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LUCIANO PELLICANI
LENIN Y HITLER
LOS DOS ROSTROS DEL TOTALITARISMO
Unión Editorial
Colección La Antorcha
Lenin y Hitler
Los dos rostros del totalitarismo
Luciano Pellicani
Lenin y Hitler
Los dos rostros del totalitarismo
Unión Editorial
2011
Título original:
Lenin e Hitler.
I due volti del totalitarismo
© 2009 - Rubbettino Editore
ISBN: 978-84-7209-557-1
Depósito legal: M. xxxxx-2011
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Índice
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Prefacio
«Jacobino rojo, jacobino negro»
Por más que nos esforcemos, siempre nos costará entender qué es
lo que sucedió durante el siglo XX. Por qué, de un modo sincroniza-
do, el mundo entero enloqueció entregándose a una orgía de violen-
cia, sinsentido y asesinato de masas planificado. Por qué los Gobier-
nos la emprendieron contra su propio pueblo. Por qué la obsesión
de edificar un nuevo mundo sobre las cenizas del antiguo. Por qué,
en el momento más feliz de la historia humana, se empeñaron en
aborrecer la realidad y hacer lo imposible para cambiarla emplean-
do dosis de fanatismo y barbarie desconocidas hasta la fecha.
El siglo XX fue el del totalitarismo y el de la lucha contra el tota-
litarismo, que consistió, básicamente, en devolver las aguas al acoge-
dor cauce del denostado liberalismo decimonónico. Como la histo-
ria la hacen los individuos, detrás de un fenómeno tan singular se
encuentran dos caracteres muy peculiares y extremadamente pare-
cidos en casi todo, tanto en su particular universo simbólico como,
especialmente, en su odio africano hacia el mundo que les había visto
nacer y que, caprichos de la historia, les había permitido alcanzar su
enfermiza conciencia política.
Estos dos personajes fueron Vladimir Ilich Lenin y Adolf Hitler.
Aunque la historiografía oficial, borracha de marxismo y de antiguos
creyentes buscando la redención, nos los presentan como antagonis-
tas, lo cierto es que fueron dos caras de la misma moneda: la del so-
cialismo, padre y madre de todos los males que la humanidad pade-
ció durante el corto pero intenso siglo XX. Uno, el ruso, puso las bases
de un diabólico corpus de pensamiento y acción que otro, el austria-
co, llevó hasta sus últimas consecuencias durante la Segunda Guerra
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Los años del uno y los del otro apenas coincidieron. Aunque con-
temporáneos, Lenin abandonó este mundo al poco de empezar 1924.
En aquel mismo año Hitler, un desconocido alborotador muniqués,
dictaba su obra magna en el penal bávaro de Landsberg. Mientras
Lenin había dejado el camino pavimentado a su sucesor, el infame
Iosif Stalin, Hitler empezaba de cero. Fue liberado unos meses
después y se lanzó sobre la yugular de la débil República alemana,
heredera del naufragio de Versalles y deseosa de encontrar un salva-
dor que la sacase del marasmo. Lenin no lo había tenido tan fácil
para llegar al poder y a punto estuvo de quedarse fuera. Vio venir la
oportunidad en el momento en el que Rusia se encontraba más de-
bilitada, saltó sobre los cascotes del Imperio de los zares y se aferró
con uñas y dientes a la poltrona librando y ganando una guerra civil
que alumbró la Unión Soviética.
No fueron, pues, vidas paralelas en el tiempo. Lenin no tuvo no-
ticia de la existencia de Hitler y éste, aunque sí supo —y mucho—
sobre el tirano soviético, nunca confesó seguirle, al menos al pie de
la letra. Los nazis se decían socialistas, pero anticomunistas. Copia-
ron la estética militar del fascismo italiano, su paso de la oca, su
saludo romano y la puesta en escena propia de los antiguos césares.
Eso era lo que se veía. En lo que no se veía, los jerifaltes del nazis-
mo fueron discípulos aventajados del bolchevismo.
Hitler y Lenin fueron como dos gotas de agua en el modo de
ejercer el poder de un modo absoluto e incontestable y, sobre todo,
en sus planes de destrucción y creación ex novo de un mundo que
tenían por imperfecto e irreformable. De ahí la emergencia de la
revolución y de ponerlo todo patas arriba. Para construir un edifi-
cio sobre un solar que ya está ocupado no hay otra posibilidad que
derribarlo hasta los cimientos y comenzar sobre ellos la obra nueva.
Hitler y Lenin aborrecían de la portentosa Europa judeocristiana y
liberal en la que habían nacido. Querían rehacerla desde abajo. Para
ello no quedaba otro camino que derruirla a conciencia.
Un régimen político no se caracteriza por su fachada externa
—aunque, cierto es, da algunas pistas sobre su naturaleza inter-
na—, sino por su proyecto de fondo. El franquismo en España man-
tuvo hasta el último de sus días la retórica hueca del falangismo, las
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camisas azules, el espíritu del 18 de julio, los brazos en alto y los cán-
ticos de trinchera. Sin embargo, el franquismo devino en una demo-
cracia liberal en sólo unos meses. Las guerreras blancas de los jerar-
cas del Movimiento se escondieron en el armario y el país transitó
pacíficamente a la democracia sin apenas enterarse. Franco sim-
plemente quería mandar, no reinventarse España desde cero y, mu-
cho menos, crear un nuevo español radicalmente diferente al del
pasado.
Algo similar sucedió en Italia. Cuando se proclamó la Repúbli-
ca en 1946, pocos recordaban los desfiles por la Via dell’Impero o
los apasionados discursos de Benito Mussolini desde el balcón del
Palazzo Venezia. No fue necesario desfalangizar España o desfascis-
tizar Italia. La ideología, aunque detestable y necesariamente servil,
no había sido totalizadora y los dos países pudieron continuar su
rumbo sin demasiados sobresaltos tras la dictadura.
El bolchevismo y su primo hermano el nazismo sí fueron totali-
zadores en todos los ámbitos de la vida, y no sólo en el político. Al
igual que Italia o España no perdieron ni el nombre ni la bandera
durante sus respectivos regímenes de corte fascista, Alemania y Rusia
perdieron ambos. Rusia dejó de llamarse así durante más de setenta
años. El imperio de los zares pasó a denominarse Unión de Repúbli-
cas Socialistas Soviéticas, conocido en todo el mundo por su acróni-
mo URSS. Hasta tal punto llegó la identificación de Rusia con el
proyecto soviético de Lenin que no existió un Partido Comunista
de Rusia (de la Federación Rusa) hasta 1990, un año antes de que
el invento de Lenin implosionase.
La URSS tomó como bandera la del Partido Comunista, una hoz,
un martillo y una estrella de cinco puntas amarillos sobre fondo rojo.
Similar receta se aplicó a las repúblicas federadas. La eliminación
de los símbolos nacionales por muy antiguos y queridos que éstos
fuesen formaba parte del plan maestro de Lenin. Todo lo anterior
estaba equivocado, el mundo del futuro empezaba con él y con su
vademécum marxista para construirlo desde los cimientos…
La Alemania nazi mantuvo el nombre, aunque debidamente
modificado para dar cabida a los delirios del amo del país. Hitler,
más historicista y, sobre todo, mucho más nacionalista que Lenin,
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fundó el Tercer Reich. Daba por bueno que el primero —el Sacro
Imperio— y el segundo —el del Kaiser— habían fracasado. La solu-
ción pasaba por edificar sobre sus ruinas un tercer imperio que
rompiese radicalmente con los dos anteriores. Un Reich que dura-
ría mil años y que estaría cimentado sobre una cuestión biológica:
la raza aria que los alemanes auténticos compartían desde la cuna.
Una raza, dicho sea de paso, que Hitler daba por superior y llama-
da a dominar el mundo.
La bandera, formada por una cruz gamada negra encerrada en
un círculo blanco sobre fondo rojo sería la divisa de la nueva Alema-
nia. Aquella era, como en el caso ruso, la bandera del partido. Para
guardar las apariencias los nazis la hicieron convivir dos años con
la reintroducida bandera imperial. Luego la segunda fue arrincona-
da. Hermann Göring, mariscal del Reich, practicó los oficios fúne-
bres durante la reunión anual de la NSDAP en Nuremberg alegan-
do que el tiempo de los Hohenzollern era agua pasada y que usar
su bandera era algo propio de «reaccionarios»…
Lenin y Hitler no es que confundiesen el partido con el país
—que también—, sino que confundían el país y el destino mismo
de la especie humana con su averiada cosmovisión. Para transfor-
mar el mundo y adaptarlo a la estrecha «cama de Procusto» de sus
ensoñaciones teóricas, tenían que emplear toda la violencia que
fuese posible. No había, además, nada moral que reprocharse. Se
trataba de combatir el mal absoluto representado por el antiguo
mundo burgués con el bien absoluto que encarnaban sus dos varian-
tes de socialismo revolucionario. Era una cuestión, como bien apun-
ta Pellicani, de salvación de la especie. Uno y otro iban a «recondu-
cir a la sociedad a su pureza originaria». Para conseguirlo había que
hacer primero una gran purga catártica y necesariamente brutal que
limpiase el tejido social de elementos corruptos y corruptores.
Para los comunistas estos elementos eran los propietarios (gran-
des, pequeños o medianos) y el clero, para los nazis los judíos y otras
razas inferiores que tendrían que ser eliminadas o sojuzgadas por
los amos arios. Para ambos la burguesía en su conjunto y su elabo-
ración más perfeccionada: el mundo moderno. La revolución iba a
consistir en eso mismo, en ofrecer felicidad y armonía a cambio de
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Prólogo del Autor a la edición española
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P R Ó LO G O D E L AU TO R A L A E D I C I Ó N E S PA Ñ O L A
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Capítulo primero
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11. Lenin, Al primo congresso dei consigli dell’economia, en Opere complete, Editori
Riuniti, Roma 1954-1970, vol. XXVII, p. 377 e p. 379.
12. Tampoco la idea del «plan único», formulada varias veces por Marx y Engels,
tenía un significado positivo: era una manera distinta para decir que el capitalismo
tenía que ser eliminado. No puede extrañar, por tanto, que Branko Horvat haya lle-
gado a la conclusión de que «el marxismo es una teoría (crítica) del capitalismo y de
su destrucción, no una teoría del socialismo» (The Political Economy of Socialism,
Sharpe, Armonk, N.Y. 1982, p. 124). Ni que Alberto Asor Rosa haya hecho esta
confesión: «Nos falta una idea de lo que debería ser una formación económico-social
no basada en el beneficio; y una idea de una institución estatal, o en todo caso de una
organización cualquiera de la sociedad, que no repita los modelos, aunque sean corre-
gidos e integrados, de la democracia representativa. Es decir, nos faltan las dos ideas
fundamentales» (Le due società, Einaudi, Turín 1977, p. xvii). Lo cual no ha impedi-
do a Asor Rosa afirmar que «el Gulag no puede anular retrospectivamente el valor y
el alcance» del «sueño más grande que la humanidad haya soñado jamás» y que la ta-
rea que tienen delante los intelectuales «progresistas» consiste en «obligar a Occiden-
te a verse, y por tanto ayudarle a disolverse» (La guerra, Einaudi, Turín 2002, p. 151).
No estamos muy lejos del llamado «nihilismo creativo» del anarquismo ontológico
di Hakim Bey y John Zerzan, animado por el odio a la civilización moderna y por el
deseo de ver cómo se colapsa por su intrínseca perversión.
13. K. Marx, Peuchet o del suicidio, en K. Marx y F. Engels, Opere complete, Edi-
tori Riuniti, Roma 1970 e ss., vol. IV, p. 546.
14. K. Marx y F. Engels, La sacra famiglia, en Opere complete, cit., vol. IV, p. 37.
15. K. Marx, Il 18 brumaio di Luigi Bonaparte, en Opere complete, cit., vol. XI,
p. 115.
16. F. Engels, Lettera dalla Germania, en Opere complete, cit., vol. X, p. 16.
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17. K. Marx, Miseria della filosofia, en Opere complete, cit., vol. VI, p. III.
18. F. Engels, Schelling e la Rivelazione, en Opere complete, cit., vol. II, p. 239.
19. F. Engels, Il panslavismo democratico, en Opere complete, cit., vol. VIII, p. 381.
20. F. Engels, La lotta dei magiari, en Opere complete, cit., vol. VIII, p. 237.
21. F. Engels, Ludovico Feuerbach e il punto di approdo della filosofia classica te-
desca, en K. Marx y F. Engels, Opere scelte, Editori Riuniti, Roma 1969, p. 1106.
22. H. Rauschning, La rivoluzione del nichilismo, Armando, Roma 1994, p. 33.
23. L. Trotski, Arte rivoluzionaria e arte socialista, en Letteratura, arte, libertà, Schwarz,
Milán 1958, p. 105.
24. Cit. por J.M. Rhodes, The Hitler Movement, Hoover Institution Press, Stan-
ford 1980, p. 105.
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25. «Tout détruir, pour tout refaire à neuf »: tal es la fórmula con que el jacobino
Saint-Etienne sintetizó el proyecto revolucionario. Había pues dado en la diana Joseph
de Maistre cuando, después de definir como «satánica» la revolución de 1793, puso
en boca de los jacobinos, en un imaginario diálogo con Dios, estas palabras: «Todo
cuanto existe nos disgusta porque tu nombre está escrito en todo cuanto existe. Quere-
mos destruirlo todo y rehacerlo todo sin ti» (Saggio sul principio generatore delle costi-
tuzioni politiche, Il Falco, Milán 1982, p. 92).
26. O. Cullmann, Dio e Cesare, Ave, Roma 1996, p. 196.
27. En un artículo publicado en vísperas del Gran Salto, Mao dijo estar seguro
de que 600 millones de chinos «puros pero inmaculados» constituían una excelente
base de partida para la transformación revolucionaria de la sociedad, ya que «sobre
una hoja de papel limpio no hay manchas y así pueden ecribirse las palabras más
bellas y más nuevas, se pueden pintar las imágenes más bellas y nuevas» (cit. por S.R.
Schram, Il pensiero politico di Mao tse-tung, Vallecchi, Florencia 1971, p. 393).
28. Cfr. A. del Noce, Il suicidio della rivoluzione, Rusconi, Milán 1978, pp. 5-6.
29. E. Nolte, Nazionalsocialismo e bolscevismo, Sansoni, Florencia 1988.
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30. Lenin, III congresso dei soviet, en Opere complete, cit., vol. XXVI, p. 451.
31. Lenin, Due tattiche della socialdemocrazia, en Opere complete, cit., vol. IX,
p. 51.
32. Hitler, Mein Kampf, Kaos, Milán 2002, p. 376.
33. Cit. por E. Jaeckel, La concezione del mondo di Hitler, Longanesi, Milán 1972,
p. 90.
34. H. Raushning, Così parlò Hitler, Cosmopolita, Roma 1944, p. 75 y p. 7. El
mismo concepto fue recalcado el 2 de marzo de 1940 durante un coloquio con el vice-
secretario de estado americano Summer Wells: «Se trata de la destrucción o no de Ale-
mania; en el peor de los casos, será un exterminio total» (cit. por J.C. Fest, Hitler,
Rizzoli, Milán 1991, p. 773).
35. «Nosotros reharemos el mundo», anunció Lenin en abril de 1917. Diez años
después, Hitler le hizo eco, declarando: «Construiremos un mundo nuevo, contra la
degradación actual.»
36. F. Furet, Le passé d’une illusion, cit., p. 243. A Hitler se le aplica perfectamente
la definición que de Lenin dio Dimitri Volkogonov: «un demonio de la destrucción
y un demiurgo de la creación» (Le vrai Lénine, Laffont, París 1995, p. 324).
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40. Cfr. L. Pellicani, La società dei giusti. Parabola storica dello gnosticismo rivolu-
zionario, EtasLibri, Milán 1995 y Rivoluzione e totalitarismo, Marco, Lungro di Co-
senza 2004.
41. Cfr. J.P. Sironneau, Sécularisation et religions politiques, Mouton, La Haye 1982.
42. C.J. Friedrich y Z.K. Brzezinski, Totalitarian Dictatorship and Autocracy, Prae-
ger, Nueva York 1964, p. 5.
43. K. Löwith, Il nichilismo europeo, Laterza, Bari 1999, p. 36.
44. Ivi, p. 37. La misma tesis desarrolla Leo Strauss en el ensayo Il nichilismo
tedesco, en R. Esposito, C. Galli y V. Vitiello (al cuidado de), Nichilismo e politica,
Laterza, Bari 2000, pp. iii y ss.
45. Cfr. G.L. Mosse, Le origini culturali del Terzo Reich, Il Saggiatore, Milán
1968.
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56. Cfr. D. Settembrini, Storia dell’idea antiborghese in Italia, Laterza, Bari 1991;
P. Bellinazzi, L’utopia reazionaria. Lineamenti per una storia comparata delle filosofie
comunista e nazionalsocialista, Name, Génova 2000; V. Strada (al cuidado de), Totali-
tarismo e totalitarismi, Marsilio, Venecia 2003.
57. Según el clásico modelo de Friedrich y Brzezinski, seis son los elementos es-
tructurales de un régimen totalitario: 1) una ideología oficial, característicamente
centrada y proyectada hacia un estado final de la humanidad; 2) un partito único,
guiado por un dictador y compuesto por una elite de activistas ideológicamente moti-
vados; 3) una policía terrorista con la función de aniquilar no sólo a los enemigos del
régimen, sino también a categorías sociales enteras arbitrariamente seleccionadas; 4)
un monopolio de los medios de comunicación de masa; 5) un monopolio de los me-
dios de coerción; 6) un aparato burocrático encargado de controlar y dirigir todo el
proceso económico (Totalitarian Dictatorship and Autocracy, cit., pp. 9-10).
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80. S. Weil, Sulla Germania nazista, Adelphi, Milán 1990, p. 27 y p. 173. El furor
antiburgués de Hitler era tal que no dudó en alistar a Jesucristo en su cruzada contra
Mammón. En un discurso pronunciado en Munich en diciembre de 1926 se expre-
só así: «El nacimiento del Hombre, que se celebra en Navidad, tiene un significado
enorme para los nacionalsocialistas. Cristo fue el principal pionero en la lucha contra
el enemigo mundial judío. Cristo fue la naturaleza más combativa que haya vivido
jamás sobre la tierra... La lucha contra el poder del capital era la tarea de su vida y de su
doctrina, por lo que fue clavado en la cruz por sus archienemigos, los judíos. Yo comple-
taré la misión que Cristo comenzó pero no pudo llevar a término» (cit. por R.S. Wistrich,
Hitler e l’Olocausto, Rizzoli, Milán 2003, pp. 158-159).
81. W. Reich, Psicologia di massa del fascismo, Mondadori, Milán 1974, p. 51.
82. K. Polanyi, La libertà in una società complessa, Bollati Boringhieri, Turín 1987,
p. 71.
83. Cit. por H.P. Fuchs, Dietro Weimar, Lede, Roma 1984, p. 73.
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84. Cit. por P. Ayçoberry, La question nazi, Seuil, París 1981, p. 59.
85. Cit. por J. Marabini, La vita quotidiana a Berlino sotto Hitler, Rizzoli, Milán
1987, p. 61. Que el modelo de sociedad en que pensaban los nazis era muy seme-
jante al de los bolcheviques se desprende con toda claridad del llamado Boxheimer
Dokument, entregado, en noviembre de 1931, por un tránsfuga del Partido nacional-
socialista al jefe de la policía de Frankfurt: «Se hablaba en él de “iniciativas despiada-
das”, destinadas a garantizar la “más estricta disciplina de la población”, conminando,
por todo acto de resistencia o sólo de desobediencia genérica la pena de muerte ejecu-
tada “sin proceso y en el lugar mismo”. Los derechos de propiedad privada y los com-
promisos financieros se suspenderían por el momento, la población tenía que acce-
der a los comedores públicos, se introduciría el servicio laboral obligatorio; no hay
que decir que los judíos serían excluidos tanto del trabajo como de la distribución de
víveres» (J. Fest, Hitler, cit., p. 379).
86. P. Drieu La Rochelle, Le radici giacobine dei totalitarismi, Tabula Fati, Chieti
1998. En este ensayo, escrito en 1939, Drieu, después de subrayar que, mientras 1789
fue burgués y liberal, 1793 fue jacobino y totalitario, sostuvo la tesis de que los rasgos
esenciales del bolchevismo, del fascismo e del nazismo derivan todos ellos del jaco-
binismo: culto desenfrenado de la violencia, movilización y manipulación de las masas
con brutales consignas, exterminio de los enemigos de la revolución, dictadura terro-
rista, estatismo, guerra en todos los frentes, aspiración a regenerar el cuerpo social
mediante la purga permanente.
87. A. Baeumler, Democrazia e nazionalsocialismo, Lupa Capitolina, Padua 1984,
p. 27.
88. Z. Sternhell, Né destra né sinistra, Akropolis, Nápoles 1984, p. 97.
89. Nadie mejor que Ernst Junger ha expresado la pasión nihilista de que estaba
poseído el «jacobinismo negro». Tras declarar que «era mejor ser un delincuente que
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faz de la tierra: uno u otro,121 porque «el antagonismo del oro contra
el trabajo»122 no toleraba compromisos de ningún tipo: era un anta-
gonismo mortal, en el que estaba en juego la existencia misma del
«edificio del capitalismo mundial».123
Mientras Hitler, con sus discursos de guerra, proclamaba que el
objetivo del nacionalsocialismo era, no sólo el dominio de Europa,
sino también la aniquilación del capitalismo, le hacía eco Ugo Spi-
rito en un informe dirigido a Mussolini totalmente animado por la
convicción de que la coyuntura política ofrecía al fascismo una gran
chance histórica: la de retomar el programa revolucionario origina-
rio para acabar de una vez por todas con la civilización liberal, basa-
da en el individualismo hedonista y egoísta. En el mismo documen-
to, Spirito reivindicaba para el fascismo italiano un papel directivo
en la construcción de la «civilización proletaria» debido a que era por-
tador de una «consciencia del fin de todos los valores burgueses» y
de la «necesidad de una nueva metafísica no iluminista»124 como no
podían encontrarse ni en la primera revolución del proletariado, la
bolchevique,125 ni en la «segunda revolución fascista»,126 la que había
llevado al poder al Partido nazi.
hay una diferencia entre el conocimiento teórico del socialismo y la virtud práctica del
socialismo. Las personas no nacen socialistas, sino que ante todo hay que enseñarles
como hacerse tales» (Cit. por M. Burleigh, Il Terzo Reich, Rizzoli, Milán 2003, p. 263).
121. Hitler, Discorsi di guerra, cit., p. 194.
122. Ivi, p. 195.
123. Ivi, p. 193. También después del ataque contra la Unión Soviética, Hitler recal-
có el concepto de que la guerra en curso era un choque mortal entre «la burguesía y los
Estados revolucionarios»; y añadió que «había sido fácil dejar fuera de combate a los
Estados burgueses» ya que «los países con una ideología tenían una ventaja sobre los
Estados burgueses» (cit. por H. Arendt, Le origini del totalitarismo, cit., p. 428). Además,
cuando ya era evidente la derrota total de Alemania, hizo esta significativa confesión:
«Habríamos tenido que liberar a la clase obrera, ayudar a los obreros franceses a reali-
zar su revolución.Y había que aplastar despiadadamente a una burguesía de fóxiles,
carente de alma como de patriotismo» (Ultimi discorsi, Edizioni Ar, Padua 1988, p. 54).
124. U. Spirito, La guerra rivoluzionaria, Fondazione Ugo Spirito, Roma 1989,
p. 131.
125. Ivi, p. 130.
126. Ivi, p. 78.
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III
aconsejaba el control total en interés del orden justo de la comunidad. Esto, a su vez,
llevó a la profundamente desafortunada interpretación del pensamiento de Platón,
visto como totalitario; en realidad él fue un autoritario, favorable a la autocracia del
sabio. Análoga es la falsa interpretación de ciertas formas de dominio de la antigüe-
dad clásica que condujo a definirlas como totalitarias, por ejemplo Esparta […] Si se
aceptara esta interpretación del totalitarismo, sería necesario describir la orden de los
monasterios medievales (y de otras fases históricas) como totalitarias, por el hecho
de caracterizarse por el intento de un control total de la vida de sus miembros. Final-
mente, gobiernos muy primitivos tenían que haber sido llamados totalitarios a causa
de su estricto control sobre todos sus miembros» (L’uomo, la comunità, l’ordine politico,
il Mulino, Bolonia 2002, pp. 396-397).
135. En efecto, en los Diarios di Goebbels se leen estos juicios: «El fascismo no se
parece ni de lejos al nacionalsocialismo. Mientras que éste va hasta las raíces, aquél per-
manece en la superficie»; «El Duce no es un revolucionario como el Führer o Stalin.
Está tan ligado al pueblo italiano que le faltan las cualidades esenciales para un revolu-
cionario mundial».
136. D.J. Goldhagen, I volenterosi carnefici di Hitler, Mondadori, Milán 2001,
p. 473 y p. 475.
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142. Lenin, Come organizzare l’emulazione?, en Opere complete, cit., vol. XXVI,
p. 390.
143. Ivi, p. 394.
144. En efecto, estos fueron los nuevos conceptos jurídicos destilados por N.V.
Krylenko, el gran acusador de los procesos políticos que tuvieron lugar en el periodo
1918-1922: «Las finuras jurídicas no son necesarias porque no es preciso aclarar si el
imputado es culpable o inocente: el concepto de culpabilidad, viejo concepto burgués,
ha sido ahora erradicado»; «Un tribunal es un órgano de la lucha de clase de los obre-
ros dirigida contra sus enemigos»; «Los hombre son determinados portadores de
determinadas ideas. Sean las que fueren las cualidades individuales (del imputado),
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147. Cit. por O. Figes, La tragedia di un popolo, Corbaccio, Milán 1997, p. 645.
148. E. Traverso, Le totalitarisme, Seuil, París 2001, p. 103.
149. A. Solzhenitsyn, Arcipelago Gulag, cit., vol. II, p. 11 y p. 8. A las mismas con-
clusiones llegó, basándose en documentos de archivo que se hicieron públicos tras el
colapso de la dictadura soviética, Volkogonov: «La idea del sistema de los campos de
concentración —la Administración de los campos del Estado o Gulag— y las espan-
tosas purgas de los años 30 se asocian comúnmente al nombre de Stalin, pero el verda-
dero padre de los campos de concentración soviético, de las ejecuciones, del terror
de masa y de los órganos colocados por encima del Estado, fue Lenin […] Lenin no
sólo inspiró el terror revolucionario, sino que fue tamboién el primero en erigirlo a
institución del Estado» (Le vrai Lénine, cit., p. 249).
150. Lenin, Seduta del comitato esecutivo centrale di tutta la Russia, en Opere com-
plete, cit., XXVII, p. 255.
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151. Cit. por R. Service, Lenin, Mondadori, Milán 2002, p. 248. Idéntico es el
juicio formulado por el socialdemócrata de izquierda Nicolaj Sukhanov quando oyó
el discurso que Lenin pronunció nada más llegar a la estación Finlandia: «No olvi-
daré jamás aquel discurso tronante que no sólo me sorprendió a mí, hereje presente
por casualidad, sino a todos los fieles. Parecía que todos los elementos de la destrucción
universal hubieran salido de sus antros, ignorando barreras, dudas, dificultades y con-
sideraciones personales, para liberarse, en las salas de la Kshesinskaija, sobre las cabe-
zas de los fascinados discípulo» (cit. por D. Shub, Lenin, cit., p. 291).
152. Lenin, Alla lotta finale, decisiva!, en Opere complete, cit., vol. XXVIII, pp.
53-54. Frente a estas palabras, cómo no asombrarse al leer que «no se puede demos-
trar que Lenin pretendiera incluir entre los objetivos del Partido la eliminación física
total de las clases medias» (R. Service, Lenin, cit., pp. 298-299).
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153. Cfr. Y. Ternon, Lo Stato criminale, Corbaccio, Milán 1997; J. Kotek y P. Ri-
goulot, Il secolo dei campi, Mondadori, Milán 2001; A.J. Kaminski, I campi di con-
centramento dal 1896 ad oggi, Bollati Boringhieri, Turín 1998; J. Glover, Humanity,
Il Saggiatore, Milán 2002.
154. O. Figes, La tragedia di un popolo, cit., p. 775.
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al enemigo y asegurarnos para muchos decedios las posiciones que queremos. Es ahora,
y sólo ahora, mientras en las regiones afligidas por la carestía hay canibalismo y las
carreteras están atestadas de centenares si no millares de cadáveres, cuando podemos
(y por tanto debemos) intentar adquirir los tesoros (de la Iglesia) con la energía más
brutal y despiadada» (cit. por R. Pipes, Il regime bolscevico, Mondadori, Milán 2000,
p. 405).
160. M. Heller y A. Nekric, Storia dell’Urss, cit., p. 141.
161. R. Breitman, Himmler. Il burocrate dello sterminio, Mondadori, Milán 1991,
p. 218.
162. Cit. por R.S. Wistrich, Hitler e l’Olocausto, cit., pp. 122-123.
163. A.J. Kaminski, I campi di concentramento, cit., p. 102.
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164. R.S. Wistrich, Hitler e l’Olocausto, cit., p. 286. También a juicio de Primo Levi
los campos alemanes constituían algo único. «Al antiguo fin de eliminar o aterrori-
zar a los adversarios políticos, añadían un objetivo moderno y monstruoso, el de bo-
rrar del mundo pueblos y culturas enteros […] Los campos soviéticos no eran cierta-
mente lugares en que la permanencia fuera agradable, pero en ellos, ni siquiera en
los años más oscuros del stalinismo, la muerte de los presos se buscaba expresamen-
te; era un incidente bastante frecuente, y tolerado con brutal indiferencia, pero sus-
tancialmente no querido; en una palabra, un subproducto debido al hambre, al frío,
a las infecciones, al cansancio. En esta lúgubre comparación entre dos modelos de
infierno hay que añadir aún que en los campos alemanes, en general, se entraba para
no salir: no se preveía otro final que la muerte. Por el contrario, en tiempo de Stalin los
culpables eran a veces condenados a penas larguísimas con espantosa ligereza, pero
siempre subsistía al menos una aunque leve esperanza de libertad». Pero esto lo des-
miente el testimonio del ex detenido común Minaev: «En cualquier ocasión posible
los guardias trataban de hacernos saber que los criminales no estaban del todo perdi-
dos para la patria; hijos pródigos, por decirlo así, pero siempre hijos suyos. Mas para
los fascistas y los contras (los políticos) no había lugar en la faz de la tierra, y nunca lo
habría» (cit. por R. Medvedev, Lo stalinismo, cit., p. 360).
165. A. Gramsci, L’Ordine Nuovo, Einaudi, Turín 1975, p. 61.
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[...]. Se habían vendido a la idea de que los llamados kulaks eran pa-
rias, intocables, parásitos. No se sentarían a la mesa con parásitos;
el niño kulak era repugnante, la niña kulak era menos que una pulga.
Consideraban a los llamados kulaks animales, cerdos, seres desagra-
dables, repugnantes: no tenían alma; olían mal; tenían todas las en-
fermedades venéreas; eran enemigos del pueblo y explotaban el tra-
bajo de los demás [...]. Para con ellos no había piedad. No eran seres
humanos, era difícil concebir qué eran: parásitos, era evidente [...].
En aquella época me decía a mí mismo: no son seres humanos, son
kulaks [...] ¡Cuántas torturas sufrieron! Para masacrarlos era nece-
sario proclamar que los kulaks no eran seres humanos. Precisamen-
te como los alemanes proclamaban que los judíos no eran seres
humanos. Cabalmente así afirmaron Lenin y Stalin: declararon que
los kulaks no eran seres humanos.»166
Tal fue el rasgo diacrítico más terrible del comunismo y del nazis-
mo: ambos, a pesar de partir de presupuestos ideológicos distintos,
excluyeron de la Humanidad a millones de seres humanos y, tras de-
gradarlos al rango de insectos nocivos, planificaron su exterminio en
nombre de la purificación moral de la sociedad y de la creación del
hombre nuevo; y ambos, precisamente por esto, fueron los únicos,
auténticos movimientos totalitarios de la primera mitad del siglo XX.167
166. Cit. por R. Conquest, Stalin, Mondadori, Milán 2003, pp. 180-181. Que la
lógica del «genocidio de clase» fuera afín a la del «genocidio de raza» se desprende clara-
mente de las palabras pronunciadas por Gorki en 1932: «El odio de clase debe cultivar-
se mediante rechazo orgánico del enemigo, en cuanto inferior. Mi convicción íntima
es que el enemigo es cabalmente un ser inferior, un degenerado en el plano físico, pero
también moral» (cit. por A. de Benoist, Comunismo e nazismo, Arianna, Casalvecchio
2000, pp. 24-25). El propio Gorki se expresó así acerca de la espantosa carestía causa-
da por el «comunismo de guerra»: «Supongo que la mayor parte de los 35 millones de
hambrientos morirá, pero morirá la gente semi-salvaje, estúpida y oscura de los pueblos
rusos […] y será sustituida por una nueva raza de personas instruidas, razonables, llenas
de energía» (cit. por M. Heller y A. Nekric, Storia dell’Urss, cit., p. 136).
167. Generada por Europa, la revolución totalitaria, en la versión comunista, se ha
extendido por los países del Extremo Oriente —China, Camboya, Corea, Vietnam—
y con los mismos terroríficos resultados: millones y millones de seres humanos bárba-
ramente exterminados en nombre de la purificación ideológica de la sociedad (cfr. S.
Courtois al cuidado de, Le livre noir du communisme, Laffont, París 1997).
63
Capítulo segundo
El comunismo como reacción celote
contra Occidente
Según una tesis ampliamente extendida antes del colapso del Im-
perio soviético, las revoluciones comunistas fueron unas «moderni-
zaciones defensivas». Empeñados en la búsqueda de la «sociedad sin
clases y sin Estado», los bolcheviques encontraron el método —el
plan único de producción y distribución— para eliminar a marchas
forzadas el gap tecnológico, científico y económico existente entre
Rusia y las potencias capitalistas. Por lo que, a pesar de su autorita-
rismo, desempeñaron un papel de progreso, aunque muy distinto
del que ellos mismos imaginaron: rompieron el círculo vicioso del es-
tancamiento, subrogando la función de la burguesía empresarial allí
donde ésta no se había formado espontáneamente, y, de este modo,
indicaron «una técnica al desarrollo a uno de los pueblos que debían
saltar las etapas y constituir la sociedad industrial que no se había pro-
ducido en su terreno histórico».1
Pues bien, la bancarrota planetaria de la economía imperativa
demuestra que esta tesis ya no es sostenible.2 Esto resultará aún más
evidente si se tiene en cuenta que Rusia, antes de que los bolchevi-
ques se adueñaran del poder con el afortunado golpe que ha pasado
a la historia con el nombre de Revolución de Octubre, había iniciado
ya el camino de la industrialización con resultados excepcionales.3
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6. Cfr. R. Guénon, Introduzione generale allo studio delle dottrine indù, Adelphi,
Milán 1989.
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de Octubre y todas las que en ella se han inspirado han sido exac-
tamente lo contrario de lo que cierta politología ha creído que fue:13
no modernizaciones de tipo totalitario —expresión muy parecida
a la de «círculo cuadrado»—, sino reacciones de rechazo de la civili-
zación de Occidente. Esto es tan cierto que Lenin no dudó en definir
el reformismo como una «grave enfermedad» en cuanto, mediante la
inoculación del «bacilo de la política obrera liberal»,14 perseguía la
«europeización de Rusia»15 y que Bujarin proclamó alto y fuerte que
la misión histórica de la dictadura del proletariado era la «destruc-
ción del individualismo».16
Para descubrir las raíces de la reacción contra la Modernidad que
se concretó en el comunismo es particularmente útil la teoría toyn-
biana de la agresión cultural.17 Esta teoría parte de la constatación
de que el encuentro entre dos civilizaciones puede convertirse en una
tragedia permanente si una de ellas posee una aplastante potencia
radiactiva. Resultado: la civilización «inferior» es literalmente inva-
dida por la civilización «superior» y progresivamente desorganizada.
El primer impulso de la sociedad agredida será oponer una obsti-
nada y ansiosa resistencia a la intrusión de la cultura alógena, que
percibirá como un atentado contra sus valores básicos y por tanto
una prevaricación de su identidad espiritual. Al mismo tiempo, el
impacto se resolverá en una difracción de la cultura radioactiva,
cuyos elementos adquirirán velocidad y poder de penetración dife-
renciada. En otras palabras, el estado de desorganización de la so-
ciedad agredida y su pertinaz resistencia impedirán un gradual y
armónico proceso de aculturación. Por el contrario, en el cuerpo de
13. R.V. Daniels, The Nature of Communism, Random House, Nueva York 1962;
J.H. Kautsky, Communism and the Politics of Development, Wiley, Nueva York 1968;
S.P. Huntington, Political Order in Changing Societies, Yale University Press, New
Haven 1970.
14. Lenin, La malattia del riformismo, en Opere complete, Editori Riuniti, Roma
1955 ss., vol. XVIII, p. 417.
15. Lenin, Crescente discordanza, en Opere complete, cit., vol. XVIII, p. 541.
16. N. Bucharin, Le vie della rivoluzione, Editori Riuniti, Roma 1980, p. 223.
17. A.J. Toynbee, A Study of History, Oxford University Press, Londres 1964, vol.
VIII.
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22. En 1921, Stalin definió al Partido comunista como «una especie de Orden
de caballeros armados dentro del Estado soviético, cuyos órganos dirigía y cuya acti-
vidad inspiraba (cit. por M. Heller y A. Nekric, Storia dell’Urss, cit., p. 145).
23. Lenin, Opere complete, cit., vol. XLV, p. 485.
24. Cfr. V. Strada, Giacobinismo e antigiacobinismo in Russia, en Urss-Russia,
Rizzoli, Milán 1985, pp. 217-244.
25. N. Bucharin y E. Preobrazenskij, Abc del comunismo, Newton Compton, Roma
1975, p. 7.
26. Lenin, Due fonti e tre parti integranti del marxismo, en Opere complete, cit.,
vol. XIX, p. 9.
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la certeza metafísica de ser nada menos que «la solución del enigma
de la historia».27 A pesar de haber sido elaborada en el corazón de
Europa, había conducido a Occidente ante el Weltrgericht y le había
condenado para siempre como un sistema de vida «innatural» y
«perverso», que mercantiliza toda realidad material y espiritual y
que, precisamente por esto, había inaugurado el «tiempo de la corrup-
ción universal».28 Por tanto, frente a un sistema semejante, sólo es
concebible una actitud: la guerra de aniquilación.
Que Volodia Smirnof viera en Lenin un «ideólogo de la intelli-
gentsia»29 no puede despertar sorpresa alguna. Toda la teoría leni-
nista del partido no era, desde la primera a la última palabra, otra
cosa que la legitimación del derecho histórico de los intelectuales
revolucionarios al monopolio de la representación existencial. De
ahí la poderosa atracción que ejerció sobre aquel producto típico
de la agresión cultural que fue la intelligentsia: una «clase de oficia-
les de enlace» —así la definió Toynbee30— que se había formado
progresivamente cuando la sociedad rusa fue investida por la «pode-
rosa inmigración de las ideas occidentales».31 Sus miembros eran
aquellos individuos que, por el hecho de haber absorbido las ideas
extranjeras, estaban condenados a la alienación en cuanto forzados
a vivir como extranjeros al margen de dos universos culturales: el de
la sociedad invadida y el de la sociedad invasora. Precisamente por
estar doblemente marginados, estaban llenos de resentimiento tanto
frente a la cultura tradicional como respecto a la cultura moderna.
Odiaban lo existente en todas sus manifestaciones, pues no podían
reconocerse ni en el viejo mundo ni en el nuevo. Eran, por tanto, los
«parias de la inteligencia», llamémoslos así, sin una sociedad a la que
pertenecer y por tanto psicológicamente disponibles para todo lo que
se presentaba con la apariencia de la revolución, la única perspectiva
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32. Cfr. R. Pipes (al cuidado de), The Russian Intelligentsia, Columbia Univer-
sity Press, Nueva York 1961.
33. Cfr. A.J. Toynbee, Civilization on Trial, Meridian Books, Cleveland 1964,
pp. 148-163.
34. Sobre este punto sigue siendo fundamental el análisis realizado por Custine
(La Russie en 1839, Solin, París 1990).
35. Cfr. T. Szamuely, The Russian Tradition, Secker and Warburg, Londres 1974.
36. Cfr. A. Walicki, Una utopia conservatrice, Einaudi, Turín 1973.
37. «Para mí —leemos en una carta escrita por Martov a N.S. Kristi—, el socia-
lismo no fue nunca la negación de la libertad individual o del individualismo, sino
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por el contrario su más alta encarnación» (cit. por J. Burbank, Intelligentsia and Re-
volution, Oxford University Press, Oxford 1989, p. 19). A la luz de esta idea de socia-
lismo, se comprende por qué Radeki declarara que «Europa occidental comenzaba
con los mencheviques» (cit. por E.H. Carr, La Rivoluzione bolscevica, Einaudi, Turín
1964, p. 42); y se comprende también por qué, al eliminar a los mencheviques, los
bolcheviques eliminaron la influencia de la cultura occidental sobre el pueblo ruso.
38. Cit. por M. Agursky, La Terza Roma, il Mulino, Bolonia 1989, p. 561.
39. N. Berdjaev, L’idea russa, Mursia, Milán 1992, p. 158.
40. N. Berdjaev, Il senso e le premesse del comunismo russo, Edizioni Roma, Roma
1944, p. 190.
41. Ivi, p. 191.
42. N. Trubezkoi, L’Europa e l’umanità, Einaudi, Turín 1982, p. 66.
43. Ivi, p. 66.
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49. Stalin, Dall’Oriente la luce, en Opere complete, cit., vol. IV, p. 206.
50. Lenin, Meglio meno, ma meglio, en Opere complete, cit., vol. XXXIII, p. 458.
51. Mao Tse-tung, Scritti filosofici, politici, militari, Feltrinelli, Milán 1968, pp.
586 ss.
52. Cfr. L. Pellicani, La società dei giusti. Parabola storica dello gnosticismo rivolu-
zionario, EtasLibri, Milán 1995.
53. N. Bucharin, Le vie della rivoluzione, cit., p. 253.
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Capítulo tercero
El nazismo como movimiento gnóstico de masas
En su célebre obra Tres rostros del fascismo, Ernst Nolte insiste sobre
las singulares afinidades que presentan las personalidades de Lenin
y Mussolini,1 lejanas y próximas al mismo tiempo, tanto desde el
punto de vista psicológico como desde el punto de vista político.
En realidad, mucho más pertinente e instructivo sería un análisis
comparado de las personalidades de Lenin y Hitler. En definitiva,
Mussolini es un revolucionario a medias, que acepta el compromi-
so con las fuerzas del establishment no sólo por oportunismo, sino
también y sobre todo porque su programa no tiene carga alguna
palingenésica. Él no es un Paráclito gnóstico. Le es ajena la idea de
la regeneración de la humanidad a través de la erradicación del mal.
La cual, por el contrario, está presente tanto en el programa bolche-
vique como en el nacionalsocialista.
En los escritos de Lenin se sostiene que la primera tarea del terror
revolucionario es «limpiar de todo insecto nocivo [...] la maldita socie-
dad capitalista».2 Ésta es un «pantano»3 que debe ser desinfectado
1. E. Nolte, I tre volti del fascismo, Mondadori, Milán 1971, pp. 238 ss.
2. Lenin, Come organizzare l’emulazione, en Opere complete, Editori Riuniti, Roma
1955 ss., vol. XXVI, p. 394 y p. 390. Los «insectos nocivos» eran, además de los «inte-
lectuales burgueses», los «“ricos”, los “malhechores”, los “parásitos”, los “gamberros”...
esta escoria de la sociedad, estos miembros gangrenados y putrefactos, este contagio,
esta peste, esta plaga que el capitalismo ha dejado en herencia al socialismo».
3. Lenin, Che fare?, en Opere complete, cit., vol. V, p. 327.
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4. Lenin, Chi è spaventato del crollo del vecchio?, en Opere complete, cit., vol. XXVI,
p. 384.
5. Ivi, p. 384.
6. Ibidem.
7. Lenin, Compagni operai, alla lotta finale, decisiva!, en Opere complete, cit., vol.
XXVIII, p. 53.
8. A. Hitler, Ultimi discorsi, Edizioni Ar, Padua 1988, p. 52.
86
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II
9. Los jefes nazis eran plenamente conscientes de esto. Goebbels: «El fascis-
mo no tiene nada que ver con el nacional-socialismo. Mientras que este último va
a las raíces, el fascismo es sólo cosa superficial.» «El Duce no es un revolucionario
como el Führer o Stalin. Él está tan enraizado en su pueblo que carece de las cuali-
dades fundamentales de un revolucionario mundial.» Himmler: «Fascismo y nacio-
nal-socialismo son dos cosas fundamentalmente diferentes; [...] es imposible toda
comparación entre fascismo y nacional-socialismo como movimientos espirituales»
(cit. por H. Arendt, The Origins of Totalitarianism, Meridian Books, Nueva York
1964, p. 309).
10. N. Cohn, I fanatici dell’Apocalisse, Comunità, Milán 1978, p. 377.
11. J.M. Rhodes, The Hitler Movement, Hoover Institution Press, Stanford 1980.
12. La definición es de David Rousset (cit. por E. Vermeil, La Germania contem-
poranea, Laterza, Bari 1956, p. 566).
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13. Cit. por L.L. Rimbotti, Il mito al potere, Edizioni del Settimo Sigillo, Roma
1992, p. 213. A la misma conclusión llegó, durante su permanencia en Alemania,
Simone Weil: «Toda la juventud (alemana), en todos o casi todos los estratos, está ani-
mada, después de la crisis que tan brutalmente la ha golpeado, privada de toda espe-
ranza, por un sentimiento de odio violento hacia el capitalismo, por una ardiente as-
piración hacia un régimen socialista.»
14. Cit. por F.L. Carsten, La genesi del fascismo, Baldini e Castoldi, Milán 1970,
p. 142.
15. Programma del partito tedesco dei lavoratori nazional-socialisti, en T. Buron y
P. Gauchon, I fascismi, Akropolis, Nápoles 1984, p. 100.
16. G. Feder, La propiedad privada, Wotan, Barcelona 1984, p. 14.
17. C. David, Hitler et le nazisme, PUF, París 1979, p. 42.
18. Tal era uno de los eslóganes del Partido nacionalsocialista, acuñado por el
propio Hitler.
19. A. Hitler, Mein Kampf, Gli Impubblicabili, Roma, s.f., p. 104.
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22. Cit. por H. Hoehne, L’Ordine Nero, Garzanti, Milán 1976, p. 47. Si Goebbels
recurría al arsenal ideológico de loa comunistas, éstos a su vez —como observó Si-
mone Weil en una carta de 1932 (Sulla Germania totalitaria, Adelphi, Milán 1990,
pp. 27-28)— sufrían la influencia del antisemitismo nazi.
23. Cit. por J. Fest, Hitler, Rizzoli, Milán 1991, p. 284.
24. Cit. por H.P. Fuchs, Dietro Weimar, Lede, Roma 1984, p. 73. Es muy signifi-
cativo que en 1934 Gustav Krupp formuló sobre las SS el mismo juicio que Schleicher:
«Quieren una especie de bolchevismo con botas pero sin cerebro que fascina a mucha
gente» (cit. por J. Marabini, La vita quotidiana a Berlino sotto Hitler, Rizzoli, Milán
1987, p. 61).
25. Cit. por P. Ayçoberry, La question nazi, Seuil, París 1981, p. 59. Téngase pre-
sente, además, que el propio Hitler reivindicó con orgullo la extracción de izquierda
de los militantes nazis de la primera hora: «Cuando la Falange encarcela a sus adver-
sarios, comete el mayor de los errores. ¿Acaso mi partido no ha estado compuesto en un
noventa por ciento de elementos de izquierda?» (Idee sul destino del mondo, Edizioni
Ar, Padova 1980, vol. I, p. 122).
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30. Un miedo que Hitler explotó con gran habilidad, poniendo a los industriales
ante la alternativa: «El comunismo o yo» (cit. por J. Monnerot, Sociologie de la Révo-
lution, Fayard, París 1969, p. 632).
31. Entre ellos, ocupó un lugar destacado Fritz Thyssen, quien sin embargo «vivió
para arrepentirse de su locura y para escribir sobre la misma un libro titulado Pagué
a Hitler» que publicó en el extranjero, a donde «huyó al estallar la guerra» (W.L. Shirer,
Storia del Terzo Reich, Einaudi, Turín 1990, vol. I, p. 222 y p. 408).
32. E. Niekisch, Il regno dei demoni, Feltrinelli, Milán 1959, p. 75. Aún más gro-
tesca es la tesis de Charles Bettelheim, según la cual Hitler «recibía las órdenes» de
Krupp (L’economia della Germania nazista, Mazzotta, Milán 1973, p. 35).
33. A. Hitler, Idee sul destino del mondo, cit., vol. II, p. 300.
34. H. Rauschning, Così parlò Hitler, Cosmopolita, Roma 1944, p. 142.
35. Hitler llegó a afirmar que «el secreto del éxito del nacionalsocialismo consis-
tía en haber reconocido el irrevocable final de la burguesía y de sus ideales políticos»
(H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., p. 100).
36. Lo mismo se debe decir respecto al Partido nacional fascista, como se despren-
de de la precisa documentación proporcionada por P. Melograni, Mussolini e gli in-
dustriali, Longanesi, Milán 1972, y R. Sarti, Fascism and Industrial Leadership, Univer-
sity of California Press, Berkeley 1971.
37. Cit. por W.L. Shirer, Storia del Terzo Reich, cit., vol. I, p. 268.
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38. Cit. por J. Billig, L’hitlerisme et le système concentrationnaire, PUF, París 1967,
p. 103.
39. «En conjunto —leemos en las Memorias de von Papen— los ambientes indus-
triales observaban una actitud distante; su reserva se manifestó claramente cuando
Hitler habló por primera vez en el Industrieklub de Dusseldorf» (cit. por J. Billig,
L’hitlerisme, cit., pp. 102-103). Conviene recordar que entre los industriales más rece-
losos figuraba precisamente aquel Gustav Krupp que, según la vulgata de la Tercera
Internacional, habría sido sin más el titiritero que movía las marionetas nazis.
40. H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., p. 164.
41. D. Schoenbaum, Hitler’s Social Revolution, Anchor Books, Nueva York 1967,
p. 113.
42. A. Hitler, Discorsi di guerra, Ronzon, Roma 1941, p. 223.
43. R. de Felice, Interpretazioni del fascismo, Laterza, Bari 1971, p. 274.
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67. También en esto Hitler fue precedido por Mussolini, quien ya desde finales
de 1918 se había convencido, observando atentamente los desarrollos de la Revolu-
ción de Octubre, del carácter «absolutamente pernicioso para la economía del colec-
tivismo global» (D. Settembrini, Fascismo, controrivoluzione imperfetta, cit., p. 93).
68. A. Hitler, Mein Kampf, cit., p. 98.
69. A Otto Strasser, que le preguntaba qué haría con las acererías Krupp cuando
llegara al poder, Hitler respondió irritado: «Naturalmente las dejaré como están. ¿Cree
que sería tan loco como para destruir la industria alemana?» (cit. por A. Bullock, Hitler,
Mondadori, Milán 1979, p. 89). Algunos años después volvió sobre el tema, argu-
mentando así: «El Estado no debe tomar en sus manos la economía privada porque se
produciría una espantosa burocratización, y por tanto la parálisis de los sectores afec-
tados. Por el contrario, el Estado debe promover en lo posible la iniciativa privada,
[...] reservándose el derecho a intervenir en cualquier momento [...] porque de otro
modo todo grupo privado pensaría exclusivamente a satisfacer sus propias aspiracio-
nes» (Conversazioni di Hitler a tavola, Longanesi, Milán 1970, p. 199 y p. 197).
70. Cfr. H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., pp. 163 ss.; A. Hitler, Idee sul des-
tino del mondo, cit., vol. II, pp. 318 ss.
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71. Conviene recordar que Feder, junto con Dietrich Eckart, Hans Frank y Rudolf
Hess, había militado en las filas de la Thule Gesellschaft, la secta fundada por Rudolf
von Sebottendorff que se proponía «acabar definitivamente con la gestión económica
militarista centrada en el beneficio y en la prevaricación usurocrática del Judío» (R.
Sebottendorff, Prima che Hitler venisse, Arktos,Turín 1987, p. 151).
72. Que era de tales dimensiones que indujo a Hitler a formular este juicio: «Po-
demos admirar sin reservas a Stalin. Es realmente alguien. Conoce a la perfeccióna
sus maestros, empezando por Gengis Khan. Sus planes económicos tienen una ampli-
tud que sólo nuestros planes cuatrienales los superan» (Idee sul destino del mondo, cit.,
vol. III, p. 511).
73. H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., p. 177. «El famoso igualitarismo hitle-
riano, a menudo mal entendido, consiste en dejar en lo posible intactas las viejas for-
mas, mientras éstas no se vean forzadas a caer, a disolverse automáticamente bajo el
impulso y la presión de la nueva realidad de hecho creada tras ellas legalmente» (D.
Cantimori, Note sul nazionalsocialismo, introducción a C. Schmitt, Principi politici del
nazionalsocialismo, Sansoni, Florencia 1935, p. 19).
74. A. de Chateaubriant, Il fascio delle forze, Akropolis, Florencia 1991, p. 58.
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IV
75. A. Hitler, Idee sul destino del mondo, cit., vol. II, p. 361.
76. A pesar de ello, el Partido nacionalsocialista siguió siendo en conjunto un
«movimiento de clases medias y de la pequeña burguesía y reclutó su dirección en el
grupo de los plebeyos, es decir de la burguesía y las clases rurales más bajas, pero no
del proletariado industrial» (K.D. Bracher, La dittatura tedesca, il Mulino, Bolonia
1973, p. 368).
77. M.S. Lipset describe así el «elector tipo» del Partido nazi: «Un miembro de
la clase media, trabajador autónomo, protestante, que vive en su granja o en su peque-
ña comunidad y que antes había votado a un partido centrista o regional muy hostil
al poder y a la influencia del big business y del big labor» (Political Man, Anchor Books,
Nueva York 1963, pp. 148).
78. Cfr. D. Peukert, Storia sociale del Terzo Reich, Sansoni, Florencia 1989, pp.
83 y ss.; R. Saage, Interpretazioni del nazismo, Liguori, Nápoles 1979, pp. 103 ss.
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79. E. Fromm, Fuga dalla libertà, Comunità, Milán 1968, pp. 175-176.
80. Cit. por K.D. Bracher, Il Novecento, secolo delle ideologie, Laterza, Bari 1985,
p. 148.
81. Típica al respecto es la sentencia de Moeller van den Bruck: «El liberalismo ha
minado sociedades. Ha destruido religiones. Ha aniquilado patrias. Ha sido la disolu-
ción de la humanidad» (cit. por A. Romualdi, Correnti politiche ed ideologiche della
destra tedesca dal 1918 al 1932, L’Italiano, Anzio 1981, p. 45). Sobre la misma longi-
tud de onda está la tesis de Carlo Costamagna: «El llamado pensamiento moderno acabó
perdiéndolo todo, con el sentido de la continuidad, incluso aquel sentido de la unidad
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que había constituido, en las anteriores fases de la historia, el esfuerzo constante del
conocimiento» (Dottrina del fascismo, La Tavola Rotonda, Roma 1982, p. 8).
82. T. Parsons, Alcuni aspetti sociologici dei movimenti fascisti, en Sistema politico
e struttura sociale, Giuffrè, Roma 1975, p. 128.
83. T. Mann, Considerazioni di un impolitico, De Donato, Bari 1967, p. 137.
84. O. Spengler, La rigenerazione del Reich, Ar, Padua 1992, p. 123.
85. E. von Solomon, I proscritti, Edizioni all’insegna del Veltro, Parma 1979, p. 84.
86. H.D. Lasswell, La psicologia dell’hitlerismo come reazione delle classi medie infe-
riori a uno stato prolungato di insicurezza, en Potere, politica e personalità, UTET, Turín
1975, p. 729.
87. J.M. Rhodes, The Hitler Movement, cit., pp. 30-38.
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derecha, no eran sólo los elementos más externos —la actividad fre-
nética, las marchas interminables, las aglomeraciones de masas y la
incesante propaganda, que ciertamente eran importantes para con-
quistar los votos—, sino sobre todo la irreductible voluntad de victo-
ria, el fanatismo y la entrega incondicionada a la causa que el Führer
y todos sus secuaces eran capaces de transmitir a su público.»90
Más precisamente, era el pathos apocalíptico y el anuncio mesiá-
nico de un Redentor los que hacían involucrantes y arrolladores los
mensajes que Hitler dirigía a hombres dominados por un angustio-
so sentido de inseguridad, y por tanto menesterosos de una fe que
les diera la fuerza de afrontar una crisis que vivían como una catás-
trofe histórica. «El público —escribía un observador refiriéndose a
un mitin de Hitler— estaba colgado de sus labios conteniendo la
respiración. Este hombre expresaba sus pensamientos, sus senti-
mientos, sus esperanzas: había nacido un nuevo profeta; muchos ya
veían en él un nuevo Jesucristo que acabaría con sus penas, que los
conduciría a la tierra de promisión con solo seguirle.»91
Hitler, en efecto, en un clima de éxtasis colectivo, les decía que
ciertamente había una vía de salvación: el aniquilamiento de todas
aquellas pérfidas potencias que conspiraban para humillar, sojuz-
gar y destruir al pueblo alemán. Además, su programa de «conver-
gencia anticapitalista y nacionalista» —según la definición de Rudolf
Hilferding92— le permitía «estar al mismo tiempo en el campo de
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97. H.R. Trevor-Roper, Il fenomeno del fascismo, en S.J. Woolf (al cuidado de),
Il fascismo in Europa, Laterza, Bari 1973, p. 32. Pero también hijo de aquella «tenden-
cia histórica que pretendía regenerar la historia (Wagner), dinamitarla (Nietzsche) y
precisamente para abrirla en dos, que pretendía [...] ser advenimiento de un nuevo
origen de historia, que proyectaba un Reich milenario, que en todas sus formas polí-
ticas quería crear un hombre nuevo» (G. Locchi, L’essenza del fascismo, Edizioni del
Tridente, Castelnuovo Magra 1981, p. 64).
98. Cfr. W.S. Allen, Come si diventa nazisti, Einaudi, Turín 1994, pp. 273 ss.
99. O. Spengler, Anni decisivi, Ciarrapico, Roma s.f., p. 23.
100. «Tengo el don de la simplificación», solía decir Hitler a sus más estrechos
colaboradores.
101. A. Hitler, Discorsi di guerra, cit., p. 151.
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y desde el punto de vista genético, una raza judía. Existe sin embar-
go una realidad de hecho a la que, sin la menor duda, se pueda atri-
buir esa cualificación y que, además, es admitida por los propios he-
breos. Se trata de la existencia de un grupo humano espiritualmente
homogéneo al que los hebreos del mundo entero tienen consciencia
de pertenecer, sea cual fuera el país del que, desde la óptica adminis-
trativa, son ciudadanos. Por tanto no se trata en absoluto —aunque
la religión hebrea les sirve a veces de pretexto— de una comunidad
religiosa ni de un vínculo constituido por la pertenencia a una reli-
gión común. La raza hebrea es ante todo una raza interior.»109
Esta raza presenta los siguientes rasgos constitutivos: «es el gusa-
no en el cuerpo en descomposición; [...] es una pestilencia peor que
la muerte negra de otro tiempo; [...] el eterno hongo que prospera
en todas las grietas de la humanidad; [...] la araña que lentamente
empieza a chupar por los poros la sangre del pueblo; [...] una horda
de ratas que se atacan salvajemente unas a otras; [...] parásitos del
cuerpo de otros pueblos.»110
A esta visión fóbica del Enemigo Absoluto y de sus mil diabóli-
cas encarnaciones Hitler permaneció fiel durante toda su vida y de
ella dedujo, con inexorable coherencia, el imperativo categórico de
liberar al mundo de la «raza interior» que le corrompía y contra la cual
era preciso luchar con todos los medios y a toda costa.
«El descubrimiento del virus judío se declaró a finales de febre-
ro de 1942 y es una de las mayores revoluciones que jamás se hayan
hecho en el mundo. La lucha que nosotros pilotamos es del mismo
tipo que la que iniciaron, en el siglo pasado, Pasteur y Koch. ¡Cuán-
tas enfermedades hay que atribuir al virus judío!... ¡Recuperaremos
salud sólo a condición de eliminar al hebreo!»111 El cual, por su parte,
tenía como principal objetivo la aniquilación del pueblo alemán,
como resultaba con total evidencia de la política de exterminio que
había practicado en la Rusia bolchevique. Aquí «las clases superiores
rusas y también la intelligentsia nacional rusa habían sido asesinadas
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112. A. Hitler, Il libro segreto, cit., p. 310. A la luz de estas palabras es difícil no estar
de acuerdo con Ernst Nolte cuando afirma que el Holocausto fue una respuesta al
Gulag soviético (Nazionalsocialismo e bolscevismo, Sansoni, Florencia 1988).
113. En 1936 una conferencia standard para las unidades SS divulgó el siguiente
comunicado: «El judío es un parásito. Donde prospera, los pueblos mueren. Desde los
siglos más remotos hasta nuestros días el judío ha literalmente matado y exterminado,
apenas tenía fuerza para ello, a todos los pueblos que le recibieron. Eliminar al judío de
nuestra sociedad es un acto de legítima defensa» (de H. Hoene, L’Ordine Nuovo, cit.,
p. 220).
114. La cual no coincidía con la raza ariana entendida biológicamente. Tanto es
así que E. Staele en 1935 creyó oportuno hacer esta precisión: «Quien permanece fuera
del Estado nacional-socialista o resiste es de raza inferior, aunque tenga una comple-
xión longilínea, el cráneo alargado y el pelo rubio» (cit. por J.J. Walter, Les machines
totalitaires, Denoel, París 1982, p. 137). En una palabra: los únicos arios auténticos
eran quienes se identificaban sin reserva con el nazismo.
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144. Cit. por J. Evola, Saggi di dottrina politica, I Dioscuri, Génova 1989, pp.
191, 194 y 197.
145. M. Heidegger, L’autoaffermazione della università tedesca, Il Melangolo,
Génova 1988, p. 52.
146. Ivi, p. 17. «Nuestro servicio divino —escribió un periodista nazi durante un
congreso del Partido nacional-socialista— consiste en reconducir a cada uno a los orí-
genes, a las Madres. Es realmente un servicio de Dios» (cit. por A. Camus, L’uomo en
rivolta, Bompiani, Milán 1981, p. 202).
147. Hans Frank dijo que Hitler era «semejante a Dios»; Robert Ley le conside-
ró «infalible»; Schulz, uno de los jefes de la SS, lo consideró superior a Jesucristo; Ru-
dolf Hess lo describió como un individuo que «obedecía a una vocación superior»;
finalmente, un documento oficial del Partido declaró solemnemente: «Todos nosotros
aquí creemos en Adolf Hitler, nuestro Führer... y (afirmamos) que el nacionalsocia-
lismo es la única fe que conduce el pueblo a la salvación.»
148. H. Rauschning, Così parlò Hitler, cit., p. 41 y p. 230. A la luz de estas pala-
bras, no puede extrañar que Alfred Rosenberg definiera como «luciferina» la inspi-
ración profunda del nacionalsocialismo y que en Der Mythus des XX. Jahrhunderts
llegara a formular este «demencial» teorema: «Yo soy causa de mí mismo... Con mi
nacimiento nacieron también todas las cosas, yo soy al mismo tiempo mi propia causa
y la causa de la totalidad de las cosas. Y si yo lo quisiera, ni yo ni ninguna otra cosa
existiría. Pero si yo no existiera, tampoco Dios podría existir.»
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155. A. Tilgher, Mistiche nuove e mistiche antiche, Bardi, Roma 1946, p. 102.
156. H. Rauschning, La rivoluzione del nichilismo, cit., p. 39.
157. T. Geiger, Società di massa e democrazia, en Saggi sulla società industriale, UTET,
Turín 1970, p. 301.
158. J. Goebbels, Il Führer, en W. Hofer (al cuidado de), Il Nazionalsocialismo,
cit., p. 225.
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162. Cfr. G. Mendel, La rivolta contro il padre, Vallecchi, Florencia 1973, pp.
203 e ss.
163. W.L. Langer, Psicanalisi di Hitler, cit., p. 202.
164. L. Poliakov, Les totalitarismes du XX siècle, Fayard, París 1987, pp. 241-242.
165. «El sádico exige la rendición incondicionada; sólo el necrófico pretendería
también el aniquilamiento» (E. Fromm, Anatomia dell’aggressività umana, Monda-
dori, Milán 1975, p. 506).
166. Cfr. G. Fleming, Hitler and the Final Solution, University of California Press,
Berkeley 1984; R. Breitman, Himmler, Mondadori, Milán 1992; L. Poliakov, Brèviai-
re de la haine, Editions Complexe, Bruxelles 1986; D. Rousset, L’univers concentra-
tionnaire, Editions de Minuit, París 1993.
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Capítulo cuarto
El fascismo, bolchevismo imperfecto
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20. E. Sulis (al cuidado de), Processo alla borghesia, Edizioni di Roma, Roma
1939.
21. Dos años después de la publicación del volumen Processo alla borghesia, exac-
tamente el 25 de octubre de 1938, Mussolini pronunció en el Consejo nacional del
PNF un discurso que no quiso dar a conocer al público, pero que invitó a los presen-
tes a transmitirlo para su difusión oral: «Al final del año XVI he descubierto un enemi-
go, un enemigo de nuestro régimen. Este enemigo se llama burguesía» (cit. por G.B.
Guerri, Fascisti, Mondadori, Milán 2000, p. 223). Además, en un momento de ira,
afirmó que, si sólo antes de 1920 hubiera conocido a los burgueses como los conocía
ahora, habría hecho una revolución tan despiadada, que la del Camarada Lenin habría
sido en comparación una broma inocente» (cit. por D. Mack Smith, Mussolini, Rizzoli,
Milán 1999, p. 293).
22. J. Evola, Nazionalismo, germanesimo, nazismo, Melita, Genova, 1989, p. 154.
23. S. de Cesare, «L’imperialismo economico yankee visto dall’osservatorio germa-
nico», en Critica Fascista, n. 24, 1929, p. 484.
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41. G. Gentile, Genesi e struttura della società, Mondadori, Milán 1954, p. 100
y p. 154.
42. B. Mussolini, Spirito della Rivoluzione Fascista, cit., p. 278. Pero precisó que
«el Estado fascista dirigía y controlaba desde los empresarios de la pesca hasta la indus-
tria pesada» y que «el capital […] no tenía ningún medio para oponerse» a la «crecien-
te inteervención del Estado» (E. Ludwig, Colloqui con Mussolini, Mondadori, Milán
2000, p. 118).
43. Cit. por L.L. Rimbotti, Il fascismo di sinistra, Settimo Sigillo, Roma 1989, pp.
155-156.
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versión de las relaciones entre el gran capital y el carismático líder del movimiento
nacional-socialista: «Ya desde el verano de 1934 comienza la liquidación de los elemen-
tos más activos del Partido nazi. El 28 de junio Hitler, que tuvo que trasladarse a ver
a Krupp, recibió las órdenes oportunas» (p. 35).
52. A. Barkai, Nazi Economics, Berg, Oxford 1990, p. 248.
53. D. Schoenbaum, Hitler’s Social Revolution, Doubleday, Garden City 1967, p.
147.
54. Los cuales, en obsequio al principio de la superioridad del interés nacional
sobre los intereses privados, se habían asegurado también «el monopolio del co-
mercio exterior» (E. Vermeil, La Germania contemporanea, Laterza, Bari 1956, p.
589).
55. D. Schoenbaum, Hitler’s Social Revolution, cit., p. 113. En el verano de 1942,
Hitler, después de declarar orgullosamente que, si la economía alemana había resuel-
to sus problemas, ello se debía a que «la dirección de la economía nacional había pa-
sado cada vez más a manos del Estado», precisó que «tampoco después de la guerra
podremos renunciar a la dirección estatal de la economía, pues de otro modo todo
grupo privado pensaría exclusivamente en la satisfacción de sus propias aspiraciones.
Puesto que incluso en la gran masa del pueblo todo individuo obedece a objetivos
egoístas, una actividad ordenada y sistemática de la economía nacional no es posible
sin la dirección del Estado» (H. Picker, Conversazioni di Hitler a tavola, Longanesi,
Milán 1970, p. 197).
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III
56. Cfr. A.J. Gregor, Il fascismo, Antonio Pellicani, Roma 1997; R. Eatwell, Fas-
cismo, Antonio Pellicani, Roma 1999; S.G. Payne, Fascismo, Newton Compton, Ro-
ma 1999; P. Milza, Les fascismes, Seuil, París 1991; R. Griffin, The Nature of Fascism,
Routledge, Londres 1993; M. Neocleous, Fascism, Open University Press, Bucking-
ham 1997.
57. Z. Sternhell, Ne destra né sinistra, Akropolis, Nápoles 1984, p. 18.
58. Ivi, p. 15.
59. Z. Sternhell, La droite révolutionnaire, Seuil, París 1978, p. 17.
60. El fundador de la Falange sintetizó el programa de la revolución fascista con
estas palabras: «Todas las aspiraciones del nuevo Estado podrían resumirse en una pa-
labra: Unidad» (J.A. Primo de Rivera, Scritti e discorsi di battaglia, Settimo Sigillo,
Roma 1993, p. 111).
61. «Fronte economico», «Notiziario settimanale dell’Ufficio stampa del Pnf»,
1941 (cit. por E. Gentile, La via italiana al totalitarismo, La Nuova Italia Scientifica,
Florencia 1995, p. 274).
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pasó, lo mismo que toda ecclesiolatría. Lo mismo ocurrió con los privilegios feuda-
les y la división en castas impenetrables y no comunicables entre ellas. El concepto
de autoridad fascista no tiene nada que ver con el Estado policía. Un partido que go-
bierna totalitariamente a una nación es un hecho nuevo en la historia. Ninguna re-
ferencia o comparación es posible.»
68. E. Gentile, Le origini dell’ideologia fascista, il Mulino, Bolonia 1996, p. 493.
69. La fórmula, como es sabido, es de Giacomo Noventa (Cfr. A. del Noce, Il sui-
cidio della rivoluzione, Rusconi, Milán 1978, pp. 32 y ss.).
70. J. Benda, Il tradimento dei chierici, Einaudi, Turín 1976. La lista de los inte-
lectuales europeos que vieron en el fascismo o en el nazismo el alba de una nueva
civilización es impresionante: Sorel, Marinetti, D’Annunzio, Gentile, Pirandello,
Michels, Sombart, Freud, Jung, Heisenberg, Heidegger, Schmitt, Celine, Pound,
Drieu La Rochelle, Conrad, Eliade, Jouvenel, De Man, etc.; come impresionante es
la lista de los intelectuales que fueron seducidos por la sirena del totalitarismo co-
munista y que realizaron el «sacrificio del intelecto» sobre el altar de la revolución
proletaria. Esto indujo a Tzvetan Todorov a escribir estas desconsoladoras palabras:
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«Mientras que durante siglos los países occidentales han emprendido la vía de la
democracia, los intelectuales que en teoría representan la parte más iluminada de la
población, han optado por regímenes violentos y tiránicos. Si el voto se hubiera reser-
vado en esos países a los intelectuales, hoy viviríamos bajo regímenes totalitarios»
(L’uomo spaesato, Donzelli, Roma 1997, p. 103).
71. Z. Sternhell, M. Sznajder y M. Asheri, Nascita dell’ideologia fascista, cit., p. 13.
72. S. Zweig, Il mondo di ieri, Mondadori, Milán 1996, p. 9.
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73. J. Ortega y Gasset, La ribellione delle masse, en Scritti politici, UTET, Turín
1979, pp. 857-858.
74. A. Tasca, Nascita e avvento del fascismo, Laterza, Bari 1967, p. 541 y p. 557.
75. F. Turati, Le vie maestre del socialismo, Morano, Nápoles 1966, p. 342.
76. Cit. por E. Gentile, Storia del Partito fascista, Laterza, Bari 1989, p. 83.
77. A. Gramsci, L’Ordine Nuovo, Einaudi, Turín 1975, p. 61.
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78. Que el miedo al bolchevismo tuviera un papel no pequeño en la crisis del Esta-
do liberal resulta con toda claridad de lo que Leandro Arpinati escribió en una carta:
«Es cierto que esta burguesía boloñesa (y digo boloñesa por decir apática y vil) no se
mueve sino cuando se siente, con la última huelga, amenazada en su propia seguridad
y en su propia cartera, pero por esto ¿debemos no aceptar el arma-dinero, tan necesa-
ria para nuestra batalla, que, aunque sea por miedo, esta burguesía nos ofrece en este
momento?» (cit. por A. Lyttelton, La conquista del potere, Laterza, Bari 1974, p. 94).
79. Cfr. G. Germani, Autoritarismo, fascismo e classi sociali, il Mulino, Bolonia
1975.
80. B. Mussolini, Spirito della Rivoluzione Fascista, cit., p. 71.
81. L. Salvatorelli, Nazionalfascismo, Einaudi, Turín 1977, p. 12.
82. Cfr. P.G. Zumino, Interpretazione e memoria del fascismo, cit., pp. 49-50.
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IV
85. A. Rocco, La formazione dello Stato fascista, Giuffrè, Milán 1938, p. 798.
86. G. Gentile, Che cosa è il fascismo, en Politica e cultura, Le Lettere, Florencia
1990, vol. I, p. 27.
87. Ivi, p. 36.
88. E. Gentile, La via italiana al totalitarismo, cit., p. 186.
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Por tanto nosotros tenemos derecho a pedir que todo sea fascista,
que todo esté al servicio del régimen fascista.»89 Algunos años des-
pués, el ministro de Educación nacional, Balbino Giuliano, recal-
caba el concepto de manera aún más enfática: «La idea fascista tiene
todos los caracteres de una gran idea religiosa, que como el sol es
siempre sí misma y siempre diversa.»90 En consonancia con su aspi-
ración a convertirse en la «religión de la nación proletaria», el fascis-
mo no debía ser sólo una Milicia, sino que debía ser también una
Mística, que tenía «que ser más que el Partido, una Orden. Quien
participaba en ella tenía que estar dotado de una gran fe»: la fe en
la «concepción religiosa de la vida» propia de la revolución fascista
y en el «triunfo en todo el mundo de sus principios».91 Con razón,
pues, Emilio Gentile ha colocado el fascismo «en el fenómeno más
amplio de la sacralización de la política en la sociedad moderna».92
Pero, precisamente por eso, no se puede hablar, como hace el propio
Gentile, de «modernidad totalitaria».93 La expresión es un oxímoron,
una contradicción en los términos.94 La modernidad significa secu-
larización,95 es decir «desencanto del mundo»96 y «vida sin valores
89. Cit. por A. Aquarone, L’organizzazione dello Stato totalitario, Einaudi, Turín
1978, p. 70.
90. B. Giuliano, «L’idea etica del fascismo», en Gerarchia, noviembre de 1932. En
el mismo año Mussolini había proclamado desde lo alto de su indiscutida autoridad:
«El fascismo es una concepción religiosa de la vida, en la que el hombre se contempla
en su relación inmanente con una ley superior, con una voluntad objetiva que trans-
ciende al individuo particular y lo eleva a miembro consciente de una sociedad es-
piritual». Análoga es la concepción del fascismo que encontramos en los escritos de
Giovanni Gentile, en los cuales se insiste repetidamente no sólo sobre el carácter ético
del Estado, sino también sobre el «despertar de la conciencia religiosa de los italianos»
llevada a cabo por la revolución fascista.
91. B. Mussolini, Spirito della Rivoluzione Fascista, cit., p. 406.
92. E. Gentile, Il culto del Littorio, Laterza, Bari 1994, p. 401.
93. E. Gentile, Le origini dell’ideologia fascista, cit., p. 3. La misma tesis en L. di
Camerana, Fascismo, populismo, modernizzazione, Antonio Pellicani, Roma 1999, pp.
400 ss.
94. Cfr. L. Pellicani, Modernità e totalitarismo, en L. Pellicani (al cuidado de),
Dimensioni della Modernità, Seam, Roma 1998.
95. Cfr. L. Pellicani, Modernizzazione e secolarizzazione, Il Saggiatore, Milán 1997.
96. M. Weber, La scienza come professione, Armando, Roma 1997, p. 77.
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97. J. Ortega y Gasset, Una interpretazione della storia universale, SugarCo, Milán
1979, p. 142.
98. B. Mussolini, Spirito della Rivoluzione Fascista, cit., p. 400.
99. J. Evola, Rivolta contro il mondo moderno, Edizioni Mediterranee, Roma
1969. Que el fascismo no podía menos de ser radicalmente hostil al espíritu de la mo-
dernidad lo vio con toda claridad Curzio Malaparte. En el ensayo La rivolta dei santi
maledetti, escrito en 1921, decía lo siguiente: «Creo que el fenómeno revolucionario
italiano es, o deberá ser, anti-moderno, es decir anti-europeo. Creo que el fascismo
es el último aspecto de la Contrarreforma […] Y creo que el fenómeno revoluciona-
rio ruso, que lucha contra el espíritu moderno […] es la culminación histórica del fe-
nómeno revolucionario italiano. Ambos se ayudan recíprocamente en la común labor
de disgregación de la modernidad, el uno no es concebible, realizable y justo sin el otro»
(L’Europa vivente, Vallecchi, Florencia 1961, p. 135).
100. K.D. Bracher, Il Novecento secolo delle ideologie, Laterza, Bari 1985.
101. E. Nolte, Nazionalsocialismo e bolscevismo, Sansoni, Florencia 1988, p. 6.
102. G. Germani, Sociologia della modernizzazione, Laterza, Bari 1971, pp. 25 y ss.
103. B. Constant, La libertà degli antichi paragonata a quella dei moderni, en Scritti
politici, Il Mulino, Bolonia 1982, p. 44.
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104. G. Gentile, Origini e dottrina del fascismo, en Politica e cultura, cit., vol. I, p.
421. Aquí es oportuno recordar las agudas observaciones de George Orwell sobre las
raíces psicológicas de los movimientos totalitarios: «Hitler captó muy bien la falsedad
de las concepciones hedonistas de la vida. A partir del final de la última guerra, buena
parte del pensamiento occidental (y ciertamente el pensamiento progresista en bloque)
ha dado tácitamente por descontado que el hombre no desea otra cosa que una vida
cómoda, segura, al amparo del dolor. En esta visión del mundo no tienen cabida fac-
tores como el patriotismo o las virtudes militares […] Fascismo y nazismo, sea cual fuere
su valor como teorías económicas, están psicológicamente mejor fundados que cual-
quier concepción hedonista de la vida. Lo mismo puede decirse probablemente de aque-
lla visión militarizada del socialismo que es la variante estalinista. Cada uno de los tres
grandes dictadores vio aumentar su propio poder cuando impuso a su propio pueblo
fardos intolerables. Mientras el socialismo y, si bien de mala gana, el capitalismo han
dicho a los hombres: yo os ofrezco la posibilidad de estar bien, Hitler les dijo: Yo os
ofrezco la lucha, el riesgo y la muerte, y toda una nación se postró a sus pies. Acaso y,
como sucedió al final de la última guerra, cambiarán de idea. Después de algunos años
de hambre y de matanzas, acaso el eslogan justo sería: La máxima felicidad para el mayor
número de personas; pero en este momento obtiene mayor éxito: Mejor un fin en el ho-
rror que un horror sin fin» (Romanzi e saggi, Mondadori, Milán 2000, pp. 1507-1508).
105. B. Mussolini, Spirito della Rivoluzione Fascista, cit., p. 207.
106. Ivi, p. 352.
107. Ivi, p. 301.
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113. Lenin, Come organizzare l’emulazione, en Opere complete, cit., vol. XXVI, p.
394 y p. 390.
114. Lenin, Che fare?, en Opere complete, cit., vol. V, p. 327.
115. Lenin, Chi è spaventato del crollo del vecchio, en Opere complete, cit., vol.
XXVI, p. 384.
116. Lenin, Opere complete, cit., vol. XLV, p. 485.
117. Lenin, Stato e rivoluzione, en Opere complete, cit., vol. XXV, p. 445.
118. Lenin, Chi è spaventato del crollo del vecchio, cit., p. 384.
119. Ibidem.
120. Lenin, Compagni operai, alla lotta finale, decisiva!, en Opere complete, cit.,
vol. XXVIII, p. 53.
121. Lenin, Tre fonti e tre parti integranti del marxismo, en Opere complete, cit.,
vol. XIX, p. 9.
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122. Lenin, Due tattiche della socialdemocrazia, en Opere complete, cit., vol. IX,
p. 51.
123. Lenin, Opere complete, cit., vol. XXXV, p. 243.
124. Cfr. N. Werth, Un Etat contre son peuple, en S. Courtois (al cuidado de), Le
livre noir du communisme, Laffont, París 1997; O. Figes, La tragedia di un popolo, Cor-
baccio, Milán 1997.
125. Lenin, III Congresso dei soviet, en Opere complete, cit., vol. XXVI, p. 459.
126. La afirmación se encuentra en una carta a Stalin enviada por Lenin en 1922
pero solo recientemente publicada (cit. por D. Volkogonov, Le vrai Lénine, Laffont,
París 1995, p. 213).
127. F. Furet, Le passé d’une illusion, Laffont, París 1995, p. 243.
128. Téngase presente que Hitler no ocultó la deuda contraída en relación con
el marxismo. Llegó incluso a declarar: «Yo no soy tan sólo quien ha vencido al marxis-
mo, sino también su realizador: o sea de aquella parte del mismo que es esencial y
está justificada, despojada de su dogma hebreo-talmúdico […] He aprendido mucho
del marxismo, y no dudo en admitirlo [...] El nacional-socialismo es lo que el marxis-
mo habría podido ser si hubiera conseguido romper sus vínculos absurdos y artifi-
ciales con un orden democrático» (H. Rauschning, Così parlò Hitler, Cosmopolita,
Roma 1944, pp. 170-171).
129. A. Hitler, Mein Kampf, Pimlico, Londres 1992, p. 213.
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130. Ibidem.
131. Ivi, p. 385.
132. A. Hitler, Ultimi discorsi, Edizioni Ar, Padua 1988, p. 52.
133. Cfr. L. Pellicani, La società dei giusti. Parabola storica dello gnosticismo rivo-
luzionario, Etaslibri, Milán 1995.
134. H. Arendt, Le origini del totalitarismo, Comunità, Milán 1996, pp. 599 y ss.
154
En la misma colección
— Angelo Panebianco
El poder, el estado, la libertad.
La frágil constitución de la sociedad libre
— Anne Robert Jacques Turgot
Reflexiones sobre la formación y la distribución de las riquezas.
Elogio de Gournay
— Paloma de la Nuez
Turgot, el último ilustrado
— Nicola Matteucci
El Estado moderno.
Léxico y exploraciones
— Carlos A. Sabino
El amanecer de la libertad.
La independencia de América Latina
— Mark Skousen
La formación de la Teoría Económica Moderna.
La vida e ideas de los grandes pensadores
— Pascal Salin
Liberalismo.
Una nueva y profunda evaluación del pensamiento liberal
— Bertrand de Jouvenel
Sobre el poder.
Historia natural de su crecimiento
— Lord Acton
Ensayos sobre la libertad y el poder
— Raimondo Cubeddu
Leo Strauss, sobre Cristianismo y Liberalismo
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