían toda la astucia del Embustero para salir indemnes de
aquel lío.
«Así que a mí me toca disfrazarme —pensó Jak— mientras Cale hace el trabajo de
verdad».
Una vez comprobado que tenía un aspecto suficientemente humano, giró hacia el
este y se dirigió hacia la plaza. El continuo tableteo de los cascos sobre los adoquines
resonaba en los muros. La calle salpicada de nieve se hallaba vacía. Hizo pasar a los
caballos bajo el arco que cubría la entrada oeste a la plaza Drover, frenó un poco al tiro y
dirigió el carruaje hacia el campo de batalla.
Si Cale había escogido aquella plaza —un sitio de manual para tender emboscadas
— con la intención de no levantar las sospechas de nadie, lo había hecho muy bien. La
plaza Drover ofrecía un campo de fuego sin igual. Era una amplia extensión de adoquines
bordeada por edificios: ideal para francotiradores. La plaza estaba salpicada de carros y de
montones de cajas desechadas: perfecto para esconder a la infantería. La luz de la luna
formaba un irregular manto de sombras. Jak se sentía totalmente expuesto. Los Cuchillos
podían hallarse en cualquier parte.
«No se arriesgarán con arcos —se convenció—. Quieren al chico vivo, y no querrán
que alguna flecha perdida los deje sin premio».
Aun así, el corazón le iba a toda velocidad. Mientras mascullaba una plegaria a
Brandobaris, condujo el carruaje por el centro de la plaza Drover.
Gritos salidos de todos lados ahogaron las advertencias de Cale; hombres armados
surgieron de los edificios que rodeaban la plaza y avanzaron hacia el carruaje con espadas y
ballestas preparadas.
—¡Por los peludos dedos del Embustero! —gruñó Jak, y luego dijo—: ¡Deben de
ser treinta o más!
Corrían hacia el carruaje desde todas partes, gritándole que se detuviera. Los
caballos se encabritaron y resoplaron nerviosos cuando los hombres comenzaron a cerrarse
sobre ellos.
Jak se quitó la enorme capa y murmuró una rápida plegaria al Señor del Sigilo. Al
instante, desapareció de la vista. Invisible, saltó del carruaje y fustigó a los ya nerviosos
caballos en el lomo.
—¡Jia!
Los caballos se desbocaron y se llevaron el carruaje botando tras ellos. Dos de los
emboscados trataron de detener el carruaje, y los asustados caballos los derribaron. Se oyó
el crujido de unos huesos bajo una lluvia de despiadados cascos. El resto de los hombres
corrió tras el carruaje, chillando a un inexistente cochero que se detuviera. Las ballestas
restallaron y los dardos se clavaron en la madera. Otro de los gritos monumentales de Cale
consiguió imponerse al estruendo.
—Esto se está poniendo feo —susurró Jak, y corrió hacia el almacén más cercano.
A toda prisa, Cale enganchó el garfio a una gárgola y dejó caer la cuerda por la
pared del edificio.
Sí, las cosas se estaban poniendo muy feas rápidamente. Jak iba a necesitar ayuda.
Esperaba que el hombrecillo hubiera oído su aviso.
«Deben de haber unos treinta hombres ahí abajo —pensó—, ¿quiénes son, por los
Nueve Infiernos?».
A medio camino echó una mirada hacia abajo, eligió otro grupo y lanzó una segunda
bola del collar. De nuevo surgió un fuego naranja, y de nuevo los hombres ardieron y
murieron. Las bolas de fuego atraerían a los guardias de la ciudad, Cale lo sabía, pero tenía
intención de haber desaparecido de allí antes de que llegaran. Cogería a Jak y saldría
zumbando.
Bajó hasta el ardiente caos de humo espeso, hombres gritando, carromatos ardiendo
y caballos encabritados. Nadie lo había visto aún. Saltó los últimos tres metros hasta el
suelo, se volvió y desenvainó la espada.
El asesino lo atacó con sus dos sables. Cale saltó hacia atrás como un gato, pero notó
que los sables de Riven le rasgaban la capa. Paró con dificultad uno de los tajos del asesino,
pero se llevó un corte superficial en el antebrazo. Una herida menor. Con una mueca
despectiva.
Riven retrocedió.
—¿Qué estás haciendo, Riven? Tú… —En ese momento se le hizo la luz. Riven
había sido quien había traicionado al Hombre Justo. Pero ¿por qué?, se preguntó Cale. ¿A
quién estaba sirviendo?
—Llevo mucho tiempo esperando este momento, Cale —masculló Riven—. Así que
te voy a ir despedazando lentamente. Un pequeño corte cada vez. —Ondeó los sables,
amenazador. Su único ojo refulgió con un destello maligno.
A la espalda de Riven, entre el humo y las llamas, Cale vio que los hombres que
perseguían el carruaje finalmente se habían hartado y habían abatido a los caballos. En un
momento abrirían la portezuela. El resto de los hombres, aún sin saber de dónde habían
salido las bolas de fuego, comenzó a reagruparse cautelosamente. Riven siguió recreándose.
—¿Cale el Listo no tiene nada que decir? Te ha comido la lengua el miedo, ¿eh? —
se regodeó el asesino—. Siempre he sabido que eras un cobarde.
Fue a atacar, pero los gritos de los hombres que habían abierto el carruaje lo hicieron
volverse y quedarse parado.
—¡Está vacío! —informaron desde el otro lado de la plaza—. ¡El carruaje está
vacío!
Riven se volvió hacia Cale. Su sonrisa de triunfo era ahora una mueca cargada de
odio.
Desesperado, Cale se liberó del sable, desvió la otra hoja de Riven con la espada y le
clavó una feroz patada en el pecho. El impacto dejó a Riven sin aliento y le hizo retroceder
unos pasos. Mientras la sangre y el sudor le cubrían los ojos, Cale aprovechó para beberse
la poción sanadora. La piel se le juntó rápida y dolorosamente. Al instante, las heridas de la
cabeza y el hombro dejaron de sangrar.
Detrás del asesino, Cale pudo ver a los otros hombres corriendo por la plaza, hacia
ellos. Se pasó la mano por la cara para limpiarse el resto de la sangre y decidió que no iba a
tener ningún miramiento.
«Nos iremos todos juntos —pensó mientras toqueteaba otra de las bolas del collar
—, hijos de putas».
—Hablas demasiado, Drasek Riven —le soltó Jak mientras pasaba sobre el cuerpo
caído del asesino. El mediano saltó ante Cale y lo obsequió con una gran sonrisa—.
Apuesto a que te alegras de verme, ¿eh? Vamos, dejemos…
—Voy a acabar esto —anunció Cale, y pasó ante Jak para ir junto a Riven, que se
retorcía en el suelo. La pequeña mano de Jak se cerró en su muñeca para detenerlo.
Cale dirigió la mirada hacia donde apuntaba el dedo de Jak y vio que el resto de los
emboscados se lanzaba contra ellos. La plaza, cubierta de llamas y humo, rebosaba de
hombres que gritaban. El dardo de una ballesta le zumbó junto al oído y se estrelló contra la
pared del almacén. Otro lo siguió, luego otro más. Jak tenía razón.
Sin decir más, Jak saltó y comenzó a escalar. Rápidamente, Cale se ató el extremo
de la cuerda a la cintura y lo siguió. A medio camino, lanzó una mirada hacia abajo y vio a
ocho o nueve ballesteros apuntándoles.
—¡Ballestas, Jak! —gritó al hombrecillo. Para ofrecer menos blanco, Cale se sujetó
a la cuerda sólo con las manos y dobló las piernas sobre el pecho. Las cuerdas de las
ballestas chasquearon, y una lluvia de flechas salpicó la pared a su alrededor. Dos de los
espinosos dardos le dieron en la espalda, pero rebotaron en la coraza encantada. Aun así, el
golpe fue suficiente para que casi soltara la cuerda. Miró hacia arriba y vio que Jak seguía
ileso. Brandobaris cuidaba a los suyos.
El mediano subió por la cuerda como una araña de cabeza roja, pero antes de que
pudieran ascender otro metro, el agudo oído de Cale captó la inconfundible entonación de
un hechizo.
«¡Mierda! —soltó para sí—. ¿Quién, por los Nueve Infiernos, son esos hombres?».
Miró hacia abajo a través del humo y vio que el grupo de ballesteros estaba
preparando otra andanada. En medio de ellos se hallaba un mago de túnica gris, que movía
los dedos tejiendo un nuevo conjuro explosivo. Sin pensarlo dos veces, Cale arrancó otra de
sus preciosas bolas del collar y la tiró abajo.
Sin la amenaza de los ballesteros, él y Jak escalaron rápidamente el resto del muro.
Cuando llegaron arriba, Cale corrió hacia la trampilla que daba al interior del almacén, la
abrió, y ya al otro lado, metió la daga en el pestillo, atrancándolo.
—Aún quedan cabrones de esos —explicó a Jak—. Tratarán de llegar hasta el tejado
para cortarnos la retirada. Tenemos un par de minutos como mucho.
Jak le devolvió la mirada a Cale con unos ojos verdes que sólo en ese momento
empezaron a fijar su mirada.
Terco como siempre, el mediano se soltó de Cale y sacudió la cabeza como para
aclarársela. Después sacó su símbolo sagrado, una caja de platino de rapé que le había
robado a algún mago, y masculló las palabras de un conjuro curativo. Recuperado, el
mediano parpadeó y miró alrededor como si no supiera dónde estaba.
—¡Por los dedos del Embaucador, Cale! —maldijo el mediano—. ¿Magos y Drasek
Riven? ¿Qué está pasando aquí?
Antes de que Cale pudiera responder, el pasador de la trampilla comenzó a
sacudirse. Sin mediar palabra, él y Jak corrieron hasta una ventana baja. Unos dos metros y
medio de vacío se interponían entre ellos y el tejado más cercano.
Jak echó una mirada hacia la trampilla, a su espalda, justo cuando un cuerpo la
golpeaba con un fuerte ruido. La daga resistió, pero no lo haría mucho rato.
Sin parar de correr, Cale sacó su última daga y se dirigió a la trampilla de ese tejado.
Antes de alcanzarla, se abrió de golpe y apareció una cabeza rubia, mirando para el otro
lado. Sin dudarlo, Cale corrió hacia allí, agarró al hombre por el cabello y lo alzó por la
trampilla. El sorprendido tipo graznó una protesta y movió torpemente la espada.
Las protestas del hombre acabaron en un gemido cuando Cale le hundió la daga en
la espalda hasta la empuñadura. Sujetándolo como una marioneta macabra, Cale lo dejó
sangrar y sacudirse durante los últimos segundos de su vida. Procedentes del interior del
almacén, oyó los gritos de más hombres. Tiró el cadáver a un lado. Entonces vio a Jak.
«Nunca ha visto esta parte de mí —se dio cuenta Cale—. Hombrecillo, espero que
vivamos lo suficiente como para que puedas decidir si seguimos siendo amigos».
Sin mirar a Jak, se inclinó sobre el cadáver. No tardó en hallar lo que buscaba.
Del forro de la capa del cadáver sacó una insignia. Era un triángulo negro con un
círculo amarillo insertado y una «Z» superpuesta. La insignia le dijo todo lo que necesitaba
saber.
—Zhentárims —susurró. Claro que había habido tantos hombres. Los zhentárims,
una organización compuesta por guerreros, magos y sacerdotes del dios loco Cyric,
pretendían dominar el comercio y la política en todo Faerun. Sus métodos iban desde los
acuerdos legales hasta los asesinatos.
Cale miró la insignia que tenía en la mano mientras trataba de anudar cabos:
zhayvianos, zhentárims, Riven, Los Cuchillos de la Noche… Aquello era demasiado y ese
no era el momento.
—La Guardia no nos ayudará —le dijo a Jak—. Los zhents deben de haberlos
comprado. Así que iremos por los tejados. Cuando lleguemos a la altura de la calle Rauncel,
bajamos y corremos hacia el centro. ¿Serás capaz?
Jak asintió, con la daga en el puño y la caja de rapé, su reliquia sagrada, en la otra.
—Pero ¿qué?
—Nada.
—Espera, Cale. Hay… hay una manera mejor. —El mediano parecía curiosamente
reacio—. Hay una talabartería abandonada en la calle Stevedore. El callejón que está junto
a la tienda tiene un pasaje secreto que conduce al sistema de alcantarillas. La marea está
baja, así que podremos ir por las cloacas. Nos quitaríamos de en medio.
Cale lo pensó, sopesando las opciones. Ambas eran arriesgadas, pero la calle
Stevedore estaba más cerca.
—¿Estás convencido de que es seguro? Si los zhents nos pillan en las cloacas… —
No quiso mencionar el resultado.
Corrieron por los tejados, sin preocuparse de nada excepto de escapar. De edificio en
edificio, fueron saltando por encima de una infinita serie de callejones, de vacíos que
prometían la muerte ante el menor error de cálculo, todo el rato azuzados por los gritos de
los hombres que tenían debajo y detrás. Finalmente, jadeantes y sudorosos a pesar del frío,
descendieron por la fachada de un almacén y se encontraron entre las sombras de la calle
Stevedore.
—Allí —susurró Jak. El grueso dedo del mediano señalaba un callejón que se abría
a unos diez pasos.
Dos hombres envueltos en capas negras se hallaban en la boca del callejón con las
espadas desenvainadas. Su postura y su mirada alerta indicaban que eran zhentárirns. En
silencio, Cale deslizó la espada fuera de su vaina. La oscuridad lo cubriría mientras se
acercaba. Los zhents estarían muertos incluso antes de verlo.
—Espera, Cale. Espera. —La voz del mediano era tensa—. No más… no más
sangre por hoy, ¿vale? Usaré un hechizo para inmovilizarlos.
La suplicante mirada del mediano hizo aflorar lo suficiente al nuevo Cale para se
impusiera al antiguo. El mayordomo asintió, aún un poco reacio. Jak dejó escapar un
suspiro y le palmeó el brazo.
Rápidamente, como si temiera que Cale fuera a cambiar de opinión, Jak cerró los
ojos y rezó una plegaria para invocar el poder de Brandobaris. Señaló con un dedo a los
zhents, y ambos soltaron un grito ahogado de sorpresa. Después de eso, no se movieron. El
poder del hechizo los mantenía rígidos.
Jak asintió, y ambos corrieron hacia adelante. En el momento que salían de las
sombras, oyeron gritos en la calle a sus espaldas. Cale lanzó una mirada hacia atrás y vio a
cuatro hombres armados que corrían hacia ellos. Estaban a dos manzanas, pero se
acercaban de prisa.
—Vamos, Jak. Tenemos compañía.
Al pasar, Cale empujó a los rígidos zhents y los tiró al suelo, sólo por si acaso, se
dijo, y corrió detrás de Pilas de cajas, ladrillos y trozos de madera cubrían el suelo y
dificultaban el paso. Jak fue sorteando la basura con la habilidad de aquel que sabe dónde
están los obstáculos. A unos cuarenta pasos, el hombrecillo se detuvo delante de una pila de
madera que estaba apoyado contra la pared. Metió la mano entre los listones y tanteó en
busca de algo, mascullando. Al cabo de unos instantes, Cale oyó un clic.
—Lo tengo —exclamó Jak, satisfecho. Giró el palé como si fuera una puerta.
«Ingenioso», pensó Cale. Más allá había una pequeña habitación de ladrillo con un
pozo excavado en el centro.
Entraron los dos apretándose y cerraron la puerta tras ellos. En la oscuridad, Cale
oyó a Jak cerrar el mecanismo. Se quedaron en silencio mientras los pasos de sus
seguidores resonaban por fuera y se perdían en la distancia. Después, Jak alzó una pequeña
barra de metal que emitía un resplandor azul por la punta. Su nerviosa sonrisa brillaba más
que la luz de la barra mágica.
—El pozo desciende unos veinticinco metros antes de llegar a las cloacas —explicó
Jak—. Hay una escalerilla. Yo iré primero.
El mediano se acercó al borde del pozo y comenzó a descender por los travesaños de
hierro. Cale lo siguió y pronto se hallaron en las cloacas de Sélgont, hundidos medio palmo
en un barro apestoso. Cale tenía que inclinarse para no chocar contra el bajo techo. El
estrecho corredor partía en tres direcciones.
Curiosamente, la cloaca no apestaba tanto como Cale se había temido. Aun así trató
de no pensar en la composición exacta del barro que se le pegaba a las botas. Para mantener
la mente ocupada, repasó lo ocurrido esa noche.
Riven, evidentemente un agente doble de los zhentárims, debía de haber pasado a
sus auténticos amos la información de la emboscada que preparaban Los Cuchillos de la
Noche. Los zhents y él habían asesinado al equipo de los Cuchillos y habían esperado a que
Cale los llevara a Talbot. ¿Por qué? Porque si Los Cuchillos hubieran tenido éxito y
hubieran entregado a Talbot a los zhayvianos, Naglatha podría haber obligado a Thamalon a
defender los intereses de Zhay ante el Hulorn. Los zhents, enemigos acérrimos del reino de
Zhay, querrían evitar eso. Deshacerse de unos cuantos Cuchillos y de paso fastidiar al
Hombre Justo habría sido un beneficio extra. Después dela emboscada fracasada, Drasek
Riven, el único «superviviente» de Los Cuchillos, podría haberse inventado cualquier
historia. Con Cale muerto, aquel cabrón tuerto se habría convertido en el principal asesor
del Hombre Justo. Los zhents hubieran logrado el control real de Los Cuchillos de la Noche
y a Talbot para presionar a Thamalon.
Movió la cabeza sin poder creérselo, riendo, sorprendido de que un cafre como
Riven pudiera haber sido tan sutil. Si Jak no hubiera sabido de la puerta secreta en el
callejón y cómo abrirla…
—¿Jak?
—¿Qué?
—¿Cómo sabías abrir ese cierre? —La mano de Cale se cerró cerca de la
empuñadura de su espada.
—¿Y ahora me preguntas por el cierre? Vamos, Cale. Ya falta poco. —Jak se volvió
y siguió caminando.
—Tranquilo, Cale —repuso con voz suave—. Ahora estamos a salvo. Tranquilo.
—¿Qué? —Cale aún no podía ver el origen de la voz—. ¿A salvo? ¿De qué estás
hablando?
Los Arpistas trabajaban encubiertos por todo Faerun para contener el mal y
promover el bien. Estaban en todas partes y en ninguna. Cale siempre los había considerado
irrelevantes, poco decididos para hacerse con el poder y poco organizados para evitar que
otro se hiciera con él. En vista de esa noche, tendría que revisar esa opinión.
Que Jak fuera un Arpista ponía toda su amistad en entredicho. El mediano podía
haber estado usándolo como una fuente de información sobre Los Cuchillos de la Noche.
El más alto de los Arpistas, rubio y con barba, evaluó a Cale con la mirada antes de
volverse hacia
—¡Cierra la boca, Brelgin! Era venir aquí o morir. La emboscada ha resultado ser
una operación zhent.
Brelgin aún dudaba. Cale, todavía demasiado sorprendido para hablar, siguió en
silencio.
Brelgin bajó los ojos para mirar a Jak, luego los alzó y dedicó una mirada muy
significativa a Cale.
—Será mejor que tenga la boca cerrada. —Brelgin y los otros Arpistas se volvieron
y regresaron a la oscuridad. Jak miró a Cale.
—Era inevitable, Erevis. Lo siento. —Jak le palmeó el bazo—. Les daremos unos
minutos para que salgan todos del piso franco, y luego iremos allí. ¿Estás bien?
—Estoy bien. —Miró al mediano como si lo viera por primera vez—. Pero a ti no te
conozco, Jak.
—Tonterías, Cale. Ya sabías todo lo importante que hay que saber de mí antes de
esta noche. Como yo también sabía todo lo importante de ti antes de que me hablaras dela
Puerta del Oeste. Somos amigos. ¿Por qué crees que he ido contigo esta noche? Eso… —
Hizo un gesto con su manita para indicar el piso franco de los Arpistas—… es sólo lo que
hago. No lo que soy. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo.
—Bien. —Jak sonrió y le hizo un gesto para que siguiera adelante—. Ya hemos
esperado suficiente. Vamos, salgamos de las cloacas y vayamos a casa.
Cale asintió, aunque sabía que no iba al Palacio de las Tempestades. Aún no. Tenía
que acabar el asunto con Riven. Si el asesino aún vivía, Cale sabía dónde encontrarlo.
Era tarde, y aparte de Cale y Jelkins, el posadero, sólo había unos cuantos borrachos
roncando en las apestosas tinieblas de El Ciervo. Cale se hallaba sentado con la espalda
apoyada en la pared, de cara a la puerta. Sobre la mesa ante él había una cerveza que no
había tocado. Respiró hondo para tranquilizarse.
«Vendrá —pensó Cale—. Si está vivo, tiene que venir».
Cale asintió y siguió esperando. Los borrachos seguían roncando, ignorantes del
mundo.
Cuando finalmente se abrió la puerta de El Ciervo, Cale tuvo que recordarse que
debía respirar. Drasek Riven entró tambaleándose, se apoyó en la puerta para no caer y
recorrió la sala con la mirada. Al ver a Cale, la boca del asesino se contrajo en un rictus
cargado de odio. Impasible, Cale le devolvió la mirada sin parpadear. Se miraron durante
unos interminables segundos: dos depredadores valorando su presa.
Finalmente, Riven cerró la puerta y avanzó inseguro hasta la mesa. Al ver los
dolorosos pasos del asesino, Cale tuvo que reprimir una sonrisa de triunfo. Riven había
podido pagar a un médico lo suficientemente bueno para seguir con vida, pero no para
quitarle el dolor de la estocada de Jak.
—¿Ahora qué? —La voz de Riven fue como el rugido de un animal herido—. Yo te
diré ahora qué, ahora viene cuando lloras.
Se lanzó por encima de la mesa, gruñendo, pero se detuvo a medio camino. Resopló
de dolor y se llevó la mano a la herida de la espalda. Cale aprovechó la oportunidad para
agarrarlo de la capa y tirar de él hasta que quedaron cara a cara. El asesino movió la boca
tratando de no gritar de dolor.
—Tú no me harás nada, cabrón traidor —le espetó Cale. Dejó que su furia le diera
fuerzas. Meneó a Riven como si fuera una muñeca de trapo. El asesino apretó los dientes de
dolor—. ¡Eres un maldito zhent! Debería llevar a rastras tu herido pellejo hasta el Hombre
Justo. O quizá mejor te degüello aquí y ya está. —Sacó la daga y se la puso a Riven en el
cuello.
Soltó a Riven, y el asesino cayó en la silla con un suspiro que era de dolor y
satisfacción al mismo tiempo.
—Ha sido un buen montaje, Cale —dijo Riven—. Tú y tu chico habéis hecho un
buen trabajo. He perdido a diecisiete hombres. —Soltó una risita, un gorgoteo que hizo que
Cale sintiera ganas de vomitar—. Un buen trabajo, sin duda. Lo que no se me ocurre es por
qué. ¿Te cae bien el chico Uskevren?
Riven sonrió con complicidad, gruñó y alargó la mano para tomar un trago de la
cerveza de Cale.
—Mi pregunta aún sigue en pie —dijo Cale, esta vez menos seguro de sí mismo—.
¿Y ahora qué?
Cale se recostó en la silla y pensó en la oferta. Significaba que tendría que seguir en
la cofradía, cosa que no le gustaba, pero también que podría continuar siendo el
mayordomo de los Uskevren, pasando información inútil al Hombre Justo y protegiendo a
su familia de adopción. Dados los rocambolescos sucesos de esa noche, no podía esperar
nada mucho mejor. Además, ¿qué era un secreto más para un hombre que vivía una
mentira?
—Me sirve —aceptó finalmente—. Pero nada más contra los Uskevren. Entre
ambos apartaremos a la cofradía de ellos. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Antes de irme, Riven, dime por qué lo hicieron los zhents. ¿Cuál era su verdadero
interés en todo esto?
—No es asunto tuyo, Cale —replicó Riven, y tomó otro trago de cerveza.
Cale asintió. Era la respuesta que se esperaba.
—Guárdame las espaldas, Riven —dijo. Mientras pasaba a su lado, le dio al asesino
una palmada entre los omóplatos. Riven escupió cerveza y soltó un agradable siseo de
dolor.
Lisa Smedman
—¿Qué pasa? —preguntó el enano en voz baja—. ¿Has tenido otra discusión con
Erevis Cale?
—No ha sido culpa mía que la copa de vino cayera sobre la mesa —explicó. Metió
un dedo en uno de los acuchillados de color azul marino de la manga de su vestido—.
¿Cómo pueden esperar que alguien sirva la mesa con un uniforme así? Las mangas se
enganchan en todo.
—Entonces, eso explica la mancha —dijo Kremlar señalando la falda con un gesto
de la cabeza. Apretó la barra de la prensa, y el aceite goteó en un cuenco.
Larajin se miró la falda. La tela blanca del vestido tenía una mancha roja alargada en
el frente. Miró al enano mientras este se sentaba en su mesa de trabajo, que estaba hecha a
medida de su cuerpo, fornido y bajo. El enano estaba rodeado de los elementos de su
profesión: morteros de piedra llenos de especias pulverizadas; botes de tintes rojos, azules y
lilas; bandejas llenas de fragantes pétalos de flores y cuencos de savia de árboles, pegajosa
y de olor penetrante. Un montón de ingredientes pringosos participaban en la manufactura
de los perfumes. Aun así, no sé sabe cómo, Kremlar siempre estaba inmaculado. Su cabello
y barba grises estaban pulcramente trenzados, y en su jubón de mangas de gruesos
bordados no había ni una mancha. Incluso las manos —con un anillo de oro en cada dedo,
los de los pulgares se abrían como relicarios— las tenía limpias y rosadas, sin una mota de
polvo o un pegote de savia.
—¿Cómo lo consigues? —preguntó Larajin mientras se desabrochaba los lazos
delanteros del apretado corpiño.
—Eres como un pez fuera del agua Por mucho que lo intentes, no eres capaz de
respirar bien.
—No. Algún día encontrarás tu lugar, igual que me pasó a mí. —Alzó unos dedos
con una pulcra manicura—. ¿Puedes imaginarte estas manos con un pico o una pala? Me
sentí igual que tú cuando mi padre trató de convertirme en un minero. Me encantaban las
gemas relucientes, pero el polvo y el sudor… ¡aggg!
—Al menos me dejan salir para hacer la compra —repuso Larajin—. El señor Cale
nunca se queja de lo que tardo. Creo que se alegra de librarse de mí.
—¿Vas al jardín? —le preguntó Kremlar. Era más una afirmación que una pregunta.
Larajin siempre se colaba en el Jardín de Caza cuando quería aclararse las ideas.
Larajin asintió.
—¿Me traerás una cosa? —continuó Kremlar—. Haré que te valga la pena: treinta
monedas de plata si puedes encontrarla.
—Se llama Besos de Sune —explicó—. También tiene un nombre élfico, que ni
siquiera voy a tratar de pronunciar. Plorece sólo en pleno invierno, y las hojas están
salpicadas de motas doradas. El nombre es poético: se dice que esa planta nació después de
que la diosa besase la tierra yerma en lo más crudo de un invierno extraordinariamente frío.
Las flores tienen una fragancia exquisita. Es una planta muy difícil de encontrar, pero se
dice que el Hulorn tiene un espécimen o dos en su jardín. Es decir, si no la ha pisoteado con
su caballo en alguna partida de caza o ha dejado que las malas hierbas la estrangulen.
—Mejor que tenga esa planta alguien que sabe valorarla —convino Larajin—, y que
la convierta en un maravilloso perfume, digno de la propia Sune.
—Sin duda —dijo Kremlar con reverencia. Alzó la mirada—. Nuestro acuerdo de
siempre, ¿sí?
Larajin le pasó al enano su lista de la compra y el pañuelo anudado que contenía las
monedas de plata que el señor Cale le había dado.
Larajin frotó las bisagras de la reja del colector con grasa, esperó un momento y
luego la abrió con cuidado. El metal estaba lo suficientemente frío como para pegársele a
los dedos, y una nevisca había comenzado a caer. La nieve significaba huellas: tendría que
quedarse en las partes más frondosas del jardín, para que nadie viera sus pisadas.
Entró en el colector que la llevaría a la fuente que decoraba el centro del jardín. La
habían secado para el invierno. El horroroso conjunto de lascivas sirenas de su centro,
talladas en mármol rosa, ya no arrojaba agua por los pezones.
Larajin se adentró en el Jardín de Caza. Cuando fue creado, hacía más de un siglo, el
jardín lucía parterres de flores y sólo algún que otro árbol, pero en ese momento tenía una
apariencia más natural, más de bosque. Los árboles se cerraban en lo alto, y el suelo estaba
cubierto de suave musgo. No hacía mucho, cuando el padre del Hulorn gobernaba Sélgont,
el jardín había estado cuidadosamente atendido. Pero Andeth Ilchammar lo había dejado
abandonado durante más de una década, ya que prefería derrochar en ropajes y fiestas.
Ahora, los senderos de gravilla estaban salpicados de hierbas, y las flores y los arbustos
habían crecido más allá de sus parterres, entreverados de malas hierbas.
Larajin pensaba que el Jardín de Caza era muy bonito, incluso en invierno, con las
flores marchitas y las hojas llevadas por el viento. La escarcha salpicaba las ramas
desnudas de los árboles, y las bayas de invierno añadían puntos de un frío azul brillante a
los matojos. El jardín la atraía como ningún otro lugar de la ciudad, ni siquiera el templo de
Sune. Sus silencios y sombras intermitentes apelaban a una parte de ella que ansiaba la
belleza de la naturaleza salvaje. Nada más entrar en el jardín, ya comenzaba a notar que se
le relajaba el nudo que tenía entre los hombros.
De repente vio una hilera de huellas sobre la nieve. Por el tamaño de las
almohadillas y la falta de marcas de garras dedujo que debía de haberlas hecho un gato,
seguramente una de las muchas mascotas del Hulorn.
Las huellas eran muy recientes. Y había una marca de algo que se arrastraba junto a
ellas. ¿Se habría enredado el gato con algo?
El que salió cautelosamente de entre las ramas no era ningún gato corriente, sino un
tréssym: un gato con grandes alas. El fino pelaje de la criatura era de un gris azulado y las
plumas de las alas tan coloridas como las de un pavo real, con pinceladas de un turquesa
brillante, rojo intenso y amarillo vibrante, con un ribete negro.
Una de las alas estaba doblada sobre la espalda de la criatura. La otra se arrastraba
por la nieve, las plumas mojadas y alborotadas. Larajin no sólo vio que el ala estaba rota,
sino también la causa. Alguien, seguramente uno de los mimados hijos del Hulorn, había
tratado de ponerle una camisa de niño. Los jirones de la camisa colgaban del ala rota. El
gato maullaba de dolor y se detuvo de golpe cuando la ropa se enganchó en una rama.
Larajin apretó los puños con rabia. Los tréssym eran criaturas de Sune, mágicas y
sagradas. ¿Cómo osaba el Hulorn darle uno a sus hijos como si fuera un juguete?
Lentamente, murmurando para calmarlo, dejó que el gato alado le oliera la mano.
Peor aún, Larajin oyó que alguien se acercaba por el bosque. No podía ser uno de los
pocos jardineros que quedaban. Ya trabajaban bien poco en verano, y en invierno se
olvidaban del jardín. Tenía que ser un miembro de la familia del Hulorn, o uno de sus
invitados. Fuera quien fuese, si la descubrían en el jardín, se metería en un buen lío. Sin
embargo, no podía dejar sufriendo al tréssym.
De repente, Larajin olió una fragancia dulce. Miró hacia abajo y vio que estaba
arrodillada junto a una planta con unas minúsculas flores rojas y hojas salpicadas de oro.
¡Besos de Sune! Estaba segura de que esa planta no había estado allí un minuto antes, pero
quizá, sin darse cuenta, ella había apartado con la rodilla la nieve que la cubría. Daba igual
de dónde hubiera venido, en ese momento no tenía tiempo de sacarla de la tierra. Larajin se
escondió detrás del tronco de un grueso árbol, justo cuando el origen de las pisadas saltó a
la vista.
Se había escondido justo a tiempo. El que caminaba por el bosque no era otro que el
propio Hulorn. Larajin lo reconoció al instante por la insignia en el pecho de su jubón de
terciopelo negro, y su cabello, negro como el azabache y cuidadosamente peinado. Llevaba
unas mallas y una coquilla de púrpura real, y se envolvía los anchos hombros con una
estola de armiño. La nieve la cubría como suaves plumas blancas. El Hulorn iba
mascullando para sí mientras caminaba, y con los dedos de la otra mano daba vueltas a un
pesado anillo de oro que llevaba en el índice de la mano derecha.
Cuando el Hulorn pasó, Larajin notó que no tenía dedos en la mano izquierda sino
unas garras como de pájaro. Su rostro era incluso más horrible. El lado que veía Larajin
estaba cubierto de brillantes escamas negras, y su ojo saltón era como el de un reptil. Por
segunda vez en esa tarde, Larajin tuvo que ahogar un grito. Los rumores eran ciertos: ¡el
Hulorn había alterado su cuerpo con malas artes mágicas!
El Hulorn redujo el paso. Larajin se quedó helada de terror, convencida de que la
había oído o había visto sus pisadas en la nieve. Los desiguales ojos del Hulorn recorrieron
el bosque como si estuviera buscando algo. Un momento después, se volvió y siguió
caminando. Al marchar, su pie cayó sobre las Besos de Sune y chafó las minúsculas
florecillas rojas.
Cuando el sonido de los pasos se perdió, Larajin salió de su escondite y, con gran
cuidado, sacó la aplastada planta de la tierra. Miró alrededor buscando al tréssym. Quería
llevarlo al templo de Sune y pedir a los sacerdotes que le curaran el ala, pero las pisadas del
tréssym acababan junto a un árbol, al que seguramente se habría subido. Larajin miró hacia
las altas ramas, pero no vio ni rastro de la criatura.
—Más vale que eso te lo guardes para ti, Larajin. A los ricos y poderosos no les
gusta que la gente común sepa sus secretos.
Larajin se apresuró por las calles, bajo las lámparas que estaban encendiendo los
faroleros con largos palos con una vela en la punta. La nieve se le acumulaba sobre las
empapadas zapatillas, y tenía los pies tiesos de frío.
Sumida en sus pensamientos, le costó unos instantes darse cuenta de que alguien la
estaba siguiendo, escondido entre las sombras. La silueta corría de una zona a oscuras a la
siguiente, tan silenciosa como la nieve que caía. ¿Sería un cortabolsas… o algo peor? Sólo
cuando, durante un segundo, pasó bajo una luz, pudo verlo mejor.
Era un hombrecillo de rostro chupado, cubierto por una capa verde pasada de moda
y con la capucha sobre la cabeza. El cabello le colgaba a un lado recogido en una larga
trenza atada con una pluma, y calzaba unas botas altas y suaves. Al darse cuenta de que
Larajin lo había visto, se refugió en las sombras, pero no antes de que ella se fijara en sus
ojos almendrados. Bajo ellos, el rostro tenía extrañas marcas dibujadas.
Larajin estaba asustada. El tipo era un elfo. No sólo eso, sino uno de los elfos
salvajes de las tierras del norte de Sembia. El señor Thamalon el Viejo podía considerar a
los elfos como salvajes nobles, pero para Larajin, y para la mayoría de los sembianos, sólo
eran un poco mejor que animales, incapaces de sentir compasión o piedad, según se decía.
Durante un breve instante o dos, Larajin se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Si
volvía al Palacio de las Tempestades por su ruta normal, su perseguidor la atraparía
fácilmente. No se veía a ningún guardia de la ciudad. Estaba sola.
Larajin dejó caer la cesta sobre la nieve. Abrió la boca para gritar, pero el elfo se la
cubrió con la mano libre. Sus dedos eran largos y finos, tan marrones y duros como las
raíces de un árbol. Olían a cuero y tierra.
De repente, Larajin olió a flores. La nariz del elfo se movió. Estaba olfateando…
entonces, sus ojos se abrieron como platos.
El elfo volvió a cerrarle la boca con la mano. Se llevó la otra mano a la cintura,
donde tenía enfundada la daga. Larajin se dio cuenta de que él podía sacarla y cortarle el
cuello en un instante, así que se echó hacia atrás con toda su fuerza y consiguió ladear la
cabeza.
Seguramente lo decía en serio. Tal tenía diecinueve años y era cuatro años más joven
que Larajin. Siempre había escuchado con mucho respeto todo lo que ella decía, incluso
aunque ella sólo fuera una doncella y él el segundo hijo de la noble Casa Uskevren, a la que
Larajin servía.
La noche anterior, cuando Larajin le había contado lo del Hulorn y que se metía en
el colector para colarse en el Jardín de Caza, Tal había insistido en acompañarla en su
próxima excursión. Había tratado de convencerla de que esperara un día o dos, con el
argumento de que tenía que memorizar su papel en la nueva obra de la señora Quickly, pero
Larajin había insistido en que tenía que rescatar al tréssym herido lo antes posible. Al final,
Tal cedió después de que ella le asegurara que estarían de vuelta antes del anochecer.
—La persona que viste en el Jardín de Caza podría ser alguien que sólo se parecía al
Hulorn —continuó Tal—. O si era el Hulorn, quizá llevara parte de un disfraz. He oído que
el Hulorn se quemó el rostro y la mano cuando se le derramó encima el aceite ardiendo de
un farol. Quizá llevara una máscara y un guante para cubrir la piel quemada. Los artilugios
teatrales pueden resultar muy realistas…
—Las escamas y las garras eran parte de su cuerpo —aseguró Larajin—. Era
magia… Estoy segura. Y ahora calla, o nos descubrirán.
Estaban acercándose a una de las rejillas del colector que daban a la calle. La luz del
pálido sol de la mañana caía desde lo alto, y los vendedores callejeros anunciaban
ruidosamente su mercancía. El cielo se había aclarado durante la noche, y un hilillo de agua
derretida caía de los largos témpanos que colgaban dela rejilla. Las últimas nubes se
estaban deshaciendo, y Larajin pudo ver la luna llena en el cielo azul.
Pasaron bajo la rejilla y torcieron hacia un túnel lateral, luego hacia otro. El ruido de
las salpicaduras de Tal era irregular, y Larajin se detuvo para esperarlo. Cuando él la
alcanzó, su rostro parecía sombrío. Ella vio que eso sólo se debía a que no se había
afeitado, en contra de su costumbre. Qué raro que le hubiera salido tan rápido. Tal sudaba, a
pesar de que el aire en el túnel era lo suficientemente frío como para que Larajin pudiera
ver la condensación de su aliento.
Larajin observó el túnel. Habían llegado a un punto en el que estaba reforzado; los
altos muros de piedra que rodeaban el Jardín de Caza debían de estar justo encima.
Ella avanzó por el túnel unos cuantos pasos más, pero se detuvo cuando vio un par
de ojillos brillantes parpadeando ante ella en la oscuridad. Al cabo de un momento, el
dueño de los ojillos apareció correteando: una enorme rata marrón.
Larajin se apartó para dejarla pasar. La rata se detuvo de golpe cuando llegó bajo la
luz. Esa no era una rata corriente. Sus patas delanteras no eran iguales, una parecía un ala y
la otra estaba cubierta de un espeso pelo blanco. Las patas traseras repiqueteaban sobre la
piedra como si fueran pequeños cascos. Su cara…
—¡Por todo lo que es maldito! Tal, no te vas a creer esto —dijo en un susurro
tembloroso—. Esa rata tiene un rostro humano.
En ese mismo instante, Tal, que de nuevo se hallaba fuera del círculo de luz del
farol, se dio la vuelta y salió corriendo. Sus pasos lanzaron ecos de salpicaduras al doblar el
recodo del túnel.
Se volvió para seguir a Tal, y con el movimiento, la luz del farol iluminó docenas de
pares de ojillos. El túnel resonó con el susurro, el cliqueo y el ruido de docenas de patas
correteando. Con leves chapoteos, las ratas comenzaron a saltar. Avanzaron en masa hacia
Larajin, y sus deformes cuerpos fueron dejando ondas sobre las aguas lodosas.
Una de las ratas se le subió a Larajin por la pierna. Ella sintió el agudo dolor de las
garras en el muslo y el caliente goteo de la sangre. Se sacudió de encima a la frenética
criatura, pero notó que otra le aterrizaba en el hombro. Tenía el pico de un ave, y se lo clavó
en la oreja. Gritando, Larajin se dio la vuelta, y se le cayó el farol. Aterrizó en el agua sucia,
y la mecha del farol se apagó con un siseo.
Larajin tuvo la sensación de que tenía ratas por todas partes. Los dientes se le
hundían en la piel; las patas le tiraban como manos de la tela de la camisa. Manoteó con
furia y consiguió quitarse varias de encima, pero otras las reemplazaron. Una se le metió
por el cabello.
Larajin echó a correr. Aunque el túnel estaba casi totalmente oscuro, ella conocía
cada paso. Su vista era más aguda que la de la mayoría, incluso con una luz muy tenue. Por
eso lograba distinguir el tono marrón rojizo de las ratas que le cubrían el cuerpo. Torció a la
derecha, luego a la izquierda, regresando por donde había venido, apartando ratas a cada
paso. Varias aún seguían aferradas a ella, con los dientes clavados en su piel.
Rogó para no resbalarse y caer de plano en los desechos para que se la comieran
viva las ratas mientras se agitaba inútilmente, y siguió corriendo. Casi lloró cuando
finalmente vio la mancha de luz ante ella. Cuando estuvo cerca de la luz, tropezó y sus
manos rompieron uno de los témpanos. Aterrizó milagrosamente de pie, agarró el témpano
mientras caía y empleó su afilada punta para atravesar la media docena de ratas que aún
tenía en el cuerpo. Se pinchó a sí misma por error una vez, y después de matar a sólo dos
ratas, el témpano se rompió. Larajin saltó para evitar otras ratas, falló y acabó en las aguas
negras. Saltó a la orilla elevada y rompió otro témpano. Lo sujetó con dedos helados y
continuó clavándolo furiosamente. Una a una, las ratas fueron cayendo de ella, o bien
acabaron flotando en las turbias aguas o bien se alejaron correteando.
Cuando se acercó al fuego para limpiar el tablero de ajedrez y recoger las copas de
vino vacías que había unto a él, captó un ligerísimo olor a cloaca que el perfume del jabón
no cubría totalmente. Miró por el borde de la oreja del sillón y vio a la persona que había
estado buscando toda la tarde: Tal.
Miraba el fuego con expresión preocupada. Tenía las manos sobre el rostro y
apoyaba la barbilla en ellas. Estaba recién afeitado, y se había cambiado de ropa.
Larajin pasó el plumero por la mesa. Un peón se volcó y rodó por el tablero, luego
cayó al suelo ruidosamente.
Tal alzó la mirada y vio a Larajin. Toda una serie de emociones le cruzó el rostro:
sorpresa, alivio, culpa. Se puso en pie y fue a darle uno de sus grandes abrazos, pero
Larajin se echó atrás. Chocó contra la mesa y tiró el resto delas piezas de ajedrez. Ni
siquiera se preocupó por haber desbaratado una partida en marcha; otra competición de
astucia entre el señor Cale y el viejo señor. En esos momentos, la furia del señor Cale no
parecía importante.
—Larajin, yo… —Tal bajó los brazos—. Gracias a los dioses que estás bien.
Aquellas ratas…
—¿Por qué saliste corriendo? —preguntó Larajin.
Quería gritarle, golpearle el amplio pecho con las manos, y decirle lo aterrorizada
que había estado, decirle que casi la habían matado. Había recibido casi una docena de
mordiscos, y aunque sólo eran heridas superficiales, picaban mucho.
—Tuve que irme —respondió Tal con una mirada de desesperación—. No podía
arriesgarme a que… Podría haber…
Larajin se sentó sobre la mesa, junto a las caídas piezas de ajedrez. Cara a cara con
Tal, el dolor que sentía por dentro era frio y agudo como la punta del témpano que había
empleado para matar las ratas. Sin decir palabra, se alzó la falda para mostrarle los
mordiscos de la pierna. La piel que se veía entre las vendas estaba roja e hinchada.
—¿Te las han curado? —preguntó Tal con preocupación—. Las ratas son portadoras
de muchas enfermedades. Su mordedura…
—Sabes usar un cuchillo —lo interrumpió Larajin—. Eres uno de los mejores
alumnos del maestro Ferrick. Si te hubieras quedado para protegerme, no tendría ningún
mordisco. Sólo quiero saber por qué huiste, Tal. ¿Por qué?
—Larajin —comenzó a decir, acercándose más a ella—. Hay algo que debo decirte
sobre mí. Soy…
Mientras Tal se levantaba para hablar con su padre, Larajin hizo una inclinación de
cabeza y comenzó a recolocar las piezas sobre el tablero. No paraban de caérsele, y las
blancas y las negras no tardaron en mezclarse.
—Tal, quiero hablar contigo —dijo el patriarca. Empleó su voz calmada, la que
siempre usaba cuando Larajin y Tal eran niños, y corrían juntos por los pasillos chocándose
contra dignatarios e invitados.
Por el rabillo del ojo, Larajin vio que Tal hundía los hombros. De nuevo, el segundo
hijo había decepcionado a su padre. Pero esa vez, no tenía la culpa, no podía explicar por
qué… no si quería mantener en secreto las visitas de Larajin al Jardín de Caza.
Larajin sabía exactamente cómo se sentía Tal. Reunió valor, se irguió y miró
directamente al viejo señor a los ojos, pero una mirada la silenció.
—Déjanos, Larajin —dijo él—. Es hora de que mi hijo y yo tengamos una pequeña
charla sobre el autocontrol.
La expresión de Tal era una mezcla de frustración y temor. Larajin le echó una
última mirada y se marchó de la biblioteca a toda prisa.
Mientras su padre le alzaba la mano, Larajin se dio cuenta de que había ido
demasiado lejos. Defenderse era una cosa, pero cuestionar al viejo señor era otra muy
distinta. Hizo una mueca, pero no se movió y esperó el impacto de la bofetada en su
mejilla.
Su padre estaba con la mano abierta, temblando, luchando por contener su furia.
Thalit Wellrun era un hombre amable que ni siguiera había usado la fusta con los caballos a
su cargo durante las cuatro décadas que llevaba al servicio de los Uskevren. Aunque él y su
esposa se discutían con frecuencia, Larajin nunca le había visto pegarla. Pero en ese
momento, mientras miraba a Larajin, le saltaban chispas de los ojos.
—Tienes que entender las consecuencias —dijo su padre con voz tensa. Ni una sola
vez miró a Larajin a los ojos—. El afecto entre señores y criados siempre acaba mal. El
joven señor Talbot estará obligado por su honor a mantener a cualquier niño resultante de
esa unión, pero un hijo ilegítimo sería una vergüenza para la Casa Uskevren. Y tú no
podrías seguir cumpliendo con tu deber mientras estuvieras embarazada o amamantando a
ese niño y…
—¿Eso es lo que más te importa? —lo interrumpió Larajin—. ¿La vergüenza del
señor? ¿Y mi deber? ¿Y qué pasa con la verdad?
—A veces, el deber es más importante que la verdad —repuso con gesto huraño—.
El deber es lo que mantiene unidas a las casas, y a las familias. Si no fuera por mi deber
hacia tu madre, tú… —Y se calló, como si ya hubiera dicho demasiado.
—Te importan más los caballos que madre —murmuró Larajin—, o yo.
No había pretendido que su padre oyera ese comentario. Se había medio vuelto para
retirar una sábana de una cuerda de tender, pero su padre la apartó bruscamente.
Larajin se quedó parada por la sorpresa. Abrió la boca para preguntar a su padre si
había oído bien, si realmente él había dicho esas palabras. Todo le salió concentrado en un
breve susurró:
—¿Qué?
Larajin se encontró de repente ante la puerta de una de las cocinas más pequeñas. Su
madre era la única que servía allí. Shonri Wellrun estaba inclinada sobre una recia mesa de
madera, amasando. A su espalda estaba el horno, encendido, y el aire oía a levadura y a
nata. Con las manos llenas de harina, Shonri enrolló la masa en largas tiras, luego las trenzó
con soltura. Vertió sobre la masa el jugo de una fruta de aroma ácido y la salpicó con una
pizca de una especia marrón.
Larajin miró a su madre, tratando de verla a través de los ojos de su padre. Shonri
acababa de cumplir los sesenta años. Su cabello pelirrojo se había vuelto del color de la
ceniza, y tenía las manos surcadas de arrugas. Aunque había sido sirvienta toda su vida, la
madre de Larajin tenía cierto orgullo en sus maneras y una agradable belleza que los años
de trabajo no habían podido borrar. Era una de las sirvientas favoritas del viejo señor y a
menudo la llamaban a la mesa grande para felicitarla por sus delicados bollos, hechos con
raras especias traídas de los cuatro confines de Faerun.
¿Alguno de los invitados del señor habría hecho llamar a Shonri para tributarle otro
tipo de atención? ¿Sería Larajin la hija ilegítima de una unión como la que su padre
pensaba estar evitando?
Como si hubiera notado la intensa mirada de Larajin, Shonri alzó la mirada. Sonrió a
su hija y con un gesto le indicó un mortero que contenía unos frutos secos de color verdoso.
—Madre, tengo que saber… —La pregunta no acabó de salir de los labios de
Larajin. Pero su expresión la formuló en silencio.
—Algo te preocupa —dijo, e hizo un gesto a Larajin para que se acercara—. Ven y
dime qué es.
—Padre dice que no soy su hija. Le creo. Quiero saber quién es mi verdadero padre.
—Eres como una hija para tu padre —empezó con voz cautelosa— tanto como lo
eres para mí. No lo olvides nunca.
—No lo entiendo.
»Perdí el niño en ese viaje. —Suspiró profundamente—. Cuando llegó la hora del
parto, estábamos en medio de los bosques, lejos de cualquier médico. El niño murió.
—¿Cómo…?
»Mientras estábamos allí, la gente del palacio en el que nos alojábamos se enteraron
de que yo acababa de perder a un hijo y fueron a pedirle un favor al señor. Una de sus
mujeres había muerto al dar a luz, y ninguna otra tenía leche para amamantar al bebé.
Preguntaron al señor si su sirvienta lo querría. Miré una vez esos ojos color avellana que
tienes y acepté al instante.
Larajin había escuchado atentamente cada una de las palabras que había dicho su
madre, pero aún le resultaba difícil creerlo.
—Una huérfana. Tu madre no estaba casada, nadie sabía quién era tu padre.
—¿Mi madre era una mujer de los valles? —preguntó—. ¿De qué ciudad?
—Nunca le dijiste a padre que habías perdido el niño, ¿verdad? —dijo Larajin—.
Cuando ha dicho que yo no era su hija, sólo me dijo lo que sospecha. No sabía la razón que
tenía…
Shonri se levantó cogió una bandeja de metal. Quitó el trapo de la masa trenzada y
la colocó con cuidado en la bandeja, luego abrió el horno y la metió.
Larajin se dio cuenta de que su madre no iba a contarle nada más. El momento de las
confidencias había pasado.
Larajin se quedó en silencio, con el agua contra sus tobillos. El Templo de Sune
estaba muy tranquilo a esa temprana hora. Sus sacerdotes solían servir a la Señora del Amor
con deleites nocturnos, y luego dormían hasta tarde. Sólo en las mañanas en que el
amanecer era especialmente bello se levantaban para saludarlo.
Volvía a nevar, y soplaba un frío viento, pero las aguas de los estanques de la gran
fuente que se alzaba en el patio del templo eran tan cálidas como las de un torrente en un
día de verano. Una poderosa magia de los clérigos mantenía la temperatura templada en el
recinto. Los copos de nieve que caían sobre el patio central, con sus hermosas formaciones
naturales de rocas y sus fuentes mágicas, se fundían suavemente antes de llegar al suelo.
Globos de luz flotaban sobre la superficie del estanque principal y iluminaban el templo
con un brillo de tonos suaves.
A esa hora sólo se veía allí a una niña de once años que llevaba la característica
túnica de color carmesí del templo. Era una criatura de pelo castaño, una de esas cuyos
altos pómulos y largas pestañas presagiaban que llegaría a ser una mujer de gran belleza. Al
igual que Larajin, era de origen incierto. Los sacerdotes la habían hallado un día en su
puerta y la habían acogido.
Larajin llevaba suficiente tiempo acudiendo a ese templo como para saber el nombre
de la joven: Jeina. Pero poco más sabía de ella. ¿Tenía Jeina las mismas preocupaciones
que Larajin? ¿O había sabido desde el principio que era una niña abandonada y había
llegado a aceptar que nunca sabría quienes habían sido sus padres?
Larajin observó que Jeina volcaba un cuenco de pétalos amarillos en el agua. Por un
momento, sus miradas se encontraron. Jeina sonrió, luego se volvió tímidamente.
Con el agua hasta los tobillos, Larajin se acercó a uno de los estanques del centro de
la fuente. El fondo estaba lleno de guijarros que cubrían el cuenco del estanque, que era uno
de los que usaban los adoradores que querían preguntar algo a la diosa. La piedra tenía
venas de oro y la cubrían hebras de musgos aterciopelados que florecían a su calor.
Larajin miró hacia las claras aguas que llenaban el estanque, y observó los guijarros
bajo las ondas de la superficie. Distorsionaban su reflejo: le suavizaban el cabello rojizo
que se le escapaba por debajo del turbante, y desdibujaban un rostro demasiado largo y
anguloso para considerarlo hermoso. Por lo general, un peticionario le pedía al estanque
que le mostrara el rostro de su futuro amado. Larajin tenía otras preguntas que hacer.
Larajin vio un reflejo que sólo reconoció a medias. Era su rostro, pero el turbante
había desaparecido. El cabello estaba recogido tras las orejas. Las orejas eran…
—Una dorada mañana para ti también, Diurgo —repuso ella con voz ahogada—.
¿Cuándo… cuándo has vuelto?
—Hace diez días.
Hacía diez días, y él no había pensado ni una sola vez en interesarse por Larajin o
incluso informarla de su regreso. Larajin tenía la intención de no decirle nada más, pero la
curiosidad se la comía por dentro.
—¿Es el lago Sember tan hermoso como dicen? ¿Has visto las torres de cristal?
—Se me obligó a regresar antes de que pudiera llegar al lago. Los elfos me hubieran
matado de haber continuado.
Hacía varios meses, en el ardor de la primavera, ella se había dejado cautivar por el
viaje que él quería realizar: un peregrinaje al famoso lago Sember, una extensión de agua
sagrada tanto para Sune como para la diosa élfica Hanali, la rival de Sune para los
adoradores de la belleza. Larajin se había escapado del Palacio de las Tempestades para
seguir a Diurgo, pero no pudo alejarse mucho. Los hombres enviados por el señor
Thamalon el Viejo la obligaron a regresar al Palacio de las Tempestades. Había rogado a
Diurgo que los convenciera para que la dejaran acompañarle, pero él se había negado a
hablar a su favor, y le había recordado que ella sólo era una sirvienta y un estorbo en su
camino.
Larajin miró fijamente a Diurgo, sin molestarse en ocultar el dolor que sentía.
—He visto una tenue aura rosada a tu alrededor mientras mirabas en el estanque —
contestó Diurgo—. Estoy seguro de que era una manifestación de la diosa. He pensado que
te podría ayudar a canalizarlo hacia…
—Una manifestación. —Larajin repitió la palabra con rabia—. ¿Cómo el color rojo
de mi cabello? Tus mentiras funcionaron conmigo una vez, Diurgo, pero no volveré a
escucharlas. Puedes buscarte otra joven ingenua a la que dirigir tus «santos deleites».
—Igual que yo te veo a ti con toda claridad, Diurgo. —Larajin cruzó los brazos
sobre el pecho—. Y no me gusta lo que veo.
Un altivo enfado cruzó el rostro del joven sacerdote. Movió un dedo ante ella.
—No deberías hablar así al hijo de una casa noble, muchacha. —Sin más palabas, se
alejó enfadado.
Furiosa consigo misma, Larajin volvió al borde del estanque principal. Sin prestar
atención a la toalla que le tendía Jeina, se puso las zapatillas, recogió su capa y salió a
grandes zancadas por la puerta principal del templo.
Había recorrido casi dos manzanas antes de darse cuenta de que los brazos y las
piernas ya no le picaban. Se detuvo para quitarse el vendaje de la muñeca, y para su
sorpresa, vio que la mordedura estaba completamente curada.
Caminó hacia la tienda de perfumes de Kremlar con la capa bien apretada contra el
cuerpo. El sol se estaba alzando sobre la muralla este de Sélgont, y la nieve caía de un cielo
plomizo. Larajin trató de no pensar en Diurgo. Al contrario de él, ella terminaría su viaje.
Ese día, sin importar que asquerosas criaturas la esperaran en el colector, se colaría en el
Jardín de Caza y rescataría al tréssym herido.
Estaba cerca de la tienda cuando alguien la llamó en voz baja desde un callejón. Al
instante se puso alerta, y dio un paso para salir corriendo. Pero cuando la persona que la
había llamado salió de entre las sombras, Larajin se detuvo.
—Señorita Thazienne. —Larajin tragó saliva—. ¿Por qué vais vestida con el
uniforme de una sirvienta?
—Llámame Tazi —repuso la señorita como tenía por costumbre decirle. Se rio—.
Sólo estaba divirtiéndome un rato. ¿Recuerdas el día que te pillé en tu habitación, vestida
con una coraza de cuero delante del espejo? Te parecías tanto a mí, aparte de la torpeza con
que sujetabas la espada, que me dio una idea. Quería ver si podía pasar por ti.
—Tengo que irme —dijo mirando por la calle en dirección a la tienda de Kremlar.
—Por ahí no —la advirtió—. Hay tres caballeros elfos un poco más adelante que no
creo que te quieras encontrar. Aunque parece que a ellos les encantaría conocerte.
—¿Te los has encontrado antes? —preguntó—. Parecen unos tipos duros. Casi
consiguen cogerme, y soy tan escurridiza como una anguila. ¿Qué quieren de ti?
—He fingido escaparme, pero luego los he seguido. Están esperando en la entrada
de la tienda de perfumes de tu amigo.
Larajin no supo decir qué la sorprendía más, si que su joven señora conociera su
relación con Kremlar o que los elfos salvajes supieran sus movimientos.
Una extraña expresión cruzó el rostro de Thazienne, como si ella supiera algo que
Larajin ignoraba.
—No entiendo nada, Habrith —dijo Larajin mientras dejaba caer la cortina—. No
soy la hija de mis padres, y ahora hay unos elfos que intentan raptarme. Elfos salvajes.
—Los elfos tienen su lugar en el mundo, igual que los humanos y los enanos —la
regañó con amabilidad. Se despidió de un cliente que había entrado a comprar pan y colgó
el cartel de «Cerrado» en la puerta de la tienda.
Larajin no la escuchaba.
—Y de todas formas, ¿qué están haciendo en Sélgont? Los elfos salvajes son
demasiado simples y tímidos para aguantar la vida en la ciudad. Por eso se ocultan en el
bosque. No les importa el dinero, dice el viejo señor. No tienen nada en qué gastarlo. ¿No
querrán un rescate a cambio de mí?
Miró a Habrith. La panadera tenía sesenta y muchos; era mayor que la madre de
Larajin, pero su cabello seguía siendo de un castaño intenso. Lo llevaba en una sencilla
trenza a la espalda. Vestía a la moda, pero tirando a sencillo. En una ciudad donde los
campesinos se adornaban con suficientes abalorios como para atraer a una bandada de
urracas ladronas, el único complemento de Habrith era un medallón de una luna creciente,
que llevaba colgado al cuello con un cordón de cuero.
Shonri y Habrith habían sido rivales, antes de que Larajin naciera, y durante un
tiempo había habido una guerra de panes de hogaza en la Casa Uskevren. Pero durante los
años siguientes, habían desarrollado un estrecho lazo a partir del amor que compartían por
su labor. Habrith, que parecía compartir las ideas de Larajin sobre la estupidez de la moda,
se había convertido en una especie de tía para la joven.
—He estado esperando al momento adecuado para decírtelo. Ojalá estés preparada
para escucharlo.
—Lo estoy —contestó Larajin y saltó del mostrador, donde se había sentado—.
¡Dímelo!
—Has preguntado sobre los elfos salvajes. Ese es un tema del que sé una cosa o dos.
Yo fui una de las que organizaron la misión comercial de la que te ha hablado tu madre.
Thamalon Uskevren esperaba que las frutas silvestres de la Maraña pudieran ser un buen
negocio, y que eso animara a conservar ese bosque.
—¿Y qué tiene que ver la Maraña conmigo? —preguntó Larajin—. Aparte de que
una mujer de los valles me diera a luz.
—Tu madre no era una mujer de los valles —contestó Habrith—— Era una elfa
salvaje.
—Mi madre no puede haber sido una elfa —dijo finalmente—. Yo soy humana.
Eso fue todo lo que Larajin necesitó. Relató a Habrith lo que había pasado en el
Templo de Sune; la curación mágica de sus heridas y el reflejo que había visto en el
estanque. También le contó lo de las mordeduras de las ratas del colector y de su encuentro
con el tréssym. Incluso le habló de la extraña apariencia del Hulorn y de la mágica
aparición de la Besos de Sune, cuya fragancia parecía interesar mucho a los elfos salvajes.
Cuando acabó, Habrith temblaba de emoción.
Habrith dijo dos palabras con un acento fluido, y luego las tradujo:
—Sune y Hanali son rivales en el amor de los mortales, pero comparten una cosa: el
estanque sagrado de Eteraüreo. Aunque las diosas se peleen sobre si son más hermosos los
humanos o los elfos, y a menudo tratan de robarse adoradores la una a la otra, sobre todo si
se es medio elfo, ambas mantienen una amistad. A un mortal le es posible adorar a las dos,
y recibir la bendición de las dos.
A Larajin le daba vueltas la cabeza.
Habrith asintió.
—Y por una diosa humana. Y eso nos lleva a otra cuestión: tu padre humano.
—¿Quién… era?
—Quién es, querrás decir —la corrigió Habrith—. No otro que tu señor, Thamalon
Uskevren.
Las palabras de Habrith tenían sentido. Por eso Thamalon el Viejo se había
enfurecido tanto al pensar que había un romance entre Tal y Larajin. Tal era su hermano, o
su medio hermano. Y también el joven Thamalon. Y la señorita Thazienne era su medio
hermana. ¡Por eso se parecían tanto!
También entendió por qué nunca la habían echado de su puesto de sirvienta, a pesar
de los informes desfavorables del señor Cale. Y por qué el señor había enviado a unos
hombres para llevarla de vuelta al palacio cuando se escapó tras Diurgo.
Incluso así, a Larajin le costaba creer que el viejo señor fuera su padre. Thamalon
Uskevren era un hombre solemne y respetado, de noble cuna e impecable carácter, que
amaba y honraba a su esposa. ¿Qué le habría cogido para acostarse con una bárbara
doncella elfa?
—Tu madre era una mujer muy hermosa —explicó Habrith—. Tan hermosa como tú
llegarás a ser, cuando encuentres tu camino. Su gente la respetaba, a pesar de que aceptó
una simiente humana en su interior.
—¿Por eso me entregaron los elfos? —preguntó Larajin—. ¿Porque era medio
humana?
Larajin miró a Habrith con nuevos ojos. Aquella mujer con aspecto de abuela era
más de lo que parecía. Sabía cosas que una simple panadera no debería saber.
Habrith asintió, y dio unos golpecitos a la luna creciente que le colgaba del cuello.
Larajin se dio cuenta de que debía entender lo que Habrith insinuaba; la luna
creciente representaba algo. Pero no tenía ni idea de qué.
Habrith apartó la mano de su cuello. Rebuscó tras el mostrador, y sacó unas ropas
que le lanzó a Larajin.
—Quítate el uniforme —dijo—, y ponte esto. Eso los despistará. Espérame aquí, y
no abras a nadie. Voy a tener una charla con esos tres elfos que te han estado molestando y
luego volveré.
—Pero…
Después de ponerse la ropa que le había dado Habrith y esperar unos momentos para
asegurarse de que la panadera no la vería salir de la tienda, Larajin se dirigió al Jardín de
Caza a través del colector. Esta vez no vio ninguna rata deforme. Lo único que la hizo ir
más despacio fue su desbocada imaginación. Cada chapoteo a su espalda le sonaba como
los pasos de un elfo de capa verde. Más de una vez se volvió, con un cuchillo de la
panadería de Habrith en la mano, para enfrentarse a lo que resultaba ser sólo una sombra.
En el jardín, se apresuró a ir hasta el lugar donde había visto al tréssym por última
vez. El animal maulló en respuesta a su llamada, pero tan débilmente que a Larajin le costó
oírla.
El gato alado se hallaba junto al árbol, y casi ni alzó la mirada cuando Larajin lo
acarició. Parecía incluso más desastrado que dos días atrás, con el pelo apelmazado, y las
plumas del ala rasgadas. Un gran bulto sobre la parte rota del ala supuraba pus.
—Oh, gatito —exclamó Larajin con lágrimas en los ojos—. Debería haber venido
antes. Lo siento mucho.
Puso la mano sobre el bulto del ala. Lo notó caliente, a pesar de que la criatura
estaba temblando. El tréssym gruñó suavemente, pero no protestó más.
Larajin quería coger a la criatura herida y llevarla al templo, pero tenía miedo de que
si lo movía, el tréssym muriera.
Larajin captó el olor de algo dulce: Besos de Sune. O, como ya sabía, Corazón de
Hanali. La flor no se veía por ninguna parte, El Jardín de Caza estaba cubierto de nieve.
Pero el aroma fue aumentando, como si docenas de minúsculas flores con forma de boca
estuvieran floreciendo de repente.
Lo más sorprendente era que la mano que tenía sobre el bulto brillaba con un halo
rosado. Ese halo salía de la yema de sus dedos y entraba en el tréssym, al ritmo de los
latidos del corazón de Larajin.
Oyó voces que avanzaban en su dirección. Reconoció una: el Hulorn. Todos sus
instintos le dijeron que saliera corriendo, pero continuó concentrada en el tréssym, haciendo
todo lo posible por olvidarse del peligro que se aproximaba. La única señal de su creciente
pánico fue un ligero temblor en sus manos.
—… ese maldito anillo —decía el Hulorn—. Parece cargar con una maldición.
Regenera la carne, pero la retuerce según su oscuro designio.
La otra voz de hombre también le resultó conocida. Larajin ya podía oír la nieve
crujiendo bajo sus pasos.
—Su magia parece estar unida a la de la varita —dijo el segundo hombre con un
suspiro—. No puedo romper la magia de uno sin afectar la del otro. Tendréis que tomar una
decisión: o ambos o ninguno.
—¿Qué importa eso? —repuso el Hulorn—. Nos ha visto juntos. Y ha visto esto. —
Alzó la mano, que era como una garra de ave, hacia su rostro.
—¿Debo?
El Hulorn puso una mano sobre el cayado. Por un instante, Larajin pensó que había
sido perdonada.
Con un fuerte aullido, el tréssym se lanzó al aire y voló hasta la copa de los árboles.
Larajin se quedó con las manos alzadas y suplicando por su vida.
El extremo del cayado del hombre oscuro crepitó de fuerza mágica. Chispas negras
surgieron de la punta, Larajin comenzó a volverse, pero sabía que nunca podría escapar. Por
el rabillo del ojo vio que un rayo de fuerza negra salía del cayado…
En el mismo instante, alguien se lanzó desde detrás de un árbol. Larajin sólo lo vio
de refilón: capa verde, trenza con una pluma en el extremo, rostro alargado y tatuado. El
rayo dio al hombre en el pecho. El elfo salvaje gritó de agonía, y el cuerpo le quedó rígido.
De los dedos de las manos y a través de las botas comenzaron a salirle chispas, luego la
ropa y el pelo se le separaron a jirones del cuerpo. El cuerpo abrasado cayó al suelo,
humeando sobre la nieve.
—¡Corre! ¡Corre!
Larajin se coló por una de las entradas de servicio del Palacio de las Tempestades,
aún jadeando después de haber cruzado la ciudad a la carrera y apestando a cloaca. No
había visto ninguna señal de que la siguieran, ni la guardia del Hulorn, ni el mago oscuro,
ni siquiera los elfos salvajes. Estaba bastante segura de que el Hulorn no sería capaz de
identificarla si la volvía a ver, porque los nobles tendían a ver sólo el uniforme y no al
criado que había debajo. Pero eso no significaba que estuviera a salvo.
Mientras se quitaba las botas llenas de barro y se secaba el pelo con una toalla,
Larajin oyó unas voces que venían de la escalera que daba a la zona principal de la
mansión. Debía de ser el señor en medio de otra discusión de negocios, una reunión muy
importante en la que se suponía que Larajin debía servir.
Larajin oyó como un rasguño en la puerta tras ella. La abrió y vio al tréssym junto a
la pieza de hierro con dientes que servía para limpiar de nieve las suelas de los zapatos. El
gato alado entró en el Palacio de las Tempestades como si hubiera vivido siempre ahí, y se
frotó contra la pierna de Larajin.
—¿Qué hace esa criatura aquí? Esa es una mascota muy cara; envíala a lugar del que
haya venido.
El gato alado salió por la puerta mientas el señor Cale cruzaba la habitación. Los
hundidos ojos del mayordomo echaban chispas. Se detuvo y apretó los labios, dedicándole
a Larajin todo su ceño al comprobar que aún no se había puesto el uniforme. Inhaló
profundamente.
—¿Y dónde exactamente —preguntó poniendo énfasis en cada una de las palabras—
has estado?
Larajin vio al tréssym alejarse volando, una mancha de vibrante color en medio de
los copos de nieve, y cerró la puerta.
—Fui a adorar a Sune, señor —contestó con timidez—. El gato alado me ha seguido
desde el templo, y me he pasado todo este rato intentando echarlo.
—Hummm. —El señor Cale pareció aceptar esa explicación—. Ponte el uniforme.
Inmediatamente. Atiende al señor. Hay una reunión importante arriba.
«Soy alguien —pensó para sí—. Alguien por quien los elfos han dado la vida. No
sólo una sirvienta, no un pez fuera del agua, sino… otra cosa».
Todo en la Casa de Uskevren seguía igual, pero para Larajin, todo había cambiado.
El señor Thamalon el Viejo, enfrascado en sus reuniones de negocios y atormentado por
recuerdos del pasado, ya no sólo era su señor. Era su padre, y la gente que había muerto
cuando ardió el Palacio de las Tempestades original eran familia de Larajin. Con la señora
Shamur debía ser muy cautelosa. Larajin no quería ni imaginarse el helado trato que
recibiría si la señora supiera que Larajin era el fruto de una infidelidad de su esposo.
Incluso a Tal lo veía bajo una nueva luz, no sólo como un amigo que
deliberadamente cruzaba la línea que separaban a los señores de los sirvientes, sino también
como a un hermano. Oró para que Tal reaccionara con su tranquilidad habitual ante la
noticia de que eran familia.
Sólo una persona en toda la Casa de los Uskevren no había cambiado a los ojos de
Larajin. El señor Cale seguía siendo la misma persona misteriosa y algo tenebrosa de
siempre.
Larajin pasó junto al señor Cale y corrió a la sala donde se cambiaba el servicio. Por
el rabillo del ojo, vio que la estaba mirando fijamente. Muy fijamente.
Larajin no tenía ni idea de qué futuro la aguardaba. Pero sabía que la respuesta la
esperaba en alguna parte. No allí, en el Palacio de las Tempestades, ni siquiera en el Jardín
de Caza, cuya soledad la había atraído durante todos esos años, sino en otro sitio: entre los
elfos salvajes de la Maraña.