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Índice
Poemas7
Los malditos 9
El bar de las viejas vedettes 14
Los suicidas 17
Nuestros muertos 27
LAS VERDADES DEL POETA 28
Cuentos35
El empresario rico y la hermosa modelo 37
El guionista 48
Un gaucho en Texas 65
La filosofía en el tocador 77
Las huelgas salvajes de Villa Constitución 97
El padre 109
El vuelo 120
Viva la patria 126
El Mesías de la Villa 31 152
Ensayos185
Saer/Cicatrices: hacerse escritor 187
Olga Orozco: sueño/mundo/poesía 198
Bartolomé Hidalgo y la patria 215
Álvar Núñez en el Río de la Plata 236
Ulrico Schmidl, un soldado de la Conquista 266
5
Poemas
Alberto Julián Pérez
Los malditos
I
10
Alberto Julián Pérez
II
11
La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
III
12
Alberto Julián Pérez
13
La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
15
La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
16
Alberto Julián Pérez
Los suicidas
I
17
La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
18
Alberto Julián Pérez
19
La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
20
Alberto Julián Pérez
II
No entendimos la inmortalidad.
Qué poco faltaba para ser dioses.
III
23
La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
24
Alberto Julián Pérez
25
La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
Epílogo
26
Alberto Julián Pérez
Nuestros muertos
Culpables o inocentes, llevamos en la sangre
antiguos enemigos que buscan perdonarse;
las mujeres y hombres de estos tiempos nuevos
vivir quieren hermanados en la tierra sagrada.
Yo digo
Hermanos poetas
navegantes de las tinieblas,
portadores de las lámparas de fuego
que iluminarán el camino a los ángeles
cuando se cierre el cielo
y venga la última noche,
mis hermanos, mis padres,
mis esclavos, mis maestros,
mis muertos favoritos,
todos nosotros hijos del mismo espíritu
cuyo nombre no sabemos realmente
y le llamamos poesía
II
Digo, contradigo
III.
Hermanos ángeles
a.
Digo, contradigo,
las verdades no son eternas,
como una moneda cambiante
el mundo está en metamorfosis
b.
La poesía es un juego
El hombre es su propio dios
Los dioses han bajado del Olimpo
c.
d.
29
La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
e.
Lo real
Lo surreal
La poesía
Sus contradicciones
IV
Yo juego
1.
Como no ser yo
como estar muerto
y seguir escribiendo desde las sombras
2.
Digo, contradigo
3.
4.
5.
30
Alberto Julián Pérez
6.
¿Quién es la musa?
Marque con una cruz:
la muerte,
la eternidad,
la vecina de la esquina,
mi madre,
la editora de Planeta
7.
Yo pienso
i.
31
La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
ii.
iii.
Digo, contradigo
iv.
Poetas errabundos
mis hermanos
levántense del polvo
dejen que venga el día
la luz eterna
la poesía del sol
Dejen que entre el otro
que llegue la pasión
Abandonen su isla
reemplacen el verso por el diálogo
el monólogo por la política
v.
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Alberto Julián Pérez
vi.
La vida
El juego
Nosotros, los poetas,
perdidos en las tinieblas
buscamos en las estrellas
la inmortalidad del alma
vii.
viii.
La verdad
El destino
La revolución
El hombre
Vuelta a uno mismo
ix.
Yo digo, contradigo
2021
33
Cuentos
Alberto Julián Pérez
El empresario rico y
la hermosa modelo
Patricio Torres Agüero vivía con su mujer Verónica Vacareza en un amplio
departamento del exclusivo Puerto Madero, en Juana Manso y Azucena Villa-
flor. Era dueño de una empresa financiera y, además, herencia de familia, una
estancia en Carmen de Areco, no muy lejos de la Capital. Era un hombre de
mundo, un miembro de la alta burguesía porteña. Estaba próximo a cumplir
cuarenta años. Había viajado por Europa y Estados Unidos. Había salido con
muchas mujeres hermosas de Buenos Aires. Le gustaban los coches deportivos
y los caballos de salto. Los sábados era infaltable en el Club Hípico. Su mujer,
quién lo ignoraba, era una belleza. Era modelo exclusiva de Christian Dior. Tenía
veintiséis años. Alta, espigada, de pelo castaño, era admirada en todo Buenos
Aires. Tenían una relación excelente. Ella era maravillosa en la cama. Sabemos lo
que eso significa para un hombre como Patricio: vanidoso, inteligente, mimado
por la fortuna. Él se jactaba de provenir de una antigua familia criolla y no de
inmigrantes aventureros, judíos o italianos, como muchos de los que estaban
en el mundo de las finanzas. Había alquilado su estancia a una firma ganadera
internacional. De la antigua élite conservaba, por nostalgia, su afición a los
caballos. Era seductor y mujeriego, y prefería las argentinas de origen italiano a
las chicas de buen apellido de la oligarquía de Barrio Norte. Eran simplemente
más hermosas, y sabían convencer de mil maneras, con su charla, su sonrisa y
sus habilidades eróticas. Sobre todo cuando se encontraban con un hombre
como él, que lo tenía todo, y al que todas las mujeres jóvenes y atractivas que-
rían hacer pasar por su cama.
A Verónica no le preocupaba su fama de seductor. Se había conquistado al
hombre más deseado de Buenos Aires. Las otras modelos la envidiaban, y las
que no eran modelos veían a Patricio como el hombre inalcanzable. Ella era más
vanidosa que él, se pasaba el día en el gimnasio, el salón de belleza y las pasarelas.
Se hacía traer toda su ropa de París. Era el estilo de vida que se podía permitir
una mujer casada con un financista de éxito, que gozaba de la confianza de la
clase política y tenía un excelente crédito internacional.
37
La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
38
Alberto Julián Pérez
Verónica les cayó bien a todos. Era una chica bella y carismática, y su interés
en la gente era genuino. Se sintió un poco incómoda por la suciedad de algunos
callejones y el mal olor que salía de las aguas servidas, pero lo soportó sin decir
nada. Saludó al cura y a las madres del comedor. Se había aclarado el color del
pelo no hacía mucho, y su cabello rubio atraía a los chicos, que la querían tocar.
Además, tenía cara de muñeca. Se había puesto un abrigo, para que su figura
no llamara la atención. Un chico le gritó “Evita” y los demás se rieron. Verónica
los saludó, divertida por la situación.
Cuando esa tarde regresó a su casa, Verónica se puso a pensar en lo que
había visto. La visita la había afectado profundamente. Una cosa era escuchar
hablar de la pobreza, y otra, muy distinta, era verle la cara. Los rostros de los
niños pobres la habían golpeado y, en medio de sus privilegios, se sentía mal.
Por la noche habló con su marido que, preocupado, le preguntó por qué ha-
bía ido allá. Le dijo que iba a hablar con Irupé, debería haberlo consultado a
él antes. Verónica se lo prohibió, le aseguró que Irupé era una persona buena
y compasiva y que ella no se había dado cuenta hasta ese momento de lo
mucho que valía. Patricio le preguntó si había conocido su casa. Dijo que no y
que más adelante lo haría.
Días después Irupé la invitó a tomar mate cocido con facturas con sus hijos
en su casa. Fueron a buscar a los chicos a la escuela de la villa, un edificio de
dos plantas que aún no había sido terminado de revocar y pintar. Sus hijos eran
lindos, de piel bastante oscura. Le dijo que su marido era un hombre morocho,
del Chaco. Su casa era en realidad una casilla. Ocupaba la planta baja de un
edificio de cinco casillas, construidas de manera irregular una sobre otra. Se
subía a los pisos de arriba por una escalera de caracol de hierro externa, poco
sólida. La casilla de Irupé constaba de una pieza bastante grande y un baño.
El baño no tenía puerta. Una cortina de tela ayudaba a guardar la privacidad.
En un ángulo de la pieza había una pileta de lavar, una heladera vieja y una
mesada y, sobre esta última, unas hornallas para cocinar. Las hornallas estaban
conectadas, mediante un tubo de plástico, a una garrafa de gas. En la pared,
encima de las hornallas, había un ventiluz que daba a la calle. La puerta de la
casilla era de metal. En esa época del año, comienzos del otoño, aún no hacía
frío, pero seguramente necesitaría una buena calefacción en el invierno. Cerca
de la mesada tenía una mesa grande de fórmica y varias sillas de plástico. En el
centro de la pieza había una gran cortina de tela color crema, que pendía del
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La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
techo. La habían asegurado utilizando un rail. Detrás del cortinado estaban las
camas donde dormían todos. Verónica comprendió que la familia entera vivía
en ese cuarto, que le servía de cocina, comedor y dormitorio.
Se sentaron a la mesa. Irupé preparó mate cocido y Verónica abrió un pa-
quete gigante de exquisitas facturas de una confitería de Puerto Madero, que
los niños devoraron con fruición. Irupé le dijo que la “casa” donde vivían no
era suya aún, pero la estaban comprando. Pagaban una cantidad de dinero
todos los meses a un puntero político, que era el dueño de la casilla. Aseguró
que estaban muy cómodos, todo les quedaba céntrico, la gente del barrio los
trataba bien. Hacía cinco años que vivían allí. Antes alquilaban un cuarto en
una pensión en Constitución. Ahora estaban mucho mejor.
Verónica le comentó que le gustaría hacer trabajo voluntario en la comu-
nidad. Se ofreció a trabajar en el comedor para chicos los días miércoles. Ese
día no tenía ensayo de pasarela, ni sesiones de entrenamiento en Christian
Dior. Le agradeció a Irupé la invitación, se despidió de los chicos y regresó a su
departamento.
Al día siguiente Irupé habló con las madres que trabajaban en el comedor y
aceptaron encantadas. Verónica le avisó a su marido que iba a ir a la villa miseria
a hacer trabajo voluntario los días miércoles. Patricio se alarmó bastante, pero
al ver que su voluntad era inquebrantable, le pidió que fuera con el chofer, y
que este la esperara frente al comedor.
Braulio se metía en la villa con el BMW y lo estacionaba frente al comedor. Los
chicos salían a mirar el auto. Un día le preguntaron a Braulio si estaba armado y
él les mostró la 9 mm que cargaba en la sobaquera. Los niños la observaron con
interés. Estaban acostumbrados a ver gente armada en la villa. Las señoras del
comedor trataban a Verónica con cariño y la miraban con admiración. Sabían
quién era. Pusieron en la pared del local una tapa de revista en que aparecía
ella con un vestido negro muy hermoso. Un día fue al comedor con una falda
muy cortita y acampanada, y un chico le dijo que era el Hada Buena. Ella servía
la comida y le encantaba ver las caras de alegría de los pibes al ir a sentarse a la
mesa con su plato de comida caliente. La comida era bastante buena. El plato
más típico era el guiso de carne con papas. El comedor recibía donaciones de
los supermercados de Retiro. El puntero peronista del barrio había conseguido
una asignación de dinero para el comedor, con la que compraban bebidas
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Alberto Julián Pérez
gaseosas, que a los niños les encantaban, y otras cosas. Ese dinero ayudaba a
mantener todo funcionando normalmente.
Patricio sabía que su mujer era algo exótica, pero sus visitas a la villa lo tenían
preocupado. Un día le dijo que celebraba el amor que sentía por los niños, y
que esperaba alguna vez tener hijos con ella y formar una familia. Les sería muy
fácil criarlos, dada la posición económica ventajosa que tenían. Ella lo miró algo
incómoda y le respondió que no era el momento. Amaba a los niños, pero
estaba concentrada en su carrera y el día que finalmente tuviera hijos quería
estar en su casa para criarlos ella, y no que los atendiera un ama. En unos años
más posiblemente estaría preparada, pero, en esos momentos, quería trabajar.
Se proponía ser la modelo más conocida y admirada de la agencia. Quería
conquistar las pasarelas de Europa. Pancho Dotto, que la representaba, le había
dicho que esa temporada tendría una serie de desfiles muy importantes en París.
Verónica pasaba cada vez más tiempo fuera y, muchas veces, cuando Patricio
regresaba al departamento, ella no estaba allí. Había ido a un vernissage, o a
una recepción, o a una clase de modelaje o de yoga, o estaba en las sesiones
de masaje o en el salón de belleza. Últimamente Patricio veía más a Irupé que
a su mujer. Patricio era dueño y jefe de su compañía y su horario de trabajo era
bastante irregular. Algunos días volvía al departamento por la tarde temprano
y otros tenía que estar en reuniones hasta la noche. El mundo de las finanzas
no tenía un horario fijo, mandaban los clientes y las situaciones. Era un mundo
lleno de conflictos y desafíos, que él amaba.
Patricio siempre había considerado a Irupé una persona interesante. Lo
atendía, le preparaba café. Le hablaba con amabilidad y dulzura. Ocasional-
mente él le preguntaba cosas sobre ella. Se empezó a interesar en sus hijos, en
su familia. Irupé le contó detalles de su infancia. Su madre era paraguaya y su
padre correntino. Se había criado en Isidro Casanova, en el Gran Buenos Aires.
Su mamá le hablaba en Guaraní cuando era niña. Ella podía hablarlo, pero no se
lo había enseñado a sus hijos. Patricio le pidió que le enseñara algunas palabras
en Guaraní. Le dijo que árbol se decía “ibirá”, arena “ibicuy”, madre “sy”. Le llamó
la atención que madre se dijera “sy”, era casi como “sí” en castellano. Patricio
le contó sobre su madre. Le dijo que era una persona con mucha autoridad. Él
se había criado en las Lomas de San Isidro. Casi no hablaba con ella. De niño
estaba poco con él. Lo habían cuidado dos amas, y tenía dos tutoras. Le habían
enseñado el inglés, la lengua de los negocios. Irupé lo escuchaba con interés y
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La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
asentía con la cabeza. Tenía unos ojos negros profundos y, cuando él la miraba,
bajaba la vista, avergonzada.
Le preparaba algunos platos populares que a él le gustaban: pastel de choclo,
tapa de asado con papas, empanadas. Un día le hizo un plato del que no había
oído hablar nunca. Dijo que se llamaba “falso conejo”, y no tenía conejo. Era
un guiso de carne y arroz con bastante picante. Muy rico. Era un plato andino
popular en la villa. Allá había muchas señoras de Perú y Bolivia que cocinaban
muy bien.
Patricio se empezó a sentir solo. Tenía mucha presión en su trabajo. El merca-
do financiero era muy inestable. En Argentina nunca se sabía bien lo que pasaba.
Él tenía inversiones en paraísos fiscales por las dudas. La gente del gobierno
quería controlar todo. Había días que estaba muy nervioso e inseguro. Empezó
a sentir que no le interesaba a su mujer. Estaba obsesionada con la moda, con
el cuerpo, con las apariencias, consigo misma. Todo giraba alrededor de ella. El
mundo terminaba en ella. Y ahora había descubierto el dolor y la pobreza. Cada
vez pasaba más tiempo en la Villa. Le encantaban los chicos, pero no quería
tener chicos, al menos con él. Pensó que quizá no lo quería.
Un día, sin saber bien lo que hacía, abrazó a Irupé. Al principio no la besó.
Era su sirvienta. Simplemente la abrazó. Irupé no se resistió. Le puso los brazos
alrededor del cuerpo. Fue una escena tierna. La miró y ella no le sacó la vista.
Se sintió estúpido. Luego, casi cerrando los ojos, la besó. Fue el beso más tierno
que había dado en su vida. Pasaron al dormitorio y la empezó a acariciar. La
desvistió. Irupé lo dejó hacer, sin moverse mucho. Sentía vergüenza. Él la acari-
ció lentamente. Fue como un juego. No sabía bien por qué lo hacía. Le besó el
vientre. Ella le apoyó una mano en la cabeza y él sintió una paz enorme. Sintió
su bondad. Era algo que no había experimentado nunca: bondad. Vivía en un
mundo de gente cruel y ambiciosa, donde no existía la bondad. Ella se dejó
penetrar, pero sin mostrar pasión. Era casi como hacer el amor con una espo-
sa de muchos años. Muy diferente a lo que pasaba con Verónica en la cama,
que se retorcía, gritaba y se desesperaba, o lo fingía, como una puta. Aquí no
había ninguna “performance”, era una situación humana. Tan humana que se
sintió desarmado. A ella, cuando se vino, se le humedecieron los ojos. Le había
pasado algo muy lindo. Él se sintió incómodo, ridículo. Pero ya estaba hecho.
Se levantó, se vistió y siguió hablando con Irupé como si esa hubiera sido una
situación normal, cotidiana.
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Alberto Julián Pérez
Esa noche Verónica le dijo que quería empezar una escuela de modelos en
la Villa. Había chicas interesantísimas, muy sexis. Le preguntó si quería invertir
en el proyecto, eran mujeres distintas. Así podrían ayudar a la gente. Él le dijo
que estaba bien, que hiciera lo que quisiera.
La situación con Irupé se repitió varias veces. Ella llegaba por la mañana y
hacía las cosas de la casa. Él trataba de volver de la oficina a las dos de la tarde.
Verónica a esa hora nunca estaba. Irupé le daba de comer algo ligero, tomaban
juntos un vaso de vino y después hacían el amor. Era casi como en un matri-
monio. Todo muy tranquilo, sin sobresaltos. Ella le preguntaba por su día de
trabajo. Él le contaba y eso lo hacía sentir bien, era mejor que ir al psicólogo.
La relación sexual con Irupé empezó a ir cada vez mejor. Él se venía varias
veces y ella también. Después del acto se sentía incómodo. Se preguntó cómo
iba a salir de esa situación. Un día le preguntó que qué sentía por él, si lo quería.
Irupé bajó la vista y evitó contestar. Le dijo si lo dejaría a su marido por él. Ella
le respondió que no. Le preguntó por qué. Le dijo que era su marido, que no
lo podía dejar.
A pesar que ella no aceptaba que él le regalara dinero, le dobló el salario.
Ella se lo agradeció. Patricio se empezó a sentir celoso. Esa mujer tan simple
sabía tan bien lo que quería. Sabía lo que valían las cosas, entendía el lenguaje
del amor y de los sentimientos mejor que él. Se sintió pobre. Empezó a sentir
curiosidad por Irupé, quería saber más de su vida. Lo convenció a Braulio, su
chofer, que lo llevara a la Villa 31. Quería ver donde vivía Irupé. Braulio había
entrado en la Villa varias veces, acompañando a Verónica. Se vistieron con ropa
vieja para pasar por villeros. Dejaron el auto en un estacionamiento en Retiro
y se metieron a pie. Braulio, precavido, cargó su 9 mm, por cualquier cosa. Lo
llevó hasta cerca de la casilla de Irupé. Eran las siete y media de la tarde. Le dijo
a Patricio que el marido volvía a esa hora del trabajo. Dentro de la casilla había
luz. A media cuadra había un quiosco en el que vendían comidas. Se sentaron
y pidieron dos cervezas. El quiosquero les ofreció salchipapas. Aceptaron, esta-
ban sabrosas. Finalmente pasó un hombre bastante corpulento cerca de ellos.
Era moreno, de pelo renegrido. Braulio le dijo que ese era el marido de Irupé.
Entró en la casilla. Pagaron y se acercaron. A través del ventiluz Patricio pudo
ver dentro. Se habían sentado a la mesa. Irupé estaba sirviendo fideos de una
fuente. Los chicos se reían. Los vio felices. Se fueron. Regresaron a Retiro y se
subieron al BMW.
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La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
Esa noche Patricio hizo el amor con su mujer. Le insistió otra vez que debían
tener un hijo juntos. Verónica estaba fastidiada. Le dijo que era un egoísta, que
no pensaba en su carrera. Se durmieron. Patricio soñó con Irupé. La vio en un
paisaje lacustre, de esteros. Estaba desnuda y lo llamaba desde una especie de
isla. Había flores blancas que flotaban en el agua y muchos pájaros que volaban
alrededor. Irupé tomó una flor blanca y se la puso en la negra cabellera. Le
sonreía y lo llamaba. La veía hermosa. Patricio se despertó sobresaltado. Estaba
angustiado. Se dio cuenta que se había enamorado.
La relación con Verónica empezó a ir cada vez peor. Evitaban verse y hablarse.
Hacían el amor con muy poca pasión. Patricio se llevaba mejor con Irupé. Volvía
contento a su casa a las dos de la tarde para verla. Apenas llegaba se besaban
tiernamente, como viejos amantes. Sentía que no podía mantener esa relación
oculta mucho más tiempo. Se sentía ridículo, sabía que todos se burlarían de
él. Le pidió a Irupé que se divorciara de su marido y se fuera a vivir con él, él
le educaría a sus hijos, la iba a cuidar. Irupé, sin dudarlo, le dijo que no podía.
Ella estaba casada, bien o mal esa era su vida. Le dijo que si la quería tanto se
fuera a vivir a la villa, para estar más cerca de ella. Él le sonrió y le hizo un chiste.
Verónica lo veía indiferente y agresivo, y le preguntó qué era lo que le pasaba.
Le pidió que le dijera si ya no la quería. Le respondió que no era eso, pero que
a veces sentía que ese matrimonio era incompleto, le faltaban cosas. “¿Qué?”,
le preguntó su mujer. “Hijos”, le respondió Patricio. “Yo no quiero ser madre
por ahora”, le dijo Verónica. Patricio la miró con rabia y la acusó de narcisista y
ella, por primera vez en su vida, lo abofeteó. Por varios días no se hablaron. Al
tiempo notó que ella regresaba más tarde por las noches. Verónica se estaba
desenganchando de la relación. Un día la descubrió muy acurrucadita en un
café con un economista que trabajaba en el Ministerio, y que era reconocido
por su trayectoria dentro de la política. Militaba en el PRO y tenía buenas posi-
bilidades de ser candidato a diputado por la capital en las próximas elecciones.
Vivía en Puerto Madero, no muy lejos de donde vivían ellos. Finalmente Patricio
le propuso que se separaran temporalmente, o de lo contrario el matrimonio
acabaría por arruinarse del todo. Les hacía falta pensar las cosas. Alquiló un
departamento en una torre de Puerto Madero y le preguntó si quería irse ella
a vivir allí por un tiempo o se iba él. Ella prefirió irse y cambiar de sitio.
Patricio continuó con su trabajo y sus actividades. Ahora vivía solo en su
departamento de Puerto Madero. Todos los días venía Irupé a atenderlo y
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Alberto Julián Pérez
hacían el amor. Se sentía cómodo. Empezó a leer otra vez. Hacía tiempo que
no leía novelas. Comenzó 2666 de Bolaño, se la habían recomendado. El libro
le fascinó. Poco después Verónica le pidió que le aumentara la cantidad de
dinero que le pasaba mensualmente, lo que le daba no le alcanzaba. Tenía que
mantener su estilo de vida y necesitaba más dinero. Se dio cuenta que lo estaba
chantajeando. Seguro que era el economista que la asesoraba. No le importó.
Estaba enamorado de Irupé y se sentía feliz.
Pasaron una temporada excelente. Irupé y él almorzaban todos los días juntos
y hacían el amor. Por las noches ella regresaba a su casa en la villa, a atender a
su familia. Finalmente, comprendió que se tendría que divorciar de Verónica y
que el divorcio le iba a costar caro. Verónica era ambiciosa. Se lo planteó y ella
le dijo que por culpa de él su carrera de modelo no había progresado como
ella esperaba y que la tendría que compensar. Él lo aceptó, no tenía otra salida,
lo que pasaba era su culpa. Por suerte tenía suficiente dinero. Se había casado
con la mujer equivocada, perdería parte de la fortuna de su familia. Iniciaron
los trámites de divorcio.
Ya no aguantaba vivir en Puerto Madero. Su sensibilidad había cambiado.
Sintió que era un barrio de gente frívola, oportunista. Políticos corruptos, ve-
dettes a la caza de empresarios, banqueros enriquecidos con el erario público,
jefes de empresas multinacionales, botineras en busca de fortuna, estrellas
del deporte que ganaban millones. Le dijo a Verónica que se quedara con el
departamento de Puerto Madero como parte del juicio de divorcio. Compró
un caserón antiguo en Palermo Hollywood y lo hizo refaccionar. Creyó que en
ese barrio bohemio iba a sentirse bien y no se equivocó. La gente allí era más
sensible al arte. Ahí vivía la clase media, los descendientes de los españoles e
italianos que hicieron de Argentina un país progresista, los hijos de los judíos
que ejercían sus profesiones y su comercio. Le encantaba salir a caminar por el
barrio y comer afuera. Iba seguido a la Plaza Cortázar. Irupé seguía visitándolo.
Lo cuidaba, le cocinaba. Él le dijo que era su amante oficial. Le dejó elegir los
muebles nuevos. Ella estaba contenta, la casa le encantaba. Él le aumentó su
salario, ya ganaba casi casi como una gerente. Ella le dijo que era demasiado. Él
le respondió que tenía que justificar las horas de ausencia de su casa.
El divorcio con Verónica concluyó. Le tendría que pasar una suma mensual
elevada como derecho de alimentación, cederle el departamento y darle un
porcentaje de las acciones de su empresa. Irupé se volvió una amante mucho
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La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
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La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
El guionista
José Luis Martínez había nacido en Lobos, en la campaña bonaerense (el pueblo
donde mataron a Juan Moreira y nació el General Perón, decía siempre) a fines de
los años ochenta. A los trece años, su padre, que era administrador de un campo,
lo envió a casa de su hermana, en Avellaneda, para que hiciera el secundario
en Buenos Aires. Desde niño le había gustado leer libros de aventura (prefería
los de Salgari a los de Verne), y se aficionó en la adolescencia a las novelas fran-
cesas, españolas e hispanoamericanas, que su tía sacaba de la biblioteca. A los
quince años comenzó a escribir poemas y narraciones breves. Les mostraba sus
textos a sus compañeros del Colegio Nacional. Ninguno parecía impresionado
por sus dotes de escritor. No le atraía demasiado el cine, hasta que un amigo
del colegio lo invitó un día a ver una película gratuita al auditorio de la UBA.
Era El proceso de Orson Welles, basado en la novela de Kafka. José Luis quedó
deslumbrado por la cinematografía y comprendió que existía un cine-arte
independiente que se regía por sus propios valores e ignoraba los dictados del
cine comercial de Hollywood.
Se afilió a varios video clubs y el cine se transformó para él en una pasión.
No podía dormirse si no veía una o dos películas. Su tía se quejaba de que el
sonido de las películas en el televisor de la sala no la dejaba dormir. Era soltera
y lo adoraba, pero se levantaba a las seis de la mañana para ir a trabajar y se
acostaba temprano. Terminó comprando un segundo televisor con videoca-
setera, para que él pudiera ver sus películas en su cuarto. José Luis averiguó
quiénes eran los directores más influyentes de la historia del cine y comenzó
a mirar sus obras en forma sistemática. Vio películas de grandes directores
europeos, como Herzog y Rohmer, de directores asiáticos destacados, como
el japonés Kurosawa y el indio Satyajit Ray, y de directores hispanoamericanos
y españoles. Apreciaba muchísimo la diversidad del cine hispano. Admiraba a
Buñuel, a Subiela, a Lombardi, a Torre Nilsson. Se fue formando poco a poco
una respetable cultura cinematográfica.
Cuando llegó el momento de escoger una carrera para seguir (su padre le
había inculcado la importancia del estudio), pensó en Letras, en Comunicaciones
y en Cine, pero le pareció que sería muy difícil ganarse la vida en esas carreras,
que requerían conexiones y dinero. Su hermano menor se había quedado ha-
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miedo a la muerte. Solo le pido a Dios que, si algo me pasa, se salve el país, y no
vuelvan los asquerosos gachupines. Patria o muerte.” Así terminaba el drama. El
guión entusiasmó a su profesor, que le puso un diez y lo graduó con honores.
Miguel Pérez le dijo que sería muy difícil filmar un libro tan complejo, pero le
parecía brillante.
Cuando le dieron el diploma salió a festejar con su novia. Comieron en
“La Churrasquita”, que era su restaurante favorito. Después fueron a su de-
partamento, hicieron el amor y hablaron de sus planes futuros. A ella todavía
le faltaba un año para terminar la carrera. Él debía empezar a buscar trabajo
como guionista. Su profesor le había dicho que lo tendría en mente, y que le
avisaría si le aparecía un proyecto en que pudiera incluirlo. En enero veranearon
en Villa Carlos Paz. Luego José Luis pasó una semana en Lobos con su padre y
sus hermanos. Su madre ya no vivía allí. Sus padres se habían divorciado. Ella se
había vuelto a casar y residía en Neuquén. Su papá estaba muy orgulloso de él,
pero sabía que había elegido una profesión muy difícil. Confiaba en su talento.
Veía que su vocación era firme.
En abril Miguel Pérez lo llamó para invitarlo a participar en un documental.
Era un encargo que le había hecho la Escuela de Cine de Santa Fe. La Escuela
cubriría los costos para armar el proyecto y filmar, y Canal 7 subvencionaría
los gastos de post-producción. El Instituto Nacional de Cine se encargaría de
su distribución. El tema era “Inmigración, pobreza y marginalidad en Buenos
Aires”. Él mismo, Miguel Pérez, lo dirigiría. Quería que José Luis trabajara en el
guión. Se le pagaría una cantidad de dinero aceptable por su tarea, sería un
buen comienzo para él. La experiencia profesional, sobre todo, era invaluable.
El documental se proponía mostrar cómo se adaptaban a la nueva sociedad
los chinos, bolivianos, paraguayos y otros extranjeros que llegaron a la ciudad
en las últimas dos décadas, y su relación con los argentinos de las provincias
del interior del país establecidos en la capital.
Tenía que encontrar situaciones sociales que resultaran enriquecedoras para
el espectador, y presentar sus ideas con claridad pedagógica. Necesitaba mostrar
los problemas desde una perspectiva rica e integrada. Debía identificar, de ser
posible, entre sus entrevistados, a individuos que pudieran participar y actuar
en la película. Ver si descubría “actores naturales” entre ellos.
Miguel Pérez era un hombre muy experimentado, con una gran trayectoria.
Con su guía, tenía que resultar relativamente sencillo escribir el guión, o así lo
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parecía. José Luis creía que el cine documental debía meterse en la realidad
guardando su distancia crítica. El guionista, igual que el director, presentaba sus
propias ideas estéticas y visión política en su recreación de la historia.
El primer paso era identificar a individuos o familias inmigrantes bolivianas,
chinas, paraguayas, peruanas, etc., que quisieran hablar de su vida y colaborar
con él. Después, buscar a individuos marginados y pobres, y entender cómo
habían llegado a esa situación, comprender su drama. Por último, interpretar
como estos dos grupos sociales se relacionaban.
José Luis estaba entusiasmado. Se había ganado el respeto de su profesor
por su seriedad y su talento. Miguel Pérez no le regalaba nada a nadie. Era justo
pero exigente. Le agradeció la confianza que depositaba en él y le prometió que
se pondría manos a la obra de inmediato.
Su profesor le dijo que él era talentoso e iba a llegar lejos, y ojalá esa pe-
lícula le abriera puertas. Esperaba poder competir en algún premio nacional
y presentarla en festivales internacionales. Había un gran interés en este tipo
de documentales. Necesitaba contar con un guión sólido. Le entregaría una
suma de dinero para que él compensara a los que participaban en el proyecto
y colaboraban con él. Era necesario motivarlos. Al día siguiente le tendría listo
el contrato y el dinero. Debía entregarle un borrador del guión en tan sólo dos
meses. Era todo el tiempo de que disponía.
Era un comienzo excelente. Le habló a su novia y le contó todo. Le dijo que
iba a tener que trabajar mucho y esforzarse. Necesitaba escribir un buen guión.
Ella lo entendió y le aseguró que contaba con su apoyo.
José Luis meditó en los grandes maestros locales del género, buscando
inspiración. Pensó en Solanas y en su documental La dignidad de los nadies,
síntesis de cine de acción y de thriller político, en que el gran director presentó
varias historias representativas de la marginación a la que nuestra sociedad
había condenado a muchos. Luego recordó la película Bolivia, de Pablo Trapero.
Este había realizado una obra de ficción que testimoniaba la situación social
desesperante que vivían los inmigrantes de los países limítrofes en Argentina.
El cine documental tenía una gran tradición local. ¿Podría él estar a la altura
de esos ejemplos? Miguel Pérez, su profesor, era autor de un documental, La
república perdida, al que José Luis consideraba uno de los mejores del cine de
ensayo político argentino.
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acumulados. Podía ver bolsas de plástico, bidones, y otros objetos, que parecían
ser muñecas o restos de juguetes. Las ratas andaban entre los desperdicios.
Estaba desesperado, quiso gritar, pero sabía que no le serviría de nada. Al rato
el agua empezó a correr con más fuerza. El nivel fue subiendo. Quizá estuviera
lloviendo afuera. Tuvo miedo de morir ahogado en medio de la basura. El sueño
lo iba rindiendo y se le cerraban los ojos. No sabía cuántas horas habían pasado
desde que lo dejaron allí. Sintió frío. Se durmió. Tuvo un sueño.
Él estaba acostado en su cuarto, una luz fuerte lo encandilaba. Entró una
mujer desnuda. Era como una diosa. Ella estaba excitada, empezó a acariciarlo
y a quitarle la ropa. Él no podía moverse, pero gozaba. Le pasó sus manos por
las mejillas, los labios, los cabellos. Luego le acarició el pecho y bajó a su pene.
Empezó a succionarlo. Él gozaba cada vez más y gritaba de placer. La mujer
se le puso encima y empezó a hacerle el amor. Él estaba inmóvil, como atado.
Sintió que estaba por venirse. Se despertó gritando. Las ratas le caminaban por
el cuerpo. Se retorció, tratando de librarse de las ataduras, sin lograrlo.
Vio a lo lejos una luz que parecía acercarse, empezó a gritar. Eran dos serenos
de la guardia que patrullaban los túneles. Lo desataron. Les contó lo que le había
sucedido. Les dijo que una banda de depravados tenía secuestrada a una chica
y entre todos la habían violado. Los serenos le dijeron que en las cañerías sub-
terráneas pasaba de todo, era un mundo aparte. Informarían a la policía, pero
seguro que cuando vinieran a investigar ya no encontrarían nada. Lo hacían a
propósito. Los delincuentes planificaban esas cosas para provocar a la policía
y distraerla. Los verdaderos robos y crímenes ocurrían afuera, a la luz del día.
Caminaron bastante. Llegaron a una escalera de hierro que subía al exterior.
Los serenos subieron primero, movieron la tapa y salieron todos a la calle. La
boca de tormenta daba a Arenales y Rodríguez Peña, en Barrio Norte. José Luis
estaba temblando. Se sentía mal. Tenía mal olor. Los serenos le dijeron que fuera
a la policía. Él se negó. Tenía fiebre. Les pidió que llamaran a una ambulancia,
estaba mal.
La ambulancia llegó después de media hora y lo llevaron al Hospital Argerich.
Contó a la guardia lo que le había pasado. Tenía mordeduras de ratas y ronchas
en su cuerpo. En el Hospital lo vacunaron contra el tétano y le dieron una vacu-
na antirrábica. Lo dejaron internado un día en observación y lo dieron de alta.
Salió del Hospital y fue a la Seccional de Policía a hacer la denuncia de lo
ocurrido. Le tomaron la declaración. No pareció sorprenderles lo que contaba,
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A José Luis le encantó la historia. Le dijo a Suar que estaba llena de momen-
tos melodramáticos y truculentos y que él sabría sacarles buen provecho. Se
sentía capacitado para escribir el guión. Firmó de inmediato un contrato y le
prometió entregarle un borrador en dos meses.
Regresó a su departamento, llamó a su novia y le dio las buenas nuevas.
Ella se puso muy contenta. Luego le habló al profesor Filippelli para agradecerle
a él y a su esposa, Beatriz Sarlo. Por último, lo fue a ver a Miguel Pérez. Este
lo consideraba su discípulo. Lo atendió con amabilidad. Pérez le dijo que un
muchacho recomendado por Pino Solanas se había hecho cargo del guión del
documental. José Luis le contó de su contrato con Canal 13. Miguel Pérez lo
felicitó, le dijo que era un nuevo comienzo y que creía que él lo podía hacer
muy bien. Lo importante, en esos momentos, era tener un trabajo. Los dos se
abrazaron y se despidieron.
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Un gaucho en Texas
Facundo Garay era profesor de Castellano y Literatura del Nacional No. 1 de
Rosario. Había estudiado en Filosofía y Letras hacía ya muchos años. Su mejor
amigo, Eduardo Zannini, que había sido su compañero de estudio, era profesor
de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Tecnológica de Texas. Se había
ido de Rosario poco después de terminar su licenciatura y había continuado sus
estudios en la Universidad de Nueva York, donde sacó un doctorado.
Facundo, además de enseñar treinta horas en el Nacional, había sido, has-
ta hace poco, Ayudante de Trabajos Prácticos de Literatura Argentina en la
Universidad de Rosario, y era profesor titular de esa misma materia en el Insti-
tuto Superior de Profesorado. Tenía una carga pesada de trabajo y siempre se
acordaba de su amigo en Texas. Eduardo había hecho una excelente carrera
profesional. Había publicado varios libros de crítica y era experto en las obras
de Borges, Sábato y Bolaño. Daba muy pocas horas de cátedra por semana y
tenía tiempo libre para investigar y escribir. Era el privilegio de ser profesor en
Estados Unidos. Venía a Buenos Aires todos los años. A veces lo visitaba en
Rosario, donde tenía familia.
De jóvenes eran inseparables. Los dos escribían poesía. Fundaron una revista
de literatura que sacó varios números. Cuando se hicieron mayores fueron
abandonando la poesía, pero siempre conservaron algo de poetas. Eran soña-
dores y poco prácticos y se ganaban la vida con dificultad. A pesar de su éxito
aparente, Eduardo le decía que la vida académica en Estados Unidos era difícil,
triunfaban los que sabían acomodarse y no los mejores. Por suerte él ya tenía
“tenure”, permanencia, en su puesto y estaba tranquilo. Era soltero y tenía su
propia casa. Enseñaba Literatura Hispanoamericana y Argentina (Española no)
y tenía un grupo excelente de estudiantes de doctorado.
Facundo, por su parte, era divorciado y tenía una hija, a la que casi no veía.
Vivía solo, como Eduardo. También estudiaba y escribía, pero tenía muy poco
tiempo libre. Se quedaba los fines de semana en casa para escribir. Hacía reseñas
de libros y notas culturales para la edición de los domingos del diario La Capital.
Esa no era su única actividad extracurricular. Formaba parte de la comisión
organizadora del Festival Internacional de Poesía de Rosario. Facundo era un
hombre respetado en el medio. Trabajaba mucho y, al igual que otros rosarinos,
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que tenían pasión por los viajes, ahorraba dinero para poder visitar otros países
en los veranos. Casi siempre iba a Europa, sobre todo a Francia, que era su país
favorito. Estudiaba francés por su cuenta, y lo hablaba bastante bien.
Eduardo lo había invitado muchas veces a Texas, pero los Estados Unidos
nunca le habían interesado. Finalmente, Eduardo, que deseaba que lo visitara en
su casa, le hizo una oferta que no podía rehusar. A los dos les gustaba la literatura
gauchesca y las historias sobre los bandidos rurales del siglo XIX. Le ofreció ir a
conocer Fort Sumner, Nuevo México, el pueblo donde había vivido y luchado
Billy the Kid, y donde lo habían matado. Allí estaba enterrado. Podían recorrer
juntos Nuevo México, tierra de “cowboys”, y visitar su tumba. La propuesta le
gustó. Eduardo le dijo que algunos de sus estudiantes pertenecían a familias
adineradas y tenían ranchos, que eran las estancias de allá, cerca de Lubbock,
donde estaba la Universidad. Podían pasar un fin de semana en uno, andar a
caballo y conocer la pampa texana, a la que llamaban el “Llano Estacado”. Ter-
minó el año escolar y Facundo se preparó para ir. Viajaría a principios de enero,
cuando su amigo estaba en el receso invernal. Allá las estaciones eran exacta-
mente opuestas a las de Argentina. Se pensaba quedar todo enero y febrero
acompañando a Eduardo. El otro empezaba sus clases a mitad de enero, pero
enseñaba sólo seis horas por semana y tendría tiempo de atenderlo y salir con
él. Podrían hablar y discutir de literatura, que era la gran pasión de los dos. A
fines de febrero, antes que se regresara a Rosario para empezar su trabajo, harían,
durante un fin de semana largo, un viaje de cuatro días por Nuevo México, y
visitarían Fort Sumner, Santa Fe y Taos, donde vivían los indios Pueblo.
Al llegar a Lubbock, Eduardo lo esperaba en el aeropuerto. El sitio era muy
distinto a lo que se imaginaba. El clima era seco, la ciudad tenía casas grandes,
bajas y espaciadas. El campus universitario era precioso, una mini-ciudad de
lujo. Nunca había visto nada así.
Su amigo vivía en una casa nueva, con varios cuartos. Lo que más le impre-
sionó fueron los baños. Tenía tres. ¿Qué profesor podía vivir así en Rosario? Hizo
una reunión en su casa para homenajearlo. Invitó a sus estudiantes graduados.
Bebieron vino de la zona, que le pareció bastante bueno, no sabía que Texas
producía vino. Los estudiantes del departamento de literatura hispana eran muy
interesantes. Venían de distintos países: México, España, Colombia, Costa Rica.
Los norteamericanos eran los menos. Entre estos había una chica, Helen, que le
llamó la atención. No era de una belleza especial, pero le resultó atractiva. Era
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de Texas, y hablaba muy bien el castellano, casi sin acento. Estaba escribiendo
una tesis sobre literatura argentina bajo la dirección de Eduardo. Había visitado
Buenos Aires y Mendoza, pero no había estado en Rosario. Su tema de tesis era
la obra de Eduardo Gutiérrez. Defendía la idea de que Gutiérrez era el autor
más original de la novelística gauchesca, el que inició el ciclo y mostró al gaucho
como un rebelde, que no claudicaba ante la sociedad decente (como lo había
hecho Martín Fierro en la segunda parte de la obra), ni aceptaba trabajar como
peón (como lo harían los gauchos de Güiraldes en Don Segundo Sombra). El
gaucho de Gutiérrez, como podíamos comprobarlo en Juan Moreira, era un
ser que amaba la libertad y luchaba a muerte por defenderla. Para ella Moreira
representaba el verdadero espíritu de la argentinidad y por eso había pasado al
teatro. El argentino se identificaba con Moreira, y no con Don Segundo Sombra.
El director de cine Leonardo Favio había imaginado a Moreira como un rebelde
anarquista, víctima de las manipulaciones políticas de los patrones. Ella había
conocido a Favio en Buenos Aires y hablado con él.
A Facundo le parecieron brillantes las ideas de Helen, que se expresaba con
soltura. Le encantaba la mujer. Claro que ella era joven, y él tenía cincuenta años.
Vio un anillo de casada en su mano izquierda, y no dijo nada. Hacía mucho
que Facundo no tenía un amor importante en su vida. Se había divorciado de
su mujer hacía siete años. A su hija casi no la veía. Tenía veinte años y estudia-
ba medicina. Las peleas con su ex eran constantes. Era una relación que, aun
estando separado, lo torturaba.
Eduardo le dijo que Helen estaba casada con un ranchero, o sea un estan-
ciero norteamericano. Había grandes establecimientos agrícolas, de algodón
y de maní, en la zona. También se veían muchos pozos petrolíferos. Pero los
texanos viejos se preciaban de ser vaqueros, ganaderos; eran gauchos, “cowboys”,
de corazón. Eso le llamó la atención a Facundo, y le gustó. En Argentina casi no
había gauchos, y nadie usaba sus ropas, excepto en los programas de televisión.
Visitando el campus universitario vio jóvenes estudiantes que usaban botas
texanas, sombreros de ala ancha y pantalones vaquero ajustados, como en las
películas del oeste. Sólo les faltaba el revólver. Su amigo le dijo que lo tenían,
pero que no lo podían portar en el campus universitario. Texas defendía la
tenencia de armas, lo consideraban un derecho civil inalienable.
Comenzó el semestre en la Universidad y Eduardo invitó a Facundo a visitar
una de sus clases. Estaba dando un curso graduado sobre el Martín Fierro y la
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una parte hacía unos cuantos años. Tenía más de 3000 hectáreas. Anduvieron
a caballo y comieron un “barbecue”, el asado norteamericano. A Facundo no
le gustó mucho, le habían puesto a la carne una salsa dulzona, y el corte era
distinto al argentino. Cortaban las costillas a lo largo, en lugar de a lo ancho. Sí le
gustó andar a caballo, aunque no era buen jinete. Había montado pocas veces
en su vida. El caballo le parecía un animal fabuloso, lo admiraba. Se identificó
con los texanos, y con los cowboys, que eran hombres de a caballo. Vio, sin
embargo, que eran distintos a los gauchos argentinos.
Hablaron de los bandidos que asolaban los caminos en el siglo diecinueve, y
de Billy the Kid. Facundo tenía problemas para comunicarse en inglés. Lo había
estudiado por años en Aricana, en Rosario, pero no lo podía hablar casi. Se dio
cuenta que se lo habían enseñado muy mal. Podía recitar los tiempos verbales
de memoria, pero no expresar sus ideas ni entender lo que le decían. Eduardo
les dijo a Helen y su esposo que iban a viajar a Nuevo México con su amigo en
febrero para visitar la tumba de Billy the Kid. Frank no hablaba castellano, así
que Helen hacía de traductora e intérprete. Frank dijo que su bisabuelo había
conocido a Billy the Kid. Había pasado por su rancho y le había pedido trabajo.
Su bisabuelo se lo dio y se quedó como tres semanas. Tuvo un altercado con
otro vaquero, que lo insultó. Billy no se defendió, pero tenía fama de ser resentido
y traidor. Su bisabuelo después de eso le pidió que se fuera, no quería peleas
entre sus hombres. Aún no se lo conocía como bandido. Eso fue después, du-
rante la Guerra de Lincoln, cuando formó parte de una pandilla de “vigilantes”
y se transformó en su líder. En Fort Sumner protagonizó una batalla a balazos
durante cuatro días entre su banda y la de un terrateniente de la región, que
terminó con una cantidad crecida de muertos. Después de eso le pusieron
precio a su cabeza, y ya era cuestión de tiempo. Los cowboys hacían lo que
fuera por dinero. Además, allí todos respetaban la ley, y Billy era un asesino.
El rancho tenía muchos cuartos, y esa noche hizo frío. Era fines de enero,
tiempo de verano en Argentina e invierno en Texas. Pusieron la calefacción,
que funcionaba a gas. Estaban cansados y se fueron a dormir temprano. Cada
uno de los invitados tenía su propia habitación. Al día siguiente desayunaron
en la cocina. Comieron huevos con tocino, frijoles y tortillas mejicanas. Frank
dijo que los mexicanos habían vivido allí antes que los norteamericanos (es el
territorio que les robamos a los mexicanos, bromeó) y que los texanos siempre
habían preferido las tortillas de harina al pan. Después de desayunar los invitó
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pampa es húmeda”. Helen dijo que ese año, en junio, iba a visitar la Argentina.
Quería conocer bien la pampa, internarse en el campo. No se podía estudiar la
gauchesca sin tener una idea de cómo vivía el gaucho, y como era la pampa.
Facundo asintió, dijo que él estaría contento de recibirla en Rosario.
De pronto Eduardo se metió en un cañadón abierto en una falla del terreno
y se perdió de vista. Helen se aproximó a Facundo y se le tiró encima. Apretó
su pelvis contra la suya y lo abrazó. Facundo se quedó frío. No sabía qué hacer.
Helen era una mujer casada, estaban en el rancho de su marido. Ella se le colgó al
cuello y lo besó. Mientras lo besaba bajó la mano y la apoyó en su pene. Vio que
estaba erecto y se lo acarició. Facundo estaba rojo de la sorpresa. Escucharon la
voz de su amigo y se separaron. Eduardo llegó hasta ellos. Dijo que esa era una
falla del terreno producida por un deslizamiento de tierra. En esa zona había
temblores y movimientos sísmicos. Eran típicos también los fuertes vientos. En
1970 un tornado había destruido la ciudad de Lubbock.
En el regreso al casco de la estancia hablaron de Borges. Había visitado la
ciudad y había dado una conferencia en la Universidad en 1968. También había
escrito un poema dedicado a la provincia, “Texas”. Eduardo dijo que el Profesor
Oberhelman, ya jubilado, le había contado que a Borges le habían impresionado
los “prairie dogs”, los perros de la pradera. No eran verdaderos perros, aclaró,
parecían conejos. Helen dijo que Eduardo era el mejor representante de la litera-
tura gauchesca en Texas. “Es un gran profesor”, agregó. Eduardo se lo agradeció
con falsa modestia. “Hay un norteamericano que enseña la gauchesca en la
Universidad de Texas en Austin”, dijo Eduardo, “pero no sabe mucho”. “¡No sabe
nada!”, lo secundó Helen. Helen recitó el poema “Texas”, de Borges, que sabía
de memoria. Fue emocionante escuchar sus versos en la pampa tejana. “Aquí
también. Aquí como en el otro/ confín del continente, el infinito/ campo en
que muere solitario el grito…”. Regresaron los tres a la casa. Frank los esperaba
en la sala. Dijo que la cocinera les estaba preparando un “chile con carne”, un
plato de origen mejicano, típico entre los cowboys de Texas. La cocinera era de
familia indígena. Parecía una señora mejicana, pero no hablaba español. Era de
Nuevo México, y pertenecía a la tribu de los indios “Pueblo”, que vivían cerca
de Santa Fe.
Facundo estaba preocupado y no sabía qué hacer. Pensó en hablarlo con
Eduardo. La situación le parecía más que comprometida. Helen era una mu-
jer interesante, pero su casa no era el mejor lugar para empezar un “affaire”.
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Helen lloraba y se protegía con sus brazos. Le pedía que parara, la estaba ma-
tando. En la casa estaban ellos solos. El hombre la dejó y se le abalanzó encima
a Facundo. Eran más o menos de la misma edad, pero el americano era más alto
y fuerte. Trató de ahorcar a Facundo, apretándole el cuello con las dos manos.
Helen agarró una silla de la cocina y la descargó contra la espalda de su marido.
En ese momento llegó la cocinera a la casa y entró en la cocina. Se agarró la
cabeza, asustada, al ver la escena. Frank se levantó dolorido y caminó hasta un
cajón de la mesada. Lo abrió y sacó un revólver. “Dog!”, gritó, “I am going to kill
you. Nobody fucks my wife but me!” Le apuntó a Facundo y disparó. La bala se
incrustó en la pared, al lado de su cabeza. La cocinera salió corriendo a llamar
por teléfono a la policía. Helen vio que había un cuchillo de cocina en la mesada.
Lo corrió con su mano hacia el borde y lo dejó caer al suelo. Su marido no se
percató. Lo empujó con el pie hasta donde estaba Facundo. Este se agachó y se
tiró al piso, cubriéndose con la mesa. Frank, del otro lado, intentaba apuntarle.
Disparó contra la mesa, a ver si le acertaba, pero erró. Facundo agarró el cuchillo.
Empujó la mesa rectangular, apretando a Frank, contra un sofá. Frank trató de
sacarse la mesa de encima. Facundo se abalanzó contra él con el cuchillo en
punta. Sorprendido, Frank no pudo esquivar el golpe. Le clavó el cuchillo en el
pecho. Facundo se detuvo, horrorizado. Frank lo miraba con los ojos vidriados.
Le salía sangre por la comisura de los labios. El revólver pendía de su mano
derecha. Se le cerraron los ojos y se desplomó, en un charco de sangre. En ese
momento entró Eduardo y se acercó a él. “Está muerto”, dictaminó. El cuchillo
le había atravesado el pecho, seguramente seccionándole la aorta. Helen se
puso a gritar, en un ataque de nervios. La cocinera la abrazó, para calmarla.
Oyeron la sirena del coche policial que llegaba. Los agentes abrieron la puerta
y vieron el cuadro trágico. Se llevaron detenidos a todos. Helen dijo a la policía
que Facundo lo había matado.
Después de los interrogatorios, Helen, la cocinera y Eduardo quedaron li-
bres. Les prohibieron que hablaran o se comunicaran entre sí, para proteger el
secreto de sumario. Facundo fue formalmente acusado del asesinato de Frank
Keller y detenido en la cárcel de Lubbock. Eduardo, lo primero que hizo, fue
hablar con un abogado para tratar de ayudar a su amigo. Se sentía culpable. Él
lo había invitado a Lubbock. No entendía bien lo que había pasado entre él y
Helen. Su amigo no le había dicho nada, y la policía le hizo preguntas, pero no
le dio información ninguna. Era secreto de sumario. El abogado le dijo que los
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buena relación, se querían. Se enfureció al saber que había tenido sexo con otro
hombre. Después quiso castigar al culpable y lo asesinaron.
Facundo se defendió. Dijo que Helen mentía, y que él, en el testimonio que
hizo a la policía inmediatamente después de su detención, había indicado cómo
ella lo sedujo y se introdujo con engaños en su cuarto. Ya durante la cena le
había metido la mano bajo la servilleta y le acarició el pene. Él no sabía qué se
proponía. Lo que ella había contado era mentira. Él era inocente, había actuado
en defensa propia, estaban tratando de matarlo. Sólo había querido salvar su vida.
El fiscal pidió que se lo condenara a la pena de muerte por asesinato, agra-
vado por violación. El abogado defensor pidió clemencia. Dijo que el sexo que
tuvo con la dueña de la casa, según la declaración a la policía, había sido con-
sensual. El occiso había disparado primero. Facundo no había tenido intención
de matarlo con el cuchillo.
El juez no concedió a la acusación la pena de muerte. Dijo que efectivamente
el occiso había disparado primero. Posiblemente el acusado había forzado o
violado a la mujer, pero ella había regresado la noche siguiente y no dijo nada
en un primer momento a su marido. El acusado pudo haber escapado de la
cocina y, en lugar de eso, optó por hacerle frente al occiso y atacarlo. Conocía
el poder mortífero del arma que empuñaba y dirigió el golpe al corazón. Era
asesinato en primer grado. Había tenido lugar en medio de una pelea. No
había existido intención previa de matar a la víctima. Lo declaró culpable y lo
condenó a veinticinco años de cárcel. Los primeros doce tenía que cumplirlos
efectivamente y, si su conducta era buena, se le podría conceder después un
régimen de libertad condicional.
Facundo se echó a llorar desesperado. Lo llevaron a un establecimiento penal
cercano a Lubbock a cumplir la condena. Era una cárcel moderna. Eduardo lo
fue a visitar. Le dijo que era terrible su situación, pero que podían haberle dado
la pena de muerte. El hombre era rico, y las leyes eran muy estrictas en Texas.
Facundo insistió que era inocente, que todo había sido un terrible accidente.
Desgraciadamente, Eduardo no había visto todo lo que había ocurrido, porque
llegó a último momento y no pudo testimoniar a su favor. Le preguntó que por
qué no le había contado lo que estaba pasando con Helen. Facundo le dijo que
lo había pensado, pero que no se decidió. Helen había mentido, era ella la que
había iniciado la relación sexual. Estaba loca, no sabía cómo podía habérselo
dicho al esposo ni por qué. Eduardo le dijo que las mujeres eran imprevisibles,
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pero que él había jugado con fuego al tener relaciones en la misma casa de
ella. Sabía que el marido tenía armas. Si le hubiera contado a él lo que pasaba
hubiera hablado con Helen, ella le tenía confianza. Facundo le pidió a su amigo
que le llevara libros para leer. Se deprimía y estaba muy angustiado.
Helen fue a ver a Eduardo. Lo visitó en su oficina de la universidad. Le dijo
que no iba a continuar con su tesis, lo ocurrido la había destrozado. Le ase-
guró que había sido sincera. Que Facundo la había engañado, era un hombre
seductor y mentiroso. Que ella, dominada por la culpa, se lo dijo a su marido.
No sabía que iba a reaccionar de esa manera. Le dijo que había hecho el amor
con él contra su voluntad. Mientras tenían sexo se jactaba de ser gaucho y de
tenerla grande, y le decía que ella era su china. Le había prometido que la iba
a llevar con él a Argentina. Dios lo había castigado. Ahora era un gaucho en la
cárcel de Lubbock. Había entendido mal a los cowboys. Llegó allí interesado
en conocer la tumba de un bandido, de un criminal, como había sido Billy the
Kid. Era peligroso hacer apología del delito. Algo siempre se le puede contagiar
a uno. Helen se despidió y salió de su oficina. Eduardo no la vio más. Supo que
vivía en su rancho con un amante mexicano más joven que ella. Tenía varios
autos y le gustaba exhibirse con su pareja en la ciudad. Se compró una avioneta
y salían a filmar desde el aire. Filmaban estampidas de ganado y los atardeceres
característicos de esa zona de Texas.
Eduardo iba regularmente a visitar a su amigo en la cárcel. Le llevaba libros.
No le permitían usar computadora. La entrada y salida de información estaba
vigilada. Con los libros no había problema. Facundo era un gran lector. Dijo que
estaba empezando realmente a estudiar después de muchos años. En Rosario,
con la cantidad de clases que daba, tenía poco tiempo para leer las cosas que
a él le gustaban. Eduardo le propuso que se pusiera a investigar para escribir un
libro de crítica. Así podía matar el tiempo. A Facundo le gustó la idea. Le dijo
que quería investigar sobre la novelística de Eduardo Gutiérrez y escribir sobre
él. Había sido un autor muy mal tratado, e ignorado por la crítica. No creía
que Helen pudiera hacer una buena tesis sobre Gutiérrez. Eduardo le dijo que
ella había dejado la carrera. Facundo empezó a investigar sobre Juan Moreira y
Hormiga Negra. Se fue adaptando a su nueva vida, estudiando y escribiendo.
Así el tiempo transcurría más rápido. Pronto vería pasar los meses, luego los
años, y un día, quizá, pudiera salir libre.
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Alberto Julián Pérez
La filosofía en el tocador
Ana María Robles estaba casada con Juan Carlos Salvatierra. Tenía veintiocho
años. Vivían en Barrio Norte, en Arenales y Talcahuano. Juan Carlos era mayor
que ella. Decía que tenía cincuenta y cinco años, pero Ana María sospechaba
que había alterado el documento. Se acercaba más bien a los sesenta. Era un
hombre rico y le gustaban las mujeres jóvenes. Se vestía muy bien e iba día
por medio al gimnasio. Tenía un estado físico aceptable y era simpático. Había
hecho su fortuna en la industria inmobiliaria. Las malas lenguas decían que,
durante la dictadura, había ayudado a los militares a introducir en el mercado
las propiedades que les robaban a sus víctimas.
En Barrio Norte hablaban de Juan Carlos. Allí había grandes fortunas. Estan-
cieros e industriales. Juan Carlos no podía dar cuenta del origen de su riqueza.
Sabían que de joven había sido pobre. Venía de Rosario, y su padre había sido
obrero del frigorífico Swift. Había cursado unos años de abogacía, pero nunca
terminó la carrera. Lo que había aprendido, sin embargo, lo había utilizado muy
bien. Era un hombre inteligente, y un buen lector. Tenía en su departamento
una sala dedicada a biblioteca, con varios cientos de libros. No los coleccionaba,
decía, los compraba de a uno y los leía. Lo consideraban un hombre decadente.
Le adjudicaban relaciones perversas de todo tipo. Nadie lo conocía bien.
Juan Carlos era un hombre complejo. Se había casado dos veces y no había
tenido hijos. Su nuevo matrimonio era una liberación para él, estaba profunda-
mente enamorado. Ana María no era una joven inocente. Como Juan Carlos, era
de origen pobre. Se había criado en el oeste del Gran Buenos Aires, en Morón.
Su padre tenía una carpintería. Ella no había querido estudiar. Era una mujer
hermosa y sensual. Para el sexo era una diosa. Su inteligencia se despertaba
en la cama. Era incansable e insaciable. Ella y Juan Carlos se pasaban la noche
despiertos, haciendo el amor y charlando. Tenía un gran sentido del humor. Les
gustaba mirar juntos películas extranjeras. Juan Carlos sabía mucho de cine, y
se había propuesto educar a su mujer. Cuando terminaba la película Ana María
se le montaba encima y lo llevaba al éxtasis. Él estaba en la gloria, y sentía terror
de que esa felicidad pudiera terminar alguna vez.
Ella despertaba el deseo de los hombres y había tenido muchos amantes. Las
miradas la seguían a todos lados. A Juan Carlos lo envidiaban profundamente.
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La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
Como todos imaginaban, ella se había casado con él por dinero y a su modo
era feliz. Se sentía bien con Juan Carlos. Siempre observaba lo que pasaba al-
rededor suyo. Le encantaban las aventuras sexuales. Tenía una amiga íntima y
confidente, Marita Roselló, y salía con ella a tomar tragos a las barras de Barrio
Norte. Marita era amante de un joven físico culturista, vecino suyo, que vivía
con una mujer empresaria, mayor que él. En Barrio Norte había muchas rela-
ciones como esa. Por dinero. El joven estaba bien dotado. Marita le describía
los detalles de sus relaciones sexuales.
Ana María le hablaba de ella y de su esposo. Su vida sexual con él no era
mala. Juan Carlos”raba lo que pasaba alrededor su.çarita le contaba los detalles
de sus relaciones sexuales con miraba lo que pasaba alrededor su era un hombre
apasionado. Por sobre todo admiraba su cultura. Le gustaba escucharlo hablar
de libros y de viajes. Sabía de todo. No le contaba mucho sobre sus negocios.
Creía que estaba un poco aburrido de ese mundo. Derivaba todo lo que podía
en sus subordinados. Concretaba sus operaciones por teléfono, o en cenas y
charlas de café. Seguía sus negocios en su computadora. Los contactos eran
todo, y Juan Carlos era un sicólogo natural y un hombre vivísimo. Cuando los
otros iban, él ya estaba de vuelta.
Ana María le confiaba a su amiga sus aventuras extramatrimoniales. En el
barrio había dos muchachos con los que se veía regularmente. Eran chicos ricos.
Uno tenía caballos y jugaba al polo. Le gustaban los dos y una vez los juntó. Se
pasaron la tarde haciendo el amor. Marita le preguntó si su esposo no sabía
nada. Ella le dijo que creía que sospechaba, pero que se hacía el que no sabía.
Era un hombre de mundo. Era viejo y sabía que no la podía tener para él solo.
No era atractivo. Era apenas más alto que ella, y no estaba bien dotado. A ella
le gustaban los hombres jóvenes, fuertes y de miembro generoso.
Era cierto. Juan Carlos no sólo sospechaba que su mujer tenía relaciones
con otros hombres, sino que lo sabía. Comprendía que era demasiado joven
para él. Podría ser su hija. Sus conocidos le decían que la veían acompañada en
los pubs de la zona. Le daban a entender que estaba levantando tipos. Él tenía
un horario muy irregular. Muchas veces se quedaba en la oficina leyendo. Le
gustaba leer de todo. Leía a los filósofos franceses, a los novelistas norteame-
ricanos, a los poetas hispanoamericanos. Sabía mucho de literatura argentina.
Conocía bien la obra de Borges, de Sábato, de Cortázar, de Saer. Le gustaban
Aira y Pauls. Admiraba la obra periodística de Walsh. También leía historia, y
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creía que José Luis Romero era el historiador argentino que mejor escribía. La
literatura francesa era su preferida y sus dos autores favoritos eran Voltaire y el
Marqués de Sade. Le gustaban los cuentos de Voltaire y sus ensayos filosóficos.
Admiraba a todos los pensadores de la Ilustración. Decía que eran los padres
de la modernidad: Voltaire, Diderot, Montesquieu, de Tocqueville. Rousseau le
interesaba menos. No le gustaba la gente que tenía una imagen exagerada de
sí (hacía excepción con Sarmiento, porque su prosa le parecía excelente y su
inteligencia excedía las expectativas de cualquier lector). En cuanto al Marqués
de Sade, lo consideraba un santo de la libertad. Había leído su biografía. El Mar-
qués había sufrido horrores. Había pasado 30 años preso. La mayor parte de sus
libros los había escrito en la cárcel. Su obra era la apoteosis de la perversidad
sexual. Había sido escrita por un moralista que repudiaba los prejuicios de su
tiempo. La sociedad había alejado al hombre de sí mismo. El Marqués era un
gran egoísta, pero con razón. Enseñaba a descender a la abyección, como ca-
mino a la liberación. La moral hipócrita era una camisa de fuerza. La sociedad
creaba siempre nuevas restricciones, buscaba hacer la vida completamente
predecible. Por eso se morían todos de hastío y aburrimiento. Necesitaban el
sexo y la venganza. El libertinaje. Ser libres contra los otros.
Le daba placer leer al Marqués. Sus historias eran de una pornografía perfecta.
Su obra favorita era La filosofía en el tocador, que combinaba la filosofía con las
relaciones perversas. Se pasaba horas en su oficina leyendo y meditando en su
obra. Pensaba en su situación con su mujer y se decía que tenía que dejar que
fuera libre. Era celoso, pero sabía que si la vigilaba la perdería. Estaba profun-
damente enamorado de ella. Estaba obsesionado con su mujer. Y Ana María
para él era sobre todo su sexo. No era una persona que tuviera otros dones.
Pero para él esa sexualidad era perfecta, el centro del mundo.
Había días que ella no regresaba al departamento. Le hablaba y le decía que
se iba a la casa de la madre en Morón. Regresaba al otro día muy contenta.
Una vez faltó dos días. Él le habló, pero su celular estaba apagado. No se ani-
mó a preguntarle a la madre. Sabía lo que significaba. Si le hacía un escándalo
podía abandonarlo. Era lo que pagaba por tener el mejor sexo de Buenos Aires.
¿Cuántos hombres de su edad podían decir lo mismo? Cuando ella regresaba
venía excitada. Se acostaban y ella era imparable. Lo dejaba exhausto.
Después de un tiempo pensó que era mejor hablar libremente de la situación.
Pero tenía miedo de hacerlo. Podía tomarlo como que no le importaba. Buscó
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La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
una solución alternativa. Sabía que a ella le gustaban los tipos altos y buenos
mozos. Una solución era contratar a un chofer lindo y atlético. Seguro que ella
iba a entenderse con él. A Ana María le gustaba meterle los cuernos. Se sentía
superior. De esa manera evitaría que ella saliera afuera de levante, a los bares,
corriendo riesgos. La calle estaba llena de gente violenta. A él le daba miedo
que un día le hablara la policía y le dijera que le había pasado algo malo. Si se
arreglaba con el chofer estaría segura. El chofer era su empleado. Tendría que
cuidarse de él. Quedaría todo en casa.
Juan Carlos empezó a fijarse en los tipos del gimnasio, a ver si alguno podía
servirle. Iban muchos patovicas. A él le parecía que tenían una musculatura
excesiva. No sabía si a su mujer podía gustarle alguien así. Era muy artificial. En
el vestuario los hombres se cambiaban después de su sesión de gimnasia. Se
fijó en un muchacho alto, moreno, de mirada plácida. Vio que tenía un miem-
bro grande. Lo observó bien y le pareció que era el tipo de hombre que podía
gustarle a Ana María. Se acercó a él y le sacó conversación. Se presentó. El joven
se llamaba Adrián. Le preguntó qué hacía. Le respondió que vendía zapatos.
Estaba semiempleado. Había trabajado en una compañía de seguros, pero tuvo
problemas, y lo echaron. Le preguntó si sabía manejar. El otro le respondió que
sí. Le dijo que tenía un trabajo que ofrecerle. Necesitaba un chofer, y el trabajo
requería una persona que tuviera ciertas condiciones físicas. El chofer tenía
que encargarse también de la protección personal y la seguridad. El joven le
dijo que él podía hacerlo, sabía karate. Juan Carlos le ofreció de sueldo una
cantidad generosa, como para que aceptara. Le dijo que más que su seguridad
le preocupaba la de su esposa. No tenían hijos, pero ella era joven y hermosa, y
había gente que lo odiaba y le gustaría hacerle daño a su mujer. Así quedaron.
Al otro día Juan Carlos lo recibió en su departamento y le mostró la cochera.
Tenía varios autos. Adrián, el chofer y guardaespaldas, manejaría el BMW, el auto
preferido de su esposa. Luego llamó a su contador y le dijo que pusiera a su
nuevo chofer en la lista de sueldos, y que si necesitaba un adelanto de dinero
se lo facilitara, era hombre de su confianza.
Adrián cumplió bien con su trabajo. Era un joven tranquilo. Su personalidad
se parecía bastante a la de Ana María. La conducía adonde ella le pedía. Iban
al country del Jockey Club, a trotar a Palermo, a los shoppings y a visitar a su
amiga Marita, que se había mudado a un barrio cerrado en San Isidro, donde
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Juan Carlos les dijo que quería ser más amigo de ellos. La relación que tenían
era demasiado práctica. Él deseaba compartir más. Empezaron a salir de paseo
los tres juntos. Iban a los restaurantes, al teatro, a los conciertos. Juan Carlos
dejó de ir al trabajo por varios días. Una tarde se apareció en la oficina con Ana
María y Adrián. Sus empleados notaron que estaba pasando algo raro y se inter-
cambiaron miradas burlonas. Juan Carlos se dio cuenta y no le importó. Que
pensaran de él lo que quisieran. Se sentía libre. Estaba empezando a entender
a Sade, cuando hablaba de libertinaje.
Juan Carlos conversó con su mujer y Adrián. Les confesó que los quería mu-
cho, eran especiales. Sabía que era un hombre mayor, tenía cincuenta y cinco
años y ellos aún no habían llegado a los treinta. Estaba pensando en el futuro de
ellos. Quería que vivieran bien, aún cuando él ya no estuviera. Le pidieron que no
hablara así, él tenía muchos años por delante. Juan Carlos les dijo que convenía
prever. El dinero no era todo, pero sin él uno estaba a merced de los demás.
Ana María se sintió muy incómoda con el diálogo. Ella era la esposa, no sabía
por qué lo incluía también a Adrián en ese tipo de conversaciones. Pensó que
la relación entre Adrián y Juan Carlos estaba creciendo. No fuera que Adrián
tratara de convencerlo de que le dejara parte de su fortuna. No le gustaba que
se acostaran y Adrián sodomizara a Juan Carlos. Ella era posesiva y era normal
que sintiera celos, Juan Carlos era su marido. Había hecho mucho por ella, y le
estaba agradecida. No quería que nadie lo usara o se aprovechara de él. Hu-
biera preferido que todo lo que pasó hubiera ocurrido en secreto. Le gustaba
engañar a los hombres, acostarse con varios, sin que los otros lo supieran. En la
situación presente sentía que había perdido control de la situación y que era
su marido el que manejaba todo.
Juan Carlos los invitó a tomarse una semana de vacaciones juntos e ir todos
al casino de Mar del Plata. A ella no le gustaba el juego, pero dijo que los acom-
pañaría. Se quedaron en el hotel del casino. No era temporada alta. La mayoría
de los que se hospedaban en el hotel eran los jugadores regulares, clientes del
casino, que amaban con pasión el juego y gastaban su dinero sin culpa. En su
mayoría eran hombres. Se pasaban el día en el casino. A Juan Carlos y Adrián
les gustaba el punto y banca, el póker y la ruleta. Ana María se ponía vestidos
largos muy hermosos y joyas caras y se quedaba sentada en la sala del casino
mientras jugaban. Estaba soberbia. Todos la admiraban. Les dijo a Juan Carlos
y a Adrián que se aburría. Iba a ir a tomar algo al bar del hotel y a caminar un
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rato por la ciudad. Les pidió que no se preocuparan y que siguieran jugando.
Juan Carlos se disculpó: estaban tan concentrados en el juego que no podían
parar. Iban perdiendo, por supuesto, pero no les importaba.
Ella fue al bar del hotel y pidió un trago. La gente del bar le resultaba inte-
resante. Los observó con atención. Había pocos jóvenes. El promedio andaba
por los cuarenta años. Varios eran más viejos. Estaban bien vestidos y se notaba
que tenían dinero. Se veían pocas parejas. Dos mujeres jóvenes, muy llamativas,
se sentaron en la barra del bar. A las once de la noche un hombre como de
cuarenta años se acercó a hablar con ella. La invitó a un trago, conversaron
y rieron. Ella lo encontró atractivo. Sus pocas arrugas le parecían eróticas. El
hombre le dijo que era deportista y le gustaba navegar. La miró con sensualidad
y puso la mano sobre su falda. La invitó a su habitación y ella aceptó. Hicieron
el amor con pasión, el hombre le encantaba. Pasó el tiempo sin que se diera
cuenta. Ella se entregó a sus orgasmos. De pronto miró la hora: eran las tres de
la mañana. Pensó que su marido habría regresado a la habitación y se asustaría
si no la veía. Le dijo al hombre que se tenía que ir. Se empezó a vestir. El otro
se levantó y ella vio que ponía algo en su cartera. Le dio un beso de despedida
y salió. Fue a su cuarto. Entró y estaba vacío. Su marido y Adrián aún estaban
jugando. Revisó su cartera y encontró una suma generosa de dinero que había
dejado el hombre con quien se acostó. Comprendió que había pensado que
era una prostituta o una “acompañante” VIP. La situación le divirtió. Guardó el
dinero. Se lo había ganado con su trabajo, se dijo. Se rio.
Al otro día salieron los tres a caminar por la playa. Decidieron almorzar en
el puerto. Comieron mariscos y bebieron un vino excelente. Después de comer
regresaron al hotel. Juan Carlos y Adrián se fueron al casino. Ella se quedó en la
habitación. Sabía lo que quería hacer. Se puso un vestido rojo ajustado. Estaba
hermosa. Bajó al bar. Pronto se le acercó un hombre. Le dijo que le gustaría
subir con ella a su cuarto. Le respondió que cobraba. El otro aceptó. Hicieron el
amor por dos horas. El hombre le pagó lo que habían convenido y regresó a su
habitación. Guardó el dinero, se bañó y se cambió la ropa. Se puso un vestido
negro muy escotado. Regresó al bar. Al rato subió con otro hombre. Este quedó
muy conforme con su “servicio” y le pagó más de lo que le había pedido. Era
una mujer bellísima, le dijo. Ana María se sintió halagada y feliz. Volvió a su
cuarto a guardar el dinero y bañarse. Al rato bajó otra vez al bar. Consiguió un
tercer cliente. Este era más joven y fuerte, tenía un gran miembro y deseaba
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sexual. Estaban allí para mirar. Los hombres se sintieron incómodos y se negaron
a hacer nada. Juan Carlos se presentó y les dijo que él les pagaría para poder ver
la fiesta. Los otros no dijeron nada, y Juan Carlos aumentó la cantidad hasta que
aceptaron. Luego se podían jugar ese dinero en el casino, bromeó. Se rieron.
Los tres se desnudaron y comenzaron una orgía con Ana María. Ella estaba
luminosa. Primero la besaron y luego la poseyeron de distintas maneras. Uno
se vino entre sus pechos y otro en su boca.
Juan Carlos y Adrián miraban. Juan Carlos estaba fascinado. Se sentía muy
excitado. Le dijo a Adrián que quería penetrarlo. Adrián no quiso. En la relación
siempre había sido el activo. Juan Carlos le dijo que no le ofrecía dinero en ese
momento para no ofenderlo, pero que tenía un terrenito que había pensado iba
a ser suyo. Adrián aceptó. Se quitaron la ropa, fueron a una de las camas y Juan
Carlos lo penetró, mientras los hombres le hacían el amor a Ana María. Adrián
gritaba de placer y Ana María también. Se cruzaron las miradas. La escena era
bella, el goce intenso. Finalmente llegaron al orgasmo y quedaron felices, tendi-
dos en las dos camas. Uno de los hombres dijo que tenía algo especial, y sacó
un sobrecito con cocaína. La preparó sobre un libro, separó porciones con una
tarjeta de crédito, usó un billete arrollado como canuto para aspirar y la pasó
a los demás. Ana María aspiró dos rayas, estaba muy cansada. Había trabajado
ardientemente todos esos días para hacer gozar a los demás y ella también
había gozado. Le pasaron la coca a Adrián y a Juan Carlos. Adrián aspiró una
línea y Juan Carlos dudó. Les dijo que hacía mucho que no se drogaba. Había
tenido épocas difíciles en el pasado. Un hombre le dijo que tuviera confianza,
era sólo para consagrar ese momento tan especial. Juan Carlos aspiró la coca
y se quedaron todos relajados, en silencio. Después brindaron con champán,
se besaron y se despidieron.
Al día siguiente regresaron a Buenos Aires. La relación con Adrián había cre-
cido. Juan Carlos, en broma, los llamaba sus “hijos”. Eran dos jóvenes especiales.
Él era un hombre que había vivido todo. Estaba cerca ya de la vejez, aunque
no lo aparentaba y hacía lo posible por ocultarlo. Volvieron a sus ocupaciones.
Adrián iba de paseo con Ana María, hacían el amor. La relación entre ellos, sin
embargo, no era tan buena como antes. Ana María no podía gozar con él como
lo había hecho en el pasado. Después de haberlo visto hacer el amor con Juan
Carlos ya no le parecía un hombre completo. Ella estaba un poco cansada de
la situación. Empezó a mirar a otros hombres. También sentía miedo de que su
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marido la abandonara. Ella no tenía tanto mundo como él. Su marido mantenía
la mayor parte de sus cuentas en nombre propio.
Dos semanas después Juan Carlos les dijo que quería pasar unos días con
ellos fuera de Buenos Aires. Les propuso alquilar una casa en una isla del Tigre.
Estarían alejados de la gente, en medio de la naturaleza. Él amaba el río. Podrían
profundizar esa amistad que sentían. Tendrían tiempo para dialogar. Llevaría
algunos libros, en particular uno, que quería compartir con ellos, y un poco de
cocaína y marihuana, para crear un estado mental adecuado.
La semana siguiente se subieron al BMW y partieron hacia el Tigre. Llegaron
a la isla en una lancha, que dejaron amarrada en el muellecito. La casa era her-
mosa y no había ninguna otra construcción a la vista. Estaban aislados. Bajaron
de la lancha las provisiones. Llevaban para preparar distintos tipos de comida y
varias botellas de vino fino. Juan Carlos había traído sus libros. Para él, esos días
en Tigre eran un retiro espiritual. Lo necesitaban. Hicieron el amor pero, sobre
todo, leyeron. Por la noche cenaban, bebían vino y conversaban. Después de
comer escuchaban música y fumaban marihuana. Y por último, leían.
Las lecturas se centraron en La filosofía en el tocador, el famoso libro del
Marqués de Sade, el libertino francés. Juan Carlos lo había leído por primera
vez cuando era joven y, después de su casamiento con Ana María, se había
convertido en su libro de cabecera. Adrián no lo conocía. Ana María había
escuchado a su marido hablar del Marqués, pero no lo había leído. Durante
esos días en Tigre Juan Carlos leyó con ellos y discutió la obra del Marqués. No
era difícil de leer. La filosofía en el tocador era un diálogo entre dos maestros
libertinos, Dolmancé y Madame de Saint-Ange, y su joven discípula, Eugenia.
Los acompañaba Le Chevalier, hermano de la Madame, y Agustín, un criado
de la casa. Al final de la obra llegaba Madame de Mistival, madre de Eugenia.
En la obra, los maestros libertinos instruían a la joven Eugenia, una adolescen-
te virgen de 15 años, sobre los placeres de la vida sexual. Organizaban orgías y
participaban en estas, mientras discutían sus ideas. El Marqués quería educar a la
discípula. Los libertinos le explicaban qué estaban haciendo y cómo se sentían.
Además, y esto era lo más interesante, el Marqués los hacía reflexionar sobre
el amor, la sociedad y el libertinaje. Se justificaban y criticaban a su sociedad.
Defendían la libertad y denunciaban los atropellos a la naturaleza humana. Su
sociedad acorralaba al individuo, vulneraba sus instintos, lo demonizaba. El
ser humano libre era considerado un criminal peligroso, como bien lo sabía el
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Marqués, que había pagado su osadía libertina con treinta años de cárcel. Lo
habían condenado basándose en difamaciones, sin probar adecuadamente los
delitos de que lo acusaban. Lo internaron en la vejez en un asilo, como si fuera
un demente. Lo castigaban por la insensatez de sus obras, y por la crueldad
y pornografía que desplegaba en ellas. ¿Había acaso otro escritor que hubiera
sufrido de esa manera por tratar de ser libre, y vivir naturalmente su sexualidad,
y expresar sus instintos en toda su crudeza? Juan Carlos lo admiraba porque
había sido un libertino valiente que no había aceptado callarse, había luchado
contra todos y lo había pagado, paradójicamente, con la pérdida de su liber-
tad. Un libertino, un hombre que amaba la libertad, encerrado en prisión por
crímenes que seguramente no cometió.
El crimen había sido su literatura, condenada por la moral social hipócrita
y represiva, y por la Iglesia. En el fondo, insistía Juan Carlos, era un mártir y
un santo, y el 1º de diciembre de cada año debería celebrarse como el día de
la libertad de expresión del escritor. Ese día del 2014 se cumplía el segundo
centenario del fallecimiento de Sade en el Asilo de Charenton, donde murió,
sin haber recuperado la libertad, a los 74 años. Lo que más apreciaba del libro
Juan Carlos, además de sus escenas eróticas, eran los diálogos filosóficos, las
sencillas y contundentes explicaciones que daba Sade para defender la liber-
tad del hombre y celebrar su naturaleza, que lo había dotado de instintos y
de la capacidad artística para crear con ellos situaciones de placer. Gracias a
esa capacidad estética el hombre era un iluminado. La sociedad lo limitaba, lo
castraba, y su sexualidad lo liberaba. Era necesario rebelarse. La libertad sexual
sería el símbolo de esa rebelión.
Ana María y Adrián escuchaban a Juan Carlos maravillados, como si él fuera
el verdadero Sade. Eran dos jóvenes relativamente poco educados, que habían
sobrevivido gracias a su belleza física, a su picardía y a su astucia. En ese momen-
to comprendieron el valor de su experiencia y le quedaron agradecidos. Juan
Carlos leía con morosidad y deleite los diálogos. Luego le pidió a Adrián que
lo reemplazara en la lectura, quería él también tener el privilegio de escuchar
al Marqués. Adrián leía bien y tenía buena voz. Más tarde Adrián invitó a Ana
María a leer los personajes femeninos. Adrián leía los personajes masculinos y
ella los femeninos. El diálogo del Marqués fue cobrando vida. Cuando llegaron
a los largos parlamentos filosóficos de Dolmancé le pidieron a Juan Carlos que
leyera. Juan Carlos leía y cada tanto se detenía para analizar las ideas, y parafrasear
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los argumentos del Marqués sobre la sociedad, la naturaleza y los instintos del
ser humano. Les gustaba cómo Juan Carlos les explicaba la noción sádica de
libertad, que para ellos, limitados en su vida, era algo nuevo, muy distinto a lo
que antes habían entendido. El Marqués creía en la libertad absoluta. Había que
reconocer los propios instintos, y dar un salto peligroso en la propia naturaleza
humana: experimentar la crueldad, contra sí y contra los otros, sentir terror y
llegar al éxtasis. “Sadismo” y “masoquismo” se unían en las escenas del Marqués.
La palabra filosófica recobraba su brillo y su fuerza, para iluminar al hombre en
un momento de oscuridad.
La pasaron bien. Aprendieron muchísimo y Juan Carlos se sintió justificado.
Creía que realmente les estaba dando algo. Posiblemente, una lección de vida.
A él también le ocurría una cosa especial. Tenía una fuerza espiritual nueva.
A su edad los ardores carnales ya no le eran tan importantes como la palabra
sagrada, que rescataba al hombre de su miseria humana. Por momentos sintió
miedo a la muerte, y se alegró de estar con esos dos jóvenes. A su modo, sabía
que lo amaban.
Adrián comentó que muchas veces se había sentido mal con la vida que
llevaba, y que, gracias al Marqués, había entendido que lo que hacía no era
malo. Él amaba el placer. Ellos sufrían la crueldad de los que los juzgaban y los
despreciaban porque no se sometían a sus leyes mezquinas. No les reconocían
la libertad individual. La sociedad era miserable, tirana y sólo quería esclavizar
al ser humano.
Ana María dijo que ellos no eran personas comunes, eran libertinos. Había
una fuerza que los llevaba a actuar como lo hacían en su búsqueda de placer.
Necesitaban alejar de sí los miedos y sobrepasar los límites.
Volvieron los tres renovados a Buenos Aires. El “retiro espiritual”, como
lo llamaba Juan Carlos, había tenido un profundo efecto en ellos y los había
transformado.
Juan Carlos regresó a su empresa. Empezó a entender que habían pasado
muchos años y se estaba cansando de su trabajo. Odiaba la rutina, y aunque sus
empleados hacían la mayor parte de las tareas, le quedaba a él juzgar y tomar
las decisiones importantes, lidiar con los bancos, invertir el capital sabiamente.
Se daba cuenta que su fortuna había aumentado regularmente con el paso de
los años, y tal vez fuera el momento de vender su inmobiliaria, invertir el dinero
en el extranjero, aumentar su capital financiero y vivir de sus rentas.
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Morón, a casa de su madre. Juan Carlos entendió que salía con alguien. Estaba
en lo cierto. Se pasó el fin de semana en Montevideo con Martín.
Martín se enamoró perdidamente de ella y empezó a pedirle que dejara a
su marido. Ana María no sabía qué hacer. Martín era rico, tenía una compañía
financiera. Era el negocio ideal, sus inversiones se multiplicaban constantemente.
Tenía relaciones con políticos que confiaban en él. También conocía a gente
en el mundo de la droga que necesitaba blanquear sus capitales. Un negocio
excelente. Era viudo, su mujer había muerto en un accidente automovilístico.
No tenía hijos.
De pronto Ana María sintió deseos de formar su propia familia. Martín era
un hombre cariñoso. Le confió que le gustaban los chicos. Le dijo que quería
casarse. Ya no podía esperar. Hasta decidieron fijar el día de la boda. Sería en un
country de Pilar y se irían de luna de miel al Caribe. Fueron juntos a comprar los
anillos. Ella eligió un anillo de platino con un diamante enorme, y una diadema
de zafiros azules con un diamante en el centro. Parecía la bandera argentina.
Pero, antes de continuar con los preparativos, tenía que hablar con Juan Carlos.
No sabía cómo decírselo. Él probablemente lo sospechaba. Juan Carlos esta-
ba muy enamorado de ella y quedaría destrozado. Finalmente, juntó valor y
habló con él. A Juan Carlos se le llenaron los ojos de lágrimas, se abrazó a sus
piernas y le pidió que no lo dejara. Le dijo que si lo dejaba se iba a matar. Ana
María sufría también. A su modo lo quería, no deseaba hacerle daño. Nunca
estuvo verdaderamente enamorada de él, como tampoco estaba totalmente
enamorada de Martín. No creía que fuera bueno para las mujeres enamorarse
perdidamente. Era necesario pensar en su conveniencia. Había nacido pobre.
Martín le ofrecía todo lo que ella quería y necesitaba. Lo importante era que el
hombre estuviera enamorado y le pusiera todo a sus pies. Como decía Marita,
con su sabia picardía: “Es a ellos a los que se les tiene que parar, una puede
hacer la plancha.”
Juan Carlos comprendió que tendría que resignarse. Ya se recuperaría, ya
encontraría otra mujer. Arreglaron el divorcio. Ella le dijo que le diera sólo lo que
le correspondía, habían estado casados seis años. Martín era un hombre rico.
Juan Carlos le pidió que se llevara el BMW. No quería que lo tuviera nadie más,
era su auto. Arreglaron un porcentaje sobre el total del capital acrecentado en
los últimos años. Él le haría una transferencia a su cuenta. Juan Carlos lloró por
última vez delante de ella y se divorciaron.
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sintió mucho mejor. Empezó a beber menos. Evitaba drogarse. Se dijo que la
escritura era la mejor droga. Veía cine en su computadora. Decidió mirar todas
las películas de Rohmer. Se aficionó sobre todo a “El rayo verde”. Rohmer era
un moralista y un filósofo. La combinación lo seducía. Rohmer entendía las
limitaciones espirituales y la fragilidad mental del ser humano.
A veces sentía que le estallaban los nervios. Sabía que necesitaba ayuda
sicológica, pero se resistía. Se había sicoanalizado de joven durante diez años
y no quería volver a sufrir. Sólo deseaba estar bien, recuperar la alegría y la
felicidad que sentía cuando estaba con Ana María. Ella era su vida. ¿Por qué la
había dejado ir? Quizá hubiera podido retenerla. Se dijo que hizo lo que pudo.
Le trajo a Adrián para que no se alejara de él y lo abandonara. Pero al final lo
dejó igual. Estaba solo, viejo, vencido, sin nadie que lo ayudara. Ni Adrián ni la
sirvienta podían hacer nada por él. Y probablemente tampoco un sicólogo.
Empezó a sentir miedo de perder la razón. Decidió escribir una obra de
teatro para exorcizar toda esa maldición. La tituló “La filosofía en el tocador”,
como el diálogo erótico-filosófico de Sade. En la obra contaba la historia suya
con su mujer y con Adrián. Al principio eran felices. Adrián parecía ser la solu-
ción perfecta para el aburrimiento de su mujer. Iban al casino, ella hacía orgías,
se prostituía para divertirse. Finalmente se encerraron en una casa para leer La
filosofía en el tocador. Esto los iluminó, los elevó. Entendieron la importancia
de la libertad humana absoluta. Rechazaron la culpa. Acusaron a la sociedad
de castrar al individuo. En la obra Adrián convencía a Ana María de que estaba
viviendo con un viejo que no tenía futuro. Decidieron robarle y escapar juntos.
Cuando el viejo, o sea él, se sintió abandonado, cayó en un estado depresivo.
No aguantó más. Tomó una sobredosis de barbitúricos para suicidarse.
Se dio cuenta que ese final bien podía ser el suyo si no se recuperaba. No
quería suicidarse, pero tenía miedo de caer en la tentación. Ya no aguantaba el
sufrimiento. Estaba mal. Se decidió y fue a hablar con un siquiatra. Le explicó
todo lo que había pasado. El siquiatra, una eminencia, decidió internarlo en una
clínica. Le dijo que era temporal. Lo medicó, le dio antidepresivos. Todas las
tardes recibía la visita de un sicólogo que le hablaba y le hacía preguntas sobre su
vida. Una vez a la semana venía el siquiatra. Lo examinaba y le hacía completar
tests. Le dijo que no presentaba signos de demencia. Se estaba recuperando.
En la clínica tenía su propio cuarto. Estaba cómodo. Nadie lo molestaba. La
clínica estaba en una antigua mansión. La casa tenía un bello jardín arbolado
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donde los pacientes podían caminar. Se había llevado varios de sus libros y leía
todo el día. También tenía una computadora. Entraba en Internet, leía los dia-
rios. A veces llamaba por teléfono a Ana María, pero no le contestaba. Siguió
pensando en ella, ya sin esperanza de volver a verla.
Escribía poesía. En sus poemas aparecía repetidamente la imagen de dios.
Estaba pasando por una fase mística. Había algo que le faltaba en su vida. No
sólo Ana María. La literatura que leía era obra de escritores profesionales. No
parecían tener verdaderas convicciones. Él necesitaba otra cosa, encontrar un
sentido trascendente. Llegó a esta conclusión un día que tuvo un sueño. Este
sueño se volvió recurrente y se transformó en una pesadilla. En el sueño, un
hombre vestido de blanco caminaba por un desierto. Miraba alrededor suyo y
no sabía dónde estaba. Se había perdido. Se echaba en la arena y se abandonaba.
No tenía voluntad. La muerte se aproximaba. Él llamaba a dios, pero no venía.
En ese momento se despertaba, aterrorizado.
Comprendió que necesitaba acercarse a dios para no estar solo, como el
personaje del sueño, en el momento de su muerte, y darle sentido a su vida.
Era un hombre viejo, había conocido el amor, el erotismo, la decadencia. Había
conocido el poder que daba el dinero. Había comprado todo lo que había
querido: cosas, personas. Pero ahora, que se iba acercando la etapa final de
su existencia, estaba solo. Se dijo que era un cobarde, que después de haber
gozado de la vida sentía miedo. Necesitaba a dios. Se preguntó qué era dios, y
respondió que era la presencia de una espiritualidad más grande. La poesía no
le alcanzaba. Necesitaba orar, meditar, necesitaba un guía espiritual.
Habló con su médico. Le dijo que estaba mejor, se sentía bien viviendo en
la clínica. Ya no necesitaba salir a la calle. Ese cuarto lo protegía. Pero deseaba
cambiar a un sitio en que tuviera guía espiritual.
Empezó a investigar las posibilidades de ir a vivir a un convento. Averiguó
sobre las diferentes órdenes de Buenos Aires. Había un convento de dominicos
en Capital que parecía ideal para él. Fue a hablar con el director del convento. Era
un sitio muy agradable. Vio las celdas. No permitían teléfonos ni computadoras,
pero era posible llevar libros y escribir. Para convencerlo de su sinceridad le en-
señó al director su poesía. Era una poesía mística, que clamaba por la presencia
de dios. El padre quedó conmovido al leerla. Le dijo que iba a pedir permiso al
jefe de la orden para que pudiera vivir un tiempo con ellos, aún siendo laico. Lo
presentó a la comunidad de hermanos. Él le dijo al director que era un hombre
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rico, y no quería ser una carga para el convento. Iba a contribuir generosamente
con la institución. Estaba pensando donar una parte de su fortuna a la orden.
Los ojos se le iluminaron al hermano, pero le dijo que el dinero no era todo en
la vida. Que la verdad estaba en dios. Juan Carlos le dijo que estaba de acuerdo.
Él también había llegado a esa conclusión y por eso estaba ahí.
Juan Carlos se fue a vivir al convento. Se acomodó en una celda. Llevó con
él una buena cantidad de libros y sus cuadernos. Estaba dispuesto a buscar algo
que le faltaba. El secreto estaba en el corazón del hombre, se repitió. El corazón
del hombre era tierra de nadie, no tenía dueño. Él quería conquistarse. Descubrir
a la divinidad en él y en el mundo. Se dio cuenta que había encontrado un lugar
para él y allí podría ser feliz.
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truco. Una vez al año, por lo menos, hacían un asado e invitaban a las esposas.
Era como un club de barrio. Los militares, que habían perseguido a los pero-
nistas durante los golpes de estado, habían sido tolerantes con los radicales. Y
en esos momentos, con el Presidente Illia en el poder, Juan estaba contento,
porque ellos eran gobierno.
Villa Constitución había crecido y en esa época pasaba los 20.000 habitantes.
Estaba muy cerca de Rosario. Los villenses tenían su mundo. Elisa, la mujer de
Juan, había nacido y vivido siempre en Villa Constitución. Había conocido a
quien sería su marido en los bailes de carnaval del Club Provincial de Rosario
en 1933. Tenía 23 años. Se pusieron de novio y se casaron en 1937. Ella quiso
quedarse a vivir en Villa. Allí estaban sus padres, y Rosario le parecía demasiado
grande. Juan no había sido su primer novio, pero sí el que más había querido.
En 1939 nació Ernesto, y en 1941 Rosa, su hija.
Por las mañanas Elisa trabajaba en una panadería para ayudar a su marido.
Su madre le cuidaba los chicos. Tiempo después Juan le dijo que ya no hacía
falta que siguiera trabajando. En Villa Constitución se vivía con muy poco. Con
lo que él ganaba era suficiente para mantener la casa. El padre de Elisa siempre
les traía verduras de su huerta. Juan conseguía huevos baratos y embutidos
caseros en las chacras. Alquilaban una antigua casa chorizo de tres piezas. Los
chicos ocupaban una pieza grande, ella y su esposo otra y la tercera les servía
de sala para las visitas. Comían por lo general en la cocina y los fines de semana
Elisa ponía la mesa en la sala. Al atardecer, después del trabajo, se sentaban en el
patio a charlar y tomar mate. Los chicos, a veces, llevaban la mesa de la cocina
al patio para hacer allí los deberes.
Su hija fue la primera que se casó, a los 20 años. Su hijo tenía novia, pero
por el momento no planeaba casarse. Era una relación reciente. Cuando su hija
le anunció su casamiento, Elisa se dio cuenta lo mucho que había engordado
con el paso de los años. Su vestido de fiesta ya no le entraba. Tuvo que salir a
comprarse otro de talle más grande. Su marido le dijo que no le importaba que
estuviera gorda, la quería igual. Hacía mucho tiempo que Elisa y su esposo no
tenían una buena vida sexual. Se habían ido olvidando del amor. Más les gustaba
el compartir. Siempre escuchaban radio juntos. Ella amaba los radioteatros. Él
le prometió que pronto le iba a comprar un televisor.
Elisa casi no se enteró de todos los cambios que habían ocurrido en el país:
el golpe de estado de los militares y la caída de Perón, la proscripción del Pero-
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la camiseta peronista. Los militantes de los otros partidos eran minoría. Había
pequeños comités de radicales y comunistas. Los domingos, los peronistas se
reunían para escuchar los partidos de fútbol (eran casi todos “canallas” centra-
listas, y unos pocos de Newels) y hablaban de política. Se rumoreaba que la
CGT planeaba una huelga general. Después se dijo que la cosa era más seria. El
General había ordenado la toma de fábricas en todo el país. Parecía una locura,
pero los peronistas podían hacerlo. El gobierno de Illia era débil. Los militares
y la iglesia lo digitaban a gusto. Todas las fuerzas gorilas se habían unido para
atacar al pueblo. Los peronistas leían las columnas de Jauretche, que delataba
a los cipayos y a los vendepatria.
Finalmente en mayo de 1964 comenzaron las movilizaciones que culminarían
en las tomas de las fábricas. Los militantes de Acindar empezaron a agitar a sus
compañeros. A las nueve de la mañana leyeron un comunicado del General
Perón, que afirmaba que los vendepatria se habían apoderado del país, y que el
gobierno no representaba al pueblo. El pueblo, dijeron, era peronista, y estaba
proscripto por los gorilas, igual que su jefe. Reclamaban el regreso de Perón al
país, y la renuncia del gobierno ilegítimo. La Confederación General del Trabajo
de Villa Constitución exigía libertad política plena para el Peronismo, y el fin
de la proscripción.
Un obrero pidió la toma del establecimiento y todos aprobaron. Un grupo
se dirigió a las oficinas del personal jerárquico y les anunció que la fábrica estaba
tomada. La CGT respaldaba el paro nacional. Todas las fábricas y establecimientos
comerciales del país se estaban plegando a la medida. Ordenaron apagar los
hornos, a pesar de las quejas de los ejecutivos, que amenazaban con llamar al
Ejército. Establecieron piquetes de guardia en las puertas de acceso para evitar
que entrara la policía.
Ernesto formaba parte de la comisión interna de la fábrica. Juan, su padre,
se encontraba manejando una grúa en el muelle de Acindar sobre el Paraná,
cargando láminas de acero en un barco, en el momento en que apagaron los
hornos. Al enterarse, decidió no sumarse a la protesta. Él era radical y ese paro
trataba de desacreditar a su partido, que estaba en el poder. Era un sabotaje de
Perón contra Illia. Salió de la fábrica y se dirigió a su casa. Llegó furioso. Su mujer,
al verlo así, trató de calmarlo. Decía que estaban locos y que los iban a fajar. Si
no liberaban pronto la fábrica, iban a empezar los tiros. Su mujer preguntó por
su hijo. Juan le preguntó a su vez si no sabía “lo que era Ernesto”. Su mujer le
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dijo que qué quería decir. “¡Peronista, tu hijo es peronista! ¡Yo soy radical”, gritó
Juan, “y tu hijo es un contreras!” Elisa le dijo que iba a la fábrica a ver lo que
pasaba. Su esposo le pidió que no fuera, era peligroso, iba a llegar la policía y el
Ejército. No le hizo caso. Se abrigó bien y salió.
En el camino encontró a otras mujeres que caminaban hacia la fábrica. Pronto
se formó una columna. Al llegar vieron que la policía se había estacionado frente
a la puerta principal, que estaba cerrada por dentro. Las mujeres hablaban entre
sí. Decían que la ocupación iba a durar solo unas horas. Un delegado salió y
le dijo a la policía que la toma terminaba a media noche, y el turno nocturno
podría entrar a trabajar. Dijeron que los empleados jerárquicos estaban seguros.
Los estaban custodiando. Pronto les iban a dar un comunicado. Después de
un par de horas Elisa decidió volver a su casa y regresar más tarde. Tenía frío y
eso iba a durar todo el día.
Llegó a su casa y preparó algo de comer. Decidió llevarle comida en una ollita
a su hijo más tarde. Su esposo le dijo que no la iba a necesitar, seguro que los que
decidieron la ocupación habían calculado todo. Volvieron a discutir. Después
de comer se acostó un rato. Quería estar preparada para lo que pudiera ocurrir.
Si tenía que quedarse toda la noche frente a la fábrica se iba a quedar. Regresó
al anochecer. Al llegar vio los fuegos que habían encendido los familiares, que
aguardaban afuera de la fábrica, en unos tambores vacíos, para calentarse. Decían
que adentro estaban negociando. Uno tenía una radio portátil. Las emisoras de
Rosario informaban que había más de 500 establecimientos industriales tomados
en el país. Todo era parte del plan de lucha peronista. El Ministro del Interior
hizo un llamado a la concordia. Dijo que las ocupaciones eran ilegales y que si
los trabajadores no desocupaban rápidamente los lugares de trabajo se los iba
a echar sin indemnización y se iban a hacer juicios penales contra los cabecillas.
Advirtió que si dañaban las máquinas en los establecimientos fabriles cometerían
un delito contra la propiedad y los responsables serían apresados y juzgados.
A las doce de la noche se corrieron rumores de que se iban a abrir las puertas
para que salieran los obreros. Habían llegado refuerzos policiales de San Nicolás
y de Rosario, y un batallón de infantería rodeaba la fábrica. Los delegados dijeron
a la policía que la salida iba a ser pacífica y que hicieran espacio y no provocaran
a los obreros. Las mujeres y otros familiares aguardaban con ansiedad. Había
tanquetas y carros hidrantes y los policías estaban muy nerviosos. Abrieron las
puertas y empezaron a salir las columnas de obreros. Todo iba bien hasta que
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El padre
Marcelo Casares era profesor de Historia en el Colegio Nacional No. 2 de Ave-
llaneda y tenía horas en dos colegios más de Capital. Había enseñado Historia
Argentina en el Profesorado de La Plata, pero, después de varios años, lo dejó.
Era demasiado viaje. Tenía que ir tres veces por semana hasta La Plata y el sa-
lario no lo justificaba. Entre Avellaneda y Capital tenía más de cuarenta horas
de cátedra y ganaba un sueldo respetable. Estaba separado de su mujer y tenía
una sola hija. Evangelina había nacido en 1955, después de la caída de Perón.
El Peronismo había marcado a toda su generación. Cuando cayó Perón él
ya era profesor y los militares lo suspendieron en varias de sus cátedras. No le
explicaron por qué. Un colega le sugirió que estaban averiguando anteceden-
tes. Querían saber si había apoyado al régimen. En el colegio de Capital, fue el
portero quien le avisó que ya no podía dar clases. Por suerte, un mes después
el interventor le devolvió sus horas de trabajo.
Marcelo no era militante, pero le interesaba la política. Todos sus amigos y
compañeros de trabajo eran antiperonistas. Él no. Se había dado cuenta que el
Peronismo era un fenómeno complejo, y sus colegas no lo entendían. Sostenían
que Perón era fascista y él creía que no lo era. Era populista, y no todo populismo
era de derecha, como el fascismo. Podía haber un populismo de izquierda, como
era, por ejemplo, el populismo del General de Gaulle en Francia. Sus colegas
no se habían horrorizado cuando la aviación golpista bombardeó la Plaza de
Mayo repleta de civiles durante el levantamiento fallido de junio del 55. Él dijo
que había sido una masacre de personas inocentes realizada a plena luz del día
de manera premeditada. Un acto genocida. Marcelo no desfiló por el centro
de Buenos Aires, dando vivas, como muchos de sus colegas y amigos cuando
tomó el poder la Libertadora. Tampoco justificó que proscribieran al Peronismo.
El Ejército estaba dispuesto a todo. Habían pasado tantas cosas en Argentina.
Marcelo era un individuo talentoso y de carácter contradictorio. Tenía gran-
des ideas, pero no era un hombre de acción. Era tímido y depresivo. Se había
criado en Barracas, en un ambiente obrero y militante. Se casó en 1953, al año
siguiente de la muerte de Evita. Su esposa era de su barrio, hija de una familia
vecina. Alquilaban una casa en Avenida Montes de Oca y Brandsen. Estaban
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aguantaba, lo sentía por la hija. Sus “diálogos” infantiles con Evangelina eran
tiernos y poéticos. Podía estar horas jugando con ella. La llevaba con frecuencia
a la casa de la abuela. Se entendían muy bien. Había sido maestra muchos años
y sabía cómo tratar a las niñas. Le leía poemas, que Evangelina parecía disfrutar
inmensamente.
Pasó el tiempo y Evangelina aprendió a leer. Le encantaba la escuela. Era una
niña despierta y coqueta. El padre sentía que su hija lo quería mucho. Esperaba
que llegara el fin de semana para salir a pasear con ella. La llevaba al cine con
frecuencia. Se tenía que quedar a ver la misma película dos o tres veces, porque
Evangelina no se conformaba con verla una sola vez. “¡Otra, otra!”, le decía, y él
se resignaba a repetir las películas de Walt Disney hasta el cansancio. Al tiempo
la madre se puso de novio, y aceptó que la nena se quedara con él los sábados
por la noche en la pensión. La dueña agregó un catre en su habitación, para que
cada uno tuviera su cama. Dormir en compañía de Evangelina era de lo más
divertido. Ella no paraba de hablar y de reírse. Saltaba en la cama y conversaba
con las muñecas.
Marcelo se hizo amigo de una vecina, Graciela, una señora relativamente
joven, que lo pretendía. En la pensión Marcelo era “el profesor” y lo respetaban.
Para los pensionistas, entre los que había estudiantes universitarios venidos
del interior y trabajadores pobres con familia, el de profesor era un título im-
portante. Admiraban a las personas que sabían, y algunos lo consultaban y le
pedían consejos.
Graciela trabajaba en una fábrica de plásticos en Parque Patricios. Se había
encariñado con él. Lo invitaba con platos de comida que ella preparaba y a veces
le lavaba la ropa. Cuando traía a Evangelina los fines de semana, lo ayudaba. Ella
no tenía hijos. Le compraba muñecas y juguetes. Graciela se conformaba con
tener a Marcelo cerca y, cada tanto, acostarse con él. No aspiraba a mucho más.
El profesor no era fácil. Le gustaban las mujeres cultas de clase media.
Marcelo era depresivo y hacía poco por escapar de su soltería. No salía a
buscar amigas ni frecuentaba mujeres de su edad. Carecía de iniciativa y ter-
minó, por conveniencia, aceptando a Graciela. Casi siempre cenaban juntos.
Esta le preparaba empanadas, pastel de papa y otras comidas criollas, a las
que les llamaba sus “comidas peronistas” (Graciela era peronista y se la pasaba
hablando de Perón, decía que iba a volver pronto). Por la noche, le tocaba la
puerta, entraba y se le metía en la cama. Una vez allí era bastante buena. Era
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esperaba. Era bastante alto, hacían buena pareja. Al principio sintió un poco de
rechazo, pero después pensó que era propio de la edad.
En 1972 los militares convocaron a elecciones. 1973 fue un año muy agitado.
Ganaron los peronistas. El Presidente Cámpora ordenó que se abrieran las cárce-
les y anunció el retorno de Perón al país. Los prisioneros políticos recuperaron su
libertad. Poco después Cámpora renunció para que hubiera nuevas elecciones
con Perón: no se podía excluir del proceso político al líder más popular de la
Argentina. En los colegios los jóvenes se rebelaron contra las viejas autoridades,
que habían asumido durante la dictadura, y hubo una toma general. En el suyo
él apoyó a los estudiantes. Le preguntaron si aceptaba ocupar algún cargo di-
rectivo. Los jóvenes lo querían. Dijo que no, pero recomendó a un colega, que
era progresista y tenía talento administrativo.
Su hija, pudo él comprobarlo, estaba militando. Finalmente era legal per-
tenecer a un partido político. Marcelo le habló directamente del asunto y le
preguntó. “Soy peronista”, respondió Evangelina, “de la J. P.” Cuando Perón regresó
a Argentina, fue al aeropuerto de Ezeiza a recibirlo con un grupo de jóvenes
del partido. Marcelo escuchó que hubo un tiroteo en las inmediaciones del
aeropuerto y tuvo miedo. Temía que le pasara algo a su hija.
En el año 74 Evangelina tenía 18 años y empezó la universidad. Decidió
estudiar Abogacía. También le interesaba Letras, pero prefirió seguir Derecho.
Le dijo que quería tener una carrera que la pusiera en contacto con la realidad
del país y le permitiera hacer cosas, cambiar el mundo. Necesita involucrarse
en la vida política. No se sentiría bien de otro modo.
Marcelo pensó que su hija era todo lo que él había querido ser y no había
podido. Su timidez, su falta de decisión, habían sido sus enemigos. Le había
costado tanto vivir. Pasaba pocos momentos buenos. Tenía sus libros, eso sí, la
historia, pero la soledad le provocaba sufrimientos. Estaba feliz de tener una hija
como Evangelina. Ella continuaría su sueño: era inteligente, decidida, arriesgada.
Tenía ideales. Se sentía justificado como padre.
En el 74 murió Perón, y la situación política se precipitó. El país estaba su-
mergido en una crisis. Marcelo, preocupado, habló con su hija. Le preguntó si
era Montonera. Su hija se lo admitió. Dijo que el peronismo era el futuro del
país. No creía en el ERP. Los marxistas se equivocaban. Había que luchar por los
pobres, pero todos unidos como país, en una comunidad nacional organizada.
Perón había dejado un gran legado. Estaba en el Centro de Estudiantes de su
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El vuelo
“Los vuelos de la muerte eran
una forma de exterminio
implementada por la dictadura
cívico-militar en Argentina
autodenominada Proceso de
Reorganización Nacional
entre 1976 y 1983.”
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pero jamás habían bajado las armas. La lucha era a muerte. ¡Patria o muerte!,
se dijo. La patria no tenía precio, no se vendía. Estaban en el país, sin embargo,
aquellos que la negociaban, los infames militares de la anti-patria. Los cipayos
que avergonzarían a San Martín. Debería regresar de la historia el Gran Capitán,
para echarlos de la Casa Rosada con un látigo, como echó Cristo del templo a
los mercaderes. Habían transformado a la patria en un infame mercado. Ahora
había que liberarla. Esa era una guerra de liberación y ellos eran los soldados de
Perón. La lucha continuaría, hasta la victoria. Después de los militares, vendrían
ellos. Los milicos caerían y ellos ocuparían el poder. Los militares servían intereses
espurios. Eran los lacayos del imperialismo y la falsa religión. Una parte de la
iglesia se había vuelto contra el pueblo. Se encontraban por un lado los curas y
monjas valientes que amaban a la gente y se jugaban con ellos, los curas villeros,
los curas militantes, los sacrificados, los santos, y, por el otro, los curas de la
anti-patria, los que se aliaban a la curia internacional, los que adoraban el oro
de Washington y complotaban con los yanquis contra los pueblos.
Tenía frío. La cobija sucia que le habían dado para taparse no era suficiente.
La colchoneta sobre la que estaba tirado era muy delgada y sentía el frío del
suelo de la celda. Le dolían los músculos en los sitios donde le habían aplicado
la picana. Tenía los testículos inflamados y necesitaba orinar. Se dijo que ya había
pasado lo peor. Era necesario aguantar. Había que pensar en el futuro. En la
lucha y en la victoria. Al final llegaría la victoria. Como había dicho el General
Bolívar, durante las guerras de Independencia, cuando el pueblo ha decidido
ser libre nadie puede pararlo, aunque se pierdan muchas vidas. Y allí estaba el
ejemplo contemporáneo de Vietnam. El genocidio yanqui no había logrado
detener la lucha del pueblo vietnamita. Habían bombardeado a los campesinos
misérrimos con napalm, los habían envenenado con agente naranja. El com-
bustible líquido de las bombas quemaba sus chozas y se metía en las cuevas
donde se ocultaban. Así los mataban. Los yanquis no mostraban piedad ni
compasión. Habían tenido la desfachatez de masacrar cientos de miles, millones
de campesinos pobres por el delito de querer ser libres, y se llenaban la boca
hablando de libertad. Esos grandes asesinos de la historia. Pero los pueblos
habían aprendido a luchar. Si no fuera por esos milicos cipayos…vendidos al
oro del imperialismo…Eran la vergüenza de su patria…después de los grandes
ejércitos populares del pasado, tener ahora a esos cobardes hambreando a la
gente y cobrando los dineros de Judas de sus amos. Sólo el ejército nacional en
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épocas de Sarmiento y Avellaneda había sido tan infame. El General Roca había
dirigido la campaña del desierto. De un “desierto” muy poblado. Habían sido
los responsables de las masacres de indios. Se habían robado las 45.000 leguas
y después se llenaban la boca llamándose civilizados. Asesinos de pueblos. Pero
después vinieron Irigoyen y Perón y cambiaron la historia. El pueblo siempre
generaría sus líderes.
Pensó en el Che. Él les había enseñado que había que luchar por la Patria
Grande, el gran sueño de Bolívar. Las luchas nacionales continuarían más allá de
las fronteras, hasta reunir la patria latinoamericana. Como había dicho Perón, el
siglo XXI los vería unidos o esclavizados. ¿Cómo sería el siglo XXI? Quién podía
saberlo. ¿Llegaría él al siglo XXI? Quizá su hijo, si lo tenía (rogaba que su com-
pañera estuviera embarazada), fuera a ver el nuevo milenio. Quizá pudiera vivir
en una Argentina libre, en un mundo sin imperios, habitado por pueblos felices.
Sentía los efectos de la picana. Le dolía todo el cuerpo. Pensó que pronto
vendrían a levantarlo. Lo dejarían ir al baño, le darían algo caliente que tomar,
tal vez mate y pan. Sería una bendición.
Al rato sintió que se abría la puerta de su celda. “Preparate”, le dijo una voz.
“¿Para qué?”, preguntó. “Va a haber un traslado. Te van a llevar en avión.” “¿Adón-
de?”, quiso saber. “A otro sitio, creo que al sur”, le respondió. Lo hizo poner de
pie, le sacó por primera vez la capucha. Pudo ver a su carcelero. Era un soldado
moreno, seguro que un cabo, o un suboficial de menor jerarquía. Se oyeron
pasos y apareció un hombre joven, vestido de civil. Tenía un rostro agradable,
de primer actor. Debía ser Ángel. “Tenés suerte”, le dijo. “Te vamos a trasladar.
Vas a volar. Donde te llevamos vas a estar mejor.” Reconoció la voz, era el que
le había aplicado la picana. Ángel sería, pero ángel de la muerte.
Vino un enfermero. “Te voy a dar una vacuna. Es contra el tétano, para que
te conservés sano”, le dijo. Lo inyectó en el brazo. De inmediato se empezó a
sentir más ligero. Luego, un cansancio extraño se fue apoderando de él. Pensó
en el sueño que había tenido durante la noche, cuando se sumergía en el mar,
y llegaba a una gruta iluminada y lo veía a Cristo. Allí estaba también el General
junto a Evita. Dios los había recibido. Pensó en un mundo eterno. Mientras se
dormía se repetía las palabras: “Hasta la victoria General, hasta la victoria siempre”.
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Viva la patria
El Comandante del III Cuerpo de Ejército, General de División
Luciano Benjamín Menéndez, arribará hoy a la provincia para
presenciar ejercicios militares, informando al respecto que “no
son movimientos bélicos sino ejercicios de instrucción…”
Consultado sobre las posibilidades de arribar a una solución en el
diferendo limítrofe con Chile, se declaró optimista... Retomando
el tema de los ejercicios…afirmó que “la obligación del Ejército es
prepararse para la guerra”…
Hacía un rato que había salido la luna y las masas oscuras de montañas mos-
traban su accidentado perfil contra el cielo estrellado. En el valle se divisaban
las manchas blanquecinas de las tiendas de campaña. Dentro de una de las
tiendas, dos soldados conversaban en voz baja.
—¿Estuviste con la patrulla del Sargento Soto? —dijo uno.
—No, por suerte —respondió el compañero.
—De la que te salvaste. Está hecho un hijo de puta.
—Les están dando con todo también a ellos.
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los soldados con los obreros de las ciudades para derrocar a los Generales
y a las burguesías de nuestros dos países. Comité de soldados argentinos y
chilenos. ¡Abajo la guerra nacionalista! ¡Viva la revolución!”
—Fenómeno —exclamó el rosarino, satisfecho, palmeándole el hombro
a su camarada—. Yo me encargo de los panfletos. Espero que regreses sin
contratiempos. Gracias por traer esto.
Tomó los panfletos y los puso en su mochila.
—Buena suerte —dijo el neuquino.
Sin aguardar respuesta, el neuquino dio media vuelta y, agazapado, desapareció,
entre los arbustos y las piedras. Ramírez se arrastró en dirección opuesta a la
de su compañero, ladera abajo. Pronto se detuvo y permaneció sin moverse,
como aguardando algo. Oyó un ruido de ramas quebradas y alguien habló.
—¿Sos vos, Ramírez? —dijo la voz.
—Sí, soy yo.
A unos metros de distancia un soldado se incorporó lentamente y se acercó a él.
—¿Y? —le preguntó.
Ramírez le alcanzó la mochila que cargaba.
—Aquí están —dijo.
Teodoro la abrió y extrajo el paquete de panfletos. Trató de sacar uno tirando
despacio por las puntas, sin quitar el hilo, pero no pudo. Finalmente, tomó
una linterna e iluminó el panfleto que estaba en la parte superior del paquete.
—A ver qué dice… —leyó por un momento en voz baja—. ¡Huum…! ¿No se
les va la mano? —preguntó—. ¿Unir a chilenos y argentinos, con la bronca
que nos tienen los chilenos?
—¡No seas boludo! —reaccionó Ramírez—. ¿Qué puede tener en contra
tuya el pobre laburante al que mandan a la guerra?
—Ellos quieren lo mismo que nosotros: las tres islas —justificó Teodoro.
—Nadie quiere las islas. ¡Qué se metan las islas en el culo!
—¿Quiénes, los chilenos? —preguntó Teodoro.
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—Bueno, dale.
—¿Tenés novia en Rosario? —dijo, bajando aún más la voz.
—Sí. No me hagás pensar en ella por favor, que me da nostalgia —se la-
mentó Ramírez.
Teodoro se le acercó al oído.
—¿Ella es comunista también? —preguntó.
—No, no sabe nada —respondió Ramírez, nervioso.
El cura dio a la tropa la orden de levantarse; luego juntó sus manos y rezó
en voz baja. Teodoro miró hacia ambos costados para cerciorarse de que no
estaban llamando la atención. Los rostros iguales de los soldados cercanos a
ellos seguían la ceremonia con gesto inmutable.
—¿Por qué andás en todo esto? —continuó Teodoro.
—Ya te lo dije, para defenderme. No quiero que me agarren con los brazos
cruzados, listo para el matadero.
—¿Pero no es una contradicción? —lo cuestionó su camarada—. Sabemos
que nos pueden matar en la guerra, y a eso ahora agregamos la posibilidad de
que los Oficiales descubran nuestra conspiración, nos agarren y nos fusilen,
dos posibilidades en contra en vez de una. Arrodillate.
—¡Son pesados! —exclamó Ramírez, clavando sus rodillas en tierra, con
disgusto.
—Hay cosas que no me cierran —dijo Teodoro.
—Pensá que si los soldados de los dos ejércitos, el argentino y el chileno,
nos unimos contra los Oficiales y confraternizamos, van a tener que retirar
las tropas, la guerra se les va a ir a la mierda.
—Y si la guerra se les va a la mierda… —concluyó Teodoro—, perderán la
manija política.
Ramírez lo palmeó suavemente en la espalda, aprobando la lógica correcta
de su deducción.
—En las ciudades están llamando a una huelga —susurró en el oído de
Teodoro.
Teodoro lo miró con asombro.
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El soldado se levantó y con las manos unidas en oración fue hacia donde estaban
los que ya habían comulgado. Entonces Ramírez se arrodilló frente al altar y el
sacerdote introdujo la hostia en su boca.
Después de la misa los soldados se prepararon para hacer los ejercicios de
combate. El sol brillaba con intensidad y hacía calor. Los Oficiales se pusieron al
frente del Batallón, y asignaron a los Suboficiales la dirección de los grupos de
tareas y comandos en el campo de operaciones. Teodoro fue con un comando
a hacer práctica de tiro; Ramírez salió en un grupo de tareas a abrir zanjas para
trincheras.
El grupo de Ramírez, dirigido por un Sargento, avanzó por el terreno seco y
rocoso. Después de quince minutos de marcha el Suboficial les mandó detenerse
y empezaron a trabajar.
—Ramírez —lo llamó uno.
Ramírez volvió la cabeza. Se inclinó sobre la pala y se secó la transpiración
del rostro.
—¿Qué querés, hermano? —dijo.
El otro soldado lo observaba.
—Me da rabia no saber cómo salió Boca —le explicó.
El soldado, buscando compartir su nostalgia, se dirigió también a otro com-
pañero.
—¿A vos no te pasa lo mismo, Peralta? —le preguntó.
—Sí —contestó Peralta—. ¿Habrá jugado?
—Seguro, muchachos —dijo Ramírez—, aunque estemos al borde de la
guerra, la vida en Buenos Aires no se detiene. Habrá partidos.
—Habrá bailes, mujeres… —agregó Peralta.
El Sargento se aproximó, les dio indicaciones y luego fue hacia otro grupo que
trabajaba en una zanja cercana a la de ellos. Siguieron con su tarea. Ramírez
echó el peso de su cuerpo sobre el mango de la pala; la hoja rebotaba contra
la tierra dura. Cavaron un buen rato. La tierra se abría lentamente, centímetro
a centímetro, con el esfuerzo. La zanja alcanzó unos quince centímetros de
profundidad. En el cielo limpio la intensidad de la luz del sol crecía y crecía.
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El Comandante siguió tirando del cuerpo hasta que Cabrera quedó semiin-
corporado, de frente a la tropa. Estaba inconsciente, y su cuerpo se aflojaba y
amenazaba con desplomarse, pero el Comandante, que ahora lo sostenía por
el cuello de la camisa, apretó el puño y lo mantuvo en pie. Su cabeza, como la
de un muñeco, se inclinó hacia un lado. El Comandante lo sacudió y Cabrera,
lentamente, entreabrió los ojos.
—¡Soldados! —gritó el Comandante con ira—. Esta basura, este canalla,
anoche, así como lo ven, se fue de paseo…¿Saben adónde? —interrogó—.
Al lado chileno. ¿Y para qué? Para llevar a nuestros enemigos unos pasquines,
unas páginas de propaganda mugrienta, con el siguiente encabezamiento:
“Abajo la guerra nacional, soldados argentinos y chilenos unidos contra
los Generales y Oficiales de ambos Ejércitos. Viva la Revolución.” ¿Qué les
parece? Esta rata miserable les entregó esa basura. Y más ratas como esta,
por supuesto, repartieron pasquines similares entre nuestros soldados. A
esos no los agarramos todavía, pero ya les va a llegar el turno. ¡Hijos de puta!
¿Quiénes son los maricones que hablan de vender nuestra patria al invasor
chileno? ¡Traidores, perros traidores! ¡Juro por Dios y por mi madre que al que
agarre lo voy a cortar en pedazos! ¡Mantenete firme, hijo de puta! —dijo,
alzando más el cuerpo de Cabrera—. ¿Cómo te animás a llamarte argentino?
¿Quién te crió a vos? ¡No habrá sido una mujer digna, sino una reverenda
puta! Un hombre como este, que no respeta nuestras tradiciones, nuestro
pasado histórico de valor, no merece vivir. Es un traidor, y tendrá la suerte
que merecen los miserables traidores a la patria. ¡Perro comunista!
El Comandante soltó el cuerpo inmóvil de Cabrera, que cayó al suelo. Un
Subteniente se acercó al Comandante.
—¿Le vendamos los ojos al traidor, mi Comandante? —preguntó.
—¡Nada de vendarle los ojos —gritó el Comandante—, nada de pelotón, a
esta rata la mato yo! ¡Alcánceme mi pistola, me gusta matar ratas!
El Subteniente fue al jeep y trajo una pistola en una funda de cuero. El Co-
mandante la sacó de la funda. La pistola, negra, pequeña, apareció desnuda
en su mano.
—¡Levantate, hijo de puta! —ordenó.
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importan más las islas —continuó—: se les dio vuelta la tortilla. En las ciu-
dades los trabajadores declararon la huelga. Los mineros de Chile también
están parando. Y esto es solo el principio.
Alguien lo llamó desde el camión; Ramírez volvió su cabeza y vio a un soldado
que, inclinado sobre la plataforma, acomodaba una caja de municiones. El
soldado levantó el brazo derecho con el puño cerrado, saludándolo. Ramírez, a
su vez, alzó el brazo y mantuvo el puño en alto, apretado, por unos segundos.
Tenía en su rostro una sonrisa amplia. Luego se volvió hacia Teodoro.
—Seguro que van a decir que no van a la guerra para obedecer al Papa —le
comentó Teodoro, con sorna.
—Claro —dijo irónicamente Ramírez—, todo fue obra del Espíritu Santo.
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El Mesías de la Villa 31
Marcos Feinstein fue asesinado. Se encontró su cadáver en Barracas, en un
descampado, cerca de la Villa 21. Le pegaron un tiro en el corazón. Antes de
matarlo lo torturaron: presentaba marcas de quemaduras y golpes en el cuerpo.
Había desaparecido de la Villa 31 de Retiro hacía más de una semana. Su novia,
María Mendiguren, fue la que denunció su desaparición.
Marcos vivía en la Villa 31 desde hacía más de un año. Se había criado en
Palermo, en una familia de clase media. Era drogadicto. Se estaba sometiendo
a un tratamiento para dejar la adicción.
Los vecinos de la villa miseria aseguran que curaba con palabras, era un sana-
dor. Acusan a una banda de la Villa 21 de Barracas del asesinato. Según ellos, lo
secuestraron y se lo llevaron allá para que hiciera milagros. No se ha encontrado
ninguna prueba fehaciente aún que permita determinar lo que pasó. No han
aparecido testigos directos del secuestro. De seguir así no se sabrá la verdad y
quedará todo en el misterio.
Lo llamaban el mesías, el enviado, y, si bien era judío, lo consideran un santo.
Quieren construirle una capilla. Ya muerto, terminará transformándose, proba-
blemente, en un mito o en un santo popular.
Soy periodista y en mi trabajo me pidieron que reuniera información sobre
el caso. Lo que descubrí no cabía en una simple crónica policial. Por eso decidí
escribir un informe más detallado, desde la múltiple perspectiva de sus actores.
Entrevisté a las personas que lo conocieron y lo trataron. Mi principal infor-
mante fue María, su novia, mujer de gran sensibilidad y cultura, a pesar de su
oficio, demonizado por la prensa amarilla. María está preparando una biografía
de Marcos, a quien no conocí en vida. Ella me describió detalladamente su
personalidad y me contó todo lo que había pasado. Basado en su testimonio
escribí su historia. Con el padre Armando Santander, cura de la villa miseria, muy
querido por los vecinos, hablamos sobre el judaísmo de Marcos y sus presuntos
milagros. Todos ellos me ayudaron a comprender mejor este caso complejo.
Marcos, el Mesías
…Y me vine a vivir a la villa miseria. Al poco tiempo de llegar me enamoré de
una chica, María. Era muy linda, se vestía con ropas buenas y me di cuenta en
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Los de la banda del Cholo se dedicaban a robar autos y los vendían a los
desarmaderos clandestinos de Villa Domínico. También robaban en casas:
electrodomésticos, computadoras, y claro, dinero, pero ocasionalmente. Se
especializaban en autos. Los villeros no se metían con ellos y, a su modo, los
protegían. En la villa miseria no se admiten soplones. Aquí todos odian a la yuta.
Cuando los de la banda supieron que yo andaba con la flaca me empezaron a
fichar. Ella no me daba plata. Los de la banda sentían envidia de nosotros porque
veníamos del mundo de afuera y teníamos algo que ellos no habían podido
tener: educación. Muchos fingían despreciarla, pero les hubiera gustado haberse
educado. Yo y la flaca éramos una especie de recurso intelectual. El Cholo, el
jefe de la banda, me dijo que él había dejado la escuela a los doce años, y que
no entendía cómo nosotros podíamos haber estudiado pasados los veinte.
No lo imaginaba. Para él éramos como turistas en la villa miseria. Nosotros nos
sentíamos como espíritus viajeros o poetas malditos.
Yo me adapté a vivir en la villa. La gente era solidaria. Los vecinos sentían
curiosidad y me preguntaban cosas. Se mostraban hospitalarios a su modo. Me
preguntaban por mi familia. Querían saber por qué estaba ahí. Me convidaban
con cerveza y algunos me invitaban con mariguana. Me confiaban sus proble-
mas, y me contaban cosas que les pasaban. Algunas mujeres me consultaban
cuando tenían problemas con los hijos en la escuela. Creían en los demás. Uno
no tenía que demostrarles nada. No te juzgaban. Los domingos mis vecinas me
traían empanadas. Empanadas norteñas, con papa, picante y mucho jugo. Una
señora, cuando me veía muy mal, venía y me lavaba la ropa.
Un muchacho guitarrero me pidió algunas letras para sus canciones. Yo
compuse una que se hizo popular en la villa, “La masacre”, la habrán escuchado.
Hablaba de la vida de los pibes chorros. Un grupo de cumbia después la popu-
larizó. Eso bastó para que me admiraran. Decidí empezar un taller de poesía.
Primero hablé con el cura. Le pedí que me dejara usar su casa, que estaba junto
a la capilla, pero se negó. Después hablé con las madres del comedor infantil.
Les gustó la idea y me dijeron que sí. Daba mis clases en su galpón los miércoles
por la tarde. Por supuesto que no cobraba nada, mi interés era ayudar a la gente
a entender y gozar la poesía. Para mí es el máximo tesoro de nuestra cultura.
Al principio venían muy pocos. Los hombres tenían muchos prejuicios. Creían
que la poesía era cosa de mujeres, o de homosexuales. No querían participar.
Decían que no la entendían. Pero después la actitud cambió. Yo me senté con
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paciencia a trabajar con ellos y, al tiempito, ya había grandes exégetas, que podían
leer a Vallejo y emocionarse. El libro favorito del taller era Los heraldos negros.
Muchos de los alumnos, que oscilaban entre los quince y los veinticinco años
de edad, se aprendieron poemas de memoria. Los favoritos eran “Los heraldos
negros”, “Dios”, “Ágape” y “Espergesia”.
Yo les enseñé a reconocer la voz presente en el poema. Un día uno me
preguntó cómo hacía el poeta para recibir esa voz. Yo le dije que no se sabía,
ese era el gran misterio de la poesía. Otro me preguntó si él podía hacer algo
para escuchar la voz. Pensaba que era poeta, escribía, pero aún no había sentido
una voz. Le dije que no se podía hacer nada. El que no recibía la voz era un
aprendiz de poeta, el verdadero era el que la recibía. Esa voz venía de afuera,
y era como la voz de dios, una iluminación. Otro me preguntó si el poeta era
como un profeta. Yo le dije que casi. Después de un mes empezó a venir al
taller el Cholo, el jefe de la banda. Al principio pensé que venía a espiarme, pero
luego comprobé que le interesaba la poesía. Tenía sensibilidad y leía muy bien.
Su voz era grave y serena y transmitía gran emoción.
No muy lejos de mi casilla, como a doscientos metros, vivía el Padre Ar-
mando. Al lado de su casa estaba la capilla. Era relativamente grande, podían
entrar sesenta personas sentadas. El Padre Armando había llegado allí hacía
varios años. Era un cura villero. Los vecinos lo querían. Muchos de los que iban
a misa y comulgaban eran malvivientes. El Padre sabía a qué se dedicaban,
pero no los juzgaba. Yo creo que prefería rezar y pedirle a dios por ellos. En un
principio desconfiaba de mí. Sabía que me drogaba y me había criado en una
familia pudiente. Después me fue conociendo y cambió su actitud. Cuando
empecé a curar gente, creyó que todo era una farsa. Yo mismo no entendía lo
que pasaba. Después se fue convenciendo de la verdad y yo también.
La villa miseria era como un pueblo grande. Sus habitantes la conocían bien
por dentro. El mundo de afuera les parecía inclemente y en la villa se sentían
seguros. Yo venía de ese mundo de afuera, moderno y pujante. Yo, el cura Ar-
mando, María Azucena, o María, como la llamaban todos, éramos extranjeros
en la villa. Éramos como turistas pasando una temporada, o eso pensaban ellos.
Los villeros auténticos eran los pobres pobres. Muchos llegaban de los pueblos
del interior, y de los países limítrofes. Parecía las Naciones Unidas. Había chilenos,
peruanos, bolivianos, paraguayos. Uruguayos pocos, se creían mejores que los
demás y preferían vivir en las pensiones de Constitución o San Telmo.
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Los otros foráneos que entraban a la villa miseria eran los políticos. Se apoya-
ban en algún puntero para ir ganando influencia. Llegaban de distintos partidos,
pero a los que les iba mejor era a los peronistas. Los pobres quisieron mucho
a Perón y lucharon por su vuelta. Los viejos se acordaban de él, y los jóvenes
habían oído las historias de sus padres. Los peronistas les consiguieron a algunos
la escritura del terreno que ocupaban. También pusieron plata para la ampliación
de la capilla y el equipamiento del dispensario médico. Ese dispensario le salvó
la vida a más de un muchacho. Aquí hay peleas serias a cada rato. La gente es
brava. La policía no entra. Nadie denuncia a otro cuando le roban o le pegan. Se
defiende como puede y se venga, solo o con amigos. Heridas de cuchillo o de
bala es lo más común. En el dispensario los atienden y no les hacen preguntas,
siempre y cuando la riña haya ocurrido dentro de la villa miseria. Cuando la
persona fue herida afuera es otra cosa, sobre todo si se trata de heridas de bala.
Ahí los del dispensario tienen obligación de dar parte a la policía. Casi nunca lo
hacen, pero los que pasan por esa situación raramente van allí.
Hay algunos punteros que tienen bastante influencia, y distribuyen planes
de comida. A los muchachos de la pesada los respetan. Tratan de mantener
buenas relaciones con todos y tenerlos de su parte. Cada banda es como una
pequeña empresa y le da de vivir a más de uno. El Cholo, por ejemplo, siempre
le tira unos pesos al padre para la capilla. Cada vez que un robo va bien, le hace
un buen regalo de dinero al curita. Este lo usa en el comedor de la villa miseria,
que manejan las madres. Hay muchos pibes huérfanos. Así que entre todos
nos arreglamos. De afuera recibimos poco. Si no robaran les iría mucho peor
a los otros. El robo viene a ser como un impuesto. Como un impuesto de los
pobres a los ricos.
Todos los días por la tarde los chicos y los no tan chicos juegan al fútbol en
el potrero de la villa. Muchos sueñan con salir de aquí a algún club grande. A
veces vienen representantes de los clubes, a ver si ven a algún pibe interesante,
con promesa. Los punteros de la villa miseria crearon una timba alrededor de los
partidos de los sábados. Corre bastante plata y el equipo tiene un buen director
técnico. Se juega a las tres de la tarde. Siempre hay algún equipo de otra villa
miseria que nos desafía, y se apuesta. Sé que muchos se juegan bastante dinero,
y el que no paga, la liga. Hubo muchas peleas por culpas de estas apuestas.
También amenazan a los jugadores. Tienen que cumplir, y defender el nombre
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de la villa. Si ganan les dan plata. Aquí hay que bancársela y ninguno es inocente.
Aprendemos a defendernos. Sobrevivimos como podemos.
En la villa miseria la mayoría de la gente trabaja. Son peones, albañiles, sir-
vientas, vendedores callejeros, ayudantes de cocina, hacen de todo, mucho
trabajo manual, mal pago. Por eso hay tanta pobreza. Aquí viven muchos miles
de personas. Trabajan salteado, hacen changas, se las rebuscan. Las que más
trabajan son las mujeres. Hay señoras con muchos hijos, y no les alcanza para
mantenerlos. Siempre alguien las ayuda. Tratamos de que nadie pase hambre.
A la gente le gusta escuchar historias policiales. Por la noche, cuando se
juntan en los bares de la villa miseria a tomar cerveza, los más bravos cuentan
sus hazañas. Yo he escuchado muchas aventuras interesantes. Alguna vez las
voy a escribir. Las mujeres cuentan historias de amor muy lindas. En la villa hay
una mayoría de gente joven. Muchos niños.
Los callejones están muy sucios, la gente tira basura, pero uno se adapta. Yo
estoy bastante contento. ¿Qué voy a hacer, volver a Palermo, rogarle a mi viejo
que me perdone y me permita ser un buen burgués arrogante? Imaginate, soy
judío, la colectividad se reiría de mí y harían una campaña para internarme en
una clínica de enfermos mentales. Yo siempre quise ayudar a los demás, salvar
a alguien. Tengo complejo de mesías.
Mis padres eran personas cultas. De chico yo me pasaba las tardes en la
biblioteca y faltaba bastante a la escuela. Me gustaba leer. Siempre he leído
mucho. Aquí en la villa miseria los libros se humedecen y se arruinan. Yo tengo
un lector electrónico donde guardo cientos de libros que pirateo de internet.
Tengo de todo y en varias lenguas, porque leo bien el inglés y el francés. El in-
glés me lo enseñó un tutor que me puso mi viejo, un americano de Boston. El
francés lo aprendí por mi cuenta, leyendo y viendo películas francesas en video.
La Villa 31 ha progresado bastante. Ahora tenemos estación de radio y
un pequeño periódico. A mí los chicos siempre me entrevistan, recito alguna
poesía, a veces les leo cosas que escribo. Me piden opiniones de política, pero
de eso no hablo mucho. Lo mío es la literatura. La literatura del dolor. Para mí
es la más auténtica. La otra me gusta menos. Me parece falsa. La verdadera
literatura no puede alimentarse de la felicidad. La felicidad es un sentimiento
superficial. De aquí algún día saldrá un Baudelaire o un Rimbaud, hay mucho
talento en bruto por cultivar. Yo con mi taller ayudo. Tenés que ver como
analizan la poesía de Vallejo.
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Había que sacarle la bala. Necesitaba operar. No podía hacerlo solo. Hacía falta
un anestesista. Ellos se negaron a llamar a nadie. El Cholo le dijo que lo operara
ahí mismo, como pudiera. Sergio, viendo que no había otra opción, se resignó
y se preparó para sacarle la bala. Le trajo al herido un vaso con coñac y le pidió
que se lo bebiera para relajarse. Después le metió un pañuelo en la boca y le
dijo que lo mordiera. Entre todos lo agarramos y lo sostuvimos para que no
se moviera. Cuando Sergio tocó la zona de la herida se retorció de dolor. Mi
primo hizo una incisión donde había entrado el proyectil, introdujo una pinza
como si nada y empezó a hurgar. El herido se desmayó. Logró localizar la bala y
la sacó. Nos miramos aliviados. Vendó la herida con cuidado. Todo no duró más
de quince minutos. Estaba orgulloso de mi primo. El muchacho había perdido
bastante sangre. El corazón había aguantado bien, gracias a dios. Mi primo me
dijo que estaba muy débil y podía sobrevenirle una infección. Teníamos que
darle antibióticos y cambiarle el vendaje diariamente, a ver si se salvaba.
Lo llevamos de vuelta a la villa miseria. Volaba de fiebre. El Cholo y sus
hombres lo escondieron en una casilla. Estuvo varios días delirando. Trataban
de alimentarlo con caldo y pollo, pero vomitaba. Yo ayudaba y pasaba todos
los días a cambiarle las vendas. Tenía miedo de lo que pudiera pasarme si se
moría. Finalmente mejoró y se salvó y me quedé tranquilo.
Seguí con mi taller de poesía los días miércoles. Tenía varios estudiantes.
Dos semanas después apareció en el taller el herido. Se lo veía débil aún. Ese
día hablamos del poema “Dios” de Vallejo. Al final de la clase el Lombriz se
acercó a mí, se arrodilló y me pidió que le diera la bendición. Le dije que me
alegraba verlo bien, pero yo realmente no había hecho mucho por él, sólo había
ayudado, era mi primo el que lo había salvado. No entendió razones, estaba
alterado, tenía fiebre y le hice caso. Puse mi mano sobre su frente y lo bendije
en nombre de dios. Sentía miedo y lo que menos quería era discutir con él. El
Cholo y sus hombres son peligrosos.
Dos días después vi que en la puerta de mi casilla habían depositado un ramo
de flores blancas. Le pregunté a María si sabía quién había sido, me dijo que no.
En la próxima clase de poesía vi que tenía una estudiante nueva. Era una señora
morena, aindiada, de más de cuarenta años. Al final de la clase se arrodilló ante
mí y me dijo que era la madre del Lombriz. Aseguró que yo había curado a su
hijo, le había salvado la vida. Le dije que había tratado de ayudar aunque no
era médico. La mujer me dijo que era un santo, y me pidió que la bendijera.
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Yo le dije que no podía, no era católico. Igual que su hijo antes, la mujer no se
movía, seguía arrodillada. Finalmente accedí y la bendije en nombre del padre.
Me estaban haciendo fama de sanador. El cura, que fue el primero que se dio
cuenta de lo que pasaba, reaccionó mal. Les pidió a sus fieles que no vinieran
a mi taller de poesía ni me visitaran, les dijo que yo no tenía nada que ver con
Cristo. Desconfiaba de mí porque sabía que era judío.
A una vecina se le enfermó un bebé de un año. Vivía casilla por medio con
la nuestra. Siempre hablaba con María, a su modo eran amigas. La mujer llevó al
bebé, que tenía mucha fiebre y diarrea, al dispensario médico de la villa miseria,
y después, por recomendación de la enfermera, fue al Hospital Argerich de La
Boca. El chico presentaba una enfermedad extraña, los médicos no sabían bien
qué era. La madre pensó que su hijo se le moría. Desesperada se lo dijo a las
vecinas, y le pidió al padre de la criatura que por favor hiciera algo. El hombre,
un albañil paraguayo, no sabía a quién recurrir. Me vino a hablar a mí. Y yo ¿qué
podía hacer? De medicina no sé nada, lo mío es la literatura, la poesía. El albañil
estaba muy nervioso y me pidió que le rezara. Le dije que sí, que le iba a rezar.
Quería calmarlo. Al día siguiente volvió y me dijo que por qué no le había ido
a rezar. Yo no le entendí bien, le aseguré que había rezado y había pedido por
su hijo, pero el hombre deseaba que yo fuera a su casilla y rezara allí. Yo le dije
que pidiera ayuda a otro, yo no podía hacer más. El hombre fue y se lo dijo a la
mujer, y esta a las vecinas, y al rato vinieron todas las mujeres a gritar enfrente
de mi casilla. Prácticamente me arrastraron. Me llevaron ante la cuna del bebé,
que no se movía y estaba muy pálido. Yo me arrodillé e improvisé una plegaria,
le toqué la frente y le pedí a dios que le diera salud, lo curara y le dejara la vida.
¡Pido por su vida!, empecé a gritar, y las mujeres se arrodillaron detrás de mí y
empezaron a gritar a coro.
Fue algo bastante impresionante. Sé que el cura se enteró después y no me
extrañaría que me denunciara como un farsante que trata de curar sin estar
habilitado. Las mujeres gritaban cada vez más. En medio de esa algarabía el
nene abrió los ojos y nos miró con sus ojitos afiebrados. No sé cómo, pero al
otro día el bebé se despertó bien, parecía que ya no tenía fiebre y empezó a
comer. También se le detuvo la diarrea. Por la tarde empezaron a llegar muje-
res frente a mi puerta, se arrodillaban y encendieron velas. Yo no quería salir,
no sabía qué decirles, y me daba miedo que se produjera un incendio y nos
muriéramos todos quemados. Las mujeres dejaban las velas sobre el barro del
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callejón. Se quedaron a rezar, algunas apenas si movían los labios y otras decían
en voz alta el padre nuestro. Al otro día había pasado todo. Recogí las velas a
medio consumir que habían quedado tiradas enfrente de la casilla. Me habían
dejado cosas de regalo: latas de comida, botellas de cerveza y otros comestibles.
Esa noche me vino a hablar el cura, me dijo que me estaba burlando de su
religión, que yo era judío y me hacía pasar por cristiano. Le expliqué que lo que
ocurrió no era culpa mía, no había sido mi voluntad, me habían obligado a ir
a la casilla donde estaba el chico enfermo. No había invocado al dios cristiano,
sólo había pedido en voz alta por la vida del bebé. Me dijo que me cuidara, y me
preguntó qué hacía un judío viviendo en la villa, seguro que yo tenía parientes
en buena posición y con dinero. Le respondí que había tenido un problemita
y mi estadía allí era temporal. Al final me entendió. Se dio cuenta que yo no
tenía malas intenciones. Cambió su actitud, y al tiempo casi nos hicimos amigos.
Quería realmente a los pobres, era un cura villero. Me dijo que en Argentina
nadie entendía al pueblo, excepto algunos peronistas, y que el pueblo estaba
en la villa miseria.
—El único que se compadeció de los pobres fue Perón —me dijo—. Algo
tenía de santo ese hombre.
Yo asentí, simpatizaba con el viejo. Había leído La hora de los pueblos, me
parecía un muy buen ensayo. Le dije que Perón escribía bien. El cura me dio
la razón y dijo que casi nadie lo leía, que los supuestos intelectuales ni siquiera
sabían que las obras completas de Perón tenían 35 tomos.
—En este país lo que falta es justicia —dijo.
Durante varios días me dejaron tranquilo, pero a la semana siguiente se enfermó
otro chico y, como los villeros no les tienen confianza a los del ambulatorio y
en el hospital hacen poco y nada por ellos, otra vez me vinieron a buscar. No
era nada grave, sólo tenía un poco de fiebre. Los vecinos creían que yo podía
interceder ante dios y ayudar a que los escuchara y les concediera favores.
Una señora me dijo que yo era como un santo. Le respondí que era judío y
mi religión no aceptaba la santidad. En todo caso podía ser un profeta.
—¿Un profeta? —preguntó la mujer.
—Sí, alguien que anuncia el futuro —respondí.
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espíritu, de la locura de los poetas y de los amantes. Cuando una sale a la calle
le pasan cosas, y cuando hace la calle ni te cuento. Ahí la razón no sirve para
nada, ahí entendés que el ser humano está hecho de impulsos y de instintos.
La razón te enseña a separar a la gente en categorías, y eso no sirve para vivir.
Vivir es nadar en la tormenta, mantenerte a flote como sea. Para vivir hace
falta…vida, no razón. Como dirían en la villa, hacen falta huevos. Coraje, ganas
de vivir. En suma, amor. Se reirán porque yo pronuncio esta palabra. Pero todas
las putas que conozco buscan una sola cosa: amor. Hacen la calle porque no
tienen trabajo y la calle paga bastante bien. Tienen hijos, madres ancianas y les
falta un hombre trabajador. La mayoría de ellas llegaron ahí por falta de amor,
son mujeres que se sienten mal, una porquería y creen que un día alguien va a
venir a rescatarlas de la inmundicia… Casi nunca lo encuentran… Yo, que soy
más afortunada que muchas (tengo a Marcos), empecé a buscar la salvación
en dios… Algunos se reirán…pero me van a entender el día que anden en la
falopa…y se sientan cada vez más hundidos, dentro de un pozo sin fondo, que te
va chupando poco a poco. Sentís que vas a ahogarte en un agua espesa … y vos
querés… ¡vivir! Vivir, ésa es la piedra de toque, el resto son pavadas, boludeces.
Yo estudié antropología porque me gustaba la gente rara. Desde piba me
interesó viajar. Leía libros de geografía y de viajeros que habían visitado países
de Asia y del África negra. Una vez fui con mi viejo a Jujuy y eso me cambió la
vida. Nos quedamos en Tilcara. Mi viejo conocía a un filósofo que vivía allí. Era
un tipo de lo más original, hijo de alemanes. Había sido discípulo de Kusch. Le
gustaba Heidegger y creía en la poesía y el espíritu. Yo era una adolescente, y no
entendía qué podía hacer ese hombre en ese pueblo perdido en la Quebrada
de Humahuaca. El paisaje me fascinó y la gente me parecía salida del paisaje.
Había una correspondencia evidente entre la tierra y la gente. Nunca había
sentido algo así antes. De ahí en más empecé a interesarme en lo telúrico, en
el espíritu de la tierra. Sentí que en nosotros estaba presente la tierra, el paisaje.
Los pobres dejaron de darme miedo.
Mi viejo es profesor en la universidad, enseña historia, y los historiadores
siempre están tratando de averiguar lo que pasó. A mí me interesaba más bien
interpretar cómo era la gente, sus sentimientos. Empecé, a los quince años, a
leer libros de antropología. Después entré en Filosofía y Letras. En la universi-
dad conocí a Héctor, que para mí era un dios. Era un tipo muy melancólico, y
me fascinaba. Se deprimía y empezaba a tomar pastillas. Cuando las pastillas
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ya no le hacían nada se inyectaba, y yo, que lo amaba, hacía todo lo que hacía
él. Así nos hundimos los dos. Yo iba a los bares a levantar tipos para sacar algo
de plata y poder comprar drogas. Era un círculo sin salida. Un día los padres lo
encontraron muerto en su cuarto. Se inyectó de más y tuvo un paro cardíaco.
Yo me fui de mi casa y me perdí en el mundo de las drogas. Entré a traba-
jar tres días por semana en un prostíbulo de la calle Esmeralda. El resto de la
semana estudiaba. Después empecé a trabajar cinco días y dejé la universidad.
En el prostíbulo tenía varias amigas, muy interesantes. Muchachas del interior,
del Uruguay, de Paraguay. Todas muy lindas. Una de ellas vivía en la 31 y vine a
vivir con ella aquí, era cómodo y céntrico. En la villa era fácil conseguir drogas y
me la daban de fiado cuando no tenía para pagar. Ella después de varios meses
se volvió a Paraguay. Yo la extrañé, me estaba enseñando guaraní.
A los pocos meses llegó Marcos. Era un tipo simpático. No me resultaba
atractivo, pero yo a él sí. Le gustaban las putas. Tenía problemas para coger.
Era solitario y muy tímido. Creo que le daba miedo la gente. Leía mucho, sobre
todo poesía. Le gustaba también el ensayo. Nunca lo vi leyendo novelas. Su
espiritualidad era increíble. Para él la poesía era como el pan de cada día. La
respiraba. Me dijo que era judío y su papá era muy estricto, y lo había echado
de su casa cuando descubrió su adicción a las drogas. Había estudiado Letras.
Éramos dos almas gemelas. Al principio, creíamos que estábamos en la villa
miseria por un tiempo, unas vacaciones prolongadas, y que después volveríamos
a nuestros barrios y a nuestra buena vida…cuando estuviéramos bien…pero
eso no pasó. Es difícil salir de la villa. No se puede volver al pasado. Nos fuimos
hundiendo y perdimos la voluntad. En la villa miseria nos sentíamos seguros,
nadie nos juzgaba y hasta nos tenían admiración.
Cuando me vine a vivir aquí me molestaba la suciedad de los callejones, el
barro cuando llueve, pero me la aguantaba. Después me fui interesando cada
vez más en la gente y hasta pensé en escribir un libro sobre la villa miseria y
sus habitantes. Los porteños de clase media no los conocen, los deprecian, los
demonizan, los consideran bárbaros. Ellos son peores que los villeros, con sus
prejuicios y su egoísmo. Sentí que se estaba repitiendo la vieja historia del siglo
diecinueve, cuando los jóvenes liberales acusaban a los gauchos, a quienes Rosas
protegía, de ser criminales y bárbaros. Después, durante los gobiernos liberales
de Mitre y Sarmiento, los políticos y la policía corrupta perseguían a los gauchos,
que, como Martín Fierro, se iban a refugiar con los indios. No les quedaba otra.
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Eran carne barata. Ya habían dado al país todo lo que éste necesitaba: peones
rurales y brazos para la guerra. Para el trabajo ya no les hacían falta. Trajeron
extranjeros a cultivar la tierra. Los echaban de sus campos como si fueran perros.
Les robaban lo poco que tenían, les destruían las familias. Ni hijos les dejaron.
Yo me fui convirtiendo a la “barbarie”, como las chinas gauchas y las cautivas.
Sentía cada vez más que esta gente era auténtica y nuestra clase media era
cipaya, extranjera. No entendían a los pobres, no los querían entender, porque
se creían superiores. Nosotros nos escondíamos en la villa miseria porque la
sociedad mercantil en la que nos habíamos criado nos despreciaba, por dife-
rentes, por inadaptados, y ya no teníamos lugar en ella. Nos escapábamos de
la vulgaridad de la clase media, descansábamos del peso de haber sido criados
para repetir la historia de nuestros padres, y de aquellos que se habían vuelto
nuestros enemigos.
Marcos andaba casi siempre drogado y no se daba cuenta de lo que pasaba
alrededor suyo. Había leído mucho, la literatura era su mundo, no diferenciaba
bien la fantasía de la realidad. Él me decía que todos los poetas estaban un poco
locos. Escuchaba voces que le hablaban. Yo le preguntaba de qué le hablaban,
y él me decía que le hablaban de dios.
—¿Cómo a Vallejo, el poeta? —le pregunté.
—Como a Vallejo —me contestó.
Una vez me contó un sueño que me impresionó mucho. Se le apareció un
hombre joven y risueño que lo miraba con simpatía. Mientras le hablaba sacó
un cuchillo, y con la punta del cuchillo se empezó a hacer cortes en su mano
izquierda. Se hacía cortes prolijos, de forma geométrica y un centímetro de
profundidad. Ponía mucha atención y cuidado. Parecía no sentir dolor, como si
se tratara de la mano de otro. Marcos lo observó y vio que tenía varias cicatrices
en las manos, las muñecas y la cara, de otros cortes que se había hecho antes. El
hombre estaba calmo y lo miraba sonriendo. Marcos, asustado, le preguntó por
qué se hacía eso. El otro respondió, sin darle mucha importancia, que era “déjà
vu”. Marcos no lo entendió. Le preguntó de nuevo y el otro repitió la misma
frase, siempre sonriendo. Ese fue el final del sueño. Tratamos de interpretarlo.
Marcos hablaba bien el francés. “Déjà vu” significaba que estaba viendo algo
que ya había pasado antes, se trataba de la repetición de una experiencia an-
terior. Le dije que la escena que aparecía en el sueño para mí era una escena de
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La primera vez que fui al taller pensaba que nos iba a dar una charla sobre
algún poeta argentino y en lugar de eso se la pasó todo el tiempo hablando
sobre la voz, y dijo que el poeta escuchaba voces, y que nosotros cuando leía-
mos poesía teníamos que sentir esa voz en el poema. A mí me hizo levantar
y pasar al centro de la clase, y me pidió que leyera un poema de un libro que
me entregó. Me dio una vergüenza bárbara, yo soy el jefe, ¿qué hacía ahí entre
mujeres leyendo en voz alta? A Marcos le gustó mi voz, y dijo que leyera pau-
sadamente, era un poema de Vallejo que después me aprendí de memoria,
“Los heraldos negros”. Lo leí una vez y me preguntó si escuchaba la voz, si
entendía de qué hablaba el poeta cuando decía “hay golpes en la vida, tan
fuertes, yo no sé…”. Yo le dije que sí, que lo entendía, porque sabía lo que era
sufrir. La cuestión que me hizo repetir la lectura en voz alta dos veces más, y al
terminar la última lectura, en la parte que dice “golpes como del odio de dios,
como si antes ellos, la resaca de todo lo sufrido, se empozara en el alma…yo
no sé…” ya no me salía la voz de la angustia y me empezaron a brotar lágrimas
de los ojos y no pude seguir. Marcos se dio cuenta de lo que me pasaba, vino
y me abrazó fuerte. Todo el grupo del taller estaba transfigurado y tenía un
nudo en la garganta. Después de eso ya nunca más pensé que los poetas eran
maricas; están más allá de nosotros y nos traen sentimientos del otro mundo;
están, creo, cerca de dios, su espíritu nos llega y no podemos evitarlo. Marcos
me dijo que yo lloraba porque era una persona de fe y había sufrido, que no
tuviera vergüenza. No entendí bien lo que quería decir con “persona de fe” en
ese momento, pero después lo fui comprendiendo. Sé que soy un delincuente,
tengo las manos sucias de sangre. Sin embargo, soy capaz de jugarme por los
que quiero, y una vez le salvé la vida a María.
Yo pasaba frente a la casilla de ella y oí gritos pidiendo ayuda. Abrí la puer-
ta y vi lo que estaba pasando. Un hombre corpulento, en calzoncillos, estaba
castigando a María con un cinturón que tenía una hebilla grande. María estaba
acurrucada en su cama, desnuda y tenía todo el cuerpo lastimado y marcado
por la hebilla. Gritaba y se cubría la cara. El hombre se volvió hacia mí y me hizo
frente. No lo conocía, no era de nuestra villa miseria, quizá fuera de la 21, con la
que habíamos tenido ya varios encontronazos. Los de la Villa 21 se creían más
bravos que nosotros, nos trataban de villeros Gucci, porque vivíamos en Retiro. El
hombre era mucho más grande que yo, que soy bajo y no muy fornido. Me dijo
que me fuera o que iba a cobrar. Yo no le tengo miedo a nadie, y los grandotes
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seco, sin anestesia, le hizo un corte y le sacó la bala. Regresamos con el herido
a la villa miseria y lo escondimos en una casilla. Estuvo con fiebre y delirando
varios días. Marcos lo cuidaba, le daba antibióticos, lo llamaba a su primo por
teléfono y seguía sus indicaciones. El Lombriz sobrevivió. Marcos se la jugó.
El Lombriz pensó que no se salvaba de esa, y que le debía la vida a Marcos,
más que a su primo. Decía que Marcos tenía un halo especial y que lo había
sanado con su presencia, con su aura. Cuando le cambiaba las vendas sentía
una mejoría inmediata. Yo, al principio, pensé que divagaba el Lombriz, pero la
herida le sanaba rápidamente. Un día, antes de venir Marcos, yo vi que estaba
roja e inflamada. Al rato llegó él, limpió la herida con alcohol, y cuando se fue la
herida estaba bien, la cicatriz ya casi ni se notaba. Yo no sabía a qué atribuirlo.
El Lombriz era un tipo raro, se la pasaba rezando. En mi banda no hay gente
común, yo los recluté porque les vi condiciones. A lo mejor el Lombriz tenía
un santo que lo protegía, pero él decía que había sido Marcos. El Lombriz es
temerario, se pensaba que no le podían hacer nada, que era invulnerable a las
balas. Para tirar se paraba y exponía el cuerpo, por eso es que lo hirieron. Es
un tipo con fe.
Yo también tengo fe. Le podrá parecer raro. Yo estuve encerrado dos años.
En la cárcel es donde vi más gente creyente. Allí todos rezan y hablan con dios.
El encierro y la miseria enseñan mucho. En la villa miseria la fe nos mantiene
vivos. Aquí no tenemos futuro. Estamos más cerca de dios que los otros, él es
el único que puede protegernos y perdonar todas las cosas malas que hacemos.
Yo no quería ser ladrón, de chico soñaba con ser cantante. Mi madre siempre
me pedía que anduviera derecho, pero me dejé arrastrar y después fue tarde.
Cuando me pusieron un arma en la mano y gatillé ya estaba de este lado. Me
hice jefe porque tengo talento para eso. Sé mandar, tengo la cabeza fría y los
demás me respetan. Ayudo y me juego por los míos. Jamás abandono a uno
en las malas.
Marcos no se sentía bien. Le habían dado un tratamiento para dejar la droga,
pero la adicción era demasiado fuerte. Tomaba un pastillerío de anfetaminas
baratas y de vez en cuando aspiraba coca. También se inyectaba ácido. Des-
pués de eso le empecé a conseguir coca de calidad que no le cobraba y él me
agradecía. Se quedaba encerrado en su casilla por días, soñando.
Asistí varias veces a su taller de poesía. Leíamos muchos poemas sobre el
dolor, sobre dios, sobre el amor, y las cosas que decía se me quedaban en la
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cabeza. Una vez soñé que se me aparecía Cristo y me miraba con ojos doloridos.
Tenía un rictus especial en su boca, como de goce o éxtasis, y me extendía sus
manos ensangrentadas. Yo sabía que esa era la sangre que yo había derramado
y él me quería salvar. Yo no decía nada, y comprendía que me había perdonado.
El Lombriz corrió la voz de que Marcos era sanador. La gente empezó a lle-
varle sus enfermos. Marcos no entendía bien cómo pasaba lo que pasaba. Era
un hombre lleno de dudas. Yo pienso que Dios estaba velando por nosotros, y
lo eligió para ayudarnos. No sé por qué lo eligió a él. Creo que no estaba pre-
parado. Yo vi como sanaba. Él quedaba consternado después de cada sanación.
Le llevaban chicos y ancianos enfermos. Les tocaba la frente, les hablaba, y al
día siguiente estaban bien. Un día llegó un señor rengo con muletas, Marcos
pensó que se había caído, y puso su mano sobre su frente. El hombre apoyó el
pie bien y empezó a caminar. Marcos le preguntó a su acompañante que qué
le había pasado, y le dijo que estaba paralítico desde los diez años. El hombre
se fue caminando, llevando las muletas en la mano. Yo sé que es cierto porque
yo había visto muchas veces a ese hombre en la villa y conocía a su familia.
Siempre pedía limosna en la estación de trenes.
Los blancos no nos entienden a los villeros. Creen que somos gente sin cora-
zón. Piensan que porque robamos y andamos en cosas malas (aquí hay mucha
droga, prostitución), somos bárbaros, gente sin fe. Pero no, somos como ellos
o mejores. Tenemos más fe nosotros que ellos. Ellos no saben lo que es sufrir.
Uno puede matar, yo lo he hecho, pero no por eso soy peor que ellos. Matar
no es difícil, y luego de matar uno empieza a sentir una culpa que lo lastima,
y le remuerde la conciencia. Lleva uno siempre esta culpa, nadie puede estar
orgulloso de haber matado.
Yo había tenido un hijo hacía dos años con una piba de la villa miseria,
una piba joven, de 16 años. Parecía más grande, porque estaba fuerte. Todo el
mundo me la envidiaba, tenía unos pechos hermosos, y caminaba con gracia,
moviendo las caderas. No era tan linda de cara, pero yo la quería bastante. Ella
vivía en una casilla con su papá y su hijo. Yo les pasaba dinero. Cada vez que
me iba bien en un robo, les llevaba algo. Ella me venía a ver seguido a mi casilla
con el pibe, y se quedaba durante la noche. Le puso de nombre Juancito, y tiene
mi cara, no puedo negar que es hijo mío.
Un día Elena, la madre de mi pibe, me dijo que Juancito había pasado toda
la noche con fiebre, vomitando. Tenía miedo que se muriera. Quería llevarlo
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al hospital. Le dije que no valía la pena, que Marcos lo curaría. Ella no quería,
le tenía desconfianza. Al final lo llevó al hospital y le hicieron exámenes. No le
encontraron nada, pero la fiebre no cesaba, no podía comer, tenía diarrea. La
verdad que se estaba muriendo deshidratado. No sé si lo habría agarrado algún
parásito. Aquí en la villa miseria el agua es mala. Las mujeres hacen cola en las
canillas públicas y la llevan a las casillas en baldes. Cuando falta, la municipalidad
la trae en camiones cisternas. Muy pocos tienen agua corriente en la Villa 31.
Juancito lloraba, le dolía mucho el estómago. Elena estaba desesperada, y
yo también, porque amo a mi pibe. Para mí es lo más grande que hay. Al otro
día lo llevé a lo de Marcos. Me arrodillé frente a la casilla y lo empecé a llamar
en voz alta. No sé por qué lo hice, algo me decía que estaba bien así. La gente
que pasaba me miraba sin acercarse. Me tenían miedo. La puerta se abrió y
apareció Marcos. Enseguida entendió. Le puso una mano en la frente a Juancito
y se puso a rezar. Levantó los ojos al cielo. Los vecinos se fueron acercando y
nos rodearon. Marcos me toco la cabeza y dijo, llevátelo, está curado. Todos
se arrodillaron en silencio. Yo lo llevé a mi casilla y me quedé todo el día con él.
La madre vino a la tarde y Juancito respiraba con naturalidad. Al día siguiente
estaba bien, se reía, se levantó y se puso a jugar. Fui a la casilla de Marcos, me
hinqué frente a su puerta y le di las gracias a dios. Marcos salió, le dije que mi
hijo estaba salvado y que pidiera lo que quisiera, que yo le debía la vida de mi
hijo. La gente miraba asombrada. Marcos me dijo que no le debía nada, que no
había sido él el que lo había salvado sino dios, y que me fuera tranquilo. Así lo
hice. En la noche los vecinos pusieron velas frente a la casilla de Marcos. Varias
señoras se arrodillaron frente a su puerta y rezaban en voz alta. Al rato pasó
el cura, miró la escena con disgusto, pero no dijo nada y se fue en dirección a
la capilla.
Durante los días siguientes le llevaron enfermos de distintas edades. Su po-
pularidad se fue extendiendo fuera de la Villa 31. Muchos sabían que curaba.
El milagro más grande que hizo Marcos, como ya dije, fue sanar a un paralítico.
También le trajeron a un bebé muerto para que lo resucitara, pero no lo logró.
Con la llegada de los extraños empezaron nuestros problemas. Muchos
nos envidiaban y nos deseaban el mal. Los de la 21, sobre todo. Pensaban que
nos creíamos mejores, porque ellos vivían junto al Riachuelo, en la basura, y
nosotros en Retiro. La verdad es que éramos todos iguales, todos pobres y
miserables. El que no nació en la pobreza, como Marcos, se vuelve pobre aquí.
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buen negocio. La policía ha agarrado a varios de sus hombres, que están presos,
pero ellos siguen, no tienen miedo. Eso es típico de esta Villa: los de la 31 somos
valientes. A mí me llaman Facundo, pero mi verdadero nombre es Alberto.
El cura me empezó a llamar Facundo y el nombre me quedó. Dice que me
parezco a Facundo Quiroga, que soy bravo como él. Todo empezó un día que
se organizó una pelea barrial a cinco rounds contra un tipo de la Villa 21 que
decía que era invicto y nunca le habían ganado. Yo peleé por la 31 y lo molí al
otro, le di tantas piñas que lo dejé medio tonto. Me había entrenado mi vecino,
que de joven fue boxeador profesional. En esa pelea se apostó fuerte, y con lo
que gané viví varios meses sin hacer nada. Los de la Unidad Básica fueron a ver
la pelea y fue allí que me conocieron.
En la villa miseria operaban otros partidos, sobre todos los comunistas y los
de Macri, pero los peronistas tenían mayoría. Los de la Unidad Básica me eligie-
ron a mí porque necesitaban un buen puntero, ya que el viejo Núñez, que era
el puntero anterior, había caído preso por robar material para la construcción
de un depósito del gobierno. Garabito, uno de los líderes de la Básica de Retiro,
me llamó a su despacho. Lo había impresionado el respeto que me tenían en
la villa miseria, y cómo me relacionaba con las bandas. Me prometió bastante.
Me dijo que me podían conseguir escrituras de varios terrenos de la villa, y que
yo iba a recibir una parte en su venta. Ya eso era algo serio y tenía futuro. Me
imaginaba propietario de varios terrenos. Hice una reunión con la gente influ-
yente de la villa miseria. Llamé a los jefes de las bandas y a los comerciantes que
tienen puestos, mercaditos, almacenes, panaderías. Tuve un apoyo unánime, y
enseguida empezó a correr el dinero.
Formé nuestra propia Unidad Básica en la 31. Me nombraron Presidente.
Recaudábamos una cuota de los miembros y repartíamos planes. Los vecinos
que no tenían trabajo nos pedían ayuda. A cambio yo los llevaba a todas las
manifestaciones que hacía el Partido. El jefe del distrito me llamaba y me decía:
hoy cortamos la 9 de Julio, hoy vamos a la Plaza de Mayo, hoy apoyamos a
los camioneros que hacen un paro y nosotros, siempre solidarios, allí íbamos.
Cuando hacíamos actos en la villa miseria el jefe del distrito de Retiro venía a
apoyarnos. Nos había prometido que iban a pavimentar las calles principales
y nos iban a poner cloacas. Parece que va a tomar un poco de tiempo, pero,
a la larga, lo van a hacer. Los peronistas lo podemos todo. Somos un partido
invencible.
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se había encariñado porque lo veía débil, era como su hijo, lo protegía, le tenía
lástima. También lo admiraba porque era poeta.
Cuando empezó a dar clases de poesía se hizo famoso. Le sacaba la gente
al cura, ya nadie quería ir a la capilla a estudiar la Biblia. Las mujeres preferían
ir a la clase de poesía. Decían que sus poesías siempre hablaban de dios. Yo
fui a una, invitado por ser el jefe de la Unidad Básica. Leyó la poesía de un tal
Vallejo, y la verdad que sí me impresionó. El poema hablaba de un muchacho
que se enamoraba de una chica, y decía que ella se había crucificado a él, se
abrazaba a él como a una cruz. Cuando él leía había gente que lloraba, eso es
lo que más me impresionó. Yo nunca vi llorar a nadie en la capilla, pero en esa
clase de poesía lloraban.
Entonces empezó todo eso de las curaciones. Un día hirieron gravemente a
un hombre del Cholo. Cuando balean a alguien de la villa miseria nos arregla-
mos como podemos. A veces las enfermeras del dispensario médico ayudan.
Si los llevamos a un hospital público fuera de la villa miseria los denuncian y
van presos. El Cholo fue a pedirle ayuda a Marcos y este llevó al herido a lo
de un primo de él que era médico. Le sacó la bala, pero así y todo se estaba
muriendo. Parece que Marcos empezó a rezar y el herido se salvó. Ud. sabe
cómo es en la villa, las noticias corren. Después, una señora llevó a su hijo, muy
enfermo, para que lo curara, y el chico se recuperó. De allí en más fue como
un reguero de pólvora. También curó al hijo del Cholo. Ya la gente hacía cola
para traer sus enfermos, y hasta lisiados. Él no cobraba nada ni aceptaba dinero,
pero le llevaban regalos. Si era comida se la daba a las madres del comedor. Ahí
se armó lío con el cura, que la verdad le tenía envidia. Después se hizo amigo
de él, y lo aceptó, porque él también empezó a creer en Marcos. El único que
no creía en Marcos era Marcos, en el fondo nunca dejó de ser un drogadicto,
aunque ya no se drogara tanto. Tenía la cabeza medio volada. El poder a él le
venía de afuera. Era como si una mano mágica, un ángel, lo hubiera tocado. Él
no era más que el instrumento. Como era judío al principio nadie se animaba
a decir que era santo. Le decían el mesías. Pero después que curó al paralítico,
que se fue caminando, ya todos decían que era santo.
Empezó a venir gente de afuera para que los curara, y eso fue lo que nos
perdió. De no haber sido por eso hoy no estaría muerto. Los que no son de esta
villa miseria nos quieren ver sufriendo, cuando estamos en la mala disfrutan,
y si algo bueno nos pasa buscan la manera de jodernos. Eso es lo que ocurrió
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Cuando se fue de casa siempre temí que un día pudieran encontrarlo muerto.
El mundo de la droga es un infierno. En la villa miseria se fue a juntar con María,
también drogadicta, un alma gemela a la suya. Estudiante de antropología. Su
familia es de la oligarquía de Barrio Norte. La han negado completamente. Para
ellos María está muerta. Lo de la droga podría pasar, pero saben que es puta,
todo el mundo lo dice. Y vivir en la villa miseria es lo último que podía hacer.
Me dijeron que María odiaba a su madre. Ese es el origen del problema para
mí. Yo creo que Marcos también me odiaba. No sé por qué, siempre hice todo
lo que pude por mi familia. Se volvieron contra sus padres, como si fuéramos
unos monstruos fascistas. Así somos los argentinos, nos rebelamos contra la
autoridad, no importa cómo sea. Somos un país adolescente, pero… ¿por qué
me tocó a mí pagar este precio? ¿Por qué a mí? Perder un hijo, es lo peor que
podía pasarme. Que dios me perdone, pero no lo entiendo.
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1
El cambio de postura de Sartre, que lo llevó a examinar y criticar el Existencialismo y abrazar
el Marxismo, creo un puente entre ambas posiciones. Los intelectuales, críticos y escritores
nucleados alrededor de la revista Contorno y la nueva izquierda en la década del cincuenta
en Argentina, como los hermanos Viñas, Juan José Sebrelli, Oscar Masotta y Carlos Correas,
discutieron y asimilaron su filosofía (Savignano 34-60).
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2
Fernando Birri (1925-2017), que estudiaba cine en Italia, había regresado a Santa Fe en 1956
y fundó el Instituto de cinematografía en la Universidad Nacional del Litoral. Saer enseñó
Historia del cine y Crítica y estética cinematográfica en la universidad. Birri desarrolló par-
ticularmente el cine documental y se destacó como creador original (Silva-Escobar 13-21).
3
Ángel admira a Chandler, a Faulkner, a Thomas Mann, a Nabokov, y los lee durante los
cinco días en que permanece encerrado en su casa, cuando lo suspenden en el diario. Gloria,
la amiga de Tomatis, les lee, en inglés, poesía de en Argentina icatrices. n espacioavailler avec
vous. i cette devotion. cusa. eses. posiciones. Los intelectuales de Contorno en Browning,
Dylan Thomas, William C. William, Yeats, Eliot, Pound. Luego le regala a Ángel Tonio Kroeger,
la novela de aprendizaje de Thomas Mann. Saer no incluye entre los escritores que influyen
en la formación literaria de Ángel a autores hispanoamericanos ni españoles.
4
Ángel habla de la historia con su doble, y dice que lo imaginó « moviéndose en un círculo
limitado », como era el mismo círculo en que él se movía. Y confiesa : « De una sola cosa
estaba seguro : de que nuestros espacios – nuestros círculos – eran cerrados y sólo se
tocaban por accidente » (78).
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5
Transcurrido el golpe se inició en Argentina un período de Resistencia peronista contra el
poder cívico-militar, que dominó la vida política del país hasta el retorno de Perón a la pres-
idencia en 1973 (Abbate, El espesor del presente 75).
6
Esos seres acorralados son una metáfora o alegoría del escritor: ubicado en el lugar del
observador, no puede dejar de involucrarse en los hechos. Tampoco puede vivirlos plena-
mente. Habita en un lugar incómodo, entre el lenguaje y el acontecimiento social.
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en el póker muchos jugaban con las cartas marcadas, haciendo trampas. Este
detalle resulta premonitorio en su historia. Sergio comienza a jugar a las cartas
y a apostar, y no puede detenerse. Lo va perdiendo todo. Su mujer se suicida, él
deja la profesión. Se juega su dinero y el que le quita a su sirvienta; por último,
hipoteca la casa. Con lo que recibe, sigue jugando.
Cuando juega, goza. El placer y el terror que le provocan ganar y perder, y
sufrir los vaivenes de la suerte, son todo para él. No ansía otra cosa que jugar.
Sabe que es autodestructivo, pero no se detiene. Su amigo Marcos Rosemberg
se lo reprocha. No lo comprende. El juego para Sergio es un universo autónomo
perfecto, una suerte de obra de arte, una alegoría del destino humano. Se deja
envolver por su magia y sólo puede sentirse vivir cuando está jugando.
Su sirvienta, Delicia, es la única que lo entiende. Delicia es tan singular como
Sergio. Es una muchacha de pueblo, analfabeta, que fue a trabajar a su casa
cuando tenía catorce años. Dos años pasaron y la historia de Sergio llega a su
desenlace.
Delicia está enamorada de su señor. Sabe que este juega y no hace nada por
detenerlo. Comprende que él lo necesita. Cuando Sergio se queda sin dinero
le da la totalidad de sus ahorros para que los apueste. Cuando este los pierde
le dice que no se preocupe y siga jugando. Sergio la llama “ángel” y le besa la
frente. Siente que Delicia es como él: no le importa perder. Es sumisa y acepta
su destino. De nada vale resistirse. Estamos en manos del azar, que preside
nuestras vidas. Si hay un orden, no sabemos cómo es. Jugar es tratar de entrar
en él, de descubrir el orden secreto del universo, de conocer a dios. Pero este
no nos lo revela. Sólo nos deja el amor para consolarnos.
Al final de la historia Sergio está en una partida y se ha quedado sin dinero.
Cuando está por abandonar, algo le llama la atención. Recuerda lo que le había
dicho su abuelo, su lección: los hombres juegan con trampa. No él, ni Delicia.
Se va del lugar, lleno de dudas. Momentos después regresa al sitio y sorprende
a los jugadores burlándose de su buena fe: todo había sido una farsa para ro-
barle. Los enfrenta, recupera su dinero y parte. Llega a su casa a la madrugada.
Va al escritorio, pone en una caja la cantidad que le debía a Delicia y guarda
el resto. Cuando va a acostarse lo aguarda el premio: el que ya nada esperaba,
recibe todo. Delicia está en su cama, desnuda. Solo atina a decirle: “Juegan con
trampas, Delicia”. Luego la besa y hacen el amor. La inocencia y la esperanza
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7
Los países de África y Asia, colonizados por Francia e Inglaterra durante el siglo XIX, habían
avanzado en su proceso de descolonización, que iniciaron al terminar la Segunda Guerra
Mundial. Los estudiantes progresistas de Europa y de Estados Unidos simpatizaron con estos
movimientos y se rebelaron contra sus padres genocidas. La guerra imperialista de Vietnam
fue el talón de Aquiles del imperialismo norteamericano.
8
Saer fue profesor de la Escuela de cine de Santa Fe en una etapa revolucionaria de esta
escuela. Era la época del guevarismo y la Revolución Cubana. Su iniciador, Fernando Birri
desarrolló el documental político y social en la Argentina. Él, sin embargo, se inclinó por
otro grupo, que estaba en la Escuela, y prefería la separación del arte y la vida. Saer no fue
documentalista ni cronista de su sociedad, fue intérprete de las angustias de su clase media.
En
los años cincuenta la aparición del Peronismo como fenómeno político y cultural había
dividido al medio intelectual en peronistas y antiperonistas. Saer era antiperonista. Los años
sesenta hicieron posible una nueva interpretación de la historia. El guevarismo encendió el
mundo intelectual y artístico latinoamericano. Saer se ubicó en una posición incómoda,
pequeño-burguesa (Abbate, “Entrevista a Juan José Saer” 41-6).
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Las dudas y los temores acosan a sus personajes. Beben mucho. Necesitan
escribir y expresarse. Tomatis, en sus poemas, describe un paisaje santafecino
que casi desaparece bajo la lluvia (51); Sergio, el jugador y ensayista, analiza a los
héroes de la cultura popular norteamericana desde una perspectiva filosófica.
Estos personajes testimonian el enfrentamiento del individuo con un medio
indiferente, que no los valora.
Saer, quizá desencantado con su país, emigra a Francia. Un vez allá, sin em-
bargo, encontró difícil el adaptarse. La ciudad de Santa Fe, que abandona para
siempre, se instala curiosamente en su literatura como paradigma. Las grandes
novelas de su etapa europea, El limonero real, 1974; Nadie nada nunca, 1980 y
Glosa, 1985, mitifican el tiempo y el espacio santafecino.9
La novela Cicatrices crea un vínculo entre esas dos etapas de su vida de
escritor: su comienzo argentino y su periplo europeo, y nos permite entender
mejor a Saer. Es un testimonio metafórico de la odisea que significó para el
novelista hacerse escritor.
Bibliografía citada
9
Dice Tomatis, explicando su teoría de la literatura: “Hay tres cosas que tienen realidad en la
literatura: la conciencia, el lenguaje, y la forma” (61). Saer creó, durante su etapa europea, con
las memorias del mundo y el tiempo santafesinos, un universo literario formalista autónomo.
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Premat, Julio. “Juan José Saer y el relato regresivo. Una lectura de Cicatrices.”
Revista Iberoamericana No. 192 (Julio-septiembre 2000): 501-509.
Saer, Juan José. En la zona. Santa Fe: Castellví, 1960.
---. Responso. Buenos Aires: Jorge Álvarez, 1964.
---. Palo y hueso. Buenos Aires: Camarda Junior, 1965.
---. La vuelta completa. Rosario: Biblioteca Popular Constancio Vigil, 1966.
---. Unidad de lugar. Buenos Aires: Galerna, 1967.
---. Cicatrices. Buenos Aires: Planeta, 2010. Primera edición 1969.
---. Glosa. Buenos Aires: Alianza, 1986.
---. El limonero real. Barcelona: Editorial Planeta, 1974.
---. Nadie nada nunca. México: Siglo XXI, 1980.
---. “Narrathon”. Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien No. 25 (1975):
161-70.
---. Juan José Saer por Juan José Saer. Buenos Aires: Celtia, 1986.
Sala, Jorge. “Metatextualidad y comentario narrativo en el cine argentino de
los Años sesenta.” Actas del III Congreso Internacional de la Asociación de
Estudios en Cine y Audiovisual. 2012. 12 págs. Web.
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Savignano, Alan. “La recepción del pensamiento de Jean-Paul Sartre en Argentina:
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La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
I. Su poética
Olga Orozco (Toay, La Pampa 1920 – Buenos Aires 1998) se inició en la poesía
a fines de la década del treinta y comienzos de la década del cuarenta, en una
época extraordinaria de la poesía de nuestra lengua. Durante las dos décadas
precedentes poetas como César Vallejo, Pablo Neruda y Federico García Lorca
habían renovado totalmente el lenguaje poético. Las poéticas vanguardistas y el
realismo socialista eran las tendencias estéticas más prestigiosas del momento.
En Argentina aparecieron importantes poetas representativos de estas tenden-
cias, entre ellos, su más original vanguardista, Oliverio Girondo, del que Olga
fue muy amiga, y el poeta comunista Raúl González Tuñón (Ruano, “Palabras
al lector” 15-26).
Los diversos movimientos poéticos de vanguardia de la década del veinte,
entre ellos el Creacionismo, el Ultraísmo, el Estridentismo, fueron de corta
duración, y sus principales mentores evolucionaron hacia otras poéticas o
renegaron de los “excesos” de su visión, pero sus aportes formales: el empleo
de la metáfora abstracta, no figurativa, y el verso libre, se transformaron en el
modo contemporáneo de escritura poética más valorado por los lectores y
los jóvenes escritores. Entre los movimientos vanguardistas fue el Surrealismo,
en los años siguientes, el que mejor mantuvo su sentido revolucionario, gra-
cias a la personalidad carismática de su fundador, André Breton, que renovó
sus propuestas literarias y culturales con nuevos manifiestos y declaraciones
polémicas y críticas (Breton 100-49). Los artistas españoles, entre ellos Federico
García Lorca, Luis Buñuel, Pablo Picasso, Ramón Gómez de la Serna y Salvador
Dalí, contribuyeron a extender la influencia del Surrealismo en el mundo hispa-
noamericano. Esta influencia se amplió con la visita de André Breton a México
en 1938 y la diáspora de importantes artistas españoles a Hispanoamérica al
terminar la guerra civil. En Argentina, el poeta Aldo Pellegrini difundió las ideas
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Alberto Julián Pérez
surrealistas desde fines de la década del veinte, cuando fundó la revista Qué.
Durante la década del treinta la influencia del Surrealismo poético disminuyó.
En la década del cuarenta, los poetas Enrique Molina y Olga Orozco renovaron
la propuesta surrealista en Argentina. Esta última encontró en la imagen onírica
surrealista la base de su propia poética (Torres de Peralta 19-23).
Su aproximación al Surrealismo fue ecléctica y personal. Leyó con interés y
provecho la poesía de distintas épocas y lenguas. Se sintió atraída por la poesía
simbolista y neosimbolista europea, en particular la obra del poeta austro-hún-
garo de lengua alemana Rainer Maria Rilke. Su discurso poético desplegaba
una variedad de imágenes que expresaban sensaciones sutiles, sentimientos
profundos, y describían con voluptuosidad los fantasmas personales. Rilke tra-
bajaba el texto poético de una manera distinta a los surrealistas, que creían en
la creación espontánea: era un poeta riguroso, que meditaba cuidadosamente
en las imágenes que empleaba (Lizcano 10-35). Era un artesano exigente, y
había creado en Elegías de Duino un tipo de verso extendido, un versículo, en
el que cabían imágenes múltiples, que se metamorfoseaban en otras imágenes
derivadas, y presentaban una floración imaginística única. El lector se extasiaba
en una experiencia nueva.
Podemos entender la poética de Olga Orozco como una “poética criolla”
pensada en relación a los aspectos que más le interesaron de esas diversas
propuestas poéticas, consideradas desde la perspectiva crítica de su propia
subjetividad, de su propia espiritualidad. Es una poeta consustanciada con su
lengua, que vive la poesía desde su espacio sudamericano con gran autenticidad.
Conoce la mejor poesía representativa de los grandes movimientos poéticos
contemporáneos, como nos habían enseñado los Modernistas, y escribe con
libertad y eclecticismo. Una vez que encuentra su propio lenguaje poético, la
forma de su poesía se mantiene estable. Cambiará poco a lo largo de los años.
La poeta establece en sus poemas ciertas imágenes nucleares, que expande de
manera imprevisible con gusto exquisito. Olga trabajó como una artesana del
verso por varias décadas, atenta a sus propios fantasmas, a su mundo interior,
a sus sueños (Lindstrom 767).
Nacida en un pueblo alejado de los grandes centros urbanos, en la provincia
de La Pampa, su primera formación cultural fue autodidacta, guiada por su
propia sensibilidad y determinación de aprender. Aunque luego se trasladó a
una ciudad de provincia, Bahía Blanca, y a los dieciséis años su familia la llevó a
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La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
vivir a la capital, Buenos Aires, sus hábitos de lectura de su primera niñez mar-
caron su educación como artista (Sefamí 99-101). Fue una poeta independiente,
que trabajó su poesía con criterio propio y secreto desde su propio mundo.
Este modo marginal y desplazado de vivir la cultura y la poesía, tiene paralelos,
como experiencia existencial, con el modo en que han vivido la cultura otras
mujeres, que han forjado su personalidad poética desde la propia marginalidad,
meditando en su naturaleza y en sus necesidades. Sobresalía en esos momen-
tos la obra de dos poderosas y logradas poetisas en la lírica hispanoamericana:
Gabriela Mistral y Alfonsina Storni. Mistral, en particular, había escrito una
gran poesía haciendo caso omiso a las estéticas más novedosas, recreando un
lenguaje simbolista que muchos consideraban pasado de moda. El ejemplo de
estas grandes poetas tenía que ser motivador para una poeta nacida algunas
décadas después, en 1920, y Orozco, como ellas, buscó un lugar poético, una
voz propia (un “cuarto propio” también), en un mundo poético que le resultaba
parcialmente ajeno (un mundo poético de hombres, podemos pensar), en que
era importante, además de descubrir un lenguaje propio, el reconocer la propia
subjetividad e identidad. Quiso ahondar en su mundo, en sus fantasmas, con
discreción, vistiéndolos de metáforas, para aludir sin nombrar, en un juego casi
interminable de desplazamientos de la palabra, en que la imagen se abre en
otras imágenes.
El mundo poético que propone Olga Orozco nos seduce y nos atrapa con
sus densos poemas poblados de imágenes fantasmagóricas, de arquitectura
precisa y detallada, que la poeta, confiesa, elaboraba en largas jornadas de trabajo
(Sefamí 102-5). No se dejaba llevar por la inspiración del momento, prefiriendo
pulir las imágenes, y ese fue el modo que utilizó a lo largo de su vida para es-
cribir pacientemente sus poemas. Su producción fue continua, pero no muy
extensa. Su manera morosa, cuidadosa de escribir, se refleja en la tesitura, en la
textura de sus versos. Los juegos peligrosos, de 1962, consta de 18 poemas, y no
publica otro libro, Museo salvaje, hasta 1974. Escribía lentamente, y su idea de
perfección tenía más puntos en común con el ideal poético modernista que
con el vanguardista, que buscaba la espontaneidad y apreciaba la improvisación.
Nos encontramos frente a una poesía distinta, original como propuesta y
como lenguaje, y única en el panorama de la poesía argentina y de la poesía de
nuestra lengua en aquellos años. Es una propuesta individual sin ser individua-
lista. Tiene aspectos en común con el modo de ver la poesía de otras poetas
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Alberto Julián Pérez
mujeres, como Gabriela Mistral, Alfonsina Storni y la más joven Alejandra Pizarnik
(Kuhnheim 64-89). Podemos pensar que estas mujeres buscaban un lenguaje
poético y un espacio único, propio, porque no se identificaban ni podían fun-
dirse totalmente con las poéticas vigentes o de moda en el momento en que
escribían. La búsqueda de una poética propia convive con las preguntas sobre
la propia naturaleza e identidad, algo que difícilmente ocurre en la poesía de
hombres, que se preocupan más por el papel del yo poético en su sociedad, y se
sienten representantes legítimos de su identidad social, que celebran y valoran,
autoafirmándose, como lo vemos en la poesía de Neruda y Vallejo.
No encontramos en la poesía de Orozco un cuestionamiento social. Se
centra en la problemática del individuo. Sus preguntas mantienen un interés
reflexivo en la propia identidad, en su devenir, en su relación con los otros y
con el mundo, en sus vínculos con su madre y otras mujeres. Es una reflexión
insistentemente narcisista, vuelta sobre el yo, tratando de aprehenderlo como
reflejo en la naturaleza. Al hacerlo crea un diálogo entre el yo y la naturaleza,
un diálogo poético con objetos animados e inanimados que se personifican.
Indaga tanto en los aspectos físicos visibles del mundo, como en los arcanos e
invisibles, y aún en los prohibidos y deformes.
Su poesía crea un trasfondo filosófico hecho de reflexiones y viajes intros-
pectivos que dan un sentido de “profundidad” y trascendencia a su mundo
poético. A partir de esas reflexiones empieza su trabajo de indagación en mul-
titud de imágenes poéticas asociadas, de gran misterio y belleza plástica, que
crean el “encanto” del poema, apoyado en visiones espectaculares y espectrales,
“metafísicas”, del mundo natural. Los objetos naturales adquieren propiedades
simbólicas y aún míticas, nos remiten a otra realidad. La poeta nos sumerge en
una “atmósfera” especial de ensoñación. Los poemas son largos y se extienden
en imágenes de gran sentido plástico, casi “arquitectónico”. Es una poesía con-
cebida principalmente como imagen visual, como “pintura”. Sin embargo, no
descuida la entonación, la melodía del verso, y por ende su sentido temporal.
Sus largos y extendidos versículos resultan placenteros para la lectura, tienen
cualidades eufónicas. Aparecen numerosas estructuras anafóricas que refuerzan
el ritmo de las frases. Leer cualquiera de sus poemarios, esas colecciones de
sus aventuras espirituales, particularmente a partir de Juegos peligrosos, 1962, el
libro considerado el comienzo de una etapa poética madura, en que la poeta
ha afirmado su oficio (y su poesía es resultado de un intenso oficio poético
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La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
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Debido a esta “narratividad” de su poesía, a esa capacidad para contar historias, o intro-
ducir temas, sus composiciones pueden ser reunidas en temáticas que se repiten o regresan
en sus poemas. Melanie Nicholson ha explorado las imágenes proféticas que aparecen en su
poesía, el topos del exilio, cuestiones de identidad, alienación y locura, cuando el hablante
lírico de su poesía parece estar inspirado por una visión personal profética (Nicholson 11-
15). Elba Torres de Peralta, indagando en su poética y en los temas de su poesía, ha recon-
ocido y estudiado las siguientes temáticas recurrentes: los sentidos ocultos y posibles de la
realidad, los emisarios, el Yo corporal, la trascendencia metafísica del Deseo y la muerte (La
poética de Olga Orozco…89-189). Víctor Gustavo Zonana ha hecho un excelente estudio
sobre las “imágenes de la memoria” que aparecen en la poesía de Olga (“Imágenes de la
memoria en la obra de Olga Orozco” 327-45).
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Alberto Julián Pérez
sus imágenes y explora el juego de los personajes, en una forma que para mí,
como lector, resulta menos convincente que la de su poesía.11
Sus poemas “con contenido” proyectan la presencia de una poeta “existen-
cial” poderosa, angustiada y llena de vitalidad a un tiempo. Sus poemas, aún
los “nocturnos”, hablan más de la vida que de la muerte. Es una poeta a la que
le gusta pensar, pero es pensamiento de poeta: filosofía intuitiva, hecha de
imágenes, que conserva de la filosofía metódica la emoción básica: el asombro.
Orozco es una poeta que ha hecho del asombro ante la diversidad del mundo
su condición poética. Si quisiéramos parafrasear su filosofía caeríamos en la
tautología o en el juego de palabras. Es poesía de los orígenes que muestra el
asombro del ser ante el mundo, y su esfuerzo y desesperación por darle sentido
a su vida. Orozco encontró este camino, que es camino de mujer muy encerrada
en sí misma, a la que le es difícil salir de sí y se refugia en su imaginación, donde
se siente segura. Sería injusto hacerle reproches o recordarle sus “deberes éticos”
hacia su sociedad. Aunque vivió en tiempos difíciles, plagados de conflictos
sociales, Olga Orozco tuvo su propio mundo. Optó por ese camino personal
que la sociedad pequeño burguesa puso a su alcance. En el canto lírico el ser
se abisma, se hace otro y siente que puede trascender su propia historia.
II. Su poesía
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Alberto Julián Pérez
nos dice que “los susurros del atardecer” son “las risas de los desaparecidos”.
Aunque la palabra “desaparecidos” pueda referirse a los espíritus de los muertos
en general, la asociamos además a la situación en Argentina en esos años, en
que los militantes políticos de la sociedad civil eran secuestrados, torturados
y asesinados por la dictadura militar. En el mundo aparentemente hermético
de Olga aparecen trazos de la situación política que tanto angustiaba a los
argentinos.
En ese atardecer, nos dice, los pájaros cambiaban de color “justo a la hora
de no ser ya los mismos”, cuando estaba por llegar la noche. En los próximos
versos reconoce que la travesía puede no ser “imaginable”, ya que se trata de
“visos de tiempo incesantemente proyectado en la memoria del olvido”, y de
una memoria difusa que se va perdiendo. Compara estas visiones a “ver desfilar
relatos fosforescentes en el curso del agua,/ siempre con la amenaza de una
zarpa a punto de borrarlos” (18). Olga procura comunicarnos lo extraño de
su visión. Estos estados psicológicos alterados, sus percepciones fantasmales,
causan admiración y sorpresa en el lector. La poeta nos sumerge en sus mundos
y submundos, que asociamos al imaginario onírico surrealista. Por el detalle
con que describe sus ensueños, su arte poética nos recuerda las imágenes de
las pinturas de Dalí, cuando pinta visiones oníricas con precisión clásica. Estas
visiones oníricas están cargadas de simbolismo.
En el final de esta segunda “estrofa” de seis versos, que forman una sola
oración, como los cuatro primeros versos, vemos al sujeto lírico femenino que
se aleja tomado “de la mano de nadie”, o está en una “escena en que la muerte
ha protagonizado todos los papeles”, y ya no le quedan personajes para repre-
sentar. Se encuentra fuera de lugar, marginada.
En los versos siguientes empieza a enumerar los “prodigios” que ve en su
viaje, porque, explica, “todo viaje comprende reservas naturales de los museos
que nos obsesionan”. La poeta procura expulsar, en una catarsis, las imágenes
obsesivas que la persiguen, y comunicárselas al lector. Entre esos prodigios
enumera el “del hombre que se trasmuta en nube cuando lo llama la distancia”.
Relaciona este prodigio con otro que resulta arbitrario para el lector, creando una
asociación asimétrica o surreal. Dice que ese hombre que se trasmuta en nube
“...acaso sea el mismo a quien reclama por cada oreja una mitad del mundo”. El
empleo de asociaciones inesperadas e imágenes absurdas tenía gran vigencia
en la estética de la década del setenta, cuando estaba escribiendo el libro, y aún
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La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
hoy conservan gran fuerza expresiva. Son imágenes que desafían el sentido y la
razón interpretativa. El lector siente que la poeta tiene poder para comunicarse
con ese mundo esotérico o metafísico, al que uno, inconscientemente, también
desea acercarse, y surge una complicidad entre lector y poeta.
Otro hombre, nos cuenta, “propaga imágenes de amor, como una repetición
del eco”, y, repitiendo la construcción anterior, conjetura que probablemente este
hombre sea el mismo “en cuya sombra crece sólo la hierba del edén perdido”. Se
trata de una criatura muy extraña, fantástica, con poderes mágicos. Cada uno
de estos hombres, nos dice, estaba en su “juego de ráfaga indecisa”, “girando
en su noche sin fondo, en su órbita incierta”. En ese paisaje además llovió “al
mismo tiempo en dos lugares” y aparecieron mariposas negras. Después de
resumir esas maravillas que vio, la poeta indica que son solo un ejemplo, pero
que vio muchas más, dice: “Podría citar otras maravillas y errores que no apresó
la crónica,/…pero no quiero contemplar dos veces lo que vuelve del polvo o es
rehén de otro reino” (18).
Procede igual con los “accidentes del camino”, que según ella no vale la pena
“despertar uno por uno”. Le explica al lector que “quedaron señalados con un
sello indeleble en los relevamientos del subsuelo”. Introduce el problema de la
temporalidad, preguntando cuál era el objeto de tantas señales, qué propósito
tenían, para qué servían si finalmente “aunque no cambie el río” ella ya no podía
ser la misma. Dice la poeta:
Entre suelos que corren y límites que se sumergen o que vuelan
las pruebas fueron tantas que no acerté los tiempos;
con las demoliciones de los años construí laberintos en vez de paraderos;
me dormí bajo techo y desperté acosada por los perros de la cacería. (19)
El sujeto lírico ha sido sometido a diversas pruebas. Con el tiempo, en vez de
avanzar hacia sitios seguros y acogedores, a “paraderos”, ha ido extraviándose
en laberintos. Sin embargo, confiesa, pese a que perdió cosas importantes en su
vida, también gozó, estuvo en una “fiesta” y si desplegase sus “inmensos retazos”
sentiría que alguien la había elegido para ser personaje “de algún sueño”. Como
un tesoro conserva estos recuerdos “plegados/ junto con los recortes de las
bellas excursiones frustradas/ y los planos de puertos y ciudades en los que ya
no hay nadie para hospedar el alba…” (19). Nos explica que en ese momento
que medita está “sentada sobre la hierba insomne”. Se pregunta si hizo bien o
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Alberto Julián Pérez
todo fue un error. El que cuenta, sabe, tiene un poder, porque puede “invertir
de pronto la perspectiva de una historia”, o “adulterar los inocentes escenarios”.
En el final del poema la poeta encuentra una felicidad tranquila. Después
de tanto andar logra llegar a donde quería: la casa, la morada, la seguridad.
Adentro alguien la espera, con el fuego encendido. En ese momento teme por
su libertad. La paz y aún el amor pueden resultar amenazantes, la poeta ama su
soledad y su fantasía, y el otro añorado encierra un poder que puede resultar
castrador. Ha realizado su viaje durante la noche, bajo las estrellas y anuncia: “Voy
a entrar en la casa./ Alguien está despierto entrujando las sombras, disponiendo
los leños./ ¿Es innoble la paz? ¿Es sedentario el fuego?”. Se pregunta si la paz del
hogar no puede quitarle su fuego interior de poeta, sus sueños y fantasías. El
otro puede robarle su sentido, el sentido de su poesía, que para una poeta es
todo, más importante aún, muchas veces, que el amor terrenal y la acción en el
mundo. Orozco está enamorada de su oficio de poeta, y para ella no hay nada
más grande que ese edificio de palabras que construye con primor. Encerrada
y presa en su ego, se siente protegida en su mundo, espiando y explorando el
entorno con la magia del lenguaje. Pero el mundo real, el amor, la vida social
y comunal es otra cosa, de la que parece mantenerse a cierta distancia para
sentirse segura.
En ese poema el viaje termina siendo un recorrido por su interioridad, guiada
por las obsesiones de su yo. En otros poemas se reconocía en su otro, o en
otros mirándola a ella, como si ella fuera todo el mundo y su yo se hubiese
diseminado. En el poema “Desdoblamiento en máscara de todos”, del poemario
Los juegos peligrosos, 1962, Orozco sentía latir en ella al otro, y que ese otro era
parte de Dios. Los seres humanos podemos formar parte de un dios que ha
estallado en pedazos.
En el principio del poema la convocan “a la tierra de nadie” (Obra poética
124). En ese momento se siente habitada, hay alguien en ella que no conoce,
que no es ella misma, y se levanta de ella. Y pregunta: “(¿Quién se levanta en
mí?/ ¿Quién se alza del sitial de su agonía…/ y camina con la memoria de mi
pie?)”. De pronto depone su nombre y logra ser otra. Así abre “con otras manos
la entrada del sendero que no sé adonde da” y avanza “con la noche de los des-
conocidos”. La identidad personal se hunde en la irrealidad, los seres humanos
somos apariencias, máscaras, y nos creemos reales. Sin embargo, hay algo que
nos une: Dios. Un dios ancestral y primigenio que está creando el mundo, un
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La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
dios que es el alter ego del poeta, el hacedor. Dice: “Despierto en cada sueño con
el sueño con que Alguien sueña el mundo./ Es víspera de Dios./ Está uniendo
en nosotros sus pedazos” (125).
Titula a uno de sus poemarios, de 1979, Mutaciones de la realidad. Orozco
desconfía de la realidad. Su poesía nos advierte sobre su engaño. Busca “otra”
realidad, soterrada, inconsciente, interior, mítica. En “La realidad y el deseo”, la
realidad, dice, revela “en nosotros la soledad de Dios”, nuestra orfandad radical
(24). En medio de eso que designamos como la realidad está el amor, acechado
por “la caída” (25). En el final del poema dice que “la realidad, sí, la realidad” es
“un sello de clausura sobre todas las puertas del deseo” (25). La realidad la separa
del deseo, y su vida ha sido entregarse, dentro del espacio poético, al deseo.
En el poema que le da título al poemario, “Mutaciones de la realidad”, dice
que si bien no niega la realidad, la considera “errante, / tan sospechosa y tan
ambigua como mi propia anatomía” (8). La realidad ha llegado hasta allí “a través
de otro salto feroz en las tinieblas”. Como ella, está “cautiva” probablemente
“en una esfera de cristal que atraviesa las almas”. Es una realidad guardiana
“de una máscara indescifrable del destino”, que “se viste de hechicera” o “se
convierte en reina” (9). Esa realidad es “precaria”, vive sometida, como ella, a las
transformaciones, a las mutaciones del tiempo que “se trizan en alucinaciones”,
y lo que logra asir son “fantasmas de la desconocida imagen que refleja” (10).
Orozco cuestiona el estatus de la realidad, somos prisioneros del tiempo que
nos transforma.
En muchos de sus poemas presenta a sujetos líricos que sufren tribulaciones, y
se sienten sentenciados e iluminados por el demonio. Dedica el poema “Rehenes
de otro mundo” a Vincent Van Gogh, Antonin Artaud y Jacobo Fijman. Estos
artistas “malditos” se enfrentaron a la prohibición de “ir más allá” de los límites
(22). Antes que ellos, nos dice, “sólo el santo tenía la consigna para el túnel y
el vuelo”, pero Van Gogh, Artaud y Fijman “se adelantaron de un salto hacia
el final”. Su presencia fue fértil, “fue una chispa sagrada en el infierno”. Olga se
identifica con los artistas malditos y se siente una poeta de la misma estirpe;
cree en esa poesía, ya que “esas sílabas rotas en la boca fueron por un instante la
palabra” (23). La poesía tiene todo el poder, aunque los poetas paguen su osadía
con la locura. Y se realiza el milagro, “ellos eran rehenes de otro mundo” y, sin
embargo, están aquí entre nosotros, como los santos “cayendo,/ desasidos” (23).
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Olga Orozco valora el mundo de sueños y palabras que evocan el otro lado
de los límites. En su poemario anterior, Museo salvaje, 1974, rindió homenaje al
cuerpo humano. El libro, muy bien estudiado por Gustavo Zonana, se articula
como una serie de poemas que despliegan la relación de la poeta con su cuer-
po (“Olga Orozco y su exploración poética en la corporalidad: Museo salvaje
(1974)” 269-77). Comienza con “Génesis”, sigue con “El lamento de Jonás” y con
“Mis bestias”. Sus bestias son las distintas partes de su organismo: el corazón,
la cabeza, las manos, la cabellera, los ojos, el sexo, la piel, las orejas, los pies, la
nariz, el esqueleto, la boca y la sangre. Este poemario, como Mutaciones de la
realidad, 1979, cuestiona el estatus de lo real. Lo real está en transformación
continua. Su interés como poeta es registrar la metamorfosis de las cosas.
En “El lamento de Jonás” Orozco habla del cuerpo como de algo “denso”, en
el que quedan rastros de otros mundos, a partir de los cuales accede a la poesía,
al hacer poético. Dice la poeta: “Este cuerpo tan denso con que clausuro todas
las salidas,/ este saco de sombras cosido a mis dos alas/ no me impide pasar
hasta el fondo de mí…” (Obra poética 132). Para ella el cuerpo es “un saco de
sombras”, algo oscuro, fatídico, que está sin embargo cosido a sus “alas”. Esas
alas son las alas de la imaginación que la ayudarán a volar, a salir de la prisión
tenebrosa de su cuerpo.
La clave para ella es descender “al fondo” de sí misma, indagar su mundo
profundo. ¿Cómo es ese mundo? Nos lo dice en el próximo verso: ese mundo
es una “noche cerrada” donde llegan “los espejismos de la noche” y donde
aparece “la esfinge de otro mundo” (132). Es una entrada a lo trascendente, a
un tipo de espiritualidad que sólo la poeta puede alcanzar en su poesía. Allí
encuentra plenitud. Sin embargo, encierra algo peligroso. La voz lírica dice
que es mejor “no estar” allí. Guarda “trampas”. Allí está su otro yo, alguien que
“me observa conmigo desde las madrigueras de cada soledad” y “me induce
a escarbar debajo de mi sombra”. Su objetivo es salir de ese encierro, de esa
trampa que le tiende su cuerpo clausurado. El cuerpo es “un guardián opaco”
que la transporta y la retiene, y la transforma en una rehén de sí misma (133).
Termina el poema con una pregunta sin respuesta, “¿Y quién ha dicho acaso
que este fuera un lugar para mí?”.
Este poema de introducción al mundo de su cuerpo la muestra instalada
en un espacio en conflicto con lo real, en que trata de pensar lo material, su
organismo, desde la perspectiva de una visión espiritual e interior. Este organis-
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un verso que podría por sí solo ser un haiku) que es “Una mutilación de nubes
y de plumas hacia la piel del cielo”. Es el dios migratorio que aspira a volar como
un pájaro, y se sabe mutilado.
Su poesía es una confesión existencial de la imposibilidad del ser humano
por escapar a su condición, a su mortalidad, a sus limitaciones. Se ve a sí misma
como un ser trágico, agónico, y en ese destino hay poco espacio para la comedia.
La vida es cruel y es grotesca, máxime cuando el ser humano está consciente de
su deformación. La poeta contempla su caída con lucidez. El lector se identifica
con ese lirismo que canta a esta condición humana, grande y heroica en medio
de sus limitaciones. Es la heroicidad propia del santo, que se autoinmola para
salvar a los demás. Olga nos enseña el coraje y la templanza necesaria para vivir
y enfrentar con valor y lucidez nuestra condición.
Su poesía emociona al lector por su autenticidad. Sus intenciones estéticas
se funden a lo que la poeta quiere confesar: su modo de estar en el mundo,
su cuestionamiento ante la realidad, su visión personal de la espiritualidad
humana, su modo de vivir y ver la naturaleza y las fuerzas cósmicas. Todo esto
conforma su visión personal del mundo y constituye su aporte a la poesía, de
cuya historia es parte importante.
El tono pesimista de los libros de su edad madura se va atenuando en los
libros de su vejez, en que empezamos a percibir en ella una cierta serenidad
ante lo que es la inminente despedida de la vida. Notamos una persistente
meditación sobre la muerte, y un deseo de ser justa y amigarse con dios, y
pensar en un más allá posible (Orozco/ Alcorta 122-5). Su rebeldía juvenil se
ha mitigado. En el poemario Con esta boca, en este mundo, 1994, publicado
cuando ya había superado los setenta años de edad, medita sobre la muerte y
sobre los seres humanos. Trata de salir de sí misma, de su soledad, y pensarse
a través de los otros, de la amistad, del amor. Confiesa sus culpas, las culpas de
todo ser humano frente a la exuberancia del mundo y de la vida: las limitacio-
nes al amar, el egoísmo, la rabia y la ceguera con que juzgamos nuestra propia
condición, la arrogancia y la incontinencia del yo.
En un diálogo en ausencia con el fallecido poeta Alberto Girri, y con su
poesía de profunda meditación filosófica, le pregunta, en el poema “Espejo en
lo alto”, si desde el más allá le está enviando alguna señal, tratando de decirle
algo de una manera sutil, a través de la naturaleza. La poesía de su amigo tiene
cosas en común con su poesía; Girri, igual que ella, deshojó “la envoltura del
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Bibliografía citada
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provincias del litoral. El caudillo Oriental José Gervasio Artigas lideró la Liga
Federal. La Banda Oriental y Buenos Aires profundizaron sus diferencias.
Hidalgo temía por la independencia de las Provincias Unidas del Río de la
Plata. Vio a su provincia ocupada por los portugueses, luego por España, luego
otra vez por los portugueses. Al morir en Buenos Aires, a los treinta y cuatro
años, la Banda Oriental se había transformado en una provincia del Brasil.
El conflicto interregional continuó desarrollándose a lo largo de las primeras
décadas del siglo XIX. En 1852, a la caída de Rosas, los distintos sectores políti-
cos trataron de llegar a un acuerdo para unificar definitivamente las Provincias
Unidas del Río de la Plata y aprobar una Constitución que tuviera vigencia para
todos. Para entonces la Banda Oriental se había separado definitivamente del
territorio de las Provincias Unidas. Francia e Inglaterra tenían gran influencia en
la región. Brasil, que participó en la guerra contra Rosas, se benefició igualmente
de la victoria. Le cedieron el territorio de las Misiones Orientales.
Para Hidalgo, sin embargo, la historia se detuvo en 1822. No pudo ser testigo
ni participar en la lucha de su provincia para separarse del Brasil en 1825, ni vivir
la declaración de la independencia de la Banda Oriental en 1828, ni el ascenso
de Rosas al poder en Buenos Aires, ni la invasión fallida de Lavalle al territorio
argentino que promovió Francia y apoyaron los intelectuales de la Generación
del 37 radicados en la ciudad de Montevideo.
En los pocos años que vivió, Hidalgo fue parte activa del proceso social
montevideano. Montevideo le proveyó de un rico marco cultural y político. La
ciudad contaba con una ubicación estratégica en el Río de la Plata. Situada en
una pequeña península, había sido amurallada, y era una plaza militar fuerte.
Alrededor de ella se realizaron sitios por tierra, y bloqueos por mar. Hidalgo
luchó en esos sitios, cuando se unió al ejército para expulsar a los españoles
de Montevideo.
A pesar de haber nacido en una familia pobre, Bartolomé pudo providencial-
mente educarse (Praderio LXXXI). Se presume que estudió en el Convento de
San Francisco. Se hizo notar por su buena redacción y la escritura se transformó
en su principal medio de vida. En 1803, con 15 años, entró como empleado
y escribiente en la casa de comercio de Martín Artigas, padre del futuro Pro-
tector de los Pueblos Libres. Eso le permitió conocer a José Gervasio Artigas.
En 1806 pasó a trabajar como empleado en las Oficinas del Ministerio de la
Real Hacienda. En 1807 se enroló en el Batallón de Patriotas de Montevideo y
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Alberto Julián Pérez
luchó en la acción del Cardal contra los ingleses, que sitiaron la ciudad y luego
la invadieron. La dominación británica se extendió hasta el 9 de septiembre de
ese año. Hidalgo permaneció en la ciudad durante ese tiempo y al retirarse los
ingleses recuperó su trabajo en el Ministerio.
Las Invasiones Inglesas dieron principio a una lucha de resistencia, a la que
siguió la lucha independentista contra España y la lucha posterior contra Brasil.
Los sectores criollos de Montevideo intervinieron en esos conflictos. El perio-
dismo despertó de pronto y se volvió una pasión pública. El proceso revolu-
cionario de 1810 cambió la historia de la región. En 1811 Hidalgo se incorporó
a las fuerzas que sitiaban Montevideo. Continuó su trabajo como secretario
y escribiente, al servicio de Juan Francisco Vázquez. Sus superiores solicita-
ron a la Junta Gubernamental un cargo de Secretario para él. El Triunvirato
lo aprobó (Praderio XII). Ese mismo año acompañó al Capitán José Carranza
a la reconquista de Paysandú, tomada por los portugueses. Carranza pidió se
lo nombrara Comisario de la expedición, por ser un “patriota” (Praderio XIII).
Cuando Carranza regresó a Buenos Aires, Hidalgo se incorporó al Éxodo que
Artigas dirigía hacia el interior. En 1812 el Triunvirato lo nombró Comisario de
Guerra del ejército patriota. Cuando comenzó el segundo sitio de Montevi-
deo, acompañó al ejército argentino comandado por Sarratea, y permaneció
allí hasta el fin del mismo. Entró en la plaza con las fuerzas de Alvear, que lo
nombró Administrador interino de la Dirección de Correo. Luego lo designaron
Secretario interino del Cabildo.
Durante los años siguientes, Hidalgo realizó diferentes trabajos administrati-
vos. Eran puestos que requerían compromiso político y fidelidad al movimiento
de liberación oriental. En 1816 lo nombraron Director de la Casa de Comedias
de Montevideo. Ante la inminencia de la invasión portuguesa lo enviaron
en misión a Buenos Aires para pedir al Directorio auxilio para la defensa. Los
portugueses finalmente ocuparon Montevideo en 1817. Hidalgo continuó en
la Casa de Comedias como corrector de textos. A principios de 1818 decidió
radicarse en Buenos Aires, donde pasó sus últimos años de vida y escribió la
mayor parte de su breve e influyente obra. Al poco tiempo de llegar consiguió
un puesto como Auxiliar en la Teneduría de la Aduana.
Hidalgo vivió intensamente las vicisitudes políticas de su tiempo. Sus luchas
se reflejaron en su obra. Su origen popular y pobre, su vida laboral, fueron deter-
minantes en la formación utilitaria de su arte. Los primeros poemas suyos que
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versos de seis sílabas con rima asonante, y otras con versos de siete y once sílabas.
Los combina tratando de adecuar el ritmo al tono del contenido.
Los personajes del drama son un americano y su amada, un español y un
grupo de indios. Matilde, en su cuarto, sufre porque su novio, Adolfo, fue a
luchar por la libertad de su patria. Ella teme que él muera. La música acompaña
sus estados de ánimo. Él se rebeló contra la tiranía y llamó a todos a combatir.
Había que liberar a América. Ella lo quiere seguir al campo de batalla. Se escu-
chan tiros y gente que grita ¡viva la patria!
En la escena siguiente están en el templo de la Libertad. Afuera del templo
vemos a un español. Varios indios salen del templo. Entran en escena Adolfo,
que usa el gorro de la Libertad, y Matilde, su novia, tomados del brazo. Adolfo
exclama que por suerte en ese día vencieron. Las Provincias Unidas son libres.
Ella lo abraza: su tormento ha terminado. Adolfo llama a los indios. Estos abra-
zan a Adolfo, a Matilde y al español. Adolfo dice que América está llamando a
la lucha. En esa hora difícil también había lugar para el español amigo (Hidalgo
43). Este, que usa gorro de la Libertad, responde que él va a luchar junto a ellos.
También él había sido víctima de los tiranos. Sus hijos eran americanos, y vio
como trabajaban en vano; los condenaban por ser hijos de ese suelo. El sabio
no podía denunciar la corrupción. Sus hijos no podían participar en política. No
les dejaban expresar lo que sentían. Ahora, que han sacudido el yugo, sus hijos
pueden trabajar. Él deseaba la independencia. Matilde les dice a las mujeres que
premien a los guerreros amantes con su dulzura. Adolfo pide que la Fama haga
conocer sus triunfos. Los hijos de América habían despertado. Felicita a todos
los que habían defendido la libertad: labradores, comerciantes, legisladores. Que
ese triunfo sea eterno.
Hidalgo prevé una sociedad futura armónica, donde todas las clases inte-
gradas participen de la vida en libertad. Incluye en esa sociedad a los indios y
a los españoles que apoyan la lucha, en particular a aquellos que tienen hijos
americanos. En 1816 la cuestión de la independencia era un tema candente. Ese
mismo año las Provincias Unidas declararon la independencia de todo poder
extranjero. Güemes y Artigas defendían las fronteras más comprometidas de
las incursiones enemigas.
La última pieza escénica que se conoce de Hidalgo es un monólogo, de
1818, dedicado al triunfo del General San Martín en la batalla de Maipú, que
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corona sus victorias en Chile. El personaje, un patricio, incita a todos a que sigan
luchando para sostener el triunfo.
Además de su poesía en lengua culta, Hidalgo ensaya un nuevo tipo de
poesía popular, los “cielitos”. Estos poemas se basaban en la danza tradicional
pampeana, el cielito. El musicólogo Carlos Vega dice que era una forma de baile
suelto, de pareja, que había evolucionado a partir del “Country dance” inglés del
siglo XVIII y se transformó en una forma de danza preferida durante las luchas
por la Independencia. Venía del campo y combinaba figuras ceremoniosas con
cabriolas ágiles de los bailarines. La acompañaba una guitarra. Durante el baile
el músico cantaba coplas y estribillos, mientras las parejas ejecutaban las figu-
ras. Las coplas comentaban sucesos importantes del momento. Los estribillos
eran burlescos.
El antecedente de la copla era la seguidilla, una estrofa de cuatro versos, con
dos de siete sílabas libres y dos de cinco sílabas asonantes. En la copla del cielito,
en cambio, se usaban versos octosilábicos. En sus poemas Hidalgo empleaba
estrofas de cuatro versos octosílabos, los versos 1 y 3 libres, y 2 y 4 consonánticos,
seguidas por el estribillo, de la misma medida. Las estrofas del cielito hablaban
de los temas del momento que interesaban a la concurrencia, y los estribillos
que acompañaban comentaban risueñamente lo que decía la estrofa anterior.
La combinación de las dos creaba un contraste cómico y ameno.
En los bailes el cantor comentaba los problemas políticos y trataba de divertir
a su público. Era una ocasión festiva, un momento de celebración. Durante el
baile, por lo general, bebían en abundancia. Al concluir el cielito, el cantor solía
continuar con una “relación” o noticia más extensa. Dice Vega que desde el
comienzo habían empleado el octosílabo original para introducir largos textos
patrióticos, políticos y aún amorosos, no bailables (Vega 191). Dado que era un
baile de campo, los cantores usaban en sus composiciones la lengua coloquial
típica de los paisanos. El cielito pasó luego a la ciudad, y allí se hacían glosas en
lengua culta. En las obras de teatro incluían cielitos. Se bailaba en grupo, por
lo general de tres hombres y tres mujeres. En las ciudades fue muy popular en
las tertulias entre 1813 y 1835 (Vega 207).
Las estrofas de los cielitos tenían dos registros, el rústico de la campaña y
el culto de los salones. Era un género oral e improvisado, típico de la situación
festiva. Hidalgo lo toma como base para un poema escrito, donde trata de
conservar la gracia y la espontaneidad de la forma original. Respeta las formas
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habla popular irá ganando protagonismo en su poesía. Sus versos dan al lector
un mensaje político claro y pedagógico. Se trata de la libertad de la patria. Los
primeros cuatro versos de cada estrofa son descriptivos y narrativos; dice: “No
me neguéis este día/ cuerditas vuestro favor,/ y contaré en el cielito/ de Maipú
la grande acción.” La segunda parte de la estrofa, el estribillo, es burlesco, crea
un contraste cómico y divertido con la primera parte. Dice: “Cielito, cielo que
sí,/ cielito de Chacabuco/ si Marcó perdió el envite,/ Osorio no ganó el truco.”
Su referencia es tanto histórica como costumbrista. Menciona la batalla de
Chacabuco, anterior a la de Maipú, donde el ejército argentino y chileno triunfó
también contra los españoles en Chile. Su burla es personal, incluye nombres
propios, en este caso los generales españoles que participaron en la batalla, a
los que imagina jugando un juego de cartas típico del criollo y el paisano en el
Río de la Plata: el truco. Dice que Marcó, el general al que San Martín derrotó
en Chacabuco, perdió “el envite”, el envido; el otro, el General Osorio, al que
venció en Maipú, no ganó “el truco” (Hidalgo 71).
Hidalgo describe la batalla, que empezó mal para los patriotas, a los que
sorprenden en el combate de Cancha Rayada. Sin embargo, San Martín logró
salvar el grueso de su ejército, y muy pronto los patriotas se repusieron de ese
traspiés inicial. El poeta amenaza jocosamente a los españoles. Dice: “Cielito,
cielo que sí,/ cielito del almidón,/ no te aflijas godo viejo/ que ya te darán jabón”.
“Dar jabón” hace referencia a la expresión popular “tener jabón”, que en el habla
rioplatense significa sentir miedo. Luego les dice burlonamente que “compraron
barato” y es muy malo comprar barato.
Hidalgo comprende que el uso del habla popular en la poesía enriquece la
expresión. El gaucho puede ser burlón, pero también sentencioso. Dice en el
estribillo: “Allá va cielo, y más cielo,/ cielito de la cadena,/ para disfrutar placeres/
es preciso sentir penas.” (Hidalgo 72). El paisano aprende de su experiencia y
esto queda reflejado en la sentencia; quien sufre, puede entender mejor el valor
del goce. El habla refleja su psicología: su carácter reflexivo, austero.
Los gauchos se ganaron el respeto de los hombres de la ciudad, como Hi-
dalgo. Mostraron en la guerra su patriotismo y valentía. Hidalgo los conoció, no
solo porque el paisano de la campaña entraba en Montevideo, sino porque él
salió a la campaña: acompañó el éxodo de Artigas y el pueblo oriental de 1811,
y luchó en el primer y el segundo sitio de Montevideo. Tuvo oportunidad de
compartir con los gauchos, convivir con ellos y escucharlos. Es evidente que lo
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impresionaron profundamente y los idealizó. Él, como hijo del pueblo pobre,
se identificaba con el paisano. Se trataba de un gran personaje, de un héroe
popular. Como poeta dramático buscó representarlo.
En el cielito sobre la batalla de Maipú describe la acción en forma amena,
burlesca y colorida. Dice: “Cargaron nuestros soldados/ y pelaron los latones,/
y todo lo que cargaron/ flaquearon los guapetones./ Cielito, cielo de flores,/ los
de lanza atropellaron;/ pero del caballo, amigo,/ limpitos me los sacaron.”(Hi-
dalgo 74). El poeta emplea imágenes visuales muy vivas. El personaje gaucho le
“canta” su cielito a un auditorio de paisanos. Ellos ganaron la batalla y se jacta
de la superioridad de los soldados del ejército patriota. El estribillo subraya lo
que explicó la estrofa y hace reír al lector.
En la estrofa siguiente dice el estribillo: “Cielito, cielito que sí,/ hubo tajos
que era risa,/ a uno el lomo le pusieron/ como pliegues de camisa.”(Hidalgo
75). La superioridad del ejército patriota es evidente. El “cantor” se burla del rey
de España, que envió “la expedición”. Le dice que mande otra. Le advierte que
ya se acabó “el tiempo de Pizarro”. El virrey de Lima ya puede “echar su barba
en remojo”. Termina el cielito vivando al General San Martín, que consolidó la
Independencia con su victoria.
Todos los cielitos toman como tema un evento público destacado (Romano
116). Hidalgo escribe poesía política y discute problemas que conciernen a todos.
En 1819 escribe un cielito “A la venida de la expedición” española. Después de la
derrota de Maipú, España hizo planes para reconquistar el territorio. Comenzó a
organizar una expedición armada. Era una gran amenaza para el Río de la Plata
(Rodríguez y Tejerina 120 - 25). En este poema el que canta dice ser el mismo
gaucho patriota que “en la acción de Maipú,/ supo el cielito cantar” (Hidalgo
79). Introduce a otro personaje allí presente, a quien llama su “amigo”, el gaucho
Andrés, al que invita a beber. Esta situación coloquial se repetirá en la poesía
posterior de Hidalgo. En este caso, uno de ellos canta y el otro escucha. Más
adelante, en otras poesías, hará dialogar y hablar a los dos personajes.
El gaucho le dice a su amigo que la expedición les quiere quitar la patria,
pero que no van a poder. Busca animar a los otros paisanos e incitarlos a luchar;
dice: “Cielito, digo que sí,/ coraje y latón en mano,/ y entreverarnos al grito/
hasta sacarles el guano.” (Hidalgo 79). El habla popular va adquiriendo cada vez
más protagonismo. El poeta comprende que ese habla es una gran parte del
personaje. Va así profundizando en la psicología del paisano. Le dice a su amigo
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que van a vencer a los godos, que van a sufrir más que en la batalla de Maipú.
Multiplica las referencias a la forma de vida campestre en la región. Los personajes
usan poncho y toman mate y, por supuesto, son buenos jinetes. Caracteriza al
gaucho como un ser sufrido y austero, acostumbrado a las privaciones. Dice:
“En teniendo un buen fusil,/ munición y chiripá,/ y una baca medio en carnes/
ni cuidado se nos da.” (Hidalgo 81).
Está convencido de que ellos pueden gobernarse solos y no necesitan de
reyes. Le da un mensaje al rey Fernando: ”No queremos españoles/ que nos
vengan a mandar,/ tenemos americanos/ que nos sepan gobernar./ Cielito, cielo
que sí,/ aquí no se les afloja,/ y entre las bolas y el lazo/ amigo Fernando escoja.”
En el Río la Plata no existe ni cetro ni corona, ni hay tampoco Inquisición. Los
van a atacar “golpeándose la boca”, como los indios. Se muestra orgulloso de
su identidad y confiado en su fuerza. A los españoles les pide que saquen del
trono a ese rey, que es “tan bruto y tan flojo” (Hidalgo 82).
En su cielito siguiente, de 1820, sigue criticando a la institución monárquica.
Dice que “un gaucho” le va a contestar a Fernando VII el “manifiesto” que les
había enviado. En esos años el gobierno de Buenos Aires estaba tratando de traer
un rey al Río de la Plata. Querían ser aceptados por las monarquías europeas
restauradas de Europa y por el Brasil. Artigas, como líder de la Liga Federal, y
las provincias del litoral que integraban la Liga, rechazaban terminantemente
esa posibilidad. Hidalgo refleja la tensión de ese momento político.
En este cielito aparece como cantor el “gaucho de la Guardia del Monte”.
Tomará luego a este personaje para escribir sus diálogos patrióticos. El gaucho
explica que acaba de terminar su día de trabajo: ya recogió el rodeo y encerró
la tropilla. Se dispone a cantar y contarnos qué es lo que está pasando. Hace
poco encontró a un “hombre de letras”, que le leyó un manifiesto del rey. El
gaucho insulta al monarca, le dice que “es medio sonso” y que, sabiendo que
ellos andan con algunos problemas internos, está tratando de aprovecharse.
El rey trataba de engañarlos, dice “que es nuestro padre/ y que lo reconoz-
camos”. Él comenta: “Después que por todas partes/ los sacamos apagando,/
ahora el rey con mucho modo/ de humilde la viene echando” (Hidalgo 86). Lo
que debe hacer ese rey es reconocer que ellos ya son independientes. Se burla
de él, lo trata de cobarde, años atrás le había entregado su corona a Napoleón,
y en esos momentos reprimía a sus propios súbditos. Dice: “Cielito, cielo que sí/
el muchacho es tan clemente/ que a sus mejores vasallos/ se los merendó en
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caliente”. Él no cree que los reyes sean “imagen del Ser divino”. Para gobernar
a los hombres no se necesitan reyes, sino “benéficas leyes”. E insiste: “Libre y
muy libre ha de ser/ nuestro jefe, y no tirano,/ este es el sagrado voto/ de todo
buen ciudadano” (Hidalgo 90). Los del Río de la Plata no temen a los trabajos
ni a los peligros, los que viven allí son mozos “de garra”, que saben “sentársele a
un potro” y son “liberales para el cuchillo”. Y comenta, orgulloso y despectivo:
“Cielito, cielo que sí,/ guárdese su chocolate,/ aquí somos puros indios/ y sólo
tomamos mate.” (Hidalgo 91)
Hidalgo caracteriza en su poesía los valores y los sentimientos del gaucho.
Los giros verbales lo pintan por entero. Lo muestran burlón, seguro de sí mismo,
desafiante. Le habla a los otros de igual a igual. El gaucho no se siente inferior a
nadie. No le reconoce al rey ninguna jerarquía especial. Él es libre y aún superior a
él. El rey es un impostor, que viene con ardides. Si no le gusta lo que le dice, que
envíe una expedición, a ver cómo le va. Lo que extraña el rey verdaderamente,
le explica a su público, es todo lo que les robaba a los americanos cuando los
gobernaba. En las minas del Potosí, los mineros morían “como animales”. Dice
en el estribillo: “Cielo los reyes de España/ ¡la puta que eran traviesos! / nos
cristianaban al grito/ y nos robaban los pesos” (Hidalgo 92). Termina el cielito
asegurando que ha cantado lo que siente, y que si bien su entendimiento es
corto, su voluntad lo suple.
Conocemos de Hidalgo dos cielitos más, de 1821, dedicados, uno al Ejército
Libertador del Alto Perú cuando sitia a Lima, y el otro al triunfo de Lima y El
Callao cuando el ejército entra en ella. Estos cielitos se proponen exaltar el
heroísmo del ejército patriota y celebrar a su héroe, el General San Martín. La
armada está cosechando triunfo tras triunfo. Dice en el primer cielito: “Adonde
quiera que asoma/ nuestra patriótica armada,/ disparan los pezuelistas/ sin
reparar las quebradas” (95). Su descripción de los combates es colorida y llena
de humor. A los soldados independentistas los llama “indios amargos”, es decir,
valientes y luchadores. Dice que estos soldados se meten “bajo el humo” y les
“menean bala” a los enemigos, mientras los de la caballería “pelan los latones” y
los atropellan. Le asegura al rey que va a perder la guerra. Exalta a San Martín,
un héroe al que Hidalgo admira: “Los hechos de San Martín/ hoy la fama los
pregona,/y la patria agradecida/ de laureles lo corona./ Y digo cielo, y más cielo/
tan valiente general/ y patriota tan constante,/ debiera ser inmortal” (99).
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Las Fiestas Mayas eran la celebración política más importante del gobierno
patrio surgido de la revolución de Mayo de 1810. El gaucho Chano no había
podido asistir. Su amigo, el gaucho Contreras, le va a contar en una larga narra-
ción en verso lo que él vio y vivió en Buenos Aires durante las fiestas. Chano,
nos explica, se había peleado con el domador Sayavedra. Había sido una pelea
a cuchillo, y Sayavedra lo hirió en una pierna. El gaucho siempre iba armado con
su cuchillo, su instrumento de trabajo y su arma preferida de combate, que ma-
nejaba con gran habilidad. El alcohol había provocado la pelea, y Chano, herido,
se quedó sin ir a las Fiestas Mayas ese año. Contreras relata lo que él presenció.
El poema se vuelve descriptivo y costumbrista. El gaucho cuenta su experiencia
en un lenguaje coloquial vivo y colorido y desde su perspectiva de paisano.
El gobierno había preparado una gran fiesta. El pueblo se reunió en la pla-
za de Mayo frente a la Catedral y el Cabildo. La celebración empezó el 24 de
mayo por la noche. Habían colocado grandes arcos recubiertos de flores. Dice
el gaucho Contreras: “Las luces como aguacero/ colgadas entre los arcos/ el
cabildo, la pirami,/ la recoba y otros lados,/ y luego la versería/ ¡Ah cosa linda!
Un paisano/ me los estuvo leyendo/ pero ¡ah poeta cristiano,/ qué décimas y
qué trovos!” (144).
Habían levantado en la plaza un tablado. Unos muchachos bailaron vestidos
de azul y blanco, los colores de la bandera patria. Recitaron versos alusivos.
Siguieron los fuegos artificiales. Luego muchos de los asistentes se dirigieron
“a las comedias” a ver representaciones teatrales. Él estaba cansado, y se fue a
dormir “a lo de Roque”, porque la fiesta seguía a la mañana siguiente, el 25 de
mayo, el día principal de la celebración, y aún se prolongaba varios días más. A
la mañana temprano, después de tomar mate amargo, “cimarronear”, fue a la
plaza. Había muchas mujeres lindas; estaban “…llenitos todos los bancos/ de
pura mujerería,/ y no amigo cualquier trapo/ sino mozas como azúcar…”(145).
Pronto llegaron los estudiantes de las escuelas, con banderas patrias. Apenas
salió el sol sonaron las salvas de cañonazos y la gente empezó a gritar y a bailar.
Los estudiantes cantaban y uno dijo un poema que le hizo “saltar las lágrimas”.
Luego se hicieron presentes los funcionarios del gobierno, seguidos de jefes y
comandantes, “doctores, escribinistas,/…detrás la oficialería/ los latones cule-
breando” (146). Los escoltaba un regimiento de soldados. Se dirigieron todos
a la Iglesia Catedral.
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que les preocupaban a todos. Hidalgo hablaba en sus cielitos de los sucesos
más destacados de la guerra. Exaltaba la valentía de los soldados en las batallas
y celebraba las victorias militares más importantes. Atacaba con vehemencia
a la monarquía española y a los monarquistas e incentivaba a los argentinos a
permanecer unidos, y no permitir que las disidencias pusieran en riesgo todo
lo que habían logrado en tantos años difíciles y sangrientos de lucha armada.
Mantuvo esta postura en momentos en que su provincia, la Banda Oriental, era
atacada simultáneamente por los españoles y los portugueses primero, luego
por los portugueses y por el Directorio.
El caudillo oriental Artigas, líder de la Liga Federal del Litoral, perdió el apoyo
de Buenos Aires. Para esta provincia se volvió fundamental impedir que la Banda
Oriental aumentara su influencia regional, dada la situación estratégica del puerto
de Montevideo a la entrada del Río de la Plata, que competía ventajosamente
con el puerto de Buenos Aires. Las maniobras de los porteños llevaron a que
el Brasil la invadiera y se apoderara de ella. Buenos Aires permitió que Inglate-
rra operara como dómino en la región, avanzando sus intereses centralistas y
poniendo en riesgo todos los logros políticos de la lucha independentista. El
resultado fue que, tras muchos años de conflictos y traiciones, la Banda Oriental
terminó separándose de las Provincias Unidas, algo que ni Artigas ni Hidalgo
deseaban. La independencia política, si bien dificultó los vínculos entre ambas
regiones, no rompió de hecho la unidad cultural del Río de la Plata.
Hidalgo vio su poesía como una forma pública de expresión, vecina al pe-
riodismo. En Buenos Aires imprimía sus poemas a su cargo y los vendía en las
calles como si fueran panfletos.
Su obra creció en medio de las luchas y enfrentamientos por el poder en
el Río de la Plata. Poco a poco, como lo refleja en sus últimas composiciones,
los intereses de los sectores dominantes, y del pueblo que había defendido
la revolución y las luchas independentistas, se fueron separando. Hidalgo se
identificó con el pueblo pobre y denunció el oportunismo de muchos líderes,
que elegían sus propios intereses por encima del bien común (Pisano 128-133).
Eran los pobres de las ciudades y la campaña los que habían derramado su
sangre y sacrificado todo en la contienda.
Todas sus composiciones, tanto las populares como las cultas, se inspiraron
en las luchas y las celebraciones patrias. En los melólogos y piezas de un acto
que escribió para representar cuando era Director de la Casa de Comedias en
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Bibliografía citada
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Álvar era un oficial de carrera destacado, pertenecía a una familia militar noble prestigiosa
y tenía una buena foja de servicio. Había sido camarero del Duque de Medina Sidonia, a qui-
en sirvió entre1503 y 1527. Había participado en la armada que el rey había enviado a Italia
en ayuda del Papa Julio II, y luchado en las batallas de Rávena y Bolonia. Sirvió en Navarra
contra las tropas francesas (Levin Rojo 124).
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Trató de identificar a nativos que hubieran vivido con otros grupos indígenas
y hablaran más de una lengua. Estos individuos le resultaban valiosísimos. Cuando
se disponía a salir hacia una aldea, les pedía que fueran primero ellos al lugar,
para anunciarles que él viajaba hacia allá a llevarles productos. Los pueblos a los
que llegaba lo recibían amistosamente. Se transformó en una persona querida
y apreciada por la comunidad. Su estatus había cambiado: ya no era más el
extranjero que vivía con una tribu, que desconfiaba de él, a cambio de trabajos;
era un individuo independiente que se desplazaba entre pueblos y culturas y
no dependía de una tribu determinada. Podía comparar a unos pueblos con
otros. El soldado se transformó en etnólogo (Jiménez Núñez 112). Desarrolló con
ellos lazos de fraternidad. Creyó que esos nativos, una vez que llegaran padres
misioneros a esos territorios, se convertirían en grandes cristianos.
Pasados seis años oyó decir que había cerca otros extranjeros (40). Com-
prendió que eran españoles, probablemente sobrevivientes de la misma expe-
dición a Florida en la que él había participado. Los encontró. Eran tres. Juntos
planearon el viaje de regreso a Nueva España. Partieron. Se alejaron de la costa
y se internaron en el continente. Siguieron el curso del Río Bravo. Pasaron por
diferentes pueblos. Los indígenas, viendo que eran hombres de otra raza y otra
lengua, pensaron que podían tener poderes especiales. Les pidieron que usaran
su poder para curar a los enfermos (47). Ellos les tocaban la frente y elevaban
sus manos al cielo. Rezaban por los enfermos en voz alta. De inmediato estos
decían que se sentían mejor. Creían que habían intercedido ante la divinidad
en su favor.
Durante el viaje se llevaron bien con los indígenas. Eran respetuosos con
ellos y les mostraban afecto. Estos les estaban agradecidos (49-50). Les hacían
agasajos. Creían que eran médicos o hechiceros. Los hechiceros tenían gran
prestigio en sus comunidades. Representaban el poder espiritual. Sólo estaban
por debajo de los caciques.
Álvar Núñez pasó de ser esclavo, a ser comerciante, a ser considerado un
ser casi divino. Su fama entre los indígenas aumentaba a medida que avanzaba
el viaje (63). Cuando salían de una comunidad los acompañaban cientos de
hombres hasta el poblado siguiente. Al llegar, los esperaban con ofrendas.
Colocaban en el suelo todo lo que poseían: utensilios, tejidos, armas, animales
y se los entregaban. Álvar Núñez tomaba lo mínimo para sí. Daba lo que le
ofrecían a sus seguidores. De inmediato comenzaban las celebraciones. Los
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En mayo envió a Felipe de Cáceres con una carabela a Buenos Aires para
que le trajera información. Antes de tomar decisiones que involucraran a toda
la armada trataba de conocer lo mejor posible cuáles eran las dificultades que
iban a enfrentar. Era algo que el antiguo adelantado de la expedición a Florida,
Pánfilo de Narváez, no hacía, y eso lo había llevado al fracaso. Pocas semanas
después regresó la carabela. No había podido entrar en el puerto de Buenos
Aires debido al mal tiempo. Habían recogido en el camino a varios hombres,
que venían huyendo en una embarcación de “los malos tratamientos que les
hacían los capitanes que residían en la provincia…” (88). Estos le informaron
sobre la situación en el fuerte de Buenos Aires y los pormenores de la expe-
dición de Ayolas, a quien el Adelantado Pedro de Mendoza había enviado río
arriba a descubrir tierras. Este había desembarcado en un puerto, al que llamó
la Candelaria, sobre el Paraguay, y amarrado allí parte de su flota (89). Dejó los
barcos a cargo del Capitán Domingo de Irala y él se internó con la armada por
el territorio a pie. A su regreso encontró que Irala había abandonado el puerto.
En su ausencia los indios habían atacado los barcos y asesinado a muchos.
Finalmente acabaron con Ayolas y el resto de los soldados. Irala era el culpable
de su muerte (90). Desertó su puesto y los dejó solos.
Luego de escuchar la relación de los cristianos que venían en el barco, Álvar
Núñez tuvo qué decidir cómo continuar la marcha. Se propuso ir por tierra y
llegar a Asunción a pie. Tendrían que atravesar más de mil kilómetros de selva
cerrada. Era un territorio poblado por numerosos pueblos indígenas. Ningún
otro expedicionario hubiera arriesgado una armada de esa manera. Hubiera
ido por mar hasta el Río de la Plata, entrado en él, seguido por el Paraná,
luego el Paraguay, y arribado seguro al puerto de Asunción. Pero Álvar Núñez
sabía lo que hacía. No en vano había acaudillado un movimiento mesiánico
indígena como chamán y sanador en Norte América. Entendía la manera de
pensar y comprendía la sicología de los nativos. Llegaba al Río de la Plata como
Adelantado, Gobernador y Capitán General: tenía poder militar y político. Uno
de sus objetivos era la conquista territorial y la incorporación de nuevos pueblos
a la corona. Era una gran oportunidad para entrar en contacto con los pueblos
nativos de la zona.
1541 era una época especial. La actitud de la monarquía ante la cuestión
indígena cambiaba rápidamente. Los dominicos, liderados por el padre Las
Casas, defendían una posición cristiana y humanista. En esos momentos, se
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En cada pueblo que llegaban procuraban dejar una “buena imagen” del
ejército. Los del pueblo siguiente muy pronto oían hablar de esto. Los indios
les perdieron el miedo, y salían a recibirlos con sus familias. Los invitaban a
sus poblados y les ofrecían todo lo que tenían. Álvar Núñez, sabiendo que
sus hombres podían, por desconocimiento, reaccionar mal ante los indios,
creyendo que era agresión o amenaza algo que no lo era, habló con ellos. Dice
el escribano Pero Hernández: “Y porque la gente que en su compañía llevaba
el gobernador era falta de experiencia, porque no hiciesen daño ni agravios a
los indios, mandoles que no contratasen ni comunicasen con ellos ni fuesen a
sus casas y lugares, por ser tal su condición de los indios, que de cualquier cosas
se alteran y escandalizan, de donde podía resultar gran daño y desasosiego en
toda la tierra” (94). Les pidió que no tomaran nada de ellos sin pagarles y él
mismo asumió los gastos que esto ocasionaba.
Los nativos notaron su conducta respetuosa. Su actitud pasó del temor al
cariño y la admiración. Dice: “…viendo que el gobernador castigaba a quien en
algo los enojaba, venían todos los indios tan seguros con sus mujeres e hijos,
que era cosa de ver; y de muy lejos venían cargados con mantenimiento sólo
para ver los cristianos y los caballos…” (94). Cuando llegó Pascuas se tomaron
unos días de descanso. Sus hombres comieron tanto que Álvar Núñez temió
que se enfermaran.
Siguieron la marcha y llegaron a un gran río, que cruzaron con mucho trabajo.
Pasaron por zonas en que no había poblaciones y el gobernador tenía que usar
su ingenio y experiencia para encontrar comida. Sacaron agua de los cañaverales
y comieron unos gusanos que se criaban en las cañas. Eran aceptables. Pronto
hallaron jabalíes y venados y otros animales de caza. Tuvieron que pasar dos ríos
más. Llegaron a otros pueblos de indios. Todos ellos eran pacíficos y amigables.
Gracias a la buena alimentación y al clima favorable, ninguno de los miembros
de la expedición se enfermó. Llegaron al río Iguatú, a cuya orilla vivían indios
guaraníes. Álvar se admiró de lo mucho que pescaban. Le parecía estar en el
paraíso de la abundancia. Seguro que recordaba muy bien su periplo nortea-
mericano y las dificultades y hambrunas que había pasado en su viaje anterior.
Decidió enviar una carta a Asunción, para dejar saber a los Oficiales reales que
iba en camino y todo estaba en buen orden. Tenía una imagen muy positiva
de los pueblos por los que habían atravesado. Álvar Núñez comprendió lo fácil
que sería cristianizarlos. Muy pronto serían buenos súbditos de la corona. Dice
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que son “…toda gente muy doméstica y amiga de cristianos, y que con poco
trabajo vernán en conocimiento de nuestra santa fe católica…” (99).
Durante la marcha los indígenas los trataban cada vez con más respeto y
consideración. Los nativos “…les salían a recebir a los caminos con muchos
bastimentos…y antes de llegar con gran trecho a los pueblos por do habían
de pasar, alimpiaban y desmontaban los caminos, y bailaban y hacían grandes
regocijos de verlos” (100). Tiempo después la expedición llegó a las cataratas
del Iguazú. El esplendor de la naturaleza fascinó a todos por igual. Compraron
canoas a los indios para atravesar el río y siguieron el camino hasta llegar al
Paraná. Álvar Núñez describe a su escribano cuidadosamente el espectáculo
de las cataratas. Durante el cruce del río se dio vuelta una embarcación y se
ahogó un hombre; fue el único soldado que perdieron en la larga marcha. Álvar
Núñez había solicitado a Asunción en su carta que le enviaran dos bergantines.
Debían estar aguardándolos en el río Paraná. No habían llegado. Varios soldados
se habían enfermado durante la travesía, y quería que continuaran el viaje en
barco. Su relación con los indígenas era tan buena que le pidió a un cacique
se hiciera cargo él por su cuenta de transportar a los enfermos en sus canoas
hasta encontrar a los bergantines y entregárselos (102). El resto del contingente
siguió marchando por tierra.
Días después encontraron a un cristiano que venía de Asunción. Este les
dio información sobre la muerte de Ayolas. Los indios lo habían atacado. Des-
poblaron el puerto de Buenos Aires y llevaron la gente a Asunción, debido al
gran peligro en que estaban. Al español le sorprendió la relación amistosa que
mantenían con los indios. Estos limpiaban los caminos por donde pasaban, y
…”se ponían en orden como en procesión, esperando su venida con….vinos de
maíz, y pan, y batatas, y gallinas, y pescados, y miel, y venados, todo aderezado;
lo cual daban y repartían graciosamente entre la gente, y en señal de paz y amor
alzaban las manos en alto, y en su lenguaje, y muchos en el nuestro, decían que
fuesen bien venidos el gobernador y su gente, …mostrándose…como si fueran
naturales suyos, nascidos y criados en España” (104). Veían a Álvar Núñez como a
alguien muy cercano a ellos, y le daban el trato digno de un emperador indígena.
El antiguo mesías de los indios norteamericanos se había transformado en un
gran cacique de los guaraníes.
Llegaron a Asunción el 11 de marzo de 1542, más de cuatro meses después
de haber partido de la isla de Santa Catalina (105). Salieron todos los oficiales
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La ciudad, como lo veremos en el relato histórico escrito algunas décadas después por qui-
en fuera su sobrino nieto, Ruy Díaz de Guzmán, era un hervidero de intrigas, especialmente
entre los oficiales. Ruy Díaz prestó especial atención en su historia a la relación política y mil-
itar entre los conquistadores y soldados, los oficiales de la corona y los religiosos. El mundo
indígena tuvo una importancia secundaria para él, si bien era mestizo, descendiente de la
hija que domingo de Domingo de Irala tuvo con la india Leonor. Su interés fue explicar las
luchas por el poder. Describió a los indígenas como un grupo relativamente homogéneo de
individuos primitivos, hostiles a los intereses de la corona. Apoyó totalmente la política de su
abuelo, que repartió entre sus soldados a los indios y llevó a cabo numerosas guerras contra
ellos. Asumió en su narración la perspectiva del soldado: Ruy Díaz era oficial del ejército (Ruy
Díaz de Guzmán 190). La posición de Álvar Núñez, en cambio, Capitán General y Adelan-
tado, además de Gobernador, fue de una enorme simpatía hacia los pueblos indígenas. Su
convivencia con ellos durante largos años lo había marcado para siempre.
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con los bienes de los indígenas ni abusar de ellos. Sus ideas sobre el mundo
indígena entrarán en conflicto con las aspiraciones de los oficiales y los soldados
de Domingo de Irala.
El rey había dado al ejército un papel privilegiado en la Conquista. Muchos
oficiales militares asumieron funciones políticas y de gobierno. Controlaban la
policía y participaban en los tribunales de justicia. Los conquistadores y sus ca-
pitanes tenían derecho a poseer territorios. Aquellos que recibían encomiendas
eran terratenientes. Les entregaban una cantidad de indios, en un principio, en
calidad de esclavos y, luego de 1542, como parte del servicio personal. Según este,
el indígena afectado a una propiedad estaba obligado a trabajar gratuitamente
para el encomendero la mayor parte del año. Aunque solo un sector de los
soldados pudo acceder a estos privilegios, todos tenían la esperanza de recibir
beneficios de la corona en algún momento. La conquista les dio movilidad
social. Los soldados aventureros que llegaban a América podían transformarse
en miembros de la oligarquía local, que crecía en poder y prestigio a medida
que avanzaba la conquista.
Los pueblos indígenas de la región del Paraguay y el Río de la Plata tenían un
desarrollo equivalente al de las antiguas culturas neolíticas en los otros continen-
tes (Peruset 245-254). Eran culturas extractivas básicas. Vivían de raíces y frutos.
Varios de ellos habían logrado domesticar el maíz y la mandioca, y cultivaban
la tierra. Sus armas más letales eran el arco y la flecha. Ignoraban las tácticas y
movimientos de guerra que los ejércitos europeos habían perfeccionado a lo
largo de los siglos. La presencia del caballo les resultaba aterradora. No tenían
escritura. Carecían de una religión organizada. La lucha de los ejércitos espa-
ñoles contra estos pueblos fue una verdadera carnicería, una diversión cruel de
soldados profesionales contra poblaciones indefensas.
Los conquistadores se quedaban con los territorios, sus productos y el trabajo
semi-esclavo de sus pobladores. Buscaban apoderarse de vastas zonas, que ape-
tecían muchos reinos. La competencia entre España, Portugal y otros poderes
europeos en América era feroz. Unos pocos miles de soldados, acompañados
por unos cuantos cientos de religiosos, lucharon por controlar un vasto territo-
rio. Para el Rey, la debilidad militar de los pueblos nativos fue una bendición. La
existencia de metales preciosos un don inestimable. Pero los metales se agotaban
y eran insuficientes. Fue el trabajo humano, la producción agraria la que con el
tiempo dio las mayores ganancias a la corona. El azúcar, el tabaco, el algodón,
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hostilidad contra los guaraníes y los dejasen andar libremente por sus tierras,
ya que estos eran sus amigos y súbditos de su majestad, y que, si no lo hacían,
tendrían a los españoles por enemigos y habría guerra. Los guaycurúes, lejos de
aceptar la propuesta, los amenazaron y les tiraron flechas. Dada la situación se
dispusieron a comenzar la guerra.
Álvar Núñez en persona decidió encabezar la armada. Partió con doscientos
soldados españoles de Asunción y varios miles de indios guaraníes. Esta fue
la única guerra que él inició, y dejó en claro a los jefes guaraníes que era una
guerra que hacían en su defensa, ya que eran súbditos de su majestad, y se
habían comprometido a protegerlos (117). Los guaycurúes no habían atacado
a los españoles.
Partieron el 12 de julio de 1542. La guerra fue un evento oficial importante. Los
guerreros guaraníes se presentaron con gran pompa y sus mejores ropas. Álvar
Núñez, como era tradicional en él, procedió con gran cautela. Los guaycurúes
eran indios muy temidos y tenían fama de ser grandes guerreros. A pesar de la
superioridad del armamento español, no se los podía subestimar. El Gobernador
mandó una avanzada con el objeto de averiguar dónde se encontraban cazando,
e ir cautelosamente a su encuentro sin que estos lo advirtieran, para tomarlos
por sorpresa.
La partida del grueso del ejército fue una gran celebración marcial: los familia-
res de los indios salieron a despedirlos vestidos con sus galas y los acompañaron
a la otra orilla del río Paraguay en cientos de canoas. Los indios principales les
regalaron flechas pintadas al gobernador y los oficiales españoles (115).
Muy pronto la vanguardia regresó con información importante: ya habían
identificado donde cazaban los guaycurúes. El ejército partió en su seguimiento,
marchando por la noche para no ser detectado. Los siguieron durante días, hasta
que los guaycurúes asentaron su campamento en un sitio para permanecer
en él varios días.
Álvar observó que los guaraníes estaban muy inquietos: temían a los guay-
curúes, que los habían atacado y derrotado muchas veces. Se sabían militarmente
inferiores, pero confiaban en que los españoles podrían defenderlos. El ejército
español decidió esperar al alba para atacar. Álvar ordenó rodear el campo
enemigo durante la noche. Pidió a sus soldados que dejaran a los guaycurúes
“una salida por donde pudiesen huir al monte, por no hacer mucha carnecería
en ellos” (119). Esta era una decisión generosa que solo Álvar podía tomar. Lo
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Su táctica dio resultado: cuatro días después apareció, del otro lado del río,
una importante misión guaycurú. Venían a Asunción sus principales jefes, junto
a sus familias. Querían conferenciar con el gran jefe blanco.
Les dijeron que no habían sido jamás vencidos por otros indios, y que los
guaraníes eran inferiores a ellos y no les temían (124). La costumbre de sus
mayores sostenía que si algún pueblo alguna vez los vencía ellos debían ser
sus esclavos, y puesto que los españoles los habían vencido, venían a darle la
obediencia debida. Álvar les respondió mediante los “lenguas” que él los había
atacado por mandato de su Majestad, y que solo les pedía que hicieran la paz
con los guaraníes y aceptaran conocer al dios cristiano, y que si así lo hacían
él los protegería e impediría que ningún otro pueblo les hiciera daño. Y para
demostrar su buena voluntad mandó liberar los 400 prisioneros guaycurúes.
Podían regresar con ellos. Los jefes guaycurúes le contestaron que ellos querían
ser vasallos de su majestad y le prometieron no atacar más a los guaraníes.
El gobernador les dijo que debían venir cada vez que él los mandara llamar.
Aceptaron y le prometieron en agradecimiento compartir con los españoles
una parte de lo que cazaban cada semana. Se volvieron todos a su región, lle-
vándose con ellos los prisioneros. De allí en más cada ocho días los guaycurúes
regresaban a Asunción y les traían cantidad de jabalíes y ciervos que habían
cazado, y carne que preparaban en barbacoa.
Gonzalo de Mendoza le avisó que cuando él partió a luchar contra los
guaycurúes, los indios agaces habían atacado la ciudad e intentaron quemarla.
Robaron las casas de los españoles y se llevaron a muchas de las indias cristia-
nas que vivían con ellos. Pudieron apresar a varios de ellos. Dada la gravedad
de la situación Álvar Núñez convocó a una reunión de oficiales y clérigos y les
pidió su parecer. Los agaces habían prometido estar en paz y no lo cumplie-
ron. Correspondía hacerles la guerra. No era la primera vez que los atacaban.
El Gobernador pidió le mostrasen los procesos anteriores. Habían violado la
paz, y debían ser castigados. Condenó a la horca a catorce prisioneros agaces
(128). Ellos habían aceptado ser súbditos del rey y estaban obligados a cumplir
sus leyes. Quienes no lo hacían, eran castigados conforme a derecho.
El gobernador se dispuso a organizar una expedición para descubrir nuevos
territorios para la Corona. Había financiado el viaje al Río de la Plata con su
propio dinero. La conquista de tierras era una forma legítima de ganancia. Le
correspondía la doceava parte de lo conquistado. Envió primero a un grupo
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recursos. Les llamaban indios chaneses. Había visto muestras de oro y plata, y
creía que había más.
Álvar Núñez reunió a todos los Oficiales Reales, clérigos y capitanes para
discutir con ellos qué convenía hacer. Todos de acuerdo decidieron preparar
diez bergantines para hacer una gran entrada en ese territorio. Envió al Capitán
Gonzalo de Mendoza río arriba para comprar provisiones a los indios amigos
para el viaje. El Capitán escribió a los pocos días que había llegado al puerto
de Giguy, y que un grupo de indios se había rebelado contra los principales y
no quería que estos les entregasen los alimentos. Los atacaron y empezaron a
quemar sus pueblos (136).
Álvar Núñez reunió a los Oficiales Reales para discutir la carta, y decidieron
enviar una expedición armada pequeña para defender a los indios amigos y
asegurarse las provisiones. Álvar Núñez mandó a Domingo de Irala al frente de
la expedición. Irala consiguió que los principales indios rebeldes se sometieran.
Estos le prometieron obediencia al gobernador. Poco después regresó con todas
las provisiones que le habían pedido (138).
Antes de partir hacia el puerto de los Reyes el Gobernador descubrió un
complot armado por los Oficiales Reales en contra suyo. Estos, resentidos
porque este había prohibido el impuesto que le imponían los Oficiales Reales
a los soldados y otros súbditos, obligándolos a pagar el quinto, enviaron al
Brasil por tierra a dos frailes franciscanos, con dos cartas para el rey, en las que
hacían falsas denuncias contra el Gobernador. Desde el Brasil debían mandarlas
a España. Los acompañaba una cantidad de mujeres indígenas que les habían
entregado en servicio.
Las familias indígenas se quejaron de que los franciscanos se habían llevado a
sus hijas. Pidieron al Gobernador que se las devolvieran. Álvar envío una partida
tras ellos y los hizo regresar a Asunción. Luego apresó a los Oficiales Reales y los
sometió a juicio. Dado que eran pocos, permitió que dos de ellos fueran bajo
fianza en la expedición y pidió que los otros quedaran en prisión en la ciudad,
hasta que el Rey oyera de la situación y dispusiera de ellos.
El Gobernador se embarcó en diez bergantines con cuatrocientos españoles
y mil doscientos indios guaraníes, que iban muy contentos, vestidos con sus
mejores galas. Partieron el 8 de septiembre de 1543. Dejó como Capitán General
en Asunción durante su ausencia a Juan de Espinosa, con más de doscientos
soldados. Los barcos se detenían cada tanto durante la marcha y salían los
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Con este Capitán ocurrió luego un incidente grave. Tenemos referencia de él por el testi-
monio de uno de los soldados del grupo que fue con él: el alemán Ulrico Schmidl (Schmidl
65-76). Hernando de Ribera recogió información que le hizo pensar que iba bien en direc-
ción a los pueblos que tenían el oro, y, en lugar de regresar a informar, siguió con su partida
de soldados por su cuenta. La expedición regresó el 20 de enero del año siguiente, más de
un mes después de que había partido. Traían objetos de oro, tejidos y otras cosas de valor
que habían tomado a los indios, y Ribera había repartido entre sus hombres. El Gobernador
reaccionó con enojo, había contravenido sus órdenes, que era regresar para informar y no
continuar la marcha por su cuenta. Lo apresó al llegar y les quitó a los soldados todos los ob-
jetos que les habían tomado a los indios. Él había prohibido expresamente que les quitaran
sus bienes. Schmidl contó que amenazó con ajusticiar a Ribera. Los soldados se quejaron
y finalmente el Gobernador se calmó y le devolvió a cada uno lo que había traído. Ribera
debía hacer al Adelantado un informe sobre el oro. Le hizo un informe incompleto, ocultan-
do información, como él mismo lo reconoció. En 1545, después del golpe militar contra el
Gobernador Cabeza de Vaca, Hernando de Ribera escribió una relación de su expedición
directamente al Rey, que dictó al escribano Pero Hernández, el mismo que escribiría los
Comentarios de Cabeza de Vaca. En su informe reconoció que no le había dado testimonio
completo de lo que había visto al Gobernador y por eso le escribía al Rey para contarle todo
en detalle (198). Seguramente Ribera esperaba obtener alguna ventaja o favor real de dicho
informe, donde declaraba qué pueblos le habían entregado objetos de oro, sus característi-
cas y la posibilidad de conquistarlos.
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que los soldados tomasen tantas sirvientas y concubinas indias como quisiesen.
Álvar fue estricto y eso le creó enemigos. Pidió que se tratara a los indios como
a los cristianos. Hasta ese momento habían sido considerados parte de un botín
humano. Podía esclavizárselos y vendérselos. Las Leyes Nuevas de 1542 habían
cambiado eso. Se les podía exigir servicio a cambio de una compensación, pero
no esclavizarlos. Los soldados no estaban contentos con la nueva legislación.
Partieron de regreso y llegaron a Asunción el 8 de abril de 1544. Venían enfer-
mos y flacos (181).
A los quince días de llegar, un grupo de oficiales y capitanes se rebeló contra
Álvar Núñez. Organizaron un golpe militar, que terminaría con el poder del
Gobernador y Adelantado en el Río de la Plata (182). La situación fue gravísima.
Los insurrectos tejieron sus intrigas. Detrás de la rebelión estaba la figura domi-
nante del Capitán Domingo de Irala. Este, cautelosamente, dejó la ciudad antes
del golpe. Sus seguidores hicieron circular falsos rumores sobre el Gobernador.
Dijeron a los soldados de Asunción que Cabeza de Vaca quería quitarles sus
posesiones y sus indias y dárselas a los soldados que habían venido con él en su
expedición. Álvar Núñez estaba en su casa, enfermo. Propusieron ir a buscarlo
y pedirle cuenta de esto. Iban a hacer un gran servicio al Rey. Los oficiales
reales, incluidos el veedor, el contador, el tesorero y otros, entraron armados
en su habitación al grito de “libertad” y “viva el rey”. Lo insultaron, lo acusaron
de tirano y lo prendieron. Era el 25 de abril de 1544. Pronto aquellos soldados
que simpatizaban con el Gobernador comprendieron que una facción que
seguía a Irala había organizado la insurrección. Se quejaron. Álvar Núñez era
Adelantado, Gobernador, Capitán General. Sólo el virrey de Lima estaba por
encima de su autoridad. Rebelarse contra él era rebelarse contra el poder real.
Las consecuencias eran impredecibles. La Monarquía no toleraba el mínimo
cuestionamiento a su poder.
Domingo de Irala regresó a Asunción y la facción golpista le ofreció el man-
do. Lo nombraron Teniente de Gobernador y Capitán General de la provincia.
Sacaron bandos ordenando a todos los habitantes obedecer al nuevo Gober-
nador y amenazaron de muerte a aquellos que pretendieran oponerse. Junto
al Adelantado apresaron a todos los miembros de su gobierno. El plan de los
golpistas había sido cuidadosamente pensado: corrieron la voz de que no se
estaban rebelando contra el Rey, sino que, por el contrario, se habían levantado
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para proteger sus propiedades. Álvar Núñez era peligroso para la monarquía y
ellos querían salvaguardar el poder real (184).
Una parte de la población creía en Álvar Núñez. La mayor parte de los
soldados que habían llegado de España con él no apoyaban a Irala. Este inició
una campaña de intimidación contra ellos. La situación era sumamente tensa.
Álvar contó a Pero Hernández que durante esos días, estando enfermo, lo
mantuvieron encadenado. Pudo haber levantado a sus seguidores contra los
insurrectos, pero no quiso hacerlo (187). No deseaba que muriera gente o
comenzase una guerra civil. Una india lo mantenía informado: le traía ocultos
mensajes de los de afuera.
Irala trató de ganarse a los soldados que se le oponían. Los mandó por los
pueblos en busca de indios. Estos los traían a la ciudad y allí Irala se los asignaba
para su servicio personal. Estaban obligados a servirlos y trabajar gratuitamente
para ellos. Los indios se escondían para no ser apresados.15 El Teniente Go-
bernador puso presos a muchos de los hombres que apoyaban a Cabeza de
Vaca, incluido Luis de Miranda (190). La facción golpista se puso de acuerdo y
decidió enviar al Adelantado a España. Lo denunciarían al Consejo de Indias y
al Rey por traición a la corona. Iban a pedirle que lo juzgaran y confirmaran su
destitución al cargo de Gobernador.
Ya todos de acuerdo comenzaron a “armar” el caso judicial, apelando a
falsos testimonios. Hicieron firmar a los soldados y oficiales denuncias contra
Álvar Núñez bajo coacción y amenaza (192). Los oficiales reales presentaron una
extensa y bien argumentada foja de acusaciones en su contra. Los complotados
se presentaban como salvadores del poder real.
Luego de tenerlo prisionero casi un año, salió el barco con el Adelantado
hacia España. El viaje fue accidentado. Álvar Núñez dijo al escribano que primero
trataron de envenenarlo, y luego lo quisieron abandonar en las islas de Cabo
15
El sacerdote González Paniagua fue testigo del golpe contra Álvar Núñez. En la carta que
envió al cardenal Juan de Tavira en marzo de 1545, describió los sucesos. Su relación coincide
con la que dio Álvar Núñez al escribano Pero Hernández. Demuestra que todo fue una in-
triga urdida por Irala, que representaba los intereses del sector pro-esclavista. Ya preso Álvar
Núñez, este procedió al reparto de indios y consintió la venta de muchachas. Trataban a
los indios como a esclavos. Asegura que los cargos presentados contra el Adelantado eran
falsos y se trataba de una causa armada para justificar el golpe de estado ante el Rey, y que le
entregaran el poder a Irala para continuar con sus desmanes en beneficio de sus seguidores
(González Paniagua 171-207).
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Verde (194). Una vez llegados a la corte, las autoridades pusieron a todos, el
acusado y sus carceleros, en prisión. Más tarde los soltaron, bajo fianza, hasta
que comenzó el juicio. Álvar Núñez concluyó su relación a Pero Hernández
diciendo que “después de le haber tenido preso y detenido en la corte ocho
años, le dieron por libre y quito; y por algunas causas que le movieron, le quitaron
la gobernación…” (196).
Aquí termina la relación de Álvar Núñez. Conocemos cuales fueron los
sucesos posteriores. Los golpistas presentaron una gruesa foja de treinta y cuatro
cargos en su contra. El proceso comenzó en septiembre de 1545. Lo condenaron
al destierro en Orán. No podía ser más gobernador o trasladarse a América
en un futuro. Le quitaron sus títulos. Cabeza de Vaca apeló la sentencia y le
revocaron el exilio a Orán. En 1552 lo absolvieron de los cargos. Mantuvieron su
inhibición política: no podía ser más gobernador ni volver al Río de la Plata (El
Jaber 44 – 51). Posteriormente, el Rey le asignó una renta de mil pesos anuales
por sus servicios. La Corona le entregó la gobernación del Río de la Plata a
Domingo Martínez de Irala.
La expedición de Álvar Núñez terminó abruptamente. No fueron los pueblos
indígenas los que lo derrocaron, sino sus rivales políticos. La astucia de esos
soldados y su líder, Domingo de Irala, logró hacer pasar la insurrección como
una defensa “legítima” de los intereses de la monarquía. Las intrigas políticas
eran parte de la vida en América (Arano Lean 5). El ejército ocupaba una po-
sición excepcional: el Rey había delegado en esta institución la casi totalidad
del poder. Durante la conquista cometieron múltiples desmanes y crímenes y
se enfrentaron con la Iglesia, que era la única institución que tenía algún poder
para cuestionarlos moralmente. Tras las luchas entre facciones militares apare-
cía, como gran motivación, la ambición económica, asociada a la cuestión del
trabajo indígena. El interés de Álvar Núñez en las culturas nativas era humano
y genuino. Su experiencia personal lo había llevado a valorar aspectos de estas
culturas que los demás parecían no apreciar.
Los nativos no constituían una amenaza militar seria para la corona. Eran
sociedades con un desarrollo material muy limitado. La relación entre estos
pueblos y los soldados que llegaban del Renacimiento europeo era difícil (Roy
1-21). Se transformaron en víctimas de la superioridad militar española. Los ase-
sinatos y masacres que describía en su libro Brevísima relación de la destrucción
de las Indias el padre Las Casas se repetían rutinariamente en todo el continente
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(Las Casas 63-92). Álvar Núñez no podía ocultar su simpatía y su respeto por
los pueblos nativos. Conocía mejor que los otros conquistadores su cultura y
sus costumbres. Era capaz de dialogar y negociar con los indígenas.
La posición de Cabeza de Vaca ante los indígenas respondía a la nueva po-
lítica de la corona. Las Leyes Nuevas de 1542 defendían a los indios y prohibían
su esclavitud. Eran súbditos del rey. Debían cristianizarlos (Menéndez Méndez
45). Pero los conquistadores que habían llegado a América querían enriquecerse.
Esperaban tener encomiendas y favorecerse con el trabajo indígena esclavo o
al menos gratuito. No los veían como a sus iguales. En su concepto eran infe-
riores. La actitud de los Capitanes con los nativos revelaba un sentimiento de
superioridad intrínseco.
Álvar Núñez defendió a los indígenas en numerosas ocasiones: no solo
cuando en Nueva España se opuso a que el Capitán Alcaraz apresara a sus
seguidores y los vendiera como esclavos, sino también cuando pedía a sus
hombres en Paraguay que no tomaran las propiedades de los indios sin darles
una compensación, reconociéndoles el derecho a los bienes que conseguían
con su trabajo (74 y 181). Desaparecido Álvar Núñez esto cambió en el Río de la
Plata: Irala procedió a repartir encomiendas entre sus hombres y asignarles indios
para el servicio personal. La cuestión moral y cristiana pasó a un segundo plano.
La conducta de Cabeza de Vaca puso en cuestión el derecho de los soldados
del ejército imperial a apropiarse de las tierras y de sus pobladores como un
botín de guerra. Los golpistas buscaron alejar del poder a un personaje molesto,
que podía quitarles los bienes de los que se habían apoderado o pedirles que
liberaran a las mujeres que los servían. La facción de Irala propuso una política
contraria: le quitó bienes a los indios, los forzó a trabajar gratis para ellos y se
apoderó de sus tierras. Eso permitió a muchos capitanes y oficiales transformarse
en propietarios rurales, que era lo que buscaban.
La Iglesia cuestionó muchas veces a los militares el trato que daban a los nativos,
pero el ejército no podía aceptar que el cuestionamiento viniera desde adentro de
la institución. Las Leyes Nuevas muy pronto se transformaron en papel muerto.16
16
Los jesuitas encontraron, décadas después, una manera productiva de mantener su au-
tonomía en relación al ejército, organizando sus misiones indígenas lejos de las ciudades es-
pañolas, que eran enclaves militares. Esto terminó con el tiempo creando un enfrentamiento
y conflicto entre el ejército y la iglesia. El ejército facilitó los ataques de las bandas de merce-
narios portugueses a las misiones jesuíticas para llevarse a los indios cristianos prisioneros y
venderlos como esclavos en San Pablo (Ruiz de Montoya 153-60).
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La Corona medió de una manera ambigua: si bien promulgó las Leyes Nuevas,
cambió su actitud ante la resistencia de los esclavistas en América. Dejó que las
luchas por el poder entre soldados siguieran su curso y triunfara el más fuerte.
Los nativos, en la práctica, no fueron aceptados como iguales. La separación
de razas y el racismo concomitante caracterizó la evolución de la conquista
(Solodkow 279-300).
La historia de Álvar Núñez en el Río de la Plata terminó abruptamente,
porque concluyó con un golpe militar. Fueron sus compañeros de armas los que
lo atacaron. Sus iguales lo adiaban. Algo había en él que los llevó a rechazarlo.
Según Ulrico Schmidl, su ejercicio de la autoridad no estaba al nivel de las ex-
pectativas (Schmidl 77). El puesto de Adelantado requería un liderazgo militar
que él no tenía.
Los momentos culminantes de su viaje al Río de la Plata fueron su marcha
de Santa Catalina a Asunción, entre los pueblos nativos, en medio de fiestas y
celebraciones; su campaña militar contra los indios guaycurúes en defensa de
los indios guaraníes, y el tratado de paz y cooperación con los guaycurúes, que
le reconocieron su poder y prestigio. Durante su viaje de conquista al norte del
río Paraguay su estrella empezó a declinar: no le fue bien, el camino era muy
difícil, el clima era malsano. Tenía conflictos con los soldados, que resistían sus
órdenes y estaban resentidos con él.
Detrás de la disputa entre Álvar Núñez y Domingo de Irala estaba la cuestión
indígena, que se debatió en América desde el comienzo de la Conquista. La
Corona no reconoció el derecho de los nativos a la propiedad de las tierras que
en que vivían. Fueron esclavizados y desposeídos. La actitud de los españoles
ante los nativos creó una fuerte separación entre dominadores y dominados y
generó una sociedad racialmente dividida.
No se sabe bien en qué circunstancias murió Álvar Núñez en España ni
cuál fue su ocupación final. Hay sospechas de que se hizo religioso y vivió sus
últimos años en un convento (Levin Rojo 130). Me parece creíble. Una parte
de él buscaba salvar al otro y se llevaba mal con la misión del conquistador.
El imperio era una máquina de poder, no buscaba salvar a los nativos. Prefería
hacer lo que hizo: separarlos en categorías raciales, apoderarse de sus tierras y
riquezas, someterlos a la más humillante servidumbre, destruir sus culturas y
lenguas, soñar en la perennidad de su propio reino, tratar de demostrar que el
poder del rey estaba más allá del bien y del mal, y la historia no podía juzgarlo.
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(14). Regresaron seguramente satisfechos por su fácil victoria ante tan pobres
contrincantes, pero la decisión de hacerle la guerra a los Querandíes tendría
consecuencias nefastas para la armada. No tomaron en cuenta que eran estos
indios los que les habían traído todos los días sus alimentos.
Después de este combate los indígenas escaparon y se retiraron al interior.
Los soldados no tuvieron quien les ayudase o les proveyese de alimentos. La
reserva que habían traído con ellos se agotaba rápidamente. Ulrico dice que
durante los dos meses siguientes tuvieron que pescar para poder comer (15).
No salían a cazar porque temían caer en una emboscada. Los indígenas mero-
deaban la zona. La comida no resultó suficiente para todos. Eran demasiados.
Dice Ulrico que a cada uno le correspondía “seis medias onzas de harina de
grano todos los días y tras el tercer día se agregaba un pescado a su comida”
(15). Quien quería su pescado, debía ir a buscarlo al arroyo, que estaba a cuatro
leguas. Empezaron a padecer hambre. Pronto la situación se agravó. Dice Ulrico:
“Era tal la pena y el desastre del hambre que no bastaron ni ratas ni ratones,
víboras y otras sabandijas; también los zapatos y cueros, todo tuvo que ser
comido” (16). Llevados por la desesperación, algunos soldados se entregaron
al canibalismo y se alimentaban de los muertos.
Tenían que encontrar una solución, o morirían todos de hambre. Los Que-
randíes ya no iban a regresar para traerles de comer. El Adelantado hizo construir
cuatro bergantines para navegar río arriba por el Paraná y buscar otros pueblos
que pudieran abastecerlos. Envió al Capitán Jorge Luján con trescientos cincuenta
soldados armados. La misión demostró ser más difícil de lo que pensaban. Ulrico
participó en esta. Remontaron el río Paraná con los barcos. Cada vez que veían
signos de habitantes, se acercaban a la costa. Sin embargo, al notar su presencia
los indígenas escapaban. Los soldados no habían previsto esto. Aunque estaban
a muchas leguas de Buenos Aires, los naturales aparentemente sabían quiénes
eran y tenían noticias de lo ocurrido allá. Los españoles ignoraban que todas las
lenguas de la región tenían la misma raíz y los diversos grupos indígenas podían
comprenderse y se comunicaban entre sí. Los pueblos de la costa estaban espe-
rando que llegara una expedición armada enemiga para atacarlos. Cuando veían
que los barcos se acercaban, los indios quemaban sus depósitos de comida y
huían. Los españoles no podían llevarse nada. Navegaron así, infructuosamente,
durante dos meses, buscando alimentos. Durante el viaje, murió de hambre la
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Continuaron su viaje hasta llegar al territorio que dominaban los Carios. Era
un pueblo más desarrollado y complejo que los otros que habían conocido.
Realizaban entre sí actos de compra y venta. Intercambiaban mujeres. Andaban
desnudos y comían carne humana (33). Ulrico describe qué hacían con los
prisioneros antes de comerlos. Álvar Núñez estudió también este fenómeno,
y habló de él en sus Comentarios (107). A diferencia de este último, que hizo
una interpretación de su sentido ritual, Ulrico no explica por qué actuaban así.
Comenta que cebaban a los prisioneros y les permitían tener relaciones sexuales
con sus mujeres; luego, los mataban en medio de una gran fiesta (Schmidl 34).
Es todo lo que dice. Lo muestra como un acto bárbaro, gratuito. Álvar Núñez,
en cambio, había explicado que se trataba de un ceremonial complejo. El indio
prisionero pasaba a formar parte de la familia, convivía con ellos por largo tiem-
po, intimaba sexualmente con las mujeres y se integraba a la tribu. Después lo
mataban siguiendo un procedimiento ritual y los niños tomaban su nombre
(Álvar Núñez Cabeza de Vaca 107-8). Era una ceremonia de bautismo. Tenía
lugar en ocasiones especiales.
Ulrico hace numerosas observaciones de carácter militar en su relación.
Cuenta que los Carios “migran más lejos que ninguna nación que está en esta
tierra en Río de la Plata (y no hay nación alguna) que sea mejor para ocuparla
en la guerra por tierra” (34). Vivían en un terreno alto sobre el río Paraguay.
Habían construido un poblado rodeado de cercas y un gran foso de defensa,
en el que habían clavado palos puntiagudos. Eran indios sedentarios, se habían
establecido en el lugar. Cultivaban la tierra.
El Capitán Ayolas se propuso dominarlos y sojuzgarlos. Los atacaron. Estos se
defendieron y resistieron. Los españoles les dispararon con sus armas de fuego.
Asustados, los indios retrocedieron, y muchos cayeron en el foso. Hicieron una
masacre. Los indios vivían allí con sus familias y “temieron por sus mujeres e hijos”
(36). Se rindieron, les pidieron perdón. Le regalaron a Ayolas seis muchachitas
para su uso personal, y dos a cada soldado, para que los cuidaran y atendieran
en lo que ellos desearan. Les dieron comida, y se hizo la paz. Los conquistadores
estaban contentos. Ese era el universo del amo y del esclavo que ellos anhelaban.
Eran los señores, y los indios sus siervos. Para eso habían llegado a América.
Les ordenaron que construyeran un poblado. Debía tener una casa grande
de piedra y tierra, y muchas otras de madera y paja. Era el comienzo de la
ciudad de Asunción. La amistad con los Carios, nos dice, duró cuatro años.
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Les exigieron obediencia y servidumbre (38). Tenían que marchar con ellos
a la guerra contra los otros pueblos, cuando los españoles se lo pedían. Esto
implicaba un cambio profundo en el equilibrio de fuerzas de la región y en las
costumbres de la guerra. Dado que estos pueblos indígenas habían alcanzado
un desarrollo tecnológico mínimo, comparable al de las culturas del neolítico,
sus confrontaciones con otros grupos habían tenido por objetivo asegurar sus
territorios y zonas de caza. Buscaban establecer sus derechos y sentar las normas
de convivencia. Eran agresiones limitadas. Los pueblos nativos se necesitaban
entre sí. No podían sobrevivir aislados. Se habían unido a lo largo de los siglos.
Hablaban la misma lengua y tenían un estilo de vida muy similar unos y otros.
La guerra de conquista, en cambio, era una guerra total. Los invasores buscaban
transformar a los nativos en sus esclavos, deseaban anular su voluntad de resistir
y su capacidad para defenderse, y cambiar la relación de fuerzas. El equilibrio
regional que habían mantenido los indígenas hasta ese momento para poder
subsistir terminó, y comenzó una guerra destructiva que hizo la convivencia
y la cooperación entre ellos imposible. Esto alteró su economía y cambió su
modo de vida.
Los indios dominados debían participar en la guerra a muerte contra los otros
pueblos como soldados al servicio de los conquistadores. Esto alteró el tiempo
y el orden del trabajo productivo que mantenían para subsistir y provocó una
terrible destrucción humana, que llevaría al brusco descenso de la población. Los
indígenas debían servir a los españoles y tuvieron que descuidar la manutención
de sus familias. Estas ya no contaban con los recursos necesarios. Sucumbieron
por la malnutrición y la enfermedad.
Les exigieron que participaran en su campaña contra los indios Agaces.
Los Carios o guaraníes aportaron ocho mil hombres. Marcharon contra sus
enemigos y entraron en su poblado sin que estos los sintieran: masacraron a la
entera población, incluidas las mujeres y los niños. Ulrico les hecha la culpa a
los Carios por la masacre, dice que fueron ellos los crueles (39). Los Agaces que
escaparon con vida regresaron después a pedir perdón. Los españoles ya eran
los amos absolutos. Su campaña de terror dio resultado. Ayolas les dice que
los “perdona”, pero que, si se volvían a rebelar, según lo disponía el Rey, harían
de ellos sus esclavos.
Los Carios eran ya sus servidores principales. Decidieron marchar contra
otros pueblos. Si bien los conquistadores creían en la posibilidad, si bien remo-
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ta, de encontrar oro en algún lugar, el botín de guerra real que buscaban en
esos momentos era la tierra y sus indios: enormes extensiones de tierra fértil
habitada por indígenas que representaban una riqueza incalculable. Soñaban
con ser señores territoriales y dominar la región.
Ayolas, el Capitán general, les ordenó a los Carios que trajeran alimentos y
cargaran en sus buques provisiones de “trigo turco” (maíz): iban a marchar en
campaña hacia la tierra de los Payaguás, río arriba. De los más de cuatrocientos
hombres con que contaba Ayolas tomó trescientos, y dejó ciento cincuenta en
Asunción. Los Carios habitaban a lo largo del río. Los barcos se detenían cada
cinco leguas a recoger comestibles. Los Carios los recibían y les traían “pescado
y carne, gallinas, gansos, ovejas indias, avestruces y otras cosas más” (41). Atrás
habían quedado los tiempos del hambre.
Llegaron a la nación Payaguás, que los recibió bien, pero “con falso cora-
zón” (42). Este fue el comienzo de lo que iba a ser un gran conflicto y una gran
desventura. Allí escucharon que había una nación, los Carcarás, que vivía tierra
adentro y que tenía plata y oro, además de todo tipo de frutos y cultivos. Ayolas
se propuso ir a visitarlos y les pidió varios hombres por guía. Los payaguás les
entregaron trescientos hombres para que los acompañaran.
Habían ido al lugar con cinco buques. Ayolas ordenó desmantelar tres y
dejó los dos restantes con cincuenta hombres armados. Ellos debían quedarse
con los payaguás, mientras la expedición marchaba hacia el interior. A partir
de este momento encontramos dos versiones distintas de lo acontecido. Las
intrigas políticas entre los capitanes no habían perdido su intensidad. Irala era
el segundo en el mando. Ayolas lo dejó allí como lugarteniente. Ulrico contó
lo que pasó. Su versión no es impersonal y neutra. Él era hombre de Irala. La
otra relación que encontramos sobre estos hechos es la que presenta Álvar
Núñez Cabeza de Vaca.
Ulrico dice que Ayolas e Irala convinieron que este último debía esperarlo
allí con los barcos cuatro meses y, si no regresaba en ese lapso, podía volverse
a Asunción con la flota. Álvar Núñez dijo que Ayolas le había pedido que lo
esperara sin límite de tiempo (Álvar Núñez Cabeza de Vaca 145). Irala a los seis
meses se fue y lo abandonó. Sin los barcos, Ayolas y sus hombres no pudieron
regresar a Asunción, que era el único lugar seguro. La sola opción que le quedó
fue intentar marchar por la selva a pie, recorriendo cientos de kilómetros, con
todos los soldados. Era un camino que Ayolas no había hecho nunca y no
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conocía. Era una marcha peligrosa. Muchos de los pueblos nativos de la zona
anhelaban rebelarse contra los españoles y recuperar su libertad. Durante la
marcha los indios los sorprendieron. Los atacaron y mataron a todos.
Álvar Núñez dice que Irala planificó todo para deshacerse de Ayolas y que-
darse con el mando de la expedición, con el poder. Ayolas jamás le podría
haber dicho a Irala que se llevara los barcos a Asunción y los abandonara allí, a
merced del resentimiento indígena. No tenían forma de volver. Era un suicidio.
La versión de Álvar Núñez resulta la más creíble. Irala quería quedarse con
el mando. Así lo demostró en numerosas ocasiones. Era un político sagaz y sin
escrúpulos. Acabó por imponerse. No solo logró eliminar a Ayolas, sino que
más tarde se deshizo de su rival más peligroso: el Adelantado Álvar Núñez
Cabeza de Vaca, que llegó a Asunción con la suma del poder, investido por el
Monarca Carlos V.
Ulrico militaba en el bando de Irala. Muchos soldados creían en él. Sabía
como tratarlos, como compensarlos. Bajo su mando vivían bien. Era permi-
sivo en su relación con los indios y sobre todo con las indias. Cada uno de
sus hombres tenía derecho a apropiarse de varias concubinas. En las guerras
repartía el botín, sobre todo los sirvientes y esclavos, con sus soldados. Ulrico
era un nuevo burgués alemán, amaba el dinero. Publicará su libro motivado por
la ganancia, aconsejado por su editor (El Jaber XIV). Era un buen protestante,
para hacer obras en este mundo hacía falta riqueza. En pocos años su libro
consiguió varias ediciones.
Irala se deshizo fácilmente de Ayolas. Se fue con los barcos a Asunción y lo
dejó solo entre los indios. Ayolas era un hombre astuto y nada inocente: había
hecho condenar a muerte a su rival Juan Osorio, con falsas acusaciones. Esta
vez le tocó a él perder. También resultaron víctimas los doscientos cincuenta
soldados que participaron en la expedición. Los mataron a todos.
¿Cómo llegó a Irala y sus soldados la información sobre la suerte y el fin de
Ayolas? ¿Cómo logró este establecer su versión de los hechos?
Irala se fue de la tierra de los Payaguás hacia Asunción con sus soldados y
se estableció allá como Capitán general. Quería ser Gobernador. Para que ese
puesto quedara vacante, debía probar que Ayolas había muerto. Irala recurrió
a una de sus especialidades: fabricó pruebas (43). Ulrico nos cuenta que los
Carios habían atrapado a unos adolescentes Payaguás. Irala los hizó llevar en
su presencia y les preguntó qué sabían de la expedición de Ayolas. Los chicos
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no tenían ninguna información. Irala los hizo torturar repetidamente y les hizo
“confesar” que los Payaguás habían asesinado a Ayolas y sus soldados. Luego
anunció oficialmente la lamentada muerte de Ayolas y ordenó procesar a los
chicos por complicidad en el crimen. Los condenaron a muerte y los quemaron
a fuego lento. Así “probó” que el poder que ostentaba Ayolas quedaba vacante
y que hacía falta un nuevo gobierno. Les pidió a los soldados que seleccionaran
un nuevo gobernador que asumiera el mando, hasta tanto el Rey dispusiera
otra cosa. Estos, naturalmente, eligieron a su jefe, Irala, por unanimidad (47).
Ya investido con el poder Irala podía tomar decisiones. Y las tomó. Decidió
aprestar cuatro bergantines e ir a la nación Timbú, en la costa del Paraná, don-
de habían quedado ciento cincuenta soldados, recogerlos y viajar con ellos a
Buenos Aires, donde había ciento sesenta españoles, y traer a todos de regreso
a Asunción. Quería terminar en la práctica con la ocupación y colonización de
Buenos Aires. Buscaba concentrar todo el poder en su persona. Solo alguien
investido de autoridad por el rey podía contar con el poder legítimo para
tomar una decisión así. Él no poseía esa legitimidad. La fundación de Buenos
Aires era un hecho consumado. Pero Irala era un hombre osado y un político
de un tipo nuevo.
Llegaron a la tierra de los Timbúes, y allí tuvieron que enfrentar un serio
problema. Un capitán español, un secretario y un sacerdote, por una rencilla
personal, habían asesinado al jefe de la tribu, aliado de los españoles. Esto causó
conmoción entre los indígenas. Cuando ellos desembarcaron, los indios escapa-
ron asustados. Irala dejó allí veinte hombres y evacuó a los asesinos para evitar
que los indios intentaran vengarse de ellos. Temían que se rebelaran y hubiera
un levantamiento indígena. Debían tratar de controlar la situación. Ulrico fue
uno de los que se quedó en el lugar. Poco después los Timbúes emboscaron y
mataron a un grupo de españoles, y luego atacaron y sitiaron al resto. Afortu-
nadamente Irala llegó pronto de Buenos Aires con sus barcos. Al ver la situación
hizo embarcar a todos los españoles y regresó con ellos a Buenos Aires (51).
Una vez allá recibieron una buena noticia: llegaba de España el galeón
con los hombres y provisiones que le habían pedido a Pedro de Mendoza,
cuando este, moribundo, se había embarcado hacia allá. Venía al mando de
Alonso Cabrera, con doscientos hombres. Irala decidió enviar dos buques,
con veinticinco soldados, hacia la isla de Santa Catalina, para reforzar la flota
de Cabrera y cargar más provisiones allá. Ulrico fue parte de la expedición. La
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navegación fue difícil; al regresar a Buenos Aires, por un error o impericia del
piloto, el barco en que viajaba Ulrico encalló y se rompió en mil pedazos. Varios
se ahogaron. Ulrico se salvó agarrado al mástil. Los sobrevivientes tuvieron que
caminar cien leguas a pie antes de encontrar un poblado. Se sorprendieron al
verlos. Los creían a todos muertos (54). Llegaron a Buenos Aires y ya reunidos
todos los soldados, partieron a Asunción. En esa última ciudad vivieron, sin
grandes sobresaltos, durante dos años.
En 1542 llegó a Asunción la expedición del Adelantado Álvar Núñez Cabeza
de Vaca al Río de la Plata con trescientos hombres. Era el nuevo Gobernador y
Capitán General. Reemplazaba en el mando al fallecido Adelantado Pedro de
Mendoza. Volvían a contar con una autoridad legítima, designada por el Rey.
Irala le entregó el mando. De inmediato comenzaron otra vez las intrigas. Tanto
Irala como los soldados que habían llegado al Río de la Plata en 1536 resentían
el cambio de autoridad. Habían sobrevivido todos esos años difíciles. Ahora
tendrían que compartir el botín con los nuevos soldados.
La llegada del Adelantado frustraba las ambiciones de Irala. Este había ocu-
pado puestos de poder gracias a su liderazgo y a su habilidad política. Y también
a su falta de escrúpulos. Era un advenedizo. El mando, en la monarquía, para
ser legítimo, tenía que venir directamente de la autoridad real. Quien desafiaba
la estructura de poder era considerado un impostor o un rebelde. Irala estaba
obligado a operar desde las sombras.
En esta parte la narración de Ulrico pierde objetividad: es relato de militante.
Presenta situaciones y datos que denigran al partido opositor, el del Adelantado
Cabeza de Vaca, y procura poner a su propio partido, el de Irala, en una luz
favorable. En varios momentos presenta información deformada y aún falsa.
Dice, por ejemplo, que Álvar Núñez había marchado a Asunción por tierra desde
Santa Catalina, en la costa del Brasil, porque había perdido sus barcos en una
tormenta, y que, en el camino, se le habían muerto de hambre y enfermedades
cien hombres (56). Esto no era cierto. Álvar Núñez, en sus Comentarios, hizo una
cuidadosa descripción de su marcha, que fue un éxito. En la misma no murió
gente, aquellos que se enfermaron fueron conducidos seguros a Asunción.
Durante el viaje tuvieron una excelente relación con los pueblos indígenas, que
asombró a todos (Naufragios y Comentarios 91-103). Estos datos de Álvar Núñez
no han sido desmentidos por ninguno de los participantes. Los barcos habían
navegado desde Santa Catalina hacia el Río de la Plata con ciento cincuenta
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hombres, y él marchado por tierra con el resto de la gente, por decisión de todos
los jefes y oficiales. Álvar Núñez representaba una política muy distinta a la de
Irala, tenía otros principios; esa era la cuestión de fondo, de la que Ulrico nada
dice. Las cosas habían cambiado en España, habían aprobado nuevas leyes para
las Indias, con un espíritu distinto.
Irala pasó a ser el segundo de Álvar Núñez, su “hermano jurado” (58). El
ejército, ahora de ochocientos hombres, quedó profundamente dividido entre
iralistas y alvaristas. Los iralistas sintieron que los recién llegados iban a recibir
los mismos beneficios que ellos, que habían hecho todo tipo de sacrificios.
Eran sus rivales.
Álvar Núñez apoyaba la política indígena de las Leyes Nuevas. La Iglesia y
sus líderes progresistas, como Bartolomé de las Casas, influyeron en la nueva
legislación, aprobada en España ese año, en 1542 (Menéndez Méndez 23-47).
Esta atacaba la encomienda y sobre todo la esclavitud. Limitaba el poder de
muchos conquistadores, que se habían hecho fuertes como señores territoriales.
Estos poseían grandes extensiones de tierras, que trabajaban con mano de
obra indígena servil o esclava. Las leyes prohibieron la esclavitud directa, debían
reemplazarla por el “servicio personal”.
Álvar Núñez era un apasionado de las culturas nativas. Había vivido ocho
años con los indios de Norteamérica, que fueron providenciales para él. Relató
su experiencia en su libro Naufragios. Llegó al Río de la Plata con pasión de an-
tropólogo. Se sintió cerca de los pueblos nativos. Había aprendido a conocerlos.
Respetaba su cultura. Se proponía cristianizarlos. Era un hombre con fe. Los
soldados viejos que habían llegado con Pedro de Mendoza, como Ulrico, no
valoraban sus ideas. No lo querían, ni a él ni a los soldados que lo acompañaban.
Irala, Ulrico y sus compañeros de armas eran esclavistas de corazón. Forma-
ban parte de la máquina de guerra del Imperio. Creían en los privilegios que
les daba el derecho de la conquista y los defendían. Habían hecho la guerra y
consideraban que los pueblos vencidos y sus territorios les pertenecían. Cuan-
do supieron que los encomenderos de Lima, liderados por Gonzalo Pizarro, se
habían rebelado contra las Leyes Nuevas, se identificaron con ellos.
Todo lo que pasaba en Lima repercutía en el Río de la Plata. El rey acababa de
integrar las dos regiones en una unidad política. Había creado el Virreinato del
Perú. El Río de la Plata pasó a depender de él. El virrey de Lima era la autoridad
máxima para ellos en esos momentos. Los encomenderos esclavistas nombraron
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la entrada “pues él no era hombre para esto” y “los capitanes y los soldados le
eran todos enemigos” (64). Marcharon diez y ocho días por la selva sin encontrar
nada y decidieron regresar a los buques.
El Adelantado le pidió al Capitán Hernando de Ribera que encabezara una
expedición de ochenta hombres para ir en un barco hacia la tierra de los Jarayes.
Ulrico fue parte de esta excursión. Debían entrar en la tierra durante dos días
y regresar para informar al Adelantado sobre lo que habían visto. Aquí ocurrió
un grave incidente de desobediencia militar. Hernando de Ribera no regresó en
el tiempo que le pidió el Adelantado. Volvió casi dos meses después, trayendo
objetos valiosos que había tomado de los pueblos indios que él y sus soldados
habían visitado en su marcha.
Ribera era un individuo especial: había llegado al Río de la Plata en 1526 con la
expedición de Caboto. Este lo había dejado junto a otros hombres en las costas
del Brasil, en el área del Mbiazá, donde convivió con los indios guaraníes hasta
1536, cuando se unió a la expedición de Pedro de Mendoza. Llegó a Asunción
desde Buenos Aires y se integró a la expedición de Cabeza de Vaca. Hernando
de Ribera hablaba el guaraní y conocía muy bien las costumbres de los nativos.
La marcha al país de los Jarayes prometía. Rivera avanzó en su entrada y decidió
ignorar la orden de Álvar Núñez. En lugar de regresar a los dos días, continuó
la marcha con sus hombres. Utilizó sus conocimientos de la lengua indígena
y preguntó a los indios si había metales preciosos en la región. Le informaron
sobre unos pueblos, más adelante en el camino, que tenían oro. La entrada se
prolongó dos meses.
El viaje de Ulrico con Hernando de Rivera es una de las partes más inte-
resantes del libro. Durante la travesía conocieron pueblos y lugares increíbles.
Llegaron a la nación de los Yacaré, que habían tomado el nombre de ese ani-
mal, que infestaba la región. Utilizaban su piel y comían su carne. Ulrico los
describe con interés y admiración. Los trataron muy bien y aceptaron servirlos
(65). Siguieron su camino y nueve días después llegaron a la nación Jaraye.
Dada la curiosidad que despertó en él esa gente, describe minuciosamente
sus características físicas. Dice que las mujeres “…van complemente desnudas
y son bellas mujeres a su manera…aunque ellas pecan en caso de necesidad,
yo no quiero informar mayormente de estas cosas en esta vez” (67). Aquí es el
antiguo soldado que habla, pero desde su nueva fe protestante, que le impide
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ser explicito sobre las escenas de sexo, aunque da a entender al lector el placer
que compartieron junto a ellas.
Visitaron al rey de los Jarayes, que moraba apartado de la tribu, en una vi-
vienda especial, llena de lujos. Había formado una especie de corte, que a Ulrico
le recordaba las cortes renacentistas, por lo rica y fastuosa (68). Los indígenas
trataron a los soldados como a grandes embajadores. La habilidad diplomática
de Hernando de Ribera, que había vivido casi diez años con los guaraníes, influyó
mucho en la buena marcha de los sucesos (Pero Hernández 197-202). Estos indios
poseían una cultura relativamente avanzada, tejían ricas mantas con bordados
de animales. El rey le dio a Ribera toda la información que este le pidió sobre la
plata y el oro que podían encontrar en la región. Le regaló una plancha de oro
y un brazalete de plata que, según dijo, había quitado a las Amazonas en una
guerra que tuvieron con ellas.
La mención de las Amazonas, las fabulosas mujeres guerreras, encendió
la imaginación de todos. Según el rey, las Amazonas tenían oro, pero vivían
muy lejos: para llegar a región había que viajar por senderos anegados de agua
durante dos meses. Ulrico cuenta lo que escuchó decir de estos personajes
míticos, a los que no podrán conocer, aunque van a intentarlo. Dice que “son
mujeres con un pecho y vienen a sus maridos tres o cuatro veces al año y si ella
se embaraza por el hombre y es un varoncito, lo manda ella a casa del marido,
pero si es una niñita, la guardan con ellas y le queman el pecho derecho para
que este no pueda crecer; el porqué le queman el pecho es para que puedan
usar sus amas, los arcos contra sus enemigos; pues ellas hacen la guerra contra
sus enemigos y son mujeres guerreras” (70).
El Capitán Ribera pidió al rey de los Jarayes que le diera algunos hombres de
guía. El rey aceptó, pero les dijo que no era época para viajar hacia allá, porque las
aguas estaban muy crecidas. Los expedicionarios, motivados por la posibilidad
de encontrar oro, no le hicieron caso y se internaron en dirección al país de las
Amazonas. Tuvieron que andar más de una semana con el agua al pecho, sin
poder salir de ella, hasta que llegaron al pueblo de los Ortueses, que estaban
casi muriéndose de hambre a causa de una invasión de langostas, que les habían
comido los cultivos y las frutas de los árboles (72). El rey de los Ortueses dio a
Rivera varios objetos de oro y plata. Los soldados estaban pasando hambre, se
sentían débiles y comenzaron a enfermarse. Decidieron volver a la tierra de los
Jarayes. Tuvieron que desandar su camino, marchando por la tierra anegada.
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Llegaron muy enfermos: habían estado más de treinta días y noches andando
por el agua sucia, y bebiendo de esta.
Los soldados decidieron aprovechar las buenas relaciones que tenían con
los Jarayes y les cambiaron objetos que tenían, como anzuelos y cuchillos, por
mantas y objetos de plata. Luego de varios días de descansar allí, un poco
restablecidos, regresaron hacia donde estaba Cabeza de Vaca. La marcha, que
originalmente debía durar dos días, se había prolongado mucho más de un
mes. Al verlos llegar, el Adelantado se puso furioso. El Capitán Rivera había
desobedecido su orden.
Ulrico dice que Cabeza de Vaca hizo detener a todos, y amenazó de muerte
al Capitán. Les quitó los objetos de oro y plata que traían, ya que su orden había
sido de respetar a los indígenas y no tomarles sus objetos de valor. Según Ulrico,
los soldados, enojados, hicieron un motín, y pidieron al Adelantado que les
devolviese todo lo que les había quitado, y que liberara al Capitán. Este accedió.
Dice que ellos luego le dieron a Cabeza de Vaca muy buena información sobre
lo que habían visto en su viaje (74).
Al Jaber señala que no encontró indicio de este motín en otras relaciones
sobre este hecho y que, además, Ribera, según la relación de Pero Hernández,
había rehusado dar información sobre el viaje a Álvar Núñez (Pero Hernández
197). Esto queda corroborado en la declaración que Hernando de Ribera, después
del golpe militar que ejecutaron los oficiales anti-alvaristas liderados por Irala
en 1544 contra el Adelantado, hizo al escribano Pero Hernández, donde contó
los pormenores de su viaje y los testimonios sobre la existencia del oro. Ribera
quería que esta llegara al Consejo de Indias y a oídos del rey. Esperaba segura-
mente recibir algún tipo de beneficio o compensación por su servicio (Álvar
Núñez, Naufragios y Comentarios 197-202).
Luego de este conflicto, Álvar Núñez quiso ir con la expedición hacia el lugar
al que había llegado Rivera, pero los soldados se opusieron, porque la gente
estaba enferma y la tierra llena de agua. Asegura Ulrico que “la gente de guerra
no estaba bien con el capitán general, pues él era un hombre que en toda su
vida no había ni gobernado ni tenido un mando” (75). Ulrico muestra desprecio
hacia el Adelantado. Este se enfermó y Ulrico asegura que si se hubiera muerto
no hubieran perdido mucho. 17
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Los soldados que habían llegado con el Adelantado desde España no hubieran estado
de acuerdo con esta afirmación. Luego del golpe militar contra los alvaristas, la lucha de
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Poco después el Adelantado consultó a los soldados, entre los cuales había
muchos enfermos, para decidir qué hacer. Todos pidieron regresar a Asun-
ción. Ulrico acusa a Álvar Núñez de haberles ordenado masacrar a los indios
Sucurusis, que los habían albergado y servido, antes de dejar el lugar (76). Álvar
Núñez no menciona nada de esto en sus Comentarios. Ni él ni ningún otro
Capitán habían procedido que se sepa de manera tan gratuita y arbitraria con
los nativos. Esto nos hace pensar que esta noticia era parte de la información
falsa difamatoria que difundieron los iralistas, entre los que militaba Ulrico, para
justificar su posterior golpe militar contra el Adelantado, al que iban a acusar
de traición a la Corona.
Luego de llegar a Asunción, Cabeza de Vaca permaneció en su casa durante
dos semanas, casi sin salir, afectado por su enfermedad. Ulrico dice que no era
esta la que lo mantenía encerrado, sino la soberbia (77). Describe el golpe mi-
litar que planearon los seguidores de Martínez de Irala, para sacar del poder al
Adelantado. Aclara que en él participaron los oficiales reales más importantes:
el contador, el tesorero y el escribano.
Ulrico no nos explica cuál fue el papel de Irala en el golpe. Este había sido
el cerebro detrás del mismo, y quien se benefició de él. Cuenta que doscientos
soldados atacaron la casa de Álvar Núñez y lo prendieron. Lo tuvieron preso
durante un año y lo enviaron a España. No da ningún dato específico de lo que
pasó. El Adelantado contaría en detalle su versión en sus Comentarios, acusando
de todo al maquiavélico Irala, como jefe del complot y golpe militar (Naufra-
gios y comentarios 184). Ulrico tampoco dice nada sobre las acusaciones que
presentaron al Rey por supuestos delitos que había cometido el Adelantado, ni
del armado de su causa judicial, que fue instrumentado por la facción iralista.
El golpe militar de 1544 fue de una enorme gravedad institucional. Rebelarse
contra Álvar Núñez equivalía a atentar contra la corona, ya que este había sido
designado en su puesto por el Rey: era, además de Adelantado, Gobernador y
Capitán General del Río de la Plata. Irala y los oficiales armaron una mega-causa
contra el Adelantado, para hacer pasar la rebelión iralista y la lucha por el poder,
como una acción heroica y altruista en defensa de la monarquía (El Jaber, Un
país malsano…179-95). Reunieron múltiples testimonios de los soldados para
apoyar sus acusaciones. Recurrieron a promesas y a la intimidación. Si bien no
facciones entre los soldados de Irala y los de Álvar Núñez se intensificó. Duró dos años y
amenazó con desembocar en una guerra civil.
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La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
estaban seguros de que el Consejo de Indias y el Rey les creyera, querían evitar
al menos que los consideraran abiertamente rebeldes sediciosos. Se presenta-
ron como salvadores de la monarquía (Irala 229). Sin embargo, el acusado era
nada menos que el mismo representante del Rey. La causa de Irala era endeble.
Ulrico informa que después del golpe se reunieron todos para designar un
gobernador del país y eligieron a Irala, ya que “la mayor parte de la gente estaba
muy contenta con él” (79). La lucha de facciones entre iralistas y alvaristas con-
tinuó durante dos años más. Estuvo a punto de transformarse en una guerra
civil. Dice: “…nosotros los cristianos estuvimos entonces los unos contra los
otros y no nos concedimos nada bueno el uno al otro y nos batimos de día
y de noche…y guerreábamos entre nosotros que el diablo gobernaba…que
ninguno estuvo seguro del otro” (80). Las cosas cambiaron cuando se dieron
cuenta que los guaraníes de la zona, liderados por Tabaré, viendo las disensiones
entre ellos, planeaban rebelarse y echarlos de la región. Comprendiendo que
estaban todos en peligro, se unieron. Ulrico describe la campaña. Irala se alió a
los Yapirús y Guatatás para combatir a los Carios. Durante la guerra, que duró
año y medio, los españoles demostraron una y otra vez su superioridad militar.
Al final de la guerra Irala ordenó que modificaran su táctica y dejaran de
matar a mujeres y niños. Pidió que los tomaran prisioneros, para obligar a Tabaré
a rendirse, a cambio de la vida de los cautivos, como ocurrió (88).
Ulrico dice que después de esta guerra disfrutaron de dos años de tranqui-
lidad. Fue en ese momento que Irala ideó una nueva expedición de conquista
río arriba por el Paraguay, en busca de oro. Para esto convocó a trescientos
cincuenta soldados, pertenecientes la mayoría a la facción que lo seguía, para
emprender la expedición, junto a tres mil indios. Partieron de Asunción en 1548,
en siete bergantines y doscientas canoas (89). Ulrico describe los distintos pueblos
que encontraron a lo largo de su camino, y cómo procedieron en su guerra de
conquista. Comenta sobre el aspecto físico de los indígenas, refiere si tenían o
no riquezas, y cómo se relacionaron con ellos. Cuenta si estos resistieron y se
defendieron, o se entregaron y les dieron lo que ellos les pedían. Uno de estos
pueblos, los Mbayas, tenían una compleja y sofisticada organización social,
que se parecía en muchos aspectos a la de las cortes europeas. Dice: “Estos
Mbayas son un gran pueblo en conjunto y tienen sus vasallos; estos deben
labrar y pescar y (hacer) lo que se les manda. Es lo mismo como acá afuera los
labriegos están sometidos a un señor noble…” (90). Estos Mbayas tenían todo
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Alberto Julián Pérez
tipo de cultivos y plantas, un terreno muy fértil y usaban la llama como animal
doméstico de transporte. El cacique le regaló a Irala cuatro coronas de plata. El
obsequio avivó en todos ellos el deseo de encontrar metales.
Viajaban por la zona selvática en una línea paralela a la de las montañas de la
cordillera. Esta última era jurisdicción del alto Perú. Era de allá que seguramente
provenían los metales. Irala tenía la esperanza de que los pueblos de la selva
supieran donde había depósitos de metales dentro del área en que vivían. Para
Irala viajar en esta zona con un ejército era arriesgado, el Perú estaba en guerra.
Gonzalo Pizarro lideraba la rebelión de los encomenderos pro-esclavistas, que
resistían la aplicación de las Leyes Nuevas. En 1546 la contienda había tenido un
desarrollo dramático. El gobernador Pizarro se enfrentó al ejército del Virrey en
la batalla de Iñaquito, lo derrotó y lo hizo ejecutar. La muerte del Virrey causo
conmoción en España. Carlos V envió a su mejor hombre a poner orden en
el Virreinato: el militar, sacerdote y diplomático Pedro La Gasca (Bolaños 243).
La insurrección contra Álvar Núñez, ocurrida en el Río de la Plata en 1544,
había dejado expuesta la posición pro-esclavista de Irala y de gran parte de sus
soldados. Cuestionaban las Leyes Nuevas de 1542, que impedían esclavizar a
los indios y limitaban las encomiendas (Menéndez Méndez 23-47). La Gasca
buscaba castigar a los culpables de la rebelión del Perú y lograr que todos los
capitanes y administradores coloniales del virreinato obedecieran la autoridad
real. Estaba al tanto de lo que ocurría en Asunción y le informaban sobre la
marcha del ejército de Irala en esos momentos.
La buena relación de los soldados con los Mbayas no duró mucho. Los
españoles los atacaron y les mataron mil hombres. Los indios huyeron, y los
soldados y sus aliados indígenas fueron en persecución. Los siguieron durante
tres días. Encontraron a un gran grupo de Mbayas, hombres, mujeres y niños,
acampados en un bosque. Estos no eran parte de los indígenas que los habían
atacado, pero igualmente arrasaron con ellos. Dice Ulrico: “Se dice con agrado
en muchas ocasiones el inocente debe pagar junto al culpable, así sucedió
también aquí que en esta escaramuza quedaron prisioneras y muertas más (de)
tres mil personas, entre hombres, mujeres y niños” (93). Ulrico recibe un buen
botín: diecinueve esclavos. Las leyes permitían esclavizar a los indios si estos se
rebelaban contra el Rey y hacían la guerra.
La expedición continuó su marcha hacia el norte. Encontraron varios pueblos
en el camino: los Chané, los Toyanas, los Paiyona, los Morronos, los Simenos. Estos
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los recibieron en paz y les ofrecieron alimentos, y guías para que continuaran
su marcha. A medida que avanzaban el terreno se volvía más seco. Llegaron
a la tierra de los Mayáguenos. Estos los desafiaron y se enfrentaron con ellos.
Los españoles los vencieron y se quedaron a descansar en su pueblo, que tenía
abundante comida (99). Siguieron viaje hacia los Corocotoquis y los Macasís.
Estos últimos hablaban castellano. Los Macasís dependían de un español que
se llamaba Pedro Anzures (102). Acamparon allí, estaban a trescientas setenta
leguas de Asunción.
Poco después recibieron una carta del General Pedro La Gasca, Presidente
de la Real Audiencia. Le informaba a Irala de que tenía noticias que su ejército
estaba marchando hacia Lima. Por si no lo sabía, ya habían entrado en tierras
que pertenecían a la jurisdicción del Perú. El Presidente lo intimó “bajo pena
de vida por orden de su Cesárea Majestad, no avanzara con la gente y esperara
ahí entre los Macasís una ulterior disposición” de su parte. Ulrico agrega que
“el gobernador desconfiaba que nosotros hiciésemos una rebelión en el país”
(104). La Gasca temía que se unieran a los rebeldes pro-esclavistas de Lima, lo
cual, asegura Ulrico, ellos hubieran hecho de buen gusto. Acusa a Irala de ser
débil, y haberse puesto de acuerdo con La Gasca para detener la expedición,
traicionando el interés de los soldados, que querían seguir su marcha hacia Lima.
Él creía que La Gasca seguramente “le había hecho un buen regalo” a Irala y este
había obedecido para salvar su vida, en contra de los deseos de los soldados,
que querían avanzar hacia la capital (104). No hay datos que corroboren esto,
pero las opiniones de Ulrico seguramente reflejaban los comentarios que los
soldados hacían en esos momentos sobre las razones por las cuales su capitán
había detenido la marcha.
La Gasca les informaba además en la carta lo que había ocurrido reciente-
mente en el Perú. Su ejército había derrotado en batalla a Gonzalo Pizarro. Lo
habían juzgado, junto a los encomenderos y oficiales rebeldes, por sedición, y
habían condenado a muerte a muchos de ellos. Hicieron decapitar a Pizarro
junto a cuarenta y siete de sus seguidores.
La noticia que les daba La Gasca causó conmoción entre los soldados de
Irala. Ulrico acusa al Presidente de la Real Audiencia de Lima de ser injusto, y
dice que el mismo rey no lo hubiera hecho decapitar, ya que le debía mucho
a los hermanos Pizarro. Estos habían conquistado para él el Perú, y si se habían
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Alberto Julián Pérez
rebelado era porque les querían quitar bienes y esclavos que eran de ellos. Explica
que a nadie le gustaba que le robaran lo que había ganado (103-4).
Irala obedeció la orden de La Gasca y envió a su encuentro, a su pedido, a
cuatro de sus oficiales para que hablaran con él. Este los recibió amablemente
en Lima y le mandó decir a Irala que debían continuar esperando sus órdenes
en el mismo sitio donde estaban. La Gasca desconfiaba de Irala, sabía que era
un hombre ambicioso. Este se había erigido en teniente gobernador en reem-
plazo del Adelantado Álvar Núñez Cabeza de Vaca, sin mediar aprobación
superior alguna.
La Gasca le nombró un remplazante, Diego Centeno, como gobernador del
Río de la Plata. Quería sacar del poder a Irala. El Presidente envió un correo con
el nombramiento de Centeno, que estaba fuera de Lima, para informarle de
su decisión, pero Irala se enteró; con gran osadía hizo que uno de sus hombres
de confianza, dice Ulrico, lo interceptara y le quitara la carta (105). Aquí Ulrico
cuenta parcialmente lo que pasó, ya sea porque no sabía todo, o porque, sa-
biéndolo, decidió ocultarlo para proteger a su jefe. Irala había hecho asesinar al
mensajero, para que nada se supiera de la carta y el nombramiento no pudiera
llegar a destino. Así lo denunció el gran historiador jesuita José Guevara en su
Historia del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán. Este dice: “Tuvo noticia Irala,
y valiéndose de un confidente suyo, que despachó al camino, robó los pliegos
al portador, y le mató a puñaladas. Tales monstruos engendraba en aquellos
tiempos el Paraguay, y por medios tan injustos se abrían camino para empuñar
el bastón” (Guevara 111).
La expedición de Irala retrocedió hacia Asunción. Dejaron la tierra de los
Macasís y fueron en dirección a la nación de los Corocotoquis. Estos no quisieron
que entraran en su pueblo. Los españoles los atacaron y vencieron fácilmente.
Dice Ulrico: “Aquellos que encontramos debieron entregar el pellejo y debieron
ser nuestros esclavos, así que ganamos en esta escaramuza cerca de mil perso-
nas, fuera de los que se han matado entre hombres, mujeres y niños” (107). Se
quedaron dos meses descansando en el lugar y emprendieron luego el regreso
hacia donde habían quedado los barcos. Ulrico resume el éxito que tuvo la
expedición y expresa su satisfacción con las ganancias obtenidas. Había transcu-
rrido un año y medio desde que salieron de Asunción. Durante ese tiempo no
hicieron “otra cosa que guerrear”. Dice: “…en esta hemos ganado hasta doce mil
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La Nueva Argentina / Poemas Cuentos Ensayos
personas entre hombres, mujeres y niños que debieron ser nuestros esclavos, así
que yo por mi parte he conseguido para mí unas cincuenta personas…” (107).
Al llegar a los barcos se enteraron de que durante su ausencia habían ocurrido
graves incidentes en Asunción. Irala había dejado allá como su lugarteniente a
Francisco de Mendoza. Este quiso celebrar elecciones para reemplazar a Irala,
argumentando que seguramente el gobernador había muerto, dada su larga
ausencia. Confiaba que los de su bando serían mayoría y lo elegirían a él. En la
puja entre iralistas y alvaristas, los iralistas perdieron: salió elegido el alvarista
Diego de Abreu. Mendoza no quiso aceptar el nombramiento y el bando de
Abreu lo tomó prisionero y lo hizo decapitar. Cuando llegó de regreso Irala con
su expedición en 1549, los alvaristas resistieron. Irala sitió la ciudad. Mucho de
los hombres de Asunción simpatizaban con Irala y pronto se cambiaron de
bando. Diego de Abreu comprendió que no podían resistir mucho tiempo más
y escapó con un contingente de alvaristas fuera de la ciudad (109).
Ulrico resume que este enfrentamiento civil entre facciones duró dos años.
Durante los meses siguientes, los rebeldes, liderados por Abreu, hicieron una
suerte de guerra de guerrillas contra Irala. Este recurrió a su talento político in-
discutible para dar un golpe de mano y cooptar a los alvaristas: tomó prisioneros
a los oficiales principales alvaristas y los condenó a muerte. Luego les ofreció
perdonarles la vida a cambio de una alianza de familia con él: casó a cuatro de
sus hijas mestizas, que había tenido con sus numerosas concubinas indígenas,
con los cuatro capitanes alvaristas más importantes (110). Así logró que el
núcleo de los oficiales contrarios se pasara a su bando y dejaran solo a Abreu.
Formó una fuerte alianza con estos oficiales, que resultaron luego esenciales
para afianzar su dominio en la región. De una de estas alianzas matrimoniales
nacería el más importante historiador mestizo que narraría la historia de la
conquista: Ruy Díaz de Guzmán. Nieto de Irala y admirador de este, contaría la
historia de la conquista desde la perspectiva política de su familia, poniendo a
su abuelo como personaje central, elevándolo al rango de gran héroe y noble
redentor de indios. Ulrico dice que después de estos casamientos finalmente
hubo paz entre los soldados. Irala hizo buscar a Abreu. Lograron localizar donde
se ocultaba y lo mataron.
La historia de Ulrico Schmidl en el Río de la Plata va a interrumpirse en este
punto: para él había llegado el momento de regresar a su tierra. Recibió una
carta de su hermano desde Alemania, donde le decía que se encontraba muy
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enfermo. Le pedía que volviera, sería él quien heredara los bienes de la familia.
Ulrico solicitó permiso a Irala para regresar a su país. No era usual que un jefe
permitiera que uno de sus hombres abandonara el servicio por razones perso-
nales y volviera a Europa. El Río de la Plata necesitaba soldados y eran inflexibles.
Pero Ulrico había sido uno de sus hombres más fieles, e Irala consintió. Salió
de regreso en un viaje por tierra con otros soldados que se iban “sin permiso”,
escapando (112).
Partió llevando con él el dinero que había podido acumular como botín
de guerra durante esos años. Lo acompañaron veinte indios y logró llegar a la
costa del Brasil seis meses después, en una marcha muy accidentada y llena de
peligros. Allí se embarcó para Lisboa. Tuvo un largo y peligroso viaje. Enfrentaron
varias tormentas. Vio durante la navegación peces que lo sorprendieron por su
vigor y tamaño, como el pez espada y el pez sierra. Llegó a Lisboa y se trasladó
a Sevilla, donde pasó dos semanas. Luego fue a Cádiz, para embarcarse en uno
de los barcos holandeses que iba hacia los Países Bajos (122). Contrató su pasaje
con un barco de los Erasmus Schetz, que le habían recomendado. El capitán de
este, que lo trató con gran amabilidad, se embriagó, desgraciadamente, la noche
antes de partir, y al día siguiente se hizo a la mar dejando a Ulrico en tierra. Este
no tuvo más remedio que contratar otro barco, y volver a pagar el pasaje. Este
problema inesperado ocurrido terminaría salvando su vida. El barco se hizo a la
vela en un convoy de buques y, a poco de partir, una fuerte tormenta amenazó
a la flota. No tuvieron más remedio que regresar a puerto en Cádiz. Durante
el viaje, el capitán del barco en que debería haberse embarcado y donde iba
todo su equipaje se había unido al convoy. Este cometió un error: confundió al
llegar a tierra un fuego de la costa con el farol del barco líder que le indicaba el
camino para acercarse a la costa. El barco encalló en un arrecife y poco después
estalló en pedazos. Se ahogaron casi todos sus ocupantes y se perdió toda la
mercadería y varios cofres con plata y oro que llevaba. Ulrico le dio las gracias
a Dios por haberle salvado la vida (123).
Luego de dos días en tierra volvió a iniciar el viaje a Amberes. Llegó el 26
de enero de 1554. Hacía veinte años que había partido de esa misma ciudad.
El lansquenete alemán llegaba cargado de experiencias, algunas placenteras y
otras terribles. Había formado parte de la maquinaria de guerra del imperio
español. Había visto a la muerte cara a cara muchas veces y había matado a
cientos de indígenas con su espada y su arcabuz. Había hecho una pequeña
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daría lugar al tímido comienzo de una sociedad civil dominada por estas ins-
tituciones poderosas. De esa dialéctica emergería, con el paso del tiempo, la
sociedad criolla.
Signada por su experiencia de explotación esclava, la sociedad colonial en el
Río de la Plata fue una sociedad de señores y sirvientes, donde cada uno ocupaba
su lugar según su raza. Sociedad autoritaria y represiva, los militares tendrían
siempre un papel determinante en su historia. En ella, un sector privilegiado,
noble, poderoso, ostentaba su riqueza y su poder sobre un pueblo indígena
miserable, esclavo, analfabeto, sin destino. Sintiéndose inferior y vencido, este
pueblo guardaría como único tesoro su rencor y resentimiento, que le permitiría
con el tiempo rebelarse contra ese amo imperial inhumano que había destruido
a cientos de comunidades indígenas, con el único objetivo de enriquecerse y
mostrar su poder ante los otros pueblos.
La mayor parte de los soldados y comandantes de la conquista estaban
convencidos de su superioridad y de la inferioridad de los pueblos sometidos.
Pasaban sus opiniones por el tamiz de la conciencia europea. En sus libros
aprendemos más sobre lo que Europa creía de sí misma que sobre lo que era el
mundo indígena. La relación de Ulrico Schmidl no describe el encuentro con el
otro: muestra el proceso de negación y destrucción de ese otro. La historia de
la conquista de América es la historia terrible de un genocidio de proporciones
masivas, jamás reconocido por sus responsables, que hoy nos avergüenza.
Bibliografía citada
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