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Índice de contenido

Prefacio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
FINAL
Capítulo 75
¡Enfermerooo!

Guillermo Lopez
Revisión a cargo de Susana Curia

Dirección Editorial
Yanina Orrego
Codirector Editorial
Julián Kronn

© TAHIEL ediciones 2021


Av. Rivadavia 6743 (Loc. 71)
(+54-11) 4-632-6136
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Capital Federal – Argentina
www.tahielediciones.com.ar

© Guillermo Lopez 2021

Queda hecho el depósito legal establecido por la ley 11.723.

Queda prohibida la reproducción total o parcial así como su almacenamiento o fotocopiado mediante
cualquier sistema elec trónico o mecánico sin la debida autorización del autor o de la editorial. Todos
los derechos reservados.
La enfermería es una carrera técnica humanística perteneciente a aquellas
profesiones de solidaridad y bondad al prójimo, altruista. Una profesión que
requiere amplio conocimiento académico, preparación física y mental.
Carrera de procedencia oscura con futuro claro. De ascendencia en
reconocimiento mundial por ella misma, como por las demás profesiones;
necesaria para el correcto funcionamiento de las instituciones y de amplia
demanda laboral en el campo clínico así como comunitario.
La voz del paciente, quien vela por la persona cuando no hay nadie, la
presencia en ausencia de familiar, soluciona situaciones ajenas a su
profesión en pos de una mejor calidad de vida, sin retribuciones: la
profesión del futuro con grandes cambios tecnológicos, pero con el mismo
amor remoto de los inicios. Profesión que acompañó a la evolución del
hombre. La enfermería nació antes que la medicina, con los cuidados
brindados a quienes lo necesitaban, pero profesión reciente como carrera
universitaria.
La enfermería es ciencia, progreso, calidad humana. Una profesión
biológica que engloba lo psicológico, lo social, lo religioso. Este
conglomerado de conocimientos es requisito para el correcto accionar
profesional.
Prefacio

No sé muy bien sobre qué carajos escribir. No se me da mucho esto de


la escritura. Tengo tantas, tantas ideas y, a la vez, no surge ningún
comienzo que me convenza, ¡esta situación me frustra! Ya tiré varios
papeles e intenté varios inicios pero ninguno tan bueno como espero que
sea el adecuado. Me dan ganas de fumarme uno y tirar a la mierda este
proyecto. Pero no voy a hacer eso. Me lo propuse y me animo a mí mismo
diciéndome mentalmente “vos podes hijo de mil puta, una vez en la vida
hace algo por vos” y esa frase saca adelante a mi ego para concretar esto
que, quizá, termine en la basura de alguien más. Aunque termine allí, al
menos cumplí la meta y eso es lo que importa. Que nadie lo lea sería un
fracaso que estoy dispuesto a correr. Otro fracaso más no me afecta y
tampoco me molesta. Y fracasos tengo tantos en la memoria… ¡eso, mis
memorias! ¿Para qué inventar una historia si ya tengo una gran parte de
situaciones que, tranquilamente, pueden camuflarse como ficción? Voy a
escribir mis memorias de enfermero.
Esto es lo malo de no haber leído un puto libro en mi vida. Quizá me
hubiera orientado un poco más pero… ¡que se mueran los escritores y
sus obras de mierda! Miles de horas invertidas en intentar descifrar una
sola idea, no es lo mío, con sus monótonos finales felices; su técnica en
puntos, comas y todos sus adornos que no sé muy bien. Voy a ser simple y
claro. Ese es mi objetivo. Es más, la gente puede leerlo como se le cante.
Eso me destacará pues cada cual sacará sus propias conclusiones y, sino,
que se vayan al carajo.
Capítulo 1

Cuando me preguntan ¿por qué enfermería?, yo les respondo que no sé


muy bien la respuesta; un día digo una cosa y al otro día digo algo
completamente diferente, pero que siempre redunda en lo mismo, siempre
estuve interesado en las ciencias de la salud, predispuesto a ayudar al
prójimo y no fue más que recolectar información para llegar a la conclusión
de que la profesión que quiero ejercer en mi vida, es la enfermería. Una
carrera que ni siquiera sabía que existía y, al encontrarla, vi un amplio
potencial en mí para este fin. Observar y analizar el plan de estudio de la
carrera impulsó aún más mi decisión para intentar hacerlo. A decir verdad,
me sentí incapaz y me arriesgué al rubro sin tener nociones claras sobre qué
funciones hacen, pero así fue. Ahora brindo mis cuidados y mis
conocimientos a la sociedad.
Todo esto lo digo con un tono de emoción, ojos vidriosos y una amplia
sonrisa que ocultan la verdadera razón: básicamente es, por sobre toda las
cosas, la salida laboral. Esta respuesta me la reservo para mí. Suele estar
mal visto el informar que me interesa más el dinero que el prójimo,
priorizar mi bienestar que la salud ajena. Un día leí en los anuncios
clasificados del periódico: se necesita enfermero para clínica de
rehabilitación; enfermero terapista para hospital de renombre, ¡urgente!
Enfermera especializada en neonatología, sexo indistinto. Así, anuncios a
montones, algunos, destacados por colores.
Sin saber nada de sus funciones —como dije—, sin siquiera conocer a
alguien en la profesión, tomé coraje y me dije “a la mierda todo, ¿qué tan
difícil puede ser?” Y así fue que, a pesar de la ignorancia absoluta sobre el
rubro, me inscribí y terminé la carrera. Un cartón rectangular que dice:
“Guillermo López Enfermero Profesional”, llegó después de cinco años de
cursada y seis meses de espera burocrática para la obtención del título. Fui
matriculado para ejercer la enfermería.
Creo que mis allegados nunca pensaron que terminaría la carrera, y
también me incluyo, porque tampoco creí poder llegar a tener un diploma.
Soy el primero en mi familia con título universitario. El precursor
académico, como me gusta auto proclamarme, pero no soy ningún motivo
de orgullo para ellos. ¿Qué puede esperar ese viejo borracho que tengo
como padre y una madre que solo mira telenovelas?, ella es de esas mujeres
que mientras haya comida sobre la mesa no hay razones de malestar.
Hermanos y hermanas vagas, dependientes de sus maridos o del Gobierno
Nacional según sea el caso. En síntesis, familia numerosa pero al fin y al
cabo no cumplen ningún lugar en mi vida. No sé si viven cerca o lejos, si
necesitan algo o si están bien; personalmente no me importa, no pienso
demasiado en ellos, no muevo un dedo en encontrarlos, reencontrarme o
formar lazos. Los necesité y nadie estuvo, ahora me acostumbré a que yo ya
no los necesito. No los puedo borrar de la memoria por más que quisiera;
solo puedo recordar sus nombres porque ya ni me acuerdo de sus rostros.
Deduzco que quizás, en algún momento, me habré cruzado con ellos o con
sus hijos en la calle pero, en verdad, no los reconocería. Hace varios años
me acostumbré a que nadie llame al portero de mi hogar para preguntar por
mí. Cuando dije “allegados” me refería a mis vecinos transitorios y a mis ex
compañeros de cursada, pero tampoco hay contacto con estos. Soy un ser
solitario.
En fin, me abocaré a mi profesión. No fue nada difícil conseguir trabajo.
Seguían los mismos anuncios de: “se necesita enfermero” de hace años.
Inclusive, había más que la última vez que revisé los clasificados cinco años
atrás. ¿Mucha demanda? ¿Condiciones laborales horribles? Fueron algunas
de las preguntas que me hice, pero para esto estudié y el trabajo estaba allí,
así que lo tomé. Yo quiero creer que las instituciones estaban esperando mi
egreso de la universidad para ser calificado para el rubro.
Tuve dos ofertas laborales en la misma semana. Luego de las entrevistas
empecé a trabajar en ambos quehaceres. La razón de tener dos trabajos es
básica; el sueldo que ofrecen tanto allí como en la totalidad de las
instituciones alcanza para sobrevivir y un poquito más, y si uno quiere un
placer extra necesita conseguirse otro trabajo. Así de sencillo es, así de
naturalizado está. No me ofende ni me molesta; nunca tuve nada, ni siquiera
responsabilidades y ¿me voy a hacer el exquisito de respetar las cuarenta y
cinco horas semanales? Antes de quedar en casa fumando y masturbándome
más de una vez al día, opto por salir a “laburar” en dos lugares. Lo veo
como una inversión de mi tiempo, pues dos turnos corresponden a dos
cheques a fin de mes.
Para mi propia sorpresa el turno de la noche no es todos los días, sino
noche de por medio; así lo dijo la jovencita de recursos humanos que la
recuerdo por ese prominente culo que distinguía a la distancia y la
destacaba del resto del personal. También tenía ojos verdes, pero mucha
gente los tiene. En el turno matutino ofrecían algo denominado “plus por
insalubridad”, —lo dijo el muchacho de Recursos Humanos— y es por
trabajar más de seis horas en atención con pacientes; la séptima hora la
pagan con un doce por ciento de aumento —otro extra en el recibo de
sueldo—. Es decir que trabajo por la mañana siete horas y descanso los
fines de semana; por la noche, diez horas día de por medio, caiga el día que
caiga. Por lo tanto, tengo tiempo libre a pesar de que pensaba que no.
No puedo creer que, de no tener trabajo, ahora tengo dos. Pensé que no
iba a poder descansar ningún día pero, increíblemente, sí puedo los fines de
semana para el trabajo matutino y noche de por medio libres para el
nocturno, creo que con tanto descanso podría considerar en buscar un
tercero.
Capítulo 2

—Sus funciones son simples, señor López, debe cuidar la integridad de


los pacientes. Así finalizó la instrucción la jefa de departamento de
enfermería con su voz autoritaria y su presencia violenta. Ella es la máxima
autoridad del plantel de enfermería de la Institución Santa Mónica. Dijo una
frase tan ambigua que, según ella, aclaró todo y para mí no dijo nada sobre
mis quehaceres.
—Ya di aviso a su jefa de sala, llamada Nilda Lafrestau, para que haga
presencia aquí en la oficina y le adelanto que será ella quien le brindará
todo su apoyo y conocimiento en esta Institución. Sabemos que usted no es
una persona con demasiada experiencia laboral, pero no así con sus
facultades académicas. Usted aparenta ser una persona instruida y
capacitado en el conocimiento científico, por lo tanto no creo que le
demande mucho aprender. Los objetivos son simples pero profundos: jamás
emitimos cuidados y “desbrindamos” la atención a las necesidades de los
desahuciados.
Quedé pensando en la palabra “desbrindamos”, si realmente existe ya que
jamás la había escuchado en mi vida. También reflexioné sobre que lo dicho
no es un objetivo, es una acción. ¿Qué comité de simios ignorantes la
proclamó jefa de jefas?
—¿Cuáles son sus objetivos, señor López, para con nosotros?
En ese mismo momento abrió la puerta de la oficina una señora
cincuentona, rubia, con anteojos, de tetas grandes y caídas y anchas caderas.
Me miró de arriba abajo, quedó unos segundos mirando mi pelo —bien
peinado— pero me ignoró; cruzó de lado el escritorio y saludó con una
vocecita cuasi infantil a Laura Jacobo, la jefa de departamento.
Me importó un carajo las cosas que se dijeron con sus sonrisitas falsas,
muy amigas a simple vista, pero en este rubro no hay amistades. Así dijo
una docente que tuve y no hay razones por las cuales no creerle.
Jacobo me presentó a Hilda, quien me volvió a mirar de la misma forma,
enfocándose sobre mi indumentaria, pero lo que creí un detalle
imperceptible en el uniforme, ella lo evidenció y lo comunicó con su
mirada, no así con su voz: un pantalón dos talles menos compensado por
una larga chaquetilla. Me saludó con una voz más gruesa de la que
recordaba al oírla hablar por primera vez; una voz de dominio, de autoridad.
Me miró fijamente a los ojos, por encima de sus lentes, y comunicó:
—Vamos a la sala.
Me despedí, con respeto, de Laura Jacobo con un apretón de manos y
salimos de allí.
Tenía mucho sueño y hambre, pero ella hablaba como si estuviera
“desayunada” y fueran las doce del mediodía. Mi estómago gruñía; sé que
lo escuchó, pero no le importó.
—Te voy comentando, señor López, dijo intentado mantener la
formalidad, nombrándome por el apellido pero tuteándome, de todas
maneras.
—Esta es una sala de complejidad, no tanto por clínica de los pacientes
sino por la demanda en sí, la inter disciplina aquí se aprecia, es un excelente
equipo de trabajo pero las responsabilidades son personales; yo estaré
observándote de muy cerca —me dijo—, antes de abrir la puerta del office
de enfermería.
Estaban dos muchachas: una, de aspecto taciturno y la otra, un poquito
más experimentada de la vida.
Ambas saludaron con alegría a su jefa, ignorándome por completo.
Nuevamente me importó un carajo lo que cuchicheaban y sonreían de
manera cómplice. La calladita me observaba de reojo pero no se animaba a
emitir palabra. “Esta quiere ser cogida”, me dije, será mi primer objetivo
para este trabajo.
En eso entró un hombre de pelo feo, con guardapolvos, a buscar algo
pero se quedó mirando la situación.
—Guillermo López —dije de manera formal, estirando la mano para el
saludo a cada uno y, cuando fui con la más experimentada, se acercó tanto
que le rocé un pecho.
—Acá nos saludamos con un beso —dijo y agregó—: soy Estela y ella es
Clo.
—Clotilde —dijo mientras me saludaba con un beso y aseveraba que su
apodo era más bonito que su nombre.
No me causó gracia pero una sonrisita en esos comentarios rompe el
hielo y genera vínculo.
El médico hizo un saludo general y me dio la bienvenida. Nadie le dio
importancia y se fue.
—Guille —dijo Estela—, vos vas a tomar el sector del medio. Ya está
hecha la gran mayoría de la medicación así que te toca controlar sus signos
vitales. Pan comido para ser el primer día de trabajo —dijo, mientras giñaba
el ojo.
—Este es nuestro sector —prosiguió Estela—, aquí no entra nadie ajeno
a la institución. Vas a ver que los familiares quieren venir, pero de la puerta
para afuera. La cocina está al lado, ahí va a estar Clo conmigo, pero si
necesitás algo avisanos que te vamos a ayudar.
Pensé, para mí mismo, “son unas hijas de puta, por ser nuevo me hacen
padecer este cuasi maltrato; controlan los estudiantes, bañan los estudiantes,
¿y tengo que hacer tareas de estudiante solamente porque es mi primer día?
Maldito derecho de piso, pero algún día lo haré padecer a algún ingresante,
al “nuevito”.
Capítulo 3

Eran las catorce cuando salí del Instituto de Salud Santa Mónica, una
jornada literalmente sencilla.
Necesitaba almorzar algo; tenía hambre desde el mismísimo momento en
que entré al hospital. Las otras comían y yo miraba y, la única vez que me
ofrecieron —sin ánimos— un bocadillo, dije:
—No, gracias.
Compré un sándwich de jamón y tomate en un kiosco cercano, y lo comí
mientras regresaba a mi casa caminando, ya que había gastado todo mi
dinero en ese emparedado. Al llegar, la bebida sería una lata abierta de
cerveza.
¿Qué decir de mi casa …?un cuarto de pensión. Está relativamente cerca
del Instituto Santa Mónica y del Hospital de Agudos Dr. Carrizo, donde
tengo que ir a trabajar a la noche.
Las instalaciones las comparto con una puta que, ya le dijeron, si sigue
llevando clientes la van a desahuciar; del otro lado, una pareja que cada
veinte minutos discute y se arregla teniendo relaciones sexuales. No
molestan los gemidos de placer por parte de la mujer, sino por parte del
hombre. Debo reconocer que son bastante creativos en sus dichos y, más de
una vez, los utilicé en mis encuentros. De ambos lados, si escuchan ruidos
molestos, me golpean la pared, pero si ellos los generan, hacen oídos sordos
como si fueran dueños de un barrio privado. Enfrente está la cocina y el
bañito; la ducha cae sobre el inodoro: muy creativos al construirlo, pues
podés estar cagando y bañándote a la vez.
Abrí la heladera compartida y me tomé la cerveza. Nunca fui de dormir
siesta pero, sabiendo que en unas horas se aproximaba el ingreso al trabajo
nocturno, preferí intentarlo. Debo mantenerme despierto ya que las noches
son largas.
Tengo mis dudas sobre el futuro, ¿dos trabajos? ¡Mierda que necesito el
maldito dinero! ¿O lo haré por otra razón? No siento querer más
experiencia… ni tampoco el dinero… no sé en verdad qué quiero pero
puedo auto convencerme que es por dinero. Quedo con la teoría de que el
puesto está para que otro lo tome antes que yo. ¿Qué clase de profesional
quiero ser ,qué me espera, qué me deparara el futuro? ¿Solo quiero ser un
buen profesional y cumplir con todas las expectativas impuestas? Trabajar
fuerte, duro y sin descanso es la clave para lograr cualquier meta. Allí
tendré respuestas. Creo que estaba deprimido o ansioso y ahora me doy
cuenta de cuánto.
Si lo pienso, no tengo absolutamente nada, ¿qué va a pasar con mi vida?
Solo puedo dormirme y ser un espectador de mi propia historia. Lo mejor
está por venir y, de verdad, estoy emocionado.
Con las zapatillas puestas me acosté a dormir y no pude.
Capítulo 4

El turno de noche es el mejor de todos. Mi primera impresión es que nadie


jode. No hay controles estrictos; uno solo se dedica a trabajar como
corresponde. El compañerismo es muy distinto, no hay competencia ¿con
quién van a querer quedar bien parados? No hay ningún jefe con la gran
autoridad para lamerle el culo por la noche; esos duermen en sus camas o de
sus amantes. Todos son quienes son. Creo que podré llevarme mucho mejor
con esta gente que con el resto del mundo. Fumadores y tomadores
empedernidos, noctámbulos. Increíble saber que no solo trabajan de noche
porque no hay otro turno, sino que varios relataron que no pueden dormir en
sus casas; varios, con esposos que le dieron el ultimátum: “si no te dormís
andá a laburar”, y aquí están. Saben que se morirán antes; lo aceptan por ser
decisión propia o del sistema y, a pesar de ello, tienen un gran afrontamiento
de la vida a pesar de que van en contra del reloj: duermen mientras la gente
anda, y andan mientras la gente duerme. Cualquiera que no lo experimentó
se frustra con solo escucharlo, pero estos disfrutan de la vida lo que más
pueden y a su manera, que es la mejor forma. Hablan y andan tranquilos
como si fuera las dos de la tarde y son las tres o cuatro de la mañana.
Dos viejas fueron mis compañeras. Me dijeron:
—Que no se te haga costumbre. Nos rotan de sector y de funciones. Hoy
podés estar a cargo de la unidad de cuidados coronarios y mañana reponés
las jeringas de toda la institución.
Es increíble saber cómo la vida sigue a pesar de que uno esté en su casa
descansando.
El turno de la noche es de diez horas. Nos dan la cena y una fruta para la
noche. Pero todos, excepto yo por ser mi primer día, llevaron comida extra.
Café para mantenerse despiertos y, deduzco, picardías en esas mochilas. Por
ser nuevo no me lo dirán, pero seguro brindan a escondidas.
¡Maldito derecho de piso! Me pierdo la posibilidad de brindar con mis
nuevos compañeros el inicio de mi actividad como enfermero del turno
noche.
Permanecí la gran mayoría de la jornada hablando con mis compañeros,
que se reúnen aunque sean de otros sectores. Conocí a Gastón, a Carlos, a
Virginia, enfermeros extremadamente predispuestos en enseñar y me
respondieron muchas preguntas sobre la institución. Algún día trabajaré con
ellos.
La comunicación interdisciplinaria existe en la noche, pero es menos
activa que en los demás turnos; eso lo deduzco con el simple hecho de
permanecer allí; si los pacientes duermen, los médicos duermen, si estos
están tranquilos, los familiares se van o descansan en sus sillas. Si nadie
jode, el personal es feliz.
Estuve despierto toda la noche esperando que lleguen llamados de los
familiares, o que suenen los timbres. No fui molestado en toda la jornada y
si lo fui, no me di cuenta. Fue liviana la guardia (así le decimos a la jornada
hospitalaria: guardia. Deduje que me pagan por estar despierto y nada más.
Ese es el verdadero sacrificio, eso y morirse antes, pero el horario nocturno
cobra un plus por trabajo insalubre, así que me conforma.
Gastón dijo: “observar es tu función”. Virginia acotó: “la noche es
guardia mínima” —para complementar el primer discurso y hacerme sentir
útil solo estando sentado—. “Preservar los avances que se hicieron durante
la mañana y la tarde y que no haya retroceso, o avisar si algo no va bien”.
No es un trabajo difícil, al menos, no lo aparentó, lo descubriré con el
tiempo pero eso sí —y esta es cosa mía y de los que trabajan de mañana
luego de la jornada nocturna—, es extremadamente agotador salir de aquí e
ir al otro trabajo. Espero que esté todo tranquilo pero sé que los jefes, las
rondas médicas, los familiares y los pacientes quieren respuestas y
soluciones, y esto alborota el ambiente y, por lo general, es a mitad de la
mañana. Como si hubiera un cartel que diga: “las soluciones de las
enfermedades solo se atienden exclusivamente de 9 a 12, luego de este
horario esperar hasta mañana, sin excepción”.
Capítulo 5

Al salir del Carrizo, a las seis de la mañana, tengo que viajar hasta el
Instituto Santa Mónica, al que ingreso a las siete. Cuando lo planifiqué, no
me pareció tanto una hora de diferencia entre salir de uno e ingresar al otro,
pero fue lo peor que pude haber hecho. Es una hora en que los párpados
pesan, el sueño duele. Esta primera vez caminé y sentí que los pies lo
hacían por sí solos. Es una mierda de situación; quisiera estar en mi cama
durmiendo. ¿Mi cama? Hasta una cama de clavos aceptaría para dormir.
¿Por qué fui tan avaro para el dinero? Es horrible, y eso que solo estoy
caminando. ¿Será una larga jornada? Supongo que el derecho de piso
seguirá y me harán controlar como ayer.
Llego, tiro la mochila sobre la mesa y me desplomo sobre una silla. Dejo
caer mi cabeza sobre mis brazos cruzados, apoyadas sobre mis rodillas.
Al transcurrir unos segundos, la enfermera de la noche me increpa
indagándome con gestos asquerosos, con su cara demacrada y exceso de
maquillaje, que no ocultaban para nada su vejez.
— ¿Sos el nuevo?
— Sí ,soy Guillermo —dije, mientras me incorporaba.
—Acá, apenas llegás, recibís la guardia; los de la noche estamos tan
cansado como vos, que no duermas es tu problema, nosotros no podemos
dormir por atender gente. Todo sigue igual.
No acotó nada más. Ese fue su pase de guardia.
Llega su compañera sin saludar, sin mirarme, le pregunta:
— ¿Le pasaste?

La más maquillada —que, si no era enfermera trabajaría de ramera, o lo


fue y luego se dedicó al cuidado de pacientes— afirma con la cabeza y
salen sin decir un chau.
Dos viejas locas. ¿Así te volverá la noche? A mí me pareció un lindo
turno de trabajo.
Llegan Clo y Estela con diferencia de minutos; me saludan y me felicitan
por tomar la guardia.
Les digo que salgo de trabajar. Se miran y Clo me consulta:
— ¿No te va a molestar llegar temprano a tomar la guardia¡ ?Nos hacés
un favor inmenso!
La miro penetrantemente y se sonroja. Le hubiera respondido con una
grosería pero, quizá, se ofende y no entrega nunca su sexo, así que respondí
con una sonrisa estúpida y un pulgar arriba.
—No me molesta.
En ese momento no lo sabía pero fue lo peor que pude haber dicho.
¡Ofrecerme para llegar a tomar la guardia! Hay días que no salgo del otro
hospital sino que de mi casa y me auto obligaba a levantarme siempre
temprano.
Estela me pregunta sobre las novedades de los pacientes del piso. No las
sabía, solo conté lo que me dijeron.
—Todo sigue igual.
— ¿Hay cirugías? ¿Algún estudio programado?
—Los mismos que estaban organizados de ayer —dije, sin saberlo.
—Eso hay que preguntarlo; después vienen los doctores y no sabemos si
están en ayunas o si tomaron todo el contraste o si les hicieron las enemas
—Y así enumeró mil cosas. Prosiguió—: Todo es culpa nuestra después, y
a mí solo me gusta responsabilizarme de mis actos, no así los de los
demás. Mis pacientes son mi trabajo.
Mientras Clo, sonrojada, afirmaba con la cabeza.
Iba a salir a hacer la recorrida pero Estela dijo que primero
desayunáramos. Así me invitaron con un café instantáneo, luego del
reproche.
—Si hay urgencia que nos avisen los familiares; lo que en diez horas no
solucionó el turno anterior no vamos a hacerlo nosotros.
Me sorprendió su comentario contradictorio pero me quedé a desayunar.
El café me vino bien y, como pude, soporté la jornada. Cuando llegué a casa
estaba muerto de cansancio pero algo no me dejaba dormir. Daba vueltas en
la cama. “Mucha actividad” me dije. Me bañé y me quedé despierto sin
saber qué hacer.
Capítulo 6

No me dejan pensar sobre lo vacío que me siento estando en lugares


chicos. Los vecinos están cogiendo, lo sé por la pared de mierda; la cama de
ellos da a la pared de mi pieza y siento los golpeteos cada vez más rápidos
sobre mis oídos y a esto se le suman los gemidos del muchacho como si se
lo estuvieran cogiendo a él; estas cosas no me dejan reflexionar tranquilo.
Mi habitación, como las del resto del hotel, es reducida; solo cabe una
cama, un ropero y la mesa: si se preguntan dónde me siento, la cama sirve
de silla. Pero parece que estoy acostumbrado a los lugares chicos, en ambos
trabajos los lugares también son pequeños y pienso que siempre es así. Es
relativo al lugar. El office es el área donde preparamos la medicación, donde
nos encuentran si necesitan algo los pacientes. Compartimos espacio con
jeringas, pañales, sueros, sábanas, pastillas, ampollas de toda clase que trae
la auxiliar de farmacia, obviamente, guardadas en sus respectivos muebles
que también ocupan lugar.
La sala de descanso de enfermería también es chica. De forma estándar,
hay un televisor viejo, microondas que suele no funcionar, heladera, una
mesa, sillas, algunas, tienen una cama, o colchones viejos que se tiran al
piso. Aunque esté iluminada, siempre hay olor a humedad y puede que
piensen que es un lugar donde se tiene sexo, pero no, nunca se eyacula, al
menos no yo. Y desconozco a quien se haya cagado en el respeto del otro, si
quieren coger vayan al baño o alguna habitación vacía. Ahí se coge, no se
acaba.
En fin, cada sala de hospital cuenta con un office y la sala de descanso y,
si es muy “paqueta”, la institución puede que solo el office. Les restan
mucha importancia a la enfermería, no así a los otros profesionales quienes
poseen en forma clandestina un colchón o una cama oxidada fuera de uso.
Desconozco si todos son así pero, cada vez que entré a alguna, siempre fue
chica y eso es experiencia. No cabe duda de que lugares más reducidos sean
más íntimos y pueden dar lugar a encontronazos. Por eso los enfermeros se
llevan bien o se llevan mal. A veces, hay solo banquetas en el office, sin
cuarto de descanso: el culo te queda cuadrado, lo hacen para que te quedes
parado toda la jornada, no allí, sino recorriendo constantemente las
habitaciones de los pacientes. Yo la arreglaría fácil: me encierro en el baño
y me dormiría sentado en el inodoro ¡que tanto joder!
Criado y acostumbrado a lugares chicos, pienso que la soledad me está
matando. Necesito pasar tiempo con alguien: la mujer más potable será la
próxima en ser seducida por mí. Quiero una novia o cogerme por un rato a
la misma que es prácticamente igual. No me di cuenta de que el gordo de al
lado terminó, pero empezó a roncar. Como si fuera yo el que cogió, necesito
fumar algo.
Capítulo 7

Creo que todavía no lo dije, para no sorprender quizá, pero fumo, no


tabaco, sino marihuana y, a veces, me drogo. Es por creatividad, es para
tener mayor tolerancia o puede ser por gusto, ni yo lo sé. Pero sí soy de
esos, pertenecientes a ese selecto grupo, aunque más por relajación que por
adicción .El grupo de los peores “drogones” que conocí están en el
hospicio. Son médicos, cirujanos, gente estresada por el día a día de
convivir con la muerte. No lo comentan, y si son descubiertos dicen: ¡madre
mía, la muerte me atormenta, convivo casi con ella, no puedo más! Y la
gente, por tener un título magister o reconocimiento social, lo acepta:
“Tiene un problema, pero el doctor va a salir, Dios lo va a ayudar”.
Yo sí lo digo aquí y a quien me lo pregunte, no oculto nada. No se
ofendan si saco uno y lo fumo, quédense tranquilos que jamás invitaría,
pídanmelo. Tampoco iría muy drogado a trabajar por respeto al paciente ni
me inyecto demasiado porque me dan miedo las agujas y las intravenosas;
no soy como el médico: él sí sabe las dosis justas para no morir. Así que me
limito a unas cuantas selectas drogas. Les pido disculpas pero ya, al
informar que soy responsable, que lo hago las veces que sean necesarias,
que no trabajo drogado, creo que merezco un mínimo de respeto. Con mi
vida hago lo que quiero. Pero sé que cae mal a aquellos que no lo hacen;
trataré de que pase inadvertido, como el personal de salud que consume y
los atiende. No se enterarán jamás. Debe pasar algo grave para que se los
comunique, así que no le presten atención, solo quise ser un poco sincero
para con usted, lector pero varias líneas de los Capítulos que ya leyó fueron
escritos por mí, “fumado” y, si antes no le importó, calculo que a posteriori
tampoco.
Capítulo 8

Voy a Llegar tarde. No entiendo por qué la alarma no sonó y si sonó por
qué no la escuché. Me pongo los calzones y las medias de ayer, tomo una
remera limpia y busco el uniforme. Todo está arrugado y así lo deposito en la
mochila y, sin lavarme la cara ni peinarme, salgo a trabajar. Con dos líneas
marcadas y un rastro de saliva en la comisura del labio, no estoy lejos; con
un poco de apuro llegaré a tiempo, pero sudoroso. Una docente siempre dijo
que debemos estar presentables, pero prefiero llegar a tiempo.
No corrí, caminé rápido y así llegué al hall. Al intentar fichar vi a uno de
los médicos que se apresuró y colocó el dedo en la máquina; esta hizo un
sonido que indicaba que estaba todo bien y yo sería el próximo. El personal
de seguridad que observaba todo me chistó y me dijo, con cara de malo.
—No se puede fichar sin la indumentaria de trabajo.
Lo miré .Estaba vestido de policía pero no tenía un arma reglamentaria,
solo era malo de palabra y su vestimenta, un disfraz.
Repitió nuevamente y de mala manera:
—No podés. Son las reglas.
Pensando que yo me intimidaría y que iría al vestuario a cambiarme para
fichar. Le dije:
—Había un médico de civil, sé que era uno porque nadie va de traje al
trabajo.
¿Personal de maestranza de traje? ¿Enfermero de traje? No en esta vida.
—Disculpame —continué—, pero son casi las 7.00 a. m.
Y era verdad, faltaban tres minutos para el horario de entrada, me
descontarían parte del sueldo por solo fichar 7:01 a. m.
—Es así el reglamento, señor —me dijo, intentado ser correcto.
—Decile lo mismo al médico que ya fichó —le acoté, e intenté fichar y
me corrió el dedo.
—¡No se puede¡ ,!andá a cambiarte! —gritó.
Esa acción me pareció una agresión, una razón para un golpazo en el
rostro, una ira que salía por los ojos que él también tenía. Era cuestión de
segundos para iniciar una pelea con previa discusión. Pero en ese momento
llegó el médico de pelo feo, también de civil y pidió permiso: me vio, me
reconoció y, mientras fichaba, me saludó:
—Buen día, Guillermo.
Solo le dije “hola”, teniendo al idiota de seguridad próximo a mí.
Miré al de seguridad que quedó perplejo porque se dio cuenta de que era
algo personal contra mí o mi profesión y le dije escuetamente, con un tono
serio de voz:
—Todo muy lindo: las reglas, tu trabajo de seguridad, que estés atento a
quién ficha, quién está vestido y quién no, pero me parece muy de hijo de
puta que solo a los “crotos” los hagas vestir y a los de traje no les digas
nada. Mientras vos no le digas al resto que se tienen que vestir para fichar y
trates a todos por igual, yo lo hago de civil.
Y sin más, fiché.
Orgulloso por mi triunfo en la discusión, me fui al ascensor mirándolo y
él a mí. Ya había ganado así que puedo estar orgulloso de mí mismo por
fichar justo al horario de entrada ni un minuto más ni uno menos. De todas
formas llegué tarde al servicio porque tuve que esperar el ascensor; el único
que estaba en la planta baja era el de exclusividad para médicos y a ese no
nos dejan subir.
Capítulo 9

Ingreso a las habitaciones 410-412. Habitación de hombres, compartida


para controlar sus signos vitales, su presión, si tiene fiebre y demás.
Me presento como corresponde:
—Buen día —digo (me responden “buen día”)—. Soy el señor Guillermo
López—. Hasta ese momento tuve su atención, pero al finalizar la oración
—: Soy el enfermero de turno.
Entonces cambiaron sus miradas.
El primero de los hombres, un señor de unos setenta años, respetuoso,
risueño, de aspecto humilde y presencia simpática, me estira la mano y me
dice su nombre; no recuerdo cuál pero lo dice como respuesta a mi
presentación. El otro hombre ni me mira, malhumorado, casi cincuenta
años. No lo juzgo, pues no todos pueden tener un buen día excepto yo, que
soy su personal de salud. No puedo demostrar dolor, ni mala predisposición
ni padecimiento, inclusive, si lo tuviese. Demostrar fortaleza, para eso estoy
y para asistir al desahuciado.
—¿Cómo le va señor? —Le pregunto.
Sigue sin mirarme y solo responde:
—Bien.
—¿Por qué está acá internado? Intentando mantener una conversación.
Lo digo con tono empático, nada desagradable, inclusive es una pregunta
que les suele gustar a los pacientes. Hablar de ellos. Son ellos protagonistas
de su enfermedad y tratamiento.
Me mira y me pregunta de mala manera:
—¿No leen las historias clínicas antes de atender? Debo figurar en algún
lado.
Si supiera que no tengo acceso a sus historias clínicas, por ahí no
respondía de esa manera. Pero no, solo le dije que prefería comunicarme
con cada uno de ellos así es más fácil, en vez de leer lo que dicen de ellos.
Agregué: —igual, lo que necesite, cuente conmigo.
Doy punto final a la conversación. Viejo malhumorado, va a generar
problemas. Pero siempre hay alguno que no quiere hacer sociales. Los
controlo a ambos, observo la unidad de cada uno y me retiro.
Esa fue la primera situación en esa habitación; la segunda acontece a los
treinta y cinco minutos, cuando llevo sus medicaciones.
El hombre risueño dejó de serlo al intentar administrarle sus
comprimidos matutinos.
—¿Qué son ?—pregunta, alejando la cara y mirándome.
Miro las pastillas y le digo:
—Una para el corazón y la otra para el colesterol.
—Yo no tomo pastillas para el colesterol —me dice.
—Sí, señor, es verdad, pero sus últimos estudios demostraron que tiene
un poquito alto sus valores. Es por prevención quizá, cuando se vaya de
acá, con dieta será suficiente.
—No la voy a tomar —me dice enojado, agarrando ambas y señalándome
para saber cuál es cuál.
—La chiquita es la del corazón —le digo—, señor, los efectos del
comprimido van a disminuir los riesgos de lesiones en sus vasos
sanguíneos, si se acumulan placas de colesterol puede tener un infarto, es
más beneficioso tomar el comprimido.
—No, no, me caen muy mal las pastillas si tomo muchas. Me hacen doler
la panza.
—Señor, si le hace muy mal, puedo avisar y sugerir que le den un
protector gástrico. Sigo hablando con toda la paciencia del mundo.
—¿Más pastillas vas a darme? ¡Vos sos gracioso! —Y se echa una
carcajada.
El otro viejo de mierda le contagió este humor podrido.
Agarro la pastilla y al salir ingresa un médico. Dice “buen día”, yo pensé
que el saludo era para los tres, pero nunca me miró, era solo para los
pacientes.
—Doctor —digo, y me mira indiferente.
— ¿Sí ?—dice él.
—El paciente no quiere tomar la estatina.
Deja de mirarme, lo mira al paciente y le habla:
— ¿Por qué no aceptás tomar la pastilla? Indaga de forma fría y
calculadora.
—Pero ¿cuánto dio mi “colestol”? (Quiso decir “colesterol”).
—Ese está evaluado; ya tenés que tomar la pastilla.
Estira la mano para aceptar mi pastilla y recuerdo que me habló sobre su
malestar de estómago.
Miro al médico y le informo:
—Sufre de pirosis al tomar pastillas.
Chista con la boca cerrada y gesticula con desagrado. Me mira y dice:
—No, no sufre de nada.
Mientras le doy la pastilla y le lleno el vaso con agua, el médico le hace
dos preguntas a cada uno y se retira. Escucho el “chau doctor” de ambos.
Les doy las gracias a los pacientes y, al irme, el viejo alegre me dice:
—Chau, sátrapa —Con una sonrisita, comentario que a él no le generó
absolutamente nada pero a mí me dejó reflexivo.

¿Qué habrá querido decir? ¿Comparaba mi actitud con la actitud


tiránica del doctor? ¿Me comparó con un doctor? ¿Qué quiso decir con
sátrapa?, así como este viejo lo dijo, ¿muchos lo piensan y no lo dicen?
¿Qué pensará la gente cuando me ve? ¿Soy un sátrapa?
Capítulo 10

Me afectó .Lo dicho por el viejo me afectó. Su intención fue ofender y le


importó muy poco el sentimiento ajeno; por su forma y sus gestos sentí que
me lo dijo mientras que pensaba para sí mismo “este enfermero de mierda
piensa como sátrapa, se viste como sátrapa, huele como sátrapa, habla como
sátrapa, camina como sátrapa, duerme como sátrapa, ronca como sátrapa,
gesticula como sátrapa, viaja como sátrapa, lee literatura sátrapa, trabaja
como sátrapa, vive como sátrapa, come como sátrapa sus comidas sátrapas,
su música es la más sátrapa, murmura insultos sátrapas, tiene familia
sátrapa y sus amigos son los peores sátrapas, se enoja como sátrapa y ríe
como sátrapa, se enamoró de una mujer sátrapa y se la coge como sátrapa;
no tuvo hijos sino serían como su padre de sátrapa, estudio para sátrapa, se
recibió de erudito sátrapa, tuvo profesores sátrapas, aprendió
procedimientos sátrapas, toma bebidas sátrapas, gasta como sátrapa, mea
como sátrapa, y se caga tremendos soretes sátrapas, decide como sátrapa, ve
películas sátrapas, reflexiona como sátrapa, tiene una casa zaparrastrosa
llena de muebles sátrapas, canta como sátrapa, se ilusiona como sátrapa, no
triunfa, solo fracasa como sátrapa, admira e imita gente sátrapa, descansa
como sátrapa, se ejercita como sátrapa, enfermó como sátrapa pues padece
de enfermedades sátrapas, tiene suerte de sátrapa. Es buena gente pero actúa
como sátrapa, se entristece como sátrapa, si lo ven llorar, llora como niño,
como niño sátrapa. Esto sentí que pensó y lo redujo diciendo: “chau,
sátrapa”.
Capítulo 11

Me llamaron para una nueva entrevista laboral a la cual iré, si no tengo


nada que perder; además las noches contrarias tengo libres. La plata será
una mierda, como en todos lados, pero podría considerar en el futuro dejar
alguno de los que tengo y agregar el nuevo, si pagan más.
La oficina de recursos humanos queda en la calle Prusia, algo así como
dos mil cuadras a pie y un bus de veintiocho minutos. Esta tarde no dormiré
la siesta en mi casa sino recostado sobre el asiento mientras llego a destino.
La oficina es muy limpia, todo combinado en azul y blanco: azulejos
azules, techo blanco, escritorio de vidrio, papeles colocados con una
logística propia de gente exhaustivamente detallista. Pero mucho más
bonita es la secretaria, quien al recibirme se paró. Tenía unas piernas
bellísimas; usaba zapatos con taco aguja, que la hacía más alta y elegante.
Ella me dirigió a otra mujer, señalándola con el dedo.
Al acercarme, saludé con un “buen día” cuando en verdad eran las 15:20.
La mujer siguió tipiando en la computadora y no me prestó atención hasta
que me acerqué y me senté en la silla de enfrente de ella.
Me mira por encima de sus lentes y pregunta:
—¿Sí? —Con una tonada de pitido raro en la voz y una cara de asco
hacia mi persona diciendo, indirectamente, “atrevido de mierda ¿quién te
invitó a sentar?”.
—Vengo por la entrevista.
Mira el reloj grande y negro que estaba encima de la puerta de entrada
que no noté al ingresar y dice:
—Todas las entrevistas comienzan a las 16:00, sin excepción.
Faltaban cuarenta minutos. Así que fui a otro asiento a esperar que me
llamen.
Al sentarme me tomó por sorpresa un sueño y ganas de tirarme un pedo,
que aguanté con todas mis fuerzas. Temía que se escapara, o tuviera mucho
olor o hiciera ruido, porque llamaría más la atención que mi “buen día”. Se
me cerraban solos los ojos. Empecé a recordar cosas para no dormirme.
Me acordé de cosas que me había olvidado hacer en el hospital: no le di
el orinal al abuelito, pobre se habrá hecho en los pantalones o en el pañal
barato que desborda la mierda por los laterales; no imprimí los resultados
de coagulación del ingreso y más. Bueno, los enfermeros de la tarde lo
tendrán que hacer.
Recordar fue para peor, así que cambie la estrategia. Me puse a descansar
un ojo y dejar el otro abierto y después intercambiar, cerrar el otro y dejar
abierto el primero. No sé cuándo pensé que podía descansar los ojos
haciendo esa estupidez pero me dormí de una manera que el reloj daba las
17:15 y la sala estaba llena de gente. Jamás escuché barullo de las personas.
¡Qué vergüenza! Gente de traje, gente asustada, cabello engominado, las
mujeres de tacos, todos formales excepto yo, que había salido de trabajar y
fui de uniforme y, para colmo, me quedé dormido en la sala de espera.
Dos opciones, me voy con decencia o me quedo a escuchar la propuesta
humillando mi persona. Cuando duermo me quedan hilos de baba y esta
no fue la excepción; además intenté inspirar fuerte a ver si había olor a
pedo porque ya no sentía ganas.
Me levanto y voy al escritorio; ya la mujer de lindas piernas no estaba.
Ahora había un hombre robusto de voz finita, como si fuese obligatoria la
voz de pito, un factor excluyente para trabajar en recursos humanos.
Le pregunto sobre la entrevista, solo se sonríe y me da la planilla para
completar con datos y comenta, haciéndose el chistoso:
—No te duermas que vas a perder el trabajo por perezoso, así que
completalo rápido que en minutos van a empezar a entrevistar.
Me daban ganas de mandarlo a la mierda. Pero no, quiero escuchar la
propuesta, un insulto sería cerrarme las puertas de la institución.
Completé todos los datos de filiación, antecedentes penales, multas y
muchísimas preguntas que nunca llegué a responder en otros lugares. Me
llamaron por tantos e-mails que había mandado, quizá solo fui seleccionado
por romper los huevos.
Sale un hombre de traje, con zapatos elegantes y dice:
—Es fácil la organización. Las mujeres estarán sentadas y los hombres
parados detrás de ellas. Síganme.
Le doy los papeles al secretario mientras todos entran en la oficinita
detrás del idiota este.
El hombre trajeado dice:
—Le damos la bienvenida a todos. Esta es una entrevista grupal, ya para
mañana serán convocados los que nos interesan. Lamentablemente solo
tendremos dos puestos, uno masculino y otro femenino.
Los presentes se miran como ansiosos por trabajar; yo ya me quería ir.
Todos muy bonitos y yo así, mugriento.
—El trabajo es sencillo pero cansador, levanten la mano quienes tienen
experiencia en el rubro.
Levanto la mano, es mentira pues no sé casi nada. Lo mismo hacen dos
mujeres y un señor de casi cincuenta años.
—Vos estás de ambo, me señala. ¿Vos trabajás en otro lado?
—Sí —respondo—, en el Carrizo de noche, hoy me toca.
No les dije que también trabajo en el Instituto Santa Mónica; allí siempre
prefieren exclusividad a la hora de contratar. Pero si hay gente capacitada,
pienso que tampoco les molesta qué haga con mi tiempo libre: lo que se me
antoje. Dos trabajos están aceptados en el rubro, ya tres es exagerado.
—Comentale a tus compañeros… —me dice con tono y gesto que lo
obligan a uno a hablar.
—Trabajé por la mañana, también, y es más cansador que de noche. Es
un trabajo que requiere responsabilidades y, a la vez, es gozoso porque es
para el bien de otra persona y además nos pagan.
—¡Es exactamente el espíritu que queremos para la compañía !—dice,
casi gritando el entrevistador.
Informa datos irrelevantes del lugar, directores, personal, risitas de
idioteces. Yo quería irme pues se me iba a hacer tarde para trabajar.
—El horario es por la noche, pero si no hay personal que venga a
reemplazarlos por la mañana, deberán permanecer en la institución.
Pensaba para mí mismo, “son unos hijos de puta, explotadores, en la
entrevista nos está avisando que, quizá, no tengan personal para
reemplazarnos, están adelantando que algún día nos vamos a tener que
quedar en el sector”. Esto pensaba mientras los demás asentían con la
cabeza y una sonrisa.
Y siguió:
—Además, si llega alguien a reemplazarlo pero el camión se atrasó, van a
tener que esperar a que llegue, porque es función de cada turno
responsabilizarse de los residuos.
“Yo me largo de acá, me dije. Una mierda cuantificar la basura. ¿Eso
también? ¡Es una mierda!
Luego dijo la paga y a mí no me sorprendió. Sí me sorprendió la cara de
conformidad del resto. Eran unos “papiros” menos de lo que cobraba.
Prefiero estar donde estoy.
Hicieron algunas preguntas irrelevantes y nos liberó. Dijo que ese día era
para conocernos en persona y saber si somos responsables para venir a la
entrevista. Nos largó sin entrevistar a nadie, pero me sentí observado.
Como estaba cerca de la puerta, al despedirnos, un muchacho me dice:
—Te vieron, tenés suerte, quizá te llamen.
—No me interesa —le digo—, cobro prácticamente lo mismo que en
donde estoy. Además, donde yo trabajo, está más cerca de donde vivo.
—Buena data, gracias por dejarle el puesto a otro —Me palmeó con
confianza que yo no le di.
—Me sorprende que tengamos que esperar un camión.
—En todos lados es así.
—Donde estoy no lo hago.
—¿Qué ,estás en cocina?
—Soy enfermero.
Me miró sorprendido y de reojo.
—Pero… es una entrevista para personal de limpieza.
¡Dios me está haciendo una mala jugada¡ !Me está jodiendo la vida¡ !Soy
el ser más estúpido del mundo! Me inmuté y respondí:
—Sí, quiero cambiar de rubro.
Se encogió de hombros.
—Yo me presentaría a la entrevista de enfermero.
No le dije nada y nos separamos en la esquina, luego de desearnos suerte
mutuamente.
Me quedé toda una tarde para una entrevista para maestranza. Soy un
imbécil. Pero el sueldo llama la atención, cobran prácticamente lo mismo
que yo, un poco menos, que no hace la diferencia hoy en día. Yo también
me encogí de hombros y no me sorprendió en lo más mínimo, si para el
sistema la gente enferma y la basura valen prácticamente lo mismo.
Capítulo 12

Cuando me pasaron la guardia me informaron las novedades y las


situaciones que vivieron durante su jornada en el turno previo. En este caso,
el turno tarde al nochero; este después al turno mañana y la mañana a la
tarde, y así el ciclo sigue por siempre. No quiere decir que los sucesos
tranquilos que les acontecieron al turno previo sean similares a la jornada
de uno. Y esto pasa seguido.
Me dijeron que estaban todos lúcidos y esta señora no estaba cuerda en lo
absoluto. No sabía quién era, no sabía dónde estaba, lo único que atinan
cuando se desorientan es bajarse de la cama junto con las complicaciones
que esto trae: las lesiones, los estudios, las evaluaciones y los registros
pertinentes. Además, que si tiene sondas, accesos venosos o lo que fuese, se
los arrancan como si fueran mocos en la nariz. No les importa nada.
—Hola señora, ¿cómo le va? Soy Guillermo, el enfermero.
— ¿Enfermero de qué ,?no tengo enfermero ,que venga ya mi hija, que
salga de mi baño.
—No, señora, no está usted en su casa. ¿Sabe dónde está?
—Sí, en la casa de mi mamá. Que salga Esther del baño. ¡Esther,
Estheeer! —gritaba la señora.
—Tranquila, señora —En ese momento atinó a levantarse. Le dije —:
Espere, señora, la voy a controlar.
—No, no me toque que mañana viene el médico —dijo. Se la notó
agitada con tono pálido de piel— Que venga Esther.
En ese momento llegó mi compañera. Con un gesto de normalidad dijo:
—Es común que sucedan estas cosas durante la noche; estaba
desorientada.
No sabía qué hacer ni qué decir así que me arriesgué preguntando:
— ¿La cuidás mientras aviso al doctor?
En un segundo sacó una jeringa del bolsillo izquierdo de la chaquetilla y
se la inyectó en la panza. La vieja gimió y pegó un saltito de impresión. Le
sostuvimos las manos y se fue tranquilizando de a poco.
—Le inyecté haloperidol, —me dijo como lo más normal del mundo y
prosiguió—: pero avisá, de todos modos.
Fui al office y llamé por teléfono e informé al médico de guardia.
—La paciente del primer piso de la habitación 126 está desorientada.
— ¿Tiene algo indicado? —Me preguntó.
(Nunca vi sus indicaciones, no lo sé). Pero respondí:
—No.
—¿Cómo se apellida la mujer?
No tenía las indicaciones conmigo, pero hice que las buscaba porque
tampoco sabía dónde estaban.
—Se llama… se llama —Y movía hojas de por ahí.
—¿Argola, Inés ?—preguntó el médico.
—Sí, ella.
(En verdad no sabía si sería ella).
—Dale haloperidol subcutáneo, porque lo tiene indicado.
—Entendido, cualquier cosa les inform… —Y me cortó sin dejarme
terminar la oración.
Fui con mi compañera, y vi que la contenía en ambos brazos a la cama
desde las muñecas. Me vio y dijo
—Por las dudas que se saque todo; estas son de las que se lastiman.
— ¿Cómo supiste qué darle? —Le pregunté, entusiasmado, destacando
su profesionalismo clínico.
—Todos reciben haloperidol. Y si no es eso le damos otro que está en los
casilleros, pero que casi nunca hay, así que traje este —me dijo, mientras
terminaba de sujetarla.
—Pero, ¿si es alérgica?
—Nadie es alérgico a eso, todos lo toleran y si llega a ser el caso, llamás
al médico y le decís que es alérgica y van a venir—. Me observó como si
fuese idiota con mi pregunta.
Con esa afirmación —que creo que es errónea— me convenció y salimos
a seguir con lo nuestro. Todos erramos, hasta el doctor que me indicó algo
para esta mujer que confundió con otra. Esta paciente es Esther Argüello,
esa, Inés, es del piso de arriba en la 226, algunos simples errores no matan y
si nadie se entera, mucho mejor.
Capítulo 13

A pocas horas de finalizar la jornada hubo un ingreso a una habitación de


la sala. Informó la enfermera de la guardia que el paciente tenía un severo
trastorno intestinal. Los camilleros lo Ingresaron a las 4:00 a. m. Su
diagnóstico médico: deshidratación. Ya al verlo en la habitación, las
sábanas estaban marrones de tanta mierda y pensé para mí mismo (¡Cómo
no se va a deshidratar!, si fuera de esos angelitos que tiran agua por la boca
este lo tendría en el culo).
Mis compañeros al verlo y sacar números dijeron con distintas palabras
pero de igual discurso: — tenemos más pacientes que vos, este te toca
atenderlo a vos.
De lo que restaba de la noche perdí la cuenta de tantas veces que lo
cambié. No solo pañal, también sábanas y remera. Se ensuciaba con líquido
amarronado con cada deposición. Cada vez que tocaba el timbre era para
que lo cambiara y cada vez que iba era como si no lo hubiera tocado en toda
la noche cuando en sí, lo cambiaba cada rato. En fin, mientras pasó la
guardia, vino su hijo, que desconocía que estaba, y dijo: —papá se hizo otra
vez.
Las mujeres de la mañana me miraron, también a sus relojes y afirmaron
cada una de ellas:
—No pienso empezar la jornada cambiando mierda.
Miré a mis compañeras que en esta situación hicieron oídos sordos.
Preparé las cosas rápido y salí a cambiar. Pensé “voy a llegar tarde al otro
trabajo pero no importa, cambio el maldito pañal”.
El viejo que estaba lúcido me dijo: “me volví a cagar”, cuando lo rotaba
para finalizar.
—Señor, yo soy de la noche ya me tengo que ir. Haga tranquilo que
vienen las enfermeras de la mañana.
—Ya no tengo más ganas, enfermero. ¿Me cambia?, no quiero quedarme
con mierda en el culo.
(¡Y yo me voy a ir con olor a mierda en las manos!). Eso no lo dije, solo
lo pensé.
Agarré la jarra, los pañales e, inmutado, cambié al señor.
Me dio las gracias y cuando miré el reloj eran 6:05 a. m. “Voy a llegar
tarde”.
Apurado y todo fiché y salí hacia el otro trabajo, a paso rápido, trotando
para no quedar como ladrón o víctima de hurto, solo demostrar que estoy
apurado al ojo atento.
De suerte llegó el bus que me dejó en la puerta; subí y esperé a llegar.
Durante el pase de guardia del turno noche, alrededor de las 6:50 a. m.,
llegó un familiar de una paciente informando que su mamá se había cagado.
Las enfermeras de la noche dijeron que no la iban a cambiar, que era tarde.
La frase “no pienso empezar mi guardia limpiando mierda” me la tuve que
meter por el culo. Además vieron mi cara de indignación y una de ellas, la
más joven con mayor antigüedad en el hospital me dijo: —“nene, la guardia
continúa”— y se fueron. Tuve que empezar la jornada higienizando. La
tuve que cambiar yo, iba a estar al resguardo de una de mis compañeras,
pero no había llegado y tuve que higienizar yo solo. Tanto la madre como la
hija me miraban raro al finalizar el procedimiento; me agradecieron pero las
noté disgustadas y al retirarme lentamente escuché la voz de la señora
diciendo:
—Hija, no les costaba nada ¿cuánto tardó? Cinco minutos. ¡Hija, estoy
llamando desde las tres de la mañana!
Capítulo 14

Durante la mañana se hacen las indicaciones médicas; debemos constatar


que las hagan correctamente para poder trabajar de acuerdo con su
tratamiento. De ninguna manera podemos medicar sin consentimiento, sin
que el fármaco esté prescripto. Deben informarse la dosis, la vía y todas
aquellas posibles complicaciones detalladas y, si hay algo fuera de lo normal,
avisamos.
Estaba todo perfecto hasta que llegué a las indicaciones de Tolosa, Javier.
Estas tenían la fecha del día anterior. Llamé por teléfono pero el médico que
las hizo no estaba, desapareció de la institución. Buscándolo, perdiendo
tiempo en localizarlo, me comentaron que la jefa de médicos estaba en su
oficina. Debía reimprimirlas con la fecha del día y, si había cambios, que
nos comuniquen durante la jornada y lo agreguen. Nada fuera de lo común,
cosas administrativas que suceden todos los días.
Nunca me voy a olvidar de esta vieja hija de puta. “Paquetisima”, de rulos,
su tez con un bronceado de lujo, labios pintados sutilmente al igual que su
maquillaje y que se creía más que las demás personas por trabajar de médica.
Siempre de vestido, por más frío que hiciera y encima de ese guardapolvos
relucientemente blanco, tacos de la mejor marca y perfume cada cinco
minutos.
Su oficina, común, símil a cualquier consultorio excepto la puerta de
madera lustrada y paredes de “durlock”. Golpeé y nada. Se escuchaban
voces dentro. Golpeé otra vez y tampoco contestaban. La tercera vez que
golpeé se escuchó una voz femenina, grave, pero con autoridad que dijo: —
¡pase!
—Disculpe, doctora —dije tímidamente al ingresar con la hoja del
paciente en las manos. Era la primera vez que me dirigía a ella. Miré de
reojo cuando ingresaba y vio mi uniforme y empezó a tipiar en la
computadora cuando no lo estaba haciendo, lo sé por qué mientras prestaba
atención al frente, con la mano izquierda colgaba el teléfono y sonaron los
parlantes del encendido del sistema operativo.
—¿Sí? dijo ella, sin saludarme y apurándome.
—Este paciente no tienen las indicaciones de hoy.
Con tono burlón, tratándome de idiota e insignificante respondió para que
me retirase rápido:
—Y llamá a quien hizo las anteriores, ese que dice ahí es el médico
tratante. Gracias.
—Perdóneme, doctora, eso ya lo sé. Pero no lo ubico en ningún lado.
¿Usted podría reimprimir, con la fecha de hoy?
Sostuvo la mirada en la computadora y me observó embroncada y
contestó: ¡LLA-MA A QUI- EN LAS HIZOO! Ahora con tono desafiante y
acostumbrada a levantar la voz, dando a entender quién mandaba entre
nosotros dos.
Me dejó paralizado, no esperaba ese trato, que si recapacito es maltrato,
pero de esos que son raros, no para denunciar pero de los que dejan una
mala sensación.
—Bueno, doctora, voy a intentar ubicar al doctor Garrido —dije mientras
me di la vuelta para irme.
—Grac… ¡aaah noo! Garrido ya se fue. Por eso no lo encontrás. ¡Pero él
siempre se encarga de hacer las indicaciones antes de irse! ¿Por qué no se
fijaron?
Reprochando que no hicimos nuestro trabajo y que eso era culpa nuestra
de no verlo y no de él por no hacerlo.
—Ese paciente viene derivado de otra sala, quizá se le pasó por alto —
me dijo de forma alterada, con un tono más bajo que el grito anterior
— ¡Quizá nada!, ¡hay que prestar atención!
Luego bajó el tono y preguntó:
—¿Cómo se llama el paciente? A ver, dame la hoja.
Le entregué la hoja, y sí, le figuraba que las indicaciones no estaban
hechas en su sistema. Afortunadamente tenía razón para mí, pero para ella
le daba igual.
Las imprimió y de mala manera me dijo:
—Tomá, agarralas de la impresora, pero que sea la última vez, porque yo
no tengo que reimprimir, no estoy para estas cosas.
Pedí permiso para pasar al otro lado del escritorio y las tomé de la
impresora; cuando vi la pantalla de la computadora estaban las indicaciones
y al minimizar apareció la ventana del buscaminas que también minimiza
de forma rápida. Voltea para saber si llegué a observar algo, pero ya tenía la
vista en la puerta.
Le pedí disculpas y le di las gracias y me despedí: cumplí mi cometido.
Ella no dijo nada, siguió en su mundo. Mientras la actividad matutina es un
caos, posiblemente este suceso me retrasaría lo suficiente para salir más
tarde.
Capítulo 15

La hora del almuerzo es la hora que suelen dar el alta médica a los
pacientes. El problema de esta hora es que ya comienzan a retirarse algunos
profesionales o tienden a ocultarse, entonces es complicado encontrarlos.
Aunque los llames ya no están. Hasta la vieja Susana se va.
El inconveniente mayor es que muchos de los profesionales no suelen dar
buenos instructivos post altas hospitalarias comprensibles. Escuché mucho
de: “tome una de estas y dos de aquellas, si hay náuseas suspenda la
segunda y postérguela para la dosis de la noche y sino… se muere” y en ese
momento, risitas, y se van. Si les re preguntan miran ofendidos o
simplemente les recetan con letra de mierda las cosas y arreglate,
dejándolas sobre la mesita de luz. He visto hombres de familia insultados
por sus mujeres por no recordar las indicaciones; madres enojadas en vez de
felices por el alta, por culpa de esos papelitos de mierda; muchos intentan
hacer memoria al ver lo escrito en jeroglífico que jamás llegarán a traducir
y, cuando no hay caso, se van con dudas o preguntan, ¿a quién le
preguntan?, ¡al enfermero!
Le estaba dando de comer al pobre viejito desahuciado, que tampoco
quería mi asistencia; movía de un lado a otro la cabeza esquivando las
cucharadas de esa pasta crema que le dieron de comida. En eso escuché que
estaban preparando los bolsos; el señor de al lado se retiraba y estaba junto
a un familiar. Oía el cuchicheo de lo que decían.
—No entiendo, ¿por qué no pediste que te lo anote mejor? ¡Sos un
desastre!, ahí está el enfermero. Voy a preguntarle.
—Marta, él no estaba, él no sabe.
— ¡Sí! ¡Cómo no va a saber, Héctor!
—Vamos a casa.
—Esperá a que le pregunte.
Estaba cumpliendo mi cometido, o al menos intentaba, cuando se acercó
una viejita, que era la mujer del paciente de al lado.
—Disculpe —dijo mientras me vio intentando insertar sutilmente la
cuchara en la boca del paciente.
—Ya voy —le dije—. Dejé todo y ya la viejita volvía con su familiar a un
par de metros de donde estaba.
—Sí, Héctor, ¿Qué pasó? —me dirigí al paciente—: Felicidades que te
vas, lo hiciste muy bien, esperamos no verte más por acá—bromeé y
siempre recibo unas risitas que, en este caso, no llegaron. Esto digo cada
vez que se van de alta aunque sé que siempre vuelven.
—Joven, no entendemos las indicaciones.
El hombre mudo, nervioso y con culpa por preguntarme. Siguió la viejita:
—Usted tiene que saber lo que dice aquí.
—Sí, señora, es fácil, acá dice “omeprazol”, que es para la panza, antes
de las comidas y este es un fármaco que tiene nombre raro: es un antibiótico
de amplio espectro, así que tómelo después de comer; acá dice cada ocho
horas.
—¿Eso es un ocho? —indagó, como buscando mi aprobación sobre la
pésima letra del médico.
Solo sonrió, dándole la razón y afirmó con la cabeza. Y además este
último es un líquido para hacer buches; tuviste honguitos durante la
internación: gárgaras, mientras decís la letra “A”, eso te lo digo yo.
Además, hacerlo cuando te laves los dientes.
Me dio las gracias y eso que dije se lo anotó en una agendita que traía
con ella. Me preguntó si todo cada ocho horas y nuevamente le dije que sí.
Los despedí ,les deseé suerte, y volví a seguir intentando dar de comer al
viejo que se quedó internado. En ese momento, ingresó el camillero con una
silla de ruedas para trasladar afuera de la institución a Héctor. A los escasos
segundos ,llegó un médico, confundido de habitación. Miré a los recién
ingresados y antes que los saludase, la señora se había acercado al médico.
—Discúlpeme, doctor, pero ¿qué dice acá? No entendimos muy bien su
indicación.
—Señora, esa es el agua de buches…
Todo lo mismo que le había explicado se lo repitió el médico. Con la
salvedad de que se rieron cuando dijo la frase “si no hace caso se muere”.
—¿No me creen nada de lo que digo? Si es así me meto una a una las
palabras que dije por el agujero del culo al enseñar¿ ,para qué gasto tiempo
en educar?, ¿acaso mi función también es instruir al que no quiere
escucharme? —Me hizo reflexionar y dar cuenta de que ella no preguntaba
por lo escrito, sino asegurarse si lo que dije estaba correcto.
Capítulo 16

Me desperté de la siesta; una llamada telefónica a eso de las 18:00 para


preguntarme si quería hacer horas extras. Le dije que sí, esa noche no
trabajaría pero ¡mierda!, unos billetes no vienen mal.
Me informaron que me dirigiera directamente a la guardia. Esa noche
reemplazaría al enfermero de urgencias que, por un motivo que no dijo, no
concurriría. Así, todo perezoso entendí el mensaje y corté.
Estiré mi cuerpo, me rasqué las bolas y me quedé inmóvil en la cama y
pensé que esa sería mi primera jornada extra, la paga era al 100 %, según
tenía entendido, así que no podía no sonreír. La contra de esto era que no
conocía a nadie; no eran mis compañeros de turno, sino de la noche
contraria. Pensé “no sé a quién me encontraré y qué personaje podrá haber
y lo peor es que mañana trabajo en la mañana y otra vez aquí a la noche.
Bueno, que diablos, hasta que se haga la hora de trabajar, voy a quedarme
acostado”. Me hice una sola paja y después de eso tuve ganas de mear, pero
no me iba a levantar antes de salir hacia el hospital. El uniforme ya estaba
dentro de la mochila junto con todo el equipo.
Debo admitir que tuve ansiedad, pues nunca había estado en un servicio
de urgencias. Me imaginaba que habría mucha sangre, curaciones, gente
desahuciada y necesitada; nos instruyeron para saber apreciar las
situaciones y lo valioso que es el tiempo: paros respiratorios, los famosos
ataques al corazón, convulsiones, quién dice que no ingresara un baleado
durante la noche, comas alcohólicos, dificultades respiratorias y las miles
de patologías que hay.
Me di cuenta de mi error cuando llegué al vestuario: el ambo dentro de la
mochila no era el planchado. ¡Qué vergüenza! Todo el uniforme arrugado.
Pensé “es una falta de respeto, espero que no me digan nada, si lo estiro no
llega a notarse. Mi indumentaria es mi carta de presentación ante un
paciente, desprolijidad significa desatención para el ojo del paciente, si soy
desatento y no estoy pulcro ¿cómo voy a brindar buena atención?”. Me
convenzo de que no tengo otro, así que me vestí de todas maneras y fui al
servicio. Cruzando la oficina administrativa decía: “Urgencias, guardia 24
horas. Prohibido el ingreso a todo personal ajeno al sector”. Ese cartel te
hace sentir importante por más que seas un ignorante del tema.
Un hombre de pequeña estatura, rasurado, pelo corto, rasgos afeminados
y, a la vez, muy pulcro, abrió una puerta y me observaba al querer ingresar.
— ¿Guillermo López?
—Sí, soy yo. Intenté saludarlo estirando la mano.
Mientras me miraba de arriba abajo, dijo:
—Soy el supervisor del sector.
Al no aceptar el saludo atiné a palmearle el hombro.
—Todo un placer.
—No sé cómo será en la noche, pero aquí llegamos veinte minutos antes
y con el uniforme planchado.
—Sí, sí lo que pasa…
No me dejó terminar de hablar.
—Si usted cumple con las expectativas, lo tendremos en cuenta cuando lo
necesitemos. Sígame.
Lo seguí mientras me hablaba del servicio e indagaba sobre mi
experiencia, sin dejarme contestar.
— ¿Usted trabajó en la guardia?
Le respondí:
—Eeeh…
— ¿Y dónde estuvo siempre?, ¿en piso?
—Sss…
— ¿Trabaja en otras instituciones?
—Ahora estoy…
—Le conviene la guardia para ganar experiencia…
Me habló de la cantidad de camas, lo que se esperaba de enfermería; la
dinámica, todo en forma general. Como era supervisor calculé que lo que
sabía hacer era controlar gente; el verdadero trabajo me lo dirían las
enfermeras del sector. Solo respondí a todo con un “sí” y lo intercalaba con
un “ajá” a sus comentarios.
Ingresé a un office y vi a un enfermero; me lo presentó como Carlos, nos
saludamos y le comentó que yo era nuevo, que nunca había estado allí, y
esas cosas.
Cuando se fue me miró otra vez y dijo: —la próxima recuerde el
uniforme, hay que conservar la imagen.
Carlos, al verlo ir, me dijo que su supervisor era un “rompe bolas”, pero
que no hacía nada. Que me despreocupara los detalles —mantener la
imagen, ¿de qué?—. El jefe de los médicos de allí tenían el pelo con
“rastras” y que era muy pata sucia, pero era un excelente doctor. La imagen
es del siglo pasado, no hay que condicionar la imagen con el grado de
profesionalismo.
Hacía unos minutos estaba avergonzado y creo que Carlos tenía razón.
—Soy Guillermo López.
—Un gusto, Guille, gracias por venir. Mira, ¿viste que esta guardia tiene
muchas camas divididas por colores?, nosotros estamos en el color rojo.
Para que te hagas una idea, es la urgencia absoluta, no te asustes, veo cómo
te cambia la expresión, sé que no tenés experiencia pero tampoco te voy a
dejar solo, no estás solo ni vos ni nadie, es un equipo, obviamente, cada uno
cumpliendo con su función. También están las camas amarillas y las verdes.
Esto es un “triage” y es la forma en que se organiza el servicio sobre la base
de grados de urgencia. Cada color tiene su office y sus respectivos
enfermeros. Si nos entra algún paciente, preparate para estar a las apuradas,
mientras tanto, relajate.
Esa noche no pasó nada destacable estuvimos hablando de la vida, de la
profesión y llegó cierto horario en que Carlos dijo que se iba a dormir. No
lo vi más hasta la hora de salida. Gracias a Dios no pasó nada urgente
porque no tenía cómo ubicarlo; cuando lo vi me dijo entre risitas: —me
debés odiar pero estaba durmiendo con un ojo y con el otro prestaba
atención, si pasaba algo era el primero en llegar—. Dudo de que fuera
verdad; descreí del colega ya que lo había intentado hacía unos días y me
quedé dormido.
—Mirá, amigo —dijo los ojos llenos de lagañas y refregándoselos—, hay
dos tipos de jornadas: están las que se trabajan y las que se descansan, no
hay más nada en el medio. Desde hace años que considero todo así.
Entonces pensé “hay dos tipos de empleados nocturnos, los que duermen
y los que se quedan despiertos, y yo fui el idiota que se quedó despierto”.
Qué sencillo es resumir las opciones.
Qué decepción trabajar en la guardia para estar sentado; quería adrenalina
y lo único que hacía era reponer medicamentos, acomodar cosas. Lo lindo
de eso es la paga al 100%. Saludé, agarré mis cosas y salí para llegar a mi
trabajo matutino.
Capítulo 17

Escuchaba como mis compañeras hablaban de la fiesta aniversario de la


institución de la noche anterior. Yo no fui invitado por ser muy nuevo, es
privilegio del personal con al menos un año de antigüedad. No me molestó
ni me ofendí, pero la bebida gratis hubiera estado bien. Además, habría
muchas mujeres bellas que desconocía y que me hubiera gustado conocer
para, al menos, tener la posibilidad de concretar.
En eso, ingresó una médica, residente de tercer año, a saludar a las chicas
y dejarles alguna indicación o no sé qué, pero sé que luego de un rato la
estaban felicitando por su embarazo del que nos enteramos en ese mismo
momento.
—Felicidades —decían con una gran sonrisa.
Intentaban tocarle la panza pero les hacía distancia. En verdad, no se veía
absolutamente nada, ningún indicio de que estaba embarazada. “Por ahí la
embarazaron recién en algún consultorio, o en la fiesta”, me decía a mí
mismo, para no ofender.
Lo informó cuando hablaban de que el champagne que dieron para el
brindis por el aniversario de la institución, era de muy mala calidad, y ella
dijo:
—Solo brindé con agua.
Y ese comentario fue suficiente para denotar algo extraño: tratamiento
farmacológico con antibióticos o embarazo, ¿qué otra causa puede haber
para no tomar alcohol? Y confirmó el embarazo.
Las enfermeras que estaban allí dejaron de hacer lo que hacían; la
felicitaban con asombro y alegría y, la más vieja de ellas, aseguraba que iba
a ser una nena.
—Es una nena, va a ser nena. Haceme caso porque la luna esta en Piscis,
así que tiene que ser nena —afirmaba como ciencia su brujería—. Y sino
esperame que con un péndulo te saco el sexo en segundos.
Lo decía con un gesto de grandeza, como si fuera la sabia de alguna tribu,
pedante de lo pagano y la otra enfermera creía sus aseveraciones. La
médica, solo las miró y negó eso, no quería que le hicieran nada, solo sonrió
falsamente y, al mirarme, también la miré. No tenía mueca de desprecio,
pero por dentro yo sé que lo sentía.
Es irónica cómo es cambiante la actitud de las personas para con otros,
pues recuerdo que mis compañeras no siempre son así de amorosas, porque
algo similar pasó con una colega y no fue lo mismo.
Hace un tiempo, la enfermera Mariana, hizo horas extras en nuestro
turno, ella solo trabajaba los fines de semana. Ingresó al office y estábamos
las mismas personas. Al verla, la más vieja, con una sonrisa falsa y tono
indiferente, le dijo:
—Eeeh, ¡qué alegría verte! ¡Qué linda que estás! Sabía que estabas
embarazada. Felicidades.
Mariana, no dijo más que “gracias” con una sonrisita; luego de varios
halagos fríos, buscó unos papeles y se fue. Me dio la sensación de que no
les informó en persona porque se sorprendió que supieran mis compañeras.
De seguro se enteraron por algún chismoso. Pero por respeto aceptó las
felicitaciones, y se retiró con cara sorprendida de que en el hospital todo se
sabe y las noticias recorren los pasillos.
Hasta ahí nada raro, sí me sorprendió la conversación que tuvieron a
posteriori. Discurso frío, sin sentimientos. Ellas seguían preparando cosas y
escuché:
— ¡Qué gorda que esta Mariana!
—Me parece que así le va a quedar muy feo el cuerpo —respondió la
otra.
—Eso por no cuidarse, para mi tendría que…
—¡Tendría que volver a nacer o pensarlo dos veces!
—¿Vos escuchaste que estuvo con medio hospital? No me vas a negar
que con lo que dicen no es una puta.
—¡Andá a saber si conoce quién es el padre!
Y se rieron al unísono.
Apenas se había ido la colega. Sus mensajes eran: “es zorra. Con esa cara
cómo no le va a gustar la pija. Puta como nadie”, y demás expresiones.
Concluyo analizando ambas situaciones: a nuestra compañera la
criticaban, pero a la médica no. Simplemente decían con una sinceridad que
se notaban por las palabras.
—Qué linda va a ser cuando le crezca la panza.
—Ya tiene un aire de renovado. En unas semanas se va a presentir que
está embarazada.
A alguien que estudió lo mismo que nosotros, que comparte horas enteras
la misma jornada, es denigrada y alguien, de paso es felicitada. No creo que
sea así con todo el mundo, por ahí la médica es más simpática, porque la
vemos menos tiempo, y solo con pequeños momentos sacamos la
conclusión de buena persona, pero no resta que Mariana sea tratada así, es
una de nuestro grupo. Ni el péndulo de mierda le propusieron, y solo
críticas escuché de ella. Por ahí en este rubro se aprecia la imagen, lo
bonito, y a lo conocido se lo denigra. Me dio pena pero me hacen creer que
algunos bebés son más bienvenidos que otros.
Capítulo 18

De cualquier manera y en cualquier momento puede uno declarar sus


intenciones amorosas, solo hay que saber aprovechar la situación y la otra
persona debe reconocer lo sucedido. Esta es una de esas, pues hice mi
mayor muestra de amor.
Era el cumpleaños de un médico residente, estudiante del primer año, a lo
sumo del segundo, ya pasados esos años los médicos se vuelven
indiferentes, arrogantes y poco tolerantes para con sus colegas de menor
rango y, a veces, para con el personal de enfermería. Por lo que tengo
entendido pesa más el capricho de un médico de tercer año que la palabra
de un enfermero con veinte de antigüedad.
En fin, era el cumpleaños de un joven; a lo sumo llegaba a los treinta.
Estaba Clo, la vieja y varios médicos reunidos en nuestro “sucucho”,
compartiendo el escaso momento que puede tener el personal de salud.
Risas, miradas y también anécdotas cortas. Todos rieron cuando le pusieron
un bonete de papel al cumpleañero; escribieron en grande “feliz
cumpleaños” en una hoja de seguimiento de paciente y la pegaron en el
guardapolvos del médico, y así comimos cosas dulces y tomamos gaseosa.
Todos hablaban con todos y, como si estuviera preparado, Clo abrió la boca
y largó un eructo involuntario de larga duración; todos se silenciaron
inmediatamente para voltear a verla. Ella, con la vergüenza de las risas que
se aproximaban, con notoria preocupación, cambió el color de su cara de
pálido a rojo furioso. Sin dudarlo y con las ganas que tenía de seducirla no
podía dejar que pase la vergüenza de su vida, y me sacrifiqué por ella. No lo
pensé, solo me nació y así fue como hice fuerza con el abdomen y me tiré el
pedo más gracioso de mi vida. Si quiero tirarme uno igual, no me saldría.
Fue de la duración justa y con el final de trompeta. Sé que me miraron, yo
miraba a la nada misma y las risas y el calor no tardaron en aparecer por
todo mi cuerpo. Se reían a carcajadas.
Alguno hizo el comentario “el eructo, —ella eructó— y después el pedo”
y seguían riendo de la situación absurda que acababa de pasar, pero
rápidamente olvidaron el eructo y se enfocaron en mi pedo por un rato más.
La bondadosa vida hizo que me tirara un pedo sin olor, y cada vez que
volteaba a ver a Clo, ella me miraba. Ella entendió lo que hice. Lo que
callaba con la boca me lo decía con los ojos. Me miraba fijamente, con una
muestra de cariño que no puedo poetizar, pero así estuve hasta que culminó
la reunión, refugiándome del ambiente en su cálida mirada.
Capítulo 19

—Guille, te vas a tener que quedar en la tarde —dijo la jefa—, se quedan


con Clotilde en este mismo sector ¿Está bien?
Lo dijo de una manera en la que uno no puede negarse; más que consulta
es una afirmación, una orden.
Mi sueño me importaba muy poco, total estaba con Clo. Así no me
molesta: estar despierto en la tarde, el problema sería la noche. Trabajaría
durante la noche y al día siguiente otra vez allí.
Lógicamente no vino nadie a tomar el servicio, nos reímos con Clotilde
de todo lo sucedido y eso nos unió un poco más; yo le daba información de
mis pacientes y ella de los suyos. Nada destacable por los pacientes. Mucha
familia, muchas críticas, médicos especialistas escasean a esas horas; la sala
era nuestra así que nos pusimos de acuerdo para pedir comida para
almorzar. Nos dieron el almuerzo solo si cumplimos doble jornada laboral,
sino es exclusividad para los pacientes. Comida de mierda de todas
maneras, sin sal, sin condimentos. La que nos dieron en el almuerzo era
incomible. Por esa razón pedimos pizza. Clo consiguió de contrabando que
le trajeran una cerveza.
—¿Podemos? —le dije, mientras simulé un eructo.
Ella me dio un golpecito en el brazo y, sonriente, me pidió que no fuera
cobarde. Y me mostró un paquete de cigarros mentolados y unos chicles de
menta que sacó del bolsillo.
—Nuestro almuerzo romántico —le dije, guiñando un ojo mientras se
sentaba a mi lado.
Ella se reía y se ponía colorada.
—¿Y cuál va a ser el postre ?—Me guiñó el ojo mientras tomaba la
cerveza.
Acercándome aún más a su lado le dije al oído:
—Lo que vos quieras.
Se ruborizó y su reacción fue alejarse.
Ese movimiento causó que su mano derecha tambalease y se derramara
algo de cerveza en el pecho. En la otra mano tenía lo que restaba de la
porción de pizza.
—Uuuh, me manché.
Agarré una servilleta de la mesa y atiné a querer limpiarle el busto. Solo
miró. No negó ni con gestos ni me comunicó rechazo, es más, sentí que
sacó pecho.
Apoyé mi mano sobre su pecho, intentando que la servilleta absorbiera
algo de líquido, mientras la miraba a los ojos y ella a mí, masticando el resto
de comida con un hilito de queso en la comisura del labio. Me dio asco la
comida en su boca, pero era mi único momento, era ahí o nunca, y así fue
como me impulsé a besarla. Ella lo aceptó. Nos besamos; dejé la servilleta y
acaricié su pecho, luego con ambas manos masajeé sus tetas por encima de la
chaqueta y al rato con mi mano —la derecha para ser preciso—, la metí por
dentro de su ropa para desprender el brasier. Jamás dejamos de besarnos a
pesar de tantos movimientos.
Con los ojos cerrados solo dijo:
—La puerta.
Lo cual entendí: íbamos a coger. Ya no tenía cansancio, solo una erección
que mi pantalón no podía ocultar. Cerré la puerta.
Me acerqué otra vez a ella y cuando vamos a besarnos me dijo:
—Tenés un hilito de queso en la boca, cochino.
Me guiñó el ojo y lo limpió con la servilleta que había en la mesa.
Metió la mano por el pantalón de mi uniforme; yo hice lo mismo: vello
púbico de ambas partes.
—¿No pensarás que me lo voy a meter en esas condiciones en mi boca?
—No dije nada, porque si me dejaba, le daba una chupada de concha por
más peluda que la tuviera.
Siguió el jueguito, la quise desnudar pero dijo que ahí no.
Fuimos al baño y fue mi primera relación sexual sin eyacular dentro de
un hospital.
Alguien por el pasillo llamaba pero no nos importó, fueron esos minutos
de placer que nos merecíamos por hacer catorce horas de trabajo: nuestro
receso. Nadie nos vio. Ninguno de los dos dijo nada, un secreto que nunca
revelamos pero que algunos se habrían dado cuenta.
La tarde pasó rápido sin nada más destacable que lo sucedido; teníamos
roces, nos besábamos como adolescentes si se daba la posibilidad. Salimos
separados del hospital y volvimos a reencontrarnos para ir a un hotel, me
daba vergüenza llevarla a mi casa. Esa noche no fui a trabajar, recibí
muchas llamadas y no atendí ninguna. Me quede con Clo. Lo irónico es que
las horas extras de la noche anterior y de esa tarde fueron suficientes para
solventar el cuarto de hotel, pero algo más excepcional es cómo hice para
terminar cogiendo por el hecho de tirarme un pedo.
Capítulo 20

Salimos juntos del hotel para ir a trabajar. Clo me dijo que no iba a pasar
nada más a no ser que ella lo dijera, ella decidiría. Que estaba dispuesta a
que volviéramos a ser desconocidos si era necesario, al menos que aceptara
sus condiciones. Dijo que era respetada en la institución y que cualquier
chisme que dijeran sobre ella vendría a mí, y que ella no sería la
perjudicada sino yo. Básicamente, me amenazó.
No me importó, cumplí mi objetivo personal aunque sí debo admitir que
me emocioné al compartir algo con ella. Con el tiempo me enteré de que
estaba comprometida, y que sufre un tipo de crisis de inseguridad que la
hace salir a seducir para demostrarse que puede conseguir rápidamente a
alguien, si por algún motivo se llegase a separar. Solo lo hacía por ego, en
ese momento no lo sabía y acepté sus condiciones y si lo hubiera sabido
aceptaba de todas maneras. Ella estaba libre para hacer lo que quisiera y yo
estaba disponible para cualquiera que propusiera algo.
A eso de las ocho de la mañana, llamaron de mi trabajo nocturno para
avisarme que estaba suspendido hasta nuevo aviso por faltar a mi jornada.
Luego, llamaron a eso de las nueve para informar que me revocaban la
suspensión, porque notaron que había ido a trabajar una jornada extra, y
preguntaron si estaba dispuesto a hacer otra jornada de diez horas esa
misma noche. No pude negarme, quise quedar bien. Esa fue la segunda
propuesta que acepté en el día.
Le comenté a Clo que tenía una jornada extra por la noche y que no tenía
ganas de ir a dormir la siesta solo. Comprendió y fuimos después de
trabajar toda la tarde al hotel. Pasábamos de tocarnos y besarnos a reírnos y
viceversa. En fin, me bañé ahí y salí para trabajar a la noche. No dormimos
nada, fue mentira la propuesta de dormir que le hice a Clo, además de estar
cansado me dolía el pito de tanto sexo que tuvimos.
Nuevamente iba al servicio de urgencias con Carlos, lo saludé, le
comenté que estaba cansado y con un gran dolor de huevos.
Se rio con una sola carcajada, un solo “Ja” de los que son sinceros y
luego hizo silencio. De ese tipo de silencios que existen antes de que se
haga una reflexión. Y así fue.
—Mirá, hijo, en este trabajo hay dos tipos de enfermeros: los que
trabajan y los que trabajan forzosamente, ¿pero sabés qué tienen en común?
Me quedé callado, pero creo si decía algo era para quedar bien con él y
no lo que pensaba realmente. No emití respuesta.
— ¡Que ambos cobran lo mismo¡ !No hay diferencia salariaal! El
esfuerzo es para conseguir algo que querés. No lo inviertas donde nadie le
importe. A menos…
—… Que a mí sí me importe.
—Exacto, sos muy nuevo pero si tenés sueño y no hay nada que hacer,
dormí.
Esa noche tampoco pasó mucho o al menos eso dijo porque desde que
terminó de hablar me senté y me dormí hasta que me despertó para irnos.
Me sentí mal, pero menos agotado de lo que tendría que estar para mi
jornada matutina.
Le di las gracias a Carlos por el favor y él me dijo “de nada, pero no me
conformo con eso”. Se me acercó al oído y me dijo:
—Me debés la puta.
Asentí con la cabeza, sorprendido y confundido, y me fui a trabajar.
Capítulo 21

Ese día por la mañana me pasó algo muy extraño, destacable. Pues entra
en conflicto con lo aprendido en la universidad; dejó en mí una sensación
extraña, básicamente, un gustito raro en la boca. Pero debo ser yo quizá
porque a los testigos les pasó inadvertido, en horas se habrían olvidado,
pero me dejó una marca, una sensación de vacío.
No me gustó lo que me pasó y, repito, no fue ningún tipo de agresión y si
lo fue no era su intención; de eso estoy seguro, el único lastimado fui yo y
ahí es donde juega la tolerancia personal. Quizá sea yo extremadamente
sensible, y si sigo viviendo estas cosas es algo que tendré que modificar o
renunciar.
Primero, debo decir que me cambiaron de sector por un único día, y me
tocó atender además de varios pacientes más, al señor López, lo recuerdo
porque se apellida como yo. El hombre tenía ciertas dificultades
respiratorias. La familia venía al office a preguntarme sobre el oxígeno,
sobre sus estudios, en sí se sentía ahogado, pero por la incomprensión de las
indicaciones, no por razones fisiológicas deduzco.
Cada seis minutos tenía una pregunta nueva. No hacía más que ingresar a
la habitación y me torturaba a preguntas. Pero mis acciones estaban bien:
levantar la cama, bajar o subir la cabecera, controlar su dispositivo de
oxígeno, también responder preguntas simples, en fin, óptima atención de
enfermería. Pero en un momento no sé quién puta lo fue a evaluar que entró
en su discurso la palabra “saturómetro”.
—Mi papá necesita un saturómetro —dijo la hija—. Al rato, lo mismo, la
mujer.
—Mi marido necesita un saturómetro, ¿qué pasa que no llega el
saturómetro?

No lo sé. Pero ¿quién carajos le metió esa idea en la cabeza?, están en las
terapias intensivas y algunos tienen los suyos personales, pero es un
elemento muy caro para tener, y peor dejarle el propio a un paciente. Es muy
fácil de ser robado, y todos en los hospitales podemos ser víctimas de hurto,
hasta por nuestros propios compañeros o pacientes. En fin, no tengo uno, y si
lo tengo no se lo dejaría, no hay en la sala de internación, y si hay no es el
único paciente que lo tiene que utilizar, por eso el monitoreo constante de la
saturación de oxígeno es un quehacer de terapia intensiva, no de sala común
y nunca comunicaron su traslado.
—Llamá a tu jefe, al doctor, que mi papá siente que se va a morir,
¿ustedes no entienden lo sensible que está?, ¡le falta el aire y esto es
culpa de ustedes! Así y peores eran sus acusaciones.
Cuando ingresaba a la habitación, el paciente no tan viejo, estaba ahí
relajado, se preocupaba por otras cosas como la iluminación del baño. No
lo dije antes pero este tipo estaba en una habitación “Vip” y estos
pacientes no los atienden enfermeros, los atienden “sirvientes”, al menos
eso creen ellos y nosotros; así lo aceptamos también y más cuando hay una
buena propina.
Pienso que lo mal que hice fue ser interlocutor del médico, de la
supervisora y de cualquiera que me hablara.
El médico:
—Decile que los estudios le dieron bien, que su oxígeno está acorde.
Entonces iba a la habitación y les informaba “dice el médico que les diga
que los estudios dieron bien, que no se preocupen por su oxigenación.
—Pero si solamente le sacaron sangre ayer a la noche cuando ingresó
¿Cómo saben que ahora está bien? —decía la esposa del señor López,
sorprendida.
Llamaba al médico y no atendía. Yo seguía con mis quehaceres que pocos
no eran y estas situaciones atrasaban toda la jornada.
Volvía la mujer a indagar sobre el saturómetro y yo volvía a insistir por
teléfono; me decían:
—Decile que es una sensación subjetiva pero que le vamos a cambiar la
cánula nasal por una máscara.
Iba a la habitación del paciente para colocarle una máscara y le decía
“esto le va a ayudar a respirar mejor, así dijo el médico”.
—Pero ¿cuánto oxígeno van a ponerle? Avisá que él es paciente con
EPOC —decía una de las hijas que, por cierto, muy buena pinta tenía pero
ya me inflamaban las bolas.
Llamaba al médico y no me atendía y cuando lo hizo me gritó diciendo:
—Vos decí lo que te digo —Y cortó la comunicación.
Lo irónico es que no me dijo nada. Dejé la situación así hasta que
volvieron la esposa y la hija diciendo “llama al médico que se siente mal,
¡llámalo ya!, ¡ya no aguanta más!, de acá no me voy hasta que lo llames”.
Al llamarlo y decirle que el paciente quería hablar con él ,el médico debe
acercarse, aunque esté de guardia debe evaluar al paciente, quizá tarde si no
es urgente, pero deduzco que él también estaba cansado de la situación.
Cuando llegó el médico no era médico sino médica, tenía voz de hombre
por teléfono pero era una linda mujer.
—¿Qué está pasando acá? ¿Vos sos el enfermero?—preguntó mientras
observaba las indicaciones médicas. Fue a la habitación y yo, detrás de ella
como equipo disciplinario.
Al ingresar la increparon diciendo del saturómetro, de los análisis y el
viejo no entendía nada y empezó a decir:
—Esto es una mierda, atienden para el culo.
Y amenazó con arrancarse el oxígeno, la vía periférica y ahí todos
dijeron:
—¡Noo, noo!
Un actor de puta madre el viejo de mierda. Y fue entonces cuando me
humilló como profesional o, al menos, lo sentí así.
—Disculpen —dijo López, mientras miraba a la familia—, ¿me dejan
hablar con el profesional? —Todos asintieron y comenzaron a retirarse.
Yo me quedé al lado del médico. López me miró y me dijo:
—¿Me permitís?
—Sí —le respondí y me quedé.
De nuevo, como invitándome a salir, repitió:
—¿Me permitís?
Ahí comprendí que cuando dijo “profesional” no se refería al equipo, sino
al médico solo; quiso decir que permaneciera dentro de la habitación
únicamente la médica. No quería que yo escuchara al igual que la familia, así
que salí. Lo que me enseñaron fue que nosotros somos el oído del paciente;
este caso me demostró lo contrario y más cuando salió la médica que me
dijo:
—Dejá todo lo que hacés y prioriza acá: administrale hidrocortisona
endovenosa ¡pero ya!
Y ella volvía a la habitación. Le dije que esperara, que ya se lo preparaba
y que se lo diera ella, ya que iba a la habitación, así me enfocaba en hacer
otra cosa. Me miró y dijo:
—Soy médica, no enfermera
Y se fue. Entonces fui otra vez a la habitación a administrar. Seguían
hablando, no escuché nada. Al salir me paró un familiar de otro paciente en
el umbral de la puerta y me dijo que tenía que controlarle el azúcar a la
mamá. Y la médica me gritó desde la habitación:
—¡Hacele también unas nebulizaciones con ipratropio!
Entré al office a buscar los materiales. Era nuevo, mucho no me hallaba
en el lugar, por eso me quedé parado y me vio en esa situación. Me dijo:
—Un hemo gluco test y una nebulización, ¡no es tan difícil lo que tenés
que hacer!
Solo la miré de manera molesta pero hasta ahí llegó mi dedicación; de ahí
en más solo miraba el reloj porque solo quería irme. No quería seguir
estando allí. “Mañana será otro día y estaré más preparado para afrontar
esto”, me dije.
—¡Que desprecio !—me dijeron, e inculcaron que éramos un pilar para la
estructura del hospital— Habría que informarle a ese paciente y a la médica
y supongo que a muchísima gente más también porque, aparentemente, no
todos lo saben.
Capítulo 22

¡Me están hartando¡ !Hace más de veinte minutos estoy yendo y viniendo
por esta medicación de mierda a farmacia!
El hijo de puta dijo que faltaba la firma del médico, el que estaba de
guardia no estaba por ningún lado. El balón donde envían la medicación a
la sala no funcionaba por eso necesitaban la receta. ¡Hasta el segundo
subsuelo debo bajar! A veces, en ascensor a veces, por escalera pero es
cansador volver con las manos vacías.
Pensaba: “me están haciendo atrasar, me están haciendo que me ponga
fastidioso. Los familiares están demandando atención y según mis
compañeros yo estoy paseando por las escaleras y no estoy haciendo mi
trabajo. ¿Soy la voz del paciente? ¡Soy el cadete del muchacho de farmacia!
¡A la verga todo esto! En otro rubro se merecería un golpazo en la nuca, y
acá no puedo ni tutearlo al hijo de mil puta. Hice firmar la receta pero no
por quien corresponde y la rechazó, ahora no solo no tengo el medicamento
sino que tampoco sirve esta receta. Además estos idiotas y hablo por los
directivos, ¿se creen que voy a pedir medicación para mí, para llevármela a
mi casa? Cuando pasan estas cosas los médicos firman con desconfianza y
cuando las entregamos en farmacia te miran con una cara de culo que dan
más ganas de decir, “deja, yo me arreglo, lo único que te digo que este tipo
no va a tener esta medicación y algún día puede ser tu mamá”. Después la
culpa la tiene enfermería por no seguir el tratamiento farmacológico, pues
se discontinuó la terapéutica, cuando las trabas administrativas las ponen
ellos”.
—Acá traje esto —decía, transpirado y colorado.
Tenía sed de una cerveza o algo con alcohol. El agua no me sacaría la
sed.

—No sirve. El doctor Armenia está a cargo. Este es de guardia


solamente.
Pensé: “¡la puta que te parióóó!” y dije, con tono tranquilo y con
falsedad:
—Es quien pudo firmar… porque el otro no...
—No me sirve —dijo, de manera tajante casi para cerrar la ventanita por
donde me atendía.
—¿No me podrías dar la medicación y cuando tenga las recetas las
traigo?
—Me ha pasado que después se olvidan y la amonestación es para mí.
—Comprendo lo que me dice pero ya fui varias veces a buscar esa firma.
—Es que si hubieran hecho su trabajo esto no pasa. Yo la llevaría
personalmente, sin problema.
—Hay médicos a los que estas cosas se les pasan.
—No, ustedes que tienen que corroborar.
Ese comentario me dio más bronca y ganas de putearlo en la jeta, pero no
dije nada y me comí la bronca, así que con las manos vacías volví
nuevamente a la sala.
Los timbres sonaban y esa noche los familiares estaban meta pedir y
pedirme cosas. Hasta el familiar me preguntaba sobre el fármaco.
—¿Qué pasa con la medicación?
—Señora, estoy intentando conseguirla.
—Es una medicación muy importante, así dijo la médica, así que tráelo.
Era para las 22:00 y ¡mirá qué hora es!
“¡Dígale a su médica que se vaya a la concha de su madre!”. Eso
tampoco lo dije, solo lo pensé.
—Entiendo —respondí— pero no encontré al médico Armenia que es el
responsable.
—Desconozco, pero me lo solucionás y ¡acá traé la medicación que es
muy importante!
Tenía razón, pero lo único que sabía hacer esa señora era gritarle a la
gente, y creo que lo hacía por lucir pertenencias exuberantes. Piensan
muchos que por tener esas cosas tienen el derecho de gritar.
La puteé por dentro de mí y con una sonrisa que llegó a ver, me fui al
office callado y sulfuroso a intentar comunicarme. Llamé y llamé y el
doctor Armenia seguía sin aparecer. “Esto es demasiado”, me dije. Le dije
al doctor que atendió:
—Mire, lo estoy buscando hace mucho al prestigioso doctor Armenia, y
ya no sé dónde ubicarlo por su ocupada agenda; hágame el favor de decirle
que lo llamó el enfermero López, Guillermo, por una medicación que
farmacia no me quiere dar —Y colgué fuerte el teléfono.
Le avisé a la familiar que en cuanto tuviera novedades le informaría. Por
más que le dije eso no me entendió. Me jodió toda la jornada. Anoté en mis
registros que no recibía la medicación por tal y cual motivo; especifiqué
absolutamente todo: cada uno de mis actos.
Al día siguiente llamaron del departamento de enfermería y dejaron un
mensaje para indagar la razón por la cual ese paciente no había recibido la
medicación prescrita. Por más que llamé y expliqué todas las
complicaciones, dijeron que era muy instruido para “ahogarme en un vaso
de agua”, que era extremadamente importante que recibiera esa cosa que ni
sé qué era, y que lo lamentaban, pero que mi evasión a la función de
enfermería era grave. Estaban evaluando despedirme por las quejas de los
familiares y el acople de los médicos.
Mi silencio me salvó esta vez; solo me suspendieron a pesar de que
redacté todo como fue. Pero me reservé las palabras, porque merecían que
les dijera “que se metan el trabajo por el culo”, pero callé como hice la
noche anterior, y asumo que por eso, más la gratitud de otra oportunidad y
las disculpas ,conservé mi puesto de trabajo.
Capítulo 23

No tenía ganas de ir a trabajar. Me sentía un poco enfermo. Llamé al


departamento de enfermería que a esas horas solo se encuentran las
administrativas y les comenté mi desgano. Exageré los síntomas y me
creyeron. Así creí que me iban a dar el día libre. Pero no, no es tan fácil. A
las horas me golpeó la puerta la encargada de la pensión y me dijo que
había una ambulancia afuera, con dos médicos. Mi habitación era un
desastre y no los iba a hacer pasar.
“¡Estos me mandaron al médico laboral a corroborar que esté en mi
casa!”. Salí y, efectivamente, allí estaban. Los saludé y solo respondieron
preguntando mi nombre.
— ¿Guillermo López? —preguntó el médico.
El otro era un ambulanciero o quizás un enfermero que manejaba. Este no
emitió palabra alguna.
Imitando una voz áspera, fingiendo dolor de garganta y malestar general,
dije:
—Sí.
El médico hizo un ademán de invitación para que ingresara a la
ambulancia, a lo cual obedecí. Me hicieron sentar en una camilla y me
preguntaron nuevamente los síntomas que anotaban en una planilla. El
doctor revisó mi garganta; tenía algo inflamada la faringe, como cualquier
ser humano. Y me dijo que para los dolores musculares, tomara algún
analgésico. No notó nada extraño. Así pues tendría que presentarme a
trabajar.
Bajé de la ambulancia y se fueron sin despedirse. No llamó a la oficina
delante de mí, pero deduzco que lo haría en algún momento.
Esa noche me sentí bien al principio y fui empeorando con el pasar de las
horas. Los enfermeros que notaban mi malestar me lo decían, pero nunca
dejé de trabajar. Lógicamente rezongaban lejos de mí, pues era más inútil
que funcional y, si tenía algo, podría contagiarlos.
—Te conviene que exageres los síntomas —me dijo uno que, seguro, me
criticaría después.
—Tendrías que caerle bien al médico —dijo una de las mujeres—, a mí
siempre me dan días.
Para mí tenía fiebre, sino no se justificaba tanto desgano. “La próxima
vez diré que estoy con mucha, mucha diarrea. No creo que me hagan cagar
delante de ellos”, pensé.
Capítulo 24

Por la mañana estuve peor. No podía caminar sin arrastrar los pies. Todo
el rostro colorado, sentía muy caliente el cuerpo. Desgano absoluto. No
tenía hambre, ni sed, ni sueño, solo quería desaparecer de todo. Mi jefa vio
mi estado y me hizo trabajar igual. Dijo:
—Después te doy una “pichicata” y te reponés.
Algo que jamás hizo. Así arregló las cosas: en vez de dejarme ir, no, me
dejó atendiendo gente enferma en este estado. ¿No se daba cuenta de que
podía enfermar a alguien, que podía transmitir mis bacterias a algún
paciente? Creen que estando el plantel completo la atención es integral.
“¡Que este sistema se vaya bien a la mierda! No quiero formar más parte.
¡Que se mueran todos los que lo forman, porque estoy enfermo y me hacen
venir igual! No puedo ni mantenerme parado y tengo que cumplir mi
horario con una sonrisa porque si no lo hago soy un pésimo enfermero. ¡Y
para colmo, si la gente se llegase a quejar sería yo el responsable por venir
enfermo y los que no me dejan faltar son ellos! Esto está todo mal, pero la
hacen bien. Son responsables y el que da la cara legalmente soy yo.
Mientras cumplas y hagas tus tareas sumiso, hagas todo lo que digan, está
perfecto. Pero enfermo, moribundo no servís, un fracasado, un inútil y para
el rubro de la enfermería si estás enfermo es ser un artista, como un actor
fingiendo enfermedad, exagerándolo todo y no importa si es verdad o no”.
Capítulo 25

Cuando me sentí mucho mejor volví con todos los ánimos y quise hacer
mi trabajo de forma eficiente, pero se burlaron. Llamé por teléfono a su
oficina, si hubiera visto algún médico no era necesario pero no encontré
ninguno.
—Hola, habla Guillermo, ¿quién habla?
—Un doctor. ¿Con quién querés hablar?
—Con alguno de ustedes.
Luego de unos segundos de silencio me dijo:
—Estás hablando con uno, te dije. ¿Qué pasa?
—Mire, el paciente de la habitación 312 está con mucho dolor.
—¿Quién es el paciente de la habitación ?—me preguntó, pero con un
tono que, deduzco, se encontraba relajado, con las piernas encima de algún
escritorio o acostado, no lo sé pero tengo esa sensación de que está jugando
conmigo y lo afirmé, luego de informale el nombre del paciente.
—Se llama Lizardo Vento.
—Aaaah, “vientito”—dijo.
Me quedé callado por su chiste y seguí:
—Me refiere que siente un dolor en el abdomen, de la escala numérica
informa ocho de diez y en palpación profunda destaca como molestia y al
movilizarse…
Y ahí me detuvo:
—Sí, ahora vamos a ir.
Antes de cortar le dije:
—Pero tiene indicado…
—Sí, te dije que ya vamos a ir —habló con un tono más fuerte y firme y
me cortó la llamada.
Me dejó con la palabra “analgésico” a punto de largarla al aire.
Registré la llamada en la hoja del paciente, y fui hacia la habitación para
decirle que ya iba a ser evaluado por el doctor, y escuché murmullos, y más
próximo a la habitación, escuché las preguntas que le hizo el médico, que
ya estaba dentro de la habitación del señor Vento.
—Señor Vento, del uno al diez ¿cuánto le duele? Si le comprimo ¿le
duele? ¿Y ahora si comprimo más fuerte? Permiso, voy a golpetear. Y
comenzó a hacerle preguntas: ¿cómo destaca el dolor? Si se mueve¿ le
duele?
Me quedé parado, quise creer que vino a confirmar lo que yo dije por
teléfono, pero no fue así. Yo lo sé, nadie me puede decir que esta situación
fue desconfianza.
Me vio y me dijo:
—Enfermero, adminístrele el analgésico que tiene indicado.
Con impotencia, casi odio por desvalorizar mi trabajo, fui a hacer lo que
pensaba que solo sabía hacer: preparé una ampolla de medicación.
Desde ese momento, ya mis llamadas fueron informativas. Si sentía algo
la paciente de la habitación 418 y me preguntaban quién era, les contestaba
que fueran a verla para enterarse. Siempre con una sonrisa pícara, si se
ofendían serían ellos los susceptibles. ¡Que me vengan a decir algo igual!
Pues evaluarla deben evaluarla igual a pesar de que yo les diga algo.
Si los pacientes tienen apellidos graciosos o modificables, como la vez
que también sentía dolor el señor Gascada, les dije, “el señor “Cagada”
quiere hablar con ustedes. El señor “Garcada” siente dolor, ¿lo venís a ver
rápido?” y de vez en cuando solo afirmaba “el señor cascada tiene dolor”, le
adelantaba su medicación, esperaba la afirmación que siempre llega, a
menos que el idiota sea nuevo y cortaba antes de que también quisieran
decirme algo.
Es mucho mejor que me traten de ignorante y reprochen que soy vago,
antes de que se burlen de mis quehaceres como enfermero. Si quieren
trabajar ellos, entonces que trabajen.
Capítulo 26

¿De qué igualdad de derechos me hablan¿ ?Cómo respetar la inter


disciplina cuando suceden estas cosas? Definitivamente hay diferencias
sociales abismales, ¡No me vengan con el cuento ese de que ante el paciente
y la institución somos todos iguales, desde el que esteriliza las gasas hasta
el director médico somos todos profesionales de la salud! ¡Iguales las
pelotas! No somos iguales, yo lo sé, se lo discuto a quien se anime a
reclamarme, ¡tengo mis fundamentos, pues lo que me pasó fue razón
suficiente para reflexión! Del sector salud, soy un empleado esencial, soy
enfermero y a eso me dedico por mis estudios. Destacan la importancia de
nuestra función a nivel global, pero en la cara me refregaron “conformate
con trabajar mucho y ganar poco porque sos enfermero”.
El clima estaba muy feo, bastaba asomar la cabeza por la ventana para
sentir el vientito, y la radio pronosticaba fuertes lluvias por los alrededores
de la ciudad. Sería una lluvia con granizo pronosticada para las 16. Genial
me dije “mi turno finaliza dos horas antes. Para esa hora estaré durmiendo
la siesta. Y es mucho más gratificante dormir con lluvia que con otro factor
climático”.
Como de costumbre, cuando se quiere llegar a casa temprano, el turno
siguiente llega tarde, estos siempre llegaron tarde pero esa vez fue más
tarde de lo común. Pasé mi guardia, solo unos vómitos del “26”; se había
cancelado una cirugía, pues esperaban que la prótesis llegara y el familiar
estaría más demandante que de costumbre; la hipertensión del “21” se
normo tensó con amlodipina, restaría controlarlo de nuevo y hacerle un
electrocardiograma.
Luego de fichar con el dedo, y vestirme como civil en el vestuario, salí de
la institución y se largó la lluvia más fría y dañina que sentí en mi vida;
parecía que las gotas estaban en mi contra, no mojaban al piso, me mojaban
a mí, y si mojaban al piso rebotaban para hacerme resbalar. Varias veces lo
lograron. Solo tenía que cruzar la calle y caminar unos metros más para
subir al bus. Nunca tardó tanto. Y me di cuenta de que la hora a la que
acostumbro subir ya había pasado, pues era más tarde. La lluvia seguía
golpeándome con fuerza, la mochila empapada también los pantalones.
Muerto de frío, comencé a tiritar y hasta los huesos sentí húmedos.
Se aproximó un ómnibus y por más que le hice seña no paró, no me vio
por la lluvia. ¡Mierda, cuánto más tendré que esperar!
Hasta este momento solo fue agua, pero el granizo no tardó en llegar,
aunque fueron unos minutos breves, dolió. Los hielitos de mierda me
cagaron a palos, me cubrí la cabeza con mi mochila; algunos me golpeaban
los dedos descubiertos. En ese momento pasó otro ómnibus, pero ¿qué seña
le voy a hacer si estas piedras de hielo me están dando duro?
Pensé volver al hospital y así fue. La calle vacía sin ninguna persona,
solo yo, y quien me viera por la ventana podría grabarlo y subirlo a Internet
y nombrar al video como: “el idiota que esperaba paciente el bus”. “Muerto
de infeliz esperando el ómnibus”. “Enfermero apedreado por Dios, según
testimonios de colegas por no volver a tomarle la presión a un paciente
luego de una medicación”. Todas noticias de mierda que demostraban una
realidad.
Crucé la calle para reingresar al hospital, todo mojado, dedos golpeados,
y en ese momento fue una de las revelaciones. Ya las piedras habían cedido
en el momento que crucé la calle, pero la lluvia fuerte, no. Llegaron tres
autos muy lindos que tocaron bocina como señal y los médicos que no vi
pero que aguardaban en el hall pasaron al lado al grito de “¡que lluvia de
mierda!”; alguno que otro me saludaba y no sé quién se detuvo para decir
mi nombre en diminutivo, otra doctora:
—¡Aaah, Guille, qué mojado, parecés un pollo!
Y así vi subirse al auto a esas nueve personas. Aprecié cómo se fueron
con pocas gotas sobre sus cabezas mientras a mí me chorreaba el agua de la
cabeza y de la mochila. Dejé de cubrirme. Me avergoncé. No entré, volví a
cruzar la calle para esperar el ómnibus, pasó un taxi que intenté parar, baje
rápido la mano y no paró. Por suerte, recordé que no tenía dinero. Él lo
supo al verme, aunque lo más probable es que hubiese sido por estar
mojado. Aunque si eran uno de esos médicos, seguro paraba. Me volví
caminando bajo la lluvia. Todo el maldito sistema de transporte funcionó
mal para mi regreso.
Llegué a mi casa. Me sequé con una toalla, la misma con la que me había
bañado la noche anterior o la anterior a esa pero estaba relativamente seca,
al menos más que yo. Intenté ir al baño a mear y bañarme, pero estaba
ocupado por un vecino. De atrás de mí escuché una vocecita, mientras
tocaban mi hombro.
—Mirá que cuando salga del baño el señor, estoy yo y después mi hijita.
Hacé la fila.
Volví a mi habitación. Meé en un balde y me acosté en la cama tiritando,
diciéndome “nadie que haya ido en los autos volvió a sus casas para hacer
fila para mear o para bañarse”. Miré mi habitación y deduje que lo que
consideraba mi palacio, para los otros sería una humillación, ¡todo esto es
miserable! Ni siquiera tengo adquirida la costumbre de tomar un taxi si
llueve y si no para, esperar a otro. Advertí condiciones infrahumanas para
alguien que la sociedad considera tan importante. Me di la vuelta, aunque
tenía frío no me tapé; sentía que esa cobija, alguien como yo, no la merecía.
Capítulo 27

En la noche atendí a más gente de la que estaba acostumbrado. Hay


ocasiones y diversos motivos cuando el personal de enfermería suele faltar,
por enfermedad, problemas personales o porque se le cantan las tetas, sea
hombre o mujer. Hay jornadas en las que encuentran un reemplazo de ese
enfermero faltante, pueden informar al enfermero de otro sector, ofrecer
horas extras a alguien de otro turno pero también puede pasar que no ponen
a nadie y saturan de trabajo, sin retribuciones, a los que sí fueron a trabajar.
Generalmente, tengo seis pacientes para una sala de internación de
dieciocho, cuando somos tres. Pero si somos dos y también está la puta
mala suerte de estar lleno (como en esta jornada), debo responsabilizarme
de nueve.
Ese día, trabajé más de lo que acostumbro y para colmo de los males, los
timbres no funcionaban por un desperfecto técnico que no iban a arreglar
hasta la mañana siguiente, siempre en la noche alguna persona llama por
algo o requiere alguna atención .No le damos mucha bola a los timbres,
pero sí exaspera al personal del hospital que la gente esté, gritando pidiendo
ayuda.
De todas formas, a la noche los pedidos más comunes son tales como:
—¿Me cambiás el pañal?
Y la respuesta correcta a eso es: “en breve” (sabiendo que va a ser tipo
seis de la mañana).
O también pueden solicitar cosas.
—¿Me traés agua?
—Sí, en breve.
(Sabiendo que si no lo vuelve a pedir lo hago pasar como olvido mío).
O por ahí cosas más complejas, sin respuestas sinceras, sino
improvisadas y mentirosas.
—Me parece que me baja la presión si hago este movimiento, ¿ves?
La respuesta es: “ahora dejamos registrado para que mañana los clínicos
evalúen su situación”. (Cuando, en verdad, se le respondería al grito de ¡y
no lo haga más infeliz!, pero eso no se puede).
Más cosas por el estilo también podrían pasar, pero yo me iba a dormir
acostado en tres sillas, ya que no hay timbres, y no íbamos a enterarnos si
alguien llamaba, y tuve que atender a ese tipo de viejo molesto de
personalidad extrovertida, que no le importa pasar vergüenza mientras se
cumpla lo que desee. Este tipo de personas que digo, era una vieja que cada
vez que me acercaba a alguna habitación, gritaba: “¡enfermerooo!”.
Al llegar me decía la idiotez que necesitaba y me preguntaba el nombre.
Yo le respondí que Guillermo era mi nombre y, si me llamaba así, iba a dar
por entendido que era uno de mis pacientes y que iba a ser más fácil
identificar qué enfermero necesitaban, ya que los timbres no funcionan.
Asentía con la cabeza pero después de un rato volvía a escuchar la voz de
auxilio, pero con tono de exigencia: “¡enfermerooo!”.
Al llegar me consultaba algo y de nuevo me preguntaba el nombre. Así
hasta que culminó la jornada. Varias veces llamó y varias veces me consultó
el nombre que puede que sea corta de mente o que mi nombre sea muy
difícil, pero siempre gritaba: “¡enfermerooo!”.
En la última conversación que tuve con la mujer, halagó al hospital por
las instalaciones y la atención. Dijo que el doctor Carlos Aspetti era un
excelente médico clínico, y Viviana Erritchimolli, la mejor nefróloga que
pudo tener para su problema, obvio, de riñón. Yo asentía con la cabeza, y
acotaba que eran excelentes personas, sin tener la más puta idea de quiénes
eran.
Al ir retirándome escuché:
—Disculpe, ¿cómo se llama usted?
A lo que le dije:
—Guillermo.
—Perdón que no lo identifique, ¡es que me resulta que ustedes son todos
tan iguales! —Y otra vez acotó —: Yo sé que recién lo dijo pero ¿cómo era?
A lo que sonrió mirando al piso y le respondí mirándola a los ojos:
—No se va a acordar de mí, así que no se moleste, solo nómbreme como
cuando necesitaba algo y yo me acercaba. Solo llámeme: “¡enfermerooo!”.
Capítulo 28

Me ofrecieron horas extras en el trabajo nocturno, para cubrir consultorios


externos por la mañana. La paga era mayor que los descuentos por faltar a mi
jornada normal del hospital Santa Mónica. Así que llamé a la oficina de
personal y les dije que no iba a ir; que lamentaba la hora de aviso pero a
veces las cosas se daban así. Preguntaron la causa, me hice el sordo y colgué.
¿Qué pueden hacer? Lo mejor es amonestarme y descontar, lo peor sería
echarme. Ya no me importaba. Sé que necesitaban el personal y por una
falta no echan a nadie.
En fin, fui. Estábamos en un consultorio propio de enfermería. Allí había
dos enfermeros del turno y yo. Ahí atendíamos si era necesario y también
asistíamos a los consultorios médicos.
Noté cómo los enfermeros preparaban los consultorios reponiendo
insumos, mientras le hacían chistes y burlas a algún doctor que escribía
atento por la computadora. Llamaban al paciente al consultorio y, a veces,
los enfermeros controlaban y a veces no. Si los médicos necesitan algo,
saben dónde es nuestro lugar, se acercan lo comunican y se van a sus
consultorios.
“Nuestro lugar”, un sucucho que entran dos personas sentadas, en este
caso éramos tres. El tercero era el volante, el que si necesitaban algo de los
consultorios salía a asistir; una vez que regresaba, se paraba el de la derecha
y se sentaba el que era volante, luego el de la izquierda y así íbamos
rotando de silla, siendo volantes según necesidad. Si se le tenía que inyectar
a alguien algún antibiótico o analgésico, salían dos con la silla en las manos
al pasillo y quedaba uno con el paciente.
Ese día mientras, estaba en el consultorio dermatológico, un muchacho
atrevido se hizo atender a causa de unas espinas en la cara. Nada grave,
nada extraño, consulta de rutina. Noté tonos de grandeza pues solo saludó al
doctor cuando estaba ahí dentro y hasta al mismo médico lo trató como un
empleado mediocre. Lo importante no sucedió en la consulta sino cuando se
retiró, pues pegó un portazo que sonó en toda la institución. El médico me
miró como para que saliera a decirle algo, mientras él se quedó sentado para
comenzar a escribir. Asumí salir y hablar con el muchacho. Solamente le
dije que debería cuidar las cosas del hospital.
Me miró y solo dijo:
—Si quieren cuidar las cosas que pongan el mecanismo que cierra sola,
no fue a propósito, pensé que tenía eso como en los demás lugares que me
atiendo pero ¿usted quién es?
Comprendí que tenía razón, la institución debería cuidar sus cosas
brindando detalladamente los medios. Lo que piensa este muchacho no está
mal, a pesar de que actuó consciente o inconscientemente mal.
—Soy personal de la institución, le pido que trate con cuidado las cosas,
eso solamente.
Leyó el cartel de “enfermero” en mi uniforme.
—Bueno en-fer-me-ro. Pensé que estaba al cuidado de pacientes no de las
puertas. Y otra vez acertó que no era mi función, ¿para qué está la
seguridad?
—Gracias, muchacho, comprendí que también tengo limitaciones,
aunque trabaje en el hospital.
Si al médico le importó un carajo ¿por qué a mí me tendría que importar?
Capítulo 29

Se escuchaban gritos en la habitación de al lado. Hacía unos diez minutos


había estado allí, por una gran cagada, junto con mi compañera.
Al salir de la habitación en la que estaba supe de quién eran los gritos. Una
vieja loca de anteojos, rubia, regordeta, con aires de grandeza que intentaba
llamar la atención pero como no había gente que la escuchara, hacía barullo
gritando en los pasillos.
—¿Quién es el enfermero de la habitación de al lado?
—¿Usted quién es ?Indagué con indiferencia, imponiendo mi autoridad
del servicio.
—Soy la licenciada en asistencia social de la institución.
Noté su guardapolvos, creí que era médica, jefa no sé de qué, pero no,
asistente social, esta mujer no tiene nada que hacer acá. No a las 23.
—¿Qué pasó que grita tanto, señora licenciada? No reconoció mi
sarcasmo en la pregunta.
—¿Cómo puede ser posible, con el frío que hace, dejar la ventana
abierta?, ¡van a enfermar a mi paciente! ¡Le va a agarrar una pulmonía, va a
terminar en terapia y se va a morir! ¿Qué clase de profesionales son ustedes
que no pueden hacer bien su trabajo? —dijo gritando, por más que estuviera
enfrente de ella y moviendo la manito.
—¿Y la cerró usted?
—¿Disculpe ?—respondió.
—Si la cerró, a la ventana, ¿la cerró?
Como ofendida, abriendo los ojos y revoloteando la cabeza, ¡de ninguna
manera, no es mi función!
Ahí me ofusqué y utilicé mi tono de voz elevado:
—¡Tan idiota es usted señora, que tanto se la da de licenciada y no puede
cerrar una ventana!, ¿qué clase de profesional es usted que observa una
falencia y no la soluciona?
—¡Me está faltando el respeto, enfermero!
—¡Usted se lo falta sola, “señora licenciada”! Se autohumilla siendo
tan… tan estúpida.
— ¡Considerate despedido! —me dijo la muy idiota, yéndose a bajar las
escaleras.
Y mientras se iba yo grite:
—¡Y usted considere una mancha en su legajo! ¿Quién se cree, gritando
por los pasillos, alterando el sueño de las personas?
No va a hacer nada, porque esta gente le tiene mucho miedo a las notas
de quejas, piensan que son denuncias penales. Yo sé que no valen.
Fui para esa habitación. Era verdad, la ventana había quedado abierta. El
olor a mierda y tierra de las axilas, que nos mataba el olfato, ya se había
ido.
Jamás hacerse cargo si puede ser otro el responsable. Voy aprendiendo el
rubro y me está empezando a gustar.
Capítulo 30

Como de costumbre los días que no trabajo de noche, al hospital del


turno mañana llego tarde, con cara de cansado, un poco desorientado y
verdaderamente sin importarme nada en absoluto. Llego, saludo en general
a los demás enfermeros y dejo la mochila en la mesa y me refriego los ojos.
Escuchaba murmullos, risitas y se hacían caritas de horror por el paciente
de la “232”. “Se habrá cagado hasta la médula —pensé— o le habrá tocado
el culo a una de estas viejas chotas, —dije para mí—. Solo imaginar ese
culo con pozos me dio asco, pero al reflexionar que estas viejas aparentan
ser de las que dan un gritito agudo como reacción, me sacó una sonrisa
leve, pero visible.
— ¿Qué te causa gracia, Guille? —dijo mi compañera al verme.
En verdad no la vi que me miraba.
—No, no, nada. —respondí.
—Bueno, si no te molesta, vos vas a estar con la 232.
—Ese sector es tuyo —contesté con tono serio.
Hizo como que corría los tres pasos de distancia donde estábamos y se
me colgó del brazo, con una sonrisita.
—¡Por favor, por favor! —suplicaba mientras tenía su cara muy próxima
a la mía.
No pude decir que no. Sus pechos se apoyaban en mi brazo. Y no sé si
era el push up o se le había parado un pezón.
Al asentir sonrojado me dijo:
—¡Gracias! Porque no me gusta atender a esa gente —Y me besó la
mejilla donde dejó marcado su labial y se retiró al office de enfermería.
¿Esa clase de gente?, supe a lo que se refería cuando vi al custodio
paradito en la puerta de la habitación individual, al querer controlar sus
signos vitales. Lo saludé, con un “buen día”, y adentro había dos custodios
más a los cuales también saludé de la misma forma.
—Héctor Gardel —mirándolo a los ojos.
Él devolvió su mirada con una expresión taciturna y perdida.
—Sí —me dijo un tipo de pelo corto, ojos marrones, de escaso acné
diseminado.
—Soy el enfermero de la mañana. Lo voy a controlar y medicar. Lo que
necesite, me avisa.
Respondió, con tono agresivo:
—Mire —Destapó la sábana y salía un olor a mierda y sudor —Nadie
vino durante la noche, toqué timbre y nadie contestó. Ayer a la noche
también dijeron lo mismo y ni usted ni nadie se acercó. Y estos dos
patovicas no son lo suficientemente personas para avisar. Dicen que no son
enfermeros ni mensajeros.
Los dos policías ni se inmutaron, solo salían mientras yo iba a atenderlo.
Se reunieron con el muchacho de afuera.
Preparé todo y lo higienicé. Me contó que por una paliza tenía los nervios
de las piernas paralizados y que también, por eso mismo quedó
incontinente. Me pidió disculpas por cagarse y manchar todo. Le dije que
no se preocupara. No me gusta tocar mierda y refregar un culo con caca
pegada, pero hacerlo suena como una persona atenta.
Después del baño, lo controlé, lo mediqué y le volví a repetir que yo
estaba a su disposición. Volvieron a entrar dos policías.
Se taparon la nariz por el olor; quise abrir la ventana y me dijeron que no
podía hacer eso. El riesgo era muy alto.
—Discúlpeme, oficial, hay mucho olor.
—Es mejor prevenir —me dijo mientras me miraba amenazante.
—Le recuerdo que no mueve las piernas, oficial—Y repitió que era mejor
prevenir.
En silencio, fue a sentarse. El segundo policía me acompañó hasta la
puerta para retirarme, echado de una habitación del hospital.
El más viejo me hizo un gesto de buen día y me fui.
Revisé los timbres del panel central, y el timbre de la habitación que
estaba a mi cargo estaba apagado por el turno anterior, por más que toqué
cien veces, no iba a sonar y en el reporte de novedades registraron: “el
timbre de la habitación 323 funciona de manera intermitente. Se avisa a
supervisión para dejar constancia a mantenimiento”. Todo muy raro.
Al día siguiente pasó exactamente lo mismo. A diferencia, que el aire
acondicionado estaba en 16 0c. Los policías estaban muertos, de frío al igual
que el paciente, a punto de estar cianótico. Modifiqué la temperatura y
preparé los materiales para higienizar. El agua tibia le generaba una
sensación placentera al enfermo. De a poco fue recuperando su color natural.
Me dijo que por más que los policías tenían frío, no fueron capaces de ir a
avisar de la baja temperatura, o que se había cagado no una vez, sino dos.
Ya comenzaba a tener lesiones en las nalgas por la poca rotación.
— ¿Querés estar un poco de costado? —pregunté—Por ahí estás
incómodo.
—Me arde la espalda. —dijo, para indicar indirectamente que sí quería
que lo rotara.
—Sí, por el pañal —le dije—. Hace bien que se oxigene la piel.
Cualquier cosa toca timbre.
—No funciona. Ayer toqué toda la tarde, cada tanto en la noche y nada, y
estos que están ahora (por los policías) no son los mismos; los que estaban
se ponían a hablar fuerte o escuchaban música y no me dejaban dormir.
Escuché, entre los médicos, algo de diabetes, que puede ser que tenga.
¿Cómo puedo saber?
—Te sacaron sangre y se fijan ahí los resultados pero no te preocupes,
que ahora te controlo también—. Fui al office, tomé todos los elementos
necesarios y volví a pincharle el dedo para extraer una gota de sangre, y dio
como resultado 308 mg/dl. No le dije ese valor, solo le comenté que estaba
todo bien. Llamé al médico y dije la alteración para que lo tuviera en cuenta
y que, si así lo deseaba, modificara las indicaciones a “paciente diabético”,
para la comida y “protocolarizar” los controles de glucemia.
Al día siguiente, además del olor a caca y el aire a 16 0c, tenía los dedos
hechos mierda de tantos pinchazos. Como ya estaba acostumbrado a que lo
dejen así, lo acondicioné sin decir nada y escuchar las quejas. Pero esta vez
fue distinto, no se quejó del resto sino que, mientras hacía mi trabajo, me
agradeció. Y se lo notaba agradecido. Yo continúe con lo mío.
—Muchas gracias, muchas gracias —respondía de forma neutra mientras
pensaba que sin propina no hay gratitud.
—Todos me ignoran, me bastardean, me tratan mal, inclusive los policías
me atosigan. Yo soy responsable de lo que hice pero me están haciendo
pagar de la forma errada. El único, verdaderamente el único que atiende
bien, sos vos. Hasta los médicos me ignoran, me temen o qué sé yo. Vos, en
cambio, sos bueno, sos mi amigo.
Y esperó a que chocara la palma de mi mano con la suya. Solo miré, y
sonreí burlonamente y respondí:
—Disculpame, pero yo atiendo pacientes de todas formas y de cualquier
condición. Me extraña que me digas que te discriminan, todos atienden a su
manera y nunca escuché algo así. Por ahí algunos, con un grado mayor de
meticulosidad, pero nada más. Solo eso los diferencia —Defendí a mis
compañeros

—¡Vos trabajás a conciencia! ¡Vos sí te preocupás por mi salud! Eso lo


siento acá, —dijo, señalándome el pecho y levantó la mano para que la
chocara con la suya nuevamente.
—Yo hago lo que tengo que hacer y listo. Y lo digo con sinceridad. No
me quedo pensando en qué hice o qué dejé de hacer. Cumplo mis siete
horas acá y diez en la noche y sigue mi vida. Imaginá que tenga que pensar
en cada uno de ustedes. Primero no me sale y si me saldría, me volvería
loco, por eso llega mi horario de salida y le pongo fin a las cosas del
hospital. No pienso en nadie más que en mí. Yo no soy enfermero, trabajo
de enfermero. No me importa si te traen la comida, si te cambian la sábana,
si te bajó la fiebre, si tu familia te vino a visitar en un horario que no sea mi
turno. Solo estoy pendiente de eso si estoy trabajando sino, nada.
Fui retirándome hacia la puerta y salí.
Sabía, por comentarios de compañeros, que ese tipo es pedófilo, que sus
piernas no las mueve por la molida a palazos de los familiares y que está en
proceso de detención. Sé que no quieren abrir la ventana por hacerlo sufrir,
y se respaldan. Es que es peligroso, y que soportan el olor a mierda para
dejarlo cagado o que ponen música para no dejarlo descansar. Pero yo hago
lo que tengo que hacer y lo que dije no es mentira. Verdaderamente no
pienso en pacientes al terminar mi horario de trabajo. Me importa muy poco
si un acceso se infiltra o si la sonda de alguno se tapa después de mi
horario. Yo me voy a mi casa. La guardia continúa. Enfermería las 24 horas.
Pero el tipo creyó que estoy pendiente de su salud al irme del hospital.
Debo corregir lo que dije, porque cuando voy a dormir a mi casa, estoy
pensando en este sujeto. La verdad que por mí, ¡que se cague muriendo, por
hijo de puta!
Después de eso, me permití unos días de licencia sin aviso y volví la
jornada siguiente de saber que se había ido de alta médica.
Capítulo 31

Hoy es mi cumpleaños y no recibí ningún saludo. Es un día normal para


el mundo y debería ser uno especial para mí, pero no lo es. Clo se olvidó, lo
asumo, pues me vio y no se acordó o quizá nunca se lo dije. Solo el saludo
matutino de todos los días. Lo mismo hizo Estela. ¿Qué puedo esperar del
resto de la gente que me es más distante? En fin, si hay algo especial en este
día es que sigo vivo y disfrutando de mi tiempo.
La jornada de hoy fue similar al resto, controlar, medicar, escuchar, etc.,
etc. Salvo por el hecho de que ingresó un compañero nuevo, un joven de
escasa corpulencia y con mucha ansiedad en la mirada, pálido de miedo,
con una libretita de mierda en el bolsillo de la chaqueta y repitiendo “hola,
hola, sí, gracias, perdón” de forma muy exaltada.
—¡Tranquilo, hombre! —le dije cuando me acerqué a saludarlo y le
palmee la espalda para darle la bienvenida a la institución y la seguridad de
que en este lugar está todo más que bien.
(Pobre muchacho, tanta juventud y tiene miedo, con esa actitud no va a
encamarse a una mujer como Clo jamás).
Estela fue la responsable de instruirlo. Lo hizo controlar a todos los
pacientes como a mí en mi primer día, pero hizo que fuera a hacerlo dos
veces. También Hizo bañar a dos obesos solo y que buscara la medicación
en la farmacia. Según sus palabras, estaría evaluando la capacidad de
tolerancia del muchacho que por sus años de experiencia, no estaba
preparado ni capacitado mentalmente para ser un enfermero de la
institución.
Básicamente quería molestar al muchacho, esto lo sé pues le comentó
delante de nosotros, mientras desayunábamos, que no tomara el ascensor
para buscar la medicación, que bajo ningún concepto podía volver al piso
de internación sin ella; que el hombre de la farmacia era un poco intolerante
y hay ocasiones en las que no desea entregar las drogas, pero —como
responsable de los pacientes—era su responsabilidad abogar por ellos y
debía exigirla. De nuevo le repitió que no tomara el ascensor, “porque es de
vagos y un enfermero vago no sirve”.
Lo vi irse apresuradamente y las mujeres contenían la carcajada para que
él no se diera cuenta. Clo me preguntó si el muchacho ya había empezado a
bajar por las escaleras, a lo cual asentí con la cabeza y corrieron junto al
teléfono para informarle al auxiliar de farmacia para que enviara todo por el
sistema de transporte neumático, y que bajo ningún concepto, le entregase
la medicación al muchacho. Ambas se reían; a mí no me causó gracia.
El muchacho fue despedido luego de eso. No llegó ni a terminar la
jornada. La carcajada momentánea de las mujeres le costó el trabajo al
joven. Se tomó muy a pecho las palabras de no volver sin la medicación y
la negativa del auxiliar de entregarla, hizo que sintiera mucha ansiedad y se
descontroló, según nos enteramos después: de un golpe, llegó a romper el
vidrio del puesto del auxiliar que, por suerte, tenía rejas, y era imposible
que entrase por allí, y también dio muchas patadas a la puerta que tampoco
logro abrir al grito de “te voy a matar”.
Las mujeres actuaron resguardando su puesto de trabajo alegando que
tenía cara de loco, actitudes de loco y que tuvieran más cuidado a la hora de
contratar gente.
En fin, así pasó la mañana. Tenía la tarde libre y la noche también. Pero
mientras fumaba en mi casa sonó el teléfono. Era de la oficina de personal
de Santa Mónica preguntando por qué no había ido a trabajar desde hacía
unos días. Estaba fumado, con poca, escasa tolerancia y le respondí:
—Mire, señorita, si quiere hagan lo que les parezca, pero ya estoy
cansado de que me pregunten tanto qué hago y qué no hago. ¿Por qué no lo
descuentan y ya está? O mejor despídanme, si ustedes tienen tanta
exigencia y yo no les cumplo.

Tiré el humo de la marihuana al aire, mi caja torácica descargada de


presión por sentirme liberado.
—Yo lo llamaba para un arreglo. Pero sus ánimos de grandeza exceden
mi comprensión…
—¿Qué quiere arreglar? —Le dije, mientras me sentaba en la cama,
sorprendido porque la causa de su llamada aparentaba un regaño más que
una solicitud.
—Posiblemente le interese, pero algo le puedo ofrecer por el día que
faltó. Venga hoy a la noche a cubrir a un compañero y nos olvidamos de su
falta.
—Délo por hecho.
No tenía nada que hacer. Y si no me descontaban, mejor.
Se despidió y corté la comunicación. Me tomé tres cervezas mientras
alistaba las cosas y me fui a dormir. Cuando me desperté eran las 19:00. No
recordaba a qué hora ingresaba, si era a las 20:00 ó 21:00. Descontaba horas
al día para orientarme pero más me confundía. Todo por trabajar en dos
hospitales en distintos horarios
En el Santa Mónica, que es de mañana ingreso a las seis. ¿Y en el
Carrizo? Ja,ja,ja,ja. ¡NO! Del Carrizo salgo a las seis. ¿Cómo puede ser?
Esta mierda me pegó bastante mal. De todas maneras voy a ingresar a las
21:00. Me necesitan, yo les estoy haciendo el favor.
Hablé con el jefe y me dio el mismo servicio que tendría en la mañana.
Qué cagada, iba a estar con esas dos viejas de mierda que me pasan la
guardia siempre. Cuando llegué a las 21:00, confirmé que la entrada era a
esa hora, pues recién llegaban también. Y para mi sorpresa iban a tener un
tercer enfermero que se tuvo que retirar, pues le modificaron el sector; yo
continúo la jornada y ese caso especial da prioridad por continuar mañana.
Me miró mal al irse, un idiota. ¿Tan sensible va a ser el infeliz? Hay dos
tipos de enfermeros, los sensibles y los insensibles. Los primeros tienden a
maximizar absolutamente todo, tienen relación directa con sus expresiones
y creen que son los mejores en su trabajo, cuando en realidad les importa
una mierda, y los insensibles, solo trabajan, hacen lo que tienen que hacer y
punto. No sé por qué nos relacionan con la vagancia.
Casi a las doce de la noche, llegó un mensaje de Clo. Me deseaba un feliz
cumpleaños y decía detalladamente que le costó horrores simular
desconocimiento. Pero que me saludaba al final del día, y no al principio,
para que dedujera y supiera que estuvo todo el día pensando en mí por mi
día especial, y que no le respondiera nada. Me sorprendió el saludo de
alguien y, a la vez, me gustó.
Les conté lo sucedido a mis compañeras de jornada, a las que también les
pareció lindo el detalle, pero dijeron que ya iban a ser las doce de la noche.
Que lamentaban mucho mis ganas de charlar y que “la hora de dormir, ¡es
la hora de dormir!”. Apagaron la luz y yo quedé con la pantalla del teléfono
encendida para releerlo. Así, con algo tan simple, me contentó los escasos
minutos que restaban para terminar el día.
Capítulo 32

La invité a cenar a Clo y dijo que sí, pero no vendría .Me acababa de
dejar el mensaje “se complicó Guille, tuve la buena intención de compartir
la noche pero bueno, me quedo en casa no respondas x favor”. No respondí
nada como detalló que haga en su escueto mensaje y me senté a cenar
simulando como si no pasara nada, pero sí pasó. Se incorporó a mi cuerpo
la combinación de tristeza y decepción, una sensación de vacío; no es la
primera vez en mi vida, pero que hace mucho que la había olvidado. Esta
sensación llega cuando se tiene empeño y emoción por algo y por una cosa
o por otra no se concreta. Pensar que tenía planeado una conversación
profunda con ella sobre mis miedos, mis anhelos y todo lo que viví, y tanto
era mi emoción que la materialicé escribiendo, pero no, ¡tuvo que llegar ese
puto mensaje para cagarme la noche! De todas maneras no voy a borrarlas;
las escribí mientras hacía tiempo esperándola y las volví a leer cenando en
soledad.
“Por primera vez vendrá a mi casa y me da mucha alegría su presencia,
debo admitir que me sorprendiste con el saludo de mi cumpleaños.
Sinceramente no me esperaba nada y aun así lograste ponerme feliz con
unas cuantas palabras. Hoy dije que no iría a trabajar en la noche por
dolores abdominales para pasar todo este tiempo con vos; les dije que lo
lamentaba pero que si pueden compensarme las horas extras trabajadas con
la falta de hoy, sería lo mejor. Dijeron que sí a la propuesta y todos
contentos; más yo, por dejarme compartir tiempo contigo, gracias”.
Debo admitir que me daba un poco de vergüenza, casi un sentimiento de
humillación que conozca mi casa. Es un cuarto de pensión, digo, no tengo
baño propio, lo comparto, al igual que la cocina y la heladera. Suena
extraño, pero por más pordiosero que se vea todo, me molesté para que se
viera lo más confortable posible. Hay horarios en los cuales no podemos
bañarnos porque todos vamos a acicalarnos para ir a trabajar; un horario en
el que no se puede utilizar más de una hornalla de la cocina porque todos
quieren cocinar. Está la lista para el horno —si es que lo pensamos utilizar
— y hay un sector para cada habitación correspondiente a un estante en la
heladera. A pesar de que siempre alguien ocupa de menos, igual no lo
puede usar; cada uno ocupa el suyo. No suelen faltar las cosas, pero todo se
rotula con el nombre o el número de la pieza con una fibra en la tapa o
envoltorio. Pero se roban cosas: soy testigo y, más de una vez, he hurtado
algún postrecito. Por maldad más que por necesidad. Venganza. Espero y
ruego que no salgan muchas cucarachas, la limpieza es evidente pero los
miles de esos insectos se ocultan en los lugares más recónditos de esa
cocina. Más de una vez he metido alguna en mi habitación, dentro de algún
cacharro recién lavado.
En fin, Clo ya no vendrá y tenía todo preparado. He guardado la ropa,
también limpié el piso, fui a comprar la verdura, la carne, el helado de
postre y aromaticé todo el cuarto para que sienta un olorcito a jazmines y se
diga “es pobre pero limpio”.
Supongo que es muy detallista, por lo que dijo en una conversación —su
comida favorita—, y eso era lo que tenía pensado prepararle. Una de las
pocas enseñanzas que me dio la vida, es que hay que disfrazar los actos
sentimentales con los materiales. Cocinarle es mi muestra de gratitud por
saludarme; demostrarle que sé sus gustos es la muestra de cariño de haberla
escuchado. El detalle diferencia el “querer” del “amar”. Y no puedo evitar
amar a quien me ha incluido en su vida. Pensé que solo era sexo, pero
siento algo más profundo. Con ella lo disfruto todo y hasta suelo extrañarla
las veces que me siento solo y, sin nombrarla o recordar alguna cosa, la
tengo presente en mí. Me llama y me comunica que está disponible tal día
en la noche o por la mañana y así concordábamos. Ella siempre avisa el
cómo, el cuándo y el dónde de los encuentros. Presentía que se estaba
dando cuenta de que me importaba mucho más que antes y por el aumento
de los encuentros supuse mal: que yo, para ella, también.
¡Se fue todo al diablo! No la odio a ella sino que la quiero y esto me
frustra y me hace creer que soy un tonto. El amor no correspondido con
encuentros casuales y sexuales, en definitiva es un juego para quienes no
los toca ni de cerca el riesgo de sufrir. Me siento mal por mí, por todo el
empeño, y las cosas que hice para que ella disfrutara. Soy un tonto porque
si apoyo el cuchillo sobre mis muñecas y me lastimo hasta morir
desangrado, ella no se enterará, y cuando lo haga solo se sorprenderá y
continuará como si nada, así que no valen la pena esas idioteces. Prender un
cigarrillo para calmarme es una buena decisión pero creo que tengo otra
mejor para sanarme: mañana la voy a tener que dejar.
Capítulo 33

A la mañana siguiente le dije “las mil y una” delante de la otra vieja que
no entendía nada. Clo permaneció muy tranquila, con una calma y
pasividad que me exasperaba aún más. Le pregunté las razones por las
cuales jugó conmigo; qué era lo que realmente quería de mí.
— ¡Me hacés sentir importante pero, en verdad, te importo muy poco!
Yo le pedía explicaciones por algo que creía que era lo correcto, sin saber
que cada palabra me hundía más en la humillación. Pensé que era lo mejor,
hasta de grande se aprenden cosas y me basé en la premisa “cuando alguien
quiere hablar, lo dice”.
En el segundo que me callé, solo dijo de forma tranquila:
—Sos un histérico, la verdad que no quería nada en concreto, no ahora.
Tal vez, por este planteo, te confundiste y por eso, ¡Guille, lo arruinaste
todo! No me hables más. Yo me acercaré cuando se me pase el enojo.
Y siguió con lo suyo.
Quedé como un idiota; pedía explicaciones a alguien que no quería
darlas. En ese momento supe que cualquier estrategia era mejor que por la
que había optado.
Ese día le sugerí a mi jefa si podía cambiarme de sector, sin dar detalle de
nada, y no sé por qué carajos ya sabía de la discusión. Prefería no volver a
cruzarla y verla lo menos posible. Me dijo que había un puesto en la terapia
intensiva. Sin experiencia ni nada, lo acepté.
Cuando fui a recoger mis cosas para la nueva localización, Estela me
detuvo fuera del office de enfermería y me dijo: no entiendo muy bien todo,
pero me hago una idea; la verdad, Guille, no soy nadie para dar consejos,
pero que te sirva de experiencia y aprendé que las cuestiones amorosas, en
el trabajo no. No mezcles lo amoroso con el trabajo porque siempre termina
mal. Buscá algo afuera, ahí está la vida y con esa persona por ahí vas a
tener más chances de triunfar que con alguien de acá.
No le dije nada. Le besé la mejilla. Me abrazo con un solo brazo y partí a
supervisión, pensando en lo que dijo Estela: “buscar un amor afuera de este
lugar, que allí está la vida”. ¡Qué gracioso!, ese consejo no me sirve porque
trabajar es mi vida.
Capítulo 34

La terapia intensiva, como la intermedia, son los sitios en los que se


encuentran los pacientes más críticos de la institución. Son aquellos que por
su situación de salud tienden a un posible y veloz deterioro, pero uno habla
con ellos y están lo más tranquilos. Estos son una bomba de tiempo, pues si
no se actúa con rapidez por parte del equipo, puede finalizar en muerte, así
que hay que estar atento.
La cantidad de pacientes por enfermero es menor —eso me gusto—, pero
es por las demandas que este tipo de aquejados necesita. No me agradó el
arduo trabajo, los controles exhaustivos, que si mea, que si el drenaje se
está debitando, que si la medicación pasa, que se suspende, que se reinicia,
que espera media hora, que pone y después saca, que “preparame tal cosa”
y no se usa. Otra cosa que molesta son las alarmas: esos pitidos de mierda
que aturden, que vuelven nerviosos a los más tranquilos de los humanos; si
hay presión baja, por un milímetro de mercurio, suena; si se está por acabar
la medicación y falta mucho aún suena; si se atora la medicación, suena; si
se saca el sensor del dedo o el termómetro del culo, suena. Por cualquier
cosa suena y eso hay que saber tolerar. Además, todo se pasa de forma
precisa y exacta: un mililitro de algo puede alterar el sistema del individuo.
Si no sabes diluir la medicación con precisión, puede alterar a la persona;
darle más líquido que el indicado puede ser mortal y hay que estar muy
atento o, al menos, eso es lo que me quieren hacer creer.
Los electrodos en el pecho de los pacientes pueden despegarse por sudor
o por movimientos bruscos, y si no figura algo en el monitor que da sus
signos vitales, comienzan a chillar como si el tipo estuviera muerto. En
algún momento habré sentido miedo, y corrí a ver qué pasaba. Con la
experiencia supe priorizar si había que dejarlo sonando o no. También la
preparación de todo es difícil, las dosis son sobre la base del peso o de la
altura del paciente; un sinfín de factores a tener en cuenta. Hay gente que
está conectada a respiradores automáticos: que si tiene secreciones; que si el
tubo endo traqueal está muy sujeto genera lesiones; si el balón que lo
sostiene se desinfla; el oxígeno, las presiones de inspiración o espiratorias
para cada paciente, etc. Al ver todo eso de golpe me pregunté ¿qué carajos
hago acá?
Capítulo 35

Al llegar, me presento junto a la jefa, Carla, una mujer correcta y sencilla,


de cara fea y descuidada, con un cuerpo que podría considerar de pocas
curvas pero que compensaba su estética con su preparación profesional,
académicamente formada en terapia y leyes para defender a su personal si
se mandan alguna cagada. Me dijo que no suele abandonar el servicio, y
está en todo momento presente revisando y analizando cada cosa que hacen
los enfermeros, dijo “cuatro ojos ven más que dos”. Aparenta que lo hace
por el hecho de ahorrar problemas a futuro, y que una vez que ganaste su
confianza ya no se entromete, sino que confía en vos. Ella trabaja por la
noche en otro lugar como yo, pero la noche contraria a la mía, por lo tanto,
los días que esté más estúpido estará lúcida y los días que ella esté idiota yo
seré el lúcido.
Ella es alta pero menos alta que yo. Tiene una actitud sumisa, y de
presencia formal, salvo por sus labios incorrectamente pintados con un rojo
extremo que le tiñe las paletas, y anda con sandalias para lucir ambos
juanetes; dedo martillo, pintado. No toca una bolsa con orina ni loca.
Después de un tiempo me dijo que si le cae una gotita de sangre o de pis en
los pies, se muere. En fin, su fealdad es relativamente linda. Tiene un culo
abultado que con el ambo blanco se le trasluce la celulitis y luce unas tetas
estriadas y caídas a pesar de que no es tan grande de edad. La tarde que me
la cogí, supe que no estaban para nada caídas, sino que eran sus corpiños,
que considero baratos, por no tener armado, y al preguntarle por qué no los
cambia solo se rio y dijo que no le gustaban otros que probó y se le
clavaban los alambres.

Ella misma me presentó a Aníbal y a Juan. Dos mierdas de persona.


Nunca había pisado una terapia y al ver tantas pantallas, cables, muchos
médicos, muebles con rótulos para los materiales estériles y yo, con una
actitud perdida y pasiva, me juegan dos bromas de bienvenida. Solo con la
primera me hicieron quedar como imbécil. Si bien es cómico, se enteraron
todos de que soy un ignorante para el servicio y un mentiroso como
persona. Me desterraron desde el principio de todo el plantel terapista; me
hicieron controlar a cada uno de los pacientes de forma manual cuando en
cada monitor, que es un televisor de signos vitales, se dice. Es el chiste que
hacen a quienes no conocen la terapia; pensaron que me iba a dar cuenta
cuando viese las pantallas, pero nunca levanté los ojos, la luz me los hacía
doler por trasnochado. Y de lo mentiroso se dieron cuenta porque a los
viejos más hechos mierda les tomaba la presión y no escuchaba un puto
ruido y dije que tenía 110/70 de presión y en el monitor marcaba 153/104.
A veces no escuchaba, pero algo tenía que decir y eso era peor porque ni el
más capacitado podría escuchar algo con esos brazos llenos de líquidos.
La segunda fue más grave, y asustaron a Carla también. La totalidad del
plantel médico no estaba, solo nosotros tres y a propósito bajaron el
oxígeno de un paciente que lo requería para ver mi reacción. Uno fue al
baño y el otro hacía que atendía a alguien. Como el oxígeno empezó a bajar
y la alarma a sonar, fui a verlo y le saqué el saturómetro del dedo y apagué
la alarma. En breve regresarían mis compañeros y sabrían solucionar el
problema. Esa acción la vieron la supervisora y un médico que entraba
junto con ella. Ya en mi primer día tuve una charla con Carla, y ella con el
jefe médico. Esa jugarreta podría haberme costado el trabajo. Carla
entendió que le retiré el saturómetro del dedo para que deje de sonar la
alarma y me dijo que no lo hiciera nunca más, pero quería una explicación
razonable, de por qué bajé la presión de flujo de oxígeno. En verdad no la
baje yo ¡ni sé cómo se usa!, pero solo le dije que no entendía el mecanismo,
que sin querer lo habría suspendido, que disculpara mi ignorancia y que iba
a aprender rápido. Con un discurso de ética profesional, y obligado a
aceptar a ser instruido por ella misma durante una hora sin paga, luego de
retirarme del hospital, me dejó ir.
Yo sé que fueron esos hijos de puta de Juan y Aníbal. Antes de
abandonar el sector e irme unos meses después para unidad coronaria,
pude hacerle una jugarreta a Juan y la vida humilló a Aníbal, por eso me
doy por satisfecho pero en ese momento no dejaba de pensar cómo me
las iban a pagar esos soretes mal cagados.
Capítulo 36

No recuerdo muy bien qué pasó en el otro trabajo, pero sí me acuerdo de


que estaba “sulfuroso” por el nuevo sector y sus acontecimientos. Por
ejemplo, el segundo día que me presenté a la terapia intensiva a las 7:00 a.
m., me miraron raro, asumo que es por mi presencia desalmada, pero me
acusaban de llegar tarde. “Aquí se llega a las 6:40 a. m.” —dijo Aníbal,
como si los ofendía mi tardanza—; él se estaba preparando un café y se iba
a sentar mientras me decía eso. Solo los miré; la jefa no dijo nada ni yo
respondí. La segunda vez me lo dijo Juan al oído y, con calma, acoté para
todos, que no me “hincharan los huevos”, que no pagan por esos veinte
minutos antes y, si me lo pagasen, que se lo metieran por el ano, porque de
pedo llegaba del otro trabajo hasta allí. Desde ese día ninguno de los dos me
dijo nada.
Todos tenían cara de haber dormido bien la noche anterior, todos menos
yo, que había trabajado el turno noche y eso que me había acostado en el
piso a dormir unas horas largas. Las enfermeras terapistas de la noche ya
se habían retirado, así que solo quedó la repartija de pacientes y tareas
pendientes. Sentados, bordeando una mesa como de reunión donde se
debaten los casos, Carla explicaba sobre los pacientes y las tareas
pendientes; yo me dormía escuchándola; si era por mí, me hacia una paja y
me iba a dormir, pero tenía que cumplir con mi contrato laboral. Todos
participaban y opinaban cosas que durante el día no hicieron. En un
momento Aníbal ofrece a Carla un capuchino, ella, con la cabeza, dice
”no” y prosigue; luego ingresa un médico, todos se ríen y bromean de algo
que dijo, no sé qué era y el idiota de Aníbal se levanta para ir a hablar con
él, mientras Carla explicaba lo importante de unas cosas. Nuevamente se
va abriendo la puerta e ingresa otra persona con guardapolvos y Juan
interrumpe a la jefa al grito de:
—¡Ehh, doctor Browbanow!, ¿cómo anda?
Se levantó para ir a saludarlo. Después se les unió a Aníbal y al otro
médico. A la jefa no le quedó otra que mirarme mientras hablaba, y yo la
miré como si me importara lo que decía, y le aseveraba con la cabeza;
luego, para no aburrirme, intercalaba mi mirada entre la nariz chueca y los
dientes desviados, pero sabíamos ambos que le hacía el favor para que no se
sintiera mal por lo que le estaban haciendo.
Luego de un rato, vuelven a sentarse los enfermeros y se suman los
médicos a la conversación. Otra vez Aníbal interrumpe la conversación
ofreciendo un café a un médico y luego al otro:
—Doc. ¿No quiere un capuchino? —Lo dice arrastrando la “chi”, como
si eso lo hiciera al café instantáneo más fino y de buena marca.
A mí, su nuevo compañero, nunca me ofreció; solo me miró mientras se
lo tomaba. Si me preguntaba le iba a decir que no por más que quisiera. Esa
vergüenza de ser nuevo en un lugar siempre la tuve. Siempre pensé en cuál
es el código interno que tienen para reponer las proveedurías; capaz me
ofrecen una cucharada de algo y los muy hijos de puta me hacen reponer el
tarro entero. Por eso digo no, más a esta gente forra.
El doctor Browbanow, que hace minutos hablaba tan amistoso con
Aníbal, le dijo:
—Disculpame, pero acá no se puede tomar ni comer nada— Se miraron
Carla y él pero esta hizo un gesto de resignación y respiró profundo. Le dijo
que iba a ser la última vez, pero los meses que estuve, siempre desayunaron
y cada vez que les decían algo, Carla los tenía que defender por más le
faltaran el respeto.
Capítulo 37

Ese día Carla y yo nos juntamos en una oficina, luego de la jornada


laboral, como habíamos quedado para la clase. Mientras caminábamos
desde la terapia intensiva hacia allí, aprecié un nuevo defecto: su postura
era torcida y caminaba como si tuviera una pierna más corta que la otra.
Comenzó la clase nombrándome patologías extrañas o que nunca me habían
sonado en la cabeza; medicaciones y sus funciones y otras mil cosas
variadas como “tubo endo traqueal, reanimador portátil, desfibrilador,
procedimientos invasivos y sus materiales, acciones independientes de
enfermería en la terapia intensiva”. Yo me quería dormir, no sé cómo
soporté esa clase sin siquiera bostezar.
Al día siguiente lo mismo, salvo por dos cosas, rengueaba de la otra
pierna y yo había dormido en mi casa y ella era la trasnochada. Se le
pasaban cosas y titubeaba. No llegamos a durar mucho más que quince
minutos cuando me despachó de allí, pues se quería ir a dormir. En eso se
me ocurrió la picardía de invitarla a almorzar; le llamó la atención tanta
amabilidad, pero la rechazó diciendo que tenía un compromiso cuando por
su titubeo noté que no era cierto.
Así, varios encuentros y varios rechazos, pero mientras tanto repetía una
y otra vez las mismas enseñanzas. Fuimos teniendo cada vez más confianza,
a medida que las risas y los temas personales de ella formaban parte del
diálogo. Pasaban los días y menos vergüenza me daba invitarla y más de
una vez dudó en aceptar una comida al paso.
El día que accedió a salir conmigo fue cuando le dije:
—No te voy a invitar a comer, te voy a invitar a tomar una cerveza y a
eso no le podés decir que no.

Sonrió sin carcajada y lo aceptó. Fuimos a un antro de bar donde la


música era fuerte, pero nos hablábamos al oído por estar uno al lado del
otro y junto al efecto coraje del alcohol, apoyé mi mano en su sexo y me
atreví a besarla. Ella movía su lengua en mi boca, intentando acariciar la
mía y cuando la encontraba, me mordía como disfrutando del momento.
Apoyó sus pechos sobre mi brazo y mientras me besaba, buscó la mano
libre para apoyarla sobre una de sus tetas y dijo:
—¡Qué pena que trabajás, porque te daría mi sexo ahora mismo!
Me sorprendió la formalidad con la que dijo que quería cogerme, así que
la invité a un hotel alojamiento y ella se negaba por la ética y la
responsabilidad profesional refugiándose en una sonrisa. Decía que yo no
podía faltar al trabajo por un momento de placer; no corresponde ir a
trabajar de noche sin dormir en la tarde y todas esas mierdas. Me fui a mi
casa con el pito semi duro y que con unas cuantas maniobras de
masturbación, eyaculé sobre papel higiénico con el pito flácido. Una
decepción.
Quedó pendiente el encuentro sexual, pero hice un gran avance con la
jefa.
Capítulo 38

Las clases con Carla dentro del hospital nunca fueron más que eso: clases
teóricas, intensas cuando yo salía post guardia y clases concisas cuando ella
lo estaba. Y en unas o en otras si me acercaba, me decía que respetara la
institución, pero era cuestión de invitarla a tomar cerveza para que ella
supiera que deseaba que pase lo que quedó inconcluso. Solo aceptaba
cuando yo estaba más cansado y que ella debía irse a descansar. Si ella
estaba post guardia ponía excusas. Siempre se reía antes de aceptar mis
propuestas de una cerveza, si no se reía no iba al bar. Pero pasaba
exactamente lo mismo cada vez que íbamos, los besos, las mordidas, la
tocada de culo y tetas, y volver a mi casa con los huevos tensionados. Todo
ese jueguito de tomar alcohol, alocarse y volverse moralista de la
enfermería no me divertía después de varios encuentros, pero ella lo
gozaba. Decía que me tenía que ir a dormir, que debía estar cansado, o sino
decía que ella se tenía que ir a descansar porque le tocaba ir al hospital a la
noche. No podía concretar. Hasta que decidí cambiarme del turno nocturno;
trabajaría la misma noche que ella y ahí no habría problemas porque tendría
franco la misma noche que yo.
La tarde que más tomamos y que supo que me cambié de turno fuimos al
albergue. Cogimos de una forma distinta. Ella era muy ruda en la cama. Me
mordía los huevos, me rasguñaba la espalda, me ha cacheteado la cara y me
ha pedido que la lastime cogiendo con todas mis fuerzas y me encanto.
A decir la verdad me cambié de turno para poder tener un affaire con
Carla, pero creo que fue mejor de lo que pensaba porque me fui
enamorando de ella.
Capítulo 39

Lo mejor que pude hacer fue cambiarme de noche ya que compartía la


misma jornada en la guardia externa con Carlos, y en las mañanas trabajaba
con Carla. Las clases fueron cesando, no así nuestros encuentros
vespertinos, donde nos conocíamos de a poco. Estaba muy contento con
todo. Le comenté a Carlos sobre mi nueva relación, me felicito y me dijo
que hay dos formas de llevar a una mujer a la cama, una, con risas y otra
con rosas y que no a todas les gusta lo gracioso o lo caballeresco, solo hay
que saber valorar la situación. Con Carla pasamos varios meses
conociéndonos y se estaba volviendo hermoso.
Lo malo del turno noche es el supervisor que empezó a perseguirme, pero
con Carlos no había forma de pasarla mal. Empezaron a ser noches de
confidencias. No sabía nada de él, no sabía ni su cumpleaños ni dónde vivía
ni qué hacía fuera del hospital, pero se estaba convirtiendo en un amigo
confidente y el sentimiento era recíproco.
Capítulo 40

La jugarreta que le hice a mi compañero Aníbal fue tan simple y tan


asquerosa que me suspendieron por tres días sin goce de sueldo. ¿Qué pasa
con esta gente? ¿Acaso no tienen humor? A mi entender fue de las mejores,
aunque creo que si me la hubieran hecho también me hubiera ofendido,
pero si me hacían una más irían dos a mi favor para vengarme.
En la terapia intensiva se trabaja con asistencia y recaudo; no se puede
trabajar individualmente a pesar de que algunos pacientes pueden
ayudarnos con la movilización, levantándose o sentándose, toda técnica
en binario. Siempre requerimos la ayuda del par aunque solo este allí
parado mirando, así es la política implícita del sector. Nos dividimos la
cantidad de pacientes y de tareas pero a la hora de realizar algo nos
ayudamos.
El paciente al que me asistía Aníbal se había cagado hasta el cuello, hizo
uno de esas olorosas y consistentes cagadas de pañal, sábana y pelo que son
destacables en conversaciones venideras. Desbordó el pañal y manchó la
sábana, la sonda del pene, sus manos y el resto de la espalda. En fin,
necesitaba un cambio total. Le dije a Aníbal:
—Lávale las bolas y retirá la mayor mierda posible que voy a buscar un
brocal.
Yo descargué la orina al recipiente y el seguía limpiando caca. En el
momento que se retira el pañal hay dos opciones: una, es pedirle que
levante el culo y sacarlo de tirón, cosa que nuestro amigo el paciente no
podía, y otra es rotarlo para que uno lo sostenga mientras el otro lo
higieniza; como es paciente mío lo rota para su lado, mientras le lavo la
espalda y el culo, lleno de mierda. Con el pasar del tiempo uno va
conociendo las mañas de sus compañeros y aprendí que a estos dos les
gusta que queden bien arriba, rozando la cabecera, por lo que me iba a pedir
que hiciéramos fuerza entre ambos para elevarlo un poco más en la cama.
Entonces lo que hice fue tirar al piso el pañal y las sábanas sucias.
—¡Que idiota! Se me cayó al piso.
Me agaché para simular que recogía todo lo caído y por debajo de la
cama apoye cerca de su pie el pañal con mierda. Estaba muy atento a su
trabajo. Por suerte no vio mis rápidos movimientos, solo dijo apurándome:
—¡Dale, terminemos!
Lo rotó para mi lado y él sacó las sábanas y el pañal.
—Listo, Alberto —dije y le palmeé la frente.
En ese momento escucho:
—¿No lo vas a subir?
Mientras gesticula, abriendo grandes los ojos y las manos, insinuando “qué
enfermero vago” o “qué mal enfermero que sos”.
— ¡Sí !Ayudame a la cuenta de tres.
Empiezo a numerar en voz alta: “uno… dos…” y al decir tres pisa el
pañal lleno de mierda que al llevar zapatillas de tela las tiñe rápidamente de
un color amarronado; miró su pie por sentir una sensación extraña entre lo
caliente que estaba ese pie y frío el otro. Suelta al paciente y hace la mueca
del reflejo nauseoso sin creer en lo que pasaba, soportando la risa pero,
mostrando una mueca de tentación con el tono de voz más falso que pude,
en el momento pregunté:
—¿Qué paso?
—Vos, hijo de puta —dice, y arroja un pañal limpio que había ahí cerca.
Del reflejo me agacho y es en esos segundos que uno deduce que la
venganza puede terminar mucho mejor. Al ver el brocal con la orina
amarilla y calentita, lo agarro y mientras se lo tiro a las piernas por debajo
de la cama y grito en simultáneo:
—Me hiciste derramar el brocal .
Mientras se iba tiñendo su pantalón blanco de amarillo.
Fue gracioso para mí verlo refregar las zapatillas en el lavamanos, y verlo
quedar después de hora en el baño, en calzones esperando que se secara su
pantalón con las toallitas de manos.
La experiencia de saber que voy a ser parte de una experiencia que lo
afectó por un buen tiempo me genera satisfacción. Esto lo sé por la mirada
que tuvo durante todas las siguientes jornadas. El olor no se le fue tan
rápido, ni del calzado ni de las manos con las que refregaba; se lavaba cada
tanto las manos y echaba perfume para simular el olor en ambas zapatillas.
También les tiró un antiséptico de color negro para simular el tono extraño
en sus pies. Muy creativo fue al decir que se le cayó eso en los pies en una
mala maniobra y no que pisó la mierda de un viejo que le tiño la zapatilla,
aunque nadie le creyó porque me adelantaba a contarles al resto lo
sucedido.
No sé quién nos vio, por qué llego la suspensión al poco tiempo
caratulado como “malgasto de recursos del hospital por parte del enfermero
Guillermo López”. Creí que iba a ser despido por atentar contra un
compañero. Pero no fue así, les importa muy poco eso aparentemente. El
compañero Aníbal Valdez también fue suspendido por arrojar un pañal al
personal de enfermería, desperdicio de toallas de papel, desperdicio de
solución yodada y desatender al cliente del hospital. No fue nada barato
para mí esa broma. Me duele no cobrar el sueldo entero, pero para él mucho
menos, ya que perdió parte de su sueldo, un uniforme, su calzado y, por lo
mal que se siente, la dignidad.
Capítulo 41

Aníbal era de esos enfermeros que son una mierda como compañero,
pero excelente profesional para las solicitudes de los médicos; era cuestión
de que le dijeran algo y él aceptaba. Por eso lo estimaban tanto y era al
primero que buscaban cuando necesitaban algo, pero esquivaba asistir a
procedimientos de cirujanos. Era una persona muy curiosa por el rubro
médico y consultaba absolutamente todo, y con lo que le decía un médico él
iniciaba conversación con otro sobre el mismo tema, y así podía estar toda
la jornada. No sabía una mierda, pero retenía información que minutos
después iba a utilizar.
Él no demostraba esperanza en el desarrollo de la enfermería y trataba
mal a cualquier enfermero, o al menos no los trataba con el mismo nivel
que utilizaba con los médicos. Si un enfermero le consultaba algo, el
respondía escuetamente que debería saberlo, o que “para algo está la jefa”,
pero si un médico le preguntaba, era el primero en responder y estar.
No solo se preocupaba por información sanitaria o bibliográfica, sino
también conversaba de la vida privada de los médicos. Era del tipo de
personas que selecciona con quién le conviene relacionarse. Demostraba la
actitud de que enfermeros buenos pueden haber miles pero hay más chances
que sean los médicos los que queden en la posteridad y en la historia de la
sanidad, y él quería presumir en decir “yo trabajé con fulano de tal” y así
enaltecerse. Cuando no estaba con los médicos, sus diálogos eran sobre
ellos o lo que dijo o lo que hizo tal doctor; parecía enamorado del jefe
médico de la terapia intensiva y de otros más por como hablaba de ellos, y
lo triste de esto —y lo afirmo—, que esos médicos no debían gastar ni un
minuto de su tiempo en hablar de las labores de Aníbal.
Pero creo que lo hacía por miedo a ser olvidado y así, al menos, vivía
refugiado con el crédito de otro. El médico que, eventualmente, descubriera
la cura para una sepsis multi resistente, estaría orgulloso de su labor y si
Aníbal tuviese al menos una pequeña conversación con ese doctor,
disfrutaría el día que dijese: “yo trabajé con el doctor que descubrió un
tratamiento para esa sepsis multi resistente”, y así podrá vivir contando feliz
y orgullosamente la historia de un logro que no sería de él.
Capítulo 42

Con Juan no fue necesario vengarme. Fue el mismísimo destino, el


karma, Dios, algún ser mitológico o pagano el que se encargó de darle su
merecido. Pues la cara de vergüenza o de humillación es muy difícil de
borrar del rostro y por un tiempo le quedó el gesto. Pensaba que solo él, un
médico y su estudiante, sabían sobre lo sucedido, pero del plantel de
enfermería yo también fui partícipe.
Un día normal como cualquiera ingresa una nueva médica al servicio,
quizás era pasante o estudiante de los últimos años de medicina; calculo que
no terminó la universidad; su cara de púber me generaba la duda, pero
quién sabe, los médicos de hoy cada vez se gradúan más jóvenes. En fin,
esta muchachita tenía ondas rubias, piel blanquecina, ojitos azules, delicada
nariz y diminuta boca de labios rosados, escondiendo una sonrisa destacable
por sus dientes perfectamente blancos. Solo era un poco flaca, si hay que
encontrar un defecto, pero es a gusto personal. Ese día, tenía unas perlitas
en cada oreja, una cadena fina, dorada que colgaba de su cuello haciendo
juego con la “esclava” en la muñeca. Tenía el guardapolvos desabrochado y
arremangado hasta tres cuartas partes del antebrazo. Un perfil bastante
introvertido para mi gusto y estéticamente perfecta para las mayorías.
Alguien de tanta belleza no me interesa, no gasto ni una palabra en alguien
que sé que no podré conquistar. Cada uno sabe sus limitaciones y esta era
una de esas. Pero para Juan no. La mirada de ella, los gestos tímidos e
inexpertos o su fragilidad, fueron estímulos para intentar generar un
acercamiento.
Mi actitud ante la chica, que se quedaba quietecita, parada sin hacer nada,
fue un simple saludo. Me mira, la miro y baja la mirada. Como el que llegó
fui yo, corresponde que la salude:
—Buen día.
— ¡Aaah! Buen día —titubea y se ruboriza.
En el rubro salud siempre está el miedo de pagar derecho de piso, y por
esa cuestión y, además, de no faltar el respeto a los más antiguos, las
actitudes, por lo general, son de sumisión y de valentía. Poner actitud que se
está preparado para cualquier situación compleja cuando en verdad puede no
ser tan así. Personalmente, nunca trato mal a nadie (a menos que me caiga
mal) y también está la regla que cada rubro hace parir a su rubro. Esta mujer
no va a tener problemas con los médicos porque es preciosa, pero no puedo
aseverar lo mismo con alguna colega mujer.
A Juan se le notaba a leguas las ganas de querer tirársele sobre la mesada.
Lo hizo notar absolutamente en cada acción suya y, deduzco, que todo aquel
que lo viera lo notaría. Apuesto a que ella también lo sintió pero lo soportó
porque no fue ni atrevido ni se propasó en nada.
—Hola, soy Juan —le dice al llegar—. ¿Vos sos…?
Tímidamente respondió:
—Hola. Yo soy Moira.
—Bueno, Moira, bienvenida a la terapia. En lo que pueda ayudarte podés
contar conmigo.
—Conmigo también —dije, para molestar solamente, y que notara que
también estaba ahí.
—Sí, sí, él es Guillermo, es el nuevo, como vos.
Dándose a entender que sabe todo el movimiento del sector y prosiguió:
—Acá los pacientes son más críticos, por eso lo de “área crítica” ¿no?
—mientras se ríe en soledad.
Ella lo acompañó de forma cómplice, con menor intensidad.
—Mirá los monitores, dan muchísima información; si suenan es por algo,
escuchá y analizá pero siempre estate atenta al paciente porque el monitor
dice muchas cosas, pero el paciente dice más. Por eso hay que ir hasta allá
y, si es muy necesario, invertí tu tiempo con el paciente. Mirá aquel
complejo del electrocardiograma, acercate —le dijo, mientras acompañaba
el movimiento de su mano, como apoyándola en la cintura de la muchacha,
sin tocarla e invitándola a que vean juntos la actividad eléctrica cardíaca, y
prosiguió:
— ¿Cómo está la línea?
En eso se escuchó una alarma también.
— ¡ASISTOLIA !—gritó Moira, desesperada, y nos miró a ambos para
que hiciéramos algo.
— Ja,ja,ja,ja —se rio Juan y le dijo—: Sí, es verdad. Pero si los conocés
a los pacientes ese hombre se habrá movido y se desplazó un electrodo; es
muy común y nos suena como si se le hubiera parado el corazón pero no,
despreocupate. Vamos a revisarlo.
La invitó a que fuera y le tocó el hombro como muestra de amistad. La
chica, con una sonrisa, fue.
Me deja preparando todo, anotando todos los valores, hago la recorrida y
en eso lo escucho hablar sobre la unidad, los materiales, algo de la patología
y entra un médico que los ve hablar. Un hombre formado ya en su
profesión, de camisa, zapatos, anillo y reloj de oro, pedante, caprichoso y
aun así respetado.
Lo saluda Juan:
—Hola, doc.
El médico no le contestó. Solo saludó a Moira. Ella, de forma
vergonzosa, le dijo:
—Empecé a ver, solamente.
—Muy bien. Bueno empecemos con él ya que estamos acá. Si leíste la
historia clínica de este paciente vas a saber que está con estreñimiento de
varios días. ¿Hiciste el enema que está indicado, Juan?
—Todavía…
Le corta la conversación y le dice a Moira:

—Cuando está con dificultades evacuatorias una de las indicaciones es


anotarlo y pedirle al enfermero si le puede hacer el enema que ya indicamos
— Al ver que Juan se iba le dijo—: Espere, no se vaya aún. Vamos a ver si
está con un bolo fecal. Otra cosa que le podés pedir al enfermero es que te
rote al paciente, así podemos hacer el procedimiento médico del tacto.
Mientras Juan está forzándose en mantener al paciente de costado, el
médico se coloca los guantes y le mete el dedo en el culo. El paciente no
dice nada, esta somnoliento. La cara de Juan cambió rotundamente al ver
que solo recibía órdenes y sus palabras no eran escuchadas. La médica se
quedó como la sombra del médico; escuchaba con atención todo lo que
decía; venía para con nosotros solo para decirnos “el doctor dijo si pueden
hacer tal cosa, chicos no me dirían tal otra” y así en la jornada. En dos horas
de trabajo, junto al doctor, cambió rotundamente la actitud de la chica. Ya
se manejaba como toda una terapista, pero siempre al resguardo del ala del
médico.
Juan la miraba mientras hacía cosas. Nosotros estábamos sentados hasta
que nos venía a hablar para pedir algo. También nos avisó que el enema
hizo efecto, que lo fuéramos a cambiar. Y lo noté incómodo mientras
higienizaba, pues nadie es atractivo con mierda ajena en las manos.
Moira nos miraba de forma desconfiada, pues todo lo que le dijo que
hacíamos quizá no se cumplía al pie de la letra. Recuerdo en una ocasión
que lo vi morir en vida, pues al esperar el bus, Moira se iba en el auto del
doctor. Juan atinó a esconderse detrás de mi cuerpo pero deduzco que nos
vio como nosotros la vimos a ella.
¡Que irónico que es!, trabajamos juntos, en el mismo rubro, pero distintas
profesiones. Ella estaba cerca pero hay como un abismo invisible de
distancia entre ambos.
Capítulo 43

Yo supongo que la madre del doctor Browbanow sabía que iba a llegar
lejos, o al menos que iba a ser doctor por solo llamarlo Luis Browbanow.
Pero ahora que lo pienso, aunque se llamara Wenceslao Browbanow
también iba a llegar lejos. Mierda, con un apellido así es muy sencillo
escalar. ¿Guillermo López? Si no era enfermero moriría como empleado
municipal, sin menospreciar al empleado, pero si hay empleados
municipales con apellidos complejos es que prefirieron rascarse las bolas o
llevar una vida sencilla. Yo podría vender zapatos: ¿qué talla? ¿En marrón o
negro? No, lamento no nos queda, le pido perdón. O atender una oficina
estatal, venga mañana que yo personalmente lo atenderé así resuelve su
inoportuno inconveniente. Lleva una vida sencilla aquel que no le resulte
ningún desafío la totalidad de sus actividades diarias.
En fin, el doctor Browbanow es jefe de la terapia intensiva del hospital
Santa Mónica, y lo nombro porque tuvo un reconocimiento por la
institución, una placa que dice: “Reconocimiento por la gran labor al Dr.
Browbanow y equipo”, fue una noticia que inclusive salió en la televisión y
periódicos, yo personalmente salí dos veces nombrado en noticias: una,
como enfermero y la otra como equipo del Dr. Browbanow.
La razón del mérito sucedió en el turno noche y yo estuve ahí. Me
ofrecieron cubrir la jornada nocturna como horas extras y luego proseguir
mi turno en la mañana, a lo cual accedí sin siquiera saber que iba a ser una
noche distinta a las demás; sabiéndolo hubiera pedido el doble de la paga.
Llovía a cántaros a partir de la hora que salí de mi casa y lo hacía de
forma intermitente, cuando me refugiaba en algún techito, paraba, caminaba
y se largaba peor. La lluvia era de esas que te mojan hasta los testículos.
Esto es normal del hombre que no usa paraguas y yo no fui la excepción,
pues llegué empapado al hospital, tanto así que tuve que exprimir el calzón
y las medias en la pileta del baño y secarme con una sábana limpia. No
trascurrieron tres horas de la jornada cuando, de un momento a otro, se
corta la luz eléctrica. Pensamos que puede durar unos segundos hasta que se
enciendan los generadores, pero no sucedió. Jamás funcionaron los
generadores del hospital. Intentábamos mirarnos las caras pero solo se
notaba una leve ráfaga de la luz de emergencia. El médico, Erik, que estaba
de guardia salió corriendo hacia un paciente; los enfermeros lo seguimos y
menos mal que la suerte es justa que solo había tres pacientes con
intubación endo traqueal, (algo así como un tubo que pasa por la garganta y
ayuda a respirar a la persona). A esto se le conecta a un aparatejo llamado
respirador que envía volúmenes de aire para el auxilio de oxígeno. Los
respiradores tienen batería para funcionar sin electricidad pero al transcurrir
unas horas, la suerte fue otra.
De a uno se fueron apagando los monitores paramétricos; primero, los
que solo funcionaban enchufados; luego, a los que se les apagaba la batería;
lo malo que se apaguen estos monitores es que no podíamos saber los
signos de vitalidad del paciente y para peor también se apagaron después de
un tiempo los respiradores, también llamados ventiladores. Como dije, la
suerte nos acompañó y dejamos todo lo que hacíamos para ayudar a los
pacientes. Cada uno fue a un paciente a bombear oxígeno de forma manual
a los intubados y rogábamos que no se complejice ninguno más de lo que
estaban. Éramos cuatro personas y tres ocupadas en satisfacer las demandas
de oxígeno de los más críticos. La cuarta persona se encargaba de
administrar medicación o reemplazar cuando se cansaba alguno para tomar
el lugar del otro que luego estaría cansado. Ahora me causa gracia, pero
hasta en ese momento era tanta la ayuda que necesitábamos, que hasta la
muchacha de limpieza dio una mano para oxigenar pacientes, cuestión que
ninguna institución permitiría jamás.
La suerte nos acompañaba con la cantidad justa de personal, no así de
saturómetros porque solo había dos y teníamos que regular la velocidad del
bombeo manual de oxígeno para ver si bajaba de 90 %.
La ayuda nunca llegó; trabajamos de esta forma hasta casi las seis de la
mañana que volvió la luz. Nos sonreímos y nos palmeamos las espaldas.
Nos dolían los brazos, pero qué mierda ¡todos estaban vivos!, fue un
momento de felicidad compartida, razones para sonreír no faltaban porque
sobrevivieron todos a costa del trabajo de todos por igual. Pudo haber
muerto alguien, pero no pasó. El trabajo recién comenzaba, había que
compensar los parámetros, extraer sangre, electrocardiogramas, medicar y
demás.
¿Debe ser algo extremadamente trágico para que un error sea fatal?
Posiblemente los generadores fallaron por miles de causas, falta de
mantenimiento, disminución del presupuesto, algún engranaje malogrado o
por razones del destino, pero alguna causa debe haber y nunca la supimos.
Estuvimos a la altura de la circunstancia y me pongo a pensar que hay
lugares que escatiman al personal, y si en vez de cuatro personas éramos
dos, la historia hubiera sido otra. Pero en fin, sería mucha charla y poca
acción.
Ese día pasamos la guardia como un desastre total, casi sin medicar, ni
higiene, ni rotación, nada de nada, solo bombeábamos oxígeno a los
pacientes, y esta fue la actividad que más nos demandó tiempo. Debía
trabajar en el mismo sector y me bañé arrojándome agua del lavamanos por
todo el cuerpo, refregándome mis partes con unas gasas y me sequé con la
sábana que había utilizado primero para escurrir la lluvia de mi ropa. Es
importante trabajar sin olor a bolas. Mis compañeros se iban yendo con
actitud cansada y muertos de sueño, pero sonrientes. Nos despedimos con
un abrazo mientras que Carla, Aníbal y Juan ingresaban.
Fue una jornada bastante activa y a la vez no paraban de hablar de lo que
sucedió. “Mirá si pasaba tal cosa, mirá si pasaba tal otra, que la
responsabilidad es de tal, que no…”, así también escuché cómo criticaron al
personal nocturno por flojos y descarados al no terminar de hacer lo que les
correspondía. Yo me dormía en la silla, había mucho trabajo pero me hacía
mis diez minutos para recuperarme del cansancio. En un momento, Carla
me despierta y me solicita que me presente a las doce del mediodía en el
Aula Magna, que las autoridades debían interactuar con el personal de lo
que pasó en la madrugada sin excepción, y cualquier falta sería una razón
de sanción.
Me permitía retirarme antes del servicio y que fuera de civil. Solo tenía
mi chaqueta con manchas de humedad de lluvia de la noche anterior y unos
pantalones que apestaban a sudor en la entrepierna, por lo que tuve que
rebuscarme. Tomé prestada de la ropa de donaciones la remera más nueva y
limpia que encontré de mi talla y, de la indumentaria que nadie iría a retirar
de un óbito, agarré un pantalón y también me apropié de las zapatillas. Me
peiné un poco con la mano y me saqué las lagañas. Fui para el Aula Magna,
pero como faltaban cinco minutos para la hora de la cita, salí del edificio a
respirar y fumar un cigarro.
Cuando intenté ingresar al Aula Magna, la seguridad me pregunta mi
nombre; se lo doy y me destina la primera o segunda fila. Ingreso y no me
esperaba nada de lo que vi; estaba todo decorado para una ocasión formal.
Miré sorprendido para todos lados, pues de afuera no se veía ni escuchaba
nada, pero adentro había una multitud murmurando, riendo, saludándose,
inclusive había una cámara de televisión y dos fotógrafos de periódicos.
Sacaban fotos los periodistas; el personal también con sus teléfonos;
había mucha emoción, gran cantidad de sonrisas y debo admitir que me
generaba una incertidumbre lo que iba a pasar; tenía mucha expectativa por
un acto que duraría, como mucho, veinte minutos. Al poco tiempo que me
senté en mi butaca, accedió al podio a hablar el director médico que ni sé
cómo se llama, que en sí es la máxima autoridad institucional, pero a mí me
dice lo que tengo que hacer solo mi supervisora y nadie más. Solicitó
silencio y dijo:
“Esto será breve, así todos pueden seguir con sus quehaceres. Pero les
quiero comunicar lo que todos ya deben saber: en la madrugada sucedió un
acto que demuestra el grado de profesionalidad del doctor Browbanow y su
equipo, y estamos reunidos para agradecer por todo el esfuerzo brindado
para mejorar la salud de los pacientes, y destaco, además, la calidad de
humana de cada uno de ellos.
Hace una seña a la secretaria y prosigue: “esta simple placa
conmemorativa es representación de nuestra gratitud hacia el doctor
Browbanow”.
Mientras decía esto, Browbanow aguardaba a subir al estrado, a un
costado, con su actitud veterana de hombre de setenta años, barba pulcra,
guardapolvos extremadamente blanco; peinado de peluquería y unos
zapatos muy lustrados, color negro. Deduzco que le avisaron con tiempo
que iban a homenajearlo. Todos los demás estábamos de civil, casual, de
todas formas el más mugriento era yo.
El doctor Browbanow da las gracias pero comunica que a pesar de ser el
profesional a cargo en esa situación, no fue él quien merece el
reconocimiento sino su equipo, y lo señala al médico que estuvo.
—Son ellos los héroes y fue el doctor Erik Morán quien estuvo a la altura
de las circunstancias. Otra vez aplaudieron; el doctor Browbanow bajó del
estrado para acompañar al director médico a una entrevista. Subió Erik pero
no habló, solo estaba allí para sacarse la foto. Los compañeros, enfermeros
enorgullecidos, se comunicaban entre sí la alegría de salir en las noticias,
cosa que no pasaría por que estaban entrevistando únicamente al director y
a Browbanow. Nos piden que bordeáramos al doctor Erik para la foto, y se
notaba quién era el médico y quiénes los enfermeros. Erik estaba de camisa
y guardapolvos, el resto de remera y zapatillas. Al culminar el encuentro,
Erik fue saludándonos personalmente y nos decía a cada uno su nombre,
mientras nos apretaba la mano y agradecía el accionar. Demostración de
gratitud, gran detalle de su parte, que quedó en eso, pues la placa solo daba
merito a la persona que no estuvo y conglomeraba a los que participaron
activamente como “equipo”.
Capítulo 44

No podía dejar de pensar en Carla y ella en mí; repetía su nombre varias


veces por hora y la extrañaba cuando no estaba, moríamos de placer y de
risa cuando estábamos juntos. Generamos un vínculo que casi llegaba a la
dependencia, nos necesitábamos. Buscaba alguna razón para no
enamorarme de más, pero no las encontraba y dejé avanzar la relación con
el pasar del tiempo. Ella es amorosa y atenta, mucho más de lo que
aparentaba y respondía el doble de lo que yo ofrecía y yo igual para con
ella.
Lo único que criticaba siempre era mi grado de irresponsabilidad. Por
ejemplo, el día que se desmadró todo, no fui a trabajar para pasar la noche
en su compañía. Nunca lo dijo con palabras pero noté en sus gestos que le
molestaba mi desligue laboral; aprendí que es mal visto para la otra
persona. ¡Y uno que lo hace por estar cegado de tanto amor! En fin, no fue
eso lo que desmoronó mi relación con Carla sino un llamado telefónico, de
esos llamados que se espera que lleguen cuando uno muere de soledad, de
angustia y aun así no llegan nunca jamás mientras no cambie la situación de
soltero a la de comprometido, parecería que están a la expectativa de
cuando uno se encuentra bien. Era Clo. No tenía registro de su número, lo
cual asumí mal que era del trabajo para ofrecer horas extras, y yo iba a
simular un tono enfermo para rechazar la propuesta. Se lo comenté, y a
Carla le hizo gracia mi simulacro por lo que esperaba escuchar; en ese
momento se encontraba apoyando su cabeza en mi hombro mientras yo la
bordeaba con mi brazo; levantó la cabeza y me miró; le hice la seña de
silencio colocando mi dedo índice sobre los labios. La abrazaba cuando
atendí por lo que estaba muy cerca del teléfono y escuchó lo mismo que yo.
—Guille… soy Clo, ¿cómo estás?
Quedé sorprendido al escuchar su voz y dije:
—Ho…, hola.
Ella prosiguió:
—Qué alegría escucharte… te llamo porque… bueno, te necesito, estoy
libre, ¿podríamos vernos?
Antes que yo diga o pueda defenderme, desembuchó con tono excitado y
sin sutilezas la frase que hasta la persona con mejores intenciones va a
malinterpretar.
—Guille, quiero que me cojas como la otra vez.
Ese “como la otra vez” era relativo en tiempo, que yo sé que fue hace
bastante, pero para el oído de Carla ese “como la otra vez” sonó a suceso
reciente. Paralicé, y mientras Clo terminaba de decir el horario que sabía
que era de mañana, Carla golpeó mi cara con su mano abierta y arrastró el
teléfono que lo hizo caer sobre el piso. Noté la expresión de tristeza en su
rostro y asumo que vio el mío de terror. Terror de no querer perderla pero
que indefectiblemente sucedería. No había forma de arreglar la situación.
Lo mejor que podía hacer era dejarla decidir y no actuar de forma
desesperada por tranquilizarla con palabras que no ayudarían mi defensa.
Capítulo 45

Ella se vestía rápido, como si tuviera algo importante que hacer; yo me


quedé acostado como si no me importara lo que hacía. La vi juntar sus
cosas y sabía que no iba a regresar, ni siquiera iba a tener la posibilidad de
interactuar alguna palabra de explicación. En el momento exacto que iba a
salir y dar el portazo de enojo, noté de todos los ángulos la belleza de
persona que hacía escasos segundos estaba conmigo, y de perfil distinguí
tardíamente a la mujer más hermosa que vi en toda mi existencia. Una
belleza invaluable que percibo en el momento que se está yendo para
siempre de mi vida.
Me senté en el borde de la cama a esperar que pasara algo. No lloré
mientras estaba juntando sus cosas, jamás le demostré debilidad a una
mujer, no sea cosa que sepa que estoy enamorado, que me importa mucho,
de eso toman ventaja las maleducadas y quién sabe hasta dónde son capaces
de lastimar. Me cayeron unas lagrimitas cuando pasaron unos minutos
después de que pegó el portazo; pasaron unos minutos más y ya la
extrañaba, pasaron horas y desesperé.
Golpeé el piso con mi puño y después del grito del vecino de abajo,
recapacité que no iba a lograr nada lastimándome, pero sentí por mucho
tiempo un vacío indescriptible dentro del pecho, que es la batalla entre dos
sentimientos, uno es la melancolía de saber que, aunque quiera estirar los
brazos, no va a abrazarme, que si intento llamarla no responderá, o lo hará
con insultos, o quizá me sorprenda y atienda triste y desea hablar y
perdonar el mal momento pero no la llamaré por el otro sentimiento. El
orgullo es el sentimiento más fuerte en mí.
Es de madrugada y necesito descansar, no hace bien pensar tanto en lo
mismo, me duele la cabeza de tanto hacerlo, los ojos de tanto llorar, el
corazón no para de latir con intensidad y me retumba en los oídos, la saliva
es espesa, los brazos me tiemblan. Llegué a descansar con ayuda de
medicación. Busqué en la medicación que guardo en mi mochila e ingerí
dos pastillas de Lorazepam que encontré. Si ella se llegase a enterar sería a
través de la vía oral, según mi realidad me inyecté varias de esas cosas. Al
despertarme no sentí tanta culpa. Yo no hice nada, ella malinterpretó. Me
vestí y partí al punto de encuentro para tener intimidad con Clo. Mientras
me acababa la segunda lata de cerveza, decidí no ir a trabajar, y cuando
llamé antes de ingresar a lo de Clo, mi voz tomada de tristeza y borracha,
era suficiente para que mi discurso fuera aún más creíble, pero no había
nadie en recursos humanos, era sábado. Por tantas cosas me perdí en el
tiempo, a la vez que no encontré espacio donde refugiarme del dolor, y
ambas por perder una persona.
Capítulo 46

Al llegar a su casa me hizo una mueca extraña que duró un segundo; se


sonrió y me abrazó fuerte como un reencuentro muy esperado. Reaccioné
de la misma manera pero con un sentimentalismo fingido y entré a su casa.
Fuimos directo a la habitación. Le pedí si podía pasar al baño; me lo señaló
y fui; en verdad, solo quería agua y me avergoncé de pedírselo así, que abrí
el grifo de agua y acerqué la boca. Tiré de la cadena para simular un pis y
me dispuse a hacer a lo que fui invitado. No duramos mucho, según ella,
acabó mucho antes que yo. Se avergonzaba de lo que habíamos pasado. Me
pidió disculpas y me dijo que lamentaba todo lo sucedido. Pero que quería
volver a sentir mi miembro entre sus piernas.
Me confesó mientras estábamos en la cama, que quería llamarme antes,
pero no se animaba y tomó coraje al verme en el estrado por lo de
Browbanow, y se juró llamarme un día que estuviera de guardia en la
noche, así al salir de allí, nos reencontraríamos.
Su deducción arruinó la posible relación que estaba intentando concretar
con Carla; en verdad, quería proyectar algún futuro si era posible.
Ya no sentía lo mismo por ella. Una vez disminuida la obsesión se
racionaliza distinto, y algo tenía que hacer. Siempre me tocó perder a mí,
esta vez en la vida quiero que se acabe la mala racha, que la vida me lo
cobre en cuotas o todo junto, me importa todo una mierda. Me vestí
mientras ella estaba en tetas en la cama y le dije que tenía que irme a cubrir
unas horas en el hospital; si organizaba con tiempo, podría quedarme la
próxima vez. Le cambió la cara pues no solo aparentaba que quería coger
sino también hablar un poco. Señalé con el dedo índice para ingresar al
baño y asintió con su cara enojada. En el baño me bajé el pantalón y me tiré
un pedo amarronado donde manché el calzón y me lo saqué, ya tenía unos
años y estaban pidiendo un cambio, así que no me importó perderlo. Me lo
puse en el bolsillo izquierdo y tiré de la cadena para simular otra vez que
había orinado. Volví a la habitación y, para mi beneficio, ella se encontraba
mirando a la pared, me acerqué despacio con la mano en mi bolsillo
izquierdo y me arrodillé para dejar el calzón debajo de la cama, pero mejor
aún, toqué un zapato de hombre y con mis dedos lo estrujé hasta el fondo
para que no se viera hasta el momento de ser utilizado. Mi corazón latía
fuerte, de venganza, por la adrenalina. Estaba nervioso por esta maldad que
no beneficia más que al alma.
Le toqué el pelo y se hacía la dormida; toqué su mejilla y no cambió de
actitud; le besé el cuello y le susurré que debía irme. Me miró, me besó los
labios falsamente y se vistió para abrirme la puerta. Sonreí de la misma
forma y cerró la puerta sin verme partir. Es cuestión de tiempo me dije,
pues las malas noticias nunca tardan en llegar.
Capítulo 47

Sábado de melancolía y descanso. Cuando volví de la casa de Clo me quedé


acostado masturbándome con una actriz porno que más o menos tenía la
misma tez que Carla. Me aburrí de casquearme y a la vez me dolía el prepucio
de abrirlo y cerrarlo. Así que para eso de las dieciocho fui a caminar sin rumbo
y de la nada me metí a un bar de mala muerte que me representaba. Estaba
vacío como yo, no aparentaba expectativa de crecimiento y estaba porque
decidieron que fuera un bar y quedó. Era un bar fantasma que nadie de alto o
medio nivel se atrevería a ingresar. Me siento y sin que se lo pida, una mujer de
ojos verdes, muy linda pero chata como tabla de planchar, me trae una cerveza.
Me sorprende, porque tenía más hambre que sed pero de todas formas la
acepto.
—Espero que sea invitación de la casa —le digo.
A lo que sonríe y afirma:
—Es lo único que tenemos.
La probé delante de ella mientras la miraba desde sus pies a su cabeza y
dije:
—Ahora entiendo que solo tenga esta exquisitez; vale cada centavo, es lo
más atractivo de este lugar —comenté, haciendo alusión a su persona y a la
cerveza.
Sonrió y lo hizo cada vez que se acercaba y traía una nueva. Con la
cuarta sonrisa me atreví a preguntarle el nombre y acoté:
—¿Cuál es tu nombre?, así no te ofendo levantando la mano como a una
esclava.
Se rio con una carcajada porque sabía que era una excusa para comenzar
a entablar una conversación, pero son muy mentirosas las meseras; para que
les dejen buena propina pueden entablar una buena conversación; inclusive,
mentir en su nombre es muy normal. “María”, dijo.
Me sonrió, me miró firmemente y esperé que pregunte por el mío pero
no lo hizo, entonces dio media vuelta y se fue. En ese momento pude notar
unas caderas abundantes que le hacían juego al gran culo que sobresalía.
Me reproché cómo no haberlo visto antes.
Después de esa cerveza comencé a bromearle. No es un ambiente de
seducción, un lugar para enamorarse o conocer a la persona que vaya a
casarse con uno, digo, me baso en mi estadística mental y creo que la mejor
manera de llevar a la cama a alguien así es siendo chistoso, no melancólico
o amoroso sino un improvisador nato de anécdotas que llame la atención de
la muchacha y, con cada cerveza que iba pidiendo, la conversación se iba
volviendo más íntima; le conté mí profesión, mentí obviamente sobre
algunos quehaceres con lo cual la tenía atenta a mi discurso. Pedí varias
cervezas más hasta que la charla se hizo monótona y esta fue la señal de
retirada. Le dije que debía irme a trabajar, a lo que comenta que nunca está
a esa hora los fines de semana, solo reemplazó a una chica enferma. Ella
está todas las tardes y las noches de lunes a viernes. Me toma del rostro y
me besa en la mejilla diciendo:
—Si estás por estos lados, nos vemos.
Quedé con ganas de besarle los labios pero ¡qué mierda!, me tuve que
conformar con solo ese beso. Salí del antro y miré hacia dentro del local
donde me estaba viendo María y me hizo una seña de adiós con la mano.
Me voy tambaleando al hospital. Ingreso, ficho y voy a la guardia donde
estaba sentado un compañero de la noche contraria en el lugar de Carlos.
Me miró y le consulté si venía en su reemplazo. Dijo que Carlos es de la
noche contraria y me preguntó si venía a cubrir a algún compañero. Le
respondí que venía por horas extras, cuando en verdad me confundí, pero no
podía decirle la verdad. Lo vi con los ojos cansados y vidriosos, después de
unos minutos de charla me di cuenta de la verdad, estaba igual de borracho
que yo o más y necesitaba dormir un poco, por eso buscaba un compañero.
Le dije, sin que me preguntara, que podía hacer lo que quisiera mientras yo
estuviera ahí, a lo que me dio las gracias y se fue. Atrás del enfermero salí
yo, pero para mi casa.
Intenté volver al antro pero estaba muy ebrio, era mejor irme a la cama.
Sabía que trabajaba en el horario nocturno y yo tengo libre noche por medio
y ya se nos iba a dar. Desde las seis de la tarde no pensaba en cómo cagarle
la vida a Clo o cómo recuperar a Carla, sino solo me interesaba volver al
bar donde trabaja María.
Capítulo 48

Me desperté a eso de las cinco de la tarde. Me refregué los ojos y fui al


baño a lavarme la cara y mojarme el pelo. Escuchaba desde la cocina cómo
hablaban de cierto problema de una de las chicas en una pieza, algo así
como que un cliente le pegó; hubo gritos, golpes, cosas rotas. Cosas que
jamás escuché. Dormí bastante bien a pesar de despertarme tan mal.
Cagué líquido, la cerveza me está empezando a caer mal, pero no por eso
voy a dejarla. Tiré de la cadena, me lavé las manos y tomé agua de ese
mismo grifo y salí hacia lo de María.
Al verme se apresura para traerme una cerveza.
—¿Lo de siempre ?—me dice, mientras me sonríe.
Tenía mucha hambre y dolor de cabeza, pero solo asentí. Le mentí sobre
la embriaguez del enfermero y como nos fuimos a dormir, lo cual me
pareció más divertido a mí que a ella. La noté cansada y le pregunté qué le
pasaba y solo dijo que se quedó hasta tarde en la noche del día anterior y no
hablamos más del tema. Estaba distante, pero no dejaba de sonreírme.
Después de la tercera me animé a pedirle comida.
—Es domingo, lindo, no le recomiendo que coma nada de aquí. Esta
comida es la sobra de la semana. Mejor venga mañana y va a comer mucho
mejor —dijo guiñando un ojo y tocándome el hombro.
El hecho de que recomiende que no coma nada de ahí, que no me tutee
pero que guiñe el ojo y me toque el hombro, me generó una sensación de
complicidad, una amistad venidera. Le sonreí y le pedí la última cerveza.
Estaba muerto de hambre y ya sentía náuseas.
Cuando terminé la última ya era la hora de salir para el hospital. Le pagué
a María y le dejé una buena propina, a lo que respondió con un beso en la
comisura de mis labios, y un muy apreciado abrazo donde le toqué las
caderas e intenté apoyar mi sexo sobre el suyo, pero se alejó diciendo:
—Vuelva cuando quiera, pero que sea cuando yo esté.
A su propuesta le respondí, sin soltarle las caderas:
—Entonces te voy a hacer caso, así no te pones celosa.
Abrió grandes la boca y los ojos y sonrió sorprendida. Definitivamente
quería cogérmela.
Nos despedimos una vez más y me fui caminando despacio para que no
se notara mi grado de ebriedad; ya, para ese momento, no solo me dolía la
cabeza sino también el estómago. Estaba borracho y muerto de sueño. Pero
hice mis funciones de enfermero: contarle todas las novedades a Carlos
sobre mis desmadres con Carla y Clo y la nueva mesera. Carlos se quedó
toda la noche despierto para que yo descansara un poco, y así la pasé. Al
terminar la guardia le di las gracias. Carlos, primero se disculpó, luego
minimizó su favor y tercero reclamó lo suyo. Disculpas por silenciar mi
teléfono unas cuantas veces, luego recalcó que no era necesario agradecer y
afirmó que yo haría lo mismo si él estaba en la misma condición y, por
último, dijo que no recordaba la razón pero que le debía ir de putas y que
estaría dispuesto a cobrarlo. Le dije: — vamos la próxima guardia antes de
entrar a trabajar—, así se quedaba conforme pero yo no estaba de ánimos
para coger por dinero.
Nos despedimos y me dirigí al hospital Santa Mónica, donde me
esperarían unas interesantes novedades, ya que en la noche Carlos
silenciaba las llamadas de Clo.
Capítulo 49

Me lavé los dientes con una gasa y un baja lenguas; también reforcé la
higiene bucal con buches de agua oxigenada; desconozco si funciona o si me
podía pasar algo, yo solo lo hice. Me sentía hasta yo mismo el olor de la boca
y no era para nada agradable.
Carla seguía de vacaciones por lo que no la vería hasta dentro de un par
de días, así que entré campante a la terapia, saludé a mis compañeros que
estaban charlando y me puse a trabajar.
—Mandaron solo un gramo de los dos que necesita Gorostiaga —les digo
a mis compañeros, sin referirme a ninguno.
—Administrale solo un gramo. A ese viejo, que sean dos o uno, es lo
mismo si se va a morir —responde Juan, desganado.
—Sí, no cambiaría en nada —agregó Aníbal, y prosiguieron con su
charla.
Era interesante lo que hablaban, pero quería hacer todo rápido para
abandonar el servicio y devolver la llamada, y justo cuando finalicé la
medicación, se me acercaron dos cirujanos que necesitaban asistencia. Mis
dos compañeros se hicieron los laboriosos y tuve que ir. Les dije que
aguardaran solo un minuto y en ese ínterin me preparé un café rebajado con
agua fría: fue el café más horrible que tomé en mi vida. La infusión se
mezclaba con saliva, sabor a agua oxigenada y cerveza barata. Lo tomé por
si tenía que hablar y ocultar mi aliento.
Cuando fui a asistir me pidieron que vaciara el drenaje que se encontraba
repleto. Me agaché y puse un pañal en el piso para descargar ahí el débito y
cuando estiré la válvula de desagote, la sangre fue a parar a mi pantalón en
vez del pañal que, por pura suerte, no llegó a mi rostro. Los cirujanos me
ven y yo insulto al aire:
— ¡La concha de la madre!
Y esquivan la mirada de asombro. Me limpio con el pañal que estaba en
el piso y dejo al paciente en condiciones.
Antes de llegar al baño dejo en el piso un rastro de sangre que chorreaba
de mi pantalón. Me dijeron algo los compañeros, que del “sulfuro” que tenía
los ignoré, inclusive, no vi hasta que cerré la puerta del baño que una mujer
entró conmigo. Era Clo.
—Te llamé varias veces en la noche.
—Estaba trabajando y me dormí. Me dijo mi compañero que llamaba
alguien. Perdón.
En eso me intenta abrazar y la paro con la mano.
— ¿Qué pasa?
—Estoy lleno de sangre y no quiero que te manches.
—Te llamaba para que no organices nada en la tarde así salimos de acá y
nos vamos juntos, como en los viejos tiempos. Te extrañé cuando te fuiste
el sábado tan rápido.
—Podría, pero no puedo ir así.
En eso se queda pensando y me dice que en breve volvía. Me saqué los
pantalones y en la pileta empecé a mojar y a secar con servilletas de papel,
pero la sangre deja una mancha muy difícil.
Clo, al abrir la puerta, se echa una carcajada al verme refregando el
pantalón en calzones y zapatillas. Yo estaba muy embroncado como para
decirle algo, solo la insulté sin que se entere.
—Tomá, son unos pantalones de mujer, pero no se van a notar.
Me entrega los pantalones de su compañera —que es un poco gorda—
pero a pesar de eso, siguen siendo pantalones de mujer. Dijo que no se
notaba y era mentira. Eran entallados, apretaban un poco más en la cintura y
los huevos, por ser de mujer tienen otro corte y al ponérmelos se trasluce el
calzón que remarca el culo.

Clo me toca los testículos y me agarra el miembro y me dice:


—Te espero en la salida —Tira un beso mientras me mira los labios y se
vuelve a su sector.
A partir de ese momento, por el resto de las horas, fui el hazmerreír de
todo el personal. Llegó a los oídos de todos pero no por el accidente sino
por el pantalón que tenía puesto. Hasta de otros sectores venían a ver al
enfermero vestido de mujer. Los muy hijos de puta de maestranza me
ninguneaban mientras limpiaban de sangre el piso:
—Cómo te hago el culito, Guille. Esa tanga se te trasluce, así me exitás,
mamita, no dejás nada para la imaginación.
Son unos hijos de puta. De todas maneras, lo hacen para reírse un poco
en el hospital y, en esa situación, alguien tiene que perder y ese día me tocó
a mí.
Capítulo 50

Me encontré con Clo en la puerta del albergue e ingresamos juntos. Al


entrar en la habitación yo estaba sin ganas de nada. Ella, al contrario, estaba
muy activa pero no sexual sino con ganas de hablar. Me contaba sobra las
novedades de mi vieja sala de trabajo y que le propusieron otro sector
donde cobraría más. Rememoró lo nuestro y acotó que fue la primera vez
que tiene un altercado con alguien del hospital, pero que si seguíamos todo
debía seguir siendo un secreto, como se había pactado en un comienzo.
El secreto del calzón cagado me generaba un leve remordimiento. Por lo
que relataba, destacaba una sensación de vacío sin mi compañía, y yo de
impulsivo quise destruir su relación, ¡si ella no sabía lo que yo estaba
viviendo! Así que se lo dije. Le conté sobre Carla y lo que había pasado la
noche de su llamada telefónica. Le avisé que había una prenda interior
“palomeada” en unos zapatos debajo de su cama y que lo dejé por lo mal
que me hizo, por venganza, quería que experimentase lo mismo que yo
sentí al ser dejado. Pero, por la ayuda del día, más todo lo que escuché era
razón para decirle la verdad y que estaba en todo su derecho golpearme y
enojarse.
Su reacción me descolocó, inclusive, no me la esperaba. Me miró
sorprendida y en unos segundos una sonrisa apareció en su rostro.
—Guille, me sorprende de vos. No esperaba esa acción. Yo te hice mucho
mal o vos sos un obsesivo por lo que me contás. La idea de hoy era pasarla
bien y me encuentro con esto. Me hiciste una más grave de lo que yo te hice
y me la tengo que cobrar así que… ¡me tenés que coger!
Yo no tenía ganas de cogérmela y menos después de esa revelación, pero
lo hice por su pedido. La abracé, la toqué, me chupó, la chupé y cuando
eyaculé en el preservativo nos quedamos acostados uno al lado del otro, en
silencio. Al irse bajando el miembro saqué el preservativo y fui al baño a
higienizarme. Até el forro y lo tiré en la basura. Al querer volver a la cama,
ella salió rápidamente para el baño al grito de:
—Voy a lavarme la concha.
Pasé del canal de música al porno en la televisión. La vi aproximarse en
silencio y se acercó a darme un beso, a lo que respondí de la misma manera,
y al rosar mi lengua con la suya noté una consistencia extraña en la boca. Al
alejarme solo un poco ella se rio e intentó nuevamente besarme y distinguí
un fluido en sus labios. Era mi semen.
Se reía a carcajadas mientras yo estaba con náuseas y tos, desesperado
por sacarme de la boca mi propio esperma. ¡Cómo alguien puede ser tan
atrevido! Fue al baño a buscar el preservativo, vació el contenido en su
boca y vino a mí a besarme. ¡Es una hija de puta por la ocurrencia! Dijo que
estábamos a mano por lo que le hice en su casa, pero que ya no confiaba en
mí y si nos veíamos iba a ser en hoteles para coger, y que arruiné todo.
De esa debía vengarme, y se me ocurrió que cuando estuviéramos
cogiendo, se me escapase e insertase mi miembro en su recto sin avisar y
sin lubricación, así sufriría como sufrí yo, pero nunca llegó esa situación, ya
que después de ese día no volvimos a vernos, y se alejó por segunda vez, así
como vino.
Capítulo 51

Ingreso a la terapia intensiva, y me informan mis compañeros que Carla


regresa al día siguiente y que hay cambios en el plantel. Mañana, en vez de
trabajar ahí, me cambiarían a cardiología. No les creí, ya que ninguno
cuenta con la autoridad correspondiente para decidir sobre el plantel. Hasta
que en el transcurso de la mañana me informa la jefa de departamento sobre
mi cambio de sector. Necesitaban un enfermero más en la Unidad
Coronaria, y sería yo al que enviarían.
Carla vuelve de vacaciones y me cambia de sector a mí para no verme
más. Muy buena jefa, pero falta de cojones. Acepté sin recriminar nada. Ese
día sería el último en esa terapia intensiva y pasó que el paciente Gorostiaga
se descompensó.
— ¡Urgencia, código celeste, enfermeros! —grita un médico para que
acudamos inmediatamente sin correr y sin asustar o alterar a los pacientes.
En esa situación dejamos de hacer lo que se estaba haciendo o
mínimamente si se está atendiendo a alguien le decimos que espere ya que
hay una urgencia.
Algunos no comprenden:
—Aaah, hace mil horas que esperaba que me cambien, hace muchísimo
que estoy llamando por la curación. Sacale la chata a mi mamá antes, ¿eh?
Y se enojan, pero el sistema funciona así, se prioriza la vida antes que la
atención de detalles y el culo limpio es un detalle para estas situaciones. Si
sufrieran un paro respiratorio serían los primeros en ser atendidos y no les
gustaría a los familiares que los dejemos para lo último por tener varios
culitos sucios que llamaron primero.

No lo dije, pero se llama código celeste u otro color menos rojo, ya que el
rojo asusta. Es una situación estresante que puede durar tanto minutos como
horas y se requieren muchas manos y lo importante es la organización. El
médico, que está en la cabecera, comanda y los enfermeros estamos para
preparar medicación; otro para administrar y otro para alcanzar materiales
si se necesita algo, y si hacen falta más enfermeros, pero por suerte
estábamos acompañados por médicos que comprimían, tomaban tiempo, y
el comando intubaba. Por más que parezca sencillo, es un caos. Gritos de
nombre de drogas, si hay pulso, desfibrilador y mil cosas más. El médico
gritaba: “¡ADRENALINAA!”, Juan lo preparaba, me lo alcanzaba y yo,
con la jeringa en la mano, lo administraba de un jeringazo. Se fijaban la
frecuencia, el pulso. “¡LÍQUIDOOO!”, gritaba el comando y Aníbal me
traía solución fisiológica y yo lo administraba.
“¡ATROPINAA!”. Cuando Juan lo preparaba yo, con un movimiento de
dedos, lo administraba. Los médicos se turnaban para comprimir el pecho,
sudaban y estaban ansiosos buscando causas. Nosotros tres, mientras tanto
estábamos parados, en silencio, esperando que nos dieran alguna
indicación. Aníbal fue el que más se quedó parado, ya que no se necesitó
más que alguno que otro material para aspirar secreciones. Juan, con
movimientos de manos, cargaba la droga y yo, con movimientos de dedos,
lo administraba como ya dije. Para mí fue eterno; ya me dolían los pies de
estar parado y los otros dos no se quedaban atrás, ni sabían cómo pararse
del cansancio. Por Gorostiaga no pudimos desayunar por segunda vez. Nos
hacía ruido la panza después de unas horas de trabajo, pero el viejo salió
vivo. Revirtió la situación.
Una vez compensado el paciente, hay que acondicionarlo. Jeringas por
todos lados, sangre, secreciones, manchas, suciedad. Da más trabajo esto
que embolsar a un óbito. Preparar medicaciones precisas y varias cosas
más. Cuando terminamos, por fin ya se había hecho la hora de pasar la
guardia. En el pase Aníbal les informa a los del turno tarde la razón por la
que muchas cosas quedaron inconclusas, pero lo importante y más
destacable de la jornada fue que a Gorostiaga lo sacamos del paro
respiratorio entre médicos y enfermeros. Menuda despedida de la unidad de
cuidados intensivos; esa jornada nos marchamos liquidados de tanto
trabajar.
Capítulo 52

Me encontré con Carlos, como habíamos acordado para ir de putas. No


tenía ganas más que de tomar unas cervezas y pasar a ver a María. Ella nos
recibió y le presenté a mi amigo, que lo primero que hizo —cuando se fue a
buscar nuestro pedido— fue mirarle ese gran culo.
—La verdad que es un muy buen culo, —dijo, mientras movía la cabeza
y hacía “puchero” con el labio.
Llegaban las cervezas mientras charlábamos de cosas nada importantes, y
veíamos pasar a las mujeres por la calle, y le poníamos precio como si
fuesen putas, para clasificarlas en su precio ideal: nuestra manera sana de
divertirnos.
Tomamos varias cervezas y veía que se iba oscureciendo el día. Pronto
tendríamos que salir para el hospital.
Le dije a Carlos:
—¿Vamos?
Él sacó dinero de su billetera y pagó todo. No dejó que yo pagase; mi
parte sería mucho más cara, asumí.
Cuando me levanté le hice seña a María de que nos íbamos y me empezó
a doler el costado, pero simulé como si no. Fuimos a dar unas vueltas y veía
cómo Carlos tambaleaba. “Por más que quiera, no se le iba a parar”, decía
para mí. Llegamos a la esquina con varias mujeres y empezamos a caminar
más despacio. Carlos se cambió de lugar para verlas de más cerca, hasta
donde nos dijeron algo, pero no hicimos caso. Eran tres lindas putas, tetas
grandes, indumentaria destacada. Pero seguimos hasta la parada siguiente,
donde había dos y estaban mucho mejor y asumí que iba a querer con
alguna de las dos por ser otro nivel, más jóvenes; una se dio vuelta para que
le miráramos el culo mientras íbamos hacia ellas. Yo paré pensando que iba
a charlar, pero Carlos siguió. Me dijo la tarifa que no recuerdo y lo alcancé
a Carlos. Solo había tiempo para una parada más y coger, sino íbamos a
llegar tarde al trabajo. En la tercera parada de putas solo había una y estaba
mucho peor que la primera, pero era mejor que la nada. La cruzamos y
Carlos siguió.
—Carlos, vas a tener que elegir porque se hace tarde.
—Uuuh, no me di cuenta de la hora —Lo dijo con un tono como que se
estaba divirtiendo con el hecho de caminar.
—Sí, Carlos, vamos a tener que cancelar.
—Bueno, cumpliste. Ya no me debés nada.
Me sorprendió con lo dicho, porque todavía seguía debiéndole la puta.
—Si es por mí, ya estamos. Me gustaron las segundas. Muy lindas tetas
—(estirando la “e”).
—¿Volvemos, entonces?
Me mira sorprendido y dice:
—Jamás me cogí una puta.
— ¿Y a qué venimos? ¿A ver, nomás?
Sonríe y me mira mientras me dice:
—Hay dos clases de consumista de putas: el que se las coge, y el que las
mira. Jamás me cogí una.
Como se hacía el reflexivo, le dije:
—No cogiste ninguna por borracho o porque es chiquita, todavía estoy en
duda.
—Preguntale a Carla o Clo y sacatela.
Nos reímos mucho por su agilidad. Mientras íbamos al hospital tomamos
unas botellas de cerveza. Esa jornada él trabajó; yo me volví a lo de María.
Capítulo 53

Con Carlos llegamos justo a tiempo. Él fue al vestuario a meterse los


dedos para vomitar; yo, medio mareado, fui a fichar el “presentismo”. Me
encuentró el enfermero jefe en el camino diciéndome:
—¡Estas no son horas de llegar!
Y aguardó mi respuesta. Para el enfermero jefe ser puntual es llegar
tarde.
Ya venía reclamándome hacía varias jornadas que debía ingresar antes
para enterarme de las novedades terapéuticas en el pase de guardia, lo
inconcluso, lo que faltaba hacer y lo que se venía. Siempre me entero todo
en la marcha. Como no le respondí sino con un gesto de “¿qué querés que
haga?” Repitió: — ¿estas son horas de llegar?— Con su tono poco
masculino y señalando el reloj pulsera que no usa. Nuevamente no le dije
nada.
— ¡Llegás siempre tarde, López!
Como si diciendo el apellido y tuteándome a la vez formaría parte de
algún requisito.
—A la hora de siempre —le digo.
—Deberías adelantar tu reloj para llegar esos quince minutos más
temprano.
—Pero la novela de las once no empieza once menos cuarto.
—Bueno, hacé como quieras, pero llega temprano, así no se puede
trabajar. Siempre estoy recibiendo quejas por tu capricho de llegar tarde.
—Mi horario comienza a las veinte y, por más que me dejen salir menos
cuarto, a mí no me conviene. Por lo tanto voy a seguir llegando así.
—Te la das de transgresor y sos un simple empleado que se la cree de
conflictivo. Empezá a llegar temprano, sino vas a tener problemas.
—¿¡ Y qué problema me vas a dar vos?! ¿Me vas a mandar a un lugar
peor? ¿Me vas a mandar a la sala de urgencias, donde estoy y no quiere ir
nadie?! ¡No me jodas!, sería mucho peor que no llegue y llego siempre; hoy
me la doy de transgresor, y el problema lo vas a arreglar poniéndote los
guantes para atender gente, porque yo me voy a mi casa.
Pego la vuelta pero imagino la cara de sorpresa.
—¡Vas a tener problemas! —me grita.
—Quédese tranquilo, que lo soluciono con recursos humanos —respondí
sin mirarlo a la cara.
Y así fue como me fui para mi casa, caminando.
De esta forma me dejaron de joder por mis llegadas tarde que en sí, no
eran tarde sino puntual. Lo irónico de llegar tarde al trabajo y no ingresar,
es que se llega a casa temprano.
Capítulo 54

Llegué a casa y de allí fui al antro a seguir tomando. Ya estaba mareado


pero ¡qué demonios!, unas copas más y la compañía de María no vendría
mal. Asumí que en un día de semana, más el plus de ser bar de mala muerte,
no iría nadie más que yo y así fue. Tenía más tiempo en dedicarse a sus
clientes, o sea, a mí.
La noche estaba más oscura y desolada que lo habitual, un tanto fresca o
al menos ameritaba algún abrigo. Yo no tenía nada encima. Llegué y me
senté donde estuve con Carlos; me vio, me saludó y me dijo su oración
representativa sin acotar:
—¿Lo de siempre?
Hablamos del frío de la noche; de Carlos y alguna cosita de relleno. Para
la segunda cerveza ya tenía hambre y no iba a pedirle nada, ya que iba a
sugerir que no ingiriera nada de ahí. Le comenté la escapada y la discusión
con el supervisor y que lo único que quería, una vez que salí del hospital,
era hacerle compañía a ella. Hizo un gesto de asombro pero no le dio gran
importancia. La vi pálida y distante pero aun así refregó mi hombro y se
retiró de la mesa.
La vi pasar varias veces arrastrando los pies, pero sacando culo, como quien
se hace la interesante. Llevaba la bandeja de un lado a otro y solo por eso se
sentía ocupada. Reflexioné que yo podría presumir ocupación en el hospital,
porque también llevo bandejas, pero con medicación. Debe haber personas que
nos consideren como el mesero de los medicamentos, y como atendemos
generalmente gente en cama, sería el camarero de las pastillas. Me reía solo por
la ocurrencia y seguía tomando. Cuando María volvía para la barra la veía
mover el culo y me imaginaba cómo se movería teniendo relaciones. Me
intrigaba su persona, me atraía su belleza, pero por más que me ilusionara y me
hiciera la película de mi vida, no soy más que un cliente y sería por milagro la
única forma de acercarme, o haciéndole un favor que, por suerte, se lo hice.
Capítulo 55

Cuando volví a mi casa tenía demasiado dolor de estómago, una puntada


constante en la cabeza y el teléfono de María. Tomar en su bar era la forma
de demostrar cariño y los dolores la consecuencia, pero lo valía por más que
ella no viera el sacrificio ¡y pensar que minutos antes había decidido no
volver a ir!
Antes de irme, pagué la cuenta, un poco distante por la escasa atención de
ella, ya asumiendo que no valía la pena seguir con lo que estaba haciendo,
pero se acercó de la mejor manera que puede acercarse una persona que
desea un favor. Podría ser algo posible o dinero, cualquiera de las dos eran
válidas. Me pidió un favor que no era dinero y accedí a su solicitud. Se
sentía extraña, así que la hice sentar y le tomé la presión y el pulso. Le
pregunté si había comido algo, o si era de presión baja y, por las dudas, le
hice comer sal y azúcar a la vez (sin saber si iba a funcionar para algo) y en
breve se sintió un poco mejor. De todas formas le recomendé que
descansara lo que pudiera, y le dije que lo de la adaptación a la noche era
costosa pero posible. Me escuchó con atención y agradeció mi gesto.
—Este es mi teléfono, si seguís mal no dudes en consultarme que yo
estoy. Por más que esté en el hospital salgo corriendo a atenderte, sos mi
prioridad —le dije, mientras guiñaba el ojo izquierdo y nos reímos los dos
mientras ella lo anotaba.
Durante la caminata a mi pieza me envió un mensaje agradeciendo y
pidiendo que anotara su número para poder charlar.
Capítulo 56

Me reubicaron en el servicio de unidad coronaria de hombres. No les


importó mi falta de experiencia con cardíacos. Necesitaban a alguien que
cubriese el sector y el único que se había peleado con Carla era yo, y así fue
como califique para el puesto. Carlos diría que hay dos formas de que te
cambien a otro sector: o sos muy bueno, tanto para que te traten de idiota, o
es que te peleaste con el jefe. No hay más opciones. Te cambian de sector
todos los días hasta que te canses, hasta que mandés todo al diablo o que te
importe muy poco y te vayas a tu casa. Yo soy de esos. No me molesta lo
desconocido.
Al ser un sector nuevo se necesita instrucción, por lo que el enfermero de
la noche se quedó a enseñarme. No me acuerdo su nombre, ya que duré
unas semanas, así que no importa. Me presentó al médico en una sala
extremadamente chica. En ese momento sonaban y sonaban los monitores y
solo había dos pacientes internados. Dije para mí “la puta madre esos
chillidos no me van a dejar en paz”.
El enfermero quería entablar una conversación con preguntas cerradas, y
entre cada una esperaba un ratito, como si la estuviera pensando demasiado.
—Me dijeron que este es tu nuevo sector ¿es verdad?
—Sí —le respondí.
— ¿Por qué te cambiaron?
—No sé —fue mi respuesta.
— ¿Tenés experiencia con pacientes cardíacos?
—No.
—Es fácil —acota—, si sabés terapia sabés “cardio”. Lo único que te
puedo decir es que hay cirugías que son pesadas.
—Hummm.
— ¿Alguna pregunta?
— ¿Cuándo vamos a desayunar?
No pregunté de atrevido, sino porque el doctor tomaba un café y se me
antojaba uno también.
Esa pregunta no le gustó para nada y se apresuró a agarrar una carpeta
para comenzar. Era temprano, yo me quería sentar a descansar.
—Ja, ja, esta es un área cerrada, acá no se come. Se turnan con el doc y
salen cuando tengan que salir o cuando llamen sus necesidades…
fisiológicas.
(Sé que se refiere a cagar pero me pasó primero por mi cabeza el hecho
de salir a coger).
Ese enfermero era un personaje. Gesticulaba mucho al hablar y el timbre
de voz era fino y molesto; también movía demasiado las manos. Siguió:
—Esta es un área cerrada por lo que tienen controles estrictos, si bien hay
solo dos camas y los más pesados están en terapia intensiva, no te confíes.
Es un área tranquila que se desmadra de un segundo para el otro. El monitor
te dice mucho; si vos ves que oscila, o notás algún complejo extraño, o
alguna arritmia como extrasístoles que son muy comunes aquí, avisá. Por
ejemplo, este paciente ¿qué tiene?
Me quedo callado porque no entiendo nada de lo que me quiere decir. El
médico, que estaba escuchando todo, se acercó a nosotros con escasos pasos
y lo simplificó:
—Si baja la frecuencia avisá, si sube de más avisá, si está con la presión
alta, avisás al igual que si está baja. ¿Sabés que es disnea? Bueno, ahí
también avisás.
No dijo más nada sobre los pacientes, pero sí una pregunta sobre el
personal de enfermería.

—¿Van a estar ustedes dos? —responde el enfermero con un “sí, doc.” y


el médico se fue y no lo vi volver en toda la jornada.
Al irse siguió la conversación pero, con tono bajo para que no lo
escuchara el doctor.
—Este se hace el sabio y no sabe nada.
— ¿Y vos sí? —le pregunto, aumentando el tono, pero neutro.
— ¿Perdón ,?—dijo, pensando que iría a seguir su juego.
— Si vos sí sabés.
— Pensé que eras más compañero, Guillermo. Te estoy ayudando y me
tratás mal.
—Vos comentaste y te pregunté, además ¿qué es eso de andar criticando
al resto? Hacé tu trabajo y listo. No te van a pagar más.
—Esto no es por la paga. Es por la profesión.
—Bueno, señor profesional, ¿algo más para enseñar?
—¿Alguna duda?
—Sí, ¿a qué hora vamos a desayunar?
Agarró sus cosas, me dijo algo refunfuñando que no entendí y se retiró,
no volvió. Yo tampoco me hice problema. Me senté, seguí indicaciones
según libre interpretación y estuve todo el resto de la jornada en compañía
de mí mismo. Lavé la taza del médico y me preparé un café instantáneo.
Al final me terminé acostumbrando a los ruidos del monitor y me dormí
unas horas en una silla con respaldo. Si es así, me está gustando aprender
otras especialidades. Le estoy encontrando gustito a la cardiología.
Capítulo 57

La unidad coronaria de hombres es un sector con dos camas reservadas


únicamente para enfermedades del corazón. Por lo general, este tipo de
paciente viene con derivación de otra sala o de urgencias; puede que llegue
alguno de quirófano y nos encargamos de su rehabilitación, y si algún caso
se empeora clínicamente, se lo deriva a la terapia intensiva.
Para el tipo de sala que es, no hay office de enfermería ni sala de estar, ni
sala de médicos, sino todo junto. Al principio es incómodo que te vean
trabajar, pero después terminé acostumbrándome. El personal se compone
de un enfermero, una mucama y un médico a cargo del servicio. En mis
años de ejercicio jamás tuve tanto lazo como en esa unidad. Inclusive, el
trato no solo era con el médico o la mucama sino que éramos los tres
iguales con distintas funciones, sin rangos de jerarquía que presumir. No
sentía que debía comparar el largo y ancho del pene con nadie, aunque
cruzando la puerta el médico se va a su mundo de ostentosidad, según sus
palabras y yo caminaba para ir a mi cuarto.
Nos reímos en reiteradas oportunidades y bromeábamos cuando no había
pacientes diciendo “está todo lleno, no vamos a poder dormir”. Podía estar
la sala vacía o máximo con dos pacientes que solo reciben una o dos
pastillitas por turno o también pacientes intubados con varios drenajes y
tubos y sondas y eso sí da trabajo. Generamos confianza y en una
oportunidad que estábamos desocupados, el médico me quiso aconsejar
mientras Clara, la mucama, escuchaba toda la conversación.
—Guille, te veo capacitado. Vos podés ganar mucho más dinero que lo
que ganás por lo que hacés.
Lo miré confundido, sin entender a dónde iba; él, mientras hablaba,
intercalaba la mirada entre mis ojos y Clara, para la aceptación.
—¿Por qué no te buscas un trabajo serio? No sé cuánto gana un
enfermero pero estoy seguro de que lo triplico. Sos mi compañero y veo lo
que hacés. Si bien este sector es especial, en el resto del hospital es muy
distinto para los enfermeros, no así para los médicos. Acá yo duermo o
estoy en la computadora, mientras que en la enfermería están lastimándose
la espalda.
Sabía su estrategia: agrandar su ego disminuyendo mi autoestima y
sacando provecho del discurso para quedar bien con Clara. Comprendí
hacia donde iba la conversación, pero lo decía con gracia y, si eso me
enojaba, el equivocado iba a ser yo. No emití palabra y siguió.
—Los respeto a todos, pero yo no me veo siendo un esclavo. Doy gracias
que pude estudiar y tener autonomía. Si suena un timbre, tienen que salir
corriendo ¡para solo ver qué quiere! —Imita una voz chillona como de
paciente o familiar demandante y prosigue—: ¿Me alcanza un vaso de
agua?... Quiero hacer pis... mi papá está transpirando... ¿Apagás el aire
acondicionado o cerrás la ventana?… dejá la luz prendida que tengo
miedo…
Y ni las gracias, a veces, les dan. Yo, esas cosas, no las tolero. ¡Yo suelo
dormir en la noche!
Se acercó a mi oído, pero de todas formas lo dijo fuerte:
—Estudiá, haceme caso, no seas vago. Te puede ir mejor y así dejás de
hacer esto. No estés al servicio y demanda de un idiot… —se traba para un
eructo silencioso—... idiota, y dejá el puesto de esclavo servicial. Estás
como soldado —Me palmeó y con una sonrisa se paró y dijo, con voz grave
—: ¡Firme a las necesidades de otros y así pretendo respeto siendo un “don
nadie”!
Clara se sorprendió y se rio por vergüenza; yo me quedé mirándolo. Sé
que lo dijo con sarcasmo, que pareciera un chiste, pero con un cierto grado
de sinceridad, pues podría ser el discurso de cualquiera.
—Ok., tomo tu consejo y puede ser que un enfermero o yo mismo esté
para apagar una lamparita, limpiar la mierda del culo o dar de beber un vaso
de agua, pero alguien lo tiene que hacer. Y bueno, yo puedo ser un “don
nadie”, pero en el caso del médico creo que es peor y nunca se dieron
cuenta. Esto que decís, lo deben pensar miles de médicos, así que escuchá
lo que voy a decir porque ni nombre debe tener lo que ustedes sienten.
Imaginate, yo soy un esclavo del paciente, el más bajo del estrato del
personal ¿pero ustedes? Se deben sentir para la mierda cuando un
enfermero, así de ignorante, con sus escasos años de carrera, el “cursito” de
enfermería como piensan muchas personas, con su sueldo tan bajo y un
desamparado social lo llama, ¿qué hacen?, ¡salen corriendo a ver qué está
pasando! ¿O no es así, doctor? Puede ser que la enfermería no esté bien
valorada y pensar que ustedes descubren enfermedades, las curan y son lo
más de lo más, pero también tienen otra función, y es ir a donde les diga
cuando un enfermero los llame. Sin ir más lejos el otro día, al paciente con
dolor de pecho, le dije “ya te mando un médico”, y por mi llamado,
apareciste.
Clara fue la primera en reírse, el medico después. Lo dejé mudo a pesar
de que podría refutarme, y mientras la buena relación perduró, le recordaba
esa conversación diciéndole “mulo del mulo” como apodo para reírnos un
poco cuando necesitaba de su asistencia. En ese momento me festejaron las
palabras a pesar de que podría estar equivocado. Como si fuera un duelo, el
representante de medicina quedó callado ante el de enfermería y,
supongamos que mis palabras fueran ciento por ciento reales, los tres
sabíamos que la enfermería no está tan aceptada socialmente, y que es muy
normal que recomienden a un enfermero con vocación que estudie
medicina, por lo menos, así podría aumentar el respeto y el estatus por el
hecho de pasar a ser doctor y que digan “a este enfermero sí que le daba la
cabeza, no como los demás”.
Capítulo 58

Tuvimos muy buenas jornadas en la unidad coronaria pero, como dije,


duró poco. No creo que esté demás decir que a Clara, la mucama, se la
cogía el cardiólogo y, problemas entre ellos, desencadenó mi retiro. Nos
llevábamos bien porque Clara no me interesaba para nada; a pesar de tener
unos buenos labios mamadores, ella no era más que una de las demás para
el doctor; le hizo creer que era la única y tremendo escándalo le armaba en
la sala delante de mí cuando no le respondía o no la atendía fuera del
horario de trabajo. Estoy seguro de que se la cogía en el baño o dentro del
hospital, pero en ningún lado más y eso a Clara le molestaba. “Cosa de
ellos”, me decía a mí mismo, no me interesaba. Solo quería estar bien y
poder descansar, si ameritaba la jornada.
Recién comenzado mi trabajo, anotaba los valores del monitor y
preparaba unas medicaciones, y escuchaba cómo se hacían los románticos
hablándose con vocecitas tontonas y se acariciaban la cara uno al otro a mis
espaldas, diciéndose con voz baja y juguetona “no, que nos va a ver” y eso
los estimulaba por ser cómplices. Lo escuché decir al doctor “en un rato
vuelvo“, y se retiraron los dos juntos. Yo proseguí con lo mío. No le di
mucha importancia a dónde fueron, así quedé solo.
Y esta parte es la mejor, de la nada misma, a los minutos, me agarran
unos retorcijones en los intestinos como trabajo de parto de mierda, que por
suerte lo contuve dentro. Creo que si intentaba tirarme un único pedo para
aflojar, me hubiera cagado encima. Miré el monitor y todos los parámetros
estaban estables. Corrí al baño a echarme “uno de los buenos”. Cuando
quise abrir la puerta pegué el tirón y escuché un gritito de voz de mujer
exaltada.
— ¡Claraaa, déjame pasar !—grité, sosteniéndome el culo con ambas
manos.

Escuchaba un murmullo de voces algo así como “uuuuh está afuera, ¿qué
hacemos?”… no sé si fueron exactamente esas palabras, pero era una voz
femenina del otro lado.
— ¡Claraaaaa! —Volví a gritar y golpeé la puerta.
Y en eso escucho al doctor:
— ¡Está ocupado¡ !Ya voy a salir!
En ese momento no me interesó si estaban los dos en el baño. Solo quería
cagar.
—¡Muloo, dejame pasar!
En eso golpea la puerta del lado del baño diciendo:
—¡Está ocupado!
Fui a buscar un pañal y el paciente que estaba internado era lúcido; pensé
ponerme en cuclillas y cagar, pero me iba a ver y me dio vergüenza. Así que
corrí a la terapia intensiva donde estaban mis anteriores compañeros y
Carla; ella, viéndome entrar apurado al baño, se acercó a golpearme la
puerta queriendo avisar que ese baño es solo para el personal, pero se alejó
al escuchar mi catarata de mierda y los pedos que salían del culo como
misiles, así que se fue. No solo me limpié el culo al terminar: también las
nalgas estaban sucias. Fue uno de “mis mejores”.
Ya al salir quedó el olor como de suvenir, pero era mejor pasar vergüenza
con unos cuantos que cagarme los pantalones. Me fui sigilosamente hacia
mi sector.
Me habré retirado unos diez minutos y la desgracia estaba en la unidad
coronaria. Una alarma sobre el monitor me acercó al paciente pálido, sin
respuesta, cuasi inconsciente y una frecuencia cardiaca extremadamente
baja. Lo primero que pensé fue que se le había despegado un electrodo del
pecho, pero no era eso. Me rasqué la cabeza y me crucé de brazos y dije al
aire, ¿qué carajo pasó? El tipo no se movía para nada.
En eso sentí que salían del baño a risitas el doctor y Clara y, al ver la
situación, cambió repentinamente de expresión y actitud. No dije nada,
solo le señalé el monitor y el doctor se exaltó.
—Guillermo ¿qué hacés?, ¿por qué no avisás que está en bradicardia?
Clara se puso a limpiar de inmediato cerca de nosotros.
—No sé cuándo pasó, hace un ratito estaba bien.
No me creyó por cómo estaba de descompensado.
—Guillermo, tu único deber es avisar.
Ya cuando se ponen en moralistas, me da por el culo, a lo que le contesté:
—Y tu único deber es quedarte en tu sector. Digo, tanto te ganó salir a
coger con ella —Y la señalé a Clara que quedó pálida e inmutada—. Es
más, a ver si aflojan un poco, que ni cagar en mi sector pude…
El doctor cambió repentinamente de conversación diciendo “bueno,
bueno… pasémosle un gramo de esto, andá preparando dos mililitros de
aquello”.
Desde ese momento la relación no quedó tan bien; ya no le dije “mulo” ni
nada. Él ya no salió de su servicio ni yo tampoco me acosté sobre dos sillas.
Hablamos lo justo y necesario sobre los pacientes; las horas no pasaban
más, me aburría y no estábamos cómodos ninguno de los dos. Inclusive ni
dormíamos si no había pacientes, no fuera cosa de que uno diga que el otro
duerme mientras debería trabajar. La confianza se perdió, y es muy
incómodo trabajar bajo esa presión. Me notificaron desde la dirección que
me desplazaban del servicio. Me obligaron a optar por clínica médica en la
noche, ya que me dieron a elegir ese turno como único disponible, o
pediatría mismo horario y yo con niños no me hallo, por lo que cambiaba a
trabajar todas las noches, después de dos días más.

Ahora que reflexiono no estaba cómodo pero jamás pedí el pase a ningún
lado, solo llegó la propuesta y sin reprochar me fui. Las jerarquías de
médicos sobre enfermeros sí existen, pues él pudo hablar con no sé quién
para que cambien al enfermero de sector y yo, por más que quisiera, no
puedo hablar para que contraten otro cardiólogo.
Uno de los enfermeros de la noche me reemplazaría, ya que prefería que
no fueran dos mujeres en la coronaria y le causaran problemas, si así como
esta se siente perfecto, si mientras el muchacho cuida de los pacientes, él
está feliz encerrado en el baño, cogiendo con Clara.
Por los dos días que me restaban ir a cardiología para mi nuevo turno,
pasé licencia médica.
Capítulo 59

Esos dos días que no fui a trabajar a la mañana, me dediqué pura y


exclusivamente a seducir a María, ya que no volvería a verla por el hecho
de empezar a trabajar todas las noches. Mi estrategia de escribirle mensajes
fuera del horario de trabajo no dio resultado para nada. Podía escribirle
testamentos y ella respondía con escasas palabras —si es que lo hacía—;
solo tuve cinco respuestas por parte de ella. El primero: “hola, soy María,
gracias por lo de la otra vez”. El segundo, el tercero y el cuarto un “no
todavía”, y el último “espero que se solucione”.
Me dio mucha bronca el hecho de ir tanto para nada; estuve yendo a esa
mierda de bar desde que la conocí para tener la misma y reiterada
conversación de siempre: “todo bien”, “te traigo lo de siempre”, “no te
recomiendo la comida de aquí, es un asco”. Solo me emborrachaba y
gastaba mis pocas fuerzas recuperadas en ver cómo se hacía la ocupada,
mientras me ejercitaba los bíceps yendo la mano desde la mesa a mi boca.
No estaba feliz con lo logrado hasta ese momento, tenía que arriesgar, no
tenía nada que perder, y ya no me conformaba con solo mirarla, por eso
tuve la pésima idea de mandar mensajes.
Fui a tomar unas cervezas antes de entrar en el hospital, en la noche, con
Carlos. Me senté en el mismo lugar y hablamos sobre mi nuevo cambio de
horario y no le interesó. Tomé dos cervezas en total y las tripas me hacían
ruido al terminar la última. Me sentía que me miraba un poco más cariñosa
que de costumbre cuando pagué la cuenta, así que, cuando llegué a mi
trabajo, le escribí intentando tener una conversación. “Ya estoy en mi
trabajo, me hubiera gustado quedarme a tomar un poco más en tu
compañía” a lo que no obtuve respuesta y le volví a escribir, pasadas unas
horas. “¿Sabés a qué hora salís de trabajar ”?y solo respondió un “no
todavía”. Le deseé una buena jornada con muchas propinas, a lo que jamás
acotó nada.
Seguí con mi labor y esa noche no trabajamos nada. Carlos se cansó de
escuchar todo lo que viví y se dormía sentado. Sabía que la mayoría de las
relaciones se forman a la distancia, extrañando, acumulando preguntas,
esperando que pasen las horas para verse. Es algo mutuo, pero el equilibrio
se rompe cuando alguien da más que el otro y eso estaba haciendo yo, y en
ese momento lo sabía pero no lo aceptaba.
La noche pasó y tenía una necesidad imperiosa de querer verla, y como
pedí licencia por enfermedad en la mañana, me decidí por ir a ver a María
en el horario matutino, antes de que se fuera a su casa, por lo que le escribí,
a pesar de no querer alcohol:¿“ ya has salido del trabajo? Quiero ir por unas
cervezas frías ,”su acotada respuesta fue“ no todavía.”
Llegué a las apuradas. Me reconoció y me hizo una seña para que
aguardara. Me senté en el lugar de siempre y la esperé. Por la mañana el
lugar tiene un tinte peor, la noche oculta mucho la humedad de las paredes y
los detalles de los muebles rotos. Trajo un vaso con cerveza helada.
—Lo de siempre —dijo, con una sonrisa pícara, a la cual asentí.
Fue la cerveza más rápida que tomé en mi vida. Me empezaron a doler la
cabeza y la panza por lo helada que estaba. Me convencía de que el gesto de
molestarse para ir a ver a alguien, aunque fuera un segundo, debería
considerarlo como una linda forma de demostrar cariño; con esa simple
acción se pueden sumar muchos puntos.
La esperé y la esperé y no venía a cobrarme, Mi intención era, después de
pagar, acompañarla hasta donde me dejara, pero apareció un hombre, lo
miré y me pidió lo de la cerveza. Le pregunté por María y me dijo que ya se
había ido. Le di el dinero justo, la propina, la guardé para la vez siguiente
que la viera a ella. Le escribí un mensaje mientras me volvía a mi cuarto y
no respondió.

Me dolía muchísimo el abdomen, más que las otras veces, por lo que no
podía conciliar el sueño. Cada tanto miraba el teléfono a ver si recibía una
contestación y no decía más que la hora. En un momento vi que eran las
doce del mediodía; no me dormí, daba vueltas y más vueltas. Le volví a
escribir con “sincericidio”: “hola María, pena que no pude despedirte hoy
en el bar, te fuiste antes que yo; fui a verte a pesar de que no quería tomar
alcohol, pero me sorprendiste con la cerveza más rica y fría de mi vida, la
verdad que me dieron ganas de saludarte y te fuiste, yo no me pude dormir,
vos sí descansaste, imagino, ¿has llegado bien?” A lo que respondió
instantáneamente “no todavía”. “Bueno, te veré más tarde; en la noche no
trabajo” y a eso no tuve respuesta.
Capítulo 60

Fui a eso de las ocho de la noche y ella ya estaba allí. Me dolía el


estómago pero debía simular que no. Me vio y trajo otra cerveza, una negra
con un poco más de espuma que la de siempre. Dijo que esa le gustaba más
por tener más concentración etílica y creo que fue esa la que me liquidó el
hígado de una vez por todas. Empecé a sentir cólicos y me retorcía un
malestar, que intentaba simular. Asumo que a veces llamaba la atención por
el gritito de dolor que daba al aire lo más bajo posible. En esa situación
reconocí de una vez por todas que jamás pasaría nada con María, solamente
tuvimos una relación cliente-empleado con la salvedad de que tenía su
número de teléfono, al que no contestaba. Cuanto mucho podría decirle
piropos o rozarle la cintura y sacarle una sonrisa pero eso sería todo, ella era
charlatana para generar más propina, no me quería tanto como yo idealicé
que podría suceder. Un imbécil. Yo era el que necesitaba querer a alguien y
me obsesioné para querer concretar una relación forzada.
Estando en el bar recibí una llamada para confirmar el turno de la noche,
a lo que le dije que estaba enfermo con cólicos y que hasta dentro de dos
noches no pensaba ir. Me dijeron el servicio y con quiénes estaría el día que
fuera, y colgó. No sé quién era ni me importaba, solo querían cubrir el
servicio sin preocuparles mi estado.
Con cada trago de cerveza me sentía peor pero era la despedida de la
mesera y, además, no malgastaría una cerveza por dolores abdominales; la
terminé un poco pálido, mareado y triste, con muchos ánimos de irme a
casa a recuperarme.
María estaba ahí en frente de mí, y tan lejana que no daba para perder
más tiempo. Me paré y le agradecí por todo y en el momento de
despedirnos me faltaron fuerzas, por lo que me apoyé en ella y en la mesa
para no desplomarme. Ella se sorprendió, ya que, con el movimiento, sin
querer rocé sus nalgas con mi mano no apoyada y me esperé un golpe pero
recibí algo peor, un dolor sordo en la parte baja, por lo que solo atiné a
sentarme otra vez. Obligado a permanecer sentado, sujetándome con la
mano izquierda la zona del cólico, con la otra mano me golpeaba el muslo
para no gritar.
Asustada, María me preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Es que me duele mucho el costado, no sé qué carajos será, pero no me
deja levantar. Voy a quedarme sentado, creo que tengo para rato.
Se preocupó y asumo que lo hizo por ver el dolor en mi cara y sabía que
mis muecas no mentían. Preguntó lo lógico:
—¿Llamo a alguien?
—No. Voy a hacer tiempo sentado hasta que se pase un poco.
—¿Puedo hacer algo por vos? —consultó de forma empática.
Me la quedé mirando a esos ojos verdes, sonriéndole por última vez, y le
dije para despedirme de una vez por todas “si podés ayudarme, traeme sin
apuro una última cerveza.
Capítulo 61

Nunca supe lo que realmente duelen esas porquerías de catéteres


venosos hasta el día que me colocaron uno. Fue a causa de esos dolores en
el abdomen que hasta el día de la fecha no sé muy bien a qué se debieron,
pero pienso que lo colocaron por protocolo o para estar prevenidos. No sea
cosa que el muchacho se retuerza de dolor, se desmaye y no tengamos un
acceso listo. Seguro que pensaron eso.
Para que yo coloque un catéter era cuestión de tener la orden escrita,
verbal, o por teléfono, que también vale. Cuestión de “Guille, ¿le ponés al
viejo de la 216 una vía periférica, por favor? (y sin el “por favor” también
lo haría). Preparaba todo. Iba a la habitación, sacaba a los familiares —si
es que los había, si hay cuidadoras lindas y que estudien enfermería dejo
que me miren—. Un puto procedimiento puede ser la diferencia entre
coger o no al día siguiente. Coloco el lazo, desinfecto la zona y le digo:
“Respire profundo”. Mentalmente cuento hasta tres y lo inserto de forma
veloz.
— ¡Aaaah, hijo de putaa! —Es lo que generalmente recibo de
devolución. O se intercala con un insulto al aire, destinado a la vagina de
la madre de alguien.
—Yo le dije que respirara profundo.
Nunca es mi error, nunca hago mal mi trabajo. Es cuestión de evitar la
culpa. Así uno es más feliz. A veces se debe pinchar dos o tres veces por
unas putas venas muy finitas, muy frágiles o mucha presión de lazo y del
brazo que se revientan dejándole una mancha negra en la zona que con el
tiempo se irá, pero hasta que termine mi turno será tapado con algodón.

Desde que supe lo que verdaderamente se sufre con la colocación de


esas mierdas de agujas con sus mandriles, intento colocarlo de una sola
vez, de un solo intento. Y cada vez que me dan las gracias por haber
acertado y por cumplir con mi trabajo, ya no digo “de nada” sino que, por
el dolor ocasionado, con una sonrisa les pido perdón.
Capítulo 62

Me recuperé de mis dolores con un poco de líquido y algún analgésico


endovenoso. Me dijo el doctor que volviera por consultorios externos y le
dije que trabajo con muchos en dos hospitales distintos, que alguno me
sabrá diagnosticar. Me recomendó que regresara por la mañana a sacar
turno con el mismo pero nunca fui. Si todos fueran como yo, el personal de
salud no se atendería ni haría seguimiento a menos que algo le preocupase o
fuera muy grave; el personal de salud deduce o pide el favor a alguien que
puede tener mayor noción que uno.
Podría haber pedido médico, pero esa noche me tocaba trabajar en la
guardia externa con Carlos y por él iba a ir; me cuidé tomando un poco
menos de cerveza ya que preferí ir sin que me doliera nada.
Capítulo 63

Hay veces que un enfermero da un diagnóstico médico cuando, a decir


verdad, no corresponde. No por falta de empatía ni de entusiasmo en querer
hacerlo, simplemente asumo que es por cuestiones legales. Me ha sucedido
a mí, que por cuestiones indirectas, se enteran de un diagnóstico
desfavorable por respuestas de un enfermero.
Ingresa una señora a una habitación de la guardia derivada de otra
institución, aguardando que se desocupe alguna cama para internarse en
clínica médica, un lugar donde se asume que no hay mucha complejidad:
pacientes que esperan algún resultado para poder tener el alta o el fin del
capricho médico de dejarlo internado. En fin, esta mujer ingresa a la sala.
Viene derivada de la terapia intensiva de otra institución donde la
atendieron de urgencia por un trastorno cerebral.
Los familiares, muy contentos, la abrazaban, le tocaban la mano, le daban
besos en su mejilla arrugada.
—Vas a salir de esta —le decían, casi con lágrimas.
Era un entusiasmo que solo la recuperación de la salud lo da, y ellos la
tenían.
Pasaron unas horas y no había noticias de que iban a trasladarla a alguna
sala.
—Posiblemente se quede toda la guardia en la sala de urgencias —le dije
a Carlos.
Uno más no nos iba a hacer la diferencia pero a pesar de que eran muy
respetuosos venían a consultarnos sobre alguna novedad. La vieja quedó
con secuelas neurológicas y querían saber cuándo se iba a revertir esa
situación. El hijo comentó que, si bien estaba despierta y entendía y
murmuraba cosas, nunca recuperó del todo la movilidad de la mitad del
cuerpo.
Ahora también recuerdo que en esa misma charla agregó:
—Mi mamá toma estas pastillas y desde que ingresó no se las dan y son
importantes; las toma como hace cinco años.
Le dije que no sabía la razón por la cual no se la daban, pero que cuando
tuviera una respuesta se lo iba a decir.
Esa fue toda la conversación. De todos modos no me sorprendería que a
los médicos se les haya pasado, ya que siempre se prioriza la urgencia, —la
irrigación cerebral en su caso—, antes que unas pastillas de mierda. No era
algo que me urgía correr por lo que esperé a que se acercara un médico.
Al ver a uno, ya en la mitad de la noche, le comento:
—Che, doc., la paciente de la cama 26 tiene que tomar unas pastillitas,
¿qué hago?
Me responde despectivamente “aaah, la señora Hidalgo… no las va a
tomar más. Su cuadro es más grave que eso. Así que no se las des más por
el riesgo de aspiración”.
—Ok, doc. Me hiciste el favor, así no trituro ninguna pastilla, si la vieja ni
traga su saliva.
Le causé un gesto en la comisura del labio, pero no de gracia; sin mediar
más palabra él se fue a su oficina mientras yo me fui a la mía a descansar
los pies.
Cuando fui a la habitación, estaba el hijo al lado, acariciando el pelo de la
vieja, viéndola dormir; lo saludé y me hizo un movimiento con la cabeza,
mostrándome que separó las pastillas en su mesita de luz para ser
administradas.
Con voz baja le digo:
—No se la vamos a dar más, no te preocupes. Ya no son necesarias.
Con un gesto exagerado abrió los ojos y levantó las cejas y volvió a
indagar.
— ¿Cómo que no son necesarias? ¿Cuál es la razón?
Yo, en verdad, no la sabía pero le dije que no se la íbamos a dar.
Nuevamente preguntó, pero esta vez con un gesto de tristeza y le dije,
intentando calmarlo:
—No se preocupe, que es mejor no dársela, así se recupera de este cuadro
que está padeciendo, todo lo que estamos haciendo es más importante que
esos comprimidos.
Se entristeció peor y con voz quebrada y en llanto dijo:
—Esas pastillas son oncológicas, si no las toma le dijeron que va a volver
a tener cáncer.
Y ahí entendimos los dos, aunque creo que él lo comprendió antes que yo
y más que justificada era su tristeza.
Indirectamente se lo dije; su familiar se iba a morir por su patología. Él se
quedó sentado, agarrándose la cabeza, diciendo repetidamente “¿por qué?
¿Por qué?”, mientras miraba a su madre dormir. Yo, con cara de serio, cerré
la puerta y no me despedí respetando el momento íntimo.
Ignorante el médico por no decírselo; plantearle que ya no hay marcha
atrás con su caso y que dejen la alegría de lado porque esa mujer no va a
volver a ser jamás quien era. O también, ignorante yo, por no buscar en
Google para qué carajos sirve ese comprimido, del que me dijo el nombre,
pero que por ser raro no busqué.
En fin… todos sabemos que nos vamos a morir y no nos molesta vivir
con esa carga, y nos consolamos con la frase: “yo vivo como si hoy fuera
mi último día”, cuando sabemos que no lo es. Pero se vuelve mucho más
triste cuando es más pronto de lo que uno espera. Y este familiar se dio
cuenta de que ese ser que aparentaba ser su mamá, pero que no actuaba
como tal, y que jamás iba a volver a ser quien era, le faltaba poco. Por ahí
suceda en el hospital, en la habitación que tanto esperaba que la trasladen, o
por ahí se va de alta y ocurre en su casa, pero lo que le aseguré con mis
palabras, es que iba a ser mucho antes de que reapareciera el cáncer.
Capítulo 64

Dormí todo el día y parte de la tarde. Me levanté únicamente para salir a


trabajar. Fui a mear al baño y, como estaba ocupado, agarré una botella de
la cocina donde metí el pito y oriné.
“Después lo tiro”, me dije, y dejé la botella llena de orina en la
habitación.
Me dolía la cabeza del hambre y estaba cansado de empezar en el nuevo
turno del hospital de siempre, pero me desganaba aún más el hecho de que
fueran las dos noches. Cada vez me importaba menos todo.
Fui otra vez a la cocina y me robé un pan y un huevo cocido de la
heladera compartida del hotel y me fui rápido a mi habitación a comerlos.
El sándwich no era lo mejor, pero era lo que había, así de conforme, me
vestí de enfermero y salí despacio. Caminé unos pocos pasos y mis
intestinos empezaron a crujir. Esperaba que no me dieran ganas de cagar, no
es que me moleste cagar en el hospital sino que vengan unas ganas fuertes y
tenga que volver a la pensión que está más cerca que el trabajo. Hice la
prueba con el abdomen y por suerte era un flato, así que lo expulsé; me
quedé a olerlo y era nauseabundo. Seguí caminando y expulsé otro más. Me
reía, pues el que caminaba en dirección contraria a la mía, se “fumaría”
todo el olor.
Paré en la esquina a esperar a que me diera avance el semáforo, y en eso
siento un retorcijón en el abdomen que dije, “este se viene poderoso”, y lo
largué despacio, como disfrutando el soplido del culo y atento a que nada
sólido terminara en mi calzón. Cerré los ojos y miré al cielo como extasiado
por no tener gas dentro de mí y escuché:
¡—Guilleeeee!
Se aproximó una mujer con cara sorprendida de encontrarme. Me tardé
en reconocerla ya que me quedé mirando sus hermosas piernas o, al menos,
así aparentaban por su pantalón ajustado. Era una ex compañera de cursada.
Ella estaba a unos cuantos pasos ¡y yo que recién me había rajado uno
grande! (y para colmo acostumbrado al olor a pedo), no podía distinguir el
aire puro del olor rancio y, por como lo largué, más que seguro que iba a
haber olor, así que soplé al ambiente en vano para que no lo sintiera. Se
acercó a saludar y se dio cuenta de que me estaba cagando, y pude concluir
que el olor a pedo era peor de lo que creía, ya que demostró una horrible
expresión.
Hablamos alguna que otra palabrita, no me interesaba su vida. Yo sentía
cada vez más ganas de cagar y cada tanto lanzaba uno silencioso, y a pesar
de que ella no soportaba el olor a pedo que tiene el huevo, se quedó por
consejos que no iba a utilizar nunca; me dijo también que nunca pudo entrar
a trabajar a ningún lado y le interesaba la profesión, hasta que escuchó
sobre el sueldo y se espantó y dijo que no le convenía ser enfermera. Habló
pestes de la enfermería cuando, minutos previos, decía lo importante que es;
destacó la miseria, la falta de personal y que los hospitales son un lugar de
infecciones y que le daba miedo contagiarse algo ella o sus hijos. En fin,
todo lo obvio para mí que ya estaba cansado de escuchar; también destacó
la falta de reconocimiento y muchas cosas negativas en el escaso tiempo
que estuvimos hablando.
Todos los días se aprende algo nuevo, en mi caso siempre mirar a ambos
lados y atrás antes de rajarse un pedo; nunca se sabe a quién se puede
encontrar. Pero no me apenó. La sensación de lo que olió de mi culo es
proporcional a las palabras que salieron de su boca.
Capítulo 65

Llegué y me encontré a los dos enfermeros con los que iba a compartir la
sala. Ya estaban hablando entre ellos, en si el que tenía más experiencia y
cara de degenerado hablaba, y el otro asentía. Compartiría la sala con dos
hombres con apodos: Mónico y Jeringa.
El de más experiencia es Mónico, y a las pocas horas de compartir la
jornada supe que así le dicen por ser de apellido Mónica. Es de esas
personas que tienen apellidos de mierda como si fuese el segundo o tercer
nombre, y en él, como es un nombre de mujer, pasó a ser Mónico como
apodo. Zafó, ya que sus nombres no le gustan y se acostumbró a que le
digan así.
El otro muchacho con cara de niño bobo y corpulencia fofa es Ariel,
vulgarmente apodado “Jeringa”. Es un enfermero que se está formando en
el rubro. Asumo que le dicen así por la forma que la sujeta. Con una mano
el cuerpo, y con todos los dedos de la otra, el émbolo. Medio infantil y
tímido pero con ganas de aprender y hace y dice todo lo que le pide
Mónico.
Nunca trabajé en una sala donde solo había hombres. Le explicaba a los
muchachos que siempre estuve con mujeres, o una jefa mujer y no tuve
suerte, así que esperaba lo mejor para esta oportunidad. Se rieron, pero no
más que lo normal. Debíamos pasar la noche, y empezamos a hablar de lo
que nos gusta. Fue Mónico el primero y el único en hablar de su ocio.
Mujeres, deportes y dormir. Decía que cualquier lugar es más cómodo que
un hospital para descansar. Asentimos los dos mientras estábamos con los
pies en alto. No recuerdo en qué parte dejamos de hablar, ya que se escuchó
un grito de una mujer, a lo que me levanté, y Mónico me detuvo y dijo que
iba él, era su paciente y recalcó:
—A mis pacientes los atiendo únicamente yo, no se entrometan, si
necesitan ayuda me piden, pero solo si les pido, vengan, sino déjenme
trabajar solo.
Me sorprendió, pues la enfermería es una tarea difícil y pesada. Así que
lo miré a Jeringa para ver su expresión, y él, con su misma cara de nada,
como si ya lo hubiera escuchado en reiteradas oportunidades, quedó en
silencio. Yo también hice lo mismo mientras lo veía irse. Los gritos de la
señora se escucharon más fuerte pero de forma intermitente. Me levanté a
ver. Jeringa, estaba estático y se quedó en el lugar.
Un par de habitaciones antes de donde estaba Mónico, vi a una mujer
intentando tirarse de la cama. Era paciente de Jeringa.
Grito en el pasillo:
—¡JERINGAA, VENÍ!
A lo que el muchacho acudió corriendo a mi llamado. Le señalé a la
señora e ingresó para detenerla, mientras fui al office a buscar medicación.
Cuando volví con él, la entrevistaba y se hacía el psicólogo, el comprensivo
y empático mientras la señora estaba a punto de romperle la cabeza de un
“patadón”.
—Hermano, se está poniendo loquita tu paciente.
—¡Pero en la recorrida estaba bien!
Le arrojó despacio la jeringa y quedó asustado, con expresión de miedo
de pincharse, pero la aguja estaba estéril y encapuchada en su cobertor de
plástico.
— ¿Qué es?
—Haloperidol.
Respondió con mucho nerviosismo, como si estuviera incurriendo en una
falta muy grave, pero desconociendo lo habitual.
—Gracias, pero voy a llamar al médico.
Lo entendí porque fui como él, capaz que menos intenso, pero igual de
moralista. Es solo por no conocer el manejo.
Mientras quedé solo con la paciente le comencé a amarrar las muñecas
para que no se cayera de la cama. El novato tardó unos minutos, pero a su
regreso ya estaba terminando la maniobra de sujeción de ambos lados.
— ¿Qué te dijo?
—Que la contenga hasta que venga y le dé haloperidol.
Estiró la mano hacia la mesita de luz donde había dejado la jeringa y se lo
di para que inyectara.
—Tomá, agárrala.
— ¿Cómo doy esto?
—Dáselo en la panza.
— No le hace nada esto, ¿no? Nunca lo di.
—Sí, tenés que verla cada veinte minutos, el medicamento deprime el
sistema respiratorio, el bulbo, la protuberancia, alguna parte de esas. Poné
una alarma para vos y controlala cada veinte minutos.
— ¡Cada veinte minutos! —repitió, sorprendido.
—Sí hermano, ¿quién dijo que es fácil esto?
— ¿Cómo sé si es alérgica?
—Nadie es alérgico al haloperidol y, si lo es, llamás y decís “es alérgico
doc.”. Van a venir corriendo, así que no estás solo, también estoy yo pero
después de las 02:00 a. m. no me vas a encontrar despierto. A partir de
entonces será mi hora de descanso.
Cuando volví ya estaba Mónico sentado y con sueño. Le dije lo de la
broma al compañero, me sonrió y se hizo el dormido, de brazos cruzados
para que lo imitara; noté una actitud de no querer seguir hablando, así que
me posicioné para dormir.
Capítulo 66

Jeringa nos despertó con culpa, tocándonos el hombro. Cuando reaccioné


me estiré como un gato y me masajeé las piernas cansadas; me acomodé las
bolas. Lo vi a Mónico y dijo “hay que ponerle una sonda a una loquita”.
— ¿Paciente de quién?
—De Jeringa.
Íbamos a ir los tres, pero como dijo que le faltó registrar cosas, fuimos
Mónico y yo. Le dije a Jeringa que preparase todo, ya que le íbamos a hacer
el favor de trabajar por él, y así hizo, dejó todo lo necesario en la
habitación.
La señora estaba más loca aún. Mónico le palpó el abdomen y dijo,
resignado:
—Tiene globo vesical.
— ¿Vas vos o yo?
Me miró y me dijo, de forma presumida:
—Yo soy experto en poner sondas en mujeres, vas a ver la mejor técnica
del mundo.
Si tenía mayor confianza le hubiera apostado algo, pero solo mostré la
misma sonrisa que me hizo cuando le conté lo de la broma a Jeringa.
“La técnica de colocación de sonda, es un procedimiento de mucho
riesgo de infección, por lo que ingresar a la vagina o rozar la zona anal es
un riesgo muy grande ya que acumulan muchas bacterias. Lo ideal es
ingresar de una sola vez en la uretra. La uretra femenina se encuentra entre
el clítoris y la vagina”. Me dio esa explicación y el desastre ocurrió
después. Si bien manejó toda la situación con la esterilidad necesaria, de su
mano derecha, me mostró el índice y el anular y los insertó en la vagina de
la mujer. La paciente pegó un gritito de negación y lo miró sorprendido y él,
con naturalidad, dijo:
—Quietita mamá, de esta forma disminuimos el riesgo por lo que solo
queda un único orificio para que la sonda avance. Duele un poquito pero no
te vas a infectar.
La bolsa donde se colecta comenzó a llenarse. El quedó orgulloso de su
proceder y yo avergonzado por lo que acababa de ver.
Capítulo 67

Esta es otra anécdota de sondaje, pero con la diferencia que yo era el


ejecutor y Carlos el que acompañaba. Si bien no me resulta nada destacada,
creo que hay anécdotas que deben contarse para que no se crea que, en la
totalidad de los actos institucionales por parte del personal benevolente y
calificado, son sin posibilidad de riesgos ni de fallas. Todo lo contrario. Hay
personas que los callan pero yo los cuento. Hace a uno más humano y es
más divertido escuchar errores que triunfos.
¿Cuánto daño puede hacerse a un ser al que se lo intenta ayudar? Esa fue
la reflexión que quedó en mí luego del procedimiento.
Me tocó atender a un tipejo morrudo, un señor de una edad avanzada que
socialmente no se consideraría viejo. Este tenía una retención urinaria por
un motivo que desconocía, cuestión que no podía eliminar el orín de su
vejiga. Lo ingresaron como paciente y no hay que ser tan sabio para saber
que se le colocaría una sonda por el pito para vaciarle. Preparé todo con
suma atención y cuidado. Ese día quise hacer las cosas bien, guantes
estériles, antiséptico, la sonda propia del procedimiento, un campito
“fenestrado” (algo así como una tela para que salga su miembro no sus
huevos) y le expliqué el procedimiento. Estaba en modo bueno, ya que era
una noche agradable; había dormido la suficiente siesta, también fumado e
inhalado durante la tarde. Recuerdo que mantuve una sonrisa de oreja a
oreja como un payaso, a pesar de lo mal que salió todo. Mi humor fue
constante, no así el del paciente.
Hice la técnica como corresponde, como todos los libros informan. No
voy a negar que tuve mayor resistencia que de costumbre, pero a algunos
hombres puede pasarles y no le di importancia. Le sujeté el miembro con la
mano no dominante, mientras con la otra mano avancé la sonda. Como la
sujeción con la mano no dominante estaba en el tronco del pene, se puede
sentir cómo la sonda prosigue despacio por el trayecto de la uretra. En lo
personal, siento que en algún momento voy a envejecer y puede que sea yo al
que le estén colocando la sonda, por eso asumo el rol de calmar la ansiedad
del paciente, utilizando la psicología y decirle de forma humilde: —Quédese
tranquilo—, mientras se va prosiguiendo y el paciente no se calma nada.
En estos momentos ya das por cumplida la misión y considerás que es
todo normal hasta que deja de serlo, pues de la sonda comenzó a debitarse
sangre. Uno, en esos momentos, no debe preocuparse; puede generar una
lesión o que se lesione la próstata, no lo sé, pero en esos momentos se retira
un tramo la sonda y volvemos a ingresarla y este movimiento extrae aún
más sangre. Desconozco casos donde se acumule sangre en la vejiga, sangre
rutilante —digo—, pero no sé si fue por ignorante o por qué habrá sido que
me sentí que hice bien el procedimiento. Me justifiqué, pensando que no
podía hacer pis por que la sangre obstruía la vía urinaria.
Le dije confiado en mí mismo:
—Va a notar que en unos momentitos se va a sentir mucho mejor.
Aun no entiendo por qué se me pasó por la cabeza que eso estaba bien.
Fue Carlos que me dijo:
—Guille, lo hiciste pelota. Lo lastimaste todo; esa bolsa de orina parece
de transfusión. Avisale al médico.
Le avisé al médico para que constatara y lo que creí haber hecho, bien lo
hice para la mierda. Me miró de muy mala manera, sabía él, que la cagué y
que iba a tener que trabajar él o uno de sus compañeros médicos. Escuché
que le dijo a Carlos: “le hizo una falsa vía, una lesión por perforación de no
sé qué carajos. Está todo muy mal. Creo que vamos punzar la vejiga, así
que retirale la sonda, pero realizalo vos.
Nuevamente Carlos reiteró con una sonrisa:
—Guille, lo hiciste pelota.
Y eso me dio tanto por los huevos que mi contestación fue:
—Solo hice como tengo que hacerlo, vos me viste y no dijiste nada. Si no
saben ellos qué trastornos tienen antes de indicar algo, no me culpes.
Carlos cerró la boca, pero como sabía que estaba enojado y quería
hacerme enojar más, agregó:
—Lo hiciste pelota —Y largó una carcajada mientras iba a retirar la
sonda.
El tipo quedó con un agujero por el pubis y un pene sangrante. Me
quisieron hacer responsable, pero los enfermeros jefes sabían que a veces
no tenemos los recursos de predecir complicaciones y, si no nos avisan, no
es nuestra culpa.
A los pocos días llegó un informe de un nuevo protocolo donde refería
que los enfermeros tienen prohibido realizar la colocación de sondas
vesicales a los hombres. Pasaría a ser actividad de los urólogos. Faltaba que
dijese en algún apartado “gracias a Guillermo López”, pues supongo que
fue a causa de esa situación la decisión de las autoridades, que para mí,
mejor, menos trabajo.
Pero de vez en cuando observo a los urólogos cómo las colocan ¡y es la
misma técnica!, la misma mierda de pasos que realicé ese día de mala
suerte. Se dice que tienen mayor cobertura legal, así que mejor. Únicamente
nos quedó la función del cuidado de las sondas y si vemos alguna
complicación, tan solo avisar.
Capítulo 68

La mala suerte duró justo dos meses. Tuve que masturbarme en todo ese
tiempo y es bastante para mi gusto, porque desde los veinte años que puedo
tener relaciones antes de los dos meses consecutivos. Fue a una culoncita.
De las llamadas “cuidadoras”, que ayudan a las madres de familias
adineradas que, una vez enfermas, caen depositadas en el hospital y que los
hijos, por herencia, tienen el capital para pagarle un mísero sueldo a la
cuidadora y de paso autoproclamarse buenos hijos. Esas familias suelen ir
todos juntos preocupados al hospital por la urgencia y, una vez internada,
aparecen cada tanto en el horario de la visita y allí reclaman o critican
absolutamente todo, en eso, suspiramos y callamos los gritos de “¡cómo nos
rompen las pelotas!“. Pero, como por lo general no vienen, porque no
quieren o no pueden por falta de tiempo, están las culoncitas para cuidarlas.
Esta culoncita preguntaba todo, y cada una de las cosas que le hacía a la
señora las anotaba en un cuadernito tapa blanda de mierda. Me enteré,
entrevistando, que ella quería ser enfermera. Un punto a mi favor. El saber
atrae y seduce.
La perspicacia de las miradas se aprende con la vida, y ella me miraba de
forma aguda y más de una vez volteó y yo tenía mis ojos clavados en ese
culo que sobresale de su jean. Asumo que también a algún médico se le
haya intentado acercar, pero quizás ellos tienen otro target, uno de los que
yo no podría acceder y que ella para ellos tampoco, por más regalada que
fuera.
Esta culoncita, era rubia, chata, con pecas en las mejillas y un olor
desagradable de perfume de limón y sudor; fue la ideal para despejar la
racha, aunque en sí era ella o ninguna; mucha opción no tenía. Se acercó al
office y me preguntó si podía ir con ella. Consultó algo del goteo o de la
cama —que no me acuerdo— y me pidió de forma sutil el teléfono porque
deseaba contactarse, así yo acudiría más rápido a su llamado. Era verdad, la
vieja respiraba raro, pero para su edad estaba más que bien. Fui unas
cuantas veces al llamado de la culoncita y varias de esas veces no tenían
tanto sentido, salvo la charla amistosa que me daba. Me asistió en
procedimientos, a lo que respondí a su favor enseñándole la técnica que no
entendió ni mierda, pero que se sorprendió y admiró por mi predisposición;
son cosas básicas que verá en la teoría y que cuando comience a trabajar les
parecerán una idiotez. Por el momento, todas esas cuestiones suman para la
seducción.
Para cuando la tuvimos que higienizar, le hice poner los guantes y, por
error, mojé las sábanas: habría que cambiarlas. Las que están sucias van en
un depósito y bolsa especial y, como no las llevé en ese momento, le dije si
las depositaba en el que está en el baño. Esperaba para que termináramos
juntos pero demoraba, ¿cuánto se puede tardar en dejar unas sábanas en el
cesto del baño?, como no venía, terminé todo el procedimiento solo;
acondicioné a la paciente y antes de salir fui al baño a ver qué había pasado
con la muchacha. Casi nos chocamos las frentes en la entrada del baño y
quedamos mirándonos fijamente, son esas miradas que a uno lo incita a
actuar. La besé y respondió de la misma manera. Nos encerramos en el baño
y después de unos besos le quise sacar la remera para que quedara en tetas y
la tela se trabó con el reloj de muñeca. Se sacó el reloj y me lo dejó en el
bolsillo de mi chaqueta. Costó un poco, pues mi pantalón es fácil de bajar;
el de ella más complejo. Ella apoyada en la bacha solo con los pantalones
bajos, lo hicimos. Estuvimos reflejados en el espejo durante nuestro
encuentro sexual y, a la brevedad de iniciar, me dijo que le dijera “cosas”.
Al no conocerla le decía cosas como: “te gusta así”, y me pedía que le
dijera algo más fuerte, entonces atiné a llamarla putita, palabra que nunca
falla, pero pedía cosas más raras, y decía mientras gemía: “sí, sí, la putita
del hospital”. Aquí no termina lo extraño: mientras me miraba por el espejo
que nos reflejaba me pedía que le dijera “que le dé la aguja”. Si estaba en
otra circunstancia no habría entendido que se refería a mi pene. Pero le
seguí la corriente, le decía “tomá mi aguja, tomá mi aguja”. Ya era una
imagen atroz: reflejados con los pantalones bajos, yo en chaqueta, ella en
tetas y cogiendo en zapatillas, gimiendo “acá tenés mi aguja”. “Decime que
tenés un gran jeringón para mí”. Me dio gracia lo ordinario, igual, por las
dudas, le hice caso, le dije “toma mi jeringón”. Pedía más fuerte ,“acá tenés
más fuerte mi jeringón”. Empezó a gemir agitada y que, si acababa que no
fuera adentro, pero que le dijese una frase hospitalaria. Acabé en la bacha,
gritándole al oído: “¡ahí te mando mi propofool!”. Al relajarnos, me quiso
besar y le esquivé la boca, simulando que debía acomodarme rápidamente
la ropa. Me subí los lienzos y, antes de salir, limpié la bacha con agua y las
sábanas, mientras ella seguía acomodándose.
La paciente estaba despierta pero no tiene capacidades para describir lo
sucedido. Antes de irme del hospital volví a la habitación, le dejé un recado
y le dije que me escribiera, si así lo deseaba. Yo no le escribí, solo esperaba
su mensaje o verla la noche que me tocaba trabajar, pero cuando volví la
paciente ya estaba de alta o se habría muerto, no sé, lo que sí sé es que la
culoncita no estaba más, intenté escribirle y el número era errado. No
existía o estaba bloqueado. Si fue un error o a propósito, ella perdió el reloj.
Podría venir a recuperarlo pero no vendría. Me quedé mirando el reloj y
reflexioné cómo pasa el tiempo y que, por más viejo que uno sea, la vida no
para de sorprender con nuevas experiencias. Lo digo por llamar a mi
miembro “el jeringón” y acabar propofool.
Capítulo 69

“Señor López, lo llamamos desde dirección de enfermería favor


comunicarse a la brevedad sobre un suceso acontecido en la jornada previa
al día de hoy, desde ya muchas gracias y esperamos respuesta”.
Ese es el primer mensaje que recibí en mi teléfono. Como es costumbre
no atiendo ni atenderé si estoy acostado u ocupado. Dormir es estar
ocupado, aunque estar reflexivo en la cama también es una ocupación.
Escuché cómo sonaba el teléfono y no quise atenderlo, eso los ofendería así
que prefiero decirles que estaba durmiendo, que estaba ocupado.
El segundo mensaje fue una citación. Por eso estoy esperando que me
atiendan.
Abrieron la puerta de la oficina y me invitaron a pasar; una oficina que
aparentaba que fue oficina de otro profesional y le quedó chica, entonces se
las ofrecieron al plantel de enfermería que, con gusto, aceptó.
Me saludó y me invitó a sentar con un gesto, mientras se dirigía hacia el
otro lado del escritorio, apretujando sus caderas.
—Mire, señor López —dijo—. Aquí hay protocolos y son necesarios
para mantener una organización; se necesita un orden, seguir reglas.
“¿Qué cagada hice?”, pensaba mientras escuchaba lo que me decía.
Hablaba con tanta seriedad que me generaba intriga. Aunque sabía que su
discurso y su tono no eran amenazantes sino negociadores. Intentó
consensuar conmigo, quería escuchar que ese error no lo volvería a hacer.
Siguió:
—Se encontraron varias falencias de la misma intensidad y en reiteradas
oportunidades, y queremos que quede muy claro, aquí el error existe, pero
queremos reducir a cero la posibilidad, aunque errar es humano. Atendemos
gente, personas que necesitan de nuestra ayuda.
Reflexiono para mí mismo: “¡definitivamente maté a una vieja! De eso
estoy seguro o quizá se enteraron de algo que no deberían saber. La miré
fijamente y le dije:
—Entiendo su discurso, pero no sé a qué se refiere.
Me miró como si yo supiera y me hacía el estúpido.
—Es simple, tengo quejas de usted y no es la primera. En el día de ayer
dejó la toalla mojada en el piso en el baño del paciente. Los protocolos
infectológicos no permiten estas falencias.
Le dije, ofendido, mientras me levantaba de la silla para irme:
—¿Me hacen venir hasta aquí por una toalla?
Pero ella me miró aún más ofendida, como si fuera el mayor de los
ignorantes.
—No es la toalla, usted intenta romper las normas de bioseguridad de la
institución.
—Pero quedó así porque el paciente lo dejo ahí —le dije.
—Es usted quien debe organizar la unidad paciente, estos actos generan
cruces de microorganismos.
—Esa habitación tiene baño privado.
“No rompería ninguna barrera, a menos… que la hija se seque las manos
después de cagar, se hable con el hijo de la habitación de al lado, lo
seduzca, lo masturbe, lo infecte y este mismo re infecte a su madre y se
termine muriendo”. Esta última parte no la dije, solo lo pensé.
—Es muy terco usted, señor López. No le iba a decir esto, pero también
tenemos quejas acerca de que no les colocan las cintas identificadoras a los
pacientes.
—No necesito recordar mucho, fue ayer mismo y se lo dejé a su cuidador
porque preguntó qué era y se ofreció a colocarlo. Solo fue a ese paciente, no
generalice.
—Le repito: usted es responsable de estas acciones. Sin más puede
retirarse. Gracias.
Sin posibilidad de réplica, me fui.
Qué irónico que me jodan por estas cosas. Son mínimas con relación a las
responsabilidades que sí son dañinas para terceros. Creí que se enteró que
tuve sexo con la cuidadora de la paciente. Pero no, me llamaron por otra
cosa. Me dijo que una toalla es la que dejé, cuando era una sábana con mi
esperma. ¡Tergiversan todo!
Terminó siendo mala la cuidadora; le pedí que le coloque la pulserita en
la muñeca a la vieja, y que deje la sábana con mi semen en el cesto.
Reprochan al personal por una sábana o una toalla en el piso, pero no dicen
nada de las tremendas cogidas que se dan en el hospital, porque si empiezan
a prohibir ese acto, las autoridades deberían auto sancionarse.
Capítulo 70

Con los años, trabajando en el rubro hospitalario, mi cuerpo generó un


acto reflejo de detectar al paciente con algún tipo de microorganismo
resistente. Sobre todo, aquellos relacionados con contacto físico. No tengo
visiones y tampoco digo al observarlo “me parece que este tipo tiene
vibrión”. No, no es así como funciona. Sino que luego de la jornada laboral,
sea nocturna, matutina o vespertina, al llegar a mi casa, y luego de la
comida, sea cual fuere, me agarra la necesidad imperiosa de cagar de una
manera que me digo a mí mismo “uno de esos que atendí hoy padece multi
resistencia”. Lo sé, por el olor que emana mi mierda, ese vaho que viaja
desde el inodoro, pasa por entre medio de mis muslos y llega a mis narinas,
es característico. Mi mierda, además de ese olor raro, toca mis nalgas de
una manera sutil y siento un calorcito que pasa de consistencia líquida, pero
al verla es sólida, y un color más negro que de costumbre, además los pedos
como de motocicleta. Es mierda de aislamiento. Por ahí tengo el bicho en la
sangre y al encontrar a otro me avisa que ese quiere quedarse ahí y mi
cuerpo lo ataca cagándolo. Pero no va a poder ser, porque solo cago en mi
lugar de trabajo por fuerza mayor a pesar de que no me molesta, el hábito
de cagar en casa supera la multi resistencia, salvo la primera vez.
Esto sucedió varias veces, gente que no tenía ningún tipo de prevención
(con estos pacientes que padecen multi resistencia hay que tener cuidados
especiales); al día siguiente que me eché uno de esos soretitos, calentitos y
negritos, a la siguiente jornada aprecié en la puerta un cartel que decía:
“aislamiento de contacto”. Mi sistema, en ocasiones, es más rápido que el
hisopado del culito del paciente.
A veces sucede que atendemos pacientes sin prevención alguna, le
tocamos el hombro, corremos de lugar un pie de suero, tocamos una
baranda o una funda de almohada sin guantes creyendo que no padece
ningún tipo de micro organismo que nos pueda afectar y, sin embargo, a
días o quizás horas le diagnostican multi resistencia y tiene en la puerta de
su cuarto un cartel de prevención, y el que lo atiende se entera tarde. Si nos
quejamos, usan la frase “vos tendrías que cuidarte como si todos tuvieran
peste negra” y si nos cuidamos con todos, nos llaman la atención por
malgastar materiales. Pero hasta el más ducho de los enfermeros, médicos o
personal de salud genera vínculo desprovisto de material aislante. Si no
tendríamos que atender a todos con guantes, camisolín y barbijo por las
dudas y eso no sucede en ningún hospital. Son más los pacientes que no lo
tienen que aquellos que sí, pero esos menos pueden contagiarnos y nosotros
contagiar.
Creo que eso del calorcito de las nalgas lo adopté de una situación en la
cual higienizábamos a una paciente que no tenía ningún tipo de aislamiento;
una vieja obesa, cara de culo; la hija nos pidió si la podíamos cambiar y, al
ingresar a la habitación con mi compañero, ya se sentía un olor
característico que denominé “vaho” y en ese momento no lo sabía.
Esta mujer tenía diarrea —para mi punto de vista— y quizás algún grado
de incontinencia fecal. Como es costumbre, un enfermero higieniza y el
otro ayuda a rotar a la paciente. Mi compañero ayudó a rotar a la paciente y
yo estaba encargado de refregarle el culo; cuando se lo iba limpiando solo
atinó a decir “se me sale”. Puede pasar, es bastante normal, pero atiné a
seguir mi discurso:
—Aguante, que ya pongo el pañal.
Al decir “aguant…” y ver que se iba asomando un líquido amarronado,
llegué a ponerle un apósito en la cama para no manchar la sábana, con tal
mala suerte que no llegaba a cubrir toda la sábana, y mi guante, por un
movimiento brusco, se rajó en uno de los dedos; en ese momento, sin
siquiera saberlo, puse mis manos como quien tiene sed y va a recibir agua,
y me cagó en mis manos: estaba caliente, a pesar de tener guantes; sentí el
líquido que transitaba de mi mano a la muñeca y de allí goteaba al apósito.
Esa mierda caliente por mis manos me hizo estremecer el cuerpo, no voy a
mentir. Mi compañero, pasivamente, con una sonrisa, dejó a la paciente
agarrada de la baranda y un pañal entre el apósito que se manchó con solo
unas gotas y mis manos que sostenían sus desperdicios. Cambié de guantes
y empezamos todo el procedimiento de nuevo. Terminamos de higienizarla,
nos dio las gracias pero sin propina y sacamos todos los materiales de la
habitación para ir a encerrarnos para tomar un café. A la hora, para ser más
o menos preciso, me agarró una descompostura que salí corriendo al baño.
Fueron tantos pedos que largué, que no podría decir cuántos, pero más o
menos cien de los ruidosos y allí en esa cagada que fue igual a como conté
en un principio, sentí que tuve la facultad de diagnosticar intuitivamente la
multi resistencia porque, cuando vi a mi compañero, él estaba cerrando la
puerta de la habitación de la gorda y colocándole el cartelito de “No pasar,
aislamiento”.
Capítulo 71

Voy a relatar una de las cosas más graves que viví en mi lugar de trabajo,
ese lugar que considero mi segundo hogar, siempre todo puede ser peor de
lo que uno cree, la corrupción y lo injusto están tan naturalizados que
cuando pasa lo que corresponde festejamos como si lo normal es lo injusto,
pero para mí no fue el caso. Pero primero algo que me resulta anecdótico y
lo quiero destacar.
Se acercó un familiar:
—Discúlpeme, enfermero. Mi papá lo está llamando.
— ¿Quién es su papa?
(¿Cómo diablos voy a saber quién es familiar de quién?).
—Renzo es mi papá.
Y dijimos al unísono la palabra “habitación”, solo que yo con tono de
pregunta y él afirmando y completándola con el número de cama 116.
Le di las gracias, le dije que en unos minutos iríamos. No era un paciente
a mi resguardo pero sabía que este viejito daba buenas propinas. No vi a
mis compañeros; puse unos guantes de látex en el bolsillo y fui.
—Hola, Renzo, ¿cómo estás?
No se puede tutear al paciente a menos que él lo permita, pero como
nunca hablé con él y no volvería a hacerlo ¿por qué no tutearlo?
—Escuchame —refiriéndose al hijo—, ahí —señalando al ropero—, hay
un bolsito con ropa y plata.
La palabra plata siempre fue interesante para mis oídos.
Observé la secuencia y le entregó el dinero al padre.
Este, recostado, con una vía periférica en el brazo que oscilaba la sangre
por la “tubuladura” de silicona, asintió con la cabeza a su hijo al recibirlo y,
con una mirada penetrante, dijo:
—Vení.
Yo me acerqué y estiré la mano.
El viejo nunca saludó, nunca dijo “buenas noches” ni se molestó en leer
el cartelito de mi uniforme que decía: “Guillermo enfermero profesional”.
Al intentar agarrar la plata y darle las gracias, me dijo con voz de mando:
—Comprame un agua que la de acá tiene gusto horrible a cloro; también
unas galletas saladas. Es un asco la comida sin sal.
El hijo tan idiota como el padre acotó:
—Papá, vos tenés la presión alta.
—Hijo, si sigo así me voy a terminar muriendo de hambre; me curan de
la infección pero me muero de otra cosa. Comprá eso, haceme el favor.
Cualquier profesional con tono ofensivo se negaría. Esta orden tiene una
variedad de respuestas, cuantas se les ocurra. Desde el simple “no” hasta la
más graciosa de las respuestas sarcásticas. Cualquiera de mis compañeros
con tono de voz ofendido, diría “no soy cadete, soy enfermero no puedo
salir de la institución”, o ni siquiera daría tanta información; solo se
enojarían y dirían “estoy para otra cosa”. Yo sé que estoy para otras cosas
pero ¡qué diablos!
—Mire señor, no sé a qué está acostumbrado usted, pero yo solo voy a ir
a comprar si usted y su hijo no comentan nada.
—Por supuesto —dicen.
—Además, el salir, caminar, comprar, traer la bolsa, eso tiene un precio.

Se miran sin comprender; se nota a la legua que son familiares, las


mismas miradas de estúpidos y dice:
—Está bien.
—Lo que sobra es mi propina— Guiñé el ojo y me fui.
Les avisé a mis dos compañeros que salía a hablar por teléfono. Recién
ingresamos pero no había por qué pensar mal de los compañeros, así que no
me dijeron nada.
Salí a la calle. Siempre me sentí extraño por deambular con uniforme por
la calle, pero es algo que lo siente solo el que está vestido, porque la gente
que tiene uniforme de personal de salud no es tan avistada como uno cree.
Es solo idea de uno y nada más.
Compré en el mercado. Con el vuelto del dinero me compré unos cigarros
y tres cervezas junto a unas pastillas de mentol; tuve que agregar un
dinerillo extra por todo, “viejo rata, sabía cuánto iba a gastar”. Entonces
abrí el paquete de galletas y tomé tres: primero, dos para probarlas y una
tercera para el camino.
Llegué a la habitación. Ya el hijo no estaba, le entregué la compra al viejo
y vio que el paquete está abierto; yo le dije que me puse nervioso por salir y
me bajó la presión, que me disculpara pero necesitaba algo salado.
No se ofendió ni tampoco lo creyó. Me dio las gracias y yo se las di a él y
le recordé que no le dijera a nadie y cuando necesitara otra cosa me podía
decir, que todo tenía arreglo.
Al llegar al office mi compañero Mónico me miró asombrado.
—Guille, ¿fuiste a comprar al señor Galván?
Respondí, ofendido:
—¿Cómo crees vos? ¿Estás loco? Nosotros no estamos para eso.
Sé que me vio entrar con la bolsa pero nunca iba a creer que lo hice. Esa
es la respuesta de cualquier profesional. Jamás irían a comprarle a un
paciente o familiar. Yo necesitaba el dinero. Nadie iría, exceptuándome a
mí.
Capítulo 72

Esa noche estaba con Jeringa y Mónico. Nos reímos tanto por la
casualidad de que yo les compré unas latas y un paquete de pastillas de
menta para compartirles y cada uno de ellos llevó lo mismo sin siquiera
ponernos de acuerdo. A mí se me ocurrió que les podría gustar mi sorpresa
y ellos también pensaron lo mismo, y teníamos nueve latas para pasar la
noche. Nos tomamos la primera tanda antes de salir a controlar, mientras se
enfriaban las otras. Con la cena tomamos la segunda y guardamos para la
medianoche la tercera. Jeringa opinó que el hígado no es el mismo que el de
los veinte, a lo que hice el gesto de “salud” levantando la lata de cerveza,
mirando a los ojos a los otros dos. Y a lo que acotó Mónico “y los gustos
tampoco”. No sabía a qué se refería en ese momento, luego me di cuenta de
qué se trataba.
Primero lo llamaron a Jeringa por una cosa del goteo del suero o algo así;
Mónico dijo que iba a ir a ayudarlo y yo quedé tomándome lo que restaba
de la lata.
Cuando volvió Jeringa, Mónico no estaba con él. Le pregunté dónde
estaba el “compa” y dijo que había ido a lo de una vieja que gritaba, que
debía estar incómoda, que ya iba a volver. Silencié el televisor y era verdad,
se sentían unos gritos con pausas de la vieja senil. Como a Mónico no le
gusta la ayuda lo dejé, pero no sé si fue la cerveza que me hizo levantar, y le
dije a Jeringa que ya volvía, que iba a poner un antibiótico. Se ofreció y le
dije que no se preocupara, que aparte del antibiótico iba a echar un pis al
inodoro. Se incomodó y salió conmigo. Al verme meter en el baño se fue a
sentar. No simuló ni un pis ni un pedo, sino que, sigilosamente, abrí la puerta
sin hacer ruido y fui al lugar de los gritos.
La señora largaba unos grititos de auxilio, y los silencios eran porque
Mónico le ponía su miembro erecto en la boca una y otra vez. Estaba
arrodillado con la mitad de los pantalones bajos, sujetándose el viril con
ambas manos y pasándoselo por la cara hasta insertarlo en la boca de la
señora acostada en la cama del hospital y, al prender la luz me vio y me
dijo: “¡raja de acá!”.
Fui corriendo y lo empujé con tanta mala suerte que antes de caer, con la
rodilla le pegó en la cara a la señora.
—¿Qué mierda hacés, hijo de puta?
Se intentó levantar pero le pegué una patada en la cara, y le volví a
preguntar lo mismo.
—¡Para Guillermo¿ ,!nunca tuviste la pija en una boca sin dientes?
Y ahí arremetí por la segunda patada.
Sangrando, se empezó a reír mientras decía:
—Cuando quieren gritar y atinan a cerrar la boca es un placer
inexplicable, ¿o no, Jeringa?
No me di cuenta de que Jeringa estaba atrás de mí y me dijo:
—Tenés que experimentarlo.
Me agarró de los brazos y Mónico de los pies, así me llevaron al baño
con la mayor resistencia posible.
Allí me hablaron; me recomendaron que no dijera nada, y me
amenazaron. Yo, a Mónico, lo quería matar a golpes, pero me tuve que
calmar; eran dos y me dijeron que es algo que suelen hacer seguido y que si
decía algo estaba liquidado. Obviamente que simulé que no iba a decir
nada, inclusive le pedí disculpas por los golpes. Pasamos una jornada
horrible en silencio absoluto, mientras que los comentarios de Mónico
hacían referencia a pasar licencia por dolores de rostro y el otro se reía.
Por la mañana iba a tener que denunciarlo al departamento de enfermería
y lo que pasó, no fue lo mejor.
Capítulo 73

Cuando me quedé a esperar en la oficina a la directora de enfermería ya


se encontraban allí Mónico y Jeringa. Asumo que se imaginaron lo que iba
a denunciar y habían planeado una estrategia.
Me acerqué aún más ,y Jeringa estaba mostrándole unas fotos de la cara
de la señora y Mónico le mostraba su rostro con moretones. La jefa de
departamento, sorprendida y haciéndose la artista, me miró y me empezó a
regañar:
—Guillermo, ¡exijo que explique la razón de los golpes a su compañero
y, peor aún, a la paciente! ¡Miré como le dejo la cara!
Jeringa, haciéndose el nervioso, dijo:
—Estaba borracho; en toda la noche se tomó nueve latas de cerveza. No
es la primera vez que lo hace, pero lo de lastimar a un compañero sí es
novedad.
Abrió su mochila y estaban todas las latas que habíamos tomado entre los
tres, pero me señaló como si fuera yo el único que las había consumido. Y
prosiguió:
—No sé por qué razón lo empujó a Mónico y este, sin querer, con el codo
le dio de lleno a la señora. Después se hacía el chistoso: lo tiró al piso y lo
empezó a patear.
Yo quedé atónito, con muchas ganas de golpearlos por mentirosos, pero
posiblemente era la intención de ellos, y ahí sí quedaría como un loco y
saldrían ganando, pero me contuve.
—Señora… —dije, pero pero no le importó lo que tenía para decir y
empezó a gritar.
—Sos un mal compañero, un pésimo enfermero: ¡ya retirá todas tus cosas
del hospital!, vergüenza me da tener gente así trabajando aquí. ¡Ya te
retirás!
—Señora…
Pero, nuevamente, me hizo callar, enfurecida.
— ¡Ya te retirás de mi institución, estás despedido de por vida de acá! No
vuelvas nunca más y da gracias de que no manchamos tu legajo, ¡fuera de
aquí!
Intentó acompañarme, exasperada, hasta la puerta, y me solté de su brazo.
En eso, impulsivamente y con el puño cerrado, intentó golpearme el
rostro. No aparentaba ser violenta: lo era.
— ¡Te vas !—me dijo sorprendida por actuar de esa manera.
Me contuve de todo, no creía lo que estaba viviendo. Solo atiné a
decirles:
—No solamente está defendiendo a dos violadores; este hospital y todo el
sistema de mierda no se cansa de cogerse a la gente enferma. Yo me voy,
pero está echando al equivocado.
Me fui dando un golpazo a la puerta y, antes de salir, podía notar las
sonrisas de Jeringa y Mónico junto con el enojo de la jefa de departamento.
Todo eso me hizo sentir para la mierda; me emborraché aún peor y ni los
cólicos me calmaron el vicio. Ya estaba cansado, pero esto fue la gota que
derramó el vaso, cansándome aún más. Estoy agotado de todo, voy a dar
por terminada esta narrativa con una última anécdota. ¡Estoy saturado del
sistema de salud!
FINAL

Reflexiono sobre las veces que escuché críticas de la mala atención de


enfermería y me doy cuenta de que fueron más las veces que recibimos
malos tratos que a la inversa.
Se deberá a situaciones de mierda en las que pacientes o familiares se
hartaron de ser ignorados, o que su problema existencial para el personal
sanitario no es considerado una urgencia que requiere inmediata acción.
Deben pensar que estamos haciendo favores y ese es el problema. Nuestra
atención, a veces, se confunde con favores (algunos los deben hacer) y la
gente se cansa de hacer favores después de un tiempo. El personal
sanitario trabaja por protocolo.
Mi labor no es hacer favores a nadie, solo atender al desahuciado y ahí
finaliza mi amor. No le debo nada a nadie. Las normas son las reglas
institucionales y al momento que nos vayamos hartando de favoritismo al
desconocido, nos acatamos a las normas y estas son las que les molesta al
paciente o familiar. Nos atenemos al reglamento y no podemos hacer más
que nuestra función.
Concluyo con que debe haber personal con sonrisas que atienden para
el culo a la gente y no les pasó nada porque fueron “macanudos” y gente
cumpliendo su función se come un cachetazo de revés. La cara de culo
del enfermero es proporcional a la cantidad de favores acumulados
durante los años de su ejercicio.
Capítulo 74

Voy a terminar con mi última anécdota, ya después no hay más, solo las
personales, esas que suelen guardarse para uno mismo.
Llegué como todas las noches tarde, para no perder la costumbre, e
ingresé directamente en la guardia con Carlos. Me contó sobre unos líos con
familiares por la tarde y que hay varios procedimientos inconclusos y tareas
pendientes. No le di mucha importancia hasta que me contó el chisme
vespertino. Resulta que el equipo sanitario de la tarde intentó reanimar a
una mujer que estaba más muerta que viva y que, lamentablemente, no
pudieron revivirla. Cosa que puede pasar, pero hay familias que se resisten
la idea de la muerte y la rechazan bajo cualquier punto de vista. Es la
misma gente que piensa que por ingresar o internarse van a salvarse. Hubo
gritos y golpes a casi todo el equipo, solo las mujeres se salvaron de recibir
golpes. Me dijo Carlos que si tenía ganas de leer el reporte de las
novedades, el cual estaba todo detallado, pero mi desgano era mayor a mi
curiosidad.
La guardia estuvo tranquila por unas dos horas, tipo once de la noche,
cuando empezamos a escuchar una voz masculina llamando fuerte y
acercándose a los consultorios de urgencias al grito de: “¡doctor!”,
“¡doctor!”. Yo estaba escribiendo con los pies en alto en la sala de estar y le
dije a Carlos que iría porque parecía un paciente desorientado y él estaba
apoyado sobre la mesa intentando dormir. Me acerqué a la recepción y, al
abrir la puerta y verlo de cerca, solo me hizo una pregunta:
—¿Doctor?
Inocentemente respondo
—Sí, ¿qué desea?

No esperaba el movimiento, pero sacó de su bolsillo un arma y disparó


tres veces. Una me dio en el medio del abdomen y otro al costado
izquierdo; el tercero no me pegó, por suerte, pero ya tenía bastante, di un
giro rápido para intentar correr, volviéndome a donde estaba y el hombre se
fue asustado, con rapidez, por la salida. No me dio la fuerza para
sostenerme en pie a pesar de que me sentía intacto, pero me caí sobre una
mesa que tenía distintos materiales. En eso llegó Carlos a querer auxiliarme
y me acomodó de espaldas contra la pared, y me deslicé hasta sentarme en
el piso, mientras me sostuve la herida de bala del abdomen. Todos los que
escucharon o vieron lo sucedido quedaron encerrados en la habitación
donde permanecieron por temor a su integridad, y amagaban a salir, pero se
quedaban en el umbral de la puerta entrecerrada. Carlos empezó a gritar con
voz nerviosa “¡alguien¡ ,!urgencia!” a cada rato, pero cada vez lo escuchaba
como si estuviera más lejos y lo empecé a ver más oscuro hasta llegar a
distinguir solo su silueta y nada más. Él gritaba y, para mí, era un susurro.
La sangre que vi y sentí caliente en un principio ya no la sentía; tenía frío y
temblaba, no tenía fuerzas como si no tuviera brazos ni piernas que mover y
me pesaba la cabeza. Le gritaba a Carlos y él me respondía que iba a estar
todo bien. Empecé a respirar rápido porque ya no sentía el aire dentro de mí
y puse atención en cómo el pulso se iba volviendo cada vez más débil.
Permanecí inmóvil y en ese momento me desvanecí y no supe más nada.
Capítulo 75

Salió la noticia en todos los periódicos, en muchos noticieros y la palabra


“enfermero” fue tendencia y, a la vez, sinónimo de inseguridad. Muchas
notas periodísticas y preguntas retóricas acerca de “¿cómo puede haber
inseguridad en los hospitales y cómo alguien puede querer lesionar al
personal que intenta salvar una vida?”.
Quedó marcado como el trágico desenlace del Hospital Carrizo donde
murió un enfermero por culpa de un familiar con trastornos psiquiátricos. El
enfermero tuvo la mala suerte de vestirse de uniforme blanco, y fue
confundido por familiar enfurecido. El mismo culpable declaró que no
quiso matar al enfermero sino que lo confundió con el médico que no pudo
salvar a su mamá y que, por ansiedad, disparó al primero que encontró
vestido de blanco.
En ningún lado dicen su nombre, solo lo nombran como “enfermero”,
“personal sanitario” y no como Guillermo López. Si hubiera muerto el
renombrado director del hospital o alguno de alta jerarquia esto sería una
revolución, pero como es un enfermero no pasa nada, lo lloramos y mañana
contratamos a otro.
Se murió en mis brazos, lo vi sangrar, lo vi intentar gritar algo y solo era
el susurro de “no quiero morir, no quiero morir” y con esas palabras pereció
en el hospital donde trabajaba. Sentí su última bocanada de aire y vi
dilatarse sus pupilas, mostrando un cuerpo ya sin vida a pesar de que
intentaron reanimarlo.
Solo me quedaron sus anécdotas que compartía cuando trabajábamos
juntos. Meses anteriores habíamos hablado de su proyecto porque se
encontraba aburrido y quería hacer algo, y le pregunté qué quería hacer, a
tono de broma; por ser lo primero que se le ocurrió fue “un libro”. No me
reí, solo le pregunté:
— ¿Qué tipo de literatura vas a hacer?
Le recomendé que se orientara con los libros que leyó y respondió que
había leído muy poco en su vida. Le dije que hay dos clases de libros:
aquellos que te dejan una enseñanza y otros que no dejan nada; que
decidiera de cuál quería escribir. Me dijo que estaría muy interesante
escribir algo que al leerlo pueda ser un mal libro como el mejor y hasta ese
último día solo llegó a escribir el prefacio y lo del final. El resto son
anécdotas que relató en algún momento y yo intérprete. Leí sus escritos una
y otra vez, me puse en su personaje y en su memoria: le hice esto.
Si estás leyendo esta parte sin siquiera leer la totalidad de los
Capítulos tenés mentalidad “¡enfermerooo!”, acumulás una vagancia o
una ansiedad de mierda que querés adelantarte al final sin siquiera
pasar por los Capítulos de la obra (una obra de la hostia para el autor,
pero acepto la crítica que puede ser una porquería, eso sí, si lo leés por
completo. Así que te invito a que leas todo el libro desde la primera
hoja o que vayas una hoja aún más atrás que esta y te adelantes al
final. En la primera te agradezco la oportunidad, en la segunda me
animo a llamarte: “¡enfermerooo!”.

GUILLERMO LOPEZ

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