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LA ISLA
DE LAS

PALABRAS

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Título original: La grammaire est une chanson douce

Traducción: José Antonio Soriano Marco

Nustraciones de cubierta e interior: Bigre!

Copyright O Editions Stock, 2001


Copyright O Ediciones Salamandra, 2004

Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.


Mallorca, 237 - 08008 Barcelona - Tel. 93 215 11 99
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cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler
o préstamo públicos.

ISBN: 84-7888-868-3
Depósito legal: B-3.732-2004

1* edición, mayo de 2004

Printed in Spain

Impresión: Fábrica Gráfica, Arquímedes, 19


08930 Sant Adria del Besos, Barcelona
para Jeanne y Jean Cayrol
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Gracias a Danielle Leeman,
catedrática de Gramática
en la Universidad de París-X-Nanterre.
Su sabiduría cordial y burlona
ha sido mi compañera
a lo largo de todo este viaje.
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Uno

¡No te fíes de mí!


Parezco dulce, tímida, soñadora y bajita para mis diez años, pero
no lo aproveches para atacarme. Porque sé defenderme. Mis padres
(¡benditos sean por los siglos de los siglos!) me regalaron el más útil,
por guerrero, de los nombres: Juana. Juana como Juana de Arco, la
pastora convertida en generala, el terror de los ingleses. O como aque-
lla otra Juana apodada La Loca, que daba miedo a todo el mundo.
Por citar sólo a las Juanas más conocidas.
Tomás, mi hermano mayor (catorce años), lo sabe mejor que na-
die. Aunque pertenece a una especie dañina sin excepción (los chi-
cos), no ha tenido más remedio que aprender a respetarme.
Dicho esto, en el fondo soy lo que parezco en la superficie: dul-
ce, tímida y soñadora. Hasta cuando la vida se vuelve cruel. “Tú mis-
mo podrás comprobarlo.

A
Aquella mañana de marzo, víspera de las vacaciones de Semana
Santa, un cordero saciaba tranquilamente su sed en una corriente de
agua pura. La semana anterior habíamos aprendido que todo zorro
adulador vive a costa del cuervo que lo escucha. Y la anterior a ésa,
una tortuga le había ganado una carrera a una liebre...
Lo has adivinado: todos los martes y todos los jueves, de nueve a
once, los animales más diversos invadían nuestra clase, invitados por
nuestra profesora. La joven señorita Lozano estaba locamente ena-
morada de La Fontaine. Nos paseaba de fábula en fábula como por
el más brillante y misterioso de los jardines.
—Escuchad esto, niños: «Una rana vio a un buey / y le gustó su
talla. / Ella, que no abultaba lo que abulta una nuez, / envidiosa se
infla, saca pecho y se engalla.» Y esto: «¡Vete, insecto canijo, deyec-
ción de la tierra! / Así le dijo un día / el león a la mosquita. / La otra
le declaró la guerra.» —Mientras recitaba, la señorita Lozano se son-
rojaba, palidecía... Como una auténtica enamorada—. ¿Os dais cuen-
ta? Esbozar la historia tan bien, en tan pocos versos... Veis a la rana
envidiosa, ¿no? Y a la pequeña mosca, ¿no la oís zumbar?
— Perdón, señorita, ¿qué quiere decir «deyección»?
—Lo mismo que mierda, Juanita.
Porque, a pesar de ser tan rubia y tan joven, a la señorita Lozano
no le daban miedo las palabras, y habría preferido morirse a dejar de
llamar al pan, pan, y al vino, vino.
—Dad gracias por haber pronunciado la primera palabra en una
de las lenguas más hermosas de la tierra. El idioma que hablamos es
nuestra patria. Aprendedlo, inventadlo. Será vuestro mejor amigo
toda
la vida.

DS
El personaje que entró en nuestra clase con el señor Martínez,
el director, esa mañana de marzo no era más que piel y huesos. ¿Hom-
bre o mujer? Imposible decirlo, porque su escualidez eclipsaba cual-
quier otra particularidad.
—Buenos días —dijo el director—. La señora Ruiz de la Jerga
nos ha honrado con su visita para llevar a cabo la inspección peda-
gógica reglamentaria.
—¡No perdamos más tiempo!
Con su primer gesto, la visitante despachó al señor Martínez (a
quien, habitualmente tan severo, yo jamáshabía visto así: todo son-
risas y reverencias). Con el segundo, apremió a nuestra querida se-
ñorita:
—Contimúe. Donde lo había dejado. ¡Y, sobre todo, como si yo
no estuviera aquí!
¡Pobre señorita Lozano! ¿Cómo hablar con normalidad delante
de semejante esqueleto? Nuestra profesora se retorció las manos,
respiró hondo-y, animosa, se lanzó:
—«Un cordero se abrevaba / en una corriente de agua pura; / sur-
ge un lobo en ayunas, que buscaba / aventura.» Un cordero... Como
sabéis, los corderos simbolizan la mansedumbre y la inocencia. ¿Ver-
dad que decimos «manso como un cordero» o «inocente como un
cordero recién nacido»? Y al instante imaginamos un paisaje en cal-
ma, tranquilo... El imperfecto confirma esa estabilidad. ¿Os acordáis?
Os lo expliqué en Gramática: el imperfecto es el tiempo de la dura-
ción que se prolonga; el imperfecto es el tiempo que se toma su
tiempo... Vosotros y yo habríamos escrito: «Un cordero bebía.» Sin
embargo, La Fontaine prefirió: «Un cordero se abrevaba.» Dos sí-
labas más; siempre el efecto de la duración: no corre ninguna prisa,
la naturaleza está en calma... Ahí tenéis un buen ejemplo de la «ma-
gia de las palabras». Sí, las palabras son auténticas brujas. Tienen
el poder de hacer surgir ante nuestros ojos cosas que no vemos. Es-
tamos en clase, pero, gracias a esta magia maravillosa, de repente nos
vemos en medio del campo, contemplando a un corderillo blanco
que...

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Ruiz de la Jerga estaba poniéndose nerviosa. Sus uñas, pintadas
de violeta, arañaban la mesa cada vez más fuerte.
— Señorita, por favor, su entusiasmo está fuera de lugar!
La señorita Lozano lanzó una rápida mirada a la ventana, como
si fuera a pedir socorro, y continuó:
—La Fontaine juega con los verbos como nadie. El lobo «surge»:
un presente. Lo normal habría sido utilizar el pretérito indefinido:
«Surgió un lobo.» ¿Qué aporta ese presente? Una sensación de ame-
naza más intensa. Es ahora, en este preciso instante. La calma de
la primera frase se ha roto de golpe. El peligro está ahí. Surge. Da
miedo.
—Ya veo, ya... Imprecisiones, vaguedades... Paráfrasis, cuando lo
que se le pide es sensibilizar a los alumnos para la construcción na-
rrativa. ¿Qué asegura la continuidad textual? ¿A qué tipo de progre-
sión temática nos enfrentamos? ¿Cuáles son los componentes de la
situación de enunciación? ¿Estamos ante una narración o ante un
discurso? ¡Eso sí que es fundamental! —El esqueleto Ruiz de la Jer-
ga se puso en pie—. No necesito oír más. Señorita, usted no sabe
enseñar. No respeta ninguna de las consignas del ministerio. No tie-
ne ningún rigor, ningún método, no distingue entre lo narrativo, lo
descriptivo y lo argumentativo.
Ni que decir tiene que para nosotros aquella Ruiz de la Jerga
hablaba en chino. Y la señorita Lozano parecía pensar lo mismo.
—Pero, señora, ¿no le parecen demasiado complicadas esas no-
ciones? Mis alumnos no han cumplido doce años, están en sexto...
—¿Y? ¿Acaso nuestros niños no tienen derecho a la exactitud de
la ciencia?
El timbre puso fin a la discusión.

Sentada al escritorio, la mujer esqueleto rellenó un papel y se lo ten-


dió a nuestra querida y llorosa señorita.
—Joven, necesita usted un reciclaje urgente. Pero está de suerte:
pasado mañana empieza un cursillo. En este formulario figura la di-

NA
rección del instituto que se ocupará de usted. Vamos, deje de llori-
quear... Una semanita de cuidados pedagógicos, y en adelante no
tendrá más dudas sobre cómo actuar.
De la Jerga gruñó un «adiós».
Nosotros no respondimos.
Acompañada de Martínez, que la esperaba en el pasillo con sus
sonrisas y sus reverencias, la señora Ruiz de la Jerga se fue a torturar
a otra parte.

Normalmente, en vista de que acababan de empezar las vacaciones,


habríamos gritado, saltado y bailado. Sobre todo yo, que iba a cruzar
el Atlántico en barco. Pero nada, silencio total. Nos mirábamos bo-
quiabiertos, como peces de colores en un acuario. La desgracia de
nuestra querida séñorita nos encogía el corazón. ¿Y qué eran esos
«cuidados pedagógicos» que iba a administrarle el temible instituto?
Hasta ese día yo no sabía que los profes también tienen profes. Y que
los profes de los profes son de una severidad aterradora.

Esa noche soñé que alguien armado con unas pinzas se disponía a
abrirme la cabeza para meterme un montón de palabras que tenía al
lado, palabras tan secas como esqueletos. Por suerte, un león, una
mosquita y una tortuga acudían en mi auxilio y ponían en fuga al
malvado y sus pinzas.

Al día siguiente por la tarde me embarqué en compañía de mi her-


mano.

ds
Dos

La tempestad empezó como todas las tempestades. De pronto, el ho-


rizonte oscila, las mesas se inclinan y los vasos chocan y tintinean.
Para celebrar nuestra inminente llegada a América, el coman-
dante había organizado un «campeonato internacional de Scrabble»
en el salón más grande del transatlántico. De Scrabble, ya sabes, ese
juego extraño y un pelín cargante que consiste en formar palabras ra-
ras con letras de plástico. Y cuanto más raras son y más letras difíci-
les tienen (la Z, la W...), más puntos consigues.
Los campeones y las campeonas de las palabras raras se miraron
y palidecieron. Uno tras otro se levantaron, se taparon la boca con la
mano izquierda y abandonaron el salón a la carrera. Recuerdo a una
señora bajita y peripuesta que no actuó con suficiente rapidez: una ma-
teria verdosa le resbalaba entre los dedos. La vergúenza le devoraba
los ojos.
Las fichas blancas y los diccionarios abiertos se quedaron sobre
las mesas.
Tomás me miraba encantado. Un resto de educación le impedía
soltar la carcajada.
Tengo que confesarte, querida lectora, querido lector, que nada
nos gusta tanto a mi hermano y a mí como la mar muy gruesa: revuel-
ve el estómago de los pasajeros y vacía el comedor, donde, ante la
mirada estupefacta de la tripulación, asombrada de nuestro apetito,
nosotros podemos darnos un festín tranquilamente, como una pare-
jita.

a
El comandante se acercó a nosotros:
—Juana y Tomás, me dejáis pasmado. Parecéis dos viejos lobos
de mar. ¿Cómo podéis estar tan habituados al océano?
Las lágrimas acudieron a mis ojos (entre mis numerosas cualida-
des, sé llorar cuando lo requiere la ocasión).
—;¡Ay, señor comandante! Si conociera usted nuestra triste his-
toria...
Una vez más, conté la separación de nuestros padres. Su incapa-
cidad para vivir juntos, su sabia decisión de instalarse cada uno a un
lado del Atlántico en lugar de insultarse de la mañana a la noche...
—Comprendo, comprendo —murmuró el comandante, compa-
decido—. Pero ¿nunca viajáis en avión?
—¿Para estrellarnos mientras despegamos, como nuestra abuela?
Jamás.
Con los dientes clavados en el puño, Tomás se las veía y se las de-
seaba para mantener la seriedad.
¡Gracias, papá, gracias, mamá, por no saber quereros! Con una
familia normal, ¡jamás habríamos viajado tanto.

Tie
Tres

Ese día nuestra querida tempestad no bromeaba. En vez de agitar el


océano como de costumbre, como una madre removiendo el agua
del baño para hacer reír a su bebé, parecía poseída por una cólera que
aumentaba por momentos. Zarandeaba nuestro pobre barco con evi-
dente mala voluntad, le arrojaba encima montañas líquidas, lo pre-
cipitaba a los abismos del mar... El casco del transatlántico crujía y
temblaba, como si, pese a su coraje, el miedo, un miedo aterrador, se
apoderara poco a poco de él. No me habían agitado tanto en toda mi
vida. Me caía, me levantaba, volvía a caerme, me deslizaba sobre el
parquet, repentinamente transformado en tobogán, y chocaba contra
todo. El pico de una mesa me había hecho un corte en una mejilla.
Me daba perfecta cuenta: las sacudidas me estaban revolviendo el
interior del cuerpo. El corazón se me iba a desprender de un momen-
to a otro, y no digamos el estómago. Bajo los huesos del cráneo, los
pedazos de mi cerebro se mezclaban unos con otros...

Nada hay más contagioso que el miedo. El simpático camarero no


sonreía desde hacía rato; mi futuro prometido, el teniente rubio, tam-
poco, y menos aún el cocinero negro, al que tanto gustaba nuestro
apetito de ogros. A la menor guiñada del barco, daban un respingo
y cerraban los ojos, como si fueran ellos quienes recibieran los golpes
que le propinaba el mar, se agarraban unos a otros y hacían muecas,
o puede que rezaran, a juzgar por el temblor de sus labios.

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Una extraña debilidad ¡ba apoderándose de mí: incluso estaba
dispuesta a perdonar a Tomás todo el mal que me había hecho. Cuan-
do se acerca nuestra hora, nos olvidamos del orgullo.
Pero, si tenía que morir, que fuera respirando aire puro.
Cogí a Tomás de la mano y, aprovechando un fuerte cabeceo, nos
lanzamos hacia la puerta que daba al puente.
—¡Prohibido! —tronó el teniente—. ¡Os exponéis a caer al
agua!
Intentaron detenernos, pero era demasiado tarde: el transatlán-
tico volvió a alzar la proa hacia el cielo. Pobre tripulación... La últi-
ma imagen que conservo de ellos es la de un trío que grita y patalea
pegado a una paredblanca...
Fuera resultaba imposible respirar. El viento soplaba con dema-
siada fuerza, me ahogaba, me aplastaba la nariz con sus puñetazos...
Creí haber descubierto el modo de eludir sus rachas: volver la cabe-
za. Pero el viento comprendió mi patética estratagema, se me coló por
un oído y empezó a hacer limpieza general debajo de mi pelo. Todo
lo que sabía salía disparado por la otra oreja: mis lecciones de His-
toria, los datos que tanto me había costado memorizar, los verbos irre-
gulares ingleses... Pronto estaría completamente hueca. Y vacía.
Como yo, con los ojos como platos y las manos pegadas a las
orejas, Tomás intentaba protegerse.
De pronto, un largo aullido de sirena resonó en el aire: la orden
de alcanzar un bote de salvamento sin pérdida de tiempo.
«Bueno, mi pequeña Juana, hay que enfrentarse a la realidad: esta
vez es el fin. Es demasiado tarde para ir a buscar un salvavidas. Si
nos hundimos, ¿a quién te agarrarás?»
Busqué, rebusqué y volví a buscar ayuda en mi cerebro desierto.
Una palabra insignificante, la última que me quedaba, apareció acu-
rrucada en un rincón, dos sílabas minúsculas, tan aterrorizadas como
yo. «Dulce.» Dulce como la sonrisa tímida de papá cuando al fin de-
cidía hablarme como a una adulta, dulce como la caricia de mamá
sobre mi frente para ayudarme a conciliar el sueño, dulce como la
voz de Tomás en la oscuridad cuando me contaba que le gustaba una

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a
chica de segundo... «Dulce», dos sonidos insignificantes que siempre
me habían devuelto la confianza y las ganas de vivir mil años, o más.
Le grité a Tomás que hiciera como yo:
—¡Elige una palabra, la que más te guste!
Seguramente el estruendo le impidió oírme. La maldita tempes-
tad era demasiado encarnizada para que tuviéramos la menor opor-
tunidad. Apenas me dio tiempo a gritarle que lo odiaba y que también
lo quería. |
¿Habría elegido alguna sli como yo? ¿Y cuál? ¿Ferrari, fút-
bol? Nunca se lo he preguntado. Nuestras palabras preferidas son
cosas íntimas, como el color de nuestra sangre. Y estoy segura de que
se habría burlado de la mía, dulce, una auténtica palabra de chica.
Lentamente —¡oh, qué angustiosa es la lentitud!—, la popa de
nuestro barco se alzó hacia el cielo sin sol. Noté que caía... «Dulce
gui less » Me parecía que, a fuerza de decirla, la palabra
se hinchaba, como el cuello de algunos pájaros enamorados, y podía
rodearla con los brazos. Dulce, mi salvavidas...
Luego las luces negras se apagaron y tras ellas, uno a uno, todos
los ruidos. Después, nada.

DA
Cuatro

Primero, algo áspero me arañó el cuero cabelludo, como si lo tuviera


lleno de piojos, lo cual no era cierto desde enero.
Después, un ruido muy suave y regular me acarició los tímpa-
nos, como el ir y venir de una escoba cansada por el suelo de una
casa o el obstinado sube y baja deun rallador contra un trozo de
queso.
Por último, un aroma fresco, un olor a sal y arena húmeda, me
inundó las fosas nasales.
En mi embarullada cabeza, sumé dos y dos:

una piel viva


unas orejas vivas
Una nariz viva
una Juana viva

Esta excelente noticia (había sobrevivido al naufragio) dio paso


a un terror atroz (¿qué le habría pasado a Tomás?). Abrí los ojos len-
ta, muy lentamente. Allí estaba aquel monstruo de hermano, senta-
do tan tranquilo en la playa, ocupado en rascarse una pierna sin la
menor elegancia. Totalmente indiferente a la suerte de su hermana.
La tempestad no lo había cambiado: ¡tan nulo como siempre! Movió
los labios, sin duda para insultarme, como de costumbre. Pero no sa-
lió nada, ningún sonido. Por supuesto, creí que se burlaba. Y le pre-
paré una réplica de las mías. Pero nada, tenía la boca vacía, como él.

E
Nos miramos, tan perdido el uno como el otro. “Tan desesperados en
ese momento como felices de haber sobrevivido milagrosamente un
segundo antes.
Estábamos mudos. La tempestad nos había arrebatado todas
nuestras palabras.
Entonces —que todas sus barrabasadas pasadas y futuras le sean
perdonadas— Tomás me puso una mano en un hombro y, con la otra,
me mostró nuestro nuevo hogar: un paraíso. Una bahía bordeada
de árboles inmensos que tocaban el azul del cielo; un agua de un
verde muy claro, más transparente que el aire, y, a lo lejos, un encaje
de coral contra el que se rompían ruidosamente los embates del mar.
Ni el menor rastro del barco. E innumerables peces, unos, pequeños
y blancos; otros, más grandes y negros. Empujados por las olas, iban
a nuestro encuentro. Apareció un pájaro, luego diez, después mil...
Chillaban de alegría, se abatían sobre el agua, remontaban el vuelo,
volvían a chillar, a abatirse... Advertí que no conservaban sus presas
en el pico mucho tiempo. Apenas las atrapaban volvían a escupirlas.
Los pececillos caían girando en el aire, como hojas minúsculas y res-
plandecientes. Y, de pronto, los pájaros desaparecieron como habían
aparecido, chillando, pero esa vez de cólera, o eso supuse, pues no
sabía gran cosa de su lenguaje.

Comprendimos la decepción de los pájaros poco después, cuando los


pececillos blancos encallaron a nuestros pies. Tres cuadraditos de
plástico con sendas letras impresas, Z, N, E. Era imposible equi-
vocarse: los pasajeros, campeones del Scrabble, se pasaban las ho-
ras muertas jugando con ellos. ¡Cómo no iban a estar furiosos los
pájaros! El Scrabble les importa un pito, y además odian el plás-
(ICO:
Poco después, una palabra se acercó a la orilla arrastrando su de-
finición:

DA
VIRULÉ. A LA VIRULÉ. (del fr. has roulé.) 1 Se aplicó origi-
nariamente a la manera de llevar las medias, arrolladas en
la parte superior. 2 (inf.). Estropeado, torcido o en mal
estado: Le pusieron un ojo a la virulé. Lleva la corbata a la
virulé. 3 (Aplicado a personas.) Chiflado.

Una palabra que flotaba sobre el agua verde, una palabra aplas-
tada como una medusa o un lenguado. No había que ser muy lista
para imaginar lo que había ocurrido. La tempestad había sacudido a
los diccionarios tanto como a nosotros, y las palabras se habían des-
pegado. Ahora los diccionarios, despojados de su contenido, debían
de descansar en el fondo del mar, al lado de sus amigos, los campeo-
nes del Scrabble.
El mar nos devolvía lo que el viento nos había robado. Miles de
palabras, un banco inmenso, flotaban tranquilamente ante nuestros
ojos. Bastaba estirar el brazo para pescarlas. Aún recuerdo las pri-
meras que tuve en la mano.

CALETRE. (Del lat. character, carácter, índole; v. «CARÁC-


TER». (Inf.) Talento o juicio.

CALLADO, DA (Del supuesto lat. vg. callare, del gr. khaláo,


hacer bajar, dejar caer; v. «CALAR») 1 («Ser»). Se dice de
la persona que habla poco: Un chico muy callado. 2 Se dice
de la persona que no replica: Tienes que ser callada y obe-
decer.

Se me pegaban a la piel como tatuajes o frágiles calcomanías que


se borran al primer baño.
Si me hubiera atrevido, me habría cubierto el cuerpo con ellas.
Estoy segura de que me habrían acariciado como sólo las palabras
saben hacerlo, discreta y turbadoramente.

La
Pero Tomás me vigilaba por el rabillo del ojo, así que abandoné
mis locas ideas y lo imité. Recogí las palabras en la palma de la mano
separando los dedos con el mayor cuidado para que se escurriera el
agua. Luego las extendí delicadamente sobre la arena para que se
secaran al sol. Un sol que, por cierto, era cada vez más fuerte: ¿no
quemaría a nuestras pequeñas náufragas? Tomás me sonrió (bravo,
hermanita, a veces no eres tan idiota). Para protegerlas fuimos a bus-
car hojas, grandes hojas de platanero.

Alguien canturreaba a nuestras espaldas. Enfrascados en nuestra ta-


rea, no lo habíamos oído acercarse.
Era una voz arrulladora, dulce y un poco triste, como los agua-
ceros de las tardes de verano. Una voz frágil como los sueños. Me
volví lenta, muy lentamente, para no asustarla. Una voz como aqué-
lla debía de ser capaz de huir para siempre tan deprisa como los pá-
jaros.

Mi hermosa Aorecilla,
mi pájaro de las islas...

E
La aparición nos sonreía: un hombre menudo y moreno, tocado
con un canotier y tieso como una «i» en su traje de lino blanco. ¿De
qué planeta se habría caído? ¿De una película musical, de un carna-
val del pasado? No se me da muy bien calcular la edad de las perso-
nas negras. Pero, por las arrugas que le surcaban las comisuras de los
ojos y las manchas más claras que le salpicaban la piel, comprendí
que ya no era joven. Avanzó hacia nosotros. Fascinada, miré sus zapa-
tos, mocasines de dos colores, rojo y crema. Los calcetines brillaban
por su ausencia. Más que andar por la arena, como nosotros, parecía
bailar sobre ella. Levanté la cabeza justo á tiempo para estrechar la
mano que me tendía.
—Bienvenida, señorita. Todo el mundo me llama señor Enrique.
No temáis nada, estamos acostumbrados a los naufragios y a los náu-
fragos. Os presento a mi sobrino. Nosotros nos ocuparemos de vo-
SsOtros... |
Un quinceañero altísimo, vestido, a diferencia de su tío, con ropa
de colores chillones, camisa floreada y pantalón amarillo de pata de
elefante, lo acompañaba con una guitarra en bandolera. No despegó
los labios, demasiado ocupado sin duda en hacernos admirar sus
grandes ojos verdes. Estaba claro: era un sobrino sublime.
—No podéis hablar, ¿verdad? No os preocupéis, es normal des-
pués de las tremendas sacudidas que os ha dado la tempestad. Os
hemos visto desde la orilla. ¿Qué le habéis hecho al mar para que se
ponga tan furioso? ¡Y el viento, Dios mío, qué rachas! Es un milagro
que aún conservéis la cabeza sobre los hombros. —Nosotros nos ha-
bíamos puesto en pie con dificultad—. Bienvenidos a nuestra isla.
Un buen sueñecito, y mañana estaréis como nuevos. Acompañadnos,
os mostraremos vuestro alojamiento.
Mal que bien, los seguimos y llegamos a un poblado de chozas
de paja. El señor Enrique abrió la puerta de la primera, en cuyo in-
terior nos esperaban dos camas bajas.
—Si os despertáis con hambre, encontraréis fruta, agua fresca y
pescado ahumado en esa cesta. Bueno, no os preocupéis, os devol-
veremos las palabras que os arrebató el huracán. Y algunas otras que

DNS
sin duda os gustarán. Nuestra isla tiene poderes..., ¿cómo diría?, casi
mágicos. Vuestros padres se quedarán de una pieza. A propósito, el
próximo barco no llega hasta dentro de un mes. Tenemos tiempo de
sobra...
El sobrino sublime se hacía el interesante del modo habitual, sil-
bando por lo bajo, dando golpecitos en el suelo con un pie y miran-
do a otro lado. Pero yo veía sus ojos verdes perfectamente; brillaban
en la penumbra y me lanzaban rápidas miradas.
Nuestros nuevos amigos salieron y cerraron la puerta. Tamizados
por las persianas, los rayos del sol acariciaban el suelo de la choza.
La tímida canción de una guitarra empezó a arrullarnos. ¿Quién to-
caba para nosotros? ¿Quién comprendía que necesitábamos música
después de los desmedidos estruendos de la tormenta? ¿El señor En-
rique, el viejecito cepa o su sobrino, el sublime de los ojos ver-
des?

ES
Cinco

El sol se pavoneaba ya en lo alto del cielo. En la placita, un perro


bostezaba, tres cabras mordisqueaban un neumático y una mariposa
pasaba y repasaba bajo el hocico de un rollizo gato negro.
Después de tanta agitación, aquella calma daba vértigo.
Sentado en un tronco de árbol,'el señor Enrique acariciaba su gui-
tarra. De vez en cuando, sus dedos se paseaban por las cuerdas y vol-
vía a oírse la canción de la víspera, la misma que había acunado nues-
tro sueño. ¿Nos habría acompañado toda la noche para ahuyentar las
pesadillas, las horribles pesadillas que sin duda persiguen a los su-
pervivientes de una tragedia? ¿Quién era aquella gente que tan bien
sabía cuidar a los náufragos? ¿Y cuáles eran sus poderes mágicos? Me
moría de ganas de saber más. Cuando me entra la impaciencia, no pue-
do estarme quieta. Reprimí tres pasos de baile.
El señor Enrique sonrió.
—Parece que ya estamos mejor. Es tarde. Os llevo al mercado.
Así comprenderéis lo que pasa en nuestra isla.

Guirnaldas de pimientos, trozos de pez espada, atún y barracuda, ca-


bras descuartizadas, pedazos de otros animales, ojos, lenguas, hígados
y gruesas bolas negras (criadillas de toro), amarillentas montañas de
boniatos, botellas blancas (ron casero), ensaladeras, cascanueces, des-
atascadores de color rosa para el lavabo, patas de conejo (para atraer
la buena suerte), murciélagos disecados (para ahuyentar la del próji-

00 e
mo), palitos que se chupan llamados «palos t1esos» (para curar la
pereza de los maridos)... Y una abigarrada muchedumbre que par-
loteaba, discutía, chismorreaba, se insultaba, se desternillaba... Sin
contar, a ras de tierra, el doble ejército de los niños, que berreaban
de lo lindo y chillaban «mamá», y de los perros, que, boquiabiertos
y babeantes, como auténticos cubos de la basura vivientes, engullían
todo lo que caía al suelo e iban a tumbarse al sol para masticarlo
pensativamente.
Al final de la calle, cambio de atmósfera: cuatro tiendecitas alre-
dedor de una rotonda. Parecía la plaza de un pueblo en miniatura...
Todos los clientes se acercaban hablando entre dientes y lanzando
miradas inquietas a diestro y siniestro, como quien tiene secretos que
proteger.
—Éste es nuestro mercado de palabras —dijo el señor Enri-
que—. Aquí es donde hago mis compras. Aquí encontraréis o recu-
peraréis todo lo que necesitáis.
Y se acercó a la primera tienda, que un trozo de percal colgado
sobre la entrada anunciaba así:

EL AMIGO DE LOS POETAS


Y DE LA CANCIÓN

Curioso amigo aquel tendero, un gigante escuálido con cara de


sueño que no ofrecía nada. Nada salvo un viejo libro con las hojas
arrugadas. El resto del mostrador estaba vacío. Tras los saludos y
abrazos de rigor, el señor Enrique hizo su pedido:
—M1 último estribillo me trae por la calle de la amargura. ¿No
tendrás alguna palabra que rime con «dulce» y Otra que rime con
«mamá»?
Mientras lo atendían, me acerqué a la tienda de la izquierda.

EL VOCABULARIO DEL AMOR


TARIFA REDUCIDA PARA
LAS RUPTURAS

«30.
ELVOCABULARIO DELAMOR

En ese preciso instante, una mujer deshecha en lágrimas supli-


caba:
—Mi marido me ha dejado sin piedad. Querría una palabra
para que comprenda mi dolor, una palabra terrible, que lo aver-
gúence.
El vendedor, un jovencito, sin duda principiante, empezó por ru-
- borizarse —«enseguida, enseguida»—, abrió un libro viejo y se puso
a pasar hojas como un poseso.
—Tengo lo que necesita, un segundito. Aquí está. Tiene usted
donde elegir: aflicción...
—Eso suena mal.
—Neurastenia...
—Parece un medicamento.
—Desesperación.

Als
—¡Ésa, ésa me gusta! ¡Desesperación, estoy en plena desespera-
ción!
La mujer deslizó una moneda en la mano del vendedor y se mar-
chó reconfortada. Llevaba su nueva palabra en brazos, desesperación,
desesperación... Ya no estaba sola, había encontrado a alguien a quien
hablar.
El siguiente comprador era un viejo de al menos cuarenta años;
yo no sabía que a la gente de esa edad le importara el amor.
Verá nd mujer ya no soporta mis «te quiero». «Después de vein-
te años, podrías variar; inventa otra cosa o me voy», me dice.
—Eso es fácil. Podría decirle: «Tengo la mosca detrás de la ore-
ja.»
—¿Para que se crea que no me lavo?
—Pues entonces: «Me muero por tus Pao »
—¿Y eso qué significa? :
—Mi amor por ti es tan completo que sufro hasta cuando te cor-
tas las uñas. Me gustan todos y cada uno de tus pedazos. Te quiero
desde la punta del pelo hasta los dedos gordos de los pies.
—Bueno, voy a probar. Si esa frase no funciona, se la devuelvo.

Nos habríamos quedado hasta que anocheciera. La cola de clientes


era cada vez más larga. Tomás aguzaba el oído tanto como yo: «Voy
a hacerte un traje de besos», «Dime cómo te llamas y te pido para
Reyes»... Le brillaban los ojos, ponía cara de inteligencia. Se estaba
aprovisionando. Cuando volviéramos, sabría hablar con las chicas,
las dejaría de una pieza. Con lo que hacía que buscaba una fórmula
para ligar con las mayores, con las demasiado mayores para él...
Las otras tiendas estaban igual de concurridas. Me habría gus-
tado pasar un rato con

DIOSDADO
NOMBRADOR DIPLOMADO
DE PLANTAS Y PECES

ES
o con la misteriosa

MARÍA LUISA
ETIMÓLOGA EN CUATRO LENGUAS

Ante mi expresión de desconcierto, el señor Enrique me acla-


ró:
—La etimología explica el origen de las palabras. «Infierno», por
ejemplo, procede del latín infernus, inferior, lo que está debajo. Pero
venid, hay muchos otros sitios de la isla que me gustaría enseñaros.
Ahora ya sabéis el camino, así que podéis volver cuando queráis.
Y se puso en marcha de inmediato. Apenas me dio tiempo a oír
la retahíla de insultos que le ofrecían a alguien que ya no aguantaba
a su jefe. «Mostrenco», «fantoche», «mamacallos»... Me dije que to-

>

BB
dos le iban a mi hermano como anillo al dedo y eran más eficaces
que mis apelativos habituales, «idiota», «cretino», «nulidad»...
Iba a cubrirlo de vilipendios. Acababa de aprender esa palabra,
«vilipendio», de «vilipendiar», es decir, tratar a alguien de vil. Cubri-
ría de vilipendios a mi adorado y odiado hermano para aplastarlo
bajo ellos, lo vilipendiaría para que se retorciera a mis pies suplican-
do piedad en cuanto me viera abrir la boca.
Desde ese momento sentí vergúenza de mi vida anterior, la vida
anterior al naufragio, una vida de pobre, una existencia de medio
muda. ¿Cuántas palabras utilizaba antes de la tempestad? Doscientas,
trescientas, siempre las mismas. Allí iba a enriquecerme, de allí vol-
vería con un tesoro...

dE
Seis

Esa tarde salimos en piragua.


Afortunadamente, el mar estaba en calma y, tras sus largas pes-
tañas de chica, el sobrino sublime no me quitaba ojo. De no ser por
eso, me habría muerto de miedo. El recuerdo de la tempestad no per-
día ocasión de asaltarme. ¿Cómo olvidar la imagen de nuestro pobre
barco hundiéndose de cabeza en el océano?
Pero el agua era lisa y transparente como un cristal. Bastaba in-
clinarse para seguir el tranquilo baile de los peces violeta, amarillos
con rayas rojas, aplastados como manos, redondos como balones, un
festival de colores alegres. A pesar de la belleza del espectáculo, la
pena no se alejaba de mí. No podía dejar de pensar en nuestros an-
tiguos compañeros de viaje, los campeones de las palabras con Z y
W. ¿Cómo se hace emerger a los ahogados de las profundidades del
mar?
Otra nube de ideas siniestras rondaba a mi alrededor como un
enjambre de avispas esperando el momento propicio para picar. Al
subir a la piragua había sorprendido una conversación, un intercam-
bio de cuchicheos entre el sublime y su tío Enrique.
—Hace tiempo que no se les ve.
—Sí, es extraño. Por lo general, los tienes encima al día siguien-
te de un naufragio.
—Esperemos que dejen tranquilos a nuestros amigos.
—¡Pobre y encantadora señorita! No me la imagino encerra-
da...

E
¿De qué estaban hablando? ¿Y quién quería encarcelarme?
Como nuestros acompañantes, oteé el horizonte. ¿Por dónde
aparecerían mis enemigos?
Afortunadamente, nuestra travesía duró apenas un cuarto de hora
y nadie la perturbó.

Un islote, abrasado como un roscón de Reyés que ha pasado dema-


siado tiempo en el horno. Y vacío, absolutamente desprovisto de plan-
tas, seres vivos y construcciones, el sitio campeón del mundo en la
modalidad desiertos, imbatible en el Libro Guinness de los récords (ca-
pítulo «Nada»). Una meseta rocosa de color marrón oscuro barrida,
fregada y refrotada. Eso era el encantador rincón en el que habíamos
desembarcado.
¡Bonito lugar para una excursión! El señor Enrique no tardó en
explicarnos el motivo de nuestra visita:
— ¿Sabéis por qué crecen los desiertos en casi todas las regiones
de nuestra Tierra? Bastaría cerrar los ojos para ver avanzar hacia no-
sotros ese terrible ejército de arena. Se habla mucho de recalenta-
miento del planeta, de bosques devastados... No digo que no sea ver-
dad, pero se olvida lo esencial. Aquí, hace cien años, había dos pueblos
que tenían todo lo que hace falta para ser feliz: plantas, chozas, agua
dulce, mujeres, hombres, niños, animales...
No podía creerlo.
¿Vida, allí? ¿En esa roca monda y lironda? ¡Venga ya! Obligué a
mi cerebro a imaginarlo, pero él se negó, resopló, me llamó loca.
—Un día se desencadenó sobre esta isla una tempestad tan fuer-
te como la que vosotros habéis sufrido. Por supuesto, arrancó árboles
y se llevó casas, pero respetó todo lo demás. Habría bastado con re-
construir lo destruido y la vida habría vuelto a su curso, hasta la
próxima tempestad.
Hacía rato que veía unos triángulos negros que se multiplicaban
sobre la superficie del mar. Daban vueltas y más vueltas a nuestro
alrededor como si hicieran la ronda. Tardé unos instantes en com-

E
»

prender que eran tiburones. ¿Será que esos animales no se alimentan


sólo de carne fresca, sino también de historias siniestras? Desde lue-
go, la que contaba el señor Enrique no tenía nada de alegre.
—Los habitantes habían quedado huérfanos de palabras, como
vosotros. En lugar de acudir a nosotros para volver a aprenderlas,
creyeron que podrían vivir en el silencio. No volvieron a nombrar
nada. Poneos en el lugar de las cosas, de la hierba, de las piñas, de las
cabras... A fuerza de no oírse nombrar, nunca, se volvieron tristes,
adelgazaron cada vez más y acabaron muriéndose. Murieron por fal-
ta de atención; murieron de desamor, una tras otra. Y los hombres y
las mujeres, que habían elegido el silencio, también murieron. Los
secó el sol. En muy poco tiempo no quedó de ellos más que la piel,
fina y marrón como papel de embalar, que el viento se llevó sin difi-
cultad.
El señor Enrique se interrumpió. Tenía los ojos arrasados en lá-
grimas. ¿Estarían sus abuelas y sus abuelos entre los desecados? Lue-
go nos condujo de vuelta a la piragua. Los tiburones habían desapa-
recido al acabar la historia.
—¿Sabéis cuántas lenguas mueren todos los años?
¿Cómo íbamos a responderle, si no teníamos palabras y menos
aún números? Te recuerdo que, después de los vaivenes de la tem-
pestad y los zarandeos del viento, nuestras pobres cabezas ya no po-
dían formar ni la frase más sencilla. Bastante hacíamos con compren-
der lo que nos decían.
—¡Veinticinco! ¡Todos los años mueren veinticinco lenguas!
Mueren por falta de gente que las hable. Y las cosas que designan
esas lenguas mueren con ellas. Por eso los desiertos nos invaden poco
a poco. ¡El que quiera entender, que entienda! Las palabras son los
motorcillos de la vida. Tenemos que cuidarlas.
El señor Enrique nos miró fijamente, primero al uno y luego al
otro. A Tomás y después a mí. Su alegría y su amabilidad se habían
esfumado, devoradas por una seriedad tremenda. Hablaba entre dien-
tes, se agarraba a la borda con una mano y restaba veinticinco por
cada año con los dedos de la otra.

E
—Como quedan cinco mil lenguas vivas sobre la Tierra, en el
año dos mil cien no habrá más que la mitad... Y después, ¿qué?
La caída de la noche hizo desaparecer su cólera. Como si la os-
curidad, junto con la música, fuera la auténtica y única casa del señor
Enrique, el lugar donde podía vivir a sus anchas sin temer nada.
Apenas llegamos, nos dejó varando la piragua y fue a unirse a
una banda de música que tocaba no lejos de la playa, en el lindero
del bosque. |
Tardé en dormirme el tiempo de tumbarme en la arena y saludar
educadamente a las estrellas.

28
Siete

Por lo general odio a las señoras mayores. No hay animales más hi-
pócritas. Con nosotros, los niños, son todo miel, caricias y «¡ajo, ajo!»
cuando están delante los padres. Pero, en cuanto les dan la espalda, se
vengan de nuestra juventud, nos pellizcan con sus dedos descarna-
dos de bruja, nos pinchan con sus agujas de hacer punto o, peor aún,
nos besan cada dos por tres para castigarnos por oler tan bien y tener
la piel tan suave.
Sin embargo, la que me presentaron ese día me gustó al ins-
tante.

Una casita como hay tantas a la orilla de todas las playas: insignifi-
cante, blanca, dos pisos, dos ventanas y un balcón para emborrachar-
se de horizonte. Sobre la puerta, un cartel:

ENTREN SIN LLAMAR.


PERO, POR FAVOR,
ESPEREN AL FINAL DE LA PALABRA.
GRACIAS.

Y un cuchicheo, sonidos susurrados más que hablados, como


un gorjeo de gorrión enfermo o como los rezos en la iglesia. Des-
pués de todo, como comprendí más tarde, se trataba de eso, de re-
ZOS.

BO o
El señor Enrique entró. Nadie. Atravesamos el salón abarrotado
de animales disecados y apolillados y libros hechos trizas. ¿Acaso a
la gente de aquella isla le gustaban tanto las novelas que las devora-
ba? Aparte de eso, nada. Sólo nos guiaba el murmullo. Otra puerta.
El jardín. Un cuadrado minúsculo con tres palmeras y una mesa re-
donda cubierta con un tapete de encaje sobre el que descansaba un
grueso diccionario abierto.
Y bien tiesa en una silla de respaldo muy alto, parecida a las que
se ven en los castillos, vestida con un traje blanco de fiesta, la perso-
na más vieja que haya visto jamás. Entiéndeme: no ya arrugada, sino
fruncida, plisada, surcada por auténticos cañones, con los ojos ocul-
tos bajo inverosímiles pliegues y la boca sumida en el fondo de un
agujero. Coronaba el conjunto una cabellera inmaculada, la melena
de una leona de las nieves. Ni me atrevía a imaginar la cantidad de
años necesarios para labrar aquellos surcos en la piel y lavar y relavar
aquel cabello.
Un ventilador velaba por aquella antigúedad. Un ventilador que
parecía un perro. Con su gran ojo único clavado en su dueña, gruñía
a su menor indicación.
—Lobanillo.

e 40.
La antigúedad modulaba las sílabas con una dulzura que no ha-
bía oído en ninguna parte; las pronunciaba con la tímida ternura de
una enamorada. Puede que hubiera elegido un traje de novia preci-
samente por eso. ¿Por qué nadie había pronunciado mi nombre de
ese modo jamás?
Como pedía el cartel, esperamos «al final de la palabra»:
—Lobanillo.
Evidentemente, yo no tenía la menor idea del significado de esas
cuatro sílabas. Pero no tuve que esperar mucho.
Una mano completamente rosa apareció en el minúsculo jardín
y se posó sobre el encaje de la mesa. Sobre la mano creció un bultito
claro.
—Es eso —susurró el señor Enrique, que se había inclinado so-
bre el diccionario y nos leyó la definición: «Lobanillo: bulto indolo-
ro que se forma bajo la piel.»
Pasaron siete minutos de irreprochable silencio. No se oía más
que el lejano canto de los pájaros y el rumor del mar sobre la arena.
Luego, la mano y su bultito desaparecieron. Pero la palabra se quedó
en el aire, moviendo sus cuatro brillantes sílabas como una maripo-
sa. Al cabo de un momento, desapareció agitando las alas para decir
gracias, gracias por haberme pronunciado. La señora más vieja del
mundo se volvió hacia nosotros. Era imposible saber si nos veía.
Como ya te he dicho, en el lugar que suelen ocupar los ojos no había
más que pliegues.

0
El ventilador no aprobaba nuestra presencia. Como buen perro
guardián, gruñía y bufaba. Para defender a su dueña parecía dispues-
to a saltar sobre las visitas y cortarlas en rodajas.
Afortunadamente, el viento que producía volvió la página del
grueso diccionario. Y, con la misma voz dulce, enternecida, de ena-
morada, la nombradora, desentendiéndose de nosotros, leyó lenta-
mente las cinco sílabas de otra palabra:
—Equinodermos.
Una familia de erizos de mar surgió al instante sobre la hierba
del jardín.
— ¿Habéis comprendido en qué consiste su trabajo? —nos su-
surró el señor Enrique—. Devuelve la vida a las palabras raras. Sin
ella, caerían en el olvido para siempre.
Nos quedamos un buen rato en el pequeño jardín, fascinados por
el espectáculo de aquellas resurrecciones. ¿Qué es un «espinteróme-
tro»? Un aparato compuesto por dos piezas metálicas entre las que
salta una chispa. ¿Qué es un «crisomélido»? Una especie de insecto
coleóptero que en algunos sitios se llama «escritor». Enseguida, éste
se posó sobre una larga hoja de acanto y, presa de un hambre repen-
tina, hizo varios agujeros en forma de letras.
¡Oh, la alegría de aquellas palabras rescatadas del olvido! Cómo
se estiraban, qué manera de sacudirse el polvo... Algunas debían de
llevar siglos sin respirar aire puro.
¿Qué es un libro «ebúrneo»? Un libro con las páginas de marfil.
¿Qué son las «despabiladeras»? Las tijeras con que se quita la pavesa
o la parte ya quemada del pabilo o mecha a velas y candiles para avi-
var la luz.
Empezaba a anochecer. Salimos de puntillas y dejamos sola a
nuestra vieja amiga.
—¡M1 querida nombradora! —El señor Enrique tenía los ojos bri-
llantes como un niño que habla de su madre—. ¡Ojal viva milá
años!
¡Nos hace tanta falta!... Debemos protegerla de Necrolo.
Al ver mi expresión de angustia (¿quién sería aquel Necrolo?),
me agarró del hombro y me habló de política, como a una adulta:

«A
—Necrolo es el gobernador del archipiélago, y está empeñado
en ponerle orden. No soporta nuestra pasión por las palabras. Un día
me lo encontré. ¿Sabes lo que me dijo? «Todas las palabras son ins-
trumentos. Ni más ni menos. Instrumentos de comunicación. Como
los coches. Instrumentos técnicos, instrumentos útiles. ¡Qué ocu-
rrencia, adorarlas como a dioses! ¿Acaso adoramos a los martillos o
a las tenazas? Además, hay demasiadas. Por las buenas o por las ma-
las, pienso reducirlas a quinientas, seiscientas, a las estrictamente
necesarias. Cuando hay demasiadas palabras, se pierde el sentido del
trabajo. No tienes más que ver a los isleños: sólo piensan en hablar o
cantar. Créeme, esto va a cambiar...» De vez en cuando manda heli-
cópteros equipados con lanzallamas y le prende fuego a una biblio-
teca...
Me estremecí. ¡Así que ése era el famoso enemigo que nos ame-
nazaba! Presa de la cólera, el señor Enrique me apretaba el cuello con
los dedos cada vez más. No grité de milagro. Casi me hacía daño.
—No te engañes, Necrolo no está solo. Son muchos los que pien-
san como él, sobre todo los hombresde negocios, los banqueros, los
economistas... La diversidad de lenguas dificulta sus trapicheos: odian
tener que contratar traductores. Y es verdad que si reducimos la vida
alos negocios, al dinero, a comprar y vender, las palabras raras no son
muy necesarias. Pero no te apures; hace tiempo que aprendimos a de-
fendernos. ;

Así acabó nuestro tercer día en la isla. Así empezó para mí la cos-
tumbre de celebrar una pequeña ceremonia que no me ha dado más
que alegrías: todos los domingos por la noche, antes de dormirme,
me sumerjo durante unos minutos en el fondo de un diccionario;
elijo una palabra nueva para mí (tengo donde escoger: cuando pien-
so en todas las que no sé, me muero de vergúenza) y la pronuncio en
voz alta, con cariño. Entonces te juro que mi lámpara abandona la
mesa en la que habitualmente descansa y se va a iluminar alguna re-
gión del mundo ignorado.

dd e
Ocho

Un sollozo me despertó en plena noche. Era un sollozo que conoz-


co bien, una especie de bola que se me pone en la garganta, justo
debajo del sitio donde estaban mis amígdalas antes de que un ci-
rujano-carnicero me las quitara. La bola acude cuando estoy de-
masiado sola, para hacerme compañía. Entre nosotros, la verdad es
que preferiría un acompañante distinto. Pero no siempre podemos
escoger a nuestros amigos, y cualquier cosa es mejor que la sole-
dad.
Me senté en la cama. Si me quedo tumbada, el sollozo me im-
pide respirar.
«¿Y si lo intentara?»
No podía quitarme de la cabeza la imagen de la nombradora.
¿Tendría yo también el poder de hacer aparecer lo que nombrara?
No me atrevía a probar. Me palpitaba el corazón. Me temblaban las
manos. Pronuncié «mamá» en voz baja, para no molestar a Tomás,
que había conseguido dormirse.
Un segundo después, estaba allí, de pie ante mí: mi auténtica
madre, con su pelo rubio, su aroma a jabón, su sonrisa de niña, los
párpados entrecerrados y la mano abierta, siempre lista para acari-
ciarme la mejilla.
Nos miramos y nos remiramos en silencio hasta que nos s dolie-
ron los ojos. Tendría que haber hablado yo, pero no podía. Aún no
había recuperado mis palabras. Aún no me había repuesto de la
tormenta.

e A
Mamá se quedó sólo un ratito, a la luz de la luna. Yo tenía un ojo
puesto en mi reloj fosforescente y el otro en mi madre. Qué poco
duran siete minutos...
Hizo un gesto con la punta de los dedos —«¡adiós!»— y se mar-
chó, llevándose el sollozo. Mamá es así; me quita los sollozos. Espe-
ro que no se los guarde para ella. Un día inventaréun cubo dela
basura para sollozos. Los tirarían al vertedero y se los comerían las
ratas. Dicen que las ratas se lo comen todo. Nos sentiríamos más li-
geros. Después me dormí enseguida.

A
Nueve

—¡Dejadla tranquila!
Hacía ya un rato que, desde el fondo de mi sueño, oía los cuchi-
cheos cada vez más furibundos, «¡marchaos de una vez!», «¿no veis
que está durmiendo?», acompañados del batir de alas minúsculas y
leves zumbidos, como los de los mosquitos antes de picar.
Abrí los ojos lentamente. Una treintena de palabras revoloteaban
a mi alrededor. «Epítrope», «esparaván», «mirabel», «mastaba» y mu-
chas otras de las que ya no me acuerdo.
El sobrino sublime trataba de espantar aquel enjambre a abani-
Cazos.
—i¡Idiotas! ¡Si creéis que despertándola conseguiréis seducir-
10
Pobres palabras.. . Comprendía su insistencia perfectamente, Pero
¿Qué podía hacer yo? No tenía ni la vocación ni la paciencia de nues-
tra vieja amiga para pasarme el día nombrando. Mi profesión, a mi
edad, era jugar, nadar, vivir las veinticuatro horas del día, no susurrar
sílabas. Bajé de la cama de un salto, para gran susto de mis asaltantes.
Al comprender que conmigo perdían el tiempo, las palabras se fue-
ron a pedir ayuda a otra parte.
Desde el umbral de la puerta, el señor Enrique había presencia-
do la escena con una sonrisa aún más amplia que de costumbre. To-
más había sufrido el mismo asedio afectuoso que yo. Pero, como es
un poco bruto, le había faltado tiempo para espantar a sus visitantes
a almohadonazo limpio.

OS
A
—¡Vaya, vaya, parece que nuestras amigas os han adoptado! De-
cidme la verdad, los dos. ¿No os molesta un poco esta invasión?
Para ser sincera, a mí, que odio ordenar mi habitación, no me
habría importado poner un poco de orden en mi cabeza. Las palabras
se me amontonaban por todas partes, debajo del pelo, detrás de la
frente, detrás de los ojos... Las notaba apiladas a la buena de Dios en
los rincones más escondidos de mi cráneo. Sentía acercarse el dolor
de cabeza a grandes zancadas.
Para colmo de males, el señor Enrique se había puesto a arrancar
a su guitarra auténticos horrores, sonidos al azar, un caos realmente
cruel, una cacofonía que se me clavaba en los oídos y me taladraba los
tímpanos. ¿Qué habíamos hecho para merecer semejante tortura?
—Mirad, las palabras son como las notas. No basta con amon-
tonarlas. Sin reglas no hay armonía. Ni música. Sólo ruidos. La mú-
sica necesita el solfeo, como las palabras la gramática. ¿Recordáis algo
de gramática?
¡Buenoooo...!
Recordaba el horror de las conjugaciones, la tortura de los ejer-
cicios, la pesadilla de los participios irregulares...
Tomás aún hacía más muecas que yo.
—¿Hacemos una apuesta? —nos propuso el señor Enrique—.
S1 dentro de una semana sigue sin gustaros la gramática, rompo la
guitarra.
Le sonreímos educadamente, para contentarlo. Parecía tan con-
vencido... Pero conseguir que nos gustara la gramática, jamás. ¡Pobre
guitarra! Cuando ganáramos la apuesta, pediríamos su indulto.
El sublime nos esperaba fuera con cuatro caballos.
—La ciudad de las palabras está a nueve kilómetros. El primero
en llegar gana una canción mía.
Galopamos hasta quedarnos sin aliento. Para mí que dejaron
ganar a Tomás. :

e
Diez

Habíamos alcanzado la cima de una colina donde nos esperaba el


espectáculo más extraño y alegre que se pueda imaginar.
—A partir de ahora, nada de ruidos —nos susurró el señor En-
rique—. No hay que molestarlas.
No pude por menos de preguntarme qué importantes personajes
merecían tantas precauciones. ¿Una princesa a punto de besar a su
amante secreto? ¿Unos actores en pleno rodaje? La respuesta, mucho
más simple y totalmente imprevisible, no se hizo esperar. Con mu-
cho sigilo, me acerqué a una vieja y vacilante barandilla de madera.
A nuestros pies se extendía una ciudad, una auténtica ciudad, con sus
calles, sus casas, sus tiendas, un hotel, el ayuntamiento, una iglesia con
el campanario acabado en punta, un palacio de aspecto árabe del que
sobresalía una torre (¿una mezquita?), un hospital, un cuartel de bom-
beros... Una ciudad idéntica a las nuestras. Salvo en tres cosas:

1. El tamaño: todos los edificios eran la mitad de grandes de lo


normal. Parecía una maqueta, un decorado...
2. El silencio: por lo general, en las ciudades hay mucho ruido, co-
ches, motos, motores de todo tipo, descargas de agua, broncas,
el rumor de las pisadas sobre las aceras... Allí no había nada. Sólo
crujidos muy leves, imperceptibles frufrús.
3. Los habitantes: ni hombres ni mujeres; ningún niño. Lo único
que se veía en las calles eran palabras. Innumerables palabras, ra-
diantes bajo el sol. Se paseaban tan ricamente, estiraban sus sí-

ES
labas en el aire con toda naturalidad, avanzaban, algunas muy
serias, claramente conscientes de su importancia, amantes del
orden, de la línea recta (la palabra «Constitución», las palabras
«análisis de orina», que iban del brazo, la palabra «carburador»...).
Nada tan divertido como verlas pararse en los semáforos en
rojo, a pesar de que no había automóviles que amenazaran su
integridad. Las otras, mucho más juguetonas e incontrolables,
revoloteaban, caracoleaban y pirueteaban como minúsculos ca-
ballos locos, como mariposas borrachas: «placer», «sujetador»,
«aceite de oliva»... Yo seguía" sus evoluciones fascinada. Jamás
había prestado tanta atención a las palabras. No se me había ocu-
rrido ni por un segundo que pudieran tener personalidad propia,
como cada uno de nosotros.

AMS
El señor Enrique nos agarró por el hombro y nos susurró al oído
la historia de aquella ciudad:
—Un buen día, en nuestra isla, las palabras se rebelaron. Ocurrió
hace mucho tiempo, a principios de siglo. Yo acababa de nacer. Una
mañana, las palabras se negaron a seguir viviendo como esclavas.
Una mañana, se negaron a que la gente siguiera convocándolas a
cualquier hora, sin el menor respeto, para volver a arrojarlas al silen-
cio enseguida. Una mañana, no pudieron seguir soportando la boca
de los humanos. Estoy seguro de que nunca habéis pensado en el
calvario de las palabras. ¿Dónde esperan las palabras antes de que las
digamos? Pensadlo un segundo. En la boca. Entre caries y restos de
ternera atrapados entre los dientes; atufadas por el mal aliento, des-
pellejadas por lenguas estropajosas, sumergidas en ácida saliva. ¿Acep-
taríais vosotros vivir en una boca? Como iba diciendo, una mañana,
las palabras huyeron. Buscaron un refugio, un país donde pudieran
vivir a su aire, lejos de las odiadas bocas. Llegaron a este sitio, una
vieja ciudad minera abandonada desde que se agotó el oro. Y aquí se
quedaron. Bueno, ahora ya lo sabéis todo. Voy a dejaros solos hasta
esta noche; tengo que acabar mi canción. Podéis mirar todo lo que
queráis; las palabras no os harán ningún daño. Pero no se os ocurra
entrar en su ciudad. Saben defenderse. Pueden picar mejor que las
avispas y morder peor que las serpientes.

Supongo que a ti te pasará lo mismo que a mí antes de llegar a la isla.


Sólo conoces a las palabras en cautividad, tristes, incluso cuando pa-
recen sonreír. Así que tengo que decírtelo: cuando son libres de em-
plear su tiempo como les viene en gana, en lugar de servirnos, las
palabras llevan una vida la mar de alegre. Pasan el día disfrazándose,
maquillándose y casándose.
Al principio, mirando desde lo alto de la colina, no entendía
nada. Había tantísimas palabras... No veía más que un desorden
descomunal. Estaba perdida en aquella muchedumbre. Pero me
tomé mi tiempo y poco a poco empecé a reconocer las principales

Ni
tribus que componen el pueblo de las palabras. Porque las palabras
se organizan en tribus, como los humanos. Y cada tribu tiene su
oficio.
El primer oficio es designar las cosas. ¿Has estado en un jardín
botánico alguna vez? Delante de todas las plantas raras hay un car-
telito clavado en el suelo, una etiqueta. Ese es el primer oficio de las
palabras: poner una etiqueta a todas las cosas del mundo, para iden-
tificarlas. Es el oficio más difícil. ¡Hay tantas cosas, cosas complica-
das, y cosas que cambian constantemente! Y, sin embargo, hay que
encontrar una etiqueta para cada una. Las palabras que realizan esta
ardua tarea se llaman «nombres». La tribu de los nombres es la tribu
principal, la más numerosa. Hay nombres hombres, o masculinos, y
nombres mujeres, o femeninos. Hay nombres que etiquetan a los
humanos: son los nombres de pila. Por ejemplo, las Juanas no son
Tomases (afortunadamente). Hay nombres que etiquetan cosas que
se ven y otros que etiquetan cosas que existen pero son invisibles,
como los sentimientos, por ejemplo: la cólera, el amor, la tristeza...
No es de extrañar que en la ciudad, al pie de nuestra colina, los nom-
bres fueran mayoría. Las otras tribus tenían que luchar para hacerse
un sitio.
Para empezar, la pequeñísima tribu de los «artículos». Su papel
es sencillo y bastante inútil, reconozcámoslo. Los artículos van de-
lante de los nombres, agitando una campanilla: ¡atención, el nom-
bre que me sigue es masculino; atención, es femenino! El tigre. La
vaca. |
Los nombres y los artículos se pasean juntos de la mañana a la
noche. Y, de la mañana a la noche, su ocupación favorita es buscar
vestidos o disfraces. Viéndolos hormiguear por las calles de ese modo,
cualquiera diría que se sienten desnudos. Puede que tengan frío, has-
ta cuando hace sol. Así que se pasan el día en las tiendas.
Las tiendas pertenecen a la tribu de los «adjetivos».
Observemos la escena sin hacer ruido (de lo contrario, las pala-
bras se asustarán, saldrán volando en todas direcciones y no se les
verá el pelo en mucho tiempo).

Ds
El nombre femenino «casa» cruza la puerta del establecimiento,
precedido por «la», su artículo con campanilla.
—Buenos días, me veo un poco sosa, me gustaría arreglarme.
—En nuestros departamentos tenemos todo lo que necesita
—dice el encargado frotándose las manos ante la perspectiva de una
buena venta.
El nombre «casa» empieza a probarse cosas. ¡Qué dudas! ¡Qué
difícil es decidir! ¿Este adjetivo o mejor aquél? La casa se lo piensa.
Hay tanto donde elegir... ¿Casa «azul», casa «alta», casa «inteligente»,
casa «rural», casa «familiar», casa «modernista»? Los adjetivos gi-
ran alrededor de la clienta sonriendo seductoramente, para que los
adopte.
Tras dos horas de esta curiosa danza, la casa sale con el califica-
tivo que más le gusta: «encantado». Y entusiasmada con su compra,
no para de decirle a su criado, el artículo:

A
ca

1] Ya

—«Encantado», ¿te lo imaginas? Con lo que me gustan los fan-


tasmas, nunca volveré a estar sola... «Casa» es insustancial. «Casa» y
«encantado», ¿te das cuenta? Ahora soy el edificio más interesante
de la ciudad. Les daré miedo a los niños... ¡Oh, qué feliz soy!

53
—Espera —la interrumpe el adjetivo—, no tan deprisa. Todavía
no estamos concordados.
—¿Concordados? ¿Qué quieres decir?
—Vamos al ayuntamiento. Enseguida lo verás.
—;Al ayuntamiento! No pretenderás casarte conmigo, ¿verdad?
—No hay más remedio, puesto que me has elegido.
==Me pregunto si no me habré equivocado. No serás un adjeti-
vo demasiado pegajoso, ¿no?
—Todos los adjetivos somos pegajosos. Forma parte de nuestra
naturaleza.

A mi lado, Tomás observaba esas escenas con tanta pasión como yo.
Iba pasando el tiempo sin que nos acordáramos de almorzar. El in-
terés del espectáculo había acallado las voces de nuestros estómagos.
No era para menos, porque delante del ayuntamiento había mucha
animación. La hora de las bodas estaba a punto de llegar, y no nos
la habríamos perdido por nada del mundo.

EN
Once

La verdad es que eran unos matrimonios bastante raros.


Más bien amistades. Como en las escuelas de antaño, cuando no
eran mixtas. En el reino de las palabras, los chicos se juntan con los
chicos, y las chicas, con las chicas.
El artículo entraba por una puerta y el adjetivo por otra. El nom-
bre llegaba el último. Los tres desaparecían. Me los ocultaba el teja-
do del ayuntamiento. Habría dado lo que fuera por asistir a la ceremo-
nia. Supongo que el alcalde les recordaba sus derechos y deberes, y
que a partir de ese momento estaban unidos en lo bueno y en lo
malo.
Volvían a salir juntos, agarrados de la mano, concordados, todos
masculinos o todos femeninos: el castillo encantado, la casa encan-
tada... Puede que el alcalde hubiera instalado en el interior una má-
quina expendedora en la que los adjetivos se proveían de una «a»
final para casarse con un nombre femenino. No hay nada tan dócil y
acomodadizo como el sexo de un adjetivo. Cambia a voluntad, se
adapta al cliente.
Aunque en la tribu de los adjetivos había algunos que no eran
tan disciplinados. Nada de modificarse. Desde su nacimiento lo ha-
bían previsto todo terminando en «e». Éstos acudían a la ceremonia
con las manos en los bolsillos. «Elegante», por ejemplo. Esta astuta
palabreja se las sabía todas. La vi entrar en el ayuntamiento dos veces,
primero con «ropa» y luego con «paso». Ropa elegante (todo feme-
nino). Paso elegante (todo masculino). «Elegante» salió tan ufano.

ne
Concordado como dictan las reglas pero sin cambiar nada. De pron-
to, se volvió hacia la cima de nuestra colina y tuve la impresión de
que me guiñaba un ojo: «¿Lo ves, Juana? No he cedido. Se puede ser
adjetivo y conservar la identidad.»
¡Encantadores adjetivos, colaboradores indispensables! Qué abu-
rridos serían los nombres sin los regalos que les hacen los adjetivos,
sin la pizca de sal que les añaden, sin su color, sus detalles...
Y, sin embargo, ¡qué mal los tratan!
Voy a contarte un secreto: los adjetivos son unos sentimentales.
Creen que su matrimonio durará eternamente... Hay que ser inocen-
te y no tener ni idea de la infidelidad congénita de los nombres, au-
ténticos zascandiles que cambian de calificativo como de camisa. Aún
no han acabado de concordarse cuando despiden al adjetivo, vuelven
a la tienda para buscar otro y, sin la menor vergúenza, regresan al
ayuntamiento para casarse de nuevo. |
La casa, por ejemplo, parecía haberse cansado de sus fantasmas.
En menos de lo que se tarda en pronunciar sus dos sílabas, se enca-
prichó de «señorial». «Señorial», «casa señorial». ¿Qué te parece? ¿Por
qué no «real» o «imperial»? Y el pobre adjetivo «encantada» se vio
solo, vagando por las calles con el corazón destrozado, suplicando
que lo aceptaran: «¿Es que no le intereso a nadie? Añado misterio a
quien me elige... Una fuente, ¿hay algo más vulgar que una fuente
sin adjetivo? Con “encantada”, la fuentecilla más insignificante deja
de ser un chorro de agua cualquiera...»
Por desgracia para «encantada», los nombres pasaban de largo
sin mirarlo.
Ver tanto adjetivo abandonado le encogía a una el corazón.

Tomás sonreía como un lelo. Hace tanto que lo conozco que no ne-
cesito que abra la boca. Le leo el pensamiento como si fuera un libro
abierto. Sabía qué ideas se le estaban ocurriendo, ideas vulgares,
ideas típicas de chico: «¡Esta ciudad es un paraíso! Así tendría que
ser el matrimonio en Ae partes: eliges chica en la tienda, y dere-

OO
chos al ayuntamiento. Y al día siguiente, ¡zas!, otra chica y otra
boda.»
Me daban ganas de llorar de rabia y asco.
Pero me consolé con otro espectáculo, el del pequeño grupo re-
unido delante de la «Oficina de excepciones». Algún día te contaré
la historia de esa oficina. Haría falta un libro entero. Pero, lo confie-
so, me gustan las excepciones. Se parecen a los gatos. No respetan
ninguna regla; no hacen más que su santa voluntad. Esa mañana ha-
bía tres, un tórax, un dúplex y un clímax. Se estaban burlando de una
vendedora que les ofrecía eses:
—Mis eses son adhesivas. No tienen más que pegárselas en el
trasero para convertirse en plurales. Un plural tiene mucha más ca-
tegoría que un singular.
Los tres amigos se tronchaban.
FiEses, como todo el mundo? No, gracias. No nos hacen falta,
nos quedamos con nuestras equis. Sí, «x», como las películas eróticas
prohibidas a los menores de dieciocho años.
La vendedora se puso roja como un tomate y salió disparada.

ES
Doce

—Pero bueno, ¿no decíais que odiabais la gramática?


Absortos en el espectáculo de la ciudad, no habíamos oído volver
al señor Enrique. Empezábamos a conocerlo. Esa tarde, bajo su aire
de perpetua alegría (reír era su forma de mostrarse cortés), había au-
téntica felicidad. Debía de haber encontrado la rima que necesitaba
para su canción.
—A pasionante, ao Yo vengo aquí a menudo, a verlas vivir.
Me gusta la compañía de las palabras. Estoy seguro de que aún no
os habéis fijado en la tribu de las pretenciosas. ¡Las pretenciosas, sí!
Bajemos la voz. Las palabras tienen el oído muy fino. Y son anima-
lillos muy susceptibles. ¿Veis aquellas de allí, las que están sentadas
en los bancos, bajo la farola: «yo», «tú», «éste», «aquélla», «suyo»...?
¿Las veis? Son fáciles de reconocer. No se mezclan con las demás.
Siempre están juntas. Es la tribu de los «pronombres».
El señor Enrique tenía razón. Los pronombres miraban al resto
de las palabras con un desprecio que para qué...
—Les han dado un papel muy importante: ocupar el lugar de los
nombres en determinadas situaciones. Por ejemplo, en vez de decir
«La tempestad sorprendió a Juana y Tomás en alta mar», «El mar
dejó a Juana y Tomás en una isla» y «Los isleños han acogido a Jua-
na y Tomás», en lugar de repetir Juana y Tomás una y otra vez, re-
sulta más cómodo emplear el pronombre «los».
Mientras hablaba, un pronombre, «ésos», se levantó del banco y
saltó sobre un nombre plural que paseaba tranquilamente precedido

o
por su artículo, «los futbolistas». En un momento, «los futbolistas»
desaparecieron como si se los hubiera tragado «ésos». Ni rastro de
los futbolistas; «ésos» los había reemplazado. Yo no podía dar crédi-
to a mis ojos.
—Como habéis visto, los pronombres no sólo son pretenciosos,
también pueden mostrarse violentos. A fuerza de esperar una susti-
tución, acaban perdiendo la paciencia. —Nuestro asombro hacía
mucha gracia al señor Enrique—. ¿Qué pensabais? No os fiéis de su
aspecto dulce, amable, poético. Las palabras se pelean a menudo, y
son capaces de asesinar, como los seres humanos —nos aseguró an-
tes de seguir con su inspección—. ¡Vaya, parece que los solteros bus-
can novia para pasar la noche!
Aquella tribu también nos había pasado inadvertida, tal vez
porque era la única que no se acercaba al ayuntamiento. Estaba
claro que el matrimonio no iba con ellos. Aquella gente sólo bus-
caba aventuras efímeras. El señor Enrique confirmó nuestra im-
presión.
—Ay, esos adverbios!... ¡Esos sí que son invariables! No hay ma-
nera de concordarlos. Ni mujer capaz de meterlos en vereda, por
mucho que se empeñe.
Sentí que una sonrisa afloraba a mis labios. El enorme desbara-
juste que la tormenta había causado en mi cabeza empezaba a disi-
parse. Nombres, artículos, adjetivos, pronombres, adverbios... Formas
que apenas recordaba emergían lentamente de la niebla. Ahora sabía,
y para siempre, que las palabras son seres vivos agrupados en tribus,
que merecen nuestro respeto, que llevan, cuando les dejan, una vida
tan rica como nosotros, con la misma necesidad de amor, la misma
violencia oculta y mucha más fantasía.
A Tomás ya no le cabía más gramática en la mollera. Hipnoti-
zado, miraba los dedos del sobrino sublime, que se paseaban por las
cuerdas de su guitarra con agilidad de gato.
—Da la impresión de que te gusta más la música que las pala-
bras. Uno de estos días te llevaré a otra ciudad donde las notas viven
juntas, como las palabras aquí. ¡Oirás cada cosa!

Bd
Al ver que mi hermano tenía los ojos brillantes (parecían dos
brasas a punto de saltar de sus órbitas), el sobrino le puso la guitarra
en los brazos.
—Cuidado, si empiezas con la música, es para toda la vida. No
podrás prescindir de ella. —Mi hermano afirmó con la cabeza, serio
como nunca lo había visto. No ha nacido la mujer a la que esté dis-
puesto a dar un sí como ése—. Perfecto. Entonces enséñame la mano
izquierda. |
—Creo que es mejor que dejemos solos a los virtuosos —me su-
surró al oído la voz del señor Enrique—. No te preocupes, Juana, no
vas a perder nada con el cambio. Sígueme en silencio. Las palabras
son como nosotros. Por la noche se mueren de miedo. Huyen al me-
nor ruido sospechoso.

“=60-
Trece

Las palabras dormían.


Se habían posado en las ramas de los árboles y ya no se movían.
Nosotros caminábamos despacio por la arena para no despertarlas.
Yo, tonta de mí, aguzaba el oído: me habría gustado tanto descubrir
sus sueños... Me encantaría saber qué les ronda por la cabeza... Por
supuesto, no oía nada. Sólo el sordo rugido del oleaje a nuestras es-
paldas, detrás de la colina. Y un viento ligero. Tal vez sólo la respi-
ración del planeta Tierra avanzando en la noche.
Nos acercábamos a un edificio mal iluminado por una parpa-
deante cruz roja.
—Esto es el hospital —murmuró el señor Enrique.
Me estremecí.
¿El hospital? ¿Un hospital para las palabras? No podía creerlo.
Sentí una vergúenza repentina. Algo me decía que los responsables
de sus sufrimientos éramos nosotros, los humanos. Ya sabes, como de
la muerte de los indios de América, a causa de enfermedades llevadas
allí por los conquistadores europeos.
En los hospitales de palabras no hay mostrador de recepción ni
enfermeras. Los pasillos estaban desiertos. Sólo nos guiaban los res-
plandores azules de las lamparillas. Á pesar de nuestras precauciones,
las suelas de nuestros zapatos crujían sobre el parquet.
Como en respuesta, oímos un ruido muy débil. Dos veces. Un
gemido muy suave. Se colaba por debajo de una puerta, como una
carta deslizada discretamente, para no molestar.

Gl
El señor Enrique me lanzó una rápida mirada y decidió en-
trar.
Allí estaba, inmóvil en su cama. Era una frase muy pequeña y
muy conocida, demasiado conocida:

Te
quiero

Dos palabras delgadas y pálidas, muy pálidas. Las ocho letras


asomaban apenas sobre la blancura de las sábanas. Dos palabras uni-
das por sendos tubos de plástico a un gotero lleno de líquido.
Me pareció que la frasecilla nos sonreía.
Me pareció que nos hablaba:
—Estoy un poco cansada. Creo que he trabajado demasiado.
Tengo que guardar reposo.
— Vamos, vamos, Te quiero —le respondió el señor Enrique—,
que ya nos conocemos. Con el tiempo que hace que existes... Nos
enterrarás a todos. Unos días de descanso, y como nueva.
Luego se pasó un buen rato recitándole todas esas mentiras que
se dicen a los enfermos. El señor Enrique posó un guante de baño
empapado en agua fresca en la frente de Te quiero.

[C Y ICO

E
—De noche es un poco más duro. Durante el día, las otras pa-
labras vienen a hacerme compañía.
«Un poco cansada», «un poco más duro»... Te quiero sólo se que-
jaba a medias y añadía «un poco» a todas las frases.
—No hables más, descansa. Nos has dado tanto... Recupera las
fuerzas, nos haces mucha falta.
Y el señor Enrique le cantó al oído su canción más tierna:

La cervatilla echó a temblar


al oír al lobo aullar,
¡ñam, ñam, ñam, ñam!
Pero un valiente pastor
en sus brazos la tomó,
¡no, no, no, no!

—Ven, Juana, vámonos. Se ha quedado dormida. Ya volveremos


mañana.

—Pobre Te quiero. ¿Conseguirán salvarla?


El señor Enrique estaba tan afectado como yo.
Las lágrimas se me agolpaban en la garganta, pero no conseguían
subir hasta mis ojos. Llevamos dentro lágrimas demasiado pesadas.
Ésas jamás podremos llorarlas.
—Te quiero... Todo el mundo dice y repite «te quiero». ¿Te acuer-
das del mercado? Hay que tener cuidado con las palabras. No repetir-
las sin ton ni son. Ni emplearlas a tontas y a locas, unas por otras, di-
ciendo mentiras. Si no, las palabras se gastan. Y a veces es demasiado
tarde para salvarlas. ¿Quieres que visitemos a otras enfermas? —El
señor Enrique me miró—. No irás a desmayarte, ¿no?
Y, agarrándome del brazo, me sacó del hospital.

bh.
Catorce

Me secuestraron justo al día siguiente.


Tomás ya no se separaba del sobrino sublime ni soltaba la gui-
tarra. Había encontrado su aliada, su amiga. Yo había dejado de exis-
tir.
Muerta de celos (como ya he dicho, puedes querer a un herma-
no tanto como lo odias), decidí ir a dar un paseo por la playa.
Las letras de plástico seguían varando en la arena, pero los pája-
ros ya no se dejaban engañar. Pasaban a gran altura piando burlona-
mente.
De pronto aparecieron unos helicópteros negros.
No había acabado de gritar «¡Socorro!» cuando ya estaba a bor-
do.

—¿Dónde está tu hermano?


No había abierto la boca desde mi llegada a la isla principal. Des-
pués de todo, ¿para qué iba a abrirla? Los efectos de la tormenta se-
guían haciendo estragos en mi cabeza.
Al otro lado del enorme escritorio, un hombre calvo me miraba
fijamente con una sonrisa amenazadora.
El policía que estaba a su lado tomó el relevo del interrogato-
rio:
—Cuando el gobernador Necrolo te hace una pregunta, te con-
viene responder...

ENS
65 >
Por el momento, Necrolo fingía una dulzura que no tenía:
ES por tnbien
Alarma. Cuando un adulto empieza así, «es por tu bien», alar-
ma, todo el mundo a los refugios. El «por tu bien» suele anunciar
catástrofes, siestas que hay que echarse («es por tu bien, pareces can-
sada»), deberes que hay que repasar («es por tu bien; no querrás re-
petir, ¿verdad?»), teles que hay que apagar es por tu bien, la tele
engorda»)...
—Es por tu bien, pequeña. —Odio que me digan eso. De acuer-
do, sólo mido un metro cincuenta y cuatro; pero aún me quedan por
lo menos seis años para crecer—. No me mires así. No voy a hacer-
te daño. Hemos seguido tu terrible aventura. No te preocupes. No-
sotros cuidaremos de ti. Entendemos de naufragios. Sabemos los
traumas gramaticofónicos —¿perdón?— que provocan. Te dejaremos
como nueva en un santiamén. Y podrás volver a tu casa con tu her-
mano. Porque lo encontraremos, no te quepa duda. Tienes suerte,
porque entre nosotros está, en viaje de inspección, la especialista
mundial en la gramática de nuestra lengua. Que disfrutes de tu es-
tancia aquí, y no te molestes en darme las gracias, no hago más que
cumplir con mi deber. Hasta pronto, ya vendré de vez en cuando para
comprobar tus progresos.
Necrolo se inclinó hacia mí. Por supuesto, quería besarme, como
hacen todos los personajes importantes con todas las niñas para pa-
recer humanos. Por supuesto, yo lo esquivé e intenté huir. Por su-
puesto, los guardias volvieron a atraparme. Y una nueva vida empe-
zÓ para mí.

bs
Quince

En el pasillo, una voz.


Una voz de antes del naufragio.
Una voz que habría reconocido entre mil.
—El análisis del diálogo entre el lobo y el cordero muestra una
violación del modelo prototípico: minguna secuencia fática de aper-
tura y cierre.
Me tapé las orejas, pero la voz se colaba entre mis dedos como
una serpiente helada.
—Las premisas-presuposiciones no desempeñan ninguna fun-
ción en la argumentación erística elegida por el lobo.
Imposible huir. El guardia me sujetaba por los hombros.
—Por aquí —me dijo—. Ya hemos llegado. Ésta es la puerta de
tu clase. Hasta la noche.

Viejos. Sentados en sillas y detrás de mesas, en hileras, como en la


escuela; pero sólo viejos. Y también viejas. Yo ya me entiendo: no
eran del todo viejos ni del todo viejas, tenían unos treinta o cuaren-
ta años, pero para mí eran carcamales.
Y allí estaba también la señora Ruiz de la Jerga, que me son-
reía.
—Bienvenida, pequeña. Bienvenida a nuestro cursillo. ¿Te das
cuenta de la suerte que tienes? Son profesores. ¡Ya verás qué pronto
vuelves a aprender a hablar!

2
Por fin lo comprendía. Una clase entera de profesores. Seguían
una de esas famosas curas de cuidados pedagógicos.
¡Pobres profesores!
Me miraban con cara de pena. Uno alto y moreno me señaló una
silla vacía junto a la suya.
Y la señora Ruiz de la Jerga reanudó la clase, su incomprensible
monserga:
—Con el «me han contado» del verso veintiséis, el edificio dia-
léctico acaba de desmoronarse para dejar el campo libre a la sofística
del lobo. Pasemos ahora al final de la fábula:

Al fondo del bosque, donde es más espeso, (27)


el lobo lo lleva y allí lo devora (28)
sin más dilación ni mayor proceso. (29)

»Los versos veintisiete aveintinueve están constituidos por dos


proposiciones narrativas que tienen como agente a S2 (el lobo), y
como paciente a S1 (el cordero), mientras que los predicados llevar
/devorar quedan completados por una localización espacial (bosque).
En esta fase narrativa final, la carencia (hambre de S2), introducida
desde el comienzo como desencadenante-complicación, se resuelve
elípticamente. ¿Tienen ustedes alguna pregunta?

Me tuvieron dos semanas en el Secadero.


¿Se puede llamar de otro modo a nuestro instituto pedagógico?
Por la mañana nos enseñaban a hacer pedazos el idioma. Y, por
la tarde, a secar los pedazos que habíamos hecho por la mañana, a
quitarles toda la sangre, todo el jugo, los músculos y la carne.
Por la noche no quedaban más que jirones amojamados, viejos
filetes de pescado carbonizados, tán insípidos, duros y NEegruzcos que
ni los pájaros les hacían caso.
Entonces la señora Ruiz de la Jerga, satisfecha, brindaba con sus
adjuntos.

E
—Estoy orgullosa de ustedes. Nuestro trabajo avanza según lo
previsto. Mañana disecaremos a Racine, pasado mañana a Mo-
ltére...
¡Pobre idioma! ¿Cómo liberarlo de aquella encerrona?

¡Y pobres profes!
Se acercaba la fecha del examen. La prueba que más temían era
el «glosario», una lista de conceptos impuesta por el ministerio llena
de definiciones terribles. Para aprenderla trabajaban todo el día e
incluso por la noche, después de que apagaran las luces. En la oscu-
ridad, desde mi cuartito, cuya ventana daba a su dormitorio, oía vo-
ces bajas, cuchicheos que recitaban.
—«Aposición: esta función expresa la relación entre la palabra
(o grupo de palabras) apuesta y la palabra a la que está unida en apo-
sición, relación idéntica, en cuanto al significado, a la que une el
atributo y el término al que se refiere, pero diferente desde el punto
de vista sintáctico, puesto que no la establece el verbo.»
—«Valor de los tiempos: las formas verbales presentan el proce-
so de diversos modos, según el aspecto y según exista o no relación
entre el enunciado y la situación de enunciación. Á estas presenta-
ciones las llamamos valores.»
Algunos, que no conseguían metérselo todo en la cabeza, encen-
dían una pequeña linterna. Maldecían, echaban pestes y casi lloraban
leyendo aquel galimatías: «Así pues, una aproximación coherente a
los géneros debe contrastar sus manifestaciones en el habla con sus
realizaciones literarias, dentro de una perspectiva de poética gene-
plas
¡Pobres profesores perdidos en la noche!
Ojalá hubiera podido ayudarlos. Después de todo, aquel «glosa-
rio» estaba pensado para mí, alumna de sexto. Pero ¿tenía yo la cul-
pa de no entender una sola palabra?

28)
Dieciséis

SN CL
Durante la noche debía de habérseme metido un insecto en el
oído, y ahora el muy sinvergiienza me hacía cosquillas en el tímpano.
Se iba a enterar. Abandoné mi sueño a regañadientes: en el instante
en que mi barco iba a hundirse, un helicóptero blanco y silencioso
surgía de la nada. Se entreabría la portezuela, y una escala de seda
descendía hacia mí desde el cielo. Abrí los ojos.
—¡Qué envidia de sueño! Vamos. Vístete deprisa...
Sin desconfiar, seguí a la voz porque no veía nada. No distinguí al
señor Enrique hasta que estuve fuera, y vagamente, como a una som-
bra. Para salvarme se había disfrazado de camarero (traje negro) y
había pactado con la luna para que se fuera a iluminar a otra parte.
En la puerta del Secadero, sentado en la silla de costumbre, el
guardia-bedel dormía sonriendo con una comisura de los labios y
sosteniendo un puro con la otra. Al pasar a su lado, el señor Enrique
le dio unos golpecitos en el sombrero.
—Le he tarareado Una isla al sol. No hay quien resista mi nana.
Mañana por la mañana, Necrolo se pondrá hecho una furia.

En la piragua, de vuelta, cuando ya estábamos lejos del peligro, brin-


damos (con ron y más ron) a la salud del siniestro Necrolo. Luego
bailamos y bailamos, a riesgo de volcar mil veces. Y luego cantamos
y volvimos a cantar la nana de mi libertad:

E
Sólo es una isla al sol,
un islote como tantos,
donde se crían mis hijos
y yacen mas antepasados.

Comprenderás ahora por qué, cuando el sueño se resiste a acudir,


me basta con canturrear:

En las mañanitas frías


parece una desposada *
con el aliento por velo
y una cola rosada.

Apenas me da tiempo a recordar la confidencia del señor Enri-


que, sus dificultades para encontrar una rima a «desposada», su alegría
cuando vio la imagen de un traje de novia hecho de vaho y escar-
cha.
—La vida es áspera, Juana, ya te irás dando cuenta. Hay que
hacer lo posible por suavizarla. Y nada mejor que las rimas. Sí,
a menudo se esconden y no es fácil sacarlas de su madriguera.
Pero, una vez colocadas al final de las frases, se hacen eco unas
de otras. Parece que agitaran sus manitas amistosas. Te saludan
y te arrullan. Creo que si me faltaran no podría seguir vivien-
do.

Tomás me esperaba en la playa acompañado por el sobrino, cada vez


más sublime, decididamente. Yo creía que, como buen hermano, se
lanzaría al agua en cuanto me viera aparecer para estrecharme en sus
brazos. Y que adivinaría en sus ojos lo que le hubiese gustado decir-
me: «¡Ay, querida hermana, qué miedo he pasado, cuánto te he echa-
do de menos! No te habrán maltratado, ¿verdad? Porque, si lo han
hecho, los mataré, te lo juro.»
Pero mi hermano seguía siendo mi hermano.

E
Me dirigió una rápida mirada de fastidio («¿Estas son horas de
llegar?») y, sin prestar más atención a su hermana recién liberada,
siguió rasgueando la guitarra.

De vez en cuando me acuerdo de la señora Ruiz de la Jerga y de los


días de infelicidad que pasé en su compañía. No siento ningún deseo
de venganza, ningún arrebato de ira. Más bien tristeza. Me gustaría
tener una valentía, una generosidad que nunca tendré, desafiar a los
helicópteros negros y volver para salvarla de su enfermedad, una en-
fermedad que la corroe más cruelmente que el cáncer y le impide
vivir. No hay quien iguale a los médicos en bautizar de manera in-
comprensible las enfermedades que descubren. Yo carezco de su ta-
lento y su sentido del misterio. A la enfermedad que descubrí en la
señora Ruiz de la Jerga la llamaré simplemente miedo, miedo ate-
rrador al placer de las palabras.

Dir
Diecisiete

Pensaba que al día siguiente me dejarían dormir hasta tarde para que
me recuperara de mis aventuras. Qué poco conocía al señor Enri-
que... Bajo su aire de despreocupación y desenfado se ocultaba una
ión terrible: la que lo tocan a perseguir rimas de la mañana
a la noche.
Poco después del alba entreabrió la puerta de mi choza. Como
habrás supuesto, Tomás me había abandonado. Para poder consa-
grarse por entero a su nueva amiga, la guitarra, se había mudado a la
choza de al lado, en la que vivía su profesor.
—;¡ Arriba todo el mundo, las lecciones continúan! No creerías
que iba a darte vacaciones, ¿verdad? Ya hemos holgazaneado bastan-
te. Tienes que volver a hablar cuanto antes. Si no, la parte derecha de
tu cerebro, que es donde nacen las frases, se convertirá en desierto, la
lengua se te quedará aplastada y negruzca, como los peces que se po-
nen a secar al sol, y te pasarás el día babeando, porque la saliva ya no
tendrá nada que hacer en tu boca.
Como puedes figurarte, aquellas amenazas me obligaron a saltar
de la cama. Un instante después caminaba al lado de mi salvador.
—La señora Ruiz de la Jerga tiene su método. Yo tengo el mío.
¿Has visitado muchas fábricas? ¿No? No importa. La que te voy a en-
señar es muy especial. Y al mismo tiempo esencial. Seguramente es
la fábrica más necesaria de todas las fábricas. Ahora ponte esta más-
cara de apicultor y esta capa blanca. Necrolo no te dejará en paz así
como así. Pasarás un poco de calor, pero tendrás que llevar este dis-

¿E
fraz siempre que salgas a la calle, hasta que se olvide de ti. Y eso po-
dría tardar en ocurrir. Necrolo tiene buena memoria.

—Los esperaba más temprano...


El director de la fábrica más necesaria de todas
las fábricas me miró de arriba abajo. Era un persona-
je alargado. Parecía una jirafa descarnada, una espe-
cie de esqueleto gigante sobre el que hubieran pega-
do un poco de piel para no asustar del todo a la
gente. Faltó poco para que me echara a llorar. ¿Ha-
bía escapado de la señora Ruiz de la Jerga para caer
en manos aún más severas? ¿Estaría condenada a
sufrir las torturas de los gramáticos hasta el fin de
mis días? Y además, ¿por qué estaban tan delga-
dos aquellos gramáticos y aquellas gramáticas?
Mientras iniciábamos la visita, el señor Enri-
que me susurró la respuesta:
—El director parece un hombre temible,
pero es una bellísima persona. Lo que ocurre es
que ama tanto a las palabras, se preocupa tanto
por ellas de día y de noche, que se olvida de co-
mer. No es de extrañar que le falte grasa. Una vez
al mes hay que encerrarlo, abrirle la boca y cebarlo.
Si no, se moriría.
Yo tengo otra explicación, aunque no sé si vale algo. Júzgalo tú
mismo: a los gramáticos les apasiona la estructura de la lengua, su
osamenta. Precisamente por eso no tiene nada de raro que en ellos
lo más visible sea el esqueleto. Sí, ya lo sé, también hay gramáticos
gordos. Pero ¿acaso no es la gramática el reino de las excepciones?

El primer edificio de la fábrica más necesaria del mundo era una in-
mensa pajarera llena de mariposas.

STA
—Creo que a éstas ya las conoces —me dijo la jirafa.
Asentí (por fin había podido quitarme la máscara de apicultor).
Todos los nombres, mis amigos de la ciudad de las palabras, estaban
allí. Me habían reconocido y me saludaban regocijados apretujándo-
se contra los barrotes.
—¡Sí que eres popular!
El director-jirafa, pasmado ante semejante recibimiento, me son-
rió (es decir, hizo una mueca: ¿cómo va a sonreír alguien que no tie-
ne piel?). Yo rebosaba felicidad. La fábrica me había adoptado.
Avanzamos unos pasos hacia un enorme cristal tras el que, en di-
versas galerías, se afanaban otras palabras. Al verlas moverse en todas
direcciones sin parar cualquiera las habría confundido con hormi-
gas.
—Y de éstas, ¿te acuerdas? —Mi expresión apesadumbrada le
dio la respuesta—. Son los «verbos». Míralos, son unos fanáticos del
trabajo. No pueden estarse quietos ni un momento.
No exageraba. Aquellas hormigas, aquellos verbos, como los había
llamado el director, apretaban, tallaban, roían y reparaban; cubrían,
pulían, limaban, atornillaban y serraban; bebían, cosían, ordeñaban,
pintaban, crecían... en medio de un guirigay espantoso. Aquello pa-
recía un taller de locos donde cada cual trabajaba frenéticamente sin
preocuparse de los demás.
—Los verbos no pueden estar mano sobre mano —me explicó
la jirafa—, no va con su carácter. Trabajan las veinticuatro horas del
día. ¿Te has fijado en aquellos dos de allí, los que no paran de co-
rrer?
En aquel tremendo desorden no conseguía localizarlos. Pero de
pronto los distinguí: «ser» y «haber». ¡Qué pareja más servicial! Co-
rrían de acá para allá ofreciendo sus servicios a todos los verbos con
los que se encontraban: «¿Necesita usted ayuda? ¿Puedo echarle una
mano?»
—¿Has visto qué amables son? Por eso se les llama «auxiliares»,
del latín auxilium, socorro. Y ahora, a jugar. Vas a construir tu pri-
mera frase —me dijo, y me tendió una red para cazar mariposas—.

a
Empieza por lo más fácil. Acércate allí, a la pajarera, y elige dos nom-
bres. Después vienes al hormiguero para escoger el verbo. Vamos, no
tengas miedo. Te conocen, les caes bien, no van a morderte.
Qué fácil lo veía todo el director-jirafa... ¡Me habría gustado
verlo a él! Apenas entreabrí la puerta de la pajarera, me vi asaltada,
ahogada, cegada por un enjambre de nombres que se peleaban, se me
metían en los ojos, la nariz, las orejas, me hacían estornudar... Creí
que me mataban. Debían de aburrirse tantoen su prisión que todos
querían que los eligiera a ellos. Al tiempo que huía, agarré a dos por
las alas, al azar, «flor» y «diplodocus», y, pálida, temblorosa, medio
muerta, cerré la puerta a mi espalda.
La jirafa no me concedió un respiro.
—Venga, ahora tienes que atrapar un verbo.
Escarmentada por la experiencia precedente, no metí más que la
mano. Mano que, en un segundo, fue recubierta, lamida, mordida y
arañada, pero también acariciada, untada de pomada, lavada y ma-
quillada. Las hormigas-verbos se entregaban a su tarea con pasión.
Conmovida por sus atenciones, las dejé hacer durante unos segundos
y luego retiré la mano con una de ellas, atrapada al azar, dentro. «Mor-
disquear.»
—Bien. Ve a la máquina expendedora de artículos y vuelve a
verme.
Éstos eran mucho más formales. Había una columna para «mas-
culino» y otra para «femenino». Me bastó con apretar los dos botones
para que los portaestandartes que necesitaba, un «el» y un «la», ca-
yeran en la palma de mi mano.
—Perfecto. Ahora te sientas allí, ante aquel escritorio, pones tus
palabras sobre la hoja de papel y formas tu frase.
Seguía teniendo mis palabras, que tanto trabajo me había cos-
tado atrapar, bien sujetas por las alas, y no quería soltarlas, segura
como estaba de que se me escaparían. Después de todo, para una pa-
labra una frase es una prisión. Seguro que preferían pasear a su aire,
como en la maravillosa ciudad que me había enseñado el señor En-
rique.

E
Fue él quien acudió en mi ayuda.
—Confía en el papel, Juana. A las palabras les gusta tanto el pa-
pel como a nosotros la arena de la playa o las sábanas de la cama. En
cuanto rozan una página, se tranquilizan, ronronean y se vuelven
mansas como corderos. Prueba y verás. No hay espectáculo más her-
moso que una hilera de palabras sobre una hoja de papel.
Obedecí. Solté «flor», luego «mordisquear» y por último «diplo-
docus». El señor Enrique no me había mentido: el papel era el au-
téntico hogar de las palabras. En cuanto se acostaron en él, dejaron
de agitarse, cerraron los ojos y se abandonaron como un niño al que
le cuentan una historia.
—¿Te parece bonito?
La voz de la jirafa me sacó de mi enternecida contemplación.
Miré la frase que acababa de formar, mi primera frase después del
naufragio, y no pude contener la risa:
—La flor mordisquear el diplodocus.
—¿Dónde se ha visto algo parecido? ¡Una frágil planta devo-
rando a un monstruo! Por lo general, la primera palabra de una
frase es el «sujeto», aquel o aquella que realiza la acción. La últi-
ma es el «complemento», porque completa la idea esbozada por el
verbo.
Mientras el director hablaba, me apresuré a cambiar el orden.
«El diplodocus mordisquear la flor.»
—Eso está mucho mejor. Entre nosotros, no estoy seguro de que
esos grandes animales adoraran las flores. Pero en fin.. Última etapa:
vamos a «conjugar el verbo». «Mordisquear» es demasiado vago.
Y no dice cuándo ocurrió el hecho. Hay que dar un tiempo al verbo.
Un último esfuerzo, Juana, no pierdas la concentración. ¿Ves aquellos
relojes tan grandes? Ve allí. Y elige.

Una familia de relojes de pie con grandes péndulos de cobre se alza-


ba sobre una especie de estrado de madera. Sus esferas parecían vi-
gilar la fábrica más necesaria del mundo.

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78 -=
Subí los peldaños con el corazón palpitante y la hoja con la mi-
núscula frase en la mano.
Me acerqué al primer reloj, cuyo péndulo me tranquilizó. Osci-
laba como es habitual, hacia la izquierda, hacia la derecha, regular-
mente. En la madera del reloj había una abertura semejante a la boca
de un buzón. Con la mayor naturalidad, introduje mi hoja. Oí el
chirrido de unos engranajes y a continuación tres notas de carillón.
Y la hoja volvió a mis manos con la frase completada: «El diplodocus
mordisquea la flor.» Fue en ese momento cuando me fijé en el cartel:
«RELOJ DEL PRESENTE.» .
Alentada por el señor Enrique, continué mi paseo por el tiem-
po. Los dos relojes siguientes se anunciaban como los del pasado.
Sus péndulos se comportaban de un modo extraño: habían hecho
todo el recorrido hasta la izquierda, pero no volvían. Debían de es-
tar estropeados. ¿Y por qué dos? Nada parecía más simple que el
pasado. El pasado: el reino de lo que ha acabado y ya no volverá.
—Prueba con uno y luego con el otro y lo entenderás.
Envié y recibí mi hoja dos veces, y entonces comparé. El señor
Enrique leía por encima de mi hombro y comentaba los resulta-
dos:
—«El diplodocus mordisqueaba.» Ahí tienes al imperfecto. Es
un pasado, por supuesto, pero un pasado que duró mucho, un pasa-
do que se repetía. ¿Qué hacían los diplodocus todo el santo día, del
uno de enero al treinta y uno de diciembre? Mordisqueaban. En
cambio, con «mordisqueó» estamos ante el indefinido. Es decir, un
pasado que sólo duró un momento. Un día que, excepcionalmente,
quizá después de una indigestión, el diplodocus no tenía hambre,
mordisqueó una flor. El resto del tiempo devoraba. ¿Lo compren-
des?
Sencillo, nada más sencillo que ese pasado. Me acerqué al siguien-
te reloj, el del futuro. También tenía el péndulo atascado, pero en el
otro lado, a la derecha del todo. Metí la hoja, y «mordisquear» volvió
a mis manos convertido en «mordisqueará». El diplodocus había via-
jado al futuro: ¡mañana se comerá una flor como aperitivo!

SS
El péndulo del último reloj de pie se había vuelto loco. Más ve-
leta que péndulo, se movía en todas direcciones, a merced de un
viento tan inconstante como él.
—Ése es el reloj del condicional —me explicó el señor Enri-
que—. Nada es seguro, puede pasar de todo, pero ese todo depende
de las condiciones. Si hiciera buen tiempo, si se fundiera el hielo,
s1...,S1..., el diplodocus «mordisquearía». ae sigues? Podría mor-
casan pero no te lo garantizo.
El presente, los dos pasados, el futuro, A condicional... Cerré los
ojos y ordené cuidadosamente todas aquellas formas temporales den-
tro de mi cabeza.
—Bueno, Juana, ahora tengo que marcharme. La fábrica es tuya.
Ya ves que no te había mentido. ¿Conoces alguna fábrica más útil
que ésta? ¿Puede fabricarse en el mundo algo más necesario para los
seres humanos que las frases? Has comprendido elprincipio. Encon-
trarás el almacén de los adjetivos detrás de la pajarera de los nom-
bres. Y también una máquina expendedora de preposiciones para los
complementos circunstanciales: ir «a» París, volver «de» Nueva York...
Última recomendación: no te olvides del papel. Ya has visto que es
el único capaz de amansar a las palabras. En el aire son mucho más
volubles. Bueno, te dejo. ¡Que hagas buenas frases! Me las enseñarás
esta noche. Ahora me espera una canción.
El señor Enrique me di0 una palmada en un hombro y desapa-
reció.
Era su manera de hablar y también de vivir. Lo repetía a cada
instante: «Me espera una canción.» Como si hablara de su mujer, una
mujer frágil y muy amada, que podría desaparecer, desvanecerse en
el aire, si no llegaba a tiempo.
Lo has adivinado, estaba celosa. Desde entonces sueño a menu-
do que soy una canción. Un puñado de versos, una melodía. Una
noche, con la boca muy pegada a su oreja, le pediré a mi marido que
me cante, no cualquier cosa, no una canción, sino que me cante.
Amí. Será su manera más hermosa de amarme.

- 80
Dieciocho

Me pasé todo el día jugando. Era como si me hubieran devuelto los


cubos de mi infancia. Combinaba, acumulaba, desarrollaba... Fisgo-
neando por la fábrica había descubierto otras máquinas expendedo-
ras. La de las «interjecciones» (¡Ay! ¡Hala! ¡Arrea!) y la de las «con-
junciones» (pero, o, y, aunque, ni, por...), palabras diminutas pero la
mar de útiles para unir trozos de frase.
A medida que pasaban las horas, mi diplodocus se estiraba, se
alargaba, aumentaba de tamaño, serpenteaba como un río, se salía de
la página... :
Cuando el director-jirafa acudió a examinar mi trabajo, se quedó
de una pieza: «En el fondo del bosque impenetrable, el gigantesco y
verdusco diplodocus confesó a sus amigos entre lágrimas que había
modisqueado por error la for delicada, amarilla y rara, ni europea ni
americana, sino asiática, que un buhonero aterrorizado le había ven-
dido por un precio módico y que su prometida, una rubia gruñona,
irascible y rubicunda, a la que no obstante amaba con locura, espe-
raba impacientemente desde hacía años.»
—Las frases son como árboles de Navidad. Empiezas con el
abeto desnudo y vas adornándolo, decorándolo a tu gusto... hasta
que se viene abajo. Cuidado con tu frase: si la cargas con demasia-
das guirnaldas y bolas, es decir, adjetivos, adverbios y relativos,
puede que también se desmorone. —Me prometí que en adelante
construiría frases más ligeras—. No te apures. A los principiantes
siempre se os va la mano. La fábrica está a tu disposición. Y a la de

7
todos los habitantes de la isla que quieran divertirse con las frases.
Mira.
Me volví. Absorta en mi tarea, no había prestado la menor aten-
ción a quienes me rodeaban. Sin embargo, había docenas de hombres
y mujeres de todas las edades que jugaban como yo. Corrían de la
pajarera a las máquinas expendedoras, hacían cola ante los relojes y
reían como niños cuando lo que aparecía en el papel coincidía con
lo que esperaban o, mejor aún, los sorprendía.
—Los verdaderos amigos de las frases son como los fabricantes
de collares. Ensartan perlas y oro. Pero las palabras no sólo son her-
mosas. También dicen la verdad.
—¿Y qué hay detrás de esa puerta?
La jirafa me miró alborozada.
—¿Te has oído? Yo diría que estás curada, ¿no? ¡Sí, señor, la se-
ñorita Juana vuelve a hablar! ¡Se acabó la pesadilla de la tempestad!
La señorita Juana se sonrojó. La señorita Juana estaba al borde
de las lágrimas. Pero la señorita Juana es orgullosa y se las tragó. La
señorita Juana es educada, así que murmuró un «gracias». La seño-
rita Juana también es tozuda, así que repitió la pregunta:
—¿Qué hay detrás de esa puerta?
—Es el único sitio prohibido de mi fábrica. Anda, corre a buscar
al señor Enrique y hazle oír tu hermosa voz recién recuperada. ¿No
oyes la música? La fiesta está a punto de empezar.

e
Diecinueve

Toda la población se había reunido en la playa, la playa de nuestra


arribada.
Qué espectáculo tan extraño...
Los unos reían, cantaban y se abrazaban.
Los otros hácían gestos de cólera o pesar.
¿Qué estaba pasando?
Como de costumbre, el señor Enrique había adivinado mi pre-
gunta y se apresuró a responderla antes de que yo abriera la boca. Era
como si me oyera el pensamiento. ¿Sería su oído de esos que llaman
«absolutos»? Otras preguntas se atropellaban en mi cabeza. Aquel
poder adivinatorio, ¿estaba reservado a los músicos? ¿O también lo
tenían nuestros amigos, los amigos más íntimos? Y, en tal caso, ¿no
sería la amistad una especie de música?
—¿Me estás escuchando, Juana?
—Perdón, estaba pensando en cosas...
—Vaya. Cualquiera que «piense en cosas», sobre todo con este
calor, merece todos mis respetos. Aunque ese alguien que piensa en
cosas se olvide de dar las gracias.
—¿Dar las gracias? ¿Dar las gracias a quién? ¿Y por qué?
—En fin, yo diría que estás hablando. ¿No estás contenta de ha-
ber recuperado el uso de la palabra?
—¡Oh, perdón!
Casi me muero de vergúenza. Los ojos se me llenaron de lágri-
mas (normalmente, las chicas preferimos llorar a morirnos) y me

A
arrojé a los brazos del señor Enrique (ya había aprendido que pocos
hombres resisten los sollozos de una chica).
—-Vamos, vamos, cálmate... Tienes una buena excusa, estabas
pensan do
en cosas...
—;¡Por favor, no se burle de mí! ¿Qué está pasando?
—Celebramos el cumpleaños de nuestra vieja nombradora. Na-
die sabe cuándo nació. Pero ¿qué más da?
En ese momento se oyó un alarido en forma de nombre de pila.
A medio camino entre el insulto y el grito de alegría.
—;Juana! —Era mi hermano—. ¿Dónde estabas? Te he busca-
do por todas partes. —Mentira—. ¿Quieres oír lo que he aprendido
hoy?
—Pero, Tomás, ¡tú también hablas!
—Ha sido gracias a la música, que ha vuelto a poner orden en
mi cabeza. :
—El solfeo y la gramática, ¿aliados en la misma lucha?
— Exactamente.
El señor Enrique y su sobrino habían desaparecido. Sin duda tra-
gados por la alegre muchedumbre. Y allí estábamos los dos, mi her-
mano y yo, en familia. Muy cerca, una tortuga gigante ponía sus hue-
vos sobre la arena tranquilamente, sin preocuparse de nosotros ni del
jolgorio. Qué envidia. A mí también me gustaría poner huevos. Más
adelante, cuando llegue el momento de tener hijos. Ponerlos tiene que
doler menos que parirlos. Mi hermano tocaba la guitarra. Una luz
nueva para mí brillaba en sus ojos. “Tocaba Michelle, de los Beatles,
bastante bien, lo admito, sin desafinar demasiado. Puede que las pa-
labras no fueran su auténtico lenguaje. Empezaba a comprender por
qué me hablaba tan mal tan a menudo. Entonces paró. Debía de haber
acabado, de manera que lo aplaudí. Para darle una alegría. Darle ale-
grías a un hermano, a cualquier hora del día o de la noche... ¿Conoces
algún modo mejor de hacer llevadera la vida familiar?
—A propósito...
Tomás tiene una técnica para decirme cosas importantes: mirar
para otro lado. Compadezco a su futura mujer.

A
—A propósito, papá y mamá llegan mañana. Vienen a buscarnos,
en hidroavión.
— ¿Juntos? Espero que la isla les siente bien.
—¿Cuánto hace que no se hablan? ¿Crees que se hablarán en el
hidroavión?
—Imposible. Esos cacharros hacen demasiado ruido.

05
Veinte

Una puerta.
«Puedes recorrer la fábrica de punta a punta —me había dicho
la jirafa—. Pero jamás, ¿me oyes?, jamás abras esta puerta.»
Tenía el tiempo justo antes de que se hiciera de noche.

Al otro lado había tres, solamente tres, tres personas trabajando ante
sendas hojas de papel.
—¿Quién eres tú?
—Un escritor-piloto.
—¿Dónde está tu avión?
—En el fondo del mar.
—¿Y no lo echas de menos?
—Tengo las palabras. Cuando son tus amigas, lo reemplazan
todo, hasta los aviones rotos.
—¿Cómo te llamas?
—Antoine. Pero casi todo el mundo me conoce más por el di-
minutivo. Saint-Ex.
—¿Como el del Principito?
—Soy yo. La isla me recogió, como a ti. Es el único sitio al que
puede ir un escritor muerto.
—¡Pero tú no estás muerto, porque hablas!
—No estoy muerto porque escribo. Y si no me permites trabajar y

volveré a morirme. Así que te dejo. Buena suerte, Juana.

=86-
—Buena suerte a ti también.
Antes de marcharme, no pude evitar echar un vistazo al papel
por encima de su hombro. Sus frases eran cortas: «No hubo nada más
que un relámpago amarillo cerca de su tobillo. Quedó inmóvil un ins-
tante. No gritó. Cayó suavemente, como cae un árbol. En la arena,
ni siquiera hizo ruido.»

El segundo trabajador estaba muy pálido y tenía un bigote tan fino


que parecía una línea, una línea negra encima de la boca. Se había
construido una choza con trozos de corcho de los que retienen las
redes y el mar devuelve a las costas. Y allí, rodeado de todo aquel
corcho, escribía. Me miraba con una sonrisa dulce, triste, una sonri-
sa tan profunda que daba vértigo.

e
—¿Cómo te llamas?
Jana tur
Marcel
—Es un nombre muy viejo.
—Yo soy muy viejo.
Hablaba como si se hubiera quedado sin aliento. Sin embargo,
no tenía pinta de deportista. Para ser un superviviente, no parecía
estar en muy buena forma. Me prometí quello visitaría a menudo y
lo protegería.
—¿De verdad te interesan las frases? —me preguntó, y yo afirmé
con la cabeza—. Me temo que las mías te parecerán demasiado lar-
gas.
Me incliné sobre su hoja. «Pero, cuando llegó a casa, se le ocurrió
de pronto que quizá Odette esperaba a alguien esa noche, que tan
sólo había fingido cansancio, que apenas se había quedado sola había
vuelto aencender la luz y dejado entrar al hombre que pasaría la no-
che con ella.»
¿Le gustar
—No entiendo nada. Pero algo me dice aquí, en el corazón, que
tus frases me interesarán más adelante, cuando sea mayor. —Ahora
comprendía por qué se ahogaba. Sus frases eran tan largas que debían

88
de enroscársele en la garganta e impedirle respirar—. ¿Por qué haces
frases tan largas?
—Hay pescadores que capturan peces de superficie con un sedal
muy corto y un solo anzuelo. Pero para otros peces, los peces de las
profundidades, se necesitan sedales muy, muy largos.
—Como tus frases.
—Lo has entendido perfectamente. Ahora déjame. Cuando aban-
dono mis frases, me cuesta aún más respirar.
—Eres frágil. Yo cuidaré det1, OS
(Gracias.

De lejos parecía una mezcla de corral y zoo. O el embarcadero del


Arca de Noé. Veía lobos, burros, perros, loros, dos toros, un Zorro,
una liebre, ratones, un águila, doce leones y una leona, un cuervo, una
culebra...
Después distinguí al hombre al que rodeaba tanto bicho. Lleva-
ba un ancho sombrero de campesino. Á pesar de las apariencias,
también debía de escribir, como mis dos amigos precedentes, porque
tenía un libro abierto en una mano y una pluma de oca muy afilada
en una oreja. Al acercarme un poco más advertí que discutía con un
mono y un leopardo. O más bien escuchaba embelesado la discusión.
El felino manchado se creía hermoso, y el mono, astuto. ¿Qué es más
importante en este mundo, el aspecto físico o la inteligencia?
Esperé educadamente el final de ese viejo debate.
—Perdón, señor, me llamo Juana. ¿Todos los escritores necesitan
estar siempre rodeados de animales?
—Los escritores tienen por oficio la verdad. Y la mejor amiga de
la verdad es la libertad. Siendo los animales, por su propia naturale-
za, más libres que el ser humano, nadie presta más atención a sus
conversaciones que el literato.
No estaba segura de haberlo entendido todo. Lo único que es-
taba claro era que aquel hombre, como el señor Enrique, sentía pa-
sión por las rimas. Yo no las tenía todas conmigo. Si el mono me
sonreía, el leopardo gruñía. Pero antes de huir tenía que acabar mi
investigación. Me armé de valor y agarré el toro por los cuernos.
—Perdón, señor, ¿podría enseñarme una de sus frases? Es que
hago colección.
Sabía que para amansar a un autor, nada mejor que adularlo.
—Ay, mi querida Juana, si los jóvenes de hoy en día tuvieran tu
sentido común... A propósito, yo me llamo Jean.
Y, ronroneando, me enseñó su libro.
—De ésta, para qué negarlo, estoy satisfecho. Debería propor-
cionarme un poco de gloria: «Esta lección vale sin duda un queso.»
Me disponía a aplaudirlo (¡olé la brevedad, olé la precisión, es
usted un genio resumiendo, sí, señor!) cuando unos dedos ganchudos
me aferraron el hombro.
—¿Qué haces tú aquí? —La jirafa, ciega de cólera, me sacudía
sin contemplaciones—. ¡Te había prohibido la entrada a esta parte
de la fábrica!
Antoine, Marcel y Jean, mis tres nuevos amigos, acudieron en
mi auxilio.
—Juana es nuestra invitada permanente —dijeron, y entonces la
jirafa se apaciguó.

0
—¿Has visto qué hora és? A dormir ahora mismo. Te recuerdo que
tus padres llegan mañana. Tienes que estar en forma para recibirlos.
Antes de acostarme le hice en voz baja la pregunta que me re-
concomía desde que había abierto la famosa puerta:
—No lo entiendo. Esos tres... ¿están vivos o muertos?
—Cuando la muerte ronda a un gran escritor, sus amigas las pa-
labras se lo llevan en el último momento y lo traen aquí, para que
continúe con su trabajo.
—¿Qué es un gran escritor?
—Alguien que construye frases sin-preocuparse de las modas,
sólo para explorar la verdad.
—¿Y la muerte no sale en su busca?
—La Tierra es muy grande y tiene muchos escondrijos. Y, afor-
tunadamente, la muerte no es muy buena en Geografía.
—Gracias.
Y me fui disparada.

o
Veintiuno

Por supuesto, no pegué ojo.


Por supuesto, los llamé varias veces.
Sin éxito. Quizá mi poder no fuera lo bastante fuerte para alcan-
zarlos en el aire.
En la noche, a mi lado, con los dedos iluminados por una linter-
na, Tomás practicaba con su guitarra, una y otra vez. Quería darles
una sorpresa.
Yo también les había preparado regalos. Les haría visitar toda la
isla. Les haría volver a aprender frases.
Al día siguiente me levanté con el sol.

Los habitantes, incluido el director=jirafa y los tres escritores con


su lapicero en la oreja y su libro de notas, la vieja nombradora y su
ventilador-guardaespaldas, y las cabras, los caballos y los cerdos, se
habían congregado en la playa y, como nosotros, oteaban el hori-
zonte.
—;¡Ya lo veo! —gritó Tomás señalando hacia el oeste.
—;¡Yo también!
—Mentira, estás mirando hacia el otro lado.
—jJuana tiene razón. Vuestros padres llegan cada uno de una
punta del mundo.
Agachamos la cabeza. Por mucho que practiques, nunca acabas
de creer que tus padres se han separado.

00
De pronto, oímos un Tevoloteo formidable: las palabras, todas
las palabras de la isla, habían alzado el vuelo; las palabras del merca-
do, las palabras de la fábrica, las palabras de la ciudad de las palabras,
incluso las palabras del hospital, incluso la frasecilla enferma... Las
palabras raras de los viejos diccionarios se habían tomado unas va-
caciones y volaban al encuentro de los dos hidroaviones.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tomás.
Aquello parecía un eclipse. Todas aquellas palabras, aquellos mi-
les de palabras, nos ocultaban el sol.
—Fijaos —dijo el señor Enrique al tiempo que agarraba la gui-
tarra y empezaba a cantar.

La cervatilla echó a temblar


al oír al lobo aullar,
¡ñam, ñam, ñam, ñam!
Pero un vahente pastor
en sus brazos la tomó,
¡no, no, no, no!

Una tras otra, las palabras abandonaron su dulce canción y, como


las otras, se remontaron hasta el cielo.
—Ya lo veis, ahora sólo me queda la música.
—¿Qué ocurre? —repitió Tomás.
El señor Enrique sonreía.
—Las palabras son unos animalillos muy sentimentales. No so-
portan que dos seres humanos dejen de quererse.
—¿Por qué? Después de todo, no es asunto suyo.
—Ellas creen que sí. Para ellas, el desamor es silencio que cae
sobre la Tierra. Y las palabras odian el silencio.
— Visto así... —Tomás seguía empeñado en no comprender—.
Las palabras que expresan sentimientos, quiero, pasión, belleza, eter-
nidad..., todavía. Pero aquellas de allí, freidora, cepillo de dientes,
llave inglesa... Las palabras de la vida cotidiana, ¿por qué se interesan
por mis padres? ¿Qué tienen que ver con el amor?

e
94»
—Puede que designeñ cosas corrientes, actividades de todos los
días, pero también tienen grandes sueños, como nosotros, Tomás,
exactamente igual que nosotros.
Yo permanecía callada.
Acompañados por su cortejo de palabras voladoras, los dos hi-
droaviones amararon uno junto a otro.
Con un hilillo de voz, conseguí hacer la pregunta que me que-
maba en la lengua:
—Y las palabras... ¿también pueden hacer que reviva el amor?
El señor Enrique movió la cabeza. Esa mañana llevaba la guita-
rra de una forma extraña, como una herramienta, un pico o un hacha,
con el mástil al hombro.
—¿Me permites que te sea franco, Juana? Ahora ya eres mayor,
casi una adulta. Así que voy a decirte la verdad. No siempre, Juana.
Las palabras no siempre pueden hacer revivir el amor. Ni las palabras
ni la música. Desgraciadamente.
Había aparecido una banda de música, dos trompetas y al menos
diez tambores, que tocaban alegremente para nosotros, cada vez más
fuerte. El señor Enrique tuvo que explicarme el resto a gritos:
—Pero por intentarlo que no quede. Lo intentamos desde hace
diez mil años, Juana, lo intentamos todos...
Los dos hidroaviones se habían parado, aunque seguían con las
puertas cerradas en medio de la bahía. Los pájaros, celosos de todos
aquellos acontecimientos, rabiaban en lo alto del cielo.

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Después de naufragar el barco en que viajaban
hacia América, Juana y su hermano Tomás se
despiertan en una hermosa playa desconocida. Han
sobrevivido a la tormenta, pero no consiguen hablar,
pues el fuerte viento les ha arrebatado las palabras.
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A su encuentro acullin el señor Enrique y su sobrino, quienes serán


los encargados de devolverles el lenguaje antes de la llegada del
próximo barco.
Comienza así para los niños una mágica aventura en la cual, de la
mano del señor Enrique, recorrerán la isla y descubrirán cómo viven
y se relacionan las palabras, su inmensa variedad, sus diferentes
características, amores, humores y caprichos. Aprenderán también,
mientras se enfrentan al malvado Necrolo, cuyo único deseo es reducir
la población de palabras a un mínimo suficiente para su uso personal,
el valor y la belleza del lenguaje. |
Con humor e inteligencia, Orsenna transforma la gramática en un
juego divertido y ameno para todas las edades. La isla de las palabras
se convirtió en un éxito editorial tan pronto fue publicada en Francia,
donde se mantuvo en las listas de libros más vendidos durante treinta
y cinco semanas, y también en Italia, donde se han vendido más de
cien mil ejemplares en pocos meses.

Erik Orsenna (Francia, 1947) es miembro de la Academia Francesa, pertenece al


Consejo de Estado y es presidente del Centro Internacional del Mar. Autor de una
elogiada obra literaria, ha recibido importantes premios, entre ellos el Goncourt. Ha
sido profesor universitario y presidente de la Escuela Nacional Superior de Paisaje.
En la actualidad, escribe, navega y participa en la creación de un Observatorio de
Nuevas Técnicas de Lectura.

ISBN 84-7888-868-3
8-3

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www.salamandra.info
9788478888689
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