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El 11 de septiembre de 1973, las Fuerzas Armadas chilenas, capitaneadas por Augusto Pinochet,
perpetraron un golpe de Estado contra el presidente constitucional, el doctor socialista Salvador
Allende. Así comenzó una dictadura que dejó cifras rojas y dolorosas para el país sudamericano.
Miles de torturados en centros clandestinos de detención, otros tantos asesinados por el régimen
dictatorial y muchos desaparecidos, cuyo paradero no se sabe hasta el día de hoy.
Las crónicas de los principales medios escritos del mundo daban testimonio de cientos de cuerpos
flotando en el río Mapocho, múltiples detenciones arbitrarias en recintos deportivos y militares, y
masivos allanamientos en los sectores populares. Eran los pobladores y pobladoras, estudiantes y
trabajadores, militantes de izquierda que habían creído y se habían comprometido con la vía chilena
al socialismo.
La reciente imagen de un joven de 16 años en el lecho del río Mapocho despertó viejos recuerdos en
un país herido aún por los horrores de la dictadura. Fue quizás el mejor ejemplo que nos recordó que,
a pesar de 30 años de gobiernos civiles elegidos por vía democrática, el país sigue rigiéndose por la
institucionalidad impuesta bajo la bota militar.
La impunidad y el olvido que se intentó imponer desde la derecha neoliberal y la llamada “familia
militar” y que fueron propiciados por los gobiernos del pacto de la transición, fueron fuertemente
combatidos por las agrupaciones de víctimas y de familiares víctimas de la dictadura. Sin duda, un
proceso histórico cargado de violencia que nos deja como legado el hecho de que en Chile existieron
campos de concentración y centros clandestinos de torturas que fueron operados por la policía
secreta del régimen.
A 47 años del golpe de Estado y 30 años del retorno de los gobiernos civiles, han sido cuatro los
informes de organismos internacionales que denuncian graves violaciones de derechos humanos
desde que estallaron masivamente las protestas el 18 de octubre de 2019. El Ministerio Público cifra
en más 8.000 las personas víctimas de la violencia estatal, de las cuales 1.362 eran menores de edad,
24 eran miembros de comunidades mapuches y 32 fueron discriminados por pertenecer a
diversidades sexuales. Respecto del género, 1.635 son mujeres, 7.183 son hombres y de 17 no se tiene
esa información.
Las denuncias de estos abusos aparecieron desde el mismo día en que estalló Chile (si fuésemos más
drásticos quizás veríamos que nunca cesaron después del fin de la dictadura), y la respuesta de las
autoridades del poder central y de las instituciones a cargo del orden público siempre ha sido la
misma: “No hay que aventurar juicios y hay que esperar que las instituciones funcionen”.
Paralelamente vemos cómo ha habido un intento, de parte de ciertas autoridades, de hacer una
defensa corporativa irrestricta de quienes cometen estos abusos.
Según el Instituto de Derechos Humanos, organismo autónomo del Estado en esta materia, al 15 de
septiembre hubo un total de 2.499 querellas interpuestas, de las cuales sólo hay 28 causas
formalizadas y 64 funcionarios policiales y cuatro militares imputados. Nuevamente la búsqueda de
justicia se ha encontrado con la obstaculización de parte de Carabineros y de las instituciones
militares, quienes no han ayudado en nada a esclarecer los hechos denunciados.
Si fracasan los mecanismos nacionales de defensa de los derechos humanos y también los
internacionales, la cuestión es qué nos queda a nosotros, los chilenos y las chilenas, para que
imágenes como las del viernes no se vuelvan a repetir y que el Estado, bajo argumentos como el orden
público y la paz social (muy utilizados por autoridades del gobierno de Chile), no cruce los límites del
Estado de derecho en el ejercicio de su poder en democracia.