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La Discriminación

laboral: feminizada
Autor: Inés Alonso de Vega

Quisiera abordar un tema que me


tiene hoy enfadada y que relata la
historia de muchas mujeres: la mía
propia, la de mi hermana, la de mis
amigas y conocidas, la de todas
nosotras en algún momento de
nuestras vidas. ¿Por qué es tan difícil
ser mujer? Vemos venir las zancadillas que nos va a poner la vida y estamos preparadas
para ellas. Salimos cada día a batallar en la vida con la armadura puesta, con el corazón
protegido y la esperanza de ser tratadas con respeto e igualdad. Sin embargo, en algún
momento, ese pie escurridizo y patriarcal nos hace caer.

Esta semana perdió el trabajo. Ese trabajo mal pagado que tanto le costó conseguir.
Aunque decir «perder» el trabajo me hace pensar en esa cancioncilla de «¿Dónde están
las llaves? Matarile, rile, rile.» Peor, suena al «ha perdido la vida» en las noticias sobre
violencia de género. No, en el fondo del mar, ni hay trabajos ni hay vidas: a ella la han
echado y este mes de abril han matado a ocho mujeres en nuestro país. La he visto
combinar hasta tres trabajos al mismo tiempo para salir adelante. De un sueldo precario al
otro. De un horario incompatible con las labores del cuidado a otro igual de limitante. Años
lleva buscando la tranquilidad económica, la estabilidad material y emocional. Porque el
dinero sí da la felicidad, no nos dejemos engañar por frases hechas. Con dinero,
compra mejor comida, conduces un coche que no te va a dejar tirada en cualquier esquina,
pagas impuestos para que no te acose Hacienda, te permites actividades de ocio para que
vivir no sea solo trabajar, te permite viajar y conocer otras culturas y un largo etcétera,
pero, sobre todo, te da autonomía y control sobre tu propia vida para tomar decisiones. El
dinero te da libertad.

«Para vivir así, me voy al pueblo», se dijo. No hay razón para quedarse en esta metrópoli
chupasangre si voy a vivir peor que en casa, con los míos. Ahí se fue, digna y
esperanzadora. Encontró un trabajo de lo suyo, por menos del salario mínimo, con horas
de trabajo no declaradas y un horario partido que le impedía ocupar un segundo trabajo
para compensar. No tardó en hartarse. «Así no», se dijo. Se fue a otro trabajo, que no era
de lo suyo, pero que le gustaba, porque pagaban un poquito más, aunque seguía
declarando las horas que al jefe le convenía. Se quedó embarazada. Un embarazo que le
aportó una felicidad infinita, porque no sabía si podría hacerse realidad algún día. Trabajó
haciendo labores físicas hasta casi final de término. Tuvo a una niña, la amamantó, la
cuidó, la disfrutó… hasta que sonó el teléfono con la amenaza de que si no volvía a
trabajar, no le guardarían el puesto. Dos meses tenía el bebé. Volvió a trabajar, haciendo
malabares con horarios ajenos para poder dejar a su hija en buenas manos. El padre
de la criatura trabaja y estudia, así que tuvieron que apoyarse también en abuelos/as,
tíos/as y demás parientes. Cuando terminó de dar pecho, solicitó volver al sistema de
rotación de horarios que compartía con el resto de compañeras previo a su parto. El jefe le
pidió que esperara y se mantuvo firme cada vez que ella le recordaba lo acordado.
Pasaron los meses y nada. Esta semana se hartó. Se plantó en despacho y dijo que se
había informado y que tenía derecho a ser la primera en elegir horario. Al jefe le molestó
que se hubiera leído el convenio. Conocer sus derechos es siempre una amenaza para el
explotador, así que la echó. A la calle, con un bebé al que había dejado de mano en mano
por cumplir con sus responsabilidades laborales, con toda la pena del mundo.
Esta misma semana, otro ejemplo: ella volvió a trabajar tras su baja de maternidad
completa. La mitad de la cual se pasó buscando trabajo para no tener que volver a un
puesto que la exigía estar pendiente de los emails las veinticuatro horas. No encontró nada
y tuvo que reincorporarse. Allí se le mezclaron las emociones: la crisis post-parto, la
separación de su bebé y un trabajo incansable que la asfixiaba. Cuando ya no pudo
respirar, se fue. No sin intentar conciliar primero: le denegaron reducir horario. Meses de
depresión, oscuridad, impotencia, meses que perdió lejos de su hijo en un no parar de
trabajar para pagar las facturas. Cero empatía por parte del patrón, varón. Ese patrón, que
también ha tenido hijos, pero su pluma heterosexual, aquella de la masculinidad tóxica, le
ha impedido disfrutarlos de cerca. Lo importante es proveer y proteger… si eres hombre,
claro. Sino, dedícate a procrear y luego, ya hablaremos.

Yo misma he pasado por decenas de trabajos. He ocupado labores en hostelería, en


recepción, en eventos, dando clases,… combinando trabajos para salir adelante. A mí
también me han despedido por razones ajenas a mí y también me han descontado el
salario por razones ajenas a mí. Todas en algún momento de nuestras vidas hemos
trabajado para alguien que se dedica a explotarnos, que no le importa nuestra situación
personal y que no responde ni a convenios colectivos, ni a leyes laborales, ni a ética de
ningún tipo.

¿Para qué sirve el feminismo?, se preguntan algunos. Para que cuando queramos ser
madres, no nos discriminen. Desde que nos adentramos en «edad de tener hijos»,
notamos las dudas de los empresarios. «¿No me irás a dejar tirado de aquí a unos
meses?» Con nuestro limitado salario, con nuestras dudas y miedos de ser capaces
de hacerlo todo, con la esperanza de que nuestras parejas vayan a ser los padres
corresponsables con los que soñamos, nos lanzamos a la piscina. Al salir, está la
decepción, esperándonos.

Este post se lo dedico a todas esas mujeres. A mi hermana, la primera, por pasar por lo
que está pasando. A mi buena amiga (ella sabe quien es), por sobrevivirlo. A todas las que
me leéis, para que no os rindáis.

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