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Fernando Callero

Osvaldo Aguirre
En la vida de Fernando Callero hubo muchos viajes. De Concordia,
donde nació en 1971, se mudó en 1990 a Santa Fe y en 1995 a Santo Tomé, y
en el medio hubo un período que pasó en Buenos Aires, para estudiar música.
La crisis de 2001 lo llevó a España, donde trabajó como grumete de un
crucero. Entre 2011 y 2012 recorrió Bolivia, Perú y Ecuador. Y en todo ese
tiempo, hasta su muerte el jueves 17 de septiembre de 2020, recorrió una y
otra vez el Litoral, como poeta, editor, músico y referencia constante.
Callero escribió sus viajes, porque la literatura y el viaje respondían al
mismo impulso. En su historia de vida, la iniciación literaria es una iniciación
directa en la escritura que se produce en el curso de los viajes que hacía
mientras acompañaba a su padre, distribuidor de lencería, por el interior de
Corrientes y Entre Ríos. Una ruta que terminó por memorizar: Monte Caseros,
Esquina, Nogoyá, Ramírez, Tala, Basavilbaso, Villaguay, Chajarí, y Concordia
como punto de partida y meta.
En una de las columnas que escribió para el periódico Pausa, de Santa
Fe, Callero recuerda que empezó a escribir cuando acompañaba al padre. Se
quedaba en el auto, leyendo y escribiendo en cuadernos y en el reverso de
talonarios de factura usados. Y al regreso lo ayudaba a controlar las ventas,
para hacer el recuento de la mercadería y el control de las facturas y los
pedidos, un mar de papeles con copia en carbónico.
Ese padre le transmitió el amor y el cuidado por la escritura: “la
caligrafía de mi viejo siempre me deslumbró”, contaba. Callero prefería escribir
a mano –notas, apuntes, libros: Ramufo di bihorp, el primero, lo escribió en un
block rosa de Jaliné, marca de lencería que vendía el padre- y volvió a los
manuscritos después del accidente por el que perdió la movilidad de las
piernas.
El padre, en la infancia, lo volvía loco con los errores de ortografía, pero
también descubría algo fascinante a través de la escritura: “era una destreza
delicada en la que un tipo áspero de pronto mostraba su costado aplicado y
sensible”. También la madre está presente: a ella le dedica Al rayo del sol, el
volumen publicado por Ivan Rosado en 2013 donde recopiló ocho libros de
poesía.
El padre de Callero no tiene nada que ver con esa figura hostil y
autoritaria que describe una tradición de la literatura. Es un compañero
afectuoso, que deja ir al hijo pero también lo provee de objetos para sostener
el vínculo; que puede renegar en un recital de Rafaela Carrá porque “está lleno
de negros”, pero que se descarga de poses convencionales de la masculinidad
en el tráfico cotidiano con las bombachas y los corpiños que deja en comisión
en boutiques de pueblo. Y él mismo, Callero, es también un padre que a su
turno se consagra a la crianza de un hijo.
Viajar supone dejar a la familia, pero los lazos no se interrumpen con la
distancia. En “Reloj de sal”, uno de los poemas recopilados en Al rayo del sol,
evoca un reloj que recibe del padre “al verme partir tan lejos”. Tampoco él
quiere perderse de vista: “Y llévame de la mano, papá,/ a través del tiempo,/
que mi necesidad de ser libre/ no quede totalmente fuera/ del círculo sagrado
de la casa/ y de la sangre”.
Pero el deseo de irse, de cambiar de aire, es un motivo frecuente en sus
poemas. No es que quiera retirarse, al contrario, ese deseo se formula como
una invitación para otros: “Te invito a salir de casa”, propone en “¡Hola primo!”,
uno de sus primeros poemas; “Quién quiere venir conmigo a ver/ cómo se
pusieron los aromos amarillos”, escribe en “Paseo”.
Callero despliega a través de la escritura un paisaje propio, marcado por
la proximidad del río, el calor y la necesidad apremiante de cerveza, las playas
agrestes, los suburbios de la gran ciudad. Un espacio del que expone
recorridos secretos, al modo de un guía que sabe llevarnos por lugares que no
aparecen en los libros o en las recomendaciones turísticas: “conozco por ahí
un tugurio/ en la costa/ donde echan a refrescar los porrones al río/ y sirven el
sábalo/ envuelto en papel de diario”.
Viajar es escribir, y a la inversa. También aunque las piernas no le
respondan, cuando está en el Centro Integral de Rehabilitación de San
Jerónimo Sud, después del accidente, y los cuadernos empiezan a apilarse
junto con los paquetes de yerba en la mesa de luz de su habitación. Los
papeles donde escribe el diario de su internación, un viaje con los objetivos
que marcan su rumbo: “Una narración es una forma de verdad, o por lo menos
de búsqueda, y yo sigo confiando en las formas del relato para apuntar
soluciones que sirvan a otros a simplificar el camino hacia la felicidad”. Como
quien levanta una copa para brindar: “Verdad, belleza y felicidad”, son sus tres
deseos.
Callero no perdía el tiempo en planes, seguía su impulso. Era un
explorador que podía bajarse del colectivo en cualquier parte y prefería seguir
a pie hasta llegar al mar. O capaz de cambiar de vida por un deseo repentino:
“Una calurosa tarde de finales de 2010, llenos de cerveza y ganas de salir
volando de Santa Fe” decidió junto a un amigo la travesía que lo llevó durante
más de un año por Bolivia, Perú y Ecuador.
“Tuve cierta preocupación por apuntar datos específicos de los que
otros viajeros podrán sacar provecho, en su mayoría referidos a precios, rutas,
alojamientos, y otros datos puntuales”, anotó en la introducción a Diarios de
viaje, el libro que publicó Erizo en una bella edición todavía disponible en
librerías. Pero sería un viajero al que le interesaran las experiencias con el
cactus San Pedro, los vínculos inesperados en el camino, el desvío de los
circuitos convencionales; alguien que sale a la aventura, se amarga sin
consuelo con la pobreza y el sufrimiento de los que es testigo y sigue pautas
personales, como pensar que “donde no hay marihuana suele estar todo mal”.
Los talleres de “reparación de poemas”, la “gomería de poesía”, fueron
algunas de sus actividades en la formación de otros poetas. En 2011 coordinó
un taller de poesía y edición dentro del Festival de Poesía de Rosario, para el
cual hizo un detallado pedido de materiales: “Pinceles, por lo menos 50, finos.
los venden a un peso o menos en los bazares; Témperas: negro, blanco y los
primarios en témpera, vienen en potes, con 2 de cada uno es suficiente.o
sea, 10 potes. deben valer $5 c/u; Cartones, vienen unos embalajes de fruta
pintados en colores muy lindos, en las verdulerías los dan, o parasoles de
autos de cartón que suelen regalarse con propaganda de candidatos; 2 rollos
de piolín encerado y ovillos de lana de colores; reglas de 30 cmts, escolares.
por lo menos 50; cola, potes de cola o plasticola mejor, grandes, igual yo llevo
tres pomos de cola que tengo sin abrir; Resmas de hojas A4, comunes, de
impresora; 2 o 3 trinchetas escolares y 50 tijeras también escolares, con
algunos grupos uso trincheta y con los más pequeños tijera, o directamente les
doy los cortes hechos”. Un artesano lúdico que desafiaba a los jóvenes poetas
del Festival: “Traenos el poema de tu producción que consideres desinflado,
en cinco minutos la gomería lo sacará andando”, aseguraba.
En la novela El espíritu del joven Borja (2007), Callero reelaboró su
experiencia en Ibiza. Es también un libro de viaje y una reflexión sobre la
soledad y la violencia cotidiana. Marco, el protagonista, su alter ego, padece
los malos tratos de su patrón, pero a la noche, cuando se tiende en la cubierta
del barco donde trabaja, se siente superior, “aunque también un poco solo” y,
sobre todo, está al resguardo de las agresiones del mundo.
La violencia de ese mundo que rechazaba se abatió sobre Callero la
noche de 2014 en que salió de su casa en bicicleta, en Santo Tomé, y cayó en
una pileta de desagüe de tres metros de profundidad que estaba sin señalizar.
“Yo no nací de nuevo”, dijo en el prólogo de C6 C7, una especie de diario de
su internación, para enfatizar que había sufrido un accidente que tenía
responsables y que su sensibilidad y su capacidad creativa estaban intactas.
En “Lorito”, una de las canciones que grabó con su grupo Salvador
Bachiller, Callero habla de un lorito que cayó en medio de una tormenta y se
quebró las alas. Sin embargo, dice, “no puedo culpar a la naturaleza, hay que
sobrevivir” (https://salvadorbachiller1.bandcamp.com/releases).
La belleza que buscaba y que registró en poemas como “Historia del
rock”, “Perfeito” –un latiguillo que usaba el padre- o “Hace mucho” está
también en las crónicas de su internación y en las relaciones que entabla con
otros pacientes, “como soldados en una trinchera”, y sobre todo con los que
apenas pueden hablar y hacerse entender, como “Simón”, una demostración
extraordinaria de su sensibilidad y de su fuerza afectiva, o “Fernando”, donde
un chico formoseño le enseña a mirar los pinos y la observación de unas
calandrias le hace pensar que “la bondad y la belleza no siempre coinciden en
un mismo lugar”.
Fernando Callero se propuso cambiar “miles de palabras viejas”,
exponerse a través de la escritura “como tiene que ser cuando un hombre/ o
una mujer se pronuncia en un poema”, liberarse de “una mente vieja”.
Multiplicó sus formas de acción y sobre todo de publicación, para preservar lo
que transcurrió de modo incesante a través de papeles sueltos, libretas y
cuadernos. “Yo voy a escribir de nuevo”, dijo. En su vida hubo muchos viajes, y
el que emprendió con la literatura señala, como quiso, un camino.

Para escuchar a Fernando Callero:


http://www.sonidosderosario.com.ar/audio/callero-fernando/

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