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Sembia es una tierra de riqueza y poder, donde familias rivales compran y venden

todo lo imaginable, incluso la vida.

En este despiadado reino, la familia Uskevren debe mantener la más escasa


mercancía de todas: el honor.

Pero incluso ellos tienen secretos, al menos tantos como enemigos.

Esta antología formada por siete relatos no sólo introduce un reino donde habitan el
bien y el mal y a una familia de atribulados héroes, sino la totalidad del extraordinario
mundo de Reinos Olvidados. Sus aventuras, y las tuyas, comienzan aquí.
Ed Greenwood & Clayton Emery & Dave Gross & Lisa Smedman & Paul S. Kemp &
Richard Lee Byers

El palacio de las tempestades

Reinos olvidados: Saga de Sembia - 1


Título original: The Halls of Stormweather. Sembia: Gateway to the Realms. Book 1

Ed Greenwood & Clayton Emery & Dave Gross & Lisa Smedman & Paul S. Kemp
& Richard Lee Byers, 2000

Traducción: Ignasi Juliachs & Patricia Nunes

Ilustraciones: Raymond Swanland & Terese Nielsen


Una historia en siete partes acaecida entre los muros de la poderosa ciudad de
Sélgont, situada en la costa septentrional del mar de las Estrellas Fugaces, en el reino de
Sembia.

Corre el invierno del año del Arpa sin Cuerdas, 1371 según el cálculo del Valle.
Sembia prospera gobernada por los muchos y opulentos príncipes comerciantes.

Conozcamos aquí a uno de los poderosos señores del comercio en Sembia, y a su


familia, los Uskevren.
EL PATRIARCA

EL CÁLIZ ARDIENTE

Ed Greenwood

—¿Algún otro asunto? —preguntó con calma el señor de la Casa Uskevren mientras
miraba por encima del borde de su copa.

La luz de la lámpara brilló sobre los últimos pedazos de hielo endulzado y los vinos
servidos con ellos. Sólo la leve tensión de su mandíbula tras la copa insinuaba el disgusto
que Thamalon Uskevren sentía por compartir cena, en su propio salón de fiestas, con sus
dos rivales más odiados, además de acreedores.

—Oh, sí, Uskevren —respondió con una indolencia que no engañaba a nadie el
hombre del cabello entrecano y ojos de color esmeralda, tan afilados que parecían lanzar
destellos metálicos—, hay otra cosa. —Presker Talendar sonreía melifluo—. He traído
conmigo a alguien que arde en deseos de conoceros.

Se inclinó hacia adelante uno de los cuatro hombres que hasta aquel momento
habían permanecido en silencio sentados entre Talendar y Saclath Soargyl, el obeso y
sarcástico hijo de un hombre que había tratado de asesinar a Thamalon en seis ocasiones y
contratado, además, al menos a una docena de sicarios para propiciar un súbito final a los
días del señor de los Uskevren. Algo parecido a una sonrisa afloró a su rostro. Ese hombre
era un extranjero y vestía un jubón de paño verde de Mostreviller con leones rampantes. Se
parecía a Perivel, el hermano mayor de Thamalon, desaparecido cuando era joven y
vigoroso, hacía muchos años. ¿Había tenido tiempo Perivel entonces para engendrar a un
hijo en secreto?

Thamalon conocía de vista a los otros tres comensales sentados a su mesa. Uno era
Iristar Velvaunt, un frío mago cuya presencia allí, aquella noche, debía de costarle a los
Talendar como mínimo varios miles de fivestars. Era el encargado de impedir que los
ánimos estallaran y fueran a más… o de conjurar las muchas amenazas que un anfitrión
pudiera esgrimir contra los invitados en su propia casa.

El hombre al lado de Velvaunt era Ansible Loakrin, legislador de Sélgont. Loakrin


era propietario de un rostro tan cuidadosamente inexpresivo como el de Thamalon.

El tercer hombre, el de menor estatura y más grueso de todos los reunidos, era un
sacerdote cuyas prendas lo delataban como sirviente de Lathander, deidad de la creación y
la renovación. Su nombre había escapado a los oídos de Thamalon. Sin embargo, sí que
había visto que varias fuentes de ganso con nueces tostadas y tres jarras de buen vino
habían caído en las manos de ese sujeto, lord Flame de Lathander.

Aquellos tres estaban allí como testigos de las posibles estratagemas que el hombre
de verde y Talendar hubieran urdido, además de contribuir a evitar que se desenvainaran los
aceros.

Thamalon arqueó las cejas fingiendo interés, lo cual distaba mucho de lo que
realmente sentía.

—¿Y ahora que me conocéis…? —apuntó con tacto.

—…lamento la naturaleza tan distante y formal de mi recepción. —El hombre de


verde acabó la frase—. Al fin y al cabo, Thamalon, soy tu hermano.

Se detuvo para dar tiempo a que Thamalon jadeara y lanzara una exclamación de
sorpresa. Pero el señor de la Casa Uskevren sólo le ofreció un silencio calmo, acaso
acompañado del leve arqueo de una ceja.

Antes de que el silencio se extendiera por el salón, aquel hombre de verde se irguió,
y en un tono bajo, que no impidió que lo oyeran los inmóviles sirvientes distribuidos a lo
largo de los muros e incluso la criada que limpiaba el polvo del rincón más alejado de la
estancia, dijo:

—«Que todos aquí sepan la verdad de mi legado. Yo soy Perivel Uskevren, el


legítimo heredero de mi señor padre, Aldimar, y amo de la Casa Uskevren. Esta casa está
sujeta a mi legítimo derecho, sus monedas fluyen según mi deseo, y como yo establezco,
bajo este designio permanecerán los Uskevren».

Aquellas palabras correspondían al antiguo ritual, establecido por las leyes de


Sembia. El señor de un linaje controlaba todas las inversiones y los acuerdos comerciales.
Si en verdad aquel hombre era Perivel, el Palacio de las Tempestades, la admirable
residencia en la ciudad de los Uskevren, tenía un nuevo dueño. En un instante, Thamalon
perdería toda autoridad sobre la fortuna que tan laboriosamente había recuperado, y aquel
extranjero gobernaría de entonces en adelante.

No obstante, había un pequeño detalle que se interponía: Perivel Uskevren había


fallecido hacía más de cuarenta años.

El último recuerdo que Thamalon tenía de su hermano acudió a su mente, tan


diáfano y horroroso como siempre. El Palacio de las Tempestades ardía, y allí estaba
Perivel gritando desafiante en el centro de un verdadero infierno hecho de vigas que se
venían abajo en medio de un fuego devorador; su espada lanzaba destellos mientras se
clavaba en tres —¡tres!— Talendar.
El caballo que montaba Thamalon, la crin chamuscada y las ijadas apestando, reculó
de puro horror. Con relinchos enloquecidos, se precipitó por las negras y gélidas calles,
alejando a Thamalon de las crepitantes llamas y de los gritos de los masacrados.

Cuando la volvió a ver, la casa no era más que un armazón ennegrecido. Sus cenizas
sepultaban los huesos de muchos. Ningún hombre con vida surgía de ellas, ningún cuerpo
al que alguien pudiera dar un nombre. Los sacerdotes interrogaron a algunos de los cráneos
quemados mediante sobrecogedores conjuros y, luego, con satisfacción cansina, se
volvieron para nombrar heredero de la casa a Thamalon Uskevren, y para presentarle la
factura por sus sagradas labores. Estaban seguros de que Perivel había muerto en el
incendio. Obviamente, con el paso de los años, sus respectivos dioses reclamaron a estos
sacerdotes. Sólo quedaba Thamalon.

Así era y había sido siempre: Thamalon Uskevren resistiendo en solitario contra los
enemigos de su familia.

Otra vez solo. Estaba ya muy cansado de aquello. Puede que ya fuera tiempo de
dejarse de formalidades y de soltar al león. Quizá así pudiera llevarse consigo a las tinieblas
a todas esas serpientes que silbaban alrededor de la mansión de los Uskevren.

Pero ahí estaba el problema. Los dioses nunca habían puesto las cosas fáciles a los
sembianos, así que estos nunca podían estar seguros de nada.

—Me imagino, hermano —decía Perivel—, que te estarás preguntando por qué
aparezco esta noche en compañía de unos hombres cuyas familias se opusieron en el pasado
a la nuestra.

Esperó a que Thamalon vociferara o protestara, pero el señor de la Casa Uskevren


no hizo otra cosa que un gesto con la mano para que continuara.

Los ojos del pretendiente relampaguearon. ¿Acaso estaba viendo la rendición en los
ojos de Thamalon? Perivel sacó de su jubón un documento sellado. Sostuvo el pergamino
en alto para que lo iluminara la luz de la lámpara y así todos pudieran comprobar que el
sello estaba intacto. Miró a Presker Talendar, y este le respondió con un solemne
asentimiento de cabeza. Perivel rompió el sello lentamente.

Iristar Velvaunt se movió con la celeridad de una serpiente, se precipitó hacia


adelante para coger con sus largos dedos el brazo del falso Perivel.

Cuando el pretendiente se detuvo, el mago murmuró algo y pasó la otra mano sobre
el documento. Aquella mano dejó una ligera estela azulada que se adhirió alrededor del
pergamino. Todos cuantos estaban en la mesa reconocieron qué era aquello: una protección
para evitar que el pergamino resultara rasgado, quemado o dañado por otros magos.

Luego Velvaunt hizo un gesto para dar a entender que se podía «proseguir», tras lo
cual el pretendiente acercó triunfalmente el documento a la nariz de Thamalon.
Thamalon lo leyó con calma, sin moverse, para no tocarlo. Al parecer, Perivel
Uskevren debía a la Casa Talendar mucho dinero, y había dado garantías si la deuda —
setenta y nueve mil fivestars de oro, ni más ni menos— no se satisfacía en dinero.

Las garantías eran el mismísimo Palacio de las Tempestades, la casa que Thamalon
había reconstruido, vitral a vitral, arco a arco. El señor de la Casa Uskevren no levantó la
vista para ver los pilares revestidos de mármol que se alzaban a su alrededor. Tampoco
perdió un instante echando un vistazo a las exquisitas lámparas de iridiscente vidrio
soplado que pendían sobre la mesa, cuyo coste sobrepasaba con creces incluso el de
aquellos pilares. Sin embargo, la pregunta que formuló mientras observaba el salón
cavernoso parecía dirigirse más a todo aquello que a cualquiera de los hombres sentados a
la mesa a rebosar de jarras. Con tacto, preguntó:

—¿Y cómo es que un Uskevren ha llegado a estar en deuda con los Talendar sin que
nadie en esta casa tuviera noticia?

—Acabo de llegar a Sélgont —respondió el pretendiente—, tras años de cautiverio y


luego como fiel servidor de los Talendar en sus propiedades de la distante tierra de Amn.
Llegué a deber a Presker Talendar el valor de un navío que naufragó cerca de Westgate. Yo
era el capitán y los Talendar los propietarios.

Era hábil. Thamalon no permitió que su rostro trasluciera ni un ápice de la ira que
iba gestándose en él. En los días de su padre Aldimar, la ruina de los Uskevren había sido
tener tratos comerciales con los piratas, un delito considerado por las leyes de Sembia,
entonces igual que ahora, como si de abierta piratería se tratara. Cualquier pago que
Thamalon efectuara a aquel hombre que aseguraba ser su hermano podría ser proclamado a
los cuatro vientos por los Talendar como retribución a un pirata, y como prueba de que los
Uskevren volvían a emplear sus viejos ardides. Fuera o no un pretendiente falso, los
Uskevren caerían igualmente en desgracia. Por ese motivo, aquel pretendiente, fuera o no
Perivel, podía ser tildado de pirata.

En Sélgont, los ciudadanos evitaban a los condenados por piratería, temerosos de


correr la misma suerte: un mes de trabajo duro (por lo común, buceando en el puerto para
taponar filtraciones en los cascos de los navíos, o tallando sillares para reparar las murallas
de la ciudad), tras lo que se amputaba una de las manos a los convictos. A menudo, también
se sentenciaba a los condenados a sufrir la fractura de otro miembro por parte de los
oficiales de los tribunales, herida que se abandonaba a su propia suerte para que, como
rezaba el dicho, «el dolor sirviera de escarmiento».

Con más de sesenta años, Thamalon sufriría un mes de ese horrible trabajo mientras
aquel pretendiente saqueaba las bóvedas de la familia. Y a partir de entonces nadie se
atrevería a hacer negocios con ellos por miedo a que se les creyera piratas. Los Uskevren se
hundirían, y los Talendar se apoderarían de todo. Sin duda harían visitas a Thamalon
Uskevren para atormentarlo con noticias acerca de cuánto habían obtenido con sus
dominios.
Acabaría sus días mutilado y consumido de dolor, atormentado por sirvientes y
mercenarios de los Talendar enviados para hostigarlo por las calles con el solo objeto de
divertirse en sus banquetes al contarlo. Ya había oído que esas prácticas se habían aplicado
a la Casa Feltenent: habían roto, uno a uno, los dedos de un anciano ciego durante varios
meses, por pura y cruel diversión.

En Sembia era demasiado fácil hundir a un hombre.

No era mucho más difícil hacer pedazos a toda una familia; tanto daba lo rica,
orgullosa y de rancio abolengo que fuera.

Su padre había muerto combatiendo contra tal destino. Thamalon no podía


permitirse hacer menos, costara lo que le costase, sin importar que enfermara hasta lo
indecible por ello. Se lo debía a los fantasmas del Palacio de las Tempestades, y a su propia
descendencia, cuyas vidas florecían prometedoras.

Alzó los ojos casi con indolencia, el rostro inexpresivo. Setenta y nueve mil fivestars
de oro era una suma de la que no disponía. Ni tampoco se trataba de una cantidad que
Thamalon deseara que un Talendarle sustrajera de los cofres de los Uskevren, en caso de
que hubiera dispuesto de ella. Sin embargo, si perdía su preciada mansión, la flor y nata de
Sélgont lo evitarían, y a los suyos también; los considerarían pobres, pues cada una de sus
monedas podía estar ya comprometida… y una vez más los Uskevren se verían en la ruina.

La ruina… y extendiéndose por toda la mesa aquellas sonrisas siniestras de esos


hombres que esperaban verle caer en la fatal trampa que habían preparado.

Los Talendar eran la familia más antigua y arrogante de todo Sélgont. No se


rechazaba a la ligera la solicitud de visita por parte de alguno de ellos. Por muy antiguos
enemigos o rivales que fueran —y puede que tuvieran merecida la cruel insignia del cuervo
del pico ensangrentado—, podían alardear de tener contactos comerciales, agentes, e
inversores casi en cada lugar a lo largo del fecundo continente de Faerun. Sólo un idiota
desairaría a los Talendar de Sélgont.

—Confío, hermano, en que me ahorrarás las groserías —dijo enérgicamente el falso


Perivel, rompiendo así el prolongado silencio—. Al fin y al cabo te apodan el Viejo Búho…
y todo Sélgont sabe que Thamalon Uskevren es un hombre de palabra, un hombre para
quien lo prometido es deuda.

A Thamalon casi se le escapó la risa. Ese era su lema en los negocios desde que él
mismo lo dijo en un discurso. Ya en ese mismo momento, cuando pronunciaba esas
palabras, sabía que un día se tornaría contra él.

El hombre que siempre cumplía sus promesas paseó la mirada por la mesa y
permitió que una sonrisilla de suficiencia se le escapara entre los labios y le ahogara un
gruñido, dejando a los comensales preguntándose qué divertido secreto ocultaba. Pero
aquellos eran un Talendar y un Soargyl, se imaginarían que no se trataba más que de una
argucia.

Después de todo, no se habían presentado desprevenidos. Llevaban escudos


invisibles para desviar toda arma que un Uskevren pudiera arrojar sobre ellos. La
expectación brillaba en sus ojos. Ansiaban la sangre de los Uskevren.

Thamalon volvió a mirar aquel pagaré, y dejó que todos aguardaran su suspiro antes
de retirar del pergamino sus destellantes ojos verdes, que clavó en el hombre que aseguraba
ser su hermano.

—Nunca antes te había visto, ni tampoco este documento —dijo al pretendiente—, y


tu firma no se parece a ninguna otra que haya visto en nuestros registros. Demuéstrame que
eres Perivel Uskevren.

La última frase, rotunda, cayó en aquel tenso silencio como un guante arrojado en
reto. Los hombres alrededor de la mesa se inclinaron hacia adelante presos de excitación.
Los ojos de Presker Talendar y Saclath Soargyl brillaban complacidos.

Thamalon evitó mirarles en todo momento; los ojos del señor Uskevren estaban fijos
en la mirada del hombre que decía llamarse Perivel Uskevren. Thamalon no desvió la vista
un ápice mientras con sumo cuidado devolvía el documento al mago, no al pretendiente
Velvaunt aceptó el pergamino con una sonrisa sarcástica. Pero dada la atención que los
otros le prestaban, bien pudiera haberse ahorrado el esfuerzo.

La leve sonrisa que se le dibujó a Perivel en los labios se mantuvo mientras le


devolvía la mirada a Thamalon. Sus fornidos hombros se encogieron al tiempo que abría las
manos y decía:

—Tráeme el cáliz.

El sarcasmo de los ojos de Perivel era una expresión de puro triunfo que informaba a
Thamalon de dos cosas: que aquel no podía ser su hermano —cuya sonrisa de regodeo era
del todo distinta— y que aquel impostor, quienquiera que fuera, estaba convencido de que
podía demostrar que era Perivel Uskevren. El hermano mayor de Thamalon, el señor de la
Casa Uskevren, con poder para comprar, vender, y perder los bienes muebles de esta, había
muerto calcinado unos cuarenta veranos atrás.

La mano de Thamalon no tembló mientras dejaba la copa sobre la mesa. Con la


campanilla llamó al mayordomo, quien se personó de inmediato.

—Cale —le dijo el patriarca con tranquilidad—, tráenos el cáliz.

Mientras el mayordomo inclinaba su calva y se daba la vuelta en silencio para


cumplir lo solicitado, el triunfo en los ojos de Perivel se tornó fuego. Las yemas de los
dedos de Thamalon palparon el familiar mango del puñal que llevaba sujeto a su antebrazo,
bajo las mangas. Acarició aquel duro y prometedor acero templado, un hábito adquirido
mucho tiempo atrás. Había comenzado la batalla.

No demostraba nada el hecho de que el hombre que decía llamarse

Perivel Uskevren supiera de la existencia del cáliz. La mitad de las más antiguas
Casas de Sélgont habían oído hablar del Trago de los Uskevren. Mucho tiempo atrás, el
mago de Phaldinor Uskevren, Helemgaularn de los Siete Rayos, había lanzado un hechizo
para evitar que los jaraneros se bebieran el aguamiel del señor. Más tarde, el conjuro fue
alterado para que sólo los que llevaran sangre Uskevren pudieran tocarlo con las manos
desnudas, sin quemárselas al instante.

La primera vez que Thamalon vio la austera gran copa de metal, esta ardía, o quizá
presentaba combate escupiendo llamas. Allí, solo, oscuro y fantasmagórico, flotaba el cáliz
en el aire entre los rugientes fuegos que devoraban el Palacio de las Tempestades.
Thamalon lo miraba preso de asombro, antes de que su tío abuelo Roel irrumpiera entre el
humo, furioso, para arrancarlo del fuego, de la muerte y de los sueños hechos pedazos.

El cáliz había sido una de las pocas cosas que se habían rescatado de las cenizas.
Como si tal cosa, apareció encima de un montículo carbonizado en lo que una vez fueron
las habitaciones de la servidumbre y los propios criados.

Entonces, el Palacio de las Tempestades se había desplomado. No debía caer de


nuevo.

De algún modo, la luz del sol que fluía por los ventanales del reconstruido gran
salón pareció tan dorada como cuando atravesaba los ventanales del palacio original. En
aquel entonces, la luz bañaba mapas, documentos y las laboriosas copias de Thamalon,
mientras el anciano Nelember instruía a un callado y escarmentado hijo de los Uskevren
acerca de la historia de su familia.

Una historia que había empezado en algún otro lugar del que su anciano tutor daba
noticia precisa. Pero lo fundamental era que zarparon en barcos con dirección a Sélgont,
para allí prosperar y enriquecerse bajo Phaldinor Uskevren.

«Demasiado audaz para esconderse», aquel era el significado del nombre de la


familia en algún idioma olvidado. Ciertamente, Phaldinor era como un oso, un hombre de
modales toscos que sólo sabía ir de refriega en refriega, sin amedrentarse. Era un hombre
que valía tanto como su palabra, como muchos pudieron comprobar para bien, y algunos
para su desgracia. Phaldinor el Oso había empleado las monedas que depositaron en sus
manos unos mercantes cuyos barcos navegaban por el Mar de las Estrellas Fugaces para
patrocinar expediciones armadas a los picos que rodean el Valle Alto, y cavar minas bajo la
amenaza de las mandíbulas y las garras de las bestias que hacían de los Stormfangs un lugar
tan peligroso. Aquellas minas produjeron suficiente oro y plata para hacer de los Uskevren
los propietarios de gran parte de Sélgont, y permitieron a Phaldinor construirse un palacio.
Hombre directo, le puso el nombre del aspecto que ofrecía: El Palacio Negro.
Thamalon nació en aquella mansión tan extensa como vulnerable, hecha de huertos
y jardines, y fue testigo de cómo Sélgont roía lentamente cada uno de los campos y sotos de
sus terrenos, llenando así las arcas de la familia, pero chamuscando pequeñas porciones de
su corazón con cada árbol caído y edificio nuevo. Por este motivo se desató su locura,
producto de la rebeldía juvenil, de la que se desprendió, apenas unos meses antes de que las
llamas reclamaran la gran mansión de los Uskevren.

El remilgado y prudente Nelember había penetrado en el caos en que se hallaban el


corazón y la mente de Thamalon, y le forjó, con tanto esmero como un buen albañil, una
sólida base hecha de orgullo.

Pero aquella familia también tenía defectos. El primogénito de Phaldinor,


Thoebellon, era alto y muy apuesto. En palabras del anciano Nelember, «se parecía más a
un rey de lo que muchos de ellos lo han aparentado nunca». Asimismo, practicaba la caza,
era mujeriego y un borracho que despilfarraba vastas sumas de la fortuna familiar en la
caza del dragón, un deporte en el que los mejores de los Uskevren (afortunadamente para
él) fracasaban estrepitosamente.

Con mucho más éxito, daba caza a presas más tiernas, dejando un rastro de padres
ultrajados y madres escandalizadas a lo largo de toda la zona meridional de Sembia. Ese
error muy bien pudo acelerar su perdición.

Cierta noche, alguien a quien nunca pudieron encontrar, ni tan siquiera identificar,
apuñaló a Thoebellon en un bosque mientras cazaba un venado. Su hijo Aldimar se
convirtió en el señor de la Casa Uskevren.

Aldimar era el severo padre de Thamalon. Sus ojos eran tan duros e implacables
como dos puntas de espada, y hablaba a sus traviesos hijos si no era para tratarlos con
desprecio mordaz.

Nelember había visto cómo se endurecía el rostro de Thamalon cuando hablaban de


su padre y había ido a por el cáliz, guardado con llave en una vitrina, al final de la estancia.

—Pensad en vuestro padre y tocadlo —había ordenado el anciano.

Nunca antes se le había permitido acercarse a la reliquia familiar, que la


servidumbre llamaba El Cáliz Ardiente. Más por curiosidad que por otra cosa, Thamalon lo
tocó.

—Tío —dijo el joven tartamudeando y parpadeando—, ¿podéis contar monedas?

El gran oso que era aquel hombre eructó, agitó una mano peluda de toscos dedos y
respondió con voz resonante:

—A puñados… ¿por qué?


—Tío Roel —contestó Aldimar, exasperado—, este arcón estaba lleno ¡hace diez
días! Rebosante del dinero de Chassabra, la paga de la servidumbre de un año. ¿Dónde está
ahora?

Roel eructó de nuevo, atronadoramente.

—Se ha ido —admitió con tristeza.

—¿Adónde?

Aquel hombre con aspecto de plantígrado levantó la copa, que nunca estaba lejos de
su mano, y le dio la vuelta ante Aldimar. No cayó nada. Estaba vacía.

Thamalon se vio de vuelta en el gran salón, otra vez joven y empapado de frío sudor,
parpadeando ante el cáliz, que reposaba en la mesa en lugar de estar en la mano de Roel.

Sin mediar palabra, Nelember le pasó una jarra con algo caliente, húmedo, y
relajante —caldo de faisán— y pronunció unas sencillas palabras:

—Los padres ricos siempre tienen que tomar estas decisiones sencillas, ¿no?

Thamalon miró fijamente a su maestro, y luego de nuevo al cáliz. Tras un largo


silencio, masculló:

—Explicádmelo. Seré todo oídos. No pienso tocar eso nunca más.

El viejo tutor sonrió sombríamente y dijo:

—Pensad en ello como si fuera la única verdad cuando todo sea incierto.

Thamalon escuchaba y aprendía. Aldimar había sido un joven sereno y estudioso


que permitió que sus ruidosos tíos Roel y Timavon, rudos jinetes, gobernaran los asuntos de
los Uskevren, hasta que Tivamon acabó asesinado en una taberna a manos de media docena
de borrachos, ninguno «noble». Al día siguiente de sellarse la cripta con el féretro del
difunto, el hasta aquel momento tranquilo Aldimar desposeyó a su tío Roel de toda
responsabilidad y asumió el control de la familia.

Por aquel entonces, Aldimar era tan joven como inexperto, aunque con suficiente
formación y astucia como para dirigir una familia. Todo cuanto le aterraba era la venganza
de Roel, pero el viejo oso gruñó dos o tres veces y se lo tomó bien. Todas las horas que se
mantenía despierto (en lugar de tan sólo la mitad) las dedicó a perseguir a mozas, a beber, y
a caerse, borracho, de la silla de montar mientras cabalgaba de un pabellón de caza a otro.

A su debido tiempo, Aldimar tomó esposa, Balantra Toemalar, una muchacha de


belleza extraordinaria y de voz suave con un linaje tan antiguo como respetado, aunque de
fortuna en decadencia, el de los Saerlunan. Tuvieron dos hijos, Perivel y Thamalon, antes
de que un tercer alumbramiento la matara a ella y a la hija que venía. Thamalon recordaba
sobre todo sus canturreos, sus oscuros ojos brillando como estrellas, y su larga cabellera
cayendo libre.

El hijo mayor, Perivel, era el favorito de su padre, un joven apuesto y fornido, una
réplica exacta del jinete que era su tío abuelo Roel, pero inteligente y sagaz como el propio
Aldimar. Thamalon se convirtió en el observador callado y estudioso a la sombra de su
hermano… y, después de la instrucción que recibió de Nelember, una vez que sus días
desenfrenados llegaron a su fin, en el administrador de las finanzas. Le tenía auténtico
pavor a los arcones vacíos.

Bajo Aldimar, el clan de los Uskevren conoció una nueva prosperidad, que
sobrepasaba incluso la antigua grandeza alcanzada. Aldimar contrajo segundas nupcias y no
dejaba de adelgazar ni de irritarse cada vez más, al tiempo que su poder lo hacía el rey sin
corona de Sélgont. Perivel consideró muy seriamente conquistar Battleday. Este
controvertido reino al noreste de Sembia sería la provincia de Perivel, el «granero del
reino» así como su fuente de inagotables riquezas.

Entonces, todo se desmoronó. Un pirata moribundo reveló el oscuro secreto de


Aldimar. Pese a todos los acuerdos sobre tierras y préstamos legales a comerciantes y
vendedores ambulantes, la fortuna de los Uskevren se basaba en la piratería. Si bien
Aldimar y su familia poseían una flota, los Uskevren compraban navíos para los piratas,
protegían los bienes procedentes de los botines y, en consecuencia, prosperaban gracias al
contrabando y al oro pirata.

Como una bandada de lobos dando vueltas en torno a un venado herido, las familias
rivales se precipitaron para asestar el golpe mortal. Enemigos en los negocios como los
Soargyl y los Talendar, nuevos ricos como los Baerodreemer y los Ithivisk, contrataron a
brujos para desvelar la verdad. Cuando Aldimar ignoró sus visitas y se negó a presentarse
ante los Probiters, a los que se quejaron, se reunieron para planear la guerra; tras largos
debates, se pusieron de acuerdo e inmediatamente atacaron el Palacio de las Tempestades
con el objetivo de atrapar o asesinar a Aldimar.

Por supuesto Aldimar Uskevren los desafió.

Con un fogonazo acompañado de un gran estruendo que hendió la noche, la guardia


de los portalones y su garita voló por los aires entre llamaradas azules.

—¿Qué es eso, por todos los dioses? —gritó Perivel, levantándose de la partida de
chethlachance y desperdigando las piezas del juego por todo el tablero, cosa que obligó al
anciano Nelember a huir agachado, temeroso de la peligrosa oscilación de la espada
envainada del heredero.

—A menos que me equivoque —dijo el padre de Perivel mientras permanecía rígido


ante los ventanales—, son nuestros amigos de las Casas Soargyl y Talendar, que vienen a
visitarme. Pero parece que han olvidado llamar a la puerta.
—¡Esos pordioseros! —Preso de furia, a Perivel casi le faltaba el habla. Un
sembiano no podía proferir mayor insulto que la palabra escogida por él.

—Padre —urgió Thamalon, tras tirar su libro al suelo—, ¿qué vamos a hacer?

Aldimar Uskevren se encogió de hombros; el desánimo que el gesto evidenciaba


hizo que ambos hijos, boquiabiertos, se quedaran mirando al padre horrorizados.

—Sólo podemos luchar —respondió Aldimar—, y vender caras nuestras vidas. Si


dos de nosotros perecen, atended, el tercero debe huir para que el nombre de los Uskevren
permanezca vivo hasta el día en que podamos vengarnos de esta afrenta. Ya no tengo ni
fuerza ni ganas para huir. Hagamos que esto sea un desenlace para mí.

De una de sus mangas sacó una varita, y un gran puñal de la otra, y avanzó a
zancadas sin ver las aturdidas miradas que ambos hijos se intercambiaban a sus espaldas.

Hacía tan sólo un instante, ambos estaban pasando la tarde en espera de que su padre
les confiara los detalles de sus últimos planes. Esperaban a que les dijera a qué elevada
cifra ascendían los sobornos que tendría que pagar para evitar el encarcelamiento por el
escándalo de los piratas. Ahora, todo parecía indicar que se iban a enfrentar a un asedio
fatídico, viendo muy de cerca la tumba que esperaba a su padre… y acaso la de ellos
mismos.

Abajo resonaban ahogados gritos y un gran estrépito. De súbito, el sonido de pies


corriendo frenéticamente castigó los oídos de los tres, al tiempo que la guardia de palacio se
ponía a cubierto con dificultades. Aquellos sonidos parecían recordarle algo a Aldimar.

—¡Nelember! —ordenó el señor de la Casa Uskevren sin girar la cabeza—, haced


que lady Ilrilteska y sus doncellas se pongan a buen recaudo tan rápido como podáis. Si es
posible, lleváosla a Storl Oak por la mañana, pero salid inmediatamente de la ciudad, con
independencia de cuanto ocurra aquí. ¿Habéis oído?

El anciano tutor, tan pálido como la cera de las velas cercanas, tuvo que tragar saliva
dos veces antes de poder jadear:

—Sí, señor. A Storl Oak.

Fuera lo que fuese lo que Aldimar dijo a continuación, se perdió en el estruendo


ensordecedor causado por el derrumbe del techo de la antesala, al que se sumaron los
alaridos, provenientes de abajo, de las sirvientas de la despensa. Escupiendo chispas,
ascendieron rayos y relámpagos desde los niveles inferiores dirigidos a los tres Uskevren.

El señor del Palacio de las Tempestades saltó hacia atrás y miró a un lado y a otro.
Fijó sus ojos centelleantes en lo que vio y chasqueó la lengua.

—Alejaos de mí, ¡los dos! ¡Qué futuro habrá para la Casa Uskevren si un rayo nos
parte a todos! ¿Eh?

Perivel movió la cabeza, no daba crédito. Ambos hijos intercambiaron miradas de


nuevo y, obedientes, comenzaron a separarse. Thamalon, con la boca abierta y sin decir
palabra, se limitó a observar aquel horror que tan rápidamente aplastaba su mundo.

Unas cabezas se agitaban en medio de turbulentas nubes de polvo en la parte de


abajo, cabezas enfundadas en yelmos que subían resueltas por los anchos escalones.

—¡Aldimar Uskevren! —gritó un hombre—. ¡Villano y pirata! ¡Ríndete!

Aldimar alzó una mano ordenando silencio a sus hijos, y él se plantó en el arranque
de las escaleras al tiempo que enfundaba de nuevo el puñal y agitaba una segunda varita
que había sacado de una manga.

Igual que la varita que ya tenía a punto en la otra mano, se trataba de un arma que
ninguno de sus hijos había visto antes; ni siquiera tenían noticia de que su padre hiciera uso
de ellas.

Una lanza hecha de mágico fuego negro ascendió desde abajo para ir a dar,
acompañada de chisporroteos, a la cabeza de Nelember, que desapareció entre sus hombros.
Mientras su cuerpo danzaba y se tambaleaba en medio de espasmos, otro grito proveniente
de abajo se abrió camino. Los tres Uskevren sabían muy bien de quién se trataba.

—¡Aldimar! —rugió Rildinel Soargyl, su voz tan profunda como los resoplidos del
toro al que se parecía—. ¡Eres hombre muerto! Eres demasiado cobarde para rendirte o
luchar. Juro que vamos a arrasar este lugar hasta que te encontremos o mueras aplastado
bajo sus ruinas. Por todas las monedas que Waukeen haya olvidado, ¿dónde estás?

—¡Aquí, Rildinel! —gritó Aldimar, con el mismo tono burlón de una muchacha que
hace escarnio de alguien que la busca—. ¡Aquí!

Cuando su viejo amigo Nelember se desplomó en el suelo tras él, cobraron vida las
dos varitas que obraban en las manos de Aldimar, inundando la escalera con un torrente de
fuego.

Los hombres armados que subían por los escalones proferían desgarradores gritos
mientras morían abrasados, al igual que sus espadas y armaduras. Detrás de los guerreros,
una figura de ropajes oscuros se tambaleaba entre los fuegos y sus tinieblas, que ahora
remitían. Un instante después, lo que quedaba de la antesala estalló y salió proyectado hacia
el cielo. La explosión lanzó hacia atrás a los tres Uskevren, castigando sus oídos con un
terrible zumbido. Al parecer, algún mago no había contado con la magia de Aldimar.

Una cabeza greñuda, oscura y húmeda de sangre rebotó por los escalones hasta
quedar al lado de las botas de Perivel momentos después. Los tres hombres conocían aquel
rostro de mirada fija. Daba la impresión de que también Rildinel Soargyl había sido pillado
por sorpresa.

Ya nada volvería a sorprenderle ni a inquietarle.

—Hijos míos, me parece que la Casa Soargyl ya tiene un nuevo dueño —murmuró
Aldimar con sarcasmo—. Veamos si podemos darles otro antes de que alumbre la mañana.
La ambición bruta se merece su justa recompensa.

Mientras Perivel reprimía una risa por la macabra ocurrencia, las varitas de su padre
volvían a escupir fuego.

Tras la segunda avalancha de llamas, tan sólo se oyeron algunos gruñidos. De más
allá de las estancias privadas destrozadas se acercó un renovado estallido de furia, y la
delicada torrecilla de Ladyspire se vino abajo lentamente ante la mirada de los Uskevren,
mientras sus pequeñas ventanas arqueadas escupían llamas.

Thamalon percibió el cambio en el rostro de Aldimar, y tragó saliva.

—Estoy seguro de que ella está en otro lugar, padre —dijo—. El…

Otra explosión sacudió los peldaños que pisaban, un instante antes de que se
desplomara la torrecilla. Y se vieron lanzados contra el muro más próximo. El polvo de las
junturas de aquellos pesados sillares se arremolinó mientras retrocedían trastabillando y se
alejaban de aquellos muros que se estremecían igual que si estuvieran vivos.

Perivel desenvainó la espada con un gruñido.

—¡Están destruyendo el palacio!

Aldimar asintió con tristeza mientras el atronador rechinar de la piedra se alzaba, y


reverberaba alrededor de los tres Uskevren. Estos lucharon por tenerse en pie y caminar una
vez más.

—Los Talendar pagan bien a sus magos —observó el patriarca cuando fue de nuevo
posible hablar y oír—. Ese anhelo por usar toda esa brujería oculta debe consumirlos. Pero
¡mirad! ¡Aquí estamos! ¡Somos unos villanos y unos traidores cuya presencia ya no es
posible tolerar en Sélgont ni un segundo más! —La sonrisa que cruzó su rostro era de lo
más ominosa.

»¡Dad con ellos, hijos míos —ordenó—, y rajadme a algunos magos! ¡Que lamenten
encontrarnos!

A zancadas, Perivel se dirigió a las escaleras para descender, pero el señor de la Casa
Uskevren puso una mano en su codo y lo arrastró hacia atrás. El hijo quedó perplejo por la
fuerza de la garra de su padre.
—No vayas abajo, te están esperando —dijo Aldimar con brusquedad—. ¿De qué
me sirve un heredero muerto?

Durante un oscuro instante, pareció como si Perivel fuera a devolver a su padre el


gruñido con intereses, pero ese momento se desvaneció, y asintió lentamente.

—¿El pasadizo que lleva a las bóvedas? —preguntó Perivel con una feroz sonrisa—.
¿Salimos hacia los establos y los rodeamos para sorprenderlos por detrás?

—Hermano —se apresuró a decir Thamalon, señalando un ventanal destrozado—,


creo que ya están merodeando por los establos. El…

Un destello azulado de luz mágica se enroscó casi con pereza, proveniente de las
manos alzadas y extendidas de una figura sombría que se hallaba en el patio de abajo. La
luz se abrió camino a través del polvoriento caos que eran los restos de la torrecilla de
Ladyspire, hacia la enorme herida causada en los muros de la casa debido a su derrumbe.

A través de aquel agujero podían verse ocho hombres de la guardia de la Casa de


Aldimar con espadas y lanzas en mano, quienes estaban inspeccionando en cada esquina y
rincón de las estancias destrozadas.

—¡No! —rugió Aldimar—. ¡Idiotas, os masacrarán! ¡Atrás! ¡Atra…!

Su voz se fue apagando por lo fútil del intento. No tenía artes mágicas con las que
hacerles llegar cuanto les decía, y ya no había modo de salvarlos. Las mortíferas llamaradas
avanzaban por la sala inexorablemente. Mientras los tres Uskevren las observaban con
desaliento, el resplandor azul se abrió paso por la sala como un oleaje causado por una
tormenta. Barrió muebles y rígidos cuerpos caídos, rompió en mil pedazos lámparas y
espejos, y arrojó al suelo estatuillas.

—Las garras… airadas… de Tymora —jadeó Perivel, mientras los tres veían aquella
luz mágica, devoradora de todo, abrirse paso a través de la mansión, fundiendo los muros
de piedra como si fueran de mantequilla—. ¿Cómo vamos a luchar contra eso?

—Destruyendo su fuente —le respondió su padre secamente al tiempo que apuntaba


a través de un ventanal roto—. ¡Así!

El anillo de la mano con que señalaba cobró vida, y el mago responsable de la llama
azul comenzó a dar alaridos y a tambalearse agónico, su cabeza ardiendo como una tea. Los
hijos de Aldimar miraron a su progenitor con renovada sorpresa. A lo largo de los años,
¿qué más había aprendido en secreto su padre, que decía rechazar la magia porque la
consideraba un sinsentido?

—Padre —preguntó Thamalon—, ¿no es esta vuestra última oportunidad de


enseñarnos algunos conjuros de combate?
Aldimar se quedó mirándolo.

—Espero haber muerto antes de que la mañana apunte, pero que los dioses me
confundan si tengo intención alguna de ilustraros sobre tal particular.

—No nos deben quedar más que un puñado de hombres de la guardia —dijo
Thamalon con apremio—. ¡Puede que sólo quedemos nosotros tres!

Su padre se encogió de hombros.

—¿Y qué? Mientras estemos, lucharemos, hasta que no quede más que uno de
vosotros dos para escaparse. La Casa Talendar tiene tantos magos que lo último que deseo
es que uno de vosotros huya dejando unas huellas demasiado evidentes por haber usado la
magia… Seríais rastreados mediante conjuros y finalmente atrapados.

Se volvió hacia el ventanal en el preciso momento en que este estalló con una
tormenta de fragmentos de cristal igual que dagas y lenguas de fuego.

Aldimar se tiró al suelo, dejando que el estallido lo arrastrara dando vueltas a través
de la estancia al tiempo que gritaba:

—¡A tierra!

Perivel dudó apenas un instante antes de lanzarse al suelo siguiendo a Thamalon.


Estaba a punto de besar el pavimento cuando algo resplandeciente surgió sobre la terraza,
igual que una enorme ola impacta en la playa y se esparce tierra adentro. Hubo un gran
estallido luminoso en la habitación.

El suelo se levantó para golpear el mentón de Perivel, haciendo que sus dientes
castañetearan. El aire estaba tan caliente que causó ampollas en sus mejillas y aulló en
torno a él.

Cuando pudo ver de nuevo, un fuerte olor a chamuscado invadía el aire, y pequeños
fuegos danzaban a lo largo de los muros y el techo.

En algún lugar frente a él, su padre profirió un sonido quejoso.

—¿Padre? —llamó.

—Ese soy yo —dijo con una voz tan crispada que Perivel apenas la reconocía.

El primogénito se creció ante la situación. La habitación parecía inclinarse y girar en


torno a él, pero intentó avanzar. Era como ir tropezando a lo largo de la cubierta de un
barco que diera rumbos en la peor tormenta imaginable. Una neblina roja parecía formarse
alrededor de los bordes de su campo visual. Tras él, podía ver a Thamalon agarrarse al
pavimento y, debilitado, reptar por encima de los restos punzantes de lo que escasos
momentos antes había sido una silla dorada. Había sangre por toda la cara de su hermano.

—Perivel —exclamó el señor del Palacio de las Tempestades desde algún lugar en
aquel caos lleno de polvo irrespirable—. ¡No te acerques! —La voz de su padre era bronca
y transida de dolor, aunque por lo menos volvía a parecer la de Aldimar Uskevren.

—¿Padre? —llamó Perivel al tiempo que pasaba por encima de unos muebles
destrozados y buscaba la espada a tientas.

—¡Perivel, estate quieto!

La brusquedad de la orden hizo que Perivel se detuviera, parpadeara y tratara de ver.


Y distinguió cómo otra torreta, desgajada de su lugar por un conjuro, iniciaba su caída. Su
ensordecedor impacto causó un gran temblor. La hilera de ventanales había desaparecido,
así como el muro del jardín.

La mente de Perivel, aunque confusa, no dejaba de pensar. En algún momento, en el


curso de sus cavilaciones, cuando otro hechizo obligó a la noche a retirarse, cayó de
espaldas y al darse la vuelta se encontró con Thamalon, que se arrastraba hacia él. El más
joven de los Uskevren parpadeaba ante su hermano. Tenía el rostro empapado de sangre. En
una de sus manos llevaba la espada que había perdido Perivel.

—¡Hermano! —jadeó—. Y…

Lo que quiera que dijera a continuación se desvaneció. Su padre murmuró algo


inaudible que fue creciendo hasta convertirse en una explosión de profunda pena y furia,
que pareció elevarse como una ola que se precipitara hacia la orilla.

Ambos hermanos cayeron, para, a continuación, jadear debido al nuevo dolor que
sentían mientras se veían arrastrados por encima de tantos muebles astillados.

Fueron a parar contra una estatua caída, cuyos brazos se habían perdido, la cual
representaba a una mujer alada que siempre había desplegado más picardía que modestia, y
se vieron de nuevo frente al muro desaparecido y a su padre.

Aldimar Uskevren se hallaba a horcajadas sobre un creciente y ondulante montículo


de piedra, igual que un jinete apremiando al galope un caballo en una carrera. Se alejaba de
ellos, curvado sobre las baldosas del piso, que fluían como si estuvieran hechas de savia o
jarabe y no de dura piedra, elevándose como sobre una mágica cresta de agua.

Se dirigía hacia la gran abertura donde habían estado las ventanas de las estancias
privadas, hacia los patios de abajo donde estaban los magos de los Talendar y los Soargyl.
Las piedras que con él iban emitían terribles rechinares, cavernosos y chirriantes, que a
punto estuvieron de ahogar la inusual vocecita proveniente de Aldimar.

El señor de la Casa Uskevren canturreaba con satisfacción.


—¿Padre? —gritó Perivel—. ¿Qué estáis haciendo?

—Morir, hijo —dijo Aldimar mientras el flujo pétreo le llevaba hacia los cielos—.
Estoy ocupado en mi muerte. Por favor, ahora no me molestéis.

Los hijos del señor de los Uskevren se vieron agarrándose a los pilares y a los
bordes de los sillares quebrados que rodaban para no ser arrastrados por el alud de piedras
que estaba cayendo. En aquel momento, Aldimar estaba muy por encima de ellos; la
trémula ola de piedra ocultaba la luz de la luna.

Se oyeron gritos provenientes de los pisos inferiores, y se produjeron destellos y


crepitaciones por la acción de varios conjuros. Uno de ellos lanzó una maraña de rayos que
se abrió camino lentamente hacia la enorme lengua de piedra ascendente. Los hijos de
Aldimar le vieron tambalearse y retorcerse mientras aquellos dedos azulados le pasaban por
encima.

—¡Padre! —gritó Perivel—. ¿Por qué hacéis eso?

El señor de la Casa Uskevren se giró para mirar abajo, hacia sus hijos.

—Al final, un hombre no es sino el recuerdo de cuanto ha hecho —gritó—. ¡Los


hechos derivados de sus promesas! No lo olvidéis ninguno de los dos. ¡Los Uskevren
cumplen sus promesas!

Les hizo un gesto con la mano que se convirtió en una señal terminante de la magia
que poseía, y la lengua de piedra se desplomó con una velocidad tan súbita como terrible.

Cuando aquel puño de piedra golpeó el suelo, las ruinosas estancias privadas se
estremecieron. Perivel y Thamalon corrían y tropezaban con desesperada precipitación.

Alcanzaron a contemplar cómo aquel terrible impacto transformaba a Marmaeron


Talendar, señor del linaje, casi treinta hombres de armas y los magos contratados que lo
rodeaban, en sangrantes despojos. Pudieron ver el cuerpo contorsionado de su padre
tambalearse sobre las ruinas, consumido por la intensa y apresurada energía vertida en el
hechizo que había desplegado. Oyeron el último y atronador grito de Aldimar:

—¡Morid Soargyl! ¡Morid Talendar! Y enteraos bien: ¡los Uskevren cumplen sus
promesas!

Aquellas palabras fueron como un rugido que se elevó por encima del creciente
polvo, un alarido magnificado por la magia después de que los labios que lo habían
pronunciado ardieran hasta no dejar rastro. Aldimar Uskevren había desaparecido para
siempre.

Perivel y Thamalon, ahogados en lágrimas, clavaron la mirada en el patio lleno de


escombros. Nada se movía allá, a no ser el polvo enroscándose perezosamente y un pájaro
herido que, revoloteando, se alejó de una fuente destrozada. El ave se alzó con el
abatimiento de los consternados, hacia las estancias ruinosas donde la guardia había
muerto, para desaparecer de la vista.

—¡Padre! —suspiró Thamalon—. ¡Seréis vengado! ¡Lo juro!

—¡Lo juramos! —añadió Perivel con una voz que sonó como diamante cortando
cristal. Elevó la mano y saludó a su padre con la espada que sostenía. No era su acero, que
Thamalon había vuelto a perder en algún momento, sino una simple espada de combate que
colgaba en una de las estancias privadas desde hacía tanto tiempo que ninguno de los
Uskevren era capaz de recordar.

Un destello azul recorrió toda la hoja para concentrarse en una nube de


chisporroteos en la punta. A continuación, lanzó un rayo que cruzó el patio. Perivel y
Thamalon intercambiaron miradas atónitas.

—Me pregunto qué otros secretos debe albergar esta mansión —dijo en susurros el
menor de los hermanos al tiempo que observaba las runas brillar a lo largo de la espada de
Perivel.

Su hermano le dirigió una mirada lúgubre.

—No te preocupes —masculló Perivel—. Es poco probable que permanezcamos


vivos lo suficiente como para averiguarlo.

Dirigió la espada hacia la distante fuente, apretó la mandíbula y observó cómo se


desmoronaba en medio de rayos y destellos.

En otra parte del Palacio de las Tempestades, otro joven airado con espada observó
enfurecido los rayos y gruñó:

—Creí que dijiste que no quedaba nadie vivo ahí detrás.

El hombre barbudo jadeaba y sangraba; se había dejado caer, abatido, de espaldas


contra un pilar del portón. Se estremeció cuando su maltrecho brazo volvió a dolerle
horriblemente; agachó la cabeza, resistiendo el suplicio. Cuando el hombre con la espada lo
pateó, impaciente, sollozó.

—Im… Imploro vuestro perdón, lord Talendar —masculló el herido—, pero dije la
verdad. Allí no había nadie más que yo y un buen montón de piedras cuando salí a todo
correr.

—Entonces, eso es cosa de los Uskevren —gruñó otro de los hombres que se hallaba
cerca, blandiendo una espada—. Deben tener un mago dócil.

—Aldimar Uskevren siempre decía que no quería saber nada de la magia —terció
un joven noble, volteando una hacha doble enjoyada.

—Al parecer, Aldimar Uskevren decía muchas mentiras —dijo bruscamente lord
Rajeldus Talendar. Apenas hacía unos minutos que era el nuevo señor de su casa, pero su
voz ya sonaba más implacable, más grave. Era obvio que gobernar familias transformaba a
la gente. Como mínimo, aprendían a dar órdenes con rapidez—. Mejor nos vamos. No voy
a avanzar de cualquier manera, en la oscuridad, en una casa alzada contra nosotros, acaso
con magos bien despiertos y esperándonos.

—Mañana será peor —bramó lord Loargon Soargyl. También él llevaba escasos
minutos siendo el señor de su clan, motivo por el cual, tal vez, había adoptado una actitud
grave—. Estarán esperándonos.

Un par de ballesteros serían suficientes para que el registro de la casa se convirtiera


en una experiencia muy desagradable.

Su hermano, Blester, reposó su hacha enjoyada sobre el hombro y asintió en


silencio.

—No tengo la menor intención de poner los pies en ese lugar —sentenció Rajeldus
mientras miraba la oscura mole del Palacio de las Tempestades—. Con las primeras luces
del alba, rodearemos la mansión con nuestros arqueros, a distancia, y con flechas
encendidas haremos que ardan todos los Uskevren que queden dentro. Dispararemos a
cualquiera que pretenda salir y dejaremos que los demás se cuezan.

Sonrió lúgubremente a sus hermanos, Marklon y Ereldel, y estos le ofrecieron su


asentimiento. Entonces se giró de nuevo hacia los dos Soargyl que habían sobrevivido:

—¿Estáis conmigo? —preguntó—, ¿o aquí tomamos caminos distintos?

Loargon Soargyl echó una larga mirada a la mansión. Parecía darse cuenta de que
tendría la ocasión de saquear la legendaria fortuna que encerraba su interior. Sin embargo,
si los Soargyl estuvieran en cualquier otra parte, nada impediría a los Talendar irrumpir en
masa en el Palacio de las Tempestades para saquearlo. Luego no tendría sentido discutir
acerca de tal proceder con aquel joven señor de los Talendar de temple frío.

Ningún sembiano rico dudaba siquiera un instante en incrementar su patrimonio a


costa de los objetos de valor desprotegidos.

—Aquí estaremos —gruñó—. Nada de peleas entre nosotros. Haced saber a vuestros
arqueros que vamos a venir a las primeras luces del alba. Quemaremos el Palacio de las
Tempestades y a todos los Uskevren dentro. —Lanzó otra mirada a la mansión. El humo
todavía salía entre aquellos muros destruidos—. Que los dioses den a los Uskevren el
destino que se merecen.

—No hará falta —rugió Marklon Talendar—. Nosotros los empujaremos a su


destino mientras los dioses lo miran todo desde lo alto. Y nos aseguraremos de ello. Esta
casa debe caer de forma estrepitosa y espectacular, para que todos aprendan la lección y
nadie se atreva a desafiar de nuevo nuestra legítima supremacía en Sélgont.

Lord Soargyl le dirigió una larga y oscura mirada de asentimiento, pero no


respondió.

Aquella lisa y dura empuñadura negra guarnecida con una estrella, tan querida,
transmitía una sensación a la mano de Thamalon. Los dedos le ardían en deseos de sacar la
daga y lanzarla implacablemente contra algunos de aquellos inolvidables rostros furiosos.

Quemar el Palacio de las Tempestades y a todos los Uskevren dentro… Quizá se


hubieran salido con la suya de no ser por los flirteos de Roel, Evidentemente, había estado
manteniendo una relación con la segunda esposa de Aldimar, Teskra…

Thamalon se sorprendió negando con la cabeza, como siempre hacía cuando se


enfrentaba a aquella pequeña verdad. Ilrilteska, una delicada belleza de la Casa Baerent, era
una sutil y soberbia actriz, además de una seductora experimentada, pese a que Thamalon
siempre había percibido en ella cierta maldad. A él y a Perivel siempre los había
intimidado. Aun ahora le costaba creer a Thamalon que hubiera encontrado atractiva la
brutalidad de Roel. Sin embargo, gracias a los dioses, así fue.

—¡Thamalon, despierta! ¡Maldito seas!

La voz era femenina, y denotaba tanto desespero como rabia. Thamalon retornaba
lentamente, parpadeando, a la luz, desde un infierno interminable hecho de Aldimars que
morían y Palacios de las Tempestades ardiendo, un infierno por el que corría y corría,
mientras atravesaba estancias en las que oía a los hombres morir gritando, sin dar nunca
con una salida.

La luz provenía de una vela sostenida por la mano trémula y descubierta de lady
Teskra Uskevren, la cera caía sobre sus delicados dedos para salpicar el hombro desnudo de
Thamalon. Alguien, sin duda Teskra, le había vendado las peores heridas y lo había
acostado en una de las estancias para invitados, pero una espada y una armadura reposaban
en unas mesitas que había junto a él, dispuestas para su uso.

Sin decir palabra, Thamalon se incorporó y trató de quitarse los pantalones que aún
llevaba puestos, con el fin de calzarse la armadura.

—No hay tiempo para eso —gritó Teskra, los ojos como dos llamas cargadas de
furia—. Ya están aquí, he agotado todas mis flechas, y no tengo la fuerza para disparar una
de esas ballestas. ¡Hazte con la espada y ven! Perivel no va a contenerlos solo eternamente.

Thamalon reparó en que todavía llevaba las botas en los pies. Recogió la espada y
una correa con dagas, y se precipitó hacia la puerta, con Teskra pegada a él. De sus caderas
pendía una pequeña espada, y en sus antebrazos llevaba dagas sujetas con correas. Un
escudo de la guardia de su casa rebotaba sobre el escote de su blusa de seda haciendo las
veces de rudimentaria coraza pectoral, y otro escudo iba atado precariamente a su costado
derecho. Thamalon recordó con tristeza que probablemente ningún hombre de la guardia
estaría lo suficientemente vivo para necesitar de nuevo un escudo.

—¿Cuántos? —preguntó, permitiendo que su madrastra fuera por delante para


indicarle el camino.

—Sesenta, más o menos, cuando empezaron —respondió Teskra, mientras con el


hombro se hacía paso a través de un tapiz y la portezuela de detrás, habitualmente cerrada,
para acceder a uno de los pasadizos secretos. Tuvo que reducir el paso y proteger la llama
para que no se apagara mientras descendían los altos y húmedos peldaños de piedra—.
Estaba oscuro entonces, antes del alba. Pero creo que hemos reducido a más de la mitad de
sus hombres. Nos rodean, procurando acumular suficiente coraje para cargar contra
nosotros. Querían reducirnos a cenizas disparándonos a distancia con sus arcos largos, pero
ahora tendrán que apuntar sus flechas encendidas hacia donde estamos nosotros. Blester
Soargyl trató de dispararnos algunas flechas ardientes, pero es incapaz de usar el arco. Una
de las flechas casi se le clava en un pie.

Ante esa imagen, estallaron al unísono en carcajadas, tan sólo un instante antes de
que Teskra y él entraran en una estancia destrozada que se utilizaba para guardar la ropa
blanca. Saltando por encima de montones de escombros, Teskra encabezó la marcha a
través de una brecha del muro para dirigirse hacia donde Perivel permanecía agachado, tras
los restos de una pared chamuscada por un conjuro, mientras disparaba flechas con rostro
adusto.

Cuando llegaron, les dirigió una mirada fiera.

—Vosotros dos, ¡vigilad! Se arrastran a lo largo de los muros, por donde no puedo
verles.

Thamalon miró a la derecha obedientemente, pero no vio nada, y luego a la


izquierda. Teskra, bella y esbelta, todavía estaba agachada. Se asomó, apoyada en una
rodilla, para mirar por una esquina.

Thamalon vio el destello del acero caer sobre ella incluso antes de que Teskra diera
un alarido. Con su espada interceptó el golpe y apartó la espada enemiga, rechinando, hasta
el muro, a escasos centímetros de la cadera de la dama. Teskra se levantó de un salto para
recular, todavía con la trémula vela en su mano. Y la empotró en el rostro del guerrero
barbudo.

La barba prendió con un chisporroteo. El hombre de armas emitió un alarido bronco


al tiempo que retrocedía tambaleándose y agitando la espada fieramente para mantenerlos a
raya. Teskra se lanzó a sus tobillos como una serpiente y tiró de ellos.

Mientras el hombre caía, relampagueó una de las dagas que la dama se disponía a
clavar en el cuerpo que se desplomaba, pero la cabeza del enemigo golpeó el muro,
produciendo un sonido húmedo y grave. Mientras el resto del cuerpo seguía su camino
hacia las losas del suelo, el fláccido cuello le hizo saber a Teskra que no había ya necesidad
de clavarle ningún acero a aquel enemigo.

Thamalon ya estaba avanzando por el muro a zancadas, la ira lo ahogaba y con ella
el deseo voraz, la necesidad de atravesar a cualquiera de aquellos hombres responsables de
haber asesinado a su padre y haberlos desposeído de su hogar. No tardó mucho en ver
satisfecho su anhelo. Frenó y ladeó una lanza con la espada para, acto seguido, agarrar por
el cuello a quien la blandía, darle la vuelta y lanzarlo contra otro hombre de armas que iba
detrás. Luego lo atravesó con la espada para dejarlo allí ensartado. A continuación, se
apoderó de la espada del enemigo mientras este, atravesado, gritaba y se desgarraba. La usó
para abrir la garganta de un segundo guerrero. Después retrocedió precipitadamente a
donde Perivel y Teskra impedían el paso a los hombres que arremetían contra ellos desde el
otro lado. Cuando Thamalon se les unió, emanaban rayos de la punta del acero de Perivel, y
allí donde daban perecían los hombres.

—Trato de localizar a Rajeldus o a Loargon, pero deben estar bien lejos, fuera de mi
vista —jadeó Perivel—. ¿Cómo pinta la cosa, hermano?

—Nada bien —respondió Thamalon con honestidad—. Hay muchísimo humo ahí
detrás, y también más allá. Deben haber dispuesto fuegos contra las murallas para quemar
la casa mientras nosotros les combatimos aquí.

—No me sorprende en absoluto —respondió Perivel, taciturno—. ¿Recuerdas lo que


dijo nuestro padre sobre vender cara nuestras vidas? Bien, pues ese es mi trabajo ahora. Tú
serás quien huya, con Teskra, para mantener el clan vivo.

—¡Huir! ¿Y dejarte morir solo? —exclamó Teskra con las mejillas encendidas.
Arrojó una piedra al rostro de un hombre de armas de Talendar, y luego le clavó la daga
bajo el mentón. La sangre del guerrero la empapó antes de que pudiera retirar el arma.
Empleó el cuchillo a manera de mango para arrastrar aquel cuerpo hasta situarlo delante del
próximo agresor—. ¿De quién ha sido esa idea?

—Señora, nos honráis —le respondió Perivel mientras cargaba con todo el poder de
su acero contra un enorme guerrero de los Soargyl, cuyo mostacho y nariz aguileña le
hacían parecer una morsa—, pero estamos obligados a obedecer la última orden que nos dio
nuestro padre. Uno de nosotros debe poneros a buen recaudo, y permanecer vivo para ser
padre de otro Uskevren.

—Para morir en las batallas que vendrán —replicó con amargura su madrastra—.
Mientras yo lo observo sin mi Aldimar.

Teskra escupió en el rostro de otro guerrero y acto seguido le hendió la espada.


Apoyándose contra el muro lanzó las botas contra el pecho del sujeto. Este retrocedió
tambaleándose con un desgarrado grito de dolor. Una patada dela dama había hecho que el
guerrero perdiera su arma. Teskra rugió como cualquier hombre y, saltando por encima de
los escombros, clavó su espada ensangrentada en el cuello del hombre que estaba
combatiendo con Perivel.

El humo se espesaba en torno a ellos. Y, entonces, un enorme rugido fue creciendo


desde algún lugar más allá de los tres esforzados Uskevren. Era el rugido hambriento de las
llamas, que arrasaban las estancias del Palacio de las Tempestades… el rugido de una
familia que estaba siendo borrada del mapa.

—Tendrías que ir pensando en escapar —gritó Perivel a Thamalon mientras este


tosía a causa del humo—. No me parece que les queden más magos o arqueros, pero no
alcanzo a ver para disparar más flechas.

Thamalon giró la cabeza para gritar una respuesta desafiante. Pese a que los
combates lo asustaban y asqueaban, no era aún el momento de partir y abandonar a Perivel
a las espadas de una veintena de hombres que anhelaban su sangre.

Nunca salió aquella negativa de su boca. Con un súbito estruendo, una viga se abrió
paso desde lo alto para desplomarse en medio de una lluvia de chispas. Se precipitaron en
cascada escombros ardientes, lo que obligó a que Teskra diera un salto desesperado para
ponerse a salvo. Sus rodillas golpearon la garganta del asustado Blester Soargyl, este
todavía se ahogaba cuando ambos golpearon el suelo al unísono. La daga de lady Uskevren
se alzó enérgicamente para clavarse en el rostro y la garganta del guerrero.

Tambaleándose, Thamalon emprendió su propia huida desesperada para alejarse del


calor abrasador. Apartó a un hombre que ni siquiera había visto debido al humo y desvió la
espada de un Soargyl antes de que pudiera atravesar a Teskra. Sin embargo, el acero hizo un
corte en un costado de la dama, que, entre lágrimas, se retorció de dolor. Thamalon
descargó una ráfaga de puñetazos en el rostro del hombre hasta que este cayó, lo que
permitió al más joven apuñalarlo a placer.

El Palacio de las Tempestades se consumía rápidamente en llamas, las ondas


trémulas de calor señoreaban allá donde el humo no impedía del todo la visión, Las cenizas
giraban en el aire caliente; en algún lugar cercano, un guerrero, atrapado bajo una viga
caída, gritaba mientras ardía hasta morir.

—Debería estar pensando en huir… —murmuró Thamalon mientras se movía


torpemente entre aquellos escombros humeantes. No acabó la frase, pues tuvo que librarse
de la arremetida de otro guerrero Soargyl.

Tras él, resonó un estruendo, y el fuego redobló su resplandor. El calor aumentó


repentinamente. Thamalon sintió que se ahogaba y, sin poder evitarlo, trastabilló hacia un
lado, cosa que aprovechó para ver fugazmente de dónde procedía la llamarada. Teskra se
arrastró hacia él jadeando. El largo cabello se le había soltado, la mujer lo notaba como si
estuviera ardiendo, aunque no estaba en llamas. Más allá de ella, Thamalon vio un muro de
fuego: unas vigas que parecían teas incandescentes ardían cuan largas eran y se habían
combado. Algo oscuro flotaba en pleno centro de aquellas llamas.

Era un gran cáliz de metal sin adorno alguno, negro, aunque al parecer invulnerable
al fuego. ¿Sería… el Trago de los Uskevren? Su padre le había hablado de él, y había
mencionado que todo aquel que lo tocara sin ser de la familia se quemaría las manos.

Thamalon se dispuso a recibir la carga del guerrero Soargyl del que se había zafado.
Con su acero frenó el ataque conjunto de espada y de daga que el hombre se disponía a
asestarle. Casi al instante, se vio obligado a ceder terreno al resbalar y tropezar con los
escombros. Ambos cuerpos chocaron y el tamaño y el impulso del Soargyl hizo que
Thamalon retrocediera.

Una inesperada quemadura, más dolorosa aún que las ampollas, hizo que el joven
Uskevren gruñera de dolor. La afilada hoja del enemigo le había abierto un gran corte en su
descubierto bíceps. Con rictus burlón y fiero, el Soargyl arremetió con toda su fuerza,
logrando así acercar de nuevo el acero a Thamalon más… y más…

Teskra se irguió tras el hombre de armas como si de una sombra vengativa se tratara
y saltó para alcanzar con la daga el cuello del guerrero. Le abrió la garganta.

El Soargyl se giró gorgoteando sangre, y la miró fijamente, incrédulo, sus ojos


apagándose lentamente. Se desplomó para morir. Teskra le dedicó una triste sonrisa, y
luego alzó la vista hacia Thamalon.

El joven estaba mirando de nuevo aquel oscuro y fantasmagórico cáliz flotante. La


dama le siguió la mirada, inspiró, dio un silbido de admiración y dijo:

—Había olvidado que fuera capaz de eso. Ald, tu padre, me lo mostró en cierta
ocasión en que habíamos bebido demasiado. —Una pena profunda se le dibujó en el rostro
por un instante. Tragó saliva y sacudió la cabeza mientras le temblaban los labios; luego
exclamó—: ¡Basta! Ya va siendo hora de que obedezcas las órdenes de tu padre y de tu
hermano, y te alejes de aquí.

—Acompañado de vos, señora —le recordó Thamalon.

Teskra asintió con impaciencia, esforzándose por ver a través del humo que surgía
en oleadas, y entonces su rostro se tensó.

—¡Cuidado! —gritó—. Tienes la ropa destrozada y vienen hacia aquí muchos


hombres con armadura. ¡Allá!

Thamalon siguió la dirección que apuntaba el dedo de Teskra, y el humo, obediente,


se replegó por un instante para mostrar a media docena de guerreros de armadura reluciente
que avanzaban con cautela, los rostros adustos, la luz del fuego bailaba en las hojas de las
largas espadas que portaban.
—Los tres hermanos Talendar —dijo Thamalon con rostro sombrío—, y unos siete
de escolta. No podemos hacerles frente y sobrevivir.

Teskra le lanzó una mirada, luego, con dedos hábiles y veloces, aflojó una correa de
cuero de uno de sus antebrazos.

Tan pronto como tuvo una de sus dagas libre, golpeó con ella un brazo de Thamalon.
Acto seguido, cruzó la mirada con la del atónito joven mientras le decía:

—Andas escaso de aceros, Tham. Nunca llevas los suficientes. Coge esta daga, y no
dudes en usarla.

Thamalon bajó la vista hacia el cuchillo, y reparó en que llevaba una estrella blanca
grabada en la lisa empuñadura negra. Y alzó la mirada para observar a los enemigos de
nuevo.

Aquellos guerreros los habían visto y les habían tomado la medida. Empezaron a
dibujarse frías sonrisas en sus rostros mientras iban acercándose con movimientos cautos
entre cuerpos desmadejados, brasas menguantes, y escombros.

Teskra volvió a observarles detenidamente con ojos entrecerrados, analizando quién


se movía con habilidad y rapidez, y quién parecía descuidado o lento, o incluso torpe.
Entonces, vio algo más tras ellos. El rostro le cambió por un instante, antes de apartar la
mirada.

Unos cascos resonaron sobre los guijarros al avanzar, mezclándose con el rugir de
las llamas, de las vigas que caían, y de los gritos de los hombres que morían allá donde la
espada de Perivel restallaba con brío. Entre el humo apareció un caballo encabritado; la
emprendió a golpes con las pezuñas, y cayó uno de los guerreros de rutilante armadura.
Sobre el caballo había un jinete, quien instó a su montura a derribar a golpes y a pisotear a
otro soldado, al tiempo que él mismo le asestaba un tajo a un Talendar.

—¡Roel! —gritó Teskra llena de júbilo mientras corría hacia él.

Thamalon tropezó. Y a él también lo embargó la alegría. Aquel hombre parecido a


un oso perdió el equilibrio mientras gritaba, a un tiempo divertido y furioso, y se deslizó
fuera de su silla. Se orientó de tal forma en el aire que acertó a caerle encima a otro más de
aquellos enemigos protegidos con armadura.

Roel Uskevren rebotó. El hombre de armas se convulsionó, se desplomó y quedó


inerte. El tío abuelo de Thamalon nunca perdía el control de las riendas, que ejercía con una
mano. Era uno de los pocos hombres en todo Sembia con la suficiente fuerza para evitar
que un semental aterrorizado acabara revolcándose por el suelo. Roel se levantó
carcajeándose a mandíbula batiente, tiró con fuerza de las riendas para obligar al caballo a
regresar a su lado y, cuando oyó a su espalda el ruido de un guerrero que cargaba hacia él,
se giró a tiempo de apartar su lanza con un hábil golpe de una de sus enormes manos. Sin
perder un segundo, le arreó un puñetazo al guerrero en pleno rostro.

La cabeza con yelmo del guerrero se fue hacia atrás mientras su cuerpo, enfundado
en la armadura, siguió adelante durante unos pocos y desarticulados pasos para terminar por
derrumbarse. Roel vio a uno de los hombres que había derribado anteriormente
esforzándose por darse la vuelta y levantarse, por lo que empujó hacia atrás su caballo unos
pasos, hasta que el animal propinó una buena coz en el rostro del guerrero.

Aquel hombre perdió todo interés por alzarse o plantar batalla, ni siquiera sentía las
brasas crepitantes. Roel echó atrás la cabeza, sus carcajadas resonaron con estrépito.
Corriendo a Zancadas, Teskra cubrió la pequeña distancia que la separaba de él y, de un
salto, se le aferró, rodeándole el vientre con sus piernas a manera de tijeras, mientras le
cubría el rostro de besos.

Durante un momento, Thamalon la estuvo observando con la boca abierta, hasta que
Roel reparó en su presencia y volvió a emitir sus estruendosas carcajadas.

—Por todos los dioses del cielo, muchacho, ¿no habías visto nunca a un par de
amantes? ¡Qué cara tienes!

Sin desprenderse de su abrazo, Teskra giró la cabeza y gritó:

—Thamalon, toma el caballo de Roel y ¡vete!

—No hace falta, Tessie —dijo Roel lentamente—. Hay caballos de sobras para todos
por ahí detrás.

—Los Soargyl y los Talendar… —se quejó Teskra.

—Todos cuantos cuidaban nuestros caballos han muerto. Vaciaron las cuadras antes
de atacar, supongo que para evitar que os escaparais a toda prisa una vez que empezara la
fiesta. Rompí una espada, pero más o menos hay una docena ahí detrás que no cocinarán
ningún banquete matutino en este fuego.

El mayor de los Uskevren, aquel que se parecía a un oso, movió bruscamente la


cabeza hacia el Palacio de las Tempestades. El estruendo se mantenía incesante, lenguas de
fuego saltaban a mayor altura que algunas de las torres.

—Thamalon, hazte con un caballo. Llevaremos a Tessie con su familia, a la Casa


Sundolphin. No sé cómo se tomarán esas brujas Baerent de nariz de cuero sus cuchillos, la
sangre, y todo lo demás, pero tampoco es que me preocupe mucho. No pararán de
chismorrear, puedes estar seguro. Sé amable con ellas, Tessie, ¿querrás? Ni siquiera los
Talendar se atreverían a arremeter contra esa casa espadas en mano. ¡Corre, muchacho,
corre! ¡Veo a más escoria Soargyl encaminándose hacia aquí!

—Por todos los dioses —exclamó Thamalon como para sí—. ¡Se diría que eso le
hace feliz!

Al pasar corriendo junto a Teskra, la mujer le dirigió una sonrisa que indicaba que
había oído sus palabras. La dama retenía las riendas del caballo de su amante, de este modo
Roel podía tener una espada en una mano, mientras la otra se dedicaba a algo mucho más
interesante. Lady Ilrilteska alzó la cabeza y dirigió al cielo rebosante de humo un largo y
estremecido jadeo, entre tanto Thamalon seguía corriendo a través de la espesa humareda.
El jadeo de la dama no se debía a ningún dolor.

El joven Uskevren halló los caballos resoplando y coceando, presos de pánico por el
fuego y el montón de cuerpos humanos ensangrentados que los rodeaban. Todos ensillados
y con las bridas puestas, permanecían atados a la verja del jardín. Eligió uno que ya había
montado antes. Enojado, reprimió el intento del equino por desembarazarse de él y, una vez
en el lomo, regresó a la cortina de humo. Para obligar al animal, tuvo que acicatearle las
ancas con el plano de su espada y dirigirlo con mano firme mediante las riendas.
Difícilmente podía culpar al animal de su reticencia, y menos cuando llegó a sus oídos el
entrechocar de los aceros.

Una vez más, el humo se arremolinó, abriéndose una brecha en él como quien
descorre un cortinaje, para revelar a Roel y Teskra midiéndose con cinco, no, seis guerreros
de los Soargyl. Cuando Thamalon se acercó, uno de ellos alzó los brazos y luego se
desplomó con el vientre abierto en canal.

Aquello ya le pareció demasiado al caballo del joven Uskevren, hasta que le cayeron
sobre su cruz dorsal unas brasas ardientes.

La bestia relinchó y corcoveó desbocada, tropezó y casi decapitó a un Soargyl con


las pezuñas. Alguien gritó y blandió una espada hacia el caballo. Este se asustó y reaccionó
con tanta violencia que tropezó con unos cuerpos y cayó pesadamente. Thamalon saltó a
tiempo.

Se agarró al borrén trasero de la silla de montar mientras el chamuscado animal


rodaba, emitiendo gritos de pánico y llevándose por delante cuanto había. Con toda la
habilidad de que fue capaz, el joven se montó de nuevo en la silla mientras su cabalgadura
recuperaba el equilibrio. Y ambos emprendieron un galope desenfrenado.

Salido de la nada, apareció ante la montura de Thamalon un Roel risueño que, con
Teskra aferrada a su espalda, lo saludó alegremente.

—¡Largo de aquí! —gritó—. ¡Por tiempos mejores y mayor gloria!

Con las botas, azuzó a su montura y se precipitó hacia el humo. El aterrorizado


caballo de Thamalon siguió al semental, que conocía, y juntos arremetieron contra la
humareda y los escombros, adentrándose entre cortinas de llamas para eludir lo peor de la
furiosa pira que había sido el orgulloso Palacio de las Tempestades.
Llegaron a un lugar donde vigas ardientes se desplomaban entre destellos como de
relámpagos. En una estancia rodeada de fuego, un Perivel empapado de sudor y sangrante
rechazaba los embates con una rapidez y destreza que lo dejaban sin resuello. En una mano
sostenía una daga, y en la otra una espada. Necesitaba de ambas para mantener a raya a
Marklon, Ereldel y lord Rajeldus Talendar.

Roel desenvainó su espada y la lanzó con toda su fuerza. Emitió destellos mientras
daba vueltas en el aire, hasta que alcanzó a Ereldel Talendar en la cabeza, donde se clavó
profundamente.

Ereldel se desplomó con lentitud, igual que un árbol que cae a su pesar, mientras
Roel gritaba:

—¡Ahora voy, lord Uskevren! ¡No te acabes toda la diversión!

Perivel le ofreció una fiera sonrisa a modo de respuesta, sólo un instante antes de
que Marklon Talendar propinara con toda la fuerza de sus dos manos tal golpe que partió en
dos la antigua espada que Perivel sostenía. La profusión de resplandores azules obligó a
todos los combatientes a retroceder aturdidos.

—¡Aquí… estoy! —gritó Perivel, jadeando, al tiempo que se hacía con la espada de
un cuerpo abatido. La blandió al aire y gritó—: ¡Por los Uskevren, hasta el fin de los días!

Rajeldus y Marklon Talendar se repusieron, intercambiaron miradas y avanzaron al


unísono sobre el señor de la Casa Uskevren. En el mismo instante en que Thamalon, para
advertir a Perivel, se inclinó peligrosamente hacia atrás en la silla de su desbocada montura,
las vigas que ardían sobre lord Uskevren crujieron y empezaron a ceder. El estrépito que
siguió, y el crepitar devorador de las llamas que iban alzándose, fue lo último del Palacio de
las Tempestades que el joven Uskevren vio aquel día. El aterrorizado caballo lo condujo
más allá de las asfixiantes nubes de humo.

La empuñadura guarnecida con la estrella, oculta en la manga, se ofrecía al tacto


más tersa que nunca. Thamalon se permitió una leve e irónica sonrisa, y una vez más se
sumió en sus oscuros pensamientos.

La montura, en su galope frenético, lo llevó a través de todo Sélgont. En un


momento dado se quedó inconsciente, y no despertó hasta que el sol del nuevo día estuvo
bien alto. Roel regresó al incendio en un intento vano de recuperar a cualquiera todavía con
vida. Emergió de aquellas llamas abrasadoras tan malherido que más parecía un monstruo
que un hombre.

Aquel a quien los criados de los Uskevren llamaban el Gran Qso jamás se recuperó,
y rara vez abandonó el lecho durante aquel año, que pareció interminable. Fueron muchas
las noches en que Thamalon halló a la orgullosa Teskra llorando a solas en una de las
estancias de la torre mientras, como si tal cosa, vaciaba una jarra tras otra y miraba las
iluminadas calles de la cruel Sélgont.
Jamás salió de la boca del joven Uskevren una palabra de reproche. En lugar de ello,
se sentaba a su lado. Habitualmente ella nunca decía nada, se limitaba a ofrecerle una jarra,
de la que él bebía uno o dos tragos. Permanecía allí sentado hasta la mañana siguiente,
meciéndola contra su pecho si el sueño la vencía. Por ese hecho, ahora la veía más como
una hermana pequeña que como su madrastra, aunque roncara como un caballo.

Después de que Roel se fuera a la tumba, no tardó mucho en seguirlo ella.

Thamalon procuraba no mirar a los ojos apenados de los pocos criados que
permanecieron a su lado mientras iniciaba, apesadumbrado, la larga labor de recomponer
los pedazos. Abandonó Sélgont durante algunos años, dejando el Palacio delas Tempestades
reducido a cenizas, para comerciar en los puertos de Sembia más humildes e incluso en el
vecino reino de Cormyr. Lentamente rehízo la fortuna familiar, una labor que muy bien
hubiera podido abandonar, preso de desesperación, de no haber contraído matrimonio con
Shamur, cuyo fiero temperamento, sus ardides y coraje hicieron que renaciera en él la
vitalidad.

El comercio marítimo de los Uskevren era sinónimo de piratería a ojos de los


selgontinos, por lo que Thamalon evitó la actividad tradicional de la familia. En lugar de
ello, compró y vendió tierras hasta que adquirió gran astucia en tal negocio, sabiendo de
antemano por dónde crecerían las ciudades, y cuáles serían las rutas comerciales que
resultarían beneficiadas. Dinero que ganaba, dinero que invertía en el patrocinio de los
artesanos que la mayoría de los clanes mercantiles de Sembia prefería ignorar o despreciar:
la gente llana que trabajaba como orfebres, tallistas, joyeros y otros oficios por el estilo.

Estuvo con ellos en los tiempos difíciles, manteniendo honestas relaciones


comerciales. Para ellos, el nombre Uskevren no significaba «oscuro pirata» sino «amigo
fiel». Vendía sus mercancías en las ciudades, les hizo ricos, y al proceder así, volvió a llenar
las arcas de los Uskevren. En Sembia, rehacer la fortuna venía a ser lo mismo que restituir
el nombre del clan. Una nueva primavera floreció para los Uskevren cuando comenzaron a
restaurar el Palacio de las Tempestades. Los Uskevren habían vuelto a Sélgont como si, de
hecho, se hubieran ido.

Por supuesto, los rumores se desataron por doquier, avivados por los clanes —
Soargyl y Talendar entre los más destacados—, que no se sentían nada complacidos al ver
cómo regresaba un enemigo derrotado. Pero Thamalon Uskevren se desenvolvía con gran
equidad en los salones comerciales de Sélgont. Eso era algo que rara vez hacían otros
orgullosos clanes.

Cuando surgieron problemas, la guardia de la familia, que Shamur había creado,


entrenado y puesto secretamente a prueba para eliminar a los desleales, había demostrado
su valía. Varios de los más problemáticos Soargyl y Talendar «desaparecieron».

Se contrató a magos. La luz de las mañanas desvelaba más cuerpos tendidos por las
calles, así como almacenes y embarcaciones de los Soargyl y de los Talendar que habían
ardido del mismo modo que antes lo había hecho el Palacio de las Tempestades.
Cuando el coste resultaba muy elevado, los únicos fuegos que quedaban eran los que
ardían lentamente en los ojos de los Soargyl y los Talendar, pero las dos familias ya no se
atrevieron a atacar abiertamente a los Uskevren o a los criados del clan en plena calle.

Pasaron los años, el Palacio de las Tempestades renació de sus cenizas para
desplegar su opulenta gloria, y mucha gente de Sélgont acabó por respetar la honestidad de
Thamalon, su atrevida aunque honrada forma de hacer negocios, así como su rápido
ingenio para los mismos. La familia de los Uskevren disfrutaba de una auténtica
prosperidad, se la admiraba ampliamente, y también volvía a tener enemigos.

Un gran número de enemigos…

—Mayordomo —tronó el hombre que aseguraba ser Perivel Uskevren—, te ordeno


que traigas aquí a toda mi querida familia. Deseo que todos estén presentes para que sean
testigos de cómo reclamo el patrimonio que en justicia me pertenece.

El mayordomo, Erevis Cale, pareció dudar un instante. Ya había atravesado una


arcada para penetrar en la penumbra de un pasaje que se abría más allá, y era difícil saber
con seguridad si había oído plenamente la orden del pretendiente.

«Malditos sean todos los dioses danzantes —pensó Thamalon—, este hombre puede
ser Perivel, o alguien que ha tenido acceso a un Perivel cautivo y mucho tiempo para
interrogarlo acerca de los asuntos de la familia».

Alzó la vista hacia los murmullos procedentes de las galerías que daban al salón.
Vislumbró una manga que sabía que pertenecía al vestido de su hija Thazienne, y dejó caer
de nuevo la mirada sobre los enemigos que tenía sentados a su mesa. Sus hijos e hijas
hubieran tenido que ser criaturas de una increíble presteza para haber respondido tan
rápidamente a una orden de Erevis Cale. Alguno de los otros criados les debían de haber
advertido de lo que se estaba cociendo en el salón.

El señor de la Casa Uskevren suspiró profundamente y pensó:

«Dioses todopoderosos, haced que mis hijos permanezcan callados al menos hasta
que se haya celebrado la prueba».

Con aquel mago a sueldo, henchido de orgullo por sus conjuros mortales, y el
legislador presente, haría falta poco más que unas palabras desde las galerías en voz
demasiado alta, las armas aparte, para darles una excusa suficiente a los Talendar y a los
Soargyl y que estos empezaran un combate en serio.

Thamalon no tuvo necesidad de mirar para saber cuándo entró su esposa en el salón.
Podía sentir la calidez de su mirada y, como siempre, se sintió más fuerte, como si su
presencia fuera a un tiempo un manto y una armadura que lo protegieran. Debía haber
regresado pronto de esa fiesta que iba a durar hasta altas horas de la madrugada. Con sólo
un vistazo, Shamur fue consciente del peligro que allí había, y mantuvo callados a los
niños.

Por supuesto, un peligro siempre lleva a otro. Jamás hubo nadie en Sélgont, ni
siquiera Thamalon, capaz de mantener a Shamur callada.

Como para ocultar los oscuros pensamientos de Thamalon, el salón quedó


súbitamente paralizado, como si todo el mundo contuviera la respiración. Con solemnidad y
pasos casi inaudibles, el mayordomo se adentró en lo más profundo de aquel espeso
silencio expectante portando el Trago de los Uskevren en una bandeja de plata.

Allí estaba, bien visible, una enorme copa de aspecto humilde, vieja, aunque de
algún modo poderosa, tan firme como las viejas piedras de los cimientos del Palacio de las
Tempestades. Erevis Cale, consciente de la importancia de la ocasión, alzó lentamente la
bandeja ante él para que todos los ojos pudieran ver bien el Cáliz Ardiente.

Iristar Velvaunt señaló con un dedo la mesa, dando a entender que el mayordomo
debía dejar la copa ante él, pero Cale pasó ante el mago tranquilamente y llevó la bandeja
hasta su señor.

Thamalon lo obsequió con una sonrisa de asentimiento, y con un ademán indicó que
el mayordomo debía llevar el cáliz al llamado Perivel Uskevren.

El pretendiente lo miró sorprendido. Thamalon le sonrió ampliamente, animándolo


con un gesto a que tomara en sus manos el cáliz.

El pretendiente miró receloso el interior del objeto. Estaba vacío y tenía algo de
polvo. Como si la aparición de la copa hubiera despertado súbitamente ala joven criada,
quien había estado quitando el polvo a todo el salón, esta se giró y avanzó discretamente,
sosteniendo en su esbelta mano un trapo a punto de entrar en acción. Thamalon le indicó
con un movimiento que regresara a la penumbra. La sirvienta inclinó la cabeza en callado
acatamiento y regresó a su labor.

Perivel dudaba, y giró ligeramente la cabeza, como si esperara alguna señal del
mago. Presker Talendar sonrió ligeramente hacia las galerías, desde las que los callados
Uskevren miraban hacia abajo, pero si el mago Velvaunt hizo una señal al pretendiente,
Thamalon no la vio.

Repentinamente, el hombre que aseguraba ser Perivel Uskevren alargó una mano
hacia la bandeja que Cale, inmóvil como una estatua, le tendía. El pretendiente estiró una
mano, dudó, y luego aferró la copa igual que el halcón arremete contra la presa. La agarró,
la levantó… y la mantuvo en alto para que todos la vieran: un cáliz que no ardía, que
simplemente era un recipiente viejo y vacío.

—¿Y bien? —preguntó al salón un triunfante Perivel Uskevren.

Sin haberse quemado, pero tampoco esperando que nadie le respondiera, dejó la
copa sobre la mesa.

El legislador, mirando cautamente a lo largo de la mesa sin fijar su vista sobre nadie,
preguntó formalmente:

—Saer Velvaunt, ¿se trata efectivamente del auténtico Cáliz de los Uskevren?

El mago inclinó la cabeza, sonriendo con suficiencia, y pasó la mano ante la copa
con una complicada floritura.

—Sin duda—respondió con firmeza.

El legislador de Sélgont alzó la mirada para dirigirla hacia los ojos de Thamalon.

—Bien, parece suficientemente probado —dijo, haciendo acopio de determinación


—. Este es Per…

No pudo pronunciar el nombre, dio la impresión de que un hacha lo hubiera cortado


cuando el anfitrión del Palacio de las Tempestades alzó una mano y murmuró:

—¿Cordriwal?

Las cortinas tras él se abrieron y apareció un hombre demacrado de barba blanca,


que avanzó entre los presentes con el penoso arrastrar de pies propio de los ancianos.

—A vuestra disposición, señor —dijo.

—Mago, ante Saer Velvaunt, decidme, ¿ha podido lanzarse, hace tan sólo un
instante, algún tipo de sortilegio sobre el Cáliz Ardiente?

—Oh, sí —dijo con toda naturalidad, apuntando al hombre que aseguraba ser Perivel
Uskevren—. Saer ha lanzado un conjuro sobre él justo antes de que el caballero alargara la
mano para tocarlo. Velvaunt acaba de retirar el encantamiento hace tan sólo un instante,
cuando pretendía identificar el cáliz. Él…

Un espasmo sacudió al viejo mago, y una sombra pasó sobre su rostro.

—¡Señor! —exclamó con voz grave—. Él…

Seguramente, Cordriwal Imleth no había tenido la intención de acabar sus días


derribado, igual que un árbol caído, sobre una exótica alfombra de Tashlutan, que
representaba dos dragones enzarzados en combate mortal. Realmente era una alfombra
espléndida. La había admirado en muchas ocasiones, pues tenía un gusto exquisito. Tan
gruesa y mullida era que su estrepitosa caída apenas se oyó.

—Demasiadas mentiras pueden acabar con cualquiera —observó Saer Velvaunt en


tono amable—. Su corazón debe haberse debilitado. Quizá era mayor de lo que aparentaba.
Espero que no os debiera demasiadas monedas, lord Uskevren.

Cuando los ojos de Thamalon se cruzaron con la mirada burlona del brujo a sueldo,
se mostraron tan acerados y afilados como dos dagas desenvainadas.

—También he oído decir eso —respondió el señor de los Uskevren—. Que lanzar
demasiados sortilegios imprudentes puede matar a cualquiera. ¿Ha sido esa también vuestra
experiencia, Saer?

El mago se encogió de hombros.

—En el pasado he visto que ambos errores resultaban mortales, pero espero no tener
que verlo de nuevo. —Alzó una mano mientras hablaba, y todos vieron que unas pequeñas
estrellas parpadeaban en torno de sus dedos.

—Me limitaré a solucionar las dudas de todos los aquí presentes mediante un
sortilegio sobre el cal…

Thamalon apenas movió el dedo meñique izquierdo, pero Cale estaba muy atento. El
mayordomo avanzó dos pasos. Y se agachó para tirar de una de las patas de la silla del
brujo. El movimiento fue tan rápido como el relámpago y derribó al espantado Velvaunt.
Las motas de luz del conjuro se diseminaron en todas direcciones, al tiempo que varios
comensales quedaban inmóviles, a medio levantarse, para volver a sentarse a renglón
seguido. Media docena de hombres enfundados en armaduras negras aparecieron entre los
cortinajes. Sobre sus pechos llevaban la brillante cabeza dorada de caballo que era el
emblema de los Uskevren. Portaban espadas empapadas en vino adormecedor. Al fin y al
cabo, se le había pagado a Velvaunt para tenérselas precisamente con aquel tipo de
contrariedades.

El bien retribuido brujo se puso en pie mientras gruñía furioso. Levantó una mano
para señalar al mayordomo, pero se detuvo bruscamente cuando cuatro de aquellas espadas
le rodearon con sus brillantes puntas.

—¿Lanzando encantamientos indebidos en una casa privada? —murmuró Cale—.


Estoy seguro de que no estabais tratando de hacer nada parecido, señor. Al fin y al cabo, la
pena por eso es de dos años en los muelles con grilletes… y el señor legislador está sentado
justo ahí.

Inclinó la cabeza y añadió en tono amable:

—Lamento lo de la silla. Repararé inmediatamente lo que quiera que sea que haya
causado el fallo en la pata y, mientras tanto, estaré encantado de proporcionaros otro
asiento.

Iristar Velvaunt le gruñó sin decir palabra, el rostro negro de rabia.


En las caras de los otros comensales sólo podía leerse ira y miedo. Saclath Soargyl
gruñía desde lo más hondo de su garganta, los nudillos blancos, temblando sobre la
empuñadura de su espada. El legislador le lanzó una mirada reprobadora y preguntó en voz
alta con voz glacial y firme:

—¿Está el cáliz sometido a un sortilegio?

—Muy bien pudiera ser así —respondió Thamalon—, y no aceptaré aquí los
resultados de cualquier encantamiento que haya lanzado este brujo a sue…

Lord Flame de Lathander alzó una mano rechoncha, y una sarta de anillos brillaron a
la luz de las velas.

—No necesitáis hacer eso, lord Uskevren. Mis habilidades pueden determinar lo que
el señor legislador quiere saber. ¿Me permitís?

Miró con cauta formalidad al legislador Loakrin y a Thamalon. Obtuvo el


asentimiento de ambos antes de girarse y lanzar una mirada significativa al mayordomo,
quien permanecía junto a la guardia. Cale asintió con un imperceptible movimiento de
cabeza antes de, sin mediar palabra, ir a buscar otra silla para Saer Velvaunt, quien se
levantó con mucha gracia y en silencio.

Los ojos de Thamalon se entrecerraron ante la desconocida y enrevesada oración


que emanaba de los gruesos labios del sacerdote. No sonaba a ninguna súplica o reverencia
conocida, sino a un lazo entre alguna magia nueva y la antigua.

Antes de que nadie pudiera moverse o decir nada, la oración se acabó. El sacerdote
alzó las palmas de las manos hacia la bóveda. Todos lo miraron en expectante y ansioso
silencio.

—No —les dijo, procurando no mirar a lord Uskevren—, no está encantado con
recientes sortilegios, sólo antiguos, y son increíblemente fuertes pese a su antigüedad.

—Hagamos que lo compruebe el Gran Loremaster Yannathar del Santuario —dijo


Thamalon con rotundidad, refiriéndose el Templo de Oghma, en Sélgont—, y permitamos
que él decida. —Extendió las manos para levantar el cáliz, sin dar tiempo a sus huéspedes a
que objetaran nada.

Cuando los dedos se cerraron en torno a la copa de la familia, esta comenzó a


escupir llamas.

El sorprendido señor de la Casa Uskevren retiró de inmediato sus manos quemadas


con un grito de dolor, y el hombre que decía llamarse Perivel Uskevren se levantó con una
amplia sonrisa dibujada en su rostro.

—Por fin sabemos quién es el impostor —dijo casi jovialmente—. No eres mi


hermano. Tú y tus mocosos no tenéis aquí derecho alguno. Esta casa es mía.

Lo que yacía en la cama resollando lastimeramente parecía más un lagarto que un


hombre. Todo su cabello había desaparecido, quemado, y pliegues de carne abrasada
salpicados de verrugas pendían allí donde debería esta la cara. Tan sólo el par de airados
ojos castaños confirmaron a Thamalon de que se trataba de su tío bisabuelo Roel.

La vibración que se percibía en aquella trabajosa respiración le decía algo más: Roel
podía morir en breve.

Los ojos de Roel se hincaron en Thamalon como si fueran dos puntas de espada que
se clavaran en sus tripas y lo alzaran sin poder evitarlo.

—Prométeme… —profirió con un tosco gruñido, que era todo cuanto Roel podía
articular en aquellos momentos. Se interrumpió, vacilante, ante la palabra que quería decir a
continuación.

—Todo cuanto esté en mi mano, tío —respondió Thamalon rápidamente,


inclinándose para estar más cerca y que el moribundo supiera que lo estaba escuchando.

Quien ya no volvería a ser aquel afable oso rugiente, había regresado al Palacio de
las Tempestades para abrirse camino entre el fuego en busca de los que estuvieran vivos. Se
esforzó en vano y regresó con aquel aspecto.

Roel luchaba por incorporarse agarrándose a la pálida dama que se hallaba al lado de
su lecho. Sus enormes manos eran huesudas, unas garras nudosas con las que torpe y
temblorosamente se asió de Teskra, haciéndole probablemente daño. Pero no salió de la
dama quejido alguno, y sacudió la cabeza cuando Thamalon se apresuró a ayudar a Roel.
Lágrimas calladas caían como lluvia sobre la ropa blanca.

—Haz que los Uskevren vuelvan a ser grandes —gruñó Roel—. ¡Ricos…
importantes… respetados! —La tos le sobrevino por un instante, y sacudió la cabeza. El
sudor provocado por su esfuerzo le brillaba por toda aquella ruina de rostro—. No pierdas
tu… tiempo…, como yo hice.

—Tío, haré que la familia recupere su orgullosa prominencia una vez más —
respondió Thamalon con fiereza—. Lo juro.

—¿Sobre el Cáliz Ardiente? —jadeó Roel.

Thamalon asintió enérgicamente, miró nerviosamente a los criados que estaban en la


puerta y les dijo:

—Id a por él…

La mano que cual garra se hincaba en el brazo del joven le estaba ocasionando un
moretón.

—No hay… tiempo —gruñó Roel—. Deja que bese a… Tessie…

La dama se inclinó para acercar su cabeza a la del moribundo, pero la luz de


aquellos ardientes ojos se apagó antes de que ella llegara.

Cuando la cabeza de Roel cayó hacia atrás, Thamalon vio que aquellos labios
destrozados mantenían una última y fiera sonrisa.

—Dejad que me exprese con absoluta claridad acerca de esto —dijo el legislador de
Sélgont con sumo tacto, procurando no mirar a los airados rostros de los hombres de armas
que se cernían sobre la mesa—. ¿Este cáliz señala quién es y quién no un auténtico
Uskevren?

—¡Así es! —tronó Perivel con actitud triunfante—. Esta copa se halla bajo un
sortilegio más antiguo que cualquiera de los aquí presentes, de modo que quema la piel de
cualquiera que decida tocarlo y no tenga auténtica sangre Uskevren. Mi antepasado
Thoebellon dispuso el conjuro tras la muerte del mago Helemgaularn. ¡Contemplad!

Todos los ojos en el salón siguieron el gesto de su mano en la copa, grande y sobria,
que ahora ya no llameaba.

—Ninguna mano falsa la toca ahora —dijo Perivel mientras lanzaba una mirada a
Thamalon cargada de significado—, por lo que así permanece tranquila, a la espera. Nadie
sino aquellos con sangre Uskevren pueden tocar el Cáliz Ardiente sin que se despierten sus
llamas.

—¿Nadie sino aquellos de auténtica sangre Uskevren pueden tocar el Cáliz Ardiente
sin que este arda? —preguntó lentamente el legislador Loakrin, Lanzó una mirada a
Perivel, quien, tras asentir, giró la cabeza para observar a Thamalon.

Y el señor de la Casa Uskevren asintió con la suya.

El legislador se aclaró la garganta y se volvió para ver el cáliz.

—Bien —dijo—, entonces, parece que…

Su voz se fue apagando igual que el sonido de una gaita que alguien hubiera dejado
de soplar, pues se había quedado boquiabierto.

Todas las cabezas se giraron para seguir su atónita mirada; aquí y allá, a lo largo del
oscuro salón, se repitió la misma actitud boquiabierta.

La criada que había estado dando brillo a todo el salón avanzó hacia el cáliz de
repente. Le aplicó un trapo con concentrada atención, dándole vueltas sobre la mesa con sus
manos desprotegidas. De la copa no salió ni una llama.

Los hombres en torno a la mesa la miraron fijamente durante un largo y tenso rato,
mientras ella daba brillo al cáliz, aparentemente ajena al escrutinio al que estaba siendo
sometida.

La mirada del legislador se dirigió directamente a los hombres que se sentaban a su


alrededor, y no era amistosa.

—Estamos sentados a la mesa de uno de los más poderosos mercaderes de nuestra


ciudad —dijo Loakrin—, y nosotros correspondemos a su hospitalidad tratando de
arrebatarle su casa (esta casa de la que lo he visto entrar y salir durante décadas de próspero
comercio), declarando que no es quien ha sido a los ojos de todo Sélgont desde hace años.

El legislador permitió que un instante de gélido silencio pendiera en el aire antes de


añadir:

—Creo, y por la presente declaro con palabras que repetiré ante el Sabio Señor
Probiter —lord Sage Probiter— y el mismo Hulorn, que ante una acusación tan seria habrá
que aportar más pruebas que la de las llamas, las cuales pueden o no proceder de este cáliz.
Sembia es tierra regida por la ley, y siempre será así. He hablado.

Dejó caer una pesada mano sobre la mesa, y como si fuera una respuesta, el cáliz se
elevó en el aire para quedar majestuosamente por encima de las jarras, y se cubrió con un
breve halo de llamas.

Mientras crecían los murmullos entre la servidumbre que presenciaba los hechos,
Thamalon se permitió una sonrisa de alivio. Al menos, aún funcionaban aquellos trucos de
salón que Teskra le había enseñado con la ayuda del anillo de su dedo meñique.

Así pues, los Uskevren aún morarían un tiempo en el Palacio de las Tempestades,
por lo menos hasta que aquel pretendiente, o cualquier otra conspiración, clavara sus garras
en ellos de nuevo.

Thamalon Uskevren brindó a sus huéspedes una sonrisa insulsa. Descendió su vista
hasta la inmóvil y fría figura de Cordriwal Imleth, quien yacía en la alfombra (habría
mandado llamar a los sanadores, y pagado generosamente por su resurrección, pero sabía
que ya era demasiado tarde y no serviría de nada), y se hizo a sí mismo una callada
promesa: ningún vástago de la Casa Talendar, Soargyl, ni ningún otro que pretendiera ser
Perivel Uskevren, podría dormir plácidamente de aquella noche en adelante.

Y todo Sélgont sabía que Thamalon Uskevren era hombre de palabra, un hombre
para quien lo prometido era deuda.
LA MATRIARCA

LA CANCIÓN DEL CAOS

Richard Lee Byers

Tan pronto como se inició la primera escena, a Shamur Uskevren le comenzó a doler
la cabeza. La obertura, con inesperadas disonancias e irregulares tempos, había desgranado
sus chirriantes notas, pero ahora que los cantantes, enfundados en sus fantasiosos ropajes,
habían comenzado a cantar, la ópera se había tornado verdaderamente desagradable. Ni la
letra de las arias, ni la acción que se desplegaba frente al anfiteatro al aire libre guardaban
coherencia alguna y, sin embargo, la esbelta matrona de cabellos rubios y brillantes ojos
grises no podía librarse de la humillante sensación de que la historia tenía sentido, pero era
como un chiste cuya gracia no pudiera captar.

«¡Fantástico!», pensó Shamur. Por fin había logrado arrastrar al demonio de su hija
hacia un espectáculo adecuado para una jovencita, y la circunstancia se estaba convirtiendo
en una odiosa experiencia. Miró a la izquierda. Desvergonzadamente, Thazienne estaba
haciendo muecas y removiéndose nerviosa sobre la losa de piedra de un banco.

Efectivamente, Tazi, una encantadora muchacha de increíbles ojos verdes, cabello


corto y negro como el azabache, peinado del modo menos atractivo posible, y con un
estrafalario corpiño rojo y traje largo de Cormyr, no ocultaba en absoluto su desagrado. Se
ponía en evidencia, y también a su familia, sin importarle nada. Shamur cogió aire para
susurrar una reprimenda, pero entonces reparó en el corpulento viudo de cabellos grises que
se sentaba detrás de su hija.

Shamur conocía a Darvus Baerent, del mismo modo que conocía a todos los
miembros de las mejores familias de Sélgont. Hasta aquel momento, hubiera jurado que
aquel noble mercader entrado en años era tan flemático e inofensivo como cualquier viejo
buey acostumbrado al yugo. Sin embargo, en aquellos instantes, jadeaba pesadamente al
tiempo que clavaba los ojos en la nuca de Tazi. Pese al fresco de la tarde, el sudor perlaba
su frente, y sus dedos rechonchos jugueteaban con la empuñadura enjoyada de su daga.
Molesta por sentirse ignorada, la compañera del mercader, una damisela de pecho generoso
suficientemente joven como para parecer su nieta, lo miró furiosa.

Aunque era difícil de creer, Shamur veía que algo malo le pasaba a Darvus. ¿Acaso
tenía un delirio febril? Aprovechó un momento de calma en la música para pronunciar el
nombre del caballero en tono frío y seco, lo que casi siempre sorprendía tanto a sus
inferiores en la escala social como a sus iguales. Cabe decir, sin embargo, que tal ardid
había dejado de surtir efecto en Tazi hacía tiempo.

Darvus se levantó de un salto y se cernió bruscamente sobre ella para encontrar su


mirada, los ojos como platos mientras su boca se movía sin emitir sonido alguno, como si
Shamur lo hubiera sorprendido cometiendo un crimen inconfesable. Salió a todo correr,
pisoteando los pies de los otros espectadores de su fila. Para sorpresa de ella, nadie
reaccionó.

Shamur pensó en ir tras Darvus, pero tan sólo un instante después, un grito agudo
recorrió el anfiteatro. Sobresaltada, escrutó la sala en busca de su procedencia. Varias
hileras de asientos por debajo de ella, la bella y pelirroja Kenna Toemalar se levantó de un
salto al tiempo que abría su vestido violentamente. Sus ojos, incontrolados, daban vueltas
en las órbitas, y su boca babeaba; la joven noble hurgaba en sus expuestas carnes, que se
arrancaba con extrema facilidad en pedazos semilíquidos. Sorprendentemente, ninguno de
sus vecinos dio un paso para evitar que hiciera tal cosa, ni siquiera retrocedió o giró la
cabeza para mirar con expresión estúpida.

Shamur comprobó que la mayoría del público permanecía sentado, boquiabierto,


atontado y estático. Algunos lloraban, gimoteaban, o parpadeaban como si estuvieran
sufriendo los horrores de una pesadilla de la que no pudieran despertarse. Mientras tanto,
los cantantes y músicos seguían interpretando la ópera, en apariencia tan indiferentes ante
la falta de reacción de los espectadores como estos ante los puntos de luz violeta que
comenzaban a brillar alrededor de ellos.

Tazi tocó el brazo de su madre.

—Está pasando algo —dijo la joven. Como era de prever, su voz parecía más
intrigada que alarmada.

—Obviamente —respondió Shamur. Se levantó para gritar una advertencia, y


entonces, al menos para sus oídos, la música sonó con estrépito. Un fogonazo de luz violeta
la cegó, y una fuerza parecida a un viento huracanado la alzó y la lanzó lejos.

Shamur permitió a Harric, un sonriente y desdentado lacayo ataviado con la librea


azul y dorada de los Uskevren, que la ayudara a descender del carruaje. Impaciente, Tazi
bajó sola.

Ante ellas, se erigía un gran salón cuyas líneas esenciales resultaban prácticamente
indistinguibles entre tantos pretiles, arcos, cornisas, frisos, entablamentos, torretas,
minaretes, pináculos, galerías, gabletes, gárgolas, vidrieras, y sólo los dioses sabían qué
más. Por un momento, la escena parecía equivocada, como si Shamur no debiera estar allí,
o no debiera estar allí otra vez. Pero aquella idea no tenía sentido, y cuando Tazi habló, se
desvaneció de su mente.

—El Palacio de la Belleza, un bonito culo de color rosa —dijo la jovencita.


Con disimulo, Shamur se mostró de acuerdo. Aquel teatro recién construido, salón
de conciertos y galería de arte, encargo de Andeth Ilchammar, era toda una atrocidad
arquitectónica. Pero no tenía intención de decir tal cosa y aconsejó a su hija que no fuera
irrespetuosa.

—Puedes burlarte aquí fuera —le dijo—, pero una vez crucemos esa puerta, espero
de ti tu mejor comportamiento. El mismísimo Hulorn nos ha invitado para participar en una
«experiencia estética única».

—¡Qué imbecilidad! ¡Ni siquiera sabes de qué se trata!

—Sé que la invitación dice que será extraordinario, y si careces del refinamiento
necesario para divertirte con ello, ten al menos el buen sentido de apreciar el honor que te
han hecho invitándote.

Los ojos de Tazi dieron vueltas en sus órbitas.

—¡Vale! ¡Acabemos de una vez!

Al reconocer a las damas Uskevren, los guardias ceremoniales, enfundados en sus


sobrevestes negras y doradas, se apartaron para permitirles el paso. El alto y arqueado
portal de la entrada parecía abrirse ante ellas como unas fauces dispuestas a tragárselas.
Contemplándolo, Shamur sintió una punzada de desánimo.

Por un instante, era como si se le hubiera contagiado la obstinación de su hija y


tampoco quisiera entrar. No quería pasar otra velada escuchando árida y majestuosa música
de cámara y charlando de obras de beneficencia, cultura y de cualquier monótono
chismorreo que hubieran descubierto las otras esposas de los mercaderes. Había pasado
demasiadas noches de ese modo. Lo que ella quería…

Apretó la boca y dejó de darle vueltas a aquellos pensamientos tan inútiles. Ya no


importaba lo que ella quisiera; hacía mucho tiempo que era así. Ahora debía comportarse
como la esposa seria y correcta de un burgués y preparar a sus hijos para que desempeñaran
sus obligaciones familiares como cabía esperar. Lliira sabía que esto último no era fácil.

Oh, Tamlin había resultado un chico excelente, dijera lo que dijese su padre. Pero
Tal, su hermano menor, necesitaba aliento y guía. Ella tenía que supervisar todo
movimiento que hiciera, y no es que le pesara prestarle atención. Al menos, el chico hacía
un esfuerzo de vez en cuando. Pero Tazi, no. Tenía capacidad para aprender modos, música,
costura, y las otras artes femeninas, todo lo cual contribuiría a hacer de ella un buen
partido, o alguien apta para los secretos de la contabilidad y el comercio, lo que la
capacitaría para tomar parte en los negocios de los Uskevren. Pero todo lo que le interesaba
era las relaciones sexuales, parrandear con gente poco aconsejable, de clase muy por debajo
de la suya, hacer travesuras y, por lo general, meterse en problemas.

«Pero esta noche, no —pensó Shamur mirándola torvamente—. Esta noche te


comportarás como una señorita discreta y refinada, te pongas como te pongas».

Acaso intuyendo sus pensamientos, Tazi le sacó la lengua.

Más allá de la entrada, había un vestíbulo de techo alto iluminado con magia,
ricamente decorado con pinturas, tapices y esculturas, incluso con una estatua ecuestre de
mármol de gran altura en medio. La pieza representaba a Rauthauvyr el Cuervo, fundador
de Sembia, dando muerte a una gorgona, una gesta que, hasta donde alcanzaba el saber de
Shamur, el legendario guerrero protagonizó. Alrededor del pedestal se arremolinaba un
grupo de la aristocracia sembiana de lo más selecto; el ronroneo de sus conversaciones, el
frufrú de sus ropajes y el tintineo de sus abundantes joyas se mezclaban con las armonías de
los intérpretes del glaur, el zulkoon y el thelarr que sonaban desde el triforio.

Un lacayo golpeó el pavimento con el extremo de su bastón y anunció a Shamur y a


Tazi, tras lo cual Dolera Milna Foxmantle corrió hacia ellas para saludarlas. Pese al
malhumor que sentía, Shamur se esforzó para dibujar una sonrisa.

Dolera era una hermosa cuarentona cuyo rostro en forma de corazón parecía, como
siempre, una paleta de cosméticos.

Usaba polvos de alabastro para blanquear su piel, fucus para enrojecer los labios,
kohol para enfatizar los ojos y tintura de belladona para engrandecer las pupilas. Aquella
noche llevaba un aterciopelado vestido naranja de amplio escote que apestaba a agua de
rosas.

—Shamur —gorjeó—, qué maravilla verte, y también a la pequeña Thazienne. Por


fin has logrado arrancarla de las tabernas, y también que su aspecto haya mejorado. Por
supuesto, hay gente que no sabe apreciar ese… aspecto desaliñado. Dicen que hace que una
chica parezca una cualquiera, o una grosera y vulgar mujer proveniente de algún entorno
poco civilizado. Pero a mí me parece muy estimulante.

Shamur ni siquiera tenía que mirar a Tazi para percibir que su hija estaba a punto de
estallar. Disimuladamente, dio un golpecito con el codo a su hija en las costillas.

—Muy amable de tu parte decir eso —respondió a Dolera—. ¿Cómo te encuentras,


querida? Supongo que todavía das clases de danza con el Maestro Rolando. Estoy ansiosa
por presenciar tu primera exhibición.

La maliciosa sonrisa de Dolera languideció un tanto.

—De hecho, me he tomado un respiro de la danza para concentrarme en mis


acuarelas. Excusadme, ¿queréis? —Y se alejó de ellas.

—Según tengo entendido, Rolando decidió dar por finalizadas las clases con ella
muy indignado —murmuró Shamur a su hija—. Le dijo que tenía la gracia de una osa de
tres patas.
—Así que le has preguntado eso para humillarla —dijo Tazi—. ¿Por qué no me has
dejado responderle lo que me hubiera gustado decirle?

—Porque seguro que hubiera sido algún insulto grosero que habrías dicho con toda
la potencia de tus pulmones, y no es así como se juega. Si Dolera te saca de quicio, es ella
la que gana.

—Me parece un juego estúpido… —empezó a decir Tazi.

En aquel momento, la música de cámara cesó, y el intérprete del glaur sopló unas
notas a modo de fanfarria.

Una figura desgarbada, que avanzó a grandes pasos hasta el rellano de unas
escaleras, extendió los brazos en histriónico gesto de bienvenida. Le cubría de cabeza a pies
una voluminosa toga con capucha de terciopelo verde y paño de oro. Por la pomposidad de
su entrada sólo podía tratarse de Andeth Ilchammar, el Hulorn, un gobernante considerado
excéntrico incluso por sus propios amigos, y un loco rematado por sus adversarios.

Shamur se preguntó por qué había decidido aparecer con un vestido tan estrafalario.
Desde hacía días se cuchicheaba acerca de que el alcalde mercader, quien también resultaba
una especie de mago, aspiraba a transformarse en un titán o cualquier otra especie de
criatura sobrehumana. Quizá sus ropas ocultaban los estigmas de una metamorfosis fallida
o en curso. Conociendo a Andeth, bien pudiera ser que simplemente hubiera sucumbido al
deseo infantil de disfrazarse.

—Damas y caballeros, ¡buenas noches! —gritó el Hulorn con voz de tenor, casi sin
aliento—. Confío en que estén preparados para asombrarse y exaltarse, pues tengo una
sorpresa maravillosa para ustedes. Como muchos saben, tengo algunos servidores que
buscar tesoros artísticos de gran antigüedad, y a lo largo de los años han realizado algunos
descubrimientos admirables. —Apuntó con el brazo hacia un ejemplo, un centauro tallado
en ébano que permanecía encabritado en una hornacina—. Pero recientemente han
efectuado el más importante hallazgo de todos: Visiones del caos, una ópera perdida escrita
por ¡Guerren Bloodquill!

Los invitados de Andeth exclamaron y murmuraron entre sí, tan pasmados como
verdaderamente interesados. Los que sentían una sincera pasión por la música seria —y a lo
largo de los años, Shamur había fingido tanto aquella pasión que, aunque en modesta
medida, había acabado por ser sincera— sintieron, como correspondía, viva curiosidad por
saber más de una nueva obra, cuyo genio, tres siglos después de desaparecer, todavía era
considerado uno de los más grandes compositores de todos los tiempos. Aquellos que
simplemente fingían interés por las artes para estar a la moda, recordaron el lado siniestro
de la reputación de Guerren. Según la leyenda, también había sido un místico que se
comunicaba con los poderes infernales. Tales habladurías sostenían incluso que había
trocado el alma a cambio de su talento musical.

El Hulorn hizo una breve pausa, para disfrutar con la sensación que había creado, y
luego prosiguió:

—Por supuesto, he optado por escenificar la pieza de Guerren para nuestro solaz.
Desde hace semanas, los cantantes y músicos más excelsos de Sélgont llevan ensayando en
secreto.

—¡No! —gritó alguien—. ¡No debéis hacer eso!

Como todos los demás, Shamur se giró desconcertada, para ver a un hombre de corta
estatura, enorme nariz puntiaguda y melena enmarañada de cabellos grisáceos. Una
brillante guata de color granate sobresalía de los cortes de su andrajoso jubón de fustán, y
unas joyas muy extravagantes guarnecían su pecho. Shamur no lo conocía, pero todo en él
indicaba que era miembro de la muy nutrida comunidad artística de Sélgont.

Dos guardias situados en posiciones discretas del vestíbulo dieron un salto y


agarraron al hombrecillo por los brazos.

—Os pido perdón, Vuestra Gracia —dijo al Hulorn uno de los dos guardias—.
Ignoro cómo ha podido infiltrarse.

—¡Tened piedad! —gritó el detenido, retorciéndose impotente ante la


inmovilización de que era objeto—. Debéis oír…

—Maese Quyance —suspiró Andeth—, ya hemos mantenido esta conversación. —


Hizo una señal a los guardias—. Lleváoslo.

Así lo hicieron y, dado que Quyance seguía despotricando, lo silenciaron con un


buen golpe en la cabeza. Shamur hizo una mueca de dolor, pues le había caído bien aquel
hombre, y Tazi masculló una obscenidad.

—Por favor, disculpen la interrupción —dijo Andeth—. El infeliz es un


desequilibrado que lleva días siguiéndome. Creí que los guardias habían logrado
desanimarlo, pero es evidente que no. Bueno, basta de él. Vengan conmigo. La obra
maestra de Guerren nos espera.

El alcalde mercader descendió las escaleras y condujo a sus invitados hacia el


interior del Palacio de la Belleza. Cuando Shamur comenzó a seguirle, tomó inmediata
conciencia de lo que iba a pasar a continuación. Por primera vez en aquella noche, su
mirada repararía en Gundar, hijo de Dorin. Su archienemigo, pese a que él lo ignoraba. El
adinerado mercader enano llevaría un jubón de tafetán rojizo y un cinturón ancho
tachonado de ópalos. Cadenas de oro colgarían de su larga barba blanca.

Cuando acabó de darse la vuelta, su premonición se hizo realidad. Gundar estaba


allí, y su apariencia era exactamente como ella la había imaginado. ¿Cómo podía suceder
eso?
—He de admitirlo —dijo Tazi—, aún puede que esto sea tolerable.

—¿Qué? —le preguntó, distraída, Shamur, que trataba de deshacerse de aquella


inquietante sensación de presciencia. No había duda de que su mente jugaba con ella.

—Si un adorador del Diablo escribió la ópera, la historia quizá contendrá matanzas,
torturas y monstruos que violan a vírgenes.

—Lo importante —dijo Shamur con frialdad— es saborear la belleza de la música, y


no revolcarse en los momentos escabrosos y vulgares que la «historia» pueda contener. Allí
está Dolera. Entraremos y nos sentaremos con ella.

—¿Por qué?

—Porque es mi amiga, claro.

—Pero ¡cómo puedes decir eso! Si no hacíais más que lanzaros dardos
envenenados…

—¡Y qué! Es el modo en que se comportan las damas de nuestro círculo. Algún día
lo entenderás.

—Espero que no.

Para sorpresa de Shamur, Andeth llevó al grupo más allá del magnífico teatro.
Recorrieron la zona de bastidores, con sus estrechos laberintos de pasillos, las salas de
ensayos, los almacenes y los vestuarios. Por último, atravesaron una puerta y se
encontraron con el frío aire de la noche.

Andeth había ordenado que el Palacio de la Belleza se construyera adosado al muro


que rodeaba el Jardín de Caza, su parque privado. Ante ellos, rodeado por robles y olmos,
en lo que era un cuenco natural en el terreno, se hallaba un anfiteatro antiguo, anterior a la
mismísima ciudad. La mayoría de la gente creía que los elfos lo habían construido, aunque
nadie lo sabía con seguridad. Luces mágicas brillaban dentro de lamparitas de papel
coloreado que pendían aquí y allá, y una orquesta permanecía sentada mientras afinaba sus
instrumentos frente al escenario.

—Ojalá hubiera usado la obra de Guerren para inaugurar el nuevo teatro —comentó
el Hulorn a uno de sus amigos—. Pero el Maestro dejó instrucciones específicas. La pieza
debía representarse en un marco como este, y si queremos apreciar la obra completamente,
es mejor que acatemos su voluntad.

—Las gracias sean dadas a la Doncella Helada, pues hasta ahora hemos disfrutado
de un invierno benigno —murmuró Tazi—. Ya sabes qué arrebatos le cogen al Loco Andy
cuando algo se le pone entre ceja y ceja. Nos habría arrastrado hasta aquí para obligarnos a
permanecer hasta el final de esta melopea grandilocuente aunque estuviéramos en medio de
una tormenta de nieve.

—No te refieras a él llamándolo «Loco Andy» —dijo Shamur apretando los dientes
—, y menos cuando camina tan sólo a unos metros de nosotras. —En aquel momento,
empezó a jadear. La embargaba otra premonición.

Y esta vez la premonición no tenía nada vago. Estaba del todo segura de haber
vivido aquellos minutos antes. Corrió hacia adelante con la intención de advertir al Hulorn,
y…

Alguien estaba zarandeándole el hombro. Sobresaltada, se giró y vio que se trataba


de Tazi.

—¿Madre? —preguntaba la joven con un deje de preocupación en su voz.

—Estoy bien —respondió Shamur, y parecía que aquello era más o menos cierto,
pese a la desorientación que la embargaba.

Miró en derredor y constató que tanto ella como Tazi se hallaban de nuevo en el
vestíbulo, a los pies de la estatua del cuervo. También estaban allí Dolera y su hermana
Pelenza, igual de bella pero más joven e insulsa. Y todos los centinelas y sirvientes habían
desaparecido. Ambas hermanas Foxmantle parecían incluso más desconcertadas que
Shamur.

—¡Estupendo! —dijo Tazi—. Me temía que también estuvieras en trance. ¿Te


acuerdas? Hace un segundo estábamos en el anfiteatro. Algo nos ha agarrado y traído aquí.

—Sí —dijo Shamur.

Ella había sospechado que la fuerza se había concentrado en su persona, pero Tazi y
las otras que estaban sentadas a su lado también se habían visto atrapadas en esa
circunstancia.

—Sin embargo… creo que estábamos primero en algún otro lugar o en otro
tiempo… ¿No hemos revivido algo de la última hora?

Tazi la miró con curiosidad.

—Yo no.

—¿Qué estáis farfullando? —estalló Pelenza—. ¿Qué está pasando aquí?

«Olvídalo», se dijo Shamur a sí misma. Evidentemente, su desplazamiento en el


tiempo únicamente había sido una especie de sueño, e incluso en el caso de que no fuera
así, había asuntos que eran más urgentes: evitar que las Foxmantle fueran presas del pánico.
—No estoy completamente segura —respondió a Pelenza—, pero la buena suerte
nos ha situado cerca de una salida, y lo mejor que podemos hacer es usarla para buscar
ayuda.

—Yo no voy a ninguna parte. ¡Esto es muy interesante! —protestó Tazi.

Shamur la miró.

—Por una vez en tu corta vida, no seas idiota. Esto no es ningún juego. La gente que
está en el anfiteatro se halla en peligro, y nosotras tenemos la responsabilidad de
socorrerla… —Iba a decir algo más, pero en aquel momento tronó una voz profunda.
Cuando se giró hacia el lugar de donde provenía el vozarrón, un lacayo con librea del
Hulorn irrumpió a través de una puerta, De unos sangrantes huecos en su frente, habían
brotado un par de brillantes cuernos negros, y sus ojos azules ardían con ira de lunático.
Con las dos manos, agarraba una ensangrentada espada, pero de un modo torpe que
evidenciaba inexperiencia. Shamur…

Shamur estaba agazapada entre las arcas de Gundar; llevaba en el rostro su


característica máscara a tiras rojas, y de su cuello pendía un amuleto de plata con una gran
perla brillante. La primera pieza del tesoro que había decidido llevarse. Sonreía triunfante,
pero su expresión denotaba cierta incomodidad. Esta vez, al menos de momento, había
entendido que estaba reviviendo el pasado y, por consiguiente, sabía qué estaba a punto de
pasar.

La puerta de la bóveda del tesoro se abrió de par en par. Al otro lado estaban
Gundar, ataviado con una camisa de dormir y un gorro de noche, la barba aún negra aunque
con alguna hebra blanca. Lo acompañaban un par de sus guardias enanos y un humano, el
mago de la casa.

Con excepción de aquella puerta, no había otra salida posible. De un salto, Shamur
se puso en pie y desenvainó Albruin, su espada encantada. El arma brilló con una espectral
luz azul.

Los soldados, pertrechados con espadas en una mano y escudos en la otra, y


enfundados en cotas de malla, se abrieron en abanico para flanquearla. Gundar, que tenía
una buena reputación como guerrero, fue directo a ella. Su hacha de guerra, que susurraba y
canturreaba gracias a un hechizo, se balanceaba de un lado a otro.

Shamur se concentró tanto en los hombres armados que perdió de vista al mago, un
hombre raquítico escasamente más alto y ni de lejos tan fuerte como su patrono. La apuntó
con su varita de marfil. Súbitamente, su hombro izquierdo ardió, como si se cociera por el
beso de un hierro al rojo vivo, y su amplia blusa de seda negra prendió. Se tiró al suelo y
rodó entre las monedas y alhajas, consciente de que sólo tenía unos segundos para extinguir
el fuego antes de que los guardias se le echaran encima.

Frenéticamente, volvió a ponerse de pie. El hombro aún le dolía, y la parte de ella


que ya había vivido esos momentos sabía que saldría de aquella situación con una cicatriz
en forma de estrella para el resto de sus días. Daba igual. Lo que sí importaba era que,
mientras trataba de sofocar las llamas de su blusa, su máscara se había caído.

Perplejo, Gundar miró fijamente aquel rostro descubierto. No había esperanza


alguna de que no reconociera a ¡Shamur Karn! Tan sólo diez días antes, ella y su familia
habían estado allí, en su propia mansión, asistiendo a un banquete. Fue entonces cuando
ella localizó el paradero secreto del tesoro del anfitrión.

Aprovechándose de la sorpresa de Gundar, se escapó. De un golpe apartó de su


camino al mago, y se precipitó hacia la ventana por la que había entrado. Por una vez, no le
pareció divertida la emoción de escaparse por los pelos. ¿Y cómo podría? Ahora que se
sabía que la hija adolescente de Javis Karn y el ladrón más célebre de Sélgont eran la
misma persona, tendría que huir de la ciudad para siem…

Nuevamente se vio en el vestíbulo, de regreso al lugar donde un sirviente


enloquecido estaba a punto de agredirla. Se obligó a pensar en aquello única y
exclusivamente.

De modo reflejo, su cuerpo había comenzado a adoptar una postura de combate,


pero se reprimió. Sus compañeras no tenían ni idea de que sabía conducirse en un combate,
y era imperativo que ello siguiera así. Afortunadamente para manejar a aquel zoquete no
tendría que delatarse.

El hombre de la cornamenta alzó la espada y cargó contra ella. Shamur simuló que
se quedaba paralizada de miedo y, entonces, en el último instante, se hizo a un lado. Se
arrojó al suelo, se apoyó en las manos y estiró una pierna. El asaltante tropezó con el tobillo
de Shamur. Su espada resonó contra el pavimento.

Tazi agarró de su pedestal un busto de Sune en porcelana de valor casi incalculable y


lo hizo pedazos en la cabeza del loco. Quedó tendido en el suelo, inmóvil; pequeñas
esquirlas de porcelana quedaron sobre la cornamenta.

Las hermanas Foxmantle se agarraban la una a la otra.

—Bendito Ilmater, bendito Ilmater, bendito Ilmater… —gimoteaba Pelenza.

Dada la vida sobreprotegida que ambas hermanas llevaban, era del todo ilógico
esperar de ellas otra cosa, pero Shamur no pudo evitar una oleada de desprecio. La histeria
de ambas contrastaba con la serenidad de Tazi, que se hacía con la espada y la blandía en el
aire para probar su manejo.

Y por supuesto, no es que Shamur pretendiera decir nada que animara las maneras
varoniles de su hija o que le diera ocasión alguna para usar su nuevo juguete.

—Dejad de lloriquear —amonestó Shamur a Dolera y Pelenza—. Ninguna de


nosotras ha resultado herida, y ahora, vámonos. Seguidme.

Las cuatro se dispusieron a salir. Tazi avanzaba de mal humor mientras lanzaba
largas miradas hacia atrás, hacia aquel escenario lleno de misterio y de atrayentes peligros.

Miraba con tal intensidad hacia allí que no percibió la araña de color azafrán y de
aspecto venenoso, con un abdomen bulboso tan grande como una nuez, acechando desde
unas de las tallas de la puerta. Tampoco las llorosas y estremecidas Foxmantle vieron a la
criatura. La araña se preparó para saltar.

Shamur aplastó el arácnido antes de que este pudiera brincar sobre cualquiera de
ellas, y sintió cómo se espachurraba el cuerpo del insecto bajo su palma. Dolera y Pelenza
saltaron y gritaron. Tazi se giró.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada —dijo Shamur—. Perdí el equilibrio y tuve que agarrarme. Lamento haberte
alarmado.

Ciertamente, había visto un espécimen como aquel, pese a sus numerosos viajes
desde Sembia hasta las costas meridionales del Mar de la Luna. Mientras se preguntaba de
dónde podía haber salido la araña, se limpió la mano en su falda azul oscuro.

Tazi abrió la puerta. Misterios menores, como el origen de la araña o incluso que un
sirviente perdiera la razón después de que le creciera una cornamenta, desaparecieron de la
mente de Shamur al instante.

La puerta hubiera tenido que dar acceso a una oscura placeta adoquinada, iluminada
por antorchas, donde el carruaje les había dejado. Más allá, hubieran debido ver las luces y
torres de Sélgont, y no una maraña de maleza y altos árboles cargados de lianas. Ningún
rayo de luz solar atravesaba las copas y aquel aire espeso.

Sin habla por una vez, Tazi cruzó el umbral, recogió el marchito pétalo caído de una
orquídea y lo examinó. Shamur supuso que era su modo de convencerse de que la jungla
estaba allí.

—Todo está… confuso —dijo finalmente la joven—, cambia. La gente adopta


nuevas formas o enloquece. Te ves trasladado de un lugar a otro en lo que tarda un
parpadeo. Espacios que estaban al lado de otros… ya no lo están.

—Sí —dijo Shamur.

En silencio, se dijo que no se trataba tan sólo de que el espacio estuviera alterado, el
tiempo también parecía trastocado. Pensó que quizá estaba reviviendo momentos del
pasado porque ya no estaba aferrada del todo al presente.
—¿Cómo puede estar pasando esto? —gimoteó Dolera.

—No lo sé —respondió Shamur—, pero si mantenemos la calma…

—¡Callad y escuchad! —dijo Tazi.

Cuando Shamur lo hizo, oyó sollozos, rugidos de bestias y risas dementes que
reverberaban desde algún lugar del edificio. Pero los sonidos más siniestros de todos eran
los acordes disonantes y la cadencia escalofriante de la ópera de Guerren Bloodquill.

—¿No te parece raro que podamos oír la música —preguntó Tazi— con tantas
paredes entre nosotras y el anfiteatro?

—Sí que lo es —respondió Shamur—. Eso sugiere que esa ópera es mágica, y que
genera los fenómenos que estamos experimentando. Y puede que eso nos dé la solución. Ya
que no podemos abandonar el edificio, al menos por esta salida en particular, las tres os
refugiaréis en una estancia apropiada. Una que disponga de una puerta que podáis cerrar o
bloquear. Entretanto, regresaré al anfiteatro y persuadiré a Andeth, o a los mismos cantantes
y músicos para que cesen la actuación, para ver si así nuestro entorno revierte a la
normalidad.

Tazi chasqueó la lengua.

—¿Tú también te has vuelto loca?

—Confío en que no —respondió Shamur.

—Puedo entender la razón por la que deseas deshacerte de esas dos —dijo Tazi
mientras señalaba a las hermanas Foxmantle con la espada—. Son unas inútiles. —Su tono
era desdeñoso pero, por el terror que sentía, Dolera tuvo que contenerse—. Pero de las dos,
yo soy la que sabe luchar. Me necesitas como protección.

—Tonterías. Puedo defenderme sola, y me resultará más fácil sabiendo que estás a
salvo.

—Nadie estará verdaderamente a salvo hasta que se rompa el sortilegio —replicó


Tazi—. De todos modos, no voy a perderme la diversión. Voy a ir contigo, y no hay más
que hablar.

Era evidente que no había modo de disuadirla. A Shamur no le quedaba sino confiar
en que no les surgieran más peligros.

—Muy bien —respondió, y se volvió hacia las Foxmantle—. Queridas, si nos


acompañáis, hallaremos algún refugio para vosotras.

Las cuatro damas comenzaron a caminar por un pasillo y no tardaron en hallar un


pequeño almacén con una puerta, donde dejaron a las hermanas. Entre gimoteos, Pelenza se
agarró a Shamur cuando se volvió para marcharse. La matriarca Uskevren se deshizo de
ella con tanta amabilidad como le permitió su impaciencia, para finalmente irse con Tazi.

—¿Así es como quieres que sea? —le dijo Tazi mientras ambas enfilaban hacia el
vestíbulo de nuevo—. ¿Cómo esas dos ocas estúpidas y lloronas?

—Admito que son muy nerviosas —le contestó Shamur, mientras escrutaba en
derredor si había amenazas. Hasta entonces no se había presentado ninguna más, aunque,
extrañamente, la temperatura del pasillo parecía fluctuar con cada zancada, frío un instante,
y caliente al siguiente—. Aun así, han desacreditado a sus familias bebiendo en exceso en
los tugurios más pestilentes del puerto, ni se levantan las faldas para cada estúpido lujurioso
que pasa por casualidad.

—¿Qué te ha convertido en una mojigata tan árida? —replicó Tazi—. ¿Estás celosa
por los flirteos de papá? No acierto a ver el motivo. Parece que no das muestras de desearlo
en tu lecho…

En aquel momento volvieron a entrar en el vestíbulo, donde el enloquecido todavía


yacía inconsciente en el suelo.

—No vamos a discutir en este momento mi relación con tu padre —respondió


Shamur fríamente.

Un sonido chirriante fue haciéndose audible desde el centro del vestíbulo.

Shamur se giró. Brillantes tiras de color azul y negro emanaron de la estatua en


mármol de Rauthauvyr y la gorgona. En cuestión de segundos, se convirtió en una criatura
viviente, un horror escamoso parecido a un toro que abandonó el pedestal, se diría que casi
delicadamente, con incandescentes ojos escarlatas, agitando la cola y resoplando un vapor
verdoso…

De repente, Shamur se vio afrontando una monstruosidad distinta, una enorme cosa
que vagamente recordaba una forma humana, al parecer hecha de oscuridad. La luz de las
farolas tan sólo iluminaba sus dientes y sus largas e irregulares garras.

Había aparecido de ninguna parte poco después de que los exploradores hubieran
entrado en la antigua cripta. Todos reaccionaron inmediatamente. Los guerreros aprestaron
las armas, y los sacerdotes y los magos lanzaron sortilegios.

Aquel espíritu guardián comenzó a matar. Ni los aceros ni los hechizos parecían
surtir el menor efecto. No obstante, alrededor de la cripta había unas construcciones hechas
con varillas de bronce y esferas de cristal. Nadie del grupo, ni siquiera el viejo y astuto
Anax de Oghma, tenía idea alguna de su función. Sin embargo, en aquel momento se hizo
obvio que eran objetos cargados de energía. De alguna manera, las brujerías de los
aventureros las habían despertado. Crepitantes y cegadores rayos de energía brotaron de las
esferas arqueándose por toda la bóveda, sumándose así a la confusión general.

Un tortazo de la mano negra de aquel demonio arrancó la cabeza de Sorn Espada


Mellada. Entonces, el horror se puso a cuatro patas y agarró a Kavith el Triste entre sus
dientes. El monstruo se irguió sobre las dos extremidades inferiores, y agitó la cabeza atrás
y adelante: el mago cayó de su mandíbula hecho pedazos. Entretanto, las crepitantes
llamaradas de energía saltaban cada vez con mayor brillo y rapidez. La cripta empezó a
temblar.

En silencio, mientras deseaba no haber tenido que vender Albruin dos meses atrás
para liberar a sus compañeros de un apuro tan terrible como el que afrontaban en aquel
momento, Shamur dio un rodeo para sorprender por detrás a aquel coloso hecho de
sombras. Sin embargo, el demonio hizo inútiles sus esfuerzos al alejarse de ella de un salto
y atravesar las filas de sus oponentes con el fin de atacar a Eskander, quien estaba
lanzándole flecha tras flecha. Shamur sabía que no era cobardía lo que había impulsado al
delgado y tranquilo bandido, ahora cazador de tesoros, a quedarse atrás y usar su largo arco.
Había procedido así porque su espada no era mágica, pero sí lo eran las puntas de plata de
los astiles de su carcaj.

Y también sabía qué iba a pasar a continuación, pues le vino a la mente que ya había
vivido aquella terrible experiencia. Quizá gritó incluso antes de que lo hiciera el monstruo.

Eskander trató de esquivar el demonio. Pero fue demasiado lento. El espíritu golpeó
el torso del arquero con su mano izquierda, y lo atravesó con tres de sus garras.
Probablemente, aquello había sido suficiente para matarlo pero, acaso preso de rabia por las
flechas que le castigaban la cabeza y los hombros, el gigante lo balanceó una y otra vez,
destrozando contra el duro piso de piedra arenisca al único hombre que Shamur había —o
habría— amado verdaderamente.

Shamur cargó contra el gigante, percibiendo, presa de la inquietud, que la bóveda


temblaba de modo tan terrible. El amuleto de plata que había robado del tesoro de Gundar
rebotaba contra sus pechos. Con la sospecha de que era mágico, poco después de su
precipitada huida, años ha, había pagado a un vidente para que lo examinara. Este no había
alcanzado a determinar su finalidad concreta, pero en su opinión podía tratarse de algún
tipo de objeto protector, razón por la que había decidido aferrarse a él.

El demonio se giró para encararse con ella con una agilidad impropia de una criatura
tan voluminosa. La emprendió a golpes con sus oscuras manos. Shamur se lanzó hacia
adelante tratando de evitar el impacto. Logró eludir las garras del espíritu, pero una palma
impactó en ella. Cayó y salió disparada, dando vueltas, a lo largo del trémulo pavimento.

Por un instante, yació por los suelos aturdida, observando estúpidamente las grietas
que iban extendiéndose por las nervaduras de la bóveda; la mampostería gemía como un
dios agónico. El demonio se cernió sobre ella, sus garras dispuestas a desgarrarla. Entonces
Shamur recordó que debía seguir resistiendo. Sin embargo, cuando trató de alzar la espada,
vio que no la tenía y que sus piernas no le respondían plenamente debido al golpe y el
dolor.

El demonio trataba de apresarla cuando comenzaron a caer del techo pedazos de


piedra. Una de las llamaradas de la energía proveniente de aquellos extraños mecanismos
dio en la perla del centro del amuleto. De súbito, todo fue distinto.

El demonio había desaparecido y había cesado el derrumbe, aunque ya había


enterrado la mayor parte de la bóveda y destruido aquellos artefactos de cristal y bronce.
Evidentemente, también se habían abierto algunas grietas que daban al exterior, pues una
brizna de pálida luz se filtraba desde alguna.

Aturdida y desconcertada, Shamur se puso en pie no sin esfuerzo y se puso a buscar


a sus compañeros. Y, excepto a aquellos que yacían bajo pilas de escombros, los halló.

Habían muerto todos. Eso la dejó desconsolada pero no sorprendida. El enigma, la


grotesca maravilla que le hizo pestañear y preguntarse si no estaría soñando, era el hecho de
que parecía como si todos ellos llevaran muertos hacía décadas. La carne que les restaba
estaba marchita y correosa, las cuencas oculares vacías, las ropas podridas, las armas y
armaduras oxidadas. El polvo lo cubría todo.

Aturdida por la pena y la impresión, ni siquiera podía deducir qué significaba el


estado de aquellos cuerpos. Se dirigió hacia el montículo de piedras que posiblemente
sepultaba los restos de Eskander, y permaneció allí con la cabeza gacha durante un tiempo.
Luego, comenzó a caminar hacia la luz del sol.

—¡Vuelve! —gritó Tazi.

Lentamente, Shamur retornó, lejos de la gorgona, sacudiendo la cabeza para


aclararse la mente. Revivir la muerte de Eskander y de sus amigos había sido atroz, pero en
aquel momento había regresado al presente, y se enfrentaba a una bestia que bien podría
resultar tan formidable como el guardián de la cripta. Mas, en esta ocasión, la vida que
estaba en juego era la de su propia hija.

Aquella escamosa criatura taurina, cuya altura sobrepasaba en mucho la de un


hombre, dio una vuelta en derredor mientras observaba recelosamente.

«Quizá está tan perpleja —pensó Shamur— que permitirá que un par de mujeres se
vayan sin ser molestadas».

Pero entonces, aunque se movían con cautela, a hurtadillas, atrajeron la atención de


la gorgona. Las miró con llameantes ojos de intenso carmesí. Al abrir la boca, mostró los
colmillos. Y dio una patada en el suelo con una pezuña, que agrietó el pavimento.

Con una fiera sonrisa, la espada en una mano y el cuchillo que habitualmente
llevaba consigo en la otra, Tazi se interpuso entre aquel toro azul y su madre. Era obvio que
la chica creía que de las dos, ella era la única entrenada para el combate. Además, era la
única que estaba armada.

Shamur buscó en derredor alguna arma. Había muchos objetos de arte que bien
podrían servir para aporrear a otro lacayo desquiciado, pero nada que pudiera dañar a un
depredador tan alto y con un pellejo de escamas naturales a modo de armadura.

La gorgona bramó, bajó la cabeza y arremetió contra ellas. Tazi se dispuso a


recibirla. Aunque era muy duro dejar a su hija sola ante aquel combate, Shamur se obligó a
precipitarse por el pasillo que llevaba al teatro.

Allí había habido guardias antes de que se iniciara la ópera. Seguramente, ellos y sus
espadas aún debían estar en alguna parte. Rezó para que Tazi pudiera aguantar hasta que
ella encontrara una arma.

Shamur escrutó en vano estancias y rincones, uno tras otro, hasta que un orco se
plantó ante ella, en el umbral de una puerta.

Aquella criatura de rostro porcino, vestida con harapos de color naranja y morado,
era tan propia de Sélgont como la araña de color azafrán. Acaso se trataba también de una
obra de arte que cobraba vida, o un merodeador semihumano de las zonas selváticas que
rodeaban el palacio. En cualquier caso, poco le importaba a Shamur el lugar de donde
procedía el orco, pues en su verdosa mano de uñas sucias sostenía una gran espada.

Sin tiempo para ponerse en guardia, Shamur saltó hacia él y le pateó en la


entrepierna. Lo agarró por la parte delantera de su inmunda túnica y le dio un golpe de
cabeza en pleno rostro. El impacto le hizo algo de daño a ella misma, pero las piernas del
orco cedieron bajo él, y su sangrante y aplastado hocico se torció hacia un lado, y sus ojos
rojos bizquearon. De un tirón, Shamur se apoderó de su espada, y dejó que el orco cayera a
tierra.

Mientras se precipitaba por el pasillo de regreso al vestíbulo, no pudo evitar


preguntarse si realmente estaba preparada para enfrentarse a lo que allí la esperaba. Había
sido un juego de niños que el enloquecido con los cuernos perdiera el equilibrio, y podía
considerarse bastante afortunada por haber pillado al orco por sorpresa. Sin embargo, sólo
un guerrero muy hábil albergaría la esperanza de vencer a un adversario tan espantoso
como una gorgona, y llevaba veintiséis años sin tocar una espada.

¡Por todo lo sagrado! Oxidada o no, ¡vencería! Al menos sabía, por los sonidos que
provenían desde el pasillo abovedado —gruñidos y resoplidos, el estrépito de las pezuñas,
la reverberación metálica contra la armadura—, que Tazi todavía luchaba, por tanto aún
vivía, y con el destino de su hija en juego, fallar no era ni siquiera concebible.

Con la falda agitándose alrededor de sus piernas, y las resbaladizas suelas de sus
zapatos de salón patinando sobre el pulido pavimento, Shamur se adentró de nuevo en la
estancia. En algún momento del combate, la gorgona había derribado los restos de la
escultura de la que había surgido. Shamur se sorprendió por no haber oído el estrépito. En
aquel momento, la criatura y Tazi estaban luchando. El corpiño de la chica estaba
desgarrado, mostrando un largo y sangrante rasguño a lo largo de las costillas. La gorgona
había recibido un par de cortes poco profundos, uno por encima de la nariz y el otro en un
flanco.

Al oír la llegada de Shamur, Tazi miró en derredor.

—¡No! —exclamó—Mantente alejada de…

La gorgona no desperdició la oportunidad que le brindaba la distracción de la chica.


Avanzó y con sus cuernos dibujó un arco asesino.

—¡Tazi! —gritó Shamur.

Tazi apenas tuvo tiempo de recuperar su posición para rechazar el envite, pero el
impacto de un cuerno contra la espada hizo que se tambaleara. Entonces la gorgona volvió
hacia ella la cabeza para arremeter contra su vientre.

Shamur se precipitó hacia la escena gritando con todas sus fuerzas con el fin de
atraer la atención de la bestia. Y gracias a los dioses, esta giró en dirección a ella. A partir
de aquel momento, Shamur sólo tenía que preocuparse por su propia vida.

El gigante se cernió sobre ella como una montaña. Esquivó su primera embestida
con torpeza pero después todo fue bien. En su interior se despertó algo: podía sentir el
tempo delos movimientos de la gorgona y anticiparse a lo que haría a continuación. Su
mano recordó cómo tajear, empujar, fingir y esquivar, y sus pies adquirieron los
movimientos engañosos de una danza que ora avanzaba, ora se hacía a un lado, ora se
replegaba. Finalmente, logró arañar el cuello de su contrincante, y cuando este por fin
arremetió con todas sus fuerzas para derribarla, Shamur se hizo a un lado y lo hirió de
nuevo.

Tazi atacó a la gorgona desde el otro flanco. Las dos mujeres actuaron como un
equipo, una distraía al toro mientras la otra atacaba sigilosamente o reculaba para librarse
del peligro. Confundida, la bestia gruñía, y el repugnante hedor de su sudor y su sangre
impregnaba el aire. El gigantesco toro daba vueltas de un lado a otro. Y, de repente, con
suma rapidez, se precipitó a través de la estancia y se giró para mirar una vez más a sus
enemigos humanos.

—¡Ja! —gritó Tazi—. ¡La hemos asustado! —El pecho de la gorgona se hinchó
cuando aspiró aire profundamente.

En el último instante, Shamur, quien nunca antes se había medido con una gorgona,
recordó las historias que había oído acerca de ellas. Se precipitó sobre su hija, la agarró y la
hizo a un lado.

La gorgona resopló, y salió vapor verde a raudales de su boca y sus fosas nasales.
Aquel humo irritante no alcanzó por muy poco a Shamur y a Tazi. El hombre inconsciente
tendido en el pavimento tuvo peor suerte. Cuando el aliento del monstruo le pasó por
encima, su carne se tornó de un gris mortecino, En breves segundos, devino una figura de
piedra inerte.

La gorgona bramó y arremetió de nuevo. A gatas, las Uskevren se apartaron del


camino de la bestia. De un salto se alzaron y volvieron al combate.

Al cabo de un minuto, el corazón de Shamur latía con fuerza, y la respiración le


raspaba la garganta. Estaba cansándose y comenzaba a moverse con mayor lentitud; no
había duda de que lo mismo le pasaba a Tazi, pese a su juventud. Su inmenso enemigo
parecía no haber perdido un ápice de fuerza y rapidez. Las damas tenían que acabar aquello
inmediatamente, antes de que la suerte del combate se les girara en contra.

El problema estaba en aquellas malditas escamas, que reducían la efectividad de


cada golpe. El único punto vulnerable de la criatura parecía ser sus ojos, pero la bestia los
protegía tan bien que, pese a los reiterados intentos, ninguna de las dos mujeres había
logrado alcanzarlos.

«¿En dónde más puedo golpearle y lograr que ello le afecte?», se preguntaba
Shamur mientras saltaba hacia atrás, evitando por muy poco un golpe que le habría clavado
un cuerno en el torso.

A su mente acudió la imagen de la escultura tal y como la había visto cuando


empezó la velada.

El escultor había captado al jinete Rauthauvyr atravesando con su arma la espalda de


la gorgona. Si aquel punto no se había cicatrizado espontáneamente cuando la bestia cobró
vida, podría haber allí, en el lomo, una especie de surco libre de escamas.

—¡Mantenlo ocupado! —gritó.

Tazi se estaba dedicando a ello precisamente: asediaba a la criatura con tanta furia
que no se permitía el menor margen de error. Un desliz, y la gorgona le clavaría los cuernos
en sus órganos vitales.

Shamur sujetó la espada entre los dientes, corrió hacia el flanco de la criatura y saltó
para agarrarse de la cresta de su espina dorsal, como hiciera en días más felices al agarrarse
a los alféizares o a las hiedras que la ayudaban a escalar las paredes.

Montó sobre la gorgona a horcajadas, como si se tratara de un caballo. El toro


profirió un gruñido de sorpresa casi cómico y giró la cabeza para observarla.

Shamur buscaba una muesca que estuviera libre de escamas. Y no la halló. Incapaz
de darle alcance con sus cuernos, la gorgona aspiró aire. Un segundo más, y la bestia
exhalaría sobre ella. Sin embargo, Shamur no tenía intención alguna de abandonar su
asidero. Dudaba de que la bestia le diera una segunda oportunidad para saltar sobre su
lomo.

Se giró y halló la muesca tras ella. Agarró la espada con ambas manos y la clavó.

El toro emitió un alarido y agitó la cabeza; el vapor verde fluía hacia el techo.
Entonces, la bestia se derrumbó. Shamur saltó y rodó por el suelo.

Giró inmediatamente sobre sí misma para observar a la gorgona. Yacía inerte. Tras
unos segundos, concluyó que había muerto.

En su rostro se dibujó una sonrisa. Era bueno saber que todavía podía blandir una
espada. Hacía tiempo que se preguntaba si sus habilidades de antaño la habían ya
abandonado por falta de práctica. Era evidente que no.

—¡Madre! —exclamó Tazi sin resuello, la perplejidad reflejada en su voz—.


¿Cómo… dónde, cuándo aprendiste a luchar así?

La satisfacción de Shamur se trocó en consternación. Aunque se podía aplastar una


araña y fingir falta de habilidad a un tiempo, matar a una gorgona era un asunto bien
distinto, y era un asunto que hubiera preferido evitar.

—No sé luchar, por supuesto. Sencillamente, me he limitado a hacer lo que he


podido en una situación de emergencia. Me imagino que puedo considerarme afortunada de
que mis lecciones de equitación y danza me hayan mantenido ágil.

—Esa es la cosa más estúpida que he oído jamás —respondió Tazi al tiempo que
recogía del suelo el cuchillo—. Nadie maneja un arma como tú lo has hecho sin
entrenamiento y experiencia.

—Bueno, he pasado tiempo observando cómo practican esgrima tu padre y tus


hermanos —replicó Shamur. Agarró la empuñadura envuelta en cuero dela espada y, con
gran esfuerzo, la extrajo del cuerpo de la gorgona—. Trataba de imitar lo que ellos hacían.

—Pues yo todavía digo que eso que dices es un montón de tonterías.

De súbito, Shamur percibió que algo había cambiado. Y lo había hecho a peor,
aunque en aquel momento estaba dispuesta a recibir con los brazos abiertos cualquier cosa
que sirviera para distraer la atención de Tazi.

—La música suena más alto —dijo.

Tazi frunció el ceño y ladeó la cabeza, tratando de oír mejor.

—Tienes razón. Me imagino que eso significa que la magia se está haciendo más
fuerte.
—Sí. Lo que hace que sea urgente detener la ópera cuanto antes y, más importante
aún, antes de que llegue a su final. Si mis sospechas son ciertas, se está urdiendo algún tipo
de sortilegio, hay muchas probabilidades de que todas las rarezas con que nos hemos
cruzado hasta ahora sean simples preliminares. Los efectos verdaderamente potentes serán
los que vengan al final.

Mientras enfilaban hacia la parte trasera del edificio y al anfiteatro de más allá, se
cruzaron con una serie de maravillas inquietantes. El orco que Shamur había dejado
inconsciente había desaparecido; en su lugar, se veía en el suelo una mancha alquitranada y
pestilente, como si se hubiera derretido. A lo lejos, proveniente de un pasillo, se oía un
repicar de tambor. Pequeños pinos emergían del techo en una estancia y, en otra, un grupo
de diablillos moteados jugaba a la pelota con una cabeza, El teatro de Andeth se había
convertido en un reino de formaciones coralinas y agua verde, donde incontables peces
tornasolados nadaban. Con suma cautela, Tazi adelantó el índice y, al retirarlo, el dedo
estaba mojado.

Asimismo, las mujeres se encontraron con más criados del Hulorn, aunque jamás en
condiciones de ayudarlas. La mayor parte habían caído víctimas del mismo trance que
afectaba a la mayoría de la gente en el anfiteatro, y se hizo evidente que era imposible
reanimarlos. Otros yacían desmembrados por alguna bestia que ahora erraba por el edificio.
A un hombre, o mujer, se hacía difícil precisarlo, daba la impresión como si algo le hubiera
agarrado la garganta y la hubiera girado del revés. También los había que se habían
convertido en figuras inertes de madera nudosa, arcilla roja, vidrio y, en un caso concreto,
la suma de los tres materiales.

Tazi estudió la carnicería con fascinación morbosa.

—Esto no es espectáculo que se haya escenificado para tu diversión —le dijo


Shamur con repugnancia—. Esta era gente inocente, asesinada absurdamente.

—Si sorbo por la nariz y me froto los ojos, ¿podré devolverles la vida? —respondió
Tazi—. Y si todo es tan trágico, ¿por qué miras con ojos tan brillantes y pareces tan alegre?

—No es cierto —dijo Shamur.

Sin embargo, Tazi la hizo reflexionar, Tuvo que preguntarse si su hija tenía razón. Le
embargaban todas las emociones que cualquier mujer experimentaría si se viera atrapada en
una situación tan horrorosa. Piedad para las víctimas de la magia de Bloodquill. Ansiedad
por las vidas de Tazi y la suya propia. No obstante, junto al miedo, también se manifestaba
una deliciosa agudización de los sentidos. Una tensión vivificante en busca de la cual una
chica de una de las familias más ricas de Sélgont había abrazado la vida peligrosa de una
ladrona.

Todavía estaba intentando olvidar, o al menos disimular su regocijo, cuando ella y


Tazi pasaron ante un espejo. El reflejo estaba dispuesto en ángulo recto respecto a ellas,
parecía que las dos mujeres caminaran pared arrib…
No. Shamur no estaba mirando a su propia imagen yacente, ya no. Permanecía al
lado de un lecho con baldaquín en el que se hallaba una joven que era exactamente como
ella y que incluso había llevado su nombre. Era su sobrina nieta, de la que se había
encariñado en la decena de días que habían pasado desde su sigiloso retorno a Sélgont. Una
noche, había muerto misteriosa y inesperadamente.

Lindrian, de nariz aguileña y barba rizada, sobrino de Shamur y padre de la difunta,


se golpeaba las sienes con la palma de las manos.

—¿Por qué? —decía sollozando—. ¿Por qué, por qué, por qué?

—Para destruirnos —gruñó Fendo.

Era el hermano de Shamur, señor de la Casa Karn, quien por aquel entonces ofrecía
la desagradable imagen de un anciano hinchado y gotoso. Pese a la decadencia física, su
ingenio se mantenía tan agudo como siempre, y Shamur no dudaba de que su deducción era
correcta. Habían asesinado a su nieta.

En cuanto Shamur hubo aceptado el hecho de que la interacción de fuerzas mágicas


en la cripta la habían proyectado al futuro, decidió retornar a casa y saber qué había pasado
con su familia. No tenía por qué ser peligroso si procedía con tiento. Aun después de medio
siglo, era improbable que las otras familias mercantiles hubieran olvidado o perdonado sus
robos, pero ahora muy bien podían pensar que estaba muerta, o que, por el paso del tiempo,
llevaba una vida oscura y anónima.

Cuando se presentó ante Fendo, este le acogió con los brazos abiertos. No obstante,
todo distaba de estar bien. Los Karn habían tenido recientemente una serie de desastrosos
reveses en los negocios, y en aquel momento estaban al borde de la quiebra. Fendo estaba
seguro de que algún enemigo oculto había fraguado la ruina de la familia, pero no había
logrado identificar al culpable.

Shamur llegó a pensar en la posibilidad de llevar a cabo una nueva serie de robos,
pero las deudas de los Karn resultaban tan enormes que ni el total de sus botines hubiera
sido suficiente. La única esperanza residía en un matrimonio con alguna otra casa de nobles
mercaderes dispuesta a suministrar una inyección masiva de efectivo.

Afortunadamente, Thamalon Uskevren había pedido formalmente la mano de la hija


de Lindrian, la única descendiente casadera de la familia. Los Uskevren eran ricos, pero
muchos de sus pares todavía los despreciaban por haber traficado con piratas en el pasado.
Quizá Thamalon estaba dispuesto a pagar generosamente por una novia Karn porque
albergaba la esperanza de que la unión contribuyera a que su casa recuperara la
respetabilidad. O quizá, como aseguraba, realmente amaba a la chica. En cualquier caso,
daba igual. Lo que importaba era que la salvación estaba al alcance de la mano.

O había estado. Hasta que el desconocido enemigo de los Karn había aplicado
veneno o magia negra. Así las cosas…
Fendo agarró el brazo de Shamur con su débil y áspera mano con manchas de
anciano. Sorprendida, se giró para mirarlo, y quedó desconcertada ante el enfebrecido brillo
de aquellos ojos reumáticos.

—Eres igual a ella —dijo—, y nadie, fuera de esta casa, sabe que has regresado.

—¿Madre? —dijo Tazi.

—Sí —respondió Shamur, obligándose a apartar la mirada de aquel espejo—. Estoy


bien. Sigamos adelante Mientras se alejaban por el pasillo, Shamur se preguntaba por qué la
magia la estaba obligando a revivir todos aquellos malos momentos en que la vida tomó un
giro a peor.

En todo caso, no tenía sentido darle vueltas. Sería mejor permanecer alerta y
saborear aquella sensación que provenía de saber que el peligro acechaba por doquier.
Aquello y el grato peso de una gran espada en su mano.

El vestíbulo presentaba un recodo que no existía antes del comienzo de la ópera, y


que venía a morir algo más allá. Aquella obstrucción parecía estar hecha de carne cruda y
grasienta. Las dos Uskevren retrocedieron y finalmente dieron con otra ruta.

—Confiemos en que esto todavía lleve al Jardín de Caza, y no al Gran Glaciar o a


algún otro lugar —comentó Tazi con sarcasmo. Abrió la puerta.

La música se intensificó y Shamur se sintió mareada. La sensación pasó en un


instante, y entonces comprobó que, efectivamente, la puerta todavía daba acceso al
anfiteatro, pero el aspecto del lugar seguía particularmente desagradable.

El cuenco en el terreno hervía de chispas de color violeta, como si millones de


luciérnagas estuvieran formando un enjambre allí. Aquella nube luminosa era tan espesa
que se hacía difícil adivinar las formas que se encerraban en su interior, pero Shamur estaba
segura de que la mayoría del público todavía permanecía sentado y extático. Una figura,
cuyos brazos habían desaparecido y cuyas piernas se habían fusionado, se arrastraba
laboriosamente hacia algún pasillo superior, mientras que en uno de los asientos más
alejados de la escena, un hombre y una mujer se regalaban con el cerebro procedente de un
cuerpo cuyo cráneo estaba destrozado.

Algunos puntos de luz minúsculos también centelleaban más allá del teatro al aire
libre, y aquí y allí el paisaje ondeaba con imágenes que semejaban espejismos de la cumbre
de una montaña nevada, una ciudad de largas y estilizadas torres flotando entre nubes, o un
flujo subterráneo de lava incandescente, mientras la magia de Guerren trabajaba para abrir
puertas entre el Jardín de Caza y otros lugares.

—¡Vamos! —gritó Tazi.

Las dos mujeres avanzaron a grandes zancadas.


—Puede que tengamos que hacer uso de la fuerza para detener a la orquesta —dijo
Shamur—, pero no los mates. Ignoran lo que están haciendo.

—¿Qué tipo de imbécil sedienta de sangre crees que soy? —replicó Tazi.

Ante ellas, giraban en el aire remolinos de luces rojas y amarillas.

Aquellos colores fluían y se ordenaban en formas, convirtiéndose finalmente en un


par de criaturas medio humanas medio leopardos. Cada una de aquellas criaturas sostenía
en cada mano una corta espada curva. Rugieron y atacaron.

Cuando Shamur dio un paso atrás, la suela de su zapato patinó en el sendero, lo que
casi hizo que perdiera el equilibrio. Aun así, logró rechazar la primera estocada de su
adversario y, acto seguido, le partió el cráneo antes de que pudiera emprender una segunda.
Giró a tiempo para ver a Tazi ejecutar la arriesgada pero muy efectiva maniobra conocida
como la Estocada del Verraco: se agachó para esquivar el corte del otro hombre leopardo y
luego le clavó su espada en el vientre. La criatura boqueó y se derrumbó.

—¡Bien ejecutado! —le alabó Shamur.

Tazi la miró fijamente, como si el halago de su madre fuera el más insólito de los
prodigios con que se hubiera cruzado.

Tras un tenso instante de silencio, las dos mujeres partieron hacia el anfiteatro, las
armas en ristre. Shamur estaba furiosa.

«Enviadnos unos cuantos sirvientes encantados más —pensó—. Eliminaremos


cualquier cosa que nos echéis».

Sin embargo, tras fallar ya con aquella táctica, la magia de Bloodquill recurrió a su
defensa más efectiva. Una vez más, la música pareció atronar, y la brillante neblina en el
cuenco del terreno ardió con un resplandor cegador. Algo la levantó del suelo…

Shamur estaba sentada ante el tocador de su sobrina nieta sufriendo el maquillaje


que le aplicaba una criada. Habría preferido aplicarse ella misma los cosméticos, pero temía
haber perdido la habilidad. No se había preocupado de su aspecto desde que había huido de
la ciudad.

Por las heridas sangrantes de Ilmater, ¡cómo le gustaría fugarse de nuevo!

Lindrian rondaba alrededor de ella para asegurarse de que la criada conseguía que
Shamur tuviera exactamente el aspecto que su pobre hija difunta hubiera elegido. Y para
asaltarla con toda suerte de consejos.

—Debes tener presente —decía, dando vueltas alrededor de ella— que la chica se
parecía a ti, pero interiormente era lo contrario a ti.
—Lo sé —suspiró Shamur—. Había congeniado con ella, ¿no recuerdas?

—Era refinada —proseguía el hombre barbudo como si no la hubiera oído—,


delicada, dulce, incluso tímida. No hubiera usado un lenguaje soez o pronunciado una
palabra hiriente…

—O robado a Vilden Talendar a punta de espada —dijo Shamur entre dientes—.


Entiendo.

—Así lo espero —respondió Lindrian con preocupación—. Si Thamalon llegara a


sospechar que le hemos endilgado a una impostora… y no simplemente una impostora sino
¡la bandida más terrible de esta época!, probablemente anularía el matrimonio y exigiría
que le devolvieran su oro. Puede que incluso lanzara un ataque contra nuestra casa. Y a ti,
te entregaría a la guardia de la ciudad.

Shamur le lanzó un botellín que lo golpeó en el pecho.

—He dicho que ¡ya lo he entendido! Vete ya de aquí, ¿quieres? ¡Vete y déjame
prepararme en paz!

Por un instante, Lindrian la miró fijamente, entonces asintió y se retiró.

Más tarde, cuando comenzó a descender las escaleras, se sintió desfallecer, y se


cogió a la barandilla para no caerse. Por todos los dioses, ¿cómo podría, ella, que hasta
aquel momento había seguido siempre el dictado de su corazón, afrontar aquella
mascarada? ¿Cómo podría enterrar su propia naturaleza y adoptar la de una mujer que no
había compartido ningunas de sus inclinaciones? ¿Cómo le sería posible, a ella, que había
conocido el auténtico amor, contraer nupcias con un extraño?

Y sin embargo, ¿cómo no afrontarlo, cuando la alternativa era permanecer con los
brazos cruzados y ver cómo se arruinaba su familia? En aquel momento, muertos Eskander
y sus compañeros, los parientes eran la única gente que le importaba o que conocía.
Además, tenía una especie de fantasía, la de que su destino era sacrificarse de aquel modo.
¿Por qué, si no, aquella combinación de circunstancias tan extraña? ¿Por qué el hado había
decretado que ella y su sobrina nieta tuvieran exactamente el mismo aspecto?

Pasó el mareo. Compuso una sonrisa que más bien era una insípida mueca afectada
y, con el frufrú de sus faldas y el cabello oliendo a espliego, acabó de descender las
escaleras con paso corto y afectado para saludar a su prometido.

De pronto, Shamur y Tazi se vieron nuevamente en el vestíbulo. El tiempo que había


pasado no había contribuido en nada a aliviar el hedor del cuerpo muerto de la gorgona.

—¡Maldito sea! —escupió Tazi mientras daba un puntapié a la cabeza de


Rauthauvyr. Aquel rostro de mármol cincelado rodó por el pavimento repiqueteando.
—¡Lo mismo digo! —exclamó Shamur—. La primera vez que se nos expulsó del
Jardín podía haber sido fortuita pero, esta vez, no hay duda posible. De algún modo, la
magia de Guerren es consciente de nosotras, consciente de que intentamos detenerla, y nos
ha distanciado de los músicos anticipándose a nuestros esfuerzos.

—Así es como lo veo yo también —respondió Tazi. Avanzó con decisión hacia la
puerta y la abrió. No había jungla, la placeta y Sélgont habían regresado—. Aquí tenemos
algo de buena suerte. Todavía podrías ir a por ayuda, si eso es lo que deseas.

—Ni hablar —contestó Shamur—. Nos bastamos nosotras dos para acabar con esta
cos… —Se dio cuenta de que Tazi estaba mirándola fijamente y la embargó la sorpresa—.
Lo que quiero decir es que puede que no dispongamos de suficiente tiempo antes de que la
ópera llegue a su final. Además, el modo en que el espacio está retorciéndose y rasgándose
pudiera hacer imposible que esos hipotéticos rescatadores pudieran entrar en el palacio, o
puede que los dominara el estupor o que se convirtieran en caracoles si finalmente lo
lograban.

—Está bien —concedió Tazi y cerró de un portazo—. Si no podemos llegar al


anfiteatro, ¿qué haremos?

—¿Recuerdas a Quyance, el hombre que interrumpió al Hulorn? Era consciente de


que ocurrirían cosas horrendas si se interpretaba la ópera. Si lo encontramos, acaso pueda
decirnos algo útil.

Dubitativa, Tazi frunció el cejo.

—¿Crees que los guardias no lo encerraron en los calabozos?

—Es posible, pero parecía inofensivo. Con Andeth y media aristocracia para
proteger, puede que lo encerraran por aquí, en algún sitio. Echemos un vistazo.

Comenzaron a avanzar por un pasillo y, una vez más, Shamur sintió que las
resbaladizas suelas de sus zapatos no se adherían casi nada a la superficie que pisaban.
Dudó por un segundo y entonces, presa de impaciencia, tomó una decisión.

—Espera un momento —dijo.

Se descalzó, y a continuación usó el filo de su espada para cortar su farragosa falda


por encima de las rodillas y luego rajarla por en medio.

Tazi observó por un instante mientras agitaba la cabeza, luego hizo otro tanto con su
propio vestido, aunque se dejó el calzado puesto, pues las suelas eran rugosas.

—No es que me queje, pero algún día tendrás que explicarme quién eres y qué has
hecho con mi auténtica madre.
Shamur sonrió burlonamente.

—Me la comí.

Mientras buscaban, la música discordante aumentó de intensidad. Vieron brillar una


chispa violeta en el interior del edificio, por las pasillos se percibían extraños olores y un
caudal de agua manó en el aire para desaparecer antes de llegar al suelo. Ejércitos de
sombras luchaban en una de las galerías de estatuas, y el choque se resolvía en borbotones
de sangre que bañaba el pavimento. Pero lo más perturbador era otra versión de ella misma
y de Tazi merodeando delante de ambas que aparecían a intervalos. Aquella otra pareja se
esfumaba por una esquina o al atravesar un portal, siempre antes de que pudieran
cerciorarse de la visión.

Procurando evitar que aquella fantasmagoría no la alterara, se mantenía atenta a los


discretos pasillos de servicio, dado que era poco probable que los guardianes hubieran
confinado a un supuesto demente en una estancia con valiosas piezas de arte o en cualquier
otro lugar al que los invitados del Hulorn pudieran acceder con facilidad.

Finalmente, la búsqueda las llevó a las bodegas. Allí, afortunadamente, las


maravillas y anomalías parecían menos abundantes, aunque la música se oía con igual
intensidad que antes.

Tazi probó el picaporte de una puerta reforzada con bandas de hierro. La halló
cerrada y llamó. Al otro lado, alguien profirió un grito que más bien era un gorgoteo.

Ambas mujeres se miraron, y procedieron a patear la puerta al unísono. El bastidor


retumbó violentamente, pero resistió en su sitio. Shamur se dio cuenta de que podían estar
aporreándola durante horas sin resultado alguno.

Tazi miró a su madre de soslayo, sorprendentemente estaba cohibida.

—Yo… puede que sea capaz de hacer algo aquí —dijo.

Del perlado saquillo que pendía de su cinturón sacó una gamuza enrollada. Cuando
lo desplegó, resultó ser un brillante surtido de ganzúas sujetas por medio de lazos.

Aquel fue el turno de Shamur para mirar fijamente a su hija con asombro. Tenía
alguna noción de los descabellados y cuestionables métodos de su hija. Sin embargo, ¿era
aquello posible? ¿Era Tazi una ladrona, exactamente como ella misma lo había sido? Se
suponía que tenía que sentir deshonra, pero no era esa la emoción que experimentaba. Todo
lo contrario, se sorprendió estallando en carcajadas al unísono con Tazi.

—Por supuesto, haz que podamos entrar —respondió—. Que Mask bendiga tus
dedos.

Shamur comprobó, no sin una punzada de añoranza y orgullo, que el toque de Tazi
era tan diestro como había sido el suyo. La cerradura, aunque relativamente sofisticada,
emitió un chasquido y cedió en un abrir y cerrar de ojos. La mujer de más edad dio a su hija
tiempo para que se irguiera y tuviera a punto el cuchillo y la espada. Y entonces abrió la
puerta de par en par.

El interior presentaba un techo bajo, con grilletes para asegurar a un par de


prisioneros a la pared del fondo. Por desgracia, el poder de la música de Guerren Bloodquill
había alterado la naturaleza de las cadenas. Comenzaban desde sus engarces como
extensiones de eslabones metálicos, pero tras unos centímetros se tomaban gruesas y
exuberantes parras verdes que se retorcían entre ellas. En el centro de aquella intrincada
maraña pendía la indefensa y contorsionada figura de Quyance; una profusión de carnosas
hojas serradas se adhería alrededor de sus extremidades como si fueran mandíbulas. A
juzgar por las zonas en carne viva y ampollas en el cuerpo del hombre, aquellas hojas
segregaban un jugo que, lentamente, estaba comiéndoselo vivo.

Tazi profirió un grito de asco y asestó un tajo la planta.

De inmediato, como accionados por un resorte, salieron disparados tres enormes


conjuntos de hojas hacia la chica como si se trataran de espectaculares víboras. Shamur
blandió la espada y cortó uno de ellos mientras la joven se encargaba de los otros dos.

Eliminar la planta no fue nada fácil. Tenía incontables bocas con las que atacar a sus
adversarias y no presentaba zonas frágiles a las que las mujeres pudieran dirigir sus golpes.
Sin embargo, Shamur estaba segura de que la vencerían a tiempo, pues daba por sentado
que la planta no las podría perseguir. Al fin y al cabo, estaba enraizada en el muro del fondo
y probablemente también en el pavimento.

Pero la planta la engañó al embestirla; sus raíces o bien se estiraban o bien se iban
desgarrando y separando de sus amarraderos. Shamur giró hacia la puerta, pero no pudo
alcanzarla a tiempo. Una oleada de veloz follaje se estrelló contra las dos mujeres,
empujándolas contra el muro.

La masa de la planta ejerció presión contra Shamur, asfixiándola. Las hojas se


acercaban a ella, callada pero vorazmente, la aguijoneaban implacablemente y se afanaban
por inmovilizarla. Emitiendo gruñidos, Shamur daba tajos a la planta una y otra vez.

Por fin, la planta dejó de moverse.

—¿Madre? —gritó Tazi—. ¿Estás bien? —Por el sonido de su voz, apenas se


hallaba a un metro o dos de Shamur, aunque resultaba del todo invisible entre la maraña de
hojas. Estas ya se estaban tornando oscuras, y por el olor que desprendían, comenzaban a
pudrirse.

—Estoy bien —respondió Shamur—. ¿Y tú?

—También. ¡Por los pelos!


—Librarse por los pelos sienta bien —ironizó Shamur. Era un comentario que a
menudo dirigía a otros ladrones y aventureros—. Hace que tu sangre circule.

—En ocasiones, fuera del cuerpo —respondió Tazi—, pero entiendo lo que quieres
decir.

No sin considerable esfuerzo, las mujeres lucharon para desembarazarse de la


planta, y luego dirigieron la atención hacia Quyance, que estaba arrancándose las hojas y
los tallos que lo mantenían inmovilizado. Para alivio de Shamur, el hombrecillo no estaba
tan maltrecho como había temido.

—Muchas gracias —susurró.

—No hay de qué —respondió Shamur—. Ojalá os pudiéramos llevar al sanador.


Pero no tenemos tiempo. Hemos de detener la ópera, y necesitamos vuestra ayuda.
Exactamente, ¿quién sois, maese Quyance, y qué sabéis de cuanto está ocurriendo?

—Toco el glaur —dijo Quyance—, y cuando el Hulorn estaba formando su orquesta,


me contrató. Me sentía muy halagado por tener la oportunidad de participar en una
actuación tan histórica, aunque no podía entender por qué un maestro como Guerren
Bloodquill había decidido dedicar su talento a una obra como esta. Su genio resplandecía
con cada uno de los compases, pero los efectos eran terriblemente desagradables.

—Lo hemos notado —intervino Tazi.

Pese al dolor de sus heridas, el músico le ofreció una leve sonrisa irónica.

—De hecho, durante los ensayos, no hubo objetos inanimados tomándose plantas
devoradoras de hombres. Sin embargo, ya ocurrieron cosas extrañas. Las cajas apiladas se
caían. Un perchero con vestidos se incendió. Una rata se puso a danzar sobre sus patas
traseras. Una capa de escarcha apareció en pleno vestíbulo. Y Bors, el percusionista, un
joven fuerte y sano, cayó muerto en redondo. Simplemente se le paró el corazón, sin motivo
alguno.

»Dada la siniestra reputación de Given Guerren —siguió Quyance—, sospeché que


la música era la responsable. Le hablé al Hulorn acerca de mis temores, pero su respuesta
no fue otra que ansiar aún más que se representara la obra. No alcancé a comprenderlo
plenamente, sin embargo daba la impresión de estar convencido de que la ópera podía
contener algún mensaje arcano que, a través del tiempo, Bloodquill le enviaba
específicamente a él. Una información que lo llevaría hasta algún destino misterioso.

—Ah, sí. El destino de Andeth —dijo Shamur. Las dos mujeres levantaron a
Quyance, y le ayudaron a sentarse en un banco que había en una esquina—. Lleva años
buscándolo sin obtener pista sobre lo que implica. Aunque creo que podemos descartar las
decisiones sabias y el gobierno responsable.
—Bien, cuando insistí en mis objeciones, me despidió —continuó Quyance—, pero
antes de abandonar el palacio, robé una copia de la partitura. Veréis, no soy meramente un
intérprete. —Se irguió un poco—. También soy un iniciado de Milil y un erudito de la
música tanto en su vertiente exótica como en la esotérica. Confiaba en que al estudiar la
ópera mediante la consulta de los libros que he ido recopilando a lo largo de los años,
descubriría de qué se trataba. Me sentí en la obligación de llegar al fondo de la cuestión.

—¿Y a qué conclusiones llegasteis? —preguntó Tazi.

—A algo mucho más horrible de lo que hubiera podido imaginar. Guerren tejió una
suerte de ritual dentro de la composición que, una vez que llegue a su final, creará una
región permanente de caos fundamental, aquí, en el plano terrenal.

Como había sido una chica rebelde y aventurera, Shamur raramente se había
preocupado de los estudios. Sin embargo, como poseía inteligencia y buena memoria, a
menudo había asimilado las lecciones. En aquel momento, le vino a la mente su profesor de
filosofía, quien le explicó que en aquellos niveles de la realidad en que el caos, una fuerza
fundamental del cosmos, reinaba sin tutela del neutralizador principio de la ley, todo era
posible y, en consecuencia, nada resultaba estable o permanente. Bajo tales condiciones, el
ser humano no podía resistir demasiado tiempo.

—Pero, en nombre de Abyss, ¿por qué querría hacer eso? —preguntó.

Con esfuerzo, Quyance fue capaz de esbozar una cansada sonrisa.

—Bien, las historias hablan de él como de un loco. Pero quizá pretendía usarlo como
arma. Obsequiáis a vuestro enemigo con una ópera, él se encarga de escenificarla, y la obra
lo destruye. En cualquier caso, hasta esta noche no alcancé a ver plenamente el propósito de
la composición. Corrí hacia aquí, me colé por una puerta lateral… y ya sabéis el resto.

—¿Y cómo de grande es la región de caos de la que hablamos? —preguntó Tazi


mientras jugaba con su cuchillo.

—No puedo estar del todo seguro —respondió Quyance—, pero creo que podría
abarcar la ciudad entera.

Un escalofrío recorrió la espalda de Shamur, y la disonante música que flotaba en el


aire parecía reírse de ella. Se deshizo del horror que sentía y se obligó a concentrarse en lo
perentorio.

—Todavía hay algo que no entiendo. Durante los ensayos, los músicos debieron
interpretar la pieza de principio a fin. ¿Por qué no surtió efecto entonces?

—La obra obtiene poder de la luz de las estrellas —respondió el pequeño músico—.
Por ese motivo Guerren especificó que debía interpretarse al aire libre y de noche. Siempre
ensayamos dentro, para evitar el frío invernal.
—Lo que realmente importa —dijo Tazi— es cómo vamos a detenerla. La dificultad
radica en que percibe nuestra intención, y cada vez que nos acercamos a los músicos, la
magia nos agarra y nos lanza aquí una y otra vez.

Quyance sacudió la cabeza.

—Me temo que no tengo ni idea.

—Puede que yo sí —intervino Shamur—. Tazi, hemos visto que las chispas violetas
invadían todo el anfiteatro y que se extendían hacia el césped, igual que una neblina. Y
cuando bajamos a la bodega, percibimos que aquí no se producían tantas anomalías.

—La planta ha sido una anomalía bastante impresionante —repuso la joven de


cabellos negros—. Pero tienes razón.

—¿No te sugiere eso que la magia resulta más poderosa a nivel del suelo? ¿Que es
más consciente a nivel del suelo? Quizá, si pudiéramos avanzar desde muy arriba,
podríamos acercarnos a ella a hurtadillas…

Tazi frunció el ceño.

—Puede, pero no creo que tengamos mucho tiempo.

—¿Y qué te parece si usamos ese tiempo para reducir en alguna medida su poder?
Puede que entonces no tuviera la capacidad para expulsarnos.

Shamur explicó a la joven los pormenores de su plan.

Tazi sonrió abiertamente.

—Me parece una auténtica locura. ¡Vamos allá!

Apresuradamente, acomodaron a Quyance lo mejor que pudieron, y volvieron a la


planta baja, donde comprobaron que, en su ausencia, las estancias y pasillos se habían
reorganizado en un verdadero laberinto. Pese a todo, hallaron el camino del vestíbulo.

Allí, descolgaron uno de los tapices —un panorama de Sélgont, con mercaderes
haciendo negocios, barqueros transportando a pasajeros y cargamentos por el puerto,
indigentes mendigando, y cosas por el estilo—, y lo cortaron en pedazos, luego los
enrollaron y los fijaron a sus espaldas con tiras de tela. Shamur se preguntó fugazmente
cuántos cientos o miles de fivestars habría costado aquel tapiz.

Considerablemente menos que toda la ciudad, eso era seguro.

—Iba a buscar una de las escaleras que conducen al tejado —aclaró—, pero dadas
las alteraciones sufridas en el edificio, nos podría llevar horas dar con ellas, si todavía
existen. Parece más sensato ir subiendo por el exterior. —Sonrió a Tazi—. Teniendo en
cuenta tus habilidades con las ganzúas, creo que debes saber trepar.

La chica parpadeó.

—Ah… sí. Pero ¿tú sabes trepar?

—Te echo una carrera hasta arriba.

Las dos mujeres salieron por la puerta como alma que lleva el diablo, y comenzaron
a subir por el muro que había junto a la misma. Los rebordes de la cantería herían los pies
desnudos de Shamur, pero aquellas molestias eran un precio pequeño a cambio del placer
de conquistar una superficie vertical bien entrada la noche. Casi deseaba que la ascensión
se presentara difícil. Gracias al abominable gusto del Hulorn y al exceso de ornamentación,
hallaba puntos de apoyo para manos y pies cada dos por tres.

—He estado pensando en lo que dijiste —comentó Tazi con un leve indicio de
esfuerzo en la voz, mientras escalaba al lado de Shamur.

—¿Qué?

—Que no debíamos ir a buscar ayuda, pues la música bien podría adormecer a los
recién llegados, o convertirlos en caracoles. Entonces, ¿cómo podemos estar seguras de que
no vaya a convertirnos a nosotras también en caracoles?

—No podemos —respondió Shamur—. Eso forma parte de la diversión.

Se agarró a la balaustrada de mármol negro de un balcón. Durante un instante, le


pareció de piedra, pero, cuando confió a ella su peso, se convirtió en pasta entre sus dedos,
y se precipitó.

Tazi profirió un alarido. Shamur vio el suelo, a cuatro pisos de distancia; sólo cabía
esperar que su cuerpo acabara estrellado contra él, convertido en un amasijo de carne. Pero
alcanzó a agarrarse al muro, y a una frágil moldura con forma de consuelda, que se
desmenuzó. Y cayó de nuevo. Ya sólo quedaba una última oportunidad: se aferró
desesperadamente a la estrecha protuberancia de una cornisa.

Para su sorpresa, logró asirse perfectamente a ella. La velocidad que llevaba la


estrelló contra la pared, y a ella se adhirió. El corazón le latía descontrolado, tenía las uñas
rotas, y sus hombros y brazos eran presa de un dolor punzante.

Tazi miró abajo y le preguntó:

—¿También es esto parte de la diversión?

Shamur sonrió, le hizo un gesto burlón y, en cuanto recuperó el aliento, volvió a


subir.

Ambas mujeres alcanzaron el tejado sin más contratiempos. Allí, una extensión de
tejas dispuestas como escamas se veía salpicada de chimeneas y pináculos. La superficie
subía y bajaba en una confusión de cúpulas, gabletes y pendientes a dos y cuatro aguas.

Shamur movió los hombros y los brazos tratando de paliar el dolor. Las tejas
crujieron y temblaron. Se giró al tiempo que llevaba la mano a la empuñadura de la espada.
Un guerrero, cuyo rostro inexpresivo, su cota de malla y su gran espada estaban hechos de
pálida piedra, avanzó rígida y pesadamente desde la oscuridad. Shamur hizo brillar su
acero…

Mientras sostenía en alto el farol, Thamalon observaba el claro del bosque que la
noche envolvía con su manto. Tras él, estaba Shamur, que en silencio, se levantó las faldas
y sacó la gran espada que ocultaba debajo. Hubiera sido muy fácil clavarla entre los anchos
hombros de su marido, pero ese no era su estilo. Además, quería verle el rostro mientras
exhalaba el último aliento.

—¿Y bien? —dijo Thamalon, con cierto desconcierto en la voz—. ¿Dónde está esa
maravilla que decías que debía ver?

—En mi mano —respondió ella.

Thamalon se giró, y sus cejas se fruncieron cuando vio el arma.

—¿Se trata de una broma? —preguntó.

—Nada más lejos —respondió ella—, te aconsejo que desenvaines y que te esmeres
para matarme, pues ten la certeza de que voy a intentar eliminarte.

—Sé que hace ya mucho que no me amas —dijo—, si es que me amaste alguna vez.
Pero aun así, ¿por qué quieres verme muerto?

—Porque lo sé —replicó ella.

Thamalon agitó la cabeza.

—No lo comprendo, y tampoco me creo que quieras matarme, estás enferma y


confundida. Reflexiona. No tienes ni idea de manejar una espada. Incluso si entabláramos
combate…

Hábilmente, la mujer le hizo un corte en la mejilla.

—¡Desenvaina, vieja serpiente! ¡Desenvaina o muere como un cordero ante el


matarife!
Por un momento, Thamalon la miró perplejo. Luego retrocedió y agarró la
empuñadura de su acero.

Algo embistió a Shamur y la golpeó, haciendo que se tambaleara por el borde del
tejado. Un talón le quedó en el vacío; el peso de los rollos del tapiz quiso arrastrarla hacia
abajo; pero se las arregló para impulsarse hacia adelante y caer en las tejas.

Y entonces, paralizada por aquella visión, Tazi tuvo que empujarla para apartarla del
guerrero de piedra. De vuelta a la realidad, Shamur se giró y afrontó el combate.

Mientras sonreía, Tazi avanzaba y retrocedía con tal garbo y firmeza que casi se
diría que estaba practicando esgrima en un gimnasio en lugar de combatir en una pendiente
donde cualquier pérdida de equilibrio podía significar una caída fatal. Su adversario
arrastraba torpemente su mole tras ella. La música de Guerren Bloodquill le había conferido
una suerte de vida, pero allí, a un nivel tan por encima del suelo, no alcanzaba toda su
fuerza… Por eso la criatura aún conservaba en cierta medida su naturaleza pétrea.

Desafortunadamente, aquel hecho hacía que la espada de Tazi fuera cualquier cosa
menos útil. Repiqueteaba y rebotaba sin producir ningún rasguño, al menos eso parecía a la
luz de la luna. Mientras tanto, otras estatuas que habían adquirido vida, algunas con formas
humanas y otras de bestias, estaban convergiendo en la escena. En cuanto rodearon a la
chica, su superior agilidad ya no era una garantía de que pudiera salir de aquel lance
indemne.

Shamur se precipitó sobre el guerrero de piedra, quien se giró e hizo un barrido con
su arma. Shamur se acuclilló para evitar el golpe y arremetió contra él, obligándole a
retroceder, hasta que se desplomó tejado abajo.

Shamur estuvo a punto de acompañarlo en la caída, pero se agarró a tiempo. Para


satisfacción de ambas mujeres, el guerrero se hizo pedazos en el suelo.

—No es necesario que niegues que, en esta ocasión, te he ayudado un poco —dijo
Tazi entre jadeos.

—Bueno, acaso por un instante —replica Shamur—. La verdad es que nuestro


amigo de ahí abajo avanzaba sobre mí tan lentamente que casi me estaba aburriendo.

Las dos mujeres treparon por el tejado. Mientras tanto, el cerco de las estatuas vivas
iba cerrándose, hasta que no quedó ningún hueco.

—¡Muy bien! Vamos a abrir una brecha —propuso Shamur—. Ayúdame a derribar
al zorro. —La estatua en cuestión caminaba erguida y vestía un jubón cursi y un sombrero
con plumas. En su mano llevaba un yaiting, un instrumento musical que blandía como si
fuera un garrote de guerra.

Las dos Uskevren se precipitaron sobre el zorro. Esquivaron por poco un golpe del
instrumento musical y el ataque de las otras figuras por ambos flancos. Agarraron al zorro y
lo abatieron, su largo hocico dio contra el pavimento. Cuando Shamur miró atrás, vio que
las estatuas se giraban con torpeza con la intención de perseguirlas. Un par de ellas
perdieron el equilibrio; cayeron y, entre retumbos, rodaron tejado abajo.

Ahora que ya no se veía en peligro inminente, Shamur se preguntaba acerca de la


última visión que había tenido. Ciertamente, no se había tratado de un episodio del pasado.
¿Era posible que hubiera vislumbrado el futuro?

No, por supuesto que no, porque el Thamalon del claro del bosque había dicho la
verdad. Ella nunca lo había amado. En ocasiones, Shamur había sentido desprecio por él,
aunque el suficiente como para asesinarlo: era el señor de su casa y el padre de sus hijos.
Probablemente, lo que había visto no había sido más que un espectro sin sentido.

En consecuencia, era mejor olvidarlo y concentrarse en la labor que tenían entre


manos. La turba de estatuas todavía las perseguía, y similares amenazas se arrastraban por
la oscuridad. En silencio, helándose de frío y corriendo como demonios, y aprovechándose
de la protección que les ofrecía la compleja topografía del tejado, madre e hija lograron
abrirse paso hacia el oculto Jardín de Caza, si bien pasaron tan cerca de sus enemigos que
estos hubieran podido alargar los brazos y tocarlas. Shamur sonrió. Siempre le había
gustado jugar al corre que te pillo, y más si había peligro.

Su satisfacción se vio menguada cuando la música aumentó de volumen. Por


estrambóticos que fueran los acordes y el ritmo, Shamur, que había asistido a cientos de
representaciones operísticas, comprendió que la interpretación se estaba preparando para el
clímax. A ella y a su hija no les quedaba apenas tiempo.

—¡Vamos! —ordenó—. ¡Hemos de darnos prisa!

Avanzó a Zancadas. Hubo un siseo, y las tejas bajo sus pies cedieron creando un
cráter de casi tres metros de diámetro. Shamur cayó hacia adelante, hasta que Tazi la
agarró. Con un gruñido, tiró hacia arriba de ella, dejándola a salvo en el borde.

El siseo continuaba. Shamur miró en derredor y observó que se estaban abriendo


agujeros por todo el tejado, y en tal número que se veía venir la desintegración de toda la
superficie en cuestión de minutos.

—Nunca hubiera creído que iba a decir esto —subrayó Tazi—, pero quizá ya he
tenido suficiente excitación por esta noche. Ojalá a partir de ahora sea más fácil.

Si uno de los agujeros se abría directamente bajo los pies de las mujeres y caían por
él, cómo mínimo se iban a romper un montón de huesos. Antes de proseguir su avance,
necesitaban dar con alguna señal que las advirtiera de cuándo estaba a punto de
desplomarse una determinada porción de tejas. Por fin, tras varios segundos de
observación, Shamur percibió un resplandor sutil, casi invisible, procedente de la intensa
luz de la luna, que parecía presagiar el derrumbe.
—¡Sígueme! —le dijo a su hija.

Saltando, zigzagueando y retrocediendo cuando se hacía necesario, ambas mujeres


lograron evitar los enormes cráteres, aunque era muy difícil hacer esto y permanecer a un
tiempo lejos de las estatuas. Tuvieron que confiar en la pura velocidad y su agilidad para
pasar ante aquellos enemigos sin resultar heridas. En ocasiones, aquello no bastaba. Una
arpía de alabastro y con las alas doradas propinó un zarpazo a Shamur que le rasgó su
vestido y le abrió un surco en un hombro.

Finalmente, cuando gran parte del tejado ya se había desvanecido y el resto parecía
una telaraña, ambas mujeres alcanzaron el extremo oriental. Saltaron al vacío para agarrarse
a las ramas de unos árboles cercanos, luego se arrastraron hasta el tronco para estar más
seguras.

Un guerrero de piedra armado con un hacha que iba tras ellas desapareció de la vista
cuando las tejas bajo sus pies se hundieron.

Shamur miró hacia abajo y profirió un grito ahogado de consternación. La nube de


chispas violetas brillaba más que nunca, y latía como un organismo vivo. Expulsaba
amplios haces de luz que luego succionaba. Shamur temía que en poco más de un minuto
aquellos haces ya hubieran cumplido su cometido. La nube se expandiría hasta sumir todo
Sélgont en una desenfrenada locura mortal.

Forzadas a la temeridad, pues no había tiempo siquiera para un mínimo de cautela,


Shamur y Tazi se abrieron paso a través de las copas de los árboles como si fueran ardillas,
tratando de alcanzar las ramas que sobrepasaban la fachada del anfiteatro. Una vez allí,
desataron los rollos del tapiz, los desplegaron y los dejaron caer sobre algunos cantantes e
instrumentistas de abajo. Si los dioses eran propicios, aquellos fragmentos de tela, al privar
a los intérpretes de la luz de las estrellas, debilitarían la magia.

Tazi saltó para caer en medio de la orquesta, e inmediatamente comenzó a arrancar


los instrumentos de las manos de los músicos. Shamur hizo lo propio sobre el escenario y
se dispuso a golpear a los cantantes con el plano de su espada.

Silenció a un tenor, y luego a una mezzosoprano. Los sortilegios de Bloodquill


todavía no podían con ella.

«Tenía razón Tazi —pensó mientras sonreía—, es un plan de locos, pero por Mask
que ¡está funcionando!».

Entonces, una parte de la nube formó una espiral que se elevó en el aire, tomando a
continuación una vaga forma homínida. Aquel gigante alzó un enorme puño luminoso.
Shamur permaneció inmóvil, con expresión desdeñosa y desafiante. El puño cayó en picado
pero ella se hizo a un lado de un salto. Pese a la apariencia etérea de aquella criatura hecha
de chispas, el golpe hizo temblar el suelo. Shamur se mantuvo en pie y, antes de que el
coloso estuviera preparado para atacar de nuevo, golpeó a un miembro del coro que estaba
intentando deshacerse de uno de los rollos.

Shamur repitió la misma maniobra varias veces, hasta que, finalmente, cuando ella y
Tazi hubieron enmudecido a la mayoría de los intérpretes, la figura del gigante se disolvió.
Aunque Shamur no sintió viento alguno, las chispas violetas se arremolinaron como el
polvo absorbido por un ciclón, y luego fueron apagándose. Los pocos músicos que todavía
tocaban fueron deteniéndose de un modo confuso e irregular. En aquel momento,
desaparecida la nube brillante y enmudecida la música, la noche parecía oscura y serena.

—¡Sí! —exclamó Shamur, mientras blandía la espada por encima de la cabeza—.


¡Sí, sí, sí!

Vio a la gente parpadeando, deambulando desorientada de un lado a otro,


sacudiéndose el estupor. Vislumbró a Gundar en la primera fila, y reparó en que su vieja
cicatriz era visible a través del desgarrón de la manga. De un momento a otro, el enano se
daría cuenta, y entonces sabría que se trataba de la misma mujer que le robó hacía ya tantos
años.

Había que evitar a toda costa que lo descubriera, no obstante…

Llevaba un cuarto de siglo ocultando su auténtica identidad. ¿No era suficiente? Si


el destino había decidido liberarla en aquel momento de su mascarada, entonces, ¡adelante!

Quedó allí paralizada, suspendida entre el deber y el deseo. Gundar agitó la cabeza,
se frotó los ojos, y comenzó a girarse en dirección hacia donde se hallaba Shamur.
Entonces, un rollo se posó sobre sus hombros.

Sorprendida, miró en derredor y comprobó que Tazi la había cubierto con uno de
aquellos pedazos de tapiz.

—Me parece que prefieres que nadie vea esa cicatriz —susurró la joven.

Shamur aspiró profundamente, y se tranquilizó.

—De hecho, preferiría que nadie viera todas las carnes que asoman a través de los
restos de mi vestido —mintió—. Pero gracias.

En las horas que siguieron Shamur supo que la mayoría de los invitados habían
sobrevivido a la horrorosa experiencia con el cuerpo y la mente intactos. Muchos de los
cambios inducidos por la ópera habían revertido cuando la música se interrumpió. Mientras
permanecía en el vestíbulo, que ahora hacía las funciones de puesto de primeros auxilios, y
se aseguraba de que Quyance era tratado adecuadamente y se le reconocía su mérito,
Shamur se dio cuenta de cuán afortunada había sido de que Tazi le cubriera la cicatriz.
Ebria con la victoria, no pensaba con claridad, pero en aquel momento supo que no tenía
otra opción que continuar con su impostura. Thamalon todavía podía arruinar a los Karn.
Además, si la repudiaba, también podía declarar a sus hijos ilegítimos, volver a casarse y
formar una nueva familia. Sabía muy bien que el viejo sátiro todavía era capaz de ello,
incluso en el invierno de su vida, y no ocultaba el hecho de que se sentía muy decepcionado
con sus herederos.

También fue una suerte que sus iguales hubieran permanecido estupefactos mientras
ella y Tazi combatían la magia de Guerren. Reconocían, de modo confuso, que ellas dos
habían desbaratado el hechizo, pero ignoraban que habían tenido que recurrir a sus
aptitudes como espadachinas y ladronas experimentadas para lograrlo.

Desde luego que sí, no podía haber sido más afortunada. ¿Por qué, entonces, se
sentía tan vacía?

Tazi le trajo una copa de plata con pedrería llena de vino tibio.

—Muy bien —dijo la joven de cabello negro—. Las cosas se han calmado, y si
hablamos en voz baja, nadie que pase nos oirá. Ahora, cuéntamelo todo.

Shamur arqueó una ceja.

—No sé de qué estás hablando.

Tazi la miró boquiabierta.

—No pretenderás hacerme creer que nadie te ha enseñado a luchar, o a escalar, o…

—Te aseguro que nadie me ha enseñado. Como ya te dije, simplemente he hecho lo


que he podido en un momento de crisis.

—Madre, por favor, no me hagas esto. No vuelvas a ser esa estirada altiva que eras
antes. No puedo creerme que te guste ser así.

—Quiero comportarme como corresponde a mi edad. Eso es lo que debería hacer


todo el mundo. De hecho, me gustaría que olvidaras todo lo referente a mi indecoroso
comportamiento. Y de la misma manera, me imagino, tú preferirás que no te pregunte más
acerca de esas habilidades tuyas con las ganzúas. Por no hablar de comentárselo a tu padre.

Tazi parecía como si dudara entre reír o estallar en cólera.

—¡Eso es chantaje!

—Si quieres verlo de ese modo…

—Muy bien —replicó Tazi, ceñuda—. No hablaré nunca más de esta noche. Ni
siquiera contigo, si ese es tu deseo. Pero no la olvidaré. Esta noche, me has gustado, madre.
Y me he sentido orgullosa de ti.
Shamur sintió como si el hielo que envolvía su corazón se derritiera un poco.

—Yo también estoy orgullosa de ti, hija —respondió—, aun cuando no lo diga muy
a menudo. —Miró hacia el otro extremo de la estancia y vio al chambelán de Andeth dando
a Quyance una bolsa—. Vayamos a buscar nuestro carruaje y regresemos a casa.
EL HEREDERO

LA ESCUELA DE LA NOCHE

Clayton Emery

La primera advertencia fue un silbido.

Luego, se oyeron dos silbidos, uno por banda, desde los oscuros árboles.

Instantáneamente, Vox y Escevar flanquearon a Tamlin. Vox, de mayor edad que los
otros, enorme y oscuro como la noche, sopesó una hacha, mientras Escevar, joven y
apuesto, desenvainó su acero de hoja estrecha.

—¿Es eso una señal? —Tamlin buscó a tientas la empuñadura de su espada. Los tres
hombres podían ver luces a ambos extremos del sendero, pues el Parque de los Doce
Robles coronaba una pequeña colina en el corazón de la atareada Sélgont. Sin embargo,
entre aquellos viejos robles semejantes a enormes pilares de piedra, parecía que se hallaban
atrapados en algún remoto paso montañoso.

—Parece un silbido de pastor. —Escevar balanceó una espada y un cuchillo de hoja


gruesa. Aquellos tres jóvenes entornaron los ojos para escudriñar mejor en la oscura noche.
Tamlin y Escevar vestían llamativas sedas y lanas acolchadas a la moda, pero el veterano
Vox llevaba ropas humildes y una capa negra de piel de oso que se confundía con la noche.
Con bocanadas heladas, Escevar susurró:

—Podemos… ¡Cuidado!

El gigante Vox gru estó un golpe con su hacha. La hoja despellejó carne y se clavó
en el suelo mientras algún animal de corta altura, rápido y robusto, chocó contra la pierna
del experimentado guerrero, lo que le hizo tambalearse. El codo de Vox golpeó a Tamlin
con tal fuerza que el heredero estuvo a punto de apuñalar a Escevar.

A la vanguardia, Escevar oyó pasos o el ruido de unas pezuñas acercándose hacia él.
Entonces, recibió una embestida en la barriga, como si se tratara de la carga de un carnero.
Unos dientes feroces se enredaron entre los pliegues de su jubón y lo hicieron pedazos. El
aliento de la bestia apestaba como un pozo negro. El frío de la invernal noche se dejó notar
sobre el estómago desnudo de Escevar; tragó, se quedó sin aliento y tuvo su momento de
pánico: iba a ser despellejado. El gruñido de un perro le hizo brincar y precipitarse sobre
Tamlin. Escevar movió una pierna bruscamente más por instinto que por otra cosa, y oyó
que unos dientes mordían el aire. Pensó que necesitaban espacio para luchar, pese a que él y
Vox tenían que proteger a Tamlin. El trabajo de un guardaespaldas no siempre era fácil.

Enfurecido y asustado, el joven espadachín movió su acero a manera de las astas de


un molino. Un golpe a la izquierda con el cuchillo no halló nada, pero su espada rozó carne.
Sin embargo, Escevar se sentía desconcertado: aquel ser canino le había saltado encima y
arrancado el jubón, para acto seguido brincar lejos del alcance de su acero. ¿Qué tipo de
perro era tan inteligente?

—¡Dejadme que pelee! —decía Tamlin, que, apretujado entre los dos, no podía
siquiera alzar la espada. Dio un paso, espada en ristre para esquivar un ataque, y entonces
enrolló su capa alrededor de su antebrazo izquierdo para protegerlo, sin recordar que tenía
un cuchillo de monte, los cuales se habían puesto de moda para duelos, escaramuzas y
similares.

Tamlin sintió la enorme y callosa mano de Vox tratando de sujetarlo. La idea de


«protección» que tenía Vox significó tirar a Tamlin al suelo, montarse a horcajadas sobre él
y voltear su gran hacha con las dos manos ante todo aquel que se acercase. Tamlin se puso
fuera del alcance de sus guardaespaldas. Aquel tipo de protección ya se le había quedado
pequeño, o eso creía.

Agachado, inseguro de qué hacer, esperaba a que un enemigo se tropezara con la


punta de su espada. En lugar de ello, silencioso y mortal como el cerrojo de una ballesta, un
apestoso monstruo canino se sujetó a su brazo izquierdo, envuelto con la capa. Tamlin dio
un alarido, resbaló y cayó al suelo. Pero incluso él, un luchador no del todo hábil, se dio
cuenta de que el perro había saltado desde una rama de árbol. Puede que no se tratara de
perros, sino de gárgolas voladoras, gremlins, algo así…

Sin resuello por el golpe recibido, Tamlin sintió que tiraban de su brazo.
Instintivamente, volteó la espada hacia su agresor, salvando así su vida por puro azar. El
perro había soltado la capa para morder el rostro de Tamlin. Pero a escasos centímetros del
mentón del joven señor, los dientes del can chocaron contra el frío acero. Los gruñidos se
tomaron gemidos cuando su hocico recibió una hendidura hasta el mismo hueso. Tamlin
casi vomitó debido al fétido aliento, y el perro escapó. Su propia espada lo golpeó como
una barra de hierro en la cabeza. Comenzó a salirle sangre del mentón herido.

Enojado por su propia ineptitud, Tamlin pateó fuera de sí. Su bota golpeó músculo,
pero el perro desapareció en la oscuridad. Mientras gateaba, la gran garra de Vox tiró de su
hombro, y Tamlin pudo ponerse de pie.

—¡Por las nueve puertas de la noche! Tenemos suerte.

—¡Nos están rodeando! —gritó Escevar—. ¡Permanezcamos espalda contra


espalda!
Como piezas de dominó cayendo una tras otra, se sucedieron toda suerte de gruñidos
y resoplidos en torno a los tres. Entonces, los invisibles adiestradores de aquellos animales
profirieron un silbido agudo desde los ominosos árboles. Los monstruos caninos rugieron al
unísono, y saltaron sobre ellos.

El veterano Vox efectuó con el hacha un barrido; rozó a media docena de perros con
el frío acero. Hizo retroceder el hacha y logró golpear un cráneo y rompió una mandíbula.
Un perro merodeaba por lo bajo; sus repugnantes dientes penetraron en la bota de cuero de
Vox como clavos martilleados. Vox tiró la pierna hacia atrás, y se arrodilló con todo su peso
sobre la espalda del animal. Con su mano libre agarró el hacha y dirigió esta directamente
al vientre de la fiera; sintió cómo la hoja de acero se hincaba bien dentro. El penetrante
olor, a un tiempo salado y dulce, de la sangre se mezcló con el hedor de las fauces de la
bestia. Otro perro mordió un hombro de Vox, pero el can sólo desgarró su capa. Vox lanzó
el hacha a las tripas de la bestia, el arma fue a dar en la espalda de aquel monstruo, que
pateó y gimió débilmente.

A Escevar y Tamlin, con muy pocos combates a sus espaldas, no les fue tan bien. Un
perro que había saltado sobre el primero, estaba enredado con su capa de lana, y se quedó
ahí colgando, como un peso muerto, tirando del joven. Escevar se ahogaba por la acción de
sus broches metálicos hasta que se rompió el metal. El sorprendido can cayó hacia atrás con
la capa enredada entre sus dientes. El guardaespaldas acuchilló con fiereza, perforó la capa
e hirió el pecho del animal. Otro perro atenazó su antebrazo izquierdo. Unos dientes
afilados como cuchillas cortaron un guante de piel de Escevar y castigó los huesos de su
muñeca, lo que hizo que gritara con desgarro. Frenéticamente, martilleó la cabeza de la
bestia con el pomo de la espada, una, dos, tres veces, pero la alimaña no estaba dispuesta a
soltar la presa. El can tiró de él hasta que le obligó a arrodillarse; Escevar era consciente de
que el perro iba a desgarrarle la garganta.

Tamlin se lamentaba de no haber prestado mayor atención a las lecciones de Vox


sobre el manejo de la espada. Había perdido la capa, que una de aquellas invisibles
criaturas le había arrancado de un tirón. Tardíamente, recordó que llevaba un cuchillo de
monte y lo sacó de su cinturón. Al carecer de dominio y presteza, temeroso de no cortarse
la muñeca, hendió el aire con esa arma y la espada. Cuando Escevar gritó, Tamlin estocó la
enorme figura que colgaba del brazo de su amigo. El acero se topó con una carne dura
como el cuero curtido; por un instante, el joven Uskevren quedó inmóvil, pero a renglón
seguido empujó con fuerza, haciendo presión con su cuerpo sobre la estocada. La espada
rozó las costillas, y sólo entonces Tamlin recordó una lección: nunca hincar en las costillas,
pues la hoja del arma puede encallarse. Pero en el instante en que Tamlin recordó aquello,
el vapuleado perro se desprendió y cayó, la hoja se torció y quedó atrapada en el hueso. La
espada se había perdido.

—¡Por las barbas de Satanás! —estalló Tamlin—. ¡Vox me matará!

—Te sermoneará en voz tan alta que te dejará sordo, es lo más probable. —Escevar
siseó por el dolor que le atravesaba la muñeca. Su cuchillo pendía de una correa de la
muñeca—. Tam, ¡me has salvado la vida!
—¿Ah, sí? —Tamlin estaba asombrado—. Oh, no ha sido nada, viejo amigo, yo…
¡Ay!

Por segunda vez, Tamlin dio con sus nalgas en el suelo cuando el musculoso brazo
de Vox lo golpeó. Tamlin vislumbró que dos enormes formas descendían de lo alto como
rocas catapultadas, cuando un destello plateado hendió el invernal cielo estrellado. Tamlin
profirió una exclamación al presenciar la hazaña del maestro de armas, y pensó una vez
más que Vox debía de tener sangre de orco o de ogro para ser capaz de ver en la oscuridad
como un gato. Las dos criaturas caninas lanzadas desde los árboles fueron interceptadas por
la hoja del hacha de plata de Vox. Ambos animales fueron barridos en pleno aire por la
pesada arma, que sajó la carne y provocó un surtidor de sangre. Los cuerpos de los perros
impactaron contra el suelo.

Tamlin y Escevar se vieron levantados y empujados por el sendero. Vox no podía


hablar, pero su empujón tenía un significado claro: «¡Corred todo lo que podáis!».

Apelotonados, el trío trotó por aquel resbaladizo camino. Cuando este se niveló,
echaron a correr como locos. Más adelante, el sendero se bifurcaba en torno a un estanque
flanqueado por columnas, bancos y parterres: un lugar de recreo para padres y niñeras
donde sentarse en verano mientras los niños chapoteaban. En invierno, el parque quedaba
desierto, y la superficie del estanque permanecía extrañamente helada y reluciente a la luz
de las estrellas. Por encima de su propio jadeo y del martilleo de los pasos, los tres
alcanzaron a oír más silbidos siniestros detrás de ellos. Luego oyeron el trote de las patas de
los perros. Tamlin iba a preguntar qué camino iban a tomar cuando Vox tropezó igual que
un caballo desbocado.

Golpeados en la cabeza, Tamlin y Escever se cayeron sobre el borde de piedra del


estanque. Escevar profirió un largo siseo cuando su barriga desnuda se deslizó por la capa
de hielo. Tamlin dio un inútil manotazo para detenerse pero aún le quedaba el cuchillo. La
hoja fue picando el hielo y entonces se hincó, por lo que Tamlin efectuó un violento giro
que le hizo dar bandazos. Atrapado como un pez, Escevar rodó hasta que la empuñadura de
la espada hizo un surco acompañado de un sonido parejo al chirriar de dientes. Ambos
hombres intentaban erguirse pero resbalaban y quedaban despatarrados. Mientras gruñían y
sentían el mordisco de la congelación, hincaban en el hielo las armas a modo de crampones
para arrastrarse hasta el borde del estanque.

Cual un ejército de un solo hombre, Vox se mantenía derecho; apoyado contra una
fuente de piedra, acabó con dos criaturas. Su destellante hacha golpeó con contundencia la
espina dorsal de otro perro. Este lloriqueó como un cachorro. El balanceo hacia atrás del
hacha para coger impulso golpeó a un can que volaba raso y el arco de retorno hundió el
cráneo de otro animal. Entre gruñidos y ladridos, más perros rodearon al coloso. Sin
embargo, tenían la suficiente inteligencia para evitar el ataque. Tamlin y Escevar agarraron
el borde de piedra del estanque mientras Vox nuevamente alzaba el hacha…

Unos silbidos paralizaron al luchador. Diferentes, aquellos tonos comenzaron altos y


fueron descendiendo de volumen. Al instante, los perros se fueron corriendo. Tamlin y
Escevar forzaron la vista pero no vieron a los misteriosos silbadores, tan sólo unas figuras
encorvadas que desaparecían al galope entre los árboles oscuros.

Los ojos de gato de Vox vieron más. Adelantó la pierna izquierda y balanceó el
hacha tanto como pudo, entonces arrojó el arma hacia una figura de color claro cuya silueta
quedaba perfectamente dibujada contra un tronco oscuro. Los compañeros de Vox oyeron el
ruido sordo del acero penetrando carne, y siguió un grito gutural. Vox ya corría. Tamlin y
Escevar lo siguieron.

Vox se encorvó sobre un hombre abatido cuyo aliento se mezclaba con el gorgoteo
de la sangre. El gigantesco luchador chasqueó los dedos. Escevar extrajo de un bolsillo una
lámpara mágica y tocó la mecha con su cuchillo. El tubo envuelto en papel prendió, y Vox
cogió la muñeca de Escevar para acercar la luz.

—Un hombre de las montañas —dijo Escevar.

—¿Nos han atacado unos bárbaros? —preguntó Tamlin, absolutamente


desconcertado—. Me esperaba unos vulgares matones de ciudad.

La melena trasquilada, una barba espesa y la piel morena hablaban de toda una vida
al aire libre. El villano vestía una larga camisa rústica y un chaleco de un curioso marrón
oscuro. Ese cuero peludo se espesaba en los hombros, lo que otorgaba al hombre aspecto de
jorobado. La cruel hacha de Vox le había abierto el vientre. Doblado por el dolor, vertía
litros de sangre en un charco negro.

Con los ojos entrecerrados debido a la luz de la lámpara, Vox buscó por la garganta
del moribundo pero no halló ningún silbato de madera o hueso, lo que venía a significar
que el domador de perros silbaba únicamente con sus labios. Aquel hombre de las montañas
llevaba tan sólo un garrote con púas y un cuchillo largo. De su cinturón colgaba una bolsa
de piel de ardilla, y Vox empleó su largo cuchillo para soltarla. Sin hallar nada más, el
veterano pinchó la tráquea del adiestrador de perros y dejó que muriera.

—No había necesidad de saquear al hombre. —La voz de Tamlin temblaba. No


presenciaba muy a menudo la muerte, y la simple brutalidad de sus guardaespaldas siempre
lo sorprendía—. Dejad algunas monedas al tipo para que los suyos lo entierren.

Mirándolo bajo sus oscuras cejas, Vox se llevó la mano a la frente, la retiró, señaló
sus propios ojos y luego al muerto, y extendió al máximo los dedos. Habituado al lenguaje
de signos del mudo, el joven Escevar tradujo:

—¿Has perdido la razón? En este intento de matarnos hay mucho más de lo que
parece a simple vista.

Vox examinó a un perro muerto, o quizá fuera un monstruo. Parecidos en la forma,


esas criaturas eran casi jorobadas y tenían piernas cortas y fuertes. Vox pellizcó la piel
extremadamente peluda del animal, acarició el pecho y entonces señaló al muerto. Escevar
se dio cuenta de que el chaleco de piel del hombre de las montañas en realidad estaba hecho
con la piel de aquellos canes. Los cráneos tenían diminutas orejas y dientes como púas
irregulares. El olor rancio que desprendían procedía del sudor reseco, residuos de
excrementos, y sangre fétida en sus hocicos y bocas.

De un segundo cuerpo surgió una sorpresa. Vox se inclinó sobre el animal y


desplegó una membrana de piel que se extendía desde el corvejón hasta la joroba de la
bestia: un pedazo de músculo para dar fuerza a las alas. Escevar tiró del ala y de la pata
muerta.

—¡Se parece al ala de un murciélago! Pero ¿son perros voladores? ¡Jamás oí hablar
de tal cosa!

Vox tiró del ala nuevamente para evaluar el peso del animal, y le pareció pesado.
Movió la mano para dar a entender que planeaban. Una verificación rápida con la
mortecina lámpara descubrió otro perro con vestigios de alas no mayores que las de una
paloma, y un tercero no las tenía. En aquel momento la lámpara chisporroteó y se
extinguió, dejándolos sumidos en la noche.

—No son perros diabólicos, ni sabuesos espectrales—dijo Escevar—. ¡Mil truenos!


Últimamente, esta ciudad se está haciendo más rara de lo habitual. ¡Súbitamente aparecen
cosas de lo más extravagante!

—Quéjate a los Soargyl y a sus nigromantes —repuso Tamlin—. ¿Deberíamos


avisar a la guardia del Hulorn?

—No. Nos harán un montón de preguntas y no tenemos respuestas. Y me estoy


helando. —Fatigado, con una muñeca herida, sin capa y las ropas rotas, Escevar temblaba
incontrolablemente—. Metámonos en algún lugar con techo.

—¿Y qué hay de mi espada?

Un codazo por detrás fue el modo de Vox de decir: «Olvidaos de ella».

Abandonaron a los perros muertos, al solitario adiestrador y a aquel parque


aletargado por el invierno, para encontrarse con las calles iluminadas, la sensación de
seguridad y un ambiente cálido.

—¡Amo Tam! —exclamó la chica—. ¡Estáis herido!

—¿Eh? Oh, no, Dolly. —Tamlin quitó importancia a sus ropas rasgadas mientras la
sirvienta le atendía—. Es Escevar quien está herido. Yo estoy bien.

—No, no lo estáis. —Pese a lo tarde que era y a los desiertos salones, Dolly todavía
vestía el uniforme y, atenta, esperaba a su amo. En la Casa Uskevren, las sirvientas llevaban
un vestido recto y un chaleco y turbante dorados; este último resaltaba a Dolly su oscuro
cabello corto. Olvidando las ropas de Tamlin, la chica le tocó la mejilla. El heredero tuvo
una punzada de dolor, y el dedo de Dolly apareció rojo—. Este corte de espada debe
atenderse inmediatamente.

Escevar y Vox pusieron los ojos en blanco.

—¿Un corte de espada? —Tamlin se emocionó ante tal insignia de honor—. Me,
me… ¿Me quedará una bonita cicatriz?

—Dolly, si no te es molestia… —susurró Escevar mientras se quitaba un guante. Le


goteaba sangre de una serie de pinchazos que se correspondían con la media luna de una
mandíbula—, ¿podrías llamar a Cale para que traiga su lodo curativo? Parece que vas a
tardar tanto en untar el mentón de Deuce que daría tiempo a que me cercenaran la mano y
cauterizaran el muñón con brea caliente.

Thamalon Uskevren II, llamado Tamlin o Deuce, escrutaba la cicatriz del mentón en
un espejo de plata. Siete criados soñolientos arrastraron sus pies hasta el salón, llevando
comida caliente, vino, vendas y ropa limpia. Reconstruido enteramente, el Palacio de las
Tempestades ya parecía antiguo, con su laberíntica disposición de estancias, en cuyas
paredes de piedra reverberaban toda tos y murmullo. En torno a una chimenea lo
suficientemente grande como para asar un buey se congregaron los tres merodeadores
nocturnos. Bebían jarras de excelente y añejo Usk, el especiado y ácido vino que el padre
de Tamlin cultivaba en sus viñedos.

A la luz del hogar, Tamlin se parecía a su padre; de estatura media, cabello negro
ondulado e intensos ojos verdes. Escevar era muy delgado, pelirrojo y tenía muchas pecas;
su apariencia era la de un desnutrido amasijo de nervios. Pero eso no respondía a la verdad.
Vox era muy corpulento; sus espesas cejas negras, que parecían una sola, y su fiera barba
contribuían a ocultarle un rostro que sugería algún linaje de orcos u ogros. Sobre su hombro
izquierdo colgaba una trenza negra que ocultaba la cicatriz de la herida que le había privado
del habla. Antaño al servicio de Tamlin como maestro de armas, Vox era ahora su
guardaespaldas. Escevar fue abandonado de niño y los Uskevren lo compraron a bajo
precio en la calle, inicialmente con la intención de que fuera el amiguito de Tamlin en la
escuela y recibiera todos los tortazos destinados a él, pero después se convirtió en su
guardián, secretario y mejor amigo.

Una vez que el trío estuvo vendado y aseado, Escevar preguntó muy quedamente:

—¿Todavía está durmiendo el Viejo Búho?

Al oír el apodo de Thamalon Uskevren I, los sirvientes chasquearon la lengua con


discreción en señal de desaprobación. Dolly, quien sabía en todo momento qué ocurría en la
mansión, dijo:

—El señor y la señora se han retirado. El amo Talbot está en una cacería por las
colinas. Espera traer un ciervo para el Festival de la Luna. La ama Tazi asiste a una partida
en Quickley’s.

Escevar frunció el ceño.

—Deuce, quizá debiéramos quedarnos entre estas paredes hasta que la luz del día
llegue, y ver qué aconseja tu padre. Esas enloquecidas criaturas asesinas, sean lo que sean,
fueron azuzadas contra nosotros por humanos. Si viéramos a Zarrin…

—Nos encontraremos con ella. —Tamlin estiraba la pierna mientras un pinche de


cocina lo calzaba con una de sus botas altas tirando desde la rodilla—. Mi padre me ha
confiado una misión, y la llevaré a término contra viento y marea. ¡Maldita chusma!

Escevar y Vox suspiraron de pesar. El joven dijo:

—Maldecir a la chusma puede llevar a una pronta muerte, amigo. ¿Por qué no
esperar al amanecer para la reunión…?

—Mi padre insistió en mantener el secreto. —Tamlin se puso un acolchado jubón


rojo con las cabezas de caballo y el ancla, la insignia de los Uskevren. Sobre el mismo, ató
un ancho cinturón negro con vainas para una espada y un cuchillo. Un aprendiz de armero
salido del lecho había traído una nueva espada. Los sirvientes esperaron en silencio a que el
amo se fuera, para regresar a la cama. Dolly cepilló el rebelde cabello oscuro de Tamlin.

El joven amo siguió diciendo:

—Desde luego, en Sélgont todo se hace en secreto. Puesto que los Soargyl han
desaparecido de escena, es el momento de apropiarse inmediatamente de sus propiedades y
contratos. Eso dice mi padre. Y así lo haremos, una vez que lleguemos a los corrales. Y, por
cierto, ¿dónde están los corrales?

Escevar se rascó el rostro y masculló algo.

Vox alzó un dedo para dar una breve lección y tomó prestado el cuchillo de monte
de Escevar. Era de hoja gruesa, con empuñadura de teca y correa para atarlo a la muñeca. El
plano de la hoja tenía una ranura en medio. Como viejo maestro de armas, Vox odiaba las
ranuras pues debilitaban el arma, pero aquella ranura «rompe hojas» se había diseñado para
enganchar el arma del enemigo en la ranura. Al retorcer el cuchillo se bloqueaba o rompía
la hoja del contrincante, dejando a este expuesto a la espada que se esgrimía con la derecha.
Escevar y Tamlin habían practicado la maniobra, pero Vox había declarado que «hacer el
payaso en un juego» no era lo mismo que una lucha medio ebrio en un callejón oscuro
como la boca de un lobo.

Vox demostró una vez más cómo apuntar aquel cuchillo de monte hacia arriba al
tiempo que se dirige la espada hacia abajo, y cómo crear un «círculo de acero» moviendo
los brazos como astas de molino, para así prescindir de un escudo. Escevar obedeció al
experto combatiente y practicó un poco: se puso a acuchillar el aire por el salón.
Tamlin manoseaba alfileres, insignias y medallones que reposaban sobre un cojín de
terciopelo. Al ser el objetivo frecuente de raptores y asesinos, su miedo lo empujaba a
llevar amuletos de la buena suerte. Uno de ellos representaba a un diablillo que sujetaba
una moneda de oro. Era un amuleto para los negocios que Tamlin prendió a la altura de su
corazón. De la hebilla del cinturón, colgó una diminuta cadena con un guante que
simbolizaba el vigor, y en su sombrero prendió dos corazones flechados, con la esperanza
de que Zarrin sucumbiera a sus encantos. Tamlin se puso el sombrero redondo de color azul
con una pluma de faisán y colocó sobre sus hombros una capa azul ribeteada de armiño, y
entonces adoptó una pose gallarda con las manos en el cinto. Los sirvientes aplaudieron
ante la apuesta imagen, y Tamlin sonrió con un leve saludo de cabeza.

—¿Qué opinas?

Vox se pasó una mano por la frente, y luego puso los ojos en blanco. Escevar lo
interpretó:

—Sí. Con la piel tan blanca estaréis de lo más radiante en la oscuridad.

Escevar ajustó su sombrero y capa. Sus ropas eran elegantes, pero más humildes que
las de Tamlin, en tanto que Vox vestía un sencillo blusón marrón y un chaleco bajo la capa,
la cabeza descubierta. Ambos llevaban insignias con las cabezas de caballo y las anclas de
la Casa Uskevren. Los dos esperaban ya en la puerta.

Mientras se acicalaba en el espejo, Tamlin habló en tono de burla:

—Tonterías. No tengo ningún enemigo. Sólo toneladas de amigos. Bueno,


vayámonos ya. Ojalá tengamos suerte en nuestra empresa en uh…

—El corral del ganado —remató Escevar.

—Así es. ¡Vamos!

Un lacayo abrió una gran puerta de doble hoja que dejó penetrar una ráfaga de aire
gélido procedente del mar, y luego la empujó hasta cerrarla, después de que el trío partiera.
Los estremecidos sirvientes regresaron a la cama en tropel. Dolly se llevó la capa
desgarrada de Tamlin para remendarla, consciente de que probablemente volvería a llevarla.

—¡Tamlin! ¡Joven amo! ¡Una palabra con vos, si tenéis a bien!

—¡Por los sortilegios de un mago! —gruñó Escevar.

El trío se movía con dificultad contra el implacable y aullante viento procedente del
mar delas Estrellas Caídas, cuya ira les calaba los huesos. Nightal era el mes más frío, y la
gente resbalaba sobre el hielo que se extendía por todas las calles, llenas de baches. Sin
embargo, esas calles bullían de gente, docenas de grupos iban y venían de una taberna a
otra. La noche todavía era joven.
Muchos saludaban a Tamlin y a sus guardaespaldas.

Un hombre solo apareció al trote. Padrig Tuleburrow tenía el apodo de «el Palmas»
porque siempre estaba pidiendo. Aquel buscavidas siempre estaba tramando alguna intriga
y sabía muy bien que Tamlin resultaba fácil de persuadir, y que sus compañeros jamás
podían disuadirlo.

—¡Amo Tamlin! —Padrig era alto pero escuálido, y se tocaba con un absurdo
sombrero de alas caídas hecho de piel, igual que su abrigo; sus ropas eran las propias de un
próspero intermediario—. Tenéis gallarda estampa esta noche, la de un verdadero heredero
de Sélgont merecedor del trono de vuestro padre.

—Oh, basta, Padrig. —Tamlin sonreía—. Difícilmente mi padre es rey, sólo un


astuto mercader.

—¡Un brillante mercader! —lo corrigió Padrig dándole coba—, y es obvio que la
astucia ha pasado a su primogénito. Recordad mis palabras, amo Tamlin, ¡algún día vos
llevaréis las riendas de esta ciudad! Y yo sé cómo ayudaros a lograr esas celestiales cimas.
Ha habido…

Escevar masculló entre dientes a Vox, quien siempre permanecía detrás de Tamlin:

—Primero, se unta con mantequilla el bollo, y luego se le echa el diente.

—… un negocio especial, únicamente para mis más estrechos amigos y mejores


clientes, amo Tamlin. No puedo filtrar más detalles. Todo es muy secreto, pero en este
plan…

—¡Estafa! —murmuró Escevar.

—… plan —siguió Padrig como si nada—, están involucradas las mejores familias
de Sélgont. Amo Tamlin, si invirtierais tan sólo treinta monedas de plata…

—¿Treinta monedas de plata? —objetó Escevar—. Yo no cobro treinta monedas de


plata ¡en todo un año!

Padrig hizo caso omiso y siguió:

—Una suma ridícula, sin duda, pero con un gran potencial para crecer. Lamentaríais
perder esta oportunidad, amo Tamlin. Cuando esa cantidad revierta quintuplicada, todo el
mundo sabrá quién es el mejor y más hábil negociador de la ciudad…

—Nosotros ya sabemos quién es —gruñó Escevar—, y ojalá se hunda en la bahía


para alimento de los peces; por una vez en su vida, haría algo útil.

—Oh, págale, Escevar, y deja de preocuparte —dijo Tamlin—. Tan pronto como
haya cerrado el acuerdo de esta noche, nadaremos en la abundancia.

Refunfuñando, el guardaespaldas contó las treinta piezas de plata, pero las retuvo
hasta que Padrig firmó el recibo en un pequeño libro, bajo el concepto de «inversión».
Cuando contó de nuevo las monedas, los oídos de Padrig se agudizaron aún más.

—¿Y que misión os ocupa esta noche, amo Tamlin? Es muy inteligente, por parte de
vuestro padre, confiaros asuntos familiares.

—Vamos a los corrales. Tenemos un encuentro secreto con… ¡Ay! —Tamlin se


estremeció cuando el dedo de Vox se hincó en su espina dorsal igual que una daga—.
Quiero decir que vamos a ir de juerga por la calle Sarn. Tanta cerveza, ya tan poco tiempo
¡ya sabes! Ja, ja…

—¡No me digáis! ¡Ja, Ja! —Riendo, monedas en mano, Padrig se fundió en las
sombras como un geniecillo de la lámpara en el humo.

Mientras se frotaba la espalda, Tamlin gruñó:

—¡Las tinieblas te confundan, Vox! Voy a estar meando sangre durante una semana
por el dedo que me has clavado en el riñón.

—Si tu padre se entera de que te vas de la lengua contando sus planes secretos —le
advirtió Escevar—, acabarás magullado de arriba abajo, pues serás arrojado desde lo alto de
cada una de las escaleras del Palacio de las Tempestades.

Tamlin no replicó, por lo que prosiguieron su camino.

Situada en la costa de la región central, Sélgont era un mosaico de casas suntuosas,


destellantes parques, calles torcidas y gente ufana. Los tres amigos saludaron a los
conocidos mientras paseaban a lo largo de la calle Larawkan, ya que el Palacio de las
Tempestades se cernía sobre el puerto mientras los corrales se hallaban más allá de las
puertas occidentales de la ciudad, que daban acceso a las tierras de cultivo.

Con los dientes apretados contra aquel viento inclemente, Escevar se quejó:

—¡Vamos a apestar a estiércol durante un mes! ¿Por qué planearía alguien un


encuentro secreto en medio de un rebaño de vacas?

—El trato tiene que ver tanto con bestias de cuatro patas como con las de dos, según
ha establecido mi padre.

—¿Y qué otras instrucciones nos ha dado para estas negociaciones? ¿O es que Vox y
yo debemos sorprendernos tanto como el grupo de Zarrin cuando hagas tu oferta?

—Ten fe en mí.
Los guardaespaldas de Tamlin se limitaron a asentir.

Los corrales bullían de actividad incluso después de la medianoche. Muchos


cuidadores de ganado y pastores habían recluido a los animales antes de que se cerraran las
puertas de la ciudad, a fin de que se adaptaran a su nuevo emplazamiento. Los animales
serenos se vendían mejor que los nerviosos. Tamlin y su escolta rodearon el ganado, y
observaron dónde ponían los pies, pues el ganado había ido dejando su rastro. Sobre
algunas reses pendían globos traslúcidos, igual que luciérnagas. Se habían introducido unos
tubos en los traseros de las vacas y unas ascuas quemaban el gas liberado para obtener luz,
una pieza práctica de magia que siempre divertía a los nuevos visitantes del mercado de
Sélgont.

En medio de un laberinto de corrales estaba el Mercado de Ganado. El enorme


establo contenía, entre otras dependencias, una pista con sillas para observar y juzgar a los
animales que desfilaban ante los licitadores. Al atravesar la alta puerta de doble hoja, los
tres percibieron que el interior del edificio estaba caliente como una panadería, vaporoso
como un invernadero y fragante como un prado. Granjeros y pastores hablaban o cantaban
a sus bestias para calmarlas. Algunos ahorraban dinero durmiendo en los mismos establos,
junto a sus bestias, pues los animales apelotonados proporcionaban más calor al lugar que
las estufas de hierro.

La reunión secreta se celebraría en el segundo piso, que se había dividido en oficinas


y salas para reuniones. Cuando Tamlin iba a subir por la escalera, Escevar le barró el paso.

—Casi logramos que nos arranquen la cabeza en el Parque de los Doce Robles.
Permíteme, por favor, que sea el primero en mirar ahí dentro, mi señor.

Las anchas escaleras se desplegaban por encima de los establos, donde las reses
rumiaban satisfechas. Una matrona cepillaba una plácida res marrón y blanca. Mientras
subía los escalones con decisión, Tamlin susurró:

—Esta es una reunión secreta, así que esforzaos en parecer compradores de ganado.
—Y alzó la voz para decir—: Y digo yo, ¡no es esa una vaca de aspecto lozano! ¡Claro que
sí! ¡Una vaca magnífica, señora! Y también afortunada, ¡de dos colores! ¡Justo lo que
necesito para alimentar a mis becerros! Apostaría a que esa vaca produce ¡cubos y cubos de
leche!

La matrona miró hacia arriba, desconcertada.

Vox inhaló: era su forma reír. Escevar sofocó la risa. Mientras cabeceaba ante el
gran animal, Vox se puso dos dedos en la frente y se clavó uno más en la ingle.

Tamlin sacudió la cabeza.

—Lo siento, pero no te entiendo.


—Dice que vuestra vaca es un toro —le aclaró Escevar—. Y que tengáis buena
suerte ordeñándolo.

—Oh. —Tamlin siguió a su amigo y entró en el salón del segundo piso—.


Probablemente eso se enseña en la granja escuela. No es nada que los mercaderes
necesitemos saber.

Detrás de él, Vox hizo un gesto como si se estrangulara a sí mismo. Escevar sonrió
pero desenvainó su cuchillo de monte.

Como consecuencia de las conversaciones que unos intermediarios habían


mantenido con otros intermediarios, Tamlin Uskevren avanzaba hacia su cita con Zarrin
Foxmantle, que debía tener lugar en el despacho del otro extremo, justo tras el tañido de las
campanas. Tamlin oyó el repique de campanas de la ciudad, lejanas pero nítidas en el
momento en que Escevar giraba el picaporte y abría la puerta.

Una daga pasó silbando y fue a clavarse en una de las jambas de la puerta. La voz de
una mujer chilló:

—¡Bastardos traidores! ¡Entrad para que podamos mataros!

Sumamente cautos, los tres hombres echaron un vistazo desde el umbral. La esquina
izquierda estaba iluminada por tres faroles que colgaban de unas vigas. Una mesa llena de
marcas estaba rodeada de bancos y taburetes desvencijados. Había notas muy manchadas
enganchadas a las paredes entre los colgadores para capas y abrigos. Ventanas con postigos
cerrados en la pared opuesta a la entrada se abrían a los corrales. En la mesa, rodeada de
cuatro sirvientes, estaba una bella rubia, bien provista de cuchillos, y armada con unos
fulgurantes ojos marrones que parecían muy sagaces y peligrosos.

El quinteto de los Foxmantle parecía venir de la guerra. El chaleco bordado de la


líder carecía de botones dorados, había perdido el sombrero y un guante, y su capa colgaba
de lado porque se había roto la cadena. Sus sirvientes, vestidos de morado y azul, dos
mujeres y dos hombres, se mostraban agrios y rudos. Una de las mujeres lucía un ojo
amoratado, y uno de los hombres llevaba un brazo en cabestrillo. Los cinco estaban con las
armas en ristre.

Zarrin era una de las hijas de los Foxmantle. Las habladurías de taberna gustaban de
comentar larga y pormenorizadamente cual de los herederos de los Foxmantle era el más
imparcial, el más sorprendente, y el más divertido en la cama. Zarrin luchó lo indecible
para ganar poder en el seno de la familia, negándose al papel de «¡coneja de rapaces para
que mis padres los tengan retozando en sus rodillas!». Tamlin y Zarrin se conocían desde
que ambos jugaban con arena en el parque, sólo recientemente ambas familias competían
entre sí. Los Foxmantle siempre se habían dedicado a la labranza, al prensado de vino, al
cultivo de pigmentos, ala salazón de carnes y al curtido de pieles, en tanto que los
Uskevren, antes del Gran Fuego, se dedicaban al comercio marítimo. Desde que Thamalon
I había comenzado a comprar y a alquilar granjas, se había impuesto negociar con los
Foxmantle para evitar que tuvieran que competir y que, de resultas, los precios bajaran en
picado.

La encantadora Zarrin estaba furiosa, pero no los atacó de nuevo. Tamlin arrancó el
cuchillo de la jamba y, sonriendo, se lo devolvió.

—Diría, Zar, que tu bienvenida carece de la tradicional alegría de los Foxmantle.


¿Acaso has sufrido algún contratiempo en las engalanadas calles de nuestra ciudad?

—¡Maldita la razón que tienes! Sí, ¡ha habido contratiempos! —Zarrin le arrebató el
cuchillo sin miramientos. Imprudentemente, Tamlin lo había sujetado por la hoja, y de
inmediato comprobó que podía verse los dedos a través de unos cortes en sus guantes—.
¿Por qué azuzasteis contra nosotros a esas bestias?

—¿Bestias? ¿Esos perros endiablados?

Tamlin se rascó el mentón e hizo que se le saltara la costra. Escevar se quitó el


guante izquierdo para mostrar sus vendajes.

—También nos hemos topado con algunos, y con sus silbantes cuidadores —dijo
Tamlin.

—¿Cuidadores? —preguntó Zarrin—. No oímos silbido alguno.

—Nosotros, sí. Vox mató a uno. —Y Tamlin le habló del hombre de las montañas
con aquel extraño chaleco, Zarrin arrugó el morro. Y frunció el ceño. Pese a tener su rubio
cabello recogido hacia atrás con alfileres, algunos mechones se habían escapado hacia
adelante, hasta casi tocar su ceño.

—Al doblar una esquina, nos cayó encima una horda aullante. Creímos que eran
lobos hambrientos a la caza de ganado. Atacaron a mis criados y nos machacaron. Uno de
mis sirvientes sufrió la amputación de una mano.

—¿Y dónde os atacaron, mi señora? ¿En qué parte de la ciudad? —preguntó Escevar
—. ¿Y cuándo?

—Cerca de los Jardines de Caza, no lejos de la casa principal. —La propiedad de los
Foxmantle guardaba las puertas septentrionales, donde el Camino de Galopar se convertía
en la Vía de Rauthauvyr—. No mucho después de la puesta de sol.

Vox alzó dos dedos, extendió los brazos, curvó las manos para imitar un árbol,
mostró los diez dedos y luego dos más, y después expresó la idea de un grupo moviéndose.
Tamlin hizo de intérprete:

—Sí, eso cae a casi tres kilómetros del Parque de los Doce Robles. ¿Cómo pudieron
sus amos trasladar una manada de perros monstruosos a través de las calles sin ser vistos?
¿Observasteis si algunos de ellos tenían alas?

Las dos partes compararon sus experiencias pero averiguaron poco. De vez en
cuando, de abajo llegaba el bramido de un toro o el berrear de un ternero.

—¿Quién sabe? —concluyó Zarrin—. Quizá esos hombres de las montañas están
locos o son unos fanáticos religiosos. O trabajan para alguien en Sélgont. Si cualquiera de
nosotros fuera raptado, el recate supondría un buen pellizco. Hemos de vigilar nuestras
espaldas, como siempre. —Para dar énfasis a sus palabras, resiguió el emblema familiar
bordado en su pecho: tres ojos vigilantes—. Dejemos eso de momento, y atendamos a
nuestros negocios. Tú y yo debemos repartirnos los aranceles de las puertas de entrada, de
los buques de carga y de los ganaderos y arrieros.

—Así me ha informado mi padre. —Tras pasarle la capa a Escevar, Tamlin se hizo


con un taburete y se frotó las manos como quizá haría su padre—. Los Soargyl —¡así los
sumerjan siete veces en agua hirviendo!— tenían a los carreteros bajo su yugo mediante la
eliminación de los agitadores y la extorsión. Pero últimamente, ninguno de sus matones ha
pasado a recoger el dinero de la protección… Perdón, el impuesto de supervisión. Así, el
cobro de las puertas se efectúa de cualquier modo. Nuestras respectivas casas quieren pujar
por los contratos para los aranceles de las puertas. En lugar de pelearnos por las calles,
deberíamos llegar a un acuerdo.

—Tengo uno, y de lo más simple —ofreció Zarrin—. Consideradlo. Mi casa domina


la Vía de Rauthauvyr. Tu familia tiene una residencia cerca del Camino del Manticore. ¿Por
qué no atender nuestras respectivas puertas? Nosotros negociaremos con el senescal del
Hulorn para los peajes de la Puerta Norte y vosotros quedaos con la Puerta Occidental. Ya
has visto cuánto ganado hay en estos corrales. ¡Imagínate los ingresos que tendréis en un
año! Perderemos parte de nuestro trabajo para mantener el puente Elzimmer, pero valdrá la
pena si así no hay que cruzar la ciudad para llenar nuestros cofres.

Y siguieron hablando. Sonriente, presumido y cautivado por la belleza de Zarrin,


Tamlin no vio la señal de Escevar y Vox, en el fondo de la estancia. Antes de que pudieran
advertirlo, Tamlin escupió en su palma y estrechó la mano de Zarrin.

—Diría, Zar, que esto ¡es estupendo! No nos inmiscuimos en los asuntos del otro y
¡todos prosperamos! Mi padre estará encantado, como el tuyo, ¡estoy convencido! Hemos
de celebrarlo. Escevar, ¿qué es todo ese ruido?

Los mugidos y balidos habían subido tanto de volumen que los negociadores
tuvieron que alzar la voz. Parecía que todos los animales encerrados en los corrales
chillaran o berrearan. Los perros ladraban y los granjeros gritaban. Escevar fue abajo y
regresó corriendo.

—¡Hay algo que asusta al ganado! ¡Están a punto de romper los establos! ¡No he
podido ver qué los enerva de ese modo!
—Bueno, ¡averigüémoslo! —ordenó Tamlin.

Escevar salió al trote. La gente de Zarrin alzó sus armas. Hacha en mano, Vox abrió
los postigos de las ventanas.

Como si hubieran sido lanzados con catapulta, dos perros alados se precipitaron a
través de la ventana abierta para ir a chocar contra el maestro de armas.

En aquel mismo momento, Escevar irrumpió nuevamente en la estancia, agarró el


picaporte y trató de cerrar de un portazo. Tres bestias sin alas dieron un porrazo a la puerta
y golpearon al guardaespaldas, que quedó tendido en el suelo.

Cuatro más de aquellas bestias entraron a galope en la estancia, las uñas de sus
garras se deslizaban velozmente sobre el suelo. Dos más atravesaron la ventana volando.

Cada uno luchaba por su vida.

Tamlin vislumbró unos espinazos parduscos y unos dientes amarillentos, al tiempo


que percibió la fetidez de una alcantarilla. Entonces, una de aquellas bestias de aterradoras
fauces atenazó con sus mandíbulas una de sus botas altas. Otro saltó y estrelló a Tamlin
contra la pared del fondo. Unos feroces dientes desgarraron su jubón, y el peso del animal
le obligó a doblarse. Un tercero dio la vuelta a su compañero y chasqueó los dientes con
idéntico sonido al de una trampa para osos que se dispara. La mano derecha de Tamlin se
salvó de milagro. Al tropezar con el perro que tiraba de una de sus piernas, cayó con las dos
manos y una rodilla al suelo, muy consciente de que su garganta quedaba vulnerable ante
un ataque.

Zarrin se hizo con un taburete y lo estrelló contra la cabeza de un perro. El taburete


se hizo añicos, pero el perro quedó inconsciente en el suelo. La joven agarró su espada y
armándose de valor ensartó a la bestia que magullaba la pierna de Tamlin. Con la garganta
atravesada, la sangre brotó a raudales. El joven Uskevren se desembarazó del animal de una
patada. El otro perro esquivó el acero de Zarrin entre gruñidos.

Libre por unos instantes, Tamlin vio que el lugar estaba infestado de aquellos
asesinos rabiosos.

De espaldas en el suelo, Vox rechazó a una bestia abriéndole la garganta y empujó


hacia atrás a otro animal con el mango del hacha. Incapaz de maniobrar esta con libertad,
golpeó con un puño a un tercer monstruo. Escevar sobrevoló por encima de él, mientras
repartía golpes y tajos a toda bestia que saltaba. Un animal frustrado rodeó a Escevar para
lanzarse a la cara de Vox. Este trató de rodar, justo en el momento en que Escevar se caía
por la acción de un perro que había arremetido contra su vientre.

Escevar tenía un par de perros gruñones encima de él. Piernas y patas se agitaban
alrededor de la cabeza de Vox. Los aceros de Escevar se arremolinaron igual que astas de
molino empujadas por el viento. Los animales que Vox sujetaba se deshicieron de su garra
y de aquel remolino de acero. El espadachín se dio la vuelta y se quedó a gatas. Los perros
saltaron sobre la espalda de Vox. Mientras, preso de furia, Escevar maldecía y acuchillaba
con desenfreno, hasta el punto de que se pinchó el muslo. Sangrando, siguió acuchillando.
Vox se colocó contra la cadera de Escevar, y ambos pelearon espalda contra espalda.

—Por los siete pecados capitales, ¿dónde está Tamlin?

El heredero de los Uskevren se escondía tras una mesa que Zarrin había arrastrado
contra una pared. Era una barricada sólida, pero los flancos quedaban abiertos. Uno de los
canes atenazó el talón de la bota de Zarrin. Esta se deshizo del can pero se topó con Tamlin
y se golpeó la nariz con la pared. Saber que tenía la nariz hinchada y sangrando avivó su
fiereza natural; prorrumpió en gritos mientras atacaba con su acero a todo cuanto se movía.

Tamlin tenía un acero en cada mano, pero erróneamente sostenía el cuchillo


apuntando hacia abajo y la espada hacia arriba. Blandió ambas piezas, pero el acero chocó
con el acero inútilmente. Aún así, se esforzó por ver qué sucedía en otras partes. Fue
consciente de que era preciso que todos abandonaran el lugar.

Las sombras, oscilantes, se cernieron rápidamente cuando alguien golpeó un farol


con la cabeza. Con aquella luz oscilante, Zarrin profirió un grito de batalla y arremetió
como un torbellino, gruñendo y saltando por encima de aquellas alimañas hasta que la
sangre salpicó todas las paredes y el techo. Los cuatro sirvientes de Zarrin se acuclillaron
en un rincón tras unos taburetes y bancos; por los lados y por encima de la barricada,
propinaban estocadas a los animales para mantenerlos a raya. Escevar y Vox,
ensangrentados, luchaban enloquecidos espalda contra espalda. Mientras Tamlin observaba,
Vox dirigió el hacha con tal fuerza contra la cabeza de un can que aquella se partió y la hoja
fue a clavarse profundamente en el suelo.

Mientras asestaba golpes allá donde podía, Tamlin trató de contar cuántos perros
había, pero estos habían invadido la estancia, acaso fueran más de una docena. A su
izquierda, seis de aquellos monstruos abrieron brecha en la barricada y atacaron
salvajemente a los sirvientes de Zarrin. Dos, no, cuatro perros más entraron en la
habitación, sedientos de sangre.

Zarrin aulló y se aprestó a proteger a sus sirvientes. Tamlin se había quedado solo
cuando siete perros se dispusieron a atacarle.

—¡No podemos quedarnos aquí! —gritó el heredero.

Con sus aceros en abanico y los dientes apretados, dio la vuelta a la mesa y casi cayó
sobre un perro. Al instante, el animal atenazó con sus dientes a Tamlin. Una criatura alada
saltó con la intención de arrancarle la cabeza. Tamlin la esquivó, el perro fue a estrellarse
contra sus compañeros. Al tiempo que asestaba golpes en las cabezas con el pomo de la
espada y hería con su cuchillo, Tamlin corrió hacia Escevar y Vox. Su único plan consistía
en morir junto a sus compañeros como un héroe de leyenda, aunque morir devorado por
unos perros repugnantes daba toda la impresión de ser un final de lo más repugnante y
absurdo.

—¡Vox! —dijo Tamlin jadeante, mientras pateaba a un can. El heredero gritó para
que el guerrero no lo aporreara al echar hacia atrás su hacha—. ¡Escevar! Larguémonos…

Vox descargó el hacha pero erró el golpe sobre un perro. La hoja mordió el suelo de
madera, y Vox soltó el mango. Sus ásperas manos agarraron a Tamlin y lo levantaron del
suelo.

—¡Vox! ¿Qué estás hac…?

Sobre la cabeza de Vox, Tamlin vio las luces nocturnas del corral para el ganado y el
cielo estrellado. Y chilló cuando se vio arrojado contra la ventana.

—¡Vox! No…

Lanzado con los pies por delante, Tamlin profirió un gemido mientras volaba por los
aires, pero el viaje no duró mucho. El aullido pasó a ser un gruñido cuando su espalda fue a
estrellarse contra una pila misericordiosa. Y luego gritó cuando se mordió la lengua. Sin
resuello y angustiado, Tamlin aspiró aire junto con un poderoso aroma a estiércol. Vox le
había lanzado sobre un montón de mierda apilado al lado de las grandes puertas.

Entre quejidos, cojeando y empapado en estiércol, Tamlin se tambaleó. Con la


cabeza dándole vueltas, envainó sus armas y alzó la mirada hacia la ventana. Una cabeza
asomó un instante y desapareció. Tamlin oía alaridos, toda suerte de gritos e interminables
y atroces gruñidos y ladridos. Tenía que reincorporarse a la refriega. Lo suyo no era
combatir, pero sus amigos y Zarrin necesitaban toda la ayuda posible para rechazar a
aquellos monstruos. Bestias mordientes, así los había llamado Zarrin. Un nombre curioso.

Aturdido, Tamlin tropezó con las grandes puertas del establo. Dentro brillaban luces
mortecinas, o quizá centelleaban en su cabeza, ya que se sentía mareado. Un sonido lo
detuvo. Era un silbido.

Este provenía de fuera del establo, por lo que el hombre de las montañas, el
adiestrador de perros, estaba allí fuera, con Tamlin. El heredero respiró dificultosamente.

—Eso no es una buena señal. —Y huyó hacia adentro.

Del interior provino un silbido de respuesta.

Rodeado, Tamlin se quedó petrificado en el marco de las puertas, y casi resultó


arrollado por un toro desbocado.

De dentro salió un enorme toro pinto que, entre mugidos de pavor, se llevaba todo
por delante con su maciza cabeza encornada. Un cuerno parecido a una daga casi se le
clavó en el esternón. Con bramidos semejantes a trompetas de guerra, el aterrorizado
animal golpeó los portalones de entrada, que se abrieron de par en par, y tronó al pasar
como un elefante. Vacas y ovejas brincaron detrás, mugían y balaban como si huyeran de
un fuego.

Incapaz de entrar, y viéndose en peligro, Tamlin divisó una escalera exterior y corrió
hacia ella. Esperaba que no le siguiera ningún animal, pero con la suerte que tenía, pensó,
seguro que treparían hasta allí simios gigantes o cabras descomunales en busca de un
refugio elevado, por lo que lo echarían escaleras abajo.

Arriba, había una puerta tosca que resultó estar cerrada. Tamlin se preguntó adónde
ir a continuación cuando la puerta se abrió con tal brusquedad que casi lo golpeó en la
mandíbula. Escevar y Vox, sudorosos y ensangrentados, se detuvieron justo antes de hacer
que Tamlin cayera rodando escaleras abajo.

—¡Ojo! ¡Deteneos!

—¡Tened cuidado! ¿Estáis bien?

—¿Qué pasa ahí dentro?

—¡Sí! ¿Dónde está Zarrin?

—¡Ni idea!

Tamlin y Escevar farfullaban atropelladamente mientras Vox señalaba


frenéticamente. Abajo, el ganado todavía seguía saliendo en estampida. Y a continuación,
como un río marrón, el grueso de las jadeantes bestias mordientes salió en tromba por las
puertas. Unos silbidos agudos, tres o más, desgarraron los tímpanos de todo el mundo. La
manada se separó, volvió a dividirse y los perros desaparecieron entre las sombras.

En el súbito silencio que siguió, los hombres cogieron aliento. Tamlin preguntó:

—Vox. ¿Por qué me lanzaste por la ventana?

—¡Aggg! —olfateó Escevar—. ¡Deuce, apesta!

—Gracias, mi querido amigo, por tu amabilidad en detallar mi negligencia en lo que


atañe a mi higiene personal. ¿Vox?

Las manos del veterano mudo hicieron unos gestos en el aire. Y Tamlin interpretó:

—¿Que esas bestias mordientes iban a por mis huesos y los de Zarrin
exclusivamente? ¿Y cómo sabes eso? ¿Que una vez que desaparecí de escena y Zarrin salió
precipitadamente, abandonaron el ataque? Ah, eso explica… nada. No lo pillo.

—Nadie entiende mucho —suspiró Escevar. Apoyó una pierna en un peldaño, pues
la herida de su muslo le provocaba un dolor punzante—. Esos hombres de las montañas
deben haber lanzado sus bestias contra ti y Zarrin. ¿Recuerdas que ella también fue atacada
previamente, como nosotros? Esta era una oportunidad de oro, pues ambos os hallabais en
una misma estancia. ¿Por qué quieren capturaros o asesinaros a los dos…?

Tamlin movió la mano derecha. Aplastada antes por una mesa, se había hinchado de
tal modo que el guante le apretaba como un torniquete.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué noche! Hubiéramos debido ir a tomar unas copas en lugar de
venir aquí. Oh, bueno, vayámonos a casa a cambiarnos las ropas… otra vez. Por lo menos,
mi padre se sentirá satisfecho de que haya negociado los aranceles de las puertas antes de
que Zarrin desapareciera.

—… actos con la inteligencia de un cordero cabezón, de un cerebro averiado,


propios de bizcos estúpidos, de anonadados, de gente con piedras por cráneos, actos de
depravada locura y de absoluta y sorprendente imbecilidad que antes tuve la desgracia de
presenciar y mucho menos de ¡participar en ellos!

Thamalon Uskevren I tan sólo se estaba calentando, alterado más allá de lo


imaginable, caminaba de un lado a otro ante el fuego de su despacho. Tamlin se
contorneaba en una silla de madera de alto respaldo mientras Vox y Escevar permanecían
callados detrás.

—¿Por qué regalar únicamente los aranceles de las puertas? —dijo el patriarca,
airado—. ¿Y por qué no regalar todos nuestros contratos? ¿Por qué no arrebatarme la llave
de los cofres de la familia de mi anciana y paralizada mano y abrir las puertas de par en par
de la miserable choza de nuestra hacienda, y usar ambas manos para esparcir nuestro oro y
plata por las calles para que todos y cada uno de los pordioseros pueda recogerlo a
puñados? ¿Qué habré hecho en esta vida para que los dioses me castiguen con un hijo que
tiene adoquines en su cráneo hueco? ¿Por qué los hados no me enviaron un baboso y
farfullador retrasado mental que pudiera tener entrenado, a fuerza de largas horas de
extenuante labor, para que hiciera un trabajo útil como ir a buscar leña o dar de comer a los
cerdos? En lugar de ello, sufro los más punzantes tormentos presenciando cómo esta
persona insignificante con cabeza de melón destruye todo mi trabajo y arroja al viento mi
fortuna desde las más altas torres del Palacio de las Tempestades, nuestra ancestral
hacienda, de momento, pues no me cabe duda de que, cuando llegue la hora de los
impuestos, se empobrecerá y quedará relegada a las alcantarillas debido a la patente
ineptitud chapucera de mi hijo…

Hubo mucho más, hasta que el patriarca se quedó sin resuello. Se desplomó en una
silla y se bebió su excelente y añejo Usk. Thamalon Uskevren, el Viejo Búho, se parecía a
su hijo. El cabello se le había vuelto gris, y había envejecido, pero se encorvaba, y los
oscuros ojos verdes y las cejas todavía negras podían dibujar un ceño fruncido capaz de
acobardar a un príncipe, por no mencionar a alguien que despilfarrara su dinero. La estancia
reflejaba al hombre: ordenado, con buen gusto, intelectual, convencional. Sobre la mesa
había una cena ligera, un juego de ajedrez con una partida a medias y un montón de libros
abiertos. Era un lugar de solaz callado, lujoso, con aroma a dinero viejo y a secretos.

Cuando los ecos del acalorado discurso se desvanecieron, Tamlin se aclaró la


garganta suavemente.

—Si no estoy errado, parecéis molesto, padre. ¿Sería posible que, sin la intención de
abundar en un tema desagradable, considerarais oportuno decirme el motivo?

—¿Por qué? —El patriarca lo miró encolerizadamente hasta que Tamlin se sintió
como una ardilla mirando a un lobo. Thamalon mordía cada palabra—: Porque no has
obtenido un acuerdo ventajoso para la familia, hijo. He ahí el porqué.

—Ah. —Tamlin digirió la información, pero concentrarse no era una actividad


habitual en él—. Eh, ¿os importaría explicaros? Aseguró los derechos de paso de la, eh,
Puerta Oeste, por la que entran los granjeros. Ello nos permitirá ingresar bastante dinero.

Thamalon pareció ahogarse en su propia indignación, e ingirió vino como si tragara


veneno. Tras lanzar un inmenso suspiro, repuso:

—Sí. La puerta nos dará un céntimo o dos. Con eso hacen negocios los granjeros,
con céntimos. No tienen mucho que ahorrar, como verás, después de que los recaudadores
de impuestos del Hulorn pasen por las granjas y les cobren los tributos. Todo lo que nuestra
familia puede recoger en la Puerta Oeste es un peaje sobre el ganado: un céntimo por
cabeza. En un buen día, podríamos recaudar unos cien céntimos.

—Ah. —Tamlin fingía reflexionar—. Cien céntimos. Con eso se compraría…

—Mi hijo, el ministro de Hacienda, quien no sabe lo que cuesta nada, se pone a
calcular. —El patriarca chasqueó los dedos—. Con cien céntimos te puedes comprar un par
de guantes, Tamlin. No es mucho, teniendo en cuenta que has perdido doce pares en lo que
llevamos de invierno. Tu presupuesto para la ropa, por cierto, es el triple de lo que gastan
los niños más pequeños, pero ya gritaremos al respecto más tarde. De momento, permíteme
que te explique por qué desearía que Zarrin Foxmantle fuera mi hija y tú, Tamlin Uskevren
II, un cortador de pescado perdido en una tormenta sobre un bote que hace aguas ¡en pleno
Lago de los Dragones!

El señor se levantó, como así su voz:

—¡Por supuesto que Zarrin quería quedarse con los aranceles de la Puerta Norte!
Pero no porque la heredad de su familia se halle cerca. ¿Qué tipo de excusa idiota es esa?
Todo el tráfico desde Órdulin, Surkh y Tulmon pasa por la Puerta Norte, y contrariamente a
los mulhessenes, que usan la Puerta Oeste y envían sus impuestos por adelantado, el tráfico
del norte está exonerado de estos, lo cual significa que los aranceles se cobran ¡en las
mismas puertas! Es más, la Puerta Norte domina el puente Elzimmer, lo que implica el
pago de impuestos por el tráfico de alimentos y cobro de aranceles para ¡todos los
cargamentos de navíos entrantes! Así que mientras tú te estás en la Puerta Oeste cobrando
moneditas y llenándote de polvo los ojos, mi lamentable cabeza hueca de hijo, ¡los
Foxmantles se llevarán a espuertas todo ese dinero de los aranceles! No puedo creerlo.
¡Cómo has podido llegar a un acuerdo tan desastroso! ¿Cómo ha podido Zarrin Foxmantle
evitar que no le explotara un vaso sanguíneo por aguantarse la risa? Cuando se extienda la
noticia, ¡voy a ser el hazmerreír de todo Sélgont!

Tras unos instantes de silencio, Tamlin dijo:

—Quizá, adorado padre, si me hubierais explicado todo esto de antemano, hubiera


pod…

Tamlin se quedó inmóvil cuando el Viejo Búho plantó su cara a escasos centímetros
de su nariz. Fulminándolo con los ojos, el patriarca susurró en un tono aterradoramente
gélido:

—Si-que-te-lo-expliqué. Pero-no-escuchas.

—Oh —dijo Tamlin en un tono agudo—, absolutamente de acuerdo. Sin embargo,


era muy complicado. Con todas esas variaciones… Si esto, entonces aquello, a menos que
esto otro, en cuyo caso lo de más allá. Lo lamento. Si hay algún modo de enderezar el
entuerto…

—Lo hay —amenazador, plantado ante Tamlin imponente pese a su estatura media,
el patriarca apuntó con un dedo huesudo hacia la puerta—. Recoge a tu guardia de deshonor
y vete. Encuentra a Zarrin y deshaz ese miserable acuerdo.

—Eh, ¿ahora? —Tamlin simuló un bostezo—. Ha sido una noche muy dura, padre.
Por dos veces, nos han atacado unos perros diabólicos, hemos caído sobre hielo y sido
lanzados a través de ventanas…

—¡Que os vayáis!

Los tres se levantaron y salieron disparados por la puerta. Mientras bajaban las
anchas escaleras de caracol al trote, oyeron que el patriarca arrastraba sonoramente sus
suaves zapatillas tras ellos. Para cuando alcanzaron la puerta, que se mantenía cortésmente
abierta por un soñoliento lacayo, Thamalon aún tenía unas últimas órdenes que dar.

—Vete —le dijo a su hijo—. Fuera de aquí, encuentra a Zarrin y soluciona el


desastre que has acordado. De lo contrario, dejarás de recibir tu asignación, quemaré tus
ropas, venderé tus bienes, despediré a tus criados, borraré tu nombre del registro civil, y ¡te
herviré en aceite con guindillas!

Los tres salieron a la fría noche, pero Tamlin miró a través de una rendija de la
puerta.

—Eh, padre, sé que no he procedido a vuestra entera satisfacción pero, sólo por
curiosidad, veréis, no habláis en serio en lo que atañe a vuestra última intención ¿verdad?
Quiero decir todo eso del aceite con guindillas y tal.

Lentamente, la puerta se fue cerrando con un chirrido. Tamlin vio que el rostro
tenebroso de su padre se hacía todavía más siniestro. Con la boca apenas entreabierta, el
patriarca gruñó:

—Hijo, mucho me temo que sería capaz.

La puerta se cerró con un portazo.

Allí fuera, en los altos peldaños de piedra, en aquella negra noche azotada por un
viento invernal, Tamlin se estuvo mirando la puerta un rato, y luego, Con una amplia
sonrisa, aseguró a sus amigos:

—No lo piensa de verdad.

Mordiéndose la lengua, Vox y Escevar descendieron las escaleras con paso cansino.

—Es curioso, estaba convencido de que mi padre se sentiría satisfecho. —Los tres
caminaban abatidos por la calle Sarn, provisionalmente sin techo, si se exceptuaba las dos
residencias y los tres apartamentos para invitados que Tamlin tenía en la ciudad. El
heredero siguió divagando—: Debería estar contento de que lograra el acuerdo tan
rápidamente. Cuando me veo obligado a asistir a sus reuniones de negocios, estas duran
horas. Todo ese parloteo sobre dinero… ¡qué lata!

—Si no fuera por esas reuniones de negocios —refunfuñó Escevar, encogido por el
frío, y odiándolo—, dormirías.

—Eso es cierto —admitió Tamlin—. Pero, a pesar de todo, Zarrin se avino de


inmediato, mostrándose de acuerdo en cada cosa que yo proponía. Creí que se derretía por
mi encanto.

Vox caminaba detrás, vigilando ambos lados de la calle sin expresar nada por señas.
Escevar renqueaba al lado de Tamlin mientras mascullaba:

—No soy hombre ducho en negocios, Deuce, pero incluso en el regateo de la plaza
del mercado se paga el primer precio propuesto. Estuviste de acuerdo con la propuesta de
Zarrin en un abrir y cerrar de ojos, y a renglón seguido ¡procedisteis a celebrarlo!

—Cierto, cierto. Todavía soy nuevo en este tipo de trabajos. Y por lo que he visto,
me parece mortalmente aburrido. Por cierto, ¿ahora qué hacemos?

—Encontrar a Zarrin, según deseo de tu padre. —La voz de Escevar rezumaba


acidez—. En ocasiones, se hace difícil creer que seas su hijo. En la mayoría de las
ocasiones, más bien.
—Encontrar a Zarrin… Uhmm… —La capa de Tamlin le azotaba los hombros
mientras la helada nieve le golpeaba las mejillas. La piel de oso de Vox había comenzado a
cubrirse de escarcha. Escevar maldijo a los dioses de la nieve, del invierno, de las
tormentas, y a algunos más—. ¿Dónde creéis que puede hallarse?

Escevar contó a veinte antes de aporrear la cabeza de Tamlin. El trío fue a buscarla a
casa de los Foxmantle. El vigilante de las puertas no los admitió, pero una criada les confió
que Zarrin se había ido a los corrales hacía ya tiempo y que todavía no había regresado.

—Si Zarrin no se halla en casa —comentó Escevar con soma—, probablemente


estará de juerga en una taberna, los pies bien acomodados cerca del fuego y con un brebaje
caliente en las manos, brindando por ¡haberte engañado!

—De acuerdo —asintió Tamlin, y se giró con tal brusquedad que chocó con Escevar
—. Perdona, viejo amigo. Probemos en algunas tabernas. De todos modos estoy seco. Toda
esta negociación le hace a uno tener más sed que eso de manejar la espada.

Escevar parpadeó para quitarse la nieve de los párpados mientras Tamlin buscaba
una puerta iluminada.

—Eh, ¡estaba bromeando!

De detrás, provino un gruñido de Vox que, más o menos, venía a decir: «La última
vez que vosotros dos manejasteis una espada, hasta las ovejas se aburrieron».

A la calle Sarn se la llamaba más comúnmente la calle del Remojón. Dieciséis


tabernas se alineaban en el lado norte y, a medida que fueron pasando las horas, los tres
entraron en cada una de ellas. En cada taberna, Tamlin saludó a amigos y extraños, pagó
rondas, narró historias graciosas, abrazó a mujeres risueñas y, cuando Escevar se lo
recordaba, preguntó si alguien había visto a Zarrin. A medida que la noche avanzaba y el
gasto en las tabernas subía, Tamlin hacía más amigos, tanteaba a más mujeres, y narraba
historias más largas; incluso Escevar se había olvidado de Zarrin. Obediente, Vox los siguió
a cada tugurio, bebió poco y observó en todas partes, mientras golpeaba el suelo con el pie
en señal de desaprobación.

Finalmente, Tamlin y Escevar fueron a parar a El Ciervo Negro, el último local de la


calle, donde se derrumbaron en unos bancos. A diferencia de la mayoría de las tabernas, en
las que el mobiliario era demasiado pesado para tirarlo a la cabeza, y el espacio no tenía
obstrucciones a la vista para que los posaderos pudieran observar todo cuanto pasaba, El
Ciervo Negro tenía sus reservados de altas paredes, oscuros rincones e iluminación
atenuada, lo que lo convertía en el lugar de encuentro favorito para proxenetas, deudores,
compradores de mercancías robadas, boticarios expertos en venenos, esclavistas,
contrabandistas, ladrones y otras joyas de la vida marginal. Con todo, frecuentar un lugar
tan peligroso como aquel hacía que los visitantes creyeran que vivían una aventura, de tal
manera que todos los jóvenes dandis, petimetres y disolutos se congregaban allí.
Obviamente, muchos eran amigos de Tamlin, o cuando menos se mostraban cordiales.
Apenas se había desplomado en un asiento el heredero de los Uskevren que ya pidió una
ronda de cerveza negra del local para sus mejores amigos, a algunos de los cuales incluso
podía llamarles por su nombre.

—Este es un buen lugar para preguntar por lo que sea que estemos buscando —
balbuceó Tamlin—. El Ciervo Negro es célebre por sus riñas y por sus extraños
parroquianos. El mejor lugar para las peores cosas. ¿Qué? ¡Posadero! ¿Dónde está esa
cerveza?

—Quizá debieras reducir tu ritmo de gasto, Deuce. Incluso tu asignación tiene un


límite.

Con gesto de cansancio, Escevar, quien siempre manejaba el dinero, levantó la


bolsa. Unas monedas de plata y cobre cayeron con ruido seco por toda la mesa y el suelo.
Los ebrios parroquianos aplaudieron y vitorearon. Escevar se inclinó para recoger las
monedas y se cayó del banco, en medio de más vítores. Algunos ayudaron a recoger las
monedas, mientras otros se las metían en los bolsillos. Mareado, Escevar contaba, y cada
vez obtenía una cantidad distinta.

—No te preocupes, Escevar. ¡Tengo crédito! —Tamlin pidió más cerveza, aunque ni
siquiera había probado la primera jarra. Mientras bebía y derramaba el líquido sobre su
jubón, Tamlin trataba de centrarse en Vox, quien hacía un gesto de lado a lado de su
garganta—. ¿Corte? ¿Garganta? ¿Cómo? ¿Hay un degollador detrás de mí? Oh, ¡corte!
¿Quieres decir que mi padre me cortará la asignación? Oh, no creo que quieras decir eso.
¡Eh!, ¿adónde se va la gente?

Cuando se oyeron aquellas fulminantes palabras, «cortar mi asignación», los nuevos


amigos del heredero se desvanecieron en busca de otras perspectivas. En cuestión de
segundos, Tamlin, Escevar y Vox se quedaron sin compañía. Nadie en la taberna, ni siquiera
los paleadores de estiércol y los ladrones de tumbas se sentarían más a su mesa.

—¡El Diablo los confunda! —Tamlin dio un trago a su cerveza y eructó——


Perdón. Quería preguntarles a esos tipos algo, pero no puedo acordarme qué. Asignación…
¡Oh! ¡Eh! ¿Alguien ha visto a Zarrin’Foxmantle? Es rubia, más o menos así de alta… ¡Ay!
—Al agitar un brazo, Tamlin estuvo a punto de caer del banco, con lo que olvidó lo que
había preguntado. Escevar roncaba de bruces en el banco de enfrente. Vox escuchaba a un
par de hermanas cantantes. Crecientemente melancólico debido al rechazo de sus amigos,
Tamlin ingería enfurruñado largos tragos de cerveza, mientras las dos chicas cantaban bien
alto y dulcemente:

Os prohíbo a todas, doncellas,

vosotras, con oro en vuestro cabello,

que vayáis al Salón de Stillstone,


pues el joven Tam Lin allí está.

Las orejas de Tamlin se alzaron. La canción era Tam Lin, una tonada tan vieja como
las montañas, sobre alguien que se llamaba como él. Siguió las palabras, que a menudo
había oído pero en las que nunca había reparado. Tam Lin, el apuesto caballero, caído de su
corcel en un accidente de caza, fue capturado por la reina de las hadas y esclavizado. Se le
obligó a servir en su corte de la medianoche, que únicamente se unía a este mundo bajo la
luna llena, y luego se le cebó para ser sacrificado a un dios de manos ensangrentadas. Hasta
que la doncella Lyndelle, con más valentía que la mayoría, entró en el sagrado salón para
encontrar al etéreo Tam Lin. Su única esperanza de libertad, le comunicó a la doncella, era
que ella alcanzara a agarrarlo mientras caía de un caballo. Y de este modo lo dispusieron:
en una noche infernal, Lyndelle dio un gran asalto para agarrar a su nuevo amor. Y así Tam
Lin quedaba libre, la joven pareja se unía y la canción terminaba.

—Sin embargo, el mal siempre está a la vuelta de la esquina. ¿Y si la doncella lo


perdió? La buena suerte y los años felices no duran…

Mientras mascullaba para sí, Tamlin temblaba. Filtrada a través del tamiz brumoso
del alcohol, la siniestra canción seguía resonando en su cerebro igual que un canto fúnebre.
Maldiciones fantásticas, un joven señor atrapado por la mala suerte y el destino, una
fantasmal vida sin vida, y una sentencia a morir sacrificado; y él mismo, Tamlin, un joven
señor, desterrado de su propia casa. ¿Era su única esperanza que lo rescatara una doncella
inocente? Nadie en Sélgont era inocente…

—¿Señor Uskevren?

Tamlin dio un salto al oír su nombre. Sacó la nariz de una gran jarra para ver a una
joven delgada y pálida como un elfo. Debajo de una capa harapienta, una manta más bien,
tan sólo vestía un guardapolvo con manchas de pintura y unos desgastados zuecos en los
pies. Bajo el brazo, llevaba un abultado haz de pergaminos atados con una cinta
descolorida. Sus ojos estaban enrojecidos por el frío, o acaso el llanto.

Agarrotado por la superstición, Tamlin balbuceó:

—Eh, sí, soy el señor Uskevren, o algún día lo seré, si mi padre se muere alguna vez
y yo no, quizá… a menos que realmente cumpla su amenaza, que podría, pero que dudo, o
espero… Uhmm, ¿por dónde iba?

—Mi señor… —La chica se lamió unos labios agrietados y prosiguió—: Me


preguntaba, señor, si os agradaría que os hiciera vuestro retrato. Me llamo Symbaline…

—¡Symbaline! —la interrumpió Tamlin—. ¡Como la chica de la canción! ¡Otro


augurio! Oh, no, un momento, su nombre era Lyndelle…

—¿S…Señor? —La chica no había oído la canción, por lo que continuó—: Soy una
de las mejores artistas de la ciudad. Os puedo mostrar ejemplos. Los nobles más
perspicaces convienen que son extraordinarios. Cada señor y señora debería tener su
retrato, y además, dado que sois tan elegante y apuesto…

—No, no, no. No, muchas gracias. —Tamlin tragó cerveza para calmar sus nervios
—. No necesito un retrato. Nadie quiere que mi rostro cuelgue de una pared, aunque mi
padre bien querría ver mi cadáver pendiendo de un farol. No puedo creerme que me haya
tirado igual que si fuera basura…

Dejó de hablar porque la joven se puso a llorar. Trato de reprimir su pena, pero las
lágrimas caían por sus pálidas mejillas. Estremecida, no podía detener los sollozos.
Confundido, Tamlin la miraba con cara de estúpido. Incluso Vox, quien tenía por costumbre
mirar hacia otro lugar, observaba.

Un posadero apareció a toda prisa junto a la mesa. De su muñeca colgaba una porra
sujeta por una correa. Agarró el brazo sumamente delgado de la chica.

—Aquí estás, basurilla, ¡no acoses a los clientes! Lo siento, señor, echaré a esta
impertinente…

—¡No! —Tamlin sacudió la cabeza en un esfuerzo inútil por aclararse la mente—.


¡Hay demasiada gente ahí fuera, en la fría noche! Estamos… negociando. Sentadla aquí.
Chica, siéntate.

Symbaline se sentó lentamente, como si se quebrara. El estómago le rugió. Tamlin


arrugó el entrecejo.

—¿Qué ha sido eso?

Echando chispas por los ojos, Vox tiró al suelo la jarra de Tamlin de un leve golpe.
Chasqueó los dedos y con gestos pidió comida al posadero, la suficiente para cubrir toda la
mesa. Rápidamente, una camarera dejó sobre ella una bandeja con empanadas de venado,
huevos en vinagre, pechugas de pato, pedazos de sandía, pan blanco y negro, mantequilla,
queso verde y blanco, higos, pasas y una paletilla fría de cerdo. Con brusquedad, Vox
señaló a la huesuda joven, quien atacó la comida con inusitada fiereza.

—Oh, está hambrienta. —Tamlin miró sus prendas harapientas—. También ella es
pobre.

Una mano de Vox sujetó la cabeza de Tamlin, aunque el indigno señor apenas la
sintió. El maestro de armas frunció el ceño, luego se abofeteó el rostro y se pasó los dedos
por las mejillas.

—Mi padre. Su cara. Pintada. —Tamlin se esforzaba en pensar—. No, a él no le


gustaría eso. Madre se pinta la cara, pero a las mujeres les gusta… —Tras esquivar otro
golpe, se le aclaró la cabeza a Tamlin—. Oh, sí. ¡Lo veo! Chica, ¿cuál es tu nombre?
¿Symbaline? Déjame ver tu obra, si eres tan amable.
La artista tragaba con una mano, y con la otra deshacía la cinta. Tamlin examinó los
retratos de caballeros y damas de Sélgont, y luego, unos paisajes a acuarela.

—Encantador, intenso. Lleno de… colores y cosas. Pues sí, te contrataré para que
pintes el retrato de mi padre. Ya ha llovido lo suyo desde que se hizo un retrato, y no vivirá
para siempre, si tengo suerte. Se lo daré como regalo para el Año Nuevo, si es que me deja
entrar por la puerta. Y pintaremos otro para mi madre con ocasión del festival de la luna. Y
para Tazi, si logramos quitarle de un manotazo esa sorna de su cara. Y también para Tal.
Colgaremos su retrato en la puerta para espantar a los ladrones… al

—¡Gracias, mi señor, gracias! —Symbaline se limpió la boca con una servilleta y


sollozó de nuevo—. Lamento llorar, mi señor, pero este invierno está siendo muy duro.
Tenía el encargo de pintar al señor y a la señora Soargyl, y estuve haciendo bocetos durante
días tratando de hallar una postura que fuera de su agrado, pero el señor Soargyl cambió de
idea y me echó a empujones por la puerta; se me pagó un céntimo por todo mi duro
trabajo…

—No te apures, querida. Nosotros no somos esos lamentables Soargyl. Los


Uskevren siempre cumplen con su palabra. Pase lo que pase. Te instalaremos en la casa
principal como pintora de cámara. Podrás dormir allá también. Nuestras estancias para
invitados podrían albergar un ejército. Y podrás comer en la cocina, si es que el presupuesto
lo permite, teniendo en cuenta el modo en que devoras.

—Oh, ¡mil gracias, mi señor! —dijo la chica mientras tragaba saliva—. ¡Puedo
pintar más que simples retratos! Me encanta pintar paisajes y marinas…

—¡Ah! Eso es admirable, supongo. Puedes decorar el salón principal con un mural.
Necesita algo de color ese sombrío lugar de mala muerte. O te enviaremos a lo alto de la
torre norte para pintar un paisaje del puerto, y luego de las colinas del oeste…

—Señor, sois tan amable… —Symbaline se esforzaba por contener las lágrimas—.
Todos dicen que sois el señor más considerado y generoso de Sélgont, y compruebo que así
es. Ese es el motivo por el que me acerqué a vos. Erais mi última oportunidad. Habéis
salvado mi vida. No tengo lugar donde pasar la noche ni esperanza alguna para el futuro…

—No sigas, querida, no hay necesidad de esto. Así rescato a una inocente doncella, y
no al revés, y olvido algunas malas bestias de lo más agoreras que merodean alrededor. —
Aquello confundió a la chica, por lo que Tamlin cubrió su fría mano con una gentileza
asombrosa—. De todos modos, no he sido yo quien ha pensado en ello, sino Vox, aquí al
lado. Tiene todo el aspecto de comerse a los niños crudos, pero en realidad es el mejor
compañero que uno podría desear. Con Vox a mi lado, no temo aventurarme en cualquier
parte de Sélgont. Es el luchador más diestro ¡en todo el mar de las Estrellas Fugaces!

Tamlin fue a alzar su jarra, pero entonces recordó que su guardaespaldas lo había
reprendido, conminándole a que refrenara el gasto.
—¡Ah! Vox ¿No puedo beber una pequeña gota de algo sólo para brindar a tu salud?
Te lo agradecería mucho…

Por toda respuesta, el maestro de armas le ofreció inocentemente un huevo y una


pechuga de pato fría.

Al bobalicón noble se le revolvió el estómago y su rostro empalideció.

—Perdonadme un momento. —Tambaleándose, Tamlin se fue hacia la puerta.

Por fin, regresó a la mesa dando tumbos mientras se enjuagaba la boca. Symbaline
continuaba dando cuenta de la comida igual que un ejército de orcos.

—Mi señor, odio tener que suplicarlo pero necesito unas pocas monedas para
comprar pinturas y lienzos…

—Nada más fácil. —Tamlin frunció el ceño ante la imagen de Escevar plácidamente
dormido sobre el banco. Agarró una de las botas de su sirviente y la giró, lo que provocó la
caída al sucio suelo del guardaespaldas—. Escevar, ¡dale algunas monedas!

Escevar se levantó y regresó arrastrándose a la mesa.

—Os dije que estamos en banca rota. Todo esto es a crédito.

Con un suspiro de enojo, Vox llevó la mano hacia su camisa y extrajo una bolsa de
piel, para acto seguido echar unas monedas de plata sobre la mesa. De esas, Tamlin deslizó
unas hacia Symbaline, pero apartó siete para la buena suerte.

La esbelta mano de Escevar dio un manotazo sobre el dinero. Tamlin objetó:

—¡No es momento de ser avaro!

—¡No es eso, mira! —Quitándose el sueño de encima, Escevar era todo


concentración. Sostenía una gran moneda de plata desgastada y reluciente, en la que había
extraños sellos. La pieza era redonda pero agujereada en el centro con un triángulo—.
Nunca antes había visto monedas perforadas en triángulo. Y aquí hay, umh, dieciséis.
¿Dónde las obtuviste, Vox?

Vox imitó un silbido, y luego la acción de cortar una garganta.

Tamlin tradujo:

—La bolsa del silbador muerto, ¡el adiestrador de las bestias mordientes!

—Escuchadme —Escevar arrugó la frente—, si los hombres de las montañas han


traído esas monedas de su país… y las han empleado en tabernas o almacenes… donde
quiera que encontremos un puñado de ese dinero, puede que ¡demos con la guarida de esos
hombres por los alrededores!

—¿Qué motivo hay para encontrar a los hombres de las montañas? —preguntó
Tamlin—. Trataron de asesinarnos. ¿No deberíamos evitarles?

—No trates de pensar cuando has vomitado, Deuce —disparó Escevar—. No es que
queramos a esos hombres, pero trataron de raptarte o asesinarte, a ti y a Zarrin. Quizá sepan
dónde se halla ella. Los perros adiestrados, o las bestias mordientes, pueden encontrar a la
gente husmeando, ¿no es así?

Aturdido, perplejo, Tamlin respondió:

—¿Te estás inventando todo esto para impresionar a la chica?

—¿Qué chica? —preguntó Escevar—. Oh, ella. ¡No! ¿Quieres pensar por un
momento, por el amor de Selúne? Todo cuanto has hecho esta noche se reduce a
despilfarrar dinero y lograr que nos echen de casa… —Vox dobló el cuerpo e imitó la
acción de vomitar—… y vomitar en la calle —añadió Escevar—. Vamos, lo que caracteriza
a los héroes.

—Oh, ¿sí? Yo… yo… —Indignado pero embotado, Tamlin se calló.

De pronto, Symbaline dijo:

—Se cómo podríais encontrar más monedas.

—Ah ¿sí? —preguntaron ambos hombres—. ¿Cómo?

—Mediante la magia.

—¡Eh! ¡Señor Tamlin! Una palabra con vos, ¡si tenéis a bien!

—¡Por las tripas del Olimpo! —gruñó Escevar—. ¿Por qué no hay nadie que se
decida a destripar a esa sanguijuela?

Una vez se detuvieron en aquella calle barrida por un viento invernal, Tamlin,
Escevar y Vox buscaron la procedencia de la voz. Venía de arriba. La Focha Azul era una
taberna de tres pisos hecha de piedra y madera. En la fachada había balcones dispuestos
escalonadamente que se inclinaban de manera alarmante sobre la calle. En verano, los
profesionales de la prostitución, hombres o mujeres, se apoyaban en las barandillas para
atraer, desde lo alto, a los clientes potenciales. Pero en invierno, los balcones quedaban
cubiertos de hielo. Padrig el Palmas estaba recostado en un balcón del segundo piso,
enfundado en su abrigo de piel y con un sombrero de ala ancha. En el anterior encuentro,
había mostrado una sonrisa aduladora, pero en aquel momento su sonrisa era como la de un
zorro. Al lado de Padrig había un joven desabrido y un viejo, ambos parecían perfectamente
capaces de cortar la garganta de un inválido por un céntimo. Los balcones del tercer piso
estaban a oscuras y desocupados.

—¡Amo Tamlin! Vuestro plan avanza ¡a gran velocidad! —Padrig hizo una
reverencia teatral—. Dentro de poco, ¡os sentaréis en la más alta silla del Palacio de las
Tempestades!

—¿Qué? —Abajo, en la calle, Tamlin se echó hacia atrás y casi se dio de bruces en
el suelo, pues el alcohol todavía hacía mella en él—. ¿M… Me he perdido algo, Padrig?
¿Qué farfullas?

—Vuestras treinta monedas, señor, ¡se han invertido a tiempo! Toda la ciudad sabe
que se os ha retirado la asignación. Ratigan el Verde elabora veneno, y habéis contratado
los servicios de una pintora retratista con miras a acercaros a vuestro padre. No podéis
entrar en el Palacio de las Tempestades, ¡pero ella sí! De tal modo que mientras pasáis la
noche en el callejón de la Linterna, vuestros servidores ¡harán vuestro trabajo sucio!

Detrás de Tamlin, Vox apartó su capa para tener a mano el hacha. El maestro de
combate apuntó hacia las puertas de La Focha Azul y por señas insinuó la posibilidad de
hacerla pedazos. Tamlin lo refrenó, y preguntó a ambos compañeros:

—¿De qué va todo esto? ¿Quién es Ratigan? ¿Cómo es que Padrig sabe lo de la
chica? ¡Creí que era inocente! ¿Y mi residencia en el callejón de la Linterna? ¡Esperad! Si
la chica es parte de algún complot de los Soargyl…

—¡Detente, Deuce! ¡Es una encerrona! —Escevar escupió—. Se trata de otra de sus
estafas. Teje una tela de araña a partir de las habladurías. ¡Te está incriminando en un
intento de asesinar a tu padre!

—¿Hay alguien que planee asesinar a mi padre? —Tamlin abrió la boca horrorizado,
y deseó con toda su alma no estar ebrio—. Lo que quiero decir es que se ha intentando
anteriormente, ¡pero no estoy implicado! ¿Qué pensará mi padre?

—¡Creerá que organizasteis el complot! —A salvo, en las alturas, Padrig reía—.


Tengo testigos ¡y un recibo por treinta monedas de plata! Ese dinero comprará suficientes
asesinos… digo…

Súbitamente, Vox, quien estaba mirando arriba, tiró de Tamlin hacia atrás al tiempo
que Escevar gritaba:

—¡Muévete!

En el balcón del segundo piso, Padrig miró atónito hacia arriba, gimoteó y se metió
en la taberna, al igual que el matón veterano. El joven se demoró demasiado tiempo. Una
enorme cómoda cayó en picado, precipitada desde uno de los balcones del tercer piso, y fue
a chocar en el balcón del segundo para hacerse añicos. El joven rufián quedó reducido a
pulpa y el balcón se desgajó del edificio. Madera, roble, hielo y un cuerpo aplastado se
estrellaron en la calle.

Tamlin y sus guardaespaldas se asomaron a observar desde el portal de enfrente. Los


clientes de La Focha Azul salieron en tropel para mirar bobaliconamente los sangrientos
escombros. Arriba, Padrig ya no estaba. Pero en el balcón del tercer piso…

—¡Tamlin, nos debéis una! —Con una sonrisa de oreja a oreja, Garth Gumble,
llamado la Serpiente de Sélgont, debido a su escamosa túnica verde, y Flame, siempre de
rojo, saludaban desde el tercer balcón. Aquellos notorios elementos del mundo más turbio
de Sélgont habían compartido una o dos jarras con Tamlin en el pasado. Garth añadió—:
¡No os preocupéis por Padrig! ¡Quién sabe! Por cierto, ¿cuánto pagaríais por su cabeza, o
por cualquier otra parte de su cuerpo?

—Hum… Ya he visto demasiado esta noche. —Tamlin medía las palabras—. Eh,
eso no será necesario. Pero gracias, ¡Garth, Flame! Os debo un… algo.

Con reverencias burlonas, el par entró en el oscuro tercer piso; desaparecieron igual
que los espíritus con el alba.

Los acontecimientos iban demasiado rápido para que Tamlin los asimilara, pero al
menos se le había despejado la mente. Mientras contemplaba el balcón hecho pedazos por
la calle, se dijo:

—Me pregunto quién es el que ha resultado aplastado.

—Una cucaracha, si andaba con Padrig. —Arrebujado en su capa, Escevar señaló


calle arriba—. Vamos. Hemos de ir al gremio de los magos. Se van a la cama al alba, como
los vampiros.

—¿Tenéis unas monedas extrañas y queréis hallar más?

—Así es, supongo —respondió Tamlin, todavía confundido con los detalles. Vox le
dio un codazo en el riñón, y el noble Uskevren dijo—: Sí, es eso exactamente. Si tenéis la
merced.

Helara era una mujer de una altura extraordinaria con una rubia melena que atusaba
repetidamente, como si presumiera de ella. Ceñía su vestido de color carmesí con una triple
cadena dorada de la que pendían amuletos de todos los tamaños y formas. El gremio de los
magos era un caserón laberíntico encajonado en el sudeste de Sélgont. Los pisos superiores
dominaban la muralla de la ciudad y el mar. El sombrío salón estaba adornado con un
mobiliario de formas extrañas y bagatelas brillantes; olía a sustancias químicas, cenizas e
incienso. Una niña de diez años esperaba a un lado para lo que le mandaran mientras se
esforzaba para no bostezar.

—Ojalá algún día nos pidan algo realmente difícil… —soltó Helara.
Hablaba rápido aunque con indolencia, pues era tan dada a los ardides como Padrig
el Palmas, con la excepción de que los de ella tenían éxito habitualmente.

—Este es un sortilegio demasiado sencillo. Los iguales se atraen, ya se trate de


dinero o amor. Los enanos que buscan oro en las montañas saben que la aguja de plata de
una brújula siempre apunta hacia la plata, más o menos.

—Así lo ha dicho Symbaline —explicó Tamlin—, aunque no comprendo cómo es


que una artista sabe de magia. ¿Podéis hacer el conjuro esta noche? Necesitamos encontrar
a esos hombres de las montañas.

—¿Y? —preguntó Helara oportunamente—. ¿Qué haréis cuando los encontréis?

—¿Eh? —Tamlin parpadeó. Aquella atmósfera cargada de humo, debido a la mala


ventilación, lo estaba marcando. Además, el salón del gremio permanecía silencioso como
una biblioteca. Los magos acostumbraban a ser ruidosos, pero puede que en su casa fueran
discretos—. Me sería difícil decíroslo…

—Cuando encontremos a los hombres de las montañas —intervino Escevar—, y


siempre que podamos esquivar a sus sanguinarios perros, quizá podamos saber el motivo
por el que tratan de atrapar a mi señor, y si han visto a Zarrin.

—¿Zarrin Foxmantle? —La maga enarcó las cejas—. ¿Ha desaparecido?

Vox le dio un codazo a Tamlin para que no respondiera. Escevar contestó con
evasivas:

—No la hemos visto últimamente, pero Sélgont es una ciudad muy grande. Esos
hombres de las montañas y sus perros son muy peligrosos. ¿Podéis hallarlos?

—¿Podéis pagar? —repuso Helara—. Corre por las calles que se le ha retirado a
Tamlin la asignación.

—Ese rumor se está extendiendo como la pólvora —se quejó Tamlin—. ¿Es que
nadie tiene nada mejor que hacer que chismorrear sobre mi dinero?

—Podemos pagaros más tarde —dijo Escevar—. Haced un pagaré y él lo firmará.

Con sus labios pintados de carmín, Helara hizo pucheros, pero se avino.

—Dadme esas extrañas monedas.

»Llama a Magdon —ordenó a la niña—. Y despierta a Ofelia. Puede que la


necesitemos.

Los tres hombres parpadearon cuando llegaron las dos mujeres solicitadas. Eran
mellizas. Ambas tenían el cabello y la piel blancos, y los ojos de color rosa. También eran
achaparradas; de hecho, parecían unas granjeras capaces de pelearse con un buey. Como los
hombres se quedaron mirándolas como unos estúpidos, Magdon habló:

—No, no estamos maldecidas, sólo somos albinas. ¿Qué se os ofrece?

La túnica azul de Magdon estaba ceñida con un cinturón negro, y sus huesudos
dedos estaban manchados de extraños colores. La túnica amarilla de Ofelia carecía de
cinturón y estaba bordada con llamas en los dobladillos y mangas. Ofelia bostezó y se sentó
en un banco, tras lo que se rascó el cabello. Helara le pasó a Magdon las monedas de plata
con el orificio en forma de triángulo y algunas instrucciones, y abandonó el salón. Magdon
dijo a los hombres que aguardaran y se fue tras Helara. Ofelia bostezaba y se rascaba.
Cuando Tamlin le preguntó cuáles eran sus poderes, la mujer le respondió:

—Tengo talentos ocultos.

Sin nada que ver ni hacer, los invitados se desplomaron en unos largos bancos de
madera. Escevar llamó a la niña que estaba plantada allí. Le dio una moneda y un mensaje
para Cale, el mayordomo del Palacio de la Tempestades, y le hizo hincapié en que no había
que molestar al señor Uskevren. En menos de una hora, llegaron tres hombres corpulentos
con el uniforme de los Uskevren. Los tres, integrantes de la guardia de los Uskevren, se
presentaron con unas lanzas tan altas que no las pudieron mantener erguidas en el salón.

Magdon regresó. En su mano llevaba un objeto ruidoso. Las dieciséis monedas de


plata se habían enhebrado en una cadena, también de plata, entre un abalorio negro, un
cráneo de búho, una concha, tres plumas azules, un pedazo de corcho, una piedra gris y
otras cosas. En un extremo pendía una fina lámina dorada que temblaba sin necesidad de la
más mínima brisa. El objeto tenía toda la apariencia de esas campanillas de viento que se
ponen a la entrada de las casas y que tanto gustan a los niños.

—¿Qué es eso? —preguntó Escevar.

—Una brújula. —Magdon alzó la cadena y sopló en la fina lámina dorada. Mientras
esta oscilaba, comenzaron a brotar chispas azules por toda la cadena. De modo gradual, la
lámina dorada se estabilizó y apuntó fijamente—. Pero esta brújula no señala al norte,
señala las monedas con el triángulo.

—Ah, ¿sí? —Renovado por el sueñecito que se había echado, Tamlin alargó la mano
para tocar aquello, pero Magdon lo apartó de él.

—La magia es frágil como la tela de una araña. Yo lo sostendré.

—¿Vais a venir con nosotros?

—Vamos a ir todos. Los legos necesitan orientación. —Helara entró en la estancia


como si fuera una reina que desfilara. Una túnica roja tan larga que barría el suelo,
ribeteada con piel de tigre, resaltaba su leonina melena. Magdon y Ofelia lucían sencillas
capas grises con capuchas que prácticamente les cubrían toda la cabeza. Escevar movió la
suya al verlas. En Sembia, a las campesinas que iban a servir en la ciudad se les daba aquel
tipo de capas antes de su partida. No cabía duda de que se descubrió el talento de las chicas
en algún pueblo y fueron enviadas al gremio de magos. Escevar creía que Magdon era «una
maga de artefactos», pero no dejaba de preguntarse cuáles eran los «talentos ocultos» de
Ofelia, y acerca de aquel bordado con llamas.

Mientras se enfrentaban a un duro viento invernal, un punto marino, los tres amigos,
las tres mujeres y los tres miembros de la guardia de los Uskevren constataron que el
artefacto de Magdon, aquella mezcla de brújula y campanilla de viento, tintineaba en todas
direcciones. Las tres magas, con ayuda de las capas, protegieron aquel frágil objeto.
Finalmente, el aparato apuntó hacia la calle Rampart y luego a la calle Rose.

Azotados por el viento invernal, caminaban, se apiñaban, esperaban y seguían


adelante. Lentamente, les aseguraron las mujeres, la brújula los conducía hacia un tesoro de
monedas con el triángulo. Los tres amigos no estaban tan seguros, y Escevar dio a entender
que no iban a pagar si la brújula mágica erraba su rastreo.

De tanto en tanto, divisaban a conocidos de la noche que, huyendo del frío, corrían a
toda prisa de taberna en taberna. En la calle Ironmonger, se le pegó a Tamlin una mujer
pequeña y ágil. El joven Uskevren se había entretenido con Iris una o dos ocasiones, y
sonrió cuando se arrimó a él. Iris era muy delgada, vestía únicamente una chaqueta y unos
pantalones de piel de conejo. Y se abrió la chaqueta para demostrar que no llevaba nada
debajo.

—Estás preciosa, querida, incluso con piel de gallina. Tenemos prisa, pero pasaré a
verte más tarde. Espero. —Mientras avanzaba dificultosamente, Tamlin dijo—: Por algún
motivo, Iris me recuerda a Longjaw. ¿Por dónde debe andar ahora?

—No la he visto desde las Guerras Sahuagin —intervino Escevar—. Pero los piratas
y los contrabandistas no viven mucho, ni siquiera en tiempos de paz. ¿Cómo se llamaba
aquella artista? Se ha pegado un buen festín a tu salud.

Los dos jóvenes empezaron a especular acerca de varias mujeres que conocían,
olvidándose de las mellizas albinas y de la leonina Helana, quien sorbía la nariz, no se sabe
si por indignación o por el viento invernal.

El quejumbroso viento aminoró a la sombra del Jardín de Caza del Hulorn. En una
peña no demasiado alta colgaba el palacio del Hulorn igual que una aljaba de flechas
erguidas, y a sus pies corría un alto muro de piedra que delimitaba un bosque de caza de
unas cinco hectáreas. Nadie sabía si ahí dentro merodeaba algún animal y si realmente el
Hulorn los cazaba. Hacía mucho tiempo que nadie había visto al antiguo gobernador, y
circulaban las extrañas historias habituales. La calle de la Caza se extendía a lo largo de
todo el muro; estaba iluminada por globos incandescentes para desanimar a los cazadores
furtivos. En los alrededores, se alzaban casas estrafalarias, incluso para los patrones delos
selgontinos. Los edificios lucían torres mal pareadas, pasajes abovedados, escalinatas
curvas, jardines cercados por arbustos, torretas, chimeneas tricolor, frontis falsos y otros
trucos esnobs y ridículos.

—¡Aquí está! —Helara apuntaba a una casa de dos pisos hecha de ladrillo y madera
tras un muro. El edificio estaba rodeado por un jardín. La maga vestida de rojo y las albinas
protegieron la brújula mágica. Mirando por encima de sus hombros con la ayuda de los
globos incandescentes, los hombres vieron que la fina lámina dorada apuntaba firmemente
hacia la casa—. Es el único lugar de la ciudad donde esas monedas con el triángulo pueden
estar.

—¡Magnífico! —Tamlin se quedó mirando la casa en sombras—. Humm. ¿Y ahora


qué?

Nadie respondió.

—A lo mejor, si le decimos a la guardia del Hulorn que el propietario de esa casa…


puede que sepa algo de unos hombres de las montañas con perros con alas… No, mejor que
no —dijo finalmente Escevar.

—¿Y por qué no llamar a la puerta y esperar a ver quién responde? —propuso la
escultural Helara mientras temblaba y se sorbía la nariz.

A falta de un plan mejor, los nueve avanzaron, atravesaron un pasaje abovedado y


fueron a parar ante unas puertas de hierro ornamentadas que estaban cerradas. Vox utilizó
su hacha y las puertas se abrieron. Sin mediar palabra, los nueve ascendieron hasta el
porche de la silenciosa mansión. Los postigos de las ventanas tenían fieltro en los bordes
para evitar que desde el exterior se percibiera luz o sonido. La puerta principal era roja y
tenía un simple pestillo de hierro. Sin signo de vida alguno, los nueve comenzaron a
sentirse estúpidos, igual que unos niños pillados mirando unas enaguas. Todos miraron a
Helara.

—De acuerdo, voy a llamar. Pero si nadie… —La maga soltó un alarido.

Un solo golpe provocó una ducha de chispas que crepitaron por toda la puerta.
Catapultada hacia atrás, Helara casi se cae del porche, de no ser por Vox, que la sujetó. El
rojo de la puerta quedó afeado por una mancha entre negra y ahumada. Helara emitió un
silbido y vio que tenía ampollas en las manos y que las mangas de su elegante traje se
habían quemado más allá de las muñecas.

—¡Bastardos! —exclamó—. ¡Ya os enseñaré!

Sus compañeros retrocedieron expectantes mientras Helara se escupía en las palmas


de las manos y pronunciaba en voz baja un sortilegio como si lanzara una maldición. La
maga afianzó los pies y apoyó las manos en la puerta. Brotaron destellos de luz amarilla
que iluminaron el porche, encresparon el cabello de Helara e hicieron que su vestido
humeara. Imponiéndose al chisporroteo, la maga gritó con voz grave:

—¡Ras-pal sky-y! ¡Ras-pantle a-too! ¡Ras-pah sen ma-nan-tal!

O bien su hechizo surtió efecto, o su poder se mezcló con los embrujos de la puerta,
o la suma de ambos factores se duplicaron o triplicaron, no se sabe, pero el hecho fue que
Helara obtuvo resultados.

La puerta y la mayor parte del muro frontal explotaron.

Salieron disparados en todas direcciones ladrillos rotos y pedazos de madera como si


se tratara de proyectiles. Únicamente el escudo personal de Helara, el primer sortilegio que
susurró, evitó que Tamlin y el resto de sus compañeros resultaran muertos por la acción de
los fragmentos que volaban, pues aquella mortal lluvia no atravesaba la burbuja invisible
que protegía a la maga. Hubo pedazos del muro que cayeron hacia dentro de la casa y en el
porche, aunque nadie vio mucho debido al polvo, el humo y los escombros, Partes del
segundo piso se vinieron abajo, y una esquina de la casa se derrumbó, Todos gritaron
cuando el porche cedió, y patinaron pendiente abajo. Aterrizaron y se movieron a ciegas
entre los pedazos de una pared de ladrillo cuyo polvo les enturbió más la visión y les hizo
toser y ahogarse.

Tamlin y las albinas se vieron atrapados en una estrecha cueva formada por los
cascotes. Vox logró ponerse derecho y tiró de ellos hasta sacarlos. Dos hombres de armas
de los Uskevren se cayeron entre unos matorrales, pero lograron ponerse en pie. Helara
pateaba, maldecía y se desgarraba la túnica roja en los clavos de hierro que sobresalían del
umbral de la puerta, a la cual le faltaba ahora un buen pedazo.

Por encima del fragor y los quejidos, Escevar impuso su voz:

—¿Hay alguien en la casa?

El vestíbulo y la escalinata estaban cubiertos de trozos de madera, polvo de yeso,


fragmentos de mortero y tejas rotas. En el suelo había agujeros que parecían abrirse a un
vacío de lo más negro. Un hombre de piel oscura y barba negra, vestido con una túnica
verde, había descendido por las escaleras sigilosamente para entrever al enemigo.
Sorprendido por la destrucción, permaneció allí demasiado tiempo.

Con la ayuda de Vox, Helara puso un pie en el suelo cubierto de escombros. La


maga echó hacia atrás su roja, y entonces vio al hombre de la túnica verde.

—¿Ratigan? ¡Ladrón de pacotilla con la destreza de un imbécil! ¡Palurdo con ojos


de serpiente! Te advertí que no reptaras de vuelta a mi ciudad ¡nunca más!

Helara pronunció a gritos una maldición arcana al tiempo que cruzaba los brazos.
Atrapado en las escaleras, Ratigan se tambaleó cuando una granizada de carámbanos fue a
hacerse pedazos contra su escudo personal al tiempo que acuchillaba las paredes,
desgarraba los retratos y hacía pedazos la barandilla. Todo se congeló al instante y cada
superficie se cubrió de hielo.

Ratigan logró mantener el equilibrio, dobló tres dedos y provocó una descarga de
calor del desierto que convirtió el hielo en nubes. Pero no pudo evitar resbalarse escaleras
abajo.

Helara apuntó sus dedos hacia abajo mientras lanzaba un segundo hechizo. Del
techo comenzó a precipitarse lluvia ácida. Ratigan se contorsionaba mientras su carne se
corroía. Por puro coraje, trató de lanzar un nuevo conjuro. La niebla brotó alrededor de los
pies de Helara, y se tornó cabezas de serpiente de largos dientes. La maga, sin detener su
conjuro, dio un pisotón en el suelo, y las cabezas de los ofidios desaparecieron.

Sobreponiéndose un instante a los hechizos de los magos y a los chirridos y gemidos


de la casa, Tamlin llamó a Escevar:

—¡Claro! ¡Padrig mencionó a un tal Ratigan el Verde! ¿Deberíamos habérselo dicho


a Helara?

Escevar nunca logró responder, pues de detrás de la casa provinieron unos familiares
silbidos. En cuestión de segundos, las espantosas bestias mordientes se hicieron legión.
Ávidos por desgarrar a los intrusos, ladraban y gruñían frenéticamente mientras cerraban el
cerco sobre ellos. Tras los canes corrían los hombres de las montañas, enfundados en sus
chalecos.

A modo de mudo grito de guerra, Vox alzó el hacha y saltó para repeler el ataque.
Escevar, espada y cuchillo de monte en ristre, sajó al primer perro que aterrizó en el
desmoronado porche. Tamlin desenvainó su acero pero a punto estuvo de ensartar a
Magdon. Visto lo cual, y al no ser ella una guerrera, con ojos como platos, se precipitó tras
el joven para protegerse. Los hombres de armas gritaron: «¡Uskevren!», mientras,
inmisericordes, acuchillaban por igual a bestias y adiestradores. Entretanto, en el vestíbulo
destruido, Helara concentraba sobre Ratigan toda suerte de improperios y sortilegios.

En medio de todo aquel caos desquiciante, la albina Ofelia mostró sus «talentos
ocultos».

Al irritante chillido de «¡Al-scara-tway!», una de sus manos rechonchas cortó el


aire. Cinco lenguas de fuego se tornaron ruedas incandescentes que avanzaron en la noche.
Por todas partes golpearon y quemaron. Las bestias mordientes que se acercaban se vieron
súbitamente con los morros ardiendo y los lomos en llamas. La capa de Vox se chamuscó y
despidió un hedor nauseabundo. La túnica de un hombre de armas ardió por completo.
Pinturas, ladrillos, maderas, matorrales y árboles sin hojas llameaban igual que la cera de
una vela.

Ofelia movió su mano izquierda, gritó y golpeó de nuevo. Otras cinco lenguas de
fuego, una por dedo, alcanzaron a personas y bestias. Dispuesta a más, los dedos de su
mano derecha resplandecieron.

—¿Y no tiene más trucos? —dijo Tamlin.

—¡Somos nuevas en esto de la magia! —le confesó Magdon. Su hermana iba


arrojando fuego a los cuatro vientos, chamuscando tanto a amigos como enemigos.

Agazapado, Tamlin observó detenidamente los hechizos lanzados, el griterío, las


estocadas, los apuñalamientos y la acción de los canes. Y gritó:

—¡Diría, Magdon, que todo parece estar bajo control! ¡Voy a explorar un poco!

—¡No me dejéis! —gritó la maga. Se agarró de la capa de Tamlin, pero se le escapó.


Resbaló hacia atrás y cayó sobre porche.

Espada en mano, Tamlin brincó por encima de la puerta destrozada, esquivó a la


iracunda Helara, patinó, se apartó de un tapiz que ardía y echó a correr por un oscuro
pasillo.

Bueno, no era tan oscuro, según comprobó. El hechizo de Ofelia había arraigado en
el piso superior. Las llamas lamían el techo sobre la cabeza de Ratigan mientras este se
agarraba con desespero alas ruinosas escaleras.

—Esta vieja casa va arder como la yesca —previó Tamlin—, a menos que se venga
abajo primero. El suelo osciló al tiempo que el humo se espesaba. El joven señor se
preguntó si no sería mejor huir.

Un grito proveniente del segundo piso le resultó familiar.

Al ser imposible subir por la escalinata principal, Tamlin se precipitó hacia la parte
trasera de la casa. Mientras abría puertas, dio con unas dependencias donde era evidente
que los hombres de las montañas pernoctaban; había un comedor, una despensa, una cocina
sucia y una escalera de servicio.

Tamlin enfundó la espada y subió la escalera. El fuego se había extendido por todo
el techo. Sobreponiéndose a los chillidos de Helara y a los bramidos de Ratigan, Tamlin
volvió a oír el grito; provenía de una estancia frente a él. El suelo estaba revestido con
baldosas rojas y amarillas. Supersticioso, Tamlin saltó de baldosa amarilla en baldosa
amarilla hasta alcanzar la puerta.

Cuando Tamlin agarró el pomo, una chispa le hizo un agujero en un guante. El


joven, sin dejar de proferir imprecaciones, estudió la puerta. Estaba cerrada. Y protegida
por magia, que supuso que era la misma que la de la entrada principal, aunque el hechizo
no era tan potente. La protección se limitaba probablemente a mantener alejados a los
hombres de las montañas. No sería capaz de impedir que entrase alguien verdaderamente
decidido. Y Tamlin lo estaba, quizá por primera vez en su vida.
Se envolvió en la capa y arremetió contra la puerta. Volvieron a brotar chispas que
quemaban y cegaban. Su capa ardió, se chamuscó. Resopló, apretó los dientes y cargo de
nuevo con más fuerza. Para su sorpresa, esta vez la puerta cedió. El joven Uskevren tropezó
en el umbral y cayó sobre un suelo lleno de polvo.

—¡Tamlin! ¡Gracias a los dioses! ¡Libérame, por favor!

Al ponerse derecho, Tamlin sonrió de oreja a oreja. Zarrin estaba desgreñada y


ojerosa. Pero viva. Los grilletes en torno a sus muñecas estaban sujetos a un poste. También
había un banco de madera y un cubo. A todo esto, la ruinosa casa se movía igual que si se
reajustara, o como la cubierta de un barco en alta mar.

—¡Tamlin! —Abundantes lágrimas brotaban y bañaban las sucias mejillas de Zarrin.


Le habían robado los botones de oro de su chaleco púrpura—. Oh, ¡Qué contenta estoy de
que hayas venido! Estaba oliendo el humo y temía morir quemada…

—Sí, sí, no temas. Al fin y al cabo, lo de salvar vidas lo llevo en la sangre, como el
heroísmo. Y nosotros, los Uskevren, siempre cumplimos con nuestra palabra —dijo Tamlin
mientras trajinaba en los grilletes de Zarrin, sintiéndose inmensamente orgulloso de sí
mismo por haber logrado encontrarla. Pese a ello, se daba prisa, pues las llamas lamían ya
el umbral de la puerta y el humo se concentraba en el techo—. ¡Qué historia esta! ¡La
contarán en todas las tabernas! Lo contento que se sentirá Vox, y mi padre… ¡Oh, no!
¡Espera! —Tamlin apartó las manos de los grilletes—. Primero hemos de renegociar
nuestro acuerdo.

Zarrin lo miró pasmada:

—¡No bromees, Tamlin! ¡Libérame! El fuego…

—No, lo siento. Los negocios antes que el placer, como a mi padre le encanta decir
para fastidiar. He de renegociar los aranceles de las puertas. —Tamlin elevó la voz para que
Zarrin lo oyera por encima del crepitar de las llamas, los crujidos de la casa y el choque de
hechizos y armas. El humo le hizo toser—. Mi padre no se ha mostrado satisfecho con el
acuerdo al que llegamos. ¡No te imaginas ni remotamente las obscenas palabras que he
tenido que oír, Zar! Entonces, veamos… Si no me equivoco, vosotros habíais logrado la
recaudación de la Puerta Norte, y nosotros nos habíamos quedado con la Puerta Oeste. ¿O
era al revés? No, es eso. De tal modo, lo que necesitamos…

—¿Has perdido la cabeza? ¿Has bebido o te has vuelto loco de remate? —Zarrin
tiraba de sus grilletes—. ¡Quítame de inmediato estas cadenas! ¡Sácame de aquí o te mato!

—No, me temo que… ¡Ay! —Al rascarse el mentón, Tamlin volvió a arrancarse la
costra de su herida—. ¡Por los sortilegios de un mago! ¡Esta noche me toca sufrir!

—Está bien, ¡puedes quedarte la Puerta Norte! —Fuera por el miedo o el humo,
brotaron las lágrimas de los ojos de Zarrin—. ¡Quédate con la Puerta Norte, yo me quedaré
con la Puerta Oeste! Pero, por favor…

—No. —Tamlin se esforzaba en pensar. Había sido una larga noche—. Escevar dice
que no hay que aceptar la primera oferta.

Pero, y si…

—Vale, vale, ¡quédate las dos malditas puertas! —chilló la mujer—. ¡Cógelas! Yo,
Zarrin Foxmantle, formalmente te cedo, Tamlin Uskevren, Monstruo Despiadado y
Sangriento, ¡todos los impuestos y aranceles de ambas puertas! ¡Los Foxmantle renuncian
voluntariamente a cualquiera de las susodichas puertas! ¡De todas las puertas de la ciudad!
¡Libérame de una vez o juro que te despellejaré vivo!

—Supongo que con eso bastará. —Tamlin tosió mientras manoseaba los grilletes.
Los cierres eran nuevos pero las cadenas eran antiguas. Tamlin sacó su cuchillo de monte y
con él golpeó los grilletes contra el poste de madera. El cuchillo, por efecto de la ranura
para atrapar las hojas de las armas enemigas, se partió de inmediato.

—¡Maldita sea! ¡Con lo que Vox odia que pasen estas cosas! —Tamlin desenvainó
la espada y empuñándola con ambas manos dio golpes a las cadenas. Finalmente las rompió
y Zarrin saltó como un cohete para precipitarse hacia la puerta con las cadenas retiñendo
tras de sí.

Tamlim, de lo más mosqueado, dejó la espada clavada en el poste y la siguió.

El fuego escupía llamaradas por todas partes. Los magos no se peleaban en las
escaleras, pues la parte frontal de la casa se había desplomado. Zarrin y Tamlin se
deslizaron por lo que quedaba de la escalinata, serpentearon a través del vestíbulo
derrumbado, se abrieron camino agarrándose con las manos a través del desmoronado
porche, para finalmente lanzarse a todo correr hacia la seguridad que ofrecía la calle.

Jadeante, con el aliento helándosele, Tamlin abrigó con su capa a Zarrin, que
temblaba de frío. Acurrucados, con la mirada atónita, contemplaron el caos que se
desplegaba ante sus ojos.

La casa ardía como una tea. Caían cascotes en llamas en los jardines vecinos. Los
árboles, cual teas, lanzaban chispas que la brisa extendía por el vecindario. Los ciudadanos
acarreaban cubos mientras la guardia del Hulorn daba fin a las últimas bestias mordientes.
Otros guardianes combatían el fuego o atendían a los vecinos. Dos hombres de las
montañas yacían muertos y dos más estaban arrodillados y fuertemente atados. Los bienes
de la casa se habían desperdigado por la calle. La orgullosa Helara contemplaba el incendio
con una sonrisa en el rostro. Magdon y Ofelia miraban con sobrecogimiento. Los
selgontinos se aglomeraban, formulaban preguntas y se metían en medio entorpeciendo el
paso.

De entre aquella locura, Escevar surgió a la carrera y dio una palmada al hombro de
Tamlin. Estaba todo manchado de sangre pero sonreía.

—¡Deuce! ¡Gracias a los dioses que estás vivo! ¡Y has encontrado a Zarrin! ¡Bravo!
¡Un triunfo completo! Ratigan, ese mago de verde, salió corriendo y chillando medio
convertido en piedra y el cabello ardiéndole. Y no adivinarías nunca ¡quién apareció!
¡Padrig el Palmas! Se acercó corriendo y agitando las manos porque ¡su casa estaba
ardiendo! ¡La había alquilado al mago! ¡Eso explica el motivo por el que conocía a
Ratigan!

—Y responde a unas cuantas preguntas —dijo Tamlin por encima de la cabeza rubia
de Zarrin—. Y ante eso, ¿qué hiciste tú?

—Oh, nada —respondió Escevar evasivamente—. Debido a todas esas espadas


agitándose en el aire, a Padrig le golpearon en la cabeza y se cayó en el sótano, pobre tipo.

Con una súbita explosión, la casa se desplomó sobre sus cimientos. Remolinos de
centellas salieron disparados hacia el cielo. Los árboles crepitaban como fuegos artificiales.
La gente chillaba. Escevar divisó a alguien y se fue corriendo mientras reía.

—No puedo creerme que te aprovecharas de mi desventura. —Zarrin lo miraba


fijamente tras los pliegues de la capa del joven Uskevren—. No ha sido justo, Tamlin. Ha
sido un golpe muy bajo y rastrero. Mantener a alguien con el agua al cuello para conseguir
un acuerdo mejor es algo vil, ilícito, falaz y cruel.

La chica tiritó y se acurrucó entre los brazos de Tamlin.

—Tengo frío, nada más. No vayas a hacerte una idea equivocada. Aunque admitiría
que has sido inteligente. Yo hubiera hecho lo mismo. Puede que aún haya esperanza para ti,
Tamlin. Con todas las maquinaciones que siempre hay en esta ciudad, quizá mi familia no
te considere un inútil si finalmente decides dedicarte en serio a los negocios.

—Oh, no lo sé. —Tamlin miraba el embravecido caos ardiente que engullía la calle
a las primeras horas de la madrugada—. Los negocios me aburren tanto…
LA HIJA

EL PRECIO DE LAS COSAS

Voronica Whitney-Robinson

—¿Quién sois? —preguntó el hombre de rostro de león alzando la voz por encima
de la música.

—Ni yo misma estoy segura —respondió con una risilla nerviosa su compañera de
danza, de cabello negro como el azabache— y aunque lo supiera, ¿por qué tendría que
decíroslo?

Y dicho aquello, echó hacia atrás la cabeza y rio a carcajadas mientras su pareja de
baile la hacía girar como una peonza. El sonido de sus risas atrajo algunas miradas de las
parejas vecinas, pero la mayoría sonrió con indulgencia. Thazienne Uskevren era célebre
por su desenfado.

Aquella noche se celebraría una de las fiestas de Lliira, y aquel atardecer los
Uskevren habían abierto las puertas del Palacio de las Tempestades para los aficionados a
tales acontecimientos. El salón principal estaba atestado de miembros de la élite de Sélgont.

Para el evento, los invitados lucían un variado abanico de prendas. Algunos llevaban
únicamente máscaras y trajes de noche, mientras que otros habían optado por disfraces muy
sorprendentes para ajustarse al aspecto que querían asumir esa velada. Los músicos no
cesaban de interpretar su música, y el aroma de los manjares se extendía por doquier.

—¿Me permitís? —le preguntó un hombre al compañero de Thazienne mientras,


amablemente, lo hacía a un lado.

—Un instante —rugió el león a la alta figura encapuchada y con capa—, la pieza no
ha acabado todavía.

El encapuchado pasó la mano por delante del rostro del león. Toda protesta se
desvaneció. La pareja de baile de Thazienne la miró y se retiró con la mayor cortesía. El
encapuchado ladeó la cabeza y tendió la mano a Thazienne. Sin embargo, esta desenvainó
una daga que era más que una simple ornamentación. El encapuchado no se movió. Había
algo en la actitud del extraño que le resultaba familiar, por lo que usó de la punta de la daga
para retirar la capucha. Unos ojos grises, con una intensidad de halcón, la estaban mirando
fijamente. Situó la daga bajo el mentón de aquel hombre, quien seguía inmóvil, fija su
mirada en ella, mientras los que bailaban, demasiado absortos en la música para percibir lo
que se fraguaba, pasaban veloces por el lado.

—Te quedaría de lo más reconocido —dijo finalmente el hombre— si tuvieras la


amabilidad de apuntar tu daga hacia cualquier otro lugar. —Y dirigió una mirada muy
significativa a la daga, que todavía se hallaba bajo su mentón.

—Oh, ten la gentileza de perdonarme —replicó Thazienne en tono burlón.

Y le dio la vuelta a la daga para que reposara con la punta hacia abajo, entre los
dedos de una de sus enguantadas manos. Con el arma allí, hizo una reverencia tan
exagerada como la de un mimo. Retornó la daga a su escondite y aceptó la mano del
caballero.

Tras unas cuantas vueltas, amonestó a aquel hombre rubio y musculoso:

—Steorf, te he dicho que no emplees conmigo ese tipo de jueguecitos.

—El hechizo ha sido instintivo y en absoluto intencionado —respondió él—, no


quería causar agitación esta noche. Me pareció el modo más sencillo.

En el rostro de la joven, la tensión se mezcló con una sonrisa burlona. Sus intensos
ojos verdes perdieron su rudo brillo mientras se le escapaba una risilla.

—Para ser sincera —admitió en voz baja—, estoy un poco celosa, pues ni siquiera
yo soy capaz de deshacerme de los hombres con tanta rapidez. Quizá puedas enseñarme ese
truco cuando tengas tiempo —bromeó.

—Sabes que no revelo secretos profesionales, Tazi —contestó Steorf, llamándola


por el apodo que sólo unos pocos usaban—. Mi madre no me lo perdonaría —añadió con
seriedad.

Siempre alerta a lo sombrío que podía mostrarse Steorf en público, Tazi trató de
alegrar su humor.

—Y ¿qué vas a ser esta noche, vestido totalmente de negro? —le preguntó.

—Sencillamente, soy parte de las sombras. —Y no dijo más.

Viendo que no estaba llegando a ninguna parte, Tazi se deshizo de los brazos de
Steorf y se dio la vuelta ante él.

—¿Y qué crees que soy yo?

Steorf escoltó a Tazi fuera de la pista de baile y la miró fijamente durante un minuto.
El tipo de vestido que lucía no estaba precisamente en boga. Seorf no entendía que Tazi se
vistiera, a estas alturas, a la moda de Cormyr. El vestido color sangre estaba hecho de un
material suntuoso y aterciopelado y se le ajustaba al cuerpo sugestivamente. Sus bailarinas
se entreveían bajo la holgada falda. Las ajustadas mangas acentuaban sus fuertes y esbeltos
brazos, y el perfecto corpiño dorado hacía otro tanto. Su delicado rostro se ocultaba tras una
máscara de largas plumas negras que se confundían con su corto cabello negro.

—Diría que eres alguna especie de pájaro exótico que se ha escapado del jardín de
Caza del Hulorn —opinó, y tras un nuevo vistazo, añadió—: O el flagelo de tu madre. —
Steorf saludó con la cabeza a la furiosa matriarca de los Uskevren, quien se hallaba a unos
pasos, vigilándolos.

Tazi echó una mirada a su madre y la desvió rápidamente.

—Oh, siempre está disgustada. Nunca cree que haga nada a derechas.

—¿Todavía está enfadada por lo de tu cabello? —preguntó.

—Bueno —dijo Tazi—, este corte me queda mejor, y no hay duda de que el cabello
largo no encaja con la ropa de Cormyr. —Dio un paso atrás e hizo de nuevo una reverencia,
esta vez leve.

—Ni te conviene para algunas de tus otras actividades —observó Steorf


taimadamente.

Tazi iba a devolverle la pulla pero se calló, pues su madre se acercaba.

—Buenas noches, joven mago —saludó a Steorf la matriarca—. ¿Estáis disfrutando


de esta fiesta?

Steorf hizo una gran reverencia y respondió:

—Así es, madame Shamur. Una vez más, los Uskevren son los anfitriones de un
festejo excepcional. Me siento honrado de estar entre vuestros invitados.

—Al parecer, vuestra madre, Elaine, no ha podido venir. —Lo había percibido con
tristeza tras escrutar el salón.

—Ciertamente, milady. Mi madre me pidió que os transmitiera su pesar.

—Bueno —respondió Shamur con gentileza—, estoy convencida de que la más


excelsa maga de Sélgont no siempre dispone de un bien tan preciado como es el tiempo
libre. —Y, tras este comentario, dirigió sus acerados ojos grises hacia su hija—. Y hablando
de tiempo libre, Thazienne, ¿has visto a Talbot esta noche?

—No creo que mi gran hermano «pequeño» haya regresado todavía de su partida de
caza. ¿Ocurre algo, madre? ¿Ha arruinado alguno de tus planes secretos? ¿Tienes un
puñado de esposas potenciales para hacer desfilar ante él en esta velada, y se está perdiendo
el espectáculo?

Shamur no picó el anzuelo.

—Empiezo a estar algo preocupada —respondió con serenidad. Antes de que Tazi
pudiera añadir nada, Shamur prosiguió con voz más firme—: No quisiera preocupar a tu
preciosa cabecita con esto. —Se acercó más a su hija y de modo ostensible enderezó una
parte del vestido de Tazi—. Aunque no creo que ello te inquiete demasiado. Al fin y al
cabo, no tienes por qué. —Retrocedió unos pasos acompañados por el frufrú del satén azul
plateado—. Pasadlo bien esta noche, y procura repartir tus atenciones entre nuestros
invitados, querida Thazienne. —Y comenzó a alejarse de ellos.

Molesta por el aguijonazo de su madre, Tazi le dijo gritando:

—Madre, me encanta tu vestido. La verdad es que el color plateado realza la calidez


de tus ojos. —Shamur le sonrió con rigidez antes de seguir alejándose.

—¿Es necesario hacer esto? —le preguntó Steorf tan pronto como la matriarca ya no
podía oírlos—. Creo que estaba realmente preocupada por tu hermano.

Tazi quitó importancia a la preocupación de Steorf.

—Estoy segura de que Talbot ha alargado su partida de caza para evitar esta velada.
Es un tipo con suerte. Y, sí, mi madre consigue sacar lo peor de mí. Compréndelo. Así
podría ser yo dentro de unos años.

Steorf se acercó más a ella.

—Ni en mil años serías así —suspiró.

Ella alzó la cabeza para sonreírle, él se acercó más.

—¿Se trata de una conversación privada o puede sumarse cualquiera? —los


interrumpió un elfo pelirrojo vestido casi con cursilería.

Su jubón de terciopelo de color magenta estaba cubierto de bordados dorados y las


mangas acuchilladas mostraban un fino tejido de seda de color lavanda. Sus botas de piel
eran nuevas y así lo decían con cada chirriante paso que daban. A diferencia de la mayoría
de los invitados, no llevaba máscara.

Steorf se puso tenso, pero Tazi sólo pudo reírse con disimulo.

—Al parecer —repuso Tazi—, esta noche no voy a disponer de privacidad. Por
favor, únete a nosotros.
Inmediatamente, el elfo pasó por delante de Steorf como si no existiera y se colocó
cerca de Tazi. Cogió la mano de la joven y galantemente la besó.

—Ah, Ebeian, siempre serás un caballero. —Tazi hizo una gran reverencia al tiempo
que percibía la incomodidad de Steorf. No quería que aquellos dos discutieran por una
tontería aquella noche, así que trató de quitarle hierro a la situación.

»Steorf, ¿te importaría traerme algo de vino? —le pidió inocentemente—. Con todo
lo que hemos bailado, tengo una sed terrible.

—Sí, querido muchacho —despachó Ebeian a Steorf—, ve a buscarnos unos


refrescos. —Y tras ignorar la rabia del mago, Ebeian depositó toda su atención en Tazi.

Ella miró por encima del hombro del elfo y sonrió a Steorf articulando en silencio
un «por favor».

—Estaré más que encantado de traerle a Ebeian una cuba entera, y de ayudarle a
meter la cabeza dentro —murmuró para sí el mago. Casi se le escapó una sonrisa ante la
imagen, y se fue en busca de algo para beber.

—¡Estás radiante enfundada en ese traje largo y rojo que te cubre hasta los tobillos!
—Ebeian aprovechó el comentario como excusa para apresar las manos de Tazi en las
suyas, totalmente enjoyadas—. Esas mangas estrechas enfatizan tus esbeltos brazos y,
bueno, ese corpiño dorado en tu pecho… —Su voz se fue apagando sugestivamente—. De
todos los presentes en este salón, creo que tu madre es la única que no valora tu gusto por la
moda de Cormyr.

—Hay más cosas que mi madre no valora —respondió Tazi, permitiendo que sus
manos reposaran en las de Ebeian—. Pero no me visto para complacerla.

—Y bueno es que así sea, pues resultarías un triste fracaso —repuso el elfo riendo.

Con dificultad, Tazi logró desasir sus enguantadas manos de las del elfo.

—¿Y qué te ha traído aquí esta noche? Cuando hablamos por última vez, me dijiste
que tenías otros planes.

—Los planes cambian, querida —respondió—. Ya sabes cómo son las cosas. —Se
inclinó hacia adelante y deslizó la mano a lo largo del corpiño de Tazi. Al instante, esta
agarró la fina mano del elfo y la apartó.

—Esta noche estás olvidando tus buenos modales, Ebeian —le advirtió Tazi.

—¿De verdad? —le dijo mirándola con toda la intención.

—Un día, tus familiaridades te costarán caro —lo amenazó Tazi.


—Más tarde o más temprano —le contestó—, todos pagamos por algo, Thazienne.

Antes de que Tazi pudiera decir nada más, Steorf regresó, cual esforzado sirviente,
con una bandeja de bebidas y aperitivos. No se le escapó que Tazi había agarrado a Ebeian
por la muñeca, pero no dijo nada. Los tres tomaron sendos vasos de vino, y Tazi y Steorf
esperaron a que Ebeian escogiera entre la comida, hasta que dio con un bocado que le
pareció aceptable.

—Me sorprende —comenzó a decir Ebeian, tras darse unos toquecitos en una
comisura de la boca con un pañuelo de seda—, constatar que esta noche aún no te has ido,
Thazienne. Habitualmente, no sueles honrar con tu presencia estos eventos durante mucho
tiempo.

—Muy observador, Ebeian. De hecho, estoy buscando a alguien.

—¿Y ese no soy yo? —preguntó Ebeian mientras hacía el gesto de agarrarse el
corazón—. Estoy deshecho.

El truco funcionó.

Tazi estalló en risitas ahogadas y golpeó ligeramente con la mano el brazo del elfo.

—¿Recuerdas la pequeña fiesta que mi familia celebró hace unas noches? —


preguntó.

—¿Cómo podría olvidarla? —Ebeian comenzó a ensalzar las virtudes del traje que
Tazi llevaba en aquella ocasión. Esta lo interrumpió antes de que el comentario se hiciera
demasiado largo. La torpeza con que el elfo siempre la piropeaba estaba empezando a
sacarla de quicio.

—No es por ahí por donde voy. ¿Reparaste en el hombre que mi madre estuvo
tratando de endilgarme toda la noche?

—Alto, un tipo melancólico, muy parecido a nuestro amigo halcón de aquí al lado
—apuntó con un frágil dedo a Steorf—, con un tatuaje en el cuello del todo insólito, según
creo recordar. —Pese a toda su pomposidad, a Ebeian muy pocas cosas se le escapaban.

—Ese mismo. Como siempre, flirteé un poco con él para seguirle la corriente a mi
madre.

—Un poco —masculló Steorf.

—En el transcurso de la velada —prosiguió Tazi, tratando de ignorar la observación


de Steorf—, le entregué una prenda para que me recordara. Al fin y al cabo, era apuesto.
Habitualmente, las elecciones de mi madre no resultan tan agradables. Aquel tatuaje que
tenía le hacía exótico.
Ebeian extendió las manos para frotar los enguantados dedos de Tazi. Su propósito
no era insinuarse otra vez.

—No le diste el anillo con esmeralda que siempre llevas —observó astutamente—.
Todavía lo noto en tu dedo. ¿Es que no te lo quitas nunca?

—Siempre va conmigo. Fue el regalo de un mago, hace mucho tiempo. —Ebeian


soltó una sonora risilla.

—Con veintiún años, no se puede hablar de «hace mucho tiempo».

—Bien, como iba diciendo —prosiguió la joven algo malhumorada, mientras


liberaba sus manos de un tirón—, le insinué cierto afecto. —Se detuvo y retiró un mechón
de cabello que tapaba su oreja izquierda con el fin de mostrar un diamante—. Él tiene el
otro —confesó—, y, en algún momento de la velada, le pediré que me lo muestre, como
prueba de cuánto le importo. Si no puede enseñármelo, puedo reprocharle que no es sincero
conmigo, y entonces, ¡seré otra vez libre! —Abrió mucho los ojos para expresar su alegría.

—¿Y cómo puedes estar segura de que no se ha quedado en su casa o, en caso de


que haya venido, de que no ha traído ese pendiente? —preguntó Steorf—. Puede que sea un
pretendiente atento, ¿sabes?

—¡Hombre de poca fe! ¿Dudas de cuanto digo? ¿Te he fallado alguna vez? No me
contestes —añadió Tazi inmediatamente.

—¿Qué harás si te descubre? —le preguntó Steorf.

—Tú deberías saber mejor que nadie de lo que soy capaz. Recuérdame, Ebeian, que
te cuente la vez que le saqué las castañas del fuego. —Y apuntó con el dedo a Steorf—.
Hace casi siete años, y todavía me sigue allá adonde vaya, por gratitud —rio
escandalosamente.

—Después de que haga eso, Ebeian, permíteme que te cuente la verdadera historia
—replicó Steorf, dispuesto a bromear como no tenía por costumbre. El vino lo había
ablandado.

—No se habrá quedado en casa —siguió Tazi, confiada—. Todo el que es alguien
estará aquí esta noche. Y —añadió— de nuestra conversación de la otra velada deduje que
Ciredor desea ver y ser visto. No estará en casa. Aunque —hizo una pausa para escrutar
entre los reunidos— he de admitir que no he sido capaz de distinguirlo entre tanto disfraz.

—Espero que tengas razón y que se halle entre los presentes —respondió Steorf con
seriedad.

—Y yo espero que no te quedes tan sorprendida como cuando trataste de robarme —


le deseó Ebeian amablemente.
Con la máscara, era casi imposible que ninguno de los dos hombres pudiera decir si
Tazi se ruborizó al oír aquella observación. Por debajo de ella, frunció el ceño cuando
recordó esa noche no demasiada lejana. Tras serle presentado por su madre, Tazi intentó
sustraer a Ebeian algunas pertenencias que guardaba en su habitación de la posada Los
Muslos de la Dama. Por muy poco, no calculó bien el tiempo, y Ebeian regresó antes de
que Tazi se saliera con la suya. Ambos discutieron, y Ebeian descubrió mucho sobre Tazi
aquella noche.

El elfo percibió la incomodidad de la joven y le guiñó un ojo.

Tazi no necesitó mirar para saber que, justo en esos instantes, Steorf estaba a punto
de explotar. Era consciente de lo mucho que odiaba ese modo familiar en que Ebeian
hablaba de sus encuentros con ella. Lo último que esa noche quería era dar una escena o
enojar a Steorf. Lo tenía en demasiada estima para eso.

Fue suficiente que su mano tocara el antebrazo del mago para que sus músculos se
relajaran. Sin embargo, su aspecto sombrío siguió siendo el de siempre. Fingiendo que no
se enteraba de nada, Ebeian prosiguió despreocupadamente:

—Deberíamos repetirlo alguna vez, querida, cuando creas que estás lista para la
revancha.

—Tienes razón. —Tazi devolvió la burla—. Así comprobaremos si ya estás en


forma para vértelas conmigo. Pero ya habrá tiempo.

Desde que Ebeian descubrió de un modo tan agradable los muchos encantos de Tazi,
a menudo mantenían aquel tipo de conversaciones en público. Ebeian tenía la precaución de
no revelar nunca demasiado; también tenía sus trapos sucios, y Tazi tampoco los
traicionaba. Sin embargo, en ocasiones danzaban peligrosamente cerca de la verdad.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Steorf incapaz ya de contener su furia.

—No sabía que habías estado tanto tiempo ausente de la ciudad. —dijo Ebeian
riéndose.

—¡Ya está bien! ¡Los dos! —los regañó Tazi, y se los llevó aparte—. Me gustaría
desaparecer tranquilamente, sin que nadie lo advirtiera, y vosotros dos, si montáis una
bronca, me vais a estropear los planes.

Steorf se refrenó.

—Siendo una de las pocas mujeres que esta noche viste de rojo, me temo que vas a
tener muchos problemas para pasar inadvertida —y movió la cabeza en dirección a Shamur.

Tazi estuvo pensando unos momentos antes de decir:


—Entonces, obviamente, atraigo la atención de muchos hombres, ¿no, caballeros?
—Hizo una última reverencia a los hombres y se alejó a buen paso en busca de un nuevo
compañero. Steorf no dijo nada y dejó solo a un Ebeian de lo más divertido.

Tazi eligió a un hombre con máscara de dominó y le permitió que la llevara a la


pista de baile. Sonrió de vez en cuando a la conversación banal del caballero y rio en los
momentos adecuados. Cuando el ritmo cambió, permitió que otro caballero los
interrumpiera. Con esos cambios de pareja, Tazi olvidó rápidamente a los dos hombres.
Otros eran sus planes para la velada y necesitaba estar muy alerta.

Cuando le pareció que era el momento, Tazi dio las gracias a su última pareja de
baile y se escabulló del salón discretamente. Desde la pared opuesta del salón, dos pares de
ojos espiaban su partida.

La joven no pudo esperar más para deshacerse de su disfraz. Aunque había elegido
aquel vestido para enfurecer a su madre, a Tazi apenas le gustaba más que sus habituales
trajes sembianos. Para ella, todos los vestidos hacían más lenta a la chica que los llevaba y
atraían la atención de todo el mundo. Todavía tenía que descubrir uno que fuera discreto.

Mientras se dirigía a sus habitaciones, vio que Larajin, una de las sirvientas de la
familia, merodeaba al final del vestíbulo. De súbito, le vino una idea.

—Larajin —llamó a la sorprendida criada—, necesito que me ayudes. —Y entró en


sus estancias con la desconcertada Larajin tras ella.

Tazi se dirigió hacia su armario y abrió de par en par las puertas. Con destreza, sacó
un pequeño paquete que estaba apretujado en una esquina y lo arrojó sobre un canapé.
Luego, se giró hacia su sirvienta.

—Desnúdate, por favor —le ordenó Tazi—. Necesito que interpretes un papel esta
noche. —Ante la expresión de desconcierto de la criada, sonrió.

—Creí que necesitabais algo de ayuda con vuestro traje —balbuceó Larajin, sin
hacer mucho hincapié en la palabra «vuestro».

—No podrías tener más razón —le confirmó Tazi, controlándose la risa mientras
comenzaba a quitarse el vestido rojo—, necesito ayuda con esta cosa. Y eres la adecuada
para atenderme. —Rechazó las manos de Larajin y liberó sus brazos de aquellas mangas
que tanto se le ajustaban.

—Empieza a desnudarte tú también —dijo Tazi, casi arrancando los botones de su


vestido con las prisas—, no tengo toda la noche. Ya he invertido bastante tiempo aquí.

Larajin comenzó a quitarse su uniforme blanco y dorado de criada, todavía insegura


de qué estaba planeando su ama, aunque secretamente encantada de deshacerse de sus
ropas.
Tazi se quitó las bailarinas y salió de en medio de la maraña de terciopelo rojo que
había quedado a sus pies. Sin perder ni un segundo y con pasos ágiles, avanzó
desenfadadamente hacia el canapé y comenzó a deshacer el paquete. Cuando quedó a la
vista la ropa que iba a ponerse, Tazi vio que la comprensión iluminaba los bellos rasgos de
la criada. Tazi sólo necesitó unos pocos movimientos expertos para vestirse. Y entonces
volcó su atención hacia su sirvienta, ya casi desnuda.

—Ven aquí. —Tazi le indicó que se acercara al vestido rojo—. Deja que te ayude. —
No se le escapó la vacilación que acompañaba a Larajin en cada paso que daba.

—Oh, no actúes de ese modo —amonestó Tazi con amabilidad a la criada—. No es


la primera vez que haces esto.

Larajin se la quedó mirando algo sorprendida.

—¿Qué queréis decir, señorita? —preguntó quedamente.

—Ya te he visto antes aquí dentro probándote algunas de mis prendas más
personales. Al fin y al cabo, tenemos la misma talla. —Al percibir la alarma en el rostro de
Larajin, Tazi añadió inmediatamente—: Oh, no me importa. De hecho, puedes ponerte
siempre que quieras cualquier vestido que te guste. Pero necesito que me hagas un favor
esta noche aprovechando que tienes mi talla. Necesito que te hagas pasar por mí el resto
dela noche. —La empujó hacia el centro de su vestido, abandonado en el suelo, y comenzó
a ayudarle a ponérselo.

—Señorita, esto no va a funcionar —le imploró Larajin, mientras extendía las manos
suplicante.

Casi como si estuviera vistiendo a un niño, Tazi agarró los brazos de su criada y
comenzó a deslizar por ellos las ceñidas mangas.

—No te preocupes por nada —la tranquilizó—. Sólo tienes que hacerte pasar por mí
unas horas.

Tazi se puso detrás de su criada y comenzó a abrocharle el vestido. Larajin intentó


protestar otra vez, pero Tazi apretó el corsé con un poco de rudeza, y las quejas de la criada
acabaron en un grito ahogado. Tazi la hizo girar para verla bien.

—Esto va a quedar perfecto… —sentenció Tazi. Nuevamente con una sonrisa,


comenzó a arreglar el cabello de color rubio de la sirvienta de modo que quedara en
mechones cortos. Tras unos momentos, Larajin hizo acopio de todo su coraje y volvió a
rogarle a su ama que reparara en cierta cuestión, pese a la primera y dolorosa reprimenda.

—Señorita, sólo quería decir que puede que sea difícil que pase por vos dada las
diferencias de nuestro cabello y ojos.
Tazi acabó con el cabello de Larajin y fue a donde había dejado su máscara de
plumas. Se la puso a la criada y retrocedió un paso para admirar su obra.

—Nadie observará tan de cerca tus ojos amarillos con esto, pero tienes razón en lo
del pelo —dijo, dándose golpecitos en el mentón con uno de sus enguantados dedos—. El
tuyo es como si el mismo sol lo bañara y el mío es como la noche. —Inconscientemente, se
puso a darle vueltas a una hebra de color negro y pensó: «Negro… como el carbón… o el
hollín».

Con una repentina risa, se precipitó sobre la chimenea y hundió las manos en las
cenizas frías. Llamó por señas a Larajin con un dedo sucio.

—Estoy convencida de que esto va a ser bastante sencillo —tranquilizó a su criada


mientras empolvaba el cabello de la mujer con carbonilla y hollín—, y nos va a solucionar
el problema del color muy bien.

Tazi acabó con el improvisado tinte y palmeó la cabeza de Larajin para que
levantara la mirada.

—Sólo queda —la amonestó— que dejes de morderte el labio, que te pongas recta y
que dibujes una sonrisa en tu cara. —La rodeó para situarse detrás de ella, puso las manos
sobre sus hombros y se inclinó hacia su oreja derecha.

»Puedes hacerlo —la alentó—. Y puede que hasta te diviertas. —La rodeó otra vez
para mirarla de frente, y añadió unas pocas instrucciones más—: Todo cuanto has de hacer
es bailar con una media docena de mis pretendientes. Ello no debería requerir más de unas
pocas horas. No les mires demasiado a los ojos —siguió con la lista mientras daba vueltas
en torno a una Larajin inmóvil, como un sargento de reclutas—, y no respondas a ninguna
de sus preguntas. Yo nunca lo hago. En estos momentos, mi madre está demasiado enfadada
conmigo para que me dirija la palabra en lo que queda de noche, y mi padre estará absorto
en sus negocios. No tendrá tiempo para intercambiar ni una palabra contigo. Lo que quiero
decir es —sonrió— que no deberías necesitar nada más.

Algo de la incomodidad de Larajin se había desvanecido cuando mencionó lo de


divertirse. Tazi pudo percibir que se estaba animando ante el desafío.

«Aún puede haber esperanzas para la chica», pensó Tazi. Y si las cosas iban mal y
descubrían a Larajin, la verdad es que a Tazi le importaba bien poco. Se había dado cuenta
que aquella criada nunca había sido objeto de castigos, a diferencia de las otras sirvientas.

«Debe haber algún tipo de acuerdo entre ella y mi hermano pequeño —caviló Tazi
—. Seguro que Larajin sale bien librada».

—¡Vamos allá! —dijo Tazi mientras empujaba a la chica hacia la puerta.

Muy en su papel de compañera de conspiraciones, Larajin miró detenidamente hacia


el otro extremo del vestíbulo, y constató que no había moros en la costa. Las dos mujeres,
tan distintamente vestidas, entraron en el pasillo sin mediar palabra y enfilaron como una
sola hacia la escalinata. Sin embargo, Tazi se detuvo a muy poca distancia de la misma, y
Larajin se giró hacia ella.

—¿Qué pasa? —murmuró la criada.

—Nada. —Tazi se tranquilizó—. Sencillamente que nuestros caminos se separan


aquí. Voy a escaparme por la ventana del fondo del vestíbulo.

Pero para sorpresa de Tazi, Larajin le repuso:

—No os preocupéis. Nadie os reconocerá. Yo casi no os reconozco. Con una sonrisa,


Tazi le explicó:

—En realidad, hay uno o dos invitados que me reconocerían, pero a mí no me


apetece hablar más esta noche. Y ahora, vete —le ordenó en tono maternal a aquella chica
dos años mayor que ella—. Y no te diviertas demasiado. Tengo una reputación que
mantener. —Sólo logró mantener la expresión severa lo que dura un suspiro, antes de
liberar una risa ahogada.

Larajin se le unió, y ambas se desearon buena suerte.

Durante unos instantes, Tazi se quedó observando a Larajin mientras esta,


dubitativamente al principio, descendía por la escalinata. Abajo, Tazi, de lo más divertida,
vio que sus pretendientes se apiñaban en torno a Larajin, todos ofreciéndole el brazo e
implorándole un baile. Observó cómo la criada elegía con cuidado a uno y que el
afortunado se la llevaba en volandas hacia la pista de baile. Confiando en su argucia, Tazi
se giró para emprender la huida.

El mismo par de ojos que la había visto abandonar el salón, no se perdía detalle del
retorno «de Tazi». No eran fáciles de engañar.

Una vez en el exterior, en el frío aire nocturno, Tazi respiró con mayor facilidad.
Aquel fue el momento en que se sintió más intensamente libre. Sus días estaban llenos de
obligaciones familiares y miradas acechantes, pero había hecho suyas las noches, y
paladeaba cada una de sus horas. Su primera parada sería en el Barrio Sangriento, para
recabar alguna información y tomar una o dos copas. Se movía por las calles con suma
facilidad, tan contenta con su huida que no se dio cuenta de la figura oscura que, a prudente
distancia, la seguía. Al cabo de poco tiempo cierto asunto la distrajo.

Unos gritos más terribles que los que se oían habitualmente en aquella parte de la
ciudad atrajeron la atención de Tazi. Evitó la calle principal y agudizó el oído en busca del
origen de aquellos plañidos hirientes. Tazi no necesitó más que un momento para dar con la
callejuela donde estaba la causa.
Al fondo del callejón, Tazi pudo distinguir a tres personas. Dos hombres corpulentos
habían arrimado contra la pared a una mujer. Ella debía ser la que gritaba.

Aquellos hombres vestían el Capote propio dela gente de mar. Era obvio que
aquellos marineros estaban muy lejos de la bahía de Sélgont, pero a Tazi no le sorprendía
que hubieran elegido esa distracción para aquella noche. Incluso bajo aquella luz mortecina,
pudo apreciar la belleza de aquella mujer, y de que los hombres también la apreciaban.

Uno de ellos tocó el rostro de la mujer con una mano que carecía de algunos dedos.

«No debe de ser muy apto para el manejo de cuerdas y redes», pensó Tazi divertida.

El compañero de Sin Dedos, de menor estatura, esperaba unos pocos pasos detrás de
él, contento ante la perspectiva de su turno y de otro trago de la jarra que obviamente
compartían. La mujer no participaba de la alegría de aquellos dos, y la emprendió a golpes.

«Estos tipos sólo saben hacer esto —se dijo Tazi—, o tomarse unas copas en el
Zorro Vapuleado».

Sin pensárselo una segunda vez se lanzó hacia el fondo del callejón.

La mujer, con la ropa hecha jirones y sucia, había logrado acuchillar a Sin Dedos,
más por pura suerte que por habilidad. Este soltó un bufido y retiró el brazo. La vista de su
propia sangre lo enfureció. Tazi imaginó que la confusión de la borrachera alimentaba su
furia. Lanzó una dura mirada a la mujer. El juego había dejado de divertirle.

—Vas a pagar por esto —gruñó, blandiendo un puño.

Cuando el agresor alzó su cerrada manaza, Tazi surgió de detrás y clavó su espada
en su antebrazo. El dolor y la sorpresa hicieron que Sin Dedos cayera de rodillas. Tazi
dedicó a la mujer una rápida sonrisa pero la víctima no reaccionó.

«Es probable que tema que yo aún le complique más la vida», se dijo la joven
Uskevren, quien, vestida con pieles negras y armada con una espada, no ofrecía una
apariencia de mucha respetabilidad.

Tazi puso los pies en los omóplatos de Sin Dedos e hizo palanca para liberar la
espada. El bajito, ligeramente menos embriagado que su amigo, se quedó boquiabierto
durante un instante, antes de tirar la jarra y lanzarse en ayuda de su colega. Se había
olvidado de la mujer que acosaban en el callejón, al tiempo que tomaba conciencia de que
aquello estaba tomando un cariz muy diferente y peligroso.

Tazi vislumbró la determinación en su rostro. Tuvo la corazonada de que a Bajito no


le gustaba perder. Y que en aquel momento sólo tenía ojos para ella.

Bajito apartó a la mujer haciendo que esta cayera de rodillas sobre el adoquinado del
callejón. A Tazi se le escapó una risilla cuando el hombre estuvo a punto de tropezar con su
pretendida víctima. La mujer no mostró ninguna intención de apartarse. Tazi se preguntó
por un instante si estaba conmocionada o si era algo lenta de entendederas.

«En su lugar —pensó—, me hubiera ido tan rápido como el rayo».

Pero no había tiempo para más cavilaciones, pues el segundo hombre había
desenvainado un cuchillo. Se abalanzó hacia la cara de Tazi, pero a ella le fue muy sencillo
apartarse de su ataque brutal. Con la inercia, Bajito fue a parar sobre Sin Dedos, quien, tras
levantarse, estaba dando rumbos.

—Venid aquí, vamos —les decía Tazi—. He visto a trolls con más estilo que
vosotros.

Bajito se liberó del lío de las piernas de Sin Dedos y, trastabillando, se puso de pie.

—¡No juegues conmigo, muchacho! —Una lluvia de escupitajos acompañó sus


palabras.

Tazi se rio ante la amenaza de Bajito. Una vez más, su chaleco, sus pantalones de
piel, el cabello corto y su habilidad con la espada, por no mencionar la pobre iluminación
del callejón, habían hecho su trabajo.

«Qué fácil es —concluyó Tazi desdeñosamente— engañar a la gente».

—Yo soy un hombre y me basto y me sobro para enseñarte modales —la amenazó
Bajito.

Tazi apoyó la punta de su espada en el pavimento a modo de bastón, y se apoyó


confiada en el mismo con su mano izquierda.

—¿Y qué tipo de modales podrías enseñarme tú, vieja sanguijuela? —preguntó—.
¿Y qué tipo de modales estabas tratando de enseñarle a ella? —Señaló con la cabeza hacia
la mujer, todavía arrodillada en la calle—. Creo que tú y tu amigo deberíais regresar a la
bahía —sugirió—. Aquí estáis fuera del agua.

El hombre no dijo nada, y cargó de nuevo contra ella. Con un movimiento, Tazi
puso la espada hacia arriba, ante su propio rostro, y con suma facilidad frenó la arremetida
del marinero. Permanecieron mirándose mutuamente, tan cerca como dos bailarines. Ella lo
miró directamente a los ojos y dibujó una forzada sonrisa angelical en sus labios, alzó su
mano derecha y atravesó el muslo del hombre con su daga. El rostro de Bajito se retorció de
dolor, y se derrumbó en el suelo, intentando frenar la sangre de la herida.

Una rápida mirada a su compañero le dejó bien claro que Sin Dedos tenía suficiente
con su brazo, por lo que aquella noche ya no representaba ninguna amenaza ni para ella ni
para cualquier otra mujer. Se dirigió a la mujer agredida, quien finalmente había dejado de
temblar y se había levantado.

—Vamos —le ordenó Tazi con rudeza—. Es hora de irse.

En la oscuridad del callejón le había parecido a Tazi que la mujer estaba


conmocionada. Esta miraba con fijeza ausente a su rescatadora. Si ambas se demoraban allí,
cabía la posibilidad de que los dos marineros recuperaran algo de su bravuconería. Tazi
agarró el brazo de la mujer y empezó a tirar de ella fuera del callejón. Y dado que le
encantaba epatar al personal, se detuvo el tiempo suficiente para coger el pañuelo negro que
llevaba al cuello y lanzárselo al hombre con la pierna herida.

—Cógelo —le dijo con aversión— antes que te desangres hasta morir en este
callejón. Aquí ya hay suficiente basura. —Y tras decir esto, la joven Uskevren arrastró a la
mujer hacia una vía pública más transitada.

Caminaron un trecho antes de hablarse. Por fin, la mujer colocó la otra mano sobre
su salvadora y le dio un leve tirón. Tazi detuvo la marcha y se giró para mirar a la mujer
que acababa de salvar. Las teas de la calle no brillaban mucho, pero pudo comprobar que la
mujer no era de Sélgont. El resplandor de la débil luz hacía parecer azul el negro cabello de
esta, e iluminaba el tono moreno de su piel. Sus ropas también la delataban como
extranjera. El remolino de sedas, aunque desgarradas y sucias, parecía propio del desierto.
Pero los viajeros de lejanos países no eran insólitos en esta ciudad dedicada al comercio.

—Quisiera agradecéroslo —comenzó a decir la extrajera con voz serena aunque


intensa—. Me temo que estoy en deuda con vos, señora.

Tazi quedó sorprendida de que la mujer descubriera su condición pese al disfraz.


Nadie la había descubierto antes con tanta rapidez.

—¿Cómo lo habéis sabido? —se le escapó de la boca—. ¿No os han engañado ni un


poco mi cabello o mis ropas? —Tazi tiró de sus cortos mechones negros.

Tazi vio sonreír a aquella mujer por primera vez.

—Sería imposible que esas cosas me engañaran —respondió con voz suave y
melódica—, estoy completamente ciega.

Tazi estaba atónita. Acercó a la mujer a una luz y enderezó su rostro. Al suave
resplandor de la antorcha pudo ver que los ojos de la mujer presentaban una blancura
gélida. No reconocían nada.

—Eso explica por qué peleáis tan mal —dijo Tazi con una risa ahogada—. No
podíais verlos venir.

—Si bien eso puede ser cierto, también lo es que podía olerles. —La mujer le
devolvió una amplia sonrisa.
En el rostro de Tazi se dibujó una sonrisa sincera. Le gustó aquella mujer. La hija de
Thamalon Uskevren se tenía por una buena juez de las personas y actuaba según sus
instintos.

—Bien, si vamos a caminar juntas, aunque sea a lo largo de una distancia tan corta
como la de esta calle, sería mejor que conociéramos nuestros nombres —comentó Tazi.

—Me llamo Fannah il’Qun —respondió la mujer con gravedad.

—Y yo —dijo con un orgullo ligeramente mayor— me llamo Tazi. Cuando estoy en


este barrio, vestida de este modo —añadió—, es el único nombre que tengo.

—Entonces, tendré que ver qué es lo que lleváis —le dijo Fannah.

A Tazi la dejó perpleja lo que la mujer quería decir con «ver», habida cuenta de su
condición. Jamás se había cruzado con un invidente. La curiosidad le pudo. Tazi dobló la
esquina, lejos de fisgones y entrometidos, y le dijo a Fannah que siguiera adelante y «viera»
aquello a lo que se refería.

La extranjera alzó las manos y tocó el espeso cabello de Tazi. Con delicadeza, paseó
sus sensibles dedos por aquella densa mata y luego dirigió las manos hacia los rasgos de su
rescatadora. Pudo percibir la suave piel de la joven, unos pómulos elevados y una boca
delicada. Había restos de maquillaje, y una reminiscencia de perfume que daba idea de una
vida muelle. Lo que las yemas de los dedos no podían revelar era el verde mar de los ojos
de Tazi. No obstante, la extranjera supo que la joven era ligeramente más alta que ella.
Cuando sus manos descendieron por los esbeltos aunque musculosos brazos de su
salvadora, Fannah pudo «ver» que Tazi vestía unas prendas atípicas en una dama. De
hecho, la extranjera se percató de que para nada eran prendas de mujer. Sus hábiles dedos
reconocieron la textura de la piel y la seda. El corte de la ropa de la joven se ajustaba más al
estilo de las actividades encubiertas, que en su gran mayoría eran llevadas a cabo por
hombres. En la boca de Fannah se dibujó una sonrisa.

—Deduzco que estáis «viendo» —comentó Tazi.

—Sí —respondió Fannah con su intensa voz—. Creo que comienzo a entender. No
sois plenamente quien parecéis ser.

—Bueno, sí y no. Ya se verá —añadió Tazi, a quien de súbito le incomodó que la


extranjera supiera tanto—. ¡Basta! Este juego me ha dado una sed terrible. ¿Os importaría
acompañarme a tomar unas copas?

Fannah se quedó por unos instantes sin habla. Era evidente su confusión.

—Bueno, al herir a vuestros compañeros, es evidente que he arruinado vuestros


planes para esta noche. Lo mínimo que puedo hacer —le dijo Tazi solemne—, es ofreceros
mis servicios en lugar de ellos.
La extranjera de cabello negro como el azabache necesitó tan sólo un instante para
ordenar su mente. Hacía mucho que la vida le había enseñado a aceptar lo que se le
ofreciera. Amablemente le dio el brazo. En él, Tazi observó un extraño dibujo, pero no dijo
nada. Cogió a Fannah como lo haría un amable acompañante, y ambas enfilaron hacia la
calle Larawkan. Tazi llevó la mano que tenía libre hacia su boca, en un vano intento de
reprimir la risilla que se le escapaba. Para cuando abrió bruscamente la maltrecha puerta de
El Zorro Vapuleado, ambas mujeres estaban riendo a mandíbula batiente. Puesto que aquel
no era precisamente el más respetable de los lugares, ninguno delos clientes prestó el
mínimo caso a aquel joven y su novia.

Tazi y Fannah se sentaron a una mesa en un rincón discreto de la taberna. Una


camarera rolliza encendió la vela adherida a la mesa debido a toda la cera desprendida, y
les tomó nota. Era nueva y no reconoció a Tazi. Aquello le vino bien a la distinguida
Uskevren, pues tenía la sensación de que aquella noche había demasiada gente que sabía
quién era. El único en reconocerla cuando ella y su compañera entraron en aquella taberna
llena de humo fue Alall Ulol, uno de los propietarios. Y por fuerza había de reconocerla, ya
que recibía pagos mensuales de ella. La propiedad de la familia, el Palacio de las
Tempestades, era una mansión imponente, pero Tazi sentía la necesidad de disponer de
estancias que fueran absolutamente suyas, sin contacto alguno con su vida más
«respetable». El Zorro Vapuleado era de lo más conveniente.

Como desconocía con quien estaba Tazi, Alall se quedó inmóvil detrás de la barra.
Sus mejillas, prominentes por efecto de unas espesas patillas grises que las cubrían, se
tensaron, y la joven supo que el posadero estaba a punto para socorrerla si lo precisaba. La
Uskevren le dirigió un rápido asentimiento con la cabeza, ante lo que él se relajó. Después
de tres años, Alall tenía más que un interés efímero en su bienestar. A su vez, ella había
llegado a tener confianza en Alall y su esposa, Kalakalan, Kalli, quien sabía más de Tazi
que ninguna otra persona.

Cuando llegaron las bebidas, Tazi empezó a sonsacar a Fannah acerca de su difícil
situación. Pese a que rara vez estaba dispuesta a hablar de asuntos personales con nadie,
salvo con Kalli y, ocasionalmente, con el mayordomo de la familia, Erevis Cale, Tazi se
proponía averiguar tanto como le fuera posible acerca de todos cuantos la rodeaban. Cale le
había enseñado que la información era un bien muy preciado. Además de que la historia de
una ciega que rondaba sola por un barrio de mala nota tenía que ser muy interesante. Sin
embargo, antes de que Fannah pudiera decirle mucho, Tazi presintió una presencia. Fannah
también notó a alguien y se calló.

La Uskevren se inclinó discretamente hacia adelante, como si estuviera ebria, y sacó


la daga de su bota derecha. En el instante en que la persona le dio un golpecito en el
hombro, ella se dio la vuelta, daga en mano. El harapiento mendigo se sobresaltó pero se
mantuvo en su sitio.

—Disculpad —sonrió Tazi burlonamente al tiempo que reconocía al anciano. Tenía


una red de informadores, y se trataba de uno de los más fiables—. ¿Tenéis lo que quiero?
—De otro modo, no me hallaría aquí —dijo jadeando. Sacó un pedazo de papel
donde había unas líneas garabateadas—. Se trata de cierta residencia que andabais
buscando.

Tazi enfundó el arma y le arrebató el papel. Le dio un breve vistazo mientras Fannah
sorbía su bebida con calma. Cuando Tazi estuvo segura de que los garabatos del viejo
merecían la pena, le pasó su jarra, todavía intacta, y le deslizó una moneda, A uzgar por su
expresión, no estaba segura de cuál de las dos cosas complacía más al mendigo.

Tazi lanzó la daga a una viga próxima a la barra con el fin de llamar la atención de
Alall. Haciendo caso omiso a su fiera mirada, le sonrió dulcemente y por señas le pidió una
segunda ronda.

—Me temo que todavía no comprendo —dijo Tazi, volviendo a la conversación que
mantenía con Fannah como si no hubiera habido interrupción alguna—. Lo que decís es
que ¿vuestra madre os vendió porque sois ciega?

Tazi se obligó a mirar fijamente los gélidos ojos sin vida de Fannah. Lentamente, fue
tomando conciencia de cuán inquietantes podían llegar a ser. Le costaba asimilar que
Fannah no pudiera verla con ellos. También le costaba asociar lo que sabía de aquella mujer
con la serena extranjera que en aquel momento tenía delante. La peculiar relación que
mantenía con su madre le dio a Tazi qué pensar. Si bien ella y su madre, Shamur, se
peleaban amargamente en ocasiones, Tazi sabía en lo más hondo de sí misma que a su
madre se le pasaría por la cabeza algo tan cruel.

Fannah inclinó la cabeza como un pájaro, y retiró de su cara un mechón de cabello.

—Deseó asesinarme cuando nací —le respondió con toda tranquilidad—, pero su
religión se lo prohibía. Tuve suerte de que fuera tan devota, por no mencionar lo de su
belleza. Los hombres pagaban grandes sumas de dinero por la compañía de Ibina il’Qun.
Debido a ello, un salón de fiestas de Calimport pagó muy bien por mí. Estaban convencidos
de que llegaría a ser tan bella como mi madre y de que, con suerte, seguiría sus pasos.

Ante aquel comentario, Tazi chasqueó la lengua, dando a entender: «¡Eso es


obvio!».

—Pero ¿qué podía ofrecer a un salón de fiestas una joven ciega? —preguntó.

—No tardé mucho en aprenderme el trazado de El Límite del Desierto Desert’s End
—explicó Fannah—. Una vez que estuve habituada al lugar, fui tan competente como
cualquier otra camarera. Había clientes dispuestos a pagar un dinero extra para mantener
sus identidades en secreto. Una ciega parecía una opción obvia para satisfacerlos. Lo que
muchos no tienen en cuenta es que no es tan sólo el rostro el factor que delata a la gente,
sino también la voz, e incluso —arrugó la nariz— los olores.

—¿Alguna vez tuvisteis que tomar el oficio de vuestra madre? —preguntó Tazi con
calma.

—Fui afortunada —respondió Fannah sin dudar—. Eso fue algo que no tuve que
vender a nadie. Cuando mi tiempo en El Límite tocó a su fin, otro compró mi contrato.
Nunca me dio su nombre, ni una sola vez en todo el largo viaje hasta aquí. Lo único que me
pidió fue que me hiciera una marca en el brazo. Fannah extendió su antebrazo derecho para
que Tazi la viera.

Se trataba del tatuaje que ya había percibido en la calle. Trató de ubicar aquel dibujo
que le resultaba tan familiar. Sabía que había visto uno igual recientemente. En un destello
de la memoria, recordó la exótica marca que Ciredor llevaba en el cuello.

—Cuando llegamos —continuó Fannah, ignorante del descubrimiento de Tazi—, me


abandonó inmediatamente sin explicación alguna.

—¿Cuánto tiempo hace de eso? —la interrumpió Tazi con excitación.

—Hace sólo unos días, es todo cuanto puedo decir —respondió la extranjera—. Me
dijo que me encontraría en cuanto me necesitara. Me he topado con vos no mucho después
de eso, lord Tazi.

La curiosidad de la joven se estaba desbocando. ¿Qué relación había entre Ciredor y


aquella mujer? Razonó que si tenía un secreto, probablemente tendría más. Ansiosa por
ponerse en marcha, aprovechó la pausa.

—Por aleccionador que esto sea, tengo otros planes para esta noche —informó a
Fannah—. Vuelvo en seguida.

Mientras Alall acababa de servir a un cliente, Tazi recuperó la daga de la viga


próxima a la barra. Se inclinó contra el borde de esta despreocupadamente e inspeccionó la
punta de la hoja. Al comprobar que había quedado un poco desafilada, sacó una piedra de
un bolsillo de su atuendo y comenzó a afilarla.

—Vas a ser la causa de mi muerte, criatura ociosa nocturna —Alall la regañaba


mientras sus mejillas, redondas como manzanas, enrojecían de indignación—. ¡Uno de
estos días tu puntería va a fallar, y voy a ser el único que pague por ello!

Tazi se apoyó sobre la barra le plantó un beso en una de aquellas mejillas


encarnadas.

—Venga, venga —lo calmaba la joven—, sabes que nunca fallo. Y en caso de que lo
imposible ocurriera —sonrió—, tu espíritu podría descansar tranquilo sabiendo que tu
esposa me zurraría debidamente. Al fin y al cabo, sirvió en el ejército del Reino de Sembia
durante más de diez años.

—¿Y por qué será que eso no hace que me sienta mejor? —suspiró Alall mirando al
techo. Pero el beso había surtido ya su efecto mágico. Su expresión malhumorada se
suavizó, como siempre ocurría.

Tazi metió la mano en un bolsillo oculto y sacó varias monedas. Le pasó unos
cuantas y, tras pensarlo un poco, deslizó algunas más.

—Por las bebidas. El extra es para que me hagas otra llave de mi habitación.

—No me digas que has perdido la tuya, chiquilla —le susurró Alall.

—No. ¿Ves a la mujer de cabello negro de mi mesa? —le respondió bajando la voz y
señalando con discreción a Fannah. Alall asintió—. Va a estarse en mi habitación durante
un tiempo, y quiero que pueda ir y venir a su voluntad.

Alall logró ocultar buena parte de su sorpresa. Hacía varios años que Tazi tenía una
habitación en su posada, y sólo podía recordar otras dos personas que hubieran estado
alguna vez en la estancia después de que la joven comenzara a alquilársela. Jamás se
demoraron lo suficiente para justificar una segunda llave.

—Así se hará —prometió—. E informará a Kalli sobre tu invitada, así no creerá que
la chica es un pretendiente despechado y no la tirará escalera abajo sin pensárselo dos
veces.

Tazi volvió a sonreír al recordar. No hacía mucho, había sido objeto de desmedidas
atenciones por parte de un cliente de El Zorro Vapuleado a quien el «chico» que aparentaba
ser había golpeado. Tazi había procurado retirarse a su cuarto con discreción, pero el
caballero tenía otras ideas más amistosas. Sin embargo, Kalli se aseguró de que
permaneciera sola. El hombre se vio levantado en peso por la esposa de Alall, de más de
metro ochenta de estatura, y lanzado ignominiosamente por la desvencijada escalera, que
describía una curva. En aquel momento, Tazi se dio cuenta de que había encontrado un
refugio seguro y otro par de padres.

Cuando se giró para irse, Alall le devolvió algunas monedas. Tazi sonrió un instante
ante su superstición. No había muchos comerciantes en Sélgont que todavía creyeran que
devolviendo al cliente un poco de lo cobrado, este volvería a hacer negocios con ellos. Alall
era de esos.

Al regresar a la mesa, Tazi le dijo a Fannah:

—Me temo que tendré que irme a otro lugar esta noche. —Fannah sonrió y asintió,
pero la Uskevren percibió la preocupación en su rostro. Sin perder un segundo, Tazi
continuó—: ¿Por qué no cogéis vuestra bebida y os acompaño a mi habitación, arriba?
Quizá incluso podamos convencer a Kalli para que os prepare algo sustancioso que comer.
—Rodeó la silla de Fannah y la ayudó a orientarse.

Con sus perturbadores ojos puestos en Tazi, Fannah le preguntó en un tono perplejo:
—¿Qué queréis decir por «vuestra habitación»? —Al parecer, la gente todavía podía
sorprender a la extranjera.

Mientras dirigía a Fannah hacia la escalera a lo largo de la barra, Tazi comentó:

—Como dije antes, soy consciente de que arruiné vuestros planes para la noche.
Quisiera resarciros.

Fannah se detuvo ante la escalera y se quedó allí clavada. Agarró el brazo de Tazi
con ambas manos y se quedó mirándola fijamente con sus ojos ciegos.

—No me conocéis, ni me debéis nada. Ya me las arreglaré por mi cuenta. —La


determinación en su voz era de hierro. Esta vez fue Tazi quien inclinó la cabeza hacia
Fannah.

—Ya se que podéis —la tranquilizó—, pero ¿por qué no consideráis mi oferta? No
tenéis sitio alguno en el que pasar la noche, y no os pido nada a cambio. ¿Por qué no decir
sí?

Tras un momento de silencio, Fannah susurró:

—¿Por qué hacéis esto por mí?

Con su mano libre, Tazi dio unos golpecitos en las de Fannah.

—Me gustáis. Así de simple. Me apetece hacerlo. ¿Es que no podéis aceptarlo?

La única respuesta de Fannah fue apretar su mano y girar la cabeza en dirección a la


escalera. Cautamente, las dos se dirigieron hacia la habitación de Tazi, en el piso superior.
Era bastante sencilla, con una cama, una mesa de madera y algunas sillas. Bajo el lecho,
había unos arcones, pero a Tazi no le preocupaba la presencia de Fannah en su habitación
de los secretos. Cuando permitía que alguien entrara en su vida, las pocas veces que lo
hacía, era sin reservas.

—Permitidme que encienda esta lámpara de aceite… —comenzó a decir Tazi antes
de que se diera cuenta de que la luz no era algo que importara a Fannah.

La extranjera le quitó importancia a la torpeza al tiempo que le daba las gracias a


Tazi.

—Dejadla. Procuro estar en el mundo, y vivir, tanto como me sea posible, igual que
los que ven —explicó con una breve y cálida sonrisa—. Ayuda a que la gente se sienta
menos incómoda conmigo.

—Bueno, creo que de momento ya estáis acomodada. Haré que os suban algo de
comer. No os preocupéis por pagar nada.
Cuando Tazi iba a salir, Fannah la detuvo. Temiéndose un diluvio de gratitud,
levantó las manos en señal de protesta. Pero las siguientes palabras de Fannah la cogieron
por sorpresa.

—Tened cuidado esta noche. No todo lo que veis es lo que parece.

Con aquellas extrañas palabras resonando en su cabeza, Tazi descendió la escalera.


Volvió a saludar con la cabeza a Alall y salió a la noche. Allí, lejos de las miradas curiosas
de la clientela de El Zorro Vapuleado, sacó el trozo de pergamino que el anciano le había
dado y comprobó la dirección una vez más. Según los amigos de su informante, fueran
quienes fuesen, la casa donde vivía Ciredor no estaba lejos.

«Todo está yendo exactamente como quiero —se dijo Tazi mientras avanzaba por la
calle Larawkan—. En primer lugar, le quito a Ciredor la baratija que le di y, al hacer eso,
me libero de su compañía. Luego, averiguo qué le une a Fannah. No quiero que tenga nada
que ver con ella».

Descubrió en ella algo parecido a un sentimiento de protección para con su nueva


amiga. Sin embargo, Tazi no soportaba mucho tiempo los pensamientos serios, y pronto se
imaginó a su madre buscándole un nuevo pretendiente. La imagen de su madre exasperada
le provocó unas risillas. Como siempre, no duraron mucho.

De súbito, un grupo de juerguistas ostentosamente disfrazados dobló la esquina y se


aproximó a Tazi. Esta buscó su daga al instante pero, cuando comprobó que no significaban
ninguna amenaza, se calmó y los saludó con la cabeza. Aquel encuentro todavía la
convenció más de que todo aquel con notoriedad en la ciudad de Sélgont se hallaba fuera de
casa aquella noche, acogido en una u otra fiesta.

A medida que iba abandonando la protectora sordidez del Barrio Sangriento, Tazi
caminaba cada vez más silenciosamente. Para los pocos que aún vagaban por las calles, no
había duda ninguna de que era un joven en busca de juerga. Tazi dominaba el arte de
desaparecer confundiéndose con el entorno. Sin embargo, aquella noche no era la única
persona con tales habilidades, y la sombra que la había seguido desde el Palacio de la
Tempestades no se encontraba muy lejos.

No era un paseo demasiado largo, pero sí lo suficiente como para que Tazi
aprovechara para prepararse mentalmente. El penetrante olor a sal significaba que la Bahía
de Sélgont estaba cerca. Aunque era reacia a admitirlo, al principio de cada una de sus
aventuras la boca se le secaba, y el corazón le latía algo más rápido. Sin embargo, sus
correrías le resultaban de lo más gratificantes. Las palabras no alcanzaban a expresar la
sorpresa y satisfacción que sentía una vez que finalizaban y ella salía otra vez triunfante.
Tenía que admitir que la complacía haber encontrado a alguien con quien compartirlas,
alguien que las disfrutara tanto como ella. Pero aunque Steorf era un compañero
maravilloso en noches como aquella, últimamente, a Tazi le gustaba más tener aquella
correrías por su cuenta.
Sumida en sus pensamientos, la experimentada ladrona enfiló una calle. Todavía
había algunas tiendas abiertas. Al fin y al cabo, aquello era Sélgont, y los negocios eran los
negocios, la hora no contaba. Unos pocos clientes rezagados estaban absortos en sus
compras y no prestaron demasiada atención al joven de negro que pasaba rápidamente por
la calle. No tardó en vislumbrar la panadería de Habrith.

A la vista del establecimiento, Tazi asintió con la cabeza y giró a la derecha a la


altura del negocio, que en aquel momento estaba cerrado pero que tan pronto como
amaneciera herviría de gente. Tras unos pocos pasos por la calle Sarn, apareció un parque.
En Sélgont había algunas islas verdes como aquella, siendo la mayor los Jardines de Caza.
La que en aquel momento estaba ante Tazi era mucho menor, pero, al parecer, el domicilio
temporal de Ciredor estaba pegado a ese parque. Tazi atravesó la arboleda, camino de su
objetivo.

Se movía en total silencio mientras cruzaba los arbustos adyacentes al jardín tapiado
de Ciredor, satisfecha por haber engrasado antes sus pieles para que no chirriaran. No tenía
la fortuna de Steorf, quien había aprendido a lanzar hechizos para moverse en silencio,
independientemente de lo que vistiera o llevara. Cuando estaban juntos, Tazi tenía que
admitir que sus habilidades la impresionaban. Estaba logrando la misma excelencia que su
madre, y no cabía duda de que algún día sería un digno sucesor de Elaine, pensó Tazi,
suponiendo que se olvidara de sus travesuras a cambio de una vida respetable.

Con cuidado, se acercó a la pared del jardín, que ofrecía una vista limitada de la
parte trasera de la residencia que Ciredor había alquilado. La mayoría de los edificios del
entorno eran tan iguales entre sí que costaba diferenciarlos. Tazi confiaba en que la
información de que disponía fuera la correcta, en que tenía aquello por lo que había pagado.
De lo contrario, aprovecharía para hacerse con varios objetos de quienquiera que viviera
allí. Más tarde, estrangularía al anciano, ya en El Zorro Vapuleado.

El muro del jardín, en buen estado tras una reparación, medía el doble de su altura.
El jardín tenía muchos árboles, y poco más. A través de sus hojas, Tazi podía ver un poco
de la casa. Dos de las habitaciones superiores disponían de balcones que se asomaban a la
zona verde. Varias otras parecían estar débilmente iluminadas, probablemente por algún
tipo de hechizo. Tazi estuvo vigilando esas habitaciones durante varios minutos. Al ver que
ninguna sombra se movía en su interior, dedujo que el dueño no estaba en la casa. En aquel
momento de la noche, los pocos sirvientes que Ciredor debía de tener estarían en la cocina
o en la despensa, bebiendo cerveza. La joven sabía que hasta el mayordomo de la familia,
Erevis Cale, tenía reservas particulares de brandy, un brandy con el que ella misma se había
reconfortado en su compañía en más ocasiones de las que era capaz de recordar.

Dejó de perder tiempo con recuerdos. Con habilidad y sin hacer el menor ruido,
comenzó a trepar el muro. Eligió un lugar cubierto por las ramas de los árboles y, cuando
llegó arriba del todo, se estuvo durante un tiempo agazapada allí, sin moverse. Con sus
ropas y su cabello negro, era otra sombra. El jardín parecía estar vacío, pero era mejor ser
cauto. Algunos de aquellos propietarios tenían enormes sabuesos, y Tazi había aprendido
con rapidez que los perros no eran criaturas con las que quisiera líos. En su muñeca derecha
todavía llevaba las cicatrices de su primer encuentro con una bestia así. Pero este jardín
sólo tenía árboles. Al otro lado de la calle, una oscura figura espiaba a Tazi y esperaba.

Ignorante de que la observaban, descendió y se deslizó por el jardín. Captó algo de


movimiento en una de las habitaciones del primer piso, hacia el ala oeste de la casa. Sin
duda era la servidumbre, reunida en la despensa. Tazi se dirigió a hurtadillas al este, hacia
unas puertas dobles, las cuales probablemente daban acceso a un salón. Extrajo sus
delgadas ganzúas y punzones, que llevaba sujetos al antebrazo, bajo la camisa. La
acompañaban en sus aventuras desde los quince años. Con un rápido giro de muñeca,
escuchó el gratificante clic de la cerradura al ceder. Sonrió y añadió otro número a su
cuenta mental de éxitos.

Dado el buen mantenimiento de la casa, la puerta se abrió lenta y suavemente, sin el


menor ruido. A partir de entonces, el tiempo contaba. Tazi comenzó su búsqueda.

Desde la planta baja, con sus salas de recepción, se deslizó escaleras arriba, hasta el
primer piso, con suma facilidad, evitando la cocina y la despensa. Apenas había muebles en
las habitaciones; daba la impresión de que Ciredor viajaba con pocas pertenencias. Eso
incrementaba el misterio. Los mercaderes con los que Tazi estaba familiarizada nunca
viajaban tan ligeros. Las paredes estaban desnudas, excepción hecha de las suntuosas
cortinas que colgaban en las ventanas. En ninguna parte había adornos u objetos personales.

Hábilmente, Tazi se deslizó de una estancia a la siguiente, buscando una caja fuerte
o un joyero. Ya había penetrado en residencias de ricos mercaderes para robarles, y se
conocía todos los trucos: las alcobas secretas, los falsos sillares que se deslizan a un lado,
las puertas huecas y las inevitables trampas. Pero cada uno de los lugares en los que
esperaba encontrar tales cosas estaba vacío. Frustrada, siguió la búsqueda.

Mientras indagaba por el dormitorio, hubo algo que atrajo la atención de Tazi: las
abundantes tallas y estatuas obscenas.

«Interesante», pensó, no sin algo de desagrado. Un vistazo superficial no reparó en


nada de valor. Tazi comenzó a preguntarse qué tipo de hombre era Ciredor.

Sus agudos ojos percibieron un destello de plata en su mesita de noche. Deslizó


hacia afuera el brillante objeto que estaba debajo de una de aquellas vergonzosas tallas. Era
una insignia con cisnes de plata contra un fondo verde. Tazi conocía demasiado bien aquel
escudo de armas.

—¡Los Soargyl! —susurró amargamente—. ¿Qué tendrá que ver Ciredor con ellos?

Consciente de que cuanto más se entretuviera, mayor sería la posibilidad de que la


descubrieran, la joven abandonó el dormitorio frustrada. Su mente se aceleraba por
instantes. Ciredor debía de tener un estudio en alguna parte. Quizá allí podría descubrir qué
tipo de relación existía entre Ciredor y el enemigo más odiado de su familia, un enemigo
cuyo lema rezaba «Siempre hasta el último aliento». Ciredor lamentaría cualquier
asociación entre él y aquella abominable estirpe, ya se aseguraría Tazi de ello. Nadie
amenazaba a su familia y se salía con la suya.

El único lugar en el que no había buscado era la bodega. La joven las odiaba;
resultaban auténticas ratoneras. Llegar hasta la bodega también significaba tener que pasar;
sin ser vista, al lado de la despensa, donde se hallaba la servidumbre, pero que la partiera un
rayo si se iba de allí con las manos vacías.

Serpenteando, bajó a la planta baja y se acercó a la cocina: estaba a oscuras. Alcanzó


a ver cazuelas, ollas y sartenes colgando cerca de las ventanas. Era evidente que los criados
habían limpiado y disfrutaban a sus anchas de la casa. Al pasar por una ventana, Tazi dio un
vistazo afuera por si las moscas. Que ella supiera, el único motivo para preocuparse era la
presencia de aquellos hombres en la otra habitación. Con aquella oscuridad, no se percató
de la figura agazapada en el muro del jardín. Pero la figura sí la vio.

Cuando estuvo cerca de la despensa, se apretó contra la pared. Oyó las voces quedas
de unos cuantos hombres. Una vez en el borde de la puerta, echó un vistazo dentro. Una
simple y vieja lámpara de aceite proyectaba una luz débil en la habitación. Era evidente que
los criados de Ciredor no contaban con los mismos hechizos luminosos del resto de la casa.
En un rincón de la despensa, tres de ellos estaban sentados en torno a una mesa, sumidos en
una conversación susurrada. Había algo furtivo, casi secreto en el modo en que hablaban.

«Quizá —pensó, en un intento de animarse— están planeando robar a su eventual


amo. ¿No sería terriblemente paradójico?».

Aquella iluminación y la ubicación de la mesa hacían su siguiente movimiento


mucho más sencillo de lo que había esperado. La mayor parte de la despensa se hallaba en
sombras, y Tazi se deslizó lentamente por la pared. Ya había hecho esto anteriormente, pero
la proximidad de los hombres y la posibilidad de ser descubierta hicieron que su corazón
latiera con mayor intensidad. Le parecía como si el corazón fuera a salirle del pecho en
cualquier momento.

Cuatro pasos más y estaría en la escalera. Parte de ella todavía era reticente a buscar
en la bodega, pero ya no había vuelta atrás. Tenía que proteger a su familia. Evitando con
sumo cuidado el desgastado centro de cada escalón, Tazi descendió casi sin producir ruido
alguno. Complacida con su habilidad, continuó algunos peldaños y, súbitamente, se vio
impelida a no respirar. La estancia estaba invadida por un fuerte hedor a moho y
putrefacción. Casi podía saborear la humedad, pues la habitación apestaba. El olor era tan
intenso que casi hizo que cambiara de idea. Pero el desafío era irresistible. Decidida, se
tapó la boca y la nariz con una mano.

La joven reparó en las muchas huellas que había en la mugre de las losas del suelo.
Pensó que eran demasiadas para el tráfico normal de los sirvientes yendo y viniendo a por
licor. Y Ciredor no llevaba tanto tiempo en la ciudad, ni había sido el anfitrión de ninguna
gran fiesta, por lo que ella sabía, para que se explicara tal suministro de alcohol. Allí había
algo más. Comenzó un cauto examen del lugar.
En el muro del fondo, Tazi halló lo que estaba buscando: una puerta cerca de unas
barricas de cerveza. Por experiencia procuraba no dar pasos en falso. A la derecha de la
puerta, estaban apiladas varias cajas de mercancías. Se encaramó hasta la última, la cabeza
le quedó prácticamente pegada al techo. Desde aquel ángulo, podía inspeccionar mejor las
posibles trampas o defensas de la puerta. Extrañamente, no había nada.

—¿Es tan arrogante —suspiró con incredulidad— como para pensar que nadie se
atreverá a venir aquí? Vaya, vaya. Tiene mucho que aprender de la vida.

La cerradura era pan comido, y la puerta pronto se abrió para revelar una habitación
limpia y seca. Unos hechizos que se activaron por el movimiento de la puerta desterraron la
oscuridad pero revelaron algo tan nauseabundo que la bilis se agolpó en la garganta de Tazi.
Mucho había visto en los años que llevaba visitando el Barrio Sangriento, e incluso en otros
lugares, pero algo como aquella atrocidad.

La habitación era una antecámara con dos puertas. En el fondo, contra la pared,
había un diván atiborrado de almohadas. A su lado, había un escritorio cubierto de rollos de
papel y pergaminos, y en la esquina reposaba una caja fuerte. El suelo estaba embaldosado
con dos tipos de losas, unas más oscuras y las otras más claras. Las oscuras dibujaban un
círculo enorme, con un diámetro que medía poco más que una persona de talla media. Sin
embargo, era lo que reposaba dentro de él lo que conmocionó a Tazi.

En el centro del círculo se hallaba lo que debía de haber sido un adolescente. Los
harapientos restos de sus ropas lo delataban como un habitante de los barcos, una de las
muchas almas que vivían en navíos amarrados en la Bahía de Sélgont. Uno más entre
aquellas hordas de gente anónima, uno al que nadie echaría en falta, uno del que nadie
denunciaría su desaparición. Precisamente como podría ser el caso de una extranjera recién
llegada. El chico yacía con los miembros demencialmente estirados. Sus ataduras no tenían
ningún sentido.

Lo habían rajado de arriba a abajo. La piel de su torso estaba abierta de par en par
como las páginas de un libro. Cada uno de sus principales órganos se había colocado cerca
de su cuerpo. Con ojos horrorizados, Tazi vio que los vasos sanguíneos y el tejido
conjuntivo todavía mantenían unidos esos órganos con su cuerpo. Le habían cortado los
músculos de los huesos y los habían dejado a su lado. Casi contra su voluntad, se acercó a
él. El olor metálico de la sangre estaba por doquier.

Tazi pudo ver que le habían extraído los intestinos, los cuales se habían dispuesto
siguiendo extrañas pautas. Parecía que constituían mensajes, pero para la atónita ladrona no
significaban nada. Salvo por un signo que había visto antes, aquella misma noche: el tatuaje
en el brazo de Fannah. Una marca que llevaban tanto la extranjera como Ciredor.

«¿Planea esto para Fannah?», se preguntó. Sin embargo, lo que en el aquel momento
Tazi tuvo que aceptar era que el muchacho ¡todavía respiraba! Algún abyecto sortilegio
hacía que sus pulmones respiraran y su corazón latiera. Sus labios se movían sin decir nada
y de cuencas vacías de sus ojos fluían lágrimas de sangre. Con el corazón roto, Tazi
comprendió que ya nada se podía hacer por él, y que debía librarle de su agonía. Cualquier
médico llegaría tarde. Estaba más allá de toda curación.

—Pero ¿cómo? —se preguntaba—. ¿Cómo ha sido capaz de hacer esto? —


Lentamente, la joven avanzó sobre la postrada figura.

Una fría mano agarró su hombro y un grito desgarró su garganta. Como un


torbellino, Tazi se giró al instante al tiempo que desenvainaba la daga. Plantado allí, con
una sonrisa que iba extendiéndose de oreja a oreja, estaba Ciredor. Todavía vestía su
disfraz; parecía una salamandra maligna. La máscara le colgaba a la altura de los hombros.
Pese a sacarle una cabeza a Tazi, su apuesta corpulencia hacía que pareciera incluso más
alto. Su cabello negro era muy espeso, aunque lo llevaba cortado a cepillo. Y el gran bigote
y la perilla acentuaban la delgadez de su rostro. Pero tras lo que acababa de ver Tazi, ya no
le parecía tan atractivo.

—Qué encantadora sorpresa encontrarte aquí, Thazienne Uskevren. Me sentí


defraudado cuando vi aparecer a tu torpe sustituta en la fiesta. Creí que ya no tendría la
fortuna de verte esta noche —dijo Ciredor mientras, poco a poco, caminaba en torno a ella
—. No habría tardado en traerte aquí pero, al parecer, no podías esperar.

Bajo la luz tenue, presa de horror, Tazi contempló cómo su diamante destellaba en la
oreja izquierda de Ciredor.

La puerta se cerró de un portazo tras ella. La joven saltó y alzó la espada. Ciredor no
prestó la menor atención al arma. Pasó ante ella, camino de su escritorio.
Despreocupadamente, comenzó a clasificar algunos de los rollos de papel y pergaminos que
había allí, de un modo tan absorto que parecía ignorar la presencia de la joven. El corazón
de Tazi le martilleaba en el pecho. Y volvía a tener la boca seca.

—¿Qué eres? —alcanzó a decir casi sin voz—. ¿Cómo eres capaz de una cosa así?
—dijo señalando al chico con una mano temblorosa.

Ciredor apenas apartó la vista de sus papeles.

—Oh, ¡vamos! Thazienne. Eres una chica brillante. ¿Por qué haces preguntas tan
tontas? —Dejó el escritorio y avanzó hacia ella—. Soy mago, por supuesto, y algunos
sortilegios exigen un alto coste. Esto —señaló con la cabeza al chico— no es nada, en
absoluto. Dispongo de muchos que, como él, llevan mi signo repartidos por todas partes.
Cuando uno se apaga, siempre hay otro que ocupa su lugar. —Con una simple oscilación de
su mano, Tazi perdió la espada, que dio vueltas en el aire hasta aterrizar con un hueco
sonido metálico en el suelo. Con su dedo índice levantó el pálido rostro de la joven para
encontrarse con su mirada—. Todo exige un precio, bella Thazienne.

De un manotazo, la joven apartó el dedo de Ciredor y con torpeza retrocedió un


poco.
—¿Qué negocios te traes con los Soargyl? —preguntó para hacer tiempo, y hallar un
modo de huir. Era muy consciente, pese al horror que sentía, de que la muerte, o algo peor,
la esperaba a la vuelta de la esquina. Tenía que haber un modo de salir de allí.

Ciredor respondió:

—He sido contratado por, cómo lo diría, esas «amistades» de tu familia para que
lleve a término ciertas tareas. Aunque ellos no preguntan tanto, a pesar de lo mucho que
pagan. —Se acercó a ella—. Y, sí, preguntan por ti, entre otras cosas —susurró mientras
caminaba en torno a ella—. Pero tú puedes hacerme una oferta mejor. Al fin y al cabo, ellos
sólo tienen mi lealtad temporalmente.

De súbito, la entrada a la habitación se vino abajo. Tanto Tazi como Ciredor


perdieron el equilibrio al tiempo que hasta los cimientos temblaban y los escombros
volaban en todas direcciones. Steorf irrumpió en la estancia con los ojos llameantes, igual
que un espíritu vengativo. Había dejado de ser una sombra. Mientras se quitaba el polvo de
los ojos, Tazi pensó que no recordaba haber visto al joven mago de aquel modo. Sin
dudarlo un instante, Stcorf agarró por los hombros a Ciredor y lo estrelló contra la pared
más próxima, proporcionando al mago el mismo castigo que habían recibido sus tres
sirvientes en el piso superior. Steorf hubiera debido rematar su tarea, pero se detuvo un
momento para mirar, dibujándosele la preocupación en el rostro, cómo Tazi se ponía de pie
tambaleándose. Aquella preocupación fue su perdición.

Ciredor reaccionó. Unas sutiles chispas verdosas surgieron de sus manos e hicieron
volar al joven mago en medio de un estallido. La musculosa espalda de Steorf absorbió lo
peor de la explosión. Sin embargo, la fuerza del estallido lo aturdió y se desplomó sobre el
suelo.

Tazi aprovechó la distracción para ir a recuperar la espada, pero no llegó lejos.


Ciredor susurró unas palabras y la joven se vio lanzada contra el suelo, quedando la espada
a sólo unos atormentadores centímetros de su alcance. El dolor la atenazó. Se replegó como
un ovillo. Tenía la boca espesa por el sabor de la sangre y el miedo.

—Querida, querida Thazienne, da la impresión de que nunca madurarás —dijo


Ciredor riéndose entre dientes—. Has dedicado demasiado tiempo de tu corta vida a las
diversiones. —Mientras hablaba, comenzó a rodear su maltrecho cuerpo—. Mírate —
continuó, saboreando el momento—, todavía te disfrazas como los niños pequeños. ¿No te
parece que ya va siendo tiempo de que crezcas? —Hizo otro gesto, y Tazi percibió que la
luz en la estancia se hacía más tenue, antes de que un dolor ardiente y cegador le enturbiara
la visión.

De algún modo, rodó y pudo ponerse de rodillas, con la frente contra las frías losas.
Tenía la sensación de que el cerebro le ardía. Mil dagas le acuchillaban la cabeza. Gotas de
sangre empezaron a rezumar en su cabeza al tiempo que el cabello le crecía a una velocidad
increíble. Combatió aquella agonía apretando los puños. A pesar de todo aquel sufrimiento,
sintió cómo su anillo con esmeralda le mordía el dedo. Confusamente, en su enfebrecida
cabeza resonaron las palabras que le dijo un mago con quien se cruzó hacía ya años, cuando
era una niña.

—Eso está mejor —dijo Ciredor en tono conciliador—. Ahora te pareces más al
viejo retrato que los Soargyl me enviaron. Ese cabello corto no te favorece. ¿Sabes?, puede
que incluso os mantenga con vida durante un rato.

Obcecadamente, Tazi alargó la mano para coger la espada. Ciredor la alejó de un


puntapié.

—Me cuesta creer que hayas conseguido sobrevivir durante tanto tiempo, pequeña
—le reprendió Ciredor—. No estás preparada para esta vida.

—Puede que te sorprenda de lo que soy capaz —le escupió Tazi como respuesta,
obligándose a mirarle fijamente a través de la sangre y del cabello, que ahora le llegaba a la
cintura. Steorf se había levantado y avanzó a tumbos hasta quedar de pie tras ella.

Con una risilla socarrona, Ciredor movió la cabeza hacia Steorf y comentó:

—Ni tu protector a sueldo será capaz de salvarte de este fuego.

—Yo no le pago ningún sueldo —gimió Tazi, todavía doblada de dolor.

—Oh, perdóname —respondió4Ciredor con una reverencia burlona—, quería decir


el protector a sueldo de tu padre.

Aquellas palabras se filtraron hasta su mente a través de la agonía de su cuerpo. Y


olvidando su inmediato peligro, Tazi le preguntó:

—¿Qué quieres decir?

Ciredor sonrió y cruzó los brazos sobre el pecho. Difícilmente un gato podría
obtener mayor placer jugando con un ratón. Tazi notaba que aquel juego le divertía a
Ciredor, que todo el dolor que aquella estancia rezumaba era delicioso y adictivo para él.

—¿Tratas de decirme, Thazienne Uskevren, que desconoces las maquinaciones de tu


padre? ¿De verdad que no sabías que durante estos últimos siete años ese aprendiz de mago
—se detuvo un momento para señalar a Steorf— ha estado al servicio de tu padre?
Únicamente estaba a tu lado porque tu padre ¡le pagaba!

Tazi, vacilante, logró ponerse en pie, y lentamente se giró hacia Steorf. En el rostro
de la joven las emociones se dibujaban como la cera se deshace en una vela. Acabó por
arder en ella una furia oscura. Por primera vez en su vida, Tazi daba una imagen espantosa.
Steorf dio un paso atrás.

—¿De que está hablando? —dijo entre dientes.


—No es lo que parece —se apresuró a responder Steorf.

—Entonces, sencillamente esta serpiente está destilando veneno para ponerme


contra ti. ¿Es eso lo que quieres decirme? —gruñó. En su voz no había compasión.

—Soy tu amigo —respondió Steorf—. Siempre lo he sido.

Tazi no cedió:

—¿Aceptas dinero de mi padre?

Steorf bajó la cabeza, incapaz de sostener la incendiada mirada de Tazi.

—Me temo —siguió, apretando los dientes— que me está costando oírte.

Ciredor se apoyó en una pared sonriendo ampliamente ante la escena que estaba
desarrollándose. Era evidente su predisposición a dejar que aquello siguiera su curso un
poco más.

—Sí. Acepto dinero de tu padre —susurró Steorf.

El mundo de Tazi se vino abajo. Se frotó los ojos para evitar que manaran unas
lágrimas que pugnaban por salir. Su rabia se desbordó y su mano derecha se cerró en un
puño. Levantó el brazo con ánimo de asestarle un buen golpe.

Ciredor ya no podía contenerse más. Aplaudió con gran placer aquella patética
escena que estaban ofreciendo. Antes de que Tazi pudiera propinarle el puñetazo a su
fracasado rescatador, el mago masculló una palabra y una luz verde brotó de sus manos
extendidas. La luz se dividió y se transformó en cuatro bolas fulgurantes, cada una de ellas
encontró el camino hacia los tobillos y muñecas de Steorf. El joven mago se vio elevado y
sujeto contra la pared con la misma eficacia que si lo agarraran unas esposas de hierro. El
joven se resistió, pero nada de su arsenal mágico podía oponerse a la fuerza arcana de
Ciredor. Este, en medio de la creciente oscuridad, se giró para enfrentarse a Tazi una vez
más.

La sangre le caía por la cara y el cuello. El largo cabello que le había crecido se
había apelmazado en algunas partes. Sus prendas colgaban a jirones. Apenas podía
mantenerse de pie. Pero una leve y sombría sonrisa se dibujó en sus labios.

—Ya es suficiente, pequeña. Es hora de que nos vayamos —sentenció Ciredor.


Apretó sus manos y brotó de ellas una intensa luz verde.

«Este anillo no es algo que pueda tomarse a la ligera —la advertencia de Durlan, un
elfo lunar, resonó en la cabeza de Tazi—. Ese hechizo tiene un precio —le había informado
hacía muchísimo tiempo—. Sentiréis un enorme dolor, más intenso que nada que podáis
imaginar, y os dejará exhausta. Sin embargo, ese mismo anillo os mantendrá a salvo de
cualquier magia diabólica».

Mientras aquel rayo mortal volaba hacia ella, Tazi extendió su mano izquierda y
pronunció una palabra antigua. El dolor sentido en el primer ataque de Ciredor no fue nada
comparado con los cuchillos al rojo que se le clavaron en el cuerpo. Se formó un escudo
grisáceo ante ella que repelió el ataque del mago.

Ciredor se quedó sorprendido. Su magia no le había fallado jamás.

Tazi percibió su vacilación. Casi cegada por el dolor, deslizó su mano derecha
dentro de una bota y agarró su daga. No se trataba de lanzar la daga por diversión en El
Zorro Vapuleado. En aquel momento, su vida dependía de su habilidad. Y lanzó el arma.

La daga se clavó en Ciredor debajo de su corazón. En su rostro se dibujó una mezcla


de sorpresa y consternación; se dobló hacia adelante y cayó de rodillas. Tazi no perdió la
oportunidad. Había notado que las luces titilaban y perdían intensidad en el curso de la
pelea, y sospechaba que el combate estaba agotando a Ciredor, aunque a este todavía le
quedaba una reserva. La única posibilidad era el chico. De algún modo, aquella vida que se
apagaba alimentaba a Ciredor.

Mientras el mago trataba de sacarse la daga, Tazi atravesó corriendo la estancia para
llegar al diván. Agarró un almohadón y, tambaleándose, fue hacia donde el chico yacía.
Sólo podía hacerse una cosa. La joven se arrodilló, ya sin sentir dolor, y se inclinó sobre el
muchacho.

—Lo siento en el alma —susurró vertiendo unas lágrimas—, jamás tuviste una
oportunidad. —Puso la almohada sobre la cara del desafortunado y apretó con todo el peso
de su cuerpo.

El muchacho apenas duró. A Tazi no le llevó mucho quitar su primera vida.

La habitación casi estaba ya a oscuras. Los grilletes que sujetaban a Steorf


comenzaron a parpadear. Ciredor, que había logrado extraerse la daga, trató
desesperadamente de frenar la pérdida de sangre con parte de su ropa. Las cosas no estaban
yendo como había planeado. Herido y casi sin energía, cedió.

—Apenas he empezado contigo, Thazienne Uskevren —la amenazó sombríamente


—. Tú y yo estamos unidos, y el final aún no se ha escrito.

Y dicho aquello, tiró a un lado la daga e hizo acopio de sus últimas energías
mágicas. Un gran resplandor llenó la oscura estancia. Cuando finalmente se desvaneció y
las estrellas danzantes abandonaron los ojos de Tazi, Ciredor no estaba. En la habitación
sólo quedaban Tazi, Steorf y un montón de cenizas que había sido el cuerpo del chico.

Durante un tiempo, no hubo sonido alguno en el lugar. Tazi se había limitado a


arrodillarse al lado de las cenizas del chico y se mecía de atrás adelante con las manos
sobre las rodillas. Al poco, sintió una mano en su hombro.

De un manotazo se deshizo de ella y se puso en pie de un salto.

—No se te ocurra tocarme —le advirtió a Steorf con los dientes apretados. Este la
miró con una mezcla de asombro y fatiga—. No tienes derecho, estoy segura —añadió con
una risa amarga— de que mi padre no te paga para eso.

—Tazi. —Steorf comenzó a hablarle débilmente, pero ella no le dio la oportunidad


de seguir.

—Dime, ¿cuánto te está pagando? ¿Cuánto vale tu lealtad?

Steorf parecía destrozado. A pesar de ella misma, la joven vio que lo que dijo a
continuación el joven mago aún lo envilecía más.

—Por favor, no hagas que suene tan horrible, Tazi. Todo el mundo tiene un precio.
Deberías tenerlo presente. En esta ciudad todo se compra y se vende. No te horrorices.
Incluso tú tienes un precio. —Y tras un instante, añadió—: Te he sido siempre fiel.

—¿Y cuántas monedas harían falta para que fueras leal a alguien más? —La joven
se alejó de él. No le permitió que la viera así. Sería la más amarga de las derrotas, y aquella
noche no quería perder nada más. Al mirar hacia abajo, a lo que quedaba del chico, cambió
de tema—: Ocúpate de esto.

Aferrándose a aquella oportunidad, Steorf dijo precipitadamente:

—No te preocupes, me encargaré de que sus restos tengan un lugar de descanso. —


Avanzó un paso hacia Tazi, pero ella no quería saber nada de sus intenciones.

—Al fin y al cabo, para eso se te paga, ¿no? ¿No es para cuidar y limpiarlo todo
detrás de mí? —Sin esperar su respuesta, ausente, recogió la daga y cogió la mayoría de
aquellos rollos de papel y pergaminos que parecían tener tanta importancia para Ciredor.
No tenía las ideas claras, pero era consciente de que en los próximos días necesitaría toda la
información que pudiera reunir acerca de él. Avanzó hacia la puerta a grandes pasos.

—Espera —le gritó Steorf—. Permite que te acompañe a casa.

—No te preocupes —gruñó, sin darse la vuelta—. De lo único que debes protegerme
a partir de este momento, es de mi rabia contra ti. —Tras lo cual, se marchó.

Una vez en la calle, Tazi se apoyó contra una pared y se llevó una mano a la boca.
Las lágrimas estaban apunto de manar. Un caudal de recuerdos empezó a desfilar por su
mente: las ocasiones que ella y Steorf habían pasado juntos, las huidas por los pelos, las
aventuras y las bromas. Todo aquello parecía quedar muy lejos en aquel instante, como si
fueran los recuerdos de otra persona. Todo cuanto había considerado cierto se desvanecía
en aquellos momentos. Estaba más sola que nunca.

Dificultosamente, recorrió el corto trecho que iba de la calle Sarn hasta el Palacio de
las Tempestades sin ser vista por nadie. Habría sido muy complicado, sino imposible,
explicar su aspecto, pues parecía a un tiempo una noble y una ladrona. Se movía
automáticamente. Cuando entró en la casa de su familia, la fiesta ya hacía horas que había
acabado; se dejó caer en la primera silla que encontró en el penumbroso salón de la planta
noble. Mientras reposaba en aquel estado, Cale, que todavía estaba limpiando tras la partida
de los invitados, la descubrió. El aspecto que ofrecía lo dejó atónito.

—Thazienne —se le escapó entre los labios—, ¿qué te ha ocurrido? —La imagen de
la chica, con la ropa a jirones y ensangrentada, y con los cabellos largos de nuevo, lo
impresionó de tal modo que la tuteó.

Tazi levantó sus vidriosos ojos hacia la tez pálida del mayordomo.

—Oh, Erevis… —dijo casi sin aliento.

La cara demacrada y pálida de Cale no le había parecido jamás tan entrañable como
en aquel momento. Sin embargo, la sombra de una duda se apoderó de ella. Se contuvo
antes de abrir la boca y, tras un momento, le preguntó

—¿Tienes un precio, Cale? Es decir, aparte de lo que mi padre te pague por tu


lealtad y servicios, ¿tienes un precio?

Cale se quedó callado. Aquella noche, algo había cambiado en aquella niña que
siempre estaba sonriendo. No estaba seguro de cómo proceder.

—No importa, Cale —siguió diciendo Thazienne fatigadamente—, sé que nos eres
leal. Pero supongo que debo ser cauta. Algún día, también podrías ser leal a alguien más.

Dejó al perplejo Cale y se giró para subir con sumo cuidado la escalinata, en
dirección a sus habitaciones del primer piso. Aquella noche, le dolían el cuerpo y el alma.
No le habría importado si alguien de la casa la hubiera descubierto con aquel aspecto
aquella noche, pero nadie lo hizo. Era ya demasiado tarde para su familia y la servidumbre.
Llegó a sus aposentos sin cruzarse con nadie.

Una vez en ellos, se dirigió a su tocador para hundirse en la butaca que había al lado.
Una parte de su mente sabía que tenía que asearse, librarse de la sangre y la suciedad, y
cortarse aquellos largos mechones. Pero estaba exhausta. Se descubrió mirándose en el
espejo, no reconoció a la mujer que la estaba mirando. El cambio iba más allá de la sangre
y el cabello; estaba teniendo lugar a un nivel más profundo. Y entonces, se sorprendió
recordando al chico y el modo en que ella acabó con su vida.

Con movimientos lentos, como si estuviera bajo el agua, alargó una mano
ensangrentada para tocar el rostro del espejo. «¿Qué precio tiene —se preguntó— mi
vida?».

La mujer del espejo permaneció en silencio.


EL SEGUNDO HIJO

TREINTA DÍAS

Dave Gross

A través del Bosque del Arco, Talbot Uskevren huía para salvarse.

Oscuras ramas le azotaban el rostro mientas los matojos se le aferraban a la capa.


Una horrenda fuerza tiraba de ella, empujándole la cabeza hacia atrás dolorosamente. El
cierre se le clavó en el cuello antes de romperse y caer con la capa. Tal estuvo a punto de
tropezar pero las botas se le clavaron en el resbaladizo suelo y de nuevo echó a correr. No
se atrevió a mirar atrás.

La criatura estaba casi sobre él, Tal oyó su trabajosa respiración, notó el gran calor
que emanaba. Se imaginó la espantosa dentellada de sus fauces en su cuello, pero apartó la
idea de su mente y concentró todas sus fuerzas en sus cansadas piernas.

Corrió hacia el único faro que podía ver, unas nubes iluminadas por la luna. Si
recordaba correctamente, por ahí había un claro. Confiaba en que algunos de los demás
hubieran escapado y esperaran allí con las lanzas.

Justo cuando renacía su esperanza, Tal chocó con una rama. El golpe lo lanzó al
suelo y lo dejó sin aliento. Su perseguidor voló sobre él, y no le alcanzó por poco mientras
eclipsaba brevemente las nubes iluminadas. La rama que había golpeado a Tal se partió
bajo el peso de la criatura, y la bestia cayó pesadamente al suelo, bloqueando el camino de
Tal.

Tal no podía distinguir la forma del animal, pero notó su energía cuando se tensó
para atacarlo. Con el miedo atenazándole el cuerpo, Tal se apartó rodando justo cuando la
criatura saltaba sobre él. Fue demasiado lento, y lanzó un grito cuando unas garras le
arañaron la espalda.

Tal trató de tirarse hacia la derecha, pero unas fauces rugientes se cerraron sobre su
brazo. Tal se agitó tan impotente como una muñeca de trapo entre los dientes de un perro
rabioso. Voló por los aires y de nuevo se estrelló dolorosamente contra el frío suelo.

Mientras trataba de ponerse de rodillas, otro golpe le sacudió la cabeza. Sintió como
si le saltaran chispas del cráneo y notó una fría humedad bajo el cabello. La imagen de su
cerebro al descubierto le cruzó por la cabeza, y abrió la boca para gritar, pero ya estaba
corriendo de nuevo, ahorrando el aliento para la huida.

Ya no sentía las piernas, y el brazo izquierdo le colgaba inútil. Corrió por pura
fuerza de voluntad, por puro terror. Sabía que la bestia sólo estaba a unos centímetros a su
espalda, pero mirar hacia atrás era la muerte. Lo sería mientras siguiera dentro del mortal
Bosque del Arco, donde los osos lechuza, por lo visto, no invernaban.

Tymora, la diosa conocida como Señora de la Suerte, debió de oír una de sus
incompletas plegarias, porque Tal no se dio con más árboles hasta salir como una
exhalación del sofocante bosque.

Saltó al claro, henchido de esperanza, pero se dio cuenta de que Beshaba, la


Doncella de la Desgracia, también debía de haber oído alguna de esas plegarias, porque
aquello no era un claro.

Era un precipicio.

Tal giró el cuerpo mientas se despeñaba, y el breve instante de su caída se convirtió


en un larguísimo momento de absoluta claridad. Vio la enorme silueta de su perseguidor,
recortada contra las nubes teñidas de luz de luna. Se hallaba en el borde del abismo hacia el
que Tal había corrido, y parecía plantearse si saltar detrás de él.

—¡Rusk! —llamó una áspera voz desde detrás de la bestia. Antes de que Talbot
pudiera ver si el animal retrocedía o saltaba tras él, la oscura tierra se alzó hacia él y el
golpe le privó de los sentidos.

Un duendecillo le golpeaba la cabeza con un minúsculo garrote, así que Tal abrió
reacio un pegajoso ojo. Trató de alejar la molestia de un manotazo, pero sólo consiguió
darse en el ojo. Tenía el brazo débil, y notaba los dedos hinchados y dormidos, como
salchichas frías.

Esa idea hizo que los cómplices del duendecillo prorrumpieran en risas en su
madriguera, dentro del estómago de Tal. Este se volvió de lado y vomitó sobre el suelo.

Miró parpadeando la fina masa amarillenta, casi esperando ver a esos pequeños
incordios empapados escurriendo sus gorras y maldiciéndolo. Quizá pudiera chafar a uno.

No había duendecillos en su vómito, y Tal empezó a darse cuenta de que el rítmico


golpeteo venía de fuera.

Tragó saliva dolorosamente. El asqueroso sabor que tenía en la boca le resultaba


conocido. ¿Qué desagradable medicina le habrían dado? ¿Cuánto tiempo llevaba
durmiendo? Haciendo un esfuerzo, volvió a tumbarse y miró parpadeando lo que lo
rodeaba.
Estaba en una cabaña desconocida. Claro que cualquier cabaña le era desconocida a
un vástago de los Uskevren, cuyo palacio se contaba entre los más elegantes de Sélgont. En
vez del cálido aroma del incienso, Tal percibió el terroso olor del humo de leña. En lugar de
los elaborados tapices, vio manojos de hierbas secándose y ristras de ajos, cebollas y una
confusa mezcla de raíces colgando de unas vigas. Y en medio de todo, un hogar de piedra
donde danzaban las llamas entre leños requemados.

Un aire frío y unos delgados rayos de luz se colaban por debajo de la rosca puerta de
madera y los listones de los sencillos postigos. Tal tomó una profunda bocanada de aire. A
pesar de encontrarse enfermo, era magnífico estar vivo, y mejor aún que alguien que no
fuera su padre lo hubiera rescatado después de la desastrosa cacería. Recuperarse en el
hogar de un habitante de los bosques le daría el tiempo suficiente para poner buena cara
ante el fracaso.

Tal dejó de engañarse. Eso era mucho más serio que pasar la noche en prisión por
una pelea de taberna. Por lo que sabía, era el único que había sobrevivido de todo el grupo
que había salido de caza.

Tal intentó sentarse, pero la cabeza le dio vueltas. Sólo entonces comenzó a sentir el
penetrante dolor de sus heridas. Con cuidado, alzó la manta de lana y comprobó sus
heridas.

Tenía el brazo derecho pulcramente vendado y sujeto al pecho, también cubierto por
vendajes. Le picaba el cuero cabelludo, y notó más vendas en la cabeza. Tal se tanteó el
cráneo con cuidado y, por suerte, no encontró que le faltara ningún trozo de hueso. Quien
fuera que lo había encontrado debía de ser un hábil curandero, quizá incluso un sacerdote.
Tal no prestaba demasiada atención a los dioses, pero se prometió acordarse de donar su
presupuesto para cerveza del mes siguiente al santuario de Tymora, en Sélgont. Sin duda, le
había concedido suficiente buena suerte como para compensar el lamentable error del
precipicio.

Tal intentó incorporarse de nuevo. Consiguió apoyarse en el codo sano y llevar los
pies al suelo. La espalda le dolía y le picaba por estar demasiado tiempo tumbado en un
colchón de paja; Se dio cuenta de que el rítmico sonido de los hachazos había sido
reemplazado por unas voces amortiguadas.

Se levantó de la cama, pero no pudo erguirse completamente. Encorvado, arrastró


los pies hasta la ventana y miró a través de una rendija de los postigos. El resplandor de la
nieve lo deslumbró al principio, pero luego vio un pulcro montón de leña y el tocón sobre el
que cortaban los maderos. Sobre el tocón se hallaba sentada una persona tan envuelta en
chales y abrigos que Tal supo que se trataba de una mujer sólo por la voz. Estaba hablando
con alguien que Tal no podía ver.

—… ido ya. Coge un poco para Abell. Date prisa y estarás de vuelta antes de la
noche.
—¿Y si no funciona? —replicó otra voz de mujer, más joven. Tal trató de correr el
cierre del postigo para ver mejor, pero la joven añadió—: Tendremos que matarlo, ¿no?

Tal dejó los postigos cerrados. Se acuclilló, por si alguna de las mujeres miraba en
su dirección.

—Si podemos hacerle dormir durante otros diez días —contestó la anciana—, y si
Dhauna Myritar lo aprueba, y si él se somete a la voluntad de Ella…

—Y si el grupo de búsqueda no regresa… —concluyó la joven—. Incluso con la


nieve fresca, no pienso que se creyeran…

—Feena —la interrumpió la anciana—. Ninguno de esos síes importará a no ser que
hagas tu recado bien pronto.

—Sí, madre —replicó Feena, resignada. Tal oyó los reacios pasos crujiendo sobre la
nieve al alejarse la mujer.

—No te entretengas —le gritó su madre. El ruido de los hachazos empezó de nuevo
—. Es un chico robusto y está recuperando la fuerza.

Un estremecimiento recorrió las venas de Tal. No tenía ni idea de por qué esas
mujeres querían matarle, pero debía de tener algo que ver con el ataque que había sufrido
su partida de caza. ¿Habría ordenado ella a los osos lechuza que cargaran contra el
campamento? Y de ser así, ¿por qué no lo habían matado ya?

La respuesta más evidente era: por un rescate.

El padre de Tal había puesto objeciones a esa partida de caza por muchas razones.
Entre ellas, la constante amenaza de que raptaran al hijo de uno de los hombres más ricos e
influyentes de Sélgont. En la ciudad, Tal estaba casi siempre bajo el escrutinio público, y él
siempre había sospechado que su padre enviaba a guardaespaldas para que lo siguieran a él
y a sus hermanos. Tal intentaba que no le importase, mientras nunca los viera y no se
metieran en sus asuntos.

Pero un rapto no parecía la respuesta correcta. Cierto, la partida de caza estaba


formada casi por completo por vástagos de familias adineradas, pero los ruidos que Tal
había oído la noche que los atacaron no eran los que uno podría esperar si sus amigos
estuvieran siendo apresados. Era el de estar haciéndolos pedazos.

Tal sintió un escalofrío. El fuego estaba bajo. Sabía que, pronto, la madre de Feena
regresaría con más leña.

Pensó en volver a la cama, fingir que estaba dormido y esperar la ocasión para
escapar, pero se dio cuenta de que esa podía ser su única oportunidad. Calculó la posición
de la puerta respecto de la anciana. Sí, lo vería si trataba de salir por ahí. Pensando de prisa,
Tal buscó su ropa. No vio su camisa por ninguna parte, pero encontró las botas bajo la
cama. Trató de ponérselas con sólo una mano y a punto estuvo de perder el equilibrio. A
toda prisa, buscó algo semejante a un cuchillo en los cajones de un mueble, y finalmente
encontró un corto cuchillo de cocina.

Cortó la tira que le sujetaba el brazo al pecho, y luego lo extendió con cautela,
haciendo una mueca en espera del dolor. Sorprendentemente, el brazo parecía sano, si bien
algo entumecido por la larga inmovilidad. Cortó los vendajes. Debajo, las cicatrices eran
rosadas y tenues. Aunque alguien hubiera empleado algún tipo de curación mágica, lo
lógico es que tuviera algunas costras.

¿Cuanto tiempo había estado dormido?

Con el cuchillo, Tal hizo unos cortes en dos mantas de lana para confeccionarse un
rudimentario tabardo, y luego se hizo un cinturón de cáñamo para asegurarlo. Finalmente,
se puso las botas con ambas manos. No sólo no le dolía el brazo herido, sino que sintió un
arrebato de estimulante energía. Sabía que era la tensión del miedo, pero le aclaró la cabeza
y le dio fuerza en los miembros.

Se acercó sigilosamente a la puerta y se puso a escuchar. No oyó ruidos de hachazos,


sólo un gruñido apagado y un crujido cuando agarraron la puerta por el otro lado. Tal tuvo
un instante de indecisión. No estaba seguro de ser capaz de pegar a una anciana. Por otra
parte, tampoco estaba muy seguro de no ser capaz de matarla. Sin pensar, agarró un saco de
arpillera de la pared, se lo envolvió en la mano, cerró el puño y esperó.

La puerta se abrió, y Tal vio a un bajo bulto cargando un enorme fardo de leña. El
puñetazo de Tal dio justo en el centro del fardo. Los leños salieron volando en todas las
direcciones y la anciana cayó al suelo, atontada.

—¡Perdón! —soltó Tal.

Sintió una aguda punzada de culpa cuando vio la sorpresa en el rostro de la anciana,
un rostro ovalado, matronal e incluso amable, pero recordó que ella podía ser la hechicera
que lo había curado. Una sola palabra de ella podía ser suficiente para derrotarlo.

—Perdón —repitió y la golpeó contra el suelo.

Esta vez los ojos de la anciana se quedaron en blanco y luego se cerraron. Con una
mueca de apuro, Tal le puso la oreja sobre la boca. Para su alivio, la oyó respirar.

Cogió en brazos ala mujer y la llevó a la cama. Pesaba mucho menos de lo que él se
había esperado, o él estaba más fuerte de lo que creía.

—Feena volverá antes de la noche —dijo a la anciana.

Se sintió tonto consolando a una mujer inconsciente que quería matarlo, pero aun así
le acarició la enrojecida mejilla antes de empezar a irse, deseando saber exactamente por
qué la mujer planeaba mantenerlo escondido.

Fuera, Tal entrecerró los ojos antes el blanco paisaje. En la distancia estaba lo que
supuso que era el linde del Bosque del Arco. A juzgar por eso y por la posición del sol,
calculó cuál sería la dirección hacia Sélgont. Sería un largo camino a pie, pero al final se
hallaba el hogar y la seguridad, y quizá unas cuantas respuestas.

El primer día fue el peor. Tal estaba mucho más hambriento de lo que había pensado
cuando escapó de la cabaña, y no tenía ni idea de cazar sin una lanza y una docena de
sirvientes para levantarle la presa. Dio gritos de alegría cuando llegó al camino de
caravanas entre Daerloon y Ordulin, justo cuando le empezaban a flaquear las fuerzas.

Al oscurecer, el viento arreció, y Tal se refugió junto a un banco de nieve para


protegerse. No podía dormir; ya había dormido demasiado. En vez de eso, escuchó el
cortante viento hasta que amainó, y luego continuó hacia el este en medio de la noche.

Unas horas antes del amanecer, la perseverancia de Tal fue recompensada con la
aparición del carro de un chamarilero. En otras circunstancias, Tal hubiera hecho valer la
promesa de un Uskevren para agradecer debidamente los servicios prestados pero,
considerando los recientes acontecimientos, prefirió omitir su apellido al pedir que lo
llevara. Por suerte, el chamarilero se sentía lo suficientemente solo como para recibir
alegremente a un pasajero desarmado. Cuatro días después, dejó a un Tal más delgado y
hambriento a las afueras de la ciudad más cercana, Ordulin, mientras él continuaba hacia el
puerto de Yhaunn.

Tymora continuaba sonriendo a Tal, quizá disfrutando de la ironía de ver al hijo de


un noble vestido con harapos y mendigando comida y transporte. Justo cuando comenzaba
a arrepentirse de la decisión de dirigirse hacia el sur, alejándose de los malcarados guardias
de la puerta de Ordulin, pidió a un granjero, que se dirigía en esa dirección, que lo llevara.
El amable tipo no sólo se ofreció a llevarlo en su carro de heno, sino que también le dio una
comida caliente todos los días. Tal decidió que compensaría a ese hombre con generosidad.

Nueve días después de la huida de Tal, el carro del granjero atravesaba las calles de
la ciudad de Overwater, parada obligada de todas las caravanas que se dirigían a Sélgont o
procedían de ella. Durante el verano, el lugar estaría rebosante de viajeros y mercaderes.
Incluso en pleno invierno había bastantes tiendas desperdigadas, carros y animales de carga
lanzando resoplidos de vaho. Tal actividad comercial basada en caballerías y bestias de
carga suponía una gran cantidad de excrementos chafados que acababan mezclándose con
el barro, formando así una acre y pringosa plasta que, en los días más cálidos, amenazaba
con tragárselo todo. El olfato de Tal agradeció ese hedor. Estaba llegando a casa.

Salieron de Overwater para cruzar el Puente Alto. Bautizado con acierto, la


estructura de siete plantas estaba flanqueada por tiendas, tenderetes, tabernas y suficientes
guardias como para mantenerlos a todos a raya. Al llegar al final, Tal vio la Puerta Klaroun.
En su frontal tenía tallados unos colosales caballitos de mar, que parecían saltar del río para
formar el arco central del puente.

Después de una larga ausencia, Tal fue muy consciente del pulso de la ciudad. Lo
percibía en el parloteo del puente, en el irregular taconeo de los cascos sobre los adoquines.
Olió el almizcle humano del lugar, disminuido pero no anulado por los perfumes
mulhorandios y las especias zhayvanas.

Miró hacia todos lados buscando a algún amigo, alguien a quien pudiera sorprender
con su milagroso regreso. Los ciudadanos de Sélgont vivían pendientes de la moda, y miles
de colores y estilos de prendas de vestir se mostraban en las calles todos los días. El
granjero había conducido su carro casi hasta el final del puente antes de que Tal divisara un
rostro conocido.

Tambaleándose fuera de una taberna, un hombre de cabello rubio casi chocó contra
una patrulla de Cetros, los guardias de la ciudad.

Con ebria gracilidad, el hombre esquivó a los cinco Cetros, tan sólo rozándoles las
capas de color verde. Los guardias lucían formidables en sus petos de cuero negro con
herrajes de plata. Uno de ellos agitó una mano ante su rostro e hizo una mueca a la nube
invisible de alcohol que rodeaba al borracho.

—Vete a casa, Chaney —le advirtió el Cetro con voz cansina. Era evidente que ya
había mantenido esa conversación con el borracho otras veces—. Sal de las calles antes de
que te arrolle un carro.

Tal puso una mano sobre el hombro del granjero.

—Espera un momento —dijo.

Adecuadamente contrito, Chaney envolvió su capa en el brazo e hizo una elaborada


reverencia inestable.

—Os lo agradezco —balbuceó, y el alborotado cabello le cayó sobre los ojos—, y


así lo haré. Tan pronto como compre una jarra para ahogar… —Se le iluminaron los ojos al
ver a Tal. Y se lo quedó mirando, atónito.

Los Cetros también miraron a Tal, luego volvieron con Chaney, frunciendo el ceño.
Uno cogió a Chaney del brazo.

—Vamos a buscarte un bonito catre en…

—Esperad —exclamó Tal mientras bajaba del carro. Los Cetros lo miraron
dubitativos, mientras Chaney seguía clavándole la mirada, incrédulo—. Yo me aseguraré de
que llegue a casa a salvo.

El Cetro que sujetaba a Chaney miró a Tal de arriba abajo con evidente disgusto ante
su improvisado atuendo. Uno de sus compañeros lo tocó con el codo, impaciente, y el Cetro
lo dejó correr.

Chaney siguió mirando embobado a Tal incluso después de que los Cetros se
alejaran. Tal le sonrió divertido.

—¿Eres Tal? —preguntó Chaney, observando la nueva barba de su amigo. Le había


crecido espesa, negra y rizada.

—Más o menos.

—¡No te cogieron! —balbuceó Chaney. Tocó con cuidado la tosca imitación de


tabardo que lucía Tal, luego se agarró a él para mantener el equilibrio—. Sólo te robaron la
ropa.

Chaney parecía minúsculo junto a su enorme amigo. Tal era corpulento, Chaney
pequeño y delgado. Sus inteligentes ojos brillaban incluso a través de la niebla de la
cerveza, y su fina nariz y afilada barbilla le daban un perpetuo aire travieso. Las suaves
mejillas suavizaban su pícara apariencia y mantenían una ilusión de juventud que le hacía
parecer el más joven de los dos, aunque en realidad, con sus veinte años, era uno mayor.

—¿Cuánto dinero llevas encima? —preguntó Tal.

Chaney iba a coger su bolsa pero Tal se le adelantó. Miró dentro, frunció el ceño y le
lanzó la bolsa al granjero del carro.

—Si te quedas en La Posada del Mirador esta noche —dijo Tal—, haré que te envíen
algo más.

—¡Ese es mi dinero! —protestó Chaney, justo cuando el granjero ya la había cogido.


Las espesas cejas del granjero se alzaron con sorpresa ante el peso de la bolsa.

—Es más que suficiente por lo que he hecho —repuso.

—Está bien así —dijo Tal. Tenía la intención de recompensar al granjero con más
dinero del que el hombre veía en una década, eso no haría mella en la asignación mensual
de Tal.

—No diré que no —accedió el granjero con un gesto amistoso. Sacudió las riendas y
continuó su camino.

Tal puso un brazo sobre los hombros de Chaney y lo hizo volverse hacia la Puerta
Klaroun.

—Vamos a despabilarte un poco.


Chaney necesitaba dormir para recuperar la sobriedad, así que Tal lo dejó al cuidado
de una casera de ceño fruncido en su piso. Poco después, Tal se hallaba ante su casa.

Era un edificio estrecho construido en piedra gris y recubierto de parras que en


primavera cubrían los muros de un verde vibrante. Se hallaba entre otros edificios
similares, todos separados de sus vecinos por un callejón.

Tal ascendió el corto tramo de la escalera y golpeó alegremente la puerta. Estaba


impaciente por ver la expresión de Eckart, su remilgado sirviente, cuando lo viera vestido
con un par de mantas y una cuerda de cáñamo.

Pasado un momento, Tal volvió a llamar a la puerta, pero sin resultado. Claro, Tal se
dio cuenta de que Eckart debía de estar en el Palacio de las Tempestades. Se metió por el
callejón, donde unos escalones descendían hasta otra entrada. Allí, Tal había escondido una
llave detrás de una piedra suelta, a pesar de las protestas de Eckart sobre los ladrones. Se
alegró de ver que la llave seguía en su sitio.

Al ir a abrir la puerta, Tal oyó un siseó. Vio sobre el alero al gordo gato atigrado del
vecino. Era uno de la docena de gatos que merodeaban por allí, y Tal lo solía ver a menudo
por los escalones, donde Eckart dejaba restos de comida o un platito de leche por las
mañanas.

—Hola, gatito —lo saludó Tal. Alzó la mano para que el animalito lo oliera, pero el
gato escupió furiosamente y desapareció.

Tal se olió y frunció el ceño ante su acre olor.

—No te culpo —murmuró—. Necesito un baño.

Ya dentro, Tal se sorprendió al encontrar la bodega iluminada por dos lámparas. Más
alarmante fue ver los estantes sin botellas de vino y una pila de cajas. Una estaba abierta,
rebosando de paja de embalar.

—No me digas que han vendido la casa —masculló para sí. Sabía que llevaba
mucho tiempo ausente, pero su familia no debía haber abandonado tan pronto la esperanza.
Metió la mano en la caja y sacó una botella de Thamalon’s Own, el caro aguardiente de
pera que su padre le había regalado ese año por su cumpleaños.

—Debo advertirte —dijo una voz remilgada y trémula desde la escalera— que estoy
armado y no tengo ningún reparo en disparar a un ladrón.

Tal borró su sonrisa antes de volverse e imitar la voz de su padre:

—¡Deja ese juguete y dime dónde infiernos has metido el resto de mi vino!

—¡Señorito Talbot! —chillo Eckart, bajó su ballesta con tanta rapidez que disparó el
dardo contra la escalera. Miró hacia abajo y palideció al ver el dardo vibrando entre sus
pies. Al volver a mirar a Tal, palideció aún más—. Pe… pe… pero pensábamos que
habíais…

—¡Aún estoy esperando una respuesta sobre el vino! —aulló Tal.

Hizo lo que pudo por no echarse a reír. Pocas veces empleaba la voz de su padre
para poner nervioso a Eckart, pero siempre funcionaba. Chaney decía que era porque
Eckart recibía las mismas broncas de su padre siempre que lo informaba sobre su hijo
díscolo.

—Está en el Palacio de las Tempestades, señorito, junto con el resto de vuestras


pertenencias. —Eckart tragó saliva al ver a Tal fruncir el ceño en una perfecta imitación de
su padre—. El señor pensó que era mejor trasladarlo toda a vuestras habitaciones en la
mansión.

Las palabras de Eckart por fin tuvieron sentido.

—Porque pensó que yo había muerto —dijo Tal con su propia voz.

—Oh, no, señorito —repuso Eckart en un tono de auténtica preocupación—. Vuestro


padre, todos nosotros, nunca perdimos la esperanza. Vuestro padre pensó que, cuando
regresarais, preferiríais la seguridad de…

—Del confinamiento… —lo interrumpió Tal, auténticamente enfadado. Su repentina


rabia lo sorprendió, porque por mucho que le molestaran los continuos mimos de sus
padres, también apreciaba su preocupación, sobre todo después de su reciente calvario.

Tal se fijó en que Eckart movía los labios en silencio; parecía un pez fuera del agua.

—No pasa nada, Eckart —repuso Tal más amable—. Me doy cuenta de que he
estado fuera una temporada muy larga.

Eckart se tragó su inquietud lo mejor que pudo, pero Tal sabía que tenía que
asegurarse de que el criado no tuviera tiempo de informar de su regreso antes de que él
pudiera presentarse en el Palacio de las Tempestades.

—Sólo ocúpate de que todo esté de nuevo en orden para mañana temprano —dijo
Tal con un brillo travieso en los ojos.

—¡Mañana! —farfulló Eckart—. Pero…

—Pero, primero, prepárame un baño caliente. ¿Sigue aquí la bañera?

—Sí, pero…
—Y llama al barbero.

—Sí, pero…

—Y tráeme ropa limpia, pero no del Palacio de las Tempestades. Compra nueva.

—Sí, pero,

—¿Tienes algo de dinero a mano?

—Sí, pero…

—Bien. Una vez que me hayas preparado el baño, llama al barbero y tráeme ropa
limpia; luego lleva cien monedas de oro a La Posada del Mirador y dáselas a un granjero
llamado Mott.

—¡Un granjero! Pero, señorito.

—Gracias, Eckart. Eso será todo.

Con una mirada de auténtico dolor, Eckart asintió. Por un breve instante, Tal se
sintió culpable por agobiarlo así.

—Oh, y ¿Eckart?

—¿Sí, señorito Talbot?

—Me alegro de verte de nuevo.

Antes de acercarse al Palacio de las Tempestades, Tal se detuvo para observar su


reflejo en las heladas aguas de una fuente pública.

Los ojos grises le brillaban bajo el cabello negro, que estaba pulcramente cortado a
la altura de sus hombros. Eckart le había conseguido unas cálidas calzas de lana, cuyo tono
gris combinaba con los acuchillados de las mangas de su jubón azul. El conjunto lo
completaban las botas altas favoritas de Tal. En una de ellas llevaba una daga. Era su
concesión a la defensa personal. Por mucho que disfrutara practicando con la espada,
odiaba enfrentarse con los bravucones de la ciudad que querían demostrar algo. A veces, ser
un hombre alto y corpulento traía más problemas que ser pequeño.

Se enderezó la capa, se alejó de la fuente y llegó al Palacio de las Tempestades.

La mansión era una de las más nuevas de Sélgont, pero a primera vista parecía como
la acumulación de fallos de una docena de arquitectos. La casa en sí era una colección de
torretas de piedra, cada una con su propio carácter. Hacía falta una detallada observación
para darse cuenta de que el aleatorio conjunto de estructuras formaban un todo unificado, si
bien bastante complejo.

Los establos y la dependencia de los guardianes formaban una doble «L» que
protegía el patio interior de la mansión, ajardinado y rodeado de árboles frutales.

Las únicas personas que permanecían en el exterior bajo el frío viento de la tarde
eran cuatro guardias de la familia. El que estaba al mando le hizo un guiño a Tal que le dijo
que esperaban su llegada. Con un suspiro, Tal le sonrió y fue hacia la puerta. Esta se abrió
ante él, y allí estaba Erevis Cale, el mayordomo de la familia.

—Me alegro de que hayáis regresado a casa, señorito Talbot —dijo el enjuto
hombre. Llevaba la cabeza y el rostro inmaculadamente afeitados, pero la ropa le colgaba
sobre el anguloso cuerpo. Curiosamente, Cale siempre parecía más alto que Tal, aunque
este le pasaba unos centímetros.

—No te sorprende verme, ¿verdad, Cale? —Tal sonrió para suavizar su decepción.
Le caía bien el mayordomo, pues tenía una extraña capacidad para saber lo que iba a
suceder antes de que pasara.

Tal nunca había acabado de decidir si ese talento era sobrenatural o simplemente
instinto criminal.

Cale sonrió levemente, una expresión rara en sus labios, una que podría resultar
inquietante para cualquiera que no lo conociera bien. A veces, la hermana mayor de Tal lo
llamaba en broma «Señor Pálido», aunque Tal nunca se atrevería a decir algo así. No tenía
ninguna duda de que Cale se enteraría, y Tal se encogía con sólo imaginarse a ese hombre
enfadado.

—No sé cómo lo haces —comentó Tal, meneando la cabeza—. ¿Sigue sin haber
ninguna posibilidad de que reemplaces a Eckart?

La sonrisa de Cale se volvió casi cálida.

—Me temo que el señor no estaría de acuerdo, señorito.

—Sí —coincidió Tal—. Sospecho que no lo estaría.

—Vuestro padre os aguarda en la biblioteca.

—Gracias, Cale —repuso Tal mientras entraba en el vestíbulo—. ¿Todos saben…?

La pregunta de Tal quedó apagada por un bólido que chocó contra él. Lo único que
pudo ver antes de que unos fuertes brazos se le echaran al cuello fue un destello de tela
escarlata y una cabellera azabache.

—¡Tazi! —dijo antes de quedarse sin aliento.


—¡Estúpido! Deberías haber venido aquí en cuanto llegaste a la ciudad. ¿Es que no
sabes lo preocupados que estábamos?

Tal le devolvió el abrazo, lo suficientemente fuerte como para que ella le aflojara la
presión y él pudiera volver a respirar. Tazi era mucho más baja que él, pero tenía carácter.

—Pensarías diferente si hubieras podido olerme cuando llegué.

Thazienne, a menudo llamada Tazi, se apartó y miró a su hermano sujetándolo con


los brazos. Tal pensó que a su hermanita se le saltarían las lágrimas, pero Tazi supo
contenerse.

—Te buscaron por todas partes, y no encontraron ni rastro de ti.

—Lo sé —repuso Tal—. He vuelto en cuanto he podido. —Y miró por encima de su


hombro como si se examinara la espalda.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Tazi.

—Me aseguro de que no me hayas pegado una cola de burro.

Se echaron a reír mientras Cale los observaba con su inescrutable flema. Por muy
bien que conociera a los hijos de los Uskevren, no conocía las muchas bromas infantiles
que Tazi le había gastado a Tal. Una vez lo convenció de que bebiera una poción que lo
dejó de color verde durante casi diez días. Leal, Tal se echó la culpa, y recibió el castigo
cuando su madre tuvo que soportar la vergüenza de verlo aparecer de tal guisa en el
Festival de la Hierba, que resultó estar programado en el momento justo.

Esa fue de las bromas menos pesadas de Tazi. La que más alcance tuvo ocurrió
cuando Tazi bordó conejitos y corderitos en toda la ropa interior de Tal, justo antes de que
este fuera a bañarse con media docena de hijos de otras familias acaudaladas. Lo bueno fue
que Tal aprendió a pelear con los puños, y volvió convertido en el luchador más formidable
de todo el grupo. Además, se hizo muy amigo de Chaney Foxmantle, que hasta ese
momento había sido la víctima preferida de los otros chicos.

—Es tan propio de ti tenernos a todos esperando… —dijo otra voz conocida desde
un corredor. Tal vio a su hermano mayor.

Thamalon Uskevren II era más conocido como Tamlin. Pese a ser seis años mayor
que Tal, era mucho más pequeño, pero se mostraba como el mayor en todo lo demás.
Estaba indolentemente apoyado en el marco de la puerta, mirándose las uñas, como si
observara en ellas su reflejo. Su elegante atuendo hacía que la ropa nueva de Tal pareciera
tan rosca como sus ropas del día anterior.

—Me alegro de que no estés muerto, hermanito.


Tazi miró a Tamlin con el ceño fruncido, quizá esperando que fuera más amable tras
el milagroso regreso de su hermano menor. Sin embargo, si le hubiera mostrado la más
mínima simpatía, Tal hubiera sospechado que se hallaba ante un impostor.

—Y yo también me alegro de que tú tampoco estés muerto.

—Ah, por fin tenemos algo en común —observó Tamlin. Le dedicó una sonrisa
encantadora, y de nuevo Tal comprendió qué veían en él sus amigos. Podría ser un tipo
encantador, siempre y cuando no fuera tu hermano.

Antes de que Tal pudiera darle una réplica adecuada, una enorme forma surgió de
detrás de Tamlin. Era Vox, el guardaespaldas mudo de Tamlin. Se alzaba por encima de
Tamlin como una montaña, con el negro cabello cayéndole sobre la cuadrada cabeza, que se
recogía en una trenza sobre el hombro izquierdo. Su tamaño y sus rasgos sugerían que tenía
sangre de ogro, y Tal lo despreciaba en secreto.

Cuando eran pequeños, Tamlin y Vox habían tirado a Tazi, que si duda estaba
chinchando más de la cuenta, por una ventana. Tras dudar entre correr para ayudar a su
hermana o darle una paliza a su hermano, Tal había ido con Tazi en vez de enfrentarse al
monstruoso Vox. Se enfureció al descubrir que le habían roto el brazo a Tazi. Tamlin había
insistido en que nadie dijera la verdad para evitar que los castigaran. Tazi perdonaba pronto,
pero desde aquel día, a Tal le había resultado imposible confiar en Tamlin, y había
empezado a odiar para siempre al bruto que le había impedido castigar como se merecía al
arrogante de su hermano mayor.

—Debo ir a ver a madre antes de presentarme ante padre —dijo Tal.

—Está en el salón pequeño —le indicó Tazi—. Acabábamos de regresar de la ópera


cuando nos hemos enterado de que habías vuelto.

—Le apretó el brazo e hizo una mueca. Sabía lo poco que le apetecía a Tal
enfrentarse a su padre después de un desastre. Él se lo agradeció con una sonrisa.

—Luego hablamos —prometió. Y se encaminó al ala oeste, evitando a Tamlin y


Vox. A Tamlin no se le escapó eso y, antes de alejarse, Tal vio que su hermano sonreía.

Shamur Uskevren se hallaba en su salón preferido. La habitación reflejaba su


personalidad, porque era femenina sin resultar delicada, lujosa pero no ostentosa. Estaba
decorada con cortinajes de color morado y media docena de cuadros, que iban desde un
sereno paisaje a una gloriosa escena de los sucesos del Tiempo de la Confusión, cuando los
dioses caminaron sobre Faerun, se hicieron la guerra unos a otros y murieron.

Tal temía que su madre aprovechara su última irresponsabilidad para soltarle otro
sermón sobre la equivocada vida que llevaba. ¿Por qué tenía que relacionarse con esos
rufianes del teatro, podría preguntar, cuando la ópera era un lugar respetable? ¿Por qué no
intentaba esculpir o pintar o componer? Al menos, ella no insistiría en que siguiera los
pasos de su padre y se encargara de los negocios familiares. Esa suerte le estaba reservada a
Tamlin, o más probablemente, a Tazi, una vez que Tamlin demostrara ser un inepto.

Sin embargo, al llegar al salón, Tal encontró a su madre con pocas ganas de discutir.

Cuando Tal entró, Shamur siguió sentada en un elegante sofá, y lo saludó con la
estudiada sonrisa reservada a los invitados de honor. A Tal se le cayó el alma a los pies,
realmente estaba muy enfadada.

—Madre —comenzó—, perdóname por toda la preocu…

—Ven aquí, Talbot —dijo ella.

Tal se arrodilló junto al sofá. Ella le miró el rostro durante un largo momento, luego
le puso la cabeza en su hombro y se la sujetó ahí.

—Madre…

—Shhh —le cortó ella, y él obedeció. Lo tuvo cogido así durante un cuarto de hora,
sin decir nada. Al final, le acarició el cabello unas cuantas veces, le alzó la cabeza para
mirarle el rostro y le dijo—: Ahora, ve a ver a tu padre.

Mientras Tal caminaba lentamente hacia el estudio de su padre, oyó el susurro de


unas zapatillas y un suave tintineo de Campanillas de plata. Una sirvienta se había retirado
a un pasillo de servicio que estaba por delante de él.

Sin embargo, cuando Tal llegó al estrecho pasillo, Tal vio que la sirvienta lo estaba
esperando, con las manos recatadamente unidas sobre la falda. Tenía la mirada clavada
respetuosamente en la alfombra.

Llevaba el vestido blanco del servicio doméstico de los Uskevren, y los colores de la
familia se veían en las aberturas de las mangas y en un chaleco ajustado dorado. De un
turbante del mismo dorado colgaban las campanillas que Tal había oído, un sistema para
avisar a los miembros de la familia de la proximidad de un sirviente.

—Señorito Talbot —dijo ella mirándolo. Sus pálidos ojos de color avellana se veían
amarillos bajo la luz de los apliques encantados del pasillo.

Tal puso su mejor cara de decepción exagerada, luego miró teatralmente a un lado y
al otro del vacío corredor.

—¿Dónde está el público que me hace ser el «señorito Talbot»? —preguntó—. ¿Has
olvidado tu promesa?

Larajin, cuatro años mayor que él, había estado con los Uskevren desde que Tal
podía recordar. De niños, a menudo jugaban juntos. Una noche de verano, después de
escaparse de los criados durante una picnic familiar, corrieron por los campos cercanos
hasta que, agotados, se tumbaron sobre el brezo y contemplaron las estrellas. Después de un
largo silencio, Larajin le dijo a Tal que esa era su última noche juntos. Al regresar al Palacio
de las Tempestades, ella debía asumir el comportamiento respetuoso de los criados.

—Pero somos amigos —protestó Tal, a sus seis años—. Eso no es justo.

—Siempre seré tu amiga, aquí —contestó Larajin indicando su corazón—. Pero


ahora debo llamarte «señorito» y contestarte sólo cuando me hables.

—Eso es una tontería —replicó Tal enfadado. Arrugó la frente y consideró las
posibles opciones.

—Si no lo hago, me castigarán —dijo ella muy sensatamente.

—Si nadie te oye, no —refutó Tal—. Cuando estemos solos, me puedes llamar Tal, y
seremos amigos y nadie lo sabrá.

Larajin parecía a punto de protestar, pero luego aceptó.

—Entonces, seremos amigos secretos.

Tal le cogió la mano con el saludo pirata secreto. Era secreto porque jugar a los
piratas le valdría una azotaina si lo descubrían. Su padre odiaba a los piratas.

—Promételo —le pidió Tal—. Siempre seremos amigos, aunque tenga que ser un
secreto.

—Lo prometo —aceptó Larajin, y le devolvió el saludo secreto, cogiendo la muñeca


de Tal, y luego cerrando el otro puño dentro de la mano de él, ya casi tan grande como la
suya—. Para siempre.

Trece años después, Tal recordaba aquella promesa.

—No lo he olvidado —repuso Larajin—, pero ya no somos niños. —Un instante


después añadió—: Tal.

—No, ya no somos niños —convino Tal—, pero una promesa es una promesa. —Le
cubrió suavemente los hombros con sus enormes manos, con intención de abrazarla como
había hecho con su hermana. Sin embargo, antes de poder hacerlo, notó una sensación nada
filial y no se atrevió a acercarla más a él.

Larajin debió de ver algo en su rostro, porque le apartó las manos de sus hombros.

—Señorito Talbot, vuestro padre os espera —le recordó en tono formal pero, acto
seguido, le apretó una mano
Tal sonrió, respiró hondo y se dispuso a entrar en la biblioteca.

La biblioteca de la familia Uskevren no era ni de lejos la más completa de Sélgont,


pero lo que le faltaba en volúmenes lo suplía en comodidad y belleza.

Aparte de las inevitables estanterías de pergaminos y libros, contenía una fantástica


colección de arte. Lo que la distinguía de otras muchas colecciones de la ciudad era que
todas las piezas eran élficas.

La mayoría de los ciudadanos de Sélgont se tratarían antes con los Hechiceros Rojos
o los bárbaros tiugan que con los elfos de los grandes bosques al norte de Sembia. Siglos de
rivalidad y conflictos habían grabado a fuego lento un profundo resentimiento en el corazón
de los sembianos, tanto que su desprecio no se limitaba a los elfos del reino de Cormanthor.
Muy pocos elfos de ningún tipo vivían en Sembia, y cualquier relación con su raza estaba
muy mal considerada.

Aunque Thamalon no compartía la estrechez de miras de sus conciudadanos, era los


suficientemente listo para limitar a la intimidad de su biblioteca su amor por todo lo élfico.
A Tal no le sorprendió encontrarlo allí, rodeado de las fabulosas máscaras de los elfos
verdes, los asombrosos cazasueños de los elfos dorados y los cristales extremadamente
bellos de los elfos de la luna.

Entre todas esas bellezas, el patriarca de los Uskevren se hallaba sentado junto a una
mesa de ajedrez. Sobre ella estaban colocadas unas exquisitas piezas de marfil y jade, sin
duda talladas por artesanos elfos.

Por la expresión de su padre, Tal vio que no pensaba ir directo al grano.

—Empieza por el principio —le indicó.

El canoso patriarca ya había hecho su apertura habitual, peón a reina cuatro. Frunció
el ceño mirando fijamente las piezas que tenía ante sí, y sus espesas cejas formaron una
muralla sobre sus profundos ojos grises.

Tal se sentó en la silla que había al otro lado y abrió con el caballo, un movimiento
que siempre irritaba al viejo, por considerarlo imprudente.

—Después de una corta discusión decidimos que los osos lechuza estarían
invernando —comenzó Tal.

El patriarca protegió su peón sin vacilar. Tal supo inmediatamente que iba a ser una
partida de movimientos rápidos, que era lo que prefería. Durante las partidas lentas y
pensadas solía aburrirse. Avanzó el otro caballo, un dragón rampante.

—Decidimos ir a cazar osos normales. Tienen poco que comer durante el invierno,
así que buscan ñames.
Su padre avanzó un peón, amenazando al caballo de Tal. Seguía sin hablar.

—En cuanto matas al oso, le sacas los intestinos y haces salchichas. Están llenos de
ñame dulce, sabes, y los asas sobre un fuego. —Tal avanzó el caballo de nuevo, y miró el
rostro de su padre en busca de su reacción—. Los abres en canal cuando aún están
calientes.

Finalmente, la paciencia de su padre se acabó.

—A no ser que hayas estado desaparecido durante casi un mes debido a una
intoxicación por lo que comiste, no consigo entender qué pretendes decirme. —Reforzó el
ataque al caballo de Tal con otro peón.

—Matamos a un oso el primer día —continuó Tal. Retrocedió el caballo—. En un


momento dado me alejé del campamento para aliviarme con tu Usk añejo y nos atacaron.

—Así que estabas borracho —concluyó el patriarca. Movía las piezas de forma
implacable, decidido a demostrarle a Tal la estupidez de un ataque con dos caballos, como
había hecho tantas otras veces.

—No estaba borracho —replicó Tal con un deje de indignación. Con el caballo por
fin a salvo, avanzó un peón—. No estar en el campamento fue probablemente lo que me
salvó la vida. Oí gritos, y no todos eran de los otros cazadores. Ya había caído la noche.
Corrí hacia la hoguera del campamento. Antes de que pudiera llegar, una bestia comenzó a
perseguirme.

—¿Un oso lechuza? —Thamalon abrió camino al alfil avanzando otro peón.

—Eso creo. —Tal también salió con su alfil.

—¿Viste a un oso lechuza?

—No, no lo vi. Quizá fuera otra cosa. Pero fuera lo que fuera, yo no tenía una lanza,
así que eché a correr. —Tal describió su aterrorizada huida por el Bosque del Arco sin
adornarla, y sólo se detuvo brevemente para responder a la cambiante situación del tablero
—. Finalmente, conseguí escapar.

—¿Y cómo lo conseguiste? —preguntó su padre.

—Tirándome astutamente por un barranco —contestó Tal.

Por primera vez, los ojos de su padre se encontraron con los de Tal, al sospechar una
broma.

—De verdad —aseguró Tal—. No podía ver por dónde iba, pero probablemente eso
me salvó la vida.
Thamalon atacó el caballo de Tal por el flanco, y amenazó al segundo caballo con
peones, mientras avanzaba su propio caballo, un unicornio de marfil.

—Cuéntame el resto.

El resto de la historia se desarrolló igual que la partida de ajedrez, rápidamente. Tal


contó la historia, y su padre lo interrumpió con una pregunta aquí, otra allí. El patriarca lo
informó de que Chaney y los otros supervivientes ya habían dado sus versiones a los
guardias de la ciudad, y que él los había entrevistado después, aunque poco más pudo sacar
en claro.

—Fui ante el Alto Maestro del Saber Yannathar —le dijo Thamalon—. Sus acólitos
realizaron sus adivinaciones inmediatamente, pero nada.

—Estoy convencido de que la vieja era una hechicera —repuso Tal—, o quizá una
sacerdotisa. Debe de haberme ocultado con magia.

—La encontraremos —aseguró su padre—. Entonces, sabremos toda la verdad.

—Mencionó un nombre… Dhauna Myritar.

—Hummm. —El viejo se llevó un índice a la barbilla, mientras daba vueltas a ese
nombre, y durante ese momento se distrajo del juego—. Me suena vagamente de algo. —
Dejó sus cavilaciones y continuó el ataque sobre las piezas de Tal—. Continúa.

Tal siguió con su relato, y finalmente llegó a cuando le había ordenado a Eckart que
volviera a llevar sus pertenencias a su casa en la ciudad.

—¡De ningún modo! —exclamó su padre—. Vas a quedarte aquí hasta que se aclare
este asunto.

—Jaque —anunció Talbot.

—¿Qué? —El viejo observó el tablero. Se había comido uno de los caballos y dos
peones de su hijo a cambio de sólo tres de sus peones. Pero no se había fijado en lo
expuesto que había quedado el flanco de su rey durante la jugada. Por suerte para él, no era
jaque mate, y movió rápidamente un protector alfil.

—Me quedaré en la casa de la ciudad —insistió Tal—. No he vuelto porque me


hayan rescatado tus hombres, pero gracias por enviarlos.

Su padre tensó el mentón, pero controló su voz.

—Hijo —dijo—, es una locura quedarte tan expuesto después de un intento de


matarte tan evidente.
—¿Quién sabe si yo era su objetivo? Había diez hijos de otras familias igual de
acaudaladas.

—No tan acaudaladas —puntualizó el patriarca—. Y no son hijos míos.

—Padre —repuso Tal sin perder la calma—, no voy a volver aquí.

—Puedo dejar de pagar tu alquiler —le advirtió el viejo.

—Sí, y también puedes quitarme la asignación. Me mudaré con Chaney y empezare


a trabajar en el teatro.

—¡No harás tal cosa! —aulló Thamalon.

Tal tuvo que reprimir una sonrisa al pensar en que había estado haciendo de su padre
hacía sólo unas horas. ¿Le habría parecido a Eckart tan furioso?

—Ese sinvergüenza de Chaney es la peor influencia posible.

—Jaque —avisó Tal, mirando directamente a los furiosos ojos de su padre. Ni


siquiera estaba seguro de que fuera cierto hasta que Thamalon miró al tablero y bufó.

»Hablando de Chaney —continuó Tal, tratando de no sonar demasiado cortante,


pero sin lograrlo—, seguramente ahora me está esperando. Me alegro de verte. Y gracias
por buscarme. Pronto vendré a visitaros. —Se puso en pie antes de perder el valor, pero
vaciló mientras se dirigía a la puerta.

—Tal —dijo Thamalon. Casi nunca lo llamaba así—. Sólo quiero lo mejor para ti,
hijo mío. Me gustaría que pudieras ser…

—Más parecido a ti —dijo Talbot con una sonrisa de medio lado, concluyendo la
frase proverbial que definía su relación. Abrió la puerta y salió de la biblioteca.

—No tienes que ser exactamente como yo —dijo Thamalon—. Bastaría con que
fueras algo. Que te dedicaras a algo. Que hicieras algo con tu vida.

—Lo haré, algún día —prometió Tal desde el otro lado de la puerta—. Ya lo verás.

Chaney dormía tan profundamente en su piso que Tal decidió dejarle dormir. Sabía
que Eckart seguiría ocupado supervisando el regreso de los muebles y enseres de la casa
para no arriesgarse a la cólera de su señorito. Con algo de malicia y un poco de culpa, Tal
había logrado que el sirviente lo temiera como temía a su padre. Si conseguía imitar su
porte tan bien como su voz, quizá pudiera convencer a la señora Quickly de que le diera un
papel mejor que el de soldado en su próximo montaje.

Pensar en el teatro le recordó que la compañía aún no conocía la noticia de su


regreso. La última función del día habría empezado haría como una hora, pero le daba
tiempo de ir antes de que acabara la obra.

Salió a la calle y miró a un lado y otro buscando a los guardias de su padre. Sonrió
cuando captó la punta de una capa azul desapareciendo en un callejón cercano. A veces
jugaba con los hombres contratados por su padre; se ocultaba en un callejón o salía de
alguna taberna por la puerta trasera para darles esquinazo. Pero después de sus últimas
experiencias, esa noche no le importaba tener unos cuantos guardias cubriéndole las
espaldas.

—¡Me voy al teatro! —gritó Tal haciendo bocina con las manos.

Uno de los hombres sacó la cabeza por una esquina. Se tocó el ala del sombrero con
una expresión compuesta a panes iguales de culpa y gratitud. Tal le devolvió la cortesía no
mirando hacia atrás en ningún momento.

El Teatro del Reino era una sencilla sala descubierta, con unos cuantos
encantamientos permanentes para protegerla de la lluvia y el frío. La señora Quickly había
invertido una fortuna en construir el edificio con esas comodidades, así que ninguno de los
actores objetaba su generosa parte en las ganancias de cada montaje. Incluso había pagado
un caro encantamiento que mantenía en silencio al público. Pero en vez de mejorar la
concentración de los actores, eso los hacía sentirse constantemente nerviosos por no
provocar suficientes risas, sollozos o, lo más importante, aplausos.

Tal sabía que la función de esa noche debía de estar a punto de acabar, así que fue
directamente a la entrada de actores. Tuvo que repetir tres veces la llamada de los
integrantes de la compañía antes de que se abriera la puerta, aparentemente por sí sola. Tal
vio el familiar caos de tramoyas y demás utillería teatral.

—¡Tal! —chilló una voz aguda a sus pies. Una pequeña criatura verde con brillantes
ojos felinos se le subió por el pecho y se le agarró afectuosamente.

—¡Lommy! —exclamó Tal. Cuando el pequeño tasloi no estaba por el escenario


haciendo de payaso, solía estar en lo alto, haciendo funcionar los mecanismos con su
hermano, Otter. Tal dio un cariñoso abrazo a la diminuta criatura antes de tratar de
quitárselo de encima. Lommy se negó a moverse, y apretó su frente contra la barbilla de
Tal. Este nunca le había visto hacer ese gesto íntimo con nadie que no fuera su hermano o
la señora Quickly, su madre adoptiva.

El tasloi medía poco más de sesenta centímetros. Parecía incluso más bajo cuando
saltaba por el suelo o colgaba de las cuerdas de las tramoyas, con su fino cabello negro
ondeando tras él. A menudo, Lommy y Otter pasaban desapercibidos a los espectadores, ya
que solían merodear por las sombras del teatro.

—Lommy está muy contento —susurró el tasloi—. Lommy tenía miedo de que Tal
muerto, pero Otter dijo que Tal volvería.
—Tal contento de que Otter tuviera razón —contestó Tal sonriendo.

La incapacidad de los taslois para emplear los pronombres resultaba contagiosa y


muchas veces las criaturas tenían que soportar los exabruptos de los actores después de que
estos se hubieran equivocado en escena al hablar como ellos. Tal estaba medio convencido
de que esa particularidad no era una característica cultural sino algo que las señora Quickly
fomentaba por su curioso efecto.

—¡Ssshhh! —advirtió una actriz que se hallaba cerca de una de las entradas al
escenario. Entonces la joven reconoció a Tal y le lanzó un amistoso saludo. Con Lommy
alegremente colgado del hombro, Tal se acercó a ella y ambos miraron a través de una
cortina las escenas finales de la obra.

Mallion Fary estaba haciendo el papel que Tal hubiera representado de no haber
desaparecido. Como el díscolo hijo de un rey usurpador, estaba a punto de hallar la muerte
a manos del príncipe legítimo, interpretado por Sivana Alasper, una mujer de una belleza
tan andrógina que a menudo hacía papeles de chicos. Esa confusión entre géneros era una
de las características distintivas de la compañía de la señora Quickly, y a menudo escribía
comedias basadas en ese viejo truco.

En su papel de héroe, Silvana se hallaba ante el objeto más preciado del atrezo de la
compañía, una espada larga, encantada para producir luz, llamas y una variedad de
emocionantes sonidos en respuesta a una orden. Muy conveniente para las actuaciones.
Mientras Tal la observaba, Silvana cogió el arma y dijo una frase con la orden hábilmente
disimulada. La espada brilló con una luz azul, demostrando de esa manera el derecho al
trono del joven héroe.

Tal había colaborado en la creación de esa escena unos meses antes, encantado con
la idea de interpretar al príncipe oscuro. Trató de no sentir celos cuando Mallion saltó al
ataque con la ayuda de un muelle oculto detrás de unas piedras de cartón. El delgado actor
voló grácilmente por encima de su oponente, y cayó a su espalda para atacar.

La lucha se apartaba del guión que conocía Tal en un par de momentos, en general
para aprovechar mejor el menor tamaño de Mallion. Tal se disgustó un poco al ver que la
escena de la muerte había cambiado y que ahora intervenía una de las cuatro trampas
ocultas que tenía el escenario. Pensaba que Quickly empleaba excesivamente esos trucos,
pero tenía que admitir que el público disfrutaba viendo cómo los Nueve Infiernos se
tragaban al derrotado pretendiente cuando el príncipe triunfante le asestaba el golpe mortal.

Cuando los aplausos se apagaron y los actores salieron del escenario, Tal se
convirtió en el centro de atención. Todos los actores de la compañía estaban asombrados de
verlo en carne y hueso. Tal estaba medio mareado de tanto beso, abrazos y toqueteos
amistosos.

—No creas que esto significa que vas a recuperar tu papel —le advirtió Mallion.
—¿Cómo podría superar tu actuación? —repuso Tal—. Pero la próxima vez me toca
a mí usar la espada.

—Primero me la tendrás que arrebatar —afirmó Silvana, e hizo una floritura con el
arma antes de saltar para cogerse a una barra de una jaula de acero que colgaba detrás del
escenario. La compañía aún no le había encontrado ningún uso a aquel enorme objeto
metálico que la señora Quickly había comprado para El prisionero real en la pasada
primavera.

Tal sonrió ante el desafío y fue hacia ella, pero antes de que hubiera dado dos pasos,
unos poderosos brazos le rodearon la cintura y lo alzaron en el aire.

—¡Hijo mío! —exclamó una voz ronca. La señora Quickly lo dejó en el suelo justo
el tiempo suficiente para besarlo en la boca. Como de costumbre, el aliento le olía a ajo y a
tabaco de pipa.

Quickly era una mujer grande, de casi dos metros de altura y fuertes músculos. Era
la única de la compañía que podría haber levantado a Tal del suelo, y cuando lo sujetó con
los brazos estirados para echarle una ojeada, Tal no tuvo muy claro que alguna vez pudiera
soltarse de sus fuertes manos.

—No tienes tan mal aspecto —comentó—. Tan sabroso como siempre —añadió con
un guiño pícaro, que mostró una considerable separación que se le abría entre los dos
incisivos superiores. Tenía unos rasgos grandes, casi cómicos, incluso sin el llamativo
maquillaje que llevaba tanto en el escenario como fuera de él. Nadie osaba aventurar su
edad, aunque teniendo en cuenta las miles de historias que contaba de sus cinco difuntos
maridos, debía de tener como cien años.

—Oigamos toda la historia —retumbó la voz de Quickly—, y no en cualquier


taberna llena de orejas indiscretas. ¿Quién será tan amable de ir a buscar un barril?

El largo viaje y los muchos encuentros desde su regreso finalmente pudieron con Tal
poco después de oscurecer. Con cierta dificultad, consiguió escaparse de sus amigos con la
promesa de que pronto regresaría.

Su casa no estaba lejos del teatro, así que fue caminando. Llegó antes de darse
cuenta de que se había olvidado de avisar a los guardias de su padre. Sin que se le escapara
la ironía, esperaba no haberlos perdido por accidente.

También había olvidado pedirle a Eckart otra llave de la puerta principal, así que fue
de nuevo a la entrada del sótano. Mientras bajaba la escalera, golpeó algo con la bota, y se
oyó un ruido como de cerámica cayendo. Se inclinó y recogió el objeto. Un cuenco de la
cocina.

Se sobresaltó al oír un chillido, y un furioso animal le saltó a la cara. Unas garras


afiladas le rasgaron la piel antes de que la criatura saltara al suelo. Tal vio al gato atigrado
alejándose por la calle, encrespado y aullando por haber sido expulsado de su territorio.

—¡Maldita sea! —siseó Tal. Se tocó la mejilla y la notó húmeda. Su cariño por los
gatos del vecindario disminuía día a día.

—¡Toma eso, canalla! —gritó Tal. Su espada era una rápida sombra contra la
debilitada barrera de aquellas paradas defensivas. Entre los rápidos golpes de las hojas,
podía oír la respiración trabajosa de su oponente. Tal aún no había ni empezado a sudar, a
pesar de haber pasado la noche entre pesadillas—. ¿Ya tienes bastante?

—¡Nun…! —resopló el adversario de Tal—. ¡Nunca! —Se retiró de prisa, y


rápidamente se volvió sin bajar la guardia.

—¡Entonces, aquí tienes! —gritó Tal.

Agarró la espada con las dos manos, y lanzó una serie de duros golpes hacia el
cuello y la cabeza. Carecían de estilo, pero su mayor fuerza consiguió hacer bajar el arma
de su oponente. Cuando Tal vio que había obligado al hombre a bajar la guardia, lanzó un
tajo hacia la izquierda. Como esperaba, su oponente abrió demasiado su defensa.

En vez de atacar hacia la descubierta derecha, Tal giró agachado y le lanzó una
patada a las piernas. Su ingenioso oponente convirtió su parada en una estocada directa
hacia la cadera de Tal. Un espadachín más rápido podría haber tenido éxito. Pero este cayó
estrepitosamente al suelo. Antes de que pudiera moverse, ya tenía la hoja de Tal en el
cuello.

—¡Me rindo! —gritó el hombre caído. Y tiró su espada, que resonó contra el suelo.

—Deberías haber saltado —le aconsejó Tal. Se quitó la careta con una sola mano y
lo dejó en el suelo—. Eso hubiera quedado muy bien.

—Dios sabe que ya he sufrido suficiente humillación de ti. Realmente eres un


maestro.

Tal le ofreció a Chaney la mano que tenía libre y lo ayudó a levantarse del suelo.

—Soy un espada sobrio, como mínimo —replicó Tal—. Me vencerás cuando hayas
tenido unos cuantos días más para recuperarte del alcohol.

—No lo permitan los dioses —exclamó Chaney. Incluso entre la familia Foxmantle,
notoriamente hedonista, se le conocía por sus excesos. Incluso en las raras ocasiones en que
estaba momentáneamente sobrio, Chaney no podía superara Tal con la espada. Chaney era
sin duda el peor de los treinta y dos estudiantes del maestro Ferrick.

Tal empleaba esos combates con su amigo a fin de idear maniobras para las escenas
de lucha del teatro. Por lo general, eso suponía recibir un buen golpe o dos de la espada de
madera con la que practicaban mientras Tal probaba algún ataque tonto pero espectacular.

—Necesito una botella o dos para matar el dolor de esta resaca —añadió Chaney,
tratando de quitarse la careta—. Espero…

El sonido de unos aplausos lentos y fuertes interrumpió su conversación. Chaney y


Tal volvieron el rostro y vieron que otros dos hombres habían entrado en la sala de
prácticas del maestro Ferrick.

Uno de ellos avanzó muy seguro de sí mientras continuaba con su burlón aplauso.
Era estrecho de caderas y ancho de hombros, con un largo cabello rubio sujeto con
prendedores de marfil, a juego con los ribetes de su jubón color borgoña. Lucía un elegante
bigotito sobre la fina línea roja que tenía por boca. Alale Soargyl se consideraba el mejor
espada de la escuela del maestro Ferrick.

—Bravo —dijo Alale—. Intentaré recordar esa inspirada maniobra. Sin duda me
será de utilidad cuando me enfrente cara a cara con un marinero bien borracho.

—Dudo que nunca haya estado de cara con los marineros borrachos que se ha
encontrado —comentó Chaney en un susurro demasiado alto. Tal no pudo reprimir una
sonrisa.

—Si tu adulador desea una lección de modales o de esgrima, Talbot Uskevren —


replicó Alale—, puede dirigirse directamente a mí.

Tal notó que se le erizaba el vello de la nuca. No era la primera vez que Chaney
había insultado a Alale de ese modo, pero seguía causando efecto. Siempre, desde que se
hicieron amigos, sus compañeros habían considerado a Chaney como poco más que el
secuaz de Tal. Chaney procedía de una rama de los Foxmantle con mala reputación y casi
arruinada. No se paraba de murmurar que buscaba la amistad de Tal para mejorar su
situación social.

Chaney no era de los que dejaban pasar una pulla, así que abrió la boca para replicar,
pero Tal lo interrumpió.

—A mí no me importaría recibir una lección.

El bigotín de Alale aleteó. Tal no podría haber dicho si de irritación o de placer. Tal
era un luchador mucho mejor que Chaney, y también lo suficientemente corpulento para no
temer los rumores de que Alale pagaba a estibadores para que sacudieran a aquellos que lo
superaban en las prácticas.

—Muy bien —repuso Alale después unos momentos—. Supongo que uno debe
cuidar de sus animalitos de compañía.

—¿A tres asaltos? —preguntó Tal.


—Que sea a tres. —Con una última sonrisa de desprecio dedicada a Chaney, Alale
se quitó los guantes y fue a buscar sus cosas. Necesitaría unos momentos para calentar.

Tal sonrió por dentro. Consideraba a Alale un mal espadachín y confiaba en ganar.
Le preocupaba más Chaney. Esperaba no haber herido su orgullo al intervenir. Se volvió
para verla expresión de su amigo, pero Chaney seguía con los ojos clavados en Alale
mientas este se desanudaba el jubón.

Tal miró al hombre que había entrado con Alale. Era Radu Malveen, el segundo hijo
de una de las familias mercantes menores de Sélgont. Radu era casi tan alto como Tal, y
tenía el cabello igual de negro. Ahí acababa el parecido, porque mientras que Tal era recio,
Radu era delgado como una cuerda. Sus negros ojos eran fríos como los de una serpiente, y
Tal sabía por experiencia que era tan rápido como esa serpiente. Estaba convencido de que
Radu era el mejor espada de toda la escuela.

Radu le devolvió la mirada a Tal, pero no dijo nada. Había acabado de abrocharse el
peto acolchado y apoyó un talón sobre la barra de ejercicios. Se dobló con la misma gracia
que un cisne, y se tocó la espinilla con la frente.

—Ten cuidado —dijo Chaney—. Si le das una buena paliza tendrás que andar
vigilando todo un mes.

—Ese será tu trabajo —replicó Tal—. Lo que significa que tendrás que dejar de
beber los caldos locales durante un tiempo.

—¡Maldición! —escupió Chaney. Le lanzó a Tal una sonrisa de auténtico


agradecimiento—. Es lo mínimo que puedo hacer por mi leal guardaespaldas.

—Lo mínimo —convino Tal.

Alale anunció que estaba listo con un imperioso resoplido. Se colocó en medio del
círculo central de prácticas, de color negro. Este estaba rodeado por un círculo verde de
más tamaño, inscrito a su vez en uno rojo. El círculo negro central representaba el
equilibrio, el espacio ideal para mantener una oposición igualada.

Tal se colocó frente a Alale y miró a su oponente a los ojos, como siempre insistía el
maestro Ferrick. Se pusieron las caretas protectoras. Sin mediar palabra, los dos
espadachines se saludaron. Alale hizo una delicada floritura tezhyriana al final. El gesto
pareció torpe y ridículo con una espada de madera.

—Ten cuidado, Tal —avisó Chaney—. Pretende hacerte cosquillas hasta que te
rindas.

Alale no apartó la mirada de Tal, pero frunció el ceño al oír la broma. Tal sonrió de
medio lado. Le encantaba la esgrima, y tenía toda la intención de hacer unas cuantas
cosquillas por su parte.
—Al centro… —dijo Chaney—. ¡Atacad!

Al principio, Tal se mantuvo en su sitio, observando a Alale ir hacia la izquierda,


luego hacia adelante, después hacia atrás. En vez de aceptar la invitación de su oponente
para bailar, Tal se lanzó hacia adelante pisando fuerte y sorprendió a Alale, que tuvo que
hacer una parada precipitada. El ataque de Tal, un instante después, alcanzó a Alale en los
nudillos. Alale no soltó la espada pero, al bajar la guardia, Tal embistió y lo golpeó en lo
alto de la careta.

—Uno —dijo Tal mientras regresaba a su posición en el centro del círculo. Casi
pudo ver el brillo rojo de las mejillas de Alale bajo la rejilla de la careta.

—Uno —concedió Alale secamente. Sonaba como si quisiera quejarse del innoble
ataque, pero sabía que era completamente aceptable. Debería haber tenido más cuidado.

—En posición… —indicó Chaney—. ¡Atacad!

Esta vez, Alale comenzó con un ataque cauto. Primero exploró la guardia exterior de
Tal, siempre alerta por si este lanzaba una respuesta. Al principio, Tal no contraatacó, y
esperó la oportunidad de lanzarle algún golpe especialmente humillante en vez de ir directo
a por una estocada.

Las fintas de Alale eran buenas, y pronto le lanzó un golpe de filo seguido de una
estocada. El primero casi logró su objetivo, y Tal se dio cuenta de que quedarse a la
defensiva iba a ser más difícil de lo que se había esperado.

Sin embargo, antes de que pudiera cambiar de táctica, Tal se retrasó una fracción de
segundo al defender un golpe con el filo y notó un agudo dolor en el muslo.

—Uno a uno —dijo Alale triunfal.

Tal se encogió de hombros como pidiendo disculpas a Chaney y volvió a su posición


inicial.

En el siguiente asalto, Tal trató de volver a la ofensiva. Apartó la espada de Alale de


un cimbronazo. En vez de lanzarse a fondo en busca del punto, Tal dio la vuelta y se pasó la
espada de la mano derecha a la izquierda para lanzar un atrevido golpe de revés al hombro
de Alale.

Hubiera sido espectacular, si le hubiera dado.

Pero en vez de eso, Tal casi se dislocó el brazo mientras Alale le alcanzaba en el
hombro con una estocada.

—Supongo que este tipo de cosas le agrada a la chusma de los teatros —observó
Alale burlón.
Normalmente, Tal era inmune a ese tipo de pullas, pero sintió que se le enrojecían
las mejillas. Había sido un ataque estúpido, pero podría convertirlo en algo bueno para la
próxima función. Si lo hubiera alcanzado, ¡cómo se habría puesto Alale!

Tal igualó el tanteo en el siguiente asalto presionando con su mayor fuerza y


forzando a Alale a un contraataque apresurado. Con habilidad, Tal desvió el golpe dirigido
a su cabeza y lanzó una estocada con ambas manos bajo la hoja de Alale, que alcanzó a este
en el bíceps. Molesto, Alale apartó la hoja de madera antes de que Tal la retirara.

Mientras se ponía en posición para el asalto final, Tal se fijó en que Radu Malveen
estaba a unos pasos del círculo de lucha. Incluso cuando volvió a mirar a Alale, Tal notó la
intensa mirada de Radu en la espalda.

—¡… atacad!

Tal se dio cuenta de que había perdido la concentración casi demasiado tarde para
parar la rápida estocada de Alale. ¿Se había movido Alale antes de tiempo? Tal se volvió de
lado para esquivarlo, luego alzó rápidamente la espada para bloquear un rápido tajo, por
suerte débil, que le lanzó Alale mientras volvía a su posición. Antes de que Tal pudiera
recuperarse, Alale le dio una patada en un lado de la rodilla avanzada, que lanzó a Tal hacia
la derecha y le dejó todo el flanco izquierdo al descubierto.

Sin prestar atención al dolor en la rodilla, Tal se tiró hacia la derecha y rodó para
esquivar el ataque. Alale lo siguió, y por tres veces se oyó el resonante golpe de la espada
contra el suelo casi rozando la careta de Tal antes de que este se volviera a poner en pie y
asumiera una posición de guardia baja. Tal temió haberse salido de los límites del círculo,
pero no oyó decir nada a Radu o a Chaney.

Sin mirar abajo, Tal supo que se hallaba justo en la línea roja externa. Si daba un
paso atrás, el punto sería para Alale, que en ese momento lanzaba un furioso ataque
pensado para hacer retroceder a Tal. Pero Tal estaba decidido a no moverse.

Mientras dejaba al lado su vergüenza por haberse colocado en una posición tan
expuesta. Tal notó que una extraña calma lo envolvía.

La hoja de Tal se movió con mayor rapidez, al tiempo que su corazón se calmaba.
Dejó de notar el arma en sus manos, y sus brazos pasaron a ser más un recuerdo que una
presencia tangible. La hoja ya no era su defensa consciente. Se había convertido en el
espejo del arma de Alale, y se movía donde lo hacía la otra, no por voluntad sino
simplemente porque era lo que debía hacer.

El rostro de Alale comenzó a mostrar su frustración, y Tal no fue consciente, como


luego recordaría, del momento en que la furia de Alale lo llevó a un ataque desesperado. En
vez de otro golpe de espada, Alale lanzó todo su peso contra el pecho de Tal.

Tal movió los hombros con tanta suavidad como si se estuviera poniendo una capa y
se apartó de Alale, mientras, a este, su propio impulso lo sacaba del círculo.

Alale se estrelló contra el suelo, mascullando una maldición.

—¡Bien! —gritó Chaney.

Tal parpadeó como si saliera de un trance. Luego sonrió satisfecho y fue hacia
Chaney.

—Creí que me ganaba —dijo mientras se quitaba la careta.

Chaney no tuvo tiempo de gritar, pero la expresión de su rostro fue suficiente aviso.
Tal se agachó y se volvió hacia la derecha, justo a tiempo de ver la espada de Alale
describir un arco justo donde su desprotegida cabeza había estado un segundo antes.

Sin dar tiempo a Alale a recuperarse, Tal le agarró la muñeca y se la apretó con
fuerza.

—Ya basta —dijo Tal.

Alale tenía el rostro blanco de odio. Tal vio cómo los ojos se le llenaban de lágrimas
contenidas mientras él le apretaba con más fuerza la muñeca, y notó cómo le crujían los
huesos antes de que Alale lanzara un grito ahogado. La espada de madera repiqueteó contra
el suelo.

Alale se tragó las lágrimas de rabia mientras Tal lo soltaba.

—Te arrepentirás de esto, Uskevren.

Tal lanzó un gruñido. Ese sonido inhumano dejó parado a Alale. Durante unos largos
segundos se quedó mirando a Tal con los ojos cargados de terror.

El instante pasó, y Alale torció los labios en una breve y fea mueca de desprecio.
Pero no dijo nada mientras volvía junto a Radu Malveen.

Radu miró al asustado joven con la expresión de alguien que se ha dado cuenta de
que está junto a montón de estiércol. Movió las aletas de su nariz muy ligeramente y se
alejó grácilmente, dando la espalda a Alale.

El abandonado Alale corrió a recoger sus cosas y se marchó, frotándose la muñeca.

Fuera de la escuela de esgrima, Tal y Chaney parpadearon al encontrarse de cara con


la fuerte brisa marina del barrio de los almacenes. Se detuvieron para dejar pasar un
carromato antes de enfilar la calle. Entonces, Radu Malveen apareció junto a ellos. Tal se
fijó en que el viento no le alborotaba el cabello o la ropa, y se preguntó con qué clase de
encantamiento lo lograba.
Tal casi no conocía al joven, pero el hermano pequeño de Radu, Pietro, había estado
en la desafortunada partida de caza. Por suerte para los Malveen, Pietro fue uno de los
pocos que pudieron escapar a caballo cuando se inició el ataque. Al igual que Chaney, había
salido ileso.

—Mis disculpas por interferir en sus prácticas, señor Malveen —dijo Tal.

Radu hizo una ligera inclinación de cabeza.

—Quizá pueda compensarle por dejarlo sin oponente. ¿Practicamos juntos mañana?

—No —contestó Radu.

—Tal vez en otro momento…

—No.

—¿Por qué no? —preguntó Chaney, inclinando la cabeza como si detectara un


sonido que no le gustara—. Viniste aquí con el idiota de Alale.

—Ya está bien, Chaney —repuso Tal—. Vamos a ver quién anda por El Guantelete
Verde.

—No, no está bien —insistió Chaney—. ¿Qué pasa con Tal, Malveen? Es el doble
de bueno que Alale, y tú sueles practicar con él, ¿no?

—¡Chaney! —protestó Tal.

En vez de soltar un par de tortazos a Chaney, como era lo normal entre los de su
círculo de amistades, Radu se limitó a asentir con la cabeza, como si aceptara lo que
Chaney le decía.

—Es cierto. El señor Uskevren tiene un gran dominio mecánico de la espada.

Chaney meneó la cabeza como si acabara de marcarse un punto, sin hacer caso del
«mecánico».

—Entonces, ¿qué problema hay?

Tal deseó que Chaney se callara.

—Me enfrentaré a ti en el círculo —contestó Radu dirigiendo sus opacos ojos hacia
Tal—, cuando comiences a tratarlo con respeto.

Chaney abrió la boca para replicar, pero Tal le hizo callar alzando la mano.
—Esto no es un ensayo teatral —prosiguió Radu. La mayoría de los jóvenes de la
posición de Tal no valoraban el teatro, pero Radu parecía despreciarlo especialmente.

—Sólo me estaba divirtiendo con Alale —repuso Tal—. No pretendía ser


irrespetuoso.

—No lo entiendes —replicó Radu con frialdad—. Nunca deberías haber permitido
que Soargyl te tocara. Tus tonterías son una ofensa al círculo, a tu espada y a ti mismo.

Dicho esto, Radu hizo una mínima inclinación y se marchó.

Chaney resopló despectivo, pero Tal se fijó en que no soltaba ninguna pulla contra
Radu.

—No sabe de qué está hablando —dijo Chaney—. Eres uno de los mejores espadas
de Sélgont.

—No —repuso Tal—. No lo soy. —Las palabras de Radu lo habían afectado más de
lo que se esperaba—. Pero quizá debería serlo.

Esa noche, Tal regresó a su casa de la ciudad. El sol se acababa de poner, y la


sombra de Tal se alargaba sobre los adoquines bajo el engañosamente cálido brillo de las
luces de la calle.

Se había tomado unas cuantas jarras de más durante la tarde, pero seguía lo
suficientemente alerta como para vigilar las sombras. La silueta que lo estaba siguiendo
desde hacía unas calles seguramente era uno de los hombres de su padre. Al menos, el tipo
hacía el esfuerzo de mantenerse fuera de su vista.

Durante todo el día, Tal y Chaney se habían contado cotilleos y habían cantado
canciones con los estibadores y las chicas del mercado en El Guantelete Verde. Cuando los
clientes ricos comenzaron a llegar, Tal y Chaney se fueron al menos elegante El Ciervo
Negro, donde compartieron bromas obscenas y flirtearon con las descaradas mujeres de esa
guarida de contrabandistas.

Chaney se largó con una atractiva sirvienta del palacio del Hulorn. Al igual que Tal,
Chaney prefería la compañía de las mujeres corrientes a la de las de la nobleza mercante.
Chaney las encontraba excitantes y peligrosas, mejor cuanto más desvergonzadas. A
diferencia de su amigo, Tal sólo las encontraba más accesibles, libres de las inevitables
pretensiones de las mujeres ricas.

Por desgracia, incluso las mujeres corrientes que se enteraban de la posición de Tal a
menudo se volvían ambiciosas. A la menor señal de una segunda intención en su interés, el
de Tal se evaporaba. Por lo tanto, sus experiencias era muchísimo menos apasionadas que
las de Chaney.
Eso le hizo enfadar, con nadie en particular. No le gustaba pensar que su atributo
más valorado era el accidente de su nacimiento.

Esos pensamientos amargos lo distrajeron de tal modo que se pasó de largo su casa.
Al volver, vio de refilón a una silueta encapuchada que lo observaba desde la esquina. El
rostro de una mujer enmarcado por un cabello castaño, con unos brillantes ojos, quizá
azules o verdes, fue todo lo que distinguió antes de que la mujer se metiera en un oscuro
callejón.

Lo había estado vigilando. Tal estaba seguro de ello.

Corrió hasta donde la había visto. En el oscuro callejón sólo se veían destellos de los
hierros de los estrechos balcones y las retorcidas escaleras. Tal deseó que la luna se alzara e
iluminara esa oscuridad. La mujer podría esconderse en cualquier lugar entre esas tinieblas.

Tal abrió mucho los ojos, tratando de ver en la oscuridad y avanzó con cautela.
Pensó en llamar a la mujer. Pero ¿qué iba a decir?

Antes de que encontrara el rastro de esa misteriosa mujer, una luz se encendió en la
casa que le quedaba al lado. Una barriguda mujer salió al balcón del segundo piso con una
lámpara en la mano. Llevaba una bata chillona y bordada sobre el camisón.

—¿Precioso? —llamó—. ¿Eres tú?

—Soy yo, señora Dunnett —contestó Tal. Salió de las sombras y se colocó bajo el
tenue círculo de luz que proyectaba la lámpara.

—Oh —exclamó ella decepcionada—. Me alegro de verle de vuelta en casa,


señorito Talbot. ¿Ha visto a mi precioso Calabaza?

—Me temo que no. —Por un instante, Tal se preguntó si la misteriosa mujer habría
matado al gato, pero no se le ocurrió ninguna razón para ello. Después del arañazo que el
cabroncete le había dado el día anterior, Tal no se hubiera conmovido por el prematuro
fallecimiento de Calabaza.

Dio las buenas noches a la señora Dunnett y entró en su casa para acostarse.

En sueños, Tal revivió el terror del Bosque del Arco, sólo que en esta ocasión la
bestia lo torturaba, pero sin darle el golpe de gracia.

Una luz grisácea se filtró por las cortinas del dormitorio de Tal, pero fue el ruido lo
que despertó al joven de su pesadilla. Tal se despertó con la cabeza lo suficientemente clara
como para darse cuenta de que alguien estaba golpeando en la puerta de su dormitorio. Y
también golpeaban la puerta de su armario, ¡desde dentro!

—¡Señorito Talbot! —gritó Eckart desde el pasillo.


—¡Socorro! —chilló una voz desconocida desde el armario—. ¡Siguen ahí fuera!

Tal comenzó a levantarse, pero se detuvo porque notó algo raro en la habitación. Las
cortinas brincaban ante la ventana abierta, y el viento le puso la piel de gallina, toda, pues
estaba desnudo. Era raro, porque nunca dormía sin ropa.

Tal levantó las piernas de la cama. Al ponerse en pie resbaló sobre algo pringoso que
había en el suelo y cayó de golpe.

Se dio con la cabeza en el suelo, junto al rostro destrozado y ensangrentado de Alale


Soargyl. Había resbalado sobre las vísceras esparcidas del joven.

Tal gritó, la voz que salía del armario gritó y Eckart gritó desde el pasillo. Tal fue el
primero en parar, y fue hacia la puerta del pasillo, resbalando un poco en el asqueroso
revoltijo. Encontró la puerta bloqueada por un pesado arcón que había sido arrastrado desde
los pies de la cama de Tal. Detrás del arcón, encajonado en una esquina, había otro cadáver,
o la mayor parte de uno, irreconocible por lo que le quedaba de rostro.

Tal volvió gritar. También el hombre del armario. Eckart todavía no había parado.

Tal se tragó la bilis que le subía por la garganta y apartó el arcón de la puerta para
que pudiera entrar Eckart. Su criado echó una mirada a Tal y comenzó a gritar otra vez,
pero Tal le tapó la boca con la mano. Sus brazos estaban cubiertos de sangre, también las
piernas, el pecho e incluso el rostro.

—Déjame pensar —dijo Tal, pero su cabeza ya había llegado a una horrible
conclusión. Por fin sabía qué había sido de su misterioso atacante en el Bosque del Arco. Ya
entendía por qué lo habían seguido por la ciudad—. Tráeme a Chaney —ordenó, y le apartó
la mano de la boca a Eckart—. No traigas a nadie más, lo digo en serio. No querrás ser tú
quien describa esto a mi padre, ¿verdad?

Eckart demostró tener algo de sangre en las venas, pues consiguió calmarse. Sacó un
pañuelo del chaleco y se limpió rápidamente la sangre que la mano de Tal le había dejado
en la boca.

—No, señor —respondió con énfasis—. No lo deseo en absoluto.

—Conozco a unos hombres de El Ciervo Negro que se encargarán de los cuerpos a


cambio de unas cuantas monedas —propuso Chaney.

—Sí —contestó Tal—, pero ¿cuánto me costará su silencio? ¿Y durante cuánto


tiempo?

—Cierto —convino Chaney—. En cuanto sepan quién eres, nunca tendrán bastante.

—Cale sabría qué hacer.


—Lo que Cale sabe, lo acaba sabiendo tu padre.

—A veces no estoy tan seguro —repuso Tal—. Pero en algún momento, mi padre
tendrá que enterarse. No tengo dinero para pagarme una cura. Incluso si lo tuviera, no hay
ni un solo sacerdote en Sélgont que, después, no se lo contara a mi padre.

—Pensaba que la cura sólo funcionaba antes de que hubieras… bueno, ya sabes,
cambiado.

—Eso no lo sé —suspiró Tal—. No sé nada sobre lo que implica ser un hombre


lobo. —Se había bañado en cuanto Eckart salió a buscar a Chaney, pero aún se sentía sucio
—. Quizá simplemente debería entregarme.

—¡No seas estúpido! —exclamó Chaney—. Si no en ti, piensa en el daño que


causarías a tu familia.

—¡Acabo de matar a dos hombres! —replicó Tal—. El tercero aún sigue encerrado
en el armario de mi cuarto. ¿Cuánto más daño puedo causar?

El único superviviente de la matanza nocturna se mostró muy dispuesto a contar la


historia, aunque resultó difícil entender los detalles entre sus balbuceos aterrorizados. Era
un ganzúa que se preciaba de trabajar sólo para los más ricos.

Alale Soargyl le había ofrecido a él y a su corpulento compañero cinco monedas de


plata por barba para que le dieran una buena paliza a Tal, y luego lo sujetaran mientras el
propio Alale le daba un par de puñetazos.

Habían entrado en la casa y habían encontrado el dormitorio de Tal, donde tenían


planeado esperarle. Pero se habían encontrado a un monstruo.

—¿Y si no fuera tu culpa?

—¿Qué quieres decir?

—¿Y si alguien te hubiera hecho esto a propósito? —sugirió Chaney.

Tal le dio vueltas a esa idea.

—Eso es demasiado fantasioso —respondió finalmente—. Incluso si el ataque que


sufrimos estuviera planeado, ¿cómo podían saber quién iba a sobrevivir?

—Igual no les importaba quién de nosotros fuera —aventuró Chaney—. O quizá se


suponía que debíamos morir todos…

—La anciana sabía que me había atacado un hombre lobo —repuso Tal—. Pero
¿estaba ella implicada en el plan? ¿O sólo estaba tratando de ayudarme?
—Tenía que estar metida en el ajo —dijo Chaney—. Sería demasiada coincidencia
que sólo te hubiera encontrado en el bosque.

Tal asintió con la cabeza. Sí que hubiera sido demasiada casualidad.

—Lo importante es que te metamos en algún sitio seguro. Es una pena que el
armario ya esté ocupado.

—De todas formas, no sería suficiente —replicó Tal—. Hace falta una sólida celda.
Y si me escapo…

—Hace falta una espada encantada para matar a un hombre lobo —apuntó Chaney
—. Estarás a salvo mientras no te topes con un hechicero o con alguien con un arma
mágica.

—Hay una jaula grande en el teatro… —apuntó Tal.

—Y puedes confiar en que Quickly lo mantendrá todo en secreto. —Chaney se


estaba animando, aunque Tal se sentía desesperado.

—También hay una espada, por si consigo salir.

—No saldrás —replicó Chaney—. Quiero decir, no saldrá. Ya has dicho que no
recuerdas nada de lo que pasó anoche. Eso prueba que no eras tú. Es… ya sabes. La cosa.
El lobo. Eso.

—Pero si eso se escapa —insistió Tal—, necesito confiar en que alguien se encargue
de eso. Necesito que estés ahí con la espada.

—Escucha —dijo Chaney—. Eckart y yo podemos arreglárnoslas aquí. Tú ve a


hablar con Quickly.

—Lo digo en serio, Chaney. Necesito que estés ahí esta noche, y necesito que me
prometas que me matarás si eso sale de la jaula.

Chaney suspiró.

—Allí estaré.

—¿Prometido?

—Prometido.

—¿Eres un qué?

—Un lican…
—No, no. Ya te he oído la primera vez —dijo Quickly. Se mordió la punta del pulgar
y se puso a dar vueltas delante de la gran jaula de acero—. ¿Crees que lo podríamos
incorporar a una obra? Claro, nos veremos limitados a hacer sólo unas cuantas
representaciones al mes…

—¡Quickly! —exclamó Tal—. Es un problema serio, no una oportunidad para… —


Vio por la mirada de Quickly que le había estado tomando el pelo—. ¿Puedo confiar en que
lo mantendrás en secreto?

—Ya sabes que sí, chaval. Puedo cancelar los pases de hoy y hacer correr el rumor
de que la mitad de la compañía tiene la fiebre del río. Eso hará que la otra mitad no meta las
narices por aquí esta noche. —Le dio un abrazo—. Superaremos esto, tú y yo solos.

—¡Y Lommy! —gritó una vocecita desde las oscuras vigas del techo. Tal alzó la
vista y se encontró con dos pares de ojillos amarillos que lo miraban—. ¡Y Otter!

—¡Metomentodos! —les riñó Quickly.

Tal dudó un momento.

—Chaney también está en esto —añadió—. Estará aquí antes de que caiga la noche.
Lo necesitaremos por si la jaula no aguanta.

—¿Y qué crees que podrá hacer si eso pasa?

—Necesitamos la espada, Quickly.

El falso ánimo acabó por desaparecerle del rostro.

—No puedes decirlo en serio, Tal. Tiene que haber otra forma.

Tal negó con la cabeza.

—Prefiero morir que volver a matar. Incluso Alale no se merecía lo que recibió.
Imagínate si me despierto en el Palacio de las Tempestades mañana por la mañana.

—La jaula aguantará —afirmó Quickly, mientras agarraba uno de los barrotes y
tiraba de él. No se movió.

—Esperemos.

Chaney llegó una hora antes de que saliera la luna, anunciándole que se había
encargado del problema de la casa. También le aseguró que había hecho algo que
mantendría a Eckart callado durante un tiempo, pero se negó a decirle qué.

—Para adentro —dijo Quickly. Lommy y Otter habían bajado la jaula al suelo, y Tal
se metió en ella. Quickly cerró la puerta y dejó la llave sobre una mesa, bien lejos de la
jaula.

—¿Quieres que volvamos la cabeza o algo así? —preguntó Chaney.

—¿Lo harías si te dijera que sí? —respondió Tal.

—Bueno, no —admitió Chaney.

Quickly se echó a reír; pero Tal notaba la tensión en sus rostros. Pensó en los taslois,
que estaban allá arriba mirando.

—Pase lo que pase —gritó hacia el oscuro techo—, vosotros dos os quedáis ahí
arriba.

Lommy y Otter chillaron su asentimiento.

—Bien —dijo Chaney—. No pienso quedarme de pie todo el rato. —Buscó un par
de sillas para él y para Quickly, y luego se puso lo más cómodo que pudo en una de ellas.

—¡La espada! —recordó Tal de repente—. No te olvides de la espada.

—Vale, vale —contestó Chaney en un tono que convenció a Tal de que se había
olvidado de ella.

—Nunca la encontrarás tú solo —indicó Quickly—. Te enseñaré dónde está. —Lo


guio bajando una estrecha escalera hasta un pequeño cuarto de material que se hallaba bajo
el escenario.

Tal se encontró deseando que uno de ellos se hubiera quedado.

Miró hacia el techo, pero no se veía ni a Lommy ni a Otter. Estuvo a punto de


llamarlos. Seguramente estarían más asustados que él, y se habrían marchado para no
presenciar su horrible transformación.

Un golpe apagado le llegó desde el cuarto del material.

—¿Chaney? —llamó Tal—. No habrás estado bebiendo ya, ¿verdad? —Trató de


mantener un tono ligero, pero un nuevo miedo se estaba instilando en su corazón—.
¿Chaney? ¿Quickly?

Nadie respondió.

Lo intentó de nuevo. Cuando no hubo respuesta, se quedó callado, agarrando los


barrotes de la jaula. El tiempo transcurría como si se hubiera congelado.
Tal oyó que unas pisadas subían del cuarto de material.

—Va —dijo—, dejad de hacer el tonto. —El eco de su voz le hizo callarse, y vio a
dos personas subir las escaleras. No eran ni Chaney ni Quickly.

Los intrusos llevaban largas capas grises con la capucha hacia atrás, mostrando el
rostro. Inmediatamente, Tal notó el parecido de familia. Feena tenía la mandíbula decidida
y la nariz ligeramente respingona de su madre.

—¿Qué habéis hecho con mis amigos? —exigió saber Tal. Intentaba poner voz
intimidante, pero no consiguió que le saliera la de su padre.

—Están bien —le aseguró la anciana con la voz que Tal recordaba. Se volvió hacia
su hija e hizo un gesto señalando a Tal—. ¿La jaula te hace sentir más segura?

—Sí, madre. Quizá me precipité.

—Aún hay esperanza para ti, joven Uskevren —dijo la anciana—, pero sólo si tu fe
es firme.

—¿De qué hablas? —preguntó Tal—. ¿Quiénes sois?

—Me llamo Maleva. Soy una servidora de Selûne.

—¡La diosa de la luna! —exclamó Tal.

Maleva asintió, luego hizo un gesto hacia la joven que tenía al lado.

—Ella es Feena, mi hija y acólita. Te sacamos de los matorrales del Bosque del Arco
y tratamos de curarte tu mal. Ahora te ofrecemos una última oportunidad de librarte de la
maldición de la bestia.

—Pero hay un precio —repuso Tal, suspicaz.

—Claro que hay un precio —afirmó Maleva. Sacó un vial de debajo de la capa. Un
líquido espeso y perlado brillaba en su interior. El líquido parecía ondear como una medusa
—. Esto es fuego lunar. Tuve que hacer un viaje para tener el privilegio de ofrecértelo.

—Te permitirá controlar a la bestia —explicó Feena—, pero sólo si no has


perseguido y devorado a otros hombres.

Tal notó que se le escapaba un profundo suspiro.

—Bueno, pues ahí es donde está el problema. Verás…

—Ya lo he visto —le interrumpió Feena—. Mientras madre iba a la ciudad de


Ordulin para rogarle un vial de fuego lunar a Dhauna

Myritar, yo te seguí aquí, a Sélgont. Durante las dos últimas noches, no has matado a
nadie.

—Debes de haberte dormido —replicó Tal—. Esta mañana había dos cadáveres en
mi dormitorio.

De repente, se dio cuenta de lo fácil que hubiera sido mentir, pero algo en la extraña
mujer le hizo decir la verdad.

La ligera sonrisa de Maleva le dijo que había pasado la prueba.

—No hemos sido las únicas que te han seguido —explicó Maleva—. Rusk mató a
los hombres que te vigilaban, y luego siguió tu pista hasta la casa.

—Rusk… —repitió Tal despacio—. Ese es el nombre que oí la noche que me


atacaron.

—Rusk es un sirviente de la Bestia —dijo Maleva—, un sacerdote del dios Malar.


Nosotras, las hijas de Selúne, somos las encargadas de controlar las atrocidades de los de su
clase. Fue él quien dirigió el ataque contra tu partida de caza. Ahora te reclama como
discípulo.

—¿Es el licántropo que me hirió? —aventuró Tal.

La mujer asintió.

—Pocas veces sale del bosque —continuó Maleva—, pero algo le hizo…

Una viga crujió ruidosamente en el techo. Al oírlo, Maleva y Feena se apartaron al


unísono, aferrando los talismanes que les colgaban del cuello, mientras canturreaban dos
hechizos diferentes.

Una risa áspera resonó entre las vigas. No era un sonido que Lommy pudiera haber
articulado.

Feena alzó el talismán como un escudo. Un par de ojos rodeados de estrellas


brillaron sobre el amuleto. Antes de que Feena pudiera acabar de recitar el encantamiento,
un enorme cuerpo negro la aplastó contra el suelo.

Era un hombre enorme, mucho más que Tal. Su jubón de cuero estaba abierto y
dejaba ver un espeso vello gris sobre un pecho y unos brazos musculosos. Una bandana con
una garra estampada y unas cuentas le recogía los alborotados rizos. El bigote le colgaba
por ambos lados de la amplia boca, y una rizada barba corta le cubría las mejillas.
Se agachó gruñendo sobre Feena, que gimió y movió la cabeza, atontada. Rusk
clavó sus brillantes ojos azules en Tal y esbozó una sonrisa salvaje.

Con un destello, una hoja blanquiazul apareció en manos de Maleva. Sin hablar, alzó
el arma. Rusk se volvió rápidamente para mirarla y le lanzó una sola palabra:

—Detente.

Tal vio que a Maleva comenzaban a temblarle los brazos, pero su hoja conjurada
seguía inmóvil sobre su cabeza. Rusk se puso en pie. Sobrepasaba en mucho a la mujer.

—Tus poderes son débiles —afirmó y cerró el puño a sólo unos centímetros del
contorsionado rostro de la anciana—. La fuerza sólo se halla en el corazón de la Bestia.

Rusk le clavó un puñetazo a Maleva en el estómago con tanta fuerza que la alzó del
suelo. Maleva cayó pesadamente al suelo. Tal oyó el crujido de su cráneo contra el suelo de
madera.

—¡Déjala! —gritó desde dentro de la jaula. Una auténtica rabia dio fuerza a su voz,
convirtiéndola en un arma.

Rusk se volvió hacia él.

—No te preocupes, hermano lobo. Te la reservo para tu primera cacería de verdad.

—Déjalas marchar —ordenó Tal. Se sentía impotente dentro de la jaula, pero no iba
a quedarse callado observando cómo Rusk asesinaba a las mujeres. Esperaba poder ganar el
tiempo suficiente para que Chaney se recuperara de lo que fuera que Maleva y Feena le
habían hecho.

—Oh, sí, las dejaré marchar —repuso Rusk ominosamente. Se volvió hacia Feena,
que estaba arrastrándose por el suelo, hacia Maleva. De nuevo rezó una oración a Malar, la
Bestia, dios de los cazadores. Y le dijo a Feena—: Coge a tu madre y huye.

Feena obedeció con tal rapidez que Tal supo que las palabras de Rusk estaban
cargadas con el poder de la Bestia. Feena arrastró a Maleva hacia la puerta trasera.

—Tú, mi cachorro —dijo Rusk, volviéndose hacia Tal de nuevo—, me has


decepcionado. La pasada luna corriste como una liebre, pero debes aprender a ser el
cazador y no sólo la presa.

—Entonces, enséñame —replicó Tal, que trataba de ganar unos cuantos minutos
más. Sin embargo, si pasaban demasiados, la luna estaría sobre él. Esperaba ser mejor actor
de lo que pensaba, y rogó para que Rusk no fuera un público muy exigente.

La semisonrisa de Rusk le dijo que el hombre aún no confiaba en él.


—Esta es tu última oportunidad, hermanito.

Tal hizo una mueca al oír que lo llamaba así. No quería tener ninguna relación con
ese monstruo.

—Debes hacer algo mejor que matar a un miserable gato antes de poder unirte a la
gran caza —gruñó Rusk—. Esta es la última vez que te lo enseñaré.

—¿Y qué pasa con el fuego lunar? —preguntó Tal—. ¿No deberíamos cogerlo? La
anciana dijo que nos permitiría controlar a…

—¡Mentira! —escupió Rusk—. Es un truco para hacerte esclavo de su débil diosa.


El fuego lunar absorbe el poder de la Bestia y somete tu voluntad a la de ellas. Esta noche
serán nuestra presa.

—Debería haberlo sabido. —Tal cerró el puño y endureció el rostro. Hizo una pausa
tan larga como se atrevió en busca del efecto dramático—. Nunca confié en ellas.

Rusk miró a Tal de reojo.

Tal apretó los dientes y pensó en todos los que intentaban controlarle la vida: su
madre, su padre, incluso Maleva y Feena. Puso la voz de su padre.

—Primero me encargaré de la vieja bruja —atronó—. Ha intentado amansarme con


sus pociones, pero ahora sentirá mis fauces en el cuello.

Rusk esbozó una sonrisa desagradable y observó a Tal.

—Pongámonos bajo el cielo —bramó Tal—. Dejemos que salga la luna. La


regaremos con sangre.

Tal hizo un gesto hacia la mesa, y Rusk encontró la llave. La metió en la cerradura
de la jaula, pero se detuvo.

—Te arrancaré el corazón si te escapas —le advirtió.

—Ya no voy a escapar —repuso Tal—. Es hora de cazar.

Satisfecho, Rusk abrió la jaula. Tal pasó ante él y salió al escenario. Rusk lo siguió
de cerca, buscando cualquier señal de debilidad. Las lámparas del suelo proyectaban
inquietantes sombras sobre el rostro de los dos hombres.

Tal recorrió toda la longitud del escenario; su inquietud le hacía más fácil fingir
impaciencia y ansiedad. Al pasar por encima de una de las trampillas, se le comenzó a
formar un plan en la cabeza.
—La luna está saliendo —masculló Rusk—. ¿No la notas?

Tal notó una presión en los oídos y los ojos.

—Sí —contestó—, es como una tormenta.

—¡Eso es! —lo animó Rusk—. Abre tu corazón. La Bestia te envía fuerza y valor.

Tal se quedó sobre la trampilla. No podía abrirla por sí solo. Miró hacia la galería y
buscó algún indicio de la presencia de Lommy y Otter.

—¡Ábrete, corazón! —gritó Tal—. ¡Abre tus abismos a la Bestia! —Esperó que los
taslois lo entendieran.

Rusk alzó los brazos hacia el cielo.

—Malar, la Bestia, Señor de la Caza, oye mis plegarias y concede tus bendiciones a
mi acólito. Danos…

La trampilla se abrió, y Tal desapareció del escenario.

—¡No! —gritó Rusk. Corrió hacia la trampilla, que se cerraba. Metió los dedos por
una rendija e impidió que se cerrara del todo—. ¡Estúpido! ¡Débil! ¡Te mataré!

Tal oyó cómo empezaba a crujir la madera. Rusk estaba machacando la trampilla.
Encontró lo que buscaba, y corrió hacia otra trampilla a través del oscuro cuarto del
material. Apretó una palanca y volvió a subir al escenario.

—¡Aquí estoy! —gritó Tal a la espalda de Rusk. Alzó la espada encantada y dijo las
palabras. Llamas ardientes surgieron por toda la hoja.

Rusk comenzó a salmodiar otro hechizo. Tal fue a traspasarlo con la espada antes de
que lo completara, pero vio su efecto antes de alcanzar a su enemigo. Los dedos de Rusk
comenzaron a crecer y engordar. Las uñas se alargaron en afilados cuchillos. La espada de
Tal resbaló sobre las terribles garras de Rusk. La vibración hizo que le dolieran los dientes.
En su prisa por alcanzarlo, Tal dejó demasiado abierta la guardia.

Rusk le lanzó un tajo de revés hacia el estómago, que desgarró la ropa y la piel de
Tal, y le hizo soltar un grito ahogado de dolor y cerrar la guardia.

El hombre bestia siguió atacando, lanzando furiosos zarpazos con ambas manazas.
Tal sintió un horrible desgarro en su abdomen mientras trataba de mantener la defensa, y
detenía golpes a derecha e izquierda, obligado a retroceder sobre el escenario. Incluso a
través del dolor, Tal notó otra punzante sensación. Se le erizaba el vello de todo el cuerpo y
le dolían las articulaciones. Estaba comenzando la transformación.
Rusk también lo notó, y se detuvo para aullarle al cielo. Tal sintió que un salvaje
grito también se le elevaba en el pecho, pero trató de contenerlo. Rusk bajó los ojos hacia
Tal. Se le acercó lentamente, saboreando el miedo que notaba en su presa.

Tal retrocedió hasta que se quedó sin espacio para recular. El dolor en su abdomen
se recrudeció. Por un instante se preguntó si viviría lo suficiente para morir con la
apariencia de un lobo. Una parte de él esperaba morir antes.

Entonces se fijó en el trampolín.

Una sonrisa enloquecida le partió el rostro. Ganara o perdiera, acabaría esa pelea a
su manera. Aferró la llameante espada con ambas manos y corrió hacia su enemigo.

Rusk se preparó para un ataque directo, y extendió antes sí las garras concedidas por
su dios, como un escudo de afiladas cuchillas. Tal saltó sobre el trampolín con ambos pies,
voló por encima de las garras de Rusk y dio una vuelta en el aire mientras describía un gran
arco con la espada.

Rusk se movió justo a tiempo de salvar la cabeza. La espada pasó rozando la mejilla
del hombre lobo y le atravesó la carne y el hueso del hombro.

Tal se derrumbó pesadamente delante de su enemigo, vencido.

Notaba que se le salían las entrañas por las heridas que le habían abierto las garras
de Rusk, pero ni siquiera tenía fuerza para sujetárselas. Alzó el rostro para ver venir la
muerte.

Y lo hizo justo a tiempo de ver caer el brazo de Rusk, seccionado del resto de su
cuerpo. El chorro de sangre era negro bajo la luz amarilla.

El agonizante aullido de Rusk fue ensordecedor. Tal cayó de espaldas sobre el


escenario, y sus sangres se mezclaron en un charco cada vez mayor.

La segunda convalecencia de Tal fue mucho más dolorosa que la primera. Maleva y
Feena regresaron a tiempo de salvarle la vida, pero tenían que emplear todo el poder de
Selûne para sanarlo. Cuando volvieron a su casa de la ciudad al día siguiente, encontraron a
Chaney y Eckart a su lado.

Después de limpiarle las heridas, Maleva sacó el fuego lunar. Tal ya les había
contado a Chaney y Eckart la historia. El sirviente estaba sorprendentemente callado esa
mañana, aún enfadado por haber pasado toda la noche encerrado en un armario junto a la
ganzúa. Su fría mirada seguía a Chaney, que no se arrepentía en absoluto de su acción, allí
adonde este iba.

—Por fin —exclamó Chaney admirando el vial de fuego lunar—. Aquí está la
solución a todos tus problemas.
—No —dijo Tal—. No lo quiero.

Las cejas de Feena pegaron un salto, pero Maleva no parecía impresionada.

—Pero, señor —dijo Eckart, rompiendo su silencio—, ¿cómo, si no, podéis acabar
con esta maldición?

—Esa cosa no funcionará a no ser que prometa fidelidad a Selûne, ¿verdad?

—Es cierto —contestó Maleva sin inmutarse.

—No te veo como un sacerdote —soltó Chaney con cierta ironía.

—Yo tampoco —convino Tal.

—Hay muchas maneras de servir a Selúne —indicó Maleva—. Lo único que hace
falta es devoción.

—Quieres decir obediencia.

Maleva inclinó la cabeza con una pequeña sonrisa.

—No hay mucha diferencia entre tú y Rusk. Ambos me exigís obediencia.

—Rusk pretendía transformarte en una bestia como él —dijo Feena.

—He estado pensando en eso —intervino Chaney—. Éramos más de una docena en
la partida de caza. Nadie vino tras de mí o tras ninguno delos otros que escapamos. ¿Por
qué ese interés en Tal?

—Es raro que Rusk te siguiera a la ciudad —concedió Maleva. Miró a Tal al rostro
como si lo viera por primera vez—. Tiene un interés especial en ti, Talbot Uskevren.

—Y no está acabado—añadió Feena. Habían encontrado un rastro de sangre que


llevaba a la entrada del teatro, Rusk había escapado—. Sería más inteligente por tu parte
confiar en Selûne. Te ofrece el poder de oponerte a los de su especie.

—Agradezco lo que habéis hecho —dijo Tal—. Eckart se encargará de que os


recompensen bien por curarme. Pero necesito algo de tiempo para pensarme este asunto del
fuego lunar y de Selúne.

—Si dejas que la bestia te gobierne el corazón —le advirtió Feena con voz
enardecida—, habrá que destruirte.

—Encontraré la manera —prometió Tal—. Mi manera.


—A veces, ese es el mejor camino —asintió Maleva—. Permaneceremos en Sélgont
hasta que hayas encontrado la manera.

Feena lanzó una larga mirada a Tal para reforzar las palabras de su madre, una
amenaza mezclada con otras emociones.

—Estaremos vigilándote —le advirtió.

—Lo entiendo —repuso Tal. Sabía que Maleva y Feena se ocuparían de él sin
miramientos si se rendía ante el monstruo que Rusk había puesto en su interior—. Tengo
treinta días.
EL MAYORDOMO

HAY MUERTOS QUE RESUCITAN

Paul S. Kemp

Cale corrió por el callejón, se pegó al muro y lanzó una nerviosa mirada hacia atrás.
Nadie. Sólo la oscuridad y los adoquines. La carrera lo había dejado sin resuello, y los
pulmones le trabajaban como fuelles. Aspiró el hedor del callejón, un ácido tufo a orina y
vómito, y lo expulsó en forma de niebla helada.

«Tranquilo», se ordenó. Pero era más fácil pensarlo que hacerlo. Alguien lo estaba
siguiendo desde que salió del Palacio de las Tempestades. Pero ¿quién? ¿Y por qué?

Se deslizó pegado al muro hasta que llegó a un estrecho hueco entre los ladrillos,
lleno de basura. Se cubrió con las sombras y se concentró en frenar el ritmo de su corazón y
normalizar su respiración. Sabía que el vaho formado por su aliento revelaría su posición
con la misma seguridad que un grito. Por pura fuerza de voluntad, se calmó.

La irregularidad de los ladrillos que tenía a la espalda le tentó a probar a escalarlos,


pero rápidamente rechazó la idea por ser demasiado arriesgada. Si su perseguidor lo
alcanzaba mientras él colgaba indefenso de una pared…

Con un suspiro tenso, llevó la mano a la daga de la funda que le colgaba del cinturón
y miró hacia atrás en la oscuridad. Nadie aún. Quizá había dado esquinazo…

De repente, una silueta se recortó contra la entrada del callejón; un cuerpo bajo y
fibroso enmarcado por la luz de un farol de la calle. Cale se quedó inmóvil y contuvo la
respiración. La silueta se movió indecisa durante un momento, como si estuviera olfateando
en busca de una trampa, luego comenzó a avanzar por el callejón. El susurro de una hoja al
deslizarse de su vaina se oyó con toda claridad. Aferró su propia daga en un puño sudoroso
y trató de hundirse aún más en las sombras.

La silueta fue recorriendo el callejón con una espada corta en la mano. Su inquieta
mirada pasó sobre el hueco donde Cale se escondía, pero sin detenerse. Las sombras le
ocultaban las facciones. De todas formas, Cale reconoció los ágiles movimientos y la forma
de empuñar la espada de un asesino profesional. Un viejo dicho que había aprendido en la
ciudad pirata de Puerta del Oeste le pasó por la cabeza: «Un asesino sabe reconocer a otro».
El hombre se detuvo a un par de palmos del hueco de Cale y miró hacia adelante.
Pareció satisfecho. Murmuró algo entre dientes y comenzó a adentrarse más en el callejón.

Cale salió de un salto y le estrelló el puño en la mandíbula. El impacto hizo que al


hombre se le saltaran varios dientes y lo lanzó al otro lado del callejón.

Con facilidad, Cale esquivó la aturdida estocada del asesino y le asestó otro
despiadado puñetazo, este en la nariz. El hueso se quebró como una cáscara de huevo, y la
sangre saltó del rostro del asesino en un chorro de color carmesí. Atontado, el asesino dejó
caer la espada y se desplomó en la calle con un gemido. En cuanto tocó el suelo, Cale le
puso la rodilla sobre el pecho y la daga al cuello.

—Un movimiento y eres hombre muerto —siseó Cale.

Sin poder respirar a través de la destrozada nariz, el asesino resolló por una boca que
se le estaba llenando de mocos y sangre.

—De acuerdo. Vale. No me muevo.

Ni tan de cerca, Cale sabía quién era, aunque conocía el rostro de casi todos los
profesionales de Sélgont.

—Habla —ordenó Cale—. Todo. Y si creo que mientes… —Pinchó al asesino en el


cuello con la daga.

El miedo aclaró los ojos llorosos del hombre.

—Claro. Claro. Ya que más me da, ¿no? —Trató de soltar una carcajada, pero se
atragantó con su propia sangre.

Cale esperó a que se le pasara la tos.

—¿Quién te ha contratado? —preguntó.

El asesino sólo vaciló un instante.

—La casa… Malveen. Pietro Malveen.

Cal asintió. Eso parecía cierto. Lanzar a un asesino contra los Uskevren era muy
propio de Pietro Malveen. Chapucero asqueroso. Cale apretó más la rodilla contra el pecho
del asesino.

—¿Quién era tu objetivo?

—Nadie —consiguió decir el asesino entre resuellos, y luego se apresuró a añadir—:


Quiero decir… cualquiera… cualquier Uskevren. Pensé que eras uno de los hijos. —Volvió
la cabeza y escupió sangre—. ¿Quién, en los Nueve Infiernos, eres tú?

Cale contestó con un frío silencio y una dura mirada.

«Una pregunta estúpida —pensó—. Si supieras la respuesta, ya estarías muerto».

Mantuvo la daga sobre el cuello del hombre mientras decidía qué hacer. No podía
entregar al asesino a los Cerros, la guardia de la ciudad de Sélgont. Demasiadas preguntas.
Pero tenía que llegar a El Ciervo en seguida. Riven estaría esperando. Quizá…

—Eres el mayordomo —soltó el asesino con convencimiento en la voz—. Mierda,


no he visto a ningún mayordomo pelear como tú.

Cale hizo una mueca. Aquel hombre era muy estúpido.

—¿Qué? —La voz del asesino subió una octava. Supo que había cometido un error
—. Eres el mayordomo, ¿no?

Cale miró al asustado hombre con ojos fríos. Aunque ya sabía lo que debía hacer, no
le resultaba agradable. Al parecer, el asesino se dio cuenta del peligro que corría y comenzó
a debatirse. Cale lo agarró como una tenaza.

—Eh, espera, espera…

Cale cubrió la boca del asesino con una fuerte mano y se le acercó más.

—Tienes razón —le susurró al oído—. Soy el mayordomo.

De un rápido tajo, le cortó el cuello. El moribundo gritó contra la palma de Cale


mientras la sangre caliente humeaba al caer sobre los helados adoquines. Cale lo observó,
inmutable. Todo acabó en segundos.

Cale limpió la daga en la capa del hombre y se levantó. No sentía placer por lo que
había hecho, pero tenía que hacerlo. Si hubiera permitido que el asesino hablara de sus
habilidades a los Malveen, alguien podría haber comenzado a sospechar, tal vez Radu
Malveen, o el idiota de Pietro. Cale no podía permitir eso.

Algunos secretos deben seguir siéndolo, pensó, costara lo que costase.

Sin volver la vista atrás, Cale dejó el cadáver a su espalda y se dirigió a El Ciervo
Negro.

La chimenea estaba apagada; los carbones, fríos. Sólo la tenue luz de una lámpara de
aceite iluminaba El Ciervo Negro. Colgaba torcida detrás de la barra, y su mecha oscilante
lanzaba volutas de aceitoso humo negro que ascendía retorciéndose para mezclarse con el
humo de las pipas de los parroquianos. La débil llama bailoteante creaba un confuso
claroscuro de sombras que se revolvían inquietantes ante los muertos ojos y duros rostros
de la silenciosa clientela de El Ciervo. Parecían las almas perdidas que se decía que
vagaban en los Nueve Infiernos en busca de paz.

Cale se quedó un instante en la puerta de El Ciervo, azotado por el viento, e hizo una
mueca. Almas perdidas, sin duda.

Acababa de matar a un hombre a sólo tres manzanas.

Unos veinte clientes se sentaban apiñados en pares y tríos ante las grasientas mesas
de El Ciervo. Sus siseos resultaban indescifrables incluso para el agudo oído de Cale, pero
no costaba imaginar el contenido de las conversaciones. Hubo un tiempo en el que él había
participado en muchas de ellas: contrabando, sobornos, asesinatos…

Vio que Drasek Riven aún no había llegado. Irritado, Cale se fue hasta la barra y
cambió cuatro monedas de cobre por una jarra de cerveza. Se sentó en una mesa lejos de la
única entrada pública de El Ciervo, en un rincón desde donde veía toda la sala. El pestazo a
sudor, a cerveza derramada y a aceite de pescado de la lámpara le resultaba
desagradablemente familiar. Ese olor le recordaba al hombre que había sido, un hombre que
cometía actos oscuros amparado en la noche. Volvió a pensar en el cadáver del callejón, y
supo que el fantasma de ese hombre le atormentaría el alma. Aún cometía actos oscuros.

Con un trago de la agria cerveza, Cale trató de borrar la imagen de la mirada


aterrorizada del asesino, y luego dejó la jarra sobre la mesa con un fuerte golpe. Unos
cuantos rostros rapaces se volvieron hacia él al oír el ruido, pero la fría mirada de Cale los
hizo regresar en seguida a sus propios asuntos. Se enjugó la calva con una mano
repentinamente sudorosa. Una mano que acababa de cortar un cuello hacía sólo unos
minutos.

—Ya no eres ese hombre —se dijo como si estuviera recitando un conjuro—. Ya no
eres ese hombre…

El cadáver que había dejado en el callejón era una burla a esa afirmación, y él lo
sabía. No importaba que hubiera jugado a ser el leal sirviente de Thamalon Uskevren
durante los últimos nueve años. Seguía siendo un asesino. Lo demás, por muy bien que
hiciera su papel, era una farsa. Si Thazienne alguna vez se enterara de su engaño…

Sacudió la cabeza, enfadado, para dejar de pensar en Thazienne. No era el momento


para distracciones. No podía permitirse mostrar ninguna debilidad ante Riven. Ese
cabronazo de negro corazón olía la debilidad como un tiburón gris olfateaba la sangre en el
agua. Cale necesitaba estar centrado.

Interminables minutos fueron pasando, y Riven no aparecía. Cale se fue poniendo


cada vez más tenso. Sus largos dedos tamborilearon impacientes sobre el brazo de la silla.
¿Por qué se habría puesto Riven en contacto con él? Para su encuentro habitual aún faltaba
diez días. ¿Dónde en los Nueve Infiernos estaba Riven?
La puerta de El Ciervo se abrió de golpe, y Drasek Riven entró en la sala como si
fuera el amo. Sin siquiera una mirada a los lados, fue directamente a la barra, con su capa
escarlata ondeando tras él como un charco de sangre. Aceptó sin decir palabra la jarra de
cerveza que le tendía el flacucho posadero de pelo grasiento, y se volvió para observar el
local con una mueca de desprecio. Su mano derecha descansaba sobre la empuñadura de
uno de sus dos sables.

Las miradas que habían seguido nerviosas el trayecto del asesino hasta la barra se
apresuraron a retomar sus asuntos y no osaron alzarse. Drasek Riven olía a asesinato. Tenía
la reputación entre Los Cuchillos de la Noche de ser un hombre que disfrutaba al matar.
Nadie en El Ciervo se arriesgaba a encontrarse con su mirada. Excepto Cale.

Cale respondió a la dura mirada de Riven clavándole sus fríos ojos. Las pupilas del
asesino destellaron al reconocerlo, y avanzó con chulería hasta la mesa. Cale se lamió los
labios y notó el sabor salado del sudor. Riven le recordaba a un gato cazador: compacto,
poderoso y depredador.

«Cálmate», se ordenó.

Aunque era bastante más alto que Riven, Cale sabía que su habilidad con la espada
no era rival para los sables del temperamental asesino. Transformó su rostro en una máscara
sin emociones mientras Riven se sentaba en la silla frente a él.

—Llegas tarde —dijo Cale como si nada.

Riven lo observó por encima del borde de su jarra mientras se tomaba un trago. Dejó
lentamente la jarra.

—¿Y? —replicó con desdén. Era evidente que el asesino buscaba un


enfrentamiento.

Cale no cedió terreno, aunque eso significara arriesgarse a notar su frío acero.
Apuntó con un dedo a la cara marcada de viruela del asesino.

—Pues que la próxima vez que me hagas esperar —masculló entre dientes—, me
marcho. ¿Entendido? Dejaremos que el Hombre Justo decida quién tiene razón.

Eso causó su efecto. Cale era el único rival de Riven cuando se trataba de aconsejar
al maestro de la cofradía. Mientras Cale instaba al Hombre Justo a la cautela y la paciencia,
Riven lo instaba a la violencia inmediata. La mayoría de las veces, los acontecimientos
habían demostrado que el consejo de Cale había sido el mejor. Riven no querría hacer que
el Hombre Justo tuviera que elegir entre los dos. Aún no.

Cale vio con satisfacción que la petulante mueca de desdén de Riven se convertía en
un ceño fruncido. Con los labios apretados, el asesino le lanzó una mirada amenazadora.
—No me aprietes mucho, Cale, o te destriparé como a un pez. El Hombre Justo
puede irse a la mierda.

Cale aún no quería ceder, así que se inclinó hacia adelante y miró fijamente el rostro
marcado de Riven. El asesino había perdido el ojo durante un trabajo hacía años, pero no
quería usar un parche. La cuenca vacía y desfigurada proporcionaba una ventana a un alma
igual de vacía y desfigurada.

—Ya sabes dónde encontrarme —replicó Cale sin perder la calma.

Riven tampoco quería ceder.

—Cierto —repuso el asesino en voz baja—. Lo sé. —Mostró unos manchados


dientes enmarcados por un bigote y una perilla bien cuidados—. El Hombre Justo no podrá
protegerte siempre, Cale. Cuando ya no esté, yo seguiré aquí. Entonces volveremos a tener
esta conversación. —La dura mirada de Riven prometía sangre.

Cale se recostó en la silla y trató de mostrar indiferencia.

—Aquí dentro empieza a apestar. A ver, ¿de qué va el asunto, chico de los recados?

Riven se puso en pie de un salto y sacó un sable de la vaina antes de que Cale
pudiera tocar su daga. De repente, Cale se encontró ante la punta del sable de Riven, y fue
apartando lentamente la mano de la empuñadura de la daga. El corazón le latía acelerado.
Riven lo miró durante un largo momento, moviendo el sable bajo la barbilla de Cale. Este
no dijo nada, sólo le clavó la mirada. Finalmente, el asesino enfundó el sable y volvió a
sentarse lentamente. Su acostumbrada mueca de desprecio regresó multiplicada por diez.

—Eres lento, Cale —se burló—. Muy lento. Eres como un perrito… mucho
ladridito… —Se inclinó hacia adelante y rechinó los dientes; su único ojo abrió un ardiente
agujero de odio en la conciencia de Cale—… pero no sabes morder. —Se echó hacia atrás
y se cruzó de brazos, satisfecho.

«Ya veremos, cabrón —pensó Cale—. Tú dame la espalda y yo te llevaré a tu


tumba».

Aunque se moría de ganas de decir esas palabras en alto, Cale conservó la calma.

—La información, Riven —fue lo que dijo.

El asesino bebió de su jarra con deliberada lentitud antes de contestar:

—La información es esta, Cale: Naglatha nos ha pagado…

—¡Naglatha! ¿Desde cuándo trabajamos para una agente del reino de Zhay?
—Desde que empezaron a pagar en soles de platino —contestó Riven—. Ahora
cállate y escucha. —El asesino se inclinó hacia adelante y habló en un susurro. Su aliento
hizo que Cale sintiera náuseas—. Pronto, cierto tema va a estar ante el Hulorn, y Naglatha
desea verlo resuelto a favor de Zhay. El Hombre Justo le aseguró qué él se encargaría de
ello.

—¿Qué tema?

—No es asunto mío —respondió Riven—. Ni tampoco tuyo. Nosotros sólo


inclinamos la balanza.

Cale vio inmediatamente hacia dónde iba la conversación. Negó con la cabeza y
habló apresuradamente, tratando de zanjar aquello.

—Ya le he dicho al Hombre Justo que no tengo nada sobre Thamalon Uskevren.
Estoy trabajando en ello, pero ese hombre está limpio.

—Eso dices tú —replicó Riven—. Pero llevas «trabajando en ello» hace años. El
Hombre Justo se está impacientando, y yo también. Nadie está tan limpio, Cale. Tu
incapacidad para encontrarle algún trapo sucio hace que uno se haga preguntas.

Cale se inclinó hacia adelante con los ojos entrecerrados. Ese comentario había dado
muy cerca de la diana.

—¿Qué preguntas? —Bajo la mesa, con la mano izquierda toqueteaba la


empuñadura de la daga.

Riven le devolvió su fría mirada, sin inmutarse.

—Sobre con quién está tu lealtad.

Cale resopló despectivo, y se echó atrás en la silla, como si no le preocupara el


asunto.

—No me sorprende que sólo seas un lacayo. ¿No ves lo útil que es tener a un agente
de Los Cuchillos de la Noche en la casa de los Uskevren? Le he probado lo que valgo al
Hombre Justo cientos de veces, pero no puedo encontrar algo que no existe. Tendremos que
emplear a otro.

Riven se echó a reír, el sonido que profería era como una tos rasposa.

—Ya está decidido. Emplearemos a Uskevren. Es la voz más influyente en el


Consistorio Antiguo. Como has sido incapaz de sacar nada, he convencido al Hombre Justo
para tomar un enfoque más directo.

Al oír las palabras «más directo», a Cale se le removió el estómago. El Consistorio


Antiguo así se llamaba al pequeño grupo de familias acaudaladas que detentaban el poder
en la ciudad de Sélgont. Pocos estaban tan «limpios» como los Uskevren, y menos aún
merecían la atención de Los Cuchillos de la Noche. Los Uskevren tenían a Thamalon al
frente, y Thamalon era respetado. Cale sabía qué iba a ser lo siguiente.

Riven continuó con una sonriente mueca:

—Vas a organizar el secuestro del hijo menor. ¿Cómo se llama… Talbot? Mientras
tengamos al cabronzuelo, su padre hará exactamente lo que le digamos. Si no lo hace,
abriré en canal al pequeño Talbot y pasaremos al siguiente hijo.

A Cale le costó mucho contener la tormenta que se desató en su alma y mantener la


calma. ¡Raptar a Talbot! El chico acababa de regresar a Sélgont después de un accidente de
caza en los bosques a las afueras de la ciudad. Ni siquiera vivía en la mansión familiar.
Desde el accidente, había estado residiendo en una de las casas que los Uskevren tenían por
la ciudad. Donde resultaba un blanco fácil, pensó Cale. Era evidente que Riven no sabía
nada de eso, o ya habrían cogido a Talbot sin involucrar a Cale.

Cale respiró hondo y trató de improvisar una excusa.

—Raptar al chico no es buena idea Después, Thamalon se vengará. Todos los Cetros
de la ciudad caerán sobre la cofradía.

Los Cetros de Sélgont podían complicarles los negocios si un noble como Thamalon
los obligaba a entrar en acción. Cale negó con la cabeza.

—No, sin duda es una mala idea. Dile al Hombre Justo que no se puede hacer.

—No voy a decirle nada. —Riven escupió y golpeó la mesa con el puño—. Y tú
harás exactamente lo que se te dice. El Hombre Justo comprende los riesgos. Tú descubre
en qué momento el chico es más vulnerable y me dejas la información aquí, con Jelkins. —
Sacudió el pulgar hacia atrás para señalar al flacucho posadero—. Yo reuniré al equipo.
Tienes dos días.

A pesar de su aturdimiento, Cale consiguió asentir. Apartó la silla y se levantó sobre


unas piernas que le flaqueaban. ¡Dos días! ¡Sólo dos días! Debía traicionar a Thamalon,
desobedecer al Hombre Justo o confesar su pasado y perder todo lo que le importaba. De
una forma u otra, nada seguiría siendo lo mismo. Si traicionaba a su señor, no se lo
perdonaría. Si desobedecía al Hombre Justo, estaría muerto en diez días. Si confesaba su
pasado, Thamalon lo echaría y Thazienne lo odiaría. Y eso no podría soportarlo.

En un destello de desesperada inspiración, vio una salida: hundir su daga en el


cuello de Riven en ese mismo momento. Nadie en El Ciervo alzaría una ceja, y después ya
se le ocurriría alguna explicación para el Hombre Justo. Demonios, eso era exactamente lo
que llevaba haciendo los últimos nueve años. Todo podía seguir igual.
La mano se le fue a la empuñadura de la daga. Riven se inclinó sobre la mesa para
acabar la cerveza, sin sospechar nada. Cale miró fijamente la nuca del asesino, la piel
expuesta le tentaba. Un pinchazo en el cuello, un borboteo y todo acabaría, igual que con el
hombre del callejón.

—Mala idea —dijo Riven sin mirarlo—. Eso, Cale, sería una mala idea.

Cale captó el burlón desafío que había en las palabras del asesino. Sin decir nada,
dio media vuelta y salió de El Ciervo. Necesitaba pensar.

Cuando llegó a la calle, estuvo a punto de derrumbarse. Lo desesperado de la


situación le pesaba como un saco de piedras. Amargamente, recordó un concepto de la
filosofía de los enanos y lo masculló como una maldición:

—Korvikoum.

Se solía traducir ese término como «el destino» o «el hado», pero Cale sabía que su
significado era un poco diferente, algo así como «la consecuencia inevitable de las
decisiones tomadas».

En ese instante, odió la filosofía de los enanos. «Hado» ponía la responsabilidad en


una especie de fuerza cósmica, con designios propios. «Korvikoum» la ponía sobre tus
hombros.

—No traicionaré a los Uskevren —juró a la noche—. No lo haré. Moriré antes de


permitir que hagan daño a Talbot. —La resolución que había tomado le resultó
inesperadamente liberadora—. Antes moriré —se volvió a jurar a sí mismo, esta vez con
una triste sonrisa.

Respiró profundamente el frío aire invernal, notó el penetrante sabor a sal del viento
que soplaba desde la bahía de Sélgont y comenzó a caminar. Y a pensar. Tenía que
encontrar una solución.

Las cuidadas calles que atravesó apestaban a dinero. Tienda tras tienda se sucedían
en las amplias avenidas, e incluso las más sencillas mostraban al menos un colorido toldo y
pintura fresca en las persianas. Muchas tenían canalones labrados en piedra como desagües
para la lluvia o marcos tallados en madera exótica en los escaparates. Esculturas de las
criaturas más extrañas, centauros, quimeras e incluso sátiros, se encontraban en casi todas
las plazas, encargadas por el ridículo gobernador de la ciudad, el Hulorn. Cal consideraba
Sélgont ridícula. La ciudad se esforzaba mucho en parecer el centro de la sofisticación y la
nobleza, pero sólo conseguía igualar a una puta callejera con demasiadas pretensiones y un
exceso de maquillaje. La pátina de riqueza ocultaba una ciudad llena de nobles decadentes
y traicioneros, poco más que granujas bien educados. Excepto por su propio señor, claro.

Trabajando en el Palacio de las Tempestades, Cale había llegado a respetar a


Thamalon Uskevren, por ser justo, honesto y haberse ganado a pulso su posición; un
hombre raro entre la decadente nobleza que formaba el Consistorio Antiguo de Sélgont.
Cale admiraba el temple del Viejo Búho. Durante esos años, él y Thamalon habían llegado
a ser amigos en cierto modo, incluso colegas, y si Cale quería mantener esa relación, tenía
que impedir que raptaran a Talbot sin que se descubriera que había sido un espía de Los
Cuchillos de la Noche, la cofradía de asesinos y ladrones de Sélgont. Sólo parecía haber
una opción, y era desesperada. Y peligrosa.

No tenía nada más.

Fue tejiendo un plan mientras caminaba, luego se volvió hacia el este y se dirigió
hacia los antros de juego que había a lo largo del muelle. Para que su plan tuviera éxito,
necesitaría ayuda. Y sólo podía confiar en una persona que no levantaba más de un metro
del suelo.

Buscó a Jak por tres garitos antes de localizar al mediano ante una partida de cartas
en La Sota Escarlata. A pesar de ser un establecimiento de mala nota con un bar mediocre,
desde hacía poco, La Sota se había vuelto popular entre la baja nobleza de Sélgont. El lugar
atraía a aburridos hijos segundones, ansiosos por jugarse las monedas de su familia, igual
que un traicionero vendedor de caramelos atraía a los niños. Sin embargo, esos nobles sólo
eran una parte de la clientela. En las salas de placer y en las mesas de juego se apiñaba de
todo, desde aventureros itinerantes y mercaderes más o menos honrados hasta delincuentes
declarados y proxenetas. En lugares como La Sota el auténtico carácter de Sélgont surgía a
la superficie. Las claras fronteras que en otros momentos separaban la jerarquía social,
daban paso a la hermandad universal del vicio.

Antes de acercarse a la mesa de Jak, Cale se mezcló entre la gente y se deshizo de


suficientes monedas para asegurarse una de las muchas salas privadas del segundo piso. Por
lo general, esas salas se empleaban para partidas exclusivas, negocios secretos o relaciones
ilícitas. Cale quería una para un propósito bien sencillo: nadie más debía oír lo que tenía
que decirle a Jak.

Después de observar la puerta durante un rato para asegurarse de que Riven no lo


había seguido, se fue abriendo paso, como cualquier otro cliente, hasta quedar frente a la
mesa de Jak, a cierta distancia. A través de la cambiante multitud, vio el mar de monedas
que brillaba sobre la mesa frente al elegante mediano. La mata de cabello pelirrojo del
hombrecillo iba de arriba abajo mientras charlaba de buen humor con los seis contrariados
nobles que compartían su mesa, pero no su buena fortuna. Jugaban a Espadas y Balanzas,
un juego que requería habilidad y suerte en partes iguales. Cale sabía que Jak tenía ambas
en gran cantidad, a pesar de que tuviera más el aspecto de un chavalillo que de un jugador
profesional. Aquellos petimetres no tenían ninguna oportunidad.

Con su gorra de ante, su jubón azul y las botas altas sembianas, Jak era como la
miniatura de sí mismo. Sólo sus largas y puntiagudas patillas y los astutos ojos verdes
indicaban su madurez. Lo cierto era que el hombrecillo era tanto un sacerdote de
Brandobaris, el dios mediano de los ladrones, como un delincuente de lo más hábil.
También era el único amigo de Cale en Sélgont.
Pasados unos minutos, Jak vio a Cale. La expresión de alegre sorpresa del
hombrecillo se desvaneció en cuanto Cale le hizo una señal con la cabeza para indicarle que
tuviera cuidado. Jak volvió a prestar atención al juego y sólo de vez en cuando lanzaba una
cauta mirada hacia Cale.

Aunque Jak iba de por libre en el submundo de Sélgont, dominado por las bandas —
una situación que Cal consideraba comparable a nadar en un mar infestado de tiburones con
la única protección de un cuchillo de postre—. El hombrecillo conocía el lenguaje de
signos de la cofradía. Así que, mientras parecía que Jak tenía toda su atención puesta en el
juego, Cale, mediante disimulados gestos, le comunicó un mensaje: «Arriba. Número siete.
Urgente».

Jak asintió levemente mientras se reía de la broma de un noble, y Cale iba hacia
arriba. El mediano subiría en cuanto pudiera.

Cale no tuvo que esperar mucho. En menos de un cuarto de hora, la puerta de la sala
se abrió, y Jak entró con una gran sonrisa y la bolsa tintineante.

—Esto debe de ser muy importante si me interrumpes en medio de esta racha del
favor de Tymora —observó, invocando a la diosa de la fortuna—. ¿Qué pasa, Cale? ¿Ya he
vuelto a molestar al Hombre Justo? —A menudo, Jak interfería sin darse cuenta en las
operaciones de Los Cuchillos de la Noche. Que siguiera vivo demostraba que sí era cierto
que contaba con el favor de Tymora.

—No, no es nada de eso. —Cale dejó escapar un suspiro y se pasó la mano por la
cabeza—. Tengo un problema, Necesito ayuda.

Jak se puso serio. Se sentó en la silla frente a Cale y colocó sus pequeñas manos
sobre la mesa.

—Cuéntame.

—Los Cuchillos quieren que prepare el secuestro de Talbot Uskevren. —No era
necesario que explicara más. Jak sabía la posición de Cale en Los Cuchillos y que durante
los últimos años había estado protegiendo secretamente a los Uskevren del Hombre Justo,
en vez de contarle las debilidades de la familia.

El hombrecillo se echó atrás en la silla y pegó un silbido.

—Eso es como la gota que colma el vaso, ¿no? ¡Feo, Cale! Hace años que te dije
que te salieras de Los Cuchillos de la Noche.

Cale sonrió con cansancio.

—Es más fácil decirlo que hacerlo. El Hombre Justo no me permitiría marcharme.
Valgo demasiado para él. Si lo intentara, o me mataría o le contaría mi pasado a Thamalon,
y… —Meneó la cabeza, reacio a expresar en voz alta lo que pensaba.

—Y eso sería el fin —acabó Jak por él. Los verdes ojos le destellaron con furia—.
¡El Hombre Justo! ¡Y una mierda! Es un asesino sacerdote de Mâskhara, ¡por los peludos
dedos del Embustero! —Tamborileó sobre la mesa con sus peludos dedos y miró
expectante a Cale—. ¿Qué vas a hacer?

Cale miró a Jak a los ojos. Había decidido no morderse la lengua.

—Voy a emboscar al equipo que vaya a raptarlo y matarlos a todos. Después le diré
al Hombre Justo que una banda rival nos tendió una emboscada y que sólo yo conseguí
escapar.

Cale se esperaba que Jak le dijera que estaba loco, pero asintió con la cabeza.

—Eso podría funcionar, suponiendo que nadie escape. ¿Quién dirige el equipo?

—Drasek Riven.

—Riven —masculló Jak—. Pues vaya. —Se recostó en la silla y se mesó la barbilla,
reflexionando. Cale esperó en silencio. Le estaba pidiendo mucho al hombrecillo.

Cale se sorprendió al ver que Jak sólo tardaba unos instantes en sonreír
siniestramente.

—Hace mucho que somos amigos, Erevis —dijo el mediano—. Si me necesitas,


estoy contigo.

Cale miró solemnemente a su amigo. Aunque agradecía el ofrecimiento de Jak, aún


no podía aceptarlo. No antes de explicárselo todo. Cale no podía pedirle a Jak que
arriesgara su vida sin saber a qué tipo de hombre iba a ayudar.

—Jak, necesito… —Se detuvo, carraspeó y comenzó de nuevo—: No sabes mucho


de mí, sobre mi pasado, me refiero, antes de que viniera a Sélgont.

Jak alzó una mano y meneó la cabeza.

—Eso es cierto, pero es asunto tuyo, Cale. No me debes ninguna explicación.

—Lo sé, pero en estas circunstancias… creo que debes saber a quién estás
ayudando.

Jak lo observó fijamente, tratando de interpretar su rostro. Finalmente, el mediano


suspiró y se hundió en la silla. Cruzó los brazos sobre el pecho. Parecía un hombrecillo
preparándose para una tormenta.
—Muy bien. Si insistes.

Cale vaciló. De repente, no sabía muy bien por dónde empezar.

Ansiaba sacarse el secreto de su alma, pero temía la reacción de Jak. Si el


hombrecillo decidía abandonarle, no tenía a nadie más a quien acudir. Se obligó a
comenzar.

—¿Sabes que vine a Sélgont desde Puerta del Oeste?

Jak asintió. Puerta del Oeste se hallaba en la ruta comercial entre el Mar Interior y la
Costa de la Espada. Era una ciudad grande y rica, repleta de mercaderes y ladrones, piratas
y asesinos.

—Vine aquí porque estaba huyendo.

Jak se inclinó hacia adelante al oír esto, y sus ojos verdes brillaron de curiosidad.

—¿De qué?

Cale se miró las manos mientras hablaba, avergonzado de su pasado.

—Cuando era un niño, me reclutaron Los Máscaras Nocturnas.

Jak soltó un débil silbido al oír mencionar la famosa, y ya extinta, cofradía de


ladrones de Puerta del Oeste.

—Eso es feo —dijo.

Cale no le hizo caso y continuó con la historia:

—Recibí todo el entrenamiento habitual… —Vaciló al ver las cejas alzadas de Era
evidente que el mediano tenía cierta idea de lo que significaba el «entrenamiento habitual»
de Los Máscaras Nocturnas. Cale se apresuró a continuar—: Pero en seguida me pusieron a
trabajar juntando letras.

Jak se sorprendió.

—¿Tú? ¿Un hombre de letras? ¿Traducciones y cosas así? —Rio por lo bajo al ver
que Cale asentía—. Siempre he sabido que eras demasiado listo para tu propio bien, Cale.
¿Cuantos idiomas hablas?

—Nueve.

—¡Nueve!
Cale lanzó un suspiro de exasperación.

—Si paras de interrumpirme —le soltó—, quizá pueda contarte el resto antes de que
llegue el alba.

Jak fue a decir algo, pero se lo pensó mejor y cerró la boca. Volvió a hundirse en la
silla, enfurruñado.

Cale contuvo una sonrisa. El hombrecillo parecía un niño enfurruñado al que han
castigado de cara a la pared. Cale siguió hablando en voz baja y tensa:

—Durante muchos años hice lo que los cofrades hacían: robar, matar, intimidar. Me
cansé de todo eso, incluso de hacer de secretario con idiomas, así que comencé a desviar
dinero. Cuando la cosa se puso demasiado caliente, huí… aquí. —Hizo un gesto
abarcándolo todo y sonrió a Jak—. Ya sabes el resto.

Jak se quedó en silencio durante un momento, mirando fijamente a Cale, como si se


preguntara si podía o no podía hablar. Cuando Cale asintió, Jak se echó para adelante en la
silla y se puso muy serio.

—Sí, sé el resto de tu triste historia, mi calvo amigo. Es más o menos así: a pesar del
consejo de tu intrépido y valiente amigo mediano, Jak Fleet, te liaste estúpidamente con el
Hombre Justo y su banda de matones. Con la cofradía llena de incompetentes, subiste
rápidamente. Hasta que al final se te ocurrió ese enloquecido plan de colocar a miembros de
la cofradía en las casas nobles. —Lo miró con cara seria y los verdes ojos cargados de
inocencia—. ¿Hasta aquí voy bien?

Cale no pudo evitar sonreír. Jak hizo una mueca simpática y continuó:

—Por desgracia para ti, Thamalon comenzó a caerte bien, y su hija aún más. Los has
protegido durante años pasando información inofensiva al Hombre Justo. Oh, de vez en
cuando le tirabas algo jugoso que perjudicara a esta o aquella familia noble, pero nunca
nada que comprometiera seriamente a los Uskevren. Ahora tu plan se ha vuelto en tu contra
y peligra tu culo.

«Korvikoum», pensó Cale.

—Y los carroñeros quieren su parte.

Cale asintió.

—Y…

—Ya lo pillo —replicó Cale.

—Muy bien. —Jak calló por un momento. Meneó la cabeza y se puso serio—. Te
has metido en un buen jardín, amigo mío. Demasiado jardín para un hombre solo. No sé
cómo has podido hacerlo.

Cale se mordió la lengua. De repente se sintió muy cansado.

—Erevis Cale ni siquiera es tu nombre auténtico, ¿verdad? —dijo el mediano—.


¿Me lo puedes decir?

—No quieras saberlo.

Jak aceptó la respuesta con un lento gesto de cabeza.

—Supongo que no importa cómo te llames. Ya sé de qué estás hecho. —Pensativo,


el mediano sacó su pipa de marfil de la bolsa de su cinturón.

Cale lo observó en silencio mientras su amigo la cargaba de hierba y la encendía.


Todo su futuro dependía de las siguientes palabras de Jak.

—Nada de eso cambia nada, Cale —dijo Jak al cabo de un momento—. Sigo
estando contigo. —Lanzó una nube de humo aromático.

Cale asintió, emocionado, demasiado agradecido para expresarlo con palabras. Tenía
una oportunidad.

—¿Cuál es tu plan? —preguntó Jak con la pipa en la boca.

Cale sonrió.

—¿Alguna vez has conducido el carruaje de un noble?

Al filo de la medianoche, Cale regresó a las melancólicas torretas del Palacio de las
Tempestades y encontró la mansión a oscuras. Entró silenciosamente por una puerta de
servicio y subió por la escalera de caracol hasta su espartana habitación. Tenía que hablar
con Thamalon inmediatamente, así que se cambió y se puso su atuendo de mayordomo:
unos pantalones negros que no le caían bien, una camisa blanca con un lazo morado y
negro. Después, recorrió silenciosamente la gran casa quizá por última vez.

«Después de mañana por la noche —pensó con tristeza— quizá no pueda volver a
poner un pie aquí».

El plan para emboscar al equipo de Los Cuchillos de la Noche era muy arriesgado.
Jak y él iban a necesitar toda la suerte de Tymora para salir con vida.

«No tengo elección», se recordó.

Decirle la verdad a Thamalon acabaría con todo. El Viejo Búho no volvería a confiar
en él, y Thazienne nunca le perdonaría esa traición. Podía huir, claro, igual que había hecho
en Puerta del Oeste.

Pero en Puerta del Oeste no había tenido amigos, ni hogar, ni lealtades, nada que le
impidiera darle la espalda. Pero ahora tenía una familia, tenía un amigo, había gente a la
que quería.

«No voy a huir», decidió. Fortalecido, bajó en busca del señor Uskevren.

Lo encontró en la biblioteca, en medio de las paredes forradas de libros, su retiro


habitual por las noches. Thamalon se hallaba sentado en su lugar favorito, una silla de
respaldo alto tallada en nogal del Valle de Arkhen, y analizaba una partida de ajedrez sin
terminar, colocada sobre una mesita baja ante él. En el suelo, junto a la silla, descansaban
un par de copas de plata y una botella de Rubí Tempestoso, medio vacía. El resplandor del
fuego del hogar remarcaba las tensas líneas del rostro de Thamalon.

En silencio, Cale se detuvo en la puerta, incapaz, de repente, de molestar a su señor.


Al ver el vino y la colocación de las piezas, supo que otra partida entre Talbot y Thamalon
había acabado a gritos. Quizá no fuera el mejor momento…

—¡Erevis! —Thamalon lo vio, y le dedicó una cansada sonrisa—. Me alegro de


verte de vuelta. ¿Cómo ha ido el asunto con tu primo?

Cale se encogió por dentro. Años atrás, cuando había descubierto que la información
sobre lo que se cocía en los bajos mundos de Sélgont podía resultar útil a Thamalon, Cale
se había inventado un primo, un hombre de mala vida que se movía en los círculos más
oscuros y con el que Cale mantenía un reticente contacto. Aunque la información que Cale
le había ofrecido gracias a ese supuesto primo había demostrado ser útil a Thamalon en
múltiples ocasiones para desmantelar planes de las casas rivales, la mención de ese primo
sólo servía para recordarle a Cale que su vida era una mentira.

—Ha ido bien, señor. Ha dado un giro inesperado, pero todo va bien. O lo irá. El
asunto aún no ha finalizado, y debo pediros un favor.

—Claro. —Thamalon hizo un gesto hacia la silla acolchada que había al otro lado
del tablero—. Ven y siéntate, viejo amigo.

Cale cruzó lentamente el suelo de madera y se sentó muy rígido.

—¿Vino? —preguntó Thamalon mientras volvía a llenar su propia copa.

—No, gracias, señor.

—¿Te apetece acabarla? —Thamalon indicó el tablero de ajedrez, con el inicio de


una sonrisa en las comisuras de la boca.
Cale le devolvió la sonrisa sin mucho entusiasmo y observó la situación de las
piezas de jade de Talbot. Thamalon siempre jugaba con las de marfil. Pasado un momento,
Cale meneó la cabeza.

—Mi señor pretende hacerme caer en una trampa. Las blancas tienen jaque mate en
cuatro.

Thamalon rio con su profunda voz y alzó la copa en un brindis. Cale se sintió
complacido al ver que su señor se animaba.

—Excelente, Erevis, excelente. ¿Cómo es que nunca hemos jugado?

Cale sonrió levemente.

—Porque no tengo ningún deseo de desafiar la habilidad de mi señor. Un hombre


sabio sabe lo que le conviene.

Con un gesto de cansancio, Thamalon rechazó el cumplido.

—De ser cierto eso, viejo amigo, habría que concluir que Sélgont está lleno de
idiotas, porque me desafían constantemente. Sin tu ayuda… —Dejó la frase colgando y
bajó la cabeza fatigado. Cuando alzó los ojos, de nuevo mostraba una cansada sonrisa—.
Me voy por la tangente. ¿Has hablado de un favor?

En ese momento, Cale estuvo a punto de confesarlo todo. Al ver a su señor


mantenerse en pie a pesar tener unos hijos decepcionantes, una esposa distante y las
constantes maquinaciones de las casas rivales, sintió una gran admiración. ¿Cómo podía
tener secretos para ese hombre que se lo había confiado todo?

Su pasado se le subió a la garganta, quería contarle toda su historia. Sería tan fácil…

«¡No! —pensó—. Ni siquiera Thamalon podría perdonarme».

Con gran esfuerzo, se tragó la tentación.

—Sí, señor —dijo finalmente—. Disculpad mi petición, pero mi primo sigue en un


pequeño bache. Me pregunto si me permitiríais usar uno de los viejos carruajes y la casa de
la calle Lurvin durante los próximos dos días.

Al oír eso, Thamalon se inclinó hacia adelante. Lo miró interesado y frunció las
espesas cejas, pensativo.

—Debe de ser un asunto serio para que te involucres así, Erevis. Quizá yo podría
ayudar.

—No, señor —repuso Cale en seguida, al mismo tiempo que su cariño por
Thamalon creía al escuchar esa oferta—. Debo hacerlo solo. No puedo arriesgar la
reputación de los Uskevren permitiendo que se relacionen los asuntos de mi primo con la
familia. Es algo que debe quedar entre él y yo.

—Hummm.

Cale vio algo en la mirada de Thamalon y supo que el Viejo Búho sospechaba que
esa historia era falsa. Pero su señor respetaba su intimidad y no preguntó más. Cale lo
apreció aún más por eso.

—Muy bien, Erevis. El carruaje es tuyo, igual que la casa.

—Muchas gracias, señor. —Cale desplegó su largo cuerpo y se alzó de la silla—.


Señor Uskevren, no sé cómo acabará este asunto, pero…

—Erevis —lo interrumpió Thamalon con una mirada de preocupación—, ¿no me


permitirás ayudarte? Veo que estás preocupado. Tú no necesitas tener secretos conmigo.
Hace años que confío plenamente en ti. ¿No vas a confiar en mí en esto?

Cale se atragantó con el amargo regusto de sus mentiras. Inclinó la cabeza para
ocultar los ojos, que se le habían llenado de lágrimas.

«Confío plenamente en ti». Él ni siquiera confiaba en sí mismo lo suficiente como


para contestar.

Después de un largo e incómodo silencio, Thamalon suspiró y movió la cabeza


asintiendo.

—Lo entiendo. Todos tenemos secretos. Cuídate mucho, Erevis.

—Sí, señor —consiguió murmurar Cale, y salió de la biblioteca a toda prisa.

Se dirigió a su habitación embargado por la culpa. Después de encender una vela, se


dejó caer sobre el sillón y puso la cabeza entre las manos. Permaneció así durante un largo
rato, inhalando el olor de sus engaños. Había sido idea suya colocar un espía de la cofradía
en la casa de los Uskevren. Había sido él quien lo había arreglado para que el anterior
mayordomo muriera durante un robo en la calle. Todo lo había hecho él.

«Eso fue antes de conocerlos —trató de justificarse—, antes de cambiar…».

Había dejado la puerta entreabierta, y una suave llamada le hizo alzar la cabeza.

Iluminada por la suave luz de la vela, la belleza de Thazienne lo dejó sin aliento.
Unos pantalones ajustados de cuero y un jubón de lazo remarcaban las delicadas curvas de
su figura. Llevaba el negro cabello muy corto, al estilo cormyreano, y le acentuaba sus
suaves rasgos y sus brillantes ojos verdes. De algún modo conseguía parecer ingenua a la
vez que muy segura de sí misma. Esa belleza, esa intrépida inocencia, atraía a Cale como
un imán al hierro.

—He oído que habías vuelto —dijo ella con una sonrisa picara—, y he visto que
tenías la puerta abierta… —Al ver el rostro de Cale, su sonrisa se trasformó en una
expresión preocupada—. Erevis, ¿qué pasa? —Se apresuró a cruzar la habitación y se sentó
en el brazo del sillón.

El ligero roce que Cale notó en el antebrazo hizo que la cabeza le diera vueltas. El
olor de Thazienne, una esencia de lavanda y rosas, lo embriagaba.

«No está a tu alcance, imbécil —se reprendió Cale—. Es diez años más joven y la
hija de tu señor. ¿Qué iba a hacer ella con un fraude y un mentiroso como tú?».

Sus protestas internas se derritieron bajo el calor que emanaba del cuerpo de ella.

—Erevis, ¿qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?

Él hizo un esfuerzo por controlarse antes de mirarla a los ojos.

—¿Vas a salir? —Señaló sus pantalones de cuero.

Ella le lanzó una mirada que hubiera hecho que su madre se sintiera orgullosa.

—No cambies de tema, Erevis Cale. Te he preguntado si ha ocurrido algo. —A pesar


del duro tono, sus ojos estaban cargados de preocupación. Cale se deshizo.

—Sí, Thazienne. Algo ha ocurrido. Algo… terrible. Tengo que irme durante unos
días. Espero… espero volver pronto.

Ella se puso tensa.

—¿Esperas? ¿Qué quieres decir? ¿Adónde vas?

Cale negó con la cabeza.

—No puedo decírtelo, Thazienne…

—¿Es algo que te ha encargado mi padre? Si te está poniendo en peligro… —Se


puso en pie de un salto y pareció estar a punto de salir a toda prisa para ir en busca de
Thamalon.

—No, no, no es nada de eso. —Él le rozó el brazo con los dedos para que ella se
volviera. Su piel era tan suave…—. No es nada de eso —repitió Cale, con la sensación de
la piel de Thazienne aún en los dedos—. Es un asunto personal.
—¿Personal? Entonces, dime qué es. Quizá pueda ayudarte. —Se levantó un poco el
jubón para mostrar la daga que llevaba en el cinturón, y Cale vio una excitante franja de su
piel—. Sabes que no soy novata en esos trabajos.

«Esos trabajos». Thazienne sabía que él se manejaba bien entre las sombras, pero
nada sobre su pasado. Él había disimulado sus verdaderas habilidades y las había explicado
como el resultado de una juventud difícil.

—No —aceptó él—, no eres una novata. —Le observó los ojos, buscándole el alma.
Ella le devolvió la mirada durante un instante, antes de apartarla tímidamente. A pesar de su
«temeridad», Cale estaba seguro de que tenía las manos limpias de sangre. Y quería que eso
siguiera siendo así—. Pero este es un trabajo diferente.

—¿Crees que no puedo hacerlo? —Su postura y la dura expresión de su mentón


dijeron a Cale que sólo había una respuesta,

—No, no es eso. Pero tengo que hacerlo solo.

—¿Por qué?

—¡Maldita sea, Tazi! ¡No puedo decirte por qué!

Ella se sorprendió. Él nunca la llamaba Tazi, sólo «señorita Uskevren» si había gente
presente, o Thazienne si estaban solos.

—O sea, que no quieres decírmelo —replicó ella, recuperada de su sorpresa.

Cale dejó caer la cabeza, frustrado, pero sin querer enfadarse. Esa podía ser la última
vez que la veía.

—No puedo, Thazienne. Por favor… No puedo;

Ella resopló y lo miró durante un largo instante.

—Muy bien, Erevis Cale. Como tú quieras. —Dio media vuelta y empezó a dirigirse
a la puerta con fuertes pasos ofendidos. Pero estos se fueron haciendo más lentos mientras
cruzaba la sala, como si con cada uno se le fuera yendo el enfado que sentía. Al llegar a la
puerta, se detuvo, temblando, dando la espalda a Cale.

—Ten mucho cuidado, Erevis —dijo sin volverse—. Sea lo que sea, ten mucho
cuidado. Te ocuparás de eso igual que te ocupas de todo, ¿vale? Y luego… vuelve.

Cale notó las lágrimas en la voz de Thazienne, pero antes de que pudiera decir algo,
ella cerró la puerta y corrió por el pasillo.

—Adiós, Tazi —murmuró con los ojos llorosos.


Le costó conciliar el sueño y se levantó antes del alba.

La cera roja goteaba como sangre sobre el pergamino, sellando la carta y,


posiblemente, su destino. Cale la había escrito con una brevedad que se contraponía al peso
que sentía en el alma.

«Esta noche —decía la carta—. Hora décima. Plaza Drover. Guardia mínima».

Una carta sencilla con un mensaje que sólo tendría sentido para Riven pero que, al
entregarla, cambiaría la vida de Cale. O le pondría fin. Esa carta pondría las cosas en
marcha, y haría que su elección fuera irrevocable.

«Todas las elecciones son irrevocables —se dijo—. Por eso te encuentras ahora en
este lío».

Había realizado la mayoría de los preparativos necesarios antes del alba, mientras
los Uskevren aún dormían. Había pensado que lo mejor era actuar de prisa, así Riven no
tendría mucho tiempo para formar su equipo. Sin dar ninguna explicación, había informado
al servicio de su inminente ausencia y había puesto en orden los asuntos domésticos. Había
preparado personalmente el carruaje y lo había cargado con un arcón cerrado con llave, que
había cogido de su cuarto.

Como un ataúd con un cadáver largo tiempo muerto, ese baúl contenía los restos de
su vida pasada: un peto de cuero encantado que había arrebatado al cadáver de un rival,
Selbrin Del, en un muelle de Puerta del Oeste; las hojas, aún afiladas, con las que hacía su
trabajo, y el letal collar mágico y la poción sanadora que le había dado Amaunt Corellin, un
mago agradecido. Había esperado dejar ese baúl cerrado para siempre, pero las
circunstancias lo habían hecho imposible. El antiguo Cale debía resucitar.

Con una sonrisa carente de alegría, se levantó del escritorio de nogal y fue hasta el
mensajero de uniforme naranja que esperaba en la puerta.

—Lleva esto a El Ciervo Negro —dijo mientras le tendía la carta. El muchacho se


quedó a medio bostezo, y los ojos se le abrieron como platos. Cale evitó sonreír—. ¿Lo
conoces?

—Sí, señor —contestó el muchacho, no del todo capaz de disimular un temblor de


nerviosismo.

—Bien. Entrégalo en mano al posadero. Se llama Jelkins. Dile que es para Riven.
¿Lo entiendes?

—Jelkins, el posadero de El Ciervo Negro. Para Riven. Sí, señor.

Cale sacó una brillante moneda de oro del bolsillo de su chaleco y se la puso en la
mano al mensajero. El chico ahogó un grito sorprendido; los mensajeros sólo solían recibir
una moneda de plata.

—¡Muchas gracias, señor!

—De nada. Esto es todo.

—Buenos días, señor. —Sonriendo, el chico se abotonó el abrigo, se puso unos


mitones de lana y salió corriendo. Cale supuso que esa sonrisa le iba a durar sólo hasta que
olvidara la moneda de oro y recordara adónde se dirigía. Pero no tenía de qué asustarse. El
Ciervo no era peligroso durante el día. Las alimañas sólo salen de noche.

Cale se movía por la oscuridad como un fantasma. Mientras escrutaba las sombrías
calles del distrito de los almacenes, con una espada y unas dagas colgando del cinturón, se
sintió sorprendente y horriblemente normal. Aunque solía reprimir su lado oscuro, esa
noche se permitió darle rienda suelta. Si quería tener éxito, necesitaría al antiguo Cale: Cale
el asesino y el ladrón, no el mayordomo renacido. Sólo confiaba en poder volver a separar a
los dos una vez que acabara la noche.

Se aproximó a la plaza Drover desde el sur, se detuvo a una manzana y se metió


entre las sombras de un taller de ruedas. Ante él se alzaban los altos almacenes típicos de
ese barrio. Las amplias calles por las que tendría que pasar para acercarse se hallaban
vacías, excepto por algún que otro remolino de nieve que levantaba el cortante viento. Cale
frunció el ceño. Aunque el frío mes de Noctal no era temporada de caravanas, parecía raro
que las calles estuvieran tan vacías. El comercio nunca paraba del todo en Sélgont, incluso
en pleno invierno, incluso a esa hora. Aquellas calles extrañamente desiertas lo inquietaban.

«Tranquilízate —se ordenó—. No hay nadie porque a los guardias que no se han ido
por el frío, Riven les ha pagado para que se esfumen. Lo habitual cuando Los Cuchillos de
la Noche van a dar un golpe».

Aun así, Cale no había sobrevivido durante años en el submundo de Puerta del Oeste
y Sélgont siendo un incauto. Observó en silencio el camino hacia la plaza durante un rato
más, preocupado. Nadie. Su agudo oído no captó ningún sonido. Incluso el constante
murmullo de los carros por la calle Rauncel se lo tragaba el aullido del viento. Finalmente
satisfecho, avanzó sigilosamente entre las sombras hacia un almacén de tres pisos, que era
su primer objetivo.

Tenía poco más de un cuarto de hora para hacer su trabajo; un estrecho margen.
Cuando las campanas de Templo del Canto dieran la décima hora, un disfrazado Jak
avanzaría con el carruaje desde el oeste, y entonces, se abrirían los Nueve Infiernos.

Cale sabía qué esperar de un equipo de Los Cuchillos de la Noche. Como en su carta
a Riven había especificado sólo una pequeña guardia, no se esperaba más de doce hombres.
El Hombre justo no podía dedicar más; después de todo, la cofradía sólo contaba con treinta
o cuarenta elementos en total. Seis o siete hombres del equipo de Riven se apostarían en la
plaza, con redes y lanzas cortas. Otros cuatro o seis tiradores estarían en los tejados, pensó
tristemente, mientras se apretaba contra la parte trasera del almacén y miraba su alta
fachada. Para proteger al equipo si algo iba mal.

Esos serían los primeros en morir.

Satisfecho de haber recuperado su instinto de asesino con tanta facilidad, observó


con cuidado. Había avanzado en silencio de sombra en sombra. Se sentía más cómodo con
su peto de cuero que con su jubón de mayordomo. La espada y las dagas le colgaban
cómodamente del cinturón. Los Cuchillos de la Noche estaban a punto de morir.

«Este eres realmente tú —le susurró una voz interior. Como era una idea incómoda
se apresuró a añadir—: Al menos por esta noche».

Pasó la mano por la pared. Los ladrillos eran irregulares, gastados por el tiempo,
agrietados. Los podía escalar fácilmente, incluso con los guantes de cuero. Inició el
ascenso.

En unos minutos había escalado los doce metros hasta el tejado. Seguía sin oír nada,
y seguía sin ver a nadie en la calle. Lentamente, miró hacia adelante, procurando mantener
la boca tras el reborde del tejado para que su aliento helado no revelara su presencia.

Los vio a poco más de cuatro metros, en el lado opuesto del tejado; dos asesinos con
hondas se recortaban contra la pálida luz de Selûne. Estaban mirando hacia la plaza, de
espaldas a Cale, con las capas ondeando al viento. Sin hacer el menor ruido, Cale pasó por
encima del pretil del tejado y se agachó. Aquellos dos ni se movieron. Lentamente, fue
sacando la espada de la lubricada vaina, sin apartar los ojos de los asesinos. Estos siguieron
sin moverse. Cale se permitió una fría sonrisa de satisfacción.

Debía acercarse sin cometer el menor fallo. Excepto por un gran barril para recoger
el agua de lluvia y algunas cajas desechadas, el tejado no ofrecía ninguna protección. Sin
vacilar, avanzó, evitando que le alcanzara la luz de la luna. Cuando estaba a cinco pasos,
cerró los ojos durante un instante, reunió valor y se lanzó hacia adelante.

Antes de dar tres pasos, resbaló en un charco. Los pies se le fueron hacia arriba y
cayó de espaldas sobre el tejado.

—¡Ayyy! —El impacto lo dejó sin aliento. Jadeando, trató de levantarse y empuñar
la espada, convencido de que los asesinos estarían corriendo hacia él, convencido de que
sólo le quedaban unos segundos de vida.

No ocurrió nada.

Aún sin aliento, se sentó y recuperó la orientación. Inexplicablemente, los asesinos


no se habían movido. El líquido del charco en el que había resbalado aún le empapaba la
capa… y estaba caliente.
Sangre. El suelo junto a los asesinos estaba cubierto de sangre. Anonadado, se miró
los dedos ensangrentados, y un estremecimiento le recorrió la espalda. Se puso en pie de un
salto y apartó a los dos asesinos del borde. Un cuello cortado y una puñalada en el pecho. Y
los habían vuelto a colocar en posición. Un trabajo de profesional.

—Feo… —masculló.

Miró hacia la plaza y no vio nada. ¿Qué demonios…?

Las campanas de la Casa del Canto comenzaron a dar la décima hora. Jak estaría
llegando.

Una terrible idea fue tomando forma en su cabeza. Corrió hasta el borde este del
tejado y miró al almacén que se hallaba al otro lado del callejón. No pudo ver nada en
medio de la oscuridad. Sin vacilar, saltó el vacío de dos metros y aterrizó sobre el otro
tejado. Se puso en pie, olvidándose de la cautela, y corrió hasta el extremo que daba a la
plaza. Otros dos cadáveres yacían en un charco de sangre, con las hondas a los pies.

Las campanas dejaron de sonar, y el repentino silencio fue como un mal presagio.
La plaza aún seguía desierta.

—Oscura y vacía —masculló Cale—. Jak va a caer en una emboscada.

Jak hizo avanzar los caballos a un trote constante. El carruaje botaba sobre la amplia
calle como una piedra lanzada sobre el agua, pero el mediano pensaba que era mejor
acercarse a la plaza Drover con algo de velocidad.

«No hace falta ponérselo más fácil», pensó irónico.

Cale era la única persona por la que habría hecho ese trabajo. Aunque a menudo
corría riesgos increíbles por su dios, Jak prefería las apuestas calculadas que los saltos al
vacío. El propio Maestro del Sigilo podía acabar en el infinito infierno de Baator por un
simple capricho, pero Jak sólo lo haría después de una larga deliberación y por una buena
causa. Una buena causa como un amigo con problemas. Quizá no era así como Brandobaris
hacía las cosas, pero…

—Tú eres un dios —murmuró Jak hacia el cielo mientras metía la mano bajo su
enorme capa y tocaba dos veces el símbolo sagrado que le colgaba del cinturón—. Y yo un
hombre. Tu margen de error es mayor. —Sonriendo, se apresuró a añadir—: Sin ofender,
claro.

Esa noche no era la más adecuada para ofender al Señor del Sigilo con una
impertinencia. Jak y Cale necesitarían toda la astucia del Embustero para salir indemnes de
aquel lío.

Al acercarse a la plaza Drover, revisó rápidamente su «disfraz». Se mantenía


precariamente en pie en el asiento del cochero, con un enorme abrigo gris que iba más allá
de sus pies y con un par de botas de tamaño humano. Cale había insistido en ese disfraz.
Todo debía parecer normal, había dicho, o Los Cuchillos de la Noche se olerían una
emboscada. Un mediano conduciendo el carruaje de un noble en Sélgont no era una cosa
muy normal.

«Así que a mí me toca disfrazarme —pensó Jak— mientras Cale hace el trabajo de
verdad».

Una vez comprobado que tenía un aspecto suficientemente humano, giró hacia el
este y se dirigió hacia la plaza. El continuo tableteo de los cascos sobre los adoquines
resonaba en los muros. La calle salpicada de nieve se hallaba vacía. Hizo pasar a los
caballos bajo el arco que cubría la entrada oeste a la plaza Drover, frenó un poco al tiro y
dirigió el carruaje hacia el campo de batalla.

Si Cale había escogido aquella plaza —un sitio de manual para tender emboscadas
— con la intención de no levantar las sospechas de nadie, lo había hecho muy bien. La
plaza Drover ofrecía un campo de fuego sin igual. Era una amplia extensión de adoquines
bordeada por edificios: ideal para francotiradores. La plaza estaba salpicada de carros y de
montones de cajas desechadas: perfecto para esconder a la infantería. La luz de la luna
formaba un irregular manto de sombras. Jak se sentía totalmente expuesto. Los Cuchillos
podían hallarse en cualquier parte.

«No se arriesgarán con arcos —se convenció—. Quieren al chico vivo, y no querrán
que alguna flecha perdida los deje sin premio».

Aun así, el corazón le iba a toda velocidad. Mientras mascullaba una plegaria a
Brandobaris, condujo el carruaje por el centro de la plaza Drover.

Un repentino sonido le hizo alzar la cabeza. La voz de Cale, gritando en lurienal, el


idioma de los medianos, desde un tejado cercano.

«¡Sal de aquí, Jak! ¡No es una operación de Los Cuchillos de…!».

Gritos salidos de todos lados ahogaron las advertencias de Cale; hombres armados
surgieron de los edificios que rodeaban la plaza y avanzaron hacia el carruaje con espadas y
ballestas preparadas.

—¡Por los peludos dedos del Embustero! —gruñó Jak, y luego dijo—: ¡Deben de
ser treinta o más!

Corrían hacia el carruaje desde todas partes, gritándole que se detuviera. Los
caballos se encabritaron y resoplaron nerviosos cuando los hombres comenzaron a cerrarse
sobre ellos.

Jak se quitó la enorme capa y murmuró una rápida plegaria al Señor del Sigilo. Al
instante, desapareció de la vista. Invisible, saltó del carruaje y fustigó a los ya nerviosos
caballos en el lomo.

—¡Jia!

Los caballos se desbocaron y se llevaron el carruaje botando tras ellos. Dos de los
emboscados trataron de detener el carruaje, y los asustados caballos los derribaron. Se oyó
el crujido de unos huesos bajo una lluvia de despiadados cascos. El resto de los hombres
corrió tras el carruaje, chillando a un inexistente cochero que se detuviera. Las ballestas
restallaron y los dardos se clavaron en la madera. Otro de los gritos monumentales de Cale
consiguió imponerse al estruendo.

—¡Cúbrete, Jak! —le dijo en lurienal.

—Esto se está poniendo feo —susurró Jak, y corrió hacia el almacén más cercano.

A toda prisa, Cale enganchó el garfio a una gárgola y dejó caer la cuerda por la
pared del edificio.

—Feo —murmuró mientras trabajaba—. Feo y vacío.

Sí, las cosas se estaban poniendo muy feas rápidamente. Jak iba a necesitar ayuda.
Esperaba que el hombrecillo hubiera oído su aviso.

«Deben de haber unos treinta hombres ahí abajo —pensó—, ¿quiénes son, por los
Nueve Infiernos?».

Un grupo de hombres intentaba acorralar a los asustados caballos. Varios de los


emboscados ya habían sido pisoteados. Sus cuerpos arrollados cubrían los adoquines, con
los miembros doblados en ángulos grotescos. Sólo era cuestión de tiempo que el resto o
calmara a los caballos o acabara con ellos. Cale tenía que actuar al instante.

Seleccionó el grupo a su alcance donde los hombres estaban más apiñados, se


arrancó una bola de cristal del collar y la lanzó hacia el suelo. Cuando la bola se estrelló
contra los adoquines en medio de los hombres, la plaza Drover estalló en llamas. La fuerza
de la explosión despedazó cuerpos y lanzó restos humanos por los aires como hojas muertas
en una galerna. La plaza se llenó de gritos y del hedor de la carne quemada. Muchos de los
hombres iban de un lado a otro, sin saber dónde se escondía su atacante, mientas que otros
seguían persiguiendo el carruaje. Cale sólo lanzó una rápida ojeada a la matanza antes de
deslizarse por el borde del tejado y comenzar a descender por la cuerda.

A medio camino echó una mirada hacia abajo, eligió otro grupo y lanzó una segunda
bola del collar. De nuevo surgió un fuego naranja, y de nuevo los hombres ardieron y
murieron. Las bolas de fuego atraerían a los guardias de la ciudad, Cale lo sabía, pero tenía
intención de haber desaparecido de allí antes de que llegaran. Cogería a Jak y saldría
zumbando.
Bajó hasta el ardiente caos de humo espeso, hombres gritando, carromatos ardiendo
y caballos encabritados. Nadie lo había visto aún. Saltó los últimos tres metros hasta el
suelo, se volvió y desenvainó la espada.

Y se encontró cara a cara con Drasek Riven.

—¿Riven? ¡Por los Nueve…!

El asesino lo atacó con sus dos sables. Cale saltó hacia atrás como un gato, pero notó
que los sables de Riven le rasgaban la capa. Paró con dificultad uno de los tajos del asesino,
pero se llevó un corte superficial en el antebrazo. Una herida menor. Con una mueca
despectiva.

Riven retrocedió.

—¿Qué estás haciendo, Riven? Tú… —En ese momento se le hizo la luz. Riven
había sido quien había traicionado al Hombre Justo. Pero ¿por qué?, se preguntó Cale. ¿A
quién estaba sirviendo?

—Llevo mucho tiempo esperando este momento, Cale —masculló Riven—. Así que
te voy a ir despedazando lentamente. Un pequeño corte cada vez. —Ondeó los sables,
amenazador. Su único ojo refulgió con un destello maligno.

Jadeando, Cale retrocedió contra la pared del almacén. Durante un instante


consideró la posibilidad de subir por la cuerda, pero rápidamente rechazó la idea. El asesino
era demasiado rápido. Riven podría ensartarle en cuanto él se diera la vuelta. Cale sabía que
tenía que salir de ahí. Aunque era hábil con la espada, no podía compararse con Drasek
Riven.

«¿Dónde infiernos está la guardia? —pensó—. Deben de haber oído las


explosiones».

—¿Qué? ¿No tienes nada que decir? —se burló el asesino.

A la espalda de Riven, entre el humo y las llamas, Cale vio que los hombres que
perseguían el carruaje finalmente se habían hartado y habían abatido a los caballos. En un
momento abrirían la portezuela. El resto de los hombres, aún sin saber de dónde habían
salido las bolas de fuego, comenzó a reagruparse cautelosamente. Riven siguió recreándose.

—¿Cale el Listo no tiene nada que decir? Te ha comido la lengua el miedo, ¿eh? —
se regodeó el asesino—. Siempre he sabido que eras un cobarde.

Fue a atacar, pero los gritos de los hombres que habían abierto el carruaje lo hicieron
volverse y quedarse parado.

—¡Está vacío! —informaron desde el otro lado de la plaza—. ¡El carruaje está
vacío!

Riven se volvió hacia Cale. Su sonrisa de triunfo era ahora una mueca cargada de
odio.

—¿D…dónde está el chico, Cale? —farfulló—. ¿Dónde?

Cale le dedicó una sonrisa satisfecha.

—Siempre he sabido que eras un idiota, Riven.

Con un grito de furia, el asesino cargó contra él.

Los sables de Riven cortaban serpenteantes cintas en el humo, y parecía haber


olvidado su promesa de matar a Cale lentamente. Este esquivó una estocada en sus partes
más nobles y lanzó un tajo directo. Riven le desvió la espada con uno de los sables, se
volvió en redondo y lanzó un tajo de revés hacia el cuello de Cale. Este se lanzó al suelo y
rodó para evitar el golpe mortal, pero no pudo evitar un doloroso rasguño en la cabeza;
luego se puso en pie de un salto. Entonces, Riven le lanzó una sonrisa de odio y le clavó un
sable en el hombro.

Desesperado, Cale se liberó del sable, desvió la otra hoja de Riven con la espada y le
clavó una feroz patada en el pecho. El impacto dejó a Riven sin aliento y le hizo retroceder
unos pasos. Mientras la sangre y el sudor le cubrían los ojos, Cale aprovechó para beberse
la poción sanadora. La piel se le juntó rápida y dolorosamente. Al instante, las heridas de la
cabeza y el hombro dejaron de sangrar.

—Eres… hombre… muerto —consiguió decir Riven entre boqueadas.

Detrás del asesino, Cale pudo ver a los otros hombres corriendo por la plaza, hacia
ellos. Se pasó la mano por la cara para limpiarse el resto de la sangre y decidió que no iba a
tener ningún miramiento.

«Nos iremos todos juntos —pensó mientras toqueteaba otra de las bolas del collar
—, hijos de putas».

—Vamos —le dijo a Riven, y lo llamó con un gesto de la espada.

La mueca desdeñosa de siempre regresó al rostro de Riven junto con el aliento.

—Cale, te… ¡aaaaggg! —Las palabras del asesino se convirtieron en un aullido de


dolor mientras la punta del espadín de Jak le salía por el estómago y Riven arrojaba una
lluvia de sangre.

El mediano, ya visible, se hallaba detrás del asesino, tirando de su espada para


liberarla. Riven cayó de rodillas con la sangre burbujeándole en la boca y se desplomó entre
gemidos.

—Hablas demasiado, Drasek Riven —le soltó Jak mientras pasaba sobre el cuerpo
caído del asesino. El mediano saltó ante Cale y lo obsequió con una gran sonrisa—.
Apuesto a que te alegras de verme, ¿eh? Vamos, dejemos…

—Voy a acabar esto —anunció Cale, y pasó ante Jak para ir junto a Riven, que se
retorcía en el suelo. La pequeña mano de Jak se cerró en su muñeca para detenerlo.

—Olvídate de él, Cale. ¡Erevis! Olvídalo. Tenemos que salir de aquí.

Cale dirigió la mirada hacia donde apuntaba el dedo de Jak y vio que el resto de los
emboscados se lanzaba contra ellos. La plaza, cubierta de llamas y humo, rebosaba de
hombres que gritaban. El dardo de una ballesta le zumbó junto al oído y se estrelló contra la
pared del almacén. Otro lo siguió, luego otro más. Jak tenía razón.

—Vámonos —dijo Cale.

—¿Por dónde? —preguntó Jak, y en su voz se notaba su nerviosismo—. Están por


todas partes.

—Arriba. —Cale cogió al mediano y agarró el extremo de la cuerda—. Tú primero.


La iré recogiendo detrás de mí mientras subimos. —Volvió a mirar hacia la plaza. Sus
enemigos sólo estaban a un tiro largo de lanza—. ¡Venga!

Sin decir más, Jak saltó y comenzó a escalar. Rápidamente, Cale se ató el extremo
de la cuerda a la cintura y lo siguió. A medio camino, lanzó una mirada hacia abajo y vio a
ocho o nueve ballesteros apuntándoles.

—¡Ballestas, Jak! —gritó al hombrecillo. Para ofrecer menos blanco, Cale se sujetó
a la cuerda sólo con las manos y dobló las piernas sobre el pecho. Las cuerdas de las
ballestas chasquearon, y una lluvia de flechas salpicó la pared a su alrededor. Dos de los
espinosos dardos le dieron en la espalda, pero rebotaron en la coraza encantada. Aun así, el
golpe fue suficiente para que casi soltara la cuerda. Miró hacia arriba y vio que Jak seguía
ileso. Brandobaris cuidaba a los suyos.

—¡Sigue, Jak! ¡Ahora, mientras recargan!

El mediano subió por la cuerda como una araña de cabeza roja, pero antes de que
pudieran ascender otro metro, el agudo oído de Cale captó la inconfundible entonación de
un hechizo.

«¡Mierda! —soltó para sí—. ¿Quién, por los Nueve Infiernos, son esos hombres?».

—¡Aguanta! —gritó Cale—. ¡Un hechizo!


En ese instante, un abrasador rayo se alzó desde el suelo y estalló en el edificio. La
fuerza de la explosión destrozó los ladrillos y regó la piel expuesta de Cale con miles de
punzantes fragmentos de piedra. La cuerda se balanceó como un péndulo por la pared del
edificio. Cale apretó los dientes y se sujetó con más fuerza. Jak también aguantó, pero
apenas. Agarraba la cuerda sólo con las manos, y los pies le colgaban en el vacío. Parecía
aturdido.

«No soportaremos otro de esos», pensó Cale.

Miró hacia abajo a través del humo y vio que el grupo de ballesteros estaba
preparando otra andanada. En medio de ellos se hallaba un mago de túnica gris, que movía
los dedos tejiendo un nuevo conjuro explosivo. Sin pensarlo dos veces, Cale arrancó otra de
sus preciosas bolas del collar y la tiró abajo.

—¡Tragaos esto! —gritó.

El mago y los ballesteros corrieron a cubrirse demasiado tarde. Con un ensordecedor


rugido, la bola estalló formando un infierno que dejó a los hombres convertidos en un
montón de carne requemada y huesos retorcidos. A diez metros del suelo, la onda de aire
abrasador le chamuscó las cejas a Cale. Esa bola era la más potente de las que tenía.

Sin la amenaza de los ballesteros, él y Jak escalaron rápidamente el resto del muro.
Cuando llegaron arriba, Cale corrió hacia la trampilla que daba al interior del almacén, la
abrió, y ya al otro lado, metió la daga en el pestillo, atrancándolo.

—Aún quedan cabrones de esos —explicó a Jak—. Tratarán de llegar hasta el tejado
para cortarnos la retirada. Tenemos un par de minutos como mucho.

Inquieto, Jak asintió sin prestar demasiada atención.

Cale se apresuró a cogerle suavemente por los hombros.

—¿Estás bien? ¿Te ha alcanzado el rayo?

Jak le devolvió la mirada a Cale con unos ojos verdes que sólo en ese momento
empezaron a fijar su mirada.

—Sí… un poco. Pero me recuperaré.

Terco como siempre, el mediano se soltó de Cale y sacudió la cabeza como para
aclarársela. Después sacó su símbolo sagrado, una caja de platino de rapé que le había
robado a algún mago, y masculló las palabras de un conjuro curativo. Recuperado, el
mediano parpadeó y miró alrededor como si no supiera dónde estaba.

—¡Por los dedos del Embaucador, Cale! —maldijo el mediano—. ¿Magos y Drasek
Riven? ¿Qué está pasando aquí?
Antes de que Cale pudiera responder, el pasador de la trampilla comenzó a
sacudirse. Sin mediar palabra, él y Jak corrieron hasta una ventana baja. Unos dos metros y
medio de vacío se interponían entre ellos y el tejado más cercano.

—¿Puedes? —preguntó Cale al mediano.

Jak echó una mirada hacia la trampilla, a su espalda, justo cuando un cuerpo la
golpeaba con un fuerte ruido. La daga resistió, pero no lo haría mucho rato.

—Lo conseguiré —prometió Jak.

Retrocedieron para coger impulso, luego corrieron a toda velocidad y saltaron a


través del vacío. Cale lo consiguió fácilmente. Jak, justo.

Sin parar de correr, Cale sacó su última daga y se dirigió a la trampilla de ese tejado.
Antes de alcanzarla, se abrió de golpe y apareció una cabeza rubia, mirando para el otro
lado. Sin dudarlo, Cale corrió hacia allí, agarró al hombre por el cabello y lo alzó por la
trampilla. El sorprendido tipo graznó una protesta y movió torpemente la espada.

—¡Joder! Eh… ¿qué…?

Las protestas del hombre acabaron en un gemido cuando Cale le hundió la daga en
la espalda hasta la empuñadura. Sujetándolo como una marioneta macabra, Cale lo dejó
sangrar y sacudirse durante los últimos segundos de su vida. Procedentes del interior del
almacén, oyó los gritos de más hombres. Tiró el cadáver a un lado. Entonces vio a Jak.

El hombrecillo lo miraba fijamente, con el rostro ceniciento y los ojos horrorizados.


Cale miró el cadáver, luego otra vez a Jak. Señaló el cadáver con la daga.

—Era o esto o no salir vivos de aquí —dijo.

Jak asintió, pero sus ojos no perdieron la mirada asustada.

«Nunca ha visto esta parte de mí —se dio cuenta Cale—. Hombrecillo, espero que
vivamos lo suficiente como para que puedas decidir si seguimos siendo amigos».

Los gritos y las fuertes pisadas de botas en la escalera le devolvieron a la realidad.


Agarró la trampilla, lanzó una bola dentro del almacén y cerró la puertecilla. La explosión
sacudió todo el edificio. El humo se alzó por las rendijas de alrededor de la trampilla. Cale
oyó los gritos de los hombres abrasándose a través de la madera y la piedra.

Sin mirar a Jak, se inclinó sobre el cadáver. No tardó en hallar lo que buscaba.

—¡Joder! —dijo entre dientes.

Del forro de la capa del cadáver sacó una insignia. Era un triángulo negro con un
círculo amarillo insertado y una «Z» superpuesta. La insignia le dijo todo lo que necesitaba
saber.

—Zhentárims —susurró. Claro que había habido tantos hombres. Los zhentárims,
una organización compuesta por guerreros, magos y sacerdotes del dios loco Cyric,
pretendían dominar el comercio y la política en todo Faerun. Sus métodos iban desde los
acuerdos legales hasta los asesinatos.

Jak inhaló con fuerza.

—¡Zhents! ¡Dioses, Cale! ¿Qué está pasando aquí?

Cale miró la insignia que tenía en la mano mientras trataba de anudar cabos:
zhayvianos, zhentárims, Riven, Los Cuchillos de la Noche… Aquello era demasiado y ese
no era el momento.

—No lo sé —contestó Cale finalmente—. Tendremos que averiguarlo más tarde.


Debemos salir de aquí en seguida. —Lo que sí sabía era que los zhentárims rara vez
dejaban supervivientes. Eran meticulosos. Muy meticulosos. Sin duda, más hombres
armados ya habrían rodeado el edificio. Salir de ahí iba a ser complicado.

—La Guardia no nos ayudará —le dijo a Jak—. Los zhents deben de haberlos
comprado. Así que iremos por los tejados. Cuando lleguemos a la altura de la calle Rauncel,
bajamos y corremos hacia el centro. ¿Serás capaz?

Jak asintió, con la daga en el puño y la caja de rapé, su reliquia sagrada, en la otra.

—Soy capaz, pero…

—Pero ¿qué?

Jak meneó la cabeza.

—Nada.

Comenzaron a moverse, pero Jak se detuvo de golpe.

—Espera, Cale. Hay… hay una manera mejor. —El mediano parecía curiosamente
reacio—. Hay una talabartería abandonada en la calle Stevedore. El callejón que está junto
a la tienda tiene un pasaje secreto que conduce al sistema de alcantarillas. La marea está
baja, así que podremos ir por las cloacas. Nos quitaríamos de en medio.

Cale lo pensó, sopesando las opciones. Ambas eran arriesgadas, pero la calle
Stevedore estaba más cerca.

—¿Estás convencido de que es seguro? Si los zhents nos pillan en las cloacas… —
No quiso mencionar el resultado.

Jak vaciló sólo un instante.

—Estoy seguro —respondió finalmente—. Los zhents no conocen ese pasaje.

—Muy bien —accedió Cale—. Vamos, entonces.

Corrieron por los tejados, sin preocuparse de nada excepto de escapar. De edificio en
edificio, fueron saltando por encima de una infinita serie de callejones, de vacíos que
prometían la muerte ante el menor error de cálculo, todo el rato azuzados por los gritos de
los hombres que tenían debajo y detrás. Finalmente, jadeantes y sudorosos a pesar del frío,
descendieron por la fachada de un almacén y se encontraron entre las sombras de la calle
Stevedore.

—Allí —susurró Jak. El grueso dedo del mediano señalaba un callejón que se abría
a unos diez pasos.

Dos hombres envueltos en capas negras se hallaban en la boca del callejón con las
espadas desenvainadas. Su postura y su mirada alerta indicaban que eran zhentárirns. En
silencio, Cale deslizó la espada fuera de su vaina. La oscuridad lo cubriría mientras se
acercaba. Los zhents estarían muertos incluso antes de verlo.

—Quédate aquí —le susurró a Jak—. Ya me ocupo yo.

Jak lo sujetó suavemente por el brazo.

—Espera, Cale. Espera. —La voz del mediano era tensa—. No más… no más
sangre por hoy, ¿vale? Usaré un hechizo para inmovilizarlos.

La suplicante mirada del mediano hizo aflorar lo suficiente al nuevo Cale para se
impusiera al antiguo. El mayordomo asintió, aún un poco reacio. Jak dejó escapar un
suspiro y le palmeó el brazo.

Rápidamente, como si temiera que Cale fuera a cambiar de opinión, Jak cerró los
ojos y rezó una plegaria para invocar el poder de Brandobaris. Señaló con un dedo a los
zhents, y ambos soltaron un grito ahogado de sorpresa. Después de eso, no se movieron. El
poder del hechizo los mantenía rígidos.

—No ha estado mal —reconoció Cale.

Jak asintió, y ambos corrieron hacia adelante. En el momento que salían de las
sombras, oyeron gritos en la calle a sus espaldas. Cale lanzó una mirada hacia atrás y vio a
cuatro hombres armados que corrían hacia ellos. Estaban a dos manzanas, pero se
acercaban de prisa.
—Vamos, Jak. Tenemos compañía.

—Sígueme —repuso el mediano, y corrió por el callejón.

Al pasar, Cale empujó a los rígidos zhents y los tiró al suelo, sólo por si acaso, se
dijo, y corrió detrás de Pilas de cajas, ladrillos y trozos de madera cubrían el suelo y
dificultaban el paso. Jak fue sorteando la basura con la habilidad de aquel que sabe dónde
están los obstáculos. A unos cuarenta pasos, el hombrecillo se detuvo delante de una pila de
madera que estaba apoyado contra la pared. Metió la mano entre los listones y tanteó en
busca de algo, mascullando. Al cabo de unos instantes, Cale oyó un clic.

—Lo tengo —exclamó Jak, satisfecho. Giró el palé como si fuera una puerta.

«Ingenioso», pensó Cale. Más allá había una pequeña habitación de ladrillo con un
pozo excavado en el centro.

—Cuidado con el agujero —advirtió Jak.

Entraron los dos apretándose y cerraron la puerta tras ellos. En la oscuridad, Cale
oyó a Jak cerrar el mecanismo. Se quedaron en silencio mientras los pasos de sus
seguidores resonaban por fuera y se perdían en la distancia. Después, Jak alzó una pequeña
barra de metal que emitía un resplandor azul por la punta. Su nerviosa sonrisa brillaba más
que la luz de la barra mágica.

—Por los pelos, ¿eh?

Cale no pudo evitar devolverle la sonrisa.

—Y que lo digas —convino, y ambos se permitieron unas risas contenidas para


aliviar la tensión.

—El pozo desciende unos veinticinco metros antes de llegar a las cloacas —explicó
Jak—. Hay una escalerilla. Yo iré primero.

El mediano se acercó al borde del pozo y comenzó a descender por los travesaños de
hierro. Cale lo siguió y pronto se hallaron en las cloacas de Sélgont, hundidos medio palmo
en un barro apestoso. Cale tenía que inclinarse para no chocar contra el bajo techo. El
estrecho corredor partía en tres direcciones.

—¿Por dónde? —preguntó Cale.

—Por aquí. —Jak tomó el corredor de la izquierda.

Curiosamente, la cloaca no apestaba tanto como Cale se había temido. Aun así trató
de no pensar en la composición exacta del barro que se le pegaba a las botas. Para mantener
la mente ocupada, repasó lo ocurrido esa noche.
Riven, evidentemente un agente doble de los zhentárims, debía de haber pasado a
sus auténticos amos la información de la emboscada que preparaban Los Cuchillos de la
Noche. Los zhents y él habían asesinado al equipo de los Cuchillos y habían esperado a que
Cale los llevara a Talbot. ¿Por qué? Porque si Los Cuchillos hubieran tenido éxito y
hubieran entregado a Talbot a los zhayvianos, Naglatha podría haber obligado a Thamalon a
defender los intereses de Zhay ante el Hulorn. Los zhents, enemigos acérrimos del reino de
Zhay, querrían evitar eso. Deshacerse de unos cuantos Cuchillos y de paso fastidiar al
Hombre Justo habría sido un beneficio extra. Después dela emboscada fracasada, Drasek
Riven, el único «superviviente» de Los Cuchillos, podría haberse inventado cualquier
historia. Con Cale muerto, aquel cabrón tuerto se habría convertido en el principal asesor
del Hombre Justo. Los zhents hubieran logrado el control real de Los Cuchillos de la Noche
y a Talbot para presionar a Thamalon.

Pero los secretos de Cale habían desmontado toda la trama.

Movió la cabeza sin poder creérselo, riendo, sorprendido de que un cafre como
Riven pudiera haber sido tan sutil. Si Jak no hubiera sabido de la puerta secreta en el
callejón y cómo abrirla…

Si Jak no hubiera sabido…

Cale sintió que un estremecimiento le recorría la espalda.

—¿Jak?

El mediano se detuvo y se volvió con el rostro siniestramente iluminado por la luz


de la barra.

—¿Qué?

—¿Cómo sabías abrir ese cierre? —La mano de Cale se cerró cerca de la
empuñadura de su espada.

El mediano vaciló un instante demasiado largo.

—¿Y ahora me preguntas por el cierre? Vamos, Cale. Ya falta poco. —Jak se volvió
y siguió caminando.

Cale lo agarró por el hombro y lo obligó a volverse.

—¿Ya falta poco para qué?

El mediano abrió mucho los ojos.

—¡Eh! ¡Tranquilo, Erevis!


—El mecanismo del callejón… ¿Cómo lo abriste? No lo forzaste, y seguro que tú no
lo instalaste…

—No te muevas —dijo una voz en la oscuridad, al frente.

Cale apartó a Jak y se dispuso a pelear.

—¿Para quién trabajas, Fleet? —gruñó rabioso.

Jak dio un paso atrás y alzó las manos.

—Tranquilo, Cale —repuso con voz suave—. Ahora estamos a salvo. Tranquilo.

—¿Qué? —Cale aún no podía ver el origen de la voz—. ¿A salvo? ¿De qué estás
hablando?

Jak hizo un gesto indicando la oscuridad que tenían enfrente.

—Son Arpistas. —Se calló un instante antes de añadir—. Y yo también lo soy.

Cale bajó su arma. Se quedó boquiabierto cuando tres hombres salieron de la


oscuridad, cada uno de ellos armado con una espada y una ballesta.

Jak era un Arpista.

Los Arpistas trabajaban encubiertos por todo Faerun para contener el mal y
promover el bien. Estaban en todas partes y en ninguna. Cale siempre los había considerado
irrelevantes, poco decididos para hacerse con el poder y poco organizados para evitar que
otro se hiciera con él. En vista de esa noche, tendría que revisar esa opinión.

Que Jak fuera un Arpista ponía toda su amistad en entredicho. El mediano podía
haber estado usándolo como una fuente de información sobre Los Cuchillos de la Noche.

El más alto de los Arpistas, rubio y con barba, evaluó a Cale con la mirada antes de
volverse hacia

—No deberías haberlo traído aquí, Fleet.

El hombrecillo fue hasta el gigante rubio y se le encaró como un tejón rabioso.

—¡Cierra la boca, Brelgin! Era venir aquí o morir. La emboscada ha resultado ser
una operación zhent.

—¿Zhents? Ummm… —Brelgin hizo como si se lo pensara mucho—. Aun así, se te


ha advertido que no traigas a nadie de fuera de la organi…
—Bueno, pues ya lo he hecho. Ahora ve a despejar el piso franco. Sólo nos ha visto
a nosotros cuatro y sé que no se lo dirá a nadie. —Jak se volvió para encogerse de hombros,
como disculpándose con Cale—. Conocemos sus secretos como él conoce los nuestros.
Podemos confiar en que no hablará.

Brelgin aún dudaba. Cale, todavía demasiado sorprendido para hablar, siguió en
silencio.

—Así va a ser —dijo Jak con firmeza—. No puede volver atrás.

Brelgin bajó los ojos para mirar a Jak, luego los alzó y dedicó una mirada muy
significativa a Cale.

—Será mejor que tenga la boca cerrada. —Brelgin y los otros Arpistas se volvieron
y regresaron a la oscuridad. Jak miró a Cale.

—Era inevitable, Erevis. Lo siento. —Jak le palmeó el bazo—. Les daremos unos
minutos para que salgan todos del piso franco, y luego iremos allí. ¿Estás bien?

—Estoy bien. —Miró al mediano como si lo viera por primera vez—. Pero a ti no te
conozco, Jak.

El mediano dio un paso atrás con una mirada herida en el rostro.

—Tonterías, Cale. Ya sabías todo lo importante que hay que saber de mí antes de
esta noche. Como yo también sabía todo lo importante de ti antes de que me hablaras dela
Puerta del Oeste. Somos amigos. ¿Por qué crees que he ido contigo esta noche? Eso… —
Hizo un gesto con su manita para indicar el piso franco de los Arpistas—… es sólo lo que
hago. No lo que soy. ¿Lo entiendes?

Cale se lo pensó un momento y asintió lentamente. «Esto es lo que hago, no lo que


soy». Esperaba que eso fuera cierto, por Jak y por sí mismo.

—Lo entiendo.

—Bien. —Jak sonrió y le hizo un gesto para que siguiera adelante—. Ya hemos
esperado suficiente. Vamos, salgamos de las cloacas y vayamos a casa.

Cale asintió, aunque sabía que no iba al Palacio de las Tempestades. Aún no. Tenía
que acabar el asunto con Riven. Si el asesino aún vivía, Cale sabía dónde encontrarlo.

Era tarde, y aparte de Cale y Jelkins, el posadero, sólo había unos cuantos borrachos
roncando en las apestosas tinieblas de El Ciervo. Cale se hallaba sentado con la espalda
apoyada en la pared, de cara a la puerta. Sobre la mesa ante él había una cerveza que no
había tocado. Respiró hondo para tranquilizarse.
«Vendrá —pensó Cale—. Si está vivo, tiene que venir».

—Cierro en quince minutos —anunció Jelkins desde detrás de la barra.

Cale asintió y siguió esperando. Los borrachos seguían roncando, ignorantes del
mundo.

Cuando finalmente se abrió la puerta de El Ciervo, Cale tuvo que recordarse que
debía respirar. Drasek Riven entró tambaleándose, se apoyó en la puerta para no caer y
recorrió la sala con la mirada. Al ver a Cale, la boca del asesino se contrajo en un rictus
cargado de odio. Impasible, Cale le devolvió la mirada sin parpadear. Se miraron durante
unos interminables segundos: dos depredadores valorando su presa.

Finalmente, Riven cerró la puerta y avanzó inseguro hasta la mesa. Al ver los
dolorosos pasos del asesino, Cale tuvo que reprimir una sonrisa de triunfo. Riven había
podido pagar a un médico lo suficientemente bueno para seguir con vida, pero no para
quitarle el dolor de la estocada de Jak.

—Cale —dijo Riven con una inclinación de cabeza, mientras se sentaba


penosamente en la silla frente a él. Cale notó la tensión en el rostro de Riven, la rabia que le
costaba controlar. Riven era como una olla que comenzaría a hervir a la más mínima llama.
Y Cale decidió avivar esa llama.

—Bien, ¿y ahora qué? —preguntó sonriendo.

—¿Ahora qué? —La voz de Riven fue como el rugido de un animal herido—. Yo te
diré ahora qué, ahora viene cuando lloras.

Se lanzó por encima de la mesa, gruñendo, pero se detuvo a medio camino. Resopló
de dolor y se llevó la mano a la herida de la espalda. Cale aprovechó la oportunidad para
agarrarlo de la capa y tirar de él hasta que quedaron cara a cara. El asesino movió la boca
tratando de no gritar de dolor.

—Tú no me harás nada, cabrón traidor —le espetó Cale. Dejó que su furia le diera
fuerzas. Meneó a Riven como si fuera una muñeca de trapo. El asesino apretó los dientes de
dolor—. ¡Eres un maldito zhent! Debería llevar a rastras tu herido pellejo hasta el Hombre
Justo. O quizá mejor te degüello aquí y ya está. —Sacó la daga y se la puso a Riven en el
cuello.

—Adelante —replicó Riven, salpicando de saliva el rostro de Cale—. ¿Crees que no


he contado a nadie tu pequeña traición de esta noche? Si no salgo de aquí de una pieza, el
Hombre Justo lo sabrá todo sobre tu traición. Cualquier cosa que digas sobre mí sonará a
las excusas de un hombre desesperado. Morirás mal, Cale.

Cale miró a Riven a la cara y trató de decidir si el asesino se estaba marcando un


farol.
«No puedo arriesgarme», decidió.

Soltó a Riven, y el asesino cayó en la silla con un suspiro que era de dolor y
satisfacción al mismo tiempo.

—Ha sido un buen montaje, Cale —dijo Riven—. Tú y tu chico habéis hecho un
buen trabajo. He perdido a diecisiete hombres. —Soltó una risita, un gorgoteo que hizo que
Cale sintiera ganas de vomitar—. Un buen trabajo, sin duda. Lo que no se me ocurre es por
qué. ¿Te cae bien el chico Uskevren?

—No es asunto tuyo —replicó Cale tenso.

Riven sonrió con complicidad, gruñó y alargó la mano para tomar un trago de la
cerveza de Cale.

—Mi pregunta aún sigue en pie —dijo Cale, esta vez menos seguro de sí mismo—.
¿Y ahora qué?

—Ahora nada —contestó Riven tranquilamente—. Seguimos como antes. Yo he


traicionado al Hombre Justo, y tú también. Nos guardamos entre los dos ese pequeño
detalle y justificamos el fracaso de la emboscada diciendo que el chico tenía más
guardaespaldas de los que esperábamos. Se lo creerá si se lo decimos los dos. Sabiendo lo
mucho que… nos aborrecemos, nunca pensará que estemos compinchados. —Sonrió con
maldad—. ¿Te sirve?

Cale se recostó en la silla y pensó en la oferta. Significaba que tendría que seguir en
la cofradía, cosa que no le gustaba, pero también que podría continuar siendo el
mayordomo de los Uskevren, pasando información inútil al Hombre Justo y protegiendo a
su familia de adopción. Dados los rocambolescos sucesos de esa noche, no podía esperar
nada mucho mejor. Además, ¿qué era un secreto más para un hombre que vivía una
mentira?

—Me sirve —aceptó finalmente—. Pero nada más contra los Uskevren. Entre
ambos apartaremos a la cofradía de ellos. ¿De acuerdo?

Riven frunció el ceño, pero asintió.

—De acuerdo.

Cale apartó la silla y se puso en pie.

—Antes de irme, Riven, dime por qué lo hicieron los zhents. ¿Cuál era su verdadero
interés en todo esto?

—No es asunto tuyo, Cale —replicó Riven, y tomó otro trago de cerveza.
Cale asintió. Era la respuesta que se esperaba.

—Guárdame las espaldas, Riven —dijo. Mientras pasaba a su lado, le dio al asesino
una palmada entre los omóplatos. Riven escupió cerveza y soltó un agradable siseo de
dolor.

—Eres un cabrón, Cale.

Cale sonrió, salió de El Ciervo y, en la fría noche, enfiló el camino a casa.

«Quizá yo sea un cabrón —pensó—, pero sigo teniendo una familia».


LA DONCELLA

LAS COSAS NO SON SIEMPRE LO QUE PARECEN

Lisa Smedman

Larajin se arrancó el turbante dorado de la cabeza y, enfadada, lo tiró. Las


campanillas de plata cosidas a él fueron tintineando hasta que el turbante paró de dar
vueltas en una esquina del taller.

—¡Estoy harta! —exclamó mientras sacudía su larga cabellera cobriza—. Parece


que no hago nada bien.

Kremlar alzó la mirada desde su prensa de aceite.

—¿Qué pasa? —preguntó el enano en voz baja—. ¿Has tenido otra discusión con
Erevis Cale?

Larajin lanzó un suspiro exasperado.

—No ha sido culpa mía que la copa de vino cayera sobre la mesa —explicó. Metió
un dedo en uno de los acuchillados de color azul marino de la manga de su vestido—.
¿Cómo pueden esperar que alguien sirva la mesa con un uniforme así? Las mangas se
enganchan en todo.

—Entonces, eso explica la mancha —dijo Kremlar señalando la falda con un gesto
de la cabeza. Apretó la barra de la prensa, y el aceite goteó en un cuenco.

Larajin se miró la falda. La tela blanca del vestido tenía una mancha roja alargada en
el frente. Miró al enano mientras este se sentaba en su mesa de trabajo, que estaba hecha a
medida de su cuerpo, fornido y bajo. El enano estaba rodeado de los elementos de su
profesión: morteros de piedra llenos de especias pulverizadas; botes de tintes rojos, azules y
lilas; bandejas llenas de fragantes pétalos de flores y cuencos de savia de árboles, pegajosa
y de olor penetrante. Un montón de ingredientes pringosos participaban en la manufactura
de los perfumes. Aun así, no sé sabe cómo, Kremlar siempre estaba inmaculado. Su cabello
y barba grises estaban pulcramente trenzados, y en su jubón de mangas de gruesos
bordados no había ni una mancha. Incluso las manos —con un anillo de oro en cada dedo,
los de los pulgares se abrían como relicarios— las tenía limpias y rosadas, sin una mota de
polvo o un pegote de savia.
—¿Cómo lo consigues? —preguntó Larajin mientras se desabrochaba los lazos
delanteros del apretado corpiño.

—¿Eh? —Kremlar la miró de nuevo—. ¿Conseguir qué?

—Estar tan limpio —contestó Larajin—. El señor Cale siempre me está


sermoneando sobre mi uniforme y sobre lo de estar a la altura de la Casa Uskevren. Espera
que cargue carbón sin que me manche de carbonilla, y que friegue los cacharros sin
mojarme las mangas. Se pasa el día murmurando cosas a la señora, y estoy segura de que
son sobre mí. La señora me lanzó una mirada más fría que el invierno esta mañana, cuando
entré a avivar el fuego de su alcoba, y siempre está observándome. Estoy segura de que el
señor Cale le ha dicho que fui yo la que dejó en el pasillo aquel plumero que hizo tropezar a
su invitado, y que yo chamusqué el disfraz de Tazi con la plancha. Si no fuera por mis
padres, ya me habría echado; lo que no es justo, porque yo lo intento. Pero es que…

Kremlar acabó por ella.

—Eres como un pez fuera del agua Por mucho que lo intentes, no eres capaz de
respirar bien.

Larajin frunció el ceño.

—¿Estás diciendo que no me esfuerzo lo suficiente?

Kremlar negó con la cabeza.

—No. Algún día encontrarás tu lugar, igual que me pasó a mí. —Alzó unos dedos
con una pulcra manicura—. ¿Puedes imaginarte estas manos con un pico o una pala? Me
sentí igual que tú cuando mi padre trató de convertirme en un minero. Me encantaban las
gemas relucientes, pero el polvo y el sudor… ¡aggg!

—Al menos me dejan salir para hacer la compra —repuso Larajin—. El señor Cale
nunca se queja de lo que tardo. Creo que se alegra de librarse de mí.

Larajin empezó a pasarse el vestido por la cabeza. Educadamente, Kremlar no


volvió a mirarla hasta que ella se hubo puesto la ropa más cómoda que guardaba en el
fondo del almacén del enano: una falda pantalón de color marrón y una camisa con mangas
que se abotonaban ajustadas desde la muñeca hasta el codo. Larajin se quitó las zapatillas
de terciopelo negro y se puso unas botas de cuero impermeabilizado forradas de pelo.
Como el resto de su vestimenta, eran útiles: le mantenían los pies secos, incluso cuando
estaba metida en un palmo de agua en una cloaca.

Era agradable librarse de ese estúpido uniforme de doncella elegante. Larajin se


pasó los dedos por el cabello, apartándoselo de los ojos. Cogió la capa.

—¿Vas al jardín? —le preguntó Kremlar. Era más una afirmación que una pregunta.
Larajin siempre se colaba en el Jardín de Caza cuando quería aclararse las ideas.

Larajin asintió.

—¿Me traerás una cosa? —continuó Kremlar—. Haré que te valga la pena: treinta
monedas de plata si puedes encontrarla.

—¿Encontrar qué? —inquirió Larajin. Se lo suponía. No era la primera vez que


había sacado partido de una intrusión en las tierras del Hulorn.

El enano se levantó de su mesa. Sólo le llegaba a Larajin a la cintura, y tuvo que


ponerse de puntillas para coger un grueso libro de un estante. Pasó las páginas y luego
tamborileó con el dedo sobre la ilustración pintada a mano de una brillante flor roja cuyos
pétalos gemelos se asemejaban a unos labios de mujer.

—Se llama Besos de Sune —explicó—. También tiene un nombre élfico, que ni
siquiera voy a tratar de pronunciar. Plorece sólo en pleno invierno, y las hojas están
salpicadas de motas doradas. El nombre es poético: se dice que esa planta nació después de
que la diosa besase la tierra yerma en lo más crudo de un invierno extraordinariamente frío.
Las flores tienen una fragancia exquisita. Es una planta muy difícil de encontrar, pero se
dice que el Hulorn tiene un espécimen o dos en su jardín. Es decir, si no la ha pisoteado con
su caballo en alguna partida de caza o ha dejado que las malas hierbas la estrangulen.

—Mejor que tenga esa planta alguien que sabe valorarla —convino Larajin—, y que
la convierta en un maravilloso perfume, digno de la propia Sune.

—Sin duda —dijo Kremlar con reverencia. Alzó la mirada—. Nuestro acuerdo de
siempre, ¿sí?

Larajin le pasó al enano su lista de la compra y el pañuelo anudado que contenía las
monedas de plata que el señor Cale le había dado.

—Hecho —repuso ella—. Si la Besos de Sune está en el Jardín de Caza, la tendrás


esta noche.

Larajin frotó las bisagras de la reja del colector con grasa, esperó un momento y
luego la abrió con cuidado. El metal estaba lo suficientemente frío como para pegársele a
los dedos, y una nevisca había comenzado a caer. La nieve significaba huellas: tendría que
quedarse en las partes más frondosas del jardín, para que nadie viera sus pisadas.

Entró en el colector que la llevaría a la fuente que decoraba el centro del jardín. La
habían secado para el invierno. El horroroso conjunto de lascivas sirenas de su centro,
talladas en mármol rosa, ya no arrojaba agua por los pezones.

Larajin se adentró en el Jardín de Caza. Cuando fue creado, hacía más de un siglo, el
jardín lucía parterres de flores y sólo algún que otro árbol, pero en ese momento tenía una
apariencia más natural, más de bosque. Los árboles se cerraban en lo alto, y el suelo estaba
cubierto de suave musgo. No hacía mucho, cuando el padre del Hulorn gobernaba Sélgont,
el jardín había estado cuidadosamente atendido. Pero Andeth Ilchammar lo había dejado
abandonado durante más de una década, ya que prefería derrochar en ropajes y fiestas.
Ahora, los senderos de gravilla estaban salpicados de hierbas, y las flores y los arbustos
habían crecido más allá de sus parterres, entreverados de malas hierbas.

Larajin pensaba que el Jardín de Caza era muy bonito, incluso en invierno, con las
flores marchitas y las hojas llevadas por el viento. La escarcha salpicaba las ramas
desnudas de los árboles, y las bayas de invierno añadían puntos de un frío azul brillante a
los matojos. El jardín la atraía como ningún otro lugar de la ciudad, ni siquiera el templo de
Sune. Sus silencios y sombras intermitentes apelaban a una parte de ella que ansiaba la
belleza de la naturaleza salvaje. Nada más entrar en el jardín, ya comenzaba a notar que se
le relajaba el nudo que tenía entre los hombros.

Mientras caminaba, Larajin mantenía la vista en el suelo, buscando diligentemente


puntos rojos. La capa de nieve haría que la Besos de Sune fuera más fácil de detectar. Se
detuvo para enderezar un arbusto al que algún descuidado paseante había roto las ramas de
un pisotón, y oyó el ruido de algún animalillo corriendo entre los matojos. ¿Una ardilla? La
llamó con un sonido gutural, pero no tuvo ninguna respuesta.

De repente vio una hilera de huellas sobre la nieve. Por el tamaño de las
almohadillas y la falta de marcas de garras dedujo que debía de haberlas hecho un gato,
seguramente una de las muchas mascotas del Hulorn.

Las huellas eran muy recientes. Y había una marca de algo que se arrastraba junto a
ellas. ¿Se habría enredado el gato con algo?

Larajin se frotó los dedos.

—Gatito, aquí, gatito —llamó—. Ven, gatito.

Los arbustos a su izquierda se movieron, y Larajin vio un destello de color. Se le


cortó la respiración.

El que salió cautelosamente de entre las ramas no era ningún gato corriente, sino un
tréssym: un gato con grandes alas. El fino pelaje de la criatura era de un gris azulado y las
plumas de las alas tan coloridas como las de un pavo real, con pinceladas de un turquesa
brillante, rojo intenso y amarillo vibrante, con un ribete negro.

Una de las alas estaba doblada sobre la espalda de la criatura. La otra se arrastraba
por la nieve, las plumas mojadas y alborotadas. Larajin no sólo vio que el ala estaba rota,
sino también la causa. Alguien, seguramente uno de los mimados hijos del Hulorn, había
tratado de ponerle una camisa de niño. Los jirones de la camisa colgaban del ala rota. El
gato maullaba de dolor y se detuvo de golpe cuando la ropa se enganchó en una rama.
Larajin apretó los puños con rabia. Los tréssym eran criaturas de Sune, mágicas y
sagradas. ¿Cómo osaba el Hulorn darle uno a sus hijos como si fuera un juguete?

Lentamente, murmurando para calmarlo, dejó que el gato alado le oliera la mano.

—Ven, bendito animal —dijo—. Permíteme ayudarte.

El tréssym gruñó suavemente y sacudió la cola cuando la yema de los dedos de


Larajin le tocaron el ala. Intentó marcharse, pero la camisa estaba muy enganchada en la
rama. Silbando, el gato lanzó un zarpazo a la ropa. Larajin oyó un crujido, como si algo en
el ala se hubiera quebrado aún más. El silbido del tréssym se convirtió en un aullido.

Peor aún, Larajin oyó que alguien se acercaba por el bosque. No podía ser uno de los
pocos jardineros que quedaban. Ya trabajaban bien poco en verano, y en invierno se
olvidaban del jardín. Tenía que ser un miembro de la familia del Hulorn, o uno de sus
invitados. Fuera quien fuese, si la descubrían en el jardín, se metería en un buen lío. Sin
embargo, no podía dejar sufriendo al tréssym.

Mientras las pisadas se aproximaban, Larajin rezó a Sune. Durante su oración, el


gato estuvo en silencio. La miró con unos luminosos ojos amarillos, como si hubiera
comprendido lo que ella pretendía hacer. Esta vez, cuando la muchacha se inclinó para
quitarle con cuidado la camisa del ala, el animal sólo lanzó un leve gruñido de protesta. Se
quedó totalmente quieto hasta que Larajin le quitó el último jirón de ropa, luego corrió
saltando hacia el bosque, arrastrando el ala rota.

De repente, Larajin olió una fragancia dulce. Miró hacia abajo y vio que estaba
arrodillada junto a una planta con unas minúsculas flores rojas y hojas salpicadas de oro.
¡Besos de Sune! Estaba segura de que esa planta no había estado allí un minuto antes, pero
quizá, sin darse cuenta, ella había apartado con la rodilla la nieve que la cubría. Daba igual
de dónde hubiera venido, en ese momento no tenía tiempo de sacarla de la tierra. Larajin se
escondió detrás del tronco de un grueso árbol, justo cuando el origen de las pisadas saltó a
la vista.

Se había escondido justo a tiempo. El que caminaba por el bosque no era otro que el
propio Hulorn. Larajin lo reconoció al instante por la insignia en el pecho de su jubón de
terciopelo negro, y su cabello, negro como el azabache y cuidadosamente peinado. Llevaba
unas mallas y una coquilla de púrpura real, y se envolvía los anchos hombros con una
estola de armiño. La nieve la cubría como suaves plumas blancas. El Hulorn iba
mascullando para sí mientras caminaba, y con los dedos de la otra mano daba vueltas a un
pesado anillo de oro que llevaba en el índice de la mano derecha.

Cuando el Hulorn pasó, Larajin notó que no tenía dedos en la mano izquierda sino
unas garras como de pájaro. Su rostro era incluso más horrible. El lado que veía Larajin
estaba cubierto de brillantes escamas negras, y su ojo saltón era como el de un reptil. Por
segunda vez en esa tarde, Larajin tuvo que ahogar un grito. Los rumores eran ciertos: ¡el
Hulorn había alterado su cuerpo con malas artes mágicas!
El Hulorn redujo el paso. Larajin se quedó helada de terror, convencida de que la
había oído o había visto sus pisadas en la nieve. Los desiguales ojos del Hulorn recorrieron
el bosque como si estuviera buscando algo. Un momento después, se volvió y siguió
caminando. Al marchar, su pie cayó sobre las Besos de Sune y chafó las minúsculas
florecillas rojas.

Cuando el sonido de los pasos se perdió, Larajin salió de su escondite y, con gran
cuidado, sacó la aplastada planta de la tierra. Miró alrededor buscando al tréssym. Quería
llevarlo al templo de Sune y pedir a los sacerdotes que le curaran el ala, pero las pisadas del
tréssym acababan junto a un árbol, al que seguramente se habría subido. Larajin miró hacia
las altas ramas, pero no vio ni rastro de la criatura.

Estaba oscureciendo. Ya no podría encontrar al tréssym. Tendría que regresar al día


siguiente y buscarlo.

Ya era de noche cuando Larajin se cambió de ropa en el taller de Kremlar y recogió


la cesta con la compra que él había hecho por ella. Al enano no le había gustado el estado
de la planta que ella le había entregado, pero después de oír cómo casi la habían pillado, y
el propio Hulorn, nada menos, le dio las diez monedas de plata. No pareció sorprendido
cuando oyó que el Hulorn tenía un aspecto extraño, pero sí que le dio un consejo.

—Más vale que eso te lo guardes para ti, Larajin. A los ricos y poderosos no les
gusta que la gente común sepa sus secretos.

Larajin se apresuró por las calles, bajo las lámparas que estaban encendiendo los
faroleros con largos palos con una vela en la punta. La nieve se le acumulaba sobre las
empapadas zapatillas, y tenía los pies tiesos de frío.

Sumida en sus pensamientos, le costó unos instantes darse cuenta de que alguien la
estaba siguiendo, escondido entre las sombras. La silueta corría de una zona a oscuras a la
siguiente, tan silenciosa como la nieve que caía. ¿Sería un cortabolsas… o algo peor? Sólo
cuando, durante un segundo, pasó bajo una luz, pudo verlo mejor.

Era un hombrecillo de rostro chupado, cubierto por una capa verde pasada de moda
y con la capucha sobre la cabeza. El cabello le colgaba a un lado recogido en una larga
trenza atada con una pluma, y calzaba unas botas altas y suaves. Al darse cuenta de que
Larajin lo había visto, se refugió en las sombras, pero no antes de que ella se fijara en sus
ojos almendrados. Bajo ellos, el rostro tenía extrañas marcas dibujadas.

Larajin estaba asustada. El tipo era un elfo. No sólo eso, sino uno de los elfos
salvajes de las tierras del norte de Sembia. El señor Thamalon el Viejo podía considerar a
los elfos como salvajes nobles, pero para Larajin, y para la mayoría de los sembianos, sólo
eran un poco mejor que animales, incapaces de sentir compasión o piedad, según se decía.

Durante un breve instante o dos, Larajin se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Si
volvía al Palacio de las Tempestades por su ruta normal, su perseguidor la atraparía
fácilmente. No se veía a ningún guardia de la ciudad. Estaba sola.

Se metió en un callejón, que era un atajo, y echó a correr. Su súbito cambio de


rumbo pilló desprevenido a su perseguidor, pero el tipo era tan rápido como un tigre. Corrió
tras ella y la cogió por la muñeca. Mientras ella trataba de soltarse, la capa del tipo se abrió.
Larajin vio la daga de empuñadura de hueso que le colgaba de la cadera, al lado de la bolsa
de dinero.

Larajin dejó caer la cesta sobre la nieve. Abrió la boca para gritar, pero el elfo se la
cubrió con la mano libre. Sus dedos eran largos y finos, tan marrones y duros como las
raíces de un árbol. Olían a cuero y tierra.

Él le susurró fieramente algo en una lengua extranjera, tan sibilante como el


murmullo de las hojas de un árbol. Luego la acercó más a sí. Larajin trató de apartarse, pero
los delgados brazos del elfo eran fuertes como troncos. Él separó unos milímetros la mano
con la que le tapaba la boca.

El corazón de Larajin le latía desbocado. ¿Debería gritar? La nieve caía espesa,


apagando los sonidos. Comenzó a mover los labios en una susurrada plegaria.

—Por favor —rogó—. Por favor, no…

De repente, Larajin olió a flores. La nariz del elfo se movió. Estaba olfateando…
entonces, sus ojos se abrieron como platos.

El elfo volvió a cerrarle la boca con la mano. Se llevó la otra mano a la cintura,
donde tenía enfundada la daga. Larajin se dio cuenta de que él podía sacarla y cortarle el
cuello en un instante, así que se echó hacia atrás con toda su fuerza y consiguió ladear la
cabeza.

—¡Déjame en paz! —gritó—. ¡Socorro, guardia!

Curiosamente, la fragancia de los Besos de Sune se había intensificado, como si


Larajin estuviera sobre un campo de flores aplastadas, en vez de estar sobre la nieve. Y aún
fue más extraño que el elfo le soltara la muñeca. Luego se le tensó el cuerpo y frunció el
ceño, como si estuviera luchando contra algún demonio interior. Entonces, se dio media
vuelta y se alejó rápidamente, con las suaves botas de cuero casi sin hundirse en la nieve.

Larajin se dejó caer contra el muro, temblando de alivio al ver a un miembro de la


guardia de Sélgont torcer la esquina a la carrera. Cuando este llegó hasta ella, el elfo había
desaparecido, tragado por las sombras. La única ayuda que le pudo prestar el guardia fue
recoger con ella el empapado pan de la nieve, y luego escoltarla hasta el Palacio de las
Tempestades.

—¿Estás segura de que era el Hulorn?


La voz de Tal resonó en la oscuridad, a la espalda de Larajin. Avanzaba levantando
salpicaduras de agua por el colector detrás de ella, en el límite de la luz amarilla que
proyectaba el farol que ella llevaba en la mano. En cuanto hubo hablado, Tal se cubrió la
nariz y la boca con el pañuelo perfumado que Kremlar le había dado. Los túneles
apestaban, incluso después de que la marea, al retirarse, se hubiera llevado la mayor parte
de los vertidos.

—¿No me crees? —preguntó Larajin.

—Te creo —contestó Tal.

Seguramente lo decía en serio. Tal tenía diecinueve años y era cuatro años más joven
que Larajin. Siempre había escuchado con mucho respeto todo lo que ella decía, incluso
aunque ella sólo fuera una doncella y él el segundo hijo de la noble Casa Uskevren, a la que
Larajin servía.

La noche anterior, cuando Larajin le había contado lo del Hulorn y que se metía en
el colector para colarse en el Jardín de Caza, Tal había insistido en acompañarla en su
próxima excursión. Había tratado de convencerla de que esperara un día o dos, con el
argumento de que tenía que memorizar su papel en la nueva obra de la señora Quickly, pero
Larajin había insistido en que tenía que rescatar al tréssym herido lo antes posible. Al final,
Tal cedió después de que ella le asegurara que estarían de vuelta antes del anochecer.

—La persona que viste en el Jardín de Caza podría ser alguien que sólo se parecía al
Hulorn —continuó Tal—. O si era el Hulorn, quizá llevara parte de un disfraz. He oído que
el Hulorn se quemó el rostro y la mano cuando se le derramó encima el aceite ardiendo de
un farol. Quizá llevara una máscara y un guante para cubrir la piel quemada. Los artilugios
teatrales pueden resultar muy realistas…

—Las escamas y las garras eran parte de su cuerpo —aseguró Larajin—. Era
magia… Estoy segura. Y ahora calla, o nos descubrirán.

Estaban acercándose a una de las rejillas del colector que daban a la calle. La luz del
pálido sol de la mañana caía desde lo alto, y los vendedores callejeros anunciaban
ruidosamente su mercancía. El cielo se había aclarado durante la noche, y un hilillo de agua
derretida caía de los largos témpanos que colgaban dela rejilla. Las últimas nubes se
estaban deshaciendo, y Larajin pudo ver la luna llena en el cielo azul.

Pasaron bajo la rejilla y torcieron hacia un túnel lateral, luego hacia otro. El ruido de
las salpicaduras de Tal era irregular, y Larajin se detuvo para esperarlo. Cuando él la
alcanzó, su rostro parecía sombrío. Ella vio que eso sólo se debía a que no se había
afeitado, en contra de su costumbre. Qué raro que le hubiera salido tan rápido. Tal sudaba, a
pesar de que el aire en el túnel era lo suficientemente frío como para que Larajin pudiera
ver la condensación de su aliento.

—¿Estás bien, Tal? —le preguntó.


—¿Cuánto falta? —inquirió él.

Larajin observó el túnel. Habían llegado a un punto en el que estaba reforzado; los
altos muros de piedra que rodeaban el Jardín de Caza debían de estar justo encima.

—Ya casi estamos —contestó Larajin.

Tal asintió e hizo un gesto a Larajin para que continuara andando.

Ella avanzó por el túnel unos cuantos pasos más, pero se detuvo cuando vio un par
de ojillos brillantes parpadeando ante ella en la oscuridad. Al cabo de un momento, el
dueño de los ojillos apareció correteando: una enorme rata marrón.

Larajin se apartó para dejarla pasar. La rata se detuvo de golpe cuando llegó bajo la
luz. Esa no era una rata corriente. Sus patas delanteras no eran iguales, una parecía un ala y
la otra estaba cubierta de un espeso pelo blanco. Las patas traseras repiqueteaban sobre la
piedra como si fueran pequeños cascos. Su cara…

Larajin alzó el farol.

—¡Por todo lo que es maldito! Tal, no te vas a creer esto —dijo en un susurro
tembloroso—. Esa rata tiene un rostro humano.

En ese mismo instante, Tal, que de nuevo se hallaba fuera del círculo de luz del
farol, se dio la vuelta y salió corriendo. Sus pasos lanzaron ecos de salpicaduras al doblar el
recodo del túnel.

—¡Tal! —gritó Larajin—. ¿Adónde vas?

Se volvió para seguir a Tal, y con el movimiento, la luz del farol iluminó docenas de
pares de ojillos. El túnel resonó con el susurro, el cliqueo y el ruido de docenas de patas
correteando. Con leves chapoteos, las ratas comenzaron a saltar. Avanzaron en masa hacia
Larajin, y sus deformes cuerpos fueron dejando ondas sobre las aguas lodosas.

Una de las ratas se le subió a Larajin por la pierna. Ella sintió el agudo dolor de las
garras en el muslo y el caliente goteo de la sangre. Se sacudió de encima a la frenética
criatura, pero notó que otra le aterrizaba en el hombro. Tenía el pico de un ave, y se lo clavó
en la oreja. Gritando, Larajin se dio la vuelta, y se le cayó el farol. Aterrizó en el agua sucia,
y la mecha del farol se apagó con un siseo.

Larajin tuvo la sensación de que tenía ratas por todas partes. Los dientes se le
hundían en la piel; las patas le tiraban como manos de la tela de la camisa. Manoteó con
furia y consiguió quitarse varias de encima, pero otras las reemplazaron. Una se le metió
por el cabello.

Larajin echó a correr. Aunque el túnel estaba casi totalmente oscuro, ella conocía
cada paso. Su vista era más aguda que la de la mayoría, incluso con una luz muy tenue. Por
eso lograba distinguir el tono marrón rojizo de las ratas que le cubrían el cuerpo. Torció a la
derecha, luego a la izquierda, regresando por donde había venido, apartando ratas a cada
paso. Varias aún seguían aferradas a ella, con los dientes clavados en su piel.

Rogó para no resbalarse y caer de plano en los desechos para que se la comieran
viva las ratas mientras se agitaba inútilmente, y siguió corriendo. Casi lloró cuando
finalmente vio la mancha de luz ante ella. Cuando estuvo cerca de la luz, tropezó y sus
manos rompieron uno de los témpanos. Aterrizó milagrosamente de pie, agarró el témpano
mientras caía y empleó su afilada punta para atravesar la media docena de ratas que aún
tenía en el cuerpo. Se pinchó a sí misma por error una vez, y después de matar a sólo dos
ratas, el témpano se rompió. Larajin saltó para evitar otras ratas, falló y acabó en las aguas
negras. Saltó a la orilla elevada y rompió otro témpano. Lo sujetó con dedos helados y
continuó clavándolo furiosamente. Una a una, las ratas fueron cayendo de ella, o bien
acabaron flotando en las turbias aguas o bien se alejaron correteando.

Al principio, Larajin no se dio cuenta de que hubiera alguien en la biblioteca. El


chisporroteo de las llamas en la chimenea apagó el suave crujido del cuero, y el alto
respaldo y las orejas del sillón ocultaban a la persona que se hallaba allí. Fue quitando el
polvo de las estanterías, demasiado enfrascada en sus pensamientos para volver a poner los
libros exactamente en el mismo orden, incluso sabiendo que más tarde eso le valdría una
reprimenda del señor Cale por su descuido. Para ella, todos los libros eran iguales; tomos
polvorientos encuadernados en cuero llenos de historias de gente muerta hacía mucho.
Cuentos de elfos. Después de que el día anterior la acosara el elfo salvaje, los elfos eran en
lo último en que Larajin quería pensar.

Cuando se acercó al fuego para limpiar el tablero de ajedrez y recoger las copas de
vino vacías que había unto a él, captó un ligerísimo olor a cloaca que el perfume del jabón
no cubría totalmente. Miró por el borde de la oreja del sillón y vio a la persona que había
estado buscando toda la tarde: Tal.

Miraba el fuego con expresión preocupada. Tenía las manos sobre el rostro y
apoyaba la barbilla en ellas. Estaba recién afeitado, y se había cambiado de ropa.

Larajin pasó el plumero por la mesa. Un peón se volcó y rodó por el tablero, luego
cayó al suelo ruidosamente.

Tal alzó la mirada y vio a Larajin. Toda una serie de emociones le cruzó el rostro:
sorpresa, alivio, culpa. Se puso en pie y fue a darle uno de sus grandes abrazos, pero
Larajin se echó atrás. Chocó contra la mesa y tiró el resto delas piezas de ajedrez. Ni
siquiera se preocupó por haber desbaratado una partida en marcha; otra competición de
astucia entre el señor Cale y el viejo señor. En esos momentos, la furia del señor Cale no
parecía importante.

—Larajin, yo… —Tal bajó los brazos—. Gracias a los dioses que estás bien.
Aquellas ratas…
—¿Por qué saliste corriendo? —preguntó Larajin.

Quería gritarle, golpearle el amplio pecho con las manos, y decirle lo aterrorizada
que había estado, decirle que casi la habían matado. Había recibido casi una docena de
mordiscos, y aunque sólo eran heridas superficiales, picaban mucho.

—Tuve que irme —respondió Tal con una mirada de desesperación—. No podía
arriesgarme a que… Podría haber…

Larajin se sentó sobre la mesa, junto a las caídas piezas de ajedrez. Cara a cara con
Tal, el dolor que sentía por dentro era frio y agudo como la punta del témpano que había
empleado para matar las ratas. Sin decir palabra, se alzó la falda para mostrarle los
mordiscos de la pierna. La piel que se veía entre las vendas estaba roja e hinchada.

—¿Te las han curado? —preguntó Tal con preocupación—. Las ratas son portadoras
de muchas enfermedades. Su mordedura…

—Sabes usar un cuchillo —lo interrumpió Larajin—. Eres uno de los mejores
alumnos del maestro Ferrick. Si te hubieras quedado para protegerme, no tendría ningún
mordisco. Sólo quiero saber por qué huiste, Tal. ¿Por qué?

Tal se hundió en el sillón y suspiró profundamente. Miró la venda que Larajin


llevaba en la muñeca. Esta vez, cuando fue a cogerla, Larajin le dejó que le tomara la mano.
Durante un largo momento, permanecieron en silencio, escuchando el crepitar del fuego
mientras una lucha interna se reflejaba en los ojos de Tal.

—Larajin —comenzó a decir, acercándose más a ella—. Hay algo que debo decirte
sobre mí. Soy…

Justo en ese momento, se abrió la puerta de la biblioteca. El señor Thamalon el Viejo


entró; se detuvo al ver a Larajin y Tal sentados ante el fuego. Las oscuras cejas se le
juntaron mientras sus penetrantes ojos registraban la mano de Larajin en la de Tal. El viejo
señor frunció el ceño. Cuando Larajin comprendió qué debía de estar pensando, se sonrojó.

Mientras Tal se levantaba para hablar con su padre, Larajin hizo una inclinación de
cabeza y comenzó a recolocar las piezas sobre el tablero. No paraban de caérsele, y las
blancas y las negras no tardaron en mezclarse.

Tal entendió al instante la severa mirada de su padre.

—Padre, puedo explicártelo. Larajin estab… Nosotros…

—Tal, quiero hablar contigo —dijo el patriarca. Empleó su voz calmada, la que
siempre usaba cuando Larajin y Tal eran niños, y corrían juntos por los pasillos chocándose
contra dignatarios e invitados.
Por el rabillo del ojo, Larajin vio que Tal hundía los hombros. De nuevo, el segundo
hijo había decepcionado a su padre. Pero esa vez, no tenía la culpa, no podía explicar por
qué… no si quería mantener en secreto las visitas de Larajin al Jardín de Caza.

Larajin sabía exactamente cómo se sentía Tal. Reunió valor, se irguió y miró
directamente al viejo señor a los ojos, pero una mirada la silenció.

—Déjanos, Larajin —dijo él—. Es hora de que mi hijo y yo tengamos una pequeña
charla sobre el autocontrol.

La expresión de Tal era una mezcla de frustración y temor. Larajin le echó una
última mirada y se marchó de la biblioteca a toda prisa.

—¡Tal y yo no hemos hecho nada malo! —exclamó Larajin de mal humor—. El


señor miente si dice que lo hemos hecho.

Mientras su padre le alzaba la mano, Larajin se dio cuenta de que había ido
demasiado lejos. Defenderse era una cosa, pero cuestionar al viejo señor era otra muy
distinta. Hizo una mueca, pero no se movió y esperó el impacto de la bofetada en su
mejilla.

Su padre estaba con la mano abierta, temblando, luchando por contener su furia.
Thalit Wellrun era un hombre amable que ni siguiera había usado la fusta con los caballos a
su cargo durante las cuatro décadas que llevaba al servicio de los Uskevren. Aunque él y su
esposa se discutían con frecuencia, Larajin nunca le había visto pegarla. Pero en ese
momento, mientras miraba a Larajin, le saltaban chispas de los ojos.

Thalit se miró la mano como si lo hubiera traicionado, y luego se pasó la callosa


palma por la rasurada cabeza. Echando humo, se puso a caminar entre los montones de ropa
blanca, cojeando ligeramente de la pierna que se había fracturado años atrás. La vieja
herida sólo lo molestaba cuando el tiempo iba a cambiar a peor. Al otro lado de la cerrada
ventana, el aire de la noche seguía inmóvil y frío, pero Larajin notaba que se avecinaba una
tormenta de emociones.

Se hallaban en la sala de secado, entre los humeantes braseros y las cuerdas de


tender, donde Larajin estaba doblando la ropa seca. Thalit había ido directo desde los
establos y aún llevaba su mandil de cuero. La camisa blanca con las cintas doradas y azules
estaba manchada de polvo y olía a caballos y heno. A diferencia de los criados de la casa, su
trabajo acababa a media tarde, después de alimentar a los caballos. Sin embargo, a menudo
trabajaba hasta entrada la noche. Larajin hacía lo mismo, excepto que sus tareas extras eran
castigos impuestos por el señor Cale, y los realizaba en silenciosa protesta, no por gusto.

—Tienes que entender las consecuencias —dijo su padre con voz tensa. Ni una sola
vez miró a Larajin a los ojos—. El afecto entre señores y criados siempre acaba mal. El
joven señor Talbot estará obligado por su honor a mantener a cualquier niño resultante de
esa unión, pero un hijo ilegítimo sería una vergüenza para la Casa Uskevren. Y tú no
podrías seguir cumpliendo con tu deber mientras estuvieras embarazada o amamantando a
ese niño y…

—¿Eso es lo que más te importa? —lo interrumpió Larajin—. ¿La vergüenza del
señor? ¿Y mi deber? ¿Y qué pasa con la verdad?

Su padre se volvió hacia ella con una expresión de dolor.

—A veces, el deber es más importante que la verdad —repuso con gesto huraño—.
El deber es lo que mantiene unidas a las casas, y a las familias. Si no fuera por mi deber
hacia tu madre, tú… —Y se calló, como si ya hubiera dicho demasiado.

—Te importan más los caballos que madre —murmuró Larajin—, o yo.

No había pretendido que su padre oyera ese comentario. Se había medio vuelto para
retirar una sábana de una cuerda de tender, pero su padre la apartó bruscamente.

—Me importas tú —dijo con una voz temblorosa de emoción—. Incluso si a


menudo me decepcionas. Incluso aunque no seas mi hija.

Larajin se quedó parada por la sorpresa. Abrió la boca para preguntar a su padre si
había oído bien, si realmente él había dicho esas palabras. Todo le salió concentrado en un
breve susurró:

—¿Qué?

—Pregúntaselo a tu madre —le contestó su padre.

Y la sábana cayó como una cortina entre los dos.

Larajin se lo quedó mirando anonadada mientras su padre salía de la sala cojeando.


Para cuando pensó en correr tras él, ya se había ido.

Caminó lentamente por el pasillo, con la cabeza dándole vueltas. De repente, la


continua rabia de su padre contra su madre tenía sentido. Si Larajin era hija de otro hombre,
era lógico que los celos de Thalit se hubieran ido convirtiendo en amargura y rabia. Larajin
veía que su padre aún amaba a su madre, pero hasta ese momento no había entendido por
qué él disimulaba su afecto, o por qué, a veces, la miraba a ella como si se preguntara quién
era.

Larajin ya sabía que no se parecía a su padre en absoluto, y que tampoco compartía


ningún rasgo de su carácter. Mientras su padre cumplía sus obligaciones sin decir nunca
nada, a Larajin le molestaba hasta tocar el uniforme de criada. Eran tan diferentes como la
noche y el día.

Larajin se encontró de repente ante la puerta de una de las cocinas más pequeñas. Su
madre era la única que servía allí. Shonri Wellrun estaba inclinada sobre una recia mesa de
madera, amasando. A su espalda estaba el horno, encendido, y el aire oía a levadura y a
nata. Con las manos llenas de harina, Shonri enrolló la masa en largas tiras, luego las trenzó
con soltura. Vertió sobre la masa el jugo de una fruta de aroma ácido y la salpicó con una
pizca de una especia marrón.

Larajin miró a su madre, tratando de verla a través de los ojos de su padre. Shonri
acababa de cumplir los sesenta años. Su cabello pelirrojo se había vuelto del color de la
ceniza, y tenía las manos surcadas de arrugas. Aunque había sido sirvienta toda su vida, la
madre de Larajin tenía cierto orgullo en sus maneras y una agradable belleza que los años
de trabajo no habían podido borrar. Era una de las sirvientas favoritas del viejo señor y a
menudo la llamaban a la mesa grande para felicitarla por sus delicados bollos, hechos con
raras especias traídas de los cuatro confines de Faerun.

¿Alguno de los invitados del señor habría hecho llamar a Shonri para tributarle otro
tipo de atención? ¿Sería Larajin la hija ilegítima de una unión como la que su padre
pensaba estar evitando?

Como si hubiera notado la intensa mirada de Larajin, Shonri alzó la mirada. Sonrió a
su hija y con un gesto le indicó un mortero que contenía unos frutos secos de color verdoso.

—Larajin, si has acabado con la ropa, ¿me machacarías eso?

—Madre, tengo que saber… —La pregunta no acabó de salir de los labios de
Larajin. Pero su expresión la formuló en silencio.

Su madre cubrió la masa trenzada con un trapo húmedo.

—Algo te preocupa —dijo, e hizo un gesto a Larajin para que se acercara—. Ven y
dime qué es.

Larajin era incapaz de moverse de la puerta. Se sujetó al marco y habló rápidamente:

—Padre dice que no soy su hija. Le creo. Quiero saber quién es mi verdadero padre.

Un destello de furia cruzó el rostro de Shonri. Pero al instante lo reemplazó una


expresión decidida. Palmeó un taburete que tenía al lado.

—Siéntate. Ya es hora de que sepas la verdad.

Como sonámbula, Larajin cruzó lentamente la cocina. Se sentó junto a su madre y


esperó a que esta se limpiara las manos en un trapo.

Luego Shonri también se sentó.

—Eres como una hija para tu padre —empezó con voz cautelosa— tanto como lo
eres para mí. No lo olvides nunca.

Larajin asintió con la cabeza. Ya sabía que su padre y su madre la querían.


Consideraba que ella y su madre tenían una relación muy íntima, aunque era a la tía Habrith
a quien Larajin acudía cuando quería confiar algún secreto.

Shonri miró al horno, pero sin verlo realimente.

—Hace veintitrés años perdí un hijo.

Larajin estaba confusa. Eso no era lo que había esperado oír.

—No lo entiendo.

—Lo harás —repuso Shonri. Y continuó—: Acompañaba al señor Thamalon en un


viaje al norte de los valles, una expedición comercial. Me había pedido que fuera con él
para evaluar la calidad de los frutos secos y las frutas del bosque que pretendía comprar.
Era un viaje muy importante, clave para el bienestar económico de la familia, y la reunión
se había concertado con un año de tiempo. Para mí, era un honor muy especial. Así que
acepté acompañar al señor aunque estaba embarazada y me faltaba poco para el parto. —
Los ojos de Shonri se entristecieron—. Tu padre no quería que fuera. Hacía mucho que
estábamos buscando un hijo…

»Perdí el niño en ese viaje. —Suspiró profundamente—. Cuando llegó la hora del
parto, estábamos en medio de los bosques, lejos de cualquier médico. El niño murió.

Larajin tocó a su madre en la mano.

—¿Cómo…?

—La expedición comercial no fue ningún éxito —continuó Shonri—. Más de la


mitad de los frutos secos se habían estropeado durante la recolección, y las frutas no habían
madurado bien. Estuvimos poco tiempo, pero el suficiente para que el señor decidiera que
no darían suficientes ingresos.

»Mientras estábamos allí, la gente del palacio en el que nos alojábamos se enteraron
de que yo acababa de perder a un hijo y fueron a pedirle un favor al señor. Una de sus
mujeres había muerto al dar a luz, y ninguna otra tenía leche para amamantar al bebé.
Preguntaron al señor si su sirvienta lo querría. Miré una vez esos ojos color avellana que
tienes y acepté al instante.

Larajin había escuchado atentamente cada una de las palabras que había dicho su
madre, pero aún le resultaba difícil creerlo.

—¿Tam… tampoco soy tu hija? —preguntó—. Y entonces, ¿quién soy?


Shonri se encogió de hombros.

—Una huérfana. Tu madre no estaba casada, nadie sabía quién era tu padre.

Larajin quería saber más.

—¿Mi madre era una mujer de los valles? —preguntó—. ¿De qué ciudad?

—No lo sé —contestó Shonri—. Estábamos metidos en la Maraña, lejos de


cualquier ciudad. La reunión se realizó en un lugar donde los frutos secos y las frutas
crecían salvajes. El señor nunca preguntó el nombre de la mujer.

Aunque estaba firmemente sentada en un taburete, Larajin se sintió como si flotase.


Su mente buscaba algo, algún detalle aún no explicado, a lo que aferrarse.

—Nunca le dijiste a padre que habías perdido el niño, ¿verdad? —dijo Larajin—.
Cuando ha dicho que yo no era su hija, sólo me dijo lo que sospecha. No sabía la razón que
tenía…

Shonri se levantó cogió una bandeja de metal. Quitó el trapo de la masa trenzada y
la colocó con cuidado en la bandeja, luego abrió el horno y la metió.

—¿Has acabado de doblar la ropa? —le preguntó en un tono de trabajo.

Larajin se dio cuenta de que su madre no iba a contarle nada más. El momento de las
confidencias había pasado.

—Aún no —contestó Larajin.

—Entonces, ve a doblarla antes de que se entere el señor Cale.

Larajin se quedó en silencio, con el agua contra sus tobillos. El Templo de Sune
estaba muy tranquilo a esa temprana hora. Sus sacerdotes solían servir a la Señora del Amor
con deleites nocturnos, y luego dormían hasta tarde. Sólo en las mañanas en que el
amanecer era especialmente bello se levantaban para saludarlo.

Volvía a nevar, y soplaba un frío viento, pero las aguas de los estanques de la gran
fuente que se alzaba en el patio del templo eran tan cálidas como las de un torrente en un
día de verano. Una poderosa magia de los clérigos mantenía la temperatura templada en el
recinto. Los copos de nieve que caían sobre el patio central, con sus hermosas formaciones
naturales de rocas y sus fuentes mágicas, se fundían suavemente antes de llegar al suelo.
Globos de luz flotaban sobre la superficie del estanque principal y iluminaban el templo
con un brillo de tonos suaves.

A esa hora sólo se veía allí a una niña de once años que llevaba la característica
túnica de color carmesí del templo. Era una criatura de pelo castaño, una de esas cuyos
altos pómulos y largas pestañas presagiaban que llegaría a ser una mujer de gran belleza. Al
igual que Larajin, era de origen incierto. Los sacerdotes la habían hallado un día en su
puerta y la habían acogido.

Larajin llevaba suficiente tiempo acudiendo a ese templo como para saber el nombre
de la joven: Jeina. Pero poco más sabía de ella. ¿Tenía Jeina las mismas preocupaciones
que Larajin? ¿O había sabido desde el principio que era una niña abandonada y había
llegado a aceptar que nunca sabría quienes habían sido sus padres?

Larajin observó que Jeina volcaba un cuenco de pétalos amarillos en el agua. Por un
momento, sus miradas se encontraron. Jeina sonrió, luego se volvió tímidamente.

Con el agua hasta los tobillos, Larajin se acercó a uno de los estanques del centro de
la fuente. El fondo estaba lleno de guijarros que cubrían el cuenco del estanque, que era uno
de los que usaban los adoradores que querían preguntar algo a la diosa. La piedra tenía
venas de oro y la cubrían hebras de musgos aterciopelados que florecían a su calor.

Larajin miró hacia las claras aguas que llenaban el estanque, y observó los guijarros
bajo las ondas de la superficie. Distorsionaban su reflejo: le suavizaban el cabello rojizo
que se le escapaba por debajo del turbante, y desdibujaban un rostro demasiado largo y
anguloso para considerarlo hermoso. Por lo general, un peticionario le pedía al estanque
que le mostrara el rostro de su futuro amado. Larajin tenía otras preguntas que hacer.

—¿Quién soy? —preguntó. Hundió un dedo en el agua, luego se lo llevó sobre el


corazón; una mancha húmeda le quedó en el corpiño de su uniforme de criada.

Larajin notó un cosquilleo en la nuca, como el aliento de un amante, y olió la


inconfundible fragancia de la Besos de Sune. Un instante después, una minúscula flor roja
descendió por el hilillo de agua que caía en el estanque, y luego otra. Aunque seguía
cayendo agua en el estanque, la superficie se quedó inmóvil.

Larajin vio un reflejo que sólo reconoció a medias. Era su rostro, pero el turbante
había desaparecido. El cabello estaba recogido tras las orejas. Las orejas eran…

—Qué tengas una dorada mañana, Larajin.

Larajin se sobresaltó, y la mano se le resbaló hasta el agua. De nuevo, las ondas


cubrieron la superficie, distorsionando su reflejo. Se volvió y vio a la persona que menos
esperaba encontrarse en todo Sélgont. Diurgo Karn, un noble de su edad, era sacerdote de
Sune. Llevaba las vestimentas sagradas. Era tan apuesto como Larajin recordaba, con el
cabello de color azafranado peinado hacia atrás, y los ojos de un verde bosque. No hacía
mucho, Larajin había creído estar enamorada de él y había soñado con que la diosa
bendecía esa relación imposible entre un noble y una criada.

—Una dorada mañana para ti también, Diurgo —repuso ella con voz ahogada—.
¿Cuándo… cuándo has vuelto?
—Hace diez días.

Hacía diez días, y él no había pensado ni una sola vez en interesarse por Larajin o
incluso informarla de su regreso. Larajin tenía la intención de no decirle nada más, pero la
curiosidad se la comía por dentro.

—¿Es el lago Sember tan hermoso como dicen? ¿Has visto las torres de cristal?

Diurgo hizo un gesto despreciativo con la mano.

—Se me obligó a regresar antes de que pudiera llegar al lago. Los elfos me hubieran
matado de haber continuado.

—Eso ya lo sabías antes de partir.

—Saberlo y verlo son cosas diferentes.

—Sí, es cierto —repuso Larajin.

Hacía varios meses, en el ardor de la primavera, ella se había dejado cautivar por el
viaje que él quería realizar: un peregrinaje al famoso lago Sember, una extensión de agua
sagrada tanto para Sune como para la diosa élfica Hanali, la rival de Sune para los
adoradores de la belleza. Larajin se había escapado del Palacio de las Tempestades para
seguir a Diurgo, pero no pudo alejarse mucho. Los hombres enviados por el señor
Thamalon el Viejo la obligaron a regresar al Palacio de las Tempestades. Había rogado a
Diurgo que los convenciera para que la dejaran acompañarle, pero él se había negado a
hablar a su favor, y le había recordado que ella sólo era una sirvienta y un estorbo en su
camino.

Larajin miró fijamente a Diurgo, sin molestarse en ocultar el dolor que sentía.

—¿Qué quieres? —le preguntó.

—He visto una tenue aura rosada a tu alrededor mientras mirabas en el estanque —
contestó Diurgo—. Estoy seguro de que era una manifestación de la diosa. He pensado que
te podría ayudar a canalizarlo hacia…

—Una manifestación. —Larajin repitió la palabra con rabia—. ¿Cómo el color rojo
de mi cabello? Tus mentiras funcionaron conmigo una vez, Diurgo, pero no volveré a
escucharlas. Puedes buscarte otra joven ingenua a la que dirigir tus «santos deleites».

El joven sacerdote tuvo el detalle de parecer incómodo. Aun así, insistió.

—No miento, Larajin. He visto el aura con toda claridad.

—Igual que yo te veo a ti con toda claridad, Diurgo. —Larajin cruzó los brazos
sobre el pecho—. Y no me gusta lo que veo.

Un altivo enfado cruzó el rostro del joven sacerdote. Movió un dedo ante ella.

—No deberías hablar así al hijo de una casa noble, muchacha. —Sin más palabas, se
alejó enfadado.

Furiosa consigo misma, Larajin volvió al borde del estanque principal. Sin prestar
atención a la toalla que le tendía Jeina, se puso las zapatillas, recogió su capa y salió a
grandes zancadas por la puerta principal del templo.

Había recorrido casi dos manzanas antes de darse cuenta de que los brazos y las
piernas ya no le picaban. Se detuvo para quitarse el vendaje de la muñeca, y para su
sorpresa, vio que la mordedura estaba completamente curada.

Caminó hacia la tienda de perfumes de Kremlar con la capa bien apretada contra el
cuerpo. El sol se estaba alzando sobre la muralla este de Sélgont, y la nieve caía de un cielo
plomizo. Larajin trató de no pensar en Diurgo. Al contrario de él, ella terminaría su viaje.
Ese día, sin importar que asquerosas criaturas la esperaran en el colector, se colaría en el
Jardín de Caza y rescataría al tréssym herido.

Estaba cerca de la tienda cuando alguien la llamó en voz baja desde un callejón. Al
instante se puso alerta, y dio un paso para salir corriendo. Pero cuando la persona que la
había llamado salió de entre las sombras, Larajin se detuvo.

Era como si Larajin se estuviera mirando en un espejo. La mujer tenía veintipocos


años, llevaba el turbante y el uniforme del servicio de la Casa Uskevren. Era de la misma
altura que Larajin y tenía sus mismos rasgos angulosos. Incluso estaba parada en la misma
extraña postura, para mayor sorpresa de Larajin. Cuando le guiñó el ojo y se quitó el
turbante, mostró un cabello corto y oscuro.

—Soy yo, Tazi —dijo su doble—. Un buen disfraz, ¿no crees?

—Señorita Thazienne. —Larajin tragó saliva—. ¿Por qué vais vestida con el
uniforme de una sirvienta?

—Llámame Tazi —repuso la señorita como tenía por costumbre decirle. Se rio—.
Sólo estaba divirtiéndome un rato. ¿Recuerdas el día que te pillé en tu habitación, vestida
con una coraza de cuero delante del espejo? Te parecías tanto a mí, aparte de la torpeza con
que sujetabas la espada, que me dio una idea. Quería ver si podía pasar por ti.

Larajin se sonrojó, avergonzada de que le recordara su transgresión. Siempre había


admirado a la señorita Thazienne por su atrevimiento, y cuando Larajin se había escapado
para ir tras Diurgo, se había imaginado que era como su aventurera señorita. El desastroso
final de su aventura sólo la había hecho más consciente del gran abismo que las separaba.
Estaba segura de que Thazienne ni siquiera habría parpadeado antes las ratas deformes del
colector.

Lo que le recordó a Larajin el tréssym herido.

—Tengo que irme —dijo mirando por la calle en dirección a la tienda de Kremlar.

La divertida expresión de Thazienne se ensombreció al instante. Cogió a Larajin por


el brazo.

—Por ahí no —la advirtió—. Hay tres caballeros elfos un poco más adelante que no
creo que te quieras encontrar. Aunque parece que a ellos les encantaría conocerte.

Larajin la miró con ojos muy abiertos.

—¿Uno de ellos es un elfo salvaje?

Thazienne alzó las cejas, sorprendida.

—¿Te los has encontrado antes? —preguntó—. Parecen unos tipos duros. Casi
consiguen cogerme, y soy tan escurridiza como una anguila. ¿Qué quieren de ti?

—No lo sé —contestó Larajin estremeciéndose—. Quizá sean miembros de una casa


rival que pretende raptar a un criado de los Uskevren.

Thazienne negó lentamente con la cabeza, y los ojos le brillaron.

—No lo creo —repuso—. Entiendo un poco de lengua élfica, lo suficiente para


haber oído decir a uno: «¿Es ella?», y al otro responder:

«Es ella. He podido olerlo». Te buscan a ti, Larajin.

Larajin lanzó una temerosa mirada alrededor.

—¿Dónde están ahora?

—He fingido escaparme, pero luego los he seguido. Están esperando en la entrada
de la tienda de perfumes de tu amigo.

Larajin no supo decir qué la sorprendía más, si que su joven señora conociera su
relación con Kremlar o que los elfos salvajes supieran sus movimientos.

—Tampoco deberías volver al Palacio de las Tempestades —la advirtió Thazienne


—. ¿Hay algún otro lugar donde puedas esconderte?

Larajin se lo pensó durante un momento y luego asintió.


—Podría ir a casa de Habrith —contestó—. ¿O cree que también me estarán
esperando allí?

Una extraña expresión cruzó el rostro de Thazienne, como si ella supiera algo que
Larajin ignoraba.

—La panadería de Habrith parece lo suficiente segura —repuso—. Ve allí ahora. Yo


distraeré a los elfos y los llevaré al Palacio de las Tempestades, para que piensen que estás
allí.

Larajin sintió un gran alivio.

—Es muy amable de vuestra parte, señorita Thazienne.

—Quita, quita. Hacía tiempo que no me divertía tanto —respondió Thazienne—. ¡Y


por el amor de los dioses, llámame Tazi! ¿Lo harás?

Larajin miró por la ventana de la tienda de Habrith al concurrido cruce. Los


carromatos pasaban, los compradores se encorvaban al caminar bajo la nieve, los nobles,
con toda su elegancia, avanzaban en carruajes cerrados con cristales, por encima del barro
lleno de suciedad. Vio que Kremlar pasaba caminando bajo un paranieves multicolor,
seguido por un sirviente de la familia Soargul, que iba cargado con las cajas que contenían
las muestras de perfumes de Kremlar. Pero no reconoció a nadie más; se sintió muy aliviada
al ver que no había elfos de capa verde a la vista.

—No entiendo nada, Habrith —dijo Larajin mientras dejaba caer la cortina—. No
soy la hija de mis padres, y ahora hay unos elfos que intentan raptarme. Elfos salvajes.

Habrith captó la nota de disgusto en la voz de Larajin.

—Los elfos tienen su lugar en el mundo, igual que los humanos y los enanos —la
regañó con amabilidad. Se despidió de un cliente que había entrado a comprar pan y colgó
el cartel de «Cerrado» en la puerta de la tienda.

Larajin no la escuchaba.

—Y de todas formas, ¿qué están haciendo en Sélgont? Los elfos salvajes son
demasiado simples y tímidos para aguantar la vida en la ciudad. Por eso se ocultan en el
bosque. No les importa el dinero, dice el viejo señor. No tienen nada en qué gastarlo. ¿No
querrán un rescate a cambio de mí?

—No les interesa el dinero de ningún rescate.

El tono de seguridad de Habrith no pasó inadvertido a Larajin.

Miró a Habrith. La panadera tenía sesenta y muchos; era mayor que la madre de
Larajin, pero su cabello seguía siendo de un castaño intenso. Lo llevaba en una sencilla
trenza a la espalda. Vestía a la moda, pero tirando a sencillo. En una ciudad donde los
campesinos se adornaban con suficientes abalorios como para atraer a una bandada de
urracas ladronas, el único complemento de Habrith era un medallón de una luna creciente,
que llevaba colgado al cuello con un cordón de cuero.

La filosofía de Habrith —«Lo sencillo es lo mejor, y todo debe estar en


equilibrio»— se reflejaba en su tienda. Su pan era famoso en toda la ciudad. Mientras que
otros panaderos y los cocineros de las casas, incluida la madre de Larajin, cortaban y daban
formas extrañas a sus panes, Habrith hacía panes de hogaza sencillos y robustos. Pero su
sabor… ahí era donde sobresalía Habrith. En sus panes de hogaza ponía ingredientes de los
que ni siquiera la madre la Larajin había oído hablar.

Shonri y Habrith habían sido rivales, antes de que Larajin naciera, y durante un
tiempo había habido una guerra de panes de hogaza en la Casa Uskevren. Pero durante los
años siguientes, habían desarrollado un estrecho lazo a partir del amor que compartían por
su labor. Habrith, que parecía compartir las ideas de Larajin sobre la estupidez de la moda,
se había convertido en una especie de tía para la joven.

En esos momentos, Larajin se estaba preguntando cuánto sabría realmente Habrith


sobre ella. La panadera no había parecido sorprenderse en absoluto cuando Larajin le había
contado que Shonri y Thalit no eran sus padres.

Habrith pareció leerle el pensamiento a Larajin.

—Sé quién es tu madre —le dijo.

—¿De verdad? —repuso Larajin, asombrada.

Habrith asintió con la cabeza.

—He estado esperando al momento adecuado para decírtelo. Ojalá estés preparada
para escucharlo.

—Lo estoy —contestó Larajin y saltó del mostrador, donde se había sentado—.
¡Dímelo!

Habrith toqueteó pensativamente el colgante que llevaba al cuello.

—Has preguntado sobre los elfos salvajes. Ese es un tema del que sé una cosa o dos.
Yo fui una de las que organizaron la misión comercial de la que te ha hablado tu madre.
Thamalon Uskevren esperaba que las frutas silvestres de la Maraña pudieran ser un buen
negocio, y que eso animara a conservar ese bosque.

—¿Y qué tiene que ver la Maraña conmigo? —preguntó Larajin—. Aparte de que
una mujer de los valles me diera a luz.
—Tu madre no era una mujer de los valles —contestó Habrith—— Era una elfa
salvaje.

Durante un momento, Larajin se quedó en silencio, anonadada. Después se negó a


creerlo. Su madre no podía haber sido una de esas criaturas salvajes y tatuadas. Negó con la
cabeza.

—Mi madre no puede haber sido una elfa —dijo finalmente—. Yo soy humana.

—Medio humana —replicó Habrith.

—Pero no tengo las orejas… —Larajin se quedó parada al recordar su reflejo en el


estanque del Templo de Sune. Había visto su propio rostro, pero con las delicadas orejas
puntiagudas de los elfos—. Así que eso es lo que la diosa trataba de decirme —concluyó
Larajin en un susurro. Se miró los largos dedos huesudos como si los viera por primera vez,
luego se los pasó por su estrecho rostro y su puntiaguda barbilla.

Habrith la miró a los ojos.

—¿La diosa? —inquirió.

Eso fue todo lo que Larajin necesitó. Relató a Habrith lo que había pasado en el
Templo de Sune; la curación mágica de sus heridas y el reflejo que había visto en el
estanque. También le contó lo de las mordeduras de las ratas del colector y de su encuentro
con el tréssym. Incluso le habló de la extraña apariencia del Hulorn y de la mágica
aparición de la Besos de Sune, cuya fragancia parecía interesar mucho a los elfos salvajes.
Cuando acabó, Habrith temblaba de emoción.

—¿Sabes cómo se llama esa planta en élfico? —preguntó Habrith.

Larajin negó con la cabeza.

Habrith dijo dos palabras con un acento fluido, y luego las tradujo:

—El nombre en la Lengua Común es Corazón de Hanali. También es sagrada para la


diosa élfica de la belleza: Hanali Celanil. Las motas doradas de sus hojas son su símbolo.
Se dice que su fragancia emana de los sacerdotes de Hanali cuando están haciendo su
magia.

—Yo no soy ningún sacerdote —protestó Larajin—, y acudo al Templo de Sune.

—Sune y Hanali son rivales en el amor de los mortales, pero comparten una cosa: el
estanque sagrado de Eteraüreo. Aunque las diosas se peleen sobre si son más hermosos los
humanos o los elfos, y a menudo tratan de robarse adoradores la una a la otra, sobre todo si
se es medio elfo, ambas mantienen una amistad. A un mortal le es posible adorar a las dos,
y recibir la bendición de las dos.
A Larajin le daba vueltas la cabeza.

—¿Estás diciendo… que yo estoy bendecida? ¿Por una diosa elfa?

Habrith asintió.

—Y por una diosa humana. Y eso nos lleva a otra cuestión: tu padre humano.

—¿Quién… era?

—Quién es, querrás decir —la corrigió Habrith—. No otro que tu señor, Thamalon
Uskevren.

Larajin tuvo que agarrarse al mostrador para no caer.

—¿Mi señor? —susurró.

Las palabras de Habrith tenían sentido. Por eso Thamalon el Viejo se había
enfurecido tanto al pensar que había un romance entre Tal y Larajin. Tal era su hermano, o
su medio hermano. Y también el joven Thamalon. Y la señorita Thazienne era su medio
hermana. ¡Por eso se parecían tanto!

También entendió por qué nunca la habían echado de su puesto de sirvienta, a pesar
de los informes desfavorables del señor Cale. Y por qué el señor había enviado a unos
hombres para llevarla de vuelta al palacio cuando se escapó tras Diurgo.

Incluso así, a Larajin le costaba creer que el viejo señor fuera su padre. Thamalon
Uskevren era un hombre solemne y respetado, de noble cuna e impecable carácter, que
amaba y honraba a su esposa. ¿Qué le habría cogido para acostarse con una bárbara
doncella elfa?

—Tu madre era una mujer muy hermosa —explicó Habrith—. Tan hermosa como tú
llegarás a ser, cuando encuentres tu camino. Su gente la respetaba, a pesar de que aceptó
una simiente humana en su interior.

—¿Por eso me entregaron los elfos? —preguntó Larajin—. ¿Porque era medio
humana?

Habrith negó con la cabeza.

—No te entregaron —contestó—. Thamalon te cogió. Ahora, los elfos salvajes


quieren llevarte de vuelta.

—¿De vuelta? —exclamó Larajin—. ¿De vuelta adónde? ¿Y por qué?

—A la Maraña —respondió Habrith—. Y «por qué» es la pregunta a la que estoy


tratando de encontrar una respuesta.

Larajin miró a Habrith con nuevos ojos. Aquella mujer con aspecto de abuela era
más de lo que parecía. Sabía cosas que una simple panadera no debería saber.

Habrith asintió, y dio unos golpecitos a la luna creciente que le colgaba del cuello.

—Tengo amigos. Hago preguntas y oigo cosas. La respuesta no debería tardar en


llegar.

Larajin se dio cuenta de que debía entender lo que Habrith insinuaba; la luna
creciente representaba algo. Pero no tenía ni idea de qué.

Habrith apartó la mano de su cuello. Rebuscó tras el mostrador, y sacó unas ropas
que le lanzó a Larajin.

—Quítate el uniforme —dijo—, y ponte esto. Eso los despistará. Espérame aquí, y
no abras a nadie. Voy a tener una charla con esos tres elfos que te han estado molestando y
luego volveré.

Larajin sujetó las ropas en las manos.

—Pero…

Habrith le puso un dedo sobre los labios. Luego sonrió.

—Seguiremos hablando a mi regreso —le prometió—. Asegúrate de cerrar la puerta


cuando salga.

Después de ponerse la ropa que le había dado Habrith y esperar unos momentos para
asegurarse de que la panadera no la vería salir de la tienda, Larajin se dirigió al Jardín de
Caza a través del colector. Esta vez no vio ninguna rata deforme. Lo único que la hizo ir
más despacio fue su desbocada imaginación. Cada chapoteo a su espalda le sonaba como
los pasos de un elfo de capa verde. Más de una vez se volvió, con un cuchillo de la
panadería de Habrith en la mano, para enfrentarse a lo que resultaba ser sólo una sombra.

En el jardín, se apresuró a ir hasta el lugar donde había visto al tréssym por última
vez. El animal maulló en respuesta a su llamada, pero tan débilmente que a Larajin le costó
oírla.

El gato alado se hallaba junto al árbol, y casi ni alzó la mirada cuando Larajin lo
acarició. Parecía incluso más desastrado que dos días atrás, con el pelo apelmazado, y las
plumas del ala rasgadas. Un gran bulto sobre la parte rota del ala supuraba pus.

—Oh, gatito —exclamó Larajin con lágrimas en los ojos—. Debería haber venido
antes. Lo siento mucho.
Puso la mano sobre el bulto del ala. Lo notó caliente, a pesar de que la criatura
estaba temblando. El tréssym gruñó suavemente, pero no protestó más.

Larajin quería coger a la criatura herida y llevarla al templo, pero tenía miedo de que
si lo movía, el tréssym muriera.

Larajin captó el olor de algo dulce: Besos de Sune. O, como ya sabía, Corazón de
Hanali. La flor no se veía por ninguna parte, El Jardín de Caza estaba cubierto de nieve.
Pero el aroma fue aumentando, como si docenas de minúsculas flores con forma de boca
estuvieran floreciendo de repente.

El tréssym comenzó a ronronear. Larajin lo miró asustada, recordando los viejos


cuentos de las abuelas que decían que los gatos ronroneaban antes de morir. Se sorprendió
al ver el pelo del tréssym un poco menos apelmazado, y el bulto en el ala un poco menor.

Lo más sorprendente era que la mano que tenía sobre el bulto brillaba con un halo
rosado. Ese halo salía de la yema de sus dedos y entraba en el tréssym, al ritmo de los
latidos del corazón de Larajin.

Se sobrepuso a su sorpresa. Si eso era magia, si realmente estaba canalizando el


poder de la diosa, no quería que cesara. Se concentró en el tréssym herido, y puso toda su
voluntad en el deseo de que volviera a estar sano.

Oyó voces que avanzaban en su dirección. Reconoció una: el Hulorn. Todos sus
instintos le dijeron que saliera corriendo, pero continuó concentrada en el tréssym, haciendo
todo lo posible por olvidarse del peligro que se aproximaba. La única señal de su creciente
pánico fue un ligero temblor en sus manos.

Finalmente oyó algo que le rompió la concentración.

—… ese maldito anillo —decía el Hulorn—. Parece cargar con una maldición.
Regenera la carne, pero la retuerce según su oscuro designio.

La otra voz de hombre también le resultó conocida. Larajin ya podía oír la nieve
crujiendo bajo sus pasos.

—Su magia parece estar unida a la de la varita —dijo el segundo hombre con un
suspiro—. No puedo romper la magia de uno sin afectar la del otro. Tendréis que tomar una
decisión: o ambos o ninguno.

El tréssym se movió bajo la mano de Larajin. El bulto casi había desaparecido.

—¡Por los dioses! ¿Quién es esa?

Larajin alzó la mirada. A menos de un par de pasos se hallaba el Hulorn, con su


rostro medio reptiliano retorcido por la alarma y la furia. Tras él se encontraba un hombre
alto de piel oscura que se apoyaba en un retorcido cayado. Vestía una túnica de color gris
que le hacía parecer poco más que una sombra en medio del nevado bosque.

Miró a Larajin con una expresión igualmente sorprendida.

—¿Quién es? —preguntó con voz ahogada.

—¿Qué importa eso? —repuso el Hulorn—. Nos ha visto juntos. Y ha visto esto. —
Alzó la mano, que era como una garra de ave, hacia su rostro.

El hombre oscuro asintió. Movió un poco el cayado.

—¿Debo?

El miedo atravesó a Larajin con un violento estremecimiento. No tenía ni idea de


quién era el hombre oscuro, pero entendió su mirada. El Hulorn acababa de condenarla a
muerte, y el hombre oscuro iba a ser su verdugo.

Larajin se agachó, demasiado asustada para moverse, mientras el mago la apuntaba


con el cayado. En ese mismo instante, ella notó que el tréssym se movía bajo su mano.
Estaba curado. Se puso en pie y estiró las alas de colores. Las movió, probando su fuerza.

El Hulorn puso una mano sobre el cayado. Por un instante, Larajin pensó que había
sido perdonada.

—Espera un momento —dijo el Hulorn—. El tréssym cuesta doscientos soles. No


quiero que lo dañes.

Con un fuerte aullido, el tréssym se lanzó al aire y voló hasta la copa de los árboles.
Larajin se quedó con las manos alzadas y suplicando por su vida.

—Por favor. No pretendía colarme. Encontré al tréssym herido y sólo quería…

El extremo del cayado del hombre oscuro crepitó de fuerza mágica. Chispas negras
surgieron de la punta, Larajin comenzó a volverse, pero sabía que nunca podría escapar. Por
el rabillo del ojo vio que un rayo de fuerza negra salía del cayado…

En el mismo instante, alguien se lanzó desde detrás de un árbol. Larajin sólo lo vio
de refilón: capa verde, trenza con una pluma en el extremo, rostro alargado y tatuado. El
rayo dio al hombre en el pecho. El elfo salvaje gritó de agonía, y el cuerpo le quedó rígido.
De los dedos de las manos y a través de las botas comenzaron a salirle chispas, luego la
ropa y el pelo se le separaron a jirones del cuerpo. El cuerpo abrasado cayó al suelo,
humeando sobre la nieve.

Larajin miró horrorizada el cuerpo ennegrecido. Entonces, en el silencio que siguió a


la explosión, captó un sonido. Un susurro urgente, en un idioma que ella no entendía. Y
luego en la Lengua Común:

—¡Corre! ¡Corre!

No necesitó que se lo repitieran. De alguna forma, sus pies se aferraron a la


resbaladiza nieve. Vio de refilón a otra silueta con capa, que saltaba desde lo alto de una
rama sobre el Hulorn, quien había desenvainado la espada. Pero una tercera figura salió de
detrás de un arbusto y se lanzó sobre el mago. Mientras corría por el bosque, con el corazón
golpeándole el pecho, oyó dos explosiones más a su espalda.

A toda prisa, Larajin se acercó al borde de la fuente y abrió la rejilla. Estaba


deslizándose por el agujero cuando oyó unos pesados pasos que se aproximaban corriendo.
Sollozando, se dio cuenta de que habían seguido sus huellas en la nieve. Pero no serían
capaces de encontrar su rastro en el colector. Había demasiadas vueltas y revueltas en los
oscuros túneles, y en las aguas residuales no quedaban huellas.

Saltó hasta el túnel y corrió levantando salpicaduras de agua en la oscuridad.

Larajin se coló por una de las entradas de servicio del Palacio de las Tempestades,
aún jadeando después de haber cruzado la ciudad a la carrera y apestando a cloaca. No
había visto ninguna señal de que la siguieran, ni la guardia del Hulorn, ni el mago oscuro,
ni siquiera los elfos salvajes. Estaba bastante segura de que el Hulorn no sería capaz de
identificarla si la volvía a ver, porque los nobles tendían a ver sólo el uniforme y no al
criado que había debajo. Pero eso no significaba que estuviera a salvo.

Mientras se quitaba las botas llenas de barro y se secaba el pelo con una toalla,
Larajin oyó unas voces que venían de la escalera que daba a la zona principal de la
mansión. Debía de ser el señor en medio de otra discusión de negocios, una reunión muy
importante en la que se suponía que Larajin debía servir.

Una reunión presidida por el señor Thamalon Uskevren, su padre.

Aún le costaba hacerse a la idea.

Larajin oyó como un rasguño en la puerta tras ella. La abrió y vio al tréssym junto a
la pieza de hierro con dientes que servía para limpiar de nieve las suelas de los zapatos. El
gato alado entró en el Palacio de las Tempestades como si hubiera vivido siempre ahí, y se
frotó contra la pierna de Larajin.

—¿Qué hace esa criatura aquí? Esa es una mascota muy cara; envíala a lugar del que
haya venido.

El gato alado salió por la puerta mientas el señor Cale cruzaba la habitación. Los
hundidos ojos del mayordomo echaban chispas. Se detuvo y apretó los labios, dedicándole
a Larajin todo su ceño al comprobar que aún no se había puesto el uniforme. Inhaló
profundamente.
—¿Y dónde exactamente —preguntó poniendo énfasis en cada una de las palabras—
has estado?

Larajin vio al tréssym alejarse volando, una mancha de vibrante color en medio de
los copos de nieve, y cerró la puerta.

—Fui a adorar a Sune, señor —contestó con timidez—. El gato alado me ha seguido
desde el templo, y me he pasado todo este rato intentando echarlo.

—Hummm. —El señor Cale pareció aceptar esa explicación—. Ponte el uniforme.
Inmediatamente. Atiende al señor. Hay una reunión importante arriba.

Larajin inclinó la cabeza. A pesar de su postura, no estaba nada arrepentida. Se miró


las manos, los dedos que habían transmitido la magia curativa de Sune, o Hanali, o de
ambas.

«Soy alguien —pensó para sí—. Alguien por quien los elfos han dado la vida. No
sólo una sirvienta, no un pez fuera del agua, sino… otra cosa».

Todo en la Casa de Uskevren seguía igual, pero para Larajin, todo había cambiado.
El señor Thamalon el Viejo, enfrascado en sus reuniones de negocios y atormentado por
recuerdos del pasado, ya no sólo era su señor. Era su padre, y la gente que había muerto
cuando ardió el Palacio de las Tempestades original eran familia de Larajin. Con la señora
Shamur debía ser muy cautelosa. Larajin no quería ni imaginarse el helado trato que
recibiría si la señora supiera que Larajin era el fruto de una infidelidad de su esposo.

La señorita Thazienne, Tazi, seguía siendo la desvergonzada pícara de siempre, pero


Larajin la veía con otros ojos. La misma sangre fluía por las venas de ambas. Quizá Larajin
podría ser igual de aventurera, algún día.

El señor Thamalon el Joven seguía siendo el mismo donjuán y malgastador de


siempre. Saber que era su medio hermano hizo a Larajin sentir cierta compasión por él.
Aunque había oído los detalles sólo de segunda mano, mientras servía la mesa de los
Uskevren, ahora podía apreciar los peligros a los que se había enfrentado Thamalon para
obtener un buen acuerdo comercial con los Foxmantle.

Incluso a Tal lo veía bajo una nueva luz, no sólo como un amigo que
deliberadamente cruzaba la línea que separaban a los señores de los sirvientes, sino también
como a un hermano. Oró para que Tal reaccionara con su tranquilidad habitual ante la
noticia de que eran familia.

Sólo una persona en toda la Casa de los Uskevren no había cambiado a los ojos de
Larajin. El señor Cale seguía siendo la misma persona misteriosa y algo tenebrosa de
siempre.

Larajin pasó junto al señor Cale y corrió a la sala donde se cambiaba el servicio. Por
el rabillo del ojo, vio que la estaba mirando fijamente. Muy fijamente.

«Ve que he cambiado —pensó—. Me pregunto si podrá imaginar por qué».

Larajin no tenía ni idea de qué futuro la aguardaba. Pero sabía que la respuesta la
esperaba en alguna parte. No allí, en el Palacio de las Tempestades, ni siquiera en el Jardín
de Caza, cuya soledad la había atraído durante todos esos años, sino en otro sitio: entre los
elfos salvajes de la Maraña.

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