Está en la página 1de 3

Guion: Clase 1

¿Qué es la filosofía? Uno puede abordar esta pregunta desde múltiples lados. Uno de
ellos es el etimológico, buscar la raíz de la palabra: así, filosofía sería una palabra griega
que vendría a traducirse como amor a la sabiduría, o, amistad con la sabiduría. Si nos
remontamos a la Antigua Grecia, allá por el siglo V a.C., vamos a poder encontrarnos
con la figura de Sócrates, una figura que en muchos aspectos, sigue vigente como
modelo de filósofo hoy en día.

En realidad, no sabemos mucho del pensamiento de Sócrates, primero, porque no dejó


ningún cuerpo de textos propios. Segundo, porque una vez muerto, un montón de
discípulos con líneas de pensamiento muy diferentes entre sí, se reconocieron como
socráticos y trataron de adueñarse de su figura. Ahora bien, sí sabemos que nuestro
Sócrates dedicaba parte de su tiempo en pasear por el agora en Atenas (digamos, la
plaza pública) interrogando a sus interlocutores con la finalidad de demostrarles que no
sabían de lo que hablaban. Y no lo hacía para después él mostrarles lo que tenían que
pensar: era el reconocimiento de la propia ignorancia su búsqueda. De ahí la famosa
frase “Sólo sé que no sé nada”. Se trata de un reconocimiento de los propios límites, una
respuesta al Oráculo de Delfos que decía “Conócete a ti mismo”.

Y entonces podemos volver al origen etimológico de la palabra, ahora con un poco más
de sentido. La filosofía va a ser amor por la sabiduría, amistad con ella: no posesión. El
filósofo va a diferenciarse del sabio, y va a criticar especialmente a aquellos que quieren
usurpar el lugar del sabio, hacerse poseedores de la sabiduría: a los sofistas, en fin. Hoy
día podemos cuestionarnos la imagen que la tradición nos legó de los sofistas, pero en
sí, tenemos que atender a que la imagen (verdadera o falsa) que se nos transmite del
sofista es el de un farsante, un usurpador que se quiere hacer pasar por sabio y no sabe
de lo que habla. Pero hay otros que no son sofistas y que también viven vidas
irreflexivas, y a ellos también los cuestionaba Sócrates. Al hombre de negocio,
preocupado solo por el trabajo y la acumulación; al que detenta una técnica o una
ciencia particular y no se pregunta por el todo, y al político que procura ejercer la
función pública y no sabe lo que es lo justo, el bien.

Antes hablábamos acerca de la filosofía como amor a la sabiduría, y no como su


posesión. Bien, ahí entra en juego lo que Platón llama el eros, una de las palabras
griegas que podemos traducir por amor, pero sobre todo como deseo. El filósofo desea
la sabiduría: si la tuviera, no la desearía, porque no se desea lo que se tiene. Aristóteles,
el discípulo de Platón, va a ir a un punto todavía anterior al eros, al amor deseo; porque
el deseo es, aunque muchas veces involuntario, ¿no? No es que por lo general deseamos
desear lo que deseamos: pero sí es consciente hasta cierto punto. Como dijimos,
Aristóteles va más hondo y apunta a la orexis, al apetito como uno de los fundamentos
de la filosofía. La Metafísica empieza diciendo: Todos los hombres, apetecen, por
naturaleza, saber. No es meramente algo que nos gusta y que deseamos: es un hambre
que nos define, que nos constituye por naturaleza. Un escritor argentino, Leonardo
Castellani, solía decir algo así como que a la gente tal vez no le gusta estudiar,
preguntarse o investigar: pero saber, eso les gusta a todos.

La filosofía apunta a esa hambre fundamental de saber: y como es un apetito no se


puede saciar del todo, y no se puede saciar con saberes particulares: el filósofo quiere un
saber total, un saber que es, en definitiva, inalcanzable. Esto va a tener mucha
importancia después, cuando la teología cristiana quiera racionalizar su fe o cristianizar
su filosofía, porque va a poner el Más Allá como el lugar donde esta hambre se va a
llenar. Ahora vemos como en un espejo y en enigma, dice San Pablo, pero allí vamos a
ver cara a cara.

Pero la ignorancia, el deseo, el apetito son todas características que podríamos llamar
“negativas”. Parten de, al menos en principio, de una carencia. Pero hay otro inicio, uno
en el que va coincidir tanto Platón como Aristóteles y que va a resignificar a los
anteriores: el asombro. Es el asombro: la constatación de que existe el mundo, de que
nos motiva, nos interesa, nos llama la atención, nos parece admirable. Un filósofo del
siglo XVIII, Leibniz, hizo una famosa pregunta: ¿por qué hay algo, y no más bien nada?
O la mística proposición de Wittgenstein en el Tractatus logico-philosophicus “No
cómo sea el mundo es lo místico, sino que sea”. Este asombro, dice Aristóteles, es el
que nos lleva a preguntarnos sobre el mundo, el que nos obliga a reconocernos como
ignorantes. A su vez, es el que impulsa nuestro amor-deseo, pero no desde la pura
carencia de la sabiduría, sino de su apreciación real. No desde el mero hambre y apetito
que puede ser saciado con cualquier comida, sino como el aprecio a un verdadero
banquete. Tomás de Aquino, comentando la Metafísica de Aristóteles, dijo que en eso
se parecen el filósofo y el poeta (nosotros podríamos decir, el filósofo y el artista): en
que los dos se tienen que enfrentar con lo asombroso, lo maravilloso.

También podría gustarte