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“Tomada de modo aislado, la pena no es más que un mal, y si se mira la secuencia externa
de hecho y pena, se produce, según la conocida expresión de Hegel, la irracional secuencia
de dos males. Sólo sobre la base de una comprensión comunicativa del hecho entendido
como afirmación que contradice la norma y de la pena entendida como respuesta que
confirma la norma, puede hallarse una relación ineludible entre ambas, y en ese sentido,
una relación racional (…)” (Jakobs, 1996:11)
En su libro “Derecho penal del enemigo” (Jakobs y Cancio Meliá, 2003), Günther Jakobs
plantea la tesis de que lo que tradicionalmente se conoce como Derecho penal, alberga una
dos tipologías de Derecho diferentes: El Derecho del ciudadano y el Derecho del enemigo.
El primero corresponde al tratamiento ordinario que recibe cualquier persona, al
comprometerse en un acto criminal; el segundo sólo aparece cuando una persona deliberada
y premeditadamente atenta contra la institucionalidad del Estado, mediante un delito
(Jakobs, 2003). Se trata, en resumen, de una aplicación de coacción por parte del Estado
hacia un individuo –o grupo de individuos-, superior y excepcional en relación con
cualquier otra infracción que no conlleve un desafío apriorístico hacia dicha
institucionalidad.
Para comprender el sentido último del Derecho penal en general, y del Derecho penal del
enemigo en particular, es necesario remitirse a la idea de pena o castigo. La pena posee un
doble carácter. Por un lado, es coacción esgrimida para contraatacar el impacto negativo a
la norma que simboliza el hecho (delito) cometido por la persona. En este sentido, señala
Jakobs, la necesidad de contraatacar reside en el estatus del individuo como persona, parte
de una sociedad constituida por ciertas leyes, las cuales aparecen temporalmente
invalidadas por las acciones del individuo en cuestión. En este contexto, se habla del
Derecho penal del ciudadano por apelar al aspecto simbólico de quién comete el delito
(Jakobs, 2003):
“En esta medida, tanto el hecho como la coacción penal son medios de
interacción simbólica, y el autor es tomado en serio en cuanto persona; pues si
fuera incompetente, no sería necesario contradecir su hecho.” (Jakobs, 2003:23)
Por otro lado, la pena posee un efecto concreto, material –a saber, la prevención de un
delito futuro por medio de la reclusión. En este sentido, sostiene Jakobs, su objetivo es el
de prevenir. Ya no se trata solo de contrarrestar un mensaje simbólico, sino de apartar al
individuo desviado del resto de la ciudadanía (Derecho penal del enemigo).
Sobre este ultimo asunto, Jakobs alude al pensamiento filosófico de Jean-Jacques Rousseau
(1959, en Jakobs, 2003) y su “contrato social”, concepto que supone al Estado como
producto de un compromiso máximo a partir del cual los individuos renuncian a la
posibilidad de imponer la propia ley, relegando en el Estado el deber de velar por el orden
social colectivo. Bajo este entendido, quien infringe las normas, está infringiendo el
contrato social que le constituye como ciudadano en primera instancia, ergo, renunciando a
los privilegios de formar parte de una sociedad. Se torna un enemigo.
“Se denomina «Derecho» al vínculo entre personas que son a su vez titulares de
derechos y deberes, mientras que la relación con un enemigo no se determina por
el derecho, sino por la coacción. Ahora bien, todo derecho se halla vinculado a la
autorización para emplear coacción, y la coacción más intensa es la del Derecho
penal. En consecuencia, se podría argumentar que cualquier pena o, incluso, ya
cualquier legítima defensa se dirige contra un enemigo.” (Jakobs, 2003:26)
En el mismo contexto, el alcance realizado por Imannuel Kant ([1793] 1989, en Jakobs,
2003) sitúa el tránsito de un estado de “naturaleza” (ausencia de normas), a un contexto
“estatal” (existencia de un pacto para la vida en sociedad, sustentado en la premisa
“obediencia (del individuo) a cambio de protección (por parte del Estado)”) como el
principal punto de disputa. La necesidad de ingresar a “un estado de constitución
ciudadana” (Kant, [1793] 1989:255; en Jakobs, 2003:30) nace tan pronto el individuo se da
cuenta de que necesita subsistir tanto como los demás individuos que habitan un territorio
determinado. Bajo el supuesto anterior, la aparición de individuos que se nieguen a respetar
el principio fundante para la existencia del Estado, amenaza la seguridad que dicho vínculo
representa entre quienes sí lo sostienen (Kant, [1793] 1989; en Jakobs, 2003). Así es como,
en rigor, individuos que cometen actos que deliberadamente atentan contra la
institucionalidad estatal no pueden ser calificados como “personas”, pues la personalidad
constituye una garantía reservada solo para los ciudadanos:
Lo anterior significa que si una persona comete un delito contra otra u otras, se le juzga y
castiga como a un ciudadano, pues no ha dejado de ser persona. Pero si la misma persona
atenta contra el Estado o alguna de sus instituciones, entonces se convierte en enemigo y
deja de ser persona, perdiendo los privilegios que la sociedad garantiza a sus integrantes.
Esta distinción no forma parte del código legislativo correspondiente a su país; no obstante,
su alcance analítico es altamente relevante para el análisis del Caso Bombas.