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Dios
llora
La importancia que
nuestros sufrimientos tienen
para el Todopoderoso
AKen:
Me haces olvidar esta silla...
y eso es mucho decir.
Contenido
Mi gratitud especial a...
Antes de comenzar
Uno: Me duele mucho
Steve Estes
31 de marzo de 1997
Me duele mucho
La noche africana olía a brea y parecía brea. El rayo de luz de
Volvamos a la Biblia
¿Quién es
este Dios?
Dos
Esto era típico del rey persa, una pequeña falla técnica en su
agenda, una decisión que tomaba antes de sentarse a comer.
Todo en un día de trabajo. Sin embargo, alardeaba que su expedi
ción era «para el bien de todos sus súbditos».
Ahora consideremos al Hijo de Dios. Su reino de amor se
describe en los cuatro evangelios. Sin embargo, las escenas co
brarán un significado mayor si no saltamos por sus páginas con
demasiada rapidez para llegar allí. No irrumpamos en la habita
ción en la cual se encuentra sentado con sus discípulos. Prime
ro, démosle una mirada a su reino a través del ojo de la cerradu
ra. Retrocedamos veinte siglos o más antes de que Jesús viniera
y veamos qué llevó a Dios a convertirse en hombre, veamos las
cosas que anunciaron su llegada, cosas que nos dan pistas acerca
del tono de su gobierno. De todos los lugares, comencemos en
Génesis. En Génesis 15, Dios se le aparece a Abraham.2 Le pro
mete un hijo y una descendencia que sobrepasa el número de es
trellas que Abraham puede ver. Pero la barba del nómada ya no
es tan oscura como antes y la comadrona nunca lo mandó fuera
de la tienda ni le dijo que pusiera a hervir un poco de agua. Dios
también le promete un país, el mismo en el que hablan. Pero
otros ya viven allí. ¿Cómo puede estar seguro el viejo pastor?
«El SEÑOR le respondió: «Tríeme una ternera, una cabra y
un camero, todos ellos de tres años, y también una tórtola y un
pichón de paloma.» Abram llevó todos estos animales, los partió
por la mitad, y puso una mitad frente a la otra» (Génesis 15:9).
El sol se está ocultando. Abram se queda medio dormido sin
tiéndose incómodo. Una negrura más espesa que la noche se
cierne sobre él, también un profundo temor. Es Dios que se acer
ca. Esta vez el Señor repite la promesa con palabras más solem
nes que las anteriores. Sin embargo, no son más que palabras.
¡Pero miren! Aparece una hornilla, como las vasijas de barro
para hornear el pan adonde arden los carbones y se presiona la
masa del lado de afuera. Una antorcha ardiente se eleva del inte
rior de la hornilla. Abram se estremece: siente que Dios está den
tro de la hornilla y la antorcha. El Señor está a punto de hacer un
pacto. Ya que le prometió algo a Abram, ahora lo ligará a esa pro
mesa con cadenas que no se podrán cortar. La hornilla y la antor
cha se elevan por sí mismas y se mueven hacia las carnes. Abram
no puede creer lo que ve. El Temible, tan grande que ni siquiera
le ha dicho jamás su nombre, pasa en medio de los pedazos san
grientos. Habla con sus acciones. «Si no guardo mi palabra que
te he dado a ti y a tus descendientes», dice, «me haré a mí mismo
como estos animales. Me cortaré por la mitad.» «¿Qué?», hubie
ra dicho Jeijes.
Pero no hubo necesidad de ninguna clase de cortes. El Señor
guardó su palabra. Abraham tuvo un hijo, que a su vez tuvo un
hijo, que tuvo muchos hijos, cada uno de los cuales se casó con
bonitas jóvenes judías, y así, pronto nació Israel. Dios condujo a
esta nación desde su nacimiento «como el padre conduce a su
hijo». Cuando Egipto los esclavizó «escuchó sus gemidos» y «se
preocupó por ellos». Los amó y grabó sus nombres en la palma
de su mano. Les dio el país que le había prometido a Abraham.
Cuando se metían en problemas, Dios acudía al rescate porque
tenía «su deleite» en ellos y «no podía soportar más la miseria de
Israel». Hizo que «todos los que los tenían cautivos sintieran lás
tima de ellos». Eran su «oveja», su «esposa», su «herencia», «la
niña de sus ojos», «el pueblo cercano a su corazón». Juró que las
madres se olvidarían del bebé que mama antes que él se olvidara
de ellos.3
Pero ellos se olvidaron de él. Aunque los había adoptado para
siempre en el Monte Sinaí. Aunque había escrito su pacto fami
liar en tablas de piedra. Les temblaban las rodillas al permanecer
de pie mientras la montaña echaba fuego, jurando de mil mane
ras que acatarían sus deseos. Al igual que una novia en el altar
que casi no puede esperar a dar el «sí», las palabras no les salían lo
suficientemente rápido de la boca: «Haremos todo lo que el SE
ÑOR ha dicho, y le obedeceremos» (Exodo 24:7).
Pero mintieron. La nación que había recibido sosiego en Ca
naán tuvo desasosiego. Comenzaron a sentir que Jehová y sus
mandamientos les quedaban como una camisa de varias tallas
más chica. Israel comenzó a murmurar: los países normales te
nían dioses menos exigentes, dioses visibles que se podían ver y
saber que estaban allí y a los que se les podía dar la forma que
uno quisiera. Sus servicios de adoración terminaban con un pos
tre, un placer que iba ligado a la oración, comunión que podían
gozar los hermanos y hermanas con aquellos amorosos sacerdo
tes y sacerdotisas que atendían tan bien las necesidades espiritua
les y libidinosas de sus adoradores.
En poco tiempo, la mano de la nación se había atascado en la
lata de galieticas. Un pecado llevó al otro, y pronto no había man
damiento que no hubieran quebrantado. Pasaban a sus hijos por
el fuego en el altar de aquel espeluznante dios Moloc. Se hundie
ron más que los degenerados que habían infectado Canaán an
tes que ellos. Se volvieron creativos con el pecado. ¿Por qué no
orinar sobre las tablas de Moisés?
«Por amor a su pueblo y al lugar donde habita, el SEÑOR,
Dios de sus antepasados, con frecuencia les enviaba adverten
cias por medio de sus mensajeros. Pero ellos se burlaban de los
mensajeros de Dios, tenían en poco sus palabras, y se mofaban
de sus profetas» (2 Crónicas 36:15-15).
La única raza preparada para hacer brillar ¡a verdad en el
mundo eclipsó el mismo sol con su ejemplo perverso. ¿Quién
era ahora el que merecía ser cortado en dos?
Pero no era solo Israel. Cada nación de la tierra sofocó la
pequeña luz que tenía, países donde la lluvia de Dios había suavi
zado los campos y donde su sol había madurado las uvas.
La bondad de Dios fracasó; fracasó en avivar toda chispa de
justicia humana; no quedaba nada que avivar. Tanto judíos
como gentiles le provocaban náuseas a su hacedor, haciendo
que escribiera: «No hay un solojusto, ni siquiera uno; no hay na
die que entienda, nadie que busque a Dios ...Todos se han desca
rriado, a una se han corrompido» (Romanos 3:10-12, citando
Salmos 14:1-3; 53:1; Eclesiastés 7:20).
Dios meditó con tristeza. Su ira comenzó a despertarse. ¿De
esta manera retribuían su bondad? Tenía que haber un ajuste de
cuentas. Permitió que una a una las naciones fueran cayendo en
la guerra. A su tiempo, cada una fue conquistada y tuvo que exi
larse: Egipto, Moab, Fenicia, Edom y los gigantes del este: Asi
ria, Babilonia y Persia. Mientras tanto, se pateaban entre ellas a
Israel como si fuera una piedra en un camino de tierra. No dio
resultado. Nadie se arrepintió verdaderamente. Cada nación
maldecía su suerte y a cualquier dios que la hubiera inventado.
La guerra, el exilio, un infierno en la tierra, y luego de la muerte,
el infierno eterno; de esta manera la justicia de Dios quedaba sa
tisfecha, pero nada más. Para la gente esto tenía el mismo efecto
que la cárcel para un criminal: cae el martillo, se lee la sentencia
y el prisionero va a tomar clases gratuitas a una Escuela del Mal
cercada por alambrados. Allí, en la húmeda oscuridad, el hongo
maligno que se encuentra en su corazón crece al estar en contac
to con otras almas infectadas.
Para Dios, esto no era lo suficientemente bueno. Había crea
do a los seres humanos para que reflejaran su imagen, no para
que fueran miniaturas de Lucifer. Se necesitaba algo que termi
nara con esta putrefacción y que salvara a este patético género.
Una medicina más potente que cualquiera de las conocidas.
Algún método, alguna cirugía que pudiera dar vida.
El rey se convirtió en el Gran Médico. Reuniendo su inson
dable sabiduría con su compasión, concibió una cirugía. ¿Cómo
salvar a los pacientes sin minimizar su culpa? (Deliberadamente
esparcieron entre ellos la enfermedad mortal.) ¿Cómo curarlos
sin permitir que jamás se olvidara el horror de la enfermedad?
¿Cómo mezclar misericordia con justicia? ¿Cómo cortar el cán
cer de sus almas sin dejar cicatrices?
El se preparó para el procedimiento sin ponerse guantes ni
bata quirúrgica, sino vistiéndose de un cuerpo mortal. ¿Le que
daría un poco pequeño? Se acostó en la mesa de cirugía.
Y fue su mano lo que se extendió para alcanzar una sierra.
¿Realmente espera
que sufra?
¿Qué se propone?
Siete
Algunas razones
Pero, ¿y si?
¿Y si el ejemplo de Karla no le hiciera bien a nadie? ¿Y si no
pudiera venir a un retiro familiar o si viviera completamente
sola? Las vidas santas deben verse. Pero, ¿qué me dice de la viu
da que casi nunca se aventura fuera de su apartamento? ¿Del es
tudiante extranjero que pasa solitario los fines de semana en una
universidad vacía? ¿Del prisionero incomunicado? ¿Del ancia
no que vive en un asilo, en la última habitación al final del pasi
llo? ¿Y si casi no puede comunicarse con el personal? Tal vez,
unas pocas enfermeras se sientan animadas por su vida de tran
quila confianza, pero, ¿y si nadie más se da cuenta?
La soledad mezclada con la aflicción es una poción peligrosa.
Se permanece despierto, sintiendo un persistente dolor que lo
traspasa. Dolor físico, sí, pero también mental. Las montañas a
las que tiene que hacer frente son desconocidas para los demás.
«Sufrir para nada» es un pensamiento venenoso. Ya sea que este
mos verdaderamente solos o solitarios, la sensación de que na
die percibe nuestros sufrimientos (si la tenemos), nos puede lle
var al desespero.
Estoy pensando en John McAllister. El hombre que como
aquel roble se marchitó y debilitó a causa de una enfermedad de
generativa. El hombre cuyos ojos brillaban desde sus órbitas
hundidas. Mi amigo que sobrevivió al ataque de las hormigas.
¿Lo recuerdan? John ya no se roza con la gente. En las etapas ini
ciales de su enfermedad podía conducir su automóvil hasta la
iglesia, al centro comercial, y a unas instalaciones residenciales
donde dirigió un estudio bíblico para gente joven con parálisis
cerebral. Los vecinos lo saludaban en el centro comercial. Los
amigos lo detenían en el estacionamiento. Los empleados de la
gasolinera buscaban su saludo feliz y su apretón de manos. Pero
ios años han pasado y la novedad de su silla de ruedas también.
La gente ya no viene muy seguido. Desvaído e imposibilitado
para hablar, sus días pasan, sentado en la cama en el medio de la
sala. Los pájaros que revolotean afuera de la ventana son sus prin
cipales compañeros.
¿John McAllister está realmente solo?
Toda su habitación está llena de algo dinámico y electrizante
que se siente en el aire, que agita la atmósfera que rodea su casa.
Los ángeles, junto con los poderes y principados en el reino ce
lestial están observando, escuchando y aprendiendo.
Es probable que la gente no se dé cuenta de que John
McAllister existe, pero el mundo espiritual sí se da cuenta. Los
ángeles, hasta los demonios, están intensamente interesados en
los pensamientos y en los afectos de cada ser humano.
«El fin de todo esto es que la sabiduría de Dios, en toda su di
versidad, se dé a conocer ahora, por medio de la iglesia, a los po
deres y autoridades en las regiones celestiales» (Efesios 3:10).
Puedo escuchar su pensamiento: ¿Angeles mirándome de reojo y
escuchándome a escondidas? ¿Angeles sentados en el asiento del acompa
ñante de mi vehículo escuchando cuando exploto de ira por culpa del auto
móvil que se me cruzó por delante? ¿Demonios retorciéndose las manosju
bilosamente, esperando que maldiga a mis hijos cuando me sacan de las
casillas? ¿Principados y potestades observando en puntas de pie para ver si
recurro a Dios o le doy la espalda?
Esto no es ciencia ficción. Lucas 15:10 es no ficción: «Les
digo que así mismo se alegra Dios con sus ángeles por un peca
dor que se arrepiente.»
Los ángeles de Dios verdaderamente se emocionan cuando
alguien decide confiar en Dios. Lea Efesios 3:10 de nuevo. El
propósito de Dios es enseñarle acerca de sí mismo a millones de
seres invisibles; y nosotros somos (John McAllister lo es) una pi
zarra sobre la cual Dios escribe las lecciones acerca de sí mismo
para beneficio de los ángeles y de los demonios. Dios recibe glo
ria cada vez que el mundo espiritual aprende cuán poderosos
son sus eternos brazos para sostener al débil. Aprenden que
Dios es quien impregna cada fibra del ser de John con perseve
rancia. La vida de mi amigo no es un desperdicio. Aunque a mu
chas personas parezca no importarles, alguien, o muchos, se
preocupan más de lo que John se puede imaginar.
La vida de John logra algo más. Le produce disgusto a Sata
nás. La confianza que muestra en Dios pone al diablo contra la
pared. Aunque su cuerpo esté demacrado y sus ojos estén virtual
mente privados de la vista, es como un viejo guerrero que escu
cha un clarín lejano que proviene del campo de batalla. «Nunca
maldeciré a Dios, por más cosas que él me quite.»
John se parece un poco a Job, a quien Satanás le echó en cara
a Dios mofándose de él: «Job no te ama a ti, ama tus bendicio
nes. Dios, no eres tan grande como para que alguien te siga por
tus propios méritos.»
Pero Job dijo: «Aunque él me matare, en él esperaré» (Job
13:15 R.V). Una declaración como esta dice mucho deJob (dice
mucho de John McAllister), pero dice mucho más de Dios.
Nada hay que hiera más al diablo, y John tiene parte en echarle
sal a esas heridas. La vida del ser humano más insignificante es
un campo de batalla en el cual convergen las fuerzas más podero
sas del universo en una guerra. ¡Este eleva el prestigio de la per
sona más baja c insignificante de la tierra!
Puedo imaginar el día en que John deje este mundo y entre
al cielo. Cuando su espíritu se eleve dejando la cáscara de su
cuerpo, el universo de espíritus angélicos se pondrá de pie, con
teniendo la respiración con respeto. Saludarán con asombro,
viendo su espíritu ascender como una fragancia agradable y
dulce para Dios. Entonces, ¡cuidado! allí la fiesta realmente
estallará.
Cada día que seguimos viviendo significa algo. Dios se propo
ne algo bueno cuando se trata de nuestras pruebas. Existen razo
nes. Para nosotros, para los demás, para la gloria de Dios, y para
los espíritus celestiales.
Para la gloria de Dios
Mientras tanto
Aliviemos el sufrimiento
El corazón de Dios desea aliviar el sufrimiento. Hace lo im
posible para que esto suceda Dios mueve cielo y tierra para se
car las lágrimas, aliviar las cargas, quitar el dolor, detener ¡as gue
rras, poner un alto a la violencia, curar a los enfermos, sanar a los
quebrantados de corazón y arreglar matrimonios.
Dios está esforzándose para alimentar a los que no tienen ho
gar, vestir a los desnudos, visitar a los prisioneros, adoptar a los
huérfanos, consolar a los afligidos, consolar a los moribundos,
defender a los niños, vendar a los magullados, darle a los pobres,
cuidar de las viudas, eliminar la injusticia, limpiar la contamina
ción, prevenir el aborto, hacer justicia, proteger a los animales,
rectificar el racismo, apoyar a los ancianos, sostener a los depri
midos, terminar con el crimen, con la pornografía, ayudar a los
discapacitados, prevenir el abuso, cesar la corrupción, apagar las
maldiciones, librarse del juego de azar, transformar los corazo
nes de piedra en corazones de carne y a los hombres muertos en
vivos.
Nos llama a unimos a su noble causa, pero nos caemos de
trás. Si Dios llora es porque su corazón siente intensamente el
sufrimiento con abundante claridad, pero hay pocos (aun entre
su pueblo) que se movilicen a la acción. No estamos
escuchando.
La mejor respuesta
que tenemos
La escultura
En el pueblo inglés había una estatua, la escultura de un sol
dado. A medida que nuestro vehículo lo rodeaba lentamente,
para mí simbolizaba el valor de aquellos arrojadosjóvenes en los
campos de batalla del norte de Francia. No es menos valiente la
gente que sobrevivió La Primera Guerra Mundial, el azote de la
influenza en el 1918, la Segunda Guerra Mundial, el terremoto
de Armenia, los vientos monzones de Bangladesh y todas las ca
tástrofes que entre tanto han sucedido.
El sufrimiento ha inspirado y forjado más esculturas de las
que uno pudiera contar. Y no solo de las de bronce que descan
san sobre pedestales en las plazas de las ciudades.
El sufrimiento nos moldea conforme a la imagen «santa y sin
mancha» de Cristo (Efesios 1:4), como una figura esculpida en
mármol. Un artista de Florencia, Italia, le preguntó una vez al
gran escultor renacentista Miguel Angel qué veía cuando tenía
frente a sí a un gran bloque de mármol. «Veo una hermosa figura
atrapada en su interior», contestó, «y mi responsabilidad es sim
plemente tomar mi martillo y mi cincel y cincelar hasta que la fi
gura quede en libertad.»
La figura hermosa, la expresión visible de «Cristo en noso
tros, la esperanza de gloria» se encuentra dentro de los cristianos
como una posibilidad, un potencial. La idea está allí, y Dios usa
la aflicción como un martillo y un cincel, cortando y cincelando
para revelar su imagen en usted. Dios escoge como modelo a su
Hijo, Jesucristo, «Porque a los que Dios conoció de antemano,
también los predestinó a ser transformados según la imagen de
su Hijo» (Romanos 8:29).
¿A qué se parece la escultura? «Pero tenemos este tesoro en
vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de
Dios y no de nosotros. Nos vemos atribulados en todo, pero no
abatidos; perplejos, pero no desesperados; ...Dondequiera que
vamos, siempre llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús,
para que también su vida se manifieste en nuestro cuerpo» (2
Corintios 4:7, 8-10). Es una imagen de insuperable poder.
Dios continúa cincelando, tallando un poco más. «Para evi
tar que me volviera presumido... una espina me fue clavada en el
cuerpo» (2 Corintios 12:7). Dios trabaja más profundamente,
modelando cuidadosamente cada grieta escondida, incluyendo
nuestro temperamento: «La actitud de ustedes de ser como la de
Cristo Jesús, quien... se rebajó voluntariamente... se humilló a sí
mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!
(Filipenses 2:5-8).
¿Podrá esta escultura resistir el azote de más tormentas y
pruebas? «Yno sólo en esto, sino también en nuestros sufrimien
tos, porque sabemos que el sufrimiento produce perseverancia;
la perseverancia, entereza de carácter; la entereza de carácter, es
peranza» (Romanos 5:3-4). Es una imagen de esperanza sólida
como una roca.
Dios continúa martillando: «Antes de sufrir anduve desca
rriado, pero ahora obedezco tu palabra... Me hizo bien haber
sido afligido porque así llegué a conocer tus decretos» (Salmo
119:67,71). Antes de la parálisis, mis manos alcanzaron muchas
cosas indebidas y mis pies me llevaban a lugares malos. Luego
de la parálisis, las posibilidades de ser tentada se redujeron
considerablemente.
Dios utiliza el sufrimiento para purgar el pecado de nuestras
vidas, fortalecer nuestro compromiso con él, obligamos a depen
der de la gracia, unirnos a otros creyentes, producir discerni
miento, fomentar la sensibilidad, disciplinar nuestras mentes,
ocupar el tiempo sabiamente, aumentar la esperanza, hacer que
conozcamos mejor a Cristo, hacemos anhelar la verdad, guiar
nos al arrepentimiento por el pecado, enseñamos a dar gracias
en tiempos de dolor, aumentar la fe y fortalecer nuestro carácter.
¡Es una imagen hermosa1 .
Y es una imagen que no se parece a otra. Cuando Cristo sale
a la luz en mí, es una escultura única. Así es como en «Joni» se ve
la paciencia, el dominio propio, la resistencia, la amabilidad, la
suavidad, como también un saludable odio por el pecado. Es di
ferente a la manera en que se ve la sensibilidad o el dominio pro
pio en mi esposo, o en cualquier otra persona. Mi aflicción par
ticular es diseñada a mano por Dios expresamente para mí.
Nadie tiene por qué sufrir una «lesión transversal de la columna
en la cuarta y quinta vértebras cervicales» exactamente como yo,
para ser conformados a su imagen. Someternos a su cincel es
aprender a ser obedientes en lo que nos toca sufrir. Las circuns
tancias no cambian, nosotros cambiamos. La esencia de lo que
somos se transforma, como algo que va revelando su imagen
con una gloria cada vez más creciente. «Pero cada vez que al
guien se vuelve al Señor, el velo es quitado. Ahora bien, el Señor
es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.
Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos
como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a
su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que
es el Espíritu» (2 Corintios 3:16-18).
No puedo concentrarme en el martillo y el cincel. No puedo
mirar alrededor y lamentarme por lo que Dios está cincelando.
Se me destroza el corazón al pensar en tanta gente (especial
mente cristianos) que viven toda su vida de esta manera. El sufri
miento los devora. Durante años yo fui así. La silla de ruedas in
sistía y clamaba a gritos reclamando toda mi atención.
Desmoralizada, me di por vencida. Le permití a la silla de ruedas
que definiera quién era yo. Todo lo que consiguió fue un alma
secay frágil. No me convertí en una mala persona, simplemente
me faltaba pasión por la vida. Sin energía espiritual, pasaba los
días en completa derrota, mientras la rutina diaria me devoraba.
No buscaba el alivio en la oración o en la Biblia sino en los pro
gramas cómicos de la TV y en los fines de semana en el centro
comercial.
La resignación con amargura no es mejor. «Está bien, esto es
lo que me tocó vivir», gemimos. El sufrimiento se convierte en
un entorno predecible con límites conocidos aunque no dejan
de ser dolorosos. Pero no por mucho tiempo. Capitular ante el
sufrimiento debilita el alma, o despierta la ira. Conozco a un
hombre de sesenta y tres años que quizás pronto pierda la pierna
debido a la diabetes. «Bueno, si es así...» resuella, «me estaciona
ré frente al televisor. Iré a mi habitación y no volveré a salir
jamás». Este hombre está furioso con el futuro, y todavía ni si
quiera ha perdido la pierna.
El orgullo es peor. Recuerdo cuando de niña lloré por un ras
pón en la rodilla y tuve que soportar el peso de las palabras de mi
tío Henry: «Levanta la cabeza, no tienes nada por qué llorar.
¡Una pequeña lastimadura siempre ayuda!» Las palabras hacían
juego con su imagen de domador de caballos a lo Teddy Roose
velt, con el pecho henchido y una sonrisa apretada. Me tragué
las lágrimas y me prometí a mí misma que nunca volvería a llo
rar cerca de mi tío. Otros deben haber sentido lo mismo. «Alé
jense del tío Henry», era el consejo. El estoicismo marchita el
alma.
Creer en el sufrimiento es entrar en un callejón sin salida.
Creer en el Escultor es tener una esperanza viva.
Concéntrate en él, con la confianza de que nunca cortará o
excavará demasiado profundo. ¿Temes que Dios pueda empeo
rar las cosas? ¿Temes que te dé otro hijo con un defecto de naci
miento? ¿O que te haga terminar en un hospital con el mal de
Alzheimer? ¿O que te deje sin un centavo? Dios no es un Escul
tor caprichoso ni improvisado. «Porque yo sé muy bien los pla
nes que tengo para ustedes, afirma el SEÑOR, planes de bienes
tar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza»
(Jeremías 29:11). Promete ser preciso con el cincel. Como dice
Eugene Peterson en la paráfrasis de 1 Corintios 10:13: «Ningu
na prueba o tentación que se interponga en vuestro camino es su
perior a lo que los demás han tenido que enfrentar. Todo lo que
necesitan recordar es que Dios nunca los decepcionará; nunca
permitirá que vayan más allá de los límites; siempre estará allí
para ayudarlos a salir adelante.»
El proceso del sufrimiento y el de estar bajo el martillo no ter
minará hasta que seamos completamente santos (y no existen
posibilidades de que eso suceda de este lado de la eternidad). Es
por eso que he aceptado mi parálisis como una condición cróni
ca. Cuando me rompí el cuello, no fue un rompecabezas que
tuve que resolver rápidamente, ni tampoco fue una sacudida li
gera que me permitió volver rápidamente al camino. El acciden
te fue el comienzo de un largo y arduo proceso de transforma
ción para llegar a parecerme a Cristo. Por supuesto, hay veces
que me gustaría que fuera más fácil: «Tres veces le rogué al Se
ñor que me la quitara [el sufrimiento]; pero él me dijo: «Te basta
con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad.» Por
lo tanto, gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades,
para que permanezca sobre mí el poder de Cristo» (2 Corintios
12:8-9).
Aún no soy perfecta. Todavía me queda un largo camino has
ta que mi escultura esté completa y lustrosa. La gracia de Dios,
el deseo y el poder para hacer su voluntad, es suficiente. «Por tan
to, renueven las fuerzas de sus manos cansadas y de sus rodillas
debilitadas. Hagan sendas derechas para sus pies, para que la
pierna coja no se disloque sino que se sane» (Hebreos
12:12-13). ¡Un día, la salud y la plenitud, la madurez y la perfec
ción serán mías! Así que, cuando mis huesos se cansan de este
proceso, recuerdo Santiago 1:2-4: «Hermanos míos, considéren
se muy dichosos cuando tengan que enfrentarse con diversas
pruebas, pues ya saben que la prueba de su fe produce constan
cia. Y la constancia debe llevar a feliz término la obra, para que
sean perfectos e íntegros, sin que les falte nada.»1
El completo desarrollo de la constancia. Esta es una de las ra
zones de «por qué» y sin embargo me hace estremecer. Pero Dios,
porfavor, destruye en mí cualquier cosa que quietas quitar. En tus manos,
las cosas que caen no tienen importancia. Si deseo deleitarme en la intimi
dad contigo, debo «ser santa como tú eres santo». Lo necesito; especialmen
te porque voy al cielo, la habitación santa de los habitantes santos.
«Queridos hermanos, no se extrañen del fuego de la prueba
que están soportando, como si fuera algo insólito. Al contrario,
alégrense de tener parte en los sufrimientos de Cristo, para que
también sea inmensa su alegría cuando se revela la gloria de Cris
to» (1 Pedro 4:12-13).
Si amo a Dios, el sufrimiento en definitiva no es lo que im
porta. Lo que importa es Cristo en mí. El dolor no deja de ser do
lor, pero puedo «regocijamos en el sufrimiento» (Romanos 5:3)
porque el poder de Dios en mi vida es mayor que lo que pueden
ser las brigadas del sufrimiento. Deseo ver la escultura
terminada.
Autor desconocido
Deseo ser «para la alabanza de su gloria» (Efesios 1:12). Quie
ro ser transformada a su imagen. El Escultor también lo desea,
porque «el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfec
cionando hasta el día de Cristo Jesús» (Filipenses 1:6).
Todas estas son razones que se encuentran detrás de nuestro
sufrimiento. En parte, responden a la pregunta «¿Por qué?»
Pero solo en parte.
En algún momento luego de la primera década en silla de rue
das, comencé a sentirme gratificada por lo que estaba comenzan
do a ver. Estaba agradecida por lo que estaba aprendiendo. La
imagen de Cristo estaba emergiendo lentamente al reflejar su
amabilidad y compasión, como así también la sensibilidad hacia
el mal. Marqué esa primera década como un hito, como una tra
vesía. Sentía que Dios quería mostrarme más, guiarme hacia de
lante, elevarme más alto, pulir la escultura. «Dejando a un lado
las enseñanzas elementales acerca de Cristo, avancemos hacia la
madurez» (Hebreos 6:1). Eché una mirada a mi espejo retrovi
sor e hice una lista:
Todas las cosas me ayudan a bien. Para la gloria de Dios.
No quiere decir que sea una autora de éxitos de librería
ni una oradora de primera; simplemente significa ser
parecida a Cristo. Chequeado
Los sufrimientos me han obligado a tomar decisiones con
respecto a Dios, a ejercitar mi fe. Ahora puedo creer en
él más que antes de la silla de ruedas. Chequeado.
El sufrimiento ha obrado en mi carácter. No soy tan descui
dada en las relaciones con los demás. Cumplo las pro
mesas. Soy más paciente, al menos un poco más. Me
importa más la gente. Chequeado.
Estar paralizada realmente ha hecho que el cielo sea más
real. No como una manera de escabullirme, sino que
me hace desear vivir mejor aquí porque aun hay más
allí. Chequeado.
En verdad, no cabe duda que mis pensamientos cambiaron
radicalmente. No puedo alcanzar las tentaciones comu
nes como la mayoría hace. No tener el uso de las manos
ha sido de gran ayuda en este aspecto. Chequeado.
El sufrimiento me ha hecho un poco más sensible hacia las
demás personas que sufren. Antes de mi accidente no
me hubiera interesado en absoluto por personajes
como yo. Ahora es una historia diferente. Chequeado.
Búsquele sentido
al sufrimiento
Hebreos 12:10-11
La cruz
En sí mismo, el sufrimiento no hace ningún bien, pero cuan
do lo vemos como algo entre Dios y nosotros, tiene significado.
Al pasar por este punto crucial, la cruz, el sufrimiento se trans
forma en una transacción. La cruz es el lugar de ¡a transacción.
«La cruz es ... el poder de Dios» (1 Corintios 1:18). Es donde el
poder tiene lugar entre Dios y nosotros.
Es donde la relación nace y se profundiza. La cruz fue,
primero, una transacción entre el Padre y el Hijo. Debido a lo
que sucedió allí, la obra de la salvación, la cruz tiene significado.
Pero no solo fue entre el Padre y el Hijo, sino entre el Hijo y no
sotros. Fue para nuestra salvación, sí, pero también para nuestro
sufrimiento. La cruz es el centro de nuestra relación con Jesús.
Allí, hace 2000 años, sucedió algo literal. Fue donde nacimos
espiritualmente.
Todavía sucede algo simbólico: la cruz es el lugar en el que
morimos. Vamos allí diariamente. Pero no es fácil. Normalmen
te, seguiríamos a Cristo a cualquier parte, a una fiesta donde tras
formó el agua en vino, a una playa iluminada por el sol donde
predicó desde un bote, a una ventosa ladera de una colina donde
alimentó a miles, e inclusive al templo donde tumbó las mesas
de los cambistas de dinero. Pero, ¿a la cruz? Enterramos los talo
nes. La invitación es muy atemorizantemente individual. Es una
invitación para ir solos. El Señor no hace un llamado general,
sino uno específico, personal, para usted. La transacción existe
entre el Todopoderoso del universo y usted.
Lo conocemos como un lugar de muerte. «Por tanto, hagan
morir todo lo que es propio de la naturaleza terrenal» (Colosen-
ses 3:5). ¿Quién quiere hacer eso? ¿Crucificar su propio orgu
llo? ¿Matar sus sueños y fantasías? ¿Cavar una tumba para sus
preocupaciones preferidas?
Sencillamente no podemos ir por nuestra cuenta a la cruz.
Nada nos atrae.
Es por eso que vivimos independientemente de la cruz. O
tratamos de hacerlo. A medida que pasa el tiempo, se desvanece
el recuerdo de nuestro estado desesperante cuando llegamos a
Cristo. La cruz fue algo que nos sucedió «allá en el pasado». Nos
olvidamos de cuán hambrientos de Dios estábamos. Nos volve
mos autosuficientes. Obramos de acuerdo a las reglas (ponemos
la otra mejilla y andamos la milla extra) pero el esfuerzo no es
más que eso, un esfuerzo. No queremos admitirlo, pero sabe
mos muy bien cuán independientemente de Dios actuamos.
Aquí es cuando Dios entra en acción.
Permite el sufrimiento. Permite la ceguera de Pedro, la enfer
medad degenerativa de Laura, el accidente del Sr. Beach, mi pa
rálisis. El sufrimiento nos reduce a la nada y como destacó So-
ren Kierkegaard: «Dios creó todo de la nada. Y todo lo que él va a
usar, primero lo reduce a la nada.» Ser reducidos a la nada signifi
ca ser arrastrados a los pies de la cruz. Es una misericordia seve
ra. Nuestro lado oscuro lo aborrece; nuestro lado iluminado lo
reconoce como la base de nuestra vida. En la cruz, tiene lugar un
milagroso intercambio. Cuando el sufrimiento nos obliga a do
blar nuestras rodillas a los pies del Calvario, morimos a nosotros
mismos. No podemos estar arrodillados allí durante mucho
tiempo sin liberar nuestro orgullo y nuestra ira, soltando nues
tros sueños y deseos; esto es lo que significa «venir a la cruz». A
cambio, Dios imparte poder e implanta una nueva esperanza du
radera. Nos levantamos renovados. Su yugo se toma fácil; su car
ga ligera. Pero exactamente cuando comenzamos a volvemos au
tosuficientes, el sufrimiento aprieta con más fuerza. Y así,
volvemos a buscar la cruz, mortificando al mártir que llevamos
dentro, destruyendo la propia ostentación. Entonces la transac
ción puede continuar. Dios revela más de su amor, más de su po
der y de su paz mientras abrazamos la cruz del sufrimiento.
Cuando nos alejamos de allí... perdemos el poder.
De niña, uno de mis lugares favoritos en nuestra granja fami
liar era el estanque que se encontraba en el campo de pastos jun
to al establo. Durante horas, los renacuajos y los cangrejos me
mantenían ocupada. Me sentaba en cuclillas y me preguntaba de
dónde vendría el agua del estanque. Caminaba alrededor de él,
pero no podía ver ningún arroyo que vertiera sus aguas. Ningún
hilo de agua que saliera de una piedra. No había cañerías que lo
alimentaran desde el pozo de la casa.
Mi padre, pacientemente, trató de explicarme que el estan
que se alimentaba de un manantial de agua que estaba a mucha
profundidad en la tierra. Me dijo que ese manantial ascendía y
llenaba el estanque. Si papá hubiera cavado el estanque aún más
grande, el manantial hubiera seguido llenándolo. Para mí era un
misterio, pero lo suficientemente resuelto como para seguir ju
gando con los sapos y los cangrejos.
Luego de vivir el impacto de décadas de parálisis, ya no me re
sulta ser un misterio. La usurpación de mis limitaciones general
mente se parece al filo de una pala escarbando en las retorcidas
viñas del egocentrismo y en la suciedad del pecado y la rebelión.
Desenterrar derechos. Limpiar los escombros de los pecados ha
bituales. Traspalar el orgullo. Creer en Dios en medio del sufri
miento es vaciarme a mí misma; y vaciarme a mí misma es au
mentar la capacidad (el área del estanque) para Dios. Lo más
grande que puede hacer por mí el sufrimiento bueno es aumentar mi capa
cidad para Dios. Luego él, como una vertiente, queda libre para
fluir a través de mí. «De aquel que cree en mí, como dice la Escri
tura, brotarán ríos de agua viva» (véase Juan 7:38).
No un hilo de agua, sino un poderoso río de paz.
Las lágrimas nunca tuvieron tan buen sabor hasta que entré
en la comunión de los sufrimientos de Cristo. Hasta entonces,
nunca había llorado amargamente por las almas perdidas y por
el mundo sufriente. El dolor en mi corazón nunca había sido
tan feroz y apasionado. La tristeza y el gozo nunca se habían mez
clado de una manera tan dulce. La esperanza nunca había pareci
do tan sólida. Estar a solas nunca había sido tan satisfactorio.
Mi madre siempre estuvo rodeada de familiares, amigos y ve
cinos, pero ahora que tiene ochenta y tres años, ha perdido a su
esposo y ha vendido la casa de la familia. Pasa gran parte de su
tiempo sola. La pérdida la ha vaciado, pero Dios la ha llenado. So
lía preocuparme porque estaba sola hasta que hace poco me
dijo: «Joni, Dios me ha cambiado. No me importa estar sola. Me
gusta mi ser y por lo tanto me gusta estar conmigo misma.» A
mamá le gusta lo que ve: no su propio ser, sino Cristo en ella, la
esperanza de gloria.
La aflicción es el molino donde el orgullo se reduce a polvo,
dejando nuestras almas desnudas, descubiertas y unidas a Cris
to. Y esto es hermoso.
El poder en el sufrimiento
Sucede al compartir la comunión de los sufrimientos de
Cristo.
Es conmovedor pensar que cuando el Hijo del Hombre ca
minó sobre la tierra tuvo el consuelo de su Padre, pero no el de
sus amigos. No tuvo compañerismo alguno con quien compar
tir sus sufrimientos en este planeta. Lo único que tuvo fue la cie
ga insensibilidad de sus discípulos. No tuvo apoyo moral. No
hubo gozo en cargar la cruz, la soportó «por el gozo puesto
delante». Fue sin consuelo para que usted fuera consolado. No
tuvo gozo para que usted pueda tenerlo. Voluntariamente esco
gió el aislamiento para que ni usted ni yo jamás estemos solos. Y
lo que es más maravilloso, soportó la ira de Dios para que usted
no tuviera que soportarla. Dios no está enojado con usted; lo
único que tiene es perdón, misericordia y gracia.
Si «su bondad quiere llevarte al arrepentimiento» (Romanos
2:4), entonces existe una sola respuesta para un amor así: golpéa
te el pecho y «sométanse a Dios ... Acérquense a Dios ...
¡Pecadores, limpíense las manos! ¡Ustedes los inconstantes, pu
rifiquen su corazón! Reconozcan sus miserias, lloren y lamén
tense» (Santiago 4:7-9).
¿Suena mórbido? Tal vez, pero es aquí donde comienza el ver
dadero poder, aunque no es primordialmente para sobreponer
nos al sufrimiento. Eso sería como poner el carro delante del ca
ballo. El poder de la resurrección tiene como propósito
desarraigar el pecado de nuestras vidas. Entonces, con corazo
nes santos, experimentaremos un grado mayor de su amor. Es
en el amor de Cristo que somos más que vencedores. La intimi
dad con Cristo nos da una perspectiva más brillante, la esperan
za más feliz. Cuando se trata de salir adelante en el dolor, Jesús
es la fuerza que está a nuestro lado. «Separados de mí no pueden
ustedes hacer nada» (Juan 15:5).
¿Recuerda a Julia Beach? La dejamos en la cama preguntán
dose cómo haría para encontrar la fuerza para enfrentar otro día.
Hoy, antes de abrir los ojos y salir de debajo de las cobijas, ora:
«Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4:13).
Deja atrás los temores y los sentimientos abrumadores, el peca
do. La energía divina surge en su interior en el momento en que
comienza a transitar los desafíos de la mañana. A medida que pa
sen las horas, su vida se transformará en una lucha. Tendrá que
recurrir a Dios muchas veces debido a su desesperante necesi
dad, pero tendrá fuerza, la fuerza de Jesús. «He sido crucificado
con Cristo, y ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí» (Gálatas
2:20), o, utilizando las palabras de la Sra. Beach: «Querido Jesús,
estoy abrumada, no tengo la fuerza... pero tú sí. Al poner un pie
delante del otro en el día de hoy, confío en que me darás tu
poder.»
Y lo hará. «Y cuán incomparable es la grandeza de su poder a
favor de los que creemos. Ese poder es la fuerza grandiosa y efi
caz que Dios ejerció en Cristo cuando lo resucitó de entre los
muertos y lo sentó a su derecha en las regiones celestiales» (Efe
sios 1:19-20).
Si Dios puede levantar a Jesús de los muertos, puede levan
tar a la Sra. Beach de sus circunstancias.
Sección III
¿Cómo puedo
perseverar?
Diez
La ira buena
Los esposos rechazados no son los únicos que estallan. Mu
chos creyentes, mucho antes que Greg Ericks, han estado a pun
to de perder la fe. Escuche al escritor del Salmo 88:
Los Salmos nos dicen qué hacer con nuestra ira. La receta
está escrita sucintamente en el Salmo 37:7-8,11: «Guarda silen
cio ante el SEÑOR, y espera en él con paciencia... Refrena tu eno
jo, abandona la ira; no te irrites, pues esto conduce al mal. Pero
los desposeídos heredarán la tierra y disfrutarán de gran bienes
tar.» Reemplazar un sentimiento destructivo por uno constructi
vo, no es más que una solución superficial, como blanquear una
pared llena de grasa o poner apósitos sobre las heridas abiertas.
Se necesita una transformación más profunda. Y entonces Dios
nos pide que esperemos. «Si se enojan, no pequen; en la quietud
del descanso nocturno examínense el corazón» (Salmo 4:4).
¡Buen consejo! Los viejos puritanos tenían una expresión
para esto: «Siéntate contigo mismo», decían. O siéntate con tu
ira. Esperar no es negación ni distracción, es refrenarse del mal,
calmar la ira, contar hasta diez, para darle un escape al vapor.
Tampoco es «no hacer nada»; es un ejercicio espiritual y preciso.
La elección de esperar en Dios nos lleva más allá de los proble
mas inmediatos, de las circunstancias dolorosas y suavemente
nos conduce a la presencia del Señor.
«Los que aman tu ley disfrutan de gran bienestar,y nada los hace
tropezar.»
Alcancemos
contentamiento
Otra ecuación
«Me quejaba porque no tenía zapatos hasta que me encontré
con un hombre que no tenía pies.»
Trillado, pero cierto. Involúcrese con aquellos que se en
cuentran en situaciones inferiores a la suya. Esto estimula el con-
tentamiento en usted y lo aviva en los demás. Una bendición
doble.
Hubiera jurado que estaba satisfecha, sentada en un café en
el centro comercial con mi invitada Mary Jean. Ella, al igual que
yo, casi nunca toma un receso. Viaja largas horas y trabaja ardua
mente en el ministerio cristiano. Cuando Mary Jean voló para
relajarse haciéndome una visita, supuse que sería bueno para am
bas hacer algo normal, ¿qué mejor que dar la vuelta y vagar por
un centro comercial? Hasta llegamos a tomamos un café con le
che en la vereda de Nordstrom. Nos sentamos, sorbimos
nuestros cafés, arrullamos a los bebés que estaban en sus coche
citos, y admiramos la ropa de primavera de los que nos pasaban.
Conversamos acerca de los gramos de grasa y del nuevo peinado
de la Primera Dama. La conversación inevitablemente se derivó
hacia el ministerio cristiano.
Le conté a Mary Jean acerca de mi amiga Bonnie Young que
vive en el asilo Magnolia Gardens, al otro lado del valle. «La en
fermedad neuromuscular de Bonnie ha avanzado al punto que
tiene que estar acostada todo el día,» le dije. «Sería bueno si pu
diéramos dedicar algún tiempo para orar por ella hoy. Me han di
cho que está muy deprimida.»
Permanecimos sentadas en silencio.
De repente, las dos exclamamos: «¡¿Qué estamos haciendo
aquí?!»
Reunimos nuestras cosas y fuimos a toda prisa hasta un telé
fono. Sí, Bonnie estaba en condiciones de recibir visitas. No, no
la molestaríamos (no tiene muchos amigos que la visiten). Can
tamos himnos mientras avanzábamos por la autopista hasta que
entramos en el sombreado sendero del asilo. Nos apresuramos
por los pasillos en penumbras, saludando a las personas que esta
ban en sillas de ruedas alineados contra las paredes. La habita
ción de Bonnie era la última a la derecha.
Se le iluminaron los ojos cuando nos vio. No podía comuni
carse demasiado a través de su sonrisa paralizada. La respiración
y las palabras salían con dificultad. Cantamos para Bonnie y per
manecimos en silencio, disfrutando del canto de los pájaros que
estaban al otro lado de la ventana. Al terminar nuestra visita, le
pregunté si le gustaría repetir lentamente el Padrenuestro. Sin
expresión en el rostro, asintió. Mientras la vajilla tintineaba so
bre la mesa que rodaba por el pasillo y alguien balbuceaba frente
a la sala de enfermeras, unimos nuestros corazones y hablamos
con nuestro Padre.
Mary Jean disfrutó de la visita, incluyendo un viajecito corto
a la playa y una velada en un elegante restaurante, pero lo más so
bresaliente fue la maravillosa posibilidad de visitar a una amiga
en una condición inferior a la nuestra. Siempre habrá liquidacio
nes en Nordstrom, pero no siempre tendremos la oportunidad
de fomentar el contentamiento ayudando a un amigo en necesi
dad. «No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con hu
mildad consideren a los demás como superiores a ustedes mis
mos. Cada uno debe velar no sólo por sus propios intereses sino
también por los intereses de los demás» (Filipenses 2:3-4).
No se trata de comparar la situación trágica de otros con
nuestras circunstancias para acrecentar nuestro espíritu de grati
tud. No se trata de «sentir lástima por el pobre desafortunado».
Se trata de la perspectiva. Como la carta que recibí de una de las
madres en el retiro para familias de JAF...
Querida Joni:
Con amor,
Jeri
Contentamiento y gozo
Considere a Dios
Si solamente trata de mantenerse a distancia del desconten
to, fracasará miserablemente. A menos que añada la promesa
masiva de felicidad superior en Dios, puede restar todos los de
seos que le plazcan y seguirá sintiéndose intranquilo.
Cuando se trata del contentamiento, Dios debe ser nuestro
objetivo. Ya sea que se trate de pensamientos caprichosos, de ha
blar mal de nuestras circunstancias, o de comparamos con otros
cuya suerte en la vida es más fácil, la batalla abarca más que sim
plemente esquivar el mal, abarca perseguir a Dios. Hebreos
11:25 dice:
«Por fe Moisés ... prefirió sufrir junto al pueblo de Dios. Pensó
que sufrir por el Cristo prometido era de más valor que todos
los tesoros de Egipto, porque tenía la mirada puesta en la gran re
compensa que Dios le daría» (La Biblia al Día).
Cariños, Shauma.
El sufrimiento que
termina en el
infiemo
Así que no son solamente esos sujetos los que creen en un lu
gar de tormento luego de la muerte, los profesores de Oxford
también lo creen. No son solo los conductores sofisticados que
están detrás del volante de un Volvo, y que sacuden la cabeza al
escuchar los sermones acerca del infierno, el conductor con un
tatuaje, que mascaba tabaco y que conducía el camión de los
muebles también apagó la estación del predicador. El tema no es
primariamente intelectual, es espiritual. Muchas personas sim
plemente rechazan la idea bíblica del infierno porque la encuen
tran demasiado horrible como para pensar en ella. ¿Acaso un
Dios misericordioso sería capaz de poner semejante lugar en el
mapa? Si es así, entonces es... bueno... absolutamente infernal,
una extensión interminable de los peores momentos en la tie
rra. El último capítulo miserablemente escrito y sin final. Imagi
narlo, drena la sangre de nuestro cuerpo.
Es comprensible que la bolsa de valores del infierno haya caí
do últimamente debido a la falta de confianza pública. Por su
puesto, los ateos nunca compraron acciones del «lugar escaleras
abajo». Para ellos, creer en la vida después de la muerte es casi
equivalente a tener fe en Bart Simpson. Pero miles, tal vez millo
nes, rechazan el infierno como un mito, y sin embargo creen en el
cielo y acarician inocentes sueños de ir allí. Esta clase de optimis
mo que ve un solo lado de la cuestión, es salida directamente de
los cuentos del mago de Oz. Desafía la explicación. No hay aves
truz que tenga más arena en los ojos que estas personas. ¿Qué
clase de bagatela están tratando de arrebatar? Algunos se aferran
con esperanza al fenómeno del túnel con la luz al final, informes
de personas clínicamente muertas que revivieron contando ex
periencias maravillosas más allá de la tumba. Pero también hay
informes documentados de personas a quienes la danza en el
borde de la eternidad los dejó aterrorizados más allá de las pala
bras.2 ¿Se toman con seriedad estos informes? Otros extraen su
aliento de la Biblia, de sus descripciones de un Dios compasivo
y del gozo que espera a sus hijos en el mundo venidero. Segura
mente, si odiamos el sufrimiento, Dios debe odiarlo más y nun
ca hubiera sido capaz de fundar una institución tan horrible
como la que se describe en el Infierno de Dante. Pero el mismo
Jesús que le dio al cielo una clasificación de cinco estrellas, tam
bién describió otras cámaras del horror del más allá. Y dejó bien
en claro que Satanás no es quien encabeza la lista de personas a
las que debemos temer. Aquellos que están decididos a hacer el
mal, es a Dios a quien deben temer. «Porque [el infierno] ha esta
do preparado desde hace tiempo ... Se ha hecho una pira de fue
go profunda y ancha, con abundancia de fuego y leña; el soplo del
Señor la encenderá como un torrente de azufre ardiente» (Isaías
30:33)?
¿Hemos captado realmente que Dios es quien dirige el infier
no? Tenemos la tendencia a pensar que ese submundo es territo
rio de Satanás, que él es el tipo duro que ronda por las calles y
que manda todo. Pero Satanás será el ayer en el infierno, el que
alguna vez fue el temido matón a quien el gran Papá, con el cual
no quiere tener problemas, ahora lo ha aplastado y lo ha enviado
a su cuarto. Sus gritos y gemidos se escucharán a través de su ven
tana desde muy lejos. «El diablo, que los había engañado, será
arrojado al lago de fuego y azufre... Allí serán atormentados díay
noche por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 20:10). Será
Dios, y no Satanás, el que enviará las ondas de temor entre todos
los presentes. «Todos gritaban a las montañas y a las peñas:
“¡Caigan sobre nosotros y escóndannos de la mirada del que
está sentado en el trono y de la ira del Cordero, porque ha llega
do el gran día del castigo!”» (Apocalipsis 6:16-17).
¿Alguna vez ha visto a una persona quejamás se ha quejado y
que ha soportado el sufrimiento por largo tiempo cuando final
mente libera su justa ira? Da que pensar más que el jefe cascarra
bias de una fábrica que echa pestes sobre sus empleados por sex
ta vez en la misma mañana. En el inferno, Dios no será el bebé
Jesús, manso y humilde; será el gran guerrero que viene a bata
llar. Su paciencia se habrá acabado.
¿Qué pudiera ser más aterrorizante que tener como juez, ju
rado y carcelero a un Padre cuyo hijo usted mató? ¿Alguien a
quien usted ha ignorado y ofendido todos los días? ¿Alguien cu
yas misericordias ha inhalado ingratamente durante toda su vida
(como el niño malcriado que en la mañana de Navidad rompe el
envoltorio de todos los regalos sin importarle quién se los dio)?
¿Alguien cuyos intereses y reputación le han importado única
mente cuando Je eran útiles a sus propósitos5 ¿Alguien al cual le
hacía promesas cuando estaba en problemas y luego se olvidaba
de ellas al minuto seguido de que las cosas mejoraban? ¿Alguien
que posee un conocimiento meticuloso de cada uno de sus pen
samientos perversos, de sus motivaciones egoístas, de sus pala
bras despiadadas y de sus obras turbias desde el comienzo de sus
días? ¿Alguien a quien no se puede burlar, ni endulzar, y con el
cual no se puede negociar para que acepte una súplica barata?
¿Alguien a quien no se le puede pedir que tenga misericordia,
porque el tiempo de la misericordia ya ha pasado? ¿Alguien que
está sirviendo a la justicia —haciendo lo correcto— para infligirle
a usted eterna miseria? ¿Alguien que hará estallar las alabanzas
en el Paraíso por darle a usted la recompensa de acuerdo a sus pe
cados? Porque las Escrituras dicen: «¡Alégrate, oh cielo, por lo
que le ha sucedido [a las personas que no se han arrepentido y
que están siendo destruidas en el infierno]! ¡Alégrense también
ustedes, santos, apóstoles y profetas!, porque Dios, al [juzgar
los] les ha hecho justicia a ustedes» (Apocalipsis 18:20).
Pero no malinterprete, como si Dios se estuviera frotando
las manos pensando en más compañeros que llegan a la puerta
del homo. Dios no creó el infierno para la gente. Jesús dijo que
fue «preparado para el diablo y sus ángeles» (Mateo 25:41). No es
natural que los humanos estén allí -tan antinatural como que le
hayamos dado la espalda al Creador que nos ama— tan impro
pio como que nos quitáramos bruscamente el brazo que el Pa
dre tenía alrededor de nuestros hombros mientras acariciába
mos a la serpiente de Edén enroscada alrededor de nuestros
corazones. A Dios no le produce ninguna alegría enviar a nadie a
la miseria eterna; su Hijo fue un salvavidas que le advirtió con
urgencia a los nadadores acerca de las aguas traicioneras. Pero en
decenas de pasajes, Dios advierte que arrojará a ese pozo horren
do a todos ¡os que persistan en desafiarlo o ignorarlo.
«Díganme que no es así», gritamos como el conmocionado
fanático del juego de pelota a comienzos del siglo veinte que no
podía creer unas malas noticias acerca de su equipo. Pero es así.
Jesús mismo nos lo dijo, o de lo contrariojamás lo hubiéramos
creído. Lo mencionó con más frecuencia que el cielo, y fue tajan
te. Sus ruegos eran tan urgentes porque los sufrimientos del in
fierno son insoportables.
El infierno es espiritual y sicológicamente insoportable. Jesús lo
comparó con estar «afuera», la fiesta y la calidez están adentro
pero a usted le han cerrado la puerta en la nariz. Lo describió
como «las tinieblas de afuera» (Mateo 8:12).4 Las tinieblas hacen
que la gente se sienta solitaria. La noche los asusta. Allí no existe
la danza titilante de una vela, no existe la promesa de la salida del
sol. No se le dará la bienvenida al resplandor de las luces de ia
Navidad a través de las ventanas. No más vistas de océanos o pai
sajes bañados por el sol. No habrá rostros cariñosos ni agrada
bles. Con el tiempo, se borrará el recuerdo de lo que era una son
risa, tan solo quedará la desorientación de los exploradores de
cavernas a quienes se les han acabado las baterías de las linternas.
En una abyecta oscuridad, la gente no puede hacer otra cosa que
pensar. Jesús enseñó de modo conmovedor acerca de los pensa
mientos que se tienen en el infierno: remordimiento por las
oportunidades perdidas, recuerdos de amigos y familiares que
conocimos en la tierra, preocupación por aquellos que amamos
cuyos destinos pueden verse afectados por nuestro mal ejem
plo. No habrá manera de distraemos o entretenemos para alejar
los terrores y los remordimientos, no habrá compañía agrada
ble. Habrá compañía, pero no será agradable.
El infierno también esfísicamente insoportable. Jesús dijo una
vez: «No se asombren de esto, porque viene la hora en que to
dos los que están en los sepulcros oirán su voz, y saldrán de allí...
pero los que han practicado el mal resucitarán para serjuzgados»
(Juan 5:28-29). No hay que preocuparse por el trabajo que pue
da darle a Dios resucitar a la gente que ha sido enterrada hace
tiempo, o a aquellos cuyas cenizas se han esparcido por los siete
mares; Dios es omnipotente. Pero, ¿para qué resucitar los cuer
pos de sus enemigos a no ser para castigarlos a través de sus cin
co sentidos? «No teman a los que matan el cuerpo pero no pue
den matar el alma. Teman más bien al que puede destruir el
alma y el cuerpo en el infierno» (Mateo 10:28).
Jesús fue específico al respecto. Comparó al infierno con ser
cortados en pedazos. Advirtió que sería mejor ser arrojado al
océano con una piedra de molino atada alrededor del cuello que
ir a ese lugar. Sería mejor mutilarse, aserrarse las manos y los
pies, sacarse un ojo, antes que despertar en esa prisión sin escapa
toria (Mateo 24:50-51; 18:6,8-9). Peores, si es que pueden ser
peores, son sus serias y repetidas advertencias acerca del fuego.
No existe herida en el cuerpo que se compare a una quemadura
severa. Sin embargo, este amable maestro advirtió acerca del
«fuego de Gehena». Gehena era una quebrada al sudoeste de Je
rusalén donde se quemaba la basura perpetuamente. En los días
de Jesús, se había convertido en la figura estándar del infierno, y
Jesús estuvo de acuerdo con ese uso.
«Pero estas descripciones, ¿no son simplemente figurati
vas?» nos preguntamos.
Cada vez que los escritores bíblicos describen la vida des
pués de la muerte, da la sensación que les cuesta encontrar las pa
labras adecuadas. La realidad es mayor que las figuras. El cielo es
mejor que calles de oro y puertas de perlas. Si el infierno no es
fuego literalmente hablando, no es porque Jesús haya exagera
do, sino porque es peor que eso.
Lo que hace que el infierno sea infinitamente peor que cual
quier sufrimiento terrenal es su duración. Muchos sufrimien
tos en esta vida con el tiempo desaparecen. Una mujer que está
de parto permanece cuerda únicamente porque se dice a sí mis
ma que el jadeo pronto terminará. El hueso quebrado sanará. El
dolor de cabeza pasará. El alivio temporal es solo una aspirina o
el impacto de la morfina, al menos, superficialmente, el dolor se
irá. El campo de entrenamiento de reclutas de la infantería de
marina terminará y podré voiver a casa. Puede llevar anos, pero
gradualmente la miseria va a desaparecer. Pero las personas con
dolores crónicos, emocionales o físicos, son los que llevan ¡as vi
das más desesperantes en la tierra. No hay descanso, no hay tre
gua. Es por eso que algunos saltan de los puentes, para encontrar
alivio al menos en la muerte.
Pero la persona en el infierno nunca hallará alivio. Las perso
nas que han estado allí durante miles de años no están ni un día más cerca
delfinal de su condena que cuando entraron. El infierno es, en las se
rias palabras de Jesús, «el fuego eterno». Lo llamó eterno en la
misma oración que llamó eterno al cielo (Mateo 25:41,46). A
menos que Dios mienta, el infierno dura para siempre.5
Muy bien, entonces, así es el infierno. Pero, ¿de qué manera
la existencia de un lugar tan horrendo explica algún misterio
acerca de nuestros sufrimientos terrenales?
Cerremos el círculo
La esperanza que aguardamos ha sido el tema de este libro.
¿Recuerda cuando espiamos el remolino celestial de gozo y de
placer que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo? El de
ellos era, o es, un río de gozo que salpica por encima de las pare
des del cielo y cae sobre nosotros. Y recuerde que el sufrimiento
es como un arenado que remueve el pecado y las impurezas para
que la intimidad conJesús sea posible. ¿Recuerda el sufrimiento
y el sacrificio que ofreció Jesús para que nosotros podamos
conocer esta intimidad y este gozo? Fue la misión del Salvador:
«Les he dicho esto para que tengan mi alegría» (Juan 15:11).
Alamiseriapuede encantarle la compañía, pero el gozo anhe
la una multitud. El plan del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de
rescatar a los seres humanos no fue solo por el bien del hombre,
fue por el bien de Dios. El Padre está reuniendo a multitud, una
herencia, pura y sin mancha, que adore a su Hijo en el gozo del
Espíritu Santo. «Dios es amor» (Juan 3:16), y el deseo del amor
es empapar con deleite a aquellos por los cuales Dios ha sufrido.
Pronto el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo consumarán su
deseo.
Pronto, tal vez más pronto de lo que pensamos llegue «el día
de nuestro SeñorJesucristo» y «todos los que hayan amado su ve
nida» serán librados de los últimos vestigios del pecado. Dios ce
rrará la cortina del pecado, de Satanás y del sufrimiento, y entra
remos en una fuente de gozo y de placer que es la Trinidad.
Mejor aún, nos convertiremos en parte de las cataratas de
gozo atronador mientras «Dios es el todo en todos» porque
«cuando Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo vere
mos tal como él es». Dios en nosotros y nosotros en él. Ya no esta
remos «escondidos en Cristo». «Ahora vemos de manera indirec
ta y velada, como en un espejo; pero entonces veremos cara a
cara. Ahora conozco de manera imperfecta, pero entonces cono
ceré tal y como soy conocido» (1 Corintios 13:12). El apóstol Pa
blo que escribió esto, que ansiaba conocer a Cristo participando
de ¡a comunión en sus sufrimientos, finalmente obtendrá su de
seo, o ya lo ha obtenido. Está perfectamente unido, completa
mente unido. No solo conoce a Dios, lo conoce en esa unión per
sonal y profunda, en esa absoluta euforia de experimentarlo.
Pablo probó el dolor en la tierra, pero ahora «come del árbol de
la vida» en el placer del cielo (Apocalipsis 22:2).
Nuestra esperanza no es «algo», sino «Alguien». La esperanza
que aguardamos, nuestra única esperanza, es la «bendita esperan
za, es decir, la gloriosa venida de nuestro gran Dios y Salvador
Jesucristo» (Tito 2:13). No esperamos ver el cielo, esperamos a
una Persona. Jesús es la razón por la cual hemos soportado todo
este sufrimiento. Nuestra esperanza es por el Deseado de las Na
ciones, el Sanador de los Corazones Rotos, el Amigo de los Peca
dores. Es verdad, estamos esperando la fiesta, pero más precisa
mente, estamos esperando a la Persona que dará la fiesta.
¿Cuánto placer?
¿Pueden el gozo celestial, la eterna intimidad con Dios, ser
tan placenteros? Es humano pensar de esta manera. La búsqueda
del placer es una obsesión terrenal, pero el placer no es un inven
to terrenal; Dios inventó cada deleite, cada experiencia sensual
deleitable: «Toda buena dádiva y todo don perfecto descienden
de lo alto, donde está el Padre que creó las lumbreras celestes»
(Santiago 1:17). Es natural gemir y preguntarnos si nuestros an
helos serán satisfechos (el mundo es el culpable que sigue ha
ciéndonos cosquillas y dándonos comezón, jugando con nues
tros deseos, mientras que se disminuyen las posibilidades de
satisfacer nuestros deseos). El pecado siempre empeora porque
nunca encuentra la satisfacción. Como dice la canción: Kicksjust
keepgetting harder tofind [Emocionarme es cada vez más difícil].
¿Será el cielo diferente?
Considere esta analogía inusual pero excelente de C.S. Le-
wis: «Pienso que nuestro punto de vista actual pudiera parecerse
al de un pequeño niño que, cuando le dicen que el acto sexual es
el placer corporal supremo, pregunta inmediatamente si se
come chocolate al mismo tiempo. Cuando recibe la respuesta
negativa, es probable que considere la ausencia de los chocolates
como la característica principal de la sexualidad. En vano tratará
de explicarle que la razón por la cual los amantes en medio de su
éxtasis camal no se preocupan por los chocolates es que tienen
algo mucho mejor en qué pensar. El niño conoce los chocolates,
no conoce las cosas positivas que puedan excluirlo.
Nosotros estamos en la misma posición. Conocemos la vida
sexual, pero no conocemos, a no ser por algunos destellos, la
otra cosa que, en el cielo, no dejará lugar para nada más. En con
secuencia, donde nos espera la plenitud nosotros anticipamos
una [pérdida].3
La tierra nos ha condicionado a pensar que el cielo es un lu
gar que tiene menos, no más.
Pero extasiados en el gozo del cielo, no pensaremos en los éx
tasis carnales porque tendremos algo mejor, algo mucho más
placentero que nos consuma. El deleite que experimento con
mi esposo Ken no es más que un esbozo, un susurro, un mordis
co de chocolate, comparado con el gozo resonante que, en el cie
lo, me arrastrará en una inundación de éxtasis. «No existe nada
que podamos concebir o expresar acerca del grado de felicidad
de los santos en el cielo,» afirma Jonathan Edwards.4 Es una cues
tión de fe, y le creo a la Biblia cuando dice: «Ningún ojo ha visto,
ningún oído ha escuchado, ninguna mente humana ha concebi
do lo que Dios ha preparado para quienes lo aman» (1 Corintios
2:9).
Cada placer sobre la tierra no es más que una sombra de su
cumplimiento en el cielo. La mejor de las amistades está en esta
do embrionario en la tierra, que cuenta con unos pocos cortos
años para madurar. Nunca hay tiempo suficiente. Las palabras
nunca pueden expresar lo que se desborda de nuestros corazo
nes. Experimento esa tristeza agridulce con mis amigos íntimos.
Los amo tanto que me gustaría atravesarlos, pasar al otro lado,
conocerlos cabalmente, ser uno con ellos. No poseerlos sino
fundirme con ellos. No puedo hacerlo en la tierra. Estoy del
lado de afuera de la puerta de sus corazones, siempre deseando
entrar, acercarme más, aun cuando me goce en su compañía.
Mis anhelos se alivian al saber que en el cielo voy a poder «en
trar». Jesús lo designó: «Padre santo, protégelos ... para quesean
uno, lo mismo que nosotros» (Juan 17:11).
¿Recuerda la definición que utilicé para el sufrimiento? Es
desear lo que no tengo y tener lo que no deseo. En el cielo, final
mente usted tendrá lo que siempre quiso: el cumplimiento de
sus más profundos deseos. Y siempre estará satisfecho con lo
que tiene: no más aburrimiento ni envidia.
Lewis una vez contó la historia de una mujer que, luego de
que la arrojaran a un calabozo, engendró y crió a un hijo. El niño
creció sin ver otra cosa que las paredes del calabozo, la paja en el
piso y el pequeño parche de cielo a través del tragaluz que estaba
en lo alto. Su madre, una artista, trató de enseñarle acerca del
mundo exterior dibujándole cuadros de campos, de ríos, de
montañas y de ciudades. El niño hacía todo lo que podía por
creerle a su madre cuando esta le contaba que el mundo exterior
era mucho más interesante y glorioso que sus dibujos. «¿Qué?»
preguntó el niño. «¿No hay marcas de lápices allí afuera?» Toda
la idea que tenía del mundo exterior se le puso en blanco, por
que las líneas del lápiz no formaban parte del mundo real. El
niño creyó que el mundo real era de alguna manera menos visi
ble que el de los cuadros de su madre. Pero en realidad, el mun
do exterior carecía de líneas porque era incomparablemente
más visible.
Lewis concluye: «Lo mismo sucede con nosotros. Nuestras
experiencias naturales (sensoriales, emocionales, imaginativas)
son solo como líneas de lápiz sobre un papel chato. Si se desvane
cen en la vida de resurrección, lo harán solamente como las lí
neas de papel se desvanecen del paisaje real.» 5
Las palabras no le hacenjusticia al cielo. Por más que trate de
hablar de éxtasis y arrobamientos, siempre me quedaré corta.
«La composición más artística de palabras lo oscurecerían y lo
nublarían, arrojarían unas débiles sombras de la realidad; y todo
lo que podemos decir [acerca del cielo] recurriendo a nuestra
mejor retórica está real y verdaderamente muy por debajo de la
verdad. Si San Pablo que había viste el cielo, trató en vano de ex
presarlo con palabras, mucho menos podemos pretender hacer
lo nosotros», suspiró Edwards.6
¿Cuánto tiempo?
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contra paredes espirituales, obligándonos a tomar decisiones di
fíciles en cuanto a él, como así también a realizar elecciones en
nuestro sufrimiento. Apretados en contra de nuestras limitacio
nes, nos encontramos cara a cara con un Dios tremendo, pero
amoroso. Sí, todavía puede tener preguntas, pero la elección de
confiar en él nunca será la equivocada. Cuando le dice que sí a
Cristo, la pared a sus espaldas se desmorona, se abren las celo
sías y se levantan las ventanas para dejar entrar una brisa fresca
de posibilidades. «Donde está el espíritu del Señor, allí hay
libertad.»
Si siente que su corazón arde más intensamente por las cosas
que ha leído en estas páginas, si oye el llamado de la verdad, en
tonces es Dios quien le está diciendo: «Yo soy la respuesta para
tus anhelos más profundos. Confía en mí. Mira las huellas de
los clavos en mis manos. He sufrido por ti, y he permitido en tu
vida lo que odio, para poder lograr algo eterno y maravilloso:
una vida rica y significativa sobre la tierra, y una vida en el cielo,
libre de dolor y llena de gozo.»
Si se siente acorralado contra una pared, si el pecado le pesa
en el corazón, deje que Cristo llegue hasta el rincón en el que se
encuentra. Siéntase en libertad para repetir las siguientes pala
bras y hacerlas su oración personal...
JAF Ministries
PO Box 3333
Agoura Hills, CA 91301
Sección IV
Apéndices
Apéndice A
La Escritura en
manos Dios durante
nuestro sufrimiento
Hay muchas cosas que nos hacen sufrir. La mayoría, tal vez to
das, se pueden reducir a algunas categorías principales como las
siguientes:
El sufrimiento aumenta la fe
1. Jeremías 29:11: Porque yo sé muy bien los planes que tengo
para ustedes —afirma el SEÑOR—, planes de bienestar y no de
calamidad, afin de darles unfuturo y una esperanza.
El sufrimiento le permite a Dios manifestar
su cuidado
1. Salmo 56:8: Toma en cuenta mis lamentos; registra mi llanto
en tu libro. ¿Acaso no lo tienes anotado?
¿Puede Dios
experimentar la aflicción?