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LA SOCIEDAD LECTORA ESPAÑOLA A PRINCIPIOS DEL SIGLO XX.

En la España en que nace José Mallorquí —la del post-Desastre y


del sursum corda—, la sociedad lectora está experimentando unas
significativas evoluciones: favorecida por el progreso de la
alfabetización, de la escolarización y de la urbanización y una creciente
simbiosis entre la prensa y el libro, se da una acelerada incorporación
de unos “nuevos lectores” a la cultura nacional, favorecida por una
relativa masificación, diversificación y abaratamiento de la oferta de
lectura y la emergencia de unas nuevas maneras de leer al lado de las
más tradicionales.

La emergencia de una nueva sociedad lectora. A partir de 1910, se


observa una notable aceleración de la alfabetización: de un 42.8% de
Españoles mayores de 10 años que oficialmente sabían leer y escribir
en 1900 (6 millones), se llega a un 50.6 % en 1910 (7. 7 millones) y un
59 % en 1920 (casi 10 millones), con un crecido número de lectores
potenciales, pues. Entre estos, ha aumentado notablemente la
proporción de mujeres alfabetizadas cuyo número se duplica entre
1900 y 1930 (de 2.4 a 6 millones).
Durante el mismo periodo, si bien la escolarización (obligatoria
ya hasta los 12 años) dista aún de ser universal (menos del 50% en la
enseñanza primaria, un 2% en la media y solo unos 15 000
estudiantes en la enseñanza superior en 1910) y persisten las
desigualdades territoriales (entre ciudad y campo o la España del
Norte y la del Sur, por ejemplo), aumenta la eficacia del sistema
escolar, observable en la creciente tasa de reclutas que saben leer y
escribir (más del 50% en 1911, con un reducido analfabetismo por
desuso) y de niños de menos de 10 años alfabetizados (son ya casi
500 000 en 1920).
A esta progresiva y ya notable resorción del analfabetismo (a
partir de 1920, en España, ya hay más alfabetizados que analfabetos)
, contribuye por supuesto la formación de adultos a base de iniciativas
privadas —obreras, por ejemplo— y, antes de que empiecen las
campañas contra el analfabetismo, una educación informal vinculada
con la creciente vigencia de la cultura escrita en las relaciones
sociales.
También contribuye a este proceso de incorporación “pasiva” a
una cultura escrita de referencia si no aún totalmente dominante la

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modernización de la sociedad española (Ruiz Berrio, 99-102) con el
descenso de la población activa dedicada a la agricultura y una
creciente urbanización: en 1930, más del 40 % de la población
española ya va a residir en núcleos de población mayores de 10 000
habitantes (un 32% en 1900), con una sobrerrepresentación de la
población alfabetizada, a raíz de la concentración en ellos de los
servicios y de la fuerte presencia de funcionarios públicos, militares,
alumnos de enseñanza media, comerciantes, etc., todos ellos lectores
habituales.
Con la progresiva generalización del medio escrito/impreso en la
vida oficial (la “socialización del documento” administrativo, comercial,
social cada vez más imprescindible para la información y la vida diaria
y del impreso como fuente deseable de conocimiento, recreo y placer),
el entorno visual de los españoles urbanos y rurales va modificándose:
no desaparecen, por supuesto, las modalidades más arcaicas y
tradicionales de comunicación social (el voceo de los bandos o de los
impresos, los ciegos y los repartidores de periódicos, los mensajes en
pintura cerámica y luego en loza estampada, los rótulos, o los
pasquines manuscritos), pero los anuncios impresos o pintados y los
carteles cromolitografiados en soporte papel y luego metálico, los
kioscos con sus variopintos “papeles”, y muchos más semioforos y city
texts se adueñan del espacio público urbano hasta saturarlo en
algunos casos, como en la Plaza Canalejas de Madrid. Todo ello hace
que la ciudad se vuelva un como libro abierto a la vista de todos —una
biblioteca callejera (Ilust. 1).
Así las cosas, el propio iletrado y no lector ha de someterse a la
obligación creciente de enterarse de lo públicamente escrito y ofrecido,
so pena de una marginación creciente, con una especie de
implicación volens nolens. La lectura se vuelve una necesidad social
cada vez más imperante y compartida de manera siquiera elemental. Lo
mismo que la práctica de la escritura de cuyo desarrollo da cuenta el
aumento de los objetos postales circulados, como las cartas y las
incipientes tarjetas postales. Los propios pueblos rurales acaban siendo
concernidos.
Estas evoluciones de la capacidad lectora de la sociedad
española vienen acompañadas —y favorecidas— por una oferta de
lectura masificada, abaratada, diversificada, adaptada a las distintas
maneras de leer y a unas nuevas expectativas. Una oferta que incluso
crece proporcionalmente más rápidamente que las capacidades
oficiales de consumo.

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Tras el Desastre, con la creciente incorporación de nuevos
sectores de la sociedad al quehacer cultural común, el siglo empieza
con un alentador sursum corda del mundo de la prensa y del libro ya
preocupado –en sus sectores más avanzados– por abrir España a la
modernidad, al pensamiento y a la literatura europeos. En tiempos de
libertad de prensa por lo que al libro toca, el número de títulos
publicados aumenta rápidamente, de unos 1.600 a casi 2.200 en 1911-
5 (a comparar no obstante con los 31-35.000 de Alemania o los 9-
11.000 de Francia), pero de hecho hasta 4 veces más según las cifras
del depósito legal. En 1913, ya se publican 1.980 periódicos (1 por cada
10. 000 habitantes). La oferta cumulada de la Sociedad General de
Autores (dramáticos y líricos) creada en 1899, abarca, en 1913, unos
20.000 títulos de comedias, dramas, zarzuelas, etc. En 1913 cuenta
España con 1.051 librerías y puntos de venta y muchos más puntos de
difusión del impreso que amplían la oferta tradicional, con unos nuevos
productos culturales, para todo los fines —no solo recreativos, por
supuesto, y menos narrativos—, para antiguos y nuevos lectores, unos
lectores adicionales al mismo tiempo que distintos.
Vale aquí recordar con Antonio Viñao (1999), la fundamental
polisemia y variabilidad de lo que se entiende por el leer y el saber leer:
la alfabetización en sus distintas variedades (sagrada, utilitaria,
informativa, persuasiva, placentera o de recreo y personal-familiar”), es
“un proceso social cuyas motivaciones, impulsos, agentes, evolución y
prácticas exceden a la versión escolar de la misma”; se caracteriza por
el tránsito no desde el analfabetismo a la alfabetización, sino desde la
semialfabetización a la alfabetización: “ la introducción de lo escrito
nunca supone el paso de la oralidad a las letras, sino más bien de la
oralidad a una combinación de letras y oralidad (oralidad mixta u
oralidad secundaria”. Las destrezas lectoras remiten, pues, a un
complejo abanico de situaciones, donde la lectura mental es la menos
frecuente y la auto-lectura en alta voz o la lectura mediada por
delegación de las palabras y la voz es una práctica socialmente
generalizada y positivamente valorada como “arte”. Valga como
ejemplo, además de los conocidos testimonios de Emilia Pardo Bazán
o Ramiro de Maeztu, la lectura por una tal Enriqueta, desde el 21 de
marzo hasta el 26 de abril de 1923, , cada miércoles de las 4 y media
hasta las cinco, de 12 a 15 páginas de La Bruja blanca de Julio Ascano
—debidamente censurada—, más 5 ó 6 páginas de Pepitas de oro de
Monseigneur Sylvain, para las obreras de un taller. ¿Qué acogida les
mereció? Solo sabemos por la misma Enriqueta que "las obreras

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recibieron bien la lectura y les pareció breve el tiempo" y que la dueña
del taller se lo agradeció. Pero aquellas obreras por muy iletradas que
fueran ya formaban parte de la sociedad lectora española.

La lectura de la prensa. Por muy limitada aún que resulte la difusión


de la prensa periódica (la difusión total de los periódicos del Trust de
la Prensa no pasa de 250 000 ejemplares hacia 1915), el diario y la
revista son, en aquel entonces, los principales medios de acceso a la
cultura escrita, con una oferta de lectura acrecentada, diversificada y
modernizada, con la sustitución de los tradicionales “monos” y
grabados por las fotos y una evolución de su morfología (caso
de ABC con su manejable formato a tres columnas y sus 16 páginas) y
unos nuevos hábitos de lectura más extensiva (gracias al sistema de
secciones) y socialmente diversificada, con sus “raciones de lectura”
diarias o semanales. La lectura del diario en voz alta, después de la
comida o en veladas, es todavía una costumbre muy compartida
(Rivalan, 2008, 46). Conlleva, además, la creciente posibilidad para el
lector de “ir seleccionando aquellas propuestas que mejor cuadraban
con sus circunstancias” (Alonso, 2003, 572). Inclusive —pero no
exclusivamente— las de cariz literario y narrativo, con los declinantes
artículos de costumbres, los cuentos, novelas publicadas en el folletín,
las crónicas, los suplementos literarios semanales, y tantos artículos
periodísticos en los que, además de lectura, pueden encontrar los
lectores una manera de iniciarse a una expresión escrita más o menos
alejada de la coloquial.
En la prensa de principios del siglo XX, puede ser que el folletín
que, según el Repertorio de buenas lecturas en 1899, era “el fondo de
lectura, el más considerable elemento de distracción de nuestras clases
populares”, deja de ser omnipresente y prioritario. Folletín lo hay en
1910, pero más bien en páginas interiores, en El Liberal, El
Imparcial, La Correspondencia—en 1908, en El Mundo se publican
dos),), pero no en El País ni en El Heraldo de Madrid. Para aquellos
lectores que no quieran ir recortando los folletines para encuadernarlos
después, algunos periódicos como El Progreso, El Globo, La
Correspondencia de España o Día y noche siguen manteniendo una
Biblioteca vinculada o no con la publicación previa en el periódico, sin
ilustraciones por lo común, aunque, en 1906, en la Biblioteca
del Folletín “Diario Ilustrado” se publica, por ejemplo, Rivales de
amor de Paul Rouget, en páginas de a dos columnas, con abundantes
fotograbados de F. Mota.

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Siguen predominando las traducciones (del francés sobre todo),
pero también se publican a veces algunas novelas originales
como Arroz y tartana Flor de mayo o La Barraca de Blasco Ibáñez en El
Pueblo de Valencia o, en El Paí, la parodia del género folletinesco
titulada La guerra del Transvaal y los misterios de la banca de
Londres por Van Poel Krupp alias Ramiro de Maeztu, con su típicas
retahílas de frases cortas asindéticas: “Muchas gentes tienen los
párpados comidos por este polvo tenue/La ciudad se nos presenta
reverberente de luz/El estrépito nos marea, hasta clavarse en nuestras
sienes”, y así por el estilo.
Este género literario caracterizado por su peculiar estructura
narrativa y una temática muy a menudo dualista y “exótica”, al ofrecer
la imagen de sociedades no contemporáneas o no españolas por lo
común, se abre a un público mucho más heterogéneo que el libro y por
su modo de difusión, su fácil accesibilidad, su baratura, y su
presentación fragmentada y su contenido, sigue siendo, a pesar de su
relativa pérdida de relevancia, uno de los medios adecuados para
satisfacer la demanda de lectura de unas nuevas capas sociales que no
pueden dedicar mucho tiempo ni mucho dinero a esta actividad, pero
que se aficionan a la ración cotidiana de evasión o consuelo que les
suministra el periódico (Lécuyer, Villapadierna, 1995).
En la prensa católica, a pesar de sus muchas reticencias hacia el
género novelesco, el folletín se utiliza tácticamente con finalidad
esencialmente militante y docente, para moralizar e instruir deleitando
con novelas de Villoslada o Valentín Gómez, por ejemplo. Por ejemplo,
al publicar Andrea o la hija del mar de Antonio de Urreta, la Semana
Católica de Barcelona advierte que se trata de “una novela educativa,
eminentemente moral, cuyo fin es demostrar con multitud de ejemplos
la pasmosa deficiencia de la educación que hoy se da a la mujer” (Hibbs,
1995, 57-58).
En la prensa obrera, anarquista o socialista, la sección de
folletín, bastante estable en la parte inferior del periódico, tampoco tiene
por misión esencial captar y mantener la curiosidad y fidelidad de una
clientela popular, deleitándola. Trátase a menudo de textos doctrinales
o históricos teóricos, y cuando el folletín se abre a la ficción lo hace con
relatos que “quieren suscitar en el lector una emoción fuerte que
alimente su sentimiento de injusticia social y levante su espíritu de
rebeldía” (Brey, 1995, 75), con traducciones de Zola, Lermina, Sue,
Zévaco, etc. Una cuasi excepción es la publicación en La lucha de
clase de Almas muertas. Historia de una familia burguesa de Timoteo

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Orbe que puede leerse durante 27 semanas durante el segundo
semestre de 1896, al propio tiempo que artículos de Unamuno.
Pero parece ser que, a principios del siglo XX, el folletín va
perdiendo todo el aliciente de marras: en la prensa de provincias: ya no
se notan tantas protestas de los lectores ante la falla de un día o la
supresión del folletín, ausente ya de muchos periódicos y algunas
novelas “de folletín” se empiezan a publicarse en colecciones seriadas
como Las aventuras de Rocambole de Ponson du Terrail en La Novela
Ilustrada o “para el público joven”, en las versiones abreviadas que
publica, en Barcelona, El Gato Negro. En 1917, fracasa la convocatoria
por El Imparcial de un concurso destinado a premiar un buen folletín
nacional “de complicada intriga y de vivas emociones” (Lécuyer,
Villapadierna, 1995, 30).
En adelante, los tradicionales recursos del folletín literario habrán
de buscarse más bien en las narraciones por fascículos, con episodios
completos.
Otro género—el cuento o relato breve periodístico— muy presente
en la prensa finisecular (entre 1890 y 1900, se publicaron más de 10
000), también llegó a disponer de un espacio propio en muchos
periódicos (en La Idea Libre, son “folletines cortos”) y , gracias a su
brevedad y por tratarse de una narración completa, sigue proponiendo
al lector unas muy asequibles y satisfactorias raciones de lectura
literaria.
En los años 1905-1907, la revista Monos, “semanario y
barato” (10 céntimos, cuando el número suelto de un diario cuesta 5)
pretende acentuar aún el carácter atractivo de la brevedad, ensayando
con audacia una nueva fórmula, la “novela comprimida” —llegará a
novela “relámpago”— como La peluca rubia de Félix Limendoux (en
octubre de 1906, afirma que se han vendido ¡muy cerca de 400 000
ejemplares de su Biblioteca de novelas comprimidas!). También publica
la primera novela gráfica española, una adaptación de Las travesuras
de bebé del caricaturista norteamericano Ladendorf, seguida por Un
viaje al infierno del dibujante español Karikato.
Pero a partir de 1905, con la creciente competencia de las
colecciones semanales de narraciones breves, el cuento periodístico
cede al empuje de la crónica, “síntesis de amenidad” según Rafael
Mainar o “arte de la conversación aplicada a la comunicación con mil
lectores por mediación de la hoja impresa” según Gómez de Baquero
que como los demás géneros periodísticos, será un “acicate en el rito
iniciático de la lectura”, según José Antonio Durán (Alonso, 2003).

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Al margen de la prensa, sigue existiendo, más bien para unos
“lectores-oyentes”, una literatura que también fue de “amplia difusión”,
a través de los impresos de cordel. Recuérdese que hasta 1936, en
Madrid, la casa Hernando sigue reimprimiendo gran parte del fondo
decimonónico de Marés y Minuesa: más de 400 aleluyas, romances e
historias arregladas y compendiadas, para adaptarse al público
“popular” y a su capacidad adquisitiva, a partir de textos de literatura
canónica, como la Historia de Edmundo Dantes, reducción a 130.000
caracteres de los 3.5 millones de que consta el Comte de
Montecristo de Alejandro Dumas. Un género ya casi fosilizado pero con
sus “clásicos” y que, en tiempos de censura como durante la guerra de
Marruecos, puede recobrar su función noticiera: “Los periódicos callan.
Cantan los ciegos”, escribe El Mundo el 1 de agosto de 1909. En los
años 1910, la Imprenta Universal de Madrid publica aún los libritos como
los Apuros de una gallega para venir a Madrid y Los crímenes de
Landrú con fotografías ya, y, por todo el territorio español, para la
narración de crímenes o milagros, se siguen imprimiendo romances de
ciegos, representativos de una literatura “para vender y para cantar”. En
Barcelona la imprenta del Abanico, además de canciones, tiene a la
venta las Oraciones de San Agustín, la Baraja del amor y el Oráculo
de Napoleón y Lluís Millá una Colecció de monòlechs. En algún kiosco
estarán a la venta la serie de tarjetas “artístico-literarias” dedicadas
al Tren expreso de Campoamor, con ilustraciones fotográficas de
Kaulak, o la Col.lecció de 24 targetas ab els 24 pensaments il.lustrats,
de Albert Lanas, por ejemplo. No faltan, por supuesto, los anuales y
útiles almanaques y calendarios, algunos de ellos acompañados por
algún texto « literario » e ilustraciones.
Para la satisfacción de las necesidades prácticas de la vida
cotidiana o secreta o de unas necesidades culturales emergentes, van
configurándose las llamadas “colecciones populares” o “de consumo”.
Desde las Cuentas hechas o los distintos Secretarios y la “Biblioteca de
la Vida práctica “(El libro de las madres, El arte de llegar a viejo, etc. )
hasta El libro de las adivinanzas o sea la buenaventura por la gitana
Azucena que contiene también El arte de atrapar marido . En la
“Colección de cuadernos populares”, se pueden encontrar ya, por 60
céntimos, los Rasgos de ingenio de Jacinto de Benavente, Los secretos
del fútbol o el Arte de ser bonita. Pero dichas colecciones también
pueden ser bibliotecas “de enseñanza popular” (con libritos sobre El
darwinismo, Los terremotos, La higiene de la cocina, etc ), o “de
vulgarización científica”. En los años 1920, la editorial CALPE iniciará

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una colección de “catecismos” dedicados a la vulgarización científica
agrícola.
Menos visible en los catálogos y en los escaparates, pero de
continua presencia en la oferta impresa, como lo demuestra el Infierno
español reconstituido por Jean-Louis Guereña (2011), va en busca de
los deseos más secretos o menos confesables la literatura semi-
clandestina, de corte más o menos verde o pornográfico (El cofrecillo
del amor o Aventuras galantes de la Pompadour Cuentos libertinos de
Laura Brunet, por ejemplo) o meramente anticlerical como la Biblioteca
“cómica” (Los curas en calzoncillos), “mística” (Tocando el órgano) o
“democrática y anticlerical” de Diego R. Romero. Pero tampoco se
olvida otra necesidad muy humana con la “Colección Alegría” o
los Ciento treinta cuentos alegres, los mejores del repertorio verde, con
un recordatorio que doctora en el arte de contarlos, publicados en
Madrid por un tal Ramsell.
Con la preocupación de ponerse “al alcance de todas las fortunas”
como dice la editorial El Gato Negro a propósito de su colección “La
novela maestra”, la histórica novela a peseta de finales del siglo XIX va
cobrando formas aún más asequibles. Ya a principios de los años 1890,
Pedro Motilba (kiosco n° 5 en la Rambla) publicara, además
de ¡Cuidadito con esto! Colección de novelas cortas ilustradas por los
mejores dibujantes bajo la dirección literaria de Luis de Val, una
biblioteca de bolsillo (15 céntimos) y una “Biblioteca para todos” con
novelas completas a 15 céntimos además de los 45 tomos de Tres
millones de chistes. Biblioteca “para todos” también se llamará la que,
en los años 1920, ofrezca por 0.25 peseta más de cien volúmenes de
chascarrillos, cuentos chistes ilustrados por Gascón, Robledano,
Karikato, etc. Más tarde, la Editorial Guerri, en su “Biblioteca de
Literatura Moderna” propondrá “las mejores obras de producción
mundial al precio más económico” (dos pesetas). Pero conste que una
“Colección popular” como la de la Editorial Literaria lo mismo propone,
en su Biblioteca Recreo y Sport, las Picardías de Quevedo o
unas Cartas amorosas que una versión de Resurrección de Tolstoï y
otras obras de Hugo, Murger, etc. Lo cierto en que por aquellas fechas,
en la editorial Calleja, se puede comprar una edición “económica” del
Quijote por 2 pesetas, otra “popular” por 1.50 y otra “barata” por solo
una peseta, cuando la ”de bolsillo” cuesta 4.
Para hacerse una idea de lo que pudo representar tal oferta, basta
referirse al catálogo razonado —y provisional— elaborado por Manuel
Llanas y Ramón Pinyol (2007), de “colecciones de consumo” publicadas

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en Cataluña entre 1900 y 1939 ( Ilust. 2): son unas 250 (60 de ellas en
catalán) —no todas muy duraderas por supuesto. En sus
denominaciones se puede apreciar la intención editorial de ampliar el
círculo de compradores y lectores al calificarlas de “popular” que lo
mismo se aplica a la “Biblioteca de l’Avenç” que a la de Maucci (son 8
ocurrencias en catalán y 7 en castellano), pero también de “económicas”
o “de todos” y “para todos”. En ella se nota, ya en 1917, la impronta del
cine como en La Película Escrita (El cine en casa) en la que la Editorial
Seguí publica semanalmente una película por 10 céntimos (Ilust. 3).
Ante esta ingente—dentro de lo que cabe— corriente de
literatura de masas (faltan datos sobre su difusión, en España pero
también en Hispanoamérica), no se olvide sin embargo que aunque
menos novedosa y aparatosa (no suele tener cubiertas ilustradas), pero
muy arraigada, existe una siempre prolífica literatura religiosa de libros
y no libros (las novenas, las estampas, etc.), para la formación del clero
y unos usos compartidos o privados en un país donde, a pesar de una
creciente laicización de las prácticas sociales y culturales, la religión
católica representa aún un poder social de primera importancia.

Leer por entregas. También sigue vigente —aunque no tan


boyante—, el decimonónico sistema de producción editorial por
entregas o sea: la publicación y venta fraccionada, bajo forma de
cuadernos de módico precio y contada lectura, entregados a domicilio
cada semana, de una obra que se irá completando, hasta poder
encuadernarla con tapas editoriales o coserla burdamente.
Las láminas exentas (y después, los grabados insertos en el
texto) que acompañan el texto —que lo “ilustran”—, con su exagerado
dramatismo y su torpe o caprichoso dibujo, en “lujosas”
cromolitografías o en blanco y negro, además de ser un atractivo como
objeto de posesión, son una como ayuda didáctica, a base de
encarnar gráficamente personajes o explicitar unas situaciones que
quedarían aún demasiado abstractos para unos lectores aún “en
ciernes” o en camino de perfección lectora (

7).
Si bien se siguen ofreciendo las clásicas novelas decimonónicas
de impresiones y movimiento (las de Fernández y González, Pérez
Escrich, Ortega y Frías o Castellanos, por ejemplo), el género literario
ya ha evolucionado. con el predominio de la novela sentimentaloïde y
de emociones como la de Luis del Val, y una atención creciente por los

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temas de actualidad, con incluso collages de historia contemporánea y
ficción.
Por su asequibilidad en términos económicos (un corto
desembolso semanal, cada vez más barato, relativamente), de
distribución (a domicilio), de cantidad de lectura (unas 8 o 16 páginas
de unos 2.000 caracteres) —en los discursos editoriales, la “cantidad de
lectura” se valora mucho— y también de estética (las vistosas láminas),
la novela por entregas sigue contribuyendo a la “extensión cuantitativa
del público lector” (Baulo, 2003), indudablemente más “popular” que el
de marras.
Es el público “blanco” de Luis de Val quien, con Los hijos
desgraciados (“segunda jornada” de Los Ángeles del hogar), promete a
sus futuros lectores una “ejemplar historia escrita para vuestro solaz,
con la esperanza de recrear vuestros ocios con esas dulces emociones
que el artista finge, aguardando una sola recompensa: la de hacer que
a vuestros ojos asome una lágrima de ternura” (p. 2406 del tomo III).
En el discurso editorial se encuentran la argumentación y las
acostumbradas valoraciones levemente actualizadas: se encomia el
“estilo claro, conciso, vibrante”, la “inagotable y cautivadora fantasía”,
que” entusiasma y cautiva” a los lectores. Una obra que “instruye al
mismo tiempo que deleita”, donde los episodios “se suceden con la
rapidez y la claridad de una cinta cinematográfica —la novela por
entregas también pretende acompañar la modernidad—, avivando cada
vez más el interés del lector sin llegar a cansarlo jamás”, una “verdadera
superproducción”, como se dice a propósito de El soldado
desconocido de A. Fossatti. En otras novelas de la misma editorial, de
menor extensión como Las aves de rapiña. Escenas sociales (36
cuadernos), elaborada a partir de las Memorias de un obrero, la
promesa es que se puede seguir “en su calvario a los desheredados de
la fortuna, dentro de la mayor imparcialidad y sin apartarse de lo
verdaderamente real [sic]”.
En estas novelas, se establecen unas relaciones familiares
—y duraderas— entre el lector y el narrador quien, al filo de las
sucesivas entregas, no duda en “explicar” o comentar su propia
producción, como en este excurso de El hijo de la calle donde irrumpe
el narrador (el autor es José Contreras) con el siguiente comentario:
“¿Qué significa cuanto hemos expuesto?/Esto es: ¿qué casa era
aquélla, quiénes eran sus dueños, qué clase de personas eran las que
allí había y a qué obedecían tales reuniones?/Hora es ya de que
contestemos a estas preguntas que de seguro habrán formulado la

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mayoría de los lectores./Vamos a hacerlo, pero en vez de contestarlas
nosotros mismos lo harán algunos de los personajes que acabamos de
presentar” (p. 596). En otros momentos, los lectores van cobrando una
personalidad social otorgada por el autor que tal vez no tendrían fuera
del sistema editorial, como al final del tomo primero de Tempestad sobre
el trono donde el autor y el editor se despiden del lector confiados en
que sus emociones ante la fábula novelesca le hayan movido a
reflexiones ante la realidad histórica”, en la que” nuestros lectores han
visto reflejada como en pantalla de un cinematógrafo (el subrayado es
mío) la vida política de España”.
También pudo contribuir a la motivación del lector y de su
familia, el incentivo de los “lujosos” —para ellos— regalos o premios
que, mediante la entrega de los cupones semanales que se iban
recortando se “daban” al final de la suscripción, además de los regalos
extraordinarios sorteados (un automóvil Chevrolet, por ejemplo, en la
Casa Albero de Madrid). Esto haría más llevadero, incluso
económicamente, el que la publicación se fuera alargando (durante 291
semanas en el caso de La hija del pueblo de A. Fossatti, terminada el
22 de octubre de 1928) y redundara en unos “monstruosos novelones”
de papel grisáceo y torpe tipografía, como la novela de
F. Alburquerque Perdida en la vida: tres tomos in 4.° de 1.723, 1.789 y
1.737 páginas, respectivamente. En Madrid, el Palacio de la novela
instalado en 1929 en Carabanchel Bajo por la casa “de las 1000
novelas” —la Editorial Castro— es emblemático de esta corriente de
industrialización de la edición y de la literatura.
En Madrid, en Barcelona o en Valencia, no faltaron otras
empresas dedicadas a la publicación y venta de novelas por entregas,
como La novela cosmopolita, publicación semanal donde se va
publicando Juan Manuel Luján el famoso bandido jerezano o los
cuadernos de las “Publicaciones económicas” de La Vida Literaria (a 10
céntimos el cuaderno) que, según la editorial, “deben comprarse con
más motivo que se compra un periódico. El periódico una vez leído, se
tira. Nuestros cuadernos, una vez leídos, se guardan, e
insensiblemente, al cabo de tiempo, se encuentra formada una curiosa
e instructiva Biblioteca” que permitirá ir adquiriendo El Assommoir (La
taberna) de Zola por 1.20 peseta o Los tres mosqueteros por dos
pesetas (con 9 láminas).
Como el folletín en la prensa, la publicación por entregas ofrece
unas unidades de lectura breves pero “repletas de lectura” (la mejor
relación entre el precio y la cantidad de lectura es algo que el que

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compra mucho tiene en cuenta), fragmentadas y periódicas,
encuadernables, pero con el añadido y aliciente de las ilustraciones y
de los regalos, muy propicio para añadir motivaciones extra literarias,
como se ve, en unos públicos por lo común bastante alejado de los
bienes suntuarios pero deseosos de disfrutar, en alguna manera, del
“lujo”.

La novela popular por cuadernos. Parece ser, sin embargo, que


esta no fue siempre una motivación suficiente y , en los años
1910, bajo la influencia —tardía— de la dime-novel norteamericana,
de publicar semanalmente un fragmento de una narración corrida, se
empiezan a publicar para lectores adultos, pero sobre todo para un
público infantil, unos fascículos semanales de 16 o 32 páginas in 4°,
correspondientes a un episodio completo dentro de una historia más
larga, con una bonita cubierta alusiva a varias tintas, distinta cada
semana, en la que se anuncia el “próximo episodio”. Un número
indeterminado pero no demasiado abundante de fascículos cuyo
precio varía entre 10 y 20 céntimos y que luego también se pueden
encuadernar. De esta manera se ofrecen “distintas novelas en una
sola” que, como la edición abreviada (para “hacerla más simple y
atractiva”) de la obra de Eugenio Sue Los misterios de París consta de
17 cuadernos de 8 páginas con formato 26.5 x 18.5 cm y a dos
columnas, vendidos con el precio de 10 cts con una cabecera de
cubierta donde están representados la Torre Eiffel y el Sagrado
Corazón de Montmartre, y para cada fascículo una ilustración alusiva
al episodio.
En el encomiástico discurso editorial del Prospecto que acompaña
el primer cuaderno se destaca, para la “gran novela” la “obra literaria de
amplios vuelos”, la “joya literaria que se publica con “cubiertas a varios
colores”, encuadernable e impresa en “buen papel”, su “módico
precio” que “ la pone al alcance de todas las posibilidades” y los “vívidos
y emocionantes pasajes de una “acción latente y constante” pero con
un héroe humano que no tiene nada de folletinesco ni de vulgar”, si se
le compara con el Rodolfo del Conde de Montecristo, ya que la cultura
folletinesca también puede ser un argumento y ayudar a vender.
En la misma línea, se pueden inscribir El secuestro de una
hija o 25 años de martirio. Verídica historia… (24 cuadernos de 16
páginas con 36 500 caracteres) —un caso muy sonado en
Francia (Ilust. 4)— , El trágala (n° 7 de La Novela Semanal), las
“historias completas” de “Episodios célebres de España”, la “Colección

12
de cuadernos populares” de la librería Granada con El tren expreso de
Campoamor, las Fábulas de Samaniego o El crimen de Cuenca, Los
misterios de las alcobas reales (24 números de 32 páginas con
cubiertas de José Segrelles), Jack Lynx el detective
misterioso, Bandidos célebres y Crímenes célebres (20 céntimos) de la
editorial Heras o la edición popular de Los miserables de Víctor Hugo.
Pero la evolución —casi revolución— más significativa en
las nuevas propuestas de lectura y maneras de leer, viene sin duda
alguna con la generalización de una fórmula editorial ya ensayada por
Blasco Ibáñez, con La Novela Ilustrada, y Calleja, con La Novela de
Ahora (1907-1914, 188 números), la colección semanal seriada de
gran difusión de cuentos y novelas breves de autores principalmente
« nacionales ».
Estas colecciones semanales de narrativa breve, “colecciones
literarias de gran divulgación” (Rivalan, 2007b), “series periodísticas de
narraciones breves” (Alonso, 2007) o como se llamen, pueden tenerse
por la continuación, consolidación y actualización de unas prácticas y
hábitos que a través del folletín, de la entrega, de los fascículos, etc. se
fueron generando entre los « nuevos lectores » (Ilust. 5). De la
brevedad (novela corta, “de una hora”), el fraccionamiento (pero con
episodios completos ya) y la periodicidad (con la entrega en día fijo) que
favorecieron el acceso a la lectura a lo largo del siglo XIX —unas
raciones de lectura semanal—, se va apoderando un público ampliado
desde nuevas expectativas y conductas de ocio.
Este producto híbrido (“Ni soy libro, ni periódico, ni revista ilustrada
y sin embargo, tengo del libro casi el tamaño… de la revista, el precio,
el cuidado en la presentación y en los grabados, y del periódico la
intermitencia y la formal cualidad de la aparición a plazo fijo”, dice La
Novela Semanal en 1921) ofrece semanalmente, bajo forma de
narraciones breves pero completas, una cantidad de lectura
comprendida entre 60 y 100 000 caracteres. Son productos de precio
unitario comprendido entre 5 y 30 céntimos antes de 1914 (un número
suelto de periódico cuesta entonces 5 céntimos), y 10 y 40 céntimos
después de 1918, hechos los más a base de papel « ínfimo » (de
periódico) y de una tipografía poco cuidada, pero vienen con cubiertas
ilustradas con caricaturas, fotos, o dibujos alusivos al cuento publicado
cuyo texto también puede ser comentado gráficamente por un dibujante
, con, a veces, una verdadera “exuberancia gráfica”, no muy distinta en
sus opciones de lo que se puede ver en las revistas de moda, o los
anuncios publicitarios de productos de higiene y belleza . Con esta

13
conjunción de la pluma y del lápiz, se ofrece al público un producto mixto
de plástica y literatura, que contiene entre 8 y 15 grabados por número
en El Cuento Semanal, por ejemplo.
Se supone que estas características permiten el acceso a la
lectura a “las capas menos cultas de la sociedad” (Rivalan, 2007b, 14),
y económicamente no muy pudientes (en 1911 un maestro de escuela
cobra entre 500 y 825 pesetas anuales). Las pretensiones—que se
suponen sinceras aunque respondan a un interés comercial— de
“popularización” del género para alcanzar el obrero, el artesano, el
“bajo pueblo”, el vulgo de “depauperados bolsillos” (Mogin, 2000), son
para La Novela Corta, por ejemplo, un verdadero “apostolado de
divulgación literaria” (Mainer, 2010, 188)— servido por un proyecto
editorial encaminado a “abaratar la lectura, siempre cara, del libro y
ponerla al alcance del gran público […]. Hora es ya de que lean los
modestos, de que lean novelas grandes no anticuados folletines, y de
que la cultura se extienda, abaratada, hasta lo incalculable”, proclaman
los directores de El Libro Popular (Rivalan, 2007b, 15).
Gracias a unos formatos manejables (tabloide y plegable como El
Cuento Semanal y Los Contemporáneos o de formato de bolsillo,
11 x 17 cm) y a su corta extensión, su lectura es posible ya en cualquier
lugar. Como publicación periódica se puede comprar en la misma calle
—puede vocearse como un periódico—, y en los kioscos antes que en
las librerías. Pero también es coleccionable y coleccionada, con una
numeración seguida, en algunos casos : ya desde El Cuento
Semanal se suelen ofrecer tapas para encuadernar los números
sueltos, tapas de tela y luego de cuero con « elegantísimas y artísticas
incrustaciones de relieve en oro » con las que se da una dignificación
del producto impreso observable también en el empleo, en algunas
colecciones, del papel cuché.
Como producciones seriadas, crean una fidelización con el
sistema de suscripciones por ejemplo, manteniendo la expectativa en
unos espacios de diálogo como « Correspondencia particular », o con
la organización de concursos reservados a la comunidad lectora y la
atribución de premios. Con este nuevo género editorial, entre libro,
periódico y revista ilustrada, cada número y su colección viene a ser,
pues, una obra completa e inédita, para un lector moderno.
En estas colecciones no se nota la frivolidad efímera del
cuento corto ni la pesadez del volumen, sino un eclecticismo con
referencias a la actualidad literaria que da lugar a una lectura « ni lenta
ni fatigosa » (Magnien, 1986), con unas estructuras narrativas sencillas,

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a base de relatos mayoritariamente lineales. Aunque pueden persistir
esquemas y personajes estereotipados y una retórica muy
decimonónica, el nuevo cuento, al pretender captar la realidad
contemporánea, se aleja de los convencionalismos, con personajes
apenas caracterizados, una cuidada elaboración estilística y una
voluntad—semanalmente manifestada—de sorprender.
Para una parte importante de la población española urbana, de las
clases medias y medias bajas, la lectura « breve, fraccionada y
periódica » va a constituir, al lado del teatro, una forma arraigada de
entretenimiento del ocio: es la clásica lectura « para todos », la novela
« popular », la novela ( o los cuentos) « del jueves », « del sábado »,
« del dumenche » (en Valencia), « de la noche », « para el tren »,
« lecturas de una hora », además de « semanal », « quincenal »,
« narrativa de actualidad », « actual », « de hoy », « de mañana » y a
veces incluso « de regalo » o « regalada ». De la convencional y
zaherida relación con el libro de misa para las mujeres y el librillo de
papel para los hombres, se pasa en España a una situación en la que,
como deseara Ortega Munilla, « aprenden a leer los que no saben y
leen los que ya sabían » (Sánchez Álvarez, 1996, 23) y es interesante
comprobar que este proceso acompaña la modernización y el relativo
auge de la prensa, siempre dentro de lo que cabe, como se ha visto.
De esta manera, puede darse un acercamiento de las clases
medias a lo que se denominaba « nueva literatura », que con su
“naturalismo comedido” o su “limpio realismo” y algún toque erótico
procura hablar “en nombre de la vida” como dijera Felipe Trigo,
logrando, según Galdós, que “el pueblo se apasione por las novelas
con calidad literaria”.
Entre 1907 y 1939, se pueden contabilizar más de 280 de
estas colecciones dedicadas a la narrativa breve (Alonso, 2007) —
muchas de ellas efímeras—, con una oferta que, de tres en 1909, sube
hasta 7 ya en 1917, culminando en 1923 cuando la oferta simultánea
de novelas cortas es de 8 series (más 8 efímeras) y de 20 a 35
colecciones si se tiene en cuenta la progresiva diversificación temática.
Porque con esta fórmula editorial, bajo la presión de una demanda cada
vez más fuerte de productos y bienes modernos y originales, pronto se
entabla un diálogo con el teatro y el cine —y después la radio: las
colecciones teatrales seriadas aparecen en Barcelona, con, en 1912, El
Teatre Catalá por ejemplo (en 1912) y se consolidan entre 1914 y 1918
con La Escena Catalana (1917) , La Novela Cómica o La Novela
Teatral (446 números en total entre 1916 y 1925) y, entre 1907 y 1939,

15
aparecen 18 series cinematográficas periódicas y narrativas, como La
Novela Semanal Cinematográfica, publicada entre 1920 y 1939 o
las Grandes Novelas de la Pantalla, escritas a partir de argumentos del
cine mudo, al que la novelización, combinada con los debidos
fotogramas, da, por decirlo así, la palabra.
Muy lejos de la precursora y elegante Vida Galante o de los
atrevidos –para la época– pero al cabo más o menos artísticos
eufemismos de la literatura « ligera » (Rivalan, 2008), también intentará
aprovecharse de la fórmula, la novela erótica o pornográfica, con la
llamada « ola verde « de los años 20-30, con colecciones
como Colección Afrodita, Novela de Noche, Colección Placer o Priapo,
y narraciones sueltas como Julia la gozadora (Valencia, 1923) o Con
paciencia y saliva de Gonzalo González Gonzaga, reveladoras « de los
gustos y fantasmas masculinos con respecto a sexualidad » (Guereña,
2011).
También han llegado a abarcar las colecciones semanales los
campos de la política como con los 49 títulos de La Novela Roja (1922-
23) de Fernando Pintado donde se intenta adecuar una narrativa
« revolucionaria breve de quiosco », con « perfil literario zigzagueante,
sometido a criterios políticos propagandísticos » (Santonja, 1994) al
modelo editorial de El Cuento Semanal o en La (anarquista) Novela
Ideal, La Novela Proletaria o la “Biblioteca de los Sin Dios”,
“publicaciones predilectas del pueblo” de las que se asegura que “de
cada una se vende un promedio de 30 000 ejemplares”.
No falta alguna iniciativa católica como Nuestra Novela, fundada
tardíamente (en 1925), por el agustino asturiano Padre Graciano
Martínez quien pretende, por 25 céntimos, poner « el arte y la belleza al
servicio de la verdad y el bien ».
Pero las colecciones seriadas también se abren a la lírica —
con Los Poetas, por ejemplo (Palenque, 2001)—, al deporte, a la
tauromaquia y a la biografía. También serán cauce para la afirmación
lingüística catalana con Los Noveles o La Novela Nova.
Sin poder comprobar las fantásticas tiradas a menudo aducidas y
reproducidas –¡ 100.000 para La Novela Semanal e incluso 300 a
400.000 para La Novela Corta !–, se recordará que con 30 a 60.000
ejemplares vendidos, pudieron algunas colecciones llegar a tener la
misma difusión que las revistas ilustradas o magazines de la época, y si
no resulta imposible que Sor Simona, primer número de La Novela
Corta, pudiera alcanzar los 200.000 ejemplares en sus sucesivas
ediciones, el que de los números corrientes de alguna colección se

16
vendieran 30 ó 60.000 ejemplares ya representaba, para el consumo de
literatura, un salto cuantitativo impresionante.
Conste, pues, el carácter masivo y duradero de este fenómeno
socio-cultural de carácter “literario”, pero no exclusivamente narrativo,
que da cuenta de unas nuevas prácticas lectoriales fomentadas para
unos siempre « nuevos lectores » más adictos al ocio, alrededor de
unos nuevos productos “nacionales” los más, y acarrean una mutación
considerable en el mercado literario, dando la pauta para muchos años.
Lo afirma El Caballero Audaz, “las novelas breves han servido de
estímulo al público para aficionarlo a la lectura de las llamadas novelas
grandes”, o sea: las lecturas de referencia dominante que también van
experimentando una especie de aggiornamento.

Las lecturas de referencia dominante. En los años 1900-1920, se


observa una explícita preocupación por dotar a España de unas obras
de referencia y satisfacer con eficacia la demanda de textos, de obras
clásicas, de teorías y estudios o de propuestas pedagógicas, que se
puede observar en las innovadoras y regeneracionistas empresas de
Sempere y Cía de Valencia, de la « Biblioteca Moderna de Ciencias
Sociales » dirigida en Barcelona por S. Valentí Camp, y, desde 1906,
de la « Biblioteca de Filosofía Científica » de la Librería Gutenberg, y
encuentra su expresión más duradera en La Lectura, creada en 1901
como revista y luego como casa editorial. Representa la moderna
intelectualidad europea con doble vocación, española e
hispanoamericana. En sus empresas, se puede apreciar una visión
global regeneradora e integradora del hecho educacional (historia,
teoría, textos, y literatura infantil) influenciada (como luego Espasa-
Calpe y Revista de Occidente) por el institucionismo :
sintomáticamente, en La Lectura se publicarán las Obras completas de
Francisco Giner de los Ríos... Pero lo más decisivo es obviamente la
creación en 1913 de la colección « Clásicos Castellanos », que se
distingue de la « Nueva Biblioteca de Autores Españoles » de
Menéndez Pelayo publicada por Bailly-Baillière a partir de 1905, por
los ambiciosos planteamientos de R. Menéndez Pidal, quien intenta
combinar la erudición crítica de la moderna filología –de una « severa
depuración filológica » se habla entonces– con la divulgación. Así,
pues, bajo la dirección de Tomás Navarro Tomás y Américo Castro, se
publicará « todo el tesoro de nuestra gloriosa literatura [...], los buenos
textos clásicos vertidos en libro moderno con introducción y notas »
con « perfección técnica, esmero material (papel pluma) y

17
extraordinaria baratura », tres pesetas el tomo in 8.° de 300-400
páginas encuadernado en rústica e incluso por dos pesetas,
suscribiéndose. También publicará La Lectura « Ciencia y Educación »
(137 títulos), y los 7 títulos de esmerada presentación, encuadernados
en tela, con una profusión de dibujos y vivos colores, de la « Biblioteca
Juventud » donde, con motivo de la Navidad 1914, se publican los
3.000 primeros ejemplares de Platero y yo. Elegía andaluza de
J. R. Jiménez con ilustraciones del dibujante valenciano Fernando
Marco, y también una serie de « breves tratados vivaces que habían
de otorgar voz al pensamiento y a la investigación », y ser « eco al
movimiento de ideas del mundo sabio en versiones castellanas de
textos clásicos del saber ».
En 1907, sale a luz, en Barcelona, el primer tomo de lo que vendrá
a ser « el Espasa » o sea la Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo
Americana (1907-1930). Gracias al estudio de Philippe Castellano
(2000), se sabe que esta magna empresa de José Espasa, servida
también por una voluntad de « regeneración » se inscribe en una época
en la que se multiplican las enciclopedias y los diccionarios (cinco entre
1903 y 1907). Con una modernidad inspirada en unos modelos y una
iconografía de origen alemán y desde unos valores y referencias
inspiradas por la Iglesia católica, será redactada por unos 30
universitarios y académicos de Barcelona y más de 600 colaboradores,
con presencia masiva de eclesiásticos (casi una cuarta parte) al lado de
hombres de letras, escritores y publicistas mayoritariamente catalanes,
pero también hispanoamericanos y académicos « de Madrid ». Bajo la
dirección artística de Miquel Utrillo, durante 23 años, se publicarán 70
tomos hasta 1930, algunos de ellos como el tomo 21 dedicado a
España, con ventas de 25.000 ejemplares. La colección ritualizada, con
sus muebles-biblioteca y lo de « El Espasa lo dice todo », será
declarada de utilidad pública y se recomendará su adquisición por los
municipios.
En el campo de la literatura, tras las iniciativas del modesto
« editor y librero del modernismo » Gregorio Pueyo, muerto en 1913,
quien, desde su famosa tienda, ofrece ya desde 1907 un interesante
catálogo de autores modernos españoles e hispanoamericanos (Buil
Pueyo, 2010), con razón social también emblemática, se crea, en 1911,
Renacimiento. De la misma manera que “La Lectura” o antes La España
Moderna, nace como una continuidad de la revista homónima creada
en 1907, con la cuasi innovación de un director literario o técnico,
Gregorio Martínez Sierra, quien fundará también en 1917 la « Biblioteca

18
Estrella ». Este « editor revolucionario », según Insúa, se propone
« cambiar el panorama del libro español de creación o ficción ». Con él
empiezan a cotizarse los autores como firmas –les paga unos derechos
elevados e incluso asignaciones mensuales fijas–, pero también a
afirmarse la necesidad de un producto de calidad (con cubiertas
atractivas, una tipografía cuidada, unas series coleccionables con
encuadernaciones en piel y pasta española en las que pueden figurar
las iniciales o nombre del comprador « sin aumento alguno de precio »),
para responder a la demanda de un público de clases medias cultivadas
ganadas para la lectura que encuentran en la « Biblioteca Popular », por
el módico precio de 1,50 peseta cada tomo artísticamente
encuadernado en tela, « los sabores a que le van acostumbrando las
colecciones de novelas cortas » y en « Obras Maestras de la Literatura
Universal » la satisfacción de « un sentido reverencial de la cultura »
(Mainer, 1984).
También se puede destacar, como representativa de ese
magno aggiornamento de la edición española al filo de los años 1910,
la creación por José Ruiz Castillo de Biblioteca Nueva, donde se
publicarán de 1917 a 1920 los 18 tomos de las Obras completas de
Freud, los 1.000 ejemplares de la primera edición de Marinero en
tierra de Rafael Alberti, y varias obras de Miró, Azorín o Baroja o
los Tres ensayos sobre la vida sexual de Gregorio Marañón (con tiradas
sucesivas de 3.000, 5.000 y 10.000 ejemplares), una « Colección de
Facsímiles de Primeras Ediciones de Clásicos », lo mismo que
unas Obras selectas de Valera y luego de Clarín, por ejemplo.
Como editorial con apoyo oficial, las Publicaciones de la
Residencia de Estudiantes, dirigidas por Jiménez Fraud, sacarán a luz,
a partir de 1915 y hasta 1936, las cuarenta escasas pero selectas obras
de su catálogo con autores como Ortega, Azorín, Unamuno, Machado,
al cuidado de Juan Ramón Jiménez tan atento a la elección de los
caracteres o a la distribución de las páginas para lograr, por la
presentación tipográfica, la belleza formal.
Los propios sectores católicos, tradicionalmente hostiles a la
comunicación impresa de masas y a la lectura autónoma, acaban por
unirse a la corriente, con la Editorial Católica S. A. fundada en 1913, a
la que A. Herrera aporta la propiedad del rotativo El Debate creado en
1910. Pero el ambicioso, redentor y, en alguna medida, desesperado
proyecto de la Obra Social de Obras Premiadas del Marqués de
Comillas, no parece que haya conseguido hacer mella, a pesar de la
pertinacia en el propósito de producir « novelas buenas » distintas de

19
aquellas novelas « blancas » con las que « después de leerlas uno se
queda lo mismo que antes de empezar » según Irene de Falcón,
observable en los sucesivos números de la « Biblioteca Patria » y en los
de « Cultura Popular » para obras más clásicas (Hernández Cano,
2014).
Con la creación en 1918 de CALPE, el capitán de industria Nicolás
a
M Urgoiti intenta, al margen o como complemento del Trust de la
prensa, crear en el público unas necesidades de consumo de libros al
mismo tiempo que cubre casi todos los ramos de la producción
bibliográfica. En su « Colección Universal », con precio de 30 y luego
50 céntimos —40 por suscripción—(cuando en 1920 un obrero de la
siderurgia vasca cobra 10 pesetas diarias y un maestro de enseñanza
primaria 1.500 pesetas anuales), en libritos mensuales de unas 100
páginas de formato 15x10.5 cm y cuidada edición, se dan cita, por
primera vez en España, los clásicos grecolatinos, Shakespeare, el
empirismo inglés, el romanticismo europeo, Darwin, el Siglo de Oro
español, la literatura rusa, la gran novela francesa –con la colaboración
de traductores de primera fila como Azaña– y algunos –no muchos–
autores españoles del momento como los Machado, Altolaguirre,
Gómez Carrillo, etc.
Diez años después, la CIAP (Compañíía Iberoamericana de
Publicaciones) procura facilitar el acceso al libro (« El Libro para
Todos » se vende a seis reales), resucitar los escritores antiguos (con
los « Clásicos Olvidados »), ayudar a la difusión de los libros catalanes,
gallegos (con la « Biblioteca de Estudios Gallegos »), portugueses e
hispanoamericanos, ofreciéndose como instrumento de comunicación
de los países hispanoamericanos con la cultura europea. También crea
las Bibliotecas populares Cervantes, dirigidas por el inspector de
Primera Enseñanza Francisco Carrillo Guerrero, y publica unas
llamativas colecciones como « Las Cien Mejores Obras de la Literatura
Española », « Las Cien Mejores Obras de la Literatura Universal », y
« Las Cien Mejores Obras Educadoras », vendidas 1,25 peseta cada
volumen y cuya promoción se hace en las escuelas. También crea una
red de librerías con once establecimientos propios convertidos algunos
de ellos en secciones especializadas por Pedro Sainz Rodríguez y un
centenar larguísimo de librerías asociadas.
A partir de la Revista de Occidente creada en 1923, la
editorial homónima va lanzando, entre 1925 y 1930, 14 colecciones
dedicadas a la filosofía, a la política y a la reflexión, a la historia de la
filosofía y a los grandes pensadores (con bastantes traducciones) más

20
que a la literatura : es por ejemplo « Nuevos Hechos, Nuevas Ideas »,
colección con carácter de actualidad solo comparable con la « Biblioteca
de Ideas del Siglo xx » de Espasa-Calpe, « Hoy y Mañana », « Nova
Novorum » (novelas) o « Los poetas » con Guillén, Alberti, Salinas,
García Lorca (del Romancero gitano se publican 2.000 ejemplares el 20
de julio de 1928 y una segunda edición de 2.000 ejemplares el 10 de
junio de 1929), « Libros del Siglo xix », « con la cual se pretende ante
un inmediato futuro demasiado turbio volver atrás la cabeza ».
En la misma época, Barcelona, con nuevas y boyantes casas
editoriales innovadoras (Gassó, Seix Barral, Labor, Joventut, Apolo,
etc.), algunas de ellas (El Gato negro, Molino, etc.) especializadas en la
edición de consumo –un sector muy exportador– (Llanas, 2004), va
recuperando su protagonismo de marras.
Lo evidente es que en los años 1920, la consolidada y renovada
sociedad lectora española cuenta ya con una oferta cada vez más
cuantiosa, diversificada, accesible, y compartida.
Las cifras que se suelen aducir a propósito de las novelas por
entregas, de las colecciones semanales o de las colecciones de novelas
por fascículos, como pruebas de tal masificación, suelen pecar de
arbitrarias o fantásticas: las estadísticas comprobadas a propósito de
las ventas de las obras de Galdós (unos 1000 ejemplares/año para la
Primera serie de los Episodios Nacionales en los años 1920) o de las
de Ricardo León y Felipe Trigo (en los años 1910-20, de El amor de los
amores se venden unos 3.500 ejemplares por año, tres veces más que
de La sed de amar) , nos enseñan que el impacto de la siempre relativa
masificación se hace más bien por acumulación para una misma obra,
un mismo autor o una línea editorial y que, al fin y al cabo, para efectos
de lectura, las cifras importan menos que la voluntad de ensanchar la
base lectora con nuevos públicos y nuevos lectores o lectoras, con unas
iniciativas inventadas o estética o económicamente adaptadas del
extranjero, la voluntad colectiva de crear un una tendencia.
Se trata de lecturas cada vez más accesibles por la probada
tendencia general —que se continúa y acentúa—al abaratamiento
relativo de los libros y por consiguiente de la lectura, con precios
“populares”, “económicos”, etc.: La Novela Ilustrada de Blasco Ibáñez,
iniciada en 1884 y reanudada a principios del siglo XX, propondrá
« Todo Tolstoï por 1,40 peseta », en 4 tomos (cuando la edición más
barata cuesta 12 pesetas), y la « Biblioteca de Grandes Novelas » de
Sopena ofrece tomos en rústica con 5 láminas « con 2.000.000 a
3.000.000 de letras » por una peseta... También ayuda el que la lectura

21
haya salido a la calle o que muy puntualmente se pueda recibir por
correo además de los tradicionales servicios de los repartidores.
Se trata de una oferta diversificada, no solo por responder
ya a casi todas las expectativas de los lectores —incluso las más
secretas— sino porque para una misma obra se dispone ya de
versiones formal o económicamente adaptadas y la fragmentación
observada en la prensa, en las novelas por entregas, en los fascículos,
etc. no es rémora para que de cuadernos sueltos se pueda llegar a
fabricar y poseer un verdadero libro.
La propia evolución de la forma del libro permite una mayor
accesibilidad a unos textos cada vez más compartibles. Porque, si bien
la tipografía de muchos impresos baratos por desaliñada, y utilizar
cuerpos demasiado pequeños o ser demasiada densa pudo dificultar la
lectura, al contrario la presencia casi sistemática de elementos icónicos,
fue un considerable y tal vez decisivo adyuvante para la incorporación
de más lectores en la cultura escrita y en la lectura.

El poder de la imagen. A principios del siglo XX se ha vuelto casi


obligada: de democratización de la imagen se ha hablado, pero
también de “invasión" del texto por la imagen, bajo forma de láminas o
de ilustraciones insertas, para una nueva puesta en libro de los textos,
induciendo de hecho una nueva lectura mixta.
Bueno es recordar algo evidente —pero no siempre tenido en
cuenta— y es el carácter global, inmediato, y casi universal del lenguaje
de la imagen y que, como las letras de molde, las imágenes están
asociadas con una actividad de lectura que no supone muchas
competencias lectoras aprendidas. Encontrada en un libro, en un
frontispicio o en una cubierta, o en la mancha de una página, o en
cualquier otro impreso inclusive en el espacio público, la imagen es tal
vez el primer contacto con el mundo de lo impreso y un factor de
inmersión en un mundo de lo escrito/impreso y puede actuar a la vez
como seducción y prefiguración y como ayuda didáctica —explicativa o
conclusiva.
En cualquier publicación impresa expuesta en una librería o en un
kiosco, lo que salta a la vista es la « llamativa y artística » cubierta
augural/inaugural, ilustrada y policroma ya de manera predominante. Es
como un « cartel del libro », un « estandarte » o una « etiqueta »,
un « espacio espectacular » liminal por donde se entra en el libro y
donde se visualiza, como en un escaparate, una combinación de
complementarios elementos gráficos e icónicos, capaces de captar y

22
retener la atención del posible lector…. y que predictivamente
introducen explícita o falazmente a la historia y al texto. Dicha cubierta
ilustrada se puede caracterizar como un « mecanismo visual de
incitación a la lectura», ya que su relativa consonancia o
complementariedad con el título, su legibilidad, permite una rápida y
casi inmediata identificación de lo que se pretende consumir y por su
« poder de fascinación» tiene mucho que ver con la « deseabilidad » del
libro que cubre/encubre y promete. Tales mecanismos, por supuesto,
se pueden aplicar, con mayor efectividad aún, al cartel callejero y a
cualquier publicidad con acompañamiento icónico.
En las colecciones “populares” (novelas por entregas, por
fascículos, etc.), gracias a los nuevos procedimientos de reproducción,
predomina en las cubiertas (" a todo color", "a varias tintas"), un código
cromático de colores chillones, sin ambigüedades o sea: sin
claroscuros, de efectistas y efectivos contrastes, acentuados aún por la
técnica de la cromolitografía con tinta de imprenta y por el brillo que le
da el charolado. De esta manera, con esos colores cálidos primarios
que pueden sugerir unos sentimientos como la pasión, el amor
y subrayan la violencia de las acciones, en muchas publicaciones,
queda reforzado el carácter melodramático del dibujo que se explaya
por toda la plana. La imagen casi siempre es animada, con personajes
de extremados y grandilocuentes gestos y posturas, con miradas
suplicantes, brazos tendidos o amenazadores, de pie vs. arrodillados,
con cuerpos cadentes o tumbados, como consecuencia de la violencia
representada por un sin fin de armas ofensivas.
La ilustración de cubierta ofrece, pues, algo cerrado y
autosuficiente, capaz, como sintética obertura expresiva de futuros
leitmotivos, de atraer y cautivar la mirada gracias a un fuerte
(melo)dramatismo, que se supone “de mucho efecto” y aliciente pero
también como ayuda a interpretar el título del que es “fiel” visualización,
con una inmediata identificación, si se conocen los códigos que la rigen.
Unos códigos que pueden ser editoriales pero también, de manera más
primaria, experienciales, por mera analogía, como, por ejemplo, la
asociación del color rojo con la sangre.
Lo cierto es que, en los años 1910-20, fuera de la edición no literaria
y de la literaria “de distinción”, la cubierta ilustrada alusiva al título ya ha
llegado a ser un lugar estratégico y es casi sistemática: es una como
seña de identidad y de identificación, anterior a la lectura propiamente
dicha hace que la novela le “entra[r]a al comprador por los ojos”
(Eguizazu, 2008, 122). Lo expresa muy bien y casi lo teoriza Blasco

23
Ibáñez y las portadas de Arturo Ballester o Povo para Prometeo o las
de Marco (autor de unos 300-400 originales para Renacimiento),
Baldrich, Carlos Vázquez, Penagos, Bartolozzi, etc. lo ejemplifican.
Pronto la mayor parte de los editores —incluso los editores de
provincias—se buscaron unos dibujantes de más o menos mérito para
que diesen a las cubiertas un sentido llamativo de cartel : "quiero que
sean como un grito de color", decía Ruiz Castillo. En Cataluña, un
ilustrador de libros como Joan Junceda aplica, a partir de 1907, su arte
en colecciones de libros en catalán para niños, como la « Biblioteca » y
luego « Col.lecció Patufet ». En los años treinta, pocas novelas, incluso
las de a 5 pesetas, prescinden de la cubierta ilustrada y en color.
Excepto en las colecciones “populares”, tal preocupación estética y a
veces estetizante también se manifiesta en la puesta en página y en
libro (Sánchez García, 2001) o en las encuadernaciones artísticas de
Josep Roca, por ejemplo: en la Primera Asamblea Nacional de Editores
y Libreros de España de 1909, afirma José Gallach y Torras la
responsabilidad de los editores en « la depuración del buen gusto, para
obtener un ejemplar modelo, y de este modo acostumbrar[emos] a los
lectores a inclinarse insensiblemente a todo lo bello, despertando en la
gran masa el sentimiento artístico ». La transformación radical de la
estética del libro —de la enunciación editorial—, seguirá
experimentándose en las revistas y en las encuadernaciones
industriales con tapas textiles estampadas, por ejemplo.
También puede servir la imagen para un acompañamiento ritmado
del texto, un como comentario gráfico de las obras (ya presente en los
impresos de cordel, a veces de forma predominante como en los pliegos
de aleluyas) y se trata de algo esperado, cotizado, percibido como algo
suntuario, un elemento de lujo. Trátese de láminas exentas que suelen
tener todas las características señaladas a propósito de las cubiertas de
las colecciones “populares” o de ilustraciones insertas en el curso del
texto, la ilustración del curso del texto tiene una función explicativa,
como imitación cuyo sentido se ha de buscar en las construcciones
verbales en que se apoya; la ilustración explica, declara, comenta,
aclara/elucida, realza y enriquece el verbo con su esplendor, tranquiliza
al lector. La ilustración, más o menos subordinada al texto, lo pone en
evidencia (a veces, incluso acentúa los efectos buscados por el texto),
algo considerado como enriquecedor y también a veces imprescindible.
Es una ayuda como didáctica para la comprensión y la interpretación.
La presta según unas modalidades que apuntan hacia unas
lecturas diferenciadas: sin hablar de las consecuencias de la variable

24
cantidad de ilustraciones, de la técnica o de los efectos de
intensificación o amplificación a que dan lugar, fácilmente se puede
observar que la relación de la imagen con el texto no es uniforme ya que
no siempre es contigua ni simultánea, con evidentes consecuencias
para el lector que ha de buscar el anclaje de la ilustración texto arriba o
abajo.
Por muy burda o elemental que se nos antoje hoy, la imagen
explicativa o ilustrativa asociada y hasta imbricada en el texto, fue en
aquel entonces un elemento imprescindible y cotizado en las
publicaciones más económicas y una poderosa incitación para su
adquisición.
Puestos a reconstituir las posibles motivaciones y conductas de
los “nuevos lectores” confrontados con el peritexto de los libros en la
España de principios del siglo XX, observemos, con los editores, que,
el título es con el autor, "poderoso cartel de propaganda que de una
obra se puede hacer". El título "es bastante para despertar el mayor
interés", "para que se comprenda que es una de esas obras de
verdadera utilidad », « para presagiar un sinnúmero de emocionantes
aventuras", es "evocador” o “siniestro", y en el caso de El calvario de un
obrero, según el editor, "la índole de la obra y el palpitante interés que
encierra, así social como literario, se manifiesta evidentemente con su
título", etc. Para poder generalizar al conjunto de la oferta editorial con
que se encuentran los nuevos lectores, sería menester hacer un estudio
titulógico completo a lo Leo H. Hoeck, pero no cabe duda de que el título
de muchas narraciones breves o de episodios de novelas por fascículos
habrán sabido “despertar el interés” de los lectores potenciales y
animarles a comprar la obra.
Otro elemento estructural de la lectura como es la lengua,
también habrá sido un elemento favorecedor en aquellas áreas de
España donde estaba vigente otra lengua que el castellano: en
Cataluña, donde la « Biblioteca Popular de L’Avenç », que en 1910 ya
alcanza el número 112 y luego otras empresas editoriales (« Biblioteca
Catalana » la Librería Catalonia, Edicions Diana, « El Nostres Clàssics,
etc.) ambicionan dar unas bases más sólidas a una cultura
específicamente catalana.
En Galicia, en los años 20, la Editorial Céltiga de El Ferrol y su
colección « Novela Mensual Ilustrada » (1922), Nós o la colección
« Pombal » de Edicións Castrelos intentan dar bases librescas a una
cultura de expresión gallega, con claros vínculos con la diáspora.

25
Queda por ver cuáles fueron las efectivas capacidades lectoras de
los distintos “lectores” —los antiguos y los nuevos (¿con qué frecuencia
se lee?,¿con qué velocidad?, etc.)—y las finalidades de sus lecturas,
desde qué motivaciones éticas/estéticas, según los distintos segmentos
etarios, sexuales o sociológicos. Este trabajo más antropológico que
sociológico está casi del todo por hacer, menos por lo que respecta a
las “lecturas gratas” de 43 españoles nacidos antes de 1920 (Rivalan,
2007a).

La difusión del libro y la lectura pública. En este complejo camino


hacia la entrega —o no— a la lectura, también tuvo mucha importancia
la accesibilidad física del impreso, comprado o prestado.
En la difusión comercial del libro, a pesar de la creación en Madrid
de la muy moderna majestuosa Casa del libro (tres años antes de la
creación de la oficial Fiesta del Libro en 1926), siguen predominando
las tradicionales librerías y puestos de venta, de escasa presencia y
eficacia por lo general: en 1913 se cuenta una librería o puesto de venta
por cada 6.000 alfabetizados y mucho ha empeorado la relación en
1920 (una unidad por cada 11 000 alfabetizados. Siguen existiendo por
toda España unos Centros de suscripción y reclamación de novelas
para el reparto de las entregas (en 1925 la casa Albero contrata a
representantes para la venta de El hijo de la calle y El huérfano del mar)
y el sistema de venta ambulante de periódicos, completado por el de
suscripción para las publicaciones seriadas y el servicio postal (El Gato
Negro, por ejemplo (Eguidazu, 2008, 91), ofrece remitir sus
publicaciones “dentro de 48 horas”). Pero lo más notable tal vez,
además de la red de bibliotecas de ferrocarriles, es la presencia en
todas las ciudades y en muchos pueblos de kioscos callejeros en los
que de da como una escenificación del impreso. De ahí, en 1917, la
visión casi apocalíptica de un tal Ricardo Aragó para quien los distintos
actores de la exhibición y venta callejera constituyen una “audaz y
provocativa, descomunal araña” a la que “no le regula nadie, no le
coarta la ley, ni le pone vetos ni trabas la sociedad “, siendo el kiosco
“el gran castillo almenado desde el cual se libran, con dardos invisibles,
las más rudas batallas contra el alma de los pueblos, amortiguando su
fe y envenenado sus costumbres, ensoberbeciendo la razón y
corrompiendo el corazón” (Gonzalez, 2011, 90-92). Un autor y
empresario como Blasco Ibáñez ya sabe perfectamente distinguir entre
lo que puede ser “asunto de librerías” y lo que ha de ponerse a la venta
en un quiosco “ahora que el lector sabe el camino de él”, con cubiertas

26
llamativas con “mocitas desnudas o con poca ropa y cachondas”, dice.
Lo cierto es que el impreso ya está ya a la vista por doquier y casi al
alcance de la mano; más fácilmente accesible y adquirible, por
consiguiente.
No así, por ahora, en el sistema de lectura pública.
Según Nicolás Díaz Pérez, las bibliotecas públicas existentes
entonces son bibliotecas “casi inútiles”, con bibliotecarios poco
preparados para la promoción de la lectura pública por su “aversión a la
lectura”, según Pedro Salinas quien recuerda las “inhóspitas cámaras
bibliotecarias” y las muchas prohibiciones que pesaban sobre la
consulta de los libros (Viñao, 2003a, 639-40). A partir de 1911, sin
embargo se dan tímidos intentos de relanzamiento desde el gobierno
central de las bibliotecas populares y escolares o infantiles y, a partir de
1918, se configura una red de bibliotecas populares, pero no parece
ser que las recomendaciones de Antonio Paz y Meliá, en 1910, sobre
creación de « bibliotecas públicas libres » o de bibliotecas infantiles
hayan tenido mucha efectividad. Habrá que esperar la puesta por obra
de la política bibliotecaria de la II República para poder constatar unas
significativas evoluciones: en 1933, ya se habían creado casi 3.500
bibliotecas en las escuelas primarias (Martínez Rus, 2001).
La renovación del pensamiento y discurso bibliotecario empezada
en 1914-15 en Cataluña solo concierne, por ahora, al sistema
bibliotecario catalán: la renovación del pensamiento y discurso
bibliotecario empezada en 1914-15 en Cataluña solo concierne, por
ahora, al sistema bibliotecario catalán (Viñao, 2003, 635-6). En
Cataluña, con vistas claramente identitarias pero también pedagógicas,
se transforma en 1914, en tiempos de la Mancomunitat, la biblioteca del
Institut de Estudis Catalans en una Biblioteca de Catalunya de corte
europeo (un año después, se crea la Escuela Superior de Bibliotecarios)
y, a partir de un proyecto de Eugenio d’Ors, se abren, en 1915, varias
bibliotecas populares como las de Olot o Valls, con un personal
fundamentalmente femenino. En 1934, ya son 18 las bibliotecas
populares de la Generalitat, con incluso un sistema de préstamo de
libros a disposición de paseantes en el Paseo de San Juan en
Barcelona.
Solo muy parcialmente puede suplir el deficiente sistema de
lectura pública, el alquiler de libros en librerías de viejo, los pocos
gabinetes de lectura que quedan o las bibliotecas de lectura a domicilio
(en 1926, la Biblioteca circulante Galán ofrece, por ejemplo, “lectura a
domicilio de novelas españolas y extranjeras con servicio a domicilio en

27
coche automóvil”). Pero los ateneos, casinos y círculos organizadores
de una sociabilidad burguesa y también obrera, permiten, mediante
cuotas más o menos elevadas, el acceso a unas bibliotecas cuyos
fondos pudieron alcanzar 50.000 volúmenes en el caso del Ateneu de
Barcelona en 1921 y llegan, incluso, a constituir una tupida red de
bibliotecas obreras como en Asturias.

Nuevos y antiguos discursos sobre la lectura. Por aquellas fechas,


se empiezan a percibir unas significativas evoluciones en los distintos
discursos sobre la lectura y en la representación del libro.
De mano de los institucionistas sobre todo, va cundiendo el
discurso progresista y reformista sobre el libro considerado ya como
« redentor » aun cuando todavía se encuentran fuertes reticencias
desde las minorías cultivadas que tiene el fenómeno de las colecciones
semanales por alienador y populachero, lo mismo que la iglesia católica
y las gentes de orden que temen su inmoralidad y su tono disolvente y
los partidos de izquierda o revolucionarios que lo ven como un opio —
aunque laico— del pueblo (Mainer, 2010, 189). Tal discurso, no
obstante, difícilmente llega a incidir concretamente aún en las políticas
oficiales, menos tal vez cuando de lectura en el ámbito escolar se trata,
con la inscripción por ejemplo del Quijote como obra de texto
obligatoria.
Desde el campo conservador y católico, no se han abandonado la
desconfianza y el recelo hacia a lo impreso, la libertad de imprenta y en
especial la lectura individual no sujeta al control y criterios eclesiásticos”
(Viñao Frago, 2003a, 636). De ahí unas actitudes belicosas, con sus
condenas y anatemas, frente a las “malas lecturas” y la “mala prensa” y
unos discursos culpabilizantes o maniqueos, normativos como el de
Ladrón de Guevara en sus Novelistas buenos y malos sobre “los nueve
tesoros que se pierden con la lectura de novelas”; o lo que escribe en
1905, el obispo de Jaca en Los daños del libro, sobre “la excesiva
lectura de novelas [que] viene a constituir un como suicidio espiritual”,
por ejemplo.
De ahí también los intentos de promoción de “buenas lecturas” y
“buena prensa”, con el Apostolado de la Buena Prensa y la Obra de
buena lectura la proliferación de publicaciones periódicas católicas (550
títulos en 1911) pero de escaso impacto por sus limitadas tiradas Hasta
1910 no se lanzará un rotativo católico (El Debate) susceptible de
contrarrestar la “funesta” influencia de los rotativos liberales. En cuanto
al ambicioso y redentor proyecto de la Obra Social de Obras Premiadas

28
del Marqués de Comillas, ya aludido, no parece que haya conseguido
hacer mella, a pesar de la pertinacia en el propósito de producir
« novelas buenas » distintas de aquellas novelas « blancas » con las
que « después de leerlas uno se queda lo mismo que antes de
empezar » según Irene de Falcón. En Sarriá, en 1914, la “Galería
Salesiana de lecturas dramáticas” (“para hombres”, como Nabal o el
Pastor de Belén) anda ya por el número 96 (Ilust. 6).
También siguen manifestándose bastantes reparos por parte del
cuerpo docente sobre lo que cada vez más se va entendiendo por
lectura y sobre las prácticas lectoras. De estos reparos pueden ser
representativos los del maestro Vicente Castro Legua (Ruiz Berrio,
2002, 146) quien, en 1893, al hablar de los cuentos de Calleja “alaba la
corta extensión, celebra lo poco que cuestan, aplaude las láminas
coloreadas, etc.”, para concluir que estos cuentos no pueden ponerse
en manos de los niños porque “su contenido no instruye, y, por el
contrario, extravía la naciente imaginación infantil […]. Son libros
antipedagógicos”, afirma.
El discurso en pro de la lectura y más acoplado a las prácticas
lectoras efectivas o deseadas, hay que buscarlo en la repetidas
manifestaciones de buenas —y lógicamente interesadas—intenciones
de los editores: a lo proclamado por varias colecciones literarias
semanales, añádase lo que escribe, en 1922, Dédalo. Revista
quincenal iberoamericana de la industria del papel, de las artes gráficas
y de la publicidad publicada por CALPE: « hacen falta hojas impresas,
muchas hojas impresas... Esto puede matar aquello. Aquello es la
ignorancia, el vicio, la criminalidad, las luchas sociales, la espantosa
anarquía... Esto es el libro, la revista, el periódico que nos llevará a
conquistar la verdad, a practicar el bien, a disfrutar la belleza » y al
referirse a la recién inaugurada Casa del Libro no dudará en afirmar
que : « el libro es sin disputa el más hermoso y el más importante
instrumento de civilización, de recreo, de perfeccionamiento de la
Humanidad manantial purísimo y abundante de alegría de riqueza, de
felicidad. El que nos hace más inteligentes, más fuertes y más humanos.
Bien merece pues [...] un palacio tan suntuoso ». Un discurso
correspondido y acompañado por unos nuevos segmentos de la
sociedad: los obreros, las mujeres y los niños y jóvenes.

La conquista de la lectura por los obreros, las mujeres y los


niños. La cuasi críptica lectura obrera de marras, ya ha cambiado de
escala con las bibliotecas creadas fundamentalmente por las

29
organizaciones obreras que permiten el desarrollo de la lectura fuera
de las escasas e inadecuadas bibliotecas públicas : tanto la Biblioteca
de la Casa del Pueblo de Madrid como la Biblioteca circulante del
Sindicato Nacional de Carteros Urbanos con unos 1.000 títulos, o la
Casa del pueblo de Valdecuna (Mieres), con sus 75 volúmenes, dan fe
de este anhelo de lectura en la clase obrera, asociada ya a la elección
de los libros para la constitución de los fondos. En Asturias (Mato
Díaz, 1991, 1992, 2004), los préstamos por socio pasan de 4,7 en
1925 a 11,7 en 1935, en las 59 bibliotecas populares existentes
(86.000 volúmenes en total).
Del análisis de las prácticas lectoras (con la selección individual
y libre de lecturas) se desprende en la Biblioteca Arús de Barcelona
una clara preferencia de los 12.000 lectores anuales por la literatura
« amena (mucho lo lamenta el bibliotecario) y en las bibliotecas
(algunas circulantes) de las sociedades populares de Asturias a
principios del XX, Mato Díaz observa una inercia lectora fiel a la novela
realista de autores españoles como Galdós o Blasco Ibáñez, franceses
y rusos, y en segundo término a la novela erótica (Insúa, López de
Haro, Francés, Mata, etc.) y al humorismo literario, bastante ajena a
las novedades, a pesar de las intervenciones de los responsables
bibliotecarios por introducir cambios en los gustos dominantes”.
También es interesante observar que los máximos de retiradas de
libros en préstamo lo protagonizan las mujeres que en algunas
bibliotecas tienen horario propio o una “sección femenina” con
actividades propias.
Para las mujeres que en 1920 representan un mercado potencial
de 3.5 millones de alfabetizadas, se siguen publicando unos productos
específicos ya semi-desvinculados de la esfera familiar y casera
como Lecturas, suplemento literario desde 1921 de El Hogar y la moda,
pero también se inaugura (en 1920) una colección « Para Mujeres » en
la Biblioteca Estrella y la Editorial Juventud publica unas colecciones de
novelas del género rosa. En 1922, el editor Bartolomeu Bauzá inicia la
colección La Novela Interesante (Biblioteca para la mujer): “por su
interés, su fondo moral y su limpieza de lenguaje”, afirma el editor, todas
las obras (más 80 títulos en total son “a propósito para ser leídas por un
público femenino” y algunas “por la índole “sui generis” de su
argumento y de su estilo, son recomendadas especialmente para
señoritas y pueden colocarse, sin el menor escrúpulo, en todas las
manos, aun en las de las adolescente”. Son novelas sentimentales de
E. Gréville, E. Marlitt, etc. o románticas (de Mistral, Longfellow, etc.)

30
completas, en rústica pero también lujosamente encuadernadas, “en
tapas especiales para La Novela Interesante”. A finales de los años
1920, la editorial Vecchi publica “Las Novelas del corazón” que “son las
novelas de todas las mujeres”, un cuaderno semanal de 16 grandes
páginas (a dos columnas) de abundantísima lectura (unos 73 000
caracteres), con precio de 20 céntimos, primorosamente ilustrado y
complementado con atractivas cubiertas artísticas y lujosas tapas de
tela con estampación en oro para encuadernar en un solo tomo… Para
las mujeres, también se publica una nueva literatura vinculada con el
cine con la “Biblioteca Femenina de la Novela Film” (1924) o la Novela
Femenina Cinematográfica (1926), por ejemplo.
En 1918, de los 117.868 lectores de las cuatro bibliotecas de
Barcelona, 35.833 están inscritos en la Biblioteca Popular para la Mujer
y son más de 40.000 en 1919. Si parece que dentro de la familia la
elección y la compra de los libros es a menudo cosa de hombres, ya se
empieza a hacerles preguntas a las mujeres acerca de sus preferencias
de lectoras: como El Sol (en mayo de 1927), con una encuesta de la
cual resulta una marcada preferencia de las lectoras por Galdós,
Cervantes, Concha Espina, Palacio Valdés (citados más de 100 veces)
y luego, con 60 menciones, por Pérez de Ayala, Benavente o Blasco
Ibáñez...
En las mismas representaciones de la mujer lectora se observa
unas significativas evoluciones: de la figura tradicional de la madre
lectora se ha llegado a la de una lectora emancipada y dispuesta a
reivindicar el derecho al ocio y al placer (como la lectora dibujada por
Penagos en 1918 para El Cuento Nuevo), una lectora que, más allá de
las lecturas dedicadas a la mujer, se “atreve” ya a pretender leer
literatura, sin más.
Pero en la España que vio nacer José Mallorquí, lo que más
impacta la nueva sociedad lectora tal vez sea la incorporación en ella
del niño como sujeto en sí y con derechos propios, inclusive en el campo
de la lectura.
Gracias a la creciente escolarización y aculturación, el libro llega
a ser objeto cada vez más familiar para niños y jóvenes, pero, como
observa García Padrino (1992, 149), el principal giro que se da a
principios del siglo XX, es a base del notable cambio en la imagen social
del niño, con el abandono de las agobiantes intenciones moralizadoras
a favor de una mayor autenticidad al reflejar la realidad del niño: el
adulto va perdiendo “el tono admonitorio e instructivo en sus discursos

31
a la hora de acercarse a esa realidad infantil”: a los niños ya se les habla
casi “de igual a igual”.
Al principio, el ámbito escolar se mostró bastante reacio a tener
en cuenta el nuevo estatuto del niño: de aprender a leer en libros y no
de leer libros se trata.
De esta prioridad, da cuenta la necesidad de disponer
individualmente de uno o varios libros de texto (en 1923 se pretenderá
(en vano) sustituir las tradicionales listas por un libro único editado por
el Estado). De resultas, se observa un fuerte aumento de los títulos
ofertados (187 títulos en 1890-1899, 310 en 1900-1909, 392 en 1910-
1919, para la enseñanza primaria, según la base de datos MANES), con
una elevada proporción de los llamados libros de lecturas (de trozos
escogidos, fábulas, cuentos, narraciones históricas, de educación
moral) cada vez más adecuados a la edad y al grado del alumno... y una
creciente eficacia en el aprendizaje de la lectura como se ha visto. A
principios de siglo, en la librería de Matías Real de Valencia, se ofertan
886 referencias de libros escolares (inclusive los libros para premios).
En las propias características físicas del libro escolar (Escolano, 1997,
141), se notan algunas evoluciones con una mejora de la tipografía y de
la legibilidad y una creciente presencia de elementos icónicos (láminas,
grabados o dibujos) para que se sensibilice la vista con rapidez, como
en línea editorial ideada por Saturnino Calleja cuyo lema era “Todo por
la ilustración”, imitado en seguida por otros muchos editores escolares
(Ilust. 8). Una preocupación favorecida con los progresos de la
reproducción fotográfica. Pronto va a aparecer la “enciclopedia” como
género autónomo, símbolo del progreso y para el niño útil cultural
acomodado a la necesidad de saber” (Escolano, 1997, 436). Todo esto
tiene sus declinaciones específicas según las áreas lingüísticas, lo cual,
en Cataluña, da lugar a más de 170 títulos distintos inspirados por una
reivindicación lingüística, con la publicación de muchos catecismos en
catalán (lo mismo ocurre en el País Vasco con el vascuence), algo que
en Galicia no pasa de ser una mera reivindicación con una corta nómina
de textos escolares elaborados para la galleguización escolar. A partir
del tercer centenario, la lectura de El Quijote (presente en versión
abreviada en El libro de las escuelas de E. Vincenti en 1905) se
beneficia de unas numerosas ediciones ampliamente difundidas a partir
de los años 20, al volverse « lectura obligatoria ». Pero las balbucientes
bibliotecas escolares aún se contemplan como prolongación didáctica
de la docencia y bajo estricto control y la más eficaz modernización y
democratización de la lectura se ha de buscar fuera de las aulas.

32
Otras lecturas para otro niño lector. De tal forma, el didacticismo, la
candidez mal entendida y los buenos ejemplos que habían animado
las creaciones enmarcadas en la transición de siglo quedan superadas
por originales creaciones que reflejan ya un nuevo concepto de la
infancia y de la juventud como destinatarios (García Padrino, 2004,
105). Pero “hasta 1917 no se apreció una clara inflexión en la deseada
combinación “armoniosa” del deleite y de la instrucción, al sustituirse
las “obras de intención por otras de declarado tono recreativo” (García
Padrino, 1992, 20), con sus autores especializados, como Magda
Donato o Manuel Abril, y unos nuevos editores, como, en Barcelona,
Muntañola o Araluce. Se empiezan a escribir libros “no tanto
especiales para niños como pensando en los niños”, según las
palabras de María Goyri.
Por cierto, no desaparecen del todo las lecturas didácticas de
marras, pero tanto en las traducciones y adaptaciones como en la
producción original se tiene cada vez más en cuenta quién es el niño y
la juventud —unos actuales y futuros lectores— y no quién ha de ser
según la concepción dominante de los adultos: de ahí el reconocimiento
social de la literatura infantil y una creciente producción específica para
lo niños como Los Episodios Nacionales para los niños de Pérez
Galdós, las “lecturas amenas y estimulantes para la juventud” de la
serie Aventuras o los clásicos “al alcance de los niños” de Muntañola
(unos elegantes cuadernos impresos a dos tintas por 5 céntimos), La
Novela Infantil de El Gato Negro (46 títulos), o las “novelas escritas
llanamente para la gente joven” como dice la Librería Granada editora
de Bird el pequeño saltimbanqui o Trinket. Aventuras de un botones.
Bastante sintomática aunque aún sea algo excepcional resulta ser la
apertura de un Salón Infantil en la Casa del Libro de Madrid.
De ahí que de una literatura con propósitos instructivos y
moralizadores (con el clásico “instruir deleitando”) observables en la
literatura infantil (incluso en la rompedora línea editorial de Calleja con
los hoy famosos “Cuentos de Calleja” y las 17 colecciones de neto
carácter infantil con más de mil títulos diferentes repartidos en 3.818
volúmenes distintos” que contiene su catálogo de 1911), se evolucione
hacia propósitos más recreativos con una renovada sensibilidad y una
modernización de los temas y de los recursos expresivos,
con tratamientos humorísticos y una exploración de las posibilidades
creativas de la fantasía (García Padrino, 1992,
149). Un aggiornamento que concierne también a la fundamental labor

33
de los ilustradores, algo muy patente en la actualización y el
rejuvenecimiento formal de los nuevos Cuentos de (Rafael) Calleja en
colores, hacia 1917.
Tras la aparición de imágenes de estilo más bien realista en las
revistas y libros para niños con las emblemáticas colecciones de
Saturnino Calleja, destaca en efecto el “espíritu renovador y
vanguardista” que también va a marcar las Aventuras de
Pinocho ilustradas y prolongadas por Bartolozzi, las ilustraciones de
Penagos o las de José Segrelles para las “obras maestras al alcance
de los niños” editadas por Araluce hacia 1915. En torno a 1910, salen a
luz los primeros álbumes de imágenes donde los componentes
literarios, plásticos y gráficos forman ya un conjunto unitario editados
por Sopena o luego (1923) Juventud (como Peter Pan y Wendy), que
rompen con la mera recreación plástica de un texto literario, completado
o adornado por unas imágenes. En los años 1920 ya empieza
Antoniorrobles a adaptar las obras cinematográficas de Walt Disney.
Todo con la idea de hacer la lectura atractiva, con nuevos héroes y las
debidas imágenes; para infundir el placer de leer
A alimentar esta corriente, también contribuye la prensa con
números extraordinarios dedicados a los niños (El Liberal, Blanco y
Negro), páginas o secciones infantiles, como en Los Lunes de El
Imparcial (1920-4) y ABC, hasta llegar a suplementos infantiles de los
diarios como Gente Menuda, suplemento infantil a ABC de corte aun
bastante conservador. En las revistas infantiles (El Álbum de los
niños, Infancia, Los Muchachos, ABC/AED Infantil) se nota aún la
pervivencia de los modelos decimonónicos “paternalistas” en la línea
decimonónica, pero, al margen de las tradicionales aleluyas como los
de A. Mira en ABC, ya se introducen unas historietas gráficas como
las de TBO (1917) o las de Robledano en Chiquilín en 1925, algunas
gráficamente inspiradas en las series norteamericanas de cómics.
Del modelo de la dime-novel norteamericana, también se deriva
un nuevo género editorial. Son las novelas por fascículos semanales
cuyo modesto precio permite a los jóvenes emanciparse de la
prescripción paterna y escoger sus lecturas en unos nuevos circuitos de
difusión.
Trátase, como se ha dicho ya, de un sistema de publicación
por fascículos semanales de 16 o 32 páginas in 4°, correspondientes a
un episodio completo dentro de una historia más larga, con título
propio y una bonita cubierta alusiva a varias tintas, distinta —si no
original—cada semana (Ilust. 9).

34
Con historias del Oeste (Buffalo Bill, Tom Mix, Dick Norton, etc.),
policiacas (Lord Jackson, el rival de Sherlock Holmes, Las últimas
aventuras de Nick Carter, de piratas (Montbars, Stoerte Becker, La
bandera roja o los titanes del mar, etc.), de aventuras (Dick Turpin), de
ficción histórica (Los misterios de la Inquisición) , y de aventuras con
niños (Fitz Roy, Pick Will, Nick Grey, etc.) y de arreglos de algunos
clásicos de la novela de folletín o de argumentos de películas ilustrados.
Si se aplica a este género infantil las características
delineadas para las publicaciones para los nuevos lectores adultos, se
puede comprobar que son un como compendio de todas.
Es una literatura donde el elemento gráfico es el que salta a
la vista, con sus “cuadernillos de portadas chillonas y dibujos ingenuos”
(M. de la Hidalga, 2000, 18), muy valoradas en los discursos editoriales,
con los mismos calificativos meliorativos. Como escribe la editorial El
Gato Negro, “las interesantes escenas presentadas en la portada
despiertan el interés del público y le inducen a comprarlas” (Eguidazu,
2008, 473). De hecho las composiciones de unos ilustradores como Niel
o Donaz y de otros anónimos los más, se hacen a base de escenas
truculentas, llenas de acción y colorido e inmediatamente legibles e
interpretables por unos lectores incipientes. En las dramáticas cubiertas
(en papel glasé o cuché, a veces charolado) de los fascículos que se
publican hacia 1910 (como Aventuras sangrientas, dramas
misteriosos por Molina y Mazas) se repiten muchas características de
las láminas de las novelas por entregas; solo que, al tratarse ya de una
narración con un episodio completo entregado cada semana, cada
ilustración de la “bonita cubierta tirada a varias tintas”, al mismo tiempo
que permite en la parte superior la identificación de la serie (con su
héroe cuando cabe), da cuenta del momento más paroxístico o del
clímax de la acción (con manifestaciones de violencia, muertes, duelos,
conflictos, armas amenazas, situaciones peligrosas, etc,) y el habitual
dualismo de los buenos y de los malos inmediatamente identificables a
base de un código gráfico visual. En estas cubiertas, se nota un especial
cuidado por expresar gráficamente el movimiento (Ilust. 10) y una
notable proximidad con la imagen cinematográfica en la construcción
(también existió una “Biblioteca infantil cinematográfica” de Biblioteca
Films). Los colores, con sus tonalidades chillonas y primarias y como
saturadas contribuyen al impacto visual de la prefiguración de lo que va
a ser el episodio narrado en el texto al que remite un pie explicativo
extractado del texto (Gonzalez, 2011, 161-169) Al filo de las cubiertas

35
de los sucesivos cuadernos semanales se da una especie de narración
gráfica, paralela a la tradicional narración discursiva.
Se trata de una literatura fragmentada, pero con episodios
completos: como se dice a propósito de Montbars el Pirata , “cada uno
de nuestros cuadernos comprenderá siempre una de sus heroicas
empresas”, correspondientes a sendos cuadernos en cuyas 16 o 32
páginas de formato 23x16 o 18x11.5 cm caben unas cantidades de
lectura que varía entre unos 30/40 000 y unos 66 000/80 000 caracteres.
También se pueden comprar encuadernados, dependiendo el precio (de
una a cuatro pesetas) del número de cuadernillos y de su precio unitario.
Es de publicación periódica (semanal) de variable duración:
entre 8 (Los dramas del mar) y 68 episodios/cuadernos para la serie
dedicada a Lord Líster.
Se enmarcan en colecciones y series: la de “Aventuras
prodigiosas” con sus 42 títulos como Tit, el hijo de Sherlok
Holmes, Aventuras de Rin-tin-tin el perro justiciero Delfí, el grumete de
los corsarios etc., que suman 690 cuadernos; la “Colección popular”
de El Gato Negro con Currito o los amores de un bandido, Diego
Corrientes, La cabaña de Tom, Locura de amor (Los amores de una
reina, etc., “Los misterios de la policía y del crimen” (con relatos
completos en cada número), la “Colección escogida” a 30 céntimos,
con una sección cómica (36 números) , “Origen e historia de las grandes
fortunas”, etc. con un trasfondo cultural supuestos cf. “popular vida”
Es “económica”: 5 céntimos (Jack Wills), 10, 15, 35
céntimos todo lo más.
Es de amplia difusión: de “gran venta” se habla y se da, por
ejemplo, la cifra de 50.000 ejemplares para “Episodios célebres” ; pero
se conoce que una casa editorial como El Gato Negro dispone de
duraderas existencias como se puede apreciar en su Catálogo n° 3
donde no se menciona ningún título “agotado”.
Los proyectos narrativos editoriales insisten sobre el “interés”, las
“situaciones conmovedoras”, la ”exacta y fiel pintura de vida real”, de lo
“verdaderamente real” “la emoción” que prometen unos
argumentos originales o “arreglados” (puede tratarse de un “resumen
ceñido” de una obra canónica) que son “tan trepidantes como
disparatados” (M. de la Hidalga, 2000-01) y “de goma” (Eguidazu, 2008,
93), ya que consienten tanto las prolongaciones como las
interrupciones.
Las relaciones establecidas con el lector o los lectores por el
narrador omnipresente en el relato ( “como ya dijimos” , “digámoslo

36
todo”) son claramente de superioridad, con a menudo la consabida
inclusión del lector nominal en un nosotros colectivo (“Como hemos
visto” , “Veamos entretanto lo que habían hecho Alma Negra y el
capataz que como sabemos habían emprendido la persecución”) y
frecuentes interpelaciones («Figúrese el lector», «¿En qué creeréis que
se fundó...?»), consagrándole oficialmente como protagonista de la
novela, como «supra-lector» (“ Figúrese el pío o ceñudo lector, cuál no
sería la estupefacción”, «¿Quién creería?», o más a menudo como
elemento fundador de la narración y de sus orientaciones, indirecta o
directamente («para que el lector vaya formando juicio”). No faltan los
comentarios y ponderaciones (“¡cuantas lágrimas y cuan amargas había
aun de verter la infeliz Blanca!”), ni las referencias a la tramoya de la
producción, a loa anteriores episodios (“los lectores de estos episodios
recordarán”, “en más de uno de estos episodios hemos mencionado”) o
al próximo o (“Hasta otro día”, “Hasta otra, pues), con lo cual, por muy
retóricos que sean los muy sobados procedimientos, se crea si no una
verdadera connivencia o complicidad, sí una especie de fidelización,
semana tras semana, no muy distinta de la técnica de la cuenta-cuentos
de las Mil y una noches.
En cuanto al estilo, puede ser a veces el clásico de los
folletines, entrecortado y con diálogos como en Arnould Galopin, con
una clara intertextualidad con la literatura de los adultos y un marcado
gusto por los estereotipos y la repetición.
La única diferencia casi es que los aventureros, caballistas,
exploradores, vaqueros, detectives que vienen a ser los nuevos héroes
de los jóvenes españoles (que también pueden encontrarse en algunas
colecciones de cromos) son héroes pensados para un público joven, y
pueden ser niños héroes, con nombres y patronímicos anglosajones
(Ilust. 11) aunque también se publicaron las Aventuras reales de
Antonio Moreno el actor cinematográfico (instalado en Hollywood desde
1914).
La primera novela por fascículos para público infantil o juvenil, tal
vez haya sido, en 1909, La vuelta al mundo de dos pilletes con 46
cuadernos. En los años siguientes, son casi incalculables las series
dedicadas: son 676 las colecciones censadas por Tarancón Gimeno
(2008), de capa y espada, de episodios históricos, de saltimbanquis, de
ladrones, de piratas y corsarios, de grumetes, de boxeadores, de
enmascarados, de crímenes, de exploradores, de pieles rojas, de
bandidos, de aviadores, de aventuras de cow-boys, de grandes
novelas. Del volumen de la oferta nos da una idea el catálogo (n° 3) de

37
la editorial El Gato Negro dedicado a su Sección de aventuras
(Eguidazu, 2008, 469-504): 123 títulos o series y 2.121 cuadernos
correspondientes a sendos episodios.
Pudo ser una etapa necesaria en la progresión hacia lecturas más
exigentes o canónicas. Así lo sugiere El Gato Negro al ofrecer en su
colección “Las grandes novelas en pequeños libros”,
unas adaptaciones de las “Joyas del folletín”, bajo forma de extractos
sintetizados de obras literarias de mayor envergadura, como Veinte
años después de A. Dumas reducida a 82.000 caracteres, dando a
conocer el “argumento” con la pretensión de la colección obre “de
estimulante, de acicate” para que los jóvenes que lean sus pequeños
volúmenes “adivine(n) lo que la obra madre habrá de ser en sí” y sean
inducidos a “la adquisición de la obra maestra completa”, de Dumas,
Feval, Scott o Cervantes (Ilust. 12).
Se ve, pues, que el sistema de incorporación a la sociedad lectora
de los niños y de los jóvenes varones —las niñas y chicas faltas de
heroínas irían por otra parte— se parece mucho al observado a
propósito de los nuevos lectores adultos
Para unos lectores incipientes —niños y adolescentes—atraídos
por el programa gráfico —explícito— y narrativo de estos libritos o
cuadernos expuestos a la vista de todos en la calle, y deseosos de
acceder a una lectura emancipada de la tradicional literatura
moralizante existe ya la posibilidad de escoger y adquirir por poco precio
una ración de lectura semanalmente repetida con aventuras “modernas”
unificadas por un héroe epónimo.
Obsérvese que a este mismo nuevo niño lector o a las pequeñas
lectoras, ya se le presenta/representa de manera autónoma con un aire
de independencia y en posiciones lectoras más libres o menos
cohibidas que tal vez no se corresponda con su situación familiar
efectiva y con ellos y ellas se empieza a contar como radioescucha a
través de los Jueves radiofónicos de Chiquilín y del concurso de dibujos
inspirados en las Aventuras de Atilano Pirulete de Robledano
(Gonzalez, 2011, 287-9). Estos niños son los que empiezan a frecuentar
las pocas bibliotecas infantiles existentes, como la de Sama en Asturias
en que se puede seguir su consumo: 5 libros al mes, como promedio.

Una nueva sociedad lectora. La sociedad lectora que vio nacer a


José Mallorquí incorpora, pues, a unos nuevos lectores —cuantitativa
y cualitativamente nuevos—, inclusive a unos lectores de capas

38
populares menos letradas, para los que se va perfilando una nueva
oferta.
Con razón destacaba J.-C. Mainer (1988), la conjunción que se da
entonces de la oportunidad de un público favorable, la posibilidad de
unos medios de difusión idóneos —inclusive la prensa—, la
configuración de una conciencia de autoría (aun cuando muchos
autores se resignan a ser escribidores), y lógicamente algo que leer,
difundir y escribir, como explicación de la pugna o batalla por conquistar
a los lectores e incorporar la sensibilidad joven a la audiencia potencial
española.
Se trata de un momento en el que coinciden de alguna manera
casi todos los antiguos y unos modernos cauces de expresión cultural y
soportes de lecturas, incluso los de comunicación de masas que
también se califican de “populares”.
Lo cierto es que cuantitativamente predominaron esas lecturas “de
amplia difusión” y esta realidad ha de tenerse en cuenta, y también las
evoluciones que se va notando en la índole estética en estas mismas
“lecturas” y más aún en las representaciones de lo que es leer y la
lectura, más allá de los discursos oficiales. A esta literatura “de masas”
efectivamente correspondió un público o unos públicos de nuevos
lectores distintos de los antiguamente incorporados a la cultura de
referencia dominante, entre ellos unos lectores más bien incipientes
como los obreros, las mujeres y los niños: visto desde el punto de vista
del lector/de los lectores o lectoras pudo ser una etapa en un recorrido
lector obviamente más complejo y no acabado, ya que lo que se califica
de lectura “popular” o de lecturas “populares” se encuentra inmerso en
la oferta global de lectura y que dichas lecturas comparten
características más de lo que parece con la literatura canónica social y
estéticamente dominante.
Téngase en cuenta, por fin, que las formas tradicionales de
acceso a la cultura escrita como la lectura en voz alta del periódico, de
una novela, la lectura de imágenes, etc. individualmente o dentro de
unas comunidades lectoras (entre vecinos, en un taller, etc.) siguieron
en gran parte vigentes. Las nuevas prácticas lectoras y los nuevos
gustos de la sociedad lectora de principios del XX no suponen la
desaparición de las prácticas instaladas alrededor del folletín, de la
novela por entregas, etc.: acompañan más un perceptible aumento de
la capacidad lectora en España, en un ya muy abierto abanico de
“nuevos lectores” y en un proceso de ininterrumpido y evolutivo
progreso hacia el acceso a las prácticas culturales y a la cultura legítima

39
y la conquista de la autonomía en la afirmación del gusto y en las
maneras de leer.
La generalización en España, como en otros países, de una oferta
diversificada y cada vez más masiva, por acumulación (que no por
sustitución) de impresos de toda clase (¡no solo de libros!), crea una
tendencia, si no arrolladora, que sí implica un número creciente de
actores más o menos "activos", por impregnación y participación, con
modalidades de aprendizaje formales e informales.
Falta comprobar cómo los propios actores de la lectura
interpretaban el hecho de leer y dicha lectura y la conciencia que tenían
de ser o de no ser analfabeto o lector, invirtiendo el punto de vista, o
sea: contemplando la lectura desde el punto de vista de los propios
lectores, teniendo en cuenta sus propias prácticas —y de ser posible,
sus propias palabras—; y documentar su evolutiva aspiración a
conquistar unos nuevos productos, pero también unos nuevos textos en
el amplio abanico de los productos disponibles, con las varias tácticas y
destrezas puestas por obra, cotejando los habituales parámetros "de
derecho" con las prácticas de "hecho", y destacando el protagonismo
de todas aquellas mediaciones "informales" que subsanan las
carencias del Estado liberal, para la mayoría de una población más
deseosa de lo que parece de acceder a la autonomía y a la dignidad
que suministra la inserción activa en la cultura escrita, del impreso o del
libro.
Tal vez sea la perspectiva que nos ayude a entender mejor
cómo efectivamente eran los lectores y las lecturas de la España en que
nació Mallorquí.

Jean-François
Botrel
Rennes, 31-XII-
2015

Para la redacción de este estudio, encargado por la Fundación Germán


Sánchez Ruipérez para el catálogo de la exposición dedicada, en la
Casa del Lector, a José Mallorquí, me han servido muchos estudios
míos anteriores (Libros, prensa y lectura en la España del siglo XIX,
Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, Ed. Pirámide, 1993;
"Los nuevos lectores en la España del siglo XIX", Siglo diecinueve, n°
2, 1996, pp. 47-64; "La literatura popular : tradición, dependencia e

40
innovación", en: Hipólito Escolar (dir.), Historia ilustrada del libro
español . La edición moderna. Siglos XIX y XX, Madrid, Fundación G.
Sánchez Ruipérez/ Pirámide, 1996, pp. 239-271; Historia de la edición
y de la lectura en España 1472-1914, Madrid, Fundación Germán
Sánchez Ruipérez, 2003 (en colaboración con V. Infantes y F.
Lopez); Libros y lectores en la España del siglo XX, Rennes, JFB, 2008,
y la mayor parte de los que se pueden encontrar en http://www.botrel-
jean-francois.com, muy específicamente en los apartados referidos al
libro, a los lectores, a las imágenes y a la prensa), así como los que se
citan a continuación:

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