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RESEÑA: MARIO VARGAS LLOSA SOBRE RUBÉN DARÍO

José María Martínez


University of Texas-Pan American

Este volumen lo conforma principalmente la tesis que el reciente Nobel de Literatura presentó
cuando contaba con veintidós años, en 1958, para optar al grado de Bachiller en Humanidades en
la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Además incluye de su discurso de recepción del
doctorado Honoris Causa por la Universidad de San Marcos y un breve apéndice con fotografías
del Vargas Llosa en diversos momentos de su vida. En las bibliografías y estudios darianos no
ha sido ésta una entrada citada con frecuencia, seguramente por su difícil acceso hasta su
publicación hace sólo una década. Es probable que a partir de ahora empiece a mencionarse más
a menudo, aunque quizá más a título anecdótico que por la profundidad de sus aportaciones
sobre Rubén Darío. Como es lógico por la fecha de su redacción, el trabajo no incorpora los
numerosos y heterogéneos análisis que especialmente en las últimas décadas han dado lugar a
una recontextualización más profunda de Darío y el Modernismo y han producido un
entendimiento de ellos muy diferente al de los estudios y comentarios filológicos e
impresionistas que dominaban hasta entonces. Entre éstos últimos Vargas Llosa recoge en su
bibliografía final los trabajos clásicos de Arturo Marasso, Pedro Salinas, Diego Manuel Sequeira
o Raimundo Lida. Como todos sabemos, algunos análisis actuales olvidan con demasiada
facilidad esas contribuciones y acaban produciendo al final interpretaciones peregrinas,
incompletas o sinceramente insostenibles.
La tesis de Vargas Llosa consta de cinco capítulos y su argumento podría resumirse de la
siguiente manera: Rubén Darío habría tenido una etapa inicial de aprendizaje en Nicaragua,
caracterizada principalmente por una inestabilidad artística y un afán imitativo que le habría
llevado a remedar una gran cantidad de modelos literarios con evidente facilidad técnica pero sin
originalidad temática ni verdadero tono personal. Otro condicionamiento crucial para su
vocación artística habría sido la ausencia de sus padres durante su infancia, que su convivencia
con sus tíos-abuelos no habrían podido remediar completamente y que habría llevado a Darío a
buscar en la literatura la principal compensación a ese vacío. Sin embargo, según Vargas Llosa,
el momento clave en la evolución dariana se daría en Chile y en concreto a partir de su
conocimiento de la obra de Zola y de su intento de recreación de la misma en “El fardo”, uno de
los cuentos más conocidos de Azul… Ésta sería una experiencia decisiva porque en su obra
anterior Darío habría sido sobre todo un poeta de la forma, que habría entendido su vocación de
escritor únicamente en clave turrieburnista e identificado la belleza literaria con lo más externo
del lenguaje. Por el contrario, al conocer a Zola y al escribir “El fardo”, Darío habría sufrido una
crisis de identidad, por haberse planteado la posibilidad de ser un escritor con una función social,
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de denuncia mucho más directa e inmediata, y de practicar una literatura comprometida y


realista.
Al final, según Vargas Llosa, este dilema se acaba resolviendo en favor de la vertiente esteticista,
que se entiende como “una exclusiva elaboración artificial, desinteresada de toda finalidad ética
y social” (161). De ahí resulta la actitud de Darío como un escritor comprometido sólo con lo
estrictamente literario, sin responsabilidades cívicas inmediatas, actitud que el autor de
Conversación en la catedral considera ya como culminante y definitiva. El frustrado intento de
Darío escribir un volumen de relatos de corte realista después de Azul… (el que habría llevado
por título Cuentos nuevos) no sería sino una ratificación de que el nicaragüense, por naturaleza y
por elección, era sobre todo un esteta y un escritor individualista. Ese compromiso con la belleza
y la plenitud formal habría llegado a su perfección en Prosas profanas y en Los raros, y así el
Darío posterior (el europeo y el de Cantos de vida y esperanza) habría vuelto a ser un escritor
vacilante y desorientado, sin un compromiso vinculante con el arte y con unos logros artísticos
heterogéneos e inferiores a sus principales libros americanos. La tesis se cierra con una
reivindicación de la importancia que Zola habría supuesto para Darío, que según el joven Vargas
Llosa habría sido la más determinante de todas sus lecturas.
Está claro que al evaluar esta interpretación del encuentro de Darío con su propia vocación de
artista hay que hacer al menos dos o tres importantes correcciones. Vargas Llosa se mueve aquí
en el contexto tradicional de las valoraciones más esteticistas de Darío, que ignoraban sus
escritos políticos o sociales o su carga interior o simbolista. Al final estos escritos quedaban
relegados a un plano muy secundario, entre otras razones porque los méritos y la revolución
formal que Darío produjo en la literatura en español no contaban con precedentes análogos desde
el Siglo de Oro. Creo que todo ello condiciona y limita esta lectura de Darío que hace Vargas
Llosa, tan reductora en este sentido como las de Luis Cernuda, Cintio Vitier o Françoise Perus.
En segundo lugar creo que lo que Vargas Llosa está llevando a cabo realmente es un recurso a
Darío para explicar en clave su proceso personal de búsqueda y encuentro con su propia
vocación de escritor. No significa esto que haya paralelismos exactos entre la biografía externa
de ambos, sino sólo recordando que las fechas y los mundos de esta tesis (1958) y la primera
obra de ficción del Nobel (Los jefes, 1959) han de entenderse ensamblados. En otras palabras,
este trabajo sobre Darío parece sobre todo y especialmente en sus momentos más lúcidos y mejor
escritos, una reflexión sobre el surgimiento o el encuentro de un escritor, de cualquier escritor,
con su destino de artista, con su compromiso con la literatura, algo que Vargas Llosa debía estar
experimentando también intensamente en esas fechas. Como bien sabemos, es frecuente que en
ensayos y trabajos de investigación el punto de partida crítico o la línea directriz del mismo, que
a veces es, simplemente, un prejuicio, lleve a interpretaciones forzadas de textos particulares o
del conjunto de la obra de un autor.
Sin salirnos de Darío, es lo que ocurre con el conocido trabajo de Pedro Salinas, el poeta del
amor del veintisiete, que hace de la poesía de Darío un corpus más erótico de lo que realmente
fue y deja muy en los márgenes muchos de los textos claves del nicaragüense, sean políticos,
metaliterarios o existenciales. Es así como creo que puede entenderse el desmedido énfasis que
Vargas Llosa atribuye a Zola y a su obra en la configuración de la biografía poética de Darío.
Dicho énfasis le hace obviar que Zola no fue ni mucho menos el único autor que sacó a Darío del
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mundo decimonónico o provincial que traía de Nicaragua ni tampoco el único mundo referencial
que trató de emular en sus escritos chilenos. Si Vargas Llosa insiste en ello creo que se debe más
bien a que ese realismo zolesco es el que él mismo va a tomar como una de sus principales
referencias en Los jefes y un poco más tarde en La ciudad y los perros (1963). Es lo que pienso
que debe deducirse también de unas palabras suyas de La verdad de las mentiras: “¿Me refiero
sólo al caso del escritor realista, aquella secta escuela o tradición a la que sin duda pertenezco,
cuyas novelas relatan sucesos que los lectores pueden reconocer como posibles a través de su
propia vivencia de la realidad?”
En la misma dirección apunta lo que me parece la omisión o limitación más grave del trabajo, es
decir su identificación de la belleza artística con las exquisiteces formales y la consecuente e
injusta cancelación del Darío de Cantos de vida y esperanza. Tal como lo presenta Vargas Llosa,
el Darío de Cantos no aportaría nada nuevo ni al Modernismo ni a su propia obra, que de esta
manera quedaría efectivamente concluida con Prosas profanas y Los raros y reducida una vez
más al esteticismo parnasiano en el que la han arrinconado tantos estudios. Por lo mismo, la
belleza artística consistiría sobre todo en los brillos formales más espectaculares y ruidosos, pero
nada tendría que ver con el singular mundo interior que se da también en muchos poemas de
Prosas profanas e incluso de Azul… Igualmente pasarían a ser irrelevantes composiciones como
“Yo soy aquél…”, “Canción de otoño en primavera”, “A Roosevelt” o “Lo fatal”, todas ellas
pruebas contundentes y cimeras de la excelencia poética de Darío y que ciertamente corrigen la
juvenil propuesta de Vargas Llosa.
Resumiendo, Bases para una interpretación… es un trabajo que interesa por su valor anecdótico
pero también por perseguir aclarar el momento clave del encuentro de Darío con el Modernismo,
empresa que ha sufrido numerosos por tratarse también del momento clave del nacimiento de la
modernidad literaria latinoamericana. La propuesta de Vargas Llosa no es descaminada, ni
mucho menos, pues el propio Darío recordó en Historia de mis libros que su encuentro con Zola
había supuesto para él una experiencia al mismo tiempo iluminadora e insatisfactoria en su
búsqueda de una nueva literatura. Sin embargo, sabemos que el Darío chileno no llegó al
Modernismo sólo a través de su distanciamiento de Zola o del naturalismo, y que tan decisivo o
más que esa negación fue la imitación afirmativa de parnasianos, simbolistas y decadentes y, en
otro orden, su propia marginalidad social y el contexto socioeconómico que el capitalismo
burgués acababa de crear en las urbes chilenas. Finalmente, y a pesar de la monotonía que
producen en este trabajo algunas repeticiones de ideas, ejemplos y palabras, no hay que dejar de
mencionar que algunas páginas –especialmente aquéllas en que los casos del joven Darío y del
joven Vargas Llosa parecen más cercanos– brillan por la excelencia de su lenguaje y su
redacción, y son una razón más para justificar la lectura de esta muestra primeriza de la faceta
crítica del reciente premio Nobel.

Mario Vargas Llosa: Bases para una interpretación de Rubén Darío. Lima: Universidad
Nacional Mayor de San Marcos, 2001, 169 pp.

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