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EL PORTERO DE LOS CARTUJOS

PRIMERA PARTE

– ¡Qué dulce gozo para un corazón desengañarse de los vanos


placeres, de las frívolas diversiones y de las peligrosas voluptuosidades que lo unían al mundo! Una
vez que vuelve a sí mismo tras una larga serie de extravíos, y en medio de la calma que le procura la
feliz privación de lo que en el pasado era objeto de sus deseos, aún siente esos estremecimientos de
horror que deja en la imaginación el recuerdo de los peligros a los que ha escapado; pero sólo los
siente para felicitarse por la seguridad en que se encuentra: esos movimientos llegan a ser para él
sentimientos queridos, porque sirven para hacerle saborear mejor los encantos de la tranquilidad de
que goza. Tal es, lector, la situación del mío. ¡Cuánto no debo agradecer al Todopoderoso, cuya
misericordia me ha retirado del abismo del libertinaje en que estaba sumergido, y hoy me da fuerzas
para escribir mis extravíos para edificación de mis hermanos! Soy el fruto de la incontinencia de los
reverendos padres celestinos de la ciudad de R***. Digo los reverendos padres porque todos
alardeaban de haber participado en la composición de mi individuo. Pero, ¿qué asunto me detiene
de pronto? Mi corazón está agitado: ¿es por temor a que se me reproche que revelo aquí los
misterios de la Iglesia? ¡Ah!, superemos ese débil remordimiento: ¿no sabemos que Todo hombre es
hombre, y los monjes sobre todo? Por lo tanto, tienen la facultad de trabajar en la propagación de la
especie. ¡Eh!, ¿por qué iba a prohibírseles si lo hacen tan bien? Quizá, lector, esperéis impaciente
que os haga un relato detallado de mi nacimiento. Lamento no poder satisfaceros tan pronto en ese
punto, y por ahora vais a verme en casa de un afable campesino al que durante mucho tiempo tomé
por mi padre. 54 Ambroise era el nombre de aquel buen hombre, jardinero de una casa de campo
que los celestinos tenían en un pequeño pueblo a varias leguas de la ciudad; su mujer Toinette fue
elegida para servirme de nodriza: un hijo que había traído al mundo, y que murió en el momento en
que yo vi la luz, ayudó a velar el misterio de mi nacimiento; enterraron en secreto al hijo del
jardinero, y pusieron en su lugar al de los monjes: el dinero lo consigue todo. Crecía poco a poco,
siempre en total ignorancia y creyéndome hijo del jardinero; me atrevo a decir, sin embargo,
(perdóneseme este pequeño rasgo de vanidad) que mis inclinaciones revelaban mis orígenes. No sé
qué influencia divina actúa sobre las obras de los monjes: parece que la virtud del hábito se
comunica a todo lo que tocan, y Toinette lo demostraba. Era la hembra más fogosa que nunca haya
visto, y he visto unas cuantas: era gorda pero apetitosa, ojillos negros, nariz respingona, vivaracha,
apasionada, más de lo que suele serlo una aldeana. Hubiera sido un entretenimiento excelente para
un hombre de bien, júzguese para monjes. Cuando la granuja aparecía con su corsé de los
domingos, que le ceñía unos pechos que el sol siempre había respetado, y dejaba ver dos tetas que
rebosaban, ¡ah!, en ese momento ¡cómo sentía yo que no era hijo suyo! ¡O de que buena gana
habría pasado por alto esa condición! Todas mis disposiciones eran monacales. Guiado sólo por el
instinto, no veía una muchacha a la que no abrazase, y en la que no llevase mi mano a todos los
sitios donde ella tuviera a bien dejarla ir; y, aunque no supiese positivamente lo que habría hecho,
mi corazón me decía que habría hecho más si no me hubieran detenido. Un día que me creían en la
escuela, me había quedado en el cuchitril donde dormía. Un simple tabique lo separaba de la
habitación de Ambroise, cuya cama se apoyaba precisamente contra aquella pared. Estaba dormido,
hacía mucho calor, era en pleno estío, y de pronto fui despertado por las violentas sacudidas que oí
dar en el tabique. No sabía qué pensar de aquel ruido, cada vez más fuerte; prestando atención, oí
unos sonidos anhelantes y trémulas palabras sin ilación y mal articuladas. «¡Ay!..., más despacio,
querida Toinette, no vayas tan deprisa. ¡Ay, bribona..., me haces morir de placer! ¡más deprisa! ¡Eh,
deprisa! ¡Ay!..., me muero». Sorprendido de oír semejantes exclamaciones cuya energía no captaba
en su totalidad, me incorporé: apenas me atrevía a moverme. Si se hubiera sabido que estaba allí,
podía temer cualquier cosa, no sabía qué pensar, estaba muy preocupado. La inquietud que me
embargaba no tardó en dejar paso a la curiosidad. Volví a oír el mismo ruido, y creí distinguir que
un hombre y Toinette repetían alternativamente 55 las mismas palabras que ya había oído; idéntica
atención de mi parte: el deseo de saber lo que ocurría en aquella habitación se volvió al final tan
viva que acalló todos mis temores. Decidí saber lo que pasaba; estoy seguro de que de buena gana
habría entrado en la habitación de Ambroise para ver lo que ocurría, arriesgándome a todo lo que
hubiera podido sobrevenir. No hubo necesidad: tanteando despacio con la mano por ver si
encontraba algún agujero en el tabique, sentí que había uno cubierto por una gran imagen religiosa.
Lo perforé, y vi luz. ¡Qué espectáculo! Toinette, desnuda como la mano, tendida sobre la cama, y el
padre Polycarpe, superior del convento, que vivía en la casa desde hacía un tiempo, desnudo como
Toinette, haciendo... ¿qué? Lo que hacían nuestros primeros padres cuando Dios les ordenó poblar
la tierra; pero con circunstancias menos lúbricas. Aquella vista produjo en mí una sorpresa mezcla
de alegría y de un sentimiento vivo y delicioso que me habría sido imposible expresar. Sentía que
habría dado toda mi sangre por estar en el lugar del monje: ¡cómo lo envidiaba! ¡Qué grande me
parecía su felicidad! Un fuego desconocido se deslizaba por mis venas, tenía el rostro encendido, mi
corazón palpitaba, contenía aliento, y la pica de Venus, que empuñé con la mano, era de una fuerza
y de una rigidez capaz de derribar el tabique si hubiera empujado un poco fuerte. El padre terminó
su carrera y, al retirarse de Toinette, la dejó expuesta a todo el ardor de mis miradas. Ella tenía los
ojos moribundos y el rostro cubierto del rojo más vivo, jadeaba, los brazos le colgaban inertes, su
pecho subía y bajaba con una precipitación sorprendente: de vez en cuanto apretaba el trasero
poniéndose rígida y lanzando grandes suspiros. Mis ojos recorrían con una rapidez inconcebible
todas las partes de su cuerpo; no había una sola sobre la que mi imaginación no estampase mil besos
de fuego. Chupaba sus tetas, su vientre; pero el lugar más delicioso, y del que mis ojos ya no
pudieron arrancarse una vez que los hube fijado allí, era... ¡Ya me entendéis! ¡Cuántos encantos
tenía para mí aquella concha! ¡Ay, qué adorable colorido! Aunque cubierta por una especie de
espuma blanca, a mis ojos no perdía nada de la vivacidad de su color. Por el placer que sentía,
reconocí el centro de la voluptuosidad. Estaba sombreado por un pelo espeso, negro y rizado.
Toinette tenía las piernas separadas. Parecía que su lascivia estuviese de acuerdo con mi curiosidad
para no dejarme nada que desear. El monje, tras recuperar el vigor, fue de nuevo a presentarse al
combate; se colocó encima de Toinette con renovado ardor; pero sus fuerzas traicionaron su
valentía, y fatigado de picar inútilmente a su montura, lo vi retirar el instrumento de la concha de
Toinette, flojo y con la cabeza gacha. Despechada por esa retirada, Toinette lo cogió y se puso 56 a
menearlo; el monje se agitaba con furia y parecía no poder soportar el placer que sentía. Yo
analizaba todos sus movimientos sin otra guía que la naturaleza, sin otra instrucción que el ejemplo,
y, curioso por saber qué podía provocar aquellos movimientos convulsos del padre, buscaba su
causa en mí mismo. Estaba sorprendido de sentir un placer desconocido que aumentaba
insensiblemente, y por fin se volvió tan grande que caí desfallecido en mi cama. La naturaleza hacía
unos esfuerzos increíbles, y todas las partes de mi cuerpo parecían contribuir a los placeres del
instrumento que yo acariciaba. Finalmente cayó ese licor blanco, del que había visto una profusión
tan abundante en los muslos de Toinette. Volví de mi éxtasis y retorné al agujero del tabique, pero
ya era tarde: la última mano se había jugado, la partida estaba acabada. Toinette se vestía, el padre
ya lo estaba. Permanecí durante un tiempo con el espíritu y el corazón dominados por el lance del
que acababa de ser testigo, y en esa especie de aturdimiento que experimenta un hombre que acaba
de ser herido por el resplandor de una luz extraña. Iba de sorpresa en sorpresa: los conocimientos
que la naturaleza había puesto en mi corazón acababan de desarrollarse, las nubes con que los había
cubierto se habían disipado. Reconocí la causa de los distintos sentimientos que sentía cada día a la
vista de las mujeres. Esa imperceptible evolución de la tranquilidad a los impulsos más vivos, de la
indiferencia a los deseos, había dejado de ser un enigma para mí. «¡Ah! –exclamé–, ¡qué felices
eran! La alegría enloquecía a los dos. ¡Qué grande ha de ser el placer que disfrutaban! ¡Ah... qué
felices eran!». La idea de esa felicidad me absorbía: por un momento me privaba de la posibilidad
de pensar en ella. Un silencio profundo sucedía a mis exclamaciones. «¡Ah! –continuaba
enseguida–, ¿nunca seré mayor para hacer lo mismo con una mujer? Moriría encima de ella de
placer, ya que acabo de tener tanto. Sin duda, no ha sido más que una débil imagen del que
disfrutaba el padre Polycarpe con mi madre. Pero –proseguí–, qué simple soy: ¿es absolutamente
necesario ser mayor para tener ese placer? Pardiez, me parece que el placer no se mide por la altura;
con tal de estar uno encima de otro, eso debe ir sobre ruedas». Inmediatamente se me ocurrió hacer
partícipe de mis nuevos descubrimientos a mi hermana Suzon. Tenía unos años más que yo: era una
rubita muy guapa, con una de esas fisonomías francas que pueden dar la impresión de ser ingenuas
porque parecen indolentes. Tenía esos bellos ojos azules, llenos de dulce languidez, que parecen
miraros sin intención, pero cuyo efecto no es menos seguro que el de los ojos llenos de brillo de una
morena excitante que os lanza apasionadas miradas: ¿por qué? No lo sé, pues siempre me he
contentado groseramente con 57 el sentimiento, sin sentir la tentación de descifrar su causa. ¿No
será porque una hermosa rubia con sus miradas lánguidas parece rogaros que le deis vuestro
corazón, mientras que los de una morena quieren arrebatároslo por la fuerza? La rubia sólo pide un
poco de compasión por su debilidad, y esa forma de pedir es muy seductora; creéis darle compasión
únicamente, y le dais amor. La morena, en cambio, quiere que seáis débil, sin prometeros que ella lo
será. El corazón se indigna contra ésta, ¿no es cierto? Lo confieso para vergüenza mía, aún no se me
había ocurrido lanzar sobre Suzon una mirada de concupiscencia, cosa rara en mí, que codiciaba a
todas las chicas que veía. Cierto que, por ser ahijada de la señora del pueblo, que la quería y la hacía
educar en su casa, no la veía a menudo. Hacía un año, además, que estaba en el convento. Sólo
hacía ocho días que había salido porque su madrina, que debía venir a pasar un tiempo en el campo,
le había dado permiso para visitar a Ambroise. De pronto me sentí encendido por el deseo de
adoctrinar a mi querida hermana, y de disfrutar con ella de los mismos placeres que acababa de ver
tomarse al padre Polycarpe con Toinette. Ya no fui el mismo para ella. Mis ojos sonrieron a los mil
encantos que aún no le había visto. Su naciente pecho me pareció más blanco que la azucena, firme,
bien torneado. Ya estaba chupando con indescriptible delicia las dos fresitas que veía en la punta de
sus tetas; pero, sobre todo, en la pintura de sus encantos no olvidaba ese centro, ese abismo de
placeres, del que me hacía unas imágenes tan seductoras. Animado por la fogosidad viva y
abrasadora que estas ideas difundían por todo mi cuerpo, salí, fui en busca de Suzon; el sol acababa
de ponerse, el anochecer avanzaba; confiaba en que, a favor de la oscuridad que la noche iba a
derramar, en un momento lograría colmar mis deseos si la encontraba; la vi de lejos, estaba
cogiendo flores. Ni por un momento podía pensar ella que yo estaba maquinando la forma de coger
la flor más preciosa de su ramillete; volé hacia ella; al verla completamente entregada a una tarea
tan inocente, dudé por un instante en darle a conocer mi propósito; a medida que me acercaba,
sentía moderarse la vehemencia de mi carrera. Un temblor repentino parecía reprocharme mi
intención. Creía que debía respetar su inocencia, y sólo me retenía la incertidumbre del éxito. La
abordé, pero con una palpitación que no me permitía decir dos palabras sin recobrar el aliento.
«¿Qué estabas haciendo, Suzon? –le dije acercándome a ella y queriendo abrazarla. Ella se zafó
riendo; y me respondió: «¡Cómo! ¿No ves que estoy cogiendo flores? –¡Ah! ¡Ah! –continué–,
¿estás cogiendo flores? –Pues sí –me contestó–; ¿no sabes que mañana es el cumpleaños de mi
madrina?». 58 Este nombre me hizo temblar como si hubiera temido que Suzon se me escapase. Mi
corazón ya se había acostumbrado (si me atrevo a utilizar ese término) a mirarla como una
conquista segura, y la idea de que pudiera alejarse parecía amenazarme con la pérdida de un placer
que ya daba por seguro, aunque todavía no lo hubiera probado. «Entonces ¿no volveré a verte,
Suzon? –le dije con aire triste. –¿Por qué? –me respondió–, ¿acaso no volveré siempre aquí? Venga
–prosiguió con un aire encantador–, ayúdame a hacer mi ramillete». Mi única respuesta fue lanzarle
algunas flores al rostro y, acto seguido, ella me las lanzó también: «Mira, Suzon –le dije–, como me
eches más, te... ¡me las pagarás!». Y para demostrarme que desafiaba mis amenazas, me lanzó un
puñado. En ese momento mi timidez me abandonó: no tenía ningún miedo a que me viesen: la
oscuridad, que impedía que se pudiera ver a cierta distancia, favorecía mi audacia. Me lancé sobre
Suzon: ella me rechaza, yo la abrazo, ella me da una bofetada, yo la tiro al suelo, quiere levantarse,
se lo impido, la sujeto con fuerza entre mis brazos mientras le beso el pecho, se debate, yo intento
meterle mi mano por debajo de la falda, ella grita como un diablillo; se defiende tan bien que temo
no poder alcanzar mi propósito, y que acuda gente. Me levanté riendo, y pensé que ella no entendía
la malicia de lo que yo quería darle a entender. ¡Cómo me equivocaba! «Vamos, Suzon –le dije–,
para demostrarte que no pretendía hacerte daño, quiero ayudarte. –Sí, sí –me respondió con una
agitación igual a la mía por lo menos–, mira, ahí viene mi madre, y yo... –¡Ah!, Suzon –continué
enseguida, impidiéndole que siguiera hablando–, mi querida Suzon, no le digas nada, te daré...
bueno, todo lo que quieras». Un nuevo beso fue la prenda de mi palabra. Ella se echó a reír. Llegó
Toinette, yo temía que Suzon hablase: no dijo una palabra, y los tres juntos volvimos para cenar.
Desde que el padre Polycarpe estaba en la casa, había dado nuevas pruebas de la bondad del
convento hacia el pretendido hijo de Ambroise: acababan de comprarme ropa nueva. En verdad, en
ese punto su reverencia había consultado menos a la caridad monacal, que tiene límites muy
estrictos, que al cariño paterno, que a menudo no los conoce. Con semejante prodigalidad, el buen
padre exponía la legitimidad de mi nacimiento a violentas sospechas. Pero nuestros aldeanos eran
buena gente, y sólo veían lo que se les quería hacer ver. Además, ¿quién se hubiera atrevido a mirar
con ojos críticos y maliciosos el motivo de la generosidad de los reverendos padres? Eran gentes tan
honradas, tan buenas; en el pueblo los adoraban, hacían el bien a los hombres, y cuidaban del honor
de las mujeres: todo el mundo estaba contento. Pero volvamos a mi persona, porque voy a verme en
una singular aventura. 59 A propósito de esa persona. Yo tenía un aire travieso que no predisponía
en mi contra. Vestía con decencia, tenía unos ojos maliciosos, largos cabellos negros me caían en
rizos sobre los hombros y realzaban maravillosamente los vivos colores de mi cara, que, aunque
algo morena, no dejaba de valer su precio. Es un testimonio auténtico que me creo obligado a
presentar al juicio de muchas personas muy honradas y muy virtuosas a las que he rendido mis
homenajes. Suzon, como he dicho, había hecho un ramillete para la señora Dinville, ése era el
nombre de su madrina, mujer de un consejero de la ciudad vecina que venía a sus tierras a tomar la
leche para mejorar un estómago estragado por el champán y algunas otras causas. Como Suzon se
había puesto sus mejores galas, que la volvieron más adorable todavía a mis ojos, quedamos en que
yo la acompañaría. Fuimos al castillo. Encontramos a la dama en un aposento de verano donde
tomaba el fresco. Figuraos una mujer de estatura mediana, pelo moreno, piel blanca, el rostro feo en
general, iluminado por un rojo champañés, pero de ojos despiertos, amorosos, y con unas tetas más
opulentas que las de cualquiera otra mujer del mundo. En ese momento inicial, fue la primera
cualidad buena en la que me fijé: esas dos bolas han sido siempre mi debilidad. Es algo tan
agradable tenerlas en la mano, cuando... ¡ah!, cada cual tiene sus manías, perdóneseme ésta. Tan
pronto como la dama nos vio, lanzó sobre nosotros, sin moverse, una mirada llena de bondad.
Estaba tendida en un sofá, con una pierna encima y la otra en el suelo: sólo llevaba una sencilla
falda blanca, lo suficientemente corta para permitir que se viese una rodilla que no estaba lo
bastante cubierta para dejar pensar que sería muy difícil ver el resto: un pequeño corsé del mismo
color y un batín de tafetán de color rosa, abrochado con cierta negligencia, y la mano metida bajo la
falda, júzguese con qué intención. Mi imaginación se la figuró inmediatamente y mi corazón la
siguió de cerca: en adelante mi destino era enamorarme a la vista de todas las mujeres que se
presentaran a mis ojos; los descubrimientos de la víspera habían hecho florecer estas loables
disposiciones. «Ah!, buenos días, mi querida niña –dijo la señora Dinville a Suzon–, ¡qué bien,
vienes a verme! Ah... me traes un ramillete; te estoy muy agradecida, mi querida hija, dame un
abrazo». Abrazos de parte de Suzon. «Pero –continuó ella, lanzando los ojos sobre mí–, ¿quién es
este guapo mocetón? ¿Cómo, hijita? Te haces acompañar de un chico, qué bonito». Yo bajaba los
ojos, Suzon le dijo que yo era su hermano. Reverencia de mi parte. «Tu hermano –continuó la
señora Dinville–. Venga, pues –prosiguió mirándome y dirigiéndome la palabra–, bésame, hijo mío;
quiero que nos conozcamos los tres». Acto seguido, para empezar a conocerme, me da un beso en la
boca, siento una lengüecita deslizarse entre mis labios, y una mano que juega con los rizos de mis
cabellos. Yo aún no conocía aquella manera de besar; me produjo una excitación extraña. Lancé
sobre la dama una mirada tímida y encontré sus ojos brillantes y llenos de fuego, que esperaban los
míos al vuelo y que me hicieron bajarlos: nuevo beso de la misma clase, tras el cual fui libre de
moverme, pues apenas lo era por la forma en que me tenía abrazado. No estaba, sin embargo,
molesto, tenía la impresión de que sólo era una especie de anticipo sobre el ceremonial del
conocimiento que decía querer establecer conmigo. Y sin duda sólo debí mi libertad a la reflexión
que hizo sobre el mal efecto que podía producir la fogosidad de sus caricias, prodigadas con tan
poca reserva en una primera entrevista. Pero sus reflexiones no duraron mucho, reanudó la
conversación con Suzon, y el estribillo de cada período era: «Suzon, ven a darme un beso». Al
principio, el respeto me hacía mantenerme apartado. «Bueno –dijo ella dirigiéndome de nuevo la
palabra–, ¿no vendrá a darme un beso también este mocetón?». Avancé y la besé en la mejilla, aún
no me atrevía a dárselo en la boca, le di un beso algo más atrevido que el primero. Sólo quedé en
deuda con ella por un poco más de apasionamiento que ella puso en el suyo; y si compartía de este
modo sus caricias entre mi hermana y yo, era para engañarme sobre el sentido de las que me hacía.
Su política me hacía justicia, yo era más avispado de lo que mi cara le prometía. Paso a paso, me
adapté tan bien a esa pequeña maniobra que ya no esperaba el estribillo para tomar mi parte; poco a
poco mi hermana resultó privada de la suya: y yo me hice con el privilegio exclusivo de gozar de
las bondades de la dama, pues Suzon sólo conseguía ya las palabras. Estábamos sentados en el sofá,
charlábamos, porque la señora Dinville era una gran habladora. Suzon estaba a su derecha, yo a su
izquierda, Suzon miraba hacia el jardín, y la señora Dinville me miraba a mí: se entretenía en
desrizarme el pelo, en pellizcarme la mejilla, en darme cachetitos, y yo me entretenía en mirarla, en
ponerle la mano, al principio temblando, en el cuello; sus maneras desenvueltas me espoleaban, yo
era descarado, la dama no decía palabra, me miraba, se reía y me dejaba hacer. Mi mano, tímida al
principio, pero cada vez más atrevida por la facilidad que encontraba para satisfacerse, descendía
insensiblemente del cuello al pecho e insistía con delicia sobre un seno cuya turgencia elástica la
hacía estremecerse un poco, mi corazón nadaba en la alegría, y ya tenía en mi mano una de esas
bolitas encantadoras que manoseaba a placer. Iba a poner en ellas la boca: avanzando se llega a la
meta. Creo que habría llevado mi buena suerte hasta donde podía llegar cuando un maldito
inoportuno, el bailío2 del pueblo, un viejo mono enviado por algún diablo celoso de mi dicha, se
dejó oír en la antecámara. La señora Dinville, devuelta a la realidad por el ruido que hizo aquel
extravagante, al acercarse me dijo: «¿Qué estás haciendo granujilla?». Retiré la mano deprisa: mi
descaro no resistió frente a semejante reproche, me puse colorado, me creía perdido; la señora
Dinville, que veía mi apuro, me hizo sentir con un cachetito, acompañado de una deliciosa sonrisa,
que su enfado era puramente formal, y sus miradas me confirmaron que mi atrevimiento le
desagradaba menos que la llegada de aquel maldito bailío. Hizo su entrada el aburrido personaje.
Después de haber tosido, escupido, estornudado y sonado sus mocos, soltó su arenga, más aburrida
aún que su persona. Si nos hubiéramos visto libres con esto, el daño no habría sido mucho, pero
daba la impresión de que aquel tunante había citado a todos los pelmas del pueblo, que acudieron
uno tras otro a hacer sus zalemas; me moría de rabia. Una vez que la señora Dinville hubo
respondido a muchos cumplidos estúpidos, se volvió hacia nosotros y nos dijo: «Bueno, mis
queridos niños, mañana volveréis para comer conmigo, estaremos solos». Me pareció que me
miraba con cierta insistencia al decir esas últimas palabras. Mi corazón quedaba satisfecho con esa
seguridad, y sentí que, sin menoscabar mi inclinación, mi pequeño amor propio no dejaba de ser
halagado. «Vendréis vos, ¿verdad, Suzon? –continuó la señora Dinville– y traeréis a Saturnin (es el
nombre que entonces llevaba vuestro servidor). Adiós, Saturnin», me dijo abrazándome. Por el
momento, no quedaba en deuda con ella; nos fuimos. Me sentía en una disposición que, con toda
seguridad, me habría honrado ante la señora Dinville de no ser por la visita imprevista de aquellos
inoportunos aduladores; pero lo que sentía por ella no era amor, sólo era un violento deseo de hacer
con una mujer lo mismo que había visto hacer al padre Polycarpe con Toinette. El aplazamiento de
un día que la señora Dinville me había dado me parecía una inmensidad: de camino, traté de llevar
la conversación con Suzon hacia la aventura de la víspera.
«¡Qué simple eres, Suzon! –le dije–. ¿Crees que ayer quería hacerte daño?
–Entonces, ¿qué querías hacerme? –respondió.
–¡Darte mucho placer!
–¡Cómo! –replicó ella aparentando sorpresa–; ¿metiéndome la mano por debajo de la falda, me
habrías dado mucho placer?
–Desde luego, y si quieres que te lo demuestre, ven conmigo –le dije– a algún sitio apartado». Yo la
examinaba inquieto: buscaba en su rostro algún signo de los efectos que debía producir lo que le
decía: no veía en él más animación que de costumbre:
«¿Quieres?, di, mi querida Suzon –continué yo acariciándola.
–Pero... –me respondió, sin poner cara de entender la proposición que le hacía–; ¿qué es ese placer
que me elogias tanto?
–Es la unión de un hombre con una mujer que se abrazan –le respondí–, que se estrechan muy
fuerte y que, estrechamente apretados de esa forma, desfallecen». Con los ojos siempre clavados en
el rostro de mi hermana, no me perdía ninguno de los impulsos que la sacudían; veía en él la
insensible gradación de sus deseos. Su pecho se estremecía.
«Pero –me dijo, con una ingenuidad curiosa que me parecía de buen agüero–, mi padre me ha
tenido algunas veces así como dices, y sin embargo yo no sentía ese placer que me prometes.
–Es que no te hacía lo que yo querría hacerte –repliqué.
–¿Y qué querrías hacerme entonces? –preguntó ella con voz trémula.
–Te metería entre los muslos algo que él no se atrevía a meterte» –le respondí descaradamente. Se
puso colorada, y con su turbación me dejó la libertad de continuar en estos términos:
«Verás, Suzon, aquí tienes un agujerito –le dije, señalándole el lugar en que había visto la raja de
Toinette.
–¡Eh!, ¿quién te ha dicho eso? –me preguntó sin mirarme a los ojos.
–¿Quién me lo ha dicho? –continué, perplejo ante su pregunta–; es que... es que todas las mujeres
tienen lo mismo.
–¿Y los hombres? –continuó ella.
–Los hombres –le respondí– tienen un instrumento en el sitio en que vosotras tenéis una raja; ese
aparato se mete en esa raja, y ese instrumento es lo que hace el placer que una mujer tiene con un
hombre; ¿quieres que te enseñe el mío? Pero a condición de que tú me dejes tocar luego tu rajita;
nos acariciaremos, lo pasaremos muy bien».
Suzon estaba muy colorada, mis palabras parecían sorprenderla, y le costaba darles crédito; no se
atrevía a dejarme que le metiera la mano debajo de la falda por temor, decía, a que quisiera
engañarla y terminase por contarlo todo. Le aseguré que nada en el mundo sería capaz de
arrancarme esa confesión, y para convencerla de esa diferencia que, como le aseguraba, había entre
nosotros dos, quise cogerle la mano, ella la retiró, y continuamos nuestra conversación hasta la casa.
Me daba cuenta de que a la granujilla le gustaban mis lecciones, y de que, si volvía a encontrarla
cogiendo flores, no me sería difícil impedirle gritar: ardía en deseos de completar mis instrucciones
y unirles su puesta en práctica. Nada más entrar en la casa vimos llegar al padre Polycarpe:
enseguida descubrí el motivo de su visita, y dejé de dudar cuando su reverencia declaró con aire
desenvuelto que venía a comer en familia; pensaban que Ambroise estaba muy lejos. Lo cierto es
que les molestaba muy poco; pero siempre está uno más a gusto cuando se ve libre de la presencia
de un marido; por más cómodo que sea, siempre es un animal de mal agüero. No dudé de que esa
tarde iba a gozar yo del mismo espectáculo que había gozado la víspera, y enseguida formé el
propósito de hacer partícipe de él a Suzon.
Pensaba, con razón, que verlo sería un excelente medio de avanzar en mis asuntillos con ella; no le
dije nada, aplacé la prueba para después de la comida, totalmente decidido a no utilizar ese medio
sino en caso extremo, como un cuerpo de reserva decisivo para una acción. El monje y Toinette no
se azoraban en nuestra presencia: nos creían testigos poco peligrosos. Yo veía la mano izquierda del
cura deslizarse misteriosamente por debajo de la mesa, y agitar las faldas de Toinette, que le
sonreía, y tenía la impresión de que le separaba los muslos aparentemente para dejar paso más
franco a los dedos libertinos del disoluto monje. Por su parte, Toinette tenía una mano encima de la
mesa; pero la otra estaba debajo, y verosímilmente devolvía al padre lo que el padre le prestaba; yo
lo sabía; una mente avisada intuye las cosas más pequeñas. El reverendo padre resoplaba con
mucho gusto, Toinette le respondía en el mismo tono: pronto llegaron sus deseos al punto en que
nuestra presencia les molestaba; ella nos lo hizo saber aconsejándonos, a mi hermana y a mí, que
fuéramos a dar una vuelta por el jardín: entendí lo que quería decirnos. Nos levantamos al punto y,
con nuestra marcha, les dejamos la libertad de hacer algo más que deslizar las manos por debajo de
la mesa: envidioso de la felicidad que nuestra marcha iba a ponerles en situación de disfrutar, quise
intentar de nuevo seducir a Suzon sin la ayuda del cuadro que debía ofrecer a sus miradas. La llevé
hacia una alameda de árboles cuyo espeso follaje creaba cierta oscuridad que prometía mucha
seguridad a mis deseos. Ella se dio cuenta de mi propósito y no quiso seguirme:
«Mira, Saturnin –me dijo ingenuamente–, veo que quieres seguir hablándome de eso; de acuerdo,
hablemos.
–¿Te gusta entonces –le respondí– cuando hablo de eso?». Me confesó que sí: «Juzga, mi querida
Suzon –le dije–, el que tendrías por lo que te dan mis palabras»... No le dije más, la miraba, le tenía
cogida la mano que apretaba contra mi pecho.
«Pero, Saturnin –me respondió–, y... ¿si eso fuera a hacerme daño?
–¿Qué daño quieres que haga? –le respondí, encantado de no tener que destruir más que un
obstáculo tan débil–. Ninguno, mi querida pequeña, al contrario.
–¿Ninguno? –replicó ella ruborizándose y bajando la vista–, ¿y si me quedo encinta?». Esta
objeción me pilló desprevenido, no pensaba que Suzon supiera tanto, y confieso que no estaba en
condiciones de darle una respuesta satisfactoria.
«¿Cómo encinta? –le dije–, ¿es que es así como las mujeres se quedan embarazadas, Suzon?
–Claro –me respondió en un tono de seguridad que me asustó.
–¡Eh!, ¿y dónde lo has aprendido?» –le pregunté, porque me daba cuenta de que ahora le tocaba a
ella darme lecciones. Me respondió que estaba dispuesta a decírmelo, pero a condición de que yo no
hablara de ello en mi vida.
«Te creo discreto, Saturnin –añadió–, y si alguna vez en tu vida fueras capaz de abrir la boca sobre
lo que voy a decirte, te odiaría a muerte». Le juré que no hablaría nunca de aquello:
«Sentémonos aquí» –continuó ella señalándome un cuadro de césped perfecto para hablar sin que
nadie nos oyera; yo hubiera preferido la alameda, donde no habríamos sido vistos ni oídos; se la
propuse de nuevo, pero no quiso ir. Nos sentamos en el césped, con gran pesar mío; para colmo de
desgracias, vi llegar a Ambroise. Como de nuevo mis esperanzas habían desaparecido, me resigné.
La agitación en que me puso el deseo de saber lo que Suzon tenía que decirme sirvió para distraer
mi pena. Antes de empezar, Suzon volvió a exigir nuevas seguridades de mi parte: se las di bajo
juramento, ella dudaba, aún no se atrevía; fue tanto lo que insistí que se decidió:
«De acuerdo –me dijo–, te creo, Saturnin; escucha, vas a quedarte asombrado de todas las cosas que
sé, te lo advierto. Hace un rato creías que ibas a enseñarme alguna cosa, sé más que tú, vas a verlo;
pero no creas por eso que me haya gustado menos lo que me has dicho: siempre agrada oír hablar
de lo que deleita.
–¡Cómo! Suzon, hablas como un oráculo, se ve de sobra que has estado en un convento: ¡cómo
forma eso a una muchacha!
–Sí, es verdad –me respondió–, si no hubiera estado en uno, ignoraría muchas de las cosas que sé.
–Venga, dime todo lo que sabes –exclamé muy animado–, me muero de ganas por saberlo.
–No hace mucho tiempo –continuó Suzon–, durante una noche muy oscura, dormía yo con un
profundo sueño y me desperté al sentir un cuerpo completamente desnudo que se metía en mi cama;
quise gritar, pero me pusieron la mano en la boca, diciéndome:
«Cállate, Suzon, no quiero hacerte daño, ¿no reconoces acaso a la hermana Monique?». Aquella
hermana había tomado hacía poco el velo de novicia, era mi mejor amiga.
«Jesús –le dije–, querida, ¿por qué vienes a verme a mi cama? »
–Porque te quiero –me respondió abrazándome. »
–¿Y por qué estas totalmente desnuda? »
–Es que hace tanto calor que hasta el camisón me pesa demasiado. Está cayendo una lluvia horrible,
he oído tronar, tengo mucho miedo, ¿no lo oyes tú también? ¡Qué estruendo el de esos truenos! ¡Ay,
abrázame muy fuerte, corazoncito, echa la sábana por encima de nuestra cabeza para no ver esos
malditos relámpagos: así, ay, mi querida Suzon, ¡qué miedo tengo!».
»Yo, que no temo los truenos, trataba de tranquilizar a la monja, que, mientras tanto, pasaba su
muslo derecho entre los míos, y el izquierdo por debajo; y, en esa postura, lo frotaba contra mi
muslo derecho metiéndome la lengua en la boca y dándome con la mano azotitos en las nalgas;
después de que se moviese un poco de esa forma, creí sentir que me mojaba el muslo, lanzaba
suspiros, yo imaginaba que el miedo a los truenos era el causante de todo aquello. La compadecía,
pero no tardó en recuperar su postura natural; yo pensaba que iba a dormirse y me preparaba para
hacer otro tanto cuando me dijo:
«¿Estás dormida, Suzon?». Le respondí que no, pero que pronto lo estaría. «¿Quieres dejarme morir
de miedo? –continuó–. Sí, me moriré si te duermes; dame la mano, querida, dámela». Me dejé coger
la mano, que al punto llevó ella a su raja, y me dijo que la acariciara con mi dedo en la parte alta de
ese lugar; lo hice por cariño hacia ella. Yo esperaba a que me dijese que acabase, pero no decía
nada, se limitaba a separar las piernas y respiraba un poco más deprisa que de ordinario, lanzando
de vez en cuando suspiros y moviendo el trasero; creí que se encontraba mal, y dejé de mover el
dedo.
«¡Ay!, Suzon –me dijo con voz entrecortada–, acaba, por favor, acaba». Continué. «¡Ay, ay! –
exclamó, agitándose con mucha energía y abrazándome con fuerza–, date prisa, reina mía, date
prisa, ¡ay!, deprisa, ay... Me muero». En el momento en que decía eso, todo su cuerpo se puso
rígido, y yo volví a sentir mi mano mojada; finalmente lanzó un gran suspiro y se quedó inmóvil. Te
aseguro, Saturnin, que yo estaba asombradísima de todo lo que me obligaba a hacer. »
–¿Y no estabas excitada? –le dije. »
–¡Oh!, claro que sí –me respondió–, veía de sobra que todo lo que acababa de hacerle le había dado
mucho placer, y que, si ella quería hacerme lo mismo, también yo tendría mucho, pero no me
atrevía a proponérselo; sin embargo, me había puesto en una situación muy embarazosa. Yo
deseaba, pero no me atrevía a decirle lo que deseaba, volvía a ponerle encantada la mano en su raja,
cogía la suya que yo llevaba y hacía descansar en diferentes lugares de mi cuerpo, sin atreverme sin
embargo a ponerla en el único donde sentía que lo necesitaba. La hermana, que sabía tan bien como
yo lo que le pedía, y que tenía la malicia de dejarme hacer, se compadeció por fin de mi apuro, y me
dijo abrazándome:
«Ya veo, granujilla, lo que quieres». Acto seguido, se pone encima de mí, yo la recibo en mis
brazos:
«Abre un poco los muslos –me dice–. La obedezco: me hunde el dedo donde el mío acababa de
darle tanto placer; ella misma repetía las lecciones que me había dado. Yo sentía que el placer crecía
gradualmente y aumentaba cada vez que ella movía el dedo. Yo le devolvía al mismo tiempo el
mismo servicio, ella tenía las manos juntas debajo de mis nalgas, me había dicho que moviera un
poco el trasero, a medida que ella empujara. ¡Ah!, que delicias me producía aquel delicioso
jueguecito, pero no era más que el preludio de las que debían venir a continuación. El éxtasis me
hizo perder el conocimiento, quedé desfallecida en brazos de mi querida Monique, ella se
encontraba en el mismo estado, permanecíamos inmóviles. Por fin me recobré de mi éxtasis; me
encontré tan mojada como la hermana, y, como no sabía a qué atribuir semejante prodigio, tenía la
simpleza de creer que era sangre lo que acababa de derramar; pero no estaba asustada, al contrario,
parecía como si el placer que acababa de sentir me hubiera enloquecido, tantas eran las ganas que
tenía de volver a empezar; se lo dije a Monique; me contestó que estaba cansada y que había que
esperar un poco; no tuve paciencia, y me puse encima de ella como ella acababa de ponerse sobre
mí, entrelacé mis muslos a los suyos y, frotándome como ella había hecho, volví a caer en éxtasis.
«Bueno –me dijo la hermana, encantada con los testimonios que le daba del placer que sentía–,
¿estás enfadada conmigo, Suzon, por haber venido a tu cama? Sí, apuesto a que me odias por haber
venido a despertarte. »
–¡Ah! –le respondí–, ¡sabéis de sobra que es lo contrario! ¿Qué podría daros a cambio de una noche
tan deliciosa? »
–Granujilla –continuó besándome–, venga, no te pido nada, ¿no he tenido yo tanto placer como tú?
¡Ah, cómo acabas de hacerme gozar! Dime, querida Suzon –prosiguió–, no me ocultes nada: ¿no
habías pensado nunca en lo que acabamos de hacer? »Le dije que no. »
–¿Cómo? –prosiguió–, ¿nunca te habías metido el dedo en tu coñito?». La interrumpí para
preguntarle qué entendía ella por esa palabra. »
–¡Pues es esa raja –me respondió– que acabamos de acariciarnos. ¿Cómo?, ¿aún no sabías eso? Ay,
Suzon, a tu edad yo sabía más que tú». »
–Lo cierto –le respondí– es que no me había preocupado por gozar de ese placer. Ya conocéis al
padre Jerôme, nuestro confesor, es él quien siempre me lo ha impedido; me hace temblar cuando
voy a confesarme, no deja de preguntarme precisamente si cometo impurezas con mis compañeras,
y me prohíbe sobre todo hacerlas conmigo misma. Siempre he sido tan ingenua como para creerlo,
pero ahora sé a qué atenerme sobre sus prohibiciones. »
–¿Y cómo te explica esas impurezas que te prohíbe hacer contigo misma? –me preguntó Monique. »
–Pues me dice, por ejemplo –le respondí–, que es cuando una se mete el dedo donde sabéis, cuando
una se mira los muslos y los pechos; me pregunta si no me sirvo de un espejo para mirarme alguna
otra cosa que la cara. Y me hace mil preguntas parecidas. »
–¡Ah, el viejo sinvergüenza! –exclamó Monique–, apuesto a que no deja de hablarte de eso. »
–Me hacéis pensar –le dije a la hermana– en ciertas cosas que hace cuando estoy en su
confesionario, y que yo siempre tomaba tontamente por puras muestras de amistad: ¡viejo canalla!
Ahora ya sé el motivo. »
–¡Eh!, ¿y qué cosas son ésas? –me preguntó vivamente la hermana. »
–Esas cosas son –le respondí– besarme en la boca diciéndome que me acerque para oírme mejor,
mirarme atentamente los pechos mientras le hablo, ponerme la mano en el escote, y prohibirme
enseñarlo so pretexto de que es una manifestación de coquetería; pero, a pesar de sus sermones, no
retira la mano, que baja cada vez más por el pecho y a veces llega incluso hasta mis tetas; cuando la
retira es para llevarla inmediatamente bajo la sotana y moverla con pequeñas sacudidas; entonces
me estrecha entre sus rodillas, me atrae hacia él con su mano izquierda, suspira, sus ojos se
extravían, me besa más fuerte que de costumbre, sus palabras no tienen ilación, me dice ternezas y
me reprende al mismo tiempo. Recuerdo que un día, al retirar la mano de debajo de la sotana para
darme la absolución, me cubrió todo el escote de algo caliente, que corrió en gotitas; lo sequé a toda
prisa con mi pañuelo, del que ya no he podido servirme después. El padre, muy apurado, me dijo
que era el sudor que corría de sus dedos: ¿qué pensáis, mi querida Monique? –le dije a la hermana.
»
–Ahora mismo te diré lo que era –me respondió–, ¡ah, viejo pecador! Pero has de saber, Suzon –
continuó–, que lo que acabas de contarme también me pasó con él. »
–¡Cómo! –le dije–, ¿también a vos os hace algo parecido? »
–No, desde luego –me respondió–, porque lo odio a muerte, y ya no me confieso con él desde que
he aprendido más cosas. »
–¿Y cómo habéis aprendido –le pregunté– a saber lo que os hacía? »
–Voy a decírtelo –me respondió la hermana, pero has de ser discreta, porque me perderías, mi
querida Suzon».
–No sé, Saturnin –prosiguió mi hermana tras un momento de silencio–, si debo revelarte todo lo
que me contó». El deseo de saber una historia cuyo preludio me encantaba, me facilitó las
expresiones necesarias para vencer la irresolución de Suzon. Mezclé las caricias a las promesas, y
terminé por persuadirla. Es la hermana Monique la que va a expresarse por boca de Suzon. Por más
impulsivo que parezca el carácter de esa hermana, temo que mis expresiones se queden todavía por
debajo de la realidad: el poco tiempo que pasé a su lado me ha hecho concebir una imagen suya que
me resulta imposible reproducir fielmente.
Así es como explica esta heroína: No tenemos el control de los movimientos de nuestro
corazón. Seducidos al nacer por la atracción del placer, es a él a quien le ofrecemos el primer
sentimiento. ¡Felices aquellos cuyo temperamento no rehuye los austeros consejos de la razón!
Ellos encuentran ayuda contra la inclinación de sus corazones. Pero debemos envidiarles su
felicidad r No. Que disfruten del fruto de su sabiduría: compran muy caro, ya que no conocen el
placer. Oye, ¿qué es esta sabiduría, al fin y al cabo, cuyos oídos están atónitos? Una quimera, una
palabra dedicada a expresar el cautiverio en el que tenemos nuestro sexo. El elogio que se le da a
esta virtud imaginaria es para nosotros lo que es un sonajero para un niño que lo divierte y le impide
gritar.
Las ancianas a las que la edad les ha hecho insensibles al placer, o más bien que la jubilación les
prohíbe, creen que se compensan por la impotencia de saborearlo con los horribles retratos que nos
hacen de él. Vamos a decirles, Suzon. Cuando eres joven, no debes tener otro maestro que tu
corazón: es solo a él a quien debes escuchar, es solo a este consejo al que debes rendirte. Fácilmente
creerá que teniendo tales inclinaciones, fue necesario nada menos que la obligación de un claustro
para evitar que me entregara a ellas; pero es precisamente en el lugar donde querían sofocar mis
deseos que encontré los medios para satisfacerlos.
Muy joven como era, cuando mi madre, después de la muerte de su cuarto marido, vino a quedarse
en este convento como internada, no temí la resolución que había tomado. Sin poder distinguir el
motivo de mi miedo, sentí que me iba a hacer infeliz.
La hermana, al darme algunas sentía que me faltaba algo, la visión de un hombre, y esa era la razón
de mi aversión al claustro. Del simple pesar de estar privado de ella pasé pronto a reflexionar sobre
lo que podía hacer que esta privación fuera tan sensible para mí. ¿Qué es un hombre? dije. ¿Es un
tipo de criatura diferente a nosotros? ¿Cuál es la causa de los movimientos que la visión de él excita
en mi corazón? ¿Hay una cara más amable que otra? No; el mayor o menor encanto que encuentro
sólo excita más o menos la emoción. La inquietud de mi corazón es independiente de estos
encantos, ya que el propio padre Jerónimo, por desagradable que sea, me conmueve cuando estoy
cerca de él. Por tanto, es sólo la cualidad del hombre la que produce esta perturbación; pero, ¿por
qué la produce? Sentía la razón en mi corazón, pero no la conocía; hacía esfuerzos por irritar los
lazos a los que mi ignorancia la reducía. ¡Esfuerzos inútiles! Adquirí nuevos conocimientos sólo
para caer en nuevas vergüenzas.

A veces me encerraba en mi habitación y me entregaba a las reflexiones: éstas ocupaban el lugar de
la compañía, donde más me divertía. ¿Qué he visto en estas empresas? mujeres; y cuando estaba
sola, sólo pensaba en los hombres; sondeaba mi corazón, le pedía que me explicara lo que sentía;
me desnudaba; me examinaba con un sentimiento de voluptuosidad; Mi imaginación me presentó a
un hombre, extendí los brazos para besarlo, mi coño fue devorado por un fuego prodigioso: nunca
había tenido la audacia de ponerle un dedo encima. Siempre me frenó el miedo a hacerme daño, y
sufrí los demonios más vívidos sin atreverme a apaciguarlos. A veces estaba dispuesta a sucumbir;
pero, asustada por mi intención, ponía la punta de mi dedo allí, y la retiraba con premura; la cubría
con el hueco de mi mano, la presionaba. Finalmente, me entregué a la pasión, empujé, me mareé
por el dolor, para ser sensible sólo al placer; era tan grande que pensé que iba a expirar.
Volví con un nuevo deseo de hacerlo de nuevo, y lo hice tantas veces como mis fuerzas me lo
permitieron. Estaba encantada con el descubrimiento que acababa de hacer: había arrojado luz sobre
mi mente. Juzgué que, puesto que mi dedo acababa de darme momentos tan deliciosos, era
necesario que los hombres hicieran con nosotras lo que yo acababa de hacer sola, y que tuvieran una
especie de dedo que pudieran utilizar para poner donde yo había puesto el mío, pues no dudaba de
que éste era el verdadero camino del placer. Habiendo alcanzado este grado de iluminación, me
sentí agitado por el violento deseo de ver en un hombre el original de una cosa cuya copia me había
dado tanto placer.
Educado por mis propios sentimientos de los que la vista de las mujeres despierta recíprocamente
en el corazón de los hombres, añadí a mis encantos todos los pequeños placeres cuyo uso ha sido
inventado por el deseo de agradar. Frunciendo los labios con gracia, sonriendo misteriosamente,
lanzando miradas sinceras, modestas, cariñosas, indiferentes; afectando a ordenar, a perturbar mi
pañuelo, para hacer que los ojos se fijaran en mi pecho; precipitando hábilmente sus movimientos,
agachándome, levantándome de nuevo, poseía estos pequeños talentos en el último grado de la
coquetería; los practicaba continuamente; pero, aquí, era poseerlos en pura pérdida. Mi corazón
suspiraba por la presencia de alguien que conociera el precio de mi conocimiento y que me hiciera
saber el efecto que tendría en él.
Continuamente en la puerta, esperaba que mi felicidad me enviara lo que tanto tiempo había
deseado en vano: me hice amiga de todos las internas que los hermanos venían a ver. Si alguien
preguntaba por mí, no dejaba de pasar sin afectación por delante de la sala de visitas: me llamaban,
corría hacia allí, y me atrevo a decir que los que encontraba allí no me veían impunemente.
Un día estaba examinando a un apuesto muchacho cuyos vivaces ojos negros me devolvían las
miradas con desgaste. Un sentimiento delicado y picante, alejado incluso del placer ordinario que
me producía la presencia de los hombres, fijó mi atención en él de forma agradable. La obstinación
de mi mirada que al principio había recibido con bastante indiferencia, animó a los suyos: no los
apartó de mí. Era nada menos que tímido, o más bien era de una audacia que, apoyada en los
encantos de su figura, le respondía con éxito con todas las mujeres que quería atacar.
Él aprovechaba los momentos en que su hermana miraba hacia otro lado para hacerme señas que yo
no entendía nada, pero que mi pequeña vanidad quería que fingiera escuchar, y que yo autorizaba
con sonrisas que lo envalentonaban hasta el punto de hacer gestos que yo entendía perfectamente.
Metió la mano entre los muslos: me sonrojé y, a pesar mío, seguí el movimiento con el rabillo del
ojo. La sacó, haciendo un gesto con la mano izquierda, que presionó sobre la muñeca de la derecha:
no había que ser muy listo para intuir que lo que acababa de tocar era de esta longitud. Su acción
me hizo arder. La modestia quería que me fuera, pero la modestia hace una débil resistencia cuando
el corazón es tan inteligente como para traicionarlo. El amor me hizo quedarme. Bajé tímidamente
la mirada, pero pronto volví los ojos a Verland (así se llamaba), ojos que quise hacer parecer
irritados y que el placer hizo languidecer. Él lo intuyó; vio que yo no tenía fuerzas para
desaprobarlo; se aprovechó de mi debilidad, y para no dejarme nada que desear en cuanto al ardor
con que sus miradas me testimoniaban, unió al primer dedo de la mano izquierda con el pulgar y
metió el segundo dedo de su mano derecha en esta especie de hendidura
La empujó hacia dentro y hacia fuera y suspiró. El bribón me recordó circunstancias demasiado
encantadoras como para permitirme la fuerza de mostrarle la ira que merecía esta nueva falta de
respeto.
Oh, Suzon, qué feliz fui con él, y cuánto más feliz pensé que habría sido si hubiéramos estado solos;
pero cuando lo estuvimos, una puerta impenetrable habría detenido nuestros placeres. Al momento
llamaron a mi compañera; nos dijo que iba a ver qué se quería de ella, y que no tardaría en volver.
Su hermano aprovechó este momento para explicarse más claramente; no me hizo grandes
discursos, pero significaron mucho. Aunque el cumplido no fue absolutamente cortés, me pareció
tan natural que lo recuerdo con agrado. Las mujeres nos sentimos más halagadas por un discurso en
el que la naturaleza habla por sí misma, por poco medidas que sean las expresiones, que por esas
insípidas gaideces que el corazón repudia y que el viento se lleva. Volvamos al cumplido de Ver-
land; aquí está: "No tenemos tiempo que perder; eres encantadora, tengo una erección como un
Cartujo, me muero por ponértela; enséñame una manera de entrar en tu convento. Estaba tan
aturdida por sus palabras y la acción con la que las pronunció que me quedé inmersa en sus
palabras.
Me sorprendió tanto que tuvo tiempo de meter la mano por la rejilla, cogerme los pezones,
manipularlos y decirme otras dulzuras de la misma fuerza antes de que yo volviera de mi sorpresa;
y cuando volví, me encontré tan poco en condiciones de detener sus transportes, que su hermana le
sorprendió en esta ocupación; se hizo la diablilla, me dijo algunos insultos, le dijo otros a su
hermano, y no le volví a ver.
Todo el convento se enteró pronto de mi aventura: susurraban, me miraban, reían, hablaban, se
mofaban. No me preocupaba mucho, mientras el murmullo no pasara de las fronteras. Estaba segura
de la discreción de las bonitas, pero no estaba tan segura de las feas. Las feas, que estaban seguras
de que nunca tendrían tales oportunidades de pecar, gritaron de escándalo, primero en voz baja,
luego en voz alta, y tan alto que las viejas lo supieron. Al principio me había reído; luego temblé, y
tenía buenas razones para temblar, pues las discretas madres reunieron el consejo para deliberar
entre ellas sobre lo que debía hacerse a una desvergonzada que se dejaba tocar los pezones, un
crimen irremisible a los ojos de un grupo de viejas momias a las que no les quedaban más que
pezones para echarse al hombro. El caso se consideró grave: cualquiera, salvo yo, habría sido
expulsada. ¡Cómo lo deseaba! Pero tenía que traer una buena dote.
Mi madre les había asegurado que tomaría el velo: me perdonaron, y el resultado del consejo fue
que ellas me castigarían. Se propusieron hacerlo: lo había previsto. Me había encerrado en mi
habitación: forzaron la puerta y me atacaron. Mordí a una de ellas, arañé a la otra, di patadas,
arranqué peleles, arranqué bonetes; finalmente, me defendí tan bien que mis enemigos desistieron
de su empresa. Lo único que se llevaron de su acción fue la vergüenza de haber demostrado que seis
madres no podían reducir a una joven: yo era una leona en ese momento.
La rabia y el cuidado de mi defensa me habían ocupado hasta entonces por completo. Sólo pensé
en darles la razón a las viejas, pero pronto me volví tan débil como antes había sido audaz y
vigorosa. La ira dio paso a la desesperación. Mi rostro estaba bañado en lágrimas, no tanto por el
placer de verme a salvo como por el insulto que pretendían infligirme. ¿Cómo voy a volver al
convento?", dije; "se burlarán de mí: pocos se compadecerán de mí, todos me rehuirán. Ah, aquí
estoy cubierto de vergüenza! Pero quiero ir con mi madre, continué; puede que me culpe, pero
quizás me perdone. Un niño tiene... Bueno, ¿dónde está el gran crimen? ¿Lo he consentido? Así es
como solía sonar. Sí", continué, "la encontraré. Me levanté de la cama con este propósito, y habría
estado allí, si no hubiera dado un paso para abrir la puerta y hubiera pisado algo que rodó y me
derribó.

Quise ver qué podía haber provocado mi caída: busqué y lo encontré. Imagínate en qué me convertí
al ver una máquina que representaba de forma natural una cosa que mi imaginación me había
pintado a menudo: ¡una polla!
– ¿Qué es eso?", le pregunté a la hermana.
– - Me dijo, dependerá de ti no permanecer mucho tiempo en esta ignorancia. Bonita como
eres, qué felices serán algunos amables jinetes de poder enseñarte, pero no tendrán la gloria: eso
está reservado para mí. Una polla, mi querido Suzon, es un miembro del hombre; ■ ¡se le llama el
miembro por excelencia, porque es el rey de todos los demás Ahl que bien merece este nombre!
Pero si las mujeres le hicieran la justicia que merece, lo llamarían su dios, Sí, es uno; el coño es su
dominio, el placer es su elemento, va a buscarlo en los pliegues más ocultos; lo penetra, se sumerge
en él, lo saborea, lo hace saborear; nace en él, vive en él. muere en él, y renace enseguida para
añadirlo. Pero no es sólo a él a quien debe todo su mérito. Sometido a las leyes de la imaginación y
de la vista, sin ellas no puede hacer nada; es blando, cobarde, pequeño, y no se atreve a mostrarse;
con ellas, orgulloso, ardiente, impetuoso, amenaza, se precipita, rompe, derriba todo lo que se
atreve a resistirle.
– - Espere -dije a la hermana, interrumpiéndola-, se olvida de que está hablando con una
novata; mis ideas se pierden en sus elogios; siento que algún día adoraré a ese dios del que hablas;
pero todavía es un desconocido para mí; antes de que pueda saber, debo saber; proporciona tus
expresiones a la debilidad de mis conocimientos; explícame de manera sencilla todo lo que acabas
de decirme.
– - Lo haré", respondió la hermana. La polla es blanda, floja y pequeña cuando está inactiva,
es decir, cuando los hombres no se excitan ni por la vista de una mujer ni por las ideas que se les
ocurren; pero ofrezcámonos a sus ojos, descubramos nuestros pechos, mostremos nuestros pezones,
enseñemos una cintura fina, una pierna libre, -las gracias de una cara bonita no son siempre
necesarias-, una nada les llama la atención, su imaginación trabaja; Se ejercita, penetra en todas las
partes de nuestro cuerpo; hace los más bellos retratos, da firmeza a los pezones que a menudo tienen
poca, representa un pecho apetitoso, un vientre blanco y pulido, unos muslos redondos y regordetes,
firmes, un pequeño bulto que rebota, un pequeño coño rodeado de todos los encantos de la
juventud: piensan que probarían delicias inefables si pudieran poner su polla. En este momento la
polla se hace grande, se alarga, se endurece; cuanto más grande es, cuanto más larga es, cuanto más
dura es, más placer da a la mujer porque se llena más, roza mucho más fuerte, entra mucho más
lejos, da delicias, emociones que te deleitan.
– - ¡Ah! Le dije a Monique, que¿No te debo yo? Ahora sé complacer, y no fallaré, en
ocasiones, en destaparme el pecho, en mostrar mis pezones.
– - ¡Cuídate! me dijo la hermana; esta no es la manera real de complacer. Necesita más arte
del que crees. Los hombres son extraños en sus deseos; lamentarían deber a nuestra facilidad
placeres que, sin embargo, no podrían saborear sin nosotras; sus celos los trastornan contra todo lo
que no proviene de ellos mismos; quieren que los objetos se les presenten solo cubiertos con una
gasa ligera, que deja algo que hacer a su imaginación, y las mujeres no pierden nada: pueden
confiar en la imaginación de los hombres del cuidado de pintar sus encantos; liberal en lo que la
halaga, no los pintará en su contra. No sabéis que es este cuadro que se pintan los hombres el que da
lugar a sus deseos o al amor, es lo mismo, porque cuando decimos: Monsieur de. . está enamorado
de Madame ..., es lo mismo que si se dijera: Monsieur de ... vio a Madame ...; su vista excitaba
deseos en su corazón; arde de ganas de poner su polla en el coño. Esto es realmente lo que significa;
pero como el decoro exige que no digamos estas cosas, hemos acordado decir: El señor de ... está
enamorado.
– Encantada con todo lo que me dijo la hermana, estaba impaciente por conocer el resto de la
historia. La insté a continuar. "De buena gana", me dijo; paramos un poco, pero este detalle era
necesario para su instrucción.
– Volvamos a la sorpresa que me causó la visión de esta ingeniosa máquina que acababa de
coger. Había oído hablar de un consolador mil veces: sabía que era con este instrumento que
nuestras buenas madres se consolaban de los rigores del celibato. Esta máquina imita las pollas; está
destinado a realizar sus funciones; está hueco y lleno de leche caliente, para hacer más perfecto el
parecido, y reemplazar por esta leche artificial la que la naturaleza hace brotar del miembro de un
hombre., cuando los que la usan se han puesto, por frotamientos repetidos, en la situación de tener
algo más, sueltan un pequeño manantial: la leche se va y los inunda. Así engañan sus deseos con
una impostura cuya dulzura les hace olvidar la de la realidad.
– Juzgué que la conmoción había hecho que esta preciosa joya se cayera del bolsillo de una de
las madres que habían venido a atacarme, pero no estaba segura de que fuera realmente un
consolador, pero mi corazón me lo dijo. Esta visión disipó todo mi dolor: solo pensaba en lo que
sostenía en mi mano, y quería probarlo en el acto. Su tamaño me asustó, a decir verdad, pero me
animó mis temores pronto dieron paso al ardor de su vista me inspiró. Un dulce calor, precursor del
placer que iba a degustar, se extendió por todo mi cuerpo; se estremeció con la emoción en la que
me encontraba, y exhalé largos suspiros.
– Temiendo la sorpresa, empecé por cerrar la puerta; y, sin apartar los ojos del consolador, me
desnudé con todo el ardor de una joven novia a punto de ser colocada en el lecho nupcial. La idea
del secreto que iba a enterrar los placeres con los que me iba a embriagar les daba un toque de
vivacidad que me encantaba. Me tiré en la cama, con mi querido consolador en la mano; pero, mi
querida Suzon, cuál fue mi dolor cuando vi que no podía meterlo me desesperé, hice esfuerzos
capaces de desgarrar mi pobre coñito. Abrí el coño, y presionando la maldita cosa hacia abajo, me
lastimé insoportablemente. No me detuve. Pensé que si me frotaba un poco de pomada, me abriría
más. Puse un poco; estaba sangrando, y esta sangre mezclada con el ungüento y lo que la furia en
que me hizo salir de mi coño con un placer que me transportó, sin duda habría abierto el paso, si el
instrumento no hubiera sido de un tamaño prodigioso. Vi el placer cerca de mí, y no pude resistirlo.
Me vi obligada, redoblé mis esfuerzos, pero fue en vano, el maldito consolador rebotó y me dejó
sólo dolor. ¡Ah!" grité, "si Verland estuviera aquí, lo habría hecho aún más grande, me siento lo
suficientemente valiente para sufrirlo. Sí, lo sufriría, le ayudaría, aunque me destrozara, aunque
muriera; moriría feliz, con tal de que me lo diera.
– Si me diera dolor -continué-, ¡qué dulces serían los placeres que me daría para hacer ese
dolor! Le estrecharía entre mis brazos, le apretaría con fuerza, él me apretaría de la misma manera;
le apretaría con besos ardientes en su boca rubicunda; se los prodigaría en sus ojos, sus hermosos
ojos negros llenos de fuego; me estrecharía entre sus brazos; ¡qué placer! Respondería a mis
transportes con transportes igualmente vivos; ¡lo convertiría en mi ídolo! Sí, lo adoraría: un niño tan
hermoso como él merece ser adorado. Nuestras almas se fusionarían; se unirían en nuestros labios
ardientes. Ah, querido Verland, ¿por qué no estás aquí? ¡Qué delicias! El amor lo inventaría para
nosotros, me entregaría a cualquier pasión que me inspirara. Pero, ¡ay!", continué, "¿por qué
engañarme con una ilusión tan dulce? Estoy sola, ¡ay! estoy sola, y para empeorar las cosas, tengo
en mis manos una sombra, una apariencia de placer, que sólo sirve para aumentar mi desesperación,
que me inspira deseos que no pueden ser satisfechos. Maldito instrumento -continué, chasqueando
el consolador y arrojándolo con rabia al centro de la habitación-, vete a deleitar a una desgraciada a
la que puedas servir; a mí nunca me deleitarás: ¡mi dedo vale mil veces más que la ley!
Inmediatamente caí rendida de cansancio y me dormí pensando en Verland.
– Al día siguiente no me desperté hasta muy tarde; el sueño había amortiguado mis transportes
amorosos; pero no había cambiado la resolución que había tomado de abandonar el convento. Las
mismas razones que me habían determinado a tomar esta resolución me hicieron sentir aún más la
necesidad de llevarla a cabo. A partir de entonces me consideré libre, y el primer uso que hice de mi
libertad fue relajarme en la cama hasta las diez. Puede que la campana haya sonado, pero no he
aparecido. Me aplaudí a mí misma por el disgusto que mi desobediencia debía causar a nuestras
ancianas. Al final me levanté, me vestí y, para seguir mi plan, empecé por arrancarme el velo de la
cárcel, que consideraba un signo de servidumbre. Mi corazón se sintió más libre, me pareció que
había traspasado una barrera que hasta entonces se interponía en mi libertad. Pero mientras iba de
un lado a otro de mi habitación, aquel maldito consolador se presentó de nuevo ante mis ojos. Esta
visión me dejó inmóvil; me detuve, lo tomé; fui a sentarme en mi cama, me puse a considerar el
instrumento. ¡Qué bonito es!", dije, tomándolo con complacencia en la mano, "¡qué largo es, qué
suave es! ¡Qué largo es, qué suave!.
– Es una pena que sea tan grande: ¡mi mano apenas puede agarrarlo! Pero es inútil para mí...
No, nunca podrá servirme de nada -continué, levantando la falda e intentando de nuevo meterla en
un lugar que aún me dolía por los esfuerzos que había hecho el día anterior. Me encontré con las
mismas dificultades y tuve que volver a conformarme con el dedo. Trabajé con todo el coraje que
me inspiraba la visión del instrumento, y empujé las cosas hasta que me fallaron las fuerzas.
Permanecí insensible al propio placer que me estaba dando; mi mano sólo se movía mecánicamente,
y mi corazón no sentía nada. Este disgusto momentáneo me dio una idea que me halagó mucho. Voy
a salir", me dije, "no me sobra nada; salgamos con un golpe de efecto; quiero llevar este
instrumento a la Madre Superiora: veremos cómo apoya esta opinión.
– Disfrutaba por adelantado, de camino al piso de la superiora, de la confusión que le iba a
causar al mostrarle el consolador. La encontré sola; me acerqué a ella con aire libre.
– - Sé muy bien, señora -dije-, que después de lo sucedido ayer y de la afrenta que usted quiso
hacerme, no puedo seguir con honor en su claustro. (Me miró con sorpresa y sin responder, lo que
me dio libertad para continuar). Pero, señora, sin llegar a esos extremos, si me hubiera equivocado,
y fuera para monja con lo que no estoy de acuerdo, ya que la violencia que me hizo el indigno
Verland me privó de la libertad de defenderme, podrías haberte contentado con darme una
reprimenda; aunque no la hubiera merecido, la habría sufrido y me habría limitado a gemir sin
quejarme, ya que las apariencias hablaban en mi contra.
– - Una reprimenda, señorita -respondió con severidad-, ¡una reprimenda por una acción como
la suya! Te mereces un castigo ejemplar, y sin el respeto que tenemos por tu madre, que es una santa
dama, tú...
– - No castigas a todos los culpables -interrumpí bruscamente- y tienes a algunas en el
convento que hacen otra cosa.
– -¿Otra cosa? -dijo-; nómbralas y las castigaré.
– - No las nombraré -respondí-, pero sé que había una entre las que ayer me trataron con tanta
indignación.
– - Ah", exclamó, "¡esto es llevar el caso demasiado lejos! ¡esto es llevar la corrupción del
corazón y el desvarío de la mente tan lejos como pueden ir!
– La dejé terminar tranquilamente su panegírico, y cuando vi que se había detenido, saqué
fríamente el consolador de mi bolsillo y se lo presenté:
– Aquí", le dije con el mismo aire, "hay una prueba de su santidad,de su virtud, de su castidad,
¡o al menos de una de ellas! Mientras tanto, yo examinaba el rostro de nuestro buen superior. Ella
me miró, se sonrojó y se prohibió: estas señales involuntarias no me dejaron ninguna duda de que el
consolador era suyo; más aún, me sobrecogió su afán por quitármelo de las manos.
– - Ah, mi querida niña -dijo (la restitución que acababa de hacerle me había reconciliado con
ella)-, ¿puede ser que en una casa donde hay tantos ejemplos de edificación, haya almas tan
abandonadas por Dios como para hacer uso de semejante infamia? Oh, Dios mío, estoy al lado de la
alegría. Pero, mi querida niña, nunca digas que lo has encontrado: me vería obligada a ser severa, a
hacer averiguaciones, y quiero ser amable. Pero tú, mi querida niña, ¿por qué quieres dejarnos?
Vuelve a tu habitación, lo arreglaré todo: diré que nos hemos equivocado. Puedes contar con mi
afecto, porque te quiero mucho. Puedes estar segura de que no te verán con peores ojos, a pesar de
lo ocurrido. Veo que nos equivocamos al tratarte así: no eras culpable. Le hablaré a la señorita
Verland en el tono adecuado. Jesús, Dios mío", continuó, mirando el consolador, "el diablo es
inteligente. Creo, que el cielo me perdone, que es un... ¡Ah, la cosa fea!
Cuando la superiora terminó estas palabras, entró mi madre. - ¿Qué he aprendido, señora ":" le dijo
a la superiora? e inmediatamente hablándome:
Y usted, señorita, ¿por qué está aquí ?, tenía que contestar; Estaba desconcertada, me sonrojé, bajé
los ojos; Estaba presionada, balbuceé. La superiora habló por mí; lo hizo con ingenio. Si ella no me
culpó completamente por la conducta que se había mantenido conmigo, no me cobró lo suficiente
como para hacerme creer que yo era realmente culpable. Mi culpa pasó por una imprudencia en la
que el corazón nunca se había perfeccionado, por una violencia por parte de un joven temerario al
que se le prometió no dejar volver al convento, y se concluyó que no lo hizo.
Sólo estaba la señorita Verland de criminal, ya que fue ella quien había sacado algo que tuvo que
callar si no fuera por el honor de su hermano, al menos por el mío, que sin embargo no lo hizo. No
voy a sufrir, porque, dijo la Superiora. , quería enmendar el insulto que me habían hecho. No podría
desear más. Salí blanca como la nieve de una aventura donde. sin insultarme podrías poner el mal
de mi lado; pero tuve cuidado de no aceptarlo.
Mi madre nos dolía a mí y habló con una dulzura que me conmovió. Las almas celosas de la gloria
de Dios saben aprovechar todo. Fuí apresada entre la superiora y mi madre a quienes, habiendo
tenido la desgracia de escandalizar, aunque involuntariamente, amiga mia, tuve que reconciliarme
con el Padre de las misericordias y acercarme al sacramento de la penitencia.
Me han dicho muchas exhortaciones sobre esto que paso, para no aburrirlos. Mi madre casi me
convierte con sus sermones. Sin embargo, el dolor que sentí al confesar mis faltas debería haberme
hecho dudar de mi conversión, y el padre Jérôme me arrancó la confesión en lugar de que yo se la
hiciera a él. ¡Dios sabe qué placer tuvo, este viejo pecador! Nunca le había contado tanto; todavía
no lo sabía todo; porque no creo que Dios pueda cometer un gran crimen para que una pobre
muchacha trate de hacer sus necesidades cuando tiene prisa. Ella no se hizo a sí misma; ¿Es culpa
suya si tiene deseos, si está enamorada? ¿Es culpa suya que no tenga un marido que la complazca?
Ella busca apaciguar estos deseos que la devoran, este fuego que la quema; utiliza los medios que le
da la naturaleza: nada menos criminal. A pesar de los pequeños misterios que le había hecho al
padre Jérôme, no dejé de ser penetrada. ¿Fue arrepentimiento? No. La verdadera causa fue la
negativa de mi padre a darme la absolución. Temí que proporcionara nuevo material para murmurar;
Me emocioné hasta las lágrimas. Temía que al presentar mi confusión a los ojos de mis enemigos,
les daría una nueva causa de triunfo.
Fui a pararme en un reclinatorio, frente al altar: mis lágrimas me adormecieron, me quedé dormida.
Tuve el sueño más encantador durante mi sueño pensé que estaba con Verland, que me sostenía en
sus brazos, que me presionaba con los muslos. Dejé el mío a un lado y me dejé llevar por todos sus
movimientos. Manipuló mis pezones con transporte, los apretó, los besó. El exceso de placer me
despertó. De hecho, estaba en brazos de un hombre. Todavía ocupado con las delicias de mi sueño,
creía que mi felicidad estaba convirtiendo la ilusión en realidad. Pensé que estaba con mi amante:
¡no era él! Me abrazaron con fuerza por detrás. En el momento en que abrí los ojos, los cerré con
placer y no tuve fuerzas para mirar a quien me lo dio. Me sentí inundado con un licor caliente, y
algo duro y caliente que me empujó con suspiros. Yo también suspiré, y en el momento en que un
licor similar que sentí escaparse de todas partes de mi cuerpo, con deliciosas embestidas,
mezclándose con el que se estaba derramando por segunda vez, me hizo caer inmóvil sobre mi
cuerpo, ora Dios. Este placer que, si durara para siempre, sería mil veces más agudo que el que se
saborea en el cielo, ¡ay !, este placer se acaba demasiado pronto. Me embargó el miedo al pensar
que estaba sola durante la noche en la parte trasera de una iglesia: con quien no no lo sabía; No me
enteré, no me atreví a moverme; Cerré los ojos, estaba temblando. Mi temblor aumentó aún más
cuando sentí que alguien me apretaba la mano, la besaba. El susto me impidió retirarla, no tuve el
atrevimiento; pero me tranquilicé un poco cuando lo oí decir en mis oídos, en voz baja:
No temas; soy yo ! Esta voz, que recordaba vagamente haber escuchado, me devolvió el valor y
tuve la fuerza para preguntar quién era, sin tener el poder de mirar.
- Ehl es Martin, me dijeron, el ayuda de cámara del padre Jerome. Esta declaración apaciguó mi
miedo. Miré hacia arriba, lo reconocí. Martin era rubio, despierto, bonito, enamorado. ¡Ah! ¡que el
era! Él estaba temblando a su vez, y estaba esperando mi respuesta para huir o besarme de nuevo.
No se lo hice a él, pero lo miré con una risa, con ojos que aún sentían el placer que acababa de
probar. Vio que no era un signo de ira; se arrojó a mis brazos con pasión; Lo recibí de la misma
manera, y sin pensar que si alguien notaba que faltaba en el convento, podrían venir a buscarnos
juntos ... ¿Te lo digo? El amor hace que todo sea excusable. Sin respetar el altar, en cuyos escalones
estábamos, Martín se inclinó un poco sobre mí, me sacó las faldas, metió la mano por todos lados;
tan apasionado como él, le llevé la mía a la cara; por primera vez en mi vida tuve el placer de que
me tocaran !Ah! Que bonito era el suyo! pequeño, pero largo, tal como lo necesitaba. ¡Qué fuego!
¡Qué comezón tan voluptuosa se deslizó por todo mi cuerpo primero! Me quedé en silencio, apreté
este querido pinchazo en mi mano, lo consideré, lo acaricié, lo acerqué a mi pecho, lo llevé a mi
boca, lo chupé; ¡Me lo hubiera tragado! Martin metió el dedo en mi coño, lo movió suavemente, lo
retiró, se lo volvió a poner y así renovó mis placeres a cada momento, me besó, me chupó la
barriga, el bulto y los muslos; los dejó para poner labios calientes en mi pecho. En un momento me
cubrí con sus besos. No pude resistir estos ataques de placer. Me dejé caer, tirando de él gentilmente
hacia mí con mi brazo derecho, el cual apreté cariñosamente; Lo besé en la boca, mientras con la
mano izquierda, sosteniendo el objeto de mis deseos, intentaba presentármelo y procurarme un
placer más sólido. Un transporte igual hizo que se tumbara encima de mí: empezó a empujar. -
Detente, le dije con una voz interrumpida por mis suspiros, detente, mi querido Martín; no vayas tan
rápido, quedémonos un rato. Inmediatamente, hundiéndome debajo de él y abriendo mis muslos,
uní mis piernas a sus lomos. Mis muslos estaban presionados contra sus muslos, su vientre contra
mi estómago, su pecho contra mi pecho, su boca sobre mi boca: nuestras lenguas se unieron,
nuestros suspiros se fundieron. ¡Ah! Suzon, ¡qué postura tan encantadora! no pensé a nada en el
mundo, ni siquiera al placer que tenía, estar ocupado solo para sentirlo. La impaciencia me impidió
probarlo más. Hice un movimiento, Martin hizo lo mismo y nuestra felicidad se desvaneció; pero
antes de perderlo, sentimos lo grande que era: parecía como si hubiera recogido sus rasgos más
vivos y encantadores para abrumarnos con ellos. Nos quedamos sin sentir, abrimos los ojos para
volver a apresurarnos; el placer fue negado a nuestros esfuerzos. Es hora, continuó Monique, de
enseñarte, Suzon, cómo fue esa agua bendita con la que el padre Jerónimo te roció el pecho un día,
dándote la absolución. Mi primera acción, cuando Martin fue retirado de mis brazos, fue llevar la
mano donde había recibido los mayores golpes. Por dentro, por fuera, todo estaba cubierto de ese
licor, cuya efusión me había dado tanto placer; pero había perdido todo su calor y para entonces
estaba frío como el hielo. Fue semen. Así es como llamamos a una materia blanca espesa que sale
del directo o la estafa cuando descargamos. La descarga es la acción que sigue a esta voluptuosa
fricción por la que se preludia.
– ¿Cómo, -le dije a Monique,- era eso lo que derramabas hace un momento?
– - Sí, en efecto- me dijo-¡y tú también me diste un poco, pequeña bribóna! ¿No sentiste tu
pequeño coño completamente mojado?
Pero, mi querida niña, el placer que has probado está muy por debajo del que se saborea con un
hombre; porque lo que nos da se mezcla con lo que le damos, entra en ella, nos penetra, nos
inflama, nos refresca, nos quema. ¡Qué delicias, Suzon! Ah, mi querida Suzon, son inexpresables;
pero escucha el resto de mi aventura, continuó.
Estaba bastante arrugado, como puedes creer, después del ejercicio amoroso que acababa de hacer;
me recuperé como pude y le pregunté a Martin qué hora era.
-No es tarde -respondió-.
-Acabo de oír la campana de la cena -dije-. No me importa ir, me acostaré rápidamente, pero antes
de dejarte, dime, mi querido Martin, por qué casualidad te has encontrado aquí, y cómo te has
atrevido a venir.
- ¡Oh, por Dios! No me falta audacia. He venido a decorar la iglesia, porque, como sabes, mañana
es un buen día; te he visto. “Creo", me dije mientras te miraba, "que aquí hay una joven que está
rezando a Dios". Me dije: "¡Debe de tener mucha devoción para venir a la iglesia a esta hora,
mientras todos los demás están de fiesta! pero ¿no estará también dormida? Yo lo creería, echemos
un vistazo. Me dije a mí mismo pero me acerqué mucho a ti y vi que estabas dormida.
Me quedé allí un rato, mirándote, y todo el tiempo mi corazón hacía tic-tac, tic-tac. La culpable
está bien; Martín -dije-, al menos el culo es bonito: esta es una buena jugada, hijo mío; si dejas
escapar esta oportunidad, no la volverás a encontrar... ten cuidado, Martín. Lo supe de inmediato. Te
levanté el collarín y vi dos pequeños pezones blancos. Puse mi mano sobre ellos, y luego los besé
suavemente; y luego, viendo que dormías como un zapato, me dieron ganas de hacer algo más, y
ese algo más lo hice empujando valientemente tu habito por detrás; y luego empujé; y luego, señora,
ya sabe el resto.
A pesar de su lenguaje grosero, el aire de ingenio con el que Martin se explicaba me encantó. -
Bueno", le dije, "mi querido amigo, ¿te lo has pasado bien?"
"Oh, por Dios", contestó, sacudiéndome, "me he divertido tanto que estoy dispuesto a repetirlo, si
quieres.
-No, por el momento no, dije; tal vez se den cuenta de algo; pero tú tienes la llave de la iglesia; si
quieres venir mañana a medianoche, mantén la puerta abierta, iré a buscarte; ¿me oyes, Martín?-
-Oh, ¡morgue!", respondió; "eso está bien; lo pasaremos bien; no tendremos espías allí.
Le aseguré que yo estaría allí. La reflexión me hizo resistir a mi deseo y a las súplicas de Martin,
que quería que lo hiciéramos una vez más, dijo, antes de dejarnos. Mi negativa le habría sumido en
la tristeza si no le hubiera consolado con la esperanza del mañana. Nos besamos, volví al convento
y felizmente regresé a mi habitación sin ser vista.
Es fácil adivinar que me moría por visitarme y saber en qué estado me encontraba después de las
agresiones que acababa de soportar. Sentí una fuerte cocción; apenas podía caminar. Había cogido
una luz del dormitorio; corrí bien las cortinas para no ser visto por nadie, y sentada en mi silla, con
una pierna en la cama y la otra en el suelo, hice mi examen. ¡Qué sorpresa me llevé al comprobar
que mis labios, que antes estaban tan firmes y regordetes, se habían vuelto flácidos y marchitos! Los
pelos que los cubrían, aunque todavía sentían la humedad, formaban de espacio en espacio mil
pequeños rizos. El interior estaba rojo brillante, inflamado y extremadamente sensible. El picor me
hizo poner el dedo allí, e inmediatamente el dolor me obligó a retirarlo. Me restregué contra los
brazos de mi silla y los cubrí con las marcas del vigor de Martin. El placer luchaba contra el
cansancio; pero mis ojos se volvieron insensibles. Me acosté y dormí un sueño profundo.que sólo
era interrumpido por sueños agradables que me recordaban las delicias que había probado.
Al día siguiente no me dijeron nada sobre mi ausencia; se consideró que era una sensación residual
que debía tener por el tratamiento que había recibido. Mi aire orgulloso confirmó este pensamiento.
Asistí al servicio como los demás; todas mis compañeras comulgaron, yo no; y a decir verdad, me
daba vergüenza no seguir su ejemplo. El amor disipa los prejuicios. La presencia de mi amante, a
quien vi merodear por la iglesia, me compensó lo suficiente. Más de uno de mis compañeros habría
dejado el alimento espiritual por el mismo precio.
Lanzaba más miradas de amor a mi amante que de devoción al altar. A los ojos de una mujer del
mundo, Martin no habría sido más que un bribón; a los míos, era el amor mismo: tenía la juventud,
tenía las gracias. Su mérito oculto me hizo pasar por alto su negligencia externa. Sin embargo, me
di cuenta de que ese día se había arreglado y que intentaba tener mejor aspecto que en el dia
anterior.
Agradecí su intención, que atribuí más al deseo de complacerme que al mérito de la fiesta que se
celebraba. Nada escapa a los ojos de un amante. Vi que miraba a los bordes para tratar de
descubrirme. No quería que me reconociera; tuve cuidado de esconderme;pero me habría enfadado
si no se hubiera tomado la molestia innecesaria. Qué puedo decir, estaba locamente enamorada de
él. Esperé impaciente a que llegara la noche para poder cumplir la palabra que le había dado.
Por fin llegó, esa noche tan ardientemente deseada. Llegó la medianoche. ¡Oh, qué preocupada
estaba entonces! Caminé por el pasillo temblando, y aunque todo el mundo estaba dormido, pensé
que los ojos de todos estaban puestos en mí. No tenía más luz para guiarme que la de mi amor.
Oh -dije mientras avanzaba a tientas por la oscuridad-, si Martin me hubiera fallado, me habría
muerto de pena. Acudió a la cita, tan amoroso, tan impaciente como yo había sido puntual. Iba
vestida muy ligera; hacía calor, y el día anterior había notado que las faldas, los cuerpos, los
pañuelos, eran demasiado vergonzosos. En cuanto sentí que la puerta se abría, una sacudida de
alegría me cortó. Sólo la recuperé para llamar a mi querido Martín en voz baja: me estaba
esperando; corrió a mis brazos, me besó; le devolví caricia por caricia. Nos abrazamos con fuerza
durante mucho tiempo. Revelando los primeros movimientos de nuestra alegría, buscamos despertar
otros mayores en el otro. Llevé mi mano a la fuente de mis placeres; él llevó la suya a donde yo
esperaba impacientemente. Pronto estuvo en condiciones de satisfacerla. Se desnudó y me hizo una
cama con su ropa: yo me acosté en élla.
Nuestros placeres se sucedieron durante dos horas con una rapidez y unos movimientos de
vivacidad que no dejaban tiempo para desearlos; nos entregamos a ellos como si no los hubiéramos
probado todavía, o como si no fuéramos a probarlos más. En el calor del placer apenas se piensa en
escatimar los medios para mantenerlo. El ardor de Martin ya no coincidía con el mío; tuvimos que
arrancarnos de sus brazos y retirarnos.
Nuestra felicidad duró apenas un mes, y comprendo el tiempo que la necesidad dio para descansar.
Aunque no estaba llena del placer de ver a mi amante, estaba llena del placer de pensar en él y de
las ideas agradables que hacían que mi corazón estuviera preparado para las delicias que su
presencia traía. ¡Ah, qué rápido pasaron las noches felices que pasé en sus brazos, y qué largas
fueron las siguientes!
Redobla tu atención, mi querido Suzon, relee tus promesas de serme siempre fiel y de no revelar
nunca un secreto que sólo te he confiado a ti. Oh, Suzon, ¡qué peligroso es escuchar una inclinación
hiperactiva y entregarse a ella sin pensar! Si los placeres que había probado eran deliciosos, la
ansiedad que siguió me hizo pagar muy caro por ellos. Cómo me arrepentí de haber estado
demasiado enamorada de el! Las consecuencias de mi debilidad se presentaron a mi imaginación
con circunstancias espantosas. Lloré, gemí.
¿Qué te ha pasado?, le pregunté.
Me di cuenta", dijo, "de que mi menstruación había cesado; habían pasado ocho días sin ella, y me
sorprendió que hubiera cesado, ya que a menudo había oído que era una señal de preñez. A menudo
me atacaba la angustia y la debilidad. ¡Ah", grité, "¡es demasiado cierto, infeliz! por desgracia,
estoy, no puede haber ninguna duda, estoy embarazada!
Un torrente de lágrimas siguió a estas abrumadoras reflexiones.
-Estabas embarazada", le dije a la hermana con asombro. Ah, mi querida Monique, ¿cómo te las
arreglaste para ocultar el hecho a los ojos interesados?
- Sólo tuve el dolor de conocer mi desgracia -replicó ella-, y no el de sufrir sus consecuencias.
Martin lo había provocado, me libró de él. Mi embarazo no me impedía acudir a nuestras citas;
estaba preocupada, temblaba, pero estaba aún más enamorada. El peso victorioso del placer me
llevó. ¿Qué más puede pasar? Mi infelicidad estaba en su punto álgido. Lo que había provocado
debería servir al menos para consolarme.
Una noche, después de haber recibido de Martín estos testimonios de un amor ordinario que no se
frenaba, notó que yo suspiraba con tristeza; que mi mano, que él tenía entre las suyas, temblaba
(cuando mi pasión estaba satisfecha, la ansiedad volvía a ocupar en mi corazón el lugar que el amor
había ocupado un momento antes); me dijo que estaba en un estado de ansiedad.
Preguntó con entusiasmo la causa de mi agitación, y se quejó con ternura del secreto que hacía de
mis penas.
-Ah, Martin", dije, "¡mi querido Martin, me has perdido! No digas que mi amor por ti ya no es el
mismo, llevo en mi pecho una prueba que me desespera: estoy embarazada y tal noticia le
sorprendió. No sabía qué pensar, Martín era toda mi esperanza en esta cruel circunstancia; él se
balanceaba: ¿qué debía creer? Quizás, dije, abatida por su silencio, quizás esté tramando su fuga.
Me va a abandonar a mi desesperación. ¡Ah, que se quede! ¡Prefiero perder la vida por amarlo que
morir por odiarlo! Estaba derramando lágrimas, se dio cuenta. Tan tierno, tan fiel como temía que
fuera, mientras yo creía que estaba ocupado tratando de escapar de mi amor, sólo estaba ocupado
tratando de secar mis lágrimas aliviándome de su causa.
-Me anunció, abrazándome con ternura, que había encontrado el medio. La alegría que me causó
esta promesa no fue igual a la de haberme engañado en mis sospechas: me devolvía la vida.
Encantado por las seguridades que me dio, sentí curiosidad por saber cuál era el medio que
pretendía utilizar para liberarme de mi carga.
Me dijo que quería darme una bebida que estaba en el estudio de su maestro, y que la Madre
Angélica había experimentado ante mí.
Quería saber qué podía tener en común el padre Jérôme con esta madre. La odiaba mortalmente,
porque había parecido una de las más animadas contra mí el día de la aventura en la puerta. Siempre
la había tomado por una esclava; ¡qué equivocada estaba! Cuanto más severamente sabía disfrazar
su carácter vicioso, cuanto más velaba sus inclinaciones corrompidas bajo la apariencia de la virtud,
más se encontraba en una intriga resuelta con el padre Jerónimo.
Martin me contó todas las circunstancias. Dijo que, husmeando en los papeles de su amo, había
encontrado una carta en la que ella le decía que estaba en el mismo aprieto que yo por haberle
hecho demasiado caso, y que el padre le había enviado una pequeña ampolla del licor que yo debía
usar; que la madre, al recibir el regalo, había parecido alegrarse, y que él había encontrado una
segunda carta en la que le decía a su antiguo amante que el licor había hecho maravillas; que no
había habido ningún inconveniente, y que estaban dispuestos a volver a intentarlo.
-Ah, mi querido amigo", le dije a Martin, "tráeme mañana un poco de este licor: ¡me aliviarás de
todos mis problemas! Y, llevando mis opiniones más allá, pensé que por medio de estas cartas
podría servir a mi venganza y a mi odio contra la Madre Angélica; se las pedí a Martín, quien, sin
sentir lo costosa que sería esta imprudencia para nosotros, creyó demostrarme su amor trayéndolas
al día siguiente con lo que me había prometido.
Había considerado que la luz podría traicionarme si se veía en mi habitación a esas horas. Moderé
mi impaciencia por leer las cartas de la madre: esperé a que llegara el día; llegó: las leí; estaban
escritas con un estilo apasionado, y tan desmedido como el rostro y las maneras de la mujer que las
había escrito. Pintó su furia amorosa con rasgos y expresiones de los que nunca la hubiera creído
capaz; en fin, no se amilanó, porque contaba con que el padre Jérôme tendría la precaución, según
le dijo, de quemar las cartas. Había sido lo suficientemente imprudente como para no hacer nada
con ellas, y yo estaba triunfante.
Pensé durante mucho tiempo en cómo debía utilizar estas cartas para perder a mi enemigo.
Devolverlas yo mismo a la superiora habría sido demasiado peligroso para mí: habría tenido que dar
cuenta de cómo los había obtenido; hacer que alguien las devolviera habría significado exponerme a
preguntas de las que podría no haber salido favorecida y que podrían haberme hecho perder.
Opté por otra opción: llevarlas yo misma a la puerta de la superiora, en el momento en que sabía
que debía regresar. Me detuve ante esta idea. ¡Imprudente como yo! Debería haber quemado esas
cartas. ¡Qué penas me preparaba! ¡Alejaba a mi amante de mí! Esta reflexión, si se habría
extinguido mi resentimiento. Cualquier dulzura que la venganza me presentara, ¿habría
compensado por un momento el dolor de perder a Martin? No; él era mil veces más valioso para mí
que lo que era más importante para mí en ese momento.
No pospuse mi plan hasta estar fuera de peligro: pronto estuve fuera de peligro. Le había pedido a
Martin una tregua de ocho días; aún no había expirado. Pensé que entonces podría llevar a cabo el
plan que había formado: tuvo todo el efecto que podía esperar. La superiora encontró las cartas,
mandó llamar a la Madre Angélica y la convenció. Tal vez la reflexión hubiera obtenido su perdón,
si un crimen mayor, y que las mujeres nunca perdonan, la rivalidad, no hubiera hecho necesario su
castigo para el resto de la superioridad; pues, aunque no le faltaban, como os dije, esos auxilios
capaces de embotar la agudeza de los aguijones de la carne, es muy difícil, cuando se tiene mucho
apetito, atenerse a ese alimento artificial que encanta el hambre sin calmarla.
Un consolador sólo es un secreto para dormir al temperamento; su sueño no dura mucho; se
despierta y, furioso por el engaño que se le ha hecho, sólo se apacigua con la realidad.
El superior fue en este caso. Una chica que ha adquirido cierto conocimiento de los misterios del
amor ve a través de un insulto. Si le faltan los objetos, su imaginación lo compensa; se amarga pero
con un hombre y una mujer del carácter de la Superiora y del Padre Jerónimo, tenía menos miedo
de pensar demasiado que de no pensar lo suficiente. Su relación no me dejó ninguna duda de que el
director compartía en secreto sus consuelos espirituales entre ella y la Madre Angélica. El rápido
castigo de esta última confirmó mis sospechas; expió en un cuarto oscuro el delito de haberme
disgustado y de haber arrebatado a la superiora el corazón de un amante confirmado en sus buenas
costumbres.
Pronto me arrepentí de mi insensatez; siempre me había lisonjeado de que la tormenta sólo caería
sobre la Madre Angélica: fue más allá. El padre, indignado al ver que se llevaban a su amante,
sospechó que Martín era el causante de su desgracia: lo sacrificó a su resentimiento ahuyentándolo;
no lo he vuelto a ver.
Esa es mi historia, querida Suzon -continuó Sor Monique-; te recomiendo el secreto; te interesa
guardarlo; ¡aquí estás asociada a mis placeres! ¡Ay! Apenas he disfrutado de nada desde que perdí a
mi amante. Por qué no está aquí -continuó, besándome-, ¡me lo comería a caricias!
El recuerdo de Martin la animaba: sus palabras habían producido el mismo efecto en mí. Nos
encontramos, sin pensarlo, dispuestas a no esperar hasta mañana para celebrar la pérdida de Martin
este querido amante.
Le recordé a Monique los placeres que una vez había disfrutado con él. Engañada por mis caricias,
se olvidó de que sólo era una niña, y me llamó por los mismos nombres que le había llamado a él en
su excitación. [No tenía idea de un placer mayor que el que estaba disfrutando: Monique, en mis
brazos, cumplía todos mis deseos. La imaginación siempre va más allá de lo que tienes. Monique,
pensando en el placer que le causó el roce del pelo de Martin, cuando lo sintió contra sus nalgas la
noche de la aventura del reclinatorio, me prometió lo mismo si quería darle más. Estuve de acuerdo.
Ella se acostó boca abajo, yo actué: nos animamos tanto que a fuerza de hacernos cosquillas nos
encontramos, una con la cabeza al lado de la cama, y la otra con la cabeza a los pies. En esta
situación, nos acercamos más; uno de mis muslos estaba sobre el vientre de Monique, el otro bajo
sus nalgas: mi vientre y mis nalgas estaban igualmente entre sus muslos; estrechamente pegados la
una a la otra, nos presionábamos mientras suspirábamos, nos frotábamos, nos separábamos en todo
momento.
Las fuentes de nuestro placer, hinchadas por un chorro continuo, que no tenía otra salida que pasar
de una a otra, eran como dos depósitos de deleite donde moríamos sumergidas sin sentir, donde sólo
resucitábamos por el exceso de arrebato. Lo único que detuvo nuestro entusiasmo fue el
agotamiento.
Encantadas la una con la otra , prometimos volver a dormir juntas al día siguiente. Volvió y me
informó aún más en este segundo encuentro. Estas encantadoras noches sólo se rompieron cuando
dejé el convento para venir aquí.
Lo que Suzon acababa de contarme había tenido un efecto tan fuerte en mi imaginación, que no
pude rechazar la energía de sus discursos con signos de sensibilidad relativos al tema. Aunque había
intentado ocultarle las lágrimas que me arrancaba, el placer de derramarlas, las miradas apasionadas
que le dirigía mientras las derramaba, me habían traicionado; se había dado cuenta de mis
movimientos; Pero, encantada de haberme causado la impresión que deseaba, me ocultó hábilmente
su satisfacción y, por una política mal entendida, combatió aún en sí misma la dulce inclinación que
debía coronar el ardor que me inspiraba. Tanto como sus discursos me habían asombrado, me dieron
esperanza. Estas descripciones vívidas y llenas de vida de la situación y los sentimientos de la
hermana Monique en una situación más o menos parecida a la nuestra sólo podían proceder de un
corazón penetrado. No me había ocultado nada de sus acciones, ni siquiera su sensibilidad a los
placeres del amor. Ella había dicho todas las palabras; nada había sido falseado. Si hubiéramos
estado en el callejón, ella no habría dicho una palabra si la hubiera aprovechado, y no habría hecho
un cuadro si no hubiera incluido una representación de ella en la naturaleza. Su intención no había
sido llegar hasta allí. ¿Qué debía pensar de esta resistencia? ¿Cómo podía conciliarla con lo que
acababa de escuchar?
Ahl si hubiera podido leer su corazón, ¡qué preocupaciones me habría ahorrado! Resuelto a seguir
mi plan, pero en guardia contra cualquier precipitación que pudiera asustar a Suzón, tomé otras
medidas. Busqué en la propia cuenta que me acababa de dar armas para luchar contra ella. Primero
le pregunté con indiferencia si la hermana Monique era guapa.
-Como un ángel", respondió, "y una chica con estos encantos siempre está segura de agradar". Su
cintura es fina y bien engastada; su piel es perfectamente blanca y suave; tiene el pecho más
hermoso del mundo, su rostro es un poco pálido, pero bonito, y está formado de tal manera que los
colores más hermosos le sentarían peor que esta palidez; sus ojos son negros y bien rasgados; pero,
en contra de la costumbre habitual de las morenas, los tiene lánguidos; sólo queda en ellos el fuego
suficiente para que uno juzgue que serían brillantes si no estuviera tan enamorada.
-Me das pena, le digo a Suzon. Su pasión por los hombres la hará infeliz.
-Desiste -respondió Suzón-, hace poco, como te dije, que se ha puesto el velo por indulgencia hacia
su madre. Todavía no ha llegado el momento de pronunciar sus votos; su felicidad depende de la
muerte de un hermano, el ídolo de su madre. Corre el riesgo de no vivir más de lo que su hermana
quiere. Ya ha sido herido en París en un burdel...
-Un burdel, eh, qué es este lugar "*, le pregunté a Suzon, sin duda presagiando lo que me ocurriría
allí algún día.
-Te contaré -respondió- lo que sé de ella por la hermana Mónica, que lo sabe todo sobre sus incli-
naciones. Es un lugar donde se reúnen muchachas tiernas y fáciles, que reciben con complacencia
los tributos de los libertinos, y se prestan a sus deseos, con la esperanza de la recompensa. Su
inclinación los lleva allí, el placer los fija allí.
-exclamé, interrumpiéndola, "¡ojalá estuviera en una ciudad donde hubiera lugares así! No dijo
nada, pero comprendí por su silencio que no sería más cruel con su temperamento que con cualquier
otro, y que este placer tendría tanto dominio sobre su corazón como sobre esas tiernas muchachas
que el afán de los hombres erige en ídolos públicos.
Creo -añadí- que la hermana Monique iría allí de tan buen grado como su hermano.
-Ciertamente -dijo-, esa pobre muchacha ama a los hombres hasta la saciedad; el mero hecho de
pensarlo le encanta.
-Me encantarían", respondió, "si lo que hacemos con ellos no fuera tan peligroso.
-¡Eso crees! le dije; no es tan peligroso como crees. Para hacerlo no siempre se preña a una mujer.
Mira a esta señora que es nuestra vecina: casada desde hace mucho tiempo, lo hace con su marido, y
sin embargo no tiene hijos.
Este ejemplo pareció sacudirla.
Escucha, mi querida Suzon -continué-, y como inspirada por una inteligencia superior a mis años,
que me hacía penetrar en los misterios de la naturaleza, la hermana Monique te dijo que, cuando
Martin se la metió, estaba toda llena de lo que le dio: era sin duda lo que la había hecho niña. -
Bueno -dijo Suzon, mirándome y buscando en mis ojos una forma de satisfacer su deseo sin dejarlo
al azar-, ¿qué quieres decir con eso?
-Lo que quiero decir -continué- es que si es lo que el hombre está derramando lo que produce este
efecto, se puede evitar retirándose, cuando lo sientas venir.
-Bueno, ¿podemos hacerlo?", interrumpió Suzon bruscamente. Por mucho que se les golpee para
que terminen, gritan, se esfuerzan, quieren retirarse y no pueden: están atados de tal manera que les
resulta imposible. Dime, si un hombre estuviera atado a una mujer de la misma manera, ¿vendría
alguien a separarlos?
Esta objeción me desmontó, el ejemplo era sencillo; parecía que Suzon había previsto lo que le iba a
proponer. El ejemplo era para nosotros; nos íbamos a encontrar en la misma situación, si Suzon se
entregaba. Parecía estar esperando mi respuesta;y si hubiera podido leer su alma, habría visto que se
arrepentía de haber propuesto una dificultad que yo no podía resolver. Tanto más interesado en
destruir sus prejuicios, no dudé que mi felicidad dependía de mi respuesta, y busqué razones para
convencerla. Recordé perfectamente que el padre Policarpo no había tenido esta dificultad el día
anterior al retirarse de Toinette. Le habría citado este ejemplo, pero he preferido hacérselo ver.
Mis argumentos no la convencían, pero sus deseos compensaban lo que había de defecto en ellos.
Ella seguía insistiendo y necesitaba un ejemplo contrario para persuadirla. En ese momento vi al
buen hombre Ambroise salir de la casa y dirigirse a la calle. Su partida me ofreció la oportunidad
más favorable que podría haber surgido. No dudando de que el padre y Toinette aprovecharían la
libertad que les daba para recuperar el tiempo perdido por su presencia, le dije en tono confiado a
Suzon:
Ven, quiero demostrarte que te has equivocado. Me levanté y ayudé a Suzon a hacer lo mismo,
después de haberle metido una mano bajo la falda, que ella apartó mientras retozaba.
-¿Dónde me vas a llevar?", me dijo al ver que me dirigía a la casa. La pequeña bribona pensó que
iba a llevarla al callejón: me habría seguido hasta allí. ¡Habría hecho mucho mejor en ir allí! Pero
no tenía la suficiente experiencia para ver que ella no quería nada mejor. Tenía miedo de algún
nuevo...Ella se resistió de nuevo, y mi destino me llevó a ello. Le dije que la llevaría a un lugar
donde vería algo que la complacería.
-Dónde", dijo impaciente, mientras yo me dirigía a la casa.
-En mi habitación", respondí.
-En tu habitación", dijo ella; "¡oh, no! Toma, Saturnin, es inútil: ¡me harás algo! Le juré que no lo
haría, y supe, por la forma en que aceptó ir allí, que estaba menos enfadada por seguirme hasta allí
de lo que habría estado si, al prometerle que estaría allí, no le hubiera dado un pretexto para dejarse
llevar hasta allí. El hábito de darlo todo a mis pasiones y el uso inmoderado de los placeres no han
embotado mi sensibilidad hacia estos preciosos momentos de mi vida.
Entramos en mi habitación sin ser vistos; tomé a Suzon de la mano, ella temblaba; caminé de
puntillas, ella me imitó; le hice señas para que no hablara y, haciéndola sentar en mi cama, me
acerqué al tabique: aún no había nadie. Le dije en voz baja a Suzon que vendrían pronto. Pero, ¿qué
quieres enseñarme?", me preguntó, intrigada por mis misteriosas maneras.
-Ya verás -respondí; e inmediatamente, adelantándome al privilegio que esperaba que me diera esta
vista, la tumbé en mi cama, tratando de deslizarle la mano en sus muslos. Todavía no había llegado
a la liga, cuando ella se levantó con acción, y dijo que haría ruido si me atrevía a tocarla.
Incluso fingió querer salir: tomé esta mueca como una señal de enfado, y fui lo suficientemente
simple como para imaginar que realmente quería retirarse. Me quedé sin palabras, el corazón me
latía con fuerza, apenas me atreví a responder; y aunque sólo tartamudeé, convencí fácilmente a una
chica que se habría enfadado mucho si mi silencio la hubiera puesto en la tesitura de tener que
añadir efecto a la amenaza: aceptó quedarse.
Estaba a punto de desesperar de poder tener éxito en mi empresa, cuando oí abrirse la puerta de la
habitación de Ambroise. Mi corazón regresó a mí y esperé impaciente a que la curiosidad de Suzon
hiciera por mí lo que yo misma no había podido hacer.
-Aquí están", le dije, haciéndole una seña para que se callara y llevándola a la cama, "¡aquí están,
mi querida Suzon! Me acerqué a la mampara, aparté el cuadro que ocultaba a mi vista lo que ocurría
en la habitación y vi al padre tomando muestras inequívocas de su buena voluntad del pecho de
Toinette. Inmóviles, fuertemente abrazados y recogidos en sí mismos, parecía como si quisieran,
mediante una profunda meditación, llenarse de la grandeza de los misterios que iban a celebrar.
Atento a sus movimientos, esperé a que los empujaran un poco más para hacer a Suzon para que se
acerque. Toinette, aburrida de la larga meditación, fue la primera en deshacerse de los brazos del
monje y, despojándose del corsé, la falda y la camisa, se presentó como exigía el decoro de la
mística. Oh, cómo me gustaba verla en ese estado. Mi furia de amor, que las peleas de Suzón sólo
habían irritado, se redobló ante esta visión.
Suzon, impaciente por mi atención, había dejado la cama y se acercó a mí. Estaba tan ocupado que
no me había dado cuenta.
-Déjame ver a mí también", dijo, empujándome un poco hacia atrás. No pedí nada mejor.
Inmediatamente le cedí mi posición y me coloqué a su lado para ver qué le hacía en la cara el
espectáculo que estaba a punto de ver. Al principio noté que se sonrojaba; pero presumí demasiado
de su inclinación al amor como para temer que esta visión produjera un efecto contrario al que yo
esperaba. Se quedó. Con la curiosidad de saber si el ejemplo funcionaba, comencé a pasar mi mano
por su falda. Encontré poca resistencia; sólo apartó mi mano, sin impedir que subiera a sus muslos,
que sujetó con fuerza. Sólo el transporte de los combatientes me permitió aflojarlos
insensiblemente.
Habría calculado el número de golpes que el padre y Toinette dieron o recibieron por el número de
golpes que dieron o recibieron.-aproveché para llevar mi dedo a la parte superior de su coño.
Aproveché esto, y llevando mi dedo al punto sensible, apenas pudo entrar. Al sentir que el enemigo
se había apoderado del lugar, se estremeció, y sus estremecimientos se renovaron al menor
movimiento de mi dedo.
-Te tengo a ti, Suzon!" le dije entonces; y levantando su enagua por detrás, vi, ¡ah! vi el culito más
hermoso, más blanco, mejor torneado, más firme, más encantador que es posible imaginar. No,
ninguno de los que más fiestas he dado, ninguno se ha acercado al culo de mi Suzon. Divinas nalgas
cuyo agradable colorido superaba al del rostro; adorables nalgas, en las que pegué mil besos
amorosos, perdóname si no te rendí entonces el homenaje que te correspondía; Sí, tú, merecías ser
adorada; merecías el más puro incienso; pero tenías un vecino demasiado formidable. Todavía no
tenía un gusto lo suficientemente refinado como para conocer tu verdadero valor: sólo a él creía
digno de mi pasión. Culo encantador, qué bien te ha vengado mi arrepentimiento I ¡Sí, siempre
conservaré tu recuerdo! He levantado un altar en mi corazón para ti, donde todos los días de mi vida
lloro mi ceguera.
Me puse de rodillas ante este adorable culito, lo besé, lo apreté lo abrí y me quedé extasiado; pero
Suzon tenía otras mil bellezas que despertaron mi curiosidad. Me levanté con transporte, fijé mis
ojos codiciosos en dos pequeños pezones duros, firmes, bien colocados, redondeados por el amor.
Se levantaban y caían, jadeaban y parecían suplicar una mano que los hiciera moverse. Puse las
mías ahí, los presioné. Suzon se dejó llevar por mi transporte. Nada podía apartarla del espectáculo
que la atacaba. Me encantó; pero su atención fue muy larga para mi impaciencia. Estaba ardiendo
con un fuego que sólo podía ser extinguido por el disfrute.
Me hubiera gustado ver a Suzon desnuda, para estar satisfecho con la visión de un cuerpo del que
estaba besando, del que estaba manejando partes tan encantadoras. Esta vista era capaz de satisfacer
mis deseos. Pero pronto sentí lo contrario cuando desnudé a Suzon, sin que ella se opusiera.
Desnudo de mi lado, buscaba los medios para satisfacer mi pasión, no tenía suficiente fuerza para
presionarla. Mil y un besos repetidos, las más vivas muestras de amor eran mil veces más de lo que
yo sentía. Intenté ponérselo, pero la postura era incómoda: había que ponérselo por detrás. Ella
abría las piernas y las nalgas, pero la entrada era tan pequeña que no podía entrar. Ponía mi dedo ahí
y lo sentia cubierto de un licor cariñoso. La misma causa produjo el mismo efecto en mí. Hice
nuevos esfuerzos para sentir el mismo placer en este encantador lugar. Lugar que acababa de ocupar
mi dedo, y siempre la misma imposibilidad, a pesar de las facilidades que se me daban.
-Suzon -dije, enfurecido por el obstáculo que su obstinada atención suponía para mi buena fortuna-,
déjales en paz; ven, mi querida Suzon, podemos tener tanto placer como ellos. Volvió sus ojos hacia
mí; eran apasionados. La tomé cariñosamente entre mis brazos, la llevé a mi cama, la incliné; ella
separó sus muslos, mis ojos se posaron furiosamente en una pequeña rosa rubicunda que comenzaba
a florecer. Una cabellera rubia, colocada en pequeños mechones, comenzaba a dar sombra a una
mata cuya blancura viva y animada el pincel más delicado haría desaparecer. Suzon, inmóvil,
esperaba impaciente más señales sensibles y satisfactorias de mi pasión. Intenté dárselos; lo hice
muy mal: demasiado bajo, demasiado alto, consumiéndome en esfuerzos inútiles. Ella me lo puso.
¡Oh, cómo sentí que estaba en el camino correcto! Un dolor, que no esperaba encontrar en un
camino que creía cubierto de flores, me detuvo al principio. Suzon sintió un dolor similar, pero no
nos rechazamos. Suzon trató de ensanchar el paso; yo lo intenté, ella me ayudó. Ya había hecho la
mitad de mi carrera. Suzon me ponía los ojos moribundos; su vida estaba inflamada, sólo respiraba
por los valles, y me devolvía un calor prodigioso. Estaba nadando en un torrente de delicias;
esperaba más. Tenía prisa por disfrutarlos. ¡Oh, cielo, si tan dulces momentos fueran perturbados
por la más cruel de las desgracias! Empujaba con ansia; mi cama, esta desafortunada cama, testigo
de mi transporte y felicidad, nos traicionó: sólo estaba hecha de correas; el tobillo falló, se cayó e
hizo un ruido espantoso. Esta caída me habría favorecido, ya que me había hecho llegar hasta donde
podía llegar, con un dolor extremo para todos los partidos. Suzon tuvo que luchar para contener el
llanto. Asustada, quiso arrancarse de mis brazos; furiosa de amor y desesperación, sólo la abracé
más fuerte. Mi obstinación me costó caro.
Toinette, alertada por el ruido, corrió hacia allí, abrió la puerta y nos vio. ¡Qué espectáculo para una
madre! ¡Una hija, un hijo! La sorpresa la dejó inmóvil; y como si hubiera sido retenida por algo más
poderoso que sus esfuerzos, no pudo moverse. Nos miró con ojos inflamados de lujuria; al abrir la
boca para hablar, su voz expiró en sus labios.
Suzon había caído en la debilidad; sus tenaces ojos se cerraron, sin tener ni el valor ni la fuerza para
retirarse. Miré alternativamente a Toinette y a Suzon, una con rabia, la otra con dolor.
Envalentonado por la inmovilidad en la que el asombro parecía retener a Toinette, quise irme,
empujé; Suzon dio entonces una señal de vida, lanzó un profundo suspiro, volvió a abrir los ojos,
me dio una mirada. Suzon saboreaba el soberano placer; se descargaba: sus arrebatos me
complacían; iba a compartirlos. Toinette se precipitó justo cuando sentí que se acercaba el placer;
me arrancó de los brazos de mi querida Suzon. ¿Por qué no tuve fuerzas suficientes para vengarme?
Sin duda, la desesperación me impulsó, ya que permanecí inmóvil en los brazos de esta celosa
madrastra.
El padre Policarpo, que era tan curioso como Toinette, llegó entretanto, y no se sorprendió menos
que ella ante el espectáculo que se presentaba a sus ojos, especialmente el de Suzón desnuda,
tumbada de espaldas, con un brazo sobre los ojos y la otra mano en el lugar culpable, como si tal
postura hubiera podido ocultar sus encantos a los ojos del lujurioso monje. Primero la miró a ella.
Los míos se fijaron allí como en su centro, y los de Toinette se fijaron en mí. La sorpresa, la rabia,
el miedo, nada me hizo enloquecer. Tenía una picha más dura que el hierro. Toinette lo estaba
mirando. Esta visión obtuvo mi gracia y me reconcilió con ella. Sentí que me arrastraba suavemente
fuera de la habitación. Estaba confundido, sin saber lo que estaba haciendo. Desnudo como estaba,
la seguí sin pensarlo, y esto lo hice sin hacer ruido.
Toinette me llevó a su habitación y cerró la puerta. El miedo me sacó de mi aturdimiento. Quería
huir: buscaba...Busqué algún refugio del resentimiento de Toinette. Al no encontrar ninguna, me tiré
debajo de la cama. Toinette reconoció el motivo de mi miedo y trató de tranquilizarme.
-No, Saturnin", me dijo; "no, amigo mío, no quiero hacerte daño. No creí que fuera sincera y no me
levanté de mi asiento. Ella misma vino a sacarme; al ver que extendía los brazos para atraparme, me
eché para atrás: pero lo intenté con fuerza, me cogió, por cierto, por la picha. No había forma de
defenderme. Me bajé, o más bien ella me atrajo, pues no me había soltado.
La confusión de parecer natural no impidió que me sorprendiera encontrar desnuda a Toinette, la
que, un momento antes, se había ofrecido a mis ojos en un estado casi decente. Mi vida recuperaba
en su mano lo que el miedo le había hecho perder su fuerza y rigidez. ¿Debo confesar mi debilidad?
Cuando la vi, ya no pensé en Suzon: sólo Toinette me ocupaba. Todavía duro, y con mis miedos
subordinados a la pasión, sufría mucho. Toinette me apretaba la polla, y yo miraba su coño. ¿Qué
está haciendo mi zorra? Se tumba en la cama y me arrastra con ella.
-¡Vamos, pequeño bastardo, métemela, ahí, bien! No pedí más y, al no encontrar mayor dificultad,
se lo metí hasta las trancas. Ya preparado por el preludio que había hecho con Suzon, pronto sentí
un flujo de deleite que me hizo caer sin movimiento sobre la lasciva Toinette, que, moviendo
ágilmente la cintura, recibió los inicios de mi virilidad... Así, en mi primer intento, hago a mi padre
putativo como un cornudo; pero ¿qué importa?
¡Qué cantidad de reflexiones para aquellos lectores cuyo temperamento frío y gélido nunca ha
sentido la furia del amor! Hagan estas reflexiones, señores; denle carrera a su moral; les dejo el
campo libre, y sólo quiero decirles una palabra. ¡Si tuvieras una erección tan dura como la mía,
habrías sido el diablo!
Estaba a punto de repetir tan encantador ejercicio, cuando nos interrumpió un golpe procedente de
mi habitación. Toinette, que sabía de qué se trataba, se levantó y le gritó al padre que terminara. Se
vistió enseguida, me dijo que volviera a meterme debajo de la cama y corrió para evitar que la cosa
fuera a más.
Apenas me dio la espalda, volé hacia el agujero. Vi al monje sosteniendo a Suzon en sus brazos, que
se había vuelto a poner la ropa, pero tenía el cotillón y la camisa levantados. La bata del monje
también estaba levantada, y juzgué que el ruido sólo se debía al tamaño extremo del miembro de su
reverencia, que sin duda hacía esfuerzos inútiles por meterlo en un lugar que no estaba hecho para
él. El debate terminó con la aparición de Toinette, que se abalanzó sobre los combatientes, arrancó a
Suzon de los brazos del incestuoso celestino y le dio, con dos o tres golpes, la libertad de
marcharse.
Me pareció que la vigorosa acción que Toinette acababa de realizar la había agotado, y que ya no le
quedaban fuerzas para mostrar su disgusto al padre Policarpo: lo miraba toda sin aliento. A un
monje no le falta impudicia, pero la impudicia del padre no resistía la vergüenza de haber sido
sorprendido en flagrante delito, o tal vez el miedo a los reproches con los que creía que Toinette le
acusaría, o más bien la idea de infamia con la que creía que debía notarse un monje cuando
emprendía la explotación de una muchacha sin conseguirlo. Se sonrojó, palideció y casi no se
atrevió a mirar a Toinette que, por su parte, parecía agitada por los mismos movimientos. Yo, desde
mi agujero, los examinaba atentamente y esperaba ser pronto espectador de alguna crisis violenta; la
temía. ¡Qué poco los conocía a ambos! El monje parecía confundido, pero no habló: ¿acaso un
monje habla alguna vez? Toinette parecía furiosa, pero estaba mirando la picha del monje. Su
debilidad fue siempre sacrificar toda su ira a esta vista; mi ejemplo debe haberme preparado para
verla mostrar tal indulgencia con el padre. El remiendo se hizo pronto. El monje se acercó a ella, y
le oí decir, colocando su gozosa cabriola en su mano: Si no pude follar a la hija, al menos follaré a
la madre. Oh! por este insulto, Toinette estaba siempre dispuesta a dárselo: incluso se ofrecía de
buen grado víctima de la furia amorosa del monje; la agarró, la besó y, cayendo el uno sobre el otro
en los escombros de mi cama, sellaron su reconciliación con una copiosa descarga; al menos tuve
razones para juzgarlo por los transportes del padre y los apretones del culo de Toinette.
Durante este tiempo, te preguntarás, ¿qué hacía ese pequeño bicho de Saturnin? ¿Se conformaba
con mirar como un tonto a través del agujero, sin al menos unirse a las caricias de los dos
campeones? ¡Qué petición! Saturnin estaba desnudo, seguía ardiendo por las caricias que le había
dado Toinette; el espectáculo que tenía ante sus ojos aún le calentaba: ¿qué quería que hiciera? Se
estaba masturbando: se enfureció al ver al monje encima de ti, sin poder recibir su parte, y el
pequeño bribón descargaba en el momento en que su madre le apretaba el culo y el padre se
desmayaba. Ahora ya has sido instruido; volvamos con nuestra gente.
-Bueno -dijo el monje-, ¿crees que lo hago tan bien como Saturnin?
-Sólo Saturnin", contestó ella; "¿hice algo con Saturnin Bueno, ¿no se ha escondido el pequeño
bribón debajo de la cama, donde todavía está? Pero tened paciencia; dejad que venga Ambrosio, que
no le faltarán los estribos; los conseguirá, y de la manera correcta... Escuché este coloquio: ¡juzguen
si me dio placer! Reforzando mi atención, oí al padre replicar:
"La, la, Toinette, no nos enfademos; sabes que quiero llevarlo conmigo cuando me vaya.
-Pero -dijo Toinette- ¿no crees que si ese pequeño bribón se quedara aquí no podríamos hacer nada?
Balbucea, y sospecho que nos ha descubierto. Continuó, viendo el agujero en el tabique. Dios mío,
aún no me había dado cuenta de ese agujero. ¡El perrito habrá visto todo desde allí! Juzgué que iba
a venir a comprobar su duda, y rápidamente me agaché de nuevo bajo la cama, de donde no volví a
salir, por mucho que quisiera escuchar el resto de una conversación que tanto me interesaba.
Mantuve la boca cerrada y esperé impaciente el resultado de su charla. No esperé mucho tiempo.
Alguien vino a sacarme de mi oración; temí que fuera Ambrosio. Si me hubiera visto allí, ¡qué
escena para mí! Fuiste tú quien me trajo la ropa y me dijo que me vistiera cuanto antes. Sólo la miré
de reojo, después de lo que le había oído decir de mí. Me apresuré a hacer lo que ella decía,
desafiando sus amenazas. También se vistió ella misma, e incluso se puso su propia ropa. Pronto
hice mi parte, y ella hizo la suya.
-Vamos, Saturnin", dijo, "ven conmigo. Tuve que seguirla. A dónde fui, a la casa del párroco.
La vista del presbiterio me hizo temblar. El pastor visitaba a menudo mi trasero, que, por cierto, no
odiaba, y yo temía mucho que todavía fuera para conseguirle el mismo entretenimiento que me
llevaba a su casa. No me atreví a dejar que Toinette viera mis temores.
Si percibe que tengo miedo -me dije-, despertará al gato dormido y no dejará de aprovechar la
oportunidad. Pero, ¿por qué me trae aquí? No lo sé; hagamos de la necesidad virtud: entremos
siempre.
Entré, y tuve que tener miedo, porque Toinette, cuando me presentó al santo, le pidió que me
retuviera unos días. La expresión "unos días" me hizo estremecer. Bien", me dije, "y cuando pasen
estos días, el padre Policarpo me llevará con él. Lleno de esta esperanza, me familiaricé con mi
retiro, cuyo motivo no me atrevía a reflexionar sin que me embargara la pena.
Suzon, querida Suzon, ¿te perderé para siempre? grité en un rincón de la habitación donde me había
retirado primero por miedo y donde permanecí por gusto, porque soñaba a mis anchas.
! A Suzon. La agitación en la que había estado durante algunas horas había suspendido lo que sentía
por ella, cuando volví en mí, su idea me ocupó por completo. Mi corazón sangró cuando pensé que
iba a perderla. Mi imaginación se deleitó con todos sus encantos, recorrió las bellezas de su cuerpo,
sus muslos, sus nalgas, su pecho, sus pequeños y duros pezones blancos, que tantas veces había
besado. Recordé el placer que había tenido con ella.y, pensando en la que había tomado con
Toinette: ¡Qué hubiera sido, dije, si la hubiera probado en Suzon! Me desmayé por Toinette, habría
muerto por Suzon. ¡Ah! No lamentaría mi vida si la perdiera en sus brazos. ¿Pero qué será de ella?
Expuesta a los temores de Toinette, morirá de pena. Quizá esté llorando ahora, quizá me esté
maldiciendo. Suzón llora, y yo soy la causa; Suzón me maldice, jura odiarme. ¿Puedo vivir si ella
me odia, yo que la adoro, yo que sufriría todo para evitarle el menor dolor? ¡Ay, ella previó nuestra
desgracia, y fui yo quien la sumió en ella! Tales eran los pensamientos que me agitaban en aquel
momento; estaba sumido en una melancolía de la que no salí hasta que el sonido de una campana
me avisó de que la cena estaba servida; venían a llamarme. Dejemos a Suzon por un momento;
siempre la encontraremos; juega un papel bastante importante en estas memorias. Vamos a comer, y
a conocer algunas de las meteduras de pata de los originales con los que estuve; empecemos por el
párroco.
El cura era una de esas figuras que no puedes mirar sin querer reírte; metro y medio de altura, su
cara de medio metro de ancho y cubierta de un rojo oscuro que no provenía de beber agua; una
nariz chata, rematada con rubíes, ojos pequeños, negros y vivos sombreados por gruesas cejas; una
frente pequeña, el pelo rizado como una barba;Añada a esto un aire burlón y malicioso, y ahí lo
tiene, señor cura. Con eso el bribón tenía buen dinero; más de una persona del pueblo me habría
hablado de él. Era feliz cultivando la viña del Señor; era un poco celestino. Estos botines suelen ser
vigorosos en este juego, y a nuestro párroco no le faltaron, creo, estas dotes, que valen más que un
bello rostro, cuando se les permite utilizarlas.
Pasemos a la segunda cartela del cuadro celeste de la casa del párroco, y digamos unas palabras
sobre su respetable ama de llaves.
Madame Françoise era una vieja bruja, más astuta que un viejo mono, más malvada que un viejo
diablo. Quitando eso, era la bondad misma. Su rostro tenía unos buenos cincuenta años. La
coquetería es común a todos los países y a todas las condiciones: la vieja no se dio treinta y cinco.
Pero, a pesar de sus discursos, era canónica, y tan canónica que, durante los quince años que llevaba
al servicio de M.
En el caso de que se trate de un caso de un hombre, el problema es que no se puede hacer nada al
respecto, porque no voy a hacer nada, y no voy a hacer nada al respecto. El párroco, por gratitud a
sus pasados servicios, no negó su estima y, lo que es más, sus caricias hacia ella. Madame Françoise
era la superintendente de la casa; todo pasaba por sus manos, incluso el dinero de los huéspedes,
que casi nunca salía. Nunca hablaba del sacerdote más que en su nombre colectivo; traía algo para
decir en la misa:
"¡Lo diremos por ti!
¡Si dieran algo pequeño: - A este precio no lo diremos
-¡Eh! Madame Françoise (madame tan grande como su brazo: se habría ofendido en este honorable
cargo),
¡eh! madame Françoise, no tengo más!
-¿Cómo puedes pensar, por lo visto, que se nos da esto? Necesitamos vino, velas; y nuestra
molestia, ¿la cuentas por nada?
A la sombra de la unión que reinaba entre Françoise y el párroco, crecía una muchacha, la llamada
sobrina del párroco, pero que le pertenecía más que por su condición de sobrina. Era una muchacha
grande y regordeta, un poco hormigueada por la viruela, muy blanca y con un pecho precioso; una
nariz como la del cura, excepto por los rubíes, que no tenía. Le hubiera tocado pasar por pelirroja, si
no hubiera sabido que este color está proscrito y que el rubio es más atractivo para las bellas; como
se creía a sí misma, adoptó los atributos.
Me preocupaba mucho cierto granuja estudiante de filosofía que a veces venía a pasar ocho o diez
días al presbiterio, no tanto por amistad con el párroco como por su encantadora sobrina, a la que el
sinvergüenza estaba muy unido, y tan unido que... Pero todavía no es el momento de contar lo que
me pasó en este tema.
Mademoiselle Nicolle (así se llamaba esta amable persona), tal y como os la acabo de presentar, era
objeto de los tiernos deseos de todos los internos. Los alumnos de día también quisieron participar;
los mayores fueron bastante bien recibidos, los pequeños mucho. Yo no era uno de los mayores, por
desgracia para mí. No es que no haya intentado varias veces hacer valer mi punto de vista con esta
muñeca, pero mi edad habló en mi contra. Cuanto más protestaba que era joven sólo en apariencia,
menos se me creía; y para terminar de desesperarme, mis aventuras amorosas fueron confiadas a la
señora Françoise, que las confió al párroco, y éste no me perdonó. Me enfurecía ser pequeño, pues
veía que esa era la causa de mis desgracias.
La dificultad de tener éxito con Nicole me disgustaba. Rechazos de la sobrina, cueros del cura, no
había manera de que lo soportara. Todo esto no había extinguido mis deseos; sólo estaban ocultos,
la presencia de Nicolle los reavivó. Lo único que les faltaba era una oportunidad para estallar; no
tardó en llegar,Los hechos del caso exigen que esta aventura sólo tome su turno, y su turno aún no
ha llegado: es el turno de la señora Dinville.
No había olvidado que esta señora me había hecho prometer que iría a cenar con ella al día
siguiente. Me fui a la cama, decidido a cumplir mi palabra, y es fácil ver que el día no cambió mi
resolución. Si me preguntaran si era realmente por la señora Dinville que quería ir al castillo, no
sabría qué decir. En general, diría que la idea del placer me llevó allí; pero sentí que este placer,
presentado por Suzon, sería más sensible para mí que si lo recibía de la señora Dinville. La
esperanza de encontrar allí a mi Suzón no carecía de verosimilitud; así es como razoné: ¿Por qué
me pusieron en la casa del cura? Es porque el padre Policarpo sospechaba que Toinette me había
dado una lección que no era de su agrado; y es por el temor de que me acostumbrara a estas
lecciones, que creyó conveniente ponerme aquí. Toinette ha visto algo más del padre; así que tiene
al menos tantas razones para mantener a Suzon lejos del monje como el monje ha tenido para
mantenerme lejos de Toinette. Si Suzón está en el castillo, hay un pequeño bosque en el jardín: la
animaré a ir allí, la pequeña bribona está enamorada, me seguirá hasta allí; la mantendré alejada,
estaremos solos, no tendremos nada que temer. ¡Ah, qué placeres voy a disfrutar! Estos agradables
pensamientos me llevaron al castillo. Entré.
Todo estaba tranquilo en la casa de la señora Dinville. No encontré a nadie en mi camino, que me
llevó a través de varios pisos. No entré en ninguna de ellas sin sentir mi corazón agitado por la
esperanza de ver a Suzón y el temor de no encontrarla. Estará en esta, dije; ¡Ah! la veré: nadie; en
otra también. Así llegué a una habitación cuya puerta estaba cerrada, pero la llave estaba allí. No
había llegado tan lejos como para echarme atrás, abrí; mi audacia se vio un poco desconcertada al
ver una cama donde juzgué que debía haber alguien en la cama. Me estaba retirando cuando oí una
voz de mujer que preguntaba quién era, y al mismo tiempo reconocí a la señora Dinville. Estaba a
punto de salir, pero su voz me lo impidió.
-Oye, es mi amigo Saturnin -gritó-; ven a besarme, mi querido niño. Tan audaz después de estas
palabras como tímido antes, me abalancé a sus brazos.
Me gusta -dijo con aire de satisfacción, después de que yo hubiera cumplido con un deber en el que
el corazón había tenido más parte que la cortesía-, me gusta que un chico joven obedezca
puntualmente. Apenas hubo terminado estas palabras, vi salir de un camerino a un hombre pequeño
y de rostro desaliñado que entonaba en tono de falsete la melodía de una canción entonces nueva;
marcaba el ritmo de la misma con piruetas que encajaban perfectamente con los extraños acentos de
su voz.
Ante la repentina aparición de este anfión moderno, - era un abad, - Me sonrojé por Mme. Dinville
por las indiscretas muestras de benevolencia que acababa de darme, y, por mi cuenta, por la razón
de aquellas con las que había pagado las suyas; pero pronto me vengué de la molestia que acababa
de causarme por el juicio que le hice. La situación en la que uno se encuentra suele influir en su
forma de pensar. No me cabía duda de que mi llegada imprevista había perturbado una fiesta que
sólo sufre las molestias de terceros. ¿Podría yo, en efecto, pensar que un hombre puede estar a solas
con una mujer sin hacer con ella lo que yo mismo habría hecho?
Temiendo que hubiera penetrado en el tema de mi visita, no me atreví a mirarle. Si la curiosidad me
hizo considerarlo, el temor de encontrar en su rostro alguna sonrisa maliciosa, me hizo bajar los
ojos de inmediato. Sin embargo, no encontré en él lo que temía, y perdiendo la costumbre de
mirarlo como un testigo formidable, sólo vi en él una molestia hecha para interferir en los placeres
que mi imaginación estaba disfrutando.
Lo examiné detenidamente y, reflexionando sobre su condición de abad, busqué en su carácter
algunas marcas justificativas. Tenía ideas muy limitadas sobre la palabra "abad", imaginando que
todos los abades debían estar hechos como M. le curé o M. le vicaire; y me costaba conciliar el aire
bonachón que sabía que tenían con la petulante extravagancia del que tenía delante.
Este pequeño Adonis, llamado el abate Fillot, era el recaudador de las tallas de la ciudad vecina, un
hombre muy rico, Dios sabe a costa de quién. Había vuelto de París, como la mayoría de los tontos
de su calibre, más lleno de fatuidad que de doctrina. Había acompañado a Madame Dinville a su
finca, con la intención de deleitarla. Escolar, abad, todo era bueno para ella.
La señora tocó el timbre y alguien vino: era Suzon. Mi corazón dio un salto al verla; me alegré de
que mis conjeturas fueran tan felices. Al principio no me vio, porque estaba oculta por las cortinas
de la cama, en la que Mme. Dinville me había hecho sentar, situación que, por cierto, el abad
empezaba a encontrar incómoda. Le resultaba difícil tolerar la poca libertad que me daba Madame
Dinville, y pude ver que consideraba de mal gusto la complacencia que me mostraba.
Suzon se acercó y me vio. En ese momento, sus hermosas mejillas cobraron vida con los colores
más vivos; bajó los ojos, la agitación le cortó el habla. Yo estaba en un estado poco diferente al
suyo, excepto que ella bajó los ojos, y los míos se fijaron en ella. Los encantos de la señora Din-
ville, de los que no me ahorró la vista, su pecho, sus pezones y las demás partes de su cuerpo, de las
que una celosa sábana ocultaba, a decir verdad, el espectaculo a mis ojos pero eso hizo que la
imagen fuera aún más vívida en mi imaginación. Pero la reflexión pronto corrigió un sentimiento
demasiado apresurado y me devolvió, no de golpe, a mi carácter dominante.
Si me hubieran dado a elegir entre Suzon o la señora Din- ville, no me habría decidido: Suzon tenía
la manzana; pero no me presentaron alternativa. La posesión de Suzon era para mí sólo una
esperanza incierta, y el disfrute de la señora Dinville era casi una certeza, sus miradas me lo
aseguraban. Sus discursos, aunque obstaculizados por la presencia del pequeño abad, no
destruyeron la esperanza que sus ojos me daban. Suzon, después de que se le pidiera que advirtiera
a una camarera, se marchó, y su partida comenzó a devolver a Mme. Dinville los deseos que le
pertenecían, ya que eran obra suya.
Permanecí, sin embargo, tan turbado, que los movimientos de mi corazón, combatidos y destruidos
alternativamente por dos causas que le interesaban por igual, una por la idea del placer, la otra por
la del mismo placer, pero acompañada de algo más conmovedor, estaban en una confusión tan
grande, que no noté la súbita desaparición del abad. La señora Dinville lo había visto salir, pero,
imaginando que yo también lo había visto, no creyó necesarioa recordármelo.
Se inclinó sobre mi cojín y, mirándome con una suave languidez que me decía inútilmente que
dependía de mí ser feliz, tomó tiernamente mi mano y la apretó en la suya, dejándola caer de vez en
cuando con aire indiferente sobre sus muslos, que apretaba y aflojaba con un movimiento lascivo.
Sus miradas me acusaban de timidez, y parecían reprocharme que no era la misma del día anterior.
Yo seguía preocupado por la idea de que el abad nos estaba examinando, y me mantuve en un tonto
desafío que lo impacientó.
-¿Estás dormido, Saturnino? Un galán profesional habría aprovechado la ocasión para soltar una
sarta de impertinencias. Yo no era Tétais, dije sólo uno: No, señora, no estoy durmiendo. Aunque
esta inocente respuesta disminuyó mucho la idea que mi descaro del día anterior le había dado de
mi conocimiento, no perjudicó su buena voluntad hacia mí: tuvo todo el efecto contrario; me dio un
nuevo título a sus ojos, me hizo parecer un novato, una pieza delicada para una mujer galante cuya
imaginación es voluptuosamente halagada por la idea de un placer que debe aumentar la vivacidad
de los transportes que siente. Así pensaba Mme Dinville, así piensan todas las mujeres. Mi
indiferencia la hizo consciente de que su forma de atacar me estaba resbalando, y que era necesario
algo más fresco para conmoverme. Me soltó la mano y, extendiendo sus brazos con un estudiado
movimiento, extendió algunos de sus encantos sobre mí. Me desperté, la vivacidad volvió a mi
rostro, la idea de Suzon se disipó; mis ojos, mis miradas, mi impaciencia, todo era para Mme.
Dinville; dándose cuenta de la treta de Teffet, y para despertar mi fuego, me preguntó qué había
sido del abate. Intenté mirar, pero no pude verlo; sentí mi estupidez.
-Ha salido -continuó; y, fingiendo echar un poco la sábana hacia atrás, quejándose del calor, me
reveló un muslo blanquísimo, en cuya parte superior parecía colocarse un trozo de camisa a
propósito para impedir que mis ojos fueran más allá, o más bien a propósito para excitar mi
curiosidad. Sin embargo, vislumbré algo rojizo que me puso en un estado de confusión, cuya razón
reconoció. Cubrió hábilmente la mancha que había tenido todo el efecto que esperaba. Tomé su
mano, que me cedió sin resistencia; la besé con transporte; mis ojos estaban inflamados, los suyos
brillantes y animados. Las cosas iban maravillosamente bien; pero estaba escrito que, a pesar de las
más bellas oportunidades, no sería feliz. Una maldita criada llegó en un momento en que no se la
necesitaba. Rápidamente le solté la mano, la criada entró riendo como una loca; se quedó un
momento en la puerta, para salir del paso por la vergüenza que le causaría la presencia de su
amante.
-¿Qué tienes? -dijo secamente la señora Dinville-.
-Ah, señora", respondió ella, E señor abad...
-Bueno, ¿qué ha hecho?", dijo su señora. Al momento, el abad regresó ocultando su rostro con el
pañuelo.
El de la siguiente dama aumentó al verlo.
¿Qué te pasa?", preguntó la señora Dinville.
-Mira mi cara", respondió, "y juzga el trabajo de la señorita Suzon.
-De Suzon -prosiguió madame Dinville, estallando a su vez.
Eso es lo que cuesta un beso, continuó con frialdad ; No estoy seguro de qué hacer, No es por
comprarlo demasiado caro, como puede ver.
El aire fácil con el que el abate habló de su desgracia me hizo reír como a los demás.
Apoyó en el mismo tono la burla implacable de la Sra. Dinville. Ella se vistió; el Abad, a pesar del
mal estado de su cara, se hizo el coqueto en el aseo, revisó el peinado y entretuvo a Madame, que se
rió de sus tonterías.
El siguiente se quejó de sus correcciones, y me reí de la cara del hombrecito.
Vamos a cenar. Éramos cuatro en la mesa, la Sra. Dinville, Suzon, el Abad y yo.
¿Quién puso cara de tonto? Fui yo, cuando me encontré frente a Suzon; el abate, que estaba a su
lado, ponía buena cara y trataba de convencer a la señora Dinville de que sus rasgos burlones no
eran capaces de desconcertarle. Suzon apenas estaba menos confusa. Pude ver por sus miradas
furtivas que deseaba que estuviéramos solos. La visión de ella me había vuelto a hacer infiel a
Madame Dinville, y quise abandonar la mesa para intentar esconderme de ella. Cuando terminó la
cena, le hice una señal a Suzon: me escuchó y salió. Iba a seguirla; Mme Dinville me detuvo,
anunciando que sería su escudero en el paseo. Pasear a las cuatro de la tarde en verano le parecía
extravagante al abate; pero no lo hacía para complacerle. No quería exponer la tez del Abad al calor
del sol, así que decidió quedarse. Hubiera querido no seguir a Mme. Dinville, para correr hacia
Suzon; pero pensé que debía sacrificar mi deseo a la deferencia que debía tener por el honor que se
me hacía.
Me siguió con la mirada el abate, que se desvanecía de risa, y caminamos con gravedad concertada
por los parterres, sobre los que brillaba el sol. La Sra. Dinville sólo tenía un simple abanico, y yo el
hábito. Dimos vueltas y vueltas con una indiferencia que desesperó al abate. Todavía no entendía el
propósito de la señora, y no veía cómo podía resistir el calor que me resultaba insoportable. Mi
posición de escudero me pesaba, y de buena gana habría renunciado a ella; pero ignoraba los
deberes de ese oficio, y me estaba reservado uno que debía consolarme del aburrimiento del
primero.
El abad se había retirado y nos encontramos al final del callejón. La señora Dinville se dirigió a un
pequeño bosquete, cuyo frescor nos prometía un encantador paseo, si nos quedábamos allí. Se lo
dije.
-Que así sea", contestó ella, tratando de ver a través de mis ojos si no sabía el motivo de su paseo.
No vio nada. No esperaba la felicidad que me tenían preparada. Me abrazó cariñosamente, e
inclinando su cabeza cerca de mi hombro, acercó su cara a la mía de tal manera que habría sido un
tonto si no le hubiera dado un beso, me lo permitio, lo repetí, y con la misma facilidad abrí los ojos.
-Oh, bueno", dije, "es un trato hecho; no tendremos ningún problema aquí. Una vez comprendido
mi pensamiento, nos adentramos en un laberinto cuya oscuridad nos ocultaba a los ojos de los más
clarividentes. Ella se sentó al abrigo de una enramada; yo hice lo mismo y me puse a su lado. Me
miró, me dio la mano y se acostó. Pensé que era la hora del pastor, y ya estaba preparando la aguja,
cuando de repente se quedó dormida.
Al principio pensé que sólo era una somnolencia que podía disipar fácilmente; pero al ver que iba
en aumento, me desesperé por un sueño que se hacía sospechoso. Aun así, dije, si ella hubiera
satisfecho mis deseos, la perdonaría. Pero al quedarse dormida en el momento del triunfo, no pude
consolarme.
La examiné con dolor: tenía la misma ropa. Tenía el pecho descubierto, había puesto allí su abanico,
que, siguiendo los movimientos de su pecho, se levantó lo suficiente como para dejarme ver su
blancura y regularidad. Presionado por mis deseos quise despertarla: pero temí exponerla y perder
la esperanza de que su despertar aún me halagara. Cedí al deseo de poner mi mano en su pecho.
Tiene demasiado sueño para despertarse, dije. Cuando se despierte, vamos a empeorar las cosas, me
va a regañar, ¡eso es todo! Intentémoslo.
Me llevé una mano temblorosa a un pezón y la miré a la cara, dispuesta a terminar a la menor señal
que hiciera; no lo hizo, continué. Mi mano sólo rozaba la superficie de su pecho, por así decirlo,
como una golondrina roza el agua con sus alas. Pronto quité el abanico, le di un beso; nada la
despertó. Me envalentoné y cambié de posición, y mis ojos, estimulados por la visión de sus
pezones, quisieron bajar más. Puse la cabeza a los pies de la dama y, con la cara en el suelo, busqué
entrar en la tierra del amor; pero no vi nada. Tenía las piernas cruzadas y el muslo derecho apretado
contra el izquierdo, y no podía ver. Sin poder ver, quería tocar. Puse mi mano en su muslo y llegué
al pie de la montaña. Ya estaba tocando la entrada de la cueva, y pensé que había llegado al final de
mis deseos. En este punto, no pude resistirme. Quería hacer partícipes a mis ojos de los placeres de
mi mano. la retiré, y me puse en mi sitio para examinar de nuevo el rostro de mi durmiente.
No estaba alterada; el sueño parecía haber derramado sus amapolas más somnolientas sobre ella.
Sin embargo, pude ver un ojo cuyo parpadeo me preocupó. Desconfiaba de él, y si se hubiera
cerrado de inmediato, podría haberme contentado con lo que había hecho; pero la quietud de este
ojo sospechoso me devolvió la confianza. Volví a mi puesto inferior y empecé a levantar la enagua
suavemente. Hizo un movimiento, pensé que estaba despierta. Me retiré apresuradamente, y, con el
corazón agarrotado por el susto, volví a mi sitio sin atreverme a mirarla; pero esta coacción no duró
mucho; mis ojos volvieron a ella; reconocí con placer que el movimiento que había hecho no
procedía de su despertar, y agradecí a la fortuna mi feliz situación.
Sus piernas se descruzaron, su rodilla derecha se levantó y la enagua cayó sobre su vientre, y vi sus
muslos, sus piernas, su coño. Este espectáculo me encantó. Una media, prolijamente tirada, atada,
sobre la rodilla, con una liga de fuego y plata, una pierna hecha a la vuelta, un lindo piecito, una
liga, la más linda del mundo, muslos, ah! muslos cuya blancura deslumbraba, redondos, suaves,
firmes, un coño roja carmín rodeada de pequeños pelos más negros que el carbon y del que salía un
olor más dulce que el de la más dulce de los perfumes.
Puse mi dedo allí, le hice un poco de cosquillas; el movimiento que ella había hecho al abrir sus
piernas, inmediatamente llevé mi boca hacia ella, tratando de empujar mi lengua hacia adentro.
Tuve una fuerte erección. ¡Ah! las comparaciones no lo expresarían bien. Nada podía detenerme
entonces: el miedo, el respeto, todo aparecía. Presa de los más violentos deseos, habría conducido a
la sultana favorita a la presencia de mil eunucos, con la cimitarra desnuda y dispuesta a lavar mis
placeres con mi sangre. Me encontré con la señora Dinville sin apoyarme en ella, por miedo a
despertarla. Apoyado en mis dos manos, la toqué sólo con mi polla; un movimiento suave y
regulado me hizo tragar el placer en largas bocanadas: tomé sólo la flor.
Mis ojos se fijaron en los de mi durmiente, pegué mi boca a la suya de vez en cuando; la precaución
que había tomado de apoyarme en las manos no se opuso a mi arrebato. Ya sin cuidado, me dejé
caer sobre ella; ya no estaba en mi mano hacer otra cosa que apretarla y besarla furiosamente. El
final del placer me devolvió el uso de los ojos, que el principio me había quitado; me devolvió el
sentimiento que había perdido: lo volví a usar sólo para tener los transportes de la señora Dinvillc
que ya no podía compartir.
Acababa de cruzar sus manos sobre mis nalgas. Y levantando sus nalgas, que movía con vivacidad,
me atrajo hacia ella con toda su fuerza. Estaba inmóvil, y seguía besando su boca con un residuo de
fuego que la suya empezaba a reavivar.
-Querido amigo", me dijo medio en voz alta, "empuja un poco más, ¡ah! no me dejes en la estacada.
Volví a ponerme a trabajar con un ardor que superó al suyo, pues apenas le di cinco o seis golpes,
perdió el conocimiento. Más animado que nunca, redoblé el paso y, cayendo sin movimiento en sus
brazos, confundimos nuestros placeres en los abrazos. Cuando me retiré de nuestro éxtasis, no fue
sin confusión. Miré hacia abajo, los ojos de la señora estaban sobre mí y me estaba examinando.
Estaba de pie; me puso una mano en el cuello de la camisa, me hizo tumbarme de nuevo en la
hierba y me puso la otra mano en los ojos: empezó a besarlos.
-¿Qué quieres hacer, gran inocente -me dijo; tienes miedo de mostrarme una polla que usas tan
bien? ¿Te he ocultado algo? Toma, mira mis pezones, bésalos; pon esta mano en mi pecho, bien; y
esta otra, llévala a mi coño, ¡maravilloso! Ah, bribón, ¡qué placer me das! Me conmovieron sus
caricias y respondí con ardor; mi dedo hizo bien su trabajo: ella puso los ojos en blanco
apasionadamente y suspiró mucho; mi muslo derecho pasó por el suyo; lo apretó con tanto placer
que, dejándose caer en mí, y me dio una prueba contundente de ello. Mi polla había recuperado toda
su rigidez, mis deseos renacieron con una nueva vivacidad. Comencé a su vez a besarla, a
estrecharla entre mis brazos. Ella sólo me respondió con besos. Todavía tenía mi dedo en su coño;
abrí sus piernas, mirando este encantador lugar con complacencia. Estas aproximaciones al placer
son más picantes que el propio placer. ¿Es posible imaginar algo más delicioso que manejar,
considerar a una mujer que se presta a todas las posturas que nuestra lujuria puede inventar? Uno se
pierde a sí mismo, nos perdemos, nos hundimos, nos aniquilamos en el examen de un bonito coño,
nos gustaría ser sólo un ser vivo para poder hundirse en él.
¿Por qué no tenemos la prudencia de seguir con esta encantadora broma? El hombre, insaciable en
sus deseos, forma otros nuevos en el seno de los mismos placeres; cuanto más vivos son los
placeres que prueba, más violentos son los grados que suscitan. Muéstra a su amante una parte de tu
pecho, querrá verlo todo; muéstra un pezón pequeño, blanco y duro, querrá tocarlo: es un hidrópico
cuya sed aumenta a medida que bebe; deja que lo toque, querrá besarlo; deja que baje su mano,
querrá poner su vida en él: su mente, ingeniosa para forjar nuevas quimeras, no le dejará descansar
hasta que te lo haya dado.
Si te lo pone a ti, ¿qué pasa? Similar a lo que ocurre con el perro de la fábula; Deja caer el hueso
para tomar la sombra, lo pierde todo por querer tenerlo todo. Todo esto es excelente, pero, al fin y al
cabo, hay que volver siempre al proverbio: El bandido vivo no tiene freno; y yo mismo, que predico
aquí como un médico, ay, si el cielo lo hubiera querido, sería el primero en hacer lo contrario de lo
que digo.
Si una mujer apareciera en la actitud en la que había puesto a Lady Dinville, con las piernas
abiertas, mostrándome un coño rojo y rubicundo, en el que me tocaría sumergirme en la fuente de
los placeres, ¿Disfrutaría lamiendo, follando, haciendo cosquillas o lo que sea? No, ¡por Dios! me la
follaría entera. Juzguen, si yo era como un podenco mucho tiempo alrededor de mi puta.
La rodeé vigorosamente; ella, vivaz e incansable, me tomó de la polla, respondiendo con igual
movimiento a los golpes que le daba. Yo tenía mis manos cruzadas bajo sus nalgas; ella tenía las
suyas cruzadas sobre las mías; yo la apretaba con transporte, ella me apretaba de la misma manera;
nuestras bocas estaban pegadas la una a la otra; eran dos coños, nuestras lenguas se atornillaban la
una a la otra; nuestros suspiros empujados y confundidos el uno en el otro, nos provocaban una
dulce languidez que pronto fue coronada por un éxtasis que nos arrebataba, que nos aniquilaba.
Es correcto decir que el vigor es un regalo del cielo. Liberal con sus fieles servidores, consiente que
su descendencia participe en esta liberalidad, y que la fuerza genital es hereditaria, y pasa de los
monjes a sus hijos: Es la única herencia que dejan. ¡Ay 1 he disipado rápidamente esta herencia!
Pero no adelantemos acontecimientos; retrasar el relato de su desgracia es suavizar el sentimiento.
Para salir de la aventura en la que estaba metido en mi haber, era necesario que el don del cielo
fuera completo. Si tuviera que lidiar con un partido fuerte podría sin vanidad aplicar las palabras del
Cid:
Soy joven, es cierto, pero para un alma bien nacida, el valor no espera el número de años.
Hasta entonces había dado las señales más enérgicas a Mme. Dinville; pero parecía que su valor
aumentaba con mi resistencia, y pronto me di cuenta de que sólo retrocedía, me excitó, me animó a
dar nuevos golpes; se presentó, y contribuyó con sus caricias a procurarme una nueva victoria.
Empecé a mirarla de nuevo con languidez; encontré placer en besar su pecho: arañé su coño con
mayor rapidez, suspiré. Ella percibió la feliz disposición en la que sus caricias me habían puesto.
¡Oh, bribón!" dijo, besando mis ojos, "estás duro; ¡qué grande es! ¡qué largo es! ¡Bribón! Harás una
fortuna con una polla así. Bueno, ¿quieres empezar de nuevo?
No lo sé. Sólo le respondí derribándola. Quiero darte un nuevo placer, quiero follarte a mi vez:
túmbate como estaba ahora. Me tumbé enseguida de espaldas; ella se subió encima de mí, cogió ella
misma mi polla, se la metió y empezó a empujar. No me moví; ella lo hizo todo, y yo recibí el
placer. La contemplé, ella interrumpió su trabajo para colmarme de besos; sus pezones cedieron al
movimiento de su cuerpo y se posaron en mi boca.
Una sensación voluptuosa me advirtió de la proximidad del placer. Uní mis empujones con los de
mi puta, y pronto estuvimos nadando en semen. Destrozado por las agresiones que había recibido y
repartido durante casi dos horas, me quedé dormido. La propia señora Dinville colocó mi cabeza
sobre su pecho, y quiso que probara la dulzura del sueño en un lugar donde acababa de probar las
del amor.
-Me dijo: "Duerme, mi querido amor, duerme en paz; me conformaré con verte. Dormí un sueño
profundo, profundo, y el sol se acercaba al horizonte cuando me desperté. Sólo abrí los ojos para
ver a la señora Dinville mirándome con una carcajada.
Había estado ocupada haciendo nudos mientras yo dormía. Interrumpió su trabajo para deslizar su
lengua en mi boca, y pronto la dejó, con la esperanza de que la ocupara en hacer nudos de otro tipo.
No me ocultó sus deseos y me presionó para satisfacerlos. Fui tan despreocupado que irrité su
impaciencia. Sin embargo, no tenía ni asco ni envidia; sentía que si hubiera sido por mí, habría
preferido el descanso a la acción. No era esa la intención de la señora, que en vano me acariciaba
con ardientes caricias y quería despertar en mí deseos que ya no tenía.
Lo hizo de otra manera para avivar mi calor apagado. Se tumbó de espaldas y se levantó la falda.
Ella sabía el poder que tenía sobre mí semejante espectáculo, y, tomando mi polla, me masturbó con
más o menos velocidad, en proporción a los grados de voluptuosidad que sentía que surgían. Por fin
llegó a su honor: yo tenía una erección, ella triunfó. El regreso de mi virilidad la deleitó
enormemente. Encantado yo mismo por el reflejo de sus caricias, le di muestras de gratitud que ella
recibió con furia. Ella me apretó, empujándose con movimientos tan apasionados que descargué de
repente, y con tanto placer que quiso dañar mi polla por el obstáculo que había traído con su
lentitud al disfrute. Para engañar la vigilancia de los curiosos, abandonamos el césped donde
acabábamos de entregarnos a los placeres del amor; dimos algunas vueltas en el jardín, y estas
vueltas no se hicieron sin hablar.
-Qué feliz soy contigo, mi querido Saturnin -dijo Madame Dinville-, ¿y tú?
-Yo", respondí, "estoy encantado con los placeres que me acabas de dar!
-Sí -continuó ella-, pero no es prudente que me entregue a tus deseos de esta manera; ¿quieres ser
discreto, Saturnino?
-Ah, no te gusto mucho -dije-, ya que crees que soy capaz de abusar de tu amabilidad. Contento con
mi respuesta, un tierno beso habría sido el precio si no nos hubieran visto. Apretó mi mano contra
su cara, y me miró con un aire de languidez que me encantó.
Íbamos deprisa; la conversación se había apagado, y me di cuenta de que la señora Dinville lanzaba
una mirada ansiosa de un lado a otro. Ni tú mismo lo hubieras sospechado, ni hubieras esperado que
después de trabajar como lo habíamos hecho, la señora no estuviera contenta con su día. El deseo de
coronarla con el honor la hizo examinar con cuidado si algún indiscreto no vendría a impedirlo.
Pero, dirás, tenía el diablo metido en el coño. Muy bien; acababa de chupársela a ese pobrecito; él
no podía más; estaba acabado, es cierto; pero cómo se la puso dura ! Oh, eso es lo que te voy a
enseñar.
Como chico que empezaba a conocer su mundo, ya que acababa de hacer una entrada bastante
brillante, habría faltado a mi deber si no hubiera conducido a la señora Dinville a su
apartamento...Me preparaba para despedirme y besarla por última vez ese día, cuando me dijo:
"Quieres irte, amigo mío, no son las ocho; ven, quédate, haré las paces con tu cura. (La idea del
presbiterio me apenó, y no me enfadó que la señora Dinville me ahorrara una hora de disgustos.
Nos sentamos en su sofá y, tras cerrar la puerta, cogió una de mis manos y la apretó entre las suyas,
y se quedó mirándome sin palabras. Sin saber qué pensar de este silencio, lo rompió diciéndome:
"¿Ya no tienes ganas? Mi impotencia me dejó sin palabras; me sonrojé ante mi debilidad.
Estamos solos, Saturnino -continuó redoblando sus caricias-; nadie puede vernos; desnudémonos y
acostémonos en mi cama. ¡Ven, mi mequetrefe, deja que te la ponga dura! Me llevó a su cama, me
ayudó a desvestirme y pronto me vio en el estado que ella quería, desnudo como una mano.
La dejé hacerlo, más por indulgencia que por placer. Me dio la vuelta, me cubrió de besos, me
chupó la polla, y le hubiera gustado tenerla hasta los cojones en su boca. Parecía extasiada en esta
postura, me cubría con una espuma parecida a la saliva; pero utilizaba en vano todo el calor de sus
caricias para reanimar un cuerpo helado por el agotamiento. Apenas mi polla volvía a subir, y lo
hacía tan débilmente, que, al no poder sacarle ningún servicio, corrió primero a un cajón y sacó un
pequeño frasco de licor blanquecino, que vertió en el hueco de su mano, y frotó con él mis bolas y
mi polla varias veces.
Ve", me dijo con satisfacción, "nuestros placeres aún no han terminado: ya me contarás más sobre
ellos más tarde. Su predicción se cumplió; pronto sentí un cosquilleo en las pelotas que me hizo
vislumbrar la posibilidad del éxito de su secreto. Para darle tiempo a operar, se desnudó a su vez.
Apenas se mostró desnuda ante mí, un calor prodigioso inflamó mi sangre, mi polla blanda, pero
con una fuerza inexpresable. Me enfurecí y, abriéndome paso hacia ella, apenas le di tiempo para
ponerse en posición. La devoré; ya no podía ver ni saber nada: todas mis ideas se concentraban en
su coño. Basta, mi amor -gritó, separándose de mis brazos-; no nos presionemos tanto; disfrutemos
de nuestros placeres y, ya que sólo duran un momento, hagámoslos vivos y deliciosos. Pon tu
cabeza a mis pies, y tus pies a los míos. Lo hice.
Pon tu lengua en mi coño", añadió, "y yo me meteré tu polla en la boca". ¡Aquí vamos! Querido
amigo, ¡qué placer me das! ¡Dioses! ¡Que ella también me dio placer!mar de delicias; lancé mi
lengua tan lejos como pude; ¡hubiera querido meter mi cabeza en él, meter todo mi ser en él! Chupé
su clitoris; fui a buscar un néctar refrescante al fondo de su coño, más delicioso mil veces de lo que
la imaginación de los poetas hizo servir a la diosa de los juegos en la mesa de los dioses, a no ser
que fuera lo mismo y la encantadora Hebe les diera su coño para chupar. Si esto es así, todas las
alabanzas que han hecho a esta bebida divina están muy por debajo de la realidad. Algún crítico
malhumorado me parará en seco y me dirá: ¿Qué bebían las diosas? Chupaban la polla de
Ganimède
La señora Dinville me abrazaba el trasero con fuerza y yo le apretaba las nalgas: ella me
masturbaba con la lengua y con los labios, yo le hacía lo mismo a ella; me avisaba, con pequeños
tirones y abriendo los muslos, del placer que sentía, y las mismas señales que se me escapaban le
hacían saber que yo tenía. Moderando o aumentando la vivacidad de nuestras caricias, sumergíamos
o adelantábamos al que iba a poner la altura de la misma; llegaba insensiblemente; luego,
endureciéndonos, apretándonos con más fuerza, parecía que habíamos reunido todas las facultades
del alma para ocuparnos sólo de las delicias que íbamos a disfrutar. Lejos de aquí, que se joda al
hielo. Cuya vida, temerosa de subir a dos golpes, se ablanda al primer choque y abandona el lugar;
Lejos de aquí: mis transportes ya no están hechos para ti.
Descargamos al mismo tiempo; apreté en ese momento, cubrí con mis labios todo el coño de mi
puta; recibí en mi boca todo el semen que salió de ella: lo tragué; ella hizo lo mismo con lo que
salió de mi polla.
El hechizo se disipó; sólo conservé una ligera idea del placer que acababa de sentir, que se
desvaneció como una sombra. Así son los placeres. Habiendo vuelto a caer en el mismo estado de
disgusto y debilidad del que me había sacado el secreto de Mme. Dinville, la insté a recurrir de
nuevo a él.
-No, mi querido Saturnin; te quiero demasiado para querer matarte. Estar contentos con lo que
hemos hecho. No tenía prisa por morir, y un placer que debía comprarse a costa de mi vida ya no
era de mi gusto. Nos vestimos.
Estaba demasiado contento con mi día como para descuidar las garantías de más de lo mismo. La
señora Dinville, que no estaba más descontenta que yo, me advirtió:
¿Cuándo volverás? - me preguntó, besándome.
-Tan pronto como pueda", respondí, "pero nunca lo suficientemente pronto para mi
impaciencia;mañana, por ejemplo.
No", dijo ella, sonriendo, "te daré dos días: vuelve el tercero, y el día que vengas -continuó,
abriendo el estuche del que había sacado la crema admirable, cuya virtud había probado, y dándome
unas pastillas que sacó de él-, tendrás cuidado de comer esto. Sobre todo, Saturnin, sé discreto; no
cuentes a nadie todo lo que hemos hecho. Le aseguré mi secreto y la besé por última vez, dejándola
bien convencida de que acababa de recibir mi virginidad.
La señora Dinville se había quedado en su apartamento. Me había advertido que me asegurara de
que no me vieran; la oscuridad me favorecía. Estaba cruzando una antesala cuando me detuvieron,
por quién: por Suzon. Su visión me dejó inmóvil: parecía que su presencia me reprochaba los
placeres que acababa de disfrutar. Mi imaginación, trabajando con mi corazón para abrumarme, la
hizo testigo de todo lo que acababa de hacer.
Me cogió la mano y se quedó sin hablar. La confusión me hizo bajar la mirada. Preocupado, sin
embargo, por su silencio, sólo confié en mis ojos para preguntarle el motivo; los levanté hacia ella y
vi que derramaba lágrimas. Este espectáculo me atravesó el corazón. Suzon había recuperado
inmediatamente el control que las caricias de la señora Dinville le habían quitado. No podía
concebir que su ama hubiera fascinado tanto mis ojos y mi corazón que sólo pudiera verla, que sólo
fuera sensible a su placer. Tuve la simplicidad de ver como el efecto de algún hechizo lo que sólo
era el efecto de mi temperamento y la atracción del placer.
-Suzon -le dije a mi hermana en tono penetrante-, estás llorando, mi querida Suzon; tus ojos se
cubren de lágrimas cuando me ves; ¿soy yo quien las hace brotar?
-Sí, eres tú -contestó ella-; me ruboriza admitirlo ante ti.
-Yo", grité; "¡madre mía! Suzon, ¿te atreves a hacerme tales reproches? ¿Los merezco, yo que te
amo?
-Me amas, dijo ella; ¡ah, sería demasiado feliz si dijeras la verdad! Pero tal vez usted acaba de jurar
lo mismo a Madame Dinville. Si me quisieras, ¿la habrías seguido? ¿No habrías pensado en alguna
excusa para venir a buscarme cuando estuviera fuera? ¿Es mejor que yo? ¿Qué hiciste con ella toda
la tarde? ¿Qué has dicho? ¿Estabas pensando en Suzon que te quiere más que a la vida misma? Sí.
Saturnin, te quiero; me has inspirado una pasión tan fuerte que me moriría de dolor si no me
respondieras. ¿Cállas? -continuó ella-; ah: veo que tu corazón no se violentó al seguir a un rival al
que odiaré hasta la muerte. Ella te ama, no puedo dudarlo; tú también la amas: sólo te ocupaste del
placer que te prometió, apenas pensaste en el dolor que me causarías. Conmovida por su reproche
No podía ocultar a Suzon que me desgarraban el corazón.
-Deja de quejarte, le dije; no agobies más a tu desgraciado hermano; tus lágrimas le desesperan; te
quiero más que a mí mismo, más de lo que puedo decirte.
-Ahl -dijo-, devuélveme la vida y olvidaré tu insulto si prometes no volver a ver a Madame
Dinville. ¿Tienes suficiente amor por tu Suzón como para sacrificarla por ella?
Sí -respondí-, la sacrifico por ti; todos sus encantos no valen ni uno solo de tus besos. Al decir esto,
la besé, y ella no rechazó mis caricias.
-Saturnin -continuó, apretando mi mano con ternura-, sé sincero: la señora Dinville te habrá exigido
que vuelvas a verla: ¿cuándo te ha dicho que vuelvas?
En tres días -respondí.
-Y tú vendrás, Saturnin", dijo con tristeza. - ¿Qué debo hacer? Quiero que vuelvas -dijo-, pero ella
no debe verte. Fingiré estar enferma; me quedaré en la cama, pasaremos el día juntos; pero -añadió-
no sabes dónde está mi habitación. Me dejé llevar; estaba temblando, intuía la desgracia que estaba
a punto de ocurrirme.
-Aquí", dijo Suzon, "está mi apartamento. ¿Te arrepentirías de haber pasado el día aquí conmigo?
Ah, Suzon -respondí-, ¡qué delicias me prometes! Estaremos solos, ¡nos abandonaremos a nuestro
amor! Suzon, ¿concibes esta felicidad como yo?
Estaba en silencio y parecía estar soñando profundamente; la insté a que se explicara.
Te escucho -dijo indignada-, mientras estamos solos, mientras nos entregamos al amor, ¡ah!
Saturnino, ¡qué indiferente hablas de este día, y qué poco te tocarán los placeres que te prometo, si
tienes fuerzas para esperarlos dos días!
Sentí su reproche; la imposibilidad de demostrarle su injusticia me desesperó, maldije los placeres
que acababa de disfrutar con Mme. Dinville. ¡Cielos!" grité, "¡Estoy con Suzon, habría dado mi
sangre para disfrutar de esta felicidad! ¡Estoy aquí, y no tengo la fuerza para formar un deseo! En
medio de esta confusión de pensamientos, me acordé de las pastillas que me había dado Mme
Dinville. Juzgué que el efecto debía ser similar al de su agua.
Sin dudar de que sería igual de rápido, me tragué unos cuantos. La esperanza de desengañar pronto
a Suzon me hizo besarla con un ardor que nos engañó a ambos. Suzon lo tomó como una muestra de
mi amor, y yo, como una señal del retorno de mis fuerzas. Suzon se sintió abrumada por la idea del
placer y cayó en la cama medio desmayada. Aunque todavía me desafiaba, pensé que la habría
abrumado de dolor si no hubiera puesto en situación de justificar su esperanza. Me acosté encima de
ella, y poniendo mi boca sobre la suya, puse mi glande en su mano. Todavía estaba blanda, pero
pensé que su ayuda aceleraría el efecto de los gránulos. La apretó, la agitó, la pajeó; nada avanzó:
un frío mortal me había helado el cuerpo I Es Suzon, dije, a quien estoy besando, y no se me está
poniendo dura [ Estoy besando sus pezones, que ayer idolatraba; no son los mismos hoy, no han
perdido nada de su redondez, su dureza, su blancura. Su piel es tan suave, sus muslos tan calientes.
¡Ella los separa, yo tengo mi dedo en su coño, ¡ay! y sólo puedo poner mi dedo allí! Suzon suspiró
ante mi debilidad; yo maldije el regalo de la señora Dinville. Pensé que ella había previsto lo que
me iba a pasar cuando saliera de su casa, y había querido acabar con mi agotamiento con sus
pastillas. La terquedad de mi frialdad confirmaba tan bien este pensamiento que estaba a punto de
confesar mi impotencia a Suzon cuando inesperadamente salí de mi apuro. Podría pensarse que el
amor hizo primero un milagro, que vendé y azoté: en absoluto; una mano invisible abrió las cortinas
de la cama con un golpe, y vino a aplicarme un golpe. Asustado por este accidente, no tuve fuerzas
para gritar; huí, y dejé a Suzón expuesta a la furia del espectro, sin dudar de que era uno.
Dejé el castillo en un diligencia Todavía estaba temblando en mi cama, donde me había metido
cuando llegué a casa del párroco, a quien le di detalles de un espectáculo que no había visto y que
mi confusión creía cierto. Sólo le conté al cura la escena, que no puse en la habitación de Suzon. El
miedo y el cansancio me hicieron dormir profundamente. Me desperté con el mismo cansancio y
con la imposibilidad de levantarme. Sorprendido por un cansancio que sólo atribuía al placer, me di
cuenta de lo necesario que es ser parco, y de lo que cuesta una complacencia excesiva para los
deseos de esas sirenas voluptuosas que te chupan, que te roen y que sólo te dejarían marchar
después de haberte bebido la sangre, si su interés, sostenido por la esperanza de atraerte de nuevo
con sus caricias, no les retuviera. ¿Por qué sólo hacemos estas reflexiones a posteriori? Es que en el
amor la razón sólo ilumina el arrepentimiento.
El descanso había borrado de mi mente estas sombrías ideas trazadas por el miedo. Ahora que me
había tranquilizado, mi corazón sólo sentía las preocupaciones causadas por la incertidumbre del
destino de Suzon. Me imaginé con horror el estado en que la había dejado. Estará muerta, dije con
tristeza; tímida como la conozco, no hacía falta mucho para hacerla morir. Así que ya no está",
continué, abrumado por esta cruel reflexión. ¡Suzon ya no existe! Mi corazón, que estos tristes
pensamientos habían apretado inicialmente,Todavía estaba derramando lágrimas cuando entró
Toinette. Al verla me asusté; temí que viniera a contarme alguna desgracia que temía, y me moría
por oírla. No hay duda de ello. Su silencio sobre este tema, junto con el de todos los demás, me hizo
creer que mi dolor era infundado. Pensé que Suzon se había salvado del susto como yo. El dolor que
había sentido por su muerte fue sustituido por la curiosidad de saber qué había pasado en la
habitación después de que yo me fuera; pero era una curiosidad que no podía satisfacer hasta que
me recuperara.
Los dos días de descanso que me había dado la señora Dinville habían expirado; estábamos en el
tercero, y aunque empezaba a sentirme mejor, no me sentía tentada de ir al castillo a hacer ejercicio.
Sin embargo, sólo pensé con pena en el obstáculo que esta desastrosa aventura había puesto en el
camino del placer que pretendía tener con Suzon. Esta reflexión me hizo pensar en las pastillas de la
señora Dinville: manipulé lo que me quedaba de ellas. No diré si su efecto fue rápido o lento; pero,
después de haber dormido un rato, me despertó la fuerza de la erección que sentía. Me asusté, y
hubiera temido por mis nervios si no me hubiera ocurrido lo mismo en casa de la señora Dinville.
Que se rían de mi vergüenza; que digan, si quieren:¿Qué? Valiente Saturnino, ¿no tienes tus cuatro
dedos y tu pulgar para hacer tus necesidades? ¿Cómo lo hacen estas cucarachas de sacerdotes, estos
hipócritas cuyos corazones están corrompidos? No siempre puedes encontrar un burdel, una devota
a mano; pero siempre tienes una polla: la usas, te masturbas. Lo sabía, pero no hace mucho que, por
haberme entregado demasiado, me encontré roto, molido. En guardia contra la tentación, me
masturbé y puse el placer a mi alcance. Aunque no es tan grande como cuando uno expone el caso,
siempre se tiene la facultad de repetirlo cuantas veces se considere oportuno. La imaginación juega,
revolotea sobre los objetos, que encantan a nuestros ojos.
Con un movimiento de muñeca, se puede hacer un lío con la morena, la rubia, la baja, la alta; los
deseos no conocen valles de condiciones; llegan al trono, y las bellezas más orgullosas, obligadas a
ceder, conceden lo que se les pide. Del trono se desciende a la grisalla; se imagina a una muchacha
tímida, nueva en los placeres del amor y que sólo conoce la naturaleza de los deseos por los que
siente. Uno le da un beso; ella se sonroja; uno levanta un pañuelo que esconde un pecho naciente;
uno desciende más: uno encuentra allí; un pequeño coño caliente, ardiente; uno la hace oponer una
resistencia que el placer aumenta, disminuye, la hace desvanecer a su antojo. El placer es vivo y
chispeante. Similar a los fuegos que salen de la tierra No; la sensación que ha despertado en tu alma
ha sido tan viva, tan rápida, que aniquilada por la fuerza de su impulso, no ha podido conocerla. La
verdadera manera de arreglarlo es juguetear con él, dejarlo escapar, encontrarlo por fin,
entregándose por completo a sus transportes.
Estaba en esta ocupación, la noche estaba ya muy avanzada, estaba a punto de terminar mi devaneo
y entregarme al sueño, cuando vislumbré que alguien aparecía a los pies de mi cama y desaparecía
al instante. No me asustó tanto como me despertó tal visión. Pensé que era el abad del que hablé en
el retrato de la señorita Nicole.
Es él, dije, sí; ¿a dónde va ese cabrón? No, por Dios, porque voy a seguirlo. Me levanté; estaba en
mi traje de batalla, es decir, en mi camisa; conocía a los seres. Fui al pasillo donde estaba la
habitación de la hermosa mujer. Entré en una habitación cuya puerta no estaba cerrada; la empujé
hacia atrás y me acerqué con circunspección a la cama donde creía que nuestros amantes estaban
teniendo su retozo. Escuché y esperé a que los suspiros me dijeran si pronto llegaría mi turno.
Alguien respiraba; pero ese alguien parecía estar solo. ¿No habría venido?", dije con asombro. No,
por supuesto que no está allí. Oh, por Dios, sólo perderás un diente. De inmediato, hundí mi mano
entre las piernas de la bella durmiente, y le di un beso en la boca
Ah", me dijeron en voz baja, "¡has estado esperando tanto tiempo! Estaba dormida, así que sube.
¡Oh, Dios! Me metí en la cama, y pronto encima de mi Venus, que me recibió con bastante frialdad
en sus brazos. Fui sensible a esta señal de indiferencia que ella creía dar a su amante, y me aplaudí
por el éxito que la fortuna me deparaba, al procurarme tan dulce venganza por el desprecio de mi
tigresa.
La besé en la boca, apreté sus ojos con mis labios y me entregué a transportes tanto más vívidos
cuanto que siempre se les había negado la libertad de estallar. Estaba manipulando sus pezones, que
estaban bien separados, bien formados y muy duros. Estaba nadando en un río de placer; por fin
estaba haciendo lo que tantas veces había deseado hacer con la divinidad. Seguramente no esperaba
que la trataran tan bien. Nada más terminar mi viaje, sintiéndome más animado que nunca, salí al
campo de nuevo y le di nuevo material para alabar.
Le había dado una probada, y juzgaba por sus caricias que sólo esperaba esta tercera prueba de
valor para poner esta noche por encima de todas las demás que decía que habíamos pasado juntos.
Aunque era capaz de darle esta nueva satisfacción, el miedo a ser superado por el abad amortiguó
un poco mi valor. No sabía a qué atribuir su lentitud. No pude Sólo lo achacaré a un cambio de
resolución. Con este pensamiento, pensé que podría recuperar el aliento y no precipitar mis golpes
como había hecho.
Dos descargas hacen bajar un poco el humo del amor; la ilusión se disipa, la mente vuelve a sus
funciones; las nubes se desvanecen, los objetos dejan de ser lo que eran. Los guapos ganan, los feos
pierden: mal por ellos. Me gustaría darles un consejo de paso: Mujeres feas, cuando concedáis
favores a alguien, ahorradle, no le carguéis con ellos: cuando uno no tiene nada que desear, ya no
desea; la pasión se apaga con un disfrute demasiado completo. Cuidado con esto: no tienes los
recursos de una bella mujer cuyos encantos prometen el retorno de esos deseos que acaba de saciar
y que el menor deseo vuelve a encender.
La reflexión que acabo de hacer es la que mejor se ajusta a lo que he vivido. Me entretuve pasando
la mano por las bellezas de mi ninfa; me sorprendió encontrar una diferencia en las cosas que había
manejado un momento antes. Sus muslos, que me habían parecido suaves, firmes, llenos, unidos, se
habían vuelto arrugados, blandos, secos; su coño no era más que un coño, sus pezones no eran más
que coños; así con el resto. No podía concebir tal milagro; acusé a mi imaginación de tener frio
Quería dañar mi mano por el informe demasiado fiel que le estaba haciendo. No es que estos
inciertos testimonios me hubieran impedido realizar un tercer ataque; estaba a punto de
presentarme, y ellos se preparaban para recibirlo, cuando oímos una algarabía en la habitación
contigua, que tomé por la de la señora Françoise, nuestra venerable ama de llaves. "¡Ah, el perro!",
gritó una voz ronca; "¡Ah, la desgraciada!" "¡Ah, la desgraciada!" Al oír estas palabras, mi novia, a
la que estaba a punto de tomar me dijo
¡Ah! Dios mío, ¿qué le están haciendo a nuestra hija; la están matando? Ve a ver. No respondí nada.
Sorprendido por este discurso, no sabía a qué atenerme:
"Nuestra hija", dije, "¿Nicole tiene una hija? El ruido continuaba y me instaron a ir a ayudar. No me
moví más. Estaban apasionados, corrieron hacia la pistola, encendieron una lámpara, y en ella
reconocí a la señora Françoise, esa anciana... Me quedé petrificado a la vista de este fantasma; vi
que me había equivocado de puerta, y me enfurecí al verme como el incauto de este miserable abad,
o más bien de mi impaciencia que no me había permitido prestar atención a la disposición del lugar.
Juzgué que el párroco, habiéndose encontrado con ganas de emborracharse aquella noche con su
camarera, le había advertido que estuviera preparada para el baile, y que, tomándome por el
párroco, me había reprochado mi lentitud en llegar a mi puesto; El santo sacerdote, para evitar el
escándalo, había esperado hasta el anochecer para cumplir su palabra con su belleza; que habiendo
encontrado la puerta de la habitación de su sobrina abierta, la ternura le había hecho correr hasta su
cama, donde la había encontrado en flagrante delito; que, impresionado por la idea de infamia con
que se cubría la frente, había dado a los combatientes testimonios de su ira más fuertes que el juego.
Pero el ruido se redobló y se enredaron: ¡eh! rápidamente, señora Françoise, volad al campo de
batalla; el honor, el amor, la tenacidad, todo ello os hace una ley; id a separar a los enemigos cuya
muerte os afligiría; pero, en nombre de Dios, dejad la puerta abierta para que pueda salvarme. ¡Oh!
la perra 1 la cierra. La señora Françoise verá que no es el cura con el que ha tratado, vendrá, te
encontrará, estás perdido, pagarás por los demás. Estos eran los pensamientos que me agitaban
mientras estábamos sentados en la habitación de al lado. En vano había intentado salir; reducido a
llorar por mi triste desgracia, me rendí. Tonto que era, como si no hubiera experimentado ya que
incluso en medio de la desgracia no hay que desesperar de la propia felicidad; que en el momento
en que uno se cree abrumado por los redoblados golpes del destino debemos al azar los días más
fortuitos. Divina Providencia, es por tus decretos que estas maravillas tienen lugar.
Justo cuando me entregaba a la desesperación, la fortuna hizo girar su rueda. El ruido había
aumentado al ver a Françoise, a quien se le cayó el candelabro de las manos al ver al sacerdote, al
que tomó por un espectro. Imaginemos esta escena. Si lo hubiera presenciado, me ahorraría la
molestia, pero mi conocimiento de las partes me permite aportar ideas para la perfección del cuadro.
Imaginemos al cura, desnudo, en calzoncillos, con una gorra gorda en la cabeza, sus ojitos
centelleantes, su gran boca espumosa, golpeando como un sordo al abad y a la sobrina. Imaginemos
a estos dos amantes, la bella temblando y hundiéndose en su cama, el abad escondiéndose bajo la
manta y saliendo sólo para golpear al pastor en la cara de vez en cuando. Imaginemos la cara de una
arpía en camisa que, con un chanel en la mano, se acerca, quiere gritar, se queda prohibida y cae del
susto en una silla.
El abad, por lo que pude ver en el silencio que reinó de repente, temiendo ser descubierto, se
marchó. El sacerdote le había seguido. Mi puerta se abrió de inmediato y se cerró de nuevo. Estaba
temblando, se acostaron; otro susto. Pensé que era Françoise, y que el cura iba a venir. Sin embargo,
todo estaba en calma y Françoise, que estaba en la cama, lloraba y suspiraba. Estaba confundido.
¿Qué hacer con este llanto? ¿Por qué debería suspirar?¿Por qué ha vuelto? ¿Regresará el cura o no?
¡Ah, qué cruel es la incertidumbre! Quise salir, pero no me atreví; finalmente, iba a escapar cuando
el diablo me detuvo. Mi corazón me decía: ¡te vas a la cama, tonto, y todavía estás duro! Dejas a
Françoise con su dolor: ¿tienes miedo de consolarla? Es lo menos que le debes; te ha colmado de
caricias, ¿te negarás a secar sus lágrimas, Es vieja, de acuerdo; fea, de acuerdo; pero ¿no tiene un
coño, idiota? r Dios mío r Señor Diablo, tienes razón.
Un gilipollas nunca es sólo un gilipollas; cuando se tiene una erección todo es bueno.
Ve, ve", continuó la voz interior, "la tormenta ha pasado; no hay nada más que temer, vuelve a la
cama. Sucumbí a la tentación y me metí de nuevo en la cama. Comencé a recostarme, con gran
discreción, en el borde; pero toda mi cortesía no pudo detener un grito de espanto que salió y fue
sofocado al instante por el temor a ser escuchado. Sentí que alguien se retiraba a la esquina de la
cama. Esta forma de actuar aumentó mi sorpresa. Pensé que pronto pondría fin a ello, explicando
mis intenciones, y esta explicación fue poner mi mano entre los muslos de mi vieja: se habían
convertido en todo lo que se podía desear para ellos, y excitar las emociones más fuertes, más
suaves y firmes de lo que me habían parecido hasta entonces.
Mi mano no se detuvo allí durante mucho tiempo, por mucho placer que sintiera allí: pasó al coño.
El bulto, el vientre, los pezones, todo era tan suave, tan unido como con una jovencita. Manipulé,
follé, chupé, se me permitió hacerlo, y mi fuego enranciando el de mi bella, dejó de suspirar, se
acercó a mí y yo a ella. De la tristeza la hice cambiar al amor; la acogí.
-Ah", me dijo, "querido abad, ¿quién te ha traído aquí? ¡Cuántas lágrimas me costará tu amor!
Aunque conmovido por este discurso, mis transportes se redoblaron: abracé con ternura a mi ninfa,
confundí mis suspiros con los suyos y sellé, con arrebatos de voluptuosidad, las delicias que los
habían precedido. Cuando el éxtasis terminó, recordé las palabras que acababan de dirigirme.
Dónde estoy ahora, me dije. ¿Es con Françoise? ¡Qué diferencia de placeres! Pero me toma por el
abad; dice que mi amor le hará llorar: ¿compartiría con Nicole los homenajes de esa, al parecer, la
buena señora está celosa; creía tener el corazón de su enamorado para ella sola.
Por qué es vieja r Por qué es fea r A pesar de su fealdad, todavía me atreví a exponerme a lo
desagradable del examen, que me había parecido tan desagradable después de los primeros golpes.
Mi mano estaba ansiosa por volver a su cuerpo seco y demacrado; y aunque sentía que el asco sería
el precio de mi imprudencia y si quería volver a correr un puesto, lo mejor era esperar el retorno de
mi vigor, sin precipitarlo por un devaneo que bien podría alejarlo, me aventuré a extender la mano;
pero, sorpresa, ¡encontré por todas partes la misma firmeza, la misma robustez, el mismo calor, la
misma dulzura! ¿Qué significa esto? ¿Es Françoise? ¿No? No, por supuesto que sólo puede ser
Nicole. ¡Oh, cielo, es Nicole! Puedo dar fe del placer que me dio y de la continuación de este placer
que todavía siento cuando la toco. Se habrá escapado de su cama, habrá aprovechado la debilidad de
Françoise para venir a refugiarse aquí: ¡imagina que su amante también ha venido a esconderse
aquí! En esta explicación encontré muy naturales las palabras que me había dicho. Lleno de este
pensamiento, sentí que los deseos que ella había inspirado una vez en mí revivían con mayor fuerza.
Lamentaba los placeres que creía haber tenido sólo con Françoise, porque eran mucho menos que
los que iba a disfrutar con Nicole. Me puse en situación de recuperar el tiempo perdido.
-Mi querida Nicole -le dije, besándola con ternura y tratando de contrahacer la voz del abad-, ¿en
qué te ocupas? ¿Puedes permitirte estar triste, cuando el feliz azar que nos reúne quiere que nos
entreguemos a nuestro amor? Vamos, mi querida niña;¡Ahoguemos nuestras penas en semen!
-Qué placer me das", respondió, respondiendo a mis caricias, "tu dolor aumentó el mío". Sí,
aprovechemos la única forma que tenemos de consolarnos. Pase lo que pase, mientras tenga esto en
la mano -continuó, tomando mi polla-, no temeré a la propia muerte. No tengas miedo de que
alguien venga a interrumpirnos, he quitado la llave; no pueden entrar si no es tirando la puerta.
Encantado por esta feliz precaución inspirada por el amor, la acaricié con un nuevo placer; mi polla,
que siempre tenía en la mano, era siempre de una rigidez que la deleitaba. Rápidamente, le dije,
ponla en tu querido coño; ¡Nicole, me haces desearlo! Ella no se apresuró, siguió apretando mi
polla, y parecía sorprendida por su tamaño, que tomaba por el efecto de sus caricias. Quería ponerla
yo mismo.
-Espera, mi querido amigo -respondió, apretándome entre sus brazos-, que venga aún más grande y
más larga. Ah, nunca la he visto más hermosa: ¡se ha incrementado esta noche! El abad, al parecer,
no estaba tan bien compartido como yo con los dones de la naturaleza. Me habría reído de este
pensamiento de Nicole, si no hubiera tenido ganas de hacer otra cosa.
-Ah, ¡qué bien me lo voy a pasar!", dijo metiendosela. ¡Empuja, querido amigo, empuja! No fue
necesario decírmelo: empujé, y, inclinándome hacia atrás en su pecho, los cubrí con besos de fuego,
permanecí inmóvil, morí allí.
-¡Hazlo!", me dijo Nicole, agitándose con una pasión que me sacó de mi extático sueño; "¡hazlo!
Inmediatamente empecé a darle golpes en el culo, vitales, que iban, dijo ju"-"sólo a su corazón. Ah!
los que me dio fueron mucho más allá I Llevaban fuego, lanzaban torrentes de placer a las partes
más remotas de mi cuerpo. Oh, descarga! eres un rayo de la Divinidad, o más bien no eres la
Divinidad misma r ¿Por qué no morimos en los transportes? ¿Acaso no murió la madre del dios de
los bebedores cuando Júpiter, cediendo a su insistencia, la convirtió a latigazos en un dios -pues no
me malinterpretéis, mitólogos, no fue el aparato, el brillo, ni la majestuosidad del soberano de los
cielos, lo que arrebató el día a Semele: fue el semen ardiente que salió de su polla. Mahoma,
observo tu ley, soy tu más fiel creyente; pero mantén mi palabra; hazme disfrutar durante mil años
de los continuos abrazos del placer siempre creciente de la deliciosa descarga que prometes a tus
fieles con tus houris rojos, blancos, verdes, amarillos: el color no hace ninguna diferencia, déjame
descargar, eso es todo lo que necesito,
Nicole estaba encantada conmigo, yo estaba encantado con Nicole. ¿Cuál es la diferencia entre una
mujer vieja y una nueva?¡una persona joven! Una mujer joven lo hace por amor, una anciana por
costumbre. "Viejos, dejad la guadaña a los jóvenes; es un trabajo para vosotros y un placer para ella.
Mi polla, más dura de lo que era antes de la operación, permaneció en su estuche sin ablandarse.
Nicole se aferró a mí con más fuego, y el mismo fuego que me animaba me hizo aferrarme a ella
con más realeza aún, no me habría dejado por un trono; no la habría dejado por lo peor del universo.
Pronto un movimiento nos leyó para recurrir tras lo que acabábamos de perder. La imprudencia es
la parte del amor; la felicidad deslumbra, uno está demasiado ocupado para pensar que puede
desvanecerse. Nos traicionamos a nosotros mismos por nuestro transporte; la cama estaba apoyada
en el tabique de la habitación contigua; no pensamos que Françoise estuviera en esa habitación, que
pudiera despertarse al oír el ruido que dimos con los indiscretos sacudones que dimos a la cama,
que, al chocar contra ese tabique, pronto la habrían hecho consciente de lo que ocurría en la
habitación. Más rápida que un rayo, corrió hacia la puerta; sin llave: ¿cómo hacerlo? Llame a
Nicole; ella lo hizo. Ante esta terrible voz nos quedamos helados de miedo; nos detuvimos en seco,
y la anciana dejó de gritar; pero pronto dejamos de ser sabios. Demasiado animados para
permanecer mucho tiempo en nuestra incómoda inactividad, reanudamos nuestro trabajo; pero
aunque lo hicimos con toda la discreción posible, la anciana, que tenía la oreja pegada al suelo, no
aceptó el cambio. Detectó el motivo de nuestro silencio en el sonido apagado de nuestros suspiros y
las palabras interrumpidas que se nos escapaban.
Un nuevo alboroto. Nicole", gritó, golpeando contra el tabique, "¿acabarás con Nicole?" Nuevas
alarmas por nuestra parte; pero poniéndome pronto por encima del miedo, le dije a Nicole que, ya
que nos habían descubierto, no había que molestarse. Ella aprobó con su silencio esta valerosa
resolución, y, dándome ella misma el primer golpe de mano, metiendo su lengua en mi boca, me
picó el honor; y como generosos guerreros que, desafiando en las líneas el fuego de una artillería
asesina dirigida contra ellos en una muralla, continúan tranquilamente su trabajo y se ríen del ruido
impotente del cañón que retumba sobre sus cabezas, trabajamos intrépidamente al son de los golpes
que Françoise daba contra el tabique. Terminamos; y, ya sea por la interrupción o por el ruido que la
vieja seguía haciendo, habíamos dado un toque de vivacidad a nuestros placeres, admitiendo el uno
al otro que todavía no habíamos probado unos tan vivos.
Hacerlo cinco veces en muy poco tiempo no estaba mal para un convaleciente, ¡todavía
convaleciente de qué enfermedad! Sin embargo, sentí que no estaba del todo fuera de sí. Tenía esta
sabiduría y triunfé sobre mi envidia. Hay que admitir, sin embargo, que la reflexión tuvo un buen
papel en mi moderación. Al final, la señora Françoise podría impacientarse con esta pequeña
maniobra, pasando de las amonestaciones honestas a los gritos, a los gritos, qué sé yo, para hacer
sonar la campana de alarma sobre nosotros, o tal vez venir a ponerse de centinela en nuestra puerta.
Exponiéndonos al riesgo de ser arrestados al entrar; mal asunto; permaneciendo en la habitación,
asediados hasta la luz del día, al final habríamos tenido que abandonarla; ¿Cómo? Desnudo; no
habría sido honesto, un hombre joven, una chica joven en ese equipo. Lo más seguro era hacer una
rápida retirada; así lo hice; pero antes de ir a mi cama juzgué prudentemente que sería un tonto si
permitía que persistiera la opinión demasiado ventajosa que había creado en la mente de Nicole
sobre el abad. Me habría costado demasiado respeto a mí mismo sacrificar la gloria que acababa de
adquirir bajo su nombre a este payaso. Vanidad, a tí te da risa, lector, ¿no es cierto? Me hubiera
gustado verte en mi lugar. Suponiendo que fueras tan rival como yo y sensible al placer de la
venganza, apuesto a que habrías sido tan fatuo como yo, y que habrías dicho, como yo; mi bella
Nicole, no debes estar descontenta conmigo... En este caso, ella habría asegurado que su corazón
estaba encantado. ¿No es cierto, habrías dicho, que no esperabas tanto del pequeño bribón al que
siempre has despreciado? Te equivocaste, y no se merecía el trato que le diste; pues ya ves que los
pequeños valen por los grandes.
Adiós, mi querida Nicole; me llamo Saturnin, para servirte. La habrías besado, y luego la habrías
dejado allí, bastante aturdida por tu cumplido; habrías ido a la puerta, la habrías abierto (la llave
había quedado en la cerradura), y habrías vuelto a la cama tranquilamente. Me gustaría que hubieras
podido hacerlo tan bien y tan felizmente como yo.
Sorprendido por la extrañeza de las aventuras que acababan de ocurrirme, esperé impaciente a que
el día me dijera que serían las consecuencias de tan singular noche. Estaba encantado con el
desastre del abate y con mi buena suerte. Como nadie (excepto la señorita Nicole, en cuya
discreción podía confiar) sospechaba de mí, hice una comedia de la figura que vería hacer a
nuestros actores nocturnos, y me prometí todo el placer, ya que sería el único al que le resultaría
indiferente.
El cura, dije, tendrá un aspecto sombrío, taciturno, estará de mal humor, dará unos azotes; que los
dé, no seré yo. o jugaré mal, Françoise examinará todos los colegiales, uno tras otro, con ojos cuya
furia hará más brillante la escarlata. Buscará, entre los grandes, a aquel de quien debe vengarse, no
por los placeres que ha tenido, sino por los que ha dado a su hija. Si me reconoce, será muy
inteligente. Nicole no se atreverá a mostrarse; si se muestra, se sonrojará, se avergonzará, me
pondrá mala cara, tal vez me haga ojitos; qué sabrás tú, Me tiene cariño, seré cruel.
Tal vez el abad se rompa con el sueldo; ¡oh! por él, será aún más insolente.
Estaba tan ocupado con todos estos pensamientos que no pensaba en dormir; y la Aurora de los
dedos rosados ya había abierto las puertas de Oriente, que aún no había cerrado los ojos. Sin
embargo, necesitaba descansar. El sueño, que parecía haber respetado mis reflexiones, llegó tan
pronto como éstas cesaron, y no fue sin dificultad que logramos romperlo en pleno día. ¿Qué fue de
mí al ver a Toinette, que, colocada a los pies de mi cama, esperaba que me despertara? Me puse
pálido, me sonrojé y temblé. Pensé que mi juicio había terminado, que se había descubierto que
había participado en la travesura de la noche y que iba a pagar por ello. Este pensamiento
abrumador me hizo caer en la cama sin fuerzas.
-Bueno, Saturnin -dijo Toinette-, ¿sigues enfermo? No hay respuesta. El Reverendo Padre Policarpo
Planeaba llevarte con él.
Ante esta palabra de partida, mi tristeza se disipó.
-”Se ha ido", te dijo Toinette con brío. Bueno, la verdad es que me va muy bien. Me va de
maravilla.
Me vestí antes de que Toinette pudiera darse cuenta del repentino cambio de tristeza a alegría que
había experimentado en tan poco tiempo; la seguí.
Estaba demasiado ocupado con la noticia que Toinette acababa de comunicarme como para dejar la
casa del pastor con pesar. Ni siquiera pensé que no volvería a ver a Suzon. Encontré al padre
Policarpo esperándome: estaba encantado de volver a verme. No mencionaré las caricias de
Ambroise, los besos, las lágrimas de Toinette: ella derramó algunas, yo también. Aquí estoy,
montando el caballo del valet de su reverencia. Adiós, Padre Ambroise. Adiós, Madame Toinette,
sirvienta. Me voy, caminamos, llegamos, aquí estamos en el convento.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

Estoy empezando una nueva carrera. Destinado por mi estado a engrosar el número de los cerdos
sagrados que la piedad de los fieles alimenta en la paciencia, la naturaleza me había dado las más
bellas disposiciones para este estado, y la experiencia había comenzado ya a perfeccionar sus dones.
La sinceridad ya no necesita ser alabada para persuadir. Sin embargo, hay algunos hechos que se
salen de la norma ordinaria: son los que voy a relatar.
Si no se salva la verosimilitud, es porque no se trata de juegos de la imaginación que se realizan con
habilidad para salvar la credibilidad del lector, sino porque son verdaderos, y la verosimilitud no
siempre tiene carácter de verdad. ¿Debería temer, después de todo, que uno encuentre extraño ver a
los sinvergüenzas, a los monjes libertinos y corruptos, que creen que uno es lo suficientemente
honesto cuando no es reconocido como un bribón; que, bajo la máscara de la religión a la que
juegan, se ríen de la credulidad de la gente, y hacer de todo lo que condena el objeto de sus
ocupaciones?
No, esa es la costumbre. Los Cartujos, los Carmelitas, los Mínimos, me justifican bastante.
Conocemos mil historias sobre ellos, sin las que no conocemos.
Permítanme reflexionar un poco sobre la vida que llevamos, y mostrar lo corruptos que son los
monjes. ¿Qué poderosas razones podrían haber reunido a tantos personajes diferentes en el claustro?
La pereza, la berrea, la mentira, la cobardía, la pérdida de bienes y del honor.
Pobre gente, que cree que es la religión la que puebla los claustros, ¿cómo no va a penetrar en su
interior? Indignado por su iniquidad, te sonrojarías y aprenderías a despreciarlos; levantemos la
venda que cubre tus ojos. Dime, tú que conociste al padre Cherubin, este hombre que sólo respira
placer, tú, digo, que lo conociste antes de ser monje, ¿cómo vivía? No se iba a la cama hasta que se
había bebido diez botellas del mejor vino, y a menudo durante el día se enterraba bajo la mesa entre
los restos de la cena.
Dejó el mundo, Dios lo iluminó con su gracia; le mostró el camino correcto. No examino si fue el
cielo o sus acreedores quienes hicieron este milagro; pero debéis saber que el padre Cherubin
todavía se enfrentaba a los bebedores más intrépidos; bebía y comía las rentas del convento.
Aquí está el Padre Querubín: como lo conociste, así es todavía. Y el padre Modeste, al que habéis
visto entre vosotros todo hinchado de arrogancia y amor propio, ¿se ha rehecho su carácter desde
que tiene un triple cordón en el cuerpo?
Yo, que le conozco, le garantizo lo contrario. Si habla, Bourdaloue, a su lado, sólo tartamudea. Más
sutil que Santo Tomás, percibe, razona, escucha, penetra. En su opinión, el padre Modeste es un
fénix; en la tuya, es un tonto; en la mía, sigue siéndolo. ¿Ves al padre Bonifacc, ese hurón loco, que
inclina la cabeza con devoción, que vuelve sus ojos mortificados hacia la tierra, que parece,
mientras camina, componer con el cielo? Evítalo, es una serpiente que se desliza; se acerca a ti:
vigila a tu mujer, mantén a las niñas cerca, aleja a los niños.
Está dentro, está fuera; tócate la frente: todo está jodido, todo está jodido. Has conocido al Padre
Hilaire, aprieta el cinturón, estás tratando con un bribón. Pronto las conversaciones consoladoras
serán seguidas por pinturas enérgicas de las necesidades del convento. Nos falta de todo, te dirá,
estamos alimentados, tirados como perros; nuestra casa se cae a pedazos. Os dejáis esperar, se os
abre la cartera; sacad, padre Hilaire, habéis encontrado a vuestro incauto; saquear, robar, ese es el
espíritu de la Iglesia.
¡Cuántos personajes odiosos tendría que representar si pintara los de todos los monjes! ¿Cambiamos
nuestras inclinaciones para cambiar de ropa? No; el bebedor es siempre un borracho, el ladrón es
siempre un insolente, y el ladrón es siempre un ladrón. Digo más: las pasiones se irritan bajo el
vestido; se llevan en el corazón, ociosidad, las renueva, la ocasión las aumenta. Me atrevo a decirlo,
los monjes son otros tantos enemigos de la sociedad: podrían compararse a esos ejércitos de pueblos
bárbaros que salieron de sus pantanos para inundar Europa.
Reunidos por interés, se odian especialmente. Nada está mejor ordenado que su ejército; nada lo
está menos que el interior. Si se elige un general, ¡qué facciones, qué complots! Gritan, corren, se
agitan. Si se trata de hacer alguna incursión en el mundo, de atacar el monedero de los fieles, de
inventar alguna nueva práctica supersticiosa, el mismo espíritu los anima, todos trabajan juntos
hacia el objetivo general.
Dóciles a las órdenes de sus superiores, se alinean bajo sus banderas, suben al púlpito, rezan,
exhortan, añadiré a esta alabanza versos dictados por el sentido común y justificados por la larga
experiencia:
Sobre todo lo que había visto hacer a los reverendos, estando en casa de Ambroise, y por último
sobre las galanterías del padre Policarpo y de Toinette, había concebido las ideas más divertidas del
estado monástico. Creía que el vestido era la prenda bajo la cual se tenía el más libre acceso al
templo del placer. Mi imaginación estaba embriagada por los agradables quimeras que se estaban
forjando.
No se despertó en los brazos de Toinette, sino que me representó a las mujeres más amables de los
lugares a los que me condujo mi destino, compitiendo por la conquista del padre Saturnin,
previniendo sus deseos con las más tiernas atenciones y pagando sus bondades con los transportes
más vivos y desenfrenados. Es fácil creer que, en tal estado de ánimo, recibí con gusto el hábito de
la orden, que el prior (que al principio se apegó a mí con un afecto verdaderamente paternal) me
honró al día siguiente de mi llegada.
Había aprendido suficiente latín de mi párroco, que sabía poco, para aparecer con honor en el
noviciado. Me elogiaron por tener unas disposiciones bastante alegres; ¿me aproveché de ellas? Por
desgracia, no. ¿Para qué me sirvieron? Para ser portero; un buen avance.
Como escritor fiel, me creería obligado a conducir a mi lector, año tras año, a la teología; se me
vería como un novato, luego como un profeso, y finalmente como un venerable padre. Tendría mil
cosas bonitas que decirle; pero las cosas bellas sólo nos gustan en la medida en que nos interesan.
¿Qué interés tendría uno en ver a un bergante desbaratando todo contra viento y marea, poniendo en
solfa el sentido común y la razón en argumentos barrocos, en sutiles distinciones que él mismo no
escucharía?
Sin embargo, creo que no podría pasar por un período tan largo sin mencionar algunas nimiedades.
Mi estancia en el convento había iluminado mis ideas: había aprendido, a mi pesar, que si el placer
estaba hecho para los monjes, no estaba hecho para la gente pequeña. Arrepintiéndome de haber
hecho los votos, y al mismo tiempo deseando alcanzar el sacerdocio, que consideraba el fin de mis
trabajos, me dejé dormir por el prior, que se vengó del desprecio que me tenían, porque era hijo de
un jardinero y superaba a los demás en los estudios.
Me habían reprochado tantas veces mi nacimiento que me avergonzaba de él; Toinette se había
convertido en una fruta prohibida para mí; siempre rodeada de superiores, ¿podría ser accesible para
un novato? Además, ya no podía encontrar a Suzon; había desaparecido de la casa de Madame
Dinville después de que yo entrara en los Cartujos.
No se han recibido noticias de ella. Su pérdida me había sumido en el dolor; la amaba, un yo no se
que, más fuerte que su temperamento, me unía a ella. Los lugares donde la había visto, donde
nuestros corazones habían hecho el primer intento de amor, todo me entristecía. Agradables
recuerdos, qué caro he pagado tu ausencia 1 Ahora que no tenía objeto, estas ideas ya no me
ocupaban sin dolor.
Pero aquí hay un chico muy ocioso, se podría decir; ¿en qué estabas ocupado, pobre Saturnino? Ay,
me estaba masturbando: así olvidaba mis penas.
Un día me llevaron a un lugar solitario, donde creí no tener testigos, y me entregué a una voluptuosa
indolencia. Un monje sinvergüenza me sirvió: no era uno de mis amigos; apareció tan
repentinamente que se me cayeron los brazos. Permanecí en este estado expuesto a la malignidad de
su mirada. Pensé que estaba perdido; creí que iba a publicar mi aventura, y su forma de acercarse a
mí me dio motivos para temer.
-Ah! ah hermano Saturnin," me dijo, "no te creía capaz de hacer tales cosas. ¡Tú, el modelo del
convento! ¡Tú, el águila de la teología!
-Me viste masturbarme, dale una fiesta a todo el convento -continué-, trae a quien quieras, ¡te
espero en la décima descarga!
-Hermano Saturnin -continuó con frialdad-, es por tu bien que te hablo: ¿por qué te masturbas '-
¡Tenemos tantos novatos! es una diversión para un hombre honesto.
-Probablemente pertenezcas a esta clase", dije. Aquí, Padre André, sus discursos me impacientan al
igual que sus alabanza. Sal de aquí, o yo... La vivacidad con la que hablaba rompió su seriedad. Se
echó a reír y, tendiéndome la mano, me dijo:
"Anda -dijo-, tócala, hermano; no te creía tan bonachón; no te hagas más pajas: eres digno de un
destino mejor; deja esta carne hueca, quiero compartir contigo algo más sólido. Su franqueza
despertó la mía, le tendí la mano a su vez.
No soy desafiante", dije, "cuando uno actúa así; acepto sus ofertas.
-Abróchate los calzones, no dispares más tu pólvora a los gorriones; la necesitarás. Te dejo; no
salgas hasta después de mí; no deben vernos juntos: podría perjudicarnos; nos vemos pronto. Me
sorprendió que el monje se fuera. Ya no era cuestión de masturbarse; ocupado con su promesa,
soñaba con ella sin entenderla. ¿Qué quiere decir con esta carne con la que quiere gobernarme? Si
es un novato, no lo quiero. Estaba pensando como un tonto, no lo había probado. Lector, ¿eres más
hábil que yo entonces? Sí, dices; ¿no es cierto que no es una pieza tan mala? El prejuicio es un
animal que hay que alimentar. El sabor lo es todo. ¿Hay algo más encantador que un bonito pelo,
una piel blanca, unos hombros bien formados, una bonita caída de los lomos, unas nalgas duras y
redondas, un perfecto culo ovalado, estrecho, apretado, limpio y sin vello?
No es uno de esos coñazos, uno de esos abismos en los que te metes todo con una bota. Te veo,
censor atrabiliario, estás cerca de mi inconstancia, en que alabo a veces el coño, a veces el culo.
Aprende, bobo, que tengo experiencia, con una mujer en cuando se presenta, y que tengo mis
travesuras con un hermoso niño. Ve a la escuela de los sabios de Grecia, ve a la escuela de la gente
honesta de nuestro tiempo, aprenderás a vivir. Pero viene el monje, suena la medianoche; llaman a
la puerta, es él. Bueno, vamos, padre, te seguiré. Pero, ¿a qué lugar me estás guiando?
-A la iglesia.
-Tú Te estás burlando: para rezar al Siervo de Dios? me voy a dormir.
-Sígueme, maldita sea, no ves ¿Voy a subir al órgano? ¡Aquí estamos! ¿Sabes lo que encontré allí?
Una mesa bien surtida, buen vino, tres monjes, tres novicios y una hermosa chica de veinte años,
tan bonita como un ángel. como un ángel. He seguido a mi conductor.
El padre Casisimir era el líder de la alegre banda. Me recibieron me recibió bien.
-Padre Saturnin", dijo, "es usted bienvenido. El padre André te ha alabado: su protección lo
justifica. Follar, comer, reír y beber, es nuestra ocupación aquí; ¿estás dispuesto a hacer lo mismo?
-Sí", respondí;
Si es sólo para mantener el honor del cuerpo, lo haré tan bien como cualquier otro; sea dicho
-continué, volviéndome hacia el lado de la asamblea-, sin disminuir el mérito de sus reverencias, -
Eres uno de los nuestros -dijo el padre Casimiro Colócate aquí entre esta encantadora niña y yo;
descorchemos una botella en honor al padre: para ti, cálido Y aquí estamos fluyendo.
Y tú, lector, ¿qué harás mientrasvaciamos nuestras botellas? ¡Toma! Diviértete
leyendo este relato.
El padre Casimiro era de una talla mediocre^, moreno de cara. Tenía la cara morena y la barriga de
un prelado. Tenía unos ojos que te daban por culo a cien pasos, y que sólo se ablandaban al ver a un
chico guapo. Entonces, el diablillo, en celo, relinchaba. Su pasión por que la antifísica estaba tan
bien establecida que los saboyanos le temían. Era fácil caer en sus azulejos. Era un autor e ingenio
de moda; un censor cáustico, un escritor seco, un bromista sin ligereza, un irónico sin delicadeza. Se
había hecho un nombre por sí mismo. Se había hecho un nombre con escritos que no tenían más
mérito que el de la malicia.
El éxito de sus sátiras le consolaba de los golpes de vara con que a veces le trataban, pero hay que
admitir que se equivocaban al tratarle así; pues, aunque las sátiras aparecían bajo su nombre, el
pobre padre no tenía a menudo más parte en ellas que el cuidado que ponía en editar los escritos de
quienes trabajaban bajo su mirada. de los que trabajaban bajo su mirada.
Cultivó los pequeños talentos que sabía que tenían, les dio su material, revisó su trabajo, lo hizo
imprimir, y a menudo recogió algunos frutos muy amargos.
.No fue menos audaz; y como el avaro que se consuela de los abucheos del pueblo con las risas que
despertó en el público a costa de los autores enjugaron las lágrimas que le hicieron derramar en
privado.
En medio de la literatura, disfrutaba del placer de satisfacerse sin salir de su estudio. Los culos de
sus mirmidones llenaban sus deseos. Como precio por su indulgencia, les entregó a su sobrina, y
ésta pagó las deudas del tío. El portero del convento estaba a la orden del padre, y todo se traía
fácilmente: vino, carne, chicas, nada se exceptuaba.
Se preferían los órganos para tales orgías, porque no había razón para sospechar que se pasaría la
noche en la iglesia. Otra razón era que se estaba al alcance de los servicios, y esta precisión
facilitaba la conversación.
A pesar del cuidado que ponía el padre Casimiro en conservar a sus alumnos, siempre perdía a uno
de ellos; diré la razón: a veces en la gratitud está el precio de la obligación. Estos desertores
utilizaron contra el padre Casimiro los mismos rasgos que él les había enseñado a agudizar contra
los demás. Uno de ellos escribió el siguiente soneto sobre él:

“-Un día Dom Happecon, más arrogante que un gallo, Cansado de sentir su vida tan recta como un
alfiler, Dejó su convento, hundido en sus pantalones, Y fue al Dupré a pedir una chica.
El cabrón que nunca hizo otra cosa que estafar, para el que cinco o seis golpes no eran más que una
nimiedad. Pensó que sólo era cuestión de probar el choque, Y sacó su artefacto de debajo de su
mantilla,
- Muy bien, dijo la puta, devuelve el instrumento; Primero paga generosamente: Vivimos aquí,
como en el palacio, de las especias.
El asombrado pater de este maldito cartel, abandonó, por falta de dinero, este pilar de burdel, Y fue,
de desesperación, a joder a dos novicias.-”

No podría terminar mejor; dejo el pincel, nuevos golpes debilitarían mi pintura. La sobrina del
padre Casimir era morena, vivaz y pequeña. Si perdió a primera vista, el examen la vengó; salvando
hábilmente su pecho, que ya no era absolutamente bella, la aprovechó. Sus ojos, pequeños pero
negros, te miraban con una mirada juguetona, impulsada por la más refinada coquetería. Encantó
por la vivacidad y la salinidad de su esmalte. En una palabra, era todo lo que uno podía desear para
coger el día sin darse cuenta de que había pasado la noche.
En cuanto me vi colocado al lado de esta amable muchacha, sentí que se renovaban aquellos
movimientos confusos que una vez había experimentado cuando el azar me había llevado a
descubrir a Toinette y al padre Policarpo. La larga privación del placer había formado en mí una
segunda naturaleza, por así decirlo, susceptible de recibir impresiones tan vívidas y picantes;
empecé a vivir de nuevo, porque creía que iba a vivir de nuevo para el placer.
Sentí que no era el deseo de ser una virgen vestal lo que la hacía encontrarse en medio de un grupo
de monjes; pero la felicidad que parecía ofrecerme me parecía tan grande que apenas podía
concebirla; estaba temblando, y, por miedo a que se me escapara, apenas podía formarme la
intención de pedirla.
Tenía mi mano en su muslo, que apreté contra el mío; sentí que me lo quitaba y lo pasaba por la
abertura de su enagua; conocía su intención, pronto llevé mi dedo donde ella quería. El contacto con
un lugar que me había sido prohibido durante mucho tiempo me hizo estremecer de alegría, lo que
fue notado por la pandilla, que me gritó: "Ánimo, padre Saturnin, ahí está. Tal vez me hubiera
desconcertado esta exclamación, si Marianne (así se llamaba nuestra diosa) no me hubiera dado
inmediatamente un beso y me hubiera desabrochado los calzones con una mano, mientras ponía su
otro brazo alrededor de mi cuello y, agarrando mi polla decia "¡Ah! ¡Ah!:
Y cogiendo su coño, dijo: "Ah, padres -dijo mostrándoselo-, ¿tenéis algo de esa belleza? > Hubo un
alboroto de admiración y todos la felicitaron por su próxima felicidad. Estaba encantada. Entonces
el padre Casimiro, imponiendo el silencio al grupo, me habló.
-Padre Saturnin", me dijo, "disponga de Marianne; usted la ve, dispénseme de hacer sus elogios. Se
cumple, te dará todos los placeres imaginables; pero estos placeres son con una condición.
-¿Qué condición es esa?", respondí, "¿Debo darte mi sangre?
-No.
-¿Qué es?
-Tu culo ^
-¿Mi culo? ¡Eh! ¿Qué demonios harías con él?
-Oh, eso es cosa mía", respondió. El deseo de follar con Marianne me hizo no insistir. Me propuse
follar con ella, y que el cabrón me follara a mí. Un banco sirvió de asiento: yo me acosté sobre ella,
el padre sobre mí. Aunque Casimiro me rompió el culo, el placer que estaba disfrutando con su
sobrina distrajo el dolor.
Pronto estuvimos nadando en el deleite. Si a veces el placer me detenía en medio del trabajo,
Casimiro, despertando mi valor, me animaba a hacerlo tan bien como él. Así, empujados y
empujando, los golpes del tío resonaban en el coño de la sobrina, que, a veces muriendo y a veces
resucitando, se imponía a la asamblea. Hacía tiempo que habíamos dejado atrás al padre Casimiro,
que, sorprendido por la obstinación del combate, unió su admiración a la de la compañía, que
esperaba el desenlace.
Me sorprendió que Marianne se enfrentara a mí, que pensaba que había reunido toda la fuerza que
había adquirido durante tanto tiempo. Enfurecida por mi valor, ella que había desarmado al más
vigoroso, el semen y la sangre fluían. Ya habíamos descargado cuatro veces, cuando Marianne,
cerrando los ojos, me besó. Lo recibió y, tras saborearlo durante unos minutos, se escapó de mis
manos y me dijo que se rendía. Orgulloso de mi victoria, le serví un vaso, tomé lo mismo y
sellamos nuestra reconciliación con vino.
Cuando la pelea terminó, todos ocuparon sus lugares, y Casimiro comenzó a alabar a los groseros.
Conocía a fondo este tema y se desenvolvió bien; repasó a todos los famosos: encontró filósofos,
papas, emperadores y cardenales. Se remontó a la aventura de Sodoma, sostuvo que este malvado
suceso había sido falsificado por celos, y, cediendo repentinamente a su entusiasmo, terminó su
panegírico con estas líneas:
Callaos, censores indecisos, Aturdid a los tontos con vuestras voces imbéciles, Pero no vayáis a
escarbar en la historia de los tiempos.
Os atrevéis, reptiles ignorantes.
Para alterar las bellezas y corromper los sentidos de los escritores más hábiles. Sodoma, no es por
un soplo fatal Que tus felices habitantes fueron consumidos; Es por un fuego divino, es por un
fuego celestial: Sodoma, que no era entonces de tus hijos.
El discurso del padre recibió los aplausos que merecía y que seguramente recibiría de los presentes,
al tratar un tema que les resultaba tan agradable. Tuvimos más tonterías, tanto en el culo como en la
cola; bebimos, nos reímos y nos separamos, con la promesa de que debíamos volver a reunirnos
dentro de ocho días, pues estos banquetes no se celebraban todos los días: los ingresos del padre
Casimiro, que solía proporcionar las comidas, no habrían sido suficientes.
Nos separamos como los mejores amigos del mundo, Marianne y yo. La pobre niña pronto se dio
cuenta de que era peligroso jugar conmigo; su cinturón pronto se quedó corto: me dieron la gloria.
El padre Casimiro se preocupó de llevar las cosas en secreto; era justo que asumiera los riesgos del
azar al que exponía a su querida sobrina.
Salió adelante a su pesar, y todo habría ido bien, si este inesperado embarazo no hubiera causado
desorden en nuestras reuniones nocturnas. Probé el remedio de Casimiro y, siguiendo sus pasos, no
tardé en hacerme redundante con el culo de todos nuestros novatos; pero pronto volví a caer en mis
viejos errores, y los placeres del coño me apartaron de los del culo.
Un buen día, después de haber cantado mi primera misa, el prior me mandó llamar para que fuera a
cenar a su habitación. Fui, y encontré con él a algunos de los ancianos que me recibieron, así como
al prior, con cálidos abrazos que no supe atribuirles.
Nos sentamos a la mesa y cenamos como antes: eso es todo. Cuando el vino, que su reverencia tuvo
el cuidado de no elegir de la peor cosecha, había extendido la alegría en la conversación, me
sorprendió escuchar a mis decanos, dando rienda suelta a sus lenguas, soltarlas "b" y las "f" ..... con
una facilidad que no habría esperado de personas a las que siempre había visto bajo la máscara de la
reserva.
El prior, al ver mi asombro, me dijo: "Padre Saturnino, ya no nos avergonzamos de usted, porque ya
es hora de que no se avergüence de nosotros, sí, hijo mío, esa hora ha llegado. Habéis recibido el
santo orden del sacerdocio, y esta cualidad os hace hoy nuestros iguales y me obliga a revelaros
importantes secretos que os han sido ocultados hasta ahora y que sería peligroso confiar a jóvenes
que podrían escapar de nosotros y divulgar misterios que deben ser enterrados en el silencio eterno;
es para cumplir esta obligación que os he convocado aquí.
Este imponente exordio me hizo escuchar atentamente al prior, quien dijo:
"No eres de esas mentes débiles que se asustan por el acto de hacer el amor: el acto de hacer el
amor es natural para el hombre. Somos monjes, pero no contamos nuestra vida ni nuestros cojones
cuando hacemos los votos. ¿Por qué se nos debe prohibir esta función natural? ¿Debemos, para
excitar la compasión de los fieles, ir a masturbarnos a la calle? No, debemos mantener un término
medio entre la austeridad y la naturaleza. Este punto intermedio consiste en dar todo a este último
en nuestros claustros, y todo lo que podamos a la austeridad en el mundo.
Para ello, en los conventos bien ordenados, hay unas cuantas mujeres con las que olvidamos en sus
brazos las pruebas de la penitencia.
-Me sorprendes", le dije, "
-¡ah! ¿por qué un cuerpo de policía tan bello no va a extender su sabiduría hacia nosotros? No
somos más tontos que los demás; tenemos aquí un lugar donde no faltan mujeres.
-Aquí", dije, "¿y no tienes miedo de que te descubran?
-No -dijo-, eso es imposible; el continente de nuestra casa es demasiado grande para que nadie se
fije en este lugar.
-Ah", grité, "¿cuándo se me permitirá ir a consolar a estos encantadores reclusos?
-No les falta consuelo -respondió riendo-, y tu condición de sacerdote te da derecho a ir cuando
quieras.
-¿Cuando quiera? Ah, Padre, te pido ahora mismo que cumplas tu palabra.
-Todavía no es la hora; sólo entramos en nuestra piscina, que es el piso de nuestras hermanas, por la
noche. Nadie tiene la llave; sólo hay dos, una en manos del padre derrochador, la otra en las mías.
Eso no es todo, padre Saturnino -continuó el prior-; cuando descubras que no eres hijo de Ambrosio,
te quedarás doblemente asombrado. (En efecto, estaba tan asombrado que no tenía fuerzas para
abrir la boca).
No eres hijo de Ambrose -continuó el prior- ni de Toinette; tu nacimiento es más distinguido.
Naciste en una piscina: una de nuestras hermanas te dio a luz.
-Si es así -exclamé, recuperándome de mi sorpresa-, ¿por qué siempre me has envidiado la dulce
satisfacción de abrazar a mi madre, si es que aún vive?
-Padre Saturnino -dijo el conmovido prior-, vuestros reproches son justos; pero creed que no es por
falta de ternura por lo que se os ha prohibido nuestra piscina. El amor que os tenemos ha luchado
durante mucho tiempo contra nuestras reglas; pero el orden es necesario, y el tiempo nos pone ahora
en situación de hacer valer vuestras quejas. Pronto tendrás el placer que deseas, abrazarás a tu
madre.
-¡Qué impaciente estoy, grité, por verme en sus brazos!
-Modérate, el sacrificio no será largo. Ya se acerca la noche, y la hora llegará sin pensarlo.
Cenaremos en la cocina, te esperan allí. No aparezcas en el refectorio más que para el decoro;
vendrá a reunirse con nosotros aquí.
El placer de ver a mi madre tuvo algo que ver, pero la esperanza de entregarme al amor dio a mi
corazón una inmensidad de deseos que todos los esfuerzos de mi imaginación sólo restablecían
débilmente. Así que aquí está", me dije, "esta vez que tanto deseo". Feliz Saturnino, quéjate de tu
destino 1 En qué estado de vida habrías encontrado lo que hoy te acaban de contar.
Llegó el momento; volví a la casa del prior, donde encontré cinco o seis monjes. Partimos en
profundo silencio. Caminamos hasta las antiguas capillas que servían de muralla al estanque por un
lado; descendimos sin luz a una bóveda cuyo horror parecía estar diseñado para preparar un nuevo
encanto para el placer que iba a seguir.
Esta bóveda, que atravesamos mediante una cuerda atada a la pared, nos condujo a una escalera
iluminada por una lámpara. El prior abrió la puerta que cerraba la escalera. Entramos, por un
pequeño desvío, en una habitación galantemente amueblada, alrededor de la cual había algunas
camas convenientes para los combates de Venus. Aquí vimos los preparativos de una magnífica
comida. Todavía no había llegado nadie; pero al sonar una campana de la que tiró el prior, apareció
una vieja cocinera, seguida de seis hermanas que me parecieron encantadoras. Cada una eligió la
suya; yo fui el único que presenció sus transportes, picado por la indiferencia que parecían
mostrarme; pero pronto me llegó el turno, y fui compensado con la usura.
La delgadez no se observó más en la piscina que en la comida del padre Casimiro. Las carnes más
exquisitas se servían con toda la limpieza posible: cada uno, al lado de su belleza, comía, bebía,
patinaba, hablaba tonterías. Me atacaron por mi falta de apetito; me defendí mal, ocupado sólo con
el deseo de encontrar a mi madre, o más bien con el deseo de luchar con una de nuestras hermanas.
Busqué a la que me había dado el ser: el aire fresco y juvenil que tenían todas no me indicaba que
ninguna fuera mi madre. Aunque estaban ocupados con sus padres, me lanzaron miradas que
echaron por tierra mis conjeturas. Imaginaba tontamente que conocería a mi madre por el respeto y
la ternura que le profesaba; pero mi corazón hablaba por todas ellas, y se me ponía dura en honor a
cada una.
Mi preocupación se entretuvo con la empresa. Cuando habíamos comido suficiente, se habló de la
corrida. El fuego brilló en los ojos de nuestros novios y, como recién llegado, comencé el baile. -
Vamos, padre Saturnin -dijo el prior-, hay que hacer un asalto con la hermana Gabrielle, tu vecina.
Ya había empezado con ella besándola y recibiéndola; su mano había llegado incluso a mis
calzones, y aunque era la menos joven de la compañía, la encontré lo suficientemente encantadora
como para no envidiar la suerte de las demás. Era una rubia gorda sin más defecto que su cuerpo.
Su piel era deslumbrantemente blanca, tenía la cabeza más hermosa del mundo y sus ojos eran
grandes y bien rasgados. La pasión los hacía tiernos y moribundos, pero eran vivos y brillantes para
el placer.
La exhortación del prior no había impedido mis deseos; Gabrielle los había despertado, se prestó
galantemente a satisfacerlos.
-Ven, mi rey, dijo, quiero tener tu virginidad; ¡ven y piérdela en un lugar donde has recibido la vida!
Temblé ante esta palabra. Sin tener más virtud, había adquirido conocimientos entre los monjes que
no me permitían ser con Gabrielle lo que había sido con Toinette. Iba a ponérmelo, un resto de
vergüenza me detuvo; di un paso atrás.
-Ah, cielo -dijo Gabrielle-, ¿es posible que éste sea mi hijo? ¿He podido dar a luz a un cobarde
como éste? Enfadar a su madre le asusta.
-Mi querida Gabrielle -le dije, abrazándola-, confórmate con mi amor; si no fueras mi madre, sería
feliz de poseerte; respeta una debilidad que no puedo superar.
La mera apariencia de virtud es respetable para los corazones más corruptos. Mi acción fue alabada
por los monjes; estuvieron de acuerdo en que estaban equivocados; sólo hubo uno que quiso
comprometerse a convertirme.
-Pobre tonto", me dijo, "¿por qué has de tener miedo de una acción indiferente? ¿No es la necedad
la conjunción del hombre y la mujer? Esta conjunción es natural o está prohibida por la naturaleza.
Es natural, ya que su invencible inclinación les lleva el uno al otro. Si esta inclinación está en sus
corazones, entonces la intención de la naturaleza es que se satisfaga indiscriminadamente.
Si Dios dijo a nuestros primeros padres que crecieran y se multiplicaran, ¿cómo pretendía que se
produjera la multiplicación? Adán tenía hijas y las montó. Eva tuvo hijos que hicieron con ella lo
que su padre hizo con sus hermanas.
Volvamos a la inundación. Sólo quedó en el mundo la familia de Noé; fue necesario que el hermano
se acostara con la hermana, el hijo con su madre, el padre con su hija, para repoblar la tierra.
Vayamos más lejos: Lot huyó de Sodoma; sus hijas, que tenían ante sus ojos la intención del
Creador, y que acababan de ver a su buena madre convertida en estatua por haber sido demasiado
curiosa, gritaron en la amargura de su corazón: "¡Ay! Habrían sido culpables a los ojos de Dios si no
hubieran restaurado lo que acababa de destruir; y Lot, penetrado por esta verdad, contribuyó con
todo su poder.
Esta es la naturaleza en su primera simplicidad. Los hombres, sometidos a sus leyes, se obligaron a
seguirlas; pero pronto, corrompidos por las pasiones, se olvidaron de la voluntad de esta tierna
madre; no quisieron permanecer en el feliz estado en que ella los había colocado; lo cambiaron
todo, forjaron quimeras que llamaron virtudes y vicios, e inventaron leyes que, en lugar de dar lugar
a la virtud, engendraron el vicio. Estas leyes dieron lugar a prejuicios, y estos prejuicios, adoptados
por los necios y silbados por los sabios, se fortalecieron de edad en edad.
Por lo tanto, era necesario que estos impertinentes legisladores, trastocando las leyes de la
naturaleza, remodelaran los corazones que ella nos había dado; era necesario que regularan nuestros
deseos, que les pusieran límites. La naturaleza, en el fondo de nuestro corazón, protesta contra la
injusticia de sus leyes En una palabra, la tutela no diferenciada es de institución divina, y la tutela
diferenciada es de institución humana. El uno está tan alto sobre el otro como el cielo sobre la tierra.
¿Puede uno, sin convertirse en un criminal, escuchar al hombre antes que a Dios? No, no, y San
Pablo, el sagrado intérprete de la voluntad del cielo, dijo: "Antes que arder, hijos míos, joded".
Es cierto que, para no escandalizar la debilidad de los pequeños genios, pone un correctivo a su
pensamiento y utiliza la expresión: casarse; pero, en el fondo, es lo mismo: uno sólo se casa para
follar. Ah, diría más si no tuviera prisa por seguir el consejo de San Pablo.
Se rieron del comentario del padre; el cabrón ya se estaba levantando y, con su bastón en la mano,
amenazaba a todos los idiotas de la sala.
-Espera", dijo una hermana llamada Madelon; "para castigar a Saturnin, tengo una idea.
-Es -replicó ella- hacer que se acueste en una cama; Gabrielle se acostará sobre su espalda, y el
padre que acaba de hablar como un oráculo explotará a Gabrielle. Las risas se redoblaron; yo
también me reí, y dije que consentía, con la condición de que, mientras el padre estuviera jodiendo
por mis espaldas, yo tonteara con el conejo de Madelon.
-Consiento, dijo, por la rareza del hecho. Todos aplaudieron y nos pusimos en posición. Imagínate
que espectáculo tenía que ser El padre no empujó ningún golpe a mi madre que ella no le devolviera
de inmediato con el triple, y su culo, al caer sobre el mío, me hizo hundir en el coño de Madelon, lo
que hizo un rebote de furia bastante divertido; no para nosotros, porque estábamos demasiado
ocupados para divertirnos con las risas.
Hubiera podido vengarme de Madelon dejando caer el peso de tres cuerpos sobre el suyo; pero ella
estaba demasiado enamorada y trabajaba demasiado para dejarme concebir semejante idea. La
alivié lo mejor que pude; sin embargo, el dolor la aquejaba; pero era más bien un aumento del
placer para ella, pues habiendo sentido las delicias de la descarga ante nuestros azotadores de arriba,
el placer me dejaba inmóvil.
Gabrielle lo sintió, y sus caricias en el culo, con vivacidad, hicieron por mí lo que yo ya no era
capaz de hacer, y, al agitarme, iban a dar nuevos temblores de placer a Madelon, que también estaba
descargando. Nuestros mequetrefes terminaron y unieron su éxtasis al nuestro. Nuestros cuatro
cuerpos se convirtieron en uno; estábamos muriendo, fundiéndonos el uno con el otro.
Nuestras alabanzas a esta forma de disfrutar de los placeres entusiasmaron a los monjes y monjas.
Empezaron a follar en cuarteto, - es el nombre que le dimos a esta postura. Y nosotros para darles el
ejemplo. Así es como las más bellas descubrimientos que se han hecho en la naturaleza se deben al
azar.
Gabrielle estaba tan encantada con este invento" que confesó que había tenido tanto placer como el
que había probado al hacerme. Curiosos por saber cómo había sucedido, le pedimos que nos lo
contara.
-Estoy de acuerdo -dijo ella-, y con más gusto, ya que Saturnino aún sólo conoce a su madre, sin
saber de dónde vino ni cómo acabó aquí. Permitidme, mis reverendos, que le informe de esto, y que
suba un poco más que el día que queréis que os recuerde. Amigo mío -continuó dirigiéndose a mí-,
no podrás presumir de un largo linaje de ilustres antepasados: nunca he conocido ninguno. Soy hija
de un alquilador de sillas de este convento, y probablemente de uno de los padres que vivían allí,
pues era demasiado entusiasta y demasiado amigo del convento como para pensar que debo mi
nacimiento a su buen marido.
A los diez años no negué mi sangre; conocí el amor antes de conocerme a mí misma; los padres
cultivaron mis felices inclinaciones. Un joven profeso me dio unas lecciones tan sensibles que
habría creído que pagaba con ingratitud si le hubiera hecho saber que yo misma estaba en
condiciones de darle algunas.
Ya había cumplido con cada uno de ellos, cuando me ofrecieron ponerme en un lugar donde pudiera
renovar mis pagos tan a menudo como quisiera. Hasta entonces no había podido hacerlo. La idea de
la libertad me halagó; acepté las ofertas, entré aquí.
Cuando entré, estaba vestida como una jovencita a la que llevan al altar. La idea de mi felicidad
difundió un aire de serenidad en mi rostro que encantó a todos los padres. Todos anhelaban verme, y
cada uno competía por la gloria de ponérmela. Vi el momento en el que mi fiesta de bodas
terminaría como la de los Lapiths.
-Mis reverendos", les dije, "vuestro número no me asusta; pero quizá presumo demasiado de mis
fuerzas: yo sucumbiría, vosotros sois veinte; la partida no está igualada; propondré un acomodo.
¡Debemos desnudarnos! Y, para darles un ejemplo, comencé la primera. El vestido, el corsé, la
camisa, todo desapareció en un minuto. Los vi a todos en el mismo estado que yo; mis hermanas
también estaban desnudas. Mis ojos saborearon por un momento el encantador espectáculo de
veinte pollas rígidas, gordas, largas y duras como el hierro, que se presentaban orgullosas para la
batalla).
Vamos", dije, "es hora de empezar. Abriré mis muslos lo suficiente para que cuando corran hacia mí
con sus pollas en las manos, me follen uno tras otro, porque el destino debe regular el ritmo; los
torpes no tendrán que quejarse, ya que cuando me echen de menos encontrarán coños listos sobre
los que descargar su rabia.
Eso, señores, es lo que tenía que preguntarles. Todos aplaudieron este feliz desarrollo de mi
imaginación. Uno, dos, tres pasan sin molestarme, y caen sobre mis hermanas, que les hacen olvidar
su desgracia con toda clase de placeres. Viene un cuarto, era usted, Padre Prior. Ah! pagué tu
habilidad con los más vivos transportes; y si el placer que se obtiene de una descarga mutua hace
concebir, tú compartes la gloria de haber hecho Saturnino con cuatro o cinco de los que te siguieron.
Sí, amigo mío -continuó, dirigiéndose a mí-, tienes la ventaja de estar por encima de otros hombres,
que pueden decir el día en que nacieron, pero no el día en que se hicieron.
Así eran nuestras conversaciones en la piscina, así eran los placeres que disfrutábamos allí. No fui
el último en ir allí. Todas las noches iba a la casa del prior o a la del derrochador: era incansable;
siempre lideraba la banda alegre.
En resumen, yo era el alma y la delicia de la piscina; todo, incluso las viejas, sentían mi polla. La
reflexión, sin embargo, irrumpía a veces en medio de mis placeres; todas nuestras hermanas me
parecían encantadas con su destino. No podía concebir que las mujeres, cuya naturaleza es vivaz y
disipada, pudieran, sin temor, haber concebido el plan de pasar su vida en un retiro así, viviendo allí
sin asco y siendo sensibles a placeres comprados por la esclavitud eterna. Se rieron de mi asombro,
y ni ellos mismos podían concebir que yo pudiera tener tales ideas.
-Sabéis muy poco de nuestro temperamento -dijo un día una de ellas, que era extremadamente
bonita, y cuyo libertinaje, fruto engañoso de una educación cultivada, la había llevado a los brazos
de nuestros monjes-;
¿no es cierto -dijo- que es más natural ser sensible al bien que al mal? ¿Tendrías dificultad
-respondió ella- en sacrificar una hora del día al dolor, si tuvieras la seguridad de que la hora
siguiente la pasarías con extrema alegría?
-No, seguro", dije.
-Pues bien -continuó-, en lugar de una hora, pon un día; de dos, uno será para la pena y el otro para
el placer; creo que eres demasiado sabio para rechazar una fiesta así, si es que vas a estar satisfecho.
Digo más: el hombre más indiferente no lo rechazaría, y la razón es muy natural. El placer es el
primer motivo de todas las acciones de los hombres; se disfraza bajo mil nombres diferentes, según
los distintos caracteres. Las mujeres tienen en común con vosotros todos los caracteres posibles;
pero por encima de ellos tienen la impresión victoriosa del placer del amor; sus acciones más
indiferentes, sus pensamientos más serios, nacen todos de esta fuente y llevan siempre, aunque
disimulada, la marca del fondo del que proceden.
La naturaleza nos ha dado deseos mucho más vivos,y, por tanto, mucho más difícil de satisfacer que
la suya. Unos pocos golpes son suficientes para derribar a un hombre, y sólo nos hacen sentir más
animados, pongamos seis; una mujer no se echa atrás después de doce. El sentimiento de placer es,
pues, al menos tan vivo en la mujer como en el hombre, y si te consideras feliz de pagar un día de
alegría con un día de dolor, ¿te parecería extraño que yo diera dos? ¿Te sorprendería que pasara dos
tercios de mi vida en la tristeza y el otro tercio en el placer?
He puesto las cosas en igualdad de condiciones entre nosotros: cuando nos ves continuamente
ocupados en eso que hace tan felices a las mujeres, cuando estamos continuamente en tus brazos,
dime, ¿crees que podemos pensar en la pena, que tiene alguna influencia sobre nosotros? ¿No crees
que nuestra condición es mil veces más feliz que la de esas muchachas imprudentes que, nacidas
con inclinaciones tan violentas como las de las demás mujeres, llegan a cargar en la soledad con
deseos que nunca serán aplacados por el abrazo de un hombre? ¡Cuánto más vivos serían estos
deseos si fuera posible enfriarnos! No nos arrepentimos de nada. Libres de las preocupaciones de la
vida, sólo conocemos sus encantos; tomamos del amor sólo los placeres y notamos la diferencia de
los días sólo por la diversidad de los placeres que nos dan. Desengáñese, Padre Saturnin, si cree que
somos infelices.
No esperaba encontrar pensamientos tan justos en una chica a la que creía capaz sólo de sentir
placer. Nacido para probarla, aproveché la feliz inclinación que me la entregó, y satisfacemos
nuestros transportes a placer.
El hombre no nace para ser siempre feliz; me convertí en un soñador. Yo era en la lujuria lo que
Alejandro en la ambición: deseaba joder toda la tierra, y tras ella un mundo nuevo. Durante seis
meses siempre había ganado el premio en las peleas de amor, y del más valiente que era me convertí
pronto en el más cobarde. El hábito del placer había embotado el punto, y yo era con nuestras seis
hermanas lo que un marido es con su mujer.
El mal de mi mente pronto afectó a mi cuerpo; se me reprochó por ello, y se necesitó nada menos
que toda la ternura del prior para hacerme ir a la piscina. No sólo utilizaron todos sus encantos
naturales, sino que les añadieron lo que el arte más consumado puede sugerir a un viejo coqueto. A
veces, formando un círculo a mi alrededor, me ofrecían las imágenes más lascivas: una, apoyada sin
fuerzas en una cama, mostraba descuidadamente la mitad de su pecho; una pierna pequeña hecha
alrededor, los muslos más blancos que la nieve me prometían el coño más hermoso del mundo;La
otra, en actitud de mujer preparándose para la batalla, mostraba el ardor que la consumía; otras, en
diferentes posturas, mientras agitaban sus coños, expresaban con sus suspiros los placeres que
sentían. A veces estaban desnudas y me presentaban la voluptuosidad en todo su esplendor. Ésta,
apoyada en un sofá, me mostró la otra cara de la moneda, y pasando su mano por debajo de su
vientre, separó sus muslos y se masturbó, de modo que con cada movimiento de su dedo yo veía el
interior de esa parte que antes me había causado tan fuertes emociones. Otra, tumbada en una cama
de raso negro, me presentó la misma imagen que la otra, sólo que al revés; una tercera me hizo
tumbar en el suelo entre dos sillas, y luego, poniendo un pie en una y otro en la otra, se puso en
cuclillas, y su coño quedó perpendicular a mis ojos. En esta situación pude verla trabajando con un
consolador, mientras otra follaba delante de mí con todas sus fuerzas con un monje, desnudo como
ella. Finalmente, las imágenes más lascivas se ofrecieron a mi vista, a veces a la vez, a veces
sucesivamente.
A veces me tumbaban desnudo en un banco; una hermana se sentaba a horcajadas sobre mi
garganta, de modo que mi barbilla quedaba metida en el pelo de su coño; otra se sentaba sobre mi
vientre; una tercera, que estaba sobre mis muslos, intentaba introducir mi polla en ella.Tenía otras
dos a mi lado, de modo que sostenía un coño en cada mano; otra, la del pecho más hermoso, estaba
a mi cabeza y, inclinándose, apretaba mi cara entre sus pezones; todas estaban desnudas, todas se
rascaban, todas descargaban; mis manos, mis muslos, mi vientre, mi garganta, mi polla, todo estaba
inundado, nadaba en semen, y el mío se negaba a unirse a él. Esta última ceremonia, llamada por
antonomasia la cuestión extraordinaria, fue tan inútil como las anteriores: me consideraron un
hombre confiscado, y la naturaleza fue abandonada a su suerte.
Tal era mi estado, cuando, paseando un día por el jardín, a solas, soñando con la desgracia de mi
destino, me encontré con el padre Simeón, un hombre profundo, que había palidecido en los
trabajos de Venus y de la mesa, y que, como el viejo Néstor, había visto renovado el convento varias
veces.
Se acercó a mí y, abrazándome con ternura, me dijo: "¡Oh, hijo mío! tu dolor es grande, pero no te
alarmes, quiero curarte. Demasiada disipación, amigo mío, ha causado tu enfermedad; tu apetito
enfermo debe ser despertado por algún alimento suculento, y necesitas una devota. La flema del
padre me hizo reír. Te estás riendo", dijo, "estoy hablando en serio. "No conoces a las devotas, no
sabes cómo reavivar los fuegos que se han apagado.
Yo mismo lo he experimentado. Tiempo feliz cuando estaba haciendo las bóvedas del convento
golpeando con mi polla, ¡ay! ¿qué ha sido de ti? Ya no se habla del vigoroso padre Simeón; ya no es
un viejo roto; se le hiela la sangre en las venas, se le secan las pelotas, se le va la polla: ¡todo
muere! Tenía todas las ganas de estallar, pero el miedo a disgustarle me retenía.
Oh, hijo mío", continuó, "disfruta de tu juventud. La única manera de sacarte de tu letargo es
ponerte a dieta, recurrir a una devota; pero, para ello, debes tener la libertad de confesarte, y yo me
encargaré de obtenerla de mi Señor. Le agradecí al padre y, sin tener mucha fe en su secreto, le
rogué que lo hiciera; me lo prometió.
Eso no es todo", continuó, "necesitas una guía antes de entrar en esta carrera, y yo quiero darte una.
Sabes, hijo mío, que la confesión viene de nuestros antepasados, es decir, de los sacerdotes y
monjes. Siempre he admirado el profundo genio de aquellos hombres famosos que establecieron la
confesión. Desde entonces todo ha cambiado; la riqueza ha caído sobre nosotros; nuestras riquezas
han crecido a la sombra de este augusto tribunal. ¡Bendito sea Dios! ¡Amén!
No te hablaré de la excelencia del oficio de confesor: sólo sé discreto, amable y condescendiente
con las debilidades humanas, y las mujeres te adorarán. No diré qué provecho debéis sacar de sus
felices disposiciones en relación con vuestra fortuna, eso es cosa vuestra; os aconsejo que
despluméis sin piedad a esos viejos fanáticos que acuden a vuestro confesionario menos para
reconciliarse con Dios que para ver a un apuesto monje. Tengan piedad de los guapos, porque yo se
la hice: me pagaron de otra manera.
Una joven, por ejemplo, no puede hacer regalos; pero puede dar su preciosa virginidad. Tienes que
ser hábil para quitarle esta joya. Fíjate en estas jóvenes devotas: ellas podrán curarte; sin embargo,
no te entregues precipitadamente a la vivacidad que podría inspirarte la esperanza de tu curación.
Hay menos riesgo en declararse ante una mujer experimentada que ante una joven en la que la
pasión no ha triunfado aún sobre los prejuicios de la educación.
Una mujer te escucha a medias; su corazón ya se ha quedado a medias antes de que te lo expliquen:
no es lo mismo con una joven; pero si es difícil vencerla, la victoria es más dulce. Trazaré la ruta
por ti. En todos ellos encontrarás un pensamiento de amor. El gran arte es saber manejar la
inclinación. Aquel que parece modesto, con los ojos abatidos y un andar sereno, arde un fuego bajo
las cenizas, listo para encenderse en el viento del amor.
Habla, y ella ofrecerá poca resistencia a tus primeros ataques; sigue adelante, tu victoria es segura.
Otras, cuyo temperamento es menos vivo, menos impetuoso, darán más ejercicio a tu habilidad.
Con ellas, mezcla las caricias del amante con las admoniciones del director; calienta su naturaleza
con discursos ingeniosos; infórmate hábilmente de los progresos que han hecho en la ciencia de
procurar el placer; descubre el velo que les ocultaba voluptuosidades indecibles; descúbreles todos
los misterios del amor; píntales cuadros risueños que despierten su sensualidad; muéstrales el placer
en las actitudes más seductoras para excitar sus deseos.
Se puede objetar que es difícil tener éxito en un arte tan peligroso; en absoluto, todo lo que se
necesita es habilidad. Estoy de acuerdo en que sería peligroso incitar sus deseos; pero ¿no hay mil
maneras de reconciliar sus corazones y sus mentes? Que los retratos que les hagas de los placeres
parezcan hechos menos para animarles a entregarse a ellos que con vistas a apartarlos; insiste en los
placeres; sé breve en las consecuencias: la razón se opondrá rápidamente a las impresiones que tus
palabras harán en sus corazones.
Tranquilízalas por el lado del cielo; destruye sus prejuicios por el lado del mundo; hazles ver que es
peligroso conservar una flor que se marchita durante demasiado tiempo; que es tan dulce dejarla
recoger, que su pérdida es ideal. Añade que hay mil secretos para prevenir el embarazo. Entonces
examina sus rostros, verás que los verás inflamados. Deja caer tu mano sobre sus pezones;
apriétalos, y pronto oirás sus suspiros, fieles intérpretes de los sentimientos de sus corazones.
Une tus suspiros a los suyos, pon un beso en su boca, ofrécete como consolador de sus penas. La
confesión de lo que pasa en el corazón establece la confianza; ya no nos avergonzamos de ser
débiles con los débiles, nos consolamos mutuamente.
El discurso del padre Simón había encendido mi imaginación; me había conmovido tanto que ya no
dudaba de la posibilidad de algo que había tomado por una broma. Repetí mis peticiones al padre,
que pronto obtuvo lo que le pedí.
Ansiaba verme erigido en mediador entre los pecadores y el Padre de las misericordias. Me alegré
por adelantado de la confesión que una chica tímida podía hacerme por haber dado a su
temperamento la satisfacción que exigía. Fui al confesionario a ocupar mi puesto.
Se cuenta que un gran filósofo tuvo la debilidad de ir a su casa y quedarse allí todo el día, cuando,
al salir por la mañana, una anciana fue la primera persona que encontró. Si el ejemplo de este
filósofo hubiera sido una regla para mí, habría abandonado el confesionario de inmediato; pero me
mantuve firme y me armé de valor contra los problemas que me causaría la confesión de una
anciana.
Soporté pacientemente un diluvio de tonterías, que pagué con máximas morales tan consistentes que
mi vieja, encantada, me habría dado una señal de satisfacción al principio, si la valla no se hubiera
interpuesto entre nosotros. Para compensar esto, se dedicó a mí de una manera que hubiera hecho
imposible que los otros directores me la quitaran. Pasé de su transporte en favor del beneficio que
podía obtener de él. Bueno para desplumar, me dije; pero para eso tenía que sondear el terreno.
Era habladora; la puse en el capítulo de su familia. En primer lugar, grandes invectivas contra un
marido traidor, que llevaba a otra parte lo que le pertenecía: estaba herida en el lugar más sensible;
otras invectivas contra su hijo, que seguía el ejemplo de su padre; sólo elogiaba a su hija, una hija
cuya ocupación y placer eran el trabajo y la oración,
-"¡Ah, mi querida hermana -gritaba entonces en tono de tartufo-, qué encantada debes estar de verte
revivir en una hija así! Pero, ¿viene esta alma santa a nuestra iglesia? ¡Cómo me edificaría verla! -
La ves aquí todos los días -respondió la anciana-; es tan bella como devota; pero ¿he de hablar de
belleza ante vosotros, que sois santos? Lo desprecias.
-Mi querida hermana", le dije, "¿crees que somos tan injustos como para negarnos apara admirar las
bellas obras del Creador, sobre todo cuando su mundanidad es reparada por tantas virtudes
celestiales?
Mi anciana, entusiasmada por el giro que había dado a mi curiosidad, me describió a su santa, a la
que reconocí como una morena vivaz que acudía a nuestros servicios. Padre Simeón", me dije,
"aquí están algunas de nuestras devotas; tengamos cuidado con esta: bien podría convertirte en
profeta. Por temor a asustar a la madre, pospuse para una segunda sesión la tarea de conseguir que
su hija se uniera a las filas de mis penitentes, y le di la absolución, tanto por el pasado como por el
presente. Incluso lo habría dado para el futuro si ella hubiera querido: no cuesta nada. Sin embargo,
la insté a venir a refrescarse a menudo en las aguas de la penitencia. Así terminó mi primera
expedición.
Me parece que te oigo gritar: Vamos, Dom Saturnin, estás en el camino correcto; estás en proceso
de curarte, parece. Sí, lector, sí, la santidad del carácter con el que me acaban de revestir empieza a
operar; ¡alabado sea Dios! ¡Qué poderosa es la gracia! Ya me he empalmado lo suficiente como
para creer que pronto tendré más.
Al día siguiente no dejé de ir a la iglesia: se puede imaginar cuál era mi intención. Vi a mi morena
rezando a Dios con todo su corazón. Aquí está, me dije, esta niña encantadora, este modelo de todas
las virtudes. Ah, ¡qué placer es morder un bocado tan delicado! ¡Qué delicia!¡Y me gustaría dar a
esto la primera lección de placer amoroso! Pero mi devota me mira: ¿le ha hablado su madre de
mí? ¡Ah! rápidamente, calmemos el fuego que su vista me inspira: ¡hagamos una paja!
El giro de los ojos provocado por el placer fue tomado por un exceso de devoción. El placer que
tenía al masturbarme para mi devota era una garantía segura del placer que tendría si pudiera hacer
más. Esperaba una alegría de mi dirección que el azar me dio unos días después.
Un día salí del convento. El portero, cuando volví, me dijo, al abrir la puerta, que me esperaba una
joven que quería despedirse de mí. Corrí al salón, pero, ¡oh, qué sorpresa! Reconocí a mi devota. Al
verme, se arrojó a mis pies.
-Tengan piedad de mí", dijo llorando.
-¿Qué te pasa?", le pregunté mientras la levantaba. El Señor es bueno, ve tus lágrimas, abre tu
corazón a su ministro. Mientras intentaba hablar, cayó inconsciente en mis brazos. Estaba a punto
de pedir ayuda, cuando me llegó la respuesta: ¿Adónde vas? ¿Estás esperando una oportunidad
mejor? Me acerqué a mi devota, la desaté y le descubrí el pecho.
Nunca se ofreció a mi vista un pecho más hermoso. Al apartar su vestido y su camisa, pensé que
estaba abriendo el cielo. Fijé mis ojos en dos globos blancos y firmes como el marmol. Los besé,
los apreté; pegué mi boca a la suya: calenté su aliento. Finalmente, tomé a mi devota con cariño.
Una repentina palpitación se apodera de mí. La dejo y me quedo temblando para considerarla; de
repente, apagando la luz, la cojo en brazos y me voy a mi habitación con esta querida carga.
¡Dioses! ¡Qué ligera era!
La puse en mi cama, encendí mi vela y la miré de nuevo. Descubro su pecho, levanto sus faldas,
separo sus muslos; examino, admiro. ¡Qué espectáculo! El amor y la gracia embellecen su cuerpo.
La blancura, la gordura, la firmeza, todo encantó a la vista. Cansado de admirar sin disfrutar, puse
mi boca y mis manos sobre lo que acababa de ver; pero en cuanto lo toqué, mi devota suspiró y
puso su mano donde podía sentir la mía. La besé en la boca, quiso deshacerse de mí; preocupada,
trató de averiguar dónde estaba.
Mi ardor produce el mismo efecto en mí; no la dejo. Quiere alejarse de mis brazos, me resisto, la
derribo; furiosa, se levanta, quiere desgarrarme la cara, muerde, golpea: nada me detiene. Aprieto
mi muñeca sobre la suya, mi vientre sobre el suyo, y dejo a sus manos todo lo que la furia les
inspira, empleando las mías para separar sus muslos; ella los aprieta, yo desespero de triunfar; la
rabia aumenta sus fuerzas, la pasión disminuye las mías; excitándome, las reúno, separo sus muslos,
suelto mi polla; me acerco a su coño, empujo, entra. Entonces la furia de mi devota se desvanece,
me abraza, me folla, cierra los ojos y se desmaya. Ya no me conozco, empujo, vuelvo a empujar, e
inundo el fondo de su coño con un torrente de semen. Ella vuelve a descargar, nosotros seguimos
inconscientes, ambos absortos en el placer.
Mi amable compañera volvió en sí sólo para invitarme con sus caricias a sumirla de nuevo en el
delirio. Sus ojos estaban lánguidos, confusos y errantes; su coño era un horno, mi polla ardía. ¡Ah!
me dice, el placer me afecta; me estoy muriendo! Sus miembros se endurecen, ella da un golpe con
el culo, yo doy dos; volvemos a descargar.
Después de haber agotado el placer, fui a la cocina a buscar algo para reparar las fuerzas de un
enfermo; dije que estaba enfermo. Volví a casa y encontré a mi devota en un estado de tristeza; la
calmé con mis caricias y esperé a que hubiéramos comido para preguntarle por su dolor. Cenamos
sin hacer mucho ruido, por temor a ser descubiertos y a que mi tesoro fuera confiscado en beneficio
del claustro, según las reglas de la orden.
Como los dos estábamos muy cansados, pensamos más en descansar que en hablar. Cuando
terminamos la comida, nos fuimos a la cama; pero en cuanto nos vimos desnudos, el descanso huyó
de nosotros; yo puse mi mano en el coño de mi devota, ella puso la suya en mi polla, y, admirando
su tamaño, su firmeza :
Ah! -dijo ella-, ya no me sorprende que me haya reconciliado con el placer que había resuelto odiar.
Pensé menos en preguntarle la causa que en demostrarle, haciéndole probar de nuevo, que se había
equivocado al formar tal resolución. Me recibió en sus brazos con una vivacidad inexpresable. La
cama ya no podía soportar nuestros temblores, seguía la impresión de nuestros cuerpos, se
resquebrajaba espantosamente. Una dulce embriaguez no tardó en suceder a nuestros esfuerzos, y
nos quedamos dormidos uno encima del otro, fuertemente apretados, la lengua en la boca, la polla
en el coño.
El amanecer nos encontró dormidos en esta posición, y o bien la imaginación había destilado esa
deliciosa agua que anuncia el fuego interior, o bien la habíamos descargado mecánicamente, y nos
despertamos todo empapados. Pronto renovamos nuestros placeres, y tuve fuerzas suficientes para
realizarlos monásticamente. No voy a decir cuántas veces no he tenido problemas para entrar.
Pasaré rápidamente a informarle del tema que ha arrojado a mi devota a mis brazos.
Vi en ella un aire de ansiedad y tristeza que me penetró. Le rogué tiernamente que se explicara y
que se persuadiera de que yo remediaría su dolor a cualquier precio.
-¿Perderé tu corazón, querido Saturnin -dijo, mirándome lánguidamente-, cuando te diga que eres
un hombre que ha estado en la oscuridad mucho tiempo. No eres tú el primero que me ha hecho
probar los placeres del amor. Tranquiliza mi corazón contra un miedo del que una no puede
defenderse, y que acaba, a pesar mío, de esparcir en mi rostro una tristeza que no podría ocultarte.
Sí, es sólo este miedo el que me preocupa ahora; el de mi destino ya no me ocupa, desde que estoy
contigo.
-¿Te atreves -respondí- a desconfiar de los encantos que me muestras? ¡Qué poco conoces su precio,
si dudas de su efecto! Sí, el ardor que me inspiran es demasiado fuerte para no indignarme ante
semejante temor. Qué poco me conoces. Si un prejuicio ridículo ha puesto una diferencia entre una
chica que está jodida y una chica que necesita ser jodida, este prejuicio no es mi regla.
¿Debe la belleza, por haber encantado a otros, perder el derecho a encantarnos a nosotros? Si lo
hubieras hecho con todo el mundo, ¿no sigues siendo la misma, no sigues siendo una chica
encantadora, serías menos preciosa a mis ojos? ¿Los placeres que has dado a otros han alterado la
vivacidad de los que me acabas de dar?
-Me has resucitado -contestó ella-; ya no tengo ninguna dificultad para contarte las desgracias a las
que acabas de poner fin.
Me dijo lo siguiente:
Mi desgracia tiene su origen en mi corazón. Una invencible inclinación por el placer me hace
respirar sólo por él. Una madre injusta y cruel me había confinado en un claustro. Demasiado tímida
para oponer mi disgusto a sus órdenes, sólo hice hablar a mis lágrimas; no la ablandaron, tomé el
velo. Se acercaba el momento fatal de pronunciar mi sentencia de muerte: me estremecí al ver el
juramento que iba a prestar.
El horror de mi prisión, la desesperación de verme privada de mi única posesión, me sumieron en
una enfermedad que habría acabado con mis penas, si mi madre, conmovida por mi estado, no se
hubiera reprochado su dureza. Era monja en el convento donde quería que tomara el hábito. Un plan
para retirarse la había llevado allí; pero la reflexión la alejó. Las mujeres no renuncian al placer, no
envejecen sin pena; es un sentimiento natural que sus esfuerzos pueden disimular bien, pero que
nunca eliminarán de su corazón.
Mi madre, juzgando mi temperamento por el suyo, me sacó de mi mazmorra, y volvió a entrar en el
mundo con el pie de una dama que se consolaría fácilmente de la pérdida del difunto en los brazos
de un quinto marido.
Conociendo el genio de mi madre, juzgué que sería peligroso encontrarme en rivalidad con ella,
seguro de que un amante que se presentara me preferiría a ella. Comprendí que los placeres del
amor que se disfrutaban en el misterio eran más picantes, que el retiro me los proporcionaba tanto
como el gran mundo. Actué de acuerdo con este sistema y pronto me convertí en una devota.
Cargado con el progreso de mi estratagema, no pensé en otra cosa que en hacer algún complot
secreto a la sombra de esta alta reputación de falsa virtud.
Esta reputación le pareció equívoca a un joven al que había visto una vez en la puerta, y con el que
había tenido una aventura
Entonces interrumpí mi devoción. Recordando lo que Suzon me había contado una vez sobre Sor
Monique, su aversión al convento, su pasión por el amor, la escena que había tenido con Verland, su
carácter, el tiempo que su madre había pasado en el convento, me enfrenté al retrato de esta
hermana con el rostro encantador que tenía ante mí.
Fui más allá; recordé que Suzon me había dicho que el clítoris de la hermana Monique era un poco
largo. Con la esperanza de encontrar esta última señal en mi devota que confirmara mis sospechas,
la hice tumbarse de espaldas y, examinando su coño con una atención que la pasión aún no me
permitía, encontré allí lo que buscaba, un clítoris rubicundo un poco más largo de lo que suelen
tener las mujeres, y que parecía estar colocado allí sólo por placer.
Sin dudar ya de que era ella, la abracé con un nuevo transporte.
-Querida Monique", le dije, "¿eres tú la que me ha enviado el cielo? Se sacudió de mis brazos, me
miró sorprendida y me preguntó quién me había enseñado el nombre que llevaba en el convento.
Una chica -dije- cuya pérdida lloro, y la confidente de tus secretos
-exclamó- es Suzón: ¡me ha traicionado!
-Sí, es ella -respondí-, pero es un secreto que sólo me ha confiado a mí, y sólo por mis
importunaciones lo debo.
-¿Cómo?", dijo Monique, "¿eres el hermano de Suzon? Ah, ya no me quejo de ella: si lo hiciera, me
vería obligado a defenderla de las quejas que tú harías a tu vez, pues no me ocultó lo que le había
ocurrido contigo.
Nos conmovió el destino de Suzon, y la hermana Monique continuó diciendo
Ya que te ha contado mi aventura con Verland, voy a hablarte de él. Mi metamorfosis le había
sorprendido; me había visto en la puerta, vivaz y coqueta: una larga ausencia no me había borrado
de su memoria. A su regreso, el ruido de mi devoción estalló, y no pudo más que creer en sus ojos.
Me vio en la iglesia y el amor le siguió hasta allí.
Al mirar a mi alrededor a todos los que me envidiaban, vi a Verland; me sonrojé al ver a un hombre
que una vez había sido testigo de mi debilidad, y me sonrojé aún más al no poder ocultarle la
disposición en que mi corazón iba a caer en las mismas faltas.
La edad, al atemperar su vivacidad, había hecho sus gracias más masculinas y más conmovedoras.
Su presencia reavivaba mis deseos; me atraían cada día al mismo lugar, y cada día lo veía allí tan
atento a mí y tan tierno en sus miradas. Mis ojos le hicieron sentir lo mucho que estaba descontenta
con su lentitud para enseñarme de boca los movimientos de su corazón Me comprendió y,
acercándose a mí con aire tímido, me dijo: "¿Puede presentarse ante ti un hombre que, por primera
vez que tuvo la suerte de verte, mereció tu ira? Si el más fuerte arrepentimiento puede hacerme
olvidar mi falta, debes verme sin indignación.
Le temblaba la voz. Le contesté que el galán estaba haciendo olvidar al joven su imprudencia.
-Usted no conoce todos mis defectos -continuó-, su bondad acaba de perdonarme un crimen: tengo
más necesidad que nunca de esa misma bondad. Tras estas palabras guardó silencio y, aunque le oí,
le contesté que no conocía el nuevo delito del que quería hablarme.
-La de adorarte", dijo, depositando un beso en mi mano. Entendió por mi silencio que este crimen
era excusable; y para que no me abriera demasiado, le dejé encantado con mi amor.
Estaba convencida de que, si Verland era sincero, encontraría una oportunidad para demostrármelo;
comprendió el motivo de mi retirada y me dejó marchar con un suspiro. Oí sus suspiros, los míos
los respondí en mi corazón. Una segunda entrevista le valió la admisión de mi ternura y el permiso
para pedirle a mi madre que se casara conmigo.
Ella se negó: yo me desesperé. Su negativa irritó nuestro amor, Verland se sintió abrumado por ello.
Este paso imprudente nos quitó toda esperanza; y, para colmo, mi madre era mi rival. Los elogios a
Verland la delataron. Triste víctima de la devoción y el amor, no me atreví a preguntarle a mi madre
la razón del rechazo de un hombre que ella consideraba perfecto. No pude resistir el dolor; estaba
furiosa con mi madre y conmigo misma: mi amor estaba en su punto álgido. Veía a Verland todos
los días; éramos inseparables. ¿Creéis que hasta entonces no había cedido a sus ruegos, único medio
de hacer entrar en razón a mi madre? Pero, conmovida por las lágrimas de mi amante, presionada
por su amor, vencida por mi inclinación, presté oído a su propuesta de secuestrarme: acordamos el
día, la hora y los medios.
Sólo veía en mi amor el placer que iba a disfrutar con Verland. El lugar más espantoso me parecía
un paraíso, mientras él estuviera conmigo. Llegó el día de la partida: estaba a punto de salir, una
mano invisible me detuvo. Cuando llegué al borde del precipicio, medí su profundidad; asustado,
volví a bajar. Sorprendido por mi debilidad, quise sofocar mi razón; ésta triunfó; volví, mis lágrimas
fluyeron. Indignado por mi cobardía, me animé y me asusté. Pero la hora se acercaba: ¿qué camino
debía tomar? No sabía qué pensar.
Un rayo de luz vino a iluminarme y me sentí en paz: vi la manera de estar con mi amante y de
vengarme de mi madre. ¿De qué me sirvió tanta prudencia? Sumergirme en el abismo que tal vez
habría sido más feliz en un país desconocido: toda para mí, escuchando sólo mi amor por un marido
que me hubiera adorado, no habría sido esclava de estas apariencias que me han perdido... Pero,
¿por qué engañarme? Habría llevado el mismo corazón, la misma furia por el amor, a un clima
extranjero, y este personaje me habría perdido allí como lo ha hecho aquí.
Le di a Verland la señal que habíamos acordado para el caso de que no se ejecutara el proyecto:
pospuse la comunicación de mis razones hasta el día siguiente. Fuimos a la iglesia, y se acercó a mí
sin decir una palabra; su rostro estaba lleno de dolor; me asusté.
-¿Me quieres?
-Te quiero -respondió con un transporte de desesperación que le impidió decir nada más.
"Verland", reanudé, "leo tu dolor en tus ojos, mi corazón está desgarrado; compadécete de mí,
compadécete de ti mismo por una falta de valor que nos arrancaría de nuestra pasión, si la
desesperación no me hubiera sugerido el medio de preservarnos el uno al otro. No dudo de tu tierno
amor, pero quiero pruebas de ello, ya que una madre cruel se opone a nuestros deseos. Ah, Verland,
¿no te dice el rojo de mi cara lo que quiero hacer?
-Querida Monique -dijo estrechando mi mano-, ¿tu amor te hace sentir la necesidad de algo que
muchas veces te he propuesto en vano?
-Sí, le respondí, no te quejarás más; pero para hacerte feliz, sólo quiero una palabra tuya.
-Cásate con mi madre", dije. La sorpresa le cortó; me miró con ojos desconcertados.
-¡Cásarme con tu madre, Monique! ¿Qué me propones?
-Una cosa -respondí- de la que me arrepiento. Tu frialdad me muestra tu amor, y tu indiferencia me
muestra mi pasión. Cielos, podría haber pensado en un hombre tan cobarde
-Monique -dijo con tristeza- m quieres reducir a tu amante
-Ingrato -respondí- cuando supero el horror de verte en brazos de mi rival; Cuando, para entregarme
a ti, para gozar del placer de verte, para recibir por fin tus caricias, sacrifico mi gloria, inmolo a tu
felicidad lo que más aprecio, tiemblas. ¿Tengo más fuerza que tú?
-Me avergüenzo de mí mismo, y nuestros corazones deben estar sin remordimientos. Encantada por
su valor, pensaba recompensarle el día de su boda; tal vez no hubiera tenido fuerzas para esperarle,
si la impaciencia de mi madre no hubiera sido tan grande como la mía. Verland le había ofrecido sus
votos. Encantada por una conquista que creía deber a sus encantos, se apresuró a recoger el fruto; él
no estaba hecho para ella. El matrimonio se celebró; la alegría que mostré atrajo de mi madre mil
caricias que pagué con otras menos sinceras.
Mi corazón estaba embriagado del placer y la venganza de Tamour. Apareció Verland: era adorable;
mil gracias nuevas animaban todas sus acciones; la más mínima sonrisa me encantaba; las palabras
más indiferentes me inflamaban; apenas podía contar mis deseos. En medio del tumulto, encontró la
manera de acercarse a mí y decirme: he hecho todo por amor, ¿no hará nada por mí?
Una mirada fue mi respuesta. Salgo, se escapa; entro en mi habitación, me sigue hasta allí; salto
sobre mi cama, se precipita tras de mí. No hace falta que te cuente los placeres que he tenido, basta
una palabra para que los conozcas: sólo tú, querido padre, sólo tú has llegado más lejos. ¡Oh, madre
mía!", grité, en medio de nuestra excitación, "¡cuánto te va a costar tu injusticia!
Mi amante era un prodigio; permanecimos juntos durante una hora que no vio un momento de
intervalo. En vano le fallaron las fuerzas; como Anteo, que, luchando con Hércules, sólo tocó la
tierra para reparar la suya, mi amante me tocó a mí y volvió a la carga con más fuerza.
Nos buscaban por todas partes; incluso habían llamado a mi puerta. Nos separamos, temiendo que
pudieran sospechar de nosotros. Verland se dirigió al jardín, donde fué encontrado, como había
esperado. Se burlaron de él, lo atacaron. Un mareo fingido acudió en su ayuda, diciendo que, para
no molestar , se había retirado sin hablar. Su mirada abatida, provocada por el cansancio que
acababa de sufrir, ayudaba a creer lo que decía.
Como no dudaba de que alguien vendría a buscarme a mi habitación, alteré la puerta que bloqueaba
el ojo de la cerradura y me quedé medio postrada ante un crucifijo. Esto tuvo éxito: se creyó que los
placeres no habían podido perturbarme de mis extremos piadosos; de mi madre tuve una nueva
estima, una especie de veneración por mí.
Recuperada por fin de mi trabajo de amor, me reincorporé a la compañía para no dar lugar a
ninguna sospecha, fingiendo prestarme por indulgencia a los entretenimientos, los más dulces de los
cuales ya habían sido para mí.
Después de la intención de casar a mi madre con mi amante, arreglé todo para facilitar los medios
de vernos, para evitar cualquier sorpresa estando juntos; afecté más devoción, no queriendo ser
interrumpida en mis oraciones; acostumbré al mundo a no llamar a mi casa, no estando la llave.
Verland, por su parte, acostumbró a mi madre a su ausencia, utilizando el pretexto de los negocios y
hundiéndose en mis brazos. Aunque forzados, no estábamos disgustados con nuestros placeres: yo
los creía eternos, y por un momento me desilusioné.
Un día me encontré con una joven a la que había conocido en el pasado; le pregunté qué hacía en
esta ciudad; me dijo que no estaba unida a nadie allí: la tomé por mi ayudante de camara. Esta
supuesta camarera no era otra que Martin, de quien tu hermana debió hablarte cuando te contó mi
historia. No lo había visto desde nuestra separación. Seguía siendo igual de guapo, igual de
simpático; su barbilla apenas estaba cubierta por unos pocos pelos rubios y ralos, que le corté
exactamente. Martin era una niña bonita a los ojos de todos; era inestimable para mí.
Había informado a Martin de mi intriga con Vcrland. Feliz de poseerme, no fue celoso; me encantó
su docilidad, y aún más su vigor. Había organizado sabiamente mis placeres: Verland tenía el día;
Martin, la noche. El día desapareció para dar paso a una noche voluptuosa. Ningún mortal ha
disfrutado jamás de una dicha más perfecta: pero el placer es efímero; su medida es el tormento con
que nos aflige su pérdida.
Martin podría pasar por una chica guapa con este atuendo. El ingrato Verland, ¡ay! por qué llamarlo
ingrato si no fue culpable.
Verland encontró encantos en mi pretendida doncella, y descuidó a su ama. Los placeres de la
noche me compensaban, pero aún no había notado la indiferencia de Verland; tenía tal talento para
persuadirme, que todas las razones de su ausencia me parecían correctas. Si lo regañaba, una risa,
un beso, apaciguaría mi ira. Un día de descanso lo hizo más vigoroso. Llegó a hacerme creer que la
ausencia de nuestro placer lo hacía necesario; estuve de acuerdo: Martin compensaba la desidia.
Ayer, un día desafortunado que debo recordar sólo para odiar, fue un día de descanso para Verland.
Encerrados a solas con Martin, y teniendo sólo el amor como testigo, sólo escuchamos sus consejos.
Estaba tumbada en mi cama; con el pecho desnudo, las faldas levantadas y los muslos abiertos,
esperaba a que Martin recuperara las fuerzas. Estaba desnudo, y pasando mi muslo derecho entre
sus muslos, me sujetó los pezones con una mano, y con la otra me acarició el muslo izquierdo.
Mientras sus ojos y su boca trataban de reavivar su ardor, Verland, a quien no esperábamos, entró y
nos sorprendió en esta actitud.
Tuvo tiempo de cerrar la puerta y acercarse a nosotros antes de que nuestro susto nos permitiera
cambiar de posición.
-Moniqne", me dijo, "no culpo a tus placeres, pero debes tener la misma consideración por mí: amo
a Javotte (ese es el nombre que Martin había tomado), siento que tengo suficiente fuerza para
satisfacerlos a ambos. En el momento en que quiere besar a Martin, lo aparta de mis brazos, estira la
mano y encuentra... ¡Qué sorpresa! Sin soltar a Martín, me lanza una mirada de indignación; no se
atreve a descargar su ira sobre mí; pero todo su peso recae sobre la causa inocente. Su amor se había
convertido en rabia; estaba golpeando sin piedad al desafortunado Martin, y era a mí a quien
golpeaba en el lugar más sensible.
Me lanzo entre estos dos rivales.
-Detente, le digo a Verland, abrazándolo; respeta su juventud en nombre de nuestros transportes, en
nombre de nuestro amor, Verland, apiádate de su debilidad, sé sensible a mis lágrimas. Se detuvo,
pero Martin, que había tenido tiempo de reconocerse, se puso furioso a su vez. Tomó la espada de
Verland y se abalanzó sobre él. Huí ante esta visión, me salvé por una escalera oculta, vine aquí, ya
sabes el resto.
Monique no pudo terminar sin derramar lágrimas.
-"¡Ay!", exclamó, "¿a qué destino debo ser atraída?"
-"Al más feliz", le dije, "tranquilízate, querida Monique; lo que hace brotar tus lágrimas puede ser
irrelevante. Si se trata de la pérdida de sus placeres, otros mayores pronto lo compensarán. Me
resultaba imposible mantenerla en mi habitación por más tiempo sin que me descubrieran, y pensé
que lo mejor era introducirla en la piscina.
No tuve miedo de prometerle demasiado, asegurándole que los placeres que había disfrutado hasta
entonces no eran más que una débil imagen de los que le esperaban. La piscina debía ser una
estancia divina para un temperamento como el suyo.
-Querido amigo -dijo besándome-, no me dejes; ¡que me quede contigo! Su consentimiento...o tu
rechazo decidirá mi destino; si te pierdo, seré miserable.
Le aseguré que nunca nos dejaríamos.
-Sólo me queda una preocupación -continuó-: perdonar este último esfuerzo a un amor del que vas a
ser el único objeto. Intuí lo que ella no se atrevía a admitir ante mí. Me ofrecí a ir y contarle el
destino de sus amantes y el efecto de su huida. Me dio las gracias. La dejé sola y salí con la
promesa de volver pronto.
Fui a la ciudad para conocer las novedades. Fui al barrio de Verland; no había ocurrido nada, y
juzgué que todo el desorden se había limitado a la huida de Monique. Volvía al convento cuando vi
al criado, que se acercó a mí y me dijo que el reverendo padre Andrés le había pedido que me diera
una carta y una bolsa de dinero con cien luises. Al principio pensé que el padre me estaba cargando
con algunos deberes. Abrí la carta y encontré estas palabras:
"Te traicionaste a ti mismo con tus precauciones; abrieron tu habitación y encontraron el tesoro que
no querías que vieran tus hermanos; se apoderaron de él; lo pusieron en la piscina. "Conoces el
genio de los monjes; huye, padre Saturnino; huye, huye de los horrores de una prisión que quizá
sólo acabe con tu vida.
Padre André, "
La lectura de esta carta me impactó como un rayo. Un abatimiento mortal me quitó el sentimiento.
Oh, cielo", grité, "¿qué haré? ¿Me expondré a la venganza mundana? ¿Huiré? Infeliz, no vaciles;
¡ah, huyamos! Pero, ¿dónde huir, dónde salvarme? La casa de Ambrosio se ofrecía a mi angustiada
mente como el refugio más seguro contra el miedo presente. Tomé una resolución valiente,
demasiado feliz de que la generosidad del padre André me hubiera robado el resentimiento
monástico.
No fue sin dolor que me exilié de un lugar donde había dejado mi placer y mi felicidad. Desgarrado
por mis remordimientos, aplastado por mi desesperación, llegué a casa de Ambroise. Toinette estaba
sola; se sintió conmovida por mi desgracia. Me ayudó con su amor y me cubrió con la ropa de
Ambroise. Al día siguiente me fui a París, con la esperanza de encontrar allí un estado que me
compensara por el que acababa de dejar.
Me fui, después de sacudirme el polvo de los zapatos, como los apóstoles, a mi ingrata tierra; y,
caminando a pie, con un bastón blanco en la mano, llegué a París. Pensé que podría desafiar la furia
monástica. El dinero del padre André y la ayuda de Toinette podrían guiarme durante un tiempo. Mi
plan era buscar primero un puesto como tutor, esperando que la fortuna me encontrara uno mejor.
Algunos conocidos que tenía en París podría haberlos utilizado si no hubiera sido peligroso usarlos.
A cambio de una rentabilidad razonable, había cambiado mi hábito de campesino por uno más
honesto. ¡Feliz si, al dejar el vestido, hubiera dejado sus inclinaciones!
La negra pena que me consumía me hacía creer que había conseguido arrancar este mal tallo, o que
triunfaría fácilmente sobre él. Incluso lo había jurado; quería comprometerme con un juramento,
que los más respetables lazos no habían sido capaces de mantener. ¡Qué débil es el hombre!
Hoy bajo un casco y mañana bajo un pantalón, Gira al menor viento y cae al menor golpe.
Me caí; el choque no fue violento, pues sólo fue un golpe de codo que me dio un bribón, diciendo:
Sr. Abad, ¿me invita a una ensalada?
-Preferiría dos, respondí, llevada por un movimiento natural. La reflexión acudió inmediatamente
en mi ayuda, pero demasiado tarde; estaba demasiado comprometido para echarme atrás. Entramos
en un callejón oscuro y estrecho. Pensé mil veces en romperme el cuello en una escalera de caracol,
cuyos peldaños resbaladizos y desiguales me hacían tropezar a cada paso.
Mi damisela me llevaba de la mano. Debo confesar que, al no haberme encontrado nunca en una
situación semejante, no pude evitar sentir un cierto temor, que a mi conductora le pareció un buen
presagio: se habría reído de ello si hubiera conocido mi calidad.
Llegamos por fin con gran dificultad. Llamamos a la puerta del templo. Llamamos; una anciana,
más vieja que la Sibila de Cumas, vino y abrió la puerta.
-Mi pequeño rey, me dijo, hay gente; espera un momento; sube más arriba. Subir más alto era muy
difícil, a menos que uno quisiera subir al cielo. Bajo mi mano apareció una puerta que se abrió por
sí sola. Fui a retirarme, temiendo encontrar a alguien y despertar sospechas sobre mi probidad. El
olor me tranquilizó; era... Puedes adivinarme.
Abandonado a mi suerte, en un lugar terrible, en el fin del mundo, en un país perdido, con gente
desconocida, sentí un terror repentino. El peligro que corría era claro para mí. Aprovechemos este
momento de claridad, me dije, huyamos. Algo más poderoso que el reflejo me detuvo; parecía como
si un inmenso mar se presentara ante mis ojos y me impidiera llegar a la orilla. ¿Ha grabado el cielo
en nuestros corazones premoniciones de lo que está por venir? Sí, sin duda, y lo sentí. En el
momento en que se abrió la puerta fatal, me llamaron para que bajara; desafortunado, corría hacia
mi perdición, pero ¡qué deliciosa alegría debió ser!
Entro tímidamente a la luz temblorosa de una lámpara; me siento sin hablar; apoyo el codo en una
mesa poco segura; me tapo los ojos con la mano, como si quisiera evitar las reflexiones que
acababan de llegar a mi mente. Una mendiga infernal avanza; me muestro generoso, ella me lo
agradece. Mi triste comportamiento sobresalta a las pretoras del templo, la vieja sibila se acerca a
preguntarme. La alejo brutalmente; ella se queja.
- Déjelo, señora -dice la más joven-; se puede estar triste.
Este sonido de voz, que no me era desconocido, golpeó mi corazón. Me estremecí y, temiendo mirar
hacia el lugar de donde acababa de venir esta voz, los cerré y sólo quise ocuparme de los
movimientos que acababa de despertar en mí; pero pronto, reprochándome mi indiferencia, quise
aclararme; volví a abrir los ojos, me levanté y me acerqué. ¡Cielos! ¡Fue Suzón! Sus rasgos, aunque
cambiados por la edad, estaban demasiado grabados en mi corazón para ser ignorados. Caí en sus
brazos, con los ojos llenos de lágrimas, con el alma en los labios.
-Querida hermana -le dije con voz afligida-, ya no reconoces a tu hermano,
La anciana, asombrada, corre a ayudar a Suzón; yo la alejo, aprieto mis labios contra los de mi
querida hermana, y sólo quiero que el fuego de mis besos le dé calor. La aprieto contra mi pecho, le
rocío el rostro con mis lágrimas; ella abre los ojos húmedos de lágrimas:
-"¡Déjame en paz, Saturnino -dice-, deja en paz a una desgraciada!
- Querida hermana, 1 grité yo, ¿la vista de Saturnin Te inspira horror? Le rechazas tus besos, le
rechazas tus caricias. Sensible a mis reproches, me dio las más vivas muestras de su alegría. La
alegría volvió a su rostro; se extendió a la anciana, a la que di dinero para que nos preparara la cena.
Lo habría dado todo: había vuelto con Suzon, ¿no era lo suficientemente rico?
Se estaba preparando la cena; yo aún tenía a Suzon en mis brazos. Todavía no habíamos tenido
fuerzas para abrir la boca y preguntarnos qué aventuras podían reunirnos tan lejos de nuestra patria;
nos mirábamos, nuestros ojos eran los únicos intérpretes de nuestras almas; derramaban lágrimas de
alegría y de tristeza; sólo nos ocupaban estas dos pasiones. Nuestros corazones estaban tan llenos,
nuestras mentes tan ocupadas, que nuestras lenguas estaban como atadas; suspirábamos; si a veces
abríamos la boca, sólo decíamos palabras sin continuación; todo nos devolvía al reflejo de la
felicidad de estar juntos.
Por fin rompí el silencio.
-Suzon", grité, "¡mi querida Suzon! ¿Por qué feliz casualidad has vuelto a mí? ¡Pero en qué lugar,
¡ah! el cielo!
-Ya ves -contestó ella con rostro abatido-, una infeliz que ha experimentado todas las alternativas de
la fortuna, casi siempre objeto de su furia, y obligada a vivir en un libertinaje que su razón condena,
pero que la necesidad hace indispensable. Veo que tu impaciencia espera el recuento de mis
desventuras; ¿puedo dar otro nombre a la vida que he llevado desde que te perdí? Menos sensible a
la vergüenza de revelarte mis fechorías que al placer de verter mi dolor en tu seno, voy a hacer una
confesión sincera de mis penas.
Te diré que fuiste tú quien los causó; pero mi corazón fue medio despiadado, él solo lo hizo todo,
cavó el abismo en el que estoy sumida. ¿Recuerda aquellos tiempos felices en los que pintaba un
cuadro ingenuo de su incipiente pasión? Te adoré desde ese momento. Al contarte las aventuras de
Monique, al descubrirte nuestros misterios más ocultos, he querido enardecerte, he querido
instruirte; he visto con placer el efecto de mis discursos.
Fui testigo de los transportes con Madame Dinville, y sus palabras fueron como puñaladas para mí.
Cuando te arrastré a mi habitación, me consumió un fuego que no pudiste apagar. Siempre has
ignorado la causa de ese espantoso ruido que oímos: era el abate Fillot, ese canalla vomitado por el
averno y nacido para el tormento de mis días.
Había concebido un amor por mí que quería satisfacer a cualquier precio; había elegido la noche
para llevar a cabo su plan; se había escondido en el callejón de la cama, y aprovechó tu huida para
venir a ocupar tu lugar. Ay 1se divirtió con la desafortunada mujer a la que había asustado hasta
desmayarla; hizo lo que quiso. Aturdida por el placer y engañada por mi pasión, creí recibirla de mi
querido Saturnino. Llené de placeres a un monstruo, al que reproché cuando lo reconocí. Quiso
calmarme con sus caricias, lo repelí con horror; me pidió que revelara a Madame Dinville lo que
había hecho contigo. El indigno usó contra mí las armas que yo podía usar contra él. Obtuvo con
sus amenazas lo que yo me había negado a aceptar. Así, le concedí todo a un hombre que odiaba, y
el destino me arrancó de los brazos de quien amaba.
Pronto sentí los amargos frutos de mi imprudencia. Oculté mi vergüenza todo lo que pude; pero me
habría traicionado con un silencio demasiado obsesivo. Había alejado al abate Fillot; se consolaba
en los brazos de Mme. Dinville. La necesidad me hizo llamarle de nuevo, le conté mi estado; fingió
ser sensible a él, se ofreció a llevarme con él a París, prometiéndome el más feliz de los destinos;
añadió que lo único que pedía por el precio de sus servicios era que estuviera dispuesto a
dejármelos.
Sólo quería estar en un lugar donde pudiera liberarme de mi carga, esperando usar su crédito sólo
para colocarme con alguna dama. Sus promesas me convencieron, acepté seguirle y partí con él,
disfrazado de abad tenía para mí mil atenciones en el camino; pero ¡qué bien escondía el traidor la
villanía de su corazón bajo engañosas apariencias! Las sacudidas del carruaje habían engañado mi
cálculo: di a luz, a una legua de París, la odiosa muestra del amor de un miserable. Todos gritaron al
prodigio y se rieron. Mi indigno compañero de viaje desapareció, dejándome con mi dolor y
miseria.
Una dama caritativa se apiadó de mi estado, tomó un carruaje, me llevó a París y de allí al Hôtel-
Dieu. Sólo me sacó de los brazos de la muerte para dejarme en los brazos de un entrenador. Lo
habría sentido demasiado pronto, si no hubiera sido por la posibilidad de encontrarme con una chica
perdida. La miseria llevó a la inclinación.
No pidas más. La vida de Suzon ha sido una cadena continua de placeres y penas. Si el placer se ha
hecho sentir a veces en mi corazón, sólo ha coloreado el fondo de tristeza que lo roía. ¿Es esta
tristeza? Ah! desde que te he encontrado de nuevo, ya no tengo que quejarme. Pero tú, querido
hermano, no me hagas languidecer: ¿has dejado tu convento? ¿Qué casualidad te ha traído a París?
-Una desgracia parecida a la tuya -respondí-, que me causó tu mejor amigo.
-Mi mejor amigo", dijo, suspirando. ¿Todavía tengo uno en el mundo? Ah, sólo puede ser la
hermana Monique.
-Esta historia lleva demasiado tiempo: vamos a comer. Tuve la comida más deliciosa de mi vida con
Suzon. El deseo de verme a solas con ella y, por su parte, de conocer mis aventuras, nos hizo salir
rápidamente de la habitación. Nos retiramos a su cuarto, donde, sin testigos, en una cama, mueble
digno para el lugar donde nos encontrábamos, y que nunca había servido a dos amantes tan tiernos,
sosteniendo a Suzon sobre mis rodillas, y mi rostro pegado al suyo, le conté mis aventuras desde
que salí de casa de Ambroise.
-Ya no soy tu hermana", exclamó cuando terminé.
-No te arrepientas", dije, "una cualidad que da la sangre, y rara vez el corazón; si ya no eres mi
hermana, sigues siendo el ídolo de mi corazón. Querida alma -continué, apretándola tiernamente
entre mis brazos-, olvidemos nuestras vanalidades, y comencemos a contar nuestras vidas desde el
día que nos unió. Mientras decía estas palabras, le besé el pecho; ya tenía mi mano entre sus
muslos:
-"¡Para!", dijo ella, escapando de mis brazos, "¡para!
-Cruel mujer", grité, "¿qué gracias tendré que dar a la fortuna si rechazas los testimonios de mi
amor?
-Reprime -replicó ella- los deseos que no podría escuchar sin ser criminal; esfuérzate en tu pasión:
te estoy dando un ejemplo.
-Ah, Suzon -respondí-, ¡poco amor tienes si me aconsejas que reprima el mío! ¿Y en qué
circunstancias? Cuando nada se interpone en el camino de nuestra felicidad.
-Nada se opone a nuestra felicidad", dijo; "ah, ¿por qué no dices la verdad?" En ese momento la vi
llorar: la insté a explicar la causa.
-¿Compartirías conmigo -dijo- el triste precio de mi libertinaje?
-¿Crees -respondí- que compartiría la muerte con mi Suzón, y que temería compartir sus
desgracias? Inmediatamente la tiré de nuevo a la cama y quise demostrarle que no tenía miedo al
peligro.
-Ah, querido Saturnin", gritó, "te vas a perder".
-Me perderé", le dije, embargado por el amor, "pero será en tus brazos..." Ella cedió, yo empujé...
Permítanme imitar aquí a aquel sabio griego que, al pintar el sacrificio de Ifigenia, después de haber
agotado todos los rasgos del más profundo dolor en los rostros de los presentes, cubrió el rostro de
Agamenón con un velo, permitiendo hábilmente a los espectadores imaginar qué rasgos podrían
caracterizar la desesperación de un tierno padre que ve su sangre derramada, que ve a su hija
inmolada.
Te dejo, querido lector, el placer de imaginar; pero es a ti a quien me dirijo, a ti que has
experimentado las pruebas del amor, y que, después de mucho tiempo, has visto tu pasión coronada
por el disfrute del objeto amado. Recuerde sus placeres, lleve su imaginación aún más lejos si es
posible hacerlo. Ella siempre estará por debajo de mis manjares Pero ¿qué demonio, celoso de mi
tranquilidad, me presenta constantemente un recuerdo que riego con lágrimas de sangre? Ah,
terminemos, sucumbo a mi dolor.
El día llegó antes de que nos diéramos cuenta de que la noche había desaparecido. Había olvidado
mis penas, el universo entero, en los brazos de Suzón,
-No nos dejemos nunca, mi querido hermano, me dijo; ¿dónde encontrarás una hija más tierna o
dónde encontraré yo un amante más apasionado? La tormenta rugía sobre nuestras cabezas, el
encanto de la iluminación la ocultaba a nuestros ojos.
-Sálvense, Suzon, vino a decirnos una chica casada, sálvense, huyan por la escalera oculta 1
Sorprendidos, quisimos levantarnos: ya no era tiempo; un feroz arquero entró justo cuando nos
levantábamos.
Suzon, angustiada, se lanzó a mis brazos: él la apartó a pesar de mis esfuerzos. Esta visión me
enfureció; la rabia me dio fuerzas, la desesperación me hizo invencible. Un chenet, del que me
apodero, se convierte en mis manos en una arma mortal. Me lanzo hacia el arquero.
¡Detente, desafortunado Saturnino! No hay tiempo, el golpe está dado, el captor de Suzon cae a mis
pies. Se lanzan sobre mí, me defiendo, sucumbo, me cogen. Estoy atado; apenas se me permite
tomar la mitad de mi ropa.
-Adiós, Suzon", grité, tendiéndole los brazos; "¡adiós, mi querida hermana, adiós! Me arrastraron
inhumanamente por las escaleras, y el dolor de ser golpeado por los escalones en los que se golpeó
mi cabeza pronto me hizo perder la cabeza.
¿Termino aquí el relato de mis desgracias? Ah, lector, si tu corazón es sensible, suspende tu
curiosidad, conténtate con compadecerme, pero ¡qué! ¿el sentimiento de mi dolor prevalece siempre
sobre el de mi felicidad? ¿No he derramado suficientes lágrimas? Lee, y verás las tristes
consecuencias del libertinaje, feliz si no lo pagas más caro que yo.
Sólo volví de mi debilidad para verme en una cama miserable, en medio de un hospital. Pregunté
dónde estaba. En Bicêtre, me dijeron. En Bicêtre!" grité; "¡Cielos! en Bicètre! El dolor me petrificó,
la fiebre se apoderó de mí, sólo volví a caer en una enfermedad más cruel, ¡la viruela! Recibí este
nuevo castigo del cielo sin un murmullo. Suzon", me dije, "no me quejaría de mi destino si tú no
sufrieras la misma desgracia.
Mi enfermedad se volvió gradualmente tan violenta que, para deshacerse de ella, se utilizaron los
remedios más violentos: me dijeron que debía someterme a una pequeña operación. Hay que evitar
este espectáculo de dolor. ¿Qué puedo decirte? Caí en una debilidad que fue tomada por el último
momento de mi vida. Habría sido demasiado feliz. El dolor que me había provocado el desmayo me
sacó. Puse mi mano donde sentía el mayor dolor. ¡Ah, ya no soy un hombre! Lanzé un grito que se
oyó hasta los confines de la casa. Pero pronto volví en mí, y, como Job en su estercolero, penetrado
de dolor y sometido a los mandatos del cielo, grité en la amargura de mi corazón: Deus dederat,
Deus absîuUt.
Ya no deseaba nada más que la muerte. Había perdido el poder de disfrutar de la vida; la
aniquilación era la meta de todos mis deseos; hubiera querido ocultar eternamente lo que había sido,
no podía pensar sin horror en lo que era.
Ahí está, pues -dije en mi corazón-, ahí está, ese desdichado padre Saturnino, ese hombre tan
apreciado por las mujeres, ya no existe; un golpe cruel acaba de arrebatarle lo mejor de sí mismo;
era un héroe, y ahora sólo soy un... Muere, desgraciado, muere; ¿puedes sobrevivir a esta pérdida?
¡Eres un eunuco!
La muerte hizo oídos sordos a mis gritos; mi salud regresó, me recuperé; pero mi debilidad dejó
claro que no sería utilizado para los servicios que se esperaban y pretendían de mí; me dijeron que
estaba libre.
-Soy libre", respondí al superior que me lo dijo; "¡ay!¡Pobre de mí! ¿De qué sirve esta libertad que
me das? En el cruel estado en que me encuentro, es el regalo más desastroso que podrías hacerme.
Pero, señor, ¿me atrevería a preguntarle por el destino de una joven que debió ser traída aquí el
mismo día que yo?
-Es más feliz que el suyo -respondió bruscamente-; ella murió en los remedios.
-Ha muerto -continué, abrumado por este último golpe-; Suzon ha muerto... y yo sigo viviendo.
Habría terminado mis días en el momento justo si no se hubiera detenido el efecto de mi
desesperación. Me salvé de mi propia furia, y me puse en el camino para aprovechar el permiso que
me acababan de dar, es decir, en la puerta.
Permanecí por un momento aniquilado; sólo mis ojos, al derramar un torrente de lágrimas,
atestiguaban que aún estaba vivo; estaba en el último grado de desesperación y rabia. Cubierto con
una desafortunada vestimenta, teniendo apenas lo suficiente para vivir un día y sin saber a dónde ir,
me abandoné en los brazos de la Providencia. Iba de camino a París cuando vi los muros de la
Cartuja; la profunda soledad que allí reina hizo brillar un rayo de luz en mi mente.
-Felices mortales -exclamé-, que vivís en este retiro al abrigo de la furia y los reveses de la fortuna,
vuestros corazones puros e inocentes no conocen los horrores que desgarran el mío. La idea de su
felicidad me inspiró a compartirla. Fui a lanzarme a contarles mis desgracias.
-Oh, hijo mío -dijo, abrazándome amablemente-, alabado sea Dios: te ha reservado este puerto
después de tantos naufragios. Vive aquí, y vive feliz, si es posible.
Durante algún tiempo estuve en el paro, pero pronto me dieron un trabajo. Ascendí a la posición de
portero por desagravio, y fue bajo este título que me di a conocer.
Aquí mi corazón se fortalece en su odio al mundo; aquí espero la muerte sin temerla ni desearla, y
espero que cuando me haya arrebatado de las filas de los vivos, mi tumba esté grabada con letras de
oro:
Hic situs est dom Saturnin, Fututus, Futuit.
FIN

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