Está en la página 1de 6

“Mirar hacia adentro”

08 • jun. • 2017 Sebastián Lanzani 19 AÑOS (ESTUDIANTE)

De mi vida en el liceo tengo algunos recuerdos. Algunas ideas. Sentimientos


viejos a los que puedo acceder con la conciencia. Pocos. No sé por qué son
tan pocos. De mis compañeros, son pocos los nombres y las caras que
recuerdo, y también son pocos los profesores a los que quise o las enseñanzas
que alguna vez estuvieron arraigadas en mi espíritu pero que hoy forman parte
de mis conocimientos. El resto se olvidó. Desembocó en el río de lo
desconocido. Pasó a ser parte de lo que no comprendo, y se guardó entre
alguna y otra anécdota que de vez en cuando resurge en mi mente para
sacarme una sonrisa de alegría o de tristeza.

Así que no me pregunten los contenidos de historia de los primeros años de


liceo, ni cuestiones matemáticas o físicas. Tampoco de literatura. Aunque tal
vez con literatura podrían llegar a tener un poco más de suerte, porque el arte
de las palabras bien ordenadas puede generar tanto encanto en mí que
algunos de los conceptos estudiados para esa materia se impregnaron en mi
cuerpo y jamás se desprendieron de él.

Aunque sí, hay otras pocas cosas que recuerdo con claridad. Hay recuerdos
que se dibujan en mi conciencia con líneas sólidas y coloridas. Mojadas de
realidad. Como el recuerdo de la vez en que aprendí, con dolor y valentía, a
mirar hacia adentro.

Fue en tercero de liceo. En aquel entonces yo tenía 14 años. Era el más chico
de mi clase. También el más inseguro. El que oscilaba entre la timidez y la
soberbia. Un cúmulo de sentimientos encontrados, de miedos y esperanzas.
Era un niño que dejaba de ser niño y seguía siéndolo. La angustia y el amor
unidos en una cara. Me formaba mi virginidad y mi primer amor, al que veía
desde lejos y sin aceptar. La ansiedad. Mi sed inagotable de saber y mi pasión
por el mundo de las letras. Era Sebastián, el que se fascinaba en clase con la
precisión de la física, pero también era aquel Sebastián demasiado vago como
para llegar a casa y hacer tres ejercicios de deberes.

También era el puto. Siempre fui el puto. Desde la escuela. Fui el puto por mi
voz de pito, por mi muñeca torcida, por jugar con las nenas y por elegir el papel
glasé rosado. Fui el puto porque no me interesaba jugar con los varones. Ser
macho. Ganarme la masculinidad y jugar al fútbol. Fui el puto porque me
dejaba molestar. Desde niño. Sin decir nada. Sin confesar.

Todo eso era yo. Lo recuerdo. Pero especialmente recuerdo esto último. Que
yo era el puto. Al que todos molestaban porque no se animaba a decir nada.
Nunca. El que callaba. El que no sabía si era puto o no. El que no sabía qué
significaba ser puto. Hasta que pasó. Aprendí a mirar hacia adentro.

Es un día de lluvia. Somos pocos en el salón. La profesora no viene y la clase


se alborota. Hay gritos, celulares sobre la mesa, conversaciones triviales y
desorden. Casi todos tiran papeles y pelean. Se escuchan insultos. Hasta que
alguien me dice, un varón, no sé quién: “¿Sebastián, cómo salió el fútbol
femenino? ¿Cómo salió tu cuadro?”. Entonces me largo a llorar. No aguanto
más. No aguanto más que me digan puto, que me traten de mina o de travesti.
Que me digan que me gusta la pija, que por qué soy así, que si a mí me gustan
los hombres, que Sebastián, decinos la verdad, dale, Sebastián, verdad que te
gusta la poronga, verdad Sebastián que nos querés chupar la pija.

Entra la profesora. Nos pide disculpas por la demora y empieza a dar la clase.
No me ve. Pero yo no aguanto. Tiemblo y sudo y largo lágrimas como una
máquina. Así que agarro mi mochila, salgo y doy un portazo de odio. Me voy a
mi casa. Donde no me dicen puto. Donde no puedo pensar en quién soy en
realidad.
Corro por el pasillo. Me voy. No quiero volver nunca más. Entonces me tocan el
hombro. Es la profesora que vino a pasos apurados hasta mí.

–¡Sebastián! ¡Sebastián! –me dice. Me mira de frente. No puedo responderle.


No sé cómo hablar ni qué decirle. Cómo explicarle que desde siempre fui el
puto y que ya no doy más, que no sé bien qué es ser puto ni si lo soy, que
siempre me explicaron en la iglesia que ser puto está mal, muy mal, que Dios
no quiere a los putos, que los putos se van al infierno y son condenados, que el
hombre tiene que estar con la mujer y que la mujer tiene que estar con el
hombre.

Quiero morir. Renacer. Renacer masculino y bien hombre. Macho. Sin


inseguridad. Quiero ser otro. Quiero ser de esos que andan con todas. Un
mujeriego. No este Sebastián al que todos joden por puto.

–¿Estás bien? –me pregunta la docente. No digo nada y sonrío. Mi sonrisa lo


dice todo. Muestra los añicos en que me convertí.

Logramos hablar, apenas, como para que se entere de qué pasó. Me siento en
un banco. La profesora va hasta la clase. Me dice que ya vuelve, y en eso, una
compañera se acerca hasta mí, me mira y empieza a hablarme.

–Sebastián... No llores, Sebastián. Estamos contigo. Le hablamos en la clase –


dice haciendo referencia al que hizo el comentario– y le dijimos que no se meta
más contigo. Que no te joda más. Dice que no te va a joder más –Entonces se
acerca el compañero del comentario y me pide perdón–. Sebastián... –sigue mi
compañera–. Está bien si te gustan los hombres. Algunos hombres sienten
atracción por otros hombres, y está bien.
Ahí giré los ojos hasta mi interior. Miré en las profundidades de mi ser. Lloré.
Me lo dije, sin palabras claras ni firmes: “Soy eso. Me gustan los hombres”.

A las horas llegué a casa, a mi cuarto y al silencio. Estaba bien. No sé si feliz.


Pero bien. Realmente bien. Como si hubiera perdido una mochila de mil kilos
que colgaba en mi conciencia noche y día.

Aquella mañana la profesora retó a todos mis compañeros y nos explicó


algunas cosas sobre la diversidad sexual. Se le sumó otra profesora al ver el
alboroto, quien también retó a mis compañeros. Ahí supe que ya no me iban a
joder más. Ese día me animé por primera vez a buscar en internet algo así
como: “Soy hombre y me gustan los hombres”. Todavía me costaba procesarlo,
y me costaría unos cuantos días más. Pero la realidad ya estaba en mi interior.

Al otro año, cuando llegó el primer comentario homofóbico del salón –un
“Sebastián, ¿a vos te gusta la pija?”–, respondí: “Sí, me encanta la poronga, ¿y
qué problema tenés con eso?”. Nunca más se habló del tema.

A mitad de ese año tuvimos un taller de sexualidad. Uno oficial, no como el


anterior, improvisado entre lágrimas y alboroto. Ahí nos explicaron qué es el
sexo, el género, la orientación sexual y la expresión de género. También nos
hablaron de métodos anticonceptivos. Aprendimos mucho. Pero la mayoría de
lo que aprendimos se olvidó al día siguiente. Porque del liceo tenemos algunos
recuerdos, algunas ideas, sentimientos viejos a los que podemos acceder
desde la conciencia. Pero no mucho. Porque la mayoría lo olvidamos.

Siempre me pregunté qué tendría que haber pasado para que esas lágrimas no
sucedieran. Tal vez si hubiéramos aprendido antes a girar los ojos hacia el
interior para quedar frente a frente, nuestras almas y nosotros. A mirarnos sin
desvíos y abrazar los espejos sin horrorizarnos. Tal vez. Tal vez si no me
hubiera criado entre cristianos homofóbicos y la verdad hubiera tenido lugar
para correr con libertad. Si no me hubieran enseñado que Adán con Eva y que
el infierno y que los pecados.

Tal vez si todos supiéramos girar los ojos hacia el interior, sin miedo, sería más
fácil también. Si nos hubieran enseñado a mirar hacia adentro de nosotros
desde temprana edad. Si nos hubieran enseñado algo más además de
biología. Algo más además de la carne. Del cuerpo. De los huesos y los
músculos y las células. Si hubiéramos hablado en los salones del espíritu. Del
alma. De la personalidad. De quiénes somos. De qué somos y por qué somos
lo que somos.

Tal vez por eso no recuerdo casi nada del liceo. Porque no me interesa. Porque
siento que el mundo abarca más lo que ahí aprendemos. Que mi recorrido es
otro. Individual. Lleno de un espíritu que necesita constantemente mirarse a los
ojos.

Pero eso no lo aprendí en el liceo ni en la escuela. Tampoco veo a nadie


aprenderlo ahí. No está en los planes anuales. Los profesores no nos
preguntan quiénes somos más que en las primeras clases. Así marchamos.
Cada año y tras cada boletín. Sin saber quiénes somos. Qué queremos. Quién
es el otro. Cómo es el otro y cómo podemos entenderlo.

Quién sabe qué hubiera pasado si aquella compañera no me hubiera mirado a


los ojos para decirme que hay hombres que sienten atracción por otros
hombres y que eso está bien. Porque ese “está bien” fue como un bálsamo de
paz para mi alma destrozada. Había alguien que me entendía y no me juzgaba.

Ojalá hubiera escuchado palabras así antes. En la boca de mis primeros


profesores y maestros. Ojalá se hablara de esto de forma natural una y otra
vez, a temprana edad. Para que lo incorporemos cuando el espíritu recién
empieza a formarse. Cuando todavía no hay tiempo para juzgar quiénes somos
porque recién empezamos a ser. En ese momento en que la verdad no duele
porque recién empezamos a ser la verdad que más tarde vamos a rechazar
con asco y odio. Hasta que llega una compañera y con la paz en la boca te dice
que está bien lo que sos, y con eso le enseña algo más valioso a tu corazón
que todas las ciencias del mundo.

Sebastián Lanzani

Estudiante del IAVA, 19 años.

También podría gustarte