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Material extra - día 01

Cuaresma - 2022
Textos de San Rafael Arnáiz Barón - Material extra (optativo)


Día 01 - Introducción - San Rafael Arnáiz en la escuela de San Ignacio de
Loyola

1. «Tomad, Señor, y recibid», en el coche


A Rafael le gustaba mucho el volante. El 17 de abril de 1938, una semana antes de morir,
le escribía a su hermano Leopoldo unas líneas enternecedoras: «Espero que pronto
terminará la guerra, y todo se normalice, y podáis venir a verme en un cochecito que
compréis (el que tenían se lo habían requisado) muy chico y que ande muy despacito ... , la
velocidad es muy peligrosa». Algo más de un año antes, en el cuaderno dedicado al mismo
Leopoldo, se hacía esta hermosa reflexión: «Yo también alguna vez, allá en el mundo,
corría por las carreteras de España, ilusionado de poner el marcador del automóvil a 120
kilómetros por hora ... ¡Qué estupidez! Cuando me di cuenta de que el horizonte se me
acababa, sufrí la decepción del que goza de la libertad de la tierra ... , pues la tierra es
pequeña y, además, se acaba con rapidez».
La velocidad en la carretera «es peligrosa» ... Sobre todo, para el alma que se quede
atrapada por ella en la pequeñez del mundo; es lo que Rafael parecía querer insinuarle a su
hermano en aquella última carta. Él, en realidad, había utilizado el coche muchas veces
para todo lo contrario, es decir: para darle alas a su espíritu por las llanuras de Castilla o
las costas, valles y montañas de Asturias: «Me paso el día -le escribía desde Oviedo a su tía
María el 27 de noviembre de 1935- cantándole al Señor los versos de san Juan de la Cruz
[...] Lo llevo siempre en un cajoncito en el coche ... Cuando camino no hago más que
preguntar a los valles, y a los montes, a todas las criaturas que encuentro al paso, a los
hombres y animales, al cielo y a la tierra: "Si han visto a mi Amado ... "». Aquel pequeño
cuaderno de anotaciones, encuadernado en tela de color marrón muy claro, en el que
Rafael llevaba consigo a todas partes, en aquel cajoncito del coche, el Cántico de san Juan
de la Cruz y otros textos espirituales, se abre precisamente con el Tomad, Señor, y recibid
de la Contemplación para alcanzar amor del Libro de Los Ejercicios [234] de san Ignacio,
copiado con serena caligrafía como sigue:
«OFRENDA A DIOS N. SEÑOR DE SÍ MISMO Y CUANTO UNO TIENE,
SEGÚN S. IGNACIO DE LOYOLA.
Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi
voluntad; todo mi haber y mi poseer: Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo

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es vuestro: disponed a toda vuestra Voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que
esto me basta».
Es posible que Rafael hubiera copiado la famosa oración ignaciana como frontispicio de
su pequeño tesoro de textos y oraciones en los primeros años de la década de los treinta,
tal vez ya en 1930, cuando tenía diecinueve. El manifiesto interés del joven estudiante por
san Ignacio se explica fácilmente si echamos un vistazo a su biografía, ayudando de paso al
lector a situar en su contexto vital los textos de Rafael recogidos en este libro.

2. Alumno y amigo de los jesuitas


Rafael Arnaiz Barón nació en Burgos el 9 de abril de 1911. Era el mayor de los cuatro
hijos de Rafael, ingeniero de montes, y de Mercedes, mujer tan piadosa como culta, con
aficiones musicales y literarias. Una familia acomodada, que confía la educación de sus
hijos a los jesuitas. Rafael ingresa en el Colegio de la Merced el curso 1920-21, es decir,
con nueve años cumplidos, y, naturalmente, es inscrito en la Congregación de María
Inmaculada. Unas fiebres colibacilares le retuvieron en casa una buena temporada, pero el
mismo Rector del Colegio, el P. Antonino Araa Mendía (1875- 1965), que le quería
mucho, le llevaba la comunión todos los domingos.
En el Colegio de la Merced, de Burgos, no estuvo Rafael más de tres cursos, porque la
familia se traslada a Oviedo en 1922. Pero, con doce años, el niño comienza el curso
escolar 1923-24 en el colegio de la Compañía de Jesús de la capital del Principado, cuyo
patrono titular era precisamente San Ignacio. Era un colegio de reciente fundación -de
1921- y que no llegó a consolidarse. Tanto es así que, el año académico 1926-27, se
suprimió el quinto curso, justo el que le tocaba comenzar a Rafael, que se vio obligado a
dejar el Colegio. De modo que en Oviedo estudió con los jesuitas sólo dos cursos y, con
quince años, pasó al Instituto estatal, donde terminó el Bachillerato tres años más tarde,
en 1929.
Tres años en Burgos y dos en Oviedo estudiando en colegios de la Compañía de Jesús
indican que seguramente Rafael hizo los Ejercicios al menos dos o tres días cada curso
escolar. Pero la relación con los jesuitas no se redujo a esos cinco años, sino que tuvo
continuidad. A su tío Leopoldo le cuenta en una carta de 11 de octubre de 1930, desde
Oviedo, que «vamos a fundar los Luises en los Padres Jesuitas». Por su agenda de 1932
nos consta que en enero de ese año asistía a las 7 de la tarde a las «Juntas» «en los P.J.S»:
seguramente las juntas de la Congregación Mariana de los Luises en los Padres Jesuitas.
Eran los años que Rafael pasó en Oviedo, después de acabar el Bachillerato, preparándose,
primero, para el ingreso en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid -cosa que
consiguió el 26 de abril de 1930- y, luego, siguiendo a distancia los estudios de la misma
Escuela, hasta que se trasladó a la capital de España en septiembre de 1932. Tampoco
durante este tiempo dejaría de hacer los Ejercicios cada año, posiblemente en Covadonga
alguna vez. Eran los años en los que copia en la primera página de su cuaderno de campo,

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marrón claro, el «Tomad, Señor, y recibid» del primer punto de la «Contemplación para
alcanzar amor». Eran también los años en los que Rafael va guardando en otro álbum, de
gran formato y encuadernación de piel verde oscura, textos y más textos de autores
espirituales. Tampoco faltaban allí pensamientos de san Ignacio, acompañados de una
estampa del rostro de Loyola, la famosa del lienzo de Sánchez Coello, dando realce a lo
escrito:
«No hay acción digna de Dios que el mundo no combata y el infierno no
contradiga».
«Nadie hace más que el que se ocupa en una sola cosa».
«Pocos estarían dudosos de lo que Dios quiere hacer de ellos, si renunciasen a sí
mismos, si se entregasen sin reserva a su divino Maestro y si le entregasen sus almas
para que las gobernara a su arbitrio».
En cuanto se instala en Madrid, Rafael se inscribe de nuevo en la Congregación. Se
conserva su carné de la Congregación-Patronato de Ntra. Sra. del Buen Consejo y de San
Luis Gonzaga, que lleva fecha de 31 de octubre de 1932.

3. La opción por el Cister y la Compañía de Jesús


Pero Rafael había optado ya en 1930 por hacerse monje cisterciense, no jesuita. La
Compañía de Jesús es, ciertamente, hija de los Ejercicios. Y el jesuita es un hombre de los
Ejercicios. Sin embargo, de los Ejercicios han brotado también otros muchos carismas
institucionales y personales. Tanto es así, que los papas han reconocido los Ejercicios
como un camino válido para el discernimiento y fortalecimiento de la vocación de todo
cristiano y los han aconsejado especialmente -e incluso prescrito- para algunos momentos
relevantes de la vida.
Rafael se enamoró de la vida de los cistercienses trapenses y se lanzó con decisión a esa
divina aventura. ¿Por qué? Sin duda ninguna -como creo que quedará claro con este libro-
porque su alma estaba dispuesta para ello gracias a una educación católica sólida, como la
recibida en su familia, pero, de modo especial, en el ambiente jesuítico y en los Ejercicios.
Los Ejercicios le dispusieron para la generosidad suprema de la entrega completa de la
vida, a cambio de quedarse solo, pero de verdad, con la gracia y el amor de Dios: «Tomad,
Señor, y recibid ...».
Sobre esa base firme, que en realidad es común a toda vocación cristiana, se fue perfilando
luego la vocación monástica. Rafael estaba dotado de especiales cualidades personales para
el monacato que, en cuanto tuvo conocimiento de la Trapa, le hicieron decantarse
suavemente, pero con valentía y, al final, incluso con cierta violencia por el claustro
cisterciense. Rafael gozaba de una tendencia innata a ir a lo hondo de sus sentimientos y
de sus ideas, sin dejarse seducir fácilmente por las apariencias y por lo inmediato;

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tendencia a la que se unía el gusto por el silencio y la sensibilidad artística, la capacidad de


captar la belleza de la creación y la habilidad para reproducirla con el lápiz y los pinceles.
Pero ni las cualidades personales, que facilitan la configuración del carácter de un
buscador de Dios, ni el troquel recibido en la formación espiritual de los Ejercicios, eran
suficientes todavía para hacer alumbrar la opción monástica. Fue necesaria, naturalmente,
la mediación histórica del encuentro concreto, que a Rafael le vino gracias a la insistencia
de sus tíos de Ávila, especialmente del tío Polín, en que visitará el monasterio de San
Isidro de Dueñas, en Palencia. Acabado el Bachillerato, había pasado con ellos el verano de
1929, en su dehesa de Pedrosillo, sobre el Adaja, camino de Mingorría. Al año siguiente
repitió. Le habían gustado tanto o más que el hermoso paraje y la convivencia con sus
primos las conversaciones sobre la santa de Ávila, sobre san Juan de la Cruz y
posiblemente también sobre el santo de Loyola y los santos jesuitas. Pero Leopoldo Barón
estaba traduciendo del francés la vida de un militar que había cambiado el fusil por el
azadón del hermano trapense: fray Gabriel Mossier. Para diseñar bien la cubierta que su
tío le pidió que le pintara para ese libro, Rafael leyó el manuscrito. Y le entraron ganas de
ir a ver cómo encontraba en San Isidro de Dueñas lo que había leído y pintado: sobre los
surcos del campo labrado, un monje cisterciense, erguido, sostiene en la mano derecha
una azada, apoyada en el suelo, mientras con la izquierda señala suavemente la cruz que,
desde el horizonte, ilumina el cielo con sus rayos y también el rostro del monje, como
adivina el espectador, a quien el religioso da la espalda.
Rafael visitó, entonces, por primera vez el monasterio en septiembre de 1930. Y la
decisión quedó ya tomada: aquélla era la vida que buscaba. Parece que incluso quiso ya
quedarse. Pero el P. Armando Regolf le aconsejó que terminara los estudios de
arquitectura y que luego volviera. Con todo, volvió ya al año siguiente y al siguiente a
pasar unos días, siempre después de las correspondientes temporadas en Pedrosillo. Fruto
de la estancia de septiembre de 1931 en el monasterio es el precioso escrito «Impresiones
de la Trapa». En junio de 1932 hizo Ejercicios Espirituales con el P. Armando, un monje
que se había formado en Valencia y que había ingresado en el monasterio, ya sacerdote,
con veintiséis años. No sabemos qué tipo de Ejercicios serían aquellos exactamente. Lo
cierto es que, al más puro estilo jesuítico, duraron ocho días completos, sin contar el día
de entrada ni el de salida, es decir, del 17 al 26 de junio. También parece muy probable
que, en estos Ejercicios, Rafael confirmara de modo especial que el Señor le quería monje
trapense.
Poco después, en septiembre, Rafael se instala en Madrid para seguir estudiando, pero
con la mente puesta siempre en el Monasterio, donde pensaba que Dios le llamaba para
vivir solo para Él.
En Madrid, Rafael permaneció en esta ocasión solo algo más de un año (sin descontar las
repetidas estancias en Ávila y en Oviedo): de septiembre de 1932 a diciembre de 1933.
Pero, como escribiría luego con gracia su confesor, el P. Teófilo Sandoval, aquello fue algo

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así como «la larga travesía del nuevo Mar Rojo, el Madrid rojo de la II República
española, hasta alcanzar el puerto de la tierra prometida, la Trapa». Ya sabemos que buscó
enseguida la Congregación Maríana en la que alistarse; probablemente dirigida por el P.
Ángel Ayala, SJ, que se quedó en Madrid aún después de que la Compañía hubiera sido
prohibida por la República. Sin embargo, Rafael no alude a la Congregación en sus
escritos. Es probable que no hubiera tenido demasiado tiempo para frecuentarla. Habla,
en cambio, de sus misas y de sus visitas al Santísimo en el Oratorio de Caballero de Gracia,
cercano a la Pensión la Prensa, en la plaza de Callao, donde se hospedaba. Hizo los seis
meses de servicio militar, de enero a julio de 1933. Se matriculó de nuevo en la Escuela en
octubre y el 19 de noviembre escribía ya, desde Ávila, al abad de San Isidro pidiéndole
formalmente el ingreso en la Orden del Císter. La carta iba acompañada por otra en la que
el tío Polín le presentaba de nuevo al abad. Rafael había ido a Ávila casi todos los fines de
semana de aquel otoño. Paraba poco en Madrid. Y acabó huyendo de Madrid un tanto
bruscamente, es decir, del mundo al que sentía como un impedimento para respirar
libremente entregándose de lleno al Amor que le llamaba.
Un detalle: Rafael fue más de una vez al Cerro de los Ángeles, donde, en 1919, se había
consagrado España al Corazón de Jesús, gracias, en muy buena medida, a la iniciativa y al
trabajo de jesuitas como San José María Rubio y el P. Alfonso Torres. En la famosa «carta
kolosal» que le escribió a su hermano Fernando desde Madrid, el 4 de noviembre de 1932,
le cuenta: «Hoy hemos estado Atilano, Vallaure y yo en el Cerro de los Ángeles, no creas
que en ninguna peregrinación, sino solamente porque, como es primer viernes del mes, el
Padre Colón tenía que predicar un sermón y aprovechando el "taxi", pues nos ha llevado.
Había muy poca gente y estaba delicioso; a Juan (Vallaure), que no lo conocía, le ha
gustado mucho».


¡Ave María y adelante!

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