-Iglesia triunfante- de la visión beatífica, amando eternamente al
Dios tres' veces Santo. Es la Iglesia que permanece aqui y, al mismo tiempo, trasciende la historia. La Iglesia, que nació bajo el manto de Santa Maria, y continúa -en la tierra y en el CÍelo- alabándola como Madre» 12. Amaba el rico patrimonio de la Iglesia: su patrimonio doctrinal, litúrgico, histórico, etc. Y quería que todos los católicos tomasen con- ciencia y se beneficiasen de esa herencia. Defensor también de la heren- cia de piedad -las devociones populares- de siglos pasados, mantenia que las viejas devociones son buenas.
Amor al Papa
Su catolicidad explica su espíritu romano. Comprendía que si el
espíritu de Cristo ha de irradíar de modo universal, debe partir de un centro -cabeza y corazón-; que sólo si los católicos, discípulos de Cristo, se dejan atraer hacia ese centro -superando las visiones par- ciales y el espíritu pueblerino- pueden adquirir una mente y un corazón anchos: un espíritu universal. De ahi su afán por «romanizar» el Opus Dei para que sus socios pudiesen servir mejor a la Iglesia Santa. De ahi, su amor al Papa: «Esta Iglesia Católica es romana. Y saboreo esta palabra: ¡romana! Me siento romano, porque romano quiere decir universal, católico; porque me lleva a querer tiernamente al Papa, «il dolce Cristo in terra», como gustaba repetir Santa Catalina de Siena, a quien tengo por amiga amadísima» 13. «Pensad siempre -decía a los socios del Opus Dei- que después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santisima, en la jerarquia del amor y de la autoridad, viene el Papa». Y la razón es la de siempre: «El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo» 14. Tan aguda coneienciatenía de la excelsitud y la santidad del papado que, siendo por temperamento de un aplomo excepcional, se emocionaba profundamente cada vez que se encontraba con el Vicario de Cristo. En una ocasión, le oí decir: «No me acostumbro nunca ni a decir la Santa Misa ni a tratar al Papa ... ». Al Papa que fuera; no se paraba en díferencias de carácter de un Papa a otro. Ya al comienzo de los cónclaves que siguieron a la muerte de Pío XII, en 1958, y de Juan XXIII, en 1963, decía a los que convivían con él en Roma: «Sabéis,
12. Hom. Elfin sobrenatural de la Iglesia. ((Folletos Mundo Cristiano», Madrid
1973, p. 6. 13. Hom. Lealtad a la Iglesia. p. 41. 14. Ibidem. p. 36.
342 (694) EL AMOR A LA IGLESIA Y AL PAPA
hijos míos, el amor que tenemos al Papa. Después de Jesús y de Maria,
el Papa, quienquiera que sea. Al Pontífice Romano que va a venir, ya le queremos. Estamos decididos a servirle con toda el alma». No le importaba la persona, pero a la vez comprendía el ingente peso que representaba el Pontificado. Con gran delicadeza y cariño ftliales procuraba aligerar esa carga en cuanto podía. En 1965, cuando / Pablo VI iba a inaugurar el Centro Elis, dirigido por socios del Opus Dei en el barrio Tiburtino de Roma, pidió a los que preparaban todo para la visita papal: «que no os preocupe más que el deseo de dar una gran alegría al Santo Padre, que por la situación del mundo no tiene tantos motivos para alegrarse como quisiéramos».
S antidad de la Iglesia
Mons. Escrivá de Balaguer se gozaba sobre todo en la santidad de
la Iglesia, que veía como la misma santídad de Cristo presente y activo entre los hombres: la santidad de los Sacramentos, que solía describir como huellas de Cristo, y la santidad del culto, de la liturgia, sobre todo del santo sacrificio de la Misa. Volúmenes enteros no bastarían para dar una idea de su inmenso amor hacia la Sagrada Eucaristía y el Sacrificio de la Misa, centro y raíz de la vida del cristiano, como le gustaba describirla. Estaba plenamenc convencido de que en la Euca- ristía, en palabras del Concilio Vaticano 11, está toda la riqueza espi- ritual de la Iglesia 15, Y la pregonaba y la defendía como tal. Después, la santídad de la doctrina de la Iglesia, que por ser «doctrina de Cris- to» 16 es la verdad divina, la verdad que salva. Personas del mundo entero han visto cómo consumíó sus energías y su mísma vida en predicar la verdad de siempre, y más aún en los años inmediatamente posteriores al últímo Concilio cuando, en ocasiones, hacia falta no poco valor para demostrar una firme adhesión al Magisterio eclé- siástico. No tenia míedo al término «obediencia» ni a la realidad que significa. Al contrario, amaba la obediencia precisamente porque se daba cuenta de que obedecer a la legítima autoridad es obedecer a Jesucristo : «el que tiene mis mandamientos y los cumple, ése es el que me ama» 17. Obedecer tanto la disciplina como el magisterio de la Igle- sia, fue para él la manera de atarse al Amor de Cristo. En momentos en los que muchos parecían rebelarse hasta contra las mínimas indicaciones de la autoridad, él ponia un empeño amoroso