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Año lV - Nº 1

RECORDATORIOS
Artículo publicado en el Diario Página 12 - República Argentina.
 
Jueves, 04 de Mayo de 2006

A 150 AÑOS DEL NACIMIENTO DE SIGMUND FREUD

La verdad es espina en la carne


Los títulos de los textos de Freud forman parte de la teoría, observa el
autor de esta nota, y cita: “Las resistencias contra el psicoanálisis”;
“Análisis terminable e interminable”; “Los que fracasan al triunfar”; “La
responsabilidad moral por el contenido de los sueños”; “El porvenir de la
terapia psicoanalítica”.

Sigmund Freud nació el 6 de mayo de 1856 y murió el 23 de septiembre de 1939.

Por Luis Gusmán *


Quizás el libro más freudiano que se haya escrito sobre Freud sea el de Octave Mannoni que
lleva justamente como título: Freud. El descubrimiento del inconsciente. Se puede decir que en
ese libro la obra y la vida del autor del psicoanálisis aparecen articuladas de una manera
psicoanalítica. Con esto no me refiero a una interpretación analógica donde los
acontecimientos de su vida son la causa de su descubrimiento, sino al revés, de qué modo la
biografía se fundamenta como efecto del descubrimiento. Es en ese cruce entre la incidencia
biográfica y el encuentro con una estructura que O. Mannoni despliega lo que podríamos llamar
“la historia de ese sujeto llamado Freud”.

Freud fue quien justamente quiso resguardar su vida privada de su obra pero no así su “vida
psíquica”, ya que ésta aparece más de una vez en lapsus, fallidos o sueños como ejemplo
teórico. Incluso en su correspondencia personal las anécdotas de sus penurias o de sus
alegrías siempre van a estar atravesadas por una cuestión interesada por el psicoanálisis.

A ciento cincuenta años de su nacimiento, es difícil separar su nacimiento de su


descubrimiento. Sobre todo para alguien como Freud, entregado como estaba a las
determinaciones y los efectos del inconsciente. Esa fecha iría a tener un efecto retroactivo que
excedería cualquier interpretación astrológica, el origen de una conjunción necesaria para
producir un hombre de genio.

Podemos decir que Freud nació inmerso en su descubrimiento. Los avatares de un segundo
matrimonio de su padre, la juventud de su madre, la diferencia de edad con sus hermanos ¿no
podrían formar parte de lo que más tarde dará fundamento a lo que escribió sobre la novela
familiar del neurótico?

Es posible estar de acuerdo con lo que formula Bataille: no todo judío nacido en Praga es
Kafka, a lo que podría agregarse: no todo judío nacido en Viena es Freud. Pero nuevamente en
un texto como “Las resistencias contra el psicoanálisis”, la biografía se encuentra en ese cruce
con lo fundante del descubrimiento: su condición de judío. “Quizás tampoco haya sido una
simple casualidad que el primer representante del psicoanálisis fuera un judío. Para profesar
esta ciencia era preciso estar muy dispuesto a soportar el destino del aislamiento en la
oposición, destino más familiar al judío que a cualquier otro hombre”, escribe en ese texto.
No hace falta aclarar que Freud no fue superado, no hace falta aclarar que su obra no forma
parte de un pasado, una arqueología del psicoanálisis, ni siquiera superada por el propio
“retorno a Freud”, propiciado por Lacan, quien no incurre en la vanidad que sí acompaña a
veces a alguno de sus discípulos. Quiero decir, tratándose de Freud: la cosa freudiana siempre
es actual.

Que el discurso de Freud es actual no está dado únicamente por los temas de los que se
ocupa, esto sería hablar de actualidad, sino que lo es por el tratamiento de los mismos. En
tanto que sin proponerse como una nueva concepción del universo, sin embargo, se le puede
otorgar al descubrimiento, y a sus fundamentos, el estatuto de una lectura inédita, no
solamente en el campo de las “enfermedades mentales”, también en el universo de los
discursos. Freud es lo que Foucault llama: un autor. En una época en que los autores escasean
y no me refiero al autor que Foucault nombra, sino sencillamente a aquellos que nos
dedicamos a escribir.

Es necesario situar lo que defino como “actual” en algunos textos de Freud. Comienzo por “El
porvenir de la terapia psiconalítica”, donde sus apreciaciones teóricas sobre el porvenir del
psicoanálisis no se podrían reducir a una posición ingenua y mucho menos a una mirada
optimista, ya que es fácil comprobar cómo en la obra de Freud los títulos de sus artículos
forman parte del desarrollo mismo de la construcción de la teoría.

Si la afirmación freudiana es que cada caso debería poner en juego la totalidad de la teoría
resignificándola hacia el pasado y hacia el futuro, esta temporalidad impone una dialéctica que
hace progresar la argumentación de una manera singular. Títulos como “Los que fracasan al
triunfar”, donde el oxímoron interroga al lector, “Un caso de paranoia contrario a la teoría
psicoanalítica”, “Psicoanálisis profano”, muestran la manera en que el argumento freudiano
encuentra la forma de desplegarse para ir construyendo la teoría. También títulos como “El final
del complejo de Edipo” o “Análisis terminable e interminable” señalan instancias de
encabalgamiento donde Freud va articulando los fundamentos de la teoría. Y quizá los títulos
en Freud exigen un trabajo que excede los márgenes de este comentario celebratorio.

Retomo “El porvenir de la terapia psicoanalítica” para plantear eso que llamé actual. Tres
puntos que, además de actuales, son contemporáneos. El lugar del poder en la teoría, la
responsabilidad, el psicoanálisis en relación con otras disciplinas y el ya conocido debate de la
relación entre psicoanálisis y sociedad.

Es en ese texto, de 1910, donde Freud plantea la resistencia contra la teoría analítica, que se
expresa explícitamente en el rechazo al concepto de inconsciente por parte de la sociedad y
declara que es completamente fundada ya que la “sometemos a nuestra crítica y la acusamos
de tener gran responsabilidad en la causación de la neurosis” mediante el socavamiento de los
ideales y del porvenir de una ilusión. Esta posición crítica ubicaba entonces al psicoanálisis
como una práctica cuestionadora de la sociedad y no como sucede hoy, que se la considera
una práctica “auxiliar” destinada a la comprensión de la conducta de la persona. No
confudamos ni el éxito ni la aceptación social del psicoanálisis con la aceptación del
inconsciente. Son dos planos que implican consecuencias diferentes.

Pero sobre ese “Porvenir...” Freud aclara que, sin embargo, la situación no es tan
desconsoladora como pudiera creerse: “Por muy poderosos que sean los afectos y los
intereses de los hombres, lo intelectual también es un poder. No precisamente de aquellos que
se imponen desde un principio, pero sí de los que acaban por vencer a la larga. Las verdades
más espinosas acaban por ser escuchadas y reconocidas una vez que los intereses heridos y
los afectos por ellos despertados han desahogado su violencia. Siempre ha pasado así, y las
verdades indeseables que nosotros los psicoanalistas tenemos que decir al mundo correrán la
misma suerte. Pero hemos de saber esperar”.

Nuestro yo no soporta las heridas narcisistas, lo que, en “Una dificultad del psicoanálisis”,
Freud llamará “las tres ofensas sufridas por el yo”: la cosmológica, la de la inmortalidad y la
psicológica. Otra vez, la otra escena destierra al yo de su soberanía absoluta.
La verdad es la espina en la carne. Y no me estoy refiriendo ni a una verdad revelada, ni
encarnada, sino a destacar que el psicoanálisis, entre otras muchas cosas, trata de poner en el
tapete aquellas verdades indeseables que habitualmente tendemos a rechazar. Freud no
desconocía el valor de esta resistencia, y no renunciaba ante ella, aunque en “El porvenir...”
pueda oscilar entre una posición épica regulada por la prudencia: saber esperar. Su
consideración acerca de la tarea del analista, a partir de lo indeseable, no se distancia de
aquella observación de Lacan cuando define el trabajo del psicoanalista como un oficio sórdido.

A partir del lugar que Freud otorga a las verdades indeseadas, nos introducimos en la
responsabilidad del sujeto y su relación con eso indeseado. Ya que basta recorrer cualquier
texto de Freud para encontrarse en algún lugar del mismo con la pregunta: “¿Cuál será la
consecuencia?”. Esa pregunta siempre es actual.

En “La responsabilidad moral por el contenido de los sueños”, Freud plantea que si un soñante
desdeña sus impulsos oníricos pensando que han sido inspirados por espíritus extraños
pretende con ello excluir que han sido causados por parte de su propio yo. Y si está dispuesto
a aceptar los impulsos oníricos cuando son benevolentes ¿por qué habría de rechazarlos
cuando son malvados? Es decir, si acepta una, debe aceptar ambas categorías. Aunque de
ninguna manera podría excusarse en una defensa que esgrimiera como argumento “se trata de
impulsos desconocidos e inconscientes”. Y en este punto, Freud vira su argumentación de la
persona del paciente a la del psicoanalista. Para concluir que aquel que se ampare en el
argumento de la ajenidad “está fuera del terreno del psicoanálisis”.

Nuevamente, Freud advierte sobre las consecuencias que implica pretender eludir los efectos
de la negación del inconsciente: “He de experimentar entonces que esto, negado por mí, no
sólo ‘está’ sino que también ‘actúa’ ocasionalmente desde mi interior”.

Freud califica de vanidad moral la pretensión de querer excluir de la propia persona los
impulsos malvados. Con esta ética freudiana afrontamos “la feria de vanidades” que hoy nos
convoca: el retorno, por vía de las prácticas alternativas (un orientalismo de divulgación
aggiornado por un pragmatismo y una apelación a la voluntad del yo americano y como si eso
fuera poco, una filosofía que promociona un exultante amor al prójimo).

El poder, la responsabilidad, y ahora el tercer punto: la relación del psicoanálisis con otras
disciplinas; tópico que nos sitúa en un debate siempre actual, ya que el malestar en la cultura
no es el malestar de un época. Lo que podríamos decir, citando a Freud, “una dificultad del
psicoanálisis”.

Sin duda, con el retorno de Freud en Lacan se puede afirmar que –como se dice en la
actualidad– el escenario ha cambiado. No ignoramos la influencia de la filosofía en el
psicoanálisis, sino que interpretamos que una influencia puede estar en el lugar de un síntoma.
Sin desconocer los extravíos místicos a los que se puede llegar al ser arrojado de sí, eyectado,
cuando estas conceptualizaciones retornan por vía de lo sagrado. A lo que se accede por ¿un
conocimiento? ¿una experiencia inefable? ¿una epifanía? ¿una ascesis?

En el debate de su tiempo, Freud discutía las resistencias ante el psicoanálisis con la medicina,
la psiquiatría, la religión, y habría que agregar la filosofía: “¿Qué puede decir, pues, el filósofo
ante una ciencia como el psicoanálisis, según la cual lo psíquico, en sí, sería inconsciente, y la
conciencia, sólo una cualidad que puede agregarse, o no, a cada acto psíquico, sin que su
eventual ausencia modifique algo en éste? Naturalmente, el filósofo afirmará que un ente
psíquico inconsciente es un desatino, una contradictio in adjecto, y no advertirá que con
semejante juicio no hace sino repetir su propia –y quizá demasiado estrecha– definición de lo
psíquico”.

Con el retorno del amor al prójimo por la vía de la filosofía de nuestros días, el rostro extraño
del otro –no se ha vuelto siniestro como en la época de la literatura fantástica, sino que ha
franqueado esa extranjeridad que me separa de cualquier otro– ha adquirido una intimidad
hospitalaria que no vacilaré en denominar hipócrita.

¿Estamos tan lejos de las consecuencias que planteaba Freud cuando se intenta psicologizar
el psicoanálisis pretendiendo transformarlo en una práctica destinada a modificar la conducta
humana? ¿Cuando el nuevo Mandamiento filosófico intenta convertir al hombre moderno en
alguien regido por un Amor Universal del que se esperarían consecuencias prácticas? Como
dijimos alguna vez y podemos repetir ahora: Freud siempre es actual.

* Psicoanalista; escritor.

¿DÓNDE UBICAR A LOS QUE AMAN?*

por Bejla Rubin de Goldman

Con la obra de Maurice Blanchot se introduce la pregunta, tan pertinente en las épocas
que corren, ¿dónde puede ubicarse el espacio literario en un tiempo de vaciamiento del
lenguaje?. Cansancio de una época, la del escritor, agotamiento discursivo para el siglo
que comienza. Entonces, Blanchot hace una ruptura del lenguaje por la “falta de
acumulación verbal”. En ese sentido lo podemos equiparar con Beckett por lo escueto
de la palabra y de “nada de relatos”, y también con Kafka que supo vislumbrar en lo que
se transformaría el sujeto: un insecto desechable. Frente a esa desolación absoluta, con
qué se cuenta: con la intimidad  del ser mortal y con un tiempo para la vida donde queda
absolutamente prohibido desperdiciarla.

Le perdonan la vida frente al paredón, y desde allí la muerte en vilo lo esperará


intensamente para ser finalmente alcanzada. Sus palabras la definen: “ el instante de mi
muerte desde entonces siempre pendiente”.

Y con ese saber una escritura sin ambages, frontal, cegando al que la lee. Y con la letra
amasa su extravío, íntimo, fuera de todo testigo. Y burla un poco más el tiempo del
encuentro entre él y su eternidad. Amargo deleite de escritor, ironizando las miradas de
compasión, burlando las historias por no ser contadas y dice “¿un relato?. No, nada de
relatos, nunca más”.

Las atrocidades vividas, las torturas padecidas, las memorias olvidadas entonces, no, no
hay relatos, final de una prosa galante y del gusto por la retórica. Se muestra así el
silencio de lo íntimo resguardando los secretos de las miradas indiscretas, poniéndolos a
salvo en la eternidad como un testigo valedero.

Y esta ética del buen decir y la discreción en lo que se da a ver, está en las antípodas de
lo que acontece hoy en día donde se banaliza el sufrimiento y lo íntimo queda expuesto
sin desparpajo en ese gran ojo colectivo de los monumentales centros de información.
La gran pantalla no se cansa de mostrar y sin velos, lo que de íntimo tiene el humano.
Entonces, cuanto más se muestra menos se sabe, menos se ve, poniendo a las bocas
colectivas al trabajo de opinar para la pura satisfacción de alimentar un rating . Y dado
que la repetición demanda lo nuevo, ya no se sabe con qué conmover al ojo saciado de
tanta banalidad.
Todo se puede. Todo se dice, todo se muestra. No hay el otro lado. Las escenas se
reducen a una única mirada: lineal, pareja, desafectivizada y ciega. Es el imperio del
fantasma y la salida por los gadget de la tecnología. La palabra sigue siendo escueta,
hueca, monosilábica y malhablada. Los lazos se empobrecen y los sujetos son
intercambiables cual las tuercas de una máquina, engranajes ajustables, ladrillos en la
pared de Pink Floyd, tornillos con Chaplin en Tiempos modernos.

“Nada de relatos, nunca más”. ¿Y qué del amor, dichos cuchicheantes en la oreja ávida
de lo femenino, acto repetitivo , una y otra vez, por un Cirano de Bergerac?

Y otra vez, ¿qué del amor entre los sexos, en la transferencia, en la política, en el lazo,
en el síntoma?.

Entonces, ¿nunca más?.

Difícil de pensar con esa respuesta dado que la pulsión clama por ser realizada en su
fracaso. El cuerpo habla, bien o mal, en su decisión.

Y qué de la angustia, esa compañera incansable a la que le agradecemos sus desvelos,


su trabajo por alertarnos para que el sistema no nos trague e idiotice. Nos fuerza a mirar,
una y otra vez sobre la escena que se repite. Y nos calza, anuda y entretiene en ese
tejido de naderías, vaciando a las cosas de su significación, poniendo el valor en otras
tonterías, más atrevidas y menos visibles. Y con ellas, vasijas tintineantes colamos los
afectos y las cosas para hacer que el amor perdure, oferta renovada en quienes aún creen
y habitan en el lazo amoroso, nutriéndose de los cuerpos deseantes.

Fin de una era. Estamos entonces a la espera de los nuevos goces, sus herramientas y
sus nuevas jugadas.      

* El 8 de mayo del año 1945 se dio por finalizada la Segunda Guerra Mundial. Este
escrito es un homenaje a los caídos en ella y un intento de recuperación por la
palabra de lo que en verdad es indecible.

Artículo publicado en el Diario Pagina 12 - República Argentina

 Lunes, 24 de Abril de 2006

Genocidio armenio: la tragedia y la


farsa
Por Osvaldo Bayer
El Siglo del Horror, el veinte, con sus bombas atómicas, el napalm, los bombardeos masivos y
sus daños colaterales, es también y antes que nada el siglo del genocidio. El primero fue
perpetrado por el Imperio Otomano en contra de los armenios: un plan sistemático de
terrorismo de Estado elaborado y ejecutado para exterminar a una minoría. O, como diríamos
hoy, para efectuar una “limpieza étnica”. Si bien las estimaciones varían se calcula que entre el
24 de abril de 1915, fecha en que unos 800 intelectuales y artistas armenios fueron pasados
por las armas, y 1923, fueron ultimados cerca de un millón y medio de hombres, mujeres y
niños. Hubo antes un ensayo, en Adaná, en 1909, cuando treinta mil armenios fueron
aniquilados impunemente. La indiferencia universal convenció a los fanáticos que sus planes
no tropezarían con obstáculo alguno y, en 1915, estallada la Primera Guerra Mundial, lo
pusieron en marcha. Como el Imperio Otomano se alió a Alemania y Austria, la derrota de
éstas precipitó su catastrófico derrumbe, abriendo las puertas a la república. Pero sería la
consolidación de la Revolución Rusa lo que pondría fin al martirio de los armenios.

Este primer genocidio no alcanzó a conmover la conciencia de los líderes del “mundo libre”.
Sólo después del Holocausto de los judíos la figura del genocidio quedaría incorporada al
Derecho Penal Internacional, en 1948. Sin embargo, el armenio no goza de buena prensa y
sigue soterrado bajo una espesa conspiración de silencio. La República de Turquía, como
estado sucesor del Imperio Otomano, ha hecho del “negacionismo” su divisa: el genocidio no
existió. Armenia era la “quinta columna” de los rusos y los enfrentamientos bélicos, los
desplazamientos y los infortunios propios de la guerra fueron los que produjeron las bajas. Si el
genocidio fue una tragedia, el “negacionismo” es una farsa y una infamia casi tan dolorosa
como las masacres que intenta encubrir.

La abierta complicidad del imperialismo explica el éxito de esta tentativa. Aliada estratégica de
Estados Unidos y miembro de la OTAN, Turquía ocupa un lugar principalísimo en el dispositivo
militar norteamericano. Desde su territorio se vigila eficazmente a Rusia, como antes a la
URSS; se monitorea el Mediterráneo oriental y se controlan los altamente volátiles enclaves
petroleros del Medio Oriente. Junto a Israel y Pakistán, Turquía es uno de los gendarmes
privilegiados de Washington y la “ayuda militar” que le proporciona sólo es superada por la que
se destina a Israel y Egipto. Según la Casa Blanca el régimen de Ankara es “un aliado
fundamental en la guerra global contra el terrorismo, la reconstrucción de Irak y Afganistán, y el
establecimiento de una democracia pro-Occidental en la región”. El Informe del 2005 sobre
Derechos Humanos del Departamento de Estado exalta las “elecciones libres y la democracia
multipartidaria turca”, pero debe reconocer que “pese a los progresos persisten todavía serios
problemas en materia de derechos humanos: restricciones políticas; asesinatos ilegales (sic);
torturas; detenciones arbitrarias; impunidad y corrupción; severas restricciones a la libertad de
prensa, palabra reunión y asociación; violencia contra las mujeres y tráfico de personas”.
¡Menos mal que hubo progresos en estas materias! Claro que tratándose de un aliado
incondicional estas cuestiones no son importantes. En marzo de este año John Evans, a la
sazón embajador estadounidense en Armenia, fue emplazado por la vitriólica señorita
Condoleeza Rice a rectificar sus imprudentes declaraciones formuladas en la Universidad de
California/Berkeley reconociendo que las matanzas de 1915 se encuadraban en la definición de
genocidio de las Naciones Unidas. Evans violó un tabú y su franqueza le salió cara. Días
después fue removido de su cargo, y con modales no precisamente diplomáticos.

El “negacionismo” turco no sólo encuentra un sólido apoyo en Estados Unidos. Cuando en el


2001 el Parlamento francés reconoció la existencia del genocidio el gobierno de Chirac se
apresuró a “cajonear” lo resuelto por la Asamblea y a dejar sin efecto sus consecuencias. El
reconocimiento del genocidio armenio es una penosa asignatura pendiente que requiere de
urgente reparación. Los infatigables reclamos de la comunidad armenia a nivel internacional
han impedido que el tema cayese completamente en el olvido. El tan anhelado ingreso de
Turquía a la Unión Europea es una ocasión inmejorable para exigir el abandono de la política
“negacionista” especialmente cuando se comprueba que la perversa afición de los círculos
gobernantes de Ankara por la “limpieza étnica” persiste hasta nuestros días. Sólo que las
víctimas ahora son los kurdos: 3 mil aldeas fueron arrasadas en los ochenta y los noventa del
siglo pasado, y dos millones de kurdos fueron desplazados de sus lugares de residencia,
prohibiéndoseles hablar en su lengua, poner nombres kurdos a sus criaturas y vestirse con los
colores que los distinguen. El genocidio kurdo, también practicado por Saddam Hussein con la
anuencia de Washington, continúa con la complicidad y el beneplácito de los celosos custodios
de la democracia y los derechos humanos a ambos lados del Atlántico norte: los Bush, Blair,
Berlusconi, Aznar y otros de sus ralea, que hicieron de la duplicidad y la hipocresía su razón de
estado, condonando masacres y asesinatos a mansalva en la medida en que favorecieran sus
intereses. Reconforta saber que la lucha de la diáspora armenia no ha sido en vano, y que más
pronto que tarde la verdad y la justicia habrán de prevalecer. Hay gente valerosa en Turquía
que se ha fijado las mismas metas. La novelista Elif Shafak es una de las tantas que luchan
contra las mentiras oficiales. “Si hubiéramos sido capaces de reconocer las atrocidades
cometidas contra los armenios –declaró hace poco– habría sido mucho más difícil para el
gobierno turco cometer nuevas atrocidades contra los kurdos.” Dada la explosiva situación
imperante en la región convendría tomar nota de su observación, y recordar que los genocidios
del pasado siglo fueron posibles gracias a la complicidad del imperialismo y sus aliados.

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