Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
✽✽✽
POR
LUIS CASTAÑEDA
Primera edición: mayo 2022
© Luis Castañeda, 2022
www.luiscarloscastaneda.com
info@luiscarloscastaneda.com
Las chicas estaban exultantes. Les salía la alegría de vivir por los ojos.
Nerviosas, no paraban de moverse y de chillar al hablar. Y hablaban mucho.
Habían hecho bien en alquilar la autocaravana y recorrer la isla con la
excusa de asistir al concierto por la diversidad sexual. Cinco días metidas
las tres en aquella destartalada casa rodante resultó ser la mejor experiencia
que podían imaginar para ese verano. La intimidad a la que obligaba el
reducido espacio y sentir que estaban rompiendo barreras, que eran capaces
de saltar los obstáculos de la vida, habían hecho florecer aún más el amor
entre Clara y Marisa. En ese momento, descendían por la carretera hacia el
puerto cogidas de la mano sin dejar de cantar, voz en grito, What’s Up
(¿Qué pasa?), del grupo 4 Non Blondes, que sonaba a todo volumen en la
radio. Les encantaba esa canción. Decía todo lo que querían decir: ¿Qué
pasa? (what’s going on). Y yo digo, hey, hey…, yo digo, hey, ¿qué pasa?
Levantaban las manos unidas y agitaban la cabellera con furia; en el rostro,
una expresión de superioridad, what’s going on. Un canto a la libertad.
Sentada tras la mesa móvil, Esther se contagiaba del ánimo festivo de
sus compañeras. Alzaba también los brazos al cielo, sin vergüenza de
mostrar las axilas sin depilar (cuánto le había costado superar eso). Con los
ojos cerrados, dejaba caer la cabeza de un lado a otro, de forma rítmica, la
espalda casi arqueada, y sus hermosos rizos rojos iban y venían, lanzando
destellos cuando los atravesaban los rayos solares. «¿Qué pasa?, yo digo,
hey, ¿qué pasa?».
Esther se había impuesto aquel viaje como parte de un proceso de
sanación. Eso era evidente para sus amigas, las que en realidad tuvieron la
idea de escapar de la ciudad. La habían convencido, arrastrado más bien,
para emprender aquel viaje. Además, se lo merecía. Por supuesto que sí. A
pesar de todos los contratiempos, había sido capaz de acabar el último año
de la carrera. Eso era lo importante. Que la relación con Jose se hubiese ido
al garete, tirando por la borda tres años de un idílico amor-para-siempre,
también era importante, qué carajo, no podía olvidarlo así como así, pero
capítulo cerrado; a otra cosa, mariposa. Eso le decían las chicas. Para ella
no resultaba tan sencillo. Pero estaba consiguiéndolo. Y esta aventura, con
aquellas locas de la caravana, constituía un gran paso.
La idea era olvidar, sanar y renacer. Volver a ser.
La vista del precipicio que se abría a sus pies daba vértigo. Habían
encontrado un pequeño remanso en la pendiente cubierta de deslizante
pinillo y preparaban el equipo para el descenso vertical. A pesar de la
seguridad con la que se movía su compañero Roberto técnico deportivo
especialista en espeleología, la experiencia le indicaba que no debía
confiarse. Un mal paso en aquel terreno suponía que tuvieran que recoger
sus restos cientos de metros más abajo.
Mientras se colocaba el casco, los guantes y demás accesorios para
hacer rápel con seguridad, Jun se tranquilizó pensando que ya era una
veterana en aquellas situaciones. Al principio, cuando la contrataron para
encabezar el proyecto de Cuevas Colgantes, lo había pasado mucho peor.
Era experta en cuevas y yacimientos arqueológicos, en ese campo se sentía
cómoda. Podía pasar horas arrastrándose por el suelo de una cavidad y
cepillando capas de sedimentos para un muestreo antracológico. Su mente,
más en sintonía con lo que llamaban rata de biblioteca, se mostraba inmune
a la claustrofobia. Pero las cavernas que iban a explorar se abrían en lugares
poco accesibles. Había que ser un jodido deportista, un escalador, para
llegar a ellas. Después de casi tres años, habían catalogado medio centenar
de nuevas grutas que los antiguos benahoaritas utilizaban con fines
habitacionales y, sobre todo, funerarios. Muchas de ellas ya habían sido
expoliadas. Una lástima tanto ultraje fruto del desconocimiento. Otras, en
cambio, seguían intactas, tal y como las dejaron los indígenas hacía más de
quinientos años, tras la conquista de la isla atlántica por los castellanos.
Cuando presentía que pisaba por primera vez un lugar único y, de hecho,
sagrado, la embargaba una emoción que ella comparaba con estar
enamorada: la misma alegría eléctrica, como alguien a quien liberaban tras
años esclavizado. Era esa sensación de plenitud.
Al atarse la hebilla del casco, pensó que ya se había olvidado del
pálpito del enamoramiento. Después de dejarlo con aquel novio de la
universidad, sus relaciones habían sido superficiales y poco duraderas. La
culpa era suya. No buscaba apoyarse en alguien, crear proyectos conjuntos
y esas cosas. Con veintisiete años, aún se veía joven para formar un hogar o
engendrar hijos. No, no había sitio en su vida para ese tipo de amor. Tal vez
nunca lo hubiera, en realidad. Ya se había acostumbrado a la soledad. No
era esa soledad deprimente que le habían contado, al contrario: en su
aislamiento de los demás había conseguido crecer como persona, como
mujer. Y eso incluía su lado oscuro, lo sabía. Y lo aceptaba.
—¿Lista? —preguntó su compañero, que había asegurado las cuerdas
en los troncos de dos pinos.
—No, pero vamos allá —dijo ella con una sonrisa falsa.
—Tienes que estar bien concentrada. Es importante.
—Claro, descuida.
—Vamos a utilizar unas poleas para que sea más fácil y seguro. Y
recuerda: el descenso, suave, fluido —dijo él mientras le pasaba la cuerda
por la cintura y por la espalda.
—¿A cuánto calculas que está la boca de entrada?
—Por lo que vimos con el dron, a unos quince metros de progresión
vertical.
—De acuerdo. ¡Joder! —lanzó el improperio para liberar tensión.
—Tranquila. Ya lo hemos hecho muchas veces. Vamos a ir despacio,
poco a poco. Suelta y baja con los pies en la pared, y con esta mano
controla la cuerda, ¿sí?
—Venga, vamos allá, no hagas que me lo piense más.
—Okey. Voy delante. Desciendo dos metros y espero a que llegues a
mi lado.
El hombre caminó de espaldas hacia el abismo; en el borde, dio un
salto y desapareció de la vista. Ella aguardó, nerviosa, abriendo y cerrando
con fuerza la mano sobre la soga.
—¡Dale, Jun! —oyó la voz de su compañero como un eco lejano.
Se dejó ir de espaldas, aferrada al cordel, mientras sus piernas se
movían por inercia, ajenas a su voluntad. Alcanzó el pretil. Y el mundo le
dio vueltas. Definitivamente, aquel no era su sitio.
—No mires al fondo, ya sabes. Primero un paso y luego otro, como si
ya fueras a tocar el final, ¿vale? Suave, despacio. Tenemos todo el tiempo.
La voz de Roberto le parecía un bálsamo, pero a la vez oía el rechinar
de los arneses, el crujido de la cuerda, las piedrecitas chasqueando bajo sus
botas, el quejido del pino que la sostenía al mecerse por la brisa. Tenía que
reconocer que la descarga de adrenalina que le provocaba el peligro la hacía
sentir viva. Persiguiendo esa excitación que la conducía a tomar conciencia
de sus límites, en el pasado había cometido actos imprudentes. Era su lado
oscuro.
Entonces, la piedra de apoyo se desprendió y ella bajó tres metros en
un segundo. Roberto vio como lo sobrepasaba en caída libre. Jun cerró con
fuerza el paso de la cuerda y frenó en seco. Como había perdido la posición,
no pudo evitar golpearse la cabeza y una rodilla contra la pared. No gritó.
Miró arriba, a su compañero, casi pidiendo perdón. Roberto se dio unos
toques sobre el caso.
—Mucha atención —gritó. Luego, más calmado, se interesó por ella
—: ¿Estás bien?
Jun levantó el pulgar. Él se descolgó hasta su altura. Seguía pegada al
risco.
—Nos queda poco ya —dijo Roberto—. Recupera la postura.
Jun tensó los músculos de los brazos, tirando de la cuerda, y logró
apoyar los pies. Lista para dejarse caer varios metros más. Roberto saltó
hacia atrás. Se frenó y esperó. Ella lo imitó a la perfección. Después del
susto, el resto del descenso transcurrió sin sobresaltos.
Alcanzaron al fin, a trece metros de la cima, la boca de la cueva que
habían divisado horas antes en la pantalla del móvil que recibía las
imágenes del diminuto dron. Esta nueva tecnología constituía un gran
avance para discernir la viabilidad de exploración y el interés de una
cavidad antes de irse allá con todo el equipo.
La entrada era estrecha. Roberto, que fue el primero en intentar
introducirse, tuvo dificultades, dada su corpulencia. Se deshizo de los
enganches y abrió paso para que Jun se metiese. Ella no era pequeña, pero
le resultó más fácil que a su compañero. Dejaron la cuerda asegurada en el
interior y encendieron las linternas de los cascos. Gatearon por el escabroso
pasadizo con extremo cuidado, analizando con detenimiento suelo y
paredes, en busca de posibles restos o señales de presencia humana. No
parecía que el lugar hubiese sido contaminado. Cinco metros más allá,
desembocaba en una minúscula sala de techo abovedado, con una altura de
apenas metro y medio que los obligaba a encorvarse.
Examinaron la estancia. Nada que destacar a simple vista. Parecía otra
gruta estéril más. Casi de frente se adivinaba otro pasadizo angosto.
Roberto se tiró al suelo para atravesarlo. A la espera de su turno, Jun
encendió una potente linterna de mano y con su haz recorrió las paredes
abruptas. Los minerales brillaban como pequeños animales que abriesen los
ojos por primera vez.
—¡Listo! Sígueme —dijo Roberto.
Apagó la linterna y se la colgó del enganche en la cadera. Se arrodilló
y, cuando levantó la vista para medir la altura del orificio, se quedó
petrificada. No podía creerlo. Parpadeó, pasó el dorso de la mano por la
frente, secando las gotitas de sudor, e inmóvil, forzó la mirada para que la
bombilla de su casco no provocara falsas sombras.
—¡Espera, Roberto! Aquí hay algo.
Con cierto temblor de manos, volvió a tomar la linterna mayor.
Retrocedió un metro y enfocó al frente de la pequeña cavidad, por donde ya
aparecían los pies de su compañero, que reculaba.
—¿Qué pasa? —dijo Roberto, incorporándose ante ella.
Jun no pudo articular palabra. Mantenía los ojos abiertos como dos
luceros. Por fin, con un ademán de barbilla, dijo:
—Si esto es lo que parece, hemos hecho el descubrimiento del siglo.
Roberto se giró y miró donde incidía la luminosidad. Adivinó unas
líneas, unos dibujos, alguno casi antropomorfo. Claramente era una
inscripción, quién sabía si un aviso de un benahoarita. Aunque también
podía tratarse de la gamberrada de algún muchacho. En cualquier caso, era
un hallazgo inesperado que quizá constituyese un punto de inflexión en la
arqueología de la isla, donde nunca se habían datado pinturas rupestres.
Se miraron, asombrados. Sonrieron, incrédulos. Jun se acercó al
grabado. A primera vista, parecía hecho con carbones. Reconoció en el
trazo la intencionalidad de dar un sentido al mensaje. Habría que realizar
estudios antracológicos y sondear la cueva para filtrar unidades
estratigráficas en busca de algún tipo de industria lítica, malacológica,
cerámica, restos humanos o fauna terrestre. Quizá encontrasen algo que
aclarase cómo usaban la caverna los aborígenes. Por la ubicación y la forma
de la cueva, ella se inclinaba por una funcionalidad funeraria, pero tenía que
hallar pruebas. Y no perder la calma. Debía proceder como científica para
no contaminar la zona. Lo primero sería ponerse en contacto con el
inspector de Patrimonio del Cabildo insular y, por supuesto, con la directora
de Patrimonio del Gobierno de Canarias. Necesitarían la opinión de otros
expertos.
—¿Sabes lo que esto significa, Roberto? —preguntó, eufórica, sin
esperar respuesta.
Incluso en aquella oscuridad, Roberto apreció el cambio de semblante
de su compañera, que había dejado su permanente gesto de preocupación,
de enfado con el mundo, y se mostraba risueña. Sus ojos destellaban como
los de un gato. Nunca la había visto tan resplandeciente. La consideraba
hermosa, pero solo viéndola así se le pasó por la cabeza el sentimiento de
cariño, como si se le abriese un pasadizo oculto para acercarse a su corazón.
Deseó abrazarla y reír juntos.
Ella lo apartó. Volvió a su intensa concentración.
—Alumbra aquí —ordenó.
DÍA DE PERROS
COMPLEJO ASTROFÍSICO
Roque de los Muchachos
Viernes, 8 de enero de 2021
Raúl dejó solo a Juan José en la sala de vigilancia y corrió lo más rápido
que pudo por el pasillo del edificio. Cayó al doblar una esquina y perdió el
arma. Nervioso, se incorporó e intentó colocarla en su sitio mientras volvía
a correr. Las rachas de viento y nieve golpeaban los ventanales con quejidos
lastimeros. Sabía dónde acostumbraba a echarse Julio en la zona de
descanso. Encendió la luz y lo llamó con urgencia desde la puerta. El otro
no se inmutó. Se acercó a la cama y lo zarandeó.
—¡Julio!, despierta, levanta.
—¿Qué pasa? ¿Qué hora es?
—Ven, corre, tenemos una incidencia seria.
—¿Una incidencia? ¡¿Qué cojones es eso?! Háblame normal.
—Has de verla tú mismo. Si no, no me creerás. Ven, Juan José espera
en la sala de monitores.
Julio movió su corpachón, apartó el saco de dormir que lo cubría y se
sentó en el catre para ponerse las botas, pues se había acostado vestido.
Siguió al más joven. Cuando llegaron donde la videovigilancia, ya se
encontraba plenamente despierto, aunque con la boca reseca.
—¿Qué pasa, Juan José? —preguntó al compañero.
—Mira eso. —Señaló la pantalla central.
Julio se inclinó. La nieve y la neblina emborronaban la imagen. Acercó
la silla. Vio la enorme sombra y se sentó.
—¿Qué es?
—No estamos seguros. Es como un lobo, ¿no? —intervino Raúl.
—Aquí no hay lobos.
—Pues un perro… ¿Te has cruzado con alguno de ese tamaño?
—Es muy lanudo —dijo Juan José—. Parece una mezcla de perro y
cabra.
—Hay cabras salvajes aquí, en la Caldera, ¿verdad? ¿Cómo se llaman?
—dijo el más joven—. Tienen un nombre…
—Arruís —confirmó Julio.
Se miraron los tres, no conformes con sus propias respuestas. Al fin,
Julio, el jefe, tomó la decisión:
—Cojan abrigo. Vamos hasta allí.
—Yo conduzco —dijo Raúl, alborozado.
—¿Estás seguro, Julio? —le dijo en un aparte Juan José—. Sea lo que
sea ese bicho, no ha hecho pintadas ni ha puesto bombas.
—Es muy inusual, no podemos quedarnos con los brazos cruzados.
Hay que averiguar de qué se trata. Nos pagan por esto, ¿no?
En el exterior, el viento aullaba arrastrando maleza. Los hombres
recibieron el impacto del frío, al que no estaban acostumbrados. Subieron a
un viejo Renault Clio, que se resistió al arranque.
—¡Vamos, joder! —exclamó Raúl.
—Tranquilo —ordenó Julio—. No lo atosigues, que lo ahogas.
—Y no vayas a toda leche, a ver si nos matamos —remató Juan José.
Después de una prolongada tos, la mecánica entró en funcionamiento y
el vehículo avanzó por el asfalto. La carretera había desaparecido bajo la
nieve y solo adivinaban sus límites por los pequeños matojos que crecían en
sus orillas. A veces, las ráfagas dejaban al descubierto el firme. Recorrieron
así, a tientas, los trescientos metros que los separaban del Telescopio
Nazionale Galileo, uno de los primeros observatorios instalados en el
Roque. Eran famosas las fotografías de promoción en las que su cúpula
brillaba al borde del precipicio, perfilada sobre un cielo de un azul
profundo. A pesar de su gran tamaño, no les resultó fácil divisarlo.
—Mira, el cartel. —Raúl se afanaba por limpiar el vaho que cubría el
interior del parabrisas—. Debe estar ahí delante.
—Pues para aquí —dijo Julio.
Los demás lo miraron.
—No queremos asustarlo con el coche.
Asintieron.
—Julio —dijo Raúl—, ¿qué hago si…? ¿Qué hago si veo esa cosa?
Julio dudó, planteándose la misma pregunta. Soltó la manija de la
puerta y se giró hacia sus compañeros.
—Si crees que es un animal, le disparas en la cabeza… —Asintieron
—. Y si crees que es otra cosa…
No acabó la frase. Pero ellos necesitaban la respuesta.
—¡¿Qué?!
—Si es otra cosa, también. ¡Vamos!
Salieron del coche. No cerraron las puertas para no hacer ruido. Julio
desenfundó su arma reglamentaria. Los otros lo imitaron, siguiéndolo. Unos
pasos más allá, levantaron la vista cuando una ráfaga dejó al descubierto la
silueta plateada del Galileo. Su volumen era desmesurado. El temporal allí
bramaba como si estuviera aterrizando ante sus narices una nave espacial.
Esperaron. Por un instante, el viento amainó, la bruma cesó de correr
despavorida y el rugido desapareció.
Y entonces lo vieron. Los tres lo vieron.
Parecía un perro, negro, peludo, con ojos encendidos y colmillos
afilados. Raúl, nervioso, descargó la munición, cinco disparos rápidos que
impactaron por la pared, pero ni se acercaron al objetivo.
—¡Joder, Raúl!
—¿¡Qué?!
—¡No me jodas!
—Casi le doy.
—Rodeemos el edificio —ordenó Julio—. Ustedes vayan por la
derecha. ¡Y no disparen si no están seguros! A ver si nos vamos a matar.
Se separaron. Con sigilo, cada uno tomó una dirección. Juan José y
Raúl avanzaron decididos. Doblaron las dos primeras esquinas. Al afrontar
el lado norte, la niebla se hizo más densa, hasta el punto de que no veían
más allá de tres metros. Caminaron pegados a la pared. A mitad de trayecto
se percataron de las letras pintadas. Juan José pasó un dedo por una de las
líneas y se manchó. Continuaron con cautela. Raúl no terminaba de librarse
de la incertidumbre de desconocer si le quedaba alguna bala en el cargador.
Delante de él, Juan José se detuvo y puso una rodilla en el suelo. Había
visto algo. Raúl asomó la cabeza por encima de su hombro, tratando de
abrir los ojos más allá de lo físicamente factible. Vio una sombra. Un bulto
oscuro.
—¿Hay alguien ahí? —gritó Juan José a la espesura blanca.
—¿Julio? ¿¡Eres tú!? —casi chilló Raúl.
—Sí, soy yo. Voy a acercarme, tranquilos.
La silueta desdibujada tomó forma hasta que identificaron al jefe.
—¿Nada? —preguntó a los dos.
—Del bicho, ni rastro. Pero hemos descubierto una pintada. Es
reciente.
—Lo que me imaginaba. Estos cabrones no descansan.
En ese momento oyeron un alarido, o un aullido, o un ladrido.
—Todavía están aquí. Vamos a por ellos.
Los tres se adentraron en la bruma a la carrera, y en unos segundos se
perdieron la referencia. Saltaron de la terraza adoquinada del observatorio y
aterrizaron en la superficie volcánica e irregular de la montaña. Cada uno
hizo lo que su instinto le dictó. Raúl se agazapó, estirado de mala manera
sobre la vieja colada cubierta de nieve, sujetando tembloroso el arma con su
posible última bala en la recámara. Juan José continuó trastabillando hacia
lo desconocido, la Parabellum delante de sus narices, por si escuchaba algo
diferente al silbido del viento. Más adelante, Julio se abría camino a buen
paso. Sabía que no estaba lejos de las barranqueras que rompían de forma
abrupta la explanada. Le llegaron ruidos de piedras rodando. Echó la rodilla
al suelo. Sacó la linterna de un enganche lateral de la cadera, la sujetó con
la mano izquierda y apoyó sobre ella la pistola. Pero no fue una buena
decisión: la niebla hacía que la luz rebotara, creando figuras falsas con los
remolinos del viento y, además, pensó, lo volvía más visible. La apagó. Sus
pupilas reaccionaron con un crecimiento instantáneo que le permitió ver lo
que antes no veía. ¡Y ahí estaba! ¡Joder, aquellos ojos! El animal saltó hacia
él con una agilidad asombrosa. Julio se tiró a un lado como movido por un
resorte, al tiempo que disparaba una bala loca que se perdió en el infinito.
Se dio un buen golpe en el costado. Se incorporó raudo.
—¡Por aquí, por aquí! —gritó, corriendo tras la sombra.
Los demás se movieron en esa dirección. No sabían hacia dónde se
dirigían, pero eran conscientes de que la montaña se acababa. Unos metros
más allá, el viento chillaba, limpiando la visión. Julio divisó una vereda que
descendía hasta el vacío flanqueada por riscos de formas esperpénticas.
Fuera lo que fuera aquello, no tenía escapatoria.
Se le unió Juan José, jadeante. Bajaron con cautela, examinando
recovecos y escondrijos. Alcanzaron el fin de lo transitable. Las nubes y los
bufidos de aire ascendían formando espirales.
De súbito, un rugido a sus espaldas los sobresaltó, y antes de que se
giraran, aquella alimaña los arrolló y, de un salto prodigioso, se esfumó en
el abismo.
Con el pasmo reflejado en sus rostros, los hombres emprendieron la
senda de regreso, sacudiéndose las ropas, cabizbajos, sin mediar palabra,
incapaces de enfundar sus armas. En el rellano del camino divisaron a Raúl,
inmóvil, los brazos extendidos a los lados del cuerpo, con la pistola en la
mano derecha y la linterna en la izquierda. Se acercaron por detrás. Él no
reaccionó.
—Ya está, Raúl —dijo Julio—. Ese bicho se mató solo.
El joven no pareció escucharlo. Estaba como ido.
Los otros lo rodearon. Juan José levantó la linterna y le alumbró la
cara. Una mezcla de pánico y estupor se le traslucía vívidamente por los
ojos y la boca.
—¿Te encuentras bien? ¿Estás herido?
—¿Qué coño te pasa?
Lentamente, levantó la mano que portaba el foco. Los demás miraron
hacia donde iluminaba. Era un recoveco, una roca que, al derrumbarse,
había dejado al descubierto su interior. Pero lo que vieron a continuación
los paralizó. Una figura humana, consumida y momificada sobre unos
troncos a modo de crucifijo les daba las buenas noches con una sonrisa de
dientes descarnados y unas cuencas vacías que les producían un terror más
atávico que los ojos infernales del perro negro que acababan de enviar al
otro mundo.
No, aquel no era un buen día.
Cuando reaccionaron, Julio recapituló en voz alta los acontecimientos
vividos, más que nada para poner un poco de sensatez en aquella locura.
Debían tener la misma versión cuando lo contaran. Él regresaría al centro
de vigilancia para dar el aviso a la Guardia Civil mientras los otros
custodiaban el lugar, cuidando de no tocar la zona, por si hubiese alguna
huella o indicio. Aunque hubo protestas y planes alternativos, se hizo lo que
Julio dijo.
EL HOGAR
CASA DEL SARGENTO
Puntallana
Viernes, 8 de enero de 2021
Miró el reloj del Nissan: las cinco y treinta de la tarde. Llovía con fuerza y
las nubes negras habían convertido el día en noche. Y eso que dijeron que la
Filomena no los alcanzaría. Había tardado más de una hora en cruzar la
cumbre, la carretera de montaña que unía las dos partes de la isla. Todos
evitaban circular por ella en días así, pero a algunos no les quedaba más
remedio y circulaban con luz antiniebla y lo más despacio posible. Aun así,
solía haber salidas de calzada, derrapes y accidentes.
Cuando abandonó el asfalto y descendió por la pista de cemento que
conducía a su vivienda sintió alivio. Habían decidido alquilar aquella casa,
más grande de lo que sus necesidades requerían y algo apartada del caserío,
porque su mujer se había enamorado de la panorámica sobre el océano. Él
hubiese preferido vivir más cerca de los servicios urbanos. Su casa
encantadora los obligaba a coger el coche para ir al supermercado, a la
farmacia, al cine. Además, tanto mar junto lo agobiaba, lo inquietaba. Era
isleño, había nacido y crecido rodeado de agua, pero siempre le tuvo
respeto. Y miedo, qué carajo, debía reconocerlo. De hecho, ya no recordaba
la última vez que se había dado un chapuzón. Hacía mucho. Pero allí vivía,
en una casa en lo alto del acantilado, con todas las vistas al mar que pudiera
imaginar.
Su mujer había metido el coche de cualquier manera debajo del volado
del porche. Debía de haber llegado durante el aguacero. Sin detener el
limpiaparabrisas, que no lograba evacuar de forma eficaz, consultó los
mensajes del móvil. Nada relevante. Solo un wasap de una compañera del
Puesto. Tenía una notificación en el calendario que no había consultado. La
abrió por curiosidad. Ponía «ginecólogo». Se golpeó la frente con la palma.
«Mierda», dijo. Había olvidado por completo la cita.
Guardó el teléfono en el bolsillo del vaquero, apagó el contacto y, con
agilidad, cruzó la terraza bajo la tromba de agua.
Al entrar en la casa, encontró a su mujer recostada en el sofá que
dominaba el salón en penumbra, ante la cristalera. Los rayos de la tormenta
destellaban con frecuencia, ahuyentando las sombras a latigazos. Ella tenía
una copa de vino en la mano y llevaba la bata de algodón cardado que él le
había regalado el día de Reyes. La miró de reojo mientras dejaba en el
aparador las llaves, la cartera, la placa y la Ramona dentro de su funda.
Ella, en cambio, no lo miró, absorta en el espectáculo de lluvia y
relámpagos. Él sabía que estaba de mal humor.
—Hola. Menuda tarde de perros —dijo, aún en el descansillo.
No obtuvo respuesta.
Bajó dos escalones y se acomodó en su sillón.
—¿Cómo te fue en el médico?
Ella le dirigió una mirada dura. Había llorado. Se encogió de hombros
y apretó los labios.
—Me fue imposible venir. Lo siento de verdad —dijo él—. Aunque no
hubiera tenido tanto papeleo, tampoco habría llegado a tiempo. He tardado
hora y media en cruzar la cumbre por culpa de la tormenta.
—No importa. Ya estoy acostumbrada —dijo ella al fin. El tono de
desgana le confirmó su enfado.
Él ya presentía que aquella actitud de cabreo subliminal, de cierto
victimismo, «estoy fatal, ¿sabes?, pero no importa», desencadenaría una
noche de discusión. Y, francamente, ya no soportaría otra riña por motivos
nimios. No entendía por qué ella se las arreglaba para meter los dedos en la
llaga y escarbar hasta hacer sangre si tampoco quería mal rollo.
—Sé que te lo prometí, pero no he podido.
—Nerviosa como estaba, he tenido que conducir bajo la lluvia y
esperar en la consulta, sola —se le quebró la voz—; parecía una madre
soltera en medio de las otras parejas.
—Lo siento, Nina, pero me ha sido imposible.
Ella bebió. Pensó en lo que iba a decir, en el alcance de sus palabras y
en las consecuencias.
—Te olvidaste —dijo.
El dedo penetrando en plena llaga. Él lo ignoró.
—Bueno, ya está. Cuéntame, ¿qué te ha dicho? ¿Va todo bien?
Ella acabó la copa. Se puso en pie con dificultad, se encaminó hacia la
cocina. Él quiso cogerle la mano cuando pasó por su lado, pero ella se zafó
con un gesto violento.
Al regresar con la copa llena, le dejó caer el móvil.
—Ese es tu hijo —contestó con apatía.
Él le dio al play del vídeo. Una ecografía mostraba lo que con algo de
fe se intuía como un cuerpecito; sí, por fin atisbaba la cara, una mano. Pero
enseguida se deformaba. Aun así, era real. Estaba allí, allí dentro, y estaba
vivo. Le impactó la secuencia. La vio varias veces, en silencio. Contuvo las
lágrimas. Al levantar la vista, tropezó con su mirada de sorpresa. ¿Se
extrañaba de que se emocionase contemplando a su futuro hijo?, pensó él.
¿Tan insensible lo creía? ¿Tan ajeno a aquella nueva experiencia de ser
padres? Pero ese sentimiento de ella se revelaba mucho más cercano que la
desidia o el enojo. Se secó los ojos con el dorso de la mano e hizo ademán
de ocultar la cara. Sollozó, compungido. Un poco, quizá. Ella reaccionó al
instante: se incorporó y se sentó en el brazo del sillón. Le acarició el
cabello, consolándolo.
—Está todo bien, mi amor —le dijo—. Está perfecto. Perdona mi
actitud. Ha sido una tarde de muchos nervios. Te necesitaba a mi lado. Pero
ya pasó.
—Perdóname tú. La verdad es que no he podido llegar a tiempo.
—Lo importante es que estamos juntos en esto. A veces me agobio
pensando que te pueda ocurrir algo, que nos ocurra algo.
—No te preocupes tanto. Todo saldrá bien. Tenemos una buena razón
para que nos salga bien —dijo, señalando la imagen del teléfono.
Nina se puso en pie y bebió un sorbo de la copa de vino.
—He de decirte algo sobre eso —dijo, al fin, mirando el infinito.
Él también se levantó.
—¿Hay algo que no va bien?
Ella pareció volver de un ensimismamiento.
—No, no. No es referente al bebé, tranquilo. Bueno, en realidad, sí.
—Cuéntame, por favor.
—Creo que no te gustará.
—Lo soportaré.
—He llamado a mi madre.
—¿Y?
—Le he pedido que venga, que me acompañe en lo que queda de
embarazo y tras el nacimiento.
Él se separó de ella, bordeó la mesa del salón y se acercó al ventanal.
Fuera rugía la tormenta. A los pies del acantilado, el mar golpeaba con
saña, socavando con cada envite los cimientos. Cerró los ojos y respiró
hondo.
—Me parece muy bien. No tengo problema.
—¿Lo dices de verdad? Vivirá aquí, con nosotros.
—Sí, sí. Tú necesitas compañía y ayuda. Habrá muchos momentos en
los que yo no podré estar. Noches incluso, por los servicios especiales. Ya
sabes cómo va esto. Con tu madre aquí, los dos nos sentiremos más
tranquilos.
—¡Gracias a Dios! Pensé que te sentaría mal.
—¿Mal por qué? Solo asegúrate de hacer tú el café, que a ella le sale
asqueroso. Ah, y que no hable pestes todo el día sobre la calidad del agua,
del pan, de la carne, del pescado.
—¿Algo más? —Le pasó la mano por la cintura.
Él la abrazó por los hombros. Sin tacones, la cabeza de ella le llegaba
al pecho.
—Que no se queje del calor, de que tire la ropa en el baño, de la tapa
abierta…
—Pero es que todo eso lo haces.
—Ya, ya lo sé, pero con que me lo digas tú es suficiente.
Rieron.
—No te preocupes. Hablaré con ella.
La besó en la frente.
—Mira, se me ha quedado la boca amarga —dijo él con sorna—. ¿Qué
tal si preparo una tortilla con pimientos?
—Huuum, sabes que tengo hambre todo el día. Hazla de tamaño extra.
—Acompáñame y me sigues contando.
Fueron a la cocina. Él se puso un delantal con una inscripción: «Yo no
friego, soy el chef». Puso papas, pimientos rojo y verde, cebolla y cuatro
huevos sobre el poyo. Ella se sentó en el banco-arcón de madera que
rodeaba la mesa por tres lados. En el extremo, la ventana daba las mejores
vistas de la ciudad. Aun con la iluminación tenue, se podía contemplar la
espuma del mar que, enfurecido, arremetía contra el malecón de la nueva
playa.
Nina siguió hablando mientras él trabajaba.
—Me preocupa la boda de tu hermana.
—¿Por? Ella parece tenerlo todo controlado.
—¿Tú qué crees? Pues porque no sé qué ponerme: los vestidos me
sientan fatal. Tendré que llevar uno de esos a lo Demis Roussos. Y con los
pies hinchados, no podré llevar zapatos. Creo que no seré capaz de
moverme cuando llegue la fecha.
Él se reía ante su zozobra.
—Estarás bonita. La más bonita del baile, ya verás.
—Sí, la mesa camilla más bonita de la sala.
—No, eso no. Pero el más precioso barco velero, sí.
—¡Oye! No te burles, que es muy serio.
—No bailarás… Cruzarás la pista movida por los vientos.
—¡Pero serás cabrón!
Él le pidió silencio. Le había parecido oír algo.
Su móvil volvió a sonar. Con el índice levantado, le pidió que
esperase. Ella protestó, arrugando la nariz.
Al cabo de unos segundos, regresó a la cocina.
—Tengo que irme.
—¡¿Cómo, ahora?!
—Han descubierto otra.
—¿Otra?
—Otra momia. Arriba, en el Roque.
LA MOMIA DEL ROQUE
COMPLEJO ASTROFÍSICO
Roque de los Muchachos
Viernes, 8 de enero de 2021
El paso del temporal había castigado el bello jardín que rodeaba el museo
arqueológico. Una cuadrilla de jardineros del ayuntamiento acometía la
limpieza de los parterres. Llamaba la atención la presencia de una roca
enorme, tan fuera de lugar que parecía un meteorito caído en la plaza. El
cartel explicativo decía, sin embargo, que se trataba de un yacimiento
arqueológico en sí mismo, cuatro toneladas de piedra que, ante el peligro de
deterioro al que se exponía en el punto donde fue descubierta, se había
trasladado lo más cerca posible del museo. Eiroa la miró con interés,
buscando algún tipo de grabado o pinturas. No encontró nada de eso, solo
unos huecos de diferentes tamaños y a distintas alturas. Leyó el panel:
«Sistema de cazoletas y canalillos utilizados en ritual aborigen de petición
de lluvias». «Pues agua sí han tenido», pensó Eiroa.
El MAB se levantaba al fondo del recinto, mostrando su característica
fachada, una estructura circular de cemento y cristal. El interior bullía de
actividad: una treintena de estudiantes deambulaba por la sala principal,
donde se mostraban aspectos de los primeros pobladores. Unos ojeaban con
interés unas cabañas de piedras y ramas, a tamaño real; otros leían los
grandes paneles explicativos, y, más allá, otro grupo atendía a las imágenes
de unos soportes audiovisuales.
—¡Hola! —reconoció la voz cantarina de Raquel, su hermana.
—Menudo movimiento hay aquí. ¿Es así todos los días?
—Bueno, se intenta. Esto es lo que le da vida a un museo, ¿sabes?, que
la gente entre e interactúe.
—Y yo que pensaba que era aburrido y estaba siempre en silencio.
Ella se rio.
—Vives en el pasado, muchacho. —Lo golpeó en el hombro con la
mano abierta, como para que espabilara.
—Los museos y yo nunca llegamos a congeniar.
—Ya, ya —dijo ella, asintiendo—. Bueno, dime, ¿ya hablaste con ella?
—¿Con la arqueóloga?
—Sí, hombre.
—Sí, por teléfono. Hemos quedado aquí. —Miró el reloj—. ¿Sabes
dónde está?
—No exactamente. Puede que en la sala superior o en el almacén,
abajo. Lo que sí sé es que hoy está de mala leche.
—¿Y eso? ¿Tiene uno de esos días del mes?
—¡No se te ocurra gastarle esas bromas a ella! ¿Me oíste?
—Vale, vale.
—Ponte serio. No la vaciles ni te tomes confianzas. Ya te dije que es
muy reservada, no entendería tus chistes.
—De acuerdo. No lo iba a hacer. Y deja ya de tratarme como a un
niño.
—Es que en ocasiones lo pareces. Recuerda, además, que es una de las
jefas y yo solo soy personal de administración.
—Que sí, que sí. Descuida.
—Voy a ver si la localizo. Tú siéntate ahí. Puedes leerte estos folletos.
—¿Folletos?
—Son sobre el museo y su labor. Así te culturizas —dijo ella,
estampándoselos contra el pecho.
—Vale. Oye, ¿y por qué está de mal humor?
—En una exposición temporal que preparan, un operario tiró una
vitrina llena de pequeños huesos y herramientas aborígenes.
—Joder.
—Han tenido que parar todo y, al parecer, se les echa el tiempo
encima. Bueno, espera ahí, que ahora vuelvo.
La vio alejarse. Se sentó junto a una pared y dejó los folletos a su lado.
Los muchachos hacían mucho ruido. Sus voces reverberaban,
multiplicándose a modo de eco sordo en la estructura circular. En cualquier
caso, prefería aquello a un monótono y aburrido silencio. Se inclinó hacia
delante y apoyó los brazos en las rodillas. Tras el mostrador, las
recepcionistas no le quitaban ojo. Cogió uno de los panfletos. Leyó,
distraído. Allí decía que el museo, inaugurado en 2007, había supuesto un
antes y un después para la arqueología de la isla, pues hasta ese momento
no se contaba con un lugar apropiado donde reunir, catalogar, conservar,
investigar y difundir la riqueza patrimonial. De hecho, aparte de acabar con
la dispersión de los bienes en múltiples instituciones y colecciones privadas,
se frenó el constante expolio de restos y yacimientos, fuera por ignorancia o
por otros intereses.
Raquel lo interrumpió:
—Está en el almacén. Baja por esa escalera, tuerce a la izquierda y
verás su despacho, bueno, una mesa con un ordenador. Le gusta trabajar
allí.
—Pues vamos allá.
—Ve con cuidado, hay cosas por el suelo y las estanterías están
repletas. No vayas a tirar nada, que te conozco.
No respondió. Guardó los papeles en la cazadora y le sacó la lengua.
Caminó por un pasillo circular hasta que encontró una puerta y, cuando
iba a girar el picaporte, se abrió y aparecio un tipo ancho que cegó por
completo la entrada. Se quedaron frente a frente, sin que ninguno cediese el
paso. El otro arrastró entre sus piernas un cubo del que salía el palo de una
fregona, en el que apoyó las manos, cubiertas con unos guantes de color
rosa chillón y se hizo fuerte en el sitio. El sargento admiró la mandíbula de
boxeador y los brazos de Popeye llenos de tatuajes. Le incomodó su actitud
arrogante. Le dieron ganas de pegarle un tiro en un pie.
—Busco a Judith Nogales, la arqueóloga —dijo por fin—. Arriba me
dijeron que la encontraría aquí.
—¿Y usted es…?
Eiroa ladeó la cabeza y frunció el ceño de forma sutil. Lo del tiro
seguía siendo una idea cojonuda. No se veía dándole explicaciones al
encargado de la limpieza.
—Tengo una cita con ella. Me espera.
Displicente, aún se demoró un incómodo segundo en apartar a un lado
el cubo.
—Tenga cuidado de no tirar nada.
Entró. Había una parte con luz, otra en penumbra y el resto en
oscuridad. El espacio estaba abarrotado de objetos a la vista o envueltos.
Caminó con cautela. Al fondo, tras una cristalera, atisbó la figura de alguien
ante un ordenador. La llamó, pero no le respondió. Se acercó. La chica,
ajena a su presencia, permanecía sentada con las piernas abiertas. El
sargento se fijó en las botas, negras, tobilleras, de suela gruesa, de esas Dr.
Martens típicas de los punkis. Tocó con el nudillo en el cristal.
—¿Judith? —Ella no pareció sobresaltarse. Asomó la cabeza por un
lado de la pantalla para dirigir una mirada pétrea al visitante.
—Soy Eiroa, el guardia civil, la he llamado esta mañana por teléfono.
Ella cerró las piernas, se puso en pie.
—No viene en el mejor momento.
—Sí, lo sé. Mi hermana me ha informado del percance. Lo siento
mucho. Solo será un minuto.
A Eiroa le sorprendió su altura. Vestía por completo de negro. El
vestido, entallado y corto, dejaba a la vista brazos y piernas, fuertes y bien
torneados. También el cabello era negro, brillante, con un corte peculiar. Su
mujer se lo había mostrado en una revista para preguntarle qué le parecería
si ella se lo hacía así. Lo llamó bob. Pues la chica tenía un corte bob a lo
bestia, como hecho por ella misma con un machete: un tajo radical a la
altura de la nuca y, luego, unos mechones que le colgaban por encima de las
orejas, acariciaban su mandíbula y, a veces, alcanzaban las comisuras de los
labios. El flequillo, a media frente, a lo Juana de Arco. «Muy suya, mucha
personalidad», pensó él.
—Sea muy breve, por favor —dijo Judith—. Coja aquella caja, si
quiere sentarse.
—De acuerdo. Iré al grano, entonces. Según tengo entendido, explora
cuevas de difícil acceso.
—Cuevas Colgadas. Proyecto Cuevas Colgadas —puntualizó ella—.
Un programa conjunto con el Gobierno de Canarias.
—Eso es. Hace unos meses, obtuvo un gran éxito. Vi la rueda de
prensa en la que presentó la cueva Tiznada.
—Obtuvimos un gran éxito. Somos un equipo.
—Me llamó la atención que utilizaran drones para descubrir nuevas
cavidades.
—Es la mejor forma de discernir si una posible cueva merece ser
explorada.
—Porque tienen que descolgarse por los riscos verticales. Imagino que
hay que estar en buena forma física.
—Desde luego. Somos escaladores, espeleólogos, arqueólogos…, de
todo un poco.
—¿Cuántas cuevas han descubierto así?
—Unas cincuenta.
—¡Cincuenta! Son muchas, ¿no?
—Y quedan muchas más. Este es un territorio volcánico. Desde la
costa hasta el interior del Parque Nacional hay infinidad de cuevas
naturales. Algunas son de fácil acceso y otras, en cambio, se ubican en
sitios tan remotos y escarpados que han permanecido ocultas durante siglos.
—Cuénteme cómo proceden. ¿Van buscando con el dron en cualquier
lugar?
—No, en realidad, no. Acudimos a sitios donde sabemos que hay
asentamientos aborígenes o nos guiamos por historias y cuentos de la gente
de antes y experiencias de pastores.
—De acuerdo. Imagino que si la boca de una cavidad está oculta,
incluso camuflada, hasta con el dron es complicado percatarse de su
existencia.
—Sí, supongo que sí.
—Tal vez hayan dejado atrás alguna, por así decirlo.
—Posiblemente, sí.
El sargento esperó unos segundos a que añadiera algo más. Sin
embargo, ella no separó los labios ni le retiró la mirada. Él tamborileó en la
caja en la que se sentaba y ladeó la cabeza hacia su izquierda, sin fijarse en
nada en concreto. Buscaba ordenar sus ideas. Se topó con un cuadro sobre
un caballete, medio cubierto por una sábana, que dejaba a la vista unos
trazos densos, de colores fuertes, y unas formas que le recordaron a unas
manos crispadas.
Ella se giró hacia el mismo lado. Al darse cuenta de que el cuadro no
estaba bien tapado, se levantó con rapidez y ajustó la tela.
—¿Es suyo? ¿Pinta?
—Soy una aficionada. —La incomodaba explicar algo de su esfera
personal—. Pero preparo una exposición. A veces, para relajarme, pinto
aquí.
—Yo juego al ajedrez. Dicen que también es arte. No lo sé. Pero me
distrae.
Ella no comentó el asunto y regresó a su asiento.
—¿Han encontrado momias en esas cuevas colgantes? —volvió a la
carga él.
—No.
—Leí que esas cuevas de difícil acceso se destinaban en su mayoría a
funciones funerarias, ¿no?
—Sí, eso es cierto. De las cuevas habitacionales, donde vivían, solía
ser sencillo entrar y salir, como es lógico.
—Pero dice que en ninguna de esas cincuenta que han catalogado han
visto cuerpos.
—Cuerpos momificados, no. Restos humanos, sí.
—Restos humanos que antes podrían haber sido momias.
—Puede. Llevan ahí más de quinientos años. Han tenido tiempo de
degradarse o de sufrir ataques de animales.
—Claro. Una momia de diez años no se desintegra de ese modo.
—¿Una momia de diez años?
—Quiero decir, si alguien momificara un cuerpo en 2010, lo más
probable es que se encontrara entero.
—Es una pregunta sin sentido. No se hacen momificaciones. Eso eran
ritos funerarios ligados a una cultura desaparecida. Se practicaba el mirlado
a los miembros relevantes del grupo. Hoy en día, un cadáver puede
momificarse por las condiciones especiales del medio donde ha transcurrido
el periodo post mortem. Pero ya no se hacen momificaciones artificiales. A
no ser…
—A no ser…
—A no ser que se trate de un perturbado que disponga de los
conocimientos y de las materias primas para llevarlo a cabo. —Reflexionó
un instante y preguntó—: ¿Es eso lo que lo trae por aquí? ¿Han encontrado
una momia y quiere saber quién puede hacer eso hoy en día?
—No, no. Solo busco información de una experta.
—¿Ha aparecido un cuerpo momificado en alguna cueva?
—No puedo responderle a eso.
—Quizá yo le sea de ayuda si me cuenta más al respecto.
—Se lo agradezco, pero por el momento no puedo hablar del caso.
—El caso. —Ella le clavó sus ojos negros e inquisitivos. Él retiró la
mirada—. Pues si no va a preguntarme nada más, la verdad es que tengo
mucho trabajo.
—Sí, claro. De acuerdo. Disculpe por entretenerla.
—No se preocupe.
—Si me surge alguna otra duda o cuestión, ¿le importa que vuelva a
llamarla?
—En absoluto. Llámeme. Aunque quizá no pueda atenderlo de
inmediato.
—Por supuesto.
—La semana que viene, cuando finalice la preparación de la muestra
de los expolios, me tomaré unos días. No saldré de la isla. Estaré pintando.
Lo digo por si le hago falta en esas fechas.
—No quisiera molestarla, de verdad.
—Si es importante, llámeme.
—Muy bien. Gracias por todo.
—Adiós.
—Que vaya bien la exposición.
—Tenga cuidado al salir, no tire nada.
Subió a la primera planta. Intentó despedirse de Raquel, pero no la
encontró. Dejó recado a una de las mujeres de la recepción, que tomó nota
con una media sonrisa y le dijo adiós alargando las letras finales, como
quien lanza un sedal. Él le devolvió la sonrisa.
A la salida, los jardineros hacían un corro frente a la roca de las
cazoletas. Se acercó, curioso. Contemplaban una masa oscura, del tamaño
de un perro, que se retorcía.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Hormigas —respondió uno, sin mirarlo.
—Es como si tuvieran prisa por cambiar de casa —dijo otro, más
joven.
—Están histéricas. ¿Ven? Van como locas.
—Estos animales presienten los peligros —dijo uno de más edad—.
Una vez vi algo así, pero eran abejas, en Mazo, y luego ocurrió aquel
incendio.
Al sargento le sonó el teléfono. Era su compañera. Ya había reunido
toda la documentación que le había encargado.
DESAPARICIONES
PUESTO DE LA GUARDIA CIVIL
Los Llanos de Aridane
Policía Judicial
Miércoles, 13 de enero de 2021
Las cima más alta del Parque Nacional de la Caldera de Taburiente era el
Roque de Los Muchachos. Allí se ubicaban los observatorios. Desde el
Puesto, podía llegar por la ruta norte, hora y media aproximadamente, o
cruzar la cumbre y bajar hasta la capital, Santa Cruz de La Palma, para
volver a subir, camino en el que se invertía algo más. Decidió recorrer este
último porque, según el aviso, el suceso se ubicaba en esa subida.
El tiempo había mejorado con respecto a dos días atrás, pero el asfalto
aún evacuaba bastante agua del derretimiento de la nieve y de las placas de
hielo. Siempre que transitaba aquella carretera de alta montaña, estrecha y
con curvas imposibles, se preguntaba cómo se las habían arreglado para
ascender en gandolas las delicadas piezas de los observatorios.
Poco después de la señal de tráfico cortado, detuvo el coche ante el
control. Se identificó y subió doscientos metros más hasta toparse con el
grupo de agentes. Arrimó el todoterreno al arcén, detrás de otros vehículos
de la Guardia Civil, y se colgó la identificación en el cinturón. Al acercarse,
divisó cinco o seis bultos de color marrón claro que resaltaban sobre el
negro del firme. Buscó a alguien que le informara. Le puso en antecedentes
un cabo, que fue de los primeros en llegar.
—Han aparecido así: seis arruís adultos abatidos por disparo y, luego,
como ve, degollados.
Los animales, puestos en fila, reposaban en un charco de sangre. Las
cabezas, sin embargo, estaban amontonadas. Un espectáculo macabro.
—Nunca había visto uno de estos, la verdad —dijo Eiroa.
—Sí, son difíciles de encontrar. Viven en La Caldera.
—Pero estos bichos no son de aquí, ¿no?
—No, señor. En los años cuarenta, trajeron estas grandes cabras desde
las montañas de Marruecos, con el único fin de practicar la caza. Pero se
conoce que, después, se multiplicaron y se les fue de las manos. Hoy en día
constituyen un problema porque, al parecer, acaban con la flora autóctona,
muchas son especies endémicas al borde de la extinción.
—Habrá otra manera de controlar la población de este ganado…
—Sí, bueno, aquí viene la complejidad del asunto y el porqué de la
pintada que ahora le mostraré.
—¿Otra pintada?
—Sí, dejaron escrita una frase en la carretera.
—Cuénteme.
—Aquí hay un enfrentamiento entre el colectivo de cazadores, que
quieren ser ellos quienes abatan los ejemplares siguiendo un control, y la
Consejería de Medio Ambiente del Cabildo, que ha decidido acabar con la
población de un animal que es foráneo e invasor.
—Y no ha contado con los cazadores.
—Pues no. Se ha hecho la encomienda a la empresa Gesplan.
—Lo que no ha gustado nada al colectivo.
—No. Ya han hecho reuniones y escritos de protesta, pero sin éxito. Lo
que les ha sentado peor es que han visto, abandonados en el monte,
numerosos restos a medio descomponer.
—Es decir, que los fulminan a gran distancia y los dejan, sin enterrar
ni contabilizar.
—Eso parece.
Eiroa caminó entre los cadáveres, seguido por el guardia. A pesar del
sol que brillaba en mitad del cielo, la brisa llegaba fresca. Se giró hacia el
terraplén que descendía a la derecha. Apoyó una pierna en el quitamiedos y
observó las flores amarillas que sembraban la pendiente, salpicadas por
islas de nieve. Entonces, un aleteo sobre la cabeza lo hizo agacharse. Un
cuervo atrevido se posó a dos metros, sobre el metal. Lo miró de arriba
abajo y emitió un graznido histriónico que le chirrió en los oídos.
—¿Y este? —preguntó al cabo.
—Son unos confianzudos. Están acostumbrados a que la gente les dé de
comer y ya han perdido el miedo.
Varios pájaros negros ocuparon de pronto su lugar junto al primero y
emitieron un graznido estridente pero por turnos, como respondiéndose en
una discusión. Llegaron más. Algunos se atrevieron a saltar sobre la panza
de los muflones muertos. Los guardias los aventaron con las gorras del
uniforme para espantarlos. Los cuervos jugaban con ellos, volando de los
animales a la barandilla con algarabía. Entonces, uno dio pequeños saltos
hasta los pies de Eiroa, como si le quemara el suelo. Una especie de bola
blancuzca le colgaba del pico. El sargento no se movió. El pájaro se montó
sobre una de sus botas y, con delicadeza, la depositó ahí. En ese instante,
ocurrió algo extraño: todas las aves se detuvieron y callaron. Y cuando
alzaron el vuelo y se alejaron al unísono, la tierra tembló. Fue un terremoto
breve, seco, quizá tres segundos.
—¡Qué susto! —exclamó Eiroa, recostándose sobre el muro metálico
—. ¿Lo ha notado?
—Sí, claro. Se vienen produciendo con cierta frecuencia. ¿No lo ha
escuchado en las noticias? Le llaman enjambre sísmico. Cientos de
temblores a gran profundidad.
—Pues no había sentido ninguno.
—¿Qué le ha dejado de regalo el cuervo? —El guardia señaló a los
pies de Eiroa.
—¿El qué? Ah, no sé. —Se agachó, cogió la bola con dos dedos y, al
darle la vuelta, la soltó de golpe—. ¡Me cago en todo! ¡Mierda! ¡Coño!
—¡¿Qué es?!
—No lo toque. Traiga guantes y una bolsa de muestras.
—¿De qué se trata, sargento?
—De un ojo.
—¿Un ojo? ¿Un ojo de qué? ¿De uno de los bichos?
—Compruebe las cabezas, a ver si le falta una cornea a alguna, pero
me parece que ese ojo es de una persona.
—¿De una persona? ¿De quién?
—De una novia mía —ironizó consigo mismo.
—No entiendo.
—No importa. Cosas mías. Métalo en una bolsa.
Mientras el guardia se encargaba de recoger el macabro presente del
cuervo, Eiroa caminó cincuenta metros hasta la pintada hecha con brocha
gorda en la carretera. Decía: «No arruí Gesplan, consejera traidora». Hizo
fotos con el móvil. Buscó de nuevo al cabo.
—¿Y quién fue el primero en toparse con todo esto?
—Allí, junto a mi compañero de la furgoneta verde —señaló más
arriba—, está la pareja de excursionistas que dio el aviso.
—¿Sabe si vieron algo más?
—Un perro gigante.
—¿Cómo?
—Lo que oye. Aparcaron el vehículo ahí donde está y fueron a
caminar por la ladera. Ya de regreso, dicen que divisaron un enorme perro
negro, corrieron hacia el coche y entonces se encontraron con este
espectáculo.
—¿Había alguna camioneta?
—Dicen que no.
—De acuerdo. Necesitaré copia del atestado.
—Tenga. Su ojo. —Le tendió la bolsita.
EL PHOTOCALL
ENLACE MATRIMONIAL DE RAQUEL Y JUAN
Ermita de Las Nieves
22 de mayo de 2021
Dejó atrás los viñedos de San Simón y siguió por la carretera general del
sur. Antes de llegar a Lomo Oscuro, torció a la izquierda y descendió hacia
la costa. Enseguida desaparecieron las construcciones; solo se veía alguna
casa aquí y allá, pero predominaba lo agreste: matorrales bajos, vinagreras,
salados, hereguillas, verodes gruesos, pero también arbustos de más
tamaño, como higueras, cornicales, tarajales y retamas floridas.
Pronto descubrió por qué esa zona, a tan solo veinte minutos de la
capital, escapaba al afán constructor: el viento. Soplaba fuerte y constante,
del norte, y en atardeceres como ese, una bruma fría y húmeda iba ladera
abajo. En invierno debía ser duro vivir ahí.
En una de las curvas divisó la figura del nuevo faro de La Salemera, un
enorme supositorio blanco dispuesto para el despegue. En la línea de costa
resplandecía la espuma del batir de las olas. Hacia el sur, la brisa se
aceleraba hasta llegar a la punta de Fuencaliente. En el preciso final de la
isla, la tierra giraba sobre sí misma y Eolo soplaba a su antojo, dándole
esquinazo, de modo que se observaba una franja nítida: a la izquierda, mar
bravío; a la derecha, calma chicha.
La Salemera era un minúsculo grupo de casas de pescadores que había
crecido en torno al faro y a la playa de arena blanca. En realidad, no era
blanca. Igual que la de todas las playas de la isla, su color era el negro
volcánico, sin embargo, la existencia de millones de conchas de crustáceos
pulverizadas por el oleaje le otorgaban aquel engañoso aspecto. El lugar
resultaba encantador: la pequeña playa junto al embarcadero, los botes de
los pescadores y casitas blancas, casetas más bien, construidas de cualquier
manera, de puertas siempre abiertas. Y tenía un restaurante: mesas rústicas
de maderas lavadas por el mar, suelo de picón, planchas plásticas por techo;
el mejor sitio donde comer pescado fresco.
Los frenos del Nissan ya protestaban cuando llegó al nivel del mar. A
cien metros de alcanzar las arenas blancas, salió del asfalto y tomó el
camino de tierra de la izquierda, lleno de baches porque atravesaba una
antigua colada lávica. Era un malpaís de riscos solidificados en formas
escabrosas. Solo algunos pescadores se habían acostumbrado a caminar
sobre aquel terreno inseguro, plagado de socavones, respiraderos por donde
bufaba el mar y hoyos ocultos, pese a que era fácil quebrarse un tobillo y
rasparse la piel como un durazno.
Detuvo el coche en un arrimadero. Bajó, abrió el maletero y rebuscó
hasta dar con unos prismáticos. Subió a una loma y oteó la carretera de
bajada, el caserío, el faro, la Montaña del Azufre y, luego, un grupo de
casas, de mejor porte, al que llamaban La Cangrejera. Poco antes había una
cala minúscula: ahí debía estar la casa de Jun. Se la imaginó viviendo sola
en mitad de la nada, y no le extrañó.
Cuando regresó al coche, un estruendo lo sobresaltó: una motocicleta
de cross apareció de pronto y pasó tan cerca que Eiroa tuvo que aplastarse
contra la puerta para no ser arrollado. El motorista, de casco y cazadora
oscuros, salvó las ondulaciones del terreno oculto por una nube de polvo
que crecía tras él. Levantó los prismáticos, pero le resultó imposible
distinguir la matrícula.
Se sacudió la ropa mientras maldecía y condujo de nuevo. Pasó la
playa y un viejo faro abandonado, y por fin divisó la casa de la arqueóloga.
Se quedó mirándola un instante. No alcanzaba la categoría de casa; era una
cabaña. «Joder», pensó. Aunque le fuese como anillo al dedo a su
personalidad esquiva, le costaba imaginar que alguien viviera ahí por
decisión propia.
Cerca de donde estacionó, vio un Wrangler, largo, verde oscuro, y al
lado, una moto parecida a la que casi lo había arrollado hacía unos minutos.
Echó un vistazo en el interior del vehículo. Era un caos absoluto: en los
asientos se amontonaban ropa, botellas, libros, unas botas. El maletero se
asemejaba a una ferretería rebosante de herramientas, botes de pintura,
disolventes, cuerdas, arneses, cascos y guantes. Era el coche de Jun, sin
duda.
Bajó hasta la playa por unos escalones de piedra. La casa tenía un
porche destartalado que le daba su encanto. Había una antigua caravana
integrada en la construcción. Avanzó unos metros por la orilla, hundiendo
las botas en una mezcla de arena y guijarros de buen tamaño. Estaban
húmedos. Calculó que, con marea alta, no debía faltar muchos metros para
que el agua alcanzara la vivienda.
Ella salió de la casa. Iba descalza, vestida solo con una camisa de
hombre. Parecía somnolienta, como recién levantada.
—¡Hola! —alzó la voz por encima del fragor del océano y levantó una
mano.
Ella no contestó, solo imitó el movimiento del brazo. Se sentó en el
primer escalón de madera. Él llegó a su lado y permaneció de pie.
—Me ha costado encontrarte —mintió mientras señalaba la casa.
—Esa es la idea.
—No esperaba que vivieras en… —Dudó cómo definir el sitio.
—¿En una choza?
—En un lugar tan apartado.
—No me gustan los vecinos.
Él cogió varias piedras de entre la arena e intentó dar a una de mayor
tamaño que sobresalía a unos metros.
—¿Te gustan las motos? ¿Es tuya la de ahí arriba?
—Sí. Por aquí, es la mejor opción para desplazarte.
—¿Y tienes amigos que también van en moto? He visto varias
huellas…
—No juegues a policías conmigo —cortó ella.
Quedaron en silencio. Caía la tarde. El callao resplandecía,
envolviendo la playa en un mágico escenario de destellos anaranjados
mientras la marea los salpicaba. Del techo del porche colgaba un móvil de
viento, finos tubos de caña que emitían melodías irreales.
—Tengo hambre. ¿Te apetece cenar? —dijo ella, rompiendo la
quietud.
—Bueno, sí, estaría bien.
—Vale. Pero tendrás que encargarte tú de capturarla.
—¿Capturarla? ¿A quién nos vamos a comer?
—Espera.
Se levantó y caminó hacia el interior. Desde una posición más baja, él
le miró las piernas, desnudas hasta la incipiente curvatura de los glúteos.
Tenía dos tatuajes, uno en cada gemelo, cerca de las corvas.
Tardó varios minutos en salir de nuevo. Vestía lo que le pareció un
traje negro de neopreno, ajustado hasta la cintura, mostrando con
naturalidad sus pechos. Sin remedio, el pasmado sargento los miró. No
consiguió fingir indiferencia. Estuvo torpe cuando ella, con una sonrisa, le
dijo que la ayudara a cerrarse la cremallera, dándole la espalda mientras
metía los brazos en las mangas.
—Has pescado alguna vez, ¿verdad?
—De niño —contestó él, aún batallando con el cierre.
—Vale. Pues aquí tienes. —Le tendió una caña de pescar—. Solo hay
que esperar a que piquen y entonces recoger el sedal.
—Eso está hecho. Creo. ¿Y tú qué vas a hacer?
—Lo mío es caza mayor. El mar está bastante revuelto. No confío en
que logres pescar algo, así que me encargaré del plan b.
Volvió a meterse en la casa y salió con gafas, un fusil submarino y un
recipiente con gambas, ya peladas, que entregó al sargento.
—Tu carnada.
Se colocó las gafas de buceo, bajó los escalones del cobertizo, recorrió
los metros de playa y, sin importarle las olas ni el fresco de la noche que ya
llegaba, se zambulló por completo.
Eiroa se quedó atónito, con la caña en una mano y el bote con el cebo en
la otra. Aquello era impensable para él. No alcanzaba a concebir que se
metiera en el agua oscura, un medio que nunca se puede dominar, y
estuviese a expensas de una fuerza inconmensurablemente más poderosa
que ella. Algo en su interior, muy en el fondo de su hipotálamo, de su
centro de supervivencia, repelía de forma instintiva enfrentarse a una
situación así. Que alguien lo hiciera por placer le volaba la cabeza.
Se recompuso. Se fijó en los utensilios que sostenía. Esperaba
acordarse de cómo utilizarlos. Abrió el bote. Extrajo una gamba, ya
troceada y conservada en azúcar. La clavó en el anzuelo. Recogió el nailon
hasta que el plomo subió a poco más de un metro de la punta. Abrió el
carrete, sujetó el sedal con el índice, echó la caña hacia atrás, por encima de
su cabeza, y la lanzó con fuerza, quitando el dedo en ese preciso instante. El
plomo voló alto, arrastrando tras de sí el anzuelo, la carnada y cincuenta
metros de hilo. Cerró el engranaje y recogió hasta que el plomo, allá lejos,
enganchado en el fondo, le hizo resistencia. Se sentó en la arena, con la
caña entre las piernas y el dedo dispuesto para notar cualquier incidencia
con la carnada. En el rato que permaneció allí, aguzó la vista, intentando
descubrir cualquier señal de Jun. Fue sin éxito. Parecía que las aguas se la
hubieran tragado. El resplandor del ocaso permitió ver un manto de
estrellas. Hacía tiempo, años, que no se detenía a mirar el cielo estrellado.
Aquel instante en soledad en una playa perdida le otorgó ese placer ya
olvidado de observar una maravilla como aquella. Habían bautizado a La
Palma como la isla de las Estrellas. Siempre le había parecido un eslogan
turístico, pero tuvo que admitir que llevaban razón. Era un privilegio
contemplar aquel cielo.
—¿Nada? —lo sobresaltó ella. Camuflada con la noche, él no se
percató de cuándo ni por dónde había salido del mar.
—Nada.
—Entonces, ¿qué cenaremos?
—Estas gambas parecen sabrosas —bromeó él, señalando el bote.
—Yo he cogido esto. —Mostró el arpón ensartado en el cogote de un
sargo de buen tamaño.
—¡Joder! —exclamó él—. Eres una cazadora consumada.
—He tenido suerte.
En ese momento, la caña que sostenía con desgana se sacudió.
—Espera, algo ha picado.
Se mantuvo atento. A los pocos segundos, notó otra acometida y,
luego, apreció tirones lentos y constantes.
Le dio chance aflojando los brazos para relajar el aparejo mientras
bajaba la punta. Cuando creyó que ya le había dado tiempo a tragarse el
anzuelo, levantó la caña con brusquedad y recogió con urgencia el carrete.
Repitió estas maniobras de forma sucesiva. Al fin, algo salió del agua. Era
oscuro, porque no brillaba como el pez de Jun. Arrastrado por la arena, el
bulto se retorcía.
—¡Cuidado! —gritó ella— ¡Es una morena!
—¡Mierda! Yo eso no lo cojo.
—Pues menudo pescador estás hecho, ¿no?
—Le pego un tiro —dijo él, resuelto a llevar a cabo tremenda
salvajada.
El animal tenía los ojos amarillos encendidos de rabia y mordía las
piedras con unos dientes afilados como agujas, que sonaban como
chasquidos metálicos.
Ella fue hasta el porche.
—¡No me dejes solo con este bicho! —gritó él.
—Voy a traer una metralleta —bromeó ella. Regresó enseguida con lo
que parecía la pata de una mesa—. Toma, mátala con esto.
—¡Y un huevo de avión! —dijo lo primero que le salió—. Yo no me
acerco.
—¡Vaya hombre!
Caminó decidida los metros que la separaban del animal. Desde atrás,
él vio cómo golpeaba el cuerpo, que se enroscaba y convulsionaba con cada
impacto. Al cabo, ella sacó un cuchillo que llevaba enfundado en la pierna,
ensartó la cabeza de la morena y la alzó, aún palpitante.
—¿Cómo te gusta? ¿Con mojo verde o rojo?
Él estaba de los nervios. La adrenalina le había corrido por la sangre
como no recordaba y la visión de aquella amazona, capaz de acuchillar de
aquella forma la cena, lo tenía atónito.
—Prefiero el sargo —dijo al fin.
—¿Sabes encender una hoguera?
—Pues…, pues no sé. Quiero decir, no sé si sé. Supongo que sí. No
suelo encender hogueras, la verdad.
—Vale, vale, no te agobies —atajó ella—. Tú traes la leña. Encontrarás
troncos allí, detrás de la caravana. Yo voy a destripar y preparar este bicho,
¿de acuerdo?
Al cabo de veinte minutos, las llamas danzaban y cientos de chispas
ascendían hacia la oscuridad. Cuando la madera se redujo a ascuas, Jun
puso un entramado de hierro a modo de parrilla y, encima, los trozos
abiertos de la morena, que chisporroteaban. Enseguida, el olor del pescado
frito les abrió el apetito. Ella, que se había cambiado el neopreno por unos
leggins grises y una camiseta negra, le pidió que la ayudara a traer los
cubiertos y el vino.
Entraron a la cocina. La casa era en verdad propia de pescadores: suelo
de cemento crudo, tablas deslavazadas, dos bombillas colgando de un cable
pelado y, como decoración, farolillos, caracolas, grandes bucios y estrellas
de mar.
—Tienes que disculparme —dijo él.
—¿Por?
—Podía haber traído una botella de vino, aunque sea.
—La próxima vez —dijo ella, risueña.
Eiroa la contempló mientras iba y venía. Ella lo advirtió:
—¿Qué pasa?
—Pasa que me gustas.
—Ya.
—Y me das miedo.
—No muerdo; no siempre, al menos.
—Tú eres de esas mujeres peligrosas que dan miedo a hombres como
yo.
Ella se detuvo delante de él y lo miró intensamente.
—Solo doy miedo a hombres cobardes. —Le arrebató los platos y los
vasos que él sostenía y, antes de salir, le soltó—: Tú decides si quieres ser
cobarde.
Cenaron sobre la arena cálida, bajo una noche sin luna, alumbrados
apenas por la luz de la bombilla del porche y de las estrellas. Y bebieron un
buen vino, un negramoll de la bodega Victoria Torres Pecis, cosechado allí
mismo, en Fuencaliente, unos kilómetros al sur.
—Creo recordar que me dijiste, en la boda de mi hermana, que tenías
algo que enseñarme.
—Te lo imaginarías. No me pareció que tuvieras capacidad para
recordar nada.
—Sí, bueno, de pronto me encontré algo perjudicado.
—Te vi abalanzándote sobre el photocall.
—Se me enredaron los pies con una tira de globos y…
—Y lo de querer pinchar tú la música.
—De eso no me acuerdo.
—¿No te acuerdas de que levantaste por las solapas al pobre
pinchadiscos?
—¿De verdad ocurrió eso? Eeeh, te lo estás inventando, ¿no?
Rieron.
—Sí que hay algo relacionado con tu investigación que quiero
enseñarte. Pero primero me gustaría saber una cosa de ti.
—¿De mí? ¡Ja! Vaya. No soy nada interesante. Lo que ves es lo que
soy. No tengo secretos. Pregunta: ¿qué quieres saber?
—Para no parecerte más loca de lo que ya piensas que soy, déjame
explicarte mis motivos para preguntártelo.
—Uuuf, otra vez me das miedo.
—Calla.
—A sus órdenes.
—Verás, dices que no tienes secretos, pero eso no es verdad. Todos
ocultamos algo que queremos olvidar, un percance que nos quita el sueño,
que permanece ahí, dispuesto a salir a flote en cualquier momento, ya sea
de tristeza o de felicidad. ¿Me sigues?
—A duras penas. Déjame que beba un poco más.
—Este monstruo que habita en nosotros nos define, nos guste o no, nos
marca. Nuestra visión del mundo se empaña, se sesga, por esa sombra.
Nuestros actos, los buenos, los malos y los horrendos, son consecuencia de
nuestro pasado.
Él abandonó su postura recostada, se sentó con las rodillas recogidas y
hundió la cabeza sobre el pecho, calibrando las palabras de ella.
—¿Tú eres así? —le dijo—. ¿Tu pasado aún te persigue?
—Ya sabes que sí. Tu hermana te contó mi historia.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
Él retiró la mirada y dio vueltas al vaso, haciendo que el vino rojo
oscuro, como sangre, girase rápido. El corazón volvía a palpitarle con
fuerza.
—Oye, Jun, siento mucho todo eso que te…
—Está asumido, ya forma parte de mí. No se trata de que conviva con
eso, intentando superarlo; más bien, soy como soy gracias a mi pasado,
incluido eso. ¿No sé si logro explicarme? —También ella bebió.
—¿Qué quieres saber de mí? —dijo él, sabiendo que esa pregunta
iniciaba una bajada a los infiernos, someterse desnudo a las llamas de una
incombustible hoguera interior.
—Tu monstruo.
—Yo no hablo de eso.
—Quid pro quo.
Volvió a esconder la cabeza entre los hombros. Tomó una rama para
remover los rescoldos. Cuando la punta prendió, la alzó ante sus ojos,
hipnotizado con el ondulante movimiento del fuego.
—Cuando era un muchacho, no tenía miedo. El mundo se presentaba
ante mí sin peligro y yo me disponía a descubrirlo, a conquistarlo. Creo que
sentía lo mismo con respecto a las personas. Era un estúpido, un engreído,
no respetaba a nada ni a nadie. Vivíamos muy cerca de la costa, casi en un
lugar como este, y veraneábamos en una caseta más al norte, en Las
Maretas.
—Conozco el sitio.
—Está cerca del aeropuerto. Allí se forman unos grandes charcos por
filtración del mar. Es perfecto para bañarse y pasar los domingos. —Eiroa
enderezó la espalda y dobló las piernas a lo indio. Tomó una bocanada de
aire y atizó las ascuas con el extremo del palo—. Pero tiene un peligro. En
ocasiones, las mareas empujan los conductos subterráneos y los embalses se
llenan enseguida; y cuando el océano se retira, la fuerza de succión
convierte a esos túneles en trampas mortales. Nosotros no sabíamos eso. Yo
no lo sabía. ¿Cómo podía saberlo?
—¿Y qué pasó?
Lanzó la rama calcinada. Se estiró hacia atrás y, de costado, se apoyó
sobre un brazo, que se enterró en la arena.
—Convencí a mi hermano mayor para bucear cerca de la entrada de un
respiradero para ver cómo se tragaba los peces. Le dije que era divertido, le
dije que sumergiéramos un trozo de madera, como si de un submarino se
tratara, para que lo chupara la boca y, luego, correr para verlo salir a mar
abierto, treinta metros más allá, cruzando el malpaís. Lo convencí. —Se le
hizo un nudo en la garganta. Se pasó la mano por el pelo y la dejó sobre la
frente, apretándose las sienes, en un intento de no desmoronarse delante de
ella.
—Cuéntame el final. —Jun no parecía compadecerse. Quería llegar al
centro mismo del dolor. Quid pro quo, Clarice.
—No puedo. No he hablado de esto con nadie desde entonces.
—Lo sé. Ese es tu monstruo. Enfréntate a él. Sé valiente. Dime.
Él dudó. Revivir la experiencia lo sometía a unos sentimientos
guardados bajo siete llaves en lo más profundo de su corazón. Y sacarlos
ante una desconocida le provocaba heridas lacerantes que no esperaba
padecer de nuevo. Pero, al mismo tiempo, le suponía una liberación, una
catarsis que nunca había experimentado.
—Nos tiramos al agua del charco, mansa en la superficie. Pero en
cuanto nos aproximamos al túnel notamos que la corriente nos arrastraba.
Succionó a mi hermano primero que, de algún modo, logró aferrarse a las
paredes. Pero llegué yo, menos corpulento, e impacté contra él. Aun así,
resistió el tiempo suficiente para que yo trepara por su cuerpo y me apartase
de la corriente que nos engullía. Salí a flote al borde de la asfixia. Grité y
grité, pedí ayuda. Vinieron algunas madres que llamaron a sus hijos para
que salieran del embalse. Volví a sumergirme en el agua turbia,
arrastrándome en vertical por el risco, pero ya no encontré a mi hermano.
Unos pescadores descendieron con la ropa puesta. Nada. Algunos corrieron
hacia el mar, por si asomaba por el otro lado. Nada.
Guardó silencio. Miró las estrellas. Se veía la Vía Láctea recogiendo
constelaciones con su manto lechoso, como si atrapara con una red los
puntos de luz descarriados.
—¿Encontraron el cuerpo? —preguntó ella.
—Por la tarde. Vinieron unos submarinistas de la Guardia Civil. En
principio, tampoco pudieron hacer nada porque la cavidad era demasiado
estrecha para un adulto. Pero la furia de la bajamar escupió a mi hermano.
Aunque no me permitieron verlo, siempre tendré en mi retina lo que no he
dejado de imaginarme y soñar desde entonces: su hermoso cuerpo de
muchacho, su cara aún de niño, sus brazos y piernas en carne viva por el
mortal trasiego dentro de la gruta.
—Te culpas por aquello, ¿verdad?
—Todavía pienso en la terrible desesperación que debió padecer
sabiendo que iba a morir en esas aguas oscuras.
—¿Crees que pudiste evitarlo?
—Creo que yo provoqué aquella situación. Me pusieron en tratamiento
durante años. Fue en vano. Yo tuve la culpa y no es cuestión de
perdonarme, como decían los profesionales, sino de vivir con eso.
—Tu pánico al mar viene de ahí, ¿no?
—¿Se me nota tanto?
Ella no contestó. Cogió la botella de vino, la miró al trasluz de las
ascuas, que aún crepitaban, y rellenó los vasos.
—¿Y cuál es tu mayor miedo, Clarice? —preguntó él.
Jun lo miró con una sonrisa, recostándose hacia él.
—Las cuevas.
—No.
—¿No qué?
—Que eres arqueóloga, trabajas en cuevas.
—Pues precisamente. Es la manera que he encontrado de superar mi
pasado: enfrentarme a él. Me costó decidirme entre la psicología y la
arqueología. Ambas me atraían. Opté por la segunda porque sería más dura
para mí, pero también la más acertada. Aunque he descubierto que hay
mucho de psicología en la interpretación de culturas pretéritas y sus restos.
—Según tú, tendría que haber sido buzo o algo así.
—Bueno, no sé si tanto. De todos modos, no te has ido de la isla;
sigues aquí, rodeado de mar día y noche. Y, en parte, lo de ser poli, atrapar a
los malos y todo eso, refleja tu sentimiento de culpabilidad.
—No lo había pensado. Es posible. Una cosa es cierta.
—¿Qué?
—Que, con tus capacidades para el análisis psicológico, me das más
miedo que hace un rato.
Rieron.
—Antes de que el vino me haga más efecto —dijo él—, podrías
enseñarme eso que dijiste que está relacionado con el caso.
—Ah, sí, es verdad. Aunque sabes que solo fue un cebo para atraerte a
mi guarida —dijo con una sonrisa burlona.
—Sí, lo sé —le siguió la broma—, pero hubiese venido igual sin
necesidad de ninguna treta.
—De eso sí estoy segura. De todos modos, espera un segundo, que
algo sí tengo que mostrarte. Ahora regreso.
Subió los escalones del porche mientras emitía graciosas quejas por los
efectos del alcohol. Entró en la casa. Hizo ruidos como si lo que buscaba
estuviera bajo una montaña de objetos. Al fin salió.
—Ven, aquí hay más luz.
Él se levantó con dificultad. La madera de la tarima crujió cuando la
pisó con fuerza. Ella había puesto una caja similar a un ataúd sobre una
destartalada mesa.
—No me digas que tienes un muerto ahí dentro.
—Pues sí —dijo ella, muy seria.
—No me jodas. No es lo más idóneo para finalizar la velada.
—Esto que vas a ver has de mantenerlo en secreto.
—¿Debo detenerte?
—Entre tú y yo, júralo.
—Sí, está bien. Lo juro.
—Vale. A ver, te explico. Hace unos años, antes de trabajar en el
museo, participé en la exploración de una cueva habitacional y otra
funeraria en Puntallana. Descubrimos muchas cosas sobre la vida social de
aquel asentamiento awara. El estudio que elaboramos tuvo bastante
repercusión en el mundillo. En la gruta con fines funerarios hallamos una
momia muy bien conservada. Era un varón, seguramente un individuo de
importancia dentro del grupo. Un día, después de finalizar la excavación,
recoger las muestras y llevarnos los restos, acudí sola. Quería permanecer
allí en completo silencio, escuchar los sonidos de la montaña, empaparme
de los viejos fantasmas… ¿Me sigues?
—Sí, desde luego.
—Descubrí, de una forma accidental, otra cavidad.
—¡Vaya! La mujer de los hallazgos.
—Sí, ya ves. Yo y las cuevas. A veces pienso que me hablan.
—¿Las rocas?
—Los riscos, los barrancos, las cumbres. Pero también las gentes que
vivieron y murieron en esos sitios. Sobre todo, me parece oír los mensajes
que dejaron, como si me llamaran.
—Estás peor de lo que había imaginado.
—Ya. Bueno, el caso es que en esa nueva habitación descubrí los
restos de tres momias más, mujeres jóvenes, una de ellas adolescente, que
no murieron de enfermedad, creemos.
—Las momificaron para acompañar al líder en la vida tras la muerte.
—Eso es.
—Como si fuera Egipto.
—El mirlado artificial a ese nivel solo se dio en Egipto y en Canarias.
En este campo somos un referente mundial. Pensamos que los amazigh del
norte de África trajeron esas prácticas. En cualquier caso, ese yacimiento
era único, no hemos vuelto a dar con algo parecido.
—Y qué guardas aquí dentro.
—Robé una de las momias.
—¡Uuuf!, madre mía, Jun.
—Solo te lo he contado a ti. Ya ves, tantos años ocultándola y voy y se
la enseño a un sargento tras bebernos una botella de vino en la playa. No
tengo remedio.
—¿Por qué lo hiciste?
—No lo sé. Fue un impulso, un instinto. Puesto en palabras pierde todo
el sentido, lo sé; pero te aseguro que no tuve posibilidad de oponerme,
necesitaba rescatar a una…
—Una mortaja.
—A una hermana.
Eiroa se puso serio. El gesto de Jun denotaba que aquello trascendía al
simple capricho de poseer una reliquia, un recuerdo. Con la tremenda carga
de su pasado, llevarse a una víctima del abuso había sido un salvamento
post mortem, una redención.
—Entiendo —dijo.
—Quiero que la veas. Quiero que la oigas como la oigo yo.
Eiroa la miró a los ojos a escasos centímetros, y vio dentro de ellos un
mundo oscuro con una niña, allá al fondo, que agitaba una lucecita y pedía
auxilio. Una fuerza le agarrotó la espalda y tembló, pero quiso olvidar sus
dudas, abandonar la cobardía, fundir sus miedos con los de ella y renacer
juntos como dos seres libres de pecado que pisaran la Tierra por primera
vez.
La besó.
Con desesperación.
Y en los labios de ella no encontró angustia, como esperaba, sino
dulzura, entrega.
—Perdona. —Él se retiró ligeramente.
—No vamos a pedirnos perdón —dijo ella, recobrando la verticalidad
de su espalda—, no vamos a pedirnos cuentas. Sin exigencias ni reclamos.
—De acuerdo.
Jun se giró hacia la caja, desenganchó dos presillas, como si se tratara
del estuche de un violonchelo, y las bisagras protestaron al levantar la tapa.
Cuando la bombilla del techo iluminó el interior, apreciaron un cuerpo
momificado, encogido, de pequeña estatura. A diferencia de las novias de
Eiroa, aquella tendría más de quinientos años, pero el aspecto era muy
semejante: color marrón oscuro, piel curtida, algunos mechones, vestida
con harapos de pellejo animal. Entonces, se percató del colgante.
—¡Joder!
—¿Qué pasa?
—Ese colgante, ¿se lo has colocado tú?
—No, no, ya lo tenía así, al cuello, como lo estás viendo. ¿Por qué te
llama tanto la atención?
Él sacó su móvil y buscó la imagen de lo que parecía el mismo
abalorio.
—¿De dónde has sacado esta foto?
—Lo llevaba puesto una de las momias que han aparecido.
—¿Momias, en plural?
—Sí, dos por ahora. Sospechamos que hay más enterradas por ahí.
—¡¿Y cómo puede tratarse del mismo collar?!
—Estamos investigando. ¿Sabes si en esa cueva de Puntallana o en
alguna otra excavación han salido a la luz más colgantes así?
—No, no, me hubiera enterado. Solo he visto este. Bueno, y ahora el
que me has mostrado. También es verdad que el nivel de expolio ha sido
brutal en todos estos yacimientos.
—Sí, hay mucha gente que lo hace —dijo él, señalando el cajón frente
a ellos.
—Me refiero a particulares cargados de desconocimiento.
—Disculpa.
—Quiero decir que es posible, poco probable pero posible, que alguien
encontrara esta joya en una cueva y la colgase al cuello de una chica
asesinada.
—¿Se han publicado fotografías o algún dibujo de donde hayan podido
copiar el modelo?
—No que yo sepa.
—¿Y este de aquí lo ha visto más gente?
Ella dudó.
—Déjame recordar. Es posible que, sin hacer referencia a los restos,
claro, se lo haya enseñado a algunas personas. En fotos, sí.
—¿A quién?
—Hace años ya de esto. No estoy segura. Supongo que se lo mostré a
mi compañero, Roberto, el espeleólogo que me acompaña en lo de las
cuevas colgadas. Y, no sé, tal vez a Sebas, Sebastián Cáceres, mi jefe en el
museo.
—Vale. Si recuerdas a alguien más, dímelo, por favor.
—Claro.
En ese momento, sonó el teléfono de Eiroa. Lo miró. Dejó que sonara.
—¿No respondes?
—No.
Se giró hacia el mar. Había subido y traía hasta la casa el fresco de la
noche. Apoyó las manos sobre la barandilla de madera, que se movió,
mostrando su endeble contrucción. Ella sintió frío y se agarró los brazos.
—Tengo que irme ya —dijo él, sin mirarla.
—Lo sé.
—Quiero venir otro día.
—¿Estás seguro?
—No. Pero me gustaría verte de nuevo.
—Aquí estaré. Pintando. Además, necesitaré quien me haga la cena —
bromeó.
Él bajó del porche y caminó unos pasos. Se detuvo. Pensó en decirle
que mantuviera en secreto la conversación, pero era evidente que ambos
tenían razones para callar. Quid pro quo. Se dio la vuelta y alzó la mano,
despidiéndose.
STARMUS 22
CABILDO DE LA PALMA
Sala de conferencias
4 de junio de 2021
Llamó a Ripoll.
—Hola, ¿qué tal?
—Hola. Regular.
—¿Y eso?
—Estoy en el curro —dijo ella, casi susurrando—. Las cosas se han
enrarecido por aquí. Ahora no puedo hablar. Te llamo dentro de cinco
minutos.
Eiroa caminó hasta la zona de los aparcamientos, una explanada cerca
del puerto. Le sonó el móvil. No era Ripoll, sino el número fijo del Puesto.
No contestó. Dejó que se agotara la llamada. Volvió a timbrar al instante.
Lo ignoró de nuevo. Compró un helado en el McDonald’s y se lo comió en
el coche. Cuando el teléfono insistió y comprobó que era el número
personal de la cabo, dio al manos libres.
—Hola, ¿qué pasa ahí?
—Hola. He tenido que salirme. El comandante se sube por las paredes.
—¿Por qué?
—Ha habido otro atentado en el Roque.
—¡No me jodas!
—Lo que oyes. Están intentando localizarte.
—Lo sé. No he contestado ¿Y qué ha sido esta vez? ¿Otra pintada, más
animales muertos?
—Al parecer, entraron en el edificio del Centro de Visitantes, robaron
el grupo electrógeno y destrozaron los paneles fotovoltaicos y una zona del
restaurante.
—Pero ese lugar está cerrado, ¿no?
—Sí, no lo han inaugurado todavía, hace poco que lo finalizaron.
—¿Sabes si hay alguna pintada o algún resto?
—Nada que yo sepa. No tenían siquiera operativas las cámaras de
seguridad.
—Voy para arriba.
—El comandante ha enviado a Paco y a Nacho. Ten cuidado, no te
metas en más follones.
—Descuida.
Colgó. Cuando iba a girar la llave del contacto, oyó un estruendo
procedente de la Marina, la zona de ocio y restauración del puerto
deportivo. Parecía una explosión. Salió del coche. Se escuchaba una alarma.
Divisó una columna de humo negro por encima del edificio. Corrió hacia
allí, cincuenta metros, y se percató de que la explosión había sido en el
muelle de carga. Rodeó la Marina y atravesó el pantalán a la carrera. Llegó
sofocado hasta donde se amontonaban la gente y los vehículos con luces de
emergencia. Se identificó y preguntó qué había ocurrido. Le contaron que
algo había explotado mientras descargaban mercancía voluminosa del
barco. Ya estaba el camión casi lleno cuando algo le reventó debajo y lo
alzó por los aires. Solo la cabina y las ruedas delanteras permanecían de
forma precaria sobre el muelle, el resto se había incrustado contra el barco,
y estaba a punto de caer al fondo de la bahía. La carga ya se había
precipitado al agua. Llamó a Ripoll para que ella diese el aviso a la Guardia
Civil y estableciera algún control de vehículos en las salidas de la ciudad.
En esos momentos, Jacinto Rodríguez, treinta y ocho años, ingeniero
químico, viudo, sin hijos, y Juan Carlos Pestano, treinta y cinco años,
comercial de una empresa de pesticidas y abonos agrícolas, casado, con una
hija pequeña, subían a un Toyota Land Cruiser aparcado a diez metros del
todoterreno de Eiroa y salían del aparcamiento. Dieron una vuelta a la
rotonda y se encaminaron hacia el sur, pasando frente al edificio de
Correos. La adrenalina contenida durante horas afloró sin remedio. A Juan
Carlos le temblaban las manos. Iba rígido, con la espalda pegada al asiento
y los ojos desorbitados. Desde que se habían metido en el coche, se miraban
con inquietud y sorpresa. Todo había salido según lo planeado, apenas
podían creérselo. Durante la noche, habían colocado sin problema las cargas
explosivas en los bajos del camión y el detonador que se activaba con una
simple llamada a un móvil había funcionado como por arte de magia.
Subidos a la segunda planta del complejo de la Marina, donde no quedaba
ningún negocio abierto debido a la crisis y a la pandemia, disfrutaron de
una panorámica amplia de la zona de carga y descarga. Se aseguraron de
que los operarios habían terminado de meter las pesadas cajas para hacer la
llamada y evitar daños personales. Luego, el estallido, la bola de fuego y
humo y el camión estampándose contra el barco, como en las películas. Tan
fácil. No daban crédito. A punto de entrar en el túnel que los sacaba de la
ciudad, solo era cuestión de mantener la calma. Seguirían con su vida
normal, sin verse ni llamarse por un tiempo.
Pero entonces el tráfico se hizo más lento. Algo no iba bien. Había un
control. ¿Ya estaban buscándolos? ¿Cómo era posible?
—¿Qué hacemos, Jacinto?
—Continuar como si nada. Tranquilo.
—¿Tranquilo? Y una mierda. Para ti es fácil lo de tranquilo.
—¿Qué quieres decir con que para mí es fácil?
—Pues que estás solo. Yo tengo una mujer y una niña. Como me
enchironen, me joden pero bien.
La fila de vehículos avanzaba y se detenía, a espasmos. Las luces
azules de emergencia relampagueaban.
—Eso no va a pasar. Mantén la calma. Pero, coño, tú ya sabías los
riesgos, ¿no?
—No, no. No me líes más, anda. Te conseguí el material y te ayudado
a poner las cargas. Dijiste: «No hay peligro ninguno, hacemos una llamada
desde casa si queremos».
—Bueno, bueno, deja de quejarte. Teníamos que comprobar que todo
salía bien. Así pudimos evitar muertes, ¿no?
Siguieron por la recta de Bajamar. Habían dejado atrás, a la izquierda,
el muelle de carga y ahora pasaban junto a la playa. El bramido de un
enorme crucero amarrado en el dique principal casi provocó un ataque
cardíaco a Juan Carlos. El sudor le humedecía las manos y le temblaban las
piernas. Le resultaba complicado meter las marchas. Advirtieron que el
tráfico lento se debía a un accidente. A cincuenta metros, un coche había
volcado en la cuneta. Pero también tenían un control. Había guardia civil
por doquier. Con algo de suerte, los dejarían pasar. Mandaron detenerse a
una furgoneta Renault. Hicieron señas para que avanzaran el siguiente, el
otro y el que los precedía. Juan Carlos aceleró un poco sin mirar a los ojos
del agente, como cuando se colaba en la fila de una discoteca diciendo «voy
con ese, voy con ese». Pero no hubo suerte. El silbato sonó, el guardia civil
levantó una mano y con la otra le indicó que se arrimara a la derecha.
Obedeció dando trompicones con el coche, que se caló antes de aparcar.
Enseguida el guardia los saludó con la mano en la frente.
—Buenas noches.
—Buenas noches, agente —le dijo Jacinto. Juan Carlos no conseguía
reunir el valor para mirarlo siquiera—. ¿Qué ocurre?
—Un control habitual y un accidente. Documentación y papeles del
coche, por favor.
—Sí, claro —respondió Jacinto, buscando su cartera. En vista de que
Juan Carlos no reaccionaba, le dio un codazo—. Tu DNI.
Sacaron de la guantera los papeles y se lo entregaron todo al agente,
que se retiró hasta el coche patrulla.
—¿Es normal que se lleven los documentos? ¿Qué están
comprobando? —dijo Juan Carlos.
—Tranquilo. Es lo normal. No te alteres, que te lo van a notar.
Juan Carlos retorcía la funda de cuero el volante, que sonaba como si
estrujara cartones. Después de varios minutos que les parecieron eternos, se
les acercaron dos guardias.
—Buenas noches —les habló en esta ocasión uno de mayor edad—.
¿De dónde vienen ustedes?
—Del norte, de Los Sauces —mintió Jacinto.
—¿Han ido por la avenida o por la carretera de circunvalación?
—Por arriba, por la circunvalación; no entramos en la ciudad —volvió
a mentir.
—¿Han entrado a los aparcamientos del muelle?
—No, no —mintió por tercera vez, con cara de póquer. Pero el
semblante de Juan Carlos se transfiguraba con cada mentira de su
compañero.
Los guardias dudaron un instante. Echaron un vistazo a los asientos
traseros, a través de las ventanillas. Chequearon los documentos. Parecía
que los daban por buenos. Se los tendieron al conductor, pero Juan Carlos
estaba rígido, ido. Jacinto le golpeó de nuevo el brazo. El otro lo miró,
luego al agente y a los papeles en la mano extendida. Los cogió. Al notarle
los temblores, el agente se cuadró como el portero de la disco que cierra el
paso y dice «tú no». Se acabó la fiesta.
—Abra el maletero.
—¿El maletero?
—Sí, ábralo, por favor.
—Sí, claro, está abierto.
Juan Carlos hizo un repaso mental atropellado de lo que podían
encontrar mientras el más joven se encaminaba en cámara lenta hacia la
parte trasera del coche. Jacinto, preocupado, le clavaba la mirada con una
pregunta: «¿Has dejado ahí detrás algo que nos incrimine? Dime que no has
sido tan idiota». Tanta presión hizo que los cables pelados que se movían
histéricos en el cerebro de Juan Carlos chisporrotearan buscando vías de
escape, formas de desaparecer. Y sin conciencia plena, arrancó el coche y
aceleró a fondo, chirriando ruedas. Al salvar los obstáculos, puso en peligro
a los demás vehículos. Dos guardias motorizados se enfundaron los cascos
y abrieron gas por la cuesta de Unelco, persiguiéndolos.
El coche de los fugitivos era pesado y no llegaron a tiempo a ninguna
desviación en la que despistar a los guardias. De modo que, en la primera
ocasión, se introdujeron por una pista sin asfaltar para uso de una finca
platanera. Cuando pararon, Jacinto estalló en un ataque de furia.
—¡Me cago en la puta! —Golpeó el salpicadero con ambas manos—.
¿Pero es que tú estás jodido de la cabeza? ¿Y ahora? ¡Eh! ¡Contesta, joder!
¿Y ahora qué? ¿Qué vamos a hacer ahora?
Juan Carlos se apretaba las sienes, agobiado porque le gritara en plena
oreja. No sabía ni qué decir. Había sido una reacción impulsiva, no se había
planteado el siguiente paso. Miró al frente, a través del parabrisas. Pensó en
cómo se había metido en aquel embrollo, cómo se había dejado embaucar
por las ideas vengativas de aquel grupo que, decían, luchaban por los
verdaderos intereses de la isla para liberarla del saqueo histórico y la
apropiación de sus riquezas naturales. Tenían razón en todo, durante ese
tiempo así lo había sentido, él estaba de acuerdo y quería participar en joder
a las grandes corporaciones que, por la cara y con la connivencia de las
autoridades locales, se adueñaban de las cumbres sagradas. Hablaban de
hacer pintadas, robar cables, cometer algunos destrozos y asustar a los
científicos con el mito de Iruene. Bien, aquello le parecía correcto, y la idea
de amenazar con un megatsunami que arrasara la costa americana la veía
cojonuda sobre el papel. Nada de aquello era legal, pero entraba dentro de
lo exigible en un grupo reivindicativo como el suyo. Alguien debía hacerlo.
Eso le repetían con frecuencia en las reuniones: cada uno daría un paso al
frente y diría basta, manteniéndose fuertes y unidos contra ese invasor
moderno que, bajo la excusa de la investigación científica, llenaba la isla de
cacharros tecnológicos. Y, a cambio, ¿qué dejaba? Mierda en los montes y
poco más. Ellos eran los valientes que los pararían, los escogidos. Pero,
carajo, había un salto de ahí a volar por los aires camiones con material
tecnológico de alto valor y poner en riesgo vidas de personas de la tierra
como ellos.
—Me voy a entregar —dijo en un susurro que al otro le costó entender.
—¿Qué?
—Que lo mejor es que me entregue.
—Estás loco de remate.
—Nos van a detener de todas formas, conocen nuestros datos. Ya
habrán llegado a nuestras casas. No hay escapatoria.
—Podemos ocultarnos, salir de la isla.
—¿Y luego qué? Vivir como fugitivos. Tengo una familia.
—Ya la tenías antes de meterte en este embolado. ¿No crees que es
tarde para pensar en eso?
—Hasta ahora no había sido consciente de las consecuencias de
nuestros actos. Quiero decir, sí sabía lo que hacíamos, pero era como jugar
al escondite. Lo de hoy lo cambia todo, Jacinto. Lo de hoy no tiene vuelta
atrás.
—¿Estás dispuesto a pagar lo mucho que te tocará pagar?
—Sí, y tú deberías hacer lo mismo.
—¡Ja! Lo llevas claro, chaval.
—¿Piensas huir como dices? Nunca tendrás una vida.
—Tampoco ahora, si lo piensas bien. Estoy solo, desde que murió mi
mujer, no me importa nada. Mi trabajo me entretenía, pero esos cabrones
aprovecharon la puta pandemia para despedir a la mitad de la plantilla local.
El grupo y sus objetivos me mantenían ilusionado. —Se tapó la cara y se
estremeció—. ¡Estoy solo, joder! ¡No tengo nada! —sollozó.
Juan Carlos le puso la mano en el hombro y apretó varias veces, de
forma rítmica, como ademán de consuelo.
—Pongamos paz en todo esto, amigo —le dijo—. No nos tiremos más
mierda encima. Sea lo que sea que nos venga, lo afrontaremos juntos. No
hay otra salida.
Jacinto se restregó los ojos. Sorbió por la nariz y se pasó el dorso de la
mano por el bigote y los labios. Miró a su compañero y este pareció verle
un destello en el fondo de las pupilas.
—Aún podemos salvarnos.
—Venga, colega.
—No, no, escucha. Tenemos un as en la manga para seguir jugando.
—No quiero jugar más. No creo que estemos preparados.
—Mira, atiende. La idea es buena: nos entregamos, pero nos hacemos
los duros y no confesamos nada, ¿vale? Lo negamos todo. En el registro a
nuestras casas encontrarán pruebas de la fabricación de explosivos, los
transmisores, el disfraz de lobo. Okey. Paso dos: cuando nos incriminen,
nos mostramos dispuestos a colaborar y dejamos entrever que conocemos lo
de Cumbre Vieja.
—¿Vas a contarles lo de Cumbre Vieja? Eso significará hundirnos aún
más —dijo Juan Carlos, incrédulo.
—No, no, al contrario. Les decimos lo de las bombas, la amenaza será
de tal magnitud que tendrán que avenirse a negociar una reducción de las
condenas.
Juan Carlos sopesó la idea. No había mucho donde elegir. Podía ser
una palanca para desatascar su posición llegado el momento. Peor no
podían ponerse las cosas, aunque su madre, que en paz descanse, siempre le
repetía que para que las cosas empeoraran solo hacía falta darles tiempo.
—Me parece bien.
—Hay algo más: por mucho que nos achuchen, debemos mantenernos
firmes en que solo somos tú y yo, ¿vale? No hay nadie más con nosotros.
No podemos salpicar al grupo.
—De acuerdo.
—Nosotros decidimos llevar a cabo estas acciones. Como ecologistas
radicales, nos tomamos la justicia por nuestra mano para acabar con el
abuso de las corporaciones extranjeras.
—Sí, ya me sé ese discurso.
—¿Lo tienes claro? ¿Alguna pregunta?
—No, todo en orden.
—Mantén la calma y niega todo hasta el último momento, y, al final,
sacas el tema del tsunami. Dices algo así: «Hemos hecho todo eso que
dicen, pero tenemos preparado algo aún peor». Cuando vuelvan a apretarte,
lo cuentas: «Hemos puesto decenas de bombas en la hilera de Cumbre Vieja
para que reviente y provoque la mayor ola destructiva de la historia. ¿Qué
queremos a cambio de desactivarlas? Un trato».
—Que así sea.
Giró la llave del contacto y salieron despacio de la pista, hacia la casa
de Jacinto, en San Isidro. Allí esperaron a la policía. Juan Carlos llamó a su
mujer y le contó lo necesario para que no se asustara de lo que se
avecinaba. Jacinto lo escuchó llorar mientras no cesaba de pedir perdón.
Antes de que acabara de hablar, el jardín ya se había llenado de coches
patrulla y, desde un megáfono, una voz les conminaba a salir con los manos
tras la cabeza.
EL CENTRO DE LA TIERRA
PARQUE NACIONAL CALDERA DE TABURIENTE
El Paso
12 de septiembre de 2021
Cruzó la cumbre por lo que se conocía como túnel del tiempo. Al salir de
la casa de la playa, el cielo se mostraba empedrado de densas nubes negras
y se había puesto una chaqueta que siempre guardaba en el todoterreno,
pero el sol reinaba en todo su esplendor al otro lado del túnel y pronto le
sobró la prenda. A la isla la dividía una cordillera tan alta que, en efecto, las
condiciones meteorológicas cambiaban del este al oeste, incluso las horas
de luz. El naciente de las montañas hacía de barrera para las nubes
arrastradas por los vientos alisios, dando lugar a un día gris y lluvioso, pero
bastaba atravesar el túnel para toparse, en apenas cinco minutos, con un
cielo despejado y radiante en el poniente.
Jun había pasado las horas en un duermevela, sin descansar del todo.
La relación con el sargento había complicado en exceso su paz mental. No
podía evitar sentirse atraída por él. En sus grandes ojos negros había una
sombra profunda, a veces huidiza pero siempre presente, como una tristeza
vieja, un dolor imborrable, que, desde que la había advertido, cuando lo
sorprendió mirando su cuadro en el almacén del museo, sabía que no le
sería indiferente.
Aparcó a un par de calles del museo. Al alcanzar la plaza, se desvío
hacia un lateral, al espacio donde los empleados dejaban sus motos y
bicicletas. Había una motocicleta de cross embarrada.
Entró en la sala principal de la galería. Era temprano, pero ya había
cierto bullicio, con varios visitantes deambulando. Saludó a las
recepcionistas y recorrió la exposición temporal sobre los expolios. Tocó
con los nudillos en la puerta del director y abrió ligeramente.
—Buenos días, ¿molesto? —dijo, asomando la cabeza.
El hombre consultaba algo en el ordenador. Sus abundantes rizos
blancos sobresalían por encima de la pantalla.
—¡Caramba, Jun! Pasa, pasa, por favor, y siéntate —dijo, jovial—.
Dame un minuto, que termine esto.
—Puedo volver en otro momento.
—No, no, qué va. Ya estoy acabando.
Sebastián Cáceres era el alma del museo. El fundador, el experto en
patrimonio que, con su batallar e insistencia, había logrado convencer a los
políticos de que destinaran los fondos suficientes para dotar a la isla de
aquel museo, largamente deseado. Y había conseguido que se convirtiera en
referente, en motor y empuje de todas las iniciativas concernientes a la
arqueología y a la riqueza patrimonial de la isla. Gracias a él, el MAB era
mucho más que un museo. Suponía la base de operaciones para continuar
con la investigación, catalogación e inventariado, con el estudio de
yacimientos y un largo etcétera. Y todo lo había logrado tras una mesa, en
conversaciones de pasillo, reuniéndose con políticos de cualquier color. Fue
después de que dejara la labor de campo cuando alcanzó el prestigio y el
poder para cambiar las cosas. En cierto modo, ella había sido su reemplazo.
Y hasta su brazo ejecutor, pues había seguido sus directrices muchas veces
o variado su parecer tras las indicaciones u órdenes de él. No se había
percatado hasta ese momento, ojeando unas vitrinas repletas de
herramientas líticas prehispánicas. Viéndolo allí, como un niño jugando un
videojuego, mayor pero aún con buen tono físico, se preguntó si no echaría
de menos calzarse las botas y patear las montañas, arrastrarse por las
gateras y descubrir las huellas de los antepasados.
—Listo. Joder, qué mal se me dan estos cacharros tecnológicos —dijo,
apartando ligeramente el teclado—. Pero ¡oye!, ¿tú no estabas de
vacaciones?
—Tengo unos días, sí, sí. He venido a recoger unas cosas y me vuelvo
a mi santuario.
—Lo que daría yo por vivir como tú, perdida en una playa, sin
preocuparme de nada ni de nadie.
—¿Sabes dónde vivo?
—Bueno, no exactamente, pero por la zona del faro de La Salemera,
¿no?
—¿Has ido por allí alguna vez?
—Pues no, queda muy a desmano de todo, la verdad.
—Sí, eso sí.
—Me enteré de tu terrible accidente.
—¿Qué accidente?
—En la cueva, en La Caldera. Me dijeron que quedaste atrapada por
un derrumbe.
—¿Quién te lo dijo?
—Roberto, claro.
—Sí, fue una imprudencia por mi parte.
—Bueno, me explicó que tuviste que enseñarle la cueva a un guardia
civil. Quiero decir, que fue una obligación.
—No imaginaba que los enjambres sísmicos pudieran ser tan
peligrosos.
—Lo importante es que se solucionó de la mejor forma posible y no
hubo que lamentar daños personales.
—Cierto.
—Claro que sí. ¡Coño!, pero si hasta descubriste una nueva momia.
—¿Cómo sabes lo de la momia?
El director parecía girar un bolígrafo entre los dedos, aunque Jun no lo
viera, pues sus manos quedaban ocultas tras marcos de fotos, placas
conmemorativas, premios y muchos otros utensilios colocados a modo de
barrera entre él y las visitas.
—¿Qué? —El director detuvo en seco el movimiento.
—Que cómo sabes lo de la momia.
—Eeeh, me lo diría Roberto también.
—Sería otra persona, porque Roberto se subió conmigo al helicóptero
de evacuación y desconocía lo del cadáver, que extrajeron varias horas más
tarde.
—Sí, bueno, no sé. Alguien me lo contaría. —Se revolvió en el
asiento.
—Sí, claro.
—Dime, ¿en qué puedo ayudarte?, porque tengo que seguir con el
ordenador. —Señaló la pantalla.
Jun buscó las palabras apropiadas.
—Verás, vengo a confesarte un delito. —Su espalda perdió la postura
rígida.
—¿Un delito?
—Sí. Robé material del museo.
—¿Cómo dices?
—No me refiero a ninguna pieza, sino a una tela.
—Me sorprendes, Jun.
—Abajo, en el almacén, encontré varias lonas impresas. Llevan allí
mucho tiempo sin utilidad alguna, que yo sepa. Un día me llevé una para
hacerme un toldo en mi caravana.
El director dudó qué contestar a aquella confesión.
—Jun, no está bonito robar, pero, en fin, no se trata de La Gioconda.
—¿Para qué se hicieron esas lonas?
—No tengo ni idea.
—Las encargaste tú.
—¿Yo? Sería hace mucho. No recuerdo. ¿Y tú cómo lo sabes? ¿Ya
estabas aquí?
—Sí, la factura de compra la firmé yo.
—Pues entonces tú sabrás. La compra fue tuya.
—Yo no dispongo de categoría para hacer compras de esa cuantía, solo
firmé la recepción.
—¿Y qué más da? No pasa nada, utiliza las que quieras. ¿Quién iba a
querer unas lonas con unas piedras pintadas?
Jun guardó silencio. Bajó la cabeza.
—De acuerdo —dijo, al fin.
—Venga, no hacía falta que vinieras hasta aquí a decirme una niñada
como esa. Un desliz lo tiene cualquiera. —El semblante del hombre se
iluminó. Cruzó los pies bajo la mesa, y Jun admiró los enormes zapatos—.
¿Algo más?
—No, eso era todo —reaccionó ella—. Me voy, entonces. Y muchas
gracias —dijo, dirigiéndose hacia la puerta.
—Nada, mujer. Asunto olvidado. No te preocupes. Tú descansa estos
días. ¿Cómo llevas la exposición?
—Aún no la tengo lista —dijo con la mano en el picaporte—. Me
faltan un par de cuadros y algunos retoques. Pero se me han quitado las
ganas, la verdad.
—¿Y eso por qué?
—Por los últimos acontecimientos, supongo. Tampoco es que confíe
en que voy a vender muchos cuadros o a recibir buenas críticas. Quiero
decir que casi da igual que exponga o que no.
—Bueno, eso no lo sabes —intentó animarla—. Hay público para
todas las tendencias, aunque quizá tendrías más éxito si pintaras escenas
menos tétricas.
Ella quedó inmóvil.
—No recuerdo haberte enseñado ningún trabajo mío. ¿Cómo sabes qué
temática pinto?
Él guardó silencio unos segundos, las manos quietas, la mirada fija.
Destrabó los pies y los asentó en el suelo. Las puntas de los zapatos
sobresalían del mueble.
—Alguien me lo comentaría. No sé. Perdona si he sido un bocazas.
Sigue adelante con tu pasión. Tendrás suerte. Nos vemos a tu regreso.
Ella no dijo nada más y abandonó el despacho. Cerró tras de sí y
permaneció un instante apoyada en la puerta.
Bajó a la sala principal. La conversación con el director le había
dejado mal cuerpo. Se notaba temblorosa. Encontró a la hermana de Pablo.
—Hola, Raquel.
—Hola, Jun. ¿Qué haces por aquí? ¿No estás de vacaciones?
—Sí, ya me voy. Ha sido una visita rápida.
—Si yo estuviera de vacaciones, no me veían el pelo.
—Tienes razón. Mira, quiero llevarme una cosa que tengo en mi
despacho, pero me he olvidado las llaves. ¿Has visto a Víctor por ahí abajo?
—No sé, es posible. Vamos, te acompaño y, en caso de que no esté,
subo yo y lo busco.
Cuando bajaron al almacén, el chico de mantenimiento salía del cuarto
de herramientas. Echó mano de un grueso ramillete de llaves y le abrió la
puerta. Jun se aseguró de cubrir por completo su cuadro inconcluso y se lo
llevó.
ESTRELLAS EN LA ESPALDA
CASA DEL SARGENTO
Puntallana
16 de septiembre de 2021
Eiroa comprendió que había que hacer un punto y aparte. Lo dejó casi con
la palabra en la boca y salió de la sala, seguido por su compañera. En
principio, no le daba crédito. Solía ocurrir: apretabas tanto a un detenido
que, para buscar una salida o, al menos, tiempo, se inventaba algo así, de
calado pero con poca probabilidad de que lo comprobasen de inmediato. Se
reunieron con Paco y Nacho. Les contó que el tal Juan Carlos estaba
dispuesto no solo a confesar la autoría de lo del muelle, sino que se
guardaba un as en la manga y hablaba de nuevos explosivos. Quería algo
concreto a lo que agarrarse, habría que preguntar al juez hasta dónde podían
llegar. Paco se hizo cargo. Nacho no miró a la cara a Eiroa ni intervino en la
breve charla, pero evidenciaba su malestar con gestos y chasquidos.
Sonó el teléfono del sargento. Era Jun. «Qué extraño», pensó. Ella
nunca lo llamaba. Se disculpó, se apartó del grupo y, aún sin descolgar,
salió del edificio.
—Hola —respondió al fin.
—Hola —dijo ella con voz apocada.
—¿Qué ocurre? ¿Estás bien?
—Sí —no sonó convencida—. ¿Cómo estás tú?
—Me duele casi todo: la cabeza, las costillas, los brazos, el tobillo…
Pero he venido a trabajar. ¿Y tú?
Se hizo un silencio. Eiroa se sentó en un banco de la pequeña plaza
frente a las oficinas, espantando unas palomas.
—¿Te encuentras bien, Jun? ¿Qué te pasa?
—Me siento rara. Paranoias que me entran de repente. No te
preocupes.
—Rara estás siempre. Si lo estás un poco más, será por algo. ¿A qué te
refieres?
—No sé…
Eiroa le dio tiempo. Varias palomas revoloteaban sobre él. Jun habló
después de unos segundos:
—¿Has tenido alguna vez la sensación de que te observan, de que te
vigilan?
—¿Es eso lo que sientes? ¿Desde cuándo?
—Hace días, en realidad. Percibo una presencia a mi alrededor. Han
movido mis cosas aquí, en la casa, y en el estudio del faro.
—Lo hice yo —confesó—. Cuando fui a buscarte y no estabas, removí
tus cuadros.
—Lo sé. Eso ya lo sé. —Él no dijo nada. Ella continuó—: Pero no es
eso. Es otro olor, ¿sabes?, otra energía. Es una vibración distinta, dañina.
Me pone nerviosa.
—Bueno, tranquila, no será nada. Tal vez estés en esos días sensibles
del mes…
—Vete a la mierda. No me vengas con idioteces machistas ni me trates
como una histérica en uno-de-esos-días-del-mes —silabeó.
—Disculpa. Tienes razón. He metido la pata con el comentario. —
Hizo una pausa. Dejó que se rebajara la tensión—. ¿Te sientes en peligro?
Ella pensó la respuesta.
—Creo que sí.
—¿Ha pasado algo después de lo del pozo?
—Sí.
—Cuéntamelo, por favor. —Percibía que a ella le costaba hablar del
asunto.
—Lo que ha ocurrido me convence de que hay alguien detrás de la
aparición de las momias. Quiero decir, me consta que alguien secuestra y
asesina a esas mujeres aquí y ahora, no son momias prehistóricas, no es un
rito fúnebre para honrar a los muertos. Esto es real, está pasando. ¿Me
sigues?
—Claro.
—Me tomé más en serio tu acusación en el asunto de las lonas. Me
preocupaba que mi firma apareciera en la factura y que se utilizasen para
camuflar los escondrijos de esos cuerpos.
—¿Y?
—Fui al museo, ayer. Solo hay una persona con capacidad para
encargar esos trabajos de impresión: el director. ¿Lo conoces?
—No me lo han presentado, pero sé quién es. Lo he visto en
entrevistas y en tu presentación de la cueva Tiznada. ¿Hablaste con él?
—Quizá sea que estoy sensible, pero fue bastante extraño. Percibí que
sabe más de lo que parece. Creo que no lo conozco tanto como creía. Me
dio hasta miedo.
—¿A qué te refieres?
—No sé, son detalles, esas cosas que notas cuando conversas con
alguien. Joder, no eres mujer, pero sí guardia civil. Se trata de intuición.
—Dame un ejemplo.
—Sabía dónde vivo. Aunque no sea un secreto de Estado, yo no se lo
he dicho a nadie. Luego, esa tensión en el rostro, ese cambio en el tono
cuando mencionó a la momia que descubriste en La Caldera. Le pregunté
cómo se había enterado, ya que no ha trascendido, y me dijo que se lo
comentó Roberto, mi compañero. Pero él tampoco sabe lo de la momia.
—Bueno, quizá se enteró más tarde.
—Sí, puede ser. Pero hay más. También le pregunté por las lonas. Dijo
que no las recordaba, que nunca las había visto. Cuando le aseguré que él
había hecho el pedido, se quitó el asunto de encima, y luego dijo que quién
iba a querer unas lonas con imágenes de rocas.
—¿Y?
—Yo no le había mencionado qué había impreso.
Guardaron silencio. Eiroa intentó patear una paloma que le picoteaba
los cordones de las botas.
—Uhm, eso es interesante—dijo, dándole vueltas a la nueva
información.
—No sé transmitirte lo que percibí ante su modo de hablar y su
actitud, pero tengo un mal presentimiento.
—No te preocupes. ¿Ocurrió algo más?
—Sí, algo importante. Otra mentira. Me aconsejó que descansara en lo
que me resta de vacaciones, que continuara pintando y preparara la
exposición, aunque me recomendaba que cambiase de temáticas, que no
pintara escenas tan…, ¿cómo dijo?, tan tétricas.
—Mira, en eso le doy la razón.
—Que te jodan.
—Perdona, solo bromeaba. Pero no entiendo qué problema le ves a esa
frase.
—¿No te das cuenta? Yo nunca le he mostrado un cuadro mío. ¿Cómo
sabe cómo pinto o dejo de pintar?
Eiroa buscó alguna respuesta lógica. Sintió el pico de la paloma en el
pie. Lanzó una patada y la alcanzó de lleno. El ave quedó inmóvil, panza
arriba, con un ligero temblor en un ala. Las demás alzaron el vuelo,
espantadas. Eiroa miró alrededor, avergonzado. Con el otro pie arrastró el
cuerpo debajo del banco.
—¿Sigues ahí? —dijo ella.
—En tu despacho del museo tienes una pintura.
—Siempre me aseguro de cubrirla y cierro con llave.
—No sé, Jun. Lo que me cuentas no es concluyente.
—Tú no lo viviste, no puedes sacar las mismas impresiones que yo.
—Vale, vale. Admito que su comportamiento y lo que dijo resulta
sospechoso, pero, vamos, como sospechoso se me antoja el conductor del
camión de la basura que pase cerca de tu casa. Quiero decir que esto se ha
embrollado tanto que desconfío de todos. ¿Me escuchas?
—Sí.
—Hasta el otro día, no descartaba a nadie: los ecologistas, que
reivindican la vida aborigen frente a las grandes corporaciones
tecnológicas; la extraña arqueóloga, descubridora de cuevas imposibles y
con los conocimientos necesarios para realizar los mirlados…
—Gracias por la parte que me toca.
—O el compañero de esta, espeleólogo, muy capaz de secuestrar a las
chicas. Y con una moto que siempre aparece cerca de tu casa o cada vez
que me pasa alguna desgracia.
—Tú sí que estás enfermo. Descarta a Roberto. Tiene sus propios
problemas, como todos, pero él jamás delinquiría. Y si es por la moto, te
diré que el director también maneja una. Por cierto, ayer la tenía enfangada
como si se hubiera dedicado a saltar en los charcos.
—Joder. Pues nada, otro más a la lista. Lo investigaré. Pero tú cálmate.
No hagas locuras.
—Vale, ya estoy más tranquila. Necesitaba contártelo.
—No sé cuándo podré ir a verte. Ahora debo irme. Cualquier cosa, me
llamas.
Regresó a las oficinas, dejando tras de sí el cuerpo inerte de la paloma.
En ese momento tembló el suelo, crujió el edificio y chirriaron los archivos
metálicos. Todos se agarraron entre sí o a las mesas, que se movían como
poseídas.
Pasó rápido y no sintieron réplicas. Se miraron, inquietos, pero solo
comentaron que darían cuerda al detenido hasta estar seguros de que los
conduciría a algo real. Paco informó que había consultado al juez: podía
reducirle la pena a menos de un año, con la condición de que no se sumaran
pérdidas humanas.
Eiroa volvió a entrar. Misma ceremonia, pero esta vez con una actitud
más descreída, para que el otro se esforzase en convencerlo de que no se
trataba de un farol. Abrió la sala la estricta guardia civil, se cuadró con la
mirada al frente, y minutos después entró el sargento. Displicente, tiró la
carpeta sobre la mesa gris y se dejó caer de cualquier manera sobre la silla.
Se tomó su tiempo en iniciar la conversación:
—¿Dónde están esas bombas?
—¿Cuál es el trato?
—Lo están poniendo por escrito. Pero date cuenta de una cosa: hablas
de bombas, esos artefactos que explotan y matan gente, algo muy feo. El
acuerdo se sustenta en que no ha habido muertos hasta el momento y en que
no los habrá en el futuro.
—Me temo que, si no hay un buen trato para mí y mi compañero,
habrá muertos. Muchos muertos.
—¿Dónde las colocaste?
—Por ahí.
—¿Y cuántos muertos prevés, según tus cálculos?
—Cientos de miles.
—Ya te has pasado tres pueblos. —Se puso la carpeta bajo el brazo y
se levantó—. Mira, será mejor que no nos hagas perder el tiempo. Invéntate
algo más creíble.
El detenido no hizo nada por detenerlo. No se corrigió ni explicó.
Eiroa se detuvo ante la puerta.
—Pero ¿te has oído? Cientos de miles. —Parecía hablarle a la pared.
Se dio la vuelta—. ¿Cómo que cientos de miles? ¿Cómo va a haber tal
cantidad de muertos si la isla apenas alcanza los ochenta mil habitantes?
No hubo respuesta.
—¿Tú me estás vacilando o qué? —Caminó hacia él en actitud
amenazante—. Porque, si me estás vacilando, ni trato ni leches. Si me
jodes, te busco la ruina. Vamos, no ves a tu familia ni en diez años. Cuando
salgas, tu hija ya andará de novios. —Le tiró la carpeta a las narices—.
Dime. Las bombas.
—El trato —dijo el detenido sin levantar la cabeza.
Eiroa estuvo a punto de concluir ahí. Pasarle la bola a otro. Después de
todo, él no era el encargado. Le dio la espalda y miró a Ripoll, que seguía
firme. Dudó. «Menuda trola —pensó—. El fulano se está tirando un pedo
más grande que el culo». Podía haberse sacado de la manga algo más
sencillo, aquello era tan descabellado que hasta sentía curiosidad. Le hizo
una seña a la cabo, que salió de inmediato de la sala. Él se quedó apoyado
en la pared, sin quitarle ojo a Juan Carlos, que continuaba mirándose los
zapatos. Esperaron. Cinco minutos más tarde, la puerta volvió a abrirse y
entró Ripoll. Le entregó un papel a Eiroa, que lo leyó en silencio.
—Vas a tener suerte, muchacho.
Le pasó el documento. Allí se detallaban las condiciones para una
rebaja de la pena: arrepentimiento, colaboración con la justicia e
inexistencia de agravantes. Presentaba el registro y la firma del juez de
primera instancia de Los Llanos de Aridane.
—Tendría que asesorarme mi abogado para…
—Por supuesto, alarga más el tema. Pensaba que había confianza. Yo
he cumplido con mi parte, cumple con la tuya. ¿Quieres que venga tu
abogado? De acuerdo. Cabo, llame al abogado. Pero, mientras, vamos a
hablar con este tal Jacinto, que tiene las cosas más claras.
—Vale, vale. Con esto es suficiente. Confío en que no me la juegue.
—¿Qué bombas?
Juan Carlos se dejó caer contra el respaldo. Echó la cabeza hacia atrás
levantando la barbilla y cerró los ojos. Eiroa miró a Ripoll, como diciendo
«qué le pasa a este». Parecía que iba a entrar en trance, a levitar tal vez.
Volvió en sí de pronto y se inclinó hacia delante con un sonoro resoplido.
Miró directamente a los ojos de Eiroa:
—¿Conoce la teoría del megatsunami?
—¿Cómo? —Eiroa no sabía de lo que hablaba.
—Se hizo viral hace unos años una teoría seudocientífica, búsquela en
internet, que afirmaba que, en algún momento, todo el edificio de Cumbre
Vieja, toda la cordillera sur de la isla, se deslizará hacia el mar, millones de
metros cúbicos de material desplomados de golpe sobre el océano,
provocando una ola de novecientos metros de altura, un megatsunami que
cruzará el Atlántico y matará a cientos de miles de personas en el continente
americano, pero también en la metrópoli, en las zonas costeras de España.
—Sí, ahora lo recuerdo —dijo Eiroa—. Menuda chorrada intentaron
colarnos. Hicieron documentales y animaciones catastrofistas. Aún circulan
vídeos sobre el tema. Pero, al final, resultó ser el producto de algunas
mentes alarmistas que buscaban llamar la atención. Nada se demostró
científicamente.
—Tampoco se desmintió. La ciencia admite la posibilidad de que algo
así ocurra. La construcción geológica que lleva miles de años creciendo a
base de erupciones volcánicas es inestable por definición y puede colapsar,
deslizándose por la gravedad. Bueno, no es nada nuevo: ya ha ocurrido.
—Vale, es posible. Pero no es algo que vaya a pasar mañana. Quizá en
mil años.
—Claro —admitió Juan Carlos.
—Pues eso.
—A no ser… —Dejó la frase en suspense mientras abría las manos y
hacía un gesto de blanco y en botella.
—A no ser que unos chiflados como ustedes ayuden a la naturaleza.
—Algo así.
Eiroa reflexionó. No le parecía creíble aquella historia.
—Desde luego, hay que estar majara. ¿Pero ustedes de dónde carajo
han salido? ¿Qué bicho les ha picado para tratar de atentar así contra…,
bueno, contra la humanidad?
—Tenemos una ideología y la defendemos. No encontramos otra
manera de hacernos fuertes más que utilizando las armas de la propia isla.
Nosotros, simplemente, hemos despertado del sueño que nos obligan a
vivir. Somos más libres y más humanos que la mayoría, en realidad.
—Y un huevo de avioneta. No me jodas. Eliminar de un plumazo la
costa americana como castigo por instalar un observatorio astrofísico los
hace más libres y humanos, ¿es eso? ¡Toma ya! Y a los inocentes que les
den.
—Debemos defendernos y…
—¡Y una mierda! Termina ya con eso, que me da dolor de barriga.
¿Quién te ha comido el coco de esa manera?
—No soy yo solo.
—De todas formas, ¿sabes qué? No me lo trago. Tu historia es
demasiado fantasiosa. No creo que cuatro o cinco explosiones simultáneas
lograsen ese objetivo.
—Serán siete.
—Siete. Sacaron la calculadora e hicieron sumas —se burló.
—Y hay que esperar el momento oportuno.
—¿A qué te refieres? ¿Esperar a qué?
—¿Ha sentido los enjambres sísmicos?
—Alguno que otro.
—Llevan meses produciéndose y van a ir a más. Hace casi cincuenta
años de la última erupción volcánica. Se viene otro volcán. Toda la zona se
desestabilizará desde dentro. La naturaleza nos ayuda. La isla se defiende.
—A ver, a ver. A ver si lo entiendo: ¿pretenden aprovechar una
erupción para detonar los explosivos y, bueno, no sé, esperar que todo
funcione y la historia les dé la razón?
—Más o menos.
Eiroa se restregó los ojos y se cubrió la frente con las manos. Le
parecía una broma, la fantasía de unos adolescentes con el cerebro podrido
por jugar a videojuegos violentos. Él tenía ahí fuera a un asesino,
inteligente y escurridizo, que llevaba años ejecutando un plan macabro que
de verdad implicaba la muerte de personas de carne y hueso. Eso sí merecía
su tiempo y esfuerzo, y no esta payasada. Intentó reponerse.
—¿Dónde están las bombas?
—En el interior de unos tubos, a unos diez o quince metros de
profundidad.
—¿Cómo pretendían detonarlas?
—Igual que en el muelle, una llamada telefónica y un receptor
conectado al detonador.
—¿Cómo las localizamos?
—Tengo las coordenadas del GPS anotadas.
—¿Dónde?
—En una libreta. Escondida.
El sargento se puso en pie. Caminó de un lado a otro de la sala, cuatro
pasos, en realidad.
—Haremos una excursión. Te vas a venir con nosotros de merienda.
Hasta que no demos con cada uno de los artefactos, tu trato es papel
mojado.
—Debemos darnos prisa.
—¿Prisa? ¿Por qué?
—Verá, el terminal para realizar la llamada está fuera de la isla, no sé
dónde ni en manos de quién, lo juro, pero digamos que hay un grupo mayor
en Tenerife y ellos tienen el control. Si revienta un volcán, esa será la señal.
¿Me entiende?
DESAPARECIDA
CASA DE LA ARQUEÓLOGA
Playa de La Cangrejera
Villa de Mazo
18 de septiembre de 2021
CALDERA DE TABURIENTE
Punto indeterminado
18 de septiembre de 2021
Explicar en el informe todo el periplo por las laderas de los viejos volcanes
le había llevado media tarde. Jun no había respondido a ninguno de sus
mensajes. Ni siquiera los había visto. Se arriesgó a llamarla. El tono sonó
hasta el aburrimiento, pero no descolgó. Conociéndola, estaría pintando en
el faro o, simplemente, tendría una de esas tardes en las que se aislaba del
mundo. No le habría dado mayor importancia de no ser por su última
conversación, en la que ella dijo saberse vigilada. Además, había suelto un
asesino que ya había tratado de acabar con él encadenándolo a un pozo y,
aunque no quisiera, Jun formaba parte de ese entramado. Con su particular
estilo de vida, solitaria y alejada de la civilización, podía convertirse en
víctima y pasar días sin que nadie supiera de su suerte.
Decidió repetir la llamada. Sin éxito. Abandonó el Puesto y, a la media
hora, ya atravesaba el túnel del tiempo. Había entrado con luz y, al salir, ya
había oscurecido. Por el camino se cruzó con decenas de vehículos de
emergencia que acudían al Centro de Mando. El volcán era la noticia del día
y del año. Ordenó al asistente del móvil que llamara a Jun. Los altavoces le
devolvieron el intento fallido de conexión. Aceleró. Tomó el camino
enfangado de la izquierda. Brincó por los baches hasta llegar a la caleta.
Allí tenía el todoterreno y la moto.
Había luz en el porche. Bajó los escalones y cruzó la playa. La llamó.
Silencio. La puerta estaba abierta. Entró, con el arma desenfundada. Nadie
en el interior. Había platos sucios en el fregadero y el traje de neopreno,
completamente seco, colgaba en el baño.
Comprobó si había movimiento o luces fuera. Nada. Cogió una
linterna en su coche y caminó hasta el faro. Esta vez iba preparado, con el
arma por delante. Lo registró de arriba abajo, pero no había señales de Jun.
Una idea apresurada lo estremeció. Buscó por instinto el bufadero de donde
ella lo había rescatado. Estuvo un rato tropezando con los riscos deformes
del malpaís hasta que por fin lo encontró. Se asomó. La marea estaba baja,
se veía el fondo. Las piedras redondas brillaron bajo la luz de la linterna,
pero ni rastro de Jun. Recordó que ella le había dicho que había más
maretas por la zona. Intentó localizar alguna, pero no tuvo suerte.
Regresó al coche y se sentó para revisar el teléfono. Sin respuesta. Se
dejó caer hacia el volante, metiendo la cabeza entre los brazos, y repasó la
situación. Sus medios de transporte seguían allí. No era normal pero sí
posible que se hubiera ido en el vehículo de alguien. Por otra parte, parecía
que se había marchado con premura de casa, sin cerrar la puerta ni apagar
las luces. No había advertido señales de violencia. El traje de buceo le
indicaba que, probablemente, tampoco estaba en el mar.
—Háblame, Jun, ¿dónde te has escondido? —pensó en voz alta
mientras tamborileaba sobre el salpicadero.
En ese momento le entró un mensaje. Cogió el aparato, alterado. Era el
profesor experto en la prehistoria de la isla. Tenía algo que contarle. Marcó
el número. Al otro lado, habló el profesor:
—La imagen que me envío es una constelación.
—Lo sabía. ¿Le resultó evidente el acertijo?
—Bueno, si me lo hace llegar a mí, intuyo en qué terreno me muevo.
Si me remitiese el esquema del árbol de levas de un coche, seguramente no
lo adivinaría.
—Sí, claro. ¿Y qué me puede decir sobre esa constelación?
—Bien. Primero, debo admitir que no ha sido tan sencillo como acabo
de hacerle ver, porque está incompleta.
—¿Incompleta? ¿Qué le falta?
—Una estrella. La más importante, en realidad.
—Siga, por favor.
—Si es lo que creo que es, se trata de la constelación conocida como
Quilla en la mitología griega, parte de una formación mucho mayor que
representaba el Argo Navis, el barco que Jasón y los argonautas utilizaron
para buscar el vellocino de oro, ¿le suena?
—Nada, en absoluto.
—No importa. Ese barco gigantesco fue, por así decir, troceado en tres
en el siglo XVIII: la Quilla, la Popa y las Velas.
—Y dice que en el dibujo falta una sola estrella.
—Creo que sí.
—La más importante.
—Sí. La más brillante de nuestro firmamento, solo por detrás de
Sirius, y, sin duda, la más venerada por los awara. ¿Lo sabía?
—No, no, qué va.
—Se observa en latitudes por debajo de los veinte grados norte, lo que
significa que solo es visible desde Canarias. La salida y ocultación de este
cuerpo celeste marcaba los ritos de nuestros aborígenes, los guiaba en las
estaciones, en las siembras y cosechas. Por eso la idolatraban.
—¿Y tiene algún nombre?
—Canopus. O Canopo.
Eiroa guardó silencio. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal y se
revolvió. Cogió el teléfono, intentó desconectar el manos libres, pero, con
los nervios, se le cayó en la rendija entre el asiento y el apoyabrazos.
Cuando lo recuperó, la llamada se había cortado. Marcó de nuevo.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Está bien? —preguntó el profesor.
—Perdón, se me ha resbalado el móvil. Profesor, dice usted que esa
estrella tan especial se llama Canopus.
—Eso es.
—Como la vasija donde se recogen las vísceras de las momias.
—Pues sí. Ahora que lo dice, así es.
—Según la forma de esa constelación, ¿dónde se sitúa esa última
estrella?
—La he dibujado yo mismo. Le he hecho una foto, pero no sé
enviársela mientras hablo por teléfono.
—Colguemos, me la envía en un wasap y vuelvo a llamarlo.
—De acuerdo. Le mando dos diseños: uno de la constelación completa
y otro colocado sobre el mapa de la isla.
—Perfecto. Estaré a la espera.
Si la loca idea de relacionar las desapariciones, las momias y las
estrellas poseía lógica, con la nueva información darían un paso de gigante.
Podrían, al menos, reducir el cerco de dónde trataría de completar el
siniestro ritual. Se demoraba el profesor. Se impacientaba él. Silencio en la
noche. Sin rastro de Jun. Sonido de mensaje. Visualizó una imagen mientras
otra se descargaba. Eran los puntos y rayas que él había trazado, pero bien
dibujados. Abrió la segunda: el esquema de antes superpuesto a un mapa de
la isla. La última estrella, o la primera según se mirase, aparecía más grande
y el profesor había escrito su nombre al lado. Hizo zum sobre ella todo lo
que pudo y otro escalofrío lo hizo temblar. No podía ser verdad. Una
coincidencia, tal vez.
Llamada entrante. Activó el manos libres.
—¿Lo tiene? —dijo el profesor.
—¿Por qué ha situado Canopus en ese punto?
—Simplemente, he buscado una imagen de la constelación Carina en
internet, la he hecho coincidir con los demás puntos y Canopus ha caído
ahí. ¿Por qué?
—Porque, joder, profesor, ahí, en Puntallana, debajo del punto ese que
ha dibujado, vivo yo.
—Bueno, no tiene precisión matemática…
—¿Y por qué la llama ahora Carina? —lo interrumpió.
—Ah, ese es el nombre oficial actual de la antigua Quilla griega:
Alpha Carinae. Se conoce como constelación Carina. ¿Por…?
—¡Maldita sea! —Arrancó el coche.
—¿Qué le pasa?
—No puede ser. ¡Ay, Dios!
—Dígame, ¿qué le ocurre?
—¡Joder, profesor! —Aceleró mientras giraba al camino entre la lava.
—¿Pero qué sucede? ¿Está bien?
—Mi mujer se llama Carina, ¿entiende?, y esa última estrella que ha
situado sobre nuestra casa puede ser la señal de que ella es la siguiente
víctima.
Colgó y hundió el pedal hasta el fondo.
ARGO NAVIS COMPLETA
CASA DEL SARGENTO
Puntallana
19 de septiembre de 2021
Aguardó toda la tarde sentado en el coche. Apenas quitó ojo del acceso a la
casa del sargento. Necesitaba comprobar que la mujer estuviera sola. No
tenía prisa. Se entretuvo escuchando las noticias de la erupción volcánica.
Disponía de todo el tiempo que hiciera falta. El éxito de su plan dependía de
que no se precipitara, aunque últimamente los acontecimientos se sucedían
de forma atropellada. Si todo salía bien, por primera vez coincidirían tres
candidatas en su caverna, una de ellas por fuerza mayor. No le preocupaba.
Sabría resolver esa situación igual que los recientes contratiempos. Había
tenido que intervenir para subsanar algunas ramificaciones peligrosas. El
sargento se había salvado en el último minuto, pero con la arqueóloga había
sido sencillo. Ahora, el camino se presentaba despejado para culminar su
proyecto.
Por fin, de la empinada cuesta surgió el coche conducido por la madre.
En todas las ocasiones que había vigilado los movimientos de la casa, rara
había sido la tarde en la que no bajaba a la ciudad.
Al escuchar el coche, Nina se sorprendió de la rapidez con la que había
regresado su madre. No le parecía que hubiera pasado el tiempo suficiente
para su escapada habitual, en la que aprovechaba los recados y las compras
para tomarse un respiro, por mucho que ella se hubiera embelesado tratando
de dormir al bebé. Aún más le extrañó que tocara a la puerta. Quizá se
hubiera olvidado las llaves o la cartera. Se levantó de la cama de
matrimonio, se calzó las zapatillas y cerró la bata.
Abrió la puerta y un perro gigante se abalanzó sobre ella ahogando su
incipiente grito de terror con una garra. Se orinó del susto y, tras respirar el
somnífero, se desmayó. El tipo levantó a la liviana mujer y la metió en el
maletero. La inmovilizó enseguida con cinta americana. Arrancó el motor y
subió la pendiente. Al alcanzar la carretera general, aceleró y se perdió en la
circulación.
El Toyota del director del museo rodó marcha atrás por el pequeño
terraplén que lo separaba de la calzada.
La cabo Ripoll se sentó tras el volante. Comprobó que la señal del
rastreador se desplazaba por la carretera del mapa. El sargento dio unos
golpes en el techo, apremiándola. Ella giró la llave del contacto y se
incorporó al tráfico.
Eiroa la vio alejarse. Se sorprendió de que la lluvia no le molestara. Al
contrario, lo refrescaba. Pero enseguida percibió que las gotas venían
acompañadas de la ceniza del volcán. Miró hacia el sur. Allí, una columna
de piroclastos hinchada de gases tóxicos ascendía, kilométrica, como el
hongo de una explosión atómica. En apenas un día de erupción el paisaje
del Valle había trocado el verde de sus jardines y cultivos en un espeso
manto negro. Miles de personas habían sido evacuadas de la zona más
próxima a la boca eruptiva, que atronaba día y noche, vomitando ríos de
lava colina abajo, como la lengua roja y negra del mismo Leviatán
arrasando todo a su paso. El daño se preveía incalculable. Muchos lo
perderían todo. Tierra catastrófica, campo de guerra, desierto negro.
Cruzó la calle. Entró en el jardín, caminó sobre el césped y bordeó la
casa de dos plantas. Por detrás, se abría a un amplio cercado, donde había
sitio para la piscina y un generoso cenador con mesa y sillas de plástico;
más allá, un amplio cuarto de aperos y, frente a Eiroa, la caseta de la
mascota.
De pronto, surgió de su guarida, dispuesto a despedazar a dentelladas
al intruso, el mismísimo perro del inframundo, grande y negro. El agente
apenas tuvo tiempo de dar dos saltos hacia atrás. La cadena que sujetaba al
animal parecía no tener fin, pero cuando lo frenó en seco, continuó ladrando
y babeando, asfixiándose con la correa.
El sargento buscó refugio en la casa. Subió las escaleras de la entrada y
se inclinó ante la cerradura. Liberó de su llavero una funda de cuero de la
que extrajo dos ganzúas. Antes de ponerse a la faena, consultó el móvil: sin
mensajes.
Apoyó la frente sobre la piedra húmeda y respiró varias veces llenando por
completo los pulmones para tranquilizarse. Se mojó los labios con el agua
que discurría por las rendijas y le empapaba el cuerpo. Le supo a óxido. Se
le ocurrió que tal vez la solución estaba en mirar en horizontal, no hacia
arriba. Efectivamente, a la izquierda descubrió un resalte. La distancia la
obligaba a una zancada tan grande que quedaría expuesta por un segundo. Y
una vez hecha, si no encontraba dónde agarrarse para recuperar la
verticalidad, su situación sería muy comprometida.
Pero ¿qué otra posibilidad había?
Solo avanzar. Solo escapar.
Miró el saliente. Se concentró en él. Se aseguró de aplastarse contra el
risco. Y entonces se impulsó, trató de estirar la pierna, pero algo la frenó en
seco: la cadena se había enganchado. Perdió el equilibrio por la fuerza de
retroceso y se preparó para clavar hasta las uñas en la montaña si resbalaba.
Pero el mundo se mantuvo quieto, incluido su cuerpo, en una precaria
armonía de contrapesos.
El corazón se le salía del pecho y el pecho le subía y bajaba, acelerado.
Sobre la punta de un solo pie, hizo malabares para desenganchar el hierro.
Lo consiguió tras algunos intentos. Volvió a calcular el salto y esta vez nada
la detuvo. Se aferró con los dedos del pie. Levantó la mirada y descubrió
otro agarradero, grande, seguro. No lo pensó más y, tras impulsarse, se
sujetó con la mano.
Al cabo de un minuto, levantó la cabeza y divisó algunos pinos. La
meta estaba cerca. Por el nuevo recorrido, la escalada se le presentaba más
asequible. De un vistazo, casi completó la ruta que tomaría.
Se puso en marcha, sin darle al cuerpo la posibilidad de enfriarse ni a
la mente la de acobardarse.
Escapar.
FOTOGRAFÍAS
CASA DEL DIRECTOR
El Paso
20 de septiembre de 2021
No podía dar crédito a lo que mostraba la pizarra del sótano. Sus ojos
recorrían con sorpresa aquella amalgama de fotografías, recortes de prensa,
fotogramas, capturas de pantalla e imágenes de cámaras de seguridad. El
enorme collage tenía una sola protagonista: Jun. Su cara, su cuerpo, toda su
vida se retrataba allí en sucesivas capas superpuestas, una labor de
seguimiento y espionaje continua y enfermiza. ¿Cuánto tiempo llevaría
armando aquel puzle?
Eiroa reconoció fotografías de la caseta de la playa, del faro, de la
arqueóloga en lo que parecía una excavación, bajando del todoterreno, con
casco junto a la moto, de espaldas, frente al mar, sonriente, con la cara
tiznada. «¡Qué locura!», pensó. Entonces se reconoció en una instantánea.
Era él, sentado frente a la casa, junto a Jun. Había un fuego encendido.
Calculó que la imagen había sido tomada desde el viejo faro.
Luego estaban los recortes de periódicos. Movió con la punta del dedo
varios para descubrir que debajo asomaban otros más antiguos.
Se repuso lentamente del shock y extrajo su móvil para hacer fotos.
Entonces visualizó los mensajes de Ripoll. Los leyó rápido. Decía que había
perdido la pista del sujeto, que se había escabullido en moto, y le rogaba
que saliera de la casa de inmediato. Él se lo tomó con calma. No debía estar
allí, cierto; se jugaba su carrera si lo pillaban allanando una propiedad
privada, cierto también. Pero ¡carajo!, qué ganas tenía de tropezarse con
aquel malnacido. Le daría de hostias contra aquel muro de la vergüenza
hasta desfigurarlo.
Eso era lo que le pedía el cuerpo. Pero su cerebro le decía que así no
descubriría el paradero de las mujeres. Al contrario, las pondría en peligro
de que no las hallasen jamás. ¿¡Qué hacer?! ¿Seguir el impulso de esperar
al director para enfrentarse a él o actuar de forma inteligente y fría? ¡Joder!
Como en el ajedrez: volcarse en el ataque, que a veces daba buenos
resultados, o mejorar la colocación de las piezas ahora que sabía la
debilidad del enemigo.
Tomó fotografías de la pizarra y se marchó de allí, deseando que la
vida resolviera por él el dilema haciéndolo coincidir con aquel hediondo
perturbado. En la retirada, fotografió los restos arqueológicos de los
estantes y, arriba, del petroglifo de la chimenea. Ni rastro del director.
Salió por la puerta del jardín y se despidió del perro, que, por supuesto,
lo persiguió con un alarde de rabia y ladridos.
No llovía agua. Llovía tierra. Se alejó mientras escribía a la cabo:
«Estoy fuera». Enviar. «Todo OK». Enviar.
Aguardó la respuesta.
«Gracias a Dios».
«Recógeme. Carretera, dirección sur». Enviar.
«¿Alguna novedad?».
«No te lo vas a creer». Enviar.
«Voy».
HUIR
CALDERA DE TABURIENTE
Punto indeterminado
20 de septiembre de 2021
A pesar de que aquel tramo final se le había antojado más sencillo, requirió
hasta el último gramo de su resistencia física. Cuando palpó la cama de
pinillo que cubría la cima, toda ella era temblor y jadeo. Alcanzó extenuada
el principio de la libertad. Gateó un metro en el llano, a salvo ya del
precipicio, y se dejó caer, desfallecida. Cerró los ojos y la invadió el sopor
por un tiempo indefinido.
Soñó que la brisa marina azotaba su rostro, que posaba ese sabor a sal
en sus labios y se le metía entre el cabello, peinándola de libertad. Ella iba
en su moto, a cara descubierta, contra el viento. Las lágrimas que recorrían
sus mejillas eran de felicidad y las saboreaba en su boca abierta. Podía oír,
sentir, el motor. El sonido de su moto de cross se acercaba, iba a su
encuentro.
Entonces despertó de golpe. Su instinto de supervivencia había
activado, desde el fondo de su inconsciente, la campanilla de peligro.
Escuchaba con nitidez el motor. A cuatro patas, se movió en aquella
dirección. Bordeó algunos troncos de pinos enormes. Comprobó que la
ladera tenía un descenso pronunciado. Al instante, divisó una figura que
subía.
El corazón volvió a galopar desbocado, golpeándole el interior de la
garganta. Se ocultó tras un árbol. Debía escapar, pero no bajando, como
sería lo lógico, sino subiendo. Agachada, avanzó sobre las manos y la punta
de los pies, como un animal. Arrastraba la cadena pesada. La capa de
pinillo resbalaba, haciéndola retroceder e impidiéndole alejarse tan rápido
como deseaba.
Asfixiada, se detuvo tras un tronco, a unos treinta metros. Se tapó la
boca con una mano para mitigar el volumen de su respiración. Unos
minutos después, oyó hierros entrechocando. Asomó la cabeza y vio a su
captor: preparaba las cuerdas y los enganches para descender hasta la
cueva. No pudo reconocerlo: llevaba gafas y casco deportivo.
De pronto, el hombre quedó inmóvil, observando el suelo. Levantó la
cabeza hacia Jun. Algo había llamado su atención. Ella se escondió y
aguardó, expectante. ¿Habría visto el rastro de su gateo, de su cadena?
Solo se oía el suave balanceo de las copas de los pinos y sintió el
escaneo de la mirada penetrante de aquel loco, pero enseguida volvieron los
sonidos de la actividad del escalador.
No se atrevió a asomarse hasta pasado un rato. El hombre ya estaba al
borde del risco, en posición de descenso, sujeto con arneses y cuerdas. Jun
presenció cómo, de un salto hacia atrás, desapareció. Pensó en sus
compañeras de cautiverio, en la reacción del criminal cuando descubriese
que le faltaba una presa.
Su única manera de ayudarlas era huir de allí.
LA ESPERA
CASA DEL DIRECTOR
El Paso
20 de septiembre de 2021
Ripoll divisó a Eiroa a unos doscientos metros de la casa del director del
museo, caminando por el imaginario arcén. La ceniza del volcán había
cubierto las líneas divisorias de la calzada. Sentía como si se condujera por
la arena de una playa. Se detuvo a su altura. El sargento se subió. No se
dijeron nada hasta que emprendieron la marcha.
—¿Qué has descubierto? —rompió ella el silencio.
—Puede que ese cabrón sea nuestro objetivo.
—¿Qué has visto?
—Tiene un despacho en el sótano con un mural abarrotado de
fotografías y recortes de prensa de Jun, toda su vida plasmada ahí.
—Joder, como en las películas.
—Ese tío está obsesionado con ella.
—¿Y no hay nada de las demás mujeres?
—Solo de Jun.
—Extraño, ¿no?
Callaron.
—Oye, lo siento —dijo Ripoll.
—¿Por?
—Se me ha escapado.
—¿Quién?
—El director. Lo perdí de vista. No se me ocurrió que tuviera otra
salida y otro vehículo.
—No te preocupes. Eso ocurre.
—Te he puesto en peligro.
—No ha pasado nada. La verdad es que me habría alegrado si me
hubiera pillado en la casa. Habríamos resuelto el asunto allí mismo.
—Tal vez. Porque seguimos en el punto de partida. Nada de lo que has
descubierto allí podemos utilizarlo.
Se mantuvieron en silencio, cada uno dándole vueltas al asunto.
—Oye, yo sí que lo siento —dijo él al rato.
—¿Qué sientes?
—Haberte obligado a consentir una ilegalidad, ya sabes.
—Yo no he visto nada. No te preocupes. Además, tenías razón.
—¿En qué?
—En que el problema es acuciante, ha saltado de lo profesional a lo
personal y, quizá, haya que tomar caminos poco habituales, por así decir.
—Hemos avanzado, sí, pero reconozco que no es algo definitivo y que
no podemos ni siquiera adjuntarlo al informe. Está claro que la única
solución ahora mismo sería coger a este tío in fraganti.
—Entonces, ¿volvemos a la vigilancia?
Él no respondió de inmediato, sumido en sus conjeturas.
—¡Dios!, ¿cómo estarán las chicas? —dijo, agarrándose la cabeza con
ambas manos.
La cabo lo miró, pero siguió conduciendo sin añadir nada. Al
momento, el sargento dio un largo suspiro. Se repuso, revolviéndose en el
asiento.
—Sí, regresa al museo. Lo esperaremos.
EL FIN
CALDERA DE TABURIENTE
Punto indeterminado
20 de septiembre de 2021
En el mismo momento en que Jun perdía pie y emitía un grito gutural que
la niebla esparcía por la montaña, el director detuvo su moto en el
estacionamiento del museo. Eiroa y Ripoll no le quitaron ojo desde la
distancia. Habían llegado hacía diez minutos y, tras comprobar que su
todoterreno continuaba en el mismo lugar, tal y como indicaba el
localizador, decidieron aguardar. El hombre se quitó el casco y las gafas y
entró en el edificio por la puerta lateral. Un bolso negro le colgaba del
hombro.
—¿Cuánto tiempo calculas que ha estado fuera? —preguntó el
sargento sin mirar a su compañera.
—Pues, no sé, cuarenta y cinco minutos, una hora quizá.
—Es poco tiempo.
—¿Poco tiempo?
—Quiero decir que, si oculta a las mujeres en una cueva, pues tendrá
que ir hasta allí, escalar o descender y regresar. Poco tiempo, ¿no?
—Suponiendo que estés en lo cierto. Porque también es posible que las
retenga en el sótano de una casa cercana.
Eiroa guardó silencio. Miró en su móvil las fotos con las que aquel
cabrón había plasmado la vida de Jun. Pensó que las características de
aquellos secuestros y momificaciones apuntaban a alguien en verdad
enfermo, con un alma oscura, obsesionado con rituales aborígenes, con la
cosmografía y la simbología awara. El director no le encajaba del todo en
ese perfil. Le encendía la sangre aquel collage donde se exponía la
intimidad de la arqueóloga, pero ¿y lo demás? Faltaba todo lo demás. Ni
rastro de las otras chicas, ni una referencia a las estrellas, a Canopus, al
Argo Navis, a la vida tras la vida. Todo ese rollo de mente psicótica.
¿Y si lo que había descubierto en la casa era sencillamente el producto
de la fantasía sexual de un viejo por una joven atractiva, el instinto
enfermizo pero inofensivo de un voyeur? ¿Cómo asegurarse sin levantar
sospechas? ¿Cómo descartarlo o incriminarlo sin mostrar las pruebas que
visualizaba en su teléfono? ¿Y si resultaba contraproducente y sus actos
ponían sobre aviso al asesino?
—¿Qué hacemos? —la cabo interrumpió sus pensamientos.
—Vamos a hablar con él.
—¡Estás loco! Tú mismo lo dijiste: si sospecha que vamos tras él,
podemos dar por perdidas a las mujeres.
—Ahora dudo de que sea nuestro hombre, Ripoll.
—Pero ¿y lo que esconde en su casa?
—No es concluyente.
—¿Y la moto y los miedos que te confesó la propia arqueóloga?
—Vale. No lo descarto, todo es posible. Pero, no sé, algo me dice que
buscamos a alguien más retorcido.
—Si lo interrogamos, corremos el riesgo de alertarlo.
—Le entraremos suave. Sencillamente, una visita y una charla. Ha
desaparecido su arqueóloga. Buscamos información, es lo más natural del
mundo, y vemos sus reacciones.
Ripoll no contestó de inmediato. Miró por la ventanilla y sopesó lo que
acababa de decirle.
—Tú mandas, jefe.
LA MOMIFICACIÓN
CALDERA DE TABURIENTE
Punto indeterminado
20 de septiembre de 2021
Pasó la noche en el minúsculo sillón del hospital, desvelado por los ruidos.
Las mujeres, en cambio, durmieron profundamente bajo los efectos del
somnífero.
Se hacía necesario montar guardia. No habían encontrado al
secuestrador, que, a esas horas, podría estar en cualquier parte y tramar
cualquier cosa. Con la fuga de Jun y el rescate de Nina, sus planes, fueran
los que fueran, se habían ido al traste. Quizá buscase una salida desesperada
o vengarse.
De madrugada, no tuvo más remedio que estirar el cuerpo. Salió al
pasillo con la sensación de llevar una semana de insomnio. Notaba la boca
pastosa. Nadie a la vista. Avanzó hacia la derecha hasta tropezar con dos
enfermeras que le indicaron la ubicación de una máquina expendedora de
botellines de agua.
Al regresar, se cruzó con un trabajador de la limpieza que empujaba un
carro con fregonas y cubos. Recordó el día que conoció a Víctor, en el
museo. Se había plantado ante él, tapando con su corpulencia la entrada del
almacén. Un cubo de agua entre sus piernas abiertas y el palo de la fregona
agarrado con las manos enfundadas en guantes de limpieza de color rosa. Y
entonces le llegó un fogonazo que hasta ese momento había ocultado en el
cajón de los recuerdos inservibles: bajo el látex asomaba un tatuaje verde.
Su cerebro completó el fotograma: se trataba de la cola de una serpiente.
El del carro de la limpieza le dio las buenas noches, molesto por su
mirada persistente. El sargento se apresuró en volver a la habitación.
Dentro, silencio y penumbra. Regresó a sentarse de nuevo. Cerró los ojos y
abrió los oídos. Intuía que había un detalle importante que había pasado por
alto. Esa sensación se le antojaba más incómoda que el sillón que crujía
bajo su peso. Como la espina clavada en la garganta que siempre duele al
tragar. Colas de serpientes y manos de rana. Había visto lo primero y juraría
que también lo segundo. ¿Pero dónde? ¿En qué momento? Quizá fuera en
una película o en la niñez, y ahora el cerebro lo inquietaba con ese recuerdo
difuso. Dedos de alienígena marcando el teléfono de su casa. ¿Dónde?
¿Cómo recordarlo?
Lo despertó el movimiento de una enfermera. La claridad de la
mañana resplandecía tras la cortina. Se desperezó. Estaba hecho una
piltrafa. Las mujeres ya desayunaban.
—Llévame a casa, Pablo —dijo Nina—. Me muero por abrazar a
nuestro hijo.
A media mañana le dieron el alta. Jun debía permanecer un día más
ingresada. Mientras ellas se despedían, Eiroa dio instrucciones a Ripoll, que
haría guardia.
—No te alejes sin dejar a alguien a cargo.
—Descuida, jefe.
—Y no te fíes de nadie.
—Vale.
—Así sea el mismo rey, entras con él a la habitación.
—Que sí. Vete ya.
—Estamos en contacto. Te sustituiré por la tarde.
La cabo montó su centro de mando en la salita de espera frente a la
puerta de Jun. Pasó la mañana más aburrida que recordaba. Abusó tanto del
móvil que antes del mediodía tuvo que ponerlo a cargar. En ese momento
vio aparecer al compañero de la arqueóloga. Lo interceptó, se identificó y le
dijo que aguardara. Entró en la habitación. La chica estaba despierta. Le
comunicó quién venía a verla y le preguntó si tenía ánimo para recibirlo.
Jun se alegró y dijo que sí. La cabo pensó que debía de aburrirse tanto como
ella. Le hizo señas a Roberto para que pasara y ella se posicionó tras la
puerta. Le llegaron sus miradas inquisidoras.
—Tengo órdenes de no dejarte sola en ningún momento —aclaró con
voz resolutiva para sortear las previsibles protestas de Jun.
Tras media hora de conversación trivial, a veces en tono tan bajo que
la cabo no fue capaz de escuchar, Roberto se levantó y la besó en la frente.
Ripoll salió tras él.
—Tengo que volver más tarde —le dijo a la cabo—. Me ha pedido que
le traiga una serie de cosas.
—De acuerdo. No me moveré de aquí.
—No es necesario que esté pendiente de mí, la verdad.
—Es mi obligación.
Roberto se encogió de hombros y se alejó por el pasillo. Ripoll envío
un mensaje a Eiroa comunicándole las novedades.
Llegó al hospital pasadas las siete de la tarde. A este lado de la isla, el sol
ya declinaba tras la cumbre. Encontró a Ripoll subiéndose por las paredes.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó ella.
—¿Por qué?
—No sé, fuiste a descansar y parece que hayas estado tres días de
juerga.
—Me sentó mal la comida, he vomitado varias veces.
—Vaya, qué jodido.
—Y bebí mucho.
—Ya, por el ansia, ¿no?
—Sí. Y otras cosas.
—A ver si salimos de esta y nos cogemos unas vacaciones. Ya verás
que todo vuelve a ser como antes.
—Tuve un sueño.
—Ah, ¿sí?
—Un sueño raro de verdad, relacionado con el caso, estoy seguro, pero
que no sé descifrar aún.
—Tienes toda la noche para darle vueltas. Ya te digo yo que, en estos
sillones, otra cosa no, pero vueltas vas a dar.
—Sí, bueno, estoy que me caigo. Creo que podría dormir hasta de pie.
¿Alguna novedad?
—Nada, todo tranquilo. Regresó otra vez Roberto. Trajo cosas que la
chica le había pedido.
—¿Qué cosas? ¿Las chequeaste?
—Sí. Unos vaqueros, unas zapatillas deportivas, una blusa, ropa
interior. Ah, y no te lo pierdas: la moto. Cuando le den el alta piensa irse
conduciendo ella misma.
—Jun es así: fortaleza pura.
—Pues ahí te quedas con tu arqueóloga desquiciada. Mucho ojo. Yo
me largo, que me muero por un bocata y una buena ducha.
Cuando Ripoll se fue, Eiroa entró en la habitación para que supiera que
él estaba allí. Jun le preguntó por Nina y el niño. Hablaron hasta que le
sirvieron la cena, momento en el que él se excusó para salir. Recorrió el
pasillo hasta la máquina expendedora. Junto al mostrador, unas enfermeras
charlaban mientras miraban a un empleado de mantenimiento subido a una
escalera para sustituir una lámpara led. Al regresar con el botellín de agua,
pasó de nuevo por delante del grupo y la voz volvió a resonar en su cabeza:
«Este micrófono no funciona, cámbialo». Pero esta vez le llegó
acompañada de la imagen de una mesa de madera clara plagada de cables,
grabadoras y manos, con conversaciones entremezcladas de fondo.
Llegó a la sala de espera. Se acomodó en su sillón favorito y se dejó
llevar por la modorra. Varias mujeres pasaron con carros tras recoger los
enseres de las cenas. Poco a poco, fue entrando la noche y el pasillo se
despobló de personal. La quietud y el silencio se apoderaron del edificio.
Eiroa dio alguna cabezada.
«El micrófono», escuchó. Volvió en sí. Estaba claro que su mente no le
daría tregua hasta que hallase la respuesta. Fue al baño, orinó y se lavó la
cara. Entró en la habitación. Jun dormía. De vuelta a la sala, miró el móvil.
Sin mensajes. Abrió YouTube para buscar alguna película y en el inicio vio
el último vídeo que había reproducido: la rueda de prensa de Jun
presentando el descubrimiento de la cueva Tiznada, junto al director del
museo y a Roberto. Ya lo había ojeado varias veces, pero algo distinto
llamó su atención: mesa, cables, micrófonos. Tenía toda la noche. Presionó
el botón de reproducción y se repantigó en el asiento.
Las cámaras enfocaban a quien hablaba —el director, la directora de
Patrimonio del Gobierno de Canarias, Jun, el espeleólogo— y volvían al
plano general de la mesa. Cada vez que cambiaba el turno de palabra
aparecían varias manos reorientando los micrófonos y grabadoras de los
medios de comunicación. Al terminar la comparecencia, charlas informales,
gente cruzándose por delante de la cámara, que continuaba emitiendo. Y
entonces escuchó al director del museo decirle a alguien: «Este micrófono
no funciona, cámbialo». Paró el vídeo, retrocedió y lo reprodujo otra vez.
Sí, decía exactamente eso. A continuación, un hombre rodeó la mesa y
Eiroa lo vio de frente: era Víctor. Inclinó su corpachón sobre el aparato, le
dio unos toques, accionó los botones, lo levantó e inspeccionó el interior de
la base. Al depositarlo en la mesa, apoyó sus manos descomunales
rematadas con lo que parecían ventosas. Eiroa detuvo el vídeo, intentó
hacer zum, pero no pudo. Hizo una captura de pantalla y la amplió. La
calidad no era buena. Joder. Copió el enlace y memorizó el minuto del
fotograma que le interesaba. Escribió un mensaje a Ripoll. En su ordenador
de sobremesa, con una pantalla grande y reproduciéndolo en alta definición,
seguro que la nitidez mejoraba. «Dame un minuto», respondió la cabo.
Aguardó, impaciente.
Al rato, recibió dos fotos. Abrió la primera: Víctor, plano medio; abrió
la segunda: primer plano de unos dedos como palillos de tambor sobre la
mesa. No había duda ya. Aquel era el hombre.
Otro mensaje de la cabo: «Es él».
«Mañana busca más información del sujeto y prepara informe para
solicitar registro», respondió.
«Hecho».