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El sobre perdido.

Mariana sentía tanta desesperación por no encontrar ese sobre, que no sabía por dónde
empezar a buscar. El dinero que guardaba allí era lo único que tenía. Con él iba a
alimentar a sus hijas, pagar sus cuentas, el alquiler y los gastos del mes que tenía por
delante. Contaba con ese dinero hasta que llegara la próxima cuota de la ayuda que
recibía por la discapacidad de su hija menor, que sumado a algunas horas de trabajo
doméstico que podía hacer cuando las nenas estaban en clases, era lo que las sostenía.
No podía perderlo así como así.
Esa mañana, después de llevar a sus hijas a la escuela, Mariana se encerró en su
departamento y abrió todas las ventanas para que entrara la luz del sol e iluminara cada
espacio. Tomó una escoba y comenzó a barrer cuidadosamente cada rincón. Estaba
dispuesta a buscar hasta que el sobre apareciera, aunque tuviese que pasar el día entero
en esa tarea. La búsqueda no sería fácil, a pesar de que viven en un departamento
pequeño de un complejo barrial en las afueras de la ciudad. Allí está todo lo que tienen,
y como ella siempre dice, “es todo lo que necesitamos para vivir”.
Este es su hogar desde hace cinco años cuando Adrián, su compañero de toda la vida,
falleció en un accidente de trabajo y ella y las nenas tuvieron que dejar la casa que
alquilaban. Su barrio actual no es feo pero quizás algo inseguro, principalmente cuando
comienza a oscurecer, pero se hizo amiga de varias vecinas con las que siente que tiene
muchas cosas en común. Comparten largas charlas, casi siempre mientras sus hijos e
hijas están en la escuela, con unos mates amargos de por medio. Como casi todas son
mamás solas, se reparten entre el trabajo, la crianza y las tareas domésticas, y eso las
une. Si alguna necesita que cuiden de sus hijos o que los busquen en la escuela mientras
va a realizar algún trabajo, allí están siempre para ayudarse. Generalmente a fin de mes,
cuando los recursos empiezan a escasear, se ponen de acuerdo para compartir lo que
tienen y se juntan a cocinar algo caliente y nutritivo. A pesar de todas las necesidades,
para ellas el encuentro es una fiesta. Siempre están dispuestas a escucharse y
acompañarse. Mariana siente que son su tribu, sus hermanas, sus compañeras en medio
de la desesperanza. ¿Acaso las amigas no son eso, las hermanas que la vida nos ha
regalado?
Pero ahora está sola, en su departamento, buscando ese sobre perdido. Comienza de a
poco a desesperarse porque sabe lo duro que va a ser este mes si no lo encuentra. Aún
así, barre con cuidado hasta el último rincón. En su cuidadosa búsqueda observa
atentamente el suelo de cerámicos gastados y viejos, aunque todo su esfuerzo parece en
vano: el sobre sigue sin aparecer. Sin embargo, en el recorrido, se encuentra con otras
cosas que van resonando en su interior: un álbum con algunas fotos de su infancia en
Salta, que mira lentamente de principio a fin. Allí también estaba el pasaje que compró
para viajar a Buenos Aires la primera vez. Al verlo y pasar su mano sobre él, casi como
acariciándolo, vienen a su mente aquellos miedos e ilusiones que cargó en su mochila
con tanta determinación. Sigue su recorrido en busca del sobre hasta que en una caja de
cartón encuentra varias fotos de Adrián junto a su vieja armónica, la que tanto le
gustaba escuchar. Prueba con algunos sonidos pero todo su cuerpo se estremece al oírla
otra vez. En la biblioteca se cruza con algunos libros de cuando había comenzado a
estudiar enfermería y en el fondo de un cajón descubre alguna que otra carta de su
madre con fechas muy lejanas pero tan presentes en su memoria.
De alguna manera, es un proceso complejo, porque cada vez que se tropieza con alguna
de estas cosas, algo se remueve en su interior, llegan recuerdos que traen al mismo
tiempo lágrimas y sonrisas. Como escenas de una película revive esos momentos que
pensó tan lejanos y olvidados. ¿Será que nunca se van de nosotros las escenas que
marcaron nuestras vidas?
Mariana había quedado embarazada muy joven, por lo que tuvo que suspender sus
estudios con la esperanza de retomarlos más adelante, algo que hoy le resulta imposible.
Primero nació Agustina y dos años después llegó Luciana con un problema auditivo
congénito, por tanto toda la familia tuvo que adaptarse a sus necesidades. Mariana y
Adrián tuvieron que aprender a comunicarse con ella en lengua de señas y de a poco
también Agustina.
Adrián trabajaba de albañil en una cuadrilla que siempre tenía algún trabajo, por eso
podían darse unos pocos gustos. Alquilaban esa linda casa con patio que a Mariana
tanto le gustaba porque podía tener muchas plantas. Pero cuando su compañero ya no
estuvo, todo se complicó para ellas. La empresa le dio apenas unos pesos para resolver
algunas cuentas y afrontar los gastos de la operación de Luciana que ya estaba
programada. Todo se hizo cuesta arriba desde que quedó como único sostén de la
familia. Su mamá vivía lejos, y pocas veces podía ayudarla económicamente, aunque
sus cartas eran un verdadero sustento anímico.
Mientras barre, recuerda cuántas noches pasó sin dormir, leyendo aquellas cartas,
ahogada en las preocupaciones y preguntas a las que no encontraba respuesta.
Afortunadamente consiguió este departamento, y un compañero de trabajo de Adrián
que tiene una “chata” —como le dice él—, la ayudó con la mudanza. Aprovechó a sacar
todas las cosas de Adrián, diciéndose “ya no las voy a necesitar” con un nudo en la
garganta. Mudó apenas lo necesario y lo que podía caber en su nuevo hogar. Solo
conservó una caja de zapatos con algunos objetos personales, que no abre desde
aquellos días porque la ausencia le genera un profundo enojo y dolor.
Allí está ahora Mariana, barriendo y barriendo sin descanso, como poseída por una
extraña desazón que sin embargo la impulsa a seguir.
Corre muebles, abre cajones, hojea libros y cuadernos. Tantos recuerdos se asoman,
tantos dolores afloran repentinamente, que tiene que dejar la escoba para sentarse a
llorar en una silla de la cocina. Al principio es un llanto débil, profundamente triste,
pero después esa agua toma tanta fuerza que arrastra una rabia contenida que la deja sin
voz. Porque al fin y al cabo ¿no son las lágrimas, un torrente de aguas que limpia y
purifica el alma?
Llora por aquel accidente, por la operación de su hija que no resultó como los médicos
esperaban, llora por Agustina a la que siempre relega por causa de las necesidades de su
hermana, llora por lo lejos que está su madre y por los abrazos que anheló y anhela,
llora por las noches oscuras y las carencias que sufren todavía sus hijas. Llora por el
dolor en su cuerpo cansado y en su alma herida. Llora y se enoja con Dios; le pregunta
por qué, hasta cuándo, y llora por tantas cosas que creía resueltas hasta que se deja caer
al piso, como derrotada por el peso de las lágrimas, hastiada por tantos años de soledad
y desamparo. Y allí con sus dos manos apoyadas en el suelo, su cabello largo y negro
escondiendo su rostro, comienza a respirar profunda y lentamente.
El desahogo hace que poco a poco vaya recuperando la calma. Frota las manos por sus
ojos, recoge su pelo en un rodete y de repente se encuentra en el reflejo del ventanal que
daba a ese patio compartido con las vecinas. Se mira sentada en ese piso viejo. Se
encuentra débil pero a la vez fuerte al pensar a todo lo que ha sobrevivido. Se observa y
de alguna manera recupera un poco de su confianza, se abraza en un gesto de cariño y
confianza. Se sonríe porque se siente aliviada y dispuesta a perdonarse por tantas cosas
de las que se creía responsable. Reconoce cuánta fuerza tuvo que tener para afrontar
esas circunstancias difíciles y cuánto logró soportar. Decide ahora que no renunciará al
sueño de recibirse y entiende también que nunca estuvo sola. Decide que ya no va a
culparse por la discapacidad de su hijita y que valorará el maravilloso ser que es su
pequeña, más allá de su sordera. Y mientras empieza a vislumbrar una esperanza, sus
ojos negros y grandes giran hacia la mesada de la cocina. Entonces, extraña y
milagrosamente, alcanza a ver un pedazo de papel blanco que asoma por debajo de su
viejo y oxidado lavarropas. Se va acercando hasta él sin apartar la vista, y cuando lo
alcanza con sus dedos finos y estilizados, se da cuenta que había encontrado el sobre
con el dinero que tanto buscaba. ¿Acaso no solemos perder de vista las cosas que
buscamos por estar tan enfocadas en nuestro dolor?
La alegría de Mariana es tan grande que ahora sus lágrimas son de felicidad, de puro
júbilo. Comienza a gritar y sale al patio. Todas sus vecinas se asoman al escucharla para
ver qué pasa y Mariana las abraza, gritando “¡Lo encontré, lo encontré! Este sobre sí
que me la hizo difícil, pero lo encontré...”. ¿Sería el sobre solo una excusa para
encontrarse con ella misma? ¿Sería momento ya de reconciliarse con su pasado?
Todas sus amigas se alegran con ella y la rodean con sus brazos, sabiendo que había
encontrado mucho más que un sobre. La ven alegre, libre e iluminada, tan contenta que
no fue necesario que les explicara todo lo que había sucedido esa mañana dentro de su
departamento.
Ese momento va a quedar para siempre en su corazón y también esos recuerdos que ya
no duelen tanto; se había atrevido a mirarlos de frente, comenzaban a sanar.

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