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Mi madre al ver el manojo de cables, en vez de elegir uno comienza a canturrear una
extraña melodía: “Ya me rompiste el cable, nené, ya me rompiste el cable”. Me le quedo
viendo mientras ella sigue tarareando, olvidándose que necesitamos encontrar un cable
para recargar la batería externa del teléfono, pues en pocas horas nos quedaremos a
oscuras al igual que toda la ciudad. Con su baile ignora la amenaza que estamos por
enfrentar: un huracán se acerca peligrosamente hacia nosotras. Huracán. Sí, una de esas
palabras breves pero que su significado apenas llega a contener la magnitud en cada una
de sus sílabas.
“La zona hotelera debe estar evacuada a la 1 de la tarde”, nos habían avisado en la
recepción. “Evacuar” también es una palabra breve, pero básicamente implicó dejar atrás
nuestra habitación con vista al mar y con ella todo lo que uno espera en sus vacaciones al
Caribe. Uno anhela tomarse una piña colada mientras se tumba escuchando el romper de
las olas, no subirse a un autobús lleno de turistas confundidos huyendo de la lluvia. Nos
alejamos de la elegante zona de playas para refugiarnos en un hotel modesto, enclavado
en lo profundo de la ciudad.
Uno no tiene idea cómo es un huracán. He visto muchas películas y eso no ayuda. Me
azotaban imágenes apocalípticas de casas volando por los aires y un remolino gigante que
destruye todo a su paso. Pero no, esos son los tornados. Los huracanes deben ser
diferentes. Mientras nos instalábamos en nuestro improvisado albergue mis uñas se iban
quedando cada vez más pequeñas. Afuera, la luz del día se iba apagando en medio de una
calma tan silenciosa que resultaba escalofriante. Las hojas del enorme árbol frente a
nuestra ventana apenas y se movían. ¿En qué momento nuestro deseado viaje madre e
hija se había transformado en esto?
Así es como me entero de ese primer gran amor, con su chamarra de pana verde, junto a
sus amigos, observando desde el otro extremo a las adolescentes que habían acudido al
salón y esperaban sentadas a que alguien las sacara de su infancia y comenzaran juntos el
baile del cortejo. Mi madre se había puesto por primera vez unos zapatos con algo de
tacón y… unas medias. En ese tiempo las medias eran el rito de iniciación a la adultez de
una mujer. No llegaban hasta la cintura como ahora, debías ayudarte de un liguero para
detenerlas en lo alto de cada muslo. Ella apenas se estaba acostumbrando a esa sensación
en sus piernas, cuando sus miradas se cruzaron tímidamente y David se aceró a su silla.
Una ráfaga de viento azota contra la ventana del hotel, haciendo vibrar el cristal. La calma
se ha escapado. “Katia” comienza hacerse notar con vientos cada vez más fuertes. Quizá
esa vibración le recuerda a mi madre su sentir ante la mirada de David, quien le ofrecía su
mano para bailar. Quizá se dejó llevar por el ritmo de la melodía, al igual que las ramas del
gran árbol danzan en ese baile salvaje del cual es imposible escapar. Torpeza, sudor,
nervios, pero todo fluye, y las risas y las ilusiones se abrieron paso a través de las
canciones y las vueltas. “Ya me rompiste el cable, nené”… Algo en su parecido al famoso
extraterrestre de Star Trek la atrapó, algo en su primera cercanía a un hombre la hizo
transportarse a un futuro juntos, donde se amarían para siempre. Esa noche, entre giros y
risas tensas, ella le entregó su corazón. Nadie lo notó, ni siquiera ella misma, fue como un
hechizo imperceptible que se cuela entre el vaivén de lo cotidiano, sin que nadie lo vea, y
a la vez cambiándolo todo. La muchacha que volvió a sentarse de nuevo en su silla ya no
era la misma. Brillaba desde dentro, y esbozaba una sonrisa tonta, esa tan característica
de los enamorados.
La negrura de la noche cae de golpe. Carajo, esto va en serio. Como medida de seguridad,
acaban de desconectar la electricidad en toda la ciudad. El silencio de mi madre me hace
notar que el viento ha subido en intensidad. Ahora se escucha como un bramido profundo
que me enchina la piel. Por las rendijas se cuela su soplo como una voz aguda, casi
fantasmal.
Mamá enciende una vela y la coloca en el buró. Esa tenue luz se vuelve nuestro amparo, al
cual nos cobijamos como una hoguera que ahuyenta a los depredadores. Es en situaciones
como esta que se despiertan nuestros instintos más básicos. Me apresuro a arrastrar
muebles, hasta colocar la única cama lo más lejos posible de la ventana. Nos sentamos en
ella y abrazo mis rodillas, deseando que todo pase pronto. Pero el viento y la lluvia azotan
cada vez más, como si afuera rugiera un animal gigantesco que agoniza, llorando por su
vida. No hay forma de ignorar esta explosión húmeda y constante que detona a todo
alrededor.
Es evidente que no es mi papá, pues él se llama Reynaldo. Y yo no quiero estar aquí. Las
ramas del árbol comienzan a golpear con fuerza la ventana. Desesperada, me sumerjo en
esa vuelta al pasado de mi madre. Quizá así pueda distraer este fuego que se me remueve
dentro con cada golpe en el cristal. Me entero que ella no sólo soñaba con David. Incluso
él la acompañaba en las historietas que ella dibujaba imaginando que viajaban juntos a
otras galaxias a bordo de una nave espacial. Vivieron juntos cientos de aventuras cósmicas
de las que él jamás supo.
Un par de semanas después de “esa noche” mi mamá lo volvió a ver en la parada del
camión. Empezó a sudar. Llevaba el uniforme de la secundaria, estaba acalorada y
despeinada. Su imagen era tan distinta llevando puestas esas largas calcetas blancas en
lugar de sus añoradas medias. Sin embargo, al verla él le invitó una paleta helada y ella
sintió que estaban abordando juntos la “Enterprise” para emprender una misión al
planeta Vulcano.
Mientras saboreaban el limón de sus paletas, fue fácil acordar un siguiente encuentro.
Con el pretexto de necesitar más chambelanes para los XV años de su prima Gaby, ella lo
invitó al ensayo del jueves. Esa tarde ella se había vestido especialmente para la ocasión.
Se miró al espejo. La hermosa blusa de seda que le había tomado a mi abuela se deslizaba
por su torso, dándole la bendición de todas nuestras ancestras para continuar con el
linaje. Y sus nuevos pantalones de mezclilla ceñían su reciente despertar, más allá de lo
que ella hubiera imaginado.
¿Qué? Siento mis pies mojados. El relato se interrumpe al ver que un inmenso charco ha
llegado, ¡hasta las patas de la cama!
- ¡Nos inundamos!
Horrorizada compruebo que la potencia de la lluvia encontró la manera de introducirse
por un resquicio de la ventana y ha formado un gran lago en la habitación. Sin pensarlo,
corro al baño para buscar un par de toallas, y al acercarme a la ventana para tapar el
hueco… un golpe seco me obliga a dar un brinco atrás.
- ¡Quítate de ahí, Claudia! – su grito tiene ese matiz que de niña me hacía imaginar
las puertas del infierno.
No sé qué fue lo que golpeó el cristal, pero no quiero averiguarlo. Nos habían advertido
que ante la fuerza del viento sillas, macetas, tanques de gas, basureros, cualquier cosa que
hayan dejado afuera puede convertirse en un veloz proyectil. Hirviendo en adrenalina
vuelvo a la cama. Trato de calmar mi agitada respiración tratando de no pensar en todas
las desgracias que podrían suceder. Finalmente, no hay policías, ni ambulancias, ni
hospitales funcionando. No hay forma de circular en la calle, absolutamente todos se
encuentran en resguardo, ocultos ante esta monstruosa muestra del poder de la
naturaleza.
Me quito los calcetines y mientras los exprimo descubro en el rostro de mi madre otras
gotas que también escurren. Instintivamente la abrazo y a pesar de mi tormenta interna,
intento volverme un sostén para ella. Las palabras fluyen automáticamente de mi boca.
- ¿Y entonces qué pasó, mami?
- ¿Cuándo?
- Ese jueves, en casa de Gaby.
Si la ilusión había llegado como un hechizo, la primera decepción llegó como un balde de
agua fría. Mi madre se volvió una autómata, siguió practicando mecánicamente las
coreografías. Apenas si miraba al pobre muchacho que le tocó de pareja. Le dolía que su
rostro no tuviera ningún rasgo como el extraterrestre de sus sueños. Era un simple
terrícola cualquiera.
Y entonces, sin saber cómo, sintió una descarga, un llamado silencioso. Volteó hacia
donde provenía la música y lo vio. Un joven alto de cabello negro la observaba. Estaba
recargado en el tocadiscos y llevaba un vinilo en la mano. Ella continuó con el baile. Y
cuando volteó de nuevo, esos ojos color miel seguían clavados sobre ella, invadiendo cada
fibra de su blusa, de su piel, de sus cabellos, acompañándola en sus movimientos en una
danza inmóvil y a la vez infinita. Su mirada contenía esa fuerza implacable capaz de
romper los cristales de la ventana, con el impulso de un inmenso árbol que se desploma,
explotando en un revoltijo de vidrios, ramas, hojas, polvo, miedos, gritos, torrentes, que
todo lo arrastra a su paso, que arranca de fondo las raíces, que nos viene a revelar lo que
nos corresponde y nos recuerda lo limitados que somos ante el poder inconmensurable
del universo, más allá de nuestra diminuta voluntad.
La luz del sol se cuela por el piso, acaricia mis párpados. El bramido de la tormenta se ha
ido, y en su lugar reina un silencio soberbio. El desastre a mi alrededor adquiere otra
dimensión con el nuevo día. Apenas puedo concebir el colapso que debe reinar en las
calles. A lo lejos alcanzo a vislumbrar lo que anoche parecía inimaginable: la copa de ese
enorme árbol yace dentro de nuestra habitación.
Mi madre sigue dormida junto a mí, acurrucada en un rincón sin ventanas del pasillo al
que huimos anoche en medio del terror. Se despierta y nos miramos en silencio,
agradecidas por estar vivas e ilesas. Nos abrazamos y reímos entre lágrimas, pensando en
la señora anécdota que ahora tenemos para contar.