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hasta en la más refinada, se viene operando siempre desde

tiempo inmemorial con personajes aparentemente completos,


aparentemente de unidad. En la poesía que hasta ahora se
conoce, los especialistas, los competentes, prefieren el drama, y
con razón, pues ofrece (u ofrecería) la posibilidad máxima de
representar al yo como una multiplicidad si a esto no lo
contradijera la grosera apariencia de que cada personaje aislado
del drama ha de antojársenos una unidad, ya que está metido
dentro de un cuerpo solo, unitario y cerrado . Y es el caso
también que la estética ingenua considera lo más elevado al
llamado drama de caracteres, en el cual cada figura aparece
como unidad perfectamente destacada y distinta. Sólo poco a
poco, y visto desde lejos, va surgiendo en algunos la sospecha
de que quizá todo esto es una barata estética superficial, de que
nos engañamos al aplicar a nuestros grandes dramáticos los
conceptos, magníficos, pero no innatos a nosotros, sino
sencillamente imbuidos, de belleza de la Antigüedad, la cual,
partiendo siempre del cuerpo visible, inventó muy propiamente
la ficción del yo, de la persona. En los poemas de la vieja India,
este concepto es totalmente desconocido; los héroes de las
epopeyas indias no son personas, sino nudos de personas,
series de encarnaciones. Y en nuestro mundo moderno hay
obras poéticas en las cuales, tras el velo del personaje o del
carácter, del que el autor apenas si tiene plena conciencia, se
intenta representar una multiplicidad anímica. Quien quiera
llegar a conocer esto ha de decidirse a considerar a las figuras
de una poesía así no como seres singulares, sino como partes o
lados o aspectos diferentes de una unidad superior (sea el alma

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del poeta). El que examine, por ejemplo, al Fausto de esta
manera, obtendrá de Fausto, Mefistófeles, Wagner y todos los
demás una unidad, un hiperpersonaje, y únicamente en esta
unidad superior, no en las figuras aisladas, es donde se denota
algo de la verdadera esencia del alma humana. Cuando Fausto
dice aquella sentencia tan famosa entre los maestros de escuela
y admirada con tanto horror por el filisteo: Hay viviendo dos
almas en mi pecho, entonces se olvida de Mefistófeles y de una
multitud entera de otras almas, que lleva igualmente en su
pecho. También nuestro lobo estepario cree firmemente llevar
dentro de su pecho dos almas (lobo y hombre), y por ello se
siente ya fuertemente oprimido. Y es que, claro, el pecho, el
cuerpo no es nunca más que uno; pero las almas que viven
dentro no son dos, ni cinco, sino innumerables; el hombre es
una cebolla de cien telas, un tejido compuesto de muchos hilos.
Esto lo reconocieron y lo supieron con exactitud los antiguos
asiarcas, y en el yoga budista se inventó una técnica precisa
para desenmascarar el mito de la personalidad. Pintoresco y
complejo es el juego de la vida: este mito, por desenmascarar el
cual se afanó tanto la India durante mil años, es el mismo por
cuyo sostenimiento y vigorización ha trabajado el mundo
occidental también con tanto ahínco.
Si observamos desde este punto de vista al lobo estepario, nos
explicamos por qué sufre tanto bajo su ridícula duplicidad.
Cree, como Fausto, que dos almas son ya demasiado para un
solo pecho y habrían de romperlo. Pero, por el contrario, son
demasiado poco, y Harry comete una horrible violencia con su
alma al tratar de explicársela de un aspecto tan rudimentario.

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Harry, a pesar de ser un hombre muy ilustrado, se produce
como, por ejemplo, un salvaje que no supiera contar más que
hasta dos. A un trozo de silo llama hombre; a otro, lobo, y con
ello cree estar al fin de la cuenta y haberse agotado. En el
hombre mete todo lo espiritual, sublimado o, por lo menos,
cultivado, que encuentra dentro de sí, y en el lobo todo lo
instintivo, fiero y caótico. Pero de un modo tan simple como en
nuestros pensamientos, de un modo tan grosero como en
nuestro ingenuo lenguaje, no ocurren las cosas en la vida, y
Harry se engaña doblemente al aplicar esta teoría primitiva del
lobo. Tememos que Harry atribuya ya al hombre regiones
enteras de su alma que aún están muy distantes del hombre, y
en cambio al lobo partes de su ser que hace ya mucho se han
salido de la fiera.
Como todos los hombres, cree también Harry que sabe muy
bien lo que es el ser humano, y, sin embargo, no lo sabe en
absoluto, aun cuando lo sospecha con alguna frecuencia en
sueños y en otros estados de conciencia difíciles de comprobar.
¡Si no olvidara estas sospechas! ¡Si al menos se las asimilara en
todo lo posible! El hombre no es de ninguna manera un
producto firme y duradero (éste fue, a pesar de los
presentimientos contrapuestos de sus sabios, el ideal de la
Antigüedad), es más bien un ensayo y una transición; no es otra
cosa sino el puente estrecho y peligroso entre la naturaleza y el
espíritu. Hacia el espíritu, hacia Dios lo impulsa la
determinación más íntima; hacia la naturaleza, en retorno a la
madre, lo atrae el más íntimo deseo: entre ambos poderes vacila
su vida temblando de miedo. Lo que los hombres, la mayor

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parte de las veces, entienden bajo el concepto hombre , es
siempre no más que un transitorio convencionalismo burgués.
Ciertos instintos muy rudos son rechazados y prohibidos por
este convencionalismo; se pide un poco de conciencia, de
civilidad y desbestialización, una pequeña porción de espíritu
no sólo se permite, sino que es necesaria. El hombre de esta
convención es, como todo ideal burgués, un compromiso, un
tímido ensayo de ingenua travesura para frustrar tanto a la
perversa madre primitiva Naturaleza como al molesto padre
primitivo Espíritu en sus vehementes exigencias, y lograr vivir
en un término medio entre ellos. Por esto permite y tolera el
burgués eso que llama personalidad ; pero al mismo tiempo
entrega la personalidad a aquel moloc Estado y enzarza
continuamente al uno contra la otra. Por eso el burgués quema
hoy por hereje o cuelga por criminal a quien pasado mañana ha
de levantar estatuas.
Que el hombre no es algo creado ya, sino una exigencia del
espíritu, una posibilidad lejana, tan deseada como temida, y
que el camino que a él conduce sólo se va recorriendo a
pequeños trocitos y bajo terribles tormentos y éxtasis,
precisamente por aquellas raras individualidades a las que hoy
se prepara el patíbulo y mañana el monumento; esta sospecha
vive también en el lobo estepario. Pero lo que él dentro de sí
llama hombre , en contraposición a su lobo , no es, en gran
parte, otra cosa más que precisamente aquel hombre
mediocre del convencionalismo burgués. El camino al
verdadero hombre, el camino a los inmortales, no deja Harry de
adivinarlo perfectamente y lo recorre también aquí y allá con

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timidez muy poco a poco, pagando esto con graves tormentos,
con aislamiento doloroso. Pero afirmar y aspirar a aquella
suprema exigencia, a aquella encarnación pura y buscada por el
espíritu, caminar la única senda estrecha hacia la inmortalidad,
eso lo teme él en lo más profundo de su alma. Se da perfecta
cuenta: ello conduce a tormentos aún mayores, a la
proscripción, al renunciamiento de todo, quizás al cadalso; y
aunque al final de este camino sonríe seductora la inmortalidad,
no está dispuesto a sufrir todos estos sufrimientos, a morir
todas estas muertes. Aun teniendo más conciencia del fin de la
encarnación que los burgueses, cierra, sin embargo, los ojos y
no quiere saber que el apego desesperado al yo, el desesperado
no querer morir, es el camino más seguro para la muerte eterna,
en tanto que sabe morir, rasgar el velo del arcano, ir buscando
eternamente mutaciones al yo, conduce a la inmortalidad.
Cuando adora a sus favoritos entre los inmortales, por ejemplo
a Mozart, no lo mira en último término nunca sino con ojos de
burgués, y tiende a explicarse doctoralmente la perfección de
Mozart sólo por sus altas dotes de músico, en lugar de por la
grandeza de su abnegación, paciencia en el sufrimiento e
independencia frente a los ideales de la burguesía, por su
resignación para con aquel extremo aislamiento, parecido al del
huerto de Getsemaní, que en torno del que sufre y del que está
en trance de reencarnación enrarece toda la atmósfera burguesa
hasta convertirla en helado éter cósmico.
Pero, en fin, nuestro lobo estepario ha descubierto dentro de sí,
al menos, la duplicidad fáustica; ha logrado hallar que a la
unidad de su cuerpo no le es inherente una unidad espiritual,

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sino que, en el mejor de los casos, sólo se encuentra en camino,
con una larga peregrinación por delante, hacia el ideal de esta
armonía. Quisiera o vencer dentro de sí al lobo y vivir
enteramente como hombre o, por el contrario, renunciar al
hombre y vivir, al menos, como lobo, una vida uniforme, sin
desgarramientos. Probablemente no ha observado nunca con
atención a un lobo auténtico; hubiese visto entonces quizá que
tampoco los animales tienen un alma unitaria, que también en
ellos, detrás de la bella y austera forma del cuerpo, viven una
multiplicidad de afanes y de estados; que también el lobo tiene
abismos en su interior, que también el lobo sufre. No, con la
¡Vuelta a la naturaleza! va siempre el hombre por un falso
camino, lleno de penalidades y sin esperanzas. Harry no puede
volver a convertirse enteramente en lobo, y si lo pudiera, vería
que tampoco el lobo es a su vez nada sencillo y originario, sino
algo ya muy complicado y complejo. También el lobo tiene dos
y más de dos almas dentro de su pecho de lobo, y quien desea
ser un lobo incurre en el mismo olvido que el hombre de
aquella canción:
¡Feliz quien volviera a ser niño! El hombre simpático, pero
sentimental, que canta la canción del niño dichoso, quisiera
volver también a la naturaleza, a la inocencia, a los principios, y
ha olvidado por completo que los niños no son felices en
absoluto, que son capaces de muchos conflictos, de muchas
desarmonías, de todos los sufrimientos. Hacia atrás no conduce,
en suma, ninguna senda, ni hacia el lobo ni hacia el niño. En el
principio de las cosas no hay sencillez ni inocencia; todo lo
creado, hasta lo que parece más simple, es ya culpable, es ya

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