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Este take-off debía estar además sucedido por, al menos, una fase de drive to maturity (empuje a
la madurez) que debía sostenerse en al menos dos generaciones de estabilidad económica, social y
política (cerca de cincuenta años) además de ir acompañado de un desarrollo tecnológico en los
sectores con que esos países habían basado su desarrollo. La fase final consiste en una urbanizada
sociedad con consumo masivo y un Estado de bienestar, y solamente los países del hemisferio
norte consiguieron sostenerse en esta fase, mientras que a los países que habían iniciado su fase
de take-off fueron llamados “en vías de desarrollo”, entre los que se encontraban los ya
mencionados Brasil y Venezuela, Colombia, y Chile.
Durante el segundo tercio del siglo XX, la gran mayoría de las ciudades latinoamericanas
experimentaron un incremento radical demográfico, alcanzando cifras que rebasaron los
poblamientos de centurias de ciudades europeas. Con economías basadas en la minería y el agro,
las presidencias de corte pos-liberal intentaron como fuese adaptarse a las nuevas demandas de
poblamiento que se dieron en los años treinta del siglo pasado, pero cuyas reformas y transiciones
fueron relativamente demoradas debido a factores como la persistencia de conflictos internos, la
inestabilidad del atractivo de estos países en el circuito internacional de inversión, el carácter
económicamente liberal pero políticamente conservador que se vivía en países como Colombia, y
regímenes tendientes a la autocracia.
Con las ciudades coloniales o nuevas urbes emergentes pobladas de migrantes y foráneos, era
usual encontrar problemas habitacionales y sanitarios, llegando a ser en algunos sitios condiciones
insostenibles y altamente denunciadas. Con esto en mente, las élites políticas instalaron la
urbanización y la higienización de las ciudades como parte de sus agendas, cimentando de manera
temprana las condiciones para la formación de un Estado de bienestar.
Después de los años cincuenta, Latinoamérica contaba ya con una serie de ciudades cosmopolitas,
como Buenos Aires, Rio de Janeiro y Ciudad de México, quienes rebasaban más de los dos millones
de habitantes. Estas cifras fueron acompañadas de una relativa estabilidad económica generada a
partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, en que algunas regiones demostraron un significativo
crecimiento industrial a partir de la sustitución de importaciones, en medio de la ya mencionada
urbanización.
Para Rostow, países como México y Brasil alcanzaron en esta época un avance que los hizo calificar
como países en take-off, mientras que los demás no rebasaban los cuatro puntos de incremento
en sus PIB. En compañía a este despegue económico, diversos gobiernos absolutistas y de corte
desarrollista empezaron a surgir a lo largo y ancho de la región, además de que se vislumbran los
intereses de países del hemisferio norte en la creación de agencias internacionales como la OEA y
la Cepal, patrocinadas por las Naciones Unidas y Estados Unidos, quienes fueron las piedras
angulares para las políticas desarrollistas impulsadas en la región. Estas políticas consistían
principalmente en la substitución de importaciones y la consolidación del corporativismo estatal.
Por otro lado, los niveles de urbanización casi duplicaban la participación industrial en las
economías argentina, chilena, venezolana, colombiana y brasileña, según los censos de los años
cincuenta. Tales niveles no podían ser absorbidos por el sistema productivo, de manera que a la
postre redundarían en una “inflación urbana” o “superurbanización”, tal como ocurriría en otras
regiones del tercer mundo. En las siguientes décadas, este excedente de población improductiva
ocupa lugares marginales en las ciudades, alojándose en barriadas y dependen de la economía
informal.
Este fracaso se agrava después de 1973 debido a los coletazos inflacionarios de las crisis
internacionales, que en Latinoamérica no sólo fueron causados por los altos precios de los
combustibles, sino también por el impagable incremento de la maquinaria importada para las
industrias y el problema de las guerrillas. Este malestar truncó algunas democracias
latinoamericanas.
Como tal, era evidente que los modelos desarrollistas de Rostow y la Cepal eran puntuales desde
un paradigma socioeconómico que, siendo inalcanzable, resultaba agotado e inválido en el marco
de la urbanización tercermundista y del clima político, técnico y académico de América Latina.
En este ambiente, la teoría de la Dependencia reforzó las tendencias nacionalistas de los gobiernos
opuestos a la presencia de capital foráneo en la explotación de materias primas y en los procesos
industriales.
Para un continente que ha completado su ciclo de urbanización después de un siglo, esta agenda
de malestar socioeconómico puede ser vista como un accidentado proceso en relación con las
fases de Rostow que demuestran: Primero, la inestabilidad política y económica que imposibilitó la
consolidación del Estado de bienestar. Segundo, la estrechez de los mercados nacionales, donde la
condición fundamentalmente productora se daba para el mercado foráneo, mientras que la
condición consumidora se daba a nivel local. Tercero, el agotamiento de la sustitución de
importaciones y otros programas económicos también pesaron en lo que puede ser llamado la
inmadurez del desarrollo latinoamericano.
Con esto, puede decirse que el desbalance producido entre la industrialización y la urbanización
en Latinoamérica después del agotamiento de aquella, con la consecuente inflación urbana y
sobretercerización, puso fin a las posibilidades de la madurez para el desarrollo en términos de las
fases y la lógica de Rostow.