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Aquello no era más un juego de perspectiva que Marco y Rubén habían ideado hace unas
semanas y que consistía en adivinar, tan pronto lo divisaran, detrás de qué piso
desaparecería o, como ellos lo decían, a qué piso del edificio (siempre el B-14, pues era
este el que les recortaba el cielo en el punto exacto) entraría uno de los tantos aviones
que a diario surcaban, como una más del montón de tórtolas, los aires de la zona.
En ocasiones, primero escuchaban el rugido que al cimbrar los cristales les anunciaba la
presencia de la aeronave, y entonces tenían que ser veloces para avistarla antes de que el
B-14 la escondiera detrás de su fachada de ladrillos rojizos y ventanas con el marco de
aluminio.
Por el interés que mostraban, semejante al del jugador que espera la revelación de las
cartas, cualquiera que los escuchara podría pensar que Marco y Rubén apostaban y que el
perdedor tendría que pagar las tortas o mínimo las Coca-Colas que se bebían en los
recesos. Pero la realidad era que no lo hacían más que para combatir el aburrimiento que
se les pegaba como un parásito a succionarles la energía, así como también para anular,
durante los quince minutos que duraba el primer descanso que tenían, la soledad que los
acompañaba el resto de la jornada.
Cuando el avión entró al once, Marco dejó salir una carcajada que brevemente resonó en
la desierta explanada al tiempo que golpeaba el hombro de su compañero:
Una voz, proveniente de sus radios, los hizo despegar la atención de su objetivo. Marco
recibió la orden de iniciar la ronda y a Rubén le tocaba ir a pasar el resto de la noche
sentado en la incómoda silla de la caseta situada en la puerta principal; si acaso abriría la
reja para un inquilino que volviera tarde de una cena o regresara de algún viaje. A los dos
los fastidiaba volver a la rutina que alentaba el paso de las horas; a Rubén ya no lo
entretenía el televisor, con problemas para captar señal, que se encontraba en aquel
cuarto de tres metros cuadrados, y Marco hubiera preferido seguir el juego en lugar de
volver a caminar en círculos por donde nada ocurría.
La aplastó sin miramientos. Eso también era una forma de entretenerse, aunque le
producía más asco que divertimiento. Las cucarachas salían en la noche y, a veces, cuando
corrían cerca de Marco, morían después de crujir bajo la suela de plástico de su zapato
derecho, que era su pie predilecto para el aplastamiento. También, era común ver ratones
que corrían hasta perderse en las jardineras y, en ocasiones, un gato anaranjado que,
aunque al acecho, hacía sonar un cascabel al moverse.
A pesar de estos encuentros a los que, igual que los de la mañana, terminó por
acostumbrarse, el turno de la noche le parecía insoportablemente monótono, al grado de
que lo arduo era sobreponerse a los bostezos y a la somnolencia que lo incitaban a
acurrucarse en cualquiera de las bancas de acero esparcidas por los caminos del conjunto
habitacional.
Pero conforme pasaron los días, en Marco comenzó a amasarse una sensación de pesadez
que le hacía sentir que los días se arrastraban con la lentitud del sol que lo hacía sudar
bajo el mismo e invariable uniforme. Los niños que se caían de los pasamanos
comenzaron a jugar con sus celulares y las niñas que corrían detrás de la pelota
empezaron caminar en grupo mientras platicaban de ropa y de viajes. Jamás volvió a
encontrarse con la niña del pato, cada vez había menos ancianos bajo los árboles y vio
que los tallos de las flores que tanto le gustaban comenzaban a decaer como por una
especie de enfermedad hasta que algunos de los jardines fueron removidos para poner
paneles solares, situación que hizo decrecer la variedad de aves. Marco había perdido la
cuenta de cuantas alfombras de flor de jacaranda había pisado en las cíclicas primaveras, y
se fastidiaba cuando le ordenaban seguir a los repartidores de comida o a los carteros.
A la mitad de los años que llevaba ahí, lo transfirieron al turno de la noche y comenzó a
disfrutar de la frescura, el silencio y los encuentros con el gato cazador del cascabel. Pero
en poco tiempo volvió a lo mismo y sintió que las noches avanzan con la lentitud de los
caracoles que tanteaban, con los ojos, las hojas de los arbustos.
Ahora, caminaba mientras todo en la unidad dormía. Las fuentes estaban apagadas y las
ventanas, a excepción de unas pocas que en los pisos más altos brillaban semejantes a
lunas cuadradas, tenían las persianas cerradas como a Marco le gustaría tener en este
momento los párpados. El trabajo era así y él, después de tanto, lo sabía. El vigilar una
unidad habitacional como esta significaba pasar las horas de los patrullajes buscando un
rostro que contemplara los caminos de asfalto desde alguna de las ventanas iluminadas,
esperando toparse al gato anaranjado o intentando atisbar a los murciélagos que se
ocultaban en las grietas de algunos de los edificios.
Sólo una vez en todos sus años de trabajo tuvo que usar la fuerza para enfrentarse a
alguien, y aunque no era partidario de la violencia, acaso aquel había sido el momento
más emocionante de su larga carrera de vigilante. El suceso fue el famoso caso del
residente del B-9, quien después de una noche de alcohol y polvos diversos se había
puesto a llorar y a gritar maldiciones por la unidad sin preocuparse de que fueran las cinco
de la mañana en jueves. Cuando Marco se acercó a preguntarle si se encontraba bien y si
podía, por favor y en consideración con los vecinos, meterse a su apartamento, el hombre
sin camisa le escupió, lo insultó y le preguntó a Marco: “¿quién te crees que eres, gato?”.
Acto seguido, el residente trató de golpearlo, pero Rubén apareció en el momento exacto
empuñando la porra y, al ver que su compañero estaba siendo atacado, no dudó en
golpear al agresor en el estómago para inmovilizarlo y que así Marco pudiera someterlo
sin encontrar resistencia. Semanas después, el hombre trató de lograr que la
administración despidiera a Marco y a Rubén, pero los videos de las cámaras delataron su
comportamiento, y aquel, sin poder aguantar las miradas cotidianas de desaprobación de
los vecinos, terminó por cambiarse de vivienda.
Mientras caminaba hacia el lugar, sintió una sensación en el estómago que, más lejos del
miedo que de la emoción, lo hizo estremecerse y agitar la respiración.
Lo vio yendo de lado a lado cerca de los columpios. Era la silueta de una persona de la cual
emergían sollozos entrecortados y que tenía la capucha de una sudadera puesta sobre la
cabeza. En el momento en el que se dio cuenta de que Marco se acercaba, la silueta
comenzó a alejarse velozmente. Marco gritó “¡disculpe!” y fue entonces cuando inició la
persecución. La radio no paró de vociferar órdenes que tenían el fin de coordinar una
estrategia. El sujeto no identificado entró en el B-8, que por alguna razón tenía la puerta
de la entrada abierta, y Marco, antes de resbalarse, lo vio desaparecer en la parte de las
escaleras.
Desde la planta baja hasta el último piso, no hubo ni rastro del sospechoso. Incluso
revisaron la azotea, lugar nada probable ya que siempre permanecía cerrada y la llave sólo
la poseía el personal de mantenimiento.
La llegada del resto del cuerpo de vigilancia coincidió con la de una mujer que había salido
a explicar lo sucedido. Marco reconoció la voz al momento, se trataba de la mujer del B-8.
La misma que una tarde le ofreció comprarle un cigarrillo, sólo que ahora tenía los dientes
amarillos, como si hubiera pasado los años, igual que él, fumando. Después de
presentarse con el nombre de Mara, la mujer explicó, con la misma voz con que le había
hablado a Marco aquella lejana tarde, que se había peleado con su nueva pareja, el
supuesto sospechoso de la sudadera negra, quien de hecho resultó ser mujer y no
hombre. Esta develación tomó desprevenido a Marco, quien, en un principio, reaccionó
riéndose pero al observar el rostro serio de la mujer terminó sintiéndose avergonzado.
Mara continuó diciendo que era la primera vez que la mujer de la sudadera acudía a su
apartamento, que quizá por eso no la habían reconocido. Si había corrido al ver a Marco,
continuó Mara, era porque en la penumbra no distinguió que este pertenecía al personal
de vigilancia y aquella no sería la primera vez que un hombre se le acercaba con el
propósito de agredirla. Al final, la mujer de la sudadera, con la cara hinchada por el llanto
de hace un rato, terminó por asomarse al pasillo a pedir disculpas. Varios de los vecinos se
despertaron por el ruido de las conversaciones y las radios, y hubo que explicarles lo
acontecido.
Cuando Mara dio las buenas noches y cerró la puerta de su apartamento, Marco sintió una
fatiga que casi lo hace desmoronarse, una decepción parecida a cuando la administración
decidió quitar los jardines para poner paneles solares.
Después de caminar otro rato en la penumbra, Marco decidió sentarse en una de las
bancas en la explanada principal. Se hubiera dormido de no haber escuchado el
característico rugido que hizo temblar los cristales del edificio. Levantó la vista, con los
párpados medio cerrados por el cansancio, y en la penumbra distinguió el avión que
pronto entraría en el B-14. Ahí, a solas, tuvo un breve pensamiento que terminó por
desvanecerse como el avión lo haría detrás del edificio, como el rostro de un chico que
sorprendió observándolo en una de las ventanas y terminó por ocultarse en la
profundidad de su cuarto. Marco pensó, con una tristeza que no sabía si atribuirla a la
fatiga, que gran parte de su vida la había pasado así, solo y expectante, buscando cosas,
como el avión que estaba a nada de entrar en el B-14, en las cuáles desviar su atención del
paso cíclico de los días.
“Ese va para el diez”, se dijo así mismo.
─ ¡Al nueve, va directo! Y esta vez te apuesto una Coca ─ le dijo Rubén por la radio.
Al voltear, Marco reconoció a su amigo que, más atrás, recargado en un árbol, seguía con
la vista la ruta del mismo avión.