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Cuando

Dios
llora
La importancia que
nuestros sufrimientos tienen
para el Todopoderoso

Joni Eareckson Tada


Steven Estes
Otros libros de Joni Eareckson Tada
Joni
Alternativas y Cambios
Un Paso Más
El Cielo: Su Verdadero Hogar
A Verna:
Ocho niños más tarde sigues siendo
la compañera más divertida del mundo.

AKen:
Me haces olvidar esta silla...
y eso es mucho decir.
Contenido
Mi gratitud especial a...
Antes de comenzar
Uno: Me duele mucho

Sección I: ¿Quién es este Dios?


Dos: Extasis que desborda
Tres: El Dios sufriente
Cuatro: ¿Realmente espera que sufra?
Cinco: Todas las pruebas, grandes y pequeñas
Seis: ¿La ropa sucia del cielo?

Sección II: ¿De qué es capaz Dios?


Siete: Algunas razones
Ocho La mejor respuesta que tenemos
Nueve Encontrándole sentido al sufrimiento

Sección lU: ¿Cómo puedo perseverar


a pesar de les impedimentos?
Diez Eí clamor del alma
Once Alcanzar el contentamiento
Doce El sufrimiento que termina en el
inñemo
Trece El sufrimiento que termina
Epílogo: Antes de que deje este libro a un lado

Sección cuatro: Apéndices


Apéndice A Las Escrituras en manos de Dios
durante nuestro sufrimiento
Apéndice B: Las Escrituras en el propósito de Dios
durante nuestro sufrimiento
Apéndice C: ¿Dios puede experimentar dolor?
Notas
Mi gratitud
especial a...

Algunas veces una palabra fresca puede ser, en realidad, una


muy vieja. Las verdades que son atemporales muchas veces lo
único que necesitan es desempolvarles el «tiempo» para ver el
brillo que siempre ha fulgurado. Así es que reconocemos a los
padres de la teología sobre cuyos hombros se ha construido este
libro. Personas como Calvino, Lutero y Latimer, Jonathan Ed-
wards y George Whitefield, Loraine Boettner y Martyn
Lloyd-Jones. No son muchos los que sacan del estante los escri­
tos de Jeremiah Burroughs para leerlos en estos días, por lo tan­
to, Cuando Dios Llora tiene el propósito de darle un tratamiento
fresco y contemporáneo a doctrinas que los antiguos teólogos
elaboraron con esfuerzo. Damos gracias a Dios por estos hom­
bres de fe que siguen formando el pensamiento de muchos.
Le hacemos llegar un cálido apretón de manos a nuestro ami­
go, el Dr John McArthur, quien hizo la investigación en las
Escrituras para el apéndice B. (Y lo hizo mucho antes de que se
pudiera hacer clic en el icono de una computadora y ¡pop! tener
las respuestas).
Nuestra inmensa gratitud a Scott Bolinder de Zondervan
quien se amoldó de buena gana a nuestro programa, y a John
Sloan, nuestro editor, junto con Bob Hudson, que ajustaron las
clavijas de nuestro trabajo.
Gracias también a Robert Wolgemuth de Wolgemuth &
Hyatt quien nos mantuvo en la huella. Este libro fue un esfuer­
zo de equipo y algunas v eces los escritores, Stevey Joni, activa­
ron a todos los integrantes del equipo. Dios los bendiga, amigos.
No podemos terminar esta página sin escribir algunos reco­
nocimientos individuales. Joni, que sin ayuda no puede teclear
una sola letra ni dar vuelta a una página, quisiera agradecer a
Judy Butler y a Fracie Lorey por la generosidad de haber hecho
las veces de sus manos en Cuando Dios Dora. No puede dejar de
agradecer de una manera especial a Ken por alentarla en las lar­
gas noches y durante los sábados por la tarde. El personal deJAF
Ministries fue muy considerado al respetar la puerta cerrada de
la oficina de Joni y abreviar las reuniones administrativas deján­
dole así tiempo para pensar, orar y escribir. Un agradecimiento
especial a Bunny Warlen, Steve Jensen, Judy Butler, Francie Lo­
rey y a una hueste de intercesores, incluyendo al grupo noctur­
no de los miércoles de la Iglesia en el Cañón, que día a día, eleva­
ron el manuscrito en oración.

Steve desearía enviar su sincera gratitud a:


Jesucristo que me conoce y aún así me ama. No puedo
olvidarlo.
A los ancianos de la Community Evangelical Free Church [Igle­
sia de la comunidad evangélica libre], Elverson, Pennsylvania,
por otorgarme una licencia de seis meses que se extendió a
ocho, y por las generosas condiciones de esa licencia. Ellos, y su
personal, soportaron el peso del trabajo adicional durante ese pe­
ríodo, especialmente Arleigh Hegarty quien llenó el púlpito de
manera tan eficiente.
A mi congregación, quienes me hicieron sentir como si estu­
viera involucrado en el proyecto más importante del mundo
—aunque ellos eran los involucrados al conectarse diariamente
al trabajo del Reino de Dios. Me amaron, me enviaron notas,
nos invitaron a comer, oraron, oraron... y oraron.
A Paúl y Carolyn Montgomery. Ustedes saben todo lo que
me dieron. Fue de gran ayuda para este libro.
A Dave Godown, por tu entusiasmo con respecto a este pro­
yecto, respaldado por un gesto de verdadera abnegación.
A Merle y Dave Stoltzfus, por poner a mi disposición una ofi­
cina y un personal más que agradable. ¿Qué hubiera hecho sin
este gesto y sin su amistad que valoro más allá de lo que puedan
expresar las palabras? ¿Por qué me dio Dios a estos hermanos
políticos?
A Emily, Ashley, Debbie y Paula, cuatro de estas cinco partes
de ese personal que me ayudó tanto. Con alegría me ayudaron
en mil y una maneras.
A Steve Beard, cuya flexibilidad durante el mes de septiem­
bre último me ayudó en este proyecto mucho más de lo que se
imagina. Al silbador Al Marple, cuyas visitas semanales para rea­
lizar los quehaceres de limpieza me animaban. Siempre me pre­
guntaba en qué estado estaba el libro y oraba diariamente por
Joni y por mí.
Al Rev. Tom Hall y a la Iglesia Metodista Elverson por permi­
tirme el acceso a su edificio donde pude encontrar lugares tran­
quilos para caminar y orar a lo largo de todo este proyecto.
A los miembros del Wednesday Soup Kitchen [Cocina de la
sopa de los miércoles],
A Verna, que escuchó todas mis quejas mientras escribía,
pero de todas formas me ayudó, me amó y me alimentó. Cinco
pies y cero pulgadas de una sonrisa desinteresada.
AJeb, Gail, Leah y Sarah Bland que nos hospedaron a Verna
y a mí durante un fin de semana de otoño en Rhode Island.
¡Cuánto lo necesitábamos y cuánto lo disfrutamos!
A Ben Mountz que subió y bajó las escaleras llevando tonela­
das de libros a mi oficina. La pena es que la mayoría de ellos no
me fueron necesarios. Lo lamento.
A Bob Hughes, que un día me dijo: «Dame la llave de tu ofici
na, dime que día no irás, y no me hagas preguntas.» Cuando vol­
ví, encontré que todos mis viejos estantes habían desaparecido y
en su lugar había otros nuevos, con los miles de libros en su lu­
gar. Ahora tengo los estantes más bonitos en la costa este, he­
chos a mano por Bob como un trabajo de amor, y en ellos se en­
cuentran almacenados John Owen, Francis Turretin, y otros
libros que me compró. Sherri lo ayudó todo el tiempo. Siempre
los recordaré, aunque ahora se hayan mudado a la Florida.
A Larry Everhart por la nueva percepción que me dio acerca
de las tormentas de truenos, como trasfondo del capítulo seis.
Un individuo tranquilo y nada severo.
A la madre del joven a quien he llamado Paul Ruffner en el
capítulo cinco, por las muchas horas de conversaciones telefóni­
cas inspiradoras en las cuales me describió la notable gracia de
Dios para con su familia durante algunos años angustiosos.
AJohn Frame, del Westminster Seminary, California, por en­
viarme por fax pensamientos acerca de las emociones de Dios,
mientras yo trabajaba con el apéndice C, aunque nunca tuvo la
oportunidad de ver dicho apéndice.
A Vern Poythress y Sinclair Ferguson del Westminster Semi­
nary, Filadelfia. Diversas conversaciones teológicas con estos
hombres me han ayudado inmensamente en mi vida y en mi for­
ma de pensar, aunque sus pensamientos solo han tenido un im­
pacto indirecto en este libro.
A Laurie O’Connor que reescribió el Apéndice C dándole
coherencia a un manuscrito mal presentado y carente de sentido
cuando me encontraba desesperado por falta de tiempo, y que
oró por mí como un soldado.
A Diane Stoltzfus que me animó a través de los capítulos dos
al seis en algunos momentos desérticos. Gracias, gracias.
Y finalmente, a Curt Hoke, que me hizo sentir como si le es­
tuviera haciendo un favor en las incontables ocasiones en las
que le pedí ayuda. Nadie ayudó más con este libro que él. Amo a
este hombre.
Antes de comenzar
onocí a Joni en el verano de 1969 en el estacionamiento de
C
una iglesia. Varios cientos de adolescentes, incluyéndome a mí,
acababan de salir estrepitosamente del edificio. La reunión de jó­
venes había terminado, y mientras se encendían los motores y
las radios, risas y payasadas inocentes pululaban por todos lados.
Una furgoneta blanca se había acercado a los escalones del
costado. Por alguna razón, al ser mi amiga Diana la que sostenía
las llaves, este vehículo no parecía pertenecer a una persona ma­
yor. Diana tenía la personalidad más vivaz del mundo. Se encon­
traba parada junto a la puerta delantera, al lado de una silla de
ruedas vacía que había sacado del asiento trasero. Ella deseaba
que yo conociera a la amiga paralizada de la cual me había habla­
do. Desde el ángulo en el que me encontraba arriba de los escalo­
nes, no podía ver el rostro de la alta muchacha que estaba senta­
da. Lo que podía ver eran las abrazaderas en las muñecas.
—Steve, quiero que conozcas a Joni.
—Hola, Joni.
El rostro en el asiento del frente se inclinó para espiar. Cabe­
llo rubio elegantemente cortado. Rostro pecoso y bonito. Nariz
recta. Una sonrisa brillante pero agridulce. Dulce porque si co­
noce a Joni, así es ella. Agria porque parecía que aquella silla le
había quitado algo muy precioso.
—¡Hola, Steve! Gusto en conocerte —dijo entusiasta pero
indecisa.
—Ustedes dos tienen mucho de qué hablar —dijo Diana
con su natural dinamismo. Estuvimos de acuerdo en que sería
divertido encontramos.
Una semana más tarde entré a la casa de madera y piedra que
siempre me parecerá el vestíbulo del cielo. Con adornos arriba
de cada chimenea, alfombras indias esparcidas por doquiera. Ve­
las y más velas. Simón y Garfunkel sobre un tocadiscos, risas en
cada cuarto, y la alegre cordialidad de los padres y hermanas de
Joni a quienes les había robado esa sonrisa ganadora. Pero una
vez que estuvimos a solas, no pasaron ni diez minutos antes de
que surgiera la pregunta.
—Bien, Diana dice que conoces mucho de la Biblia. Dime,
¿crees que Dios tuvo algo que ver con mi fractura de cuello?
Con un aire despreocupado se apartó un mechón de cabello
de la frente con el dorso del puño, pero aquellos ojos no tenían
nada de despreocupados. Aquí se encuentra la clave del libro
que está a punto de leer.
Soy un don nadie de dieciséis años, un vendedor de diarios,
sentado frente a la que posiblemente, dos años antes, fuera la jo­
ven más popular de su numerosa clase de secundaria. Solo podía
ver la multitud que corría con ella desde el otro lado del gimna­
sio. Y ahora, mírenla. Con el pie sigo el ritmo de James Taylor;
ella tan solo puede mover la cabeza. Puedo comer mi almuerzo;
alguien tiene que alimentarla. En unos treinta minutos saldré
por esa puerta con malla metálica; ella permanecerá sentada en
esa silla hasta que venga la muerte a buscarla. ¿Y quiere saber si
creo que Dios la puso allí? ¿Quién soy yo para abrir la boca?
Sé lo que la Biblia dice con respecto a su pregunta. Me vie­
nen a la memoria una docena de pasajes fruto de años de iglesia
y de un padre cristiano que enseñó muy bien a sus hijos, pero
nunca he puesto estas verdades a prueba en una situación tan di­
fícil. Nunca me sucedió algo peor que desaprobar el álgebra o su­
frir un desengaño amoroso. Pero pienso: La Biblia no es una reali­
dad si nofunciona en la vida de esta joven.
Aclaro mi garganta y me tiro al precipicio.
—Dios te puso en esa silla, Joni. No sé por qué lo hizo, pero
si confías en él en lugar de luchar en su contra, descubrirás el
por qué, si no en esta vida, será en la venidera. Él permitió que te
fracturaras el cuello porque te ama.
¡Ay!, esto me sonó tan trillado, pero parace ser que a ella no.
Miramos algunos versículos y me fui a casa. A partir de aquel día
tuve que estudiar mucho para mantenerme un paso al frente de
esta joven que siempre estaba indagando en la Biblia.
Este libro es acerca de un Dios que llora a causa del sufri­
miento humano, de cómo él mismo penetra en nuestra angus­
tia, y del amor que lo lleva a permitir que suframos. Nos dice
cómo experimentar la amistad de Dios a través de los pasadizos
difíciles que ni siquiera sabíamos que ya él había transitado. La
mayor parte está escrita desde la perspectiva de Joni porque su
vida es un laboratorio notable que prueba que Dios sabe lo que
está diciendo.
Pero la vida suya, mi querido lector, es el laboratorio impor­
tante para probar la Palabra de Dios a medida que se lee. ¿Le sue­
nan triviales los pensamientos que Dios tiene en cuanto al
sufrimiento?

Steve Estes
31 de marzo de 1997

Todavía puedo ver a Steve Estes encorvado sobre su Biblia


junto a la chimenea, levantando la vista solamente para echar
otro leño al fuego. Pasaba frenéticamente del Antiguo al Nuevo
Testamento, encontrando una página, señalando una columna
con el dedo, dando por fin con el versículo exacto para contestar
mi última pregunta.
—Muy bien, Joni, ahora sígueme. Escucha esto en Efesios ca­
pítulo tres: «Por esta causa...» —decía, como quien acelera el mo­
tor de un auto dándole golpecitos al pedal. Y allá íbamos, transi­
tando un camino de preguntas, tropezándonos contra ellas,
deteniéndonos, volviendo hacia atrás y luego comenzando de
nuevo, tomando uno o dos desvíos para concluir luego de que el
último leño se hubiera Consumido. Era tan joven e inexperto
como yo, hambriento por ver las vistas en acción. Y así nos
reuníamos nuevamente, en el siguiente estudio bíblico, prosi­
guiendo él, señalando con entusiasmo el panorama a través de
las Escrituras, y yo, siguiéndole el paso, sin perderme una sola
cosa.

Si Dios es amor, ¿por qué existe el sufrimiento?


¿Cuál es la diferencia entre permitir algo y ordenarlo?
Cuando suceden cosas malas, ¿se confabula Dios con el diablo?
¿Cómo puede esperar que yo estéfeliz de esta manera?

—¡No te olvides de ese pensamiento! —gritaba Steve por so­


bre su hombro mientras corría a la cocina a buscar otra RC
Cola.
Nunca existieron días más dulces que los de aquellos años jó­
venes en los cuales viajábamos a través de las Escrituras. Nues­
tra aventura era seguir por el camino lo más lejos que pudiéra­
mos llegar para conocer a Dios en el sufrimiento. Treinta años
más tarde hemos pasado por algunos hitos sufriendo los golpes
y las lastimaduras propias al volvernos más viejos y más sabios.
Gracias a Dios ambos nos hemos casado con compañeros como
Vernay Ken que nos siguen animando. Muchas cosas han cam­
biado, pero hay una que permanece constante: nuestra amistad
sigue centrada en el Hijo.
Hay otra cosa que es constante: el sufrimiento. En algunos as­
pectos, es aún mayor. Me duelen los huesos por estar tanto tiem­
po sentada en la silla de ruedas, y estoy cansada de luchar contra
las crecientes limitaciones de mi parálisis. Sin embargo, sigue
siendo una aventura (aunque lo que estoy aprendiendo no es
más que un eco de aquellos primeros días, como si simplemente
estuviera captando los sonidos en una mayor profundidad).
Hace tiempo, sentada junto al fuego, entrada la noche y con las
botellas vacías de cola, jamás hubiera imaginado que las respues­
tas que descubrí entonces tendrían una repercusión tan podero­
sa en el día de hoy. A través de décadas de cuadriplegiay de casi la
misma cantidad de años de encontrarme cor personas en
situaciones tan malas o peores que la mía, sigo trasmitiendo es­
tas verdades.
Estas verdades no tienen tanto que ver con el sufrimiento
como con Dios. Por lo tanto, presento este libro con la premisa:
Cuando Dios Llora no se refiere tanto a la aflicción como acerca
del único que puede sacar el sentido que se encuentra oculto en
el sufrimiento. No se trata de por qué nos importan nuestras
aflicciones (aunque así sea), sino de por qué le importan al Todo­
poderoso. Otra premisa: creemos que la Biblia es la Palabra de
Dios, la Biblia hebrea desplegándose en el Nuevo Testamento,
siendo cada libro una piedra inconmovible del fundamento de
la verdad. La Biblia es el mapa probado que utilizaremos en este
libro.
Sé que yo sola no hubiera podido manejar un problema tan
potente como este. Demanda experienciay erudición. Yo aporto
la experiencia, y Steve Estes, con sus muchos años de seminario,
aporta la erudición. De buena gana ha aportado sus dotes de es­
critor y lo que ha aprendido, de tal manera que, juntos, podre­
mos «discipulado a usted» a través de estas mismas preguntas
difíciles.
En una etapa de este viaje, en los capítulos dos al seis, la inves­
tigación y los escritos son de Steve. Le sacudirán la mente y el co­
razón como lo hicieron con el mío cuando por primera vez me
contó su percepción en «¿Quién es este Dios?» junto a mi silla
de ruedas. En el capítulo once, Steve escribe acerca de¡ infierno,
y a continuación sigo yo con el capítulo final acerca del cielo.
Los Apéndices A y C también le pertenecen a Steve. Con traba­
jo, elaboramosjuntos el bosquejo del libro (¡muchas veces!) e hi ­
cimos pequeños ajustes en el trabajo del otro, habiéndonos moti­
vado el uno al otro en el problema del sufrimiento durante años.
Unacosa más. «Si por la noche hay llanto, por la mañana ha­
brá gritos de alegría»: alegría por les que sufren, pero especial­
mente para Dios. Es mi oración y la de Steve que a través de este
libro usted pueda comprender mejor por qué nuestro llanto le
importa a un Dios amoroso. Un Dios que, algún día, aclarará el
significado que hay detrás de cada lágrima.
Incluso las que Él derramó.

Joni Eareckson Tada


Primavera de 1997
Uno

Me duele mucho
La noche africana olía a brea y parecía brea. El rayo de luz de

la linterna era lo único que señalaba el camino. Me sobrepuse a


las náuseas que me producía el olor a basura rancia, deseando en­
trar con cuidado, pero mi compañero se adelantó dando zanca­
das. Levantó el borde de la lona colgante dirigiendo el rayo de
luz hacia la oscuridad y entró. Lo seguí en mi silla de ruedas.
Cuando la lona cayó a mis espaldas, se sofocaron una docena
de sonidos típicos de los tugurios. Ahora mis ojos serían los en­
cargados de captar lo que debía aprender. Mi compañero sostu­
vo la linterna en lo alto, iluminando a una mujerjoven que tenía
el cabello y la piel tan negros como las sombras. No tenía ma­
nos. Sobre la esterilla de paja se extendían desmañadamente sus
piernas delgadas como palillos. Esto no me llamó la atención.
Había visto callejones llenos de personas que, a causa de la po­
lio, o de la amputación, tenían tocones en lugar de manos y mu­
ñones encallecidos en lugar de pies. Ninguno de ellos tenía ho­
gar. Los cuadriplégicos como yo no sobreviven en Ghana, al
oeste del Africa ecuatorial. Los abandonan en las veredas de este
miserable hoyo de pestilencia en la capital de Accra. Solo sobre­
viven los discapacitados que son lo suficientemente fuertes
como para arreglárselas solos en las calles. Calles que están, hú­
medas por la orina y por la basura putrefacta.
La luz de la linterna de mi compañero iluminó el pequeño
colgadizo, y cuando la joven me vio, sonrió al estilo africano,
con una amplia sonrisa llena de dientes. Susojos oscuros cente­
llearon con la luz al tiempo que le sonreía a mi compañero.
Conocía muy bien a este pastor africano cuyo ministerio consis­
tía en salir a las calles y a los callejones para buscar a los ciegos y a
los inválidos.
El pastor se aclaró la garganta para presentamos. «Ama», co­
menzó diciendo con acento y aire británico, «me da mucho gus­
to presentarte a mi amiga norteamericana, Joni». La joven devol­
vió el saludo en su lengua tribal. Me dijeron que Ama,
ciudadana de la antigua colonia británica, entendía inglés, así
que nuestra conversación siguió adelante como si estuviéramos
tomando el té alrededor de una mesa. Me agradó mucho cono­
cerla a ella y a sus amigos de la calle. Nuestro viaje fue largo,
pero estábamos encantados de haber venido. Nuestro grupo de
Joniy Amigos (JAF Ministries) se encontraba aquí para entregar­
le sillas de ruedas a ella y a algunos de sus amigos. Me pregunto
si le gustaría acompañarnos calle arriba. Lo hizo. O si le importa­
ría dirigir su sonrisa hacia mí para verla durante el resto de la no­
che. Nos reímos y así lo hizo.
Me sentía atrapada. Mi corazón estaba cautivado, sí, cautiva­
do por la joven africana que para mí vino a ser el símbolo de los
cristianos discapacitados de Accra, pero también me cautivó su
pastor que ccn una linterna escogió pasar sus días con la escoria
de la tierra. El hedor de las cosas putrefactas llenaba las calles,
pero luego de pasar unos minutos con Ama, como un milagro,
se transformó en una fragancia de vida.
Salí de aquel cobertizo de lona y me atrapó la noche. A la luz
de la linterna seguí a través de ¡as calles sucias, dando tumbos en
medio de los pedazos de asfalto. Mis amigos de JAF (los que traje­
ron las muletas y sillas de ruedas) me levantaron sobre la vereda
opuesta. ¿Adonde vamos? ¡Quédense junto a la linterna!
De un callejón oscuro salieron dos adolescentes arrastrándo­
se con ¡as piernas torcidas. Sobrevivientes de la polio, pensé
mientras se unían a nuestro grupo. Pasamos al lado de una mu­
jer vestida con ropas típicas que avanzaba lentamente en su des­
vencijada silla de ruedas. Un hombre de ochenta años, sin pier­
nas y que no medía más de noventa centímetros, saltó a la acera
y me dirigió una sonrisa. Me detuve. Se acercó anadeando y ex­
tendió un fragmento de brazo para estrechar mi mano. Me incli­
né para apretar mis dedos paralizados sobre su muñón y ambos
sonreímos ante nuestro extraño apretón de manos. Nos atraían
los cánticos y las palmas que se batían calle arriba. A medida que
nuestro grupo se acercaba, los huérfanos y los sin hogar se ha­
cían a un lado para darnos la bienvenida bajo los destellos de una
luz de neón. Habíamos llegado al centro de una reunión de ado­
ración callejera.
Los occidentales nos sentamos en unos bancos, mirando a la
multitud alborotada. «Y ahora, hermanos y hermanas cristia­
nos», gritó el pastor, «¡démosle una cálida bienvenida a nuestros
muy amables amigos que han viajado desde muy lejos para traer­
nos sillas de ruedas y Biblias!» Un estallido de expresiones de jú­
bilo fue seguido por una canción de bienvenida. El rico tono mo­
nótono de la armonía africana me retorció el corazón, y las
lágrimas comenzaron a caer libremente mientras escuchábamos
a estas personas discapacitadas aplaudiendo ante sus mismos tes­
timonios y las lecturas de la Escritura. Media hora de alabanza
continua pasó rápidamente, y luego me pidieron que hablara.
«Gracias, amigos, por damos la bienvenida», dije mientras con­
ducía mi silla de ruedas hasta un claro en la acera. Mis amigos de
JAF empujaron una silla de ruedas de regalo junto a mí. «¡Dios
es bueno!» gritó alguien mientras colocaban al primer niño en la
silla. Otra silla, otra persona discapacitada. Las manos comenza­
ron a aplaudir rítmicamente mientras que las muletas y las sillas
de ruedas pasaban de nuestro grupo al de ellos. Palmadas más
sincopadas, fuertes y enérgicas. Ama movía la cabeza rítmica­
mente, ostentando una sonrisa radiante y orgullosa mientras fro­
taba los muñones sobre los apoyabrazos de cuero de su silla. Los
adolescentes con polio comenzaron una danza en el claro.
«Mira», le dije a un miembro de mi equipo, «aun la gente que
sabe que no hay suficientes sillas de ruedas para todos, está in­
mensamente feliz por los que pueden tenerla».
La luna se elevaba en el cielo iluminando el borde este de la
noche. Mientras nos alistábamos para salir de aquellos tugurios,
los africanos nos despidieron con otra canción:

Porque él vive, no temo al mañana.


Porque él vive, no hay más temor.
Yo sé que él, preparó mi futuro
Mi vida vale más porque él vive en mi.
¿Será la luz de neón? Me pregunté mientras miraba sus sonri­
sas. No. Era un gozo de otro mundo.
Mi amigo pastor iluminó el camino de vuelta a la furgoneta.
Mientras nos zarandeábamos por las calles mis pensamientos
eran confusos. Tanto gozo en medio de la miseria. Gozo, como
una margarita fresca floreciendo en medio de un estercolero.
«¿Qué le sucede a Ama cuando llueve? ¿Quién se ocupa de
ella?», pregunté.
El brillo de la linterna le dio un destello a su sonrisa. «Dios se
ocupa de ella.»
Calor opresivo. Gente sin un centavo. Una niña sin manos,
sin piernas para caminar, sin cama, sin siquiera un ventilador, vi­
viendo sobre el pavimento. No es lógico pensar que Dios esté
haciendo un buen trabajo. Recuerdo lo que dijo un muchacho
que vivía dentro de una caja en medio de la basura: «A ustedes
los occidentales no los podemos entender. Dios les ha dado tan­
to, han recibido tanta bendición... ¿por qué hay tanta gente tan
infeliz en su país?»

Nuestro lado del mundo


Tenemos hogares como los de los suburbios y seguros de de­
sempleo, tres comidas al día sobre la mesa, cupones o sellos para
comprar comida, pero, ¿no es extraño que aun así deseemos
más? Si estamos solteros, queremos casamos. Si estamos casa­
dos, queremos tener el cónyuge perfecto. Si tenemos el compa­
ñero perfecto, queremos el tiempo para disfrutar de la vida.
Otras veces tenemos demasiado. Gastos médicos que
ascienden hasta las nubes. Catorce visitas a la Clínica Mayo y
ocho cirugías. Una embolia deja a nuestro esposo sin habla, o
los cromosomas producen un retraso mental en nuestro nieto.
El funeral fue ayer y nos preguntamos cómo enfrentaremos el
futuro solos. Nos derrumbamos bajo el peso, perplejos al ver
que la vida abundante nos pasa por el lado y se detiene en la vida
de otros.
Deseamos lo que no tenemos.
Tenemos lo que no deseamos.
Y no somos felices.
Una historia acerca de los nobles africanos que sufren gozo­
sos nos resulta inspiradora, pero nos convencemos a nosotros
mismos. Dios no puede querer estropear nuestro modo de vivir
como lo hace con la pobre gente de Ghana. Nuestro Dios existe
para darnos vidas felices, llenas de significado y libres de proble­
mas. Nuestro Dios nos trata de una manera diferente. Tal vez este­
mos condicionados por la ética puritana que se inclina a encon­
trar una solución para todo. Nuestra cultura occidental, y el
Dios que la inspira, han construido hospitales e instituciones
para aliviar el sufrimiento. Somos civilizados y esta es nuestra vi­
sión de Dios.
El es nuestro Padre, como lo dice en su Palabra, y los padres
desean lo mejor para sus hijos, nada de ropas usadas que se en­
cuentren tiradas por la calle, o refugios que se vengan abajo cuan­
do llueve fuerte. El es nuestro Salvador, quien nos asegura paz y
bienestar mientras aplasta las obras del diablo bajo sus pies, in­
cluyendo la enfermedad y los desastres. Nos promete vida abun­
dante (y Dios siempre cumple sus promesas). Es nuestro liberta­
dor que nos libra de las ataduras del pecado y de sus efectos. Por
sus llagas somos curados.
Y ser sanados del sufrimiento es ser felices.
Esta era mi línea de pensamiento poco antes de sufrir el acci­
dente cuando salté de un trampolín al agua, motivo por el cual
quedé paralítica en 1967. Mientras yacía sobre mi espalda en
una armazón de Stryker, con la cabeza inmovilizada por tenazas
de acero, lo único que podía hacer era mirar hacia arriba. Una
posición natural para hablar con Dios. Traté de imaginar qué es­
taría él pensando. Si Dios fuese Dios (yo estaba convencida de
que era todopoderoso y amoroso) debiera estar tan ansioso por
aliviar mi dolor como yo. Un Padre celestial tenía que llorar por
mí como a menudo lo hacía mi padre terrenal, de pie junto a mi
cama, aferrándose a las barandas. Era una hija de Dios, y Dios
nunca haría algo para dañar a uno de los suyos. Acaso no dijo
Jesús: «¿Quién de ustedes que sea padre, si su hijo le pide un pes­
cado, le dará en cambio una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le
dará un escorpión? Pues si ustedes ... saben dar cosas buenas a
sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a
quienes se lo pidan!» (Lucas 11:11-13).
Vale la pena seguir a un Dios así de bueno. Y así, cuando salí
del hospital, mis amigos me llevaron a Washington, D.C., para
que pudiera ser la primera en la fila, ante la puerta, cada vez en
que la famosa sanadora, Kathryn Kuhlman, llegara a la ciudad.
La señorita Kuhlman, vestida de blanco, subió con desenvoltura
a la plataforma, y mi corazón se aceleró mientras oraba: Señor, la
Biblia dice que tú sanas tedas nuestras enfermedades. Estoy lista para que
me levantes de esta silla de ruedas. Porfavor, ¿lo harás?
Dios me contestó: nunca me levanté de mi silla. La última
vez que salí de una de las cruzadas de Kathryn Kuhlman, yo era
la número quince en una hilera de treinta sillas de ruedas espe­
rando acceso al ascensor de salida del estadio, todos tratábamos
de salir lo más rápidamente posible, adelantándonos a las perso­
nas con muletas. Recuerdo el vistazo que di a toda aquella gente
confundida, desilusionada y pensando: En este cuadro hay algo que
no está bien. ¿Es esta la única manera de enfrentar el sufrimiento? ¿Tra­
tando desesperadamente de quitarlo?
Al llegar a casa me miré al espejo y me devolvió la misma ex­
presión de resentimiento de aquella gente frente al ascensor. Me
encontraba tan perpleja como ellos. Ahora bien, permítame aclarar
algo: Dios es bueno. Dios es amor. Es todopoderoso. Además, cuando ca­
minó por la tierra, se inclinó para aliviar los sufrimientos de la gente, de
todos, desde la mujer con flujo de sangre hasta el sirviente del centurión.
Entonces, ¿por qué mi sobrina de cinco años, Kelly, tiene cáncer en el cere­
bro? ¿Por qué mi cuñado abandonó a mi hermana y a su familia? ¿Por
qué la artritis de mi padre no responde a los medicamentos?
Buenas preguntas.
Como las respuestas nos eluden, pues los caminos de Dios
nos confunden, el fuego del sufrimiento se aviva. Sentimos el
celo de desear lo que no tenemos y de tener lo que no deseamos.
Dios parece inconmovible. La felicidad se nos escapa. Nos senti­
mos descontentos y no encontramos sosiego.
Me pregunto cuántas de aquellas personas con rostros resen­
tidos frente al ascensor siguen creyendo en Dios luego de la cru­
zada de sanidad. Eso fue hace casi treinta años. ¿Siguen esperan­
do en una fila? ¿Siguen esperanzadas? «La esperanza frustrada
aflige el corazón», y un corazón puede romperse solo unas cuan­
tas veces.
Si Dios es un Dios que utiliza la esperanza como si fuera una
zanahoria y nos la quita cuando estamos por alcanzarla, no debe
sorprendemos que decline nuestro apetito y nuestra confianza
en él.

Somos débiles pero Él es fuerte


Podemos aprender una lección de aquellos africanos. ¡Desea­
rían tener la molestia de esos cupones para comida! ¡Ay, si tuvié­
ramos una casa al estilo de las de los suburbios para pasar la aspi­
radora! ¿Una aspiradora eléctrica? Sería muy práctica en la
choza de lona de Ama. ¿Sanidad? A todos ellos les encantaría
que sus muñones se convirtieran en piernas y pies. Su sufri­
miento es un hoyo, un abismo inmenso. Sin embargo, por más
que sufren el dolor y las arengas, parecen confiar en Dios con
absoluto abandono.
No piense que los estoy glorificando. No se trata de sacar
ventaja en forma snob para ver quién lleva el medallón para heri­
dos «corazón púrpura» más brillante. Antes de que convirtamos
Ama y a sus amigos en santos de yeso, recordemos que se pare­
cen a nosotros mucho más de lo que creemos. Ellos también de­
sean lo que no tienen.
La diferencia está en la manera en que ven a Dios.
En una noche calurosa y ventosa, mientras nos preparába­
mos para abordar nuestro avión para salir de Ghana, en la pista
de aterrizaje hablé con una empleada africana del aeropuerto.
Cuando le conté acerca de las personas llenas de sufrimiento,
pero gozosas que habíamos conocido en los tugurios, me contes­
tó: «Tenemos que confiar en Dios. Nuestra gente no tiene otra
esperanza.» Con la mano se sostuvo el cabello y me echó una mi­
rada conocedora, sin pestañear, con una amplia sonrisa. Habla­
ba muy en serio. Le pregunté cómo podía seguir sonriendo. Se
encogió de hombros y me dijo: «Yo también tengo a Dios.»
Hizo que pareciera tan sencillo. Tal vez lo sea, pensé. Tiene al
mismo Dios que nosotros. La misma Biblia, y cuando de sufri­
miento se trata, tiene el mismo versículo que todos tenemos.
2 Corintios 12:9-10 dice llanamente: «Por lo tanto, gustosamen­
te haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca
sobre mí el poder de Cristo. Por eso me regocijo en debilidades,
insultos, privaciones, persecuciones y dificultades que sufro por
Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.»
Los sufrimientos nos acercan más a Dios. Es una verdad uni­
versal que todos hemos aprendido en la canción de la Escuela
Dominical: «Somos débiles, pero él es fuerte.»
Esto es lo que aquella noche vi en Africa. Nuestro amigo pas­
tor extendió ampliamente sus brazos y con una sonrisa nos dijo:
«Bienvenidos a nuestro país donde nuestro Dios es más grande
que el de ustedes.» Era un hecho feliz: Dios siempre parece ma­
yor a quienes más lo necesitan. Y el sufrimiento es la herramien­
ta que usa para ayudamos a necesitarlo más.
¿Conocemos mejor a Dios a través del sufrimiento? Este es
un pensamiento curioso. Entonces recordamos nuevamente a
uel compañero de la escuela secundaria que nunca tomó a
aq
Dios en serio hasta que la dificultad le asestó un golpe. Toda su
atención se enfocaba en conseguir una beca de fútbol americano
para una de las mejores universidades, pero en su segundo año
en Michigan recibió un golpe en la línea de la quinta yarda.
Después de dos cirugías, tres temporadas más tarde, pensó seria­
mente: la vida es corta. ¿Dónde estaban sus prioridades? Actual­
mente sigue en los deportes (luego del trabajo entrena a los
«Pequeños Tomados»), pero sus prioridades se reubicaron. El es­
tudio de la Biblia y la oración tienen un espacio de tiempo en su
agenda.
¿Nos acercamos más a Dios a través de las pruebas? Otra
curiosidad. Hay una pareja que vive calle abajo que tenía la ten­
dencia de ser materialista; pero el año pasado, cuando él perdió
el trabajo, comenzaron a orar intensamente, se las arreglaron
con menos y aprendieron algunas lecciones. Descubrieron que
la familia significa más que las posesiones, que la universidad es­
tatal no era tan mala para su hija, que aspiraba a una privada, y
que Dios cuidó de ellos mientras se recuperaban.
¿Descubrir la mano de Dios en la aflicción? Una peculiari­
dad más.
Nos encontramos con el joven de veintiséis años cuya novia
acaba de devolverle el anillo de compromiso. Durante meses lo
dejó entronado en su vestidor como un monumento al fracaso
de su vida amorosa. Para hacerle frente a su dolor se ocupó de
un niño atribulado que vivía a dos casas y que nunca había cono­
cido al padre. Los fines de semana lo llevaba a los establos y le en­
señaba a cabalgar. Esto lo ayudó a crecer. Aprendió que sus pro­
blemas eran sumamente pequeños. Dos años más tarde, este
hombre entró en una librería para comprar un regalo y espió a
una encantadora rubia con una sonrisa electrizante que hojeaba
un calendario con fotos de caballos. Comenzaron a conversar y
descubrieron que tenían mucho más en común que solo caba­
llos. Al siguiente fin de semana la llevó a cabalgar, se unieron al
grupo de solteros de la iglesia, y no mucho tiempo después ella
le dio un gran sí cuando él le lanzó la pregunta mientras se
mecían en el columpio del portal de su casa. Actualmente se es­
tremece al pensar que pudo haberla perdido.
Cuando somos débiles, ¿Dios es fuerte? Seguro, así lo cree­
mos. Entonces, ¿por qué nos retorcemos cuando llega la crisis?
¿Por qué una y otra vez nos preguntamos por qué? Existe una
clave escondida en las preguntas que hacemos: «¿Alguna vez vol­
veré a ser feliz?» y «¿De qué manera esto obra para mi bien?» Las
preguntas mismas son técnicas y centradas en nosotros mismos.
Aunque encontremos buenas razones para los porqué (como en
el caso del jugador de fútbol americano de Michigan que orde­
nó sus prioridades, o la pareja materialista que aprendió a vivir
con menos, o el joven al cual el dolor lo condujo a la Señorita
Perfecta) inclusive las buenas razones pueden estar centradas en
nosotros mismos:
«El sufrimiento en verdad me ha ayudado a recomponer
mi vida espiritual.»
«Reconozco que esta prueba está mejorando mi carácter y
mi vida de oración.»
«Pienso en lo que me hubiera perdido si no hubiera sido
por ese fracaso amoroso.»
«Esta tribulación ha fortalecido mi matrimonio.»

Dése cuenta de todos los «me» y los «mi».


Dios también lo hace.

El sufrimiento que supera los límites


El viento hace ondular las margaritas que crecen en el terra­
plén que se encuentra a pocos metros de donde estamos senta­
dos. Las ramas de los pinos se mecen con la brisa que agita mis ca­
bellos y me levanta el espíritu. ¿Alguna vez un patio ha retenido
tanta luz del sol? John McAllister y yo estamos sentados en nues­
tras sillas de ruedas, rígidos en la brisa. Él está sentado frente a
las montañas lejanas con la mirada perdida, con una bufanda de
lana enroscada fuertemente alrededor del cuello. Parece una
estatua de alguien noble y famoso, o de un erudito meditando
en el jardín.
«Necesito venir aquí más a menudo», suspiré. «Me encanta
esta vista, este día, y aprecio tu amistad.»
«Ja, ja, ja», se ríe a carcajadas, dejando a un lado el elogio
como si fuera un regalo que piensa abrir más tarde. Comparo
nuestras situaciones. Casi tres décadas de parálisis han cobrado
su cuota a mi esqueleto, pero una enfermedad degenerativa del
sistema nervioso es la culpable de una abierta extorsión al suyo.
Un roble de dos metros está inclinado y se está secando frente a
mí.
Una enfermera amiga se acerca con unajeringay un recipien­
te plástico que contiene un líquido cremoso. Seguimos charlan­
do mientras ella le desabrocha los botones de abajo de la camisa.
El abdomen blanco queda expuesto, junto con un parche y un
tubo de alimentación permanente. La enfermera vierte el al­
muerzo dentro del tubo. A él no parece incomodarlo, pero para
disimular yo digo: «¡Debe ser difícil saber cuándo dar las gracias
cuando a uno lo alimentan a través de un tubo!»
Asiente con la cabeza. Pienso en días mejores, cuando tenía
más movilidad, cuando podía ofrecerse como voluntario en el
hospital, siempre buscando maneras de mantenerse activo, de
seguir sirviendo, de seguir haciendo. La enfermera quita la jerin­
ga y le limpia el abdomen, como si limpiara la boca con una servi­
lleta. Agradezco que sea cuidadosa. John anhela la limpieza. Las
duchas son la única cosa normal a la cual puede aferrarse. Todo
lo demás pertenece al ayer.
Los meses pasan. El aire es más helado, los días más cortos.
La silla de ruedas de John está vacía en un rincón. Se encuentra
demasiado débil para sentarse mucho tiempo en ella. Su cama
está en el medio de la sala y John está acostado allí. Las horas de
la noche ya no son agradables. Las sombras se balancean
caprichosamente por la habitación. La gravedad es su enemiga,
Mientras el peso del aire le oprime el pecho. Respirar es una ta­
rca pesada. Es imposible llamar a alguien.
Necesita gritar esa noche. En la oscuridad una hormiga lo
descubre. La exploradora manda a llamar a las otras y estas vie­
nen. Primero cientos, después miles. Una legión silenciosa se
abre camino por la chimenea, cruza el piso, trepa secretamente
por el tubo de la orina hasta llegar a lo alto de su cama. Se disemi­
nan por las colinas y los valles de las mantas de John, cubriendo
su cuerpo por arriba y por abajo en una tortuosa y negra
invasión.
Cuando el fax llega al hotel relatando la historia, me encuen­
tro al otro lado del océano, en Inglaterra. La esposa de John, jun­
to con una enfermera, lo encontraron a la mañana temprano
con hormigas que aún seguían en su cabello, en su boca y en sus
ojos. La piel estaba llena de picaduras y tenía serias quemaduras.
El fax decía: Oren por él, nunca lo hemos visto tan deprimido. No es­
toy en el hotel cuando llega el mensaje. Estoy dando una confe­
rencia, trasmitiendo la carga de los discapacitados. Hablo de la
misericordia de Dios y de su protección sobre los débiles y
vulnerables.
Sentada junto al escritorio de la recepcionista quiero leer el
fax por segunda vez, pero no puedo. Siento náuseas. John es un
cristiano. Su Dios puede ver en la oscuridad.
¿Por qué, en el nombre de Dios, por qué? Casi quiero decir:
Dios, ¿quién eres?
Usted diría lo mismo, si conociera a John. No es una historia
acerca de ligamentos rotos en un campo de fútbol americano.
No se traca de una carta en la que amablemente se niega la ayuda
financiera para entrar a una universidad privada. No se trata de
un desengaño amoroso al recibir de vuelta el anillo de compro­
miso. Esto es una locura. Es el sufrimiento que derriba a una per­
sona y desgarra su cordura. Es una aflicción que gira fuera de
control. Un sufrimiento así nunca podrá acércame a Dios. Más
bien, me alejaría de El.
¿Debemos suponer que un sufrimiento como este ayuda a
una persona a conocer mejor a Dios? ¿Que su propósito es
llevamos un poco más cerca de Dios? ¿Cree Dios que así podrá
lograr algo profundo en nuestras vidas?
¿Hay alguien que pueda encontrarle sentido? ¿Quién real­
mente lo cree?

Volvamos a la Biblia

Desnudo hasta la cintura las autoridades lo obligaron a incli­


narse sobre su abdomen. Pablo cerró los ojos. A sus espaldas se
oyó el sonido sofocado de un par de sandalias dando unos pasos
sobre la tierra. Luego escuchó cómo la multitud se quedaba en
silencio, cómo el verdugo inhaló aire, el silbido del cuero, y ¡zas!
sintió el primer azote. El guardia tomó el ritmo y el azote comen­
zó en serio.
La azotaina era típicamente judía: treinta y nueve azotes con
triple látigo. Treinta y nueve, no cuarenta. La ley mosaica permi­
tía hasta cuarenta, pero era mejor no arriesgarse a sobrepasar los
límites.
Al llegar al azote número treinta, la lengua de Pablo se llenó
de arena Antes de terminar su carrera, sentiría el saber de la are­
na frente a otras cinco sinagogas como esta. También conocería
estas sesiones en las que se le abrían heridas bajo el látigo roma­
no, eludiría apenas el asesinato, sería protagonista de un naufra­
gio en mar abierto durante un día y una noche, pasaría años enca­
denado y sería dado por muerto luego que una turba lo
apedreara (2 Corintios 11:24-27).
Podría haber evitado todo esto con solo negar algunas cosas,
o guardar un silencio discreto en momentos críticos. Pero Pablo
nunca se quedaba callado. Sus enemigos llegaron a odiarlo por­
que ¡os amonestaba constantemente, sin mencionar su formida­
ble intelecto. No podían engañarlo. Pablo sabía cuál era la obje­
ción fundamental. Lo que sus enemigos realmente detestaban
era la figura invisible que se encontraba detrás de cada debate o
discusión que se entablaba: aquel cuyas sandalias, como dijera
Juan el Bautista, no era digno de desatar. El recuerdo de este
hombre invisible era lo que motivaba a Pablo a seguir adelante.
Por supuesto, lo que siempre molestaba a todos era aquello
de «tres días en la tumba y luego...» ¡Los griegos se reían a carcaja­
das! ¿Un cadáver saltando encima de la piedra de su propio se­
pulcro? ¿Un cadáver deambulando por la ciudad? ¡Ja, ja! Pero lo
que divertía a los griegos, ofendía a los judíos. ¡Cómo un mero
mortal se atrevía a reclamar el mismo rango del Todopoderoso!
¡Especialmente un rabino bastardo de una región apartada que
manchaba el sábado con sus pretendidas sanidades y sus
enseñanzas contaminantes!1 ¡Fue doblemente tonto al dejarse
crucificar!
Pero Pablo había visto a este rabino. Después del entierro. A
menos de una década después de su muerte. Este rabino se le
apareció a Pablo y a los que lo acompañaban en su camino a Da­
masco, rodeado de una gloria enceguecedora, hablando del ter­
cer cielo, y majestuoso más allá de toda palabra. Sin lugar a du­
das, resucitado de una fría tumba de piedra. Este solo incidente
convenció a Pablo de que en verdad Jesús de Nazaret era el Hijo
de Dios del que hablaban las profecías, que había venido a pade­
cer la muerte por los pecados del mundo para adueñarse nueva­
mente de la vida y dársela generosamente a otros.
Horas más tarde, este mismo Cristo resucitado se le apareció
más delicadamente a un cristiano de Damasco, diciéndole que
buscara y bautizara a Pablo. El mensaje concluyó con un anun­
cio: «Ese hombre es mi instrumento escogido para dar a conocer
mi nombre tanto a las naciones y a sus reyes como al pueblo de
Israel. Yo le mostraré cuánto tendrá que padecer por mi nom­
bre» (Hechos 9:15-16).
Esta declaración demostró ser cierta. Pablo estaba destinado
a difundir la fama de Jesús más que todos los apóstoles juntos.
Sin embargo, en este proceso sufrió intensamente.
¡Cuánto lo admiramos! ¡Cuántas veces lo citamos! Anhela­
mos vivir con tanta nobleza, hablar con tanta osadía, luchar con­
tra nuestros vicios con tanta valentía. Deseamos reflejar su
corazón y su alma, totalmente transformados por el poder que
arrebató a Cristo de la muerte.
Algunos amigos contemporáneos de Pablo anhelaban lo mis­
mo. «Queremos ser como tú, Pablo. ¿Cuál es tu secreto? ¿Có­
mo podemos conocer a Dios en la manera en que tú lo haces?»
El apóstol se los confió en una carta describiéndoles cuál era el
alimento de su notable vida espiritual y qué anhelaba él:

Lo he perdido todo a fin de conocer a Cristo,


experimentar el poder que se manifestó en su
resurrección,
participar en sus sufrimientos
y llegar a ser semejante a él en su muerte.»
(Filipenses 3:10)
«Lo he perdido todo a fin de conocer a Cristo», escribió
Pablo.
Sí, decimos en nuestros mejores momentos; deseamos lo
mismo. La vida es más feliz cuando estamos en buena relación
con nuestro creador.
«Lo he perdido todo a fin de ...experimentar el poder que se
manifestó en su resurrección.»
¡Por supuesto! ¡Que venga! Queremos elevamos por enci­
ma de nuestras circunstancias tal como él se levantó de la muer­
te. Pudiéramos darle una buena cepillada a nuestra alma. Dios
sabe cuánta ayuda necesitamos para vencer nuestros vicios. To­
dos deseamos ser mejores.
«Lo he perdido todo a fin de ...participar en sus
sufrimientos.»
¡Ah, ah, espere un momento! Quizás el apóstol exagere un
poco. En realidad no queremos participar en los sufrimientos, ni
en ios de Cristo ni en los de ningún otro. Sin embargo, pensán­
dolo mejor, reconocemos que los tiempos difíciles en dosis mo­
deradas pueden ser un buen tónico para el alma. Sin lugar a du­
das, el problema del sufrimiento es una parte importante de la
vida cristiana de la cual todos debiéramos saber más. Lo único
que pedimos es que el calor del fuego se mantenga a un nivel
soportable.
«Lo he perdido todo a fin de ...llegar a ser semejante a él en su
muerte.»
¿Qué? ¿Llegar a ser como Cristo en su muerte? Significa
esto: ¿ser como mártires por crucifixión? ¿Como muertos en
vida en la cual «llevamos nuestra cruz» mientras Dios lentamen­
te nos quita todo lo que valoramos? Semejantes a Cristo en su
muerte, ¿quiere decir que debo verme obligado a tener las cosas
que no quiero mientras deseo las cosas que no tengo? ¿Verme
obligada a tragar sufrimientos por un Dios que dice que me
ama? ¡Por favor!
Un momento, me dirá usted. Si el apóstol Pablo es nuestro
prototipo, si Dios nos señala a Pablo para mostramos que pode­
mos hacer lo mismo que él hizo, este Dios (o el Dios que él re­
presenta) ¿acaso tiene una vaga idea del dolor que he soportado?
¿Acaso un esposo lo ha abandonado dejándole una montaña
de cuentas a pagar? ¿Acaso nació con una cicatriz en la cara que
le ha proporcionado burlas y miradas de sus compañeros de jue­
go? ¿Acaso ha gemido y ardido anhelando los simples placeres
sensuales que yo jamás volveré a conocer? ¿Acaso Dios se ha sen­
tado en una celda iraní, con los ojos vendados y aturdido? ¿Se ha
congelado lentamente durante un día de enero hasta morir en
una acera de Nueva York? ¿Ha vivido con los recuerdos de unos
padres abusivos, del incesto o la violación? ¿Ha observado a la
gente a la que ama (a los niños, por el amor de Dios) sacudidos
por el tormento en sus cuerpos y en sus almas? ¡Seamos
realistas!
¿Quién es este Dios al que yo creía conocer?
¿Quién es este Dios que nos pide arrastramos sobre pedazos
de vidrios rotos simplemente por el placer de su compañía?
Sección I

¿Quién es
este Dios?
Dos

Extasis que desborda

Muchísimo antes de que existiera la materia, antes de que el

cosmos tuviera su primer aliento, antes de que el primer ángel


abriera los ojos, cuando no había nada, Dios ya había vivido des­
de siempre. No solo había vivido desde siempre, sino que siem­
pre había estado satisfecho. Y todo lo que Dios era, lo sigue sien­
do, y siempre lo será.
Un pensamiento extraño para nosotros los modernos.
¿Quién dice que Dios está satisfecho? Pero suponiendo que sea
verdad, ¿es una buena noticia? Después de todo, el género
humano camina penosamente en medio del dolor. ¿Se le debe
permitir a Dios que observe todo lo que sucede recostado sobre
una hamaca? La idea de un Creador satisfecho y despreocupado
tal vez nos perturbe, pero no debiera ser así. Porque si Dios fue­
ra a rescatar a todos los que sufren, hubiera sido mejor que él
mismo no sangrara.
En la actualidad son pocas las personas que creen en un Dios
satisfecho, ni siquiera sus presuntos fanáticos. Piense en las aca­
loradas discusiones acerca del Génesis auspiciadas por Bill Mo­
yers en televisión. En su programa, los eruditos bíblicos están
sentados alrededor de la sala discutiendo el libro de Moisés. Fíje­
se en el Dios que descubre la mayoría de ellos. Preocupado, inse­
guro, mezquino, celoso y hasta vengativo. Al comer el fruto,
Adán y Eva lo tomaron desprevenido y ahora tiene grandes pro­
blemas en sus manos. Primero se muerde las uñas, luego está
que trina, reacciona exageradamente, hace rodar cabezas. Proba­
blemente se sentirá mal por lo que hizo en la mañana.
Pero la Biblia lo llama «el Dios bendito» (1 Timoteo 1:11). No
una deidad amenazadora, desesperada por recibir atención sino
«el único y bendito Soberano, Rey de reyes y Señor de señores, el
único inmortal» (1 Timoteo 6:15-16). Una traducción dice lite­
ralmente «el Dios bienaventurado».1 Los antiguos griegos utiliza­
ban esta palabra para describir a los ricos y poderosos (los estratos
más altos de la sociedad) y para referirse a los dioses, quienes po­
dían tener todo lo que deseaban y hacer todo lo que les placía. Je­
sús la utilizó cuando dijo: «Bienaventurados los débiles ... los po­
bres ... los pacificadores.» Quería decir que estas personas eran
afortunadas, que debiéramos envidiarlas, que son los verdadera­
mente felices.
Esta es la palabra que la Biblia escoge para describir a Dios.
Así que, para ser precisos, satisfecho no lo define con suficiente én­
fasis. Dios es realmentefeliz. Repase el gran cuadro de la Biblia y
descubrirá que es inmensamente feliz. No es que simplemente
soporte, sino que desborda felicidad.2
¿Por qué está tan contento? Piénselo. A diferencia de noso­
tros, a él no le falta nada. Sería una de esas personas a las que re­
sulta difícil comprarles un regalo de navidad. Una vez le recor­
dó a algunos adoradores que pensaban que le estaban haciendo
un favor: «No necesito becerros de tu establo ni machos cabríos
de tus apriscos, pues míos son los animales del bosque, y mío
también el ganado de los cerros» (Salmo 50:9-10). No hay maes­
tros, jefes, matones, entrenadores, sargentos, inspectores de im­
puestos o pandilleros con pistolas cargadas que le puedan dar ór­
denes, porque: «Nuestro Dios está en los cielos y puede hacer lo
que le parezca» (Salmo 115:3). No está atrasado en su horario,
ni le faltan energías, no carece de poder, no está esperando la
aprobación del banco ni un permiso de zonificación para reali­
zar sus planes, porque: «No hay quien se oponga a su poder ni
quien le pida cuentas de sus actos» (Daniel 4:35).
Imagínese el placer que debe sentir con respecto a todo lo
que ha hecho. Usted ha visto la satisfacción en el rostro de un
niño cuando pega en el refrigerador su obra de arte echa con
creyones «La casa y el árbol». Sabe lo que uno siente al servir una
comida elogiada, luego de teclear ese documento urgente,
halagar con unas hermosas flores, o finalizar la fusión de dos
compañías. Una y otra vez volvemos a admirar ese caminito de
ladrillos que hicimos, el modelo de buque de vela que orgullosa­
mente navega sobre el librero, o el Ford Mustang modelo 64
que restauramos y que se encuentra en el garaje. Sonreímos de
oreja a oreja luego de gastarle la broma perfecta al tío Pedro. ¿Có­
mo se habrá sentido Robert Frost al sostener la primera copia de
sus colecciones? ¿O cómo se habrá sentido Miguel Angel al con­
templar la última gota de pintura fresca en la cúpula de la Capilla
Sixtina? ¿Qué pasará por la mente de Steven Spielberg durante
el estreno de su última película?
Para Dios esto es pan comido. ¿Qué le habrá pasado por su
mente un minuto después que billones de galaxias comenzaron
a existir? Con su típica exagerada modestia, la Biblia nos dice: «Y
Dios consideró que esto era bueno» (Génesis 1:18). Luego de re­
troceder para tener una vista panorámica, descansó, no para reco­
brar el aliento porque estaba exhausto, sino para disfrutar el
momento.
Eso es satisfacción.
Cualquier trabajo es doblemente gratificante si tenemos a al­
guien cerca que lo vea. Dios también tuvo esto. Le dijo aJob que
mientras se ponían los cimientos de la tierra «todos los ángeles
gritaban de alegría» (Job 38:7). ¡Cómo se sentían postrados ante
esta vista! ¿Es posible captar esta escena celestial? Con todo lo
que Dios había hecho, desde los siglos pasados:

Día y noche el humo del incienso ascendía ante su presencia pro­


veniente de los frascos que sostenían los espíritus inclinados en
reverencia; las arpas de millares de querubines y serafines ha­
cían sonar conmovedoramente su alabanza, y las voces de todas
aquellas huestes celestiales ascendían en elocuente adoración ...
¿Puede imaginar la dulzura de aquella armonía que se vertía per­
petuamente en los oídos de ... Dios?3
¡Cuánto placer y adoración para beber! Pero todavía no he­
mos llegado a lo que cautiva completamente su corazón.
Si usted fuera Dios, ¿adonde iría para sentirse impresiona­
do? Al fin y al cabo, nos creó a todos y a todas las cosas. Sin lugar
a dudas, la creación es maravillosa, pero es menor que usted.
Conversar con cualquiera de sus criaturas, aun la mayor de ellas,
demanda un infinito esfuerzo de empequeñecimiento de su par­
te. ¿Qué pudiera entretener realmente su ilimitada mente?
¿Qué idea le produciría intriga? ¿Cuál compañía le resultaría
atractiva? ¿Qué clase de carácter y de cualidades lo sorprende­
rían? ¿Dónde pudiera encontrar la suficiente belleza y gracia
como para embelesarlo?
Solo existe una respuesta. Nada puede satisfacer a un ser infi­
nito excepto otro ser infinito. Para Dios, la verdadera embria­
guez se produce cuando se mira al espejo.
¿Dónde está ese espejo?
Está en la Trinidad.
Una eternidad antes del cosmos, antes que los ángeles, antes
que el cielo mismo, el Dios único existía en tres personas: Pa­
dre, Hijo y Espíritu Santo. Negar esto significa no ser cristiano.
Pero para desentrañar este misterio, tendríamos que ser uno de
los tres.
Por lo tanto, Dios nunca ha estado solo. Tres en uno, de na­
die más que de sí mismo extrae la vida y el máximo placer. Sostie­
ne su propia existencia e inflama la llama de su vida emocional.
Es su mejor amigo.
El Espíritu es el más callado. Aunque comparte la misma dei­
dad y el mismo prestigio que los otros, eternamente fluye del Pa­
dre y del Hijo. Su tarea es honrar al Hijo haciendo válido en no­
sotros los beneficios de la muerte y la resurrección de Jesús.
Tanto el Padre como el Hijo lo «envían», y a él no le molesta.
Nunca le ha molestado. Los tres han estado eternamente de
acuerdo en esto. La naturaleza misma del Espíritu es señalar al
Hijo. Sabe exactamente cómo piensan el Hijo y el Padre, y arde
de amor hacia ellos, porque los tres juntos son Dios. Por esta ra­
zón el Padre y el Hijo aman al Espíritu.
Pero en la Biblia, el Hijo es quien comanda el centro de la es­
cena. Es Dios, absolutamente divino, a la par del Padre y del
Espíritu en todo sentido. El Padre nunca se cansa de decir con or­
gullo: «Éste es ...mi escogido, en quien me deleito» (Isaías 42:1).
«Éste es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él» (Mateo
3:17).
Los dos están tan cerca que el Hijo está «en el seno del Pa­
dre», es decir, reclinando la cabeza sobre su pecho, como los ami­
gos cercanos lo hacían en el Medio Oriente, reclinados sobre las
alfombras alrededor de una mesa (Juan 1:18). Más aún, Dios ha
tomado el universo y se lo ha entregado al Hijo: «Mi Padre me
ha entregado todas las cosas» (Lucas 10:22).
¿Por qué el Padre lo aprecia tanto? Porque se ve a sí mismo
en el Hijo. Allí su propia perfección se refleja de manera inmacu­
lada. El Hijo es Dios frente al espejo. En él, Dios ve la fuente de
toda inteligencia, de toda grandezay bondad quejamás haya exis­
tido. Nosotros nos miramos al espejo y casi siempre nos desilusio­
namos. Dios se mira al espejo y se siente fascinado. Para decirlo
casi ridiculamente, si el Padre alguna vez tuvo cualquier clase de
«antojo», el Hijo lo ha satisfecho por encima de las expectativas.
La eterna Trinidad se deleita en una danza arremolinada de
amor mutuo. La Trinidad disfruta del placer más allá de toda
comprensión.
¿Esto lo deja pasmado? Debiera hacerlo.
¿Pero qué ayuda recibe el paciente de cáncer al escupir san­
gre cuando tose? ¿O el prisionero en el corredor de la muerte?
¿O John McAllister mientras las hormigas le declaraban la
guerra?
Véalo de esta manera. Se le rompe el auto a más de cien
kilómetros de su casa, en un camino solitario y usted no es mecá­
nico. En el asiento trasero los niños están inquietos y hambrien­
tos. No encuentra la billetera. Camina medio kilómetro hasta la
ciudad más cercana. Mientras va de camino, comienza a sentirse
agripado. Desde una cabina telefónica llama a sus amigos (con
cobro revertido) y nadie le responde. Los talleres de mecánica es­
tán cerrados. Busca a alguien en la calle principal que lo lleve de
vuelta hasta su auto (quizás alguien que pueda echar una mirada
debajo del capó). De seguro querrá encontrar un lugar donde su
familia pueda esperarlo bajo techo hasta que alguien le haga una
transferencia de dinero.
¿A quién se dirigiría? ¿A ese anciano caballero que sale de la
funeraria enjugándose los ojos? ¿A esos adolescentes que se es­
tán gritando al otro lado de la calle? ¿Al hombre de mediana
edad que como un torbellino sale de su casucha dando un porta­
zo y maldiciendo? ¿A la mujer harapienta que calle abajo arras­
tra los pies llevando a un niño con la cara sucia? ¿O a aquellos
dos vecinos que se encuentran en el frente de sus casas contán­
dose chismes y riéndose?
Usted elegiría a estos últimos. ¿Por qué? Porque los otros tie­
nen sus propias preocupaciones; algunos de ellos hasta le po­
drían dar un golpe en la cabeza. Pero los vecinos parecen estar de
buen humor. La gente de buen humor es la que está más dispues­
ta a ayudar a otros.
Pudiéramos decir que Dios está de buen humor. No está de­
primido. No está en la miseria, buscando compañía. No es un
Neandertal cósmico y amargado que tiene el dedo sobre un
arma nuclear. Dios es un gozo desbordándose. De allí proviene su
misericordia. El tanque lleno de amor de! cual disfruta rociar las
paredes del cielo. Él nada en el júbilo y quiere impartimos ese
gozo. ¿Por qué? Como sencillamente dijo: «para que tengan mi
alegría» (Juan 15:11).
Pero Dios no es el criado de nadie. Como solemne monarca
del universo, comparte la felicidad de acuerdo a sus propias con­
diciones. Y esas condiciones piden que suframos; sufrir en algu­
na medida, como lo hizo su Hijo amado mientras estuvo en la
tierra. Tal vez no comprendamos sus razones, pero estaríamos
locos si lucháramos en contra de él.
Dios está en un éxtasis imposible de expresar con palabras.
Vale la pena hacer cualquier cosa por ser su amigo .

Bueno, así que a Dios le gusta ser Dios. Lo está disfrutando.


Pero, ¿se interesa en nosotros? El sol radiante de Hawai no detie­
ne la niebla de Boston. ¿Qué hay del sol radiante del cielo? Los
enamorados sentados en una mesa a la luz de las velas están total­
mente inconscientes de los demás: el café cerró, todos se fueron
a casa y ellos ni siquiera lo notaron. Dios también está enamora­
do. La Trinidad es feliz. Pero nosotros estamos aquí arrastrándo­
nos en la miseria. ¿Cómo podemos saber que hasta piensa en no­
sotros? Conocemos a su Hijo. El «es la imagen del Dios
invisible» (Colosenses 1:15). Es «la fiel imagen de lo que él es»
(Hebreos 1:3). «A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigéni­
to, que es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo
ha dado a conocer» (Juan 1:18). Digo esto con reverencia: sáque-
le una foto a Jesús y habrá captado a Dios.
¿Qué apariencia tenía Dios cuando caminaba en nuestras
sandalias? Era agradable. A la gente le gustaba estar con el niño
que trabajaba con su padre en la carpintería de Nazaret. Un
niño inteligente, sí, pero no echado a perder. Sus padres se da­
ban cuenta de cuán bien escuchaba. «Cada vez más gozaba del fa­
vor de Dios y de toda, la gente» y elogiaban su gracia (Lucas
2:51-52; 4:22).
Al llegar a la edad adulta, nadó en contra de la corriente de un
mundo lleno de egoísmo, como el salmón que va a desovar.
Observe cómo pasó sus días. El primer capítulo de Marcos es un
documento, un día típico en la vida de Jesús. Un sábado por la
mañana se encontraba en la sinagoga en Capernaúm. Allí ali­
mentó a los corazones hambrientos con una clase de pan que na­
die podía comprar. A la mitad de su sermón, un endemoniado
salta en medio de la multitud. «¡Sal fuera!» grita el maestro. Con
odio, el ofendido demonio obedece instantáneamente y el po­
bre hombre queda restaurado. La reunión concluye, y se dirigen
a la modesta casa de Simón y Andrés. Pero la suegra de Simón
está en cama con fiebre, la epidemia asesina de esa época. Jesús
no le habla desde el otro lado de la habitación, va a ella, le toma la
mano y la ayuda a levantarse. Despojada de la fiebre, la mujer les
sirve comida.
El sol se pone. Esto significa que el sábado ha terminado y es
ahora que se permite trabajar: el trabajo de traer a un enfermo
en una camilla a la casa calle abajo. Pero, ¿notaste que hoy a ella
la curó ya sabes quién? Llegan «todos los enfermos y endemonia­
dos, de manera que la población entera se estaba congregando a
la puerta. Jesús sanó a muchos que padecían de diversas enfer­
medades. También expulsó a muchos demonios»
Pero temprano a la mañana siguiente, antes de que nadie pue­
da enterarse, se desliza hacia las sombras de afuera y en el campo
encuentra un lugar tranquilo, lejos de la ciudad. Sus compañe­
ros tienen que buscarlo. Allí está, orando nuevamente. ¿No sa­
bes que todo el mundo te está buscando? Lo sabe. Pero: «Vámo­
nos de aquí a otras aldeas cercanas donde también pueda
predicar; para esto he venido.» Así comienzan los tres años y me­
dio más abnegados que jamás se hayan vivido.
Un leproso se arroja al suelo y le suplica: «Señor, si quieres,
puedes limpiarme.» Rompiendo rodos los protocolos y la repul­
sión natural, Jesús se le acerca y lo toca. «Sí, quiero». A este hom­
bre no lo habían tocado durante un largo tiempo. Desaparece
aquella enfermedad que le llenaba la piel de manchas blancas, y
puede volver a su hogar (Lucas 5:12-13).
Una sombría caravana se abre camino al llegar a las puertas
de Naín. Llevan a un hombre muerto, el hijo único de una ma­
dre viuda. ¿Quién cuidará de ella ahora? Jesús y los discípulos se
aproximan a la ciudad. Cuando los dos grupos se encuentran,
Jesús se detiene. Los ojos se levantan con nerviosismo. Toca, lite­
ralmente, el féretro. Algunos de entre la multitud se adelantan
para protegerlo. ¿Qué derecho tiene este extraño? Pero no cono­
cen su mente ni su poder, porque: «Al verla, el Señor se compa­
deció de ella.» A la mujer le dice: «No llores», y luego se dirige al
una escena, pero él no está nada enojado: «Hija», le dice, «tu fe te
ha sanado. Ve en paz» (Lucas 8:48).
Luego nos encontramos con aquel hombre de los sepulcros,
el que corría desnudo gritando y haciendo que nadie quisiera
asistir a un funeral. Pero Jesús tuvo un encuentro con él y cuan­
do hubo terminado, este hombre estaba vestido y sentado como
un niño de jardín de infantes con las manos entrelazadas sobre
su pupitre. Nadie jamás le rogó a Jesús con tanta vehemencia
que lo llevara consigo.
Criminales condenados, mestizos, un hombre de baja estatu­
ra con demasiado dinero, mujeres a quienes solo se visitaba
cuando oscurecía, estas eran las personas detrás de las que anda­
ba Jesús. Les lavaba los pies y asistía a sus fiestas, pero nunca
daba la impresión de que luego tuviera las manos sucias. A los ni­
ños les gustaba esconderse entre sus ropas y subirse a su regazo.
Guardó la ira para los presumidos, o para los seguidores que tra­
taron de echar fuera a los niños, o para cuando pedían que «caye­
ra fuego del cielo» sobre los que no querían escuchar el mensaje.
Esto no quiere decir que tratara el pecado livianamente. No
hay predicador, entre los barrios bajos, que jamás haya presenta­
do a su congregación la imagen tan vivida de un lago de azufre.
Pero los que estaban arrepentidos de su forma de vivir y hastia­
dos de todo lo que habían hecho, nunca antes se encontraron
con semejante misericordia. Tomemos el incidente de la noche
en que Pedro trató de pasar desapercibido en aquel patio, las ne­
gaciones, el canto del galio. Tres días más tarde, cuando Jesús en­
vió un mensaje a los once diciéndoles que todo estaba bien, se
aseguró que un corazón dolido en particular recibiera el mensa­
je: «Vayan a decirles a los discípulos y a Pedro» (Marcos 16:7).
Más tarde predijo delante de los amigos del pescador que Pedro
algún día se destacaría por morir valientemente por amor a su
maestro.
Sanó la oreja cortada del mismo que lo estaba arrestando. Sal­
vó el alma de aquel pobre desgraciado que colgaba crucificado
junto a él. Interrumpió suavemente las dudas que tenía Tomás
hombre muerto y le dice: «Levántate», y se levanta (Lucas
7:11-15).
Así es como sucede con los mendigos ciegos, las mujeres en­
corvadas, y la gente que se queda sin vino en medio de una boda.
Un bote se desliza sobre el lago de Galilea. Solo el chasquido
del viento contra la vela interrumpe aquella calma. Ultimamen­
te ha habido tanta gente que el Maestro y sus amigos íntimos
casi no han tenido tiempo para comer. Así que escapan para dis­
frutar de un breve retiro. Pero la multitud supone por dónde de­
sembarcarán y corren alrededor del lago para salirle al encuen­
tro. El escape se arruinó, pero: «Cuando Jesús desembarcó ...
tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas sin pastor.
Así que comenzó a enseñarles muchas cosas» (Marcos 6:34).
Al bajar el sol, muchos enfermos vuelven a sentirse bien, mu­
chos compañeros sordos por primera vez escuchan el chisme
del día, y el alma de todos está satisfecha. Pero los estómagos es­
tán vacíos. «Despídelos para que vayan a comprar comida», lo
apremian sus discípulos, pero él dice: «Éste es un lugar apartado,
¿adonde van a ir? ¿Qué comida pueden encontrar ustedes?» La
mamá de un niño le había preparado un almuerzo que el niño
no comió. Jesús mira dentro del canasto, hacen una oración y
cinco mil personas tienen necesidad de estirarse y de frotarse el
abdomen antes de volver a casa.
¿Por quién hacía Jesús todas estas cosas? ¿Por una sociedad
amable? La mayoría de ellos se enojaba y se iba luego de escu­
char una o dos cosas. La gente que verdaderamente lo atraía era
la gente común, algunos pescadores, un recolector de impues­
tos, dos solteronas y su hermano soltero. Jesús se apartaba del ca­
mino a causa de personas que llevaban un pequeño exceso de
equipaje. Allí estaba aquella mujer con el problema del flujo de
sangre (a uno le disgusta siquiera mencionarlo). Él se abría cami­
no entre la multitud para alcanzar a una niña que se moría rápi­
damente, cuando la mujer toca su manto, esperando que nadie
se diera cuenta. Jesús se da vuelta y ella se pone a llorar haciendo
una escena, pero él no está nada enojado: «Hija», le dice, «tu fe te
ha sanado. Ve en paz» (Lucas 8:48).
Luego nos encontramos con aquel hombre de los sepulcros,
el que corría desnudo gritando y haciendo que nadie quisiera
asistir a un funeral. Pero Jesús tuvo un encuentro con él y cuan­
do hubo terminado, este hombre estaba vestido y sentado como
un niño de jardín de infantes con las manos entrelazadas sobre
su pupitre. Nadie jamás le rogó a Jesús con tanta vehemencia
que lo llevara consigo.
Criminales condenados, mestizos, un hombre de baja estatu­
ra con demasiado dinero, mujeres a quienes solo se visitaba
cuando oscurecía, estas eran las personas detrás de las que anda­
ba Jesús. Les lavaba los pies y asistía a sus fiestas, pero nunca
daba la impresión de que luego tuviera las manos sucias. A los ni­
ños les gustaba esconderse entre sus ropas y subirse a su regazo.
Guardó la ira para los presumidos, o para los seguidores que tra­
taron de echar fuera a los niños, o para cuando pedían que «caye­
ra fuego del cielo» sobre los que no querían escuchar el mensaje.
Esto no quiere decir que tratara el pecado livianamente. No
hay predicador, entre los barrios bajos, que jamás haya presenta­
do a su congregación la imagen tan vivida de un lago de azufre.
Pero los que estaban arrepentidos de su forma de vivir y hastia­
dos de todo lo que habían hecho, nunca antes se encontraron
con semejante misericordia Tomemos el incidente de la noche
en que Pedro trató de pasar desapercibido en aquel patio, las ne­
gaciones, el canto del gallo. Tres días más tarde, cuando Jesús en­
vió un mensaje a los once diciéndoles que todo estaba bien, se
aseguró que un corazón dolido en particular recibid a el mensa­
je: «Vayan a decirles a los discípulos y a Pedro» (Marcos 16:7).
Más tarde predijo delante de los amigos del pescador que Pedro
algún día se destacaría por morir valientemente por amor a su
maestro.
Sanó la oreja cortada del mismo que lo estaba arrestando. Sal­
vó el alma de aquel pobre desgraciado que colgaba crucificado
junto a él. Interrumpió suavemente las dudas que tenía Tomás
desde la noche de la resurrección, al entrar en la habitación cuya
puerta estaba cerrada con cerrojo. ¡Cómo lloró ante la tumba de
un amigo y cómo habló amablemente con los más tímidos!
Cumplió en todos los aspectos la antigua y sagrada promesa:
«No acabará de romper la caña quebrada, ni apagará la mecha
que apenas arde» (Isaías 42:3).
«Muy conmovedor de parte de Jesús», decimos, «pero ¿y el
Padre? Para mi gusto tiene demasiado Antiguo Testamento; to­
dos esos relámpagos y truenos en el Monte Sinaí. Está en los cie­
los regocijándose, pero ¿se interesa por nosotros?»
Escuche las palabras reveladoras del Hijo de Dios: «Cierta­
mente les aseguro que el hijo no puede hacer nada por su propia
cuenta, sino solamente lo que ve que su padre hace, porque cual­
quier cosa que hace el padre, la hace también el hijo» (Juan
5:19).
¿Al Padre le importa? El sanador de Galilea jamás levantó
una brizna de hierba sin observar a su Padre hacerlo primero. Je­
sús se conmovió ante la vista de las multitudes perdidas y deso­
rientadas, pero mil años antes se escribió acerca de Jehová: «Tan
compasivo es el SEÑOR con los que le temen como lo es un pa­
dre con sus hijos. El conoce nuestra condición; sabe que somos
de barro» (Salmo 103:13-14).
Sabemos que Jesús, sintió lástima por los huérfanos, pero
Oseas dice del Padre: «En ti el huérfano halla compasión.» Sí, Je­
sús lloró ante la tumba de Lázaro, pero del Padre aprendemos:
«Mucho valor tiene a los ojos del SEÑOR la muerte de sus fie­
les.» Cristo defendió a los pobres, denunció las opresiones de
los ricos y tumbó las mesas de dinero sucio en el templo. Pero si­
glos antes, Jehová lanzó a sus profetas a una cultura que celebra­
ba fiestas mientras maldecía a los pobres: «Sufrimiento para
aquellos que hacen leyes injustas, a quienes aprueban decretos
opresivos, para privar al pobre de sus derechos y privar a los opri­
midos de lajusticia, haciendo de las viudas sus presas y robando
a los huérfanos. ¿Qué harán en el día del juicio, cuando el
desastre venga de lejos?» (Oseas 14:3; Salmo 116:15; Amos
5:7-12,18).
El Cordero de Dios ofreció su mejilla a quienes lo golpeaban
y pidió clemencia para sus asesinos, pero leemos de Jehová: «El
SEÑOR es clemente y compasivo, lento para la ira y grande en
amor. No sostiene para siempre su querella ni guarda rencor
eternamente. No nos trata conforme a nuestros pecados ni nos
paga según nuestras maldades» (Salmo 103:8-10).
Era el Dios de Moisés, el Santo de Israel, el sujeto de las visio­
nes de Ezequiel y del Apocalipsis de Daniel, quien le prohibió a
Israel que maldijera al sordo o pusiera traba al ciego. Se apiadó
de Agar que lloraba en el desierto, con su cantimplora de agua va­
cía, sentada a cierta distancia de su bebé porque dijo: «No quiero
verlo morir». Le prometió un hijo a Ana que lloraba tan amarga­
mente que parecía ebria ante la desilusión que le causaban sus
brazos y su útero vacío. Le dice a todos los que tengan un cora­
zón capaz de creer: «El SEÑOR anhela ser clemente con ustedes;
se levanta para mostrarles compasión» (Levítico 19:14; Génesis
21:15-17; 1 Samuel 1; Isaías 30:18).
Pero también dice: «Porque a ustedes se les ha concedido no
sólo creer en Cristo, sino también sufrir por éi» (Filipenses
1:29).
El llamamiento a sufrir proviene de un Dios tierno más allá
de toda descripción. Si no nos aferramos a esto en los peores mo­
mentos de la vida, interpretaremos todo mal y llegaremos a
odiarlo.
Pero ahora pasemos a algo aun más profundo acerca de él.
El Dios sufriente

Cinco siglos antes de Cristo, Jerjes, rey de Persia, organizó el


ejército de tierra y mar más grande que jamás se haya visto y cru­
zó los Dardanelos y entró en Europa. Su objetivo era golpear a
Grecia por el papel que había tenido en una rebelión en contra
de su padre, Darío el grande. Durante la campaña, ningún sufri­
miento era demasiado extremo como para pedírselo a sus hom­
bres, aunque su propia seguridad y comodidad eran de primor­
dial importancia.
Cinco siglos más tarde, el Hijo de Dios, Rey de reyes, por su
propia voluntad cruzó el abismo entre la divinidad y la humani­
dad y caminó sobre la tierra. Su meta era soportar los golpes que
merecían las criaturas por haberse rebelado contra su Padre,
Jehová. Hasta el día de hoy él requiere sufrimiento de todos sus
seguidores, algunas veces intenso, pero solo por su bien, y nun­
ca se podrá igualar al sufrimiento que él tuvo que soportar. Con­
sidere el contraste.
Cerca del comienzo de la marcha de Jerjes, Pitio de Lidia,
que según los rumores era el segundo hombre más rico de la tie­
rra, entretenía profusamente al rey y a su ejército. Luego hizo
una oferta pasmosa: cubrir todos ios gastos de la guerra de Jer­
jes. Como lo tomó de sorpresa, el rey se lo agradeció profunda­
mente pero se negó. Poco después, el hombre rico de Lidia bus­
có nuevamente a Jerjes para pedirle un pequeño favor. Sus cinco
hijos estaban sirviendo en la campaña contra Grecia, y él estaba
envejeciendo, ¿sería posible que solamente su hijo mayor se
quedara en casa para cuidar del padre? El historiador Herodoto
nos cuenta la reacción del rey:
Inmediatamente Jerjes dio órdenes para que los hombres que es­
taban a cargo de estas tareas encontraran al hijo mayor de Pitio,
lo partieran por la mitad y pusieran una mitad a cada lado del ca­
mino, para que el ejército marchara por el medio. La orden se
cumplió.
Y entonces, comenzó el avance del ejército por el medio de
las mitades del cuerpo del joven.1

Esto era típico del rey persa, una pequeña falla técnica en su
agenda, una decisión que tomaba antes de sentarse a comer.
Todo en un día de trabajo. Sin embargo, alardeaba que su expedi­
ción era «para el bien de todos sus súbditos».
Ahora consideremos al Hijo de Dios. Su reino de amor se
describe en los cuatro evangelios. Sin embargo, las escenas co­
brarán un significado mayor si no saltamos por sus páginas con
demasiada rapidez para llegar allí. No irrumpamos en la habita­
ción en la cual se encuentra sentado con sus discípulos. Prime­
ro, démosle una mirada a su reino a través del ojo de la cerradu­
ra. Retrocedamos veinte siglos o más antes de que Jesús viniera
y veamos qué llevó a Dios a convertirse en hombre, veamos las
cosas que anunciaron su llegada, cosas que nos dan pistas acerca
del tono de su gobierno. De todos los lugares, comencemos en
Génesis. En Génesis 15, Dios se le aparece a Abraham.2 Le pro­
mete un hijo y una descendencia que sobrepasa el número de es­
trellas que Abraham puede ver. Pero la barba del nómada ya no
es tan oscura como antes y la comadrona nunca lo mandó fuera
de la tienda ni le dijo que pusiera a hervir un poco de agua. Dios
también le promete un país, el mismo en el que hablan. Pero
otros ya viven allí. ¿Cómo puede estar seguro el viejo pastor?
«El SEÑOR le respondió: «Tríeme una ternera, una cabra y
un camero, todos ellos de tres años, y también una tórtola y un
pichón de paloma.» Abram llevó todos estos animales, los partió
por la mitad, y puso una mitad frente a la otra» (Génesis 15:9).
El sol se está ocultando. Abram se queda medio dormido sin­
tiéndose incómodo. Una negrura más espesa que la noche se
cierne sobre él, también un profundo temor. Es Dios que se acer­
ca. Esta vez el Señor repite la promesa con palabras más solem­
nes que las anteriores. Sin embargo, no son más que palabras.
¡Pero miren! Aparece una hornilla, como las vasijas de barro
para hornear el pan adonde arden los carbones y se presiona la
masa del lado de afuera. Una antorcha ardiente se eleva del inte­
rior de la hornilla. Abram se estremece: siente que Dios está den­
tro de la hornilla y la antorcha. El Señor está a punto de hacer un
pacto. Ya que le prometió algo a Abram, ahora lo ligará a esa pro­
mesa con cadenas que no se podrán cortar. La hornilla y la antor­
cha se elevan por sí mismas y se mueven hacia las carnes. Abram
no puede creer lo que ve. El Temible, tan grande que ni siquiera
le ha dicho jamás su nombre, pasa en medio de los pedazos san­
grientos. Habla con sus acciones. «Si no guardo mi palabra que
te he dado a ti y a tus descendientes», dice, «me haré a mí mismo
como estos animales. Me cortaré por la mitad.» «¿Qué?», hubie­
ra dicho Jeijes.
Pero no hubo necesidad de ninguna clase de cortes. El Señor
guardó su palabra. Abraham tuvo un hijo, que a su vez tuvo un
hijo, que tuvo muchos hijos, cada uno de los cuales se casó con
bonitas jóvenes judías, y así, pronto nació Israel. Dios condujo a
esta nación desde su nacimiento «como el padre conduce a su
hijo». Cuando Egipto los esclavizó «escuchó sus gemidos» y «se
preocupó por ellos». Los amó y grabó sus nombres en la palma
de su mano. Les dio el país que le había prometido a Abraham.
Cuando se metían en problemas, Dios acudía al rescate porque
tenía «su deleite» en ellos y «no podía soportar más la miseria de
Israel». Hizo que «todos los que los tenían cautivos sintieran lás­
tima de ellos». Eran su «oveja», su «esposa», su «herencia», «la
niña de sus ojos», «el pueblo cercano a su corazón». Juró que las
madres se olvidarían del bebé que mama antes que él se olvidara
de ellos.3
Pero ellos se olvidaron de él. Aunque los había adoptado para
siempre en el Monte Sinaí. Aunque había escrito su pacto fami­
liar en tablas de piedra. Les temblaban las rodillas al permanecer
de pie mientras la montaña echaba fuego, jurando de mil mane­
ras que acatarían sus deseos. Al igual que una novia en el altar
que casi no puede esperar a dar el «sí», las palabras no les salían lo
suficientemente rápido de la boca: «Haremos todo lo que el SE­
ÑOR ha dicho, y le obedeceremos» (Exodo 24:7).
Pero mintieron. La nación que había recibido sosiego en Ca­
naán tuvo desasosiego. Comenzaron a sentir que Jehová y sus
mandamientos les quedaban como una camisa de varias tallas
más chica. Israel comenzó a murmurar: los países normales te­
nían dioses menos exigentes, dioses visibles que se podían ver y
saber que estaban allí y a los que se les podía dar la forma que
uno quisiera. Sus servicios de adoración terminaban con un pos­
tre, un placer que iba ligado a la oración, comunión que podían
gozar los hermanos y hermanas con aquellos amorosos sacerdo­
tes y sacerdotisas que atendían tan bien las necesidades espiritua­
les y libidinosas de sus adoradores.
En poco tiempo, la mano de la nación se había atascado en la
lata de galieticas. Un pecado llevó al otro, y pronto no había man­
damiento que no hubieran quebrantado. Pasaban a sus hijos por
el fuego en el altar de aquel espeluznante dios Moloc. Se hundie­
ron más que los degenerados que habían infectado Canaán an­
tes que ellos. Se volvieron creativos con el pecado. ¿Por qué no
orinar sobre las tablas de Moisés?
«Por amor a su pueblo y al lugar donde habita, el SEÑOR,
Dios de sus antepasados, con frecuencia les enviaba adverten­
cias por medio de sus mensajeros. Pero ellos se burlaban de los
mensajeros de Dios, tenían en poco sus palabras, y se mofaban
de sus profetas» (2 Crónicas 36:15-15).
La única raza preparada para hacer brillar ¡a verdad en el
mundo eclipsó el mismo sol con su ejemplo perverso. ¿Quién
era ahora el que merecía ser cortado en dos?
Pero no era solo Israel. Cada nación de la tierra sofocó la
pequeña luz que tenía, países donde la lluvia de Dios había suavi­
zado los campos y donde su sol había madurado las uvas.
La bondad de Dios fracasó; fracasó en avivar toda chispa de
justicia humana; no quedaba nada que avivar. Tanto judíos
como gentiles le provocaban náuseas a su hacedor, haciendo
que escribiera: «No hay un solojusto, ni siquiera uno; no hay na­
die que entienda, nadie que busque a Dios ...Todos se han desca­
rriado, a una se han corrompido» (Romanos 3:10-12, citando
Salmos 14:1-3; 53:1; Eclesiastés 7:20).
Dios meditó con tristeza. Su ira comenzó a despertarse. ¿De
esta manera retribuían su bondad? Tenía que haber un ajuste de
cuentas. Permitió que una a una las naciones fueran cayendo en
la guerra. A su tiempo, cada una fue conquistada y tuvo que exi­
larse: Egipto, Moab, Fenicia, Edom y los gigantes del este: Asi­
ria, Babilonia y Persia. Mientras tanto, se pateaban entre ellas a
Israel como si fuera una piedra en un camino de tierra. No dio
resultado. Nadie se arrepintió verdaderamente. Cada nación
maldecía su suerte y a cualquier dios que la hubiera inventado.
La guerra, el exilio, un infierno en la tierra, y luego de la muerte,
el infierno eterno; de esta manera la justicia de Dios quedaba sa­
tisfecha, pero nada más. Para la gente esto tenía el mismo efecto
que la cárcel para un criminal: cae el martillo, se lee la sentencia
y el prisionero va a tomar clases gratuitas a una Escuela del Mal
cercada por alambrados. Allí, en la húmeda oscuridad, el hongo
maligno que se encuentra en su corazón crece al estar en contac­
to con otras almas infectadas.
Para Dios, esto no era lo suficientemente bueno. Había crea­
do a los seres humanos para que reflejaran su imagen, no para
que fueran miniaturas de Lucifer. Se necesitaba algo que termi­
nara con esta putrefacción y que salvara a este patético género.
Una medicina más potente que cualquiera de las conocidas.
Algún método, alguna cirugía que pudiera dar vida.
El rey se convirtió en el Gran Médico. Reuniendo su inson­
dable sabiduría con su compasión, concibió una cirugía. ¿Cómo
salvar a los pacientes sin minimizar su culpa? (Deliberadamente
esparcieron entre ellos la enfermedad mortal.) ¿Cómo curarlos
sin permitir que jamás se olvidara el horror de la enfermedad?
¿Cómo mezclar misericordia con justicia? ¿Cómo cortar el cán­
cer de sus almas sin dejar cicatrices?
El se preparó para el procedimiento sin ponerse guantes ni
bata quirúrgica, sino vistiéndose de un cuerpo mortal. ¿Le que­
daría un poco pequeño? Se acostó en la mesa de cirugía.
Y fue su mano lo que se extendió para alcanzar una sierra.

Su último bienestar verdadero fue el momento final antes de


salir del vientre de su madre. Luego, lo recibió un pesebre presta­
do, y la historia de su sufrimiento comenzó. «Por tanto, ya que
ellos son de carne y hueso, él también compartió esa naturaleza
humana» (Hebreos 2:14).
¿Sentiría el nerviosismo en la leche de su madre la noche en
que huían apresuradamente de quienes querían asesinarlo?
¿Qué habrá sentido cuando crecióy se enteró de cuánto le había
costado su presencia a los bebés varones de Belén? ¿Cuántos
años tendría cuando se enteró de lo que la gente pensaba acerca
de la moral de su madre? Este pequeño, junto a su familia, ¿se
sentiría como un refugiado en Egipto?
Nazaret se convirtió en su hogar cuando el peligro hubo pasa­
do, una ciudad fronteriza poco segura, con un suelo cretáceo
que miraba a las grandes rutas del Valle de Esdraelón, pero que
nunca formó pane de él. En esta ciudad no sucedía nada impor­
tante. Nunca se menciona entre los cientos de ciudades que se
encuentran en las listas del Antiguo Testamento. «¡De Nazaret!
¿Acaso de allí puede salir algo bueno?» (Juan 1:46).
Mientras empuñaba el mazo y manejaba la azuela en el taller
de su padre, se acostumbró a ver a los soldados que pasaban al
lado de la ventana. Sus cascos emplumados y sus insignias paga­
nas le recordaban diariamente que su país estaba en manos de ex­
tranjeros. En otros tiempos, él mismo pudiera haber goberna­
do, porque tenía sangre real, o al menos eso decía su genealogía.
Nunca hemos leído que cuando era joven atrajera las mira­
das de admiración de las jóvenes del vecindario. No existe nin­
guna historia de noviazgo o de romance y nunca estuvo por ca­
sarse. «No había en él belleza ni majestad alguna; su aspecto no
era atractivo y nada en su apariencia lo hacía deseable» (Isaías
53:2). En cambio, se le conocía por sus caminatas solitarias en
las montañas. Cuando llegó a los treinta años, aquellas largas ca­
minatas habían logrado su cometido. Supo que había llegado el
momento de salir al público.
Un personaje curioso que vestía pieles de camello comenzó
a atraer a las multitudes en un remoto lugar cerca del río Jordán.
Era un sujeto muy fogoso que predicaba sermones acerca de
Uno que habría de venir; la gente debía prepararse. Este tosco
predicador nunca se había encontrado con Jesús (probablemen­
te ni siquiera sabía su nombre)4, pero su único propósito en la
vida era preparar a todos para ese Alguien que estaba a la vuelta
de la esquina.
Jesús le dio la vuelta a la esquina. Se dirigió al Jordán y perma­
neció de pie detrás de una hilera de cientos de personas que re­
cordaban cosas que él jamás siquiera habíapensado. Uno a uno se
inclinaba ante el agua purificadora del bautizador, pero cuando
Jesús se acercó, el hombre se detuvo bruscamente. Sus ojos lo es­
cudriñaron. Ciertamente no había necesidad de hacerlo. La gen­
te hubiera podido malinterpretarlo, pero Jesús dijo: «nos convie­
ne cumplir con lo que es justo», y se inclinó hacia delante
(Mateo 3:15).
Luego el Espíritu lo llevó al desierto en donde conoció el
hambre en diversas facetas. Durante cuarenta días y noches ca­
minó por las quebradas y escuchó a los animales salvajes (un día
per cada año en el cual su gente fracasó en ¡a prueba vagando pe­
caminosamente por otro desierto). Aquí no había maná, pero
con solo dar una orden al final habría, recién salido del horno,
un pan humeante con mantequilla derretida. Una presencia le
sugirió: «¿Puedes sentir el olor en tu mente? Pero, ¿qué son esos
ruidos? Ah, deben ser las quejas de tu estómago. Tu rostro está
pálido y tus rodillas deben estar muy débiles.» (La atractiva tenta­
ción le sonreía y lo incitaba.) Pero no, el Pan de Vida no debía ac­
ceder en ese día, no de esa manera. Entonces, ¿qué tal un vuelo
desde la parte más alta del templo? Ah, nuevamente la visión de
la gente allá abajo. ¡Cómo se maravillarían ante el espectáculo de
un salto desde el pináculo, con serafines que adorándolo vinie­
ran sosteniéndolo en el aire, probando su identidad más allá de
cualquier duda! ¿Recordaba la atención y la estima con que lo ba­
ñaron en aquel mundo anterior tan lejano en tiempo y espacio?
No, tenía que refrenarse; este no era el momento. Muy bien,
pero entonces, con seguridad disfrutaría de un viaje alrededor
del planeta y de sus reinos desde la perspectiva de... digamos los
Alpes del sur, o tal vez los Himalayas. ¡Ah! el esplendor de la
India, las cortes de China, la intriga de Persia, Escitia, la Galia,
las lejanas costas de Gran Bretaña. Millones de súbditos futuros.
Lo único que necesitaba era doblar la rodilla, una genuflexión
moderada pero respetuosa, nada más. Dio vuelta la cabeza. No,
no... no debía hacerlo. No podía hacerlo. Y no lo hizo.
Entonces el tentador se desvaneció. Volvería a visitarlo en el
momento apropiado. Tenía en mente la ocasión perfecta.
Así fue como comenzó el Rescate, la campaña más inespera­
da e inimaginable que hubiera lanzado un rey. Muy diferente a
lo de Jerjes. Porque desde que hubo soberanos reinando en la tie­
rra, a los ciudadanos se les ha pedido que se sacrifiquen por su
rey y por su país, que sacrifiquen sus tierras, su dinero, sus hijos;
pero este rey salió de los festejos de su palacio, abandonó la aco­
gedora chimenea y la mesa servida, renunció a sus lujos y tierras
y se preparó para morir por sus ciudadanos.
Al principio a la gente le pareció encantador, de la misma ma­
nera en que se le da la bienvenida a la primera nieve de invierno
antes de que se convierta en un inconveniente y permanezca
por demasiado tiempo. Se amontonaron con tanto entusiasmo
que pronto se tomó engorroso acercarse. «Asegúrense de que na­
die se entere de esto», les advirtió con firmeza a dos hombres
que habían estado ciegos hasta hacía unos minutos. «Pero ellos
salieron para divulgar por toda aquella región la noticia acerca
de Jesús» (Mateo 9:30-31). «Mira, no se lo digas a nadie», le orde­
nó a un leproso que tenía la piel como la de un bebé. «Pero él sa­
lió y comenzó a hablar sin reserva, divulgando lo sucedido.»
Como resultado, Jesús ya no podía entrar en ningún pueblo
abiertamente, sino que se quedaba afuera, en lugares solitarios.
Aun así, gente de todas partes seguía acudiendo a él» (Marcos
1:45).
Venían en tropel desde las tierras altas de Galilea y desde los
rincones y grietas de Judea para disfrutar de los servicios médi­
cos gratuitos, para comer comidas espectaculares y mirar cómo
se burlaba de los fariseos. «¡Este hombre sí que deja fuera de
combate a los santurrones!», comentaba la gente. Parecía que los
pobres partidarios de la elite del templo se turnaban para estar to­
dos los días entre la multitud lanzando preguntas a gritos, tratan­
do de hacerlo caer en la trampa. Pero siempre regresaban con la
cara llena de huevos.
Algunas veces, venían los de la alta alcurnia religiosa, con fría
cordialidad, armados con citas y referencias cruzadas, pero ellos
también fracasaban y se quemaban, y se alejaban con un tono de
rojo brillando en sus caras que nunca antes nadie había visto.
Al volver a la mansión del sumo sacerdote, se reunían y te­
nían discusiones sofocadas. ¿Qué harían con este galileo que los
ponía en ridículo? Una y otra vez volvían a una sugerencia extre­
ma. El público se hubiera horrorizado si lo hubiera sabido, pero
Jesús lo sabía, y este conocimiento lo acompañaba a todas partes.
La primera tragedia del Rescate tuvo lugar en uno de los cala­
bozos del Rey Herodes. Nadie pudo preverlo, ni la corte, ni He-
rodes. Pero durante una fiesta de etiqueta en el palacio, la hijas­
tra de Herodes entró en escena y con placer comenzó a seguir el
ritmo de la música. El cuerpo de la muchacha parecía líquido
atrapando al rey por los ojos. De repente, se encontró alardean­
do delante de sus invitados por las virtudes de la joven, utilizan­
do palabras efusivas como hacen los hombres cuando no permi­
ten que el cerebro los gobierne. «¿Y hay algo que pueda hacer
por ti?» Los ojos de la muchacha lo miran interrogativamente.
«En serio», le dice «cualquier cosa». Un gesto casi salvaje cruza el
rostro de la joven. Es el momento de anotarse algunos puntos
para congraciarse con su madre, quien odia a cierto predicador.
«Sí», dijo la muchacha sacudiendo sus cabellos. «Hay algo.»
Antes que la noche terminara la cabeza del bautizador se presen­
taba en la fiesta sobre un plato. El precursor se había ido; ahora
todo el peso de la atención pública recaía sobre su Señor.
Mientras tanto, Jesús predicaba: (Arrepiéntanse, porque el
reino de los cielos está cerca.»
«Arrepiéntanse» tenía un tono singular. Traía a la memoria a
Amos, a Isaías y a otros héroes nacionales del pasado. Muchos
de los que escuchaban pensaron: ((Conozco a algunos que debie­
ran tomar esto muy en serio.» Pero algunas veces, el Predicador
seguía adelante mostrándoles que ellos mismos (que eran bue­
nos, que pagaban sus impuestos y que leían la Torá) también ne­
cesitaban arrepentirse, perdiendo de esta manera el blanco con
su ingenio y lastimando a los inocentes espectadores.
Su ciudad fue la primera en perder la confianza en él. A ve­
ces, los que mejor pueden evaluar a una persona son los que la
conocen desde joven, antes de llegar a la fama, fama que suele
irse a ia cabeza, los que se sienten autorizados a juzgarlo. «¿De
dónde sacó éste tales cosas? —Decían maravillados muchos de
los que le oían—...¿No es acaso el carpintero, el hijo de María y
hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están sus
hermanas aquí con nosotros? Y se escandalizaban a causa de él»
(Marcos 6:2-3).
Sus hermanos estaban incluidos entre quienes levantaban la
ceja. Una vez, cuando entró en la habitación, todos rápidamente
se pusieron serios; suprimiendo las sonrisas se guiñaron el ojo
los unes a los otros y le recomendaron encarecidamente que fue­
ra a un lugar más público para que el mundo conociera su impor­
tante mensaje. Semejante escepticismo hizo que Jesús sanara a
menos personas allí que en ninguna otra parte, confirmando na­
turalmente las dudas de sus vecinos, y entonces comenzaron los
chismes. No cabe duda de que aun sin existir esta actitud en Na­
zaret, la opinión pública había comenzado a dividirse. «Entre la
multitud corrían muchos rumores acerca de él. Unos decían:
Es una buena persona.” Otros alegaban: “No, lo que pasa es
que engaña a la gente”» (Juan 7:12).
En realidad, su bondad asustaba a la gente. En una ciudad le
pidieron que se fuera, justo después que acabara de sanar al sicó­
tico más notorio del lugar. Algunos a quienes ayudó grandemen­
te, ni siquiera se dieron vuelta para agradecérselo. Era común es­
cuchar a la gente preguntándose en voz alta por qué Jesús asistía
a las fiestas mientras que Juan el Bautista se había sustentado
solo con miel silvestre y langostas fritas. Sus admiradores ricos y
con buenas conexiones se encontraban en una disyuntiva: lo
amaban, pero cualquiera que lo siguiera podía estar seguro de
que lo expulsarían de la sinagoga, y «preferían recibir honores
de los hombres más que de parte de Dios» (Juan 12:42-43). Algu­
nos incidentes desagradables aumentaron sus temores, momen­
tos en los que el mensaje de sus sermones encendía a la audien­
cia de tal manera que la congregación comenzaba a tomar
grandes piedras. Pero Jesús nunca retrocedió. Se mantenía en el
surco que estaba arando.
Debido a que su trabajo implicaba viajes constantes, cami­
nando trabajosamente por los caminos serpenteantes que unían
las ciudades, y tratando de evadir a los que buscaban autógrafos,
tuvo, a menudo, que dormir en lugares extraños como un bote
o un bosquecillo de olivares. Mientras viajaba (predicando, de­
batiendo, sanando y escuchando) el universo entero descansaba
a cada instante en su divinidad. El oso marrón de Norteamérica
seguía el reloj puesto por su Creador para comenzar la hiberna­
ción. La golondrina del ártico esperaba la señal para dejar su lu­
gar de nacimiento a ocho grados de latitud sur del Polo Norte e
irse a pasar el invierno en el antártico. Una araña de agua escu­
chaba los ecos de él en su cerebro que le decían cómo atrapar
burbujas de aire para encapsular sus huevos en seda en el fondo
de la laguna. Sin embargo, el maestro, Dios hecho hombre,
muchas veces no tenía un refugio. «Las zonas tienen madrigue­
ras y las aves tienen nidos,... pero el Hijo del hombre no tiene
dónde recostar la cabeza» (Mateo 8:20). ¿No tiene dónde recos­
tar la cabeza? El Concilio Supremo judío había llegado a un
acuerdo definitivo con respecto a dónde debiera descansar la ca­
beza de este hombre. Para ellos, ya no era cuestión de si debían
hacerlo, sino de cuándo debían hacerlo. Nadie podía negar que
este personaje realizaba milagros, pero su poder claramente pro­
venía del lado oscuro. ¿Cómo era posible que alguien que tuvie­
ra un respeto decente por el consejo de Moisés hiciera que un
mendigo agitara su estera en el día sábado? ¿Qué lo poseía para
hacer que comiera del mismo plato que los indeseables? Si fuera
cualquier clase de profeta, sabría que clase de sabandijas eran los
que siempre lo rodeaban. ¿Quién se creía que era? Ah, sí, su «Pa­
dre» lo había enviado. ¡Ajá! No sería capaz de reconocer al Santo
aunque lo estuviera viendo. ¿Por qué debemos permitir que
este genio retorcido trastorne a la población? ¿Por qué habría­
mos de poner en peligro nuestra frágil relación con el goberna­
dor romano? Si no tenemos cuidado, este que se ha nombrado a
sí mismo como el que va a arreglar el mundo hará que termine­
mos lavándonos ios dientes con las puntas de las lanzas italianas.
Después de todo... la presencia romana no era algo del todo
malo. Es verdad, los gentiles tenían la palabra final en cuanto a
los casos de la pena capital, pero si podían convencer a las autori­
dades para que actuaran, las últimas horas de este revoltoso a ma­
nos de la justicia romana podían ser satisfactoriamente desagra­
dables. Tan desagradables como una buena apedreada y sin
duda, con una duración más prolongada. ¿Cuál sería la mejor
manera de lograrlo?

A la luz centelleante de las lámparas de aceite levantó la vista


de la cena y estudió los rostros que estaban en la habitación.
Doce expresiones familiares. Eran sus amigos, todos menos
uuw. ¡Los kilómetros que habían caminado juntos! Sin
embargo, ¿cómo sería posible que aquella noche desentrañaran
sus pensamientos? ¿Acaso el hijo puede alguna vez comprender
cabalmente a su padre? Salomón tenía razón: «Cada corazón co­
noce sus propias amarguras.» Estos eran aquellos para quienes
había venido, nativos de este triste planeta que nunca habían pro­
bado los deleites que él había conocido en aquel otro lugar, tan
lentos para aprender, tan lerdos en los asuntos más urgentes,
siempre discutiendo quién merecería los mayores honores en
un mundo venidero que ni siquiera podían imaginar. Pero él los
amaba.
Muy deliberadamente rompió el pan, guardando la compos­
tura mientras miraba las migajas que caían. El vino bajó por su
garganta mientras que el verdadero vino comenzaba a correr
frío por sus venas. La divinidad en un cuerpo humano comió y
bebió con sus amigos. Sintió esa presencia familiar con la que se
había encontrado en el desierto; se acercaba la hora. Judas se le­
vantó para partir; sus ojos se encontraron. Hazlo rápido. La pre­
sencia que había esperado afuera en la oscuridad ahora se desliza­
ba invisiblemente en la misma esencia de Judas. Durante las
pocas horas que siguieron, el mal más refinado del universo ac­
tuaría personalmente a través del cuerpo de un discípulo de
Jesús.
Con calma, el Maestro les habló esta última vez, cantaron un
salmo y entonces llegó el momento de partir. Se deslizaron ha­
cia la oscuridad de afuera, atravesaron la puerta de la ciudad, baja­
ron las escarpadas quebradas y subieron a un monte de olivares.
Once ovejas y un pastor en la noche. ¿Qué sería de estos amigos,
el único apoyo terrenal que tenía en esta hora? Satanás ya tenía al
número doce, al ausente, asido de la garganta. Pronto estaría col­
gando de la rama de un árbol, jadeando y pálido, y se vería mu­
cho peor cuando se le detuviera la respiración. Uno de los once
pronto correría aterrorizado hacia las sombras, completamente
desnudo por el apuro, rasguñándose los pies, con el alma san­
grando. Todos ellos le volverían la espalda, casi orinándose de
miedo, encogiéndose en los rincones. El ruidoso y amigable pes­
cador, estaba siendo burlado invisiblemente, incluso ahora que
se estaba preparando para una paliza especial. Desorientado, aca­
baba de jactarse de las nobles acciones que seguramente lo eleva­
rían. Pero antes que llegara la mañana, le había cortado la oreja a
un hombre (con intensiones peores), le había dicho cosas imbo­
rrables a una sirvienta cerca de una fogata, había temblado al es­
cuchar el canto del gallo y había considerado, en medio de los so­
llozos, la posibilidad de encontrar un árbol para seguir el
ejemplo de Judas. El cumplimiento de la profecía estaba a las
puertas: «Hiere al pastor para que se dispersen las ovejas» (Zaca­
rías 13:7).
Llegaron al monte de los olivos. ¿A sus tres amigos más ínti­
mos les importaría acercarse un poquito para orar a unos pasos
de los demás? Tres de los escritores de los evangelios contarían
más tarde el presentimiento que tuvo Jesús justo en ese momen­
to, la advertencia que les hizo a sus discípulos para que oraran pi­
diendo fortaleza interior para resistir la tentación, que oraran
por su propio bien. Pero Mateo escuchó una frase (que más tar­
de escribió) que ninguno de los otros hizo. «Es tal la angustia
que me invade, que me siento morir», les dijo el pastor. «Qué­
dense aquí y manténganse despiertos conmigo» (Mateo 26:38) ,5
Manténganse despiertos «conmigo».
Por única vez en su vida el pastor les estaba pidiendo algo.
Aquella noche necesitaba el consuelo humano. Pero alguien bostezó
tumbando ¡a primera ficha de dominó y en un momento las ora­
ciones de todos se degeneraron en sueños.
Ahora, el Hijo de Dios se echó sobre la tierra de aquel huerto
de olivares y con angustia derramó su alma ante la perspectiva
que tenía por delante. Once hombres que más tarde cambiarían
la historia del mundo, algunos de ellos acostumbrados a trabajar
toda la noche en sus botes de pesca, no pudieron permanecer
despiertos para compartir esta escena. Sin embargo, a pocos me­
tros de allí se decidían, en medio de una lucha, sus destinos eter­
nos. Excepto por la carga que llevaban aquellos hombres que
soportaban el peso del mundo, no se podía ver ninguna otra
cosa en aquel paraje en sombras en el cual gemía el Hijo de
Dios. Pero aquella noche las gradas del cielo estaban colmadas y
el infierno estiró el cuello para ver cómo terminaría el espectácu­
lo en aquel solitario lugar. El Padre miró hacia abajo y asintió gra­
vemente con la cabeza. El hijo clavó la mirada en el suelo y se in­
clinó en señal de aceptación. Desde la ciudad, una hilera de
hombres y de antorchas avanzaba serpenteando en la oscuridad
hacia el jardín. Dios hecho carne los vio avanzar a través de las lá­
grimas que empañaban la mirada de sus ojos que se negaban a
parpadear.
«Es tiempo de levantarse», le dijo con calma a los once.
Las antorchas llegaron. El rebaño huyó. El pastor se paró. El
huracán arreció.
¿Quién pudiera describir el torbellino de las horas siguien­
tes? ¿Era posible decir tantas mentiras en un solo juicio? ¿Era po­
sible derramar tanto pecado en un tribunal? Aquellos que se aho­
gaban y a quienes él había venido a salvar, pedían a gritos que lo
arrojaran fuera del bote salvavidas. Dios había reclamado ser
Dios, ¡qué otra cosa podía ser peor! Había guardado su promesa
de enviar a un Mesías, ¡qué absurdo' En las primeras horas de la
mañana Sodoma y Gomorra parecían vírgenes al lado de Jerusa­
lén. Más tarde, a la luz brillante del día, con el marco de una mul­
titud opresiva que gritaba locuras, Pilato se quitó de encima si­
glos de justicia romana en aquel recipiente de agua. Ahora,
lanzaron al Salvador a hombres muy diferentes a los once. El ros­
tro que Moisés había rogado ver sin obtener el permiso para ha­
cerlo, recibía golpes hasta sangrar (Exodo 33:19-20). Las espinas
que Dios había enriado como una maldición a causa de la rebe­
lión de la tierra, ahora se enroscaban alrededor de su frente. Su
espalda, sus nalgas y sus piernas sintieron el rigor del látigo y
pronto parecían los campos arados de Judea que se encontraban
a las afueras de la ciudad. «¡Tapémosle los ojos!» grita alguien.
«Eso es; ahora háganlo dar vueltas. ¿Quién te golpeó? Ja, ja.»
Cuando terminan de escupirlo tiene más saliva por afuera de su
cuerpo que en su interior. Ya no se le puede reconocer. «Dejé­
moslo que se doble bajo el peso de la cruz mientras la acarrea has­
ta el lugar de la diversión.» Así sube hacia el monte de la Calave­
ra adonde le dan la bienvenida otros legionarios mal pagados
que se divierten de esta manera.
«¡Sobre tu espalda!» Alguien levanta la maza para hundir el
clavo. Pero el corazón del soldado debe seguir latiendo mientras
alista la muñeca del prisionero. Alguien debe sostener la vida del
soldado minuto a minuto, porque ningún ser humano puede ha­
cerlo por sí mismo. ¿Quién le proporciona aire a sus pulmones?
¿Quién le da energía a sus células? ¿Quién mantiene unidas sus
moléculas? Solamente por medio del Hijo «todas las cosas en él sub­
sisten» (Colosenses 1:17, RVR-95). La víctima desea que el sol­
dado siga viviendo, le concede la continuidad de su existencia.
El hombre se balancea. Mientras lo hace, el Hijo recuerda cómo
junto con el Padre diseñaron el nervio del antebrazo humano,
de las sensaciones de las que sería capaz. El diseño resulta perfec­
to, el nervio actúa de la manera esperada. «¡Arriba!» Levantan la
cruz. Dios está en exhibición en ropa interior, y casi no puede
respirar.
Pero estos sufrimientos no son más que la preparación para
los que van a venir y para sus crecientes temores. Comienza a
sentir una sensación extraña. En algún momento de este día, un
misterioso olor fétido ha comenzado a flotar no cerca de su na­
riz, sino cerca de su corazón. Se siente sucio. La maldad humana
comienza a trepar per su inmaculado ser, ei excremento vivien­
te de nuestras almas. La niña de los ojos de su Padre se vuelve ne­
gra de inmundicia.
¡Su Padre! ¡Debe enfrentar a su Padre en estas condiciones!
Desde el cielo el Padre se levanta como un león enfurecido,
sacude su melena y le ruge a lo que queda de aquel hombre que
se va marchitando colgado de una cruz. El Hijo nunca ha visto al
Padre mirándolo de esa manera, jamás ha sentido siquiera el me­
nor calor en su aliento, pero el rugido sacude al mundo invisible
y oscurece el cielo visible. El Hijo no reconoce estos ojos.
¡Hijo de hombre! ¿Por qué te has comportado así? Has enga­
ñado, robado, hablado mal de tu prójimo, has lujuriado, asesina­
do, envidiado, odiado, mentido. Has maldecido, gastado más de
la cuenta, comido más de la cuenta, fornicado, desobedecido,
has malversado fondos y blasfemado. ¡Ay, cuántas responsabili­
dades has rehuido, a cuántos niños has abandonado! ¿Quién
otro ha ignorado al pobre de tal manera? ¿Quién ha sido tan co­
barde? ¿Quién ha menospreciado mi nombre como tú? ¿Alguna
vez has refrenado tu lengua filosa como una navaja? ¡Qué fari­
seo, borracho miserable, tú violador de niños, vendedor de dro­
gas asesinas, pandillero que te mofas de tus padres! ¿Quién te
dio el descaro de falsear el resultado de elecciones, de fomentar
revoluciones, de torturar a los animales y de adorar a los demo­
nios? ¡La lista era interminable! Separando familias, violando
vírgenes, presumiendo, alcahueteando, comprando políticos,
practicando la extorsión, filmando pornografía, aceptando so­
bornos. Has quemado edificios, perfeccionado las tácticas terro­
ristas, fundado religiones falsas, has traficado esclavos, paladean­
do cada bocado y jactándote de todo ello. ¡Aborrezco, detesto
todas estas cosas en ti! ¡El disgusto por todo lo que hay en ti me
consume! ¿No puedes sentir mi ira?»
El Padre observa cómo se hunde el tesoro de su corazón, su
misma imagen, ahogándose en la ciénaga del pecado. La ira de
Jehová que se había acumulado sobre la humanidad a través de
todos los siglos explotó en una única dirección.
«¡Padre! ¡Padre! ¿Por qué me has abandonado?»
Pero el cielo cierra los oídos. El Hijo eleva su mirada hacia el
Unico que no puede, que no se acerca ni responde.
La Trinidad lo había planeado. El Hijo lo soportó. El Espíritu
lo hizo posible. El Padre rechazó al Hijo que amaba.
Muere Jesús, el Dios hecho hombre de Nazaret. El Padre
aceptó su sacrificio por los pecados y quedó satisfecho. Se había
logrado el Rescate.
Dios dejó a un lado la sierra.
Este es el que nos pide que confiemos en él cuando nos llama
a sufrir.
Cuatro

¿Realmente espera
que sufra?

De seguro algunos creyentes dirán:

¡Precisamente! Gracias por recordarme que Cristo sufrió


enormemente por nosotros, pero su propósito al hacerlo era que no
tuviéramos que sufrir. En el cielo, la Trinidad está muyfeliz y desea que
nosotros también lo estemos. La compasión de Jesús lo llevó a abrirlos ojos
de los ciegos y a levantar a los paralíticos; nunca glorificó la enfermedad ni
elogió el dolor ni la tristeza. Como «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por
los siglos», resulta absurdo pensar que ahora ha cambiado su forma de
pensar. ¿Por qué habría de pedirnos que compremos con nuestras lágrimas
lo que él ya compró? Isaías 53 dice: «Ciertamente él cargó con nuestras
erfermedades», y «gracias a sus heridasfuimos sanados.» El sufrimiento
es obra del diablo, Jesús fino a destruir la obra del diablo. Satanás es
totalmente malo, Dios es totalmente bueno. No se inclinaría a utilizar las
herramientas del diablo. Aunque puede transformar nuestras pruebas en
bien, no desea que pasemos por tiempos difíciles, y menos aún
enviárnoslas. Lo que realmente quiere es bendecimos. Quiere que
creamos sus buenas promesas, y que le permitamos hacer añicos la prisión
de miseria que Satanás construye alrededor de nosotros glorificándose de
esta manera.
En todo el mundo uno se encuentra con esta visión. En Ru­
sia, Rumania, Budapest, Baltimore, Africa, Londres, en
Apalachia. Muchos cristianos que se aferran a esta verdad son
personas excelentes. Estudian sus Biblias, trabajan como volun­
tarios en las iglesias, alimentan a las familias, donan dinero,
ayudan a los vecinos que sufren, ayudan al pobre, se preocupan
por los que no conocen a Cristo, y demuestran su amor por Cris­
to y por su reino adondequiera que van. Por lo tanto, las palabras
que vienen a continuación no han sido escritas a la ligera ni con
mala intención. Pero los dos capítulos siguientes están destina­
dos a convencerlo de que lo mencionado anteriormente es una
mezcla imposible de verdad y error, y se equivocan con respecto
a la razón por la cual Jesús vino a este mundo. He aquí el terreno
que cruzaremos.
Primero, a pesar de la compasiva muerte de Cristo por nues­
tros pecados, el plan de Dios (no el plan B, o C, o D, sino su
plan) nos llama a todos los cristianos a sufrir, algunas veces en
grado intenso. Para alentarnos, tal vez él pueda escribir algunos
momentos fáciles en el libro de nuestras vidas, incluyendo la
aventura y el romance. Una situación divertida puede hacemos
reír y un cambio ocasional en el argumento puede deleitamos
hasta las lágrimas, porque a Dios le encanta dar. Pero sin lugar a
dudas, algunas escenas van a romper nuestro corazón, algunos
de nuestros personajes favoritos morirán, y es probable que la
película termine antes de lo deseado.
En segundo lugar, el plan de Dios es específico. No dice:
«Un poco de lluvia para cada vida», y luego apunta con su man­
guera hacia la tierra en dirección general y ve quién se moja más.
No busca una llave, ni libera a la naturaleza con sus días solea­
dos y sus huracanes para luego sentarse a ver el espectáculo. No
le permite a Satanás merodear sin ninguna clase de restricción.
No cree en una política de gobierno de no intervención. No es
el dueño ausente de nuestro planeta. En cambio, selecciona las
pruebas que nos sobrevienen, permitiendo solo aquellas que
cumplen en nosotros su plan perfecto, porque no se goza en la
agonía humana. Estas pruebas no se reparten equitativamente
entre las personas, lo cual nos puede desanimar porque no esta­
mos enterados de sus razones secretas. Pero en la sabiduría y el
amor de Dios, cada prueba en la vida de un cristiano está prepara­
da desde la eternidad, hecha a la medida para el bien eterno de
ese creyente, aunque así no lo parezca. Nada sucede por acciden­
te... ni siquiera la tragedia... ni siquiera los pecados que se come­
ten en contra de nosotros. En tercer lugar, la esencia de su plan
es rescatamos de nuestro pecado. El dolor, la pobreza y el cora­
zón herido no son su meta suprema. Se preocupa por ellos, pero
no son más que meros síntomas del verdadero problema. Dios
se preocupa más por enseñarnos a odiar nuestros pecados, a cre­
cer espiritualmente y a amarlo que por hacemos sentir bien.
Para lograrlo, gradualmente nos da los beneficios de la salvación, aun­
que algunas veces de manera dolorosamente gradual. En otras palabras,
permite que continuemos sintiendo el aguijón del pecado mien­
tras nos dirigimos hacia el cielo. Así nos recuerda siempre de
qué nos ha librado, revelando al pecado como veneno que es.
Este mal (el sufrimiento) se da vuelta para derrotar al mal (el pe­
cado), todo para la alabanza de la sabiduría de Dios.
Por último, cada sufrimiento que probemos, algún día
demostrará ser lo mejor que pudo pasamos. En el cielo le agrade­
ceremos infinitamente a Dios las pruebas que nos envió. Esto
no es Disneylandia, es verdad.

El plan de Dios incluye el sufrimiento.


Toda persona que tome en serio la Biblia, y muchos que no
lo hacen, estarán de acuerdo en que Dios aborrece el sufrimien­
to. Jesús pasó gran parte de su corta vida aliviándolo. En cantida­
des de pasajes, Dios nos dice que alimentemos al hambriento,
que vistamos al pobre, que visitemos a los presos y a los enfer­
mos y que hablemos en favor de los desamparados. Así que,
cuando sentimos compasión por la gente que está sufriendo, sa­
bemos que Dios lo sintió primero. Lo demuestra levantando a
los enfermos de las camas (algunas veces ante el asombro de los
médicos) como respuesta a la oración Todos los días les da hijos
a las mujeres que no los tienen, saca a los pequeños empresarios
de pozos financieros, protege a los que padecen el mal de Alzhei­
mer cuando cruzan la calle, y escribe finales felices para
situaciones tristes. Aunque tenga que castigar el pecado, nos
dice que no le produce ninguna clase de placer (Ezequiel 18:32).
En el cielo, la maldición de Edén quedará cancelada. Los suspi­
ros y los anhelos serán curiosidades históricas. Las lágrimas se
evaporarán. La fábrica de pañuelos de papel Kleenex quebrará.
Pero es ilógico pensar que Dios solo se relacione con el sufri­
miento para aliviarlo. Específicamente dice que todos los que le
sigan deben esperar dificultades.
Pero, ¿acaso Jesús no colgó de la cruz para evitar que
padeciéramos el infierno? Sí, pero no para evitar que sufriéra­
mos aquí, en la tierra. Escuche qué dice la Biblia con respecto a
esto:

«Yo le mostraré cuánto tendrá que padecer por mi nom­


bre» (Hechos 9:16).
«Porque a ustedes se les ha concedido no sólo creer en Cris­
to, sino también sufrir por él» (Filipenses 1:29).
«Pues así como participamos abundantemente en los sufri­
mientos de Cristo, así también por medio de él tene­
mos abundante consuelo» (2 Corintios 1:5).
«Es necesario pasar por muchas dificultades para entrar en
el reino de Dios» (Hechos 14:22).

La Biblia va aun más allá. Luego de llamar a los cristianos «he­


rederos y coherederos con Cristo» añade: «Si ahora sufrimos
con él» (Romanos 8:17). En otras palabras, nadie va al cielo de
Cristo sin antes compartir sus sufrimientos.
Pero de seguro alguien dirá: estos sufrimientos en la vida de los cris­
tianos noforman parte del plan de Dios, de su voluntad, de lo que desea
para nosotros. ¿Verdad que no?

«Así pues, los que sufren según la voluntad de Dios, entre­


gúense a su fiel Creador y sigan practicando el bien» (1
Pedro 4:19).
«Para que nadie fuera perturbado por estos sufrimientos.
Ustedes mismos saben que se nos destinó para esto» (1 Te­
salonicenses 3:3).

Pero, tal vez, estos pasajes solamente se refieran a la persecución


religiosa. Jesús nos advirtió que el mundo entero odiaría a sus discípulos.
Es probable que el estudiante secundario que mencione aJesús en su clase,
más tarde tenga que soportar algunas estocadas verbales durante el recreo.
En siglos pasados, los que eran abiertamente creyentes pasaban sus
últimos momentos en la tierra ardiendo en una hoguera. Todavía hay
países en los que a medianoche los cristianos reciben un llamado a la
puerta de la policía. Cuando la Biblia nos promete sufrimiento, se refere
a estas cosas, no a los otros problemas de la vida. Dejando la persecución
de lado, los cristianos que viven de acuerdo a los principios bíblicos pueden
esperarfelicidad y salud.
Dicho de otra manera: Los cristianos pueden esperar malos
tratos, pero no enfermedades. Es posible que el mundo nos
odie, pero no puede hacer que nos enfermemos. No podemos
evadir la muerte, pero podemos librarnos de la enfermedad, de
las discapacidades y de meses de terapia luego de un accidente
automovilístico. Todo esto, si reclamamos por fe las promesas di­
vinas de salud.
¿Cuál es la lógica detrás de este punto de vista? En parte, es la
siguiente:

1. La enfermedad mana de la maldición que Dios pronunció


contra nosotros luego del pecado de Adán en Edén.
2. Jesús vino para revertir esta maldición.
3. Por lo tanto, los cristianos no debieran convivir con la
enfermedad.

Examinemos estos puntos, démosle unas pataditas a los neu­


máticos y veamos si todavía queremos comprarlos. El número 1
es indiscutiblemente cierto. «Adán pecó y a todos en la misma
bolsa nos metió», cantaban los niños coloniales de Nueva Ingla­
terra en un libro de aprendizaje. Hasta el momento del primer
pecado, nadie había oído hablar de migrañas, de pie de atleta, de
caries o de diabetes. No existía una enfermedad con el nombre
de Lou Gehrig en honor a la estrella de béisbol. El Dr. Down no
había recibido el honor de que un síndrome llevara su nombre.
La ciudad de Lyme, Connecticut, no era famosa porque allí se
estudiara el mal que transmiten las garrapatas. Pero un mordis­
co a una fruta lo echó todo a perder. El Malvado, que había inci­
tado a los humanos a la rebelión, ahora se convertía en la herra­
mienta de Dios para castigar esa rebelión. Satanás recibió el
consentimiento para hacer sus peores cosas en nosotros. No
pasó mucho tiempo antes de tener a Job en su homo. Jesús cul­
pó a Satanás por mantener encorvada a una pobre mujer duran­
te dieciocho años (Lucas 18:11,16).
El punto 2 también es verdad. «El Hijo de Dios fue enviado
precisamente para destruir las obras del diablo.» Una vez, Jesús
se comparó a un ladrón que ató a un musculoso propietario para
robarle. Satanás es el propietario. Nosotros somos las posesio­
nes que Jesús le robó delante de sus narices (1 Juan 3:8; Mateo
12:29).
Pero la lógica desaparece en el punto 3. A todos nos gusta
pensar que Jesús vino a llevar nuestras enfermedades, por lo tan­
to, ya no tenemos que seguir lidiando con ellas. Pero esto sería si­
milar a decir: «En toda bellota hay un roble, por lo tanto, tome
esta bellota y comience a cortar planchas de madera para hacer
mesas de picnic», o «El congreso acaba de aprobar una ley de pu­
rificación de las aguas, así que los habitantes de Manhattan pue­
den comenzar a beber del East River a partir de mañana.»
Pasarán cuarenta años antes de que se pueda hacer algo con
ese roble. Purgar Jos desechos industriales lleva tiempo, aunque
el Congreso garantice que esto sucederá. Lo mismo ocurre con
el Rescate. Lo que Jesús comenzó a hacer con el pecado y sus re­
sultados no quedará completo hasta la Segunda Venida. «Consu­
mado es», pronunció desde la cruz. La adquisición de la salvación
estaba completa, el final estaba asegurado, pero la aplicación de la
salvación en el pueblo de Dios no estaba terminada en absoluto.
Piénselo. El Mesías vino para que algún día el león pueda
echarse junto al cordero; mientras tanto, aquel león hizo crujir
los huesos de los cristianos del primer siglo en el circo romano.
La Biblia dice que «hemos sido redimidos», pero el día de nuestra
redención sigue siendo un hecho futuro.2 Dios «nos salvó», sin
embargo, seguimos en el proceso de la salvación? Jesús vino a
«salvar a su pueblo de sus pecados», sin embargo, «Si afirmamos
que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y
no tenemos la verdad»4. Primera Corintios 15:45 llama ajesús el
«último Adán» que vino a deshacer la maldición que desencade­
nó el primer Adán: pero este verano, de nuevo usted tendrá que
luchar contra la hierba mala de su jardín, y dar a luz al próximo
hijo no será como salir de paseo. Solamente en el paraíso se po­
drá decir: «Ya no habrá maldición» (Apocalipsis 22:3).
Sí, Jesús llevó nuestras tristezas, pero Pablo conoció la triste­
za cuando su compañero de prisión se enfermó, confesó sentir
«una gran tristeza y un continuo dolor» por la perdición espiri­
tual de su pueblo, y describió a los apóstoles de Cristo como
«aparentemente tristes, pero siempre alegres»5. La muerte de
Jesús no libró a los corintios de entristecerse conforme al propósi­
to de Dios (2 Corintios 7:9). No le impidió decir al mismo
Jesús: «Dichosos ustedes que ahora lloran», o a Santiago advertir­
nos que «lloremos y pos lamentemos» cuando pecamos.6
Sí, Jesús «cargó con nuestras enfermedades» (Isaías 53:4). Su
cruz es el barco que nos lleva al cielo; sus milagros nos dieron
una visión de lo que es el paraíso; El reparte a manos llenas anti­
cipos de felicidad plena mediante miles de bendiciones grandes
y pequeñas. Pero son solamente eso: visiones, anticipos. Aún no
estamos en el cielo. Así es como el santo Timoteo tenía proble­
mas en el estómago y «frecuentes enfermedades». Epafrodito,
quien les llevó a los filipenses ¡a epístola de Pablo, «estuvo enfer­
mo y al borde de la muerte». Pablo dejó a su amigo Trófimo «en­
fermo en Mileto». El apóstol mismo admite ante los lectores de
Galacia: «Como bien saben, la primera vez que les prediqué el
evangelio fue debido a una enfermedad» (aparentemente tuvo
que desviarse a Galacia para recuperarse).7
Algunos maestros cristianos han explicado estas cosas dicien­
do: «Pablo y sus amigos no tenían fe.» Pero, ¿realmente quere­
mos seguir ese camino? Es más preciso decir: «Nosotros y nues­
tros amigos no tenemos humildad; preferimos señalar con el
dedo al apóstol de Cristo en lugar de considerar la posibilidad de
que hayamos malinterpretado las Escrituras.»
Pero, ¿acaso la Biblia nc dice específicamente que Dios «sana
todas nuestras dolencias»? (Salmo 103:3)
Sí, David escribe eso en el Salmo 103. David pasó meses en
las cuevas ocultándose del rey Saúl, perdió a su mejor amigo en
la guerra, su hijo enfermó y murió a pesar de sus oraciones, su
otro hijo trató de asesinarlo para arrebatarle el gobierno, y con­
templó con horror cómo setenta mil súbditos morían de una pla­
ga. Pero sí, aparentemente David se recuperó cada vez que estu­
vo enfermo y estaba agradecido por ello.
Pero los sufrimientos de David se hubieran podido evitar, ya
que eran castigos por sus pecados (2 Samuel 12:10,14). Si vivi­
mos vidas santas, no debiéramos pasar por lo mismo.
¡El que esté sin pecado que le arroje la primera piedra al pas­
tor que mató de un solo tiro a Goliat! ¿Realmente suponemos
que somos más espirituales que este «hombre conforme al cora­
zón de Dios» cuyos escritos forman parte de la Biblia (1 Samuel
13:14)? ¿Acaso Jesús no dio a entender que nuestras lujurias se­
cretas y nuestro odio se comparan con el adulterio y el asesinato
de David (Mateo 5:21,27-28)? ¿Somos superiores al otro salmis­
ta que confesó en oración: «Antes de sufrir anduve descarriado,
pero ahora obedezco tu palabra» (Salmo 119:67)? Si se siente su­
perior a estos hombres, piénselo dos veces, no conoce su propio
corazón. «Poique el Señor disciplina a los que ama, y azota a
todo el que recibe como hijo» (Hebreos 12:6).
Sin embargo, la sanidad y la prosperidad están incluidas con
seguridad en la promesa de Jesús: «Cualquier cosa que ustedes
pidan en mi nombre, yo la haré ... Lo que pidan en mi nombre,
yo lo haré» (Juan 14:13-14).
Versículos profundos. Nos reprenden a todos. Dios quiera
que todos nos arrepintamos y oremos con menos temor. Pero
examinemos su promesa más atentamente. «Lo que pidan en mi
nombre, yo lo haré.» Se oye muy bien. «Cualquier cosa que uste­
des pidan en mi nombre, yo la haré.» ¿Qué significa? Con seguri­
dad, mucho más que decir «en el nombre de Jesús» al final de
una oración justo antes del amén. Más bien, es orar admitiendo
que Dios me escucha únicamente porque soy el invitado de su
Hijo. Esto es orar audaz, pero respetuosamente como oró Jesús
mientras estuvo aquí. Es orar por las cosas que Jesús nos enseñó
a orar. ¿Cuáles eran estas cosas? El las resume en el Padrenues­
tro: cosas espirituales, eternas. «Que tu reino se extienda... que
se cumplan tus planes en este planeta rebelde... perdóname por
la manera en la que te he tratado... líbrame de caer en el mal que
me tienta» (véase Mateo 6:9-13). Solo una petición, de las seis,
trata de asuntos terrestres: «daños hoy nuestro pan cotidiano», y
allí no dijo: «bendice los índices del nivel de vida y por favor, qué­
date con la Asociación Nacional de Vendedores de Seguros».
Por supuesto, no está mal orar pidiendo más allá de nuestras
necesidades básicas; orar para que Susana encuentre al gatito
que se le perdió, que pueda divertirme en mi fiesta de cumplea­
ños de mañana, que ninguno de nosotros se resfríe este invierno
y que la Navidad se apure y llegue pronto. A Dios le encanta es­
cuchar las oraciones de los niños. También nos invita a los adul­
tos a «depositar en él toda ansiedad», y a «presentar nuestras peti­
ciones a Dios» (1 Pedro 5:7; Filipenses 4:6). Pero, ¿realmente
creemos que Jesús nos dio un cheque en blanco para tener una
vida fácil? ¿Imaginamos que podemos orar para tener una vida li­
bre de pruebas? «Sean niños en cuanto a la malicia, pero adultos
en su modo de pensar» (1 Corintios 14:20).
Imagínese ir cuidando a una tropa de exploradores de sexto
grado que va a una obra teatral en una escuela de la comunidad
local. Las mesas de refrescos en el vestíbulo reciben a la
audiencia durante el intervalo. Un pequeño cartel dice: «sírvase
usted mismo». Juan, el glotón, comienza a llenarse los bolsillos
de pasteles. Su amigo Comadreja se tira sobre la camisa una ban­
deja llena de fideos. Eduardo, el nunca apenado, prueba con sa­
tisfacción el sexto vaso de jugo de frutas.
Disgustado, usted se acerca a las mesas. «Discúlpenme,
niños».
Una sorprendida mirada inocente recibe su interpelación.
«¡Pero el cartel lo decía!»
Sí, el cartel lo decía, pero usted los lleva a un rincón y los ame­
naza con una muerte lenta y dolorosa por haber leído el cartel
pero no haber leído la situación. ¿Qué les dirá?
«¡Esto es una merienda, no una cena de Navidad!»
«¡Las galletas son gratis para ustedes, pero alguien tuvo que
pagar por ellas!» «¡Si todos actuaran de esta manera, solamente
los cinco primeros de la fila tendrían algo para comer!»
«¡Aquí también se aplican los buenos modales que sus pa­
dres les enseñaron a tener!»
En otras palabras: «Lean el cartel como alguien con un CI
por arriba de 40.»
Usemos nuestra cabeza en cuanto a la promesa de Jesús de
otorgarnos cualquier cosa que pidamos. Pedro nos advierte acer­
ca de no distorsionar las Escrituras. Pablo insta a Timoteo a «uti­
lizar correctamente» la Biblia. Al parecer, estos hombres cono­
cían a maestros que la utilizaban incorrectamente. Podemos
evitar este error comparando una Escritura con otra: esto siem­
pre arroja una luz adicional. Los pasajes paralelos son como rie­
les que mantienen a un tren encarrilado. Son como canales que
le dan dirección y fluidez a enseñanzas, que de otra manera,
nuestras ilusiones hacen que se vean vagas y ambiguas.
Primera de Juan 5:14 es uno de estos canales: «Si pedimos
conforme a su voluntad, él nos oye». Esto encauza un poco nuestra
manera de pensar. Para que recibamos un visto bueno, Dios
debe desear lo mismo que estamos pidiendo: nadie torcerá su
brazo en una reunión de oración o lo convencerá en contra de
sus justos juicios. Para algunos, este pensamiento ni siquiera les
sirve para aminorar la velocidad. Tienen una clara comprensión
de la voluntad de Dios: «Con seguridad, Dios recibirá más glo­
ria sanándome que dándome la gracia para soportar mi enferme­
dad.» Pero los apóstoles no eran tan clarividentes. Una vez, Pa­
blo rogó para que se aliviara cierta «espina en la carne»
(seguramente hubiera podido ministrar mejor sin esa distrac­
ción). «Pero él [Dios] me dijo: “Te basta con mi gracia”.» En otra
oportunidad, trató de predicar el evangelio en Bitinia (y segura­
mente Dios deseaba que las Buenas Nuevas se proclamaran
allí), «pero el Espíritu de Jesús no se lo permitió». Esta es la ra­
zón por la cual Santiago advierte a los creyentes que no imagi­
nen de antemano cuáles son las intenciones de Dios, para no ha­
cer planes con demasiada confianza. «Más bien, debieran decir:
“Si el Señor quiere, viviremos y haremos esto o aquello.”»8 Na­
die tiene al Todopoderoso metido en el bolsillo.
Juan 15:7 es otro canal: «Si permanecen en mí... pidan lo que
quieran y se les concederá.» ¡Qué clase de orden! Aparentemen­
te, la manera en la que vivo afecta el oído de Dios. A la hora de re­
cibir respuestas a las oraciones, un plato de ofrenda lleno de sin­
ceridad no puede reemplazar a una vida cuidadosa de
obediencia. Jesús añadió otra condición: «Si permanecen en mí
y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran, y se les
concederá.» Esto es aun más específico. Puedo tener la fe sufi­
ciente como para mover montañas, para hacer que la reunión
anual de la iglesia sea interesante, y aún así mis oraciones pue­
den ser un fracaso si las palabras de Cristo no permanecen en mí
y si ignoro sus enseñanzas. ¿Realmente hemos captado la cone­
xión que existe entre recibir respuesta a nuestras oraciones y sa­
turar nuestras mentes de las palabras de Cristo? Mientras más
tiempo dejemos el saquito de té en la taza, más fuerte será la infu­
sión. Mientras más saturadas estén nuestras mentes con la Pala­
bra de Dios, mayor será la comprensión que tengamos de lo que
es importante para él y más fuertes serán nuestras oraciones.
El Evangelio de Marcos nos arroja luz al respecto. ¿Recuerda
el relato de las notables veinticuatro horas que Cristo pasó en
Capernaúm? «Al atardecer, cuando ya se ponía el sol, la gente le
llevó a Jesús todos los enfermos y endemoniados, de manera
que la población entera se estaba congregando a la puerta. Jesús
sanó a muchos que padecían de diversas enfermedades. Tam­
bién expulsó a muchos demonios.» Es de entender, que a la ma­
ñana siguiente todos estaban buscando al Gran Médico, pero lo
encontraron apartado de las multitudes, orando a solas, casi ocul­
to. «Vámonos de aquí a otras aldeas cercanas donde también pue­
da predicar; para esto he venido» (Marcos 1:32-39).
«Donde pueda predicar», dice. «Para esto he venido». No era
que no le importaran las personas de Capernaúm con cáncer y
con fiebre que se habían enterado demasiado tarde como para
acudir la noche anterior a recibir sanidad, pero sus
enfermedades no eran el objetivo de Jesús. Su objetivo era el
evangelio. Sus milagros eran el telón de fondo, una ayuda visual
para su mensaje urgente: el pecado los matará, el infierno es
real, Dios es misericordioso, su reino puede transformarlos, yo
soy su pasaporte. Cada vez que la gente perdía de vista este
punto, cada vez que los beneficios inmediatos de sus milagros
los distraían de las cosas eternas, el Salvador retrocedía. A una
multitud que caminó kilómetros y kilómetros para encontrarlo,
le dijo: «Ciertamente les aseguro que ustedes me buscan, no
porque han visto señales sino porque comieron pan hasta
llenarse. Trabajen, pero no por la comida que es perecedera,
sino por la que permanece para vida eterna, la cual les dará el
Hijo del Hombre» (Juan 6:26-27). Las palabras de Jesús
interpretan sus milagros y deben guiar nuestras oraciones.
Algunos maestros cristianos nos aseguran: «Dios quiere sa­
nar su enfermedad para que el mundo lo vea y crea.» Dios nos
dice: «Si no le hacen caso a Moisés y a los profetas, tampoco se
convencerán aunque alguien se levante de entre los muertos.»
Los seminarios de la prosperidad enseñan: «Dios quiere bende­
cirlo con abundantes finanzas.» Jesús enseñó: «Dichosos
ustedes los pobres», y advirtió: «Es difícil para un rico entrar en
el reino de los cielos.» Quienes distorsionan las Escrituras afir­
man: «Dios quiere ver felices a sus hijos.» Jesús dice: «Dichosos
ustedes que ahora lloran» (Lucas 16:31; 6:20-21; Mateo 19:23).
¿Acaso Jesús murió para darle buena vida a todos los que ten­
gan la fe suficiente como para apoderarse de ella? Júzguelo us­
ted mismo. Nuestro mismo Salvador fue pobre, y la mayoría de
los cristianos primitivos lo eran. «No muchos eran poderosos ni
muchos de noble cuna.» Los creyentes de Macedonia hicieron
frente a una «extrema pobreza». A Santiago le cortaron la cabeza.
A Pedro lo encarcelaron. A Esteban lo apedrearon. Juan murió
en el exilio en una isla desierta. A los cristianos de Jerusalén los
persiguieron en su propia ciudad. A Aquila y a Priscila los expul­
saron de Roma. Marcos se dio por vencido bajo los rigores de
los viajes misioneros. Pedro describió a los cristianos del Asia
Menor como a personas que sufrían «dolor en toda clase de
pruebas». Muchos eran esclavos. Muchas eran mujeres que te­
nían maridos no creyentes que no las comprendían. Muchos es­
taban solteros, ansiosos por casarse pero a la vez temerosos debi­
do a la inseguridad de los tiempos. Muchos fueron «expuestos
públicamente al insulto y la persecución». Cayeron enfermos;
les confiscaron sus bienes; sintieron la fuerza de la tentación, su­
pieron lo que era pecar; conocieron el dolor de una conciencia
herida. Todos pertenecían a iglesias con verdaderos problemas.
Todos necesitaban aliento constante para seguir adelante. Tal
vez, una página del diario de Pablo lo dice más elocuentemente:
«He estado en peligro de muerte repetidas veces. Cinco veces re­
cibí de losjudíos los treinta y nueve azotes. Tres veces me golpea­
ron con varas, una vez me apedrearon, tres veces naufragué, y
pasé un día y una noche como náufrago en alta mar. Mi vida ha
sido un continuo ir y venir de un sitio a otro; en peligros de ríos,
peligros de bandidos, peligros de parte de mis compatriotas, peli­
gros a manos de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el
campo, peligros en el mar y peligros de parte de falsos herma­
nos. He pasado muchos trabajos y fatigas, y muchas veces me he
quedado sin dormir; he sufrido hambre y sed, y muchas veces
me he quedado en ayunas; he sufrido frío y desnudez.»9

Tenían lo que no deseaban, deseaban lo que no tenían. En


todo esto, simplemente obedecieron a su Salvador que dijo: «Si
alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, lleve
su cruz cada día y me siga» (Lucas 9:23). Sin embargo, al compar­
tir sus sufrimientos, probaron «el poder de su resurrección».
La Biblia no pudiera ser más clara. Dios le pide a sus hijos pro­
venientes de todas las naciones y niveles sociales que sufran.
Solo existen dos lugares en el planeta que se encuentran exen­
tos: unas pocas hectáreas al sur de California y una pocas hectá­
reas en la Florida, dirigidas por un simpático ratón que habla y
usa tirantes.
Cinco

Todas las pruebas,


grandes y pequeñas

En 1995, treinta segundos después de que explotara la bomba


terrorista en Oklahoma, la gente yacía retorciéndose de dolor
en charcos de sangre. Algunos de ustedes estuvieron allí. Para
quienes no estuvieron, imagínese la situación. Cerca de usted
yace una mujer con el rostro, el torso y los brazos destrozados
por las esquirlas de las granadas. Evidentemente le han herido
una arteria, pero desde unos metros de distancia, usted no pue­
de decir exactamente en qué lugar. El horror de esta visión pue­
de provocarle vahídos. Puede sentirse confundido y aterroriza­
do. Puede sentir temor de que estalle otra bomba. Puede tener
deseos de maldecido de orar. Puede sentir miles de cosas, pero
la mujer se morirá si usted no deja de sentir y comienza a pensar
cómo detenerla hemorragia y atender su estado de choque.
Pero, luego de semejante explosión, ¿no es normal que la
gente sienta emociones? Por supuesto que sí. El sufrimiento in­
tenso hace aflorar emociones profundas. Después de lo sucedi­
do, Oklahoma y la nación lloró y lloró. Nosotros debiéramos llo­
rar. Dios llora «Todo tiene su tiempo oportuno... un tiempo
para llorar», pero también hay un tiempo para pensar. Ninguno
puede reemplazar al otro.
Los dos capítulos siguientes son difíciles en el aspecto emo­
cional. Se refieren a una doctrina con la cual muchos cristianos
tropiezan. Si algún lector se está tambaleando debido a una pér­
dida incalificable, atragantándose con las píldoras más amargas,
con un corazón herido que no puede recibir consuelo y que se
encuentra incapacitado para mirar hacia arriba, Dios lo com­
prende. Por favor, cierre este libro y llore en la presencia del Se­
ñor. Si desea leer algo, lea los Salmos. Este no es el momento
para examinar atentamente los argumentos en el ámbito de la ra­
zón. Pero cuando se encuentre en condiciones, aunque su dolor
todavía sea grande, la Biblia está llena de mandamientos en cuan­
to a «pensar», «meditar», «considerar», «sopesar», «juzgar». Mu­
chas veces Jesús respondió a quienes lo interrogaban, ha con pre­
guntas acerca de la vida, de la muerte y del sufrimiento. «¿Qué
está escrito en la ley?» les preguntaba. La gente pestañeaba, pasa­
ban las páginas, pensaban en voz alta y citaban pasajes relevan­
tes. Pero con esto no se terminaba la discusión. Ahora venía el
verdadero trabajo: «¿Qué lees?» preguntaba Jesús. Es decir, ¿qué
crees que significa? Allí no había lugar para pensamientos flexi­
bles o sentimentales.
Lo que pensamos acerca de Dios, influye en la amistad que te­
nemos con él. Afecta cuánta gloria le damos. Pero lo que imagi­
namos acerca de Dios no es confiable (ciertas especulaciones an­
tiguas con respecto a la clase de regalo de cumpleaños que le
pudiera agradar, llevaron a algunas culturas al sacrificio huma­
no). Ni tampoco podemos confiar en lo que sentimos por él (si
concebimos a Dios en la manera en que nos gustaría que fuera,
seguramente lo concebiremos a nuestra propia imagen). Corre­
mos el peligro de convertimos en la clase de gente que Pablo des­
cribió: «Puedo declarar a favor de ellos que muestran celo por
Dios, pero su celo no se basa en el conocimiento» (Romanos
10:2).
La Biblia es la única fuente segura para conocer a Dios, y re­
quiere que pensemos. La persistente invitación de Dios en todas
las edades permanece: «Vengan, pongamos las cosas en claro»
(Isaías 1:18).
Este es el capítulo que hará que algunos levanten las cejas.
Esta es la sección que dice cómo Dios tiene todo bajo control
aunque vengan los problemas. Por razones comprensibles, la
mayoría de las personas que no son cristianas, y aun muchos cris­
tianos, se aclaran la garganta con incomodidad ante la idea de un
Dios que pretende llevar las riendas. Después de todo, parece
que los caballos siempre están fuera de control y que el coche
está listo para salirse del camino. Para algunos, el coche ya ha vo­
lado por el aire aterrizando sobre ellos. Desde abajo de los peda­
zos, tal vez alguien esté pensando:
Muy bien, podemos estar de acuerdo en que el plan de Dios para los
cristianos incluye el sufrimiento. Esefue su primer punto en la página 68.
Pero el segundo punto nos preocupa a algunos de nosotros; eso de que tiene
un plan «específico» para cada persona y que «distribuye» las pruebas en­
tre nosotros. Seguramente usted no quiere decir que Dios mismo es quien
hace sufrir a los humanos. La Biblia dice que Dios es amor, pero si las
pruebas que estoy enfrentando provienen de él, debemos estar usando dic­
cionarios diferentes para definir la palabra «amor». Un Dios que en ver­
dad decreta la violación, el asesinato, los terremotos y las enfermedades
del corazón no es el Dios al cual yo adoro. Decir que él causa semejantes co­
sas es pintarlo como un monstruo. Hace que le tenga miedo. Me hace sen­
tir como sifuera un peón de ajedrez, como si alguna Máquina en el cielo
para tomar decisiones ya me hubiera destinado a romperme los huesos o a
enfrentarjuicios desagradables, no importa si tenga cuidado o no, ore o no.
Desde mi punto de vista, la santidad de Dios le prohíbe impedir que los de­
máspequen contra nosotros. Él no hace que nadie haga nada: no somos ro­
bots. No planea los sucesos desagradables, simplemente suceden, o tal vez,
Satanás los produce. En su misericordia y como oramos, muchas veces
Dios previene tragedias y pesares, pero cuando estas cosas nos golpean, él
no es quien las mandó. Más bien, deja que por lo general las cosas pasen
como tienen que pasar, y luego transforma lo malo en bueno para aquellos
que le aman.
Por cierto, hay mucho heno en este fardo. ¿Quién puede dis­
cutir lo dicho? Debiéramos sentir repulsión ante cualquier
sugerencia que nos diga que somos herramientas. El universo
no es un gran espectáculo de marionetas. Dios desprecia el sufri­
miento. Nunca peca y nunca tienta a nadie a pecar. ¡Qué blasfe­
mia es que alguien lo represente como un monstruo! ¡Qué ab­
surdo es imaginar que nuestras oraciones son inútiles y que
nuestras acciones no significan nada!
Pero qué triste es que neguemos las palabras de Dios acerca
de sí mismo cuando nos esforzamos por defenderlo de estas ton­
terías. Porque Dios claramente afirma que gobierna el mundo
todo el tiempo (no que «pudiera» gobernarlo si lo desea o que
«puede» entrar en escena cuando tiene que hacerlo; es que en
realidad sí lo gobierna todo el tiempo). Incluso cuando hay
pecado o cuando sufrimos. Afirma que nada nos puede tocar sin
recibir primero su consentimiento y que: «todo estaba ya escrito
en tu libro; todos mis días se estaban diseñando, aunque no exis­
tía uno solo de ellos» (Salmo 139:16). Sin ruborizarse dice:
«¿No es acaso por mandato del Altísimo que acontece lo bueno
y lo malo?» (Lamentaciones 3:38).
Sin embargo, aquí está la maravilla. Afirma hacer todas estas
cosas sin obligarnos, sin pasar por encima de nuestras volunta­
des, sin hacernos algo menos que humanos. Cuando se trata del
mundo físico, su trabajo es tan discreto, tan regular que normal­
mente no podemos decir que esté involucrado. En realidad, las
llamadas «leyes de la naturaleza» no son más que nuestras meras
descripciones de sus obras usuales.
Por lo tanto, de acuerdo a la Biblia, cuando la gente peca con­
tra nosotros, ellos son los únicos que tienen la responsabilidad,
y un día Dios los juzgará. Cuando los huracanes aparecen, no es
antirreligioso que el Centro Nacional de Huracanes dé una ex­
plicación científica. Cuando ¡a enfermedad acecha, existe una ra­
zón médica fácil de encontrar. Cuando los animales causan pro­
blemas, actúan de acuerdo a su instinto. Cuando suceden los
accidentes, es apropiado llamarlos accidentes, incluso la Biblia
lo hace. Cuando los bebés mueren, y poblaciones enteras mue­
ren de hambre, y los consumidores de cocaína les vuelan los
sesos a los asustados empleados de un comercio, Dios llora por
su mundo. Todas estas cosas son ciertas, pero la Biblia insiste en
otra verdad simultánea. Durante todos estos pecados, tormen­
tas, enfermedades, desgracias, mordeduras de serpientes, muer­
tes en la cuna, hambres y asaltos a las gasolineras, Dios no ha quita­
do la mano del timón ni por treinta segundos. Sus planes se llevan a
cabo, sí, a pesar de estas tragedias. Son tragedias. El las considera
así. Aborrece la maldad, la miseria y la destrucción, pero ha deci­
dido gobernar lo que odia, para lograr lo que ama.
«¿Cómo es posible?» pregunta alguien.
Bienvenido al mundo de los seres humanos finitos que medi­
tan en un Dios infinito.
Pero para evitar volvemos demasiado teóricos, considere­
mos todo esto a través de los lentes de un par de historias
verídicas.

Gente buena que sufre.


Historia número uno
Imagine viajar hacia un área del mundo que para muchos
virtualmente se ha convertido en sinónimo de terrorismo: el
MedioOriente. A continuación, un relato escueto pero preciso
de los horrores privados de un hombre en ese lugar.
Era una figura pública en su país, aunque no reconocida in­
ternacionalmente. Debido a su trabajo caritativo de amplio es­
pectro, inspirado en sus convicciones religiosas, se convirtió en
un héroe entre las clases bajas y entre muchos sofistas. Pero en
ciertos ámbitos políticos lo veían como una amenaza. El grupo
que tuvo a su cargo la responsabilidad de arrestarlo actuó duran­
te la noche. Como sucede con muchas organizaciones desespe­
radas, trataron de pintar sus acciones con una apariencia de lega­
lidad. Se formó un tribunal desautorizado, se establecieron los
cargos y lo declararon culpable. Lo llevaron por un pasillo y lo
arrojaron a unos mañosos que con habilidad le dieron una tre­
menda paliza. Luego lo ataron a un terrible instrumento de
tortura donde lo estiraron sin misericordia hasta desencajarle va­
rias partes del cuerpo. Tal como lo esperaban, el tan amado hom­
bre no sobrevivió a este procedimiento. Los desahuciados y doli­
dos amigos lo recordaron como una persona humilde, dispuesta
a ayudar y que siempre tenía tiempo para los demás. A sus asesi­
nos nunca los llevaron ante la justicia.

Historia número dos


6 de agosto de 1978. Decidida a hablar con ese marido que te­
nía para disuadirlo de la idea del divorcio, se subió al auto y se di­
rigió al sur de Georgia. El perro vino para acompañarla, el vodka
para darle valor. A la mitad de la península de la Florida, las rayas
amarillas de la ruta ya no parecían derechas. En la autopista 441,
en medio de una nebulosa lluvia al norte de Ft. Lauderdale, se
fue en contra del tránsito que venía por la otra senda y se estrelló
contra un vehículo deportivo de color verde que transportaba a
cincojóvenes. El muchacho que iba en el asiento trasero del me­
dio fue quien salió peor.
Setenta y siete días más tarde, los médicos decidieron que el
joven iba a vivir. Paúl Ruffner (nombre ficticio), de diecinueve
años, dejó la sala de terapia intensiva para regresar a su hogar y
comenzar a aprender cómo se las arregla una persona que no tie­
ne movimiento ni sensaciones del cuello para abajo.
Atenderlo incluyó todo un agregado de maderas a la casa,
con rampas que construyeron su padre y sus hermanos. Allí dis­
frutó de la misma unidad familiar que siempre había conocido.
Allí aprendió a manejar su silla de ruedas que se accionaba desde
el mentón, fue a pescar con su padre y asistió a un curso universi­
tario de un año junto con su hermano que le servía de manos.
Allí profundizó la te que había mostrado desde que tenía cinco
años, la vez que metió la cabeza debajo del diario que mamá esta­
ba leyendo y le preguntó qué tenía que hacer para ser un cristia­
no. Muchas veces, durante aquellos primeros años de recupera­
ción, las lágrimas y la risa lo visitaron en el mismo día. Sin
embargo, los amigos decían que les era agradable visitarlo debi­
do a la atmósfera agradable que había.
Cinco años después del accidente, de la noche a la mañana
Paul se convirtió en multimillonario mediante un acuerdo con
la compañía cuyo diseño defectuoso había contribuido a su pará­
lisis. Era tiempo de comenzar a abordar un asunto con sus pa­
dres. «Mis hermanos han crecido y se han ido de casa; por favor,
déjenme hacer lo mismo. Quiero tener mi propia casa y llevar
mi propio peso.» Este fue su primer pedido verdadero desde el
accidente. Papá y mamá estuvieron de acuerdo y Paul se mudó a
Carolina del Norte, al lado de la casa de verano de los Ruffner.
La familia seguiría siendo parte de su vida.
¿Quién podía leer la mente de la joven que respondió cuan­
do Paul pidió una enfermera? Un amigo se la recomendó asegu­
rándole: «es cristiana». Pero la enfermera trajo consigo un peque­
ño problema secreto para el cual Paul tenía la solución. Pronto
tenía atrapado tanto el corazón de Paul como su billetera. Las
otras asistentes volvían a sus casas cuando terminaban sus tur­
nos, pero Janet (nombre ficticio) se mudó a vivir con él. Su ex­
quisito paladar para la mariguana ahora podía comenzar a reci­
bir la atención que demandaba. Paúl tenía una debilidad en este
sentido. Durante la rehabilitación, un interno le recomendó la
«hierba» como relajante muscular. Ahora, la primera mujer que
entraba a la vida de Paúl desde el accidente lo incitaba a volver y
a probar golosinas más fuertes.
Un frío invierno en los Smoky Mouníains motivó el regreso
de la pareja ai sur de Florida. Se instalaron a tres horas de los pa­
dres de Paúl, compraron una casa frente a un muelle y pronto se
casaron. «Por supuesto que me encantaría visitarlos», le decía la
flamante esposa a los Ruffner, pero a último momento siempre
había alguna razón por la cual no ir. Paúl telefoneaba y decía: «Sé
que lo planeamos, pero Janet no puede ver a nadie hoy, ya saben,
el síndrome premenstrual. ¿Será posible que nos veamos en
otro momento?» O Janet rompía la puerta del frente al abrirla
sin destrabar la cadena de seguridad, o pedía disculpas porque
Paúl no se sentía bien y sugería que lo llamaran desde el teléfono
del cobertizo para botes que tenían en el patio antes de comen­
zar el viaje de regreso. En cinco años, la familia de Paúl solo vio a
la pareja tres veces. Las conversaciones telefónicas siempre te­
nían el sonido hueco del auricular, Janet lo supervisaba todo.
¿Debían hacer algo? Y en ese caso, ¿qué debían hacer? Su único
pedido había sido independizarse de sus padres.
Varios años después de casado, Paúl telefoneó a sus padres.
«Mamá y papá, he estado huyendo de Dios. Desde ahora, toma­
ré decisiones de acuerdo a las Escrituras y en una buena relación
con el Señor Jesucristo. Voy a cambiar mi estilo de vida.» Y real­
mente cambió, su familia podía notarlo. De nuevo Paúl comen­
zó libremente a hablar acerca de su fe con los trabajadores que
venían a la casa; muchos de ellos se convirtieron a través de su in­
fluencia. Janet también cambió, por un tiempo. Pero el retrai­
miento pronto volvió. Se notaba que Paúl estaba feliz cuando te­
lefoneaba (su familia había aprendido a esperar hasta que él
llamara), era claro que se había alejado de las drogas y podían de­
cir que deseaba verlos. Pero las llamadas comenzaron a espaciar­
se cada vez más. Para Janet nunca existía la oportunidad conve­
niente para verse. Los perros Rottweilers recibían en el jardín a
todos los que intentaban visitarlos. Las camionetas que traían pa­
quetes o envíos debían tocar la bocina desde afuera de la cerca.
Sin embargo, durante todo este tiempo, un camión blanco de
una pescadería que traía algo más que pescado se detenía regular­
mente frente a la casa.
¿Dónde estaba Paúl? Los ancianos Ruffner suponían que la
madre de Janet, que vivía cerca de la joven pareja, se acercaría al
menos de vez en cuando para ver qué pasaba, pero ella tampoco
era bienvenida. La receta de control emocional y aislamiento fa­
miliar que Janet le había dado a su paciente estaba teniendo un
éxito absoluto.
El 9 de septiembre de 1990, fuera de lo habitual, Janet llamó
a su madre pidiéndole ayuda. «Paúl tiene dolores en el pecho y le
cuesta respirar.» La madre vino rápidamente, echó una mirada y
dijo: «No me necesitas a mí, necesitas a un servicio de
emergencias.»
Hasta el día de hoy, a los trabajadores de emergencia les cues­
ta describir lo que encontraron: el olor nauseabundo que había
en toda la casa excepto en la habitación de Janet. Colchones cu­
biertos de inmundicia. El cuerpo engangrenado e hinchado del
muchacho. Cabello largo y desordenado. Uñas tan largas que le
daban vuelta. Los huesos que se podían ver a través de la piel. La
enfermedad, y horas más tarde, la muerte.
Durante la investigación realizada en el juicio por desaten­
ción, que terminó en una sentencia de quince años de prisión,
los fiscales interrogaron a Janet. «Sra. Ruffner, ¿cuántos dólares
piensa que gastó personalmente en cocaína durante sus años de
casada?»
La asistente que ganaba 15.000 dólares al año tuvo que pensar
un momento. Aclaró su garganta. «Algo así como un millón.»

¿Dios estaba presente en las reuniones de


planeamiento?
Dos historias verídicas, pero increíbles. Un tierno filántropo
torturado hasta la muerte por razones políticas. Un adolescente
que quedó paralítico debido a una conductora alcoholizada y
cuya esposa lo llevó lentamente a la muerte para quedarse con
su dinero.
¿Provocó Dios estos incidentes? Evidentemente los permi­
tió. Pero, ¿él los decretó? ¿Formaban parte «de! plan»? ¿El asesi­
no del filántropo se encontraba en el anteproyecto divino? Los
Ruffner pueden decir con exactitud: «¿Nuestra familia estaba
destinada para esto?» ¿O acaso Dios había destinado a otro mu­
chacho para que estuviera sentado en el asiento trasero del me­
dio, o a otro esposo a quien lo hubieran descuidado de manera
homicida? En e1 caso de los Ruffner no tenemos respuestas di­
rectas de Dios; no se menciona a esta familia en la Biblia. Pero sí
se menciona al filántropo.
Este filántropo es Jesús.1
El Nuevo Testamento no pestañea al contestar nuestras pre­
guntas con respecto al asesinato del Filántropo. De modo sor­
prendente, sitúa al asesinato de Jesús y al decreto de Dios en la
misma página. Escuche al apóstol Pedro cuando le predicaba a la
multitud en Jerusalén: «Jesús de Nazaret... fue entregado según
el determinado propósito y el previo conocimiento de Dios; y por medio
de gente malvada, ustedes lo mataron, clavándolo en la cruz ...
Arrepiéntanse» (Hechos 2:22-23,38).
«Arrepiéntanse»; la culpa es real y el juicio amenazador. «Se­
gún el previo conocimiento de Dios»; Dios vio venir la crucifi­
xión. «Por el determinado propósito de Dios»; Dios lo vio venir
porque él lo había decretado. La frase dice literalmente: «mediante el
consejo predeterminado de Dios.» Por más difícil que sea de cap­
tarlo, la voluntad de Dios ordenó, sí, determinó la tortura y el
asesinato más atroz conocido en la historia. Dos capítulos más
adelante este punto se aclara todavía mejor, cuando los cristia­
nos primitivos se encuentran orando: «En efecto, en esta ciudad
se reunieron Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y con el
pueblo de Israel, contra tu santo siervo Jesús, a quien ungiste
para hacer lo que de antemano tu poder y tu voluntad habían determina­
do que sucediera» (Hechos 4:27-28).

«Para hacer lo que de antemano tu poder y tu voluntad ha­


bían determinado que sucediera» ¿acaso esto encuadra
con las objeciones presentadas páginas atrás?
«Un Dios que realmente decreta... un asesinato... no es el
Dios a quien yo adoro.»
«Cuando las tragedias nos golpean, él no es quien las
manda.»

No, no cuadra. Dios envió esta tragedia. Decretó su asesina­


to. Las Escrituras citadas previamente no nos permiten decir:
«Un Dios de amorjamás pudiera decretar acciones horribles de
pecado y de violencia.» Ni tampoco permiten el «argumento del
robot»; es decir, que un decreto de Dios haya convertido a la
esposa de Ruffner o a una conductora alcoholizada en meras ma­
rionetas, a menos que estemos preparados para decir que los ase­
sinos de Jesús eran meras marionetas. ¡Pero mire a Pilato laván­
dose las manos con nerviosismo después de pronunciar su
veredicto! ¡Escuche a las multitudes gritando: «Que su sangre
caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» Queda claro que
las partes culpables sentían que estaban actuando libremente
(Mateo 27:25). Sin embargo, Dios lo había planeado todo.
Ah, dirá alguien, pero esto estaba establecido. La crucifixión de
Jesúsfue algo único, la salvación de la humanidad dependía de ello. Dios
puede apagar el piloto automático y cambiarlo a manual cada vez que hay
algo monumental enjuego: la salvación de la humanidad, la suerte de na­
ciones enteras, u otras ocasiones raras y especiales. Pero eso no significa que
su mano esté detrás de absolutamente todo lo grande y lo pequeño.
Hagamos una lista bíblica de las cosas detrás de las cuales está
su mano. Como la mayoría de los cristianos no tienen mucho
problema en acreditar a Dios los días soleados de esta vida, nos li­
mitaremos a las tormentas de granizo y a unas pocas cosas ines­
peradas. Comenzaremos por Levítico. Allí, Dios le dio instruc­
ciones a Israel sobre qué hacer con el moho, una tontería que
difícilmente afectara la suerte de naciones enteras. «Si al entrar
ustedes en la tierra de Canaán, la cual les doy en propiedad, yo
pongo moho infeccioso en alguna de sus casas, el dueño de la
casa deberá decirle al sacerdote» (Levítico 14:34-35).2
Cuando veían que el moho puesto por Dios se extendía, ios
propietarios del Antiguo Testamento debían llamar al sacerdote.
Entonces el sacerdote seguiría ciertos procedimientos. Pero este
pasaje tiene una dificultad. ¿Cómo esta gente podía distinguir el
moho enviado por Dios de la clase de moho que se forma en la
pared sin la asistencia divina? El texto no lo dice. ¿Sabe por qué?
A continuación, vayamos a Exodo. Allí Moisés se le está que­
jando a Dios porque no es lo suficientemente elocuente como
para darle a Faraón el mensaje «Deja ir a mi pueblo». Tenemos la
tendencia a sonreír ante esta declaración, ¿el futuro escritor de
Génesis y de otros bestsellers no era elocuente? Quizá escribía
mejor de lo que hablaba. Algunos piensan que tenía un impedi­
mento menor en el habla. Tal vez solo estaba buscando excusas.
De cualquier forma: «¿Y quién le puso la boca ai hombre? —le
respondió el SEÑOR—. ¿Acaso no soy yo, el SEÑOR, quien lo
hace sordo o mudo, quien le da la vista o se ¡a quita?» (Éxodo
4:11).
¿Dios hace a la gente sorda, muda o ciega? Éxodo lo dice. Sin
embargo, desde que se escribió este versículo, las investigacio­
nes médicas han descubierto que la ceguera proviene de acciden­
tes químicos y de deformaciones genéticas, y la sordera (la cual
afecta el habla) proviene de fiebres prolongadas, de meningitis
bacteriana y de ruidos muy fuertes cerca del oído.
Próximamente, en Proverbios, encontramos un versículo
que raramente vamos a encontrar pegado en las salas de juego de
los hoteles de Las Vegas: «Las suertes se echan sobre la mesa,
pero el veredicto proviene del SEÑOR» (Proverbios 16:33).
Cuando se echan suertes se toman decisiones justas dejando
que el azar decida las cosas. Los equipos de fútbol arrojan una
moneda para ver quién patea primero. Los aventureros que pa­
san la noche en un refugio de caza sacan una paja para ver a
quién le toca la cama más dura. Los antiguos sacaban piedras de
diferentes colores de los pliegues de sus mantos por razones si­
milares. Proverbios dice que Dios es quién elige al ganador.
¿Siempre? Bueno, en Nevada algunas veces se siente frustrado
cuando sospechamos que la mafia es la que hace saltar la banca.
Después viene un pasaje en Amos: «¿Ocurrirá en la ciudad al­
guna desgracia que el SEÑOR no haya provocado?» (Amos
3:6b). ¿Provocado? ¡Vamos! Piense en todos los desastres que ha
visto en la televisión: terremotos, inundaciones, revueltas calle­
jeras, epidemias de SIDA, atascamientos en las autopistas, incen­
dios en edificios de apartamentos, bombardeos sobre Bagdad,
explosiones terroristas en ciudades importantes del mundo, sin
mencionar la peste bubónica del siglo catorce. ¿Es posible que el
Dios que conocemos y amamos decrete semejantes horrores?
Tal vez Amos no entendió bien. Después de todo, en el 7:14
admitió que, antes de que Dios lo llamara al ministerio: «Yo no
soy profeta ni hijo de profeta.»
Hasta el momento, sabemos que la Biblia conecta las siguien­
tes cosas a los decretos de Dios: la crucifixión de Jesús, los hon­
gos que se forman en la ducha, los ojos que no pueden ver, los oí­
dos que no pueden oír, los resultados de los juegos de azar, y las
calamidades urbanas (por no mencionar las rurales). ¿Estare­
mos leyendo bien? Suena tan cruel. No cabe duda que si pudié­
ramos leer los pasajes mencionados en el original griego o he­
breo serían totalmente diferentes y menos preocupantes.
Hablando de pasajes preocupantes, aquí tenemos otro en
Proverbios: «En las manos del SEÑOR el corazón del rey es
como un río: sigue el curso que el SEÑOR le ha trazado» (Prover­
bios 21:1). A través de los siglos, los reyes han ordenado algunas
cosas bastante crueles: inmerecidas ejecuciones en la horca, im­
puestos opresivos, la convocatoria de mujeres jóvenes al pala­
cio; la clase de cosas que le molestaban a Robin Hood. Pero es
probable que hoy en día este versículo no se aplique a nosotros,
al ver que la democracia está de moda desde la caída de la Unión
Soviética y que es muy difícil encontrar verdaderos reyes. Aun
así, Lamentaciones amplía un poquito la idea: «¿Quién puede
anunciar algo y hacerlo realidad sin que el SEÑOR dé la orden?»
(Lamentaciones 3:37). Vaya, esto es un poco más impactante. El
versículo incluye a todos: a vendedores de automóviles trampo­
sos, a senadores que prometen legislaciones, a los policías que
gritan órdenes a los automovilistas, y a los defensores del fútbol
americano cuando hacen jugadas violentas. Alcanza a la gente que
mendiga en las calles, a los diplomáticos que negocian tratados, a
los bibliotecarios que continuamente hacen «¡Shhh!» y a ese
hombre nervioso que está proponiendo matrimonio en un res­
taurante. Incluye al Pentágono anunciando nuevas políticas, a la
niñera que anuncia que es hora de ir a dormir, a cualquier dicta­
dor que ordena una ejecución y a cualquier adolescente que or­
dena una pizza. De acuerdo a este versículo, ni siquiera el mu­
chacho que le ordena a su perro que le devuelva las pantuflas
puede hacerlo si Dios no se lo permite. ¡Ah! Pero el versículo
dice: «¿Quién puede anunciar algo y hacerlo realidad?» Tal vez, si
toda esta gente hiciera sus pedidos por escrito...
Dejemos de lado la ironía. A menos que la Biblia esté equivo­
cada, nada sucede fuera de los decretos divinos. Nada bueno,
nada malo, nada agradable, nada trágico. Ni en la vida de Paúl
Ruffner, ni en la suya. Es probable que no podamos desentrañar
los motivos de Dios. Podemos estar en desacuerdo con su forma
de pensar, podemos amarlo o no, podemos odiarlo por lo que
hace, pero dicho en lenguaje sencillo: Dios gobierna el mundo.
«Toda obra del SEÑOR tiene un propósito; ¡hasta el malvado fue
hecho para el día del desastre!» «Nuestro Dios está en los cielos
y puede hacerlo que le parezca» (Proverbios 16:4; Salmo 115:3).

Sin embargo, aún no puedo desprenderme de esta sensación


de ser un robot: esta imagen de Dios arriba en los cielos apretan­
do botones en su control remoto. ¿Para qué un cristiano va a es­
tudiar medicina, física, o cualquier otra ciencia, sí Dios es quien
hace que sucedan todas las cosas? ¿Cómo la gente puede ser hu­
mana si Dios anula todo lo que se piensa o hace? En elfondo, ¿no implica
que nadie hace nada excepto Dios? Con respecto a las pruebas que pasa­
mos, ¿en qué lugar queda el diablo? ¿Dónde encaja la gente perversa y de­
sagradable? ¿Dónde encajan los huracanes asesinos y los puentes que se
vienen abajo; cosas que la ciencia puede explicar? Lo que está diciendo pa­
rece no dejar lugar para nadie ni para nada, excepto Dios. Los planes de
Dios, los decretos de Dios, las acciones de Dios, Dios, Dios, Dios.
Estas son preguntas de peso. Necesitaremos otro capítulo.
Seis

¿La ropa sucia del cielo

¿Es todo Dios, Dios y solamente Dios? ¿Acaso el Gran Pro-

veedor es el Gran Manipulador? Si leemos la Biblia correcta­


mente, si al fin y al cabo Dios es el que hace las cosas a su mane­
ra, ¿qué nos dice esto acerca de él? A través de los años su
planeta favorito ha visto muchas injusticias (esto no se ve bien
en su curriculum). ¿Dónde está toda esa compasión que vimos
en unos pocos capítulos atrás? ¿Acaso la bondad de Jesús no fue
más que una cortina para cubrir a un hosco Padre celestial? Si
Dios es el amo, ¿es Satanás su empleado? ¿Recibe el salario des­
de el cielo? ¿El «buen Señor» realmente no es más que un dicta­
dor malvado que produce terror?
Sería mejor que habláramos con alguien un poquito más ex­
perimentado en esta cuestión que nosotros. Mejor hablemos
conJob.

¿Dios y Satanás se alternan en el trabajo?


Recuerde al justo Job. 'tenía de todo: dinero, tierras, posi­
ción social, familia. Un día, en la sala del trono de Dios, Satanás
expresó su disgusto acerca de la reputación piadosa de Job. «Este
hombre te ama porque tú lo mimas», argumentó. Pero extiende
tu mano y quítale todo lo que tiene, y con seguridad verás cómo
te maldice en la cara.
«Es tuyo» contestó Dios, «sólo que no pongas un dedo sobre
su persona.»
Pronto llegó el día más negro de Job. Un sirviente vino co­
rriendo a traerle malas noticias: bandidos sabeanos se habían lle­
vado las muías y los bueyes y habían matado a los sirvientes.
Casi no había terminado de hablar cuando un segundo sirviente
irrumpió en el lugar. «Fuego de Dios» (expresión idiomática he­
brea para referirse a los rayos) ha matado a todas las ovejas y a los
pastores (probablemente ocasionando un incendio entre las ma­
lezas). Más pasos... otro mensajero sin aliento: asaltadores
caldeos... se llevaron a los camellos... asesinaron a los criados.
Pero lo peor aún estaba por venir, y el mensajero que traía esta
noticia habrá dudado: «Se trata de sus hijos.» Los detalles eran
casi secundarios. Según el mensajero, los diez estaban comien­
do en la casa del hermano mayor cuando «de pronto, un fuerte
viento del desierto dio contra la casa y derribó sus cuatro esqui­
nas. ¡Y la casa cayó sobre los jóvenes, y todos murieron!»
La reacción de Job es conmovedora. Se rasgó las vestiduras,
se afeitó la cabeza en señal de dolor, se echó sobre su rostro y ado­
ró. Pero la piedad de Job no es lo que nos concierne. Nuestra pre­
gunta se orienta hacia Dios, ¿cómo se relaciona con Satanás a la
hora de nuestras pruebas? ¿En qué difiere su rol de la gente mal­
vaday de los tristes accidentes de la vida que parecen suceder na­
turalmente? ¿Qué nos enseña la historia de Job?
Nos enseña en pocas palabras casi todo lo que necesitamos
saber. Pregúntese: ¿quién o qué causó las pruebas de Job?
A un nivel básico, podemos decir que fueron las fuerzas natu­
rales. Los vientos del desierto soplaron con fuerza y cayó un
rayo. Estos fenómenos no eran directamente milagrosos o su­
rrealistas, como si Dios arrojara rayos desde el cielo y Satanás lan­
zara tormentas originadas directamente en el infierno. Las leyes
de la naturaleza no se suspendieron, les rayos y los vientos fuer­
tes no son una novedad en aquella área del mundo. En las horas
que precedieron a las tragedias, los meteorólogos del canal seis
de noticias pudieran haber estudiado las condiciones atmosféri­
cas, prediciendo las tormentas y explicándolas en términos cien­
tíficos. De acuerdo a la Biblia, el mal tiempo mató a esta gente.
En este mismo nivel básico, gente malvada provocó las prue­
bas de Job. Hombres codiciosos, dispuestos a matar, elaboraron
un plan y lo llevaron a cabo. En una corte de justicia, los fiscales
defensores se comerían crudos a estos sabeanos y caldeos. Los
acusadores tenían sus motivos: saqueo y pillaje. Tenían la opor­
tunidad: un lugar desierto. No se obligó a nadie; esto fue pura y
simple codicia, tal vez buscando una dosis de aventura. El vere­
dicto sería claro: culpable de pecado. Estos moradores del desier­
to algún día rendirán cuentas delante de Dios por los crímenes
que cometieron. De acuerdo a lo que dice la Biblia, gente malva­
da asesinó a los criados de Job.
¿Quién o qué causó las pruebas de Job? En un nivel más pro­
fundo, Satanás fue el responsable. Dios le dijo: «Todas sus pose­
siones están en tus manos.» Satanás se da media vuelta, se aleja
de la presencia de Dios (casi no podemos pestañear) y se desata
una masacre. Si alguna vez la caldera de Satanás se derramó visi­
blemente en el mundo de alguien, fue en el mundo de Job. Las
Escrituras no nos dicen si Satanás habitualmente tiene el dedo
en el gatillo de la naturaleza, pero resulta claro que patrocinó es­
tas tormentas. Lo que sí nos dicen es que todos los incrédulos es­
tán en el bolsillo de Satanás: «Y que el mundo entero está bajo el
control del maligno» (1 Juan 5:19, véase también 2 Corintios 4:4
y 2 Timoteo 2:26), y es evidente que Satanás incitó estos bruta­
les asesinos. Aunque las tormentas fueron fenómenos natura­
les, y los ladrones actuaron de la manera que es natural para los
hombres violentos, aún así de acuerdo a la Biblia, Satanás lo inge­
nió todo: el fuego, el viento, la espada. Pagará por esto en el
infierno.
¿Quién o qué causó las pruebas de Job? En el nivel más pro­
fundo: el decreto de Dios. Satanás pidió permiso para provocar
ios hechos, pero Dios firmó los papeles de autorización. Job lo
reconoció cuando exclamó: «El Señor ha quitado» y «Si de Dios
sabemos recibir lo bueno, ¿no sabremos también recibir lo
malo?» El libro termina mostrándonos al famoso sufriente al re­
cibir consuelo luego de «todas las calamidades que el SEÑOR le
había enviado» (Job 1:21; 2:10; 42:11). Aquí no es solo Job el
que habla, sino el narrador bíblico. Teniendo sus buenas razo­
nes, ninguna de las cuales se explican en este libro, Dios decretó
las pruebas de Job. En definitiva, estaba detrás del sufrimiento.
Entonces, desde un ángulo, todo en la historia de Job era
Dios, Dios, y solamente Dios. No sucedió nada sin que Dios lo
decretara. Pero vea cómo se expresaba en forma práctica. Sata­
nás actuó libremente, nadie lo forzó a hacer nada. Su motiva­
ción era pura malicia; deseaba arruinar la vida de Job y humillar
a Dios. La reacción de Dios hacia el diablo no fue otra cosa que
prolongarle la cuerda. Si Hollywood sacara una película al res­
pecto, tendría a Dios respondiendo a Satanás: «Haz lo que tienes
que hacer.» El tono de la película sería impreciso e irrespetuoso,
pero es correcta la idea básica de que Satanás concibió el esque­
ma por su cuenta, motivado por la inmundicia de su propio
corazón. Lo mismo sucedía con los sabeanos y los caldeos. No
comenzaron el día con un momento privado de devoción, bus­
cando la guía de Dios, enterándose de que él deseaba que a Job le
robaran los ganados y le asesinaran a los criados, involucrándose
en una santa cruzada. No eran más que un puñado de chicos
buenos que disfrutaban yéndose de fiesta a emborracharse y a sa­
quear, saboreando los placeres simples de la vida. Aquí no hubo
ninguna presión divina. En cuanto a la naturaleza, ese día se le­
vantó con el pie izquierdo, con la ayuda que le dio Satanás en
una forma de la cual no estamos enterados. Bramó y fanfarro­
neó, arrojando algunas pirotecnias encendidas, derribando algu­
nos edificios, consumiendo al hombre y a la bestia. No conocía
la diferencia. En lo que a la ciencia respecta, aquel día la naturale­
za no se comportó fuera de los límites normales. Siguiendo las
leyes de los sistemas de altay baja presión, de las cargas eléctricas
y de otros principies científicos que ni la naturaleza misma en­
tiende, simplemente... ¿lo digo?... actuó naturalmente.
Así que saquemos el dedo de ¡a cara de Dios. Su decreto lo
hizo posible, pero él no lo hizo. Se convirtió en un polizón arri­
ba del ómnibus de Satanás, levantando vallas invisibles
alrededor de la furia del diablo, transformando en bien la mismí­
sima maldad de Lucifer. Utilizó el mal deliberado de algunos
personajes muy malos y el mal impersonal de algunas tormentas
muy malas sin forzar a nadie ni a nada. No torció el brazo de na­
die, ni pasó por encima de la voluntad de nadie, y (para nuestro
conocimiento) no suspendió las leyes naturales.
Estas son aguas profundas: un Dios que decreta pero que no
necesariamente ejecuta, un Dios que utiliza pero que no obliga.
¿Qué resulta de esto? ¿Cómo logra el éxito? Para comprender
sus métodos, nos servirá de ayuda comprender su corazón. Ras­
treemos la Biblia en busca de claves.

Permiso para equivocamos


Lo que inmediatamente resulta claro es que Dios permite
toda clase de cosas que no aprueba. Permite a otros hacer cosas
que él nunca haría. No le robó los camellos a Job. No se engulló
el vodka ni chocó el automóvil de Paúl Ruffner. No asiente con
aprobación ante la venta de heroína a adolescentes. No encen­
dió los hornos de Auschwitz. Dios se siente realmente acongoja­
do por la manera en la que hemos arruinado el mundo y la for­
ma en la que nos hemos abusado los unos de los otros. Esta
congoja es en parte la razón por la cual dio los Diez Mandamien­
tos: No matarás, dice, odio el asesinato injusto. No cometerás
adulterio, aborrezco ver cómo las familias se destrozan. No roba­
rás, la sociedad va a sucumbir si lo hace. Habacuc habló con pre­
cisión acerca de Dios al decir: «Son tan puros tus ojos que no
puedes ver el mal; no te es posible contemplar el sufrimiento»
(Habacuc 1:13). Esto se representa conmovedoramente en Jue­
ces 10:16 cuando Dios ha estado observando a los amonitas opri­
miendo a Israel. Observa en lugar de ayudar porque su pueblo
ha pecado. Los judíos se despiertan y reconocen esto. Claman
en oración y derriban sus ídolos. Finalmente, Dios «no pudo so­
portar más el sufrimiento de Israel.» Esta no fue la primera vez
en que la angustia humana despertó su ternura. Años antes le
dijo a Moisés: «Ciertamente he visto la opresión que sufre mi
pueblo en Egipto. Los he escuchado quejarse de sus capataces, y
conozco bien sus penurias» (Exodo 3:7).
¿Verdad que no parece un verdugo divino retorciendo los
pulgares? Dios permite estas cosas, pero no le gustan.
«Bien», dice alguien con alivio, «así que usted no está trans­
formando a Dios en un monstruo: la gente peca mientras que
Dios tan solo se lo permite. Los pecadores son malos, Dios es
bueno. Ahora todos podemos irnos a casa. Ya nos sentimos
mejor.»
Pero no se acomode mucho. Piense en lo que estamos acep­
tando. Dios permitió las masacres en las ciudades de Bosnia. Se
mantuvo al margen durante los linchamientos en Mississippi.
Permite la guerra. Tolera la leucemia. ¿Cómo se puede justificar
esto?
Imagínese una noche estar caminando por la calle de una ciu­
dad y escuchar el grito sofocado de una mujer desde un callejón
oscuro. ¿Qué debe hacer? ¿Llamar a la policía? Pero suponga
que usted es un policía que está fuera de su turno de trabajo aun­
que tiene un arma. Se desliza por el callejón y desde las sombras
espía a dos pandilleros de la calle tirando de la blusa de una mu­
jer a la cual le han puesto un cuchillo en la garganta. A usted lo
han entrenado para tales situaciones. Ahora suponga que silen­
ciosamente retrocede, por cualquier razón: miedo, pereza, pre­
sión alta, o porque llegará tarde a una cita. ¿Cómo dormiría esa
noche? ¿Qué pensaría cualquiera que se enterara?
Dios se enfrenta con situaciones similares y peores a cada
hora, en todo el mundo. Pudiéramos decir que ha sido entrena­
do para ellas, que tiene consigo su arma. Sin embargo, retroce­
de. Permite que sucedan. ¿Qué conclusión sacamos?
Algunos sacan la conclusión de que no hay nada que hacer.
En sus mentes, él no lleva el arma, o le han dado la orden de no
interferir en los asuntos ajenos, al menos hasta el día del juicio.
Esta es la postura del libro best-seller When Bad ThingsHappen to
Good People [Cuando a la gente buena le pasan cosas malas).
Dios quiere que los justos vivan en paz, felices, pero algunas ve­
ces ni siquiera él puede lograr que esto suceda. Inclusive a Dios
le resulta muy difícil impedir que la crueldad y el caos ataquen a
víctimas inocentes... Dios se ha establecido un límite mediante
el cual no intervendrá para quitarnos la libertad, incluso la liber­
tad de lastimarnos a nosotros mismos y a los demás.1

Pero esto no hace justicia al Dios de la Biblia, al Omnipoten­


te del cual leemos:
El SEÑOR frustra los planes de las naciones; desbarata los desig­
nios de los pueblos. Pero los planes del Señor quedan firmes
para siempre; los designios de su mente son eternos (Salmo
33:10-11).
Dios hace lo que quiere con los poderes celestiales y con los
pueblos de la tierra. No hay quien se oponga a su poder (Daniel
4:35).

Los permisos que Dios da en la Biblia suenan mucho más de­


liberados que lo que la gente generalmente interpreta en esas pa­
labras. Dios da la luz verde, no porque no sepa qué hacer o por­
que se haya puesto restricciones a sí mismo para no interferir
con su creación, sino porque es decisivo. Esto se hace evidente
en un pasaje como el de Ezequiel 20. En él, Jehová cuenta la tris­
te historia de la adoración a los ídolos de Israel que degeneró en
sacrificios humanos. Dice en el versículo 26: «Los contaminé
con sus propias ofrendas, dejándolos ofrecer en sacrificio a sus
primogénitos, para horrorizarlos y hacerles reconocer que yo
soy el SEÑOR.»
«Los contaminé.» Siglos antes Dios vio lo que se venía. Vio
que los infantes judíos irían al sacrificio en homenaje al ídolo
Moloc. Le dijo a Moisés: «Ya sé lo que mi pueblo piensa hacer,
aun antes de introducirlo en el territorio que juré darle» (Deute­
ronomio 31:21). ¿Por qué lo permitió? El nos dice: para sacar a
luz la vileza encerrada en sus almas. Resolvió hacerlos mirar su
propia atrocidad y su propio vómito. Dios aborrece el asesinato
de niños, sin embargo, deja su arma enfundada. Nos cuesta
entenderlo, pero para Dios era más importante sacar a la luz el
pecado que aliviar el sufrimiento humano, inclusive el sufri­
miento inconcebible. Por lo tanto, Dios decreta permitirlo.
Otros pasajes también dejan en claro que cuando Dios per­
mite algo, actúa deliberadamente: decreta ese suceso. Por ejem­
plo, en Números 35 instruye a las cortes israelitas en cuanto a
cómo tratar a cualquiera que «ha matado a alguien accidental­
mente». El responsable debe tener un lugar para escapar y refu­
giarse hasta que las pasiones se enfríen y se pueda llevar a cabo
un juicio. Cualquiera de estos casos tiene los siguientes requisi­
tos: a alguien se le escapa una maza de piedra de la mano y al caer
le parte la cabeza a otro; alguien se encuentra hachando madera
y la cabeza del hacha vuela en una dirección fatal (casos en los
que el asesino «no tuvo la intención» de lastimar a nadie). Sin
embargo, en Éxodo 21:13, pasaje paralelo que describe la misma
situación, Dios utiliza estas palabras: «Si el homicidio no fue in­
tencional, pues ya estaba de Dios que ocurriera, el asesino podrá
huir al lugar que yo designaré.» Dios no solo observa cómo suce­
de, pero permite que suceda. Lo que de nuestra perspectiva era
accidental, Dios específicamente lo permitió. Él, que mantiene
todas las cosas unidas, debe sostener cada molécula de la piedra
o de la cabeza del hacha mientras vuelan hacia su destino (Colo­
senses 1:17). Su permiso no es algo casual.
Todos dudamos al llegar a este punto. «Esto está bien para
obreros hipotéticos de la construcción de la antigüedad que co­
nocían los riesgos de sus trabajos, pero, ¿qué me dice del camión
de basura que arrolló a mi hijita?» Sí. ¿y qué me dice de un Paúl
Ruffner? Aquí es donde la Biblia se vuelve práctica. ¿Nos senti­
mos tentados a rechazar sus enseñanzas en este aspecto? ¿Nos
parece repulsivo un Dios que da su consentimiento en nuestras
tragedias?
Piense en la alternativa.
Imagine a un Dios que deliberadamente impide el menor de­
talle de sus angustias particulares. ¿Qué pasaría si sus pruebas
no estuvieran controladas por algún plan divino? ¿Qué pasaría
si Dios insistiera en una política de no-intervención con respec­
to a las tragedias que aparecen en su camino? Piense en lo que
significaría esto.
Primero, el mundo sería peor, mucho peor, absolutamente
intolerable para todos, cada segundo. Trate de concebir la idea
de un Lucifer sin restricciones, librado a su propia voluntad.
Nos convertiría a todos en Jobs. El Tercer Reich hubiera durado
para siempre. Su cabeza decoraría la pared de la chimenea de Sa­
tanás. Los sacrificios humanos serían el entretenimiento duran­
te el entretiempo de los partidos de fútbol. En las universidades
se enseñarían las «Técnicas para acosar a los niños». La única ra­
zón por la cual las cosas no están tan mal es porque Dios frena el
mal. «Satanás ha pedido zarandearlos a ustedes como si fueran
trigo», le dijo Jesús a Pedro, y podemos tener la seguridad de que
la vieja serpiente no le hizo este pedido a Dios por pura cortesía
(Lucas 22:31). Tuvo que pedir permiso, lo cual significa que ope­
ra bajo ciertas restricciones. El mal puede levantar la cabeza
cuando Dios deliberadamente se hace a un lado: siempre por ra­
zones específicas, sabias y buenas, pero que muchas veces se
mantienen ocultas durante la vida presente.
Segundo, si el decreto de Dios no permite deliberadamente
sus pruebas específicas, ¿qué nos dice esto acerca de Dios? ¿Qué
nos dice acerca del bote en el cual se encuentra usted mismo?
Nos dice que Dios protege pobremente a su pueblo.
«¡Linda protección nos han dado sus decretos!» gime unaviu-
da, una víctima de un ataque cardíaco, un diabético que acaba de
perder el pie. Pero considere, una cosa sería que Dios deliberada­
mente permitiera que algo sucediera, inclusive algo terrible, por
razones que no podemos entender, y otra cosa es que Dios llore
por el sufrimiento, deseando ayudar pero teniendo una mano
atada en la espalda. O Dios es quien gobierna o es Satanás el que
determina la agenda del mundo y Dios se limita a reaccionar. En
cuyo caso, el Todopoderoso se convertiría en el niño de la lim­
pieza de Satanás, barriendo lo que queda luego que el diablo ha
ensuciado con sus pisadas de la peor manera, tratando de
encontrar cómo sacar, de algún modo, un bien de esa situación.
Pero no era lo mejor que tenía pensado para usted, no era el Plan
A, no era exactamente lo que tenía en mente. En otras palabras,
aunque Dios se las ingeniara para emparchar las cosas, el sufri­
miento que usted tiene que soportar no tendría significado. Un
escritor cristiano que cree que Dios no tiene mucho que ver con
las circunstancias específicas que se nos cruzan en el camino, lo
expresó de esta manera:

En 1982 alguien mezcló cápsulas del analgésico Tylenol con cia­


nuro y luego volvió a ponerlas en los estantes de los negocios de
Chicago. Siete personas murieron luego de ingerir las píldoras
envenenadas. Sin duda alguna, las familias de estas siete perso­
nas agonizaron tratando de encontrar alguna pizca de significa­
do en por qué Dios, o la suerte, o el destino había escogido a sus
seres queridos de entre toda la gente que vive en Chicago. Pode­
mos tramar alguna respuesta y tal vez les demos un pequeño con­
suelo, pero tristemente esas muertes carecieron de significado.
Cada una de ellas fue una coincidencia extravagante y horrible,
nada más. Allí es donde nos encontramos con la tragedia.»2

No, la verdadera tragedia es que un cristiano acepte tales tinie­


blas teniendo la luz de la Biblia que brilla con tanta claridad. Si
Dios no controla el mal, el resultado sería un mal descontrolado.
Dios permite lo que odia para lograr lo que ama.

Un jardinero que planta pensamientos


Hemos estado rastreando la Biblia para ver cómo Dios pue­
de decretar sin hacer, explotar sin sofocar, enviar pruebas sin pe­
car. La respuesta número uno fue que Él no origina todo lo que
permite. La respuesta número dos es más intrigante: planta pen­
samientos en las mentes de la gente sin violar su voluntad.
«¿Invade nuestra privacidad mental?» seguramente alguien
gritará sofocadamente. La mera sugerencia los horroriza. Espe­
cialmente a los estadounidenses que somos fanáticos de nues­
tros derechos constitucionales de la privacidad. Pero piense en
Satanás. Todo el tiempo se mete en el cerebro de la gente. Es un
pirata informático del alma consuetudinario (como los grotes­
cos y desalmados que valiéndose de la tecnología, con los mó­
dem en sus casas, traspasan los códigos de seguridad y penetran
en los sensibles sistemas de computación del gobierno). Las
Escrituras lo llama: «el espíritu que ahora ejerce su poder en los
que viven en la desobediencia.» Describe su acceso al alma hu­
mana de la siguiente manera: «Cuando alguien oye la palabra
acerca del reino y no la entiende, viene el maligno y arrebata lo
que se sembró en su corazón» (Mateo 13:19).
La gente bromea con esto. «El diablo me obligó a hacerlo», di­
cen riendo. Realmente no lo creen porque piensan que no exis­
te. Si existe un diablo, ese es su ex marido o su ex mujer. Mien­
tras tanto, sus mentes están tan empapadas con sus sugerencias
como está un encurtido en el vinagre. No lo ven porque es un es­
píritu. No lo oyen porque anda en calcetines caminando en pun­
tas de pie. Si alguna vez perciben algún ligero ruido en la puerta
de sus mentes, piensan que es solo la oportunidad que está lla­
mando. Pero los cristianos tienen un conocimiento mejor; com­
prenden el poder del tentador invisible.
Si Satanás puede actuar subrepticiamente a favor del mal,
¿por qué no lo puede hacer Dios a favor del bien?
En Ezequiel 38 Dios entra en puntillas de pie a la mente de
una persona por demás de inverosímil: el misterioso Gog. Los
estudiosos de la Biblia no se ponen de acuerdo con respecto al
exacto significado de esta profecía; quién es Gog, de dónde vie­
ne, y qué es exactamente lo que hace. Pero todos están de acuer­
do en que de alguna manera luchará en contra del pueblo de
Dios poco antes del fin del mundo. «Yo haré que tú vengas con­
tra mi tierra», dice Jehová. ¿Para qué? Para poder derrotarte en la
batalla y «para que, por medio de ti, mi santidad se manifieste
ante todos ellos».
Lo que resulta fascinante es cómo Dios los hará venir: «Así
dice el ÑOR omnipotente: En aquel día harás proyectos, y ma­
quinarás un plan perverso. Y dirás: “Invadiré a un país indefenso;
atacaré a un pueblo pacífico que habita confiado... Lo saquearé y
me llevaré el botín”» (Ezequiel 38:10).
«Pero usted está acusando a Dios de plantar malos pensa­
mientos en la mente de la gente.»
No, no. Santiago dice que Dios no tienta a nadie (Santiago
1:13). Sugerir lo contrario es blasfemia. Más bien, Dios ve el
mal que ya está allí y lo encauza para que sirva a sus buenos pro­
pósitos y no meramente a los venenosos propósitos de Satanás.
Es como si dijera: «¿Así que quieres pecar? Hazlo, pero me voy a
asegurar que peques de una manera que en definitiva sirva a mis
propósitos aun cuando estés agitando tu puño frente a mi ros­
tro.» Esta es la razón por la cual podemos aceptar los problemas
como provenientes en última instancia de Dios, aunque proven­
gan de las personas más temibles.
«¿Pero Dios puede hacer esto sin violar la voluntad de las
personas?»
Por supuesto que sí. En la Biblia lo hace cada tres o cuatro pá­
ginas. Aquí tenemos una pequeña muestra.
Sansón era un hombre muy «macho» con una gran debilidad
por las mujeres.3 En Jueces 14 se enamora perdidamente de cier­
ta mujer filistea. Se suponía que los israelitas no debían casarse
con gente que adoraba ídolos, pero las formas del alma de esta
mujer no son lo que más le interesa a Sansón. «Pídanla para que
sea mi esposa», le dice a sus padres. Ellos protestan, diciendo en
esencia: «¿Por qué no te comportas como un buen muchacho ju­
dío?» Pero la Biblia nos lleva a los entretelones: «Sus padres no
sabían que esto era de parte del SEÑOR, que buscaba la ocasión
de confrontar a los filisteos.»
«¿De parte del Señor?» ¿Del mismo Señor que había ordena­
do a 'os judíos que no se casaran con extranjeros?4 Sí. No es que
Sansón estuviera actuando correctamente. No es que no tuviera
que responder por sus actos, pero si Sansón deseaba pecar, Dios
había decidido desviar su atención a Felicia Filistea en lugar de a
Carla Cananea porque deseaba castigar a los filisteos. ¿Castigar­
los cómo? Muy a la manera de un enojado Sansón. En los días
previos a la boda, mata el tiempo haciendo una apuesta con los
hombres de su cortejo. Ellos hacen trampay él pierde. Debe con­
seguir treinta pares de jeans Levis con las chaquetas haciendo
juego (así es como se leería en una versión muy popular). En rea­
lidad, debía conseguir el equivalente antiguo. Ahora bien, ¿de
dónde un fornido y joven israelita sin recursos va a sacar treinta
pares de ropa? De treinta fornidos jóvenes filisteos muertos.
¿Cómo hizo Dios los arreglos para que fuera Felicia y no al­
guna atractiva muchacha judía o cananea la que capturara la mi­
rada de Sansón? No lo sabemos. De alguna manera hizo que ella
le llamara la atención; tal vez pintando el atardecer perfecto la
primera vez que Sansón la conoció. Pero el encanto de Felicia y
el ambiente de la noche tuvieron que impresionar a Sansón. De
alguna manera, Dios lanzó la flecha de cupido; la lanzó de mane­
ra tal que la debilidad pecaminosa que ya estaba en el corazón de
Sansón se dirigió en una dirección en particular.
¿Puede Dios plantar pensamientos y dejar intactas las deci­
siones humanas?
El malvado rey Acab de Israel se encuentra alistando sus tro­
pas para la guerra. ¿Ganará o perderá? Un valiente profeta le
dice lo que él no desea escuchar: «El SEÑOR ha decretado el de­
sastre para ti.» Nótese... ¡decretado!; la muerte de Acab en la bata­
lla no es una sugerencia que Dios meramente está consideran­
do. El profeta pinta vividamente el consejo celestial en el cual
Jehová planea la defunción de Acab. El rey está nervioso. A ma­
nera de precaución, obliga a un rey aliado a salir a! campo de bata­
lla con el atuendo real, mientras que él se viste como un soldado
común. Pero la farsa fracasa. ¿Cómo muere Acab? «Sin embar­
go, alguien disparó su arco al azar e hirió al rey de Israel entre las
piezas de su armadura ... y murió al ponerse el sol» (2 Crónicas
18:33-34).
Un arquero enemigo tiró «al azar». ¿Hay algo que pudiera
ser menos obligado que esto? En el hebreo, leemos que disparó
«inocentemente». Probablemente haya docenas, cientos de tro­
pas judías dentro del área de tiro del arquero. Rápidamente
toma su flecha, Ta, Te, Ti, Suerte para ti. ¡Ping! ¡Qué suerte! Aca­
ba de matar al enemigo más encumbrado de su nación logrando
así un ascenso a los rangos más altos, pero ni siquiera lo sabe.
Pero si alguna flecha tuvo el nombre de alguien escrito, fue esta.
¿Cómo hizo Dios para tensar el arco de este guerrero en di­
rección al rey? No lo sabemos. A lo mejor el hombre se encon­
traba apuntando a unos pocos metros de Acab cuando un súbito
movimiento de este le llamó la atención. Tal vez pensó: «Aquí
hay alguien desagradable a quien quiero bajar.» Lo que sí sabe­
mos es que no fue un accidente. De alguna manera, Dios plantó
un pensamiento, de alguna manera le tocó el hombro al solda­
do. La flecha hizo el resto.
¿Puede Dios plantar pensamientos sin violar la voluntad de
las personas? Tomemos a los cananeos cuyas tierras habían inva­
dido los hebreos algunos siglos antes:

Ninguna ciudad hizo tratado de ayuda mutua con los israelitas,


excepto los heveos de Gabaón. A todas esas ciudadesJosué las de­
rrotó en el campo de batalla, porque el SEÑOR endureció el co­
razón de los enemigos para que entablaran guerra con Israel. Así
serían. exterminados sin compasión alguna, según el mandato
que el SEÑOR le había dado a Moisés (Josué 11:19-20).

¿Endurece Dios los corazones? ¿Cómo? Quién sabe. Tal vez


tenía ciudadanos de la tierra que fluía leche y miel que soñaban
todas las noches con lo rico que era comer los cereales al desayu­
no acompañados de esa leche y de esa miel. «¿Dejársela a esos is­
raelitas? ¡De ninguna manera! Tal vez mandó una abundante co­
secha para que la vida en la tierra natal pareciera doblemente
dulce. Pero de alguna manera, Dios influenció su forma de pen­
sar sin transformarlos en zombies. O considere al príncipe Absa­
lón, el hijo del rey David, convertido ahora en traidor y condu­
ciendo un ejército en contra del trono. (La historia completa se
encuentra en los capítulos 15 al 17 de 2 Samuel.) Mientras Da­
vid y sus hombres huían de la capital, Absalón entra y considera
sus opciones militares. Consulta al renombrado consejero
Ajitofel (uno de los antiguos favoritos de David que ahora se ha­
bía dado vuelta), lodos toman siempre el consejo de Ajitofel,
prácticamente como si fuera el de Dios. El consejero desarrolla
un plan sabio que aplastará a David antes de que pueda decir
«Goliat es un tonto». Pero otro consejero, que secretamente sim­
patizaba con David, se vuelve elocuente proponiendo un esque­
ma extravagante que le dará tiempo a David para escapar. David
ora, Dios responde. Mientras el joven Absalón escucha el duelo
de los consejeros, comienza a pensar que el venerable Ajitofel
está un poco viejo y que probablemente le falte algún tomillo,
así que sería mejor dejarlo de lado. Absalón se traga el mal conse­
jo con huesos y todo. David escapa, y en pocos días la decisión
de Absalón le cuesta la vida. Dios le quitó la sensatez al príncipe,
sin embargo, dejó su voluntad intacta. Por lo tanto, a Absalón lo
matan por pensar como Dios quería. Los cananeos pierden su
país por servir a los propósitos de Dios. A Sansón lo capturan
más tarde y lo dejan ciego por ser el mujeriego que Dios eligió
para vengar a los filisteos. ¿Es justo? Absolutamente. Es justo
porque sus motivaciones eran tan perversas y egoístas como las
de Dios eran santas. Detrás de estas escenas había dos movimien­
tos: el de Dios persiguiendo fines santos y el de la gente persi­
guiendo fines pecaminosos. Como les dijo José a sus hermanos
cuando lo vendieron como esclavo: «Es verdad que ustedes pen­
saron hacerme mal, pero Dios transformó ese mal en bien» (Gé­
nesis 50:20). De esta manera, rutinaria yjusta, Dios castiga a ¡a
gente malvada que lleva a cabo sus decretos. Dice de Judas: «A la
verdad el Hijo del hombre se irá según está decretado, pero ¡ay
de aquel que lo traiciona!» (Lucas 22:22).5
¿Gente cruel o despiadada ha roto su corazón o le ha robado
sus sueños? En el momento en el que el pecado de ellos salpicó
su vida, la voluntad de Dios para usted se estaba cumpliendo,
pero el Dios que lo ama intensamente les pedirá cuentas de lo
que hicieren.
El tiempo oportuno es lo importante

Estamos examinando cómo Dios gobierna al mundo. La res­


puesta número tres es que él hace los arreglos para que los suce­
sos naturales ocurran en un momento específico para lograr sus
fines. En otras palabras, planea las coincidencias.
En Atenas, el apóstol Pablo «discutía ... en la plaza con los
que se encontraban por allí» (Hechos 17:17).6 Algunos de aque­
llos que miraban vidrieras se convirtieron en creyentes. Sin em­
bargo, la coincidencia de que estuvieran dando un paseo por la
plaza aquella semana, no era una coincidencia, porque los cre­
yentes han sido escogidos «antes de la creación del mundo» (Efe­
sios 1:4).
Cinco siglos antes el rey Jeijes, un emperador de Persia, ter­
mina su día y se va a la cama. ¿Acaso un hombre ha tenido algu­
na vez tantos medios para quedarse dormido cuando quiere?
Tiene sirvientes que lo abanican para quitarle el calor, músicos
para rasguear llamando al adormecimiento, un harén lleno de
acompañantes para la cama, vino en cantidades inagotables para
beber hasta quedar inconsciente. ¿Por qué da vueltas y vueltas
sobre su almohada? ¿Quién sabe? ¿Un día difícil en la oficina?
¿Una dosis extra de especies en la sopa de la noche? ¿Una uña
encamada? ¿Pie de atleta? Sin embargo: «Aquella noche el rey
no podía dormir» (Ester 6:1). En lugar de pedir su pipa, los bolos
y llamar a los violinistas, pide algo para leer (las crónicas de su
reino), una garantía para hacer que cualquiera cabecee hasta dor­
mirse. A medida que el lector avanza con voz monótona, un pa­
saje oscuro dirige la atención de Jerjes hacia cierta dirección. Pre­
cisamente lo prepara para un pedido que su esposa Ester le hará
al día siguiente y que dará vuelta el imperio. Inconscientemen­
te, lo pone sobre aviso; concederá el pedido y esta concesión sal­
vará a la raza judía de la aniquilación. La vida muchas personas
se salvarán. Siglos más tarde, este pueblo producirá un niño que
crecerá para morir por los pecados del mundo. Todo porque el
rey no pudo dormir.
La vida de usted no es una excepción. Dios se deleita en arre­
glar las coincidencias. Piense en el gran picnic que tenía planea­
do para el día de la Independencia. El sol está cálido, el fuego cru­
je, se ha cortado el césped para jugar al fútbol y todos traen su
ensalada. Pero lo que usted no sabe es que Dios quiere que llue­
va. Quiere que sus amigos se vayan a su casa. Quiere que su cu­
ñado, Eduardo, lo ayude a preparar el asado bajo el techo del ga­
raje adonde estarán recostados contra el automóvil, escuchando
cómo cae el diluvio. Allí se enfrascan en una larga conversación
que lo guían a las cosas espirituales, y que con el tiempo llevará a
la conversión de su cuñado. Ultimamente, Eduardo ha estado
pensando en Dios, pero es un hombre reservado que duda en sa­
car a relucir asuntos personales y que necesita un momento y un
lugar especial.
¿Cómo forzó Dios esta situación? ¿Con lluvia milagrosa que
salió vaya a saber de dónde? ¿Algo que deja perplejo al Centro
Nacional de Meteorologíay convoca al equipo de los archivosX
para que investigue?
No. Mientras todavía hace calor en el patio de su casa, a unos
siete mil metros de altura, el aire se está comenzando a enfriar
¿Un milagro? No, una masa de aiie polar que trae frío desde el
noroeste. Seco y pesado, cae este aire empujando desde arriba el
aire húmedo que hay sobre su jardín. Al levantarse, se enfría, y
su vapor se convierte en nubes. A unos mil quinientos metros
de altura, esas nubes forman cristales de hielo. Cuidado. Los
cristales de hielo se inflan al comerse las moléculas de agua cir­
cundantes y quedan demasiado gordos como para flotar. Co­
mienzan a caer en forma de nieve, pero es verano, así que cuan­
do llegan al suelo de su jardín se han convertido en lluvia.
«¡Adiós, familia García! ¡Adiós, familia Pérez! Fue breve,
pero divertido. Por cierto, Eduardo, necesitaría algo de ayuda
para llevar estas cosas adentro.» Sin embargo, no hace mucho
tiempo, la corriente a chorro atmosférica estaba a unos cuatro­
cientos kilómetros hacia el norte. ¿Qué la arrastró hasta su ciu­
dad justo en este fin de semana en particular? Algo que sucedió
hace tres días, una alteración en la corriente a chorro sobre las
montañas rocosas de Canadá, una alteración lo suficientemente
a la derecha como para enviarla hasta Filadelfia, donde usted
vive. ¿Y qué movió esta alteración «justo hacia la derecha»? Un
sendero preciso que abrió esa corriente a chorro por entre las
montañas. ¿Y para lograr ese sendero preciso? Una complicada
secuencia de cambios atmosféricos provenientes de la rotación
de la tierra y la adecuada temperatura del agua del Océano Pacífi­
co el día anterior. Sin embargo, esa temperatura se vio afectada
en abril, cuando la cantidad apropiada de nubes permitía la entra­
da de la cantidad apropiada de luz solar. A tres mil kilómetros de
distancia y hace cuatro años, un volcán escupió cenizas en la at­
mósfera que afectaron la nubosidad del mes de abril pasado. Y
hace once años, el sol comenzaría la marcha de su próximo ciclo
de manchas solares que eventualmente afectaría la temperatura
del Pacífico del mes de abril pasado.
Dios ha estado pensando en su cuñado durante un largo
tiempo.
Por supuesto, la lluvia segura no garantiza que Eduardo apa­
rezca por el picnic. Hoy, él quería jugar golf. Pero esta mañana,
la esposa de su compañero se encontró un anuncio de una liqui­
dación especial en una tienda de muebles de jardín e inmediata­
mente juró que su marido no volvería a ver una comida caliente
a menos que fuera allí y finalmente comprara ese encantadorjue­
go de jardín que promete armarse en minutos. Así que hoy,
Dios plantó pensamientos en la mente de una esposa y permitió
que los publicistas estiraran la verdad con respecto al tiempo de
armado de los muebles en, digamos, unas cinco horas y media,
además de preparar de antemano a la naturaleza. Y Dios hace lo
mismo con gente en todo el país que necesita una ligera lluvia, o
un sol brillante, para hacer su obra en esas vidas.
Totalmente natural. Inconcebiblemente complicado.
¿Hay lugar para los milagros?

Y sí, algunas veces Dios realiza verdaderos milagros (respues­


ta número cuatro a la pregunta de cómo opera). Es así como a
menudo nuestras oraciones por los enfermos reciben una res­
puesta que deja mudos a los médicos. Tal vez, de tanto en tanto,
directa y sobrenaturalmente ajusta un poco la naturaleza para
luego volver a encauzarla, ¡quién sabe! Hizo algo más que un
ajuste cuando el sol se detuvo para Josué y el Mar Rojo se abrió
en dos. ¡Si esta acción se repitiera, superaría las escenas cinema­
tográficas más fantásticas! Sin embargo, los milagros no son su
tarea diaria, su manera normal de trabajar.
Muchos cristianos no ven a Dios en sus pruebas. Si no suce­
den milagros, es porque Dios no estaría de guardia (por lo me­
nos que baje la inundación o haya una remisión en un cáncer).
«Aquellas diez plagas de Egipto, allí sí que Dios hizo algo.» Estoy
de acuerdo. Las ranas y los piojos en la cama del Faraón hace
años dieron el argumento para una gran película, pero ver en el
cielo la película de cómo Dios gobierna al mundo desde atrás de
la escena, la infinita complejidad que eso requiere, sacar bien del
mal como se saca sangre de un nabo, la explotación clandestina
de las peores escapadas de Satanás, la infiltración de la gracia y la
salvación aun detrás del alambre de púas de los campos de la
muerte de Rusia, todo esto se merecería un Oscar. Mientras tan­
to. quiere que confiemos en él. Como le dijo Jesús al escéptico
Tomás luego de la resurrección: «Porque me has visto, has
creído ... dichosos los que no han visto y sin embargo creen»
(Juan 20:29)
Entonces, ¿por qué seguimos dudando? Nuestros intelectos
son limitados. No podemos encontrar una caja lo suficiente­
mente grande o un papel de envolver lo suficientemente ancho
como para guardar prolijamente estas verdades. Nadie puede
comprender al Todopoderoso. «Aun los mismos ángeles anhe­
lan contemplar esas cosas» (1 Pedro 1:12). ¿Pero, acaso esto de­
biera preocupar a los cristianos? Todos ellos reconocen a la
Trinidad, sin embargo, nadie puede desentrañar este misterio:
tres personas por separado, cada una de las cuales es Dios, pero
Dios es uno. Nuestra incapacidad para comprender algo, no
hace que no sea verdad. Como dijo Pablo: «¡Qué profundas son
las riquezas de la sabiduríay del conocimiento de Dios! ¡Qué in­
descifrables sus juicios e impenetrables sus caminos!» (Roma­
nos 11:33).
¿Por qué dudamos? La fe es difícil. Dios se esconde, dicen
los Salmos. Coloca la mano cerca del chaleco; nunca muestra to­
das sus cartas. «Gloria de Dios es ocultar un asunto» (Proverbios
25:2). No podemos ver el bien que fluye de nuestros pesares. Po­
demos ver algo, tal vez somos un poco más pacientes desde que
la artritis nos obliga a movemos más despacio, más compasivos
con los padres que están solos desde que nuestro matrimonio se
destruyó. La fe que Paúl Ruffner irradiaba desde su silla de rue­
das atrajo a varias personas al cristianismo. Pero, el bien que po­
demos percibir, ¿acaso equipara al mal que vemos? No. La ino­
cencia que se perdió en el Edén abrió compuertas de dolor más
profundas de lo que se puede expresar. Se necesita el cielo para
que seque todo y para que nos provea un cuadro completo que
alivie nuestros corazones para siempre. ¿Por qué dudamos? En
el fondo, nos sentimos incómodos con estas verdades porque so­
mos pecadores. Por naturaleza, todos desearíamos que Dios fue­
ra un poquito más bajo, una deidad lo suficientemente desco­
llante como para ayudarnos en nuestras pruebas, pero no tan...
incontrolable. C.S. Lewis lo representó maravillosamente en su
clásico El león, la bruja y el guardarropa.7 Dos niñas buscan a su
hermano que se encuentra bajo el hechizo de la malvada bruja
Blanca. Se esconden en la casa del Sr. y la Sra. Castor. Los casto­
res hablan en voz baja acerca de un rumor Han visto a Asían, el
león rey de Narnia que hacía tiempo se había ido, y se encuentra
en escena nuevamente. El león es símbolo de Cristo, el Dios he­
cho hombre.
—¡Asían un hombre! —dijo todo serio Castor—. Claro que
no lo es. Os digo que él es el rey de la selva y el hijo del gran
Emperador de Ultramar. ¿Es que no sabéis quién es el rey de los
animales? Asían es un león..., el León, el gran León.
—¡Ah! Yo pensaba que era un hombre —dijo Susana—. ¿No
hay peligro con él? Me siento muy nerviosa de solo pensar que
voy a encontrarme con un león?
—Y tienes que estarlo, queridita; de eso no hay ninguna duda
—respondió la castora—. Si hay alguien que pueda presentarse
delante de Asían sin que le tiemblen las piernas, es porque es
más valiente que la mayoría o porque es sencillamente un tonto.
—¿Pero entonces uno no está seguro ante él? —dijo Lucy.
—¿Seguro? —respondió Castor—. ¿No pusiste atención a lo
que acaba de decir mi esposa? ¿Quién dijo nada acerca de seguri­
dad? Claro que con él no hay seguridad. Pero él es bueno. Es el
rey, te digo.
El soberano Dios que tiene sus días en sus manos no es segu­
ro. Es todo menos eso. Es el rey, pero es bueno.
Sección II

¿Qué se propone?
Siete

Algunas razones

Pretendemos estar sentados plácidamente mientras verdades

de millones de litros se vierten en nuestra cabeza con capacidad


para medio litro solamente. Reconocemos que Dios es bueno y
que sabe qué es lo mejor: Él es capaz de encauzar las
calamidades para que sirvan a sus buenos propósitos sin que la
maldad lo manche y sin embargo, nosotros seguimos luchando.
Absorberlo todo resulta difícil. ¡Dios parece más imponente
(por decir algo) que nunca! Tan alto y poderoso, con propósitos
tan grandiosos, de semejantes proporciones colosales, que nos
preguntamos cómo (e inclusive por qué) tendrá en cuenta la
muela quebrada que tenemos debajo de una corona de
porcelana.
Sentimos alivio al saber que en el cielo, algún día, se secarán
nuestras lágrimas, pero, ¿y ahora qué? Sufrir es una cosa, pero
sufrir y no buscar significado alguno nos pone impacientes. He­
mos tocado el asunto de «Quién» está detrás del sufrimiento,
pero, ¿qué se propone? Tal vez, lo mejor sea animamos a hacer
la pregunta: «¿Por qué?» ¿Existen razones?
«Bueno, Joni, ¿las hay?» preguntó Karla Larson, como si la
pregunta en sí misma descansara sobre sus hombros como el
peso del mundo. Karla es una mujer de unos treinta y ocho años
que está desesperada por entender el porqué de algunas cosas.
La raíz de todo es una diabetes grave. Ambas piernas amputadas.
Un ataque al corazón. Un transplante de riñón. Luchas constan ­
tes con venas colapsadas. Un edema severo y una ceguera decla­
rada. Cuando nos conocimos por primera vez en uno de
nuestros retiros familiares de JAF, le hice notar: «Karla, estoy
asombrada de que hayas podido venir», a lo cual me respondió
con una sonrisa: «Pensé que sería mejor venir antes que pierda al­
guna otra parte del cuerpo.» No ha perdido su sentido del hu­
mor. Recientemente me envió por correo una de las partes de su
cuerpo. Abrí la caja de zapatos y descubrí un pie prostésico usa­
do con una nota adjunta. «Como todo mi ser no puede estar con
todo tu ser durante todo el tiempo, ¡pensé que una parte de mí
sería suficiente!»
En el retiro de este año se veía un poco decaída. El avance de
la ceguera y más cirugías inminentes hacían que Karla comenza­
ra a preguntarse si valía la pena seguir luchando. Durante un des­
canso, luego de la sesión de la mañana, encontramos un rincón
tranquilo al lado de una gran ventana. Las palabras que comparti­
mos fueron medidas y salidas del corazón. Breves y sucintas.
Estuvimos de acuerdo en que el sufrimiento es un dolor. Suspi­
ramos frente a la tentación de damos por vencidas. Finalmente,
fuimos al grano. Las razones de «por qué».
«Mírame», dijo bajando la mirada hacia su regazo. A través
de los pantaloncillos cortos, pude ver el contorno de las grandes
tazas plásticas que rodeaban sus muñones. Karla no tenía pier­
nas cosméticas, sino las que tienen una barra de acero con una bi­
sagra en la rodilla. Levantó la mano para mostrarme algo nuevo:
una gruesa gasa blanca envolvía el final de un nudillo. Le habían
amputado el dedo. «Me estoy cayendo a pedazos.»
Los niños charlaban al otro lado de la ventana. El teléfono so­
naba en la mesa de recepción. Más allá, en el pasillo, un grupo de
adolescentes se reía a carcajadas a raíz de una broma.
Luego de varios instantes, prosiguió: «Soy cristiana. He sufri­
do. ¿No te parece que he pagado mis deudas?» preguntó con
ojos implorantes. «No estoy deprimida ni nada de eso, es que
simplemente... no le encuentre sentido. Me quiero ir al hogar
ahora. Me refiero al cielo.»
Normalmente, no me apresuro a contestar preguntas como
estas. Simplemente escucho. Pero conozco a Karla. Ya hace
mucho tiempo que pasó la etapa del enojo, dejando atrás los re­
gateos, la negación y las interrogantes que nos hacen apretar los
puños. ¿Brotaron estas preguntas de un corazón perspicaz? De­
cidí entrar suavemente en un terreno que los ángeles temen
pisar.
—¿Realmente deseas una respuesta? —le pregunté,
sinceramente.
Asintió.
—Bueno, estás aquí. No estás en el cielo. Eso quiere decir
que Dios tiene sus razones.
—¿Cuáles son? ¿Cuáles razones son buenas como para qui­
tar el dolor de esto... —dijo, levantando nuevamente el nudillo
vendado.
—Toma tu Biblia —le dije, señalándole una que estaba apre­
tada entre la piernay el costado de la silla de ruedas—, y léeme Fi­
lipenses 1:21.
Karla dio vuelta las páginas con su mano vendada. (Le dije
que me gustaría ayudarla, pero que mis manos no eran mejores
que las suyas; en realidad, eran peores.) Encontró la página y
leyó en voz alta:
—Porque para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia.
—Se le iluminó el rostro—. ¡Eh, aquí está! ¿Lo ves? Morir sería
ganancia. Hasta el apóstol está de acuerdo conmigo.
Mi sonrisa fue una mueca.
—Sigue leyendo.
—Está bien, está bien... «Ahora bien, si seguir viviendo en
este mundo representa para mí un trabajo fructífero, ¿qué esco­
geré? ¡No lo sé! Me siento presionado por dos posibilidades: de­
seo partir y estar con Cristo, que es muchísimo mejor, pero por
el bien de ustedes es preferible que yo permanezca en este mun­
do» (Filipenses 1:22-24).
Se me hizo un nudo en la garganta al ver a esta mujer casi cie­
ga, sin piernas, dolorida, señalando los renglones de la página
con una mano vendada y dándole voz a las palabras allí escritas.
—No hay problema si nos sentimos divididos entre dos
posibilidades —dije suavemente—. Irse a nuestro hogar en el
cielo es mucho mejor.
Karla me miró confundida como si le estuviera concediendo
permiso para terminar de una vez tomando pastillas para
dormir.
—Pero —le dije rápida y enfáticamente—, pero es más necesa­
rio que te quedes aquí.
—¿Por qué? —arrugó el rostro.
—Mira, léelo otra vez, dice: «es preferible que yo permanezca
en este mundo.» Puedes pensar que es mucho mejor partir y es­
tar con Cristo, pero mientras permanezcas en el cuerpo, tu fami­
lia y tus amigos tienen algo que aprender. Algo de importancia
eterna.
Karla viró la cara hacia la ventana, su mirada lejana revelaba
que estaba sumergida profundamente en sus pensamientos. Tal
vez, estaba pensando en Christie, su enfermera de transplantes,
con la mente fría en la sala de operaciones pero con el corazón
frío con respecto a las cosas espirituales. A lo mejor pensaba en
otras enfermeras de la clínica que pasaban su tiempo libre en la
cafetería protestando por las nuevas medidas. Quizás pensaba
en sus amigas de la iglesia cuyos mayores problemas eran la me­
nopausia y las crisis de la edad madura. Los compañeros de traba­
jo de su antigua oficina. Los vecinos de la calle. Los vendedores
de la verdulería y los muchachos del empaque que siempre la sa­
ludaban en el supermercado.
Se dio vuelta y preguntó:
—¿Es para ellos más necesario que me quede?

El poder del ejemplo


Vuelva conmigo a la explosión de la bomba en el edificio de
oficinas de la ciudad de Oklahoma que dejó a 168 personas
muertas y desaparecidas. Un pastor amigo me invitó a ir a visitar
a las familias que estaban amontonados en la Primera Iglesia
Cristiana esperando las noticias de sus seres queridos. Antes de
que me permitieran entrar al centro familiar, la Cruz Roja Nor­
teamericana tuvo que revisarme y darme una credencial.
Cuando entré con mi silla de ruedas al centro de la Cruz
Roja, una oficial que vestía una bata blanca exclamó: «¡Dios
mío, qué gusto verla!»
Miré por encima del hombro. ¿Se refería a mí? ¿Me recono­
cía de alguna entrevista? Más tarde, cuando supe que estaba a car­
go de los servicios de aconsejamiento y que no tenía ni la menor
idea de quién era yo, le pregunté por qué me había dado una
bienvenida tan acogedora.
«Querida, desearía que durante las crisis tuviéramos más vo­
luntarios como tú, en silla de ruedas. A las víctimas que vienen
aquí buscando ayuda, les da esperanza ver a alguien como tú, ma­
nejando tu crisis personal. Eres un ejemplo poderoso para ellos,
una promesa de que ellos también sobrevivirán a su tragedia.»
La ciudad de Oklahoma está sobreviviendo la crisis, pero hay
muchas personas en nuestra cultura de la comodidad que no
pueden hacerlo. Con los hombros encorvados y cercanos a la de­
rrota, necesitan el poder del ejemplo. Necesitan ver a alguien
que experimente un conflicto mayor que el de ellos y que además
logre el éxito. «No sean perezosos; más bien, imiten a quienes por
su fe y paciencia heredan las promesas» (Hebreos 6:12).
Si la gente está confundida, atascada en el fango de sus pro­
blemas, si están infectados por un espíritu de queja, o si (Dios
no lo permita) son perezosos como los creyentes cansados de lu­
char que menciona Hebreos, necesitan que se les recuerde que
el poder de Dios resulta; que realmente da resultados, no en teo­
ría, sino en la práctica, en la vida de alguna otra persona. Es una
buena razón del «porqué» escondido detrás de nuestro sufri­
miento. Karla Larsou es un ejemplo poderoso.
—¿Te das cuenta que Dios te necesita? —le pregunté.
—El no necesita a nadie.
—Es verdad —asentí—, pero de todas maneras le gusta usar­
te, especialmente cuando se trata de otros creyentes. Fíjate en
otro versículo. Colosenses 1:24.
—¿Qué es esto, una clase de Teología?
—¡Para ti, sí lo es! —le dije abruptamente—. Además, no re­
cuerdo estas cosas de memoria.
—Muy bien, aquí está —dijo Karla encontrando el pasaje—.
«Ahora me alegro en medio de mis sufrimientos por ustedes, y
voy completando en mí mismo lo que falta de las aflicciones de
Cristo, a favor de su cuerpo, que es la iglesia.»
Lo releyó en silencio y luego levantó la vista.
—¿Eh?
—Cuando se trata de lo que Cristo hizo en la cruz, no nos
falta nada. Fue consumado, tal como lo dijo, pero hay algo que
falta cuando se trata de mostrarles la historia de salvación a los
demás. Jesús ya no está en la carne, pero tú y yo lo estamos.
Cuando sufrimos y lo soportamos con gracia, somos como carte­
les caminantes que hacen propaganda de la manera positiva en la
que Dios trabaja en la vida de alguien que sufre. Es para el benefi­
cio de los creyentes. Pero es más que una cuestión de ejemplo o
inclusive de inspiración —titubeé, buscando las palabras—.
Eres tú. Porque somos uno en el cuerpo de Cristo, estamos uni­
dos los unos a los otros. Tus victorias se convierten en las mías
(véase 1 Corintios 12:26).
Vi cómo la idea se hundía en la cabeza de Karla. Reconocí
que yo era una de esas beneficiarías. Claro que soy cuadripléjica,
pero no considero que mis problemas sean tan severos como los
de ella. Karla, con todas sus angioplastias, tiene que enfrentar di­
lemas más serios que los míos. Me muestra cómo soportar una
molesta úlcera en el pie que no sanará. Dolores de espalda para
los cuales la aspirina no hace nada. Si una mujer que ha tenido
que pedir prestado un riñón puede salir adelante con la ayuda de
Dios, entonces yo también puedo.
Karla dio unas pahnaditas en el lugar adonde la prótesis se
unía al muñón y suspiró:
—Tienes razón. No me apoyaría tan fuertemente en Dios si
no fuera por esto. Y siempre está Christie, y mis otros amigos que
no conocen a Dios. Debiera pensar en ellos.
Le sonreí con orgullo, como si acabara de graduarse con un
doctorado en teología práctica.
—Y si Dios puede sostenerte en la condición en la que te en­
cuentras, ¡entonces todos debiéramos estar gloriándonos en nues­
tras debilidades! Cuando las personas que enfrentan conflictos
menores (como insectos en la banadera) ven a alguien que en­
frenta conflictos mayores, lo que ven vale más que mil palabras.
Aprenden algo poderoso acerca de Dios observándote a ti.
Se parece a este poema que recibí los otros días:

Vi a una mujer en la silla; nuevamente hoy en la iglesia.


Alguien dijo que habían vendido la casa, que se iban a
mudar.
¡No! Grité, no pueden; no pueden irse de aquí.
No he podido conocerla; hay algo que debo decir:
Dime, por favor, tu secreto; quiero sentarme a tus pies,
Necesito saber cómo toleras tu diaria porción de dolor.
¿Cómo puedes seguir sonriendo cuando cada día tu salud
empeora?
¿Cómo puedes seguir dependiendo de Dios conviviendo
con una maldición?
Cada vez que la veo, su sonrisa sale de lo profundo.
Sé que la silla de ruedas no le impide tener comunión con
Dios.
Admite que su salud se deteriora, sabe que se está
marchitando.
¿Cómo puede estar tan tranquila, cuando yo estaría
huyendo?
Amiga, ¿puedes decirme cómo puedes confiar en el Señor?
¿Cómo puedes permanecer tan dulce y amable cuando
pareciera que Él empuña una espada?
Eres para mí una promesa, que aun en medio del dolor
Dios es fiel y está cerca si me vuelvo a él otra vez.
Liz Hupp

Ninguna persona es una isla. Todos estamos conectados.


«Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni tampoco
muere para sí» (Romanos ¡4:7). El propósito de la vida es vivir
para otros. Jesús nos lo mostró. Especialmente para «otros».
1 Corintios 1:27-29 dice: «Pero Dios escogió lo insensato del
mundo para avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mun­
do para avergonzar a los poderosos. También escogió Dios lo
más bajo y despreciado, y lo que no es nada, para anular lo que
es, a fin de que en su presencia nadie pueda jactarse.»
Karla avergüenza a los sabios de este mundo que se burlan de
Dios. Avergüenza a los orgullosos que confían en sus propias
fuerzas. Les arroja una sombra, y ellos lo saben. No pueden en­
cender una vela ante su fe atrevida y vigorosa. Pero esto es bue­
no. ¿De qué otra manera se apagaría su orgullo? ¿Cómo se les
despojaría de la confianza que tienen en su cinturita perfecta, en
sus abdominales musculosos, en sus sonrisas fotogénicas, en
sus grandes cerebros, en sus montones de dólares y en las placas
de bronce que cuelgan en las paredes de sus oficinas?
En probable que Karla pierda otro dedo, y si lo hace, el mun­
do que la observa se verá obligado a tragarse el orgullo y a dejar
caer la mandíbula sin poder dar crédito a su tenaz confianza en
Dios. O está loca, o existe un Dios viviente detrás de todo su su­
frimiento que es más que un axioma teológico. Su vida es una
prueba viviente de que él está en acción. La cristiandad sostiene
algunas declaraciones muy amplias y dogmáticas; cuánto más
fuertes son las declaraciones, más fuerte debe ser su fundamen­
to. Dios invita gustoso a los inconversos, y a algunos creyentes
vacilantes, a examinar los fundamentos de la fe de Karla. Su testi­
monio es tan arrojado como las declaraciones sobre las cuales
descansa, y esto hace que la gente piense dos veces en él.

Alabado sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre


misericordioso y Dios de toda consolación, quien nos consuela
en todas nuestras tribulaciones para que con el mismo consuelo
que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos conso­
lar a todos los que sufren. Pues así como participamos abundan­
temente en los sufrimientos de Cristo, así también por medio
de él tenemos abundante consuelo. Si sufrimos, es para que uste­
des tengan consuelo y salvación; y si somos consolados, es para
que ustedes tengan el consuelo que los ayude a soportar con pa­
ciencia los mismos sufrimientos que nosotros padecemos (2 Co­
rintios 1:3-6).

Si Karla padece, es para el consuelo de otros. Si sufre, este su­


frimiento tiene una influencia de salvación sobre su enfermera
de trasplantes. Es para que sus amigas que están en la menopau­
sia o atravesando las crisis de la edad madura, puedan
soportarlo.
«Empiezo a entenderlo». Karla se sienta derecha y dice: «Si
mi cuerpo se va a caer pedazo a pedazo, Dios debe permitirlo no
solo por mi bien...»
«Sino también por el bien de quienes te rodean» concluí su
frase.
Es probable que Karla Larson quede completamente ciega.
Con el tiempo, es probable que no pueda utilizar su físico para
nada. Cuando suceda, y sucederá, no tendrá que preocuparse
por sentirse inútil, o por no tener un propósito para el cual vivir,
o por no tener una razón para seguir adelante. Seguirá siendo
una testigo de Dios (Hechos 1:8).
Este «por qué» se hace eco en la nota que recibí de Tina, una
joven que cuida a su abuela:
Querida Joni:
Ayer mi abuela luchaba con el sentimiento de la inutilidad.
Se preguntaba para qué servía, qué propósito podía cumplir, qué
significado podía tener la vida cuando se pasa la mayor parte del
tiempo entre la cama y un sofá. Me di cuenta de cuán fácilmente
equiparamos las palabras propósito / significado / utilidad con
las cosas que hacemos con nuestro cuerpo, y qué poco énfasis
ponemos en las cosas del espíritu o en las acciones de aliento
que requieren poco o nada de nuestro físico.
Le dije esto a mi abuela, pero de repente entendí que yo no es­
taba concentrándome en glorificar a Dios en mi vida interior. El
propósito de mi vida se había convertido en «cuidar a la abuela»
y no en escuchar al Señor y concentrarme en la oración y de esta
manera practicar una genuina preocupación por los demás.
Estas son cosas que deben suceder en mi interior.
Con amor,
Tina.

Por el bien de los demás

La conversación fluía entre Karla y yo. Las sonrisas eran cáli­


das. Las lágrimas reales. Los pensamientos que surgían de la Bi­
blia fortalecían el alma. Echamos una mirada a nuestros relojes y
nos dimos cuenta de que la próxima sesión del retiro estaba a
punto de comenzar.
Luego de orar, dio vuelta a las ruedas de su silla para irse.
«Voy a pensar en lo que hemos hablado» dijo por encima de su
hombro mientras se alejaba. Observé cómo algunos de los ami­
gos de Karla que la habían traído al retiro se reunían a su
alrededor. Uno de ellos le dio una botella de agua, un sorbete y
un abrazo. Es mejor, es necesario para ellos que Karla se quede.
Sin embargo, había algo que resultaba inoportuno. ¿Lo que
habíamos hablado convertía a la gente que sufre nada más que
en ayudas audiovisuales en las manos de un Dios utilitario? ¿Lec­
ciones objetivas de las cuales los demás pueden aprender? ¿Las
personas que sufren, que permanentemente se están vaciando a
sí mismas, son meros modelos de inspiración? ¿Qué ganancia le
queda a Karla?
Volví al ejemplo de Pablo. Cuando reconoció que era más ne­
cesario que se quedara para fortalecer y animar a los demás, aña­
dió: «Convencido de esto, sé que permaneceré y continuaré con
todos ustedes para contribuir a su jubiloso avance en la fe. Así,
cuando yo vuelva, su satisfacción en Cristo Jesús abundará por
causa mía» (Filipenses 1:25).
Me gusta la parte «por causa mía». Lo que otros obtienen al ob­
servar a Karla aumenta su crédito en la cuenta celestial. Es el viejo
principio de Juan 15:5,8: «Yo soy la vid y ustedes son las ramas. El
que permanece en mí, como yo en él, dará mucho fruto.»
El Señor Todopoderoso del universo toma nota cuando
siembra semillas en las vidas de los demás. Toma nota cada vez
que ella riega las semillas con sus oraciones. Si algo bueno se
conmueve en un alma, aun en las almas de aquellos que ella no
conoce, Dios lo anota en su cuenta. Cuando observa que la fe flo­
rece y que el fruto madura en la vida de alguien en quien ha in­
vertido su ejemplo, Dios lo registra en el balance de Karla.
Si dan resultado, ella gana. Si reciben recompensa, ella cose­
cha. Si son levantados, ella se levanta con ellos. Comparte el ga­
lardón por el fruto que se ha cosechado en sus almas. Por esto el
apóstol Pablo habló de aquellos en los cuales había invertido su
vida como «su gozo y corona» (Filipenses 4:1). ¡Otras personas
son nuestras coronas!
Deseo saltar a la esquina del cuadrilátero de Karla. No estoy
pidiendo su sufrimiento, deseo su actitud. Me recuerda cómo
somos más ricos cuando reconocemos nuestra pobreza absolu­
ta. Todos somos más fuertes cuando nos enfrentamos a nuestra
fragilidad. Todos ganamos gloriosamente cuando le decimos
adiós a los sueños destrozados.
Sacrificamos la comodidad, pero caemos en el almohadón
de los brazos de Dios. Prenunciamos a placeres terrenales, pero
podemos elevarnos a un nivel de euforia que no pertenece a este
mundo. Nos vaciamos a nosotros mismos y engordamos y nos
saciamos de la gracia de Dios. Es un modelo que Cristo mismo
nos dio:

La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien,


siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios
como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntaria­
mente, tomando la naturaleza de siervo... se humilló a sí mismo
y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz! Por eso
Dios lo exaltó hasta lo sumo (Filipenses 2:5-9).

Fíjese en la parte que dice «por eso». Como una fórmula


matemática; como una proporción inversa. Más bien, como una
ecuación que supera todas las proporciones. Dios no nos eleva a
cualquier lugar alto, ni tampoco a las gradas de los espectadores,
sino a la altura de coherederos con Cristo, sentados junto a él. «Y
si somos hijos, somos herederos; herederos de Dios y coherede­
ros con Cristo, pues si ahora sufrimos con él, también tendre­
mos parte con él en su gloria» (Romanos 8:17). ¡Sorprendente!
Sufrimos con Cristo para que podamos compartir con él su glo­
ria suprema. Los creyentes que enfrentan grandes conflictos,
pero que sin embargo se apoyan en Dios con todo su corazón,
aferrándose a veces a la esperanza como a la cuerda de un barrile­
te, son los que tienen la mayor confianza en compartir la gloria
de Cristo.
Todo el poder, el honor, la gloria, la bendición y las riquezas
que se derramarán sobre Cristo en el día de su coronación, inun­
darán todo el universo y nosotros seremos partícipes de esto.
¿Qué valor tiene? «De hecho, considero que en nada se compa­
ran los sufrimientos actuales con la gloria que habrá de revelarse
en nosotros» (Romanos 8:18).
Dios le ofreció a Adán y a Eva un camino que los conducía di­
rectamente desde el Edén hasta el paraíso eterno, pero como
nuestros primeros padres optaron por un desvío, como el sufri­
miento ahora es parte de lo que significa ser un Homo sapiens,
Dios lo va a usar. No con poco entusiasmo, sino con placer. Por­
que por más oscuro y pernicioso que sea, Dios aplastará el sufri­
miento como un pomelo en la cara del diablo, dándole vuelta,
convirtiéndolo en algo dulce. Si no se puede evitar el sufrimien­
to, Dios lo va a redimir para guiamos a escalones más altos en el
cielo.
Es difícil pensar en el cielo cuando se está sufriendo, en sus
bendiciones para otros y en los beneficios para usted. Razón
más que suficiente para que: «No nos cansemos de hacer el
bien, porque a su debido tiempo cosecharemos si no nos da­
mos por vencidos. Por lo tanto, siempre que tengamos la
oportunidad, hagamos bien a todos, y en especial a los de la fami­
lia de la fe» (Gálatas 6:9-10).
Es un pensamiento con el cual podemos abanicamos cada
vez que sentimos que desmayamos.

Pero, ¿y si?
¿Y si el ejemplo de Karla no le hiciera bien a nadie? ¿Y si no
pudiera venir a un retiro familiar o si viviera completamente
sola? Las vidas santas deben verse. Pero, ¿qué me dice de la viu­
da que casi nunca se aventura fuera de su apartamento? ¿Del es­
tudiante extranjero que pasa solitario los fines de semana en una
universidad vacía? ¿Del prisionero incomunicado? ¿Del ancia­
no que vive en un asilo, en la última habitación al final del pasi­
llo? ¿Y si casi no puede comunicarse con el personal? Tal vez,
unas pocas enfermeras se sientan animadas por su vida de tran­
quila confianza, pero, ¿y si nadie más se da cuenta?
La soledad mezclada con la aflicción es una poción peligrosa.
Se permanece despierto, sintiendo un persistente dolor que lo
traspasa. Dolor físico, sí, pero también mental. Las montañas a
las que tiene que hacer frente son desconocidas para los demás.
«Sufrir para nada» es un pensamiento venenoso. Ya sea que este­
mos verdaderamente solos o solitarios, la sensación de que na­
die percibe nuestros sufrimientos (si la tenemos), nos puede lle­
var al desespero.
Estoy pensando en John McAllister. El hombre que como
aquel roble se marchitó y debilitó a causa de una enfermedad de­
generativa. El hombre cuyos ojos brillaban desde sus órbitas
hundidas. Mi amigo que sobrevivió al ataque de las hormigas.
¿Lo recuerdan? John ya no se roza con la gente. En las etapas ini­
ciales de su enfermedad podía conducir su automóvil hasta la
iglesia, al centro comercial, y a unas instalaciones residenciales
donde dirigió un estudio bíblico para gente joven con parálisis
cerebral. Los vecinos lo saludaban en el centro comercial. Los
amigos lo detenían en el estacionamiento. Los empleados de la
gasolinera buscaban su saludo feliz y su apretón de manos. Pero
ios años han pasado y la novedad de su silla de ruedas también.
La gente ya no viene muy seguido. Desvaído e imposibilitado
para hablar, sus días pasan, sentado en la cama en el medio de la
sala. Los pájaros que revolotean afuera de la ventana son sus prin­
cipales compañeros.
¿John McAllister está realmente solo?
Toda su habitación está llena de algo dinámico y electrizante
que se siente en el aire, que agita la atmósfera que rodea su casa.
Los ángeles, junto con los poderes y principados en el reino ce­
lestial están observando, escuchando y aprendiendo.
Es probable que la gente no se dé cuenta de que John
McAllister existe, pero el mundo espiritual sí se da cuenta. Los
ángeles, hasta los demonios, están intensamente interesados en
los pensamientos y en los afectos de cada ser humano.
«El fin de todo esto es que la sabiduría de Dios, en toda su di­
versidad, se dé a conocer ahora, por medio de la iglesia, a los po­
deres y autoridades en las regiones celestiales» (Efesios 3:10).
Puedo escuchar su pensamiento: ¿Angeles mirándome de reojo y
escuchándome a escondidas? ¿Angeles sentados en el asiento del acompa­
ñante de mi vehículo escuchando cuando exploto de ira por culpa del auto­
móvil que se me cruzó por delante? ¿Demonios retorciéndose las manosju­
bilosamente, esperando que maldiga a mis hijos cuando me sacan de las
casillas? ¿Principados y potestades observando en puntas de pie para ver si
recurro a Dios o le doy la espalda?
Esto no es ciencia ficción. Lucas 15:10 es no ficción: «Les
digo que así mismo se alegra Dios con sus ángeles por un peca­
dor que se arrepiente.»
Los ángeles de Dios verdaderamente se emocionan cuando
alguien decide confiar en Dios. Lea Efesios 3:10 de nuevo. El
propósito de Dios es enseñarle acerca de sí mismo a millones de
seres invisibles; y nosotros somos (John McAllister lo es) una pi­
zarra sobre la cual Dios escribe las lecciones acerca de sí mismo
para beneficio de los ángeles y de los demonios. Dios recibe glo­
ria cada vez que el mundo espiritual aprende cuán poderosos
son sus eternos brazos para sostener al débil. Aprenden que
Dios es quien impregna cada fibra del ser de John con perseve­
rancia. La vida de mi amigo no es un desperdicio. Aunque a mu­
chas personas parezca no importarles, alguien, o muchos, se
preocupan más de lo que John se puede imaginar.
La vida de John logra algo más. Le produce disgusto a Sata­
nás. La confianza que muestra en Dios pone al diablo contra la
pared. Aunque su cuerpo esté demacrado y sus ojos estén virtual­
mente privados de la vista, es como un viejo guerrero que escu­
cha un clarín lejano que proviene del campo de batalla. «Nunca
maldeciré a Dios, por más cosas que él me quite.»
John se parece un poco a Job, a quien Satanás le echó en cara
a Dios mofándose de él: «Job no te ama a ti, ama tus bendicio­
nes. Dios, no eres tan grande como para que alguien te siga por
tus propios méritos.»
Pero Job dijo: «Aunque él me matare, en él esperaré» (Job
13:15 R.V). Una declaración como esta dice mucho deJob (dice
mucho de John McAllister), pero dice mucho más de Dios.
Nada hay que hiera más al diablo, y John tiene parte en echarle
sal a esas heridas. La vida del ser humano más insignificante es
un campo de batalla en el cual convergen las fuerzas más podero­
sas del universo en una guerra. ¡Este eleva el prestigio de la per­
sona más baja c insignificante de la tierra!
Puedo imaginar el día en que John deje este mundo y entre
al cielo. Cuando su espíritu se eleve dejando la cáscara de su
cuerpo, el universo de espíritus angélicos se pondrá de pie, con­
teniendo la respiración con respeto. Saludarán con asombro,
viendo su espíritu ascender como una fragancia agradable y
dulce para Dios. Entonces, ¡cuidado! allí la fiesta realmente
estallará.
Cada día que seguimos viviendo significa algo. Dios se propo­
ne algo bueno cuando se trata de nuestras pruebas. Existen razo­
nes. Para nosotros, para los demás, para la gloria de Dios, y para
los espíritus celestiales.
Para la gloria de Dios

Pero el sufrimiento logra algo más que esto. Prepara el esce­


nario para ofrecerle algo excepcionalmente precioso a Dios:
«Así que ofrezcamos continuamente a Dios, por medio de
Jesucristo, un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los la­
bios que confiesan su nombre. No se olviden de hacer el bien y
de compartir con otros lo que tienen, porque ésos son los sacrifi­
cios que agradan a Dios» (Hebreos 13:15-16).
David, el salmista, lo hacía todo el tiempo. En el Salmo 43:5
suspira: «¿Por qué voy a inquietarme? ¿Por qué me voy a angus­
tiar?» Pero antes que su alma lo arrastre hacia abajo, David abrup­
tamente lo endereza: «En Dios pondré mi esperanza, y todavía
lo alabaré. ¡El es mi Salvador y mi Dios!»
A Dios le agrada la alabanza, pero estalla de gozo cuando la
alabanza que respira tiene el aroma de un sacrificio de olor
agradable.
Nada lo deleita más. ¿Cómo? Digamos que una mujer con
artritis en las manos borda un juego de fundas de almohadas
para usted. Probablemente este regalo va a tener más significado
que si lo hubiera bordado una mujer con las manos sanas. ¿Por
qué? Porque la mujer con artritis tuvo que hacer un esfuerzo ex­
traordinario. Su regalo involucró costo y sacrificio. Si considera
las horas extras que invirtió, los frecuentes descansos que tuvo
que tomar para frotarse los nudillos, el dolor que soportó con
cada pequeña puntada. Lo más probable es que se conmueva has­
ta las lágrimas. Su sufrimiento «glorificó» el regalo, haciéndolo
más valioso a sus ojos.
Si respondemos de esta manera a los sacrificios, ¡cuánto más ex-
tasiado quedará Dios! Un sacrificio de alabanza hace que la ala­
banza sea mis gloriosa.
Ken y yo vamos a una pequeña iglesia donde tenemos que ce­
rrar un par de sillas plegables para hacer espacio para mi silla de
ruedas, a la izquierda del edificio. Por lo general, la familia Pome­
roy se sienta unas pocas filas más adelante hacia la derecha. La
madre, el padre, dos niños y Verónica, la hija menor, a quien le
gusta ponerse hermosos sombreros sobre su cabello rubio. Veró­
nica tose mucho en la iglesia. Solía pensar que era una niña afec­
tada por frecuentes resfriados. Más tarde supe que tiene fibrosis
cística, una seria enfermedad pulmonar que constantemente
obstruye con flemas las vías respiratorias. El pronóstico de esta
enfermedad nunca es bueno. Verónica no permite que esto la de­
prima. No tiene más que once años y sin embargo, la Navidad
pasada reunió a sus compañeros de clase para conseguir cientos
de juguetes para los niños huérfanos de Bosnia. Disfruto miran­
do a Verónica durante las reuniones de adoración. Especialmen­
te cuando canta himnos.

Sopla en mí, aliento divino,


Lléname de vida nueva,
Para que pueda amar lo que tú amas,
Y para que pueda hacer lo que tú harías.

Tose entre líneas y yo me pregunto qué pensará Dios al reci­


bir su alabanza. Es un genuino sacrificio de alabanza mientras re­
suella al cantar.
Verónica, con su capacidad pulmonar limitada, me inspira a
llenar mi pecho y cantar con todo mi corazón.
Un sacrificio hace brillar la gloria de Dios. Demuestra el in­
menso valor que le adjudicamos. Una alabanza así nos cuesta la
lógica, el orgullo y las preferencias, pero vale la pena. «Digno es
el Cordero, que ha sido sacrificado, de recibir el poder, la rique­
za y la sabiduría, la fortaleza y la honra, la gloria y la alabanza»
(Apocalipsis 5:12-13).

Mientras tanto

Acabe de enterarme de que Karla Larson ha tenido otro retro­


ceso. Lo mencionó en la PD. de una nota que me envió luego
del retiro:
Querida Joni:
Luego de haber hablado contigo, siento que puedo «correr la
carrera» y «pelear la buena batalla» nuevamente. Las razones que
tenía para no desear más procedimientos médicos estaban basa­
das en el temor. Ahora me doy cuenta de que mis decisiones no
solo me conciernen a mí, sino que afectan a mi familia, a mis
amigos y a otros que observan. Estoy viva por la gracia, la miseri­
cordia y la fidelidad de Dios. Por lo tanto, cuando surja la necesi­
dad de otra angioplastia o de lo que sea, estoy lista para
enfrentarla.
Cariños, Karla
PD. Acabo de enterarme que tengo cáncer uterino.

Deslicé la nota a un lado y lancé un profundo suspiro. Gra­


cias, Karla, por recordármelo. Yo también estoy dispuesta a seguir corrien­
do la carrera. Su ejemplo crece en importancia y poder, y si su fa­
milia y sus amigos lo olvidan, o si yo lo hago, siempre habrá
ángeles y principados observando. Siempre está Dios.
Allí está Dios.
No es pasivo. No es un observador casual.
Quizás Karla tenga mejores razones para algunos de los bue­
nos «por qué», pero mientras ella y sus amigos de la iglesia se
unen cada vez más y se ayudan los unos a los otros, otra «razón
de los porqué» se nos aclarará.
Esta «razón de los porqué» tiene que ver con Dios mismo.

Aliviemos el sufrimiento
El corazón de Dios desea aliviar el sufrimiento. Hace lo im­
posible para que esto suceda Dios mueve cielo y tierra para se­
car las lágrimas, aliviar las cargas, quitar el dolor, detener ¡as gue­
rras, poner un alto a la violencia, curar a los enfermos, sanar a los
quebrantados de corazón y arreglar matrimonios.
Dios está esforzándose para alimentar a los que no tienen ho­
gar, vestir a los desnudos, visitar a los prisioneros, adoptar a los
huérfanos, consolar a los afligidos, consolar a los moribundos,
defender a los niños, vendar a los magullados, darle a los pobres,
cuidar de las viudas, eliminar la injusticia, limpiar la contamina­
ción, prevenir el aborto, hacer justicia, proteger a los animales,
rectificar el racismo, apoyar a los ancianos, sostener a los depri­
midos, terminar con el crimen, con la pornografía, ayudar a los
discapacitados, prevenir el abuso, cesar la corrupción, apagar las
maldiciones, librarse del juego de azar, transformar los corazo­
nes de piedra en corazones de carne y a los hombres muertos en
vivos.
Nos llama a unimos a su noble causa, pero nos caemos de­
trás. Si Dios llora es porque su corazón siente intensamente el
sufrimiento con abundante claridad, pero hay pocos (aun entre
su pueblo) que se movilicen a la acción. No estamos
escuchando.

Porque día tras día me buscan, y desean conocer mis caminos,


como si fueran una nación que practicara la justicia, como si no
hubieran abandonado mis mandamientos. Me piden decisiones
justas y desean acercarse a mí, y hasta me reclaman: «¿Para qué
ayunamos, si no lo tomas en cuenta? ¿Para qué nos afligimos, si
tú no lo notas?» «El ayuno que he escogido, [dice el SEÑOR]:
¿no es más bien romper las cadenas de injusticia y desatar las co­
rreas del yugo, poner en libertad a los oprimidos y romper toda
atadura? ¿No es acaso el ayuno compartir tu pan con el ham­
briento y dar refugio a los pobres sin techo, vestir al desnudo y
no dejar de lado a tus semejantes?» (Isaías 58:2-3,6-7).

Dios anhela quitar el dolor a través de aquellos que son su


cuerpo, sus manos y sus pies sobre ¡a tierra. «Él es la cabeza del
cuerpo, que es la iglesia» (Colosenses 1:18). Y «por su acción [de
Cristo] todo el cuerpo crece y se edifica en amor... según la acti­
vidad propia de cada miembro» (Efesios 4:16).
Se supone que el cuerpo hace su trabajo. El trabajo de Dios.
«Más bien, al vivir la verdad con amor, creceremos hasta ser en
todo como aquel que es la cabeza, es decir, Cristo» (Efesios
4:15). Tomamos las directivas de nuestra Cabeza para todo, des­
de compartir el evangelio hasta darle refugio al pobre forastero.
Las directivas no pudieran ser más claras. En algunas partes,
Dios apela a nuestros sentidos filantrópicos, instándonos a estar
«preparados para toda obra buena» (2 Timoteo 2:21). En otras
partes, tiene que dar golpecitos sobre nuestros escritorios y repe­
tirnos las cosas como si fuéramos alumnos de segundo grado:
«La religión pura y sin mancha delante de Dios nuestro Padre es
esta: atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y
conservarse limpio de la corrupción del mundo» (Santiago
1:27).
Pero vacilamos. Resulta irónico, ya que muchos de nosotros
le echamos la culpa por permitir que el sufrimiento sea el estatus
quo del mundo. (El quo no sería tan estatus si no nos quedára­
mos allí sentados y siguiéramos sus directivas.) Pero arrastra­
mos los pies, ¡nos movemos tan despacio! Muchas veces desobe­
decemos, escuchando al orgullo o al prejuicio mientras nos
rehusamos a hacer algo. Entonces el sufrimiento crece y se ex­
pande como un virus insidioso. Sería posible detenerlo y erradi­
carlo de muchas maneras, pero la miseria se fomenta porque la
mayor parte del tiempo no hacemos nada para deternerla. Sus
manos y sus pies no pueden aliviar el sufrimiento porque he­
mos perdido «conexión con la Cabeza» (Coíosenses 2:19).
Y bien, ¿qué tiene esto que ver con Karla y sus amigos de la
iglesia?
«Así Dios ha dispuesto los miembros de nuestro cuerpo, dan­
do mayor honra a los que menos tenían, a fin de que no haya di­
visión en el cuerpo, sino que sus miembros se preocupen por
igual unos por otros. Si uno de los miembros sufre, los demás
comparten su sufrimiento; y si uno de ellos recibe honor, los de­
más se alegran con él» (1 Corintios 12:24-26).
Las manos y los pies de Dios se fortalecen cuando el cuerpo
incluye a alguien que está sufriendo. Las puntas de los nervios es­
tán alertas y fluye la adrenalina. Los músculos están tensos para
la acción. Los ojos están concentrados en la necesidad y los oí­
dos están atentos al llamado. Los pies comienzan a moverse ha­
cia delante. El cuerpo comienza a trabajar cuando recorre la
milla extra. Se une en un propósito, «sin divisiones en el cuer­
po»... y compartiendo «la preocupación por igual unos por
otros». Cuando alguien en la congregación sufre, no hay tiempo
para dividirse en fracciones.
Es por eso que Dios sabe que es más necesario que Karla se
quede. Ayuda al cuerpo. Sucede ya. Su clase de Escuela Domini­
cal está en la mira para aprender cómo ministrar a otras perso­
nas. Este verano ayudarán económicamente a otras personas
para que vengan a nuestro retiro para familias con hijos
discapacitados.
La Palabra de Dios virtualmente grita: «Los miembros del
cuerpo que parecen más débiles son indispensables» (1 Corin­
tios 12:22). Esta es la razón por la cual Jesús vuelve una y otra
vez al punto de dar honor al débil, al pobre y al discapacitado en
nuestras congregaciones. El cielo sabe que sin Karla Larsons en
nuestros bancos, la iglesia se debilitaría. Después de todo: «¿No
ha escogido Dios a los que son pobres según el mundo para que
sean ricos en la fe y hereden el reino que prometió a quienes lo
aman?» (Santiago 2:5).
Cuando la Iglesia ejercita los músculos en el servicio sacrifi­
cial, se levanta para su llamado, entra en el gran propósito para el
cual fue designada. Al hacerlo, Dios sonríe. Se está aplastando al
sufrimiento. Se está purgando el dolor. Y la oscuridad que sofo­
ca los corazones y ciega los ojos retrocede.
Es una buena, muy buena respuesta a su pregunta: «¿Por
qué?»
Pero existen razones aún mejores.
Ocho

La mejor respuesta
que tenemos

Una vez, en una excursión por el sur de Inglaterra, mi amiga

Judy señaló un obelisco en un cruce de caminos de un puebleci­


to inglés. En él se encontraban los nombres de dieciocho jóve­
nes que habían muerto en la Primera Guerra Mundial.
«¿Eran todos ellos de este pequeño lugar?» pregunté incrédu­
la. Había solo un puñado de casas, unas pocas tiendas, una o dos
granjas y una iglesia. Me explicó que el ejército británico le pro­
metía a los jóvenes que si se inscribían juntos, también podrían
estar juntos en la guerra. En la carnicería al por mayor de la Pri­
mera Guerra Mundial, esto significaba que morirían todos jun­
tos. Cerca de un millón de británicos formaban parte de la ma­
tanza de nueve millones de personas.
El pueblo nunca volvió a ser el mismo. Se colgaron paños ne­
gros en los negocios y se bajaron las cortinas. Pero Jas familias se
aferraron unas a las otras, la iglesia se llenó, los padres se abraza­
ban, se secaban las lágrimas, se satisfacían las necesidades, se ali­
viaba el dolor, y aquella pequeña ciudad ganó un corazón y un
alma más noble y más valiente que las grandes capitales del
continente.
A pesar de todo el horror y el sufrimiento se sacó algún bien
de todo aquello. Sí, había sacrificios de alabanza; sí, los principa­
dos y las potestades miraban con asombro; sí, muchos sufrieron
por el beneficio de otros; sí, los incrédulos fueron avergonzados
y se apagó su alardeo; sí, las personas con conflictos más leves
aprendieron de aquellos que estaban en el frente de batalla; sí, el
cuerpo de Cristo en aquel pueblo creció y se edificó en amor.
En conjunto, la gente pudo haber ganado, pero considere al
individuo. A la madre británica que detrás de las puertas cerra­
das de su casa, se hundía a solas en la almohada mojándola con lá­
grimas de dolor. Lloraba la pérdida no de un hijo, sino de dos, o
tal vez de tres, o de un esposo.
Los beneficios globales del sufrimiento y la manera en que
afectan al cielo y a los ángeles, a la iglesia y al mundo que obser­
va, son una realidad insuperable. Pero el corazón individual re­
quiere un consuelo más cerca al hogar, algo que esté a tono con
el interior del alma. Porque el sufrimiento es algo muy terrible y
horriblemente personal.
Dios lo sabe. Es por eso que mientras las madres apesadum­
bradas y las viudas angustiadas de aquel pueblo de Inglaterra
abrían las Biblias en busca de consuelo, nunca se encontraron
con un pasaje que describiera a Jesús riéndose con estrépito.
Abrieron sus Biblias y encontraron a un hombre de dolores,
experimentado en quebrantos:

En los días de su vida mortal, Jesús ofreció oraciones y súplicas


con fuerte clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte,
y fue escuchado por su reverente sumisión. Aunque era Hijo,
mediante el sufrimiento aprendió a obedecer; y consumada su
perfección, llegó a ser autor de salvación eterna para todos los
que le obedecen (Hebreos 5:7-9).

Estas son buenas nuevas para el alma que sufre. El Hijo de


Dios no estuvo exento de aflicción, sino que la vivió de cerca y
aprendió de ella. Una vez que ese proceso estuvo completo, se
convirtió en la fuente de ayuda para todos los que le obedecen.
¿Debiéramos sufrir? «El discípulo no es superior a su maestro,
ni el siervo superior a su amo. Basta con que el discípulo sea
como su maestro, y el siervo como su amo» (Mateo 10:24-25).
Abrimos nuestras Biblias y encontramos que Dios tiene sus
razones al permitimos que suframos, no solo en los niveles
altos, sino en la vida del individuo. Aprender esas razones puede
marcar una diferencia en el mundo.

La escultura
En el pueblo inglés había una estatua, la escultura de un sol­
dado. A medida que nuestro vehículo lo rodeaba lentamente,
para mí simbolizaba el valor de aquellos arrojadosjóvenes en los
campos de batalla del norte de Francia. No es menos valiente la
gente que sobrevivió La Primera Guerra Mundial, el azote de la
influenza en el 1918, la Segunda Guerra Mundial, el terremoto
de Armenia, los vientos monzones de Bangladesh y todas las ca­
tástrofes que entre tanto han sucedido.
El sufrimiento ha inspirado y forjado más esculturas de las
que uno pudiera contar. Y no solo de las de bronce que descan­
san sobre pedestales en las plazas de las ciudades.
El sufrimiento nos moldea conforme a la imagen «santa y sin
mancha» de Cristo (Efesios 1:4), como una figura esculpida en
mármol. Un artista de Florencia, Italia, le preguntó una vez al
gran escultor renacentista Miguel Angel qué veía cuando tenía
frente a sí a un gran bloque de mármol. «Veo una hermosa figura
atrapada en su interior», contestó, «y mi responsabilidad es sim­
plemente tomar mi martillo y mi cincel y cincelar hasta que la fi­
gura quede en libertad.»
La figura hermosa, la expresión visible de «Cristo en noso­
tros, la esperanza de gloria» se encuentra dentro de los cristianos
como una posibilidad, un potencial. La idea está allí, y Dios usa
la aflicción como un martillo y un cincel, cortando y cincelando
para revelar su imagen en usted. Dios escoge como modelo a su
Hijo, Jesucristo, «Porque a los que Dios conoció de antemano,
también los predestinó a ser transformados según la imagen de
su Hijo» (Romanos 8:29).
¿A qué se parece la escultura? «Pero tenemos este tesoro en
vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de
Dios y no de nosotros. Nos vemos atribulados en todo, pero no
abatidos; perplejos, pero no desesperados; ...Dondequiera que
vamos, siempre llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús,
para que también su vida se manifieste en nuestro cuerpo» (2
Corintios 4:7, 8-10). Es una imagen de insuperable poder.
Dios continúa cincelando, tallando un poco más. «Para evi­
tar que me volviera presumido... una espina me fue clavada en el
cuerpo» (2 Corintios 12:7). Dios trabaja más profundamente,
modelando cuidadosamente cada grieta escondida, incluyendo
nuestro temperamento: «La actitud de ustedes de ser como la de
Cristo Jesús, quien... se rebajó voluntariamente... se humilló a sí
mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!
(Filipenses 2:5-8).
¿Podrá esta escultura resistir el azote de más tormentas y
pruebas? «Yno sólo en esto, sino también en nuestros sufrimien­
tos, porque sabemos que el sufrimiento produce perseverancia;
la perseverancia, entereza de carácter; la entereza de carácter, es­
peranza» (Romanos 5:3-4). Es una imagen de esperanza sólida
como una roca.
Dios continúa martillando: «Antes de sufrir anduve desca­
rriado, pero ahora obedezco tu palabra... Me hizo bien haber
sido afligido porque así llegué a conocer tus decretos» (Salmo
119:67,71). Antes de la parálisis, mis manos alcanzaron muchas
cosas indebidas y mis pies me llevaban a lugares malos. Luego
de la parálisis, las posibilidades de ser tentada se redujeron
considerablemente.
Dios utiliza el sufrimiento para purgar el pecado de nuestras
vidas, fortalecer nuestro compromiso con él, obligamos a depen­
der de la gracia, unirnos a otros creyentes, producir discerni­
miento, fomentar la sensibilidad, disciplinar nuestras mentes,
ocupar el tiempo sabiamente, aumentar la esperanza, hacer que
conozcamos mejor a Cristo, hacemos anhelar la verdad, guiar­
nos al arrepentimiento por el pecado, enseñamos a dar gracias
en tiempos de dolor, aumentar la fe y fortalecer nuestro carácter.
¡Es una imagen hermosa1 .
Y es una imagen que no se parece a otra. Cuando Cristo sale
a la luz en mí, es una escultura única. Así es como en «Joni» se ve
la paciencia, el dominio propio, la resistencia, la amabilidad, la
suavidad, como también un saludable odio por el pecado. Es di­
ferente a la manera en que se ve la sensibilidad o el dominio pro­
pio en mi esposo, o en cualquier otra persona. Mi aflicción par­
ticular es diseñada a mano por Dios expresamente para mí.
Nadie tiene por qué sufrir una «lesión transversal de la columna
en la cuarta y quinta vértebras cervicales» exactamente como yo,
para ser conformados a su imagen. Someternos a su cincel es
aprender a ser obedientes en lo que nos toca sufrir. Las circuns­
tancias no cambian, nosotros cambiamos. La esencia de lo que
somos se transforma, como algo que va revelando su imagen
con una gloria cada vez más creciente. «Pero cada vez que al­
guien se vuelve al Señor, el velo es quitado. Ahora bien, el Señor
es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.
Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos
como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a
su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que
es el Espíritu» (2 Corintios 3:16-18).
No puedo concentrarme en el martillo y el cincel. No puedo
mirar alrededor y lamentarme por lo que Dios está cincelando.
Se me destroza el corazón al pensar en tanta gente (especial­
mente cristianos) que viven toda su vida de esta manera. El sufri­
miento los devora. Durante años yo fui así. La silla de ruedas in­
sistía y clamaba a gritos reclamando toda mi atención.
Desmoralizada, me di por vencida. Le permití a la silla de ruedas
que definiera quién era yo. Todo lo que consiguió fue un alma
secay frágil. No me convertí en una mala persona, simplemente
me faltaba pasión por la vida. Sin energía espiritual, pasaba los
días en completa derrota, mientras la rutina diaria me devoraba.
No buscaba el alivio en la oración o en la Biblia sino en los pro­
gramas cómicos de la TV y en los fines de semana en el centro
comercial.
La resignación con amargura no es mejor. «Está bien, esto es
lo que me tocó vivir», gemimos. El sufrimiento se convierte en
un entorno predecible con límites conocidos aunque no dejan
de ser dolorosos. Pero no por mucho tiempo. Capitular ante el
sufrimiento debilita el alma, o despierta la ira. Conozco a un
hombre de sesenta y tres años que quizás pronto pierda la pierna
debido a la diabetes. «Bueno, si es así...» resuella, «me estaciona­
ré frente al televisor. Iré a mi habitación y no volveré a salir
jamás». Este hombre está furioso con el futuro, y todavía ni si­
quiera ha perdido la pierna.
El orgullo es peor. Recuerdo cuando de niña lloré por un ras­
pón en la rodilla y tuve que soportar el peso de las palabras de mi
tío Henry: «Levanta la cabeza, no tienes nada por qué llorar.
¡Una pequeña lastimadura siempre ayuda!» Las palabras hacían
juego con su imagen de domador de caballos a lo Teddy Roose­
velt, con el pecho henchido y una sonrisa apretada. Me tragué
las lágrimas y me prometí a mí misma que nunca volvería a llo­
rar cerca de mi tío. Otros deben haber sentido lo mismo. «Alé­
jense del tío Henry», era el consejo. El estoicismo marchita el
alma.
Creer en el sufrimiento es entrar en un callejón sin salida.
Creer en el Escultor es tener una esperanza viva.
Concéntrate en él, con la confianza de que nunca cortará o
excavará demasiado profundo. ¿Temes que Dios pueda empeo­
rar las cosas? ¿Temes que te dé otro hijo con un defecto de naci­
miento? ¿O que te haga terminar en un hospital con el mal de
Alzheimer? ¿O que te deje sin un centavo? Dios no es un Escul­
tor caprichoso ni improvisado. «Porque yo sé muy bien los pla­
nes que tengo para ustedes, afirma el SEÑOR, planes de bienes­
tar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza»
(Jeremías 29:11). Promete ser preciso con el cincel. Como dice
Eugene Peterson en la paráfrasis de 1 Corintios 10:13: «Ningu­
na prueba o tentación que se interponga en vuestro camino es su­
perior a lo que los demás han tenido que enfrentar. Todo lo que
necesitan recordar es que Dios nunca los decepcionará; nunca
permitirá que vayan más allá de los límites; siempre estará allí
para ayudarlos a salir adelante.»
El proceso del sufrimiento y el de estar bajo el martillo no ter­
minará hasta que seamos completamente santos (y no existen
posibilidades de que eso suceda de este lado de la eternidad). Es
por eso que he aceptado mi parálisis como una condición cróni­
ca. Cuando me rompí el cuello, no fue un rompecabezas que
tuve que resolver rápidamente, ni tampoco fue una sacudida li­
gera que me permitió volver rápidamente al camino. El acciden­
te fue el comienzo de un largo y arduo proceso de transforma­
ción para llegar a parecerme a Cristo. Por supuesto, hay veces
que me gustaría que fuera más fácil: «Tres veces le rogué al Se­
ñor que me la quitara [el sufrimiento]; pero él me dijo: «Te basta
con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad.» Por
lo tanto, gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades,
para que permanezca sobre mí el poder de Cristo» (2 Corintios
12:8-9).
Aún no soy perfecta. Todavía me queda un largo camino has­
ta que mi escultura esté completa y lustrosa. La gracia de Dios,
el deseo y el poder para hacer su voluntad, es suficiente. «Por tan­
to, renueven las fuerzas de sus manos cansadas y de sus rodillas
debilitadas. Hagan sendas derechas para sus pies, para que la
pierna coja no se disloque sino que se sane» (Hebreos
12:12-13). ¡Un día, la salud y la plenitud, la madurez y la perfec­
ción serán mías! Así que, cuando mis huesos se cansan de este
proceso, recuerdo Santiago 1:2-4: «Hermanos míos, considéren­
se muy dichosos cuando tengan que enfrentarse con diversas
pruebas, pues ya saben que la prueba de su fe produce constan­
cia. Y la constancia debe llevar a feliz término la obra, para que
sean perfectos e íntegros, sin que les falte nada.»1
El completo desarrollo de la constancia. Esta es una de las ra­
zones de «por qué» y sin embargo me hace estremecer. Pero Dios,
porfavor, destruye en mí cualquier cosa que quietas quitar. En tus manos,
las cosas que caen no tienen importancia. Si deseo deleitarme en la intimi­
dad contigo, debo «ser santa como tú eres santo». Lo necesito; especialmen­
te porque voy al cielo, la habitación santa de los habitantes santos.
«Queridos hermanos, no se extrañen del fuego de la prueba
que están soportando, como si fuera algo insólito. Al contrario,
alégrense de tener parte en los sufrimientos de Cristo, para que
también sea inmensa su alegría cuando se revela la gloria de Cris­
to» (1 Pedro 4:12-13).
Si amo a Dios, el sufrimiento en definitiva no es lo que im­
porta. Lo que importa es Cristo en mí. El dolor no deja de ser do­
lor, pero puedo «regocijamos en el sufrimiento» (Romanos 5:3)
porque el poder de Dios en mi vida es mayor que lo que pueden
ser las brigadas del sufrimiento. Deseo ver la escultura
terminada.

«Cuando Dios desea formar a un hombre,


conmover a ese hombre,
y capacitar a ese hombre
para representar el papel más noble;
cuando Él anhela de todo corazón
crear un ser tan grande y audaz
que pueda a todo el mundo asombrar,
observa sus métodos; observa su obrar.
Con cuánta firmeza perfecciona
a quien en su beneplácito selecciona;
cómo Él martilla y lo hiere,
y con poderosos golpes lo convierte
en pedazos de arcilla complaciente
que sólo Dios comprende,
mientras su atormentado corazón clama
y suplicantes manos levanta.
Su ser se dobla sin romperse
cuando Dios su bien emprende.
Cómo usa al que Él escoge
Y en el crisol de sus propósitos lo funde.
Con cada acto lo induce
a poner a prueba su esplendor;
Dios sabe cuál es su labor.

Autor desconocido
Deseo ser «para la alabanza de su gloria» (Efesios 1:12). Quie­
ro ser transformada a su imagen. El Escultor también lo desea,
porque «el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfec­
cionando hasta el día de Cristo Jesús» (Filipenses 1:6).
Todas estas son razones que se encuentran detrás de nuestro
sufrimiento. En parte, responden a la pregunta «¿Por qué?»
Pero solo en parte.
En algún momento luego de la primera década en silla de rue­
das, comencé a sentirme gratificada por lo que estaba comenzan­
do a ver. Estaba agradecida por lo que estaba aprendiendo. La
imagen de Cristo estaba emergiendo lentamente al reflejar su
amabilidad y compasión, como así también la sensibilidad hacia
el mal. Marqué esa primera década como un hito, como una tra­
vesía. Sentía que Dios quería mostrarme más, guiarme hacia de­
lante, elevarme más alto, pulir la escultura. «Dejando a un lado
las enseñanzas elementales acerca de Cristo, avancemos hacia la
madurez» (Hebreos 6:1). Eché una mirada a mi espejo retrovi­
sor e hice una lista:
Todas las cosas me ayudan a bien. Para la gloria de Dios.
No quiere decir que sea una autora de éxitos de librería
ni una oradora de primera; simplemente significa ser
parecida a Cristo. Chequeado
Los sufrimientos me han obligado a tomar decisiones con
respecto a Dios, a ejercitar mi fe. Ahora puedo creer en
él más que antes de la silla de ruedas. Chequeado.
El sufrimiento ha obrado en mi carácter. No soy tan descui­
dada en las relaciones con los demás. Cumplo las pro­
mesas. Soy más paciente, al menos un poco más. Me
importa más la gente. Chequeado.
Estar paralizada realmente ha hecho que el cielo sea más
real. No como una manera de escabullirme, sino que
me hace desear vivir mejor aquí porque aun hay más
allí. Chequeado.
En verdad, no cabe duda que mis pensamientos cambiaron
radicalmente. No puedo alcanzar las tentaciones comu­
nes como la mayoría hace. No tener el uso de las manos
ha sido de gran ayuda en este aspecto. Chequeado.
El sufrimiento me ha hecho un poco más sensible hacia las
demás personas que sufren. Antes de mi accidente no
me hubiera interesado en absoluto por personajes
como yo. Ahora es una historia diferente. Chequeado.

Una lista de chequeo como esta, suena seca y técnica, pero


años atrás me ayudó a responder, al menos en parte, esa espinosa
pregunta: «¿Por qué Dios hace una pila tan alta de sufrimien­
tos?» ¿Por qué? Bueno, ¡eh! Dios está más preocupado por con­
formarme a la imagen de su Hijo que en dejarme en las zonas de
comodidad. Dios está más interesado en las cualidades interio­
res que en las circunstancias externas; en cosas tales como refi­
nar mi fe y humillar mi corazón, limpiar mis pensamientos y for­
talecer mi carácter. No es una mala respuesta.
Pero no siempre es la mejor.
Algunas veces las buenas respuestas no son suficientes.

La única respuesta que satisface


«Hola, Connie», le dije por teléfono a mi amiga, «estoy volan­
do hacia Baltimore para estar en unas conferencias dentro de un
par de semanas y me encantaría reunirme con algunos de los vie­
jos amigos del Club de Vida Joven». No podía imaginar una for­
ma mejor de pasar el tiempo libre en mi ciudad natal que vestir­
me para una elegante comida con mis amigas de la escuela y
contarles historias, mostrarles fotografías, escarbar en los recuer­
dos graciosos y destinar una hora para orar y cantar himnos. No
habíamos estado juntas desde la graduación en al año 67, así que
sentía un hormigueo al pensar en verlas.
Tres semanas más tarde, atravesaba la puerta de la casa de
Connie con mi silla de ruedas, preparada para pasar una conmo­
vedora tarde.
«¿Qué te hiciste en el cabello?»
«Miren, traje un par de viejos cancioneros.»
Era un embotellamiento de abrazos y saludos a la entrada de
la casa de Connie hasta que nos invitó a pasar al comedor.
Nos saludaron finos manteles de lino, vajilla de porcelana, re­
cipientes con frutas y flores frescas.
«Muy bien, tengo solo tres pedidos», anuncié luego de haber
dado gracias mientras los platos comenzaban a girar alrededor
de la mesa. «Que separemos un tiempo para orar, para cantar y
para que cada una nos ponga al día con lo que ha pasado en su
vida.»
Millie, al otro lado de la mesa, con un brazo enyesado, fue la
que comenzó. Sí, todas le firmaríamos el yeso antes de irnos y,
sí, le prometí que no se lo babearía al autografiárselo con la boca.
No, no sabíamos que lo había tenido durante meses. ¿De veras?
¿El pronóstico es tan desolador? La noticia de infección crónica
nos apagó el ánimo.
La siguiente fue Jacque, mi adorada amiga con la cual había­
mos compartido enamorados, batidos de leche y vueltas corrien­
do alrededor del campo de hockey. «Todas saben lo que pasó con
mi esposo. Las cosas no salieron bien. Mi hijo está atravesando
un tiempo difícil para librarse de las drogas», le hablaba al plato,
empujando la comida con el tenedor. La mesa quedó en silencio
a no ser por el tintineo de los cubiertos.
La Sra. Filbert, madre de mi novio en la secundaria, contó
cómo la esposa de su hijo había huido del matrimonio, dejándo­
la a cargo de los nietos mientras él iba a trabajar. Ahora que los
nietos eran más grandes, dedicaba su tiempo a cuidar de su espo­
so que tenía mal de Parkinson. Oía las palabras, pero veía recuer­
dos de aquellos viernes por la tarde, mucho tiempo atrás, cuan­
do tocaba el piano en su casa solariega. Una casa segura,
ordenada, hermosa que mantenía a raya el sufrimiento más allá
del umbral. «Algunas personas dicen que no debiera dejar de ha­
blan en los Clubes para Mujeres Cristianas», dijo, mientras sus
ojos se humedecían. «Pero estoy convencida de que el Señor me
tiene donde él quiere que esté.»
En el extremo más lejano se encontraba Diana, absorbiéndo­
lo todo. No había dicho mucho. Cuando nos saludamos, la noté
inusualmente callada. Le llegó el turno de hablar. La mirada
sombría de Diana hacía juego con sus palabras mientras nos
compartía una historia de rebelión y de abuso de drogas en su fa­
milia. Cesó el ruido de los platos. Siempre, desde la escuela se­
cundaria, Diana había sido una persona espiritualmente robus­
ta, que se encontraba más cerca de Dios que ninguna de
nosotras, pero hoy, el inconmovible Peñón de Gibraltar fijaba la
vista en su regazo. «No iba a venir a este encuentro. Anoche,
muy tarde, trajimos a mi hijo del centro de rehabilitación. Todo
fue muy malo. Es que no sé...Simplemente no lo sé.»
El silencio cayó sobre nosotras. Alguien se sintió incómoda
con el silencio, Jacque, la que también tenía un hijo con proble­
mas de drogas. «Bueno, debes mantener la esperanza, sigue oran­
do. De alguna manera, tienes que saber que va a funcionar. Si­
gue creyendo. ¿Quién sabe? Tal vez esto sucedió porque...»
Jacque mencionó algunas cualidades interiores que probable­
mente Dios estaba formando como resultado de las circunstan­
cias externas. Fe a toda prueba. Carácter robusto. Esperanza in­
quebrantable. Sensibilidad hacia los otros. Pero el silencio se
hizo aun más pesado. Diana ya sabía todo eso.
A cualquiera de nosotras nos hubiera podido enredar en
cuestiones de teología, gracias a los años que había pasado en es­
tudios bíblicos, sin dejar de mencionar un doctorado en aconse­
jamiento. Conocía las bases doctrinales; me había ayudado con
aquello de que «el sufrimiento desarrolla la paciencia» y «el sufri­
miento refina la fe» cuando yo la molestaba todo el tiempo con
mis «¿por qué?» Eso sucedió hace treinta años.
Del silencio lentamente surgió una canción. Débil al princi­
pio, luego fue creciendo hasta que todas se unieron:

Hay un bálsamo en Gilgal


Que sana a los heridos;
Hay un bálsamo en Gilgal
Que sana al alma enferma.

La canción favorita del Club de Vida Joven fue surgiendo de


nuestras memorias como si fuéramos nuevamente adolescentes
sentadas en cuclillas en el suelo de un salón de la iglesia.
Era un antiguo negro spiritual inspirado en el profeta Jere­
mías que, en medio del horror de la invasión babilónica, pregun­
tó: «¿No hay sanidad para nuestras heridas? ¿No hay respuesta
para nuestro llanto?» Cuando volvíamos a la escuela, cantába­
mos acerca de Dios, del bálsamo de Gilgal, que suavizaba al cora­
zón herido por alguna desilusión adolescente. Pero ahora, la le­
tra brillaba con una pátina acumulada durante los años que
habían traído divorcios, parálisis, enfermedades y drogas.
Cantamos la última nota y luego Connie suspiró: «¿Alguien
quiere postre?» La Sra. Filbert se puso de pie y comenzó a levan­
tar los platos de la mesa. Se escuchaba el ruido de sillas que se
arrastraban y el tintineo de los platos; la habitación se llenó de
una conversación agradable. Mientras servían el café, me recli­
né hacia atrás y me di cuenta de que acababa de pasar, todas lo ha­
bíamos hecho, un nuevo hito.
Cuando a uno le estrujan el corazón como a una esponja,
una lista ordenada de «dieciséis buenas razones bíblicas por las
cuales esto le está sucediendo» puede arder como la sai en una
herida. Pero así no se detiene la hemorragia. Una lista de che­
queo puede estar bien cuando se mira al sufrimiento a través de
un espejo retrovisor, pero cuando se está sufriendo en el tiempo
presente, la frase «Permíteme explicarte por qué te está sucedien­
do esto» no siempre es soportable.
Las respuestas, por mejores que sean, no pueden ser el golpe
de gracia. La fe purificada nunca es un fin en sí misma; culmina
en Dios. Un carácter más fuerte se ejercita no por el carácter en
sí, sino para Dios. Una esperanza viva se toma más animada
cuando está centrada en el Señor. Si nos olvidamos de esto, le
quitamos brillo a la fe, debilitamos el carácter y desinflamos la es­
peranza. «Porque estas cualidades, si abundan en ustedes, les ha­
rán crecer en el conocimiento de nuestro SeñorJesucristo, y evitarán
que sean inútiles e improductivos» (2 Pedro 1:8).
Nunca debemos alejar las respuestas de la Biblia de Dios. El
problema del sufrimiento no se refiere a algo, sino a Alguien. En
consecuencia, la respuesta no puede ser algo, sino Alguien. «El
conocimiento de nuestro Señor Jesucristo» es mantener nues­
tros ojos en el Escultor, no en el sufrimiento, ni siquiera en los
beneficios del mismo.
Además, las respuestas son para la cabeza. No siempre llegan
hasta el lugar donde el problema duele: en las entrañas y en el co­
razón. Una persona como mi amiga Diana, que sufre y está doli­
da, se parece a los niños que miran a la cara a sus padres llorando
y preguntando: «Papi, ¿por qué?» Esos niños no quieren explica­
ciones, respuestas, o razones de «por qué»; quieren que su papá
los alce, les palmee la espalda y les asegure que todo va a estar
bien.3
La súplica de nuestro corazón pide seguridad, la seguridad
proveniente del Padre, que nos diga que existe un orden para la
realidad que trasciende lejos nuestros problemas, que de alguna
manera todo va a estar bien. Transitamos lentamente por nuestro
sendero filosófico, y luego, ¡paf!, nos golpeamos contra el sufri­
miento. Nuestro punto de vista fundamental de la vida ya no
nos brinda un sentido de significado o de seguridad en nuestro
mundo. El sufrimiento no solo ha sacudido el bote, sino que lo
ha hecho zozobrar. Necesitamos tener la seguridad de que el
mundo no se está haciendo pedazos como pareciera. Necesita­
mos saber que no vamos a desintegramos en un millón de partí­
culas atómicas que saldrán dando vueltas por el espacio. Necesi­
tamos que nuevamente se nos asegure que el universo, el
mundo, no se encuentran en un caos como una pesadilla, sino
que está en orden y estable. Dios debe estar en el centro de las co­
sas. Debe estar en el centro de nuestro sufrimiento. Más aun,
debe ser nuestro Papá, personal y compasivo. Este es nuestro
clamor.
Dios, como padre, no nos da simplemente consejos, se da a
sí mismo. Se convierte en el marido de la apenada viuda (Isaías
54:5), en el padre de los huérfanos (Salmo 10:14), en el consue­
lo de la mujer estéril (Isaías 54:1), en el compañero de la persona
solitaria (Isaías 62:5). Es el sanador de los enfermos (Exodo
15:26). Es el maravilloso consejero de los que están confundi­
dos y deprimidos (Isaías 9:6).
Esto es lo que usted debe hacer cuando alguien a quien ama
se encuentre en angustia: responder a la súplica de su corazón
dándole su corazón. Si usted es el que está en el centro del uni­
verso, sosteniendo todas las cosas, si todo se mueve, respira y se
sustenta en usted, no puede hacer nada más que darse a sí mis­
mo (Hechos 17:28).
Es la única respuesta que en definitiva importa.
Y recién hemos comenzado.
Capítulo nueve

Búsquele sentido
al sufrimiento

Las razones llegan a la cabeza, pero las relaciones llegan al

alma. La amistad de Dios alcanzándonos en medio de nuestras


pruebas es lo que da sentido al sufrimiento.
Imagínese esta historia: Va caminando por la calle, concentra­
do en sus propias cosas, cuando lo acosan y lo obligan a llevar
una canasta grande y pesada en la espalda. Le ordenan que cami­
ne tres cuadras, que gire a la izquierda, que siga dos cuadras, que
gire a la derecha, y que luego prosiga hacia delante. Tambaleán­
dose bajo el peso, da un traspié, aturdido y enojado. El peso del
canasto es demoledor. La espalda se le está rompiendo, lodo ca­
rece de sentido y ha caído sobre usted de manera fortuita. Se re­
siente por la manera en que esta pesada carga lo está consumien­
do, convirtiéndose en el centro de toda su existencia.
Cuando se encuentra a mitad de la tercer cuadra, tambaleán­
dose bajo el peso, finalmente vocifera: «¡Qué pasa!»
Entonces, se revela la verdad. La carga que lleva es su hijo, las­
timado e inconsciente. «¿Qué?» Para colmo, descubre que no
está vagando a la deriva, sino que va por el camino más directo a
la sala de emergencias del hospital.
Inmediatamente se endereza. Inhala nuevo vigor. Las rodi­
llas dejan de temblarle. La adrenalina y una energía fresca le ace­
leran el paso, y sigue hacia delante con una nueva actitud. ¿A
qué se debió el cambio? El sufrimiento por el cual está pasando
involucra una relación. No es cualquier relación, sino la de su
hijo. El amor que siente por él le apura el paso y le acelera el cora­
zón. La relación le da sentido a su carga. Inclusive el intrincado ca­
mino adquiere sentido. Sabe hacia dónde se dirige. La travesía
tiene un final positivo, el hospital, y esto le infunde esperanza.
El sufrimiento en sí no tiene sentido. En sí mismo es una car­
ga frustrante y confusa, pero cuando le damos el contexto de
una relación, inmediatamente adquiere sentido.

Encontremos la relación en el sufrimiento


En la película Sleeper, Woody Alien representa el papel de
una persona que se despierta en otro siglo, luego de que lo con­
gelaran en un experimento científico. Le dan una serie de foto­
grafías de nuestro siglo para que las identifique, lo cual origina
una serie de observaciones comiquísimas. Aparece la foto de
Billy Graham. Alien hace una pausa y luego dice: «Billy
Graham... el que dice que tiene una relación personal con
Dios.» La audiencia, por supuesto, estalla en carcajadas. Así de
absurda suena esta idea para algunos. En realidad, es una asevera­
ción sorprendente.1
Pero más sorprendente aun es que Dios no se muera de risa.
Desde su punto de vista, una relación personal con los seres hu­
manos no tiene nada de absurdo. Es un anfitrión que entrega in­
vitaciones a derecha e izquierda. Es el pastor que deja a las noven­
ta y nueve ovejas en el campo para salir a buscar a la que se
perdió. Es el rey que ofrece una fiesta suntuosa a ios mendigos.
Tiene un lugar reservado y está interesado en relacionarse.
¡Quiero conocer a un Dios como este! ¡Quiero situarme
bajo la cascada de gozo de la Trinidad, que salpica y se desborda
desde las mullaras celestiales. Si él siempre está de buen humor,
yo quiero hacer lo mismo. Si estoy perdida, quiero que me en­
cuentre. Abre los cielos, Señor, baja hacia aquí, patea a un lado
las mesas de dinero, transgrede las reglas de «No tocar» y
abrázame.
Debe ser así de apasionado, pero nosotros, criaturas de
sistemas y procedimientos, nos quedamos inmóviles. Tal vez,
en un estilo de adoración, ya sea litúrgico o «guiado por el Espíri­
tu». Tal vez, en nuestra manera de estudiar la Biblia o en cierto
método de oración: primero la confesión, segundo el arrepenti­
miento, luego la alabanza y la acción de gracias, a continuación
la intercesión y luego, otra vez, la alabanza. Transformamos es­
tas cosas en el centro.
Los métodos de estudio y las técnicas de adoración sirven de
ayuda al comenzar a relacionarnos con Dios (por algún lado hay
que empezar), pero con mucha facilidad se vuelven monótonas
y mecánicas cuando cultivamos una relación personal. Hasta
Jesús se sorprendió ante la gente que dedicaba todas sus vidas a
estudiar las Escrituras y sin embargo, no llegaban a conocer a
Aquel a quien ellas señalan (Juan 5:39-40). La preponderancia
de los regímenes y las rutinas sirve para los hombres de nego­
cios, para los sargentos del ejército y para los fariseos, pero no
para Dios. De esta manera se puede llegar a arañar la superficie,
pero es más, mucho más que «Haga A, B y C y conocerá mejor a
Dios». El no es una pieza que nos falta en la vida, que, una vez en­
contrada se puede colocar en su lugar y así nuestras vidas espiri­
tuales transcurren de una manera eficiente y suave.
Las relaciones personales no funcionan de esa manera. Espe­
cialmente cuando se trata de Dios. Si deseamos acercamos más
a alguien, a Dios o a cualquier otra persona, debemos unir fuerte­
mente los corazones. Debemos hablar, discutir lo que nos gusta
y lo que no, encontrar gozo el uno en el otro, ver qué le sucede al
otro, tal como sucede con el cónyuge. «¿Hay algo que pueda ha­
cer por ti? ¿Necesitas algo?» Significa arremangarse las mangas y
hacer juntos un trabajo bien hecho. Una fuerte relación es un
entretejido de muchas experiencias compartidas.
Tales cosas son las que hacen la intimidad, y la intimidad no
puede regularse. Puedo tener la disciplina de pasar un tiempo re­
gular con alguien, pero la intimidad no puede regularse. La inti­
midad tiene lugar cuando dos almas se rozan. Es lo que más an­
helamos. Conocer y ser conocidos. Aun en las mejores
relaciones, seguimos anhelando a alguien que sepa comprender
nuestro mundo y que entre en nuestra lucha, que nos abrace
con una pasión que se apodere de nosotros y nos derrita en una
unión que jamás sea quebrantada. Dios responde a ese antiguo
anhelo. Un ansia que trae en el eco el mensaje que fuimos crea­
dos para él. Hagamos sonar el perfecto diapasón de Dios y algo
resonará en nosotros, no en la misma clave, pero más o menos
en el mismo tono. Somos como las rameras, los desamparados,
los discapacitados de los días de Jesús que sabían que él podía lle­
nar el enorme vacío en sus almas. Lo seguían a todas partes. Las
experiencias compartidas alivian el dolor.
Hay una experiencia en particular que cumple esta función.
No se puede elegir. No está ordenada. No se puede tratar de ma­
nera metódica. Es fea, confusa, dolorosa y riesgosa porque pue­
de acercarlo a Dios o alejarlo de él. Pero una vez que haya salido
del paso, no querrá cambiar la dulzura de la intimidad con Dios
por ninguna otra cosa. Entreteje su corazón con el de él de una
manera única.
Esta experiencia particular lo une a Dios como también a
otras personas. Los veteranos de la Segunda Guerra Mundial ¡o
saben. También lo saben quienes han sobrevivido al cáncer, a un
accidente aéreo, o a la epidemia de polio de los cincuenta. Los
compañeros de habitación de un hospital lo sienten.
Esto es sufrimiento compartido. Cuando se encuentra en las
trincheras, alcanzándole balas a su compañero y combatiendo a
un enemigo común, los corazones no pueden evitar estar uni­
dos. El conocimiento que tienen el uno del otro es único e ínti­
mo. Para ambos.
Tengo una amiga llamada Skip que se lastimó la columna ver­
tebral el mismo día y el mismo año que yo. Cada vez que nues­
tros caminos se cruzan, comparamos nuestros modelos de sillas
de ruedas y ¡surge una camaradería instantánea! Estoy más cerca
de mis vecinos desde que sucedió el terremoto de Northridge
en 1994; mi esposo Ken corrió afuera, luego de la sacudida ini­
cial, y en la oscuridad casi choca con Brian y el Sr. Hollander. Se
quedaron helados, sintiendo cómo la calle que estaba bajo sus
pies se sacudía como un taladro. «Aquí hay alguien que estuvo
allí, que sabe exactamente cómo me siento... lo que he experi­
mentado. Compartimos algo único.»
El espíritu de cuerpo entre los que han sufrido es profundo.
El sufrimiento compartido con Dios es aun más profundo.

Deseo conocer a Cristo


«¿Cuándo podré tener mi silla de ruedas, papi?» El pequeño
Matthew de cinco años, miró a su padre a la cara con unos ojos
marrones tristes y suplicantes. Matthew, su hermano Stephen y
sus padres, habían pasado una semana como voluntarios en uno
de nuestros retiros de JAF. Se hicieron amigos de muchos niños
y niñas que usaban muletas, andadores y sillas de ruedas. Me reí
cuando Jim, su padre, me contó acerca del pedido de Matthew.
Este pequeño no necesita una silla de ruedas, ¡pero procure ha­
cérselo entender!
Para Matthew, una silla de ruedas sería lo mejor de su lista de
regalos para Navidad. Una silla de ruedas significa un paseo fe­
liz, también significa la iniciación en un club maravilloso: un
grupo especial de niños que disfrutan de una relación especial
con Joni. Este niño de cinco años no tiene idea de lo que signifi­
can el dolor y la parálisis, los sufrimientos y los obstáculos. Des­
cuenta todo eso, dejando de lado el aspecto oscuro. Todo lo que
desea es una oportunidad para estar entre mis mejores amigos,
una oportunidad para identificarse conmigo, para ser como yo.
una oportunidad para conocerme. Si esto implica tener una silla
de ruedas, ¡magnífico! ¡Bienvenida sea!
Se necesita un niño como Matthew para que se ilumine la
verdadera emoción que se encuentra detrás de las palabras del
apóstol Pablo: «Es más, todo lo considero pérdida por razón del
incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por él
lo he perdido todo, y lo tengo por estiércol, a fin de ganar a Cris­
to y encontrarme unido a él» (Filipenses 3:8-9). Matthew quería
unirse a un club, pero la comunión de los sufrimientos de Cris­
to no es un círculo cerrado al cual pueden pertenecer ciertos cre­
yentes. La palabra comunión en el texto original era koinonia, la ex­
periencia de compartir algo en común.
El apóstol Pablo sabía esto cuando escribió: «Lo he perdido
todo a fin de conocer a Cristo, experimentar el poder que se ma­
nifestó en su resurrección, participar en sus sufrimientos y lle­
gar a ser semejante a él en su muerte» (Filipenses 3:10). Casi se
puede escuchar el entusiasmo en la voz de Pablo, con esos ojos
de cinco años como los de Matthew, tristes y suplicantes. Pablo
no le presta atención al lado oscuro, a los sufrimientos ni a los
obstáculos. Si significa sufrir, está bien. Lo acepta. Aceptará cual­
quier cosa con tal de conocer a Cristo. El dolor y la muerte entra­
ron al mundo a raíz de la caída del ser humano, esto no es lo que
Dios quería para el hombre, pero Adán prefirió sufrir en lugar
de gozar de la unión con Dios, y el Señor convirtió el sufrimien­
to en un medio para que el hombre pudiera conocerlo mejor. Pa­
blo lo entendió así. ¡Deseo conocer a Cristo!
La palabra «conocen> significa tener una unión cálida, íntima
y profunda. Como en el libro de Génesis cuando dice que Adán
conoció a su esposa, Eva (Génesis 4:1 RV). Es un cuadro espiri­
tual de una unión física. Pablo no quería conocer a Cristo sim­
plemente en su cabeza, deseaba experimentarlo en su corazón,
en todo su ser. No solo contagiarse del buen humor de Dios y
deleitarse en su cascada de gozo, sino sentirlo abrazándolo apa­
sionadamente, asiéndolo y derritiéndolo en una unión que ja­
más se rompería.
Cuando uno se derrite con Dios de esta manera, es más que
saber acerca de él, es conocerlo. Lo que está dentro: Cómo el Pa­
dre ama al Hijo. Cómo el Hijo agrada al Padre y no se agrada a sí
mismo. Cómo el Espíritu revela al Hijo y nunca se revela a sí
mismo. Cómo el Hijo revela al Padre, jamás señalándose a sí
mismo. El Padre engendra al Hijo, el Hijo honra al Padre, el
Espíritu ¡os venera a los dos. Es una manera divina de «morir a sí
mismo».
Pablo sabía que si deseaba que su corazón se entretejiera con
el de Dios, eso significaría sufrimiento. Nunca señalándose a sí
mismo sino honrando y venerando al Otro. Significaría meterse
en las trincheras con Dios para luchar contra un enemigo co­
mún, donde sus corazones pudieran fusionarse.
Este es el verdadero espíritu de unidad. Conocer a Dios en las
trincheras es saber por qué confiamos en él. ¿Por qué no habría
de confiar en aquel que me cubre la espalda durante el fuego cru­
zado? Conocer a Dios es estar libres de la incesante necesidad de
comprender exactamente lo que está haciendo antes de poner
nuestra confianza en él. Los miembros con este espíritu de unidad
son las personas más felices de la tierra. Conocen al verdadero
enemigo. Saben que Dios nunca se va a quedar sin balas, siem­
pre habrá suficiente gracia. Saben que Dios nunca les fallará. Co­
nocen su misericordia cuando flaquean, su protección, su paz
en el medio de la batalla, su compasión por los que sufren.
Están convencidos de que Dios está con ellos en las
trincheras.

Deseo conocer... el compañerismo de participar en


sus sufrimientos.
Esta es la mejor parte: Dios se deleita identificándose con no­
sotros en nuestros sufrimientos.
Cuando el apóstol Pablo se encontraba camino a Damasco,
el Señor resucitado no le dijo: «Saulo, ¿por qué persigues a mi
pueblo?» Le dijo: «¿Por qué me persigues?» (véase Hechos 9:4).
Considera nuestros sufrimientos como sus sufrimientos. Sien­
te la punzada en el pecho cuando usted sufre. Lo toma de mane­
ra personal. «Si el mundo los abonece, tengan presente que an­
tes que a ustedes, me aborreció a mí» dijo en Juan 15:18. Esto es
la descripción de la intimidad desde la perspectiva de Jesús.
Jesús es un Salvador que puede «compadecerse de nuestras
debilidades... que ha sido tentado en todo de la misma manera
que nosotros, aunque sin pecado» (Hebreos 4:15). Peter, mi
amigo ciego, cuenta la humillación que sufrió cuando siendo un
adolescente, se cayó luego de golpearse la cabeza contra una
rama. Tendido en el suelo frente a sus amigos, se sintió herido y
avergonzado. Su confianza en Dios se sacudió: Dios, tú no entien­
des lo que es ser ciego, ¡No saber de dónde pueda venir el próximo golpe!
Pero Jesús sí lo entiende: «Los hombres que vigilaban a jesús co­
menzaron a burlarse de él y a golpearlo. Le vendaron los ojos, y
le increpaban: “¿Adivina quién te pegó?”» (Lucas 22:63-64).
Gloria, otra amiga, cayó en profunda angustia al conocer el
sombrío pronóstico de la enfermedad de su hija. La pequeña
Laura ya había sufrido mucho a causa de un desorden degenera­
tivo en el sistema nervioso con el cual había nacido, y ahora el
pronóstico médico incluía más sufrimiento y la muerte imperio­
sa. Una noche, al alejarse de la cama de su hija, espetó: «Dios, no
está bien. ¡Nunca has tenido que ver morir a uno de tus hijos!»
No hubo terminado de decirlo cuando se llevó las manos a la
boca. Sí, vio morir a su hijo. A su único Hijo.
Al principio, cuando reconocí que Jesús es un Salvador que
puede compadecerse de nuestras debilidades, le contaba apasio­
nadamente a todo el mundo cómo «Cristo había quedado parali­
zado en la cruz.» Él entiende cómo me siento. Un bombero, víc­
tima de la tensión nerviosa, tiró por tierra mi entusiasmo. En la
cafetería donde nos conocimos, comenté: «Él ha estado allí. Nos
comprende.» Afuera los taxis tocaban las bocinas y los camiones
rugían, pero nosotros estábamos totalmente ajenos a lo que suce­
día. La mirada del bombero se cruzó con la mía, yo, feliz y since­
ra; él, descreído y con una mueca que le deformaba la boca cansa­
da. «Conque él entiende. Tremendo. ¿De qué me sirve?»
comentó irritado mientras sacaba los brazos de debajo de la
mesa. Las mangas arremangadas mostraban los dos muñones en
el lugar donde debieran haber estado sus manos. «Se me quema­
ron en un incendio. Perdí mi trabajo.»
Me tomó de sorpresa. Acababa de salir del hospital y por cier­
to no era estudiante de teología ni experta en la Biblia. El entu­
siasmo se esfumó de mi cara. Respondí con la mayor honestidad
posible. «No conozco todas las respuestas. Y no estoy segura
que saberlas sirva de ayuda, pero sí conozco al que tiene las res­
puestas.» Luego de una larga pausa, inclinó su rostro. «Yconocer­
lo es lo que hace la diferencia.» Nunca había hablado con tanta
confianza, pero sentí un espíritu de unidad con este nombre sin
manos. Después me sorprendí a mí misma diciendo por prime­
ra vez desde el accidente: «Prefiero estar en esta silla conociéndo­
lo que de pie sin él.»
El bombero no necesitaba un portafolio lleno de palabras.
Necesitaba la Palabra. La Palabra echa carne, traspasada, con cla­
vos que horadaban sus muñecas, con las manos que casi se le des­
prendían. Escupido, ensangrentado, lleno de moscas que zum­
baban a su alrededor y de un odio torturante. Estos no son
meros hechos acerca de Jesús. No es amor como una idea abs­
tracta. Es amor derramado como el vino tan fuerte como el fue­
go. En aquella cena, el bombero dejó de pensar en Dios como
un místico meditando en una montaña lejana, ni tampoco como
una deidad abstracta. No había nada ordenado en él. Dios se en­
sució cuando derramó la sangre en la cruz para salvar a la gente
del infierno. Esto se convirtió en un extraño atractivo para este
hombre que se había lastimado rescatando a otros de las llamas.
Los programas, los sistemas y los métodos quedan bien en
las torres de marfil de los monasterios o en los brazos de madera
de los iconos. El conocimiento intelectual proviene de las pági­
nas de un texto de teología, pero la invitación para conocer a
Dios, para conocerlo realmente, siempre es una invitación al su­
frimiento. No para sufrir solos, sino para sufrir con él. «Si al­
guien quiere ser mi discípulo —les dijo—, que se niegue a sí mis­
mo, lleve su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida,
la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa y por el evan­
gelio, la salvará» (Marcos 8:34-35).
El bombero se sintió atrapado. Dios no había expuesto mera­
mente los pecados de este hombre, sino que había entrado en
ellos. Como cuando se entra a un edificio que se está quemando
para rescatar a un bebé y se saca por la ventana justo a tiempo.
Pero Jesús perdió algo más que sus manos, perdió la vida. Feliz­
mente, la muerte no lo chamuscó. Volvió a la vida. ¡Qué poder!
Si voy a permanecer firme en medio de los sufrimientos, quiero
permanecer firme no por una doctrina o por una causa, sino por
la Persona más poderosa en el universo.
Sublime amor, ¿cómo puede ser? Que Dios se hundiera el
cuchillo en el corazón por mí, mientras yo permanecía seca e in­
diferente, fría y alejada. Que él, el Dios de la vida, conquistara a
la muerte sometiéndose a ella. Que destruyera el poder del peca­
do permitiendo que el pecado lo destruyera a él. Esto es: «la locu­
ra de Dios... más sabia que la sabiduría humana, y la debilidad de
Dios... más fuerte que la fuerza humana» (1 Corintios 1:25).
No es de asombrarse que el apóstol Pablo anhelara experi­
mentarlo a él y «el poder de su resurrección».

Deseo conocer... el poder de su resurrección.


Julia Beach estaba de pie junto a la figura desplomada de su
esposo, Bob. Ella es de contextura pequeña y cabellos grises, él
es corpulento y tiene un parche sobre el ojo debido a un acciden­
te de cacería. La mujer suspiró, confesando: «Algunas veces, an­
tes de abrir los ojos por la mañana, me siento acosada por el pen­
samiento: QueridoJesús, no puedo hacerfrente a otro día. Me siento
abrumada por el desaliento aun antes de salir de entre las cobi­
jas.» Me pregunto cómo se las arreglan día tras día. La Sra. Beach
necesita un poder sobrenatural.
Uno no se puede elevar por encima de las circunstancias sin
tener poder. No se puede abrir paso por en medio del dolor sin
una fuerza que esté a su lado. Ni siquiera se puede captar una
perspectiva más brillante, una esperanza más feliz sin fuerzas
que vengan de otra parte.
Pero, ¿por qué habla Pablo del poder de la resurrección?
¿Y cómo ayuda a Julia?
En primer lugar, ella recibe ayuda al saber que Jesús se com­
padece. Porque para que Cristo haya resucitado, primero tuvo
que morir. Para morir, primero tuvo que hacerse humano (sin
renunciar nunca a su deidad). Por lo tanto, el Jesús resucitado
una vez caminó en los zapatos de Julia y sintió el dolor de esta
vida terrena. A pesar de que ahora está en el cielo, tiene una bue­
na memoria «divina» que le ayuda a recordar sus días en la tierra.
Sabe lo que está pasando la Sra. Beach. Si Julia Beach está destro­
zada, él está destrozado con ella. ¿Los vecinos ya no vienen a
ofrecer su ayuda? Jesús no pudo conseguir que sus tres mejores
amigos pasaran una hora en oración con él. Si siente que el mun­
do le pasa por al lado, él también supo lo que era ser ignorado.
¿Se está hundiendo en el dolor? El se hundió bien hondo siendo
«un varón de dolores, experimentado en quebrantos» (Isaías
53:3 RV). ¿Jesús ha descendido a su infierno? Sí, porque Julia
puede exclamar: «Me rodean las tinieblas,» pero «ni las tinieblas
serían oscuras para ti» (Salmo 139:12). Todo se puede soportar,
incluso las horas de vigilia sentada junto a la cama de un enfer­
mo, si sabe que allí a su lado Dios está sentado.
En segundo lugar, el «poder de la resurrección» la ayuda por­
que la Sra. Beach está señalada como un recipiente del Espíritu
que prometió derramar sobre ella el Jesús resucitado. Esto quie­
re decir que tiene acceso inmediato a un increíble poder. Pero es­
pere. No hay ganancia sin dolor; recuerde, Jesús tuvo que con­
quistar el pecado y la muerte para poder derramar ese poder. El
acceso a este poder nos costará algo, como por ejemplo quitar­
nos un ojo, o «si tu mano derecha te hace pecar, córtatela y arrója­
la. Más te vale perder una sola parte de tu cuerpo, y no que todo
él vaya al infierno» (Mateo 5:29-30). Jesús se hace uno con noso­
tros en nuestro sufrimiento; nosotros, en cambio, nos hacemos
uno con el suyo. El tomó nuestra carne; nosotros tomamos su
santidad.

En efecto, nuestros padres nos disciplinaban por un breve tiem­


po, como mejor les parecía; pero Dios lo hace para nuestro bien,
afin de que participemos de su santidad. Ciertamente, ninguna disci­
plina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más
bien penosa; sin embargo, después produce una cosecha de justi­
cia y paz para quienes han sido entrenados por ella.

Hebreos 12:10-11

Si Jesús murió por el pecado, nosotros morimos al pecado.


No significa que tengamos que morir como Cristo lo hizo, pa­
gando el precio del pecado, pero si deseamos experimentar un
poder transformador en la vida, que sacuda al sufrimiento,
«siempre llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús» (2 Co­
rintios 4:10).
Al principio, es probable que esto no le suene bien a la Sra.
Beach. Parece frío y duro. «¿Perder un ojo? Mi marido ya perdió
uno. Dios, ¿Qué más puedes querer de nosotros?» Lo que Dios
desea es que esta mujer frágil y cansada muera a sus dudas, a sus
temores, a sus ansiedades y habilidades. Dios sabe que represen­
tan una carga demasiado difícil para que ella la soporte.
Morir a uno mismo. Es tan solo un pequeño sorbo de los do­
lores y las aflicciones que experimentó Cristo, pero debemos
probarlo. Si vamos a adueñamos de su gozo, de su paz y de su ho­
gar celestial, si vamos a tomar parte de todos los beneficios de
Cristo, entonces significa que debemos «participar en sus sufri­
mientos y llegar a ser semejante a él en su muerte.» La muerte es
la puerta de entrada a la vida.
Y la puerta de entrada al poder.
Pero, ¿cómo pasamos por esta puerta?

La cruz
En sí mismo, el sufrimiento no hace ningún bien, pero cuan­
do lo vemos como algo entre Dios y nosotros, tiene significado.
Al pasar por este punto crucial, la cruz, el sufrimiento se trans­
forma en una transacción. La cruz es el lugar de ¡a transacción.
«La cruz es ... el poder de Dios» (1 Corintios 1:18). Es donde el
poder tiene lugar entre Dios y nosotros.
Es donde la relación nace y se profundiza. La cruz fue,
primero, una transacción entre el Padre y el Hijo. Debido a lo
que sucedió allí, la obra de la salvación, la cruz tiene significado.
Pero no solo fue entre el Padre y el Hijo, sino entre el Hijo y no­
sotros. Fue para nuestra salvación, sí, pero también para nuestro
sufrimiento. La cruz es el centro de nuestra relación con Jesús.
Allí, hace 2000 años, sucedió algo literal. Fue donde nacimos
espiritualmente.
Todavía sucede algo simbólico: la cruz es el lugar en el que
morimos. Vamos allí diariamente. Pero no es fácil. Normalmen­
te, seguiríamos a Cristo a cualquier parte, a una fiesta donde tras­
formó el agua en vino, a una playa iluminada por el sol donde
predicó desde un bote, a una ventosa ladera de una colina donde
alimentó a miles, e inclusive al templo donde tumbó las mesas
de los cambistas de dinero. Pero, ¿a la cruz? Enterramos los talo­
nes. La invitación es muy atemorizantemente individual. Es una
invitación para ir solos. El Señor no hace un llamado general,
sino uno específico, personal, para usted. La transacción existe
entre el Todopoderoso del universo y usted.
Lo conocemos como un lugar de muerte. «Por tanto, hagan
morir todo lo que es propio de la naturaleza terrenal» (Colosen-
ses 3:5). ¿Quién quiere hacer eso? ¿Crucificar su propio orgu­
llo? ¿Matar sus sueños y fantasías? ¿Cavar una tumba para sus
preocupaciones preferidas?
Sencillamente no podemos ir por nuestra cuenta a la cruz.
Nada nos atrae.
Es por eso que vivimos independientemente de la cruz. O
tratamos de hacerlo. A medida que pasa el tiempo, se desvanece
el recuerdo de nuestro estado desesperante cuando llegamos a
Cristo. La cruz fue algo que nos sucedió «allá en el pasado». Nos
olvidamos de cuán hambrientos de Dios estábamos. Nos volve­
mos autosuficientes. Obramos de acuerdo a las reglas (ponemos
la otra mejilla y andamos la milla extra) pero el esfuerzo no es
más que eso, un esfuerzo. No queremos admitirlo, pero sabe­
mos muy bien cuán independientemente de Dios actuamos.
Aquí es cuando Dios entra en acción.
Permite el sufrimiento. Permite la ceguera de Pedro, la enfer­
medad degenerativa de Laura, el accidente del Sr. Beach, mi pa­
rálisis. El sufrimiento nos reduce a la nada y como destacó So-
ren Kierkegaard: «Dios creó todo de la nada. Y todo lo que él va a
usar, primero lo reduce a la nada.» Ser reducidos a la nada signifi­
ca ser arrastrados a los pies de la cruz. Es una misericordia seve­
ra. Nuestro lado oscuro lo aborrece; nuestro lado iluminado lo
reconoce como la base de nuestra vida. En la cruz, tiene lugar un
milagroso intercambio. Cuando el sufrimiento nos obliga a do­
blar nuestras rodillas a los pies del Calvario, morimos a nosotros
mismos. No podemos estar arrodillados allí durante mucho
tiempo sin liberar nuestro orgullo y nuestra ira, soltando nues­
tros sueños y deseos; esto es lo que significa «venir a la cruz». A
cambio, Dios imparte poder e implanta una nueva esperanza du­
radera. Nos levantamos renovados. Su yugo se toma fácil; su car­
ga ligera. Pero exactamente cuando comenzamos a volvemos au­
tosuficientes, el sufrimiento aprieta con más fuerza. Y así,
volvemos a buscar la cruz, mortificando al mártir que llevamos
dentro, destruyendo la propia ostentación. Entonces la transac­
ción puede continuar. Dios revela más de su amor, más de su po­
der y de su paz mientras abrazamos la cruz del sufrimiento.
Cuando nos alejamos de allí... perdemos el poder.
De niña, uno de mis lugares favoritos en nuestra granja fami­
liar era el estanque que se encontraba en el campo de pastos jun­
to al establo. Durante horas, los renacuajos y los cangrejos me
mantenían ocupada. Me sentaba en cuclillas y me preguntaba de
dónde vendría el agua del estanque. Caminaba alrededor de él,
pero no podía ver ningún arroyo que vertiera sus aguas. Ningún
hilo de agua que saliera de una piedra. No había cañerías que lo
alimentaran desde el pozo de la casa.
Mi padre, pacientemente, trató de explicarme que el estan­
que se alimentaba de un manantial de agua que estaba a mucha
profundidad en la tierra. Me dijo que ese manantial ascendía y
llenaba el estanque. Si papá hubiera cavado el estanque aún más
grande, el manantial hubiera seguido llenándolo. Para mí era un
misterio, pero lo suficientemente resuelto como para seguir ju­
gando con los sapos y los cangrejos.
Luego de vivir el impacto de décadas de parálisis, ya no me re­
sulta ser un misterio. La usurpación de mis limitaciones general­
mente se parece al filo de una pala escarbando en las retorcidas
viñas del egocentrismo y en la suciedad del pecado y la rebelión.
Desenterrar derechos. Limpiar los escombros de los pecados ha­
bituales. Traspalar el orgullo. Creer en Dios en medio del sufri­
miento es vaciarme a mí misma; y vaciarme a mí misma es au­
mentar la capacidad (el área del estanque) para Dios. Lo más
grande que puede hacer por mí el sufrimiento bueno es aumentar mi capa­
cidad para Dios. Luego él, como una vertiente, queda libre para
fluir a través de mí. «De aquel que cree en mí, como dice la Escri­
tura, brotarán ríos de agua viva» (véase Juan 7:38).
No un hilo de agua, sino un poderoso río de paz.

El amor de Dios nos constriñe


El sufrimiento trae como consecuencia esta maravillosa tran­
sacción que tiene lugar entre Dios y nosotros. Y cuando sucede
algo maravilloso entre Dios y nosotros, su cruz ya no parece me­
ramente un símbolo de muerte. Otro intercambio milagroso su­
cede: la cruz se convierte en un símbolo de vida. De vida victo­
riosa. Ya no vamos a la cruz gritando y pataleando, corremos
hacia ella ansiosos por llegar. «El amor de Cristo nos obliga» a
rendimos a mayores demandas de amor, por eso «despojémo­
nos del lastre que nos estorba, en especial del pecado que nos ase­
dia» (2 Corintios 5:14, Hebreos 12:1).
Ya no vamos a la cruz para obtener algo, ni siquiera tan dulce
como la «paz de un río». No «vamos» a la cruz, ella nos atrae, nos
obliga.
El amor de Cristo pone sobre mi corazón demandas inexora­
bles e insistentes, buscándome, seduciéndome, atrapándome, y
atrayéndome como un imán hacia las cosas interiores de Dios.
Mi corazón se eleva con el Salmo 25:14; si «la comunión íntima
de Jehová es con los que le temen» (RVR), todo sufrimiento vale
la pena si ganamos la comunión íntima del Todopoderoso. Dolo­
res de espalda, infecciones en el pulmón, largos períodos en la
cama sintiendo claustrofobia, sentada en un mundo que está de
pie. «Sin embargo, en todo esto somos más que vencedores ...
Pues estoy convencido de que ni la muerte ni la vida, ni los ánge­
les ni los demonios, ni lo presente ni lo porvenir, ni los poderes,
ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en toda la creación, podra
apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús
nuestro Señor» (Romanos 8:37-39).
Dios no desea las separaciones. Permite el sufrimiento entre
Jesús y yo para que nada se interponga entre nosotros.
Con mayor profundidad y deleite, hacia adelante y hacia arri­
ba, nos dirigimos hacia la cruz, confesando y confiando, rindién­
donos y obedeciendo. Los poetas y los sabios, los místicos y los
mártires cristianos han anhelado encontrar las palabras para
transmitir la dulzura, el placer, el encanto de esta comunión ínti­
ma con Dios. Desearía que existiera una palabra que pudiera ex­
presar este gozo, esta paz, este placer, este descanso y esta liber­
tad. Solo sé que la tierra no ofrece esa satisfacción. Es la
respuesta de la oración de Jesús a su Padre: «yo en ellos y tú en
mí» (Juan 17:22-23).

Nunca más altas que tu cruz,


Nunca más altas que tus pies;
Las cosas más preciosas de la tierra, escoria parecen ser;
Mientras que las amargas se convierten en mieí.
Aquí, Oh Cristo, nuestros pecados vemos,
Y al mirarlos así; cuánto de tu amor aprendemos
El mismo amor que por nuestro pecado,
te hizo por nosotros llevar la horrible cruz.
Aquí Señor, a servir y a dar aprendemos
Y a nosotros mismos, con gozo negamos
el amor para vivir aquí lo recogemos
Y también para morir la fe que necesitamos

Vamos adelante, perseverando


y nuestros corazones deben inclinarse ante lo que viene;
Donde nuestras primeras esperanzas comenzaron,
Las ambiciones nuestras al final terminaron.
Hasta que rodeados de las huestes de la luz,
En ti, ya redimidos y completos,
puros y blancos hechos por tu cruz,
a tus pies, nuestras coronas coloquemos.
Elizabeth Rundle Charles (1828-1896)

El poder de la resurrección está en la cruz, el lugar donde mo­


rimos al feroz desasosiego y a la baja ambición. El poder de la re­
surrección es poder que limpia. Poder que purifica. Es la capaci­
dad de limpiar todos los secretos pecaminosos y sacudir las
cargas que tenemos pegadas a nuestra espalda. Es la fuerza para
romper las cadenas que rodean el alma y abrir de par en par la
puerta de la prisión para salir al aire fresco de la libertad. Es el po­
der para decir no a las dudas y temores y el poder para decir sí a la
capacidad que me da Dios. A esto se refiere 2 Timoteo 2:11-12:
«Si somos muertos con él, también viviremos con él; si sufrimos,
también reinaremos con él» (RVR).
Tal vez esto responda a los antiguos anhelos de los que hablé
anteriormente. El ansia que hace eco del mensaje que fuimos
creados para él. Si hacemos sonar el diapasón perfecto de Dios,
escucharemos... perfección. Probablemente nuestro deseo de
conocerlo y el poder de su resurrección sea realmente un inten­
so deseo de santidad.
De ser todo aquello para lo cual él nos creó.

Ven a la cruz y encuéntrate a ti mismo


Shawna Leavell pudiera ser una modelo en París, brillando
en las pasarelas en los desfiles de moda más famosos. Es alta,
esbelta, con una melena rubia que se mueve a sus espaldas mien­
tras camina con sus largas piernas. Cuando Shawna era peque­
ña, acampamos juntas en la Sierras. Solía sentarme abajo de un
precipicio y disfrutar cómo ella escalaba las rocas o pescaba tru­
chas. «De cuánta ayuda es esta niña», le decía a su madre mien­
tras Shawna me tostaba malvaviscos o empujaba mi silla por el
camino del Campamento Coldwater. Años más tarde, la escuela
de arte y un trabajo como guardarropas en la industria del cine,
la llevaron a una vida diferente. Una vida poco segura.
Mientras vivía sola en el centro de Los Angeles, caminó por
el borde de la oscuridad y la depresión. En una solitaria noche
de viernes, luego de beber un par de vasos de gin, salió de 1a casa
tambaleando, entumecida y mareada. En medio de la niebla, se
subió al auto, manejó calle abajo y tomó por la autopista de
Hollywood. Hacia el éxito. Shawna aceleró hacia el norte por el
carril que va hacia el sur. Los automóviles que venían viraban, le
encendían y apagaban luces y le tocaban la bocina. No recuerda
la colisión de frente. No recuerda los automóviles de la policía,
los helicópteros ni los altoparlantes, ni las noticias de la noche
que salieron por televisión. Un hombre muerto. Otro seriamen­
te herido. Una esposa que quedó sin su esposo y tres hijos que
quedaron sin padre.
Días más tarde, un policía seguía apostado afuera de la habita­
ción del hospital donde Shawna yacía lastimada dentro de un
yeso. Cuando me acerqué a su cama, gimió con los labios hin­
chados. «lo siento... tanto.» La pequeña acampante feliz, libre,
con cabellos de sol había desaparecido. Nunca volvería a ser la
misma.
La prueba se encuentra en las cartas que escribe desde la pri­
sión. Pasaron dos años antes que saliera su sentencia final, pero
bajo la custodia de su madre, se preparó diligentemente para ir a
prisión asistiendo a la iglesia del pastor Jack Hayford cinco no­
ches a la semana y entonces, los domingos iba a la iglesia con su
madre. Iba al instituto bíblico, a las reuniones de oración, a testi­
ficar y cada vez que estábamos juntas, surgían tiernas lágrimas
de arrepentimiento. Cuando finalmente la confinaron a las cade­
nas, recibió de buen grado la justicia. Abrazó la posibilidad de
contarle a otras mujeres en la prisión que una vida pecaminosa y
egoísta... mata.
Shawna no esperaba que la prisión estuviera tan superpobla­
da como para verse obligada a pasar un tiempo en el área de las
condenadas a muerte, aislada y sin su Biblia. «Lo necesitaba.
Puso a prueba mi fundamento.» Esta semana escuché que final­
mente la trasladaron a una celda con otras siete mujeres. Shaw­
na sobresale. Las demás son rudas, ella es tierna desde que tuvo
el accidente. Las otras son negras, ella es muy blanca. Nunca sa­
lieron de campamento con sus madres, ni anduvieron a caballo,
ni fueron a la escuela de arte. Pero las diferencias atraen la aten­
ción. Muchas de las mujeres se acercan a Shawna para pedirle
consejo y oración. Una de ellas le dijo en tono de burla: «Te
crees que eres tan alta y poderosa, mejor que nosotras», a lo cual
Shawna contestó: «Ah, no, estás equivocada. Soy la peor. Tuve
todas las oportunidades. Me dieron todas las facilidades. Yyo las
desperdicié; pero Cristo me ha perdonado, a mí, a la peor de las
pecadoras, y también puede perdonarte a ti.»
Cuando Shawna salga de la prisión, espera acercarse a la fami­
lia de las víctimas para hacer algo que redima la sangre derrama­
da. Después de todo, fue ella quien la derramó. Las barras que
tiene en la columna y el dolor en el tobillo siempre le recordarán
que el pecado destruye. Pero el sufrimiento, especialmente el su­
frimiento que viene como consecuencia del pecado, «es mejor
que una vida de rebelión», usando sus propias palabras.
Shawna debe haber pensado que, en el fondo, era la amante
de la diversión en su casa en Rodeo Drive o en las altas Sierras. Tal
vez pensó que su identidad estaba involucrada con el mundo del
arte o del cine, pero el sufrimiento la obligó a estar completa­
mente a solas consigo misma. El sufrimiento es lo que más la
puso a prueba como persona, examinándola, escudriñándola y
preguntánd «¿Quién eres?» Cuando trató de responder, se
sintió abrumada. Probablemente su lado oscuro había estado
oculto, puede haber manipulado las circunstancias antes de
aquella noche fatal, puede haber tenido éxito en no parecer mez­
quina o rencorosa, pero el accidente cambió todo. El sufrimien­
to la interrogó, preguntándole: «¡Crees ser tan buena!»
La verdadera identidad de Shawna surgió del pavimento de
aquella autopista de Hollywood. Una pecadora que merecía la
muerte. Y esto es bueno; si el pecado hubiera tenido la libertad
de quedarse en su vida hubiera destruido lo más profundo de su
personalidad.
El pecado destruye la única realidad de la cual depende nuestro
verdadero carácter, identidad y felicidad: nuestra orientación
fundamental hacia Dios. Hemos sido creados para desear lo que
Dios desea, para saber lo que Dios sabe, para amar lo que él ama.
El pecado es la voluntad de hacer lo que Dios no desea, de saber
lo que él no sabe, de amar lo que él no ama ... en todas estas co­
sas, el pecado manifiesta ser una injusticia suprema, no solo en
contra de Dios, sino, por sobre todas las cosas, en contra de noso­
tros mismos.3

«Era necesario», escribe, «para que pudiera morir a la influen­


cia del pecado.» «Por tanto, ya que Cristo sufrió en el cuerpo, asu­
man también ustedes la misma actitud; porque el que ha sufrido
en el cuerpo ha roto con el pecado, para vivir el resto de su vida
terrenal no satisfaciendo sus pasiones humanas sino cumplien­
do la voluntad de Dios» (1 Pedro 4:1-2).
Nada mejora la prueba del sufrimiento. No podemos esca­
par a sus interrogatorios. Siempre revelará la esencia de lo que
somos. Si nos amamos egoístamente, el sufrimiento se transfor­
mará en pecado. El mal que hay en nosotros subirá a la superfi­
cie y desparramará su veneno. Las dificultades nos llenarán de
odio y, para evitar el sufrimiento, nos provocaremos dolor a no­
sotros mismos y nos enojaremos en contra de los demás. Cuan­
do esto sucede, el sufrimiento nos hace peores de lo que éra­
mos. Las aflicciones no nos enseñan quiénes somos de un libro
de texto, utilizan el material que se encuentra en nuestro
interior.
Resulta humillante que con un chorro de arena nos lijen has­
ta lo más profundo. Que nos arranquen la máscara de orgullo.
Que se remueva el barniz de nuestra mezquindad. Pero hay algo
refrescante cuando sabemos que estamos en el centro. La vulne­
rabilidad. La transparencia. La «nada» entre Dios y nosotros.
Y afortunadamente, Dios no nos deja desnudos.
La belleza de quedar expuestos y vacíos es que Dios entonces
puede cubrimos. Al igual que una superficie que necesita lim­
piarse con cepillo antes de pegarle algo encima, el lazo de intimi­
dad entre Dios y nosotros no se adhiere hasta que la película de
suciedad desaparezca, las ambiciones, la vanidad, todo lo que se
levanta en contra de los demás y de Dios.
No solo se trata de quitar el pecado, además el santo es edifi­
cado: «Porque a los que Dios conoció de antemano, también los
predestinó a ser transformados según la imagen de su Hijo» (Ro­
manos 8:29). ¿Recuerda cuando dijimos que Dios se deleita en
su propia imagen, y que la imagen perfecta de él es su Hijo? Pien­
se en el gozo que siente cuando ve a Cristo en usted. No hay
nada que lo deje más embelesado. Cuando el alma se vacía de or­
gullo y mezquindad, Cristo la llena. Es simplemente otra mane­
ra de decir Colosenses 3:3: «pues ustedes han muerto y su vida
está escondida con Cristo en Dios.» Usted muere. El vive.
Nada hay que pueda ser más gloriosamente agridulce. No
dulce, sino agridulce.

¿Alguna vez se ha dado cuenta de que existe una clase de sufri­


miento y una clase de muerte que secretamente anhelamos, que
son indescriptiblemente deliciosas en una forma mística? No se
trata del sufrimiento común (a menos que seamos masoquis­
tas), pero cuando tenemos una experiencia mística, queremos
morir. Solamente lo sentí en dos ocasiones: una vez, mientras
nadaba en el océano en medio de una gran tormenta y la segun­
da, cuando escuché por primera vez la Novena Sinfonía de Beet­
hoven. Los franceses llaman a la relación sexual le petit mal, la pe­
queña muerte. Es un final, una consumación, como la muerte,
pero sin embargo, es una consumación que deseamos
devotamente. Los místicos hablan de su profundo deseo de mo­
rir en Dios, de anonadarse en Dios. ¿Qué significa que quera­
mos morir, o sufrir una total pérdida del ser? ¿Y qué significa
que el gozo esté cerca de las lágrimas y que las cosas más maravi­
llosas no sean dulces sino agridulces?4

Las lágrimas nunca tuvieron tan buen sabor hasta que entré
en la comunión de los sufrimientos de Cristo. Hasta entonces,
nunca había llorado amargamente por las almas perdidas y por
el mundo sufriente. El dolor en mi corazón nunca había sido
tan feroz y apasionado. La tristeza y el gozo nunca se habían mez­
clado de una manera tan dulce. La esperanza nunca había pareci­
do tan sólida. Estar a solas nunca había sido tan satisfactorio.
Mi madre siempre estuvo rodeada de familiares, amigos y ve­
cinos, pero ahora que tiene ochenta y tres años, ha perdido a su
esposo y ha vendido la casa de la familia. Pasa gran parte de su
tiempo sola. La pérdida la ha vaciado, pero Dios la ha llenado. So­
lía preocuparme porque estaba sola hasta que hace poco me
dijo: «Joni, Dios me ha cambiado. No me importa estar sola. Me
gusta mi ser y por lo tanto me gusta estar conmigo misma.» A
mamá le gusta lo que ve: no su propio ser, sino Cristo en ella, la
esperanza de gloria.
La aflicción es el molino donde el orgullo se reduce a polvo,
dejando nuestras almas desnudas, descubiertas y unidas a Cris­
to. Y esto es hermoso.

El poder en el sufrimiento
Sucede al compartir la comunión de los sufrimientos de
Cristo.
Es conmovedor pensar que cuando el Hijo del Hombre ca­
minó sobre la tierra tuvo el consuelo de su Padre, pero no el de
sus amigos. No tuvo compañerismo alguno con quien compar­
tir sus sufrimientos en este planeta. Lo único que tuvo fue la cie­
ga insensibilidad de sus discípulos. No tuvo apoyo moral. No
hubo gozo en cargar la cruz, la soportó «por el gozo puesto
delante». Fue sin consuelo para que usted fuera consolado. No
tuvo gozo para que usted pueda tenerlo. Voluntariamente esco­
gió el aislamiento para que ni usted ni yo jamás estemos solos. Y
lo que es más maravilloso, soportó la ira de Dios para que usted
no tuviera que soportarla. Dios no está enojado con usted; lo
único que tiene es perdón, misericordia y gracia.
Si «su bondad quiere llevarte al arrepentimiento» (Romanos
2:4), entonces existe una sola respuesta para un amor así: golpéa­
te el pecho y «sométanse a Dios ... Acérquense a Dios ...
¡Pecadores, limpíense las manos! ¡Ustedes los inconstantes, pu­
rifiquen su corazón! Reconozcan sus miserias, lloren y lamén­
tense» (Santiago 4:7-9).
¿Suena mórbido? Tal vez, pero es aquí donde comienza el ver­
dadero poder, aunque no es primordialmente para sobreponer­
nos al sufrimiento. Eso sería como poner el carro delante del ca­
ballo. El poder de la resurrección tiene como propósito
desarraigar el pecado de nuestras vidas. Entonces, con corazo­
nes santos, experimentaremos un grado mayor de su amor. Es
en el amor de Cristo que somos más que vencedores. La intimi­
dad con Cristo nos da una perspectiva más brillante, la esperan­
za más feliz. Cuando se trata de salir adelante en el dolor, Jesús
es la fuerza que está a nuestro lado. «Separados de mí no pueden
ustedes hacer nada» (Juan 15:5).
¿Recuerda a Julia Beach? La dejamos en la cama preguntán­
dose cómo haría para encontrar la fuerza para enfrentar otro día.
Hoy, antes de abrir los ojos y salir de debajo de las cobijas, ora:
«Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4:13).
Deja atrás los temores y los sentimientos abrumadores, el peca­
do. La energía divina surge en su interior en el momento en que
comienza a transitar los desafíos de la mañana. A medida que pa­
sen las horas, su vida se transformará en una lucha. Tendrá que
recurrir a Dios muchas veces debido a su desesperante necesi­
dad, pero tendrá fuerza, la fuerza de Jesús. «He sido crucificado
con Cristo, y ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí» (Gálatas
2:20), o, utilizando las palabras de la Sra. Beach: «Querido Jesús,
estoy abrumada, no tengo la fuerza... pero tú sí. Al poner un pie
delante del otro en el día de hoy, confío en que me darás tu
poder.»
Y lo hará. «Y cuán incomparable es la grandeza de su poder a
favor de los que creemos. Ese poder es la fuerza grandiosa y efi­
caz que Dios ejerció en Cristo cuando lo resucitó de entre los
muertos y lo sentó a su derecha en las regiones celestiales» (Efe­
sios 1:19-20).
Si Dios puede levantar a Jesús de los muertos, puede levan­
tar a la Sra. Beach de sus circunstancias.
Sección III

¿Cómo puedo
perseverar?
Diez

El clamor del alma

o lo entiendo. Simplemente no entiendo... a Dios.»


N
Este es un comentario habitual cuando estoy con Greg
Ericks, mi compañero de trabajo, dirigiéndonos hacia una reu­
nión por una larga autopista que nos da tiempo para conversar.
Algunas veces vamos en silencio y simplemente lo observo des­
de mi silla de ruedas detrás del asiento del conductor. No hay
muchos hombres que tengan un perfil tan elegante como el de
Greg. Alto, holandés, rubio y de ojos brillantes. También se viste
bien. Camisas escocesas, Jeans y sacos de tweed conforman su es­
tilo, delatando la verdad que estaría más cómodo acampando al
lado de un arroyo de truchas en Montana que dirigiendo
talleres.
El perfil que veo hoy no es el cuadro perfecto del Caballero del
Año. Greg está divorciado, y cada tanto, la herida a medio sanar
vuelve a filtrar. Como en esta tarde. Con una mano sostiene el
manubrio mientras estira la otra para alimentar a su hijo, Ryan,
con bananas y galletas. Ryan, una belleza de diez años, cuya son­
risa feliz hace que olvides que es retardado, que tiene inconti­
nencia y que, a excepción de sus risitas o de gritos ocasionales,
no puede unir dos palabras en una oración. Ryan es tan buen
mozo como su padre. Y a pesar de las muchas convulsiones que
sufre, es tan agradable estar cerca de él como de su padre. Los ob­
servo y trato de imaginarme a la madre de Ryan en la escena, lle­
vándolo en su regazo, con la banana prolijamente pelada y
rebanada en un recipiente. Los pedazos de banana se deslizan
por la barbilla de Ryan.
Greges diabético, recuerdo, mientras que con su mano libre
sacude la cáscara de la banana y busca su insulina. Se pincha el
dedo. Observa la autopista. Bebe un trago de jugo de manzana.
Mantiene un ojo sobre Ryan. «Hola, muchacho», frunce el
ceño. Ryan nos sorprende con su sonrisa. Greg está totalmente
presionado. Sus días, como la rueda de un hámster, son vertigi­
nosos, resolviendo un problema tras otro. También está su hija
de doce años, Kelsey. Florece, desarrolla y obliga a su padre a ser
lo mejor que pueda.
Los domingos son los peores días. Como el domingo pasado
por la tarde cuando se encontraron con la madre en una farma­
cia. Kelsey, Ryan y mamá se confundieron en un sin fin de abra­
zos. A Greg le hubiera gustado formar parte de aquello, pero sen­
tía la incomodidad habitual. Intercambiaron palabras de
cortesía y entonces llegó el momento de partir. Ryan gritaba y
lloraba mientras se separaban. Más gritos cuando Greg deja a
Kelsey. Más gritos cuando Greg lo deja en la puerta de su hogar
sustituto. El día termina a toda velocidad, conduciendo a cien ki­
lómetros per hora en una zona en donde la velocidad máxima es
de setenta kilómetros por hora. Mira al policía sin verlo. A Greg
no le importa.
Viajamos durante largo tiempo en silencio. Finalmente sus­
pira: «Ryan, con esos raspones en la cara por haberse caído...» se
inclina hacia delante y toca a su hijo que es el ángel dormido en
el asiento del trente. «Me encanta la forma en la que corre, en la
que tropieza, y cómo viene hacia mí cuando le voy a buscar. Sin
embargo, de tanto en tanto me surge la furia. No entiendo por
qué Dios hace esto... permite esto. Todo esto», se le quiebra la
voz. «Simplemente no lo entiendo.»
Quisiera decirle que yo tampoco lo entiendo. El largo trecho de
camino oscuro ha puesto el escenario perfecto para la clase de
conversación de «no lo entiendo», reduciendo el mundo a lo
bueno y a lo malo, lo blanco y lo negro, «por qué» y «por qué
no». No comprendo por qué Gregy su ex esposa no pueden ser
una verdadera familia. Greg ama a sus hijos. Cuando hace me­
ses conocí a la madre, ella también los amaba y se preocupaba
por ellos. Quisiera asirlos a los dos para decirles: «Las cosas no es­
tán tan mal; el amor y la bondad debieran triunfar aquí.» Pero es
un mundo de diferencias irreconciliables. Un ex mundo.
Como el extraño divorcio entre Dios y su creación que nunca
debiera haber tenido lugar. Al llegar a nuestro hotel, percibo el
perfil de Greg iluminado por las luces del automóvil. Sacudo la
cabeza. Es domingo por la noche. Luego de que Greg me deje a
mí y a mis amigos, se dirige a su hogar de grupo. Si Ryan sigue
dormido mientras lo lleva hacia la puerta del frente, será una
buena noche.
Si no, será peor que mala.
La mayor parte del mundo vive de esta manera. No me refie­
ro a que la mayoría de la gente esté divorciada o que tengan solos
que cuidar de un hijo discapacitado; me refiero a que la mayoría
de las situaciones conflictivas en las que se encuentra la gente,
no desaparecen. No mejoran. Es probable que Gregy su ex espo­
sa no se vuelvan a casar. Es dudoso que Ryan experimente un mi­
lagro de sanidad. Cuando se trata de un día tras otro, tratando de
seguir adelante, no necesariamente el sufrimiento tiene que ser
tan severo como el divorcio o una incapacidad seria; puede ser el
cansancio de tratar constantemente con adolescentes alborota­
dos. Puede ser el pasarse toda la tarde en la cocina para no escu­
char ni el eco de «¡Qué rica cena, mamá!»
La mayor parte del tiempo podemos controlarlo. Como ma­
labaristas ensartando platos en una vara larga. Y si los adolescen­
tes alborotados o el desagradecimiento a la hora de la cena nos
desalientan, antes de correr a ensartar el siguiente plato nos en­
frascamos en una conversación de corazón a corazón con un
amigo cercano. Escribimos un diario, desahogando nuestras
frustraciones en el papel. Nos sumergimos en la bañera, transpi­
ramos en la estera para hacer ejercicios, derrochamos dinero en
un nuevo vestido, o nos vamos a las montañas a pasar el fin de
semana. Los grupos de oración y los estudios bíblicos ayudan.
Dios no nos va a cargar con más platos de la que podamos ensar­
tar, y con su ayuda, seremos capaces de hacer que sigan dando
vueltas, pero algunas veces se nos hace muy difícil creerlo. Supo­
nemos que algo tiene que ceder.
Esto es lo que le sucedió a Greg Ericks y a su esposa. Dema­
siadas heridas sin resolver. Demasiados fracasos en la comunica­
ción. Cuando Ryan llegó a la escena, sin saberlo, avivó el fuego.
Una discapacidad seria echó combustible a una situación que ya
era volátil. Las llamas se inflamaron, la presión se acumuló, y la
angustia insoportable comenzó a sofocar la fe de Greg y de su
esposa.
Cuando el dolor avanza pesadamente por la puerta de entra­
da, se establece sin derecho en medio de nuestras vidas y se que­
da a vivir en nuestro hogar día tras día, año tras año, puede asfi­
xiamos. Podemos quebramos. Estallamos en ira.

La ira buena
Los esposos rechazados no son los únicos que estallan. Mu­
chos creyentes, mucho antes que Greg Ericks, han estado a pun­
to de perder la fe. Escuche al escritor del Salmo 88:

Me has echado en el foso más profundo,


en el más tenebroso de los abismos.
El peso de tu enojo ha recaído sobre mí;
me has abrumado con tus olas.
Me has quitado a todos mis amigos
y ante ellos me has hecho aborrecible.
Estoy aprisionado y no puedo librarme:
los ojos se me nublan de tristeza...
¿Por qué me rechazas, Señor?
¿Por qué escondes de mí tu rostro?
Yo he sufrido desde mi juventud; muy cerca he estado de
la muerte.
Me has enviado terribles sufrimientos y ya no puedo
más.
Tu ira se ha descargado sobre mí;
tus violentos ataques han acabado conmigo.
Todo el día me rodean como un océano;
me han cercado por completo.
Me has quitado amigos y seres queridos;
ahora sólo tengo amistad con las tinieblas.»
(Salino 88:6-9; 14-18).
Punto. Final de la oración. El autor del Salmo 88 se detiene
abruptamente en una nota de resentimiento. No hay lugar para
un final de esperanza. No existe ni una sugerencia de alabanza
proveniente de un corazón feliz en medio de las quejas. Ni si­
quiera un esbozo de gozo en los dieciocho versículos. Dios pare­
ce sarcástico y cruel, aplastando bajo sus pies a los seres huma­
nos indefensos como si fueran colillas de cigarrillo. Las palabras
son desagradables. Pensándolo bien, así mismo es la vida.
Dios es lo suficientemente grande como para hacerse cargo
de una ira como esta. No se pone nervioso.
Primero, sabe que estas cosas suceden. El mismo dice: «En
este mundo afrontarán aflicciones». Segundo, no anda en punti­
llas de pie, avergonzado y enloquecido tratando de explicar nues­
tros sufrimientos. No tapa la sangre derramada ni las entrañas
de la ira de una persona como el mafioso que arroja a la basura
sus guantes manchados de sangre para que no lo descubran. Re­
cuerde que la ira de Dios lo clavó a él mismo a una cruz. Escribió
el libro acerca del sufrimiento, e invitó a las personas que escri­
bieron el Salmo 88 a que sean sus coautores. Al hacerlo, invitó a
la gente enejada a ventilar sus quejas.
Invita a Greg Ericks a hacer lo mismo.
«Dios, no lo entiendo, ¡no te entiendo! Muy bien, muy bien,
me haré cargo de mis problemas matrimoniales, pero lo de
Ryan, sus convulsiones, Dios, ¿qué estás haciendo? Cada vez que
Ryan tiene una convulsión y se cae, cada vez que se golpea la
cabeza, que se corta el labio... ¿cómo puedes permitirlo? ¿No te
importa mi pequeño hijo?»
Palabras fuertes. Generalmente nos morimos de miedo con
solo pensar en hablarle a Dios de esta manera. Muchas veces re­
primimos nuestras emociones profundas acerca del sufrimien­
to. Elegimos el camino educado, reprimiendo nuestros senti­
mientos inexplicables hacia Dios y escondiéndolos detrás de
una apariencia religiosa mientras «dejamos todo en manos del
Señor» con demasiada rapidez, lodo lo que hemos hecho ha
sido mandar el problema al mechero de atrás. Allí, se cocina a
fuego lento. Esto representa un verdadero problema. No pode­
mos sentir el olor a quemado de los problemas cuando los repri­
mimos, y por lo tanto, inocentemente, creemos que las cosas es­
tán funcionando; pero no es así. Aparece la esperanza, luego se
esfuma; revive, luego desaparece nuevamente. «La esperanza
frustrada aflige al corazón.» El fuego se apaga. Nuestros corazo­
nes se vuelven fríos.
La ira sigue empujando al problema hacia el mechero del
frente. Los sentimientos de enojo hacen que el problema sea
como una papa caliente, impulsándonos a la acción y gatillando
la actividad. No se nos permite revolcamos en nuestros fraca­
sos La ira del corazón incita una elección inmediata y decisiva y
nos obliga a enfrentar nuestra necesidad.
La ira, inclusive la clase de emociones acaloradas que experi­
menta Greg, puede no ser tan mala. Cuando Efesios 4:26 dice:
«Si se enojan, no pequen», resulta claro que la hostilidad no
siempre es sinónimo de pecado. No todas las clases de ira están
malas.
El cáncer, la bancarrota, el divorcio, o el nacimiento de niños
con múltiples discapacidades, empujan a la gente a 'os extre­
mos. La aflicción nos acerca al calor de las cosas espirituales, o
bien nos vuelve fríos. En Apocalipsis 3:15-16 Jesús dice: «Co­
nozco tus obras; sé que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras
lo uno o lo otro! Por tanto, como no eres ni frío ni caliente, sino
tibio, estoy por vomitarte de mi boca.» Algunas veces, el odio
está más cerca del amor que la indiferencia. Y la tibieza es el úni­
co camino que nunca llega a Dios. No hay nada de mediocre en
los sentimientos de furia. Es mejor que Greg se enoje. Es mu­
cho mejor que la carencia de entusiasmo. Jesús lo dice.
Las emociones fuertes abren la puerta para que nos hagamos
las verdaderas preguntas difíciles: ¿La vida tiene sentido? ¿Dios
es bueno? Y más aún, nuestras emociones profundas revelan la
dirección espiritual en la cual nos estamos moviendo. ¿Nos esta­
mos acercando al Todopoderoso o nos estamos apartando de él?
La ira nos ayuda a que identifiquemos a Alguien como la causa de
nuestros sufrimientos y no a algo. Y eso significa andar en la di­
rección correcta.1
Lo que me encanta de Greg, lo que creo que a Dios le encan­
ta de Greg, es que le presenta sus quejas. Se dirige al Señor, venti­
la su desilusión, expresa su dolor y, cuando se trata de las violen­
tas convulsiones de Ryan, cuestiona la bondad del
Todopoderoso. Además, Greg no ha abandonado a la familia.
No ha renunciado a su ex esposa, ni ha abandonado a Ryan, ni le
ha dado la espalda a Kelsey. Tampoco siembra semillas de discor­
dia, ni incita a sus amigos a rebelarse en contra de Dios. No ha­
bla de Dios a sus espaldas. Está lo suficientemente enojado
como para enfrentarlo.
Esto hace que la ira de Greg sea buena. La tensión en los
músculos del cuello revelan lo sincero que es. Cuando lo escu­
chaba en la camioneta, podía oír, entre líneas, un hambriento ho­
nesto. Un deseo de estar conectado. Después de todo, la gente
con la cual uno verdaderamente se enoja es la gente en la cual
confía más profundamente. «¡Dios, estoy enojado como un avis­
pón, y no entiendo un bledo de lo que estás haciendo!» Esto sue­
na como el lado oscuro de la confianza, no obstante, es
confianza.
La ira de Dios en acción.

La ira también tiene un lado oscuro. Tiene un potencial increí­


ble para destruir.
Se disgrega en una energía negra que demanda una libera­
ción inmediata. Muestra desprecio por la parte vulnerable e in­
defensa. Le gusta tener el control. Aborrece la dependencia de
Dios y por lo tanto siente un macabro placer en desparramar el
veneno de la desconfianza. Irónicamente, esta clase de ira, la ira
injusta, se vuelve contra nosotros. Es mentirosa, nos ofrece satis­
facción cuando en realidad nos destruye interiormente y nos
deja vacíos.
¿Quién puede soportar semejante vacío? La famosa pintura
«El grito» del artista noruego Edvard Munch me lo recuerda,
cada vez que la veo. Es un horrendo retrato de la desesperación,
la pintura de una figura adusta y macabra, retorcida y atormenta­
da, con los ojos y la boca abiertos de par en par. La figura está gri­
tando, pero el horror se magnifica por el hecho de que no se pue­
de escuchar su grito. Es una figura pintada y su grito es
silencioso. Un grito de desesperación puro y destilado. La ira in­
justa, la que nos lleva lejos de Dios, succiona el último vestigio
de esperanza de nuestros corazones. Ya no nos importa, ya no
sentimos. Hacemos que el alma se suicide silenciosamente, y la
desesperación resentida se mueva en nuestro interior como una
terrible niebla, haciendo morir en nuestro corazón la esperanza
de que alguna vez nos rescatarán, nos redimirán y seremos feli­
ces otra vez.
Dios no está a favor de esto. Es intolerante con la desespera­
ción. Estoy segura de que no es un admirador de este cuadro y
no permitirá que existamos como seres macabros. No permitirá
que nuestros insignificantes escudos de ira injusta lo detengan.
Y por lo tanto, invade, se atreve y usurpa. Abre con fuerza las cor­
tinas del abatimiento y abre de par en par ¡as puertas cerradas
con llave. Enciende el interruptor de la luz en nuestros oscuros
corazones. Traspasa nuestra complacencia y osadamente se
entromete en nuestra autocompasión, llamándola ásperamente
por su nombre y desafiándonos a dejarla atrás.
De tanto en tanto, lo hace apilando los problemas sobre
nosotros.
Nunca olvidaré cuando Dios irrumpió en medio de mi de­
sesperación. En algún momento, luego del primer año de yacer
paralítica en la cama de un hospital, en algún momento luego de
que el desolador pronóstico me quitara cada gramo de
esperanza, e inclusive de ira, tanto justa como injusta, me inva­
dió la desesperación. Me negaba a levantarme para recibir tera­
pia física. Viraba la cabeza cuando los amigos venían a visitarme.
Hazel, una ayudante de enfermera negra proveniente de Mis­
sisippi, se dio cuenta de que me estaba deslizando. Sabía que yo
sentía cierta simpatía por ella. Entraba en mi habitación, empuja­
ba una silla y tomaba sus recreos para fumar al lado de mi cama.
«¿Quieres contarme lo que te pasa, niña?» me preguntaba mien­
tras encendía el cigarrillo. No le contestaba. Ella sonreía, exha­
lando lentamente una corriente de humo en otra dirección. Yo
gruñía. «Si tiene gana de gritá, no má cuéntame. Tengo un pa­
ñuelo aquí a mano», decía, palmeándose el bolsillo. «Humm.»
Estaba muda. No quería hablar.
No quería comer. Una vez, cuando Hazel me estaba dando
la cena, la comida a medio masticar se deslizó por el costado de
mi boca. «¡Qué rayo está haciendo!», gritó. Mi cuerpo reaccionó
con un violento espasmo. Hazel apoyó bruscamente el tenedor
y las arvejas se desparramaron. Enérgicamente me limpió la
boca con una servilleta, la estrujó y la tiró a la basura. «Recupera
el control, niña. No hay ná malo contigo que no se cure echan­
do una mirá alrededor de este hospital.»
Las mejillas se me enrojecieron de vergüenza. Luché por re­
tener las lágrimas. «¿Ahora va a comé o qué?»
Hazel me había despertado los profundos sentimientos de re­
sentimiento. Entrecerré los ojos. «Sí», contesté secamente. La co­
mida no tenía sabor y estaba dura. Mastiqué mecánicamente,
obligándome a tragár a pesar de tener el estómago anudado. No
se dijo una palabra entre nosotras. Cuando se fue, luché dura­
mente para contener las lágrimas. No podía permitirme llorar
porque no había nadie para sonarme la nariz o para cambiar la al­
mohada húmeda, lodo lo que pude hacer fue emitir un susurro
ahogado: «No puedo... no puedo vivir así. Por favor, ayúdame.»
De pronto me di cuenta de que estaba sintiendo algo. Como un
animal que se despierta luego de hibernar, sentía algo que se sa­
cudía. Se había terminado el entumecimiento emocional. En
cambio, sentía una atracción magnética hacia la esperanza. En la
oscuridad, me encontré a mí misma diciendo en voz alta: «Dios,
si no puedo morir, por favor, muéstrame cómo vivir.» Fue bre­
ve, conciso, pero dejó la puerta abierta para que él respondiera.
No pensé que él respondería: «El SEÑOR está cerca de los que­
brantados de corazón, y salva a los de espíritu abatido» (Salmo
34:18).
Sentí un interés más fuerte en la Biblia. Cuando yacía boca
abajo en el armazón de stryker, podía mover las páginas de la Bi­
blia con un palillo en la boca. No sabía hacia dónde dirigirme,
pero los Salmos me intrigaban. No estaba demasiado interesada
en el desespero del Salmo 88, sino en los otros ciento cuarenta y
nueve salmos que insinúan un poco más de esperanza:

¿Nos rechazará el SEÑOR para siempre?


¿No volverá a mostramos su buena voluntad?
¿Se habrá olvidado Dios de sus bondades,
y en su enojo ya no quiere tenemos compasión?
Salmo 77:7-9

Siete preguntas de tiro rápido llenos de poder explosivo. La


desesperación del salmista se vuelve santa cuando se dirige hacia
Dios. Algo asombroso debe suceder cuando escogemos la línea
directa con el Señor. «La ironía de cuestionar a Dios es lo que lo
honra a él: aleja nuestros corazones de la desesperación impía y
la vuelve hacia el deseo apasionado de comprenderlo.»2
Las preguntas del salmista sirven para revisar la realidad, ex­
poniendo la fantasía de un mundo de encantos. Las preguntas
que van directo a lo esencial destruyen toda ilusión de que el
mundo pueda alguna vez guardar realmente sus promesas. Nos
sacuden y nos despiertan, recordándonos que no debemos sen­
tirnos demasiado cómodos en un mundo destinado a la decaden­
cia. Las preguntas que sacuden al corazón sacan a la luz las falsas
esperanzas. Y las esperanzas que son falsas deben hacerse añicos.
En definitiva, estas preguntas no son simples quejidos que
un salmista expresa entre sollozos; son expresiones de la Palabra
de Dios. Algo sucede que sacude nuestro sufrimiento cuando es­
cogemos un salmo para expresar las preguntas que sacuden
nuestro corazón, porque: «Ciertamente, la palabra de Dios es
viva y poderosa» (Hebreos 4:12). Estamos hablando el lenguaje
de Dios; nos estamos haciendo eco de sus propias palabras.
Cuando envolvemos un salmo bíblico con nuestra angustia, es­
tamos buscándolo. Y cuando buscamos, hallamos (Mateo
7:7-8).
Las preguntas que sacuden nuestras entrañas honran a Dios.
La desesperación dirigida hacia Dios es una manera de encontrar­
nos con él, abriéndonos al Unico que verdaderamente puede ha­
cer algo con respecto a nuestras súplicas. Y ya sea que, al igual
que Greg, choquemos con el Todopoderoso o simplemente tro­
pecemos con él, no volveremos a ser los mismos. Nunca volve­
mos a serlo cuando experimentamos a Dios.
La densa niebla de mi desesperación no se disipó de la noche
a la mañana, pero sabía que más allá de una sombra de duda ha­
bía dado una vuelca en el camino. Me estaba moviendo en direc­
ción a Dios. Mis preguntas también crearon una paradoja: en
medio de la ausencia de Dios, sentí su presencia. Lo encontré
cuando abandoné mis ideas de cómo debía ser. La desesperación
terminó siendo mi aliada porque a través de ella, él pudo asumir
el mando de mi vida.

La desesperación dirigida hacia Dios


Esto no quiere decir que nuestras preguntas tengan
respuestas. Y por cierto, tampoco quiere decir que el cáncer se
va a curar, que las guerras cesarán y que los conductores alcoholi­
zados se quedarán en sus casas. Lo más probable es que las pre­
guntas más difíciles que tenemos nunca encuentren una res­
puesta, lo cual resulta en sufrimiento multiplicado por dos: la
prueba no se va y además no tenemos una clave para saber el por
qué.
Pero recuerde que, de todas maneras, las «razones de por
qué» en definitiva no satisfacen. Los que sufren son como aquel
niño lastimado que le pregunta a su papá: «¿Por qué?» El niño se
abre ante el único que realmente puede hacer algo con respecto
a su súplica. Sabe que el dolor se calmará con el abrazo del pa­
dre. Sabe que su dolor sacude el corazón de su padre como nin­
guna otra cosa.
Mi amigo Jim tiene muchos conocimientos acerca de esto.
Muchas veces tiene que dejar a sus tres pequeños varones cuan­
do se ausenta por negocios. En un viaje reciente, mientras la fa­
milia se dirigía al aeropuerto, el niño de siete años recibió gusto­
samente las instrucciones de último momento de «cómo ayudar
a mamá» mientras papá estaba afuera. El de cinco años, valiente­
mente bajó el mentón y prometió que haría sus tareas. Cuando
llegaron al aeropuerto, el de dos años, que hasta ese momento
había sido todo sonrisas y farfúlleos, vio un aeroplano en la pis­
ta. ¡De pronto, estaba llorando y quejándose!
«Me destrozó el corazón», exclamó Jim. «Casi cancelo el via­
je en ese mismo momento. Lo único que podía hacer era seguir
abrazando a aquel pequeño.» Mientras veía los ojos de Jim lle­
narse de lágrimas, pensé: si el llanto de este niño conmueve el corazón
de Jim, cuánto más nuestras lágrimas conmoverán al Padre celestial.
Nada hay que se apodere del corazón de Dios como el clamor
desesperado de alguno de sus hijos.
Observe lo que sucede en el Salmo 18 luego de que David
dice: «En mi angustia invoqué al SEÑOR.» La súplica de David
llega al trono de Dios. Dios se levanta...
«y él me escuchó desde su templo;
¡mi clamor llegó a sus oídos!
La tierra tembló, se estremeció;
se sacudieron los cimientos de los montes...
Rasgando el cielo descendió...
montando sobre un querubín, surcó los cielos
y se remontó sobre las alas del viento...
Extendiendo su mano desde lo alto, tomó la mía...»

Nuestras preguntas y clamores conmueven profundamente


al Todopoderoso. Abre los cielos y sacude la tierra para respon­
der. Extiende su mano desde lo alto y toma la nuestra. Jesús es el
abrazo de Dios, es su manera de acercarse y tomamos en sus bra­
zos. Jesús es el punto en el que encontramos a Dios.
Cuando buscamos, Dios le promete a nuestros angustiados
corazones que encontrarán a Jesús. Y eso es bueno. Cuando se
trata de preguntas sinceras y de desesperación, él experimentó
ambas como ningún otro ser humano lo ha hecho. No se quedó
en la espesa niebla del Getsemaní, sucumbiendo ante la desespe­
ración. Se dirigió hacia su Padre y siguió hacia la cruz Allí, diri­
gió su clamor en dirección a Dios, y no lo hizo escogiendo sus
propias palabras envolviéndolas con su desgracia, sino que utili­
zó las palabras de un salmo. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?» exclamó, citando el Salmo 22:1. Jesús hizo
esta oración en una situación mucho peor que lo que jamás po­
damos conocer. Nadie sintió el abandono de Dios como Cristo
(precisamente de este abandono de Dios se trataba la muerte de
Jesús por nuestros pecados).
Pero no termina allí. ¿Puede Dios el Padre tener oídos sor­
dos ante una súplica de su propio Hijo? (Si Jim no puede hacer­
lo, puede apostar a que Dios tampoco, y si así fuera, tenemos
grandes problemas.) La respuesta resuena tres días más tarde des­
de una tumba vacía: ¡No, jamás dejará de escucharlo! Y porque
el Padre levantó a jesús de la muerte, todos nosotros tenemos es
peranzas. Jesús sintió la bofetada de Dios para que nosotros
podamos sentir sus caricias. Podemos sentirnos abandonados en
el medio del sufrimiento, pero lo cierto es que no lo estamos.
«Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» fue el grito de Cris­
to a favor de toda la humanidad para que, en contraste, pueda de­
cirnos tiernamente: «Nunca te dejaré» (véase Hebreos 13:5). La
desesperación puede estar ligada a Dios, pero también lo está la
esperanza.
La desesperación que se eleva en línea vertical y directa hacia
Dios nos abre al cambio, a la esperanza verdadera y a la posibili­
dad de ver a Dios tal como él es, no como nosotros deseamos
que sea. Cuando cedemos un centímetro, Dios toma un kilóme­
tro. Tomará un millón de kilómetros. Se montará en las alas del
viento para venir desde el cielo, mostrarnos quién es y abrazar­
nos con su amor.

¿Qué hacemos con nuestras emociones?


Las emociones profundas y apasionadas nos obligan a enfren­
tamos a preguntas que preferiríamos ignorar. Para muchos de
nosotros, esta es precisamente la razón por la cual es más fácil no
sentir, bloquear las emociones con cualquier cosa, desde distrac­
ciones hasta drogas. Pero cuando dejamos de sentir, quedamos
desiertos y lejos de Dios y de los demás. No preferimos la deses­
peración. Sin embargo, la alternativa, la ira, parece muy
destructiva.
¿Qué hacemos con nuestra ira? ¿Decimos que está mal? ¿Le
damos la espalda? ¿La aplastamos?
No. Hacemos mucho más que esto. «Las emociones son el
lenguaje del alma. Son el grito que le da voz al corazón. Para
comprender nuestras pasiones y convicciones más profundas,
debemos aprender a escuchar el grito del alma.»3
Los Salmos le muestran al corazón no solo cómo hablar, sino
cómo escuchar. Si las emociones son el lenguaje del alma, enton­
ces el libro de los Salmos nos da la gramática y la sintaxis, ense­
ñándonos a luchar, invitándonos a hacer preguntas y a
desahogar la ira de tal manera que podamos salir de la desespera­
ción. Los Salmos envuelven nuestro dolor con sustantivos y ver­
bos mejor que ningún otro libro.

¿Hasta cuándo, SEÑOR,


me seguirás olvidando?
¿Hasta cuándo esconderás de mí tu rostro?
¿Hasta cuándo he de estar angustiado
y he de sufrir cada día en mi corazón?
¿Hasta cuándo el enemigo me seguirá dominando?
Salmo 13:1-2

Los Salmos nos dicen qué hacer con nuestra ira. La receta
está escrita sucintamente en el Salmo 37:7-8,11: «Guarda silen­
cio ante el SEÑOR, y espera en él con paciencia... Refrena tu eno­
jo, abandona la ira; no te irrites, pues esto conduce al mal. Pero
los desposeídos heredarán la tierra y disfrutarán de gran bienes­
tar.» Reemplazar un sentimiento destructivo por uno constructi­
vo, no es más que una solución superficial, como blanquear una
pared llena de grasa o poner apósitos sobre las heridas abiertas.
Se necesita una transformación más profunda. Y entonces Dios
nos pide que esperemos. «Si se enojan, no pequen; en la quietud
del descanso nocturno examínense el corazón» (Salmo 4:4).
¡Buen consejo! Los viejos puritanos tenían una expresión
para esto: «Siéntate contigo mismo», decían. O siéntate con tu
ira. Esperar no es negación ni distracción, es refrenarse del mal,
calmar la ira, contar hasta diez, para darle un escape al vapor.
Tampoco es «no hacer nada»; es un ejercicio espiritual y preciso.
La elección de esperar en Dios nos lleva más allá de los proble­
mas inmediatos, de las circunstancias dolorosas y suavemente
nos conduce a la presencia del Señor.

Pero de una cosa estoy seguro:


he de ver la bondad del SEÑOR
en esta tierra de los vivientes.
Pon tu esperanza en el SEÑOR;
ten valor, cobra ánimo;
¡pon tu esperanza en el SEÑOR!
Salmo 27:13-14.

¿Leyó esa promesa? Podemos confiar en que mientras este­


mos vivos y pataleando, en medio del profundo sufrimiento, ve­
remos la bondad del Señor ¡Asombroso!
Después de salir del hospital, descubrí el valor de esperar en
el Señor. El Salmo 46:10 me aconseja: «Quédense quietos, reco­
nozcan que yo soy Dios.» Inmóvil y en silencio, recordé lo des­
tructiva que había sido mi ira. Medité en las veces que hubiera
golpeado a Dios de haberlo tenido al alcance. Mientras espera­
ba, salió a la superficie el pensamiento de que ya lo había golpea­
do. En realidad, le había dado un golpe mortal cuando estaba en
la cruz.
Humillada, descubrí un centro más apropiado sobre el cual
descargar mi ira: Satanás. El fue quien comenzó todo este lío. La
enfermedad y la muerte, las deformidades y las catástrofes de la
naturaleza. El fue quien, a causa de su orgullo, trajo sobre sí
mismo, y nos incluyó a nosotros, todos los horrores de la
maldición.
El Dr. Allender y el Dr. Longman, en su libro The Cry of the
Soul [El clamor del alma], afirman:
Meditar en el carácter de Dios no pacifica la ira; la profun­
diza. La razón de nuestra lucha no es que estemos de­
masiado enojados, sino que no estamos lo suficiente­
mente enojados. Nuestra ira siempre es
lamentablemente pequeña cuando se centra en contra
de una persona o de un objeto; está destinada a volverse
contra todo el mal y todo el pecado, comenzando pri­
meramente con nuestro fracaso de amor.

Una ira como esta es la que da lugar a la creación de entida­


des como Madres en contra del alcohol al volante, Ayuda para
víctimas de crímenes violentos, Simplemente di no, Ayuda para
el niño, o Esposas golpeadas anónimas. Esto es solo una muestra
de cómo la gente usa su ira para inspirar movimientos enteros
que han hecho retroceder a las tinieblas y que han traído luz y
conciencia a nuestra sociedad.
Nunca olvidaré la visita que hace varios años hice a Aus­
chwitz y Birkenau, los terribles campos nazis de la muerte du­
rante la Segunda Guerra Mundial, donde se exterminaron millo­
nes de judíos, polacos y personas de otras nacionalidades. Me
sentéjunto a la estación de trenes a la que llegaron hombres, mu­
jeres y niños amontonados dentro de los vagones, y salían al hie­
lo y a la tierra para enfrentarse con perros feroces y guardias. A
punta de pistola llevaban a los niños hacia un lado y a sus madres
las arreaban hacia otro. A los hombres los separaban en grupos
de viejos y jóvenes, pero finalmente todos terminaban en el mis­
mo lugar: el incinerador, que ahora se encuentra en ruinas y cu­
bierto de malezas al final de las vías del tren.
Mi esposo levantó un pedazo de alambre de púas oxidado.
Lo miramos fijamente, considerando el mal que había inflama­
do las cámaras de gas. Cuando inclinamos nuestras cabezas para
orar, solo podía pensar en el disgusto que sentía contra el diablo
y sus lacayos, como así también en las palabras del Salmo
139:21-22:

«¿Acaso no aborrezco, SEÑOR,


a los que te odian, y abomino a los que te rechazan?
El odio que les tengo es un odio implacable;
¡ios cuento entre mis enemigos!»
Gracias a Dios que invade nuestra desesperación y nos aparta
de nuestro falso sentimiento de seguridad. ¿Y qué sucede con
aquellos que permanecen arrogantes y desinteresados en encau­
sar su ira hacia el objetivo correcto? ¿Probarán ¡a ira y el juicio de
Dios?
Dios prometió que los arrogantes beberían una espumosa
copa de su ira, un reflejo del furioso odio que Dios sien­
te por el pecado. PeroJesús fue quien bebió esta copa es­
pumosa y amarga de ira. Está más allá de nuestra
... a nadie permitió que los oprimiera [a sus ungidos] ...
El SEÑOR hizo que su pueblo se multiplicara...
Sacó a los israelitas cargados de oro y plata ...
El Señor les dio sombra con una nube
Y con fuego los alumbró de noche ...
Los sació con pan del cielo
Abrió la roca, y brotó agua ...
Ciertamente Dios se acordó de su santa promesa
La que hizo a su siervo Abraham ...
¡Alabado sea el SEÑOR!
Salmo 105:14,24,37,39-42,45.

Recuerden, recuerden... y recuerden otra vez.


Los Salmos también nos señalan el futuro, animándonos a se­
guir adelante y adelante, porque el cielo está al doblar de la esqui­
na. Los sentimientos apasionados, especialmente los que surgen
en el sufrimiento, nos recuerdan que nunca tendremos verdade­
ra paz hasta que en el horizonte, el cielo nos abra sus puertas.
Fanny Crosby lo sabía. Sufrió mucho siendo una persona ciega
que vivió en el siglo diecinueve, y encontró solaz en el libro de
los Salmos. Sola y vulnerable, encontró un aliento especial en el
Salmo 27:4-5:

Una sola cosa le pido al SEÑOR,


y es lo único que persigo:
habitar en la casa del Señor
todos los días de mi vida,
para contemplar la hermosura del SEÑOR
y recrearme en su templo.
Porque en el día de la aflicción
Él me resguardará en su morada;
Al amparo de su tabernáculo me protegerá,
Y me pondrá en alto, sobre una roca.
La señorita Crosby se dio cuenta de que su aflicción la expo­
nía a emociones poderosas que, sin no las templaba, podían
quitarle la fe. Cuando se apoyó en los Salmos, descubrió que
eran una fuente de inspiración y que proporcionaban las bases
para muchos de sus seis mil himnos. El Salmo 27, por cierto, fue
la inspiración para:

Me escondo en la Roca que es Cristo el Señor,


Y allí nada yo temeré;
Me escondo en la Roca que es mi Salvador,
Y en él siempre confiaré,
Y siempre con Él viviré

A encontrarme con él en las nubes del cielo,


Con su perfecta salvación, y su maravilloso amor,
Cantaré a viva voz con los millares en las alturas.

Entre el pasado y el futuro, los Salmos nos proporcionan


aliento en las circunstancias presentes. Mientras atravesamos el
sendero del sufrimiento y nos dirigimos hacia «valles tenebro­
sos», ¿quién de nosotros (inclusive atravesando un sufrimiento
menor, como por ejemplo, estar sentado en el sillón del dentista
esperando que la anestesia nos haga efecto) no ha recordado este
antiguo favorito, recitando suavemente sus líneas para aquietar
los nervios y traer paz a nuestros corazones?

El SEÑOR es mi pastor, nada me falta;


en verdes pastos me hace descansar.
Junto a tranquilas aguas me conduce;
me infunde nuevas fuerzas.
Me guía por sendas de justicia
por amor a su nombre.
Aun si voy por valles tenebrosos,
no temo peligro alguno
porque tú estás a mi lado;
tu vara de pastor me reconforta.
(Salmo 23:1-4)

Los Salmos hasta sirven como una vía de confesión. El


sufrimiento puede hacer que ignoremos la barrera de «Peligro»
y que pisemos fuertemente la capa delgada de hielo del despe­
cho y la furia en contra de Dios, culpándolo con ira. Pero luego,
nos damos cuenta de que si no fuera por Cristo, caeríamos de la
gracia y nos hundiríamos. Nos detenemos. Nos tapamos la boca
con las manos. Caemos de rodillas, y entonces los Salmos nos
dan las palabras para expresar nuestro arrepentimiento:

Ten compasión de mí, oh Dios,


conforme a tu gran amor;
conforme a tu inmensa bondad,
borra mis transgresiones.
Lávame de toda mi maldad
Y límpiame de mi pecado.
Yo reconozco mis transgresiones;
Siempre tengo presente mi pecado.
Contra ti he pecado, sólo contra ti,
Y he hecho lo que es malo ante tus ojos;
Por eso, tu sentencia es justa,
Y tu juicio, irreprochable.
Yo sé que tú amas la verdad en lo íntimo.
Salmo 51:1-4,6.

Una ventana al alma


En 1951 una madre alcohólica dio a luz una hija.7 El esposo
de la mujer no era el padre. ¿Quizás el padre era alguno de los
hombres del Club de Oficiales Navales? ¿O alguien que vivía
cerca de la base militar? La niña nunca lo supo con seguridad.
Todo lo que sabía eran las furias de su madre, las botellas vacías y
el hombre que vivía con ellas al cual llamaba papá.
A menudo, encontraba un refugio seguro en la casa del tío
Bob y la tía Edith. Aquel era un verdadero hogar donde Glenda
podíajugar al «hospital» con sus vecinitas y marcar el camino de
la cochera con tiza para jugar. Un hogar donde podía pasar
largos momentos sin que nadie la molestara y en el espejo mirar­
se el espacio vacío que tenía donde debieran estar los dientes.
Estos habían quedado esparcidos en algún lugar del suelo de su
casa luego de una paliza salvaje.
Cuando Glenda tenía cinco años, hizo su última visita al tío
Bob. Su tío y su padre intercambiaron palabras muy ásperas, y
así volvió para siempre a su casa de cuatro habitaciones construi­
da cerca de las dársenas para los trabajadores del puerto. Una pe­
queña casa que se calentaba con una estufa de aceite que se en­
contraba en la sala. Su madre, que siempre se estaba
recuperando de una borrachera, le ordenó a la hermana de Glen­
da, que tenía quince años, que se mudara a la habitación del fren­
te para dormir con ella. Glenda, la más pequeña, dormiría en la
habitación de atrás con su padre. La madre tomó las decisiones y
todos las acataron.
La niña escuchaba el tamborileo de la lluvia por la noche. La
entristecía. Podía escuchar los ronquidos sofocados de una per­
sona borracha a través de la pared, pero se quedaba helada cuan­
do escuchaba el suspiro de su padre acostado junto a ella, un
hombre cuyas necesidades no se habían satisfecho durante años,
que dormía con una pequeña que no era su hija, tratando de lu­
char contra la ira de largos días de trabajo duro y una esposa al­
cohólica. Las maderas del piso que estaban alrededor de la estufa
crujieron. También crujieron las maderas debajo de la cama de
la niña.
En aquella pequeña habitación, la inocencia de Glenda fue
destrozada una y otra vez. La idea de saber que no tenía a nadie a
quien recurrir, nadie con quien hablar, la horrorizaba. Deseaba
salir corriendo, pero se contenía; deseaba gritar, pero se obligó a
permanecer en silencio. Así, a lo largo de los años, en aquella de­
solada cama, mientras las lágrimas le corrían y le entraban por
los oídos, y su padre dormía a su lado, la pequeña miraba fija­
mente el cielo raso y oraba. Seguramente, Dios contestaría sus
oraciones si tan solo se portaba bien. Siempre trató de ser buena.
Sin embargo, todo salía terriblemente mal.
El mejor cambio tuvo lugar cuando cumplió doce años. Su
padre se trasladó a la habitación del frente, la madre volvió al si­
llón de la sala y Glenda pudo dormir sola. Tal vez la pubertad y el
temor a otro bebé no deseado en la casa fueron los factores que
determinaron el cambio. Glenda no lo comprendía en aquel mo­
mento, pero Dios estaba obrando.
Sin embargo, era difícil verlo. Los años pasaron, pero las heri­
das siempre estaban frescas. Los compañeros de la secundaria se
mantenían fríos y distantes. No era de asombrarse, Glenda ja­
más invitaba a sus compañeros a su casa. Se sentía avergonzada
por la embriaguez, las maldiciones y la suciedad. Durante por lo
menos un año, Glenda se escondió en los rincones de los baños,
en el patio trasero de su casa y se sentaba, hamacándose hacia
atrás y hacia delante con un paquete de hojas de afeitar. No suce­
dió nada, aunque encontraba un placer mórbido en las posibili­
dades que tenía.
«No recuerdo», cuenta Glenda, «haber sentido jamás que me­
recía un hogar diferente o padres diferentes, o una vida diferen­
te, pero sí los anhelaba, especialmente anhelaba una madre que
me amara. Pero nunca creí que tenía el derecho de tenerlos. Des­
de temprano me di cuenta que una niña que no espera nada, tie­
ne muy pocas desilusiones.»
Los años siguieron su curso. La escuela de enfermería le ofre­
ció a Glenda el primer alivio. Un solaz, un refugio. Sin embar­
go, la soledad golpeaba constantemente a la puerta de su habita­
ción. Un viernes por la noche, mientras caminaba por el pasillo
del hospital dirigiéndose a su habitación, un folleto que estaba
sobre la mesa atrajo su atención. En el frente se leía: «Los cuatro
pasos de Dios para la salvación.» Era la noche en la que había pla­
neado echarse en la cama, abrír el frasco de píldoras que había es­
tado guardando y desaparecer permanentemente. Cerró la puer­
ta de su habitación detrás de sí. En lugar de buscar el frasco,
abrió el tratado. Antes de terminar la noche, Glenda se había des­
lizado al suelojunto a su cama para orar. Se arrodilló vestida para
la tumba, y se levantó con vestiduras de justicia, de la justicia de
Cristo. El sábado amaneció brillante y frío. Glenda tomó el auto­
bús que la llevaba a la ciudad para comprar una Biblia. Las pala­
bras de Dios danzaban en las páginas, cada versículo saltaba ha­
ciéndole cobrar vida a su significado. Tenía una relación, una
relación real y viva con Dios. Una relación vibrante, palpitante,
desbordante de gozo. Pero había algo que la empañaba. A través
de los meses, hasta años, luego de haberse casado y de tener hi­
jos, mientras Glenda se acercaba más a Dios, más negro parecía
ser su pasado.
Nuevos resentimientos salieron a la superficie. «¿Cómopudie­
ron mis padres hacerme cosas tan horribles?» pensó. «No era más que
unaniña. ¿Por qué no me dejaron ser una niña? Megolpearon, memoles­
taron, me maldijeron, me gritaron, me patearon y me odiaron cuando
todo lo que quería era amor. Hubiera hecho cualquier cosa con tal de conse­
guir su amor, y ahora los odio. No puedo evitarlo.»
Su ira revelaba algo feo que había dentro de su corazón. El
Salmo 119:165 le habló suavemente...

«Los que aman tu ley disfrutan de gran bienestar,y nada los hace
tropezar.»

¡Increíble! ¿Realmente Dios puede quitar todo lo que me


hace tropezar? Glenda estaba maravillada. ¿El odio asesino que sien­
to? «Nada los hace tropezar», le respondía el versículo. Las dos lí­
neas no eran lo suficientemente largas como para considerarlas
una espada o unajabalina. Ni siquiera eran una flecha que pudie­
ra atravesar su corazón. Este versículo corte era un pequeño dar­
do, pero el blanco de Dios era impecable, pinchó el globo calien­
te de ira que Glenda había inflado durante todos aquellos años.
«Oh, Dios», oró Glenda, «si te desagrada que yo me sienta he­
rida, entonces, de alguna manera, quita este tropiezo de mí.
Estoy ardiendo de ira y no puedo sobrevivir de esta manera.
Arranca el resentimiento. Anhelo ser tuya completamente.
Quiero perdonar a quienes me han ofendido tal como tú me per­
donaste mis ofensas. Ahora, ayúdame, Padre, en el nombre de
Jesús.»
Algunos pensarán que el enojo de Glenda tendría que haber
estado dirigido hacia Dios en lugar de hacia sus padres. ¿Golpea­
da? ¿Abusada? ¿Maldecida? Una niña no tiene la fuerza como
para sacarse de encima a un hombre obsceno impulsado por sus
necesidades, pero Dios sí puede. Una niña no puede detener a
una madre borracha revoleando un cinturón. Una niña no pue­
de levantar un escudo lo suficientemente grande o grueso como
para esquivar las palabras que producen heridas profundas en la
psiquis. ¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué no enojarse contra él?
¿Qué respuestas pudieran justificar un trato tan horrendo?
«Más le valdría ser arrojado al mar con una piedra de molino ata­
da al cuello, que servir de tropiezo a uno solo de estos peque­
ños», dice Dios mismo (Lucas 17:2). Muy bien, los hombres per­
versos algún día tendrán que enfrentar la ira del Juez justo, pero,
¿y ahora qué?
Queremos respuestas ahora, pero aunque sepamos por qué,
¿nos sentiremos satisfechos? Podemos preguntar: «¿Dónde esta­
ba Dios? ¿Fue su culpa?» pero tenemos la seguridad de que a pe­
sar de ser soberano, no fue su culpa. O, «¿Fue un ataque del ene­
migo?» y descubrir que sí, que posiblemente lo fue. O podemos
ir más allá: «¿Es la consecuencia de vivir en un mundo caído y
perverso en vez de ser el ataque directo del diablo o de Dios?» y
saber que esto es muy probable. Volvamos al comienzo: ¿estas
preguntas nos satisfacen? Probablemente no.
Con la ayuda de Dios, Glenda encontró la única respuesta
que satisface, respuesta que penetra el corazón y llega a donde
duele. Su ira le ayudó a entender su necesidad. La ayudó a enca­
minarse en la dirección correcta.
Se dio cuenta de que su odio encendido era tan atroz como
los nauseabundos pecados cometidos contra ella. No era mejor
que sus padres. Así como su padre la había forzado, ella, en su
imaginación, con ardiente furia, le había clavado un cuchillo en
el pecho. Fácilmente, Glenda pudiera haber sido una de las que
lanzaba maldiciones y escupía odio, torturando y clavando a
Dios en la cruz. Por cierto, al reconocer su pecado, reconoció
esta realidad. El recuerdo de las escupidas en su rostro de siete
años debe haber empalidecido en comparación a las escupidas
que recibió el Salvador. Glenda descubrió, como pocos creyen­
tes lo hacen, la profundidad del amor de Dios en que «cuando
éramos todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Roma­
nos 5:8).
Una vez Thomas Merton pensó: «Para sufrir sin detenemos
en nuestra propia aflicción, debemos pensar en una aflicción ma­
yor, y mirar a Cristo en la cruz. Para sufrir sin odiar, debemos sa­
car la amargura de nuestro corazón amando a Jesús. Para sufrir
sin esperar recompensa, debemos encontrar toda la paz en la
convicción de nuestra unión con Jesús. Estas cosas no son una
cuestión de técnicas ascetas, sino de simple fe.»8
Dios sufriendo en la cruz. No existe una respuesta para los
«por qué» aparte de Jesús. Después de todo, pensar que Dios es
parte del problema del sufrimiento no complica las cosas. La pre­
gunta no es cómo o hasta qué punto él fue quien creó el
problema.
El es la respuesta y lo necesitamos.
Once

Alcancemos
contentamiento

«U n hombre contento es aquel que disfruta del paisaje


cuando vaga por los desvíos.»
Una cita como esta merece una historia...
El corazón se le acelera mientras planea la mudanza. Una
mudanza a Roma, Italia. Estudia el idioma, la comida y el arte, y
se compra un libro de historia de la Basílica y de la Capilla Sixti-
na. Hojea las guías para comprar casas y se imagina estar desayu­
nando en un balcón que da a una bahía soleada. Sus expectativas
son altísimas. Será la aventura de su vida.
En el vuelo hacia Roma, los planes cambian. El 747 aterriza
en Holanda. Sale trastabillando del aeropuerto de Amsterdam
confundido, apretando los folletos de Italia y preguntando:
«¿Dónde estoy? ¿Qué sucede?» El paisaje es plano, el clima frío
y húmedo. Se come los repollos de Bruselas en Holanda y apren­
de a decir «tot ziens» en lugar de «arrivederci.» A pesar de que el
desaliento lo aguijonea, se puede acostumbrar a usar zuecos.
Ahora Holanda es su hogar. Guarda sus esperanzas hechas añi­
cos y sigue adelante con la vida. De tanto en tanto, extraña a Ita­
lia, pero aprende a sobrevivir en Holanda. No es insoportable,
simplemente es diferente.
Así es ia vida. Está volando a buena velocidad y de repente los
planes cambian. Un ataque al corazón deja imposibilitado a su
hermano, o su hijo se infecta de SIDA. Dios puede abrir los cie­
los con un milagro, pero lo más probable es que tenga que
aceptar lo que es obvio. Soportará el dolor y seguirá adelante. Pa­
sará los fines de semana ayudando a la familia de su hermano. Se
sobrepondrá a los prejuicios y cambiará las sábanas de la cama de
su hijo. O cambiará los pañales de su hijo de doce años que tiene
un retraso mental. Se mantendrá fiel a los votos matrimoniales a
pesar de que le vuelvan la espalda y la cama quede vacía. Se ajus­
tará a un presupuesto y no podrá salir de vacaciones. Reprimirá
el alboroto de las hormonas y hará una cita con la televisión y
con una cena para uno.
Se resigna a lo que son las cosas.
De vez en cuando se pregunta cómo sería (o como era) vivir
sin la sombría condena del dolor constante. Pero la mayor parte
del tiempo bloquea estos pensamientos. Le hace frente a un nue­
vo idioma, a maneras diferentes de hacer las cosas (no las que us­
ted preferiría) y aprende a sobrevivir en un mundo que jamás
hubiera elegido.
Yo no puedo vivir, realmente vivir de esta manera, y no creo
que usted tampoco pueda. Tal vez puedan hacerlo las mascotas
que están entrenadas para usar una correa, o los caballos que se
acostumbran a tener puesto un freno, pero no así los seres huma­
nos. Los animales se someten, los caballos se rinden a la pesada
carga del arnés y se resignan a llevar el arado, pero nosotros no
somos animales. Dios llora cuando ve que nos ponemos las an­
teojeras como caballos con el espíritu quebrado. Llera porque
nunca tuvo la intención de que nuestras vidas sean una solemne
resignación. Por un lado, los estoicos se ubicaron sin darse cuen­
ta en el centro de todo. Por el otro, nuestras almas son demasia­
do importantes. Inclusive en la desesperación del silencio, den­
tro de la coraza de un corazón endurecido, la pasión palpita
como una llama que se muere. Una brisa cálida revive un recuer­
do distante. Una canción remueve una esperanza lejana. Una
mano sobre ei hombro despierta el deseo. Deseamos ser seres
humanos completos. Sentimos el dolor, gustamos la amarguray
la hiel. Sentimos el sabor de las lágrimas. Los animales no Do­
ran, o si lo hacen no se preguntan: «¿Hay otra clase de vida que
no sea sobrevivir?» Tal vez podemos sobrevivir, pero no pode­
mos detenemos allí. «¿Alguna vez volveré a ser feliz, verdadera­
mente feliz?»
Sí y no. Podemos estar: «aparentemente tristes, pero siempre
alegres; pobres en apariencia, pero enriqueciendo a muchos;
como si no tuviéramos nada, pero poseyéndolo todo» (2 Corin­
tios 6:10). En otras palabras, puede terminar disfrutando de Ho­
landa. Tal vez más que de Italia.

Cuando no se puede escapar


¿Alguna vez seré feliz en este lugar? Era todo lo que podía
pensar al salir del hospital y atravesar la puerta de mi casa en la si­
lla de ruedas. Las puertas eran demasiado angostas. Los lavabos
estaban muy altos. Tres pequeños escalones eran una barricada
que me impedía el acceso a la sala. Me sentaba en la mesa del co­
medor y mis rodillas chocaban con el borde. Me ponían un pla­
to de comida delante, pero mis manos permanecían inmóviles
en mi regazo. Alguna otra persona, al menos durante los prime­
ros meses, tenía que alimentarme. Me sentía confinada y atrapa­
da. Nuestro hogar acogedor se había convertido en un entorno
adverso y extraño.
Mi confinamiento me obligó a mirar a otro cautivo.
El apóstol Pablo había visto el interior de más de una habita­
ción pequeña de la cual no tenía escapatoria. Durante dos años,
a Pablo lo llevaron de un lugar a otro mientras que los líderes ro­
manos, uno atrás del otro, se sacaban de encima la responsabili­
dad. Nadie, ni siquiera Félix ni Festo, quería tocarlo con la pun­
ta de un palo de tres metros. Así que lo embarcaron hacia Roma.
Una vez allí, Pablo, a la sombra de un guardia, siguió estando
bajo arresto. Le agradeció a los creyentes de Filipos que se preo­
cuparan y los alentó con las palabras del capítulo cuatro de su
epístola: «He aprendido a estar satisfecho en cualquier situación
en que me encuentre. Sé lo que es vivir en la pobreza, y lo que es
vivir en la abundancia» (Filipenses 4:11-12).
Pablo hablaba de una quietud interna del corazón, sobrenatu­
ral, que se somete con alegría a Dios en todas las circunstancias.
Cuando digo «quietud del corazón» no descarto las cuestiones fí­
sicas como los barrotes de una prisión, las sillas de ruedas, el tra­
to injusto y ia enfermedad. Lo que descarto son las cuestiones in­
ternas, los pensamientos impacientes, los planes para escapar, y
la irritación y la impaciencia que solo nos llevan a un frenesí de
actividad. El contentamiento es un espíritu sedado que puede
mantenerse tranquilo mientras soporta la carga de sufrimiento.
Pablo entendió cómo vivir de esta manera. Lo aprendió. Implica­
ba adquirir ciertas habilidades. Comprender algo y luego practi­
carlo. ¿Qué fue lo que entendió? «He aprendido a vivir en todas
y cada una de las circunstancias, tanto a quedar saciado como a
pasar hambre, a tener de sobra como a sufrir escasez» (Filipenses
4:12).
¿Cuál era el secreto que Pablo aprendió? En su clásico del si­
glo diecisiete The RareJewel ofChristian Contentment [La rara joya
del contentamiento cristiano], Jeremiah Burroughs señala que
la palabra que se utiliza en el Nuevo Testamento como «conten­
tamiento» en nuestras Biblias lleva la idea de suficiencia. Pablo
utiliza la misma raíz griega en 2 Corintios 12:9 «Te basta con mi
gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad.» El secreto
de Pablo simplemente era apoyarse en el Señor de la gracia para
recibir ayuda. «Así que acerquémonos confiadamente al trono
de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude
en el momento que más la necesitamos» (Hebreos 4:16).
Pablo tenía que dominar el arte de hacer elecciones difíciles,
decidir esto en vez de aquello, ir en esta dirección en lugar de
aquella otra. ¿Por qué el secreto involucra tanto sacrificio? Por­
que nuestra inclinación natural no es «acercamos confiadamen­
te al trono de ¡a gracia». «Encontrar la gracia que nos ayude en el
momento que más la necesitamos» no es algo que viene automá­
ticamente. Basta con dar una mirada a unas pocas palabras que
Pablo escogió muy bien en Filipenses: «sigo adelante ...
Esforzándome... manténganse firmes.»
En pequeña escala, entiendo lo que es tomar decisiones
como estas. Me cansé de que me alimentaran en la mesa del co­
medor, pero cuando traté de hacerlo yo misma con los brazos pa­
ralizados, quise darme por vencida. Insertaron una cuchara do­
blada en un bolsillo de la tablilla de cuero de mi brazo. Con los
débiles músculos de los hombros, tenía que poner la comida en
la cuchara, luego balancearme y levantarla hasta la boca. Era hu­
millante ponerme un babero, manchar toda la ropa de salsa de
manzana y que la comida aterrizara más veces en el regazo que
en la boca.
Pudiera haberme dado por vencida, hubiera sido fácil y mu­
chos no me hubieran culpado por hacerlo, pero tenía que elegir;
elegir una serie de cosas. ¿Dejaría que la vergüenza por la cara
manchada de comida me disuadiera? ¿Permitiría que los fraca­
sos desalentadores me abrumaran? Decidí que la molestia de ali­
mentarme sola sobrepasaba la satisfacción efímera de la auto-
compasión. Me impulsó a orar: Oh, Dios, ¡ayúdame con esta
cuchara! El secreto fue aprender a apoyarme en el Señor para reci­
bir ayuda. Actualmente manejo la cuchara con la tablilla de mi
brazo bastante bien.
No recuperé el uso de mis brazos y mis manos, pero aprendí
a estar contenta.
Cristo no es una varita mágica que podamos agitar sobre
nuestros dolores de cabeza o del corazón para hacerlos desapare­
cer. «En quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría
y del conocimiento» (Colosenses 2:3). La sabiduría y el
conocimiento, incluyendo la sabiduría para estar satisfechos,
están escondidos en él, como un tesoro que para encontrarlo debe­
mos buscarlo. Buscar algo escondido requiere trabajo duro:
«Me buscarán y me encontrarán, cuando me busquen de todo
corazón» (Jeremías 29:13).
Dios no nos deja abandonados a nosotros mismos. «He
aprendido a vivir en todas y cada una de las circunstancias ...
Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4:12-13).
Mientras ponemos manos a la obra para emprender una tarea y,
en fe, comenzamos a ejercer fuerza, ¡eureka! la energía divina
surge de nuestro interior. La fortaleza de Dios opera en nosotros
en el momento en que ejercemos fe para la tarea. «Con la ayuda
de Cristo, que me da fortaleza y poder, puedo realizar cualquier
cosa que Dios me pida realizar [es decir, soy autosuficiente en la
suficiencia de Cristo]» (Filipenses 4:13 La Biblia al Día).
Uno elige y Dios da la fuerza. Le da la fuerza para retener la
lengua cuando siente que tiene derecho de quejarse (aunque su
esposo no haya asistido a la parte que le correspondía en las reu­
niones de padres y maestros). Imparte las fuerzas para mirar ha­
cia afuera preocupándonos por los intereses de los demás antes
que de los nuestros (inclusive cuando el compañero de trabajo
de su oficina lo utilice como una escalera para ascender). Nos in­
funde la fuerza para tomar una actitud brillante por la mañana
cuando nos levantamos (aunque se trate de otro día con la mis­
ma vieja rutina de cuidar a su hijo discapacitado).
Aunque siga teniendo un marido irresponsable, un compa­
ñero de trabajo egoísta y un hijo discapacitado, pero tiene quie­
tud en el corazón.

Saque ganancias de las pérdidas


¿Recuerda cuando dije que el sufrimiento es tener lo que no
deseamos y desear lo que no tenemos? Réstele los deseos y ten­
drá como resultado el contentamiento.
Es una manera de igualar los deseos y las circunstancias. El
apóstol Pablo era un experto en esta clase de aritmética. Por
ejemplo, estaba feliz porque sus amigos filipenses le enviaban re­
galos. «Me alegro muchísimo» dice, pero enseguida añade: «No
digo esto porque esté necesitado».
¿No estaba necesitado? ¿En una cárcel? «Tengo hasta de
sobra», les asegura a sus amigos (Filipenses 4:18). ¡Pero Pablo!...
Tienes una buena cuota de sufrimiento, ¿entonces por qué te re­
gocijas tanto? «No digo esto porque esté tratando de conseguir
más ofrendas, sino que trato de acreditarlo a su cuenta» (v. 17). Pablo
restaba sus deseos y, al hacerlo, aumentaba su gozo, el gozo que sobraba
para suplir las necesidades de los demás.
Pablo no vivía una negación en aquel calabozo húmedo y
malsano; simplemente ajustaba sus anhelos a la luz de la sufi­
ciencia de Cristo. Cristo era más que suficiente ya sea que estu­
viera saciado como pasando hambre, teniendo de sobra como su­
friendo escasez.
El mundo ni siquiera tiene idea de que exista esta clase de ma­
temáticas. Trata de mejorar sus circunstancias para que hagan
juego con sus deseos, aumenta su salud, su riqueza, su hermosu­
ra y su poder. Es más sabio someter el corazón para que haga jue­
go con las circunstancias.
Es probable que los cristianos no puedan controlar sus situa­
ciones de vida, pero pueden controlar sus corazones: «El herma­
no de condición humilde debe sentirse orgulloso de su alta dig­
nidad, y el rico, de su humilde condición. El rico pasará como la
flor del campo,» dice Santiago 1:9-10. Burroughs escribió:
«Aquí se encuentra el fondo y la raíz de todo contentamiento:
cuando existe un equilibrio y una proporción entre nuestros co­
razones y nuestras circunstancias.»2
Cecile Van Antwerp ha vivido en una silla de ruedas durante
muchos años, más que yo y además vive en un asilo. Cuando fui
a visitarla, me sorprendió el pequeño tamaño de su alcoba, con
el espaciojusto para una cama y una cómoda en un rincón junto
a la ventana. Sin embargo, con fotografías, arreglos florales, un
colorido afgano y una placa sobre la pared arriba del respaldo de
su cama, lo ha transformado en su hogar. Ha disminuido los de­
seos de su corazón y ha creado un pequeño nido acogedor en un
espacio reducido y apretado. Está contenta.
¿Cómo hacemos para volvemos hábiles en esta clase de arit­
mética? ¿Cómo hacemos para captar esta clase de «resta»? Ali­
mente la mente y el corazón con aquellas cosas que traen conten­
tamiento en lugar de despertar deseos. No estoy hablando de
guardar reglas. Las reglas solo nos llevan al aumento de los de­
seos vehementes. (No podemos evitar que el deseo nos
consuma en cuanto vemos: «No toque esto» o «No haga aque­
llo».) Estoy hablando del sentido común.
O llámelo modificación del comportamiento. ¿No quiere
lastimarse? Entonces, manténgase alejado de las cosas que pue­
den lastimar. Nunca me encontrará dando vueltas por el departa­
mento de lencería donde ponen en exhibición a maniquíes con
hermosos camisones de seda. No me importa si es un maniquí
plástico está de pie y yo no. ¡Y es muy elegante usar prenda que
cuelgan sobre mí como una bolsa! Al estar paralítica, no resulta
práctico usar portaligas de encaje o pantuflas de satén. Mirar es­
tos atuendos tan magníficos me hace pensar inquietante: ¡Cómo
me encantaría usar uno de esos! Así que solo me quedo en el tercer
piso de la lencería el tiempo suficiente como para comprar unas
pocas cosas necesarias y salgo de allí.
Sucede lo mismo con la música psicodélica de los sesenta.
Aquellos extraños sonidos alocados eran la música de fondo
para mi desesperación suicida, cuando sacudía la cabeza hacia
arriba y hacia abajo en la almohada deseando romperme el cue­
llo aún más de lo que lo tenía. Ahora, cuando escucho los chirri­
dos de las guitarras o ritmos pesados, doy vuelta al dial. No pue­
do escuchar. No estoy viviendo en una negación ni
rehusándome a enfrentar la realidad, simplemente tengo un sa­
ludable respeto por el poderoso efecto de la música. Ahora estoy
tan paralítica como entonces, así que me estoy buscando proble­
mas si expongo mi mente a la música que conjura pensamientos
oscuros.
La comida es otra de las cosas. Como no puedo hacer ejerci­
cios come la mayoría de la gente, tengo que cuidar las calorías
coa más atención. Por las noches, cuando salgo de la oficina, oca­
sionalmente me llega el aroma atrapante de la carne asada a la pa­
rrilla que sale del restaurante The Wood Ranch Barbecue Pil que
está al otro lado de la calle. Es criminal. Soy una fanática de sus
anillos de cebolla fritos. Cuando estoy muerta de hambre, evito
este restaurante tal como paso de largo por la góndola de pastele­
ría francesa del supermercado.
Alcanzar contentamiento no significa perder el dolor o decir­
le adiós a la incomodidad. Satisfacción significa sacrificar deseos
vehementes para ganar un alma adaptada. Se renuncia a una
cosa por la otra. Es difícil; difícil, pero dulce. Estamos «aparente­
mente tristes, pero siempre alegres... como si no tuviéramos
nada, pero poseyéndolo todo.» 1 Timoteo 6:6 dice: «Pero gran ga­
nancia es la piedad acompañada de contentamiento» (RVR), y la
ganancia siempre viene a través de una pérdida.
¡No es de asombrarse que el contentamiento requiera tanta
fuerza!
Jeremiah Burroughs escribe:

«[Un cristiano] es el hombre más satisfecho del mundo y sin em­


bargo el más insatisfecho; estas dos cosas juntas deben ser un
misterio... Se siente satisfecho con unas migajas, con pan y
agua... sin embargo, si Dios le diera reinos e imperios y todo el
mundo para gobernar... no se sentina satisfecho. Un alma que
anhela a Dios, no se puede llenar con ninguna otra cosa que no
sea Dios.»3

Otra ecuación
«Me quejaba porque no tenía zapatos hasta que me encontré
con un hombre que no tenía pies.»
Trillado, pero cierto. Involúcrese con aquellos que se en­
cuentran en situaciones inferiores a la suya. Esto estimula el con-
tentamiento en usted y lo aviva en los demás. Una bendición
doble.
Hubiera jurado que estaba satisfecha, sentada en un café en
el centro comercial con mi invitada Mary Jean. Ella, al igual que
yo, casi nunca toma un receso. Viaja largas horas y trabaja ardua­
mente en el ministerio cristiano. Cuando Mary Jean voló para
relajarse haciéndome una visita, supuse que sería bueno para am­
bas hacer algo normal, ¿qué mejor que dar la vuelta y vagar por
un centro comercial? Hasta llegamos a tomamos un café con le­
che en la vereda de Nordstrom. Nos sentamos, sorbimos
nuestros cafés, arrullamos a los bebés que estaban en sus coche­
citos, y admiramos la ropa de primavera de los que nos pasaban.
Conversamos acerca de los gramos de grasa y del nuevo peinado
de la Primera Dama. La conversación inevitablemente se derivó
hacia el ministerio cristiano.
Le conté a Mary Jean acerca de mi amiga Bonnie Young que
vive en el asilo Magnolia Gardens, al otro lado del valle. «La en­
fermedad neuromuscular de Bonnie ha avanzado al punto que
tiene que estar acostada todo el día,» le dije. «Sería bueno si pu­
diéramos dedicar algún tiempo para orar por ella hoy. Me han di­
cho que está muy deprimida.»
Permanecimos sentadas en silencio.
De repente, las dos exclamamos: «¡¿Qué estamos haciendo
aquí?!»
Reunimos nuestras cosas y fuimos a toda prisa hasta un telé­
fono. Sí, Bonnie estaba en condiciones de recibir visitas. No, no
la molestaríamos (no tiene muchos amigos que la visiten). Can­
tamos himnos mientras avanzábamos por la autopista hasta que
entramos en el sombreado sendero del asilo. Nos apresuramos
por los pasillos en penumbras, saludando a las personas que esta­
ban en sillas de ruedas alineados contra las paredes. La habita­
ción de Bonnie era la última a la derecha.
Se le iluminaron los ojos cuando nos vio. No podía comuni­
carse demasiado a través de su sonrisa paralizada. La respiración
y las palabras salían con dificultad. Cantamos para Bonnie y per­
manecimos en silencio, disfrutando del canto de los pájaros que
estaban al otro lado de la ventana. Al terminar nuestra visita, le
pregunté si le gustaría repetir lentamente el Padrenuestro. Sin
expresión en el rostro, asintió. Mientras la vajilla tintineaba so­
bre la mesa que rodaba por el pasillo y alguien balbuceaba frente
a la sala de enfermeras, unimos nuestros corazones y hablamos
con nuestro Padre.
Mary Jean disfrutó de la visita, incluyendo un viajecito corto
a la playa y una velada en un elegante restaurante, pero lo más so­
bresaliente fue la maravillosa posibilidad de visitar a una amiga
en una condición inferior a la nuestra. Siempre habrá liquidacio­
nes en Nordstrom, pero no siempre tendremos la oportunidad
de fomentar el contentamiento ayudando a un amigo en necesi­
dad. «No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con hu­
mildad consideren a los demás como superiores a ustedes mis­
mos. Cada uno debe velar no sólo por sus propios intereses sino
también por los intereses de los demás» (Filipenses 2:3-4).
No se trata de comparar la situación trágica de otros con
nuestras circunstancias para acrecentar nuestro espíritu de grati­
tud. No se trata de «sentir lástima por el pobre desafortunado».
Se trata de la perspectiva. Como la carta que recibí de una de las
madres en el retiro para familias de JAF...
Querida Joni:

Le escribo para contarle sobre Zacarías, de cuatro años, que tie­


ne un engrasamiento en la aorta. Como Zach depende del respi­
rador artificial, el cardiólogo está preocupado por la cirugía.

Es muy doloroso para una madre ver sufrir a su hijo sabiendo


que no comprende por qué. No es la peor de las situaciones, ni
la mejor, pero esta es su voluntad en la gran sabiduría y amor de
Dios, y yo me someto humildemente, sabiendo que su fidelidad
alcanza los cielos. Zach es un niño y este es el vigésimo sexto in­
greso y la décimoquinta cirugía. A través de los tiempos de do­
lor, de cirugía, de preguntas, de decisiones y de lágrimas, sé que
El también velará por nosotros en todo esto. No escasamente,
no pendiendo de un hilo, sino gloriosamente y en paz.

Estoy pasmada de lo que hizo en mi vida. Me rescató de un hon­


do y oscuro hoyo de incesto, prostitución, depresión, odio, y
puso mis pies sobre una roca firme. Puso una nueva canción en
mi corazón y como dice el Salmo 40: «Al ver esto, muchos tuvie­
ron miedo y pusieron su confianza en el SEÑOR.» No soy gran­
de, pero sirvo a un Dios grande. Cuando pienso de dónde me
sacó, sé que no soy digna. Y si me falta la fe, él permanece fiel.

Con amor,

Jeri
Contentamiento y gozo

La madre de Zacarías está llena de gozo. ¡Asombroso!


El apóstol Pablo afirma lo siguiente: «Por lo tanto, gustosa­
mente haré más bien alarde de mis debilidades, para que perma­
nezca sobre mí el poder de Cristo. Por eso me regocijo en mis de­
bilidades ... porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2
Corintios 12:9-10). El mundo tiene una filosofía que dice: «Lo
que no se cura, se debe soportar.» Sin embargo, la filosofía que
tienen los cristianos es diferente: «Lo que no se cura, se puede
disfrutar.»
Elizabeth Elliot sugiere: «La solución no es libramos de la in­
felicidad, sino la de encontrar una nueva definición. Demostrar
la felicidad en cosas tales como el deber, el honor y el sacrificio,
la fidelidad, el compromiso y el servicio.» El honor le da valor a
un matrimonio malo. El sacrificio es la verdadera expresión de
amor para los hijos malagradecidos. La fidelidad en cuidar la re­
putación de un compañero de trabajo es mucho más valiosa que
un ascenso. El compromiso y el servicio hacia los demás les trae
un gozo indecible a la persona afligida que se centra en sí
misma.
El contentamiento y el gozo van de la mano.
Considere nuevamente al apóstol Pablo. Cuando escribió la
carta a los filipenses estaba bajo custodia, esperando que procesa­
ran su case ante la corte imperial. Las demoras fueron muy lar­
gas. Viniera lo que viniera, el apóstol no solamente estaba prepa­
rado, sino que, más aun... ¡estaba lleno de alegría! En su carta
dice:

«Lo que me ha pasado ha contribuido al avance del evangelio ...


sea como sea, con motivos falsos o con sinceridad, se predica a
Cristo. Por eso me alegro; es más, seguiré alegrándome porque sé
que ... todo esto resultará en mi liberación ... ahora como siem­
pre, Cristo será exaltado en mi cuerpo. Porque para mí el vivir es
Cristo y el morir es ganancia ... Alégrense siempre en el Señor.
Insisto: ¡alégrense!... Me alegro muchísimo en el Señor.»
Del principio al fin, la carta vibra de gozo.
La experiencia de la prisión de Pablo fue rica en gozo y en
contentamiento porque había aprendido de épocas previas en
prisión. Años antes, Pablo y Silas fueron arrojados a una celda
en una prisión diferente. Sin embargo, en lo profundo de la os­
curidad de la medianoche, durante la hora más solitaria, los en­
contraron cantando alabanzas a Dios. No murmurando con po­
cas ganas. A pesar de las gruesas paredes y de las pesadas puertas,
los otros prisioneros los escucharon cantar las alabanzas (He­
chos 16:25).
La aritmética de Pablo para el contentamiento era restar sus
deseos terrenales para obtener algo de mayor valor: que la causa
de Cristo avanzara por el mundo. Esto le dio una enorme ale­
gría. Una alegría basada en la convicción de que los cristianos
que sufren son usados más poderosamente en el Reino de Dios.
Cuando lo arrojaron en una prisión, la próxima vez y la última,
se regocijaba grandemente.
Qué extraño. Sin embargo, así es Dios. Es la manera en la
que vivió Jesús cuando estuvo en la tierra. El Hijo del Hombre
«Despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores,
hecho para el sufrimiento» fue también el Hijo de Dios que fue
el Señor de la alegría (Isaías 53:3). «Fijemos la mirada en Jesús,
el iniciador y perfeccionador de nuestra fe, quien por el gozo
que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza
que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono
de Dios. Así. pues, consideren a aquel que perseveró frente a tan­
ta oposición por parte de los pecadores, para que no se cansen ni
pierdan el ánimo» (Hebreos 12:2-3).

Considere a Dios
Si solamente trata de mantenerse a distancia del desconten­
to, fracasará miserablemente. A menos que añada la promesa
masiva de felicidad superior en Dios, puede restar todos los de­
seos que le plazcan y seguirá sintiéndose intranquilo.
Cuando se trata del contentamiento, Dios debe ser nuestro
objetivo. Ya sea que se trate de pensamientos caprichosos, de ha­
blar mal de nuestras circunstancias, o de comparamos con otros
cuya suerte en la vida es más fácil, la batalla abarca más que sim­
plemente esquivar el mal, abarca perseguir a Dios. Hebreos
11:25 dice:
«Por fe Moisés ... prefirió sufrir junto al pueblo de Dios. Pensó
que sufrir por el Cristo prometido era de más valor que todos
los tesoros de Egipto, porque tenía la mirada puesta en la gran re­
compensa que Dios le daría» (La Biblia al Día).

Todavía lo sigo aprendiendo. Lo que mi cuerpo no puede te­


ner, mi mente lo cambiará en una fatiga por exceso de trabajo.
Pero las fantasías solo logran frustración. Debo luchar por per­
manecer satisfecha con Dios, y de esta manera me sacio en las
promesas de Cristo. El Dr. John Piper escribió de manera super­
lativa acerca de este asunto en The Pleasures ofGoá [Los placeres
de Dios].
«Debemos dejar que la conflagración de la santa satisfacción se
trague la pequeña llama del placer [terrenal]. Cuando hacemos
un pacto con los ojos, como dijo Job, nuestro objetivo no es sola­
mente evadir algo erótico, sino obtener algo excelente... No re­
nunciamos al ofrecimiento de un sándwich de carne, cuando po­
demos sentir el olor del bisté que sale de la parrilla.»4

En la búsqueda del contentamiento, no debiéramos damos


por vencidos con tanta facilidad desviándonos detrás de los pla­
ceres mundanos cuando tenemos la promesa del gozo máximo
en el Señor. Después de todo: «En tu presencia hay plenitud de
gozo; delicias a tu diestra para siempre» (Salmo 16:11 RVR). El
contentamiento tiene dominio sobre su corazón cuando está sa­
ciado en Cristo. Cuando, junto con Pablo, lo ve a él como sufi­
ciente. «¿A quién tengo en el cielo sino a ti? Si estoy contigo, ya
nada quiero en la tierra» (véase Salmo 73:25).
Es a lo que se referíaJesús cuando dijo: «Ya soy el pan de vida
... El que a mí viene nunca pasará hambre» (Juan 6:35).
Estar contentos es estar llenos.
Es no desear nada más.
No necesitamos tener más hambre porque «no sólo de pan
vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del SEÑOR»
(Deuteronomio 8:3b). La tarea de la Palabra de Dios es alimen­
tar el apetito de la fe por Cristo.

Reste una cosa más


Una vez, el Señor predicó un sermón superlativo acerca de
las promesas de felicidad superior en Dios. Estimula nuestro
apetito por Dios mientras enumera las Bienaventuranzas en Ma­
teo 5:3-12. Cuando era niña, las Bienaventuranzas me descon­
certaban. Quería entusiasmarme con Dios y recibir bendición y
felicidad como todos, pero me parecía que Jesús lo transforma­
ba en un «menos» en lugar de en un «más». Empleaba más de la
misma clase de aritmética: ganar a través de la pérdida.
Si deseaba el reino, tenía que conocer la persecución. Resta.
Si anhelaba ser consolada, tenía que llorar. Más resta.
¿Heredar la tierra? Ser mansa. Resta nuevamente.
La Bienaventuranza especialmente ligada al contentamiento
se encuentra en el versículo 3: «Dichosos los pobres en espíritu,
porque el reino de los cielos les pertenece.»
¿Desea conocer un contentamiento puro y profundo? Vuél­
vase pobre en espíritu de esta manera: «Examíname, oh Dios, y
sondea mi corazón; ponme a prueba y sondea mis pensamien­
tos. Fíjate si voy por mal camino, y guíame por el camino eter­
no» (Salmo 139:23-24). Véase a sí mismo espiritualmente empo­
brecido y encontrará satisfacción en Dios.
«la tristeza que proviene de Dios produce el arrepentimien­
to que lleva a la salvación, de la cual no hay que arrepentirse» (2
Corintios 7; 10). ¿Por qué no hay que arrepentirse? Aquel que re­
conoce su bajo nivel delante de un buen Dios tiene bajas expecta­
tivas, como el hijo pródigo cuando le dijo a su padre: «Ya no me­
rezco que se me llama tu hijo; trátame como si fuera uno de tus
jornaleros» (véase Lucas 15:19). Yo lo diría de la siguiente mane­
ra: «Prefiero estar en esta silla conociéndole, que de pie sin él.»
No hay de qué arrepentirse. Aun el apóstol Pablo, el cristiano
más satisfecho, pero sin embargo el más difamado que jamás
haya existido, se veía a sí mismo como el menor de los apóstoles,
el menor de todos los santos y el primero de los pecadores.
Cuando nos damos cuenta de que estamos entre los meno­
res, los más pequeños, los últimos y los perdidos, Dios se con­
vierte en el todo. Cuando su felicidad superior nos atrapa, ve­
mos su amor impregnado y entretejido en todas las cosas.
Absolutamente en todas.
Descubrimos que las cosas más pequeñas que disfrutamos
atraen nuestro corazón más cerca de Dios. Jeremiah Burroughs
dice: «Cuando sus esposos están en el mar, y les envían una
muestra de amor, vale cuarenta veces más que cualquier otra
cosa que tengan en la casa. Cada cosa buena que disfruta el pue­
blo de Dios, la disfruta como... una muestra del amor de Dios...
y esto debe ser muy dulce para ellos.»5
Para la persona contenta, un regalo del amor de Dios puede
ser la posibilidad de pasar una hora escuchando a Bach junto a la
chimenea. Estar sentado debajo de un árbol en un día ventoso.
Avanzar por una ruta justo a la hora de un colorido atardecer. Se
encuentra pelando una cebolla y de repente se detiene para mara­
villarse ante la belleza de sus anillos concéntricos, todos perfec­
tos y delicados. Ve a un gatito luchando con una media y se ríe
del sentido del humor de Dios. Nuestras obligaciones son dul­
ces cuando las vemos como un servicio para él. Ruth Graham se
enorgullece de un cartel que tiene en la cocina que dice: «Aquí
se dirige un servicio divino tres veces al día.» Cuando todo se
convierte en una dádiva del amor de Dios, uno se siente como si
poseyera todo, ¡y sin embargo, no posee nada!
Primera de Corintios 3:21-23 lo dice mejor: «Por lo tanto ...
todo es de ustedes ... el universo, o la vida, o la muerte, o lo pre­
sente o lo por venir, todo es de ustedes, y ustedes son de Cristo,
y Cristo es de Dios.» Esta es la manera en la que me siento los
miércoles por la noche en la reunión de oración de nuestra pe­
queña iglesia, que no es más grande que dos casas móviles uni­
das. No tenemos un gran salón, pero cuando los ocho que nos
reunimos cantamos himnos antes del tiempo de oración, y no
somos grandes cantantes, el gozo me llena los ojos de lágrimas.
Se siente sabor a cielo.
Toda clase de contentamiento es una anticipación de la eter­
nidad en la cual «Dios mismo estará con ellos y será su Dios. Él
les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llan­
to, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de
existir» (Apocalipsis 21:3-4). El contentamiento en el cielo irá
mucho más allá de la satisfacción. Es una satisfacción desbordan­
te. Descanso en movimiento. Es, como dice G.K. Chesterton,
paz danzante.
¿Disfruta de sus amigos ahora? Disfrutará más en el cielo.
¿Le gusta navegar? Un día se deslizará por el universo. ¿Le gus­
tan las películas? Un día se deleitará con los verdaderos «videos»
de la historia. ¿Le gustan las discusiones intelectuales? Pronto
conversará con los ángeles, los santos de todas las edades y con
Dios.
El contentamiento es un depósito, una garantía de lo que
está por venir: «la primera cuota de la bendición futura», o como
lo dice la Biblia: «Es Dios quien nos ha hecho para este fin y nos
ha dado su Espíritu como garantía de sus promesas» (2 Corin­
tios 5:5).

¿Qué sucede si no sufro?


«Joni, lo dices de una manera que me parece que me estoy
perdiendo algo.»
Joyce es una ejecutiva de alto nivel en una compañía interna­
cional de publicaciones que se desenvuelve en un mundo multi­
millonario. Es soltera y está encantada de serlo. Tiene oportuni­
dades ilimitadas para viajar, flexibilidad en su agenda hogareña,
un condominio decorado con muy buen gusto. Las comisiones
de la iglesia buscan su apoyo, los amigos con los cuales pasa su
tiempo, como ella, son cosmopolitas en su elección de libros,
teatro y arte. «No sufro», me dijo un día mientras tomábamos té.
«Mi vida está notablemente libre de sufrimiento. Mi familia no
enfrenta ninguna crisis grave y mi peor problema es luchar oca­
sionalmente contra una gripe.» Dejó su taza de té y pensativa­
mente añadió: «¿Acaso eso quiere decir que no puedo estar tan
cerca de Dios como aquellos que atraviesan muchos
sufrimientos?»
Esto nos hace rascarnos la cabeza. La Biblia nos dice que to­
dos los que viven vidas santas van a sufrir. Los creyentes debieran
enfrentarse con la persecución. La promesa es: «En este mundo
afrontarán aflicciones» (Juan 16:33). Los propios conocidos de
Jesús lo odiaban por la luz que él arrojaba sobre sus obras malas.
Sin embargo, algunas personas como Joyce, parecieran haber en­
contrado la paz con sus familias, con sus amigos y con sus empre­
sarios. Se supone que debemos tomar nuestra cruz y debemos
negamos diariamente. Resultaría extraño que alguien esté car­
gando el peso de la cruz y no sienta su dolor. Sin embargo, exis­
ten aquellos que parecen tener una clase de vida más fácil.
Por lo tanto, la pregunta dejoyce es buena. ¿Únicamente los
sobrevivientes profundamente heridos de los campos de la mi­
sión son los que están cerca, verdaderamente cerca de Dios?
Me recuerda al hermano del hijo pródigo en Lucas 15. Pare­
ce que el sufrimiento nunca tocó la vida de este hombre. Luego
de que su hermano menor se dirigiera hacia «Hollywood», él si­
guió manejando fielmente la granja y pagando las deudas. No se
ensució ¡as manos y nunca sufrió ¡as consecuencias de la desobe­
diencia. Entonces, un día, cuando su hermano menor apareció,
el padre se volvió loco. La mejor carne para el asado. Decoracio­
nes en los postes de la tienda. No fue el costo de los confites ni
de los temeros engordados lo que le molestó al hermano mayor,
sino los profusos favores que el padre derramó sobre su herma­
no. Justo cuando el hermano mayor pensó que estaba perdido,
escuchó estas tiernas palabras de confirmación: «Hijo mío —le
dijo su padre-, tú siempre estás conmigo, y todo lo que tengo es
tuyo» (Lucas 15:31). El hijo pródigo solo tenía una porción de la
herencia. El mayor lo poseía todo. Simplemente se había olvida­
do de eso.
«De alguna manera, es más difícil para ti», le dije.
Joyce es una mujer sabia y, luego de un momento, asintió
con la cabeza. Siempre ha entendido que, sin sufrimiento, debe
vivir más cautelosamente. Con más cuidado. Sin sufrimiento,
es como el hermano mayor del hijo pródigo que, en medio de
sus circunstancias fáciles, se olvidó de cuánto tenía. Pero Dios
ha bendecido a Joyce: «En las regiones celestiales con toda bendi­
ción espiritual en Cristo» (Efesios 1:3). Dios no tiene nada más
que Cristo para darle a aquellos que sufren y a los que no.
Joyce debe ser sabia con respecto a algo más. Sin sufrimien­
tos, puede ser como un caballo sin riendas que carece de las limi­
taciones de la guía y la dirección. Le puede faltar el freno, la mar­
tingala, la montura, las espuelas y la escuela del látigo del jinete
que necesita el caballo para aprender a escuchar las órdenes de
quien lo guía. Qué difícil sería para un animal, sin la ayuda de su
dueño, entrenarse a sí mismo en la manera en la que debe andar.
Lo mismo sucede con los humanos. El sufrimiento es nuestro
freno y nuestra rienda. 1 Timoteo 4:7-8 nos advierte: «Más bien,
ejercítate en la piedad, pues aunque el ejercicio físico trae algún
provecho, la piedad es útil para todo, ya que incluye una prome­
sa no solo para la vida presente sino también para la venidera.»
Dios ha visto que no es apropiado ponerle e! freno y la rienda
a Joyce, por lo tanto, ella tiene la responsabilidad de mirar los
ejemplos de personas como Karla Larson, mi amiga casi ciega y
sin piernas. Joyce se puede beneficiar a través de ella. Y «En ver­
dad, consideramos dichosos a los que perseveraron... como
ejemplo de sufrimiento y de paciencia» (Santiago 5:10-11).
¡El contentamiento es contar sus bendiciones!
El secreto
Algunas veces miro mi calendario de pared y observo los me­
ses en blanco de años por venir y me pregunto: ¿Cómo serán las co­
sas dentro de cinco años... y dentro de diez? ¿Quésucederá si mi esposo su­
fre alguna lesión y no me puede cuidar? Y lo que es peor aún, ¡yo no voy a
poder cuidarlo!
El enemigo del contentamiento es la preocupación.
En el Sermón del Monte de Jesús, la frase que repite con más
frecuencia es «No se preocupen». El Señor era sabio al repetir
tantas veces sus advertencias. Conoce los devastadores efectos
de la ansiedad y de cómo puede corroer la fe como un ácido, ro­
bándole el gozo y privándolo de la esperanza.
Estoy segura que esta es la razón por la cual Jesús dijo en el
mismo sermón: «Por lo tanto, no se angustien por el mañana, el
cual tendrá sus propios afanes. Cada día tiene ya sus problemas»
(Mateo 6:34). El secreto de estar contentos es vivir un día a la
vez. No cinco o diez años a la vez, sino cada día.
Así como el maná que caía fresco del cielo cada mañana,
Dios suple las necesidades de sus hijos con el amanecer de cada
día. «El gran amor del SEÑOR nunca se acaba, y su compasión ja­
más se agota. Cada mañana se renuevan sus bondades; ¡muy
grande es su fidelidad!» (Lamentaciones 3:22-23). La suficiencia
de Cristo basta y sobra para satisfacer las necesidades de toda
una vida, pero la vida solo puede vivirse un día, un momento,
uno a la vez. «Si el Espíritu nos da vida, andemos guiados por el Espí­
ritu» (Gálatas 5:25). Cuando se sufre, la vida se vive paso a paso;
pasos muy pequeños.
Shawna Leavell está tomando la vida en momentos medi­
dos. Es lajoven que fue sentenciada a prisión luego de conducir
su automóvil estando ebria, en contra del tráfico por la autopista
de Hollywood y mató a un hombre. Me asombra el matiz que
adquiere el contentamiento en ella.
Querida Joni:

Me trasladaron a una celda con dos condenadas por


asesinato a prisión perpetua. ¡Me sentía tan oprimida!
Cuando nos reunieron con otras para hacer un estudio
bíblico, conversamos acerca de la respuesta a las situa­
ciones difíciles. Lloré tanto que mojé el piso. Esperaba
que Dios hiciera un milagro al instante como si estuvie­
ra ordenando comida rápida.
Me dijo que dejara todas mis preocupaciones a sus pies y
que lo dejara hacerse cargo del problema a su tiempo y
a su manera. Así lo hice (fue asombroso). Dejé de irri­
tarme por la habitación siempre oscura. Dejé de irritar­
me por la radio, la música y la televisión, y cuando lo
hice, ¡mi compañera de litera me dio tapones para los oí­
dos! Mi quejido está desapareciendo.
Soy como el ladrón que estaba en la cruz, al lado de Jesús,
que dijo que él estaba allí a causa de su pecado. Reco­
nozco que soy responsable de matar a un hombre, a un
hombre inocente, Jesús, pero debido a mi antiguo cora­
zón endurecido, ahora tengo la sangre de dos hombres
inocentes en mis manos. Es una razón mayor para lu­
char por la obediencia y el servicio a Cristo. ¡Qué pena
es no haber reconocido antes ese sacrificio en toda su
magnitud!

Cariños, Shauma.

Shawna se enfrenta a una larga y monótona condena detrás


de las rejas. Está aprendiendo el secreto de la suficiencia de Cris­
to día a día. De alguna manera, «marcamos el tiempo» ya que el
sufrimiento nos hace movemos a lo largo de nuestros días con
pasos medidos.
La satisfacción en la vida surge de saber que estoy en el lugar
al que pertenezco. La gente descontenta lucha por estar en algún
otro lugar o por ser otra persona. El contentamiento proviene
de aceptar muchas cosas pequeñas y grandes en la vida. «Donde­
quiera que vamos, siempre llevamos en nuestro cuerpo la
muerte de Jesús, para que también su vida se manifieste en nues­
tro cuerpo» (2 Corintios 4:10).
Cuando la vida no es como a usted le gustaría, disfrútela así
como es... un día a la vez con Cristo. Y será bendecido.
Doce

El sufrimiento que
termina en el
infiemo

Llegó el momento de usar la palabra que empieza con "I".


Durante once capítulos hemos mirado el infierno en la tierra
por el cual muchas personas tienen que atravesar. Pero puede ha­
ber un problema aún mayor. ¿Qué pasaría si, como enseña la Bi­
blia, existiera un infierno después de este mundo? Suena demasia­
do horrendo como para meditar en ello, ¿no es cierto? Sin
embargo, de acuerdo al cristianismo histórico, el infierno tiene
la clave para muchos de los misterios acerca de nuestros sufri­
mientos terrenales. Sin el infierno, el «por qué» detrás de mu­
chas pruebas, jamás pudiera resolverse. Sin el infierno, no existe
justicia definitiva. Para que Dios sea Dios, y el cielo sea el cielo,
debe haber un infierno.
Alguien está dándole vuelta a los ojos por este último párra­
fo. Tal vez, ese alguien sea usted...

El tránsito se ha vuelto tan lento que prácticamente se arras­


tra. Un camión que transporta muebles se abre camino a la fuer­
za bloqueando la visión del frente, pero al echar un vistazo al es­
pejo retrovisor se ven autos alineados uno detrás del otro que
llegan hasta el planeta Mercurio. Enciende la radio para ver si el
helicóptero de Noticias en Acción con la cámara que «lo lleva
donde usted quiera ir» realmente lo hace. ¡Ay! Su mano choca
contra la perilla del volumen con tanta rapidez como una cucara­
cha corriendo hacia la grieta del suelo; se le caen los oídos con el
sonido de una guitarra eléctrica rogando que la saquen de su mi­
seria. Baja el volumen y encuentra su estación de radio. Fulana
de Tal «En vivo», está dando las lúgubres noticias. Mira su reloj,
suspira y oprime el botón buscador de estaciones para matar el
tiempo.
Un número de un rapfunky amenaza con hacer saltar los alta­
voces de su estéreo. Cambia de botón. Una propaganda. Vuelve
a cambiar. Otra propaganda, «precios increíbles». Más botones.
Música de elevadores. Un orador enojado que participa de un
programa abierto (debe ser republicano, piensa). Algunos artis­
tas de música campesina que se hacen ricos cantando acerca de
lo grandioso que es ser pobre. Propaganda. Propaganda. Pero de
repente... un entretenimiento de verdad.
El Reverendo Doctor No Sé Cuanto ya está de lleno en su
sermón y sigue su ritmo. Puede escuchar cómo dan vuelta las pá­
ginas de la Biblia, solo que él pronuncia Viiiii-vvlia. Aparente­
mente su doctorado no incluyó gramática.
«Ah», sonríe divertido, «este tipo es bueno.»
El sermón habla del fuego del infierno y de la condenación.
Hace que el chisporroteo sea tan real como si estuviera en la coci­
na de su casa friendo tocino. Los bocinazos ocasionales de los au­
tos que lo rodean se transforman en los lamentos de las almas
perdidas. «¿Puede imaginar, amado, el terror que les espera en el
Gran Más Allá a los que no han sido salvos?»
«¡Sí, hermano!», grita levantando las manos en una sincera
devoción.
Mientras el predicador resuella en el micrófono, casi se pue­
de imaginar la cintura que se ensancha contra los botones de un
saco deportivo verde y amarillo. Cuando alcanza la nota aguda
para decir «Jeeeeeezús» estaría dispuesto a apostar la salvación
eterna de su alma a que se está parando en la punta de los pies
detrás de ese púlpito. Sí, a juzgar por todos sus quejidos lastime­
ros, el buen doctor parece estar disfrutando mientras sigue ade­
lante con el infierno. Pero, ea, ¿qué sucede? Parece que el tránsi­
to se está moviendo nuevamente justo cuando el sermón está
por terminar y el cuarteto va a comenzar a cantar.
«Sí, reverendo,» canturrea devotamente, «envíeme esa litera­
tura gratuita.» Otro sujeto desvariando acerca del infamo. Oprime el
botón de una estación de rock suave y cambia la marcha deslizán­
dose por la carretera.

Es el año 1946, un martes al mediodía en la taberna Eagle and


Child [El Aguila y el Niño] en St. Giles, Inglaterra, conocida ca­
riñosamente como Bird and Baby [El Pájaro y el Bebé], no lejos
del predio de la Universidad de Oxford. La conversación amiga­
ble forma un murmullo en la habitación congeniando con el
trasfondo del crujido del fuego y el tintineo de los vasos. En un
rincón al fondo, anida un grupo de visitantes habituales de la
universidad que vienen todas las semanas. Mentes formidables,
estas. Holgazaneando alrededor de la mesa, fuman sus pipas pen­
sativamente mientras sorben sus bebidas. Discuten acerca de li­
teratura y citan poesías, muchos de los cuales son de su autoría,
trabajando «con alma y vida» como se diría más tarde, debatien­
do ideas, criticando los manuscritos los unos de los otros, com­
parando ingenios, destacándose en la esgrima intelectual bien
intencionada.
Todos son académicos respetables. Uno de ellos, J.R.R. Tol­
kien, algún día será amado por el mundo entero como el autor
de TheHobbit [El pasatiempo] y la trilogía de Lord ofthe Rings [Se­
ñor de los Anillos], Pero el caballero que está sentado frente a él
se convertirá en una leyenda. El, un catedrático de Oxford, es
ese caballero que ha llamado la atención como el ateo que se con­
virtió al cristianismo y que con convicción defendió su fe en un
programa de la BBC difundido por todo el país durante la recien­
te guerra. Su fama crece año tras año debido a sus publicaciones
académicas sobre literatura y sus libros acerca del cristianismo
que hacen pensar. El próximo año, a estas alturas, su rostro será
tapa de revista en el Time. Con el tiempo lo nombrarán Profe­
sor de Inglés Medieval y Renacentista en Cambridge y se ganará
el respeto universal de sus pares, inclusive de aquellos que se
oponen a sus ideas religiosas. Tres décadas después de su muer­
te, sus libros publicados en muchos idiomas llegarán a superar la
suma de cuarenta millones, convirtiéndolo en el escritor cristia­
no que más ha vendido en todos los tiempos.
Su nombre es C.S. Lewis.
El señor Lewis es conocido por su conservador saco de lana
deportivo, no por uno verde y amarillo. Sin embargo, él tam­
bién cree en el infierno. Ha escrito lo que sigue con respecto a la
doctrina del castigo eterno: «Si tuviera el poder para hacerlo, no
existiría doctrina dentro del cristianismo que deseara quitar con
más vehemencia. Pero tiene todo el apoyo de la Escritura y, espe­
cialmente, de las propias palabras de nuestro Señor; la cristian­
dad siempre la ha sostenido; y tiene el apoyo de la razón.»1
En realidad, dedicó un libro entero a examinar la realidad de
este horrendo lugar.
No es divertido desarrollar el tema del infierno.

Así que no son solamente esos sujetos los que creen en un lu­
gar de tormento luego de la muerte, los profesores de Oxford
también lo creen. No son solo los conductores sofisticados que
están detrás del volante de un Volvo, y que sacuden la cabeza al
escuchar los sermones acerca del infierno, el conductor con un
tatuaje, que mascaba tabaco y que conducía el camión de los
muebles también apagó la estación del predicador. El tema no es
primariamente intelectual, es espiritual. Muchas personas sim­
plemente rechazan la idea bíblica del infierno porque la encuen­
tran demasiado horrible como para pensar en ella. ¿Acaso un
Dios misericordioso sería capaz de poner semejante lugar en el
mapa? Si es así, entonces es... bueno... absolutamente infernal,
una extensión interminable de los peores momentos en la tie­
rra. El último capítulo miserablemente escrito y sin final. Imagi­
narlo, drena la sangre de nuestro cuerpo.
Es comprensible que la bolsa de valores del infierno haya caí­
do últimamente debido a la falta de confianza pública. Por su­
puesto, los ateos nunca compraron acciones del «lugar escaleras
abajo». Para ellos, creer en la vida después de la muerte es casi
equivalente a tener fe en Bart Simpson. Pero miles, tal vez millo­
nes, rechazan el infierno como un mito, y sin embargo creen en el
cielo y acarician inocentes sueños de ir allí. Esta clase de optimis­
mo que ve un solo lado de la cuestión, es salida directamente de
los cuentos del mago de Oz. Desafía la explicación. No hay aves­
truz que tenga más arena en los ojos que estas personas. ¿Qué
clase de bagatela están tratando de arrebatar? Algunos se aferran
con esperanza al fenómeno del túnel con la luz al final, informes
de personas clínicamente muertas que revivieron contando ex­
periencias maravillosas más allá de la tumba. Pero también hay
informes documentados de personas a quienes la danza en el
borde de la eternidad los dejó aterrorizados más allá de las pala­
bras.2 ¿Se toman con seriedad estos informes? Otros extraen su
aliento de la Biblia, de sus descripciones de un Dios compasivo
y del gozo que espera a sus hijos en el mundo venidero. Segura­
mente, si odiamos el sufrimiento, Dios debe odiarlo más y nun­
ca hubiera sido capaz de fundar una institución tan horrible
como la que se describe en el Infierno de Dante. Pero el mismo
Jesús que le dio al cielo una clasificación de cinco estrellas, tam­
bién describió otras cámaras del horror del más allá. Y dejó bien
en claro que Satanás no es quien encabeza la lista de personas a
las que debemos temer. Aquellos que están decididos a hacer el
mal, es a Dios a quien deben temer. «Porque [el infierno] ha esta­
do preparado desde hace tiempo ... Se ha hecho una pira de fue­
go profunda y ancha, con abundancia de fuego y leña; el soplo del
Señor la encenderá como un torrente de azufre ardiente» (Isaías
30:33)?
¿Hemos captado realmente que Dios es quien dirige el infier­
no? Tenemos la tendencia a pensar que ese submundo es territo­
rio de Satanás, que él es el tipo duro que ronda por las calles y
que manda todo. Pero Satanás será el ayer en el infierno, el que
alguna vez fue el temido matón a quien el gran Papá, con el cual
no quiere tener problemas, ahora lo ha aplastado y lo ha enviado
a su cuarto. Sus gritos y gemidos se escucharán a través de su ven­
tana desde muy lejos. «El diablo, que los había engañado, será
arrojado al lago de fuego y azufre... Allí serán atormentados díay
noche por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 20:10). Será
Dios, y no Satanás, el que enviará las ondas de temor entre todos
los presentes. «Todos gritaban a las montañas y a las peñas:
“¡Caigan sobre nosotros y escóndannos de la mirada del que
está sentado en el trono y de la ira del Cordero, porque ha llega­
do el gran día del castigo!”» (Apocalipsis 6:16-17).
¿Alguna vez ha visto a una persona quejamás se ha quejado y
que ha soportado el sufrimiento por largo tiempo cuando final­
mente libera su justa ira? Da que pensar más que el jefe cascarra­
bias de una fábrica que echa pestes sobre sus empleados por sex­
ta vez en la misma mañana. En el inferno, Dios no será el bebé
Jesús, manso y humilde; será el gran guerrero que viene a bata­
llar. Su paciencia se habrá acabado.
¿Qué pudiera ser más aterrorizante que tener como juez, ju­
rado y carcelero a un Padre cuyo hijo usted mató? ¿Alguien a
quien usted ha ignorado y ofendido todos los días? ¿Alguien cu­
yas misericordias ha inhalado ingratamente durante toda su vida
(como el niño malcriado que en la mañana de Navidad rompe el
envoltorio de todos los regalos sin importarle quién se los dio)?
¿Alguien cuyos intereses y reputación le han importado única­
mente cuando Je eran útiles a sus propósitos5 ¿Alguien al cual le
hacía promesas cuando estaba en problemas y luego se olvidaba
de ellas al minuto seguido de que las cosas mejoraban? ¿Alguien
que posee un conocimiento meticuloso de cada uno de sus pen­
samientos perversos, de sus motivaciones egoístas, de sus pala­
bras despiadadas y de sus obras turbias desde el comienzo de sus
días? ¿Alguien a quien no se puede burlar, ni endulzar, y con el
cual no se puede negociar para que acepte una súplica barata?
¿Alguien a quien no se le puede pedir que tenga misericordia,
porque el tiempo de la misericordia ya ha pasado? ¿Alguien que
está sirviendo a la justicia —haciendo lo correcto— para infligirle
a usted eterna miseria? ¿Alguien que hará estallar las alabanzas
en el Paraíso por darle a usted la recompensa de acuerdo a sus pe­
cados? Porque las Escrituras dicen: «¡Alégrate, oh cielo, por lo
que le ha sucedido [a las personas que no se han arrepentido y
que están siendo destruidas en el infierno]! ¡Alégrense también
ustedes, santos, apóstoles y profetas!, porque Dios, al [juzgar­
los] les ha hecho justicia a ustedes» (Apocalipsis 18:20).
Pero no malinterprete, como si Dios se estuviera frotando
las manos pensando en más compañeros que llegan a la puerta
del homo. Dios no creó el infierno para la gente. Jesús dijo que
fue «preparado para el diablo y sus ángeles» (Mateo 25:41). No es
natural que los humanos estén allí -tan antinatural como que le
hayamos dado la espalda al Creador que nos ama— tan impro­
pio como que nos quitáramos bruscamente el brazo que el Pa­
dre tenía alrededor de nuestros hombros mientras acariciába­
mos a la serpiente de Edén enroscada alrededor de nuestros
corazones. A Dios no le produce ninguna alegría enviar a nadie a
la miseria eterna; su Hijo fue un salvavidas que le advirtió con
urgencia a los nadadores acerca de las aguas traicioneras. Pero en
decenas de pasajes, Dios advierte que arrojará a ese pozo horren­
do a todos ¡os que persistan en desafiarlo o ignorarlo.
«Díganme que no es así», gritamos como el conmocionado
fanático del juego de pelota a comienzos del siglo veinte que no
podía creer unas malas noticias acerca de su equipo. Pero es así.
Jesús mismo nos lo dijo, o de lo contrariojamás lo hubiéramos
creído. Lo mencionó con más frecuencia que el cielo, y fue tajan­
te. Sus ruegos eran tan urgentes porque los sufrimientos del in­
fierno son insoportables.
El infierno es espiritual y sicológicamente insoportable. Jesús lo
comparó con estar «afuera», la fiesta y la calidez están adentro
pero a usted le han cerrado la puerta en la nariz. Lo describió
como «las tinieblas de afuera» (Mateo 8:12).4 Las tinieblas hacen
que la gente se sienta solitaria. La noche los asusta. Allí no existe
la danza titilante de una vela, no existe la promesa de la salida del
sol. No se le dará la bienvenida al resplandor de las luces de ia
Navidad a través de las ventanas. No más vistas de océanos o pai­
sajes bañados por el sol. No habrá rostros cariñosos ni agrada­
bles. Con el tiempo, se borrará el recuerdo de lo que era una son­
risa, tan solo quedará la desorientación de los exploradores de
cavernas a quienes se les han acabado las baterías de las linternas.
En una abyecta oscuridad, la gente no puede hacer otra cosa que
pensar. Jesús enseñó de modo conmovedor acerca de los pensa­
mientos que se tienen en el infierno: remordimiento por las
oportunidades perdidas, recuerdos de amigos y familiares que
conocimos en la tierra, preocupación por aquellos que amamos
cuyos destinos pueden verse afectados por nuestro mal ejem­
plo. No habrá manera de distraemos o entretenemos para alejar
los terrores y los remordimientos, no habrá compañía agrada­
ble. Habrá compañía, pero no será agradable.
El infierno también esfísicamente insoportable. Jesús dijo una
vez: «No se asombren de esto, porque viene la hora en que to­
dos los que están en los sepulcros oirán su voz, y saldrán de allí...
pero los que han practicado el mal resucitarán para serjuzgados»
(Juan 5:28-29). No hay que preocuparse por el trabajo que pue­
da darle a Dios resucitar a la gente que ha sido enterrada hace
tiempo, o a aquellos cuyas cenizas se han esparcido por los siete
mares; Dios es omnipotente. Pero, ¿para qué resucitar los cuer­
pos de sus enemigos a no ser para castigarlos a través de sus cin­
co sentidos? «No teman a los que matan el cuerpo pero no pue­
den matar el alma. Teman más bien al que puede destruir el
alma y el cuerpo en el infierno» (Mateo 10:28).
Jesús fue específico al respecto. Comparó al infierno con ser
cortados en pedazos. Advirtió que sería mejor ser arrojado al
océano con una piedra de molino atada alrededor del cuello que
ir a ese lugar. Sería mejor mutilarse, aserrarse las manos y los
pies, sacarse un ojo, antes que despertar en esa prisión sin escapa­
toria (Mateo 24:50-51; 18:6,8-9). Peores, si es que pueden ser
peores, son sus serias y repetidas advertencias acerca del fuego.
No existe herida en el cuerpo que se compare a una quemadura
severa. Sin embargo, este amable maestro advirtió acerca del
«fuego de Gehena». Gehena era una quebrada al sudoeste de Je­
rusalén donde se quemaba la basura perpetuamente. En los días
de Jesús, se había convertido en la figura estándar del infierno, y
Jesús estuvo de acuerdo con ese uso.
«Pero estas descripciones, ¿no son simplemente figurati­
vas?» nos preguntamos.
Cada vez que los escritores bíblicos describen la vida des­
pués de la muerte, da la sensación que les cuesta encontrar las pa­
labras adecuadas. La realidad es mayor que las figuras. El cielo es
mejor que calles de oro y puertas de perlas. Si el infierno no es
fuego literalmente hablando, no es porque Jesús haya exagera­
do, sino porque es peor que eso.
Lo que hace que el infierno sea infinitamente peor que cual­
quier sufrimiento terrenal es su duración. Muchos sufrimien­
tos en esta vida con el tiempo desaparecen. Una mujer que está
de parto permanece cuerda únicamente porque se dice a sí mis­
ma que el jadeo pronto terminará. El hueso quebrado sanará. El
dolor de cabeza pasará. El alivio temporal es solo una aspirina o
el impacto de la morfina, al menos, superficialmente, el dolor se
irá. El campo de entrenamiento de reclutas de la infantería de
marina terminará y podré voiver a casa. Puede llevar anos, pero
gradualmente la miseria va a desaparecer. Pero las personas con
dolores crónicos, emocionales o físicos, son los que llevan ¡as vi­
das más desesperantes en la tierra. No hay descanso, no hay tre­
gua. Es por eso que algunos saltan de los puentes, para encontrar
alivio al menos en la muerte.
Pero la persona en el infierno nunca hallará alivio. Las perso­
nas que han estado allí durante miles de años no están ni un día más cerca
delfinal de su condena que cuando entraron. El infierno es, en las se­
rias palabras de Jesús, «el fuego eterno». Lo llamó eterno en la
misma oración que llamó eterno al cielo (Mateo 25:41,46). A
menos que Dios mienta, el infierno dura para siempre.5
Muy bien, entonces, así es el infierno. Pero, ¿de qué manera
la existencia de un lugar tan horrendo explica algún misterio
acerca de nuestros sufrimientos terrenales?

El infierno hará justicia a los Hitlers del mundo


Si el infierno no existe, no hayjusticia en el mundo. Conside­
re el surgimiento del partido nazi en Alemania que terminó en
la Segunda Guerra Mundial. ¿Alguien pudiera comenzar a sacar
las cuentas del sufrimiento que causó este terrible conflicto?
Piense en cómo a Polonia la cortaron como si fuera un pedazo
de carne, arrojándole la mitad a los perros de Alemania y la otra
mitad a los lobos de Rusia. Piense en los niños que quedaron sin
padre, en las mujeres que quedaron viudas, en el dolor de dece­
nas de miles de soldados retorciéndose en los campos de batallas
al volarles alguna de sus extremidades. Piense en el temor de los
simples civiles cuyas ciudades eran invadidas. Las mujeres viola­
das. Los seis millones de judíos asesinados en las cámaras de gas,
en los crematorios, o simplemente baleados. Piense en el mal
festejando en la mente y en el corazón de Hitler. Nunca lo lleva­
ron ante la justicia (de acuerdo a lo que cree la mayoría, se suici­
dó). Sí, los ejércitos de los aliados que avanzaban lo presionaron
para que se suicidara. Pero, ¿por qué el führer carnicero habría
de quitarse la vida sorbiendo algo de estricnina mezclada en un
vaso de vino, junto a la consoladora presencia de su amante? ¿Y
qué hay de sus seguidores de los altos rangos? Por cada criminal
que fue hallado culpable en el tribunal de Nurembergy que lue­
go fue colgado, hubo miles de participantes de menor rango que
cometieron atrocidades impensables y a los cuales nunca se atra­
pó; huyeron a refugiarse en la oscuridad de América del Sur o de
algún otro lugar y llevaron una vida normal en relativa
tranquilidad.
¿Cómo esto puede ser justo? Aun en el caso de los que
fueron juzgados y ejecutados, la horca fue demasiado buena
para ellos. Fue un final misericordioso. Esta gente nunca recibió
una retribución remotamente proporcionada al dolor que causa­
ron. Si no hay infierno, están durmiendo en paz en este momen­
to después de causarle a millones de otras personas noches sin
dormir o torturadas por las pesadillas. Solamente la existencia
del infierno proporciona alguna semblanza de sentido a la mise­
ria de la Segunda Guerra Mundial. El infierno nos asegura que
todos recibirán la paga completa. Nadie podrá reducir la senten­
cia mediante una apelación. Ningún equipo estelar de abogados
podrá hacer que esta gente se libere. Se hará justicia.

El infierno explica por qué la gente «buena» sufre


En 1981, el rabino Harold Kushner publicó su éxito de
librería nacional: «Cuando a la gente buena le pasan cosas ma­
las». Casi todos los que toman una copia pueden sentirse identi­
ficados con el título. «Soy una persona buena. Soy un buen veci­
no. Pago mis impuestos. No merezco las pruebas por las que
estoy pasando.» No se puede leer este libro sin inmediatamente
amar al autor. Aunque es un hombre instruido, no hace gala de
su erudición; todo el tiempo utiliza un tono humilde y compasi­
vo. Tal vez, en parte la razón sea que ha sufrido. Cuando su hijo
Aarón tenía tres años, los Kushner se enteraron de que su hijo te­
nía una extraña enfermedad llamada progeria, «envejecimiento
precoz». Les dijeron que Aarón nunca crecería más de noventa
centímetros, tendría poco cabello en la cabeza y en el cuerpo,
tendría la apariencia de un anciano siendo todavía un niño, y vi­
viría solo hasta los primeros años de la adolescencia. Aarón mu­
rió a los catorce años. El rabino Kushner escribió el libro a raíz
de esa experiencia.
Para un cristiano, la lectura de este libro es agridulce. Está
tan bien escrito, tiene ilustraciones tan interesantes provenien­
tes de historias reales, es tan compasivo con el dilema humano,
y sin embargo, es completamente infiel a la Biblia, tanto al
Nuevo Testamento (lo cual es comprensible) como a la Biblia
Hebrea (lo cual no lo es).
La tesis del libro es la siguiente: ya que la gente buena sufre
injustamente, a Dios le debe faltar bondad o poder. El autor opta
por creer en la bondad de Dios y en abandonar la creencia en su
poder. Dios es bueno, odia el sufrimiento, le gustaría que todos
los seres humanos vivieran vidas felices y sanas, pero es incapaz
de lograrlo. Sin embargo, Dios, siendo una deidad compasiva,
puede fortalecer a las personas en sus sufrimientos y puede ha­
cer muchas cosas para ayudar.
Lo que resulta fascinante es que el Sr. Kushner nunca consi­
dere la posibilidad de que suframos porque somos pecadores.
Compréndame, él no refuta la idea de que la gente sea pecadora y
merezca sufrir, pero asume que esto no es verdad.6 Por momen­
tos casi parece que se burla de la idea. El escribe su libro: «para
toda la gente cuyo amor y devoción a Dios les conduce a culpar­
se por su sufrimiento y persuadirse de que lo merece». Ha visto
«que las personas indebidas se enferman, sufren daño y mueren
jóvenes». Mantiene que a los ojos de Dios «somos gente buena y
honesta que merece un destino mejor».7
Pero la doctrina del infierno le echa arena a este espejismo.
Abofetea en la cara al que duerme y le dice: «¿No te das cuenta
de la tontería que estas considerando? ¿No ves la seriedad del fa­
riseísmo? Puedes pensar que estás bien, pero Dios está lo sufi­
cientemente enojado como para castigarte eternamente. Su san­
tidad sobrepasa tus más alocados sueños, y lo has ofendido más
allá de lo que puedes imaginar. Tus pruebas, aun las peores, no
son más que una vista previa de lo que hay almacenado, son bo­
cados tempranos del infierno. ¡Despierta! ¡Examínate! ¡Busca a
Dios!» En resumen, acepta las enseñanzas bíblicas que dicen
que todos merecemos el infierno, inclusive los «mejores» de no­
sotros, y disuelve el problema de por qué sufrimos. Como mere­
cemos el infierno, el infierno en la tierra que sufrimos es justo.
Escuchamos una objeción. «Pero conozco algunas personas
muy buenas que sufren terriblemente. Lo entendería mejor si
conociera a la mujer que vive calle abajo que tiene una artritis te­
rrible. Puede que no sea religiosa, puede no ir a la iglesia, pero es
la persona más cristiana que conozco.» Pero Dios dice otra cosa.
De acuerdo a lo que él dice: «No hay un solo justo, ni siquiera
uno; no hay nadie que entienda, nadie que busque a Dios. To­
dos se han descarriado, a una se han corrompido. No hay nadie
que haga lo bueno; ¡no hay uno solo!» (Romanos 3:10-12).
Tal vez este pensamiento pueda traer claridad. Hay dos facto­
res que convierten a un acto en pecaminoso: una acción mala, o
un motivo malo. Muchas veces nuestras acciones son buenas
pero nuestras motivaciones están a un universo de distancia de
la justicia. A modo de ilustración, tomemos a un hombre que tra­
baja como cocinero y médico en un barco pirata. Jamás en su
vida ha levantado una espada. Permanece en el barco y cocina co­
midas nutritivas para el resto de los hombres cuando vuelven de
un día difícil de pillajes y saqueos. Él está allí para curar sus heri­
das y para poner salvia sobre ellas. ¿Qué pudiera ser más inocen­
te? Pero si la corona británica captura el barco, el médico-cocine­
ro colgará de la soga al igual que sus sanguinarios compañeros
de barco. ¿Por qué? Porque hacía cosas buenas para una causa
mala.
Esta es la manera en la que Dios mira nuestras vidas. Pode­
mos ser ciudadanos modelo, trabajar arduamente, llevar a nues­
tros hijos a la práctica de fútbol, mantener el césped de nuestra
casa bien cortado, y saludar alegremente a nuestros vecinos al pa­
sar. Pero Dios ha dicho que el primero y gran mandamiento es
amarle a él con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y
con todas nuestras fuerzas. Es decir, hacer todo con ¡a motiva­
ción de agradarle. Sin embargo, para el incrédulo, cada acto de
su vida tiene como único propósito servir a sus propios intere­
ses, ayudar a sus hijos, darse a sí mismo el sentido de ser un traba­
jador arduo y hacer el trabajo bien hecho, hacer que su vecinda­
rio sea un lugar atractivo al cual dé ganas de regresar. Como dijo
Jay Adams: cada uno de nosotros es pecador, pero todos hemos
desarrollado nuestros estilos únicos de pecar. Para algunos es la
adicción a las drogas, matar a mansalva y pertenecer a círculos
de prostitución. Para otros es un estilo de vida respetable, hacien­
do todas las cosas correctas mientras dejan de lado a Dios. Dios
odia ambas cosas, las encuentra igualmente ofensivas, y dice que
ambos merecen el infierno.
Jonathan Edwards, un sobresaliente pastor de Nueva Inglate­
rra en el siglo dieciocho, dio otra explicación de por qué merece­
mos el infierno cuando pensamos que no. Su argumento es el si­
guiente: un crimen es más o menos atroz de acuerdo a la
obligación que viole. ¿Existe una obligación infinita de obede­
cer a alguien? Si es así, soy infinitamente culpable cuando
desobedezco.
Ahora bien, nuestra obligación de obedecer a alguien es pro­
porcional a su dignidad, autoridad y honorabilidad. Dios es infi­
nitamente así, por lo tanto, los crímenes en contra de él son la
violación de una obligación infinita. Tales crímenes son infinita­
mente atroces. Merecen el castigo infinito.
La eternidad de nuestro castigo es lo que lo hace infinito.
Véalo de esta manera. En geometría, una línea no tiene an­
cho alguno y sin embargo, se estira en ambas direcciones hasta
el infinito. Si esta línea tuviera un poco de grosor cubriría un
área infinita, porque se estira por la eternidad. El ancho de la lí­
nea es pequeño, tal vez sea de un milímetro, pero su otra dimen­
sión, su longitud, es infinita, y por lo tanto cubre un área infini­
ta. Cualquier pecado de los nuestros en particular, puede
parecer muy pequeño, es como la línea de un milímetro de an­
cho, pero como ese pecado está en contra del infinitamente san­
to y clemente Dios, es infinitamente atroz, y por lo tanto, mere­
ce el castigo infinito. Como ningún ser humano puede
experimentar un castigo de intensidad infinita, nuestro castigo
debe ser infinito en duración. Es decir, debe durar para siempre.
Entonces, ¿por qué a la gente buena le suceden cosas malas?
La pregunta más básica es: ¿Por qué a la gente buena le espera el
infierno? La sobria respuesta de la Biblia es que no somos bue­
nos. Dios es justo al enviar a sus criaturas rebeldes al infierno,
por lo tanto, es justo en hacer que ese infierno comience en esta
vida.
Pero aquí hay una misericordia escondida. Probar el infierno
en esta vida, nos lleva a meditar en lo que tendremos que enfren­
tar en la siguiente. De esta manera, nuestras pruebas pueden ser
nuestras mayores misericordias. Para algunos de nosotros, se
transforman en las barricadas de Dios en nuestra alocada carrera
hacia el infierno. Lajoven ama de casas deprimida busca una res­
puesta. El paciente con cáncer hace las paces con su Creador. El
ejecutivo trepador resbala y cae en los brazos de Dios.

El infierno explica por qué los cristianos sufren


Algunas objeciones: «Pero los pecados de los cristianos han
sido pagados con la muerte de Cristo. Nunca experimentarán el
infierno. ¿Qué tiene que ver el infierno en la tierra con ellos?»
Mucho. El sufrimiento humano en esta vida no es más que
una salpicadura del infierno. Sí, usted piensa que los cristianos
debieran estar exentos, pero todos estos capítulos han tratado de
mostrar cómo Dios de todas maneras permite esta salpicadura.
El plan de Dios para nosotros en esta vida es damos los benefi­
cios del cielo solo gradualmente. Al permitimos luchar con los
remanentes de una naturaleza pecadora, y al permitimos cono­
cer el dolor, nos recuerda el infierno del cual hemos sido salvos.
Si tuviéramos una vida fácil, pronto olvidaríamos que somos
criaturas eternas. Pero la salpicadura del infierno no permitirá
que eso suceda. Nos recuerda persistentemente que hay algo in­
mensoy cósmico enjuego, que hay un cielo que alcanzary un in­
fierno que evadir. Las almas humanas son el campo de batalla en
el cual se libran las batallas espirituales. Las cosas que están en
juego son enormes. El ganador se lleva todo y el perdedor lo pier­
de todo. Cada día de nuestras cortas vidas tiene consecuencias
eternas para bien o para mal. Se afecta la eternidad. El ahora
cuenta para siempre. Por lo tanto, es totalmente adecuado que
Dios nos dé alguna idea de las cosas que están enjuego, alguna
idea de la magnitud de la guerra. Lo hace dándonos adelantos
del cielo en las alegrías que experimentamos y adelantos del in­
fierno en el sufrimiento. Si pensamos con claridad, cada adelan­
to del infierno que tenemos, nos lleva a querer alcanzar a nues­
tros amigos y vecinos inconversos. Tal vez, tengamos cáncer.
Nuestros cuerpos se parten de dolor. El cristiano debiera pen­
sar: «¡Qué horrible que nuestros pecados hayan traído semejan­
tes sufrimientos a un mundo que Dios había hecho perfecto!
Pero qué maravilloso que voy al cielo y que seré rescatado del ho­
rrible dolor que merecería. Sin embargo, mi vecino al otro lado
de la calle, a quien aprecio mucho, no cree en Jesús. Se dirige a
un dolor eterno mucho peor que el que estoy experimentando
ahora. Señor, dame la valentía, el tacto y la sabiduría para alcan­
zarlo con la verdad del evangelio.»
Durante todo el tiempo que experimentamos semejante do­
lor, estas pruebas nos hacen más parecidos a Cristo. Refinan
nuestro carácter y, así, ganan para nosotros recompensas eter­
nas. Como dice Pablo: «Pues los sufrimientos ligeros y efímeros
que ahora padecemos producen una gloria eterna que vale mu­
chísimo más que todo sufrimiento» (2 Corintios 4:17). En otras
palabras, ai probar un poquito del infierno ahora, el cielo se
transforma en más celestial. Es más probable que nuestros veci­
nos y amigos se unan a nosotros allí. Y nuestra gratitud por la sal­
vación será desbordante. «Merezco ir al infierno», admitimos,
«pero de todas maneras voy al cielo, ¡nadie tiene más motivos
para gozarse que yo!»
Y veinte minutos de cielo nos recompensarán por cualquier
cosa que hayamos pasado.
El sufrimiento que
termina

El fin de semana pasado llevé a algunos amigos que estaban

de visita a las colinas costeras para ver la Biblioteca Reagan, bajar


el ritmo y serenamos en una meseta como las de California. Un
halcón haragán planeaba sobre el viento cálido y húmedo que so­
plaba desde el fondo del valle, y nos reclinamos sobre la pared
para admirar el árido paisaje que teníamos debajo.
«Por aquí», nos condujo un guía una vez que estábamos den­
tro de la biblioteca. Dirigí mi silla de ruedas a un área de exhibi­
ción que presenta el tumultuoso escenario sobre el cual el presi­
dente Reagan caminó, en primer lugar, como gobernador de
California. Me detuve a la entrada, permitiendo que las imágenes
me bombardearan. Carteles en contra de la guerra y a favor del
poder de las flores, fotos de Twiggy, cuentas y brazaletes. Un Volk­
swagen Beetle salpicado con pintura amarilla iridiscente usurpa­
ba el espacio del medio del salón. A continuación, una muestra
de titulares de los diarios: Martín Luther King asesinado y Bobby
Kennedy baleado. Luego, fotos de los rostros taciturnos de los
Beatles, el rostro agrio de Janis Joplin, y los rostros tristes de Ma­
mas and Papas. Lentamente me deslicé al lado de los maniquíes
arrodillados que vestían uniformes militares, sosteniendo armas
de fuego, representando una escena de Vietnam (estos eran jóve­
nes que tenían una razón para tener los rostros tristes). Yo tam­
bién. Fue la época en la que me lesioné. Mis amigos vagaban por
otras habitaciones encantadoramente arregladas, que mostraban
los humildes comienzos del joven Reagan, que creció en una
sombría calle en una pequeña ciudad de Illinois. Me quedé más
atrás, mirando fijamente la cubierta de un viejo álbum de Simón
y Garfunkel. Había escuchado esa música una y otra vez en el hos­
pital, grabando las tristes letras en mi mente como los surcos del
disco, llenando los momentos vacíos con ruido, tratando de bo­
rrar el horror de sentirme atrapada en un cuerpo inútil.
Casi nunca pienso —me refiero a pensar de verdad— en
aquellos primeros días difíciles, pero esa exhibición, junto con
la rápida aproximación al hito de las tres décadas en la silla, me
obligaron a descender a las profundidades de mi cerebro para re­
vivir las imágenes en la sala de emergencias y en los pasillos del
hospital. Puedo recordar a las enfermeras que miraban por la
ventana de mi habitación cómo desfilaban los tanques blinda­
dos por las calles de Baltimore. Los rostros enojados de los ayu­
dantes negros cuando se impuso un toque de queda en toda la
ciudad. Recuerdo la habitación del hospital, algunas conversa­
ciones con mis amigos, y en los ojos de mi mente, pude ver a mi
novio de la escuela secundaria cuando salía por la puerta, deján­
dome atrás para irse a la universidad. Pero eso fue todo. No
pude revivir el verdadero horror. No pude volver a sentir la an­
gustia desoladora que me produjeron las relaciones rotas o mi
grito ahogado cuando supe que siempre estaría en una silla de
ruedas. Las películas mentales que traté de proyectar estaban lle­
nas de espacios en blanco, nada que se acercara al doloroso dra­
ma humano que había vivido treinta años atrás.
Seguí hacia la siguiente habitación, aliviada al ver que allí se
encontraban familias normales que vivían en pequeñas ciuda­
des del medioeste, que criaban hijos e hijas para que fueran pas­
tores o maestras, propietarios de negocios de ferretería y gradua­
dos de las universidades de la torre de marfil.
El tiempo es escurridizo. El pasado siempre se ve de manera
diferente a lo que fue. La memoria es selectiva. De todo lo suce­
dido, elige solo algunas cosas notables de importancia duradera.
Cuando recordamos el dolor del pasado, lo hacemos desde una
perspectiva que sencillamente no teníamos cuando lo estába­
mos atravesando. No comprendíamos en qué iba a terminar
todo aquello. En el medio del sufrimiento solo podemos ver
nuestra confusión. Para mí era una extraña mezcla extraña de ca­
misetas estampadas, el olor de mariguana en los pasillos de la ins­
titución estatal y los pensamientos de suicidarme.
Si estuviéramos buscando caminos que nos condujeran a al­
guna parte a través del dolor, haríamos solo eso, buscar, porque
no los encontraríamos. Más tarde, es diferente. En mi caso,
treinta años después, finalmente estoy comprendiendo. He en­
contrado el camino. La razón es que veo las cosas de manera
diferente.
Depende de la perspectiva que tengamos, desde qué momen­
to del tiempo estamos mirando. Cuando miramos hacia atrás y
pensamos en nuestro sufrimiento, el dolor se desvanece como
un recuerdo vago. El trauma se ha empañado como una vieja fo­
tografía. Solo los resultados sobreviven, las cosas de importan­
cia duradera, como un buen matrimonio, una carrera exitosa, o,
en mi caso, la aceptación de la silla de ruedas. Estos son los acon­
tecimientos que surgen y permanecen, como los caminitos de
piedras que cruzan los torrentes de aguas. Estas son las cosas que
nos llevan al otro lado del sufrimiento, al presente, al lugar en el
cual tenemos una sensación de «llegada», al lugar donde somos
más «nosotros» de lo que éramos años atrás.
Cuando salimos «del valle de sombra de muerte», somos per­
sonas diferentes. Somos mejores, más fuertes y más sabios. Es lo
que sucede del otro lado. El «dispone ante mí un banquete en
presencia de mis enemigos»; como yo, deslizándome plácida­
mente junto a un gastado cartel con una enorme hoja de mari­
guana. «Has ungido con perfume mi cabeza; has llenado mi
copa a rebosar» con la satisfacción de haber sobrevivido al sufri­
miento con una sonrisa (Salmo 23.4-5).
La Biblia constantemente trata de hacemos ver la vida de esta
manera. Firmemente trata de implantar la perspectiva del futu­
ro en nuestro presente, como si una voz nos aconsejara: «Así es
como va a terminar todo, así se verá todo cuando termine, se
verá mejor, lo prometo». Es una visión que separa lo que perma­
necerá de lo que se caerá por el camino.
Las Escrituras no pueden hacer menos. Solamente tratan
con realidades, siempre destacando los resultados finales, mos­
trando un corazón tranquilo y un alma que se regocija. Y así las
Escrituras nos instan: «Hermanos míos, considérense muy di­
chosos cuando tengan que enfrentarse con diversas pruebas»
(Santiago 1:2). Nos recuerda:
«Me hizo bien haber sido afligido, porque así llegué a conocer
tus decretos» (Salmo 119:71).
«Porque los sufrimientos ligeros y efímeros que ahora pade­
cemos producen una gloria eterna que vale muchísimo más que
todo sufrimiento» (2 Corintios 4:17).
«Y no sólo en esto, sino también [nos regocijamos] en nues­
tros sufrimientos» (Romanos 5:3).
«Porque yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes
—afirma el SEÑOR—, planes de bienestar y no de calamidad, a
fin de darles un futuro y una esperanza» (Jeremías 29:11).
«Dichoso aquel a quien tú, Señor, corriges; aquel a quien ins­
truyes en tu ley, para que enfrente tranquilo los días de aflicción
mientras al impío se le cava una fosa» (Salmo 94:12-13).

La naturaleza humana siente náuseas ante esta perspectiva.


Trata de resaltar el dolor del presente, cegándonos a las realida­
des del futuro. La naturaleza humana prefiere lamerse las heri­
das y mofarse diciendo: «Esas son glorias del cielo. El futuro no
cuenta.» Pero sí cuenta. Cuenta tanto que «todo lo demás, no im­
porta cuán real nos parezca, se trata como insustancial, como
algo que apenas merece una consideración». Tim Stafford, en
Knowing the Face of God [Conociendo el rostro de Dios], conti­
núa diciendo: «Es por eso que a veces las Escrituras pueden pare­
cemos tan ajenas e irritantemente lejos de la realidad, pasando
por alto grandes problemas filosóficos y agonías personales. Así
es como se ve la vida cuando uno la mira desde el final. La
perspectiva cambia todo. Lo que parecía tan importante, con el
tiempo, no tiene importancia alguna.»1
La Biblia nos insta abiertamente a que nos «regocijemos en
el sufrimiento» y que «recibamos las pruebas como a amigos»
porque Dios desea que entremos en la realidad que tiene en
mente para nosotros, la única realidad que cuenta en definitiva.
Se requiere una fe atrevida para esto, pero en la medida que con­
fiamos en Dios, salimos del presente y nos movemos hacia el fu­
turo. Por cierto, entramos en el futuro mismo que Dios ha pla­
neado para nosotros. «Su nueva vida, que es su verdadera vida,
aunque sea invisible a los espectadores, está con Cristo en Dios.
Él es su vida. Cuando Cristo (que es su verdadera vida, ¿recuer­
da?) aparece de nuevo en esta tierra, usted también aparecerá, el
usted verdadero, el usted glorioso» (Colosenses 3:3; Traducido
deThe Message).
«La vida real que es invisible» parece algo tan imposible de
comprender como lo es «regocijarse en el sufrimiento». Pero no
lo olviden: «Ahora bien, la fe es la garantía de lo que se espera, la
certeza de lo que no se ve» (Hebreos 11:1). Como una máquina
de fotos Polaroid que revela la fotografía delante de nuestros
ojos, lo que Dios pretende que seamos como resultado del sufri­
miento surge cuando «le damos la bienvenida a las pruebas».
«Pues si ahora sufrimos con él, también tendremos parte con él
en su gloria... la gloria que habrá de revelarse en nosotros» (Ro­
manos 8:17-18).
El futuro lucha por liberarse, por revelarse a nosotros: «La
creación aguarda con ansiedad la revelación de los hijos de
Dios» (Romanos 8:19). Hemos visto el futuro que es Cristo en
nosotros y nosotros en Cristo. «Si, en verdad, sufrimos con él.»
Ai hacerlo, cambia nuestra perspectiva.
Esto es lo que quiere Dios: corazones que ardan de pasión
por las cosas futuras, encendidos por las realidades del reino que
no pertenecen a este mundo. Dios desea que su pueblo se infla­
me de esperanza. La visión de «Considérense muy dichosos»
afecta la manera en la que vivimos sobre la tierra. Aunque
todavía sufrimos, nos convertimos en «ciudades en lo alto de
una colina», y en «lámparas sobre una repisa» (Mateo 5:14-15)
para que todos nos vean y se sientan animados. Las personas que
tienen el corazón encendido por el cielo son buenas habitantes
de la tierra. Estos, dijo C.S. Lewis, hacen que la tierra sea un
mundo de bien.
Esto no sucede sin sufrimiento. La aflicción es el combusti­
ble que enciende la esperanza celestial. Las personas cuyas vidas
no han sido tocadas por la aflicción tienen una esperanza menos
enérgica. ¡Oh!, están felices de saber que van al cielo; para ellos,
aceptar a Jesús fue una garantía de no conocer el infierno y diri­
girse al cielo, como un contrato de compraventa (deje sus peca­
dos en el mostrador y llévese esta alma a prueba de fuego). Una
vez que se han ocupado de esto, les parece que pueden volver a
la vida como de costumbre, teniendo citas y casándose, trabajan­
do y saliendo de vacaciones, gastando y ahorrando.
Pero el sufrimiento hace de la experiencia cristiana algo más
que firmar sobre la línea de puntos en un contrato de salud eter­
na. El sufrimiento nos da el pacto de la vida. Vuelve nuestros co­
razones hacia el futuro, como una madre que vuelve su rostro so­
bre su hijo y le insiste: «¡Mira hacia allá!» El apóstol Pablo se los
dijo a sus amigos cuando las primeras olas de persecución arrasa­
ban la iglesia:
«Ya que han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arri­
ba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Concentren
su atención en las cosas de arriba, no en las de la tierra, pues uste­
des han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios.
Cuando Cristo, que es la vida de ustedes, se manifieste, enton­
ces también ustedes serán manifestados con el en gloria» (Colo­
senses 3:1-4).

Una vez que el cielo ha captado nuestra atención, comienza


a brillar una ferviente anticipación de la realidad definitiva de
Dios (manifestados con él en gloria), haciendo que todo lo de
esta tierra empalidezca en comparación. El dolor sigue destru­
yendo nuestras esperanzas, recordándonos que este mundo
nunca podrá satisfacernos; solamente el cielo puede hacerlo. Y
cada vez que comenzamos a hacer un nido demasiado cómodo
en este planeta, Dios rompe las puertas de la represa para permi­
tir que un chorro de agua helada de sufrimiento nos despierte
de nuestro adormecimiento espiritual.

¿Cuál es nuestra esperanza?


El sufrimiento mantiene nuestros pies hinchados para que
los zapatos de este mundo no nos sirvan. Mis piernas atrofiadas
y mis tobillos hinchados, los dedos curvados y las muñecas fláci-
das son una ayuda visual para los niños de la clase de Escuela Do­
minical cuando dan una lección sobre Isaías 40:6,8: «Toda carne
es hierba... sécase la hierba, marchítase la flor; mas la palabra del
Dios nuestro permanece para siempre»(RVR). Así que, junto
con otros que sufren, puedo decir: «Fortalezcan las manos débi­
les, afirmen las rodillas temblorosas; digan a los de corazón te­
meroso: “Sean fuertes, no tengan miedo. Su Dios vendrá... ven­
drá a salvarlos.” Se abrirán entonces los ojos de los ciegos y se
destaparán los oídos de los sordos; saltará el cojo como un cier­
vo, y gritará de alegría la lengua del mudo... Los alcanzarán la ale­
gría y el regocijo, y se alejarán la tristeza y el gemido» (Isaías
35:3-6,10).
Para mí, versículos como estos no son promesas en antiguos
cuadritos de adorno, nostalgias de una era vaga, nebulosa y dis­
tante. Son parte de la esperanza de ia cual ya estoy disfrutando,
del momento en el que Jesús «transformará nuestro cuerpo mi­
serable para que sea como su cuerpo glorioso» (Filipenses 3:21).
Me gusta esa parte que habla de nuevos cuerpos.
Pero mi esperanza no se centra en el cuerpo glorificado.2 Va
más allá.
Los escritores del Nuevo Testamento, lastimados y golpea­
dos, se sentían de la misma manera. Había algo más grandioso
acerca de la esperanza del cielo que avivaba el fuego en sus hue­
sos. Sus escritos están adornados con continuas referencias a la
segunda venida de Cristo, al tiempo en que el cielo se estalle en el
horizonte. Continuamente oran: «¡Maranata! ¡Ven, SeñorJesús!»
De los primeros cristianos se decía: «mientras esperan con ansias
que se manifieste nuestro SeñorJesucristo» (1 Corintios 1:7b). Se
comparaban a los soldados apostados en las torres de vigía, a los
trabajadores que esperaban la cosecha, a los atletas que se esfuer­
zan por llegar a la línea final, y a las vírgenes que esperan y velan
en la noche con las lámparas preparadas, los corazones encendi­
dos, oteando el horizonte con la mirada en busca de alguien
especial.
El mundo no era la fiesta. Estaban esperando la fiesta.
Para ellos era claro que, a pesar de que el Rey había comenza­
do a establecer su reino, no había terminado. Jesús mismo le pi­
dió a su Padre: «Venga tu reino... como en el cielo.» Había comen­
zado a revertir los efectos del pecado y sus resultados: el dolor, la
muerte y la enfermedad, pero no era más que eso: un comienzo.
Cuando el Salvador ascendió a los cielos, todavía los corderos
no se echabanjunto a los leones, ni se cambiaban las espadas por
arados. Solo unos pocos podían recordar con placer el tiempo
en que Jesús les tocaba los ojos ciegos y les daba la vista, pero los
ojos de todos los ciegos no se habían abierto aún, tampoco se ha­
bían destapado los oídos de todos los sordos, y la mayoría de los
paralíticos estaban lejos de saltar como los cierzos.
Los escritores del Nuevo Testamento se dieron cuenta de que
no se había cementado el ladrillo final en la construcción del rei­
no (Efesios 2:20). Las generaciones sucesivas lo supieron Los
santos que a lo largo de las edades sufrieron la persecución y las
pestilencias, el holocausto y los sufrimientos, se dieron cuenta de
que eran piedras vivas que estaban añadidas al edificio del reino
(1 Pedro 2.5). Comprendieron que, a veces, el sufrimiento era en­
fermizo. pero valía la pena vivir la vida si eso significaba que a!
mundo se le otorgaba más tiempo para escuchar las Buenas Nue­
vas. Conocían la punzante realidad de sus sufrimientos, pero tam­
bién recordaban el altísimo precio que Jesús le dio a un alma; el
sufrimiento es malo, pero perder el alma es peor (Mateo 16:26).
Y así: «El Señor no tarda en cumplir su promesa, según entien­
den algunos la tardanza. Más bien, él tiene paciencia ... porque
no quiere que nadie perezca sino que todos se arrepientan» (2 Pe­
dro 3:9). Las generaciones pasadas se dieron cuenta de que Dios
estaba permitiendo algo que odiaba (el dolor y la persecución
que padecían) para que aquello que él tenía en alta estima (más al­
mas salvadas) se pudiera lograr. «Hermanos, quiero que sepan
que, en realidad, lo que me ha pasado [el encarcelamiento] ha con­
tribuido al avance del evangelio» (Filipenses 1:12).
Nuestra generación está parada sobre los hombros de ellos.
Odiamos el infierno, y como no queremos ver que nuestros se­
res queridos vayan allí, perseveramos a través del dolor, no que­
riendo que nadie perezca. Nuestra generación comparte la mis­
ma esperanza que la de ellos: «Nosotros... gemimos interiormen­
te, mientras aguardamos nuestra adopción como hijos, es decir,
la redención de nuestro cuerpo. Porque en esa esperanza fuimos
salvados. Pero la esperanza que se ve, ya no es esperanza. ¿Quién
espera lo que ya tiene? Pero si esperamos lo que todavía no tene­
mos, en la espera mostramos nuestra constancia» (Romanos
8:23-25).
La esperanza que aguardamos significa más que cuerpos es­
plendorosos. Involucra más que huir del dolor y los suspiros, y
con certeza abarca más que el cataclismo del fin del mundo en la
batalla de Armagedón.

Cerremos el círculo
La esperanza que aguardamos ha sido el tema de este libro.
¿Recuerda cuando espiamos el remolino celestial de gozo y de
placer que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo? El de
ellos era, o es, un río de gozo que salpica por encima de las pare­
des del cielo y cae sobre nosotros. Y recuerde que el sufrimiento
es como un arenado que remueve el pecado y las impurezas para
que la intimidad conJesús sea posible. ¿Recuerda el sufrimiento
y el sacrificio que ofreció Jesús para que nosotros podamos
conocer esta intimidad y este gozo? Fue la misión del Salvador:
«Les he dicho esto para que tengan mi alegría» (Juan 15:11).
Alamiseriapuede encantarle la compañía, pero el gozo anhe­
la una multitud. El plan del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de
rescatar a los seres humanos no fue solo por el bien del hombre,
fue por el bien de Dios. El Padre está reuniendo a multitud, una
herencia, pura y sin mancha, que adore a su Hijo en el gozo del
Espíritu Santo. «Dios es amor» (Juan 3:16), y el deseo del amor
es empapar con deleite a aquellos por los cuales Dios ha sufrido.
Pronto el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo consumarán su
deseo.
Pronto, tal vez más pronto de lo que pensamos llegue «el día
de nuestro SeñorJesucristo» y «todos los que hayan amado su ve­
nida» serán librados de los últimos vestigios del pecado. Dios ce­
rrará la cortina del pecado, de Satanás y del sufrimiento, y entra­
remos en una fuente de gozo y de placer que es la Trinidad.
Mejor aún, nos convertiremos en parte de las cataratas de
gozo atronador mientras «Dios es el todo en todos» porque
«cuando Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo vere­
mos tal como él es». Dios en nosotros y nosotros en él. Ya no esta­
remos «escondidos en Cristo». «Ahora vemos de manera indirec­
ta y velada, como en un espejo; pero entonces veremos cara a
cara. Ahora conozco de manera imperfecta, pero entonces cono­
ceré tal y como soy conocido» (1 Corintios 13:12). El apóstol Pa­
blo que escribió esto, que ansiaba conocer a Cristo participando
de ¡a comunión en sus sufrimientos, finalmente obtendrá su de­
seo, o ya lo ha obtenido. Está perfectamente unido, completa­
mente unido. No solo conoce a Dios, lo conoce en esa unión per­
sonal y profunda, en esa absoluta euforia de experimentarlo.
Pablo probó el dolor en la tierra, pero ahora «come del árbol de
la vida» en el placer del cielo (Apocalipsis 22:2).
Nuestra esperanza no es «algo», sino «Alguien». La esperanza
que aguardamos, nuestra única esperanza, es la «bendita esperan­
za, es decir, la gloriosa venida de nuestro gran Dios y Salvador
Jesucristo» (Tito 2:13). No esperamos ver el cielo, esperamos a
una Persona. Jesús es la razón por la cual hemos soportado todo
este sufrimiento. Nuestra esperanza es por el Deseado de las Na­
ciones, el Sanador de los Corazones Rotos, el Amigo de los Peca­
dores. Es verdad, estamos esperando la fiesta, pero más precisa­
mente, estamos esperando a la Persona que dará la fiesta.

¿Cuánto placer?
¿Pueden el gozo celestial, la eterna intimidad con Dios, ser
tan placenteros? Es humano pensar de esta manera. La búsqueda
del placer es una obsesión terrenal, pero el placer no es un inven­
to terrenal; Dios inventó cada deleite, cada experiencia sensual
deleitable: «Toda buena dádiva y todo don perfecto descienden
de lo alto, donde está el Padre que creó las lumbreras celestes»
(Santiago 1:17). Es natural gemir y preguntarnos si nuestros an­
helos serán satisfechos (el mundo es el culpable que sigue ha­
ciéndonos cosquillas y dándonos comezón, jugando con nues­
tros deseos, mientras que se disminuyen las posibilidades de
satisfacer nuestros deseos). El pecado siempre empeora porque
nunca encuentra la satisfacción. Como dice la canción: Kicksjust
keepgetting harder tofind [Emocionarme es cada vez más difícil].
¿Será el cielo diferente?
Considere esta analogía inusual pero excelente de C.S. Le-
wis: «Pienso que nuestro punto de vista actual pudiera parecerse
al de un pequeño niño que, cuando le dicen que el acto sexual es
el placer corporal supremo, pregunta inmediatamente si se
come chocolate al mismo tiempo. Cuando recibe la respuesta
negativa, es probable que considere la ausencia de los chocolates
como la característica principal de la sexualidad. En vano tratará
de explicarle que la razón por la cual los amantes en medio de su
éxtasis camal no se preocupan por los chocolates es que tienen
algo mucho mejor en qué pensar. El niño conoce los chocolates,
no conoce las cosas positivas que puedan excluirlo.
Nosotros estamos en la misma posición. Conocemos la vida
sexual, pero no conocemos, a no ser por algunos destellos, la
otra cosa que, en el cielo, no dejará lugar para nada más. En con­
secuencia, donde nos espera la plenitud nosotros anticipamos
una [pérdida].3
La tierra nos ha condicionado a pensar que el cielo es un lu­
gar que tiene menos, no más.
Pero extasiados en el gozo del cielo, no pensaremos en los éx­
tasis carnales porque tendremos algo mejor, algo mucho más
placentero que nos consuma. El deleite que experimento con
mi esposo Ken no es más que un esbozo, un susurro, un mordis­
co de chocolate, comparado con el gozo resonante que, en el cie­
lo, me arrastrará en una inundación de éxtasis. «No existe nada
que podamos concebir o expresar acerca del grado de felicidad
de los santos en el cielo,» afirma Jonathan Edwards.4 Es una cues­
tión de fe, y le creo a la Biblia cuando dice: «Ningún ojo ha visto,
ningún oído ha escuchado, ninguna mente humana ha concebi­
do lo que Dios ha preparado para quienes lo aman» (1 Corintios
2:9).
Cada placer sobre la tierra no es más que una sombra de su
cumplimiento en el cielo. La mejor de las amistades está en esta­
do embrionario en la tierra, que cuenta con unos pocos cortos
años para madurar. Nunca hay tiempo suficiente. Las palabras
nunca pueden expresar lo que se desborda de nuestros corazo­
nes. Experimento esa tristeza agridulce con mis amigos íntimos.
Los amo tanto que me gustaría atravesarlos, pasar al otro lado,
conocerlos cabalmente, ser uno con ellos. No poseerlos sino
fundirme con ellos. No puedo hacerlo en la tierra. Estoy del
lado de afuera de la puerta de sus corazones, siempre deseando
entrar, acercarme más, aun cuando me goce en su compañía.
Mis anhelos se alivian al saber que en el cielo voy a poder «en­
trar». Jesús lo designó: «Padre santo, protégelos ... para quesean
uno, lo mismo que nosotros» (Juan 17:11).
¿Recuerda la definición que utilicé para el sufrimiento? Es
desear lo que no tengo y tener lo que no deseo. En el cielo, final­
mente usted tendrá lo que siempre quiso: el cumplimiento de
sus más profundos deseos. Y siempre estará satisfecho con lo
que tiene: no más aburrimiento ni envidia.
Lewis una vez contó la historia de una mujer que, luego de
que la arrojaran a un calabozo, engendró y crió a un hijo. El niño
creció sin ver otra cosa que las paredes del calabozo, la paja en el
piso y el pequeño parche de cielo a través del tragaluz que estaba
en lo alto. Su madre, una artista, trató de enseñarle acerca del
mundo exterior dibujándole cuadros de campos, de ríos, de
montañas y de ciudades. El niño hacía todo lo que podía por
creerle a su madre cuando esta le contaba que el mundo exterior
era mucho más interesante y glorioso que sus dibujos. «¿Qué?»
preguntó el niño. «¿No hay marcas de lápices allí afuera?» Toda
la idea que tenía del mundo exterior se le puso en blanco, por­
que las líneas del lápiz no formaban parte del mundo real. El
niño creyó que el mundo real era de alguna manera menos visi­
ble que el de los cuadros de su madre. Pero en realidad, el mun­
do exterior carecía de líneas porque era incomparablemente
más visible.
Lewis concluye: «Lo mismo sucede con nosotros. Nuestras
experiencias naturales (sensoriales, emocionales, imaginativas)
son solo como líneas de lápiz sobre un papel chato. Si se desvane­
cen en la vida de resurrección, lo harán solamente como las lí­
neas de papel se desvanecen del paisaje real.» 5
Las palabras no le hacenjusticia al cielo. Por más que trate de
hablar de éxtasis y arrobamientos, siempre me quedaré corta.
«La composición más artística de palabras lo oscurecerían y lo
nublarían, arrojarían unas débiles sombras de la realidad; y todo
lo que podemos decir [acerca del cielo] recurriendo a nuestra
mejor retórica está real y verdaderamente muy por debajo de la
verdad. Si San Pablo que había viste el cielo, trató en vano de ex­
presarlo con palabras, mucho menos podemos pretender hacer­
lo nosotros», suspiró Edwards.6
¿Cuánto tiempo?

El cielo no solo será más de lo que podemos imaginar, sino


que ese «más» será para siempre. No tendrá tiempo. Y así debe
ser, porque el gozo fluye de Dios y Dios es eterno, por lo tanto,
su gozo también lo es. Se conoce esto instintivamente cuando
un momento sin tiempo nos atrapa, una experiencia tan precio­
sa, tan perfecta que desearíamos que durara para siempre.
Temprano una mañana de verano, mi hermana Jay y yo nos
dirigimos hacia le pequeña comunidad granjera de Maryland de
Sykesville para visitar a la abuela Clark. En realidad, no era mi
abuela; ella yJay se habían hecho amigas en la pequeña iglesia de
piedra que estaba en lo alto de la montaña, y nos había invitado a
su gran casa de campo para tomar el té. Me dirigí en mi silla de
ruedas hacia la cocina donde me saludó el aroma de una torta ca­
liente que salía del homo. La abuela había puesto un mantel in­
maculadamente blanco sobre una mesa que estaba junto a una
ventana abierta. La brisa movía las cortinas con encaje y nos traía
el aroma de las hortensias.
Jay y yo tomamos el té en delicadas tazas. Mis ojos seguían a
la abuela Clark. Se inclinó hacia delante, alisó el mantel con la
mano y habló del cielo con términos maravillosos y añorantes.
Una ráfaga de viento de repente agitó las cortinas y sacudió
sus cabellos grises; levantó la mano, sonriendo y mirando de sos­
layo hacia la fuerte brisa. ¡Ffshh! Dio vueltas alrededor de la
mesa mareándonos y levantando nuestros espíritus. El momen­
to fue deliciosamente extraño, pero tan pronto como vino, se
fue, haciéndonos bajar a la tierra y convirtiéndose en eterno, de­
jando a su paso paz y gozo. Todavía puedo sentir el olor de las tor­
tas y del té, todavía puedo inhalar el olor de las flores de primave­
ray ver las cortinas moviéndose y los rayos del soljugando sobre
el mantel.
Momentos como este nos hacen recordar algún otro tiempo
o lugar. Lo mismo decimos de los recuerdos de la niñez: tardes
perezosas, en las que lamíamos un helado sentados en el escalón
de atrás, escuchando una cortadora de césped en la calle, sintien­
do que una brisa refrescaba nuestra frente. O cuando salíamos
corriendo por la puerta de la cocina, luego de la cena, para cazar
luciérnagas. O cuando estábamos sentados junto al fuego de un
campamento, abrazándonos las rodillas, observando las chispas
que volaban hacia arriba convirtiéndose en estrellas. Si pudiéra­
mos transportamos en el tiempo hacia atrás, descubriríamos
que incluso como niños, sentiríamos la misma nostalgia, el re­
cuerdo de otro tiempo y otro lugar.
Se trata de ese antiguo anhelo del que escribí anteriormente.
Es un deseo vehemente de pasar y llegar al otro lado, como dijo
C.S. Lewis. Estos momentos, ya sea tomando el té en una tarde
de primavera o lamiendo un helado y sintiéndonos seguros, nos
susurran: «Un día te bañarás en una paz como esta... la satisfac­
ción te inundará... este gozo durará para siempre.» Esto es lo que
sentimos como niños. Es otra insinuación del cielo, como si eli­
giéramos el momento más feliz de nuestras vidas y detuviéra­
mos el tiempo. Lewis escribió: «Yen [el cielo], comeremos del
árbol de la vida... Los resultados desvanecidos y lejanos de aque­
llas energías que el éxtasis creativo de Dios implantó en la mate­
ria cuando creó los mundos son los que ahora llamamos place­
res físicos; y a pesar de que se hayan filtrado de esa manera,
exceden nuestra capacidad para manejarlos.
¿Qué sería probar en su punto de origen la corriente de ese
manantial que aun ai llegar aquí abajo resulta ser tan embriagan­
te? Así y todo, creo que es lo que nos espera en el cielo. El hom­
bre completo va a beber gozo de la fuente de gozo. A la luz de
nuestros apetitos envilecidos, no podemos imaginar lo que
sera.
A la luz de mis apetitos envilecidos, casi no puedo imaginar
un éxtasis que dure para siempre. Es algo que siempre quiero
captar, pero no puedo. Escucho algunos indicios en la Sinfonía
Nuevo Mundo de Dvorak. Lo percibo en la mirada suave de al­
guien a quien amo. Lo huelo en el aire del océano cuando el cie­
lo está gris y violento en la distancia. Lo sentí una vez cuando
tenía nueve años, asida de la baranda del Gran Cañón porque si
me soltaba, seguramente iba a volar a través de la ancha
expansión.
Si estos son meros augurios, ¿cómo será lo verdadero? Y más
aún, el placer y el gozo seguirán creciendo en el cielo. La perfec­
ción de la felicidad no significa indolencia; por el contrario, con­
siste en gran medida en acción. «El hombre es racional, y para
ser feliz debe estar racionalmente activo... En el cielo, sucede di­
rectamente a la inversa que en la tierra, porque en el cielo, por la
longitud del tiempo, las cosas se vuelven cada vez más jóvenes,
es decir, más vigorosas, activas, tiernas y hermosas», afirma Jo-
nathan Edwards.8 Allí, seguiremos siendo más listos, más sa­
bios, más jóvenes y más felices. Estaremos más enamorados. El
desarrollo de la historia de la redención nos hará contener la res­
piración una y otra vez, mientras el gozo y el asombro crecen
cada vez más.

¿Vale la pena sufrir?


¿Se compara todo el dolor al beneficio? Más de ¡o que reco­
nocemos. «Pues los sufrimientos ligeros y efímeros que ahora
padecemos producen una gloria eterna que vale muchísimo
más que todo sufrimiento» (2 Corintios 4:17). El cielo conoce
sus placeres y gozos, el éxtasis y el júbilo. En lo que al cielo con­
cierne, nuestros problemas son «ligeros» en comparación. Este
es otro versículo escrito desde una perspectiva del fin de los
tiempos, que nos dice: «Así terminará todo, así es como será, ¡ya
verán!» Nuevamente, es cuestión de fe. En un lado de la escala
se encuentran apilados todos nuestros problemas, al otro, se en­
cuentra la gloria del cielo.
Si el lado de los problemas parece pesado, entonces fijemos
nuestra fe en el lado glorioso. Al hacerlo, se convertirá en un
Runpelstiltskin capaz de convertir la paja en oro; como un huso
divino, su aflicción «produce ...un cada vez más excelente y eter­
no peso de gloria» (2 Corintios 4:17, RVR). Como lo parafrasea
La Biblia Al Día : «De todas maneras, estos problemas y estos su­
frimientos nuestros son pequeños y no se prolongarán demasia­
do, y este breve y momentáneo período de tribulación redunda­
rá en abundantes y eternas bendiciones de Dios para nosotros»
(2 Corintios 4:17). No es meramente que el cielo será maravillo­
so a pesar de nuestras angustias, si no como resultado de ello. El su­
frimiento nos hace bien. Una respuesta fiel a la aflicción acumu­
la un peso de gloria. Una recompensa generosa. Dios tiene toda
la intención de recompensar su paciencia. ¿Por qué otra razón
habría de anotar meticulosamente cada una de sus lágrimas?
«Toma en cuenta mis lamentos; registra mi llanto en tu libro.
¿Acaso no lo tienes anotado?» (Salmo 56:8).
Cada lágrima que haya derramado —piénselo— será redimi­
da. Dios le dará una gloria indescriptible por su dolor. No con
un movimiento general de la mano, sino de una manera conside­
rada y específica. Se ha registrado cada lágrima, y cada una de
ellas será recompensada. Sabemos lo valiosas que son nuestras
lágrimas a sus ojos. Cuando María ungió a Jesús con el valioso
perfume, él se sintió más conmovido por las lágrimas con las
que lavó sus pies (Lucas 7:44). El valor de nuestro llanto se recal­
ca nuevamente en Apocalipsis 21:4 cuando dice que él «enjugará
toda lágrima de los ojos de ellos». No será el trabajo de ios ánge­
les ni de ningún otro. Dios mismo lo hará.
«Si por la noche hay llanto, por la mañana habrá gritos de ale­
gría» (Salmo 30:5b).
Nuestra recompensa será el gozo. Cuanto más fieles somos a
Dios en medio de nuestro sufrimiento, mayor será nuestra re­
compensa y nuestro gozo. Los evangelios están llenos de parábo­
las de reyes que honran a sus siervos por su diligencia, de terrate­
nientes que llenan de bonificaciones a sus trabajadores fieles,
monarcas que ponen a sus súbditos fieles a cargo de muchas ciu­
dades. Sea cual fuere el sufrimiento por el que esté pasando en
este momento, la reacción que tenga afecta la eternidad de la
cual disfrutará. El cielo será más celestial de acuerdo al grado
que haya seguido a Cristo en la tierra. «De hecho, considero que
en nada se comparan los sufrimientos actuales con la gloria que
habrá de revelarse en nosotros» (Romanos 8:18).
Se ha dicho que en el final del mundo sucederá algo tan gran­
dioso, tan glorioso, tan tremendo y maravilloso —el punto cul­
minante del Señor Jesús—que será suficiente para compensar
toda herida, todo acto inhumano y nos expiará de todo terror.
Su gloria llenará el universo y el infierno será una idea secunda­
ria comparado con el brillante resplandor del cosmos de Dios y
«del Cordero que lo ilumina». El gozo del cielo sobrepasa am­
pliamente el terror del infierno. El cielo no tiene opuesto, así
como Dios no tiene opuesto (el diablo es un ser creado y caído).

Una palabra final


Verá a su hija sin los impedimentos de la parálisis cerebral.
Conocerá la libertad de un corazón puro y sin mancha. Verá a su
esposo caminar sin cojear. Conocerá a sus familiares y amigos
como Dios siempre quiso que fueran, con sus mejores atributos
brillando claramente y sus peores rasgos se evaporarán con el
viento. Su hija no tendrá más heridas, libre de los grilletes de un
matrimonio abusivo. Nada de pensamientos confusos, de enfer­
medades mentales, ni del mal de Alzheimer.
Verá las lecciones que aprendieron los ángeles y los demo­
nios acerca de Dios al observar su obra en su madre cuando lan­
guidecía en ese asilo. Se quedará asombrado al ver cómo su per­
severancia a lo largo del dolor tuvo repercusiones en las vidas de
personas que usted no sabía que estaban mirando, obligándolos
a tomar decisiones difíciles acerca de Dios y dei sufrimiento.
Experimentará el amor como nunca se atrevió a imaginarlo.
Esto es una buena noticia para aquellos que nunca han sido «la
persona más importante» en la vida de nadie. Pero en el cielo:
«Todos tendrán todo el amor que deseen... todo el que puedan
soportar. Así será la dulce y perfecta armonía de los santos celes­
tiales, el amor perfecto reinando en cada corazón y expresándo­
se de los unos hacia los otros, sin límites ni restricciones o
interrupciones.»9 Si nunca ha conocido el amor, si nunca se ha
casado, no se preocupe: lo amarán más de lo que pueda resistir.
Karla Larson, que perdió las piernas, los riñones y los dedos,
recibirá un cuerpo esplendorosamente brillante que será mu­
cho más «Karla» de lo que jamás fue en la tierra. Lo mismo suce­
derá con John McAllister. Gregy su ex esposa descubrirán quié­
nes son realmente en Cristo. Ryan se regocijará con ellos
mientras corre hacia sus brazos y les dice sus primeras palabras:
«Sabíamos que iba a ser grandioso, ¡pero tan grandioso...!»
Y para quienes su sufrimiento fue más confuso, como Paúl
Ruffner, Dios personalmente desenredará el tejido de sus vidas
para revelar el delicado y hermoso motivo que nunca vieron en
la tierra. Él y millones como él, martirizados y torturados, se
pondrán de pie y adorarán a Dios por su plan y su propósito en
su sufrimiento.
Y por sobre todas las cosas, Dios no llorará. Sí, nuestros sufri­
mientos le importan al Todopoderoso y ha llorado con compa­
sión, como cuando lo hizo ante la tumba de Lázaro; muchas ve­
ces lloró al orar, derramando lágrimas en el jardín de
Getsemaní. Pero el cielo revelará algo distinto. Un plan eterno
que nunca se vio amenazado, nunca corrió el nesgo de sufrir un
colapso, nunca estuvo al borde de la derrota.
No habrá más necesidad de lágrimas. «Uno de los ancianos
me dijo: ‘¡Deja de llorar, que ya el León de la tribu de Judá... ha
vencido!’» Pero no es un león el que comanda el centro de la es­
cena: «Entonces vi, en medio de los cuatro seres vivientes y del
trono y los ancianos, aun Cordero que estaba de pie y parecía ha­
ber sido sacrificado... Yoí a cuanta criatura hay en el cielo, y en
la tierra, y debajo de la tierra y en el mar, a todos en la creación,
que cantaban: “¡Al que está sentado en el trono y al Cordero,
sean la alabanza y la honra, la gloria y el peder, por los siglos de
los siglos!”» (Apocalipsis 5:5-6,13).
Dios puede haber llorado, pero el sufrimiento de su Hijo
también tiene una perspectiva eterna. Será honrado como el
Cordero inmolado. Los sufrimientos de Jesús jamás se
olvidarán. A diferencia de nosotros, siempre le mostrará al uni­
verso sus heridas y por eso Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo gozarán de una cacofonía de alabanza y adoración como
nunca antes. Si algún demonio oscuro en cualquier rincón del
universo alguna vez dudó de la justicia de Dios para inclinarse a
rescatar pecadores perdidos, lo pondrán en su lugar. El sacrificio
y el sufrimiento de Jesús fueron de un valor tan masivo, tan su­
premo, que la justicia de Dios brillará aún más. Dios pudo resca­
tar a los pecadores, redimir a los que sufrían, aplastar la rebelión,
restaurar todas las cosas, reivindicar su santo nombre, proveer
restitución... ¡y terminar con la mayor de las glorias después de
todo esto! El cielo nos lo mostrará. «¡Digno es el Cordero, que
ha sido sacrificado, de recibir el poder, la riqueza y la sabiduría,
la fortaleza y la honra, la gloria y la alabanza!» (Apocalipsis 5:12).
Finalmente, usted entrará en las cortes del cielo. Caerá de ro­
dillas para expresar la gratitud. El Varón de Dolores caminará
desde su trono y se le acercará. No tiene la menor duda de cuán­
to lo aprecia, porque sabe cuánto ha sufrido. Se acerca con sus
manos horadadas por los clavos, y cuando usted ponga sus ma­
nos en las de él, no se sentirá avergonzado. Sus propias heridas,
su angustia, todos aquellos momentos en los que sintió el recha­
zo y el dolor, le han dado al menos un ligero sabor de lo que so­
portó el Salvador para comprar su redención. Su sufrimiento,
más que ninguna otra cosa, lo ha preparado para encontrarse
con Dios, porque ¿qué prueba de su amor pudiera haber traído
si esta vida no le hubiera dejado ninguna cicatriz?
Tiene algo eternamente precioso en común con Cristo, ¡el
sufrimiento! Pero para su asombro, la comunión de compartir
sus sufrimientos se ha esfumado como un sueño casi olvidado.
Ahora hay una comunión que comparte su gozo y placer. Placer
que se hace más maravilloso por el sufrimiento. Ah, el dolor de la
tierra, suspira. Luego sonríe, levantándose para vivir la vida que
Dios le ha estado preparando durante todo el tiempo. El llanto
puede haber durado una noche, pero ahora es la mañana.
Y el gozo ha llegado.
Antes que deje este
libro a un lado

E s una promesa a la cual nos hemos aferrado durante años.


«Ahora bien, sabemos que Dios dispone todas las cosas para el
bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo
con su propósito. Porque a los que Dios conoció de antemano,
también los predestinó a ser transformados según la imagen de
su Hijo» (Romanos 8:28-29).
La idea de que Dios tenga todo bajo control puede sonar alar­
mante, pero una vez que nos adaptamos a la promesa, comenza­
mos a sentimos inmensamente cómodos. Si Dios no refrenara
el mal, entonces el sufrimiento nos atropellaría de manera des­
controlada. Sus decretos y ordenanzas le dan forma al bien y al
mal como para advertirnos acerca del infierno, impulsamos ha­
cia el cielo y adaptamos a la vida aquí y en el más allá. Todo inspi­
rado por su amor puro y apasionado.
No podemos ignorar semejante amor. No podemos perma­
necer indiferentes o posponerlo para más adelante. Un amor
como este mega una respuesta. Además, recuerde la promesa:
es condicional. Este Dios de amor controla las circunstancias
que tocan las vidas de quienes lo aman.
¿Qué hacemos con esa promesa? A lo largo de este libro, ¿se
ha sentido atraído hacia él? ¿Su ira se está moviendo en direc­
ción hacia Dios? ¿Puede ver la convincente verdad de las Escritu­
ras que se han citado? En breve, ¿su corazón se ha vuelto más cá­
lido hacia él?
Porque el argumento de este libro es él, habla de decisiones.
Siempre que descubrimos algo nuevo en su Palabra, nos pone

269
contra paredes espirituales, obligándonos a tomar decisiones di­
fíciles en cuanto a él, como así también a realizar elecciones en
nuestro sufrimiento. Apretados en contra de nuestras limitacio­
nes, nos encontramos cara a cara con un Dios tremendo, pero
amoroso. Sí, todavía puede tener preguntas, pero la elección de
confiar en él nunca será la equivocada. Cuando le dice que sí a
Cristo, la pared a sus espaldas se desmorona, se abren las celo­
sías y se levantan las ventanas para dejar entrar una brisa fresca
de posibilidades. «Donde está el espíritu del Señor, allí hay
libertad.»
Si siente que su corazón arde más intensamente por las cosas
que ha leído en estas páginas, si oye el llamado de la verdad, en­
tonces es Dios quien le está diciendo: «Yo soy la respuesta para
tus anhelos más profundos. Confía en mí. Mira las huellas de
los clavos en mis manos. He sufrido por ti, y he permitido en tu
vida lo que odio, para poder lograr algo eterno y maravilloso:
una vida rica y significativa sobre la tierra, y una vida en el cielo,
libre de dolor y llena de gozo.»
Si se siente acorralado contra una pared, si el pecado le pesa
en el corazón, deje que Cristo llegue hasta el rincón en el que se
encuentra. Siéntase en libertad para repetir las siguientes pala­
bras y hacerlas su oración personal...

Señor Jesús, no he permitido que el sufrimiento me lleve hacia


ti. En cambio, te he resistido. Ahora veo cómo mi pecado me ha
separado de ti. Por favor, perdóname. Siéntate en el tiene de mi
vida mientras dejo atrás mi vieja manera de hacer las cosas, y ayú­
dame a vivir una vida que te agrade. Mientras me ayudas, espera­
ré pacientemente para ver cómo obras a través de mis pruebas.
Gracias per la diferencia que vas a marcar en mi vida. Amén.

Si esta es su oración, entonces el próximo paso es encontrar


una iglesia cristiana donde amigos cristianos puedan abrazarlo y
ayudarlo en Jos tiempos de prueba. Nadie debiera sufrir solo,
esta es una de las grandes razones por las cuales Dios instituyó la
iglesia. Busque una iglesia en la cual los creyentes eleven la
Palabra de Dios, como lo ha leído en estas páginas. Paso a paso,
crecerá hasta conocer mejor a Dios y descubrir la comunión de
compartir los sufrimientos de Cristo, como así también el gozo
de estar con otros cristianos.
Esperamos el día cuando «sean abiertos los ojos de los cie­
gos... y los cojos salten como ciervos».
Al igual que usted, estamos ansiosos esperando que «el dolor
y el gemido huyan». Cuando eso suceda, nos abrazaremos, li­
bres de dolor y nos maravillaremos de cómo Dios hizo que
todo, absolutamente todo, obre para nuestro bien y para su glo­
ria. Hasta ese día, hasta que Dios baje la cortina del sufrimiento,
comprometámonos a confiar en él, quien tiene todas las respues­
tas en sus manos.
Joni Eareckson Tada y Steve Estes

JAF Ministries
PO Box 3333
Agoura Hills, CA 91301
Sección IV

Apéndices
Apéndice A

La Escritura en
manos Dios durante
nuestro sufrimiento

¿Q tiene una limonada que nos atrae tanta en una caluro-



de verano? Otras bebidas son igualmente frías e igual­
mente líquidas. Seguramente lo que tanto nos gusta es esa com­
binación inigualable de lo dulce con lo ácido. Pero imagínese si
alguien le alcanza un vaso helado de agua con azúcar. Sería para
descomponerse. O imagínese chupar un limón. Sería insoporta­
blemente ácido. (Sabemos que a algunos de ustedes les gustan
los limones así, pero estamos hablando de gente normal). Ni el
agua azucarada, ni el jugo de limón saben bien, pero la mezcla
de ambos es un clásico del verano.
Durante décadas, muchos cristianos han estado tomando
casi exclusivamente agua azucarada en lo que se refiere a sus pen­
samientos hacia Dios. Todo lo que saben es acerca de la bondad
de Dios, de su amabilidad, de su ternura. Pero existe un aspecto
severo de Dios, un aspecto masculino, que generalmente se evi­
ta. su naturaleza santa, poderosa, soberana y destructora del pe­
cado. Familiarizamos con esta idea no hará que lo odiemos, nos
hará adorarlo. Nos hará postramos sobre el rostro en temor reve­
rente. Hará que la muerte de Cristo sea una maravilla que nos
deje sin palabras.
Este libro ha tratado de volver a presentar algo del lado ácido
de Dios sin ignorar su dulzura. A continuación, a modo de
referencia rápida, presentamos una serie de pasajes que hablan
de su soberanía sobre nuestros sufrimientos, que nos recuerdan
que no hay nada agradable ni difícil que se nos cruce en el cami­
no que no provenga de sus decretos. La mayoría de las personas
que creen en la Biblia, pueden ver la mano de Dios en sus miseri­
cordias. Por lo tanto, en este apéndice nos hemos concentrado
principalmente en la mano de Dios durante las aflicciones de esta
vida. Si estudia este bosquejo sin tener en mente la bondad de
Dios —la bondad que discutimos a lo largo de este libro, espe­
cialmente en los capítulos 2 y 3— le parecerá que está sorbiendo
jugo de limón. El equilibrio de la dulzura se encuentra en su
amor, compasión y sabiduría. Por favor, recuérdelo mientras
lee.

Hay muchas cosas que nos hacen sufrir. La mayoría, tal vez to­
das, se pueden reducir a algunas categorías principales como las
siguientes:

• Otras personas (acciones deliberadas, negligencia)


• Satanás y los demonios
• Los animales y las plantas (picaduras de mosquitos, los ani­
males granjeros que no cooperan, los perros rabiosos que
atacan, los árboles que se caen, los hongos venenosos asesi­
nos, el polen que produce alergia, etc.)
• Las fuerzas inanimadas de la naturaleza (el clima, los terre­
motos, etc.)
• Las maquinarias, herramientas y tecnología creada por el
hombre (una llanta que se poncha, un puente que se cae,
un transbordador espacial que explota, etc.)
• Aflicciones de! cuerpo (enfermedades, incapacidades, de­
sórdenes genéticos).
• Aflicciones sicológicasy espirituales (depresión, temor, an­
gustia, culpa, pesadillas, etc.) Esta categoría generalmente
se superpone a las anteriores, muchas veces de maneras
que no comprendemos.
Los versículos que se encuentran más abajo aseguran el reina­
do de Dios sobre cada una de estas cosas, siempre buscando
como último fin el bien de su pueblo. «Dios sometió todas las co­
sas al dominio de Cristo, y lo dio como cabeza de todo a la igle­
sia» (Efesios 1:22).

La mano de Dios sobre las otras personas


A. A pesar de que los seres humanos tienen una inteligencia y
una voluntad propias, Dios es, en última instancia, quien go­
bierna todo lo que hacen (inclusive sus acciones
«accidentales»),
1. Proverbios 16:9: El corazón del hombre traza su rumbo, pero
sus pasos los dirige el Señor.
2. Proverbios 19:21: El corazón humano genera muchos proyec­
tos, pero alfinal prevalecen los designios del Señor.
3. Proverbios 20:24: Los pasos del hombre los dirige el Señor.
¿Cómo puede el hombre entender su propio camino?
4. Proverbios 21:1 En las manos del Señor el corazón del rey es
como un río: sigue el curso que el Señor le ha trazado.
5. Daniel 5:23: [Daniel hablándole al rey pagano Belsasar]
En cambio, no ha honrado al Dios en cuyas manos se hallan la
vida y las acciones de Su Majestad.
6. 2 Crónicas 18:33-34: [Dios había decretado que Acab, rey
de Israel, muriera en la batalla. Acab trata de evitarlo dis-
ñ azándose de un soldado común] Sin embargo, alguien
disparó su arco al azar e hirió al rey de Israel entre las piezas de su
armadura ... Todo el día arreció la batalla, y al rey de Israel se le
mantuvo de pie en su carrofrente a los sirios, hasta el atardecer, y
murió al ponerse el sol.
7. Números 35’9-10: [En lo concerniente a «accidentes»]
El Señor le ordenó a Moisés que les dijera a los israelitas: «Cuan­
do crucen elJordán y entren a Canaán, escojan ciudades de refu­
gio adonde pueda huir quien inadvertidamente mate a alguien.»
Compárese con Exodo 21:12-13: El que hiera a otro y lo
mate será condenado a muerte. Si el homicidio nofue intencional,
pues ya estaba de Dios que ocurriera, el asesino podrá huir al lu­
gar que yo designaré.
B. La mayoría de los cristianos reconocen de buena gana la
mano de Dios en las buenas acciones de la gente, inclusive
en las de los paganos.
1. Filipenses 2:13: Pues Dios es quien produce en ustedes tanto el
querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad.
2. 2 Corintios 8:16: Gracias a Dios que puso en el corazón de
Tito la misma preocupación que yo tengo por ustedes.
3. Hechos 16:14: Una de ellas, que se llamaba Lidia... el Señor
le abrió el corazón para que respondiera al mensaje de Pablo.
4. 1 Corintios 15:10 [Pablo es el que habla]: He trabajado
con más tesón que todos ellos [los otros apóstoles], aunque no yo
sino la gracia de Dios que está conmigo.
5. Esdras 1:1: [Con respecto al decreto persa que permitía a
los judíos exiliados volver a su hogar y reconstruir el
templo en Jerusalén] El SEÑOR dispuso el corazón del rey
para que éste promulgara un decreto en todo su reino... tanto oral­
mente como por escrito.
6. Génesis 20:3-6 [Abimélec, rey pagano de Guerar, había
tomado a Sara, la esposa de Abraham para que formara
parte de su harén] Pero aquella noche Dios se le apareció a
Abimélec en sueños y le dijo: —Puedes darte por muerto a causa
de la mujer que has tomado, porque ella es casada. Pero comoAbi­
melet todavía no se había acostado con ella, le contestó: —SE­
ÑOR, ¿acaso vas a matar al inocente? Como Abraham me dijo
que ella era su hermana, y ella me lo confirmó, yo hice todo esto de
buenafe y sin mala intención. —Sí, ya sé que has hecho todo esto
de buenafe —le respondió Dios en el sueño—; por eso no te per­
mití tocarla, para que no pecaras contra mí.
C. Pero Dios también ve las acciones malas de la gente. No hay
pecado que tenga lugar sin que él lo permita deliberadamen­
te. No entienda mal, Dios no es la fuente de las acciones ma­
las de la gente, porque desprecia el pecado. Santiago 1:13
dice que Dios jamás tienta a nadie. Más bien, dirige el peca­
do que ya está en sus corazones para que los pecadores sin sa­
berlo, lleven a cabo los planes divinos y no meramente los
propios. Esto lo logra mediante una infinita sabiduría que se
encuentra más allá de nuestra comprensión.
1. Proverbios 16:4: Toda obra del SEÑOR tiene un propósito;
¡hasta el malvado fue hecho para el día del desastre!
2. Ezequiel 32:32 [Dios, hablando de la maldad de Faraón]
Aunque yo hice quefaraón sembrara el terror en la tierra de los vi­
vientes... Lo afirma el SEÑOR omnipotente.
3. Hechos 4:28: [Los cristianos primitivos hablándole a
Dios acerca de los hombres que injustamente asesinaron
a Jesús] para hacer lo que de antemano tu poder y tu voluntad
habían determinado que sucediera.
4. Génesis 45:7-8: [José hablándole a sus hermanos de
cuando lo vendieron como esclavo] Por eso Dios me en­
vió delante de ustedes: para salvarles la vida de manera extraordi­
naria y de ese modo asegurarles descendencia sobre la tierra. Fue
Dios quien me envió aquí, y no ustedes.
5. 1 Samuel 2:25: [Con respecto a las advertencias del sumo
sacerdote, Elí, que les hizo a sus hijos quienes no paraban
de pecar] No obstante, ellos no le hicieron caso a la advertencia
de su padre, pues la voluntad del SEÑOR era quitarles la vida.
6. 2 Crónicas 25:20: [Con respecto a la advertencia a Ama­
sias, rey de Judá, de no entrar en batalla] Como estaba en
los planes de Dios entregar a Amasias en poder del enemigo por
haber seguido a los dioses de Edom, Amasias no le hizo caso a
Joás.
1. Jueces 14:3-4: [Sansón rechaza los ruegos de sus padres
pidiéndole que no se casara con una filistea adoradora de
ídolos] ¿Acaso no hay ninguna mujer aceptable entre tus parien­
tes, o en todo nuestro pueblo, que tienes que ira buscar una esposa
entre esosfilisteos incircuncisos? Sansón le respondió a su padre:
—¡Pídeme a ésa, que es la que a mí megusta! (Sus padres no sa­
bían que esto provenía del SEÑOR, que estaba buscando
una ocasión para confrontar a los filisteos, porque en
aquel entonces ellos gobernaban sobre Israel.)
8. Exodo 14:17 [Dios le dice a Moisés que va a ahogar a los
egipcios en el Mar Rojo] Yo voy a endurecer el corazón de
los egipcios, para que los persigan. ¡Voy a cubrirme de gloria a cos­
ta delfaraón y de su ejército, y de sus carros yjinetes!
9. Salmo 105:25: a quienes [los egipcios] trastornó para que odia­
ran a su pueblo y se confabularan contra sus siervos.
10. Deuteronomio 2:30: Pero Sijón, rey de Hesbón, se negó a de­
jamos pasarpor allí, porque el SEÑOR nuestro Dios había ofusca­
do su espíritu y endurecido su corazón, para hacerlo súbdito nues­
tro, como lo es hasta hoy.
11. Josué 11:20: [Con respecto a los cananeos, cuya tierra
Israel había conquistado] Porque el SEÑOR endureció el co­
razón de los enemigos para que entablaran guerra con Israel. Así
serían exterminados sin compasión alguna, según el mandato que
el SEÑOR le había dado a Moisés.
12. Isaías 10:5-7: [Dios envía a los perversos asirios a castigar
a su pueblo Israel que había pecado tan terriblemente
que se los llamaba «nación sin dios». Los asirios no tienen
la menor idea de que Dios los está usando como
herramientas]

¡Ay de Asiria, vara de mi ira!


¡Elgarrote de mi enojo está en su mano!
Lo envío contra una nación impía,
lo mando contra un pueblo que me enfurece,
para saquearlo y despojarlo,
para pisotearlo como al barro de las calles.
Pero esto Asiria no se lo propuso;
¡ni siquiera lo pensó!
Solo busca destruir y aniquilar a muchas naciones...
¿Puede acaso gloriarse el hacha más que el que la maneja,
o jactarse la sierra contra quien la usa?
¡Como si pudiera el bastón manejar
a quien lo tiene en la mano,
o lafrágil vara pudiera levantar a quien pesa más
que la madera!

D. Dios engaña a la gente malvada, confunde sus pensamien­


tos, y así frustra sus planes rebeldes.
1. 2 Tesalonicenses 2:10-11: Por haberse negado a amar la ver­
dad ... Dios permite que, por el poder del engaño, crean en la
mentira.
2. Juan 12:39-40: Por eso no podían creer, pues también había di­
cho Isaías: «Les ha cegado los ojos y endurecido el corazón, para
que no vean con los ojos, ni entiendan con el corazón ni se convier­
tan; y yo los sane.»
3. 2 Samuel 17:14: [Ajitofel, admirado universalmente por
su sabiduría, le da un consejo militar al perverso usurpa­
dor del trono Absalón. Husay, un consejero menos teni­
do en cuenta pero más santo, lo aconseja mal deliberada­
mente para impedir los planes de Absalón]: Abasalón y
todos los israelitas dijeron: —El plan de Husay el arquita es me­
jor que el deAjitcfel. Esto sucedió porque el SEÑOR había deter ­
minado hacerfracasar el consejo de Ajitofel, aunque era el más
acertado, y de ese modo llevar a Absalón a la ruina.
4. Jeremías 4:10: [Dios les había permitido a ios falsos pro­
fetas que predijeran la paz cuando la guerra era
inminente] Yo dije: «¡Ah, SEÑOR mi Dios, cómo has engaña­
do a este pueblo y aferusalén!» Dijiste: «Tendrán paz», pero tie­
nen la espada en el cuello.

La mano de Dios sobre Satanás y los demonios.

1. Lucas 22:31: [Satanás necesita permiso para actuar]


«Sirria... Simón, mira que Satanás ha pedido zarandearlos a uste­
des como sifueran trigo.»
2. Job 2:6: [Dios le concede permiso a Satanás para que le
haga daño ajob, pero le impone limites <lehm<los|:
—Muy bien —dijo el SEÑOR a Satanás—,Job está en tus ma­
nos, Eso sí, respeta su vida.
3. Mateo 8:31-32: [Los demonios necesitan el permiso de
Jesús] Los demonios le rogaron a Jesús: —Si nos expulsas,
mártdanos a la manada de cerdos. —Váyan —les dijo. Así que sa­
lieron de los hombres y entraron en los cerdos, y toda la manada se
precipitó al lago por el despeñadero y murió en el agua.»
4. 1 Reyes 22:22: [La conversación de un demonio con
Jehová] «Saldré y seré un espíritu mentiroso en la boca de todos
sus profetas.» Entonces el SEÑOR ordenó: «Ve y hazlo así, que ten­
drás éxito en seducirlo.» Compárese con 1 Reyes 22:23: [ El san­
to profeta Micaías se dirige al malvado rey Acab] «Así que
ahora el SEÑOR ha puesto un espíritu mentiroso en la boca de to­
dos esos profetas de Su Majestad. El SEÑOR ha decretado para us­
ted la calamidad.»
5. 1 Samuel 16:14: El Espíritu del SEÑOR se apartó de Saúl, y
en su lugar el Señor le envió un espíritu maligno para que lo
atormentara.
6. Mateo 4:10-11: —¡Vete, Satanás! —le dijoJesús—.... Enton­
ces el diablo lo dejó.
7. Marcos 1:23-27: De repente, en la sinagoga, un hombre que
estaba poseído por un espíritu maligno gritó: —¿Por qué te entro­
metes, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruimos? Yo sé quién
eres tú: ¡el santo de Dios! —¡Cállate! —lo reprendió Jesús—.
¡Sal de ese hombre! Entonces el espíritu maligno sacudió al hom­
bre violentamente y salió de él dando un alarido. Todos se queda­
ron tan asustados que se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto?
¡Una enseñanza nueva, pues lo hace con autoridad! l es da órde­
nes incluso a los espíritus malignos, y le obedecen.»
Algunas veces, al mirar y comparar versículos que es­
tán lejos el uno del otro, podemos ver cómo Satanás se ve
obligado involuntariamente a servir a los propósitos de
Dios:
8. 1 Crónicas 21:1: Satanás conspiró contra Israel e indujo a Da­
vid a hacer un censo del pueblo. Compárese 2 Samuel 24:1:
Una vez más, la ira del SEÑOR se encendió contra Israel, así que
el Señor incitó a David contra el pueblo al decirle: «Haz un censo
de Israel y deJudá» [Dios llevó a cabo su propósito de casti­
gar a Israel permitiendo que Satanás plantara un pensa­
miento malvado en la mente de David],
9. 2 Corintios 4:4: Eldios de este mundo [i.e., Salarás] ha cega­
do la mente de estos incrédulos, para que no vean la luz delglorio­
so evangelio de Cristo, el cual es la imagen de Dios. Compárese
con Juan 12:39-40: Por eso no podían creer, pues también ha­
bía dicho Isaías: Les ha [i.e., Dios] cegado los ojos y endurecido
el corazón, para que no vean con los ojos, ni entiendan con el cora­
zón ni se conviertan; y yo los sane.

La mano de Dios sobre los animales y las plantas


1. Mateo 10:29: «¿No se venden dos gorriones por una monedi-
ta? Sin embargo, ni uno de ellos caerá a tierra sin que lo permita el
Padre.»
2. Números 22:28: Pero el SEÑOR hizo hablara la burra, y ella
le dijo a Balán: «¿Se puede saber qué te he hecho, para que me ha­
yas pegado tres veces?»
3. 2 Reyes 17:25: Al principio, cuando se establecieron, no adora­
ban al SEÑOR, ce modo que el Señor les envió leones que causa­
ron estragos en la población.
4. 1 Reyes 17:2-4: Entonces la palabra del SEÑOR vino a Elias
y le dio este mensaje: «Sal de aquí hacia el oriente, y escóndete en
el arroyo de Querit .. yo les ordenaré a los cuervos que te den de co­
mer allí.»
5. Jcnás 1:17; 2:10: El SEÑOR, por su parte, dispuso un enorme
pez para que se tragara aJonás... Entonces el SEÑOR dio una or­
den yely \ - vomitó aJonás en tierrajirme.
6. Jonás 4:6: Para aliviarlo de su malestar, Dios el SEÑOR dispuso
una planta, la cual creció hasta cubrirle a Joñas la cabeza con su
sombra.
7. Jonás 4:7: Pero al amanecer del día siguiente Dios dispuso que
un gusano la hiriera, y la planta se marchitó.
8. Levítico 14:34-35: [Dios dirigiéndose a Israel] Si al en­
trar ustedes en la tierra de Canaán ...yo pongo moho infeccioso en
alguna de sus casas, el dueño de la casa deberá decirle al sacerdote.
9. 2 Samuel 24:15: Por lo tanto, el SEÑOR mandó contra Israel
una peste ... y en todo el país... murieron setenta mil personas.
10. Exodo 8:1-2: El SEÑOR le ordenó a Moisés: «Ve a advertirle
alfaraón que así dice el Señor: “Deja ir a mi pueblo para que me
rinda culto. Si no los dejas ir, irfestaré de ranas todo tu país. ”»
11. Exodo 8:21-24: [Dios hablándole a Faraón] Si no los de­
jas ir, enviaré enjambres de tábanos sobre ti ...Y así lo hizo el
Señor.
12. Exodo 10:13: Y el SEÑOR hizo que todo ese día y toda la no­
che un viento del este soplara sobre el país. A la mañana siguiente,
el viento del este había traído las langostas.

La mano de Dios sobre las fuerzas inanimadas


de la naturaleza (¡con «n» minúscula!).
1. Salmo 147:15-18: Envía su palabra a la tierra; su palabra co­
rre a toda prisa. Extiende la nieve cual blanco manto, esparce la es­
carcha cual ceniza. Deja caer el granizo como grava; ¿quién pue­
de resistir sus ventiscas? Pero envía su palabra y lo derrite; hace
que el viento sople, y las aguasfluyen.
2. Salmo 148:8: El relámpago y el granizo, la nieve y la neblina,
el viento tempestuoso que cumple su mandato.
3. Amós 4:7-10: [Dios dirigiéndose a Israel] Yí> les retuve la
lluvia cuando aúnfaltaban tres meses para la cosecha. En una cía -
dad hacía ilover, pero en otra no: una parcela recibía lluvia, mien­
tras que otra no, y se secó... Castigué sus campos con plagas y se­
quía... Con todo, ustedes no se volvieron a mí, afirma el SEÑOR.
4. Jonás 1:4: Pero el Señor lanzó sobre el mar unfuerte viento, y
se desencadenó una tormenta tan violenta que el barco amenaza­
ba con hacerse pedazos.
5. Génesis 6:17: Porque voy a enviar un diluvio sobre la tierra,
para destruir a todos los seres vivientes bajo el cielo. Todo lo que
existe en la tierra morirá.
6. Génesis 19:24: Entonces el SEÑOR hizo que cayera del cielo
una lluvia defuego y azufre sobre Sodoma y Gomorra.
7. Marcos 4:37-41: Se desató entonces unafuerte tormenta, y las
olas azotaban la barca, tanto que ya comenzaba a inundarse ...El
se levantó, reprendió al viento y ordenó al mar:—¡Silencio! ¡Cál­
mete! El viento se calmó y todo quedó completamente tranquilo...
Ellos [sus discípulos] estaban espantados y se decían unos a otros:
—¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?
8. Éxodo 9:23,26: Moisés levantó su vara hacia el cielo, y el SE­
ÑOR hizo que cayera granizo sobre todo Egipto: envió truenos,
granizo y rayos sobre toda la tierra ... El único lugar en donde no
granizófue en la tierra de Gosén, donde estaban los israelitas.
9. Éxodo 14:21,27: Moisés extendió su brazo sobre el mar, y toda
la noche el SEÑOR envió sobre el mar un recio viento del este que
lo hizo retroceder, convirtiéndclo en tierra seca. Las aguas del mar
se dividieron ...y al despuntar el alba, el agua volvió a su estado
normal. Los egipcios, en su huida, se toparon con el mar, y así el
Señor los hundió en elfondo del mar.
10. Números 16:28-33: Moisés siguió diciendo:... Pero si el SE­
ÑOR crea algo nuevo, y hace que la tierra se abra y se los trague
con todas sus pertenencias, de talforma que desciendan vivos al se­
pulcro, entonces sabrán que estos hombres menospreciaron al SE­
ÑOR. Tan pronto como Moisés terminó de hablar, la tierra se
abrió debajo de ellos; se abrió y se los tragó, a ellos y a susfamilias,
junto con la gente y las posesiones de Coré.

La mano de Dios sobre las maquinarias, las


herramientas y la tecnología creada por el hombre.
1. Éxodo 14:25: Hizo que las ruedas de sus carros se atascaran, de
modo que se les hacía muy difícil avanzar. Entonces exclamaron
los egipcios: «¡Alejémonos de los israelitas, pues el SEÑOR está pe­
leando por ellos y contra nosotros!»
2. 2 Reyes 6:5-6: De pronto, al cortar un tronco, a uno de los pro­
fetas se le zafó el hacha y se le cayó al río. —¡Ay, maestro! —gri­
tó—■. ¡Esa hacha no era mía! —¿Dónde cayó? —preguntó el
hombre de Dios. Cuando se le indicó el lugar, Elíseo cortó un palo
y, echándolo allí, hizo que el hacha saliera a flote.
3. Proverbios 16:33: Las suertes se echan sobre la mesa, pero el
veredicto proviene del SEÑOR.
4. Daniel 3:27-28: [El rey Nabucodonosor arroja a Sadrac,
Mesac y Abednego a un homo ardiente por rehusarse a
postrarse delante de un ídolo] Los sátrapas, prefectos, gober­
nadores y consejeros reales se arremolinaron en torno a ellos y vie­
ron que elfuego no les había causado ningún daño, y que ni uno
solo de sus cabellos se había chamuscado; es más, su ropa no estaba
quemada ¡y ni siquiera olía a humo! Entonces exclamó Nabuco­
donosor: «¡Alabado sea el Dios de estosjóvenes, que envió a su án­
gel y los salvó!»

La mano de Dios sobre nuestras aflicciones


en el cuerpo
1. Salmo 103:2-3: Alaba, alma mía, al SEÑORy no olvides nin­
guno de sus beneficios. Él perdona todos tus pecados y sana todas
tus dolencias.
2. Marcos 1:32-34: Al atardecer, cuando ya se ponía el sol, Ingen­
íe le llevo afesús todos los enfermos ...la población entera se estaba
congregando a la puerta, fesús sanó a muchos que padecían de di­
versas enfermedades.
3. Éxodo 4:11: —¿Y quién le puse la boca al hombre?—le res­
pondió el Señor—. ¿Acaso no so y yo, el SEÑOR, quien lo hace
sordo o mudo, quien le da la vista o se la quita?
4. 2 Reyes 15:5: Sin embargo, el SEÑOR castigó al rey con lepra
hasta el día de su muerte.
5. Salmos 38:3: [David hablando con Dios] Por causa de tu
indignación no hay nada sano en mi cuerpo; por causa de mi peca­
do mis huesos no hallan descanso.
6. Deuteronomio 28:27,35: [Dios promete enfermedad si
Israel desobedece] El SEÑOR te afligirá con tumores y úlce­
ras, como las de Egipto, y con sama y comezón, y no podrás sanar
...El SEÑOR te herirá en las rodillas y en las piernas, y con llagas
malignas e incurables que te cubrirán todo el cuerpo, desde la plan­
ta del pie hasta la coronilla.
7. Deuteronomio 28:58-59: [Más advertencias] Si no te em­
peñas en practicar todas las palabras de esta ley, que están escritas
en este libro, ni temes al SEÑOR tu Dios, ¡nombreglorioso e im­
ponente!, el Señor enviará contra ti y contra tus descendientes pla­
gas terribles ypersistentes, y enfermedades malignas e incurables.
8. Éxodo 15:26: [Por otra parte, si Israel obedece...] Les
dijo: «Yo soy el SEÑOR su Dios. Si escuchan mi voz y hacen lo
que yo considerojusto, y si cumplen mis leyes y mandamientos, no
traeré sobre ustedes ninguna de las enfermedades que traje sobre
los egipcios. Yo soy el SEÑOR, que les devuelve la salud.»
Claro que algunas veces Satanás causa enfermedades
(Job 2:7, Lucas 13:16), pero en ese caso, como en todos,
Satanás sirve involuntariamente a los fines de Dios (Sec­
ción II). Fíjese también en los siguientes versículos que
muestran que los cristianos maduros pueden enfermarse
aun viviendo cerca de Dios. Los pasajes nos muestran
que la enfermedad no proviene meramente de un pecado
específico o de «falta de fe».
9. 1 Timoteo 5:23: [Pablo a Timoteo] No sigas bebiendo sólo
agua; toma también un poco de vino a causa de tu mal de estóma­
go y tusfrecuentes enfermedades.
10. 2 Timoteo 4:20: [Pablo a Timoteo] A Trófimo lo dejé enfer­
mo en Mileto.
11. Filipenses 2:27: [Con respecto a Epafrodito, el que en­
tregó la epístola de Pablo a los filipenses] En rfecto, estu­
vo enfermo y al borde de la muerte.
12. Gálatas 4:13: [Luego del aparente desvío que tuvo que
hacer Pablo en Galacia para recuperarse] Como bien sa­
ben, la primera vez que les prediqué el evangeliofue debido aúna
enfermedad.

VIL La mano de Dios sobre nuestras aflicciones


sicológicas y espirituales
1. Gálatas 5:22-23: En cambio, elfruto del Espíritu es... alegría,
paz.
2. Salmo 30:11-12: [Oración de David] Convertiste mi la­
mento en danza; me quitaste la ropa de luto y me vestiste defiesta,
para que te cante y te glorifique, y no me quede callado.
3. Salmo 4:7-8: [Oración de David] Tú has hecho que mi co­
razón rebose de alegría, alegría mayor que la que tienen los que dis­
frutan de trigo y vino y abundancia. En paz me acuesto, y me
duermo, porque sólo tú, SEÑOR, me haces vivir confiado.
4. Lamentaciones 3:32: Nos hace sufrir...
5. Salmo 6:3-4: [Oración de David] Angustiada está mi
alma; ¿hasta cuándo, SEÑOR, hasta cuándo? Vuélvete, SEÑORy
sálvame la vida; por tu amor, iponme a salvo!
6. Salmo 13:1-3: ¿Hasta cuándo, SEÑOR, me seguirás olvidan­
do? ¿Hasta cuándo esconderás de mí tu rostro? ¿Hasta cuándo he
de estar angustiado y he de sufrir cada día en mi corazón?... SE­
ÑOR y Dios mío, mírame y respóndeme; ilumina mis ojos.
7. Deuteronomio 28:28,34: [Dios amenaza a Israel si lo
desobedecen] El SEÑOR te hará sufrir de locura, ceguera y de­
lirio ... Tendrás visiones que te enloquecerán.
8. Deuteronomio 28:65 -67: [Nuevamente una advertencia
para Israel] En esas naciones no hallarás paz ni descanso. El
SEÑOR mantendrá angustiado tu corazón; tus ojos se cansarán
de anhelar, y tu corazón perderá toda esperanza. Noche y día vivi­
rás en constante zozobra, lleno de tenor... bebido a las visiones
que tendrás y al terror que se apoderará de ti, dirásenla mañana:
«¡Si tan solojuera de noche!», y en la noche: «iSi tan solofuera de
día!?»
9. Levítico 26:36: En cuanto a ¡os que sobrevivan, tan profundo
será el temor que le irfundiré en tierra de sus enemigos, que hasta
el susurro de una hoja movida por el viento los pondrá en fuga.
Correrán como quien huye de la espada, y caerán sin que nadie los
persiga.
10. 1 Samuel 16:14: El Espíritu del SEÑOR se apartó de Saúl, y
en su lugar el SEÑOR le envió un espíritu maligno para que lo
atormentara.
11. Proverbios 21:1: En las manos del SEÑOR el corazón [inclu­
ye pensamientos, emociones y voluntad] del rey es como un
río: sigue el curso que el SEÑOR le ha trazado.
12. Daniel 4:31,33-34: No había terminado de hablar cuando,
desde el cielo, se escuchó una voz que decía: «Éste es el decreto en
cuanto a ti, rey Nabucodonosor. Tu autoridad real se te ha quita­
do. Serás apartado de la gente y vivirás entre los animales salva­
jes» ... Y al instante se cumplió lo anunciado a Nabucodonosor.
Lo separaron de la gente, y comió pasto como el ganado. Su cuer­
po se empapó con el rocío del cielo, y hasta el pelo y las uñas le cre­
cieron como plumas ygarras de águila. Pasado ese tiempo, yo Na­
bucodonosor, elevé los ojos al cielo, y recobré eljuicio.
13. 2 Corintios 12:7: [Habla Pablo] Para evitar que me volvie­
ra presumido por estas sublimes revelaciones, una espina mefue
clavada en el cuerpo, es decir, un mensajero de Satanás, para que
me atormente. [No está claro si el tormento de Pablo, que
Dios lo envió pero que lo trajo Satanás, era físico o
sicológico]

VIII. En resumen, ninguna prueba nos separa


de los decretos explícitos y de los permisos
específicos de Dios.
1. Amós 3:6: ¿Ocurrirá en la ciudad alguna desgracia que el SE­
ÑOR no haya provocado?
2. Lamentaciones 3:38: ¿No es acaso por mandato del Altísimo
que acontece lo bueno y lo malo?
3. Isaías 45:7: Yoformo la luz y creo las tinieblas, traigo bienestar
y creo calamidad; Yo, el SEÑOR, hago todas estas cosas.
4. 1 Samuel 2:6-7: Del SEÑOR vienen la muerte y la vida; él
nos hace bajar al sepulcro, pero también nos levanta. El SEÑOR
da la riqueza y la pobreza; humilla, pero también enaltece.
5. 1 Tesalonicenses 3:3: Para que nadiefuera perturbado por es­
tos sufrimientos.
6. Efesios 1:11: [Dios] que hace todas las cosas corforme al desig­
nio de su voluntad.
En conclusión, es probable que Dios no sea quien inicie to­
das nuestras pruebas, pero cuando llegan a nosotros, son su vo­
luntad. Cuando Satanás, la otra gente, o sencillamente los «acci­
dentes» nos traen tristeza, podemos responder como lo hizo
José a sus hermanos que lo vendieron a la esclavitud: «Es verdad
que ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios transformó ese
mal en bien» (Génesis 50:20).
Apéndice B

Escrituras que hablan


del propósito de Dios en
nuestros sufrimientos.

Descubrir la mano de Dios en los sufrimientos es, en ver-

dad, descubrir la Palabra de Dios. Los siguientes versículos mar­


can algunos de los beneficios que se derivan de nuestro sufri­
miento y de nuestros problemas. Estos poderosos versículos
sirven como lentes a través de las cuales podemos ganar una
perspectiva más clara en nuestras aflicciones.

El sufrimiento sirve para aumentar nuestra conciencia


dei poder sustentador de Dios a quien le debemos
nuestro sustento
1. Salmo 68:19: Bendito sea el SEÑOR, nuestro Dios y Salva­
dor, que día tras día sobrelleva nuestras cargas.

Dios utiliza el sufrimiento para refinarnos,


perfeccionarnos, fortalecemos y guardamos de las caídas
1. Salmo 66:8-9: Pueblos todos, bendigan a nuestro Dios, hagan
oír la vez de su alabanza. Él ha protegido nuestra vida, ha evita­
do que resbalen nuestros pies.
2. Hebreos 2:10: En efecto, afin de llevar muchos hijos a la glo­
ria, convenía que Dios, para quien y por medio de quien todo exis­
te, perfeccionara mediante el sufrimiento al autor de la salvación
de ellos.
El sufrimiento permite que la vida de Cristo se
manifieste en nuestra carne mortal
1. 2 Corintios 4:7-11: Pero tenemos este tesoro en vasijas de ba­
rro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de no­
sotros. Nos vemos atribulados en todo, pero no abatidos; perple­
jos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados;
derribados, pero no destruidos. Dondequiera que vamos, siempre
llevamos en nuestro cuerpo la muerte deJesús, para que también
su vida se manifieste en nuestro cuerpo. Pues a nosotros, los que vi­
vimos, siempre se nos entrega la muerte por causa de Jesús, para
que también su vida se manifieste en nuestro cuerpo mortal.

El sufrimiento nos deja en bancarrota, haciéndonos


dependientes de Dios
1. 2 Corintios 12:9: «Te basta con migracia, pues mi poderse per­
fecciona en la debilidad.» Por lo tanto, gustosamente haré más
bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el
poder de Cristo.

El sufrimiento nos enseña humildad


1. 2 Corintios 12:7: Para evitar que me volviera presumido por
estas sublimes revelaciones, una espina mefue clavada en el cuer­
po, es decir, un mensajero de Satanás, para que me atormentara.

El sufrimiento imparte la mente de Cristo


1. Filipenses 2:1-11: Por tanto, si sienten algún estímulo en su
unión con Cristo, algún consuele en su amor, algún compañeris­
mo en el Espíritu, algún afecto entrañable, llénenme de alegría te ­
niendo un mismo parecer, un mismo amor, unidos:m alma y pen­
samiento. No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con
humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mis­
mos. Cada uno debe velar no solo por sus propios intereses sino
también por los intereses de los demás. La ac. \ -d de ustedes debe
ser como la de CristoJesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no
consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el con­
trario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de sier­
vo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse
como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la
muerte, ¡y muerte de cruz! Por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo y
le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que ante el
nombre defesús se doble toda rodilla en el cielo y en la tierra y de­
bajo de la tierra, y toda lengua confiese quefesucristo es el Señor,
para gloria de Dios Padre.

El sufrimiento nos enseña que Dios está más preocupado


por el carácter que por la comodidad
1. Romanos 5:3-4: Y no sólo en esto, sino también en nuestros su­
frimientos, porque sabemos que el sufrimiento produce perseveran­
cia; la perseverancia, entereza de carácter; la entereza de carácter,
esperanza.
2. Hebreos 12:10-11: En efecto, nuestros padres nos disciplina­
ban por un breve tiempo, como mejor les parecía; pero Dios lo
hace para nuestro bien, afin de que participemos de su santidad.
Ciertamente, ninguna disciplina, en el momento de recibirla, pa­
rece agradable, sino más bien penosa; sin embargo, después produ­
ce una cosecha dejusticia y paz para quienes han sido entrenados
por ella.

El sufrimiento nos enseña que el mayor bien de


k vida cristiana no es la ausencia del dolor,
sino la similitud con Cristo
1. 2 Corintios 4:8-Í0: Nos vemos atribulados en todo, pero no
abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no
abandonados; derribados, pero no destruidos. Dondequiera que
vamos, siempre llevamos en nuestro cuerpo ¡a muerte de Jesús,
para que también su vida se manifieste en nuestro cuerpo.
2. Romanos 8:28-29: Ahora bien, sabemos que Dios dispone to­
das las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido lla­
mados de acuerdo con su propósito. Porque a los que Dios conoció
de antemano, también los predestinó a ser transformados según la
imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos
hermanos.

El sufrimiento puede ser un castigo de Dios por


el pecado y la rebelión
1. Salmo 107:17: Trastornados por su rebeldía, afligidos por su
iniquidad.

La obediencia y el dominio propio se aprenden


a través del sufrimiento
1. Hebreos 5:8: Aunque era Hijo, mediante el sufrimiento apren­
dió a obedecer.
2. Salmo 119:67: Antes de sufrir anduve descarriado, pero ahora
obedezco tu palabra.
3. Romanos 5:1-5: En consecuencia, ya que hemos sidojustifica­
dos mediante lafe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro Se­
ñorJesucristo. También por medio de él, y mediante lafe, tenemos
acceso a esta gracia en la cual nos mantenemosfirmes. Así que nos
regocijamos en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios. Y no
solo en esto, sino también en nuestros sufrimientos, porque sabe­
mos que el sujrimientoproduceperseverancia; la perseverancia, en­
tereza de carácter; la entereza de carácter, esperanza. Y esta espe­
ranza no nos defrauda, porgue Dios ha derramado su amor en
nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado.
4. Santiago 1:2-8: Hermanos míos, considérense muy dichosos
cuando tengan que enfrentarse con diversas pruebas, pues ya >u-
ben que la prueba de su fe produce constancia. Y la constancia
debe llevar afeliz término la obra, para que sean perfectos e ínte­
gros, sin que lesfalte nada. Si a alguno de ustedes lefalta sabidu­
ría, pídasela a Dios, y él se la dará, pues Dios da a todosgenerosa­
mente sin menospreciar a nadie. Pero pida con fe, sin dudar,
porque quien duda es como las olas del mar, citadas y llevadas de
un lado a otro por el viento. Quien es así no piense que va a recibir
cosa alguna del Señor; es indeciso e inconstante en todo lo que
hace.
5. Filipenses 3:10: Lo he perdido todo a fin de conocer a Cristo,
experimentar el poder que se manifestó en su resurrección, partici­
par en sus sufrimientos y llegar a ser semejante a él en su muerte.

El sufrimiento voluntario es una manera


de demostrar el amor a Dios.
1. 2 Corintios 8:1-2, 9: Ahora, hermanos, queremos que se ente­
ren de la gracia que Dios ha dado a las iglesias de Macedonia. En
medio de las pruebas más difíciles, su desbordante alegría y su ex­
trema pobreza abundaron en rica generosidad ...Ya conocen la
gracia de nuestro SeñorJesucristo, que aunque era rico, por causa
de ustedes se hizo pobre, para que mediante su pobreza ustedes lle­
garan a ser ricos.

El sufrimiento es parte de la lucha contra el pecado.


1. Hebreos 12:4-13: En la lucha que ustedes libran contra el pe­
cado, todavía no han tenido que resistir hasta derramar su sangre.
Yya han olvidado per completo las palabras de aliento que como a
hijos se les dirige: «Hijo mío, no tomes a la ligera la disciplina del
Señor ni te desanimes cuando te reprenda, porque el Señor disci­
plina a los que ama, y azota a todo el que recibe como hijo.» Lo
que soportan es para su disciplina, pues Dios los está tratando
como a hijos. ¿Qué hijo hay a quien el padre no disciplina? Si a
ustedes se les deja sin la disciplina que todos reciben, entonces son
bastardas y no hijos legítimos. Después de todo, aunque nuestros
padres humanos nos disciplinaban, los respetábamos. ¿No hemos
de sometemos, con mayor razón, al Padre de los espíritus, para
que vivamos? En efecto, nuestros padres nos disciplinaban por un
breve tiempo, como mejor les parecía; pero Dios lo hace para nues­
tro bien, a fin de que participemos de su santidad. Ciertamente,
ninguna disciplina, en el momento de recibiría, parece agradable,
sino más bien penosa; sin embargo, después produce una cosecha
de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella. Por
tanto, renueven lasfuerzas de sus manos cansadas y de sus rodillas
debilitadas. «Hagan sendas derechas para sus pies», para que la
pierna coja no se disloque sino que se sane.

El sufrimiento es parte de la lucha contra


los hombres perversos
1. Salmo 27:12: No me entregues al capricho de mis adversarios,
pues contra mí se levantanfalsos testigos que respiran violencia.
2. Salmo 37:14-15: Los malvados sacan la espada y tensan el
arco para abatir al pobre y al necesitado, para matar a los que vi­
ven con rectitud. Pero su propia espada les atravesará el corazón, y
su arco quedará hecho pedazos.

El sufrimiento es parte de la lucha por el Reino


de Dios
1. 2 Tesalonicenses 1:5: Todo esto prueba que el juicio de Dios
esjusto, y por tanto él los considera dignos de su reino, por el cual
están sufriendo.

El sufrimiento es parte de la lucha por el evangelio


1. 2 Timoteo 2:8-9: Este es mi evangelio, por el que sufro al extre­
mo de llevar cadenas como un criminal. Pero la palabra de Dios
no está encadenada.

El sufrimiento es parte de la lucha contra


la injusticia
1. 1 Pedro 2:19: Porque es digno de elogio que, por sentido de res­
ponsabilidad delante de Dios, se soporten las penalidades, aun su­
friendo injustamente.

El sufrimiento es parte de la lucha por el nombre


de Cristo
1. Hechos 5:41: Los apóstoles salieron del Consejo, llenos de
gozo por haber sido considerados dignos de sufrir afrentas por cau­
sa del Nombre.
2. 1 Pedro 4:14: Dichosos ustedes si los insultan por causa del
nombre de Cristo, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre
ustedes.

El sufrimiento indica que los justos vienen


a compartir los sufrimientos de Cristo.
3. 2 Corintios 1:5: Pues así como participamos abundantemente
en los sufrimientos de Cristo, así también por medio de él tenemos
abundante consuelo.
4. 1 Pedro 4:12-13: Queridos hermanos, no se extrañen delfue­
go de la prueba que están soportando, como sifuera algo insólito.
Al contrario, alégrense de tenerparte en los sufrimientos de Cristo,
para que también sea inmensa su alegría cuando se revele la gloria
de Cristo.

Soportar el sufrimiento aparece como un motivo


de recompensa
1. 2 Corintios 4:17: Pues los sufrimientos ligeros y efímeros que
ahora padecemos producen una gloria eterna que vale muchísimo
más que todo sufrimiento.
2. 2 Timoteo 2:12: Sí resistimos, también reinaremos con él. Si
lo negamos, también él nos negará.

El sufrimiento nos obliga a compartir y a administrar


nuestros bienes para el bien común.
1. Filipenses 4:12-15: Sé lo que es viviren la pobreza, y lo que es
vivir en la abundancia. He aprendido a vivir en toaasycada una
de las circunstancias, tanto a quedar saciado como a pasar hambre,
a tener de sobra, como a sufrir escasez. Todo lo puedo en Cristo
que mefortalece. Sin embargo, han hecho bien en participar con­
migo en mi angustia. Y ustedes mismos,filipenses, saben que en el
principio de la obra del evangelio, cuando salí de Macedcnia, nin­
guna iglesia participó conmigo en mis ingrese: y gastos, excepto
ustedes.
El sufrimiento une a ios cristianos
en un propósito común.
1. Apocalipsis 1:9: Yo,Juan, hermano de ustedes y compañero en
el sufrimiento, en el reino y en la perseverancia que tenemos en
unión conJesús, estaba en la isla de Patmos por causa de la pala­
bra de Dios y del testimonio deJesús.

El sufrimiento produce discernimiento, conocimiento y


nos enseña los estatutos de Dios
1. Salmo 119:66-67, 71: Impárteme conocimiento y buenjuicio,
pues yo creo en tus mandamientos. Antes de sufrir anduve desca­
rriado, pero ahora obedezco tu palabra... Me hizo bien estar afligi­
do, porque así llegué a conocer tus decretos.

A través del sufrimiento Dios está en condiciones


de tener lo que desea: nuestro espíritu quebrantado y
contrito.
1. Salmo 51:16-17: Tú no te deleitas en los sacrificios ni te com­
placen los holocaustos; de lo contrario, te los ofrecería. El sacrificio
que te agrada es un espíritu quebrantado; tú, oh Dios, no despre­
cias ai corazón quebrantado y arrepentido.

El sufrimiento nos hace disciplinar nuestras mentes


haciéndonos concentrar nuestra esperanza en la gracia
que será mostrada en la revelación de Jesucristo.
1. 1 Pedro 1:6.13: Esto es para ustedes un motivo de gran ale­
gría, a. pesar de que hasta ahora han tenido que sufrir diversas
pruebas por un tiempo... Por eso, dispónganse para actuar con in­
teligencia; tengan dominio propio; pongan su esperanza completa­
mente en la gracia que se les dará cuando se reveleJesucristo.

Dios usa el sufrimiento para humillamos y para que


pueda exaltamos en el momento indicado.
1. 1 Pedro 5:6-7: Humíllense, pues, bajo la poderosa mano de
Dios, para que él los exalte a su debido tiempo. Depositen en él
toda ansiedad, porque él cuida de ustedes.

El sufrimiento nos enseña a contar nuestros días


de tal manera que podamos presentarle a Dios
un corazón sabio.
1. Salmo 90:7-12: Tu ira en verdad nos consume, tu indignación
nos aterra. Ante ti has puesto nuestras iniquidades; a la luz de tu
presencia, nuestros pecados secretos. Por causa de tu ira se nos va
la vida entera; se esfuman nuestros años como un suspiro. Algu­
nos llegamos hasta los setenta años, quizá alcancemos hasta los
ochenta, si lasfuerzas nos acompañan. Tantos años de vida, sin
embargo, solo traen pesadas cargas y calamidades: pronto pasan, y
con ellos pasamos nosotros. ¿Quién puede comprender elfuror de
tu enojo? ¡Tu ira es tan grande como el temor que se te debe! Ensé­
ñateos a contar bien nuestros días para que nuestro corazón adquie­
ra sabiduría.

El sufrimiento, algunas veces, es necesario


para ganar a los perdidos.
1. 2 Timoteo 2:8-10: No dejes de recordar a fesucristo, descen­
diente de David, levantado de entre los muertos. Este es mi evange­
lio, por el que sufro al extremo de llevar cadenas como un crimi­
nal. Pero la palabra de Dios no está encadenada. Así que todo lo
soporto por el bien de los elegidos, para que también ellos alcancen
la gloriosa y eterna salvación que tenemos en Cristo fesús.
2. 2 Timoteo 4:5-6: Tú, por el contrario, séprudente en todas las
circunstancias, soporta los sufrimientos, dedícate a la evangeliza­
ción; cumple con los deberes de tu ministerio. Yo, por mi parte, ya
estoy a punto de ser cjrecido como un sacrificio, y el tiempo de mi
partida ha llegado.

El sufrimiento nos fortalece y nos permite consolar a


otros que son débiles.
1. 2 Corintios 1:3-11: Alabado sea el Dios y Padre de nuestro
SeñorJesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación,
quien nos consuela en todas nuestras tribulaciones para que con el
mismo consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros po­
damos consolar a todos los que sufren. Pues así como participamos
abundantemente en los sufrimientos de Cristo, así también por
medio de él tenemos abundante consuelo. Si sufrimos, es para que
ustedes tengan consuelo y salvación; y si somos consolados, es para
que ustedes tengan el consuelo que los ayude a soportar con pacien­
cia los mismos sufrimientos que nosotros padecemos. Firme es la es­
peranza que tenemos en cuanto a ustedes, porque sabemos que así
como participan de nuestros sufrimientos, así también participan
de nuestro consuelo. Hermanos, no queremos que desconozcan las
aflicciones que sufrimos en la provincia de Asia. Estábamos tan
agobiados bajo tanta presión, que hasta perdimos la esperanza de
salircon vida: nos sentíamos como sentenciados a muerte. Pero eso
sucedió para que no confiáramos en nosotros mismos sino en
Dios, que resucita a los muertos. Él nos libró y nos librará de tal pe­
ligro de muerte. En él tenemos puesta nuestra esperanza, y él se­
guirá librándonos. Mientras tanto, ustedes nos ayudan orando
por nosotros. Así muchos darán gracias a Dios por nosotros a cau­
sa del don que se nos ha concedido en respuesta a tantas oraciones.

El sufrimiento es pequeño al lado del incomparable valor


de conocer a Cristo.
1. Filipenses 3:8: Es más, todo lo considero pérdida por razón del
incomparable valor de conocer a CristoJesús, mi Señor. Por él lo
he perdido todo, y lo tengo por estiércol, afin de ganar a Cristo.

Dios desea la verdad en lo más profundo de nuestro ser, y


una de las maneras que tiene de lograrlo es a través del
sufrimiento.
1. Salmo 51:6: Yo sé que tú amas la verdad en lo íntimo; en lo se­
creto me has enseñado sabiduría.
1. Salmo 119:17: Trata con bondad a este siervo tuyo; así viviré y
obedeceré tu palabra.
La equidad del sufrimiento la descubriremos
en la próxima vida.
1. Salmo 58:10-11: Se alegrará eljusto al ver la venganza, al em­
papar sus pies en la sangre del impío. Dirá entonces la gente:
«Ciertamente los justos son recompensados; ciertamente hay un
Dios que juzga en la tierra.»

El sufrimiento siempre va acompañado


de una mayor fuente de gracia.
1. 2 Timoteo 1:7-8: Pues Dios no nos ha dado un espíritu de ti­
midez, sino de poder, de amor y de dominio propio. Así que no te
avergüences de dar testimonio de nuestro Señor, ni tampoco de mí,
que por su causa soy prisionero. Al contrario, tú también, con el po­
der de Dios, debes soportar sufrimientos por el evangelio.
2. 2 Timoteo 4:16-18: En mi primera defensa, nadie me respal­
dó, sino que todos me abandonaron. Que no les sea tomado en
cuenta. Pero el Señor estuvo a mi lado y me diofuerzas para que
por medio de mí se llevara la predicación del mensaje y lo oyeran
todos los paganos. Yfui librado de la boca del león. El Señor me li­
brará de todo mal y me preservará para su reino celestial. A él sea
la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

El sufrimiento nos enseña a dar gracias


en tiempo de dolor.
1. 1 Tesalonicenses 5:18: Dengracias a Dios en toda situación.
2. 2 Corintios 1:11: Así muchos darán gracias a Dios por noso­
tros a causa del don que se nos ha concedido en respuesta a tantas
oraciones.

El sufrimiento aumenta la fe
1. Jeremías 29:11: Porque yo sé muy bien los planes que tengo
para ustedes —afirma el SEÑOR—, planes de bienestar y no de
calamidad, afin de darles unfuturo y una esperanza.
El sufrimiento le permite a Dios manifestar
su cuidado
1. Salmo 56:8: Toma en cuenta mis lamentos; registra mi llanto
en tu libro. ¿Acaso no lo tienes anotado?

El sufrimiento aumenta nuestra esperanza.


1. Job 13:14-15: ¿Por qué me pongo en peligro y mejuego el pelle­
jo? ¡Que me mate! ¡Ya no tengo esperanza! Pero en su propia
cara defenderé mi conducta.
Apéndice C

¿Puede Dios
experimentar la aflicción?

En el capítulo 2 vimos que Dios está eternamente feliz y satis-

fecho. Sin embargo, el nombre de este libro es Cuando Dios Llo­


ra, y a través de él hemos mencionado cómo Dios se duele por el
pecado y el sufrimiento humano. Si Dios está siempre feliz,
¿puede afligirse verdaderamente?
Una respuesta habitual a este dilema es tomar el pesar de
Dios como algo figurativo. La Biblia muchas veces habla figura­
tivamente acerca de Dios. Por ejemplo, Dios no tiene cuerpo,
sin embargo leemos de sus ojos que todo ¡o ven y de su mano ex­
tendida (2 Crónicas 16:9; Proverbios 15:3; Isaías 40:12; Sofo-
nías 1:4). Dios está en todas partes y sabe todo, sin embargo, en
Génesis 18:21 dice que «bajaré, a ver si realmente sus acciones
son tan malas como el clamor contra ellas me lo indica.» Tam­
bién leemos que Dios se «arrepiente», por ejemplo, de su deci­
sión de borrar a Israel de la tierra luego del incidente del becerro
de oro, o de devastar con langostas la cosecha de la nación en los
tiempos de Amós (Exodo 32:14; Amós 7:3).2 Estos arrepenti­
mientos deben ser figurativos. ¿Acaso Dios pecó en estos inci­
dentes y luego se sintió mal por lo que había pensado? No.
¿Cambió de opinión? No, es casi blasfemo decir que Dios tenga
una «opinión» acerca de algo; implica que juzga situaciones sin
conocer todos los hechos, o que sus preferencias son meros gus­
tos que pueden no reflejar lo que es verdaderamente superior.
¿Dios se arrepiente en cuanto a decidir de una manera en el día
de ayer y en otra en el día de hoy? No, porque conoce todo des­
de el principio, incluyendo la manera en la que actuará en todas
las situaciones futuras. Más bien, como los seres humanos cam­
bian, Dios les muestra diferentes «facetas» de su carácter apropia­
das para su comportamiento. Su ira se muestra cuando la gente
se revela, su bondad, cuando se vuelven a él, una bondad que ha
tenido todo el tiempo. Sin embargo, nos parece que se hubiera
arrepentido o que hubiera reconsiderado el asunto.
¿Es posible que los pasajes que hemos citado en este libro
acerca de la aflicción de Dios por el pecado y el sufrimiento hu­
mano sean también meramente figurativos?
Considere Génesis 6:6 de La Biblia Al Día: «[Dios] sintió pe­
sar por haber hecho al hombre». Es interesante, que en esta ver­
sión la palabra hebrea para «arrepentimiento» se traduce como
«sintió pesar». Ya hemos llegado a la conclusión de que el arre­
pentimiento de Dios en el sentido de cambiar de opinión es figu­
rativo, ¿qué me dicen de su pesar aquí? ¿Es indigno de un Dios
eternamente bendito decir que siente pesar, a no ser poéticamen­
te? Muchos teólogos de primera Enea a quienes admiramos di­
cen que sí. ¿Dios siente verdadero dolor emocional? Estos erudi­
tos dicen que no, y parecen limitar el sufrimiento de Dios a lo
que Jesús soportó mientras estaba en la tierra. Estos escritores
tienen en estima a la Biblia y citan estas insignes razones de las es­
crituras para avalar su posición: 1) La Biblia enseña claramente
que Dios es «bienaventurado» o feliz; 2) Hechos 14:15 puede im­
plicar que Dios no tiene emociones; 3) Así como las parábolas
de Jesús generalmente tienen como objetivo enseñar una sola
verdad, pero muchas veces ios intérpretes fuerzan las interpreta­
ciones, así los pasajes acerca de las «emociones» de Dios proba­
blemente quieren enseñar solo que sus acciones son paralelas a
las nuestras cuando nuestros sentimientos se intensifican.
Escuchémoslo directamente de algunos de estos
pensadores:
Profesor A.A. Hodge:
Cuando se dice que él está apenado, o celoso, solamente se
quiere decir que actúa hacia nosotros como lo haría un hombre
agitado por tales pasiones. Estas metáforas tienen lugar principal­
mente en el Antiguo Testamento, y en pasajes altamente retóri­
cos de los libros proféticos o poéticos.3
Juan Calvino:
(En su comentario sobre Génesis 6:6: «Y se arrepintió Jehová de
haber hecho hombre en la tierra, y le dolió en su corazón.»)
Como no podemos comprender a Dios tal como es, es necesario
que, por nuestro bien, en cierta manera él se transforme [utili­
zando figuras de dicción acerca de sí mismo] ... Ciertamente
Dios no está triste o apenado, sino que permanece por siempre
tal como él es en su celestial y feliz reposo: sin embargo, como
de otra manera no pudiéramos saber cuán grande es el odio que
Dios siente hacia el pecado y cómo lo detesta, el Espíritu se aco­
moda a nuestra capacidad ... Dios se sintió tan ofendido por la
atroz maldad del hombre, [él habla] como si hubieran herido su
corazón con un dolor mortal.4
La Confesión de Fe de Westminster (II.l.):
Existe solamente un Dios verdadero, infinito en ser y perfec­
ción, el espíritu más puro, invisible, sin cuerpo, partes o
pasiones.
Como apoyo a la declaración que dice que Dios no tiene pa­
siones, ¡a Confesión de Westminster cita Hechos 14:15 en la ver­
sión KingJames, cuando Pablo y Bernabé le hablan a una multi­
tud que los toma por dioses. «Varones, ¿por qué hacéis esto?
Nosotros también somos hombres semejantes a vosotros, que
os anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo»
(RVR). ¿Acaso Pablo y Bernabé querían decir que las «pasio­
nes», es decir, las emociones, son en parte lo que distingue a los
hombres de Dios?

Por qué pensamos que el dolor de Dios es real.


A pesar del profundo respeto que sentimos hacia los teólogos
citados anteriormente y por sus puntos de vista en general, pen­
samos que la Biblia enseña que Dios siente dolor a causa del
sufrimiento y del pecado del ser humano. He aquí nuestras
razones:

1. Los pasajes que dicen que Dios se arrepintió en el


sentido que «cambió de parecer» están ¡imitados
claramente en su significado por otras Escrituras;
pero los pasajes que hablan del arrepentimiento
de Dios en el sentido de «sentir pesar» por el pe­
cado y el sufrimiento están expandidos por otros
pasajes de las Escrituras.
1 Samuel 15:29 no pudiera ser más claro: «En verdad, el que
es la Gloria de Israel no miente ni cambia de parecer, pues no es
hombre para que se arrepienta.» Una y otra vez, la Biblia declara
que Dios no cambia de ninguna manera (Números 23:19; Sal­
mo 110:4; Malaquías 3:6; Hebreos 13:8; Santiago 1:17). Estos
versículos nos obligan a interpretar los «arrepentimientos» de
Dios como figurativos.5
En contraste, muchos pasajes le otorgan peso a las fuertes res­
puestas emocionales de Dios ante el pecado humano. En Isaías
1:11-14 Dios dice que como Judá se rebeló está «harto» de sus sa­
crificios, su adoración es una «ofensa», su incienso es una «abo­
minación». ¿Qué dice acerca de sus festividades religiosas? «Yo
aborrezco sus lunas nuevas y festividades; se me han vuelto una
carga que estoy cansado de soportan», se queja. En muchas otras
partes hay cosas que lo «disgustan» (Isaías 59:15) y que lo «irri­
tan» (Oseas 12:14). Se «hastió» de Judá (Ezequiel 23:18) porque
«Su conducta ante mi era semejante a la impureza de una mujer
en sus días de menstruación» (Ezequiel 36:17). No veía la hora
de «desquitarse» de todo este mal (Isaías 1:24).
Como sucede con el pecado humano, sucede con el sufri­
miento humano; hay muchos pasajes que nos muestran cómo se
siente conmovido el corazón de Dios. Los hemos citado profusa­
mente a lo largo de este libro. Los pasajes que hablan específica­
mente del dolor de Dios añaden algo a la impresión de que es
más que mero lenguaje poético. En Génesis 6:6 Dios no solo
sintió dolor por la maldad de la humanidad, el versículo lo inten­
sifica añadiendo literalmente: «y le dolió en el corazón.» La pala­
bra hebrea que se usa aquí para «dolió» se utiliza en todas partes
en la Biblia refiriéndose a una esposa abandonada, a los jóvenes
al enterarse de la violación de su hermana, a Jonatán cuando se
da cuenta de que su padre quiere asesinar a su mejor amigo.
El pesar de Dios no se limita a la poesía del Antiguo Testa­
mento. En la fresca lógica de las epístolas de Pablo, nos insta a no
«agraviar» al Espíritu Santo (Efesios 4:30).

2. Otras emociones de Dios parecen no ser


figurativas.
El Hijo de Dios entró al mundo «para que tengan mi alegría y
así su alegría sea completa» (Juan 15:11). ¿Esta alegría solamente
es figurativa? ¿El «gozo» se utiliza solamente para describir a
Jesús actuando «como lo haría un hombre agitado por tales pa­
siones» citando las palabras de Hodge? ¿Y qué hay del amor de
Dios? Jesús expresó el deseo de que sus discípulos lo amaran
como el Padre lo amaba a él; una vez oró: «Para que el amor con
que me has amado esté en ellos, y yo mismo esté en ellos» (Juan
17:26). Por lo tanto, ¿nuestro amor por Cristo (que ciertamente
incluye las emociones) no es solo un espejo de lo que Dios el Pa­
dre siente?
En Efesios 5:22-30 se nos dice claramente que Dios diseñó
el matrimonio para enseñamos acerca de la relación de Cristo
con la iglesia. ¿No aprendemos algo, aunque sea borrosamente,
de su amor para con nosotros cuando experimentamos el amor
con nuestro cónyuge y nuestros hijos? ¿No apreciamos la idea
de que Dios siente un verdadero deleite en su pueblo cuando lo
llama «la niña de sus ojos» (Zacarías 2:8): Su amor, en verdad lo
hace cantar (Sofonías 3:17). Por supuesto, la cumbre del cora­
zón de Dios derramado se ve en la cruz: «Porque tanto amó
Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito» (Juan 3:16). Estu­
vo dispuesto a ver cómo asesinaban a su Hijo por nosotros.
Pero, ¿qué nos muestra este amor si al Padre no le costó nada
emocionalmente, si no sintió dolor nnmientras contemplaban la es ­
cena del Calvario?

3. La emociones de Jesús nos muestran que el Padre


también tiene sentimientos.
Jesús dijo: «El Padre y yo somos uno» y «El que me ha visto a
mí, ha visto al Padre» (Juan 10:30; 14:9). Si el corazón de Jesús
llegaba a la gente en una variedad de emociones, el corazón del
Padre también lo hace.
Piense en el dolor que mostró Jesús en los evangelios. Obsér-
velojunto a María, la hermana de Lázaro, frente a la tumba de su
hermano. «Al ver llorar a María y a los j udíos que la habían acom­
pañado, Jesús se turbó y se conmovió profundamente. -¿Dónde
lo han puesto? —preguntó. —Ven a verlo, Señor —le respondie­
ron. Jesús lloró» (Juan 11:33-35).
¿Acaso fue solo su naturaleza humana laque lloró y no la divi­
na? No, porque dijo: «Ciertamente les aseguro que el hijo no
puede hacer nada por su propia cuenta, sino solamente lo que ve
que su padre hace» (Juan 5:19).
¿Recuerda su lamento sobre la ciudad santa? «¡Jerusalén, Je­
rusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te en­
vían! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como reúne la galli­
na a sus pollitos debajo de sus alas, pero no quisiste!» (Mateo
23:37). Es una madre que siente el dolor de los hijos que no quie­
ren volver. ¿Acaso este lamento respondió solamente a su huma­
nidad, no a su divinidad? No, su ardor reflejó el de Jehová hacia
Judá seis siglos antes: «Arrepiéntanse y apártense de todas sus
maldades, para que el pecado no les acarree la ruina... ¿Por qué
habrás de morir, pueblo de Israel?\b no quiero la muerte de na­
die. ¡Conviértanse, y vivirán!» (Ezequiel 18:30-32).
El dolor que Jesús mostró en ¡a tierra no solo refleja el cora­
zón del Padre, sino también el del Espíritu Santo, porque en
Isaías 63:10 nos enteramos de la reacción de! Espíritu frente a
un Israel extraviado: «Pero ellos se rebelaron y afligieron a su
santo Espíritu...» Así, vemos que toda la Trinidad siente dolor
por el pecado humano y sus resultados.

4. Hechos 14:15 no enseña precisamente que las pa­


siones y las emociones sean ajenas a Dios.
Anteriormente vimos el pasaje en el que Pablo y Bernabé tra­
tan de frenar a unos paganos que querían adorarlos, diciéndoles
que ellos eran hombres sujetos a pasiones como ellos. ¿Querían
decir que Dios, en contraste, no tiene pasiones ni sentimientos?
Lo que complica el asunto es la inseguridad con respecto al ori­
gen de la palabra griega que se tradujo como «pasiones semejan­
tes». Es una combinación de dos palabras. Todos están de acuer­
do con la segunda que significa «iguales, similares.» La primera
palabra no está clara; hay dos palabras griegas de escritura simi­
lar que pudieran encajar: una de ellas significa «pasión», la otra,
«sufrimiento».6 La elección que uno haga puede marcar la dife­
rencia. ¿Las pasiones y los sentimientos similares son los que dis­
tinguen a Pablo, Bernabé y a sus oyentes del verdadero Dios?
¿O acaso la diferencia reside en los sufrimientos y las experien­
cias similares, es decir, en la categoría de mortales?
Es interesante que, a pesar de que las autoridades en materia
de idioma no están de acuerdo en el origen de la palabra, la gran
mayoría parece estar de acuerdo en que, con el tiempo, la pala­
bra llegó a tener el significado amplio de «tener una naturaleza
semejante a alguien.» Por lo tanto, M.R. Vincent dice en su libro
Word Studies in theNew Testament [Estudio de Palabras en el Nue­
vo Testamento]: «Existe algún peligro de mal interpretar el signi­
ficado de esta expresión [«pasiones semejantes»], debido al senti­
do limitado y generalmente malo en que se utiliza
popularmente la palabra «pasiones». El significado es más bien
de naturaleza y constitución parecidas.»7
El New Intemational Dictionary of New Testament Theology
[Nuevo Diccionario Internacional de Teología del Nuevo Testa­
mento] está de acuerdo. Luego de ofrecer su opinión con respec­
to a que la palabra significa literalmente «sufrir lo mismo»,
añade que se usa más generalmente para querer decir «de dispo­
sición similan> (11.501). Con la excepción de Abbott-Smith, los
léxicos estándar para el estudio del Nuevo Testamento que he­
mos consultado, están de acuerdo. Es por eso que la NVI tradu­
ce: «Nosotros también somos hombres mortales como uste­
des.» La mayoría de las versiones lo expresan de manera similar.
Entonces, el punto clave del versículo no es que Dios no tiene
sentimientos como los de los humanos, sino que está por enci­
ma de nosotros, en un nivel totalmente diferente. En efecto, Pa­
blo y Bernabé decían: «No nos adoren a nosotros; somos tan
solo humanos, ni siquiera estamos en la liga de Dios.»

5. Las emociones de Dios, a diferencia de las nues­


tras, son sin pecado.
Los que consideran que el dolor de Dios es figurativo, con ra­
zón tratan de evitar atribuirle los pecados y las debilidades que
tantas veces plagan las emociones humanas. Pero estas debilida­
des humanas provienen de la caída, no de la naturaleza misma
de las emociones. Un Dios santo, solamente expresa sentimien­
tos perfectamente justos y honorables. Nuestras emociones es­
tán contaminadas sin remedio por un corazón con las siguientes
características: «Nada hay tan engañoso como el corazón. No tie­
ne remedio» (Jeremías 17:9). Los sentimientos nos llevan a per­
der el control, a retorcernos las manos, a deprimimos, a damos
por vencidos, a atacar injustamente a otros, o a actuar de una ma­
nera indigna. Pero las emociones de Dios, a diferencia de las nues­
tras, no están conectadas a una instalación eléctrica defectuosa.
Por ejemplo, el contentamiento de Dios no es ei mismo que
el de un niño malcriado que tiene una habitación con pantallas
de televisión del techo al piso y una piscina de natación cubierta.
Su felicidad no es la que se encuentra en ¡a silla hamaca, en la au­
sencia de obligaciones, o en los interminables bocadillos entre co­
midas. Su deleite está en su propia bondad y sabiduría, en el her­
moso carácter de su Hijo, y en la complejidad y maravilla de todo
lo que ha hecho. El suyo no es un gozo complaciente y haragán,
es el austero gozo de un guerrero que vuelve al hogar, de un almi­
rante que navega entrando en el puerto haciendo flamear los colo­
res de la victoria, del héroe cansado hasta los huesos, con el rostro
sucio de tizne (¡con las manos heridas!), pero sonriente mientras
saca a salvo a un niño de un edificio en llamas. La ira de Dios tam­
bién es justa. En relación a esto, es interesante considerar la pala­
bra que se usa generalmente en el Nuevo Testamento Griego
cuando habla de la ira de Dios. Con excepción del libro del Apo­
calipsis, el Nuevo Testamento generalmente evita la palabra que
significa «ira» (de la raíz «huir ferozmente», «estar acalorado por
la violencia», «respirar violentamente»). Más bien, favorece la pa­
labra que se deriva de la raíz «madurar». La idea es que la ira de
Dios se acumula lentamente a lo largo de un tiempo. Surge de un
perfecto razonamiento y de una perfecta consideración. No se
trata «tanto de un destello de pasión que pronto se termina, como
de una oposición fuerte y establecida a todo mal que se derive de
la misma naturaleza de Dios.»8 El punto relevante para nosotros
es que la ira de Dios no es una reacción impulsiva como lo es la
nuestra, sino que fluye de una sabiduría santa y estudiada.9
Igual que el contentamiento, el gozo y la ira de Dios, su do­
lor, tal como lo describe la Biblia, es una emoción valiosa, sin de­
bilidad, sin impureza, sin nada desagradable. Nunca lo paraliza,
y no lo condujo sentimentalmente a ignorar la justicia cuando
buscaba la salvación de sus criaturas. El resultado final es este:
cuando Dios lo siente, porque él es perfecto, entonces es correc­
to sentir dolor, el dolor es la respuesta perfecta.

6. El dolor y el gozo se pueden experimentar


simultáneamente.
¿Dios puede reír y llorar al mismo tiempo? El mismo Jesús
estaba «lleno de gozo», y oraba para que toda la medida de su
gozo estuviera en sus discípulos, sin embargo, Isaías lo llama «va­
rón de dolores, hecho para el sufrimiento» (Lucas 10:21; Juan
17:3; Isaías 53:3).
Nosotros, los mortales, hechos a la imagen de Dios, también
conocemos el gozo y el dolor al mismo tiempo. Un padre frente
al altar suspira profundamente al dar la mano de su hija al futuro
perfecto marido. Una mujer finalmente consigue ese trabajo
que ha deseado por largo tiempo, pero al aceptarlo, debe dejar a
sus familiares y amigos y a la ciudad que ama. Una madre obser­
va cómo su hijo languidece tras las rejas de la prisión, pero ve
que esta experiencia trae aljoven rebelde a un genuino arrepenti­
miento y a la salvación. El apóstol Pablo estaba «aparentemente
triste, pero siempre alegre» (2 Corintios 6:10). Por supuesto,
ninguna analogía humanajamás será suficiente cuando nos refe­
rimos a Dios. La vida nos resulta agridulce, sin embargo, con se­
guridad nos equivocamos al pensar que Dios encuentre que
algo sea realmente «amargo». La Biblia habla de Dios en una ma­
nera mucho más gloriosa que esta, sus sufrimientos traen apare­
jados triunfos que no podemos imaginar.
¿Cómo puede ser? ¿Cómo funciona todo esto en la mente
de Dios? El es inescrutable, y las adivinanzas pueden ser peligro­
sas, pero tal vez, la respuesta se encuentre en su habilidad para
conocer todas las cosas y para ver el cuadro eterno.
Dios mira hacia abajo a su mundo y llora, pero los caminos tor­
cidos de esta tierra no lo toman por sorpresa. El sabía que los seres
humanos iban a caer en pecado. Sabía el inconmensurable dolor
del que se libraría. Conocía el sufrimiento que le costaría a su
Hijo, pero decretó permitir esta caída porque sabía cómo iba a re­
solverla: Jesús iba a morir, su iglesia eventualmente iba a triunfar
a través de innumei ables pruebas, los dedos de Satanás soltarían
el planeta, la justicia se impartiría en el juicio final, el cielo reme­
diaría todo y Dios recibiría más gloria —y nosotros conoceríamos
un gozo mayor— que si la caída nunca hubiera tenido lugar.
¿Existe alguien, aparte de Dios, que pueda ver lo suficiente de
este éxtasis venidero como para darle sentido a nuestra agonía pre­
sente? Dios ve estefinal glorioso con tanta claridad como si fuera hoy.
En nuestra opinión, así es que El realmente puede ser «biena­
venturado» y puede verdaderamente llorar.
Notas
Capítulo uno: Me duele mucho
1. Durante un debate, los oponentes de Jesús dieron a entender que su naci­
miento no había sido legítimo. Véase Juan 8:19,41

Capítulo dos: Extasis que desborda


1. Ameritan Bible Unión Versión, cita de Curtís Vaughan, ed.The Neto lesta-
mentjrom 26 Translations [El Nuevo Testamento en 26 traducciones], Zon-
dervan, Grand Rapids, 1967, p. 960.
2. Al escribir en el siglo dieciocho, Jonathan Edwards, en diversos lugares,
le hizo especialjusticia al tema de la alegría de Dios. Es más fácil leer el so­
bresaliente libro de John Piper The Pleasnres of God: Meditations on God’s
Delight in being God [Los placeres de Dios: Meditaciones sobre el deleite
de Dios por ser Dios], Multnomah, Portland, OR, 1991. No camine,
vaya corriendo a comprar este notable libro.
3. Del sermón «The Condescension of Christ» [Cuando Cristo se humi­
lló], en los sermones de Spurgeon, Vol. 4, Baker, Grand Rapids, 1989, pp.
366-367. Publicado originalmente como Sennons ofRev. C.H. Spurgeon en
Londres, Ro'oert Cárter & Brothers, Nueva York.
4. La frase «el Hijo unigénito, que es Dios» pertenece a la versión de la Nue­
va Versión Internacional y pareciera ser una traducción informal de mono-
genes theos: la versión más fiel del griego. La traducción más literal y tradi­
cional es «el unigénito Dios».

Capítulo tres: El Dios sufriente


1. Herodoto, historias, Penguin, NewYork (p. 459 de la edición en inglés).
2. Lo llamamos Abraham para evitar confusiones. En realidad, todavía se lla­
maba Abram en aquel momento.
3. Deuteronomio 1:31; Isaías 46:3; Éxodo 2:24-25; Salmo 44:3; Isaías 49:16;
Salmol49:4; Jueces 10:16: Salmo 106:46; Jeremías 23:1; Ezequie! 16:32;
Salmo 28:9; Zacarías 2:8; Salmo 148:14; Isaías 49:15.
4. En Juan 1:33, Juan el Bautista dice: «Yo mismo no lo conocía, pero el que
me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas que el Espí­
ritu desciende y permanece, es el que bautiza con el Espíritu Santo.”» Sin
lugar a dudas, esto quiere decir que Juan no era consciente de la identidad
de Jesús como Mesías hasta el momento del bautismo. Sin embargo,

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