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27/6/22, 10:48 ::: ARGENTINA HISTÓRICA - la historia argentina :::

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Federico Ibarguren

El cabildo abierto del 22 de Mayo

Doscientos cincuenta y un vecinos de los cuatrocientos cincuenta invitados


por esquela, concurrieron a las diez de la mañana a la sala capitular del
Ayuntamiento. El objeto era deliberar sobre las últimas noticias llegadas de la
metrópoli. Notábase en el recinto “la falta de muchos vecinos europeos de
distinción y cabezas de familia —comenta Julio César Chaves—, 10 en cambio,
asistían sus hijos”.

¿Qué tendencia resultó triunfadora en aquella Asamblea, señalada como el


primer antecedente de nuestra nacionalidad independiente?

“Evitad toda innovación o mudanza —recomendaba la proclama del síndico


procurador Leiva, leída por el escribano del Cabildo— pues generalmente son
peligrosas y expuestas a división. No olvidéis que tenéis casi a la vista un vecino
que acecha vuestra libertad (se refiere aquí a los lusitanos) y que no perderá
ninguna ocasión en medio del menor desorden...”

Un alegato racista y en el fondo nada español, fue el del Obispo de Buenos


Aires: Benito Lúe y Riega. Produjo en el auditorio un pésimo efecto —refiere
Vicente Fidel López— exacerbando el animo de los criollos. La legitimidad del
gobierno de Cisneros quedaba resumida en la siguiente frase: “mientras quede
un pedazo de tierra española y mientras haya uno solo de sus hijos en América,
España y ese español deben continuar en el mando”. Su argumentación no sólo
era chocante; estaba refutada por las leyes de Indias que tenía detrás. Así so lo
recordó Castelli, en su discurso tan comentado —a la vez que tergiversado— por
nuestros historiadores hispanófobos.

Castelli ejercía, a la sazón, el cargo de abogado de la Audiencia y era


hombre de preparación curialesca, perteneciente al grupo de los avanzados
“mirandistas”. Hay quienes afirman que, como miembro de la famosa “sociedad
de los siete” —especie de logia masónica cuya existencia histórica no está bien
probada—, conspiraba por el derrocamiento de las autoridades peninsulares. Sin
embargo (recordemos, al pasar, que Inglaterra acababa de aliarse con los
metropolitanos), contestó al Obispo con argumentos rotundamente
tradicionalistas. No obstante su tendencia liberal, sostuvo —por táctica— las
ideas opuestas (antinapoleónicas e hispanófilas) que flotaban en el ambiente. Me
inclino a creer que el prócer pronunció su discurso por razones de efectismo y
oportunismo políticos.

Vicente Fidel López 11 —de indiscutible autoridad al comentar los sucesos


de 1810 que conoció por tradición oral de su padre, testigo en la Asamblea del 22
de Mayo— pone en boca de Castelli estas consideraciones de furibundo tono
reaccionario: “¿Quién ha conquistado la España? ¿Quién ocupa todas sus
provincias y quién manda a la mayoría de los españoles? El Obispo no nos negará
que es Napoleón. Luego, si el derecho de conquista pertenece, por origen y Por
jurisdicción privativa, al país que conquista, justo sería que la España comenzase
por darle razón al Reverendo Obispo, abandonando la resistencia que hace a los
franceses y sometiéndose por los mismos principios con que se pretende que los
americanos se sometan a las aldeas de Pontevedra o al populacho de la

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Carraca...” Argumento habilísimo que refutaba, por elevación, la tesis de Lué


basada, precisamente, en el derecho de conquista.

Continúa Castelli: “Aquí no hay conquistados ni conquistadores. Aquí no


hay sino españoles. Los españoles de España han perdido su tierra. Los españoles
de América tratan de salvar la suya... Yo propongo que se vote la siguiente
proposición: que se subrogue otra autoridad al Virrey, que dependerá de la
Metrópoli si ésta se salva de los franceses y que será independiente si la España
queda subyugada.” “El doctor Castelli —dice por su parte Mariano Torrente— 12
declarando por caducado al gobierno español, e ilegítima la instalación del
Consejo de Regencia, votó por la emancipación indirecta de la Metrópoli,
proclamando el derecho de Buenos Aires para constituirse y gobernarse por leyes
fraguadas a su antojo”.

Pero faltó, sin duda, un plan previo, y el caudillo que ordenara las
deliberaciones de los concurrentes al Cabildo. El canciller de la Real Audiencia,
D. Antonio José de Escalada, que no formaba en ninguna de las tendencias
extremas, se atrevió a manifestar por su cuenta: “... que todo lo que fuese poner
en duda la necesidad de dar una nueva forma al gobierno del Virreinato le
parecía ya fuera de lugar, no sólo porque para eso se había convocado al
vecindario, sino porque la Capital, conmovida en la masa, lo reclamaba como
indispensable para su seguridad y para sus derechos. Había momentos —dijo— 13
en que los pueblos no tenían confianza sino en sí mismos; justo o injusto, es
siempre imprudente que se pretenda cerrarles las puertas que ellos quieren
vigilar”. El fiscal Villota —encarnación del espíritu conservador en, esa hora
grave— trató, por su parte, de rebatir los argumentos de Castelli con los
siguientes, basados también en la legislación indiana: “... dijo que las naciones —
nos refiere López— 14 cualquiera que fuese el régimen con que se gobernaban,
estaban habilitadas para ocurrir a su propia salvación en los casos imprevistos de
la suerte o en los grandes conflictos en que su esfuerzo fuese necesario”,
recomendando que esa decisión, atenta su gravedad, debía ser el resultado de la
deliberación de todos los pueblos del Virreinato.

El doctor Juan José Paso —según la tradición— cerró el debate con el


famoso argumento de la “gestión de negocios”, para justificar la precipitada
actitud porteño de formar gobierno, sin consultar previamente a sus “hermanas”
del interior.

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