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Aunque sí, hay otras pocas cosas que recuerdo con claridad. Hay recuerdos
que se dibujan en mi conciencia con líneas sólidas y coloridas. Mojadas de
realidad. Como el recuerdo de la vez en que aprendí, con dolor y valentía, a
mirar hacia adentro.
Fue en tercero de liceo. En aquel entonces yo tenía 14 años. Era el más chico
de mi clase. También el más inseguro. El que oscilaba entre la timidez y la
soberbia. Un cúmulo de sentimientos encontrados, de miedos y esperanzas.
Era un niño que dejaba de ser niño y seguía siéndolo. La angustia y el amor
unidos en una cara. Me formaba mi virginidad y mi primer amor, al que veía
desde lejos y sin aceptar. La ansiedad. Mi sed inagotable de saber y mi pasión
por el mundo de las letras. Era Sebastián, el que se fascinaba en clase con la
precisión de la física, pero también era aquel Sebastián demasiado vago como
para llegar a casa y hacer tres ejercicios de deberes.
También era el puto. Siempre fui el puto. Desde la escuela. Fui el puto por mi
voz de pito, por mi muñeca torcida, por jugar con las nenas y por elegir el papel
glasé rosado. Fui el puto porque no me interesaba jugar con los varones. Ser
macho. Ganarme la masculinidad y jugar al fútbol. Fui el puto porque me
dejaba molestar. Desde niño. Sin decir nada. Sin confesar.
Todo eso era yo. Lo recuerdo. Pero especialmente recuerdo esto último. Que
yo era el puto. Al que todos molestaban porque no se animaba a decir nada.
Nunca. El que callaba. El que no sabía si era puto o no. El que no sabía qué
significaba ser puto. Hasta que pasó. Aprendí a mirar hacia adentro.
Entra la profesora. Nos pide disculpas por la demora y empieza a dar la clase.
No me ve. Pero yo no aguanto. Tiemblo y sudo y largo lágrimas como una
máquina. Así que agarro mi mochila, salgo y doy un portazo de odio. Me voy a
mi casa. Donde no me dicen puto. Donde no puedo pensar en quién soy en
realidad.
Corro por el pasillo. Me voy. No quiero volver nunca más. Entonces me tocan el
hombro. Es la profesora que vino a pasos apurados hasta mí.
Logramos hablar, apenas, como para que se entere de qué pasó. Me siento en
un banco. La profesora va hasta la clase. Me dice que ya vuelve, y en eso, una
compañera se acerca hasta mí, me mira y empieza a hablarme.
Al otro año, cuando llegó el primer comentario homofóbico del salón –un
“Sebastián, ¿a vos te gusta la pija?”–, respondí: “Sí, me encanta la poronga, ¿y
qué problema tenés con eso?”. Nunca más se habló del tema.
Siempre me pregunté qué tendría que haber pasado para que esas lágrimas no
sucedieran. Tal vez si hubiéramos aprendido antes a girar los ojos hacia el
interior para quedar frente a frente, nuestras almas y nosotros. A mirarnos sin
desvíos y abrazar los espejos sin horrorizarnos. Tal vez. Tal vez si no me
hubiera criado entre cristianos homofóbicos y la verdad hubiera tenido lugar
para correr con libertad. Si no me hubieran enseñado que Adán con Eva y que
el infierno y que los pecados.
Tal vez si todos supiéramos girar los ojos hacia el interior, sin miedo, sería más
fácil también. Si nos hubieran enseñado a mirar hacia adentro de nosotros
desde temprana edad. Si nos hubieran enseñado algo más además de
biología. Algo más además de la carne. Del cuerpo. De los huesos y los
músculos y las células. Si hubiéramos hablado en los salones del espíritu. Del
alma. De la personalidad. De quiénes somos. De qué somos y por qué somos
lo que somos.
Tal vez por eso no recuerdo casi nada del liceo. Porque no me interesa. Porque
siento que el mundo abarca más lo que ahí aprendemos. Que mi recorrido es
otro. Individual. Lleno de un espíritu que necesita constantemente mirarse a los
ojos.
Sebastián Lanzani