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Un thriller inquietante en la isla del volcán

✽✽✽
POR
LUIS CASTAÑEDA
Primera edición: mayo 2022
© Luis Castañeda, 2022

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© Diseño de cubierta y maqueta editorial: ImagenDigital


Para María
Nota del autor:
Los personajes de esta novela, algunos inspirados en personas reales, aparecen como seres de
ficción. Los nombres propios mencionados a lo largo del libro debe considerarse como pseudónimos.
Los hechos están, a veces, tomados de la realidad, pero son resueltos finalmente como imaginarios.
Cualquier semejanza entre la literatura y la historia es accidental.
EL FESTIVAL DEL AMOR

MACROCONCIERTO ISLA BONITA LOVE FESTIVAL


Puerto de Tazacorte
Sábado, 20 de julio de 2019

Las chicas estaban exultantes. Les salía la alegría de vivir por los ojos.
Nerviosas, no paraban de moverse y de chillar al hablar. Y hablaban mucho.
Habían hecho bien en alquilar la autocaravana y recorrer la isla con la
excusa de asistir al concierto por la diversidad sexual. Cinco días metidas
las tres en aquella destartalada casa rodante resultó ser la mejor experiencia
que podían imaginar para ese verano. La intimidad a la que obligaba el
reducido espacio y sentir que estaban rompiendo barreras, que eran capaces
de saltar los obstáculos de la vida, habían hecho florecer aún más el amor
entre Clara y Marisa. En ese momento, descendían por la carretera hacia el
puerto cogidas de la mano sin dejar de cantar, voz en grito, What’s Up
(¿Qué pasa?), del grupo 4 Non Blondes, que sonaba a todo volumen en la
radio. Les encantaba esa canción. Decía todo lo que querían decir: ¿Qué
pasa? (what’s going on). Y yo digo, hey, hey…, yo digo, hey, ¿qué pasa?
Levantaban las manos unidas y agitaban la cabellera con furia; en el rostro,
una expresión de superioridad, what’s going on. Un canto a la libertad.
Sentada tras la mesa móvil, Esther se contagiaba del ánimo festivo de
sus compañeras. Alzaba también los brazos al cielo, sin vergüenza de
mostrar las axilas sin depilar (cuánto le había costado superar eso). Con los
ojos cerrados, dejaba caer la cabeza de un lado a otro, de forma rítmica, la
espalda casi arqueada, y sus hermosos rizos rojos iban y venían, lanzando
destellos cuando los atravesaban los rayos solares. «¿Qué pasa?, yo digo,
hey, ¿qué pasa?».
Esther se había impuesto aquel viaje como parte de un proceso de
sanación. Eso era evidente para sus amigas, las que en realidad tuvieron la
idea de escapar de la ciudad. La habían convencido, arrastrado más bien,
para emprender aquel viaje. Además, se lo merecía. Por supuesto que sí. A
pesar de todos los contratiempos, había sido capaz de acabar el último año
de la carrera. Eso era lo importante. Que la relación con Jose se hubiese ido
al garete, tirando por la borda tres años de un idílico amor-para-siempre,
también era importante, qué carajo, no podía olvidarlo así como así, pero
capítulo cerrado; a otra cosa, mariposa. Eso le decían las chicas. Para ella
no resultaba tan sencillo. Pero estaba consiguiéndolo. Y esta aventura, con
aquellas locas de la caravana, constituía un gran paso.
La idea era olvidar, sanar y renacer. Volver a ser.

Clara, al volante, miró por el retrovisor y vio a Esther meciéndose,


como en trance. Apretó la mano de Marisa para llamar su atención y esta, al
girarse, le gritó entre risas:
—¡Aféitate los sobacos, guarra!
Esther bajó los brazos al instante, con los ojos abiertos del susto, y los
cruzó sobre el pecho.
—¡Qué jodida que eres! —le respondió con fastidio.
Las otras no paraban de reír.
What’s Up. ¿Qué pasa?, yo digo, hey, ¿qué pasa?
—Seguro que hoy te echas un novio, Esthercita —dijo Clara.
—Pero uno de esos modernos que llevan la pinga depilada —dijo
Marisa con su voz chillona—, y cuando vea esa almeja que te has dejado a
lo salvaje va a alucinar.
Risas. Hey, ¿qué pasa?
—Al menos tendrá algo duro entre las piernas —contraatacó Esther,
estirando su dedo corazón.
Llegaban al aparcamiento habilitado para los asistentes al
megaconcierto. Los organizadores no habían escatimado recursos y esa
edición del Love Festival contaba con artistas de la talla de Mónica
Naranjo, Carlos Rivera, Pablo López, Fangoria, con la incombustible
Alaska, y el plato fuerte de LP, Laura Pergolizzi, que ese verano había roto
todos los registros con su Lost on you. ¿Dónde había habido un concierto de
esa magnitud? Y lo celebraban en una isla diminuta que por una semana se
convertía en el referente mundial de la diversidad, la igualdad y los
derechos LGTBI+. Por supuesto que se había llenado el pueblo costero, y
toda La Palma, en realidad, con gente venida del resto del archipiélago y
hasta del continente. Vacaciones y fiesta, combinación perfecta. Más de
15000 personas, según las cifras oficiales. La isla con forma de corazón,
reserva mundial —toda entera— de la biosfera, la de los cielos sublimes,
amante de lo diferente, integradora de sentimientos, era el reclamo perfecto,
el molde justo para el LOVE Festival, el concierto del amor, de toda clase
de amor. Y a los artistas participantes, aparte de por su tirón internacional,
los elegían por haberse mostrado de una forma u otra a favor del colectivo.
Ahí estaba, por ejemplo, Mónica Naranjo, fotografiada debajo de una
platanera, con un racimo de plátanos verdes a su lado, afirmando que el
espíritu del evento era el verdadero motivo para su reaparición sobre un
escenario.
Las chicas aparcaron el vehículo en una zona ya congestionada. Como
movidas por algún resorte interno, al apagar el motor se movieron en
silencio hacia sus objetivos. Clara, por ejemplo, se colgó en primer lugar su
bolsito, cruzándolo sobre el pecho. Las cosas importantes las llevaba ahí.
Marisa se desplazó hacia la parte trasera y de un compartimento sacó unos
sombreros de paja, que repartió a sus compañeras. Esther se calzó unas
sandalias de esparto con una cuña de diez centímetros que diera más
presencia a su cuerpo menudo, y luego revolvió entre su equipaje hasta
encontrar un sujetador sin tiras. Se levantó la camiseta por encima del
ombligo y lo abrochó por delante.
—¡No! —gritó Marisa al verla—. Eso sí que no.
—¿Qué pasa? —dijo Esther, sorprendida.
—Si te pones eso, no te ajuntes con nosotras —intervino Clara.
—Pero, pero… mira esta camiseta tan fina. Es casi transparente. Si no
me lo pongo, se me va a notar todo.
—Libertad. Ya te lo hemos dicho. Y esa prenda es un símbolo de la
esclavitud y sumisión de las mujeres. ¿Y qué somos nosotras?
—Libres —contestó Esther, con la lección aprendida.
—Mujeres libres —repitieron las otras al unísono.
—Y tampoco tienes tanto que enseñar, no me jodas —continuó Clara
—. Decide. Eres adulta. Si lo llevas a él —señaló el sujetador—, no nos
llevas a nosotras.
—Está bien. —Soltó el enganche y lo tiró sobre un montón de ropa—.
Peluda y despendolada.
Rieron.
Al salir, tuvieron una visión del recinto. Una marea humana multicolor
serpenteaba allí abajo, ante las puertas de entrada. El interior comenzaba a
llenarse; se veía gente correr hacia el enorme escenario para ocupar las
primeras filas. Las luces giraban y destellaban, dos pantallas gigantes
emitían videoclips y por doquier había banderolas, globos y el logo
omnipresente del LOVE. La música llegaba hasta ellas mientras
descendían. Ahora sonaba One Republic y su Love runs out (El amor se
agota). I’ll be your light, your match, your burning sun (Seré tu luz, tu
fósforo, tu sol ardiente).
Mientras hacían cola, se alegraron de haberse puesto los sombreros.
Clara rebuscó en su bolso y extrajo un tubo de crema solar. Se untaron unas
a otras hombros, brazos, manos y narices. Les habían dicho que en
Tazacorte había trescientos sesenta y cuatro días de sol al año y solo uno
nublado, que, evidentemente, no era ese. Nada más traspasar las puertas, les
golpeó una ola de calor tórrido. Decidieron hacerse con unas cervezas frías
como prioridad de supervivencia. Atronaron los compases inconfundibles
de Eloise, de Tino Casal. Las chicas se movieron hacia el centro. Clara sacó
abanicos de papel de su talega milagrosa. Sus pechos goma dos, y
nitroglicerina, Eloise, berreaba el artista estrambótico. Se acercaron unos
chicos. Como ellas, conocían la letra de la canción como si se tratara de un
himno generacional. Con la mayor naturalidad, hicieron dúos con Clara y
Marisa. Uno de ellos, moreno, de pelo ensortijado como una estatua griega,
entrechocó el botellín con el de Esther.
—Hola, soy Gabriel. Gabi —gritó para hacerse entender.
—Yo, Esther —su voz resultó inaudible.
—¿Cómo? —juntó su cabeza. Ella se puso de puntillas y se lo repitió
al oído, apreciando su olor a mar y loción de coco—.
—¿De dónde eres? —prosiguió él.
—De Las Palmas.
—Viví allí, en el sur, en Maspalomas, pero hace ya dos años que me
mudé aquí.
Esther pudo hablar cuando cambiaron de tema y el volumen descendió.
—Pero no pareces isleño. Tu acento…
—Soy italiano.
Siguieron moviéndose con la música. Bebían a sorbos. Esther
estrellaba de forma rítmica el paipay contra el pecho sudoroso. Saltaba y
cantaba, pero se había abstenido por el momento de levantar los brazos.
Una voz interior le decía que chico guapo y sobacos de orangután no
congeniaban. Sus amigas aprovecharon que los muchachos fueron a por
más bebida fresca para rodearla. Estaban emocionadas, reían y gritaban, con
los ojos desorbitados y las bocas abiertas, mostrando toda la dentadura.
—¡Esthercitaaaaaa, te lo dijeeee: vas a mojar hoy! —Marisa la abrazó,
obligándola a desplazarse con saltitos de pingüino. Esther, entre risas, pero
con auténtico pudor, se llevó el índice a los labios para que su amiga bajara
el volumen.
—¡Y mira qué guapo se lo busca la jodida! —afirmó Clara,
golpeándole el hombro—. Creo que los amigos no se enteran de qué va la
misa con nosotras. Cuando regresen, nos morreamos, Marisa. A ver qué
cara ponen.
Rieron.
—¡Pero cuenta algo, zorrita! —la animaron a hablar.
—Se llama Gabi y es italiano.
—¡Uyyy!, italiano, esos tienen las manos muy largas —dijo Marisa.
—Las manos y otras cosas —rio Clara.
—Es camarero en una pizzería. Vive aquí, en La Palma.
—Ya sabes: no te compliques. Nada de amor, ¿vale? Folleteo rápido y
a tomar viento.
—Cuando te haga falta, me pides la llave de la caravana. Nosotras nos
quedaremos hasta el final del concierto.
Aparecieron los hombres con nuevos suministros y ellas dejaron de
hablar. En ese momento, la muchedumbre estalló en un griterío largo.
Mónica Naranjo había salido al escenario. Al sol aún le quedaba más de una
hora de recorrido antes de refrescarse en aquel océano del fin del mundo.
La cantante complació a sus fans. Interpretó sus temas más conocidos. Ven,
ven, desátame. Los chicos cantaron y bailaron. Esther llevaba pegada al
cuerpo la blusa empapada. Echó en falta el sostén. Sus pezones apuntaban
desafiantes a todas las direcciones posibles, libres, pero siempre confluían
en los ojos del italiano. Ella intentaba cubrirse con el abanico.
Surgió de entre bastidores Pablo López, y el ritmo trepidante amainó
un tanto. Los chicos aprovecharon para comprar más cerveza, que, con el
calor, ya hacía efecto en Esther. Decidieron salir del recinto para refrescarse
con la brisa marina y hablar con más tranquilidad. Ella le contó la
experiencia de las vacaciones en autocaravana y que habían descubierto
sitios increíbles. Él fue nombrándole otros que aun podían visitar. En
especial, el Roque de los Muchachos, donde el complejo de observatorios
astrofísicos, para contemplar una de las maravillas que atesoraba aquel
minúsculo territorio, por algo la llamaban la Isla de las Estrellas.
Pasaron por delante de un puesto de artesanías y recuerdos. Él se fijó
en un colgante hecho de piedra donde se veía la famosa espiral de los
grabados rupestres aborígenes rodeada de cristales verdes y azules a modo
de estrellas. Preguntó el precio a la joven con largas rastas rubias, sentada
tras la mesa, y lo compró. Se lo regaló a Esther, que no supo reaccionar
cuando él le pasó el abalorio por la cabeza y la piedra cayó entre sus
pechos. Al levantar la vista, supo que venía el beso. Aunque quiso huir, dar
un paso atrás o pararlo en seco con el abanico, algo la hizo aguantar a pies
juntos, con labios apretados y espalda rígida. Pero él le buscó la boca,
mojándole la lengua, y decidió abrirse a lo desconocido. Se dejó ir hacia
atrás, doblando la cintura, percibiendo el brío de él y todo su olor a maresía,
y por su mente cruzaron ráfagas de imágenes de su exnovio, de sus amigas,
de las estrellas. Ven, ven, desátame.
Regresaron al concierto justo para disfrutar la actuación de LP. La
italoamericana emergió con una vitalidad sorprendente, como si fuera ajena
a los calores. Con camisa blanca de hombre abierta sobre un pecho tatuado
y unos pantalones masculinos de tiro bajo, la Pergolizzi jugaba con su
aspecto andrógino. Cantó You shook me all night long (Me sacudiste toda la
noche), el éxito de AC/DC.
Las chicas enseguida se percataron del colgante. Arquearon las cejas y
separaron las mandíbulas, pero con disimulo, sin llegar a abrir la boca.
Esther se encogió de hombros e hinchó el pecho, como mostrando un
trofeo. La vocalista internacional, eléctrica, apenas paraba quieta sobre la
tarima. Sin discursos que nadie entendería ni títulos de canciones. Movía
arriba y abajo su cuerpo enjuto, al tiempo que tocaba la guitarra, el ukelele,
saltaba al foso y firmaba autógrafos. Ese frenesí contagió al público, que
brincaba y vociferaba, igual que Esther, a la que nada impedía ya levantar
los brazos y sacudirse como poseída, la mirada extraviada por el alcohol y
el desvarío, cogida del joven del colgante, saltando con él, bailando con él,
restregándose con él.
Acabó la locura de LP y ocupó el espacio Fangoria, con su cantante, la
archiconocida Alaska, al frente. Y esa fue la apoteosis, ya en plena
madrugada, pues quién no conocía sus canciones. ¿A quién le importa lo
que yo haga…? Esther y Gabi se besaban con pasión en ese momento, bajo
la penumbra de un cielo oscuro con estrellas gordas talladas a mano. Ella le
dijo algo al oído. Él asintió. Se acercó a sus amigas y pidió las llaves de la
autocaravana. Se despidieron con besos y abrazos, como si fuera a
transcurrir mucho tiempo hasta volver a verse.
Salieron del recinto cogidos de la mano.
A ella le brillaba el colgante en el pecho; a él, los ojos en el rostro
sudoroso.
Hicieron el amor revolcándose entre las montañas de ropa usada que
las chicas amontonaban, y Esther se olvidó de su pasado y de su futuro,
seducida por el olor caribeño a loción bronceadora. Se lo merecía, claro que
sí. ¿A quién le importa lo que yo diga? Yo soy así, y así seguiré. Nunca
cambiaréééé.
Se intercambiaron números de teléfono. Él se vistió tras tantear a
oscuras: camiseta azul, pantalón de lino blanco, las chanclas. Ella se cubrió
con un camisón ligero y lo acompañó a la salida. Cuando él se perdió en la
noche, Esther cerró el portón y, en la penumbra, recogió un poco aquel
caos. Entonces tocaron a la puerta. Esther sonrió. Abrió. Lo vio parado en el
asfalto, cubierto con una capucha.
—¿Qué se te ha olvidado? Vamos, pasa —susurró, y volvió al interior
del vehículo.
El hombre entró tras ella. Con facilidad, le puso un saco en la cabeza.
La tiró al suelo y, rápidamente, la amordazó con una mano inmensa. Esther
no pudo gritar ni revolverse. Su cuerpo diminuto se vio sepultado por el
peso de un gorila. El corazón le latía desbocado, a punto de reventar; la
hipoxia le hacía efecto, como a las víctimas de una anaconda, que se
asfixian más y más con cada nuevo esfuerzo por zafarse del abrazo mortal.
Tras unos minutos de auténtico terror, la oscuridad cayó sobre ella.
Donde la llevaban, ni las estrellitas de su colgante podrían brillar.
108 MINUTOS
8 años antes

GRAN TELESCOPIO DE CANARIAS (GTC)


Complejo astrofísico. Roque de los Muchachos.
Jueves, 23 de junio de 2011

El microbús salió del aeropuerto insular con su especial y valiosísimo


cargamento. En la recta, la fuerte brisa trajo a los pasajeros olores de
maresía. El mar, revuelto, mostraba su intenso azul atlántico. Casetas
frágiles de construcción ilegal salpicaban la costa, interrumpiendo el negro
de los riscos volcánicos con sus colores variopintos.
En apenas unos minutos, el paisaje cambió por completo. El vehículo
ascendía con penosa parsimonia por un espeso bosque de laurisilva. Aquella
era una de las islas más altas del mundo en relación con su superficie, de tal
modo que albergaba diferentes ecosistemas en pocos kilómetros. No era
extraño disfrutar de una mañana en la playa, de la nieve en las cumbres por
la tarde y de una cena en un restaurante en mitad de una colada volcánica.
En su asiento, en mitad del vehículo, un anciano de hueso largo, bien
conservado para sus ochenta y un años, contemplaba absorto el transcurrir
de la arboleda, que había vuelto a mudar y ahora mostraba el característico
pinar canario. Pese a su aspecto de americano jubilado —camisa de manga
corta con cuadraditos amarillos y grises, gorra de béisbol y gafas de pasta
fina—, ese hombre era una leyenda viva de los viajes espaciales, aunque, de
carácter reservado y celoso de su intimidad, no le gustaba hablar de eso.
Pero todos los demás ocupantes de ese minibús, desde su compañero
cosmonauta del Apolo XI Buzz Aldrin (inspirador del famoso Buzz
Lihgtyear, «Hasta el infinito y más allá»); el ruso Alexei Leonov, el primer
hombre en realizar un paseo espacial (estuvo fuera de la nave durante doce
minutos y nueve segundos el 18 de marzo de 1965); Jack Szostak, Premio
Nobel de Medicina en 2009 por sus estudios sobre la telomerasa; George
Smoot, Premio Nobel de Física en 2006 (famoso por su libro Las arrugas
del tiempo, sobre el Big Bang); Jim A. Lovell, el comandante del célebre
Apolo XIII, interpretado en la gran pantalla por Tom Hanks («Houston,
tenemos un problema»); los investigadores Richard Dawkins (biólogo
evolutivo, etólogo, zoólogo) y Jill Tarter, astrónoma estadounidense,
exdirectora del Centro de investigación SETI, (inspiradora de Contacto, la
novela de Carl Sagan, llevada a la pantalla por Robert Zemeckis, con Jodie
Foster interpretando a la inolvidable Ellie Arroway, hasta Brian May,
astrofísico, compositor y multifacético guitarrista de Queen, todos ellos
sabían que él era el gran Neil Armstrong, el primer humano en poner un pie
sobre la superficie lunar («That’s one small step for a man, one giant leap
for mankind/Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la
humanidad»), el lunes 21 de julio de 1969. En esos últimos cuarenta y tres
años, rara vez había asistido a esos actos. Y ahí estaba, en una isla en mitad
de ninguna parte, dispuesto a participar en una mesa redonda sobre el futuro
de los viajes espaciales, el regreso a la Luna y la conquista de Marte.
Hacía media hora, había cruzado apenas dos palabras con la presidenta
del cabildo insular, Guadalupe G. Taño, que lo esperó a pie de escalerilla, y
luego se había escabullido de los fotógrafos, cámaras de televisión y
periodistas que aguardaban en la terminal.
Aquel evento con tantas celebridades formaba parte del Festival
Starmus, que pretendía reunir bajo un mismo paraguas la música y la
ciencia, en especial, la relacionada con el cosmos y las estrellas. Sus
ediciones anteriores habían sido fantásticas, de resonancia internacional, y
su organizador, el astrofísico del Instituto de Astrofísica de Canarias, Garik
Israelian, se superaba año tras año. Para esta ocasión había preparado esa
charla y posterior mesa redonda titulada 108 Minutos, en clara alusión al
tiempo que tardó el ruso Yuri Gagarin en realizar el primer viaje al espacio.
Se celebraría a las siete de la tarde, bajo la colosal cúpula del Gran
Telescopio de Canarias (Grantecan), un lugar mágico, lo más cerca de las
estrellas que se podía estar, y se retransmitiría en directo a nivel mundial.
Sería todo un acontecimiento. Dentro de unas horas el nombre de la isla
resonaría en el planeta entero. Sin embargo, apenas unas pocas autoridades
conocían todo esto. Y los isleños, en su mayoría, vivían ajenos al devenir de
los científicos del Roque.
En la cima de la isla, a más de dos mil cuatrocientos metros sobre el
nivel del mar, de donde habían partido hacía hora y media, solo crecían
arbustos acostumbrados a los vientos fuertes y al clima extremo de alta
montaña. Estructuras brillantes de diferentes dimensiones colonizaban el
terreno desolado, unidas entre sí por estrechas carreteras asfaltadas. Allá
arriba, el aire entraba seco, intenso y puro, dañando las fosas nasales. El
cielo era límpido, de un azul bañado por completo por un sol incandescente.
Ninguna nube allí: todas quedaban por debajo y podían verse ascender y
descender como un mar de algodón. Los riscos más altos emergían igual
que náufragos alzando los brazos sarmentosos al infinito. Las edificaciones
se asomaban al precipicio de La Caldera de Taburiente, un cráter de nueve
kilómetros de diámetro y kilómetro y medio de profundidad, el origen
mismo de la isla. Cuando el mar de nubes se retiraba, mostraba el paisaje
que se abría a los pies del Roque, un espectáculo sublime. Se alcanzaba a
entender, a sentir más bien, que aquel lugar fuera sagrado para el pueblo
benahoarita, los antiguos pobladores.
El complejo astrofísico había crecido en los últimos tiempos. Su cielo
nocturno era uno de los más oscuros y profundos, por lo que cada vez más
países y corporaciones internacionales solicitaban levantar allí sus
observatorios. El futuro era brillante.
La mesa redonda la moderó Leslie Sage, editor de la revista científica
Nature, y presentada por Francisco Sánchez, director del Instituto de
Astrofísica de Canarias. En su única intervención pública en los últimos
treinta años, Armstrong dio una breve charla sobre el futuro de la Tierra
(Reflections on Starmus and the Future of Earth) y abogó por la necesidad
de seguir buscando la forma de viajar a otros planetas. Luego, el resto de las
eminencias aportaron ordenadamente sus opiniones sobre ese tema y otros
afines.
A unos pocos kilómetros de allí, Anna Janssen y Erwin Bakker,
holandeses, de Hoorn, un precioso pueblo marinero al norte de Amsterdam,
con aguas grises y tabernas sacadas de una película de piratas, montaban la
tienda de campaña en la que pasarían la noche. Habían llegado hacía tres
días, cargando unas mochilas enormes. Amantes del senderismo, planeaban
recorrer durante un mes los setecientos kilómetros cuadrados de la isla. Se
hospedaban en una diminuta casa en la pintoresca Avenida Marítima, en la
capital, reservada a través de Airbnb. No les llevó mucho tiempo levantar el
tinglado, asegurarlo ante posibles golpes de viento y disponer en su interior
todos los enseres: esterillas, sacos, mochilas, luz cenital. Luego, dieron un
paseo a la tenue luz de la luna en cuarto menguante. Al regresar, les tocó
encender las linternas encastradas en una cinta elástica que les rodeaba la
cabeza.
Más allá, en el Gran Telescopio, la charla de los científicos famosos
había concluido. Después de unos minutos de sonrisas y apretones de mano,
se encaminaron a la cafetería, donde habían preparado una cena frugal.
Compartieron mesa Armstrong, Lovell, Leonov, Brian May e Israelian.
Platos de comida fría y variada acompañados de vino malvasía de la tierra.
La conversación, informal, intrascendente.
En la tienda de campaña, Anjie y Er calentaban en el hornillo unos
macarrones con salsa de tomate y queso rallado. Reían. Apreciaban cada
pequeño acontecimiento. Estaban emocionados por probar el queso de
cabra curado, que Anjie rallaba con dificultad. El gorro de lana no podía
contener su cabellera cobriza, que se desparramaba sobre sus hombros. La
luz del candil resaltaba sus grandes ojos de un azul celeste.
Quizá por los efectos del dorado caldo cosechado en las laderas
volcánicas, por sentirse parte de un momento único o por saberse en un
lugar mágico, encima de un volcán, cerca del cielo dramáticamente
estrellado, la tertulia entre los hombres del espacio alcanzó un clima de
camaradería. Pero hubo un punto de inflexión que pudo mandar la velada al
traste. Brian May, con su esponjosa y alborotada cabellera de viejo roquero,
le preguntó directamente a Armstrong:
—¿Qué sentiste cuando pisaste la superficie de la Luna?
Se hizo el silencio, tenso, cortante. Era bien conocido que el insigne
astronauta solía enfadarse ante esa clase de preguntas, rara vez había
hablado de eso en las últimas décadas y hasta se había levantado de la mesa
en ocasiones pasadas. Garik Israelian, el organizador del Starmus, se quedó
clavado en el asiento, aterrorizado, al igual que el resto de los comensales.
Tras la cena, los jóvenes holandeses se dispusieron a desplegar sus
sacos y echaron un último vistazo a la infinidad. Sobre sus cabezas, la
bóveda celestial parecía el techo de una caverna plagada de
resplandecientes luciérnagas. Anjie dijo que salía a vaciar la vejiga.
En la cúpula del gran observatorio, Israelian mantenía la boca abierta.
Pero la leyenda estaba de buen humor esa noche y, después de aclararse la
garganta con el malvasía, dijo alguna frase sobre aquel momento único.
Luego, quitándole importancia, prosiguió con otro asunto.
Tras varios minutos, Er descorrió la cremallera de la tienda de
campaña y se asomó para llamar a la chica. No hubo respuesta, ni entonces
ni en la siguiente media hora. Gritó su nombre y se desesperó, incrédulo y
aterrorizado. Nunca más volvió a oír su voz ni a ver su cara, su sonrisa.
Ajenos a la pesadilla, los científicos culminaron la velada satisfechos
por la enriquecedora experiencia.
—Hoy me siento más orgulloso de pertenecer a la especie humana —
fue la frase de despedida de Armstrong, el gran pionero.
Israelian lo llegó a comentar con May: algún día celebrarían un
inolvidable Starmus única y exclusivamente en aquella isla de las Estrellas,
porque en verdad su ambiente era mágico.
EL INCENDIO
GARAFÍA
Alto del lomo de Cueva del Agua
Lunes, 24 de agosto de 2020

Desde donde dejaron el todoterreno hasta la cima de aquel montículo


habría tal vez un kilómetro de subida sobre una irregular colada volcánica,
y el sargento Pablo Eiroa llegó reventado, jadeante y sudoroso. Se quitó la
gorra y se irguió con un resoplido y una expresión de dolor, intentando
llenar los pulmones de aire fresco. Pero la atmósfera se mostraba espesa,
tórrida, y el humo aún se arremolinaba y ascendía por aquellas colinas.
Desde allí arriba, el paisaje era desolador, como si acabaran de explosionar
bombas. Hasta donde abarcaba la vista, todo aparecía calcinado, negro y
gris. Los helicópteros todavía hacían pasadas a baja altura, regando algunos
frentes incontrolados. Se oían voces lejanas de las cuadrillas de la Unidad
Militar de Emergencia, que trataban de sofocar llamas que resurgían de la
nada. La tierra estaba tan caliente que el fuego se escondía debajo. De vez
en cuando resonaba en los barrancos la explosión de alguna bombona de
butano o el tanque de combustible de algún vehículo.
Eiroa se miró los pies. Le ardían. Gracias que el agente del Seprona le
había prestado aquellas botas. Le costó levantar la pierna. La suela
comenzaba a fundirse sobre la roca hirviente.
—Me estoy derritiendo —le dijo al agente—, ¿queda mucho para la
cueva?
—Cien metros más arriba.
—¿Se sabe ya cómo empezó el fuego?
—Al parecer, el viernes por la tarde, en la zona de la Catela, un
muchacho prendió fuego a una tunera seca y se le fue de las manos.
—Ya. El fuego es jodido.
—Con las olas de calor hay que extremar las precauciones. Aquí
tuvimos, además, el triple treinta; ya sabe: más de treinta grados, menos de
treinta por ciento de humedad atmosférica y vientos de más de treinta
kilómetros por hora. Un polvorín.
—Pero se atajó a tiempo, ¿no? No llegó a La Caldera.
—No, gracias a Dios. Si entra ahí lo perdemos todo, no podríamos
sofocarlo. Aun así, tuvieron que evacuar al personal del observatorio, en el
Roque. Y aquí debajo, hasta trece barrios desalojados. Muchos están en el
polideportivo, a la espera de poder volver.
—¿Qué me dice de los que vivían aquí?
—Esa gente tenía montada una comuna, ¿sabe? Son hippies de esos.
—¿Extranjeros?
—Guiris, sí.
—Alemanes.
—Bueno, de todas partes. Según iban asentándose, llamaban a amigos,
familiares. Muchos tienen residencia fija aquí, pero otros vienen por
temporadas, a vivir la experiencia, ya sabe.
—Pero es ilegal.
—Sí, sí, claro. Sin control ninguno. Nadie sabe cuánta gente hay
asentada.
—Pero ¿qué viven, en cuevas?
—En cuevas, en chozas, en chabolas, les basta con medio techo. ¿Ve
allá abajo aquello alargado de color rojizo? Es una guagua, un autobús,
calcinado.
—Vivían dentro.
—Así es. Un desastre.
—Y un peligro.
—Y un peligro, claro. Porque hacen fuegos, hogueras. En estas
condiciones, el mínimo descuido puede provocar… pues mire —con el
brazo abarcó el horizonte—, un incendio como este, lo que llamamos un
fuego loco: cientos de focos, en cualquier dirección, que se hace
ingobernable. Esta vez hemos tenido suerte.
Eiroa se dio la vuelta y miró hacia la ladera ascendente que el pinar
rodeaba cada vez más. A los lados, el terreno se precipitaba en sendos
barrancos humeantes. Se frotó los ojos, llorosos; el aire, espeso y caliente,
entraba hiriendo los pulmones.
—¿Qué hay allí? —Con las manos en la cintura, hizo un gesto con la
barbilla.
—Eso le va a gustar menos aún.
Subieron. Cien metros le dijo el agente, pero cien metros paseando por
el infierno. El del Seprona iba delante, derecho, sin utilizar las manos. Le
sacaba ventaja. Era más joven que él y se veía más en forma, más
acostumbrado a aquellos riscos, pero no podía permitir que se le adelantara
tanto. Hizo un esfuerzo, a cuatro patas a veces, aspirando todo el vapor de
la lava reseca, y logró llegar al repecho casi a la par que el otro.
Dio media vuelta para otear desde allí la amplia zona del incendio,
pero, sobre todo, para coger resuello antes de pronunciar una palabra.
Cuando consiguió que el corazón volviese a su sitio, se giró. El agente
forestal esperaba por él, a unos diez metros, delante de un promontorio que
cerraba el paso a modo de pared natural. Hacia la mitad, una pequeña
oquedad. Oscura, irregular, como tallada en la colada.
—No es muy agradable —dijo el otro mientras le entregaba una
linterna.
—¿Quién dio el aviso?
—Varios hippies corrieron ladera arriba, escapando del fuego. Pasaron
la noche donde hay un claro. El sábado, al mediodía, al bajar, descubrieron
la entrada. Dicen que no conocían la cueva. Intentaron explorarla, pero
cuando vieron lo que hay dentro…
El sargento miró el suelo por donde habían subido y hacia arriba, a
través de la arboleda.
—El fuego pasó por aquí, ¿verdad?
—Claro, sin duda. Esto fue un infierno. Empujadas por el viento, las
llamas devoran a una velocidad pasmosa. Mire, ahí tiene la prueba —el
agente forestal señaló hacia arriba—. Los troncos de esos pinos están
chamuscados. ¿Y ve que ya no queda pinillo en la subida? Todo es ceniza.
Además huele. —Se llevó el índice a la nariz—. Sí, el fuego lamió este
suelo como una bestia sedienta.
El sargento rebuscó en el bolsillo trasero del vaquero y extrajo
pañuelos de papel arrugados, medio paquete de chicles viejos, restos de
frutos secos y, al fin, dos guantes. Con dificultad, se puso la linterna bajo un
sobaco y enfundó cada dedo. Se acercó al agujero a medio metro de altura
en el risco. No era muy amplio, lo que lo obligaría a entrar gateando. Antes
de introducir la cabeza, analizó un reborde grisáceo e irregular, adherido
principalmente al suelo, pero también a la piedra de los laterales del marco,
debido al calor. Registró en otro bolsillo hasta encontrar unas bolsitas
plásticas con cierre por presión. Dejó la linterna a un lado y con la mano
libre logró soltar el enganche de una mininavaja plegable que siempre
portaba en un llavero. El material parecía resina endurecida. Recortó un
trozo del tamaño de un dedo y, tras acercárselo a la nariz, lo introdujo en la
bolsita de muestras y se la pasó al agente. Sacó el móvil e hizo unas fotos.
Guardó la navaja, agarró la linterna y metió la cabeza.
—Lo estrecho es ese primer pasadizo. Luego se amplía y podrá
ponerse de pie —dijo el guarda a sus espaldas.
Metió una pierna, después la otra, y ya dentro, gateó despacio,
hiriéndose las rodillas. Se detenía para no pasar por alto ninguna señal del
suelo, el techo y las paredes de negra y afilada roca volcánica. El pasadizo
se agrandaba a medida que descendía. A unos cinco metros y tras un
pequeño escalón, pudo incorporarse un poco en la oscuridad. La gruta
remataba en una estancia circular. El viento había empujado la humareda
hasta allí; el olor a incendio era intenso y las emanaciones dificultaban la
visibilidad. Hizo un recorrido lento. Bajo la luz de la linterna, algunos
salientes brillaban como diamantes. Se detuvo en una zona más clara.
Atisbó dibujos. Veía borroso debido al lagrimeo. Pestañeó con fuerza. Sí,
eran figuras, hombres tal vez, símbolos extraños semejantes a serpientes.
Los había visto parecidos anteriormente, quizá en la tele, en algún
documental de arqueología. Siguió la inspección hacia la derecha y lo que
se mostró a sus ojos entonces, surgiendo como un fantasma de la oscuridad,
le provocó un espasmo que le arrancó un exabrupto y la linterna le resbaló
de la mano.
—¡Coño! ¡Joder! —farfulló al agacharse. A tientas, encontró el
aparato.
Se armó de valor y se obligó a enfocar y sostener la mirada en aquel
punto. La visión era horrible. Un cuerpo humano momificado, retorcido,
con la expresión de agonía y terror congelada en un rostro de cuencas
vacías, los dientes al descubierto tras unas mejillas descarnadas. Le
colgaban harapos, y del cráneo, mechones de cabello. La figura se mantenía
erguida porque estaba amarrada a unos maderos en forma de cruz, brazos
abiertos, uno de ellos claramente separado del tronco, piernas juntas.
También la cabeza parecía desprendida, a punto de caer.
Poco más había en la cripta: despojos a los pies de la momia y, un
poco más allá, una vasija grande, negra, sin grabados ni señales. Sobre este
recipiente, en la pared, vio unos símbolos, como una grafía. Cogió el móvil,
ajustó el zum e hizo algunas fotos con flash. Cuando terminó, para no
contaminar el sitio con sus huellas, retrocedió los dos pasos que lo
separaban de la salida y gateó en busca de la luz.
—¿Qué le ha parecido? —preguntó el agente, ayudándolo.
—Muy bonito no es, la verdad.
—Ya se lo he dicho, es asqueroso.
—¿Ha caminado usted dentro?
—No, no. Solo me he asomado. No he puesto ni un pie allí.
—¿Y los guiris?
—No puedo asegurarlo, pero diría que les pasó como a mí.
—Tendré que hablar con ellos.
El sargento se alejó con el teléfono en la mano. Marcó un número
guardado.
—Joder, ¿no hay cobertura aquí?
—No. Es lo normal. En esta parte de la isla no llega la señal.
—¿Y con la emisora puede comunicarse?
—Sí, eso creo que sí.
—Pues comuníquese. Diga nuestra posición. Que contacten con la
Guardia Civil de Los Llanos de Aridane, que hemos encontrado un cadáver
sin identificar, probablemente se trata de una muerte no natural, y que
esperamos la llegada de la comisión judicial para el levantamiento.
Mientras el agente se desplazaba hacia la mejor ubicación para dar el
aviso, Eiroa buscó la sombra de un pino. Se sentó sobre el suelo caliente y
con la navaja talló una figura deforme en un trozo de corteza.
Regresó el otro.
—No se apoye en el tronco que tizna —le dijo.
—Total, ya qué más da. —Hizo un gesto abriendo las manos.
El joven también se dejó caer a la sombra, unos metros detrás del
sargento.
—Oiga, dígame —preguntó desde allí—: ¿para qué avisamos a la
Judicial? ¿No sería mejor dar parte al servicio de Patrimonio del Cabildo?
—¿A Patrimonio?
—Sí, esto es un hallazgo arqueológico, ¿no?, una momia guanche.
—No, no, qué va. Eso que hay ahí dentro no es una momia guanche.
—He visto fotografías y se parece mucho, la verdad. ¿Por qué está tan
seguro de que no lo es?
—Bueno, yo no soy un experto, pero mire. —Le mostró en la pantalla
del móvil una de las fotos que había sacado—. ¿Qué dice ahí?
El otro se acercó y leyó con dificultad el trazo impreciso grabado con
carbón sobre la pared.
—Ca… no… pus.
—¿Lo ve?
—¿Y eso qué es?
—Ni idea. Creo que se refiere a la tinaja, lo que sí sé seguro es que los
aborígenes no escribían con alfabeto latino. Ese cuerpo está momificado,
pero no tiene quinientos años. El análisis forense nos dirá.
LA MONTAÑA SAGRADA
MAUNA KEA
Hawái
15 de julio de 2019

Lo último que le faltaba al Consorcio Internacional para desistir de su


proyecto de construcción del Telescopio de Treinta Metros (TMT) en
Hawái era que difundiesen por televisión y redes sociales aquellas
desafortunadas imágenes de los fornidos policías arrestando a unos
ancianos indefensos, algunos en silla de ruedas, mientras la gente a su
alrededor entonaba cánticos tribales. Emitieron un documental titulado We
are Mauna Kea, donde aparecía Maxime Kahaulelio, de pelo blanco y voz
temblorosa, haciendo frente con un lei, un ramillete de flores de hibisco, a
los hombres armados. «Brothers, where is your hart?», «Hermanos, ¿dónde
está vuestro corazón?», los increpaba la mujer. Contemplar a los guardias
llevando en volandas a treinta y tres viejos y viejas maniatados con bridas
no contribuía a solucionar el grave estancamiento del proyecto. La defensa
visceral de los lugareños para evitar que levantasen el TMT en la que
consideraban su montaña sagrada había dado al traste con años de planes y
con la inversión prevista de 1400 millones de dólares. Guiados por cánticos
y lamentos, más de tres mil personas acampaban día y noche para bloquear
la carretera por donde debían subir los camiones con las piezas del
complejo astrofísico. Organizaban sentadas en las que los mayores hablaban
sobre sus ancestros, sobre las tradiciones y los lugares sagrados; animaban a
los más jóvenes a no desistir en la defensa de las idiosincrasias, los ritos y
las costumbres que los constituían como pueblo, que les confería el alma
para ser y estar en este mundo. Todo lo demás no revestía importancia,
decían. Portaban banderas del Estado colgadas boca abajo, en señal de
rechazo a las autoridades. Compusieron una canción protesta, con ese aire
espiritual de las causas perdidas, y lograron que las redes sociales la
difundieran por todas partes del mundo, desde Japón a Australia, desde
Latinoamérica a Europa. Y por si fuera poco, el hijo pródigo, el afamado
actor Jason Momoa, no dudó un instante en presentarse en la concentración
de la montaña. Y junto a él, llegó el apoyo de Leonardo DiCaprio y
Dwayne La Roca Jackson, por ejemplo. Bastante habían soportado ya la
profanación del Mauna Kea, el olimpo de sus dioses, la montaña más alta
de Hawái, donde habían instalado una decena de edificaciones. Esta era la
gota que colmaba el vaso.
Aun con los papeles legales de su parte y el estado de emergencia
declarado, el gobernador David Ige dio su brazo a torcer.
El director ejecutivo del TMT, Ed Stone, publicó una declaración en la
que alegaba que habían trabajado mucho y muy duro para cumplir con
todas las leyes y que la comunidad comprendiese: «Estamos y hemos estado
preparados para acceder al sitio, pero nuestros derechos legales de acceso
han sido bloqueados. Es una situación muy difícil y urgente para nosotros».
El tiempo corría en contra del TMT, una gigantesca instalación de dieciocho
plantas que llevaba un lustro de retraso, mientras futuros rivales (como el
ELT, Telescopio Extremadamente Grande, del Observatorio Europeo del
Sur) ya se estaban construyendo. El telescopio sería diez veces más sensible
que los observatorios actuales y proporcionaría imágenes doce veces más
nítidas que el telescopio espacial Hubble, permitiendo que la ciencia se
asomara hasta los inicios del universo.
Sin embargo, las voces contrarias a su instalación parecían de más
calado. El candidato a la presidencia de Estados Unidos, el senador
demócrata Bernie Sanders, mostró su solidaridad con los isleños en Twitter:
«Estoy junto a los nativos hawaianos que se manifiestan pacíficamente para
proteger su montaña sagrada de Mauna Kea». Por su parte, la popular
congresista demócrata Alexandria Ocasio-Cortez, escribió: «Algo poderoso
está sucediendo en Estados Unidos, la gente se une para proteger su
dignidad, derechos y tierra sagrada con una acción masiva, pacífica y
colectiva». A esto se unía la impaciencia de los demás integrantes del
consorcio, como Japón, India, Canadá y China.
Decidieron explorar más seriamente el plan b: una diminuta isla
española que destacaba por sus cielos límpidos. El Roque de los
Muchachos, en La Palma, presentaba inconvenientes: 2426 metros en lugar
de los 4200 de la isla del Pacífico y, en especial, su mayor lejanía de los
Estados Unidos y sus universidades. Pero sopesemos los pros, dijeron: para
empezar, las instituciones españolas, desde el Gobierno al Congreso y
Canarias en todos los niveles, habían mostrado públicamente su deseo de
que el TMT se construyese en aquella cumbre y les concedieron en un
tiempo breve los permisos para edificar. Sí, era verdad que también aquí se
enfrentaban a grupos de ecologistas, pero menos organizados y sin apoyo
popular. La justicia tumbó en un primer momento la concesión de los
terrenos al Instituto Astrofísico de Canarias por carecer de la preceptiva
declaración de impacto ambiental, tras la denuncia del colectivo ecologista
Ben Magec, que prometió continuar oponiéndose al proyecto por todos los
medios. Otro punto a favor era que los cuarenta millones de dólares
previstos para el mantenimiento en el territorio americano podrían
descender a la mitad en la isla de las Estrellas.
EL PERRO DEL INFIERNO
COMPLEJO ASTROFÍSICO
Roque de los Muchachos. 2426 metros.
Viernes, 8 de enero de 2021

Vaya día de perros que les esperaba.


Los tres integrantes de la empresa de seguridad contratada por el Instituto
de Astrofísica de Canarias miraban a través de la cristalera de la cafetería el
nevado terraplén asolado por el viento. Desde el verano se sucedían los
actos de vandalismo: pintadas amenazantes, cortes de cables eléctricos y de
comunicaciones. Lo más grave, que había motivado la contratación de
seguridad externa, había sido la explosión de una caseta que albergaba unos
transformadores de vital importancia.
—¡Joder!, cómo se ha puesto esto, ¿no? —dijo el más joven, un
veinteañero al que llamaban Raúl, bajo de estatura para el estándar de la
profesión. Estaba embobado viendo nevar.
Al final, las advertencias sobre la borrasca Filomena se habían
quedado cortas. Aquello era un desastre. Aun a miles de kilómetros del
continente, los efectos los alcanzaban de pleno. La temperatura se había
desplomado durante la madrugada y, ahora, ocho y treinta de la mañana, el
paisaje daba escalofríos. Había nevado intensamente toda la noche y ya no
se apreciaban carreteras, caminos ni señales. La bruma era espesa y los
observatorios, tan blancos como el resto del entorno, indistinguibles. Por si
fuera poco, el viento incrementaba el frío de la montaña. Cinco grados bajo
cero en el exterior; apenas seis grados dentro de la cafetería.
—La última vez que vi nevar fue en Zaragoza, hace muchos años, pero
aquí, de esta forma, nunca —dijo Juan José, el de más edad.
—En la península ha sido mucho peor —dijo el de aspecto más fuerte.
Aparte de la identificación del complejo, sobre la chaqueta llevaba una
placa con su nombre: Julio Martín—. Cientos de conductores atrapados en
la carretera. Madrid colapsó y tuvieron que cerrar el aeropuerto de Barajas
al tráfico aéreo. Un auténtico caos—. Mojó medio cruasán en el café y miró
el reloj.
—¿Ese te lo dejaron los Reyes Magos? —dijo Raúl, señalándole la
muñeca.
—Sí, mi mujer.
—¿Es de esos inteligentes?
—No, esos no los entiendo. Este es clásico, de los de toda la vida.
¿Ves?, solo tengo que mirarlo así y ya me dice que faltan cinco minutos
para tu turno.
—Joder, ¡qué frío! —dijo Juan José.
—Atentos a cualquier cosa —advirtió Martín—. No es día para subir
hasta aquí a hacer cabronadas, pero nunca se sabe. Nos pagan para que
velemos por la seguridad, haga frío o calor.
—A la orden —dijo el joven, llevándose de forma burlona la mano
abierta a la frente.
—Andar por ahí fuera hoy tiene mucho peligro. No se ve dónde acaba
el suelo seguro y aparece el barranco —dijo el mayor.
—Ya, pero esta gente está medio loca. Son capaces de todo. Cualquier
cosa, no duden en despertarme —dijo el jefe.
Abandonaron el local. Los que comenzaban turno se dirigieron a la
sala de vigilancia donde controlaban múltiples zonas del complejo
astrofísico a través de monitores.
Aquel día, las pantallas parecían emitir el mismo canal, la nieve los
igualaba. La bruma cargada de agua se deslizaba veloz por entre los
observatorios; su aullido se perdía en la distancia justo en el momento en
que aparecía una nueva ráfaga.
Vaya puto día.
Pasaron las horas sin novedad. Al mediodía les informaron de que habían
cortado la carretera de subida al Roque. Más tranquilidad para ellos, se
dijeron, que así no tendrían que atender a posibles entusiastas de las
primeras nevadas.
—No me hace gracia el asunto. —Raúl se sacó un auricular de plástico
blanco de la oreja—. En realidad, estamos bloqueados aquí: ni pueden
llegar ni podemos escapar.
—¿Y a dónde quieres escapar?
—Es un decir. Pero acojona un poco, ¿no? Piénsalo: por un lado, el
abismo; por el otro, la carretera cortada. Y punto.
—Tú ves muchas películas de miedo. Quédate tranquilo, el Cabildo ya
habrá enviado el camión quitanieves. Además, no hay ningún peligro que
afrontar aquí y…
El hombre mayor calló. Raúl no le hacía caso. Tenía la boca abierta, el
ceño fruncido. Vio cómo extraía el otro auricular. Lentamente, se inclinó
hacia los monitores.
—¿Qué te pasa? ¿Me escuchas o no?
—¿Qué… qué mierda es eso, tío? —Señaló una pantalla.
Se inclinó también, despacio, incrédulo, en silencio. De una esquina
del observatorio Galileo emergía la cabeza de un animal.
—¿Qué es? ¡Coño!, ¿qué es?
Apareció el resto del cuerpo. Se asemejaba a un perro negro; no, más
grande: a un lobo.
—¡Mierda, mierda…! —gritó Juan José.
—Parece un lobo, pero ¡joder!, ¡es más grande que yo! —dijo Raúl.
—Avisa a Martín, corre.
—¡¿Cómo ha llegado un lobo aquí, Juan?!
—¡Corre!
CUEVAS COLGANTES
PARQUE NACIONAL CALDERA DE TABURIENTE
El Paso
Febrero de 2020

La vista del precipicio que se abría a sus pies daba vértigo. Habían
encontrado un pequeño remanso en la pendiente cubierta de deslizante
pinillo y preparaban el equipo para el descenso vertical. A pesar de la
seguridad con la que se movía su compañero Roberto técnico deportivo
especialista en espeleología, la experiencia le indicaba que no debía
confiarse. Un mal paso en aquel terreno suponía que tuvieran que recoger
sus restos cientos de metros más abajo.
Mientras se colocaba el casco, los guantes y demás accesorios para
hacer rápel con seguridad, Jun se tranquilizó pensando que ya era una
veterana en aquellas situaciones. Al principio, cuando la contrataron para
encabezar el proyecto de Cuevas Colgantes, lo había pasado mucho peor.
Era experta en cuevas y yacimientos arqueológicos, en ese campo se sentía
cómoda. Podía pasar horas arrastrándose por el suelo de una cavidad y
cepillando capas de sedimentos para un muestreo antracológico. Su mente,
más en sintonía con lo que llamaban rata de biblioteca, se mostraba inmune
a la claustrofobia. Pero las cavernas que iban a explorar se abrían en lugares
poco accesibles. Había que ser un jodido deportista, un escalador, para
llegar a ellas. Después de casi tres años, habían catalogado medio centenar
de nuevas grutas que los antiguos benahoaritas utilizaban con fines
habitacionales y, sobre todo, funerarios. Muchas de ellas ya habían sido
expoliadas. Una lástima tanto ultraje fruto del desconocimiento. Otras, en
cambio, seguían intactas, tal y como las dejaron los indígenas hacía más de
quinientos años, tras la conquista de la isla atlántica por los castellanos.
Cuando presentía que pisaba por primera vez un lugar único y, de hecho,
sagrado, la embargaba una emoción que ella comparaba con estar
enamorada: la misma alegría eléctrica, como alguien a quien liberaban tras
años esclavizado. Era esa sensación de plenitud.
Al atarse la hebilla del casco, pensó que ya se había olvidado del
pálpito del enamoramiento. Después de dejarlo con aquel novio de la
universidad, sus relaciones habían sido superficiales y poco duraderas. La
culpa era suya. No buscaba apoyarse en alguien, crear proyectos conjuntos
y esas cosas. Con veintisiete años, aún se veía joven para formar un hogar o
engendrar hijos. No, no había sitio en su vida para ese tipo de amor. Tal vez
nunca lo hubiera, en realidad. Ya se había acostumbrado a la soledad. No
era esa soledad deprimente que le habían contado, al contrario: en su
aislamiento de los demás había conseguido crecer como persona, como
mujer. Y eso incluía su lado oscuro, lo sabía. Y lo aceptaba.
—¿Lista? —preguntó su compañero, que había asegurado las cuerdas
en los troncos de dos pinos.
—No, pero vamos allá —dijo ella con una sonrisa falsa.
—Tienes que estar bien concentrada. Es importante.
—Claro, descuida.
—Vamos a utilizar unas poleas para que sea más fácil y seguro. Y
recuerda: el descenso, suave, fluido —dijo él mientras le pasaba la cuerda
por la cintura y por la espalda.
—¿A cuánto calculas que está la boca de entrada?
—Por lo que vimos con el dron, a unos quince metros de progresión
vertical.
—De acuerdo. ¡Joder! —lanzó el improperio para liberar tensión.
—Tranquila. Ya lo hemos hecho muchas veces. Vamos a ir despacio,
poco a poco. Suelta y baja con los pies en la pared, y con esta mano
controla la cuerda, ¿sí?
—Venga, vamos allá, no hagas que me lo piense más.
—Okey. Voy delante. Desciendo dos metros y espero a que llegues a
mi lado.
El hombre caminó de espaldas hacia el abismo; en el borde, dio un
salto y desapareció de la vista. Ella aguardó, nerviosa, abriendo y cerrando
con fuerza la mano sobre la soga.
—¡Dale, Jun! —oyó la voz de su compañero como un eco lejano.
Se dejó ir de espaldas, aferrada al cordel, mientras sus piernas se
movían por inercia, ajenas a su voluntad. Alcanzó el pretil. Y el mundo le
dio vueltas. Definitivamente, aquel no era su sitio.
—No mires al fondo, ya sabes. Primero un paso y luego otro, como si
ya fueras a tocar el final, ¿vale? Suave, despacio. Tenemos todo el tiempo.
La voz de Roberto le parecía un bálsamo, pero a la vez oía el rechinar
de los arneses, el crujido de la cuerda, las piedrecitas chasqueando bajo sus
botas, el quejido del pino que la sostenía al mecerse por la brisa. Tenía que
reconocer que la descarga de adrenalina que le provocaba el peligro la hacía
sentir viva. Persiguiendo esa excitación que la conducía a tomar conciencia
de sus límites, en el pasado había cometido actos imprudentes. Era su lado
oscuro.
Entonces, la piedra de apoyo se desprendió y ella bajó tres metros en
un segundo. Roberto vio como lo sobrepasaba en caída libre. Jun cerró con
fuerza el paso de la cuerda y frenó en seco. Como había perdido la posición,
no pudo evitar golpearse la cabeza y una rodilla contra la pared. No gritó.
Miró arriba, a su compañero, casi pidiendo perdón. Roberto se dio unos
toques sobre el caso.
—Mucha atención —gritó. Luego, más calmado, se interesó por ella
—: ¿Estás bien?
Jun levantó el pulgar. Él se descolgó hasta su altura. Seguía pegada al
risco.
—Nos queda poco ya —dijo Roberto—. Recupera la postura.
Jun tensó los músculos de los brazos, tirando de la cuerda, y logró
apoyar los pies. Lista para dejarse caer varios metros más. Roberto saltó
hacia atrás. Se frenó y esperó. Ella lo imitó a la perfección. Después del
susto, el resto del descenso transcurrió sin sobresaltos.
Alcanzaron al fin, a trece metros de la cima, la boca de la cueva que
habían divisado horas antes en la pantalla del móvil que recibía las
imágenes del diminuto dron. Esta nueva tecnología constituía un gran
avance para discernir la viabilidad de exploración y el interés de una
cavidad antes de irse allá con todo el equipo.
La entrada era estrecha. Roberto, que fue el primero en intentar
introducirse, tuvo dificultades, dada su corpulencia. Se deshizo de los
enganches y abrió paso para que Jun se metiese. Ella no era pequeña, pero
le resultó más fácil que a su compañero. Dejaron la cuerda asegurada en el
interior y encendieron las linternas de los cascos. Gatearon por el escabroso
pasadizo con extremo cuidado, analizando con detenimiento suelo y
paredes, en busca de posibles restos o señales de presencia humana. No
parecía que el lugar hubiese sido contaminado. Cinco metros más allá,
desembocaba en una minúscula sala de techo abovedado, con una altura de
apenas metro y medio que los obligaba a encorvarse.
Examinaron la estancia. Nada que destacar a simple vista. Parecía otra
gruta estéril más. Casi de frente se adivinaba otro pasadizo angosto.
Roberto se tiró al suelo para atravesarlo. A la espera de su turno, Jun
encendió una potente linterna de mano y con su haz recorrió las paredes
abruptas. Los minerales brillaban como pequeños animales que abriesen los
ojos por primera vez.
—¡Listo! Sígueme —dijo Roberto.
Apagó la linterna y se la colgó del enganche en la cadera. Se arrodilló
y, cuando levantó la vista para medir la altura del orificio, se quedó
petrificada. No podía creerlo. Parpadeó, pasó el dorso de la mano por la
frente, secando las gotitas de sudor, e inmóvil, forzó la mirada para que la
bombilla de su casco no provocara falsas sombras.
—¡Espera, Roberto! Aquí hay algo.
Con cierto temblor de manos, volvió a tomar la linterna mayor.
Retrocedió un metro y enfocó al frente de la pequeña cavidad, por donde ya
aparecían los pies de su compañero, que reculaba.
—¿Qué pasa? —dijo Roberto, incorporándose ante ella.
Jun no pudo articular palabra. Mantenía los ojos abiertos como dos
luceros. Por fin, con un ademán de barbilla, dijo:
—Si esto es lo que parece, hemos hecho el descubrimiento del siglo.
Roberto se giró y miró donde incidía la luminosidad. Adivinó unas
líneas, unos dibujos, alguno casi antropomorfo. Claramente era una
inscripción, quién sabía si un aviso de un benahoarita. Aunque también
podía tratarse de la gamberrada de algún muchacho. En cualquier caso, era
un hallazgo inesperado que quizá constituyese un punto de inflexión en la
arqueología de la isla, donde nunca se habían datado pinturas rupestres.
Se miraron, asombrados. Sonrieron, incrédulos. Jun se acercó al
grabado. A primera vista, parecía hecho con carbones. Reconoció en el
trazo la intencionalidad de dar un sentido al mensaje. Habría que realizar
estudios antracológicos y sondear la cueva para filtrar unidades
estratigráficas en busca de algún tipo de industria lítica, malacológica,
cerámica, restos humanos o fauna terrestre. Quizá encontrasen algo que
aclarase cómo usaban la caverna los aborígenes. Por la ubicación y la forma
de la cueva, ella se inclinaba por una funcionalidad funeraria, pero tenía que
hallar pruebas. Y no perder la calma. Debía proceder como científica para
no contaminar la zona. Lo primero sería ponerse en contacto con el
inspector de Patrimonio del Cabildo insular y, por supuesto, con la directora
de Patrimonio del Gobierno de Canarias. Necesitarían la opinión de otros
expertos.
—¿Sabes lo que esto significa, Roberto? —preguntó, eufórica, sin
esperar respuesta.
Incluso en aquella oscuridad, Roberto apreció el cambio de semblante
de su compañera, que había dejado su permanente gesto de preocupación,
de enfado con el mundo, y se mostraba risueña. Sus ojos destellaban como
los de un gato. Nunca la había visto tan resplandeciente. La consideraba
hermosa, pero solo viéndola así se le pasó por la cabeza el sentimiento de
cariño, como si se le abriese un pasadizo oculto para acercarse a su corazón.
Deseó abrazarla y reír juntos.
Ella lo apartó. Volvió a su intensa concentración.
—Alumbra aquí —ordenó.
DÍA DE PERROS
COMPLEJO ASTROFÍSICO
Roque de los Muchachos
Viernes, 8 de enero de 2021

Raúl dejó solo a Juan José en la sala de vigilancia y corrió lo más rápido
que pudo por el pasillo del edificio. Cayó al doblar una esquina y perdió el
arma. Nervioso, se incorporó e intentó colocarla en su sitio mientras volvía
a correr. Las rachas de viento y nieve golpeaban los ventanales con quejidos
lastimeros. Sabía dónde acostumbraba a echarse Julio en la zona de
descanso. Encendió la luz y lo llamó con urgencia desde la puerta. El otro
no se inmutó. Se acercó a la cama y lo zarandeó.
—¡Julio!, despierta, levanta.
—¿Qué pasa? ¿Qué hora es?
—Ven, corre, tenemos una incidencia seria.
—¿Una incidencia? ¡¿Qué cojones es eso?! Háblame normal.
—Has de verla tú mismo. Si no, no me creerás. Ven, Juan José espera
en la sala de monitores.
Julio movió su corpachón, apartó el saco de dormir que lo cubría y se
sentó en el catre para ponerse las botas, pues se había acostado vestido.
Siguió al más joven. Cuando llegaron donde la videovigilancia, ya se
encontraba plenamente despierto, aunque con la boca reseca.
—¿Qué pasa, Juan José? —preguntó al compañero.
—Mira eso. —Señaló la pantalla central.
Julio se inclinó. La nieve y la neblina emborronaban la imagen. Acercó
la silla. Vio la enorme sombra y se sentó.
—¿Qué es?
—No estamos seguros. Es como un lobo, ¿no? —intervino Raúl.
—Aquí no hay lobos.
—Pues un perro… ¿Te has cruzado con alguno de ese tamaño?
—Es muy lanudo —dijo Juan José—. Parece una mezcla de perro y
cabra.
—Hay cabras salvajes aquí, en la Caldera, ¿verdad? ¿Cómo se llaman?
—dijo el más joven—. Tienen un nombre…
—Arruís —confirmó Julio.
Se miraron los tres, no conformes con sus propias respuestas. Al fin,
Julio, el jefe, tomó la decisión:
—Cojan abrigo. Vamos hasta allí.
—Yo conduzco —dijo Raúl, alborozado.
—¿Estás seguro, Julio? —le dijo en un aparte Juan José—. Sea lo que
sea ese bicho, no ha hecho pintadas ni ha puesto bombas.
—Es muy inusual, no podemos quedarnos con los brazos cruzados.
Hay que averiguar de qué se trata. Nos pagan por esto, ¿no?
En el exterior, el viento aullaba arrastrando maleza. Los hombres
recibieron el impacto del frío, al que no estaban acostumbrados. Subieron a
un viejo Renault Clio, que se resistió al arranque.
—¡Vamos, joder! —exclamó Raúl.
—Tranquilo —ordenó Julio—. No lo atosigues, que lo ahogas.
—Y no vayas a toda leche, a ver si nos matamos —remató Juan José.
Después de una prolongada tos, la mecánica entró en funcionamiento y
el vehículo avanzó por el asfalto. La carretera había desaparecido bajo la
nieve y solo adivinaban sus límites por los pequeños matojos que crecían en
sus orillas. A veces, las ráfagas dejaban al descubierto el firme. Recorrieron
así, a tientas, los trescientos metros que los separaban del Telescopio
Nazionale Galileo, uno de los primeros observatorios instalados en el
Roque. Eran famosas las fotografías de promoción en las que su cúpula
brillaba al borde del precipicio, perfilada sobre un cielo de un azul
profundo. A pesar de su gran tamaño, no les resultó fácil divisarlo.
—Mira, el cartel. —Raúl se afanaba por limpiar el vaho que cubría el
interior del parabrisas—. Debe estar ahí delante.
—Pues para aquí —dijo Julio.
Los demás lo miraron.
—No queremos asustarlo con el coche.
Asintieron.
—Julio —dijo Raúl—, ¿qué hago si…? ¿Qué hago si veo esa cosa?
Julio dudó, planteándose la misma pregunta. Soltó la manija de la
puerta y se giró hacia sus compañeros.
—Si crees que es un animal, le disparas en la cabeza… —Asintieron
—. Y si crees que es otra cosa…
No acabó la frase. Pero ellos necesitaban la respuesta.
—¡¿Qué?!
—Si es otra cosa, también. ¡Vamos!
Salieron del coche. No cerraron las puertas para no hacer ruido. Julio
desenfundó su arma reglamentaria. Los otros lo imitaron, siguiéndolo. Unos
pasos más allá, levantaron la vista cuando una ráfaga dejó al descubierto la
silueta plateada del Galileo. Su volumen era desmesurado. El temporal allí
bramaba como si estuviera aterrizando ante sus narices una nave espacial.
Esperaron. Por un instante, el viento amainó, la bruma cesó de correr
despavorida y el rugido desapareció.
Y entonces lo vieron. Los tres lo vieron.
Parecía un perro, negro, peludo, con ojos encendidos y colmillos
afilados. Raúl, nervioso, descargó la munición, cinco disparos rápidos que
impactaron por la pared, pero ni se acercaron al objetivo.
—¡Joder, Raúl!
—¿¡Qué?!
—¡No me jodas!
—Casi le doy.
—Rodeemos el edificio —ordenó Julio—. Ustedes vayan por la
derecha. ¡Y no disparen si no están seguros! A ver si nos vamos a matar.
Se separaron. Con sigilo, cada uno tomó una dirección. Juan José y
Raúl avanzaron decididos. Doblaron las dos primeras esquinas. Al afrontar
el lado norte, la niebla se hizo más densa, hasta el punto de que no veían
más allá de tres metros. Caminaron pegados a la pared. A mitad de trayecto
se percataron de las letras pintadas. Juan José pasó un dedo por una de las
líneas y se manchó. Continuaron con cautela. Raúl no terminaba de librarse
de la incertidumbre de desconocer si le quedaba alguna bala en el cargador.
Delante de él, Juan José se detuvo y puso una rodilla en el suelo. Había
visto algo. Raúl asomó la cabeza por encima de su hombro, tratando de
abrir los ojos más allá de lo físicamente factible. Vio una sombra. Un bulto
oscuro.
—¿Hay alguien ahí? —gritó Juan José a la espesura blanca.
—¿Julio? ¿¡Eres tú!? —casi chilló Raúl.
—Sí, soy yo. Voy a acercarme, tranquilos.
La silueta desdibujada tomó forma hasta que identificaron al jefe.
—¿Nada? —preguntó a los dos.
—Del bicho, ni rastro. Pero hemos descubierto una pintada. Es
reciente.
—Lo que me imaginaba. Estos cabrones no descansan.
En ese momento oyeron un alarido, o un aullido, o un ladrido.
—Todavía están aquí. Vamos a por ellos.
Los tres se adentraron en la bruma a la carrera, y en unos segundos se
perdieron la referencia. Saltaron de la terraza adoquinada del observatorio y
aterrizaron en la superficie volcánica e irregular de la montaña. Cada uno
hizo lo que su instinto le dictó. Raúl se agazapó, estirado de mala manera
sobre la vieja colada cubierta de nieve, sujetando tembloroso el arma con su
posible última bala en la recámara. Juan José continuó trastabillando hacia
lo desconocido, la Parabellum delante de sus narices, por si escuchaba algo
diferente al silbido del viento. Más adelante, Julio se abría camino a buen
paso. Sabía que no estaba lejos de las barranqueras que rompían de forma
abrupta la explanada. Le llegaron ruidos de piedras rodando. Echó la rodilla
al suelo. Sacó la linterna de un enganche lateral de la cadera, la sujetó con
la mano izquierda y apoyó sobre ella la pistola. Pero no fue una buena
decisión: la niebla hacía que la luz rebotara, creando figuras falsas con los
remolinos del viento y, además, pensó, lo volvía más visible. La apagó. Sus
pupilas reaccionaron con un crecimiento instantáneo que le permitió ver lo
que antes no veía. ¡Y ahí estaba! ¡Joder, aquellos ojos! El animal saltó hacia
él con una agilidad asombrosa. Julio se tiró a un lado como movido por un
resorte, al tiempo que disparaba una bala loca que se perdió en el infinito.
Se dio un buen golpe en el costado. Se incorporó raudo.
—¡Por aquí, por aquí! —gritó, corriendo tras la sombra.
Los demás se movieron en esa dirección. No sabían hacia dónde se
dirigían, pero eran conscientes de que la montaña se acababa. Unos metros
más allá, el viento chillaba, limpiando la visión. Julio divisó una vereda que
descendía hasta el vacío flanqueada por riscos de formas esperpénticas.
Fuera lo que fuera aquello, no tenía escapatoria.
Se le unió Juan José, jadeante. Bajaron con cautela, examinando
recovecos y escondrijos. Alcanzaron el fin de lo transitable. Las nubes y los
bufidos de aire ascendían formando espirales.
De súbito, un rugido a sus espaldas los sobresaltó, y antes de que se
giraran, aquella alimaña los arrolló y, de un salto prodigioso, se esfumó en
el abismo.
Con el pasmo reflejado en sus rostros, los hombres emprendieron la
senda de regreso, sacudiéndose las ropas, cabizbajos, sin mediar palabra,
incapaces de enfundar sus armas. En el rellano del camino divisaron a Raúl,
inmóvil, los brazos extendidos a los lados del cuerpo, con la pistola en la
mano derecha y la linterna en la izquierda. Se acercaron por detrás. Él no
reaccionó.
—Ya está, Raúl —dijo Julio—. Ese bicho se mató solo.
El joven no pareció escucharlo. Estaba como ido.
Los otros lo rodearon. Juan José levantó la linterna y le alumbró la
cara. Una mezcla de pánico y estupor se le traslucía vívidamente por los
ojos y la boca.
—¿Te encuentras bien? ¿Estás herido?
—¿Qué coño te pasa?
Lentamente, levantó la mano que portaba el foco. Los demás miraron
hacia donde iluminaba. Era un recoveco, una roca que, al derrumbarse,
había dejado al descubierto su interior. Pero lo que vieron a continuación
los paralizó. Una figura humana, consumida y momificada sobre unos
troncos a modo de crucifijo les daba las buenas noches con una sonrisa de
dientes descarnados y unas cuencas vacías que les producían un terror más
atávico que los ojos infernales del perro negro que acababan de enviar al
otro mundo.
No, aquel no era un buen día.
Cuando reaccionaron, Julio recapituló en voz alta los acontecimientos
vividos, más que nada para poner un poco de sensatez en aquella locura.
Debían tener la misma versión cuando lo contaran. Él regresaría al centro
de vigilancia para dar el aviso a la Guardia Civil mientras los otros
custodiaban el lugar, cuidando de no tocar la zona, por si hubiese alguna
huella o indicio. Aunque hubo protestas y planes alternativos, se hizo lo que
Julio dijo.
EL HOGAR
CASA DEL SARGENTO
Puntallana
Viernes, 8 de enero de 2021

Miró el reloj del Nissan: las cinco y treinta de la tarde. Llovía con fuerza y
las nubes negras habían convertido el día en noche. Y eso que dijeron que la
Filomena no los alcanzaría. Había tardado más de una hora en cruzar la
cumbre, la carretera de montaña que unía las dos partes de la isla. Todos
evitaban circular por ella en días así, pero a algunos no les quedaba más
remedio y circulaban con luz antiniebla y lo más despacio posible. Aun así,
solía haber salidas de calzada, derrapes y accidentes.
Cuando abandonó el asfalto y descendió por la pista de cemento que
conducía a su vivienda sintió alivio. Habían decidido alquilar aquella casa,
más grande de lo que sus necesidades requerían y algo apartada del caserío,
porque su mujer se había enamorado de la panorámica sobre el océano. Él
hubiese preferido vivir más cerca de los servicios urbanos. Su casa
encantadora los obligaba a coger el coche para ir al supermercado, a la
farmacia, al cine. Además, tanto mar junto lo agobiaba, lo inquietaba. Era
isleño, había nacido y crecido rodeado de agua, pero siempre le tuvo
respeto. Y miedo, qué carajo, debía reconocerlo. De hecho, ya no recordaba
la última vez que se había dado un chapuzón. Hacía mucho. Pero allí vivía,
en una casa en lo alto del acantilado, con todas las vistas al mar que pudiera
imaginar.
Su mujer había metido el coche de cualquier manera debajo del volado
del porche. Debía de haber llegado durante el aguacero. Sin detener el
limpiaparabrisas, que no lograba evacuar de forma eficaz, consultó los
mensajes del móvil. Nada relevante. Solo un wasap de una compañera del
Puesto. Tenía una notificación en el calendario que no había consultado. La
abrió por curiosidad. Ponía «ginecólogo». Se golpeó la frente con la palma.
«Mierda», dijo. Había olvidado por completo la cita.
Guardó el teléfono en el bolsillo del vaquero, apagó el contacto y, con
agilidad, cruzó la terraza bajo la tromba de agua.
Al entrar en la casa, encontró a su mujer recostada en el sofá que
dominaba el salón en penumbra, ante la cristalera. Los rayos de la tormenta
destellaban con frecuencia, ahuyentando las sombras a latigazos. Ella tenía
una copa de vino en la mano y llevaba la bata de algodón cardado que él le
había regalado el día de Reyes. La miró de reojo mientras dejaba en el
aparador las llaves, la cartera, la placa y la Ramona dentro de su funda.
Ella, en cambio, no lo miró, absorta en el espectáculo de lluvia y
relámpagos. Él sabía que estaba de mal humor.
—Hola. Menuda tarde de perros —dijo, aún en el descansillo.
No obtuvo respuesta.
Bajó dos escalones y se acomodó en su sillón.
—¿Cómo te fue en el médico?
Ella le dirigió una mirada dura. Había llorado. Se encogió de hombros
y apretó los labios.
—Me fue imposible venir. Lo siento de verdad —dijo él—. Aunque no
hubiera tenido tanto papeleo, tampoco habría llegado a tiempo. He tardado
hora y media en cruzar la cumbre por culpa de la tormenta.
—No importa. Ya estoy acostumbrada —dijo ella al fin. El tono de
desgana le confirmó su enfado.
Él ya presentía que aquella actitud de cabreo subliminal, de cierto
victimismo, «estoy fatal, ¿sabes?, pero no importa», desencadenaría una
noche de discusión. Y, francamente, ya no soportaría otra riña por motivos
nimios. No entendía por qué ella se las arreglaba para meter los dedos en la
llaga y escarbar hasta hacer sangre si tampoco quería mal rollo.
—Sé que te lo prometí, pero no he podido.
—Nerviosa como estaba, he tenido que conducir bajo la lluvia y
esperar en la consulta, sola —se le quebró la voz—; parecía una madre
soltera en medio de las otras parejas.
—Lo siento, Nina, pero me ha sido imposible.
Ella bebió. Pensó en lo que iba a decir, en el alcance de sus palabras y
en las consecuencias.
—Te olvidaste —dijo.
El dedo penetrando en plena llaga. Él lo ignoró.
—Bueno, ya está. Cuéntame, ¿qué te ha dicho? ¿Va todo bien?
Ella acabó la copa. Se puso en pie con dificultad, se encaminó hacia la
cocina. Él quiso cogerle la mano cuando pasó por su lado, pero ella se zafó
con un gesto violento.
Al regresar con la copa llena, le dejó caer el móvil.
—Ese es tu hijo —contestó con apatía.
Él le dio al play del vídeo. Una ecografía mostraba lo que con algo de
fe se intuía como un cuerpecito; sí, por fin atisbaba la cara, una mano. Pero
enseguida se deformaba. Aun así, era real. Estaba allí, allí dentro, y estaba
vivo. Le impactó la secuencia. La vio varias veces, en silencio. Contuvo las
lágrimas. Al levantar la vista, tropezó con su mirada de sorpresa. ¿Se
extrañaba de que se emocionase contemplando a su futuro hijo?, pensó él.
¿Tan insensible lo creía? ¿Tan ajeno a aquella nueva experiencia de ser
padres? Pero ese sentimiento de ella se revelaba mucho más cercano que la
desidia o el enojo. Se secó los ojos con el dorso de la mano e hizo ademán
de ocultar la cara. Sollozó, compungido. Un poco, quizá. Ella reaccionó al
instante: se incorporó y se sentó en el brazo del sillón. Le acarició el
cabello, consolándolo.
—Está todo bien, mi amor —le dijo—. Está perfecto. Perdona mi
actitud. Ha sido una tarde de muchos nervios. Te necesitaba a mi lado. Pero
ya pasó.
—Perdóname tú. La verdad es que no he podido llegar a tiempo.
—Lo importante es que estamos juntos en esto. A veces me agobio
pensando que te pueda ocurrir algo, que nos ocurra algo.
—No te preocupes tanto. Todo saldrá bien. Tenemos una buena razón
para que nos salga bien —dijo, señalando la imagen del teléfono.
Nina se puso en pie y bebió un sorbo de la copa de vino.
—He de decirte algo sobre eso —dijo, al fin, mirando el infinito.
Él también se levantó.
—¿Hay algo que no va bien?
Ella pareció volver de un ensimismamiento.
—No, no. No es referente al bebé, tranquilo. Bueno, en realidad, sí.
—Cuéntame, por favor.
—Creo que no te gustará.
—Lo soportaré.
—He llamado a mi madre.
—¿Y?
—Le he pedido que venga, que me acompañe en lo que queda de
embarazo y tras el nacimiento.
Él se separó de ella, bordeó la mesa del salón y se acercó al ventanal.
Fuera rugía la tormenta. A los pies del acantilado, el mar golpeaba con
saña, socavando con cada envite los cimientos. Cerró los ojos y respiró
hondo.
—Me parece muy bien. No tengo problema.
—¿Lo dices de verdad? Vivirá aquí, con nosotros.
—Sí, sí. Tú necesitas compañía y ayuda. Habrá muchos momentos en
los que yo no podré estar. Noches incluso, por los servicios especiales. Ya
sabes cómo va esto. Con tu madre aquí, los dos nos sentiremos más
tranquilos.
—¡Gracias a Dios! Pensé que te sentaría mal.
—¿Mal por qué? Solo asegúrate de hacer tú el café, que a ella le sale
asqueroso. Ah, y que no hable pestes todo el día sobre la calidad del agua,
del pan, de la carne, del pescado.
—¿Algo más? —Le pasó la mano por la cintura.
Él la abrazó por los hombros. Sin tacones, la cabeza de ella le llegaba
al pecho.
—Que no se queje del calor, de que tire la ropa en el baño, de la tapa
abierta…
—Pero es que todo eso lo haces.
—Ya, ya lo sé, pero con que me lo digas tú es suficiente.
Rieron.
—No te preocupes. Hablaré con ella.
La besó en la frente.
—Mira, se me ha quedado la boca amarga —dijo él con sorna—. ¿Qué
tal si preparo una tortilla con pimientos?
—Huuum, sabes que tengo hambre todo el día. Hazla de tamaño extra.
—Acompáñame y me sigues contando.
Fueron a la cocina. Él se puso un delantal con una inscripción: «Yo no
friego, soy el chef». Puso papas, pimientos rojo y verde, cebolla y cuatro
huevos sobre el poyo. Ella se sentó en el banco-arcón de madera que
rodeaba la mesa por tres lados. En el extremo, la ventana daba las mejores
vistas de la ciudad. Aun con la iluminación tenue, se podía contemplar la
espuma del mar que, enfurecido, arremetía contra el malecón de la nueva
playa.
Nina siguió hablando mientras él trabajaba.
—Me preocupa la boda de tu hermana.
—¿Por? Ella parece tenerlo todo controlado.
—¿Tú qué crees? Pues porque no sé qué ponerme: los vestidos me
sientan fatal. Tendré que llevar uno de esos a lo Demis Roussos. Y con los
pies hinchados, no podré llevar zapatos. Creo que no seré capaz de
moverme cuando llegue la fecha.
Él se reía ante su zozobra.
—Estarás bonita. La más bonita del baile, ya verás.
—Sí, la mesa camilla más bonita de la sala.
—No, eso no. Pero el más precioso barco velero, sí.
—¡Oye! No te burles, que es muy serio.
—No bailarás… Cruzarás la pista movida por los vientos.
—¡Pero serás cabrón!
Él le pidió silencio. Le había parecido oír algo.
Su móvil volvió a sonar. Con el índice levantado, le pidió que
esperase. Ella protestó, arrugando la nariz.
Al cabo de unos segundos, regresó a la cocina.
—Tengo que irme.
—¡¿Cómo, ahora?!
—Han descubierto otra.
—¿Otra?
—Otra momia. Arriba, en el Roque.
LA MOMIA DEL ROQUE
COMPLEJO ASTROFÍSICO
Roque de los Muchachos
Viernes, 8 de enero de 2021

El agua de la lluvia desbordaba las cunetas y, allí donde le parecía,


sobrepasaba las zanjas y cruzaba la calzada, anegándolo todo. Mientras el
sargento ascendía por una carretera de curvas imposibles a izquierda y
derecha, ponía los hechos en orden. El comandante había descartado que
hubiera caso cuando encontraron la momia en la cueva tras el incendio de
Garafía, pero la aparición de un segundo cuerpo momificado lo cambiaba
todo. Si reunía indicios que relacionasen ambos sucesos, no podría negarle
la evidencia. Ahí fuera había alguien —¿uno o más de uno?— que llevaba
un tiempo —¿cuánto en realidad?— secuestrando a personas para disecarlas
como un taxidermista. Necesitaba que algún experto en momias —¿momias
guanches?— le aclarase la existencia de algún ritual, alguna práctica
religiosa o funeraria de los antiguos pobladores que pudiera estar
reproduciéndose en la actualidad —¿y con qué fin?—. Recordó que hacía
unas semanas había visto en la tele la noticia del descubrimiento de unas
inscripciones en una cueva. La llamaron cueva Tiznada. Se acordaba
perfectamente porque estaba almorzando en casa de su hermana y, al
aparecer en pantalla la joven arqueóloga para explicarlo, ella le había
comentado que trabajaba con esa chica en el Museo Arqueológico
Benahoarita y que dudaba si invitarla a la boda o no. Pensaba invitar a todos
los compañeros, pero esa arqueóloga era —¿cómo dijo?— demasiado
extraña. «Igual por ser tan rara declina acudir», le había dicho él. Se quedó
mirándola mientras su hermana hablaba. Observó su expresión ausente
cuando otro tomaba la palabra, su incomodidad ante aquella exposición
pública y esa aparente fragilidad —piel pálida como de muñeca, labios
sonrosados, sin maquillaje— que contrastaba con su larga estructura ósea,
sus brazos tonificados y su mandíbula ancha. Daba la impresión de que era
una de esas mujeres coraje.
—Total, que no me gusta nada —había dicho su hermana para concluir
el alegato al que él no había prestado atención.
Él había señalado el televisor con el ovillo de los espaguetis.
—Pues a mí me gusta.
—Ya, a ti siempre te han gustado raritas.
Cuando terminó la lluvia, apareció la nieve, que hacía la conducción
más peligrosa, pues desaparecían los límites y las referencias. Un poco más
arriba ya se encontró la vía cortada. Había un grupo de operarios del
Cabildo y una pareja de guardias que charlaban junto al quitanieves,
buscando el calor del motor. Se identificó. Le informaron que ya habían
subido los del comité judicial y que había desprendimientos de rocas y
taludes en la zona de los Andenes. Para continuar hasta el observatorio, era
preferible seguir al camión, aunque con mucho cuidado, pues al quitar la
nieve quedaban las placas de hielo. Un desliz ahí arriba y podía acabar un
kilómetro más abajo, en el fondo del barranco.
La ascensión, lenta, se le hizo larga. Cuando alcanzó, al fin, la meseta
de los observatorios, tenía congelados los dedos y el culo. El paisaje le
transmitió tranquilidad. Las nubes, espesas, quedaban ahora bajo su mirada.
Todo el lugar aparecía cubierto por un manto blanco, salpicado de forma
irregular por algún arbusto. De no saber que se encontraba en una isla
atlántica frente a las costas africanas, habría confundido aquella montaña
con una estación de esquí europea. El frío era intenso. La tarde llegaba a su
fin y el sol ya solo hacía coloridas reverberaciones por debajo de las nubes.
Condujo hasta las proximidades del Galileo, donde había varios
vehículos. Se puso una cazadora y una gorra de lana, y salió del
todoterreno. Volvió a identificarse ante un guardia que le informó por dónde
debía ir. Desde la explanada del edificio divisó el grupo. Habían instalado
unos focos potentes. Observó los impactos de bala en la pared y, al dar la
vuelta por el lado norte, tomó nota de la pintada: «Lugar sagrado, no
TMT».
Con las manos en los bolsillos de la chaqueta, buscó la vereda que
descendía. Encontró a los demás. Le salió al paso su compañero de la
Judicial, el subteniente Paco Andrades, alto, algo grueso, un andaluz de ojos
claros y pelo rubio que, a pesar del tiempo que llevaba en la isla, aún no
había perdido ni una mijita de su acento. En la Unidad lo habían apodado
Cohones, un término con el que solía apostillar sus frases.
—Tenemos a otra amiga tuya.
—Qué sorpresa, ¿no?
—Pero esta es más guapa.
—Ah, ¿sí?
—Sí, sí, sin duda, ya verás. Guapa de cohones.
—¿Lo mismo que la otra vez?
—Igual, todo igual. Tenías razón: había más momias escondidas por
ahí.
—¿Quién la descubrió?
—Te vas a mear de risa con esta historia.
—Con este frío no me saldría ni gota. Dime.
—Pues resulta que están los tres vigilantes…
—¿Vigilantes de qué?
—El Astrofísico ha contratado un servicio de seguridad, cohones. Lo
de las pintadas y los desperfectos ocurre desde hace un tiempo.
—Vale, sigue.
—Están los tres vigilantes, que parecen el feo, el bueno y el malo,
mirando las pantallas allí, cerca de la residencia, calentitos, y ¿qué ven?
—Venga, Andrades, no andes con misterios.
—Pues ven un demonio.
—Un demonio —repitió, incrédulo. Se echó el aliento en el cuenco de
las manos mientras desplazaba de forma alternativa el peso de una pierna a
otra.
—Sí, eso dicen, cohones, un perro o un lobo gigantesco con los ojos
encendidos de rabia. Salieron tras él y se toparon con este pequeño
derrumbe y tu novia cadáver.
—¿Dónde están?
—Allí, son aquellos tres con uniforme gris. El más fuerte es el
encargado.
Se acercaron al lugar de los hechos. En el interior de la cavidad, el
forense enviado por el juez examinaba en cuclillas el cuerpo momificado.
—Buenas tardes, doctor.
—De buena tiene poco, ¿no cree?
—Ya. ¿Puede contarme algo?
—¿Y qué quiere que le cuente? A la vista está: una momia guanche.
Hasta que no se hagan pruebas de carbono y de ADN, no sabremos más.
—¿Es hombre o mujer?
—A bote pronto le diría que mujer, por lo que aprecio en la forma del
coxis y el cráneo, pero hay que hacer mediciones, ver la mandíbula… Se
necesita instrumental, más luz y menos frío.
—Ya, claro. ¿Y si le pregunto cuánto tiempo hace que falleció?
—Pues otra pregunta sin respuesta. Por lo menos ahora mismo. Se
necesitan pruebas. La momificación es, por así decirlo, de primera calidad.
El responsable sabía lo que hacía. No hay restos de pupas ni insectos ni
evidencias de corrupción o saponización…
—¿De qué? —lo interrumpió.
—Saponización. Las partes blandas se vuelven jabonosas. Es un
proceso natural, más común en mujeres, por el que la grasa corporal se
degrada sin putrefacción. Ocurre cuando el cadáver permanece sumergido
en agua o en ambientes húmedos.
—Por tanto, ¿este cuerpo ha estado en un sitio seco?
—Más que seco, diría que en un lugar con estabilidad térmica, sin
humedad, sin luz, sin aire…
—Una cueva.
—Una cueva, un sótano, un zulo.
—Entonces, doctor, ¿este cadáver ha estado aquí desde que falleció?
El médico pensó un instante.
—No. Yo creo que no. Una momificación requiere un espacio más
amplio. Como un lugar de trabajo, ¿entiendes? Hacen falta días y un
método para preparar el cuerpo. En esta rendija no pudo celebrarse ese
ritual funerario.
—Fue trasladado posteriormente aquí.
—Sí, seguro.
El sargento señaló la tinaja a los pies del madero que sujetaba al
esqueleto.
—Ahí están las vísceras, ¿verdad?
—Juraría que sí, pero habría que analizarlo en el laboratorio. Ahora
mismo no es más que una masa petrificada.
—Ya le habrán dicho que esta es la segunda momia que encontramos.
—Sí, su compañero…
—En esa ocasión, también había una vasija y la palabra «canopus»
escrita en la pared.
—Sí, mire. —El forense movió la tinaja y detrás apareció el mismo
vocablo, escrito con trazo irregular y carbón—. Los egipcios llamaban
canopo o vaso canopo al recipiente donde almacenaban los órganos de los
momificados.
El sargento se incorporó. Pidió una linterna. La luz de los focos
proyectaba su sombra, impidiéndole ver con claridad. Alumbró la pared del
fondo, el techo, el suelo. Ninguna nueva marca.
—¿Hará usted el análisis forense? La otra vez se encargó una doctora.
—Sí, la doctora Coello, es la especialista, la que más experiencia tiene
en estos casos. Una mujer muy concienzuda, ¿entiendes?, muy tiquismiquis,
no se le pasa nada por alto.
—Ha trabajado con ella.
—Sí, con ella todo ha sido un trabajo. Es mi exmujer.
—Vaya, bien, de acuerdo. —No tenía tiempo ni interés en profundizar
en los detalles—. Pues ya hablaré con la doctora.
Se despidió del médico y se dirigió al grupo de vigilantes.
—Buenas noches. Soy el sargento encargado. ¿Tienen grabadas las
imágenes de las cámaras de seguridad? Vamos a verlas y me cuentan qué ha
ocurrido.
LA AUTOPSIA
HOSPITAL GENERAL DE LA PALMA
Breña Alta
Lunes, 11 de enero de 2021

Después del mar, lo que más le aterrorizaba lo tenía delante: el hospital. No


soportaba el olor a quirófano ni la desolación de los azulejos verde
grisáceos que intentaban mitigar con carteles sobre la salud del diabético o
las infecciones respiratorias; le inquietaba el deambular de los profesionales
con sus batas y zuecos blancos, y sobre todo los pacientes, con sus caras de
angustia y sus cuerpos estropeados. Igual que con el mar, procuraba no
acercarse por allí. Pero aquella mañana no le quedaba otra que adentrarse en
el vientre de aquel monstruo para recibir el informe preliminar de la
forense.
Aparcó como pudo, encima de un terraplén. No se olvidó de llevar
consigo la libreta y la grabadora. Buscó la entrada principal del edificio,
que, paradójicamente, se encontraba en una planta baja, a oscuras, saturada
de vehículos debido a la estrechez de espacio. Aquella arquitectura se le
hacía un galimatías. Y dentro era aún peor: escaleras, pasillos, ascensores,
señales confusas, sucesión mareante de azulejos verdes y grises, carrusel de
rostros enfermos, de batas blancas.
Se perdió. Acabó en Maternidad, en el pasillo de las parturientas, que
paseaban arriba y abajo sus voluminosas barrigas mientras sus hombres las
acompañaban con cara de susto. Preguntó a una enfermera. La explicación
no le permitió llegar al departamento de Medicina Forense, pero lo acercó
lo bastante como para al fin dar con su destino.
Tuvo que esperar a la doctora Coello. No había dónde sentarse, por lo
que aposentó el trasero sobre el suelo frío y estiró las piernas cuan largo era.
Últimamente dedicaba mucho tiempo a esperar. Estaba acostumbrado: en
los sitios pequeños, de vida lenta, la paciencia era una virtud con la que se
nacía. Los médicos forenses de la isla, adscritos al Instituto de Medicina
Legal, no dependían del Servicio Canario de Salud, sino del Ministerio de
Justicia. De hecho, aquellas salas para realizar las autopsias eran, por así
decirlo, prestadas por el hospital. No disponían de personal auxiliar,
vehículos ni otros medios más allá de los precisos para su trabajo. Unos
años atrás, había habido un caos monumental en el servicio: coincidieron
las vacaciones de unos forenses con las bajas laborales por enfermedad de
otros, con lo que se acumularon cadáveres durante dos semanas, para
disgusto de las familias que no pudieron proceder al enterramiento.
Como de costumbre, la doctora tenía un mal día y pagaba su mal
humor con el primero que le dirigiera la palabra.
—Buenos días, doctora —dijo el sargento, incorporándose en cuanto la
vio llegar.
—Buenos días para ti, que seguro te pasas el tiempo tocándote los
huevos —contestó ella sin mirarlo, ocupada en elegir la llave correcta de
entre un denso manojo.
—Siento las prisas, doctora, pero su análisis es crucial para esta
investigación.
No se podía negar que la mujer era puro nervio. Casi en sentido literal,
porque apenas le quedaba carne. Se fijó en la fragilidad de su cuello, unas
tiras de piel arrugada que daban la impresión de no poder sostener la
voluminosa cabeza, una coliflor de rizos de color ¿rosado? Pensó que debía
tener edad más que suficiente para jubilarse y que no lo había hecho porque
se trataba de una de esas personas para las que su trabajo era su vida; si se
acababa el trabajo, se acababa la vida.
—Y una mierda.
—¿Perdón?
—No, no te perdono, guapito de cara —le dijo, echándole un vistazo
de arriba abajo. Abrió la puerta y encendió las luces al entrar—. Mira,
trabajo diez horas de lunes a viernes. Digo yo que tengo derecho a
descansar el fin de semana, ¿no?
—Sí, por supuesto, pero…
—Ni peros ni peras. La gente tiene la fea costumbre de matarse los fines
de semana o, si no, los de la Judicial vienen siempre con tantas prisas que
no te queda otro remedio que sacrificarte. ¡Pero ya está bien, hombre!
¿Sabes cuántas horas le metí el sábado a tu momia? —Movió la nube de
algodón rosado al decir aquello, y su cabeza siguió balanceándose de forma
automática como si fuera una muñeca. Ella advirtió que él se había
percatado de su desagradable principio de párkinson, pero disimulaba, y
relajó su actitud.
—Lo siento, de verdad —dijo él.
—Bueno, había que hacerlo y ya está hecho.
Entraron en la sala de autopsias. En la boca del monstruo. Allí se
concentraba buena parte de los temores del agente. Fue respirar aquel aire
aséptico, el vaho desinfectante que lo envolvía todo, y estresarse. La
doctora bordeó la mesa en la que examinaba los cadáveres, una plancha de
aluminio con un sumidero y unos grifos en la cabecera. Se acercó a la pared
del fondo, donde se apilaban los nichos, también metálicos, de la morgue.
Tiró de la manija y una camilla con un bulto tapado por una sábana recorrió
los rieles.
—Lo que te voy a decir ahora y mucho más lo tienes en el informe. Si
te surge alguna pregunta, me la haces —advirtió la forense. Él asintió sin
apartar la vista de la camilla—. No te quedes con la duda y vayas a meter la
pata, insisto. Consúltame. —Tiró de la tela y dejó expuesta la momia, con
aquella expresión de terror ancestral en un rostro sin ojos.
Al sargento le subió un vahído y palideció. La doctora esperaba esta
reacción.
—¿A que es bonita tu novia? —Mostró una sonrisa de dientes largos y
amarillentos. Era su venganza.
Sintió que le fallaban las piernas, intentó sujetarse al camastro, pero
tocó sin querer la pierna de la momia. La retiró al instante, sobresaltado.
—¡Joder!
—Bueno, ahora que hemos quedado en paz, venga, recomponte, que
esto es muy interesante. ¿Estás con nosotras?
«Con nosotras», claramente dijo «con nosotras». La situación rozaba
lo esperpéntico. Atrapado con dos momias en una sala de disecciones. Que
comenzara el baile. Pensó que resultaba una anécdota graciosa para contar a
sus compañeros. Sus novias cadáveres. Descojonante. Intentó mantener la
atención en las explicaciones de la momia que aún se mantenía en pie. Sacó
la grabadora y la encendió.
—Soy olvidadizo. Así puedo consultarlo si lo necesito —se excusó.
—De acuerdo. Has de entender que tenemos delante un cadáver
momificado con técnicas no naturales muy bien implementadas, visto el
alto nivel de conservación. Según mi experiencia, sigue los procedimientos
de los guanches. Ya sabes que decimos «guanches» para generalizar;
«benahoritas» es el término preciso. Y, como te mostraré a continuación,
esto implica una serie de elementos que nos pueden aportar información
relevante. —La doctora se acercó a la mesa auxiliar y cogió un bisturí largo.
Volvió con aquel temblor en la cabeza—. Se trata de una mujer de unos
veinticinco años, no alcanza el metro sesenta, pelirroja. —Eiroa advirtió los
restos del cabello que permanecían en el cráneo—. He enviado muestras
para el análisis de ADN y de carbono-14, pero sabes que tardará. De todos
modos, ya te digo yo que no es una momia prehistórica, llevará muerta dos
o tres años. El estado de conservación es perfecto. Solo se ha desprendido la
mano derecha, pero creo que ha sido por la brusquedad con la que la han
manipulado tus compañeros. —Con el bisturí levantó lo que parecía una
falda—. Bien, lo primero que vemos es que han vestido a la víctima con
estos ropajes confeccionados con el pellejo de una cabra autóctona, al igual
que la vez anterior. Tiene este pelaje corto y este color característico.
Sigamos. Toda la piel ha sido embadurnada con grasa. La he analizado:
mezcla sebo de cochino con plantas aromáticas, como orégano y tomillo.
—Como si adobara un bistec —puntualizó él, y ella lo miró con
semblante seco y una mueca en sus labios finos—. Perdón.
—No interrumpas con coñadas. Continuemos: luego aplicaron una
evisceración total.
—¿Eso qué es?
—Le sacaron las vísceras: pulmones, intestinos, riñones, cerebro.
—Y lo depositaron en el canopus, la tinaja esa, ¿no?
—Sí, enseguida te hablaré de eso. Pero, ahora que te tengo delante,
déjame incidir en algo que creo significativo. Ya te lo apunté en el informe
de la momia de hace medio año: han dejado el corazón. Curioso.
—¿Curioso?
—Sí, esto no es habitual. De hecho, en la literatura sobre momificaciones
canarias, se recoge que a menudo permanecía el cerebro, pero no el
corazón. Esto obligó al que hizo este trabajo a recubrir el corazón con este
material oscuro. —Señaló la cavidad del abdomen—. ¿Lo ves? Es una
mezcla de lapilli, ya sabes, lo que llamamos picón, piedrecillas volcánicas
con otras sustancias: hierbas, pinillo, un ligero compuesto de arsénico. Esta
amalgama es un desecante que impide la corrupción de los tejidos del
órgano. —La forense se incorporó y miró al sargento—. Interesante, ¿no?
—Sí, mucho.
—Déjame que me refresque. Tengo la boca seca. —Se dirigió a su
bolso, sacó una petaca enfundada en terciopelo atigrado y tragó varios
sorbos. Regresó. Él no dijo nada, pero ella le explicó—: En este trabajo
debes darte a la bebida de vez en cuando. Para resistir, ¿entiendes?
—Sí, claro. También en el mío.
—Perdona, hombre. ¿Quieres?
—No, no, es muy temprano. Gracias.
—Bueno, sigamos, que ahora viene lo bueno. Hemos quedado en que
fue momificada con métodos artificiales, es decir, con la intervención
humana. Esto implica unas condiciones especiales del espacio donde
permaneció conservada: una mínima fluctuación de temperaturas, bien
ventilado y sin humedades. No muestra saponificación. Un lugar
compatible sería, no sé, una cueva, un sótano. Me refiero a que no fue
disecada donde la encontraron. El cuerpo ya momificado se trasladó a esa
ubicación posteriormente.
—De acuerdo.
—Segundo punto. Este cadáver me ha contado más que el anterior, quizá
porque es más reciente. Esta persona, en vida, permaneció encadenada no
sé durante cuánto tiempo, pero con algo metálico que le dejó huellas de
desgaste, de fricción, en los tobillos. Tengo ahí las radiografías. No hay
señales en las muñecas. Los huesos siempre hablan, ¿sabes?, y sus palabras
trascienden la muerte.
—Ahora sí aceptaría un trago.
—Sí. Yo tomaré otro. —La doctora caminó hasta el bolso, sacó la
petaca, se alzó para alcanzar un vaso de plástico de una vitrina y vertió
líquido dorado en él—. No hay otra cosa —se disculpó.
—Está bien así. Salud.
—Salud.
Dieron un sorbo.
—¡Coñac! —dijo él con un carraspeo. El alcohol le limpió la tráquea.
—¿Y qué esperabas? ¿Anís del Mono?
—Debe tener usted las tuberías bien resistentes.
—¿Cómo crees que me conservo tan bien? —dijo ella sin asomo de
ironía, incapaz de mantener la cabeza quieta.
—Ya veo, ya veo.
—Bueno, sigamos. Esto te va a entusiasmar. —Se guardó la petaca en
el bolsillo—. He encontrado marcas de un probable corte en la yugular.
Pienso que la causa última de la muerte fue una hemorragia generalizada,
un shock hipovolémico. La desangraron. Pero, entre nosotros, eso debió de
ser un alivio para la víctima.
—¿Qué quiere decir?
—Verás, el proceso de mirlado se puede acelerar de varias maneras,
por ejemplo, con una exposición continuada al sol, pero la más eficaz
consiste en privar de alimento y de líquidos a la persona aún viva, hasta
adelgazarla al máximo, eso facilita la momificación posterior del cuerpo.
—¡Joder! Así que, si la entiendo bien, la matan de hambre y sed, luego
la desangran y la momifican.
—Algo así.
—¿Y cuánto duró ese proceso?
—¿Quién sabe? Quince días, un mes o el tiempo que les diera la gana
prolongar ese martirio.
El sargento no lograba recobrar el tono saludable. Se terminó la
bebida. Arrugó el vaso, haciéndolo crujir, y buscó dónde tirarlo. La doctora
le indicó una papelera.
—Necesito identificar a la víctima, si es posible —dijo sin mirarla—.
Y fechar de forma más precisa su muerte.
—Bueno, ya sabes que enviamos fuera de la isla las muestras para esos
análisis y que tardan.
—¿Cuánto?
—Lo que quieran. Como estamos en el culo del mundo y no vamos a ir
a protestar, nos dejarán a la cola. En fin, ya llegarán. ¿Qué quieres que te
diga?
—Con el cadáver momificado anterior esperamos más de tres meses.
—Los resultados del análisis de estupefacientes son más rápidos. De
todos modos, conocer la identidad de esta chica no bastará para atrapar al
asesino.
—Estos casos son difíciles. Hay que tener paciencia e ir acumulando
pruebas, indicios, detalles. Todo importa, todo ayuda.
—Ah, ahora que lo mencionas, acabo de acordarme de otra diferencia
respecto al anterior cuerpo. —Se dirigió de nuevo hacia la pared donde
estaban las alacenas. Abrió un estante y señaló la tinaja—. Ven, que yo no
puedo.
Él la levantó sin esfuerzo y la puso sobre el poyo.
—Este es el canopo. —Él asintió—. Efectivamente, contenía los
órganos. Estaban cubiertos por una capa del mismo material desecante con
el que rellenaron el cuerpo. Por eso no habían iniciado el proceso de
putrefacción, pero se apelmazaron, formando una masa pétrea.
—Parecido a la vez anterior, ¿no?
—Sí, eso sí. Pero, cuando pude separar algunas capas, apareció un
cordel. Tiré para ir desgajándolo y, al final, apareció esto. —Abrió una
gaveta, extrajo una bolsa de papel y dejó caer su contenido en la otra mano
—: Un medallón, o un colgante, no sé. Parece de esas baratijas que venden
las tiendas de artesanías a los turistas.
—¡Vaya! Tendré que llevármelo.
—Ya sabes dónde debes firmar.
—Doctora Coello, le agradezco mucho su premura. Sé que ha sido un
gran esfuerzo.
—Sí, sí, sí. No me agradezcas tanto. Es mi trabajo. Yo hago el mío y tú
haces el tuyo. ¿Sabes cuál es el tuyo?
—Atrapar al cabrón que hace esto.
—Brindemos por eso. —Sacó la petaca y engulló un trago largo—. No
te brindo porque tendrás que conducir y no quiero que te detenga la policía.
—Sonrió, socarrona—. Pero a mí nada me impide echarme otro pelotazo. A
no ser que vayas a detenerme tú. —La cabeza casi se le desencajó al
guiñarle un ojo.
—No, no, está bien. —Arrastró las palabras. Lo había puesto nervioso
—. No se preocupe, parece que ya no me hace falta. Avíseme cuando le
lleguen los resultados de las pruebas.
—Descuida, guapetón.
IRUENE
PUESTO DE LA GUARDIA CIVIL
Los Llanos de Aridane
Unidad de la Policía Judicial
Sábado, 9 de enero de 2021

El viernes acabó las pesquisas y los primeros interrogatorios a cada uno de


los vigilantes ya de madrugada. Repasó también la grabación de las
cámaras junto al encargado, que parecía el más sereno, tomando notas.
Tras pasar por casa, ducharse y descansar unas horas, volvió a cruzar
la cumbre el sábado por la mañana para elaborar el informe. Le llevó hora y
media. Lo imprimió, incluyendo fotografías, lo metió en una carpeta marrón
y pegó en la cubierta: «Momias. Caso 2». Debajo, la fecha del hallazgo del
cuerpo. Esperó a que llegara el comandante.
Abrió el cajón de su mesa, rebuscó y extrajo una carpeta similar. Leyó
la fecha: 20 de agosto de 2020, cinco meses atrás. También aquel hallazgo
fue fortuito: el incendio había dejado al descubierto la entrada a la cueva
donde se encontraba el cuerpo —¿hacía cuánto?—. Se acordó de un detalle.
Leyó rápido el informe del análisis de la sustancia pegajosa, derretida, que
rebañó de la roca: plástico de composición densa impregnado de tintas y
solventes. Había apuntado a mano lo que el técnico del laboratorio le había
aclarado por teléfono: hule, mantel con imágenes impresas. Se retrepó en la
silla y puso las manos tras la cabeza, haciendo crujir el respaldo. La sala
dedicada a la Judicial era reducida y caótica, repleta de mesas, armarios,
ordenadores, papeleras, montones de carpetas, pilas de papeles e informes.
El comandante disfrutaba de su propio despacho, con una cristalera siempre
cegada por las persianas, pero el espacio sobrante tendía a cero igualmente.
Al menos no debía compartirlo con nadie. La sala, sin embargo, era un
campo de batalla para los seis agentes. No había intimidad ni secretos allí:
todos conocían los detalles de los casos de los otros. Circulaban hasta los
pormenores de la vida privada de cada uno. No había posibilidad de que no
fuera así. El presupuesto era el que era y había que tener en cuenta que se
encontraban en una isla menor dentro de un archipiélago a tres horas de
avión del continente. Para la Unión Europea, revestía carácter de región
ultraperiférica, pero eran un punto estratégico en el mercadeo de
estupefacientes, con diferencia el delito que más les ocupaba. Resultado:
mucho trabajo, escasos medios. Una momia no se consideraba importante
para destinar tiempo y agentes, ni mucho menos el dinero de los impuestos.
—Así que ha aparecido otra de esas chicas tan guapas.
Lo sacó de sus divagaciones la voz de tenor del subteniente Andrades.
Su aspecto físico correspondía a un luchador entrado en carnes, con unas
manos gruesas y torpes, pero la naturaleza lo compensaba con un corazón
igual de grande. La palabra que mejor lo definía era bonachón. Si querías
confiarle un secreto, adelante; si necesitabas un compañero para una
vigilancia, ahí estaba; si te urgía que te cubriera ante el comandante, él era
tu hombre. Siempre recurrían a Paco en busca de favores. Lástima que no
fuera un lumbreras; de eso andaba corto. No estaba claro por qué lo habían
destinado a la Judicial, pero era el más confiable del grupo. Todo lo
contrario que Ignacio Lafuente, su pareja en los servicios, que entró tras él.
—Ahora ya puedes ir a llorarle al comandante, ¿no? —dijo Nacho con
su voz carrasposa de fumador empedernido. Era el único del Puesto que
fumaba, y eso, entre otros detalles, lo hacía insufrible como compañero. En
una vigilancia, por ejemplo, no se podía compartir con él un coche o algún
emplazamiento de camuflaje; salía a fumar constantemente y luego su ropa
y aliento apestaban a nicotina. Allí mismo, cada quince minutos
abandonaba el edificio para echar las fumarolas junto a una acacia marchita
de un pequeño jardín al otro lado de la calle.
—Déjalo, Nacho, cohones —intervino Paco, poniéndole su mano
enorme sobre el hombro—, para una vez que alguno tiene un caso
interesante.
—¿Interesante? ¡Venga ya! Un loco desenterró algunos cuerpos y los
desperdigó por cuevas perdidas. Han aparecido ahora por casualidad, pero
no hay caso. Y si no, acuérdate de mí, Palmero, cuando hables con el
comandante.
Lo apodaban así porque era el único oriundo en la Unidad.
—Bueno, si hay conexión entre los dos cuerpos, ya tenemos caso —
apuntó Paco—. Además, se comprobó que la primera momia era una chica
que había desaparecido, ¿verdad?
Eiroa asintió con un arqueo de cejas. Le resultaba pasmoso cómo los
demás conocían hechos que nunca se habían discutido ni comentado en su
presencia.
—Ah, sí, aquella holandesa. ¿Te acuerdas, Paco? Yo sí. —Nacho
insistió—: La actitud del novio era sospechosa. No se pudo demostrar nada,
pero resultaba evidente que discutieron, la asfixió y escondió el cuerpo.
Seguro que, con el clima de montaña, se momificó, un perturbado lo
encontró y practicó algún ritual de brujería en una cueva.
—¿Brujería? —preguntó Paco.
—Bueno, hay un gran apogeo de estos grupos de naturalistas y
defensores de la cultura guanche. Están de moda, hacen conferencias de lo
que llaman arqueoastronomía —silabeó la palabra—, o algo así. Estudian la
visión del cosmos de los antiguos pobladores de la isla. Y sus lugares
sagrados. Se reúnen de madrugada para ver salir el sol en esos sitios,
organizan excursiones en busca de restos arqueológicos, ¿no los habéis
visto? ¡Vamos! Y son profesores y eso, no os creáis. ¡Pero si tienen hasta
una revista! ¿Cómo se llama? Esperad, os lo digo ya. —Se dirigió a su
mesa.
—Nada, hombre —intervino Paco—. Tú a lo tuyo, Palmero. Hay caso,
cohones. A lo mejor no te dejan trabajar en él en tus horas, pero…
—Iruene —gritó Nacho—. La revista se llama Iruene, es un término
aborigen que significa algo así como perro del demonio. Búscalo —le dijo a
Eiroa.
Perro del demonio. Aquello sí era interesante. Cogió su libreta de
notas, buscó los apuntes de los interrogatorios de los tres vigilantes, escribió
aquella palabra y la recuadró con una flecha apuntando a «perro gigante».
Tal vez la aparición de aquel animal y la de los cuerpos momificados
estuviesen conectadas.
—Voy a seguir esa información. Gracias, Nacho.
—Hazme caso y pasa del tema. Serán muchas horas para poca
ganancia. Y a ti ahora te hace falta estar en tu casa, papá —dijo con guasa.
Ni un secreto. Como una familia. Joder.
Abrió el navegador. Tecleó «Iruene». Leyó entradas donde aclaraban
que los benahoaritas la usaban para designar un perro endemoniado, un can
grande y peludo que aparecía algunas noches para masacrar el rebaño de
cabras. Algo más abajo, clicó sobre el enlace del sitio web Iruene. Visualizó
fugazmente vídeos de conferencias, charlas, una expedición de un grupo
reducido hasta una montaña remota para ver el solsticio de primavera.
Miraban en silencio hacia el risco de enfrente y, cuando aparecían los
primeros rayos de sol, estallaban en gritos de júbilo y satisfacción; decían
estar contentos por experimentar lo mismo que los ancestros. Luego
mostraban grabados rupestres, una sucesión de hoyos en la roca que
llamaban cazoletas y unas inscripciones con formas humanas. Escribió ese
vocablo: «antropomorfo».
En los vídeos siempre aparecía Javier, la persona de más edad, que
daba todas las explicaciones a cámara. Apuntó el nombre. Un enlace
llevaba a otro sitio web donde se mostraban los diferentes números de la
revista Iruene. Ojeó algunos. Tocaban temas sobre arqueología y
yacimientos, prehistoria de la isla, vida y ritos de los primeros pobladores.
El tal Javier, Javier Fernández, figuraba como director. Buscó más
información sobre él: profesor de Secundaria, apasionado de estos temas
desde hacía un par de décadas, autor de varios libros. Desde una posición de
aficionado, impulsaba y transmitía el interés por la arqueología y la defensa
de los yacimientos y lugares sagrados de los awara. El grupo que había
formado no parecía radical en sus ideas. Su postura de rechazo a la
instalación de nuevas infraestructuras en el Roque tampoco daba la
impresión de llegar al extremo de cometer delitos como las pintadas o los
sabotajes y robo de material. Dedicó media hora más a profundizar sobre
los integrantes de Iruene. Dos profesores más, un fotógrafo, un empleado de
banco amante de la naturaleza, un guía starlight —escribió esto— y el
propietario de la imprenta donde se producían las revistas. Apuntó un
correo electrónico y un número de móvil.
Siguió esperando al comandante. Se acordó de la arqueóloga de la
cueva Tiznada. Buscó en YouTube la rueda de prensa de la presentación del
hallazgo. Averiguó dónde había estudiado, cuál era su especialidad, su edad
y lugar de nacimiento. Tenía publicados varios trabajos sobre excavaciones
en diferentes yacimientos y un estudio sobre las características de una
momia encontrada en un municipio del norte.
EL PROFESOR
PARANINFO IES ALONSO PÉREZ DÍAZ
Santa Cruz de La Palma
Martes, 12 de enero de 2021

Las campanas de El Salvador anunciaron con lánguidos tañidos las doce


del mediodía justo cuando Eiroa atravesaba la plaza. Las palomas,
asustadas, alzaron el vuelo para refugiarse en la ya históricamente cagada
estatua del Padre Díaz, que aguantaba todo, impertérrita.
Subió las escaleras de piedra. Delante del portón de la iglesia, se giró
para contemplar el resto del recinto, separado del tramo inicial de la calle
O’Daly por unas esbeltas y frágiles palmeras, tan antiguas como la esfinge
del cura, en el centro; al otro lado, la fachada del ayuntamiento completaba
el conjunto arquitectónico renacentista más importante de las islas.
Sobrevolando la plaza, permanecía el tendido de luces amarillas y adornos
de la reciente navidad. En los macetones y formando arcos entre las
palmeras, aún había ramilletes de flor de Pascua. De los ventanales del
consistorio y de las demás casas ilustres colgaban damascos granates con
escudos bordados en oro. No necesitaba demasiado la vieja ciudad para
lucir su belleza, pero esa estampa se le antojaba encantadora al sargento.
Pasó de largo la antigua Sociedad La Cosmológica, museo y
hemeroteca, subió hacia San Sebastián, giró a la izquierda y caminó por
delante del Teatro Circo de Marte; luego cruzó la plaza de Santo Domingo,
y volvió a enfrentarse a otras escaleras hasta el instituto Alonso Pérez Díaz.
Toda la ciudad se desplegaba en pendiente. Llegó fatigado hasta la portería
y tuvo que tomar aliento antes de preguntar al bedel por el profesor Javier
Fernández.
Lo hicieron esperar en el recibidor, al pie de la escalinata que ascendía
hasta las aulas, la secretaría y la sala de profesores. Los estudiantes subían y
bajaban en grupos, hacían corros junto a las columnas, con alboroto a veces,
sin reparar en su presencia. Conocía bien aquel edificio, había cursado el
bachillerato allí. Buenos recuerdos acudieron a su mente. Obvió los malos,
que también los hubo. En aquella época, mientras los demás disfrutaban de
la adolescencia, él se buscaba a sí mismo. Fueron años duros: intensos
sentimientos atosigándolo a diario y, por encima de todo, aquella idea de
dejar de existir, aquel deseo de reiniciar, de ser otro, de borrar lo vivido y
volver a probar suerte.
El barullo de los muchachos y su propio ensimismamiento le
impidieron advertir la llegada del profesor. Se saludaron sin contacto físico
y ambos hicieron un gesto para asegurarse de que sus mascarillas les
cubrían la nariz.
Javier Fernández, profesor de Historia, especialista en prehistoria y
gran estudioso de la cultura aborigen, era de baja estatura, regordete pero
fuerte, afable y que bien podría doblar la edad del sargento.
—Como le comenté por teléfono, profesor, el motivo de esta charla es
únicamente buscar información sobre ciertos aspectos de la vida y
costumbres de los antiguos awara para comprender mejor un caso que
estamos estudiando —dijo, con las manos en los bolsillos del pantalón.
Evitó el término «investigar» para que sonara menos grave.
—Claro, por supuesto. Es un placer ayudar. Y este tema, cómo lo diría,
me puede; es mi pasión.
—¿Tiene un despacho o algo más privado donde hablar?
—No, qué va. Solo el director disfruta de despacho individual, todo lo
demás es comunitario aquí —dijo, campechano, aunque Eiroa advirtió la
desconfianza en su mirada—. Pero podemos pedirle al conserje que nos
abra el paraninfo. —Señaló el amplio salón que se abría a su izquierda, tras
las cristaleras—. Si no le importa sentarse en sillas de estudiantes.
—Recuerdo perfectamente el paraninfo. Un espacio demasiado
solemne para nuestra conversación, pero está bien.
—¿Estudió aquí?
—Bueno, estudiar no es del todo correcto, pero sí, aquí hice el
bachillerato.
—Supongo que no coincidimos, porque no lo recuerdo. ¿Cuándo fue
eso?
—Hace quince años. No, me acuerdo de todos mis profesores y usted
no daba clases en aquel entonces.
Les abrieron el salón de actos. Avanzaron por el pasillo ajedrezado
entre filas de esas sillas con soporte para escribir, hasta llegar cerca de la
tarima del teatrillo. Se sentaron frente a frente.
—Pues usted dirá.
—Quiero que sepa que soy un absoluto desconocedor de estos temas,
de modo que no se alarme si le hago preguntas muy obvias.
—Adelante, le contestaré como si fuera uno de mis alumnos.
—De acuerdo. Pues empecemos por el principio. ¿Qué es Iruene?
—Un demonio.
—Voy a coger notas, si no le importa. —Hizo un ademán con la mano
como si recogiera el carrete de una caña de pescar—. Siga, por favor.
—Verá, en la mitología awara, los pobladores de la isla antes de la
conquista castellana, Iruene era el nombre que designaba al dios del mal. La
existencia del mal en el mundo, como sabe, es tan antigua como la
humanidad misma. Las creencias de los hombres del pasado se basaban en
el mito y descargaban sobre los demonios o los malos espíritus, si lo
prefiere, la responsabilidad de las desgracias, las hambrunas y, sobre todo,
las enfermedades.
—He leído que se representa en forma de perro.
—Sí, así se ha recogido tradicionalmente. —El profesor se revolvió en
su asiento. Cruzó una pierna sobre la rodilla opuesta, ayudándose con una
mano—. Tiene su razón de ser. Para estos pobladores, el ganado era su
principal fuente de subsistencia, su bien más preciado. Y no había mayor
desgracia que la aparición de un perro rabioso, grande y peludo que
diezmara la cabaña.
—Pero, entonces, no era un ser mitológico, sino real.
—La religión de los awara era animista, todo tenía vida propia: el sol,
las estrellas, las piedras, los espíritus de los animales. Sus dioses y sus
demonios adoptaban cualquier forma.
Hizo una pausa, como si dudara de meterse en una explicación más
detallada. No parecía confiar demasiado en las entendederas de aquel
alumno especial. Tampoco veía la razón última de aquella explicación.
Decidió continuar.
—Es importante comprender que la función de estas creencias era,
sencillamente, sobrevivir. La vida en un peñasco aislado en medio del
Atlántico no debió de ser sencilla. Tenían que adaptarse al entorno,
entenderlo, ser parte de él. Los awara desarrollaron una profunda
cosmografía, un conocimiento de los hitos repetitivos que podían observar
en el cosmos, como la posición de las estrellas, cuándo y dónde se ponía y
salía el sol o cuándo había lluvias y sequías para sembrar o cosechar. Pocos
sitios en el mundo están tan llenos como esta isla de marcadores
astronómicos, registros, señales y grabados, que no se fraguaban por
capricho o azar, sino porque justo en esos puntos eran testigos de algún
fenómeno de la bóveda celeste que marcaba el devenir de su existencia y la
de los suyos. Me pregunta usted si Iruene era real: sí, sin duda; para ellos sí
lo era.
—Usted es el fundador y, digamos, líder de un colectivo al que le han
puesto ese nombre.
—Grupo Iruene, así es.
—¿A qué se dedican? ¿Cuál es el fin de esa asociación?
—¿Hay algún problema? ¿Ha pasado algo que nos incumba de algún
modo?
—No, no, qué va. No se preocupe. Cuénteme, ya llegaremos a eso más
tarde.
—Pues el Grupo Iruene surgió precisamente con el objetivo de estudiar
y entender esa cosmografía, esa visión del cosmos. Hacemos excursiones en
busca de yacimientos, de esos marcadores astronómicos; intentamos
interpretar el cielo tal y como lo hacían los awara, visitar esos puntos
sagrados y vivir los hitos astronómicos que fueron relevantes para ellos.
—¿El Roque de los Muchachos es uno de esos lugares sagrados?
—Sí, claro, sin duda.
—¿Hay yacimientos allí?
—Muchos. Por ejemplo, en lo que se conoce como el lomo del Llano
de las Lajitas, está uno de los más importantes de Canarias: un
amontonamiento de piedras, de lajas, muchas con grabados, que se ilumina
con el equinoccio de primavera, cuando el sol sale por la misma punta del
Roque; lo que convierte esa zona en un enorme marcador astronómico.
—¿Están ustedes en contra o a favor de la instalación de los
observatorios ahí, en el Roque?
—Ah, es eso —dijo Fernández, poniéndose en pie.
—¿Qué quiere decir?
—Verá, no me coge de nuevas. Ocurre siempre igual: pasa algo que
incomoda al intocable Instituto Astrofísico de Canarias y buscan chivos
expiatorios. —Gesticulaba con ambas manos, negaba con la cabeza y
apretaba los labios—. Mire, estos señores se creen los amos de las cumbres,
se apoderan del terreno, avasallan zonas protegidas, establecen las leyes a
su conveniencia y, si algunos protestamos, ¡ah!, ¡ahí están los ecologistas
rechazando el progreso de la isla!
—Cálmese. Solo he hecho una pregunta.
—Mire, hay algo que nos une con ellos: la isla y su cielo. La Palma es
uno de los mejores lugares del mundo para la observación astrofísica, por su
posición y por la limpieza y oscuridad de su bóveda celeste. Nosotros no
nos negamos a compartir esta bendición con la ciencia moderna, pero tienen
que respetar. ¿Sabe, por ejemplo, cuánto luchamos para que dejaran de
contaminar los acuíferos? Porque resulta que habían aprobado las obras de
sus primeras construcciones sin un plan de tratamiento de aguas residuales.
Y ahora, con el monstruo del TMT, pasa algo parecido. Los tribunales ya
han tumbado dos veces el proceso administrativo para su ubicación. En
connivencia con las instituciones, se creen que todo el monte es orégano, ya
me entiende, y retuercen la legalidad según sus intereses.
—¿Están en contra de la llegada del TMT?
—No, hombre, no. Y si lo estuviéramos, poco podríamos hacer.
Muchos de los miembros de Iruene somos amantes de la astronomía, de la
exploración científica, de la búsqueda de vida exterior. Todo eso. Y de
verdad que sería un privilegio que al fin se instalara aquí. Igual deja algún
beneficio para nuestra gente. Pero que hagan las cosas bien, carajo. No vale
avasallar y destrozar lugares con un pasado cultural y patrimonial valioso.
—¿Alguno de su grupo ha radicalizado su postura?
—¿Radicalizar? ¿A qué se refiere?
—¿Cree posible, por lo que hablan entre ustedes, que alguno cometa
actos de pillaje o vandalismo contra las instalaciones del Roque?
—¡Qué va, qué va! Eso jamás. Pongo la mano en el fuego por cada
uno de ellos. Son gente estudiada, ¿sabe?, profesores como yo, amantes de
la naturaleza y la cultura, personas con una vida arraigada aquí. Podemos
protestar y perjurar en nuestras charlas, pero ninguno llegaría tan lejos.
Nuestra única arma es usar nuestros conocimientos para denunciar
determinados hechos ante la opinión pública. Punto.
—¿Pintadas?
—No.
El sargento abandonó el bolígrafo sobre su libreta de notas. Giró las
rodillas para salir del pupitre y caminó hasta la tribuna, donde apoyó las
manos como si fuera a hacer flexiones. Dudaba si continuar, no iba a
obtener más información por ese camino. Decidió arriesgarse y ver la
reacción del profesor.
—Lo que voy a contarle está bajo secreto en una investigación en
curso —le advirtió—. El pasado viernes apareció una enorme pintada en el
lateral del Observatorio Galileo, ya sabe, «Fuera TMT» y esas cosas.
—Nada que ver, se lo aseguro —apuntilló enseguida Fernández.
—Las cámaras de videovigilancia captaron imágenes de un gran perro
negro deambulando por la zona.
—¡Vaya!
—Cuando los de seguridad fueron a por él, desapareció en la niebla,
supuestamente saltando al vacío de La Caldera.
—No sé qué decirle, la verdad. No creo que haya perros en esas
cumbres hoy en día. A lo sumo, algún perro cazador extraviado y muerto de
hambre. Me inclinaría a pensar que es un acto de vandalismo adornado con
parafernalia mitológica para meter miedo.
—Sí, probablemente.
—¿Era un perro o alguien disfrazado?
Eiroa arqueó las cejas y encogió los hombros.
—Había mucha niebla y esas cámaras no tienen definición. No lo sé
con seguridad.
—Lo más lógico es suponer que se trate de un pirado, o de varios.
Cuando los vigilantes lo persiguieron, ¿dice que desapareció abismo abajo?
—Sí, sin dejar ni rastro. Miembros del Grupo de Montaña se
descolgaron con cuerdas ayer por la mañana, una vez se despejó la nieve, y
no encontraron nada.
—Pues algo así solo puede hacerlo alguien bien entrenado que
acostumbre a saltar por esos riscos.
—¿Por ejemplo?
—No sé, se me ocurre que algún pastor, algún guarda del parque,
algún cazador tal vez, o alguien con buena preparación física y habilidoso
en el salto con lanza.
—Salto con lanza.
—Sí, lo habrá visto por la televisión al menos: los practicantes del
antiguo salto del pastor son capaces de deslizarse ladera abajo brincando de
risco en risco, ayudados por ese palo largo. Es acervo cultural, como la
lucha canaria. Existen hasta cursillos organizados por los ayuntamientos
para recuperar esa ancestral tradición popular.
—Sí, ya sé. Es cierto. Eso nos daría una explicación lógica.
—Ninguno de los de Iruene sabemos ni podemos saltar de esa manera,
se lo aseguro.
—Señor Fernández, le estoy muy agradecido por su tiempo y sus
explicaciones. Me gustaría seguir en contacto con usted para cualquier duda
que me surja.
—Por supuesto. Le doy mi número.
—Ya lo tengo.
Se encaminó hacia la salida, seguido por el profesor. A mitad de
trayecto, soltó de improviso una pregunta, apenas girando la cabeza para
que el otro lo escuchara, porque era como un pensamiento recurrente dicho
en voz alta:
—¿Sabe por qué momificaban los awara a sus muertos?
Al profesor le costó unos segundos procesar la pregunta, no se la
esperaba.
—Bueno, el fin último de la momificación era preparar el cuerpo para
su vida en el más allá. Los rituales y las prácticas funerarias de los
aborígenes darían para otra charla.
—Sí, me imagino. Quizá en otro momento.
—Desde luego. Cuando quiera, joven.
—Por favor, que la conversación de hoy quede entre usted y yo.
—Claro, pierda cuidado.
LA ARQUEÓLOGA
MUSEO ARQUEOLÓGICO BENAHOARITA (MAB)
Los Llanos de Aridane
Miércoles, 13 de enero de 2021

El paso del temporal había castigado el bello jardín que rodeaba el museo
arqueológico. Una cuadrilla de jardineros del ayuntamiento acometía la
limpieza de los parterres. Llamaba la atención la presencia de una roca
enorme, tan fuera de lugar que parecía un meteorito caído en la plaza. El
cartel explicativo decía, sin embargo, que se trataba de un yacimiento
arqueológico en sí mismo, cuatro toneladas de piedra que, ante el peligro de
deterioro al que se exponía en el punto donde fue descubierta, se había
trasladado lo más cerca posible del museo. Eiroa la miró con interés,
buscando algún tipo de grabado o pinturas. No encontró nada de eso, solo
unos huecos de diferentes tamaños y a distintas alturas. Leyó el panel:
«Sistema de cazoletas y canalillos utilizados en ritual aborigen de petición
de lluvias». «Pues agua sí han tenido», pensó Eiroa.
El MAB se levantaba al fondo del recinto, mostrando su característica
fachada, una estructura circular de cemento y cristal. El interior bullía de
actividad: una treintena de estudiantes deambulaba por la sala principal,
donde se mostraban aspectos de los primeros pobladores. Unos ojeaban con
interés unas cabañas de piedras y ramas, a tamaño real; otros leían los
grandes paneles explicativos, y, más allá, otro grupo atendía a las imágenes
de unos soportes audiovisuales.
—¡Hola! —reconoció la voz cantarina de Raquel, su hermana.
—Menudo movimiento hay aquí. ¿Es así todos los días?
—Bueno, se intenta. Esto es lo que le da vida a un museo, ¿sabes?, que
la gente entre e interactúe.
—Y yo que pensaba que era aburrido y estaba siempre en silencio.
Ella se rio.
—Vives en el pasado, muchacho. —Lo golpeó en el hombro con la
mano abierta, como para que espabilara.
—Los museos y yo nunca llegamos a congeniar.
—Ya, ya —dijo ella, asintiendo—. Bueno, dime, ¿ya hablaste con ella?
—¿Con la arqueóloga?
—Sí, hombre.
—Sí, por teléfono. Hemos quedado aquí. —Miró el reloj—. ¿Sabes
dónde está?
—No exactamente. Puede que en la sala superior o en el almacén,
abajo. Lo que sí sé es que hoy está de mala leche.
—¿Y eso? ¿Tiene uno de esos días del mes?
—¡No se te ocurra gastarle esas bromas a ella! ¿Me oíste?
—Vale, vale.
—Ponte serio. No la vaciles ni te tomes confianzas. Ya te dije que es
muy reservada, no entendería tus chistes.
—De acuerdo. No lo iba a hacer. Y deja ya de tratarme como a un
niño.
—Es que en ocasiones lo pareces. Recuerda, además, que es una de las
jefas y yo solo soy personal de administración.
—Que sí, que sí. Descuida.
—Voy a ver si la localizo. Tú siéntate ahí. Puedes leerte estos folletos.
—¿Folletos?
—Son sobre el museo y su labor. Así te culturizas —dijo ella,
estampándoselos contra el pecho.
—Vale. Oye, ¿y por qué está de mal humor?
—En una exposición temporal que preparan, un operario tiró una
vitrina llena de pequeños huesos y herramientas aborígenes.
—Joder.
—Han tenido que parar todo y, al parecer, se les echa el tiempo
encima. Bueno, espera ahí, que ahora vuelvo.
La vio alejarse. Se sentó junto a una pared y dejó los folletos a su lado.
Los muchachos hacían mucho ruido. Sus voces reverberaban,
multiplicándose a modo de eco sordo en la estructura circular. En cualquier
caso, prefería aquello a un monótono y aburrido silencio. Se inclinó hacia
delante y apoyó los brazos en las rodillas. Tras el mostrador, las
recepcionistas no le quitaban ojo. Cogió uno de los panfletos. Leyó,
distraído. Allí decía que el museo, inaugurado en 2007, había supuesto un
antes y un después para la arqueología de la isla, pues hasta ese momento
no se contaba con un lugar apropiado donde reunir, catalogar, conservar,
investigar y difundir la riqueza patrimonial. De hecho, aparte de acabar con
la dispersión de los bienes en múltiples instituciones y colecciones privadas,
se frenó el constante expolio de restos y yacimientos, fuera por ignorancia o
por otros intereses.
Raquel lo interrumpió:
—Está en el almacén. Baja por esa escalera, tuerce a la izquierda y
verás su despacho, bueno, una mesa con un ordenador. Le gusta trabajar
allí.
—Pues vamos allá.
—Ve con cuidado, hay cosas por el suelo y las estanterías están
repletas. No vayas a tirar nada, que te conozco.
No respondió. Guardó los papeles en la cazadora y le sacó la lengua.
Caminó por un pasillo circular hasta que encontró una puerta y, cuando
iba a girar el picaporte, se abrió y aparecio un tipo ancho que cegó por
completo la entrada. Se quedaron frente a frente, sin que ninguno cediese el
paso. El otro arrastró entre sus piernas un cubo del que salía el palo de una
fregona, en el que apoyó las manos, cubiertas con unos guantes de color
rosa chillón y se hizo fuerte en el sitio. El sargento admiró la mandíbula de
boxeador y los brazos de Popeye llenos de tatuajes. Le incomodó su actitud
arrogante. Le dieron ganas de pegarle un tiro en un pie.
—Busco a Judith Nogales, la arqueóloga —dijo por fin—. Arriba me
dijeron que la encontraría aquí.
—¿Y usted es…?
Eiroa ladeó la cabeza y frunció el ceño de forma sutil. Lo del tiro
seguía siendo una idea cojonuda. No se veía dándole explicaciones al
encargado de la limpieza.
—Tengo una cita con ella. Me espera.
Displicente, aún se demoró un incómodo segundo en apartar a un lado
el cubo.
—Tenga cuidado de no tirar nada.
Entró. Había una parte con luz, otra en penumbra y el resto en
oscuridad. El espacio estaba abarrotado de objetos a la vista o envueltos.
Caminó con cautela. Al fondo, tras una cristalera, atisbó la figura de alguien
ante un ordenador. La llamó, pero no le respondió. Se acercó. La chica,
ajena a su presencia, permanecía sentada con las piernas abiertas. El
sargento se fijó en las botas, negras, tobilleras, de suela gruesa, de esas Dr.
Martens típicas de los punkis. Tocó con el nudillo en el cristal.
—¿Judith? —Ella no pareció sobresaltarse. Asomó la cabeza por un
lado de la pantalla para dirigir una mirada pétrea al visitante.
—Soy Eiroa, el guardia civil, la he llamado esta mañana por teléfono.
Ella cerró las piernas, se puso en pie.
—No viene en el mejor momento.
—Sí, lo sé. Mi hermana me ha informado del percance. Lo siento
mucho. Solo será un minuto.
A Eiroa le sorprendió su altura. Vestía por completo de negro. El
vestido, entallado y corto, dejaba a la vista brazos y piernas, fuertes y bien
torneados. También el cabello era negro, brillante, con un corte peculiar. Su
mujer se lo había mostrado en una revista para preguntarle qué le parecería
si ella se lo hacía así. Lo llamó bob. Pues la chica tenía un corte bob a lo
bestia, como hecho por ella misma con un machete: un tajo radical a la
altura de la nuca y, luego, unos mechones que le colgaban por encima de las
orejas, acariciaban su mandíbula y, a veces, alcanzaban las comisuras de los
labios. El flequillo, a media frente, a lo Juana de Arco. «Muy suya, mucha
personalidad», pensó él.
—Sea muy breve, por favor —dijo Judith—. Coja aquella caja, si
quiere sentarse.
—De acuerdo. Iré al grano, entonces. Según tengo entendido, explora
cuevas de difícil acceso.
—Cuevas Colgadas. Proyecto Cuevas Colgadas —puntualizó ella—.
Un programa conjunto con el Gobierno de Canarias.
—Eso es. Hace unos meses, obtuvo un gran éxito. Vi la rueda de
prensa en la que presentó la cueva Tiznada.
—Obtuvimos un gran éxito. Somos un equipo.
—Me llamó la atención que utilizaran drones para descubrir nuevas
cavidades.
—Es la mejor forma de discernir si una posible cueva merece ser
explorada.
—Porque tienen que descolgarse por los riscos verticales. Imagino que
hay que estar en buena forma física.
—Desde luego. Somos escaladores, espeleólogos, arqueólogos…, de
todo un poco.
—¿Cuántas cuevas han descubierto así?
—Unas cincuenta.
—¡Cincuenta! Son muchas, ¿no?
—Y quedan muchas más. Este es un territorio volcánico. Desde la
costa hasta el interior del Parque Nacional hay infinidad de cuevas
naturales. Algunas son de fácil acceso y otras, en cambio, se ubican en
sitios tan remotos y escarpados que han permanecido ocultas durante siglos.
—Cuénteme cómo proceden. ¿Van buscando con el dron en cualquier
lugar?
—No, en realidad, no. Acudimos a sitios donde sabemos que hay
asentamientos aborígenes o nos guiamos por historias y cuentos de la gente
de antes y experiencias de pastores.
—De acuerdo. Imagino que si la boca de una cavidad está oculta,
incluso camuflada, hasta con el dron es complicado percatarse de su
existencia.
—Sí, supongo que sí.
—Tal vez hayan dejado atrás alguna, por así decirlo.
—Posiblemente, sí.
El sargento esperó unos segundos a que añadiera algo más. Sin
embargo, ella no separó los labios ni le retiró la mirada. Él tamborileó en la
caja en la que se sentaba y ladeó la cabeza hacia su izquierda, sin fijarse en
nada en concreto. Buscaba ordenar sus ideas. Se topó con un cuadro sobre
un caballete, medio cubierto por una sábana, que dejaba a la vista unos
trazos densos, de colores fuertes, y unas formas que le recordaron a unas
manos crispadas.
Ella se giró hacia el mismo lado. Al darse cuenta de que el cuadro no
estaba bien tapado, se levantó con rapidez y ajustó la tela.
—¿Es suyo? ¿Pinta?
—Soy una aficionada. —La incomodaba explicar algo de su esfera
personal—. Pero preparo una exposición. A veces, para relajarme, pinto
aquí.
—Yo juego al ajedrez. Dicen que también es arte. No lo sé. Pero me
distrae.
Ella no comentó el asunto y regresó a su asiento.
—¿Han encontrado momias en esas cuevas colgantes? —volvió a la
carga él.
—No.
—Leí que esas cuevas de difícil acceso se destinaban en su mayoría a
funciones funerarias, ¿no?
—Sí, eso es cierto. De las cuevas habitacionales, donde vivían, solía
ser sencillo entrar y salir, como es lógico.
—Pero dice que en ninguna de esas cincuenta que han catalogado han
visto cuerpos.
—Cuerpos momificados, no. Restos humanos, sí.
—Restos humanos que antes podrían haber sido momias.
—Puede. Llevan ahí más de quinientos años. Han tenido tiempo de
degradarse o de sufrir ataques de animales.
—Claro. Una momia de diez años no se desintegra de ese modo.
—¿Una momia de diez años?
—Quiero decir, si alguien momificara un cuerpo en 2010, lo más
probable es que se encontrara entero.
—Es una pregunta sin sentido. No se hacen momificaciones. Eso eran
ritos funerarios ligados a una cultura desaparecida. Se practicaba el mirlado
a los miembros relevantes del grupo. Hoy en día, un cadáver puede
momificarse por las condiciones especiales del medio donde ha transcurrido
el periodo post mortem. Pero ya no se hacen momificaciones artificiales. A
no ser…
—A no ser…
—A no ser que se trate de un perturbado que disponga de los
conocimientos y de las materias primas para llevarlo a cabo. —Reflexionó
un instante y preguntó—: ¿Es eso lo que lo trae por aquí? ¿Han encontrado
una momia y quiere saber quién puede hacer eso hoy en día?
—No, no. Solo busco información de una experta.
—¿Ha aparecido un cuerpo momificado en alguna cueva?
—No puedo responderle a eso.
—Quizá yo le sea de ayuda si me cuenta más al respecto.
—Se lo agradezco, pero por el momento no puedo hablar del caso.
—El caso. —Ella le clavó sus ojos negros e inquisitivos. Él retiró la
mirada—. Pues si no va a preguntarme nada más, la verdad es que tengo
mucho trabajo.
—Sí, claro. De acuerdo. Disculpe por entretenerla.
—No se preocupe.
—Si me surge alguna otra duda o cuestión, ¿le importa que vuelva a
llamarla?
—En absoluto. Llámeme. Aunque quizá no pueda atenderlo de
inmediato.
—Por supuesto.
—La semana que viene, cuando finalice la preparación de la muestra
de los expolios, me tomaré unos días. No saldré de la isla. Estaré pintando.
Lo digo por si le hago falta en esas fechas.
—No quisiera molestarla, de verdad.
—Si es importante, llámeme.
—Muy bien. Gracias por todo.
—Adiós.
—Que vaya bien la exposición.
—Tenga cuidado al salir, no tire nada.
Subió a la primera planta. Intentó despedirse de Raquel, pero no la
encontró. Dejó recado a una de las mujeres de la recepción, que tomó nota
con una media sonrisa y le dijo adiós alargando las letras finales, como
quien lanza un sedal. Él le devolvió la sonrisa.
A la salida, los jardineros hacían un corro frente a la roca de las
cazoletas. Se acercó, curioso. Contemplaban una masa oscura, del tamaño
de un perro, que se retorcía.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Hormigas —respondió uno, sin mirarlo.
—Es como si tuvieran prisa por cambiar de casa —dijo otro, más
joven.
—Están histéricas. ¿Ven? Van como locas.
—Estos animales presienten los peligros —dijo uno de más edad—.
Una vez vi algo así, pero eran abejas, en Mazo, y luego ocurrió aquel
incendio.
Al sargento le sonó el teléfono. Era su compañera. Ya había reunido
toda la documentación que le había encargado.
DESAPARICIONES
PUESTO DE LA GUARDIA CIVIL
Los Llanos de Aridane
Policía Judicial
Miércoles, 13 de enero de 2021

La cabo mayor Marta Ripoll era catalana, de Barcelona, pero aborrecía la


gran ciudad y el ambiente opresivo generado en los últimos tiempos por la
turba nacionalista. Habituada desde siempre a llevar la contraria, se metió
en la Guardia Civil, solicitó el destino más alejado de su casa paterna y, por
si fuera poco, confesó al despedirse que era lesbiana.
A Eiroa no le agradaba trabajar en equipo. A ella tampoco. Y, sin
embargo, formaban una pareja eficiente. Se repartían las labores según lo
que a cada uno se le daba mejor y así, sin juntarse apenas, ambos
progresaban.
Cuando el comandante accedió a que mirase más de cerca el caso de
las momias, aunque como tarea secundaria, Eiroa encargó a Marta que
recopilase las denuncias de desapariciones en la isla de los últimos diez
años y filtrara solo las de mujeres jóvenes. Esa era la labor que le gustaba a
ella, investigación de mesa, la llamaba: cotejar informaciones, rebuscar en
viejos archivos, indagar en la base de datos. Justamente lo que más aburría
a Eiroa, que prefería hablar con las personas, perseguir a los sospechosos y
analizar el lugar de los hechos.
Cuando llegó a la sala, la vio tras una montaña de carpetas.
—Cabo mayor Ripoll —le gritó, impostando la voz—, ¿se encuentra
usted bien?
—¡Ayuda, por favor! —le siguió ella la broma.
—Cualquier día te van a aplastar esos viejos papeles.
—Oh, sí, y necesitaré un hombre que me salve.
—¿Un hombre de pelo en pecho?
—Sí, así, bien machote.
—Pues, entonces, no cuentes conmigo.
Rieron. Él se dejó caer en su asiento y lo hizo rodar hasta acercarse a
ella.
—Acabo de entrevistarme con la arqueóloga.
—¿Y?
El sargento torció los labios.
—Rara, rarita, seca. No suelta prenda si no se le pregunta de forma
directa. Muy suya. Misteriosa. Da la sensación de que oculta todo un
mundo.
—¿Está buena?
—¿Para ti o para mí?
—Da igual, ¿no? Para los dos.
—No, no da igual. Está bien para mí. Tú, con lo poquita cosa que eres,
no le durarías un asalto.
—Oye, tú no sabes si en la cama soy una máquina.
—Bueno, ahora que lo pienso, puede que ella también sea tortillera.
—No seas bruto. Esa palabrota es muy fea y carca.
—Es verdad. Perdona. Venga, vamos al grano. Me has llamado.
¿Tienes algo?
La cabo soltó un llavero de su cinturón, eligió una llave y abrió su
cajonera. Cogió varias carpetas y, mirando alrededor igual que un traficante
a punto de pasarle material a su compinche, las dejó sobre la mesa. Puso un
dedo encima del montón. Eiroa se fijó en la uña, corta y mal pintada como
la de una niña de cuatro años que se ha divertido con las pinturas de la
mamá.
—Lo que hay aquí dentro, chaval, es una mina. Ya puedes
agradecerme este trabajazo invitándome a comer, aunque sea.
—A ver, sorpréndeme.
—Tenemos un caso como el de las películas. Porque todo esto
demuestra que hay un modus operandi común.
—Me lo temía. Cuéntame.
—Nada menos que nueve, ¡nueve!, desaparecidas en circunstancias
similares, en distintos puntos de la isla, desde 2011 hasta hace tres meses.
—¡Joder!, ¿tantas? ¿Y qué hemos estado haciendo nosotros?
—Estos sucesos no siempre nos llegan. Una simple denuncia de
desaparición, sin cuerpo, sin delito. Ya sabes cómo va.
—Sí, ya, pero… ¡joder!
—Sigo. Todas esas mujeres parecen cortadas por el mismo patrón.
Muy jóvenes, de fuera de la isla y pelirrojas.
—Y, que sepamos por ahora, al menos una apareció momificada.
—Sí, esta chica. —Abrió la primera carpeta. Le tendió la fotografía—.
Anna Janssen, holandesa, veintitrés años. Senderista desaparecida el 23 de
junio de 2011. Su novio dijo que estaban de acampada cerca de la hilera de
la cumbre. Habían cenado y ella salió a hacer pis. Ya no regresó.
—Sí, conozco su historial de memoria.
—Estoy segura de que la identidad de la momia encontrada en el
Roque coincidirá con alguna de estas.
—¿Qué me dices de los lugares donde desaparecieron? ¿Se relacionan
entre sí de alguna manera? ¿Con el complejo astrofísico quizá? ¿Están
todos en la montaña?
Ella negó a cada pregunta de su compañero.
—Nada que yo vea. Las secuestraron, porque vamos a decirlo así de
una vez, ¿no? —Él asintió—. Las secuestraron en puntos elegidos de forma
aleatoria. Contabilizo más casos por el Valle, pero quizá sea porque es
donde más extranjeras hay o porque el que esté haciendo esto controle
mejor esa zona.
—¿Tienes un mapa? Recuerdo haber visto uno grandote, de esos que,
una vez desplegado, no sabes volver a doblar.
—Estás hablando con la archivera del Puesto, amigo. Ese mapa lo
guardo yo. Lo traigo. Un segundo. —Se levantó—. No me mires el culo,
que todos los hombres sois iguales.
—Que no —dijo él mientras repasaba la figura paticorta de la cabo. Le
gustó el aire travieso de su coleta rubia, que iba y venía con cada paso.
Abrió la segunda carpeta mientras la esperaba. En la primera página
del atestado, la foto de otra chica. Joven, guapa, pelirroja, extranjera. Abrió
otra y otra y otra más: el mismo perfil. Por tanto, idéntico secuestrador o
secuestradores. ¿Secuestradora? No, en principio, no.
—Aquí está. —Ripoll mostró el folleto que, plegado, tenía el tamaño
de medio folio— ¿Qué quieres hacer?
—Colgarlo en alguna pared y pegar las fotos de las chicas en los
puntos en los que desaparecieron, pero evitando que todos se detengan ante
él a dar sus opiniones y veredictos, ¿entiendes?
—Perfectamente.
—Así que, ahora que no hay fisgones, armamos el puzle sobre la mesa,
y luego tú, que eres la experta, lo vuelves a doblar. Para no quitar las fotos
de los expedientes y que sea más fácil plegarlo, toma, haz fotocopias.
Extendieron el plano sobre la mesa de él, bastante menos atestada, y la
cabo le pasó las fotos por orden, mientras le recitaba el nombre, la
nacionalidad y el lugar de la desaparición. Él iba pegándolas con cinta
adhesiva y, debajo, escribía el número y la fecha. El resultado fue así:

Anna Janssen, 1, Pico de la Nieve.


Clara Feliú, 2, zona de Tajuya.
Alice Baker, 3, zona San Borondón.
Irina Karlsson, 4, cerca del mirador El Time.
Izaskun Andueza, 5, Los Llanos de Aridane.
Ingrid Fansen, 6, La Cumbrecita.
Esther Marrero, 7, Puerto de Tazacorte.
Andrea Hartmann, 8, Las Angustias, cerca de la iglesia.
Sarah Brighton, 9, carretera del Roque.

Eiroa se irguió para tener una panorámica de aquel campo de batalla.


Resopló y se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón. Ripoll
se puso a su lado con los brazos en jarra.
—¿Qué ves? —preguntó ella.
—Un desastre.
—Ya te digo.
—Ni siquiera sé si el pirado que hace esto persigue una meta. ¿Quiere
reunir un harén para que lo acompañe al más allá? ¿Ese harén tiene un
número limitado de mujeres o va a seguir matando hasta que se aburra?
—Buena pregunta.
—A ver, vamos a pensar. ¿Qué sabemos? ¿Y qué se puede deducir con
lógica?
—Empieza tú, que a mí me da vergüenza.
—Joder, Ripoll, ayúdame.
—El listo aquí eres tú. Y, además, mi jefe.
—Bien. Sabemos que hay alguien…
—O varios.
—O varios… —la miró de reojo— que secuestran chicas…
—De fuera de la isla, pelirrojas, jóvenes.
—Sin un orden establecido…
—Que sepamos…
—Y sin un patrón evidente para elegir los lugares.
—Aunque no son secuestros improvisados.
—Claro, efectivamente. Requieren de un seguimiento, de una espera,
de una planificación.
—Y de una logística.
—¿Qué quieres decir? —dijo él.
—Pues que necesita medios para llevárselas sin ser visto, ¿no?
—Ha de tener cerca un transporte.
Eiroa sacó las manos de los bolsillos traseros y las metió en los
delanteros. Ella lo imitó. Continuó él:
—Te apuesto el café a que me sé otra característica común a todas esas
chicas.
—Hecho.
—Coge los expedientes y dime sus estaturas y sus pesos.
Ella regresó a su mesa, abrió las carpetas y recitó en voz alta las
medidas antropométricas. El sargento había acertado: todas eran bajas y de
escaso peso.
—¿Por qué lo sabías? —preguntó la cabo.
—Porque ese cabrón necesita cargarlas hasta el lugar donde las mata
de hambre.
—Cargarlas.
—Sí, las transporta él mismo. Escucha, voy a pensar en voz alta,
¿vale? Igual son cosas mías, pero se me antoja que estamos ante un
perturbado…
—Eres un lince.
—Bueno, es una obviedad, pero déjame seguir. Pirado, sí, pero
también un entendido, un estudioso de la cultura guanche, que momifica las
chicas con técnicas empleadas por los aborígenes con la absurda idea de
que lo acompañen a la otra vida. Y lo hace como antiguamente, en cuevas,
en cuevas funerarias ubicadas en parajes inaccesibles. Buscamos, por tanto,
a alguien relacionado con este mundo. En principio, digamos que es un
hombre fuerte, capaz de cargar en sus espaldas a estas muchachas.
—También hay mujeres capaces.
—Ya, pero no es tan común y debemos trazar un perfil.
—De acuerdo.
—¿Qué te parece? ¿Se me ha ido mucho la pinza?
—No, no, suena bien. Truculento pero realista. De todos modos, si el
comandante pregunta, todo esto se lo cuentas tú, a mí no me nombres.
—Traidora.
Se inclinó, cogió la silla por los apoyabrazos y se quedó inmóvil, como
si fuera a desvelarle al mueble el secreto mejor guardado. Su semblante
concentrado mostraba el revoltijo de ideas que iban y venían, raudas, por su
mente inquieta. Al fin, parecieron darse contra un muro insalvable, y se
desplomó en el asiento, orientado hacia la ventana, de espaldas a su
compañera.
—¿Qué pasa?
Él emitió un sonido ininteligible.
—¿No te cuadra lo que hemos hablado? —insistió ella. Se levantó y
fue a sentarse frente a él, sobre la mesa situada a su izquierda. Eiroa no la
miró y dejó caer la cabeza entre las manos. Permanecieron así unos
minutos.
—No veo la forma de progresar con este caso —dijo con la vista fija
en el suelo.
—¿Y eso?
—Pues que no hay pistas ni indicios de los que tirar. Estamos a merced
de que el asesino dé su siguiente paso y, quizá, cometa algún error.
—Bueno, esto es así, trabajo de hormiguita. Paciencia, hablar con gente y
tener un poco de suerte.
—¡Suerte! —Levantó el rostro hacia ella, enrojecido por la posición—.
Estamos jodidos, esas chicas están jodidas, si el asunto es cuestión de
suerte.
—Oye, no me pelees. Entiendes lo que quiero decir. Hacemos lo que
podemos, ¿no? Planteamos hipótesis y seguimos algún camino. Es así. Por
lo pronto no hay más.
—Perdona. Sabes que no es contigo.
Ella se bajó de la mesa de un salto, haciendo rebotar la coleta. Caminó
hasta la ventana. El día estaba inestable, amenazando lluvia. Algunas gotas
dispersas reptaban por el cristal. Sin girarse, le dijo:
—Tampoco podemos vigilar a cada mujer pelirroja que llegue a la isla.
Él no contestó.
En ese momento, entraron unos compañeros. Eiroa se incorporó e
intentó plegar el mapa con las fotografías pegadas. No lo consiguió. Le dejó
la labor a Ripoll.
—No es conveniente que nadie más vea esto.
—Claro.
—Necesito que pongas un pósit debajo de cada imagen y escribas la
fecha de la desaparición y cualquier detalle de interés: quién denunció, en
qué circunstancias… Pero no lo despliegues ni andes comentándolo con
ninguno de estos. —Con un gesto de mano abarcó toda la sala.
—Descuida.
—Cuando lo tengas listo, me lo llevo. A ver si puedo colgarlo en
alguna pared de casa.
—¿En tu casa?
—Sí, ¿por?
—¿No dijiste que va a venir tu suegra? Como se tropiece con este
panorama, ya me dirás.
—Pues mira, no es mala idea —se rio—. Tomo nota. Pero tranquila,
creo que aún falta un mes para…
Lo interrumpió el timbre del teléfono. Contestó:
—Eiroa.
Alguien le habló durante un minuto. Él no respondió, pero su
semblante adoptó una expresión de fastidio. Colgó.
—¿Qué pasa? —preguntó Ripoll.
—Más problemas.
—Déjame que adivine: tu suegra ha adelantado el viaje.
—No, casi peor: han cometido una especie de atentado cerca del
Roque.
—Lo que faltaba. No quiero ni oír al comandante.
—Me largo para allá.
Recogió las llaves, se aseguró de tener consigo el mapa y se dirigió
hacia la salida. A mitad de camino, pareció recordar algo y regresó.
—Ripoll, tienes que hacerme un favor.
—Mande, jefe.
—Ya sé que no te gusta mucho salir por ahí a preguntar, pero esto es
importante y quizá adelantemos algo.
—Bueno, para eso estoy aquí, no por mi cara bonita y mi cuerpo
serrano —bromeó ella.
Él buscó en las carpetas de la mesa hasta encontrar una fotografía. Se
la mostró.
—Este es el colgante que apareció dentro de la vasija de vísceras de la
última chica.
—Sí, lo sé.
—Es el detalle que no me cuadra. Está como fuera de lugar. En la
anterior momia, la única con la que podemos comparar, no encontramos
nada. Y según la declaración del novio, la holandesa portaba anillos,
pulseras y colgantes cuando desapareció.
—Este le habrá llamado la atención por algo en particular.
—Exacto. ¿Quién vende esta baratija? ¿Dónde las hacen?
—¿Quieres que pregunte en todas las tiendas de artesanía de la isla
dónde carajo hacen esa piedra?
—En las tiendas del Valle. Solo en las de la Banda, ¿vale?, en Los
Llanos, Puerto Naos y Tazacorte.
—Será como buscar una aguja en un pajar.
—Inténtalo. Tengo una corazonada. Bueno, es lo único que tenemos,
en realidad.
ARRUIS ABATIDOS
CARRETERA AL ROQUE DE LOS MUCHACHOS
Cerca del Monumento al Infinito
Miércoles, 13 de enero de 2021

Las cima más alta del Parque Nacional de la Caldera de Taburiente era el
Roque de Los Muchachos. Allí se ubicaban los observatorios. Desde el
Puesto, podía llegar por la ruta norte, hora y media aproximadamente, o
cruzar la cumbre y bajar hasta la capital, Santa Cruz de La Palma, para
volver a subir, camino en el que se invertía algo más. Decidió recorrer este
último porque, según el aviso, el suceso se ubicaba en esa subida.
El tiempo había mejorado con respecto a dos días atrás, pero el asfalto
aún evacuaba bastante agua del derretimiento de la nieve y de las placas de
hielo. Siempre que transitaba aquella carretera de alta montaña, estrecha y
con curvas imposibles, se preguntaba cómo se las habían arreglado para
ascender en gandolas las delicadas piezas de los observatorios.
Poco después de la señal de tráfico cortado, detuvo el coche ante el
control. Se identificó y subió doscientos metros más hasta toparse con el
grupo de agentes. Arrimó el todoterreno al arcén, detrás de otros vehículos
de la Guardia Civil, y se colgó la identificación en el cinturón. Al acercarse,
divisó cinco o seis bultos de color marrón claro que resaltaban sobre el
negro del firme. Buscó a alguien que le informara. Le puso en antecedentes
un cabo, que fue de los primeros en llegar.
—Han aparecido así: seis arruís adultos abatidos por disparo y, luego,
como ve, degollados.
Los animales, puestos en fila, reposaban en un charco de sangre. Las
cabezas, sin embargo, estaban amontonadas. Un espectáculo macabro.
—Nunca había visto uno de estos, la verdad —dijo Eiroa.
—Sí, son difíciles de encontrar. Viven en La Caldera.
—Pero estos bichos no son de aquí, ¿no?
—No, señor. En los años cuarenta, trajeron estas grandes cabras desde
las montañas de Marruecos, con el único fin de practicar la caza. Pero se
conoce que, después, se multiplicaron y se les fue de las manos. Hoy en día
constituyen un problema porque, al parecer, acaban con la flora autóctona,
muchas son especies endémicas al borde de la extinción.
—Habrá otra manera de controlar la población de este ganado…
—Sí, bueno, aquí viene la complejidad del asunto y el porqué de la
pintada que ahora le mostraré.
—¿Otra pintada?
—Sí, dejaron escrita una frase en la carretera.
—Cuénteme.
—Aquí hay un enfrentamiento entre el colectivo de cazadores, que
quieren ser ellos quienes abatan los ejemplares siguiendo un control, y la
Consejería de Medio Ambiente del Cabildo, que ha decidido acabar con la
población de un animal que es foráneo e invasor.
—Y no ha contado con los cazadores.
—Pues no. Se ha hecho la encomienda a la empresa Gesplan.
—Lo que no ha gustado nada al colectivo.
—No. Ya han hecho reuniones y escritos de protesta, pero sin éxito. Lo
que les ha sentado peor es que han visto, abandonados en el monte,
numerosos restos a medio descomponer.
—Es decir, que los fulminan a gran distancia y los dejan, sin enterrar
ni contabilizar.
—Eso parece.
Eiroa caminó entre los cadáveres, seguido por el guardia. A pesar del
sol que brillaba en mitad del cielo, la brisa llegaba fresca. Se giró hacia el
terraplén que descendía a la derecha. Apoyó una pierna en el quitamiedos y
observó las flores amarillas que sembraban la pendiente, salpicadas por
islas de nieve. Entonces, un aleteo sobre la cabeza lo hizo agacharse. Un
cuervo atrevido se posó a dos metros, sobre el metal. Lo miró de arriba
abajo y emitió un graznido histriónico que le chirrió en los oídos.
—¿Y este? —preguntó al cabo.
—Son unos confianzudos. Están acostumbrados a que la gente les dé de
comer y ya han perdido el miedo.
Varios pájaros negros ocuparon de pronto su lugar junto al primero y
emitieron un graznido estridente pero por turnos, como respondiéndose en
una discusión. Llegaron más. Algunos se atrevieron a saltar sobre la panza
de los muflones muertos. Los guardias los aventaron con las gorras del
uniforme para espantarlos. Los cuervos jugaban con ellos, volando de los
animales a la barandilla con algarabía. Entonces, uno dio pequeños saltos
hasta los pies de Eiroa, como si le quemara el suelo. Una especie de bola
blancuzca le colgaba del pico. El sargento no se movió. El pájaro se montó
sobre una de sus botas y, con delicadeza, la depositó ahí. En ese instante,
ocurrió algo extraño: todas las aves se detuvieron y callaron. Y cuando
alzaron el vuelo y se alejaron al unísono, la tierra tembló. Fue un terremoto
breve, seco, quizá tres segundos.
—¡Qué susto! —exclamó Eiroa, recostándose sobre el muro metálico
—. ¿Lo ha notado?
—Sí, claro. Se vienen produciendo con cierta frecuencia. ¿No lo ha
escuchado en las noticias? Le llaman enjambre sísmico. Cientos de
temblores a gran profundidad.
—Pues no había sentido ninguno.
—¿Qué le ha dejado de regalo el cuervo? —El guardia señaló a los
pies de Eiroa.
—¿El qué? Ah, no sé. —Se agachó, cogió la bola con dos dedos y, al
darle la vuelta, la soltó de golpe—. ¡Me cago en todo! ¡Mierda! ¡Coño!
—¡¿Qué es?!
—No lo toque. Traiga guantes y una bolsa de muestras.
—¿De qué se trata, sargento?
—De un ojo.
—¿Un ojo? ¿Un ojo de qué? ¿De uno de los bichos?
—Compruebe las cabezas, a ver si le falta una cornea a alguna, pero
me parece que ese ojo es de una persona.
—¿De una persona? ¿De quién?
—De una novia mía —ironizó consigo mismo.
—No entiendo.
—No importa. Cosas mías. Métalo en una bolsa.
Mientras el guardia se encargaba de recoger el macabro presente del
cuervo, Eiroa caminó cincuenta metros hasta la pintada hecha con brocha
gorda en la carretera. Decía: «No arruí Gesplan, consejera traidora». Hizo
fotos con el móvil. Buscó de nuevo al cabo.
—¿Y quién fue el primero en toparse con todo esto?
—Allí, junto a mi compañero de la furgoneta verde —señaló más
arriba—, está la pareja de excursionistas que dio el aviso.
—¿Sabe si vieron algo más?
—Un perro gigante.
—¿Cómo?
—Lo que oye. Aparcaron el vehículo ahí donde está y fueron a
caminar por la ladera. Ya de regreso, dicen que divisaron un enorme perro
negro, corrieron hacia el coche y entonces se encontraron con este
espectáculo.
—¿Había alguna camioneta?
—Dicen que no.
—De acuerdo. Necesitaré copia del atestado.
—Tenga. Su ojo. —Le tendió la bolsita.
EL PHOTOCALL
ENLACE MATRIMONIAL DE RAQUEL Y JUAN
Ermita de Las Nieves
22 de mayo de 2021

Había olvidado lo terriblemente soporíferas que eran las ceremonias


nupciales. Además, estaba asándose de calor con el traje oscuro de chaqueta
y chaleco, la maldita corbata le incomodaba sobremanera y el roce del
cuello duro de la camisa le irritaba. Pero allí seguía, al pie del cañón, que lo
prometido era deuda y él siempre le había dicho a su hermana que si un día
encontraba un gañán con quien casarse, él sería su padrino. Después de
todo, ella era su única familia.
Mientras esperaba a que el sacerdote saliera del trance en que llevaba
sumido dos minutos, Eiroa pensó que prefería estar allí que junto a su
esposa, sentada en el primer banco, justo detrás de él, que llevaba toda la
tarde con los nervios a flor de piel, desquiciándolo con sus inseguridades.
Se había propuesto armarse de paciencia, recordándose continuamente que
aquella montaña rusa de sentimientos se debía al embarazo. Pero había
llegado un momento, en su casa, hacía apenas una hora, en que tuvo que
salir a la terraza para airearse, lo que nunca hacía, enfrentándose a la visión
desagradable del océano inmenso.
La hermana le había dicho que, al fin, habían confirmado sesenta y
cinco invitados. La estrecha ermita de Las Nieves, la patrona de la isla,
donde soñaban casarse todas las chicas —al menos, las chicas que soñaban
con casarse—, estaba llena hasta la mitad. La mayoría eran mujeres con
vestidos llamativos y zapatos de tacón imposible, algunas con tocados,
todas perfumadas con aromas dulzones que mezclaban mal con el olor de la
cera quemada de las velas y que se esforzaban en esparcir agitando con
energía los abanicos. Los hombres, muchos, esperaban fuera: unos con el
pretexto de sacar a los niños para que no arruinaran la ceremonia con sus
llantos y pataletas; otros alegaban la situación sanitaria para no hacer más
bulto y los demás, directamente, nunca pisaban una iglesia.
Eiroa apenas reconoció algunas caras. No tenía trato con las amigas y
compañeras de su hermana, y mucho menos con los parientes de Juan
Francisco Bermejo, el futuro marido, un tipo una cuarta más alto que él,
pero desgarbado y flaco. Sus manos sarmentosas sobresalían de las mangas
de su chaqueta como una extensión artificial y cubrían, con un solo gesto,
toda la espalda de Raquel. Eiroa no le veía ningún atractivo físico, pero si a
ella le valía, a él también. Parecía apocado, y eso, al menos, bastaba para
una convivencia tranquila en pareja. Y, bueno, era ingeniero industrial, o
algo así, no un muerto de hambre; había llegado a las isla hacía varios años
para trabajar de forma temporal en Unelco, la compañía eléctrica ubicada a
la salida de la capital. Y aquí seguía, después de promocionar en la empresa
y aclimatarse al lugar. Eiroa no había llegado a congeniar con él, que se
acobardaba ante su sola presencia. Eso de ser guardia civil provoca esas
reacciones a veces. No lo veía chistoso o fiestero, pero tampoco jugaba al
ajedrez ni era amante de la lectura. Su gran pasión consistía en construir
maquetas, miniescenarios de diversa índole que accionaba con electricidad.
—Oremos —dijo, al fin, el cura, y Eiroa regresó de un estado mental
parecido a cuando quería echar una siesta en una calurosa tarde de verano.
Se tanteó por enésima vez el bolsillo derecho de la chaqueta. Allí
guardaba el cojín en miniatura adornado con flores secas, donde se
engarzaban las alianzas. No pudo evitar girarse ligeramente hacia su esposa.
Cuando quiso volverse hacia el altar, la vio. Fue como un destello. Alta,
esbelta y embutida en un sugerente vestido verde de profundidades marinas,
paseaba fuera de la ermita y los hombres la seguían con la mirada. Hasta los
niños dejaron de llorar. A Eiroa le resultó familiar su expresión de mujer
fatal, seguramente un recuerdo esquivo de alguna actriz. Por supuesto, el
chismorreo sobre su identidad recorrió la iglesia entera, saltando de una
bancada a otra como un caballo desbocado, un runrún sordo tras los
abanicos, hasta llegar a las espaldas mismas de los contrayentes. Todos se
enteraron, salvo el sargento, que aquel cuerpo de escándalo pertenecía a la
hermética y errática arqueóloga.
Fue lo más comentado de la boda, que, por lo demás, transcurrió según
lo previsto: nervios; lágrimas de felicidad; sermón sobre que el amor nada
pide y todo lo da; la alianza que, al desatarla, cae al suelo y rueda bajo el
altar; el emocionante Ave María entonado por el coro y, para rematar, los
abrazos, las felicitaciones y, cómo no, las cansinas fotografías con los
familiares de ella, de él, todos juntos, el grupo de amigos, los compañeros
de trabajo.
Eiroa sintió un alivio infinito cuando pudo recorrer la iglesia hacia la
ansiada luz de media tarde y el aire fresco acarició su rostro. Un baño de
arroz y pétalos de rosas obligó a los recién casados a adoptar una postura de
defensa. Luego, más risas y lágrimas. Al fin, un lento carrusel de vehículos
partió hacia el lugar del convite. Los novios y los padrinos, sin embargo,
aún se detuvieron a tomarse más fotografías para el álbum.
Cuando llegaron a Casa Yanes, una pintoresca finca construida al
borde del acantilado que dominaba la vieja ciudad desde el sur, languidecía
ya la tarde. Los recibieron con aplausos y vítores. El cóctel se sirvió en un
jardín con maceteros enormes rebosantes de flores. El césped obligaba a las
mujeres a caminar de puntillas para no hundir sus tacones. En el centro, una
gran carpa albergaba una mesa alargada repleta de licores y refrescos,
atendida por varios camareros. Bajo una pérgola en la terraza superior,
donde habían dispuesto las mesas para la cena, un grupo de música
amenizaba la velada.
Eiroa se metió en la carpa en busca de bebida que refrescase su
garganta. Regresó junto a su mujer con un zumo de melocotón para ella y
un vino para él. Los novios paseaban por allí, saludando y recibiendo los
parabienes. La tarde había adquirido el tono cálido de los últimos rayos de
sol, que ya se ocultaba tras las montañas, y el aire olía a una agradable
mezcla de jazmines, que crecían por doquier, e incienso, que ardía en
antorchas clavadas por todo el recinto.
—Te has puesto nervioso, Pablo —le dijo su mujer.
—¿Nervioso? ¿Cuándo?
—En la iglesia.
—No, qué va.
—Se te ha vuelto a caer el anillo.
—Ha sido el cura, que es un manazas —se defendió él—. ¿Por qué
dices «se te ha vuelto a caer»?
—¿No te acuerdas? Te pasó en nuestra boda.
—No, no. Aquello fue cosa de tu padre, acuérdate. Pero es verdad que
también me tocó arrastrarme debajo del altar.
Rieron.
—¿Y qué te ha parecido el escándalo? —continuó ella.
—¿El qué?
—No te enteras de nada. Para ser guardia civil, estás en la inopia.
—Sí, no me entero de nada. ¿Qué ha pasado?
—Lo de esa mujer con ese vestido provocativo.
—Todas las mujeres llevan hoy vestidos provocativos, ¿no?
—No como esa. —Levantó la barbilla disimuladamente hacia un
grupo al costado del cenador.
Eiroa tardó unos segundos en entender que se refería a la mujer del
vestido verde, a la que rodeaba un corro de hombres de trajes oscuros. Con
una copa en la mano, sonreía y charlaba ladeando la cabeza. Adornaba su
pelo un minúsculo lazo en el que se erguían plumas de ave del paraíso.
—¿La de verde? —preguntó.
—Claro.
—No la veo tan llamativa.
—No te has fijado en la raja del vestido. Le llega a la cintura.
Eiroa volvió a girarse, interesado.
—No lleva ni bragas —dijo su mujer.
Más interés puso él.
—¡Deja ya de mirarla! —protestó ella.
—¿Y quién es? ¿La conoces? —preguntó.
—No, no. No conozco a casi nadie aquí. Pero han dicho que es
compañera de trabajo de tu hermana. La arqueóloga machota.
Eiroa bebió un buche sonoro, como si se le hubiese formado un nudo
en la garganta. Volvió a mirarla. Ahora la vio con otros ojos. Tan alta como
los hombres que la rodeaban, el pelo corto, los hombros de nadadora, el
escote sugerente y aquella pierna igual de kilométrica que un sendero de
alta montaña.
—Pues de machota tiene poco —dijo con voz queda, como se emiten
esas palabras que son solo pensamientos. Pero la mujer lo oyó.
—¡Ya te vale!
—¿Qué?
—Acabas de comértela con los ojos.
—Venga, Nina, pero si tú misma me has obligado a mirar.
—Sí, pero no con esa mirada. Asqueroso. —Quiso alejarse de él con
rapidez para demostrar su enfado, pero los tacones se clavaron en la tierra y
perdió el equilibrio. No le quedó más remedio que apoyarse en el brazo de
su marido.
—Pero, cari, no te molestes por eso —suplicó él.
—¡Que te den! —dijo ella, retomando su dramática huida.
En ese momento avisaron de que era la hora de la cena. Todos
acudieron a la terraza superior, que se abría delante de la galería principal
de la casa. En la vereda por la que subían se formó un pequeño tumulto,
pues se paraban en una pizarra con maderas rústicas y flores secas para
comprobar dónde debían sentarse. Eiroa intentó pasar de largo, ya conocía
su ubicación, pero la gente bloqueaba el paso. Aguardó. De pronto, la
muralla humana se resquebrajó y, de una grieta, salió como una diosa
marina la arqueóloga, con tal ímpetu que casi arrolló a Eiroa. Se pidieron
disculpas mutuamente y, cuando levantaron las cabezas y se miraron a los
ojos, una sacudida eléctrica recorrió la espalda de él.
—Hola —dijo ella, con una sonrisa que le iluminó el rostro.
—Hola, ¿qué tal? No te había reconocido. —La tuteó. Eiroa movió el
brazo para abrirle camino.
—Gracias. Es que vengo camuflada —bromeó ella.
—Pues no creo que pases desapercibida.
—Ya. Ya me he dado cuenta de las habladurías. Quizá no he debido
venir así. —Se alzó ligeramente la falda con las manos para caminar con
más soltura.
—A mi modo de ver —se atrevió a decir Eiroa, a sabiendas del
alcance de sus palabras—, estás preciosa.
—Vaya, gracias. —Le dedicó una sonrisa franca, y él fue incapaz de
disimular su nerviosismo. Ella lo advirtió. Intentó mostrarse más cercana—:
La verdad es que voy más cómoda con mis botas de montaña.
—Nunca te hubiese imaginado con vestido de noche y zapatos de
tacón, pero aún menos con vestido y botas.
Rieron ante la imagen.
—Parecería Milla Jovovich, la de Resident Evil.
—¿Quién?
—Nada, olvídalo. Una tontería.
La acompañó hasta su asiento. El ambiente era acogedor gracias a la
decoración rústica de las mesas redondas. Sobre cada una de ellas, varios
candiles encendidos rodeaban un jarrón central, de donde afloraban, en
cascada, una combinación de lluvias que lanzaban destellos dorados al
reflejar las luces del entorno. Los árboles, que salpicaban la terraza, servían
de sostén a un enramado de bombillas que iluminaban de forma
melancólica la terraza.
Eiroa se despidió de la chica:
—Bueno, Judith. Judith, ¿verdad? Pásalo bien. No bebas mucho para
que me reconozcas si nos vemos más tarde.
—A ver si esta vez sí me reconoces tú a mí. Ah, y llámame Jun.
—¿Jun?
—Todo el mundo me llama Jun.
Cuando regresó a la mesa nupcial, su mujer, que había visto cómo
acompañaba a la chica del vestido de fulana, no le dirigió la palabra. No le
habló en toda la noche. Con su mujer muda a la izquierda y su cuñado
taciturno a la derecha, Eiroa comió y bebió. Bebió bastante, hasta que el
lugar, con sus lucecitas, aromas, voces, risas y músicas, adoptó un contorno
desdibujado y turbio. Tras el postre, repartieron puros entre los hombres y
unos saquitos con jabones entre las mujeres. Aprovechó para levantarse.
—Necesito tomar el aire —le dijo a su esposa, aunque ella no le prestó
atención.
Atravesó con dificultad la zona de las mesas y alcanzó la casa. Cruzó
el zaguán, caminó bajo enormes helechos y advirtió el magnífico azulejado
del suelo y las paredes. En el servicio, se refrescó la cara. Al salir, se topó
con la cola del de chicas. Todas lo saludaron como si lo conocieran. Él no
reconoció a ninguna.
En lugar de regresar a su asiento, giró a la derecha, avanzó unos
metros por el pasillo y salió a una pequeña terraza trasera que se abría sobre
el acantilado. Justo debajo, se extendía la ciudad entera, con el puerto en
primer plano. La luna, generosa, iluminaba la noche, formando un sendero
ondulante sobre el mar. Se apoyó en la barandilla y dejó que los ojos se le
enturbiaran siguiendo la reverberación plateada.
—Te hipnotiza si lo miras así —oyó una voz de mujer a su espalda.
Miró sobre su hombro, sin abandonar la postura. Era la arqueóloga.
Parecía un ángel con aquella luz. «Qué curioso —pensó—: ángel y
demonio en el mismo rostro». Un eco lejano le advertía del peligro. Y, a la
vez, oía la sangre que batía sus sienes gritándole «adelante».
—No es el reflejo de la luna sobre el agua lo que me marea—dijo—,
es que estoy borracho.
—Ah, bueno, no te preocupes: es lo propio en una boda.
—No te vayas a aprovechar de mí —intentó bromear él.
—No creo que seas de los que necesitan ayuda para defenderse.
—Eso es apariencia. Ya sabes: duro por fuera, tierno por dentro.
—Como todos los hombres.
—¿Tienes experiencia?
—¿Con los hombres? —Jun también apoyó los brazos sobre el frío
hierro de la baranda—. La suficiente.
—Ya. —Él se giró hacia ella—. Pues soy como los demás.
—Te hacía especial.
—No, qué va. Olvídate. Soy incluso peor, más mierda si cabe.
—No lo creo. Te castigas. ¿Por qué lo dices?
Él se enderezó, metió las manos en los bolsillos y fijó la vista en sus
zapatos. La arqueóloga lo miraba atenta, con curiosidad.
—Tengo ahí a mi mujer, embarazada, y yo no he dejado de pensar en ti
en toda la noche.
Quiso emprender la marcha sin darle tiempo a que dijera nada, pero
ella lo detuvo tras el primer paso.
—Sargento. —Él no se giró—. Con respecto a la investigación de la
momia… —Él dio media vuelta. La luz de la luna la enmarcaba y su figura
resplandecía—. Tengo algo en mi casa que deberías ver.
No le respondió. Regresó a la mesa. La frase le rebotaba dentro del
cráneo como si jugara al pinball detrás de sus ojos turbios.
Se sentó solo. Los novios charlaban con los comensales y a su mujer
no logró localizarla. Pidió un café a un camarero que pasó con dos jarras.
Los músicos tenían cierto gusto por un estilo semejante al jazz, porque cada
uno interpretaba por su cuenta. La cafeína y el fresco de la noche le
sentaron bien. Cerró un momento los ojos, deseando que la música fuera
más armoniosa.
—¿Qué te pasa? —lo sobresaltó su hermana. Ella, exultante, se dejó
caer a su lado y su vaporoso vestido de novia flotó a su alrededor.
—A mí nada, ¿y a ti?
—Me duelen los pies —dijo con una mueca—. Estos zapatos me están
matando.
—Quítatelos.
—Imposible. Parecería una petarda y arrastraría aún más el vestido.
Además, ya vamos a bailar.
El grupo anunció su última canción y emplazó a todos a continuar la
fiesta en el patio trasero.
—¿De dónde has sacado a estos tíos? —dijo él, señalándolos.
—Yo qué sé. Me los recomendó una amiga. ¿No me digas que han sido
un fiasco? Con lo que me han costado. Bueno, no importa; ya me da igual
todo.
—No, mujer. Malos no son. Un poco raritos con la música.
—Rarito eres tú, mi niño.
—Sí, será eso.
—Voy a hacer un grupo con los raritos y tú serás el líder.
—Ya.
—Tú y la jefa.
—¿Qué jefa?
—La arqueóloga, que menudo conjuntito se ha puesto. De la cueva a la
pasarela. Ha dejado a todos patinando. A ti el primero.
—¿A mí? Pero si ni la he reconocido.
—Pues ella a ti sí.
—¿Por qué dices eso?
—No te ha quitado ojo.
—Cosas tuyas.
—Cosas mías, sí. Pero tengo pelos de bruja para esto. Ve con cuidado,
hermano, que esa no te traerá más que problemas.
—Ya sé cuidarme. Soy poli.
—Este peligro te sobrepasa.
Él se revolvió en el asiento y apoyó los brazos en la mesa. Sorbió el
último trago de café y cogió el puro que le había entregado el novio. Se lo
pasó por debajo de la nariz y leyó la inscripción en la vitola, con los
nombres de los novios y la fecha.
—¿Qué sabes de su pasado? —Se giró hacia su hermana y se fijó en
que las risas y las lágrimas del día habían difuminado en exceso el
maquillaje de sus ojos. Parecían dos moretones bajo la tenue luz, pero su
mirada era radiante. Estaba guapa—. Me comentaste que tenía un episodio
oscuro.
—Más que oscuro, la verdad.
—Cuéntame.
—Desconozco si es verdad. Las habladurías inflan y tergiversan los
hechos y, al final, sale una historia sin nada en común con la original.
—Bueno, dime lo que sepas.
—Pues lo que comentan las chicas…
—¿Qué chicas?
—Las compañeras del museo. Cuentan que un novio de la madre
abusó de ella cuando tenía trece o catorce años. Peor que eso… La retuvo
dos meses en un zulo, encadenada, ¿sabes?, solo la sacaba para forzarla.
—Joder. ¿Y la madre? ¿Nadie denunció?
—Eso es lo más jodido, creo yo. Resulta que la madre estaba al tanto.
Eiroa dejó de atender a su hermana y buscó con la mirada a la
arqueóloga, sentada varias mesas más allá, bajo los destellos cálidos de un
candil. Se la veía risueña. A esa distancia, todo en ella era sedoso, sin
aristas, ajeno a ese pasado turbio. Volvió a escuchar el relato de su hermana.
—Ya a esa edad era muy suya, una adolescente rebelde. En su casa
había muchas peleas y ella se había escapado en varias ocasiones. La madre
lo denunciaba, la policía la encontraba y la llevaba de vuelta. Y todo
empeoró cuando la madre intimó con ese espécimen, que resultó más
violento y dominador que los anteriores. La chica despareció de nuevo, la
madre puso sobre aviso a la policía y se desentendió.
Los músicos concluyeron su última interpretación. Mientras recogían
los instrumentos, algunos invitados abandonaron la zona de la cena para
dirigirse al lugar del baile y la barra libre, donde un pinchadiscos ya hacía
sonar los temas de moda.
—Sigue —le pidió él.
—Dos semanas después, el novio le dijo que la había encerrado en una
casucha de la playa. Pretendía darle un susto y, cuando se calmara, la traería
sana y salva. La madre entendió que merecía ese castigo, así tal vez
aprendiese lo que la vida le deparaba.
—Pero el cabrón aprovechó la ocasión, ¿no?
—Y no solo él.
—¿Qué quieres decir?
—Yo no sé si es verdad, pero es lo que cuentan, ¿vale? Al parecer, el
fulano se montó su propio negocio de proxeneta a costa de la niña.
Eiroa guardó silencio, asimilando la dimensión de aquellas palabras.
—Hijo de puta —dijo, al fin, con absoluto desprecio.
—Imagínate: dos meses encadenada y sufriendo los abusos continuos
de unos malnacidos, a esa edad.
Ambos callaron. Él jugueteó con el puro entre los dedos hasta
destrozarlo. Ella se recogió el vestido para verse los pies. Se descalzó y
comprobó el grado de hinchazón del juanete.
—Bueno —dijo—, aún queda lo mejor.
Él la miró.
—¡A bailar!
—Creo que, si me levanto ahora, me caeré de narices.
—Vamos, ayúdame a llegar a la pista.
En ese momento apareció Nina. Caminaba pesadamente, agarrándose
la barriga con las manos.
—¡Ay, madre mía! —dijo—, llevo toda la noche sentada, y con andar
unos metros ya me canso.
—Cuando tú quieras nos vamos —dijo Eiroa.
—¡¿Ahora que empieza el baile?! ¡Ni hablar!
—Sí, sí, no se vayan ahora, por favor —intervino Raquel—. Venga,
hermano, ayúdanos a las dos. Nos vamos a colgar cada una de un brazo y
así compensamos nuestros respectivos bamboleos.
El lugar del baile, antiguamente una pista de tenis, lucía enramado de
bombillas y lo rodeaban frondosas hortensias. En los extremos habían
colocado dos barras de bar donde el personal del cáterin servía bebidas. Los
pilares de altavoces escupían la música con estridencia y las mujeres se
movían como en un sortilegio ancestral.
En una esquina se levantaba un photocall de varios metros, ilustrado
con una bella fotografía de los novios y coronada en el centro con la frase
«Nos casamos» en estilo vintage. Un fotógrafo se afanaba por atender todas
las peticiones.
Eiroa había dejado a las mujeres en mitad de la pista. Le sorprendía el
modo en que, aun estando doloridas y cansadas, el ritmo de la música las
había transformado en un instante, y ahora se las veía saltar y reír, con los
brazos en alto, mientras cantaban los estribillos. Él prefería seguir bebiendo,
acodado en un tonel. No dejaba de pensar en Jun y la buscaba con la mirada
de manera evidente. Ella no era ajena a aquel juego y solía corresponderlo a
veces; otras, parecía ignorarlo, charlando o bailando con otros hombres.
Cuando vinieron a buscarlo para hacerse una foto con los novios, ya se
encontraba en un estado lamentable, apenas se mantenía erguido. En las
fotografías salió con los ojos cerrados y una sonrisa de estúpido. Y en
cuanto lo soltaron, trastabilló con unos globos y se cayó de espaldas sobre
el entramado fotográfico, que se desplomó con estruendo. Se quedó
pataleando boca arriba, sobre la cara impresa de su cuñado.
A pesar del momento embarazoso y su neblina mental, tuvo una
revelación. Mientras unos trataban de sacarlo sin pisar el cuadro, él quedó
traspuesto, acariciando el rostro gigante y sonriente de su hermana. Fue ella
la que lo hizo volver en sí:
—¡Pablo!, ¿qué haces? Vamos, levanta.
Él la miró con los ojos vidriosos.
—¡No es un mantel! —exclamó, lleno de sorpresa—. Mira, Raquel, no
es hule. Es una lona impresa.
EL MONSTRUO
CASA DE LA ARQUEÓLOGA
Playa de La Cangrejera
Villa de Mazo
28 de mayo de 2021

Dejó atrás los viñedos de San Simón y siguió por la carretera general del
sur. Antes de llegar a Lomo Oscuro, torció a la izquierda y descendió hacia
la costa. Enseguida desaparecieron las construcciones; solo se veía alguna
casa aquí y allá, pero predominaba lo agreste: matorrales bajos, vinagreras,
salados, hereguillas, verodes gruesos, pero también arbustos de más
tamaño, como higueras, cornicales, tarajales y retamas floridas.
Pronto descubrió por qué esa zona, a tan solo veinte minutos de la
capital, escapaba al afán constructor: el viento. Soplaba fuerte y constante,
del norte, y en atardeceres como ese, una bruma fría y húmeda iba ladera
abajo. En invierno debía ser duro vivir ahí.
En una de las curvas divisó la figura del nuevo faro de La Salemera, un
enorme supositorio blanco dispuesto para el despegue. En la línea de costa
resplandecía la espuma del batir de las olas. Hacia el sur, la brisa se
aceleraba hasta llegar a la punta de Fuencaliente. En el preciso final de la
isla, la tierra giraba sobre sí misma y Eolo soplaba a su antojo, dándole
esquinazo, de modo que se observaba una franja nítida: a la izquierda, mar
bravío; a la derecha, calma chicha.
La Salemera era un minúsculo grupo de casas de pescadores que había
crecido en torno al faro y a la playa de arena blanca. En realidad, no era
blanca. Igual que la de todas las playas de la isla, su color era el negro
volcánico, sin embargo, la existencia de millones de conchas de crustáceos
pulverizadas por el oleaje le otorgaban aquel engañoso aspecto. El lugar
resultaba encantador: la pequeña playa junto al embarcadero, los botes de
los pescadores y casitas blancas, casetas más bien, construidas de cualquier
manera, de puertas siempre abiertas. Y tenía un restaurante: mesas rústicas
de maderas lavadas por el mar, suelo de picón, planchas plásticas por techo;
el mejor sitio donde comer pescado fresco.
Los frenos del Nissan ya protestaban cuando llegó al nivel del mar. A
cien metros de alcanzar las arenas blancas, salió del asfalto y tomó el
camino de tierra de la izquierda, lleno de baches porque atravesaba una
antigua colada lávica. Era un malpaís de riscos solidificados en formas
escabrosas. Solo algunos pescadores se habían acostumbrado a caminar
sobre aquel terreno inseguro, plagado de socavones, respiraderos por donde
bufaba el mar y hoyos ocultos, pese a que era fácil quebrarse un tobillo y
rasparse la piel como un durazno.
Detuvo el coche en un arrimadero. Bajó, abrió el maletero y rebuscó
hasta dar con unos prismáticos. Subió a una loma y oteó la carretera de
bajada, el caserío, el faro, la Montaña del Azufre y, luego, un grupo de
casas, de mejor porte, al que llamaban La Cangrejera. Poco antes había una
cala minúscula: ahí debía estar la casa de Jun. Se la imaginó viviendo sola
en mitad de la nada, y no le extrañó.
Cuando regresó al coche, un estruendo lo sobresaltó: una motocicleta
de cross apareció de pronto y pasó tan cerca que Eiroa tuvo que aplastarse
contra la puerta para no ser arrollado. El motorista, de casco y cazadora
oscuros, salvó las ondulaciones del terreno oculto por una nube de polvo
que crecía tras él. Levantó los prismáticos, pero le resultó imposible
distinguir la matrícula.
Se sacudió la ropa mientras maldecía y condujo de nuevo. Pasó la
playa y un viejo faro abandonado, y por fin divisó la casa de la arqueóloga.
Se quedó mirándola un instante. No alcanzaba la categoría de casa; era una
cabaña. «Joder», pensó. Aunque le fuese como anillo al dedo a su
personalidad esquiva, le costaba imaginar que alguien viviera ahí por
decisión propia.
Cerca de donde estacionó, vio un Wrangler, largo, verde oscuro, y al
lado, una moto parecida a la que casi lo había arrollado hacía unos minutos.
Echó un vistazo en el interior del vehículo. Era un caos absoluto: en los
asientos se amontonaban ropa, botellas, libros, unas botas. El maletero se
asemejaba a una ferretería rebosante de herramientas, botes de pintura,
disolventes, cuerdas, arneses, cascos y guantes. Era el coche de Jun, sin
duda.
Bajó hasta la playa por unos escalones de piedra. La casa tenía un
porche destartalado que le daba su encanto. Había una antigua caravana
integrada en la construcción. Avanzó unos metros por la orilla, hundiendo
las botas en una mezcla de arena y guijarros de buen tamaño. Estaban
húmedos. Calculó que, con marea alta, no debía faltar muchos metros para
que el agua alcanzara la vivienda.
Ella salió de la casa. Iba descalza, vestida solo con una camisa de
hombre. Parecía somnolienta, como recién levantada.
—¡Hola! —alzó la voz por encima del fragor del océano y levantó una
mano.
Ella no contestó, solo imitó el movimiento del brazo. Se sentó en el
primer escalón de madera. Él llegó a su lado y permaneció de pie.
—Me ha costado encontrarte —mintió mientras señalaba la casa.
—Esa es la idea.
—No esperaba que vivieras en… —Dudó cómo definir el sitio.
—¿En una choza?
—En un lugar tan apartado.
—No me gustan los vecinos.
Él cogió varias piedras de entre la arena e intentó dar a una de mayor
tamaño que sobresalía a unos metros.
—¿Te gustan las motos? ¿Es tuya la de ahí arriba?
—Sí. Por aquí, es la mejor opción para desplazarte.
—¿Y tienes amigos que también van en moto? He visto varias
huellas…
—No juegues a policías conmigo —cortó ella.
Quedaron en silencio. Caía la tarde. El callao resplandecía,
envolviendo la playa en un mágico escenario de destellos anaranjados
mientras la marea los salpicaba. Del techo del porche colgaba un móvil de
viento, finos tubos de caña que emitían melodías irreales.
—Tengo hambre. ¿Te apetece cenar? —dijo ella, rompiendo la
quietud.
—Bueno, sí, estaría bien.
—Vale. Pero tendrás que encargarte tú de capturarla.
—¿Capturarla? ¿A quién nos vamos a comer?
—Espera.
Se levantó y caminó hacia el interior. Desde una posición más baja, él
le miró las piernas, desnudas hasta la incipiente curvatura de los glúteos.
Tenía dos tatuajes, uno en cada gemelo, cerca de las corvas.
Tardó varios minutos en salir de nuevo. Vestía lo que le pareció un
traje negro de neopreno, ajustado hasta la cintura, mostrando con
naturalidad sus pechos. Sin remedio, el pasmado sargento los miró. No
consiguió fingir indiferencia. Estuvo torpe cuando ella, con una sonrisa, le
dijo que la ayudara a cerrarse la cremallera, dándole la espalda mientras
metía los brazos en las mangas.
—Has pescado alguna vez, ¿verdad?
—De niño —contestó él, aún batallando con el cierre.
—Vale. Pues aquí tienes. —Le tendió una caña de pescar—. Solo hay
que esperar a que piquen y entonces recoger el sedal.
—Eso está hecho. Creo. ¿Y tú qué vas a hacer?
—Lo mío es caza mayor. El mar está bastante revuelto. No confío en
que logres pescar algo, así que me encargaré del plan b.
Volvió a meterse en la casa y salió con gafas, un fusil submarino y un
recipiente con gambas, ya peladas, que entregó al sargento.
—Tu carnada.
Se colocó las gafas de buceo, bajó los escalones del cobertizo, recorrió
los metros de playa y, sin importarle las olas ni el fresco de la noche que ya
llegaba, se zambulló por completo.
Eiroa se quedó atónito, con la caña en una mano y el bote con el cebo en
la otra. Aquello era impensable para él. No alcanzaba a concebir que se
metiera en el agua oscura, un medio que nunca se puede dominar, y
estuviese a expensas de una fuerza inconmensurablemente más poderosa
que ella. Algo en su interior, muy en el fondo de su hipotálamo, de su
centro de supervivencia, repelía de forma instintiva enfrentarse a una
situación así. Que alguien lo hiciera por placer le volaba la cabeza.
Se recompuso. Se fijó en los utensilios que sostenía. Esperaba
acordarse de cómo utilizarlos. Abrió el bote. Extrajo una gamba, ya
troceada y conservada en azúcar. La clavó en el anzuelo. Recogió el nailon
hasta que el plomo subió a poco más de un metro de la punta. Abrió el
carrete, sujetó el sedal con el índice, echó la caña hacia atrás, por encima de
su cabeza, y la lanzó con fuerza, quitando el dedo en ese preciso instante. El
plomo voló alto, arrastrando tras de sí el anzuelo, la carnada y cincuenta
metros de hilo. Cerró el engranaje y recogió hasta que el plomo, allá lejos,
enganchado en el fondo, le hizo resistencia. Se sentó en la arena, con la
caña entre las piernas y el dedo dispuesto para notar cualquier incidencia
con la carnada. En el rato que permaneció allí, aguzó la vista, intentando
descubrir cualquier señal de Jun. Fue sin éxito. Parecía que las aguas se la
hubieran tragado. El resplandor del ocaso permitió ver un manto de
estrellas. Hacía tiempo, años, que no se detenía a mirar el cielo estrellado.
Aquel instante en soledad en una playa perdida le otorgó ese placer ya
olvidado de observar una maravilla como aquella. Habían bautizado a La
Palma como la isla de las Estrellas. Siempre le había parecido un eslogan
turístico, pero tuvo que admitir que llevaban razón. Era un privilegio
contemplar aquel cielo.
—¿Nada? —lo sobresaltó ella. Camuflada con la noche, él no se
percató de cuándo ni por dónde había salido del mar.
—Nada.
—Entonces, ¿qué cenaremos?
—Estas gambas parecen sabrosas —bromeó él, señalando el bote.
—Yo he cogido esto. —Mostró el arpón ensartado en el cogote de un
sargo de buen tamaño.
—¡Joder! —exclamó él—. Eres una cazadora consumada.
—He tenido suerte.
En ese momento, la caña que sostenía con desgana se sacudió.
—Espera, algo ha picado.
Se mantuvo atento. A los pocos segundos, notó otra acometida y,
luego, apreció tirones lentos y constantes.
Le dio chance aflojando los brazos para relajar el aparejo mientras
bajaba la punta. Cuando creyó que ya le había dado tiempo a tragarse el
anzuelo, levantó la caña con brusquedad y recogió con urgencia el carrete.
Repitió estas maniobras de forma sucesiva. Al fin, algo salió del agua. Era
oscuro, porque no brillaba como el pez de Jun. Arrastrado por la arena, el
bulto se retorcía.
—¡Cuidado! —gritó ella— ¡Es una morena!
—¡Mierda! Yo eso no lo cojo.
—Pues menudo pescador estás hecho, ¿no?
—Le pego un tiro —dijo él, resuelto a llevar a cabo tremenda
salvajada.
El animal tenía los ojos amarillos encendidos de rabia y mordía las
piedras con unos dientes afilados como agujas, que sonaban como
chasquidos metálicos.
Ella fue hasta el porche.
—¡No me dejes solo con este bicho! —gritó él.
—Voy a traer una metralleta —bromeó ella. Regresó enseguida con lo
que parecía la pata de una mesa—. Toma, mátala con esto.
—¡Y un huevo de avión! —dijo lo primero que le salió—. Yo no me
acerco.
—¡Vaya hombre!
Caminó decidida los metros que la separaban del animal. Desde atrás,
él vio cómo golpeaba el cuerpo, que se enroscaba y convulsionaba con cada
impacto. Al cabo, ella sacó un cuchillo que llevaba enfundado en la pierna,
ensartó la cabeza de la morena y la alzó, aún palpitante.
—¿Cómo te gusta? ¿Con mojo verde o rojo?
Él estaba de los nervios. La adrenalina le había corrido por la sangre
como no recordaba y la visión de aquella amazona, capaz de acuchillar de
aquella forma la cena, lo tenía atónito.
—Prefiero el sargo —dijo al fin.
—¿Sabes encender una hoguera?
—Pues…, pues no sé. Quiero decir, no sé si sé. Supongo que sí. No
suelo encender hogueras, la verdad.
—Vale, vale, no te agobies —atajó ella—. Tú traes la leña. Encontrarás
troncos allí, detrás de la caravana. Yo voy a destripar y preparar este bicho,
¿de acuerdo?
Al cabo de veinte minutos, las llamas danzaban y cientos de chispas
ascendían hacia la oscuridad. Cuando la madera se redujo a ascuas, Jun
puso un entramado de hierro a modo de parrilla y, encima, los trozos
abiertos de la morena, que chisporroteaban. Enseguida, el olor del pescado
frito les abrió el apetito. Ella, que se había cambiado el neopreno por unos
leggins grises y una camiseta negra, le pidió que la ayudara a traer los
cubiertos y el vino.
Entraron a la cocina. La casa era en verdad propia de pescadores: suelo
de cemento crudo, tablas deslavazadas, dos bombillas colgando de un cable
pelado y, como decoración, farolillos, caracolas, grandes bucios y estrellas
de mar.
—Tienes que disculparme —dijo él.
—¿Por?
—Podía haber traído una botella de vino, aunque sea.
—La próxima vez —dijo ella, risueña.
Eiroa la contempló mientras iba y venía. Ella lo advirtió:
—¿Qué pasa?
—Pasa que me gustas.
—Ya.
—Y me das miedo.
—No muerdo; no siempre, al menos.
—Tú eres de esas mujeres peligrosas que dan miedo a hombres como
yo.
Ella se detuvo delante de él y lo miró intensamente.
—Solo doy miedo a hombres cobardes. —Le arrebató los platos y los
vasos que él sostenía y, antes de salir, le soltó—: Tú decides si quieres ser
cobarde.
Cenaron sobre la arena cálida, bajo una noche sin luna, alumbrados
apenas por la luz de la bombilla del porche y de las estrellas. Y bebieron un
buen vino, un negramoll de la bodega Victoria Torres Pecis, cosechado allí
mismo, en Fuencaliente, unos kilómetros al sur.
—Creo recordar que me dijiste, en la boda de mi hermana, que tenías
algo que enseñarme.
—Te lo imaginarías. No me pareció que tuvieras capacidad para
recordar nada.
—Sí, bueno, de pronto me encontré algo perjudicado.
—Te vi abalanzándote sobre el photocall.
—Se me enredaron los pies con una tira de globos y…
—Y lo de querer pinchar tú la música.
—De eso no me acuerdo.
—¿No te acuerdas de que levantaste por las solapas al pobre
pinchadiscos?
—¿De verdad ocurrió eso? Eeeh, te lo estás inventando, ¿no?
Rieron.
—Sí que hay algo relacionado con tu investigación que quiero
enseñarte. Pero primero me gustaría saber una cosa de ti.
—¿De mí? ¡Ja! Vaya. No soy nada interesante. Lo que ves es lo que
soy. No tengo secretos. Pregunta: ¿qué quieres saber?
—Para no parecerte más loca de lo que ya piensas que soy, déjame
explicarte mis motivos para preguntártelo.
—Uuuf, otra vez me das miedo.
—Calla.
—A sus órdenes.
—Verás, dices que no tienes secretos, pero eso no es verdad. Todos
ocultamos algo que queremos olvidar, un percance que nos quita el sueño,
que permanece ahí, dispuesto a salir a flote en cualquier momento, ya sea
de tristeza o de felicidad. ¿Me sigues?
—A duras penas. Déjame que beba un poco más.
—Este monstruo que habita en nosotros nos define, nos guste o no, nos
marca. Nuestra visión del mundo se empaña, se sesga, por esa sombra.
Nuestros actos, los buenos, los malos y los horrendos, son consecuencia de
nuestro pasado.
Él abandonó su postura recostada, se sentó con las rodillas recogidas y
hundió la cabeza sobre el pecho, calibrando las palabras de ella.
—¿Tú eres así? —le dijo—. ¿Tu pasado aún te persigue?
—Ya sabes que sí. Tu hermana te contó mi historia.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
Él retiró la mirada y dio vueltas al vaso, haciendo que el vino rojo
oscuro, como sangre, girase rápido. El corazón volvía a palpitarle con
fuerza.
—Oye, Jun, siento mucho todo eso que te…
—Está asumido, ya forma parte de mí. No se trata de que conviva con
eso, intentando superarlo; más bien, soy como soy gracias a mi pasado,
incluido eso. ¿No sé si logro explicarme? —También ella bebió.
—¿Qué quieres saber de mí? —dijo él, sabiendo que esa pregunta
iniciaba una bajada a los infiernos, someterse desnudo a las llamas de una
incombustible hoguera interior.
—Tu monstruo.
—Yo no hablo de eso.
—Quid pro quo.
Volvió a esconder la cabeza entre los hombros. Tomó una rama para
remover los rescoldos. Cuando la punta prendió, la alzó ante sus ojos,
hipnotizado con el ondulante movimiento del fuego.
—Cuando era un muchacho, no tenía miedo. El mundo se presentaba
ante mí sin peligro y yo me disponía a descubrirlo, a conquistarlo. Creo que
sentía lo mismo con respecto a las personas. Era un estúpido, un engreído,
no respetaba a nada ni a nadie. Vivíamos muy cerca de la costa, casi en un
lugar como este, y veraneábamos en una caseta más al norte, en Las
Maretas.
—Conozco el sitio.
—Está cerca del aeropuerto. Allí se forman unos grandes charcos por
filtración del mar. Es perfecto para bañarse y pasar los domingos. —Eiroa
enderezó la espalda y dobló las piernas a lo indio. Tomó una bocanada de
aire y atizó las ascuas con el extremo del palo—. Pero tiene un peligro. En
ocasiones, las mareas empujan los conductos subterráneos y los embalses se
llenan enseguida; y cuando el océano se retira, la fuerza de succión
convierte a esos túneles en trampas mortales. Nosotros no sabíamos eso. Yo
no lo sabía. ¿Cómo podía saberlo?
—¿Y qué pasó?
Lanzó la rama calcinada. Se estiró hacia atrás y, de costado, se apoyó
sobre un brazo, que se enterró en la arena.
—Convencí a mi hermano mayor para bucear cerca de la entrada de un
respiradero para ver cómo se tragaba los peces. Le dije que era divertido, le
dije que sumergiéramos un trozo de madera, como si de un submarino se
tratara, para que lo chupara la boca y, luego, correr para verlo salir a mar
abierto, treinta metros más allá, cruzando el malpaís. Lo convencí. —Se le
hizo un nudo en la garganta. Se pasó la mano por el pelo y la dejó sobre la
frente, apretándose las sienes, en un intento de no desmoronarse delante de
ella.
—Cuéntame el final. —Jun no parecía compadecerse. Quería llegar al
centro mismo del dolor. Quid pro quo, Clarice.
—No puedo. No he hablado de esto con nadie desde entonces.
—Lo sé. Ese es tu monstruo. Enfréntate a él. Sé valiente. Dime.
Él dudó. Revivir la experiencia lo sometía a unos sentimientos
guardados bajo siete llaves en lo más profundo de su corazón. Y sacarlos
ante una desconocida le provocaba heridas lacerantes que no esperaba
padecer de nuevo. Pero, al mismo tiempo, le suponía una liberación, una
catarsis que nunca había experimentado.
—Nos tiramos al agua del charco, mansa en la superficie. Pero en
cuanto nos aproximamos al túnel notamos que la corriente nos arrastraba.
Succionó a mi hermano primero que, de algún modo, logró aferrarse a las
paredes. Pero llegué yo, menos corpulento, e impacté contra él. Aun así,
resistió el tiempo suficiente para que yo trepara por su cuerpo y me apartase
de la corriente que nos engullía. Salí a flote al borde de la asfixia. Grité y
grité, pedí ayuda. Vinieron algunas madres que llamaron a sus hijos para
que salieran del embalse. Volví a sumergirme en el agua turbia,
arrastrándome en vertical por el risco, pero ya no encontré a mi hermano.
Unos pescadores descendieron con la ropa puesta. Nada. Algunos corrieron
hacia el mar, por si asomaba por el otro lado. Nada.
Guardó silencio. Miró las estrellas. Se veía la Vía Láctea recogiendo
constelaciones con su manto lechoso, como si atrapara con una red los
puntos de luz descarriados.
—¿Encontraron el cuerpo? —preguntó ella.
—Por la tarde. Vinieron unos submarinistas de la Guardia Civil. En
principio, tampoco pudieron hacer nada porque la cavidad era demasiado
estrecha para un adulto. Pero la furia de la bajamar escupió a mi hermano.
Aunque no me permitieron verlo, siempre tendré en mi retina lo que no he
dejado de imaginarme y soñar desde entonces: su hermoso cuerpo de
muchacho, su cara aún de niño, sus brazos y piernas en carne viva por el
mortal trasiego dentro de la gruta.
—Te culpas por aquello, ¿verdad?
—Todavía pienso en la terrible desesperación que debió padecer
sabiendo que iba a morir en esas aguas oscuras.
—¿Crees que pudiste evitarlo?
—Creo que yo provoqué aquella situación. Me pusieron en tratamiento
durante años. Fue en vano. Yo tuve la culpa y no es cuestión de
perdonarme, como decían los profesionales, sino de vivir con eso.
—Tu pánico al mar viene de ahí, ¿no?
—¿Se me nota tanto?
Ella no contestó. Cogió la botella de vino, la miró al trasluz de las
ascuas, que aún crepitaban, y rellenó los vasos.
—¿Y cuál es tu mayor miedo, Clarice? —preguntó él.
Jun lo miró con una sonrisa, recostándose hacia él.
—Las cuevas.
—No.
—¿No qué?
—Que eres arqueóloga, trabajas en cuevas.
—Pues precisamente. Es la manera que he encontrado de superar mi
pasado: enfrentarme a él. Me costó decidirme entre la psicología y la
arqueología. Ambas me atraían. Opté por la segunda porque sería más dura
para mí, pero también la más acertada. Aunque he descubierto que hay
mucho de psicología en la interpretación de culturas pretéritas y sus restos.
—Según tú, tendría que haber sido buzo o algo así.
—Bueno, no sé si tanto. De todos modos, no te has ido de la isla;
sigues aquí, rodeado de mar día y noche. Y, en parte, lo de ser poli, atrapar a
los malos y todo eso, refleja tu sentimiento de culpabilidad.
—No lo había pensado. Es posible. Una cosa es cierta.
—¿Qué?
—Que, con tus capacidades para el análisis psicológico, me das más
miedo que hace un rato.
Rieron.
—Antes de que el vino me haga más efecto —dijo él—, podrías
enseñarme eso que dijiste que está relacionado con el caso.
—Ah, sí, es verdad. Aunque sabes que solo fue un cebo para atraerte a
mi guarida —dijo con una sonrisa burlona.
—Sí, lo sé —le siguió la broma—, pero hubiese venido igual sin
necesidad de ninguna treta.
—De eso sí estoy segura. De todos modos, espera un segundo, que
algo sí tengo que mostrarte. Ahora regreso.
Subió los escalones del porche mientras emitía graciosas quejas por los
efectos del alcohol. Entró en la casa. Hizo ruidos como si lo que buscaba
estuviera bajo una montaña de objetos. Al fin salió.
—Ven, aquí hay más luz.
Él se levantó con dificultad. La madera de la tarima crujió cuando la
pisó con fuerza. Ella había puesto una caja similar a un ataúd sobre una
destartalada mesa.
—No me digas que tienes un muerto ahí dentro.
—Pues sí —dijo ella, muy seria.
—No me jodas. No es lo más idóneo para finalizar la velada.
—Esto que vas a ver has de mantenerlo en secreto.
—¿Debo detenerte?
—Entre tú y yo, júralo.
—Sí, está bien. Lo juro.
—Vale. A ver, te explico. Hace unos años, antes de trabajar en el
museo, participé en la exploración de una cueva habitacional y otra
funeraria en Puntallana. Descubrimos muchas cosas sobre la vida social de
aquel asentamiento awara. El estudio que elaboramos tuvo bastante
repercusión en el mundillo. En la gruta con fines funerarios hallamos una
momia muy bien conservada. Era un varón, seguramente un individuo de
importancia dentro del grupo. Un día, después de finalizar la excavación,
recoger las muestras y llevarnos los restos, acudí sola. Quería permanecer
allí en completo silencio, escuchar los sonidos de la montaña, empaparme
de los viejos fantasmas… ¿Me sigues?
—Sí, desde luego.
—Descubrí, de una forma accidental, otra cavidad.
—¡Vaya! La mujer de los hallazgos.
—Sí, ya ves. Yo y las cuevas. A veces pienso que me hablan.
—¿Las rocas?
—Los riscos, los barrancos, las cumbres. Pero también las gentes que
vivieron y murieron en esos sitios. Sobre todo, me parece oír los mensajes
que dejaron, como si me llamaran.
—Estás peor de lo que había imaginado.
—Ya. Bueno, el caso es que en esa nueva habitación descubrí los
restos de tres momias más, mujeres jóvenes, una de ellas adolescente, que
no murieron de enfermedad, creemos.
—Las momificaron para acompañar al líder en la vida tras la muerte.
—Eso es.
—Como si fuera Egipto.
—El mirlado artificial a ese nivel solo se dio en Egipto y en Canarias.
En este campo somos un referente mundial. Pensamos que los amazigh del
norte de África trajeron esas prácticas. En cualquier caso, ese yacimiento
era único, no hemos vuelto a dar con algo parecido.
—Y qué guardas aquí dentro.
—Robé una de las momias.
—¡Uuuf!, madre mía, Jun.
—Solo te lo he contado a ti. Ya ves, tantos años ocultándola y voy y se
la enseño a un sargento tras bebernos una botella de vino en la playa. No
tengo remedio.
—¿Por qué lo hiciste?
—No lo sé. Fue un impulso, un instinto. Puesto en palabras pierde todo
el sentido, lo sé; pero te aseguro que no tuve posibilidad de oponerme,
necesitaba rescatar a una…
—Una mortaja.
—A una hermana.
Eiroa se puso serio. El gesto de Jun denotaba que aquello trascendía al
simple capricho de poseer una reliquia, un recuerdo. Con la tremenda carga
de su pasado, llevarse a una víctima del abuso había sido un salvamento
post mortem, una redención.
—Entiendo —dijo.
—Quiero que la veas. Quiero que la oigas como la oigo yo.
Eiroa la miró a los ojos a escasos centímetros, y vio dentro de ellos un
mundo oscuro con una niña, allá al fondo, que agitaba una lucecita y pedía
auxilio. Una fuerza le agarrotó la espalda y tembló, pero quiso olvidar sus
dudas, abandonar la cobardía, fundir sus miedos con los de ella y renacer
juntos como dos seres libres de pecado que pisaran la Tierra por primera
vez.
La besó.
Con desesperación.
Y en los labios de ella no encontró angustia, como esperaba, sino
dulzura, entrega.
—Perdona. —Él se retiró ligeramente.
—No vamos a pedirnos perdón —dijo ella, recobrando la verticalidad
de su espalda—, no vamos a pedirnos cuentas. Sin exigencias ni reclamos.
—De acuerdo.
Jun se giró hacia la caja, desenganchó dos presillas, como si se tratara
del estuche de un violonchelo, y las bisagras protestaron al levantar la tapa.
Cuando la bombilla del techo iluminó el interior, apreciaron un cuerpo
momificado, encogido, de pequeña estatura. A diferencia de las novias de
Eiroa, aquella tendría más de quinientos años, pero el aspecto era muy
semejante: color marrón oscuro, piel curtida, algunos mechones, vestida
con harapos de pellejo animal. Entonces, se percató del colgante.
—¡Joder!
—¿Qué pasa?
—Ese colgante, ¿se lo has colocado tú?
—No, no, ya lo tenía así, al cuello, como lo estás viendo. ¿Por qué te
llama tanto la atención?
Él sacó su móvil y buscó la imagen de lo que parecía el mismo
abalorio.
—¿De dónde has sacado esta foto?
—Lo llevaba puesto una de las momias que han aparecido.
—¿Momias, en plural?
—Sí, dos por ahora. Sospechamos que hay más enterradas por ahí.
—¡¿Y cómo puede tratarse del mismo collar?!
—Estamos investigando. ¿Sabes si en esa cueva de Puntallana o en
alguna otra excavación han salido a la luz más colgantes así?
—No, no, me hubiera enterado. Solo he visto este. Bueno, y ahora el
que me has mostrado. También es verdad que el nivel de expolio ha sido
brutal en todos estos yacimientos.
—Sí, hay mucha gente que lo hace —dijo él, señalando el cajón frente
a ellos.
—Me refiero a particulares cargados de desconocimiento.
—Disculpa.
—Quiero decir que es posible, poco probable pero posible, que alguien
encontrara esta joya en una cueva y la colgase al cuello de una chica
asesinada.
—¿Se han publicado fotografías o algún dibujo de donde hayan podido
copiar el modelo?
—No que yo sepa.
—¿Y este de aquí lo ha visto más gente?
Ella dudó.
—Déjame recordar. Es posible que, sin hacer referencia a los restos,
claro, se lo haya enseñado a algunas personas. En fotos, sí.
—¿A quién?
—Hace años ya de esto. No estoy segura. Supongo que se lo mostré a
mi compañero, Roberto, el espeleólogo que me acompaña en lo de las
cuevas colgadas. Y, no sé, tal vez a Sebas, Sebastián Cáceres, mi jefe en el
museo.
—Vale. Si recuerdas a alguien más, dímelo, por favor.
—Claro.
En ese momento, sonó el teléfono de Eiroa. Lo miró. Dejó que sonara.
—¿No respondes?
—No.
Se giró hacia el mar. Había subido y traía hasta la casa el fresco de la
noche. Apoyó las manos sobre la barandilla de madera, que se movió,
mostrando su endeble contrucción. Ella sintió frío y se agarró los brazos.
—Tengo que irme ya —dijo él, sin mirarla.
—Lo sé.
—Quiero venir otro día.
—¿Estás seguro?
—No. Pero me gustaría verte de nuevo.
—Aquí estaré. Pintando. Además, necesitaré quien me haga la cena —
bromeó.
Él bajó del porche y caminó unos pasos. Se detuvo. Pensó en decirle
que mantuviera en secreto la conversación, pero era evidente que ambos
tenían razones para callar. Quid pro quo. Se dio la vuelta y alzó la mano,
despidiéndose.
STARMUS 22
CABILDO DE LA PALMA
Sala de conferencias
4 de junio de 2021

Cuando salió de la sala de conferencias del Cabildo, el astrofísico armenio


Garik Israelian, promotor del fabuloso festival Starmus, respiró hondo.
Estaba feliz y no podía disimularlo. Su deseo de volver a la isla y organizar
el más ambicioso de los encuentros Starmus se presentaba más cerca que
nunca. Tras el acuerdo con los políticos, se convocó a los medios y, todos a
una, dieron una rueda de prensa donde anunciaron que esa misma mañana
de viernes se ponía la primera piedra para hacer realidad un evento único
que gozaría de resonancia mundial. En otoño del 2022, se reunirían en La
Palma, la isla de las Estrellas, para hablar de la conquista espacial, Jeff
Bezos, el hombre más rico del mundo, presidente de Amazon y de Blue
Origin; Elon Musk, fundador de Tesla y Space X; Zhang Kejian, el director
de la Administración Espacial China, así como otras personalidades de
referencia en el mundo del espacio, desde científicos hasta premios nobeles.
Además, se contaría, en esa unión especial de estrellas y música, con las
actuaciones estelares de Bono, líder de U2; de Peter Gabriel, que fuera
vocalista de Genesis y, cómo no, de Brian May, miembro fundador del
festival, astrofísico y guitarrista de Queen.
Apenas un mes después de esta comparecencia de prensa, el martes 20
de julio, Jeff Bezos completó con éxito el primer viaje turístico al espacio.
El vuelo duró once minutos y la nave New Shepard alcanzó los cien
kilómetros de altura, el límite con el espacio exterior. Junto a Bezos
viajaron su hermano Mark Bezos, la piloto Wally Funk —de ochenta y dos
años, la persona más mayor en viajar al espacio— y Oliver Daemen —de
dieciocho, la más joven—. El viaje fue posible gracias a la compañía
aeroespacial que creó Bezos en el año 2000, Blue Origin, con la intención
de desarrollar vuelos turísticos de bajo coste al espacio. El fundador de
Amazon había cumplido su sueño y acudiría a La Palma para contarlo.
En esta ocasión, diez años después de la Starmus que reunió a
Armstrong y a todos aquellos pioneros del espacio, los políticos parecían
más motivados para buscar patrocinios y sacar adelante un evento que
volvería a colocar a la isla como referente en un sector puntero.
Israelian dijo a los periodistas:
—Queremos que sea espectacular y único. En dos, tres años,
llegaremos a la Luna. Y puede que dentro de diez estemos en Marte. Vienen
años en los que el espacio será una prioridad y deseamos que ese debate se
dé en la isla de La Palma.
Por su parte, el presidente del Cabildo, Mariano Zapata, y la consejera
de Cultura, Jovita Monterrey, no se olvidaron de mencionar que el festival
supondría un reclamo importante para que el Telescopio de Treinta Metros
se construyera finalmente en La Palma.
Para conseguirlo, habría que sortear algunos inconvenientes.
LA PASIÓN
CASA DE LA ARQUEÓLOGA
Playa de La Cangrejera
Villa de Mazo
5 de junio de 2021

Oscurecía y en la carretera de bajada a La Salemera no había ni una farola.


En la radio del todoterreno de Eiroa sonaba alto Iris, de U2. La negrura
invadía cada rincón, haciendo que la vía perdiese sus límites. Solo se guiaba
por la línea divisoria central. I'm sure I've met long before the night the
stars went out (Estoy seguro de haberte conocido mucho antes de la noche
en que las estrellas se apagaron), gritaba el cantante.
El viento tumbaba los arbustos y matojos de la orilla, que intentaban
tocar el todoterreno. Desdibujadas por el haz de luz del coche, semejaban
brazos de náufragos en busca de la salvación. Eiroa iba veloz, haciendo
chirriar los neumáticos. We're meeting up again (nos estamos reuniendo de
nuevo), insistía Bono en los altavoces.
Al salir de una curva, unos ojos blancos, inmóviles, resplandecieron
ante los faros. Frenó a fondo, pero no le dio tiempo a detenerse y pasó por
encima del animal. Sintió un impacto seco en los bajos del coche. Paró y,
sin apagar el contacto ni cerrar la puerta, recorrió quince metros mientras
maldecía. Encontró al conejo, inerte panza arriba. Estaba muerto por el
golpe, pero no lo había atropellado. Lo agarró por las orejas y lo metió en el
maletero.
Aceleró. La noche avanzaba y quería verla. Antes de llegar al faro,
torció a la izquierda por el camino polvoriento que cruzaba la colada
volcánica. Subió y bajó varios badenes, perdiendo la visibilidad en cada
descenso. De pronto, una luz cegadora se le echó encima, volando
directamente hacia su parabrisas cuando él subía uno de aquellos
desniveles. Afianzó las manos sobre el volante para no acabar en el malpaís
y el ruido ensordecedor de una moto zumbó cerca de su ventanilla. Miró
por el retrovisor y divisó la luz roja que desaparecía de forma intermitente.
Llegó a la casa de la playa. Ella tenía allí aparcado su Wrangler. Cogió
el conejo y una botella de tinto Vega Norte y bajó hasta la arena. La
encontró sentada en posición de yoga, con el torso desnudo y los ojos
cerrados. Una fogata ardía a su espalda. Le dio las buenas noches, pero ella
no respondió. Se acomodó tras ella, junto al fuego. La noche era
desapacible, y el mar crespo rugía como una fiera encadenada. Incluso allí,
en el refugio natural de la cala, el viento lanzaba ráfagas fugaces que
maltrataban las llamas.
Él se mantuvo callado, admirando su belleza femenina.
—Me dijiste que viniera. Y aquí estoy.
Silencio.
—Si es mal momento, solo tienes que decírmelo.
Las olas rompían con estruendo en la bocana. Él insistió:
—Hoy he cazado yo la cena.
Ella lo miró sobre su hombro. Él levantó el conejo y la botella.
—¿Le pegaste un tiro?
—No tuve necesidad, se suicidó bajo el coche.
—Destrípalo.
—Si esa es la condición, prefiero un pescadito.
Jun se enfundó una camiseta y se levantó. Le colgaban los brazos del
traje de neopreno. Le arrebató el animal de las manos.
—Desde luego, no creo que sobrevivieras en un mundo salvaje.
Fueron a la cocina. Sobre una madera, le cortó de un tajo la cabeza y
las patas, manchándose de sangre. Luego le pidió a él que tirase para
despellejarlo. En ese tira y afloja, resbaladizo el cuerpo, las manos
húmedas, chocó con Eiroa, aplastando entre ambos al gazapo. En ese
instante, él la besó con furia, agitado como estaba, y ella se transformó en
una gata en celo: rodeó su cuello con una mano y se aferró a la camisa con
la otra, mientras lo devoraba. Él liberó al conejo muerto y la agarró por la
cintura. Entonces ella se le encaramó, abrazándolo con piernas y brazos.
Eiroa buscó dónde depositar la cena y Jun se encargó de orientarlo hacia su
dormitorio. Por el camino, se zafó de la camiseta y entró en contacto con la
piel del sargento tras saltarle los botones de la camisa. Se lanzaron, ciegos
por la pasión, sobre un camastro. Se besaron y tocaron a manos llenas,
pringosos los dedos por la sangre y la grasa del animal, con el desespero de
quien descubre que se le acaba el tiempo para disfrutar de lo deseado.
Cuando él logró arrancarle el neopreno, se entabló un juego sublime, rudo y
casi violento, entre el placer y el dolor.
Acabaron sudorosos, extenuados, con la respiración alterada. Para él,
la experiencia había sobrepasado cualquier expectativa. Nunca había
imaginado una pasión tan tórrida. Vivir algo así zarandeaba su existencia.
Sencillamente se había dejado arrastrar por la personalidad y el cuerpo de
aquella mujer intensa. No quería pensar en nada más. No podía pensar en
nada más. Jun yacía de medio lado junto a él, desnuda. Observó su silueta,
cómo ascendía desde los muslos para caer en picado hasta la cintura y luego
crecer espalda arriba. Siguió ese camino con un dedo que dejaba tras de sí
un vello erizado y una línea visible en la piel húmeda. Se detuvo en la
espalda, donde jugó a perseguir sus lunares que parecían estrellas negras de
alguna constelación.
Ella se puso en pie, grácil.
—Tengo hambre —dijo. Se cubrió con una camiseta que vio tirada en
el suelo y fue a la cocina, desde donde llegaba una luz tenue.
Al poco, él se levantó. Al querer abrocharse la camisa y no encontrar
los botones, se acordó de su mujer. Apartó la culpa de su mente como quien
espanta una mosca.
En la cocina, la chica adobaba la carne.
—¿Qué hago?
—Reaviva el fuego. Toma, lleva los vasos y los cubiertos.
Salió al porche y lo recibió la noche destemplada. Fue a por más leña.
Durante unos minutos, revisó la cantidad ingente de cosas que había tras la
caravana, muchas a la intemperie, otras, como la leña, en un mueble
desvencijado con múltiples estanterías y cajones. Todo a medio tapar por un
toldo que salía del techo del remolque. Alzó un brazo y agarró el borde de
la lona para verle el dorso. Había impresa una imagen de una piedra
volcánica, ligeramente descolorida por el sol y la maresía. Toqueteó varios
objetos. Por curiosidad, abrió una caja de herramientas. Cogió algunos
clavos que aún podían utilizarse y un martillo.
Logró prender el fuego a pesar de las ráfagas de aire. Las llamas
pronto alcanzaron altitud, aunque de una manera errática. Entonces subió al
porche y se puso a clavar el pasamanos de la barandilla. Ella salió con una
bandeja.
—No hagas eso —le dijo, seria.
—Casi he terminado. Esto estaba a punto de caerse y…
—No quiero que hagas eso —levantó la voz.
—Pero es peligroso que esté suelto.
—Es mi casa y yo decido cuándo arreglar algo. No tienes ningún
derecho ni permiso.
—Vale. Solo quería ser útil. —Alzó los brazos en señal de rendición.
Jun no contestó. Bajó los escalones, dejó la bandeja con la carne y
regresó a por la parrilla. Al pasar junto a él, Eiroa le cogió la mano.
—Perdona, no era mi intención molestarte.
—No te tomes libertades. No necesito un macho. Yo no voy a tu casa a
clavar nada.
—Cierto, tienes razón.
Cenaron conejo a la brasa y bebieron vino bajo el cielo estrellado y
desapacible. Acabaron la botella. Tras el último trago, cuando él calculaba
que se recostarían en la arena para continuar la charla, ella entró en la casa
y, al cabo de unos minutos, salió vestida con el traje de buceo. Se quedó
atónito. La vio ponerse un calzado de goma, engancharse a la cintura una
bolsa de cierre estanco que luego ató en su muslo y colocarse unas gafas.
—No irás a meterte al mar ahora.
—¿Algún problema?
—Es de noche, hay tormenta…, estábamos cenando.
—Tengo que pintar. Lo siento. Otro día tomamos el postre.
—Joder, Jun.
Ella no contestó, se introdujo en el oleaje y el mar se la tragó. Eiroa
permaneció de pie, intranquilo, confuso por las acciones de aquella mujer
que se le antojaba inaccesible e indescifrable. No separó la mirada del agua,
intentando divisarla en la espuma. Tras varios minutos que le parecieron
interminables, una luz se movió sobre los peñascos del brazo derecho de la
bahía. Antes de llegar al edificio del viejo faro, la luz le hizo señas. Luego
desapareció.
Mientras apagaba la hoguera, pensó en que cada encuentro con Jun
constituía un revulsivo para su ser, con todo lo bueno y lo malo que eso
significaba. A veces, sentía pánico de enloquecerse por una persona en la
que había visto su mismo sufrimiento pero que, en realidad, transitaba por
un camino ajeno por completo al suyo. Quizá fueran dos almas
atormentadas que, tras reconocerse como dos perros que se huelen en la
calle, seguirían con su vida. O tal vez su inquietud se debía al vino o a
aquella noche eléctrica.
Recogió todo y entró en la casa. Dejó los platos y la bandeja en la
cocina. Fue a la habitación, en busca de sus botas, y se sentó en la cama,
que no era más que un colchón sobre una pequeña tarima, casi a ras de
suelo. Mientras se calzaba, se fijó mejor en la estancia: un armario con las
puertas abiertas y ropa desordenada, un aparador con cajoneras y un espejo
ovalado en el centro. Se puso en pie y abrió algunos cajones: ropa interior,
maquillaje. Pegado a la pared, había un mueble con un tocadiscos y, junto a
él, unas estanterías con cientos de vinilos, de jazz principalmente, libros
sobre psicología y arqueología y novelas de misterio y crímenes. Al lado de
la entrada, una cortina de colores oscuros cubría algo. Levantó una esquina.
No eran sillas apiladas, como había pensado, sino lienzos sobre bastidores.
Los destapó. Parecían las pinturas de un desquiciado. Activó la linterna de
su móvil para examinarlas con mayor detalle. Los trazos del óleo eran
espesos, como si formaran el malpaís volcánico de allí fuera. Las escenas,
entre abstractas y figurativas, estaban llenas de violencia, con rostros
distorsionados por la tortura, manos atadas y extremidades sarmentosas;
había sangre, dolor y muerte en aquellas telas. Movió varias que mostraban
una evolución o una serie. En los cuadros más cercanos a la pared descubrió
cuerpos resecos, momificados. Se escalofrió al contemplar aquello. Su
cabeza se calentó con ideas y sentimientos alocados. Cubrió las pinturas
con la cortina y salió de allí.
Cuando puso el coche en marcha, vislumbró una luz tenue en la casa
del faro. Le entró curiosidad por saber qué otras sorpresas escondería su
extraña amante en aquel lugar.
El móvil se conectó de forma automática con el equipo de audio y el
último tema musical continuó. Free yourself, to be yourself (Libérate para
ser tú mismo), decía con acierto el grupo irlandés.
EL COLGANTE
PUESTO DE LA GUARDIA CIVIL
Los Llanos de Aridane
Policía Judicial
7 de junio de 2021

Había quedado con la cabo Ripoll en la cafetería de la plaza de España de


Los Llanos de Aridane. Sentado bajo uno de los centenarios y frondosos
laureles de Indias, observaba el deambular de la gente: funcionarios del
ayuntamiento, turistas, jubilados, amas de casa, todos convergían allí en un
momento u otro. Era el epicentro de la vida del pueblo. Una bandada de
palomas alzó el vuelo a la vez y una señora gritó. Hubo un murmullo. Él no
había sentido nada, pero las conversaciones a su alrededor retomaron el
tema de actualidad: los enjambres sísmicos. La catalana, con su indomable
coleta rubia y su buen humor, se sentó frente a él.
—Me habían dicho en el Puesto que estabas muy desmejorado.
—Eso son las malas lenguas, que me quieren ver muerto.
—No hablan de otra cosa.
—¿De qué? —dijo él, con desgana, arrastrando la última vocal.
—Bueno, de tu mala vida. O de tu buena vida, según se mire. Primero,
borracho perdido en la boda de tu hermana y, luego, entregado a la
perdición con esa mujer misteriosa.
—¡Joder!, hay que ver cómo es la gente, ¿eh?
—Ya ves. Es el precio que se paga por vivir en sitios pequeños.
—Eso y que son unos chismosos. Mira que les he dicho que no se
metan en mi vida. Un día vamos a tener un problema serio, te lo juro.
—Shhh, calla, que hablando del rey de Roma… —advirtió ella.
Intentaron pasar desapercibidos, pero los compañeros de la Judicial los
vieron y se sentaron sin mayor dilación.
—¡Coño! —dijo Nacho—, ¿has cambiado las novias arrugadas por
cabras decapitadas? Vas mejorando, ¿no?
—Cohones, se te acumulan los cadáveres, sargento —dijo Paco.
—¡Eh!, chicos, no vengan a joder la marrana —intentó mediar Ripoll.
—El comandante anda buscándote —siguió Nacho— para que le
expliques qué estás haciendo en el caso de los atentados del Roque. Y tú,
¿qué haces tú?
—Darse a la bebida —dijo el otro.
—Sí, irse de fiesta.
—Déjenlo ya —dijo ella.
—Y no contento con eso, se va a la playa tras una fulana.
Un latigazo restalló en el interior del cráneo de Eiroa, haciéndole crujir
la base de la nuca. Con los ojos llenos de ira, tiró hacia abajo de la solapa de
la cazadora de Ignacio para que se golpeara contra el filo de la mesa. Los
demás se levantaron, sorprendidos, volcando las sillas con estruendo, sin
margen para reaccionar. Los cafés se derramaron conforme la cabeza de
Nacho se estampaba una, dos, tres veces contra el tablero metálico.
La gente no supo bien qué había pasado. Vino un camarero a limpiar y
advirtió que iba a llamar a la policía. Eiroa se puso en pie, rebuscó en el
bolsillo y dejó un billete de cinco euros. Pidió disculpas. Nacho contenía la
hemorragia nasal con servilletas. El semblante de Paco reflejaba la
incomodidad de haber presenciado una pelea entre compañeros sin ser
capaz de preverla o atajarla.
—No se entrometan en mis asuntos. Estoy hasta los huevos de que no
respeten la vida privada de uno —dijo.
—Te voy a meter una denuncia que te vas a cagar —gangueó Nacho.
—Y yo te meto un tiro, cabrón, como vayas de chivato. La culpa es
tuya por creer que todos somos de tu condición.
—¡Se acabó! Venga, todo resuelto —dijo Paco—. Cada uno a lo suyo.
Eiroa y Ripoll abandonaron la cafetería y se dirigieron en silencio
hacia el aparcamiento. Antes de entrar en el vehículo, Eiroa recibió un
wasap, que ojeó pero no abrió. Ya dentro, continuaron sin decir palabra un
par de minutos, hasta que él resopló. Fue la señal para que Ripoll se
decidiera a hablar:
—¿Qué ha pasado hace un momento, jefe?
—Que he perdido los nervios.
—Nunca te había visto así.
—Lo siento, de verdad. Llevo unas semanas bajo presión y este detalle
ha sido la gota que ha rebosado mi paciencia.
—Sabes que Nacho puede buscarte la ruina.
Eiroa no dijo nada. Desbloqueó el móvil. El mensaje era un audio del
profesor Martín. La noche que Jun le había mostrado su momia particular y
el colgante que era una copia del que él había visto en el cadáver del Roque,
le había enviado una fotografía al experto por si conocía el significado de
los símbolos de la piedra.
—¿Qué ibas a decirme? —preguntó a Ripoll.
—Que debes controlarte y…
—No, de la investigación.
—Ah, vale. Pues sí, tengo buenas noticias. Después de patear como
una jodida senderista por tiendas de souvenirs y centros de artesanía, al fin
he dado con una pista. En un local de Tazacorte, una señora me dijo lo más
fiable hasta el momento sobre el origen del colgante. Pero quiero que
vengas conmigo y lo escuches tú también.
—De acuerdo. Tenemos otra cita en Tazacorte, además.
—¿Y eso?
—Creo saber la identidad de la chica momificada en el Roque. Y, si no
me equivoco, allí hay un testigo que puede confirmarlo.
—Ya me dirás cómo has llegado a esa conclusión sin prueba de ADN y
con tantas posibilidades abiertas, porque ese cadáver podría pertenecer a
cualquiera de las chicas desaparecidas, incluso a otra de la que no tengamos
constancia.
—Sí, es cierto. A ver si hay suerte.
Se puso el cinturón y arrancó el motor. Colocó el teléfono en un
soporte del salpicadero y le dio al play del audio. Se escuchó la voz del
profesor por los altavoces: «Sí, hola. Perdón por responderle tan tarde. No
había visto su mensaje. Voy a contestarle de viva voz porque se me hace
más fácil. Verá, en la piedra que me envió se observa claramente una
simbología muy utilizada por los awara, repetida infinidad de veces en
miles de petroglifos por todo el territorio. En este caso, se adorna con
algunas variaciones interesantes. Lo primero que tiene que entender es que
una inscripción pétrea no consiste en un dibujo realizado al azar o por
aburrimiento, ¿de acuerdo? Estamos ante una expresión cultural, es decir,
una forma de aprehender, comunicarse y trascender la realidad. Como
escribí en uno de mis libros, un petroglifo es la relación con lo no mundano
para revelar el proceso de hierofanización; esto es, una realidad sagrada o
cosmológica que de ninguna otra manera se puede mostrar. Igual me enrollo
mucho. Si no le queda claro, me llama. Bien, en esta piedra en cuestión
apreciamos la espiral, que habrá visto cientos de veces, quizá sea el
elemento al que más se recurre. Y esto es así por su significado tan
poderoso: se trata del axis mundi, el centro del mundo, pero no entendido
como sentirse el centro del mapa que hoy conocemos, sino que señala un
lugar, un objeto o una persona como el vínculo con el cosmos. Bueno, es
algo complejo. Las grafías de alrededor, aunque las han adornado con
piedras de colores que no vienen al caso, en su origen aportaban varios
significados, como el triángulo, que se repite, y es el símbolo de lo
femenino; o el círculo, que representa el ciclo perfecto, el equilibrio entre el
origen y el fin. El que es una especie de cruz ha confundido a los expertos
en antropología simbólica. Yo le aseguro que no se trata de ninguna cruz ni
tiene relación con el cristianismo: representa a una estrella. Creo que ya le
comenté la importancia de las estrellas en la cosmovisión de los awara. Su
ciclo, eterno y predecible, sus solsticios y ortos solares y de otras estrellas
relevantes marcaban su existencia. He pasado media vida estudiando esto y
resumirlo en dos minutos me supone casi un sacrilegio. En fin, eso es más o
menos todo. Si le surge cualquier duda, estaré encantado de ayudarlo».
—O sea, a ver si me aclaro —dijo Ripoll—. La chica que apareció
reseca en el observatorio portaba, o le pusieron, un colgante que, mira tú
por dónde, representa la simbología ancestral de la isla.
—Algo así —respondió el sargento sin apartar la mirada de la carretera
—, aunque no creo que se lo hayan colgado, porque eso sí que no me
cuadraría. ¿Por qué se lo pondría a esta y no a la otra momia? Mi teoría es
que esta chavala ya llevaba el colgante y, visto su significado, llamó la
atención del asesino y decidió conservarlo en la tinaja esa de las tripas.
¿Cómo se llamaba?
—Canopo o canopus, creo.
—Eso. Pero esa duda me parece que la vamos a solventar en media
hora. ¿Dónde está la tienda de artesanía?
—Abajo, en el puerto.
—¿Has elaborado la lista que te pedí de centros de impresión?
—Sí, ahora te la reenvío. Eso puede suponer un problema, y es que
algunas de esas empresas han desaparecido. Sobre todo, el año pasado, con
el tema del confinamiento, que tanto afectó a la economía insular.
—Vale. ¿Y cuántos son y dónde están?
—Espero no haberme dejado ninguna. Listé catorce, filtrando siempre
por las que tuvieran o hayan tenido capacidad de impresión en lona, que
requiere de un plotter, una de esas impresoras para grandes formatos. Hay
cinco en el lado este y siete en lado oeste de la isla.
—De acuerdo, tú visitas las de aquí y yo las otras.
—Sabía yo que me tocarían más.
—No protestes. Mira, ya llegamos.
Bajaron del todoterreno. Ripoll caminó decidida por el paseo, seguida
de Eiroa. Del cielo no colgaba ni una nube, azul límpido con un sol gigante,
blanco, que castigaba casi de forma cenital el pueblo pesquero que había
crecido en la desembocadura del barranco de Las Angustias, a sus espaldas,
y junto al imponente risco del Time. Era un lugar protegido de vientos, que
contaba con el récord de más horas de sol del país. Un horno. Eiroa pensaba
que si no fuera por la cercanía del mar morirían asfixiados en cualquier mes
entre abril y octubre. Cruzaron la calle resguardándose bajo los toldos de
los comercios y los bares. A cierta altura, Ripoll hizo un ademán y se metió
en un bazar. Él fue detrás. No había clientes, solo una señora de mediana
edad tras un pequeño mostrador coronado por una amarillenta caja
registradora. La mercancía se apilaba por doquier y constaba esencialmente
de puros, licores, cigarrillos, postales de todo tipo, camisetas, bolsos,
cholas, flotadores, gafas de buceo, cremas solares, un mueble metálico
giratorio con gafas de sol, baratijas, artesanía palmera, rapaduras y mojos.
—Buenas tardes, doña Angelina —saludó la cabo.
—Buenas tardes —contestó la dueña, mirando por encima de las gafas,
sin terminar de reconocer la visita.
—¿Se acuerda de mí? Soy Marta, de la policía judicial, hablamos hace
un par de días.
—Ah, sí, hola. ¿Cómo está?
—Muy bien. Mire, este es mi jefe. Cuéntele lo que me dijo a mí.
—Ah, estupendo. —La señora lo escudriñó de arriba abajo—. ¿Y qué
tengo que contarle? Es que no me acuerdo…
—Sí, no se preocupe, no pasa nada. ¿Recuerda que yo le pregunté si
vendía un colgante como este? —Le mostró la imagen en el teléfono.
—Ya recuerdo. Y yo le expliqué que no, que el género de aquí, bueno,
de aquí y de todos los comercios como el mío, se fabrica con piedras
artificiales, piedra china la llamamos. Cogen un diseño que de alguna forma
represente a La Palma, no sé, la silueta de la isla, el Roque, las estrellas, el
volcán, cosas así, y lo producen a granel, no sé si se dice así. Es lo mismo
que con las postales: son fotos de La Palma, claro, pero las hacen al por
mayor, fuera.
—Ya, ya veo —dijo Ripoll—. Pocas cosas se hacen realmente aquí,
¿verdad?
—Y lo poco que se hace no lo quiere nadie.
—Y esta piedra que le enseño, ¿por qué es diferente?
—Primero, porque no se trata de una piedra sintética, porosa y negra.
Se ve que es natural, trabajada artesanalmente. Por el color, así blanquecino,
y la textura tan lavada, yo creo que viene de La Caldera, una de esas que
arrastra cuando corre el barranco.
—Doña Angelina, dígame, ¿sabe quién fabrica una artesanía así?
—Sí, ya le dije el otro día que, por lo que yo sé, la vende un grupo de
extranjeros, alemanes me parece, hippies de esos, en puestos ilegales, claro.
Se mueven de aquí para ya, pero siempre en esta zona porque es donde más
turistas hay. Pueden estar un día en Puerto Naos, otro día aquí, en
Tazacorte, o en la playa de La Bombilla. También se desplazan al norte, a
Tijarafe y Puntagorda, si hay mercadillos o fiestas. No suben a Los Llanos
de Aridane porque no quieren ser tan… tan visibles, ya saben.
—Vale. Muy bien, señora. Pues eso es todo. Se lo agradecemos
mucho. Ha sido de gran ayuda.
Salieron del comercio.
—Buen trabajo, Ripoll. ¿Ves como se te da bien hablar con la gente?
—Si todas las personas son así de amables, igual le termino cogiendo
el tranquillo.
—Bien, escucha. Ahora nos separamos. Yo voy a hablar con un tipo
que trabaja aquí cerca. Tú puedes dar una vuelta, a ver si tienes la suerte de
encontrarte con algún chiringuito de esos alemanes.
—Okey. Media hora. No tardes más, que me desintegro con este calor.
Eiroa se encaminó hacia la última parte del paseo. Buscó la pizzería
Nuova Italia. Se sentó en la terraza, debajo de una sombrilla cubierta por
palmeras. Aun así, no se quitó las gafas de sol, pues la luz solar le dañaba
los ojos. Acudió enseguida un camarero. Le pidió un Nestea mango-piña y
unos cacahuetes. Cuando le trajeron el refresco, dijo:
—Necesito hablar con Gabi.
—Está en la cocina.
Le mostró la placa.
—Dile que venga, solo será un momento.
El muchacho se acercó a un señor mayor con gorro blanco que había
en la barra, presumiblemente el dueño del restaurante, que no le quitaba ojo
a Eiroa. Asintió cuando el otro terminó, y entró en la cocina. Al poco,
apareció otro sujeto: alto, de pelo negro y ensortijado. Tras arrancarse el
delantal y la gorra y tirarlos al suelo, salió. Su moreno contrastaba con la
filipina de chef.
—Tengo mucho trabajo. Usted dirá.
—Gabriel Giordano, ¿verdad?
—Ya sabe que sí.
—Siéntese, por favor. Debo hacerle unas preguntas.
—Estoy hasta los cojones de responder las mismas preguntas.
—Vamos a calmarnos y así terminamos antes, ¿le parece? —dijo
Eiroa, tendiendo la mano hacia una silla.
El joven dudó un instante. Hizo un ademán con la mano mientras
fruncía los labios. Casi se le escuchó un «porca miseria».
—Verá, sé lo que me va a preguntar, ¿vale? Desde aquel suceso, no
han dejado de atosigarme con lo mismo y…
—No se preocupe —lo cortó el sargento—. No vamos a repetir la
historia. Solo una pregunta, una respuesta sincera, y me largo.
—De acuerdo. Si no hay más remedio, adelante.
—Pero como no me cuente la verdad, me cabrearé mucho y tendrá que
venirse conmigo.
—Que sí, hombre, que sí.
Eiroa buscó la fotografía del colgante en el móvil y se la mostró.
Gabriel, deslumbrado por la claridad, puso una mano sobre el aparato, a
modo de parasol, y acercó la cabeza, haciendo tintinear sus pendientes.
Entonces, se separó de golpe y su rostro cogió un color verde aceituna.
—¿Lo reconoces? —preguntó el sargento.
—No lo sé.
—Concéntrate. Es importante, Gabriel. Necesito que lo identifiques.
Míralo otra vez. —Volvió a ponerle el móvil delante de la cara. El italiano
lo observó con detenimiento mientras parecía ser presa de una avalancha de
recuerdos.
—Dime: ¿lo llevaba la chica, Esther Marrero, la noche que
desapareció?
Gabriel apartó el terminal de un manotazo. Incrustó la cabeza en el
pecho y hundió los dedos entre los rizos.
—¡Joder! En la vida podré sacarme de encima ese mal trago. Se lo he
contado mil veces a una decena de sujetos como usted. ¿No he sufrido ya
suficiente? Oiga, lo puse por escrito, dije todo lo que pasó, todo lo que
recordaba.
—¿Ella lo llevaba?
—Sí, ¡joder! Lo llevaba. Se lo había regalado yo. Lo compré en el
concierto del LOVE y yo mismo se lo abroché.
—¿Por qué no lo dijiste en el interrogatorio?
—Porque no me lo preguntaron —levantó los hombros—, porque no
me acordé de ese detalle, porque yo qué sé, joder.
—¿Recuerdas dónde lo compraste?
—En un puesto hippie que había fuera del recinto.
—¿Recuerdas algo más, algo que me sea de ayuda?
—No, no. Ya ni me acordaba de eso. Trato de olvidar, ¿sabe?
—De acuerdo. Está bien, Gabriel, es todo. Puedes irte. Gracias.
El italiano se levantó y volvió cabizbajo al interior del local. Eiroa le
dio un gran trago a la bebida, cogió los últimos cacahuetes y se puso en pie.
Ya casi fuera de la terraza, escuchó la voz del joven:
—Una chica.
Se giró.
—Digo que en el puesto donde compré el colgante había una chica;
extranjera, pelo largo, rubio, con una… —se señaló la frente con dos dedos
— una cinta.
Eiroa levantó el pulgar en señal de gratitud y fue en busca de la cabo,
que ya lo esperaba junto al coche.
—¿Ha habido suerte? —preguntó ella.
—Sí, bastante, ahora te cuento. ¿Y tú?
—Nada. Algunos me dicen que creen saber de quién se trata, pero que
hace meses que no saben nada. Que probemos en Puerto Naos.
—Pues vamos allá. Sube.
Ya en marcha, Ripoll le preguntó a quién había ido a ver.
—Tenía una corazonada con respecto al colgante. Ya te lo dije.
Aunque no se nombra ni en las declaraciones ni en el atestado, estaba
convencido de que pertenecía a la chica que desapareció durante el LOVE
Festival del verano de 2019.
—¿Y?
—He ido a ver al italiano que estuvo con la víctima minutos antes de
que desapareciera, y lo ha reconocido.
—¡Bien! Un avance.
—Ya podemos ponerle nombre a la momia del Roque.
—¿Y por qué no lo había nombrado hasta ahora?
—Al parecer, se lo regaló unas horas antes del suceso. Lo compró a
una extranjera que tenía un puesto junto al recinto. Con todo el revuelo, al
pobre lo acribillaron a preguntas y falsas acusaciones. Ya sabes cómo va: se
cañonea cualquier posible indicio.
—Y nadie repara en los detalles.
—No se lo preguntaron y él no le dio importancia.
—A ver si encontramos a esa guiri para completar el día.
Puerto Naos era el centro turístico más importante de la zona. En torno
a la playa de arena negra se había desarrollado en los últimos años un
enclave que ofrecía sol perenne y unos atardeceres inolvidables, el último
punto desde donde ver cómo el Atlántico se tragaba cada noche la bola de
fuego.
El paseo marítimo se había remodelado recientemente. Había kioscos
donde comprar un helado o tomar café. En la arena crecía una hilera de
palmeras raquíticas. Al otro lado de la calle, abrían sus puertas los demás
negocios turísticos. Y en el extremo de la pequeña bahía se levantaba el
hotel Sol, al que se accedía a través de frondosas plantaciones de plataneras.
Dejaron el coche donde pudieron. Caminaron desde el principio del
bulevar, observando la mercancía de aquellos puestos precarios, apenas una
mesa, una silla y una sombrilla. En algunos había artesanía, pero no como
la que buscaban. Pero la suerte les sonrió. Allí estaban, colgantes casi
idénticos, otros con diferente diseño pero la misma piedra y manufactura.
Detrás de la mesa abigarrada de baratijas, labores de cuero, figuras de la isla
labradas en piedra volcánica y anillos y medallas metálicos, una joven de
ojos claros y cabello rubio. El rostro, pecoso, recorrido por líneas de sal
marina que habían cristalizado tras el chapuzón matutino. Una trenza fina,
ensortijada con una cinta colorida, le cruzaba la frente.
—Hola —saludó Ripoll—. ¿Puedes atendernos?
—Claro, dime —dijo la chica en buen castellano.
—Estas artesanías —señaló los colgantes— ¿las haces tú?
—Sí, sí, claro. Tengo el carné de artesana.
—Tranquila, no somos inspectores. Solo queremos saber cómo las
haces. Nos consta que están fabricadas con unas piedras especiales.
—¿Piedras especiales? No, no, son piedras normales que cojo por ahí
—se puso a la defensiva.
—¿Dónde?
—¿Dónde qué?
—¿Dónde coges estas piedras?
—Por ahí. Del suelo. Oiga, yo cojo piedras que nadie quiere y fabrico
algo bonito, ¿cuál es el problema? ¿Quiénes son ustedes?
—No te pongas nerviosa —dijo Ripoll—. Somos de la policía secreta.
—Le enseñó la placa con disimulo—. Si nos hablas con sinceridad, no
pasará nada.
—¿Por qué iba a pasarme algo? Estoy aquí como todos los demás. Me
gano la vida sin hacer daño a nadie.
—Pues cuéntanos dónde recoges esas piedras.
—Por ahí.
—¿En la playa?
—Sí.
—¿En el barranco?
—Sí.
Ripoll se giró hacia Eiroa.
—¿Ves? No es lo mío.
Él dio un paso, se cuadró delante de la chica y silabeó cada palabra:
—O nos dices la verdad o te detengo ahora mismo por venta ilegal
ambulante.
Las mejillas de la muchacha perdieron el color. Sobre las pecas
brillaron los grumos de sal marina. Su mirada se llenó de miedos y se dejó
caer sobre la silla.
—Las traemos de La Caldera.
—¿De la desembocadura del barranco? ¿De la cascada de colores?
¿De la zona de acampada?
—No, no, de mucho más arriba. Yo no sé muy bien cómo llegar, no
conozco los nombres. Es un sitio de difícil acceso. Voy con Julian, un chico
alemán, y nos acompaña un vigilante del parque.
—¿Cómo se llama el vigilante?
—Marcelo, pero no sé más. Le damos dinero y nos ayuda.
—¿Por qué esas piedras son especiales?
—Porque son piedras que ya han sido trabajadas.
—¿Por quién?
—No sé, por los guanches, creo.
—Entonces, ¿el sitio es un yacimiento arqueológico? —intervino
Ripoll—. ¿Es como un antiguo asentamiento, con restos de cabañas y eso?
—No lo sé, puede ser. Marcelo una vez dijo algo referente a un
poblado aborigen cerca del riachuelo que pasa por allí.
—¿Hay cuevas?
—Sí, alguna. Pero allí apenas encontramos piedras.
—¿Cada cuánto entran?
—¿Qué?
—Que cuántas veces entran en el parque a buscar piedras.
—Depende de la temporada, depende de la venta. Una vez al mes,
cada dos meses, quizá.
EL TRAMPANTOJO
PUESTO DE LA GUARDIA CIVIL
Los Llanos de Aridane
Policía Judicial
8 de junio de 2021

De camino al aeropuerto, Nina no paró de hablar. La llegada de su madre


se había adelantado y ella aún no tenía todo dispuesto. Esto la ponía
nerviosa, pero, por otro lado, la aliviaba. Cada día se notaba más pesada y
torpe, necesitaba ayuda para poder centrarse en la nueva vida que se le
venía encima.
—¿Ya mudaste al garaje el mapa ese? —le preguntó a Eiroa cuando ya
habían dejado atrás la ciudad y subían por la cuesta de Unelco, donde
trabajaba el marido de su hermana.
—Lo descolgué del estudio. No lo he pegado aún en ningún sitio.
—Con lo impresionable que es mamá para esas cosas, cuida de que no
lo vea.
—Ya sé.
—Acuérdate de que el sábado viene tu hermana y tu cuñado a cenar y
a conocer a mamá.
—Hoy es martes. De aquí al sábado se me habrá olvidado.
—Yo te lo iré recordando.
—O puede que me surja cualquier cosa.
—Sí. Cualquier cosa que te inventes para no estar con nosotros. No sé
qué te pasa.
—¿Qué me pasa de qué?
—Te noto ausente.
—Por el trabajo.
Ella no continuó por ahí. Miró el móvil. Tenía un mensaje.
—Es mamá. Ya está recogiendo las maletas. Te dije que saliéramos
antes. Llegamos tarde.
—Vamos bien, tranquila.
—Siempre vamos apurados a los sitios, no sé cómo nos las arreglamos.
Él no dijo nada. Pasaron por el mirador del Risco Alto y vieron de
frente la zona aeroportuaria. En efecto, el avión de Madrid ya estaba junto a
la torre de control. Aceleró al adentrarse en el túnel que cruzaba bajo la
pista de aterrizaje. En dos minutos alcanzarían el destino.
—Tiré tu camisa a la basura —dijo ella, sin mirarlo.
—¿Qué camisa?
—Una blanca, la trajiste completamente destrozada y con sangre.
—Tuve una pelea —dijo él.
—¿Una pelea? ¿Con quién, con un tigre?
—Me peleé con Nacho.
—Joder, Pablo, ¿te peleaste con un compañero del Puesto? ¿Por qué?
—Porque se creen que tienen derecho a meterse en mi vida.
—Eso ha sido siempre así y nunca va a cambiar, lo sabes de sobra.
Eres tú el que estás últimamente más sensible con todo. ¿Qué te pasa? ¿No
sabes controlarte?
—Ya llegamos —dijo él, zanjando el tema.
Entraron en la zona de desembarque justo en el momento que salía la
suegra empujando a duras penas un carrito con tres maletas y dos bolsas.
Madre e hija se fundieron en un abrazo sin fin. Lloraron, emocionadas de
reencontrarse. Cuando se soltaron, Eiroa se inclinó y besó a la mujer en las
mejillas resbalosas por el llanto y las cremas. Se hizo cargo del equipaje.
—¡Uy!, cuánto sol —exclamó la señora al salir, incrustándose
rápidamente unas gafas de tamaño gigante.
—Sí, mamá, aquí es lo que hay. Todo el sol que falta en Galicia lo
tenemos nosotros.
—Uuuf, con lo peligroso que es para la piel. No, no, a mí no me gusta
esto. Menos mal que vine preparada con la crema solar.
—Y el viento va a despeinarla —dijo Eiroa sin poder evitarlo. Nina lo
miró con expresión criminal.
—Ay, sí, por Dios, que fui ayer a la peluquería.
—No te preocupes, mamá, estás guapísima.
—Y con tanta laca no se le mueve nada —dijo él, al tiempo que se
adelantaba para alcanzar el vehículo. Sintió que Nina lo acuchillaba por la
espalda.
—¿Y tu pelo, tan rojo? —le dijo la madre.
—Ya ves, con el embarazo. ¿No te gusta?
—Me encanta. Yo quiero teñírmelo de ese color.
Eiroa metió los bultos más pesados en el maletero. La mujer colocó las
bolsas.
—Uy, ¿y esto? —dijo, frotándose los dedos que se le habían pringado
de algo.
—¿Qué es?
—Tienes el maletero manchado de…, no sé, parece sangre, ¿no?
—Ah, ya sé. La otra noche atropellé un conejo. Lo recogí para traerlo
a casa, pero luego me arrepentí y lo tiré.
—¿Y para qué lo traías a casa?
—Para comerlo, claro.
—¿Comernos un animal salvaje que vaya usted a saber qué
enfermedades puede tener? Dios mío, Pablo, cada día estás más loco.
Gracias a Dios que lo tiraste.
En el camino de regreso, Eiroa no abrió la boca. Las mujeres, en
cambio, tenían muchos temas en los que ponerse al día. Él atendió las
conversaciones durante un tiempo. Luego ya desconectó, en parte porque le
resultaba agotador seguirlas cuando hablaban en gallego. Al llegar,
transportó los bultos hasta el salón y se despidió de ellas con la excusa del
trabajo.
Condujo de nuevo hasta la capital. Visitó tres negocios dedicados a la
impresión digital. En ninguno les constaba haber impreso lona con
imágenes de riscos, piedras o similar. Recibió un audio de Ripoll. El
análisis forense confirmaba la identidad de la chica del Roque. Ellos
estaban en lo cierto: se trataba de Esther Marrero, de Gran Canaria,
desaparecida en Tazacorte el 20 de julio de 2019. Un detalle destacable del
informe: restos de escopolamina encontrados en el cabello, es decir,
burundanga, la droga de las violaciones. También le informó que no había
tenido suerte en los locales de impresión que había visitado.
Guardó el móvil y entró en una reprografía de la calle Trasera, tan
pequeña que pensó que Ripoll se había equivocado con los datos, pues era
materialmente imposible meter allí una impresora grande. Preguntó de
todos modos por el encargado. No estaba, pero lo llamaron, y le dijeron que
esperara unos minutos. Lo hizo en uno de los bancos con jardinera que
jalonaban la calle peatonal. Tras un rato, un señor de mediana edad, baja
estatura y poco pelo lo atendió, diligente. Eiroa se identificó y trató de
explicar qué buscaba. Para su sorpresa, el hombre le dijo que había llevado
a cabo un trabajo de esas características unos años atrás.
—Recuerdo que me pasaron imágenes de buena resolución, sí, de eso
que dice: riscos, piedras o paredes, con distintas texturas. Cada una había
que imprimirla en diferentes tamaños: unas más grandes, otras más
pequeñas, unas rectangulares y otras cuadradas. Me volví loco para
conseguir arandelas plásticas, porque insistieron en que no fueran metálicas,
sino plásticas, transparentes.
—¿De cuánto tiempo estamos hablando?
—Buf, una década. O casi.
—Todo eso ya no existe, ¿verdad? No conserva esas fotografías.
—Yo lo conservo todo.
—Sería magnífico echarles un vistazo.
—Bueno, me explico: lo conservo todo siempre que no se haya
estropeado el disco.
—El disco duro.
—No, no, los deuvedés. En esa época hacíamos copias de seguridad en
discos ópticos. Todo lo demás no era barato ni eficiente, no se habían
popularizado los discos de estado sólido, ni los pendrives, ni la nube, ¿sabe?
—De acuerdo, lo entiendo. ¿Sería posible, aun así, acceder a esa
información?
—Lo intento. Me costará localizarla. Puedo enviársela por correo
electrónico.
—Se lo anoto, entonces. Y dígame, ya que tiene tan buena memoria,
¿quién le encargó el trabajo?
—Pues no me acuerdo ahora mismo, supongo que el Cabildo, que es el
que encarga ese tipo de trabajos grandes, para alguna exposición, imagino.
Puedo buscar la factura y confirmárselo. Igual no hay tanta suerte con esto,
pero lo intentaré.
—Estupendo. Me ha sido de mucha ayuda. Esperaré impaciente sus
noticias.
Le dejó anotado el correo y el número de teléfono. Recogió la tarjeta
del comercio.
LA EXPLOSIÓN
PUERTO, MUELLE DE CARGA
Santa Cruz de La Palma
28 de agosto de 2021

Llamó a Ripoll.
—Hola, ¿qué tal?
—Hola. Regular.
—¿Y eso?
—Estoy en el curro —dijo ella, casi susurrando—. Las cosas se han
enrarecido por aquí. Ahora no puedo hablar. Te llamo dentro de cinco
minutos.
Eiroa caminó hasta la zona de los aparcamientos, una explanada cerca
del puerto. Le sonó el móvil. No era Ripoll, sino el número fijo del Puesto.
No contestó. Dejó que se agotara la llamada. Volvió a timbrar al instante.
Lo ignoró de nuevo. Compró un helado en el McDonald’s y se lo comió en
el coche. Cuando el teléfono insistió y comprobó que era el número
personal de la cabo, dio al manos libres.
—Hola, ¿qué pasa ahí?
—Hola. He tenido que salirme. El comandante se sube por las paredes.
—¿Por qué?
—Ha habido otro atentado en el Roque.
—¡No me jodas!
—Lo que oyes. Están intentando localizarte.
—Lo sé. No he contestado ¿Y qué ha sido esta vez? ¿Otra pintada, más
animales muertos?
—Al parecer, entraron en el edificio del Centro de Visitantes, robaron
el grupo electrógeno y destrozaron los paneles fotovoltaicos y una zona del
restaurante.
—Pero ese lugar está cerrado, ¿no?
—Sí, no lo han inaugurado todavía, hace poco que lo finalizaron.
—¿Sabes si hay alguna pintada o algún resto?
—Nada que yo sepa. No tenían siquiera operativas las cámaras de
seguridad.
—Voy para arriba.
—El comandante ha enviado a Paco y a Nacho. Ten cuidado, no te
metas en más follones.
—Descuida.
Colgó. Cuando iba a girar la llave del contacto, oyó un estruendo
procedente de la Marina, la zona de ocio y restauración del puerto
deportivo. Parecía una explosión. Salió del coche. Se escuchaba una alarma.
Divisó una columna de humo negro por encima del edificio. Corrió hacia
allí, cincuenta metros, y se percató de que la explosión había sido en el
muelle de carga. Rodeó la Marina y atravesó el pantalán a la carrera. Llegó
sofocado hasta donde se amontonaban la gente y los vehículos con luces de
emergencia. Se identificó y preguntó qué había ocurrido. Le contaron que
algo había explotado mientras descargaban mercancía voluminosa del
barco. Ya estaba el camión casi lleno cuando algo le reventó debajo y lo
alzó por los aires. Solo la cabina y las ruedas delanteras permanecían de
forma precaria sobre el muelle, el resto se había incrustado contra el barco,
y estaba a punto de caer al fondo de la bahía. La carga ya se había
precipitado al agua. Llamó a Ripoll para que ella diese el aviso a la Guardia
Civil y estableciera algún control de vehículos en las salidas de la ciudad.
En esos momentos, Jacinto Rodríguez, treinta y ocho años, ingeniero
químico, viudo, sin hijos, y Juan Carlos Pestano, treinta y cinco años,
comercial de una empresa de pesticidas y abonos agrícolas, casado, con una
hija pequeña, subían a un Toyota Land Cruiser aparcado a diez metros del
todoterreno de Eiroa y salían del aparcamiento. Dieron una vuelta a la
rotonda y se encaminaron hacia el sur, pasando frente al edificio de
Correos. La adrenalina contenida durante horas afloró sin remedio. A Juan
Carlos le temblaban las manos. Iba rígido, con la espalda pegada al asiento
y los ojos desorbitados. Desde que se habían metido en el coche, se miraban
con inquietud y sorpresa. Todo había salido según lo planeado, apenas
podían creérselo. Durante la noche, habían colocado sin problema las cargas
explosivas en los bajos del camión y el detonador que se activaba con una
simple llamada a un móvil había funcionado como por arte de magia.
Subidos a la segunda planta del complejo de la Marina, donde no quedaba
ningún negocio abierto debido a la crisis y a la pandemia, disfrutaron de
una panorámica amplia de la zona de carga y descarga. Se aseguraron de
que los operarios habían terminado de meter las pesadas cajas para hacer la
llamada y evitar daños personales. Luego, el estallido, la bola de fuego y
humo y el camión estampándose contra el barco, como en las películas. Tan
fácil. No daban crédito. A punto de entrar en el túnel que los sacaba de la
ciudad, solo era cuestión de mantener la calma. Seguirían con su vida
normal, sin verse ni llamarse por un tiempo.
Pero entonces el tráfico se hizo más lento. Algo no iba bien. Había un
control. ¿Ya estaban buscándolos? ¿Cómo era posible?
—¿Qué hacemos, Jacinto?
—Continuar como si nada. Tranquilo.
—¿Tranquilo? Y una mierda. Para ti es fácil lo de tranquilo.
—¿Qué quieres decir con que para mí es fácil?
—Pues que estás solo. Yo tengo una mujer y una niña. Como me
enchironen, me joden pero bien.
La fila de vehículos avanzaba y se detenía, a espasmos. Las luces
azules de emergencia relampagueaban.
—Eso no va a pasar. Mantén la calma. Pero, coño, tú ya sabías los
riesgos, ¿no?
—No, no. No me líes más, anda. Te conseguí el material y te ayudado
a poner las cargas. Dijiste: «No hay peligro ninguno, hacemos una llamada
desde casa si queremos».
—Bueno, bueno, deja de quejarte. Teníamos que comprobar que todo
salía bien. Así pudimos evitar muertes, ¿no?
Siguieron por la recta de Bajamar. Habían dejado atrás, a la izquierda,
el muelle de carga y ahora pasaban junto a la playa. El bramido de un
enorme crucero amarrado en el dique principal casi provocó un ataque
cardíaco a Juan Carlos. El sudor le humedecía las manos y le temblaban las
piernas. Le resultaba complicado meter las marchas. Advirtieron que el
tráfico lento se debía a un accidente. A cincuenta metros, un coche había
volcado en la cuneta. Pero también tenían un control. Había guardia civil
por doquier. Con algo de suerte, los dejarían pasar. Mandaron detenerse a
una furgoneta Renault. Hicieron señas para que avanzaran el siguiente, el
otro y el que los precedía. Juan Carlos aceleró un poco sin mirar a los ojos
del agente, como cuando se colaba en la fila de una discoteca diciendo «voy
con ese, voy con ese». Pero no hubo suerte. El silbato sonó, el guardia civil
levantó una mano y con la otra le indicó que se arrimara a la derecha.
Obedeció dando trompicones con el coche, que se caló antes de aparcar.
Enseguida el guardia los saludó con la mano en la frente.
—Buenas noches.
—Buenas noches, agente —le dijo Jacinto. Juan Carlos no conseguía
reunir el valor para mirarlo siquiera—. ¿Qué ocurre?
—Un control habitual y un accidente. Documentación y papeles del
coche, por favor.
—Sí, claro —respondió Jacinto, buscando su cartera. En vista de que
Juan Carlos no reaccionaba, le dio un codazo—. Tu DNI.
Sacaron de la guantera los papeles y se lo entregaron todo al agente,
que se retiró hasta el coche patrulla.
—¿Es normal que se lleven los documentos? ¿Qué están
comprobando? —dijo Juan Carlos.
—Tranquilo. Es lo normal. No te alteres, que te lo van a notar.
Juan Carlos retorcía la funda de cuero el volante, que sonaba como si
estrujara cartones. Después de varios minutos que les parecieron eternos, se
les acercaron dos guardias.
—Buenas noches —les habló en esta ocasión uno de mayor edad—.
¿De dónde vienen ustedes?
—Del norte, de Los Sauces —mintió Jacinto.
—¿Han ido por la avenida o por la carretera de circunvalación?
—Por arriba, por la circunvalación; no entramos en la ciudad —volvió
a mentir.
—¿Han entrado a los aparcamientos del muelle?
—No, no —mintió por tercera vez, con cara de póquer. Pero el
semblante de Juan Carlos se transfiguraba con cada mentira de su
compañero.
Los guardias dudaron un instante. Echaron un vistazo a los asientos
traseros, a través de las ventanillas. Chequearon los documentos. Parecía
que los daban por buenos. Se los tendieron al conductor, pero Juan Carlos
estaba rígido, ido. Jacinto le golpeó de nuevo el brazo. El otro lo miró,
luego al agente y a los papeles en la mano extendida. Los cogió. Al notarle
los temblores, el agente se cuadró como el portero de la disco que cierra el
paso y dice «tú no». Se acabó la fiesta.
—Abra el maletero.
—¿El maletero?
—Sí, ábralo, por favor.
—Sí, claro, está abierto.
Juan Carlos hizo un repaso mental atropellado de lo que podían
encontrar mientras el más joven se encaminaba en cámara lenta hacia la
parte trasera del coche. Jacinto, preocupado, le clavaba la mirada con una
pregunta: «¿Has dejado ahí detrás algo que nos incrimine? Dime que no has
sido tan idiota». Tanta presión hizo que los cables pelados que se movían
histéricos en el cerebro de Juan Carlos chisporrotearan buscando vías de
escape, formas de desaparecer. Y sin conciencia plena, arrancó el coche y
aceleró a fondo, chirriando ruedas. Al salvar los obstáculos, puso en peligro
a los demás vehículos. Dos guardias motorizados se enfundaron los cascos
y abrieron gas por la cuesta de Unelco, persiguiéndolos.
El coche de los fugitivos era pesado y no llegaron a tiempo a ninguna
desviación en la que despistar a los guardias. De modo que, en la primera
ocasión, se introdujeron por una pista sin asfaltar para uso de una finca
platanera. Cuando pararon, Jacinto estalló en un ataque de furia.
—¡Me cago en la puta! —Golpeó el salpicadero con ambas manos—.
¿Pero es que tú estás jodido de la cabeza? ¿Y ahora? ¡Eh! ¡Contesta, joder!
¿Y ahora qué? ¿Qué vamos a hacer ahora?
Juan Carlos se apretaba las sienes, agobiado porque le gritara en plena
oreja. No sabía ni qué decir. Había sido una reacción impulsiva, no se había
planteado el siguiente paso. Miró al frente, a través del parabrisas. Pensó en
cómo se había metido en aquel embrollo, cómo se había dejado embaucar
por las ideas vengativas de aquel grupo que, decían, luchaban por los
verdaderos intereses de la isla para liberarla del saqueo histórico y la
apropiación de sus riquezas naturales. Tenían razón en todo, durante ese
tiempo así lo había sentido, él estaba de acuerdo y quería participar en joder
a las grandes corporaciones que, por la cara y con la connivencia de las
autoridades locales, se adueñaban de las cumbres sagradas. Hablaban de
hacer pintadas, robar cables, cometer algunos destrozos y asustar a los
científicos con el mito de Iruene. Bien, aquello le parecía correcto, y la idea
de amenazar con un megatsunami que arrasara la costa americana la veía
cojonuda sobre el papel. Nada de aquello era legal, pero entraba dentro de
lo exigible en un grupo reivindicativo como el suyo. Alguien debía hacerlo.
Eso le repetían con frecuencia en las reuniones: cada uno daría un paso al
frente y diría basta, manteniéndose fuertes y unidos contra ese invasor
moderno que, bajo la excusa de la investigación científica, llenaba la isla de
cacharros tecnológicos. Y, a cambio, ¿qué dejaba? Mierda en los montes y
poco más. Ellos eran los valientes que los pararían, los escogidos. Pero,
carajo, había un salto de ahí a volar por los aires camiones con material
tecnológico de alto valor y poner en riesgo vidas de personas de la tierra
como ellos.
—Me voy a entregar —dijo en un susurro que al otro le costó entender.
—¿Qué?
—Que lo mejor es que me entregue.
—Estás loco de remate.
—Nos van a detener de todas formas, conocen nuestros datos. Ya
habrán llegado a nuestras casas. No hay escapatoria.
—Podemos ocultarnos, salir de la isla.
—¿Y luego qué? Vivir como fugitivos. Tengo una familia.
—Ya la tenías antes de meterte en este embolado. ¿No crees que es
tarde para pensar en eso?
—Hasta ahora no había sido consciente de las consecuencias de
nuestros actos. Quiero decir, sí sabía lo que hacíamos, pero era como jugar
al escondite. Lo de hoy lo cambia todo, Jacinto. Lo de hoy no tiene vuelta
atrás.
—¿Estás dispuesto a pagar lo mucho que te tocará pagar?
—Sí, y tú deberías hacer lo mismo.
—¡Ja! Lo llevas claro, chaval.
—¿Piensas huir como dices? Nunca tendrás una vida.
—Tampoco ahora, si lo piensas bien. Estoy solo, desde que murió mi
mujer, no me importa nada. Mi trabajo me entretenía, pero esos cabrones
aprovecharon la puta pandemia para despedir a la mitad de la plantilla local.
El grupo y sus objetivos me mantenían ilusionado. —Se tapó la cara y se
estremeció—. ¡Estoy solo, joder! ¡No tengo nada! —sollozó.
Juan Carlos le puso la mano en el hombro y apretó varias veces, de
forma rítmica, como ademán de consuelo.
—Pongamos paz en todo esto, amigo —le dijo—. No nos tiremos más
mierda encima. Sea lo que sea que nos venga, lo afrontaremos juntos. No
hay otra salida.
Jacinto se restregó los ojos. Sorbió por la nariz y se pasó el dorso de la
mano por el bigote y los labios. Miró a su compañero y este pareció verle
un destello en el fondo de las pupilas.
—Aún podemos salvarnos.
—Venga, colega.
—No, no, escucha. Tenemos un as en la manga para seguir jugando.
—No quiero jugar más. No creo que estemos preparados.
—Mira, atiende. La idea es buena: nos entregamos, pero nos hacemos
los duros y no confesamos nada, ¿vale? Lo negamos todo. En el registro a
nuestras casas encontrarán pruebas de la fabricación de explosivos, los
transmisores, el disfraz de lobo. Okey. Paso dos: cuando nos incriminen,
nos mostramos dispuestos a colaborar y dejamos entrever que conocemos lo
de Cumbre Vieja.
—¿Vas a contarles lo de Cumbre Vieja? Eso significará hundirnos aún
más —dijo Juan Carlos, incrédulo.
—No, no, al contrario. Les decimos lo de las bombas, la amenaza será
de tal magnitud que tendrán que avenirse a negociar una reducción de las
condenas.
Juan Carlos sopesó la idea. No había mucho donde elegir. Podía ser
una palanca para desatascar su posición llegado el momento. Peor no
podían ponerse las cosas, aunque su madre, que en paz descanse, siempre le
repetía que para que las cosas empeoraran solo hacía falta darles tiempo.
—Me parece bien.
—Hay algo más: por mucho que nos achuchen, debemos mantenernos
firmes en que solo somos tú y yo, ¿vale? No hay nadie más con nosotros.
No podemos salpicar al grupo.
—De acuerdo.
—Nosotros decidimos llevar a cabo estas acciones. Como ecologistas
radicales, nos tomamos la justicia por nuestra mano para acabar con el
abuso de las corporaciones extranjeras.
—Sí, ya me sé ese discurso.
—¿Lo tienes claro? ¿Alguna pregunta?
—No, todo en orden.
—Mantén la calma y niega todo hasta el último momento, y, al final,
sacas el tema del tsunami. Dices algo así: «Hemos hecho todo eso que
dicen, pero tenemos preparado algo aún peor». Cuando vuelvan a apretarte,
lo cuentas: «Hemos puesto decenas de bombas en la hilera de Cumbre Vieja
para que reviente y provoque la mayor ola destructiva de la historia. ¿Qué
queremos a cambio de desactivarlas? Un trato».
—Que así sea.
Giró la llave del contacto y salieron despacio de la pista, hacia la casa
de Jacinto, en San Isidro. Allí esperaron a la policía. Juan Carlos llamó a su
mujer y le contó lo necesario para que no se asustara de lo que se
avecinaba. Jacinto lo escuchó llorar mientras no cesaba de pedir perdón.
Antes de que acabara de hablar, el jardín ya se había llenado de coches
patrulla y, desde un megáfono, una voz les conminaba a salir con los manos
tras la cabeza.
EL CENTRO DE LA TIERRA
PARQUE NACIONAL CALDERA DE TABURIENTE
El Paso
12 de septiembre de 2021

Llegaron al estacionamiento antes de las nueve de la mañana. Aún no había


senderistas y algunos taxis ya esperaban en fila. Eiroa había recogido a la
joven vendedora, que dijo llamarse Hannah, y al tal Julian. No eran pareja
ni compartían vivienda. El hombre, espigado y con manos de orangután, iba
y venía por la zona, viviendo en un sitio o en otro, según donde trabajase en
cada época. Su ocupación principal era el cuidado de jardines y piscinas de
los chalés de sus compatriotas alemanes, aunque también había hecho
peonadas en fincas de plátanos. Como era el que más tiempo llevaba
residiendo en la isla, se había convertido en el líder de un grupo de jóvenes
que llegaban en busca de una experiencia en el territorio europeo más
alejado del continente. Algunos pasaban unos meses y luego seguían su
rumbo; otros permanecían años. A pesar de ser trotamundos y de su aspecto
zarrapastroso, la mayoría tenían estudios superiores y futuros profesionales
esperándoles en su país de origen. Sencillamente, habían decidido vivir de
forma momentánea la felicidad de los indocumentados. Hannah, que aparte
de su lengua materna, hablaba francés, español y se defendía en italiano, se
había especializado en Comercio Internacional un año atrás, tras cursar
Administración de Empresas en la universidad de Hamburgo. Y no había
dejado de viajar a la isla ningún verano. Era gente de mundo.
Jun llegó poco después en su todoterreno. Todos llevaban sus
pertrechos para acometer la mayor y más espectacular caminata que podía
hacerse en la isla: el descenso al interior de La Caldera de Taburiente, con
paredes de más de dos mil metros. De un simple vistazo, resultaba evidente
que ella era la mejor preparada. Eiroa contempló sus botas de trekking
tobilleras, fuertes y ligeras, usadas pero intactas. Los guiris portaban
alpargatas y él, unos tenis. También comparó las mochilas: la de la
arqueóloga era profesional, moderna, de catálogo; la del sargento tenía
veinte años; Hannah cargaba un morral de playa, del que pendían sus
enseres, tintineando, y Julian daba la sensación de estar dispuesto a
ascender el Tíbet con un macuto de entreguerras.
El taxi los llevó hasta el mirador de Los Brecitos por una carretera
sinuosa y estrecha de un solo carril, que trepaba por la ladera norte del
barranco de Las Angustias. Allí, a unos mil cuatrocientos metros,
comenzaron el sendero, siempre cuesta abajo y a la sombra del pinar que
desafiaba la gravedad y el abismo. La mañana era fresca. Se adentraban en
una isla dentro de la isla. Sentían el embrujo de pisar un lugar inexplorado,
invariable desde épocas pretéritas. Las paredes que se levantaban a su
izquierda estaban jalonadas por saltos de agua. Cruzaron varios puentes de
madera sobre grietas inundadas, se detuvieron en el frescor de unas charcas
plagadas de ranas, sortearon piedras descomunales y redondas y, más
adelante, atravesaron una densa zona de helechos que sobrepasaban sus
cabezas. Si miraban hacia la derecha, el espectáculo era aún mayor, pues a
sus pies se abría el profundo barranco que daba lugar a otro barranco y a
otro más allá. Al fondo, el inmenso pico Bejenado. Según los geólogos, allí
se habían alcanzado los tres mil metros de altura antes de que la erosión y
un deslizamiento gravitacional dejaran a la vista lo que ahora
contemplaban: el centro del mundo.
Jun le contó a Eiroa que el Bejenado era una montaña sagrada para los
benahoaritas y que allí habían documentado infinidad de estaciones
rupestres, grabados y cuevas de todo tipo.
—Cuando hablas de cuevas, ¿a qué te refieres? —le preguntó—.
Quiero decir, ¿cuántas hay, qué dimensiones tienen?
—Son de origen volcánico y muy variadas. Algunas solo presentan
una estancia tras una boca más o menos ancha. Muchas se desarrollan a lo
largo de cientos de metros, con gateras o pasos estrechos, con amplias salas
y techos altos. Hay grupos de espeleología que han mapeado gran parte de
ellas. Mira, por ejemplo —señaló la falda de la montaña—, en el sur y en el
suroeste del Bejenado, se abre el barranco El Rincón, donde se han
registrado más de diez cuevas y tubos volcánicos. En la mayoría han
documentado restos cerámicos y fósiles de humanos y animales.
—¿Crees que quedan cuevas sin descubrir, sin explorar?
—Seguro que sí. Estoy convencida. Prueba de ello son las más de
cincuenta que hemos registrado nosotros con el proyecto de Cuevas
Colgadas.
—Todo esto que ahora vemos como una bonita zona de excursión
debió de ser importante para los antiguos pobladores.
—Claro. Según entiendo, para ellos era algo más que el lugar donde
vivían. Al ver la majestuosidad que nos rodea, soy capaz de comprender por
qué los awara adoraban ciertos parajes.
Llevaban casi una hora de descenso y las rodillas poco acostumbradas
de Eiroa comenzaron a quejarse. Decidieron aprovechar un pequeño
mirador para descansar del peso de las mochilas y beber.
—Mira. —Jun llamó su atención sobre un pico que emergía del fondo
del barranco como una escultura fálica inmensa—. Es el Roque Idafe, un
monolito venerado por los awara. A sus pies celebraban ritos y peticiones, y
dejaban los sacrificios animales que hacían a los dioses. Si venías en busca
del centro del mundo, ahí lo tienes. Según ellos, esta roca es la columna que
sostiene los cielos, donde reina sobre todas las cosas su mayor dios, Abora.
—Parece mentira que lograsen prosperar en medio de estos riscos —
dijo Eiroa.
Jun rio ante la ignorancia del sargento.
—Tú y tu mundo de comodidades. Supongo que serías incapaz de
sobrevivir aquí.
—Al tercer día soy cadáver, seguro. ¿Y tú?
—¿Que si yo sobreviviría aquí? —se repitió a sí misma, recorriendo
con la mirada la panorámica, desde el fondo del barranco hasta los
penachos de roca que atravesaban las nubes, resurgiendo tras ellas—. Sí —
dijo con rotundidad, casi con deseo de que la vida la pusiera en esa tesitura.
—¿Cómo?
—Pues igual que ellos. Con el ganado tendría leche, carne y pieles
para vestirme. Me refugiaría de las inclemencias en alguna cueva. Sabría
dónde se ubican los nacientes de agua. Hay pájaros, palomas, grajas,
conejos, no me moriría de hambre. De hecho, este cantón fue de los más
poblados de la isla. Y el más protegido, como puedes imaginar. Aceró, se
llamaba. Los españoles, con sus espadas y armaduras, no pudieron
conquistarlo, a pesar de que los awara no tenían forma de manejar el metal.
Aun llegó Colón a descubrir el Nuevo Mundo y aquí seguíamos batallando.
Al final, lo consiguieron con un engaño a Tanausú, el jefe del poblado.
—Sí, esa historia la contaban en la escuela.
—Ahí terminó una cultura y comenzó otra. Muchos se adaptaron a los
nuevos tiempos, se castellanizaron, se bautizaron, se cambiaron los
nombres. Otros se perdieron en las cumbres para siempre y hubo quienes
prefirieron morir, bien luchando a cuerpo desnudo, o bien lanzándose al
vacío desde Idafe o El Bejenado.
—Se diría que te hubiera gustado vivir en esa época.
—Bueno, me hice arqueóloga, ¿recuerdas? Su pasado vive aún. Han
dejado huellas por doquier. —Hizo un barrido con el brazo y la mano
abiertos, como acariciando con ese gesto el alma de los antepasados.
En ese momento el terreno se sacudió y se agarraron entre ellos.
Oyeron crujir algunas ramas. Duró unos segundos, pero el sismo fue lo
suficientemente intenso para que se miraran preocupados. Entonces un
retumbar, como de tambores lejanos, los dejó inmóviles. Prestaron atención.
Una graja salió despavorida del follaje y lanzó un graznido destemplado al
pasar junto a ellos. Levantaron la cabeza y vieron una humareda. Les costó
un segundo comprender que el temblor había provocado un derrumbe que
se les venía encima.
—¡Corran! —gritó Eiroa—. ¡Vamos!
Arrastraron las mochilas y, a los pocos metros, se metieron debajo de
una oquedad con las paredes llenas de musgo por un continuo goteo de agua
helada. Esperaron. El rugido se aproximaba, haciendo vibrar la tierra. Se
abrazaron, temerosos. Y en ese momento volaron delante de ellos varias
rocas enormes que se perdieron en el abismo, dejando tras de sí un olor a
hierro. Aguardaron un rato antes de atreverse a salir del escondrijo.
—Definitivamente, no sobreviviría aquí —quiso bromear Eiroa para
relajar los ánimos.
Comentaron la mayor frecuencia de los enjambres sísmicos en los
últimos meses. Hannah preguntó si eso significaba que habría una erupción
volcánica, pero Jun le contestó que no se podía saber con certeza. En otras
ocasiones, los temblores habían acabado disipándose. Dijo que en toda la
cordillera de Cumbre Vieja había instaladas estaciones de control que
medían los movimientos y la deformación del terreno. Con esos datos, los
científicos podían ponerlos en alerta, pero nunca señalar con exactitud la
fecha ni el lugar de la erupción. Por otra parte, cabía la posibilidad de que
surgiera un nuevo volcán, pero no en tierra, sino en el mar, como había
ocurrido en la isla de El Hierro.
Descendieron por la estrecha vereda. Tras hora y media, ya en el fondo
del barranco, cruzaron un riachuelo de agua tan fría que dolía en los dedos.
Tras subir una pequeña loma, entraron en la zona de acampada. Montaron
las tiendas y continuaron, más ligeros, barranco arriba, hasta el lugar que
llamaban cascada de La Desfondada, en busca del posible asentamiento
aborigen donde los alemanes recolectaban sus piedras especiales.
Tras el descanso, cada uno reunió comida y bebida para el resto del
sendero. Bajaron hasta la playa de Taburiente, un remanso del riachuelo
donde se formaban pequeñas piscinas entre rocas lisas y redondas. Jun se
descalzó y remojó sus pies en el agua cristalina; luego se lavó la cara y el
cuello, y acabó sumergiendo toda la cabeza. Reía, feliz. En aquel lugar
salvaje, su mirada perdía el halo de fatalidad. Viéndola, Eiroa sintió que en
verdad había algo especial en el entorno, quizá las altas crestas, el sonido
del discurrir del arroyo, la idea de estar en tierra ignota o, realmente, en el
centro del universo. Allí era sencillo olvidarse del mundo, del tiempo, de
los problemas. Para empezar, no tenían señal en sus terminales telefónicos.
Así que, pensó el sargento, era fantástico visitar el axis mundi al menos por
un día.
Emprendieron la marcha en busca de los nacientes del agua. Tomaron
el margen derecho del barranco que llaneaba unos cientos de metros hasta la
falda del Roque del Huso. En este primer repecho, el pinar tenía un rico
sotobosque de gacias, tagasastes, hierba risco, bejeques, tajinastes y tederas.
Después el sendero se estrechaba bastante, con barandillas de madera en los
tramos más peligrosos. Pararon un momento para admirar y fotografiar la
silueta del Roque del Huso, coronado por pinos. Mirando hacia atrás,
contemplaron el Bejenado en toda su majestuosidad y, más al fondo, el
Idafe y el arroyo de la zona conocida como Verduras de Alfonso uniéndose
al de Cantos de Turugumay para formar la playa de Taburiente. Subieron
hasta un tramo muy húmedo, con cañaverales. Tropezaron con un pino que
crecía horizontalmente. Jun explicó que se trataba de un ejemplar abatido
por un derrumbe, pero que no había llegado a morir, sino que encontró la
forma de reventar a partir de sus ramas. Junto a él, unos peñascos gigantes y
una lápida con la inscripción de un guarda del parque, que murió allí por el
derrumbe provocado por un rebaño de cabras. Los troncos de esos pinos
alcanzaban fácilmente los cuatro metros de diámetro.
Siguieron hasta el mirador de la cascada de la Desfondada. El lugar era
majestuoso. La fina lluvia que caía de lo más alto los empapó, un hilo de
agua que resbalaba por un tobogán de más de cien metros, llegando a sus
rostros convertido en un arcoíris. Desde allí divisaron las laderas y montes
cubiertos por el manto amarillo de la flor conocida como cinco dedos, y Jun
les mostró una planta única en el mundo, pues solo crecía allí, la Bencomia
exstipulata, en peligro de extinción. Su destino aún estaba más arriba.
Zigzaguearon hasta una cota de mil trescientos metros. Encontraron las
Siete Fuentes, donde el agua manaba de las rocas.
La pareja de alemanes fue a por las piedras. Jun e Eiroa se sentaron a
la sombra de un pino. Al sargento le dolían los pies. Tras rellenar las
botellas y beber agua de los nacientes, Jun compartió con él unas almendras
que lo reanimaron.
Las cumbres se veían más de cerca.
—¿Habrá algún modo de subir o bajar hasta aquí desde esas cumbres?
—preguntó a la arqueóloga.
—Seguro. Los cabreros viejos y los risqueros conocen los pasos. No
son caminos sencillos, conviene tener experiencia y estar habituado.
—¿Hay cuevas por aquí también?
—Claro, muchas. Este era un lugar privilegiado para los
asentamientos, con agua, refugios, posibilidad de defenderse y de escapar.
Hemos catalogado gran número de ellas por esta zona. Todas presentaban
evidencias de expolio y contaminación.
—¿Qué clase de contaminación?
—Me refiero a que han vuelto a habitarlas. Cabreros, por ejemplo. Y
refugiados.
—¿Refugiados?
—Durante el alzamiento militar de Franco y la represión posterior, se
persiguió a los que de una forma u otra se habían mostrado a favor de la
República. No te cuento nada nuevo. En la isla, sin escapatoria, fue aún más
cruel, casi una cacería, con decenas de ejecutados que enterraban de
cualquier manera en fosas comunes, sin nombre, sin justicia. Hablamos de
gente sencilla: maestros, agricultores, obreros. Pero también muchos se
echaron al monte, desaparecieron. Eran los alzados. Se escondieron aquí, en
Aceró, en estas cuevas, ayudados por la generosidad de los que, como
podían, les hacían llegar comida y noticias. A esos refugiados me refiero.
Guardaron silencio mientras devoraban los frutos secos.
Llegó la otra pareja. Tendieron frente a ellos una manta para presentar
la mercancía: piedras porosas, blancas, fáciles de trabajar. Jun señaló cómo
algunas mostraban signos evidentes de haber sido cinceladas por la mano
humana al menos quinientos años atrás. Eran mucho más que un souvenir,
eran historia viva. El sargento tenía ya una idea de en qué entorno se movía
el asesino. Solo le restaba explorar una cueva. Se lo comentó a Jun, que
estuvo de acuerdo. Conocía una caverna accesible y de poco desarrollo
interior, ubicada más abajo, casi llegando de nuevo al barranco de
Taburiente.
Mientras descendían, el sargento habló con los alemanes. No quería
que volvieran a sacar piedras del parque, no estaba bien, pertenecían a aquel
lugar. Aceptaron a regañadientes, aunque se quedaron conversando en
alemán.
Deseaban alcanzar la zona de acampada para cenar y contemplar las
estrellas en medio de los pinos, en el más absoluto silencio. Jun les dijo a
los extranjeros que continuaran, porque ellos iban a visitar una cueva
situada a doscientos metros, al otro lado de la falda que acababan de bajar.
Tardarían una hora.
Estuvieron de acuerdo y se separaron. Sin embargo, apenas recorridos
cincuenta metros, Hannah les gritó e hizo señas para que acudieran.
Extrañados, retornaron.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jun.
—Tienen que ver lo que hemos descubierto. —El rostro de la chica
mostraba su contrariedad—. Creemos que puede ser peligroso.
A tan solo unos pasos de allí se escuchaba ruido de agua, pero no hacia
el centro del barranco, como era lo habitual, sino saliendo del cauce.
Subieron una loma y, tras unos matorrales, tropezaron con una charca de
unos dos metros de diámetro. El agua brotaba a borbotones sobre una roca
lisa que se había teñido de un color cobrizo. Enseguida Jun comprendió qué
significaba:
—¡No se acerquen! —les gritó.
—¿Qué pasa?
—Mira esos pájaros. —Señaló unos cuerpos desplumados y en
descomposición.
—¿Es agua envenenada? —preguntó Eiroa.
—¿Hueles eso? —dijo ella.
—Sí, como a podrido. ¿Es por los cadáveres?
—No, al revés. Los pájaros han muerto por respirar esos gases,
posiblemente dióxido de azufre, muy tóxico. No es una fuente de agua
natural, sino un géiser. Creo que burbujea por la actividad sísmica.
Debemos informar a los guardas del parque.
Volvieron a separarse.
—Oye, entonces, es muy posible que haya una erupción, ¿no? —
aventuró Eiroa.
—Por lo que hemos visto y vivido hoy, no me extrañaría nada. Pero,
claro, no se trata de una ciencia exacta. Más tarde o más temprano reventará
un volcán, eso seguro. Nadie sabe cuándo ni dónde, por desgracia.
—Dicen que ya va tocando un nuevo episodio, pues el Teneguía fue
hace cincuenta años y el anterior, el San Juan, en el cuarenta y nueve.
—Ojalá que rompa en algún lugar deshabitado y no cause mayores
daños. Esto es lo más complicado, porque la densidad poblacional ha
crecido mucho en los últimos tiempos. Ahora hay caseríos por todas partes,
menos en los montes, claro. Pero una erupción ahí arriba, sea donde sea,
provocará que las coladas de lava arrasen con lo que encuentren de camino
al mar.
Ascendieron por una zona poco transitada que quedaba a la derecha.
En ciertos puntos tuvieron que agarrarse a las ramas de los arbustos porque
en el terraplén había piedras deslizantes. Pronto alcanzaron un rellano
semicircular ante un penacho casi vertical, más tortuoso conforme se perdía
entre las nubes.
—¿Ves la entrada? —Jun señaló una oquedad irregular a unos veinte
metros de altura.
—¿Y cómo subimos hasta ahí?
—Pues, como no hemos traído cuerdas ni nada de lo necesario, nos
serviremos de nuestras manos. ¿Te ves capaz?
—¿Tú eres capaz?
—Yo sí. Claro.
—Pues yo también.
—De acuerdo, valiente. Iré yo delante.
Escalaron. Jun, con agilidad. Eiroa, con cierta torpeza y dudas. Ella iba
limpiando de piedras sueltas los asideros más prometedores y le indicaba
dónde agarrarse. Cuando al fin llegaron al rellano superior, Eiroa, sudoroso,
miró hacia abajo.
—¡Lo has conseguido! —dijo ella, a modo de broma.
—No quiero imaginarme cómo bajaremos.
—Vamos, poli, que a tu vida le hace falta emociones y adrenalina.
—Eso lo dejo para locas como tú —se la devolvió él.
A dos metros de ellos se abría el acceso a la gruta. Asomaron medio
cuerpo. En cuanto se acostumbró a la penumbra, Eiroa vislumbró un hueco
de apenas dos metros de ancho por dos de largo y, tal vez, uno de alto. Al
fondo, una rendija negra como una noche sin estrellas.
—Vale, escucha. El primer paso es un poquito… agobiante.
—¿Dónde me has traído?
—¿No querías conocer una cueva? ¿Saber cómo era mi trabajo?
—Sí, pero… ¿dónde está la cueva?
—Ahí detrás.
—No me jodas.
—Es lo que hay, chaval. ¿Entras o no?
—¿Tú entras?
—Claro.
—¡Joder! Yo también.
—Pues presta atención. A eso lo llamamos gatera…
—Ni gateando quepo yo ahí.
—Que sí. Es una gatera estrecha, pero solo serán tres o cuatro metros y
luego podremos ponernos en pie.
—Vale. Venga, dale.
Jun sacó dos linternas de sujeción frontal que se colocaron en la
cabeza tras probarlas.
—Como las mochilas serán un estorbo, paso yo primero, tú me las
empujas y luego entras tú.
Lo hicieron de ese modo. Ella se arrastró como una serpiente y apenas
tuvo dificultad para alcanzar el otro lado. Él, más corpulento y menos
acostumbrado, sintió por primera vez en su vida lo que podría calificarse de
ataque de claustrofobia. Avanzaba veinte centímetros y maldecía veinte
veces. En el breve trayecto, se cagó en todos los muertos y vivos habidos y
por haber. Le estaba bien empleado. ¿Quién carajo le mandaba a él meterse
en aquellos berenjenales?
En la salida del tubo había un escalón por donde se dejó caer al
terminar de reptar. Jun lo ayudó a levantarse. Estaba temblando. Respiró
hondo varias veces y resopló de forma ruidosa. Miró alrededor. Por la boca
entraba un haz de luz que rompía la oscuridad interior. Aquello ya era otra
cosa. Se encontraban en el inicio de una bóveda alta, como si se tratara del
altar de una catedral de roca. Las paredes brillaban con el goteo continuo de
agua que discurría hacia dentro una vez tocaba suelo. La temperatura había
bajado varios grados y el aire se le antojó puro, intenso.
—Esta es la antecámara. Ahora nos descolgamos por aquí. —Jun se
desplazó hacia el muro del fondo, por donde se escurría el agua. Allí se
hallaba otra embocadura de tránsito más fácil.
Ella le advirtió que el suelo resbalaba por la presencia de musgo. Bajó
primero, agarrada a los tirantes de la mochila que él sujetaba del otro
extremo. Tocó fondo dos metros más abajo. Eiroa le lanzó el otro macuto.
Luego se descolgó él. Enseguida sintió cómo ella lo sujetaba de las
perneras, dándole confianza.
Cuando tocó terreno llano, se irguió, asombrado por el enorme tamaño
de la caverna. Aparte de la luminosidad que alcanzaba aquel santuario
desde las rendijas por donde habían entrado, un potente haz de luz caía
como si alguien hubiese instalado una farola en el techo, a unos treinta
metros. Se oía la corriente de agua que formaba una gran charca, de la que
Eiroa no quiso conocer la profundidad. Tras el continuo rebose, caía por
otras pendientes hasta perderse por grietas subterráneas. El líquido,
completamente estático, reflejaba las paredes y daba la impresión de que no
había fondo.
—¿Qué te parece? —preguntó Jun.
—Es magnífico.
—¿A que ha merecido la pena?
—No. No volvería a hacerlo, la verdad. Pero sí, esto había que verlo
una vez en la vida.
—Okey. No hables muy alto ni alumbres hacia arriba.
—¿Por? ¿Desprendimientos? —Él levantó la cabeza.
—Murciélagos.
—¡No me jodas! —Bajó la vista de inmediato.
—¿Qué te pasa? ¿También les tienes miedo?
—Claro. ¿Tú no?
—Pues no.
—Joder, Jun.
—Tú no los molestes y ellos no te chuparán la sangre. —Le dio unas
palmaditas en la espalda—. Y deja ya de mirarte los pies.
Jun caminó por la gran sala. Tenía partes llanas y en otras había que
sortear rocas.
—Esta cueva es una de las más conocidas del lugar. Hace muchos años
que se cartografió. Ha habido derrumbes que han estrechado el acceso, pero
siempre fue una guarida muy utilizada, y no solo por los aborígenes
prehispánicos. Se hicieron excavaciones para conocer el contenido de las
capas estratigráficas. Se hallaron fragmentos de cerámica, huesos y
herramientas líticas.
—O sea, vivieron aquí.
—Vivieron y murieron aquí. Arriba, en el segundo nivel, hay entradas
a pequeñas habitaciones con una función evidentemente funeraria, al menos
temporal.
—¿Crees que ahí momificaron a sus gentes?
— Sí, sin duda. ¿Quieres ver una?
Eiroa analizó la subida. No le pareció difícil.
—Claro. He venido para eso, en realidad.
Ella se adelantó. Escogió un acceso por unos escalones naturales.
Apenas había dado dos pasos cuando otro fuerte movimiento telúrico la
desequilibró. Gritó, asustada, y cayó hacia atrás, aplastando a Eiroa, al que
apenas le dio tiempo de abrazarla. Rodaron por el suelo hasta que la espalda
del sargento crujió al golpearse contra el saliente de un risco. Gimió de
dolor, con el cuerpo arqueado y el rostro retorcido. Las luces de sus
linternas deambularon frenéticas por la estancia, lo que, junto al temblor
sísmico, despertó a una colonia de murciélagos, que volaron por doquier,
emitiendo chillidos escalofriantes. Ellos, aún abrazados, esperaron a que
volviera la calma. Pero entonces un estruendo sordo les erizó la piel. Se
miraron, asustados. Ella se levantó de un salto, subió los escalones húmedos
de la entrada y, enseguida, Eiroa la oyó gritar. Fue hacia ella a trompicones
por el dolor. Trepó por la entrada, asomó la cabeza y se la encontró de
frente, de rodillas, seria y con el rostro ennegrecido. Por primera vez la vio
al borde del llanto y aquello lo asustó más si cabía.
—Dime que no ha pasado lo que creo —dijo él.
CLOONEY Y LA MEDIANOCHE
HOTEL HACIENDA DE ABAJO
Tazacorte
Domingo, 16 de febrero de 2020

Un jet de la compañía Privilege Sky aterrizó en el aeropuerto de la isla.


Los pasajeros del vuelo privado no acudieron a la cinta de recogida de
equipajes ni entraron siquiera al edificio. Un helicóptero los esperaba en la
misma pista y los trasladó al puerto de Tazacorte. Desde allí, una comitiva
de vehículos emprendió la ruta hasta el hotel de lujo Hacienda de Abajo,
que había sido una finca azucarera en el siglo XVII.
El complejo se cerró a cal y canto para proteger la intimidad del
famoso actor George Clooney. Iba a rodar en la isla escenas clave de
Midnight Sky, una película basada en Good Morning, Midnight, un cuento
futurista de la escritora Lili Brooks-Dalton, y suponía su regreso a la
dirección, tras meses lejos de los focos.
El impacto de una producción de ese calibre en una isla de apenas
ochenta mil habitantes fue significativo. Solo para los cuatro días de rodaje
se desplazaron más de doscientas personas del equipo Netflix. Las reservas
de hotel a cargo del gigante de las plataformas de streaming se elevaron
hasta las dos mil seiscientas desde que se había dado a conocer la noticia el
pasado 7 de enero. Además, se contrataron a setenta y cinco isleños, de
distintas profesiones, y a numerosas empresas locales de alquiler de
maquinaria y de vehículos, ofimática, instalación de internet, electricistas,
constructoras y acondicionamiento de carreteras.
El actor llegó acompañado de su esposa, Amal Clooney, y sus hijos
mellizos, Ella y Alexander, de dos años y medio. La familia, que había
sufrido amenazas de grupos terroristas después de que ella, abogada experta
en derechos humanos, llevara ante los tribunales franceses la primera
denuncia contra el Estado Islámico, se desplazó a la isla con un amplio
equipo de seguridad privada.
Nadie podía entrar ni salir del hotel sin pasar los controles
establecidos, y nadie vio a los famosos, pese a montar guardia ante las
puertas toda la jornada. Durante los días de grabación, un vehículo recogía
a Clooney, lo trasladaba hasta el puerto, donde se había habilitado una zona
a modo de helipuerto y, de ahí, un helicóptero lo transportaba al lugar
elegido, casi siempre el observatorio astrofísico, en el Roque de los
Muchachos. Sin embargo, por las redes sociales corrieron como la pólvora
imágenes del divo en ropa veraniega paseando tranquilamente de la mano
de su joven mujer por la playa de Tazacorte. Solo fue una pequeña
concesión.
El jueves al mediodía todo había concluido y devolvieron a tan ilustres
visitantes a Londres en un vuelo exprés. Gran parte del grupo de trabajo
permaneció varios días más en la isla. Los últimos en irse lo hicieron el 6 de
marzo.
Menos una persona.
Sarah Brighton, de Dublín, Irlanda, veintiséis años, ayudante de la
auxiliar de producción y encargada de recoger los trapos sucios de la
maquinaria, era pura energía, según sus compañeros. Les levantaba el
ánimo con solo aparecer, aun de madrugada o cuando anochecía, cargada
con una bandeja de cafés a gusto de cada uno, o de bocadillos, sonriente y
agitando su revoltosa cabellera cobriza.
Encontraron su vehículo de alquiler estacionado en el arcén de una
zona boscosa de la carretera que descendía desde el observatorio. No había
señales de violencia ni huellas dactilares o de neumáticos. Por supuesto, no
aparecieron testigos ni imágenes, tampoco el análisis de sus mensajes o el
sistema de geolocalización de su terminal telefónico arrojaron pista alguna.
Simplemente había desaparecido.
ATRAPADOS
PARQUE NACIONAL CALDERA DE TABURIENTE
El Paso
12 de septiembre de 2021

—Dime que no ha pasado lo que creo —insistió él mientras la figura


de Jun se difuminaba bajo una densa nube.
Ella no contestó. Enterró la cabeza en su pecho. La luz de las linternas
descubría miles de partículas en suspensión, como si alguien hubiese
sacudido una vieja manta polvorienta. El aire enrarecido los hizo toser.
Eiroa terminó de subir, con esfuerzo. Pasó junto a Jun, que, al contacto, se
dejó caer a un lado. En tres zancadas alcanzó la pared donde debía estar la
rendija por donde habían entrado. Pero había desaparecido. El desplome la
había cegado. Retrocedió hasta ella, la abrazó y trató de tranquilizarla,
aunque él se encontraba al borde de un ataque. En realidad, quería que
reaccionara porque, si Jun se hundía, entonces sí que estaban perdidos. El
ambiente se volvió irrespirable. Apenas podían abrir los ojos, irritados con
tanta arenisca.
—Vamos, Jun. Bajemos a la sala grande. Aquí no podemos estar.
Se dejó conducir, abatida ante la presencia de su monstruo particular.
La ayudó a bajar y la condujo hasta la parte llana, donde la apoyó contra un
ribete. Buscó las mochilas, sacó una botella y le dio de beber, pero el agua
fresca resbaló por su barbilla sin que tragara ni una gota. Eiroa le cogió la
cara y la giró hacia él, haciendo contacto visual con sus ojos sin vida.
—Venga, Jun. Te necesito.
Ninguna reacción. Tomó un gran trago de agua, la miró de nuevo y se
la escupió. El bofetón que le propinó ella retumbó en la cavidad, creando
ondas en la charca.
—Vuelve a escupirme y te estrangulo.
—Yo también me alegro de verte.

La pareja de alemanes descansaba en el rellano de la acampada en el


momento del temblor. Lo sintió sobre todo Hannah, tendida en el interior de
la tienda de campaña. A Julian, la fuerza de la naturaleza lo sorprendió de
pie y tuvo que echar una rodilla al suelo. En cuanto la sacudida cesó, se
preguntaron por Eiroa y Jun. Cuando al mundo le daban retortijones, el
interior de una caverna no era el mejor refugio. Confiaron en que nada malo
les hubiera pasado. Esperarían por ellos. Siguieron cada uno a lo suyo para
hacer tiempo. Ella fue a lavarse los pies al río. Un guarda del parque se
acercó a recordarles las normas de acampada y ellos no mencionaron a sus
acompañantes.
Caía la tarde y los riscos retorcidos se tiñeron de un naranja rojizo.
Entonces Julian rompió el silencio:
—Le estaría bien empleado a ese cabrón. —No miró a Hannah, solo
era un pensamiento en voz alta, que, de algún modo, a ella también se le
había pasado por la cabeza—. Nosotros no cometemos ningún delito. Las
piedras no tienen dueño y a nosotros nos dan de comer. —Ella sorbió un té
frío. Comprendía el significado que bullía tras las palabras de su compañero
—. La maldad es suya al prohibirnos recogerlas, ¿no? —Él la miró
reclamando su opinión, pero Hannah siguió con la vista fija en la taza
metálica—. Por mí, como si se pudren —sentenció Julian, al fin, lanzando
lejos el líquido de su recipiente. Pero ella pareció recobrar la cordura.
—Si en media hora no dan señales de vida, avisaremos a los guardas.

Cerca de allí, en el interior de la cueva derruida, Jun e Eiroa ya estaban


en pie. Después de escupirse y abofetearse, analizaban qué posibilidades
reales tenían de salir de aquella trampa mortal. Desde luego, descartaban
hacerlo por donde habían entrado. Quizá, cuando los alemanes los echaran
de menos, dieran la voz de alarma. Mientras Eiroa pensaba que no había
sido muy conveniente echarles en cara lo del saqueo de piedras aborígenes,
Jun ya había atravesado media sala en busca del origen de la claridad que
penetraba cenitalmente en la cueva. Caminó pegada a la pared por un
bordillo escaso y resbaladizo. Pronto llegaría la noche y no le agradaba la
idea de caerse en la charca y pasar horas empapada, considerando el
descenso de temperatura que se daría en el interior. Llegó casi al extremo,
cerca de donde la piedra se cerraba en aquella dirección. Por allí se escurría
el agua en una pequeña cascada. Y arriba, efectivamente, se abría una grieta
por la que se colaba la luz de la tarde. Pero era inalcanzable. Escudriñó
palmo a palmo las posibles subidas, los asideros, las ramas y raíces. Nada la
convenció. Todo parecía quebradizo, húmedo. Sin equipo de escalada,
trepar podía ser un suicidio. Se tranquilizó diciéndose que la oscuridad y el
agotamiento no permitían tomar una buena decisión, que, con descanso y
más luz, seguro que vería la forma de salir. Regresó a la parte seca.
—¿Tenemos alguna opción por ahí? —preguntó Eiroa.
Ella se arrodilló junto al estanque y se lavó la cara. El agua fría le
despejó las ideas.
—Por ahora, no —dijo al fin—. Pero esperemos a mañana, que haya
más luz. —Se incorporó y se secó las manos en el pantalón—. Tenemos tres
opciones, según creo. Una: intentar una escalada. Por el momento no veo
cómo, la boca está muy alta y el ascenso no parece practicable. Dos:
explorar a dónde conduce la filtración de la corriente de agua. No sería
extraño que nos llevase a otra cavidad, y quién sabe. —Guardó silencio,
persiguiendo una idea que le había cruzado la mente.
—¿Y tres? —se impacientó Eiroa.
Ella volvió en sí.
—Y tres: esperamos. Los alemanes darán el aviso y…
—Les dije que los detendría si se llevaban más piedras —soltó él,
desahogándose del pensamiento que lo atormentaba.
—Vaya, qué oportuno. Podías haber esperado a volver a la
civilización.
—Tienes razón. A veces soy un bocazas.
—Bueno, no le des más vueltas. No creo que por unas piedras nos
dejen morir aquí.
Eiroa buscó un lugar plano y se dejó caer. Contrajo el rostro con un
gesto de dolor y se echó la mano al costado.
—Enséñame la espalda —dijo ella.
Se acuclilló tras él y, con cuidado, levantó su camiseta. El moratón
estaba inflamado y sobrepasaba los dos palmos.
—¿Cómo lo ves?
—Tranquilo. De esto no te vas a morir.
Se levantó y fue a por las mochilas. Vació la suya en el suelo: dos
bolsas de almendras, un bote de crema solar, la botella ya sin agua, pero con
una útil taza incorporada, una linterna led y un paquete de pañuelos. Abrió
la de Eiroa, metió la mano y sacó una bolsa con dos latas de atún, dos latas
de maíz dulce, cubiertos y platos de plástico y un paquetito de papel de
aluminio que escondía media tableta de chocolate.
—Lo tuyo era venir de merienda —dijo Jun, sorprendida.
—Hay que estar preparado. Para mí, una excursión sin una buena
merendola no tiene sentido.
—Ya veo. —Sacó dos preservativos de un bolsillo lateral—. Y esto ya
significa que esperabas una fiesta.
—Eso llevará años ahí.
Ella sonrió y regresó las cosas inservibles a la mochila.
—Bien, comamos algo y descansemos.

En la tienda de la pareja de alemanes solo dormitaba Julian. Ya había


anochecido y, poco a poco, el cielo sobre las cumbres revelaba estrellas que
se juntaban por cientos, como si se tratara de un enjambre de luciérnagas.
Los riscos parecían pedir auxilio, o perdón, a las alturas. Hannah no podía
permanecer en el saco. Había salido a la entrada, luego se sentó más allá, en
un claro y, por último, había bajado al riachuelo para otear la playa, por si
divisaba luces de linternas. La media hora que se había dado de plazo en un
principio se había convertido ya en dos horas. Era evidente que les había
pasado algo. Julian insistía en esperar. Le había dicho que querrían disponer
de soledad para demostrarse su amor en medio de los matorrales y que
estarían contemplando el firmamento mientras fumaban un cigarrillo. A
Hannah le parecía lógico. Después de todo, la atracción entre ellos se
respiraba, se palpaba. Pero no podía soportar más la incertidumbre.
Resolvió avisar a los guardas. Subió hasta la carpa y despertó a Julian,
que no tuvo más remedio que acompañarla a la caseta de los vigilantes. Por
suerte, había luz en el interior. Dos encargados con el uniforme del parque
nacional los atendieron. Tras escuchar su historia, decidieron que uno
acompañaría a la pareja en busca de los desaparecidos. Llevaría un walkie-
talkie para un rápido contacto y, además, botiquín, agua, cuerda y linterna
de gran alcance. Por las indicaciones atropelladas de la chica, creían saber
de qué cueva se trataba, más que nada porque era la única que conocían por
aquella zona.
Salieron de inmediato. Por el camino, también le informaron del
descubrimiento de la fuente burbujeante con posibles gases venenosos. El
guarda les contó que llevaban tiempo monitorizando ese burbujeo, que con
los últimos terremotos había crecido en tamaño y actividad. Alcanzaron en
quince minutos el lugar donde Jun y Eiroa se habían separado de ellos.
Subieron un poco más y bordearon la falda del Roque del Huso. Ya era
noche cerrada, pero el foco del vigilante iluminaba como si fuera mediodía.
Ascendieron una escarpada pendiente. Llegaron a un rellano, donde el
hombre cedió al alemán todos sus pertrechos.
—La boca de la cueva está ahí arriba. Tú alúmbrame.
Encendió el foco de su frente y escaló el risco con celeridad hasta
desaparecer de la vista de los jóvenes, que aguardaron impacientes. Al cabo
de dos minutos, oyeron los ruidos cacofónicos del walkie-talkie. Lo vieron
aparecer fugazmente mientras hablaba con el compañero. Y escucharon con
claridad sus palabras:
—Derrumbe. Derrumbe. Posibles víctimas atrapadas. ¿Me copias,
Juan? Repito: derrumbe en boca de la cueva. Da la alerta. Corto.
—Copiado. Doy alerta. Espera ahí. Corto y cierro.
El vigilante de la casa forestal informó a la dirección del parque, y
enseguida se puso en marcha el dispositivo que incluía la presencia de
guardia civil, grupo de rescate y salvamento de la Cruz Roja, personal de
Medio Ambiente y hasta el Grupo de Rescate e Intervención en Montaña de
Canarias, que en pocas horas llegó a la isla por el Helimer, el helicóptero de
salvamento marítimo.
Mientras tanto, los alemanes y el guarda dieron una batida por los
alrededores, gritando los nombres de los desaparecidos. Fue inútil. Todo
indicaba que habían quedado atrapados dentro de la cueva. La única
posibilidad de encontrarlos con vida era que el derrumbe hubiese sido
parcial y que ellos no estuvieran en esa parte en ese preciso momento.
Dentro, el sargento y la arqueóloga habían dado cuenta del atún, el
maíz y una onza de chocolate que les resultó reconfortante. En esta ocasión,
no disponían de buen vino de la tierra y se contentaron con agua del
manantial. Eiroa no podía echarse por el dolor en la espalda, de modo que
se sentó, apoyado en la roca, con una de las mochilas a modo de cojín. Jun
se recostó a su lado. Hablaron un rato mientras se embelesaban con la
música del discurrir del agua y el brillo escurridizo de alguna estrella sobre
su superficie. Cuando ella notó el frío, se acurrucó en su pecho, y él la
abrazó. Pronto su respirar se hizo más pausado y profundo, hasta que se
durmió. A Eiroa le pareció maravilloso que pudiera conciliar el sueño. Por
descontado, él no pegaría ojo en toda la noche. Permanecería atento a
cualquier sonido, al más mínimo destello. Pensaba en esto mientras sus
párpados caían, vencidos por el peso del cansancio.
Cuando estaba ya en ese trance, próximo a cruzar al mundo onírico, un
ruido lo sobresaltó. Necesitó unos segundos para resituarse y dilucidar si lo
que había oído pertenecía a la realidad o a un sueño incipiente. Jun había
cambiado de postura y reposaba la cabeza en su regazo. Él continuaba
abrazándola. Prestó atención. Solo se oía el agua. De pronto, un crujido le
llegó nítido. Tras él. Como si alguien tirase al suelo un cartón. Aguardó,
tenso. Pensó en los murciélagos. Los imaginó saltando al suelo con las alas
abiertas para arrastrarse hasta ellos, oliendo la sangre, sintiendo el calor de
sus cuerpos.
No lo soportó más. Se enderezó lo suficiente como para retirar la
mochila de su espalda. Luego, levantó con suavidad la cabeza de la chica y,
mientras apartaba la pierna, la depositó sobre el macuto. Ya libre, se puso
en pie. Con los ojos desorbitados, aguardó nuevos ecos. Nada. Le daba
miedo encender la linterna de su frente y encontrarse con el mismo Drácula,
pero no le quedó más remedio. Alzó una mano, esperando lo peor, y apretó
el botón. La bombilla parpadeó, débil, dibujando una realidad plagada de
sombras. Al fin, se estabilizó y Eiroa comprobó que nada a su alrededor
había cambiado. Dio una vuelta completa, examinando la estancia hasta
donde le permitía la oscuridad. Y algo llamó su atención. Recordaba que, en
el nivel superior, Jun le había enseñado dos entradas a pequeñas cavidades.
Ahora había tres.
Intrigado y venciendo sus temores, subió a cuatro patas por donde lo
había intentado Jun hacía unas horas, antes de que el temblor la tirara sobre
él. Una vez en ese segundo nivel, vio una mancha blancuzca ante la tercera
abertura, al fondo. Avanzó por el suelo irregular. Su linterna parpadeó.
«Qué mal asunto sería quedarme sin luz en este momento, me moriría de
miedo», pensó.
Dio varias zancadas, decidido. Al llegar, se percató de que se trataba
de una tela. Se agachó y la tocó. Blanca y fría, no era una tela, sino lona.
Volteó una esquina: impresa. Se la acercó a los ojos: era una imagen de
rocas. Un camuflaje perfecto. En los bordes, unos redondeles plásticos
transparentes. Se había soltado de los enganches superiores, pero
permanecía trabada a la roca por la parte inferior. La extendió hacia delante.
Medía metro y medio por dos. La separó de las arandelas restantes y metió
la cabeza en el interior de la estancia..
Vio lo que temía encontrar, aun así, dio un respingo y la espalda
comenzó a dolerle de forma palpitante. Ante sus ojos, una maldita momia,
el cuerpo disecado de otra desgraciada chica, seguramente de la lista que
había pegado sobre el mapa que descansaba en su garaje. ¿Cuál de ellas
sería? Le resultaba imposible identificar a aquel esperpento, imaginarse que
una vez, no hacía tanto, había albergado vida, había sido una joven
sonriente.
El escenario no se diferenciaba de lo que ya conocía: el cuerpo sujeto a
un madero y semicubierto con piel curtida de cabra; a los pies, la vasija que
probablemente contenía las vísceras y, sobre esta, la palabra «canopus».
Olía a santuario, a catacumbas. Se mareó. Salió con la cabeza gacha,
mirando dónde ponía los pies para no pisar la lona. Cuando se enderezó,
casi se muere del sobresalto. Allí estaba Jun, en la oscuridad, como si
hubiera sido mordida por los vampiros.
—¡Joder, Jun! ¡Qué susto! —dijo, estremeciéndose—. Ya podías
encender tu linterna para que te viese, ¿no?
—Hay que ahorrar batería. ¿Qué es esto? ¿Qué has encontrado?
—Entra y míralo tú —dijo él mientras se agachaba para enrollar el
plástico.
Ella encendió su linterna, esquivó al sargento y se introdujo en el
cuarto. Permaneció un rato observando todo de cerca.
—¿Qué te parece? —preguntó él cuando salió.
—El que hizo eso sabe lo que hace, hablando desde un punto de vista
arqueológico. Ha utilizado métodos y elementos de los aborígenes y ha
conseguido un estado de conservación perfecto.
—Ya. Y me lo cuenta una experta.
—¿A qué te refieres?
—A que tú podrías.
—Yo podría qué.
—Nada. Olvídalo, son cosas mías.
—No me gustan los misterios ni los malentendidos. Háblame claro.
—¿Y qué me dices de esto? —le mostró el rollo impreso.
—No sé qué es.
—Una lona con una imagen de rocas para camuflar la entrada de la
cueva.
—¿Y debería resultarme familiar o algo así?
—Tienes una exactamente igual como toldo en tu caravana.
—¿De verdad pretendes que responda a esas preguntas estúpidas?
—¿Por qué hay una lona igual a esta en tu casa?
—Estamos encerrados aquí, con altas posibilidades de no salir jamás,
¿y tú quieres que te diga por qué tengo un plástico como ese?
—Sí, eso es.
—¿No puedes esperar a la luz del día o a que nos rescaten…?
—Me gustaría saberlo ahora. ¿De dónde la sacaste?
Jun se giró.
—Me la traje del museo. ¿Contento? —dijo, sin mirarlo.
—¿Del museo? ¿De tu trabajo? —Ella no respondió—. No entiendo.
¿La encontraste allí? ¿Había más? —insistió él, situándose enfrente.
—Sí, en el almacén. Llevan años allí. Supongo que protegerían algún
yacimiento con ellas. Pensé que no echarían en falta una.
—¿Tienes idea de quién compró ese material?
—No. Cuando yo entré, ya estaba allí.
—Pues parece que hay alguien que sí ha sabido qué utilidad darle.
Ella se encogió de hombros y se cubrió los brazos. Eiroa la miró y, por
primera vez desde que la conocía, la sintió insegura, indefensa. No se había
portado bien. A pesar de esa vocecita interna que le gritaba sin cesar, debía
mantenerla ajena de sospechas. Después de todo, Jun había accedido a
enseñarle la cueva. Aunque eso tampoco significaba gran cosa. Podía
conocer la ubicación del cadáver y estar convencida de que nadie daría con
él. ¿Cómo iba a imaginar que un temblor tiraría el trampantojo,
descubriendo el acceso? Volvió a mirarla. Era posible. Todo era posible.
Pero no quería elucubrar, solo confortarla con un abrazo.
—Perdona, Jun. Estoy nervioso. Mientras dormías, otro temblor ha
tirado esta mierda —señaló el rollo que portaba—, dándome un susto de
muerte. Y, luego, descubro otro cadáver, aquí, con nosotros. No sé… —Dio
un paso y la rodeó con los brazos—. Lo siento. Siento mucho la escena que
te he montado.
—No tienes derecho a tratarme así —murmuró ella.
—Claro que no, por supuesto que no. Me dejé llevar.
Bajaron otra vez al estanque y se recostaron. La temperatura había
bajado varios grados. Utilizaron las mochilas de almohada y se cubrieron
con la lona, que resultó ser un buen aislante. En aquel momento no les
importó las barbaridades que había ayudado a encubrir.
Durmieron a trompicones las cuatro horas que les separaban del alba.
Aun tuvieron que hacer tiempo para que el sol alcanzase la rendija cenital
que iluminaba el subterráneo. El Grupo de Rescate de Montaña ya hacía
una hora y media que había aterrizado en una explanada del barranco y
tenían información de dónde estaba la cueva y del acceso superior. Así que,
cuando los desaparecidos habían acabado de desayunar su ración de
almendras y estudiaban la mejor forma de escalar la pared, escucharon las
voces de sus rescatadores en lo alto de la sima. Tuvieron que guardar
silencio y aguzar el oído para convencerse; pero, cuando ya no les cupo
duda, gritaron, pidiendo socorro con el corazón en la garganta, mientras
saltaban y se abrazaban, llenos de alegría.
Apenas veinte minutos más tarde, dejaban caer unas largas cuerdas por
la abertura y dos hombres pertrechados con cascos y guantes descendieron
con agilidad. Les preguntaron por su estado y, tras cerciorarse de que se
encontraban en condiciones, procedieron al rescate. Los sujetaron con
arneses y, acompañados de un especialista, la alzaron primero a ella, más
ligera, y luego a él, que no veía la hora de volver a sentir la luz del sol.
Una vez fuera, informó de la existencia de un cadáver en la cueva, que
no se debía al derrumbe de la tarde anterior, pero estaba relacionado con
una investigación abierta, por lo que había que dar parte a la autoridad
judicial, que decidiría si aprovechaban el dispositivo para extraerlo.
A ellos los iban a evacuar en helicóptero. Cuando bajaban por el
barranco hacia el improvisado helipuerto, Eiroa buscó a Jun. Caminaba
delante. Un hombre alto la abrazaba, ayudándola a transitar por el sendero
pedregoso.
—¿Quién es ese que va con la chica? —preguntó Eiroa al jefe del
Grupo de Rescate, que iba a su lado.
—Es Roberto, espeleólogo, su compañero de trabajo. Él nos indicó
dónde estaba la abertura superior. Conoce bien estas cuevas.
¿Y SI FUERA ELLA?
CASA DEL SARGENTO
Puntallana
15 de septiembre de 2021

Tres días permaneció de baja, recuperándose del golpe que le había


astillado una costilla. Jun no contestó a ningún mensaje. Apenas habían
cruzado dos palabras en el helicóptero. Desde entonces no había vuelto a
saber de ella.
En el hospital, había preguntado por Jun. Le informaron que acababan
de darle el alta, pues no presentaba ningún problema de salud. Mientras
esperaba en observación, se había asomado a la ventana y la vio montarse
en la moto del espeleólogo y abrazarlo. Aquella imagen le rondaba a todas
horas, sin que fuera capaz de desterrarla. No solo atormentaba su corazón,
su mente de investigador conjeturaba nuevos sospechosos.
Tampoco eran sencillas las cosas en el hogar. Nina había dado a luz a
finales de julio. Eiroa había vencido todos sus temores y había estado en el
parto. La novedad del bebé supuso un paréntesis en sus vidas, aunque para
ella comenzó la parte más difícil. Había cambiado sus angustias de
embarazada por los miedos de las mamás primerizas. La compañía de la
madre resultó primordial para sobrellevar los primeros tiempos. Todo su
mundo se había reducido en aquellas semanas al cuidado del niño, como si
nada a su alrededor tuviera mayor relevancia. Pero el suceso de la cueva
había despertado sus alarmas. Nina y su madre tenían todo el tiempo del
mundo para hablar. La mujer había estado consolando a la hija durante las
horas del siniestro, pero, en medio de las lágrimas por el destino de Eiroa,
había mostrado sus dudas. ¿Qué hacía en esa cueva con esa joven? ¿A qué
venía irse de excursión durante la jornada laboral? Tras el consuelo de
tenerlo sano y salvo en casa, buscaron la ocasión para acabar con esa
incertidumbre.
Nina se cerró la bata al notar el frío y recorrió la acera techada hasta
alcanzar el garaje, donde Eiroa había acondicionado un altillo con un catre,
un televisor y una mesa para el portátil. Hacía dos meses que dormía ahí
para darle más espacio a su mujer y que los dos pudieran descansar mejor.
Desde la puerta orientada hacia el sur admiraba la mejor panorámica de la
ciudad y no veía el mar. Ella se asomó y lo avisó para comer.
Se lavó las manos en el fregadero de la cocina, aunque era algo que no
aprobaba la suegra. Sin embargo, la señora se abstuvo de comentarle nada y
continuó preparando el almuerzo. Eiroa se sentó en la cabecera de la mesa,
junto a la ventana. Tras él tomó asiento su mujer. Él le advirtió las ojeras en
el rostro cansado.
—¿Cómo vas? —preguntó él.
—Uuuf —resopló Nina—. Está siendo duro, la verdad. Para este trabajo
no te prepara nadie.
—Sabes hacerlo y lo haces muy bien —le dijo, apretándole una mano.
—¿Y cómo estás tú?
—Solo me duele al respirar —bromeó.
—¿Cómo se te ocurre jugar a arqueólogos y meterte en una cueva?
La madre la miró fugazmente mientras terminaba de cortar el pan.
—Bueno, yo no sabía que se iba a derrumbar.
—Pero era una posibilidad, ¿no?
—Sí, supongo. No lo pensé. Iba con una experta.
—Pues vaya experta —intervino la madre.
—Sí, ya podía haber tenido más cabeza —dijo Nina.
—Fue culpa mía. Yo la convencí para que me enseñara una cueva
aborigen.
—¿Es la que trabaja en el museo, con tu hermana?
—Sí, descubrió la cueva Tiznada, ¿recuerdas que te lo comenté?
—Me acuerdo de cómo fue a la boda de tu hermana, vestida como una
fulana.
—Iba llamativa —dijo él, consciente de que llevaba las de perder en
ese tipo de conversación.
—Sí, sí que llamó la atención —dijo Nina con sorna. Luego se dirigió
a la madre—: Iba provocativa, demasiado, estaba fuera de lugar y todos los
hombres babeaban tras ella.
—Hay algunas que no saben qué hacer para robar maridos —contestó
mientras servía las lentejas.
—¿Otra vez lentejas? —dijo él, tratando de desviar el tema.
—Sí, señor, que tienen mucho hierro —dijo la suegra.
—¿Y qué relación tienes tú con ella? —Nina probó el caldo sin darle
mayor importancia a la pregunta.
—¿Relación?
—Sí, para llevarla de senderismo, alguna relación has de tener.
—Bueno, es una experta en el caso de las momias que estamos
investigando.
—Una experta —dijo Nina.
—Expertas hay muchas —apostilló la madre.
Él no entró al trapo. Comió y calló. Notaba una opresión en el pecho.
En su cabeza giraba un torbellino de ideas, sentimientos e impulsos, cada
uno tirando hacia un lado. Necesitaba descansar de aquello.
Tras la comida, regresó a su refugio. Consultó el móvil. Ningún
mensaje. Sí tenía un correo electrónico del impresor de la calle Trasera.
Había encontrado el archivo con las imágenes. Le adjuntaba algunas en baja
resolución. Todas eran similares: instantáneas de riscos y texturas de rocas,
cuyo fin ya conocía. Habían impreso cincuenta y seis paneles de distintos
tamaños. Incluía un pantallazo de la factura, que había ascendido a más de
cuatro mil euros. Separó los dedos sobre la imagen para hacer zum sobre la
firma.
Era la firma de Jun.
¿Qué significaba aquello? ¿Le había mentido? Ella le había asegurado
que no sabía nada al respecto, que se las encontró en el almacén. Le
gustaría saber qué argumentaría cuando le enseñase su firma en la factura.
¡Joder! ¿Por qué se mostraba tan escurridiza, con tanto secreto? ¿Acaso él
no le había contado sus sentimientos, miedos y deseos? Le haría una visita
esa misma tarde.
La pantalla del móvil se iluminó con un mensaje de Ripoll:
«Llámame».
—Hola. ¿Cómo estás?
—Dolorido y atrapado en casa con mi suegra.
—No te quejes. Eso es preferible a quedarse atrapado en una cueva
con una arqueóloga de piernas largas.
—Bueno, todo tiene su encanto, no creas.
—Eres un cabrón. Menudo susto nos diste. ¿A quién se le ocurre?
—Yo también me asusté. Estuvimos en una situación bien jodida. A
medida que reflexiono sobre el asunto, me doy cuenta de lo sencillo que es,
a veces, perder la vida.
—Pues aplícate el cuento a partir de ahora y no te relaciones con gente
extraña.
—Es el lado oscuro que me llama, ya sabes.
—Por cierto, hablando de eso, tengo unos datos… Bueno, se trata de tu
amiga, son habladurías, pero sabrosas. Luego te cuento. Antes te paso
información relevante.
—Menuda maruja estás hecha.
—Si tú supieras. Al lío. Mañana vuelven a interrogar a los ecologistas
del atentado en el muelle. ¿Te acuerdas del tema?
—Por supuesto.
—Con tu paternidad y tus aventuras pensé que sería necesario
refrescarte la memoria. Recupérate pronto o Paco y Nacho nos apartarán de
esa investigación. El comandante no te quiere ni ver, pero digamos que
ahora está medianamente contento. Tenemos un resultado tangible. Alguien
a quien culpar. Y con eso se acabarán los inconvenientes para que los
gerifaltes del Roque prosigan con sus planes. Me explico, ¿no?
—Te entiendo perfectamente. ¿Qué más?
—Otra buena noticia.
—Eso es lo que me hace falta.
—Bien, pues esta vez ha habido suerte y ya sabemos a quién pertenece
la momia que durmió contigo en la cueva.
—Vaya, qué rapidez.
—Sí, no es oficial y los análisis deben corroborarlo, pero en medio de
las tripas del canopo encontraron una medalla. Te la envío ahora. Es de oro,
con su cadenita fina y la palabra «Andrea» grabada. Ese nombre
corresponde a una muchacha de origen alemán, Andrea Hartmann,
desaparecida a finales de 2019.
—La recuerdo.
—Ya puedes actualizar los datos en tu mapa. Lo tienes por ahí, ¿no?
—Sí, sí, aquí mismo. Me he instalado en el garaje, en una especie de
buhardilla. Y he pegado el mapa en la pared, sobre la cama.
—Perfecto, así podrás soñar con el caso.
—Tendré pesadillas. ¿Y de qué va ese chisme?
—Vaya, no te has despistado.
—Me interesa.
—Ya veo. Bueno, ahí va. No sé si te gustará, pero es lo que me han
dicho. Son habladurías, ¿vale? No hagas mucho caso.
—Suéltalo.
—Vale. Sabemos que sufrió malos tratos en su niñez y que el culmen
de aquel horror fue que el novio de la madre la retuvo, violó y prostituyó.
—Sí, sí, Ripoll, joder. No quiero rememorar todo eso. ¿Qué más?
—Bien, lo que no conocíamos era lo que pasó con ese maltratador
proxeneta.
—¿Dónde acabó?
—La pregunta es cómo acabó.
—¿Cómo acabó?
—Degollado. Tres meses después de que la chica saliese del hospital.
El tipo ya no estaba con la madre. Lo encontraron con el cuello rajado en un
cuartucho de una pensión de mala muerte. Según me cuentan, la crudeza del
escenario impactó a la policía.
—¿A qué te refieres?
—Le habían cortado el aparato.
—¿El aparato?
—Los genitales.
—¡Uuuf!, qué mal cuerpo se me ha quedado.
—Y aún hay más, querido sargento.
—¿Y qué más puede haber?
—En los meses posteriores, aparecieron otros cinco hombres en las
mismas circunstancias. Ya has adivinado de quiénes se trataba, ¿no?
—Sí. Los amiguetes del abusador.
—Eso es. Cayeron uno por uno.
Eiroa guardó un largo silencio. La cabo lo respetó. Sabía que
necesitaba digerir aquella nueva información.
—Si eso ocurrió tal y como imaginamos… ¿Quieres que te diga una
cosa? Bravo por ella. De verdad. Ponte en su lugar. ¿Qué harías tú?
—¿Me lo preguntas en serio?
—Sí.
—Me moriría, directamente. Yo no me recuperaría de un trauma así. Y,
si saliese adelante, no sería una persona normal.
—Pues esta mujer, siendo una niña, tuvo la fuerza y la determinación
de tomarse la justicia por su mano y hacerse cargo de su vida. Que, vale,
una tragedia de ese calibre marca para siempre, pero, oye, no se dejó abatir
ni acomplejar. A mí me parece una valiente.
—Ya, y también una asesina.
—Se lo merecían.
—Sargento, escúchate. ¿Estás justificando unos crímenes? Yo solo
digo que, si todo eso es verdad, se trata de alguien capaz de acabar con la
vida de seis hombres.
—No lo justifico, pero lo comprendo.
—Pues comprende esto: quien ha mirado así a los ojos de la muerte,
sabe de la fragilidad de la vida y lo fácil que es cruzar esa línea.
—Bueno, bueno, ya exageras.
—¿Y si esta mujer que te tiene absorbido el coco está majareta? Cosas
más raras hemos visto, ¿no? ¿Y si su aparente normalidad, aunque tampoco
es que sea muy normal, esconde alguna enfermedad mental que la lleva a
cometer atrocidades?
Él no respondió, parapetado tras el teléfono.
—¿Y si es ella? ¿Y si es ella, sargento, quien secuestra y diseca a esas
chicas?
—No me cuadra, Ripoll. No creo que ella sola sea capaz de…
—¿Y si tiene un compinche?
—¿Quién?
—Alguien que esté loco por ella como tú.
EL FARO
CASA DE LA ARQUEÓLOGA
Playa de La Cangrejera
Villa de Mazo
15 de septiembre de 2021

La visión de Jun subida en la moto, abrazada a la cintura de aquel hombre,


apoyando incluso la cabeza en su espalda, lo angustiaba más que haber
estado a punto de morir. No le venían a la mente las imágenes del derrumbe
de la cueva, del otro cadáver momificado allí dentro o de verse rodeado de
murciélagos. Solo le alcanzaban, como fogonazos, los recuerdos de Jun
caminando sostenida por aquel hombre, sentada junto a él en el helicóptero,
pegándose a su cuerpo rumbo a la casa de la playa. Y a Eiroa, que había
sufrido la tragedia con ella, ni una mirada, ni una palabra de consuelo o, al
menos, de despedida.
De un volantazo a la izquierda, abandonó la carretera general del sur.
Descendió hacia el faro de La Salemera. Tras la conversación con Ripoll,
no había podido descansar ni olvidarse de aquellos pensamientos cada vez
más alocados. Intentó ser racional y centrarse en el caso. Imposible. Saltó
del catre y, sin avisar a su familia, salió con el todoterreno.
Era consciente del peligro de entrar así, sin freno, en una relación que
bien podría llevarse por delante su vida presente y futura. Pero cómo
evitarlo, cómo sopesar qué camino tomar cuando la avalancha lo arrastraba
colina abajo, directo al abismo.
Tenía que verla y aclarar cualquier malentendido. No había sido su
intención acusarla de nada cuando la interrogó acerca de la lona impresa.
Sabía que actuaba movido por algo que acompañaba al hombre desde sus
orígenes: el instinto de posesión. De defender su casa, sus bienes, su mujer.
La naturaleza animal primigenia surgía rotunda y lo llevaba a marcar el
territorio, a enfrentarse con sus competidores.
Gemían las gomas en cada curva y el Terrano se inclinaba
peligrosamente hacia el exterior del asfalto. Las luces del vehículo dejaban
en cada giro una amplia zona de penumbra que Eiroa debía imaginar.
Cuando alcanzó el llano, se desvió otra vez a la izquierda. El coche
protestaba por la brusquedad de la conducción, pero no le importó y apretó
a fondo el pedal, volando por encima de los terraplenes.
Al llegar a la cala donde vivía Jun, vio su todoterreno. No estaba la
moto. Frenó en seco y el coche se deslizó por la gravilla perseguido por una
nube de polvo. Había luces en la casa. Bajó de un salto y corrió por la
arena. La adrenalina le hinchaba las venas y el corazón le latía en la cabeza.
No llamó. No dijo su nombre. No avisó de su presencia. Entró en la
estancia, dispuesto a pelear con quien fuera.
Pero en la casa no había nadie.
Salió. Quizá hubiese ido a pescar. Bajó los escalones y comprobó que
las piedras de la fogata estaban frías. Se acercó hasta la caravana. Intentó
abrirla, pero no lo consiguió. Regresó al porche y se sentó. Miró a lo lejos.
El móvil de viento susurraba cautivadores sonidos, contoneándose con la
brisa. El mar, siempre mostrándole su peor cara, parecía cabreado, como si
le gritase: «Ven, que tenemos cuentas pendientes».
Entonces vio una luz fugaz en el viejo faro, allá, sobre el brazo de
malpaís que salía al encuentro del océano. «Es ella. Debe de estar
pintando», pensó.
Volvió a subir hasta el camino y el viento lo sacudió. Con decisión,
avanzó unos metros por la tortuosa colada volcánica, pero, ante la falta de
visibilidad, tuvo que regresar en busca de una linterna para no jugarse el
tipo. Con la luz se defendía mejor, aunque en algunos tramos necesitó andar
a cuatro patas, sosteniendo la linterna entre los dientes. El olor a maresía era
intenso. Conforme se adentraba en el brazo, notaba con mayor claridad
cómo la tierra temblaba con los golpes de mar a intervalos perfectos,
acompañados de un retumbe lejano, como si fuera el latir de la isla. Su
corazón, en cambio, lo sentía palpitar en el extremo de su costilla
maltrecha.
Llegó a un terreno llano. Sintió arena bajo sus pies. El faro
abandonado se levantaba ante él, una mole oscura azotada por los vientos.
No había visto más señales ni luces. Rodeó la casona buscando la entrada.
La pared estaba forrada con piedra volcánica, rugosa y ennegrecida. Los
cristales de la mayoría de las ventanas se habían roto y se esparcían por la
acera. El ruido al pisarlos rechinaba en mitad de la noche.
Había una puerta. La empujó. Solo consiguió abrirla lo justo para pasar
porque la madera estaba hinchada y los goznes, herrumbrosos. Prestó
atención, pero no oyó ningún ruido. Dio una voz. Nadie contestó. Revisó la
parte baja. Solo la estructura se mantenía en pie, lo demás había
desaparecido. La división interior correspondía a una vivienda usual,
aunque adosada a una gran sala. Distinguió la cocina, el baño, un
dormitorio. Al fondo, una puerta abierta conducía a la escalera de la torre
del faro. Asomó la cabeza y volvió a gritar su nombre. Sin respuesta. Subió.
En cada paso sentía el latir poderoso de la tierra; el de su corazón duplicaba
la frecuencia.
La escalera giraba por dentro de un tubo. Primer rellano. Otra puerta.
La empujó. Una sala circular. No encontró cómo encender la luz eléctrica,
pero con la linterna comprobó que se trataba del insólito estudio de Jun.
Olía a disolventes y aceites. Había una larga madera con patas de caballete
repleta de pinturas, pinceles, trapos sucios. Contra la pared de la izquierda
se amontonaban cuadros ya finalizados, cubiertos por una sábana
pintarrajeada. En el gran ventanal de enfrente, otra tela se levantaba como
la sábana de un fantasma con los soplidos del viento. El siseo ponía los
pelos de punta.
Un cuadro reposaba sobre un atril en la parte central de la estancia.
«Su trabajo más reciente», pensó. Lo destapó y lo escudriñó con el haz de
luz. Eso sí daba miedo: unos cuerpos desnudos, de carnes blancas,
amoratadas y sangrantes, se retorcían con muecas de dolor a los pies de otro
grupo de cuerpos aún más horribles, envejecidos y resecados, que miraban a
los de abajo con desprecio, todo rodeado por un paisaje tenebroso. Lo tapó.
Ya tenía suficiente.
El costado le dolía a rabiar y la cabeza le ardía. Quería salir de allí.
Quedaba otra puerta, sin embargo. Conducía al último piso, tras unos pocos
escalones. Subió. Era una habitación pequeña, con las ventanas cegadas por
plásticos y cartones. Había un jergón en un lado y poco más.
Entonces oyó un ruido. Prestó atención. Sí, alguien más había pisado
los cristales rotos. ¿Jun?
Bajó rápido al estudio, abrió la primera puerta y descendió a la planta
baja. Se detuvo al llegar, atento. Ni una luz, ni una presencia. La llamó.
Sin respuesta.
Se movió hacia la sala grande. Nadie. A la vuelta, algo salió de entre
las sombras a sus espaldas. No lo vio venir. Solo sintió un golpe en la base
del cráneo, un dolor agudo por la columna, y la vista se le oscureció.
Mientras se desplomaba, un olor a serrín le subió hasta el cerebro. Luego,
perdió la consciencia.
EL POZO
COSTA DE LA SALEMERA
Villa de Mazo
Interior de una mareta
15 de septiembre de 2021

Despertó por un golpe de mar. El agua helada recorría su piel como la


lengua de un animal saboreando su presa. Se retiró. Al momento, volvió a
surgir de la garganta e insistió en relamerlo.
La oscuridad lo inundaba todo. Le dolía el costado y el agua salada
había hecho que le ardiese una herida en la base de la cabeza. Recordó su
visita al viejo faro en busca de Jun y que alguien lo había noqueado. Miró
alrededor. No sabía dónde estaba ni cómo había aparecido allí. El cielo
estrellado le permitió intuir que se trataba de un hueco, un agujero, donde el
mar entraba de manera directa. Una ola atrevida lo hizo flotar ligeramente.
Con su reflujo, lo arrastró. Escuchó en ese momento un sonido extraño,
como un cuerpo metálico rodando sobre las rocas. Debía irse de allí.
Aborrecía estar al alcance del océano.
Con un gesto de dolor, trató de incorporarse, pero entonces descubrió
el origen del ruido metálico: una gruesa cadena herrumbrosa engarzada a
una argolla sujetaba su tobillo derecho. La cogió con ambas manos y una
ola lo batió con rabia por el pedregal, arriba primero, abajo después, como
si quisiera llevárselo. Se afianzó con las piernas separadas. Tiró del grillete
hasta descubrir con desespero que partía de una pieza metálica clavada al
risco por medio de hormigón. Soportó un nuevo embate del mar, que rugía
fuera. Cuando se recogió, buscó alguna piedra suelta que le sirviese de
martillo. No dio con ninguna: todas eran demasiado grandes o muy
pequeñas. Tras varios intentos, atormentado ya con el incansable batir del
agua, tropezó con una roca que pudo levantar con ambas manos. Esperó que
la corriente retrocediese y golpeó el engarce. Ni la menor mella. Recogió la
piedra, la alzó sobre su cabeza y la arrojó con todas sus fuerzas. Protestaron
sus costillas, temblaron sus piernas, se rio el mar con una carcajada
pavorosa, pero nada más cambió.
Miró hacia arriba y vio el cielo recortado por un círculo. Supo
entonces dónde estaba. Había visto antes aquellas construcciones. Eran
pozos, que allí llamaban maretas, acondicionados por la gente de antaño
para el curtido de altramuces. Para ello, aprovechaban un bufadero,
numerosos en aquella costa volcánica, por donde el mar se colaba en cada
pleamar. Limpiaban el fondo, preparaban con cemento una escalera mínima
y unos enganches donde sujetar los sacos llenos de chochos. Eso era él en
aquel momento: un saco de chochos. El mar subiría hasta ahogarlo y luego
destrozaría su cuerpo con la presión de las corrientes. Su terror más
profundo, su pesadilla más recurrente.
La locura se apoderó de él. Dio gritos, alaridos a la noche, pidiendo
auxilio. Tal vez lo oyera algún pescador. Inútil. El tiempo pasaba. El mar
subía. El enganche de la cadena ya se encontraba sumergido, por lo que
lanzarle la piedra no surtía efecto. Estaba exhausto, agarrotado por el frío y
la humedad, dolorido. Estaba muerto. Cerró los ojos. No le daría el gusto a
su enemigo de que lo mirase a la cara y constatara su pánico.
Pero entonces un haz de luz acarició su frente. Desde arriba, alguien lo
enfocaba con una linterna. Eiroa sintió el destello. Levantó los párpados y
quedó cegado. Alzó una mano a modo de visera y murmuró:
—Ayuda.
La luz desapareció. El hueco por donde se veía el mundo cayó de
nuevo en la negritud. La angustia apretó su cuello. Quiso llorar, gritar otra
vez, pero no le salió la voz. La espuma le cubrió el pecho y, al irse, lo
arrastró, maltratándolo sobre los cantos rodados.
Regresó la luz. Tiraron una cuerda. Alguien fijó el foco en lo alto y
descendió por los pocos escalones fraguados sobre el risco. Al llegar al
fondo, se giró. Tenía una luz en la frente. Eiroa no pudo ver su rostro.
—Ayúdame —balbuceó, levantando con una mano temblorosa la
cadena que lo apresaba.
La figura lo cogió por debajo de los brazos. Él supo que era ella por su
olor, por su calidez. Lo apoyó en la pared. Mantuvo una mano en su pecho
y con la otra desenganchó una cizalla que le colgaba de la cadera.
—Sujétate —le dijo alzando la voz sobre el estruendo del oleaje y los
bufidos del aire.
Esperó el instante en que el vaivén de las olas le permitió intuir dónde
cortar, cerca del tobillo, y con el agua a media pierna y escaso equilibrio,
forcejeó con la cizalla. Lo intentó varias veces, hasta sumergió la cabeza,
pero el perno oxidado resistía.
—No puedo —dijo—. Voy a buscar ayuda.
—¡No! —gritó él—. No me dejes. Para cuando vuelvas, ya estaré
ahogado. Probaré yo.
—Vale. Toma. Yo me sumerjo y coloco las hojas en el lugar correcto.
Ella se metió bajo el agua con los ojos abiertos y, al cabo de unos
segundos, le golpeó la pierna. Él cerró la cizalla con tanta fuerza que le
pareció que se le salían las costillas del esternón. Nada. Llenó los pulmones
de aire y apretó, apretó hasta que los ojos le reventaron en sangre, hasta
hundirse las muelas, hasta que el alma se le escapó por la boca en un
estertor de animal que acalló, por un momento, al monstruo marino. Y el
eslabón cedió.
Ella emergió y respiró al fin. Lo encontró abatido sobre la roca, la
mueca de dolor, el pecho agitado. Le cogió el rostro:
—¡Vamos! ¡Vamos! Queda cortar otro eslabón. Un esfuerzo más.
¿¡Estás listo!? —gritó.
¿De dónde sacaría esas fuerzas si ya había agotado hasta el último
gramo? Se le cruzó la idea de rendirse, de permanecer allí abajo, atado al
risco, sufriendo el azote del mar de día y de noche como un Prometeo
sentenciado por los dioses. Pero ella le propinó un tortazo que le dejó
pitando el oído. La vio mover los labios, furia en los gestos, rabia en la
mirada. Estaba aturdido. No la entendía. Solo escuchaba una voz de
ultratumba, ronca y lejana, que le decía: «Ven, ayúdame, hermano».
En ese instante, Jun cogió su cabeza entre las manos y estrelló sus
labios con los de él. No fue un beso tierno de amor, sino una mordida en el
corazón, una explosión en la garganta. Cuando se separó, con el agua
alcanzándoles el vientre, ella le gritó algo que él sabía cierto:
—Si tú no sales, yo tampoco. ¡Vamos!
Repitieron la operación. Ella se hundió, puso las hojas alrededor del
hierro herido y le golpeó la pierna. Él apretó en un último esfuerzo, con las
venas de las sienes y del cuello palpitantes, y ella lo ayudó desde abajo,
apretando un brazo de la cizalla contra el otro. Sabiendo que ya tenía todas
las de perder, el eslabón cedió y el tobillo de Eiroa quedó libre.
Sostenidos el uno en el otro y con el agua a la altura del pecho,
buscaron la escalera. Ella ató con la cuerda al sargento.
—Voy a subir primero y luego tiraré de ti. No podré contigo, tendrás
que escalar tú, pero te ayudaré. ¿De acuerdo?
Él asintió.
Jun trepó el risco y, tras recoger la cuerda, que ya había enhebrado en
la bola del remolque del todoterreno, se la pasó por la cintura y tiró
lentamente, haciendo contrapeso con su propio cuerpo. Él se agarró a los
minúsculos bordillos que aún resistían la voracidad del salitre. Algunos no
soportaban su peso y se rompían. Jun aguantaba. Él iba ciego. El mar no
quería que se marchase y tiraba con ansia de sus pies.
Cuando llegó al borde superior, se asió desesperado. Jun lo ayudó a
salir del agujero. Descansaron boca arriba, empapados y doloridos. Eiroa
temblaba de forma evidente. Jun se incorporó y trajo del coche una manta.
Se la echó por encima. Regresó al vehículo y se puso ropa seca. Luego, le
sirvió de apoyo en el corto trayecto por el malpaís. Él se dejó conducir,
persiguiendo la estela de la linterna.
Lo sentó en el maletero, buscó una camiseta entre sus ropas y le quitó
la húmeda. Después, lo abrazó y le frotó la espalda hasta que él protestó por
el dolor.
—Esta vez vas a contarlo —dijo—, pero no te acostumbres a que ande
por ahí salvándote. Ya van dos en un par de días.
—Lo siento —logró decir él—. Te debo una.
—Para empezar, me debes una cizalla.
Ella arrancó y condujo lentamente por el pedregal hasta tomar el
camino de tierra. Cien metros más allá estaba la casa. Lo ayudó a bajar el
terraplén y a atravesar la minúscula playa. Preparó café con leche caliente
mientras él se desprendía del resto de la ropa húmeda. La tendió en la
barandilla del porche, donde se sentaron a beber la infusión reconfortante.
Escucharon cómo reventaban las olas sobre la arena.
—¿Cómo me has encontrado?
—¿Qué?
—¿Cómo has sabido dónde estaba?
—Cuando he llegado con la moto, he visto tu coche. He creído que
estabas en casa. Luego, en el faro. Te he buscado por todas partes,
llamándote. ¿Dónde podías meterte si no conoces el lugar? He pensado que
podías haberte caído en alguna furnia o doblado un tobillo… Qué sé yo. Es
muy fácil que eso pase. Pero no daba contigo. Entonces me he acordado de
las maretas. Hay varias a lo largo de la costa y, por esta zona, tres. Antes, la
gente utilizaba esos pozos para sus curtidos.
—¿Has visto a alguien más?
—No, a nadie.
—Me han golpeado en la cabeza cuando he ido a buscarte al faro, y
luego me han encadenado a la roca.
Ella no dijo nada. Permanecieron en silencio.
—¿Se te ocurre alguien que quiera sacarme de en medio?
Jun metió media cara en la taza y aspiró el vapor.
—¿Qué relación tienes con Roberto, el que nos sacó de la cueva?
Ella reaccionó con una mirada dura.
—No es asunto tuyo.
—Bueno, quizá sí. —Alzó la pierna para mostrar el tobillo rodeado
aún por el grillete.
—¿Qué quieres decir?
—¿Él viene a verte?
—No te metas en mi vida. Odio que me controlen. Soy libre de hacer
lo que me dé la gana y con quien me dé la gana.
—¿Viene aquí?
—Sí. A veces.
Silencio. El mar. Las estrellas y un poquito de luna asomando en el
cielo.
—¿Te acuestas con él?
Ella se levantó de un salto.
—Ya tienes la ropa seca. Vete. Tu mujer te estará esperando. —Entró
en la casa, cerró la puerta y apagó la bombilla del porche.
EL DIRECTOR
MUSEO ARQUEOLÓGICO BENAHOARITA (MAB)
Los Llanos de Aridane
16 de septiembre de 2021

Cruzó la cumbre por lo que se conocía como túnel del tiempo. Al salir de
la casa de la playa, el cielo se mostraba empedrado de densas nubes negras
y se había puesto una chaqueta que siempre guardaba en el todoterreno,
pero el sol reinaba en todo su esplendor al otro lado del túnel y pronto le
sobró la prenda. A la isla la dividía una cordillera tan alta que, en efecto, las
condiciones meteorológicas cambiaban del este al oeste, incluso las horas
de luz. El naciente de las montañas hacía de barrera para las nubes
arrastradas por los vientos alisios, dando lugar a un día gris y lluvioso, pero
bastaba atravesar el túnel para toparse, en apenas cinco minutos, con un
cielo despejado y radiante en el poniente.
Jun había pasado las horas en un duermevela, sin descansar del todo.
La relación con el sargento había complicado en exceso su paz mental. No
podía evitar sentirse atraída por él. En sus grandes ojos negros había una
sombra profunda, a veces huidiza pero siempre presente, como una tristeza
vieja, un dolor imborrable, que, desde que la había advertido, cuando lo
sorprendió mirando su cuadro en el almacén del museo, sabía que no le
sería indiferente.
Aparcó a un par de calles del museo. Al alcanzar la plaza, se desvío
hacia un lateral, al espacio donde los empleados dejaban sus motos y
bicicletas. Había una motocicleta de cross embarrada.
Entró en la sala principal de la galería. Era temprano, pero ya había
cierto bullicio, con varios visitantes deambulando. Saludó a las
recepcionistas y recorrió la exposición temporal sobre los expolios. Tocó
con los nudillos en la puerta del director y abrió ligeramente.
—Buenos días, ¿molesto? —dijo, asomando la cabeza.
El hombre consultaba algo en el ordenador. Sus abundantes rizos
blancos sobresalían por encima de la pantalla.
—¡Caramba, Jun! Pasa, pasa, por favor, y siéntate —dijo, jovial—.
Dame un minuto, que termine esto.
—Puedo volver en otro momento.
—No, no, qué va. Ya estoy acabando.
Sebastián Cáceres era el alma del museo. El fundador, el experto en
patrimonio que, con su batallar e insistencia, había logrado convencer a los
políticos de que destinaran los fondos suficientes para dotar a la isla de
aquel museo, largamente deseado. Y había conseguido que se convirtiera en
referente, en motor y empuje de todas las iniciativas concernientes a la
arqueología y a la riqueza patrimonial de la isla. Gracias a él, el MAB era
mucho más que un museo. Suponía la base de operaciones para continuar
con la investigación, catalogación e inventariado, con el estudio de
yacimientos y un largo etcétera. Y todo lo había logrado tras una mesa, en
conversaciones de pasillo, reuniéndose con políticos de cualquier color. Fue
después de que dejara la labor de campo cuando alcanzó el prestigio y el
poder para cambiar las cosas. En cierto modo, ella había sido su reemplazo.
Y hasta su brazo ejecutor, pues había seguido sus directrices muchas veces
o variado su parecer tras las indicaciones u órdenes de él. No se había
percatado hasta ese momento, ojeando unas vitrinas repletas de
herramientas líticas prehispánicas. Viéndolo allí, como un niño jugando un
videojuego, mayor pero aún con buen tono físico, se preguntó si no echaría
de menos calzarse las botas y patear las montañas, arrastrarse por las
gateras y descubrir las huellas de los antepasados.
—Listo. Joder, qué mal se me dan estos cacharros tecnológicos —dijo,
apartando ligeramente el teclado—. Pero ¡oye!, ¿tú no estabas de
vacaciones?
—Tengo unos días, sí, sí. He venido a recoger unas cosas y me vuelvo
a mi santuario.
—Lo que daría yo por vivir como tú, perdida en una playa, sin
preocuparme de nada ni de nadie.
—¿Sabes dónde vivo?
—Bueno, no exactamente, pero por la zona del faro de La Salemera,
¿no?
—¿Has ido por allí alguna vez?
—Pues no, queda muy a desmano de todo, la verdad.
—Sí, eso sí.
—Me enteré de tu terrible accidente.
—¿Qué accidente?
—En la cueva, en La Caldera. Me dijeron que quedaste atrapada por
un derrumbe.
—¿Quién te lo dijo?
—Roberto, claro.
—Sí, fue una imprudencia por mi parte.
—Bueno, me explicó que tuviste que enseñarle la cueva a un guardia
civil. Quiero decir, que fue una obligación.
—No imaginaba que los enjambres sísmicos pudieran ser tan
peligrosos.
—Lo importante es que se solucionó de la mejor forma posible y no
hubo que lamentar daños personales.
—Cierto.
—Claro que sí. ¡Coño!, pero si hasta descubriste una nueva momia.
—¿Cómo sabes lo de la momia?
El director parecía girar un bolígrafo entre los dedos, aunque Jun no lo
viera, pues sus manos quedaban ocultas tras marcos de fotos, placas
conmemorativas, premios y muchos otros utensilios colocados a modo de
barrera entre él y las visitas.
—¿Qué? —El director detuvo en seco el movimiento.
—Que cómo sabes lo de la momia.
—Eeeh, me lo diría Roberto también.
—Sería otra persona, porque Roberto se subió conmigo al helicóptero
de evacuación y desconocía lo del cadáver, que extrajeron varias horas más
tarde.
—Sí, bueno, no sé. Alguien me lo contaría. —Se revolvió en el
asiento.
—Sí, claro.
—Dime, ¿en qué puedo ayudarte?, porque tengo que seguir con el
ordenador. —Señaló la pantalla.
Jun buscó las palabras apropiadas.
—Verás, vengo a confesarte un delito. —Su espalda perdió la postura
rígida.
—¿Un delito?
—Sí. Robé material del museo.
—¿Cómo dices?
—No me refiero a ninguna pieza, sino a una tela.
—Me sorprendes, Jun.
—Abajo, en el almacén, encontré varias lonas impresas. Llevan allí
mucho tiempo sin utilidad alguna, que yo sepa. Un día me llevé una para
hacerme un toldo en mi caravana.
El director dudó qué contestar a aquella confesión.
—Jun, no está bonito robar, pero, en fin, no se trata de La Gioconda.
—¿Para qué se hicieron esas lonas?
—No tengo ni idea.
—Las encargaste tú.
—¿Yo? Sería hace mucho. No recuerdo. ¿Y tú cómo lo sabes? ¿Ya
estabas aquí?
—Sí, la factura de compra la firmé yo.
—Pues entonces tú sabrás. La compra fue tuya.
—Yo no dispongo de categoría para hacer compras de esa cuantía, solo
firmé la recepción.
—¿Y qué más da? No pasa nada, utiliza las que quieras. ¿Quién iba a
querer unas lonas con unas piedras pintadas?
Jun guardó silencio. Bajó la cabeza.
—De acuerdo —dijo, al fin.
—Venga, no hacía falta que vinieras hasta aquí a decirme una niñada
como esa. Un desliz lo tiene cualquiera. —El semblante del hombre se
iluminó. Cruzó los pies bajo la mesa, y Jun admiró los enormes zapatos—.
¿Algo más?
—No, eso era todo —reaccionó ella—. Me voy, entonces. Y muchas
gracias —dijo, dirigiéndose hacia la puerta.
—Nada, mujer. Asunto olvidado. No te preocupes. Tú descansa estos
días. ¿Cómo llevas la exposición?
—Aún no la tengo lista —dijo con la mano en el picaporte—. Me
faltan un par de cuadros y algunos retoques. Pero se me han quitado las
ganas, la verdad.
—¿Y eso por qué?
—Por los últimos acontecimientos, supongo. Tampoco es que confíe
en que voy a vender muchos cuadros o a recibir buenas críticas. Quiero
decir que casi da igual que exponga o que no.
—Bueno, eso no lo sabes —intentó animarla—. Hay público para
todas las tendencias, aunque quizá tendrías más éxito si pintaras escenas
menos tétricas.
Ella quedó inmóvil.
—No recuerdo haberte enseñado ningún trabajo mío. ¿Cómo sabes qué
temática pinto?
Él guardó silencio unos segundos, las manos quietas, la mirada fija.
Destrabó los pies y los asentó en el suelo. Las puntas de los zapatos
sobresalían del mueble.
—Alguien me lo comentaría. No sé. Perdona si he sido un bocazas.
Sigue adelante con tu pasión. Tendrás suerte. Nos vemos a tu regreso.
Ella no dijo nada más y abandonó el despacho. Cerró tras de sí y
permaneció un instante apoyada en la puerta.
Bajó a la sala principal. La conversación con el director le había
dejado mal cuerpo. Se notaba temblorosa. Encontró a la hermana de Pablo.
—Hola, Raquel.
—Hola, Jun. ¿Qué haces por aquí? ¿No estás de vacaciones?
—Sí, ya me voy. Ha sido una visita rápida.
—Si yo estuviera de vacaciones, no me veían el pelo.
—Tienes razón. Mira, quiero llevarme una cosa que tengo en mi
despacho, pero me he olvidado las llaves. ¿Has visto a Víctor por ahí abajo?
—No sé, es posible. Vamos, te acompaño y, en caso de que no esté,
subo yo y lo busco.
Cuando bajaron al almacén, el chico de mantenimiento salía del cuarto
de herramientas. Echó mano de un grueso ramillete de llaves y le abrió la
puerta. Jun se aseguró de cubrir por completo su cuadro inconcluso y se lo
llevó.
ESTRELLAS EN LA ESPALDA
CASA DEL SARGENTO
Puntallana
16 de septiembre de 2021

La noche anterior había llegado maltrecho a casa, tras la horrenda


experiencia en el pozo. Las mujeres ya se habían retirado, lo que agradeció,
pues no tenía fuerza ni argumentos para afrontar explicaciones. Los hechos
se habían precipitado en los últimos días y su relación con Jun era cada vez
más tormentosa e incierta. No sabía a qué atenerse con ella, ni en el terreno
sentimental ni en el concerniente a la investigación. Se dio una ducha eterna
de agua caliente que calmó su cuerpo y serenó su cabeza.
Necesitaba pensar. Era evidente que ella había arriesgado su propia
vida por sacarlo de allí. Si no hubiera sido por su proverbial aparición, ya
no estaría en este mundo. Lo hubiesen encontrado al cabo de unos días,
hinchado, blanco y hecho pedazos por la fuerza del mar. ¿Quién le habría
encadenado en el pozo? Anotó mentalmente: investigar a Roberto.
Se detuvo en la nevera, en busca de cualquier resto de comida. Cuando
la cerró, se percató de la presencia de su mujer.
—Lo siento. No quería despertarte.
—¿Te encuentras bien? He estado preocupada por ti.
—Estoy bien. Un poco dolorido, pero nada grave.
—Mamá hizo caldo. ¿Te lo caliento?
—No, no. Cojo esto y me lo llevo al garaje.
—Duerme en casa.
—Estaré aún unas horas despierto. Tengo que comprobar algunas
cosas. No quiero molestarte.
—¿Tienes suficiente abrigo en la cama?
—Sí, todo está bien. Anda, acuéstate. Hablamos mañana.
—Vale —dijo ella, separándose del quicio de la puerta, pero se detuvo
—. Oye, Pablo, si necesitas contarme algo, sabes que estoy aquí, como
siempre. Sea lo que sea, puedes confiar en mí. Ya no parezco la de antes
porque cuidar del bebé me agota y consume todo el tiempo, pero sigo
siendo tu mujer.
—Claro que sí, lo sé perfectamente, Nina. No te preocupes por nada.
Es solo que este tema me absorbe cada vez más. Tú cuida de ti y del niño y
todo saldrá bien.
Ya en el garaje, encendió el portátil y buscó información sobre Roberto
Benavides. Técnico deportivo del Cabildo, especializado en espeleología,
experto en operaciones de rescate en alta montaña, en técnicas de escalada y
rapel. Alto, fuerte, veintiocho años. Reunía los medios y hasta las
oportunidades para cometer los delitos. Pero fallaban los motivos. Aunque
se suponía que se enfrentaban a un desquiciado ¿Qué motivos ha de tener
un perturbado para cometerlos?
Volvió a visionar el vídeo de YouTube de la presentación de la cueva
Tiznada. Estaba allí, junto a Jun, la directora de Patrimonio del Gobierno de
Canarias y el técnico de Inspección de Patrimonio del Cabildo de La Palma,
que era, además, director del Museo Arqueológico Benahoarita. Cuando le
pasaron el micrófono, explicó cómo localizaban las cuevas a partir de
drones y cómo abordaban el acceso a las situadas a gran altura. Parecía un
chico normal. Pediría a Ripoll que indagara en un posible historial policial.
Nunca se sabía. La gente de apariencia más corriente en ocasiones
sorprendía por sus perversiones privadas.
La comida y el agua caliente le provocaron somnolencia. Se recostó en
el catre, bajo el mapa de la isla con todas aquellas fotografías de chicas
desaparecidas. Sintió escalofríos. Sin desvestirse, se cubrió hasta el cuello
con la manta. Los párpados cayeron, pero un rescoldo de ansia le sobrevino
y los levantó de nuevo. Un segundo después, el telón volvió a bajar, pero
otro mal recuerdo acudió a su cansada mente, como si se tratara del oleaje
del mar, que viene y va, y despegó los ojos otra vez. Siempre que los abría,
enfocaba la imagen de una de las chicas, y su nombre, su edad, su fecha de
desaparición y todos los datos relacionados desfilaban como un carrusel.
Tuvo temblores febriles. Soñó que se bañaba en una playa de arenas
blancas y cálidas junto a Jun, que reía y jugaba con él. Tras besarla, se
fijaba en cómo brillaban al sol las gotitas que resbalaban por su piel. Pero
ella se separaba de pronto, el rostro contraído por el horror. Él se daba la
vuelta y quedaba pálido ante la sombra de una ola monstruosa que avanzaba
hacia ellos con estruendo. Gritó dormido, luchó dormido, nadó dormido.
Luego soñó que estaba acostado junto a ella, en su casa de la playa,
desnudos. Jun le daba la espalda y él recorría con un dedo sus lunares. Los
contaba y reunía como si fueran las estrellas de una constelación
imaginaria, de una galaxia entera de pasión.
Despertó con los ojos desorbitados. Su cerebro acababa de vomitar,
como si de una mala digestión se tratara, una idea extraña e inverosímil. El
sueño la había sacado de lo más profundo de su mente. ¿Podría ser ese el
patrón? ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Se levantó de un salto. Buscó en el cajón de la mesa un rotulador
grueso. Despegó los pósits y fotografías del mapa y, a continuación, dibujó
un círculo sobre cada una de las ubicaciones donde habían desaparecido las
mujeres. No necesitó consultar nada, se lo sabía de memoria. Los unió con
una línea siguiendo el orden cronológico de las muertes. Se retiró unos
pasos para tener una panorámica de lo esquematizado. Y, en efecto, se
parecía a una constelación. Pero cuál era o qué significaba escapaba a sus
conocimientos. Le hizo una foto con el móvil y la pasó al portátil por
bluetooth. Allí la abrió con un programa de retoque fotográfico y volvió a
dibujar, ahora en digital, la sucesión de puntos y líneas. Cuando lo tuvo,
borró la imagen de fondo y solo quedó la ilustración. La subió a Google y el
buscador le devolvió miles de imágenes semejantes. No era capaz de
dilucidarlo, necesitaba a un experto. Se la remitió al profesor del instituto.
Para no condicionarlo, solo escribió: «¿A qué le recuerda esto?».
Tenía lógica lo que acababa de plasmar. Mejor dicho: por fin algo tenía
lógica en aquel maremágnum de desapariciones. Y si realmente esa era la
pauta del asesino, podría averiguar si ya había concluido la constelación o
faltaban aún chicas, estrellas. O tal vez todo aquello fuera fruto de una
noche febril sumada al ansia de hallar una respuesta plausible al enigma.
Por otra parte, tenía mucho sentido esa unión entre cuevas y cielo, momias
y estrellas, según la teoría inicial relacionada con la cosmografía, la visión
del cosmos de los aborígenes.
BOMBAS
PUESTO DE LA GUARDIA CIVIL
Los Llanos de Aridane
Policía Judicial
17 de septiembre de 2021

Despertó destemplado y mucho más dolorido. Sin embargo, aquel indicio


en el caso le aportaba energía positiva. Quería compartirlo con Ripoll y
esperaba recibir pronto las opiniones del profesor. Condujo durante media
hora y cruzó la cumbre.
Cuando entró en el Puesto, advirtió las miradas reprobatorias de
algunos compañeros. Ripoll tenía semblante preocupado.
—¿Cómo estás?
—¿Cómo me ves?
—Jodido.
—Pues así estoy, más o menos.
—¿Por qué has venido tan pronto? ¿No es mejor que descanses?
Eiroa notó una incomodidad inusual en ella.
—Quería comentarte algo. —Se sentó ante su mesa y comenzó a abrir
cajones.
—Vienes en mal momento —dijo Ripoll.
—No tengo por qué escoger el momento para venir a mi trabajo, ¿no?
¿Tú tampoco me quieres aquí?
—No digas tonterías.
—¿Por qué es mal momento? —Seguía revolviendo las gavetas.
—Hay tensión en el ambiente. No avanzan en los interrogatorios a los
de la bomba del muelle. Ahora mismo están dentro otra vez.
—Ese asunto lo llevan Paco y Nacho. No tiene relación con nuestro
caso.
—Bueno, eso no se ha aclarado aún. Todo parece vinculado con el
Roque.
—¿Cuál es la relación?
—El camión que reventaron cargaba instrumental tecnológico para la
red de observatorios Cherenkov.
Eiroa ladeó la cabeza mientras fruncía los labios. Se mantuvo en
silencio un minuto. Pensó que las acciones de sabotaje habían subido la
apuesta.
—¿Los interrogan por separado? —preguntó.
—Sí.
—¿Quién es el más proclive a cantar?
—Un tal Juan Carlos Pestano, empleado de una empresa de abonos
para plataneras, aquí en Los Llanos. Casado y con una hija pequeña. Pero
no han admitido nada ni uno ni otro; no inculpan a nadie ni explican el
motivo del atentado. Aunque, por lo poquito que he visto, presiento que
esconden algo. —Ella lo observaba removiendo papeles sobre la mesa—.
Oye, me tienes de los nervios. ¿Qué buscas?
—Necesito un mapa de la isla. ¿No habías dejado una fotocopia por
aquí?
—Espera —dijo, condescendiente—, te consigo una.
—Y trae también una hoja de ese papel transparente, no recuerdo el
nombre…
—Papel cebolla. Dame un segundo.
Cuando la cabo mayor se perdió entre las mesas, Paco salió de una de
las peceras, como llamaban a la sala de interrogatorio.
—¡Caramba!, el desaparecido continúa vivo —le dijo, burlón, a Eiroa.
—Yo también me alegro de verte, Cohones —le respondió sin mucho
ánimo.
—Oye, cuentan por aquí que te dieron un buen palo y estuviste a punto
de cascarla. Parece que la cosa va en serio, ¿no?
—Bueno, está claro que a alguien no le gusta que ande husmeando.
—¿Y sabes ya quién es ese alguien? ¿Sospechas de la mujer de las
cuevas? Yo que tú sospecharía de ella, cohones.
Ripoll se acercó con el encargo en la mano.
—Siempre hay que sospechar en primer lugar de las mujeres —dijo
Paco, asegurándose de que la cabo lo escuchara.
—Pero si nosotras somos el sexo débil, no rompemos un plato —ella
le siguió la broma—. No tenemos ni fuerza.
—Algunas no, pero otras…, madre mía. Dime —se dirigió al sargento
—: ¿has avanzado? Porque la cosa se pone seria: ya van tres momias. Como
no obtengas resultados, pronto te buscarán sustituto.
—¿Eso cómo lo sabes? ¿Has oído algo?
—Tienes suerte de que al comandante le interese más resolver el tema
de los atentados en el Roque. Por eso te ha dejado a tu bola. Pero ahora que
parece que lo del observatorio va a finalizar, creo yo que vas contra reloj.
—Entonces, ¿ya han cantado? —preguntó la cabo.
—Bueno, no, pero no faltará mucho. Y si no sueltan prenda, ya solo
con el delito de tenencia y fabricación de explosivos y, quizá, el de
asociación con fines terroristas, se les van a quitar las ganas de jugar por
una temporada larga.
—¿Con quién estabas tú?
—Con el comercial.
—¿A ese siempre lo has interrogado tú?
—Sí.
—¿Me dejas intentarlo? Cuando vea entrar a un poli nuevo, se sentirá
amenazado, pensará que el asunto ha subido de nivel.
—O sea, que cuando te vea a ti, creerá que el asunto ha subido de
nivel, ¿no? ¿Es eso? Los cohones. —Se carcajeó.
—Sí, eso. Ya me entiendes. ¿Qué podemos perder?
Paco se encogió de hombros. Nada había que perder, eso era cierto. Se
pasó la mano por las mejillas con barba de dos días mientras sopesaba la
idea.
—De acuerdo —dijo—. Pero si te cuenta algo, no te atribuyas el
mérito, ¿de acuerdo? El caso es nuestro.
—Sí, sin problema. No te preocupes por eso.
—Pues adelante, todo tuyo.
—Vale, dejémosle un ratito a solas. Voy a mirar unas cosas con la
cabo. Después te aviso.
Paco fue en busca de café.
—Tienes la habilidad de meterte en follones —le dijo ella en cuanto
estuvieron a solas.
—Puedes jurarlo.
—Tú sabrás lo que haces. A mí no me líes.
—Bueno, quería que entrases conmigo.
—¿Yo? No, no… No me jodas. Yo no tengo experiencia y se me da
muy mal hablar con la gente.
—Vas de apoyo y testigo. Basta con que te quedes junto a la puerta.
¿Me has traído el mapa?
—Una fotocopia. ¿Te vale?
—Sí. Y, ahora, ¿serías tan amable de traerme un café mientras dibujo
algo para ti?
—Siempre y cuando no te dé por dibujar unicornios rodeados de
corazoncitos y un arcoíris.
Puso la fotocopia sobre la mesa y, encima, el papel cebolla. Con un
rotulador rojo, hizo los círculos. Llegó Ripoll con un cortado y dos
azucarillos.
—Vale, mira: sobre esta transparencia —agitó el papel vegetal— he
señalado los lugares donde desaparecieron las víctimas. —Le mostró el
resultado, superponiéndolo al mapa.
—Nada nuevo —apuntó ella.
—Espera. Si lo junto siguiendo el orden cronológico… —le enseñó el
nuevo esquema—, ¿qué ves?
—Los puntos de antes unidos por líneas.
—¿No se te ocurre nada más?
—¿Qué ves tú?
—Me recuerda a una de esas fotografías de grupos de estrellas.
—¿Una constelación?
—Una constelación, sí, eso, pero no sé cuál.
Ripoll se quedó pensativa, con la hoja en la mano.
—Si supieras de qué constelación se trata, sabríamos si ya la ha
completado.
—Exacto.
—¿Quién podría ayudarnos en esto?
—El profesor del instituto, el de la revista Iruene. Le he enviado un
correo esta madrugada.

Ripoll apareció uniformada en la pecera. No saludó al detenido. No lo


miró siquiera. Con la barbilla en alto, se cuadró tras la puerta y aguardó. El
hombre la observó sin comprender, nervioso. Cinco minutos después,
alguien tocó una vez. La agente abrió. Entró un policía de paisano. No lo
conocía. Se sentó frente a él sin dignarse mirarlo y ojeó con desgana los
folios y fotografías de una carpeta. De vez en cuando, leía algo con
detenimiento y, entonces, alzaba la vista y lo observaba con frialdad.
—Está claro que te vas a llevar la peor parte en este embrollo —dijo al
fin. El detenido insistió en su mutismo, y el policía continuó—: Siempre
ocurre igual. Cuando las cosas se ponen realmente difíciles, hay uno que se
queda atrás y termina pagando el pato, ya me entiendes. Y el otro, por la
labia, la educación o jugar mejor sus cartas, quién sabe, ¡pum! —golpeó la
mesa, sobresaltando al detenido—, consigue un buen trato: unos meses en
prisión y, luego, a dormir a casa los fines de semana.
Cerró la carpeta y la dejó al alcance del otro. El sargento se puso de
lado y cruzó las piernas, como si disfrutara del momento, como si no le
importase en absoluto el destino de aquel hombre. Para sus adentros, se
sonrió de la pose militar de la cabo, que no se había atrevido a mirarlo.
—Porque tú sabes… —arrastró la carpeta hacia sí otra vez, la abrió y
la cerró—, Juan Carlos, que se pueden hacer tratos. Es sencillo y te evita
incertidumbre y alargar la pena de forma innecesaria. Además, dime, ¿por
qué ibas a cargar tú solo con la culpa si los dos sabemos que esto no ha sido
idea tuya? ¿Vas a dejar ahora que, encima, sea otro el que pacte primero y
se beneficie de la benevolencia del juez?
El detenido balanceó el cuerpo con la cabeza gacha. Los párpados
marcaban los constantes movimientos de sus ojos. Parecía sumido en una
olla repleta de dudas, culpas e indecisiones.
¡Plas! El sargento volvió a propinar un sonoro manotazo, esta vez
sobre la carpeta, que desquició al hombre.
—Despierta, Juan Carlos. Vamos, coge este tren que se va, agárrate a
esta mano que te tiendo. Ahora, hazlo ahora, no dentro de dos minutos,
cuando me haya ido. No suelo ofrecer esto a casi nadie. Pero tú, macho, tú
te lo mereces, mereces una oportunidad, porque tú tienes una hija pequeña,
una familia. ¿La vas a abandonar así?
Dejó que aquella retahíla de promesas y reproches descendiese por el
alma maltrecha del reo.
¡Plas! Otro golpe.
—¡Joder! —Se levantó, cogió los papeles y dio dos pasos hacia la
salida mientras decía—: Pues a ver qué dice tu compañero.
—Espere.
Se detuvo frente a la puerta. La cabo mantenía una mano en el
picaporte, pero sin llegar a girarlo. El sargento le guiñó un ojo y se volvió
hacia el detenido.
—Tú dirás.
—¿Qué garantías tengo de que me reducirá la pena si colaboro?
—Deberás fiarte de mi palabra. No puedo firmártelo en un papel, pero,
créeme: ahora mismo soy tu único amigo.
—Necesito algo más, porque lo que le diré es realmente gordo.
—Has de asumir el riesgo. No me es posible prometerte nada concreto.
Eso depende del juez y de tu grado de colaboración. Pero más a tu favor: si
vas a soltar algo importante, mayor será tu beneficio.
El hombre se concedió unos minutos para sopesar aquello. Regresó a
los movimientos repetitivos y a la mirada huidiza. Eiroa sabía que estaba
decidido; solo necesitaba justificarse, perdonarse, redimirse. Le dio la
puntilla:
—Adelante, Juan Carlos, te escucho. En menos de un año volverás con
tu familia.
Alzó al fin la cabeza, clavó una mirada intensa en el sargento y levantó
los diques a su confesión.
—Hemos puesto más bombas.
EXTRAÑA SENSACIÓN
PUESTO DE LA GUARDIA CIVIL
Los Llanos de Aridane
Policía Judicial
17 de septiembre de 2021

Eiroa comprendió que había que hacer un punto y aparte. Lo dejó casi con
la palabra en la boca y salió de la sala, seguido por su compañera. En
principio, no le daba crédito. Solía ocurrir: apretabas tanto a un detenido
que, para buscar una salida o, al menos, tiempo, se inventaba algo así, de
calado pero con poca probabilidad de que lo comprobasen de inmediato. Se
reunieron con Paco y Nacho. Les contó que el tal Juan Carlos estaba
dispuesto no solo a confesar la autoría de lo del muelle, sino que se
guardaba un as en la manga y hablaba de nuevos explosivos. Quería algo
concreto a lo que agarrarse, habría que preguntar al juez hasta dónde podían
llegar. Paco se hizo cargo. Nacho no miró a la cara a Eiroa ni intervino en la
breve charla, pero evidenciaba su malestar con gestos y chasquidos.
Sonó el teléfono del sargento. Era Jun. «Qué extraño», pensó. Ella
nunca lo llamaba. Se disculpó, se apartó del grupo y, aún sin descolgar,
salió del edificio.
—Hola —respondió al fin.
—Hola —dijo ella con voz apocada.
—¿Qué ocurre? ¿Estás bien?
—Sí —no sonó convencida—. ¿Cómo estás tú?
—Me duele casi todo: la cabeza, las costillas, los brazos, el tobillo…
Pero he venido a trabajar. ¿Y tú?
Se hizo un silencio. Eiroa se sentó en un banco de la pequeña plaza
frente a las oficinas, espantando unas palomas.
—¿Te encuentras bien, Jun? ¿Qué te pasa?
—Me siento rara. Paranoias que me entran de repente. No te
preocupes.
—Rara estás siempre. Si lo estás un poco más, será por algo. ¿A qué te
refieres?
—No sé…
Eiroa le dio tiempo. Varias palomas revoloteaban sobre él. Jun habló
después de unos segundos:
—¿Has tenido alguna vez la sensación de que te observan, de que te
vigilan?
—¿Es eso lo que sientes? ¿Desde cuándo?
—Hace días, en realidad. Percibo una presencia a mi alrededor. Han
movido mis cosas aquí, en la casa, y en el estudio del faro.
—Lo hice yo —confesó—. Cuando fui a buscarte y no estabas, removí
tus cuadros.
—Lo sé. Eso ya lo sé. —Él no dijo nada. Ella continuó—: Pero no es
eso. Es otro olor, ¿sabes?, otra energía. Es una vibración distinta, dañina.
Me pone nerviosa.
—Bueno, tranquila, no será nada. Tal vez estés en esos días sensibles
del mes…
—Vete a la mierda. No me vengas con idioteces machistas ni me trates
como una histérica en uno-de-esos-días-del-mes —silabeó.
—Disculpa. Tienes razón. He metido la pata con el comentario. —
Hizo una pausa. Dejó que se rebajara la tensión—. ¿Te sientes en peligro?
Ella pensó la respuesta.
—Creo que sí.
—¿Ha pasado algo después de lo del pozo?
—Sí.
—Cuéntamelo, por favor. —Percibía que a ella le costaba hablar del
asunto.
—Lo que ha ocurrido me convence de que hay alguien detrás de la
aparición de las momias. Quiero decir, me consta que alguien secuestra y
asesina a esas mujeres aquí y ahora, no son momias prehistóricas, no es un
rito fúnebre para honrar a los muertos. Esto es real, está pasando. ¿Me
sigues?
—Claro.
—Me tomé más en serio tu acusación en el asunto de las lonas. Me
preocupaba que mi firma apareciera en la factura y que se utilizasen para
camuflar los escondrijos de esos cuerpos.
—¿Y?
—Fui al museo, ayer. Solo hay una persona con capacidad para
encargar esos trabajos de impresión: el director. ¿Lo conoces?
—No me lo han presentado, pero sé quién es. Lo he visto en
entrevistas y en tu presentación de la cueva Tiznada. ¿Hablaste con él?
—Quizá sea que estoy sensible, pero fue bastante extraño. Percibí que
sabe más de lo que parece. Creo que no lo conozco tanto como creía. Me
dio hasta miedo.
—¿A qué te refieres?
—No sé, son detalles, esas cosas que notas cuando conversas con
alguien. Joder, no eres mujer, pero sí guardia civil. Se trata de intuición.
—Dame un ejemplo.
—Sabía dónde vivo. Aunque no sea un secreto de Estado, yo no se lo
he dicho a nadie. Luego, esa tensión en el rostro, ese cambio en el tono
cuando mencionó a la momia que descubriste en La Caldera. Le pregunté
cómo se había enterado, ya que no ha trascendido, y me dijo que se lo
comentó Roberto, mi compañero. Pero él tampoco sabe lo de la momia.
—Bueno, quizá se enteró más tarde.
—Sí, puede ser. Pero hay más. También le pregunté por las lonas. Dijo
que no las recordaba, que nunca las había visto. Cuando le aseguré que él
había hecho el pedido, se quitó el asunto de encima, y luego dijo que quién
iba a querer unas lonas con imágenes de rocas.
—¿Y?
—Yo no le había mencionado qué había impreso.
Guardaron silencio. Eiroa intentó patear una paloma que le picoteaba
los cordones de las botas.
—Uhm, eso es interesante—dijo, dándole vueltas a la nueva
información.
—No sé transmitirte lo que percibí ante su modo de hablar y su
actitud, pero tengo un mal presentimiento.
—No te preocupes. ¿Ocurrió algo más?
—Sí, algo importante. Otra mentira. Me aconsejó que descansara en lo
que me resta de vacaciones, que continuara pintando y preparara la
exposición, aunque me recomendaba que cambiase de temáticas, que no
pintara escenas tan…, ¿cómo dijo?, tan tétricas.
—Mira, en eso le doy la razón.
—Que te jodan.
—Perdona, solo bromeaba. Pero no entiendo qué problema le ves a esa
frase.
—¿No te das cuenta? Yo nunca le he mostrado un cuadro mío. ¿Cómo
sabe cómo pinto o dejo de pintar?
Eiroa buscó alguna respuesta lógica. Sintió el pico de la paloma en el
pie. Lanzó una patada y la alcanzó de lleno. El ave quedó inmóvil, panza
arriba, con un ligero temblor en un ala. Las demás alzaron el vuelo,
espantadas. Eiroa miró alrededor, avergonzado. Con el otro pie arrastró el
cuerpo debajo del banco.
—¿Sigues ahí? —dijo ella.
—En tu despacho del museo tienes una pintura.
—Siempre me aseguro de cubrirla y cierro con llave.
—No sé, Jun. Lo que me cuentas no es concluyente.
—Tú no lo viviste, no puedes sacar las mismas impresiones que yo.
—Vale, vale. Admito que su comportamiento y lo que dijo resulta
sospechoso, pero, vamos, como sospechoso se me antoja el conductor del
camión de la basura que pase cerca de tu casa. Quiero decir que esto se ha
embrollado tanto que desconfío de todos. ¿Me escuchas?
—Sí.
—Hasta el otro día, no descartaba a nadie: los ecologistas, que
reivindican la vida aborigen frente a las grandes corporaciones
tecnológicas; la extraña arqueóloga, descubridora de cuevas imposibles y
con los conocimientos necesarios para realizar los mirlados…
—Gracias por la parte que me toca.
—O el compañero de esta, espeleólogo, muy capaz de secuestrar a las
chicas. Y con una moto que siempre aparece cerca de tu casa o cada vez
que me pasa alguna desgracia.
—Tú sí que estás enfermo. Descarta a Roberto. Tiene sus propios
problemas, como todos, pero él jamás delinquiría. Y si es por la moto, te
diré que el director también maneja una. Por cierto, ayer la tenía enfangada
como si se hubiera dedicado a saltar en los charcos.
—Joder. Pues nada, otro más a la lista. Lo investigaré. Pero tú cálmate.
No hagas locuras.
—Vale, ya estoy más tranquila. Necesitaba contártelo.
—No sé cuándo podré ir a verte. Ahora debo irme. Cualquier cosa, me
llamas.
Regresó a las oficinas, dejando tras de sí el cuerpo inerte de la paloma.
En ese momento tembló el suelo, crujió el edificio y chirriaron los archivos
metálicos. Todos se agarraron entre sí o a las mesas, que se movían como
poseídas.
Pasó rápido y no sintieron réplicas. Se miraron, inquietos, pero solo
comentaron que darían cuerda al detenido hasta estar seguros de que los
conduciría a algo real. Paco informó que había consultado al juez: podía
reducirle la pena a menos de un año, con la condición de que no se sumaran
pérdidas humanas.
Eiroa volvió a entrar. Misma ceremonia, pero esta vez con una actitud
más descreída, para que el otro se esforzase en convencerlo de que no se
trataba de un farol. Abrió la sala la estricta guardia civil, se cuadró con la
mirada al frente, y minutos después entró el sargento. Displicente, tiró la
carpeta sobre la mesa gris y se dejó caer de cualquier manera sobre la silla.
Se tomó su tiempo en iniciar la conversación:
—¿Dónde están esas bombas?
—¿Cuál es el trato?
—Lo están poniendo por escrito. Pero date cuenta de una cosa: hablas
de bombas, esos artefactos que explotan y matan gente, algo muy feo. El
acuerdo se sustenta en que no ha habido muertos hasta el momento y en que
no los habrá en el futuro.
—Me temo que, si no hay un buen trato para mí y mi compañero,
habrá muertos. Muchos muertos.
—¿Dónde las colocaste?
—Por ahí.
—¿Y cuántos muertos prevés, según tus cálculos?
—Cientos de miles.
—Ya te has pasado tres pueblos. —Se puso la carpeta bajo el brazo y
se levantó—. Mira, será mejor que no nos hagas perder el tiempo. Invéntate
algo más creíble.
El detenido no hizo nada por detenerlo. No se corrigió ni explicó.
Eiroa se detuvo ante la puerta.
—Pero ¿te has oído? Cientos de miles. —Parecía hablarle a la pared.
Se dio la vuelta—. ¿Cómo que cientos de miles? ¿Cómo va a haber tal
cantidad de muertos si la isla apenas alcanza los ochenta mil habitantes?
No hubo respuesta.
—¿Tú me estás vacilando o qué? —Caminó hacia él en actitud
amenazante—. Porque, si me estás vacilando, ni trato ni leches. Si me
jodes, te busco la ruina. Vamos, no ves a tu familia ni en diez años. Cuando
salgas, tu hija ya andará de novios. —Le tiró la carpeta a las narices—.
Dime. Las bombas.
—El trato —dijo el detenido sin levantar la cabeza.
Eiroa estuvo a punto de concluir ahí. Pasarle la bola a otro. Después de
todo, él no era el encargado. Le dio la espalda y miró a Ripoll, que seguía
firme. Dudó. «Menuda trola —pensó—. El fulano se está tirando un pedo
más grande que el culo». Podía haberse sacado de la manga algo más
sencillo, aquello era tan descabellado que hasta sentía curiosidad. Le hizo
una seña a la cabo, que salió de inmediato de la sala. Él se quedó apoyado
en la pared, sin quitarle ojo a Juan Carlos, que continuaba mirándose los
zapatos. Esperaron. Cinco minutos más tarde, la puerta volvió a abrirse y
entró Ripoll. Le entregó un papel a Eiroa, que lo leyó en silencio.
—Vas a tener suerte, muchacho.
Le pasó el documento. Allí se detallaban las condiciones para una
rebaja de la pena: arrepentimiento, colaboración con la justicia e
inexistencia de agravantes. Presentaba el registro y la firma del juez de
primera instancia de Los Llanos de Aridane.
—Tendría que asesorarme mi abogado para…
—Por supuesto, alarga más el tema. Pensaba que había confianza. Yo
he cumplido con mi parte, cumple con la tuya. ¿Quieres que venga tu
abogado? De acuerdo. Cabo, llame al abogado. Pero, mientras, vamos a
hablar con este tal Jacinto, que tiene las cosas más claras.
—Vale, vale. Con esto es suficiente. Confío en que no me la juegue.
—¿Qué bombas?
Juan Carlos se dejó caer contra el respaldo. Echó la cabeza hacia atrás
levantando la barbilla y cerró los ojos. Eiroa miró a Ripoll, como diciendo
«qué le pasa a este». Parecía que iba a entrar en trance, a levitar tal vez.
Volvió en sí de pronto y se inclinó hacia delante con un sonoro resoplido.
Miró directamente a los ojos de Eiroa:
—¿Conoce la teoría del megatsunami?
—¿Cómo? —Eiroa no sabía de lo que hablaba.
—Se hizo viral hace unos años una teoría seudocientífica, búsquela en
internet, que afirmaba que, en algún momento, todo el edificio de Cumbre
Vieja, toda la cordillera sur de la isla, se deslizará hacia el mar, millones de
metros cúbicos de material desplomados de golpe sobre el océano,
provocando una ola de novecientos metros de altura, un megatsunami que
cruzará el Atlántico y matará a cientos de miles de personas en el continente
americano, pero también en la metrópoli, en las zonas costeras de España.
—Sí, ahora lo recuerdo —dijo Eiroa—. Menuda chorrada intentaron
colarnos. Hicieron documentales y animaciones catastrofistas. Aún circulan
vídeos sobre el tema. Pero, al final, resultó ser el producto de algunas
mentes alarmistas que buscaban llamar la atención. Nada se demostró
científicamente.
—Tampoco se desmintió. La ciencia admite la posibilidad de que algo
así ocurra. La construcción geológica que lleva miles de años creciendo a
base de erupciones volcánicas es inestable por definición y puede colapsar,
deslizándose por la gravedad. Bueno, no es nada nuevo: ya ha ocurrido.
—Vale, es posible. Pero no es algo que vaya a pasar mañana. Quizá en
mil años.
—Claro —admitió Juan Carlos.
—Pues eso.
—A no ser… —Dejó la frase en suspense mientras abría las manos y
hacía un gesto de blanco y en botella.
—A no ser que unos chiflados como ustedes ayuden a la naturaleza.
—Algo así.
Eiroa reflexionó. No le parecía creíble aquella historia.
—Desde luego, hay que estar majara. ¿Pero ustedes de dónde carajo
han salido? ¿Qué bicho les ha picado para tratar de atentar así contra…,
bueno, contra la humanidad?
—Tenemos una ideología y la defendemos. No encontramos otra
manera de hacernos fuertes más que utilizando las armas de la propia isla.
Nosotros, simplemente, hemos despertado del sueño que nos obligan a
vivir. Somos más libres y más humanos que la mayoría, en realidad.
—Y un huevo de avioneta. No me jodas. Eliminar de un plumazo la
costa americana como castigo por instalar un observatorio astrofísico los
hace más libres y humanos, ¿es eso? ¡Toma ya! Y a los inocentes que les
den.
—Debemos defendernos y…
—¡Y una mierda! Termina ya con eso, que me da dolor de barriga.
¿Quién te ha comido el coco de esa manera?
—No soy yo solo.
—De todas formas, ¿sabes qué? No me lo trago. Tu historia es
demasiado fantasiosa. No creo que cuatro o cinco explosiones simultáneas
lograsen ese objetivo.
—Serán siete.
—Siete. Sacaron la calculadora e hicieron sumas —se burló.
—Y hay que esperar el momento oportuno.
—¿A qué te refieres? ¿Esperar a qué?
—¿Ha sentido los enjambres sísmicos?
—Alguno que otro.
—Llevan meses produciéndose y van a ir a más. Hace casi cincuenta
años de la última erupción volcánica. Se viene otro volcán. Toda la zona se
desestabilizará desde dentro. La naturaleza nos ayuda. La isla se defiende.
—A ver, a ver. A ver si lo entiendo: ¿pretenden aprovechar una
erupción para detonar los explosivos y, bueno, no sé, esperar que todo
funcione y la historia les dé la razón?
—Más o menos.
Eiroa se restregó los ojos y se cubrió la frente con las manos. Le
parecía una broma, la fantasía de unos adolescentes con el cerebro podrido
por jugar a videojuegos violentos. Él tenía ahí fuera a un asesino,
inteligente y escurridizo, que llevaba años ejecutando un plan macabro que
de verdad implicaba la muerte de personas de carne y hueso. Eso sí merecía
su tiempo y esfuerzo, y no esta payasada. Intentó reponerse.
—¿Dónde están las bombas?
—En el interior de unos tubos, a unos diez o quince metros de
profundidad.
—¿Cómo pretendían detonarlas?
—Igual que en el muelle, una llamada telefónica y un receptor
conectado al detonador.
—¿Cómo las localizamos?
—Tengo las coordenadas del GPS anotadas.
—¿Dónde?
—En una libreta. Escondida.
El sargento se puso en pie. Caminó de un lado a otro de la sala, cuatro
pasos, en realidad.
—Haremos una excursión. Te vas a venir con nosotros de merienda.
Hasta que no demos con cada uno de los artefactos, tu trato es papel
mojado.
—Debemos darnos prisa.
—¿Prisa? ¿Por qué?
—Verá, el terminal para realizar la llamada está fuera de la isla, no sé
dónde ni en manos de quién, lo juro, pero digamos que hay un grupo mayor
en Tenerife y ellos tienen el control. Si revienta un volcán, esa será la señal.
¿Me entiende?
DESAPARECIDA
CASA DE LA ARQUEÓLOGA
Playa de La Cangrejera
Villa de Mazo
18 de septiembre de 2021

La serenidad de espíritu le había permitido reencontrar la creatividad que le


faltaba para completar el último lienzo y dejar lista la exposición.
Cruzó la caleta y pasó la tarde en el viejo faro, en su torreón de pintora
ermitaña. Apenas se acordó de comer, concentrada en plasmar el
sentimiento que la perseguía últimamente.
Luchó por apartar las ideas sobre asesinos y momias que la
atormentaban. Los acontecimientos de días atrás la afectaban más de lo que
admitía. Y el colofón había sido la entrevista con su jefe. Eso la alteró más
que quedarse atrapada por un derrumbe. Sin embargo, después de la
conversación con Eiroa, todo volvía a presentarse bajo la tenue luz de las
posibilidades remotas. Las certezas se desdibujaban. Los implicados y
sospechosos entraban y salían de la escena como si se tratara de una
macabra obra de teatro en la que cada actor se cubriera el rostro con una
máscara equivocada. No envidiaba el trabajo del sargento.
Tras varias horas, dio su trabajo por bueno. Tapó la obra, recogió los
pinceles y se lanzó al mar. Emergió en la arena de la playa. Entró en la casa,
se quitó el neopreno y se puso una camiseta. Preparó la cena. Comió
pescado frito con tomates y bebió el resto de la botella de vino que trajo
Eiroa la última vez.
Cuando recogió los platos, tocaron a la puerta. «Hablando del rey de
Roma», se dijo con una sonrisa. No imaginaba mejor visita para culminar la
velada.
Al abrir, se quedó petrificada.
Una descomunal bestia peluda con cabeza de perro se abalanzó sobre
ella con un rugido atronador. Rígida por el pánico, cayó hacia atrás, incapaz
de defenderse, y el animal la inmovilizó con las garras. Jun respiró aquel
aliento fétido y perdió la consciencia.
ERUPCIÓN
PICO BIRIGOYO
Refugio de El Pilar
1806 metros
19 de septiembre de 2021

Durante la mañana del 11 de septiembre de 2021, el VIIRS, un


espectrofotómetro de infrarrojo capaz de señalar zonas calientes en la
superficie terrestre, muy utilizado para la detección y seguimiento de
grandes incendios a lo largo del planeta, dio la señal de alarma por una
súbita temperatura alta en una franja longitudinal sobre Cumbre Vieja. El
sensor viajaba sobre la isla instalado en el satélite meteorológico Suomi
National Polar-orbiting, de la NASA, y su registro fue la confirmación para
los científicos de que algo diferente y revelador había pasado aquella
mañana.
Por primera vez, el enjambre sísmico había subido de nivel: ya no se
producía a treinta kilómetros de profundidad, sino a diez. Al mismo
tiempo, las estaciones repartidas por toda la cumbre arrojaban métricas
insoslayables. Los aparatos equipados con GPS mostraban que algunos
puntos de la isla se habían elevado hasta veinticinco centímetros en la
vertical. Algo monstruoso presionaba desde abajo, hinchando el terreno.
Los informes y la alarma recorrieron rápidamente los escalafones
técnicos y políticos, que cristalizaron en la primera convocatoria del
PEVOLCA, el Plan Especial por Riesgo Volcánico de Canarias. Atendiendo
a las evidencias científicas, activó los planes de emergencia y elevó a
amarillo el semáforo de riesgo, lo que suponía preparar posibles
evacuaciones inmediatas de la población.
Los datos técnicos, abundantes y abrumadores, no implicaban una
realidad palpable. En una isla acostumbrada a temblores sísmicos, no se
daba importancia al futuro e improbable riesgo volcánico hasta que se
producía la erupción realmente. Sin embargo, cuando Miguel Ángel
Morcuende, jefe del Servicio de Emergencias del Cabildo de La Palma,
acudió a la reunión del PEVOLCA, lo acompañó una pegajosa sensación
que no se quitó de encima en todo el día. Curtido en decenas de sucesos de
emergencia, como los grandes incendios en La Gomera y La Palma,
reconoció que aquel sabor amargo en el paladar no era buen presagio.
Hombre sereno y de pensar metódico, ajedrecista sólido, de correoso estilo
posicional, deseaba un buen motivo que justificase su jubilación, que, con
sesenta y siete años, ya había postergado un tiempo. Si se hacía realidad lo
que vaticinaban aquellos informes que ojeaba a través de sus gafas
sostenidas a media nariz, tendría una gran despedida a toda una vida
dedicada al servicio público. Y así se lo tomó, como si se tratara del último
encargo, cuando en esa reunión de urgencia lo nombraron director técnico
del organismo. Pero la vulcanología no era una ciencia exacta. No podía
predecir cuándo y dónde iba a explosionar un volcán. De modo que, con
todos los datos actualizados cada hora, por el momento se coordinaría a los
implicados y se centralizaría la información, teniendo bien presente que lo
primordial era la seguridad de los habitantes de esa amplia zona afectada
por los enjambres sísmicos.

La tarde anterior habían acompañado a Juan Carlos hasta su casa para


recuperar las supuestas coordenadas de los artefactos. Las tenía en una
libreta escondida dentro de un zulo en una de las paredes del jardín.
También requisaron diverso material incriminatorio, como cerillas eléctricas
y precursores de explosivos. El encuentro con la mujer provocó tal llanto e
histeria que Eiroa prefirió no mirar; pero, cuando regresaron a los
vehículos, comprobó que la escena había reforzado el impulso de colaborar
de Juan Carlos.
La operación se había organizado en tiempo récord. Desde Tenerife se
habían trasladado cuatro miembros de la Unidad Técnica del Servicio de
Desactivación de Explosivos, que se unían a otros tantos agentes del
Seprona. Ripoll, Eiroa, Paco y Nacho subieron hasta el refugio de El Pilar
con los dos detenidos. Desde el pico Birigoyo, a unos mil ochocientos
metros de altitud, tendrían una de las panorámicas más espectaculares de la
isla. Ahí arrancaba la que los senderistas conocían como la ruta de los
volcanes, más de veinte kilómetros de caminata de volcán en volcán por
laderas estrechas de lapilli resbaladizo, que, en conjunto, formaban Cumbre
Vieja. Culminaba en la punta más al sur, ante el volcán Teneguía, que
reventó en 1971, la tierra más joven del país.

Al llegar a la cima, se dividieron en dos grupos para abarcar más


terreno en menos tiempo. El de Paco, Jacinto y la mitad de los efectivos fue
hacia el sur, a una zona donde habían erupcionado dos volcanes
importantes, el Duraznero y la segunda boca del San Juan, en pleno Parque
Natural, un lugar único en el que el negro del suelo lávico se mezclaba con
el verde del pinar a casi dos kilómetros de altura.
El grupo de Eiroa y Juan Carlos se encaminó hacia el oeste, donde se
abría la boca principal del San Juan, que había vomitado toda la lava que
quiso en 1949, y, un poco más allá, la conocida como Montaña Rajada. La
intención era transitar Cumbre Vieja por una cota inferior, a media ladera, la
zona más amenazada por un impensable derrumbe.
Hacia el mediodía ya habían localizado y desactivado cuatro
explosivos. A las tres de la tarde, el grupo de Eiroa bordeó la montaña de
Bruno, al final de la Hoya de Tajogaite y siguieron por la pista de Toribio
hacia la finca Cabeza de Vaca. En ese momento, los agentes forestales, que
abrían paso, se detuvieron ante un extraño bulto. Cuando los demás llegaron
a su altura les mostraron los cuerpos de varias cabras, un perro y numerosas
grajas que salteaban el sendero en un espectáculo macabro. Avanzaron entre
los cadáveres. Uno de ellos dijo en voz alta lo que todos pensaban:
—Apestan a huevo podrido.
Eiroa recordó la charca burbujeante del interior de La Caldera y la
advertencia de Jun ante las emanaciones tóxicas. Se arrodilló junto a uno de
los animales. No mostraba signos de violencia o disparo. Había muerto por
envenenamiento. Una bruma de dióxido lo había atrapado. Levantó la vista
y miró a lo lejos. Y entonces lo vio: la tierra se evaporaba; a una decena de
metros surgían del suelo columnas vaporosas de gas y polvo que ascendían
como pequeños tornados. No había brisa. El silencio se había apoderado del
ambiente y Eiroa, agachado aun, percibió la carga eléctrica recorriendo la
ladera.
—Son gases venenosos. ¡Vámonos de aquí! ¡Corran!
En el momento de acelerar la retirada, todo tembló. La isla se retorció
de una forma tan brusca y ruidosa que los hombres cayeron al suelo. A
doscientos metros, una explosión ensordecedora eyectó una turbulenta
columna de piroclastos que enseguida alcanzó cien metros de altura. Había
nacido el volcán. A esa primer boca le sucedieron varias más. Y por todas
ellas la lava salió a borbotones asolando y cegando todo a su paso. Fue el
comienzo de ochenta y cinco días de angustia.
EN LA CUEVA

CALDERA DE TABURIENTE
Punto indeterminado
18 de septiembre de 2021

La trasladaban. Tomó consciencia de forma intermitente. Más tarde tuvo


recuerdos a modo de imágenes inconexas que se fundían a negro, como
tráileres de películas. Por ejemplo, verse sacudida y oír un motor, como si
viajara en el maletero de un vehículo. No estaba del todo a oscuras, pero no
reconoció nada. Debían haberla maniatado, porque le fue imposible mover
las extremidades, solo pudo girar levemente la cabeza. Los brazos los
llevaba extendidos a lo largo del cuerpo y con los dedos se tocaba los
muslos. Luego, se sumió en la negrura.
Otro salto la rescató de la somnolencia. Ignoraba cuánto tiempo habría
transcurrido. Continuaban en marcha. El camino tenía que ser irregular
porque notaba bandazos y baches. No distinguió nada más, ni otros coches
ni sonidos exteriores. No sentía su cuerpo, solo las manos. Los ojos se le
cerraban, como si el efecto de la droga que le habían dado viniera por
oleadas. Volvió a irse.
Cuando despertó de nuevo, no supo qué pasaba. No veía nada, pero se
percató de que ya no estaban en marcha y de que el maletero se había
abierto. Sentía su latir desbocado. Intentó retorcerse, pero le fue imposible.
La habían inmovilizado por completo. Intentó gritar, pero solo emitió un
gemido sordo. Estaba amortajada, pensó. Lista para la momificación.
En ese momento, notó cómo se descorría una cremallera sobre su
cabeza. Le entró tanta luz que quedó cegada. Una mano poderosa le taponó
las fosas nasales. De nuevo, el olor intenso la llevó al submundo de los
delirios. A partir de ahí, vivió breves episodios de seminconsciencia, como
si la sustancia no lograse hacerle efecto. Oyó cómo cerraban otra vez la
cremallera; tuvo sensación de ingravidez y, a veces, reconoció ese
bamboleo de ir en brazos de alguien. Todo era neblina, fotogramas de una
película sucia, con vacíos y cortes, escenas que mezclaban verdad y
pesadilla.

El hombre cogió del maletero el material necesario. Contrariado, se


percató de que la mujer se movía. La droga no le hacía el mismo efecto que
a las demás. Sabía que esta era distinta, de cuerpo y carácter. Le preocupaba
no poder con su peso y envergadura. Nunca había hecho desaparecer a una
persona así y tendría que reajustar todas las medidas, cálculos y métodos. El
secuestro en sí, sin embargo, había sido el más sencillo. Sin riesgos, testigos
ni preparación, sin engaños. Pero no debía dejar ningún cabo suelto que
estropease sus planes. Mojó otro pañuelo, abrió el saco y volvió a dormirla.
Sacó las cuerdas y cerró el todoterreno. Caminó medio kilómetro por un
terreno abrupto en continua pendiente y en medio de un denso pinar. No
había sendero. Tras el ascenso, la tierra se cortaba y caía en un abismo.
Descargó allí la mochila para acometer el descenso vertical: tendió la
cuerda, la aseguró alrededor del tronco de un viejo pino, dispuso los
enganches calculando los pesos, instaló una polea para mayor seguridad y
dejó listos el descensor y los arneses.
Volvió a por ella. No escuchó ruidos en el maletero. Se dio algo de
tiempo para descansar y confirmar que no se interpondría algún senderista
perdido. Solía meter a sus víctimas en un macuto para portar una tienda de
campaña; con chicas más pequeñas, se lo cruzaba en la espalda sin llamar la
atención. Pero esta vez sería más complicado. La cargaría al hombro, como
un fardo, hasta el momento del descenso. Se apoyó en el maletero y
encendió un cigarrillo. El bosque estaba en silencio, como expectante. Tan
solo el silbido de la brisa entre los pinos rompía el mutismo. Le resultaba
extraño. Lo incomodaba como si tuviera cientos de ojos pendientes de sus
actos. En otras ocasiones, la vida alrededor seguía su curso. Recordaba, por
ejemplo, el bullicio de cientos de aves. Ahora, sencillamente, parecían
haber emigrado.
Apagó el pitillo restregándolo con la punta de la bota. Abrió el
maletero. El bulto no se movía. Bajó la cremallera y se encontró con los
ojos de la chica abiertos de par en par, mirando al infinito. Dio un respingo
de la impresión y se golpeó la cabeza con el portón. Maldijo mientras se
frotaba la coronilla. Se asomó de nuevo. Sus ojos continuaban inmóviles.
¿Habría muerto? ¿Se había pasado con la droga? No era asfixia, pues el
saco tenía ventilación suficiente. Le dio una bofetada y, al instante, la mujer
volvió en sí, aspirando una gran bocanada de aire. El hombre subió
rápidamente la cremallera. Se inclinó, metió los brazos por debajo del
cuerpo y se lo cargó al hombro. Bajó de un golpe el portón y accionó el
cierre centralizado. Se guardó las llaves y emprendió el camino conocido.
Llegó fatigado. El narcótico perdía fuerza y la mujer se agitaba. Se la
cargó tras la espalda, cruzándose una cinta ancha por el pecho. Le costó
equilibrar el contrapeso, aun así, se sujetó a la cuerda del rápel y comenzó
el descenso. El risco, imponente, parecía cortado a cuchillo, y el desfiladero
se abría a sus pies en una caída vertiginosa. Unos treinta metros más abajo
se detuvo ante una señal sutil labrada en la roca. Entonces se movió en
horizontal, ayudándose de unos salientes. En cierto punto, extendió el brazo
izquierdo y desenganchó una, dos, tres arandelas plásticas que liberaron una
lona que se camuflaba con la roca, dejando a la vista la boca oscura de una
cueva. Ya dentro, se desembarazó con brusquedad del cuerpo y volvió a
colgar el trampantojo. Encendió entonces una linterna en su cabeza para
mantener las manos libres y se adentró en la montaña, encorvado,
arrastrando el bulto.
La cavidad alcanzaba gran altura. Había bifurcaciones que, a su vez,
volvían a dividirse, creando un laberinto subterráneo. El silencio era
sepulcral y solo lo rompía el goteo esporádico de alguna humedad
acumulada. El hombre cruzó varias salas eligiendo las bocas que se
camuflaban tras fotografías. Solo él tenía las claves para entrar. Y para salir.
Alcanzó al fin su destino: una cripta amplia y semicircular. A través de
una grieta en un extremo de la bóveda, caía en el centro un haz de luz
tamizado por la vegetación, un rayo de esperanza en aquel reino de las
sombras. Ahí se levantaba una piedra lisa a modo de altar. El hombre arrojó
el bulto sobre ella, sin miramientos. Abrió el embalaje y extrajo a la mujer,
que estaba semiinconsciente. Cortó la tela y las cintas adhesivas con un
cúter y se regodeó en la admiración de aquel cuerpo joven y lleno de
energía. Pensó en la belleza efímera pero resplandeciente que la naturaleza
destinaba a unos pocos elegidos. Y pensó en la pena de abdicar ante el
deterioro, la vejez y la muerte. Aquella mujer no reunía la imagen que él
necesitaba para que lo acompañase en su vida eterna. Sería difícil extraer de
ella el elixir rojo. Era un problema que había que eliminar, pero viéndola
así, en su plenitud femenina y a su merced, quiso ampliar su nave,
nombrarla tal vez timonel de su futuro viaje por las estrellas.
Lentamente, acarició con el frío metal de su navaja la palpitante piel de
la pierna, ascendiendo por los muslos firmes. Alcanzó el borde de la
camiseta, lo levantó e inició el corte de la tela en el monte de Venus.
Continuó vientre arriba, descubriendo sin impedimento ni protesta los
pechos blancos y altivos. Temblaban la mano y las piernas, se le
entrecortaba la respiración. Se detuvo, agitado por el ansia de fundirse con
tanta belleza. Casi dudó de su misión.
—Lástima de tanta juventud desperdiciada —se dijo.
No terminó de rajar la camiseta, la dejó abierta como una bata. Trasladó
el cuerpo hacia el fondo de la gruta. Allí lo depositó en el suelo, en medio
de la negrura. Cogió uno de los grilletes sujetos a la pared por una larga
cadena de hierro y lo cerró sobre un tobillo de la mujer. Comprobó la
seguridad de los anclajes dando fuertes tirones. Cuando estuvo satisfecho,
sacó de su mochila una bolsa, que vació en un plato de madera que había en
la pared del fondo. Se irguió y, mirando hacia la oscuridad, dijo:
—Quizá sea tu última comida.
Recogió los restos del embalaje y desapareció.
Entonces una figura cobró vida en la sombra. Estiró con pesadez y
jadeos pedregosos unos huesos descarnados y malolientes que un día fueron
la armazón de un hermoso cuerpo, y reptó como un lagarto milenario hasta
el alimento.
LA CONSTELACIÓN
CASA DE LA ARQUEÓLOGA
Playa de La Cangrejera
19 de septiembre de 2021

Explicar en el informe todo el periplo por las laderas de los viejos volcanes
le había llevado media tarde. Jun no había respondido a ninguno de sus
mensajes. Ni siquiera los había visto. Se arriesgó a llamarla. El tono sonó
hasta el aburrimiento, pero no descolgó. Conociéndola, estaría pintando en
el faro o, simplemente, tendría una de esas tardes en las que se aislaba del
mundo. No le habría dado mayor importancia de no ser por su última
conversación, en la que ella dijo saberse vigilada. Además, había suelto un
asesino que ya había tratado de acabar con él encadenándolo a un pozo y,
aunque no quisiera, Jun formaba parte de ese entramado. Con su particular
estilo de vida, solitaria y alejada de la civilización, podía convertirse en
víctima y pasar días sin que nadie supiera de su suerte.
Decidió repetir la llamada. Sin éxito. Abandonó el Puesto y, a la media
hora, ya atravesaba el túnel del tiempo. Había entrado con luz y, al salir, ya
había oscurecido. Por el camino se cruzó con decenas de vehículos de
emergencia que acudían al Centro de Mando. El volcán era la noticia del día
y del año. Ordenó al asistente del móvil que llamara a Jun. Los altavoces le
devolvieron el intento fallido de conexión. Aceleró. Tomó el camino
enfangado de la izquierda. Brincó por los baches hasta llegar a la caleta.
Allí tenía el todoterreno y la moto.
Había luz en el porche. Bajó los escalones y cruzó la playa. La llamó.
Silencio. La puerta estaba abierta. Entró, con el arma desenfundada. Nadie
en el interior. Había platos sucios en el fregadero y el traje de neopreno,
completamente seco, colgaba en el baño.
Comprobó si había movimiento o luces fuera. Nada. Cogió una
linterna en su coche y caminó hasta el faro. Esta vez iba preparado, con el
arma por delante. Lo registró de arriba abajo, pero no había señales de Jun.
Una idea apresurada lo estremeció. Buscó por instinto el bufadero de donde
ella lo había rescatado. Estuvo un rato tropezando con los riscos deformes
del malpaís hasta que por fin lo encontró. Se asomó. La marea estaba baja,
se veía el fondo. Las piedras redondas brillaron bajo la luz de la linterna,
pero ni rastro de Jun. Recordó que ella le había dicho que había más
maretas por la zona. Intentó localizar alguna, pero no tuvo suerte.
Regresó al coche y se sentó para revisar el teléfono. Sin respuesta. Se
dejó caer hacia el volante, metiendo la cabeza entre los brazos, y repasó la
situación. Sus medios de transporte seguían allí. No era normal pero sí
posible que se hubiera ido en el vehículo de alguien. Por otra parte, parecía
que se había marchado con premura de casa, sin cerrar la puerta ni apagar
las luces. No había advertido señales de violencia. El traje de buceo le
indicaba que, probablemente, tampoco estaba en el mar.
—Háblame, Jun, ¿dónde te has escondido? —pensó en voz alta
mientras tamborileaba sobre el salpicadero.
En ese momento le entró un mensaje. Cogió el aparato, alterado. Era el
profesor experto en la prehistoria de la isla. Tenía algo que contarle. Marcó
el número. Al otro lado, habló el profesor:
—La imagen que me envío es una constelación.
—Lo sabía. ¿Le resultó evidente el acertijo?
—Bueno, si me lo hace llegar a mí, intuyo en qué terreno me muevo.
Si me remitiese el esquema del árbol de levas de un coche, seguramente no
lo adivinaría.
—Sí, claro. ¿Y qué me puede decir sobre esa constelación?
—Bien. Primero, debo admitir que no ha sido tan sencillo como acabo
de hacerle ver, porque está incompleta.
—¿Incompleta? ¿Qué le falta?
—Una estrella. La más importante, en realidad.
—Siga, por favor.
—Si es lo que creo que es, se trata de la constelación conocida como
Quilla en la mitología griega, parte de una formación mucho mayor que
representaba el Argo Navis, el barco que Jasón y los argonautas utilizaron
para buscar el vellocino de oro, ¿le suena?
—Nada, en absoluto.
—No importa. Ese barco gigantesco fue, por así decir, troceado en tres
en el siglo XVIII: la Quilla, la Popa y las Velas.
—Y dice que en el dibujo falta una sola estrella.
—Creo que sí.
—La más importante.
—Sí. La más brillante de nuestro firmamento, solo por detrás de
Sirius, y, sin duda, la más venerada por los awara. ¿Lo sabía?
—No, no, qué va.
—Se observa en latitudes por debajo de los veinte grados norte, lo que
significa que solo es visible desde Canarias. La salida y ocultación de este
cuerpo celeste marcaba los ritos de nuestros aborígenes, los guiaba en las
estaciones, en las siembras y cosechas. Por eso la idolatraban.
—¿Y tiene algún nombre?
—Canopus. O Canopo.
Eiroa guardó silencio. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal y se
revolvió. Cogió el teléfono, intentó desconectar el manos libres, pero, con
los nervios, se le cayó en la rendija entre el asiento y el apoyabrazos.
Cuando lo recuperó, la llamada se había cortado. Marcó de nuevo.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Está bien? —preguntó el profesor.
—Perdón, se me ha resbalado el móvil. Profesor, dice usted que esa
estrella tan especial se llama Canopus.
—Eso es.
—Como la vasija donde se recogen las vísceras de las momias.
—Pues sí. Ahora que lo dice, así es.
—Según la forma de esa constelación, ¿dónde se sitúa esa última
estrella?
—La he dibujado yo mismo. Le he hecho una foto, pero no sé
enviársela mientras hablo por teléfono.
—Colguemos, me la envía en un wasap y vuelvo a llamarlo.
—De acuerdo. Le mando dos diseños: uno de la constelación completa
y otro colocado sobre el mapa de la isla.
—Perfecto. Estaré a la espera.
Si la loca idea de relacionar las desapariciones, las momias y las
estrellas poseía lógica, con la nueva información darían un paso de gigante.
Podrían, al menos, reducir el cerco de dónde trataría de completar el
siniestro ritual. Se demoraba el profesor. Se impacientaba él. Silencio en la
noche. Sin rastro de Jun. Sonido de mensaje. Visualizó una imagen mientras
otra se descargaba. Eran los puntos y rayas que él había trazado, pero bien
dibujados. Abrió la segunda: el esquema de antes superpuesto a un mapa de
la isla. La última estrella, o la primera según se mirase, aparecía más grande
y el profesor había escrito su nombre al lado. Hizo zum sobre ella todo lo
que pudo y otro escalofrío lo hizo temblar. No podía ser verdad. Una
coincidencia, tal vez.
Llamada entrante. Activó el manos libres.
—¿Lo tiene? —dijo el profesor.
—¿Por qué ha situado Canopus en ese punto?
—Simplemente, he buscado una imagen de la constelación Carina en
internet, la he hecho coincidir con los demás puntos y Canopus ha caído
ahí. ¿Por qué?
—Porque, joder, profesor, ahí, en Puntallana, debajo del punto ese que
ha dibujado, vivo yo.
—Bueno, no tiene precisión matemática…
—¿Y por qué la llama ahora Carina? —lo interrumpió.
—Ah, ese es el nombre oficial actual de la antigua Quilla griega:
Alpha Carinae. Se conoce como constelación Carina. ¿Por…?
—¡Maldita sea! —Arrancó el coche.
—¿Qué le pasa?
—No puede ser. ¡Ay, Dios!
—Dígame, ¿qué le ocurre?
—¡Joder, profesor! —Aceleró mientras giraba al camino entre la lava.
—¿Pero qué sucede? ¿Está bien?
—Mi mujer se llama Carina, ¿entiende?, y esa última estrella que ha
situado sobre nuestra casa puede ser la señal de que ella es la siguiente
víctima.
Colgó y hundió el pedal hasta el fondo.
ARGO NAVIS COMPLETA
CASA DEL SARGENTO
Puntallana
19 de septiembre de 2021

Aguardó toda la tarde sentado en el coche. Apenas quitó ojo del acceso a la
casa del sargento. Necesitaba comprobar que la mujer estuviera sola. No
tenía prisa. Se entretuvo escuchando las noticias de la erupción volcánica.
Disponía de todo el tiempo que hiciera falta. El éxito de su plan dependía de
que no se precipitara, aunque últimamente los acontecimientos se sucedían
de forma atropellada. Si todo salía bien, por primera vez coincidirían tres
candidatas en su caverna, una de ellas por fuerza mayor. No le preocupaba.
Sabría resolver esa situación igual que los recientes contratiempos. Había
tenido que intervenir para subsanar algunas ramificaciones peligrosas. El
sargento se había salvado en el último minuto, pero con la arqueóloga había
sido sencillo. Ahora, el camino se presentaba despejado para culminar su
proyecto.
Por fin, de la empinada cuesta surgió el coche conducido por la madre.
En todas las ocasiones que había vigilado los movimientos de la casa, rara
había sido la tarde en la que no bajaba a la ciudad.
Al escuchar el coche, Nina se sorprendió de la rapidez con la que había
regresado su madre. No le parecía que hubiera pasado el tiempo suficiente
para su escapada habitual, en la que aprovechaba los recados y las compras
para tomarse un respiro, por mucho que ella se hubiera embelesado tratando
de dormir al bebé. Aún más le extrañó que tocara a la puerta. Quizá se
hubiera olvidado las llaves o la cartera. Se levantó de la cama de
matrimonio, se calzó las zapatillas y cerró la bata.
Abrió la puerta y un perro gigante se abalanzó sobre ella ahogando su
incipiente grito de terror con una garra. Se orinó del susto y, tras respirar el
somnífero, se desmayó. El tipo levantó a la liviana mujer y la metió en el
maletero. La inmovilizó enseguida con cinta americana. Arrancó el motor y
subió la pendiente. Al alcanzar la carretera general, aceleró y se perdió en la
circulación.

Eiroa conducía con temeridad por la estrecha carretera, al tiempo que


ordenaba al móvil que llamase de nuevo a su mujer. No contestaba. Lo
intentó con el fijo. Dio señal hasta que saltó el servicio de mensajes. Llamó
a Ripoll.
—Hola, dime —saludó la cabo.
—¡Oye, algo pasa en mi casa! Ya te contaré, pero me temo lo peor.
Estoy en camino. Cruzo ahora mismo el Hoyo de Mazo. Manda una pareja
a mi casa. ¡Urgente!
—Vale, vale. Ya voy.
Colgaron. Tres minutos más tarde, el móvil volvió a sonar. Era la
compañera.
—Ya van hacia allí. Suben de la ciudad.
—Que se den prisa.
—En menos de cinco minutos estarán allí. Te llamo cuando sepa algo.
Tardaron en acertar con la bajada hacia la casa del sargento. Al fin, el
Renault se detuvo frente a la entrada. La guardia que permaneció en el
coche informó de su llegada y situación. Descendió el otro, que avanzó con
la mano sobre el arma. Encontró la puerta abierta. Asomó la cabeza y dio
una voz. No hubo respuesta. Solo se escuchaba el llanto de un recién
nacido. Volvió a preguntar si había alguien. En vano. Dio una zancada para
sortear un charco en el suelo y revisó cada habitación. Al cabo de dos
minutos salió.
—Enma, tienes que venir.
—¿Qué pasa ahí dentro?
—Hay un regalito para ti.
—Déjate de bromas. ¿Cómo que para mí?
Entraron los dos. Él le mostró el bebé al llegar a la habitación
principal. A pesar de los reproches, ella no pudo negarse a calmar a la
criatura. Lo arrulló mientras le ponía el chupete que colgaba de una
cadenita sujeta a la ropa. Oyeron un frenazo en el patio. La pareja salió al
encuentro de Eiroa, que corría angustiado.
—¿Dónde está mi mujer?
—No lo sabemos, sargento, solo hemos encontrado al bebé.
—¡Joder! —Se agarró la cabeza con las manos—. ¿Han visto algo?
—Nada extraño. No nos hemos cruzado con nadie y no hay señales de
violencia, nada desordenado ni tirado. Lo único fuera de lo común es el
agua de la entrada.
—¿Qué agua?
El guardia se la señaló. Eiroa la había extendido con sus pisadas. Se
agachó.
—Esto no es agua. —Lo olió—. Son orines.
Miró a la pareja y vio al bebé calmado en brazos de la guardia. Se giró
hacia la salida, a punto de marcharse, pero se detuvo y se frotó las sienes.
Estaba desesperado.
—¡Me cago en todo! ¡Dios! —gritó.
Su hijo se sobresaltó y lloró con la boca abierta, dejando caer el
chupete. La guardia se lo llevó a la habitación.
—¿Qué hacemos, sargento? —inquirió el otro.
Eiroa no podía tomar decisiones. «Piensa, piensa, piensa», se decía
mientras se palmeaba la frente.
—¿Necesita avisar a alguien para cuidar al bebé? —atinó a decir el
uniformado.
La suegra. ¡Coño!, la suegra. Estaría en el paseo de la tarde. ¿Habrían
salido las dos juntas a alguna urgencia, confiadas en que el niño no
despertaría? Poco probable pero posible. Marcó y esperó. La suegra
respondió, sorprendida. Nina no estaba con ella.
—¿La has llamado? —Preguntó, alterada.
—Estoy en casa, y ella no. Su teléfono se ha quedado sobre el sofá.
Pensé que había ido con usted.
—No, no, conmigo no. Se quedó durmiendo al niño. De eso hace
menos de una hora. Habrá salido de urgencia.
—¿Dejando al bebé solo?
—Ai, deusiño, que me dis! —exclamó en gallego.
—Venga a la casa ya, la necesito —ordenó él.

A esa hora, pero al borde de un despeñadero, el hombre pasó la cuerda


por el último mosquetón. Con un bulto en la espalda, comenzó a descender.
Era la segunda vez en apenas un par de días, pero le resultó mucho más
sencillo porque esta sí entraba en sus parámetros de siempre.
Era especial, la última, la que cerraba el círculo. Tras tantos años, por
fin había conseguido reunir la tripulación para su viaje. Llevaba ahora la
más rutilante estrella, un cuerpo que había albergado otro cuerpo, el
comienzo y el fin de la vida, la que se erigiría timonel de las almas.
Destrabó las arandelas plásticas y descorrió la lona para introducirse
en la cueva. Soltó el peso y selló la entrada. Se colocó la luz en la frente y
arrastró a la mujer hasta el altar central, donde procedió a desembalarla.
Continuaba bajo los efectos de la droga y no opuso resistencia. Le quitó la
bata ligera y la dejó con un camisón translúcido. Luego, la llevó a un lado
de la profunda caverna y la encadenó a la pared.
Escuchó un gemido apagado, lejano, y percibió un cuerpo deslizándose
en la oscuridad.
—Sí, ya va —dijo a las sombras—, ahora te doy lo tuyo.
No era Jun. Ella había permanecido en silencio, vigilante, desde que la
alcanzó el resplandor de la entrada. Lo que observó le pareció un déjà vu,
algo que había vivido ella misma. Trató de identificar al asesino, pero la
distancia y aquella luz brillante se lo impidieron.
El hombre salió de la sala. Regresó al momento con un paquetito de
papel de aluminio arrugado. Lo desenvolvió, se acercó a la pared de la
derecha y vació un poco del contenido en el cuenco sucio. Luego se dirigió
a la pared central, buscó con el foco hasta encontrar a Jun, que se retorció y
cubrió los ojos heridos por la luz. Ella no había puesto plato alguno al
alcance de aquel desalmado, así que sencillamente le dejó los restos sobre la
roca. Jun entreabrió los párpados lo suficiente para percatarse de las
enormes manos y los extraños dedos del hombre mientras les repartía la
comida como si fuesen perras. Se acercó a la nueva inquilina y también a
ella la obsequió con alimento. Entonces metió todo en la mochila y se largó
trepando el risco.
DESESPERADO
PUESTO DE LA GUARDIA CIVIL
Los Llanos de Aridane
Policía Judicial
19 de septiembre de 2021

Eiroa había dejado a los guardias en su casa y se había ido al Puesto,


incapaz de mantenerse a la espera. A pesar de las altas horas, Ripoll había
acudido al aviso de su compañero. Llegó con café y un bocata de tortilla
cortado por la mitad. Él lo agradeció. No se había acordado de comer en
todo el día. La informó de lo sucedido.
—Por alguna razón, los acontecimientos se han precipitado en los
últimos días. Primero intentan ahogarme y ahora secuestran a mi mujer y,
quizá, también a Jun.
—¿A la arqueóloga? Eso no lo sabía.
—No me ha dado tiempo de decírtelo, perdona. Esta tarde he ido a
verla. No estaba ni en su casa ni donde pinta, en el faro abandonado, ni en
la mareta en la que me tiraron el otro día. Nada. No da señales de vida.
—Habrá salido.
—No, Ripoll. No creo. Su todoterreno y su moto están allí, la puerta de
la casa abierta, las luces encendidas. Y ella no es de las que van a una cita
en el coche de otro.
—Vale, vale. Pues gestiono la denuncia, entonces.
—Sí, gracias. Necesitamos que los submarinistas rastreen la caleta y
otros posibles agujeros en esa costa.
—De acuerdo.
—¿Qué averiguaste del tal Roberto?
—Lo tengo aquí. —Abrió un cajón de su mesa y extrajo una carpeta
—. De este muchachote apenas hay nada. No tiene ni multas de tráfico.
Oriundo de la isla, estudió aquí y se fue a la universidad de Tenerife, donde
cursó Historia. Siempre le gustó el mundo de las cuevas y se metió en el
grupo de espeleología Benisahare. Más tarde, aprobó unas oposiciones en el
Cabildo y aprovechó sus conocimientos para unirse al equipo de las Cuevas
Colgantes. Ahí conoció a la arqueóloga. Es muy riguroso y cumplidor en su
trabajo. Un hombre modelo, vaya.
»Y ahora te cuento por qué le gustan tanto las cuevas. Esto no viene en
ningún informe, pero la gente habla. Dicen que tuvo una mala infancia, con
penurias y carencias de todo tipo, con broncas y malos tratos en casa por
culpa de un padre autoritario y alcohólico. Y él, como escapatoria, solía
refugiarse en un tubo volcánico que había descubierto de forma casual un
día mientras pastoreaba unas cabras.
—Bueno, una trayectoria vital como la de muchos. No parece el
artífice de este tinglado de secuestros y demás. ¿Tú qué crees?
—Pienso lo mismo. Buscamos a alguien más curtido, más de vuelta de
todo, no sé.
—¿Qué sabes del director?
—¿Qué director?
—El del Museo Arqueológico Benahoarita.
—De ese no me has dicho nada. No lo he investigado. ¿También es
sospechoso?
—Jun me contó que tuvo una conversación bastante tensa y extraña
con él y, poco después, me confesó que se sentía vigilada en su propia casa.
—Ripoll hizo un apunte en su libreta. Eiroa continuó—: Es el que nos
queda, aunque a estas alturas hasta el oscuro empleado de la limpieza del
museo podría ser el asesino. Yo ya no sé nada, la verdad. Joder, esto se nos
ha ido de madre.
—Tranquilo, ya verás cómo…
—¿Tranquilo? Han secuestrado a mi mujer, Ripoll. ¿Te das cuenta?
¿Te haces una idea de lo que debe estar pasando? Ese cabrón la habrá
metido en una de esas cuevas y vamos contra reloj.
—Por lo que sabemos, su objetivo no es acabar con su vida de manera
inmediata, ¿no? Quiero decir, su modus operandi incluye un periodo de
tiempo, no sé cuánto, pero quizá unas semanas, antes de la cosa asquerosa
esa que hace.
—Vale, sí, pero no me digas que me tranquilice.
En ese momento, entraron en la sala Paco y Nacho.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó Ripoll.
—Nos hemos enterado. Venimos por si necesitan ayuda —dijo Paco.
—Yo no puedo dormir —dijo Nacho—, me paso las noches en vela
contando ovejas. Así que cuando este me ha llamado —señaló a su
compañero—, me he llevado una alegría.
—Muchas gracias, colegas —alcanzó a decir Eiroa, sorprendido por la
iniciativa.
—¿Qué podemos hacer?
—Hay que vigilar a dos sujetos. Ustedes encárguense de Roberto,
compañero de la arqueóloga, que, por cierto, también ha desaparecido.
—Joder, Eiroa —dijo Nacho—, no te dura una novia ni…
—Está bien —lo interrumpió Paco, dándole un codazo—. Nos
ponemos ya. Dame los datos, Ripoll. ¿Qué harán ustedes?
—Vigilaremos al otro, al director del museo. Estén en contacto
continuo. Cualquier movimiento sospechoso, informan. Mucho ojo con
levantar la liebre, ¿vale? No se olviden de que el asesino debe haber
ocultado a las mujeres en alguna gruta perdida y que solo él sabe el
paradero. Tiene que conducirnos hasta allí o confesar el lugar exacto, pero
al hijo de puta no puede ocurrirle nada que nos imposibilite rescatarlas con
vida.
—Recibido. Iremos informando. Suerte.
JUNTAS
CALDERA DE TABURIENTE
Punto indeterminado
20 de septiembre de 2021

No tomó consciencia de lo que estaba viviendo hasta mucho rato después


de despegar los ojos y enfrentarse a una oscuridad casi absoluta. Durante
ese tiempo, su cabeza le estalló cientos de veces, zarandeada por escenas
inconexas que no lograba ubicar en su vida ni reordenarlas con sentido.
Como si soñara un sueño de otra persona. Abría y cerraba los ojos sin
discernir qué era realidad y qué pesadilla. Solo daba por cierta la imagen
grotesca de aquel animal abalanzándose sobre ella, que se entremezclaba
con el llanto del niño, el olor a orines y unas manos deformes tocándola.
Quiso creer que seguía viva. No se atrevía a moverse, pero oyó algo.
Prestó atención. Era un goteo, pero no constante: caía una gota ahora y, más
tarde, una sucesión de ellas. También le llegó el sonido de una respiración,
lejana y arenosa. Algo le apretaba el tobillo. Reconoció con los dedos el
metal, la forma del aro, el candado, la cadena. Aquello sirvió para que su
penosa realidad y sus recuerdos recientes le explotasen en el pecho. Tenía
tanto miedo que no se permitió gritar a pleno pulmón, pero no podía retener
el gimoteo que la estremecía. Durante un largo rato, estuvo encogida y
recostada sobre la piedra fría. Y entonces alguien le habló:
—¿Te encuentras bien?
No dijo nada. No conseguía dilucidar si era una voz real o fruto de su
imaginación. Le llegaba de tan lejos y, a la vez, de tan cerca. Aguardó con
el corazón desbocado.
—¿Cómo estás? —repitió.
—¿Quién eres? ¿Dónde estoy? —se atrevió a decir, susurrando como
si aquello fuera una iglesia.
—Me llamo Jun. Estamos en una cueva. Soy una chica secuestrada
como tú y llevo dos días aquí.
Nina lloró desconsolada. Todas las emociones se le agolpaban en la
garganta y no era capaz de expresarlas en palabras, ni siquiera de pensarlas
con coherencia. Jun le dio tiempo para asimilar la situación y trató de
animarla:
—Tranquila, shhh, cálmate. Estamos bien.
—Yo me llamo Nina —sollozó entre hipidos—. ¿Quién nos ha metido
aquí? ¿Sabes quién?
—Un malnacido hijoputa.
Nina lloró aún con más fuerza. Jun no la atosigó. Dejó que se
desahogara. Después de unos minutos, se serenó, aunque la voz le salía
entrecortada:
—Tengo un bebé, de dos meses. No puedo morirme ahora.
—Debes resistir. Estarán buscándote.
—Mi marido es guardia civil. Investiga el caso de unas momias
aparecidas en cuevas.
—Tú eres la esposa de Eiroa, te conozco. He colaborado con él.
—¿Quién eres tú?
—La arqueóloga del museo donde trabaja su hermana.
—También te conozco —dijo Nina con más ánimo—. Te recuerdo de
la boda.
—Sí, creo que ahí llamé mucho la atención.
—Me acuerdo de verte tan elegante, tan alta y delgada, y yo con una
barriga tremenda.
Guardaron silencio, regocijándose con los recuerdos que las
transportaban lejos de allí, a otro tiempo y otro lugar. Poco a poco, la
pestilencia hizo que Nina volviera a sucumbir al aciago presente.
—¿Por qué nos ha secuestrado? —preguntó.
—Lleva años haciéndolo, forma parte de algún plan o ritual. Tu
marido debe estar cerca de descubrirlo, por eso ha intentado matarlo.
—¿Matarlo?
—Sí. ¿No te lo contó? Quizá no quiso preocuparte. Lo encadenó
también, pero en un pozo de esos de la costa donde antiguamente curtían
altramuces.
—Oh, Dios mío. No me lo dijo.
—Lo ayudé a salir antes de que la marea lo cubriese.
—Él ha estado bastante ausente en los últimos tiempos. No me habla
mucho de su trabajo y…
Un siseo áspero, como de culebra, la interrumpió.
—¿Lo has oído? ¿Qué es eso?
—Hay otra chica con nosotras —dijo Jun.
—¿Otra? ¿Quién es, cómo se llama?
—No he logrado comunicarme con ella. Creo que lleva mucho tiempo
aquí.
Las dos prestaron atención. Oyeron el goteo irregular y, de pronto, el
arrastrar de una cadena, como el paso de un penitente en una procesión de
Semana Santa.
—¡Hola! ¿Estás ahí? ¿Puedes hablar? —dijo Nina levantando la voz.
Silencio.
—¿Te encuentras bien? Dinos algo, somos amigas —insistió.
Silencio.
Otro movimiento sutil sobre la roca, como hojas secas. Y entonces,
con lentitud, escupió dos palabras con la garganta marchita de un alma
devastada, como una flema que se resiste a desprenderse.
—Help me.
Las mujeres quedaron atónitas por lo que habría padecido aquella
persona, sabía Dios durante cuánto tiempo, y aún resistía.
—Es extranjera —dijo Nina—. ¿Hablas inglés, Jun?
—Un poco.
—Pregúntale cómo se llama.
—Hi, what’s your name?
Esperaron unos segundos. Hablar le costaba un gran esfuerzo.
—Sarah —dijo por fin, arrastrando cada letra.
—Okey, Sarah. We are with you. They are looking for us. Resist.
—¿Qué le has dicho?
—Que resista, que están buscándonos.
Callaron, ensimismadas por la incertidumbre sobre si ellas pasarían
por el mismo calvario que la muchacha.
—Oye, Jun, ¿ese cabrón quiere convertirnos en momias? —Tuvo que
reunir mucho valor para formular esa pregunta.
—Eso creo.
—¿Nos hará momias en vida? —le temblaba la voz—, ¿nos va a matar
de hambre durante meses?
Jun no respondió de inmediato. Se puso en pie y caminó a tientas en
dirección a Nina. Tres pasos dio antes de tensar la cadena.
—Eso no va a pasar —dijo con seguridad—. Antes lo matamos
nosotras, o escapamos. A mí no me diseca como un pajarito ese hijo de
puta.
—¿Se te ocurre cómo escapar?
—No tengo ni idea todavía.
—Pues tú eres la experta en cuevas, yo solo doy clases a niños.
Jun no habló. Ni siquiera podía deambular como un alma en pena,
necesitaba deshacerse de las cadenas. ¿Pero cómo? Tal vez fuera más
factible romper el anclaje de la pared que reventar el grillete o el candado;
la humedad y la herrumbre habrían hecho mella en el metal o en la
argamasa. Aunque no podía intentarlo con las manos desnudas, requería
herramientas. ¿Experta en cuevas? ¿De qué le servía ser experta si no podía
ni moverse? Ya había explorado cada palmo de la zona que le permitía
alcanzar el largo de su atadura. Ni una mísera piedra. Había un espacio
amplio de tierra seca y compacta pegada a la pared, que era donde dormía,
y más allá hacía sus necesidades. Al frente, se imponía la roca dura. En
varios puntos, la erosión del agua había creado oquedales; en ellas bebía
líquido fresco pero con sabor a hierro. No había forma de arrancar un
pedazo de roca. A no ser que cayera del techo, pensó. Alzó la cabeza y le
sobrevino una idea. Podría ser que la herramienta no cayera del cielo, pero
quizá la encontrara enterrada. Era arqueóloga, sabía el uso que los
aborígenes habían dado a aquel tipo de refugios, y sus utensilios y,
posiblemente, sus huesos se habrían quedado en las sucesivas capas
sedimentarias. Intentaría algo así como una excavación ahora que aún tenía
fuerzas. Era lo mejor que se le ocurría.
—Oye, Nina, ¿sigues ahí?
—Por desgracia, sí.
—Tengo una idea. Igual no funciona, pero voy a buscar alguna piedra
con la que romper el anclaje de la pared.
—¿Cómo te ayudo?
—Encuentra una zona de tierra blanda y remuévela. Habría que
profundizar al menos medio metro, la medida de tu brazo.
La tierra superficial permitió que escarbaran unos centímetros, pero
cada vez resultaba más costoso. Jun oía jadear a Nina. Una hora más tarde,
sollozar. Descansaron. Tenían las uñas rajadas y doloridas las yemas. No
habían obtenido ningún resultado. Necesitaban algo con lo que horadar. A
Jun se le ocurrió utilizar el cuenco donde le dejaban los contados alimentos.
Así lograron avanzar más, hasta que el plato se rompió. Emplearon los
trozos hasta que se hicieron añicos. Descansaron. Estaban sofocadas, con
dolores en rodillas, espalda y manos. Apenas habían removido un metro
cuadrado con escasa profundidad.
Nina ya no lloraba ni se quejaba. No había fuerza para eso. Al menos,
el trabajo en común servía de consuelo a la soledad y el tiempo así
empleado reconfortaba. Por lo demás, parecía inútil.
Jun no perdía la esperanza. Su carácter rebelde y su espíritu resiliente
la ayudaban a persistir. La vida le había enseñado a aguantar hasta que
llegase su oportunidad. Y entonces algo la golpeó en una pierna.
Sorprendida, tanteó en la oscuridad y, mientras lo hacía, otra cosa se estrelló
en su costado. ¿Qué era aquello? Lo agarró, lo sopesó, intentó identificarlo.
Parecía un hueso, ancho, fuerte. Encontró el otro. La chica esquelética y
moribunda había adivinado sus intenciones, tal vez por los ruidos, y le
había lanzado los restos de alguna antigua comida.
—¡Gracias! Thanks!
—¿Qué ocurre? —preguntó Nina.
—Sarah me ha dado un par de huesos. Con ellos podremos seguir. Te
voy a pasar uno. Acércate.
Ambas se pusieron en pie y caminaron a tientas hacia el sonido de la
voz de la otra. No llegaron a tocarse, ni siquiera estirando los brazos, pero sí
lo suficiente para adivinarse en medio de la negrura. El hueso golpeó contra
el pecho de Nina.
Aún con las rodillas sangrantes y todo el agotamiento, continuaron con
la excavación de su particular yacimiento en busca de la ansiada libertad.
VIGILANCIA
CASA DEL DIRECTOR
El Paso
20 de septiembre de 2021

La lluvia caía fina pero constante, creando alocados caminitos de agua


sobre el parabrisas. Eiroa miró el reloj por enésima vez. Extendió los brazos
por encima del volante y tamborileó sobre el salpicadero. Con el dorso de la
mano intentó desempañar los cristales. Activó de nuevo la pantalla del
móvil: ningún mensaje.
—Me estás poniendo nerviosa. Para ya —le dijo Ripoll.
Eiroa se revolvió en el asiento.
—Joder. Llevamos toda la noche y toda la mañana, y ese tío no se
mueve.
—Ya lo hará. Apenas son las nueve y media.
—¿Da señal el localizador?
—Sí, sin problema. —La cabo miró su terminal—. Su coche está justo
ahí, a cincuenta metros.
—El otro fulano por lo menos hace vida. Paco informó que a primera
hora se desplazó al supermercado y, después, llevó a su madre al centro de
salud.
—No parece que sea nuestro hombre.
—Nunca se sabe, aunque yo también juraría que no —dijo Eiroa—.
Sin embargo, este, no sé. —Alzó la barbilla hacia la fila de chalés adosados.
Volvió a mirar el teléfono—. Apostaría lo que fuera a que este sí esconde
algo. Pero necesito saberlo ya. Joder, no tenemos todo el día.
—Tranquilo.
—No puedo estar tranquilo, coño. ¡¿Cómo voy a estar tranquilo?! La
vida de ellas depende de que este fulano dé algún paso.
—No nos precipitemos.
—Si por mi fuera, entraba ahí y lo estrangulaba hasta que confesara.
—Te entiendo, jefe, pero no es legal.
Sonó un mensaje y el sargento lo leyó de inmediato.
—¡No me jodas!
—¿Qué pasa?
—Denegadas las órdenes de registro. Este juez es un cagón, ¡ya lo
sabía yo! Dice que no disponemos de evidencias suficientes.
—Lo suponíamos. No presentamos más que conjeturas.
—Ya, pero, no sé, la gravedad del caso igual justifica saltarse el
protocolo.
Guardaron silencio. Por la calle de la urbanización apenas circulaban
vehículos. Algunas personas deambulaban bajo paraguas. A pesar de la
lluvia, el calor empezaba a conquistar la mañana. Eiroa abrió una rendija la
ventanilla. Apoyó la frente sobre el cristal frío y dejó que algunas gotas
mojaran su cara. Necesitaba refrescar de algún modo el horno en que se
había convertido su mente, que no cejaba en la búsqueda de cualquier
posibilidad para desbloquear la situación. Cada minuto sentado en aquel
coche era un minuto menos de vida para las mujeres. Todos los indicios
plausibles para esclarecer el asunto se concentraban ahora en aquel sujeto.
Durante aquellos meses, poco más habían avanzado en la investigación. Y
tras el secuestro de las chicas, sus opciones eran mínimas. Estaban a
expensas de algún error por parte del secuestrador, a la espera del porvenir.
Y eso lo exasperaba. Debía arriesgar, tomar la iniciativa. Como en el
ajedrez.
—Dime una cosa, cabo: si no entramos ahí, ¿cómo vamos a saber qué
oculta este cabrón?
—¿Si no entramos en la casa, dices?
—En la casa, en su despacho del museo, en su coche…, donde sea.
—Pero ya has visto que no nos han dado permiso —dijo, señalando el
teléfono.
—También podemos hacerlo sin permiso.
Ripoll lo miró con el ceño fruncido, intentando entender el alcance de
sus palabras. Él lo sabía, pero no giró la cabeza hacia ella.
—El que me habla ahora no es el sargento de la Guardia Civil, ¿no? —
Eiroa no respondió—. Contesta, porque no te reconozco. ¿Me pides que
infrinja la ley?
Él la miró.
—Te habla un hombre desesperado dispuesto a todo, ¿vale? Y no te
estoy pidiendo que hagas nada.
Otro silencio. Más lluvia cálida.
—Además —dijo Ripoll—, sabes que ninguna prueba que descubras
en esas circunstancias valdrá ante un juez.
—Me da igual con tal que nos conduzca a liberarlas.
Esta vez fue la cabo la que se esforzó en limpiar el interior del
parabrisas. Abrió su ventanilla para que circulara el aire, que se había
vuelto espeso. Y entonces lo vio.
—¡Movimiento! —advirtió.
—¡Coño!, al fin —dijo Eiroa.
El hombre descendió las escaleras de su casa y entró en su garaje.
Vieron activarse los intermitentes del vehículo cuando accionó la apertura
de puertas. El director del museo se subió al Toyota Land Cruiser, que se
estremeció y escupió una bocanada de humo negro en cuanto giró la llave.
En ese momento, Eiroa cogió su teléfono y salió del coche.
—¿Qué pasa? ¿Dónde vas? —dijo Ripoll.
—A dar un paseo.
—¡Sargento! —Ella también bajó del coche y le habló por encima del
capó—. No te metas en follones, joder.
—Es necesario si queremos avanzar en este tinglado. Síguelo. Tú,
síguelo. No lo pierdas de vista y me mandas un mensaje cuando haya
cualquier novedad.
LA LUCHA
CALDERA DE TABURIENTE
Punto indeterminado
20 de septiembre de 2021

Horadaban la tierra con el hueso, agotando las ya exiguas fuerzas. Nina


gemía en cada inclinación, y sollozaba y moqueaba cuando se tomaba un
respiro. Jun avanzaba con rapidez, como si acuchillara el terreno repetidas
veces, y luego retiraba los sedimentos. Lo hacía de forma concienzuda,
completando el cuadrante mental que se había hecho. Apostó por abarcar
poco espacio pero profundizar todo lo que pudiera. Sin embargo, fue Nina
la que tuvo más suerte. En una de las ocasiones en las que introdujo las
manos temblorosas para arrastrar la tierra suelta, se hirió una palma.
—¡Aquí!
—¿Has encontrado algo?
—Sí, creo que sí. Es duro. Voy a ver si puedo sacarlo.
—Busca su perfil y excava alrededor.
Le llevó veinte minutos, pero al fin logró arrebatarle al suelo
prehistórico una piedra del tamaño de una manzana, de cantos lisos y
redondeados, ancho en la base y afilado en la punta.
—Ya lo tengo, Jun. No sé si nos valdrá. Te lo voy a pasar a ti, que a mí
no me quedan fuerzas.
—Vale, espera. Acércate. ¿Me ves?
—Creo que sí. Te la lanzo.
La piedra cayó tras ella. Jun se agachó, tanteando el suelo.
—¿La tienes?
—No. Espera.
Los minutos se eternizaron hasta que una de sus manos hizo rodar un
objeto.
—Ya está.
—Menos mal. ¿Te valdrá?
Jun lo palpó. Pesaba.
—Parece una tabona, una herramienta de basalto o, tal vez, obsidiana.
Voy a intentarlo. Tú sigue buscando, que habrá más.
Cogió la cadena que partía de su tobillo y la siguió hasta su naciente en
la pared. Se arrodilló y, como un ciego, descubrió con sus dedos la forma y
el tamaño de la chapa metálica encastrada en la roca, la argolla de enganche
y el primer perno. Agarró la tabona con la mano derecha y con la izquierda
tensó el grillete. Y golpeó. Al principio, de forma contenida para
interiorizar la distancia, el recorrido, la fuerza; pero fue aumentando el
ritmo y la intensidad. Alzaba el brazo, tensaba el hierro y asestaba el golpe.
Vuelta a empezar, y otra vez y otra vez, mientras sudaba y gemía
guturalmente, como en un acto de sexo salvaje. Toda su fe puesta en cada
impacto. La mano magullada, sin piel en los nudillos, pura rabia, hasta que
le brotó un llanto como no recordaba desde que era una niña y aquel
abusador la encerró en el nicho y ella se dejó las uñas clavándolas en la
pesada tapa de madera. Cogió la tabona con ambas manos y entró en un
frenesí que hizo saltar chispas y odios, fuego y remordimientos, hasta que
oyó clac.
Fue un clac diminuto, como el sonido de la primera gota que preludia
el aguacero, como el restallar que anticipa la grieta en el hielo, el crujido
que precede al terremoto. La señal insignificante que avisa de la atronadora
llegada de la libertad. Ese era el clac que, aunque no retumbó en la caverna,
sí estremeció el alma de Jun.
Se detuvo entonces.
—¿Estás bien, Jun?
No respondió a Nina. No podía articular palabra. Su llanto era como
un bullir de lava que se le acumulaba en la garganta, ansiando salir. La
presión de ese volcán le reventaba en los ojos, por donde se derramaban
lágrimas como goterones.
—Jun, dime algo —insistió Nina.
Tragó aquella bola de desesperanza y se secó el rostro sucio.
—Bien, estoy bien.
—¿Lo has conseguido?
Jun temblaba por el esfuerzo y la tensión. Las manos en carne viva, un
corazón en cada puño.
—No lo sé —le respondió con voz entrecortada—. Acabo de sentir
que rompía, pero la cadena aún está firme. ¿Qué tal tú?
—No he encontrado nada más.
—Descansemos un momento.
Jun se estiró en el suelo, sujetando la tabona como si se tratase de un
valioso medallón. Su mano y la piedra aborigen eran una sola cosa, incapaz
de soltarla.
Nina se acurrucó de medio lado en el borde del hoyo. Las tripas se le
retorcieron en un largo quejido. Tenía hambre. En la quietud de la cueva,
casi sentía cómo su cuerpo se devoraba a sí mismo, en busca de lo necesario
para sobrevivir. Se forzó en pensar en su bebé. ¿Cómo estaría? Su madre
habría tenido que comprar leche apropiada. ¿La aceptaría? ¿Extrañaría su
pecho? ¡Dios mío! ¡Qué sería de él, sin una madre, en este mundo! Se
revolvió sobre el piso duro. ¿Y Pablo? ¿La echaría de menos? ¿Se habría
vuelto loco de desesperación? ¿Habría cedido a uno de sus ataques de ira?
¿Sería capaz de criar solo a su hijo? ¿O la sustituiría rápidamente?
—Oye, Jun, ¿te has acostado con mi marido?
El pensamiento salió de su boca, se alzó por la cueva y resbaló por las
paredes rugosas hasta llegar, a través de la cadena, al cuerpo dolorido de
Jun, que regresó de entre sus fantasmas. Abrió los ojos, pero no separó los
labios.
—Él no me lo ha dicho, pero yo sé que sí —Nina continuó diciendo
sus ideas en voz alta.
Jun dudó. Si lo negaba, todo quedaría en una sospecha. Pero no podía
mentir a su compañera de martirio. Le había faltado al respeto teniendo
sexo con Eiroa y la vida las había unido en unas circunstancias que
cambiaban las reglas de juego. Todo lo ocurrido carecía de importancia. Era
como un borrón y cuenta nueva entre un antes difuso, fruto de la
inconsciencia de disfrutar del momento, y un presente, real y tétrico, que se
le antojaba sin futuro.
—Yo sé que sí porque las mujeres notamos esas cosas.
Parecía que Nina divagaba de manera insustancial, pero sumía a Jun en
dilemas que no tenían cabida en aquella situación.
—Creo que no supo procesar el embarazo y lo que eso implicaba. Creo
que, aunque no lo dijera, andaba perdido, lleno de miedos, y entonces
apareciste tú.
Más silencio. Tanto que se percataron de un rumor sordo que llegaba
desde el exterior. Llovía con intensidad y comenzaba a gotear por la
bóveda.
—En otras circunstancias, hubiese reaccionado de otra manera. Pero
hoy, aquí, todo me parece lejano, comprensible y perdonable, ¿sabes?
—Sí —dijo al fin Jun.
—Pero sigo teniendo una curiosidad.
—¿Cuál?
—Sé lo que él vio en ti, pero, dime: ¿qué viste tú en él?
Jun se incorporó con dificultad, torciendo el rostro en un gesto de
dolor, la mano en el pecho, cerrada sobre la piedra.
—El mismo miedo.
—¿Qué miedo?
—Mi mismo miedo. —Se sentó sobre sus rodillas magulladas—. Vi mi
miedo reflejado en él. —Agarró la cadena, levantó la piedra y golpeó con
tristeza. Clanc—. El que siento yo. —Clanc, clanc—. En él vi el rastro que
deja la pérdida y la culpa. —Clanc. Golpeaba y gemía—. Y, a la vez, vi allí,
en el fondo, esa furia que surge de la desesperanza. —Clanc, clanc, clanc.
Machacaba el hierro y hablaba ronco—. Esa furia de rebelarse contra lo
inevitable. —Clonc—. Espera…
—¿Qué pasa?
—No lo sé. Creo que…
—¡¿Qué pasa?!
—Creo que se ha roto.
—¿La cadena? ¿¡Estás libre?!
Jun la palpó entre temblores. Tiró y la cadena resistía, pero el primer
perno había cedido. Ese era el punto más débil. Reanimada, regresó a su
posición. En ese momento, un hilo de agua fría le cayó sobre la espalda. Se
acordó de ese sentimiento liberador que experimentaba cuando se sumergía
en el mar a altas horas de la noche. Un escalofrío que la hacía revivir. Echó
la cabeza hacia atrás y el agua impactó en su cara. Abrió la boca, bebió y se
recargó de energía.
—Aún no, pero lo conseguiré.
Martilleó con más convicción que nunca.
—Ánimo, continúa.
Le costó romper el último eslabón que la ataba a la pared. La piedra
prehistórica golpeaba el hierro y saltaban chispas que iluminaban
fugazmente la oscuridad. El agua fría goteaba sobre su espalda encorvada y
ella, con un empeño desquiciado, no cejaba en sus movimientos rítmicos de
brazos insensibles y manos entumecidas. Cuando al fin la cadena cayó al
suelo con pesadez, Jun permaneció arrodillada, como un penitente pidiendo
la absolución, exhausta, vacía. Jadeaba, con las babas y los mocos
resbalándole hasta el cuello. Necesitó un largo rato para reponerse. Apenas
contestaba con monosílabos a las preguntas y ánimos que Nina le lanzaba.
Se agarró a la roca para levantarse. El temblor de las piernas la
desestabilizaba. Se apoyó con ambas manos en el risco, y, allí, sintió por los
muslos el discurrir caliente de su propia micción.
—Jun, dime, ¿estás bien?
Le preguntó varias veces, pero no obtuvo respuesta.
—Dime algo, por favor —insistió.
—Estoy bien —contestó Jun con un susurro ronco.
—¡Gracias a Dios! ¿Qué ha pasado?, ¿has hecho algún avance?
—Me he liberado.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Dios mío! —dijo, sin contener el llanto—. ¿Puedes
caminar?
—Sí.
—¡Ven, ven, acércate!
Nina se desplazó lo máximo que pudo en dirección a la arqueóloga y
extendió los brazos hacia las sombras. Jun se movió lentamente. El sonido
de la cadena serpenteando sobre la roca recorrió la estancia. Ante los ojos
de Nina se materializó la figura estropeada de la chica, que avanzaba
descalza e intentando cerrar una camiseta rasgada. Se fundieron en un
abrazo. Sollozando, se dejaron caer, mientras Nina le pasaba la mano por el
pelo y le limpiaba la cara. Jun, descompuesta, no cesaba de temblar.
Un retumbar de piedras la paralizó. Con el corazón en suspenso,
pensaron que, si su captor las sorprendía justo en ese instante, tanto
esfuerzo habría sido en vano y sus esperanzas quedarían tan enterradas
como sus cuerpos.
—Debes irte —la apremió Nina, sujetándole el rostro con ambas
manos—. Tienes que escapar.
—¿Y tú?
—No podemos perder tiempo en liberarme. —Jun no contestó. Siguió
Nina—: Además, sería un lastre para ti, no sabría, no podría escalar.
—Tampoco yo me veo capaz. —Jun se miró las manos hinchadas.
—Sí podrás, ¿me oyes? —Nina rasgó con los dientes una tira de su
camisón—. Eres la única que puede. Escucha lo que te digo: lo vas a
conseguir. Lo harás por ti, por nosotras. —Le vendó las manos.
—¿Y si me pasa algo? —Se miraron a los ojos—. ¿Qué sería de ti?
—No pienses en eso. —Nina le acarició la frente sucia—. Piensa que,
si lo logras, habrás ganado a ese cabrón, ¿me entiendes? Sal de aquí, sube la
montaña y corre, ¡corre!
Se abrazaron, agitados los cuerpos. Al separarse, Nina terminó de
atarle las vendas y se ayudaron a ponerse de pie. Nina recogió la cadena que
pendía de la pierna de Jun y se la entregó para que le fuera más fácil
caminar.
—Ten mucho cuidado. Sé fuerte y regresa a por nosotras.
Jun se alejó, fundiéndose con las sombras. Les habló por última vez:
—Resiste, Nina. Volveré. Sarah, resist, i’ll come back.
Luego regresó el silencio y las lágrimas de Nina, que veía cómo su
única esperanza, su último contacto con el mundo, partía a un destino
incierto.
Para Sarah, que había perdido la noción del tiempo y el espacio hacía
mucho, la esperanza ya solo habitaba en sus sueños.
Gracias a su experiencia, Jun supo orientarse dentro de la caverna y
encontró la boca. Se aproximó a la tela que cubría el risco. Escuchó el
murmullo de la lluvia. Se alzó sobre las puntas de los pies y quitó la
arandela de una esquina. El material se dobló sobre sí mismo y un rayo de
luz le iluminó el rostro. Tuvo que cubrirse los ojos. Enseguida tanteó el
resto de enganches y los soltó, uno tras otro, hasta que el mundo se
descubrió por completo ante ella. Con el pie, empujó la lona al vacío. Se
asomó y vio que planeaba como un paracaídas. Miró la pared, que
chorreaba agua. Por costumbre, buscó los salientes, los agarraderos, los
descansillos. Lo que tenía que hacer la sobrepasaba. Cuando practicaba
rápel con Roberto, primaba la seguridad. Siempre había una cuerda que la
sujetaba en caso extremo. Ya resultaba complicada aquella escalada estando
en plenas facultades, y en su estado, con la piedra mojada y arrastrando la
cadena, cualquier paso podría ser el último. Pero no había otro camino
hacia la libertad. Debía hacerlo, por ella y por sus compañeras de
cautiverio.
ALLANAMIENTO
CASA DEL DIRECTOR
El Paso
20 de septiembre de 2021

El Toyota del director del museo rodó marcha atrás por el pequeño
terraplén que lo separaba de la calzada.
La cabo Ripoll se sentó tras el volante. Comprobó que la señal del
rastreador se desplazaba por la carretera del mapa. El sargento dio unos
golpes en el techo, apremiándola. Ella giró la llave del contacto y se
incorporó al tráfico.
Eiroa la vio alejarse. Se sorprendió de que la lluvia no le molestara. Al
contrario, lo refrescaba. Pero enseguida percibió que las gotas venían
acompañadas de la ceniza del volcán. Miró hacia el sur. Allí, una columna
de piroclastos hinchada de gases tóxicos ascendía, kilométrica, como el
hongo de una explosión atómica. En apenas un día de erupción el paisaje
del Valle había trocado el verde de sus jardines y cultivos en un espeso
manto negro. Miles de personas habían sido evacuadas de la zona más
próxima a la boca eruptiva, que atronaba día y noche, vomitando ríos de
lava colina abajo, como la lengua roja y negra del mismo Leviatán
arrasando todo a su paso. El daño se preveía incalculable. Muchos lo
perderían todo. Tierra catastrófica, campo de guerra, desierto negro.
Cruzó la calle. Entró en el jardín, caminó sobre el césped y bordeó la
casa de dos plantas. Por detrás, se abría a un amplio cercado, donde había
sitio para la piscina y un generoso cenador con mesa y sillas de plástico;
más allá, un amplio cuarto de aperos y, frente a Eiroa, la caseta de la
mascota.
De pronto, surgió de su guarida, dispuesto a despedazar a dentelladas
al intruso, el mismísimo perro del inframundo, grande y negro. El agente
apenas tuvo tiempo de dar dos saltos hacia atrás. La cadena que sujetaba al
animal parecía no tener fin, pero cuando lo frenó en seco, continuó ladrando
y babeando, asfixiándose con la correa.
El sargento buscó refugio en la casa. Subió las escaleras de la entrada y
se inclinó ante la cerradura. Liberó de su llavero una funda de cuero de la
que extrajo dos ganzúas. Antes de ponerse a la faena, consultó el móvil: sin
mensajes.

La cabo Ripoll condujo tras el todoterreno del director del museo


manteniendo la distancia, pero sin perder el contacto visual. La ceniza del
volcán caía densa, abundante, haciendo que el limpiaparabrisas chirriara
sobre la luna.
Salieron de la zona residencial de El Paso y llegaron al casco urbano
de Los Llanos. Supuso que se dirigía a su despacho. Dieron vueltas por las
calles adyacentes hasta que el hombre encontró aparcamiento. Ella se
detuvo sobre el bordillo de la acera. Cuando él abandonó el vehículo, ella lo
siguió.
Cinco minutos más tarde, alcanzaron la plaza del MAB. El tipo entró
en el edificio. Ripoll aguardó en los jardines. Miró el teléfono: la señal del
localizador palpitaba, inmóvil, a cien metros de allí. Envió un mensaje a
Eiroa: «En el museo».

Más de cinco minutos llevaba el sargento luchando con la cerradura. El


estruendo del perro no había cesado ni un segundo y él se encontraba a un
milímetro de perder los nervios y propinarle una patada a la puerta. Hizo un
último esfuerzo por concentrarse y, en ese momento, su móvil emitió un
pitido. Lo miró de inmediato. La cabo le informaba de la ubicación del
dueño de la casa. Respiró hondo. Cambió de postura y volvió a manipular el
cerrojo. Por suerte, esta vez acertó con la presión justa y oyó el crac que le
daba vía libre. Guardó sus ganzúas y entró en la vivienda.
Los ladridos del can se amortiguaron al cerrar la puerta. Permaneció
inmóvil. Lo asaltaron las dudas. ¿Qué buscaba exactamente? Cómo lo
exasperaban las indecisiones, la incertidumbre.
La casa era un reflejo de la buena posición del propietario: amplia,
luminosa, muebles de calidad. Un techo alto, de tea y arquitectura
tradicional, le daba un aspecto acogedor al enorme salón que se abría ante
sus ojos. En la pared del fondo, forrada de roca, una chimenea
proporcionaba el toque rústico definitivo. En su frontis, una piedra irregular
de buen tamaño mostraba un grabado rupestre benahoarita. Pensó en Jun y
en su momia. El parqué se interrumpía hacia la derecha, donde un
pavimento rugoso daba paso a la cocina.
Todo recogido, limpio, nada fuera de lugar: sorprendente para un
hombre separado. Pero no era allí donde debía buscar. Fue al piso superior.
Entró en el dormitorio, revolvió cajones y armarios. Tampoco era allí.
Regresó a la cocina. Una puerta. ¿La despensa? La abrió. Una escalera
descendía. Un sótano. Encendió la luz. Miró el teléfono: ningún mensaje.
Bajó.

Ripoll se notó el trasero entumecido y húmedo cuando se levantó del


asiento del jardín. Caminó entre los parterres ennegrecidos por la arena
volcánica sin quitar ojo de la entrada acristalada. Sin señales del sujeto.
Miró la pantalla: el rastreador continuaba estático. Después de varios
paseos, decidió tomarse un café. Conocía una bonita cafetería cerca. Fue
hasta allí. Pidió un barraquito, para que el licor mezclado con el café le
devolviera el calor al cuerpo, y pagó por anticipado por si tenía que salir de
improviso.

El tubo fluorescente de la escalera del sótano estaba a punto de


fundirse: parpadeaba sin llegar a encenderse, con un destello verdoso en los
extremos, mientras emitía un zumbido como si hubiese un moscardón
atrapado en su interior. Una vez abajo, un amplio espacio hacía las veces de
almacén, despensa y cuarto de herramientas. El orden y la pulcritud de
arriba se tornaban caos y suciedad allí. «Fiel reflejo de la personalidad del
dueño —pensó Eiroa—: impoluto de puertas afuera y maloliente en la
intimidad».

Más animosa, Ripoll abandonó la calidez de la cafetería y regresó a la


plaza frente al museo. La ceniza volcánica se había mezclado con la lluvia
y, compacta, convertía cualquier rincón en un lodazal. Los desagües,
cegados por aquella pasta negra, eran incapaces de evacuar las lluvias y,
poco a poco, las calles, los jardines y las aceras se volvían charcos
intransitables.
Se sentó en el banco de cemento y se abrazó las piernas. Ningún
movimiento en las puertas del museo.

Eiroa echó un vistazo al ingente material acumulado en las estanterías


metálicas. Nada fuera de lo común: herramientas, aperos para el huerto,
productos para la piscina, equipamiento para acampada, cuerdas, botas y
sacos de comida para perros. En otras repisas, envueltos en plásticos de
burbujas, lo que parecían restos de excavaciones: piedras talladas, bandejas
con esquirlas de huesos, espinas, lascas líticas de borde afilado… Expolio
institucional.
Al fondo, un tabique dividía el espacio. Lo rodeó y al otro lado
descubrió un despacho, con mesa y ordenador. De la pared de la derecha
colgaba una pizarra blanca con anotaciones y esquemas recuadrados. La luz
entraba por unos ventanucos altos que Eiroa calculó que daban al jardín. Se
sentó en la silla ergonómica, de esas que usaban los muchachos para los
videojuegos. Levantó el tapete. Abrió los cajones. Lo habitual. Miró tras de
sí. Una librería de buena madera atesoraba libros, placas y premios. De la
otra pared, pendían numerosos diplomas enmarcados.
Entonces advirtió algo curioso.
ESCALADA
CALDERA DE TABURIENTE
Punto indeterminado
20 de septiembre de 2021

Las gotas de lluvia caían en cascada hacia el abismo, formando un


escurridizo arcoíris al ser atravesadas por breves destellos. Emitían un
murmullo de riachuelo. Percibió el temblor de sus piernas y se escalofrió.
Seguía embotada, de cuerpo y mente. No se veía capaz de afrontar aquella
prueba, pero no había alternativa. No cabía la vuelta atrás, ni la espera, ni el
abandono. Tampoco el fracaso. Solo subir. Escapar.
Dio un paso sobre el borde, se giró de cara a la pared y se agarró a un
saliente. Sus ojos no atisbaban otra realidad más allá de la punta de sus
dedos. El contorno se oscurecía como si viviera en un túnel y solo
percibiera lo enfocado por una débil linterna. Los nudillos despellejados le
escocían. Buscó dónde apoyar el pie derecho. Al doblar la rodilla para subir,
notó cómo se le resquebrajaba la piel herida. Aquello, lejos de hacer que se
rendiera, la incitó, la devolvió al presente, la ayudó a concentrarse. Sus
antiguas vivencias la habían enseñado a apreciar el dolor, a valerse de él
para luchar. La adrenalina se precipitó por sus venas gracias al bombeo del
corazón desbocado.
Sostenida por aquellos puntos de apoyo, buscó agarradero para su otra
mano. Lo encontró a medio metro sobre su cabeza, casi en línea recta.
Decidida, se impulsó con la pierna derecha, alcanzó la nueva sujeción y
ascendió por la pared, con la cadena colgando de su tobillo izquierdo.
Parecía un fantasma escalando un castillo. Giró la cadera, acomodándose a
un lado y a otro como si nadara en vertical, y fue ganando terreno poco a
poco.
A mitad de trayecto la asaltaron las dudas. No había ningún saliente a
su alcance que le diera seguridad. No podía avanzar. Ni retroceder. Los
nervios le hicieron cometer un fallo del principiante: miró hacia abajo. Y
solo vio negrura. No localizó el bordillo de la entrada a la cueva. Desde su
posición, lo único que atisbaba era una inmensa pared que se perdía en la
oscuridad. Había dejado de llover, pero una fría neblina relamía la roca.
¿Cuánto faltaba para la cima? No la veía desde allí, pero calculaba que
diez metros. Quince, a lo sumo.
ILOCALIZADO
MUSEO ARQUEOLÓGICO BENAHOARITA (MAB)
Los Llanos de Aridane
20 de septiembre de 2021

Ripoll no soportaba más la inactividad. La inquietaba que su compañero


estuviera allanando la casa de un particular en esos momentos y desconocer
si iba a servir de algo. La incertidumbre sobre el paradero y el estado de las
mujeres, las sospechas sin apenas fundamentos que iban y venían de un
sujeto a otro y, en fin, todo en aquel caso que se les había ido de las manos,
la ponían nerviosa. Y el director no daba señales de vida.
En el museo había entrado algún grupo de muchachos, varios turistas y
parejas, pero su vigilado no se había movido. Consultó el teléfono. El
localizador continuaba palpitando en el mismo punto.
La lluvia caía de lado. Decidió entrar en el edificio. Cruzó la plaza,
enfangándose sin remedio. La sorprendió en el interior el eco de las voces,
el típico murmullo metálico, ahuecado, de los aeropuertos. Metió las manos
frías en los bolsillos traseros del pantalón y paseó por la sala principal,
deteniéndose ante algún panel. A los pocos minutos, vio una cara conocida:
Raquel, la hermana de Eiroa. En ese momento, atravesaba la estancia a
zancadas. La cabo se movió rápido para interceptarla.
—Raquel, hola —la llamó.
—¡Marta! ¿Qué ha pasado?
—Nada, nada, tranquila.
—¿Hay novedades?
—Por ahora no.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! Qué desgracia más grande —dijo,
compungida—.¿Dónde está Pablo?
—En una vigilancia.
—Hoy iré unas horas a cuidar al bebé para que la madre de Nina se
tome un respiro.
—Sí, lo sé, me lo ha dicho Pablo.
—¿Qué haces aquí? ¿Te puedo ayudar en algo?
—¿Has visto al director esta mañana? ¿Sabes dónde está?
—Sí, se ha metido en su despacho un rato y se ha marchado.
—¿Como que se ha marchado?
—Sí, hará treinta minutos.
—Pero si yo llevo todo ese tiempo controlando la puerta y por ahí no
ha salido. ¡Joder!
—Hay otra lateral, solo para empleados. Ahí es donde dejan las
bicicletas y las motos. Él aparca ahí la suya.
—No puedo creerlo, ¡es que no me lo puedo creer! —La cabo dio
vueltas, pensativa—. ¿Podrías reconocer su moto?
—Sí, creo que sí.
—Llévame a esa salida.
Caminaron deprisa, pasando por detrás del mostrador de la entrada, y
atravesaron un pasillo corto. Raquel abrió la puerta. A pocos metros, estaba
el área de estacionamiento.
—¿Ves su moto? ¿Está aquí?
—No, no es ninguna de estas.
—¿Seguro?
—Sí, sí, la suya es más grande, de esas de cross. Solo la suya y la de
Víctor son de ese tipo.
—¿Quién es Víctor?
—El chico de mantenimiento.
—Vale, Raquel. Gracias. Vuelve dentro. Tengo que irme.
—Marta, escucha. Sé que mi hermano no va a informarme, bastante
tiene ya en la cabeza, el pobre, pero ¡por Dios!, acuérdate tú, mándame un
mensaje, dime algo —sollozó.
Ripoll la abrazó de forma breve. Le acarició la espalda.
—Claro que sí. No te preocupes, todo se va a arreglar. Me voy ya.
Adiós.
Sacó el móvil del bolsillo. Miró la señal del rastreador: seguía igual.
Mientras caminaba hacia su vehículo, escribió varios mensajes al sargento:
«¡Sal de ahí!». Enviar. «Sujeto no localizado». Enviar. «Dejó coche. Va en
moto». Enviar. «Estás en peligro, ¡vete de ahí!». Enviar.
Ninguna respuesta. Sin señales azules de haber visto siquiera sus
avisos.
—¡Joder!
Su coche estaba negro, cubierto por completo de arena prehistórica
salida directamente del infierno.
EL MURAL
CASA DEL DIRECTOR
El Paso
20 de septiembre

Había algo curioso en la pizarra que colgaba de la pared. Desde su


posición, la veía de perfil y se percató de que era de esos modelos
múltiples, que se recogían y extendían como un estor. Se paró frente a ella.
Intentó descifrar la letra. Se repetía una palabra subrayada: diapositiva.
Eiroa resolvió que se trataba de la preparación de una conferencia. Leyó
también «huellas», «aborígenes», «cosmos», «estrellas».
Tiró del cordel, lo que hizo que se enrollara. La segunda persiana le
resultó, en un primer momento, aún más incomprensible. Era un simple
esquema, compuesto por una línea que descendía de forma escalonada. En
cada ángulo, una anotación: a veces, numérica; otras, acrónimos que
escapaban a su conocimiento. En una esquina, un círculo con varias
entradas. Debajo, otra figura similar, pero con las puertas o ventanas en
diferentes lugares. Se asemejaba al bosquejo de la instalación eléctrica de
una casa. Otro dibujo mostraba el aspecto propio de las gráficas del
mercado bursátil, con cúspides y valles. Ladeó la cabeza y frunció el ceño,
concentrado, como cuando jugaba al ajedrez. La palabra «cota»
acompañada de un número le proporcionó una nueva visión del dibujo:
podía ser el desarrollo de una cueva, de una galería que descendía. Podía
ser. Y los círculos, la representación de una cueva con sus entradas. Quizá
fuera eso. Pestañeó y sacudió la cabeza. Aquello no le conducía a ningún
sitio. Perdía el tiempo.
Volvió a darle un tirón a la cuerda, descubriendo el último cuadro.
Fue como un puñetazo en plena cara que lo hizo recular, pasmado.
ESCAPAR
CALDERA DE TABURIENTE
Punto indeterminado
20 de septiembre de 2021

Apoyó la frente sobre la piedra húmeda y respiró varias veces llenando por
completo los pulmones para tranquilizarse. Se mojó los labios con el agua
que discurría por las rendijas y le empapaba el cuerpo. Le supo a óxido. Se
le ocurrió que tal vez la solución estaba en mirar en horizontal, no hacia
arriba. Efectivamente, a la izquierda descubrió un resalte. La distancia la
obligaba a una zancada tan grande que quedaría expuesta por un segundo. Y
una vez hecha, si no encontraba dónde agarrarse para recuperar la
verticalidad, su situación sería muy comprometida.
Pero ¿qué otra posibilidad había?
Solo avanzar. Solo escapar.
Miró el saliente. Se concentró en él. Se aseguró de aplastarse contra el
risco. Y entonces se impulsó, trató de estirar la pierna, pero algo la frenó en
seco: la cadena se había enganchado. Perdió el equilibrio por la fuerza de
retroceso y se preparó para clavar hasta las uñas en la montaña si resbalaba.
Pero el mundo se mantuvo quieto, incluido su cuerpo, en una precaria
armonía de contrapesos.
El corazón se le salía del pecho y el pecho le subía y bajaba, acelerado.
Sobre la punta de un solo pie, hizo malabares para desenganchar el hierro.
Lo consiguió tras algunos intentos. Volvió a calcular el salto y esta vez nada
la detuvo. Se aferró con los dedos del pie. Levantó la mirada y descubrió
otro agarradero, grande, seguro. No lo pensó más y, tras impulsarse, se
sujetó con la mano.
Al cabo de un minuto, levantó la cabeza y divisó algunos pinos. La
meta estaba cerca. Por el nuevo recorrido, la escalada se le presentaba más
asequible. De un vistazo, casi completó la ruta que tomaría.
Se puso en marcha, sin darle al cuerpo la posibilidad de enfriarse ni a
la mente la de acobardarse.
Escapar.
FOTOGRAFÍAS
CASA DEL DIRECTOR
El Paso
20 de septiembre de 2021

No podía dar crédito a lo que mostraba la pizarra del sótano. Sus ojos
recorrían con sorpresa aquella amalgama de fotografías, recortes de prensa,
fotogramas, capturas de pantalla e imágenes de cámaras de seguridad. El
enorme collage tenía una sola protagonista: Jun. Su cara, su cuerpo, toda su
vida se retrataba allí en sucesivas capas superpuestas, una labor de
seguimiento y espionaje continua y enfermiza. ¿Cuánto tiempo llevaría
armando aquel puzle?
Eiroa reconoció fotografías de la caseta de la playa, del faro, de la
arqueóloga en lo que parecía una excavación, bajando del todoterreno, con
casco junto a la moto, de espaldas, frente al mar, sonriente, con la cara
tiznada. «¡Qué locura!», pensó. Entonces se reconoció en una instantánea.
Era él, sentado frente a la casa, junto a Jun. Había un fuego encendido.
Calculó que la imagen había sido tomada desde el viejo faro.
Luego estaban los recortes de periódicos. Movió con la punta del dedo
varios para descubrir que debajo asomaban otros más antiguos.
Se repuso lentamente del shock y extrajo su móvil para hacer fotos.
Entonces visualizó los mensajes de Ripoll. Los leyó rápido. Decía que había
perdido la pista del sujeto, que se había escabullido en moto, y le rogaba
que saliera de la casa de inmediato. Él se lo tomó con calma. No debía estar
allí, cierto; se jugaba su carrera si lo pillaban allanando una propiedad
privada, cierto también. Pero ¡carajo!, qué ganas tenía de tropezarse con
aquel malnacido. Le daría de hostias contra aquel muro de la vergüenza
hasta desfigurarlo.
Eso era lo que le pedía el cuerpo. Pero su cerebro le decía que así no
descubriría el paradero de las mujeres. Al contrario, las pondría en peligro
de que no las hallasen jamás. ¿¡Qué hacer?! ¿Seguir el impulso de esperar
al director para enfrentarse a él o actuar de forma inteligente y fría? ¡Joder!
Como en el ajedrez: volcarse en el ataque, que a veces daba buenos
resultados, o mejorar la colocación de las piezas ahora que sabía la
debilidad del enemigo.
Tomó fotografías de la pizarra y se marchó de allí, deseando que la
vida resolviera por él el dilema haciéndolo coincidir con aquel hediondo
perturbado. En la retirada, fotografió los restos arqueológicos de los
estantes y, arriba, del petroglifo de la chimenea. Ni rastro del director.
Salió por la puerta del jardín y se despidió del perro, que, por supuesto,
lo persiguió con un alarde de rabia y ladridos.
No llovía agua. Llovía tierra. Se alejó mientras escribía a la cabo:
«Estoy fuera». Enviar. «Todo OK». Enviar.
Aguardó la respuesta.
«Gracias a Dios».
«Recógeme. Carretera, dirección sur». Enviar.
«¿Alguna novedad?».
«No te lo vas a creer». Enviar.
«Voy».
HUIR
CALDERA DE TABURIENTE
Punto indeterminado
20 de septiembre de 2021

A pesar de que aquel tramo final se le había antojado más sencillo, requirió
hasta el último gramo de su resistencia física. Cuando palpó la cama de
pinillo que cubría la cima, toda ella era temblor y jadeo. Alcanzó extenuada
el principio de la libertad. Gateó un metro en el llano, a salvo ya del
precipicio, y se dejó caer, desfallecida. Cerró los ojos y la invadió el sopor
por un tiempo indefinido.
Soñó que la brisa marina azotaba su rostro, que posaba ese sabor a sal
en sus labios y se le metía entre el cabello, peinándola de libertad. Ella iba
en su moto, a cara descubierta, contra el viento. Las lágrimas que recorrían
sus mejillas eran de felicidad y las saboreaba en su boca abierta. Podía oír,
sentir, el motor. El sonido de su moto de cross se acercaba, iba a su
encuentro.
Entonces despertó de golpe. Su instinto de supervivencia había
activado, desde el fondo de su inconsciente, la campanilla de peligro.
Escuchaba con nitidez el motor. A cuatro patas, se movió en aquella
dirección. Bordeó algunos troncos de pinos enormes. Comprobó que la
ladera tenía un descenso pronunciado. Al instante, divisó una figura que
subía.
El corazón volvió a galopar desbocado, golpeándole el interior de la
garganta. Se ocultó tras un árbol. Debía escapar, pero no bajando, como
sería lo lógico, sino subiendo. Agachada, avanzó sobre las manos y la punta
de los pies, como un animal. Arrastraba la cadena pesada. La capa de
pinillo resbalaba, haciéndola retroceder e impidiéndole alejarse tan rápido
como deseaba.
Asfixiada, se detuvo tras un tronco, a unos treinta metros. Se tapó la
boca con una mano para mitigar el volumen de su respiración. Unos
minutos después, oyó hierros entrechocando. Asomó la cabeza y vio a su
captor: preparaba las cuerdas y los enganches para descender hasta la
cueva. No pudo reconocerlo: llevaba gafas y casco deportivo.
De pronto, el hombre quedó inmóvil, observando el suelo. Levantó la
cabeza hacia Jun. Algo había llamado su atención. Ella se escondió y
aguardó, expectante. ¿Habría visto el rastro de su gateo, de su cadena?
Solo se oía el suave balanceo de las copas de los pinos y sintió el
escaneo de la mirada penetrante de aquel loco, pero enseguida volvieron los
sonidos de la actividad del escalador.
No se atrevió a asomarse hasta pasado un rato. El hombre ya estaba al
borde del risco, en posición de descenso, sujeto con arneses y cuerdas. Jun
presenció cómo, de un salto hacia atrás, desapareció. Pensó en sus
compañeras de cautiverio, en la reacción del criminal cuando descubriese
que le faltaba una presa.
Su única manera de ayudarlas era huir de allí.
LA ESPERA
CASA DEL DIRECTOR
El Paso
20 de septiembre de 2021

Ripoll divisó a Eiroa a unos doscientos metros de la casa del director del
museo, caminando por el imaginario arcén. La ceniza del volcán había
cubierto las líneas divisorias de la calzada. Sentía como si se condujera por
la arena de una playa. Se detuvo a su altura. El sargento se subió. No se
dijeron nada hasta que emprendieron la marcha.
—¿Qué has descubierto? —rompió ella el silencio.
—Puede que ese cabrón sea nuestro objetivo.
—¿Qué has visto?
—Tiene un despacho en el sótano con un mural abarrotado de
fotografías y recortes de prensa de Jun, toda su vida plasmada ahí.
—Joder, como en las películas.
—Ese tío está obsesionado con ella.
—¿Y no hay nada de las demás mujeres?
—Solo de Jun.
—Extraño, ¿no?
Callaron.
—Oye, lo siento —dijo Ripoll.
—¿Por?
—Se me ha escapado.
—¿Quién?
—El director. Lo perdí de vista. No se me ocurrió que tuviera otra
salida y otro vehículo.
—No te preocupes. Eso ocurre.
—Te he puesto en peligro.
—No ha pasado nada. La verdad es que me habría alegrado si me
hubiera pillado en la casa. Habríamos resuelto el asunto allí mismo.
—Tal vez. Porque seguimos en el punto de partida. Nada de lo que has
descubierto allí podemos utilizarlo.
Se mantuvieron en silencio, cada uno dándole vueltas al asunto.
—Oye, yo sí que lo siento —dijo él al rato.
—¿Qué sientes?
—Haberte obligado a consentir una ilegalidad, ya sabes.
—Yo no he visto nada. No te preocupes. Además, tenías razón.
—¿En qué?
—En que el problema es acuciante, ha saltado de lo profesional a lo
personal y, quizá, haya que tomar caminos poco habituales, por así decir.
—Hemos avanzado, sí, pero reconozco que no es algo definitivo y que
no podemos ni siquiera adjuntarlo al informe. Está claro que la única
solución ahora mismo sería coger a este tío in fraganti.
—Entonces, ¿volvemos a la vigilancia?
Él no respondió de inmediato, sumido en sus conjeturas.
—¡Dios!, ¿cómo estarán las chicas? —dijo, agarrándose la cabeza con
ambas manos.
La cabo lo miró, pero siguió conduciendo sin añadir nada. Al
momento, el sargento dio un largo suspiro. Se repuso, revolviéndose en el
asiento.
—Sí, regresa al museo. Lo esperaremos.
EL FIN
CALDERA DE TABURIENTE
Punto indeterminado
20 de septiembre de 2021

Con la espalda apoyada en el tronco del pino, se incorporó hasta quedar de


pie. Miró fugazmente hacia el lugar por donde había descendido el
secuestrador y buscó el final de la colina. Tras hacerse una idea del esfuerzo
que le requeriría, cogió la cadena con una mano y emprendió la subida.
A los pocos pasos, la pinocha se escurrió bajo sus pies y cayó de
bruces. La sangre brotó de sus rodillas. Se levantó con dificultad. Volvió a
intentarlo, pero ocurrió lo mismo cuatro metros más arriba. No tuvo más
remedio que gatear.
Tras quince minutos de penuria, alcanzó lo alto del montículo. Le
sangraban las palmas, heridas con las agujas del pinar, y apoyar las plantas
le provocaba un dolor lacerante.
Miró hacia abajo y se le congeló el corazón: el hombre subía de nuevo.
Se agachó de forma instintiva al divisar el casco y la figura corpulenta que
emergía del precipicio. «¡Viene a buscarme!», pensó. Había descubierto su
ausencia y el grillete roto, lo había relacionado con las huellas que quizá vio
en la cima y había decidido perseguirla. La sabía débil y descalza,
arrastrando la cadena y, posiblemente, herida. Dedujo que no habría
conseguido alejarse demasiado.
Jun no esperó a comprobar cuál sería el próximo movimiento del
asesino. Con fuerzas renovadas debido a la desesperación, se lanzó ladera
abajo en una carrera ciega, lastimosa, plagada de tropiezos y caídas, tan
solo con un diminuto rayo de esperanza en la mirada turbia.
El hombre se deshizo de la cuerda y se fijó en las señales que antes
había desechado. Efectivamente, la pinocha removida y los surcos de tierra
dirigieron su atención hacia la pendiente que ascendía por su izquierda. Sin
embargo, dejó todo el material de escalada en el suelo y bajó, raudo, la
pendiente a su derecha. Al poco, llegó hasta la moto y, al arrancarla, el
motor resonó por la montaña entera.
Alcanzó a Jun como el bramido de un depredador. Debía darse prisa,
camuflarse o tomar algún sendero no transitable. Pero rápido. Desde el
fondo del barranco, los alisios arrastraban las brumas, que recorrían las
laderas empapando el pinar y desfigurándolo. Con lo que le quedaba de
camiseta quizá podría camuflarse en la densidad de aquel velo blanquecino.
La moto se acercaba. Jun decidió alejarse del llano y buscar, a su
izquierda, la barranquera. Sabía que eso suponía comprar muchos boletos
para despeñarse por un simple resbalón y romperse una pierna o morir
estampada contra un risco. Pero todo era preferible a caer nuevamente presa
de aquel desalmado.
Así, sin pensarlo más, bajó a trompicones. A medida que lo hacía, más
se pronunciaba el terreno y más espesa y blanca se volvía la niebla. Por allí
la moto no podría seguirla, se dijo. Avanzó unas decenas de metros.
Entonces sucedió lo que más temía: se escurrió, cayó sobre el trasero y
se deslizó sin control. Hasta que se le acabó la tierra y voló por los aires.
Era el fin.
LA CHARLA
MUSEO ARQUEOLÓGICO BENAHOARITA (MAB)
Los Llanos de Aridane
20 de septiembre de 2021

En el mismo momento en que Jun perdía pie y emitía un grito gutural que
la niebla esparcía por la montaña, el director detuvo su moto en el
estacionamiento del museo. Eiroa y Ripoll no le quitaron ojo desde la
distancia. Habían llegado hacía diez minutos y, tras comprobar que su
todoterreno continuaba en el mismo lugar, tal y como indicaba el
localizador, decidieron aguardar. El hombre se quitó el casco y las gafas y
entró en el edificio por la puerta lateral. Un bolso negro le colgaba del
hombro.
—¿Cuánto tiempo calculas que ha estado fuera? —preguntó el
sargento sin mirar a su compañera.
—Pues, no sé, cuarenta y cinco minutos, una hora quizá.
—Es poco tiempo.
—¿Poco tiempo?
—Quiero decir que, si oculta a las mujeres en una cueva, pues tendrá
que ir hasta allí, escalar o descender y regresar. Poco tiempo, ¿no?
—Suponiendo que estés en lo cierto. Porque también es posible que las
retenga en el sótano de una casa cercana.
Eiroa guardó silencio. Miró en su móvil las fotos con las que aquel
cabrón había plasmado la vida de Jun. Pensó que las características de
aquellos secuestros y momificaciones apuntaban a alguien en verdad
enfermo, con un alma oscura, obsesionado con rituales aborígenes, con la
cosmografía y la simbología awara. El director no le encajaba del todo en
ese perfil. Le encendía la sangre aquel collage donde se exponía la
intimidad de la arqueóloga, pero ¿y lo demás? Faltaba todo lo demás. Ni
rastro de las otras chicas, ni una referencia a las estrellas, a Canopus, al
Argo Navis, a la vida tras la vida. Todo ese rollo de mente psicótica.
¿Y si lo que había descubierto en la casa era sencillamente el producto
de la fantasía sexual de un viejo por una joven atractiva, el instinto
enfermizo pero inofensivo de un voyeur? ¿Cómo asegurarse sin levantar
sospechas? ¿Cómo descartarlo o incriminarlo sin mostrar las pruebas que
visualizaba en su teléfono? ¿Y si resultaba contraproducente y sus actos
ponían sobre aviso al asesino?
—¿Qué hacemos? —la cabo interrumpió sus pensamientos.
—Vamos a hablar con él.
—¡Estás loco! Tú mismo lo dijiste: si sospecha que vamos tras él,
podemos dar por perdidas a las mujeres.
—Ahora dudo de que sea nuestro hombre, Ripoll.
—Pero ¿y lo que esconde en su casa?
—No es concluyente.
—¿Y la moto y los miedos que te confesó la propia arqueóloga?
—Vale. No lo descarto, todo es posible. Pero, no sé, algo me dice que
buscamos a alguien más retorcido.
—Si lo interrogamos, corremos el riesgo de alertarlo.
—Le entraremos suave. Sencillamente, una visita y una charla. Ha
desaparecido su arqueóloga. Buscamos información, es lo más natural del
mundo, y vemos sus reacciones.
Ripoll no contestó de inmediato. Miró por la ventanilla y sopesó lo que
acababa de decirle.
—Tú mandas, jefe.
LA MOMIFICACIÓN
CALDERA DE TABURIENTE
Punto indeterminado
20 de septiembre de 2021

Le pareció que había estado persiguiendo a un fantasma. Giró de forma


brusca el manillar de la moto y recorrió el camino inverso hasta la cima de
la cueva. Si las señales que había visto en el suelo correspondían a la mujer,
lo cierto era que se había esfumado. No debía preocuparse por eso, se dijo.
Si había logrado escalar el risco desde la caverna, seguro que no habría
tenido tanta suerte con los despeñaderos que la esperaban. Probablemente,
los pájaros ya sobrevolaban su cuerpo destrozado. Y si no, tampoco le
importaba. Siempre tomaba las medidas necesarias para que, llegado el
caso, no pudieran reconocerlo. Por otra parte, ella había sido una
incorporación accidental, no la necesitaba para completar el barco que lo
sacaría del submundo. Ya había trasmutado los elixires rojos de ocho
mujeres que esperaban por él. Había practicado intensamente la alquimia
sexual con ellas hasta lograr que sus serpientes se giraran y, junto a la suya,
alcanzaran la sublimación. Tal y como enseñaban las antiguas escrituras y
los grandes maestros de los primeros tiempos. Debía centrarse en situar la
penúltima estrella, a la que llevaba meses intentando doblegar el espíritu.
Pero su tiempo había finalizado. Estaba en el punto óptimo para
desprenderla de su cuerpo, purificarlo y trasmutar su alma femenina en oro
puro.
En cualquier caso, ahora más que nunca debía ser precavido y
paciente, no necesitaba correr riesgos: un mal paso, un desliz de una rueda
sobre el manto de pinillo, y todo su esfuerzo y su dedicación para
convertirse en uno de los pocos superhombres que se presentarían ante los
dioses habrían sido inútiles.
Detuvo la moto a unos metros de la cuerda. Descendió con agilidad.
Entró en la gruta. Buscó varios utensilios y los llevó hasta la bóveda donde
retenía a sus víctimas.
Nina, histérica, lo esperaba de pie, y en cuanto le llegó la luz de la
linterna, gritó:
—¿¡Qué has hecho con ella?!
El hombre no respondió. Depositó a los pies del altar lo que portaba y
volvió a salir. Regresó en unos minutos con más pertrechos.
—¡Contéstame, hijo de puta! ¡¿Dónde está Jun!? —insistió Nina, con
los ojos desbordados brillando en la penumbra.
—¡Calla, mujer! ¡Serpiente retorcida!
—Ha escapado, ¡ja! Ha sido más fuerte que tú.
—Cientos de escolopendras infectas deben cubrir ya su cuerpo
reventado.
—Mentira, maldito enfermo, no has dado con ella. Ha huido, lo sé.
—Ella eligió arrastrar su pecaminosa existencia por este mundo
soterrado, renunció a la eternidad, no comerá jamás los manjares de los
dioses; si conserva la vida, se alimentará de inmundicias. Su alma es negra
—el hombre hablaba sin parar en su quehacer—: Pero nosotros seguiremos
adelante en nuestra purificación, nos libraremos de nuestro cuerpo terrenal
para entrar en el reino de los cielos.
—¡Estás loco!
—¡Cállate! No abras la boca si solo dices sandeces. No tienes el
conocimiento necesario para comprender la Gran Obra. Pecas de la misma
soberbia que siempre me han demostrado los humanos de este submundo.
Pero yo tengo el secreto, he leído los libros sagrados, ¿sabes?, y me he
inclinado ante la Santa Biblia, el Libro de los Muertos, el Avesta, el Corán,
el Bhagavad Gita y los Vedas. Gracias a la sabiduría de estos libros eternos
seré el único hombre después de los puros en practicar la magia sexual y
alcanzar la meta.
—Loco y enfermo. ¿Qué vas a hacer? Ya vienen a por ti, mi marido te
encontrará y te pegará un tiro.
—¿Por qué mentas a ese inmundo? ¿Tan ciega eres que no ves que no
te merece? No está a tu altura. Tu destino gira con las estrellas, a mi lado.
¿Acaso no sabes que ese al que añoras unió su carne con la mujer de las
momias? A los dos los espera el infierno, arderán bajo tierra. Nosotros los
veremos consumirse desde la bóveda celestial.
—¡Déjanos ir! No te hemos visto y no podremos denunciarte. Entra en
razón. Permite que sigamos con nuestra vida. Tengo un bebé, por Dios.
—Ese no es ni será el niño de oro, es impuro.
—¡Pero es mi hijo! ¡Es mi hijo! —gritó Nina, desencajada. El hombre
no se inmutó y continuó preparando el altar para el sacrificio—. ¿Qué dicen
tus libros sagrados sobre el deber de una madre de cuidar al fruto de sus
entrañas?
—El demonio también se engendró en el vientre de una mujer y no por
eso estamos obligados a cuidarlo. Tu destino es otro.
El hombre encendió un fuego. Enseguida las ramas crepitaron y la
cueva olió a madera ardiendo. Las llamas proyectaban sombras en las
paredes próximas. En ellas, las manos del asesino parecían aún más
gigantescas.
—¿Qué vas a hacer con nosotras? —se atrevió a preguntarle.
—Juntos elaboraremos los elixires que darán la vuelta a vuestras
serpientes. Es un proceso que tú comienzas ahora que al fin ha estallado el
volcán, pero que nuestra amiga extranjera ya ha culminado.
—No te entiendo, habla para que yo te comprenda.
—Lo leeré para ti. Después de todo, tú llevarás la nave. —El hombre
extrajo de su macuto un manoseado libro de bolsillo—. Lo dice bien claro
el Libro de los Muertos. Escucha y aprende: «Los principios de todos los
metales son la sal, el mercurio y el azufre. El mercurio solo, o el azufre, o la
sal sola no podrían dar origen a los metales, pero unidos dan nacimiento a
diversos metales minerales. Es lógico que nuestra piedra filosofal tenga
inevitablemente estos tres principios. El fuego es el azufre de la alquimia, el
mercurio es el espíritu de la alquimia, la Sal es la maestría de la alquimia.
Para elaborar el elixir rojo y el elixir blanco, necesitamos una sustancia
donde la sal, el azufre y el mercurio se hallen puros y perfectos, porque
cualquier impureza e imperfección se volverá a encontrar en el compuesto.
Empero, como a los metales no se les puede agregar sino sustancias
extraídas de ellos mismos, es lógico que ninguna sustancia extraña nos
sirva, por lo tanto, dentro de nosotros mismos tiene que encontrarse la
materia prima de la Gran Obra. Nosotros perfeccionamos esa sustancia en
vida y es el fuego sagrado de nuestro laboratorio orgánico. Esta sustancia
semisólida, semilíquida, tiene un mercurio puro, claro, blanco y rojo, y un
azufre semejante. Además, posee esa sustancia dos clases de sal: una fija y
una volátil. Esta materia prima de la Gran Obra es el semen de nuestras
glándulas sexuales. Con nuestra ciencia y mediante el fuego, transformamos
esta maravillosa sustancia para que al final de la obra sea millones de veces
más perfecta. Con esta maravillosa sustancia elaboramos el elixir rojo y el
elixir blanco».
—¿Por qué dices que la chica ya ha terminado el proceso?
—Ya ha purificado su cuerpo. Está lista para ser eterna.
—¿Qué quieres decir?
El hombre revisó los elementos que había dispuesto. Parecía no faltar
nada. Allí estaba la vasija para los órganos, la manteca y la miel, el cuero,
un saco de lapilli desecante, la resina y las hierbas. El escalpelo.
Se quitó el casco de escalador y se incrustó la horrenda máscara de
Iruene, el perro de los infiernos. Fue en busca de Sarah, que no era más que
unos huesos sostenidos por una piel seca. La liberó de la cadena, la levantó
como quien coge un pajarito muerto y la depositó sobre el altar.
A pesar del horror, Nina no pudo desviar la mirada del espectáculo
dantesco que se desarrollaba ante ella. El hombre, ahora completamente
desnudo, sacó del fuego un recipiente que contenía una pasta humeante, con
la que embadurnó el cuerpo de la muchacha. Mientras se tocaba sus partes,
leyó el libro en voz alta:
—He aquí todos los procesos iniciáticos del laboratorio alquimista.
Salve, oh, tú, guerrero, que transportas la barca de tu existencia sobre la
perversa espalda de Apepi, la serpiente tentadora del Edén. Tienes que
arrancar la luz a las tinieblas en el mundo soterrado para llegar a tu Padre,
el Íntimo, tu real ser. El alquimista ha de surcar el lomo maligno de Apepi,
la serpiente tentadora del Edén. El alquimista debe arrebatarle el fuego al
diablo. El alquimista tiene que practicar magia sexual con la mujer para que
vuestra piedra negra resplandezca con el fuego y se haga blanca,
inmaculada y pura. Hay que cocer, cocer y recocer, y no cansarse de ello.
Así despertará la kundalini y lograremos la unión con el Íntimo. La
kundalini sube vértebra por vértebra, despacio. El ascenso es difícil.
Cuando el alquimista derrama la materia prima de la Gran Obra, la unión
está cerca. Los tenebrosos te atacan para impedir que tú entres en las
cámaras de tu columna espinal.
El hombre se subió a la mesa y penetró a la chica inerte.
—¡Maldito! ¡Maldito cabrón! —gritó Nina agarrándose la cabeza con
las manos—. ¡Apártate de ella! ¡Déjala morir en paz!
Su voz gutural retumbaba en la caverna:
—Aquel que recorre la senda iniciática tiene que vivir el drama del
Calvario, soportar el aguacero de las grandes amarguras. Siete culebras
hemos de levantar sobre nuestra vara hasta que aparezca el rey coronado
con la diadema roja. Salomé desnuda, ebria de lujuria y de pasión,
danzando con la cabeza del Bautista entre sus impúdicos brazos delante del
rey Herodes, simboliza a la gran ramera humana danzando delante del
mundo con nuestra cabeza terrenal. Hay que cocer, cocer y recocer, y no
cansarse. —Aceleró los movimientos, regulares, pendulares, ajeno a los
llantos de la mujer—. La piedra filosofal se vuelve roja, se coagula, se
disuelve, brilla, centellea y resplandece en el mundo soterrado. Haz que
lleve la barca y navegue. Salve, guerrero, que vences la tentación y le robas
las copas de tus vértebras a los habitantes del mundo soterrado. Eres un
habitante del mundo soterrado y debes salir de las tinieblas para entrar en el
reino de la luz. Los seres humanos somos estrellas caídas en el mundo
soterrado. La ruta de este lugar funesto conduce de la muerte a la vida, de
las tinieblas a la luz. El Señor ascendió después de la crucifixión, muerte y
resurrección. Haz que lleve la barca y navegue. Salve, guerrero, que vences
la tentación y le robas las copas de tus vértebras a los habitantes de lo
oscuro. Debes salir de las tinieblas para entrar en el reino de la luz. Los
seres humanos somos estrellas caídas en el mundo soterrado. La ruta de este
lugar funesto conduce de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz. El
Señor ascendió después de la crucifixión, muerte y resurrección. Haz que
mi Ju, hermana mía, venga a mí, y que yo pueda zarpar hacia el sitio que tú
conoces. —Cerca del éxtasis, se apeó del altar y continuó recitando de
memoria, con los ojos en blanco—: María Magdalena embalsamó con
ungüento precioso el cuerpo del Maestro antes de su crucifixión. Las
mujeres santas embalsamaron y amortajaron el cuerpo de Cristo después de
su muerte. Y tú también has de ser embalsamada, hermana mía. En cada
iniciación muere algo en nosotros y nace algo en nosotros. En este
submundo debes ser amortajada para que resucites de entre los muertos.
Se encorvó entre espasmos y recogió en una mano su líquido
eyaculado. Cuando recobró la compostura, lo extendió por el cuerpo de
Sarah.
—Así disemino mi semilla y te permito entrar en los cielos. Este es el
elixir blanco que juntos ofrecemos al Íntimo. Siete veces hemos realizado la
alquimia, siete veces hemos cocido los metales y siete veces hemos
doblegado tu serpiente invertida. Es hora ya de que abandones este cuerpo
imperfecto.
Cogió la cuchilla y le hizo un corte en el costado del cuello. La
muchacha exhaló un último aliento que removió el baile de las llamas.
—¡Nooo! ¡Asesino! —chilló Nina—. ¡No eres más que un asesino!
¡Un asesino de mierda! —Se acurrucó en el suelo frío, derrumbada.
El hombre continuó con el embalsamamiento.
HERIDA
CALDERA DE TABURIENTE
Punto indeterminado
20 de septiembre de 2021

Entreabrió los ojos de forma dolorosa. La bruma se deslizaba a ras de


suelo, hacia ella. Tomó consciencia de la situación al notar el frío. Recordó
que había resbalado. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido? Era incapaz de
precisarlo, pero algo iba mal. Los árboles crecían al revés. No alcanzaba a
razonar con claridad. Intentó moverse y le resultó extraño: era como si
flotara. Al fin comprendió que estaba boca abajo, pendía de una pierna en
mitad de ninguna parte. La cadena que tanto la había mortificado había sido
su salvación. No sentía dolor, pero se estremecía. Los restos de su camiseta
apenas la cubrían.
Dobló la cabeza y vio la cadena tensa, el pie azulado. Hizo un esfuerzo
y con ambas manos se agarró a la corva de esa pierna. Subió por la
pantorrilla hasta el grillete. Flexible como era, alcanzó el eslabón
atravesado por un saliente rocoso. Al destensarse, el hierro se soltó con
facilidad y su propio peso la arrastró dos metros más abajo. Por fortuna,
aterrizó sentada sobre un lecho de espesa pinocha.
Un pinchazo en la parte posterior del muslo la hizo gemir. Se palpó.
Percibió la sangre empapando su mano. Se había clavado una rama. Notó la
dureza metida en la carne. Intentó extraerla, pero no lo consiguió.
Miró a su alrededor. Estaba perdida. No se oía nada, a excepción del
viento en las copas de los pinos y algún pájaro lejano. Le sabía la boca a
óxido y su cuerpo entero palpitaba. No había una zona que no le doliera, ni
un palmo que no estuviese amoratado.
Tenía que moverse. No se iba a rendir ahora, tras padecer aquel
calvario. Y la situación de Nina y de la pobre Sarah podía ser aún peor que
la suya. Al menos ella contaba con lo más preciado: la libertad.
Debía llegar al fondo del barranco y continuar hasta la costa, en busca
de la civilización, de gente que la ayudara. No le llevaría mucho tiempo en
aquella isla diminuta, se dijo mientras se ponía en pie con un dolor intenso
en las piernas agarrotadas.
A trompicones, descendió, hiriéndose en cada caída, llorando al
levantarse una y otra vez. Al fin encontró alivio en una escorrentía de agua
helada. Siguió su discurrir por un terreno más plano, dejando atrás la espesa
arboleda.
En ese momento, su imagen fantasmal aparecía en el visor del rifle de
un cazador de Gesplan apostado en un escondrijo para abatir los muflones
del parque nacional. Siguió su caminar errático hasta verla caer, rodar y
quedarse inerte en el fondo del sendero. Desenganchó su emisora y dio
parte:
—Cazador cinco para central, cambio—. El aparato le devolvió ruido.
Insistió—: Cazador cinco para central. ¿Me copia, central? Cambio.
—Central para cazador cinco. Copiado, cambio.
—Central, he divisado a una mujer despeñarse a la salida del barranco
de Siete Fuentes. Solicito evacuación, cambio.
LA KUNDALINI
MUSEO ARQUEOLÓGICO BENAHOARITA (MAB)
Los Llanos de Aridane
20 de septiembre de 2021

Al entrar en el edificio, de inmediato los interceptó Raquel:


—Pablo, ¿qué pasa? —Abrazó a su hermano.
—Hola. Nada, tranquila.
—¿Hay alguna novedad?
—No, seguimos estancados.
—¡Por Dios! ¡Qué desgracia!
—Venimos a hablar con el director, por si nos aporta más información.
—Sí, ahora sí está en su despacho —dijo, mirando a Ripoll—. Bueno,
acaba de llegar. ¿Te parece que lo avise yo primero?
—Sí, será lo mejor.
Cruzaron la sala central. Raquel dio unos toques en la puerta y la
entreabrió. Se coló dentro. Al poco, volvió a aparecer.
—Pasen. —Se apartó, dejando la entrada libre, y después salió y cerró
la puerta.
El director se puso en pie tras su escritorio para recibir a los agentes.
De cerca era un tipo bien grande.
—Buenos días —dijo—. Adelante.
—Buenos días, señor Cáceres. Somos la cabo Ripoll y el sargento
Eiroa, de la Judicial. Muchas gracias por atendernos.
—Por favor, faltaría más. Ya me he enterado de las desapariciones.
Vienen por eso, ¿no?
—Efectivamente.
—Si no estoy mal informado, usted es hermano de Raquel.
—Sí.
—Y el marido de una de las mujeres…
—Hay que ver cómo corren las noticias.
—Aquí todos nos conocemos, ya sabe. Siento de veras esto, debe de
ser desesperante una situación así.
—Gracias.
—Pero siéntense, por favor. ¿En qué puedo ayudarlos yo?
Eiroa aceptó la invitación y se acomodó en una de las sillas frente a la
mesa. Ripoll permaneció de pie, las manos a la espalda, analizando
detenidamente cada uno de los elementos del escritorio y de la habitación.
—Sí, verá, quisiéramos que nos aportase información sobre Judith
Nogales…
—Jun, todos la llamamos Jun —lo interrumpió—. ¡Qué infortunio!,
espero y deseo que esté bien.
—Era una arqueóloga…
—Es la arqueóloga —volvió a corregir—. No hay otra como ella, se
trata de nuestro mejor activo, el futuro de esta institución. Muy capaz,
inteligente, curiosa, tenaz, seria y responsable, fundamental tanto en el
museo como en el terreno. Los mayores éxitos han llegado de su mano.
—¿Sabe si tenía alguna enemistad aquí dentro?
—No, no, ¡qué va! Aquí somos una familia. Siempre hay roces, por
supuesto, como en cualquier trabajo. Y ella es, cómo decirlo, muy suya, de
carácter fuerte, incluso áspero a veces, pero nada serio.
—¿Y su relación con Roberto Benavides?
—Ningún problema. Creo que hasta llegaron a intimar, ya sabe.
Eiroa se revolvió en el asiento. Buscó con la mirada a la cabo, pero
Ripoll estaba leyendo diplomas y carteles, curioseando en las vitrinas.
—Bueno, no hay que descartar nada. ¿Quizá esa relación más estrecha
haya terminado en alguna disputa?
—No, no. No lo creo. Conozco a Roberto. Ese muchacho es un pedazo
de pan, ya me entiende. De esas personas dadas, pura bondad.
—¿Sabe si ha venido a trabajar hoy?
—Él no trabaja en el museo. Es técnico del Cabildo. Solo echamos
mano de él para proyectos puntuales.
—Hace cosa de una hora, la cabo ha preguntado por usted y le han
dicho que había salido con la moto.
—Sí, suelo escaparme. Lo siento.
—¿Anda mucho con la moto?
—Me encanta, la verdad. Y hay lugares donde es mejor ir con dos
ruedas. Últimamente, la utilizo con más frecuencia.
—¿Por?
—Cada vez me agobio más entre estas cuatro paredes. Echo de menos
la labor de campo. Necesito salir, coger aire.
—¿Dónde ha ido esta mañana?
Ripoll se giró hacia la mesa al escuchar esa pregunta. El hombre no
perdió la media sonrisa, pero miró con curiosidad al sargento. Apoyó los
codos en la madera y entrelazó los dedos.
—¿Que dónde he ido con la moto hoy?
—Sí.
—Bueno, se lo voy a confesar antes de que lo descubran por otro sitio.
He ido a fotografiar el volcán de cerca. He violado el perímetro de
exclusión.
—¿Ha usado la moto para burlar los controles?
—Sí, una temeridad, lo sé.
—No se preocupe, no estamos aquí por eso.
El director pareció relajarse y se reclinó nuevamente.
—¿Le gusta la fotografía? —continuó Eiroa.
—Me apasiona, sí.
—¿Me deja ver las fotos?
—¿Qué?
—Las fotos del volcán, las que acaba de hacer, ¿me deja verlas?
El director carraspeó. Su mirada se perdió por un momento, como si
diera vueltas a posibles respuestas. Al fin, apoyó las manos en las piernas,
serio.
—No soy bueno, la verdad. —Se levantó—. No verá tomas
espectaculares. Me interesa más el lado documental. —Cogió un bolso
negro que reposaba en una repisa cerca de la ventana. Regresó a su mesa.
Abrió la cremallera y extrajo una cámara réflex montada con una lente
voluminosa—. Voy a sacar la tarjeta para enseñarle las fotos en el
ordenador y…
—No, no se preocupe. Las veo directamente en la cámara. Es más fácil
y rápido. —El sargento extendió la mano.
—Sí, de acuerdo. —La encendió—. Tenga cuidado —dijo,
entregándosela.
Eiroa ojeó las instantáneas. Efectivamente, eran de la erupción, y el día
y la hora sobreimpresas demostraban que el hombre no mentía.
—Son buenas —dijo—. Parecen sacadas de muy cerca.
—El teleobjetivo es una maravilla.
La cabo se aproximó, interesada. El sargento acabó de visualizar la
serie, giró la rueda y, de pronto, apareció una foto de una mujer de espaldas,
frente al mar: era Jun.
—Esta es magnífica —dijo Eiroa, orientando la pantalla hacia Ripoll.
—Caramba, sí, desde luego.
El sargento movió el carrusel hacia delante y le entregó la cámara al
director.
—Debería hacer una exposición —le dijo.
—Muchas gracias. La verdad es que es un evento histórico. No todos
los días revienta un volcán a cinco minutos de tu casa. Pero, bueno,
esperaremos a que esto termine. Me temo que dejará tanto daño que no
habrá ocasión para exposiciones.
—Le aconsejo que no burle la zona de exclusión. Podría meterse en
problemas.
—No volverá a ocurrir, descuide.
—¿Sería posible echar un vistazo al despacho de la arqueóloga?
—Por supuesto. En realidad, ella no tiene despacho, solo un cuartucho
atestado en el sótano. Lo prefiere así. Díganle a Raquel que los lleve.
—De acuerdo. Pues muchas gracias por su tiempo.
—De nada. Ojalá todo se resuelva pronto. Cuenten conmigo para lo
que haga falta.
—¿Podría facilitarnos su número de teléfono? Así será más rápido
contactar con usted en caso de urgencia.
—Desde luego, tenga mi tarjeta.
Se despidieron en la puerta y bajaron a la gran sala, en busca de
Raquel. Juntos recorrieron el pasillo semicircular que el sargento ya conocía
y accedieron al caos del almacén. Raquel fue encendiendo de forma
aleatoria los plafones del techo.
—Me temo que esté echada la llave —dijo—. Jun siempre se asegura
de cerrarlo. Pero comprobémoslo.
En efecto, la puerta del habitáculo acristalado estaba cerrada.
—¿Y nadie más tiene llave? —peguntó Ripoll.
—No, no, solo ella. Para sus cosas es muy mirada. Bueno, espera:
Víctor, el chico de mantenimiento, debe tener una copia. Recuerdo que la
última vez que Jun vino aquí le pidió que le abriera.
—¿Y dónde está el tal Víctor?
—Voy a buscarlo. Puede andar por cualquier rincón del edificio.
Los guardias quedaron a solas.
—¿Qué te pareció el director? —preguntó la cabo.
—Lo que te dije antes en el coche: no dispone de la maldad necesaria
para esos crímenes. Y al menos hoy tiene coartada: las fotos del volcán las
hizo esta mañana.
—Sí, pero también había fotografiado a la arqueóloga. La imagen que
vimos seguramente se tomó cerca de su casa.
—Sí, sí, no niego que el tipo sea capaz de cometer actos ilícitos. —
Caminó por el pasillo de la derecha, toqueteando las mercancías de los
estantes—. Traspasa ciertos límites, pero, no sé, no lo veo con la malicia
suficiente para ir más allá. El fulano que buscamos debe estar perturbado.
Pero vete tú a saber, cosas más extrañas hemos visto.
Pasó de largo una puerta metálica y estrecha. Estaba cerrada y llena de
pegatinas, avisos y convocatorias. Se paró en seco. Algo había buceado por
su cerebelo y emergía para llamar su atención. Retrocedió para chequear
aquel material heterogéneo. Ladeó la cabeza. Se tomó su tiempo. ¿Qué
había hecho sonar la alerta?
—¿Qué ocurre? —dijo la cabo, acercándose—. ¿Qué has visto?
—No lo sé todavía. Algo anda mal aquí.
Los dos guardias leyeron papeles, circulares internas, fotocopias de
viejas exposiciones.
Eiroa sacó su llavero y extrajo las ganzúas del estuche.
—¿Más ilegalidades? —dijo Ripoll—. Le estás cogiendo el gustito a
delinquir.
Con la herramienta, separó las hojas que ocultaban otras. Y descubrió
el ojo rojo que había visto inconscientemente. Arrancó los papeles
superiores.
—¿Qué hay ahí?
Tras el ojo apareció la cabeza de una serpiente de escamas verdes y
lengua bífida cimbreante. Enfrentada a ella, otra idéntica, pero con el ojo
blanco.
Cuando la cabo observó la imagen, quitó el resto de los panfletos.
Entre los dos destaparon un cartelón que cubría una de las hojas de la puerta
y que mostraba aquellos dos animales enroscados a un cuerpo femenino.
Debajo, una inscripción rezaba con tipografía gótica: «Libera tu kundalini y
desarrolla la alquimia sexual».
—¿Ves? —dijo Eiroa—. Este es el tipo de mente enferma a la que me
refería.
—Ya me hago una idea —respondió Ripoll—. Pues ahora quiero saber
qué hay detrás de estas puertas.
—Lo siento, no está —dijo Raquel desde la entrada—. No ha venido a
trabajar. Lleva unos días de baja por covid. —Llegó junto a la pareja—. ¿¡Y
esto?! —preguntó al contemplar cómo habían dejado el suelo—. Madre
mía, qué desastre. Ya estás recogiéndolo.
—Sí, no te preocupes. Dime, ¿qué hay aquí?
—Ese es el cuarto donde Víctor guarda los utensilios de limpieza, las
herramientas, sus cosas, no sé.
—¿Tienes las llaves?
—Las tiene él.
—Ya. Oye, ¿nos haces un favor? ¿Puedes traernos una bolsa de basura
donde tirar esta porquería?
—Joder, Pablo —protestó mientras volvía a salir del almacén.
Eiroa aprovechó para insistir en el noble arte del allanamiento
justificado. Rodilla en tierra se concentró en la tarea.
Ripoll le informó, teléfono en mano:
—Kundalini, un término del yoga, significa literalmente «la
enroscada». Dice en la Wikipedia que la energía kundalini nace del chacra
del mismo nombre, situado en la base de la columna vertebral. Se cree que,
al despertarla, sube como una serpiente por los demás chacras, produciendo
cambios en nuestro ser, una evolución espiritual.
—Muy bonito —dijo Eiroa.
—Uf, escucha esto: «Cuando aprendemos a retirar el miembro viril de
la vagina sin derramar el semen, entonces este sube por los dos cordones
ganglionares hasta el cáliz, es decir, el cerebro. En Oriente los llaman Ida y
Pingala. Ida es el cordón ganglionar de la derecha, Pingala es el de la
izquierda. Son los dos testigos del apocalipsis, las dos olivas y los dos
candeleros que están delante del Dios de la Tierra. Los átomos solares de
nuestro sistema seminal ascienden por el canal de la derecha y los átomos
lunares por el de la izquierda. Cuando contactan cerca del mukti triveni en
el chacra Muladhara, situado sobre el coxis, despierta la kundalini y entra
por el orificio inferior de la medula espinal».
—Madre mía.
—No hace falta que siga. Todo es del estilo.
—¿Hay gente que cree en esas cosas?
—Ni te imaginas. Estoy leyendo las enseñanzas de Samael Aun Weor.
—¿Y ese quién es?
—Ya falleció. Leo: «Samael Aun Weor es el nombre del maestro
gnóstico del siglo XX Víctor Manuel Gómez Rodríguez, que fue un
esoterista, escritor y conferenciante. Fundador del movimiento gnóstico
moderno. Afirmaba haber nacido con la facultad del desdoblamiento astral
y la experiencia extracorpórea, lo que le permitió, a lo largo de toda su vida,
investigar directamente la espiritualidad y el esoterismo».
En ese momento, cedió la cerradura. Eiroa se puso en pie, le indicó a
su compañera que se apartara y él, desde un extremo, abrió. Miró dentro.
Dos metros de fondo, tres de alto. Estanterías. Cubos y fregonas. Cajas de
herramientas. Ningún movimiento. Apretó el interruptor y dos tubos
fluorescentes parpadearon con desgana. Entraron. Detrás de la puerta había
una lanza de pastor, con el regatón, la punta de acero, embarrado. Alineados
en una balda superior, varios frascos con líquidos. Arriba, más botes de
vivos colores.
—¿Qué contendrán? —dijo Ripoll.
—Ten cuidado, pueden ser tóxicos.
—No alcanzo. Coge uno.
Eiroa escogió el que dejaba ver un producto de un amarillo intenso. Lo
abrió y se lo acercó a la nariz.
—Azufre —dijo—. ¿Para qué querrá azufre?
—Contra las hormigas. Agarra otro.
El sargento repitió la operación varias veces. Cada envase portaba una
sustancia más extraña que el anterior: miel, sal, grasa, mercurio líquido, un
mejunje que apestaba a orégano y otro a cilantro. Debajo de las repisas
había un mueble con portezuelas. Dentro se amontonaban revistas de
temática esotérica y varios libros. Leyó un título: Interpretación del Libro
de los Muertos. Otro era un ejemplar en tapa dura de Tratado de alquimia
sexual, del tal Samael. Llevaba un subtítulo: «La ciencia del superhombre».
Eiroa lo ojeó. Estaba repleto de anotaciones incomprensibles, subrayados y
esquemas diminutos. En la portada, tras la figura de la mujer con las dos
serpientes, se mostraba una montaña que escupía fuego.
—Se ve que lo ha trabajado. —Se lo pasó a Ripoll.
Mientras ella lo estudiaba, Eiroa revisó una gran caja de plástico
situada a la izquierda del mueble.
—Vaya —dijo—, aquí tiene todo lo necesario para escalar y hacer
espeleología: cuerdas, arneses, casco con linterna y guantes. ¿No te parece
un chico de mantenimiento algo peculiar?
—Esto no es incriminatorio. Aunque lo del chacra y el semen me da
mala onda, hay gente de todos los colores. No significa nada por sí mismo.
—Ya, ya, pero no me negarás que hay que añadirlo a la lista. Y por
descarte…
La hermana apareció en la puerta con una bolsa negra.
—¿Cómo han abierto esto? —dijo, sorprendida.
—No estaba cerrado. Venga, vamos a recoger todo.
Salieron del cuartucho. Mientras juntaban los papeles del suelo, sonó
el aviso de un mensaje en el teléfono de Eiroa. Lo sacó del bolsillo trasero y
se le mudó el semblante. Ripoll se percató:
—¿Qué ocurre?
—Ha aparecido Jun.
—¿Dónde? ¿Cómo está? —preguntó la cabo.
—¿¡Y Nina!? —gritó Raquel.
—Solo Jun. La ha encontrado un cazador en un barranco del parque
nacional. Parece que está en el hospital, inconsciente y herida. Voy para
allá.
—Voy contigo.
—Pablo, mantenme informada, por favor.
Él asintió. Al salir, se detuvo y se volvió hacia Raquel.
—Oye, ¿sabes si este Víctor tiene una moto?
—Sí, de esas de cross.
—Si aparece, no hables con él. Me avisas.
—Descuida.
LAS MANOS
HOSPITAL GENERAL DE LA PALMA
Breña Alta
20 de septiembre de 2021

Caminaba rápido, seguido a duras penas y a distancia por la cabo, que no


separaba la vista del móvil. Durante el trayecto desde el museo, habían
informado a Paco y a Nacho de la nueva situación para que le encargaran a
Roberto, el técnico espeleólogo, que organizase de inmediato un dispositivo
de búsqueda de la cueva de donde había escapado Jun y poder así rescatar a
Nina.
Al llegar a la habitación, una doctora le impidió el paso.
—Sufre alucinaciones. No será capaz de mantener una conversación,
¿entiende?
—Pero entienda usted —dijo él—. Es crucial que hable con ella. Hay
al menos otra mujer secuestrada en esa cueva.
—Ahora mismo se encuentra muy débil, y no solo físicamente —
insistió la facultativa—. Obligarla a rememorar episodios traumáticos puede
agravar su estado. Repite letanías en sus pesadillas. Acabamos de
administrarle tranquilizantes y un somnífero. No vamos a interrumpir su
descanso.
—¡Joder! —exclamó el sargento, sin poder contener su contrariedad
—. ¿Cuánto tiempo?
—¿Cuánto tiempo qué?
—¿Cuántas horas estará bajo los efectos del sedante? Deme un
horizonte temporal.
—Eso no se sabe. Unas tres o cuatro horas, pero puede que ocho.
—Esperaré aquí.
Ripoll y la doctora lo vieron tirarse de cualquier manera en la primera
butaca del rincón.
—Qué insensible. ¿Es así siempre o le pasa algo?
—Este caso está siendo muy largo y tenso —le contestó la cabo—. La
otra secuestrada es su mujer
—Vaya, no lo sabía. Lo siento.
—Dígame, ¿cómo está la chica? —dijo Ripoll, señalando la puerta.
—Nada grave. Además, es fuerte. Saldrá adelante. Ha llegado con
innumerables contusiones, las rodillas y las manos las tiene en carne viva y
se le ha extraído una rama de seis centímetros de la parte posterior de la
pierna derecha.
—¿Le han hecho examen ginecológico?
—Sí, hay indicios de penetración forzada, aunque no restos de líquido
seminal en el interior de la vagina. Pero…
—¿Sí?
—Hemos encontrado semen por el vientre, torso, pecho, cuello…
—No entiendo esto, doctora.
—Parece que la eyaculación fue externa y, luego, extendida por el
cuerpo.
—¿Cuánto tiempo tarda en desaparecer ese rastro biológico?
—En casos de agresión sexual, no más de setenta y dos horas, aunque
los métodos modernos nos permiten ampliar ese tiempo, depende.
—¿Ella ha dicho algo?
—En realidad, no ha parado de hablar, balbucear más bien, cosas sin
sentido, inconexas, como retazos de malos sueños.
—¿Pero dijo frases comprensibles?
—Repetía mucho algo sobre las manos.
—¿Las manos? ¿Sus manos?
—Creo que no. Por su forma convulsa de moverse, era como si sintiera
unas manos sobre ella. Repetía: «las manos del demonio», «las manos del
mago negro», «las manos son serpientes».
—Muy bien. Muchas gracias, doctora. Vamos a estar aquí. —Señaló
hacia Eiroa—. Por favor, es muy importante que hablemos con ella.
Avísenos en cuanto sea posible.
—Desde luego.
Ripoll se reunió con el sargento.
—¿Qué te ha dicho?
—Que se pondrá bien, que sufrió abuso sexual, que detectaron restos
de semen por todo el cuerpo, menos en la vagina.
—¡Maldito cabrón!
—Tranquilo. Lo cogeremos. Ya estamos cerca.
Sonó un aviso de mensaje. El sargento lo leyó.
—Ya han puesto en marcha un primer retén de búsqueda.
—Bien.
—Lo dirige ese tipo, Roberto.
—Habrá que fiarse de él.
—Ya sabe que Jun está aquí, y aun así ha sido el primero en acudir.
Creo que nos equivocamos con él.
—Pienso lo mismo.
—Para mí, que él se encargue es la mejor garantía de éxito.
—Te entiendo.
Eiroa se puso en pie.
—No puedo permanecer sentado. Voy a por un botellín de agua.
¿Quieres algo?
—Sí, agua está bien. Y trae unos bocadillos.
—Vale. Mientras esperamos, ¿puedes indagar sobre el tal Víctor?
—Sí, claro.
—¿Dónde vive?
—Lo averiguo.
—Cuando lo sepas, manda a un compañero para que nos informe de
sus movimientos.
—Hecho.
Cinco horas más tarde, la doctora se abrió paso entre botellas de
plástico, bolsas vacías de papas fritas y servilletas usadas. La cabo había
embutido sin problema su cuerpo menudo en el sillón. Junto a ella, el
sargento se había enroscado de cualquier manera en una butaca. Dormía
profundamente, pero parecía contar con un sistema de alarma de
proximidad, porque reaccionó incluso antes de que la facultativa le tocara la
pernera.
—¿Qué ocurre? —preguntó, incorporándose.
—Está despierta.
—Tengo que hablar con ella.
—De acuerdo, pero con unas condiciones.
—¿Condiciones?
—Estaré presente y, si advierto en la paciente angustia o sufrimiento,
cortaré la entrevista. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, sí. Pero, doctora…
—¿Sí?
—Necesitamos averiguar algo, cualquier indicio. Sea consciente de
que aún hay otra secuestrada.
—Su esposa. Lo sé.
Eiroa miró a Ripoll, que ya se había sentado y prestaba atención.
—Sí, es mi mujer. Ella es lo más importante ahora.
—Y coger al criminal —apuntó la cabo.
—Atrapándolo evitaremos futuras víctimas —sentenció él.
—Entiendo lo que me dicen, pero ella es mi paciente. Debo velar por
su salud. Háganse una idea: acaba de sufrir una experiencia traumática y su
cerebro rechazará revivirla. Obligarla a hacerlo es como abrirle las heridas.
¿Comprenden?
—De acuerdo —dijo él.
La doctora entró. Los agentes esperaron su señal junto a la puerta. La
habitación era amplia, pensada para dos pacientes. Las persianas apenas
dejaban pasar unas tiras de luz, que caían oblicuas y tenues. Jun reposaba
boca arriba, con el torso elevado y la cabeza girada hacia el ventanal. Eiroa,
impactado por la hinchazón de su rostro, no se percató de si tenía los ojos
abiertos. La médica le tocó la frente y le miró las pupilas. Le tomó la
temperatura y le dio de beber. Luego le susurró algo. La chica no reaccionó.
Mantenía la mirada inmóvil en un lugar lejano. La doctora levantó la vista
hacia Eiroa. Pareció dudar. Tras unos segundos, se acercó a ellos.
—Creo que todavía es pronto. No está del todo consciente.
—Quizá sea mejor así, doctora. Podrá decirme cosas que luego su
mente borrará.
—Es peligroso. Tal vez dentro de unas horas.
—¡No tenemos horas! —Eiroa se arrepintió enseguida de su
brusquedad. Volvió al ataque—: Mire, entre nosotros hay confianza y sabe
que yo estaba buscándola. Quiero decir, se sentirá protegida cuando hable
conmigo.
Este último argumento venció la resistencia de la médica.
—Adelante, pero sea prudente.
El sargento avanzó despacio hacia la cama, intentando hacerse visible
poco a poco. Ella no se movió. Se sentó en el borde y le cogió la mano.
—Hola, Jun —dijo con voz serena y ronca.
Esas palabras recorrieron kilómetros, subiendo montañas y bajando
barrancos igual que la bruma del monte, hasta reposar sobre la frente de la
chica, que lo sintió como un beso.
Giró la cabeza y un brillo distinto dio vida a su faz amoratada. Apretó
la mano del sargento y levantó el otro brazo hasta aferrarse a él. Entonces le
brotaron las lágrimas. Eiroa procuró calmarla con susurros:
—Ya pasó, ya pasó. Todo está bien.
Pero entonces sintió cómo se crispaba el cuerpo bajo su pecho.
—¡Nina! ¡Saca a Nina!
—Ya vamos a por ella, tranquila.
—¡Pablo!, ven, ayúdanos, ¡saca a Nina y a Sarah!
Eiroa miró a la cabo y luego a Jun. Su expresión se había contraído
presa del pánico, como si ya no estuviera allí.
—¿Están juntas Nina y Sarah?
—Nos va a matar, nos va a momificar, ¡ven rápido!
—¿Dónde están? ¿Sabes dónde están?
—En la cueva.
—Ya estoy en camino. Resiste. Dime, ¿qué ves? ¿Está el asesino ahí?
—Sí, va a hacer su magia conmigo. Dice que es mi turno. Me droga y
me lleva al altar. Estoy desnuda. Siento la piedra fría. Nina grita. Hay un
fuego. El hombre es un perro, se ha convertido en un perro, un perro que
me penetra. No puedo moverme, ¡no puedo gritar! ¡Pablo, ayúdame! —
Eiroa intentaba sofocar el temblor de Jun—. Me toca. Sus manos deformes
recorren mi cuerpo.
—¿Cómo son sus manos?
—Son las manos del demonio —pronunció estas palabras como si le
faltara el aire. Se sacudió entre los brazos de Eiroa. Entonces echó la cabeza
hacia atrás y él vio cada palabra subiendo como grumos por la garganta—.
Sus dedos… —Silencio. Eiroa escuchó como si rodaran piedras en su pecho
—. Tentáculos amorfos… —Rumor, agitación, angustia—. Dedos azules de
rana. Apestan. Los huelo y apestan. Nina grita. Ella no debe estar aquí. No
tiene culpa. Yo sí. Soy culpable. Mátame a mí. ¡Mátame! ¡Mátame!
¡Mátame ya!
La doctora separó a Eiroa y le administró un tranquilizante a Jun, que,
poco a poco, abandonó los espasmos. Los guardias salieron de la
habitación.
—Joder, la pobre. Vaya sufrimiento —dijo Ripoll. Eiroa consultaba el
móvil—. ¿Has sacado algo en claro? A mí me parecieron disparates. —El
sargento continuaba leyendo, ensimismado—. Oye, hablo contigo.
—Perdona. Mira, me dicen que han encontrado una lona impresa a los
pies de una montaña del parque y que el tal Víctor no contesta. Los vecinos
aseguran que hace días que no lo ven.
—Si realmente está enfermo del virus, tiene una forma extraña de
guardar la cuarentena.
—A ver si dan con la cueva y todo sale bien.
—Ojalá que sí.
—¿Escuchaste a Jun? Según ella, ese cabrón tiene a otra chica
retenida.
—Sí, la ha llamado Sarah. Se corresponde con la desaparecida del
equipo de cine.
En ese momento salió la médica.
—¿Cómo está? —preguntó Eiroa.
—Tranquila. Se ha vuelto a dormir.
—Dígame, ¿para usted tiene sentido eso de las manos?
—Todo puede ser una distorsión de la realidad fruto de su estado, pero
me recordó a las imágenes que he visto del síndrome de los dedos en
palillos de tambor.
—¿Palillos de tambor?
—Se conoce como acropaquía o dedos hipocráticos, se engrosan en el
extremo, dando el aspecto de un palillo de tambor. Es una sintomatología
indolora, a veces hereditaria. Otras veces, sugiere algún problema pulmonar
o de hígado, como cáncer, pero no siempre.
—Vaya, podría tener sentido.
—No es algo muy habitual. A alguien así se le reconocería con
facilidad, ¿no? —preguntó la doctora.
—Pues supongo. No sé. La gente apenas se fija en los demás hoy en
día. Todos vamos a lo nuestro.
—Tiene razón.
—Dígame, ¿cuándo estima que le darán el alta a Jun?
—Debemos tenerla en observación. Es pronto para saberlo, pero, al
menos físicamente, no presenta nada de gravedad. Todo son heridas
superficiales y externas. Además, es joven y con buen tono. Solo necesita
descansar. Calculo que dentro de dos o tres días podrá irse a casa.
—Hágame el favor de avisarme. Le dejo mi teléfono. Muchas gracias
y perdone las molestias.
—Descuide, lo haré. Adiós.
Cuando los guardias salieron del hospital, se toparon con la enorme
columna de piroclastos que el volcán escupía a seis kilómetros de altura,
sobresaliendo de la cumbre. En el oeste de la isla, las coladas ya habían
engullido carreteras, caseríos, fincas. Las noticias hablaban de siete mil
personas evacuadas, familias enteras que habían salido con lo puesto de sus
casas y vivían con la incertidumbre de perder sus propiedades. Los dramas
humanos se sumaban día tras día hasta formar una balsa de dolor que
flotaba sobre lo que antes había sido el paraíso. El daño se concentraba en
el Valle, donde la ceniza, los temblores y los gases tóxicos iban haciendo
mella en una población que se había quedado pasmada ante tal poder de
destrucción.
A la mayoría de los compañeros del Cuerpo los habían redestinado a
labores relacionadas con la emergencia volcánica. Por otra parte, llegaban a
diario grupos de científicos, vulcanólogos, voluntarios, militares y
miembros de la UME, bomberos, personalidades políticas, curiosos de
todos los pelajes y periodistas que hasta hacía dos días no habrían sabido
ubicar la isla en un mapa. Las noticias sobre el volcán copaban los
informativos nacionales e internacionales.
Daba la sensación de que solo ellos dos insistían en descubrir a un
enfermo mental con dedos de E. T. No era el mejor momento para perseguir
a un asesino escondido en alguna cueva oscura.
Subieron al todoterreno. Eiroa consultó el móvil. Escribió un mensaje.
Ripoll buscó algo en el suyo.
—Joder, sí que da repelús —dijo ella.
—¿El qué?
—Mira, lo de los dedos de palillos de tambor. —Le enseñó imágenes
de Google—. No puedo imaginar el terror de las chicas viendo esto recorrer
sus cuerpos.
Eiroa quedó pensativo.
—¿Qué? ¿No dices nada?
—Es que, no sé, puede que ahora esté sugestionado, pero te juro que
tengo la sensación de haber visto antes unas manos así.
—Pero ¿te refieres a una película, a alguna persona mayor con
artritis…?
—No sabría decirte. Son ese tipo de cosas a las que no prestas
atención, pero que tu cerebro almacena y traspapela. Luego, ya no
recuerdas si lo presenciaste o te lo contaron. ¿No te pasa?
—No. Yo soy más sencillita.
—No me digas que no te ha ocurrido nunca que pierdes algo, no sé,
unas llaves. No las encuentras, pero tu cerebro sí sabe dónde las dejaste.
Actuamos por rutina y sepultamos muchas vivencias. Solo necesitamos
concentrarnos. El cerebro todo lo guarda.
—Pues ya estás tardando en hacerte una hipnosis regresiva para
averiguar dónde viste algo así. —Le mostró una fotografía de unos dedos
con uñas como cucharas invertidas.
El móvil sonó. Eiroa respondió la llamada.
—Vale. Avísame enseguida.
Luego, le explicó a Ripoll:
—Están en la cima. Han hallado señales de movimientos, ruedas de
moto y marcas compatibles con el desgaste por cuerdas en unos pinos.
Roberto se prepara para bajar con dos hombres más.
—Tranquilo, la van encontrar y estará bien.
VIVO O MUERTO
HOSPITAL GENERAL DE LA PALMA
Breña Alta
21 de septiembre de 2021

Roberto descendió rápido. Unos segundos después, dos hombres lo


alcanzaron. Atentos a cualquier señal, fueron examinando cada palmo del
risco. De pronto, uno de sus pies le devolvió una sensación extraña. No
había más roca en la que apoyarse. Hizo señas a los otros.
Penetraron en la cavidad en silencio. Encendieron los focos y los
hombres desenfundaron sus armas. La caverna crecía y se subdividía en
varias dependencias y corredores.
Las paredes desprendían un olor que a Roberto le recordó a las
iglesias. Al fondo, se intensificaba, como si hubiesen agitado un incensario.
Accedieron a un espacio abovedado que presentaba una gran mesa de
piedra iluminada por una rendija superior. Alrededor había carbones, leña
quemada, frascos vacíos, vendajes.
Oyeron un quejido a la izquierda, y hacia allí apuntaron armas y luces.
Una figura se desenroscó lentamente.
—¡Ayuda! —dijo una quebrada voz femenina.
Roberto corrió a abrazarla.
—Tranquila. Ya estás a salvo.
Le dio agua, que la mujer bebió con desesperación.
—¡Ha matado a Sarah! —dijo ella, agarrándose con fuerza a su
rescatador.
—¿Dónde está?
—Se la ha llevado.
Uno de los hombres regresó a la cima en busca de una cizalla y ropa
con que cubrir a la víctima. Prepararon una camilla y dieron aviso al
helicóptero para la evacuación.
Dos horas más tarde, era atendida en el hospital. Durante sus pruebas,
Nina preguntó reiteradamente por Jun. La doctora estimó oportuno que
compartieran habitación.
Las mujeres se fundieron en un abrazo eterno en el que se desbocaron
la alegría y el llanto. Fue el mejor remedio para sus males. Nina le contó la
escena grotesca que había presenciado. Jun le narró su escapada, cómo la
había perseguido por el monte y cómo, al caer por la pendiente, quedó
enganchada por la cadena.
Cuando Eiroa entró en la habitación, separaron sus rostros llorosos y lo
miraron expectantes. Tras un momento de duda, él se arrodilló ante ellas.
—¡Gracias a Dios! ¡Estáis bien! Joder, qué pesadilla. ¡Perdóname,
Nina!
Ella abrazó a su marido sin soltar la mano de Jun.
—No hay nada que perdonar.
—No estuve a tu lado cuando más lo necesitabas. No te protegí.
—Nos cuidamos nosotras.
Eiroa miró a Jun y no pudo reprimir el impulso: le cogió la mano y se
la llevó a los labios. Cerró los ojos y sollozó.
—No las merezco, lo siento, no las merezco —repitió.
—Todo está bien —dijo Nina.
—Ahora hay algo que puedes hacer por nosotras —dijo Jun.
—Sí, lo que sea. ¿Qué necesitan?
Ellas se miraron.
—Que cojas a ese cabrón malnacido —dijo Nina.
—Vivo o muerto —añadió Jun.
EL MICRÓFONO
HOSPITAL GENERAL DE LA PALMA
Breña Alta
22 de septiembre de 2021

Pasó la noche en el minúsculo sillón del hospital, desvelado por los ruidos.
Las mujeres, en cambio, durmieron profundamente bajo los efectos del
somnífero.
Se hacía necesario montar guardia. No habían encontrado al
secuestrador, que, a esas horas, podría estar en cualquier parte y tramar
cualquier cosa. Con la fuga de Jun y el rescate de Nina, sus planes, fueran
los que fueran, se habían ido al traste. Quizá buscase una salida desesperada
o vengarse.
De madrugada, no tuvo más remedio que estirar el cuerpo. Salió al
pasillo con la sensación de llevar una semana de insomnio. Notaba la boca
pastosa. Nadie a la vista. Avanzó hacia la derecha hasta tropezar con dos
enfermeras que le indicaron la ubicación de una máquina expendedora de
botellines de agua.
Al regresar, se cruzó con un trabajador de la limpieza que empujaba un
carro con fregonas y cubos. Recordó el día que conoció a Víctor, en el
museo. Se había plantado ante él, tapando con su corpulencia la entrada del
almacén. Un cubo de agua entre sus piernas abiertas y el palo de la fregona
agarrado con las manos enfundadas en guantes de limpieza de color rosa. Y
entonces le llegó un fogonazo que hasta ese momento había ocultado en el
cajón de los recuerdos inservibles: bajo el látex asomaba un tatuaje verde.
Su cerebro completó el fotograma: se trataba de la cola de una serpiente.
El del carro de la limpieza le dio las buenas noches, molesto por su
mirada persistente. El sargento se apresuró en volver a la habitación.
Dentro, silencio y penumbra. Regresó a sentarse de nuevo. Cerró los ojos y
abrió los oídos. Intuía que había un detalle importante que había pasado por
alto. Esa sensación se le antojaba más incómoda que el sillón que crujía
bajo su peso. Como la espina clavada en la garganta que siempre duele al
tragar. Colas de serpientes y manos de rana. Había visto lo primero y juraría
que también lo segundo. ¿Pero dónde? ¿En qué momento? Quizá fuera en
una película o en la niñez, y ahora el cerebro lo inquietaba con ese recuerdo
difuso. Dedos de alienígena marcando el teléfono de su casa. ¿Dónde?
¿Cómo recordarlo?
Lo despertó el movimiento de una enfermera. La claridad de la
mañana resplandecía tras la cortina. Se desperezó. Estaba hecho una
piltrafa. Las mujeres ya desayunaban.
—Llévame a casa, Pablo —dijo Nina—. Me muero por abrazar a
nuestro hijo.
A media mañana le dieron el alta. Jun debía permanecer un día más
ingresada. Mientras ellas se despedían, Eiroa dio instrucciones a Ripoll, que
haría guardia.
—No te alejes sin dejar a alguien a cargo.
—Descuida, jefe.
—Y no te fíes de nadie.
—Vale.
—Así sea el mismo rey, entras con él a la habitación.
—Que sí. Vete ya.
—Estamos en contacto. Te sustituiré por la tarde.
La cabo montó su centro de mando en la salita de espera frente a la
puerta de Jun. Pasó la mañana más aburrida que recordaba. Abusó tanto del
móvil que antes del mediodía tuvo que ponerlo a cargar. En ese momento
vio aparecer al compañero de la arqueóloga. Lo interceptó, se identificó y le
dijo que aguardara. Entró en la habitación. La chica estaba despierta. Le
comunicó quién venía a verla y le preguntó si tenía ánimo para recibirlo.
Jun se alegró y dijo que sí. La cabo pensó que debía de aburrirse tanto como
ella. Le hizo señas a Roberto para que pasara y ella se posicionó tras la
puerta. Le llegaron sus miradas inquisidoras.
—Tengo órdenes de no dejarte sola en ningún momento —aclaró con
voz resolutiva para sortear las previsibles protestas de Jun.
Tras media hora de conversación trivial, a veces en tono tan bajo que
la cabo no fue capaz de escuchar, Roberto se levantó y la besó en la frente.
Ripoll salió tras él.
—Tengo que volver más tarde —le dijo a la cabo—. Me ha pedido que
le traiga una serie de cosas.
—De acuerdo. No me moveré de aquí.
—No es necesario que esté pendiente de mí, la verdad.
—Es mi obligación.
Roberto se encogió de hombros y se alejó por el pasillo. Ripoll envío
un mensaje a Eiroa comunicándole las novedades.

El reencuentro de Nina con su hijo fue una tierna escena llena de


alegría y llanto. La suegra, también exultante, no paraba de dar gracias a
Dios mientras se persignaba. Ellas se refugiaron en la habitación. Eiroa fue
a la cocina y, de primeras, se topó con un rancho canario que le nubló la
vista. Descorchó una botella de Vega Norte, que se bebió entera, y comió
como hacía tiempo. La suegra entró para llevarle un plato a su hija.
—Ay, Dios bendito. Gracias, gracias que todo ha salido bien —le dijo.
—Gracias también a usted por cuidar del pequeño —contestó Eiroa,
mostrándole su cara más amable.
—No, no, qué va. Yo hice lo que había que hacer. Todos hemos hecho
lo que teníamos que hacer.
—Bueno, yo no.
—¿Cómo que tú no?
—Yo debía estar con Nina y no estuve. Debía haberla rescatado y
coger al asesino. Y no he hecho nada de eso.
La mujer se fijó en su cara demacrada, ojerosa, triste. No lo entendía.
A pesar de la felicidad palpable, él daba paso a sus tormentos. Lo consoló a
su manera:
—No te amargues. Aún te queda una vida para enmendarte.
El sargento se puso en pie. La sentencia se introdujo despacio en su
cerebro. Al fin, sonrió. Tuvo que apoyarse en la mesa. Estaba mareado.
Borracho, más bien. Las ideas se le amontonaban detrás de los ojos, que se
volvieron pesados.
—Sí, intentaré hacerlo mejor de ahora en adelante.
La señora se hizo a un lado para dejarlo salir.
—Si Nina pregunta, estoy en el garaje. Necesito dormir un poco.
Subió al altillo y se echó sobre el camastro. Consultó por última vez el
teléfono. La noticia de la visita de Roberto le provocó un ardor en el pecho,
un malestar impreciso le alteraba la respiración. El alcohol y el desgaste
físico y mental se mezclaron en una bola que crecía en su estómago.
Retumbaba ahí abajo mientras el sueño lo atrapaba de forma violenta, como
si lo agarrase por el cuello desde atrás. Intentó zafarse, pero cayó aún más
en el pozo oscuro.
Entonces aparecieron las serpientes verdes, subiendo sigilosas por sus
pantalones. Sentía el tacto húmedo y escamoso de sus cuerpos. Miró hacia
abajo y sus cabezas asomaron por el cinturón. Ascendieron dejando tras de
sí un rastro de babas y, al alcanzar el ombligo, se transformaron en unos
dedos pegajosos de uñas gruesas. Y ahondaron en su dolorido estómago,
buscando romper la piel y entrar en él.
Y escuchó la voz:
—Este micrófono no funciona, cámbialo.
ES ÉL
HOSPITAL GENERAL DE LA PALMA
Breña Alta
22 de septiembre de 2021

Llegó al hospital pasadas las siete de la tarde. A este lado de la isla, el sol
ya declinaba tras la cumbre. Encontró a Ripoll subiéndose por las paredes.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó ella.
—¿Por qué?
—No sé, fuiste a descansar y parece que hayas estado tres días de
juerga.
—Me sentó mal la comida, he vomitado varias veces.
—Vaya, qué jodido.
—Y bebí mucho.
—Ya, por el ansia, ¿no?
—Sí. Y otras cosas.
—A ver si salimos de esta y nos cogemos unas vacaciones. Ya verás
que todo vuelve a ser como antes.
—Tuve un sueño.
—Ah, ¿sí?
—Un sueño raro de verdad, relacionado con el caso, estoy seguro, pero
que no sé descifrar aún.
—Tienes toda la noche para darle vueltas. Ya te digo yo que, en estos
sillones, otra cosa no, pero vueltas vas a dar.
—Sí, bueno, estoy que me caigo. Creo que podría dormir hasta de pie.
¿Alguna novedad?
—Nada, todo tranquilo. Regresó otra vez Roberto. Trajo cosas que la
chica le había pedido.
—¿Qué cosas? ¿Las chequeaste?
—Sí. Unos vaqueros, unas zapatillas deportivas, una blusa, ropa
interior. Ah, y no te lo pierdas: la moto. Cuando le den el alta piensa irse
conduciendo ella misma.
—Jun es así: fortaleza pura.
—Pues ahí te quedas con tu arqueóloga desquiciada. Mucho ojo. Yo
me largo, que me muero por un bocata y una buena ducha.
Cuando Ripoll se fue, Eiroa entró en la habitación para que supiera que
él estaba allí. Jun le preguntó por Nina y el niño. Hablaron hasta que le
sirvieron la cena, momento en el que él se excusó para salir. Recorrió el
pasillo hasta la máquina expendedora. Junto al mostrador, unas enfermeras
charlaban mientras miraban a un empleado de mantenimiento subido a una
escalera para sustituir una lámpara led. Al regresar con el botellín de agua,
pasó de nuevo por delante del grupo y la voz volvió a resonar en su cabeza:
«Este micrófono no funciona, cámbialo». Pero esta vez le llegó
acompañada de la imagen de una mesa de madera clara plagada de cables,
grabadoras y manos, con conversaciones entremezcladas de fondo.
Llegó a la sala de espera. Se acomodó en su sillón favorito y se dejó
llevar por la modorra. Varias mujeres pasaron con carros tras recoger los
enseres de las cenas. Poco a poco, fue entrando la noche y el pasillo se
despobló de personal. La quietud y el silencio se apoderaron del edificio.
Eiroa dio alguna cabezada.
«El micrófono», escuchó. Volvió en sí. Estaba claro que su mente no le
daría tregua hasta que hallase la respuesta. Fue al baño, orinó y se lavó la
cara. Entró en la habitación. Jun dormía. De vuelta a la sala, miró el móvil.
Sin mensajes. Abrió YouTube para buscar alguna película y en el inicio vio
el último vídeo que había reproducido: la rueda de prensa de Jun
presentando el descubrimiento de la cueva Tiznada, junto al director del
museo y a Roberto. Ya lo había ojeado varias veces, pero algo distinto
llamó su atención: mesa, cables, micrófonos. Tenía toda la noche. Presionó
el botón de reproducción y se repantigó en el asiento.
Las cámaras enfocaban a quien hablaba —el director, la directora de
Patrimonio del Gobierno de Canarias, Jun, el espeleólogo— y volvían al
plano general de la mesa. Cada vez que cambiaba el turno de palabra
aparecían varias manos reorientando los micrófonos y grabadoras de los
medios de comunicación. Al terminar la comparecencia, charlas informales,
gente cruzándose por delante de la cámara, que continuaba emitiendo. Y
entonces escuchó al director del museo decirle a alguien: «Este micrófono
no funciona, cámbialo». Paró el vídeo, retrocedió y lo reprodujo otra vez.
Sí, decía exactamente eso. A continuación, un hombre rodeó la mesa y
Eiroa lo vio de frente: era Víctor. Inclinó su corpachón sobre el aparato, le
dio unos toques, accionó los botones, lo levantó e inspeccionó el interior de
la base. Al depositarlo en la mesa, apoyó sus manos descomunales
rematadas con lo que parecían ventosas. Eiroa detuvo el vídeo, intentó
hacer zum, pero no pudo. Hizo una captura de pantalla y la amplió. La
calidad no era buena. Joder. Copió el enlace y memorizó el minuto del
fotograma que le interesaba. Escribió un mensaje a Ripoll. En su ordenador
de sobremesa, con una pantalla grande y reproduciéndolo en alta definición,
seguro que la nitidez mejoraba. «Dame un minuto», respondió la cabo.
Aguardó, impaciente.
Al rato, recibió dos fotos. Abrió la primera: Víctor, plano medio; abrió
la segunda: primer plano de unos dedos como palillos de tambor sobre la
mesa. No había duda ya. Aquel era el hombre.
Otro mensaje de la cabo: «Es él».
«Mañana busca más información del sujeto y prepara informe para
solicitar registro», respondió.
«Hecho».

No concilió el sueño ni siquiera a ratos, encajando las piezas. El paso


fugaz de alguna enfermera o personal de limpieza interrumpía sus
cavilaciones.
Al despuntar el día, el cuerpo le pidió una aspirina, que tomó con un
café caliente. Entró en la habitación. Escuchó la respiración pausada y
profunda de Jun. No pudo evitar recostarse en la otra cama. Cerró los ojos.
Descansó. Todo estaba en orden. Se durmió.
Entonces, alguien abrió la puerta.
EL INFIERNO
HOSPITAL GENERAL DE LA PALMA
23 de septiembre de 2021

Empujó la puerta con el trasero y arrastró un carro de grandes dimensiones


tras de sí. Aguardó unos instantes hasta que se habituó a la penumbra. La
mujer dormía. Pero había otra respiración. El sargento estaba en la otra
cama.
Calculó sus posibilidades. Nada de dudas, había tomado una decisión.
Del bolsillo de la bata extrajo un bote y empapó un pañuelo. Se acercó a la
cama de la chica y le sujetó la cabeza con la mano izquierda mientras con la
derecha le taponaba nariz y boca.
Jun despertó de inmediato por la falta de oxígeno. Braceó, pataleó y
gimió con desespero. Eiroa se levantó, sobresaltado, pero seguía
adormecido, dentro del sueño, y no entendió la situación. Llevado más por
el instinto que por el oficio, quiso desenfundar, pero no coordinó y la
pistola voló por encima de la otra cama, hasta estrellarse contra la cortina.
No intentó recuperarla. No había tiempo. Se abalanzó como un misil sobre
el cuerpo duro del hombre y lo tiró al suelo.
El tipo quedó encima. En las sombras, agarró el cuello del sargento y
le propinó un puñetazo que le raspó la ceja izquierda.
Jun rodó hacia su derecha, atolondrada, tosiendo. Atinó a coger un
vaso de agua de la mesita y lo lanzó contra la cabeza del asaltante. Le
acertó en la oreja.
El golpe y el agua fría lo hicieron soltar a Eiroa un instante, y este lo
aprovechó para devolverle el puñetazo en el mentón. El tipo cayó hacia
atrás, y la peluca y las gafas que le servían de disfraz se desperdigaron por
el suelo.
Logró ponerse en pie a la vez que el sargento. Se embistieron como
toros. El asaltante, más corpulento, logró que Eiroa retrocediera hasta la
pared y allí le propinó dos golpes en las costillas que le hicieron plegarse.
Entonces lo cogió por la pechera y por el pantalón y lo aventó por encima
de la cama como si se tratara de un muñeco de goma.
Eiroa se estampó a tres metros, contra la otra pared. Cuando quiso
levantarse, Víctor ya estaba junto a él y le arreó una patada en el estómago.
Desde el suelo, el sargento le agarró un tobillo y lo hizo trastabillar. Al caer,
volcó el carro. Víctor cogió el palo de una fregona y golpeó con fuerza las
rodillas de Eiroa, haciendo crujir hueso y madera. Luego se incorporó con
pesadez y salió, atropellando a una enfermera que acudía alarmada por el
escándalo.
Eiroa se retorcía de dolor y un reguero de sangre le cubría media cara.
Pero no podía detenerse allí. Jun lo ayudó a levantarse. Cojeaba. Fue hacia
la ventana y recogió la pistola.
—Voy tras él —logró decirle.
—Te va a matar. —Ella trató de detenerlo.
Corrió a trompicones por el pasillo. La gente se apartaba a su paso.
Algunos le indicaban la dirección del fugitivo. Se dirigió a su vehículo. El
sonido de un motor revolucionado llamó su atención. Era él. Se puso en
marcha para no perderlo de vista. Cuando se incorporó al tráfico, alcanzó a
divisarlo rumbo al Valle. Aceleró.
La carretera que unía los dos lados de la isla se retorcía en complicadas
curvas. A veces contactaba visualmente con el otro, que enseguida se perdía
tras las montañas.
A la salida del túnel, el sol lo cegó. Bajaron por las largas rectas hacia
El Paso sin respetar los radares ni las señales de limitación. Se desvió por el
polígono industrial y, luego, hacia Las Manchas, lo que significaba que iba
directo al volcán. Con suerte, lo retendrían en algún control a las puertas de
la zona de exclusión.
Se hizo presente la gran mole que crecía a cada hora y que vomitaba
sin parar piroclástos y gases tóxicos mientras ingentes cantidades de lava
sepultaban todo en su lento deambular hasta el océano.
Puso el limpiaparabrisas. La ceniza caía sobre el cristal como una
granizada de roca. El aire era fétido. Accionó el elevalunas, pero continuó
oliendo a huevos podridos. A un lado de la carretera, divisó el todoterreno
de Víctor. Se detuvo justo detrás. Se apeó y se aproximó con cautela, la
mano en la pistola. No estaba allí. Descubrió huellas de moto sobre la
ceniza.
Cogió los prismáticos del bolsillo de la puerta de su vehículo y
escudriñó la panorámica frente a él. No tardó en atisbar la columna de
humo que delataba su carrera.
Se puso en marcha. Con la trayectoria que seguía aquel loco, no
avanzaría mucho más sin toparse con el río de lava. Tendría que correr
paralelo a la colada, no podría cruzarla. Hundió el pie. Avanzó por unos
caminos desiertos, entre caseríos abandonados.
Continuó bajo aquella nube oscura y el omnipresente retumbar de la
tierra. Cuando le pareció que no debía estar muy lejos del fugitivo, volvió a
mirar por los prismáticos. Chequeó todo el frente. De pronto, divisó la moto
semienterrada en una ladera de espeso lapilli.
El tipo seguía a pie. Fue a por él. Cinco minutos más tarde, detuvo el
todoterreno, retiró las llaves y se aseguró de llevar el arma. Se adentró en
una finca de plátanos. Los plásticos que la cubrían a modo de invernadero
gigante habían cedido al peso de la ceniza y, en muchas partes, aparecían
rotos y arrastrados por el suelo.
Ni rastro de Víctor. Avanzó con cautela entre los carnosos troncos.
No lo vio venir. Un palo, de los usados como horqueta para sostener
las matas, golpeó su estómago, astillándole otra costilla. Se arqueó hacia
delante, y recibió un nuevo golpe desde abajo. No le alcanzó de lleno la
cara, pero lo suficiente como para tirarlo de espaldas. Aun así, reaccionó
rápido y, antes de que el otro se abalanzara sobre él, le disparó. El proyectil
impactó en la pantorrilla de Víctor, que se retorció con un grito y huyó
cojeando.
A Eiroa le dolían hasta los dientes, pero se incorporó y, renqueante, lo
persiguió. Atravesaron toda la plantación. Lo tenía tan cerca que lo oía
resoplar. Le gritó:
—¡Para, Víctor! ¡Entrégate!
Pero el asesino siguió arrastrando la pierna herida hasta que salieron a
un descampado. Una bocanada de aire caliente y apestoso les azotó el
rostro. Una muralla de lava de unos cuatro metros de altura avanzaba
inmisericorde por su izquierda, a unos veinte metros. El sargento disparó al
aire, pero Víctor iba ciego y sordo.
De pronto, se detuvo.
Eiroa se aproximó. Había metido una pierna en una grieta. La tenía
hundida hasta la rodilla. Estaba atrapado.
Pendiente del avance de la lava, Eiroa se dejó caer delante de Víctor,
exhausto.
—Quedas detenido, grandísimo hijo de puta.
Víctor echó la cabeza hacia atrás y estalló en una gran carcajada.
—He dotado mi nave con estrellas resplandecientes. Estoy listo para
partir.
—No vas a ir a ningún sitio más que a la cárcel por secuestrar y
asesinar a esas mujeres.
—¡Las he liberado! Tienen suerte de que las haya elegido.
Abandonarán conmigo este mundo soterrado. Presentaré mi obra a los
dioses.
—Lo que tú digas, pero si no te saco de ahí, te va a pasar la lava por
encima.
Víctor cambió de expresión y se esforzó por librarse de la trampa.
—¡Pero no puedo morir sepultado! Si muero enterrado, no viajaré al
cielo ¡Sácame! ¡Ayúdame a salir!
Eiroa se puso en pie. No podía abandonarlo ahí, aunque ganas no le
faltaban. La colada estaba a quince metros, pero su calor ya provocaba
estrés térmico. Dejó el arma en el suelo y caminó hacia Víctor.
—Déjame ver.
La pierna, empapada de sangre, se hundía en la roca.
—Vale. Intenta hacer fuerza con la otra.
Dio tirones violentos a la pernera, provocando los alaridos del hombre,
pero no lo liberó de su cepo.
Eiroa levantó la vista. La lava ya estaba ahí. Su avance se escuchaba
como un tanque de veinte toneladas cruzando un campo de botellas de
vidrio. Las altas temperaturas hacían que, justo delante, se formaran
remolinos de polvo y aire hirviente.
Víctor entró entonces en un ataque de paroxismo, girando como una
peonza, con los ojos en blanco y gritos de palabras ininteligibles.
De pronto, se detuvo. Miró a Eiroa y se lo dijo:
—¡Mátame!
—¿Qué?
—¡Mátame!
—No, no, ni hablar. Eso no…
—Pégame un tiro.
—¡Que no, joder!
—Dame una muerte rápida. Déjame subir al cielo antes de quedar
enterrado. No dejes que muera de esta manera horrible.
Eiroa retrocedió sin dejar de mirar a Víctor y a la montaña de lava.
Ocho metros.
No podía seguir allí más tiempo. La emanación tóxica haría que
también él entrara a formar parte de los sacrificios exigidos por la Madre
Tierra. Sujetó la pistola con las dos manos y apuntó a la cabeza de Víctor.
Pero un empujón lo lanzó tres metros a un lado.
Vio a Jun recoger el arma del suelo. Se quedó atónito. Los había
seguido. Ella no lo miró. Con un rictus gélido, se giró hacia Víctor y le
apuntó al pecho. El hombre extendió los brazos y esperó el tiro.
El magma burbujeaba a cinco metros.
Jun no se decidía.
—Jun, déjame a mí —dijo Eiroa con suavidad.
No contestó. Parecía como si no hubiera nadie más allí aparte de ella y
su captor.
Los cristales se rompían y cada pedazo era un puñal de calor.
—Jun, yo lo haré. Dame la pistola. —Eiroa se puso en pie y tendió la
mano.
Pero ella tenía una idea mejor. Dio un paso atrás y lanzó el arma contra
la pared de roca fundida.
—¡No! Joder —exclamó Eiroa.
Cuando Víctor se percató de lo que había ocurrido, le dirigió una
mirada asesina.
—¡Mujer! Arderás en el fuego de este mundo soterrado. No tendrás
salvación. Vagarás por el infierno con tu serpiente retorcida.
—Te equivocas: el infierno está detrás de ti.
El calor quemaba la piel, erizaba el cabello. Eiroa abrazó a Jun y la
alejó. Ella quiso presenciar el final. A dos metros, la lava quemó las ropas
de Víctor, su pelo, su piel, mientras él se desgañitaba en alaridos
espeluznantes. En un minuto prendió como un ascua. Aun con el fuego
dentro de la boca y de los ojos, rezaba sus cánticos de perturbado.
EPILOGO

CONCIERTO FESTIVAL STARMUS 22


Puerto de Tazacorte
Sábado, 24 de septiembre de 2022

El Starmus Isla de Las Estrellas 2022 había sido un acontecimiento de


resonancia mundial. Al final, alguna de las personalidades ilustres que
habían sido anunciadas a bombo y platillo habían caído de la lista, pero aún
así el encuentro, las conferencias, las mesas redondas y todas las
actividades organizadas habían convertido la isla, una vez más, en el centro
del mundo.
Como colofón, la música serviría de bálsamo e inspiración a la ciencia
del cosmos. Y ahí estaba, sobre el escenario, el incombustible Brian May,
dando nueva vida a los viejos temas con su inseparable guitarra Red
Special, e intentando calentar el ambiente para dar paso al artista estrella,
nada menos que la leyenda Peter Gabriel, vocalista de la mítica banda
Génesis. La tarde se resistía a languidecer, y tras un día ardiente, el sol
parecía haber cogido la costumbre de mantenerse ingrávido sobre la
refrescante línea del horizonte. Con suerte, en media hora, cuando el agua le
llegara a la coronilla, emitiría el famoso rayo verde, un destello fugaz, un
guiño de esperanza, una despedida jovial.
Se cumplía un año desde aquel fatídico día en que la isla vomitó sus
entrañas y transformó para siempre su semblante. El Valle había ganado un
atractivo turístico, pero ahora presentaba una horrenda cicatriz negra que
dividía en dos su bello rostro.
Las mujeres llegaron sonrientes, enlazadas por un brazo. Eiroa
balanceaba el cuerpo al son de la música, mientras su hijo, a horcajadas
sobre su cogote, le palmeaba rítmicamente la cabeza.
—La encontré —dijo Nina—. No quería venir.
—No quiero molestar —dijo Jun—. Hola, sargento.
—Hola, Jun. ¿Cómo estás?
—Como siempre. Ya sabes. Según el día. —Ella lo miraba con
intensidad. Mostraba una sonrisa franca que le llenaba la cara de ternura—.
Me encanta verte de papá.
—Sí, ya ves. A todo se acostumbra uno.
—No lo dice, pero le encanta —apuntó Nina a modo de secreto.
Rieron. Eiroa descabalgó al niño y su mujer lo cogió en brazos.
—¿Sabes por qué tiene el pelo así? —dijo Nina, señalando el cabello
alborotado de Eiroa.
—¿De las babas del peque? —rio Jun.
—Nooo —contestó Nina, cogiéndose del brazo de su marido—. Porque
ha pasado la tarde bañándose en la playa y embadurnándose en la arena
como una croqueta.
—¡No! —dijo Jun con auténtica sorpresa—. ¿Tú? ¿En el mar? No puede
ser.
Rieron.
—Nos da mucha alegría verte —dijo él, mirando a ambas mujeres.
—Ya se lo he dicho yo —dijo Nina—. Deberíamos vernos más.
—Ya saben que no soy mucho de vida social.
—Y ahora menos —dijo Eiroa.
—¿Qué quieres decir?
—Tengo que darte la enhorabuena por tu nuevo nombramiento, señora
directora del Museo Arqueológico Benahoarita.
Nina aplaudió y también la felicitó.
—Muchas gracias. Ha sido algo tan sorprendente y repentino. No me lo
esperaba, la verdad. Pero de pronto, el director me llama al despacho y me
anuncia que se retira y que me quiere a mí en el cargo.
—Una sabia decisión que debía tomar sí o sí —dijo Eiroa.
—¿A qué te refieres? —dijo Jun.
—Pues eso, en fin, no sé, que ya era hora de que ese carcamal cediera el
paso y se dedicara a la fotografía de paisajes.
—Qué curioso.
—¿El qué?
—Eso fue precisamente lo que me dijo que haría.
—Un tipo listo. Con sus más y sus menos, como todos, pero un
superviviente.
—Sí, supongo.
—Oye, y tengo otro regalo para ti —le dijo él—. Espera, lo traigo.
Las mujeres quedaron solas.
—¿Otro regalo? —preguntó Jun.
—Es una tontería —dijo Nina—; a veces es como un niño, ya sabes.
Antes de que el nuevo artista ocupara el escenario, el recinto se inundó
de los acordes de Iris, de U2, justo en el momento en que las estrellas
comenzaron a rellenar el cielo.
—Oye, Nina, nosotras nunca hemos hablado de todo lo que pasó…
—Sí que lo hablamos.
—Tengo cosas que decirte.
—Ya me lo has dicho todo, Jun. —Nina le cogió las manos—. ¿No te das
cuenta que ya me los has dicho todo? Todo y más. Te estoy profundamente
agradecida. Y no solo por salvarme de aquella cueva…
—Yo no te salvé de la cueva, y me refiero a otra cosa.
—Sí me salvaste, y, conmigo, tal vez a muchas mujeres más. Pero, aparte
de eso, te agradezco por rescatar a Pablo…
—¿Rescatarlo?
—Rescatarlo de su incertidumbre, de sus miedos que no le dejaban ser
como realmente es ¿No lo entiendes? Fuiste tú, y toda esta experiencia
límite, quien me ha devuelto a mi marido. —Nina la abrazó—. ¡Gracias!
—Yo, la verdad…
—Y no quiero que te desentiendas de nosotros, que te apartes del mundo
en ese mundo tuyo. Quiero que seamos amigas, que nos veamos, que
enseñes a pescar a los chicos…
—Los chicos son unos cagaos.
Rieron con ganas.
Apareció Eiroa con un paquete alargado, con una vistosa cinta roja
formando un pomposo lazo.
—Toma, para ti. Con todo cariño —le dijo él.
—Oye, pesa. ¿Qué es esto?
Los otros la ayudaron a abrir la caja. Tras unos minutos de forcejeó,
extrajo un artefacto metálico.
—¡Una cizalla!
—Nunca se sabe cuándo te hará falta una cizalla.
—Desde luego, yo acostumbro a llevar una en el todoterreno, por si
acaso.
—Y yo te debía una.
—Bueno, no era necesario. Si por eso fuera, yo te debería una pistola.
—Eres una persona increíble, Jun —le dijo—, y serás la mejor directora
del museo. Cuenta con nosotros para lo que necesites.
—Muchas gracias, de verdad. ¡Eh! ¿Saben que ya estamos en marcha con
nuestro primer proyecto? Ha salido una colaboración muy interesante con
un grupo de vulcanólogos. Junto a ellos estudiaremos la influencia de
antiguas erupciones en la vida y el hábitat de los benahoaritas.
—Vaya, eso suena muy interesante —dijo Nina.
—Yo no quiero saber nada más del tema, —dijo Eiroa—, pero sería
buena cosa que estén atentos a la aparición de más momias. Aún resta por
esclarecer el paradero de siete mujeres. Y también de alguna carga
explosiva, aunque a estas me parece que el volcán se encargó de sepultarlas.
—Aun no he superado lo de la pobre Sarah —dijo Jun—. Tanta lucha y
sufrimiento para nada.
—También a mí me persigue su recuerdo —dijo Nina.
Sonó el móvil del sargento. Hizo un aparte para responder. Apretó su
oreja con la mano para aislarse del ruido circundante. Las mujeres
advirtieron cómo su faz se demacraba según atendía a su interlocutor.
Cuando colgó, lanzó un improperio.
—¿Qué ocurre? —preguntó su mujer.
Las miró a las dos.
—Han dado el aviso de la desaparición de una excursionista.
Luis Castañeda
Ganador del Premio Literario Amazon 2020

La Palma, Islas Canarias.


Ganador del Premio Literario Amazon 2020 con la novela Cuando
venga el rey, amor y muerte en una isla a la deriva. Puede conseguirla
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