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CUARTA PARTE

AVISOS NECESARIOS CONTRA LAS


TENTACIONES MAS FRECUENTES
2

CAPITULO I
NO DEBEMOS CREERNOS LAS PALABRAS DE LOS HIJOS DEL MUNDO

Apenas sepan los mundanos que quieres seguir el camino de la santidad, dejarán
caer contra ti mil salpicaduras de su maldiciente lengua. Los más malignos hablarán pestes
de tu cambio, diciendo que es hipocresía, superstición y cambio artificial; dirán que el
mundo1 te ha mostrado mala cara, y que por despecho te acoges a Dios. Tus amigos
insistirán en darte mil consejos, muy prudentes y caritativos a su parecer: “Cuídate de caer
en algún tipo de depresión o neurosis; perderás la estimación lograda en tu mundo; te
volverás una persona aburrida y envejecerás antes de tiempo; se van a venir a menos tus
negocios; es indispensable bajar de las nubes y vivir en este mundo; podemos salvar muy
bien nuestra alma, sin tantos misterios”. Y así te dirán otros mil mentiras.
Amigo o amiga, todo esto no es sino una loca y vana charlatanería. Tales personas
no tienen ningún cuidado ni de tu salvación ni de tus negocios. Esto te lo advierte el
Salvador: “Si tú fueras del mundo, el mundo te amaría como algo propio suyo; pero como
tú no eres del mundo, por eso el mundo te persigue”. 2
Vemos muchas veces hombres y mujeres que pasan la noche entera, o varias noches
enteras, jugando ajedrez y naipes; y sin embargo, ningún mundano se atreverá a
reprocharlo, ni los amigos a corregirlo. Pero, si por hacer una hora de meditación, o
participar en la Eucaristía nos ven levantarnos un poco más temprano que de ordinario,
todos nos advertirán el peligro de pescar un resfriado, o algo. Muchos podrán pasar treinta
noches en bailes y danzas, sin quejarse; pero si trasnochan la vigilia de Pascua o de
Pentecostés, no faltará quien tosa y se queje de todo el cuerpo, al día siguiente. ¡Quién,
pues, no cae en la cuenta de que el mundo es un juez inicuo, permisivo y favorable con sus
hijos, pero áspero y riguroso con los hijos de Dios?
No podemos andar bien de acuerdo con el mundo, sino yendo con él por el camino
de la perdición. Y ya que es demasiado caprichoso, no vale la pena siquiera ponernos a
discutir con él. Por eso el Salvador le dijo al mundo: “vino Juan, que ni comía ni bebía, y
dices que está endemoniado; llega el hijo del hombre, comiendo y bebiendo, y dices que es
comilón y un borracho”3. En verdad, amigo o amiga, si nos dejamos llevar por
condescendencia a la risa, al juego y a la danza con el mundo, éste se escandalizará; y, si no
lo hacemos, nos acusará de hipócritas y melancólicos; si nos vestimos bien y nos
arreglamos, interpretará que llevamos algún plan malicioso, y si andamos con sencillez y
sin ningún adorno, dirá que es falta de gusto y de espíritu; nuestros regocijos los llamará él
tonterías, y a nuestras mortificaciones, tristezas. Definitivamente, puesto que el mundo nos
mira con malos ojos, jamás podremos agradarle.
El mundo engrandece nuestras imperfecciones y les da publicidad como si fueran
pecados; de nuestros pecados veniales hace mortales, y nuestros pecados de debilidad
1
Mundo: en estos capítulos se alternarán dos significados de la palabra. 1º como sinónimo de realidad
visible, de lo que vemos con los ojos ; 2º sentido bíblico, especialmente del evangelista Juan, que significa
el conjunto de fuerzas opuestas al reinado de Dios y de Cristo. Téngase en cuenta esta observación, para
interpretar correctamente los textos.
2
Cf. Jn 15, 19.
3
Cf. Mt 11, 18-19.
3

humana los convierte en pecados de malicia. En cambio la caridad, como dice San Pablo 4,
es benigna, mientras el mundo es maligno; la caridad nunca piensa mal, mientras el mundo
siempre piensa mal, acusándonos de malas intenciones, si no puede reprochar nuestras
acciones. En fin: tengan los carneros cuernos o no, sean blancos o negros, no por eso el
lobo dejará de comerlos, si es que puede.
En cualquier cosa que hagamos, siempre, el mundo nos hará la guerra. Así, si nos
demoramos en la confesión, preguntará qué será lo que gasta tanto tiempo para ser dicho; y
si nos demoramos poco, dirá que no nos hemos acusado bien y por entero. Espiará todos
nuestros movimientos, y por la menor palabra de cólera afirmará que somos insufribles; el
cuidado de nuestros negocios le parecerá avaricia, y nuestra mansedumbre, bobería. En
cambio, para los hijos del mundo, su cólera es generosidad; su avaricia, ahorro; sus
demasiadas familiaridades, honrados entretenimientos.
Dejemos, amigo o amiga, que este ciego mundo grite cuanto quiera, como lechuza,
para inquietar los pájaros del día. Seamos firmes en nuestros propósitos y constantes en
nuestras resoluciones: la perseverancia hará evidente si es cierto y verdadero el habernos
sacrificado a Dios y dedicado a una vida santa. Mira que los cometas y los planetas son casi
igualmente luminosos, en apariencia; mas los cometas desaparecen en poco tiempo,
mientras los planetas tienen una claridad continua y perpetua. De la misma manera, la
hipocresía y la verdadera virtud tienen entre sí gran semejanza en lo externo; pero es fácil
diferenciarlas, porque la hipocresía, como acción fingida, no puede durar largo tiempo sin
ser reconocida, y así se pierde y disipa como el humo; en cambio la verdadera virtud es
siempre firme y constante. No es pequeña ventaja, para iniciarnos mejor en el camino de
nuestra santificación, el recibir insultos y calumnias, porque por este medio evitamos el
peligro de vanidad y soberbia. Estas son como las parteras de Egipto, a las cuales el Faraón
infernal mandó que matasen todos los hijos varones de Israel, el mismo día de su
nacimiento. Nosotros estamos crucificados para el mundo; y el mundo debe estar
crucificado para nosotros. El mundo nos tiene por locos, nosotros tengámoslo por sin
criterio.

CAPITULO II
QUE DEBEMOS TENER BUEN ANIMO

La luz, aunque hermosa y deseada por nuestros ojos, los encandelilla y deslumbra,
después de haber estado largo tiempo en gran oscuridad. En tierra extranjera, antes de que
nos familiaricemos con sus habitantes, por corteses y apacibles que sean, no dejaremos de
sentirnos extraños, por algún tiempo. Igualmente, no dudo, querido amigo o amiga, que un
cambio de vida te hará sentir muchos asaltos y contradicciones en tu interior, y que la
despedida total que has hecho de las locuras y boberías del mundo te causará algún rezago
de tristeza y cobardía. Si esto te llega a suceder, ten un poco de paciencia, que no se trata
sino de un poco de perplejidad que la novedad acarrea. Pasado esto, tendrás cien
consuelos. Puede ser que te enfades un instante por tener que dejar la gloria que los locos y
burlones te daban por tus vanidades. Mas, ¡oh Dios!, ¿querrás tu perder la eterna y
verdadera gloria que Dios te dará? Las vanas tonterías y pasatiempos en los que empleaste
4
Cf 1Cor 13, 4-5.
4

los años pasados volverán aún a tu corazón, para hacerlo desistir y hacerlo volver a sus
antiguas andanzas. Pero, ¿tendrás talante como para renunciar a la dichosa eternidad  por
tan engañosas tonterías? Créeme, amigo mío, amiga mía: si perseveras, no tardarás en
recibir mil dulzuras del corazón, tan abundantes y agradables, que tendrás que confesar que
el mundo no tiene sino hiel en comparación de esta miel, y que un solo día de devoción y
santidad vale más que mil años de vida mundana.
Ahora bien, ves que la montaña de la perfección cristiana es muy alta, y dices:
¡pobre de mí!, ¿cómo podré subir a ella? ¡Animo!, amigo mío, amiga mía: mira que cuando
las pequeñas mosquillas de las abejas comienzan a tomar forma, no saben volar sobre las
flores, ni recorrer colinas o montes vecinos para juntar el polen que sus mayores les
preparan; pero, luego les salen alas y se fortifican de tal manera que, después, vuelan a
buscarla por toda la comarca. Así mismo, es verdad que nosotros, siendo y permaneciendo
pequeñas abejas en la santidad, no podríamos subir, según nuestro propósito, a la cima de
la perfección cristiana; pero si comenzamos a tomar forma, por nuestros deseos y
resoluciones, las alas nos comenzarán a salir. Necesario es, pues, esperar que algún día
seremos abejas espirituales y que podremos volar en la perfección. Acabemos de criarnos
entre la miel de tantos saludables consejos y santa doctrina que los santos nos han dejado; y
roguemos a Dios que él nos dé plumas como de paloma, para que no sólo podamos volar
durante el tiempo de la vida presente, sino también reposar en la eternidad futura.

CAPITULO III

NATURALEZA DE LAS TENTACIONES


DIFERENCIA ENTRE SENTIRLAS Y CONSENTIRLAS

Imagínate, amigo mío o amiga mía, una joven princesa muy amada por su esposo.
Un mal intencionado, para echarla a perder y manchar su cama nupcial, le envía un infame
mensajero de amor, para persuadirla a que acepte su malvado intento.
En primer lugar, el tal mensajero propone a esta princesa la intención de quien lo
envía. Lo segundo, la princesa agradece o se enoja por la propuesta. En tercer lugar, ella
consiente o rechaza. Así Satanás, el mundo y la carne, viendo un alma desposada con el
Hijo de Dios, le envía tentaciones y hace propuestas, por las cuales:
1. El pecado le es propuesto
2. El alma siente agrado o disgusto por la propuesta
3. Finalmente, el alma da su consentimiento, o rechaza
Estas son las tres gradas para bajar a la iniquidad del pecado: la tentación, el gusto y el
consentimiento. Y aunque estas tres acciones no se notan tan evidentemente en otros tipos
de pecado, no por eso dejan de verse palpablemente, en los grandes y enormes pecados.
Ahora bien, la tentación de cualquier pecado que sea, por más que dure toda nuestra
vida, no podrá hacernos desagradables a Dios, con tal que ella no nos agrade y que no la
consintamos. En efecto, en esa tentación, nosotros no tomamos la iniciativa, sino que
padecemos la incomodidad; y puesto que no recibimos placer alguno, tampoco podemos
tener culpa alguna. Así sufrió san Pablo mucho tiempo las tentaciones de la carne, y no por
5

esto fue desagradable a Dios, sino que, por el contrario, Dios glorificado por tal medio. 5
También la bienaventurada Angela de Foligno sentía tan crueles tentaciones carnales que
uno siente lástima cuando ella las cuenta. 6 Grandes fueron también las tentaciones que
sufrió San Francisco y San Benito, cuando el uno se arrojó en medio de las espinas y el
otro dentro de la nieve para mitigarlas; y no por eso perdieron en algo la gracia de Dios;
por el contrario, la aumentaron, y mucho.
Es, pues, necesario, amigo mío o amiga mía, mostrarte persona muy animosa en
medio de las tentaciones, y no darte jamás por vencida, siempre y cuando tales tentaciones
te desagraden. Observa bien la diferencia que hay entre sentir y consentir la tentación:
podemos sentir la tentación, y hasta mucho; pero si nos desagrada, será imposible
consentirla, porque el placer sirve ordinariamente de escalón, para llegar al consentimiento.
Así, los enemigos del alma pueden ponernos cuantas trampas quieran, o quedarse siempre a
la puerta de nuestro corazón, esperando la oportunidad de penetrar en él, o hacernos
cuantas proposiciones quieran; que, mientras tengamos el propósito de no agradarnos de
ninguna de sus propuestas y halagos, no es posible que ofendamos a Dios.
Así, el príncipe, esposo de la princesa que he representado, nada tiene que reprochar
razonablemente a la princesa, por el mensaje que le fue propuesto, si ella no sintió por el
mensaje ninguna placer o gusto. Sin embargo, existe una diferencia entre el alma y esta
princesa: que la princesa, habiendo oído la proposición deshonesta, puede (si quiere)
despedir al mensajero y no oírle más; en cambio, nuestra alma no siempre tiene el poder de
alejar y no sentir la tentación, aunque sí esté siempre en su poder el no consentirla. Por
esto, pues, aunque la tentación dure y persevere mucho tiempo, no nos puede hacer daño
mientras la tal nos resulte desagradable.
En cuanto al deleite que pueda seguir a la tentación, tenemos que distinguir, ya que
en nuestro propio ser tenemos como dos partes: una inferior y otra superior. Y resulta que
nuestra parte inferior no siempre obedece a la parte superior, sino que anda por su lado. En
efecto, sucede muchas veces que nuestra parte inferior se deleita en la tentación, sin
obtener el consentimiento de la parte superior, más bien contra su voluntad. Esta es la
disputa y guerra que el apóstol san Pablo describe, cuando dice que su carne pelea contra su
espíritu; que hay una ley de los miembros de su cuerpo y otra ley del espíritu; y cosas
semejantes.
¿No has visto nunca, amigo o amiga míos, un gran hoguera reducida a cenizas?
Cuando se viene a sacar fuego del rescoldo, diez o doce horas después, no se halla sino
poco, y con dificultad. Pero no por eso deja de haberlo, pues se halló un poco, y con él se
pueden encender de nuevo todos los carbones y leños ya apagados. De la misma manera
sucede con la caridad, que es nuestra vida espiritual, en medio de grandes y violentas
tentaciones. La tentación, poniendo su atractivo en la parte inferior, cubre toda el alma de
ceniza, y disminuye enormemente el amor de Dios, que no se ve por parte alguna, sino que
queda en medio del corazón, en el fondo del espíritu, como un rescoldo que pareciera que
ya no está allí; y así, con dificultad viene a hallarse. Pero, al fin y al cabo, está allí, porque
aunque todo ande alborotado en nuestra alma y en nuestro cuerpo, tenemos la resolución de
no consentir en el pecado, ni en la tentación. En efecto, el deleite que agrada a nuestra alma
5
Cf. 2Cor 12, 7.9.
6
Cf. ARNALDO, Vida de Santa Angela de Foligno, c. 19.
6

en lo exterior, desagrada en lo interior; y aunque esté alrededor de la voluntad, no por eso


el deleite está dentro de ella. Se ve, por tanto, que el tal deleite es involuntario; y, siendo
tal, no puede ser pecado.

CAPITULO IV
DOS EJEMPLOS IMPORTANTES DE ESTE ASUNTO

Te importará tanto entender bien este asunto, que no me afana que me alargue en su
explicación.
San Jerónimo, en una biografía, cuenta sobre un joven, acostado y atado con bandas
de seda bastante fuertes, sobre una cama bien mullida. 7 Una insolente mujer lo tenía preso
allí, procurándole toda suerte de inmundos tocamientos y solicitaciones. Ella se había
acostado con él, sólo por hacer titubear su constancia. ¿Quién duda que tal joven sentiría
extraños movimientos carnales? Sin duda, sus sentidos eran asaltados por el deleite y su
imaginación andaba muy ocupada ante la presencia de los objetos deleitosos. Pues bien, no
obstante esto, en medio de tantos alborotos y en medio de una terrible borrasca de
tentaciones, el joven demuestra claramente que su corazón no está vencido, y que su
voluntad, asaltada por tantos deleites, no consiente en ninguno de ellos. Su espíritu, viendo
todo rebelado contra él, sin que tuviera ya libre ninguna parte de su cuerpo sino la lengua,
se la cortó con los dientes y la escupió sobre la cara de esta alma deshonesta, que lo
atormentaba más cruelmente por medio del deleite que el más fiero verdugo con los más
rigurosos tormentos. También el tirano, que no creía poder vencerlo por medio de los
dolores, creyó poder sujetarlo por medio de estos placeres.
La historia del combate de Santa Catalina de Siena, en un asunto semejante y muy
admirable. Hela aquí, en resumen. El espíritu maligno obtuvo licencia del Señor para
asaltar la honestidad de esta santa virgen con la mayor furia que pudiese, con tal de que de
ninguna manera la tocase. El demonio sembró, pues, toda suerte de lujuriosas sugestiones
en su corazón, y, para conmoverla con mayor vehemencia, vino con sus compañeros en
forma de hombres y de mujeres, que hacían mil y mil actos carnales y lujuriosos a su vista,
añadiendo palabras e invitaciones deshonestas. Pues bien, aunque todas estas cosas eran
externas, no obstante, por medio de los sentidos, penetraban no poco dentro del corazón de
esta virgen. Ella misma confesaba que en ellas andaba su corazón tan ocupado, que no le
quedaba más que la fina y pura voluntad superior, sin que fuese movida de esta tempestad
de sucio deleite carnal.
Todo esto duró mucho tiempo, hasta que un día Nuestro Señor se le apareció.
Entonces, ella le dijo: “¡Dónde estabas, mi dulce Señor, cuando mi corazón estaba lleno de
tantas tinieblas y suciedades?”. Jesús le respondió: “Yo estaba dentro de tu corazón, hija
mía”. Y ella le replicó: “y cómo podías habitar dentro de mi corazón, lleno de tantas
inmundicias? Acaso puedes habitar, en lugares tan deshonestos?” A esto le dijo Nuestro
Señor: “Dime: estos sucios pensamientos de tu corazón, ¿te daban placer o tristeza,
amargura o deleite?” “Extrema amargura y tristeza”, respondió ella. Y le pregunta Jesús:
“quién era el que ponía esta amargura y tristeza en tu corazón, sino yo, que estaba
escondido dentro de tu alma? Créeme, hija mía, que si yo no hubiera estado presente,
7
SAN JERÓNIMO, Vida de San Pablo Ermitaño, cap. 3.
7

aquellos pensamientos que forzaban tu voluntad sin lograr doblegarla, la hubieran sin duda
vencido, entrándose y siendo recibidos con placer por tu libre voluntad, muriendo así tu
alma. Pero, como yo estaba dentro de ella, era yo quien ponía este disgusto y resistencia en
tu corazón, haciendo que rehusaras la tentación, cuanto te era posible. Y no pudiendo
rehusarla tanto cuanto querías, sentías en ti un mayor disgusto, un mayor aborrecimiento de
la tentación y de ti misma. Así, estas penas eran de un gran merecimiento, de una gran
ganancia para ti y de un gran crecimiento de tu virtud y tu fuerza”. 8
¿No ves tú, amigo o amiga, cómo aquel fuego de la caridad estaba cubierto de
ceniza? La tentación y el deleite, en efecto, habían entrado dentro del corazón, forzando la
voluntad, que parecía luchar sola; pero, ayudada por su Salvador, la voluntad resistía el mal
que la combatía, por medio de amarguras y disgustos, rehusando siempre el complacerse
con el pecado que la asaltaba.
¡Oh Dios, cuánta tristeza siente un alma que ama a Dios, en no saber si lo tiene
dentro, o no; y si el amor divino por el cual ella pelea está del todo muerto, o no, en ella!
Pero es la fina flor de la perfección del amor celeste el hacer sufrir y pelear al amante por
el amor, sin saber si tiene el amor para el cual y por el cual pelea.

CAPITULO V
ANIMO Y REFUERZO PARA EL ALMA TENTADA

Amigo o amiga, estos grandes asaltos y estas tentaciones tan poderosas nunca las
permite Dios sino en almas que quiere levantar a su puro y excelente amor. Pero no se crea
que el haberlas superado sea garantía de llegar a este excelente amor, porque ha sucedido
muchas veces que los que habían sido constantes en semejantes y violentos asaltos, no
correspondiendo después fielmente a la gracia divina, se dejaron vencer posteriormente por
muy pequeñas tentaciones.
Todo esto lo digo para que, si te llega a afligir alguna gran tentación, sepas que
Dios te favorece con un favor extraordinario, por el cual te quiere engrandecer delante de
su presencia. No obstante, muéstrate siempre humilde y temeroso, no dando por cierto que
podrás vencer las pequeñas tentaciones por haber ya señoreado sobre las grandes, a no ser
mediante una continua fidelidad a la divina Majestad.
Así, pues, sea cual fuere la tentación que te llegue y el deleite que pueda seguirle,
no te turbes mientras tu voluntad rehuse sentirse contenta, sea con la tentación que con el
deleite. Así, aún no has ofendido a Dios. Te pongo una comparación: si cuando un hombre
no da más señales de vida, le pones tu mano en el corazón, y por poco que le sientas el
pulso, se juzga que tiene vida; y que por medio de alguna agua aromática o algún otro
medio la víctima podrá volver en sí, recobrando su primera fuerza y sentido. Así sucede,
algunas veces, con las tentaciones violentas: pareciera que nuestra alma ha sucumbido en
semejante desastre; pero, si queremos verificarlo, pongámonos la mano sobre el corazón y
examinemos si el corazón y la voluntad tienen todavía pulso espiritual; esto es, si están
cumpliendo su deber de no consentir la tentación y su deleite. Porque mientras percibamos
este movimiento de contradicción y rechazo en nuestro corazón, podemos estar seguros de
que la caridad, vida de nuestra alma, está todavía en nosotros; y que Jesucristo, nuestro
8
BEATO RAIMUNDO DE CAPUA, Vida de Santa Catalina de Siena, p.1ª, cap. 11.
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Salvador, se halla dentro de nuestra alma, aunque escondido. Así pues, si nos ejercitamos
de continuo en la oración, en los sacramentos y renovamos la confianza en Dios, entonces
recobraremos nuestras primeras fuerzas y viviremos una vida virtuosa y en paz.

CAPITULO VI
CÓMO LA TENTACION Y EL DELEITE PUEDEN SER PECADO

Volviendo al ejemplo de la princesa, de quien atrás hemos hablado, recordemos que


no fue culpable de la proposición deshonesta que le fue hecha, pues le sucedió contra su
agrado. Pero si hubiese sucedido que ella, por el contrario, por medio de algunas
insinuaciones y halagos hubiera dado motivos para suponer que intentaba sembrar amor en
el pecho del que la solicitaba, indudablemente ella sería culpada de que aquel hombre se
hubiese decidido a hacerle la propuesta deshonesta. Y, aunque disimule como tímida, no
dejaría por eso de ser digna de reprensión y castigo. Así sucede muchas veces, que la sola
tentación nos pone en pecado, por cuanto hemos sido causa de ella.
Otro ejemplo: yo sé que fácilmente juro y digo blasfemias en ciertos juegos, y que
ese juego me sirve de tentación u ocasión para ello. Entonces, yo peco todas y cuantas
veces jugare dicho juego, y soy culpable de todas las tentaciones que me sucedan durante el
mismo. De la misma manera, si yo sé que la conversación con determinadas personas o
ciertos espectáculos me traen tentaciones y son causa de que caiga en alguna falta, y
voluntariamente los busco, indudablemente seré culpable de todas las tentaciones que en
ellos reciba.
Cuando el deleite que proviene de la tentación puede evitarse, recibirlo será siempre
pecaminoso, sean grandes o pequeños el placer recibido y el consentimiento dado, sea largo
o breve el tiempo dedicado. Así, por ejemplo, no dejará de ser cosa reprensible para la
joven princesa citada, el que no sólo oiga la proposición sucia y deshonesta que le fue
hecha, sino que, una vez oída, se deleite en ella y entretenga con ella su corazón. En efecto,
aunque no quiera consentir en la ejecución real de lo propuesto, consiente en la dedicación
espiritual de su corazón a la tentación, deteniéndose en el contento que recibe. Y es siempre
cosa deshonesta el dedicar a cosas deshonestas sea el corazón, sea el cuerpo. Más aún: lo
más deshonesto es dedicar el corazón ya que, sin su consentimiento, el solo cuerpo no
puede pecar.
Así, pues, cuando tu corazón sea tentado, considera si diste motivo voluntario para
ser tentado porque arrojarse voluntariamente al peligro es, en sí mismo, pecado; pues se
supone que, si podías evitar fácilmente la ocasión, no evitarla era prever la llegada de la
tentación. Pero si, por el contrario, no diste motivo ni ocasión a la tentación, no podrá ser
pecado, de ninguna manera, la llegada de la tentación.
Cuando el deleite que sigue a la tentación ha podido ser evitado, y no obstante, no
se ha evitado, habrá siempre algo de pecado, según lo poco o mucho que en él nos hayamos
detenido y según la causa del placer que hemos recibido. Así, por ejemplo, una mujer, que
no se ha prestado para ser cortejada pero recibe gusto en serlo, no deja de ser reprensible si
el único motivo de su gusto es el verse cortejada. En cambio, si el galán que la festeja y
enamora toca muy bien la guitarra y a ella le agrada más bien la dulzura y armonía del
instrumento, y no tanto las finezas y amor del que la solicita, en esto no habría pecado; si
9

bien, es cierto, no debería continuar por mucho tiempo en este gusto, temiendo no pasar de
éste al deleite de ser solicitada. De la misma manera, si alguno me propone alguna
estrategia para vengarme de mi enemigo, tan ingeniosa que me agrade el ingenio, pero sin
dar consentimiento alguno a la venganza propuesta, sin duda no peco. Aunque es verdad
que no conviene detenerme mucho en tal gusto no sea que, poco a poco, me lleve al deleite
de la venganza misma.
A veces sucede que, con la tentación y antes de que nos demos cuenta, nos asalta un
ligero deleite. Este no puede llegar a ser sino un ligero pecado venial, que se hace mayor, si
cayendo en la cuenta de este mal, uno se queda como regateando la aceptación o no del
deleite, por negligencia. Será pecado aún mayor si, percibido el deleite, por verdadera
negligencia uno se queda, algún tiempo, sin intentar rechazar el deleite. En efecto, esto
implica un propósito voluntario y deliberado de agradarnos con tales deleites y, por ser
deliberado, en caso de que el objeto del deleite sea notablemente malo, un gran pecado. Es
un gran vicio el querer entretenerse en deshonestos lances amorosos, aunque uno jamás
quiera entregarse realmente al enamorado, o la enamorada.

CAPITULO VII
REMEDIOS PARA LAS GRANDES TENTACIONES

Cuando sientas tentaciones, haz como los niños cuando ven un lobo o un oso en el
campo: ahí mismo corren a refugiarse entre los brazos de su padre y madre, o, por lo
menos, los llaman a gritos para que los auxilien. De la misma manera, en las tentaciones
acude a Dios e invoca su misericordia y auxilio. Este es el remedio que nuestro Señor nos
enseña: “velad y orad para que no caigáis en tentación”.9
Si no obstante esto, ves que la tentación permanece o aumenta, correrás en espíritu a
abrazar la santa cruz, como si tuvieras delante a Jesús crucificado. Le prometerás no
consentir la tentación y le pedirás socorro contra ella, continuando siempre en el propósito
de no querer consentir la tentación, sea cual sea el tiempo que durare.
Pero, a la vez que le quitas el consentimiento a la tentación, cuídate de no mirarla a
la cara; mira sólo a nuestro Señor. Porque, si miras la tentación a la cara, especialmente si
es poderosa, podría ser que te desanimes. Más bien distrae tu atención de la tentación,
ocupándote en cosas buenas y loables: éstas irán ganando la atención de tu corazón y
quitándosela a las tentaciones.
Ahora bien, el principal remedio contra todas las tentaciones grandes o pequeñas, es
el abrir y desplegar el corazón a tu maestro y padre espiritual, haciéndole ver tus
imaginaciones, sentimientos y afectos. En efecto, la primera ventaja que el espíritu maligno
quiere ganar, en el alma que pretende engañar, es el silencio. Así lo hacen los que quieren
engañar a mujeres y jovencitas: a la primera invitación les advierten no decir nada, ni
contar sus propuestas a sus padres, o maridos. Por el contrario, Dios pide, en sus
inspiraciones, que todas las cosas las comuniquemos a nuestros padres, superiores o
confesores, según el caso.

9
Mt 26, 41.
10

Pero, si después de todo esto, la tentación persevera en inquietarnos y perseguirnos,


no debemos hacer otra cosa sino perseverar también en nuestra decisión de no consentirla.
Así como las señoritas no pueden quedar casadas mientras digan “No”, así el alma, aunque
alborotada, no puede jamás ser perjudicada mientras también diga “No”.
No discutas con tu enemigo, ni le digas jamás una sola palabra, salvo la que nuestro
Señor mismo le respondió, y con la cual lo dejó confundido: “Vete lejos de mí, Satanás: tú
adorarás al Señor, tu Dios; y a Él solo servirás”. 10 Y así como la mujer casta no responde
una sola palabra, ni mira la cara del atrevido que le propone alguna deshonestidad, sino que
le va volviendo las espaldas inmediatamente, para volver su corazón hacia su esposo y
ratificar la fidelidad que le ha prometido; así, nuestra alma, viéndose asaltada por alguna
tentación, de ninguna manera debe quedarse discutiendo ni respondiendo, sino simplemente
volverse hacia Jesucristo, su esposo, ratificándole una vez más su fidelidad y el ser para
siempre toda suya.

CAPITULO VIII
QUE SE DEBE RESISTIR A LAS PEQUEÑAS TENTACIONES

Aunque se deben combatir las grandes tentaciones con ánimo invencible, y la


victoria sobre ellas nos sea extremadamente útil, es posible que nos sea aún más
provechoso combatir y vencer las pequeñas tentaciones. En efecto, aunque las grandes
aventajan en calidad a las pequeñas, no obstante, las pequeñas las aventajan en número,
tanto que la victoria sobre éstas puede ser comparada a la victoria sobre las mayores.
Sucede como con los lobos y los osos: ellos son, sin duda, más peligrosos que las moscas;
pero no son capaces de causar tanta impaciencia ni fastidio como éstas, ni de probar tanto
nuestra paciencia. Así, es fácil no matar, pero difícil evitar las pequeñas cóleras con el
prójimo, que se nos presentan a cada paso. Fácil es a casados y casadas no cometer
adulterio; más difícil les resulta, en cambio, no caer en ciertos gestos cuidadosamente
calculados para sembrar otros afectos o recibirlos, intentar granjear voluntades y alcanzar
pequeños favores, decir y oír palabras tiernas y enamoradas. No es difícil al marido y la
esposa no introducir personas extrañas en su cama, físicamente; mas no será tan fácil el no
darles puesto en el corazón. Fácil es el no manchar la cama matrimonial, mas no así el no
menoscabar el amor matrimonial. No es difícil el no robar los bienes ajenos; pero será
difícil el no desearlos. Fácil es el no levantar falso testimonio en un juicio, pero difícil será
el no mentir en una conversación. Con facilidad evitaremos la embriaguez, pero con
dificultad practicaremos la sobriedad en el beber.
Igualmente, resulta fácil no desear la muerte de otro; pero es difícil no desearle
alguna incomodidad; fácil es no difamarlo, pero difícil no despreciarlo. En fin, el vencer
estas pequeñas tentaciones de cólera, de sospechas, de celos, de envidia, de amores vanos,
de locuras, de vanidades, de dobleces, de adornos superfluos, de artificios, de pensamientos
deshonestos... son los continuos ejercicios de los que están más resueltos a caminar hacia la
santidad. Por esto, amados amigo o amiga, es necesario que con gran cuidado y diligencia
nos preparemos a este combate. Tú puedes dar por seguro que tantas victorias cuantas
10
Cf. Mt 4, 10.
11

ganemos contra estos pequeños enemigos, serán otras tantas piedras preciosas puestas en la
corona de gloria que Dios nos prepara en su santo reino. Por esto, repito que esperando
combatir con ánimo y valentía las grandes tentaciones, por si nos llegan; es más necesario
que nos preparemos cuidadosamente a defendernos de las numerosas tentaciones pequeñas
que, ciertamente, nos llegarán.

CAPITULO IX

CÓMO COMBATIR LAS PEQUEÑAS TENTACIONES

Estas pequeñas tentaciones de vanidad, de sospecha, de congoja, de envidia, de


amores vanos y semejantes cosas, son como moscas o mosquitos que pasan por delante de
nuestros ojos y que nos pican aquí o allí. Por cuanto es imposible librarnos totalmente de su
importunidad, la mejor resistencia que se les puede hacer es el no atormentarnos. Todo esto
no puede dañarnos, aunque en rigor pueda dañar, con tal que tengamos firme resolución de
querer servir a Dios.
Menosprecia estas pequeñas tentaciones como si fueran moscas, y no te dediques a
pensar en ellas. Déjalas volar al derredor de tu cabeza como si fueran moscas; pero si
quieren picarte y detenerse sobre tu corazón, no hagas otra cosa sino, simplemente,
alejarlas de ti, como quien aleja moscas con la mano. No combatas con ellas, ni las
persigas; simplemente, haz pequeñas acciones contrarias de virtud, cualesquiera que sean,
principalmente de amor a Dios. Créeme: será mejor que no insistas en querer oponer la
virtud contraria a la tentación que sientas, porque sería como querer disputar con ella. Más
bien, hecha una acción de la virtud directamente opuesta, si es que has tenido tiempo de
reconocer el tipo de tentación, vuelve simplemente tu corazón hacia Jesucristo crucificado,
por ejemplo, besando una imagen suya. Este es el mejor medio de vencer el enemigo, tanto
en las pequeñas como en las grandes tentaciones; porque el amor de Dios, como contiene
en sí toda la perfección de todas las virtudes, y es más excelente que todas las demás
virtudes, es también un soberano remedio contra todos los vicios. Si tu espíritu se
acostumbra a esto, en todas las tentaciones, no estará obligado a mirar y examinar cuáles
tentaciones le inquietan, sino que, simplemente, hallándose congojado, acudirá a este
grande y soberano remedio. Es tan espantoso este remedio para el espíritu maligno, que
cuando ve que sus tentaciones nos provocan este divino amor, cesa de tentarnos.
Queda esto dicho, en cuanto a las pequeñas y frecuentes tentaciones: quien se ponga
a detenerse en ellas, se cansará y no hará nada.

CAPITULO X
CÓMO FORTIFICAR EL CORAZON CONTRA LAS TENTACIONES
12

Revisa, de tiempo en tiempo, cuáles son las pasiones que dominan ordinariamente
tu alma; y, habiéndolas descubierto, escoge una manera de vivir que les sea de todo
contraria, en pensamientos, palabras y obras.
Pongo un ejemplo: si sintieras inclinación a la vanidad, pensarías a menudo en la
brevedad y miseria de esta vida humana; y cómo estas vanidades acongojarían tu
conciencia, el día de tu muerte. Pensarías en lo indignas que son de un corazón generoso,
pues son sólo disparates y obsesiones de gente ingenua; y otras cosas semejantes. Hablarías
a menudo contra la vanidad; y, aunque te pareciera contra el sentir de tu corazón, no
dejarías de menospreciarla, porque por este medio ganarías convicción; y, a fuerza de decir
cosas en contra, nos moveríamos a aborrecerla, aunque al inicio nos hubiera gustado.
Harías, pues, obras de desprecio y humildad, cuantas te fueran posibles, aunque fuera
contra tu gusto: por este medio te habituarías a la humildad y disminuiría tu vanidad, de
suerte que, al llegar la tentación de vanidad, tu inclinación no la favorecería del todo y
tendrías más fuerza para combatirla.
Si tuvieras inclinación a la avaricia, pensarías a menudo la locura de este pecado,
que nos hace esclavos del dinero y de cosas, creados para servirnos; y no para que les
sirvamos nosotros. Pensarías que, al fin y a cabo, al llegar la muerte, sería necesario
soltarlo todo y dejarlo en manos de otros, que no sabemos si sabrán administrar lo que
dejamos, si lo dejarán perder o malgastar, o será causa de su ruina y condenación. Y así
otros pensamientos semejantes. Hablarías a menudo contra la avaricia, y alabarías mucho el
menosprecio del mundo, harías limosnas y obras caritativas, y dejarías pasar algunas
ocasiones de comprar.
Si tuvieras la inclinación a enamorar o a ser enamorado, pensarías a menudo en lo
peligroso de este juego, tanto para ti como para los demás. Pensarías en lo indigno que
resulta profanar y malgastar en pasatiempos el más noble sentimiento que hay en nuestra
alma; y que despreciable resulta esta extrema superficialidad de espíritu. Hablarías siempre
en favor de la pureza y sencillez de corazón, y harías, en cuanto te fuera posible, acciones
conformes a esto, evitando toda vanidad y palabras enamoradas.
En fin, en tiempo de paz, esto es, cuando las tentaciones del pecado que te persigue
no te aprietan, entonces ejercitarás la virtud contraria; y, si las ocasiones no se te presentan,
irás a buscarlas para fortalecer tu corazón contra la tentación, por este medio.

CAPITULO XI

SOBRE LA INQUIETUD

La inquietud no es una simple tentación, sino una fuente de la cual proceden


muchas tentaciones. Diré, pues, algo acerca de esto. La tristeza no es otra cosa sino el dolor
de nuestro espíritu por el mal que está en nosotros, contra nuestro gusto. El mal puede ser
exterior, como pobreza, enfermedad o menosprecio; o puede ser interior, como ignorancia,
sequedad, repugnancia psicológica o espiritual, o simple tentación. Cuando el alma percibe,
pues, que tiene algún mal, le duele; y de aquí le nace la tristeza, deseando librarse
inmediatamente del mal y buscando los medios para defenderse de él. Y hasta aquí tiene
razón porque, naturalmente, cada uno desea el bien, y huye de lo que piensa que está mal.
13

Si el alma, por amor a Dios busca los medios para librarse de su mal, entonces los
busca con paciencia, mansedumbre, humildad y tranquilidad, ya que espera su libertad
espiritual de la bondad y providencia de Dios más que de su dolor, inteligencia, o
diligencia. Pero si, en cambio, busca su libertad sólo por amor propio, entonces perderá la
paz y se cansará buscando los medios para liberarse, como si todo dependiera más de ella
que de Dios. No digo yo que lo piense así; sino que se acongoja como si estuviera
pensando así.
Si el alma no halla lo que desea, cae en grande inquietud e impaciencia, que no le
quita el mal precedente sino que se lo aumenta, entrando el alma en una congoja y tristeza
increíbles, con desfallecimiento de ánimo y fuerzas, porque le parece ya que su mal no va a
tener más remedio. Bien ves, pues, que una tristeza inicialmente justa engendra la
inquietud, y la inquietud engendra después una gran tristeza, en extremo peligrosa. La
inquietud es el mayor mal que puede venir al alma, excepto el pecado, porque así como los
desórdenes públicos al interior de una república la arruinan totalmente, y le impiden resistir
a un enemigo externo; así también nuestro corazón, cuando está alborotado e inquieto
pierde fuerzas para mantener las virtudes que ya adquirió; y pierde capacidad de resistir las
tentaciones del enemigo que, entonces, con todas sus fuerzas procurará pescar en aguas
revueltas, como se dice.
La inquietud procede de un deseo desordenado de librarnos del mal que sentimos, o
de conseguir el bien que deseamos para nosotros. Y no obstante esto, no hay cosa que
empeore más el mal, y que aleje más el bien, que la inquietud y la congoja.
Los pájaros quedan presos en las redes y trampas porque, cayendo en ellas, luchan y
forcejean cuanto pueden para escaparse; y con esto lo que hacen es enredarse y apresarse
aún más. Cuando tengas, pues, el deseo de librarte de algún mal, o de alcanzar algún bien,
pondrás ante todo tu espíritu en reposo y tranquilidad, afirmarás el juicio y la voluntad y,
después, con calma y dulzura te pondrás a buscar el objeto de tu deseo, tomando por orden
los medios que te sean convenientes para lograr tu propósito. Y cuando digo con calma no
quiero decir con negligencia, sino sin lamentos, sin alboroto, sin inquietud. De otra manera,
en lugar de seguir el impulso de tu deseo, lo echarás a perder todo y te enredarás cada vez
más, a cada instante.
Señor, “Mi alma está siempre en mis manos, pero no olvido tu ley”, decía David. 11
Examina también tú, más de una vez al día, o al menos a la noche y a la mañana, si tienes
tu alma en tus manos o si alguna pasión e inquietud te la ha arrebatado. Considera si tienes
tu corazón a tu disposición, o si se te ha escapado de las manos para empeñarse en algún
afecto desordenado de amor, de enojo, de envidia, de codicia, de miedo, o de alegría. Y si
se te ha escapado, búscalo, ante todo, y llévalo poco a poco a la presencia de Dios,
colocando todos tus afectos y deseos bajo la obediencia y orden de su divina voluntad.
Porque así como aquellos que temen perder alguna cosa preciosa, la tienen bien apretada en
su mano; así, imitando al rey David, debemos decir siempre: “¡Oh Dios mío! Mi alma está
en gran peligro; por esto la traigo siempre en mis manos, y de esta suerte no he olvidado tu
santa ley”.

11
Sal 118, 109.
14

No permitas que tus deseos, por pequeños que sean y de poca importancia, te
inquieten, porque detrás de los pequeños vendrán los grandes y de más importancia, que
hallarán tu corazón más dispuesto al alboroto y desasosiego.
Cuando sientas acercarse la inquietud, encomiéndate a Dios y resuélvete a no hacer
nada de cuanto sientes impulso de hacer, mientras no te haya pasado del todo la inquietud;
porque, pasada ésta, ya puedes actuar con acierto. Por tanto, con suave y sosegado esfuerzo
detendrás la corriente de tu deseo, moderándola cuanto te fuere posible; y después de
lograrlo, pon manos a la obra, pero no al impulso de tu deseo, sino de tu razón.
Si puedes comunicar tu inquietud a quien dirige tu alma, tu confesor o tu maestro de
espíritu, o al menos a algún confidente y santo amigo, no dudes que de inmediato te
sentirás apaciguado;  porque la comunicación de los dolores de corazón produce en el alma
un efecto semejante al de una buena medicina contra una fiebre continua. Es éste, en fin, el
remedio de los remedios. También el rey San Luis dio este aviso a su hijo: “ Si tuvieres en
tu corazón algún descontento, dilo al mismo punto a tu confesor o a alguna buena persona;
y así podrás llevar tu mal fácilmente, mediante el consuelo que se te dará”. 12

CAPITULO XII

LA TRISTEZA

“En efecto, la tristeza que es según Dios produce firme arrepentimiento para la
salvación; pero la tristeza del mundo produce la muerte”, dice San Pablo. 13
Así, pues, la tristeza puede ser buena o mala, según los efectos que cause en
nosotros. Verdad es que causa más efectos malos que buenos porque, mirándolo bien, no
causa más que dos buenos efectos: la misericordia y la penitencia. En cambio, produce seis
malos: congoja, pereza, indignación, celos, envidia e impaciencia. Por esto, dijo el sabio:
“echa lejos de ti la tristeza; que la tristeza arruinó a muchos, y no hay en ella provecho
alguno”14, porque para dos buenas corrientes que produce, produce otras seis bien malas,
como te acabo de decir.
El enemigo se sirve de la tristeza para potenciar sus tentaciones con los buenos.
Porque, así como procura que se alegren los malos en su pecado, así procura entristecer a
los buenos en sus buenas obras. En efecto, puesto que él no nos puede inducir al mal sino
haciéndolo aparecer agradable, así tampoco puede hacernos apartar del bien sino
haciéndonoslo aparecer desagradable. El espíritu maligno se deleita en la tristeza y en la
melancolía, por cuanto él es triste y melancólico; y lo será eternamente, razón por la cual
querría que todos lo imitasen.
La mala tristeza alborota el alma, la deja inquieta, causa temores extraños, quita el
gusto por la oración, adormece y oprime el cerebro. Además, priva al alma de consejo, de
resolución, de juicio y de ánimo; y deja sin fuerzas. La mala tristeza es, en fin, como un
invierno violento que priva a la tierra de toda su hermosura y paraliza todos los animales;

12
JOINVILLE, Historia de San Luis, último capítulo.
13
2Cor 7, 10.
14
Eclo 30, 23.
15

que le quita toda la suavidad al alma, y que casi la paraliza y hace incapaz de usar todas sus
facultades.
Si por ventura, amigo o amiga, llegas a caer en esta mala tristeza, te aplicarás los
siguientes remedios: ora, canta, dedícate a buenas obras contrarias, ocúpate en algo útil,
comulga. En efecto, dice el apóstol Santiago: “¿sufre alguno entre vosotros? Que ore.” 15
La oración es un poderoso remedio, porque levanta el espíritu a Dios, que es nuestra única
fuente de alegrías y consuelo. Encaminarás las palabras de tu oración, sean interiores o
exteriores, a la confianza y al amor de Dios, como si dijeras: ¡oh Dios de misericordia, mi
buen Dios, mi Salvador, manso y benigno, Dios de mi corazón, mi alegría, mi esperanza,
mi amado, el bien que más quiere mi alma!”, u otras palabras semejantes.
También procura, con esmero, hacer lo contrario de aquello a lo que te impulsa tu
tristeza; y, aunque te parezca que lo haces con frialdad, disgusto y cansancio, no dejes por
esto de hacerlo. Así, el enemigo, pretendiendo entibiarnos en las buenas obras, por medio
de la tristeza, y viendo que no por eso dejamos de hacerlas, y que hechas con cierta
resistencia son aún más meritorias, dejará de afligirnos.
Canta cánticos espirituales, porque el enemigo, por este medio, ha dejado de
molestar, muchas veces. Dígalo, si no, el espíritu que poseía Saúl, cuya violencia reprimía
y templaba la música de David.
Es muy bueno, también, dedicarse a oficios manuales y variarlos cuanto más se
pueda, para distraer el alma y distanciarla de la triste obsesión, para purificar y calentar el
espíritu, ya que la tristeza es fría y seca.
Practicarás, también, acciones exteriores de piedad, aunque no sean de tu gusto, en
el momento: por ejemplo, puedes tomar una imagen de Jesús crucificado y besarla, puedes
levantar tus ojos y tus manos al cielo, orando a Dios con palabras de amor y confianza,
como éstas: “mi amado Jesús es mío, y yo soy de él; mi bien amado Jesús es para mí como
un perfume, que guardo en mi pecho. Mis ojos de derriten por ti, Dios mío, diciéndote:
¿cuándo me consolarás? ¡Oh Jesús!, hazte mío y mi alma vivirá. ¿Quién me separará del
amor de Dios?... y cosas semejantes.
La disciplina y mortificación moderadas son buenas contra la tristeza, por cuanto
esta voluntaria aflicción exterior alcanza el consuelo interior; y el alma, fijándose en las
molestias externas, se olvida de las internas. El frecuentar la santa comunión es excelente,
porque este pan celeste fortifica el corazón y alegra el espíritu.
Además, comunicarás a tu maestro o padre espiritual todos estos resabios,
sentimientos y sugestiones que te produzca la tristeza, con humildad y fidelidad. Buscarás
las conversaciones de personas espirituales, frecuentando su trato lo más que puedas. Te
pondrás en fin, en manos de Dios, resolviéndote a sufrir cualquier género de tristeza
pacientemente, como justo castigo de tus vanas alegrías. Y no dudes, de ninguna manera,
que habiéndole probado a Dios tu fidelidad, por este medio, Él te librará de tales males.
CAPITULO XIII

CONSUELOS ESPIRITUALES Y SENSIBLES: CÓMO MANEJARLOS

15
Sant 5, 13.
16

Quiso Dios que este mundo fuera una constante cambio: el día se trueca en noche,
la primavera en verano, el verano en otoño, el otoño en invierno, y el invierno, de nuevo en
primavera. Cada día que pasa no se parece jamás, en todo, a otro: unos días son nublados,
otros oscuros, otros secos y en otros sopla mucho viento; y esta variedad de días trae al
universo una admirable hermosura.
Lo mismo pasa con el ser humano que, según sentencia antigua, es un compendio
del mundo: nunca está en un mismo estado, su vida se extiende y dilata por la tierra como
las aguas, corriendo y ondeando, con una perpetua variedad de movimientos que lo
levantan a grandes esperanzas y lo bajan a grandes decepciones y temores; que lo inclinan a
lo justo por atractivo, o a lo injusto por aflicción, sin que jamás sea uno solo de sus días, ni
aún de sus horas, parecidos por entero unos a otros.
Esta constatación es, pues, un grande e importante aviso para procurar tener una
continua e inviolable igualdad de corazón, en medio de tan gran variedad de cambios. Y,
por tanto, aunque todas las cosas se cambien y varíen respecto a nosotros, es necesario
mostrarnos constantes y firmes en el servicio de nuestro Dios. Tome el buque el derrotero
que tome, corra al occidente o al oriente, al sur o al norte, o se vea azotado por el más
furioso viento, no por eso la aguja de su brújula dejará de apuntar hacia la hermosa estrella
del polo norte. Ya se vuelque todo de abajo arriba, no sólo en lo exterior, sino aún dentro
de nosotros mismos; esto es, que nuestra alma se vea triste o alegre, consolada o sin
consuelo, en paz o con tribulación, en claridad o tinieblas, en tentación o en reposo, en
gusto o disgusto, con aridez o ternura; ya sea que el sol queme o el rocío refresque, siempre
hemos de procurar que la aguja de nuestro corazón, nuestro espíritu, nuestra voluntad
superior ( que es nuestra aguja), mire sin cesar y aspire perpetuamente al amor de Dios, su
creador, su salvador, su único y soberano bien.
“Ya vivamos, ya muramos, del Señor somos”, dice el Apóstol. 16 Si es que somos del
Señor, ¿quién nos separará del amor de Dios?” Nada, jamás, podrá apartarnos de este amor:
ni la tribulación, ni la congoja, ni la muerte, ni la vida, ni el dolor presente, ni el temor de
los cambios del porvenir, ni las estrategias de los espíritus malignos, ni la grandeza de los
consuelos, ni la profundidad de las aflicciones, ni la ternura, ni la aridez espiritual; nada
nos podrá jamás separar de esta santa caridad, fundada en Jesucristo.17
Esta firme resolución de nunca abandonar a Dios, ni dejar su dulce amor, sirve de
contrapeso a nuestras almas para mantenerlas en la santa igualdad, en medio de la
desigualdad de los diversos movimientos que la condicionan, en esta vida. Porque, así
como las abejas, viéndose arrastradas del viento a campo abierto, se abrazan a la primera
piedra pequeña que pueden, para poder así cruzar el aire, sin verse tan fácilmente expuestas
al rigor de los vientos; así nuestra alma, habiendo abrazado con firme resolución el
precioso amor de su Dios, permanece constante en medio de la inconstancia y cambios de
consuelos y aflicciones, tanto espirituales como temporales, tanto exteriores como
interiores.

Ahora bien, fuera de esta doctrina general, nos son necesarios algunas
consideraciones particulares.
16
Rom 14, 8.
17
Cf. Rom 8, 35.38.39.
17

 Digo, pues, que la devoción y santidad no consisten en la dulzura, suavidad,


consuelo y sensible ternura del corazón, que provoquen lágrimas y suspiros, ni en una
cierta satisfacción dulce y agradable que nos puedan producir algunos ejercicios
espirituales. No, amados amigo o amiga: la devoción, la santidad y estos sentimientos no
son una misma cosa, porque hay muchas almas que sienten estas ternuras y consuelos, sin
que dejen de ser muy viciosas, sin que tengan, por consiguiente, ningún verdadero amor a
Dios, y mucho menos verdadera devoción y santidad.
Un ejemplo te lo mostrará: el rey Saúl persiguió a David para darle muerte. Éste
huyó de su persecución por los desiertos de Engadí; y con los suyos se metió en una cueva
para esconderse. Saúl, descuidado, entró solo en la cueva. Aunque David hubiera podido
matarlo, no quiso hacerlo, ni siquiera asustarlo. Habiéndolo dejado salir a salvo, David lo
llamó después, para mostrarle su inocencia y hacerle saber cómo había estado en sus
manos. ¿Qué hizo Saúl, para mostrar cuánto se había enternecido su corazón para con
David? Le nombró hijo suyo, derramó lágrimas en gran cantidad, alabó y reconoció su
benignidad; rogó a Dios por él y por su futura grandeza y le recomendó sus descendientes,
para después de su muerte. ¿Qué mayor dulzura y ternura de corazón podía mostrar? 18 Y
con todo eso, jamás cambió su alma, ni dejó de perseguir a David, con la misma crueldad
que antes. Así se hallan personas que, considerando la bondad de Dios y la pasión del
Salvador, sienten grandes ternuras de corazón, que les hace derramar lágrimas, suspiros y
oraciones, dando gracias con mucha emoción, de manera que cualquiera diría que dichas
personas tienen en el corazón una bien cimentada devoción. Pero, cuando llegan las
tentaciones y pruebas, se descubre que sus lágrimas eran como esas lluvias pasajeras de un
fuerte verano: caen a gruesos goterones sobre la tierra, pero no la penetran, ni sirven para la
producción agrícola. Así, estas lágrimas tiernas, cayendo sobre un corazón vicioso, y no
penetrándolo, son del todo inútiles. Vemos, entonces, que los tales no renunciarán ni a un
solo peso del dinero mal habido que tienen, ni renunciarán a una sola de sus perversas
aficiones, ni querrán tomarse la menor incomodidad del mundo por servir al Salvador, a
quien habían encomendado sus lágrimas. De suerte que los buenos sentimientos que
tuvieron, no son sino como hongos espirituales que no son verdadera devoción ni verdadera
santidad, sino abiertos engaños del enemigo. Éste, engañando las almas con estos pequeños
consuelos, las hace contentarse fácilmente, para que así no busquen más la verdadera
devoción y santidad. La verdadera santidad y la verdadera devoción consisten en una
voluntad constante, resuelta, pronta y activa, que hace ejecutar a una persona todo aquello
que reconoce ser voluntad de Dios.
Un niño llorará tiernamente si ve sangrando a su madre, en una curación; pero si su
madre, por quien lloraba tanto el niño, le pide la manzana o el dulce que acaricia en su
mano, de ninguna manera querrá dárselos. Así son también la mayor parte de nuestras
devociones: si vemos el corazón de Jesucristo crucificado, traspasado por la lanza, lloramos
tiernamente (y cosa buena es llorar, considerando esta pasión y muerte dolorosas de nuestro
Padre y Redentor Jesús); pero si él nos pide la manzana de nuestro corazón, que
acariciamos en nuestras manos y que él nos pide con tantas veras ¿por qué no se la damos,
con agrado? ¿Por qué no le entregamos el dulce de nuestros pequeños deseos, deleites y
placeres, que nos quiere quitar de las manos y que no puede quitarnos, porque somos más
18
Cf. 1Sam 24.
18

aficionados y golosos que deseosos de la gracia de Dios? Todos estos sentimientos son
superficiales y son amistades de niños, tiernas pero débiles; fantásticas, pero sin efectos. La
devoción y la santidad verdaderas, pues, no consisten en ternuras y afectos sensibles, que
muchas veces proceden de un temperamento sensible e impresionable; y algunas veces
vienen del enemigo, que para engañarnos en esto, excita nuestra imaginación
engañosamente.

 Estas ternuras y dulces sentimientos son, con todo esto, muy buenos y
útiles para mover el apetito del alma, confortar el espíritu y juntar a la prontitud de la
devoción un sano regocijo y alegría, que hacen nuestras acciones hermosas y agradables,
aun en lo exterior. Este es aquel gusto de las cosas divinas, del cual decía David: ¡Oh
Señor, “cuán dulce es a mi paladar tu promesa, más que miel en mi boca”19.
Es cierto también que el más pequeño consuelo espiritual que recibimos vale, de
cualquier manera, más que las más excelentes y grandes diversiones del mundo. Los
regalos de Jesús, divino Esposo, son para nuestra alma mucho mejores que el vino más
exquisito de los placeres de la tierra; el que los ha gustado tiene todos los demás consuelos
por hiel y ajenjo. Y como los que tienen la yerba seítica 20 en la boca reciben tan grande
dulzura, que no sienten ni hambre ni sed, así aquellos a quienes Dios ha dado este maná
celeste de suavidades y consuelos interiores, no pueden desear ni recibir embelesados los
consuelos del mundo. Estos son primicias de las suavidades inmortales que Dios da a las
almas que lo buscan; son dulces que les da a sus hijos para vigorizarlos; son aguas
aromáticas que les presenta para confortarlos, y son también, a veces, el adelanto de
recompensas eternas.
Dicen que Alejandro Magno, navegando en alta mar, descubrió primeramente el
dichoso café, por medio de los suaves olores que el viento le traía, recobró ánimo con esto,
y también se lo dio a todos sus compañeros. 21 Así nosotros recibimos muchas veces dulzura
y suavidades en este mar de la vida mortal, que, sin duda, nos hacen pregustar los regalos
de aquella patria dichosa y celeste, a la cual aspiramos.

 Habiendo consuelos sensibles buenos, que vienen de Dios; y otros inútiles,


peligrosos e, incluso, perniciosos, que proceden de la naturaleza o también del enemigo de
nuestra alma, me dirás, sin duda: ¿cómo podré discernir unos de otros, y conocer cuáles son
malos o inútiles, y cuáles buenos?
Queridos amigo o amiga: es una regla general, en cuanto a deseos y pasiones de
nuestras almas, que las debemos conocer por sus frutos.22 El corazón es bueno si tiene
buenos deseos; y los deseos son buenos si producen en nosotros buenos efectos y santas
acciones. Así, pues, si las dulzuras, ternuras y consuelos nos hacen más humildes,
pacientes, tratables, caritativos y compasivos para con el prójimo, más fervorosos en
mortificar nuestra concupiscencia y malas inclinaciones, más constantes en nuestros
deberes, más dóciles y obedientes con aquellos a los que debemos obediencia, más

19
Sal 118, 103.
20
Planta trepadora de la familia de las escitaminas, que contiene aceites volátiles, de aroma muy agradable.
21
Cf. PLINIO, Historia Natural, 1.25. c. 8 (ó 43).
22
Cf. Mt 7, 16.
19

sencillos en nuestra vida... Y, entonces, y sin duda, amigo o amiga, tales consuelos y
ternuras vienen de Dios.
Pero si estas dulzuras sólo son para nosotros, mientras nos vuelven fizgones, agrios,
puntillosos, impacientes, porfiados, desafiantes, presuntuosos y duros con el prójimo; y si
nos hacen creer que somos pequeños santos, y no queremos sujetarnos más a la dirección ni
a la corrección... indudablemente, estas dulzuras son consuelos falsos y perniciosos. Un
buen árbol no produce sino buenos frutos.23
Cuando sintamos estas dulzuras y consuelos, es necesario ser muy humildes delante
de Dios, evitando decir, cuando estas dulzuras nos lleguen: “sin duda, soy bueno/buena”.
No, amigo o amiga: éstos son bienes que no nos hacen mejores, porque, como te lo tengo
dicho, en esto no consiste la devoción, ni la santidad. Digamos, más bien: “¡Oh, cuán
bueno es Dios con los que esperan en Él y con las almas que Él busca!” Por tanto:
1. El que tiene azúcar en la boca no puede decir que su boca es dulce, sino que el azúcar es
dulce. Así, aunque esta dulzura espiritual es muy buena, y muy bueno Dios, que nos la
da, no por eso se deduce que el que recibe la dulzura sea bueno.
2. Reconozcamos que aún somos pequeños niños, necesitados de leche espiritual; y que
estas grandes dulzuras se nos dan, porque aún tenemos el espíritu tierno y delicado,
necesitado de tales estímulos, para sentirnos estimulados al amor de Dios.
3. Hablando en general, una vez recibidas con humildad estas gracias y favores,
apreciemos su grandeza, no tanto por lo que son en sí mismas, cuanto por la mano que
nos las pone en el corazón: es Dios mismo que, como una madre que consiente a su
criatura, le mete pedacitos de dulce en la boca, uno por uno. Ahora bien, si esa criatura
tuviera algo de buen juicio, más estimaría la dulzura de la caricia de la madre que la
dulzura misma del dulce. Así que, amigo o amiga, sentir semejantes dulzuras no es poca
cosa; pero es la dulzura de las dulzuras el considerar que Dios, con su mano amorosa y
maternal, nos la pone en la boca, en el corazón, en el alma y en el espíritu.
4. Habiendo recibido estas dulzuras con esta humildad, empleémoslas cuidadosamente
según la intención del que nos las da. En efecto, ¿por qué, o para qué nos da Dios estas
dulzuras? Sin duda, para hacernos dulces y mansos para con todo el mundo, y cariñosos
con él. Él es como la madre que da el dulce al niño para que la bese. Besemos, pues,
también nosotros a nuestro Salvador, pues nos acaricia por medio de estos consuelos.
Besar al Salvador es obedecerle, es guardar sus mandamientos, es hacer su voluntad, es
seguir sus deseos y, en fin, es abrazarlo tiernamente, con obediencia y fidelidad. Así,
pues, cuando recibamos algún consuelo espiritual, aquel día mostrémonos diligentes en
hacer bien y en ser humildes.
5. Es necesario, además, renunciar de cuando en cuando a tales consuelos y ternuras, para
no apegar a ellas nuestro corazón. Debemos declarar que las recibamos humildemente y
que las amamos porque las envía Dios, porque nos impulsan a su amor; pero que no las
buscamos por ellas mismas, sino que al que buscamos es a Dios y su santo amor. Que
buscamos no los consuelos, sino al Consolador; no la dulzura, sino el dulce Salvador; no
la ternura, sino al que es la suavidad misma del cielo y de la tierra. Y en este
convencimiento y deseo debemos resolvernos a quedar firmes en el santo amor de Dios,
aunque en toda nuestra vida no llegáramos a recibir ningún consuelo. Así, repetiremos
23
Cf. Mt 7, 17.
20

tanto sobre el monte Calvario del sufrimiento como sobre el monte Tabor de la
transfiguración: ¡Oh Señor, qué bueno es el estar contigo, ya estés en cruz, ya estés en la
gloria!
6. Finalmente, te advierto que si te llega una gran abundancia de tales consuelos, ternuras,
lágrimas y dulzuras, o alguna cosa extraordinaria en ellas, las comuniques con fidelidad
a tu confesor, para que así aprendas cómo te has de comportar en ellas, porque está
escrito: “¿Has hallado miel? Come la que necesites; no sea que llegues a hartarte y te
vomites”.24
CAPITULO XIV

SEQUEDADES ESPIRITUALES

Harás como te acabo de decir, querida amiga o amigo, cuando tengas semejantes
consuelos. Pero este período, hermoso y tan agradable, no durará siempre; por el contrario,
llegarás a ver tu alma como tierra desierta, infructuosa y estéril, en la cual no se encuentra
senda, ni camino, para hallar a Dios; tampoco agua de gracia que la pueda rociar, pues la
sequedad es tan grande que pareciera volver el alma totalmente estéril. ¡Cuán digna de
compasión es el alma que se ve en este estado, especialmente cuando esta sequedad es
terrible! Porque, entonces, a imitación de David el alma se sustenta de lágrimas, noche y
día, mientras el enemigo, por hacerla desesperar, se burla de ella diciéndole: “¿dónde está
tu Dios?”25 ¡Pobre de ti!, ¿por cuál camino lo podrás hallar? ¿Quién te podrá devolver ya la
alegría de su santa gracia?”
Amigo o amiga: si te llega esta sequedad, ¿qué harás?
Lo primero será el averiguar de dónde te viene ese mal, ya que nosotros mismos
somos, muchas veces, la causa de nuestras sequedades. Considera estas posibilidades:
1. Encuentras en los consuelos espirituales un vano placer. Una madre le quita el azúcar a
su hijo cuando lo ve lleno de lombrices; así Dios nos quita los consuelos cuando,
encontrando nosotros en ellos un vano placer, se nos mete el gusano de la soberbia y de
la presunción. En este caso, di: “saludable me es, ¡oh Dios mío!, que me humilles, pues
antes de que me humillaras yo te había ofendido”.
2. Eres negligente en recoger las suavidades y regalos del amor de Dios, a tiempo.
Entonces Dios nos los quita, en castigo de nuestra pereza. Nos sucede como a los
israelitas en el desierto: el que no recogía el maná muy de mañana, después no
encontraba, pues el sol lo deshacía todo.26
3. Te duermes disfrutando gustos sensuales y consuelos pasajeros, como sucedió a la
Esposa sagrada, en el Cantar de los Cantares. El Esposo de nuestras almas llama a la
puerta de nuestro corazón, inspirándonos que volvamos a nuestros ejercicios
espirituales; pero nosotros regateamos con él, ya que nos duele abandonar estos vanos
arrebatos de santidad y estas falsas felicidades. Por eso, pues, el Señor pasa adelante y
nos deja desolados.27 Después, cuando reaccionamos y lo queremos buscar, nos da no
24
Prov 25, 16.
25
Sal 42, 4.
26
Cf Ex 16, 21.
27
Cant 5, 2-6.
21

poco trabajo encontrarlo; pero lo tenemos bien merecido, por habernos mostrado tan
infieles y desleales a su amor, que rehusamos el ejercicio espiritual por seguir el de las
cosas del mundo. El que prefiere la harina de Egipto no llega a comer el maná del cielo.
Las abejas aborrecen todos los olores artificiales; igualmente, las suavidades del Espíritu
Santo son incompatibles con los perfumes artificiales del mundo.
4. Practicas la doblez y un ingenioso disimulo, en confesiones y consultas espirituales que
haces al confesor o al guía de tu alma. Esto causa sequedades y falta de resultados. Si tú
mientes al Espíritu Santo, no es de extrañar que él te rehuse su consuelo. Puesto que tú
no quieres ser sencillo y sin doblez, como un niño, tampoco tendrás los dulces de los
niños.
5. Te hallas muy bien a solas, con tus contentos mundanos. Entonces, no es raro que
recibas pocos regalos espirituales. Como dice el antiguo proverbio, las palomas ya solas
encuentran amargas las cerezas. “El Señor llena a los hambrientos, y a los ricos los
despide vacíos”. Los que son ricos de placeres mundanos no son capaces de los placeres
espirituales.
6. No has correspondido a los consuelos recibidos. Si hubieres conservado bien los frutos
de los consuelos recibidos, sin duda tendrías otros nuevos, “porque a todo el que tiene se
le dará y le sobrará; pero al que no tiene, por su culpa, se le quitará aún lo que tiene” 28,
esto es, se le quitarán las gracias que le estaban preparadas. También vemos que la lluvia
vivifica las plantas ya verdes; pero a las que no lo están más bien les acaba de quitar la
vida, porque las pudre y daña. Por muchas y semejantes causas perdemos los consuelos
espirituales y caemos en la sequedad y esterilidad de espíritu.

Examinemos, pues, nuestras conciencias; y veamos si hallamos en nosotros alguna


de estas faltas u otras semejantes. Mas notarás, amigo o amiga, que este examen no se debe
hacer con inquietud ni demasiada curiosidad. Así, después de haber considerado
cuidadosamente nuestras acciones, si hallamos en nosotros la causa del mal, daremos
gracias a Dios, porque un mal se considera medio curado cuando se llega a conocer la
causa de él. Si, por el contrario, no ves nada en particular que te parezca causa de esta
sequedad, no te entretengas ni detengas buscando la causa con más curiosidad. Más bien,
con toda sencillez, y sin examinar ninguna otra curiosidad más, haz lo que te diré.

1. Siente tu pequeñez delante de Dios, tanto cuanto puedas, reconociendo tu poquedad y


miseria, como diciendo: ¡Ay de mí, qué poca cosa soy yo!... pues no soy otra cosa, oh
Señor, que una tierra seca que, abierta por todas partes, muestra la sed que tiene de las
aguas del cielo. Qué terrible es que, mientras tanto, sea el viento el que la disipe y la
reduzca a polvo!
2. Invoca a Dios y pídele su alegría: “Devuélveme, ¡oh Señor!, la alegría de tu
salvación”.29 “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz”. 30 Y continuarás
diciendo: ¡quítate de delante, oh vicio infructuoso y causa de la sequedad de mi alma.

28
Cf. Mt, 25, 29.
29
Cf. Sal 50, 10.
30
Cf Mt 26, 39.
22

Tú, agradable viento de los consuelos sopla en mi jardín; y así tus buenos afectos y
deseos expedirán olor de suavidad!
3. Acude a tu confesor, ábrele bien tu corazón y hazle ver todos los dobleces de tu alma.
Toma los consejos que te dé con gran sencillez y humildad, porque Dios, que ama tanto
la obediencia, muchas veces hace útiles los consejos ajenos, en particular los de los
confesores, aunque en el momento no tengan gran apariencia de ser provechosos. Así
fueron provechosas las aguas del Jordán a Naamán, para curarse de su lepra, cuando se
lo ordenó el Profeta Eliseo, sin que hubiera aparente razón humana para que lo hiciera.
4. Pero, dicho todo esto, nada hay tan provechoso y fructuoso para semejantes sequedades
y esterilidades como el no desvelarse por el deseo de librarse de ellas. No digo yo que
no procuraremos evitarlas; digo que no debemos insistir en lograrlo, dejándolo todo a la
sola voluntad y providencia de Dios, para que Él se valga de nosotros cuando gustare,
aún en medio de semejantes espinas y trabajos. En tiempo de sequedad, digamos a Dios:
“¡Padre!, si es posible, que pase de mí este cáliz”. 31 Pero, añadamos, también, palabras
de gran ánimo que siguen: “con todo, que se haga tu voluntad; y no la mía”. Y
quedémonos en esto con la mayor serenidad o indiferencia que nos sea posible. En
efecto, viéndonos Dios en esta santa indiferencia, respeto a lo que Él quiera darnos, nos
consolará con más gracias y favores. Así sucedió cuando Dios vio a Abraham resuelto a
privarse de su hijo Isaac. Le bastó a Dios comprobar su pura resignación e indiferencia,
y lo consoló con una visión y con su dulce bendición. Así, pues, en toda suerte de
aflicciones, tanto corporales como espirituales, en el camino de la santificación,
debemos decir de todo corazón y con profunda sumisión: “El Señor me ha dado
consuelos, el Señor me los ha quitado. Sea bendito su santo nombre”. 32 En efecto,
viéndonos perseverar en esta humildad, sin duda Dios nos dará sus abundantes favores,
como los hizo a Job, quien constantemente usaba estas y otras palabras semejantes, en
todas sus dificultades.
5. Finalmente, amigo o amiga, nunca perdamos el ánimo en medio de nuestras sequedades
y esterilidades espirituales. Nunca perdamos el ánimo; y mientras esperamos con
paciencia los consuelos de Dios, sigamos siempre nuestro camino, sin omitir ejercicio
de santificación alguno; por el contrario, multipliquemos nuestras buenas obras en
cuanto sea posible. Es cierto que si no podemos presentar al celestial Esposo lo mejores
de nuestras almas, presentémosle al menos lo bueno, porque unos y las otros le
agradarán, si el corazón que se los ofrece está perfectamente resuelto a querer amarlo.
Cuando la primavera es hermosa las abejas hacen más miel y se multiplican menos,
porque al favor del buen tiempo se entretienen y ocupan tanto en recoger su cosecha de
flores, que se olvidan de su reproducción. Pero cuando la primavera es áspera y nublosa,
entonces hacen más abejuelas y fabrican menos miel, ya que no pudiendo salir a recoger
su cosecha, se dedican a su multiplicación. De la misma manera sucede muchas veces
con el alma, querida amiga o amigo: viendo ella la hermosa primavera de las flores de
los consuelos espirituales, se entretiene tanto en recogerlos y disfrutarlos, que con la
abundancia de estos dulces regalos hace muchas menos obras buenas. Al contrario,
hallándose en las asperezas y esterilidades espirituales, el alma multiplica las obras
31
Ibid.
32
Cf. Job 1, 21.
23

sólidas y virtuosas tanto cuanto se ve privada de los sentimientos agradables de


devoción y santificación, abundando en la generación interior de verdaderas virtudes de
paciencia, humildad, resignación y abnegación de su amor propio

Es un gran error de muchos, y principalmente de mujeres, el creer que el servicio


de Dios hecho sin gusto, sin ternura de corazón y sin sentimiento, es menos agradable a la
Majestad divina. Por el contrario, nuestras acciones son como las rosas: es verdad que
estando frescas tienen más gracia y presencia; pero secas tienen más olor y fuerza. De la
misma manera, aunque nuestras obras hechas con ternura de corazón nos parezcan más
agradables (digo a nosotros, que no miramos sino a nuestro propio gusto), con todo eso, las
que hacemos con sequedad y esterilidad tienen más olor y valor delante de Dios. Sí, amigo
o amiga, en tiempo de sequedad y poco gusto, nuestra voluntad nos lleva al servicio de
Dios como por fuerza; y, por consiguiente, necesariamente se requiere más rigor y
constancia que en tiempo de ternura. No es gran mérito el servir a un gobernante en dulces
tiempos prósperos y apacibles, en medio de homenajes; pero servirle en tiempos ásperos de
guerra y en medio de revueltas y persecuciones, es sin duda una verdadera señal de
constancia y fidelidad.
La beata Angela de Foligno dice que la oración más agradable a Dios es la que se
hace por fuerza y contrición; esto es, aquella que hacemos, no por gusto ni por inclinación
espontánea, sino solamente por agradar a Dios, como fruto de una voluntad que nos lleva
sólo por fuerza de convicción, en medio del desagrado por sequedades y repugnancias que
se le oponen. Lo mismo digo de toda suerte de buenas obras, porque cuantas más
contradicciones exteriores o interiores tengamos para hacerlas, tanto más estimadas y
apreciadas son delante de Dios. Cuanto menos compensaciones agradables tengamos en la
práctica de las virtudes, tanto más lucirá la pureza del amor divino en nosotros. El niño
besa fácilmente a su madre cuando le da dulces, pero será señal clara de amarla mucho el
que la bese después de haberle dado amargos remedios.

CAPITULO XV

SE CONFIRMA LO DICHO POR UN EJEMPLO NOTABLE

Para hacerte toda esta instrucción más evidente, quiero presentarte, aquí, un
excelente trozo de la historia de San Bernardo, como lo he hallado en un docto y entendido
autor.33
33
Cf. Primera vida de San Bernardo 1.4 c. 3.
24

Se refiere a lo que suele suceder a casi a todos los que comienzan a servir a Dios, y
que aún no tienen experiencia del modo como actúa la gracia, ni de las mutaciones
espirituales. Cuando a éstos les llega a faltar el gusto sensible del camino de la santificación
y el agrado de la luz espiritual, cosa que sucede como una purificación que los invita a
darse prisa en el camino de la santidad, entonces pierden de inmediato el ánimo y se llenan
de inseguridad y tristeza, en el corazón.
La gente experimentada ofrece esta explicación: nuestra naturaleza racional no
puede durar hambrienta y sin algún deleite, celeste o terrestre, por largo tiempo. Así,
cuando las almas han sido elevadas a probar placeres superiores, renuncian fácilmente a
satisfacciones visibles; pero cuando, por disposición divina, les quitan también estos
placeres superiores, esta alegría espiritual, entonces, estas almas quedan privadas también
de consuelos corporales; y como tampoco están acostumbradas a esperar con paciencia la
vuelta del verdadero sol, les parece que no están ni en el cielo ni en la tierra y que van a
quedar sepultadas en una noche eterna. Así, pues, estas almas quedan como bebés, que se
ponen furiosos cuando les quitan el seno, y se quejan, y lloran, y se impacientan y enojan,
principalmente consigo mismas.
Esto fue, precisamente, lo que sucedió a un tal Godofredo de Perona, soldado que
hacía poco se había dedicado al servicio de Dios. Este, pues, se halló de improviso con
cierta sequedad y falta de consuelo. Entonces su alma se llenó de mil tinieblas tristes y
comenzó a recordar sus amigos mundanos, sus parientes, los ejercicios y vanidades que
hacía poco había dejado. De este modo fue asaltado por una tan áspera tentación, que no
pudiéndola disimular, uno de sus más íntimos amigos se la descubrió por en el aspecto de
su rostro. El amigo, con tacto y dulces palabras, le dijo en secreto: “¿Qué te pasa,
Godofredo? ¿por qué estás tan pensativo y pesaroso, cosa tan rara en ti?” Y, entonces, con
un profundo suspiro del alma, Godofredo respondió, así: “hermano mío, haz de saber que
nunca más, en mi vida, podré estar alegre”. El amigo, movido a piedad con estas palabras,
con gran celo fraterno se fue a contar lo que sucedía a su común padre, San Bernardo. Este,
viendo el peligro en que estaba Godofredo, se entró a la primera iglesia que encontró, y
rogó a Dios por él. Al mismo tiempo, Godofredo, combatido por la tristeza y apoyando la
cabeza sobre una piedra, se quedó dormido. Después de un pequeño rato, se levantaron
juntos, cada cual en su lugar, Godofredo y san Bernardo: éste, de la oración, con la gracia
ya alcanzada; y Godofredo de su sueño, con la cara risueña y serena. Maravillándose su
amigo, viendo en él tan inesperado cambio, no pudo dejar de reprocharle amigablemente lo
que poco antes le había respondido. Godofredo le replicó: “si antes te dije que jamás me
volverías a ver contento, ahora te aseguro que jamás me volverás a ver triste”. 34
Tal fue el suceso de la tentación de esta persona. Notarás, pues, en lo que se te ha
contado, amigo o amiga:
1. Que Dios da de ordinario algún gusto anticipado de los regalos celestes a los que entran
a su servicio, para retirarlos, por este medio, de los deleites terrenos; y para animarlos en
el seguimiento del amor divino. Hace como una madre que para atraer y acostumbrar a
su hijito a chupar seno, se pone miel en su pezón.

34
Cf. ibid.
25

2. Es también este buen Dios quien, a veces y según su sabia disposición, nos quita la leche
y la miel de los consuelos, para que por este medio aprendamos a comer el pan seco y
sólido de una piedad vigorosa, ejercitada en la prueba de disgustos y tentaciones.
3. Que, a veces, por las sequedades y esterilidades del espíritu se levantan muy grandes
tentaciones; y que, entonces, es necesario que las combatamos animosamente, porque las
tales no vienen de Dios; pero que, al mismo tiempo, debemos soportar las sequedades,
pues Dios las ha permitido para nuestro ejercicio y adelanto espiritual.
4. Que jamás debemos perder el ánimo, sacudidos por enojos interiores; ni debemos decir,
como el buen Godofredo: “jamás volveré a ser alegre”, porque en medio de la noche
debemos esperar la luz. Y, recíprocamente, que durante el más hermoso tiempo
espiritual que podamos tener, tampoco podemos decir: “jamás me veré triste”, porque,
como dice el Sabio, en los días dichosos debemos acordarnos de la desdicha. 35 Se ha de
tener esperanza en medio de las dificultades y temor en las prosperidades; tanto en las
unas como en las otras debemos ser humildes.
5. Que es excelente remedio el descubrir el propio mal a algún amigo espiritual, que nos
pueda dar consuelo.
En fin, para concluir estos consejos tan necesarios, ten presente que en todas las
cosas, como también en éstas, nuestro buen Dios nos quiere conducir, a través de ellas, a
una gran pureza de corazón, a la voluntaria renuncia de nuestro interés egoísta en lo que
atañe a su servicio, y a un perfecto desprendimiento de nosotros mismos. Pero nuestro
enemigo procura hacernos perder el ánimo y hacernos volver a los placeres sensuales,
haciéndonos sentir enojosos para con nosotros mismos y con los demás, a fin de hacer
parecer feo y despreciable el camino de la santidad. Pero, si analizas los documentos que te
he facilitado, habrás visto cómo puedes progresar muchísimo en el camino de tu perfección
si aprendes a ejercitar tus virtudes entre las aflicciones interiores, sobre las cuales no quiero
acabar el tema, sin decirte aún una palabra.
Algunas veces los disgustos, las esterilidades y sequedades proceden de la
indisposición del cuerpo, como cuando por exceso de trasnochadas, de trabajos y ayunos,
nos hallamos rendidos de cansancio, adormecidos y pesados; también pueden proceder de
otras enfermedades que, aunque proceden del cuerpo, no dejan de incomodar el espíritu,
por la estrecha relación que hay entre ellos. En tales ocasiones siempre debemos
proponernos continuar haciendo actos de virtud con nuestro espíritu y voluntad superior
porque, aunque toda nuestra alma parezca dormida y rendida de cansancio y desazón, no
por eso dejan de ser muy agradables a Dios las acciones de nuestro espíritu. Podemos
decir, entonces, como la Esposa sagrada: “yo duermo, pero mi corazón está vigilante”. 36 Ya
he dicho, atrás, que si hay menos gusto en trabajar por Dios de esta manera, no por eso deja
de haber en ello más merecimiento y virtud.
Pero el remedio más oportuno, en tales circunstancias, es el reanimar el cuerpo con
algún tipo de legítimo recreo y descanso. Así, san Francisco ordenaba a sus religiosos que
fuesen moderados en sus trabajos, de tal modo que no destruyesen el fervor del espíritu. 37

35
Cf. Ecclo 11, 23ss.
36
Cant 5, 2.
37
Cf. Regla de San Francisco de Asís, c. 5 (en San Francisco de Asís, Escritos y Biografías, BAC. Madrid2,
1980, p. 112).
26

Y, a propósito de este glorioso padre, se cuenta que una vez se vio tan contrariado y
perseguido por una tan profunda melancolía de espíritu, que no podía dejar de mostrarla en
sus movimientos, porque si quería conversar con sus religiosos, no podía; y si se apartaba
de ellos, se sentía peor. Por otra parte, mientras la abstinencia y mortificación lo afligían, la
oración no lo aliviaba en nada. Se sintió por dos años así, de manera que le parecía que
Dios lo había abandonado. Sin embargo, tras haber sufrido humildemente esta áspera
tempestad, el Señor le dio improvisamente una dichosa tranquilidad. Lo cuento para darte a
entender que también los más grandes siervos de Dios están sujetos a tales sequedades; y
que, por tanto, los menores no deben espantarse si se hallan en algunas de ellas.

CAPITULO ADICIONAL

DE LAS INJURIAS

Procurad evitar palabras injuriosas, por pequeñas que sean. Dice el Señor, en el
Evangelio, que quien llame “renegado” a su hermano será culpable del fuego del infierno.
Está permitido corregir a los inferiores con palabras duras y ásperas, reprochándoles su
vida y sus vicios, como hace el apóstol San Pablo cuando trata a los gálatas de insensatos.
Lo mismo hace San Juan Bautista con los judíos, llamándolos “raza de víboras”. En tales
casos, las palabras ásperas no son injuria, sino corrección, ya que su origen no está en la
ira, sino en el celo y caridad.
Este proceder se puede usar con los inferiores, pero, si me quieres creer, amigo o
amiga, se puede usar muy pocas veces, de modo que sea evidente que si tales palabras
salen de vuestra boca, no es por deseo de injuriar. Y si se puede evitarlas totalmente, será
una cosa tanto más loable, por el peligro permanente que hay de equivocarnos, pues no
somos prefectos como san Juan Bautista o san Pablo. Además, si no es el espíritu de Dios
el que nos hace decir tales palabras, como lo hacía hacer a Pablo y Juan, estas palabras
no aportarán corrección alguna. Si digo a un inferior: “eres un tonto, eres un burro”, muy
probablemente interpretará estas palabras como coléricas, y no como nacidas del deseo
de corrección, por lo que no sacará provecho alguno de ellas. Pero si reprendo su error
con palabras rudas y firmes, pero sin huella de cólera, caerá en la cuenta de su error con
más facilidad.

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