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LOS SEIS JIZOS Y LOS SOMBREROS DE PAJA

Érase una vez dos ancianos japoneses que vivían en una casita humilde y pasaban
muchas necesidades. Se ganaban la vida vendiendo, a duras penas, sencillos
sombreros de paja que fabricaban con sus propias manos. Tan pobres eran que llegó
el día de Fin de Año y no tenían dinero para comprar algo especial para cenar y
celebrar una fecha tan señalada.
sa mañana, el abuelito le dijo a su mujer:
– Querida, hoy es el último día del año y voy a ir al pueblo a ver si consigo vender
algo. Con las monedas que gane, traeré comida para esta noche ¡Te compraré las
bolitas de arroz que tanto te gustan!
– Muy bien, querido ¡Me encantaría festejar el Fin de Año como se merece la ocasión!
El hombre metió cinco sombreros en una bolsa y salió de casa. Cuando llegó a la
plaza del mercado, gritó con ganas para que todo el mundo pudiera oírle:
– ¡Vendo sombreros de paja! ¡Sombreros de paja! ¿Alguien me compra alguno?
A pesar de que había bastante bullicio, nadie se interesó por su mercancía. Al cabo de
varias horas el hombre se dio por vencido. La suerte no estaba de su parte. Decidió
regresar a casa con los cinco sombreros a cuestas y muy triste por la decepción de
llevar los bolsillos vacíos. ¡Qué pena no poder comprarle las ricas bolas de arroz a su
amada esposa!
Una gran nevada le sorprendió durante el camino de vuelta. El frío era intenso y no se
veía gente por ninguna parte. Las ráfagas de aire le lanzaban copos a la cara y su
barba empezaba a congelarse. El campo se volvió totalmente blanco y le resultaba
raro ver cómo las huellas que dejaban sus pies enseguida desaparecían bajo la nieve.
A mitad del trayecto, a pesar de que la ventisca cegaba sus ojos, pudo divisar a lo
lejos seis estatuas de piedra que representaban seis dioses. Los Jizos, que así es
como se conocen en Japón estas esculturas, tenían las cabezas cubiertas de nieve. El
anciano, hombre bueno y generoso, se conmovió.
– ¡Qué penita, pobres Jizos! Tienen que estar pasando muchísimo frío.

A paso lento por la fuerza del viento, se acercó y les fue retirando la nieve que tenían
encima ¡Casi se le congelan los dedos en el intento!
Las estatuas permanecían impasibles con la mirada clavada en el infinito, pero el
anciano les habló con dulzura.
– Así estaréis mejor. Y ahora, por favor, aceptad este regalo.
Con dificultad, abrió la bolsa y sacó los cinco sombreros de paja. A cada estatua le
puso uno sobre la cabeza, pero no tenía suficientes para todas ¿Qué podía hacer?
¡No iba a dejar a una estatua sin sombrero! Sabía que, si se desprendía del suyo,
llegaría a casa calado hasta los huesos, pero no lo dudó: se echó las manos a la
cabeza, se quitó su propio sombrero y se lo colocó al sexto Jizo. Después, agitó la
mano para despedirse y continuó el camino de vuelta a su casa.
Cuando llegó era muy tarde y su mujer salió a recibirle. Como es lógico, se quedó muy
sorprendida al ver que llegaba con la cabeza al descubierto.
– Pero hombre… ¿Cómo vienes sin sombrero con el frío que hace? ¡Vas a enfermar!
El anciano le contó que como no había vendido los sombreros se los había regalado
todos, incluido el suyo, a los seis Jizos del camino para que no pasaran frío. Después,
bajando la mirada con tristeza, le dijo:
– Lo único que siento es no haber podido comprar las bolitas de arroz que tanto te
gustan.
Su esposa le abrazó amorosamente.
– No te preocupes por eso, querido. Estoy orgullosa de ti y de tu gran generosidad.
Seremos igual de felices sin esas bolitas y nos apañaremos con cualquier cosa para
cenar.
El hombre se desnudó, se dio un baño bien caliente y se puso ropa seca. Después,
tomaron juntos un poco de consomé y se sentaron al calor del fuego de la chimenea.
Ya era de noche cuando oyeron unos ruidos muy extraños. Se cubrieron con una vieja
colcha y se acercaron a la entrada.
Lo que vieron sus ojos al abrir la puerta fue el mayor regalo de su vida. Sobre la nieve,
había montones de paquetes llenos de comida, dulces, mantas, ropa y utensilios para
la casa. Colgada en uno de ellos, había una nota donde se podía leer:
“Con esto podréis celebrar la noche de Fin de Año y tendréis provisiones para muchos
meses. Gracias por quitarnos la nieve y por los hermosos sombreros de paja. Os
deseamos mucha felicidad”.
Se dieron cuenta de que era un regalo de los Jizos para agradecer lo bien que el
anciano se había portado con ellos. El hombre, emocionado, le dijo a su mujer:
– Me había equivocado… Parece que la suerte sí está hoy de nuestra parte.
Sonriendo, metieron todos los paquetes en la casa y pasaron el mejor Fin de Año de
sus vidas.

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