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Una gran aventura.

Verónica Ramírez

Me llamo Mauricio, vivo en una hermosa estancia cerquita de Cerro Colorado (Florida),
junto a mi familia. Mi mamá, Luján, es la cocinera de la estancia; mi papá, Mario, se dedica a
varias labores de campo.

Era viernes. Yo estaba haciendo los deberes cuando, de pronto, miré por la ventana y
percibí que el tiempo estaba cambiando: se avecinaba una gran tormenta. Papá estaba muy
preocupado porque una de sus vacas se había perdido. Es por eso que, con Malebo, el perro, y
su caballo, habían salido de la estancia, bajo la gran lluvia, rumbo al arroyo.

Aproveché que mamá no me veía y me escapé pues quería ayudar en la búsqueda. Ensillé mi
caballo, llamado Tostado y salimos pese a la gran tormenta. Al trote por la extensa pradera
intenté seguir los ladridos de Malevo que se escuchaba enfurecido. La lluvia dificultaba mi
visibilidad y por eso quería llegar lo mas rápido posible al arroyo, pero papá ya no estaba allí.
Con mucho miedo y frío me refugié en el espeso monte, que por suerte conocía a la perfección.
Ese día paso a ser el refugio, no solo mío, sino de todo el ganado. A ese lugar yo iba siempre a
pescar y a juntar leña para la estufa de la estancia. Según lo que me contó papá este monte era
mucho más extenso de lo que es ahora.

No necesitaba luz, los relámpagos alumbraban mi camino a tal punto que los pedregales
parecían ser personas. La noche fría me abrazaba y ya no escuchaba a Malevo. Entonces, decidí
quedarme hasta que la tempestad pasara. Al amanecer, en aquella hermosa pradera, la lluvia
había cesado. Todo estaba en calma nuevamente y el sol comenzaba a asomarse en el
horizonte. Yo estaba nervioso pues no quería que mi madre se diera cuenta que me había
escapado.

Salí del monte y crucé la verde pradera caminando con mi caballo.


Él se detuvo a comer los tréboles que abundan. En ese momento alcé la vista y vi, al cruzar el
alambrado, un gran monte de eucaliptus. Observé enseguida a los monteadores manejando
grandes máquinas que cortaban los enormes árboles, los que, al caer generaban gran
estruendo, dejando a la vista un gran vacío. En la carretera se visualizaban los camiones
cargados de rolos. Mientras yo observaba el trabajo en la estancia ya había comenzado, las
máquinas cosechadoras por un lado, las fumigadoras por el otro. Reaccioné y salí al galope de
regreso a casa…

Extraído del libro : “Geografía de la Imaginación”

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