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LA EXPANSIÓN DEL MERCADO, LA EDUCACIÓN MÉDICA Y EL RESTABLECIMIENTO

DEL CONTROL DE LAS OCUPACIONES *

Paul Starr

I. LA EXPANSIÓN DEL MERCADO


La evolución profesional de la medicina durante el siglo XIX también se vio frenada por
obstáculos económicos. No siendo redituable la práctica de la medicina, pocos médicos consideraron
útil seguir una prolongada educación profesional, y tampoco las legislaturas estatales la exigieron. Los
magros resultados económicos sólo en parte se debieron a la competencia contra los practicantes legos.
La razón fundamental fue que el mercado de servicios médicos se vio limitado por condiciones
económicas que inducían a la mayor parte de las familias a ver por sí mismas. Estas condiciones son
típicas de las sociedades preindustriales; se originan en el bajo nivel de los ingresos reales y también en
la geografía propia de la vida rural. A medida que estas condiciones cambiaban en el transcurso del
siglo, se acrecentaban extraordinariamente las oportunidades económicas de la profesión médica.
En los comienzos de la sociedad estadounidense, la medicina fue una institución económica
relativamente insignificante. Mientras la atención de los enfermos se mantuviera dentro de la familia y
del círculo comunal, no sería mercancía: carecía de valor en dinero y no era un “producto”
intercambiable como las aptitudes y servicios especializados de los médicos. Pero cuando los enfermos
empezaron a recurrir a los médicos, a pagar la atención hospitalaria y a comprar medicinas de patente
en vez de preparar sus propios remedios, la atención médica salió del círculo familiar y entró al mercado.
Este paso de la atención médica hacia el mercado alteró las relaciones sociales y económicas de la
enfermedad, pero nunca pudo ser completa la rectoría de las fuerzas del mercado. La gente, y también
los médicos, se negaban a tratar a la medicina como una simple mercancía y a dar rienda suelta a sus
impulsos comerciales. Por ello la historial social de la medicina en el siglo XIX es la historia no sólo
del ensanchamiento del mercado de la medicina sino también de su restricción
La sociedad del siglo XIX, ha dicho Karl Polanyi, estuvo gobernada por un “doble movimiento”:
el mercado se ensanchó continuamente y llegó a casi todas las esferas de la vida social, pero fue
enfrentado por un contramovimiento que restringía su acción. Por un lado, los principios del liberalismo
económico pedían que se liberara al mercado de todos los frenos. Por otro, las fuerzas del
“proteccionismo social” tendían a frenar los efectos devastadores del mercado sobre las instituciones
tradicionales, sobre la naturaleza, e inclusive sobre el propio sistema económico.
Estas dos respuestas políticas tuvieron sus contrapartes en le medicina. Los partidarios del
liberalismo económico afirmaron que, en el cuidado de los enfermos, como en cualquier otra actividad,
la elección privada debe prevalecer y de ahí su apoyo a la abolición de toda licencia médica.
Consideraron que la gente debía tener la facultad de contratar su tratamiento con quien le diera la gana;
dicho en otras palabras, el mercado debía regularse a sí mismo. En el otro extremo, las sociedades
médicas que buscaban protección contra un mercado irrestricto, se esforzaban por limitar la entrada a la
práctica de la medicina, así como las conductas, comerciales, como podrían ser bajar los precios y
anunciarse. El contramovimiento se evidenció también en la ayuda médica a los indigentes y, al
comenzar el siglo XX, en la regulación de la industria de los fármacos por parte del gobierno y la
profesión. De modos diferente, el profesionalismo, la caridad y la intervención del gobierno fueron
esfuerzos tendientes a modificar la acción del mercado, pero sin abolirla por completo.

EL MERCADO QUE SURGIÓ ANTES DE LA GUERRA CIVIL


En cierto sentido, la índole comercial de la práctica profesional fue admitida con más facilidad en
Estados Unidos que en Inglaterra. Conforme a una añeja ficción legal, la legislación inglesa consideraba
los servicios de los médicos como algo totalmente filantrópico. Mientras los cirujanos y los boticarios
podían exigir judicialmente sus honorarios, los médicos no podían hacerlo. Del mismo modo, los

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“La Transformación Social de la Medicina en los Estados Unidos de América”, Fondo de Cultura Económica, 1ra. Edición,
México, 1991.
abogados ingleses que estaban en posición inferior podían exigir judicialmente sus honorarios a sus
clientes, en tanto que la élite de los miembros de la barra de abogados se suponía estaba por encima de
mezquinos intereses materiales. Al igual que las gradaciones de posición entre los médicos practicantes,
estos supuestos nunca lograron cruzar el Atlántico. Los únicos médicos que en Estados Unidos no
pudieron demandar judicialmente sus honorarios fueron los practicantes sin licencia. En una cultura
aristocrática era un honor estar fuera del mercado, pero un castigo en una cultura democrática y
comercial.
A fines del siglo XVIII y principios del XIX el Estado cedió el control sobre el mercado de
servicios profesionales en lo que probablemente era el terreno más importante: la determinación de los
honorarios profesionales. En el siglo XIX, antes del surgimiento de la ideología del laissez faire, los
gobiernos tenían una función activa, explícita y directa sobre la vida económica, que incluía la
regulación de los precios, En 1633 la legislación de Massachusetts penalizó el cobro de precios
excesivos, y en 1639 la Asamblea de Virginia aprobó la primera de varias leyes sobre práctica médica
que explícitamente emprendían acción judicial contra los médicos "codiciosos y avarientos" que
cobraran honorarios exorbitantes. En 1736, la Cámara de Burgueses Promulgó una larga lista de
honorarios de médicos, Aunque es verdad que posteriormente las sociedades médicas expedirían sus
propias listas de tarifas mínimas para evitar el abatimiento de los precios, las más antiguas listas
contenían tarifas máximas cuyo fin era impedir engaños con los precios. Esta fijación de los precios
médicos por el Estado duró muy poco. En 1766 el presidente de la Suprema Corte de Massachusetts
declaró que "Ir a ver a los médicos, buscar sus medicamentos y su consulta tienen un precio tan fijo
como las mercancías que vende un tendero", pero esta decisión fue revocada cuatro años después.
Cuando a un médico se le permitió demandar quantum meruit (el valor razonable de sus servicios). La
determinación por parte del Estado de los honorarios de los abogados perdió vigencia con más lentitud;
sus últimos vestigios desaparecieron hacia 1850. El mecanismo de fijación de precios dejó de estar
reglamentado por la ley y la costumbre y acabó siendo determinado por contrato.
Esto quiere decir que la expansión de las fuerzas del mercado en la medicina tuvo su origen en la
participación cada vez menor del Estado y del hogar en el tratamiento de los enfermos. A mediados del
siglo XIX, en particular después del colapso de las licencias en los decenios de 1830 y 1840, el Estado
tuvo muy poco que ver con las relaciones privadas entre los practicantes médicos y sus pacientes, salvo
para garantizar la honestidad de los contratos y proporcionar medios pura determinar y corregir
negligencias (prácticas indebidas). Algunas comunidades pagaban el tratamiento médico de los pobres
y sostenían hospitales y lazaretos, para atender enfermos contagiosos; ciertos estados dieron subsidios
modestos a escuelas de medicina y hacia 1860 todos los estados más antiguos habían construido ya
cuando menos un manicomio. El gobierno federal tenía un sistema de seguro hospitalario obligatorio
para tripulantes de barcos mercantes. Sin embargo, estas funciones no eran sino la prolongación de la
intervención del Estado en la parte económica de la medicina antes de la Guerra Civil.
Las sociedades médicas trataron de asumir algunas de las funciones que el Estado había
abandonado. “En ninguna parte la legislación establece el valor preciso de la opinión o del consejo
profesional", dijo en 1825 el New England Journal of Medicine and Surgery. "Esto lo soluciona una
tabla de honorarios...”. Sin embargo, las tarifas no siempre se observaban y tenían, según palabras de un
escritor, "poca importancia como autoridades". Un periódico de Filadelfia publicó una lista de
honorarios del Colegio de Médicos, observando que esa sería la primera vez que la verían la mayor parte
los practicantes de la ciudad pues nunca "se han guiado por una tarifa los honorarios". "Al igual que el
trabajo literario", observaba el periódico, "la atención médica se valora en el mercado conforme a lo que
produce".
A la mayor parte de los médicos se le pagaba conforme a una tarifa por servicio o por caso. A
algunos se les retenía y pagaba un honorario anual que los obligaba a atender a una familia, a los
miembros de una plantación o a los indigentes de una comunidad. Este método, al cual se llamó "contrato
de práctica” -en realidad era una forma primitiva de seguro-, fue visto con malos ojos por muchos
médicos que lo consideraban un mecanismo de explotación debido a que podía pedírseles que
proporcionaran un número ilimitado de servicios. Ciertamente este tipo de arreglo dejaba sobre los
hombros de los médicos todo el riesgo, y la existencia de esos contratos indica la débil postura de
negociación de muchos médicos. Sin embargo, a pesar de su nombre, estos contratos eran más o menos
tan contractuales como otras formas; el contrato era más explícito que implícito. El sistema legal
presumía que había un contrato entre médico y paciente (o alguien que actuaba en nombre del paciente)
aun cuando no hubiera un contrato hecho expresamente.
Gran parte de la atención médica se daba a crédito. Los médicos procuraban cobrar sus honorarios
trimestral o anualmente, pero perdían una parte importante de sus servicios porque no siempre se les
pagaba. El sistema de crédito, como la práctica contractual, constituyó una gran fuente de contrariedad
para los médicos, quienes, por otra parte, no estaban en posición de eliminarla. Como indican los
registros testamentarios de los médicos de Nueva Inglaterra de principios del siglo XIX, muchos se
vieron envueltos en una maraña de relaciones de deudas y créditos hasta el momento mismo de su
muerte. En la década pe 1830, los practicantes de Nueva Inglaterra rara vez recibían más de 500 dólares
al año por concepto de ingresos brutos. Buena parte de esta suma se pagaba en especie.
El número de médicos a principios y a mediados del siglo XIX no estuvo limitado por barreras
institucionales importantes. Debido a la proliferación de las escuelas de medicina, que ofrecían estudios
sencillos y títulos expeditos, el costo de la educación médica, tanto en dinero como en tiempo, se
mantuvo relativamente bajo; además no siempre fue necesaria la instrucción después del periodo de
aprendizaje. Entre 1790 Y 1840, en cinco condados de Nueva Inglaterra, la proporción de graduados de
escuelas de medicina entre los médicos practicantes fluctuó entre 20 y 35%. En el este de Tennessee, en
1850 y según un médico de esos tiempos, había 201 médicos, de los cuales sólo 35 (o sea el 17%) se
habían graduado en una escuela; 42 practicantes afirmaban haber tomado un curso de conferencias. La
inversión total necesaria para ejercer la medicina en 1850, incluyendo gastos directos y costos de
oportunidad, fluctuó probablemente entre 500 y 1300 dólares, dependiendo del grado de enseñanza1. En
cambio, el costo de establecer una granja en el Oeste durante el mismo periodo sería mayor, entre 1 000
Y 2 000 dólares. Y como no había requisitos para expedir licencias ni un límite al número de alumnos
en las escuelas de medicina, aumentó el número de practicantes. Entre 1790 y 1850 el número de
médicos en los Estados Unidos saltó de cinco mil a cuarenta mil, un índice de crecimiento mucho mayor
que el de la población, Como consecuencia, el número de personas por médico durante ese mismo
periodo cayó de 950 a 600. Los médicos se quejaban sin cesar que su profesión estaba sobrepoblada.
Como resultado de la entrada irrestricta en la práctica, aparentemente los médicos estuvieron bien
distribuidos en las áreas rurales. “Los médicos, que incluso sobraban, siempre estaban a mano aun en
las poblaciones más remotas de la Nueva Inglaterra, pero la competencia era aguda y no siempre
amistosa. Los problemas más comunes de la nueva práctica eran la escasez de pacientes y la falta de
relación con los médicos ya establecidos”. Ésta pauta se repitió en muchas partes. Con frecuencia los
preceptores sugerían a sus estudiantes que buscaran practicar en las comunidades más remotas del Oeste
y del Sur, aunque, según un estudio reciente adonde quiera y cuando quiera que se dirigieran, era difícil
hallar condiciones aceptables. En 1836 a un joven médico de Vermont que pensaba establecerse en
Georgia se le dijo que “el único modo en que podía practicar sería cobrando menos que los ya
establecidos”; otro médico que se graduó en Dartmouth en 1832 fue a dar a una aldea de Virginia porque
ya estaban ocupados los mejores lugares de ese estado.

1
Es difícil estimar la inversión necesaria de la práctica médica debido a que un gran número de los costos es incierto. Muchos
médicos nunca asistieron a una escuela de medicina, o, en caso de haberlo hecho, sólo llevaron un curso o parte de él; los
periodos de aprendizaje tenían duraciones diferentes. Por ello he dado niveles de costos en vez de un promedio simple. He aquí
cuáles son los elementos:
1) el costo por tres años de aprendizaje o de estudio en el consultorio;
2) la colegiatura y los costos de hospedaje por dos ciclos escolares (unas de 26 semanas) de escuela de medicina;
3) el precio de un caballo y de una calesa;
4) el costo de libros, medicinas y equipo;
5) el costo o precio del tiempo invertido en el aprendizaje y en la educación médica;
6) el costo o precio del dinero invertido suponiendo una tasa de rendimiento normal de 10%.
Mi cálculo aproximado de estos elementos es como sigue: (1) 3 veces 50-100 dólares anulaes; (2) 150-300 dólares,
dependiendo de que la escuela fuera rural o urbana; (3) 200-300; (4) 24-100; (5) 150; (6) 35-125. La cifra más baja supone
tres años de aprendizaje conforme a la tarifa más baja, ninguna educación médica formal y gastos mínimos en libros y
medicinas (total 560 dólares). La cifra más alta supone tres años de aprendizaje conforma a la tarifa más alta, educación
médica urbana, gastos mayores para libros y medicinas (total 1275 dólares). Obviamente, si se incluyera el costo de una
casa y la necesidad de sostener una familia durante los primeros años de escasez de la práctica, los costos subirían.
Los datos sobre el aprendizaje y costos de la escuela de medicina están tomados directamente de la obra de William F.
Norwood, Medical Education in the United States Befor the Civil War (Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 1944),
393-395. El cálculo o cifra del precio del tiempo invertido supone que un varón de 20 años sin ninguna preparación no
ganaría más de 50 dólares más de lo que ganaría en especie como aprendiz, o durante su estancia en la escuela de
medicina.
De haber sido más rigurosos los requisitos de educación y autorización para los médicos,
indudablemente se habría reducido el número de éstos, especialmente en las regiones rurales. El dinero
que se podría ganar en poblados pequeños y en comunidades rurales no compensaba la inversión en una
educación prolongada. La capacitación limitada de los médicos en el siglo XIX no fue tanto una
expresión de ignorancia como una respuesta a las realidades económicas: los límites de la demanda
efectiva.

LA ECOLOGÍA CAMBIANTE DE LA PRACTICA MÉDICA


La Revolución del Transporte Local
En la sociedad estadounidense de los primeros tiempos, la escasa utilización de los servicios
profesionales fue el principal obstáculo que enfrentó la medicina. Para muchos médicos resultó
dificilísimo sostenerse únicamente con los ingresos de la profesión. Casi siempre se valieron de una
segunda ocupación, principalmente de la agricultura “Los recursos de una finca rústica”, dijo Benjamín
Rush en sus consejos a los estudiantes de medicina, “evitarán que ustedes abriguen, aunque sea por un
momento, el impío deseo que abunden las enfermedades en su territorio”. Tiempo después, muchos
médicos, especialmente en poblados pequeños y en lugares remotos instalaron boticas; a su vez, los
boticarios, si originalmente no tuvieran el título de médicos, pronto practicaron la medicina como parte
de su trabajo. (Un historiador nos habla de un médico que “no estando satisfecho con su práctica, robaba
diligencias como ocupación auxiliar”, hasta que, en 1855, fue capturado y encarcelado. Sin embargo,
cabe pensar que también haya buscado emociones fuertes.) Con frecuencia, practicar la medicina
significaba sufrir privaciones y subempleo durante largo tiempo. En 1836 el Boston Medical and
Surgical Journal dijo: “Es un hecho que hay docenas de médicos en todas las grandes poblaciones que
entre una Navidad y otra apenas ven uno que otro paciente”.
Esta situación, ha hecho ver Ivan Waddington, es típica de la práctica médica en las sociedades
preindustriales. En la Francia e Inglaterra del siglo XVIII y de principios del XIX, así como en los
Estados Unidos, la demanda de asesoría profesional se vio limitada por la incapacidad de la gran masa
de la población para comprar servicios y por la persistencia de formas de tratamiento tradicionales y
domésticas. Los médicos tenían problemas para dedicarse a la medicina, por lo que muchos la
abandonaron por completo. En todas partes, el problema estructural fue el mismo: dada la extensión
limitada del mercado, los médicos no podían monopolizar lucrativamente el ejercicio de su profesión en
la sociedad. En Europa, una élite reducida de médicos se centró en la práctica entre los ricos y se apartó
de otros practicantes. Este “profesionalismo de posición” se había desplomado en Estados Unidos. Los
médicos, más numerosos, dispersos entre comunidades pequeñas o en poblaciones con gran abundancia
de ellos, se debatían luchando en circunstancias muy modestas.
Esta inadecuación de los mercados locales se debió en parte a la autoconfianza intrínseca de los
estadounidenses, a su poca fe en el valor de medicina profesional y a la facilidad con que los
competidores entraban en el campo. No faltará quien sostenga que todos estos factores se pueden reducir
a final de cuentas a la ineficacia de la terapéutica de la época. Sin embargo, no parece que los problemas
económicos de los médicos se hubieran resuelto de haber contado éstos con los conocimientos
científicos de 1920 en las condiciones económicas y culturales de 1850 o inclusive de 1880. Dejo de
lado, por el momento, la cuestión de si a este saber se le habría reconocido un valor. El problema básico
habría seguido siendo el mismo: La mayoría de las familias no habría podido costear los servicios de
los médicos.
La esencia del problema económico no residió en que los honorarios de los médicos fueran
elevados, sino en que el precio real de la atención médica era mucho más alto que sus honorarios. El
precio de los servicios médicos se compone no solamente del precio directo (el honorario del médico,
el precio del cuarto en el hospital), sino también del precio indirecto –el costo del transporte (si el
paciente tiene que viajar para llegar al médico o enviar a otra persona para llamarlo) y el valor del tiempo
necesario para recibir atención médica. En la mayoría de los estudios, solamente se toma en cuenta el
precio directo, pero esta tendencia es inexcusable.
A principios y a mediados del siglo XIX, el precio indirecto de los servicios médicos fue
probablemente mayor que el precio directo. Dispersa en una sociedad predominantemente rural, que
carecía de los transportes modernos, la gran mayoría de la población no tenía a su alcance a los médicos
debido al costo prohibitivo de los viajes. Para un agricultor, un viaje de 15 kilómetros a la población
podía significar perder todo un día de trabajo. Observadores e historiadores de la época han señalado
continuamente el aislamiento en que se hallaban las poblaciones rurales y la mayoría de las pequeñas
comunidades antes del advenimiento del siglo XX. Fue éste un hecho tanto económico como
psicológico.
Nunca fue total la autosuficiencia de los hogares de la sociedad estadounidense primitiva, pero
era muy amplia, sobre todo en los puntos de la frontera, al otro lado de ésta y en las regiones remotas y
comunidades rurales, donde vivían la mayor parte de los norteamericanos. Las familias no sólo
producían alimentos para su propio consumo, sino también ropas, muebles, enseres domésticos,
implementos de labranza, materiales de construcción y otros artículos. Después de 1815 disminuyó
rápidamente en Nueva Inglaterra el número de fabricantes domésticos. Según Rolla Tryon, la transición
a las tiendas y a la mercancía hecha en fábricas habría terminado casi por completo hacia 1830. En otras
partes este cambio tomó más tiempo; la presencia de una población numerosa en los linderos a mediados
del siglo significó que la transición “siempre estaba ocurriendo, nunca se terminaba por completo” en
el país, considerado como un todo.
En cuanto se pudieron comprar mercancías manufacturadas con la venta o el trueque de los
productos de la finca, el hogar renunció a su sistema de fabricación, que se había sostenido más
por necesidad que por deseo. Hablando en términos generales, hacia 1860, la fábrica, merced a
la ayuda de nuevos medios de transporte, pudo satisfacer las necesidades del pueblo de contar con
mercancías manufacturadas.
Una transición similar, aunque más lenta, de la economía doméstica a la economía de mercado
ocurrió en la producción de servicios personales. Para las familias rurales, el tiempo que les llevaba
procurarse servicios especializados fuera del hogar aumentaba muchísimo su costo. El crecimiento de
las ciudades, el advenimiento de medios modernos de transporte y la construcción de caminos asfaltados
alteraron radicalmente la estructura de los precios. Al reducir la necesidad y los costos de transporte
para obtener servicios, la urbanización y el transporte mejorado fomentaron, en general, la sustitución
de la mano de obra no pagada ni especializada del hogar o de la comunidad local por mano de obra
pagada y especializada. Cortarse el pelo, visitar a una prostituta o consultar a un médico fueron
actividades que en términos generales resultaron menos caras debido a los costos menores del tiempo.
Datos contenidos en tablas de precios por servicios del siglo XIX nos ofrecen una base para
estimar la relación entre precios directos e indirectos. Tal vez los recibos de honorarios publicados por
las sociedades médicas no sean buenos indicadores de los cargos promedios, pero probablemente son
indicadores confiables del valor relativo de diferentes servicios. Además del honorario básico por la
visita de un médico, casi todas las listas de honorarios del siglo XIX agregan un cargo por milla de
recorrido si el doctor debía salir de la ciudad. Dicho cargo representa una aproximación del valor
atribuido por el médico al tiempo dedicado al viaje, más el gasto de su transporte personal (un caballo
o bien un caballo y una calesa). Cabe suponer que el tiempo tenía más o menos el mismo valor para los
pacientes que para sus médicos. (Este supuesto es válido casi con seguridad para el siglo XIX aun cuando
no sería aceptable hoy en día debido a los elevadísimos ingresos medios de los médicos en relación con
la población en general.) De esta suerte, el valor monetario que los médicos asignaban al viaje puede
darnos una estimación de los precios indirectos que se encargaban a los pacientes cuando llamaban al
médico.
Los recibos de honorarios del siglo XIX varían de una región a otra, especialmente entre regiones
urbanas y rurales, pero la importancia de los precios indirectos salta a la vista en todas partes. Unos
cuantos ejemplos bastarán para demostrarlo. En 1843, en el condado de Addison, Vermont, el honorario
de cada visita del médico era de 50 centavos a menos de media milla; de 1 dólar entre media milla y dos
millas; 1.50 entre dos y cuatro millas; de 2.50 entre cuatro y seis millas, y así sucesivamente. En
Missisippi, ese mismo año, conforme a una noticia de un periódico de Boston, una visita costaba 1 dólar,
en tanto que el cargo por el viaje era de un dólar por milla durante el día y 2 dólares durante la noche.
Estas relaciones entre cargos por servicio y millas recorridas son típicas. Aun tratándose de distancias
relativamente cortas, la parte del precio total correspondiente al viaje y a costos relacionados venía
siendo más elevada que el honorario ordinario del médico. A una distancia de cinco o diez millas, los
cargos por millas recorridas equivalían casi siempre a cuatro o cinco veces el honorario básico por visita.
Tratándose de servicios mayores, el precio indirecto se reducía comparativamente. El honorario
por una operación grave podría disminuir el cargo por distancia recorrida. Es decir, que los precios
indirectos limitaban muchísimo los servicios médicos en enfermedades comunes y corrientes. En las
regiones rurales pocas familias pensarían en llamar al médico a no ser que se tratara de algo gravísimo.
Antes del teléfono, cuando a los pacientes se les trataba en el hogar, había que ir a llamar personalmente
al médico. De este modo casi siempre se duplicaban los costos del viaje, ya que dos personas, el médico
y el emisario, debían hacer el viaje de ida y vuelta. Además, como era probable que el médico estuviera
haciendo alguna visita, no había ninguna seguridad de que lo encontrara el enviado que iba a buscarlo.
Un médico del distrito de Columbia, al observar que en la ciudad de Washington ningún médico se
apegaba a horas regulares de consulta, escribiría más adelante:
Pacientes y otras personas que deseaban consultar [a un médico] esperaban en lapsos irregulares
y periodos indefinidos, o bien se retiraban y volvían, o marchaban hacia la última dirección en que
se había visto al médico y en ocasiones llegaban a esperarlo en casas adonde se suponía debía
llegar a dar consulta. . . El único momento en que con certeza se le podría encontrar era cuando
estaba en cama y no había dado órdenes a su servidumbre de que negara ese hecho.
Antes de la construcción de caminos asfaltados y según un practicante de Illinois, “no era
frecuente que el doctor se alejara a más de diez millas de su casa”. Dentro de ese radio había un número
limitado de pacientes. El tamaño del mercado podía ser lo bastante grande como para mantener ocupados
a los practicantes, pero no lo suficiente para permitirles fijar los términos de la relación y limitar la
práctica a un consultorio. Los médicos de principios y de mediados del siglo XIX pasaban gran parte de
su día (y muchas de sus noches) viajando por caminos rurales. Las autobiografías de los médicos de esa
época se ocupan ampliamente de estos largos periodos de soledad y del cansancio que les asaltaba en
sus recorridos. Como dijo un médico: “Pasé la mitad de mi vida en el lodo y la otra mitad en el polvo”.
En varias listas de honorarios del siglo XIX, el cargo por la presencia de un médico todo el día es de 5
a 10 dólares. (El ingreso medio diario de los médicos, dependiendo del lugar, probablemente caía dentro
de este rango o un poco abajo de él.) Esta misma lisia presenta los honorarios por una visita en el
consultorio y los fija entre 1 y 1.50 dólares. Por consiguiente es probable que los médicos, en la primera
mitad del siglo XIX, vieran un promedio de no más de cinco a siete pacientes al día (en regiones urbanas
quizá más, y en regiones rurales, menos).
Los altos costos de los viajes contribuyeron al individualismo y al aislamiento de la práctica
médica. Quienes practicaban en el campo debían atenerse a sus propios medios; las consultas no siempre
estaban a la mano. Los practicantes podrían permanecer bastante tiempo lejos del alcance y no enterarse
de nuevos reclamos pues habían quedado completamente librados a sus propias fuerzas. “La primera
apendicectomía que muchos médicos veían, era la primera que ellos mismos realizaban, después de que
esta operación se popularizó a fines de las décadas de 1880 y 1890”, dice un historiador de la medicina
refiriéndose a Oregon.
A medida que más estadounidenses y más médicos se asentaban en las grandes poblaciones,
establecían contactos más estrechos no sólo con sus pacientes sino también con sus colegas. La
proporción de norteamericanos que vivían en poblaciones de 2 500 habitantes o más aumentó de apenas
un 6% en 1800 a 15% en 1850; luego saltó a 37% en 1890 y a 46% en 1910. A fines del siglo XIX, los
médicos se mudaron a las ciudades con más rapidez que la población. Entre 1870 y 1910 el número de
médicos por cada 100 000 habitantes creció de 177 a 241 en las grandes ciudades y se redujo de 160 a
152 en el resto del país, todo esto durante una época en que la proporción entre médicos y población
seguía en aumento.
El crecimiento de las ciudades se debió en parte, a la construcción de canales y al mayor número
de botes de vapor y de ferrocarriles. Esta “revolución en el transporte” ensanchó los mercados de las
ciudades y permitió n los productores más fuertes y de mayor tamaño penetrar en lo que interiormente
habían sido mercados fragmentarios. Conforme a una escala más modesta, los ferrocarriles y el telégrafo
ayudaron a ensanchar los mercados de los médicos puesto que ampliaron el territorio que podían cubrir.
Esto resultó ser una bendición, sobre todo para los que daban consulta; cierto doctor menciona haber
viajado diez mil millas por ferrocarril en sólo medio año. Y si el ferrocarril no llevaba siempre a los
médicos hasta su destino exacto, casi con seguridad un carruaje los estaría esperando cuando bajaran
del tren. Los médicos llegaron a viajar tanto en tren que algunos trataron lesiones de ferroviarios a
cambio de pases para viajar. Al mismo tiempo, los ferrocarriles llevaron pacientes desde lejos, por lo
que los médicos prefirieron establecerse en poblaciones con ferrocarril para disfrutar de estas ventajas.
En las ciudades contaban también con el incentivo similar de situarse siguiendo las rutas de los tranvías.
La revolución del transporte del siglo XIX generalmente se ha estudiado desde el punto de vista
de los flujos regionales y a larga distancia de mercancías, información y hasta de enfermedades. En los
viajes locales hubo también, empero, una revolución. Según un observador: “El automóvil y el teléfono
no abatieron tanto el costo del transporte como lo hicieron en el siglo XIX los ferrocarriles”. Aun
cuando esto tal vez sea cierto tratándose de transportes interurbanos entre dos puntos situados en rutas
principales, no es aplicable a los viajes locales.
El teléfono abarató el poder comunicarse con el médico pues redujo muchísimo el tiempo que
antes se había requerido para seguir a pie los recorridos peripatéticos del profesionista. Los teléfonos
se establecieron a fines del decenio de 1870. Curiosamente, la primera central telefónica rudimentaria
de que se tiene memoria, construida en 1877, conectó la droguería de la avenida Capital en Hartford,
Connecticut, con 22 médicos locales. (Con frecuencia las farmacias habían servido como sitios para
dejar mensajes a los médicos.) La primera línea telefónica de Rochester, Minnesota, que fue establecida
en diciembre de 1879, conectó la granja del doctor William Worral Mayo con la droguería Geisinger y
Newton del centro de la población. AI generalizarse los teléfonos, las familias pudieron mantenerse
constantemente en contacto con el médico sin necesidad de visitas. En una buena analogía, un manual
de práctica médica de 1923 comentó que el teléfono había llegado a ser tan necesario a los médicos
como el estetoscopio.
Y cuando los automóviles, producidos por vez primera en la década de 1890, se volvieron más
confiables hacia el cambio de siglo, se redujo todavía más el tiempo de los viajes. Los médicos se
contaron entre los primeros en comprar automóviles. Los médicos que escribían para el Journal of the
American Medical Association, que entre 1906 y 1912 publicó varios suplementos sobre automóviles,
informaron que el automóvil había reducido a la mitad el tiempo requerido para las visitas a domicilio.
“Es como si el día tuviera ahora 48 horas en vez de 24”, dijo gozosamente un médico de Iowa. “Además
de hacer visitas en la mitad del tiempo”, escribió un médico de Oklahoma, “hay algo en el automóvil
que es grato y enorgullecedor, de modo que mientras más viaja uno más quiere conducir”. En una
encuesta celebrada en 1910 entre lectores, que recibió 324 respuestas sobre automóviles, un 60% de
médicos dijo que había aumentado sus ingresos; al responder a una pregunta ligeramente diferente, 80%
convino en que “tener automóvil es buen negocio”. En la encuesta se pedía a los médicos que usaban
automóviles o caballos que proporcionaran su kilometraje anual y sus costos, incluyendo mantenimiento
y depreciación. Los 96 médicos que todavía usaban caballos informaron de costos de unos 13 centavos
por milla; para los 116 que tenían automóvil económico (menos de 1,000 dólares) el costo por milla fue
de 5.6 centavos, el cual subió 9 centavos entre los 208 médicos con automóviles de más de 1,000 dólares.
Sin embargo, la inversión inicial en un automóvil era mayor que en un caballo. Según un médico:
“Afirmar que no cuesta más viajar en automóvil que mantener un tiro, es absurdo. Pero si consideramos
el tiempo que se ahorra en el camino y las consiguientes visitas adicionales que se pueden hacer, por no
mencionar la mayor comodidad, los médicos muy ocupados hallarán grandes ventajas en los
automóviles de motor”.
Además de ahorrarles tiempo, el automóvil, al igual que el ferrocarril, ensanchó geográficamente
el mercado de los médicos. En 1912, un médico de Chicago afirmó que la movilidad residencial de los
pacientes exigía que los médicos tuvieran automóvil. “Hoy día, Chicago es una ciudad de depar-
tamentos, y la gente se muda tanto que un paciente que hoy día vive a una cuadra de distancia tal vez
dentro de un mes esté a cinco millas. Es imposible conservar nuestro negocio a menos que podamos
responder rápidamente a las llamadas, lo cual es imposible si no se tiene automóvil. No sólo he
conservado mi clientela, sino que la he aumentado atendiendo llamados lejanos prontamente... viajando
en promedio unas 75 millas diarias...”
Y así como los teléfonos, los automóviles y los caminos asfaltados permitieron a los médicos
reducir sus costos de viaje, también alentaron a 1os pacientes a visitar los consultorios de los médicos.
El tiempo menor del viaje en ambas direcciones redujo el costo de la atención médica y acrecentó el
abasto de servicios médicos pues aumentó la proporción del tiempo que los médicos tenían disponible
para sus pacientes.
La reducción de los precios indirectos debida a la revolución en los transportes locales y al auge
de las ciudades puso la atención médica al alcance de los ingresos de mucha gente; en este sentido, tuvo
el mismo efecto que las reducciones de costos de la nueva tecnología en la manufactura. Detrás del
cambio del hogar al mercado en los bienes manufacturados, hubo cambios radicales en la productividad
que alteraron drásticamente los precios relativos. Por ejemplo, en la producción de textiles, la
manufactura familiar quedó eliminada en un periodo muy breve. En 1815 se introdujo en Massachussets
el telar mecánico; en 1830 el precio de la tela ordinaria parda para hacer camisas había caído de 42 a 7.5
centavos la yarda. En el hogar una mujer hilaba cuatro yardas de tela en un día, mientras en la fábrica
un trabajador que tuviera a su cargo varios telares produciría diariamente de 90 a 160 yardas.
Sencillamente, las mujeres no podían competir.
En la medicina, no hubo un cambio tecnológico así de radical o repentino que redujera
drásticamente el costo de los servicios médicos; únicamente se dio una reducción gradual de los precios
indirectos debida al transporte más rápido y a la vida urbana más concentrada. Aunque difícil de medir,
la “productividad” de los médicos (medida simplemente como servicios por día a los pacientes) aumentó
muchísimo. Ya dije que probablemente los médicos no atendían a más de cinco o siete pacientes a
mediados del siglo XIX. En contraste, a principios del decenio de 1940, la carga promedio de los
médicos generales, rurales y urbanos, fluctuó entre 18 y 22 pacientes por día. Estas cifras sugieren una
ganancia en la productividad en los médicos practicantes del orden de 300%. Para los cirujanos, las
ganancias fueron mucho mayores si tomamos en consideración lo poco frecuente que era la cirugía antes
de la asepsia.
La revolución en los transportes locales mejoró también la eficacia del tratamiento pues redujo el
aislamiento de la práctica médica. Permitió también intervenir con más rapidez en emergencias; las
ambulancias constituyeron un medio de acelerar ese proceso. La reducción en las distancias tuvo
también un efecto psicológico: cada vez más se esperaba la intervención del médico. El acceso mayor
trajo consigo, al final, una dependencia mayor.

Trabajo, Tiempo y Segregación del Desorden


Hubo otro fenómeno que también contribuyó a ahorrar el tiempo de los profesionales y a ampliar
sus oportunidades. Hablamos de la concentración cada vez mayor de los pacientes en instituciones. Ya
dije anteriormente que el crecimiento y desarrollo de los grandes hospitales de París, a principios del
siglo XIX, fue un importante factor en el surgimiento de la investigación clínica moderna. Por razones
tanto económicas como científicas, el auge de los hospitales fue una precondición clave en la formación
de una profesión soberana. En el caso de la psiquiatría, los hospitales constituyeron el marco básico del
profesionalismo. A principios del siglo XIX no se conoció la práctica privada en psiquiatría. El hospital
psiquiátrico creó no solamente un nuevo mercado institucional para los médicos sino también una esfera
nueva en la que podían ejercer su autoridad.
A principios del siglo XIX había poca demanda para los servicios, de hospitales generales en
Estados Unidos. Casi nadie que pudiera elegir buscaba la atención hospitalaria. A los hospitales se les
miraba con terror, con toda razón. Eran lugares donde se corría peligro; la gente enferma estaba más a
salvo en su hogar. Los pocos pacientes que ingresaban a los hospitales lo hacían debido a circunstancias
especiales, generalmente relacionadas con el aislamiento respecto de la ayuda familiar. Se trataba, quizá,
de marinos en un puerto extranjero, viajeros, pobres sin hogar o ancianos solitarios; gente que por
razones de viaje o de carencias era lo bastante desdichada como para enfermarse sin contar con familia,
amigos o servidores que la atendieran. El aislamiento se relacionó también, aunque de un modo inverso,
con las instituciones similares de lazaretos y manicomios. En ellas, e aislamiento de la comunidad era
la intención, más que la ocasión, de internar a alguien en una de estas instituciones.
El auge de los hospitales psiquiátricos siguió muy de cerca al de las ciudades estadounidenses.
En el periodo colonial, a los enfermos mentales y a otras clases de dependientes se les trató como
responsabilidad local, fundamentalmente dentro de la propia familia. El crecimiento de las ciudades a
principios del siglo XIX alteró la índole del problema. Un aumento en su escala ocasionó
concentraciones más elevadas de dementes, la ruptura de los controles informales y una mayor demanda
de orden y seguridad. Las primeras instituciones destinadas en Estados Unidos a los enfermos mentales
fueron de carácter filantrópico. Originalmente ideadas para servir a toda la comunidad, se orientaron
gradualmente hacia los más ricos, ya que sus recursos resultaban insuficientes para proporcionar
atención gratuita a los indigentes; desde la década de 1820 se abrieron algunos hospitales psiquiátricos
para ricos. A fines de este mismo decenio, estudios sobre bienestar público recomendaron un cambio
general, del tratamiento “puertas afuera” (en el hogar) al tratamiento “puertas adentro” (en
instituciones); la expansión de los hospitales psiquiátricos bajo la autoridad del Estado se inició en el
decenio siguiente. Hacia 1840 empezó a asomar una profesión psiquiátrica. Como señala Gerald Grob,
las instituciones desempeñaron un papel más importante en la conformación de la psiquiatría en el siglo
XIX que el que ésta tuvo en la conformación de las instituciones.
La explicación del surgimiento de instituciones especializadas para enfermos mentales no es, por
supuesto, estrictamente demográfica. La necesidad de seguridad en las ciudades pudo haberse alcanzado
por otros medios tales como la expansión de los hospicios. Pero los cambios habidos en la vida material
a fines del siglo XVIII y principios del XIX se dieron en un contexto de mayor optimismo sobre la
plasticidad de la naturaleza humana. Durante la Revolución Francesa, las reformas introducidas en el
tratamiento de los enfermos mentales expresaron la nueva convicción de que a los dementes se les puede
curar en lugar de limitarse a encerrarlos. El nuevo “tratamiento moral” de Pinel, en Francia, fue
introducido independientemente en Inglaterra por Tuke. Los estadounidenses conocieron esos esfuerzos,
y las corrientes religiosas e ideológicas más amplias de la sociedad norteamericana favorecieron el
mismo tipo de empeño positivo para curar. Aunque el nuevo tratamiento en estos tres países fue tanto
moral como médico, sin duda las figuras destacadas fueron los médicos.
Para los médicos estadounidenses, los hospitales psiquiátricos representaban oportunidades
importantes. Los superintendentes recibían entre 1 000 y 2000 dólares al año. Además, dichos hospitales
ofrecían a los médicos la oportunidad de ejercer juicio y control en una esfera en la que había
relativamente poca resistencia a su autoridad. Algunos superintendentes usaron también sus posiciones
como plataforma desde las cuales hablaban a la gente sobre la relación entre las enfermedades mentales,
los vicios y los desórdenes de la civilización moderna. Aunque en el decenio de 1840 la mayor parte de
los superintendentes eran médicos, se mantenían aparte en relación con otros médicos. Y conforme los
hospitales mentales dejaban de tener funciones terapéuticas y adquirían funciones de custodia, la
psiquiatría se transformaba en una especialidad administrativa, más que médica.
Aunque los hospitales generales más antiguos son anteriores a los hospitales psiquiátricos, su
periodo de mayor crecimiento ocurrió medio siglo después. En 1873 una encuesta del gobierno reveló
que había menos de 200 hospitales. En 1910 se contaron más de 4000 y en 1920 más de 6000.
Los cambios habidos tanto en la familia como en el hospital afectaron la capacidad relativa de
éstos para manejar el tratamiento de los enfermos. La separación del trabajo y el hogar dificultó más la
atención de los enfermos en el hogar. Con la industrialización y la mayor movilidad geográfica, la
familia se aisló más en cuanto a vínculos de parentesco, por cuya razón menos parientes estaban a mano
en caso de enfermedad. Pero afirmar que en el siglo XIX hubo un cambio de una familia extensa a una
familia nuclear resultaría exagerado. El tamaño del hogar promedio descendió de 5.7 personas en 1790
a 4.8 en 1900. En general, la estructura familiar parece haber tenido en Estados unidos una forma
“moderna” aun antes de la industrialización. Hubo un cambio significativo, eso sí, en el tamaño de los
hogares de las clases elevadas. En 1790, en Salem, Massachussetts, los hogares de los comerciantes
promediaban 9.8 personas, los de los maestros carpinteros 6.7, y 5.4 los de los trabajadores manuales.
Al finalizar el siglo XIX las familias de diferentes clases eran igualmente pequeñas. En las familias ricas
disminuyó el tamaño de los hogares debido al descenso en el número de servidores domésticos y también
en el de niños. Igualmente, el crecimiento urbano llevó a valores de propiedad más elevados, lo cual
obligó a muchas familias a abandonar casas privadas y a ocupar departamentos en edificios
multifamiliares, esto redujo su capacidad de destinar cuartos para enfermos o para partos. Un análisis
de 1913 sobre la disminución de la atención a los enfermos en el hogar, observa:
Menos familias ocupan casas solas, y el minúsculo piso o departamento ya no basta para acomodar
a los miembros enfermos de la familia... A los enfermos se les atiende mejor [en hospitales], con
menos desperdicio de energía y su presencia en el hogar no interrumpe las ocupaciones ni agota
los medios de quienes sostienen la casa... Tal vez nunca vuelven los días de la atención general a
los enfermos en el hogar.
La industrialización y la vida urbana también trajeron consigo un aumento en el número de
personas desvinculadas que vivían solas en ciudades. En Boston, entre 1880 y 1900 las casas de
asistencia y de huéspedes aumentaron de 601 a 1570, casi el doble del índice de crecimiento de la
población en la ciudad. Brotó todo un conjunto de establecimientos nuevos —lavanderías, cafés,
sastres— para satisfacer las necesidades de esta clase. El hospital, como señala Morris Vogel, fue una
de estas instituciones “resultantes”. En Inglaterra y en Estados Unidos, muchos de los primeros
hospitales para atender a enfermos privados se construyeron teniendo en mente personas que vivían en
departamentos o en casas de huéspedes.
Todos esos cambios significaron menos capacidad y menos espacio físico en el hogar para atender
a los enfermos graves. Talcott Parsons y Renée Fox han enunciado la tesis de que la familia urbana
moderna perdió parte de su capacidad emocional para enfrentar a la enfermedad. Sostienen que la
pequeñez y el aislamiento crecientes de la familia conyugal la hace muy vulnerable a las tensiones
creadas por la enfermedad: no se puede atender en el hogar a un miembro de la familia sin restar apoyo
y atención emocionales a los demás. Cuando uno de los miembros se enferma es probable que los demás
se vuelvan demasiado complacientes, lo cual invita a la perpetuación de la enfermedad, o posiblemente
se vuelvan demasiado severos, lo cual retardará la recuperación. Afirman los citados investigadores que
la enfermedad ha llegado a ser un "canal semilegítimo" de retirarse de las rutinas diarias. Y de este modo
el crecimiento de los hospitales se puede explicar cómo el surgimiento de un mecanismo alterno para
enfrentar esos problemas de motivación, para alentar la recuperación y la reanudación de las obliga-
ciones normales.
Los hogares de la clase trabajadora no sufrieron los cambios en tamaño y en estructura que este
razonamiento presupone. Ya eran pequeños desde antes del siglo XIX debido a la elevadísima
mortalidad infantil y al temprano abandono del hogar por parte de los niños para ingresar en la fuerza
de trabajo. Sucede, sin embargo, que la hipótesis de Parsons-Fox parece más plausible cuando se
restringe a los estratos sociales medios y altos. Una nota periodística de 1900 decía que los hospitales
eran “Una bendición no sólo para los pobres sino también para los ricos”, y los describe como entidades
que dan “gran alivio a la familia al quitarle tensiones físicas y mentales”. Según el director de un
hospital: “Puede considerarse que una de las ventajas de los hospitales es que los parientes y amigos no
se ocupan de los pacientes. Para éstos es mucho mejor no estar al cuidado de nadie que se preocupe
demasiado por ellos”.
Es probable que desde los comienzos de la era industrial los cambios en el trabajo y en la
estructura familiar crearan una inclinación cada vez mayor en favor de la atención fuera de la familia.
Sin embargo, los peligros de infección en los hospitales generales indujeron a las familias a enfrentar en
el hogar la enfermedad física cuando tal cosa les fue posible. Las reformas en la higiene de los hospitales
y el advenimiento de la cirugía antiséptica se presentaron después de la Guerra Civil, y probablemente
expliquen la demora en el crecimiento de los hospitales generales hasta después de que los psiquiátricos
habían sido ampliamente aceptados. Los hospitales generales resultaron afectados más directamente por
los cambios en el transporte. En una sociedad rural no mecanizada, el hospital general es inaccesible en
casi todos los casos de enfermedades agudas breves, pero la utilización de un hospital psiquiátrico
depende menos de un acceso rápido. Debido a su relación con intereses culturales amplios en la
estabilidad del orden social, los hospitales psiquiátricos han tenido una historia diferente de la del
hospital general. El psiquiátrico pudo cumplir las funciones públicas de control y de aislamiento del
trastorno mental cuando el hospital general todavía no estaba preparado para enfermedades de un
carácter más puramente físico.
Ambas instituciones relevaron al hogar de obligaciones que interferían con el empleo en la
economía de mercado. La segregación de la enfermedad y de la locura, del nacimiento y de la muerte,
formó parte de una racionalización de la vida diaria: la exclusión de la experiencia diaria de
perturbaciones y tensiones que dificultaban participar en la rutina de la sociedad industrial. La
segregación o aislamiento del desorden reflejó también la tendencia cada vez mayor a excluir el dolor
de la vista del público. Como dijo John Stuart Mill: “Uno de los efectos de la civilización (por no decir
uno de los ingredientes de ella) es que el espectáculo, e inclusive la simple idea del dolor, se mantiene
cada vez más lejos de la vista de aquellas clases que disfrutan en toda su plenitud de los beneficios de
la civilización”.
Sin embargo, esta profunda tendencia a aislar el dolor y la enfermedad como acontecimientos
privados reforzó el deseo de las familias más prósperas de recibir a los médicos en la privacidad de sus
propios hogares, en vez de acudir al escenario público del consultorio o del hospital. Los diferentes
lugares de la atención médica tuvieron connotaciones morales diferentes. El tratamiento en consultorios
y hospitales se vio como signo de posición inferior. Indicio de la posición cambiante de la profesión y
del éxito de la medicina en superar los sentimientos de delicadeza acentuados por la sensibilidad
victoriana fue la superación gradual de ese estigma.
Al principiar el siglo, tanto el consultorio como el hospital iban perdiendo su estigma moral tradi-
cional, en tanto que el hogar poco a poco dejaba de ser el lugar en que se recibían los servicios de los
médicos. Nuevamente entraban en juego, parcialmente, consideraciones económicas. El teléfono facilitó
que los pacientes vieran a los médicos en sus consultorios mediante citas a hora determinada, lo cual
redujo el riesgo de presentarse cuando el doctor estuviera haciendo visitas; también hizo más atractivo
el trabajo en el consultorio a los propios médicos, que ahora podrían tener citas ordenadas y atender más
pacientes que cuando se atenían a una corriente imprevisible. A1 aumentar los ingresos de los médicos
en relación con el aumento de población, los pacientes tuvieron un incentivo mayor para ser ellos y no
los médicos quienes hicieran el viaje. El cambio del hogar al consultorio se vio también atentado por el
uso cada vez mayor de equipo clínico y de personal subordinado. Y a medida que subía la posición
social de los médicos, éstos esperaban que los pacientes no les hicieran perder tiempo, que se había
vuelto mucho más valioso.
La concentración de pacientes en hospitales y consultorios y la reubicación de los consultorios de
los médicos en las cercanías de los hospitales, vinieron a sumarse a los efectos de la urbanización y del
transporte mejorado: el espacio en que trabajaban los médicos se volvió aún más comprimido. Los
médicos del siglo XIX eran viajeros locales que conocían el interior de los hogares de sus pacientes y
sus vidas privadas más profundamente que otros miembros de la comunidad. A comienzos del siglo XX,
muchos médicos empezaron a trabajar en hospitales y consultorios y a tener escaso contacto con los
hogares o con las condiciones de vida de los pacientes que trataban. Estos cambios radicales en la
ecología de la práctica médica permitieron a los médicos exprimir el tiempo no productivo de su jornada
de trabajo, lo cual tuvo ventajas obvias. En 1909 un médico comentó que “con un criterio de dólares y
centavos puedo afirmar que atiendo diez pacientes en un hospital a menos costo para mí que tres fuera,
porque en unos cuantos minutos, repaso toda la lista del hospital, en tanto que en los tres casos externos
ninguno de ellos estará a menos de dos o tres millas de distancia”.
La revolución en los transportes locales, la urbanización y el auge de los hospitales ensancharon
el mercado de los médicos y les trajeron nuevas oportunidades, entre las cuales figuró la especialización.
La división del trabajo, como señaló Adam Smith en su descubrimiento clave en La riqueza de las
naciones, varía de conformidad con la extensión del mercado. Conforme crecía el mercado médico,
aumentaban las oportunidades y los incentivos para especializarse. La especialización da a los
productores un alivio parcial de la competencia y les permite aprovechar cualquier ventaja comparativa
que se les presente. Casi siempre los especialistas renuncian a los servicios que ofrecen los ingresos
más bajos y se concentran en aquellos que los dan más elevados. En medicina, es el caso de los servicios
realizados en hospitales, debido a los ahorros indirectos en tiempo que significan para el médico, y a
los honorarios más elevados para procesos que son o que en un tiempo fueron complejos.
La ecología cambiante de la práctica médica tuvo una trascendencia económica tremenda al
permitir a los médicos reducir sus costos por unidad, acrecentar el volumen de su práctica y
especializarse. Pero éstos no fueron los únicos efectos de los cambios en el mercado. Los mismos
cambios que trajeron consigo mayores oportunidades también suscitaron mayor competencia.

El Mercado y la Autonomía Profesional


La expansión del mercado permitió una transformación de la profesión, pero no la garantizó.
Mientras crecía la demanda de servicios, aumentaba también el tiempo profesional disponible. No
solamente los médicos siguieron siendo abundantes, sino que también cada médico representó mayor
cantidad de servicio médico al sacarle más jugo a la jornada profesional. Además, las comadronas y
otros practicantes que se especializaron en tareas reclamadas por los médicos pudieron también
participar en el crecimiento del mercado. La concentración de pacientes en hospitales podría dar a los
hospitales el control de los médicos. Los médicos se beneficiarían únicamente si podían controlar la
entrada de practicantes, la división del trabajo y su propia relación con 1as organizaciones.
Los avances en el transporte tuvieron como efecto colateral exponer a los médicos a una
competencia mayor de parte de colegas cercanos. El practicante establecido en un poblado pequeño que
anteriormente disfrutaba de un monopolio, ciertamente pequeño, ahora debía preocuparse de que sus
pacientes fueran a atenderse en un hospital o con un practicante de otra población. A medida que la
mejoría en las comunicaciones y en los transportes ponía un mercado mayor al alcance del practicante,
también ponía al practicante al alcance de la competencia de sus colegas y de instituciones distantes.
Este mismo proceso se dio en toda la economía durante el siglo XIX. Los comerciantes locales
constantemente veían invadidos sus mercados por gente de fuera. El ensanchamiento de los mercados
industriales que trajeron consigo los ferrocarriles fue análogo al radio mayor de la práctica médica
debida al ferrocarril, al automóvil y al teléfono. Y así como los negociantes locales debían luchar para
sobrevivir ante el auge de las grandes empresas, también tos médicos generales de poblados pequeños
debían enfrentar la accesibilidad cada vez mayor de especialistas y hospitales urbanos.
La expansión del mercado afectó el desarrollo y la evolución de la medicina tanto en Europa como
en Estados Unidos, pero el impacto no fue igual. En Inglaterra, el surgimiento de un mercado de clase
media para la atención médica contribuyó a reducir la dependencia de los médicos respecto de los
clientes aristócratas. “El ensanchamiento del mercado de servicios profesionales”, escribe el S. W. F.
Holloway al relatar los cambios en la medicina de Inglaterra entre 1830 y 1855, “tuvo un efecto profundo
en las relaciones entre el médico y sus clientes. Al aumentar la demanda de atención médica, disminuyó
la importancia que para el médico significaba un paciente más o un paciente menos. En vez de
comprender un pequeño grupo de pacientes acaudalados y aristócratas, el mercado abarcaba ahora una
sección de la sociedad amplia y cada vez mayor... En el siglo XVIII el paciente fue la figura dominante
de la relación; en el XIX se invirtieron las relaciones de poder”.
La jerarquía tradicional de la medicina inglesa se desplomó a mediados del siglo XIX como
consecuencia de estos fenómenos económicos y del impacto de los nuevos adelantos científicos
iniciados en Francia. En el decenio de 1830 los cirujanos más importantes y no se concretaban a la
simple operación manual, sino que también actuaban como médicos. Al mismo tiempo, el surgimiento
de los conceptos de patología localizada y de las técnicas modernas de exámenes clínicos impidió que
los médicos se siguieran negando a realizar procesos manuales. Un número cada vez mayor de médicos
y cirujanos empezó a ejercer la “práctica general” (como ahora se llama) entre las clases medias cada
vez más numerosas.
La línea divisoria entre los médicos generales y los boticarios se desdibujó, especialmente porque
los boticarios podían recibir ahora educación superior en la Universidad de Londres. De hedió, 40% de
los miembros del Colegio de Cirujanos tenían también licencia de la Sociedad de Boticarios. El prefacio
de un directorio médico de 1847 observa que el sistema tradicional de clasificación se había vuelto
“punto menos que anticuado”. Médicos, cirujanos y boticarios iban siendo clasificados gradualmente
por “la fuerza de una convención pública que los rebasa, en Consultores y Practicantes en general”. En
1858 el Parlamento creó un registro único para todos los practicantes médicos y un consejo para
coordinar la educación médica, en el Reino Unido. Éste fue el paso clave en el surgimiento de una
profesión médica autónoma y unificada en la Gran Bretaña. Por su parte, los médicos estadounidenses
debían esperar otro medio siglo para que se produjera un adelanto similar en la educación médica y
contaran con apoyo del Estado.

II. CONSOLIDACIÓN DE LA AUTORIDAD PROFESIONAL (1850-1930)


Casi todos los estudios sobre movilidad social siguen el movimiento de los individuos o de las
familias por entre el orden socioeconómico. En general, dan por sentadas las posiciones relativas de
ocupaciones y clases, como si la estructura de la sociedad permaneciera fija únicamente variará el
destino de los individuos. Por muchas razones, ésta es una ficción muy conveniente, aunque oscurece
los movimientos que las clases y los grupos de ocupación han realizado a través de las jerarquías
sociales. Estos ejemplos de movilidad social colectiva reconstituyen la estructura de la sociedad y
establecen nuevos términos para la realización de la ambición personal. Así como detrás de los contornos
aparentemente fijos de un paisaje se encuentran grandes cambios históricos y solevantamientos de la
tierra, así también atrás de la permanencia engañosa de un orden social hay antiguas luchas de clases y
de los grupos que se empeñan en lograr ventajas.
El surgimiento de la medicina, y de las profesiones en general, representa uno de los ejemplos
más destacados de movilidad colectiva en la historia reciente. El éxito histórico de una profesión
descansa fundamentalmente en el crecimiento de su fuente particular de riqueza y de estatus, es decir,
de su autoridad. Las habilidades reconocidas y la autoridad cultural son para las clases profesionales lo
que la tierra y el capital para las clases propietarias: los medios de lograr ingreso y poder. Para todos los
grupos, la acumulación de autoridad requiere haber resuelto cuando menos dos problemas distintos. Uno
es el problema interno del consenso; el otro, el problema externo de la legitimidad. Ambos son
condiciones necesarias, aunque no suficientes del éxito. El consenso facilita la articulación de intereses
comunes y la movilización del esfuerzo del grupo, en tanto que el respeto y la deferencia, especialmente
de las clases poderosas, abren el camino de los recursos y privilegios legalmente sancionados.
Una profesión, tal como sugerí anteriormente, difiere de otras ocupaciones en parte por su
capacidad para establecer sus propias reglas y normas. Pero no puede hacer esto si sus miembros no
convienen, primero, en criterios para determinar la pertenencia a la profesión y, segundo, en cuáles serán
sus normas y estándares. Antes de persuadir al público y al Estado de la legitimidad de sus pretensiones
de autorregulación, los médicos tuvieron que lograr algún acuerdo entre ellos mismos. Es de pensarse
que el obstáculo principal a la autoridad colectiva de la profesión médica a mediados del siglo XIX en
Estados Unidos se presentó en sus propias filas. La hostilidad mutua entre practicantes, la competencia
intensa, diferencias en intereses económicos y antagonismos sectarios frenaron a la profesión médica.
Dividida internamente, fue incapaz de movilizar a sus miembros para tomar decisiones colectivas o bien
para ganarse a la opinión pública.
Si bien los practicantes individuales disfrutaron de autonomía –por no decir aislamiento -
avanzaron - o mejor dicho se las arreglaron - de conformidad con sus propias capacidades: la profesión
de la medicina no otorgó automáticamente a sus miembros el respeto público. A principios del siglo
XIX, como ya vimos, los médicos no pudieron establecer linderos claros que separaran a los miembros
de la profesión y a practicantes no capacitados e “irregulares”. Fueron comunes los odios internos.
Cuando Samuel Gross, que posteriormente sería un cirujano famoso, empezó a practicar en la población
de Easton, Pensilvania, a principios de la década de 1830, se encontró con que los practicantes locales
desbordaban enemistad. “Todos parecían vivir por si y para sí. Era difícil hallar a dos que quisieran
participar en una junta. Celos y resentimientos estaban a la orden del día”.
El que los médicos no pudieran establecer ninguna relación efectiva dentro de la profesión o
dentro de la sociedad en general afectó profundamente sus relaciones con sus pacientes. En Estados
Unidos los médicos eran más cortesanos que autócratas. Arpad Gerster, joven médico húngaro, instruido
y perceptivo, llegó a Nueva York hacia 1870 y de inmediato se sorprendió por el modo en que los
practicantes estadounidenses trataban a sus pacientes:
No tardé en descubrir [escribió después] que en Estados Unidos los médicos se preocupaban más
por establecer un sentimiento de confianza y seguridad y por consiguiente de tranquilidad en sus
pacientes, que nuestros colegas del extranjero. En gran medida esto fue una consecuencia natural
de la diferencia entre el status de los médicos en Estados Unidos y en Europa. En el extranjero, el
título de médico, per se, investía al portador de una prestancia y una autoridad social desconocidas
en Estados Unidos, país en que, en 1874, los bajísimos requisitos educativos permitían conseguir
un diploma después de “dos sesiones de algunas semanas al año”. Con algunas excepciones, los
miembros de la profesión estaban, como lo estaba la educación en general, a lo sumo un poco más
arriba del nivel de su cliéntele. Y sucede que la clièntele no sólo percibe esto, sino que lo sabe. Por
esta razón los médicos deben ser más que modestos; han de ser circunspectos, tener deferencias,
aceptar la ignorancia, las pretensiones absurdas y las malas maneras, especialmente donde más
abundan, entre cierta clase de gente inculta enriquecida por sus propios esfuerzos.
Un modo de considerar los cambios ocurridos entre el decenio de 1870 y el principio del siglo es
que la distancia social entre el médico y los pacientes aumentó, en tanto que la distancia entre colegas
disminuyó conforme la profesión se hacía más cohesiva y uniforme. El Estado, que había sido indi-
ferente a las pretensiones de los médicos desde la era jacksoniana, finalmente aceptó la definición de la
profesión como una práctica legitima. Todos estos acontecimientos reflejaron un avance hacia el
fortalecimiento de la posición profesional y la consolidación de la autoridad profesional.

LOS MÉDICOS Y LA ESTRUCTURA SOCIAL EN LOS ESTADOS UNIDOS DE


MEDIADOS DEL SIGLO XIX

Clase
Antes del advenimiento del siglo XX, el título de médico o el ejercicio de la medicina no conferían
una posición de clase clara e inequívoca en la sociedad estadounidense. Había enormes desigualdades
entre quienes practicaban la medicina, quizá tantas como las que había en las comunidades en que vivían.
En vez de situar a la medicina en un punto particular de la jerarquía de ocupaciones, sería más exacto
decir que las desigualdades entre los médicos corrían paralelas a la estructura de clase. A las familias
acomodas correspondía una élite de la profesión médica; a las pobres, los practicantes de posición social
más baja y menos capacitados. La posición social de la mayoría de los médicos no era baja, pese a su
carácter inseguro y ambiguo. La posición de un médico dependía tanto de sus antecedentes familiares
como de la posición de sus pacientes y también de la naturaleza de su ocupación.
La educación fue también elemento destacado, aunque probablemente secundario de la distinción
social (secundario porque la educación superior dependía de los antecedentes familiares). Los hombres
situados en la parte más alta de la profesión se habían graduado en escuetas médicas; los más
prestigiados habían ido a Europa como parte de su preparación, en tanto que los practicantes situados
en las filas más bajas no pasaban de ser autodidactos. A la mitad estaban los miembros ordinarios, la
gran mayoría de los médicos, que habían pasado temporadas como aprendices y que probablemente
habían tomado algún curso en forma de conferencias o que tenían un título médico basado en dos cursos,
pero que en términos generales tenían poca instrucción. La transformación que acabó sufriendo la
profesión consistió no tanto en elevar la posición de quienes ya estaban en la cima sino más bien en
elevar y eliminar a quienes estaban en la porción más baja. Lograr una cierta uniformidad en el seno de
la profesión ayudó a que la sola práctica de la medicina, independientemente de los orígenes familiares
o la clientela, fuera una condición más que suficiente para obtener una posición social elevada.
Desde el periodo jacksoniano y hasta el fin del siglo XIX la carrera médica no poseía el prestigio
ni la seguridad de que goza hoy día. En 1832, J. Marion Sims, que posteriormente llegaría a ser uno de
los cirujanos más famosos de Estados Unidos, regresó al hogar familiar en Carolina del Sur después de
graduarse en la universidad. Su madre, fallecida hacia poco había querido que fuera clérigo; su padre
abrigó la esperanza de que fuera ahogado. Sims no quería ser ni una ni otra cosa y consideró que, si
debía estudiar una profesión, la medicina sería la que menos exigiera de sus frágiles talentos. “De haber
sabido esto”, estalló su padre en un arranque que divertiría mucho a los padres de nuestros días,
“ciertamente no te habría mandado a la universidad... Es una profesión por la cual siento el desdén más
completo. En ella no hay ciencia. No se pueden alcanzar honores en su ejercicio ni tampoco hacerse de
fama.” Un relato similar nos lo ofrece S. Reír Mitchell, destacado neurólogo y novelista elegante, que
en su juventud pensó primeramente en dedicarse a la fabricación de productos químicos. Su padre,
médico, sugirió el comercio, y Mitchell el joven estaba destinado a trabajar en la empresa comercial de
un primo, mas éste murió en un naufragio. “Después de algún tiempo mi padre insistió en que yo eligiera,
y al final decidí ser médico, cosa que le causó gran disgusto”.
Quizá tanto Sims como Mitchell, saboreando la ironía, exageraron las reacciones de sus padres,
pero hay que admitir que los incidentes fueron muy posibles. Mucha era la gente que veía a la medicina
como profesión inferior, o cuando menos como una carrera con pocas perspectivas. En 1851 un comité
de la recientemente formada Asociación Médica Estadounidense (American Medical Association, AMA)
dio los resultados de un estudio que había hecho sobre las carreras seguidas por 12 400 hombres que se
habían graduado entre 1800 y 1850 en ocho universidades destacadas (Amherst, Brown, Dartmouth,
Hamilton, Harvard, Princeton, Union y Yale). Veintiséis por ciento se ordenaron de clérigos y al parecer
una proporción similar estudió derecho, pero solamente 8% eligió la medicina. Más todavía, la
proporción de los que estudiaron medicina fue menor entre los estudiantes que se graduaron con honores
que entre los estudiantes en general. Para el comité, estas cifras indicaban una repulsa general hacia la
medicina entre la “gente de talento de la nación”. Todavía en 1870 un periódico médico observaba que
cuando un joven de mérito y habilidad escogía la carrera de medicina “la sensación entre la mayoría de
sus amigos era que estaba desperdiciando su talento”.
Tal vez esto resulte exagerado, pues era común que los médicos tuvieran influencia en sus
comunidades. La élite de la profesión médica tal vez haya tenido más importancia cívica en los primeros
periodos de la historia del país que la que tiene hoy día. De entre los primeros 100 miembros de la
Sociedad Médica de Nueva Jersey, que se organizó en 1766, 17 llegaron a ser miembros del Congreso
Federal o de su legislatura estatal. Cuatro practicantes de la medicina —Benjamín Rush, Josiah Bartlett,
Lyman Hall y Mathew Thornton— firmaron la Declaración de Independencia; otros 26 médicos
pertenecieron al Congreso Continental. Históricamente, el número de congresistas médicos fue en
realidad el más alto durante los primeros años de la República. Entre 1800 y la Guerra Civil, cuando
menos siete y por lo general entre 12 y 18 médicos pertenecieron al Congreso. En los primeros decenios,
su número fluctuó entre seis y diez. En decenios recientes ha habido a lo más cuatro o cinco, a pesar del
elevado ingreso y de la posición relativa singularmente destacada de la profesión médica en nuestros
días.
La explicación de ese descenso parece relativamente clara. En los primeros años, las funciones
profesionales estaban mucho menos especializadas, y la capacitación profesional no era ni tan
larga ni tan ardua como lo es hoy día. Era común entre los profesionistas, fueran en derecho, en
medicina o en religión, adoptar varias funciones. Había pocos hombres instruidos y los médicos
constituían una proporción relativamente elevada de ellos. Como la medicina era mucho menos
remunerativa, la política ofrecía mayores incentivos. Actualmente las exigencias de las carreras
profesionales ya no permiten el intercambio fácil de papeles que caracterizó a una sociedad menos
industrializada y menos diferenciada. Se ha elevado la posición de los médicos, pero ha disminuido
su prominencia. En nuestros días, figuran menos en la política y en puestos públicos, los cuales no
les ofrecen los mismos rendimientos económicos y la seguridad que les brinda la práctica médica.
Sea como fuere, las fortunas sociales y políticas de la élite profesional no deben confundirse con
la situación del cuerpo principal de practicantes de la medicina. La prominencia de unos cuantos notables
dice tan poco sobre la profesión como la riqueza y el prestigio de un puñado de pintores y músicos sobre
la condición general de los artistas en una sociedad. Sin embargo, la distancia entre la parte media y la
altura máxima de una profesión no deja de tener interés; y entre los médicos del siglo XIX esa distancia
fue tan grande que no es posible afirmar que los médicos hayan pertenecido a una sola clase social.
Vemos, pues, que la medicina rara vez ofreció un camino a la riqueza. Los médicos que fueron
ricos habían heredado fortuna o se habían enriquecido en empresas comerciales. Inclusive al final de
una carrera venturosa, observó un escritor en 1831, los honorarios profesionales “difícilmente se
comparan con las utilidades que deja un viaje afortunado o con la operación atinada de un solo día en la
bolsa de valores”. El propio J. Marion Sims, después de varios años de ejercer como médico, estaba
dispuesto a abandonar el campo de no presentársele una buena oportunidad “porque sabía que jamás
haría fortuna practicando la medicina”. Datos de Rochester, Nueva York, indican que la posición
financiera de los médicos en esa comunidad iba en descenso a mediados del siglo XIX. En 1836, dos
tercios de los practicantes de Rochester tenían propiedades y sus fincas valían un promedio de 2 400
dólares, en tanto que el valor medio de toda la propiedad por votante era de 1 420 dólares. Pero en 1860
la proporción de médicos que tenían propiedades cayó a un tercio y el valor de sus propiedades
promediaba 1 500 dólares, igual que los demás votantes. Entre 455 habitantes de Rochester que
declararon ingresos mayores de mil dólares en 1865, sólo había 11 médicos y, entre ellos, sólo cuatro
practicantes regulares.
Los cálculos de ingresos de los médicos, aunque dispersos y fragmentarios, presentan una imagen
consistente. Los pocos médicos que contaban sus ingresos en millares fueron excepcionales. En 1850,
en un informe sobre salud pública, Lemuel Shattuk escribió que el practicante medio de Massachussetts
tenía un estatus de 800 dólares e ingresos de alrededor de 600. A modo de comparación, una familia
obrera de cinco miembros, expresó en 1851 el New York Daily Tribune, tenía gastos anuales de 538.44
dólares. No obstante, quizá este nivel de gastos estaba al alcance únicamente de los obreros
especializados. Los ingresos anuales medios de los empleados no agrícolas en 1860 eran de 363 dólares.
Un economista sugiere que alrededor de 1860 los ingresos anuales de la clase obrera fluctuaban entre
200 y 800 dólares, los de la clase media entre 800 y 5000 y los de los ricos entre 5000 y 10000. Esto
pondría a la mayoría de los médicos en el extremo inferior de la clase media. En 1861, los médicos
residentes en Chicago, que por entonces tenía 134000 habitantes, recibían un salario anual de 600
dólares. En 1871 un periódico de Detroit estimó que el médico promedio ganaba 1000 dólares al año.
En 1888 un médico observó con amargura: “Aun gozando de salud y fortaleza ininterrumpidas, en este
país los médicos jamás lograrán mediante su trabajo los ingresos fácilmente obtenidos en otras ocupa-
ciones que hoy se reconocen como profesiones.”
En 1901 un manual financiero para médicos situó los ingresos de un médico urbano promedio en
730 dólares y los de un médico rural en 1200 dólares. Otra guía, en sus ediciones de 1890 a 1905, calculó
el ingreso promedio de los médicos entre 1000 y 1500 dólares y observó que cualquier médico era
imposible se haga rico practicando la medicina, excepto ejerciéndola en una especialidad que dejara
dinero. En 1904 el Journal of the American Medical Association observó que el ingreso promedio de
los médicos era de unos 750 dólares, aun cuando esta cifra bien pudo haber sido ideada para beneficiar
a la profesión. Ese mismo año, los ingresos promedios de todas las ocupaciones, excluyendo los trabajos
agrícolas, fueron de 540 dólares; los empleados federales apenas promediaron más de 1000 y los
ministros religiosos, 759. El artículo de una revista de 1903 comentó que era frecuente que los médicos
ganaran menos que un “mecánico ordinario”. Esto, sin duda, subestimaba su ingreso promedio, pero
reflejaba el criterio general de que los médicos no estaban nada bien económicamente.

Posición social
Independientemente de lo que ganaran los médicos, aun en el siglo XIX seguían siendo
profesionistas, lo cual les daba una posición relativa superior a la de los trabajadores manuales. Es
preciso separar dos dimensiones de la clasificación social: diferencias en riqueza y en ingresos (acceso
objetivo a recursos escasos) y diferencias en honores, deferencias y prestigio (evaluaciones sociales
favorables o adversas). Las primeras corresponden más o menos al concepto de clase; las segundas al
de posición. No por fuerza la propiedad y el ingreso deben considerarse indicadores fieles de honor y
de prestigio. El status de la profesión médica, aunque inseguro, fue probablemente más elevado de lo
que sugiere su situación económica objetiva. Esta incongruencia creó una tensión distintiva. Por una
parte, los médicos sentían la necesidad de conservar la imagen de una profesión docta, respetable y
cultivada; por otra, la realidad era que muy pocos médicos tenían preparación y, con frecuencia, al
iniciarse en la práctica, apenas se podían sostener. Obligados por presiones financieras, los médicos
estadounidenses se vieron orillados a aceptar diversos trabajos como la farmacia y la obstetricia, que
muchos de sus colegas europeos habrían considerado situados por debajo de su dignidad. Los médicos
de las poblaciones pequeñas debían ocuparse de atender el ganado de su finca y de ver por su familia.
Sacaban muelas, velaban pacientes y embalsamaban a los muertos, funciones que posteriormente
recayeron en dentistas, enfermeras y enterradores.
Como ocurre con mucha gente cuya posición en la sociedad es precaria, a los médicos les
importaba muchísimo mantener una apariencia de propiedad y de respetabilidad. Lo anterior es un
testimonio bien claro de las ansiedades de posición social de los médicos de fines del siglo XIX,
inquietudes aparecen en el manual popular de práctica médica de D. W. Cathell, The Physician Himself,
que a partir de 1881 tuvo muchas ediciones. Cathell se ocupa detalladamente de establecer una distancia
apropiada entre médicos y sus clientes. Los médicos no podían permitir que la gente tuviera mucha
confianza con ellos. La jovialidad, advirtió, “tiene un efecto nivelador, y aleja a los médicos del prestigio
que les corresponde”. Aparecer en público en mangas de camisa, sin bañarse y no atildados, era poco
recomendable porque “muestra debilidad, reduce el prestigio, atenta contra la dignidad y mengua la
estima del público, obligando a todo el mundo concluir que, después de todo, el médico es una persona
ordinaria”.
Los manuales de consejos personales suelen ser de dos clases: vagos, optimistas, moralizantes,
llenos de una tediosa devoción; o guías insensatas y amorales para desenvolverse en el mundo. El
manual de Cathell cayó la segunda categoría pues constaba principalmente de reglas sobre lo que Erving
Goffman ha llamado “"administración de la impresión”. Buscando presentar una imagen idealizada del
médico, atribuyó importancia amplísima a los modales y la apariencia personal. “Si uno es
particularmente, pulido en sus maneras y moderadamente versado en medicina”, escribió Cathell, “su
educación y su urbanidad le serán de mayor utilidad ante la gente que su peculiar dominio de la
histología, la embriología y otros dominios ultra científicos”.
Y aquí, como en cualquier otra parte, el escantillón de Cathell para juzgar el valor de cualquier
aspecto de la conducta o personalidad de un médico fue el efecto que tendría sobre la opinión pública.
Este interés reflejó la situación de los médicos promedio, que dependían para vivir, de la preferencia del
público, más que de la opinión de sus hermanos de profesión o de sus superiores burocráticos. Como la
mayoría de los médicos eran practicantes generales independientes, que básicamente hacían trabajos
similares, se hacían de clientes merced a una red de referencias de sus propios clientes, no de sus colegas,
como hacen los especialistas, o por el hecho de pertenecer a organizaciones especializadas, como hacen
los médicos empleados por instituciones. Básicamente, el médico de Cathell sólo contaba consigo
mismo, dependía del buen juicio de los legos y ansiaba conseguir su buena voluntad.
El resultado fue que les preocupó más la opinión que de ellos tenían sus clientes que la de sus
colegas. Este marco de referencia afectó la psicología del trabajo médico. Toda la gente, como afirma
Goffman, está obligada no sólo a cumplir con sus tareas y sus obligaciones diarias, sino también a
expresar, a manifestar su competencia al hacerlo. Solamente en algunos casos, la expresión se vuelve
más importante que la actividad en sí. Algunos estudiantes se concentran tanto en parecer atentos, con
los ojos bien abiertos y las plumas dispuestas, que pierden todo lo que se dice. Ésta es una de las
patologías más familiares de la vida diaria y aparece muchísimo en el manual de Cathell. Él aconseja al
médico que se ocupe de sí mismo primeramente expresando su competencia y sólo secundariamente
siendo en realidad competente. En un pasaje por demás característico de su manual, escribe Cathell:
Errores en el diagnóstico y en la prognosis son ordinariamente más dañosos para el médico que
sus errores de tratamiento. Muy poca gente podrá descubrir si su diagnóstico y su tratamiento son
correctos... Pero si usted dice que un paciente se aliviará y muere, o que va a morir y se alivia...
entonces todo el mundo verá que se equivocó usted... y lógicamente buscarán alguien con más
experiencia o con saber más profundo.
Por la misma razón el médico debe ser atrevido y rápido. La espontaneidad simulada ayuda a
dramatizar el desempeño social. “La gente”, escribió Cathell, “adora ver que un médico entiende
plenamente su ocupación y que intuitivamente se entera de cosas; por eso usted debe estudiar y practicar,
ser rápido en su diagnóstico y tener listo el tratamiento de enfermedades ordinarias y de situaciones de
emergencia que constituirán el 90% de su práctica.” Este premio a la respuesta rápida y atrevida explica
por qué razón los médicos debían intervenir de un modo activo y “heroico”, especialmente cuando el
conocimiento médico era incierto.
La guía de Cathell pinta a los médicos enfrentando un mundo hostil, escéptico y traidor. Deben
tomar precauciones contra colegas que tal vez quieran robarles sus pacientes, y estar en guardia contra
“comadronas celosas, ignorantes mujeres médicas y vecinos oficiosos”, que propagan rumores
maliciosos sobre los médicos. Inclusive los propios pacientes amenazaban ser competidores en potencia.
En cierto pasaje, Cathell sugiere diversos medios para que los médicos oculten el contenido de sus
recetas. “Empleando términos tales como ac. phenicum para designar al ácido carbólico, secale
cornutum para la ergotamina, kalium para el potasio, natrum para el sodio, chinin para quinina, etc., se
despistará al paciente promedio y se evitará que entienda nuestras prescripciones... También es posible
burlar su sapiencia trasponiendo los términos...” Hay una advertencia reveladora sobre lo que debe
hacerse con gente que piense que puede tratarse ella misma:
Especialmente evite dar a la gente autosuficiente secretos terapéuticos a los cuales pueda recurrir
en lo sucesivo... No tiene usted ninguna obligación de boicotearse usted misino ni de boicotear a
otros practicantes, proporcionando verbalmente a esta o aquella persona una farmacopea de uso
general. Si se ve usted obligado a dar a una persona remedios en forma simple, esfuércese por no
aumentar la autosuficiencia de esa persona y hacerle sentir que conoce lo bastante para practicar
la automedicación y prescindir de los servicios de usted; válgase de cualquier estrategia para
evitar que estas personas se aprovechen injustamente de las recetas de usted.
El médico debe hacer pruebas en su consultorio, no en las casas de los pacientes, ya que éstos
“empezarán a hacer pruebas por sí mismos, pensarán que saben más de lo que en realidad saben y podrán
causarle problemas”.
El engaño deliberado es el arma no de una profesión poderosa sino de una profesión débil, sin
confianza en su autoridad. La guía de Cathell refleja la inseguridad excepcional de los médicos del siglo
XIX, su completa dependencia en relación con sus clientes y su vulnerabilidad ante la competencia no
nada más de los legos sino de los colegas. Inseguros de su propia autoridad, los médicos tendían a
engatusar y a fingir. “El médico norteamericano de aquellos días”, recordaba Gerster alrededor de 1870,
“disponía de menos autoridad sobre sus pacientes que sus colegas europeos; debía soportar muchísimas
preguntas y dedicar tiempo a hacer que sus pacientes aceptaran el tratamiento.” En 1888, un médico al
abordar en un periódico especializado el lamentable estado de la profesión, recordó el esfuerzo inútil
que dedicó a explicar la importancia de la ceguera al color al comité directivo de un ferrocarril:
Una de dos: o no querían entenderlo o no querían admitirlo. Un caballero de edad, por lo demás
muy agradable, hundido en su silla de brazos y con un dejo de sarcasmo, exclamó: "Pero, doctor
Jeffries, debo decirle que he trabajado en los ferrocarriles durante más de 40 años; ahora bien, si
existiera eso que usted llama ceguera al color, obviamente debía haber oído de ella.
Esta incapacidad de lograr deferencia fue la raíz de los problemas de la profesión. Cathell observó
que con toda probabilidad los médicos se toparían con “muchos pacientes presuntuosos o con amigos
íntimos” que pondrían en tela de juicio sus recetas y que discutirían sobre el tratamiento.
Con mucha frecuencia será usted atosigado y cuestionado por estos autonombrados Salomones, y
se verá obligado a recurrir a diversas soluciones para dejarlos contentos o contrarrestarlos, pero
evitando choques con sus caprichos, sus insinuaciones y sus prejuicios. De hecho, por esta causa
los buenos y favorables efectos del misterio, la esperanza, la expectativa y la buena voluntad se
pierden casi por completo entre los médicos regulares; se mina la confianza especial...
Y aquí Cathell captó un punto importante. Una autoridad menguada puede haber costado a
muchos médicos efectividad terapéutica y también posición social relativa.

Ineficacia
Estas tensiones e inseguridades de la medicina del siglo XIX fueron particularmente agudas entre
los médicos jóvenes. Consideremos el contraste entre una carrera profesional en medicina hoy día y a
principios del siglo pasado. Hoy día las carreras médicas siguen un curso punto menos que fijo. En
Estados Unidos tener el título de médico significa cuatro años de instrucción en artes liberales, seguidos
de cuatro años de escuela de medicina y por un promedio de cuatro años de capacitación hospitalaria
supervisada. Es preciso someterse a exámenes estandarizados para toda la nación, primeramente, para
entrar a la escuela de medicina, luego para salir airoso de ella, y finamente para calificar como
especialista certificado. Todo este proceso, llamado con toda razón “batalla de movilidad”, alienta la
competencia académica y los logros meritocráticos. Tiene una fuerte apariencia de legitimidad. Los
estudiantes que fracasan casi siempre admiten que es por su culpa. La prolongada capacitación
comunica, un vigoroso sentido de identidad común, así como de aptitudes técnicas. La capacitación es
difícil, pero son innegables las recompensas sociales y económicas.
El siglo XIX difícilmente pudo ofrecer un contraste más vivido. Una carrera profesional no tenía
una pauta fija. Todo podía variar: si un médico estudiaba formalmente o no la medicina, durante cuánto
tiempo y con qué antecedentes educativos.
Los periodos de aprendizaje del oficio no tenían contenido uniforme. La educación médica no
estaba orientada hacia los colegas ni tenía la misma duración; casi no existía la socialización profesional
organizada. En los hospitales había pocos puestos para recibir entrenamiento y los que había no se
otorgaban competitivamente; las conexiones sociales pesaban muchísimo en la selección de candidatos.
La mayoría de los médicos jóvenes tenían que abrirse paso por sí mismos y construir gradualmente su
experiencia. En ese punto inicial de una carrera profesional, cuando hoy día los médicos se pasan las
noches en blanco como internos y residentes agobiados de trabajo, sus contrapartes del siglo XIX
esperaban que asomaran sus primeros pacientes. Con frecuencia un lugar elegido primeramente podía
no funcionar debido a alguna recepción desfavorable o a un exceso de practicantes locales. Todo
dependía de hacer venturosamente la corte a los pacientes. El proceso era difícil, e inciertas las
recompensas sociales y económicas.
Para los ambiciosos, la competencia por la posición en la medicina giró en torno a dos ejes
principales: adquirir pacientes socialmente prominentes y contar con asistencias a escuelas de
medicina, hospitales y dispensarios. Con frecuencia estos dos elementos se relacionaban, como
cuando ciertos pacientes prestigiados desempeñaban cargos de fideicomisarios de instituciones
médicas y por esa razón podían abrir los canales necesarios de influencia.
La élite de la profesión, incluso en las ciudades de buen tamaño, era casi siempre lo bastante
reducida como para que sus miembros se conocieran unos a otros. La admisión al grupo no era
fácil; el no contar con antecedentes étnicos apropiados significaba casi siempre una
descalificación categórica. Podían ser vitales los vínculos familiares. Quizá por ello los mismos
apellidos tienden a aparecer en generaciones sucesivas como los médicos más destacados de una
ciudad: en Boston, Bigelow, Warren, Minot y Jackson; en Filadelfia, Pepper, Cliapman y
McClellan.
No por fuerza la élite profesional identificó sus intereses con los de los practicantes ordinarios.
Por el contrario, con frecuencia se burlaban de las aptitudes y carácter de éstos, y se esmeraban en
alejarse de sus colegas menos favorecidos. En la ciudad de Nueva York, durante los días que siguieron
a la Guerra Civil, la profesión se organizó en una serie de círculos concéntricos. En el núcleo se
encontraba la pequeña Sociedad Médica y Quirúrgica, cuyos 34 miembros detentaban más o menos la
mitad de los puestos de consulta y atención de los hospitales y dispensarios de la ciudad. Con toda razón
se les llamaba los “hombres de hospitales”. Enseguida, en cuanto a exclusividad, estaba la Academia de
Medicina de Nueva York, con 273 miembros; y al final la sociedad médica del condado, abierta a todos
los practicantes regulares cuyo número ascendía a unos 800 miembros. La élite desempeñó un papel
más o menos importante en la academia, pero nada tuvo que ver con la sociedad del condado.
No obstante, ni los estratos superiores ni los inferiores tuvieron interés marcado en el
otorgamiento de licencias médicas efectivas. Los practicantes menos instruidos, que nunca habían
pisado una escuela de medicina, no se habían recibido o tenían títulos de dudosa calidad, temían que las
leyes se usaran para excluirlos. Por otra parte, la élite ganaría muy poco con la promulgación de esas
leyes. John Shaw Billings escribió:
Aquellos médicos cuyas posiciones están seguras, y quienes, por regla general, tienen toda la
clientela que quieren, no suelen ser líderes activos de movimientos que busquen la expedición de
leyes sobre medicina, aun cuando pasivamente accedan a tales esfuerzos o al menos no se opongan
a ellos; con frecuencia se encontrarán sus nombres avalando escritos en los que se insta a la
expedición de esas leyes. Son hombres prácticos, astutos, de mente despejada que saben que sus
intereses comerciales no resultan afectados por los charlatanes.
En Inglaterra, según W. J. Reader, el movimiento para proteger la profesión no provino de las
capas más elevadas, sino más bien de los practicantes que estaban justo abajo de ellos. La élite se hallaba
muy contenta con su posición, la cual le permitía ingresar a los colegios reales. Fueron más bien los
médicos situados en las fronteras de la élite quienes más lucharon por exámenes formales y normas fijas.
Éste pudo haber sido también el caso en Estados Unidos. Billings sugirió que la competencia de
practicantes irregulares o no capacitados se dejaba sentir con más fuerza entre “aquellos jóvenes que no
han adquirido todavía prestigio local”, los cuales, obviamente “tenían las opiniones más elevadas sobre
la importancia de los diplomas”. Cuando, en 1846, después de varios inicios en falso, se reunió en Nueva
York una convención para planear la creación de una asociación médica nacional en Estados Unidos, la
convención se compuso, como dijo su principal organizador - por esos días de sólo 29 años - “de los
miembros de la profesión más jóvenes, más activos, y probablemente más ambiciosos”. Estas sesiones
iniciales de lo que llegaría a ser la organización directriz de la profesión - la American Medical
Association (AMA) - no atrajeron a muchos de los médicos que usualmente desempeñaban papeles
directivos en las cuestiones de la profesión.
Si la AMA debió su ímpetu al descontento de los médicos más jóvenes y menos establecidos, no
por ello careció de un programa muy tradicional. Primeramente, buscó elevar y uniformar los requisitos
para obtener títulos médicos. También puso en vigor un código de ética que negaba la cortesía fraternal
a los practicantes “irregulares”. Consideraciones inmediatas habían llevado a la fundación de la
asociación. La convocatoria para la convención surgió de estudios y análisis de reforma educativa
hechos en el seno de la Sociedad Médica del Estado de Nueva York, la cual llegó a la conclusión de que
los esfuerzos locales se verían frustrados inevitablemente. Si las escuelas de Nueva York elevaban sus
requisitos, los estudiantes sencillamente se irían a otra parte, por lo cual saldrían perjudicadas las
escuelas y sus profesores. La consecuencia lógica fue que se necesitaba un enfoque nacional. En segundo
lugar, debido a la revocación de las disposiciones sobre licencias, que había entrado en vigor en Nueva
York en 1844, apenas dos años antes, la profesión ortodoxa ya no podía buscar protección en el Estado
contra lo que consideraba la degradación de sus normas. Más bien, los médicos regulares debían
volverse a sí mismos y confiar en su propio sistema de regulación. Tal fue el motivo que llevó a la
adopción por la AMA de un código de ética profesional que buscaba excluirla los practicantes sectarios
y no capacitados. Por habérseles negado la autoridad del Estado, los médicos ortodoxos se vieron
obligados a atenerse a la suya propia.
Independientemente de cuáles hayan sido los objetivos de la AMA, resultó que tuvieron poco
influjo durante su primer medio siglo. Los médicos “irregulares” la acusaron de tratar de monopolizar
la práctica médica y de querer expulsarlos del campo; por otra parte, la AMA tuvo cierto éxito en
impedirles el acceso a los escasos puestos médicos que ofrecía el gobierno federal. Pero, aunque el
monopolio era sin duda la intención del programa de la AMA, no fue su consecuencia. Los “irregulares”
medraron. Los esfuerzos de la AMA por lograr una reforma voluntaria de la educación médica fracasaron
rotundamente al negarse a colaborar las escuelas. La AMA disponía de escasos recursos, tenía pocos
miembros, carecía de organización permanente y su tesorería estaba sin fondos. Su autoridad era puesta
en duda inclusive dentro de la profesión. La asociación se reunía una vez al año, y enseguida, para
efectos prácticos, desaparecía. Tenía un sistema amorfo de representación; al principio reclutaba
delegados en hospitales y escuelas de medicina, así como en sociedades médicas. Los miembros, una
vez elegidos, tenían carácter permanente siempre y cuando pagaran sus cuotas. Un notable médico la
llamó “organización puramente voluntaria sin privilegios otorgados por el gobierno y sin autoridad para
hacer cumplir sus propios edictos”.
La asociación se embrolló a tal grado en cuestiones políticas, que los miembros de temple más
científico la abandonaron y formaron una docta sociedad aparte. En su primera reunión, celebrada en
1886, Francis Delafield, primer presidente de la Asociación de Médicos Estadounidenses, declaró:
Queremos una asociación en la que no haya política médica ni ética médica; una asociación en la
que a nadie le importe quiénes son funcionarios y quiénes no lo son... Queremos una asociación
compuesta por miembros, en la que cada uno de ellos pueda aportar algo real al acervo común de
conocimientos y el encargado de leer esa contribución se sienta seguro de hablar ante una
audiencia exigente.

A todas luces se vio a qué grupo había querido censurar Delafield.


Esta incapacidad de los médicos para crear una organización colectiva sólida fue el reflejo de una
debilidad estructural más profunda de la profesión. Es demasiado fácil suponer, como hacen algunos
analistas, que debido a que los médicos o cualquier otro grupo comparten algún interés común, a saber,
la creación de un monopolio, obrarán de consuno para apoyar y defender ese interés. Varios factores —
competencia, conflictos internos, incapacidad de los miembros de un grupo o clase para comunicarse
unos con otros, hostilidad activa del Estado, la Iglesia u otras instituciones poderosas— pueden impedir
la articulación eficaz de los intereses comunes. Como mínimo, la acción colectiva exige que haya algún
mecanismo que induzca a los individuos a dejar de lado sus intereses privados y a dedicar esfuerzo,
tiempo y recursos al grupo. Paradójicamente, los fines colectivos que persiguen las organizaciones rara
vez constituyen una motivación suficiente. Los organismos de los grupos de interés tienden a producir
beneficios generalizados, como pueden ser el favor de la opinión pública o una legislación benévola, de
la que pueden disfrutar los miembros de un grupo, independientemente de si en lo personal contribuyen
o no a las actividades de la organización. Estas metas colectivas alientan a los individuos a aprovecharse
de los esfuerzos de los demás. Para contrarrestar esta tendencia, las organizaciones han de poder
proporcionar algún beneficio o sanción, además del bien colectivo, para inducir la participación. A estas
sanciones Mancur Olson las ha llamado “incentivos selectivos”.
Los incentivos selectivos en la organización profesional fueron precisamente elementos que no
tuvieron las sociedades médicas del siglo XIX. Si hubieran tenido en sus manos la facultad de otorgar
licencias, y si la licencia hubiera sido esencial para poder practicar, habrían contado con un poderoso
motor. Pero al privar los estados a las sociedades médicas de sus facultades para otorgar licencias, las
privaron también del poder de organizar y disciplinar a sus miembros. Ser miembro de una sociedad
médica ayudaba, en efecto a certificar la posición social del practicante, pero lo mismo hacía un diploma
expedido por una facultad de medicina. Las organizaciones profesionales languidecieron por su falta de
influencia sobre los médicos.
Los practicantes de la medicina del siglo XIX podían ir abriéndose paso por sus propias fuerzas.
No necesitaban tener acceso a instalaciones hospitalarias, debido a que era muy escasa la atención
médica que en ellas se daba. Los médicos tendían de manera natural a resolver individualmente sus
problemas. Se hacían publicidad ellos mismos, sea por sus medios, en la prensa o por medio de lo que
los economistas llaman “diferenciación del producto” (es decir, ofreciendo una rama distintiva de
medicina). En pocas palabras, la orientación de la profesión era competitiva más que corporativa. Las
fuerzas que tendían a dividir a sus miembros prevalecieron sobre los intereses comunes que podían
haberlos mantenido unidos.

III. LA EDUCACIÓN MÉDICA Y EL RESTABLECIMIENTO DEL CONTROL DE LAS


OCUPACIONES
La reforma de la educación médica empezó hacia 1870, como parte de la maduración de las
universidades estadounidenses. Estos dos hechos son inseparables históricamente. Nacieron en las
mismas instituciones y fueron conducidos por las mismas personas, principalmente los presidentes Char-
les Eliot, de Harvard, y Daniel Coit Gilman, de la Universidad Johns Hopkins. Antes de la Guerra Civil
las escuelas superiores norteamericanas eran sitios de atraso intelectual cuyos mal pagados profesores
no tenían el menor derecho a pensar o a investigar en campos originales. Al término de la guerra se
conjuntaron distintas fuerzas para difundir nueva vida y mayores ambiciones a varias universidades.
Casi simultáneamente aparecieron el dinero, los líderes y las ideas. Ahora la economía estaba
produciendo excedentes suficientes para generar el capital necesario para costear el desarrollo de las
universidades, y también hubo hombres opulentos, no muchos al principio, que se interesaron lo
suficiente en la educación como para aportar grandes sumas a las universidades. De este modo Johns
Hopkins, comerciante de Baltimore, dejó al morir, en 1873, 7 millones de dólares para construir un
hospital y una universidad, en lo que sería la donación más cuantiosa hasta entonces en la historia del
país. Entre tanto, en algunas instituciones ya establecidas, una generación de educadores de avanzada
edad dejó el poder. Desde que se hicieron cargo del mando en los decenios de 1820 y 1830, estos
hombres habían visto a la educación como materia de disciplina moral y mental, que se inculcaría mejor
mediante un plan de estudios clásico y preestablecido en el cual las lenguas y la ciencia modernas casi
no tenían cabida.
Esta orientación tradicional, si bien es cierto que no fue abandonada del todo, gradualmente perdía
terreno entre sus sucesores, a medida que crecía la convicción de que la instrucción superior debía tener
como valor práctico preparar a los estudiantes para enfrentar el mundo “real”. A las escuelas superiores
se les había ridiculizado precisamente por su falta de relación con la vida y el trabajo cotidianos; pero
ahora sus fideicomisarios y presidentes empezaron a hablar el idioma de la utilidad. La educación
superior debía satisfacer las necesidades de una economía en expansión. Para algunas de estas personas
eso significaba acentuar más la enseñanza de cosas útiles; para otras, un nuevo inicio con el fin de alentar
la investigación y el desarrollo del conocimiento científico. Las universidades debían ser respetadas. A
sus profesores se les debían quitar inútiles responsabilidades disciplinarias, debía pagárseles más y
dárseles carta blanca en su trabajo. A manera de modelo, los reformadores tendieron la vista a Alemania,
que había creado una tradición de enseñanza secular y de universidades vigorosas, y procuraron que sus
instituciones fueran iguales en todos sentidos a las de Europa.
A los ojos de los educadores estadounidenses de ideas liberales como Eliot y Gilman, la medicina
ejemplificaba tanto el estado de atraso de la educación superior como el degradamiento de las
profesiones en Estados Unidos. Eliot escribió que era horrible contemplar “la ignorancia e incom-
petencia general de los graduados promedio de las escuelas norteamericanas de medicina, en el momento
en que reciben el título que los enfrenta a la comunidad. Todo el sistema de educación médica del país
requiere una reforma profunda”. Las deficiencias habían sido las mismas durante decenios: los
estudiantes entraban a las escuelas profesionales con una preparación mínima; inclusive en las mejores
universidades se admitía a jóvenes sin diplomas de preparatoria para estudiar medicina. Los estudiantes
seguían los cursos de medicina en el orden que quisieran; el programa de dos cursos, muy breves, no
tenía una secuencia regular. En Alemania, las ciencias de laboratorio tales como fisiología, química,
histología, anatomía patológica y, tiempo después, bacteriología, revolucionaban la medicina; pero las
escuelas médicas de Estados Unidos carecían de laboratorios y de una tradición de investigación
original. Las conferencias didácticas siguieron siendo la principal forma de instrucción. Se suponía que
los estudiantes aprendían el arte de la medicina mediante periodos como aprendices, pero el cuerpo
docente no tenía control sobre sus preceptores, que podían ser totalmente incompetentes. Las normas
educativas eran flexibles. Para titularse en la Escuela de Medicina de Harvard, los estudiantes sólo
necesitaban aprobar la mayoría de sus exámenes, aunque reprobaran el resto.
Cuando Eliot, quien tenía formación de químico, se hizo cargo en 1869 de la presidencia de la
universidad, el punto principal de su programa fue la reorganización de las escuelas profesionales;
rompiendo precedentes, presidió personalmente las reuniones del profesorado médico. Antes de 1869
la Escuela de Medicina de Harvard había tenido ligas muy débiles con la universidad. Como todas las
escuelas de medicina de alto nivel, los profesores cobraban directamente a los estudiantes, pagaban los
gastos de la escuela y se dividían lo que sobraba; elegían un deán y se encargaban de conducir sus
propios asuntos. Unos cuantos profesores se habían pronunciado en favor de elevar el nivel del plan de
estudios y las normas de admisión, pero una mayoría conservadora, encabezada por el venerable Henry
Bigelow, rechazaba cualquier cambio. Bigelow opinaba que la elevación de requisitos podía evitar que
algún genio natural en el arte de la curación se dedicara a esta actividad, y consideró que era útil, pero
no esencial, dar capacitación en las ciencias biológicas relacionadas. Según él los descubrimientos
médicos nunca se hacían en laboratorios. ¿Cómo era posible, preguntó Bigelow en una junta, que el
profesorado médico durante 80 años hubiera manejado “sus propios asuntos muy bien”, y que ahora,
abruptamente, cuando todo marchaba viento en popa, se propusieran cambios? Tras un silencio mortal,
Eliot replicó con tranquilidad: “Yo puedo responder con mucha facilidad a la pregunta del doctor
Bigelow: ahora tenemos un nuevo presidente”. Al llegar el otoño de 1871, Eliot pudo informar que el
profesorado médico había “resuelto lanzarse a una revolución completa del sistema de educación
médica”. Se colocó a las finanzas de la escuela bajo el control de la Harvard Corporation, se eliminó el
sistema de distribución de las cuotas y a los profesores se les asignó un sueldo. El ciclo académico se
amplió de cuatro meses a nueve; la duración de la capacitación necesaria para graduarse aumentó de
dos años a tres. En fisiología, química y anatomía patológica, se agregó práctica de laboratorio o bien
se sustituyó con esa práctica a las conferencias didácticas. En adelante, los estudiantes debían pasar
todas sus materias para poderse graduar.
El razonamiento largo tiempo invocado contra la elevación del nivel en la educación médica fue
que los estudiantes se irían y que las escuelas quebrarían. Inicialmente, las reformas de Harvard
produjeron una fuerte caída en la matrícula, pero el profesorado se mantuvo firme durante unos cuantos
años difíciles. Después de una cifra ínfima de 170 estudiantes en 1872, la asistencia subió con firmeza,
y en 1879 llegó a 273; esta cifra todavía estaba por abajo del nivel de 330 de diez años antes, anterior a
la reforma, pero debido a que se había aumentado la colegiatura, la escuela siguió operando con números
negros. Por si fuera poco, mejoró la calidad de los estudiantes. La proporción de los que tenían
bachillerato terminado pasó de 21% en el otoño de 1869 a 48% en 1880. En un escrito de ese mismo
año, Eliot sostuvo que diez años antes los estudiantes de medicina habían sido “notablemente inferiores”
en su porte y en su modo en relación con otros estudiantes de la universidad pero que ahora no había
diferencias.
Y si la competencia había frenado en otro tiempo a las escuelas de medicina y evitado que otras
instituciones se atrevieran a introducir reformas, ahora empezó a producir el efecto contrario. Los rivales
ya no podían quedarse atrás. Hacia 1875, temiendo una baja en su reputación, los fideicomisarios de la
Universidad de Pensilvania decidieron, contrariando los deseos de un deán conservador del profesorado
médico, seguir la senda de Harvard y aumentar el tiempo de aprendizaje de dos a tres años. Antes en
1847, Pensilvania había tratado de extender sus cursos de cuatro a seis meses, pero dio marcha atrás
cuando perdió estudiantes a manos del cercano Jefferson Medical College. Esta vez, la matrícula cayó
22%, pero al igual que en Harvard los cambios se sostuvieron. Durante el decenio siguiente, otras
importantes instituciones avanzaron en la misma dirección. Cuando las escuelas más avanzadas
formaron una asociación nacional 1890, el nuevo grupo fijó un nivel mínimo para las instituciones
miembros, de tres años de capacitación, con seis meses al año de trabajos obligatorios de laboratorio en
histología, química y patología. En la década de 1890, esta organización, que hoy día es la Asociación
de Escuelas Médicas Estadounidenses, representó apenas un 34% de las escuelas de medicina del país,
pero estas cifras acusaban un firme ascenso. Conforme los comités de expedición de títulos imponían
requisitos más estrictos, títulos médicos de dos años se perdieron en la oscuridad. En 1893, más del 96%
de las escuelas exigían tres o más años de trabajo.
El alejamiento más radical del viejo régimen ocurrió en la Universidad Johns Hopkins, que abrió
su escuela de medicina en 1893 con un programa de cuatro años y con la exigencia sin precedentes de
que todos estudiantes contaran con un título universitario. Desde sus albores, Johns Hopkins concibió
la educación médica como un campo de estudios superiores, arraigado en la ciencia básica y en la
medicina hospitalaria, todo lo cual, andando el tiempo regiría en las demás instituciones del país. La
investigación científica y la instrucción clínica adquirieron ahora un lugar central. El profesorado, en
vez de ser reclutado entre los practicantes locales, como había sido costumbre en Estados Unidos, se
compuso de investigadores a los cuales se atrajo de fuera de Baltimore. A los estudiantes también se les
atrajo desde lejos y se les escogió con gran cuidado; pasaron sus primeros dos años estudiando ciencias
básicas de laboratorio y los últimos dos en salas de hospitales, responsabilizándose personalmente
algunos pacientes, bajo la mirada atenta del profesorado. Se construyó hospital junto a la escuela y
ambos se manejaron como una empresa conjunta. Se crearon residencias avanzadas en campos
especializados. (Fue Hopkins donde la palabra “residencia” se usó por vez primera para describir la
capacitación especializada posterior al internado.) Aquí esta los relumbrones de los centros médicos
dominados por las grandes universidades que imperarían en el siglo siguiente.
La trascendencia de la Escuela de Medicina Johns Hopkins radicó en las nuevas relaciones que
estableció. Conjuntó ciencia e investigación, de un modo mucho más firme que antes, con la práctica
hospitalaria clínica. Y mientras que anteriormente los aprendices se habían formado en el arte de la
medicina en los consultorios de sus preceptores y en el hogar de los pacientes, ahora los estudiantes de
medicina verían la práctica médica casi exclusivamente en las salas de los hospitales de enseñanza.
Hopkins simbolizó también una nueva síntesis de la medicina y de una cultura más amplia, unión
representada claramente por las dos principales figuras de la escuela: William Welch y William Osler.
Welch, quien siendo joven había hecho importantes trabajos en patología, y Osler, el gram clínico, se
dedicaba a la investigación, aunque también gozaban de una amplia instrucción y tenían un interés
vivísimo en la historia y en las tradiciones de su profesión. Aunque Hopkins destacó la importancia de
la ciencia, no se pronunció a favor de una visión estrechamente técnica de la medicina. Tal fue el secreto
de su renombre. La escuela irradiaba cultura tanto como seguridad científica, en especial en la persona
de Osler, cuyo saber y buenos modales lo hicieron el médico favorito de la profesión. Welch llegó a ser
la voz autorizada de Hopkins en el terreno de las cuestiones públicas. La influencia de Johns Hopkins
se extendió mucha más allá de Baltimore. Envió a sus graduados a instituciones médicas de todo el país
y al extranjero, donde, como profesores y científicos, sentaron las bases de buena parte del carácter de
la educación e investigación médica del siglo XX.

Consolidando el sistema
En 1900 caracterizaron a la medicina contrastes muy marcados. Los cambios en Harvard, Johns
Hopkins y otras universidades se contraponían con el crecimiento sostenido de las escuelas médicas
comerciales. En 1850 no hubo ningún ejemplo de educación médica alterna. Medio siglo después, lo
alterno había empezado a cobrar forma, pero aún no predominaba. A pesar de las primeras leyes sobre
otorgamiento de licencias, las puertas de entrada a la medicina seguían abiertas de par en par, y los poco
gratos seguían cruzándolas en grandes números. En escuelas concesionadas y en los departamentos
médicos de algunas universidades, las filas de la profesión se llenaban con trabajadores y con miembros
de la clase media baja, para mayor tristeza de los líderes profesionales, que consideraban que estos
descuidos ponían en peligro los esfuerzos para elevar la posición de los médicos en la sociedad. Desde
el punto de vista de los médicos establecidos, las escuelas comerciales eran indeseables cuando menos
por dos razones: la competencia cada vez mayor que creaban y la pobre imagen que de los médicos
daban los graduados de esas escuelas. La medicina nunca llegaría a ser una profesión respetable, según
declararon sus voceros, mientras no se deshiciera de esos elementos vulgares y corrientes.
Las mujeres eran quienes entraban en números cada vez mayores en la medicina. En la segunda
mitad del siglo XIX se fundaron en el país 17 escuelas de medicina para mujeres. En 1890 se logró una
victoria final en la larga lucha por lograr su admisión en las escuelas médicas de élite. Como estaba
limitada en cuanto a fondos, la Universidad Johns Hopkins convino en aceptar mujeres en su escuela de
medicina a cambio de medio millón de dólares que como dotación aportaron mujeres ricas. Ciertamente,
las estadounidenses se vieron obligadas a comprar su entrada en la educación médica elitista. Muchas
de ellas, que habían batallado por establecer escuelas médicas superiores para mujeres, comprendieron
que ahora su función era innecesaria. Las escuelas para mujeres empezaron a cerrar o a fusionarse, a
medida que ellas lograban ingresar en escuelas que capacitaban a hombres. Hacia 1893-1894, las
mujeres representaron el 10% o más de los estudiantes de 19 escuelas médicas coeducacionales. Entre
1880 y 1900, el porcentaje de médicas aumentó en toda la nación de 2.8 a 5.6%. En algunas ciudades la
proporción de las mujeres fue considerablemente más elevada: 18.2% de los médicos en Boston, 19.3%
en Miniápolis. 13.8% en San Francisco. Con sus más de 7 000 médicas en los albores del siglo, Estados
Unidos estaba mucho más adelante de Inglaterra, que tenía 258, y de Francia con sólo 95. Sin embargo,
los números cada vez mayores de mujeres en la medicina produjeron una reacción cada vez más vigorosa
de los hombres situados en este terreno.
Después de su propia reorganización, la Asociación Médica Estadounidense adoptó como
prioridad principalísima la reforma de las escuelas de medicina. Como no había la menor probabilidad
de que interviniera el gobierno federal, cualquier acción de carácter nacional debía correr a cargo de la
asociación propiamente dicha, pero valiéndose de los comités estatales de expedición de licencias,
controlados por sus miembros. En 1904 la AMA estableció un Consejo de Educación Médica, compuesto
de cinco profesores de medicina de las principales universidades, que tendría un secretario permanente,
un presupuesto regular y un mandato para elevar y uniformar los requisitos de la educación médica. Una
de sus primeras medidas consistió en formular un nivel mínimo para los médicos, que exigía cuatro años
de preparatoria, otros cuatro de enseñanza profesional y aprobar un examen de licencia; su norma “ideal”
pedía cinco años de escuela de medicina (inclusive un año de ciencias básicas, que posteriormente fue
integrado en el plan de estudios “premédico” en la universidad) y un sexto de internado en hospital. En
su empeño por identificar y presionar a las instituciones más débiles, la AMA empezó a clasificar las
escuelas de medicina conforme a la actuación de sus graduados en exámenes para conseguir licencias
estatales; luego extendió la evaluación para incluir en ella el plan de estudios, instalaciones, profesorado
y requisitos de admisión. En 1906 inspeccionó las 160 escuelas que había, de las cuales aprobó
plenamente a 82, a las que calificó de clase A. La clase B se compuso de 46 instituciones imperfectas,
pero redimibles, en tanto que las 32 que cayeron en la clase C no eran rescatables.
Los resultados de la indagación se dieron a conocer en una reunión de la AMA, pero nunca fueron
publicados por temor a la mala voluntad que podrían crear. La ética profesional prohibía a los médicos
tomar partido unos contra otros en público; habría sido del todo impropio que la AMA violara su propio
código. En vez de eso, el consejo de la AMA invitó a un grupo externo, la Fundación Carnegie para el
Avance de la Enseñanza, a que llevara a cabo una investigación similar. La fundación aceptó, y escogió
para la tarea a un educador joven, Abraham Flexner, que en Johns Hopkins había obtenido su grado de
bachiller, y cuyo hermano Simón era protegido de William Welch y presidente del Instituto Rockefeller
de Investigación Médica.
Mucho antes de publicarse el informe de Flexner en 1910 había empezado a bajar el número de
escuelas de medicina: cayó de un máximo de 162 en 1906 a 131 cuatro años después, una pérdida de
casi el 20%. El desplome ocurrió cuando los requisitos cada vez más estrictos establecidos por los
comités estatales de otorgamiento de títulos y otras autoridades alteraron la posición económica de
estudiantes y escuelas por igual. Las nuevas exigencias que ampliaban la duración de la capacitación
médica impusieron costos de oportunidad cada vez mayores sobre los médicos en cierne. El ciclo
académico, tiempo totalmente perdido para ganar dinero, pasó de cuatro a ocho o nueve meses, y el
periodo total de capacitación de dos años, probablemente sin preparatoria, a cuatro, luego a cinco y
finalmente, a más de ocho años después de la preparatoria. Conforme al nuevo sistema, los médicos
jóvenes difícilmente podían esperar ganarse la vida en su profesión antes de los treinta años.
Las elevadas colegiaturas influyeron todavía más en el cambio. El alza combinada en costos
directos e indirectos trajo consigo un descenso a largo plazo en el número de estudiantes de medicina.
Esto se evidenció con más claridad entre muchas escuelas de segunda y tercera categorías, que tiempo
después cerraron. No estaban preparadas para soportar bajas en su matrícula. Por esos días las escuelas
de medicina enfrentaban gastos muchos mayores pues se les pedían laboratorios modernos, bibliotecas
e instalaciones clínicas. Ninguna institución podía sufragar todos estos costos con sus colegiaturas, y
como las escuelas comerciales no tenían otra fuente de ingresos, tuvieron que cerrar. Fueron estas nuevas
realidades económicas, más que el informe Flexner, lo que destruyó a tantas escuelas de medicina
después de 1906.
Las escuelas médicas concesionadas enfrentaron una elección forzosa. Si no hacían caso de las
nuevas normas de educación médica, sus diplomas ya no serían reconocidos por los comités estatales
de autorización y los estudiantes perderían todo incentivo para matricularse. Y si, por otra parte, trataban
de cumplir con las normas, recibirían menos estudiantes y tendrían costos más elevados debido a
requisitos preliminares más estrictos, periodos de capacitación más largos e instalaciones y equipo más
caros. Tenían ante sí muy pocas opciones. Una era fusionarse con la escuela de medicina de una
universidad privada o estatal que pudiera contar con ingresos provenientes de dotaciones o de ayuda del
Estado. Fueron muchas escuelas de segunda clase las que hicieron precisamente esto. Otra opción fue
simplemente el fraude: fingir que se cumplía con las nuevas normas y contabilizar los gastos como si se
hubieran hecho. Las escuelas comerciales que no se fusionaron ni quebraron cayeron inevitablemente
en este engaño.
Tal fue el contexto en que se elaboró el informe Flexner. Su autor, acompañado por el secretario
del Consejo de Educación Médica de la AMA, visitó cada una de las escuelas de medicina del país. Como
representante de la Fundación Carnegie, se pensó que iba en una misión exploradora de filantropía y se
le abrieron todas las puertas. Para muchos directores y profesores al borde de la desesperación, el nombre
Carnegie debió haber evocado visiones de cuantiosas dotaciones. Sus sueños se desvanecieron rápi-
damente tras la publicación del famoso Boletín Número Cuatro de Flexner. A pesar de ser un lego, fue
más severo en sus juicios de instituciones particulares de lo que había sido la AMA en cualquiera de sus
guías anuales de escuelas médicas del país. La asociación se frenó, pues temió que se sospechara de sus
motivos; en cambio Flexner no sintió tales limitaciones. Una y otra vez, valiéndose diestramente de
detalles y de humor mordaz, mostró que las afirmaciones que las escuelas más débiles, casi todas ellas
concesionadas, hacían en sus catálogos eran patentemente falsas. Los laboratorios de que hacían gala no
existían o se reducían a unos cuantos tubos de ensayo apiñados en una caja de puros.
Los cadáveres apestaban porque no se usaban desinfectantes en la sala de disección. No había
libros en las bibliotecas; los miembros del profesorado estaban ocupadísimos en su práctica privada; los
supuestos requisitos de admisión se hacían a un lado para admitir a todo aquel que pagara la matrícula.
Nada de esto era en verdad nuevo, pero ahora los problemas tenían un significado diferente. En el siglo
XIX las escuelas de medicina no necesitaban fingir tener todas las instalaciones que debían tener en
1910. (Después de todo, ni siquiera Harvard tuvo laboratorio de fisiología antes de 1870.) Y ahora
muchas escuelas afirmaban ser lo que claramente no eran; al hacer esto implícitamente aceptaban la
legitimidad de las normas que Flexner les exigía, y se hacían más vulnerables al descrédito y la
mortificación.
Según Flexner vio las cosas, se había abierto una gran discrepancia entre la ciencia médica y la
educación médica. Mientras la ciencia había progresado, la educación se había rezagado. “La sociedad
cosecha en este momento sólo una parte pequeñísima de las ventajas que el saber actual le puede
conferir.” Estados Unidos tenía algunas de las mejores escuelas del mundo, pero también muchas de las
peores. Las recomendaciones de Flexner fueron clarísimas. Las escuelas de primera clase debían ser
reforzadas conforme al modelo de Johns Hopkins, y unas cuantas situadas a la mitad debían elevarse a
la altura de ese nivel; las restantes, la gran mayoría de las escuelas, debían cerrarse. El país tenía un
número muy grande de practicantes mal capacitados; le convendría más tener menos, pero mejores
médicos. Éste fue también el punto de vista de los dirigentes de la profesión; sea como fuere, sería un
error descalificar a Flexner y decir que fue agente de la AMA. Fue hombre de fuertes convicciones
intelectuales, que lo guiaron en su larga carrera en favor de la reforma educativa. El cierre de escuelas
de medicina aumentó considerablemente la posición en el mercado de los médicos particulares; el propio
Flexner tuvo un desdén aristocrático hacia lo comercial. Precisamente debido a este espíritu elevado y
no mercenario, su informe legitimó los intereses de la profesión en limitar el número de escuelas médicas
y el de médicos, más que cualquier otro argumento que la AMA hubiera podido esgrimir.
Tanto crédito —y tanta culpa— se ha atribuido a Flexner por la desaparición de pequeñas escuelas
de medicina en los primeros decenios de este siglo que es difícil situar su informe en una perspectiva
correcta. Las escuelas se condenaron principalmente por los cambios en los requisitos que debían
cumplir, no por el contenido del Boletín Número Cuatro. A lo sumo, Flexner precipitó la marcha de las
escuelas hacia sus tumbas y les quitó dolientes. Él mismo reconoció la primacía de las consideraciones
económicas. Dio a conocer que casi la mitad de las escuelas de medicina tenían un ingreso anual de
menos de 10 000 dólares; su existencia era precaria. No podían cumplir, según escribió, “ni siquiera
superficialmente con los requisitos estatutarios, ya no digamos científicos, y además tener utilidades”.
Las escuelas estaban en las últimas; en este punto resultaba relativamente fácil darles la puntilla.
El proceso de consolidación de la educación médica avanzó aceleradamente entre 1910 y 1920.
Para 1915 el número de escuelas había caído de 131 a 95, y el número de graduados, de 5 440 a 3 536.
Entre las escuelas de las clases A y B abundaron las fusiones. Las de clase C se disolvieron por falta de
estudiantes. En cinco años, el número de las escuelas que exigían cuando menos un año de instrucción
superior pasó de 35 a 83, o sea del 27% del total en 1910 al 80% en 1915. Los comités expedidores de
licencias que exigían instrucción universitaria aumentaron de ocho a 18. En 1912 varios comités
constituyeron una asociación voluntaria, la Federación de Comités Médicos del Estado, que aceptó la
puntuación de la AMA para las escuelas médicas. El comité de la AMA acabó siendo una autoridad
acreditadora nacional de las escuelas de medicina, debido, entre otras cosas, a que un número cada vez
mayor de estados adoptaba sus juicios sobre las instituciones no aceptables.
En el otoño de 1914 se estableció que un año de trabajo en una escuela superior sería un
prerrequisito de admisión en la clase A de la AMA; en 1918 se exigieron dos años de instrucción superior.
En 1922 eran ya 38 los estados que requerían dos años de instrucción superior en trabajo preliminar; el
número de escuelas medicas había caído a 81, y el de los graduados a 2 529. Pese a que ningún
organismo legislativo reconoció nunca ni a la Federación de Comités Médicos Estatales ni al Consejo
de la AMA sobre educación médica, sus decisiones acabaron teniendo fuerza de ley. Éste fue un logro
extraordinario de la profesión organizada. Apenas unos decenios antes, mucha gente había creído que
la índole descentralizada del gobierno estadounidense impediría cualquier regulación de la educación
médica. Si algún estado elevaba sus requisitos, los estudiantes marcharían a otras escuelas. De no ser
por la intervención federal, el control parecía imposible. Pero la profesión médica había llevado su
esfuerzo a todos los estados; su éxito fue un indicio de lo mucho que había avanzado desde mediados
del siglo anterior.
La consolidación nunca llegó tan lejos como Flexner o la AMA habrían querido. El Boletín Número
Cuatro recomendaba que el número de escuelas médicas se redujera a 31, pero en realidad sobrevivieron
más de 70. Flexner habría dejado a unos 20 estados sin escuelas médicas, pero políticamente esto resultó
inaceptable. Las legislaturas saltaron a la palestra para pedir que cuando menos quedara una institución
en su estado. De haber sido el sistema educativo de Estados Unidos tan centralizado como el europeo,
habría habido menos sobrevivientes.
Independientemente de cuál haya sido su influencia sobre la opinión pública el informe Flexner
concretó un punto de vista que resultó inmensamente importante para guiar las principales inversiones
de las fundaciones en el campo de la atención médica durante los dos decenios siguientes. En cierto
sentido, el informe fue el manifiesto de un programa que para 1936 encauzó 91 millones de dólares del
Comité de Educación General Rockefeller (más varios millones de otras fundaciones) a un grupo selecto
de escuelas de medicina. Siete instituciones recibieron más de dos tercios de los fondos de dicho comité.
Aun cuando éste se presentaba a sí mismo como una fuerza puramente neutral que respondía a los
dictados de la ciencia y a los deseos de las escuelas de medicina, sus directivos trataron de imponer un
modelo de educación médica relacionado más estrechamente con la investigación que con la práctica
médica. Estas medidas determinaron no tanto que instituciones sobrevivirían sino más bien cuáles
dominarían, cómo debían manejarse y qué ideales debían prevalecer.
Las legislaturas de los estados querían escuelas de medicina para satisfacer las necesidades
locales de médicos, pero no fue posible persuadirlas de que invirtieran en investigaciones o en la
construcción de instituciones nacionales. Sus metas eran limitadas, cosa muy justificable: en medicina
la investigación es un “bien común”, y un estado en particular, al igual que una empresa particular, rara
vez recupera lo bastante en términos de ganancias de la sociedad en general para justificar los gastos
ante sí mismo. Por ello las legislaturas estatales y las empresas privadas casi siempre invertirán
limitadamente en investigación científica básica. La situación de los filántropos fue totalmente
diferente. Su interés estribaba más bien en legitimar su riqueza y su poderío mostrando públicamente
sus buenas obras. La investigación y la educación médicas hacían gala de que su responsabilidad moral
iba muy de acuerdo con las normas culturales de una era que reverenciaba cada vez más a la ciencia. Y
tal como los filántropos eran negociantes a escala nacional, también su filantropía lo era.2
La asimilación de la educación médica en el seno de las universidades alejó a la medicina
académica de la práctica privada. Durante el siglo XIX, las escuelas de medicina habían sido
organizaciones de los practicantes dominantes de una comunidad. En el siglo XX los médicos
académicos y privados empezaron a divergir y a representar intereses y valores muy distintos. Un paso
decisivo en la diferenciación de los dos grupos fue la creación de los primeros puestos académicos de
tiempo completo en la medicina clínica. A partir de 1870, las ciencias de laboratorio en las escuelas de
medicina de clase A, habían sido otorgadas conforme a una base de tiempo completo, pero la instrucción
clínica había seguido estando en manos de médicos que también practicaban privadamente. Este
acuerdo tuvo una ventaja notable para las escuelas de medicina: mantuvo bajos los costos. En 1891, en
la universidad de Pensilvania, mientras los profesores en ciencias de laboratorios recibían 3,000 dólares
al año, los profesores clínicos senior recibían únicamente 2,000. Conforme al antiguo sistema de dividir
los pagos de los estudiantes entre el profesorado, habrían recibido tres o cuatro veces esa cifra. Pero sus
ingresos provenientes de la práctica privada se habían elevado porque siendo especialistas podían cobrar
más por consulta. Ser profesor de clínica se había vuelto muy deseable casi únicamente por la influencia
indirecta que tenía en aumentar las consultas privadas, más que por sus ingresos directos. Sin embargo,
el tiempo y la atención que estos profesores dedicaban a sus pacientes privados molestó a quienes
querían mejorar la enseñanza y la investigación clínicas. ¿Por qué, preguntaron Flexner y otros, los
cargos académicos en medicina clínica requieren menos entrega que los puestos en ciencias de
laboratorio?
En 1907 el deán Welch de la Universidad Johns Hopkins dio su apoyo a las cátedras clínicas de
tiempo completo; Osler, que ahora estaba en Oxford, disintió, advirtiendo que el maestro y el estudiante
podían acabar absorbidos totalmente en la investigación y olvidarse “de aquellos intereses más amplios
que debe atender un gran hospital. Sería algo magnífico para la ciencia, pero muy malo para la
profesión”. No obstante, espoleadas por el Comité de Educación General, algunas escuelas médicas
dedicaron tiempo completo a la enseñanza clínica. Chicago, Yale, Vanderbilt y la Universidad
Washington en San Luis reestructuraron sus departamentos clínicos a fin de satisfacer la condición del
comité para otorgar concesiones. Sin embargo, la insistencia del comité en los nombramientos de
tiempo completo provocó resentimientos, por lo cual la medida fue abandonada en 1925.
A medida que la educación médica estadounidense se veía dominada cada vez más por científicos
e investigadores, los médicos se capacitaban conforme a los valores y normas de los especialistas
académicos. Muchos han afirmado que esto fue un error. Habrían preferido que solamente unas cuantas
escuelas, como la Universidad Johns Hopkins, capacitaran científicos y especialista, en tanto que el
resto, con programas más modestos, formaran practicantes generales que se ocuparan de atender
enfermedades ordinarias que son las que constituyen la mayor parte de la ocupación médica. No fue
éste, empero, el curso que siguió la educación médica en Estados Unidos. El mismo plan de estudios y
los mismos requisitos se establecieron para lodos los estudiantes. El acento en las ciencias básicas
inicialmente marchó contra las inclinaciones de muchos miembros de la profesión. La reacción inicial
de Bigelow a las reformas que introdujo Eliot en Harvard en 1870 fue típica de una aversión generalizada
contra la ciencia básica que predominaba entre los médicos. Inclusive después de 1900 los
tradicionalistas volvieron a la carga sólo para ser derrotados.
En escuelas como la Universidad de Pensilvania y la Universidad de Washington, hubo luchas
internas, a veces feroces, para lograr el control, entre los practicantes de la antigua línea y el partido
insurgente de científicos investigadores. La victoria alentada por la fundación del modelo Johns Hopkins
evitó que la medicina estadounidense siguiera la orientación práctica que parecía ser su tendencia
natural. Flexner habría preferido que la educación médica tuviera la flexibilidad de la educación de los
graduados en artes y ciencias; a su entender la uniformidad de la educación médica ahogaba el trabajo
creativo. En los años que siguieron a la publicación de su informe, se mostró cada vez más desilusionado
con la rigidez de las normas educativas que acabaron siendo identificadas con su nombre.

2
Varios marxistas han sostenido, además, que los capitalistas tienen un interés especial en el éxito de la medicina científica
debido a sus funciones ideológicas.
Resultados posteriores de la reforma
El nuevo sistema aumentó muchísimo la homogeneidad y la cohesión de la profesión. El mayor
tiempo destinado a la capacitación ayudó a inculcar en los médicos valores y creencias comunes, en
tanto que la uniformidad del plan de estudios médico desalentaba las divisiones sectarias. Conforme al
sistema anterior de aprendizaje con practicantes solitarios, los médicos adquirían más percepciones
idiosincrásicas de la medicina y establecían vinculaciones personales con sus preceptores, más que con
sus iguales. El internado en los hospitales generó un sentido más fuerte de identidad entre individuos de
la misma edad. En 1904, cuando la AMA investigó por vez primera los internados, calculó que
aproximadamente 50% de los médicos recibían entrenamiento en el hospital mientras que, en 1912,
entre 75 y 80% de los graduados hacían internados. La AMA publicó en 1914 su primera lista de
internados, y en 1923, por vez primera hubo plazas suficientes para acomodar a todos los graduados.
La profesión creció con más uniformidad en su composición social. Los elevados costos de la
educación médica y los requisitos más estrictos limitaron la entrada de estudiantes provenientes de las
clases bajas y de trabajadores. Las políticas deliberadas de discriminación contra judíos, mujeres y
negros fomentaron una homogeneidad social todavía mayor. La apertura de la medicina a inmigrantes
y mujeres, cosa que había permitido en la década de 1890 el sistema competitivo de educación médica,
se estaba invirtiendo ahora.
El ingreso de las mujeres en la profesión había empezado a menguar desde antes de la publicación
del informe Flexner. En 1909 había únicamente tres escuelas médicas para mujeres; el número total de
mujeres que estudiaban medicina, incluyendo las que asistían a escuelas mixtas, había caído a 921 de la
cifra de 1 419 de 15 años antes. El número cada vez mayor de médicas a fines del siglo xix se debió tal
vez en parte a los intereses Victorianos sobre lo inconveniente de que médicos varones examinaran
organismos femeninos. Y a la inversa, la caída en su número tal vez se debió en parte al desvanecimiento
de la sensibilidad victoriana; en su informe de 1910 Flexner sostuvo que el número cada vez menor de
mujeres reflejaba una demanda menor de médicas o un interés también menor de las mujeres por estudiar
medicina. Sin embargo, otros autores han señalado la hostilidad activa de los hombres en la profesión.
A medida que escaseaban los lugares en las escuelas de medicina, las mujeres iban siendo excluidas.
Los administradores justificaron la discriminación abierta contra mujeres candidatos perfectamente
aceptables aduciendo que no seguirían ejerciendo la medicina después de casarse. Durante los 50 años
posteriores a 1910, excepto en tiempo de guerra, las escuelas mantuvieron cuotas que limitaban el
número de mujeres a alrededor del 5% del total de la población estudiantil.
Antes del informe Flexner, hubo varias escuelas de medicina para los negros del país; sólo
sobrevivieron Howard y Meharry. A los negros se les excluyo también de los internados y de los
privilegios horpita1arios en casi todas las instituciones. La escasez de oportunidades para recibir
capacitación y para practicar tuvo un impacto indudable. En 1930 solamente uno de cada 3 000 negros
norteamericanos era médico, y en el Sur, la situación era todavía peor: en Mississippi, entre los negros
había solamente un médico por cada 14 634 personas.
En la controversia sobre la reforma de la educación médica, se presentó con frecuencia una
objeción contra la disminución de las escuelas médicas concesionadas, se decía que no proporcionaban
médicos a las comunidades pobres y que a los niños pobres se les negaba la oportunidad de estudiar
medicina. En su informe, Flexner negó que el “muchacho pobre” tuviera el menor derecho para estudiar
medicina, “a no ser que sea lo mejor para la sociedad que él estudie”, y no tomó en consideración la
imposibilidad de las comunidades de ingresos bajos de pagar los servicios de médicos muy capacitados.
Desde una escuela de medicina en Chattanooga, Tenessee, un médico respondió:
Cierto, nuestros requisitos de entrada no son los mismos que los de las universidades de
Pensilvania o Harvard; ni tampoco tenemos la pretensión de formar el mismo tipo de producto
terminado. Sin embargo, preparamos hombres ambiciosos y de gran valer que hayan luchado
muchísimo ante pequeñas oportunidades y que se hayan elevado por encima de lo que les rodea
para llegar a ser médicos familiares de los campesinos del Sur y de los pequeños poblados; de los
distritos mineros.
No cabe esperar, agregó, que los graduados de grandes escuelas se establezcan en esas
comunidades. “¿Se atrevería usted a decir que a esta gente se le debe negar que tenga médicos? ¿Podrán
los opulentos, que son minoría, decir a la mayoría pobre, no tendrás medico?” Pero implícitamente, eso
era lo que decían.
Flexner insistió en que algo así como una “dispersión espontánea” se propagaría entre los
graduados de las más altas escuelas médicas. Sobre este punto resultó estar. Los médicos se aferraron a
las regiones más ricas del país. Un estudio de 1920 hecho por el bioestadístico Raymond Pearl mostró
que la distribución de los médicos del país se correlacionaba con el ingreso per capita. Los médicos se
conducían como cabía esperar que se condujeran todas las “personas sensatas”. “Hacen negocio donde
los negocios son buenos y evitan los lugares en que son malos.”
La producción cada vez menor de las escuelas de medicina agravó aún más la escasez de
médicos en las regiones pobres y rurales, pero las desigualdades regionales en la disponibilidad de
médicos habían aumentado en realidad después de la Guerra Civil. Entre 1870 y 1910 los estados más
pobres perdieron médicos en relación con su población, en tanto que los más ricos los ganaron. Por
ejemplo, en 1870 por cada médico en Carolina del Sur había 894 personas, en comparación con 712 por
médico en Massachussetts; en 1910 el número de personas por médico en Carolina del Sur había
aumentado a 1170 y en Massachussetts había caído a 497.
Estas desigualdades cada vez mayores reflejaban las cambiantes realidades económicas de la
práctica médica. En los lugares en que mejoraron los transportes locales, creció el mercado de los
servicios médicos. La mayor cantidad de caminos asfaltados y de transportes públicos, así como de
sistemas telefónicos se ubicó en los estados más ricos, más urbanos. Con base en estas consideraciones
estrictamente ecológicas, estas regiones podían sostener una población más numerosa de médicos.
Conforme los ferrocarriles y los autos se extendieron en las regiones rurales, los médicos de la aldea,
que anteriormente ejercían un tranquilo monopolio local, enfrentaron la competencia de médicos y
hospitales de poblados y ciudades cercanas. La nueva distribución que privó desde fines del siglo XIX
fue una respuesta a los cambios básicos ocurridos en el mercado.
El costo cada vez mayor de la educación médica fue causa de que muchas poblaciones pequeñas
y regiones rurales perdieran sus servicios médicos. En la década de 1920 empezaron a aparecer en la
prensa artículos sobre la “desaparición del médico del campo”. Un estudio hecho por William Allen
Pusey, presidente de la AMA, mostró que más de un tercio de 910 poblaciones pequeñas que en 1914
tuvieron médicos habían sido abandonadas por ellos hacia 1925. “Conforme aumenta el precio de la
licencia para practicar la medicina se incrementa el precio al cual debe venderse el servicio médico y,
correspondientemente, se reduce el número de personas que pueden comprarlo”, escribió Pusey. Éste
expresó una preocupación particular sobre los datos que él mismo había reunido, según los cuales los
practicantes irregulares estaban estableciéndose en condados abandonados por los médicos.

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