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Título original: La grammaire est une chanson douce
ISBN: 84-7888-868-3
Depósito legal: B-3.732-2004
Printed in Spain
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Gracias a Danielle Leeman,
catedrática de Gramática
en la Universidad de París-X-Nanterre.
Su sabiduría cordial y burlona
ha sido mi compañera
a lo largo de todo este viaje.
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Uno
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Aquella mañana de marzo, víspera de las vacaciones de Semana
Santa, un cordero saciaba tranquilamente su sed en una corriente de
agua pura. La semana anterior habíamos aprendido que todo zorro
adulador vive a costa del cuervo que lo escucha. Y la anterior a ésa,
una tortuga le había ganado una carrera a una liebre...
Lo has adivinado: todos los martes y todos los jueves, de nueve a
once, los animales más diversos invadían nuestra clase, invitados por
nuestra profesora. La joven señorita Lozano estaba locamente ena-
morada de La Fontaine. Nos paseaba de fábula en fábula como por
el más brillante y misterioso de los jardines.
—Escuchad esto, niños: «Una rana vio a un buey / y le gustó su
talla. / Ella, que no abultaba lo que abulta una nuez, / envidiosa se
infla, saca pecho y se engalla.» Y esto: «¡Vete, insecto canijo, deyec-
ción de la tierra! / Así le dijo un día / el león a la mosquita. / La otra
le declaró la guerra.» —Mientras recitaba, la señorita Lozano se son-
rojaba, palidecía... Como una auténtica enamorada—. ¿Os dais cuen-
ta? Esbozar la historia tan bien, en tan pocos versos... Veis a la rana
envidiosa, ¿no? Y a la pequeña mosca, ¿no la oís zumbar?
— Perdón, señorita, ¿qué quiere decir «deyección»?
—Lo mismo que mierda, Juanita.
Porque, a pesar de ser tan rubia y tan joven, a la señorita Lozano
no le daban miedo las palabras, y habría preferido morirse a dejar de
llamar al pan, pan, y al vino, vino.
—Dad gracias por haber pronunciado la primera palabra en una
de las lenguas más hermosas de la tierra. El idioma que hablamos es
nuestra patria. Aprendedlo, inventadlo. Será vuestro mejor amigo
toda
la vida.
DS
El personaje que entró en nuestra clase con el señor Martínez,
el director, esa mañana de marzo no era más que piel y huesos. ¿Hom-
bre o mujer? Imposible decirlo, porque su escualidez eclipsaba cual-
quier otra particularidad.
—Buenos días —dijo el director—. La señora Ruiz de la Jerga
nos ha honrado con su visita para llevar a cabo la inspección peda-
gógica reglamentaria.
—¡No perdamos más tiempo!
Con su primer gesto, la visitante despachó al señor Martínez (a
quien, habitualmente tan severo, yo jamáshabía visto así: todo son-
risas y reverencias). Con el segundo, apremió a nuestra querida se-
ñorita:
—Contimúe. Donde lo había dejado. ¡Y, sobre todo, como si yo
no estuviera aquí!
¡Pobre señorita Lozano! ¿Cómo hablar con normalidad delante
de semejante esqueleto? Nuestra profesora se retorció las manos,
respiró hondo-y, animosa, se lanzó:
—«Un cordero se abrevaba / en una corriente de agua pura; / sur-
ge un lobo en ayunas, que buscaba / aventura.» Un cordero... Como
sabéis, los corderos simbolizan la mansedumbre y la inocencia. ¿Ver-
dad que decimos «manso como un cordero» o «inocente como un
cordero recién nacido»? Y al instante imaginamos un paisaje en cal-
ma, tranquilo... El imperfecto confirma esa estabilidad. ¿Os acordáis?
Os lo expliqué en Gramática: el imperfecto es el tiempo de la dura-
ción que se prolonga; el imperfecto es el tiempo que se toma su
tiempo... Vosotros y yo habríamos escrito: «Un cordero bebía.» Sin
embargo, La Fontaine prefirió: «Un cordero se abrevaba.» Dos sí-
labas más; siempre el efecto de la duración: no corre ninguna prisa,
la naturaleza está en calma... Ahí tenéis un buen ejemplo de la «ma-
gia de las palabras». Sí, las palabras son auténticas brujas. Tienen
el poder de hacer surgir ante nuestros ojos cosas que no vemos. Es-
tamos en clase, pero, gracias a esta magia maravillosa, de repente nos
vemos en medio del campo, contemplando a un corderillo blanco
que...
me o
Ruiz de la Jerga estaba poniéndose nerviosa. Sus uñas, pintadas
de violeta, arañaban la mesa cada vez más fuerte.
— Señorita, por favor, su entusiasmo está fuera de lugar!
La señorita Lozano lanzó una rápida mirada a la ventana, como
si fuera a pedir socorro, y continuó:
—La Fontaine juega con los verbos como nadie. El lobo «surge»:
un presente. Lo normal habría sido utilizar el pretérito indefinido:
«Surgió un lobo.» ¿Qué aporta ese presente? Una sensación de ame-
naza más intensa. Es ahora, en este preciso instante. La calma de
la primera frase se ha roto de golpe. El peligro está ahí. Surge. Da
miedo.
—Ya veo, ya... Imprecisiones, vaguedades... Paráfrasis, cuando lo
que se le pide es sensibilizar a los alumnos para la construcción na-
rrativa. ¿Qué asegura la continuidad textual? ¿A qué tipo de progre-
sión temática nos enfrentamos? ¿Cuáles son los componentes de la
situación de enunciación? ¿Estamos ante una narración o ante un
discurso? ¡Eso sí que es fundamental! —El esqueleto Ruiz de la Jer-
ga se puso en pie—. No necesito oír más. Señorita, usted no sabe
enseñar. No respeta ninguna de las consignas del ministerio. No tie-
ne ningún rigor, ningún método, no distingue entre lo narrativo, lo
descriptivo y lo argumentativo.
Ni que decir tiene que para nosotros aquella Ruiz de la Jerga
hablaba en chino. Y la señorita Lozano parecía pensar lo mismo.
—Pero, señora, ¿no le parecen demasiado complicadas esas no-
ciones? Mis alumnos no han cumplido doce años, están en sexto...
—¿Y? ¿Acaso nuestros niños no tienen derecho a la exactitud de
la ciencia?
El timbre puso fin a la discusión.
NA
rección del instituto que se ocupará de usted. Vamos, deje de llori-
quear... Una semanita de cuidados pedagógicos, y en adelante no
tendrá más dudas sobre cómo actuar.
De la Jerga gruñó un «adiós».
Nosotros no respondimos.
Acompañada de Martínez, que la esperaba en el pasillo con sus
sonrisas y sus reverencias, la señora Ruiz de la Jerga se fue a torturar
a otra parte.
Esa noche soñé que alguien armado con unas pinzas se disponía a
abrirme la cabeza para meterme un montón de palabras que tenía al
lado, palabras tan secas como esqueletos. Por suerte, un león, una
mosquita y una tortuga acudían en mi auxilio y ponían en fuga al
malvado y sus pinzas.
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Dos
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El comandante se acercó a nosotros:
—Juana y Tomás, me dejáis pasmado. Parecéis dos viejos lobos
de mar. ¿Cómo podéis estar tan habituados al océano?
Las lágrimas acudieron a mis ojos (entre mis numerosas cualida-
des, sé llorar cuando lo requiere la ocasión).
—;¡Ay, señor comandante! Si conociera usted nuestra triste his-
toria...
Una vez más, conté la separación de nuestros padres. Su incapa-
cidad para vivir juntos, su sabia decisión de instalarse cada uno a un
lado del Atlántico en lugar de insultarse de la mañana a la noche...
—Comprendo, comprendo —murmuró el comandante, compa-
decido—. Pero ¿nunca viajáis en avión?
—¿Para estrellarnos mientras despegamos, como nuestra abuela?
Jamás.
Con los dientes clavados en el puño, Tomás se las veía y se las de-
seaba para mantener la seriedad.
¡Gracias, papá, gracias, mamá, por no saber quereros! Con una
familia normal, ¡jamás habríamos viajado tanto.
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Tres
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Una extraña debilidad ¡ba apoderándose de mí: incluso estaba
dispuesta a perdonar a Tomás todo el mal que me había hecho. Cuan-
do se acerca nuestra hora, nos olvidamos del orgullo.
Pero, si tenía que morir, que fuera respirando aire puro.
Cogí a Tomás de la mano y, aprovechando un fuerte cabeceo, nos
lanzamos hacia la puerta que daba al puente.
—¡Prohibido! —tronó el teniente—. ¡Os exponéis a caer al
agua!
Intentaron detenernos, pero era demasiado tarde: el transatlán-
tico volvió a alzar la proa hacia el cielo. Pobre tripulación... La últi-
ma imagen que conservo de ellos es la de un trío que grita y patalea
pegado a una paredblanca...
Fuera resultaba imposible respirar. El viento soplaba con dema-
siada fuerza, me ahogaba, me aplastaba la nariz con sus puñetazos...
Creí haber descubierto el modo de eludir sus rachas: volver la cabe-
za. Pero el viento comprendió mi patética estratagema, se me coló por
un oído y empezó a hacer limpieza general debajo de mi pelo. Todo
lo que sabía salía disparado por la otra oreja: mis lecciones de His-
toria, los datos que tanto me había costado memorizar, los verbos irre-
gulares ingleses... Pronto estaría completamente hueca. Y vacía.
Como yo, con los ojos como platos y las manos pegadas a las
orejas, Tomás intentaba protegerse.
De pronto, un largo aullido de sirena resonó en el aire: la orden
de alcanzar un bote de salvamento sin pérdida de tiempo.
«Bueno, mi pequeña Juana, hay que enfrentarse a la realidad: esta
vez es el fin. Es demasiado tarde para ir a buscar un salvavidas. Si
nos hundimos, ¿a quién te agarrarás?»
Busqué, rebusqué y volví a buscar ayuda en mi cerebro desierto.
Una palabra insignificante, la última que me quedaba, apareció acu-
rrucada en un rincón, dos sílabas minúsculas, tan aterrorizadas como
yo. «Dulce.» Dulce como la sonrisa tímida de papá cuando al fin de-
cidía hablarme como a una adulta, dulce como la caricia de mamá
sobre mi frente para ayudarme a conciliar el sueño, dulce como la
voz de Tomás en la oscuridad cuando me contaba que le gustaba una
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chica de segundo... «Dulce», dos sonidos insignificantes que siempre
me habían devuelto la confianza y las ganas de vivir mil años, o más.
Le grité a Tomás que hiciera como yo:
—¡Elige una palabra, la que más te guste!
Seguramente el estruendo le impidió oírme. La maldita tempes-
tad era demasiado encarnizada para que tuviéramos la menor opor-
tunidad. Apenas me dio tiempo a gritarle que lo odiaba y que también
lo quería. |
¿Habría elegido alguna sli como yo? ¿Y cuál? ¿Ferrari, fút-
bol? Nunca se lo he preguntado. Nuestras palabras preferidas son
cosas íntimas, como el color de nuestra sangre. Y estoy segura de que
se habría burlado de la mía, dulce, una auténtica palabra de chica.
Lentamente —¡oh, qué angustiosa es la lentitud!—, la popa de
nuestro barco se alzó hacia el cielo sin sol. Noté que caía... «Dulce
gui less » Me parecía que, a fuerza de decirla, la palabra
se hinchaba, como el cuello de algunos pájaros enamorados, y podía
rodearla con los brazos. Dulce, mi salvavidas...
Luego las luces negras se apagaron y tras ellas, uno a uno, todos
los ruidos. Después, nada.
DA
Cuatro
E
Nos miramos, tan perdido el uno como el otro. “Tan desesperados en
ese momento como felices de haber sobrevivido milagrosamente un
segundo antes.
Estábamos mudos. La tempestad nos había arrebatado todas
nuestras palabras.
Entonces —que todas sus barrabasadas pasadas y futuras le sean
perdonadas— Tomás me puso una mano en un hombro y, con la otra,
me mostró nuestro nuevo hogar: un paraíso. Una bahía bordeada
de árboles inmensos que tocaban el azul del cielo; un agua de un
verde muy claro, más transparente que el aire, y, a lo lejos, un encaje
de coral contra el que se rompían ruidosamente los embates del mar.
Ni el menor rastro del barco. E innumerables peces, unos, pequeños
y blancos; otros, más grandes y negros. Empujados por las olas, iban
a nuestro encuentro. Apareció un pájaro, luego diez, después mil...
Chillaban de alegría, se abatían sobre el agua, remontaban el vuelo,
volvían a chillar, a abatirse... Advertí que no conservaban sus presas
en el pico mucho tiempo. Apenas las atrapaban volvían a escupirlas.
Los pececillos caían girando en el aire, como hojas minúsculas y res-
plandecientes. Y, de pronto, los pájaros desaparecieron como habían
aparecido, chillando, pero esa vez de cólera, o eso supuse, pues no
sabía gran cosa de su lenguaje.
DA
VIRULÉ. A LA VIRULÉ. (del fr. has roulé.) 1 Se aplicó origi-
nariamente a la manera de llevar las medias, arrolladas en
la parte superior. 2 (inf.). Estropeado, torcido o en mal
estado: Le pusieron un ojo a la virulé. Lleva la corbata a la
virulé. 3 (Aplicado a personas.) Chiflado.
Una palabra que flotaba sobre el agua verde, una palabra aplas-
tada como una medusa o un lenguado. No había que ser muy lista
para imaginar lo que había ocurrido. La tempestad había sacudido a
los diccionarios tanto como a nosotros, y las palabras se habían des-
pegado. Ahora los diccionarios, despojados de su contenido, debían
de descansar en el fondo del mar, al lado de sus amigos, los campeo-
nes del Scrabble.
El mar nos devolvía lo que el viento nos había robado. Miles de
palabras, un banco inmenso, flotaban tranquilamente ante nuestros
ojos. Bastaba estirar el brazo para pescarlas. Aún recuerdo las pri-
meras que tuve en la mano.
La
Pero Tomás me vigilaba por el rabillo del ojo, así que abandoné
mis locas ideas y lo imité. Recogí las palabras en la palma de la mano
separando los dedos con el mayor cuidado para que se escurriera el
agua. Luego las extendí delicadamente sobre la arena para que se
secaran al sol. Un sol que, por cierto, era cada vez más fuerte: ¿no
quemaría a nuestras pequeñas náufragas? Tomás me sonrió (bravo,
hermanita, a veces no eres tan idiota). Para protegerlas fuimos a bus-
car hojas, grandes hojas de platanero.
Mi hermosa Aorecilla,
mi pájaro de las islas...
E
La aparición nos sonreía: un hombre menudo y moreno, tocado
con un canotier y tieso como una «i» en su traje de lino blanco. ¿De
qué planeta se habría caído? ¿De una película musical, de un carna-
val del pasado? No se me da muy bien calcular la edad de las perso-
nas negras. Pero, por las arrugas que le surcaban las comisuras de los
ojos y las manchas más claras que le salpicaban la piel, comprendí
que ya no era joven. Avanzó hacia nosotros. Fascinada, miré sus zapa-
tos, mocasines de dos colores, rojo y crema. Los calcetines brillaban
por su ausencia. Más que andar por la arena, como nosotros, parecía
bailar sobre ella. Levanté la cabeza justo á tiempo para estrechar la
mano que me tendía.
—Bienvenida, señorita. Todo el mundo me llama señor Enrique.
No temáis nada, estamos acostumbrados a los naufragios y a los náu-
fragos. Os presento a mi sobrino. Nosotros nos ocuparemos de vo-
SsOtros... |
Un quinceañero altísimo, vestido, a diferencia de su tío, con ropa
de colores chillones, camisa floreada y pantalón amarillo de pata de
elefante, lo acompañaba con una guitarra en bandolera. No despegó
los labios, demasiado ocupado sin duda en hacernos admirar sus
grandes ojos verdes. Estaba claro: era un sobrino sublime.
—No podéis hablar, ¿verdad? No os preocupéis, es normal des-
pués de las tremendas sacudidas que os ha dado la tempestad. Os
hemos visto desde la orilla. ¿Qué le habéis hecho al mar para que se
ponga tan furioso? ¡Y el viento, Dios mío, qué rachas! Es un milagro
que aún conservéis la cabeza sobre los hombros. —Nosotros nos ha-
bíamos puesto en pie con dificultad—. Bienvenidos a nuestra isla.
Un buen sueñecito, y mañana estaréis como nuevos. Acompañadnos,
os mostraremos vuestro alojamiento.
Mal que bien, los seguimos y llegamos a un poblado de chozas
de paja. El señor Enrique abrió la puerta de la primera, en cuyo in-
terior nos esperaban dos camas bajas.
—Si os despertáis con hambre, encontraréis fruta, agua fresca y
pescado ahumado en esa cesta. Bueno, no os preocupéis, os devol-
veremos las palabras que os arrebató el huracán. Y algunas otras que
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sin duda os gustarán. Nuestra isla tiene poderes..., ¿cómo diría?, casi
mágicos. Vuestros padres se quedarán de una pieza. A propósito, el
próximo barco no llega hasta dentro de un mes. Tenemos tiempo de
sobra...
El sobrino sublime se hacía el interesante del modo habitual, sil-
bando por lo bajo, dando golpecitos en el suelo con un pie y miran-
do a otro lado. Pero yo veía sus ojos verdes perfectamente; brillaban
en la penumbra y me lanzaban rápidas miradas.
Nuestros nuevos amigos salieron y cerraron la puerta. Tamizados
por las persianas, los rayos del sol acariciaban el suelo de la choza.
La tímida canción de una guitarra empezó a arrullarnos. ¿Quién to-
caba para nosotros? ¿Quién comprendía que necesitábamos música
después de los desmedidos estruendos de la tormenta? ¿El señor En-
rique, el viejecito cepa o su sobrino, el sublime de los ojos ver-
des?
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Cinco
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mo), palitos que se chupan llamados «palos t1esos» (para curar la
pereza de los maridos)... Y una abigarrada muchedumbre que par-
loteaba, discutía, chismorreaba, se insultaba, se desternillaba... Sin
contar, a ras de tierra, el doble ejército de los niños, que berreaban
de lo lindo y chillaban «mamá», y de los perros, que, boquiabiertos
y babeantes, como auténticos cubos de la basura vivientes, engullían
todo lo que caía al suelo e iban a tumbarse al sol para masticarlo
pensativamente.
Al final de la calle, cambio de atmósfera: cuatro tiendecitas alre-
dedor de una rotonda. Parecía la plaza de un pueblo en miniatura...
Todos los clientes se acercaban hablando entre dientes y lanzando
miradas inquietas a diestro y siniestro, como quien tiene secretos que
proteger.
—Éste es nuestro mercado de palabras —dijo el señor Enri-
que—. Aquí es donde hago mis compras. Aquí encontraréis o recu-
peraréis todo lo que necesitáis.
Y se acercó a la primera tienda, que un trozo de percal colgado
sobre la entrada anunciaba así:
«30.
ELVOCABULARIO DELAMOR
Als
—¡Ésa, ésa me gusta! ¡Desesperación, estoy en plena desespera-
ción!
La mujer deslizó una moneda en la mano del vendedor y se mar-
chó reconfortada. Llevaba su nueva palabra en brazos, desesperación,
desesperación... Ya no estaba sola, había encontrado a alguien a quien
hablar.
El siguiente comprador era un viejo de al menos cuarenta años;
yo no sabía que a la gente de esa edad le importara el amor.
Verá nd mujer ya no soporta mis «te quiero». «Después de vein-
te años, podrías variar; inventa otra cosa o me voy», me dice.
—Eso es fácil. Podría decirle: «Tengo la mosca detrás de la ore-
ja.»
—¿Para que se crea que no me lavo?
—Pues entonces: «Me muero por tus Pao »
—¿Y eso qué significa? :
—Mi amor por ti es tan completo que sufro hasta cuando te cor-
tas las uñas. Me gustan todos y cada uno de tus pedazos. Te quiero
desde la punta del pelo hasta los dedos gordos de los pies.
—Bueno, voy a probar. Si esa frase no funciona, se la devuelvo.
DIOSDADO
NOMBRADOR DIPLOMADO
DE PLANTAS Y PECES
ES
o con la misteriosa
MARÍA LUISA
ETIMÓLOGA EN CUATRO LENGUAS
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dos le iban a mi hermano como anillo al dedo y eran más eficaces
que mis apelativos habituales, «idiota», «cretino», «nulidad»...
Iba a cubrirlo de vilipendios. Acababa de aprender esa palabra,
«vilipendio», de «vilipendiar», es decir, tratar a alguien de vil. Cubri-
ría de vilipendios a mi adorado y odiado hermano para aplastarlo
bajo ellos, lo vilipendiaría para que se retorciera a mis pies suplican-
do piedad en cuanto me viera abrir la boca.
Desde ese momento sentí vergúenza de mi vida anterior, la vida
anterior al naufragio, una vida de pobre, una existencia de medio
muda. ¿Cuántas palabras utilizaba antes de la tempestad? Doscientas,
trescientas, siempre las mismas. Allí iba a enriquecerme, de allí vol-
vería con un tesoro...
dE
Seis
E
¿De qué estaban hablando? ¿Y quién quería encarcelarme?
Como nuestros acompañantes, oteé el horizonte. ¿Por dónde
aparecerían mis enemigos?
Afortunadamente, nuestra travesía duró apenas un cuarto de hora
y nadie la perturbó.
E
»
E
—Como quedan cinco mil lenguas vivas sobre la Tierra, en el
año dos mil cien no habrá más que la mitad... Y después, ¿qué?
La caída de la noche hizo desaparecer su cólera. Como si la os-
curidad, junto con la música, fuera la auténtica y única casa del señor
Enrique, el lugar donde podía vivir a sus anchas sin temer nada.
Apenas llegamos, nos dejó varando la piragua y fue a unirse a
una banda de música que tocaba no lejos de la playa, en el lindero
del bosque. |
Tardé en dormirme el tiempo de tumbarme en la arena y saludar
educadamente a las estrellas.
28
Siete
Por lo general odio a las señoras mayores. No hay animales más hi-
pócritas. Con nosotros, los niños, son todo miel, caricias y «¡ajo, ajo!»
cuando están delante los padres. Pero, en cuanto les dan la espalda, se
vengan de nuestra juventud, nos pellizcan con sus dedos descarna-
dos de bruja, nos pinchan con sus agujas de hacer punto o, peor aún,
nos besan cada dos por tres para castigarnos por oler tan bien y tener
la piel tan suave.
Sin embargo, la que me presentaron ese día me gustó al ins-
tante.
Una casita como hay tantas a la orilla de todas las playas: insignifi-
cante, blanca, dos pisos, dos ventanas y un balcón para emborrachar-
se de horizonte. Sobre la puerta, un cartel:
BO o
El señor Enrique entró. Nadie. Atravesamos el salón abarrotado
de animales disecados y apolillados y libros hechos trizas. ¿Acaso a
la gente de aquella isla le gustaban tanto las novelas que las devora-
ba? Aparte de eso, nada. Sólo nos guiaba el murmullo. Otra puerta.
El jardín. Un cuadrado minúsculo con tres palmeras y una mesa re-
donda cubierta con un tapete de encaje sobre el que descansaba un
grueso diccionario abierto.
Y bien tiesa en una silla de respaldo muy alto, parecida a las que
se ven en los castillos, vestida con un traje blanco de fiesta, la perso-
na más vieja que haya visto jamás. Entiéndeme: no ya arrugada, sino
fruncida, plisada, surcada por auténticos cañones, con los ojos ocul-
tos bajo inverosímiles pliegues y la boca sumida en el fondo de un
agujero. Coronaba el conjunto una cabellera inmaculada, la melena
de una leona de las nieves. Ni me atrevía a imaginar la cantidad de
años necesarios para labrar aquellos surcos en la piel y lavar y relavar
aquel cabello.
Un ventilador velaba por aquella antigúedad. Un ventilador que
parecía un perro. Con su gran ojo único clavado en su dueña, gruñía
a su menor indicación.
—Lobanillo.
e 40.
La antigúedad modulaba las sílabas con una dulzura que no ha-
bía oído en ninguna parte; las pronunciaba con la tímida ternura de
una enamorada. Puede que hubiera elegido un traje de novia preci-
samente por eso. ¿Por qué nadie había pronunciado mi nombre de
ese modo jamás?
Como pedía el cartel, esperamos «al final de la palabra»:
—Lobanillo.
Evidentemente, yo no tenía la menor idea del significado de esas
cuatro sílabas. Pero no tuve que esperar mucho.
Una mano completamente rosa apareció en el minúsculo jardín
y se posó sobre el encaje de la mesa. Sobre la mano creció un bultito
claro.
—Es eso —susurró el señor Enrique, que se había inclinado so-
bre el diccionario y nos leyó la definición: «Lobanillo: bulto indolo-
ro que se forma bajo la piel.»
Pasaron siete minutos de irreprochable silencio. No se oía más
que el lejano canto de los pájaros y el rumor del mar sobre la arena.
Luego, la mano y su bultito desaparecieron. Pero la palabra se quedó
en el aire, moviendo sus cuatro brillantes sílabas como una maripo-
sa. Al cabo de un momento, desapareció agitando las alas para decir
gracias, gracias por haberme pronunciado. La señora más vieja del
mundo se volvió hacia nosotros. Era imposible saber si nos veía.
Como ya te he dicho, en el lugar que suelen ocupar los ojos no había
más que pliegues.
0
El ventilador no aprobaba nuestra presencia. Como buen perro
guardián, gruñía y bufaba. Para defender a su dueña parecía dispues-
to a saltar sobre las visitas y cortarlas en rodajas.
Afortunadamente, el viento que producía volvió la página del
grueso diccionario. Y, con la misma voz dulce, enternecida, de ena-
morada, la nombradora, desentendiéndose de nosotros, leyó lenta-
mente las cinco sílabas de otra palabra:
—Equinodermos.
Una familia de erizos de mar surgió al instante sobre la hierba
del jardín.
— ¿Habéis comprendido en qué consiste su trabajo? —nos su-
surró el señor Enrique—. Devuelve la vida a las palabras raras. Sin
ella, caerían en el olvido para siempre.
Nos quedamos un buen rato en el pequeño jardín, fascinados por
el espectáculo de aquellas resurrecciones. ¿Qué es un «espinteróme-
tro»? Un aparato compuesto por dos piezas metálicas entre las que
salta una chispa. ¿Qué es un «crisomélido»? Una especie de insecto
coleóptero que en algunos sitios se llama «escritor». Enseguida, éste
se posó sobre una larga hoja de acanto y, presa de un hambre repen-
tina, hizo varios agujeros en forma de letras.
¡Oh, la alegría de aquellas palabras rescatadas del olvido! Cómo
se estiraban, qué manera de sacudirse el polvo... Algunas debían de
llevar siglos sin respirar aire puro.
¿Qué es un libro «ebúrneo»? Un libro con las páginas de marfil.
¿Qué son las «despabiladeras»? Las tijeras con que se quita la pavesa
o la parte ya quemada del pabilo o mecha a velas y candiles para avi-
var la luz.
Empezaba a anochecer. Salimos de puntillas y dejamos sola a
nuestra vieja amiga.
—¡M1 querida nombradora! —El señor Enrique tenía los ojos bri-
llantes como un niño que habla de su madre—. ¡Ojal viva milá
años!
¡Nos hace tanta falta!... Debemos protegerla de Necrolo.
Al ver mi expresión de angustia (¿quién sería aquel Necrolo?),
me agarró del hombro y me habló de política, como a una adulta:
«A
—Necrolo es el gobernador del archipiélago, y está empeñado
en ponerle orden. No soporta nuestra pasión por las palabras. Un día
me lo encontré. ¿Sabes lo que me dijo? «Todas las palabras son ins-
trumentos. Ni más ni menos. Instrumentos de comunicación. Como
los coches. Instrumentos técnicos, instrumentos útiles. ¡Qué ocu-
rrencia, adorarlas como a dioses! ¿Acaso adoramos a los martillos o
a las tenazas? Además, hay demasiadas. Por las buenas o por las ma-
las, pienso reducirlas a quinientas, seiscientas, a las estrictamente
necesarias. Cuando hay demasiadas palabras, se pierde el sentido del
trabajo. No tienes más que ver a los isleños: sólo piensan en hablar o
cantar. Créeme, esto va a cambiar...» De vez en cuando manda heli-
cópteros equipados con lanzallamas y le prende fuego a una biblio-
teca...
Me estremecí. ¡Así que ése era el famoso enemigo que nos ame-
nazaba! Presa de la cólera, el señor Enrique me apretaba el cuello con
los dedos cada vez más. No grité de milagro. Casi me hacía daño.
—No te engañes, Necrolo no está solo. Son muchos los que pien-
san como él, sobre todo los hombresde negocios, los banqueros, los
economistas... La diversidad de lenguas dificulta sus trapicheos: odian
tener que contratar traductores. Y es verdad que si reducimos la vida
alos negocios, al dinero, a comprar y vender, las palabras raras no son
muy necesarias. Pero no te apures; hace tiempo que aprendimos a de-
fendernos. ;
Así acabó nuestro tercer día en la isla. Así empezó para mí la cos-
tumbre de celebrar una pequeña ceremonia que no me ha dado más
que alegrías: todos los domingos por la noche, antes de dormirme,
me sumerjo durante unos minutos en el fondo de un diccionario;
elijo una palabra nueva para mí (tengo donde escoger: cuando pien-
so en todas las que no sé, me muero de vergúenza) y la pronuncio en
voz alta, con cariño. Entonces te juro que mi lámpara abandona la
mesa en la que habitualmente descansa y se va a iluminar alguna re-
gión del mundo ignorado.
dd e
Ocho
e A
Mamá se quedó sólo un ratito, a la luz de la luna. Yo tenía un ojo
puesto en mi reloj fosforescente y el otro en mi madre. Qué poco
duran siete minutos...
Hizo un gesto con la punta de los dedos —«¡adiós!»— y se mar-
chó, llevándose el sollozo. Mamá es así; me quita los sollozos. Espe-
ro que no se los guarde para ella. Un día inventaréun cubo dela
basura para sollozos. Los tirarían al vertedero y se los comerían las
ratas. Dicen que las ratas se lo comen todo. Nos sentiríamos más li-
geros. Después me dormí enseguida.
A
Nueve
—¡Dejadla tranquila!
Hacía ya un rato que, desde el fondo de mi sueño, oía los cuchi-
cheos cada vez más furibundos, «¡marchaos de una vez!», «¿no veis
que está durmiendo?», acompañados del batir de alas minúsculas y
leves zumbidos, como los de los mosquitos antes de picar.
Abrí los ojos lentamente. Una treintena de palabras revoloteaban
a mi alrededor. «Epítrope», «esparaván», «mirabel», «mastaba» y mu-
chas otras de las que ya no me acuerdo.
El sobrino sublime trataba de espantar aquel enjambre a abani-
Cazos.
—i¡Idiotas! ¡Si creéis que despertándola conseguiréis seducir-
10
Pobres palabras.. . Comprendía su insistencia perfectamente, Pero
¿Qué podía hacer yo? No tenía ni la vocación ni la paciencia de nues-
tra vieja amiga para pasarme el día nombrando. Mi profesión, a mi
edad, era jugar, nadar, vivir las veinticuatro horas del día, no susurrar
sílabas. Bajé de la cama de un salto, para gran susto de mis asaltantes.
Al comprender que conmigo perdían el tiempo, las palabras se fue-
ron a pedir ayuda a otra parte.
Desde el umbral de la puerta, el señor Enrique había presencia-
do la escena con una sonrisa aún más amplia que de costumbre. To-
más había sufrido el mismo asedio afectuoso que yo. Pero, como es
un poco bruto, le había faltado tiempo para espantar a sus visitantes
a almohadonazo limpio.
OS
A
—¡Vaya, vaya, parece que nuestras amigas os han adoptado! De-
cidme la verdad, los dos. ¿No os molesta un poco esta invasión?
Para ser sincera, a mí, que odio ordenar mi habitación, no me
habría importado poner un poco de orden en mi cabeza. Las palabras
se me amontonaban por todas partes, debajo del pelo, detrás de la
frente, detrás de los ojos... Las notaba apiladas a la buena de Dios en
los rincones más escondidos de mi cráneo. Sentía acercarse el dolor
de cabeza a grandes zancadas.
Para colmo de males, el señor Enrique se había puesto a arrancar
a su guitarra auténticos horrores, sonidos al azar, un caos realmente
cruel, una cacofonía que se me clavaba en los oídos y me taladraba los
tímpanos. ¿Qué habíamos hecho para merecer semejante tortura?
—Mirad, las palabras son como las notas. No basta con amon-
tonarlas. Sin reglas no hay armonía. Ni música. Sólo ruidos. La mú-
sica necesita el solfeo, como las palabras la gramática. ¿Recordáis algo
de gramática?
¡Buenoooo...!
Recordaba el horror de las conjugaciones, la tortura de los ejer-
cicios, la pesadilla de los participios irregulares...
Tomás aún hacía más muecas que yo.
—¿Hacemos una apuesta? —nos propuso el señor Enrique—.
S1 dentro de una semana sigue sin gustaros la gramática, rompo la
guitarra.
Le sonreímos educadamente, para contentarlo. Parecía tan con-
vencido... Pero conseguir que nos gustara la gramática, jamás. ¡Pobre
guitarra! Cuando ganáramos la apuesta, pediríamos su indulto.
El sublime nos esperaba fuera con cuatro caballos.
—La ciudad de las palabras está a nueve kilómetros. El primero
en llegar gana una canción mía.
Galopamos hasta quedarnos sin aliento. Para mí que dejaron
ganar a Tomás. :
e
Diez
ES
labas en el aire con toda naturalidad, avanzaban, algunas muy
serias, claramente conscientes de su importancia, amantes del
orden, de la línea recta (la palabra «Constitución», las palabras
«análisis de orina», que iban del brazo, la palabra «carburador»...).
Nada tan divertido como verlas pararse en los semáforos en
rojo, a pesar de que no había automóviles que amenazaran su
integridad. Las otras, mucho más juguetonas e incontrolables,
revoloteaban, caracoleaban y pirueteaban como minúsculos ca-
ballos locos, como mariposas borrachas: «placer», «sujetador»,
«aceite de oliva»... Yo seguía" sus evoluciones fascinada. Jamás
había prestado tanta atención a las palabras. No se me había ocu-
rrido ni por un segundo que pudieran tener personalidad propia,
como cada uno de nosotros.
AMS
El señor Enrique nos agarró por el hombro y nos susurró al oído
la historia de aquella ciudad:
—Un buen día, en nuestra isla, las palabras se rebelaron. Ocurrió
hace mucho tiempo, a principios de siglo. Yo acababa de nacer. Una
mañana, las palabras se negaron a seguir viviendo como esclavas.
Una mañana, se negaron a que la gente siguiera convocándolas a
cualquier hora, sin el menor respeto, para volver a arrojarlas al silen-
cio enseguida. Una mañana, no pudieron seguir soportando la boca
de los humanos. Estoy seguro de que nunca habéis pensado en el
calvario de las palabras. ¿Dónde esperan las palabras antes de que las
digamos? Pensadlo un segundo. En la boca. Entre caries y restos de
ternera atrapados entre los dientes; atufadas por el mal aliento, des-
pellejadas por lenguas estropajosas, sumergidas en ácida saliva. ¿Acep-
taríais vosotros vivir en una boca? Como iba diciendo, una mañana,
las palabras huyeron. Buscaron un refugio, un país donde pudieran
vivir a su aire, lejos de las odiadas bocas. Llegaron a este sitio, una
vieja ciudad minera abandonada desde que se agotó el oro. Y aquí se
quedaron. Bueno, ahora ya lo sabéis todo. Voy a dejaros solos hasta
esta noche; tengo que acabar mi canción. Podéis mirar todo lo que
queráis; las palabras no os harán ningún daño. Pero no se os ocurra
entrar en su ciudad. Saben defenderse. Pueden picar mejor que las
avispas y morder peor que las serpientes.
Ni
tribus que componen el pueblo de las palabras. Porque las palabras
se organizan en tribus, como los humanos. Y cada tribu tiene su
oficio.
El primer oficio es designar las cosas. ¿Has estado en un jardín
botánico alguna vez? Delante de todas las plantas raras hay un car-
telito clavado en el suelo, una etiqueta. Ese es el primer oficio de las
palabras: poner una etiqueta a todas las cosas del mundo, para iden-
tificarlas. Es el oficio más difícil. ¡Hay tantas cosas, cosas complica-
das, y cosas que cambian constantemente! Y, sin embargo, hay que
encontrar una etiqueta para cada una. Las palabras que realizan esta
ardua tarea se llaman «nombres». La tribu de los nombres es la tribu
principal, la más numerosa. Hay nombres hombres, o masculinos, y
nombres mujeres, o femeninos. Hay nombres que etiquetan a los
humanos: son los nombres de pila. Por ejemplo, las Juanas no son
Tomases (afortunadamente). Hay nombres que etiquetan cosas que
se ven y otros que etiquetan cosas que existen pero son invisibles,
como los sentimientos, por ejemplo: la cólera, el amor, la tristeza...
No es de extrañar que en la ciudad, al pie de nuestra colina, los nom-
bres fueran mayoría. Las otras tribus tenían que luchar para hacerse
un sitio.
Para empezar, la pequeñísima tribu de los «artículos». Su papel
es sencillo y bastante inútil, reconozcámoslo. Los artículos van de-
lante de los nombres, agitando una campanilla: ¡atención, el nom-
bre que me sigue es masculino; atención, es femenino! El tigre. La
vaca. |
Los nombres y los artículos se pasean juntos de la mañana a la
noche. Y, de la mañana a la noche, su ocupación favorita es buscar
vestidos o disfraces. Viéndolos hormiguear por las calles de ese modo,
cualquiera diría que se sienten desnudos. Puede que tengan frío, has-
ta cuando hace sol. Así que se pasan el día en las tiendas.
Las tiendas pertenecen a la tribu de los «adjetivos».
Observemos la escena sin hacer ruido (de lo contrario, las pala-
bras se asustarán, saldrán volando en todas direcciones y no se les
verá el pelo en mucho tiempo).
Ds
El nombre femenino «casa» cruza la puerta del establecimiento,
precedido por «la», su artículo con campanilla.
—Buenos días, me veo un poco sosa, me gustaría arreglarme.
—En nuestros departamentos tenemos todo lo que necesita
—dice el encargado frotándose las manos ante la perspectiva de una
buena venta.
El nombre «casa» empieza a probarse cosas. ¡Qué dudas! ¡Qué
difícil es decidir! ¿Este adjetivo o mejor aquél? La casa se lo piensa.
Hay tanto donde elegir... ¿Casa «azul», casa «alta», casa «inteligente»,
casa «rural», casa «familiar», casa «modernista»? Los adjetivos gi-
ran alrededor de la clienta sonriendo seductoramente, para que los
adopte.
Tras dos horas de esta curiosa danza, la casa sale con el califica-
tivo que más le gusta: «encantado». Y entusiasmada con su compra,
no para de decirle a su criado, el artículo:
A
ca
1] Ya
53
—Espera —la interrumpe el adjetivo—, no tan deprisa. Todavía
no estamos concordados.
—¿Concordados? ¿Qué quieres decir?
—Vamos al ayuntamiento. Enseguida lo verás.
—;Al ayuntamiento! No pretenderás casarte conmigo, ¿verdad?
—No hay más remedio, puesto que me has elegido.
==Me pregunto si no me habré equivocado. No serás un adjeti-
vo demasiado pegajoso, ¿no?
—Todos los adjetivos somos pegajosos. Forma parte de nuestra
naturaleza.
A mi lado, Tomás observaba esas escenas con tanta pasión como yo.
Iba pasando el tiempo sin que nos acordáramos de almorzar. El in-
terés del espectáculo había acallado las voces de nuestros estómagos.
No era para menos, porque delante del ayuntamiento había mucha
animación. La hora de las bodas estaba a punto de llegar, y no nos
la habríamos perdido por nada del mundo.
EN
Once
ne
Concordado como dictan las reglas pero sin cambiar nada. De pron-
to, se volvió hacia la cima de nuestra colina y tuve la impresión de
que me guiñaba un ojo: «¿Lo ves, Juana? No he cedido. Se puede ser
adjetivo y conservar la identidad.»
¡Encantadores adjetivos, colaboradores indispensables! Qué abu-
rridos serían los nombres sin los regalos que les hacen los adjetivos,
sin la pizca de sal que les añaden, sin su color, sus detalles...
Y, sin embargo, ¡qué mal los tratan!
Voy a contarte un secreto: los adjetivos son unos sentimentales.
Creen que su matrimonio durará eternamente... Hay que ser inocen-
te y no tener ni idea de la infidelidad congénita de los nombres, au-
ténticos zascandiles que cambian de calificativo como de camisa. Aún
no han acabado de concordarse cuando despiden al adjetivo, vuelven
a la tienda para buscar otro y, sin la menor vergúenza, regresan al
ayuntamiento para casarse de nuevo. |
La casa, por ejemplo, parecía haberse cansado de sus fantasmas.
En menos de lo que se tarda en pronunciar sus dos sílabas, se enca-
prichó de «señorial». «Señorial», «casa señorial». ¿Qué te parece? ¿Por
qué no «real» o «imperial»? Y el pobre adjetivo «encantada» se vio
solo, vagando por las calles con el corazón destrozado, suplicando
que lo aceptaran: «¿Es que no le intereso a nadie? Añado misterio a
quien me elige... Una fuente, ¿hay algo más vulgar que una fuente
sin adjetivo? Con “encantada”, la fuentecilla más insignificante deja
de ser un chorro de agua cualquiera...»
Por desgracia para «encantada», los nombres pasaban de largo
sin mirarlo.
Ver tanto adjetivo abandonado le encogía a una el corazón.
Tomás sonreía como un lelo. Hace tanto que lo conozco que no ne-
cesito que abra la boca. Le leo el pensamiento como si fuera un libro
abierto. Sabía qué ideas se le estaban ocurriendo, ideas vulgares,
ideas típicas de chico: «¡Esta ciudad es un paraíso! Así tendría que
ser el matrimonio en Ae partes: eliges chica en la tienda, y dere-
OO
chos al ayuntamiento. Y al día siguiente, ¡zas!, otra chica y otra
boda.»
Me daban ganas de llorar de rabia y asco.
Pero me consolé con otro espectáculo, el del pequeño grupo re-
unido delante de la «Oficina de excepciones». Algún día te contaré
la historia de esa oficina. Haría falta un libro entero. Pero, lo confie-
so, me gustan las excepciones. Se parecen a los gatos. No respetan
ninguna regla; no hacen más que su santa voluntad. Esa mañana ha-
bía tres, un tórax, un dúplex y un clímax. Se estaban burlando de una
vendedora que les ofrecía eses:
—Mis eses son adhesivas. No tienen más que pegárselas en el
trasero para convertirse en plurales. Un plural tiene mucha más ca-
tegoría que un singular.
Los tres amigos se tronchaban.
FiEses, como todo el mundo? No, gracias. No nos hacen falta,
nos quedamos con nuestras equis. Sí, «x», como las películas eróticas
prohibidas a los menores de dieciocho años.
La vendedora se puso roja como un tomate y salió disparada.
ES
Doce
o
por su artículo, «los futbolistas». En un momento, «los futbolistas»
desaparecieron como si se los hubiera tragado «ésos». Ni rastro de
los futbolistas; «ésos» los había reemplazado. Yo no podía dar crédi-
to a mis ojos.
—Como habéis visto, los pronombres no sólo son pretenciosos,
también pueden mostrarse violentos. A fuerza de esperar una susti-
tución, acaban perdiendo la paciencia. —Nuestro asombro hacía
mucha gracia al señor Enrique—. ¿Qué pensabais? No os fiéis de su
aspecto dulce, amable, poético. Las palabras se pelean a menudo, y
son capaces de asesinar, como los seres humanos —nos aseguró an-
tes de seguir con su inspección—. ¡Vaya, parece que los solteros bus-
can novia para pasar la noche!
Aquella tribu también nos había pasado inadvertida, tal vez
porque era la única que no se acercaba al ayuntamiento. Estaba
claro que el matrimonio no iba con ellos. Aquella gente sólo bus-
caba aventuras efímeras. El señor Enrique confirmó nuestra im-
presión.
—Ay, esos adverbios!... ¡Esos sí que son invariables! No hay ma-
nera de concordarlos. Ni mujer capaz de meterlos en vereda, por
mucho que se empeñe.
Sentí que una sonrisa afloraba a mis labios. El enorme desbara-
juste que la tormenta había causado en mi cabeza empezaba a disi-
parse. Nombres, artículos, adjetivos, pronombres, adverbios... Formas
que apenas recordaba emergían lentamente de la niebla. Ahora sabía,
y para siempre, que las palabras son seres vivos agrupados en tribus,
que merecen nuestro respeto, que llevan, cuando les dejan, una vida
tan rica como nosotros, con la misma necesidad de amor, la misma
violencia oculta y mucha más fantasía.
A Tomás ya no le cabía más gramática en la mollera. Hipnoti-
zado, miraba los dedos del sobrino sublime, que se paseaban por las
cuerdas de su guitarra con agilidad de gato.
—Da la impresión de que te gusta más la música que las pala-
bras. Uno de estos días te llevaré a otra ciudad donde las notas viven
juntas, como las palabras aquí. ¡Oirás cada cosa!
Bd
Al ver que mi hermano tenía los ojos brillantes (parecían dos
brasas a punto de saltar de sus órbitas), el sobrino le puso la guitarra
en los brazos.
—Cuidado, si empiezas con la música, es para toda la vida. No
podrás prescindir de ella. —Mi hermano afirmó con la cabeza, serio
como nunca lo había visto. No ha nacido la mujer a la que esté dis-
puesto a dar un sí como ése—. Perfecto. Entonces enséñame la mano
izquierda. |
—Creo que es mejor que dejemos solos a los virtuosos —me su-
surró al oído la voz del señor Enrique—. No te preocupes, Juana, no
vas a perder nada con el cambio. Sígueme en silencio. Las palabras
son como nosotros. Por la noche se mueren de miedo. Huyen al me-
nor ruido sospechoso.
“=60-
Trece
Gl
El señor Enrique me lanzó una rápida mirada y decidió en-
trar.
Allí estaba, inmóvil en su cama. Era una frase muy pequeña y
muy conocida, demasiado conocida:
Te
quiero
[C Y ICO
E
—De noche es un poco más duro. Durante el día, las otras pa-
labras vienen a hacerme compañía.
«Un poco cansada», «un poco más duro»... Te quiero sólo se que-
jaba a medias y añadía «un poco» a todas las frases.
—No hables más, descansa. Nos has dado tanto... Recupera las
fuerzas, nos haces mucha falta.
Y el señor Enrique le cantó al oído su canción más tierna:
bh.
Catorce
ENS
65 >
Por el momento, Necrolo fingía una dulzura que no tenía:
ES por tnbien
Alarma. Cuando un adulto empieza así, «es por tu bien», alar-
ma, todo el mundo a los refugios. El «por tu bien» suele anunciar
catástrofes, siestas que hay que echarse («es por tu bien, pareces can-
sada»), deberes que hay que repasar («es por tu bien; no querrás re-
petir, ¿verdad?»), teles que hay que apagar es por tu bien, la tele
engorda»)...
—Es por tu bien, pequeña. —Odio que me digan eso. De acuer-
do, sólo mido un metro cincuenta y cuatro; pero aún me quedan por
lo menos seis años para crecer—. No me mires así. No voy a hacer-
te daño. Hemos seguido tu terrible aventura. No te preocupes. No-
sotros cuidaremos de ti. Entendemos de naufragios. Sabemos los
traumas gramaticofónicos —¿perdón?— que provocan. Te dejaremos
como nueva en un santiamén. Y podrás volver a tu casa con tu her-
mano. Porque lo encontraremos, no te quepa duda. Tienes suerte,
porque entre nosotros está, en viaje de inspección, la especialista
mundial en la gramática de nuestra lengua. Que disfrutes de tu es-
tancia aquí, y no te molestes en darme las gracias, no hago más que
cumplir con mi deber. Hasta pronto, ya vendré de vez en cuando para
comprobar tus progresos.
Necrolo se inclinó hacia mí. Por supuesto, quería besarme, como
hacen todos los personajes importantes con todas las niñas para pa-
recer humanos. Por supuesto, yo lo esquivé e intenté huir. Por su-
puesto, los guardias volvieron a atraparme. Y una nueva vida empe-
zÓ para mí.
bs
Quince
2
Por fin lo comprendía. Una clase entera de profesores. Seguían
una de esas famosas curas de cuidados pedagógicos.
¡Pobres profesores!
Me miraban con cara de pena. Uno alto y moreno me señaló una
silla vacía junto a la suya.
Y la señora Ruiz de la Jerga reanudó la clase, su incomprensible
monserga:
—Con el «me han contado» del verso veintiséis, el edificio dia-
léctico acaba de desmoronarse para dejar el campo libre a la sofística
del lobo. Pasemos ahora al final de la fábula:
E
—Estoy orgullosa de ustedes. Nuestro trabajo avanza según lo
previsto. Mañana disecaremos a Racine, pasado mañana a Mo-
ltére...
¡Pobre idioma! ¿Cómo liberarlo de aquella encerrona?
¡Y pobres profes!
Se acercaba la fecha del examen. La prueba que más temían era
el «glosario», una lista de conceptos impuesta por el ministerio llena
de definiciones terribles. Para aprenderla trabajaban todo el día e
incluso por la noche, después de que apagaran las luces. En la oscu-
ridad, desde mi cuartito, cuya ventana daba a su dormitorio, oía vo-
ces bajas, cuchicheos que recitaban.
—«Aposición: esta función expresa la relación entre la palabra
(o grupo de palabras) apuesta y la palabra a la que está unida en apo-
sición, relación idéntica, en cuanto al significado, a la que une el
atributo y el término al que se refiere, pero diferente desde el punto
de vista sintáctico, puesto que no la establece el verbo.»
—«Valor de los tiempos: las formas verbales presentan el proce-
so de diversos modos, según el aspecto y según exista o no relación
entre el enunciado y la situación de enunciación. Á estas presenta-
ciones las llamamos valores.»
Algunos, que no conseguían metérselo todo en la cabeza, encen-
dían una pequeña linterna. Maldecían, echaban pestes y casi lloraban
leyendo aquel galimatías: «Así pues, una aproximación coherente a
los géneros debe contrastar sus manifestaciones en el habla con sus
realizaciones literarias, dentro de una perspectiva de poética gene-
plas
¡Pobres profesores perdidos en la noche!
Ojalá hubiera podido ayudarlos. Después de todo, aquel «glosa-
rio» estaba pensado para mí, alumna de sexto. Pero ¿tenía yo la cul-
pa de no entender una sola palabra?
28)
Dieciséis
SN CL
Durante la noche debía de habérseme metido un insecto en el
oído, y ahora el muy sinvergiienza me hacía cosquillas en el tímpano.
Se iba a enterar. Abandoné mi sueño a regañadientes: en el instante
en que mi barco iba a hundirse, un helicóptero blanco y silencioso
surgía de la nada. Se entreabría la portezuela, y una escala de seda
descendía hacia mí desde el cielo. Abrí los ojos.
—¡Qué envidia de sueño! Vamos. Vístete deprisa...
Sin desconfiar, seguí a la voz porque no veía nada. No distinguí al
señor Enrique hasta que estuve fuera, y vagamente, como a una som-
bra. Para salvarme se había disfrazado de camarero (traje negro) y
había pactado con la luna para que se fuera a iluminar a otra parte.
En la puerta del Secadero, sentado en la silla de costumbre, el
guardia-bedel dormía sonriendo con una comisura de los labios y
sosteniendo un puro con la otra. Al pasar a su lado, el señor Enrique
le dio unos golpecitos en el sombrero.
—Le he tarareado Una isla al sol. No hay quien resista mi nana.
Mañana por la mañana, Necrolo se pondrá hecho una furia.
E
Sólo es una isla al sol,
un islote como tantos,
donde se crían mis hijos
y yacen mas antepasados.
E
Me dirigió una rápida mirada de fastidio («¿Estas son horas de
llegar?») y, sin prestar más atención a su hermana recién liberada,
siguió rasgueando la guitarra.
Dir
Diecisiete
Pensaba que al día siguiente me dejarían dormir hasta tarde para que
me recuperara de mis aventuras. Qué poco conocía al señor Enri-
que... Bajo su aire de despreocupación y desenfado se ocultaba una
ión terrible: la que lo tocan a perseguir rimas de la mañana
a la noche.
Poco después del alba entreabrió la puerta de mi choza. Como
habrás supuesto, Tomás me había abandonado. Para poder consa-
grarse por entero a su nueva amiga, la guitarra, se había mudado a la
choza de al lado, en la que vivía su profesor.
—;¡ Arriba todo el mundo, las lecciones continúan! No creerías
que iba a darte vacaciones, ¿verdad? Ya hemos holgazaneado bastan-
te. Tienes que volver a hablar cuanto antes. Si no, la parte derecha de
tu cerebro, que es donde nacen las frases, se convertirá en desierto, la
lengua se te quedará aplastada y negruzca, como los peces que se po-
nen a secar al sol, y te pasarás el día babeando, porque la saliva ya no
tendrá nada que hacer en tu boca.
Como puedes figurarte, aquellas amenazas me obligaron a saltar
de la cama. Un instante después caminaba al lado de mi salvador.
—La señora Ruiz de la Jerga tiene su método. Yo tengo el mío.
¿Has visitado muchas fábricas? ¿No? No importa. La que te voy a en-
señar es muy especial. Y al mismo tiempo esencial. Seguramente es
la fábrica más necesaria de todas las fábricas. Ahora ponte esta más-
cara de apicultor y esta capa blanca. Necrolo no te dejará en paz así
como así. Pasarás un poco de calor, pero tendrás que llevar este dis-
¿E
fraz siempre que salgas a la calle, hasta que se olvide de ti. Y eso po-
dría tardar en ocurrir. Necrolo tiene buena memoria.
El primer edificio de la fábrica más necesaria del mundo era una in-
mensa pajarera llena de mariposas.
STA
—Creo que a éstas ya las conoces —me dijo la jirafa.
Asentí (por fin había podido quitarme la máscara de apicultor).
Todos los nombres, mis amigos de la ciudad de las palabras, estaban
allí. Me habían reconocido y me saludaban regocijados apretujándo-
se contra los barrotes.
—¡Sí que eres popular!
El director-jirafa, pasmado ante semejante recibimiento, me son-
rió (es decir, hizo una mueca: ¿cómo va a sonreír alguien que no tie-
ne piel?). Yo rebosaba felicidad. La fábrica me había adoptado.
Avanzamos unos pasos hacia un enorme cristal tras el que, en di-
versas galerías, se afanaban otras palabras. Al verlas moverse en todas
direcciones sin parar cualquiera las habría confundido con hormi-
gas.
—Y de éstas, ¿te acuerdas? —Mi expresión apesadumbrada le
dio la respuesta—. Son los «verbos». Míralos, son unos fanáticos del
trabajo. No pueden estarse quietos ni un momento.
No exageraba. Aquellas hormigas, aquellos verbos, como los había
llamado el director, apretaban, tallaban, roían y reparaban; cubrían,
pulían, limaban, atornillaban y serraban; bebían, cosían, ordeñaban,
pintaban, crecían... en medio de un guirigay espantoso. Aquello pa-
recía un taller de locos donde cada cual trabajaba frenéticamente sin
preocuparse de los demás.
—Los verbos no pueden estar mano sobre mano —me explicó
la jirafa—, no va con su carácter. Trabajan las veinticuatro horas del
día. ¿Te has fijado en aquellos dos de allí, los que no paran de co-
rrer?
En aquel tremendo desorden no conseguía localizarlos. Pero de
pronto los distinguí: «ser» y «haber». ¡Qué pareja más servicial! Co-
rrían de acá para allá ofreciendo sus servicios a todos los verbos con
los que se encontraban: «¿Necesita usted ayuda? ¿Puedo echarle una
mano?»
—¿Has visto qué amables son? Por eso se les llama «auxiliares»,
del latín auxilium, socorro. Y ahora, a jugar. Vas a construir tu pri-
mera frase —me dijo, y me tendió una red para cazar mariposas—.
a
Empieza por lo más fácil. Acércate allí, a la pajarera, y elige dos nom-
bres. Después vienes al hormiguero para escoger el verbo. Vamos, no
tengas miedo. Te conocen, les caes bien, no van a morderte.
Qué fácil lo veía todo el director-jirafa... ¡Me habría gustado
verlo a él! Apenas entreabrí la puerta de la pajarera, me vi asaltada,
ahogada, cegada por un enjambre de nombres que se peleaban, se me
metían en los ojos, la nariz, las orejas, me hacían estornudar... Creí
que me mataban. Debían de aburrirse tantoen su prisión que todos
querían que los eligiera a ellos. Al tiempo que huía, agarré a dos por
las alas, al azar, «flor» y «diplodocus», y, pálida, temblorosa, medio
muerta, cerré la puerta a mi espalda.
La jirafa no me concedió un respiro.
—Venga, ahora tienes que atrapar un verbo.
Escarmentada por la experiencia precedente, no metí más que la
mano. Mano que, en un segundo, fue recubierta, lamida, mordida y
arañada, pero también acariciada, untada de pomada, lavada y ma-
quillada. Las hormigas-verbos se entregaban a su tarea con pasión.
Conmovida por sus atenciones, las dejé hacer durante unos segundos
y luego retiré la mano con una de ellas, atrapada al azar, dentro. «Mor-
disquear.»
—Bien. Ve a la máquina expendedora de artículos y vuelve a
verme.
Éstos eran mucho más formales. Había una columna para «mas-
culino» y otra para «femenino». Me bastó con apretar los dos botones
para que los portaestandartes que necesitaba, un «el» y un «la», ca-
yeran en la palma de mi mano.
—Perfecto. Ahora te sientas allí, ante aquel escritorio, pones tus
palabras sobre la hoja de papel y formas tu frase.
Seguía teniendo mis palabras, que tanto trabajo me había cos-
tado atrapar, bien sujetas por las alas, y no quería soltarlas, segura
como estaba de que se me escaparían. Después de todo, para una pa-
labra una frase es una prisión. Seguro que preferían pasear a su aire,
como en la maravillosa ciudad que me había enseñado el señor En-
rique.
E
Fue él quien acudió en mi ayuda.
—Confía en el papel, Juana. A las palabras les gusta tanto el pa-
pel como a nosotros la arena de la playa o las sábanas de la cama. En
cuanto rozan una página, se tranquilizan, ronronean y se vuelven
mansas como corderos. Prueba y verás. No hay espectáculo más her-
moso que una hilera de palabras sobre una hoja de papel.
Obedecí. Solté «flor», luego «mordisquear» y por último «diplo-
docus». El señor Enrique no me había mentido: el papel era el au-
téntico hogar de las palabras. En cuanto se acostaron en él, dejaron
de agitarse, cerraron los ojos y se abandonaron como un niño al que
le cuentan una historia.
—¿Te parece bonito?
La voz de la jirafa me sacó de mi enternecida contemplación.
Miré la frase que acababa de formar, mi primera frase después del
naufragio, y no pude contener la risa:
—La flor mordisquear el diplodocus.
—¿Dónde se ha visto algo parecido? ¡Una frágil planta devo-
rando a un monstruo! Por lo general, la primera palabra de una
frase es el «sujeto», aquel o aquella que realiza la acción. La últi-
ma es el «complemento», porque completa la idea esbozada por el
verbo.
Mientras el director hablaba, me apresuré a cambiar el orden.
«El diplodocus mordisquear la flor.»
—Eso está mucho mejor. Entre nosotros, no estoy seguro de que
esos grandes animales adoraran las flores. Pero en fin.. Última etapa:
vamos a «conjugar el verbo». «Mordisquear» es demasiado vago.
Y no dice cuándo ocurrió el hecho. Hay que dar un tiempo al verbo.
Un último esfuerzo, Juana, no pierdas la concentración. ¿Ves aquellos
relojes tan grandes? Ve allí. Y elige.
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y
Í
78 -=
Subí los peldaños con el corazón palpitante y la hoja con la mi-
núscula frase en la mano.
Me acerqué al primer reloj, cuyo péndulo me tranquilizó. Osci-
laba como es habitual, hacia la izquierda, hacia la derecha, regular-
mente. En la madera del reloj había una abertura semejante a la boca
de un buzón. Con la mayor naturalidad, introduje mi hoja. Oí el
chirrido de unos engranajes y a continuación tres notas de carillón.
Y la hoja volvió a mis manos con la frase completada: «El diplodocus
mordisquea la flor.» Fue en ese momento cuando me fijé en el cartel:
«RELOJ DEL PRESENTE.» .
Alentada por el señor Enrique, continué mi paseo por el tiem-
po. Los dos relojes siguientes se anunciaban como los del pasado.
Sus péndulos se comportaban de un modo extraño: habían hecho
todo el recorrido hasta la izquierda, pero no volvían. Debían de es-
tar estropeados. ¿Y por qué dos? Nada parecía más simple que el
pasado. El pasado: el reino de lo que ha acabado y ya no volverá.
—Prueba con uno y luego con el otro y lo entenderás.
Envié y recibí mi hoja dos veces, y entonces comparé. El señor
Enrique leía por encima de mi hombro y comentaba los resulta-
dos:
—«El diplodocus mordisqueaba.» Ahí tienes al imperfecto. Es
un pasado, por supuesto, pero un pasado que duró mucho, un pasa-
do que se repetía. ¿Qué hacían los diplodocus todo el santo día, del
uno de enero al treinta y uno de diciembre? Mordisqueaban. En
cambio, con «mordisqueó» estamos ante el indefinido. Es decir, un
pasado que sólo duró un momento. Un día que, excepcionalmente,
quizá después de una indigestión, el diplodocus no tenía hambre,
mordisqueó una flor. El resto del tiempo devoraba. ¿Lo compren-
des?
Sencillo, nada más sencillo que ese pasado. Me acerqué al siguien-
te reloj, el del futuro. También tenía el péndulo atascado, pero en el
otro lado, a la derecha del todo. Metí la hoja, y «mordisquear» volvió
a mis manos convertido en «mordisqueará». El diplodocus había via-
jado al futuro: ¡mañana se comerá una flor como aperitivo!
SS
El péndulo del último reloj de pie se había vuelto loco. Más ve-
leta que péndulo, se movía en todas direcciones, a merced de un
viento tan inconstante como él.
—Ése es el reloj del condicional —me explicó el señor Enri-
que—. Nada es seguro, puede pasar de todo, pero ese todo depende
de las condiciones. Si hiciera buen tiempo, si se fundiera el hielo,
s1...,S1..., el diplodocus «mordisquearía». ae sigues? Podría mor-
casan pero no te lo garantizo.
El presente, los dos pasados, el futuro, A condicional... Cerré los
ojos y ordené cuidadosamente todas aquellas formas temporales den-
tro de mi cabeza.
—Bueno, Juana, ahora tengo que marcharme. La fábrica es tuya.
Ya ves que no te había mentido. ¿Conoces alguna fábrica más útil
que ésta? ¿Puede fabricarse en el mundo algo más necesario para los
seres humanos que las frases? Has comprendido elprincipio. Encon-
trarás el almacén de los adjetivos detrás de la pajarera de los nom-
bres. Y también una máquina expendedora de preposiciones para los
complementos circunstanciales: ir «a» París, volver «de» Nueva York...
Última recomendación: no te olvides del papel. Ya has visto que es
el único capaz de amansar a las palabras. En el aire son mucho más
volubles. Bueno, te dejo. ¡Que hagas buenas frases! Me las enseñarás
esta noche. Ahora me espera una canción.
El señor Enrique me di0 una palmada en un hombro y desapa-
reció.
Era su manera de hablar y también de vivir. Lo repetía a cada
instante: «Me espera una canción.» Como si hablara de su mujer, una
mujer frágil y muy amada, que podría desaparecer, desvanecerse en
el aire, si no llegaba a tiempo.
Lo has adivinado, estaba celosa. Desde entonces sueño a menu-
do que soy una canción. Un puñado de versos, una melodía. Una
noche, con la boca muy pegada a su oreja, le pediré a mi marido que
me cante, no cualquier cosa, no una canción, sino que me cante.
Amí. Será su manera más hermosa de amarme.
- 80
Dieciocho
7
todos los habitantes de la isla que quieran divertirse con las frases.
Mira.
Me volví. Absorta en mi tarea, no había prestado la menor aten-
ción a quienes me rodeaban. Sin embargo, había docenas de hombres
y mujeres de todas las edades que jugaban como yo. Corrían de la
pajarera a las máquinas expendedoras, hacían cola ante los relojes y
reían como niños cuando lo que aparecía en el papel coincidía con
lo que esperaban o, mejor aún, los sorprendía.
—Los verdaderos amigos de las frases son como los fabricantes
de collares. Ensartan perlas y oro. Pero las palabras no sólo son her-
mosas. También dicen la verdad.
—¿Y qué hay detrás de esa puerta?
La jirafa me miró alborozada.
—¿Te has oído? Yo diría que estás curada, ¿no? ¡Sí, señor, la se-
ñorita Juana vuelve a hablar! ¡Se acabó la pesadilla de la tempestad!
La señorita Juana se sonrojó. La señorita Juana estaba al borde
de las lágrimas. Pero la señorita Juana es orgullosa y se las tragó. La
señorita Juana es educada, así que murmuró un «gracias». La seño-
rita Juana también es tozuda, así que repitió la pregunta:
—¿Qué hay detrás de esa puerta?
—Es el único sitio prohibido de mi fábrica. Anda, corre a buscar
al señor Enrique y hazle oír tu hermosa voz recién recuperada. ¿No
oyes la música? La fiesta está a punto de empezar.
e
Diecinueve
A
arrojé a los brazos del señor Enrique (ya había aprendido que pocos
hombres resisten los sollozos de una chica).
—-Vamos, vamos, cálmate... Tienes una buena excusa, estabas
pensan do
en cosas...
—;¡Por favor, no se burle de mí! ¿Qué está pasando?
—Celebramos el cumpleaños de nuestra vieja nombradora. Na-
die sabe cuándo nació. Pero ¿qué más da?
En ese momento se oyó un alarido en forma de nombre de pila.
A medio camino entre el insulto y el grito de alegría.
—;Juana! —Era mi hermano—. ¿Dónde estabas? Te he busca-
do por todas partes. —Mentira—. ¿Quieres oír lo que he aprendido
hoy?
—Pero, Tomás, ¡tú también hablas!
—Ha sido gracias a la música, que ha vuelto a poner orden en
mi cabeza. :
—El solfeo y la gramática, ¿aliados en la misma lucha?
— Exactamente.
El señor Enrique y su sobrino habían desaparecido. Sin duda tra-
gados por la alegre muchedumbre. Y allí estábamos los dos, mi her-
mano y yo, en familia. Muy cerca, una tortuga gigante ponía sus hue-
vos sobre la arena tranquilamente, sin preocuparse de nosotros ni del
jolgorio. Qué envidia. A mí también me gustaría poner huevos. Más
adelante, cuando llegue el momento de tener hijos. Ponerlos tiene que
doler menos que parirlos. Mi hermano tocaba la guitarra. Una luz
nueva para mí brillaba en sus ojos. “Tocaba Michelle, de los Beatles,
bastante bien, lo admito, sin desafinar demasiado. Puede que las pa-
labras no fueran su auténtico lenguaje. Empezaba a comprender por
qué me hablaba tan mal tan a menudo. Entonces paró. Debía de haber
acabado, de manera que lo aplaudí. Para darle una alegría. Darle ale-
grías a un hermano, a cualquier hora del día o de la noche... ¿Conoces
algún modo mejor de hacer llevadera la vida familiar?
—A propósito...
Tomás tiene una técnica para decirme cosas importantes: mirar
para otro lado. Compadezco a su futura mujer.
A
—A propósito, papá y mamá llegan mañana. Vienen a buscarnos,
en hidroavión.
— ¿Juntos? Espero que la isla les siente bien.
—¿Cuánto hace que no se hablan? ¿Crees que se hablarán en el
hidroavión?
—Imposible. Esos cacharros hacen demasiado ruido.
05
Veinte
Una puerta.
«Puedes recorrer la fábrica de punta a punta —me había dicho
la jirafa—. Pero jamás, ¿me oyes?, jamás abras esta puerta.»
Tenía el tiempo justo antes de que se hiciera de noche.
Al otro lado había tres, solamente tres, tres personas trabajando ante
sendas hojas de papel.
—¿Quién eres tú?
—Un escritor-piloto.
—¿Dónde está tu avión?
—En el fondo del mar.
—¿Y no lo echas de menos?
—Tengo las palabras. Cuando son tus amigas, lo reemplazan
todo, hasta los aviones rotos.
—¿Cómo te llamas?
—Antoine. Pero casi todo el mundo me conoce más por el di-
minutivo. Saint-Ex.
—¿Como el del Principito?
—Soy yo. La isla me recogió, como a ti. Es el único sitio al que
puede ir un escritor muerto.
—¡Pero tú no estás muerto, porque hablas!
—No estoy muerto porque escribo. Y si no me permites trabajar y
=86-
—Buena suerte a ti también.
Antes de marcharme, no pude evitar echar un vistazo al papel
por encima de su hombro. Sus frases eran cortas: «No hubo nada más
que un relámpago amarillo cerca de su tobillo. Quedó inmóvil un ins-
tante. No gritó. Cayó suavemente, como cae un árbol. En la arena,
ni siquiera hizo ruido.»
e
—¿Cómo te llamas?
Jana tur
Marcel
—Es un nombre muy viejo.
—Yo soy muy viejo.
Hablaba como si se hubiera quedado sin aliento. Sin embargo,
no tenía pinta de deportista. Para ser un superviviente, no parecía
estar en muy buena forma. Me prometí quello visitaría a menudo y
lo protegería.
—¿De verdad te interesan las frases? —me preguntó, y yo afirmé
con la cabeza—. Me temo que las mías te parecerán demasiado lar-
gas.
Me incliné sobre su hoja. «Pero, cuando llegó a casa, se le ocurrió
de pronto que quizá Odette esperaba a alguien esa noche, que tan
sólo había fingido cansancio, que apenas se había quedado sola había
vuelto aencender la luz y dejado entrar al hombre que pasaría la no-
che con ella.»
¿Le gustar
—No entiendo nada. Pero algo me dice aquí, en el corazón, que
tus frases me interesarán más adelante, cuando sea mayor. —Ahora
comprendía por qué se ahogaba. Sus frases eran tan largas que debían
88
de enroscársele en la garganta e impedirle respirar—. ¿Por qué haces
frases tan largas?
—Hay pescadores que capturan peces de superficie con un sedal
muy corto y un solo anzuelo. Pero para otros peces, los peces de las
profundidades, se necesitan sedales muy, muy largos.
—Como tus frases.
—Lo has entendido perfectamente. Ahora déjame. Cuando aban-
dono mis frases, me cuesta aún más respirar.
—Eres frágil. Yo cuidaré det1, OS
(Gracias.
0
—¿Has visto qué hora és? A dormir ahora mismo. Te recuerdo que
tus padres llegan mañana. Tienes que estar en forma para recibirlos.
Antes de acostarme le hice en voz baja la pregunta que me re-
concomía desde que había abierto la famosa puerta:
—No lo entiendo. Esos tres... ¿están vivos o muertos?
—Cuando la muerte ronda a un gran escritor, sus amigas las pa-
labras se lo llevan en el último momento y lo traen aquí, para que
continúe con su trabajo.
—¿Qué es un gran escritor?
—Alguien que construye frases sin-preocuparse de las modas,
sólo para explorar la verdad.
—¿Y la muerte no sale en su busca?
—La Tierra es muy grande y tiene muchos escondrijos. Y, afor-
tunadamente, la muerte no es muy buena en Geografía.
—Gracias.
Y me fui disparada.
o
Veintiuno
00
De pronto, oímos un Tevoloteo formidable: las palabras, todas
las palabras de la isla, habían alzado el vuelo; las palabras del merca-
do, las palabras de la fábrica, las palabras de la ciudad de las palabras,
incluso las palabras del hospital, incluso la frasecilla enferma... Las
palabras raras de los viejos diccionarios se habían tomado unas va-
caciones y volaban al encuentro de los dos hidroaviones.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tomás.
Aquello parecía un eclipse. Todas aquellas palabras, aquellos mi-
les de palabras, nos ocultaban el sol.
—Fijaos —dijo el señor Enrique al tiempo que agarraba la gui-
tarra y empezaba a cantar.
e
94»
—Puede que designeñ cosas corrientes, actividades de todos los
días, pero también tienen grandes sueños, como nosotros, Tomás,
exactamente igual que nosotros.
Yo permanecía callada.
Acompañados por su cortejo de palabras voladoras, los dos hi-
droaviones amararon uno junto a otro.
Con un hilillo de voz, conseguí hacer la pregunta que me que-
maba en la lengua:
—Y las palabras... ¿también pueden hacer que reviva el amor?
El señor Enrique movió la cabeza. Esa mañana llevaba la guita-
rra de una forma extraña, como una herramienta, un pico o un hacha,
con el mástil al hombro.
—¿Me permites que te sea franco, Juana? Ahora ya eres mayor,
casi una adulta. Así que voy a decirte la verdad. No siempre, Juana.
Las palabras no siempre pueden hacer revivir el amor. Ni las palabras
ni la música. Desgraciadamente.
Había aparecido una banda de música, dos trompetas y al menos
diez tambores, que tocaban alegremente para nosotros, cada vez más
fuerte. El señor Enrique tuvo que explicarme el resto a gritos:
—Pero por intentarlo que no quede. Lo intentamos desde hace
diez mil años, Juana, lo intentamos todos...
Los dos hidroaviones se habían parado, aunque seguían con las
puertas cerradas en medio de la bahía. Los pájaros, celosos de todos
aquellos acontecimientos, rabiaban en lo alto del cielo.
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Después de naufragar el barco en que viajaban
hacia América, Juana y su hermano Tomás se
despiertan en una hermosa playa desconocida. Han
sobrevivido a la tormenta, pero no consiguen hablar,
pues el fuerte viento les ha arrebatado las palabras.
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