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Colección La Antorcha

LUCIANO PELLICANI

LENIN Y HITLER
LOS DOS ROSTROS DEL TOTALITARISMO

Prefacio de Fernando Díaz Villanueva

Unión Editorial
Colección La Antorcha
Lenin y Hitler
Los dos rostros del totalitarismo
Luciano Pellicani

Lenin y Hitler
Los dos rostros del totalitarismo

Prefacio de Fernando Díaz Villanueva

Unión Editorial
2011
Título original:
Lenin e Hitler.
I due volti del totalitarismo
© 2009 - Rubbettino Editore

Traducción de JUAN MARCOS DE LA FUENTE

© 2011 para la edición española:


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Índice

PREFACIO. «JACOBINO ROJO, JACOBINO NEGRO»,


por Fernando Díaz Villanueva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

PRÓLOGO DEL AUTOR A LA EDICIÓN ESPAÑOLA .......... 19

CAPÍTULO1. LENIN Y HITLER. LOS DOS ROSTROS


DEL TOTALITARISMO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23

CAPÍTULO 2. EL COMUNISMO COMO REACCIÓN CELOTE


CONTRA OCCIDENTE ........................... 65

CAPÍTULO3. EL NAZISMO COMO MOVIMIENTO GNÓSTICO


DE MASAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85

CAPÍTULO 4. EL FASCISMO, BOLCHEVISMO IMPERFECTO . . . . 125

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Prefacio
«Jacobino rojo, jacobino negro»

Por más que nos esforcemos, siempre nos costará entender qué es
lo que sucedió durante el siglo XX. Por qué, de un modo sincroniza-
do, el mundo entero enloqueció entregándose a una orgía de violen-
cia, sinsentido y asesinato de masas planificado. Por qué los Gobier-
nos la emprendieron contra su propio pueblo. Por qué la obsesión
de edificar un nuevo mundo sobre las cenizas del antiguo. Por qué,
en el momento más feliz de la historia humana, se empeñaron en
aborrecer la realidad y hacer lo imposible para cambiarla emplean-
do dosis de fanatismo y barbarie desconocidas hasta la fecha.
El siglo XX fue el del totalitarismo y el de la lucha contra el tota-
litarismo, que consistió, básicamente, en devolver las aguas al acoge-
dor cauce del denostado liberalismo decimonónico. Como la histo-
ria la hacen los individuos, detrás de un fenómeno tan singular se
encuentran dos caracteres muy peculiares y extremadamente pare-
cidos en casi todo, tanto en su particular universo simbólico como,
especialmente, en su odio africano hacia el mundo que les había visto
nacer y que, caprichos de la historia, les había permitido alcanzar su
enfermiza conciencia política.
Estos dos personajes fueron Vladimir Ilich Lenin y Adolf Hitler.
Aunque la historiografía oficial, borracha de marxismo y de antiguos
creyentes buscando la redención, nos los presentan como antagonis-
tas, lo cierto es que fueron dos caras de la misma moneda: la del so-
cialismo, padre y madre de todos los males que la humanidad pade-
ció durante el corto pero intenso siglo XX. Uno, el ruso, puso las bases
de un diabólico corpus de pensamiento y acción que otro, el austria-
co, llevó hasta sus últimas consecuencias durante la Segunda Guerra
Mundial.

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Los años del uno y los del otro apenas coincidieron. Aunque con-
temporáneos, Lenin abandonó este mundo al poco de empezar 1924.
En aquel mismo año Hitler, un desconocido alborotador muniqués,
dictaba su obra magna en el penal bávaro de Landsberg. Mientras
Lenin había dejado el camino pavimentado a su sucesor, el infame
Iosif Stalin, Hitler empezaba de cero. Fue liberado unos meses
después y se lanzó sobre la yugular de la débil República alemana,
heredera del naufragio de Versalles y deseosa de encontrar un salva-
dor que la sacase del marasmo. Lenin no lo había tenido tan fácil
para llegar al poder y a punto estuvo de quedarse fuera. Vio venir la
oportunidad en el momento en el que Rusia se encontraba más de-
bilitada, saltó sobre los cascotes del Imperio de los zares y se aferró
con uñas y dientes a la poltrona librando y ganando una guerra civil
que alumbró la Unión Soviética.
No fueron, pues, vidas paralelas en el tiempo. Lenin no tuvo no-
ticia de la existencia de Hitler y éste, aunque sí supo —y mucho—
sobre el tirano soviético, nunca confesó seguirle, al menos al pie de
la letra. Los nazis se decían socialistas, pero anticomunistas. Copia-
ron la estética militar del fascismo italiano, su paso de la oca, su
saludo romano y la puesta en escena propia de los antiguos césares.
Eso era lo que se veía. En lo que no se veía, los jerifaltes del nazis-
mo fueron discípulos aventajados del bolchevismo.
Hitler y Lenin fueron como dos gotas de agua en el modo de
ejercer el poder de un modo absoluto e incontestable y, sobre todo,
en sus planes de destrucción y creación ex novo de un mundo que
tenían por imperfecto e irreformable. De ahí la emergencia de la
revolución y de ponerlo todo patas arriba. Para construir un edifi-
cio sobre un solar que ya está ocupado no hay otra posibilidad que
derribarlo hasta los cimientos y comenzar sobre ellos la obra nueva.
Hitler y Lenin aborrecían de la portentosa Europa judeocristiana y
liberal en la que habían nacido. Querían rehacerla desde abajo. Para
ello no quedaba otro camino que derruirla a conciencia.
Un régimen político no se caracteriza por su fachada externa
—aunque, cierto es, da algunas pistas sobre su naturaleza inter-
na—, sino por su proyecto de fondo. El franquismo en España man-
tuvo hasta el último de sus días la retórica hueca del falangismo, las

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camisas azules, el espíritu del 18 de julio, los brazos en alto y los cán-
ticos de trinchera. Sin embargo, el franquismo devino en una demo-
cracia liberal en sólo unos meses. Las guerreras blancas de los jerar-
cas del Movimiento se escondieron en el armario y el país transitó
pacíficamente a la democracia sin apenas enterarse. Franco sim-
plemente quería mandar, no reinventarse España desde cero y, mu-
cho menos, crear un nuevo español radicalmente diferente al del
pasado.
Algo similar sucedió en Italia. Cuando se proclamó la Repúbli-
ca en 1946, pocos recordaban los desfiles por la Via dell’Impero o
los apasionados discursos de Benito Mussolini desde el balcón del
Palazzo Venezia. No fue necesario desfalangizar España o desfascis-
tizar Italia. La ideología, aunque detestable y necesariamente servil,
no había sido totalizadora y los dos países pudieron continuar su
rumbo sin demasiados sobresaltos tras la dictadura.
El bolchevismo y su primo hermano el nazismo sí fueron totali-
zadores en todos los ámbitos de la vida, y no sólo en el político. Al
igual que Italia o España no perdieron ni el nombre ni la bandera
durante sus respectivos regímenes de corte fascista, Alemania y Rusia
perdieron ambos. Rusia dejó de llamarse así durante más de setenta
años. El imperio de los zares pasó a denominarse Unión de Repúbli-
cas Socialistas Soviéticas, conocido en todo el mundo por su acróni-
mo URSS. Hasta tal punto llegó la identificación de Rusia con el
proyecto soviético de Lenin que no existió un Partido Comunista
de Rusia (de la Federación Rusa) hasta 1990, un año antes de que
el invento de Lenin implosionase.
La URSS tomó como bandera la del Partido Comunista, una hoz,
un martillo y una estrella de cinco puntas amarillos sobre fondo rojo.
Similar receta se aplicó a las repúblicas federadas. La eliminación
de los símbolos nacionales por muy antiguos y queridos que éstos
fuesen formaba parte del plan maestro de Lenin. Todo lo anterior
estaba equivocado, el mundo del futuro empezaba con él y con su
vademécum marxista para construirlo desde los cimientos…
La Alemania nazi mantuvo el nombre, aunque debidamente
modificado para dar cabida a los delirios del amo del país. Hitler,
más historicista y, sobre todo, mucho más nacionalista que Lenin,

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fundó el Tercer Reich. Daba por bueno que el primero —el Sacro
Imperio— y el segundo —el del Kaiser— habían fracasado. La solu-
ción pasaba por edificar sobre sus ruinas un tercer imperio que
rompiese radicalmente con los dos anteriores. Un Reich que dura-
ría mil años y que estaría cimentado sobre una cuestión biológica:
la raza aria que los alemanes auténticos compartían desde la cuna.
Una raza, dicho sea de paso, que Hitler daba por superior y llama-
da a dominar el mundo.
La bandera, formada por una cruz gamada negra encerrada en
un círculo blanco sobre fondo rojo sería la divisa de la nueva Alema-
nia. Aquella era, como en el caso ruso, la bandera del partido. Para
guardar las apariencias los nazis la hicieron convivir dos años con
la reintroducida bandera imperial. Luego la segunda fue arrincona-
da. Hermann Göring, mariscal del Reich, practicó los oficios fúne-
bres durante la reunión anual de la NSDAP en Nuremberg alegan-
do que el tiempo de los Hohenzollern era agua pasada y que usar
su bandera era algo propio de «reaccionarios»…
Lenin y Hitler no es que confundiesen el partido con el país
—que también—, sino que confundían el país y el destino mismo
de la especie humana con su averiada cosmovisión. Para transfor-
mar el mundo y adaptarlo a la estrecha «cama de Procusto» de sus
ensoñaciones teóricas, tenían que emplear toda la violencia que
fuese posible. No había, además, nada moral que reprocharse. Se
trataba de combatir el mal absoluto representado por el antiguo
mundo burgués con el bien absoluto que encarnaban sus dos varian-
tes de socialismo revolucionario. Era una cuestión, como bien apun-
ta Pellicani, de salvación de la especie. Uno y otro iban a «recondu-
cir a la sociedad a su pureza originaria». Para conseguirlo había que
hacer primero una gran purga catártica y necesariamente brutal que
limpiase el tejido social de elementos corruptos y corruptores.
Para los comunistas estos elementos eran los propietarios (gran-
des, pequeños o medianos) y el clero, para los nazis los judíos y otras
razas inferiores que tendrían que ser eliminadas o sojuzgadas por
los amos arios. Para ambos la burguesía en su conjunto y su elabo-
ración más perfeccionada: el mundo moderno. La revolución iba a
consistir en eso mismo, en ofrecer felicidad y armonía a cambio de

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un pequeño sacrificio inicial consistente en aniquilar físicamente a


una parte de la humanidad.
Llegados a este punto podría argüirse que mientras Lenin fulmi-
nó inmediatamente a la burguesía, Hitler convivió con ella o que,
incluso, gran parte del Partido Nazi provenía de la pequeña burgue-
sía alemana arruinada en los años de Weimar. Es una doble falacia
que si sigue perviviendo se debe a la machacona propaganda marxis-
ta que llega hasta nuestros días. Una vez ganada la guerra Lenin no
acabó inmediatamente con la burguesía, y no por falta de ganas, sino
porque temía un colapso económico que podría acarrear funestas
consecuencias a la casta bolchevique. La NPE (nueva política econó-
mica), que permitió cierta actividad privada durante algún tiempo,
es la mejor muestra de este movimiento táctico que adoptó el propio
Lenin para evitar una catástrofe. La NPE fue luego sustituida por
la colectivización forzosa y la aniquilación de los kukaks. Ambos ob-
jetivos, llevados a la práctica durante el estalinismo, fueron fijados
con absoluta nitidez por Lenin.
Hitler nunca llegó a estatalizar por completo la economía. Res-
petó los grandes emporios industriales, aunque los puso a trabajar
en aras de lo que él consideraba «bien común», es decir, el bien del
Estado omnipotente que conocía las necesidades de los individuos
mejor que los propios individuos. De cualquier modo, el nazismo
propiamente dicho duró muy poco. Desde la llegada de Hitler al
poder hasta el estallido de la guerra mundial discurrieron algo más
de seis años. Los seis restantes el régimen nazi los pasó en una guerra
total de exterminio hasta la rendición incondicional del 7 de mayo
de 1945. El nazismo no tuvo tiempo, en definitiva, de desarrollar
todo su programa, o lo hizo quemando fases a toda prisa acuciado
por las necesidades de la guerra. Nadie sabe lo que hubiese pasado
si, por ejemplo, Hitler hubiera gobernado en tiempos de paz duran-
te veinte años, pero es seguro que la Alemania nazi no se hubiese
dirigido hacia un régimen que aumentase la libertad individual de
sus súbditos, sino, más bien, todo lo contrario.
El ADN del bolchevismo y del nazismo son, por lo tanto, idén-
ticos. Si el primero fue más atractivo se debe a que, desde el punto
de vista propagandístico, fue siempre superior y, especialmente, a

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que los comunistas vendían un mundo futuro de igualdad y genui-


na fraternidad. Los nazis se conformaban con dar esa igualdad a los
de la camada racial germánica. El resto de las razas tendrían que
trabajar como esclavos para la raza de los amos. Y, al menos una de
ellas, la judía, habría de desaparecer de la faz de la Tierra o ser confi-
nada a los bordes exteriores de la civilización. De aquí que muchos
se apuntaron entusiastas a la causa bolchevique en todas las latitu-
des, empezando por John Reed, el reportero norteamericano que
narró en primera persona la Revolución de Octubre, hasta los pa-
panatas actuales que sirven de soporte intelectual a los hermanos
Castro.
El nazismo no era tan atractivo a no ser, claro, que se pertene-
ciese a la raza elegida. Con todo, hubo españoles, italianos, húnga-
ros, rumanos y otros miembros de «razas impuras» que se dejaron
seducir por la estética y el fondo del mensaje nacionalsocialista. La
figura de lo que Pellicani llama muy acertadamente el «jacobino
negro» tuvo un magnetismo casi mágico durante los años de entre-
guerras. Este peculiar jacobino, no muy diferente, por lo demás, del
que había parido la Revolución Francesa en los años del Terror,
pretendía arrasar el mundo burgués que tanto le disgustaba para
construir otro completamente nuevo. A eso no lo llamó involución,
sino revolución.
Hitler, con sus desvaríos, su pose de iluminado y su vocación de
líder mesiánico, encarnaba mejor que nadie esa figura que, aunque
no es una creación suya, sí es propia de los convulsos años que suce-
dieron a la Gran Guerra. No es casualidad que el último canciller
de la República de Weimar, Kurt von Schleicher, opinase que lo de
Hitler «apenas era distinto del puro comunismo», o que el mismo
Goebbels tomase prestado un eslogan comunista: «el futuro es la dic-
tadura de la idea socialista del Estado» para sintetizar en una frase
los propósitos del NSDAP.
El otro tipo de jacobino, el rojo, encajaba como un guante en Vla-
dimir Lenin. Empapado de marxismo hasta el tuétano, su revolución
no iba a conformarse con quitar a los que más tenían para dárselo
a los que menos. Lenin nunca pretendió ser Robin Hood, sino Ro-
bespierre. Como Hitler odiaba a los alemanes de pura raza que se

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habían dejado conquistar por los embelecos del capitalismo burgués,


Lenin aborrecía de los obreros, a quienes quería liberar pero sin fiar-
se del todo de ellos. Por eso era necesaria la vanguardia revolucio-
naria. Tanto la soviética como la nazi.
La vanguardia no era más que un cuerpo de revolucionarios pro-
fesionales, un siniestro invento de Lenin, que fue imitado en Alema-
nia por Hitler. Ellos conocían el destino final y el camino que con-
duciría hasta él. El pueblo elegido no disponía de la altura de miras
necesaria. Y por pueblo elegido hay que entender en el caso sovié-
tico a los proletarios y en el nazi a los arios de nacimiento. Los demás
eran un incordio, por eso había que exterminarlos. Para la burgue-
sía Lenin no ahorró calificativos tales como «insecto nocivo», «peste»,
«plaga», o «miembro canceroso y putrefacto de la sociedad». Tales
epítetos los podría haber utilizado Hitler, y de hecho lo hizo, aun-
que afinando el tiro para meter a los judíos en el mismo tarro. Si el
pueblo elegido persistía en su error había que sacarle de él de un ba-
lazo. En el mundo soñado por Lenin o Hitler no cabían los disiden-
tes por muy moderados y constructivos que éstos tratasen de ser.
Una vez detectada la enfermedad, tan sólo había que proceder a
la desinfección. Ésta debía ser rápida y para llevarla a cabo los revo-
lucionarios tendrían que olvidarse de los habituales escrúpulos cris-
tiano-burgueses. El nazismo y el bolchevismo dinamitaron los cimien-
tos sobre los que se sustenta la idea de Occidente. Principios tales
como la autonomía del individuo o el imperio de la Ley desapare-
cieron, es más, debían desaparecer para dejar el paso expedito a la
Revolución y a la construcción del nuevo mundo. Comunismo y na-
zismo comparten, entre otras muchas cosas, un rechazo visceral ha-
cia el individualismo. Los individuos y sus aspiraciones individua-
les eran, tanto para Lenin como para Hitler, un estorbo y el símbolo
más imperecedero del viejo régimen burgués.
Otro de los elementos propios del odiado mundo capitalista que
eliminaron fue el de la secularización. El liberalismo es secular, lo
que no significa en modo alguno que sea antirreligioso. Concede
al individuo libertad de conciencia y de culto arrinconando la es-
piritualidad al ámbito de lo privado o, en todo caso, de lo comuni-
tario sin que nadie individualmente se vea obligado a ir a Misa o a

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pertenecer a una Iglesia. El leninismo y el nazismo crearon sendas


religiones profanas cuya deidad máxima era el Estado. Ellos, los re-
volucionarios profesionales, serían los sumos sacerdotes. Curiosa-
mente, como pronto se pudo ver, tanto los líderes comunistas como
los nazis se entregaron a un obsceno culto a la personalidad como
no se había visto ni en los antiguos emperadores.
Los miembros de las SS prestaban un juramento de lealtad al
Führer, el guía de carne mortal que llevaría a la endiosada nación
alemana hasta la victoria final sobre sus enemigos. En Moscú, en
los desfiles en la Plaza Roja, lo que más proliferaban eran los retra-
tos de Marx, Engels, Lenin y los miembros del Politburó portados
por musculosos trabajadores como en una procesión religiosa. La
fe ciega en el Estado —la estatolatría de la que hablaba Ludwig von
Mises—, es definitoria del totalitarismo. Sin el poder coactivo infi-
nito de un Estado que se arroga toda la legitimidad es imposible
imponer a una sociedad cualquiera de las dos variantes del socialis-
mo: la comunista o la nacionalista.
Tanto Lenin como Hitler eran plenamente conscientes de ello.
El «bien absoluto» derivado de la Revolución tendría que valerse de
medios extraordinarios. No había, por tanto, otro remedio que em-
plear violencia, tanta como fuese necesario para extirpar los «miem-
bros cancerosos» de los que hablaba Lenin. Luego ya se podría aco-
meter la construcción del nuevo mundo al que, por fuerza, le iba a
hacer falta un nuevo hombre. Los padres del comunismo y del nazis-
mo creían firmemente en la génesis de un hombre de nuevo cuño,
moldeado desde la cuna en la nueva sociedad. Un hombre que se
olvidase de individualidades y que estuviese dispuesto —e incluso
encantado— de entregarle su vida al Estado. Fue Bujarin, teórico
de cabecera de Lenin, quien afirmó que la misión de la primera de
las fases del socialismo, la dictadura del proletariado, era la «destruc-
ción del individualismo».
Como semejante desafío no era, precisamente, una tarea sen-
cilla, Lenin acompañó al revolucionario profesional de una insti-
tución sagrada: el Partido, así con mayúsculas, un partido-secta
cuyos miembros serían, como los antiguos templarios, mitad monjes
mitad soldados que tendrían que batirse el cobre no tanto contra la

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democracia —que ellos mismos decían representar en su forma ge-


nuina—, sino contra el mercado y su hija predilecta la burguesía.
Hitler siguió al pie de la letra el recetario bolchevique modifican-
do el fin pero no los medios, que deberían ser exactamente los mis-
mos. Uno anhelaba un mundo igualitario de superhombres obre-
ros, el otro un mundo igualitario de superhombres arios. Pero antes
sus padres y abuelos se habrían visto obligados a hacer una limpia
de burgueses individualistas interesados sólo por el dinero o, por de-
cirlo en palabras de Gottfried Feder, mentor intelectual de Hitler,
que vivían beneficiándose de «la esclavitud del interés» sobre las
clases menesterosas.
Lo peor es que ni nazis ni bolcheviques se quedaron en las inten-
ciones sino que llevaron a la práctica sus teorías. El comunismo se
terminó cobrando 100 millones de vidas, la primera decena duran-
te la vida de Lenin. El nacionalsocialismo desató una guerra mundial
en la que a punto estuvo Alemania de perecer, y planificó cuidado-
samente el exterminio de seis millones de judíos en guetos y campos
de concentración.
Por sus hechos los conoceréis. No hay mejor teoría que un paseo
por la práctica. A un siglo vista de la Primera Guerra Mundial, que
fue la espoleta que incendió ambos polvorines, ya podemos hacer
balance. El colectivismo nazi-comunista ha sido la peor pesadilla
que ha padecido jamás la especie humana. El nazismo, por fortuna,
fue extirpado de la Historia tras la Segunda Guerra Mundial. No
así el comunismo leninista, que esclavizó a placer a miles de millo-
nes de seres humanos durante décadas y aún hoy sobrevive con
plenas facultades en algunos rincones de la Tierra. La indulgencia
plenaria de la que disfruta tiene que acabarse algún día. Conocer lo
que de Hitler tuvo Lenin y lo que de Lenin tuvo Hitler es, posible-
mente, una de las mejores vías para poner punto final, aunque sea
teórico, al espejismo de que tras la idea socialista reside algún tipo
de liberación para nosotros, los seres humanos.

FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA


Balingen (Württemberg, Alemania)
Agosto de 2011

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Prólogo del Autor a la edición española

El totalitarismo —tanto en la versión comunista como en la nazi—


ha sido interpretado con frecuencia como una inesperada y traumá-
tica ruptura con la línea de desarrollo de la civilización europea. En
realidad, sus raíces ideológicas se remontan a la Revolución fran-
cesa. Con una precisión de fundamental importancia: que la Gran
Revolución no fue singular, sino plural. Tuvo una doble alma: la
del ’89 y la del ’93. El objetivo de la primera fue la instauración de
una monarquía constitucional respetuosa de la «libertad de los mo-
dernos»; el objetivo de la segunda, por el contrario, fue restablecer,
en medio de la sociedad burguesa, la «libertad de los antiguos». Dos
programas absolutamente incompatibles, como percibió, con toda
claridad, Constant, aguerrido defensor de la revolución del ’89 y,
al mismo tiempo, crítico implacable de la revolución del ’93, que
desembocó en la dictadura terrorista del partido jacobino.
Las dos almas que, en el curso de la revolución, chocaron en un
duelo mortal se habían formado durante el gran debate que divi-
diera a la inteligencia francesa: el debate sobre Atenas y Esparta.
Esparta encarnaba el ideal de la sociedad armoniosa, concebida
como fusión entre el individuo y su comunidad de pertenencia,
mientras Atenas era una metáfora para indicar la sociedad basada
en la propiedad privada, la libertad individual y el mercado. De
suerte que seguir la doctrina de Licurgo significaba condenar el indi-
vidualismo posesivo-competitivo, generador de intolerables desigual-
dades y desgarradores conflictos; y significaba también auspiciar la
instauración de un modelo de organización social antitético tanto
al Antiguo Régimen como a la sociedad capitalista y burguesa. Su-
cedió así que —en vísperas del estallido de la revolución que tras-
tornaría primero a Francia y posteriormente a toda Europa— se

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formaron dos partidos: por una parte, el de los admiradores de Atenas


—Voltaire, Diderot, D’Alembert, etc.—, primera realización histó-
rica de la libertad de los modernos; por otra, aquellos que —como
Rousseau, Deschamps, Mably y Morelly— exaltaban la sociedad
espartana debido a que en ella no había rastro alguno de la inicua
y perversa institución —la propiedad privada— responsable no sólo
de la intolerable escisión de la sociedad en ricos y pobres, sino tam-
bién de la degradación moral de la humanidad. En efecto, la nueva
teodicea elaborada por Rousseau —el líder intelectual más influ-
yente del «partido espartano»— afirmaba con la mayor seguridad
que la bondad originaria del hombre había sido corrompida por la
propiedad privada que, alimentando las pasiones más odiosas y mez-
quinas, había desencadenado la guerra de todos contra todos.
Semejante diagnóstico del «mal radical» abría una excitante pers-
pectiva: la regeneración de la naturaleza humana mediante la elimi-
nación de la propiedad privada. Una perspectiva totalmente ajena
a los «atenienses». Éstos eran reformistas que querían corregir el An-
tiguo Régimen, teniendo constantemente presente el modelo del
Estado inglés; por el contrario, los «espartanos» pretendían replas-
mar la totalidad de lo existente para llevarlo a una nueva vida. Eran,
en síntesis, revolucionarios en el sentido más fuerte de la palabra. De
donde la fórmula con la que el jacobino Saint-Etienne sintetizó el
programa «espartano»: Tout détruire pour tout refaire à neuf. Un
programa abiertamente totalitario, basado en la idea de que la misión
histórica de la revolución era la de purificar la sociedad corrompida
instaurando el terror catártico, concebido como emanación de la
Virtud.
Nació así el sistema terrorista de la purga permanente. El cual,
sin embargo, no pudo desplegar todas sus devastadoras consecuen-
cias debido a que, tras algunos meses, fue abatido por la reacción
termidoriana. A pesar de ello, la idea de la revolución como tabula
rasa y guerra permanente contra el mundo burgués no desapareció.
Por el contrario, a partir de Felipe Buonarroti —el primer revolu-
cionario profesional— fue sostenida por una plétora de intelectua-
les proletarizados, decididos a destruir desde sus fundamentos la so-
ciedad capitalista, rea de condenar a la miseria más atroz a las masas

20
P R Ó LO G O D E L AU TO R A L A E D I C I Ó N E S PA Ñ O L A

trabajadoras y de pervertir el espíritu humano con su perverso culto


a Mammón. Se inició así, en el corazón de Europa, aquella guerra
civil ideológica que Marx y Engels describirían como el choque mor-
tal entre el «partido conservador» y el «partido destructor», es decir
entre el partido «ateniense» y el partido «espartano». El cual, en el
fondo, era el conflicto entre la concepción individualista de la socie-
dad y la concepción colectivista, entre la «libertad de los modernos»
y la «libertad de los antiguos».
El duelo existencial que, durante 200 años, ha desgarrado las en-
trañas intelectuales y morales de Europa ha concluido con la derrota
militar del totalitarismo nacionalista y la bancarrota planetaria del
totalitarismo comunista. Pero ha concluido también con la institu-
cionalización del compromiso social democrático entre el Estado y
el mercado, gracias al cual la «libertad de los modernos» —en otro
tiempo reservada exclusivamente a los ciudadanos propietarios—
ha sido, en cierta medida, universalizada.

LUCIANO PELLICANI

21
Capítulo primero
Lenin y Hitler. Los dos rostros del totalitarismo

Nosotros purificaremos Rusia para mucho tiempo,


lo cual tendrá que hacerse en el campo.
LENIN a STALIN

Purificar la nación del espíritu judío no es posible de


forma platónica.
HITLER

«Nadie creía en guerras, en revoluciones y convulsiones. Todo acto


radical, toda violencia parecían ya imposibles en la era de la razón.
Este sentido de seguridad era la conquista más ambicionada, el ideal
común de millones y millones. La vida parecía digna de ser vivida
sólo con esa seguridad y se hacía cada vez más amplio el círculo de
quienes deseaban participar de ese bien precioso. Primeramente
fueron sólo las gentes acomodadas las que se alegraron del privile-
gio, pero poco a poco fueron sumándose las masas; el siglo de la se-
guridad [...], con su idealismo liberal, tenía el convencimiento de
que estaba en el camino recto e infalible hacia el mejor de los mundos
posibles [...]. Esta fe en un progreso ininterrumpido e incoercible
tuvo por entonces la fuerza de una religión; se creía en ese progre-
so ya más que en la Biblia y su evangelio parecía irrefutablemente
demostrado por los siempre nuevos milagros de la ciencia y de la
técnica [...]. También en el campo social se producían adelantos; de

23
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

año en año se concedían nuevos derechos al individuo; la justicia


se administraba con mayor sentido humanitario e incluso el pro-
blema de los problemas, la pobreza de las masas, no parecía ya in-
superable.»1
Así Stephan Zweig, en su última obra, describió el «mundo de
la seguridad» que la Gran Guerra hizo literalmente añicos, dando co-
mienzo al que Luigi Fenizzi llamó el «siglo cruel»,2 durante el cual
el planeta Tierra fue transformado en un enorme matadero en el que
millones y millones de hombres fueron bárbaramente masacrados
en nombre de valores contrarios a los de la tradición iluminista. Todo
sucedió como si de los estratos profundos de Europa se hubieran
desencadenado terroríficas fuerzas poderosas decididas a hacer ta-
bula rasa de la civilización de los derechos y de las libertades, traba-
josamente construida a lo largo de siglos de luchas y experimentos:
un espectáculo tan inquietante que indujo a Benedetto Croce a
evocar la figura del Anticristo, «destructor del mundo, que disfruta
con la destrucción, sin que le importe no poder contribuir sino al pro-
ceso cada vez más vertiginoso de esta misma destrucción, lo negati-
vo que quiere comportarse como positivo y ser como tal no ya crea-
ción sino [...] destrucción».3
Con estas palabras, Croce expresó su angustia, al mismo tiem-
po metafísica y moral, frente al «ideal de la muerte»4 que animaba
a los dos grandes movimientos totalitarios surgidos de los escom-
bros de la Gran Guerra: el comunismo y el nazismo.
Prima facie, considerar el nazismo y el comunismo como dos es-
pecies de un mismo genus —el totalitarismo— podría parecer un
juicio histórico distorsionado y distorsionante, dado que el prime-
ro aspiraba a instaurar el dominio despiadado de la Herrenrasse sobre

1. S. Zweig, Il mondo di ieri, Mondadori, Milán 1994, pp. 10-11.


2. L. Fenizi, Il secolo crudele, Bardi, Roma 1999.
3. B. Croce, L’Anticristo che è in noi, en Filosofia e storiografia, Laterza, Bari 1969,
p. 315.
4. Ivi, p. 317. Es interesante notar che también I. Safarevich (Le phénomène so-
cialiste, Seuil, París 1977) y V. Havel (Histoires et totalitarisme en Essais politiques,
Calmann-Lévy, París 1989) llegaron a la misma conclusión que Croce, es decir que
el totalitarismo se inspiraba en un ideal de muerte.

24
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

las razas inferiores, mientras que el segundo, nacido de una costi-


lla de la Internacional Socialista, tenía como objetivo declarado «ha-
cer hermanos a los hombres».5 Dos ideales antitéticos: perverso el
nazi, generoso el comunista. Sin embargo, es un hecho indiscutible
que los resultados del comunismo en el poder son exactamente los
mismos que los del nazismo: un enorme cúmulo de escombros mate-
riales y morales y su todavía mayor reguero de cadáveres. Y es igual-
mente un hecho innegable que Lenin, al igual que Hitler, dejó una
herencia absolutamente negativa.
En efecto, «la Revolución de Octubre cerró su trayectoria sin
haber sido vencida en el campo de batalla, pero liquidando todo lo
que se hizo en su nombre. En el momento en que se disgregó, el
imperio soviético ofreció el espectáculo excepcional de haber sido
una superpotencia sin haber encarnado una civilización [...]. Su
rápida disolución no ha dejado nada: ni principios, ni códigos, ni
instituciones, ni siquiera una historia. Como los alemanes, los rusos
son el segundo gran pueblo europeo incapaz de dar un sentido a su
siglo XX».6
Un siglo que ha resultado ser una experiencia colectiva tan emo-
cionante como devastadora. No produjo sino un enorme vacío que
llenar y un inquietante enigma: el enigma de un sistema intencio-
nado y prácticamente basado en la «guerra civil entre el gobierno y
el pueblo»7 que, en sus fases extremas, tomó las formas de la «purga
permanente».8 Jamás nada semejante se había podido leer en el gran
libro de la historia universal, tan rico en tiranías sanguinarias.

5. La fórmula es di Anatoli Lunacharski (cit. por A. Siniavski, La civilisation so-


viétique, Albin Michel, París 1988, p. 212).
6. F. Furet, Le passé d’une illusion, Laffont/Calmann-Lévy, París 1995, p. 12.
7. M. Gilas, La nuova classe, il Mulino, Bolonia 1957, p. 99.
8. Cfr. Z.K. Brzezinski, The Permanent Purge, Harvard University Press, Cam-
bridge 1956; J.A. Armstrong, The Politics of Totalitarianism, Random House, Nueva
York 1961; B. Moore jr, Terror and Progress, Harvard University Press, Cambridge
1966; R. Conquest, Il Grande Terrore, Rizzoli, Milán 1999; J. Elleinstein, Storia del
fenomeno staliniano, Editori Riuniti, Roma 1975; R.A. Medvedev, Lo stalinismo, Mon-
dadori, Milán 1972; F. Bettanin, Il lungo terrore, Editori Riuniti, Roma 1999; A. Ro-
mano, Lo stalinismo, Bruno Mondadori, Milán 2000.

25
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

Tampoco puede decirse que los resultados nihilistas de la Revo-


lución de Octubre haya que imputarlos a un proceso degenerativo
culminado con el Gran Terror que desencadenó Stalin. Por el contra-
rio, estaban inscritos —como potencialidades activables y, de hecho,
activadas— en la doctrina del marxismo. En ésta —según la aguda
observación de Karl Korsch— «todo el acento se ponía en el aspecto
negativo, es decir que el capitalismo tenía que ser eliminado; inclu-
so la expresión “socialización de los medios de producción” signifi-
caba ante todo nada más que la negación de la propiedad privada de
los medios de producción. Socialismo significaba anticapitalismo».9
Ahora bien, mientras los partidos socialistas estuvieron en la opo-
sición, el carácter negativo del marxismo pudo enmascararse por la
reiteración cotidiana de la idea según la cual la «creación de una nueva
forma de sociedad que viniera a suplantar a la presente no era sólo
algo deseable sino que se había hecho inevitable».10 Pero cuando los
bolcheviques se hicieron con el poder, la ausencia de un programa
positivo de reconstrucción social se planteó con tanta claridad que
obligó a Lenin a hacer esta significativa confesión: «Todo lo que
sabíamos, lo que nos habían señalado con exactitud los mejores co-
nocedores de la sociedad capitalista, las mentes más excelsas que
previeron su desarrollo, era que la transformación era históricamen-
te inevitable y se produciría según una cierta línea principal, que la
propiedad privada de los medios de producción estaba condenada
por la historia, que se haría añicos, y que los explotadores serían
expropiados. Esto estaba establecido con precisión científica. Y no-
sotros lo sabíamos cuando tomamos en nuestras manos la bandera
del socialismo, cuando nos declaramos socialistas, cuando fundamos
los partidos socialistas, cuando comenzamos a transformar la so-
ciedad. Lo sabíamos cuando tomamos el poder para disponernos a
la reorganización socialista, pero lo que no podíamos saber eran las
formas de la transformación [...]. De todos los socialistas que han
escrito a este respecto no consigo recordar ninguna obra o ninguna

9. K. Korsch, La formula socialista per l’organizzazione dell’economia, in Scritti


politici, Laterza, Bari 1975, vol. I, p. 6.
10. K. Kautsky, Il programma di Erfurt, Samonà e Savelli, Roma 1971, p. 123.

26
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

frase de socialistas ilustres acerca de la futura sociedad socialista en


que se hable de la práctica y concreta dificultad que tendrá que afron-
tar la clase obrera una vez tomado el poder.»11
En efecto, a pesar de su pretensión de haber hecho pasar al so-
cialismo «de la utopía a la ciencia», Marx y Engels no fueron capa-
ces de indicar un modelo de organización social alternativo al exis-
tente.12 Después de describir la sociedad burguesa como un «desierto
poblado por bestias feroces»,13 profetizaron que la misma estaba con-
denada por la Historia y que, por tanto, la misión del Partido co-
munista era asumir el papel de «partido destructor»14 a fin de «hacer
tabla rasa del viejo mundo espectral»,15 prendiendo un «incendio ge-
neral» en el que se quemarían las viejas instituciones europeas.16
Además, proclamaron alto y fuerte que sólo había una manera de

11. Lenin, Al primo congresso dei consigli dell’economia, en Opere complete, Editori
Riuniti, Roma 1954-1970, vol. XXVII, p. 377 e p. 379.
12. Tampoco la idea del «plan único», formulada varias veces por Marx y Engels,
tenía un significado positivo: era una manera distinta para decir que el capitalismo
tenía que ser eliminado. No puede extrañar, por tanto, que Branko Horvat haya lle-
gado a la conclusión de que «el marxismo es una teoría (crítica) del capitalismo y de
su destrucción, no una teoría del socialismo» (The Political Economy of Socialism,
Sharpe, Armonk, N.Y. 1982, p. 124). Ni que Alberto Asor Rosa haya hecho esta
confesión: «Nos falta una idea de lo que debería ser una formación económico-social
no basada en el beneficio; y una idea de una institución estatal, o en todo caso de una
organización cualquiera de la sociedad, que no repita los modelos, aunque sean corre-
gidos e integrados, de la democracia representativa. Es decir, nos faltan las dos ideas
fundamentales» (Le due società, Einaudi, Turín 1977, p. xvii). Lo cual no ha impedi-
do a Asor Rosa afirmar que «el Gulag no puede anular retrospectivamente el valor y
el alcance» del «sueño más grande que la humanidad haya soñado jamás» y que la ta-
rea que tienen delante los intelectuales «progresistas» consiste en «obligar a Occiden-
te a verse, y por tanto ayudarle a disolverse» (La guerra, Einaudi, Turín 2002, p. 151).
No estamos muy lejos del llamado «nihilismo creativo» del anarquismo ontológico
di Hakim Bey y John Zerzan, animado por el odio a la civilización moderna y por el
deseo de ver cómo se colapsa por su intrínseca perversión.
13. K. Marx, Peuchet o del suicidio, en K. Marx y F. Engels, Opere complete, Edi-
tori Riuniti, Roma 1970 e ss., vol. IV, p. 546.
14. K. Marx y F. Engels, La sacra famiglia, en Opere complete, cit., vol. IV, p. 37.
15. K. Marx, Il 18 brumaio di Luigi Bonaparte, en Opere complete, cit., vol. XI,
p. 115.
16. F. Engels, Lettera dalla Germania, en Opere complete, cit., vol. X, p. 16.

27
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

extirpar la «corrupción general»17 en que el capitalismo ha hundido


a la humanidad: desencadenar «la última guerra santa, a la que segui-
ría el Reino milenario de la libertad»;18 e igualmente declararon que
la guerra civil revolucionaria sería una «lucha de aniquilación y terro-
rismo sin contemplaciones»19 que haría «desaparecer de la faz de la
tierra no sólo clases y dinastías reaccionarias, sino también pueblos
enteros reaccionarios».20
Frente a un programa de tal naturaleza —un programa panto-
clástico, explícitamente basado en el nihilista principio que Goethe
pusiera en boca de Mefistófeles: «Todo lo que existe es digno de
perecer»21— no es ciertamente arbitrario extender al comunismo la
definición que Hermann Rauschning dio del nazismo: «la revolu-
ción del nihilismo», que tiene como objetivo «la aniquilación total
de todo lo existente para dar lugar —una idea digna de Sigalev—
al despotismo total sobre la tabula rasa de la total liberación de los
vínculos».22 Tanto más que la descripción de la meta de la revolu-
ción comunista que nos dejó Trotski —«Una vez que el hombre
haya racionalizado el orden económico, es decir lo haya compene-
trado en su conciencia y subordinado a su voluntad, no dejará piedra
sobre piedra de nuestra vida cotidiana actual, inerte y podrida»23—
suena idéntica, en su pretensión de ser una «destrucción creadora»
de significado cósmico-histórico, a la de la revolución nacionalso-
cialista tal como la proclamó Goebbels: «Derribar un mundo viejo
y construir otro nuevo, destruirlo todo para tener una nueva creación
[...], hasta la última piedra».24

17. K. Marx, Miseria della filosofia, en Opere complete, cit., vol. VI, p. III.
18. F. Engels, Schelling e la Rivelazione, en Opere complete, cit., vol. II, p. 239.
19. F. Engels, Il panslavismo democratico, en Opere complete, cit., vol. VIII, p. 381.
20. F. Engels, La lotta dei magiari, en Opere complete, cit., vol. VIII, p. 237.
21. F. Engels, Ludovico Feuerbach e il punto di approdo della filosofia classica te-
desca, en K. Marx y F. Engels, Opere scelte, Editori Riuniti, Roma 1969, p. 1106.
22. H. Rauschning, La rivoluzione del nichilismo, Armando, Roma 1994, p. 33.
23. L. Trotski, Arte rivoluzionaria e arte socialista, en Letteratura, arte, libertà, Schwarz,
Milán 1958, p. 105.
24. Cit. por J.M. Rhodes, The Hitler Movement, Hoover Institution Press, Stan-
ford 1980, p. 105.

28
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

En las palabras de Trotski y de Goebbels encontramos el rasgo


diacrítico esencial del totalitarismo: el deseo de producir un cambio
totius substantiae de la realidad. Lo cual convierte al totalitarismo
en una revolución permanente animada por una hybris cuyo radica-
lismo es tal que puede definirse como satánica:25 en efecto, «es propio
del diablo querer imitar a Dios».26 Mas para ocupar el lugar de Dios
como (re)creador del mundo es preciso «destruir todo lo que exis-
te a fin de poder disponer de la página en blanco», según la imagen
de Mao Tsetung,27 para escribir una historia totalmente distinta de
la historia pasada. De ahí que el totalitarismo conciba la lucha po-
lítica como una despiadada guerra de aniquilamiento que debe afec-
tar a toda la vida social: instituciones, valores, ideas, costumbres, sen-
timientos, etc. Nada del viejo mundo, corrompido y corruptor, debe
quedar en pie: tal es la condición previa de la construcción del mun-
do nuevo y del hombre nuevo.28 De ahí el radical nihilismo del tota-
litarismo. Un nihilismo proclamado claramente por los fundadores
de ambos movimientos —el bolchevismo y el nazismo— que pre-
cipitaron a Europa en el torbellino de la que justamente ha sido
descrita como una «guerra civil ideológica».29 Para Lenin, «el paso
del capitalismo al socialismo exigía largos dolores de parto, un largo
periodo de dictadura del proletariado, la destrucción de todo lo viejo,

25. «Tout détruir, pour tout refaire à neuf »: tal es la fórmula con que el jacobino
Saint-Etienne sintetizó el proyecto revolucionario. Había pues dado en la diana Joseph
de Maistre cuando, después de definir como «satánica» la revolución de 1793, puso
en boca de los jacobinos, en un imaginario diálogo con Dios, estas palabras: «Todo
cuanto existe nos disgusta porque tu nombre está escrito en todo cuanto existe. Quere-
mos destruirlo todo y rehacerlo todo sin ti» (Saggio sul principio generatore delle costi-
tuzioni politiche, Il Falco, Milán 1982, p. 92).
26. O. Cullmann, Dio e Cesare, Ave, Roma 1996, p. 196.
27. En un artículo publicado en vísperas del Gran Salto, Mao dijo estar seguro
de que 600 millones de chinos «puros pero inmaculados» constituían una excelente
base de partida para la transformación revolucionaria de la sociedad, ya que «sobre
una hoja de papel limpio no hay manchas y así pueden ecribirse las palabras más
bellas y más nuevas, se pueden pintar las imágenes más bellas y nuevas» (cit. por S.R.
Schram, Il pensiero politico di Mao tse-tung, Vallecchi, Florencia 1971, p. 393).
28. Cfr. A. del Noce, Il suicidio della rivoluzione, Rusconi, Milán 1978, pp. 5-6.
29. E. Nolte, Nazionalsocialismo e bolscevismo, Sansoni, Florencia 1988.

29
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

el aniquilamiento implacable de todas las formas de capitalismo»30 y


la «liquidación» de la burguesía en cuanto clase: una operación que
había de llevarse a cabo «al modo plebeyo, exterminando implaca-
blemente a los enemigos de la libertad».31 Análogamente, para Hitler,
la «salvación de la humanidad aria» tenía que pasar necesariamente
por «la abolición del estado de cosas existente»32 y «la aniquilación de
los judíos».33
«Sí, nosotros somos bárbaros, ¡queremos ser bárbaros! —así se
expresó el carismático líder de la revolución nacionalsocialista duran-
te una de sus conversaciones con Rauschning—. Es un título de
honor, porque seremos nosotros los que rejuveneceremos al mundo.
Este mundo está próximo a su fin. Nuestra misión es precipitar su
caída [...]. Podremos ser destruidos; pero, si lo fuéramos, arrastra-
ríamos al mundo con nosotros, un mundo en llamas.»34
A la luz de tales declaraciones programáticas, traspasadas de parte
a parte por una desmesurada voluntad de poder dirigida a destruir-
lo todo para re-crearlo ex novo,35 no puede ciertamente sorprender
que François Furet definiera a Hitler como el «hermano tardío de
Lenin».36 Un hermano mortalmente enemigo, pero, no obstante,
portador de un proyecto revolucionario animado por la misma hybris

30. Lenin, III congresso dei soviet, en Opere complete, cit., vol. XXVI, p. 451.
31. Lenin, Due tattiche della socialdemocrazia, en Opere complete, cit., vol. IX,
p. 51.
32. Hitler, Mein Kampf, Kaos, Milán 2002, p. 376.
33. Cit. por E. Jaeckel, La concezione del mondo di Hitler, Longanesi, Milán 1972,
p. 90.
34. H. Raushning, Così parlò Hitler, Cosmopolita, Roma 1944, p. 75 y p. 7. El
mismo concepto fue recalcado el 2 de marzo de 1940 durante un coloquio con el vice-
secretario de estado americano Summer Wells: «Se trata de la destrucción o no de Ale-
mania; en el peor de los casos, será un exterminio total» (cit. por J.C. Fest, Hitler,
Rizzoli, Milán 1991, p. 773).
35. «Nosotros reharemos el mundo», anunció Lenin en abril de 1917. Diez años
después, Hitler le hizo eco, declarando: «Construiremos un mundo nuevo, contra la
degradación actual.»
36. F. Furet, Le passé d’une illusion, cit., p. 243. A Hitler se le aplica perfectamente
la definición que de Lenin dio Dimitri Volkogonov: «un demonio de la destrucción
y un demiurgo de la creación» (Le vrai Lénine, Laffont, París 1995, p. 324).

30
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

totalitaria: la purificación del mundo a través del aniquilamiento de


los agentes contaminados y contaminantes. Un proyecto que imponía
el desencadenamiento de la violencia absoluta, de la violencia sin
límites físicos y morales. De donde la teoría y la práctica del terror
catártico; de donde también la creación de un «mundo aparte» en
el que descargar los elementos corrompidos y corruptores: el univer-
so concentracionario.
Ahora bien, si el objetivo de la revolución totalitaria es la purifi-
cación de lo existente, entonces exige la formación de un partido de
tipo nuevo: el «partido de los puros», cuya misión histórica consiste,
cabalmente, en «reconducir la sociedad a su pureza originaria».37 De
ahí el carácter religioso —mejor dicho, soteriológico— del «parti-
do de los puros».38 El fin absoluto —la erradicación del mal— con-
fiere un estatuto ontológico y moral extraordinario a los «purifica-
dores» y santifica la violencia a la que recurren. Sucede así que cuanto
más radical es la violencia, «más dulce parece, puesto que ahorra el
tiempo del dolor».39 Es una operación quirúrgica: cruenta, pero salu-
tífera. Como tal, se concibe como un auténtico imperativo categó-
rico. Tal es la razón profunda de que, en un sistema totalitario, el te-
rror masivo, el universo concentracionario y el democidio tengan un
significado especial. No son nuevos instrumentos de dominio, sino
instrumentos de salvación. Gracias a ellos surgirá una «humanidad
nueva», finalmente libre de todo lo que la degrada y corrompe. Lo
que presupone un preciso diagnóstico-terapia del mal radical; por
tanto, una Gnosis. Y, en efecto, tanto en la ideología bolchevique
como en la ideología nazi encontramos la división —típica de las

37. J. Guitton, Il puro e l’impuro, Piemme, Turín 1994, p. 21.


38. En realidad, el «partido de los puros» es algo profundamente distinto de lo
que comúnmente se entiende por partido. Es una Orden de ascetas de la revolución,
dedicados en alma y cuerpo a la sacrosanta causa de la destrucción violenta del mundo
burgués, corrompido y corruptor. Tanto es así que Hitler solía llamar a Himmler «mi
Ignacio de Loyola» (cit. por H. Hoehne, L’Ordine nero, Garzanti, Milán 1976, p.
97) y Stalin en 1921 definió al Partido bolchevique «una especie di Orden de caba-
lleros armados dentro del Estado soviético, cuyos órganos dirige e inspira su activi-
dad» (cit. da M. Heller y A. Nekric, Storia dell’Urss, Rizzoli, Milán 1984, p. 145).
39. J. Guitton, Il puro e l’impuro, cit., p. 31.

31
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

doctrinas gnósticas— de la humanidad en tres familias espirituales:


una minoría de pneumáticos —los revolucionarios profesionales,
destinados, en razón de su «pureza», a desempeñar el papel de pará-
clitos; una masa de psíquicos —el pueblo que, aun contaminado,
puede ser redimido; y, finalmente, todos aquellos elementos ílicos,
corrompidos y corruptores, que deben ser exterminados para que el
programa soteriológico pueda llevarse a cabo.40 Y encontramos tam-
bién los elementos característicos de la visión apocalíptica de la his-
toria centrada en el conflicto cósmico entre los «hijos de la Luz» y
los «hijos de las Tinieblas».41
Todo esto hace del totalitarismo un fenómeno histórico sui gene-
ris»;42 pero no un fenómeno sin raíces profundas y ramificadas si es
cierto cuanto sostiene Karl Löwith, es decir que «el nihilismo en cuan-
to negación de la civilización existente ha sido la única verdadera fe de
todos los auténticos intelectuales a principios del siglo XX».43 Una fe
que, animada como estaba por el deseo de «poner ante los ojos la
nada del hombre moderno»,44 preparó, con su «espíritu de negación»,
el terreno cultural favorable al éxito de los movimientos totalitarios.
En la cotidiana acción de deslegitimación de las instituciones de
la «sociedad abierta» y de los valores de la tradición iluminista, desem-
peñó un papel decisivo el tenaz rechazo de la burguesía llevado a
cabo en todas las sedes y en todas las formas por cohortes de inte-
lectuales de gran prestigio y convertida en contracultura por le-
giones de expendedores de ideas de tercera y cuarta mano.45 Un

40. Cfr. L. Pellicani, La società dei giusti. Parabola storica dello gnosticismo rivolu-
zionario, EtasLibri, Milán 1995 y Rivoluzione e totalitarismo, Marco, Lungro di Co-
senza 2004.
41. Cfr. J.P. Sironneau, Sécularisation et religions politiques, Mouton, La Haye 1982.
42. C.J. Friedrich y Z.K. Brzezinski, Totalitarian Dictatorship and Autocracy, Prae-
ger, Nueva York 1964, p. 5.
43. K. Löwith, Il nichilismo europeo, Laterza, Bari 1999, p. 36.
44. Ivi, p. 37. La misma tesis desarrolla Leo Strauss en el ensayo Il nichilismo
tedesco, en R. Esposito, C. Galli y V. Vitiello (al cuidado de), Nichilismo e politica,
Laterza, Bari 2000, pp. iii y ss.
45. Cfr. G.L. Mosse, Le origini culturali del Terzo Reich, Il Saggiatore, Milán
1968.

32
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

rechazo frontal, que afectó al Estado de derecho, la democracia par-


lamentaria, la economía de mercado, la propiedad privada, el indivi-
dualismo, el iluminismo, etc. En una palabra, «todo el mundo mo-
derno, sobre todo anglosajón, tomado en bloque»,46 reo de haberse
entregado a Mammón y por tanto digno de perecer. Por otra parte,
la condena de la burguesía no data ciertamente del siglo XX; es tan
antigua como la propia burguesía, si es cierto, como lo es, que ya en
la Baja Edad Media a los mercaderes se les tachaba de «agentes de
Satanás» por aquellos —los oratores— que tenían el monopolio de
la dirección intelectual y moral de la sociedad europea. Y se compren-
de fácilmente por qué: la burguesía es una clase económica; como
tal, aun siendo la clase que, gracias a la propiedad de las «fuentes
de la vida» —los medios de producción—, ocupa el vértice de la es-
tructura de poder de la sociedad moderna, no tiene ni el carisma re-
ligioso ni el carisma militar, y tampoco tiene la legitimación demo-
crática conferida por el demos en forma de poder delegado. El poder
que ejerce es un poder de hecho, no de derecho. Es, pues, un poder
usurpado. Además, los valores que la burguesía encarna —el bene-
ficio, la riqueza, la ratio— no pueden menos de ser percibidos como
el tiempo del egoísmo y la negación de todo principio de solidari-
dad. Más aún: el espíritu burgués, calculador ex definitione, es enemi-
go mortal de lo sagrado: en efecto, someterlo todo a la ley —amoral,
si no ya inmoral— de la oferta y la demanda significa transformarlo
todo en mercancía, en valor venal. Una perspectiva que ha llenado
de horror a generaciones de intelectuales sedientos de absoluto —los
«huérfanos de Dios»— y por tanto hostiles a la «civilización del Te-
ner». Y así ha sucedido que la principal protagonista del proceso de
modernización —la transición de la sociedad cerrada a la sociedad
abierta— ha sido puesta, desde su nacimiento, en el banquillo de los
imputados y sometida a un fuego concéntrico, procedente de todas
partes: de los tradicionalistas lo mismo que de los revolucionarios,
de los religiosos tanto como de los laicos, de los intelectuales de iz-
quierda como de los intelectuales de derecha: divididos en todo y

46. J. Evola, Nazionalismo, germanesimo, nazismo, Melita, Genova 1989, p. 189.

33
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

sin embargo unidos por la común «repulsa a una sociedad comple-


tamente impregnada de la mentalidad y de los principios morales
de la burguesía» y por el común «deseo de asistir a la desaparición
de este mundo en el que todo era ficticio, la seguridad, la cultura, la
vida misma».47
A principios del siglo XX, «este deseo era tan intenso que supe-
raba en ardor y agresividad los anteriores intentos de renovación: la
transformación de los valores perseguida por Nietzsche, la reorde-
nación de la vida política que Sorel sostenía, el renacimiento de la
autenticidad humana auspiciada por Bakunin, el apasionado amor
a la vida en la pureza de la aventura exótica testimoniado por Rim-
baud. La destrucción sin límites, el caos y la ruina en cuanto tales asu-
mían la dignidad de valores supremos».48
En síntesis, el campo estaba listo para que se propagara el nihi-
lismo activo,49 cuyo inquietante programa había sido condensado
por Bakunin con la fórmula: «Es preciso destruir, y destruir, y siem-
pre destruir, porque el espíritu destructor es al mismo tiempo el
espíritu constructor.»50
Pero es altamente improbable que incluso la tenaz e incansable la-
bor de deslegitimación de la sociedad burguesa y de las instituciones

47. H. Arendt, Le origini del totalitarismo, Comunità, Milán 1989, p. 454.


48. Ivi, pp. 454-455.
49. Comentando y desarrollando el razonamiento de Nietzsche sobre la trágica
situación en que vino a encontrarse el hombre moderno ante la «muerte de Dios»,
Heidegger llegó a la conclusión de que el nihilismo activo brota del hecho de que «el
querer-nada permite todavía siempre el querer querer. La voluntad de destrucción
sigue siendo siempre voluntad de ser sí misma —la voluntad. La voluntad humana
“tiene necesidad de una meta— y prefiere querer la nada más bien que no querer”. En
efecto, la voluntad, en cuanto voluntad de poder, es: poder de poder o voluntad de
voluntad, voluntad de permanecer por encima o de poder mandar» (Il nichilismo euro-
peo, Adelphi, Milán 2003, p. 70).
50. Cit. por F. Volpi, Il nichilismo, Laterza, Bari 1996, p. 31. Idéntica idea de revo-
lución hallamos en Lenin: «La mano de hierro (del Partito), mientras destruye, crea»
(Discorso sulla nazionalizzazione delle banche, en Opere complete, cit., vol. XX-VI, p.
369). Y, en efecto, tanto el bolchevique Josif Goldenberg como el social-democrático
de izquierda Nicolaj Sukhanov vieron en Lenin un «nuevo Bakunin», decidido a desen-
cadenar los elementos de la destrucción universal para hacer tabula rasa de lo existente.

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L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

liberal-democráticas desencadenaran las furias destructivas de los


movimientos totalitarios, si la vivencia de millones y millones de hom-
bres no hubiera sido profundamente alterada por la Gran Guerra.
La cual produjo exactamente lo que, con una lucidez realmente ex-
traordinaria, previera el banquero polaco Ivan Bloch51 en una obra
en seis volúmenes publicada en San Petersburgo en 1897 y, en una
versión reducida, en Londres con el título Is War now Impossible?:
una movilización total de los recursos materiales y humanos de los
Estados beligerantes y, tras largos años de devastaciones sin prece-
dentes, «la bancarrota de las naciones y la desintegración de todo
el ordenamiento social».52 Y también produjo, apenas los pueblos

51. Pero ya en 1887 Engels describió así las consecuencias de la industrialización


de la guerra: «De ocho a diez millones de soldados se aniquilarán unos a otros y,
de este modo, devorarán Europa dejándola más desnuda que una nube de langostas.
Las devastaciones de la guerra de los Treinta Años restringidas en el espacio de tres o
cuatro años y extendidas a todo el Continente; la carestía, la enfermedad, la indigen-
cia que embrutecen al ejército y a las masas populares; el caos irreversible de nues-
tras artificiosas estructuras comerciales, industriales y del crédito, que acaba en la
bancarrota universal; el derrumbamiento de los viejos Estados y de su soberanía tradi-
cional, que hará que docenas de coronas caigan al polvo sin que nadie intente reco-
gerlas; es absolutamente imposible prever cuál sera el resultado de todo esto y quién
saldrá vencedor de la lucha. Un solo resultado es absolutamente cierto: el colapso
universal y la llegada de condiciones propicias al triunfo definitiva de la clase traba-
jadora» (Cit. por J. Joll, Le origini della prima guerra mondiale, Laterza, Bari 1999,
p. 252).
52. Cit. por J.F.C. Fuller, The Decisive Battles on the Western World, Collins, Lon-
dres 1987, vol. II, p. 295. Ivan Bloch concluyó su obra convencido de haber demos-
trado la imposibilidad de la guerra total, en cuanto «cualquier intento de hacerla equi-
valdría a un suicidio» (cit. por N. Ferguson, La verità taciuta, Corbaccio, Milán 2002,
p. 50). Su exhortación no cayó completamente en el vacío. Nicolás II quedó tan
impresionado que propuso una conferencia internacional para la paz. Ésta tuvo lugar
en 1899, en La Haya, pero sin resultados dignos de mención. Ni tampoco el éxito
de público de la Gran ilusión, el libro con el que Norman Angell mostró el carácter
autodestructor de la guerra moderna, consiguió frenar el espíritu militarista del tempo.
Sobre este punto, es impresionante la previsión que hizo Moltke en el memorándum
que preparó en vísperas de la Gran Guerra: «Comenzarán los Estados civiles europeos
a desangrarse recíprocamente… Así es cómo las cosas pueden y deben evolucionar
si no interviene, podría decirse, un milagro que detenga a última hora una guerra
que destruirá por un siglo la civilización en casi toda Europa» (cit. por D. Fromkin,

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L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

europeos se encontraron en el campo de batalla, una radical meta-


morfosis psicológica y moral cuyos rasgos esenciales describió Henri
Bergson: «De la noche a la mañana, la guerra ha fijado el valor exac-
to de todas las cosas de la tierra; las que parecían importantes, vemos
ahora que se han vuelto insignificantes [...]. Nos parece que ha caído
el velo de la convención y de la costumbre que se interponía entre
nuestro espíritu y la realidad. Surgió una nueva escala de valores»53
y, con ella, toda Europa retrocedió hacia formas de vida primitivas
y salvajes.
La guerra —en la que los europeos se precipitaron insensatamen-
te, llenos de entusiasmo patriótico y animados por la convicción de
que de ella surgiría un mundo regenerado—, además de alimentar
un tribalismo sin recato, generó el fenómeno del «embrutecimien-
to» de la vida política brillantemente descrito por George Mosse.54
Las trincheras vomitaron un nuevo hatajo de hombres: hombres
despiadados, llenos de agresividad y de resentimiento, para los que
la vida —la propia como la de los demás— tenía escaso valor y, por
ello, estaban dispuestos a recurrir a la violencia y a concebir la políti-
ca como la prosecución de la guerra; hombres que, cuando los ejér-
citos fueron desmovilizados, inyectaron en la lucha entre los par-
tidos el pathos del duelo existencial; el adversario se convirtió, de
manera totalmente espontánea y natural, en el enemigo a destruir:
con todos los medios. En una palabra, la guerra, al producir hombres
«impregnados de la psicología de la trinchera»,55 creó el escenario
ideal para el éxito de la llamada revolucionaria a las armas contra la

L’ultima estate dell’Europa, Garzanti, Milán 2005, p. 256). El milagro no se produjo


y Europa emprendió la vía de su insensato suicidio histórico.
53. Cit. por Ferro, Nazisme et communisme, en M. Ferro (al cuidado de) Nazisme
et communisme, Hachette, París 1999, p. 14.
54. G. Mosse, Le guerre mondiali, Laterza, Bari 1998, pp. 175-199.
55. J. Martov, Bolscevismo mondiale, Einaudi, Turín 1980, p. 7. Incluso en el ejér-
cito inglés —el menos contaminado por la psicología de la trinchera— la guerra ge-
neró un difuso rechazo de la política parlamentaria. Cuando se enviaron las pape-
letas electorales a las tropas en el frente francés, en muchos casos los soldados las
quemaron en gran cantidad, declarando: «Cuando volvamos a Inglaterra, nos ocupa-
remos nosotros de poner orden allí.»

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L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

civilización liberal lanzada por los «terribles simplificadores» en


nombre de la Clase, de la Nación o de la Raza. Y así esas ideas nihi-
listas y palingenésicas, que antes habían sido patrimonio de peque-
ños grupos de ideólogos y de activistas, condenados por su extremis-
mo a la marginalidad, cobraron casi de golpe un irresistible poder
radiactivo. Se convirtieron en las ideas de formidables movimientos
revolucionarios de masa, decididos a acabar, recurriendo a la violen-
cia más brutal, con el mundo burgués, por el cual se sentían comple-
tamente alienados y contra el cual incubaban odio y rencor.

II

A pesar de que Lenin y Hitler persiguieran el mismo objetivo —la


destrucción de la sociedad abierta—, de que estuvieran animados
por la misma idea de revolución —la revolución como purificadora
del mundo— y de que los movimientos que ellos crearon produjeran
los mismos resultados nihilistas, no ha cesado en absoluto la resisten-
cia a percibir las evidentes afinidades ideológicas56 y las todavía más
evidentes homologías estructurales entre el bolchevismo y el nazis-
mo subrayadas por las teorías del totalitarismo.57 Esto sucede porque
todavía sigue vivo el prejuicio favorable en relación con el comunis-
mo, que durante generaciones y generaciones ha impedido ver su real

56. Cfr. D. Settembrini, Storia dell’idea antiborghese in Italia, Laterza, Bari 1991;
P. Bellinazzi, L’utopia reazionaria. Lineamenti per una storia comparata delle filosofie
comunista e nazionalsocialista, Name, Génova 2000; V. Strada (al cuidado de), Totali-
tarismo e totalitarismi, Marsilio, Venecia 2003.
57. Según el clásico modelo de Friedrich y Brzezinski, seis son los elementos es-
tructurales de un régimen totalitario: 1) una ideología oficial, característicamente
centrada y proyectada hacia un estado final de la humanidad; 2) un partito único,
guiado por un dictador y compuesto por una elite de activistas ideológicamente moti-
vados; 3) una policía terrorista con la función de aniquilar no sólo a los enemigos del
régimen, sino también a categorías sociales enteras arbitrariamente seleccionadas; 4)
un monopolio de los medios de comunicación de masa; 5) un monopolio de los me-
dios de coerción; 6) un aparato burocrático encargado de controlar y dirigir todo el
proceso económico (Totalitarian Dictatorship and Autocracy, cit., pp. 9-10).

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L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

naturaleza;58 e igualmente permanece viva la interpretación del na-


zismo como «agente del Capital» defendida por los estudiosos marx-
leninistas sin la menor prueba.59 Una interpretación totalmente
mitológica que poco o nada tiene que ver con lo que efectivamente
fue el movimiento creado por Hitler. El cual no nació para apunta-
lar el vacilante movimiento de la burguesía plutocrática;60 al contra-
rio, «el secreto de su éxito —son palabras del propio Hitler— consis-
tió en haber reconocido el irrevocable fin de la burguesía y de sus

58. Un prejuicio favorable estrechamente ligado a la demonización de la propie-


dad privada, tal que su eliminación se ha visto como un paso decisivo hacia la «socie-
dad de los libres e iguales». Pero ha sucedido exactamente lo que previera el «pequeño
burgués» Proudhon: la abolición de la propiedad privada ha significado la abolición
de la autonomía de la sociedad civil frente al Estado omnipropietario. De donde el
hecho de que el totalitarismo comunista haya sido, por decirlo así, más totalitario
que el totalitarismo nazi. En efecto, en Alemania el mantenimiento de la propiedad
privada impidió la absorción total de la sociedad civil por parte de las estructuras del
Estado-partido; por el contrario, en la Unión Soviética, tras la colectivización del
campo, «el Estado no estaba en absoluto separado de la sociedad civil por una mura-
lla china: el uno traspasaba a la otra y las innumerables —y también muy amplias—
organizaciones de la sociedad civil eran en cierto sentido órganos periféricos del Es-
tado» (N. Bucharin, Le vie della rivoluzione, Editori Riuniti, Roma 1980, p. 253). Y
este es, precisamente, uno de los rasgos esenciales del totalitarismo: la estatización
integral de la sociedad civil (cfr. L. Pellicani, Le sorgenti della vita. Modi di produzio-
ne e forme di dominio, Marco, Lungro di Cosenza 2005).
59. Incluso la que se consideró como la más sofisticada versión de la teoría tercio-
internacionalista del fascismo —la de Nicos Poulantzas— carece de toda base empírica.
Poulantzas procede dando por descontado lo que hay que demostrar, es decir que el
fascismo estableció « la hegemonía política del gran capital» (Fascismo e dittatura, Jaca
Book, Milán 1971, p. 137). El resultado es un ejemplo de manual de las profundas dis-
torsiones de la percepción generada por la toma de masivas dosis de opio ideológico.
60. En mayo de 1931, Hitler inició la entrevista solicitada por el redactor jefe
del Leipziger Neuesten Nachrichten afirmando: «Usted es un representante de la burgue-
sía contra la cual nosotros combatimos»; y «continuó asegurando que no había empren-
dido la lucha para salvar la burguesía moribunda, sino más bien para deshacerse de
ella, y que en todo caso acabaría con ella mucho antes que con los marxistas» (J. Fest,
Hitler, cit., p. 371). Pero esto no impidió a Ernst Niekisch decir que estaba seguro
de que «la aspiración constante de Hitler era convertirse en el hombre de confianza
de la gran burguesía, contra las masas que tenían en él ciega confianza» (Il regno dei
demoni, Feltrinelli, Milán 1959, p. 75).

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L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

ideales políticos».61 Un fin proclamado y propugnado apertis verbis


en Mein Kampf.
En esta obra —destinada a pasar a la historia como el «Corán de
la religión nazi»— Hitler cuenta que, mientras escuchaba la prime-
ra conferencia de Gothfried Feder sobre el tema «Cómo y con qué
medios eliminar el capitalismo», comprendió inmediatamente que
la «eliminación de la esclavitud del interés» era «una verdad teórica
cuya importancia tenía que ser inmensa para el futuro del pueblo
alemán. Esta resuelta separación del capital bursátil respecto a la eco-
nomía nacional ofrecía la posibilidad de oponerse a la internacio-
nalización de la economía alemana, sin comprometer por ello la
conservación de la independencia del pueblo con una lucha contra
el capital [...]. La lucha más dura no debía hacerse contra los pueblos
enemigos, sino contra el capital internacional. La lucha contra el ca-
pital financiero internacional era el punto programático más impor-
tante en la lucha de la Nación alemana para su independencia econó-
mica y para su libertad.»62
Y comprendió también otra verdad aún más decisiva: que la pro-
pagación de la «avidez de dinero»63 y del «materialismo egoísta»64
estaba corrompiendo el temple moral del Volk. «El brutal cambio
de la pobreza a la riqueza se hizo cada vez más vistosamente drásti-
co. Sobreabundancia y miseria vivían una junto a otra, por lo que
las consecuencias no podían menos de ser muy tristes. La indigen-
cia y un paro creciente empezaron a hacer su trabajo con los hombres,
dejando tras de sí descontento y odio. Siguió la división política en
clases. Así fue creciendo el descontento, incluso en los momentos
de mayor prosperidad económica [...]. Otros efectos negativos surgie-
ron de la industrialización de la Nación. En la medida en que la
economía se adueñó del Estado, el dinero se convirtió en el Dios que
todos tenían que adorar de rodillas. Los Dioses del cielo parecían enve-
jecidos y superados, y el incienso subía hasta la estatua de Mammón.

61. Cit. por H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., p. 100.


62. Hitler, Mein Kampf, cit., p. 215.
63. Ivi, p. 366.
64. Ivi, p. 358.

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L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

Siguió un peligroso proceso de degradación [...]. Un gravísimo proce-


so de decadencia económica fue la lenta desaparición de la propie-
dad privada y el sometimiento de toda la economía al control de
las sociedades anónimas. El trabajo estaba degradado a objeto de
especulación de desvergonzados maniobreros de la Bolsa; la desper-
sonalización de la propiedad, respecto al obrero, se desarrolló hasta
el infinito. La Bolsa empezó a triunfar y se dispuso lenta pero segu-
ramente a someter a su control la vida de la nación».65
Por otra parte, «la repulsa obtusa de toda reforma o mejora de las
condiciones de los obreros, de los reglamentos para prevenir acciden-
tes de trabajo, de la prohibición del trabajo infantil, así como de la
defensa de la mujer, al menos en los meses en que lleva en su seno un
futuro ciudadano, contribuía a arrojar las masas en la red de la social-
democracia, la cual sabía en cambio explotar hábilmente todas estas
circunstancias. Nuestra burguesía política jamás conseguirá remediar
todos sus pecados. Mientras resistía a todos los intentos dirigidos a
eliminar las injusticias sociales, sembraba odio y aparentemente justi-
ficaba las afirmaciones de los enemigos del pueblo, es decir que sólo
la socialdemocracia representaba los intereses del proletariado.»66
A este diagnóstico de la degradación y de la corrupción de las
formas de vida de la sociedad alemana —una degradación y una co-
rrupción imputadas directamente al impío dominio de Mammón y
de quienes le adoraban67— le sigue una terapia así articulada: «Quien

65. Ivi, pp. 230-231.


66. Ivi, p. 104.
67. Entre los cuales, naturalmente, ocupaban un lugar «privilegiado» los judíos.
En efecto, en la ideología hitleriana «el judío era equiparado a aquel que tenía como
único Dios al dinero y que con esta fuerza impersonal y sin patria estrechaba solapa-
damente una red, con la que pensaba que podía llegar al dominio… La lucha contra
el judío, contra el Saujude, concebida como un fundamento para la construcción del
Tercer Reich, se confundía con la lucha contra los aspectos más característicos de la
decadencia económica e intelectual moderna, contra todo lo que, por caminos distin-
tos pero convergentes, trataba de estrangular los antiguos valores de cualidad, digni-
dad, honor, desinterés, raza y aristocracia; se confundía esencialmente con la lucha
contra la civilización del mercader y del usurero» (J. Evola, Il nuovo mito germanico del
Terzo Regno, Il Corallo, Padua 1981, p. 39).

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quiera salvar nuestra época, enferma y podrida, debe en primer lugar


tener la valentía de identificar las causas de esta enfermedad. Y a esto
debe dedicarse el movimiento nacionalsocialista: reunir, por enci-
ma de toda mezquindad pequeño-burguesa, extrayéndolas de nues-
tra nación, y ordenar aquellas fuerzas que son capaces de conver-
tirse en modelos de una nueva concepción del mundo.»68 Y debe
«asumir ante todo el lado negativo de la lucha, el que debe inducir
a la abolición del estado de cosas existente. Una nueva doctrina de
gran importancia y originalidad debe emplear con toda dureza como
primer arma la barrena de la crítica».69
Pero sobre todo debe darse la forma de un partido de nuevo tipo,
«compuesto no sólo de jefes intelectuales sino también de trabaja-
dores»,70 y organizado como una máquina de guerra. Los políticos
tradicionales «están dispuestos a compromisos, las concepciones mun-
diales no. Los partidos políticos (tradicionales) cuentan incluso con
los adversarios, las concepciones mundiales proclaman su infalibi-
lidad.»71 «Por esta razón, una concepción mundial, al no estar nunca
dispuesta a ir a medias con otra, no puede estar dispuesta a colabo-
rar con un régimen que ella condena, sino que siente el deber de com-
batir con todos los medios este régimen y todo el mundo de ideas de
los adversarios, y de propiciar su caída.72 Mientras que el programa
de un partido político no es más que la receta para un resultado fa-
vorable en las próximas elecciones, el programa de una concepción
mundial formula la declaración de guerra contra el orden existente;
en una palabra, contra una existente concepción del mundo.»73
Por tanto, la lucha para abolir «la explotación anti-social e in-
fame de los hombres» por parte de los «empresarios carentes de todo
sentimiento de justicia social y humanidad»74 y para restaurar la

68. Hitler, Mein Kampf, cit., p. 366.


69. Ivi, pp. 375-376.
70. Ivi, p. 381.
71. Ivi, p. 377.
72. Ibidem.
73. Ibidem.
74. Ivi, p. 105.

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L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

grandeza de Alemania, envilecida por una humillante paz impues-


ta por las potencias pluto-democráticas, será inevitablemente un cho-
que de Weltanschauungen, de ideologías incompatibles y mortalmen-
te enemigas. Y será una lucha de aniquilación, puesto que el objeto
irrenunciable del nacionalsocialismo es la destrucción desde sus fun-
damentos de la «República materialista»75 contaminada por el «di-
nero, exclusivo señor de la vida»;76 e igualmente la destrucción del
marxismo y del judaísmo, los cuales, junto al capital financiero inter-
nacional, son los más poderosos y pérfidos enemigos de Alemania.
En efecto, «el marxismo formó el arma económica que el judío inter-
nacional emplea para romper la base económica de los libres e in-
dependientes Estados nacionales, para destruir la industria nacio-
nal y convertir así a aquellos pueblos libres en esclavos del judaísmo
financiero supranacional».77
Frente a tales diabólicas potencias no cabe compromiso alguno.
Hay que eliminarlas. Y lo serán cuando «los hombres que quieren
redimir al pueblo alemán» comprendan que «una concepción mundial
llena de infernal intolerancia sólo puede ser rota por otra, armada e
impulsada por un espíritu igual, por una igual fuerza de voluntad,
por una idea nueva que sea pura y perfectamente verdadera».78 En
una palabra, la victoria, total y definitiva, sobre las potencias que
amenazan la integridad y la misma existencia histórica de Alemania
—el judaísmo, el marxismo y el capital financiero internacional—
sólo será posible cuando la nueva Weltanschauung de significado
histórico-mundial —la ideología nacionalsocialista—, adoptando la
«forma de una sólida y belicosa organización», exija «imperiosamen-
te ser reconocida como única y exclusiva, así como deberá exigir que
toda la vida pública sea invertida y conformada a su visión».79
Tal era la singular mezcla ideológica elaborada por Hitler, una
mezcla en la que se hallan presentes ingredientes de naturaleza y

75. Ivi, p. 367.


76. Ivi, p. 366.
77. Ivi, p. 471.
78. Ivi, p. 376.
79. Ibidem.

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L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

proveniencia diversa, y que resultó ser —como observó Simone Weil


durante su estancia en Alemania— «extraordinariamente contagio-
sa, en particular en el Partido comunista», debido a su «orientación
violentamente anticapitalista».80
A la misma conclusión llegarían, algunos años más tarde, Wilhelm
Reich y Karl Polanyi. Para el primero, «sin la promesa de combatir
al gran capital, Hitler no habría ganado para su causa los estratos de
la clase media. Éstos le ayudaron a ganar porque estaban contra el
gran capital».81 Para el segundo, la atracción que la propaganda hitle-
riana ejerció sobre las masas se debía a que la misma, sirviéndose de
una fraseología realmente bolchevique, las incitaba contra la econo-
mía del beneficio, contra las formas modernas del comercio priva-
do, contra la servidumbre del interés, contra el predominio de los
reaccionarios».82 Y que entre nazismo y comunismo, a pesar de su
mortal hostilidad, existieron significativas afinidades ideológicas y
programáticas resulta de las preocupaciones que manifestaron los más
prestigiosos miembros del establishment alemán. El último canciller
de la República de Weimar, el general Kurt von Schleicher, opinaba
que el programa nazi «apenas era distinto del puro comunismo»;83 el
general Wilhelm Groener, cuando asumió el cargo de ministro de la
Reichswehr, comprobó, basándose en una investigación encargada
por él mismo, que muchos de los que pertenecían a las SS y a las SA
procedían de organizaciones comunistas y que su fin último «seguía

80. S. Weil, Sulla Germania nazista, Adelphi, Milán 1990, p. 27 y p. 173. El furor
antiburgués de Hitler era tal que no dudó en alistar a Jesucristo en su cruzada contra
Mammón. En un discurso pronunciado en Munich en diciembre de 1926 se expre-
só así: «El nacimiento del Hombre, que se celebra en Navidad, tiene un significado
enorme para los nacionalsocialistas. Cristo fue el principal pionero en la lucha contra
el enemigo mundial judío. Cristo fue la naturaleza más combativa que haya vivido
jamás sobre la tierra... La lucha contra el poder del capital era la tarea de su vida y de su
doctrina, por lo que fue clavado en la cruz por sus archienemigos, los judíos. Yo comple-
taré la misión que Cristo comenzó pero no pudo llevar a término» (cit. por R.S. Wistrich,
Hitler e l’Olocausto, Rizzoli, Milán 2003, pp. 158-159).
81. W. Reich, Psicologia di massa del fascismo, Mondadori, Milán 1974, p. 51.
82. K. Polanyi, La libertà in una società complessa, Bollati Boringhieri, Turín 1987,
p. 71.
83. Cit. por H.P. Fuchs, Dietro Weimar, Lede, Roma 1984, p. 73.

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L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

siendo el bolchevismo»;84 Gustav Krupp, que según la mitología fa-


bricada y propalada por la Tercera Internacional habría sido el mu-
ñeco de las marionetas nazis, definió la ideología de las SA como
«una especie de bolchevismo con botas pero sin cerebro».85
El hecho es que de los escombros de la Gran Guerra surgió un
inédito tipo antropológico, destinado a desempeñar un papel descon-
certante en la historia de la civilización europea: «el jacobino negro»86
que, disgustado de la «sociedad plutocrática, insaciable en su hambre
de oro»,87 aspiraba a ser «un enterrador de todas las virtudes burgue-
sas así como de todos los males producidos por el poder burgués»,88
recurriendo a la política de la tabula rasa. Poseído como estaba por
una auténtica pasión pantoclástica,89 no ocultaba su pretensión de

84. Cit. por P. Ayçoberry, La question nazi, Seuil, París 1981, p. 59.
85. Cit. por J. Marabini, La vita quotidiana a Berlino sotto Hitler, Rizzoli, Milán
1987, p. 61. Que el modelo de sociedad en que pensaban los nazis era muy seme-
jante al de los bolcheviques se desprende con toda claridad del llamado Boxheimer
Dokument, entregado, en noviembre de 1931, por un tránsfuga del Partido nacional-
socialista al jefe de la policía de Frankfurt: «Se hablaba en él de “iniciativas despiada-
das”, destinadas a garantizar la “más estricta disciplina de la población”, conminando,
por todo acto de resistencia o sólo de desobediencia genérica la pena de muerte ejecu-
tada “sin proceso y en el lugar mismo”. Los derechos de propiedad privada y los com-
promisos financieros se suspenderían por el momento, la población tenía que acce-
der a los comedores públicos, se introduciría el servicio laboral obligatorio; no hay
que decir que los judíos serían excluidos tanto del trabajo como de la distribución de
víveres» (J. Fest, Hitler, cit., p. 379).
86. P. Drieu La Rochelle, Le radici giacobine dei totalitarismi, Tabula Fati, Chieti
1998. En este ensayo, escrito en 1939, Drieu, después de subrayar que, mientras 1789
fue burgués y liberal, 1793 fue jacobino y totalitario, sostuvo la tesis de que los rasgos
esenciales del bolchevismo, del fascismo e del nazismo derivan todos ellos del jaco-
binismo: culto desenfrenado de la violencia, movilización y manipulación de las masas
con brutales consignas, exterminio de los enemigos de la revolución, dictadura terro-
rista, estatismo, guerra en todos los frentes, aspiración a regenerar el cuerpo social
mediante la purga permanente.
87. A. Baeumler, Democrazia e nazionalsocialismo, Lupa Capitolina, Padua 1984,
p. 27.
88. Z. Sternhell, Né destra né sinistra, Akropolis, Nápoles 1984, p. 97.
89. Nadie mejor que Ernst Junger ha expresado la pasión nihilista de que estaba
poseído el «jacobinismo negro». Tras declarar que «era mejor ser un delincuente que

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L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

hacer permanente la revolución90 para purificar el cuerpo, podrido


y enfermo, de la sociedad burguesa, «entregada sólo al comercio y a
los negocios».91 Aspiraba a edificar, sobre los escombros de la demo-
cracia liberal, su régimen basado en el culto idolátrico a la comuni-
dad nacional divinizada y sobre la concentración del poder en manos
de un jefe carismático para «vencer las resistencias que las potencias
del dinero oponían al socialismo».92 Pero, al mismo tiempo, contra
el bolchevismo, que percibía como una fuerza extraña a la Nación,
valor supremo frente al que cualquier otro valor debía ceder el paso.93
Era, en una palabra, el «jacobinismo negro», una revolución que «lo

un burgués», formuló el siguiente programa revolucionario: La destrucción es sólo el


medio que parece apropiado ante la situación actual. Nosotros no estaremos en ningún
lugar en que la llamarada explosiva no nos haya abierto camino, donde el lanzallamas
no haya realizado la gran limpieza a través de la nada» (cit. por E. Muller, Nazional-
comunismo, Barbarossa, Milán 1996, p. 204).
90. «Elementos destructivos que en 1918 fueron expulsados de sus relaciones po-
sitivas con el Estado y, habiendo sido cortadas las raíces, perdieron cualquier relación
humana con la sociedad. Se convirtieron en revolucionarios en el sentido de que
admiraban la revolución y pensaban que tenía que ser permanente… Hombres que
sin saberlo han encontrado en el nihilismo su último credo. Incapaces de toda leal
colaboración, resueltos a tomar posición contra todo ordenamiento, llenos de odio
contra toda autoridad, su inquietud y desasosiego sólo quedan satisfechos en la acti-
vidad revolucionaria concebida de manera permanente como destrucción de todo lo
que existe»: así describió Hitler a los «jacobinos negros» en el discurso que pronun-
ció ante el Reichstag el 13 de julio de 1934 (Obras completas, Julia, Barcelona s.d.,
vol. I, p. 244).
91. A. Baeumler, Democrazia e nazionalsocialismo, cit., p. 28.
92. M. Bardèche, Che cosa è il fascismo?, Volpe, Roma 1980, p. 77.
93. Sobre esto es particularmente instructiva la dramática discusión que Ernst
von Salomon tuvo con Kern: «¡Pero se trata de la lucha contra Occidente!», dije exci-
tado, «¡de la lucha contra el capitalismo! ¡Nos hacemos comunistas! ¡Yo estoy dispues-
to a pactar con cualquiera que combata de mi parte! No tengo interés en defender
una situación con la que no tengo relaciones». «No somos nosotros —respondió
Kern—, sino nuestros bolcheviques los que se preocupan por los intereses. Y nosotros
no nos oponemos porque su interés no es el nuestro, sino porque no reconocemos
absolutamente otros intereses fuera del de la Nación. Sustituid las palabras «socie-
dad» y «clase» por Nación, y comprenderéis lo que quiero decir». «¡Pero esto es socia-
lismo en su forma más pura!». «En la práctica es socialismo, ciertamente» (I proscritti,
Baldini y Castoldi, Milán 2001, pp. 246-247).

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quería todo, sin restricciones», y que, precisamente por esto, «quería


el choque, el gran enfrentamiento final en el círculo de la civilización
occidental», que había de concluir con el aniquilamiento del «Esta-
do burgués de clases» y la instauración del «Estado nacionalista».94
Todo esto aparece como una evidencia meridiana en las fogosas
declaraciones de quien, con motivo de su desenfrenada demago-
gia revolucionaria, se ganó el epíteto de «Marat del Berlín rojo»:
Goebbels:95 «Vosotros nos llamáis instrumentos de destrucción, hijos
de la revolución es el nombre que nos hemos dado, vibrantes de entu-
siasmo. Hemos llevado la revolución hasta el fondo. Nuestro princi-
pio es subvertir todos los valores hasta el punto de que os asustaréis
del radicalismo de nuestras exigencias.»96 «Nosotros somos socialistas
[...], somos enemigos, enemigos mortales del actual sistema económico
capitalista con su explotación de quien es económicamente débil, con
su injusticia en la redistribución [...]. Nosotros estamos decididos a
destruir este sistema a toda costa.»97 «El Estado burgués ha llegado a su
fin. Debemos formar una nueva Alemania.»98 «El futuro es la dicta-
dura de la idea socialista en el Estado.»99 «El nacionalsocialismo es
una religión en el sentido más místico y profundo de la palabra.»100
Así las cosas, es fácil comprender por qué —al contrario de lo que
sostiene Daniel Guérin basándose en misteriosas informaciones per-
sonales101— respecto al movimiento nazi , «los ambientes industriales

94. E. Junger, Scritti politici e di guerra, Libreria Editrice Goriziana, Bolonia


2003, p. 187.
95. Cfr. D. Irving, Goebbels, Focal Point, Londres 1996; R.G. Reuth, Goebbels,
Harvest, San Diego 1993.
96. Cit. por J. Fest, Il volto del Terzo Reich, Garzanti, Milán 1977, p. 142.
97. Cit. por H.U. Thamer, Il Terzo Reich, il Mulino, Bolonia 1993, p. 175. No
menos radical es el programa revolucionario formulado por Gregor Strasser: «El capi-
talismo es responsable de nuestra miseria y por tanto debe ser destruido» (cit. por R.
Kuhnl, Due forme di dominio borghese: liberalismo e fascismo, Feltrinelli, Milán 1976,
p. 142).
98. J. Goebbels, La conquista di Berlino, Edizioni di Ar, Padua 1978, p. 54.
99. Cit. por H. Hoehne, L’Ordine nero, cit., p. 47.
100. Cit. por I. Golomstock, Arte totalitaria, Leonardo, Milán 1990, p. 323.
101. Gracias a las cuales Guérin ofrece esta «fantástica» versión del final de la Re-
pública de Weimar: «Los intereses generales de la clase capitalista exigen que las fuerzas

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—como se lee en las Memorias de Franz von Papen— observaban


una actitud distante: su reserva se manifestó netamente cuando
Hitler habló por primera vez en el Industrieklub de Dusseldorf.102
Y también se comprende por qué el gran capital se guardó muy
mucho de financiar el NSDAP (Nationalsozialistische Deutsche
Arbeiterpartei [Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán]):103 un
partido construido para hacer una auténtica «guerra contra el orden
existente»104 y que entre sus objetivos prioritarios tenía el de abatir
la «tiranía del interés»105 y hacer que «el capital permaneciera al ser-
vicio del Estado y no tratara de convertirse en el amo de la Nación».106

nacionales no choquen entre ellas. Así, el 30 de enero de 1933, el canciller Schleicher


se hace a un lado y es el capitalismo alemán en su conjunto el que fue padrino del
Tercer Reich» (Fascismo e grande capitale, Bertani, Verona 1979, p. 78).
102. Cit. por J. Billig, L’hitlérisme et le système concentrationnaire, Puf, París 1967,
pp. 102-103. En realidad, algunos industriales financiaron el movimiento nazi en la
espeeranza de que moderaría a las organizaciones de los trabajadores. Pero cuando
Hitler instauró la dictadura de partido, fue enorme su desepción. En efecto, los empre-
sarios se convirtieron en simples ruedas en el engranaje de la economía de guerra, «se-
pultados bajo montañas de gestiones burocráticas, guiados por el Estado en lo tocan-
te al tipo, la cantidad y el precio de su producción, abrumados de impuestos cada vez
más elevados e incesantes contribuciones especiales destinadas al Partido». Entre los
más decepcionados «se encontraba Fritz Thyssen, que había sido uno de los primeros
y más importantes financiadores del Partido. Huido de Alemania al estallar la guerra,
reconoció que el régimen nazi había destruido la industria alemana. Y a todos cuan-
tos encontraba en el extranjero les decía: “¡Que estúpido (Dummkopf ) he sido!”»
(W.L. Shirer, Storia del Terzo Reich, Einaudi, Turín, 1960, p. 408).
103. Es lo que ha documentado minuciosamente H.A. Turner en su monografia
German Big Business and the Rise of Hitler, Oxford University Press, Nueva York 1985.
104. Hitler, Mein Kampf, cit., p. 377.
105. Téngase presente que la fórmula acuñada por Gottfried Feder, «Eliminación
de la esclavitud del interés» e inserta en los Veinticinco puntos programáticos del Par-
tido nazi, postulaba una «economía planificada y estatizada» (C. David, Hitler et le
nazisme, Puf, París 1979, p. 42). De esto, Hitler era plenamente consciente. Tanto
es así que dijo estar convencido de que «sólo una economía planificada podía utili-
zar inteligentemente todas las fuerzas del pueblo» y no dudó un momento en manifes-
tar su «admiración sin reservas» por los planes económicos de Stalin expresándose
así: «Tienen tal amplitud que sólo nuestros planes cuatrienales los superan» (Idee sul
destino del mondo, Edizioni di Ar, Padova 1980, p. 117 y p. 511).
106. Hitler, Mein Kampf, cit., p. 211.

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Un objetivo que Hitler, apenas se adueñó de la máquina estatal, de-


mostró que estaba firmemente decidido a «centrar», creando «orga-
nismos dotados de poder soberano para condenar a obreros o patro-
nos a diez años de trabajos forzados y confiscar las empresa».107 El
resultado fue que, apenas pocos meses después del comienzo de la
Gleichschaltung (sincronización), la propiedad privada en el Tercer
Reich se había convertido —a pesar de las garantías formales dadas
repetidamente por Hitler para no asustar a los empresarios108— en
una «especie de concesión del Estado».109 Es cierto que no se supri-
mió el mercado, «pero no era un mercado libre, y muchas de las deci-
siones que tomaban los propietarios de las empresas no eran libres:110
eran decisiones impuestas por el Partido totalitario que controlaba
al Estado y que todo lo juzgaba y valoraba guiado por una ideolo-
gía centrada en la prioridad absoluta de la política sobre la econo-
mía. Y así sucedió que «el principio de la racionalidad de la relación
medio-fin, que es vinculante para una economía capitalista, se hizo

107. S. Weil, Sulla Germania nazista, cit., p. 173.


108. Cfr. E. Fraenkel, Il doppio Stato, Einaudi, Turín 1983. En el discurso pronun-
ciado el 23 de marzo de 1933 ante el Reichstag, Hitler precisó que «el Gobierno no
defendería los intereses del pueblo alemán por medio de una burocracia económica
organizada, sino mediante el vivo fomento de la iniciativa privada y mediante el reco-
nocimiento de la propiedad privada» (Obras completas, cit., vol. I, p. 42). Pero ello
no le impidió adoptar una serie de medidas legislativas que acabaron en la «abolición
—formal y sustancial— de la propiedad privada tal como se contempla en los códi-
gos del derecho burgués» (R. Dubail, L’ordinamento economico nazionalsocialista,
Edizioni del Veltro, Parma 1991, p. 49). Efectivamente, uno de los principios formal-
mente proclamados por los nazis fue que el Tercer Reich, además de exigir «el control
estatal sobre la gran banca y sobre el gran crédito», tenía «el derecho a practicar
también —en caso de grave perjuicio para la comunidad— expropiaciones sin indem-
nización» (A. Rosenberg, Fundamentos del nacionalsocialismo, Julia, Barcelona s. d.,
p. 28 y p. 40).
109. D. Schoenbaum, The Hitler’s Social Revolution, Double Day, Garden City
1967, p. 147.
110. A. Barkai, Nazi Economics, Berg, Oxford 1990, p. 248. Incluso Charles Bettel-
heim, que tanto se prodigó para demostrar que «los nazis constituían el cuerpo auxi-
liar del capital financiero», tuvo que admitir que, bajo la dictadura hitleriana, «el de-
recho del capital a invertirse libremente fue fuertemente limitado» (L’economia della
Germania nazista, Mazzotta, Milán 1973, p. 61).

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gradualmente inoperante por orden de Goering en razón de las exi-


gencias del rearme y del principio de autarquía. Además, el mundo
económico vivió constantemente bajo el chantaje de los dirigentes
estatales y de partido, que amenazaban continuamente con hacerles
perder, en caso de quiebra, hasta los últimos derechos que aún les
quedaban.»111
Lo cual explica por qué un enemigo jurado de la burguesía como
fue Pierre Drieu La Rochelle112 vio en el fascismo el movimiento re-
volucionario que, acabando con el dominio indiscutible del Capi-
tal, impulsaría a los pueblos europeos hacia el socialismo: «El nacio-
nalismo —escribió en un ensayo publicado en 1934— es el eje de
la acción fascista. Pero un eje no es un fin. Al fascismo le importa
sobre todo la revolución social, el camino lento, difícil, desconcer-
tante, sutil, según las posibilidades europeas, hacia el socialismo. Si
aún existieran los defensores conscientes y sistemáticos del capita-
lismo, podrían acusar al fascismo de servirse del chantaje naciona-
lista para imponer el control del Estado sobre la economía [...]. El
nacionalismo no sólo es un pretexto, sino que también es una simple
etapa de la evolución socialista del fascismo.»113
Y, en efecto, los intelectuales que defendían de una manera cons-
ciente y sistemática al capitalismo acusaban al fascismo de ser una ver-
sión nacionalista de la idea socialista que tenía como objetivo el so-
metimiento del mercado al dominio del Estado. Tal era, en particular,

111. K. Hildebrand, Il Terzo Reich, Laterza, Bari 1983, p. 200.


112. Tan obstinado que hizo esta confesión: «El conservadurismo burgués ha co-
rrompido el fascismo desde dentro. Los marxistas tenían razón: el fascismo en el
fondo no es otra cosa que una defensa burguesa. La amarga, cruenta consolación de
hombres como yo consiste en pensar que, sin el fascismo, la burguesía perecerá. Ahora
(y esto es así desde hace un año) todos mis votos son a favor del comunismo. Cual-
quier cosa con tal de que la burguesía perezca» (P. Drieu La Rochelle, Diario 1939-
1945, il Mulino, Bolonia 1995, p. 353).
113. P. Drieu La Rochelle, Socialismo fascista, EGE, Roma 1973, p. 217. No me-
nos significativo es el entusiasmo de otro conocido escritor francés, Alphonse de
Chateaubriant, por la meta revolucionaria del nacionalsocialismo: la edificación de
«un hombre nuevo, limpio de toda porquería que las contaminaciones y prejuicios
de la llamada civilización le ha echado encima, curado de las deformaciones y restitui-
do a la pureza de los orígenes» (Il fascio delle forze, Akropolis, Florencia 1991, p. 58).

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la tesis defendida, en los años cuarenta, por Mises y Hayek.114 Y con


sólidos argumentos, visto que Hitler, tras desencadenar la ofensiva
contra las que llamaba las «plutocracias en que una esmirriada ca-
marilla de capitalistas dominaba a las masas»,115 recalcó que el movi-
miento nacionalsocialista seguía fiel a su programa originario —la
«liberación interna de las cadenas judeo-capitalistas de un exiguo
estrato de explotadores pluto-democráticos»116— y declaró repeti-
damente que la guerra presente era una guerra ideológica, una guerra
en la que se enfrentaban «dos mundos antitéticos»:117 el mundo
burgués —en el que «el más alto ideal seguía siendo aún la lucha
por el capital, por el patrimonio familiar, la lucha egoísta de lo priva-
do»118— y el mundo construido por el Tercer Reich, auténticamen-
te popular, ya no dominado por la «aristocracia del oro» y por los
«magnates de las finanzas»,119 sino abierto a todos los «hijos del
pueblo».120 Uno de estos «mundos en antítesis» sería borrado de la

114. L. von Mises, Omnipotent Government, Arlington House, New Rochelle,


N.Y. 1969 [trad. esp.: Gobierno omnipotente, Unión Editorial, 2002]; F.A. von Hayek,
Verso la schiavitù, Rizzoli, Milán 1948 [trad. esp.: Camino de servidumbre, Unión
Editorial, ed. definitiva, 2008].
115. Hitler, Discorsi di guerra, Ronzon, Roma 1941, p. 137.
116. Ivi, p. 83.
117. Ivi, p. 193.
118. Ibidem.
119. Ivi, p. 194.
120. No pocos estudiosos han sostenido que Hitler utilizó la terminología socialis-
ta de una manera totalmente instrumental. En realidad, las cosas son algo distintas.
Uno de sus más constantes objetivos fue «demostrar al mundo entero» que los nazis
consideraban la «palabra comunidad no como un término vacío, sino como algo que
comportaba realmente una obligación interior». Y demostrar también que el nazismo,
debido a su fuerte espíritu comunitario, era el «verdadero socialismo» y el «verdadero
cristianesimo». En un discurso pronunciado en 1937, se expresó así: «A veces, cuan-
do veo muchachas con vestidos gastados y tiritando de frío, mientras con infinita pa-
ciencia, hacen colectas para otros que tienen frío, entonces tengo la sensación de que
todas son apóstoles de un cierto cristianismo […] Con la ayuda de esta extraordinaria
sociedad, innumerables personas sienten aliviada la sensación de abandono y de aisla-
miento social. Muchos reconquistan así la firme convicción de no estar completamen-
te perdidos y solos en el mundo, sino al amparo de la comunidad nacional que también
se ocupa de ellos, que también se piensa por ellos y son recordados. Y además de esto,

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faz de la tierra: uno u otro,121 porque «el antagonismo del oro contra
el trabajo»122 no toleraba compromisos de ningún tipo: era un anta-
gonismo mortal, en el que estaba en juego la existencia misma del
«edificio del capitalismo mundial».123
Mientras Hitler, con sus discursos de guerra, proclamaba que el
objetivo del nacionalsocialismo era, no sólo el dominio de Europa,
sino también la aniquilación del capitalismo, le hacía eco Ugo Spi-
rito en un informe dirigido a Mussolini totalmente animado por la
convicción de que la coyuntura política ofrecía al fascismo una gran
chance histórica: la de retomar el programa revolucionario origina-
rio para acabar de una vez por todas con la civilización liberal, basa-
da en el individualismo hedonista y egoísta. En el mismo documen-
to, Spirito reivindicaba para el fascismo italiano un papel directivo
en la construcción de la «civilización proletaria» debido a que era por-
tador de una «consciencia del fin de todos los valores burgueses» y
de la «necesidad de una nueva metafísica no iluminista»124 como no
podían encontrarse ni en la primera revolución del proletariado, la
bolchevique,125 ni en la «segunda revolución fascista»,126 la que había
llevado al poder al Partido nazi.

hay una diferencia entre el conocimiento teórico del socialismo y la virtud práctica del
socialismo. Las personas no nacen socialistas, sino que ante todo hay que enseñarles
como hacerse tales» (Cit. por M. Burleigh, Il Terzo Reich, Rizzoli, Milán 2003, p. 263).
121. Hitler, Discorsi di guerra, cit., p. 194.
122. Ivi, p. 195.
123. Ivi, p. 193. También después del ataque contra la Unión Soviética, Hitler recal-
có el concepto de que la guerra en curso era un choque mortal entre «la burguesía y los
Estados revolucionarios»; y añadió que «había sido fácil dejar fuera de combate a los
Estados burgueses» ya que «los países con una ideología tenían una ventaja sobre los
Estados burgueses» (cit. por H. Arendt, Le origini del totalitarismo, cit., p. 428). Además,
cuando ya era evidente la derrota total de Alemania, hizo esta significativa confesión:
«Habríamos tenido que liberar a la clase obrera, ayudar a los obreros franceses a reali-
zar su revolución.Y había que aplastar despiadadamente a una burguesía de fóxiles,
carente de alma como de patriotismo» (Ultimi discorsi, Edizioni Ar, Padua 1988, p. 54).
124. U. Spirito, La guerra rivoluzionaria, Fondazione Ugo Spirito, Roma 1989,
p. 131.
125. Ivi, p. 130.
126. Ivi, p. 78.

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En realidad, la situación era muy distinta. Comunistas y nazis no


sólo estaban fanáticamente convencidos de que la «sociedad burgue-
sa de tipo occidental había llegado a su fin»,127 sino que estaban ani-
mados por una idea —la revolución como purificación del mundo—
que confería a sus respectivos programas un radicalismo que el fas-
cismo no tenía ni podía tener.128 Es cierto que Mussolini había pro-
clamado que el fascismo era un «hecho nuevo en la historia» preci-
samente en cuanto aspiraba a gobernar «totalitariamente la Nación»,
reivindicando «para sí también el campo de la economía».129 Pero sólo
puede definirse como totalitario aquel régimen que no se limita a
extender el control total sobre la sociedad, sino que quiere también
«cambiar la totalidad»,130 extirpando las raíces del mal a través de la
práctica de la purga permanente o —lo que es sustancialmente lo
mismo— a través de la institucionalización del terror de masas. «El
terror es la verdadera esencia del régimen totalitario»;131 y lo es en
cuanto en el centro de su ideología está el «enemigo objetivo», conce-
bido como un portador de tendencias, no diferente del portador de
una enfermedad».132 De ahí el programa de aislamiento y de aniqui-
lación de los «elementos contagiosos» que caracteriza a un régimen
totalitario;133 el cual, precisamente por esto, no debe confundirse con
los regímenes despóticos o teocráticos del pasado.134 Tales regímenes

127. U. Herbert, Nazismo e stalinismo, en M. Flores (al cuidado de), Nazismo,


fascismo, comunismo, Bruno Mondadori, Milán 1998, p. 44.
128. Cfr. D. Settembrini, Fascismo, controrivoluzione imperfetta, Seam, Roma 2001.
129. B. Mussolini, Spirito della Rivoluzione Fascista, Hoepli, Milán 1942, p. 402.
130. D. Fisichella, Totalitarismo, La Nuova Italia Scientifica, Florencia 1987, p. 70.
131. H. Arendt, Le origini del totalitarismo, cit., p. 475.
132. Ivi, p. 580.
133. Ha observado justamente Tzvetan Todorov que «si una sociedad no dispone
de campos de concentración no es verdaderamente totalitaria» (Di fronte all’estremo,
Garzanti, Milán 1992, p. 278).
134. Contra la arbitraria ampliación del valor semántico del concepto de totali-
tarismo polemiza Carl J. Friedrich argumentando así: «El interés, ideológicamente
motivado, para el hombre en su totalidad, la voluntad de realizar un control total,
han aparecido también en otros regímenes del pasado, en particular en los regímenes
teocráticos […] Se manifestaron en algunos de los más conocidos sistemas filosóficos,
en particular el de Platón, que ciertamente en La República, El Político y Las Leyes

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aspiraban ciertamente al control total sobre la sociedad, pero les era


ajeno el proyecto de regenerar la sociedad y de crear el «hombre
nuevo» recurriendo al terror catártico. En otras palabras, no eran re-
gímenes revolucionarios. Lo fueron, en cambio, y en la forma más ra-
dical concebible, el nazismo y el comunismo.135

III

Como en todas las revoluciones totalitarias, en la revolución nazi


interactuaron dos componentes fundamentales: «Una destructiva,
de visceral rebelión contra la civilización, y otra constructiva, un
original intento de crear un hombre nuevo, un nuevo cuerpo social
y un nuevo orden nazificados en Europa y en el mundo [...]. Esa re-
volución se proponía reconstruir el paisaje social de Europa de con-
formidad con los principios de su racismo biológico, matando a mi-
llones de personas que sus fantasías raciales consideraban peligrosas
o superfluas, para incrementar la proporción de las razas superiores,
reforzando la cepa biológica de toda la humanidad.»136

aconsejaba el control total en interés del orden justo de la comunidad. Esto, a su vez,
llevó a la profundamente desafortunada interpretación del pensamiento de Platón,
visto como totalitario; en realidad él fue un autoritario, favorable a la autocracia del
sabio. Análoga es la falsa interpretación de ciertas formas de dominio de la antigüe-
dad clásica que condujo a definirlas como totalitarias, por ejemplo Esparta […] Si se
aceptara esta interpretación del totalitarismo, sería necesario describir la orden de los
monasterios medievales (y de otras fases históricas) como totalitarias, por el hecho
de caracterizarse por el intento de un control total de la vida de sus miembros. Final-
mente, gobiernos muy primitivos tenían que haber sido llamados totalitarios a causa
de su estricto control sobre todos sus miembros» (L’uomo, la comunità, l’ordine politico,
il Mulino, Bolonia 2002, pp. 396-397).
135. En efecto, en los Diarios di Goebbels se leen estos juicios: «El fascismo no se
parece ni de lejos al nacionalsocialismo. Mientras que éste va hasta las raíces, aquél per-
manece en la superficie»; «El Duce no es un revolucionario como el Führer o Stalin.
Está tan ligado al pueblo italiano que le faltan las cualidades esenciales para un revolu-
cionario mundial».
136. D.J. Goldhagen, I volenterosi carnefici di Hitler, Mondadori, Milán 2001,
p. 473 y p. 475.

53
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En otras palabras, aspiraba a realizar la destrucción histórica de


la civilización occidental, a aniquilar sus valores fundamentales, em-
pezando por el principio de igualdad moral de los hombres. Y el
sistema de campos fue tanto el instrumento como el símbolo del do-
ble objetivo que Hitler se había propuesto: «luchar despiadadamente
contra el envenenador universal de los pueblos: el judaísmo internacio-
nal»137 y, al mismo tiempo, emprender «la creación de un nuevo tipo
de hombre»:138 «el hombre nuevo: sin miedo y formidable», semejan-
te a un «Dios en formación», que aspira «constantemente a superar
sus limitaciones».139
También en el centro de la Gnosis soviética está la idea de que
la misión cosmo-histórica de la revolución es eliminar de la escena
el «viejo Adán»140 para dar lugar al «hombre nuevo», que será «un
superhombre» incomparablemente más fuerte, más sabio, más agudo
y, finalmente, libre del «miedo a la muerte».141 Y también está la
idea de que semejante empresa exige el exterminio de los elemen-
tos ílicos, corrompidos y corruptores. La frase de Lenin, sobre este
punto, es de una franqueza tan brutal que hay que preguntarse con
qué argumentos se puede distinguir el leninismo del estalinismo o,

137. Hitler, Testamento politico, en apéndice a J. Goebbels, La conquista di Berli-


no, cit., p. 195. Retomando una amenaza ya hecha en 1939, el 13 de febrero de 1945
Hitler resumió así su paranoica visión del «cáncer judío»: «Yo he sido leal con respec-
to a los judíos. Les lancé, en vísperas de la guerra, una última amonestación. Les
advertí que, si precipitaban de nuevo al mundo en la guerra, esta vez no serían perdo-
nados - los parásitos serían definitivamente exterminados de Europa […] Nosotros
hemos reventado el absceso judío como los demás. Las futuras generaciones nos es-
tarán eternamente agradecidas» (Ultimi discorsi, cit., p. 52). Pero esto no impidió a
David Irving sostener que no existen pruebas que permitan llegar a la conclusión de
que Hitler ordenara el holocausto (La guerra di Hitler, Il Settimo Sigillo, Roma 2001,
p. 543). Su tesis —por lo menos sorprendente— es que «Hitler fue negligente en
cuanto que no se dio cuenta de que el resultado de sus discursos sería (el holocausto)»
(cit. por R. Rosenbaum, Il mistero Hitler, Mondadori, Milán 2002, p. 332).
138. Hitler, Discorsi sull’arte nazionalsocialista, Edizioni di Ar, Padua 1976, p. 45.
139. H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., pp. 225-226.
140. Lenin, Chi è spaventato del crollo del vecchio e chi lotta per il nuovo, en Opere
complete, cit., vol. XXVI, p. 385.
141. L. Troski, Arte rivoluzionaria e arte socialista, cit., p. 107.

54
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incluso, considerar al segundo una perversión del primero. En un do-


cumento secreto, escrito a las pocas semanas de la conquista del Pa-
lacio de Invierno, se lee que «sólo la colaboración voluntaria y cons-
ciente de las masas de obreros y campesinos, realizada con entusiasmo
revolucionario, en el inventario y en el control de los ricos, de los gol-
fos, de los parásitos, de los gamberros, puede vencer estas supervi-
vencias de la maldita sociedad capitalista, estos desechos de la huma-
nidad, estos miembros cancerosos y putrefactos de la sociedad, este
contagio, esta peste, esta plaga que el capitalismo ha dejado en herencia
al socialismo».142
Luego se dan estas directrices, cuya brutal franqueza hace super-
fluo cualquier comentario: «Ninguna piedad para estos enemigos
del pueblo, enemigos del socialismo, enemigos de los trabajadores.
Guerra a muerte a los ricos y a sus lacayos, los intelectuales burgue-
ses [...]. Hay que elaborar miles de formas y de procedimientos prác-
ticos y de control sobre los ricos, sobre los malhechores y sobre los
parásitos, y elaborarlos y probarlos en el fuego de la práctica por las
comunas mismas, por las pequeñas células en el campo y en la ciu-
dad. La variedad es aquí una garantía de vitalidad, la prenda del éxito
en la consecución del objetivo común y único: limpiar el suelo de
Rusia de todo insecto nocivo, de las pulgas: los pillos; de los chin-
ches: los ricos, etc.»143
Naturalmente, para realizar con la misma eficacia la labor de
«desinfección» de la sociedad rusa era preciso poner a un lado el de-
recho burgués, con sus extenuantes procedimientos formales y el es-
torbo de su garantismo»,144 e introducir un nuevo concepto jurídico:

142. Lenin, Come organizzare l’emulazione?, en Opere complete, cit., vol. XXVI,
p. 390.
143. Ivi, p. 394.
144. En efecto, estos fueron los nuevos conceptos jurídicos destilados por N.V.
Krylenko, el gran acusador de los procesos políticos que tuvieron lugar en el periodo
1918-1922: «Las finuras jurídicas no son necesarias porque no es preciso aclarar si el
imputado es culpable o inocente: el concepto de culpabilidad, viejo concepto burgués,
ha sido ahora erradicado»; «Un tribunal es un órgano de la lucha de clase de los obre-
ros dirigida contra sus enemigos»; «Los hombre son determinados portadores de
determinadas ideas. Sean las que fueren las cualidades individuales (del imputado),

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el de culpa colectiva. «No estamos combatiendo una guerra contra


los individuos —tales fueron las instrucciones que el chequista
Martyn Lacis dio a los «exterminadores profesionales», a los que se
había encargado la tarea de «limpiar» la sociedad rusa de los «insec-
tos nocivos» que la infestaban—. «Estamos exterminando a la burgue-
sía como clase. En el curso de las indagaciones, no tratéis de demos-
trar que el sujeto ha dicho o hecho algo contra el poder soviético.
Las primeras preguntas que deben hacerse son: ¿A qué clase perte-
nece? ¿Cuál es su origen? ¿Cuáles son su cultura y su profesión? Las
respuestas a estas preguntas deben determinar el destino del acusa-
do. En esto reside el significado y la esencia del Terror rojo.»145
Todavía más espeluznantes, si cabe, son las palabras con que, en
septiembre de 1918, Grigory Zinoviev ilustró el destino reservado
a todos los que se negaban a someterse a la tiranía ideológica del Par-
tido bolchevique: «Para domar a nuestros enemigos tenemos que crear
un militarismo propio, un militarismo socialista. Debemos ganar
para nuestra causa a 90 de los 100 millones de habitantes de la Rusia
soviética. En cuanto a los demás, nada tenemos que decir: deben ser
aniquilados.»146
Ante declaraciones programáticas de este tenor —puntualmen-
te seguidas de comportamientos tan rigurosamente consecuentes
que, cuando el socialista revolucionario de izquierda Isaak Stein-
berg preguntó: «¿Qué debemos hacer con una Comisaría de justicia?

se le puede aplicar un único método de valoración, y es la que se hace desde el punto


de vista de la conveniencia de clase» (cit. por A. Solzhenitsyn, Arcipelago Gulag, Mon-
dadori, Milán 1975, vol. I, p. 313). Apenas es el caso de subrayar que éstos antici-
pan los formulados por Carl Schmitt para legitimar el poder totalitario del Partido
nazi: «Los órganos del Partido deben mantener una función de la cual depende nada
menos que la suerte del Partido y por tanto también el destino de la unidad política
del pueblo alemán. Esta gran misión, que incluye también todos los peligros de la
política, no puede sustraerse al Partido o a las SS por ningún otro órgano, y mucho
menos por un tribunal burgués que procede según los dictámenes de una justicia
puramente formal. En esto esos dependen total o parcialmente de sí mismos» (cit. por
W. Hofer (Il Nazionalsocialismo, Feltrinelli, Milán 1964, p. 53).
145. Cit. por C. Andrew y O. Gordievskij, Storia segreta del Kgb, Rizzoli, Milán
1993, p. 58.
146. Cit. por D. Shub, Lenin, Longanesi, Milán 1966, p. 494.

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Llamémosla sinceramente como debe ser llamada: Comisaría para


el exterminio social, y no se hable más», Lenin replicó: «Muy bien,
así es exactamente como debería ser, sólo que no podemos decir-
lo»147— cómo no asombrarse al leer, en un estudio reciente, que el
concepto de totalitarismo «no parece indicado para definir todas las
formas de terror conocidas en la Unión Soviética. La primera ola,
entre 1918 y 1921, era una respuesta empírica de una dictadura re-
volucionaria a una situación objetiva de guerra civil, con sus exce-
sos, sus ejecuciones sumarias y los crímenes de toda guerra civil. Era
ciertamente el producto de una política global de los bolcheviques,
ampliamente influida por una visión normativa de la violencia como
lavado de la historia, pero no tenía nada que ver con un proyecto de
exterminio de clase.»148
Tras la publicación de la gran obra de Solzhenitsyn sobre el univer-
so concentracionario soviético —en el que fueron bárbaramente ani-
quilados millones y millones de seres humanos que la ideología bol-
chevique consideraba «insectos nocivos»—, todos debían saber que
el «archipiélago nació con los cañonazos del Aurora» y que fue «inven-
tado para el exterminio».149 E igualmente deberían conocer que el
programa revolucionario elaborado por Lenin preveía no sólo el in-
mediato exterminio de la burguesía plutocrática, sino también el ex-
terminio del «elemento pequeño-burgués —el elemento de los pe-
queños propietarios y del desenfrenado egoísmo— que actuaba como
enemigo acérrimo del proletariado».150

147. Cit. por O. Figes, La tragedia di un popolo, Corbaccio, Milán 1997, p. 645.
148. E. Traverso, Le totalitarisme, Seuil, París 2001, p. 103.
149. A. Solzhenitsyn, Arcipelago Gulag, cit., vol. II, p. 11 y p. 8. A las mismas con-
clusiones llegó, basándose en documentos de archivo que se hicieron públicos tras el
colapso de la dictadura soviética, Volkogonov: «La idea del sistema de los campos de
concentración —la Administración de los campos del Estado o Gulag— y las espan-
tosas purgas de los años 30 se asocian comúnmente al nombre de Stalin, pero el verda-
dero padre de los campos de concentración soviético, de las ejecuciones, del terror
de masa y de los órganos colocados por encima del Estado, fue Lenin […] Lenin no
sólo inspiró el terror revolucionario, sino que fue tamboién el primero en erigirlo a
institución del Estado» (Le vrai Lénine, cit., p. 249).
150. Lenin, Seduta del comitato esecutivo centrale di tutta la Russia, en Opere com-
plete, cit., XXVII, p. 255.

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En un documento secreto escrito en agosto de 1918 por aquel


a quien el ex-bolchevique Josif Goldenberg definiera como «el após-
tol universal de la destrucción»,151 podemos leer: «El kulak es un
feroz enemigo del poder soviético. O los kulaks degollarán a un
gran número de obreros, o los obreros aplastarán implacablemen-
te las rebeliones de los kulaks, de los labradores, que son una mino-
ría, contra el poder de los trabajadores. No puede haber términos
medios. La paz es imposible: se puede, e incluso fácilmente, recon-
ciliar al kulak con el gran terrateniente, con el zar y el sacerdote,
aunque antes se hubieran peleado entre ellos, pero jamás podrá
reconciliarse con la clase obrera. Por eso decimos que la lucha contra
el kulak es la lucha final, decisiva [...]. Los kulaks son los explota-
dores más feroces, más brutales, más salvajes [...]. Estas sanguijuelas
se han enriquecido con la miseria del pueblo durante la guerra [...].
Estas arañas venenosas han engordado a costa de los campesinos
arruinados por la guerra, a costa de los obreros hambrientos. Estas
sanguijuelas han chupado la sangre de los trabajadores [...]. ¡Guerra
implacable contra estos kulaks! ¡Guerra a muerte! Odio y despre-
cio para los partidos que los defienden: para los socialistas revolu-
cionarios de derecha, para los mencheviques y para los actuales
socialistas revolucionarios de izquierda. Los obreros deben aplas-
tar con mano de hierro las rebeliones de los kulaks, que se alinean
con los capitalistas extranjeros contra los trabajadores de nuestro
país.»152

151. Cit. por R. Service, Lenin, Mondadori, Milán 2002, p. 248. Idéntico es el
juicio formulado por el socialdemócrata de izquierda Nicolaj Sukhanov quando oyó
el discurso que Lenin pronunció nada más llegar a la estación Finlandia: «No olvi-
daré jamás aquel discurso tronante que no sólo me sorprendió a mí, hereje presente
por casualidad, sino a todos los fieles. Parecía que todos los elementos de la destrucción
universal hubieran salido de sus antros, ignorando barreras, dudas, dificultades y con-
sideraciones personales, para liberarse, en las salas de la Kshesinskaija, sobre las cabe-
zas de los fascinados discípulo» (cit. por D. Shub, Lenin, cit., p. 291).
152. Lenin, Alla lotta finale, decisiva!, en Opere complete, cit., vol. XXVIII, pp.
53-54. Frente a estas palabras, cómo no asombrarse al leer que «no se puede demos-
trar que Lenin pretendiera incluir entre los objetivos del Partido la eliminación física
total de las clases medias» (R. Service, Lenin, cit., pp. 298-299).

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Como se ve, el léxico de Lenin, exactamente como el léxico de


Hitler, es el de la parasitología: el mundo se describe como un panta-
no infestado de «insectos nocivos» —pulgas, chinches, vampiros,
arañas venenosas, sanguijuelas; en una palabra, no-hombres— que
deben ser exterminados recurriendo a los medios más brutales y
despiadados. Y, en efecto, la ferocidad de los métodos de tortura es-
cogidos por los bolcheviques sólo puede compararse con la de los
nazis.153
«Todo comando local tenía su especialidad. En Charkov se usaba
el juego del guante, consistente en quemar las manos de las víctimas
con agua hirviendo hasta que la epidermis se separaba por sí sola,
dejando a los torturados en carne viva y sangrando y a los torturado-
res con un par de guantes de piel humana. En Carycin se segaban
por la mitad los huesos de las víctimas y en Voronez a los detenidos
se les desmembraba y se les metía en barriles erizados de puntas en
su interior. Los chequistas de Armavur usaban una correa provista
de un tornillo que apretaban en torno al cráneo de los presos hasta
romperlo. En Kiev se fijaba sobre el vientre de la víctima una jaula
con un par de ratas que, aterrorizadas, buscaban una vía de salida
royendo la piel y la carne del desgraciado, hasta llegar al intestino.
En Odesa las víctimas eran encadenadas a una mesa y se las metía
lentamente en un horno o en un depósito de agua hirviendo. En in-
vierno era corriente el método de echar agua sobre la víctima, previa-
mente desnudada, hasta transformarla en una estatua de hielo. En
muchos comandos de la checa se prefería la tortura psicológica, por
ejemplo arrastrando a los prisioneros contra la pared para fusilarlos
y luego disparando a salva. En otros casos la víctima era enterrada
viva o bien se la tenía durante mucho tiempo en un ataúd junto a
un cadáver. Otras veces se obligaba a los presos a asistir a la tortura,
al estupro, al asesinato de sus allegados.»154

153. Cfr. Y. Ternon, Lo Stato criminale, Corbaccio, Milán 1997; J. Kotek y P. Ri-
goulot, Il secolo dei campi, Mondadori, Milán 2001; A.J. Kaminski, I campi di con-
centramento dal 1896 ad oggi, Bollati Boringhieri, Turín 1998; J. Glover, Humanity,
Il Saggiatore, Milán 2002.
154. O. Figes, La tragedia di un popolo, cit., p. 775.

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Y, mientras el sadismo de los «sacerdotes del terror»155 se desenca-


denaba en estas formas espeluznantes, su jefe, Feliks Dzerzinsky, de-
finía orgullosamente la checa como una «máquina gigantesca por la
que la Historia pasaría los materiales humanos para transformar a la
humanidad».156 Por su parte, Bujarin y Preobrazensky anunciaban
al mundo entero que la dictadura bolchevique estaba preparando
nada menos que la «resurrección de la humanidad».157 Lo cual sólo se
materializaría cuando, finalmente, todo lo que estaba de algún modo
ligado al pasado burgués fuera erradicado: una empresa que reque-
ría muchos años de guerra de clase en todos los frentes. De ahí la ne-
cesidad de hacer permanente el terror. Un imperativo que Lenin
formuló con su habitual franqueza en una carta enviada el 17 de
mayo de 1922 al comisario de Justicia Dimitri Kurski: «Poner abier-
tamente de relieve una tesis de principio, justa en el plano político (y
no sólo en sentido estrictamente jurídico) que motiva la esencia y la
justificación del terror, su necesidad y sus límites. El tribunal no debe
eliminar el terror; prometerlo significaría engañarse a sí mismos o
engañar a los demás; hay que justificarlo y legitimarlo en el plano de
los principios, claramente, sin falsedad y sin adornos. La formula-
ción debe ser lo más larga posible, porque sólo la justicia revolucio-
naria y la conciencia revolucionaria decidirán las condiciones de apli-
cación práctica más o menos amplia.»158
Tal fue el legado «espiritual» que el carismático jefe del bolche-
vismo mundial dejó a sus diadocos.159 Entre los cuales, Stalin debe

155. La definición es de Volkogonov (Le vrai Lénine, cit., p. 198).


156. Cit. por J. Marabini, La vita quotidiana in Russia durante la Rivoluzione
d’Ottobre, Fabbri, Milán 1999, p. 218.
157. N. Bucharin y E. Preobrazenskij, Abc del comunismo, Newton Compton,
Roma 1975, p. 7.
158. Lenin, Opere complete, vol. XXXIII, p. 325.
159. Hay que recordar también el informe secreto, redactado el 19 de marzo de
1922, en el que Lenin formuló la estrategia que el Partido debía adoptar para extirpar
la Iglesia ortodoxa de la sociedad rusa: «Nuestro enemigo comete un error garrafal, tra-
tando de comprometernos en un choque decisivo para él particularmente desespera-
do e inoportuno. Para nosotros, en cambio, este preciso momento es no sólo favora-
ble como ningún otro, sino que nos da el 99 por ciento de las posibilidades de aniquilar

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considerarse el fiel ejecutor testamentario, dado que, apenas se con-


virtió en amo absoluto del Partido, desencadenó el Gran terror para
completar la labor de purificación de la sociedad rusa iniciada por
su maestro e interrumpida por fuerza mayor, cuando la carestía y las
insurrecciones campesinas motivaron la «consciencia de que era im-
posible vivir en las condiciones del comunismo de guerra».160 Y
también hay que tener en cuenta a quien proporcionó a los nazis el
modelo operativo para concebir y realizar la «solución final». En el
memorándum secreto de 1940, titulado Reflexiones sobre el trata-
miento de los pueblos de raza no germánica del Este, Himmler —a
quien Hitler encargó la tarea de «limpiar el nuevo imperio»161— se
limitó a manifestar la convicción de que «el concepto de judío se ex-
tinguiría completamente mediante la posibilidad de una emigración
masiva de los judíos a África o a cualquier otra colonia».162 Pero, tras
«estudiar atentamente y copiar en muchos aspectos las instituciones
concentracionarias soviéticas»,163 se abrió ante sus ojos una nueva
y «emocionante» perspectiva: adoptando los métodos ensayados con
éxito por Stalin, se podía exterminar a millones de seres humanos.
Y así se ideó, a imagen y semejanza del «genocidio de clase», el «geno-
cidio de raza».
Sin embargo, todavía hay estudiosos que persisten en sostener
que el sistema concentracionario comunista fue algo profundamen-
te distinto del sistema concentracionario nazi. Baste un ejemplo por
todos: a juicio de Robert Wistrich, «a pesar de los horrores de los
gulags soviéticos, los enemigos de clase del ordenamiento socialista

al enemigo y asegurarnos para muchos decedios las posiciones que queremos. Es ahora,
y sólo ahora, mientras en las regiones afligidas por la carestía hay canibalismo y las
carreteras están atestadas de centenares si no millares de cadáveres, cuando podemos
(y por tanto debemos) intentar adquirir los tesoros (de la Iglesia) con la energía más
brutal y despiadada» (cit. por R. Pipes, Il regime bolscevico, Mondadori, Milán 2000,
p. 405).
160. M. Heller y A. Nekric, Storia dell’Urss, cit., p. 141.
161. R. Breitman, Himmler. Il burocrate dello sterminio, Mondadori, Milán 1991,
p. 218.
162. Cit. por R.S. Wistrich, Hitler e l’Olocausto, cit., pp. 122-123.
163. A.J. Kaminski, I campi di concentramento, cit., p. 102.

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raramente eran degradados al nivel de parásitos infrahumanos, ajenos


al reino de las obligaciones humanas y morales».164
Pero esto no se corresponde en absoluto con la realidad. Eviden-
temente, Wistrich ignora la función catártica que el genocidio de
clase tenía en la ideología bolchevique y que Gramsci formuló así: al
ser «la pequeña y media burguesía la barrera de una humanidad co-
rrompida, disoluta y putrescente con que el capitalismo defiende su
poder económico y político, humanidad servil, abyecta, humanidad
de sicarios y de lacayos, convertida en la sierva señora, [...] echarla
del campo social, como se echa a una bandada de langostas de un campo
semidestruido, con el hierro y el fuego, significa aligerar el aparato nacio-
nal de producción e intercambio de unos plúmbeos aparejos que le
ahogan e impiden funcionar, significa purificar el ambiente social».165
Y Wistrich ignora también la descripción que nos dejó Vasily
Grossman del modus operandi y de las motivaciones ideológicas de
los «exterminadores profesionales» criados por el Partido bolchevique.
«Amenazaban a la gente con los fusiles, como poseídos del demonio,
llamando a los niños pequeños bastardos kulaks, gritando parásitos

164. R.S. Wistrich, Hitler e l’Olocausto, cit., p. 286. También a juicio de Primo Levi
los campos alemanes constituían algo único. «Al antiguo fin de eliminar o aterrori-
zar a los adversarios políticos, añadían un objetivo moderno y monstruoso, el de bo-
rrar del mundo pueblos y culturas enteros […] Los campos soviéticos no eran cierta-
mente lugares en que la permanencia fuera agradable, pero en ellos, ni siquiera en
los años más oscuros del stalinismo, la muerte de los presos se buscaba expresamen-
te; era un incidente bastante frecuente, y tolerado con brutal indiferencia, pero sus-
tancialmente no querido; en una palabra, un subproducto debido al hambre, al frío,
a las infecciones, al cansancio. En esta lúgubre comparación entre dos modelos de
infierno hay que añadir aún que en los campos alemanes, en general, se entraba para
no salir: no se preveía otro final que la muerte. Por el contrario, en tiempo de Stalin los
culpables eran a veces condenados a penas larguísimas con espantosa ligereza, pero
siempre subsistía al menos una aunque leve esperanza de libertad». Pero esto lo des-
miente el testimonio del ex detenido común Minaev: «En cualquier ocasión posible
los guardias trataban de hacernos saber que los criminales no estaban del todo perdi-
dos para la patria; hijos pródigos, por decirlo así, pero siempre hijos suyos. Mas para
los fascistas y los contras (los políticos) no había lugar en la faz de la tierra, y nunca lo
habría» (cit. por R. Medvedev, Lo stalinismo, cit., p. 360).
165. A. Gramsci, L’Ordine Nuovo, Einaudi, Turín 1975, p. 61.

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[...]. Se habían vendido a la idea de que los llamados kulaks eran pa-
rias, intocables, parásitos. No se sentarían a la mesa con parásitos;
el niño kulak era repugnante, la niña kulak era menos que una pulga.
Consideraban a los llamados kulaks animales, cerdos, seres desagra-
dables, repugnantes: no tenían alma; olían mal; tenían todas las en-
fermedades venéreas; eran enemigos del pueblo y explotaban el tra-
bajo de los demás [...]. Para con ellos no había piedad. No eran seres
humanos, era difícil concebir qué eran: parásitos, era evidente [...].
En aquella época me decía a mí mismo: no son seres humanos, son
kulaks [...] ¡Cuántas torturas sufrieron! Para masacrarlos era nece-
sario proclamar que los kulaks no eran seres humanos. Precisamen-
te como los alemanes proclamaban que los judíos no eran seres
humanos. Cabalmente así afirmaron Lenin y Stalin: declararon que
los kulaks no eran seres humanos.»166
Tal fue el rasgo diacrítico más terrible del comunismo y del nazis-
mo: ambos, a pesar de partir de presupuestos ideológicos distintos,
excluyeron de la Humanidad a millones de seres humanos y, tras de-
gradarlos al rango de insectos nocivos, planificaron su exterminio en
nombre de la purificación moral de la sociedad y de la creación del
hombre nuevo; y ambos, precisamente por esto, fueron los únicos,
auténticos movimientos totalitarios de la primera mitad del siglo XX.167

166. Cit. por R. Conquest, Stalin, Mondadori, Milán 2003, pp. 180-181. Que la
lógica del «genocidio de clase» fuera afín a la del «genocidio de raza» se desprende clara-
mente de las palabras pronunciadas por Gorki en 1932: «El odio de clase debe cultivar-
se mediante rechazo orgánico del enemigo, en cuanto inferior. Mi convicción íntima
es que el enemigo es cabalmente un ser inferior, un degenerado en el plano físico, pero
también moral» (cit. por A. de Benoist, Comunismo e nazismo, Arianna, Casalvecchio
2000, pp. 24-25). El propio Gorki se expresó así acerca de la espantosa carestía causa-
da por el «comunismo de guerra»: «Supongo que la mayor parte de los 35 millones de
hambrientos morirá, pero morirá la gente semi-salvaje, estúpida y oscura de los pueblos
rusos […] y será sustituida por una nueva raza de personas instruidas, razonables, llenas
de energía» (cit. por M. Heller y A. Nekric, Storia dell’Urss, cit., p. 136).
167. Generada por Europa, la revolución totalitaria, en la versión comunista, se ha
extendido por los países del Extremo Oriente —China, Camboya, Corea, Vietnam—
y con los mismos terroríficos resultados: millones y millones de seres humanos bárba-
ramente exterminados en nombre de la purificación ideológica de la sociedad (cfr. S.
Courtois al cuidado de, Le livre noir du communisme, Laffont, París 1997).

63
Capítulo segundo
El comunismo como reacción celote
contra Occidente

Según una tesis ampliamente extendida antes del colapso del Im-
perio soviético, las revoluciones comunistas fueron unas «moderni-
zaciones defensivas». Empeñados en la búsqueda de la «sociedad sin
clases y sin Estado», los bolcheviques encontraron el método —el
plan único de producción y distribución— para eliminar a marchas
forzadas el gap tecnológico, científico y económico existente entre
Rusia y las potencias capitalistas. Por lo que, a pesar de su autorita-
rismo, desempeñaron un papel de progreso, aunque muy distinto
del que ellos mismos imaginaron: rompieron el círculo vicioso del es-
tancamiento, subrogando la función de la burguesía empresarial allí
donde ésta no se había formado espontáneamente, y, de este modo,
indicaron «una técnica al desarrollo a uno de los pueblos que debían
saltar las etapas y constituir la sociedad industrial que no se había pro-
ducido en su terreno histórico».1
Pues bien, la bancarrota planetaria de la economía imperativa
demuestra que esta tesis ya no es sostenible.2 Esto resultará aún más
evidente si se tiene en cuenta que Rusia, antes de que los bolchevi-
ques se adueñaran del poder con el afortunado golpe que ha pasado
a la historia con el nombre de Revolución de Octubre, había iniciado
ya el camino de la industrialización con resultados excepcionales.3

1. R. Aron, Les disillusions du progrès, Calmann-Lévy, París 1969, p. 47.


2. Cfr. L. Pellicani, L’anti-economia collettivistica, en Le sorgenti della vita. Modi di
produzione e forme di dominio, Marco, Lungro di Cosenza 2005.
3. Cfr. G. Grossman, L’industrializzazione della Russia e dell’Unione Sovietica, en
C.M. Cipolla (al cuidado de), Storia economica d’Europa, Utet, Turín 1980, vol. IV,
pp. 371 ss.

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L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

Baste pensar que, en vísperas de la Gran Guerra, el ministro Kokov-


čov, en el discurso sobre el presupuesto que pronunció ante la Duma,
preveía que en la primera mitad del siglo Rusia se convertiría en la
segunda potencia industrial del mundo.
A la luz de la documentada previsión de Kokovčov,4 se impone la
conclusión de que la Revolución de Octubre, al exterminar la bur-
guesía y extirpar el mercado, metió a la economía rusa en un callejón
sin salida. Pero aun cuando los bolcheviques hubieran conseguido
institucionalizar un modo de producción autopropulsor, seguiría sien-
do rechazable la idea de que su revolución fue una modernización
defensiva. Modernización e industrialización no son en absoluto cosas
equivalentes, como buena parte de la literatura sobre el tema da implí-
citamente por supuesto. No cabe la menor duda de que, gracias a la
revolución industrial, la Modernidad ha podido extenderse y arrollar,
como una avalancha cultural, todo lo que ha encontrado por delan-
te: tradiciones, creencias, valores, instituciones, intereses, prácticas
consolidadas. No obstante, hay que distinguir el concepto de moder-
nización del de industrialización. El primero indica un fenómeno
social global, mientras que el segundo sólo indica una dimensión parti-
cular del mismo. Tan particular que puede decirse que la industriali-
zación es producto de la modernización y no al contrario. De suerte
que puede haber una modernización sin industrialización —ejemplo:
la Atenas de Pericles, la única polis que, a juicio de Constant, cono-
ció la «libertad de los modernos»—, si bien sólo gracias a la industria-
lización la cultura moderna ha podido convertirse en cultura de masas.
Más aún: puede darse una industrialización contra la modernización,
como el caso soviético ilustra de manera particularmente llamativa.
Por modernización suele entenderse el proceso histórico a través
del cual se realiza, por etapas sucesivas, la transición desde la sociedad

4. Téngase presente que el economista francés E. Théry, tras un atento estudio


de la economía rusa, llega a la misma conclusión que Kokovčov: «Si las cosas en las
grandes naciones europeas se desarrollan entre 1912 y 1950 como entre 1900 y 1912,
a mediados de siglo aproximadamente, Russia dominará Europa tanto desde el punto
de vista político como del económico y financiero» (cit. por D. Settembrini, Socia-
lismo e rivoluzione dopo Marx, Guida, Nápoles 1976, p. 561).

66
E L C O M U N I S M O C O M O R E AC C I Ó N C E LOT E C O N T R A O C C I D E N T E

tradicional a la sociedad moderna. Por tanto, el concepto de mo-


dernización sólo puede aclararse si se definen con precisión el termi-
nus a quo y el terminus ad quem del proceso de transición. Pero antes
de dar este paso conviene recordar que «sociedad tradicional» y
«sociedad moderna» son dos tipos ideales, es decir, los extremos de
un continuum teórico dentro del cual se colocan las sociedades his-
tóricas. El retículo conceptual que se obtiene a través de este proce-
dimiento servirá para leer la amplia fenomenología histórica, dando
por supuesto que jamás habrá una plena correspondencia entre los
tipos ideales y la realidad. En efecto, en la escena de la historia sólo
encontramos «tipos impuros», es decir sociedades que albergan en
su seno una mezcla, diversamente graduada, de elementos tradicio-
nales y de elementos modernos. Por otra parte, el proceso de moderni-
zación nunca puede decirse que esté completo, pues es semejante a
la exploración de un territorio sin fronteras. Por eso Marx concibió
la sociedad moderna como una realidad atravesada de parte a parte
por una arrolladora «revolución permanente»; y, por la misma razón,
Schumpeter describe el modus operandi del capitalismo, que es la base
económica del mundo moderno, como una continua «destrucción
creadora».
Hecha esta observación sobre el método, acaso no del todo super-
flua, pasemos a examinar el núcleo central de la Modernidad. Éste
puede describirse como un sistema de elementos interrelacionados
y caracterizados por una mutua solidaridad. Entre estos elementos,
los esenciales son los siguientes: 1) acción electiva; 2) nomocracia;
3) ciudadanía; 4) institucionalización del cambio; 5) secularización
cultural; 6) autonomía de los subsistemas; 7) racionalización.
La acción electiva —id est: el individualismo— es tal vez el ele-
mento más típico de la modernidad. En la sociedad tradicional, la
acción electiva se reduce a la mínima expresión, ya que la tradición
impera sobre todo y sobre todos de una manera impersonal y con
una irresistible presión normativa. Ejemplo práctico: Esparta, donde,
como nos informa Plutarco, incluso los miembros de la clase domi-
nante no podían elaborar un proyecto de vida personal. La libertad
de los modernos —que es cabalmente la libertad de proyectar la
propia vida— era desconocida para los espartanos. Éstos conocían

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sólo la libertad colectiva, es decir el derecho de participar en las de-


cisiones políticas. Y esto hacía que la cultura espartana fuera una cul-
tura programáticamente anti-individual, mientras que la cultura mo-
derna es, también programáticamente, individualista.
Ahora bien, una cultura individualista no puede menos de ser
particularmente sensible a la esfera de los derechos. Éstos deben ser
reconocidos y garantizados, formal y materialmente. Y sólo pueden
serlo si el Poder público está estructurado de tal manera que tenga
un cierto límite ante sí; en otras palabras, sólo si no es omnipotente
y si está sometido a precisos vínculos normativos. En una palabra,
la cultura individualista postula el gobierno de la ley (nomocracia),
el único ante el cual los derechos de los individuos tienen cierta pro-
babilidad de no ser pisoteados.
Lo cual significa también que la sociedad moderna no es una so-
ciedad de súbditos, sino de ciudadanos, es decir de gobernados do-
tados de un paquete de derechos inalienables, que ellos mismos hacen
respetar participando, directa o indirectamente, en la producción de
las leyes. La tutela de la acción electiva y de los derechos individua-
les remite, pues, al concepto de democracia, la cual, en cierto senti-
do, es la organización política «natural» de una sociedad que se haya
adentrado en el terreno de la Modernidad. Con una precisión: que
la universalización de los derechos de ciudadanía (civiles, políticos
y sociales) no ha sido tanto un fenómeno automático, sino el produc-
to de las luchas de los excluidos —have-nots, mujeres, etnias discri-
minadas, etc.— por ampliar el perímetro burgués de la democracia
liberal. Por lo tanto, la lucha de clases —la cual, conviene precisar,
no debe confundirse con la guerra de clase marxiana— es un elemen-
to constitutivo de la sociedad moderna: una sociedad en la cual el
conflicto intestino está institucionalizado e incluso considerado un
elemento beneficioso.5
Todo esto —y en particular la prevalencia de la acción electiva so-
bre la elección prescriptiva— tiene como consecuencia que la sociedad

5. Cfr. R. Dahrendorf, Classi e conflitti di classe nella società industriale, Laterza,


Bari 1970.

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moderna es una sociedad dinámica, en perpetua transformación. Los


hombres de la sociedad tradicional no tienen ninguna chance de
modificar la estructura normativa vigente debido a que ésta, además
de ser omnicomprensiva, está revestida de sacralidad, lo que la hace
intangible. Típicamente, el ideal de la sociedad tradicional consiste
en evitar cualquier cambio que pueda ser juzgado como peligroso
para el equilibrio duramente conseguido. Esto no quiere decir que
la sociedad tradicional sea totalmente inmóvil, sino que las innova-
ciones propuestas puedan ser aceptadas y legitimadas con una taxa-
tiva condición: que se presenten como conformes a la tradición. La
creatividad de una sociedad es, pues, de tipo ortogenético, nunca o
casi nunca de tipo heterogenético. La India clásica ofrece uno de los
ejemplos más puros de la hostilidad de la sociedad tradicional hacia
el cambio. Dicha sociedad quiso ser una sociedad inmóvil, «fijada»
de una vez por todas, y sus elites intelectuales —los brahmanes, cus-
todios profesionales de la inmutable tradición sagrada— concibie-
ron siempre el alejamiento del «eterno ayer» como una impía desvia-
ción de la vía trazada por Dios.6 Al contrario, la sociedad moderna
considera el cambio un valor a seguir metódicamente. Y éste se regis-
tra no sólo en la tecnología y en las formas económicas, sino también
en el campo de la moda, de las filosofías, de los estilos artísticos, etc.
La Modernidad está animada por un auténtico prurito por lo nuevo
y por la experimentación. Es una civilidad constitutivamente filo-
neísta (creativa, innovadora), así como la civilidad tradicional es cons-
titutivamente misoneísta (enemiga de lo nuevo).
Esto tiene como consecuencia que la sociedad moderna, en cuan-
to filoneísta, no considera la tradición como un patrimonio intan-
gible, sino como un conjunto de conocimientos, de valores, de téc-
nicas, de instituciones, de pautas de comportamiento que debe ser
continuamente modificado, renovado, cuestionado. Para la socie-
dad moderna, la tradición no está revestida de sacralidad, a no ser
en medida muy limitada. Y esto es así porque lo sagrado no invade,

6. Cfr. R. Guénon, Introduzione generale allo studio delle dottrine indù, Adelphi,
Milán 1989.

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como sucede en la sociedad tradicional, todas las formas de la vida


(individual y colectiva), sino que tiene una jurisdicción rigurosamen-
te circunscrita. La sociedad moderna, por tanto, es una sociedad se-
cular. Lo cual no quiere decir que sea una sociedad a-religiosa, sino
que es una sociedad en la que muchas y amplias esferas del obrar y
del pensar son autónomas respecto a las instituciones hierocráticas
y a los imperativos religiosos. Y lo son porque lo que caracteriza al
proceso de modernización es el «desencanto del mundo», es decir
la pérdida de plausibilidad de las Weltanschauungen religiosas, a la
que acompaña espontáneamente el desarrollo de la cultura laica.
Con esto llegamos al sexto elemento constitutivo de la Moder-
nidad: la autonomía de los subsistemas. La restricción de la esfera
de lo Sagrado y el debilitamiento de su fuerza normativa significan
que las prácticas sociales se hacen independientes de las institucio-
nes hierocráticas y tienden a regularse sobre la base de códigos que
no le son impuestos desde fuera, sino que son expresión de sus es-
pecíficas exigencias. Por esto se ha dicho justamente que el espíri-
tu de la Modernidad puede sintetizarse con las fórmulas «el arte por
el arte», «la economía por la economía», «la ciencia por la ciencia»,
etc.
En el proceso de autonomización de las prácticas sociales respec-
to a los imperativos religiosos es de particular importancia la auto-
rregulación espontánea de la economía, es decir el capitalismo. Éste
obedece a una lógica específica: la racionalización, entendida como
sometimiento de la producción de bienes a los imperativos imper-
sonales de la ratio. Por otra parte, la racionalización capitalista no
se limita a su aplicación al mundo de la economía, sino también a
todas las demás esferas del obrar y del pensar; en otras palabras,
produce una cultura prometeica, que concibe el mundo entero como
una especie de gigantesca máquina que hay que dominar, manipu-
lar, explotar, transformar. Fenómeno fascinante y preocupante al
mismo tiempo, al que se deben resultados extraordinarios, pero tam-
bién no pocas aberraciones mentales y morales, la más llamativa de
las cuales es la mercantilización universal, la transformación de la
realidad social en un inmenso mercado regido por la ley impersonal
—y amoral— de la oferta y la demanda.

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Llegados a este punto, debemos preguntarnos cuáles son las


condiciones estructurales que hacen posible el nacimiento, la conso-
lidación y el desarrollo de la civilización moderna. Estas condicio-
nes pueden resumirse en la expresión «autonomía de la sociedad
civil respecto al Estado». Esta autonomía sólo puede concebirse en
el marco de una organización social en que al menos una parte de
los recursos económicos sea gestionada por sujetos privados en un
régimen de competencia. Lo cual significa que la base material de
la sociedad civil es el mercado. Y esto no sólo históricamente, como
pensaba Gino Germani —al que, por lo demás, se deben los análi-
sis más instructivos del proceso de modernización7—, sino también
lógicamente. En efecto, no puede concebirse una sociedad civil dota-
da de alguna autonomía si el Poder estatal controla —directa o indi-
rectamente— todos los medios de producción, ya que estos últi-
mos son —según la acertada definición de Marx— las «fuentes de
la vida». Y como el mercado es un sistema sin fronteras —el merca-
do tiene, digámoslo así, una vocación ecuménica: no conoce barre-
ras políticas, culturales o religiosas—, resulta que la sociedad moder-
na es una «sociedad abierta», en el sentido dado a la expresión por
Popper y Ortega y Gasset.8 Es semejante a un inmenso laboratorio
en el que se hacen experimentos de todo tipo, mientras que la socie-
dad tradicional es un sistema cerrado que tiende a preservar su iden-
tidad sacralizando —y por tanto haciendo intangible— el propio
modelo cultural.
Una ojeada también fugaz a la evolución de la civilización occi-
dental confirma la tesis que aquí hemos formulado de manera ta-
quigráfica.9 El proceso de modernización —la transición de la so-
ciedad cerrada a la sociedad abierta— se ha producido gracias a la
revolución permanente capitalista, la cual ha hecho posible no sólo
el prodigioso desarrollo de las fuerzas productivas, sino también el

7. G. Germani, Sociologia della modernizzazione, Laterza, Bari 1970.


8. K.R. Popper, La società aperta e i suoi nemici, Armando, Roma 1974; J. Or-
tega y Gasset, Una interpretazione della storia universale, SugarCo, Milán 1983.
9. Cfr. L. Pellicani, Dalla società chiusa alla società aperta, Rubbettino, Soveria
Mannelli 2002.

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crecimiento de la sociedad civil que se ha llenado, para empelar el


léxico gramsciano, de «fortalezas» y «casamatas» y, precisamente por
esto, ha conseguido oponerse con éxito a las «naturales» tendencias
despóticas del Poder público. De este modo se ha formado una civi-
lización basada en la dialéctica «Estado-sociedad civil» que ha gene-
rado, a lo largo de una infinita teoría de conflictos, aquel conjun-
to de valores y de instituciones que podemos llamar Ciudad secular.
Análoga e inversamente, las civilizaciones orientales no han tenido
la experiencia de la Modernidad precisamente en la medida en que
no han conseguido librarse del control, tendencialmente totalita-
rio, del Estado. Con la única excepción de Japón, han conocido una
forma de dominio —el despotismo burocrático-managerial— que
ha impedido no sólo el desarrollo económico, sino también la explo-
ración del territorio cultural de la Modernidad. En otras palabras,
han permanecido prisioneras de lo que Lewis Mumford llama la
Megamáqina.10
Ahora bien, si comparamos el tipo ideal de la Ciudad secular con
el sistema soviético, es preciso conceder que este sistema fue con-
cebido y realizado como la anti-Modernidad. En efecto, sofocó la
acción electiva, borró toda forma de nomocracia, eliminó la auto-
nomía de la sociedad civil frente al Estado, bloqueó, sacralizándolo
el marxismo y elevándolo a ideología obligatoria, el proceso de se-
cularización, impidió el paso de la «sociedad de los súbditos» a la «so-
ciedad de los ciudadanos», extirpó la ratio, cuyas raíces están en el
mercado, secó las fuentes de la creatividad heterogenética. En una
palabra: la Revolución bolchevique representó un esfuerzo titánico
para bloquear la invasión cultural occidental, expulsando de la socie-
dad rusa todos los elementos constitutivos de la Modernidad, con
la única excepción de la industria, la ciencia y la tecnología. Trató
de absorber la cultura material de la civilización moderna, pero re-
chazó su cultura espiritual. En efecto, los bolcheviques, en el mismo
momento en que proclamaban estar firmemente determinados a
aprender de los países industriales avanzados para captar el secreto

10. L. Mumford, Il mito della macchina, Il Saggiatore, Milán 1969.

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del crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas, demonizaron


los valores y las instituciones del «podrido» Occidente, todos ellos
rechazados en cuanto «burgueses». La suya fue, en gran medida, una
«respuesta» selectiva al «desafío» procedente de Occidente: trataron
de conseguir dos resultados íntimamente contradictorios: la acumu-
lación material y el cierre hermético de la sociedad rusa, a fin de im-
pedir la penetración de los valores y de las ideas de la civilización
occidental. De ahí la falsa impresión de que su objetivo fuera la mo-
dernización, mientras perseguían con «científica» crueldad la puri-
ficación de Rusia de todo lo que provenía del exterior.11
Esto lo percibió con toda claridad el ex-diplomático soviético
Dimitrievsky, quien, en un libro publicado en 1931, describió la re-
volución estaliniana como la ofensiva final de un régimen cuyo obje-
tivo era impedir la occidentalización de Rusia instaurando «el mono-
polio del poder político y económico». «La victoria de los campesinos
en el interior del país —tal fue la conclusión de su análisis— sería
una victoria de Occidente: de su concepción fundamental del indi-
vidualismo y del liberalismo de la vida política.»12 En efecto, gracias
a la colectivización forzada de la agricultura, lo que quedaba de la
sociedad civil fue engullido por el Estado-Partido omnipropietario,
con el resultado de que el (posible) proceso de modernización de Ru-
sia quedó bloqueado.
Así, pues, el hecho de que la Revolución bolchevique persiguie-
ra el objetivo de la industrialización no significa en modo alguno
que su meta final fuera la modernización de la sociedad rusa. Todo
lo contrario. La «nueva clase» —la burocracia carismática formada
por el Partido comunista— se esforzó en ahogar el espíritu de la Mo-
dernidad, edificando un tipo de sociedad herméticamente cerrado,
hostil al individuo y a la secularización. En este sentido, la Revolución

11. Es singularmente llamativo el hecho de que Stalin elogiara a Iván el Terrible


por haber sido el primero que introdujo en Rusia el monopolio del comercio con el
exterior y, sobre todo, por haber preservado «el País de la penetración de la influen-
cia extranjera» (cit. por A. Yanov, Le origini dell’autocrazia, Comunità, Milán 1984,
p. 359).
12. Cit. por M. Heller y A. Nekric, Storia dell’Urss, Rizzoli, Milán 1984, p. 280.

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de Octubre y todas las que en ella se han inspirado han sido exac-
tamente lo contrario de lo que cierta politología ha creído que fue:13
no modernizaciones de tipo totalitario —expresión muy parecida
a la de «círculo cuadrado»—, sino reacciones de rechazo de la civili-
zación de Occidente. Esto es tan cierto que Lenin no dudó en definir
el reformismo como una «grave enfermedad» en cuanto, mediante la
inoculación del «bacilo de la política obrera liberal»,14 perseguía la
«europeización de Rusia»15 y que Bujarin proclamó alto y fuerte que
la misión histórica de la dictadura del proletariado era la «destruc-
ción del individualismo».16
Para descubrir las raíces de la reacción contra la Modernidad que
se concretó en el comunismo es particularmente útil la teoría toyn-
biana de la agresión cultural.17 Esta teoría parte de la constatación
de que el encuentro entre dos civilizaciones puede convertirse en una
tragedia permanente si una de ellas posee una aplastante potencia
radiactiva. Resultado: la civilización «inferior» es literalmente inva-
dida por la civilización «superior» y progresivamente desorganizada.
El primer impulso de la sociedad agredida será oponer una obsti-
nada y ansiosa resistencia a la intrusión de la cultura alógena, que
percibirá como un atentado contra sus valores básicos y por tanto
una prevaricación de su identidad espiritual. Al mismo tiempo, el
impacto se resolverá en una difracción de la cultura radioactiva,
cuyos elementos adquirirán velocidad y poder de penetración dife-
renciada. En otras palabras, el estado de desorganización de la so-
ciedad agredida y su pertinaz resistencia impedirán un gradual y
armónico proceso de aculturación. Por el contrario, en el cuerpo de

13. R.V. Daniels, The Nature of Communism, Random House, Nueva York 1962;
J.H. Kautsky, Communism and the Politics of Development, Wiley, Nueva York 1968;
S.P. Huntington, Political Order in Changing Societies, Yale University Press, New
Haven 1970.
14. Lenin, La malattia del riformismo, en Opere complete, Editori Riuniti, Roma
1955 ss., vol. XVIII, p. 417.
15. Lenin, Crescente discordanza, en Opere complete, cit., vol. XVIII, p. 541.
16. N. Bucharin, Le vie della rivoluzione, Editori Riuniti, Roma 1980, p. 223.
17. A.J. Toynbee, A Study of History, Oxford University Press, Londres 1964, vol.
VIII.

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la sociedad sometida a la presión externa penetrarán fragmentos cul-


turales aislados, cuyos efectos a largo plazo no podrán ser controla-
dos adecuadamente.
Toynbee formula entonces tres leyes o generalizaciones empíri-
cas. La primera es que el poder de penetración de un elemento cultu-
ral es proporcional a su grado de futilidad y superficialidad. Es ésta
una ley siniestra, ya que significa que la sociedad agredida, en la im-
posibilidad objetiva de sustraerse completamente a la influencia de
la cultura radioactiva, acabará aceptando aquellos elementos que le
parecerán más fáciles de imitar o menos indeseables. Así el proceso
de aculturación forzada no sólo producirá el fenómeno de la difrac-
ción, sino que también llevará a una selección al revés. Serán los ele-
mentos culturales de rango inferior los que penetrarán en el cuerpo
de la sociedad agredida.
A esto hay que añadir que —y ésta es la segunda ley de la agre-
sión cultural— los elementos culturales alógenos que son benéfi-
cos o al menos inocuos en el sistema social del sistema al que perte-
necen, tienden a producir nuevos y devastadores efectos en un
sistema social en el que se han alojado como intrusos. Sigue la terce-
ra ley, la cual dice que la característica específica de la irradiación-
recepción cultural es que «unas cosas traen otras», en cuanto una
cultura es un sistema cuyos elementos están ligados entre sí por fuer-
tes vínculos de solidaridad. De suerte que los esfuerzos de la socie-
dad agredida para impedir la penetración de elementos culturales
no deseados están destinados a fracasar. Una vez puesto en marcha,
el proceso de aculturación es imparable y los intentos de las vícti-
mas de la agresión por frenarlo no tienen otro resultado que hacer
más grave la situación.
Cuando resulta evidente que la aculturación es imparable y que
las propias capacidades de autodeterminación de la sociedad some-
tida a la irradiación cultural alógena están amenazadas, nace el parti-
do «herodiano», es decir el partido de quienes adoptan una actitud
opuesta a la de los «celotes»: en lugar de rechazar obstinadamente
la cultura ajena, los «herodianos» se hacen partidarios de una gene-
ral y programada aculturación. Para impedir la colonización forza-
da se prodigan para fomentar la auto-colonización, desplazando la

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mimesis del pasado ancestral hacia el exterior. Pero esta auto-colo-


nización no puede menos de parecer a la mirada fundamentalista
de los celotes el camino real que conduce a la anulación de las espe-
cificidades espirituales de la propia comunidad. De ahí el inevitable
duelo existencial entre los modernizadores y los tradicionalistas.
Para los primeros, la salvación sólo puede encontrarse a través de la
apertura de su comunidad a la influencia ajena; para los segundos,
al revés, todo lo que viene del exterior es el mal y, por consiguiente,
la salvación exige cerrar herméticamente las fronteras culturales.
El análisis de Toynbee es ideal-típico, pero deja entrever con sufi-
ciente claridad el material empírico sobre el que ha trabajado. Lo
que él escribe es sobre todo el impacto traumático de la civilización
industrial sobre otras culturas y las reacciones defensivas que tal im-
pacto genera. Entre estas últimas hay que contar sin más la Revolu-
ción soviética, en la que, no por casualidad, Anton Pannekoek ve
«el comienzo de la rebelión asiática contra el capitalismo de la Euro-
pa occidental».18 Una rebelión que fue capitaneada por aquellos
intelectuales que habían aprendido en las obras de Marx a juzgar al
capitalismo como «un Moloch que pretendía el mundo entero como
víctima que le correspondía»19 y a rechazar el liberalismo en cuanto
cobertura ideológica de los intereses de la burguesía plutocrática. De
donde la idea —central tanto en el bolchevismo como en el popu-
lismo— del socialismo como guerra permanente contra el Occi-
dente imperialista.20
Para hacer esta guerra, Lenin ideó e institucionalizó dos nuevas
figuras sociológicas: el revolucionario profesional, dedicado en cuer-
po y alma a la causa de la destrucción de todos los ordenamientos
existentes, y el partido revolucionario, concebido como una moder-
na Compañía de Jesús:21 una especie de orden religiosa caracterizada

18. A. Pannekoek, Organizzazione rivoluzionaria e consigli operai, Feltrinelli,


Milán 1970, p. 280.
19. K. Marx, Teorie sul plusvalore, en Opere complete, Editori Riuniti, Roma 1970
ss., vol. XXXVI, p. 491.
20. Cfr. F. Venturi, Il populismo russo, Einaudi, Turín 1977.
21. Cfr. R. Fueloep-Miller, The Mid and the Face of Bolshevism, Harper and Row,
Nueva York 1962.

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por una disciplina rigurosa y por el espíritu de ortodoxia. Desde el


momento en que los obreros, abandonados a sí mismos, tendían a
tomar la vía reformista —éstos, solía decir Lenin, eran espontánea-
mente trade-unionistas, no ya revolucionarios—, correspondía a la
vanguardia consciente y activa —a la Orden de los revolucionarios
profesionales22— la misión histórica de conducir la masa proletaria
a la meta indicada por la doctrina del «socialismo científico». Por
tanto, esta doctrina tenía que ser sustraída a toda revisión y a toda
crítica. Lo cual sólo podía garantizarse «purgando» periódicamen-
te al partido, de modo que el espíritu revisionista —que no era sino
el espíritu iluminista de la civilización occidental— no lo contami-
nase, haciéndole perder de vista su misión, que era «luchar contra
[...] la línea de adaptación a Europa para crear un sistema econó-
mico rigurosamente basado en el principio: «Todo es derecho pú-
blico y no privado».23
Semejante programa de refundación del orden social resultaba
incompatible con el orden de la civilización occidental, centrado en
la separación de la esfera privada y la esfera pública, y presentaba no
pocos rasgos que recordaban el mesianismo jacobino.24 La «nueva
Compañía de Jesús», en efecto, concebía la revolución como un gran-
dioso proceso histórico cuya meta final era nada menos que «la re-
surrección de la humanidad».25 Y justificaba la pretensión de ser la
mente rectora de la palingenesia social proclamándose depositaria,
única y exclusiva, de la interpretación correcta de aquella doctrina
que Lenin no había dudado en definir «omnipotente por ser justa».26
Tal doctrina era el marxismo, auténtica gnosis activista animada por

22. En 1921, Stalin definió al Partido comunista como «una especie de Orden
de caballeros armados dentro del Estado soviético, cuyos órganos dirigía y cuya acti-
vidad inspiraba (cit. por M. Heller y A. Nekric, Storia dell’Urss, cit., p. 145).
23. Lenin, Opere complete, cit., vol. XLV, p. 485.
24. Cfr. V. Strada, Giacobinismo e antigiacobinismo in Russia, en Urss-Russia,
Rizzoli, Milán 1985, pp. 217-244.
25. N. Bucharin y E. Preobrazenskij, Abc del comunismo, Newton Compton, Roma
1975, p. 7.
26. Lenin, Due fonti e tre parti integranti del marxismo, en Opere complete, cit.,
vol. XIX, p. 9.

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la certeza metafísica de ser nada menos que «la solución del enigma
de la historia».27 A pesar de haber sido elaborada en el corazón de
Europa, había conducido a Occidente ante el Weltrgericht y le había
condenado para siempre como un sistema de vida «innatural» y
«perverso», que mercantiliza toda realidad material y espiritual y
que, precisamente por esto, había inaugurado el «tiempo de la corrup-
ción universal».28 Por tanto, frente a un sistema semejante, sólo es
concebible una actitud: la guerra de aniquilación.
Que Volodia Smirnof viera en Lenin un «ideólogo de la intelli-
gentsia»29 no puede despertar sorpresa alguna. Toda la teoría leni-
nista del partido no era, desde la primera a la última palabra, otra
cosa que la legitimación del derecho histórico de los intelectuales
revolucionarios al monopolio de la representación existencial. De
ahí la poderosa atracción que ejerció sobre aquel producto típico
de la agresión cultural que fue la intelligentsia: una «clase de oficia-
les de enlace» —así la definió Toynbee30— que se había formado
progresivamente cuando la sociedad rusa fue investida por la «pode-
rosa inmigración de las ideas occidentales».31 Sus miembros eran
aquellos individuos que, por el hecho de haber absorbido las ideas
extranjeras, estaban condenados a la alienación en cuanto forzados
a vivir como extranjeros al margen de dos universos culturales: el de
la sociedad invadida y el de la sociedad invasora. Precisamente por
estar doblemente marginados, estaban llenos de resentimiento tanto
frente a la cultura tradicional como respecto a la cultura moderna.
Odiaban lo existente en todas sus manifestaciones, pues no podían
reconocerse ni en el viejo mundo ni en el nuevo. Eran, por tanto, los
«parias de la inteligencia», llamémoslos así, sin una sociedad a la que
pertenecer y por tanto psicológicamente disponibles para todo lo que
se presentaba con la apariencia de la revolución, la única perspectiva

27. K. Marx, Manoscritti economico-filosofici del 1844, en Opere complete, cit.,


vol. IV, p. 324.
28. K. Marx, Miseria della filosofia, en Opere complete, cit., vol. VI, p. 100.
29. Cit. por A. Ciliga, Il Paese della menzogna e dell’enigma, Casini, Roma 1950,
p. 210.
30. A.J. Toynbee, A Study of History, cit., vol. V, p. 154.
31. M. Weber, Sulla Russia, il Mulino, Bolonia 1981, p. 73.

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capaz de satisfacer su ardiente deseo de sustraerse a la marginalidad


y a la alineación, replasmando ab imis el Macrocosmos en que vivían
como desarraigados.32
Téngase también en cuenta que la constante de la existencia his-
tórica de Rusia ha sido la resistencia a la colonización cultural euro-
pea: una resistencia derivada del hecho de que la misma es siempre
percibida como una civilización sui generis, distinta de la civilización
occidental. Rusia no ha ocultado nunca que se consideraba herede-
ra de la tradición bizantina,33 es decir de una civilización caracteriza-
da por la fusión del poder espiritual con el poder temporal, por el
anti-individualismo y por la primacía del Estado sobre la sociedad.34
Ciertamente, las elites rusas, a partir de Pedro el Grande, han dialo-
gado con Europa; pero igualmente han vivido la cultura occidental
—de la que, por lo demás, no podían prescindir para no ser exclui-
dos de la historia— como algo profundamente ajeno a su manera
de sentir y de pensar.35
¿Cómo defender la identidad rusa, amenazada por la agresión
de la civilización occidental? Tal fue la cuestión sobre la que concen-
tró todas sus energías la intelligentzia. Una cuestión a la que se dio
respuestas de distinta naturaleza, que iban de la reivindicación panes-
lavista de la superioridad espiritual de la tradición rusa36 a la búsque-
da de un modelo de organización social antitético tanto al antiguo
régimen como al capitalismo. Es cierto que no faltaron intelectua-
les de orientación «herodiana», abiertos a Occidente y a sus valores
(como Martov, que, en oposición frontal a Lenin, concibió el socia-
lismo como universalización de las libertades individuales).37 Pero

32. Cfr. R. Pipes (al cuidado de), The Russian Intelligentsia, Columbia Univer-
sity Press, Nueva York 1961.
33. Cfr. A.J. Toynbee, Civilization on Trial, Meridian Books, Cleveland 1964,
pp. 148-163.
34. Sobre este punto sigue siendo fundamental el análisis realizado por Custine
(La Russie en 1839, Solin, París 1990).
35. Cfr. T. Szamuely, The Russian Tradition, Secker and Warburg, Londres 1974.
36. Cfr. A. Walicki, Una utopia conservatrice, Einaudi, Turín 1973.
37. «Para mí —leemos en una carta escrita por Martov a N.S. Kristi—, el socia-
lismo no fue nunca la negación de la libertad individual o del individualismo, sino

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éstos fueron siempre una exigua minoría, con el resultado de que


—las palabras son de Dimitrievsky— «el pueblo ruso estuvo empa-
pado durante muchos años de un tóxico terrible: el odio y la descon-
fianza hacia todo lo que olía a Occidente».38 Y que también fue
intoxicado por la narcisista creencia de que, como pueblo mesiáni-
co, tenía una misión de salvación universal que cumplir: señalar la
vía de la liberación a todos los que sufrían bajo el opresor yugo del
Occidente capitalista. Lo cual, como no tardó en ver Berdiaev, era
una nueva versión de la idea nacional rusa —«la idea escatológica
del Reino de Dios»39— basada en la «identificación del mesianis-
mo del proletariado» con el «mesianismo del pueblo ruso».40 De ahí
el hecho —sólo aparentemente paradójico— de que los bolchevi-
ques se comportaran «hacia Occidente casi del mismo modo en que
se comportaban los eslavófilos»:41 tanto los primeros como los segun-
dos detestaban la burguesía y su mundo, todo él centrado en el culto
ideológico a Mammón.
Una confirmación puntual de las «afinidades secretas» existen-
tes entre los eslavófilos y los bolcheviques, sobre las que tanto insis-
tió Berdiaev, aparece cuando se examina la virulenta reacción de
Nicolai Trubezkoi contra «la pesadilla de la ineluctabilidad de una
europeización universal».42 Su tesis central era que el pueblo ruso,
exactamente como los pueblos orientales, «sufría bajo el yugo opre-
sor de los romano-germánicos»,43 un yugo que sólo se podía destruir

por el contrario su más alta encarnación» (cit. por J. Burbank, Intelligentsia and Re-
volution, Oxford University Press, Oxford 1989, p. 19). A la luz de esta idea de socia-
lismo, se comprende por qué Radeki declarara que «Europa occidental comenzaba
con los mencheviques» (cit. por E.H. Carr, La Rivoluzione bolscevica, Einaudi, Turín
1964, p. 42); y se comprende también por qué, al eliminar a los mencheviques, los
bolcheviques eliminaron la influencia de la cultura occidental sobre el pueblo ruso.
38. Cit. por M. Agursky, La Terza Roma, il Mulino, Bolonia 1989, p. 561.
39. N. Berdjaev, L’idea russa, Mursia, Milán 1992, p. 158.
40. N. Berdjaev, Il senso e le premesse del comunismo russo, Edizioni Roma, Roma
1944, p. 190.
41. Ivi, p. 191.
42. N. Trubezkoi, L’Europa e l’umanità, Einaudi, Turín 1982, p. 66.
43. Ivi, p. 66.

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si se pusiera a la cabeza de una insurrección general de carácter pla-


netario, a fin de bloquear el proceso de occidentalización que amena-
zaba erradicarlo de sus tradiciones. Añadía Trubezkoi que «la inte-
lligentsia de los pueblos europeizados debía arrancar de sus propios
ojos la venda impuesta por los romano-germánicos y liberarse de la
obsesión de la ideología romano-germánica».44 En otras palabras,
debía arrojar de su seno lo que Europa —«mal absoluto»45— había
depositado y lanzar una llamada revolucionaria a las armas contra
las potencias capitalistas para «borrar de la faz de la tierra toda su cul-
tura».46 Lo cual —a pesar de la radical aversión que Trubezkoi nutría
hacia el socialismo marxista— era exactamente el programa bolche-
vique, así formulado por Stalin: «Parafraseando las famosas pala-
bras de Lutero, Rusia podría decir: Me encuentro aquí, en el confín
entre el viejo mundo capitalista y el nuevo mundo socialista; aquí,
en este confín, yo uno los esfuerzos del proletariado de Occidente
con los esfuerzos de los campesinos de Oriente a fin de derrotar al
viejo mundo. Que me ayude el dios de la historia.»47
Por todas estas razones, el programa leninista no podía menos de
fascinar a aquella parte de la intelligentsia que vivía la superioridad
de Occidente como una humillante e intolerable ofensa al propio
orgullo nacional.48 Ese programa abría la excitante perspectiva de
hacer una guerra total en dos frentes —el frente del antiguo régimen
y el frente del capitalismo— en nombre de un modelo de organiza-
ción social —la sociedad planificada— que parecía capaz de indicar
a los «condenados de la Tierra» —el «proletariado interno» y el «pro-
letariado externo» de la civilización occidental— la vía para liberar-
se al mismo tiempo del despotismo tradicional y del despotismo
moderno. Gracias al plan de transformación social elaborado por

44. Ivi, p. 69.


45. Ivi, p. 70.
46. Ivi, p. 66.
47. Stalin, Tre anni di dittatura del proletariato, en Opere complete, Rinascita, Ro-
ma 1951, vol. IV, p. 441.
48. «El hombre de Occidente […] está siempre contento de sí y su altivez nos
ofende»: son palabras con las que Herzen expresó el resentimiento del intelectual ruso
frente al europeo (Passato e pensieri, Einaudi, Turín 1949, p. 21).

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L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

Lenin, los «parias de la inteligencia» se convertían en la vanguardia


consciente de la humanidad proletarizada, de suerte que, en lugar
de aprender de Occidente, ahora podían enseñar y eliminar el hu-
millante sentido de inferior ante un mundo —el burgués— al que
detestaban. Podían, en otras palabras, proclamar: «¡Del Oriente la
luz! El Occidente, con sus caníbales imperialistas, se ha transfor-
mado en un foco de ignorancia y de esclavitud. La tarea consiste en
destruir este foco.»49 De donde la idea de la revolución proletaria
como choque planetario «entre el Occidente imperialista y contra-
revolucionario y el Oriente revolucionario y nacionalista, es decir
entre los países más desarrollados del mundo y los países atrasados
de Oriente».50
Un choque que, en efecto, ha ocupado la escena mundial en los
decenios que siguieron inmediatamente a la derrota del nazismo, y
que fueron los años de la descolonización, es decir años de las guerras
de independencia a través de las cuales las «naciones proletarias» se
liberaron del dominio directo de las potencias capitalistas. Fueron
también los años en que Mao Tze-tung retomó el grandioso progra-
ma de Lenin, lanzando el eslogan de la guerra de asedio del Campo
contra la Ciudad, es decir de los pueblos parias, víctimas de la explo-
tación capitalista, contra el Occidente imperialista.51
Sin embargo, las consecuencias de este excitante programa de
emancipación universal —último avatar del sueño gnóstico del de-
rrocamiento del mundo derrocado52— han sido de signo opuesto
a las imaginadas. La nacionalización integral de los medios de pro-
ducción ha llevado a la formación de un oxímoron histórico: la
«sociedad civil estatal».53 Así la Rusia soviética y los países que siguie-
ron su ejemplo han emprendido la vía que Wittfogel llamó «de la

49. Stalin, Dall’Oriente la luce, en Opere complete, cit., vol. IV, p. 206.
50. Lenin, Meglio meno, ma meglio, en Opere complete, cit., vol. XXXIII, p. 458.
51. Mao Tse-tung, Scritti filosofici, politici, militari, Feltrinelli, Milán 1968, pp.
586 ss.
52. Cfr. L. Pellicani, La società dei giusti. Parabola storica dello gnosticismo rivolu-
zionario, EtasLibri, Milán 1995.
53. N. Bucharin, Le vie della rivoluzione, cit., p. 253.

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restauración asiática».54 Y lo han hecho precisamente en cuanto han


eliminado el mercado y, con el mercado, la autonomía de la socie-
dad civil en beneficio del Estado, sin la cual no es siquiera imagi-
nable el proceso de modernización. Gracias a la adopción del mode-
lo bolchevique, las «naciones proletarias» —China, Vietnam, etc.—
han conseguido ciertamente la independencia política y han preser-
vado su identidad espiritual, amenazada por la arrolladora civiliza-
ción occidental; pero este modelo —centrado en el principio: «El
partido lo corrige todo, lo diseña y dirige sobre la base de un crite-
rio único»55— ha secado las fuentes de la creatividad científica, tec-
nológica y económica, confirmando así el pronóstico de Ludwig von
Mises, según el cual la sustitución del mercado por un plan único de
producción y de distribución tendrá consecuencias catastróficas.56
Sería éste un «camino de miseria», no del desarrollo de las fuerzas
productivas.
Todo esto nos lleva a concluir que los revolucionarios profesio-
nales han desempeñado un papel totalmente reaccionario. En vez
de llevar las sociedades atrasadas hacia la Modernidad o, por lo
menos, hacia la economía industrial, las han aprisionado en la «jaula
de acero» del Estado omnipropietario y, por ello mismo, omnipo-
tente. Estos revolucionarios, en el intento de contener la invasión
cultural occidental, han realizado aquel perfeccionamiento del des-
potismo oriental,57 que nos hemos acostumbrado a llamar totalita-
rismo. El cual ha sido, fundamentalmente, una reacción celote contra
Occidente y la moderna civilización de los derechos y las libertades.

54. K.A. Wittfogel, Il dispotismo orientale, SugarCo, Milán 1980.


55. Lenin, Conferenza dell’istruzione politica, en Opere complete, cit., vol. XXXI,
p. 351.
56. L. von Mises, Il calcolo economico nello Stato socialista, en AA.VV., Pianifica-
zione economica collettivistica, Einaudi, Turín 1946, pp. 85-124.
57. Es interesante observar que, en un ensayo escrito en 1924, Marcel Mauss vio
en los métodos adoptados por los bolcheviques «las viejas tradiciones bizantinas cuyo
heredero directo era el autócrata ruso y según las cuales la ley es sólo asunto del prín-
cipe» (I fondamenti di un’antropologia storica, Einaudi, Turín 1998, p. 126).

83
Capítulo tercero
El nazismo como movimiento gnóstico de masas

En su célebre obra Tres rostros del fascismo, Ernst Nolte insiste sobre
las singulares afinidades que presentan las personalidades de Lenin
y Mussolini,1 lejanas y próximas al mismo tiempo, tanto desde el
punto de vista psicológico como desde el punto de vista político.
En realidad, mucho más pertinente e instructivo sería un análisis
comparado de las personalidades de Lenin y Hitler. En definitiva,
Mussolini es un revolucionario a medias, que acepta el compromi-
so con las fuerzas del establishment no sólo por oportunismo, sino
también y sobre todo porque su programa no tiene carga alguna
palingenésica. Él no es un Paráclito gnóstico. Le es ajena la idea de
la regeneración de la humanidad a través de la erradicación del mal.
La cual, por el contrario, está presente tanto en el programa bolche-
vique como en el nacionalsocialista.
En los escritos de Lenin se sostiene que la primera tarea del terror
revolucionario es «limpiar de todo insecto nocivo [...] la maldita socie-
dad capitalista».2 Ésta es un «pantano»3 que debe ser desinfectado

1. E. Nolte, I tre volti del fascismo, Mondadori, Milán 1971, pp. 238 ss.
2. Lenin, Come organizzare l’emulazione, en Opere complete, Editori Riuniti, Roma
1955 ss., vol. XXVI, p. 394 y p. 390. Los «insectos nocivos» eran, además de los «inte-
lectuales burgueses», los «“ricos”, los “malhechores”, los “parásitos”, los “gamberros”...
esta escoria de la sociedad, estos miembros gangrenados y putrefactos, este contagio,
esta peste, esta plaga que el capitalismo ha dejado en herencia al socialismo».
3. Lenin, Che fare?, en Opere complete, cit., vol. V, p. 327.

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recurriendo a la «violencia sistemática contra la burguesía y sus cóm-


plices».4 Una operación cruel, despiadada, pero absolutamente ne-
cesaria si se quiere efectivamente erradicar «la codicia, la sórdida,
odiosa e insensata codicia del saqueo de dinero».5 Por lo demás, ¿qué
derecho tienen a existir seres que no son hombres sino inmundos
«parásitos»,6 que viven, semejantes a «vampiros»,7 nutriéndose de la
sangre de los trabajadores? Eliminarlos es un deber moral, además
de una operación indispensable para purificar lo existente.
No es distinta la idea de revolución que encontramos en Hitler.
En un discurso de 13 de febrero de 1945 sintetizó así el sentido de
su misión histórica: «Yo me he mostrado leal respecto a los judíos.
Les lancé, en vísperas de la guerra, una última advertencia. Les adver-
tí de que si precipitaban de nuevo al mundo en la guerra, esta vez
no se les perdonaría y los parásitos serían definitivamente extermina-
dos en Europa [...]. Nosotros hemos reventado el absceso judío igual
que los demás. Las generaciones futuras nos estarán eternamente
agradecidas».8
Ciertamente, la meta final del bolchevismo era la sociedad sin
clases y sin Estado, mientras que en el Reich milenario soñado por
el nacionalsocialismo, la humanidad se dividiría en señores y escla-
vos. Lo cual explica por qué tantos hombres de sentimientos gene-
rosos se identificaron con el movimiento comunista, que sólo aban-
donaron cuando vieron las horribles consecuencias que producía a
causa de su pretensión de mantener los ideales del Sermón de la
Montaña recurriendo a la más despiadada forma del maquiavelis-
mo que jamás se haya concebido y practicado.
Y, sin embargo, las Weltanschauungen de Lenin y de Hitler eran
muy semejantes; en ellas se concebía el mundo como un pantano

4. Lenin, Chi è spaventato del crollo del vecchio?, en Opere complete, cit., vol. XXVI,
p. 384.
5. Ivi, p. 384.
6. Ibidem.
7. Lenin, Compagni operai, alla lotta finale, decisiva!, en Opere complete, cit., vol.
XXVIII, p. 53.
8. A. Hitler, Ultimi discorsi, Edizioni Ar, Padua 1988, p. 52.

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moral que había de ser desinfectado mediante una revolución desde


la raíz.9 De ahí que, con toda razón, Norman Cohn viera en el bol-
chevismo y en el nacionalsocialismo los últimos avatares del mile-
narismo judeo-cristiano, que anunciaban una salvación al mismo
tiempo terrena y colectiva, dominados por la exigencia de «purifi-
car el mundo eliminando los agentes de su corrupción».10 Por su lado,
James Rhodes, en una obra tan importante como ignorada, insiste
sobre el hecho de que el nacionalsocialismo, exactamente igual que
el bolchevismo, fue un movimiento gnóstico de masas, animado por
fantasías apocalípticas y pantoclásticas».11 Así, pues, algo profunda-
mente distinto de la imagen, totalmente ideológica y distorsionada,
que la historiografía y la sociología marxistas han construido del mo-
vimiento hitleriano.

II

Digamos de entrada que el nazismo fue un movimiento revolucio-


nario en el sentido más fuerte de la palabra. Lejos de haber sido una
«guardia plebeya en torno al capital monopolista»,12 tuvo caracte-
rísticas tales que indujeron a un conservador atento y documenta-
do como Theodor Heuss a escribir: «Si se busca un denominador
común de la mentalidad de los grupos sociales o de los individuos

9. Los jefes nazis eran plenamente conscientes de esto. Goebbels: «El fascis-
mo no tiene nada que ver con el nacional-socialismo. Mientras que este último va
a las raíces, el fascismo es sólo cosa superficial.» «El Duce no es un revolucionario
como el Führer o Stalin. Él está tan enraizado en su pueblo que carece de las cuali-
dades fundamentales de un revolucionario mundial.» Himmler: «Fascismo y nacio-
nal-socialismo son dos cosas fundamentalmente diferentes; [...] es imposible toda
comparación entre fascismo y nacional-socialismo como movimientos espirituales»
(cit. por H. Arendt, The Origins of Totalitarianism, Meridian Books, Nueva York
1964, p. 309).
10. N. Cohn, I fanatici dell’Apocalisse, Comunità, Milán 1978, p. 377.
11. J.M. Rhodes, The Hitler Movement, Hoover Institution Press, Stanford 1980.
12. La definición es de David Rousset (cit. por E. Vermeil, La Germania contem-
poranea, Laterza, Bari 1956, p. 566).

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L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

que se adhirieron al partido de Hitler, se puede decir que éstos están


asociados por una mentalidad anticapitalista.»13
En efecto, el anticapitalismo de los activistas nazis era tan radi-
cal que el líder del NSDAP de Munich, S.H. Sesselman, no dudó
en hacer esta profesión de fe: «Nosotros somos completamente de
izquierda y nuestras exigencias son más radicales que las de los bol-
cheviques [...]. Somos nacionalistas y wolkisch, nacionalistas, pero
no filo-capitalistas.»14 Sesselman tenía sus buenas razones para hacer
semejante declaración, ya que los famosos Veinte Puntos del Parti-
do nazi preveían la «eliminación de las ganancias sin trabajo y sin
fatiga», la estatalización de todas las empresas de carácter monopo-
lista (trusts)», la «reforma de la propiedad territorial [...] y la crea-
ción de una ley para expropiar sin indemnización terrenos emplea-
dos en fines útiles para la comunidad.»15 Todo bajo el lema acuñado
por Gottfried Feder: «Eliminación de la esclavitud del interés»,16 que,
como ha observado justamente Claude David, postulaba una «econo-
mía planificada y estatizada».17
El radicalismo de este programa estaba reforzado por el hecho de
que Hitler no se cansaba de reiterar que «el nacionalismo era contra-
rio a todo lo que existía»18 y que el Partido nazi era un «partido revolu-
cionario» cuyo objetivo era la «abolición del estado de cosas existente».19
Por su parte, Gregor Strasser lanzaba mensajes del siguiente tenor:

13. Cit. por L.L. Rimbotti, Il mito al potere, Edizioni del Settimo Sigillo, Roma
1992, p. 213. A la misma conclusión llegó, durante su permanencia en Alemania,
Simone Weil: «Toda la juventud (alemana), en todos o casi todos los estratos, está ani-
mada, después de la crisis que tan brutalmente la ha golpeado, privada de toda espe-
ranza, por un sentimiento de odio violento hacia el capitalismo, por una ardiente as-
piración hacia un régimen socialista.»
14. Cit. por F.L. Carsten, La genesi del fascismo, Baldini e Castoldi, Milán 1970,
p. 142.
15. Programma del partito tedesco dei lavoratori nazional-socialisti, en T. Buron y
P. Gauchon, I fascismi, Akropolis, Nápoles 1984, p. 100.
16. G. Feder, La propiedad privada, Wotan, Barcelona 1984, p. 14.
17. C. David, Hitler et le nazisme, PUF, París 1979, p. 42.
18. Tal era uno de los eslóganes del Partido nacionalsocialista, acuñado por el
propio Hitler.
19. A. Hitler, Mein Kampf, Gli Impubblicabili, Roma, s.f., p. 104.

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«La industria y la economía alemanas en manos del capital finan-


ciero internacional constituyen el final de toda posibilidad de creci-
miento [...]. Nosotros, jóvenes alemanes de la guerra, nosotros revo-
lucionarios nacionalsocialistas, desencadenamos la lucha contra el
capitalismo».20
Aún más radical, si cabe, es el anticapitalismo revolucionario de
Goebels: «El hombre es en cuanto revolucionario», anota en sus
Diarios. Y en las Cartas a los contemporáneos escribía: «Vosotros nos
llamaréis instrumentos de destrucción. Hijos de la revolución es el
nombre que nos hemos dado, vibrantes de entusiasmo. Hemos lle-
vado la revolución hasta el fondo. Nuestro principio es subvertir
todos los valores hasta el punto de que os asustaréis del radicalismo
de nuestras exigencias.»
Dadas estas premisas, se comprende por qué Goebbels llegó a
confesar que consideraba «horrible seguir dándose palos con los co-
munistas» y que sería preferible acabar sus propios días bajo el bol-
chevismo que seguir viviendo bajo la esclavitud impuesta por el
Capital. Por añadidura, escribió una carta abierta dirigida «a un
amigo de la izquierda» en la que enumeraba toda una serie de prin-
cipios y actitudes que nazismo y comunismo tenían en común, entre
ellos la convicción de la «necesidad de soluciones sociales», la aver-
sión hacia la burguesía y su «sistema mendaz», así como la «lucha
por la libertad» llevada a cabo por ambos partidos con «lealtad y
determinación». Lo cual le llevó a concluir así: «Vosotros y yo nos
combatimos sin ser enemigos, y de este modo no llegaremos nunca
a nuestro objetivo. Es posible que ahora nos una el peligro [...].»21

20. Cit. por M. Lattanzio, Introduzione a R. Dubail, L’ordine economico nazional-


socialista, Edizioni all’insegna del Veltro, Parma 1991, p. 12.
21. Cit. por J. Fest, Il volto del Terzo Reich, Garzanti, Milán 1977, pp. 142-143.
Sustancialmente idéntica es la actitud de Roehm respecto a los comunistas: «Muchas
cosas nos separan de los comunistas, pero nosotros respetamos la sinceridad de sus
convicciones y su voluntad de soportar sacrificios por su causa, y esto nos une a ellos»
(cit. por H. Arendt, The Origins of Totalitarianism, cit., p. 309). A la luz de tales de-
claraciones, no puede extrañar que en 1930 el líder marxista-leninista Heinz Neu-
mann se dirigiera a las masas nazis para que se unieran a las comunistas en la lucha
contra el Sistema (cfr. G.L. Mosse, Il razzismo in Europa, Laterza, Bari 1992, p. 201).

89
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Hay más. Goebbels llegó a sintetizar el programa de la revolución


nazi en un eslogan tomado de Rote Fahne (Bandera Roja): «El futu-
ro es la dictadura de la idea socialista del Estado.»22 Y en la revista
quincenal Nazionalsozialistische Briefe, órgano del ala nacional bolche-
vique del Partido nazi, dirigida por Otto Strasser, declaró sin medias
tintas: «Nosotros somos socialistas, [...] enemigos, adversarios jura-
dos del actual sistema económico capitalista con su explotación de
los económicamente débiles, con su desigualdad en los sueldos [...].
Nosotros estamos resueltos a destruir a toda costa este sistema.»23
A la luz de todo esto, no puede extrañar que el general Kurt von
Schleicher, después de juzgar el programa nazi «apenas diferente del
puro comunismo», describió en estos términos a los activistas del Par-
tido nazi: los «idealistas», los «desheredados materiales y espirituales»
y una «parte de gente que en el fondo de su corazón se siente comu-
nista» y que «ciertamente no es la más numerosa, pero que sin duda
es la más activa» y por tanto «la más temible».24 Tampoco puede ex-
trañar la siguiente constatación que hizo el ministro de la Reichswehr,
Wilhelm Groener: «No cabe la menor duda de que muchos perte-
necientes a las SA y a las SS eran en tiempos recientes militantes de
las organizaciones comunistas. El fin de éstas era y sigue siendo el
bolchevismo.»25

22. Cit. por H. Hoehne, L’Ordine Nero, Garzanti, Milán 1976, p. 47. Si Goebbels
recurría al arsenal ideológico de loa comunistas, éstos a su vez —como observó Si-
mone Weil en una carta de 1932 (Sulla Germania totalitaria, Adelphi, Milán 1990,
pp. 27-28)— sufrían la influencia del antisemitismo nazi.
23. Cit. por J. Fest, Hitler, Rizzoli, Milán 1991, p. 284.
24. Cit. por H.P. Fuchs, Dietro Weimar, Lede, Roma 1984, p. 73. Es muy signifi-
cativo que en 1934 Gustav Krupp formuló sobre las SS el mismo juicio que Schleicher:
«Quieren una especie de bolchevismo con botas pero sin cerebro que fascina a mucha
gente» (cit. por J. Marabini, La vita quotidiana a Berlino sotto Hitler, Rizzoli, Milán
1987, p. 61).
25. Cit. por P. Ayçoberry, La question nazi, Seuil, París 1981, p. 59. Téngase pre-
sente, además, que el propio Hitler reivindicó con orgullo la extracción de izquierda
de los militantes nazis de la primera hora: «Cuando la Falange encarcela a sus adver-
sarios, comete el mayor de los errores. ¿Acaso mi partido no ha estado compuesto en un
noventa por ciento de elementos de izquierda?» (Idee sul destino del mondo, Edizioni
Ar, Padova 1980, vol. I, p. 122).

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El hecho es que la Gran Guerra, con su traumático impacto,


generó una plétora de desarraigados llenos de resentimiento respec-
to al sistema y deseosos de eternizar los «valores de la trinchera».
Tales individuos —que encarnaban un tipo antropológico inédi-
to: el «reaccionario revolucionario»26— no aspiraban en absoluto a
defender el orden burgués, sino a derrocarlo desde sus fundamen-
tos. Y éstos siguieron a Hitler precisamente porque en él vieron el
«jefe genial» que interpretaba su vocación nihilista y les ofrecía la
única meta que podía satisfacerla plenamente: la «tabula rasa, la
vía libre para cualquier acción revolucionaria».27 El propio Hitler
nos ha dejado un identikit sumamente instructivo de quienes él
consideraba la «tropa fanática que luchaba por el triunfo de una
gran idea»: «Se trata de un grupo de elementos destructivos compues-
to por aquellos revolucionarios que en 1918 fueron sacudidos y
erradicados en su primitiva relación con el Estado, perdiendo así
todo apego a un ordenamiento social. Se convirtieron en revolu-
cionarios que profesan una revolución como fin en sí misma y
quisieran darle un estatus permanente... Hombres que, sin saber-
lo, han encontrado en el nihilismo su último credo. Incapaces de
toda colaboración real, resueltos a tomar posición contra todo or-
denamiento, llenos de odio contra toda autoridad, su inquietud y
desasosiego sólo encuentran satisfacción en la actividad revolucio-
naria concebida de modo permanente como destrucción de todo lo que
existe.»28
Es difícil imaginar cómo estos «hijos de la revolución» habrían
podido luchar para defender y apuntalar un orden en el que vivían
como desheredados materiales y espirituales y respecto al cual no
sentían más que odio y rencor.29 Ciertamente, el Partido nazi fue
financiado por algunos industriales dominados por el miedo al

26. J.P. Faye, Langages totalitaires, Hermann, París 1972, p. 91.


27. H. Rauschning, La rivoluzione del nichilismo, Armando, Roma 1994, p. 33.
28. A. Hitler, Obras completas, Julia, Barcelona s.f., vol. I, p. 244 y p. 246.
29. Tal era la aversión que la intelligentsia alemana sentía hacia la burguesía y sus
valores que Ernst Jung no dudó en declarar: «Es mejor ser un delicuente que un bur-
gués» (L’operaio, Longanesi, Milán 1981, p. x).

91
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

bolchevismo30 y deseosos de frenar a los sindicatos.31 Pero esto no


autoriza a concluir, como ha hecho Ernst Niekich, que la aspira-
ción constante de Hitler fuera «convertirse en el hombre de confian-
za de la gran burguesía, contra las masas que nutrían una confianza
ciega en él».32 Nada ni nadie habría podido condicionar a un hombre
como Hitler, que se percibía como un ser «providencial»,33 destina-
do a «sacar al mundo de quicio».34 Y mucho menos la burguesía plu-
tocrática, una clase a la que Hitler despreciaba por su vileza y que
consideraba estar destinada a ser barrida de la escena de la historia
mundial.35 Y además, los apoyos financieros de que pudo gozar el
movimiento nazi antes de la toma del poder no fueron realmente
abundantes,36 si es cierto, como lo es, que en 1932 Goebbels ano-
taba: «Es extraordinariamente difícil obtener dinero. Toda la gente
bien está con el gobierno [...]. La escasez de dinero se ha convertido
en nuestra enfermedad crónica. Carecemos de lo necesario para de-
sarrollar una campaña a lo grande.»37
No menos significativo es el testimonio del futuro jefe de pren-
sa del Tercer Reich, Otto Dietrich: «No puede decirse que el mundo

30. Un miedo que Hitler explotó con gran habilidad, poniendo a los industriales
ante la alternativa: «El comunismo o yo» (cit. por J. Monnerot, Sociologie de la Révo-
lution, Fayard, París 1969, p. 632).
31. Entre ellos, ocupó un lugar destacado Fritz Thyssen, quien sin embargo «vivió
para arrepentirse de su locura y para escribir sobre la misma un libro titulado Pagué
a Hitler» que publicó en el extranjero, a donde «huyó al estallar la guerra» (W.L. Shirer,
Storia del Terzo Reich, Einaudi, Turín 1990, vol. I, p. 222 y p. 408).
32. E. Niekisch, Il regno dei demoni, Feltrinelli, Milán 1959, p. 75. Aún más gro-
tesca es la tesis de Charles Bettelheim, según la cual Hitler «recibía las órdenes» de
Krupp (L’economia della Germania nazista, Mazzotta, Milán 1973, p. 35).
33. A. Hitler, Idee sul destino del mondo, cit., vol. II, p. 300.
34. H. Rauschning, Così parlò Hitler, Cosmopolita, Roma 1944, p. 142.
35. Hitler llegó a afirmar que «el secreto del éxito del nacionalsocialismo consis-
tía en haber reconocido el irrevocable final de la burguesía y de sus ideales políticos»
(H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., p. 100).
36. Lo mismo se debe decir respecto al Partido nacional fascista, como se despren-
de de la precisa documentación proporcionada por P. Melograni, Mussolini e gli in-
dustriali, Longanesi, Milán 1972, y R. Sarti, Fascism and Industrial Leadership, Univer-
sity of California Press, Berkeley 1971.
37. Cit. por W.L. Shirer, Storia del Terzo Reich, cit., vol. I, p. 268.

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de los negocios o la industria pesada financiaba la política de Hitler,


si bien a veces las secciones locales del partido recibieron cantida-
des más o menos importantes de los capitalistas simpatizantes. En
1932, el año decisivo, las grandes campañas de propaganda de Hitler
se financiaron únicamente gracias a las cuotas que se pagaban para
participar en las colosales manifestaciones.»38
El recelo de gran parte de los industriales respecto a Hitler es un
hecho difícil de negar39 y fácil de explicar. El objetivo de Hitler era
«el control de la economía: o sea, la subordinación de la economía
a la guía del Partido nacionalsocialista».40 Lo cual era claramente con-
trario a lo que siempre había sido la exigencia primaria de la burgue-
sía empresarial: la autonomía más completa de la vida económica
en el marco de leyes universales y fiables. Y, en efecto, la revolución
nacionalsocialista desembocó en la instauración de un Estado tota-
litario cuyos objetivos eran «el control total de la economía; el mando
total sobre las riquezas; la total dirección de los salarios, de la fuer-
za laboral, de los transportes, de la planificación».41 En palabras del
propio Hitler, «una economía nacional germánica que, aun reco-
nociendo el significado de la iniciativa privada, somete y subordi-
na toda la vida económica al interés común [...] venciendo la resis-
tencia de quienes no quieren subordinarse a la comunidad».42
Sin embargo, lo que Renzo De Felice ha llamado «la lógica de la
progresiva automatización del poder totalitario»43 encontró su com-
pleta expresión sólo cuando el Tercer Reich desencadenó la Segunda

38. Cit. por J. Billig, L’hitlerisme et le système concentrationnaire, PUF, París 1967,
p. 103.
39. «En conjunto —leemos en las Memorias de von Papen— los ambientes indus-
triales observaban una actitud distante; su reserva se manifestó claramente cuando
Hitler habló por primera vez en el Industrieklub de Dusseldorf» (cit. por J. Billig,
L’hitlerisme, cit., pp. 102-103). Conviene recordar que entre los industriales más rece-
losos figuraba precisamente aquel Gustav Krupp que, según la vulgata de la Tercera
Internacional, habría sido sin más el titiritero que movía las marionetas nazis.
40. H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., p. 164.
41. D. Schoenbaum, Hitler’s Social Revolution, Anchor Books, Nueva York 1967,
p. 113.
42. A. Hitler, Discorsi di guerra, Ronzon, Roma 1941, p. 223.
43. R. de Felice, Interpretazioni del fascismo, Laterza, Bari 1971, p. 274.

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Guerra Mundial, durante la cual los salarios, los precios y la asigna-


ción de los recursos se sustrajeron al mercado y «las empresas, en par-
ticular las grandes empresas, se deterioraron o prosperaron sólo en
directa proporción a su disponibilidad a colaborar».44 El resultado
fue que los imperativos de la movilización total produjeron la «subor-
dinación de la economía privada al sector estatal de la economía»45
y los industriales acabaron «siendo controlados y obligados a subordi-
nar su impulso a enriquecerse cada vez más a la exigencia del Esta-
do fascista».46
Y, sin embargo, en los años que siguieron inmediatamente a la
Machtergreifung (toma de poder), la política económica del Partido
nacionalsocialista no fue tan fiel a su vocación anticapitalista, sino
que, por el contrario, se atuvo a un criterio que el propio Hitler for-
muló así: «En principio, el gobierno no se ocupará de los intereses
económicos del pueblo alemán a través de la interposición de una
burocracia económica organizada estatalmente, sino mediante el más
enérgico estímulo a la iniciativa privada y en el reconocimiento de la
propiedad privada.»47
Esta autolimitación de la jurisdicción potestativa del Partido
desembocó en lo que Ernst Fraenkel llamó Doppelstaat: una singu-
lar combinación de ausencia total de garantías jurídicas en la esfera
político-cultural y de plena vigencia de las mismas en la esfera econó-
mica. Lo cual, en todo caso, no impidió al Tercer Reich someter «a
importantes limitaciones [...] el derecho a disponer libremente de
la propiedad y de los intereses del capital» y a «practicar una polí-
tica intervencionista particularmente intensa»48 que quitó a los em-
presarios «toda iniciativa, toda facultad de decidir y de elegir».49

44. D. Schoenbaum, Hitler’s Social Revolution, cit., p. 150.


45. K. Hildebrand, Il Terzo Reich, Laterza, Bari 1983, p. 200.
46. G.H.D. Cole, The Meaning of Marxism, The Michigan University Press, Ann
Arbor 1964, p. 147.
47. A. Hitler, Obras completas, cit., vol. I, p. 42.
48. E. Fraenkel, Il doppio Stato, Einaudi, Turín 1983, pp. 218-219. Cfr. también
de F. Neumann, Behemoth, Harper and Row, Nueva York 1963, pp. 282 y ss.
49. R. Aron, Machiavel et les tyrannies modernes, Fallois, París 1993, p. 171.

94
E L N A Z I S M O C O M O M OV I M I E N TO G N Ó S T I C O D E M A S A S

III

Mucho se ha discutido sobre el significado de la institucionalización


del «doble Estado». Gregorio de Yurre ha explicado la cuestión con
la tesis según la cual «el totalitarismo es antiliberal pero no antica-
pitalista».50 Daniel Guérin ha visto en él la consecuencia directa de
que el «capitalismo alemán en su conjunto fue padrino de bautismo
del Tercer Reich».51 Herbert Marcuse sentenció que la nueva forma
de dominio no fue otra cosa que la organización de la sociedad
correspondiente «al estadio monopolista del capitalismo».52 Kenneth
Organski interpreta la dictadura fascista como un «compromiso
sincrático» orientado a garantizar «a cada elite completa libertad en
el ámbito del propio sector económico y social».53 Finalmente, Zeev
Steruh piensa que puede afirmarse que «la revolución fascista se basa
en una economía regida por las leyes del mercado».54
Tales lecturas son insostenibles, pues eliminan del campo de
percepción un hecho de fundamental importancia, es decir que «la
revolución fascista se consideró una Tercera Fuerza que unificaba
tanto al marxismo materialista como al capitalismo financiero en
una época capitalista y materialista».55 Toda la cultura política de la
derecha radical fue, de cabo a rabo, una violenta reacción «contra
la burguesía y su modus vivendi».56 Ninguno de los valores y de las
instituciones del mundo moderno —la razón, el individualismo, la

50. G.R. de Yurre, Totalitarismo y egolatría, Aguilar, Madrid 1962, p. 811.


51. D. Guérin, Fascismo e Gran Capitale, Bertani, Verona 1979, p. 78.
52. H. Marcuse, Cultura e società, Einaudi, Turín 1969, p. 19.
53. A.F.K. Organski, Le forme dello sviluppo politico, Laterza, Bari 1970, p. 141.
54. Z. Sternhell, Nascita dell’ideologia fascista, Baldini y Castoldi, Milán 1993,
p. 14.
55. G.L. Mosse, Towards a General Theory of Fascism en G.L. Mosse (al cuidado
de), International Fascism, Sage, Londres 1979, p. 6. Y, en efecto, en 1936 Carl Schmitt
se complacía en indicar, entre las «numerosas concordancias espirituales» que ofre-
cían la Alemania nazi y la Italia fascista, «la común aversión... contra el bolchevismo
y el capitalismo» (L’unità del mondo, Antonio Pellicani, Roma 1994, p. 148).
56. G.L. Mosse, L’uomo e le masse nelle ideologie nazionaliste, Laterza, Bari 1982,
pp. 195-196.

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igualdad, el pacifismo, el Estado de derecho, la democracia parlamen-


taria, el espíritu adquisitivo, la autonomía de la economía, etc.— se
salvó de los ideólogos de la revolución fascista.57 Su aversión al capi-
talismo fue incluso más intensa que la que los mismos sentían res-
pecto al comunismo.
Es lo que se desprende de numerosas declaraciones,58 entre las
cuales baste recordar ésta de Julius Evola: «Si se entiende como una
rebelión contra la tiranía económica, contra el estado de cosas en
que lo que manda no es el individuo sino la cantidad de oro, el capi-
tal; en que la preocupación por las condiciones materiales de la exis-
tencia absorbe toda la existencia; si se entiende como búsqueda de
un equilibrio económico sobre cuya base puedan liberarse y desarro-
llarse formas diversas de vida no reducibles al plano material, si se
entiende de esta manera, y solamente así, podemos reconocer inclu-
so en el socialismo y en el mismo comunismo una función necesa-
ria y un futuro.»59
El hecho es que el «enemigo número uno de la revolución fascis-
ta», para emplear una fórmula del propio Evola, es la burguesía;60
ésta es el «cáncer» que hay que extirpar, si se quiere reconstituir «for-
mas de poder que, no basadas en la riqueza ni con ella justificadas,
mantienen sin embargo un dominio incondicionado sobre la riqueza

57. Cfr. Z. Sternhell, Né destra né sinistra, Akropolis, Nápoles 1984, y La droite


révolutionnaire, Seuil, París 1978; D. Settembrini, Fascismo, controrivoluzione imper-
fetta, Sansoni, Firenze 1978; E. Muller, Nazionalbolscevismo, Edizioni Barbarossa,
Saluzzo 1989; A.J. Gregor, L’ideologia del fascismo, Il Borghese, Roma 1974; E. Gen-
tile, Le origini dell’ideologia fascista, Laterza, Bari 1975; M. Bardèche, Che cosa è il
fascismo?, Volpe, Roma 1980.
58. Cfr. D. Rambaudi, Politica e argomentazione, Marzorati, Milán 1979.
59. J. Evola, Imperialismo pagano, Edizioni Ar, Padua 1978, p. 108.
60. Que el principal enemigo del fascismo era la burguesía lo declaró repetida-
mente en propio Mussolini: «He descubierto un enemigo, un enemigo de nuestro
régimen. Este enemigo se llama burguesía»; «Si cuando era socialista hubiera tenido
de la burguesía italiana un conocimiento no puramente teórico como el dictado por
la lectura de Carlos Marx, sino una verdadera noción física como tengo ahora, habría
hecho una revolución tan despiadada, que la del camarada Lenin habría sido en
comparación un juego inocente» (cit. por P. Melograni, «Destra e sinistra, come siete
invecchiate!», en Ideazione, 1995, n. 2, p. 61).

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misma y control en todos sus procesos».61 Una empresa que, para


poder llevarla a buen término, exige el derribo del anónimo domi-
nador de la sociedad burguesa: el dinero. Más aún: para que «la re-
volución (fascista) se realice realmente en el interior es necesario que
se derrumben los presupuestos capitalistas internacionales».62 Y así
es legítimo concluir que «entre la verdadera derecha y la derecha eco-
nómica no sólo no existe identidad, sino que más bien existe una
antítesis precisa»63 y que la propia «lucha contra el judío, contra el
Saujude, [...] se confunde, esencialmente, con la lucha contra la civi-
lización del mercado y del usurero».64
Así, pues, al contrario de la leyenda propalada por la literatura
marxleninista, fascismo y nazismo no fueron emanaciones del Gran
Capital,65 sino movimientos revolucionarios de masa resueltos a
aniquilar —las palabras son de uno de los más prestigiosos filóso-
fos del Tercer Reich— la «más deshonesta, cruel e indigna de todas
las formas (de poder): el poder del dinero».66 Y, sin embargo, tanto
el primero como el segundo protegieron la propiedad privada y no

61. J. Evola, Nazionalismo, germanesimo, nazismo, Melita, Génova 1989, p. 155.


62. U. Spirito, Guerra rivoluzionaria, Fondazione Ugo Spirito, Roma 1989, p.
69. Escrito en 1941 y enviado en forma mecanografiada a Mussolini, este ensayo
constituye un documento indispensable para entender la «vocación bolchevique» del
fascismo. En él, en efecto, Spirito afirmaba claramente que la segunda guerra mundial
no era sino el último acto del choque entre el «imperialismo capitalista» y la «nueva
civilización proletaria», que gracias a la «revolución fascista», triunfaría sobre el pla-
neta Tierra y acabaría con el «dominio de clase» de la burguesía y de todo lo que con
él estaba conexo, desde la autonomía de la economía a las libertades individuales.
63. J. Evola, Il fascismo visto dalla Destra, Volpe, Roma 1974, p. 7.
64. J. Evola, Il nuovo mito germanico del Terzo Reich, Editrice Il Corallo, Padua
1981, p. 39.
65. La literatura marxista más reciente ha rectificado la clásica teoría de la Tercera
Internacional, reconociendo la «relativa autonomía» de la política respecto a la econo-
mía, aunque sin renunciar a la idea de que el papel desempeñado por las dictaduras fas-
cistas fue, en conjunto, funcional para los intereses del Gran Capital. Cfr. E. Collotti,
La Germania nazista, Einaudi, Turín 1962; N. Poulantzas, Fascismo e dittatura, Jaca
Book, Milán 1971; R. Kuhnl, Due forme di dominio borghese: liberalismo e fascismo,
Feltrinelli, Milán 1973; A. Kuhn, Il sistema di potere fascista, Mondadori, Milán 1975.
66. A. Baeumler, Democrazia e nazionalsocialismo, Edizioni Lupa Capitolina,
Padua 1984, p. 28.

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L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

destruyeron las bases institucionales del capitalismo. Fueron, pues,


infieles a sí mismos o, al menos, a los programas elaborados por sus
ideólogos más radicales y consecuentes. Sucedió que Hitler, al igual
que Mussolini, cuando se adueñó del poder excluyó la solución radi-
cal —es decir la sustitución de la economía de mercado por la eco-
nomía de Estado— porque desde hacía tiempo había llegado a la
conclusión de que esa sustitución llevaría al colapso de la producción.
«El marxismo —escribió en Mein Kampf, demostrando así que había
comprendido la lección contenida en el experimento bolchevique67—
podría mil veces aceptarse y desarrollar bajo su dirección la actual
economía, sin que un eventual éxito del mismo demostrara nada con-
tra el hecho de que no sería capaz de crear, empleando su principio,
lo que hoy se ha creado y que él se apropia. Y que no es capaz de ello
lo ha demostrado el marxismo prácticamente. No supo crear en lugar
alguno una civilización o por lo menos una economía fecunda.»68
A la luz de estas palabras, el hecho de que Hitler se opusiera con
la mayor energía al programa colectivista de Otto Strasser69 no puede
interpretarse como un movimiento táctico para conseguir las simpa-
tías —y los apoyos financieros— de los grupos industriales, sino como
la lógica consecuencia de una convicción que nunca abandonó.70 La

67. También en esto Hitler fue precedido por Mussolini, quien ya desde finales
de 1918 se había convencido, observando atentamente los desarrollos de la Revolu-
ción de Octubre, del carácter «absolutamente pernicioso para la economía del colec-
tivismo global» (D. Settembrini, Fascismo, controrivoluzione imperfetta, cit., p. 93).
68. A. Hitler, Mein Kampf, cit., p. 98.
69. A Otto Strasser, que le preguntaba qué haría con las acererías Krupp cuando
llegara al poder, Hitler respondió irritado: «Naturalmente las dejaré como están. ¿Cree
que sería tan loco como para destruir la industria alemana?» (cit. por A. Bullock, Hitler,
Mondadori, Milán 1979, p. 89). Algunos años después volvió sobre el tema, argu-
mentando así: «El Estado no debe tomar en sus manos la economía privada porque se
produciría una espantosa burocratización, y por tanto la parálisis de los sectores afec-
tados. Por el contrario, el Estado debe promover en lo posible la iniciativa privada,
[...] reservándose el derecho a intervenir en cualquier momento [...] porque de otro
modo todo grupo privado pensaría exclusivamente a satisfacer sus propias aspiracio-
nes» (Conversazioni di Hitler a tavola, Longanesi, Milán 1970, p. 199 y p. 197).
70. Cfr. H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., pp. 163 ss.; A. Hitler, Idee sul des-
tino del mondo, cit., vol. II, pp. 318 ss.

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economía no tenía que ser estatizada completamente, pues ello signi-


ficaría destruirla: tal fue la razón fundamental que indujo a Hitler a
ser infiel a los 25 puntos que había redactado bajo la influencia de
Feder.71 Lo cual no le impidió subordinar, mediante una rígida plani-
ficación,72 la gran industria a la lógica de su Weltpolitik y llevar a cabo
una de las más radicales y devastadoras revoluciones de todos los tiem-
pos sobre la base del siguiente razonamiento: «Los individuos miran
fascinados una o dos cosas superficiales que les son familiares, como
la propiedad, la renta, el rango social y otros conceptos anticuados.
Mientras estas cosas sigan intactas, estarán contentos. Pero mientras
tanto no se dan cuenta de que han entrado en un nuevo sistema y de
que han sido atrapados por una poderosa fuerza social. Ellos mismos
se han hecho distintos. ¿Qué significa ya propiedad y renta frente a
esto? ¿Qué necesidad tenemos de socializar los bancos y las fábricas?
Nosotros socializamos los seres humanos.»73
Objetivo declarado: «Edificar un hombre nuevo, limpiado de
toda la inmundicia que las contaminaciones y los prejuicios de la
pretendida civilización le habían echado encima, curado de las defor-
maciones y restituido a la pureza de sus orígenes.»74

71. Conviene recordar que Feder, junto con Dietrich Eckart, Hans Frank y Rudolf
Hess, había militado en las filas de la Thule Gesellschaft, la secta fundada por Rudolf
von Sebottendorff que se proponía «acabar definitivamente con la gestión económica
militarista centrada en el beneficio y en la prevaricación usurocrática del Judío» (R.
Sebottendorff, Prima che Hitler venisse, Arktos,Turín 1987, p. 151).
72. Que era de tales dimensiones que indujo a Hitler a formular este juicio: «Po-
demos admirar sin reservas a Stalin. Es realmente alguien. Conoce a la perfeccióna
sus maestros, empezando por Gengis Khan. Sus planes económicos tienen una ampli-
tud que sólo nuestros planes cuatrienales los superan» (Idee sul destino del mondo, cit.,
vol. III, p. 511).
73. H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., p. 177. «El famoso igualitarismo hitle-
riano, a menudo mal entendido, consiste en dejar en lo posible intactas las viejas for-
mas, mientras éstas no se vean forzadas a caer, a disolverse automáticamente bajo el
impulso y la presión de la nueva realidad de hecho creada tras ellas legalmente» (D.
Cantimori, Note sul nazionalsocialismo, introducción a C. Schmitt, Principi politici del
nazionalsocialismo, Sansoni, Florencia 1935, p. 19).
74. A. de Chateaubriant, Il fascio delle forze, Akropolis, Florencia 1991, p. 58.

99
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

IV

En 1942 Hitler recordó así los primeros años de su lucha contra la


República de Weimar: «Desde el principio de mi actividad políti-
ca, me impuse la norma de no intentar conquistar la burguesía. Este
tipo de actitud política está marcado por el signo de la vileza. Orden
y tranquilidad son su preocupación exclusiva, y nosotros sabemos
en qué sentido hay que entenderla. He querido en cambio entusias-
mar al mundo obrero con mis ideas. Los primeros años de mi lucha
hicieron presión sobre este fin: conquistar al obrero para el Partido
nacionalsocialista.»75
En realidad, la propaganda hitleriana obtuvo significativos resul-
tados entre las masas obreras sólo cuando la ola de la crisis del 29
afectó, con efectos devastadores, a la economía alemana.76 El centro
de gravedad del Partido nacionalsocialista durante toda la década
de los treinta siguió siendo aquel conjunto de grupos sociales —pe-
queños empresarios, artesanos, agricultores, empleados e intelectua-
les77— que vivieron una angustiosa «crisis de abandono» en una so-
ciedad en que parecía que no había lugar para ellos, aplastados como
estaban entre la rueda de molino del trabajo organizado y la del ca-
pital organizado.78
Antes de la Gran Guerra, «el pequeño burgués podía sentirse
algo mejor que un obrero. Después de la revolución el prestigio de

75. A. Hitler, Idee sul destino del mondo, cit., vol. II, p. 361.
76. A pesar de ello, el Partido nacionalsocialista siguió siendo en conjunto un
«movimiento de clases medias y de la pequeña burguesía y reclutó su dirección en el
grupo de los plebeyos, es decir de la burguesía y las clases rurales más bajas, pero no
del proletariado industrial» (K.D. Bracher, La dittatura tedesca, il Mulino, Bolonia
1973, p. 368).
77. M.S. Lipset describe así el «elector tipo» del Partido nazi: «Un miembro de
la clase media, trabajador autónomo, protestante, que vive en su granja o en su peque-
ña comunidad y que antes había votado a un partido centrista o regional muy hostil
al poder y a la influencia del big business y del big labor» (Political Man, Anchor Books,
Nueva York 1963, pp. 148).
78. Cfr. D. Peukert, Storia sociale del Terzo Reich, Sansoni, Florencia 1989, pp.
83 y ss.; R. Saage, Interpretazioni del nazismo, Liguori, Nápoles 1979, pp. 103 ss.

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E L N A Z I S M O C O M O M OV I M I E N TO G N Ó S T I C O D E M A S A S

la clase obrera aumentó notablemente, y por consiguiente el pres-


tigio de la clase media disminuyó en proporción. No había ya nin-
guno a quien mirar de arriba abajo, un privilegio que siempre ha-
bía sido uno de los bienes más preciados de la vida de los pequeños
comerciantes y de otros como ellos. Además, incluso el último refu-
gio de la seguridad de la clase media, la familia, había sido destrui-
do. Los años de la posguerra habían sacudido en Alemana, acaso
más aún que en otros países, la autoridad del padre y la moralidad
de la vieja clase media [...]. La vieja generación de la clase media
inferior se volvía cada vez más amargada y resentida, pero de una ma-
nera pasiva; la generación joven aspiraba a la acción. Su situación
económica se agravaba por el hecho de que la base de una existen-
cia económica independiente, como la habían tenido sus padres, se
había perdido; el mercado profesional estaba saturado, y las posi-
bilidades de ganarse la vida siendo médicos o abogados eran esca-
sas. Los que habían combatido en la guerra sentían tener derecho
a una suerte mejor que la que se les ofrecía. Sobre todo muchos jó-
venes oficiales, que durante años se habían acostumbrado a mandar
y a ejercer el poder con toda naturalidad, no podían resignarse a la
idea de ser dependientes o representantes.»79
En una palabra: en el seno de la República de Weimar se había
formado un amplio «proletariado interno» dominado por lo que Gre-
gor Strasser llamaba el «afán anticapitalista»,80 que no era sino el de-
seo de recuperar aquel sentido de pertenecer a una comunidad nacio-
nal fuerte y prestigiosa que la derrota militar, la humillante paz de
Versalles y la crisis económica habían aniquilado y que el liberalis-
mo parecía constitutivamente incapaz de restablecer.81

79. E. Fromm, Fuga dalla libertà, Comunità, Milán 1968, pp. 175-176.
80. Cit. por K.D. Bracher, Il Novecento, secolo delle ideologie, Laterza, Bari 1985,
p. 148.
81. Típica al respecto es la sentencia de Moeller van den Bruck: «El liberalismo ha
minado sociedades. Ha destruido religiones. Ha aniquilado patrias. Ha sido la disolu-
ción de la humanidad» (cit. por A. Romualdi, Correnti politiche ed ideologiche della
destra tedesca dal 1918 al 1932, L’Italiano, Anzio 1981, p. 45). Sobre la misma longi-
tud de onda está la tesis de Carlo Costamagna: «El llamado pensamiento moderno acabó
perdiéndolo todo, con el sentido de la continuidad, incluso aquel sentido de la unidad

101
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

Por otra parte, mientras la anomia crecía y con ella la frustración


de los estamentos proletarizados y su «sentimiento de miedo por la
amenaza a los valores tradicionales»,82 la democracia liberal se perci-
bía como un modelo extranjero impuesto por extranjeros, tenden-
te a «transformar Alemania en una nación con fundamento y espí-
ritu a ella extraños».83 Era la propia identidad espiritual de la nación
alemana la que era agredida por el «odio y la envidia predatoria»84
de poderosas fuerzas internas e internacionales. Lo cual llevaba a
no pocos intelectuales a auspiciar una «revolución nacional» capaz
de liberar al pueblo alemán «del dominio material e ideológico de
Occidente».85
El resultado de esta interpretación conspirativa de la realidad fue
que el «pánico de estatus» se juntó con la crisis de identidad de Ale-
mania y ambas cosas dejaron «sacudidas, entontecidas y humilladas
a las clases medias de la sociedad alemana».86
Hubo más. Entre los intelectuales socialmente marginados y psi-
cológicamente alienados se manifestó un auténtico «síndrome de
catástrofe», basado, de manera típica, en el histérico, obsesivo miedo
a un inminente cataclismo que arrollaría a la nación, amenazando
a su propia existencia física.87 Alemania se percibió como un país
asediado por perversos enemigos que pretendían su aniquilación.
Tales «enemigos externos» —el capitalismo financiero internacio-
nal judío, la Francia plutocrática, la Rusia bolchevique — podían
contar con la acción disgregadora de numerosos y solapados «enemi-
gos internos» —los partidos marxistas, los «traidores de noviembre»

que había constituido, en las anteriores fases de la historia, el esfuerzo constante del
conocimiento» (Dottrina del fascismo, La Tavola Rotonda, Roma 1982, p. 8).
82. T. Parsons, Alcuni aspetti sociologici dei movimenti fascisti, en Sistema politico
e struttura sociale, Giuffrè, Roma 1975, p. 128.
83. T. Mann, Considerazioni di un impolitico, De Donato, Bari 1967, p. 137.
84. O. Spengler, La rigenerazione del Reich, Ar, Padua 1992, p. 123.
85. E. von Solomon, I proscritti, Edizioni all’insegna del Veltro, Parma 1979, p. 84.
86. H.D. Lasswell, La psicologia dell’hitlerismo come reazione delle classi medie infe-
riori a uno stato prolungato di insicurezza, en Potere, politica e personalità, UTET, Turín
1975, p. 729.
87. J.M. Rhodes, The Hitler Movement, cit., pp. 30-38.

102
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y naturalmente, omnipresentes, los judíos—, que no descansarían


hasta que el pueblo alemán estuviera totalmente sometido o fuera
exterminado.
En este contexto psicológico profundamente alterado, en el que
centenares de miles de individuos sentían su destino personal y el
de su propio país como irremediablemente marcados, apareció la
extraordinaria personalidad mediática de Hitler. Sus miedos y obse-
siones le permitieron identificarse totalmente con el drama de sus
compatriotas y transformarse en el taumatúrgico terapeuta de su
angustia ontológica. Cuando afirmaba que «se estaba produciendo
un gigantesco proceso de aniquilación del Volk y de la Madre patria»,
o cuando juzgaba el Tratado de Versalles como una «sentencia de
muerte para Alemania como Estado independiente y como Volk»,
o cuando, finalmente, escribía que «el pueblo alemán es asaltado
por un atajo de enemigos hambrientos de botín, en el interior y en
el exterior»,88 no hacía otra cosa que gritar un miedo obsesivo
ampliamente extendido, presente en todas las clases, y particular-
mente intenso entre la pequeña burguesía proletarizada, o amena-
zada de serlo,89 que había acumulado un sordo rencor respecto al
sistema.
En sus discursos había los «mismos motivos que en los discur-
sos de cualquier orador de derecha: el mismo desprecio por la demo-
cracia parlamentaria y la misma llamada retórica al espíritu de 1914,
cuando todas las clases —así se decía— habían cerrado filas y se ha-
bían convertido en una única nación. Lo que hacía que Hitler fuera
irresistible, lo que distinguía su partido de los demás partidos de

88. A. Hitler, Il libro segreto, Longanesi, Milán 1962, p. 87.


89. Observa Pierre Ayçoberry que muy probablemente «lo que favoreció al nazis-
mo entre las clases medias no fue la erradicación real, sino el miedo (a la misma)»
(La question nazi, cit., p. 219). De ello Hitler era plenamente consciente. Tanto que
en Mein Kampf elogió al alcalde de Viena Karl Lueger porque «consideraba tarea
principal de su actividad política saber atraerse aquellas clases sociales cuya existen-
cia estaba amenazada». No es, pues, extraño que la propaganda nazi tuviera notable
éxito en las «comunidades homogéneas y caracterizadas por un fuerte sentimiento
de solidaridad» (R. Heberle, From Democracy to Nazism, Ferting, Nueva York 1970,
p. 122).

103
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

derecha, no eran sólo los elementos más externos —la actividad fre-
nética, las marchas interminables, las aglomeraciones de masas y la
incesante propaganda, que ciertamente eran importantes para con-
quistar los votos—, sino sobre todo la irreductible voluntad de victo-
ria, el fanatismo y la entrega incondicionada a la causa que el Führer
y todos sus secuaces eran capaces de transmitir a su público.»90
Más precisamente, era el pathos apocalíptico y el anuncio mesiá-
nico de un Redentor los que hacían involucrantes y arrolladores los
mensajes que Hitler dirigía a hombres dominados por un angustio-
so sentido de inseguridad, y por tanto menesterosos de una fe que
les diera la fuerza de afrontar una crisis que vivían como una catás-
trofe histórica. «El público —escribía un observador refiriéndose a
un mitin de Hitler— estaba colgado de sus labios conteniendo la
respiración. Este hombre expresaba sus pensamientos, sus senti-
mientos, sus esperanzas: había nacido un nuevo profeta; muchos ya
veían en él un nuevo Jesucristo que acabaría con sus penas, que los
conduciría a la tierra de promisión con solo seguirle.»91
Hitler, en efecto, en un clima de éxtasis colectivo, les decía que
ciertamente había una vía de salvación: el aniquilamiento de todas
aquellas pérfidas potencias que conspiraban para humillar, sojuz-
gar y destruir al pueblo alemán. Además, su programa de «conver-
gencia anticapitalista y nacionalista» —según la definición de Rudolf
Hilferding92— le permitía «estar al mismo tiempo en el campo de

90. W. Carr, Hitler, Liguori, Nápoles 1985, p. 26.


91. Cit. por P.H. Merkl, Political Violence under the Swastika, Princeton Univer-
sity Press, Princeton 1949, p. 236. Idéntica en esencia es la descripción que Otto
Strasser hizo de la «mágica» relación que Hitler instauraba con su auditorio: «Hitler
respondió a las vibraciones del corazón humano con la sensibilidad de un sismógra-
fo [...] que lo pone en grado con una seguridad que ninguna facultad consciente
podría alcanzar, de actuar como el altavoz que proclama abiertamente los deseos más
secretos, los sufrimientos y las frustraciones íntimas de toda una nación» (cit. por
W.L. Langer, Psicanalisi di Hitler, Garzanti, Milán 1973, p. 253).
92. Cit. por G.E. Rusconi, La crisi di Weimar, Einaudi, Turín 1977, p. 475. Pare-
cida es la tesis de Wilhelm Reich: «Sin la promesa de combatir al Gran Capital Hitler
jamás habría ganado para su causa los estratos de la clase media. Estos le ayudaron a
vencer porque estaban contra il Gran Capital» (Psicologia di massa del fascismo, Monda-
dori, Milán 1974, p. 51).

104
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la revolución y en el de la contrarrevolución»93 y por tanto atraer


bajo la cruz gamada tanto al electorado de izquierda como al de
derecha.
Durante un decenio el Partido nacionalsocialista fue, más que un
partido, una secta de activistas reclutados de entre los «intelectua-
les alienados de la vieja sociedad»94 y por tanto llenos de odio y
rencor contra el Sistema. Luego, casi de golpe, este «pequeño grupo
de gente frustrada y desarraigada, al margen de la clase media, in-
capaz de aceptar la derrota militar y la nueva situación política, fue
transformado, por el derrumbe casi total del sistema capitalista, en
un movimiento de masas».95
La producción industrial cayó alrededor del 58% de su nivel de
1928-29 y los parados superaron los seis millones. La consecuen-
cia inmediata fue que vino a formarse una gigantesca masa dispues-
ta a incendiar todo lo que hallara por delante. Lo que Hitler había
pronosticado y auspiciado —la incapacidad de la democracia libe-
ral para sacar de la crisis a la nación alemana— se estaba materiali-
zando. Millones de «hombres anónimos», llenos de ansiedad ante
su futuro y dominados por la pesadilla del finis Germaniae, se di-
rigieron a él como al «portador de la verdad» y el «guía que condu-
cía a la salvación».96 Y así, el extravagante e histérico jefe de una
minoría de «fanáticos del Apocalipsis» se convirtió en el líder caris-
mático de un formidable movimiento de masas animado por la des-
piadada determinación de aniquilar a todos los enemigos del resur-
gimiento de la nación alemana.

93. A. Rosenberg, Storia della Repubblica di Weimar, Sansoni, Florencia 1972,


p. 215. Es particularmente iluminador lo que declararon en 1932 algunos obreros
nazis, que con anterioridad habían militado en el partido socialdemócrata: «Nosotros
seguimos siendo los mismos. Pero vosotros socialdemócratas sois demasiado len-
tos. Adolf (Hitler) es más rápido. Y si él nos traiciona, lo abandonaremos» (cit. por
S. Tchakhotine, Le viol des foules par la propagande politique, Gallimard, París 1992,
p. 347).
94. D. Lerner, The Nazi Elite, en H.D. Lasswell y D. Lerner (al cuidado de) World
Revolutionary Elites, The M.I.T. Press, Cambridge, Mass. 1965, p. 203.
95. W. Carr, Hitler, cit., p. 25.
96. L. Cavalli, Carisma e tirannide nel secolo XX, il Mulino, Bolonia 1982, p. 69.

105
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«Hijo del miedo» ha definido al fascismo Hugh Trevor-Roper.97 Y,


en efecto, el arrollador dinamismo y la inquietante agresividad que
el movimiento hitleriano manifestó serían inexplicables si no se tu-
viera en cuenta el pánico colectivo que se apoderó de las clases medias
ante la perspectiva de un deterioro de clase social,98 ante la amena-
za que constituía la presencia de un partido que había enarbolado
la bandera de la revolución bolchevique y ante la degradación de Ale-
mania al rango de «nación proletaria». Todo un mundo —el mundo
de la Tradición y de la Gemeinschaft— se estaba desmoronando, y
la propia Alemania, asediada como estaba por poderosos enemigos
externos e intoxicada por la presencia activa de venenos espiritua-
les como el liberalismo y el marxismo, «estaba en peligro».99 Así, por
lo menos, vivieron la «crisis de Weimar» millones de alemanes. A
los cuales Hitler —típico «gran simplificador»100— se dirigió con un
diagnóstico-terapia que resultó irresistible porque indicaba el mé-
todo para extirpar las raíces de su alienación y devolver a Alemania
el prestigio internacional que le correspondía en derecho.
La etiología hitleriana de la alienación del pueblo alemán y de
los mortales peligros que le amenazaban se basaba en un supuesto
vivido como una certeza: el proceso de degeneración y de degrada-
ción del mundo había que imputarlo a una «potencia satánica»101
—el judaísmo omnipotente— cuyas manifestaciones principales

97. H.R. Trevor-Roper, Il fenomeno del fascismo, en S.J. Woolf (al cuidado de),
Il fascismo in Europa, Laterza, Bari 1973, p. 32. Pero también hijo de aquella «tenden-
cia histórica que pretendía regenerar la historia (Wagner), dinamitarla (Nietzsche) y
precisamente para abrirla en dos, que pretendía [...] ser advenimiento de un nuevo
origen de historia, que proyectaba un Reich milenario, que en todas sus formas polí-
ticas quería crear un hombre nuevo» (G. Locchi, L’essenza del fascismo, Edizioni del
Tridente, Castelnuovo Magra 1981, p. 64).
98. Cfr. W.S. Allen, Come si diventa nazisti, Einaudi, Turín 1994, pp. 273 ss.
99. O. Spengler, Anni decisivi, Ciarrapico, Roma s.f., p. 23.
100. «Tengo el don de la simplificación», solía decir Hitler a sus más estrechos
colaboradores.
101. A. Hitler, Discorsi di guerra, cit., p. 151.

106
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—el capital financiero internacional y el bolchevismo— sólo en


apariencia eran enemigos una de otra; en realidad ambos tenían el
mismo fin: «la aniquilación de Alemania».
«La doctrina marxista —se lee en Mein Kampf— es el extracto,
la quintaesencia de la mentalidad vigente. Ya por este motivo es im-
posible, mejor dicho ridícula, toda lucha de nuestro llamado burgués
contra ella, ya que incluso este mundo burgués está impregnado de
todos aquellos venenos y tiene una concepción del mundo que sólo
por grados y por personas se distingue de la marxista. El mundo
burgués es marxista, pero cree en la posibilidad de la dominación de
determinados grupos humanos (burguesía), mientras que el propio
marxismo tiende a poner metódicamente al mundo en manos del
judaísmo.»102
De ahí que el programa nacionalsocialista pudiera resumirse en
una sola frase: «eliminar a los judíos».103 Cuando se extirpara el «cán-
cer judío», el pueblo alemán, purificado y redimido, resurgiría a una
nueva vida.
La perspectiva trazada por Hitler era emocionante. Tremendos
eran los males, materiales y morales, que afligían a Alemania, y for-
midables los enemigos que le asediaban por todas partes. Pero tanto
unos como otros podían ser eliminados con tal de que el pueblo
alemán respondiera positivamente a la llamada revolucionaria a las
armas del Partido nacionalsocialista y tomara conciencia de que una
«concepción del mundo repleta de infernal intolerancia podría ser
quebrada por otra animada e impulsada por un espíritu igual, por
una igual fuerza de voluntad, por una idea que fuera pura y total-
mente verdadera».104
Esta Weltanschauung tenía que proclamar la «propia infalibili-
dad» y producir, una vez inculcada de manera indeleble [...] la faná-
tica convicción del buen derecho y de la fuerza de la propia causa,
un «ejército de soldados de partido» totalmente entregados a ella.105

102. A. Hitler, Mein Kampf, cit., p. 15.


103. Ivi, p. 104.
104. Ivi, p. 106.
105. Ivi, pp. 108-109.

107
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Luchar, pues, con todos los medios y con la implacable determina-


ción que sólo una «fe fanática» podía suscitar contra la Gegenrasse
hasta su aniquilamiento final: sólo con esta taxativa condición po-
dría la nación alemana «acabar con la amenaza de su extirpación de
Europa».106
Un mensaje de tal naturaleza se presentaba como una contra-
gnosis: a la Weltanschauung marxista, centrada en la guerra mortal
entre las clases, Hitler contraponía una Weltanschauung centrada en
la guerra mortal entre las razas. Pero la puesta en juego era la misma:
el destino de la humanidad. Con una diferencia de fundamental
importancia: que era Alemania, y no ya Rusia, el lugar en que este
destino se decidiría, al ser el pueblo alemán la Herrenrasse, el que
aniquilaría a la «hidra mundial judía».107
El léxico de Hitler, como el de Lenin, estaba lleno de expresio-
nes tomadas en préstamo de la parasitología: el mundo era un «panta-
no en putrefacción», poblado de «inmundos insectos nocivos», que
tenían que ser eliminados a través de una «lucha exterminadora».
De suerte que el Partido nacionalsocialista se concebía como un
agente de purificación de lo existente que debía actuar con la mayor
crueldad, pues sólo había un modo de impedir la degradación y la
degeneración del pueblo destinado a liberar a la humanidad de la
«corrupción judía»: «tomar el mal en la raíz y extirparlo completa-
mente».108
Así concebido, el judaísmo no era ni una raza en sentido bioló-
gico ni una religión; era un principio metafísico, cabalmente el prin-
cipio del Mal, la «fuerza oscura» que se insinuaba por doquier para
corromperlo todo. Nada más lejos de la Gnosis hitleriana que la
teoría naturalista de las razas. Es lo que se desprende con toda clari-
dad de una precisión que el propio Hitler sintió la necesidad de
hacer en uno de sus últimos discursos: «Nosotros hablamos de raza
judía por comodidad de lenguaje, ya que no existe, en sentido propio

106. Ivi, p. 315.


107. Ivi, p. 325.
108. De un discurso pronunciado por Hitler el 6 de abril de 1920 (cit. por E.
Jaeckel, La concezione del mondo di Hitler, Longanesi, Milán 1972, p. 69).

108
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y desde el punto de vista genético, una raza judía. Existe sin embar-
go una realidad de hecho a la que, sin la menor duda, se pueda atri-
buir esa cualificación y que, además, es admitida por los propios he-
breos. Se trata de la existencia de un grupo humano espiritualmente
homogéneo al que los hebreos del mundo entero tienen consciencia
de pertenecer, sea cual fuera el país del que, desde la óptica adminis-
trativa, son ciudadanos. Por tanto no se trata en absoluto —aunque
la religión hebrea les sirve a veces de pretexto— de una comunidad
religiosa ni de un vínculo constituido por la pertenencia a una reli-
gión común. La raza hebrea es ante todo una raza interior.»109
Esta raza presenta los siguientes rasgos constitutivos: «es el gusa-
no en el cuerpo en descomposición; [...] es una pestilencia peor que
la muerte negra de otro tiempo; [...] el eterno hongo que prospera
en todas las grietas de la humanidad; [...] la araña que lentamente
empieza a chupar por los poros la sangre del pueblo; [...] una horda
de ratas que se atacan salvajemente unas a otras; [...] parásitos del
cuerpo de otros pueblos.»110
A esta visión fóbica del Enemigo Absoluto y de sus mil diabóli-
cas encarnaciones Hitler permaneció fiel durante toda su vida y de
ella dedujo, con inexorable coherencia, el imperativo categórico de
liberar al mundo de la «raza interior» que le corrompía y contra la cual
era preciso luchar con todos los medios y a toda costa.
«El descubrimiento del virus judío se declaró a finales de febre-
ro de 1942 y es una de las mayores revoluciones que jamás se hayan
hecho en el mundo. La lucha que nosotros pilotamos es del mismo
tipo que la que iniciaron, en el siglo pasado, Pasteur y Koch. ¡Cuán-
tas enfermedades hay que atribuir al virus judío!... ¡Recuperaremos
salud sólo a condición de eliminar al hebreo!»111 El cual, por su parte,
tenía como principal objetivo la aniquilación del pueblo alemán,
como resultaba con total evidencia de la política de exterminio que
había practicado en la Rusia bolchevique. Aquí «las clases superiores
rusas y también la intelligentsia nacional rusa habían sido asesinadas

109. A. Hitler, Ultimi discorsi, cit., p. 51.


110. Cit. por E. Jaeckel, La concezione del mondo di Hitler, cit., p. 83.
111. Cit. por J. Fest, Hitler, cit., p. 260.

109
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y completamente eliminadas entre sufrimientos y atrocidades in-


humanas. El número total de las víctimas de esta lucha judía por la
hegemonía en Rusia ascendía a 28 ó 30 millones de muertos», lo
cual convertía al experimento bolchevique en el «más atroz delito de
todos los tiempos contra la humanidad».112
De todo esto se derivaba la convicción de que el fin apocalípti-
co estaba próximo —«este mundo ha llegado a su fin», era una de
las frases más recurrentes en los discursos de Hitler— y que había
una sola chance de salvación: una catarsis radical y total, concebida
como una medida de legítima defensa113 gracias a la cual la huma-
nidad —más precisamente, su parte privilegiada: el pueblo alemán,
encarnación perfecta de la Herrenrasse 114— saldría del tiempo de la
corrupción universal y emprendería el camino que la llevaría a libe-
rarse progresivamente de todas las limitaciones que en el pasado la
habían envilecido y degradado. Entonces surgiría una nueva huma-
nidad biológica y espiritualmente regenerada.
«La creación —confió Hitler a Hermann Rauschning— aún no
está terminada, al menos en lo que respecta al hombre. Desde el
punto de vista biológico, el hombre ha llegado netamente a un cam-
bio sustancial. Empieza a perfilarse una nueva variedad de hombre.
Una mutación, en sentido científico. Por consiguiente, el tipo exis-
tente de hombre está pasando inevitablemente al estado biológico

112. A. Hitler, Il libro segreto, cit., p. 310. A la luz de estas palabras es difícil no estar
de acuerdo con Ernst Nolte cuando afirma que el Holocausto fue una respuesta al
Gulag soviético (Nazionalsocialismo e bolscevismo, Sansoni, Florencia 1988).
113. En 1936 una conferencia standard para las unidades SS divulgó el siguiente
comunicado: «El judío es un parásito. Donde prospera, los pueblos mueren. Desde los
siglos más remotos hasta nuestros días el judío ha literalmente matado y exterminado,
apenas tenía fuerza para ello, a todos los pueblos que le recibieron. Eliminar al judío de
nuestra sociedad es un acto de legítima defensa» (de H. Hoene, L’Ordine Nuovo, cit.,
p. 220).
114. La cual no coincidía con la raza ariana entendida biológicamente. Tanto es
así que E. Staele en 1935 creyó oportuno hacer esta precisión: «Quien permanece fuera
del Estado nacional-socialista o resiste es de raza inferior, aunque tenga una comple-
xión longilínea, el cráneo alargado y el pelo rubio» (cit. por J.J. Walter, Les machines
totalitaires, Denoel, París 1982, p. 137). En una palabra: los únicos arios auténticos
eran quienes se identificaban sin reserva con el nazismo.

110
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de atrofia. El viejo tipo de hombre tendrá sólo una existencia empo-


brecida. Toda la energía creativa se concentrará en el nuevo tipo.
Ambos tipos se diferenciarán rápidamente uno de otro. Uno de-
caerá y formará una raza sub-humana, y el otro se elevará muy por
encima del hombre actual. Ambas especies se podrán llamar el
hombre-Dios y el animal-masa [...]. El hombre debe ser superado.
Nietzsche intuyó algo por el estilo, es cierto, pero sólo a su modo.
Llegó a reconocer el superhombre como una variedad biológica,
pero no estaba demasiado seguro de ello. El hombre se estaba con-
virtiendo en Dios: éste es el hecho puro y simple. El Hombre es Dios
en formación. El hombre debe tender constantemente a superar sus
limitaciones.»115 Y añadió: «¿Comprendéis ahora la profundidad de
nuestro movimiento nacionalsocialista? ¿Puede haber algo más gran-
de y de mayor alcance? Quienes en el nacionalsocialismo ven tan sólo
un movimiento político, demuestran que han comprendido un poco.
Es también algo más que una religión: es la voluntad de crear de nuevo
al género humano.»116
En efecto, con el movimiento nacionalsocialista había nacido una
nueva religión informada por la hübris de la Especie, animada típi-
camente por el proyecto de refundar el estatuto ontológico del mun-
do, extirpando, despiadadamente, las raíces del Mal y destruyendo
el orden existente hasta la última piedra. Una religión antitética a
la bolchevique y sin embargo animada por la furia pantoclástica.
Hasta el punto de que Hitler no dudó en declarar: «Yo no soy sólo
el vencedor del marxismo, sino también su realizador: o sea, de
aquella parte de él que es esencial y está justificada, despojada del
dogma hebraico-talmúdico [...]. El nacionalsocialismo es lo que el
marxismo habría podido ser si hubiera conseguido romper sus lazos
absurdos y superficiales con un orden democrático [...]. Una doctri-
na de redención, basada en la ciencia, que posee todos los requisi-
tos para conquistar el poder»117 y re-plasmar ab imis lo existente
para regenerarlo.

115. H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., pp. 224-225.


116. Ivi, p. 225.
117. Ivi, cit., pp. 170-171.

111
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VI

Todo eso convirtió al nacionalsocialismo en un «bolchevismo an-


ti-bolchevique»118 decidido a aniquilar al marxismo adoptando su
espíritu, sus esquemas organizativos y sus métodos de lucha.119 To-
talmente lógico fue el resultado que brotó cuando el Partido na-
cionalsocialista terminó su ciclópea labor de reestructuración de la
sociedad alemana: un «convento militarizado» bajo el mando de un
jefe carismático en cuyas manos se concentraba todo el poder tempo-
ral y espiritual y cuyo objetivo era «una revolución total» destinada
a modificar, a la luz de la Weltanschauung nacionalista, «todos los
aspectos de la vida pública [...], las relaciones recíprocas entre los
hombres, sus relaciones con el Estado, y las relativas a los problemas
de la existencia».120 De este modo, «cayó todo el mundo ideal libe-
ral-democrático»121 y con él el pluralismo político-ideológico, el
Estado de derecho y las libertades individuales, y el Tercer Reich
asumió los rasgos típicos del Moloch totalitario.122 Es necesario «mo-
delar a los hombres hasta que se conviertan en nuestros alma y cuer-
po —declaró Goebbels en plena vigencia de la Gleischschaltung—

118. Clarificadora es la declaración que en 1934 hizo Alfred Rosenberg: el presu-


puesto de la victoria del nacionalsocialismo fue «la demolición radical de todas las
ideas y de todos los pensamientos del movimiento marxista-democrático [...] A toda
tesis del marxismo nosotros opusimos una tesis contraria» (cit. por E. Nolte, Dopo il
comunismo, Sansoni, Firenze 1992, p. 24).
119. El 17 de febrero de 1934, en una entrevista concedida a Ward Price del Daily
Mail, Hitler declaró que su estrategia se basaba en un principio muy simple: «Tomar
lo mejor de los adversarios, ganarles en su propio terreno» (cit. por E.B. Wheaton, Le
origini del nazismo, Vallecchi, Florencia 1973, p. 377).
120. Así Goebbels en un discurso de noviembre de 1933 (cit. por L. Richard,
Nazismo e cultura, Garzanti, Milán 1982, p. 22). No menos instructiva es su defini-
ción de la nauraleza «socialista» de la ética nazi: «Ser socialista significa someter el Yo
al Tú; socialismo significa sacrificar la personalidad individual al Todo» (cit. por B.
Horvat, Political Economy of Socialism, Sharpe, Armonk 1982, p. 38). Por eso el movi-
miento nazi se gloriaba de haber acabado con el Ichzeit —la era del yo individualis-
ta— y de haber inaugurado la era del Wirzeit la era del Nosotros comunitario.
121. C. Schmitt, Principi politici del nazionalsocialismo, cit., p. 176.
122. Cfr. L. Pellicani, Rivoluzione e totalitarismo, Marco, Lungro di Cosenza 2004.

112
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y que nosotros creemos estructuras en cuyo ámbito pueda desarro-


llarse la existencia completa del individuo. Todas las actividades y
necesidades del individuo estarán por consiguiente reguladas por la
colectividad, representada por el Partido. No más libre albedrío, no
hay ya ámbitos aislados en los que el individuo se pertenece sólo a
sí mismo [...]. La época de la felicidad aislada ha pasado; para nosotros
la sustituirá una felicidad colectiva [...]. Es lo que sólo las primeras
colectividades cristianas pudieron experimentar con la misma inten-
sidad; y también éstas sacrificaban la felicidad del individuo en
nombre de la superior felicidad en el seno de la comunidad.»123
Por consiguiente, toda distinción entre Estado, sociedad e indi-
viduo vino a desaparecer, «legitimando la penetración en la esfera
privada de los individuos, en cualquier momento, de los tentácu-
los del Leviatán».124 «Los lazos con la tradición —podía leerse en
un “informe confidencial” de principios de 1935— debían ser elimi-
nados. Nuevas formas totalmente inéditas, ningún derecho indivi-
dual.»125 El objetivo declarado: «purificar» el Volk promoviendo
«una implacable lucha de restauración contra los elementos residua-
les de la descomposición».126 La sociedad alemana tenía que ser re-
construida desde sus fundamentos; y esto imponía institucionali-
zar una auténtica guerra de aniquilación, puesto que —como solía
reiterar Goebbels— hacer una revolución significaba «destruir un
mundo viejo y construir otro nuevo»; de modo que «para tener una
nueva creación era preciso destruirlo todo, hasta la última piedra».127
De este modo Alemania emprendió el camino que la llevaría a
encarnar la negación más completa y radical de los valores y de las ins-
tituciones de la civilización moderna, hasta convertirse en una «autén-
tica alternativa» en el seno de Europa.

123. Cit. por J. Fest, Hitler, cit., p. 513.


124. N. Frei, Lo Stato nazista, Laterza, Bari 1992, p. 143.
125. Cit. por D. Fisichella, Totalitarismo, La Nuova Italia Scientifica, Roma 1987,
p. 75.
126. A. Hitler, Discorsi sull’arte nazionalsocialista, Edizioni di Ar, Padua 1976,
p. 48.
127. Cit. por J.M. Rhodes, The Hitler Movement, cit., p. 105.

113
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Por lo demás, Hitler había sido meridianamente claro sobre las


formas que adoptaría el Estado en caso de que su partido llegara al
poder. «El nacionalsocialismo —escribió en Mein Kampf— debe
exigir el derecho a imponer sus principios dentro de la nación alema-
na»128 y también especificó la estrategia que adoptaría para «adue-
ñarse» interna y completamente de Alemania: la ocupación de los
«centros nerviosos del futuro Estado»129 por parte de «centenares de
miles de fanáticos combatientes por la concepción del mundo (nacio-
nalsocialista)».130 En una palabra: la doctrina que anunciaba la reden-
ción del pueblo alemán mediante la movilización permanente contra
sus enemigos tenía que convertirse en «la única confesión imperan-
te en el Reich»131 y nada ni nadie tenía que escapar a su acción plas-
madora.
Nació el Estado de la Gnosis racista, estructurado a imagen y se-
mejanza del Estado de la Gnosis clasista, y nació igualmente, en con-
traposición al culto idolátrico al Proletariado, el culto idolátrico al
Volk, tendente a transformar a Alemania en una «casa de Dios»132
animada por la «fe vigorosa y heroica, en un Dios inmanente en la
naturaleza, en un Dios inmanente en la razón misma, indiscernible
en el destino y en la sangre»133 del pueblo alemán. Había empezado
una «nueva época»: la época de la «creación de un nuevo tipo de hom-
bre»,134 concebida como una «empresa divina» que desembocaría en
la instauración de un «Reino milenario».135
Un proyecto de tal naturaleza, desde el punto de vista de la teo-
logía cristiana, tiene un nombre preciso: satanismo. Y un corolario

128. A. Hitler, Mein Kampf, cit., p. 252.


129. Ivi, p. 259.
130. Ivi, p. 212.
131. A. Rosenberg, El mito del siglo 20, Wotan, Barcelona 1992, p. 390.
132. La fórmula es de Goebbels, al que también se debe la siguiente definición
del nacionalsocialismo: una «religión en el sentido más místico y profundo de la pala-
bra» (cit. por I. Golomstock, Arte totalitaria, Leonardo, Milán 1990, p. 323).
133. H. Rauschning, Così parlò Hitler, p. 47.
134. A. Hitler, Discorsi sull’arte nazionalsocialista, cit., p. 45.
135. Así se expresó Hitler en una entrevista concedida a R. Breiting (cit. por E.
Calic, Hitler senza maschera, Sansoni, Florencia 1969, p. 50).

114
E L N A Z I S M O C O M O M OV I M I E N TO G N Ó S T I C O D E M A S A S

igualmente preciso: la política se convierte en una praxis demiúr-


gica orientada a remodelar el mundo y a borrar todo límite para pro-
ducir lo que Goebbels solía llamar el «milagro de lo imposible».136
Consiguientemente, la historia se convierte en un grandioso drama
cósmico en cuyo centro está la guerra escatológica entre los «hombres
de Dios y los hombres de Satanás»,137 entre los hijos de la Luz y las
potencias de las Tinieblas. Hitler, Mesías de la Redención nacional,
se hace garante del pacto que liga al «Dios alemán»138 con su pueblo
elegido en virtud de lo cual él es considerado «el portador de la vo-
luntad del Pueblo, y no sólo el jefe del Partido o del Estado. Él es
la expresión única, la encarnación visible de la humanidad cerrada
cuyos deseos, necesidades y objetivos sólo él conoce. Él posee el
Pueblo, pues él mismo está poseído por el espíritu racial de la comu-
nidad germánica; al pacto entre Pueblo y Führer, base del Führerprin-
zip, responde, en efecto, en el plano de la magia, el pacto que convier-
te al Führer en medium del Dios supremo de los Alemanes.»139
De este modo venía a cumplirse el «milagro» de la cancelación
de la impotencia del hombre frente a la realidad a través de lo que
J.J. Walter llamó la «ocupación usurpadora del Trono de Dios».140
La omnipotencia del Führer era la omnipotencia del Volk y vice-
versa. Nada ni nadie habría podido parar a la tribu totémica que em-
prendía «la senda de la guerra para conquistar y confirmar su propia
vida en la muerte de los demás»,141 puesto que estaba formada por
«hombres libres que sentían que Dios estaba en ellos».142 Así, pues,
esta tribu era invencible e inmortal e, identificándose con ella, todos
los alemanes podían sentirse como transfigurados y situados por
encima de la banalidad y de las miserias de la vida cotidiana. Además,

136. Cit. por W. Carr, Hitler, cit., p. 22.


137. H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., p. 220.
138. L. von Mises, Omnipotent Government, Arlington, New Rochelle 1969, p. 237.
139. R. Alleau, Le origini occulte del nazismo, Edizioni Mediterranee, Roma 1989,
p. 175. Cfr. también G. Galli, Hitler e il nazismo magico, Rizzoli, Milán 1989 y J.M.
Angebert, Hitler et la tradition cathare, Laffont, París 1971.
140. J.J. Walter, Les machines totalitaires, cit., p. 163.
141. E. Nolte, I tre volti del fascismo, cit., p. 573.
142. H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., p. 48.

115
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

«la aspiración moral estaba integrada y dominada por la convicción


de ser los portadores de una singular misión: es decir por el sentimien-
to de estar implicados en un choque de dimensiones apocalípticas,
de obedecer a una ley superior, de ser los agentes de una idea; en una
palabra, de responder a las imágenes y a los imperativos de una con-
ciencia propiamente metafísica».143
Para comprender la fascinación hipnótica de la religión nacional-
socialista y de la nueva Ecclesia militans que la encarnaba hay que
tener siempre presente la tremenda desorientación existencial en
que vivieron los alemanes durante la «crisis de Weimar» y que tuvo
en Franz Matzke uno de sus intérpretes más auténticos y penetran-
tes. «Los apoyos han sido retirados —leemos en su libro Jugend
Bekennt: So sind Wir!, publicado en 1930—, los vínculos se han
disuelto, las fuerzas han sido privadas de sus objetos: hemos sido
abandonados en el vacío, en la plena relatividad [...]. Nos sentimos
en un mundo duro, sin apoyos y sin guías [...]. Nos sentimos una
raza solitaria, aunque formamos una masa, pero no según la sole-
dad de ayer. Aquélla llevaba en sí algo de doloroso, de desesperado,
de romántico, mientras que la soledad para nosotros es un estado
completamente natural. Estamos libres de toda vanidad por nues-
tro Yo; mejor dicho, muy raramente pensamos en nuestro Yo: nos
asociamos de buena gana, no somos egoístas, aceptamos jerarquías
como las generaciones que nos precedieron, actuamos, y sin embar-
go nos sentimos solos, sentimos que en lo profundo no estamos
unidos por ningún puente, que tal lazo se ha roto, que como extra-
ños, como viajeros en este mundo, aunque el itinerario es el mismo,
incluso ante las cosas que amamos: nuestra tierra, nuestros amigos,
nuestras mujeres [...]. Al individualismo como teoría y religión del
Yo —el que tanto apreciaron los que nos precedieron— nos senti-
mos totalmente ajenos: no nos habla ya en modo alguno [...]. Todas
las religiones nos parecen dignas, pero todas se han convertido para
nosotros en algo ajeno, al igual que los grandes sistemas metafísi-
cos [...]. No nos sentimos ya bajo la mirada de un Padre, sino en la

143. J. Fest, Hitler, cit., p. 466.

116
E L N A Z I S M O C O M O M OV I M I E N TO G N Ó S T I C O D E M A S A S

desnuda tierra. Nada en nosotros nos habla ya de Dios, ni la alegría,


ni el dolor. Hemos perdido a Dios y la fe en él, perdido en el senti-
do literal de la palabra.»144
Pues bien, a estos «desheredados espirituales», condenados a vivir
en un mundo en el que «todo espacio para la divinidad estaba cerra-
do»,145 el nacionalsocialismo ofrecía una fe, precisamente la fe en el
«carácter inexorable de la misión espiritual que obligaba y apremia-
ba al destino del pueblo alemán a forjar su propia historia».146 Lo
cual no podía menos de «desembocar en la divinización del Volk y
de su infalible guía carismática».147 De donde la imposibilidad de
una convivencia duradera entre el nazismo y el cristianismo. El que
Hitler llamaba el «Evangelio del hombre libre, del hombre que es
dueño de la vida y de la muerte [...] del magnífico hombre-Dios,
dueño de sí mismo»,148 no era sino una nueva versión del mito gnós-
tico del Salvador-Salvado, el cual no podía menos de tender a «su-
perar poco a poco la concepción de la Iglesia mediante una labor
de iluminación espiritual para hacer que la Iglesia muriera de muerte

144. Cit. por J. Evola, Saggi di dottrina politica, I Dioscuri, Génova 1989, pp.
191, 194 y 197.
145. M. Heidegger, L’autoaffermazione della università tedesca, Il Melangolo,
Génova 1988, p. 52.
146. Ivi, p. 17. «Nuestro servicio divino —escribió un periodista nazi durante un
congreso del Partido nacional-socialista— consiste en reconducir a cada uno a los orí-
genes, a las Madres. Es realmente un servicio de Dios» (cit. por A. Camus, L’uomo en
rivolta, Bompiani, Milán 1981, p. 202).
147. Hans Frank dijo que Hitler era «semejante a Dios»; Robert Ley le conside-
ró «infalible»; Schulz, uno de los jefes de la SS, lo consideró superior a Jesucristo; Ru-
dolf Hess lo describió como un individuo que «obedecía a una vocación superior»;
finalmente, un documento oficial del Partido declaró solemnemente: «Todos nosotros
aquí creemos en Adolf Hitler, nuestro Führer... y (afirmamos) que el nacionalsocia-
lismo es la única fe que conduce el pueblo a la salvación.»
148. H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., p. 41 y p. 230. A la luz de estas pala-
bras, no puede extrañar que Alfred Rosenberg definiera como «luciferina» la inspi-
ración profunda del nacionalsocialismo y que en Der Mythus des XX. Jahrhunderts
llegara a formular este «demencial» teorema: «Yo soy causa de mí mismo... Con mi
nacimiento nacieron también todas las cosas, yo soy al mismo tiempo mi propia causa
y la causa de la totalidad de las cosas. Y si yo lo quisiera, ni yo ni ninguna otra cosa
existiría. Pero si yo no existiera, tampoco Dios podría existir.»

117
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

indolora».149 Exactamente como en la Rusia comunista, y por las mis-


mas razones de principio —una Gnosis apocalíptica, ex definizione,
no puede tolerar la presencia de otros mensajes de salvación—, en
la Alemania nazi no había lugar para una religión alternativa a la
del Estado-Partido; el cual «reivindicaba en el campo de la opinión
pública el mismo lugar que ocupaba la Iglesia romana en el mundo
de la fe».150 En una palabra, había nacido «una nueva religión, cuyas
raíces, al igual que las de toda religión y fe, no se limitaban a penetrar
en el subconsciente, sino que llegaban más dentro, hasta convertirse
en todo un modo de existir».151
Es cierto que a los ideólogos nazis les gustaba llamar «cristianis-
mo positivo» a la doctrina en cuyo nombre el Tercer Reich proclama-
ba ser un «Estado proyectado a la eternidad».152 Pero tras esta expre-
sión intencionadamente ambigua se ocultaba el proyecto de quebrar
«total y definitivamente» la influencia de las iglesias cristianas, que
«se nutrían de la ignorancia de los hombres», para sustituirla por la
Weltanschauung nacionalsocialista, basada en «fundamentos cientí-
ficos».153 De modo que no puede sorprendernos el hecho de que el
ex-nazi Alex Emmerich escribiera en 1937 que «la nueva fe alemana
no se diferenciaba de la profesión de fe de los ateos rusos más que en
esto: estos últimos proponían a su pueblo como única la fe redento-
ra, el comunismo y Lenin, en lugar del nacionalsocialismo de Hitler».154
Lo cual era exactamente lo que Adriano Tilgher, en un ensayo tan

149. A. Hitler, Conversazioni a tavola, cit., p. 247.


150. N. Frei, Lo Stato nazista, cit., p. 234.
151. G.L. Mosse, Le origini culturali del Terzo Reich, Il Saggiatore, Milán 1968,
p. 447. Es la misma tesis de Nicholas Goodrick-Clarke: «La cruzada nazi fue en efec-
to esencialmente religiosa en su adopción de creencias y fantasías apocalípticas que
comprendían una Nueva Jerusalén [...] y la destrucción de las milicias satánicas en
un lago de fuego» (Le radici occulte del nazismo, SugarCo, Milán 1992, p. 291).
152. A. Hitler, Discorsi sull’arte nazionalsocialista, cit., p. 21. A Hitler le gustaba
también invocar a Dios, pero su Dios no era en absoluto el Dios de la tradición cris-
tiana, sino una entidad que él identificaba «con las leyes de broce de la Naturaleza»
(C.W. Cassinelli, Total Revolution, Clio Books, Santa Barbara 1985, p. 17).
153. De una circular estrictamente reservada de Martin Bormann, en W. Hofer
(al cuidado de), Il nazionalsocialismo, Feltrinelli, Milán 1964, pp. 126-127.
154. Cit. por P. Ayçoberry, La question nazi, cit., p. 60.

118
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breve como penetrante, sostenía en 1935: «Es la primera vez que


desde hace dieciséis siglos surge en Europa un amplio movimiento
que niega de plano todos los valores y todas las posiciones del Cris-
tianismo y que sin embargo se presenta como una religión, y lo es
de hecho, porque la Raza es para él no un concepto científico, no una
abstracción filosófica, sino una experiencia vivida en el plano de la
adoración religiosa.»155

VII

En 1937, Hermann Rauschning publicó La revolución del nihilismo,


donde formuló una tesis sumamente radical. Según él, el nacional-
socialismo era un movimiento revolucionario guiado por una elite
de catilinarios «sin doctrina, que querían el poder por el poder»;156
por tanto, todo lo contrario de cuanto habían sostenido Emmerich
y Tilgher. Rauschning reconocía que en la revolución nazi la ideo-
logía tenía un papel importante, pero sólo como instrumento de agi-
tación permanente y de justificación de una política cuyo fin era la
completa desorganización de la sociedad capitalista-burguesa para
dominarla mejor.
Ahora bien, no hay duda de que en el Partido nacionalsocialis-
ta militaron innumerables aventureros totalmente carentes de prin-
cipios y exclusivamente dominados «por el afán de conquistar el
mundo»;157 pero también militaron auténticos «fanáticos del Apoca-
lipsis» —los hermanos Strasser, Goebbels, Rosenberg, Himmler,
Hess, Bormann y muchos más—, que vivieron la Weltanschauung
nacionalsocialista como una fe y una mística y que vieron en Hitler
el Redentor del Volk y «la verdad en persona».158 Es cierto que éstos

155. A. Tilgher, Mistiche nuove e mistiche antiche, Bardi, Roma 1946, p. 102.
156. H. Rauschning, La rivoluzione del nichilismo, cit., p. 39.
157. T. Geiger, Società di massa e democrazia, en Saggi sulla società industriale, UTET,
Turín 1970, p. 301.
158. J. Goebbels, Il Führer, en W. Hofer (al cuidado de), Il Nazionalsocialismo,
cit., p. 225.

119
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pisotearon todos los principios morales de la tradición occidental


y actuaron con espeluznante crueldad. Pero, con frecuencia si no siem-
pre, lo hicieron guiados por una doctrina que a sus ojos tenía todas
las características de una Gnosis apocalíptica que, en nombre de la edi-
ficación del Milenio, exigía y legitimaba el exterminio de los agentes
de la corrupción.
Ciertamente los agitadores nazis atrajeron bajo el símbolo de la
cruz gamada a las «masas atomizadas» utilizando demagógicamen-
te la retórica antisemita, gracias a la cual pudieron indicar en el ju-
dío al chivo expiatorio que había que sacrificar sobre el altar de la
«salvación nacional». Pero igualmente cierto es que no concibieron
esa retórica en términos puramente instrumentales, como lo de-
muestra el hecho de que, contra toda racionalidad económica y/o
estratégica, planificaron el holocausto. «Haber sustraído al frente
oriental, donde había una necesidad desesperada, los medios de trans-
porte usados en esta operación completamente inútil parece un
acto de locura, no menor que haber privado a Alemania de una fuer-
za de trabajo que habría podido contribuir al esfuerzo bélico de
país.»159
Pero era una locura que tenía su propia lógica: una locura que
descendía directamente de la Gnosis hitleriana, toda ella domina-
da —mejor, obsesionada— por la idea del saneamiento del mundo.160
Si los nazis —o al menos sus jefes supremos, empezando por Hitler—
hubieran instaurado con la doctrina racista una relación puramen-
te instrumental, como pensaba Rauschning, jamás habrían decidi-
do la «solución final».161 La cual —nunca se repetirá bastante— era,
desde el punto de vista económico y militar, totalmente insensata.

159. W. Carr, Hitler, cit., p. 118.


160. Hasta el punto de que Hitler concluyó su Testamento con les siguientes pa-
labras: «Sobre todo, vinculo los jefes de la Nación y su séquito a la rígida observancia
de las leyes raciales y a la despiadada resistencia al envenenador de los pueblos: el ju-
daísmo internacional.»
161. «Yo no veo más que una conclusión, desarmante: la causa del genocidio fue
el odio obsesivo de un pequeño grupo de hombres, que llegaron al poder con el favor
de una crisis nacional y social» (R. Aron, Esiste-t-il un mystère nazi?, en Commentaire,
1979).

120
E L N A Z I S M O C O M O M OV I M I E N TO G N Ó S T I C O D E M A S A S

Pero es evidente que una doctrina en la que la aversión respecto


al «judío eterno» se lleva hasta la necesidad del genocidio, no es una
mera construcción intelectual, sino la proyección ideológica de un
miedo paranoico de monstruosas proporciones162 y de un «hübrís-
tico» deseo de «alcanzar la meta de la inmortalidad bajo los restos
del Gran Redentor».163 Es un hecho que Hitler consiguió inyectar su
odio sin medida por los judíos en el Estado alemán hasta el punto
de que éste se convirtió en la «institucionalización del sadismo»,164
mejor dicho, de la necrofilia.165 De modo que no es en absoluto ar-
bitrario definir como «Culto de la Muerte» la ideología del Tercer
Reich.
La enormidad de la «solución final» era tal que Hitler cubrió el
asunto con el mayor secreto. Sólo una minoría de fieles estuvo, en
un primer tiempo, al corriente del plan que habría podido llevar a
la erradicación del «cáncer judío».166 Lo cual, por lo demás, estaba
perfectamente en armonía con la naturaleza gnóstica de la Welt-
anschauung hitleriana. Una soteriología es siempre, de alguna ma-
nera, una «doctrina secreta», en el sentido al menos de que pocos
pueden entender su significado profundo. Exige la creación de un
especial aparato de selección y de socialización para forjar la aristo-
cracia espiritual a la que confiar una doble misión: proteger la doc-
trina de toda adulteración y realizar todas las operaciones necesarias
para el cumplimiento del programa de purificación.
De esto Hitler fue plenamente consciente. Recorriendo el ca-
mino trazado por Lenin, así describe en Mein Kampf el «partido de

162. Cfr. G. Mendel, La rivolta contro il padre, Vallecchi, Florencia 1973, pp.
203 e ss.
163. W.L. Langer, Psicanalisi di Hitler, cit., p. 202.
164. L. Poliakov, Les totalitarismes du XX siècle, Fayard, París 1987, pp. 241-242.
165. «El sádico exige la rendición incondicionada; sólo el necrófico pretendería
también el aniquilamiento» (E. Fromm, Anatomia dell’aggressività umana, Monda-
dori, Milán 1975, p. 506).
166. Cfr. G. Fleming, Hitler and the Final Solution, University of California Press,
Berkeley 1984; R. Breitman, Himmler, Mondadori, Milán 1992; L. Poliakov, Brèviai-
re de la haine, Editions Complexe, Bruxelles 1986; D. Rousset, L’univers concentra-
tionnaire, Editions de Minuit, París 1993.

121
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

nuevo cuño» que la idea nacionalsocialista necesitaba para triun-


far: «Puesto que la difusión de una doctrina debe poseer una espi-
na dorsal, la doctrina debe tener una sólida organización. La orga-
nización extrae a sus miembros de la masa de adeptos ganados con
la propaganda [...]. Cuanto más grande y revolucionaria es una idea,
tanto más activista será el grupo de sus miembros, ya que a la descon-
certante fuerza de la doctrina va siempre ligado un peligro para sus
defensores, peligro apropiado para mantener alejados de la propia
doctrina a los temperamentos mezquinos y tímidos [...]. Pero preci-
samente por esto la organización de una idea revolucionaria retie-
ne, como miembros, sólo a los más activistas entre los adeptos gana-
dos por la propaganda.»167 En una palabra, la doctrina revolucionaria,
incluso cuando se convierte en doctrina de masa, tiene que seguir
siendo patrimonio exclusivo de una minoría de «soldados políticos»
organizada como una «máquina de guerra» dispuesta para emplear-
se en «hacer añicos sin piedad el frente enemigo».168
Ahora bien, semejante militia,169 en su doble función de «guar-
dia armada» de la revolución y de «elite portadora en grado eminen-
te de la Idea»,170 es algo más que un partido; mejor dicho, no es en
absoluto un partido, sino una Orden. Y, en efecto, como tal fue
concebido por los nazis el núcleo armado del Partido nacionalso-
cialista: la Schutzstaffel, que tristemente pasó a la historia con el
nombre de SS. El equipo de protección de la dictadura del Führer
—que uno de sus jefes, Dieter Wisliceny, consideraba un «nuevo
tipo de secta religiosa con formas y costumbres propias»— fue estruc-
turado por Himmler a la luz de los «principios de la Compañía de
Jesús»:171 en ellos, aquel que Hitler solía llamar «mi Ignacio de Loyo-
la», habría encontrado «lo que a él le parecía el elemento central de

167. A. Hitler, Mein Kampf, cit., pp. 258-259.


168. J. Goebbels, La conquista di Berlino, Edizioni Ar, Padua 1978, pp. 30-31.
169. Nada mejor que el partido concebido como una militia —en el sentido
específico de Sigmund Neumann— revela la naturaleza profunda y radicalmente
anti-burguesa del nazismo, cuyo objetivo declarado fue restaurar la primacía de la
guerra sobre la economía y subordinarlo todo a la lógica marcial.
170. J. Evola, Il Fascismo visto dalla Destra, cit., p. 55.
171. L. Sakharov, Radiografia di un mito, Roma 1972, p. 104.

122
E L N A Z I S M O C O M O M OV I M I E N TO G N Ó S T I C O D E M A S A S

la mentalidad de toda Orden, la doctrina de la obediencia, el culto


a la organización».172 Dos cosas que, combinadas, eran indispensa-
bles para asegurar que la vanguardia revolucionaria del movimien-
to nacionalsocialista fuera lo que Hitler había auspiciado en 1934:
«Inmutable en su doctrina, dura como el acero en su organización,
dúctil y capaz de adaptarse en su táctica [...] y como una Orden en
su aspecto global.»173
Así —con total naturalidad, dado el carácter gnóstico-apoca-
líptico del nazismo—, el Tercer Reich se convirtió en el «Estado de
las SS».174 Sólo los miembros de la Orden Negra estaban conve-
nientemente equipados para «combatir por la realización de la Idea
nacionalsocialista con las armas en la mano».175 Y sólo ellos, por
tanto, podían llevar a cabo, mediante la práctica del exterminio de
masas,176 la Empresa para la que había nacido el movimiento nazi:
luchar contra las «plutocracias en que una esmirriada camarilla de
capitalistas domina a las masas»177 e «impedir la bolchevización judía
del mundo»,178 aniquilando los «focos de insurrección» y mostrando
«también a los demás pueblos el camino de la salvación de la huma-
nidad aria».179

172. H. Hoene, L’Ordine Nero, cit., p. 97. La guardia armada de la revolución


nacionalsocialista —declaró Hitler a Rauschning— «debe ser una Orden, la orden
jerárquica de un clero secular [...] He aprendido sobre todo de los jesuitas. Respecto
a esto, Lenin hizo lo mismo, si no recuerdo mal» (Così parlò Hitler, cit., pp. 218-220).
173. Cit. por J. Billig, L’hitlerisme, cit., p. 160.
174. E. Kogon, L’Etat SS, PUF, París 1971.
175. Así rezaba el Libro organizativo del Partito nazi (cit. por Lord Russell, Il fla-
gello della Svastica, Feltrinelli, Milán 1991, p. 22).
176. Cfr. M. Burleigh y W. Wippermann, Lo Stato razziale, Rizzoli, Milán 1992,
pp. 85 ss.
177. A. Hitler, Discorsi di guerra, cit., p. 137.
178. A. Hitler, Mein Kampf, cit., p. 355. «Tras Stalin está el programa judío de
la dictadura del proletariado, programa que presupone la eliminación de los sistemas
de dominio actuales por obra del proletariado y luego la llegada al poder de una mino-
ría sustancialmente judía, ya que el proletariado no posee la capacidad de gobernar»
(Conversazioni di Hitler a tavola, cit., p. 98).
179. A. Hitler, Mein Kampf, cit., p. 328.

123
Capítulo cuarto
El fascismo, bolchevismo imperfecto

Mussolini no es más que la caricatura de Lenin.


KARL KAUTSKY

El fascismo aspira a acercarnos al régimen ruso también


en el terreno económico, mediante la concentración de
todos los poderes, económicos y políticos, en manos
del jefe del Estado.
SIMONE WEIL

Cuando en 1978 se publicó Fascismo, controrivoluzione imperfetta,1


apenas se habían apagado las violentas reacciones suscitadas por la
famosa Intervista sul fascismo, en la que Renzo De Felice osó afirmar
que el fascismo había sido un «fenómeno revolucionario» y una «ma-
nifestación del totalitarismo de izquierda».2 Como era lógico que su-
cediera, también Domenico Settembrini fue acusado de revaluar el
fascismo, pues al insistir sobre su naturaleza revolucionaria, ofrecía
—así se expresó, en las columnas del Messaggero, Paolo Alatri—
«una interpretación que le restituía una patente de nobleza». El
propio Alatri no dudó en escribir que el libro de Settembrini cumplía

1. D. Settembrini, Fascismo, controrivoluzione imperfetta, Sansoni, Florencia 1978


(nueva edición: Seam, Roma 2001).
2. R. de Felice, Intervista sul fascismo Laterza, Bari 1998, p. 40 y p. 105.

125
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

todos los requisitos para convertirse nada menos que en la «Biblia de


los neo-fascistas» (sic). Una sentencia —la de Alatri— que sonaba
como un auténtico anatema. Por otra parte, ¿qué otra interpretación
cabía hacer? En los años Setenta, seguía campando por sus respetos
el terrorismo ideológico de la llamada «izquierda de clase», para la
que la revolución era una palabra sacrosanta, que no podía ni debía
emplearse para connotar un movimiento como el fascismo, sobre el
que la Tercera Internacional había emitido el juicio histórico-políti-
co definitivo: «la dictadura abiertamente terrorista de los elementos
reaccionarios más chovinistas e imperialistas del Capital financiero».3
De modo que la lectura de Settembrini era una lectura del fenóme-
no fascista inaceptable; mejor dicho, intolerable, ya que afectaba en
su base a la teoría según la cual el movimiento creado por Mussolini
era una emanación fisiológica del capitalismo y la ideología fascista
«la lógica coronación de la dictadura de la burguesía»:4 Una teoría de
vital importancia para el Partido comunista italiano: en efecto, gra-
cias a ella, los comunistas podían afirmar que eran los únicos autén-
ticos antifascistas en cuanto aspiraban a destruir la base estructural
—el capitalismo— que había producido el fascismo y que tendía, por
su objetiva lógica de desarrollo, a reproducirlo.
Es cierto que la opinión de Settembrini sobre la naturaleza del
fascismo era decididamente negativa; pero más negativo aún era su
opinión sobre el bolchevismo. La carga revolucionaria del bolche-
vismo y su vocación totalitaria eran tales que constituían —tal era
la conclusión de su análisis— la más terrible de las amenazas para
la civilización liberal, frente a la cual la revolución fascista no podía
menos de resultar un mal menor.5 En efecto, el fascismo-régimen

3. La versión más sofisticada de la interpretación del fascismo decretada por la


Internacional Comunista sigue siendo la de N. Poulantzas, Fascismo e dittatura, Jaca
Book, Milán 1971.
4. P. Togliatti, A proposito del fascismo, en Opere scelte, Editori Riuniti, Roma 1974,
p. 75.
5. Conviene recordar que medio siglo antes Salvemini había llegado a la misma
conclusión que Settembrini. En una carta enviada a finales de 1926 a Zanotti Bianco,
afirmaba que «si los dejamos hacer» los extremistas rojos crearán un «fascismo peor
que el de Mussolini».

126
E L FA S C I S M O , B O LC H EV I S M O I M PE R F E C TO

—nacido del compromiso mussoliniano con la Monarquía, la Igle-


sia y el Capital— institucionalizó una «larga NEP» (Nueva políti-
ca económica) y, precisamente por esto, los italianos no tuvieron que
padecer las atrocidades que, en el mismo periodo de tiempo, tuvie-
ron que soportar los rusos. Sufrieron, sin embargo, la propaganda
antiburguesa y anticapitalista del Régimen. De donde el fenóme-
no —sólo aparentemente paradójico, pero en realidad perfectamen-
te lógico— del repentino cambio de muchos jóvenes fascistas bajo
las banderas del comunismo, el único movimiento capaz de satis-
facer su pasión revolucionaria y su odio contra la burguesía y el capi-
talismo, del que habían sido alimentados en el seno de las organi-
zaciones del Partido Nacional Fascista.6 Es cierto que estos jóvenes,
una vez dado el salto del PNF al PCI, no perdieron ocasión de decla-
rarse enemigos jurados del fascismo. Pero esto no modificó lo más
mínimo la sustancia de la cosa; es decir que, al transformarse en «in-
telectuales orgánicos», no hicieron sino continuar con otro nombre
la guerrilla intelectual emprendida por el fascismo contra la civili-
zación liberal y su encarnación máxima, Norteamérica. Obnubila-
dos por la toma de masivas dosis de opio ideológico, estaban inmer-
sos en la más absoluta «falsa conciencia»: creían, ciegos y sordos frente
a la realidad, que luchaban por la máxima expansión de la democra-
cia y la libertad; en cambio luchaban para realizar una revolución
todavía más totalitaria que la fascista. En efecto, si efectivamente el
ideal del totalitarismo es el «Estado omni-comprensivo, es decir el
Estado al que ninguna esfera de la actividad humana le es ajena»,7
entonces hay que llegar inevitablemente a la conclusión de que la
única revolución que merece la cualificación de totalitaria ha sido
la comunista. Para el comunismo, «en el campo de la economía, todo
es derecho público, y no privado»;8 de donde el programa de exten-
der la intervención del Estado a las relaciones de derecho privado;
de extender el derecho del Estado a abrogar los contratos privados; de

6. Cfr. P. Neglie, Fratelli in camicia nera, il Mulino, Bolonia 1996; P. Buchignani,


Fascisti rossi, Mondadori, Milán 1998.
7. N. Bobbio, Teoria generale della politica, Einaudi, Turín 1999, p. 109.
8. Lenin, Opere complete, Editori Riuniti, Roma 1955 ss., vol. XLV, p. 487.

127
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

adaptar a las relaciones jurídicas civiles no el corpus juris romani sino


la conciencia jurídica revolucionaria».9 Meta final: la aniquilación
de lo que Nikolay Bujarin —recordando la lección leniniana— solía
definir como el «principal enemigo del comunismo» —la «espon-
taneidad pequeño-burguesa, capilarmente extendida»10— y la crea-
ción de una sociedad civil estatal».11
Frente a semejante revolución, encaminada a absorber íntegra-
mente la sociedad civil en las estructuras de dominio del Estado-
Partido, la revolución fascista —a pesar de que Mussolini procla-
mara que el Estado fascista era un «Estado totalitario», que reivindicaba
«para sí también el campo de la economía»12— era una pálida imita-
ción; y lo era precisamente porque no había abolido la propiedad
privada y el mercado. Y sin embargo, a lo largo de todo el Veinte-
nio, el Partido nacional fascista siguió cultivando en su seno la idea
de que la meta final de la revolución fascista no podía ser sino la
superación del capitalismo y la creación de un sistema económico
regido por una «mente suprema» —el órgano planificador, intér-
prete único de la «voluntad de la Nación»13—, gracias a la cual «el
socialismo se convertiría en socialismo absoluto y se llamaría corpo-
rativismo».14 De ahí el singular espectáculo de un movimiento que,
al mismo tiempo que se declaraba enemigo jurado del comunismo,
no podía menos de manifestar sus simpatías por la revolución que

9. Ibidem. A la luz de las palabras de Lenin, no puede uno menos de asombrar-


se al leer que «el sistema soviético no era totalitario» y que el poder total que Stalin
deseaba alcanzar», «habría escandalizado a Lenin y a los demás viejos bolcheviques»
(E.J. Hobsbawm, Il secolo breve, Rizzoli, Milán 1996, p. 460). Hay que preguntarse si
Hobsbawm ha hojeado jamás las obras de Lenin.
10. N. Bucharin, Le vie della rivoluzione, Editori Riuniti, Roma 1980, p. 48.
11. Ivi, p. 253.
12. B. Mussolini, Spirito della Rivoluzione Fascista, Hoepli, Milán 1942, p. 402.
13. U. Spirito, Il corporativismo, Sansoni, Florencia 1970, p. 417.
14. Ivi, p. 375. Conviene precisar que no todos los teóricos del fascismo compar-
tían la concepción rigurosamente colectivista del corporativismo que defendió Spi-
rito. Carlo Costamagna, por ejemplo, a pesar de rechazar la libre empresa y el merca-
do autorregulado, polemizó con el «concepto de Estado productor» en cuanto «figura
característica de la política económica socialista y soviética» (Dottrina del fascismo, La
Tavola Rotonda, Roma 1982, p. 454).

128
E L FA S C I S M O , B O LC H EV I S M O I M PE R F E C TO

los bolcheviques estaban realizando en Rusia. Es lo que se despren-


de con total claridad hojeando las páginas de Critica Fascista y de
Gerarchia.15
En el artículo «Ecuaciones revolucionarias: del bolchevismo al
fascismo», publicado en la revista fundada por Giuseppe Bottai, Bruno
Spampanato, tras exaltar «el fertilísimo abono de millares de cadá-
veres» con que los comunistas estaban edificando la «civilización
proletaria», no dudó en proclamar que «el bolchevismo en Rusia
era el preludio del fascismo» en cuanto tenía el mismo objetivo: la
estatización íntegra de la vida social. Y, en confirmación de su tesis,
escribía: «Todo en el Estado. Nada fuera del Estado. Nada contra
el Estado. Así ha hablado Mussolini. También Lenin suscribe este
orgulloso lema del Estado moderno.»16 No satisfecho con haber
subrayado las convergencias programáticas entre la revolución fascis-
ta y la revolución bolchevique, al año siguiente Pampanato sinteti-
zaba los términos del conflicto ideológico en la fórmula: «No Roma
o Moscú, sino Roma y Moscú, o la vieja Europa.» Y la vieja Euro-
pa significaba iluminismo, liberalismo, democracia parlamentaria,
socialismo reformista, capitalismo y burguesía: todo ello destinado
a ser arrollado por el proceso revolucionario en curso. «El capitalis-
mo —escribía— ha cavado su propia tumba. En Roma y en Moscú
lo han acomodado dentro más o menos bruscamente [...] Llegado
históricamente al final de su parábola, el Estado colectivo trata de
evitarlo. Reacciona, y defiende el Estado de una clase (los regímenes
liberaldemocráticos ocultan mal la dictadura clasista) contra el adve-
nimiento del Estado totalitario, de todas las clases.»
Y proseguía: «El capitalismo obstaculiza la orientación de las ma-
sas hacia formas más completas de organización colectiva, [...] trata
de reforzar los regímenes burgueses con todo posible compromiso con
la masa a través de los partidos de izquierda, con la intensificación

15. Cfr. D. Rambaudi, Politica e argomentazione, Marzorati, Milán 1979, un estu-


dio no menos fundamental que el de Settembrini para comprender la vocación anti-
burguesa de la revolución fascista.
16. B. Spampanato, «Equazioni rivoluzionarie: dal bolscevismo al fascismo», en
Critica Fascista, n. 8, 1930, p. 154.

129
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

de un modus vivendi con los proletarios (altos salarios), con la reac-


tivación nacionalista y con la vuelta a la vieja política internacional
cuyos movimientos deberían apartar la atención de los Pueblos de
las situaciones internas. Es cierto que los burgueses no se resignan a
ceder el paso a las nuevas clases dirigentes [...] como no se resigna-
rían jamás a convertirse de clases en categorías o a entrar en el círcu-
lo totalitario del Estado, a menos que sean forzados, como en Italia,
o engullidas como en Rusia.»17
Aún más virulenta, si cabe, fue la campaña antiburguesa desenca-
denada en las páginas de Gerarchia. En un artículo firmado por Icilio
Petroni se afirma que la burguesía había sido superada; nacida como
revolucionaria, se ha convertido en una «clase reaccionaria», que enca-
dena, con las «palabras de la libertad», al pueblo; y se afirma también
que «el anhelo revolucionario antiburgués es la única intuición de
una civilización fascista verdaderamente nueva, o sea proletaria y aris-
tocrática, en la medida en que estos dos términos pueden significar
armonía».18 Y también en Gerarchia, en 1939, se publicaba un artí-
culo que era una auténtica declaración de guerra contra la burguesía.
En él se lee: «El fascismo, colocando con mayor precisión en el año
XVI la burguesía entre los propios enemigos sordos y feroces, ha desve-
lado también su carácter esencial. La burguesía no es una categoría
condensada en tipo económico; es en cambio una expresión político-
moral [...] El burgués debe ser sacado de la madriguera, debe ser atra-
pado como las liebres, buscado como la grama en la hierba.»19

17. B. Spampanato, «Universalità di Ottobre. Roma e Mosca o la vecchia Euro-


pa?», en Critica Fascista, n. 22, 1931, p. 436. Pero ya en 1925, siempre en Critica
Fascista, Giuseppe Bottai había subrayado con gran énfasis la común inspiración anti-
burguesa de los movimientos revolucionarios creados por Lenin y Mussolini: «Al norte
el Bolchevismo; al sur el Fascismo. Fascismo y Bolchevismo son una misma reacción
contra el espíritu burgués plutocrático […] No es casual que la reacción contra el ré-
gimen burgués produzca el Bolchevismo en Rusia y el Fascismo en Italia […] Así se
han puesto cara a cara los dos hermanos enemigos: el Fascismo y el Bolchevismo, her-
manos por el mismo desprecio del régimen burgués, enemigos porque ocupan las dos
capitales opuestas de Europa.».
18. I. Petrone, «Civiltà e borghesia», en Gerarchia, n. 6, 1939, p. 415.
19. T. Madìa, «Connotati», en Gerarchia, n. 6, 1939, pp. 398-399.

130
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Menos truculentas, pero idénticas en esencia, son las invectivas


antiburguesas lanzadas en la colección de ensayos publicada por Ed-
gardo Sulis,20 cuyo título —Processo alla borghesia— era todo un
programa. En él se definía la burguesía como el «Enemigo n.º 1 de
la revolución fascista»21 y se declaraba apertis verbis que «cuanto más
la revolución fascista fomentara la libertad para el genio y el inge-
nio, tanto más procedería, aun sin proclamarlo, a la liquidación de
la burguesía».
Por su parte, Julius Evola amonestaba a los jóvenes fascistas a
tener constantemente presente que, en el seno de la nación italia-
na, existía un «cáncer cuya extirpación era sumamente difícil»; este
cáncer era «la burguesía hipócritamente idealista, dispuesta a promo-
ver todo ideal y a exaltar todo noble principio, incluidos los de la
patria, de la autoridad y del orden, con tal de seguir su juego o, al
menos, con tal de mantenerse a flote».22
Naturalmente, entre los topoi de la retórica fascista del Veinte-
nio, no podía faltar el antiamericanismo. En las páginas de Critica
Fascista se reitera obsesivamente que América, potencia imperialis-
ta como ninguna otra, había desencadenado «una ofensiva econó-
mica contra la vieja Europa»23 y que el peligro comunista «palidecía
frente a otro, que se perfilaba temible en el horizonte o, mejor, que
ya estaba presente: el americanismo», el cual era la «expresión típica

20. E. Sulis (al cuidado de), Processo alla borghesia, Edizioni di Roma, Roma
1939.
21. Dos años después de la publicación del volumen Processo alla borghesia, exac-
tamente el 25 de octubre de 1938, Mussolini pronunció en el Consejo nacional del
PNF un discurso que no quiso dar a conocer al público, pero que invitó a los presen-
tes a transmitirlo para su difusión oral: «Al final del año XVI he descubierto un enemi-
go, un enemigo de nuestro régimen. Este enemigo se llama burguesía» (cit. por G.B.
Guerri, Fascisti, Mondadori, Milán 2000, p. 223). Además, en un momento de ira,
afirmó que, si sólo antes de 1920 hubiera conocido a los burgueses como los conocía
ahora, habría hecho una revolución tan despiadada, que la del Camarada Lenin habría
sido en comparación una broma inocente» (cit. por D. Mack Smith, Mussolini, Rizzoli,
Milán 1999, p. 293).
22. J. Evola, Nazionalismo, germanesimo, nazismo, Melita, Genova, 1989, p. 154.
23. S. de Cesare, «L’imperialismo economico yankee visto dall’osservatorio germa-
nico», en Critica Fascista, n. 24, 1929, p. 484.

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de las degeneraciones de la gran civilización occidental», al no ser otra


cosa que «lucha brutal de los intereses opuestos», «competencia
desenfrenada» y «profundo aislamiento del alma».24 Contra semejan-
te «civilización amorfa, a-espiritual, estandarizada», «natural ene-
miga de la vieja Europa», se había lanzado el «legítimo grito de re-
belión» de la Italia fascista, «llamada por Dios a marginar, primero,
a combatir y a vencer después, por sí sola, por la deserción de los jefes
de gobierno europeos, la invasión americana».25
Dadas estas premisas ideológicas era completamente lógico que,
cuando la Alemania nacionalsocialista desencadenó su guerra de
aniquilación contra las «plutocracias en que una insignificante cama-
rilla de capitalistas dominaba a las masas»,26 el más fiel y acredita-
do discípulo de Giovanni Gentile, Ugo Spirito, descubriera en ello
la chance histórica para llevar finalmente a cabo la gran empresa
revolucionaria para la que había nacido el fascismo: la liquidación
de la burguesía y el sistema económico —el capitalismo— sobre el
que ésta había construido su mundo. En el «Informe» enviado por
el teórico del corporativismo a Mussolini en el verano de 1941, pero
publicado sólo en 1989, se lee que el «proletariado fascista euro-
peo» sentía, gracias a su instintiva «conciencia revolucionarias», que
el conflicto entre la Italia fascista y la Alemania nazi por una parte
e Inglaterra por otra era una guerra entre «ideologías opuestas» y
que la misma tenía que combatirse al mismo tiempo sobre dos fren-
tes: el frente interior y el frente internacional, los cuales estaban in-
disolublemente ligados el uno con el otro, pues «para que la revolu-
ción pudiera culminarse realmente en el interior, era preciso que se
derrumbaran los presupuestos capitalistas internacionales».27 La re-
volución fascista, en definitiva, no podía menos de ser una revolución

24. G. Bronzini, «Il Fascismo e la difesa dell’Europa», en Critica Fascista, n. 17,


1929, pp. 345-346.
25. G. Manzella Frontini, «Italia e americanismo», Critica Fascista, n. 8, 1928,
p. 153.
26. A. Hitler, Discorsi di guerra, Ronzon, Roma 1941, p. 137.
27. U. Spirito, Guerra rivoluzionaria, Fondazione Ugo Spirito, Roma 1989, pp.
68-69.

132
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de dimensiones internacionales, como internacionales eran las di-


mensiones del capitalismo. Y esto porque —precisaba Spirito— «im-
perialismo y capitalismo se habían convertido en términos tan estre-
chamente conexos que no se podía concebir la eliminación de uno sin
acabar con el otro».28 De ahí que fuera necesario transformar la guerra
en curso en «guerra revolucionaria», con el objetivo de pasar de la
época de la «civilización burguesa» a la época de la «civilización prole-
taria». Una empresa extremadamente ardua, ya que en Estados Unidos
y en Inglaterra «el burguesismo había alcanzado al propio proletaria-
do y el camino para llegar al ducismo era relativamente más largo. Sin
embargo, lo aceleraría, o mejor lo estaba ya acelerando la posibilidad
de seguir explotando, en las proporciones del pasado, a los proletarios
del resto del mundo: en efecto, esta imposibilidad, al detener el proce-
so de aburguesamiento de los proletarios anglosajones, los impulsaría
a reivindicar sus derechos contra las clases capitalistas. La función revo-
lucionaria de la guerra no podría detenerse en las fronteras de ningún
País».29 De donde la conclusión, que a Spirito le parecía al mismo
tiempo dictada por la lógica de las cosas y por la lógica de la Idea fascis-
ta: «insistir sobre el ideal revolucionario y unirse sinceramente a Alema-
nia en una labor de colaboración destinada a construir el más justo
orden nuevo»,30 basado en un «derecho antiburgués»31 y animado por
el «espíritu antiburgués de la revolución».32

II

Frente a todo esto, no puede menos de dejarnos perplejos el he-


cho de que De Felice considerara «marginal»33 la retórica antibur-
guesa de los intelectuales fascistas y que, por añadidura, acusara a

28. Ivi, p. 89.


29. Ivi, p. 127.
30. Ivi, p. 86.
31. Ivi, p. 73.
32. Ivi, p. 99.
33. R. de Felice, Intervista sul fascismo cit., p. 99.

133
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

Settembrini de trasladar «todo el discurso sobre el fascismo a diez


años atrás» y de arrojarlo incluso al «pantano de las interpretaciones
ideológicas».34 Tanto más si se tiene en cuenta que hoy, gracias a la
minuciosa labor investigadora de Zeev Sternhell —de la que se des-
prende con claridad meridiana que el fascismo fue un fenómeno
revolucionario antiburgués «resultado directo de una revisión muy
específica del marxismo»35—, no se puede menos de reconocer el
valor pionero de Fascismo, controrivoluzione imperfetta. Este libro,
al contrario de lo que pensaba De Felice, abrió una pista que es
preciso explorar hasta el fondo, si se quiere llegar al corazón no sólo
del fenómeno fascista, sino también y sobre todo de la dramática
crisis en que se precipitó la civilización liberal entre las dos guerras.
Algo que Settembrini, en los años que siguieron a la publicación de
Fascismo, controrivoluzione imperfetta, hizo con la larga recensión
—publicada en 1991 en las páginas de Mondoperaio— del penúlti-
mo tomo de la monumental biografía de Mussolini de De Felice, con
la amplia y documentada monografía Storia del’idea antiborghese in
Italia (Laterza, Bari 1991) y, finalmente, con el muy reciente ensayo
Dal predominio dell’ideologia a la progettazione sociale, publicado en
la obra colectiva L’eredità del Novecento (Istituto dell’Enciclopedia
Italiana, Roma 2001).
Lo que hace aún más desconcertante el juicio liquidador de De
Felice sobre el libro de Settembrini es que el propio De Felice, en
un artículo escrito en 1982 pero publicado sólo en el 2000 en la
revista Ideazione, reconoce que la «perspectiva del totalitarismo fas-
cista era una perspectiva socialista».36 Ahora bien, semejante afirma-
ción, por una parte, constituye la lógica conclusión de la tesis, expues-
ta en la Intervista de 1975, según la cual el razonamiento de Jacob
Talmon sobre la democracia totalitaria era «una de las claves para

34. R. de Felice, «Il fenomeno fascista», en Storia Contemporanea, 1979, n. 4-5,


p. 631.
35. Z. Sternhell, M. Sznajder y A. Asheri, Nascita dell’ideologia fascista, Baldini e
Castoldi, Milán 1993, p. 12.
36. R. de Felice, «Il modello fascista italiano e il problema della sua riproducibi-
lità politica», en Ideazione, 2000, n. 4.

134
E L FA S C I S M O , B O LC H EV I S M O I M PE R F E C TO

comprender el fascismo»,37 pero, por otra parte, estaba en abierto con-


traste con lo que De Felice había sostenido en el primer volumen
de su opus magnum, es decir que el «verdadero fascismo» había sido
uno de los sujetos del «frente único conservador-reaccionario de la
burguesía agrícola, de la comercial y de la industrial».38
Es, pues, claro que, aunque sea de un modo indirecto y contra-
dictorio, De Felice, en definitiva, al reconocer que el fascismo había
elaborado en su seno una forma sui generis de socialismo revolucio-
nario, llegó a una conclusión no muy distante de la de Settembrini.
Pero esto, extrañamente, no le indujo a modificar su juicio —erró-
neo además de no generoso— sobre Fascismo, controrivoluzione im-
perfetta. Si lo hubiera hecho, habría surgido una comparación que
habría podido contribuir no poco a resquebrajar la barrera de pre-
juicios ideológicos y de estereotipos que elevaron en torno al fascis-
mo los «intelectuales orgánicos»». Sucedió, en cambio, que el libro
de Settembrini, a pesar de los comentarios altamente positivos de
estudiosos prestigiosos como Rosario Romeo y Piero Melograni,
no entró en lo vivo del debate historiográfico ni siquiera cuando,
en 1991, se publicó la Storia dell’idea antiborghese in Italia, una
obra no menos importante que Fascismo, controrivoluzione imper-
fetta para comprender cuán profundas y ramificadas eran las raí-
ces del odio contra la burguesía de que, durante el Veintenio se ha-
bían nutrido los intelectuales del Partido Nacional Fascista. Si bien
se mira, tampoco habría podido ser de otro modo, ya que un parti-
do que, como el PNF, se proclamaba totalitario no podía menos de
ver en la sociedad burguesa —reino de la «competencia general, de
los intereses privados que persiguen libremente sus fines»,39 cen-
trado en el «derecho del hombre a la propiedad privada» y a la «li-
bertad individual»40— el mayor obstáculo a la realización de su pro-
grama, dirigido a borrar, basándose en que «la voluntad del Estado

37. R. de Felice, Intervista sul fascismo, cit., p. 106.


38. R. de Felice, Mussolini rivoluzionario, Einaudi, Turín 1965, p. 662.
39. K. Marx y F. Engels, La sacra famiglia, en Opere complete, Editori Riuniti,
Roma 1970 ss., vol. IV, p. 126.
40. K. Marx, Sulla questione ebraica, en Opere complete, cit., vol. III, p. 177.

135
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

es una voluntad divina», «toda distinción entre [...] individuo y


Estado».41
Es cierto que el fascismo no destruyó el capitalismo; mejor dicho,
Mussolini se preocupó constantemente de precisar que el Régimen
no pretendía en absoluto «atacar el derecho de propiedad».42 Pero,
¿podía este derecho conciliarse con la vocación totalitaria del fascis-
mo y con su declaración de guerra al espíritu burgués? Tal era, en
definitiva, la pregunta que Spirito formulaba en la Guerra rivolu-
zionaria y que el fascismo-régimen, colocándose en oposición al
fascismo-movimiento, había eludido, sin que, por lo demás, renun-
ciara jamás a proclamarse revolucionario. Lo cual no podía menos
de producir, en todos cuantos se habían identificado toto corde con
el proyecto originario, un agudo sentimiento de frustración. Como
escribió Spampanato, «los postulados de 1919 se inspiraban en un
auténtico socialismo nacional. En cambio se asistió al paradójico es-
pectáculo de una preeminencia capitalista que retardó y amortiguó
las leyes y orientaciones revolucionarias. Había que liberar y no se
liberó la vida económica del capitalismo».43
Pues bien, precisamente en la medida en que el fascismo no soltó
la vida económica del capitalismo, fue un totalitarismo incomple-
to. Si hubiera sido coherente con sus principios, habría tenido que
emprender la estatificación total de la vida civil. Entonces —y sólo
entonces— la revolución fascista habría sido fiel a sí misma. Lo cual
significa que habría sido la vía italiana al bolchevismo, ya que, una
vez que se parte de que el espíritu burgués —individualista y calcu-
lador— es el principal obstáculo a la realización de una auténtica
vida comunitaria, basada en la «fusión del individuo y la sociedad

41. G. Gentile, Genesi e struttura della società, Mondadori, Milán 1954, p. 100
y p. 154.
42. B. Mussolini, Spirito della Rivoluzione Fascista, cit., p. 278. Pero precisó que
«el Estado fascista dirigía y controlaba desde los empresarios de la pesca hasta la indus-
tria pesada» y que «el capital […] no tenía ningún medio para oponerse» a la «crecien-
te inteervención del Estado» (E. Ludwig, Colloqui con Mussolini, Mondadori, Milán
2000, p. 118).
43. Cit. por L.L. Rimbotti, Il fascismo di sinistra, Settimo Sigillo, Roma 1989, pp.
155-156.

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E L FA S C I S M O , B O LC H EV I S M O I M PE R F E C TO

y la coincidencia del fin personal con el social»,44 la única solución


lógica es la sustitución de la «mano invisible» del mercado por la
«mano visible» del Estado planificador, dueño y señor exclusivo de
las «fuentes de la vida».45 Que es exactamente lo que habían compren-
dido los intelectuales fascistas. No es casual que Giovanni Gentile,
en el famoso discurso del Capitolio, definiera a los comunistas como
«corporativistas impacientes».
Alguien podría decir: si efectivamente el fascismo —como su
homólogo el nacionalsocialismo— pretendía echar por los suelos
el mundo burgués, ¿por qué las clases acomodadas facilitaron su
llegada al poder?
Lo primero que hay que decir es que, tras las fundamentales in-
vestigaciones de Piero Melograni y de Hanry Ashby Turner,46 no
se puede seguir sosteniendo que los movimientos creados pro Musso-
lini y Hitler fueron masivamente financiados por el gran capital. Por
el contrario, los capitalistas, salvo raras excepciones, miraron con re-
celo y hasta con aprensión a tales movimientos, que no ocultaban
sus propósitos revolucionarios. Es cierto que acabaron aceptando el
hecho consumado, que consideraron un mal menos frente a la ame-
naza de una revolución comunista, que no podían menos de mirar
con horror, visto que su objetivo declarado era el exterminio de la
burguesía. Y además el fascismo, al disolver las organizaciones obre-
ras —partidos, sindicatos, cooperativas, etc.— y excluyendo impe-
rativamente la lucha de clases, garantizaba la paz social. Es un hecho
que, «a pesar de las innegables ventajas que supo sacar del fascismo,
la gran burguesía jamás lo aceptó completamente. Para impedirlo
había motivos psicológicos, de cultura, de estilo y hasta de gusto. Pero
estaba sobre todo el miedo derivado a) de la tendencia del Estado
fascista a controlar la actividad económica; b) de la tendencia de la
elite fascista a transformarse en clase dirigente autónoma y a alterar

44. U. Spirito, Il comunismo, Sansoni, Florencia 1965, p. 175.


45. Cfr. L. Pellicani, Le sorgenti della vita. Modi di produzione e forme di dominio,
Marco, Lungro di Cosenza 2004.
46. P. Melograni, Gli industriali e Mussolini, Longanesi, Milán 1972; H.A. Turner,
German Big Business and the Rise of Hitler, Oxford University Press, Nueva York 1985.

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el equilibrio del compromiso a su favor; c) de la política exterior de


Mussolini, que se hacía cada vez más agresiva y correspondía cada
vez menos a los verdaderos intereses de Italia y de la propia gran
burguesía».47
A esto hay que añadir que la libertad, además de ser indispen-
sable a los obreros para conquistar los plenos derechos de ciudada-
nía, es —como la definió Filippo Turati en un discurso en la Cáma-
ra de diputados el 17 de noviembre de 1922— «el oxígeno vital del
propio capitalismo» y constituye la «condición sine qua non del flo-
recimiento de la industria y de la civilización».48 De suerte que la
burguesía empresarial, en un Estado de dictadura de un partido
—que, además, reivindica, en razón del principio totalitario de la
primacía de la política, el control de las fuerzas productivas— no
puede dejar de sentirse, en palabras altamente significativas de An-
tonio Stefano Benni, futuro presidente de la Confindustria, «como
Daniel en la cueva de los leones».49 Pero los estudiosos marxistas
leninistas se han negado siempre a aceptar la elemental verdad —ex-
plícita y repetidamente reconocida por el propio Marx— de que el
Estado más funcional a los intereses de la burguesía empresarial y
al desarrollo del capitalismo es el Estado liberal, es decir el Estado
liberal que «tiene como base natural la sociedad civil» y que «en los
derechos universales del hombre reconoce que ésta es su base natu-
ral».50 Por otra parte, habría sido suficiente echar una ojeada a la
economía del Tercer Reich para tocar con la mano el carácter fan-
tasioso de la tesis —obsesivamente repetida por los estudiosos co-
munistas sin la menor prueba— según la cual «los nazis eran el cuer-
po auxiliar del capital financiero».51 Ciertamente, en la Alemania

47. R. de Felice, Il fascismo italiano e le classi medie, en S.U. Larsen, B. Hagvet y


J.P. Myklebust (al cuidado de), I fascisti, Ponte alle Grazie, Florencia 1996, p. 353.
48. Cit. por P.G. Zumino, Interpretazione e memoria del fascismo, Laterza, Bari
2000, p. 40.
49. Cit. por R. Sarti, Fascism and the Industrial Leadership in Italy, University of
California Press, Berkeley 1971, p. 23.
50. K. Marx y F. Engels, La sacra famiglia, cit., p. 126.
51. C. Bettelheim, L’economia della Germania nazista, Mazzotta, Milán 1973, p.
284. Para dar mayor fuerza a su tesis, Bettelheim no duda en ofrecer esta grotesca

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E L FA S C I S M O , B O LC H EV I S M O I M PE R F E C TO

nazi «existía el mercado, pero no era un mercado libre, y muchas de


las decisiones que tomaban los propietarios de las empresas no eran
libres»,52 sino decisiones de carácter abiertamente político, impues-
tas por el Partido totalitario que controlaba al Estado y que todo lo
juzgaba y valoraba con rígidos criterios ideológicos. El resultado fue
que la «propiedad no fue ya asunto privado sino una especie de
concesión del Estado»53, del que pendía, como una espada de Damo-
cles, el poder de intervención y de confiscación de quienes deten-
taban el monopolio de la violencia;54 un poder que creció de mane-
ra desmesurada con la guerra, durante la cual se centraron los objetivos
que Hitler consideraba irrenunciables: «el control total de la econo-
mía; el mando total sobre los recursos, la dirección total de los sala-
rios, de los precios, de la producción».55

versión de las relaciones entre el gran capital y el carismático líder del movimiento
nacional-socialista: «Ya desde el verano de 1934 comienza la liquidación de los elemen-
tos más activos del Partido nazi. El 28 de junio Hitler, que tuvo que trasladarse a ver
a Krupp, recibió las órdenes oportunas» (p. 35).
52. A. Barkai, Nazi Economics, Berg, Oxford 1990, p. 248.
53. D. Schoenbaum, Hitler’s Social Revolution, Doubleday, Garden City 1967, p.
147.
54. Los cuales, en obsequio al principio de la superioridad del interés nacional
sobre los intereses privados, se habían asegurado también «el monopolio del co-
mercio exterior» (E. Vermeil, La Germania contemporanea, Laterza, Bari 1956, p.
589).
55. D. Schoenbaum, Hitler’s Social Revolution, cit., p. 113. En el verano de 1942,
Hitler, después de declarar orgullosamente que, si la economía alemana había resuel-
to sus problemas, ello se debía a que «la dirección de la economía nacional había pa-
sado cada vez más a manos del Estado», precisó que «tampoco después de la guerra
podremos renunciar a la dirección estatal de la economía, pues de otro modo todo
grupo privado pensaría exclusivamente en la satisfacción de sus propias aspiraciones.
Puesto que incluso en la gran masa del pueblo todo individuo obedece a objetivos
egoístas, una actividad ordenada y sistemática de la economía nacional no es posible
sin la dirección del Estado» (H. Picker, Conversazioni di Hitler a tavola, Longanesi,
Milán 1970, p. 197).

139
L E N I N Y H I T L E R . LO S D O S RO S T RO S D E L TOTA L I TA R I S M O

III

Por todas estas razones, la historiografía más reciente no sólo ha mar-


cado las distancias con la teoría marxista del fascismo «agente del Ca-
pital»,56 sino que también ha visto en ella «el mayor obstáculo para
una comprensión global del fenómenos».57
El fascismo ha sido un fenómeno histórico de dimensiones con-
tinentales que ha tenido todos los rasgos típicos de una «rebelión
contra la sociedad burguesa, sus valores morales, sus estructuras po-
líticas y sociales, su modo de vivir».58 Surgido como resistencia in-
telectual y moral al proceso de atomización generado por la revolu-
ción industrial, desembocó en la «exaltación de la que concibió como
una unidad de solidariedad fundamental, la Nación»,59 en cuyo nom-
bre lanzó una llamada revolucionaria a las armas tanto contra la de-
mocracia pluralista —rechazada como incompatible con el ideal de
Unidad,60— como contra el socialismo marxista que, predicando
la lucha de clases, desintegraba la solidaridad nacional. A la Gesellschaft
burguesa —dominada por el «hombre económico que sabía y podía
actuar siempre en la línea de la mayor utilidad económica»61— quiso
sustituir la Gemeinschaft de todo el pueblo, basada en la subordi-
nación de los intereses individuales al interés nacional. Había, en
suma, en el fascismo una poderosa carga comunitaria que, por una

56. Cfr. A.J. Gregor, Il fascismo, Antonio Pellicani, Roma 1997; R. Eatwell, Fas-
cismo, Antonio Pellicani, Roma 1999; S.G. Payne, Fascismo, Newton Compton, Ro-
ma 1999; P. Milza, Les fascismes, Seuil, París 1991; R. Griffin, The Nature of Fascism,
Routledge, Londres 1993; M. Neocleous, Fascism, Open University Press, Bucking-
ham 1997.
57. Z. Sternhell, Ne destra né sinistra, Akropolis, Nápoles 1984, p. 18.
58. Ivi, p. 15.
59. Z. Sternhell, La droite révolutionnaire, Seuil, París 1978, p. 17.
60. El fundador de la Falange sintetizó el programa de la revolución fascista con
estas palabras: «Todas las aspiraciones del nuevo Estado podrían resumirse en una pa-
labra: Unidad» (J.A. Primo de Rivera, Scritti e discorsi di battaglia, Settimo Sigillo,
Roma 1993, p. 111).
61. «Fronte economico», «Notiziario settimanale dell’Ufficio stampa del Pnf»,
1941 (cit. por E. Gentile, La via italiana al totalitarismo, La Nuova Italia Scientifica,
Florencia 1995, p. 274).

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parte, lo llevaba a ver en el liberalismo su «bestia negra»,62 y, por


otra, a convertirse —según la definición de Radek— en «un socia-
lismo de las clases medias».63 De donde la fórmula química enun-
ciada por Georges Valois: «Nacionalismo+socialismo= fascismo».64
Que es exactamente lo que Settembrini, anticipando las conclusio-
nes a que llegaría por su parte Sternhell,65 sostiene en su libro: que
el fascismo es una forma nacionalista y moderada de socialismo
revolucionario, si por socialismo revolucionario se entiende —como
hay que entender— una declaración de guerra permanente a la
sociedad capitalista-burguesa tendiente a la creación de una compac-
ta y monolítica comunidad orgánica.
La naturaleza real del fascismo fue durante decenios oscurecida
por la tendencia de los historiadores a ver en sus ideas tan sólo «deri-
vaciones» e instrumentos de movilización de las masas, siendo así
que expresaban una orgánica visión del mundo al mismo tiempo
polémica y positiva:66 polémica, en cuanto se contraponía frontal-
mente a la constelación de valores de la civilización liberal; positi-
va, en cuanto estaba animado por la certeza de que era el agente de
una revolución espiritual de la que brotaría una «nueva civilización»
y un «hombre nuevo».67 Como escribe Emilio Gentile, «el mito del

62. J. Evola, Il Fascismo, Volpe, Roma 1974, p. 33.


63. Cit. por A. Romualdi, Il fascismo come fenomeno europeo, Il Settimo Sigillo,
Roma 1984, p. 69.
64. G. Valois, Le fascisme, Nouvelle Librairie Nationale, París 1927, p. 21.
65. Cfr. Z. Sternhell, Les convergences fascistes, en P. Ory (al cuidado de), Nouve-
lle histoire des idées politiques, Hachette, París 1987, donde el fascismo se define formal-
mente como un «socialismo sin proletariado» (p. 553).
66. Cfr. E. Nolte, I tre volti del fascismo, Mondadori, Milán 1971.
67. De ahí que «el sentido del pasado del fascismo no tenía ningún punto de
contacto con las nostalgias reaccionarias que habían dado contenido a la predicación
de Maurras en Francia» (P.G. Zumino, L’ideologia del fascismo, il Mulino, Bolonia 1995,
p. 69). Tanto que Mussolini, en la entrada «Fascismo», publicada en el volumen XIV
de la Enciclopedia italiana, hizo la siguiente precisión: «Las negaciones fascistas del
socialismo, de la democracia, del liberalismo, no deben sin embargo hacer pensar que
que el fascismo quiera retrotraer al mundo a lo que era ante de aquel 1789, que suele
señalarse como el año de apertura del siglo demo-liberal. No se vuelve atrás. La doctri-
na fascista no ha elegido como profesta a De Maistre. El absolutismo monárquico

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hombre nuevo tuvo mucha importancia en el debate ideológico de


los distintos movimientos fascistas a partir de la segunda mitad de
los años Veinte. Este mito nacía de la convicción de una crisis profun-
da de la sociedad y de la cultura burguesa tradicional, que había
puesto su ideal en el hombre cartesiano optimista, racionalista, con-
fiado en la verdad y en los propios instrumentos lógicos para com-
prender y describir de un modo claro y distinto, un hombre seguro
de su destino en un mundo gobernado por la Razón y por la repeti-
ción de las leyes inmutables, encaminado a un progreso indefinido,
en el crecimiento y en el desarrollo inagotable de la riqueza y de la
civilización industrial.»68
Ambas cosas —la crisis de desconfianza en los valores que duran-
te siglos habían guiado la civilización occidental y la atención, car-
gada de esperanzas palingenésicas, que, en toda Europa, suscitó el
mito del hombre nuevo— están estrechamente ligadas una con
otra: sin la primera, la segunda sería totalmente inexplicable. Lo
cual nos fuerza a llegar a la conclusión de que, más que un «error
contra la cultura», el fascismo fue —igual que su gemelo hetero-
cigótico: el bolchevismo— un «error de la cultura»69 o —si se pre-
fiere la célebre fórmula de Julien Benda— una «traición de los in-
telectuales»,70 cuyas raíces intelectuales se remontan a finales del

pasó, lo mismo que toda ecclesiolatría. Lo mismo ocurrió con los privilegios feuda-
les y la división en castas impenetrables y no comunicables entre ellas. El concepto
de autoridad fascista no tiene nada que ver con el Estado policía. Un partido que go-
bierna totalitariamente a una nación es un hecho nuevo en la historia. Ninguna re-
ferencia o comparación es posible.»
68. E. Gentile, Le origini dell’ideologia fascista, il Mulino, Bolonia 1996, p. 493.
69. La fórmula, como es sabido, es de Giacomo Noventa (Cfr. A. del Noce, Il sui-
cidio della rivoluzione, Rusconi, Milán 1978, pp. 32 y ss.).
70. J. Benda, Il tradimento dei chierici, Einaudi, Turín 1976. La lista de los inte-
lectuales europeos que vieron en el fascismo o en el nazismo el alba de una nueva
civilización es impresionante: Sorel, Marinetti, D’Annunzio, Gentile, Pirandello,
Michels, Sombart, Freud, Jung, Heisenberg, Heidegger, Schmitt, Celine, Pound,
Drieu La Rochelle, Conrad, Eliade, Jouvenel, De Man, etc.; come impresionante es
la lista de los intelectuales que fueron seducidos por la sirena del totalitarismo co-
munista y que realizaron el «sacrificio del intelecto» sobre el altar de la revolución
proletaria. Esto indujo a Tzvetan Todorov a escribir estas desconsoladoras palabras:

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siglo XIX. Y así, Sternhell ha podido afirmar, basándose en una


formidable documentación, que «quienquiera que persista en
considerar el fascismo nada más que un producto de la Gran
Guerra, un simple reflejo defensivo de la burguesía frente a la cri-
sis que siguió al conflicto, se condena con ello mismo a la incom-
prensión de este fenómeno crucial en el siglo XX. El fascismo encar-
na emblemáticamente el rechazo extremo de la cultura dominante
a principios de siglo, implicando en la reacción a toda la civiliza-
ción continental. En el fascismo entre ambas guerras —en el régi-
men mussoliniano como en los demás movimientos fascistas de la
Europa continental— no se encontrará una sola idea importante
que no madurara lentamente en el curso del cuarto de siglo que pre-
cedió a 1914».71
Sin embargo, la mitología elaborada en Francia en la órbita del
sindicalismo revolucionario y del socialismo nacional —una mito-
logía totalmente animada por el rechazo total y radical de la socie-
dad burguesa y por la aspiración a crear, recurriendo al uso siste-
mático de la violencia, una nueva civilización, contraria a la liberal,
racional e individualista— habría permanecido en el laboratorio de
las ideas, si lo que Stefan Zweig llamaría el «mundo de la seguri-
dad»72 no se hubiera hecho añicos por las devastadoras consecuen-
cias de la guerra imperialista insensatamente desencadenada por las
grandes potencias europeas. Todo sucedió tal como se había previs-
to, en un profético libro publicado en 1898, por el banquero pola-
co I.S. Bloch: la movilización total sacudió de arriba abajo el orden
social de la Europa continental y en la escena apareció un nuevo
tipo antropológico, impregnado de la ideología de la trinchera y,
por ello mismo, dispuesto a trasladar a la vida política los medios

«Mientras que durante siglos los países occidentales han emprendido la vía de la
democracia, los intelectuales que en teoría representan la parte más iluminada de la
población, han optado por regímenes violentos y tiránicos. Si el voto se hubiera reser-
vado en esos países a los intelectuales, hoy viviríamos bajo regímenes totalitarios»
(L’uomo spaesato, Donzelli, Roma 1997, p. 103).
71. Z. Sternhell, M. Sznajder y M. Asheri, Nascita dell’ideologia fascista, cit., p. 13.
72. S. Zweig, Il mondo di ieri, Mondadori, Milán 1996, p. 9.

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y los métodos de la lucha armada; un tipo antropológico «que no


quería dar la razón ni llevarla, sino que simplemente se mostraba re-
suelto a imponer sus opiniones», recurriendo a la acción directa y
proclamando la «violencia como prima ratio».73
En particular, en Italia la política, por la enorme masa de ex-
combatientes, dejó de ser concebida como un conflicto «ritualiza-
do» para verse como un «duelo existencial», centrado típicamente
en la contraposición «amigo-enemigo». Inmersa en una «atmósfera
especial de excitación y delirio», esa masa «se sentía en los umbrales
de una vida nueva»;74 y se sentía también en el derecho de recurrir
a la violencia para materializar sus aspiraciones quiliásticas. Vino
así a crearse una situación de latente guerra civil. Tanto más que la
conquista del Palacio de Invierto por parte de los bolcheviques reac-
tivó el mito de la revolución proletaria con su devastador bagaje de
pasiones extremas y de espíritu sectario. Socialistas maximalistas y
comunistas, deslumbrados por lo que Turati llamó la «expectativa
mesiánica»75 del evento catastrófico-palingenésico que abriría má-
gicamente las puertas del Reino milenario de la libertad, compitie-
ron para espantar no sólo a la gran burguesía, sino también a las
clases medias. En el décimo sexto congreso nacional, que tuvo lugar
en Bolonia en octubre de 1919, el Partido socialista italiano aban-
donó el estatuto de 1892 y adoptó otro nuevo en el que se declaró
que ya almas y cosas estaban maduras para la «conquista violenta
del poder político por parte de los trabajadores» y para la instaura-
ción del «régimen transitorio de la dictadura del proletariado».76 Dos
meses después, en las columnas de Orden Nuevo, Antonio Gramsci
anunciaba que la inminente revolución purificaría el ambiente so-
cial aniquilando, en un colosal baño de sangre, la pequeña y media-
na burguesía.77

73. J. Ortega y Gasset, La ribellione delle masse, en Scritti politici, UTET, Turín
1979, pp. 857-858.
74. A. Tasca, Nascita e avvento del fascismo, Laterza, Bari 1967, p. 541 y p. 557.
75. F. Turati, Le vie maestre del socialismo, Morano, Nápoles 1966, p. 342.
76. Cit. por E. Gentile, Storia del Partito fascista, Laterza, Bari 1989, p. 83.
77. A. Gramsci, L’Ordine Nuovo, Einaudi, Turín 1975, p. 61.

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A la luz de tales espeluznantes declaraciones de guerra y de exter-


minio, no puede en absoluto extrañar que la escena política en los
años inmediatamente sucesivos al término de la Gran Guerra es-
tuviera dominada por el «miedo al bolchevismo», que tanta parte
habría de tener en la victoria final del fascismo,78 y que el odio
antiproletario de las clases medias que perdieron su posición o
amenazadas de perderla79 —ya llenas de resentimiento debito a las
conquistas de la clase obrera que ellas vivían como una dolorosa
herida infligida a su prestigio— explotara virulento y encontrara
en Mussolini el carismático demagogo que lo intensificó, lo cana-
lizó y le dio una excitante meta política: la revolución nacional para
realizar la regeneración de la sociedad italiana y apartarla de su
«estado de inferioridad moral».80 En realidad, la revolución nacio-
nal —como no tardó en ver Luigi Salvatorelli— fue ante todo y
sobre todo «la lucha de clase de la pequeña burguesía, encajada
entre capitalismo y proletariado, como tercero entre dos conten-
dientes».81 Y los métodos empleados por los squadristi para adap-
tar el proletariado fueron tales que indujeron a Anna Kuliscioff,
Giovanni Amendola y Gaetano Salvemini a ver en el fascismo un
«bolchevismo de derecha».82 Y, en efecto, el movimiento creado
por Mussolini tenía no pocos rasgos típicos del bolchevismo: la
concepción militar de la lucha política, la despiadada voluntad de
aniquilar a los enemigos, el desprecio de los valores burgueses, la
fanática convicción de ser el portador de una nueva civilización,

78. Que el miedo al bolchevismo tuviera un papel no pequeño en la crisis del Esta-
do liberal resulta con toda claridad de lo que Leandro Arpinati escribió en una carta:
«Es cierto que esta burguesía boloñesa (y digo boloñesa por decir apática y vil) no se
mueve sino cuando se siente, con la última huelga, amenazada en su propia seguridad
y en su propia cartera, pero por esto ¿debemos no aceptar el arma-dinero, tan necesa-
ria para nuestra batalla, que, aunque sea por miedo, esta burguesía nos ofrece en este
momento?» (cit. por A. Lyttelton, La conquista del potere, Laterza, Bari 1974, p. 94).
79. Cfr. G. Germani, Autoritarismo, fascismo e classi sociali, il Mulino, Bolonia
1975.
80. B. Mussolini, Spirito della Rivoluzione Fascista, cit., p. 71.
81. L. Salvatorelli, Nazionalfascismo, Einaudi, Turín 1977, p. 12.
82. Cfr. P.G. Zumino, Interpretazione e memoria del fascismo, cit., pp. 49-50.

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la determinación de plasmar toda cosa física o moral a la luz de la


ideología revolucionaria.83
Hasta el punto de que Bujarin, en el XII congreso del Partido
comunista ruso, reconoció que los fascistas habían aprendido de los
bolcheviques y recibido de ellos enseñanzas de capital importancia.
«Característico de los métodos de lucha fascista —así se expresó el
«hijo predilecto» del partido creado por Lenin— es que los fascis-
tas, más que cualquier otro partido, se han apropiado y ponen en
práctica la experiencia de la Revolución rusa. Si los consideramos
desde un punto de vista formal, es decir desde el punto de vista de
la técnica de sus procedimientos políticos, tenemos una perfecta
aplicación de la táctica bolchevique y específicamente del bolche-
vismo ruso: en el sentido de una rápica concentración militar de las
fuerzas y de una acción enérgica por parte de una organización mili-
tar sólida y compacta, en el sentido de un sistema preciso de empleo
de las propias fuerzas, de comités logísticos, de movilización, etc.,
así como de despiadada aniquilación del adversario cuando ello es
necesario y está dictado por las circunstancias.84

83. Cfr. P. Drieu La Rochelle, Le radici giacobine dei totalitarismi. Bolscevismo,


nazismo e fascismo, Tabula Fati, Chieti 1998.
84. Cit. por V. Strada, Totalitarismo e storia, en S. Kulesov y V. Strada, Il fascis-
mo russo, Marsilio, Venecia 1998, p. 53. Téngase presente que los puntos de contac-
to entre bolchevismo y fascismo no eran sólo formales, sino también sustanciales. Y
así, en septiembre de 1936, durante el Comité central del Partido comunista italia-
no, Ruggero Grieco no habría dudado en declarar: «Nosotros los comunistas hace-
mos nuestro el programa fascista de 1919, que es un programa de paz, de libertad,
de defensa de los intereses de los trabajadores, y os decimos: Luchemos unidos por
la realización de este programa» (cit. por P. Neglie, Fratelli in camicia nera, cit. p.
34). Justamente por esto Paolo Buchignani ha subrayado con particular energía la
«continuidad ideológica entre comunismo y fascismo», recordando «lo que común-
mente se desconoce o niega»: «ambos se alimentan del mito de la revolución, un
mito poderoso, que ha marcado a fondo la historia de este siglo. Una revolución di-
rigida contra el mundo burgués en su conjunto y que apunta a la creación de una
nueva civilización y de un hombre nuevo [...] La común y radical hostilidad respec-
to a la burguesía lleva, por tanto, a comunistas y fascistas (de izquierda) a execrar y
combatir todo lo que con esa se relaciona, incluido el capitalismo y el liberalismo»
(Fascisti rossi, cit., p. 8).

146
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IV

Conquistan el poder con ese único golpe de Estado que pasó a la


historia como la «marcha sobre Roma» y, una vez instaurada la dic-
tadura de partido único, el fascismo proclamó por boca de Alfredo
Rocco que la época del Estado liberal, agnóstico respecto a los su-
premos valores nacionales, había terminado y que el nuevo Estado
se haría «tutor de la moral pública», intervendría «para reprimir la
mentira, la corrupción, todas las formas de desviación y de degene-
ración en la moral pública y privada».85 Por su parte, Giovanni Gen-
tile, tras magnificar las «porras de los escuadristas (como) gracia de
Dios»,86 recordó que la razón profunda del éxito del fascismo no era
el uso sistemático de la violencia, sino el hecho de que era una «con-
cepción total de la vida» orientada a dar una nueva forma al pueblo
italiano, inyectando en él una ética de «sacrificio y duro trabajo».87
En cuanto Estado ético, el Estado fascista actuó como un «gran
Pedagogo»,88 obsesivamente empeñado en crear —en nombre de
lo que los militante del Partido nacional fascista llamaban orgullo-
samente el «principio mussoliniano de la revolución continua»—
el «hombre nuevo»: empresa que concibió en términos de adoctrina-
miento intensivo y martilleante, dirigido a extirpar el espíritu críti-
co de las mentes y a sustituirlo por la ciega fe en la infalibilidad del
Duce. E, impulsado por su misma pretensión totalitaria, proclamó
ser el guardián institucional de una nueva religión no menos exclu-
sivista que la católica, en la convicción de que sólo una doctrina
vivida como una fe que todo lo incluye podría realizar la metamor-
fosis intelectual y moral de los italianos. Ya en 1925 Roberto Fari-
nacci, para justificar la fascistización integral de la sociedad y la
«aniquilación de los «enemigos de la Nación», había declarado: «El
Fascismo no es un partido, es una religión, es el futuro de la Nación.

85. A. Rocco, La formazione dello Stato fascista, Giuffrè, Milán 1938, p. 798.
86. G. Gentile, Che cosa è il fascismo, en Politica e cultura, Le Lettere, Florencia
1990, vol. I, p. 27.
87. Ivi, p. 36.
88. E. Gentile, La via italiana al totalitarismo, cit., p. 186.

147
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Por tanto nosotros tenemos derecho a pedir que todo sea fascista,
que todo esté al servicio del régimen fascista.»89 Algunos años des-
pués, el ministro de Educación nacional, Balbino Giuliano, recal-
caba el concepto de manera aún más enfática: «La idea fascista tiene
todos los caracteres de una gran idea religiosa, que como el sol es
siempre sí misma y siempre diversa.»90 En consonancia con su aspi-
ración a convertirse en la «religión de la nación proletaria», el fascis-
mo no debía ser sólo una Milicia, sino que debía ser también una
Mística, que tenía «que ser más que el Partido, una Orden. Quien
participaba en ella tenía que estar dotado de una gran fe»: la fe en
la «concepción religiosa de la vida» propia de la revolución fascista
y en el «triunfo en todo el mundo de sus principios».91 Con razón,
pues, Emilio Gentile ha colocado el fascismo «en el fenómeno más
amplio de la sacralización de la política en la sociedad moderna».92
Pero, precisamente por eso, no se puede hablar, como hace el propio
Gentile, de «modernidad totalitaria».93 La expresión es un oxímoron,
una contradicción en los términos.94 La modernidad significa secu-
larización,95 es decir «desencanto del mundo»96 y «vida sin valores

89. Cit. por A. Aquarone, L’organizzazione dello Stato totalitario, Einaudi, Turín
1978, p. 70.
90. B. Giuliano, «L’idea etica del fascismo», en Gerarchia, noviembre de 1932. En
el mismo año Mussolini había proclamado desde lo alto de su indiscutida autoridad:
«El fascismo es una concepción religiosa de la vida, en la que el hombre se contempla
en su relación inmanente con una ley superior, con una voluntad objetiva que trans-
ciende al individuo particular y lo eleva a miembro consciente de una sociedad es-
piritual». Análoga es la concepción del fascismo que encontramos en los escritos de
Giovanni Gentile, en los cuales se insiste repetidamente no sólo sobre el carácter ético
del Estado, sino también sobre el «despertar de la conciencia religiosa de los italianos»
llevada a cabo por la revolución fascista.
91. B. Mussolini, Spirito della Rivoluzione Fascista, cit., p. 406.
92. E. Gentile, Il culto del Littorio, Laterza, Bari 1994, p. 401.
93. E. Gentile, Le origini dell’ideologia fascista, cit., p. 3. La misma tesis en L. di
Camerana, Fascismo, populismo, modernizzazione, Antonio Pellicani, Roma 1999, pp.
400 ss.
94. Cfr. L. Pellicani, Modernità e totalitarismo, en L. Pellicani (al cuidado de),
Dimensioni della Modernità, Seam, Roma 1998.
95. Cfr. L. Pellicani, Modernizzazione e secolarizzazione, Il Saggiatore, Milán 1997.
96. M. Weber, La scienza come professione, Armando, Roma 1997, p. 77.

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sacros»;97 todo lo contrario, por tanto, de la sacralización de la polí-


tica y de la elevación del Estado a lo «Absoluto, ante el cual los indi-
viduos y los grupos son lo relativo»98 Aunque sólo fuera por esto,
el fascismo debe ser considerado como una de tantas manifestacio-
nes de la «rebelión contra el mundo moderno»99 que ha caracteriza-
do al «siglo de las ideologías».100 Esta ideología, animada como esta-
ba por el rechazo de la razón iluminista y por la contestación frontal
de la civilización de los derechos y de las libertades, abrió un insalva-
ble abismo intelectual y moral en el seno de Europa y, como era ló-
gico que fuera, desembocó en la «guerra civil mundial»,101 que fue
una guerra ideológica combatida sin exclusión de golpes, ya que la
apuesta era el aniquilamiento del Enemigo.
Pero esto no es todo. Uno de los rasgos diacríticos del proceso
de modernización es la progresiva expansión de la «acción electi-
va»102 —la que Constant llamaba la «libertad de los modernos», ba-
sada en el «pacífico disfrute de la independencia privada»103—, a la
que el fascismo se opuso de todas formas. Y se opuso también a la
concepción burguesa de la vida, irremediablemente «egoísta», para
exaltar las virtudes estoicas y marciales y una «moral de sacrificio y

97. J. Ortega y Gasset, Una interpretazione della storia universale, SugarCo, Milán
1979, p. 142.
98. B. Mussolini, Spirito della Rivoluzione Fascista, cit., p. 400.
99. J. Evola, Rivolta contro il mondo moderno, Edizioni Mediterranee, Roma
1969. Que el fascismo no podía menos de ser radicalmente hostil al espíritu de la mo-
dernidad lo vio con toda claridad Curzio Malaparte. En el ensayo La rivolta dei santi
maledetti, escrito en 1921, decía lo siguiente: «Creo que el fenómeno revolucionario
italiano es, o deberá ser, anti-moderno, es decir anti-europeo. Creo que el fascismo
es el último aspecto de la Contrarreforma […] Y creo que el fenómeno revoluciona-
rio ruso, que lucha contra el espíritu moderno […] es la culminación histórica del fe-
nómeno revolucionario italiano. Ambos se ayudan recíprocamente en la común labor
de disgregación de la modernidad, el uno no es concebible, realizable y justo sin el otro»
(L’Europa vivente, Vallecchi, Florencia 1961, p. 135).
100. K.D. Bracher, Il Novecento secolo delle ideologie, Laterza, Bari 1985.
101. E. Nolte, Nazionalsocialismo e bolscevismo, Sansoni, Florencia 1988, p. 6.
102. G. Germani, Sociologia della modernizzazione, Laterza, Bari 1971, pp. 25 y ss.
103. B. Constant, La libertà degli antichi paragonata a quella dei moderni, en Scritti
politici, Il Mulino, Bolonia 1982, p. 44.

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milicia».104 De donde la militarización no sólo de la política, sino de


toda la sociedad, de suerte que toda Italia adoptara las formas y el espí-
ritu de una «inmensa legión que marchaba bajo los símbolos del Lic-
torio hacia un mañana más grande».105 Nacido de la guerra, en fascis-
mo nació para la guerra —«única higiene del mundo», según la célebre
fórmula de Tommaso Marinetti— y se prodigó para transformar a los
italianos en ciudadanos-soldados, permanentemente movilizados con
el eslogan «Creer, obedecer, combatir». Y también en esto el fascismo
fue profundamente anti-moderno: fue un gigantesco intento de inver-
tir el movimiento histórico que había llevado la civilización occiden-
tal desde la «sociedad militar» a la «sociedad industrial», a la cual
contrapuso el ideal arcaizante del «retorno a la tierra»106 para salvar a
Italia de lo que Mussolini llamaba con desprecio «supercapitalismo»
y al cual imputaba la «estandarización del género humano desde la cu-
na a la tumba».107 Por lo demás, en la medida en que el fascismo fue
la expresión política de los intereses de clase de la pequeña burguesía

104. G. Gentile, Origini e dottrina del fascismo, en Politica e cultura, cit., vol. I, p.
421. Aquí es oportuno recordar las agudas observaciones de George Orwell sobre las
raíces psicológicas de los movimientos totalitarios: «Hitler captó muy bien la falsedad
de las concepciones hedonistas de la vida. A partir del final de la última guerra, buena
parte del pensamiento occidental (y ciertamente el pensamiento progresista en bloque)
ha dado tácitamente por descontado que el hombre no desea otra cosa que una vida
cómoda, segura, al amparo del dolor. En esta visión del mundo no tienen cabida fac-
tores como el patriotismo o las virtudes militares […] Fascismo y nazismo, sea cual fuere
su valor como teorías económicas, están psicológicamente mejor fundados que cual-
quier concepción hedonista de la vida. Lo mismo puede decirse probablemente de aque-
lla visión militarizada del socialismo que es la variante estalinista. Cada uno de los tres
grandes dictadores vio aumentar su propio poder cuando impuso a su propio pueblo
fardos intolerables. Mientras el socialismo y, si bien de mala gana, el capitalismo han
dicho a los hombres: yo os ofrezco la posibilidad de estar bien, Hitler les dijo: Yo os
ofrezco la lucha, el riesgo y la muerte, y toda una nación se postró a sus pies. Acaso y,
como sucedió al final de la última guerra, cambiarán de idea. Después de algunos años
de hambre y de matanzas, acaso el eslogan justo sería: La máxima felicidad para el mayor
número de personas; pero en este momento obtiene mayor éxito: Mejor un fin en el ho-
rror que un horror sin fin» (Romanzi e saggi, Mondadori, Milán 2000, pp. 1507-1508).
105. B. Mussolini, Spirito della Rivoluzione Fascista, cit., p. 207.
106. Ivi, p. 352.
107. Ivi, p. 301.

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humanística carente de capacidad de mercado, no podía menos de ser


hostil a la civilización industrial moderna, centrada en la lógica cata-
láctica y en la competencia internacional.108 Y, en efecto, «la econo-
mía fascista fue una economía planificada y cerrada en previsión de la
guerra».109 Y lo fue no sólo porque su ideal era la autarquía económi-
ca, sino también porque su vocación totalitaria estaba en abierto
conflicto con la lógica de la «sociedad abierta». La replasmación total
del carácter de los italianos, orientada a la creación del hombre nuevo,
exigía el cierre hermético de la sociedad, a fin de evitar que en ella
penetraran las perniciosas ideas de las «plutodemocracias», contra las
cuales el fascismo se consideraba en un estado de guerra permanen-
te. Y exigía también la aniquilación del sistema de mercado, puesto
que mientras existiera la economía basada en la libre iniciativa, una
parte no pequeña de los pensamientos y de las acciones de los hombres
escaparían al control del Estado-Partido.110 Pero lo que exigía la lógi-
ca de la ideología fascista —la colectivización integral de la economía
para llegar a la colectivización integral de las conciencias— el Régi-
men no la realizó jamás. Por esto, Settembrini definió el fascismo
como una «contrarrevolución imperfecta». A pesar de su «violenta
hostilidad hacia el espíritu de la modernidad»,111 precisamente en cuan-
to no abolió la propiedad privada —institución cardinal de la sociedad
burguesa y de la cultura individualista—, no fue coherente y comple-
tamente totalitario como el nacionalsocialismo y, a fortiori, el comu-
nismo, «el único totalitarismo que se conoce en toda su amplitud, el
único que ha creado un propio estilo duradero»112 edificando un siste-
ma en que Estado y sociedad civil eran una sola cosa.

108. Sobre este punto es partticularmente instructivo en ensayo de P. Melograni,


«Fascismo, reazione contro la civiltà industriale», en Mondoperaio, 1985, n. 6.
109. A. Tasca, Nascita e avvento del fascismo, cit., p. 567.
110. Y, en efecto, Berto Ricci, después de invocar la «subordinación efectiva del
concepto de propiedad a los supremos intereses del Estado» (La rivoluzione fascista,
Barbarossa, Milán 1996, p. 60), llegó a la conclusión de que era necesario «recrear la
antítesis Fascismo-Capitalismo», pues «Mientras no se tocaran los medios de produc-
ción nada era definitivo».
111. D. Settembrini, Storia dell’idea antiborghese in Italia, cit., p. 340.
112. V. Strada, Totalitarismo e storia, cit., p. 99.

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Pero el fascismo no logrará ser completamente totalitario no sólo


porque no echó por el suelo al mercado, sino porque en su código
genético faltaba lo esencial: la idea de la purificación del mundo
mediante el exterminio de los elementos corrompidos y corruptores, idea
que encontramos expresada con toda claridad tanto en el bolchevis-
mo como en el nazismo.
En los escritos de Lenin se sostiene que la misión histórica de la
revolución comunista consiste en «limpiar de todo insecto nocivo [...]
la maldita sociedad capitalista».113 Esta es un «pantano»114 que debe
ser desinfectado recurriendo a la «violencia sistemática contra la bur-
guesía y sus cómplices»115 —ante todo los mencheviques y los socia-
listas revolucionarios,116 pero también los «obreros profundamente
corrompidos por el capitalismo»:117 una operación cruel, despiadada,
pero absolutamente necesaria, si se quiere efectivamente desarraigar la
«codicia, la sórdida, odiosa, insensata codicia del saco de dinero».118
Por lo demás, ¿qué derecho tienen a existir unos seres que no son
hombres, «sino parásitos inmundos»,119 que viven, como «vampiros»,120
nutriéndose de la sangre de los trabajadores? Eliminarlos es un deber
moral, además de una operación indispensable para purificar el mundo.
Armado de estos principios morales y fanáticamente seguro de
estar en posesión de una doctrina rigurosamente científica y por tanto
«omnipotente»,121 Lenin, apenas se adueñó del poder, ordenó a sus

113. Lenin, Come organizzare l’emulazione, en Opere complete, cit., vol. XXVI, p.
394 y p. 390.
114. Lenin, Che fare?, en Opere complete, cit., vol. V, p. 327.
115. Lenin, Chi è spaventato del crollo del vecchio, en Opere complete, cit., vol.
XXVI, p. 384.
116. Lenin, Opere complete, cit., vol. XLV, p. 485.
117. Lenin, Stato e rivoluzione, en Opere complete, cit., vol. XXV, p. 445.
118. Lenin, Chi è spaventato del crollo del vecchio, cit., p. 384.
119. Ibidem.
120. Lenin, Compagni operai, alla lotta finale, decisiva!, en Opere complete, cit.,
vol. XXVIII, p. 53.
121. Lenin, Tre fonti e tre parti integranti del marxismo, en Opere complete, cit.,
vol. XIX, p. 9.

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seguidores —a los que desde hacía tiempo venía educando en la


idea de que el comunismo sólo podía triunfar «exterminando impla-
cablemente a los enemigos de la libertad»122— desencadenar inme-
diatamente «el terror de masa»;123 y ordenó también crear un «mundo
a parte» —el universo concentracionario124— en el que descargar to-
das las impurezas que el «viejo y podrido régimen mundial»125 había
dejado en herencia al socialismo. Objetivo declarado: «Purificar la
sociedad rusa en el campo»,126 es decir instituir el terror permanente.
La misma idea de revolución encontramos en Hitler. El punto de
partida de aquel a quien François Furet definió «el hermano tardío
de Lenin»127 coincide con el diagnóstico de la corrupción del mundo
que encontramos en la ideología marxista.128 «En la medida en que
la economía creció hasta convertirse en la señora del Estado —leemos
en Mein Kampf—, el dinero se convirtió en el Dios a quien todos
debían servir y ante el cual todos tenían que postrarse. Cada vez más
los Dioses del cielo fueron confinados en un rincón en cuanto obso-
letos y fuera de la moda, mientras que el incienso se quemaba ante
el ídolo Mammón. El resultado fue una maligna degeneración.»129

122. Lenin, Due tattiche della socialdemocrazia, en Opere complete, cit., vol. IX,
p. 51.
123. Lenin, Opere complete, cit., vol. XXXV, p. 243.
124. Cfr. N. Werth, Un Etat contre son peuple, en S. Courtois (al cuidado de), Le
livre noir du communisme, Laffont, París 1997; O. Figes, La tragedia di un popolo, Cor-
baccio, Milán 1997.
125. Lenin, III Congresso dei soviet, en Opere complete, cit., vol. XXVI, p. 459.
126. La afirmación se encuentra en una carta a Stalin enviada por Lenin en 1922
pero solo recientemente publicada (cit. por D. Volkogonov, Le vrai Lénine, Laffont,
París 1995, p. 213).
127. F. Furet, Le passé d’une illusion, Laffont, París 1995, p. 243.
128. Téngase presente que Hitler no ocultó la deuda contraída en relación con
el marxismo. Llegó incluso a declarar: «Yo no soy tan sólo quien ha vencido al marxis-
mo, sino también su realizador: o sea de aquella parte del mismo que es esencial y
está justificada, despojada de su dogma hebreo-talmúdico […] He aprendido mucho
del marxismo, y no dudo en admitirlo [...] El nacional-socialismo es lo que el marxis-
mo habría podido ser si hubiera conseguido romper sus vínculos absurdos y artifi-
ciales con un orden democrático» (H. Rauschning, Così parlò Hitler, Cosmopolita,
Roma 1944, pp. 170-171).
129. A. Hitler, Mein Kampf, Pimlico, Londres 1992, p. 213.

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Sin embargo, para Hitler, los perversos seres a quienes imputar


la degeneración mundial producida por el indiscutible «dominio
del dinero»130 no son los burgueses, sino los judíos. Éstos son los
«vampiros» al «servicio del puro Mammón»,131 por lo que la regene-
ración del mundo pasa necesariamente por su aniquilación. «Yo me
mostré leal para con los judíos —declaró Hitler a sus files algunos
meses antes de suicidarse. Les lancé, en vísperas de la guerra, una
última advertencia. Les advertí que si precipitaban de nuevo al
mundo en la guerra, no se les perdonaría esta vez— y los parásitos
serían definitivamente exterminados en Europa.»132
Pues bien, la visión gnóstico-maniquea de la revolución —la
revolución como purificación del mundo mediante la aniquilación
sangrienta de la «masa material» responsable de la corrupción gene-
ral—, presente tanto en el comunismo como en el nacional socia-
lismo,133 fue totalmente ajena al fascismo. De ahí que en su historia,
a pesar de estar llena de violencias y de crímenes, no se puede encon-
trar lo que Hannah Arendt consideraba el rasgo distintivo del tota-
litarismo: el universo concentracionario basado en la institucionaliza-
ción del terror catártico.134 De suerte que, en definitiva, el fascismo
quiso ser una «máquina de guerra» contra la civilización moderna,
pero en realidad fue un fenómeno superficial, ya que, desde su naci-
miento, le faltó aquella carga palingenésica, dirigida a extirpar las
raíces del Mal, sin la cual una revolución auténticamente totalita-
ria no es siguiera concebible. Pero no fue en absoluto un fenómeno
inocuo, pues fueron innumerables las cosas negativas que dejó en
herencia a la Italia post-fascista, entre las cuales la obstinada aver-
sión a la burguesía, al liberalismo y al socialismo reformista, que tanto
habría contribuido a erradicar la cultura bolchevique entre los inte-
lectuales no menos que entre las masas trabajadoras.

130. Ibidem.
131. Ivi, p. 385.
132. A. Hitler, Ultimi discorsi, Edizioni Ar, Padua 1988, p. 52.
133. Cfr. L. Pellicani, La società dei giusti. Parabola storica dello gnosticismo rivo-
luzionario, Etaslibri, Milán 1995.
134. H. Arendt, Le origini del totalitarismo, Comunità, Milán 1996, pp. 599 y ss.

154
En la misma colección

— Angelo Panebianco
El poder, el estado, la libertad.
La frágil constitución de la sociedad libre
— Anne Robert Jacques Turgot
Reflexiones sobre la formación y la distribución de las riquezas.
Elogio de Gournay
— Paloma de la Nuez
Turgot, el último ilustrado
— Nicola Matteucci
El Estado moderno.
Léxico y exploraciones
— Carlos A. Sabino
El amanecer de la libertad.
La independencia de América Latina
— Mark Skousen
La formación de la Teoría Económica Moderna.
La vida e ideas de los grandes pensadores
— Pascal Salin
Liberalismo.
Una nueva y profunda evaluación del pensamiento liberal
— Bertrand de Jouvenel
Sobre el poder.
Historia natural de su crecimiento
— Lord Acton
Ensayos sobre la libertad y el poder
— Raimondo Cubeddu
Leo Strauss, sobre Cristianismo y Liberalismo

Para más información,


véase nuestra página web
www.unioneditorial.es
Basándose en una amplia documentación, el Autor desarrolla
una tesis radicalmente contraria a la opinión dominante, es
decir, que, a pesar de la mortal enemistad que los separaba, el
comunismo y el nazismo tenían el mismo enemigo: la sociedad
burguesa, y el mismo objetivo de purificar el mundo a través de
un terror catártico. De ahí la institucionalización del universo
concentracionario, en el que debían ser descargados todos los
elementos corrompidos y corruptores, así como la idea de la
revolución como proceso catastrófico-palingenésico que había
de desembocar, después de aniquilar la totalidad existente, en
la creación de una humanidad transfigurada: Tout détruire pour
tout refaire à neuf . Tras el pretexto de la «raza» o de la «clase
social», de la plena regeneración y de la creación de un «hombre
nuevo», un mismo bestial totalitarismo.

LUCIANO PELLICANI es catedrático de sociología política en la Libera


Università Internazionale degli Studi Sociali (LUISS) de Roma,
autor de numerosos trabajos de su especialidad, entre ellos La
società dei giusti. Parabola storica dello gnosticismo rivoluzionario
(1995), Modernizzazione e secolarizzazione (1997), Dalla società
chiusa alla società aperta (2002), Rivoluzione e totalitarismo (2003),
Le sorgenti della vita. Modi di produzione e forme di dominio (2005),
La genesi del capitalismo e le origeni della modernità (2006), Le
radici pagane dell’Europa (2007) y Anatomia dell’anticapitalismo
(2010).

ISBN: 978-84-7209-557-1
Unión Editorial, S.A.
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