Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Paul Starr
*
“La Transformación Social de la Medicina en los Estados Unidos de América”, Fondo de Cultura Económica, 1ra. Edición,
México, 1991.
abogados ingleses que estaban en posición inferior podían exigir judicialmente sus honorarios a sus
clientes, en tanto que la élite de los miembros de la barra de abogados se suponía estaba por encima de
mezquinos intereses materiales. Al igual que las gradaciones de posición entre los médicos practicantes,
estos supuestos nunca lograron cruzar el Atlántico. Los únicos médicos que en Estados Unidos no
pudieron demandar judicialmente sus honorarios fueron los practicantes sin licencia. En una cultura
aristocrática era un honor estar fuera del mercado, pero un castigo en una cultura democrática y
comercial.
A fines del siglo XVIII y principios del XIX el Estado cedió el control sobre el mercado de
servicios profesionales en lo que probablemente era el terreno más importante: la determinación de los
honorarios profesionales. En el siglo XIX, antes del surgimiento de la ideología del laissez faire, los
gobiernos tenían una función activa, explícita y directa sobre la vida económica, que incluía la
regulación de los precios, En 1633 la legislación de Massachusetts penalizó el cobro de precios
excesivos, y en 1639 la Asamblea de Virginia aprobó la primera de varias leyes sobre práctica médica
que explícitamente emprendían acción judicial contra los médicos "codiciosos y avarientos" que
cobraran honorarios exorbitantes. En 1736, la Cámara de Burgueses Promulgó una larga lista de
honorarios de médicos, Aunque es verdad que posteriormente las sociedades médicas expedirían sus
propias listas de tarifas mínimas para evitar el abatimiento de los precios, las más antiguas listas
contenían tarifas máximas cuyo fin era impedir engaños con los precios. Esta fijación de los precios
médicos por el Estado duró muy poco. En 1766 el presidente de la Suprema Corte de Massachusetts
declaró que "Ir a ver a los médicos, buscar sus medicamentos y su consulta tienen un precio tan fijo
como las mercancías que vende un tendero", pero esta decisión fue revocada cuatro años después.
Cuando a un médico se le permitió demandar quantum meruit (el valor razonable de sus servicios). La
determinación por parte del Estado de los honorarios de los abogados perdió vigencia con más lentitud;
sus últimos vestigios desaparecieron hacia 1850. El mecanismo de fijación de precios dejó de estar
reglamentado por la ley y la costumbre y acabó siendo determinado por contrato.
Esto quiere decir que la expansión de las fuerzas del mercado en la medicina tuvo su origen en la
participación cada vez menor del Estado y del hogar en el tratamiento de los enfermos. A mediados del
siglo XIX, en particular después del colapso de las licencias en los decenios de 1830 y 1840, el Estado
tuvo muy poco que ver con las relaciones privadas entre los practicantes médicos y sus pacientes, salvo
para garantizar la honestidad de los contratos y proporcionar medios pura determinar y corregir
negligencias (prácticas indebidas). Algunas comunidades pagaban el tratamiento médico de los pobres
y sostenían hospitales y lazaretos, para atender enfermos contagiosos; ciertos estados dieron subsidios
modestos a escuelas de medicina y hacia 1860 todos los estados más antiguos habían construido ya
cuando menos un manicomio. El gobierno federal tenía un sistema de seguro hospitalario obligatorio
para tripulantes de barcos mercantes. Sin embargo, estas funciones no eran sino la prolongación de la
intervención del Estado en la parte económica de la medicina antes de la Guerra Civil.
Las sociedades médicas trataron de asumir algunas de las funciones que el Estado había
abandonado. “En ninguna parte la legislación establece el valor preciso de la opinión o del consejo
profesional", dijo en 1825 el New England Journal of Medicine and Surgery. "Esto lo soluciona una
tabla de honorarios...”. Sin embargo, las tarifas no siempre se observaban y tenían, según palabras de un
escritor, "poca importancia como autoridades". Un periódico de Filadelfia publicó una lista de
honorarios del Colegio de Médicos, observando que esa sería la primera vez que la verían la mayor parte
los practicantes de la ciudad pues nunca "se han guiado por una tarifa los honorarios". "Al igual que el
trabajo literario", observaba el periódico, "la atención médica se valora en el mercado conforme a lo que
produce".
A la mayor parte de los médicos se le pagaba conforme a una tarifa por servicio o por caso. A
algunos se les retenía y pagaba un honorario anual que los obligaba a atender a una familia, a los
miembros de una plantación o a los indigentes de una comunidad. Este método, al cual se llamó "contrato
de práctica” -en realidad era una forma primitiva de seguro-, fue visto con malos ojos por muchos
médicos que lo consideraban un mecanismo de explotación debido a que podía pedírseles que
proporcionaran un número ilimitado de servicios. Ciertamente este tipo de arreglo dejaba sobre los
hombros de los médicos todo el riesgo, y la existencia de esos contratos indica la débil postura de
negociación de muchos médicos. Sin embargo, a pesar de su nombre, estos contratos eran más o menos
tan contractuales como otras formas; el contrato era más explícito que implícito. El sistema legal
presumía que había un contrato entre médico y paciente (o alguien que actuaba en nombre del paciente)
aun cuando no hubiera un contrato hecho expresamente.
Gran parte de la atención médica se daba a crédito. Los médicos procuraban cobrar sus honorarios
trimestral o anualmente, pero perdían una parte importante de sus servicios porque no siempre se les
pagaba. El sistema de crédito, como la práctica contractual, constituyó una gran fuente de contrariedad
para los médicos, quienes, por otra parte, no estaban en posición de eliminarla. Como indican los
registros testamentarios de los médicos de Nueva Inglaterra de principios del siglo XIX, muchos se
vieron envueltos en una maraña de relaciones de deudas y créditos hasta el momento mismo de su
muerte. En la década pe 1830, los practicantes de Nueva Inglaterra rara vez recibían más de 500 dólares
al año por concepto de ingresos brutos. Buena parte de esta suma se pagaba en especie.
El número de médicos a principios y a mediados del siglo XIX no estuvo limitado por barreras
institucionales importantes. Debido a la proliferación de las escuelas de medicina, que ofrecían estudios
sencillos y títulos expeditos, el costo de la educación médica, tanto en dinero como en tiempo, se
mantuvo relativamente bajo; además no siempre fue necesaria la instrucción después del periodo de
aprendizaje. Entre 1790 Y 1840, en cinco condados de Nueva Inglaterra, la proporción de graduados de
escuelas de medicina entre los médicos practicantes fluctuó entre 20 y 35%. En el este de Tennessee, en
1850 y según un médico de esos tiempos, había 201 médicos, de los cuales sólo 35 (o sea el 17%) se
habían graduado en una escuela; 42 practicantes afirmaban haber tomado un curso de conferencias. La
inversión total necesaria para ejercer la medicina en 1850, incluyendo gastos directos y costos de
oportunidad, fluctuó probablemente entre 500 y 1300 dólares, dependiendo del grado de enseñanza1. En
cambio, el costo de establecer una granja en el Oeste durante el mismo periodo sería mayor, entre 1 000
Y 2 000 dólares. Y como no había requisitos para expedir licencias ni un límite al número de alumnos
en las escuelas de medicina, aumentó el número de practicantes. Entre 1790 y 1850 el número de
médicos en los Estados Unidos saltó de cinco mil a cuarenta mil, un índice de crecimiento mucho mayor
que el de la población, Como consecuencia, el número de personas por médico durante ese mismo
periodo cayó de 950 a 600. Los médicos se quejaban sin cesar que su profesión estaba sobrepoblada.
Como resultado de la entrada irrestricta en la práctica, aparentemente los médicos estuvieron bien
distribuidos en las áreas rurales. “Los médicos, que incluso sobraban, siempre estaban a mano aun en
las poblaciones más remotas de la Nueva Inglaterra, pero la competencia era aguda y no siempre
amistosa. Los problemas más comunes de la nueva práctica eran la escasez de pacientes y la falta de
relación con los médicos ya establecidos”. Ésta pauta se repitió en muchas partes. Con frecuencia los
preceptores sugerían a sus estudiantes que buscaran practicar en las comunidades más remotas del Oeste
y del Sur, aunque, según un estudio reciente adonde quiera y cuando quiera que se dirigieran, era difícil
hallar condiciones aceptables. En 1836 a un joven médico de Vermont que pensaba establecerse en
Georgia se le dijo que “el único modo en que podía practicar sería cobrando menos que los ya
establecidos”; otro médico que se graduó en Dartmouth en 1832 fue a dar a una aldea de Virginia porque
ya estaban ocupados los mejores lugares de ese estado.
1
Es difícil estimar la inversión necesaria de la práctica médica debido a que un gran número de los costos es incierto. Muchos
médicos nunca asistieron a una escuela de medicina, o, en caso de haberlo hecho, sólo llevaron un curso o parte de él; los
periodos de aprendizaje tenían duraciones diferentes. Por ello he dado niveles de costos en vez de un promedio simple. He aquí
cuáles son los elementos:
1) el costo por tres años de aprendizaje o de estudio en el consultorio;
2) la colegiatura y los costos de hospedaje por dos ciclos escolares (unas de 26 semanas) de escuela de medicina;
3) el precio de un caballo y de una calesa;
4) el costo de libros, medicinas y equipo;
5) el costo o precio del tiempo invertido en el aprendizaje y en la educación médica;
6) el costo o precio del dinero invertido suponiendo una tasa de rendimiento normal de 10%.
Mi cálculo aproximado de estos elementos es como sigue: (1) 3 veces 50-100 dólares anulaes; (2) 150-300 dólares,
dependiendo de que la escuela fuera rural o urbana; (3) 200-300; (4) 24-100; (5) 150; (6) 35-125. La cifra más baja supone
tres años de aprendizaje conforme a la tarifa más baja, ninguna educación médica formal y gastos mínimos en libros y
medicinas (total 560 dólares). La cifra más alta supone tres años de aprendizaje conforma a la tarifa más alta, educación
médica urbana, gastos mayores para libros y medicinas (total 1275 dólares). Obviamente, si se incluyera el costo de una
casa y la necesidad de sostener una familia durante los primeros años de escasez de la práctica, los costos subirían.
Los datos sobre el aprendizaje y costos de la escuela de medicina están tomados directamente de la obra de William F.
Norwood, Medical Education in the United States Befor the Civil War (Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 1944),
393-395. El cálculo o cifra del precio del tiempo invertido supone que un varón de 20 años sin ninguna preparación no
ganaría más de 50 dólares más de lo que ganaría en especie como aprendiz, o durante su estancia en la escuela de
medicina.
De haber sido más rigurosos los requisitos de educación y autorización para los médicos,
indudablemente se habría reducido el número de éstos, especialmente en las regiones rurales. El dinero
que se podría ganar en poblados pequeños y en comunidades rurales no compensaba la inversión en una
educación prolongada. La capacitación limitada de los médicos en el siglo XIX no fue tanto una
expresión de ignorancia como una respuesta a las realidades económicas: los límites de la demanda
efectiva.
Clase
Antes del advenimiento del siglo XX, el título de médico o el ejercicio de la medicina no conferían
una posición de clase clara e inequívoca en la sociedad estadounidense. Había enormes desigualdades
entre quienes practicaban la medicina, quizá tantas como las que había en las comunidades en que vivían.
En vez de situar a la medicina en un punto particular de la jerarquía de ocupaciones, sería más exacto
decir que las desigualdades entre los médicos corrían paralelas a la estructura de clase. A las familias
acomodas correspondía una élite de la profesión médica; a las pobres, los practicantes de posición social
más baja y menos capacitados. La posición social de la mayoría de los médicos no era baja, pese a su
carácter inseguro y ambiguo. La posición de un médico dependía tanto de sus antecedentes familiares
como de la posición de sus pacientes y también de la naturaleza de su ocupación.
La educación fue también elemento destacado, aunque probablemente secundario de la distinción
social (secundario porque la educación superior dependía de los antecedentes familiares). Los hombres
situados en la parte más alta de la profesión se habían graduado en escuetas médicas; los más
prestigiados habían ido a Europa como parte de su preparación, en tanto que los practicantes situados
en las filas más bajas no pasaban de ser autodidactos. A la mitad estaban los miembros ordinarios, la
gran mayoría de los médicos, que habían pasado temporadas como aprendices y que probablemente
habían tomado algún curso en forma de conferencias o que tenían un título médico basado en dos cursos,
pero que en términos generales tenían poca instrucción. La transformación que acabó sufriendo la
profesión consistió no tanto en elevar la posición de quienes ya estaban en la cima sino más bien en
elevar y eliminar a quienes estaban en la porción más baja. Lograr una cierta uniformidad en el seno de
la profesión ayudó a que la sola práctica de la medicina, independientemente de los orígenes familiares
o la clientela, fuera una condición más que suficiente para obtener una posición social elevada.
Desde el periodo jacksoniano y hasta el fin del siglo XIX la carrera médica no poseía el prestigio
ni la seguridad de que goza hoy día. En 1832, J. Marion Sims, que posteriormente llegaría a ser uno de
los cirujanos más famosos de Estados Unidos, regresó al hogar familiar en Carolina del Sur después de
graduarse en la universidad. Su madre, fallecida hacia poco había querido que fuera clérigo; su padre
abrigó la esperanza de que fuera ahogado. Sims no quería ser ni una ni otra cosa y consideró que, si
debía estudiar una profesión, la medicina sería la que menos exigiera de sus frágiles talentos. “De haber
sabido esto”, estalló su padre en un arranque que divertiría mucho a los padres de nuestros días,
“ciertamente no te habría mandado a la universidad... Es una profesión por la cual siento el desdén más
completo. En ella no hay ciencia. No se pueden alcanzar honores en su ejercicio ni tampoco hacerse de
fama.” Un relato similar nos lo ofrece S. Reír Mitchell, destacado neurólogo y novelista elegante, que
en su juventud pensó primeramente en dedicarse a la fabricación de productos químicos. Su padre,
médico, sugirió el comercio, y Mitchell el joven estaba destinado a trabajar en la empresa comercial de
un primo, mas éste murió en un naufragio. “Después de algún tiempo mi padre insistió en que yo eligiera,
y al final decidí ser médico, cosa que le causó gran disgusto”.
Quizá tanto Sims como Mitchell, saboreando la ironía, exageraron las reacciones de sus padres,
pero hay que admitir que los incidentes fueron muy posibles. Mucha era la gente que veía a la medicina
como profesión inferior, o cuando menos como una carrera con pocas perspectivas. En 1851 un comité
de la recientemente formada Asociación Médica Estadounidense (American Medical Association, AMA)
dio los resultados de un estudio que había hecho sobre las carreras seguidas por 12 400 hombres que se
habían graduado entre 1800 y 1850 en ocho universidades destacadas (Amherst, Brown, Dartmouth,
Hamilton, Harvard, Princeton, Union y Yale). Veintiséis por ciento se ordenaron de clérigos y al parecer
una proporción similar estudió derecho, pero solamente 8% eligió la medicina. Más todavía, la
proporción de los que estudiaron medicina fue menor entre los estudiantes que se graduaron con honores
que entre los estudiantes en general. Para el comité, estas cifras indicaban una repulsa general hacia la
medicina entre la “gente de talento de la nación”. Todavía en 1870 un periódico médico observaba que
cuando un joven de mérito y habilidad escogía la carrera de medicina “la sensación entre la mayoría de
sus amigos era que estaba desperdiciando su talento”.
Tal vez esto resulte exagerado, pues era común que los médicos tuvieran influencia en sus
comunidades. La élite de la profesión médica tal vez haya tenido más importancia cívica en los primeros
periodos de la historia del país que la que tiene hoy día. De entre los primeros 100 miembros de la
Sociedad Médica de Nueva Jersey, que se organizó en 1766, 17 llegaron a ser miembros del Congreso
Federal o de su legislatura estatal. Cuatro practicantes de la medicina —Benjamín Rush, Josiah Bartlett,
Lyman Hall y Mathew Thornton— firmaron la Declaración de Independencia; otros 26 médicos
pertenecieron al Congreso Continental. Históricamente, el número de congresistas médicos fue en
realidad el más alto durante los primeros años de la República. Entre 1800 y la Guerra Civil, cuando
menos siete y por lo general entre 12 y 18 médicos pertenecieron al Congreso. En los primeros decenios,
su número fluctuó entre seis y diez. En decenios recientes ha habido a lo más cuatro o cinco, a pesar del
elevado ingreso y de la posición relativa singularmente destacada de la profesión médica en nuestros
días.
La explicación de ese descenso parece relativamente clara. En los primeros años, las funciones
profesionales estaban mucho menos especializadas, y la capacitación profesional no era ni tan
larga ni tan ardua como lo es hoy día. Era común entre los profesionistas, fueran en derecho, en
medicina o en religión, adoptar varias funciones. Había pocos hombres instruidos y los médicos
constituían una proporción relativamente elevada de ellos. Como la medicina era mucho menos
remunerativa, la política ofrecía mayores incentivos. Actualmente las exigencias de las carreras
profesionales ya no permiten el intercambio fácil de papeles que caracterizó a una sociedad menos
industrializada y menos diferenciada. Se ha elevado la posición de los médicos, pero ha disminuido
su prominencia. En nuestros días, figuran menos en la política y en puestos públicos, los cuales no
les ofrecen los mismos rendimientos económicos y la seguridad que les brinda la práctica médica.
Sea como fuere, las fortunas sociales y políticas de la élite profesional no deben confundirse con
la situación del cuerpo principal de practicantes de la medicina. La prominencia de unos cuantos notables
dice tan poco sobre la profesión como la riqueza y el prestigio de un puñado de pintores y músicos sobre
la condición general de los artistas en una sociedad. Sin embargo, la distancia entre la parte media y la
altura máxima de una profesión no deja de tener interés; y entre los médicos del siglo XIX esa distancia
fue tan grande que no es posible afirmar que los médicos hayan pertenecido a una sola clase social.
Vemos, pues, que la medicina rara vez ofreció un camino a la riqueza. Los médicos que fueron
ricos habían heredado fortuna o se habían enriquecido en empresas comerciales. Inclusive al final de
una carrera venturosa, observó un escritor en 1831, los honorarios profesionales “difícilmente se
comparan con las utilidades que deja un viaje afortunado o con la operación atinada de un solo día en la
bolsa de valores”. El propio J. Marion Sims, después de varios años de ejercer como médico, estaba
dispuesto a abandonar el campo de no presentársele una buena oportunidad “porque sabía que jamás
haría fortuna practicando la medicina”. Datos de Rochester, Nueva York, indican que la posición
financiera de los médicos en esa comunidad iba en descenso a mediados del siglo XIX. En 1836, dos
tercios de los practicantes de Rochester tenían propiedades y sus fincas valían un promedio de 2 400
dólares, en tanto que el valor medio de toda la propiedad por votante era de 1 420 dólares. Pero en 1860
la proporción de médicos que tenían propiedades cayó a un tercio y el valor de sus propiedades
promediaba 1 500 dólares, igual que los demás votantes. Entre 455 habitantes de Rochester que
declararon ingresos mayores de mil dólares en 1865, sólo había 11 médicos y, entre ellos, sólo cuatro
practicantes regulares.
Los cálculos de ingresos de los médicos, aunque dispersos y fragmentarios, presentan una imagen
consistente. Los pocos médicos que contaban sus ingresos en millares fueron excepcionales. En 1850,
en un informe sobre salud pública, Lemuel Shattuk escribió que el practicante medio de Massachussetts
tenía un estatus de 800 dólares e ingresos de alrededor de 600. A modo de comparación, una familia
obrera de cinco miembros, expresó en 1851 el New York Daily Tribune, tenía gastos anuales de 538.44
dólares. No obstante, quizá este nivel de gastos estaba al alcance únicamente de los obreros
especializados. Los ingresos anuales medios de los empleados no agrícolas en 1860 eran de 363 dólares.
Un economista sugiere que alrededor de 1860 los ingresos anuales de la clase obrera fluctuaban entre
200 y 800 dólares, los de la clase media entre 800 y 5000 y los de los ricos entre 5000 y 10000. Esto
pondría a la mayoría de los médicos en el extremo inferior de la clase media. En 1861, los médicos
residentes en Chicago, que por entonces tenía 134000 habitantes, recibían un salario anual de 600
dólares. En 1871 un periódico de Detroit estimó que el médico promedio ganaba 1000 dólares al año.
En 1888 un médico observó con amargura: “Aun gozando de salud y fortaleza ininterrumpidas, en este
país los médicos jamás lograrán mediante su trabajo los ingresos fácilmente obtenidos en otras ocupa-
ciones que hoy se reconocen como profesiones.”
En 1901 un manual financiero para médicos situó los ingresos de un médico urbano promedio en
730 dólares y los de un médico rural en 1200 dólares. Otra guía, en sus ediciones de 1890 a 1905, calculó
el ingreso promedio de los médicos entre 1000 y 1500 dólares y observó que cualquier médico era
imposible se haga rico practicando la medicina, excepto ejerciéndola en una especialidad que dejara
dinero. En 1904 el Journal of the American Medical Association observó que el ingreso promedio de
los médicos era de unos 750 dólares, aun cuando esta cifra bien pudo haber sido ideada para beneficiar
a la profesión. Ese mismo año, los ingresos promedios de todas las ocupaciones, excluyendo los trabajos
agrícolas, fueron de 540 dólares; los empleados federales apenas promediaron más de 1000 y los
ministros religiosos, 759. El artículo de una revista de 1903 comentó que era frecuente que los médicos
ganaran menos que un “mecánico ordinario”. Esto, sin duda, subestimaba su ingreso promedio, pero
reflejaba el criterio general de que los médicos no estaban nada bien económicamente.
Posición social
Independientemente de lo que ganaran los médicos, aun en el siglo XIX seguían siendo
profesionistas, lo cual les daba una posición relativa superior a la de los trabajadores manuales. Es
preciso separar dos dimensiones de la clasificación social: diferencias en riqueza y en ingresos (acceso
objetivo a recursos escasos) y diferencias en honores, deferencias y prestigio (evaluaciones sociales
favorables o adversas). Las primeras corresponden más o menos al concepto de clase; las segundas al
de posición. No por fuerza la propiedad y el ingreso deben considerarse indicadores fieles de honor y
de prestigio. El status de la profesión médica, aunque inseguro, fue probablemente más elevado de lo
que sugiere su situación económica objetiva. Esta incongruencia creó una tensión distintiva. Por una
parte, los médicos sentían la necesidad de conservar la imagen de una profesión docta, respetable y
cultivada; por otra, la realidad era que muy pocos médicos tenían preparación y, con frecuencia, al
iniciarse en la práctica, apenas se podían sostener. Obligados por presiones financieras, los médicos
estadounidenses se vieron orillados a aceptar diversos trabajos como la farmacia y la obstetricia, que
muchos de sus colegas europeos habrían considerado situados por debajo de su dignidad. Los médicos
de las poblaciones pequeñas debían ocuparse de atender el ganado de su finca y de ver por su familia.
Sacaban muelas, velaban pacientes y embalsamaban a los muertos, funciones que posteriormente
recayeron en dentistas, enfermeras y enterradores.
Como ocurre con mucha gente cuya posición en la sociedad es precaria, a los médicos les
importaba muchísimo mantener una apariencia de propiedad y de respetabilidad. Lo anterior es un
testimonio bien claro de las ansiedades de posición social de los médicos de fines del siglo XIX,
inquietudes aparecen en el manual popular de práctica médica de D. W. Cathell, The Physician Himself,
que a partir de 1881 tuvo muchas ediciones. Cathell se ocupa detalladamente de establecer una distancia
apropiada entre médicos y sus clientes. Los médicos no podían permitir que la gente tuviera mucha
confianza con ellos. La jovialidad, advirtió, “tiene un efecto nivelador, y aleja a los médicos del prestigio
que les corresponde”. Aparecer en público en mangas de camisa, sin bañarse y no atildados, era poco
recomendable porque “muestra debilidad, reduce el prestigio, atenta contra la dignidad y mengua la
estima del público, obligando a todo el mundo concluir que, después de todo, el médico es una persona
ordinaria”.
Los manuales de consejos personales suelen ser de dos clases: vagos, optimistas, moralizantes,
llenos de una tediosa devoción; o guías insensatas y amorales para desenvolverse en el mundo. El
manual de Cathell cayó la segunda categoría pues constaba principalmente de reglas sobre lo que Erving
Goffman ha llamado “"administración de la impresión”. Buscando presentar una imagen idealizada del
médico, atribuyó importancia amplísima a los modales y la apariencia personal. “Si uno es
particularmente, pulido en sus maneras y moderadamente versado en medicina”, escribió Cathell, “su
educación y su urbanidad le serán de mayor utilidad ante la gente que su peculiar dominio de la
histología, la embriología y otros dominios ultra científicos”.
Y aquí, como en cualquier otra parte, el escantillón de Cathell para juzgar el valor de cualquier
aspecto de la conducta o personalidad de un médico fue el efecto que tendría sobre la opinión pública.
Este interés reflejó la situación de los médicos promedio, que dependían para vivir, de la preferencia del
público, más que de la opinión de sus hermanos de profesión o de sus superiores burocráticos. Como la
mayoría de los médicos eran practicantes generales independientes, que básicamente hacían trabajos
similares, se hacían de clientes merced a una red de referencias de sus propios clientes, no de sus colegas,
como hacen los especialistas, o por el hecho de pertenecer a organizaciones especializadas, como hacen
los médicos empleados por instituciones. Básicamente, el médico de Cathell sólo contaba consigo
mismo, dependía del buen juicio de los legos y ansiaba conseguir su buena voluntad.
El resultado fue que les preocupó más la opinión que de ellos tenían sus clientes que la de sus
colegas. Este marco de referencia afectó la psicología del trabajo médico. Toda la gente, como afirma
Goffman, está obligada no sólo a cumplir con sus tareas y sus obligaciones diarias, sino también a
expresar, a manifestar su competencia al hacerlo. Solamente en algunos casos, la expresión se vuelve
más importante que la actividad en sí. Algunos estudiantes se concentran tanto en parecer atentos, con
los ojos bien abiertos y las plumas dispuestas, que pierden todo lo que se dice. Ésta es una de las
patologías más familiares de la vida diaria y aparece muchísimo en el manual de Cathell. Él aconseja al
médico que se ocupe de sí mismo primeramente expresando su competencia y sólo secundariamente
siendo en realidad competente. En un pasaje por demás característico de su manual, escribe Cathell:
Errores en el diagnóstico y en la prognosis son ordinariamente más dañosos para el médico que
sus errores de tratamiento. Muy poca gente podrá descubrir si su diagnóstico y su tratamiento son
correctos... Pero si usted dice que un paciente se aliviará y muere, o que va a morir y se alivia...
entonces todo el mundo verá que se equivocó usted... y lógicamente buscarán alguien con más
experiencia o con saber más profundo.
Por la misma razón el médico debe ser atrevido y rápido. La espontaneidad simulada ayuda a
dramatizar el desempeño social. “La gente”, escribió Cathell, “adora ver que un médico entiende
plenamente su ocupación y que intuitivamente se entera de cosas; por eso usted debe estudiar y practicar,
ser rápido en su diagnóstico y tener listo el tratamiento de enfermedades ordinarias y de situaciones de
emergencia que constituirán el 90% de su práctica.” Este premio a la respuesta rápida y atrevida explica
por qué razón los médicos debían intervenir de un modo activo y “heroico”, especialmente cuando el
conocimiento médico era incierto.
La guía de Cathell pinta a los médicos enfrentando un mundo hostil, escéptico y traidor. Deben
tomar precauciones contra colegas que tal vez quieran robarles sus pacientes, y estar en guardia contra
“comadronas celosas, ignorantes mujeres médicas y vecinos oficiosos”, que propagan rumores
maliciosos sobre los médicos. Inclusive los propios pacientes amenazaban ser competidores en potencia.
En cierto pasaje, Cathell sugiere diversos medios para que los médicos oculten el contenido de sus
recetas. “Empleando términos tales como ac. phenicum para designar al ácido carbólico, secale
cornutum para la ergotamina, kalium para el potasio, natrum para el sodio, chinin para quinina, etc., se
despistará al paciente promedio y se evitará que entienda nuestras prescripciones... También es posible
burlar su sapiencia trasponiendo los términos...” Hay una advertencia reveladora sobre lo que debe
hacerse con gente que piense que puede tratarse ella misma:
Especialmente evite dar a la gente autosuficiente secretos terapéuticos a los cuales pueda recurrir
en lo sucesivo... No tiene usted ninguna obligación de boicotearse usted misino ni de boicotear a
otros practicantes, proporcionando verbalmente a esta o aquella persona una farmacopea de uso
general. Si se ve usted obligado a dar a una persona remedios en forma simple, esfuércese por no
aumentar la autosuficiencia de esa persona y hacerle sentir que conoce lo bastante para practicar
la automedicación y prescindir de los servicios de usted; válgase de cualquier estrategia para
evitar que estas personas se aprovechen injustamente de las recetas de usted.
El médico debe hacer pruebas en su consultorio, no en las casas de los pacientes, ya que éstos
“empezarán a hacer pruebas por sí mismos, pensarán que saben más de lo que en realidad saben y podrán
causarle problemas”.
El engaño deliberado es el arma no de una profesión poderosa sino de una profesión débil, sin
confianza en su autoridad. La guía de Cathell refleja la inseguridad excepcional de los médicos del siglo
XIX, su completa dependencia en relación con sus clientes y su vulnerabilidad ante la competencia no
nada más de los legos sino de los colegas. Inseguros de su propia autoridad, los médicos tendían a
engatusar y a fingir. “El médico norteamericano de aquellos días”, recordaba Gerster alrededor de 1870,
“disponía de menos autoridad sobre sus pacientes que sus colegas europeos; debía soportar muchísimas
preguntas y dedicar tiempo a hacer que sus pacientes aceptaran el tratamiento.” En 1888, un médico al
abordar en un periódico especializado el lamentable estado de la profesión, recordó el esfuerzo inútil
que dedicó a explicar la importancia de la ceguera al color al comité directivo de un ferrocarril:
Una de dos: o no querían entenderlo o no querían admitirlo. Un caballero de edad, por lo demás
muy agradable, hundido en su silla de brazos y con un dejo de sarcasmo, exclamó: "Pero, doctor
Jeffries, debo decirle que he trabajado en los ferrocarriles durante más de 40 años; ahora bien, si
existiera eso que usted llama ceguera al color, obviamente debía haber oído de ella.
Esta incapacidad de lograr deferencia fue la raíz de los problemas de la profesión. Cathell observó
que con toda probabilidad los médicos se toparían con “muchos pacientes presuntuosos o con amigos
íntimos” que pondrían en tela de juicio sus recetas y que discutirían sobre el tratamiento.
Con mucha frecuencia será usted atosigado y cuestionado por estos autonombrados Salomones, y
se verá obligado a recurrir a diversas soluciones para dejarlos contentos o contrarrestarlos, pero
evitando choques con sus caprichos, sus insinuaciones y sus prejuicios. De hecho, por esta causa
los buenos y favorables efectos del misterio, la esperanza, la expectativa y la buena voluntad se
pierden casi por completo entre los médicos regulares; se mina la confianza especial...
Y aquí Cathell captó un punto importante. Una autoridad menguada puede haber costado a
muchos médicos efectividad terapéutica y también posición social relativa.
Ineficacia
Estas tensiones e inseguridades de la medicina del siglo XIX fueron particularmente agudas entre
los médicos jóvenes. Consideremos el contraste entre una carrera profesional en medicina hoy día y a
principios del siglo pasado. Hoy día las carreras médicas siguen un curso punto menos que fijo. En
Estados Unidos tener el título de médico significa cuatro años de instrucción en artes liberales, seguidos
de cuatro años de escuela de medicina y por un promedio de cuatro años de capacitación hospitalaria
supervisada. Es preciso someterse a exámenes estandarizados para toda la nación, primeramente, para
entrar a la escuela de medicina, luego para salir airoso de ella, y finamente para calificar como
especialista certificado. Todo este proceso, llamado con toda razón “batalla de movilidad”, alienta la
competencia académica y los logros meritocráticos. Tiene una fuerte apariencia de legitimidad. Los
estudiantes que fracasan casi siempre admiten que es por su culpa. La prolongada capacitación
comunica, un vigoroso sentido de identidad común, así como de aptitudes técnicas. La capacitación es
difícil, pero son innegables las recompensas sociales y económicas.
El siglo XIX difícilmente pudo ofrecer un contraste más vivido. Una carrera profesional no tenía
una pauta fija. Todo podía variar: si un médico estudiaba formalmente o no la medicina, durante cuánto
tiempo y con qué antecedentes educativos.
Los periodos de aprendizaje del oficio no tenían contenido uniforme. La educación médica no
estaba orientada hacia los colegas ni tenía la misma duración; casi no existía la socialización profesional
organizada. En los hospitales había pocos puestos para recibir entrenamiento y los que había no se
otorgaban competitivamente; las conexiones sociales pesaban muchísimo en la selección de candidatos.
La mayoría de los médicos jóvenes tenían que abrirse paso por sí mismos y construir gradualmente su
experiencia. En ese punto inicial de una carrera profesional, cuando hoy día los médicos se pasan las
noches en blanco como internos y residentes agobiados de trabajo, sus contrapartes del siglo XIX
esperaban que asomaran sus primeros pacientes. Con frecuencia un lugar elegido primeramente podía
no funcionar debido a alguna recepción desfavorable o a un exceso de practicantes locales. Todo
dependía de hacer venturosamente la corte a los pacientes. El proceso era difícil, e inciertas las
recompensas sociales y económicas.
Para los ambiciosos, la competencia por la posición en la medicina giró en torno a dos ejes
principales: adquirir pacientes socialmente prominentes y contar con asistencias a escuelas de
medicina, hospitales y dispensarios. Con frecuencia estos dos elementos se relacionaban, como
cuando ciertos pacientes prestigiados desempeñaban cargos de fideicomisarios de instituciones
médicas y por esa razón podían abrir los canales necesarios de influencia.
La élite de la profesión, incluso en las ciudades de buen tamaño, era casi siempre lo bastante
reducida como para que sus miembros se conocieran unos a otros. La admisión al grupo no era
fácil; el no contar con antecedentes étnicos apropiados significaba casi siempre una
descalificación categórica. Podían ser vitales los vínculos familiares. Quizá por ello los mismos
apellidos tienden a aparecer en generaciones sucesivas como los médicos más destacados de una
ciudad: en Boston, Bigelow, Warren, Minot y Jackson; en Filadelfia, Pepper, Cliapman y
McClellan.
No por fuerza la élite profesional identificó sus intereses con los de los practicantes ordinarios.
Por el contrario, con frecuencia se burlaban de las aptitudes y carácter de éstos, y se esmeraban en
alejarse de sus colegas menos favorecidos. En la ciudad de Nueva York, durante los días que siguieron
a la Guerra Civil, la profesión se organizó en una serie de círculos concéntricos. En el núcleo se
encontraba la pequeña Sociedad Médica y Quirúrgica, cuyos 34 miembros detentaban más o menos la
mitad de los puestos de consulta y atención de los hospitales y dispensarios de la ciudad. Con toda razón
se les llamaba los “hombres de hospitales”. Enseguida, en cuanto a exclusividad, estaba la Academia de
Medicina de Nueva York, con 273 miembros; y al final la sociedad médica del condado, abierta a todos
los practicantes regulares cuyo número ascendía a unos 800 miembros. La élite desempeñó un papel
más o menos importante en la academia, pero nada tuvo que ver con la sociedad del condado.
No obstante, ni los estratos superiores ni los inferiores tuvieron interés marcado en el
otorgamiento de licencias médicas efectivas. Los practicantes menos instruidos, que nunca habían
pisado una escuela de medicina, no se habían recibido o tenían títulos de dudosa calidad, temían que las
leyes se usaran para excluirlos. Por otra parte, la élite ganaría muy poco con la promulgación de esas
leyes. John Shaw Billings escribió:
Aquellos médicos cuyas posiciones están seguras, y quienes, por regla general, tienen toda la
clientela que quieren, no suelen ser líderes activos de movimientos que busquen la expedición de
leyes sobre medicina, aun cuando pasivamente accedan a tales esfuerzos o al menos no se opongan
a ellos; con frecuencia se encontrarán sus nombres avalando escritos en los que se insta a la
expedición de esas leyes. Son hombres prácticos, astutos, de mente despejada que saben que sus
intereses comerciales no resultan afectados por los charlatanes.
En Inglaterra, según W. J. Reader, el movimiento para proteger la profesión no provino de las
capas más elevadas, sino más bien de los practicantes que estaban justo abajo de ellos. La élite se hallaba
muy contenta con su posición, la cual le permitía ingresar a los colegios reales. Fueron más bien los
médicos situados en las fronteras de la élite quienes más lucharon por exámenes formales y normas fijas.
Éste pudo haber sido también el caso en Estados Unidos. Billings sugirió que la competencia de
practicantes irregulares o no capacitados se dejaba sentir con más fuerza entre “aquellos jóvenes que no
han adquirido todavía prestigio local”, los cuales, obviamente “tenían las opiniones más elevadas sobre
la importancia de los diplomas”. Cuando, en 1846, después de varios inicios en falso, se reunió en Nueva
York una convención para planear la creación de una asociación médica nacional en Estados Unidos, la
convención se compuso, como dijo su principal organizador - por esos días de sólo 29 años - “de los
miembros de la profesión más jóvenes, más activos, y probablemente más ambiciosos”. Estas sesiones
iniciales de lo que llegaría a ser la organización directriz de la profesión - la American Medical
Association (AMA) - no atrajeron a muchos de los médicos que usualmente desempeñaban papeles
directivos en las cuestiones de la profesión.
Si la AMA debió su ímpetu al descontento de los médicos más jóvenes y menos establecidos, no
por ello careció de un programa muy tradicional. Primeramente, buscó elevar y uniformar los requisitos
para obtener títulos médicos. También puso en vigor un código de ética que negaba la cortesía fraternal
a los practicantes “irregulares”. Consideraciones inmediatas habían llevado a la fundación de la
asociación. La convocatoria para la convención surgió de estudios y análisis de reforma educativa
hechos en el seno de la Sociedad Médica del Estado de Nueva York, la cual llegó a la conclusión de que
los esfuerzos locales se verían frustrados inevitablemente. Si las escuelas de Nueva York elevaban sus
requisitos, los estudiantes sencillamente se irían a otra parte, por lo cual saldrían perjudicadas las
escuelas y sus profesores. La consecuencia lógica fue que se necesitaba un enfoque nacional. En segundo
lugar, debido a la revocación de las disposiciones sobre licencias, que había entrado en vigor en Nueva
York en 1844, apenas dos años antes, la profesión ortodoxa ya no podía buscar protección en el Estado
contra lo que consideraba la degradación de sus normas. Más bien, los médicos regulares debían
volverse a sí mismos y confiar en su propio sistema de regulación. Tal fue el motivo que llevó a la
adopción por la AMA de un código de ética profesional que buscaba excluirla los practicantes sectarios
y no capacitados. Por habérseles negado la autoridad del Estado, los médicos ortodoxos se vieron
obligados a atenerse a la suya propia.
Independientemente de cuáles hayan sido los objetivos de la AMA, resultó que tuvieron poco
influjo durante su primer medio siglo. Los médicos “irregulares” la acusaron de tratar de monopolizar
la práctica médica y de querer expulsarlos del campo; por otra parte, la AMA tuvo cierto éxito en
impedirles el acceso a los escasos puestos médicos que ofrecía el gobierno federal. Pero, aunque el
monopolio era sin duda la intención del programa de la AMA, no fue su consecuencia. Los “irregulares”
medraron. Los esfuerzos de la AMA por lograr una reforma voluntaria de la educación médica fracasaron
rotundamente al negarse a colaborar las escuelas. La AMA disponía de escasos recursos, tenía pocos
miembros, carecía de organización permanente y su tesorería estaba sin fondos. Su autoridad era puesta
en duda inclusive dentro de la profesión. La asociación se reunía una vez al año, y enseguida, para
efectos prácticos, desaparecía. Tenía un sistema amorfo de representación; al principio reclutaba
delegados en hospitales y escuelas de medicina, así como en sociedades médicas. Los miembros, una
vez elegidos, tenían carácter permanente siempre y cuando pagaran sus cuotas. Un notable médico la
llamó “organización puramente voluntaria sin privilegios otorgados por el gobierno y sin autoridad para
hacer cumplir sus propios edictos”.
La asociación se embrolló a tal grado en cuestiones políticas, que los miembros de temple más
científico la abandonaron y formaron una docta sociedad aparte. En su primera reunión, celebrada en
1886, Francis Delafield, primer presidente de la Asociación de Médicos Estadounidenses, declaró:
Queremos una asociación en la que no haya política médica ni ética médica; una asociación en la
que a nadie le importe quiénes son funcionarios y quiénes no lo son... Queremos una asociación
compuesta por miembros, en la que cada uno de ellos pueda aportar algo real al acervo común de
conocimientos y el encargado de leer esa contribución se sienta seguro de hablar ante una
audiencia exigente.
Consolidando el sistema
En 1900 caracterizaron a la medicina contrastes muy marcados. Los cambios en Harvard, Johns
Hopkins y otras universidades se contraponían con el crecimiento sostenido de las escuelas médicas
comerciales. En 1850 no hubo ningún ejemplo de educación médica alterna. Medio siglo después, lo
alterno había empezado a cobrar forma, pero aún no predominaba. A pesar de las primeras leyes sobre
otorgamiento de licencias, las puertas de entrada a la medicina seguían abiertas de par en par, y los poco
gratos seguían cruzándolas en grandes números. En escuelas concesionadas y en los departamentos
médicos de algunas universidades, las filas de la profesión se llenaban con trabajadores y con miembros
de la clase media baja, para mayor tristeza de los líderes profesionales, que consideraban que estos
descuidos ponían en peligro los esfuerzos para elevar la posición de los médicos en la sociedad. Desde
el punto de vista de los médicos establecidos, las escuelas comerciales eran indeseables cuando menos
por dos razones: la competencia cada vez mayor que creaban y la pobre imagen que de los médicos
daban los graduados de esas escuelas. La medicina nunca llegaría a ser una profesión respetable, según
declararon sus voceros, mientras no se deshiciera de esos elementos vulgares y corrientes.
Las mujeres eran quienes entraban en números cada vez mayores en la medicina. En la segunda
mitad del siglo XIX se fundaron en el país 17 escuelas de medicina para mujeres. En 1890 se logró una
victoria final en la larga lucha por lograr su admisión en las escuelas médicas de élite. Como estaba
limitada en cuanto a fondos, la Universidad Johns Hopkins convino en aceptar mujeres en su escuela de
medicina a cambio de medio millón de dólares que como dotación aportaron mujeres ricas. Ciertamente,
las estadounidenses se vieron obligadas a comprar su entrada en la educación médica elitista. Muchas
de ellas, que habían batallado por establecer escuelas médicas superiores para mujeres, comprendieron
que ahora su función era innecesaria. Las escuelas para mujeres empezaron a cerrar o a fusionarse, a
medida que ellas lograban ingresar en escuelas que capacitaban a hombres. Hacia 1893-1894, las
mujeres representaron el 10% o más de los estudiantes de 19 escuelas médicas coeducacionales. Entre
1880 y 1900, el porcentaje de médicas aumentó en toda la nación de 2.8 a 5.6%. En algunas ciudades la
proporción de las mujeres fue considerablemente más elevada: 18.2% de los médicos en Boston, 19.3%
en Miniápolis. 13.8% en San Francisco. Con sus más de 7 000 médicas en los albores del siglo, Estados
Unidos estaba mucho más adelante de Inglaterra, que tenía 258, y de Francia con sólo 95. Sin embargo,
los números cada vez mayores de mujeres en la medicina produjeron una reacción cada vez más vigorosa
de los hombres situados en este terreno.
Después de su propia reorganización, la Asociación Médica Estadounidense adoptó como
prioridad principalísima la reforma de las escuelas de medicina. Como no había la menor probabilidad
de que interviniera el gobierno federal, cualquier acción de carácter nacional debía correr a cargo de la
asociación propiamente dicha, pero valiéndose de los comités estatales de expedición de licencias,
controlados por sus miembros. En 1904 la AMA estableció un Consejo de Educación Médica, compuesto
de cinco profesores de medicina de las principales universidades, que tendría un secretario permanente,
un presupuesto regular y un mandato para elevar y uniformar los requisitos de la educación médica. Una
de sus primeras medidas consistió en formular un nivel mínimo para los médicos, que exigía cuatro años
de preparatoria, otros cuatro de enseñanza profesional y aprobar un examen de licencia; su norma “ideal”
pedía cinco años de escuela de medicina (inclusive un año de ciencias básicas, que posteriormente fue
integrado en el plan de estudios “premédico” en la universidad) y un sexto de internado en hospital. En
su empeño por identificar y presionar a las instituciones más débiles, la AMA empezó a clasificar las
escuelas de medicina conforme a la actuación de sus graduados en exámenes para conseguir licencias
estatales; luego extendió la evaluación para incluir en ella el plan de estudios, instalaciones, profesorado
y requisitos de admisión. En 1906 inspeccionó las 160 escuelas que había, de las cuales aprobó
plenamente a 82, a las que calificó de clase A. La clase B se compuso de 46 instituciones imperfectas,
pero redimibles, en tanto que las 32 que cayeron en la clase C no eran rescatables.
Los resultados de la indagación se dieron a conocer en una reunión de la AMA, pero nunca fueron
publicados por temor a la mala voluntad que podrían crear. La ética profesional prohibía a los médicos
tomar partido unos contra otros en público; habría sido del todo impropio que la AMA violara su propio
código. En vez de eso, el consejo de la AMA invitó a un grupo externo, la Fundación Carnegie para el
Avance de la Enseñanza, a que llevara a cabo una investigación similar. La fundación aceptó, y escogió
para la tarea a un educador joven, Abraham Flexner, que en Johns Hopkins había obtenido su grado de
bachiller, y cuyo hermano Simón era protegido de William Welch y presidente del Instituto Rockefeller
de Investigación Médica.
Mucho antes de publicarse el informe de Flexner en 1910 había empezado a bajar el número de
escuelas de medicina: cayó de un máximo de 162 en 1906 a 131 cuatro años después, una pérdida de
casi el 20%. El desplome ocurrió cuando los requisitos cada vez más estrictos establecidos por los
comités estatales de otorgamiento de títulos y otras autoridades alteraron la posición económica de
estudiantes y escuelas por igual. Las nuevas exigencias que ampliaban la duración de la capacitación
médica impusieron costos de oportunidad cada vez mayores sobre los médicos en cierne. El ciclo
académico, tiempo totalmente perdido para ganar dinero, pasó de cuatro a ocho o nueve meses, y el
periodo total de capacitación de dos años, probablemente sin preparatoria, a cuatro, luego a cinco y
finalmente, a más de ocho años después de la preparatoria. Conforme al nuevo sistema, los médicos
jóvenes difícilmente podían esperar ganarse la vida en su profesión antes de los treinta años.
Las elevadas colegiaturas influyeron todavía más en el cambio. El alza combinada en costos
directos e indirectos trajo consigo un descenso a largo plazo en el número de estudiantes de medicina.
Esto se evidenció con más claridad entre muchas escuelas de segunda y tercera categorías, que tiempo
después cerraron. No estaban preparadas para soportar bajas en su matrícula. Por esos días las escuelas
de medicina enfrentaban gastos muchos mayores pues se les pedían laboratorios modernos, bibliotecas
e instalaciones clínicas. Ninguna institución podía sufragar todos estos costos con sus colegiaturas, y
como las escuelas comerciales no tenían otra fuente de ingresos, tuvieron que cerrar. Fueron estas nuevas
realidades económicas, más que el informe Flexner, lo que destruyó a tantas escuelas de medicina
después de 1906.
Las escuelas médicas concesionadas enfrentaron una elección forzosa. Si no hacían caso de las
nuevas normas de educación médica, sus diplomas ya no serían reconocidos por los comités estatales
de autorización y los estudiantes perderían todo incentivo para matricularse. Y si, por otra parte, trataban
de cumplir con las normas, recibirían menos estudiantes y tendrían costos más elevados debido a
requisitos preliminares más estrictos, periodos de capacitación más largos e instalaciones y equipo más
caros. Tenían ante sí muy pocas opciones. Una era fusionarse con la escuela de medicina de una
universidad privada o estatal que pudiera contar con ingresos provenientes de dotaciones o de ayuda del
Estado. Fueron muchas escuelas de segunda clase las que hicieron precisamente esto. Otra opción fue
simplemente el fraude: fingir que se cumplía con las nuevas normas y contabilizar los gastos como si se
hubieran hecho. Las escuelas comerciales que no se fusionaron ni quebraron cayeron inevitablemente
en este engaño.
Tal fue el contexto en que se elaboró el informe Flexner. Su autor, acompañado por el secretario
del Consejo de Educación Médica de la AMA, visitó cada una de las escuelas de medicina del país. Como
representante de la Fundación Carnegie, se pensó que iba en una misión exploradora de filantropía y se
le abrieron todas las puertas. Para muchos directores y profesores al borde de la desesperación, el nombre
Carnegie debió haber evocado visiones de cuantiosas dotaciones. Sus sueños se desvanecieron rápi-
damente tras la publicación del famoso Boletín Número Cuatro de Flexner. A pesar de ser un lego, fue
más severo en sus juicios de instituciones particulares de lo que había sido la AMA en cualquiera de sus
guías anuales de escuelas médicas del país. La asociación se frenó, pues temió que se sospechara de sus
motivos; en cambio Flexner no sintió tales limitaciones. Una y otra vez, valiéndose diestramente de
detalles y de humor mordaz, mostró que las afirmaciones que las escuelas más débiles, casi todas ellas
concesionadas, hacían en sus catálogos eran patentemente falsas. Los laboratorios de que hacían gala no
existían o se reducían a unos cuantos tubos de ensayo apiñados en una caja de puros.
Los cadáveres apestaban porque no se usaban desinfectantes en la sala de disección. No había
libros en las bibliotecas; los miembros del profesorado estaban ocupadísimos en su práctica privada; los
supuestos requisitos de admisión se hacían a un lado para admitir a todo aquel que pagara la matrícula.
Nada de esto era en verdad nuevo, pero ahora los problemas tenían un significado diferente. En el siglo
XIX las escuelas de medicina no necesitaban fingir tener todas las instalaciones que debían tener en
1910. (Después de todo, ni siquiera Harvard tuvo laboratorio de fisiología antes de 1870.) Y ahora
muchas escuelas afirmaban ser lo que claramente no eran; al hacer esto implícitamente aceptaban la
legitimidad de las normas que Flexner les exigía, y se hacían más vulnerables al descrédito y la
mortificación.
Según Flexner vio las cosas, se había abierto una gran discrepancia entre la ciencia médica y la
educación médica. Mientras la ciencia había progresado, la educación se había rezagado. “La sociedad
cosecha en este momento sólo una parte pequeñísima de las ventajas que el saber actual le puede
conferir.” Estados Unidos tenía algunas de las mejores escuelas del mundo, pero también muchas de las
peores. Las recomendaciones de Flexner fueron clarísimas. Las escuelas de primera clase debían ser
reforzadas conforme al modelo de Johns Hopkins, y unas cuantas situadas a la mitad debían elevarse a
la altura de ese nivel; las restantes, la gran mayoría de las escuelas, debían cerrarse. El país tenía un
número muy grande de practicantes mal capacitados; le convendría más tener menos, pero mejores
médicos. Éste fue también el punto de vista de los dirigentes de la profesión; sea como fuere, sería un
error descalificar a Flexner y decir que fue agente de la AMA. Fue hombre de fuertes convicciones
intelectuales, que lo guiaron en su larga carrera en favor de la reforma educativa. El cierre de escuelas
de medicina aumentó considerablemente la posición en el mercado de los médicos particulares; el propio
Flexner tuvo un desdén aristocrático hacia lo comercial. Precisamente debido a este espíritu elevado y
no mercenario, su informe legitimó los intereses de la profesión en limitar el número de escuelas médicas
y el de médicos, más que cualquier otro argumento que la AMA hubiera podido esgrimir.
Tanto crédito —y tanta culpa— se ha atribuido a Flexner por la desaparición de pequeñas escuelas
de medicina en los primeros decenios de este siglo que es difícil situar su informe en una perspectiva
correcta. Las escuelas se condenaron principalmente por los cambios en los requisitos que debían
cumplir, no por el contenido del Boletín Número Cuatro. A lo sumo, Flexner precipitó la marcha de las
escuelas hacia sus tumbas y les quitó dolientes. Él mismo reconoció la primacía de las consideraciones
económicas. Dio a conocer que casi la mitad de las escuelas de medicina tenían un ingreso anual de
menos de 10 000 dólares; su existencia era precaria. No podían cumplir, según escribió, “ni siquiera
superficialmente con los requisitos estatutarios, ya no digamos científicos, y además tener utilidades”.
Las escuelas estaban en las últimas; en este punto resultaba relativamente fácil darles la puntilla.
El proceso de consolidación de la educación médica avanzó aceleradamente entre 1910 y 1920.
Para 1915 el número de escuelas había caído de 131 a 95, y el número de graduados, de 5 440 a 3 536.
Entre las escuelas de las clases A y B abundaron las fusiones. Las de clase C se disolvieron por falta de
estudiantes. En cinco años, el número de las escuelas que exigían cuando menos un año de instrucción
superior pasó de 35 a 83, o sea del 27% del total en 1910 al 80% en 1915. Los comités expedidores de
licencias que exigían instrucción universitaria aumentaron de ocho a 18. En 1912 varios comités
constituyeron una asociación voluntaria, la Federación de Comités Médicos del Estado, que aceptó la
puntuación de la AMA para las escuelas médicas. El comité de la AMA acabó siendo una autoridad
acreditadora nacional de las escuelas de medicina, debido, entre otras cosas, a que un número cada vez
mayor de estados adoptaba sus juicios sobre las instituciones no aceptables.
En el otoño de 1914 se estableció que un año de trabajo en una escuela superior sería un
prerrequisito de admisión en la clase A de la AMA; en 1918 se exigieron dos años de instrucción superior.
En 1922 eran ya 38 los estados que requerían dos años de instrucción superior en trabajo preliminar; el
número de escuelas medicas había caído a 81, y el de los graduados a 2 529. Pese a que ningún
organismo legislativo reconoció nunca ni a la Federación de Comités Médicos Estatales ni al Consejo
de la AMA sobre educación médica, sus decisiones acabaron teniendo fuerza de ley. Éste fue un logro
extraordinario de la profesión organizada. Apenas unos decenios antes, mucha gente había creído que
la índole descentralizada del gobierno estadounidense impediría cualquier regulación de la educación
médica. Si algún estado elevaba sus requisitos, los estudiantes marcharían a otras escuelas. De no ser
por la intervención federal, el control parecía imposible. Pero la profesión médica había llevado su
esfuerzo a todos los estados; su éxito fue un indicio de lo mucho que había avanzado desde mediados
del siglo anterior.
La consolidación nunca llegó tan lejos como Flexner o la AMA habrían querido. El Boletín Número
Cuatro recomendaba que el número de escuelas médicas se redujera a 31, pero en realidad sobrevivieron
más de 70. Flexner habría dejado a unos 20 estados sin escuelas médicas, pero políticamente esto resultó
inaceptable. Las legislaturas saltaron a la palestra para pedir que cuando menos quedara una institución
en su estado. De haber sido el sistema educativo de Estados Unidos tan centralizado como el europeo,
habría habido menos sobrevivientes.
Independientemente de cuál haya sido su influencia sobre la opinión pública el informe Flexner
concretó un punto de vista que resultó inmensamente importante para guiar las principales inversiones
de las fundaciones en el campo de la atención médica durante los dos decenios siguientes. En cierto
sentido, el informe fue el manifiesto de un programa que para 1936 encauzó 91 millones de dólares del
Comité de Educación General Rockefeller (más varios millones de otras fundaciones) a un grupo selecto
de escuelas de medicina. Siete instituciones recibieron más de dos tercios de los fondos de dicho comité.
Aun cuando éste se presentaba a sí mismo como una fuerza puramente neutral que respondía a los
dictados de la ciencia y a los deseos de las escuelas de medicina, sus directivos trataron de imponer un
modelo de educación médica relacionado más estrechamente con la investigación que con la práctica
médica. Estas medidas determinaron no tanto que instituciones sobrevivirían sino más bien cuáles
dominarían, cómo debían manejarse y qué ideales debían prevalecer.
Las legislaturas de los estados querían escuelas de medicina para satisfacer las necesidades
locales de médicos, pero no fue posible persuadirlas de que invirtieran en investigaciones o en la
construcción de instituciones nacionales. Sus metas eran limitadas, cosa muy justificable: en medicina
la investigación es un “bien común”, y un estado en particular, al igual que una empresa particular, rara
vez recupera lo bastante en términos de ganancias de la sociedad en general para justificar los gastos
ante sí mismo. Por ello las legislaturas estatales y las empresas privadas casi siempre invertirán
limitadamente en investigación científica básica. La situación de los filántropos fue totalmente
diferente. Su interés estribaba más bien en legitimar su riqueza y su poderío mostrando públicamente
sus buenas obras. La investigación y la educación médicas hacían gala de que su responsabilidad moral
iba muy de acuerdo con las normas culturales de una era que reverenciaba cada vez más a la ciencia. Y
tal como los filántropos eran negociantes a escala nacional, también su filantropía lo era.2
La asimilación de la educación médica en el seno de las universidades alejó a la medicina
académica de la práctica privada. Durante el siglo XIX, las escuelas de medicina habían sido
organizaciones de los practicantes dominantes de una comunidad. En el siglo XX los médicos
académicos y privados empezaron a divergir y a representar intereses y valores muy distintos. Un paso
decisivo en la diferenciación de los dos grupos fue la creación de los primeros puestos académicos de
tiempo completo en la medicina clínica. A partir de 1870, las ciencias de laboratorio en las escuelas de
medicina de clase A, habían sido otorgadas conforme a una base de tiempo completo, pero la instrucción
clínica había seguido estando en manos de médicos que también practicaban privadamente. Este
acuerdo tuvo una ventaja notable para las escuelas de medicina: mantuvo bajos los costos. En 1891, en
la universidad de Pensilvania, mientras los profesores en ciencias de laboratorios recibían 3,000 dólares
al año, los profesores clínicos senior recibían únicamente 2,000. Conforme al antiguo sistema de dividir
los pagos de los estudiantes entre el profesorado, habrían recibido tres o cuatro veces esa cifra. Pero sus
ingresos provenientes de la práctica privada se habían elevado porque siendo especialistas podían cobrar
más por consulta. Ser profesor de clínica se había vuelto muy deseable casi únicamente por la influencia
indirecta que tenía en aumentar las consultas privadas, más que por sus ingresos directos. Sin embargo,
el tiempo y la atención que estos profesores dedicaban a sus pacientes privados molestó a quienes
querían mejorar la enseñanza y la investigación clínicas. ¿Por qué, preguntaron Flexner y otros, los
cargos académicos en medicina clínica requieren menos entrega que los puestos en ciencias de
laboratorio?
En 1907 el deán Welch de la Universidad Johns Hopkins dio su apoyo a las cátedras clínicas de
tiempo completo; Osler, que ahora estaba en Oxford, disintió, advirtiendo que el maestro y el estudiante
podían acabar absorbidos totalmente en la investigación y olvidarse “de aquellos intereses más amplios
que debe atender un gran hospital. Sería algo magnífico para la ciencia, pero muy malo para la
profesión”. No obstante, espoleadas por el Comité de Educación General, algunas escuelas médicas
dedicaron tiempo completo a la enseñanza clínica. Chicago, Yale, Vanderbilt y la Universidad
Washington en San Luis reestructuraron sus departamentos clínicos a fin de satisfacer la condición del
comité para otorgar concesiones. Sin embargo, la insistencia del comité en los nombramientos de
tiempo completo provocó resentimientos, por lo cual la medida fue abandonada en 1925.
A medida que la educación médica estadounidense se veía dominada cada vez más por científicos
e investigadores, los médicos se capacitaban conforme a los valores y normas de los especialistas
académicos. Muchos han afirmado que esto fue un error. Habrían preferido que solamente unas cuantas
escuelas, como la Universidad Johns Hopkins, capacitaran científicos y especialista, en tanto que el
resto, con programas más modestos, formaran practicantes generales que se ocuparan de atender
enfermedades ordinarias que son las que constituyen la mayor parte de la ocupación médica. No fue
éste, empero, el curso que siguió la educación médica en Estados Unidos. El mismo plan de estudios y
los mismos requisitos se establecieron para lodos los estudiantes. El acento en las ciencias básicas
inicialmente marchó contra las inclinaciones de muchos miembros de la profesión. La reacción inicial
de Bigelow a las reformas que introdujo Eliot en Harvard en 1870 fue típica de una aversión generalizada
contra la ciencia básica que predominaba entre los médicos. Inclusive después de 1900 los
tradicionalistas volvieron a la carga sólo para ser derrotados.
En escuelas como la Universidad de Pensilvania y la Universidad de Washington, hubo luchas
internas, a veces feroces, para lograr el control, entre los practicantes de la antigua línea y el partido
insurgente de científicos investigadores. La victoria alentada por la fundación del modelo Johns Hopkins
evitó que la medicina estadounidense siguiera la orientación práctica que parecía ser su tendencia
natural. Flexner habría preferido que la educación médica tuviera la flexibilidad de la educación de los
graduados en artes y ciencias; a su entender la uniformidad de la educación médica ahogaba el trabajo
creativo. En los años que siguieron a la publicación de su informe, se mostró cada vez más desilusionado
con la rigidez de las normas educativas que acabaron siendo identificadas con su nombre.
2
Varios marxistas han sostenido, además, que los capitalistas tienen un interés especial en el éxito de la medicina científica
debido a sus funciones ideológicas.
Resultados posteriores de la reforma
El nuevo sistema aumentó muchísimo la homogeneidad y la cohesión de la profesión. El mayor
tiempo destinado a la capacitación ayudó a inculcar en los médicos valores y creencias comunes, en
tanto que la uniformidad del plan de estudios médico desalentaba las divisiones sectarias. Conforme al
sistema anterior de aprendizaje con practicantes solitarios, los médicos adquirían más percepciones
idiosincrásicas de la medicina y establecían vinculaciones personales con sus preceptores, más que con
sus iguales. El internado en los hospitales generó un sentido más fuerte de identidad entre individuos de
la misma edad. En 1904, cuando la AMA investigó por vez primera los internados, calculó que
aproximadamente 50% de los médicos recibían entrenamiento en el hospital mientras que, en 1912,
entre 75 y 80% de los graduados hacían internados. La AMA publicó en 1914 su primera lista de
internados, y en 1923, por vez primera hubo plazas suficientes para acomodar a todos los graduados.
La profesión creció con más uniformidad en su composición social. Los elevados costos de la
educación médica y los requisitos más estrictos limitaron la entrada de estudiantes provenientes de las
clases bajas y de trabajadores. Las políticas deliberadas de discriminación contra judíos, mujeres y
negros fomentaron una homogeneidad social todavía mayor. La apertura de la medicina a inmigrantes
y mujeres, cosa que había permitido en la década de 1890 el sistema competitivo de educación médica,
se estaba invirtiendo ahora.
El ingreso de las mujeres en la profesión había empezado a menguar desde antes de la publicación
del informe Flexner. En 1909 había únicamente tres escuelas médicas para mujeres; el número total de
mujeres que estudiaban medicina, incluyendo las que asistían a escuelas mixtas, había caído a 921 de la
cifra de 1 419 de 15 años antes. El número cada vez mayor de médicas a fines del siglo xix se debió tal
vez en parte a los intereses Victorianos sobre lo inconveniente de que médicos varones examinaran
organismos femeninos. Y a la inversa, la caída en su número tal vez se debió en parte al desvanecimiento
de la sensibilidad victoriana; en su informe de 1910 Flexner sostuvo que el número cada vez menor de
mujeres reflejaba una demanda menor de médicas o un interés también menor de las mujeres por estudiar
medicina. Sin embargo, otros autores han señalado la hostilidad activa de los hombres en la profesión.
A medida que escaseaban los lugares en las escuelas de medicina, las mujeres iban siendo excluidas.
Los administradores justificaron la discriminación abierta contra mujeres candidatos perfectamente
aceptables aduciendo que no seguirían ejerciendo la medicina después de casarse. Durante los 50 años
posteriores a 1910, excepto en tiempo de guerra, las escuelas mantuvieron cuotas que limitaban el
número de mujeres a alrededor del 5% del total de la población estudiantil.
Antes del informe Flexner, hubo varias escuelas de medicina para los negros del país; sólo
sobrevivieron Howard y Meharry. A los negros se les excluyo también de los internados y de los
privilegios horpita1arios en casi todas las instituciones. La escasez de oportunidades para recibir
capacitación y para practicar tuvo un impacto indudable. En 1930 solamente uno de cada 3 000 negros
norteamericanos era médico, y en el Sur, la situación era todavía peor: en Mississippi, entre los negros
había solamente un médico por cada 14 634 personas.
En la controversia sobre la reforma de la educación médica, se presentó con frecuencia una
objeción contra la disminución de las escuelas médicas concesionadas, se decía que no proporcionaban
médicos a las comunidades pobres y que a los niños pobres se les negaba la oportunidad de estudiar
medicina. En su informe, Flexner negó que el “muchacho pobre” tuviera el menor derecho para estudiar
medicina, “a no ser que sea lo mejor para la sociedad que él estudie”, y no tomó en consideración la
imposibilidad de las comunidades de ingresos bajos de pagar los servicios de médicos muy capacitados.
Desde una escuela de medicina en Chattanooga, Tenessee, un médico respondió:
Cierto, nuestros requisitos de entrada no son los mismos que los de las universidades de
Pensilvania o Harvard; ni tampoco tenemos la pretensión de formar el mismo tipo de producto
terminado. Sin embargo, preparamos hombres ambiciosos y de gran valer que hayan luchado
muchísimo ante pequeñas oportunidades y que se hayan elevado por encima de lo que les rodea
para llegar a ser médicos familiares de los campesinos del Sur y de los pequeños poblados; de los
distritos mineros.
No cabe esperar, agregó, que los graduados de grandes escuelas se establezcan en esas
comunidades. “¿Se atrevería usted a decir que a esta gente se le debe negar que tenga médicos? ¿Podrán
los opulentos, que son minoría, decir a la mayoría pobre, no tendrás medico?” Pero implícitamente, eso
era lo que decían.
Flexner insistió en que algo así como una “dispersión espontánea” se propagaría entre los
graduados de las más altas escuelas médicas. Sobre este punto resultó estar. Los médicos se aferraron a
las regiones más ricas del país. Un estudio de 1920 hecho por el bioestadístico Raymond Pearl mostró
que la distribución de los médicos del país se correlacionaba con el ingreso per capita. Los médicos se
conducían como cabía esperar que se condujeran todas las “personas sensatas”. “Hacen negocio donde
los negocios son buenos y evitan los lugares en que son malos.”
La producción cada vez menor de las escuelas de medicina agravó aún más la escasez de
médicos en las regiones pobres y rurales, pero las desigualdades regionales en la disponibilidad de
médicos habían aumentado en realidad después de la Guerra Civil. Entre 1870 y 1910 los estados más
pobres perdieron médicos en relación con su población, en tanto que los más ricos los ganaron. Por
ejemplo, en 1870 por cada médico en Carolina del Sur había 894 personas, en comparación con 712 por
médico en Massachussetts; en 1910 el número de personas por médico en Carolina del Sur había
aumentado a 1170 y en Massachussetts había caído a 497.
Estas desigualdades cada vez mayores reflejaban las cambiantes realidades económicas de la
práctica médica. En los lugares en que mejoraron los transportes locales, creció el mercado de los
servicios médicos. La mayor cantidad de caminos asfaltados y de transportes públicos, así como de
sistemas telefónicos se ubicó en los estados más ricos, más urbanos. Con base en estas consideraciones
estrictamente ecológicas, estas regiones podían sostener una población más numerosa de médicos.
Conforme los ferrocarriles y los autos se extendieron en las regiones rurales, los médicos de la aldea,
que anteriormente ejercían un tranquilo monopolio local, enfrentaron la competencia de médicos y
hospitales de poblados y ciudades cercanas. La nueva distribución que privó desde fines del siglo XIX
fue una respuesta a los cambios básicos ocurridos en el mercado.
El costo cada vez mayor de la educación médica fue causa de que muchas poblaciones pequeñas
y regiones rurales perdieran sus servicios médicos. En la década de 1920 empezaron a aparecer en la
prensa artículos sobre la “desaparición del médico del campo”. Un estudio hecho por William Allen
Pusey, presidente de la AMA, mostró que más de un tercio de 910 poblaciones pequeñas que en 1914
tuvieron médicos habían sido abandonadas por ellos hacia 1925. “Conforme aumenta el precio de la
licencia para practicar la medicina se incrementa el precio al cual debe venderse el servicio médico y,
correspondientemente, se reduce el número de personas que pueden comprarlo”, escribió Pusey. Éste
expresó una preocupación particular sobre los datos que él mismo había reunido, según los cuales los
practicantes irregulares estaban estableciéndose en condados abandonados por los médicos.