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M a lc o lm D eas

D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a
Y OTROS ENSAYOS SOBRE HISTORIA,
POLÍTICA Y LITERATURA COLOMBIANAS

TAURUS

PENSAMIENTO
© Malcolm Deas, 2006

© De esta edición:
2006, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.
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Imagen de cubierta: archivo fotográfico Cromos. Vargas Vila vuelve a Colombia.


Vargas Vila, con los poetas Rafael Maya y Castañeda Aragón, en su cuarto del Hotel Moderno,
en Barranquilla.
Diseño de cubierta: Nancy Cruz

ISBN: 958-704-397-9
Printed in Colombia - Impreso en Colombia

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Para Felisa
C o n t e n id o

P r ó l o g o ................................................. ......................................... 11
C orta c o n f e s i ó n ............. ............................................................. 19
A g ra d ecim ien to s........................ ..................................... 25

M ig u e l A n t o n i o C a r o y a m ig o s : g r a m á t ic a y p o d e r

en C o l o m b ia ............. ...................................................................... 27
N otas.................................................................................. 53

Los pr o b le m a s fiscales e n C o l o m b ia d u r a n t e e l s ig l o x ix . 63
N otas ............................................................................. ............. 107

P obreza, g u e r r a c iv il y p o l ít ic a : R ic a r d o G a it á n O beso y

SIJ CAMPAÑA EN EL RÍO MAGDALENA EN COLOMBIA, 1 8 8 5 ........... 123


N otas...................................... ........................................... 160

''L a -pr e s e n c ia d e l a p o l ít ic a n a c io n a l e n l a v id a

PROVINCIANA, PUEBLERINA Y RURAL DE COLOMBIA


EN EL PRIMER SIGLO DE LA REPÚBLICA............................................ 177
N otas.................................................................................. 199

A lgunas n o t a s so bre l a h is t o r ia d e l c a c iq u is m o

en C o l o m b ia .................................................................................... 209
N otas............................................................... ................. 229

U na h a c ie n d a c a f e t e r a d e C u n d in a m a r c a :
Sa n t a b á r b a r a (1 8 7 0 -1 9 1 2 )......................................................... 235
Propietario y administrador .................. ........................ 236
Arrendatarios y otros trabajadores perm anentes............ 240
Cosecha, salarios y comida .............................................. 245
Condiciones reales........................................................... 250
La decadencia de Santa Bárbara.................................... 259
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Santa B á rb a ra 1870 -19 12....................................................... 262


N o t a b ib lio g r á fic a ............................... ..................................... 263
N o t a s ........................................................................................... 265

El N ostromo d e Josep h C o n r a d ................................................. 271


N o t a s ................................................................ .......................... 284

J osé M a r ía V a r g a s V i l a ................................................................ 285


S u 'v id a ......................................................................................... 287
Su o b r a ...................................................................................... 293
Su v id a después d e m u e r t o ................................................... 295
V iv e e n ru m o re s ....................................................................... 297
N o t a s ........................................................................................... 298

A v e n tu r a s y m u e rte d e u n c a z a d o r d e o r q u íd e a s .................. 303

Una v is it a a l « N e g r o » M a r í n ..................................................... 307

U n d ía en Yum bo y C o r in t o : 24 d e a g o s t o d e 1984 ............. 313

U na t ie r r a d e l e o n e s : C o l o m b ia p a r a p r in c ip ia n t e s ............. 329

En d e s a c u e r d o c o n c iertas id e a s so bre l a c u l t u r a de

l a m uerte e n C o l o m b ia . . . . ........................................................ 345


N o t a s ................................. . ............... ....................................... 353
La p o l ít ic a e n l a v id a c o t id ia n a r e p u b l ic a n a .................. 355

N o ta b ib l io g r á f ic a ............................. “ ....................................... 371


P ró lo g o

TT
JLista obra del profesor M alcolm Deas merece especial atención.
Siempre admiré las crónicas de los viajeros que durante el siglo x ix
visitaron a Colom bia y dejaron en sus relatos un testimonio valioso
sobre la república naciente. El más conocido es, p o r razones ob­
vias, el del barón H um boldt, p ero son innumerables las obras de
ingleses, franceses y norteamericanos que en una u otra forma con­
signaron sus apreciaciones sobre Colom bia y sus gentes.
. Tanto m e engolosiné con esta clase de lecturas que al aventurar­
m e en el campo de la novela escogí com o personaje central un ju ­
d ío alemán que se supone viene a vivir en nuestro m edio durante
la guerra, se familiariza con la alta clase social bogotana y pasa la
vida estableciendo un parangón entre la Colombia de los años cua­
renta y los reinos balcánicos de la primera guerra mundial. Su edu­
cación puritana y sus costumbres de burgués europeo lo llevan a
enamorarse de esta tierra sin perder la distancia insalvable entre
sus experiencias de joven europeo y las inconsecuencias de una so­
ciedad en formación que había permanecido enclaustrada por siglos
en el altiplano cundiboyacense. Malcolm Deas, con más elementos
de juicio y más sentido del humor que el personaje de mi libro, rea­
liza a cabalidad m i ideal y aventaja a mi protagonista p or muchos
aspectos.
En prim er término, este profesor distraído, que parece arranca­
do de una novela del siglo pasado, es un historiador de veras. Dios
sabe p or qué razón acabó interesándose y especializándose en Co­
lom bia hasta convertirse en una autoridad sobre nuestro siglo xix.
Bien hubiera podido escribir un texto completo de historia, o al me­
nos la biografía completa de alguno de nuestros hombres públicos,
p ero ha p referido escribir ensayos breves sobre los rasgos más sa-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

lientes de nuestra gente, y de esta suerte sus observaciones no sola­


m ente son amenas sino hasta divertidas. ¿Qué decir, p or ejemplo,
de su hallazgo con respecto al consumo de la coca que, según Deas,
tuvo p or precursor ni más ni menos que al prohom bre de la Rege­
neración, el doctor Rafael Núñez?
Recientem ente dio a la luz su análisis acerca de la interrelación
entre la política y la gramática en el gobierno de Colombia, el cual,
con un grano de sal, debe hacer sonreír a nuestros vecinos y a los
estudiosos europeos que se ocupan de estas minucias.
‘ Y decía que aventajaba al personaje de mi novela Los elegidos por
su versación en los antecedentes de nuestra sociedad. Alguna di­
ferencia debe haber entre un investigador con un gran bagaje inte­
lectual, fruto de sus lecturas, y el observador imaginario que'hace
una crítica benévola de nuestra sociedad, equiparándola p or su in­
madurez con el m undo del sureste europeo, siempre pendiente de
Alemania, Francia e Inglaterra, com o nosotros siempre atentos a las
opiniones norteamericanas, a sus inversiones y a sus empréstitos.
. L o menos que se puede decir de esta antología de Malcolm Deas,
es que es amena. Es un menú com pleto en el que el lector puede
escoger, según el estado de ánimo, entre la vida del inglés coleccio­
nista de orquídeas, que muere asesinado en Victoria (Caldas), y el
sesudo estudio sobre nuestra situación tributaria a lo largo del siglo
X IX . ¡Y cuántos hallazgos afortunados salen a flote! U n ejem plo de

extraordinaria agudeza es el penetrante análisis sobre la influen­


cia de Vargas Vila en Am érica Latiná y en Colom bia en particular.
D igo la influencia porque el prim ero en desestimar la calidad lite­
raria de la obra de Vargas Vilá es el propio Deas, quien no ahorra
epítetos para descalificarlo. Pero una cosa es el m érito intrínseco
y otra, muy distinta p or cierto, lo que significó en su tiempo. En al­
guna parte le í el singular aserto según el cual durante el siglo xix
fue más decisiva la influencia de la obra de Víctor H ugo en la lucha
de clases que la obra de Carlos Marx. Los miserables despertaba en
mayor grado el sentimiento contra los ricos que los pesados estudios
econométricos del revolucionario alemán. Sin embargo, ¿quién
osaría establecer un parangón entre los dos escritores com o so­
ciólogos, o simplemente com o políticos? Es lo que ocurre con la
obra de Vargas Vila y su contribución, al populismo latinoamerica­
no. Más de un general m exicano de la prim era mitad del siglo x x
se nutría de la literatura de Vargas Vila. Juan Dom ingo Perón se con­
M a l c o l m D eas

taba entre sus admiradores, y nuestro Jorge Eliécer Gaitán hizo su­
yo el lema que el propio Vargas Vila se aplicaba a sí mismo de «yo
no soy un hombre. Soy un pueblo».
¿Quién más que Malcolm Deas se ha ocupado tan minuciosamen­
te de este personaje ya olvidado, que fue el prim er colombiano que
consiguió vivir espléndidamente de su pluma, no obstante ser vícti­
ma de las ediciones piratas en el mundo de habla hispana? L o úni­
co que falta saber es si alguna vez fue traducido a otro idioma, por­
que parece difícil que una prosa tan truculenta encuadre dentro
de la econom ía de superlativos de los ingleses o dentro del raciona­
lismo francés. Todo el mérito de desenterrar no ya el cadáver físico
sino el cadáver literario de Vargas Vila le corresponde a M alcolm
Deas.
En su estudio sobre los gramáticos en el gobierno, comparable
por su erudición al trabajo de Vargas Vila, aparece, por contraste, el
investigador, el ratón de biblioteca, que tras engolfarse en la corres­
pondencia de Caro y Cuervo, Marroquín y Uribe Uribe, formula un
diagnóstico sobre nuestra inclinación al cultivo del idiom a en las
formas más puras. Tan caracterizada es esta propensión a la gramá­
tica que, hasta bien entrado el siglo X X , era el título p or excelencia
para alcanzar las más altas dignidades del Estado. Lástima grande
ha- sido, el que la investigación de Deas se haya lim itado a los inicios
del siglo y nos quedemos esperando elju icio crítico sobre la plu­
ma y la-garganta de los prohombres de nuestro tiempo. Saber en
qué m edida el dom inio de la lengua castellana siguió sirviendo de
pedestal a las reputaciones políticas. Vale decir, si, p or escribir bien,
se sabía gobernar bien, o, com o se dice en nuestro idiom a verná­
culo a propósito de las mujeres: «Ver si com o camina, cocina».
Otros estudios son el fruto de una investigación profunda en ar­
chivos privados, que son tan raros en Colombia. Es el caso de los
de la hacienda cafetera Santa Bárbara, que le perm iten al profesor
Deas reconstruir el escenario de las primeras plantaciones cafete­
ras en el departamento de Cundinamarca. La fuente de su informa­
ción no puede ser más original: la correspondencia entre el pro­
pietario de la hacienda, don Roberto Herrera Restrepo, residente
en Bogotá, y su m ayordomo, don C om elio Rubio, vecino de Sasai­
ma. Del intercambio de cartas entre el culto señor Herrera, herma­
no del arzobispo (nos Bernardo), y el capataz, no tan ignorante co­
m o p od ría suponerse en aquellas edades, desfilan pequeñas
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

viñetas de la vida rural colombiana en los treinta años anteriores a


1912: las guerras civiles, la caída de los precios de nuestros pro­
ductos en los mercados internacionales, la condición de los arren­
datarios y los peones, el papel del cacique político y el tratamiento
que recibe la oposición al régim en imperante.
U na afirmación del autor, sustentada en el hecho de la disper­
sión de la hacienda Santa Bárbara, me llamó poderosamente la aten­
ción. Dice el profesor que en Colombia nunca hubo grandes latifun­
dios. Yo agregaría, en abono de esta afirmación, que es muy interesante
desde el punto de vista de la reform a agraria, que basta comparar
la extensión de los llamados latifundios mexicanos, argentinos y
aun salvadoreños, para verificar de qué manera en Colombia, qui­
zá p or la topografía, fueron contados los latifundios en las zonas
agrícolas. Estudios de c e g a — Corporación de Estudios Ganaderos
y Agrícolas— comprueban que en el actualidad hay sólo cinco lati­
fundios, entendiendo por tales los que llegan a las cinco mil hectá­
reas en la parte colonizada del territorio nacional, es decir, excluyen­
do los Llanos Orientales, adonde todavía no ha llegado la explotación
agrícola. Aun teniendo en cuenta estas propiedades, se cuentan en
los dedos de la mano los individuos dueños de esta clase de exten­
siones. En otro lugar ya he anotado el origen de esta creencia gene­
ralizada en los círculos universitarios norteamericanos, que equi­
paran nuestra situación con la de otros países. Cuando vinieron a
Colom bia las primeras empresas petroleras en busca del oro negro
se encontraron con el fenóm eno casi excepcional de que los recur­
sos fósiles del subsuelo, antes del año 1873, pertenecían al dueño
del suelo, o sea que existíala propiedad privada del petróleo. Con
tal pretexto se revivieron los títulos coloniales sobre tierras en la
parte norte de Colom bia y com enzaron a aparecer en las Cédulas
Reales inmensos latifundios adjudicados durante la época españo­
la. La verdad es que no solamente la propiedad del suelo se fue sub-
dividiendo a través del tiem po entre padres e hyos, sino que la po­
sesión de la tierra se fue perdiendo p or la explotación material de
colonos e invasores que acabaron por ser dueños de terrenos com­
prendidos dentro de las supuestas adjudicaciones de baldíos hechas
por la corona española. El acopio de.estos datos en Estados Unidos
e Inglaterra, sedes de las empresas petroleras, se fue transmitien­
do a los círculos académicos y acabamos con un gran núm ero de
profesores sustentando la peregrina teoría de que el mayor desarro­
llo de algunos países, com o M éxico con respecto a Colombia, estri­
M a l c o l m D eas

baba en que el latifundio había sido abolido en M éxico a tiem po


que subsistía en nuestro suelo. La explicación se halla en otro de los
estudios contenidos en este volumen: nuestra legendaria pobreza.
L a riqueza de las naciones en la época moderna proviene de su co­
mercio. El desarrollo industrial es hijo de la capacidad de equipa­
m iento proveniente de las exportaciones de productos agrícolas,
y Colombia, después del oro y la plata, nunca tuvo un rubro que
le garantizara un m ínim o de estabilidad. La quina, el añil, el taba­
co y el caucho conocieron bonanzas transitorias para luego desa­
parecer del renglón de nuestras exportaciones.
Yo les recomendaría a quienes quieran sacar el mayor provecho
de la obra que estamos presentando la lectura detenida de nuestro
historial en el campo de las finanzas públicas. Me basta con transcri­
bir esta afirmación contundente del trabajo en cuestión:

El comercio internacional es más fácil de gravar con tributos que


el comercio doméstico. A la luz de estas simples informaciones, las
perspectivas colombianas eran tan pobres como eran mediocres
sus exportaciones per cápita. Rafael Núñez escribió en 1882 que:
«Comparando el movimiento comercial de los otros países lati­
noamericanos con el nuestro en general, (...) estamos a retaguar­
dia en dicho movimiento. Respecto de algunos de esos países no
sólo estamos a retaguardia sino que casi los hemos perdido de vis­
ta». Estábamos situados entre Bolivia y Honduras.

En 1871 don Salvador Camacho Roldán decía: y

Sin pretender, desde luego, establecer en materia de rentas punto


alguno de comparación entre los pueblos europeos y los Estados
Unidos con nuestro país, nuestros recursos fiscales, comparados con
los del resto de la América española, son: la mitad de los del Sal­
vador, la tercera parte de los de México y Nicaragua, la cuarta parte
de los de Venezuela, la quinta de los de Chile, la sexta de los de Cos­
ta Rica y la República Argentina, y la duodécima de los del Perú;
Guatemala tiene un 50 por 100 más de rentas que nosotros, el Ecua­
dor ün 20 por 100, y Bolivia un 10. Apenas tenemos superioridad
sobre la República de Honduras, y aun es posible que en los ocho
años transcurridos desde la fecha a que se refieren los datos que
tengo de ese país, nuestra ventaja se haya disipado.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Partiendo de estas cifras es com o se entiende m ejor el destino


de los colombianos. Luchadores incansables, trabajadores de tiem­
po com pleto en las más adversas circunstancias, han conseguido
sobrevivir sin haberse ganado hasta el presente ninguna lotería, ni
la frontera con los Estados Unidos com o M éxico, ni el petróleo co­
m o Venezuela, ni el turismo, en su tiempo, com o Cuba, ni los cerea­
les ni el ganado com o Argentina y Uruguay, ni la extensión terri­
torial com o el Brasil. T od o conspiraba contra la supervivencia del
Estado colom biano que solamente a partir de 1975 com enzó a te­
ner ingresos patrimoniales, distintos de la tributación, con el carbón
de propiedad del Estado, los superávit de petróleo oficial para la ex­
portación y el níquel de Cerromatoso. Con razón anota M alcolm
Deas que por décadas el único patrim onio del Estado colom biano
eran las minas de sal. H a sido la gran transformación de los últimos
veinte años del siglo xx: haber tenido al lado de los ingresos tribu­
tarios los ingresos fiscales o patrimoniales de que carecía Colom ­
bia.
Anota el ensayista al analizar nuestra vida política la presencia
de los llamados caciques como una institución propia de toda la Am é­
rica española. Es curioso registrar cóm o subsiste el cacique con di­
versos nombres a través de los tiempos. A l cacique sucedió el man­
zanillo y, con laintemacionalización de los términos, el «clientelista».
La prim era vez que encontré la palabreja fue en las memorias de
Raymond Aron, antes de que fuera Conocida en Colombia. Divul­
gada p or algunas plumas, ha corrido con tanta fortuna com o la lla­
ma sobre la gasolina-cuando se le prénde un fósforo. Seguramente,
en el futuro, se encontrará otro vocablo sin que la institución desa­
parezca, pero permanecerá, com o un testimonio, el análisis tan do­
cumentado que se nos presenta en esta obra con un humor que no
desdice de la solidez de la investigación. Son temas nada desdeña­
bles para el sociólogo, pero que en nuestro m edio permanecen cap­
tivos en el coso de los papeles viejos.
Una idea del historiador que hubiera podido ser Malcolm Deas,
si se hubiera propuesto escribir un solo libro, la da su recuento, que
con más propiedad debiera llamarse testimonio, sobre la puesta en
marcha y la firm a de los diálogos de paz en el departamento del
Cauca, más concretamente en Corinto y Yumbo. Su prosa tiene mu­
cho de la agilidad periodística de Hemingway o de Traman Capote
p or la admirable expectativa que preside la totalidad del relato.
M a l c o l m D eas

Quien lo lee cree estar asistiendo a la cita de los contendientes y,


aun cuando no se trata de ningún ju icio de valor acerca del mérito
de lo que va ocurriendo, es algo altamente ilustrativo acerca de los
tropiezos a que deben hacer frente quienes se com prom eten en
el proceso de paz.
Bienvenidos estos textos a manos de los lectores colombianos.
Raras veces se encuentra una pluma menos comprometida con una
u otra causa. Se requería ser intelectualmente ajeno a nuestros con­
flictos, así em ocionalm ente M alcolm Deas, por innumerables la­
zos, se sienta vinculado a este jir ó n de la Am érica del Sur.

Alfonso López Michelsen


Santafé de Bogotá, septiembre de 1992
C o r t a c o n f e s ió n

JLjlegué p or prim era vez a Colom bia a fines de 1963, despistado,


com o intuye mi prologuista, y mal preparado para estudiar la histo­
ria de la república. El entrenam iento oxfordiano de historiadores
en ese entonces nos formaba muy bien para reseñar libros, pero no
para escribirlos: nunca había visto un archivo y casi n o sabía lo que
era una bibliografía. Sin negar los méritos de ciertos académicos
y amateurs, había muy pocos historiadores profesionales colombia­
nos en ese tiem po: recuerdo a Luis Ospina Vásquez, Jaime Jarami-
lio U ribe y a los jóvenes Germán Colmenares y jo r g e Orlando M e­
ló. Juiciosamente m e registré en el Consulado Británico. Después
, alguien m e contó que mi autodescripción de «historiador» había
suscitado tan vivas sospechas que se envió un cable a Londres para
averiguar si era cierto, o se trataba del disfraz de algún profesional
siniestro.
H oy día no m e parece que hubiera empezado m i labor en una
era historiográfica que m e fuera afín. Tuve, sí, la ventaja de empe­
zar cuando los ingleses, p or lo menos los académicos ingleses, no
sabían nada sobre Am érica Latina, y así evité muchos malos conse­
jos. (Recuerdo dos consejos, no más, de viejos miembros de All Souls,
mi college de ese entonces. Uno, de alguien muy eminente, que su­
maba la sabiduría de una larga vida de banquero internacional:
«N unca confíes en un extranjero»; otro, no menos eminente, me
recom endó irme a M ontevideo o a Buenos Aires para n o perder las
temporadas de ópera.) Pero las modas predominantes en la histo­
riografía eran, sin embargo, bien tristes a principios de los años se-
senta.yUn inefable francés había dictaminado, «para ser historiador
es necesario saber contar» — en el sentido numérico de la palabra— .
H ubo califom ianos que insistían en la necesidad de precisar las
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

últimas estadísticas de las catástrofes demográficas antes de proce­


der a cualquier otra tarea; con tal propósito formaban cuadrillas
de graduados esclavos, bajo el lem a de hacer «trabajo en equipo».
N i m e atraía tal trabajo ni la idea de form ar parte de un equipo, y
no veía por qué todos los historiadores tenían que saber contar;
buenos historiadores, pensaba yo, habían contado poco: Tucídides,
Plutarco, Gibbon, Macaulay, contaban de vez en cuando, pero no
tanto, y no p or falta de form ación francesa... Pero m e faltaba con­
fianza. Había en el aire cierta solemnidad que no cuestionaba la in­
nata superioridad de la historia económica, y la superioridad moral
de una historia económica de sufrimientos y frustraciones. Fueron
los años de la «Alianza para el Progreso», que trajo tanto experto
de Wisconsin para implantar la reform a agraria. En sociología, se
debatía el «cam bio de estructuras». N o hubo mucha historia polí­
tica, sólo la embrionaria ciencia política, entonces hipnotizada por
«los grupos de presión». N o m e sentía muy bien, ni andaba con la
conciencia clara en ese ambiente. .
Confieso que no llegué co,n tema ni con hipótesis. T od o m e pa­
reció curioso e inexplicable. Después de algún tiem po tuve dema­
siados temas y demasiadas hipótesis.
Raras veces m e ha parecido claro el por qué tal historiador esco­
ge tal tema. Los manuales, aun los mejores, guardan silencio sobre
este interesante punto. Aun Marc Bloch tiene poco o nada que de­
cir al respecto. Aveces el historiador ofrece una racionalización de
su interés, a veces una excelente y útil racionalización, pero casi siem­
pre se limita a lo intelectual. N o he intentado explicarme a m í mis­
m o p or qué llegué a interesarme tanto en el anárquico y poco res­
petado siglo x ix colombiano, pero el impulso original no tuvo una
clara form ulación intelectual. Fue de otra naturaleza. Tal vez esta­
ba buscando la República de Costaguana.
H e leído otra vez estos ensayos. Recuerdo que son en parte pro­
ducto de hallazgos y de accidentes, pero hay que estar preparado
para hacer buenos hallazgos; y los accidentes ocurrieron a alguien
que ha gastado buena parte de sus últimos treinta años en. el estu­
dio de este país. El archivo de Santa Bárbara, que no andaba bus­
cando, m e lo abrieron don José U m añay María Carrizosa de Uma-
ña; sin su ayuda hubiera entendido mucho menos de su riqueza.
El proceso de Ricardo Gaitán Obeso lo hallé en el expediente ori­
ginal cuando estuve pensando hacer un estudio de la historia del
M a l c o l m D eas

crimen en B ogotá — tema de m oda en ese entonces— y me había


m etido en un ramo dei Archivo Nacional lleno de hurtos menores
y riñas de chichería. H ice a un lado los hurtos y riñas sin mucho re­
mordimiento. El tema fiscal al principio me pareció árido, pero m e
com prom etí a explorarlo porque M iguel Urrutia m e ofreció un ti­
quete para venir a un simposio. Quedé encantado con la historia
fiscal.
M e sorprendió com probar que los ensayos tienen cierta unidad
de enfoque, sin demasiada repetición. Pensaba que había m aripo­
seado más. Tal vez no debería estar tan sorprendido, al menos p o r
la unidad de enfoque; después de todo, son del mismo autor, aun­
que el autor puede haber cambiado con los años.
Advierto ciertos errores, sin insistir en el hecho obvio e inevita­
ble de que algunos argumentos tienen bases más sólidas y mayor ela­
boración que otros, que unas partes son de piedra y otras de adobe,
digamos. Ricardo Gaitán Obeso ( véase Pilar M oreno de Angel, San­
tander, Bogotá, 1989, pp. 678-679) tuvo ancestros y antecedentes más
notables de lo que yo suponía; además de haber sido alumno del
, C olegio Militar, fundado por el general Mosquera, en donde tuvo
por compañero al poeta Candelario Obeso (véaseAntonio José Res-
trepo, A jí pique, M edellín, 1950, p. 37), había sido je fe destacado
en la revolución radical en Antioquia en 1879 ( véase'Jorge Isaacs, La
revolución radical en Antioquia, Bogotá, 1880, para los detalles). Mis
observaciones sobre la tenencia de la tierra en el occidente de Cun­
dinamarca en el ensayo sobre Santa Bárbara son demasiado rotun­
das y simplistas: el panorama al parecer fue más variado.
Otros me han señalado la persistencia de algunos hábitos inte­
lectuales: más sugerencia que conclusión, por ejemplo. Bueno, qui
s’excuse s’accuse. N o tengo el sitzfldsch, esa capacidad de sentarme
frente a un problem a o tema p or largos años. Puede ser que haya
obras definitivas en historia, pero dudo que haya ensayos definiti­
vos. Además, confieso que frente a muchos aspectos de la historia
colombiana no m e parece fácil llegar a conclusiones. Mucho miste­
rio queda, y mucha ambivalencia en este escritor. N o sé, por ejem ­
plo, cóm o juzgar esa obsesión nacional filológico-gramatical que es
el tema del prim er ensayo, ni si es el deber del historiador juzgar­
la. En mis andanzas por las librerías de segunda mano, me llam ó
la atención la existencia de tantos textos viejos de gramática; tam­
bién reflexioné sobre el acervo de las publicaciones del Instituto
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Caro y Cuervo. Empecé com o el soldado Woyzeck frente a los hon­


gos: «¿N o ha visto Ud. cóm o brotan en padrones? Si alguien pudie­
ra leerlos». Quise entonces escudriñar el misterio de tanta filología.
Paso ahora a mi corto credo. L a historia no avanza iluminando
todo el campo con una luz igual y bien distribuida, sino con luces
de luciérnaga. El historiador debe cultivar un grado de pasividad
frente a su materia, debe abrirse a sus sugerencias, aun si eso lo con­
duce a abandonar sus primeras hipótesis. Para explicar, prim ero es
necesario describir con toda la minuciosidad posible. El gusto por
el detalle no m e parece un gusto frivolo: el poeta W illiam Blake
aspiraba a «ver un m undo en un grano de arena», y el historiador
puede tener la misma aspiración. N o m e gusta el antagonismo en­
tre «vieja historia» y «nueva historia»; hay que hacer nueva historia:
económica, popular, profesional, cosmopolita, comparativa, de ar­
chivo, rigurosa... pero eso no implica el rechazo de la vieja. ¿Quién
que aspire a conocer la historia de este país, puede, prescindir de
leer a j. M. Cordovez Moure, talento extraordinario, sin rival, como
historiador social del siglo x ix en Am érica Latina? Los archivos son
fundamentales (todavía hay tanto p or hacer para rescatar el archi-
vo republicano de C olom bia), pero muchas cosas no se encuentran
en ellos. Hay que leer mucho libro viejo — malo y bueno— y la pren­
sa, muy p oco explotada hasta ahora. En la «vieja historia» colom ­
biana he encontrado mucha sugerencia, mucha inspiración. Se ve
en mis notas de pie de texto. M e ha nutrido la imaginación, y sin
imaginación no se puede intentar hacer historia. N o he sido asiduo
lector de libros sobre la historia, su filosofía y sus métodos, y nunca
tuve la buena o mala suerte de ser «form ad o» en una escuela, fuera
del aprendizaje oxfordiano de escribir ensayos. Soy de la última ge­
neración de allá que consiguió em pleo académico sin pasar ni por
maestrías ni por doctorados. (Esos, digo, tienen mis alumnos.) Re­
cuerdo la respuesta de Sir Charles Firth, gran historiador de la épo­
ca de nuestra guerra civil y biógrafo ,de O liver Cromwell, a alguien
que le preguntó cuándo sabía que había investigado lo suficiente.
«Cuando los escucho conversando», contestó. Los restos de las con­
versaciones muertas están en muchas partes.
Para escucharlas sin prejuicios un extranjero tiene ventaja, pues
le es más fácil ser neutral y mantener cierta distancia. Pero el extran-
je r o también tiene sus sesgos. Espero que los míos sean obvios, y
que por lo menos haya argumentado de manera abierta. H e inclui­
M a l c o l m D eas

do dos ensayos sobre coyunturas políticas de años recientes. N o


son militantes; el lector juzgará si son neutrales.
Confieso que m e gustan casi todos los aforismos sobre la historia
y sobre los historiadores, y son muchos en los varios tomos de Esco­
lios a un texto implícito, de Nicolás Góm ez Dávila. El último que he
anotado dice: «P eríod o histórico interesante es aquél sobre el cual
existe un libro inteligente». Ojalá que haya contribuido a hacer más
interesante nuestro siglo xix. Aveces pienso con la señora de Gould
en Nostromo: «Para que la vida sea ancha y llena tiene que mantener
el cuidado del pasado y del futuro en cada m omento del presente».
Ideal insostenible, com o todos los ideales.
¿Remordimientos profesionales? A l historiador, o por lo menos a
cierto tipo de historiador, «los hechos» dan un frisson que la ficción
nunca iguala. Hay hallazgos que se encuentran demasiado tarde,
cuando ya quedó terminado y publicado un escrito. Recientemen­
te encontré uno. U n amigo, que se hallaba depurando su bibliote­
ca, me regaló un panfleto, de miserable apariencia y de fecha no tan
interesante: J. M. Phillips, «L a Humareda». Del libro Recuerdos, (Edit.
Marco A. Gómez, Bucaramanga, ju n io de 1935). Desgraciadamente
n o lo tuve a la m ano cuando escribí sobre Gaitán Obeso. Phillips,
veterano de la batalla de La Humareda, cuenta, cincuenta años des­
pués, los extraordinarios finales de esa contiénda:

Ya terminada mi tarea, como a las diez de la noche, sentí un fuego


' nutridísimo en la parte norte del campamento, dónde estaban atra-
• cados los vapores...
¿Qué había ocurrido? Que el vapor «Once de Febrero» en el que
habíamos guardado todas las municiones, el armamento cogido al
enemigo, una brigada como de 60 muías y el cadáver de don Luis
Lleras que estaba en cámara ardiente en el salón, se había incendia-.
do y había desaparecido en pocos minutos. Este vapor cuyo nom­
bre recordaba el triunfo de Barranquilla y que anteriormente se lla­
maba «María Emma», recibió en el combate una bala de cañón de
proa a popa, que se llevó toda la fila de lámparas que colgaban por
toda la mitad de los salones; esas lámparas según la disciplina de
los barcos, se llenaban todos los días, de manera que esa gran can­
tidad de petróleo cayó sobre la madera seca del buque que la absor­
bió como esponja; el despensero, apurado por alumbrar el buque
estaba poniendo velas esteáricas en botellas, y al caer una de ellas
D e l PODER Y LA GRAMATICA

se incendió el barco con gran velocidad, que no permitió sacar nada;


al prender las bodegas empezaron a estallar las municiones. El
zapateo de las muías acorraladas producía gran impresión, pues
todo mundo comprendía que se estaban quemando vivas. Sobre la
albarrada frente al buque había una infinidad de soldados cansa­
dos y dormidos; el General Lombana, que estaba en el buque si­
guiente, viendo el incendio, advirtió a gritos que al quemarse la ca­
silla del Capitán caería sobre el puente y haría disparar la culebrina
de proa, cargada con metralla y podía matar unos cuantos de esos
soldados. Se les trató de despertar pero fue en vano: el sueño del sol­
dado que ha combatido un día entero es un poco más profundo
que el deljusto; y hubo que tirarlos de los pies, operación a que cari­
tativamente vino a ayudar el General Lombana; y en el momento
en que hacía su obra de caridad se cumplió su previsión: la casilla
cayó al puente; la culebrina se disparó y la metralla despedazó al
General Lombana, dejándolo sin manos y lleno de heridas. Se le lle­
vó al vapor inmediato con ánimo de socorrerlo, pero él, que era mé­
dico, les dijo a sus colegas: «Yo comprendo perfectamente que no
tengo remedio; déjenme tranquilo, y que mis ayudantes me den a
fumar un cigarrillo». Así se hizo. Por mano de sus ayudantes fuma-
ba,'y conversaba con ellos, dándoles consejos respecto a que no aban­
donaran la causa liberal por más contratiempos que hubiera. Hizo
que le tuvieran abierto un reloj que séfiacía mostrar cada rato. Anun­
ció los minutos que tardaría en tener-hipo; a los cuantos empezaría
su estertor y últimamente a los cuantos moriría, todo lo cual se
cumplió con exactitud. . ' ■

¿Qué hace el historiador frente a un relato así? ¿Forma un equi­


po y aprende a contar? A m í me atrapó de nuevo la vieja fascinación.

Santafé de Bogotá, septiembre de 1992


A g r a d e c im ie n t o s

A la memoria deEvaAldor

"FT
JLste libro abarca trabajos de muchos años; estoy en deuda con
tantos colegas, ex alumnos, alumnos, maestros de estilo, archiveros
y bibliotecarios, que la lista de sus nombres sería tan larga como una
de esas viejas «adhesiones» a una candidatura presidencial con bue­
nas perspectivas de éxito. Tengo una deuda muy especial con el gre­
m io de libreros, del libro nuevo y del libro viejo, y particularmente
con J. N o é H errera, de Libros de Colombia.
Pido perdón a todos los demás y su comprensión p o r haber omi­
tido una lista tan larga y p or no agradecer acá con nom bre propio
sino a quienes tienen que ver muy directamente con este libro: José
Antonio) Ocam po, que m e pidió compilarlo, y A lfonso López Mi-
chelsen, que me infundió aliento en un tiempo cuando el ánimo fal­
taba y que m e ha honrado con su prólogo.
M ig u e l A n t o n io C a r o y a m ig o s :
G R A M Á T IC A Y P O D E R E N C O L O M B IA

JX afael Uribe U ribe fue un inquieto y ambicioso guerrero y políti­


co colombiano, cuya carrera concluyó con su asesinato en octubre
de 1914. Combatió en tres guerras civiles, y en los intervalos de paz
publicó periódicos, sembró café y animó a otros en el cultivo del
banano. Dictó conferencias sobre el socialismo, figu ró en el Con­
greso, viajó mucho com o diplomático y escribió cuentos para niños.
Fue el arquitecto de muchas combinaciones revolucionarias y pro­
gresistas, o al menos subversivas. Semejante versatilidad no era rara
en la vida pública colombiana, aunque Uribe Uribe parece haberla
llevado a extremos frenéticos. Cualquier cosa que otro pudiera ha­
cer, él, ciertamente, intentaría hacerla mejor. Viejos colombianos de
ascendencia liberal en la década de 1960 guardaban entre sus recuer­
dos de niñez ambiguos sentimientos acerca de este hom bre ejem­
plar' quien también era muy dado a los ejercicios de gimnasia sue­
ca y a los baños de agua fría1.
D e joven coronel, Uribe U ribe no estuvo en el bando ganador en
la guerra civil de 1885. En un acceso de celo disciplinario — éste fue
siempre uno de sus defectos como comandante en el campo de bata­
lla, lo cual ocasionó en sus tropas muchas más deserciones que las
usuales— mató de un disparo a un soldado de su bando y fue envia­
do a prisión. Allí, además de adaptar un texto de geología para el
lector común, traducir un trabajo de Herbert Spencer y preparar su
propia defensa, escribió su Diccionario Abreviado de Galicismos, Pro­
vincialismos y Correcciones de Lenguaje, con trescientas notas explica­
tivas, un trabajo denso de 376 páginas2.
Su carrera, su prestigio, su arsenal, no hubieran quedado com­
pletos sin un libro así. Tampoco fue ése el fin de sus estudios grama­
ticales y filológicos. Los congresos de finales de los años 1880 y de la
década de 1890 fueron ampliamente dominados p or los adversa­
rios del liberalismo, y Uribe U ribe fue uno de los dos únicos libera­
les que lograron ser elegidos en ese periodo. El conocimiento de ga­
licismos, provincialismos y correcciones era, sin duda, una ayuda en
el ataque y en la defensa3. Sin embargo, para medirse con la figura
principal del gobierno en la década de 1890, M iguel Antonio Caro,
el conocimiento del latín! también era necesario. Uribe Uribe contra­
tó a un discreto profesor de esa lengua, un desconocido traductor
de tratados religiosos, y tomó lecciones durante tres meses, al final de
los cuales le dijo a Caro en un debate que él no era el único latinista
en el Congreso.
Para demostrarlo citó un proverbio, Nunqua esfide cum potente
soda. Caro, poniendo las manos sobre la cabeza, exclamó: «¡Horror,
horror! Cuando ustedes quieran hablarme en latín, les ruego que me
pronuncien bien las sílabas finales, porque allí es donde está el m eo­
llo de la cuestión»4.
¿Por qué escoger estas dos anécdotas en una carrera tan activa y .
variada? ¿Qué, aparte de vanidad, condujo a este revolucionario a la
lexicografía y a los clásicos? ¿Qué pertinencia tienen estas peculia­
res preguntas? ¿No preferiría el lector conocer m ejor sus experien­
cias en el cultivo del café y los caprichos de sus precios, o su entusias­
mo, posiblemente infundado, p o r las prometedoras perspectivas
del com ercio del banano? Quizá;-Pero es tal vez algo más que vani­
dad lo que impulsó a Uribe Uribe a redactar su Dicáonarioy a tomar
lecciones de latín. Se daba la inevitable presencia de M iguel Anto-
nio Caro, ingente obstáculo para el Partido Liberal, filólogo y latinis-.
ta superior y vicepresidente encargado de la presidencia. Cuando
uno explora un poco más allá, sale a luz que esta clase de sabiduría
y de com petencia entre sabios está íntimamente conectada en Co­
lom bia con el ejercicio del poder.
Una exploración minuciosa de este tema y de sus implicaciones,
incluso en el que parecería ser el nada com plicado caso de una re­
pública suramericana, agobiadoramente rural y analfabeta, a fina­
les del siglo xix, es una perspectiva intimidante. A p esar de su aleja­
m iento de los centros académicos más avanzados, de su pobreza y
de las distracciones de la política, a las cuales eran muy propensos,
algunos de esos estudiosos colombianos fueron eruditos form ida­
bles y prolíficos. Pocos hoy tienen la particular preparación, o el
tiempo, o la inclinación que se necesitan para recrear su mundo
académico y para evaluar sus contribuciones al mismo. Este autor
se siente lejos de estar bien equipado para la tarea. Espera, sin embar­
go, que le sea posible analizar el importante papel que ha desem­
peñado esta cultura académica en la política colombiana, sin nada
más que una rudimentaria comprensión de partes de su contenido.
Que el siglo x ix fue «la edad de oro de los lexicógrafos, gramá­
ticos, filólogos y letrados vemacularizantes», ha sido frecuentemente
dicho y su rol en el surgimiento de muchos nacionalismos es bas­
tante familiar5. El entusiasmo gramatical y lexicográfico en las colo­
nias inglesas de Norteamérica y en los Estados Unidos durante la pri­
mera etapa de la vida republicana, al igual que el interés de su gente
p or la pureza y uniform idad, han sido interpretados com o «u n fe­
nóm eno típicamente colonial, el de pueblos todavía inseguros de
su nueva cultura y que trataban de reafirmarse demostrando que
eran más correctos aún que los habitantes de la m adre patria». Las
interpretaciones norteamericanas siempre reveían un caracterís­
tico matiz igualitario y enérgico:

, Los primeros pobladores de la Nueva Inglaterra, pertenecientes a


la clase media educada, campeones de la escuela común ( common
school), tuvieron mucho que ver con el establecimiento de la unifor­
midad en el primer lugar. El profesor de la escuela yanqui, así como
el vendedor yanqui, viajaban mucho, y ambos llevaban consigo el
manual de ortografía, que daba la pauta de la respetabilidad lingüís­
tica. A comienzos del siglo XIX, un tendero de Nueva Inglaterra podía
tener en su lista de ventas: «Todo tenemos: whisky, melaza, percales,
libros de ortografía y parrillas patentadas». Noah Webster se benefi­
ció grandemente con el hecho de que la uniformidad del lenguaje
norteamericano dependiera de la escuela y de la universalidad del al­
fabetismo. «Nada sino el establecimiento de escuelas y alguna uni­
formidad en el uso de los libros (¡preferiblemente la ortografía de
Webster!) — argüía en sus Disertaciones sobre el idioma inglés (1789)— ,
puede acabar con las diferencias en el habla y preservar la pureza
de la lengua estadounidense»6.

Sin embargo, no parece posible asimilar satisfactoriamente las


preocupaciones de los colombianos por la lingüística con las de los
nacionalismos europeos del x ix o con las de la Am érica del Norte
anglosajona. Aunque las hazañas filológicas eran m otivo de orgu-
lio patriótico, e implicaban cierta resistencia contra las influencias
culturales externas, esencialmente no eran de carácter nacionalista^
Aun a veces p odrían resultar conscientemente antinacionalistas, es
decir, transnacionalesi Aunque los libros de gramática y de ortogra­
fía se vendían ju n to con el aguardiente, la panela, las telas y las pa­
rrillas, las ganancias no eran tan grandes y el espíritu no era tan de­
mocrático.
Había algo más enjuego. La gramática, el dom inio de las leyes y
de los misterios de la lengua, era componente muy importante de la
•hegemonía conservadora que duró de 1885 hasta 1930, y cuyos efec­
tos persistieron hasta tiempos mucho más recientes.
Lá'política colombiana ha contenido desde un principio un vigo­
roso élem ento ideológicb y pedagógico. M ucho se escribió, y se ha
escrito desde entonces, acerca de la conveniencia de formar lajoven
mentalidad republicana con base en los textos de Bentham y Des-
tutt de Tracy: el presidente Santander, 1832-1837, a favor; el presi­
dente Herrán, 1841-1845, en contra.. .7. L a educación popular lai­
ca que preparase a las masas rurales, manipuladas p or los curas,
para el sufragio universal que prematuramente seles había concedi­
do, era una de las principales preocupaciones del liberalismo radi­
cal en las décadas de 1860 y 1870, y fue una de las ostensibles man­
zanas de discordia en la guerra civil de 1876-1877. Los colombianos
no hubieran discrepado de la doctrina de David Hum e relativa a la
importancia del púlpito y la escuela. Los gobiernos sucesivos, al re­
admitir o reexpulsar a' los jesuítas, tuvieron m uy en,cuenta sus habi­
lidades com o educadores.'El control de l^ d u c aciónifue frecuen-
tem enle el centro del debate en to m o a las relaciones entre I glesia
y Estado; era algo d e vital importancia para conservadores y libera­
les, elem ento esencial de cualquier hegemonía.
Dichos debates fueron apasionados y comprometidos. Es fasci­
nante seguir las carreras de Bentham y Destutt de Tracy a través de
la geografía y las generaciones de.la Colombia independiente, y exa­
minar los métodos y motivos opuestos que liberales y conservado­
res adoptaron en la inmensa torea de ilustrar a las masas populares.
Pero esto no es asunto de este énsayo, que tiene que ver con la singu­
lar prominencia de gramáticos y filólogos en la vida pública del país.
Com encé con el ejem plo del diccionario que compuso en la
cárcel U ribe Uribe, el Diccionario de Galicismos. Aunque respetable,
jamás alcanzó la fama, ni logró una segunda edición. A qu í contras­
ta con la obra que, com o se puede deducir del prólogo, debía emu­
lar: Apuntaciones Críticas sobre el Lenguaje Bogotano, de Rufino ]. Cuer­
vo8.Publicado p o r prim era vez en Bogotá en 1872, este libro había
alcanzado su cuarta edición en 1885, algo nunca logrado por nin­
gún otro trabajo local de erudición. El artículo «Spanish Language»
en la Encyclopaedia Brítannica, undécima edición, 1911, lo elogia
con cierta casual generosidad geográfica, como la primera autoridad
en lo relacionado con el español de A m érica. La obra de Cuervo, en
sus ediciones posteriores, fue impresa en Francia, y se encuentra,
p or lo general, bien encuadernada, con la apariencia solemne y sin
leer del prem io escolar. Aunque no particularmente raro, tiene alto
precio en el m ercado del libro de segunda mano.
M ucho más amplia divulgación alcanzó un librito más barato,
menos ambicioso, más práctico: Tratado de Ortología y Ortografía Cas­
tellana, de José Manuel M arroquín — guía para la ortografía y pro­
nunciación castellana, con útiles listas de cuándo usar «z » y cuándo
«s», y de palabras «d e dudosa ortografía»— . Buena parte de esta in­
formación se daba en rimas, y generaciones de niños colombianos
han tenido que aprenderlas de memoria:

Las voces en que la zeta


Puede colocarse antes
De otras letras consonantes
Son gazpacho, pizpireta,
Cabizbajo, plazgo, yazgo,
Hazlo, y hazlas yjuzgar
Con pazguato, sojuzgar,
Hazte y los nombres en azgo...

L a obra todavía se imprime, el texto permanece igual que en vida


del autor y se vende p or la calle, fotográficamente reproducido con
todas las preocupaciones y los ejemplos de hace cien años9.
M iguel A ntonio Caro y Rufino José Cuervo escribieron una gra­
mática latina que disfrutó un succés d’estime en España y que fue ob­
je to de varias ediciones. Caro escribió extensamente sobre Andrés
Bello,, cuya Gramática de la Lengua Española', publicada p or primera
vez en 1847, fue la gramática más utilizada en Hispanoamérica en/
el siglo pasado, y dirigió una edición de la Ortología de B ella en Bo­
gotá en 1882. En 1870 redactó un Tratado del Participio, muy aplau-
dido, que se volvió a publicar en 1910. (Escribió muchísimo más y
fue la inteligencia rectora de la longeva Constitución de 1886, cuyo
trazado general sobrevivió en sus líneas generales hasta 1991, pero
lo que acá nos concierne es apenas la parte gramatical y filológica
de sus escritos.)
H ubo otros gramáticos que giraban con más o menos indepen­
dencia en la órbita de Caro. Marco Fidel Suárez, presidente a su vez
posteriormente, nunca se seiTtíá más feliz que cuando pescabáefro-
res en los escritos de los demás. A l término de la última guerra civil
colombiana, Loren zo M arroquín, el hijo de José Manuel, que ha­
bía dejado de versificar la ortografía para ejercer la presidencia del
país, escribió una novela en clave,\Pgy, para exponer la moralidad
y las costumbres de entonces. La facción de Suárez era opuesta a la
de los Marroquín, y su reacción fue publicar una anatomía de sus
errores, de ciento cincuenta páginas: Análisis Gramatical dePax. Los
temas filológicos sorLXcraunesen su voluminosa producción perio-
dística10i Miguel Abadía Méndez) el último presidente de la hegemo­
nía conservadora, escribió, p or su parte, unas Nociones de Prosodia
Latina, obra publicada por la Librería Am ericana en 1893. El mis­
m o también suministró el p rólogo para el Tratado del Participio de
Caro en la edición de 1910. Anteriorm ente la empresa de M iguel
Antonio Caro, la Librería Americana, había pasado a manos de José
Vicente Concha, también presidente del país entre 1914 y 1918.
Aunque lJribe Uribe: com o liberal fue sobrepasado en número
de aliados y ampliamente superado en erudición p or los gramáti­
cos conservadores, no fue el único liberal én publicar un trabajo en
este campo. Santiago Pérez, dirigente radical y presidente entre
1874 y 1876, sostuvo una escuela y en 1853 publicó una de las prime­
ras gramáticas colombianas, Compendio de Gramática Castellana,jaara
uso de sus alumnos. También publicó una abreviación de la Gramá­
tica de Andrés Bello — a uno le parece que un conservador hubiera
ampliado la obra; ciertamente, Cuervo así lo hizo en 1881— . César
Conto, prom inente radical del Valle del Cauca, muy com prom e­
tido con los conflictos educativos que desembocaron en la guerra
civil de 1876-1877, compuso en 1885 un Diccionario Ortográfico deApe­
llidos y de Nombres Propios de Personas,' con un apéndice de nombres geo­
gráficos de Colombia. También elaboró un trabajo acerca del inglés,
Apuntaciones sobre la Lengua Inglesa, con un apéndice sobre el argot11.
U n rápido vistazo a la lista de gramáticas, diccionarios y guías
para escribir y pronunciar bien que se han publicado en Colombia
en el último siglo revela que en su mayor parte fueron obra de per­
sonas políticamente prominentes y comprometidas. Los líderes en
este campo también eran líd eres en la vida pública. Santiago Pérez
no fue el único que fue propietario de una escuela. También lo fue
José Manuel M a rro quint en su hacienda de Hierbabuena, en la Sa­
bana de Bogotá. M arroquín había enseñado antes en el estableci­
m iento de Pérez. El colegio de M arroquín adoptó la norm a de los
jesuitas de vigilancia total de los alumnos en todo m om ento, aun­
que la solemnidad era aliviada p or becerradas y frecuentes repre­
sentaciones teatrales. U n selecto grupo de muchachos cantaba las
rimas ortográficas: algunos años después serían remplazados por
otro escogido grupo de niñas12. Igualmente, M iguel Antonio Caro
abrió una escuela después de retirarse de la presidencia. U n buen
número de esos hombres también dictó cursos universitarios a lo lar­
go de sus carreras. Abadía, por ejemplo, siguió con sus clases de de­
recho, temprano p o r la mañana, durante su período presidencial.
P ero no nos desviemos de gramática y filología. El interés local
p o r estasicieñciasj— sus practicantes insisten siempre en llamarlas
ciencias— recibió forma ósea msfimcioñal coñ érestablecimiento de
la lA^adFmia-Cólombiáña7en 1871. Los tres espíritus fundadores,
M iguel An ton io Caro, José Manuel Marroquín y jo s é María Verga­
ra y Vergara, eran miembros correspondientes de la Academia Es­
pañola. El número de miembros se fijó, primero, en doce, «com o
conmemorativo de las doce casas que los conquistadores, reunidos
en la llanura de B ogotá el 6 de agosto de 1538, levantaron com o
núcleo de la futura ciudad»13. Entre los doce figuraban los promi-
neñtes radicales, Santiago Pérez y Felipe Zapata, p ero la mayoría
eran conservadores.
Aprobada por la Academia Española en noviembre de 1871, ésta
fue la prim era entidad de tal naturaleza que se fundó en las A m é-
ricas14. Durante años sus actividades fueron intermitentes, sin dejar
de ser controvertidas políticamente. Como no tenía dónde reunirse,
en 1875 la Academ ia pidió permiso al Congreso para utilizar el
antiguo convento de Santo Dom ingo. La solicitud fue rechazada.
Los congresistas se opusieron, acusando a los miembros de la Aca­
demia de ser «los soldados postumos de Felipe II», de rezar el rosa­
rio en sus sesiones y de escribir la conjunción «y » así, y no con «i»,
«a la manera de ese funesto m onarca». El uso de la «y » era consi­
derado conservador, reaccionario. En vano Caro señaló que Felipe
I I había favorecido la «i>>', com o los radicales15.
La Academia no tuvo ambiente favorable bajo el régimen radical,
a pesar de contar entre sus miembros a Pérez y a Zapata. Se.reunía,
pues, raras veces, en cásas privadas. Rufino J! Cuervo, elacadém ico
x n S ^ i^ ñ g u íd o rq u is o renunciar a pesar suyo: un malentendido
lo llevó a creer que n o había sido invitado a una de las escasas reu­
niones que se llevaron a cabo. Caro apeló, con éxito, a su sentido
del deber:

Usted sabe que nuestra Academia, por falta de rentas, de local, de


ocupación fija, y de cuanto informa una sociedad semejante, ha sido
generalmente y por años enteros como concilio disperso. Es un si­
mulacro de Academia, una lucecita que espera mejores días, man­
tenida por la amistad que agrupa a unos pocos (...) Hoy creo que
hubiera sido más prudente de parte de la Academia Española tener
aquí individuos correspondientes, por las dificultades de estable­
cer en América sociedades de esta clase (...) Pero una vez aceptado
el compromiso, hay que lavar la ropa sucia en la casa y sostener el
honor de la familia, o como dice Cervantes, limpiamos los dientes
en público para que parezca que hemos comido aunque estemos
muertos de hambre16.

La imagen final es sorprendente y sugestiva. Aunque ellos iban


a ejercer el p od er y a establecer lina hegem onía a partir de 1885,
no se trataba de hombres ricos. Algunos de ellos habían conocido
la pobreza en carne y hueso. El mayor interés que despierta el gru­
p o radica en esto. ¿Cóm o piído ocurrir que cuatro personas, conec-
tadas por una sola librería, se convirtieran en presidentes de la na-
ción en un lapso de treinta años? Y pedagogos, todos ellos, hasta
cierto punto.
Si hubieran sido exportadores de tabaco, cultivadores de café o
abogados de compañías de petróleo, es fácil suponer que ellos y sus
relaciones hubieran llamado más, la atención. Es fácil también ima­
ginar qué clase de conclusiones sobre su época habrían deducido
los historiadores, si grupo tan influyente se hubiera congregado
alrededor de un solo negocio. Los historiadores, sin embargo, no se
han mostrado ni muy interesados, ni muy benévolos con ellos.
En una historiografía predom inantem ente liberal, Caro tiene
los rasgos de un «monstruo sagrado», y disfrutó de cierto renovado
interés p or el centenario de la Constitución de 1886 y p or la defi-
nitíva desaparición de la misma en 1991. Los demás no son muy re-
cordados. M arroquín perdió a Panamá: «Puedo decir lo que muy
pocos estadistas: recibí un país y le devolví al m undo dos»! Suárez
tuvo orígenes notoriamente humildes, pues fue hijo ilegítimo de una
lavandera; com o presidente fiie acusado, con éxito, p or empeñar
sus gastos de representación JÁbadía tuvo la desgracia de ser presi­
dente en el tiem po de la huelga de las bananeras, 1928, ahora tan
célebre p or su inclusión en Cien años de soledad.
Se han explorado poco las fuentes de su poder, tal como fue
realmente.
Es notorio que el régimen conservador dependió, principalmen-
te, de los recursos políticos de ia Iglesia. Pero, ¿de qué más? ¿Estas
eruditas figuras eran agentes «dependientes» de algún otro clan fa­
miliar? ¿Efectuaron el trabajo político de los latifundistas, de los ca­
feteros, de las casas importadoras y exportadoras o del capital ex­
tranjero? En términos políticos, ¿qué clase de intelectuales eran?
¿Las teorías de Gramsci, tan leídas y tan poco aplicadas, vierten al­
guna luz sobre ellos? Antes de volver a la gramática y la filología,
y a su posible papel en el sostenimiento de esa hegem onía, vale la
pena examinar estas figuras y su contexto con mayor detenimiento.
N o todos son de Bogotá, pero es la cultura bogotana la que lo s
informa. Tom em os a Rufino José Cuervo y M iguel Antonio Caro
— a Rufino José Cuervo, ante todo, que aunque conservador, nun­
ca fue militante, pero que, con sus Apuntaciones resultó ser la inte­
ligencia más destacada.
-El linaje de Rufino José Cuervo aparece en la biografía que, con
su hermano Angel, escribió de su padre, Rufino Cuervo. Los Cuer­
vo eran de diversa ascendencia criolla, de estirpe española llegada
más o menos recientemente. Por lo menos un antepasado resolvió
emigrar cuando la independencia se afianzó, por fin, en 1819, con
la batalla de Boyacá. Rufino Cuervo nació en Titirita, cerca de Bogo­
tá, en 1801, retoño de un criollo de primera generación, y merca­
d er fracasado. Fue criado por su tío, próspero clérigo bogotano.
Este tío firm ó la declaración de independencia de Bogotá, y fue lo
suficientemente destacado com o patriota para ser denunciado por
el realista obispo de Popayán com o «h ijo del diablo, separado del
rebaño de Jesucristo e indigno del sacerdocio». El jo v e n Rufino,
sin embargo, tuvo la suficiente prudencia para llegar a ser escogido
para pronunciar la «oración de estudios», el discurso conmemora-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

tivo, en el colegio de San Bartolom é en 1817, en tiempos de la re­


conquista española, bajo el régim en del general Pablo M orillo.
Habría de coronar una larga carrera com o burócrata, político, abo­
gado y periodista; fue vicepresidente y candidato a la presidencia.
Com enzó com o liberal «m od erad o» y terminó com o conservador.
Vida de Rufino Cuervo y noticias de su épocaf1es fruto del am or filial
que exalta la inquebrantable consistencia ideológica del biogra­
fiado, pero también está lleno de detalles sobre otras facetas de su
casta mental y sobre el ambiente de su Bogotá.
A mediados de 1820 Cuervo editaba La Miscelánea, un periódi­
co, y en sus páginas se pueden encontrar algunos de los primeros
ejemplos de interés local p or el idioma. Com o escribieron sus hi­
jos, «llam a particularmente la atención el em peño con que incul­
can la importancia de conservar en toda su pureza la lengua caste­
llana (...). Y es cosa que causa maravilla que, apenas acabada una
guerra de exterminio, supiese con justo temperamento reconocer
la primacía literaria de España sin com prom eter la independen­
cia política de A m érica»18. Vale la pena citar en form a más extensa
La Miscelánea: «Nosotros creemos que es de sumo interés para los
nuevos Estados Americanos, si es que quieren algún día hacerse ilus­
tres y brillar p or las letras, conservar en toda su pureza el carácter
de originalidad y gentileza, antigua de la literatura española, tal
cual se presentó en sus'más hermosas épocas de Carlos V y Felipe
II. Pensamos que los negociantes, los magistrados y todos los que :
de cualquier m odo púedan tener alguna influencia, deben prote­
ger por todos los medios que les sugiera el patriotismo y el amor
a las letras, la introducción de libros en español, la lectura y la ense­
ñanza p or ellos y no p or los que estén en lenguas extranjeras»19.
Los autores de La Miscelánea recomendaban una «federación
literaria» conformada por hombres escogidos, virtuosos y sabios de
cada nueva nación. Tendría su sede en alguna ciudad localizada cen­
tralmente, «digamos Q uito», que debía estar dotada de imprenta,
biblioteca y todos los elementos necesarios, ajena a toda intriga po­
lítica. En palabras de los dos Cuervo, «n o debía tener p or instituto
sino conservar la lengua castellaíia en la misma pureza que nos la
legó España, para que en ella pudieran dignamente redactarse nues­
tros códigos, escribirse nuestra historia, pintarse nuestra natura­
leza y cantarse las glorias de nuestros guerreros». La Miscelánea,
mientras tanto, tomó la iniciativa: «En los artículos titulados “Neo-
M a l c o l m D eas

logismo” y “ Correspondencia entre un doctorcito flamante y su padre”, se


satiriza con agudeza el galicanismo chabacano de los recién gra­
duados, que no habiendo estudiado ni leído sino libros franceses
o traducciones bárbaras, hacían alarde de estropear su propia len­
gu a»20.
Cuervo se interesó personalmente p or la educación. Com o go­
bernador de Cundinamarca a comienzos de los años 1830, fundó
una Sociedad de educación primaria que distribuyó libros y otros ele­
mentos para las escuelas, y edificó, cuando menos, un plantel. Es­
tableció un colegio para niñas con fondos de los extinguidos con­
ventos menores, «destinado especialmente para las hijas de los
proceres de la Independencia y de los beneméritos de la patria».
Para tal colegio escribió en 1833 un Catecismo de urbanidad, «obrita
tan recomendable p or la sencillez com o por la discreción y univer­
sal oportunidad de sus máximas (...) dispuesto de manera que pue­
da llegar lo mismo a manos de señoritas criadas en los salones, que
a las de modestas aldeanas, sin riesgo de que la afectación haga
insoportables sus maneras. Lleva p or epígrafe la divisa que parece
tuviera él estampada en el fon do de su corazón: Quod munus rápu-
blicae maius meliusve ojferre possumus, quam si docemus atque erudimus
iuventutem (Cicerón, De Divinitate) » 21.
Cuervo se esmeró mucho en la educación de sus propios hijos,
y no escatimó en gastos: «Era tal la atmósfera de estudio y aplica­
ción que había en la casa — escribieron sus hijos— que los criados
en sus horas de descanso aprendían a leer, o a escribir y contar, sien­
do nosotros los maestros». Parece haber vivido bien, pero no dejó
gran fortuna. Era, en palabras de sus hijos, «tan distante del des­
pilfarro com o de la miseria». N o contento con estampar Quod mu­
nus, etc., en su corazón, colocó la siguiente inscripción en piedra
sobre el portalón de su hacienda:

1848

N E C N O S A M B IT IO N E C N O S A M O R U R G E T H A B E N D I

R. C.

Tal fue el padre de Rufino José22. Éste y Angel se dedicaron al


estudio, a la literatura y a la fabricación de cerveza. Quizá porque
ellos mismos escribieron la admirable y convincente biografía de su
padre, uno ve mucho de él en ellos, hasta llegar a extremos curiosos.
P or ejemplo, Rufino padre fue un entusiasta gastrónomo y un
ávido coleccionista de recetas. A q u í también se dan la mano lo vie­
j o con lo nuevo:

Dentro de los límites de una moderación higiénica gustaba el Doc­


tor Cuervo de manjares regalados, afición que sin duda se había
acrecentado con los viajes y el trato con personas de distinción; así
que las copiosas recetas de cocina española que nos venían de nues­
tros abuelos matemos, se aumentaban con los buenos platos que se
le servían fuera, y cuya descripción se complacía en hacer luego, ya
por haber adivinado su composición, ya por haberla averiguado dis­
cretamente en la conversación.

Su hijo A n gel23 mostró una tierna lealtad a las viejas recetas es­
pañolas, y en 1867 publicó los resultados en L a Buhada. Poema dt
ocho cantos y un epílogo, larga narración heroico-burlesca de la gue­
rra librada por dulces, pudines y tortas, españoles y criollos, contra
la nefasta invasión de confites franceses, de m oda en los años de]
Segundo Im perio:

Nos trata a matar a indigestiones


Por eso manda Napoleón E l
A tanto ruin y,puerco pastelero

Este trabajo puede'reputarse afortunado p or haber logrado una


segunda edición al cabo dfe un siglo24.
A Rufino José le fue mucho m ejor en las ventas, con el éxito de
las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, que ya ha sido men­
cionado. En realidad, Rufino fue uno de los colombianos más pre­
parados de su generación, y sostuvo nutrida correspondencia con
filólogos y lexicógrafos contemporáneos. El y Á n gel establecieron
sus finanzas sobre un sólido fundam ento gracias a la organización
de una fábrica de cerveza en Bogotá, remota antepasada de la actual
Bavaria, y sus utilidades y venta final les produjeron ingresos sufi­
cientes para pasar el resto de siis vid^s en París25. La residencia allí
resultaba más económica y, obviamente, favorecía el estudio. En Pa­
rís pasó Rufino sus últimos tres decenios dedicado a trabajar en su
Diccionario de construcción y régimen de la lengua española, obra basada
en avanzados y cuidadosamente ponderados principios. Algunas
muestras y dos volúmenes fueron publicados durante su vida,
aunque no vivió lo suficiente para ver más allá de la letra «D ». Estas
primicias fueron bien acogidas y, desde entonces, han sido muy ad­
miradas: resultaron superiores, en concepción y ejecución, a lo que
pudiera brindar cualquier otro diccionario español de la época. Se
dice que la cervecería Bavaria ha prometido financiar la terminación
del diccionario com o parte de su contribución a la celebración del
quinto centenario de lo que Cuervo no habría vacilado en llamar el
Descubrimiento de América.
Las Apuntaciones críticas traen un p rólogo que precisa las inten­
ciones del autor:

Es el bien hablar una de las más claras señales de la gente cultay bien
nacida, y condición indispensable de cuantos aspiren a utilizar en
pro de sus semejantes, por medio de la palabra o de la escritura, los
talentos con que la naturaleza los ha favorecido: de ahí el empeño
con que se recomienda el estudio de la gramática26.

, Las Apuntaciones ciertamente no son de fácil lectura, pero el au­


tor no pretendió que fueran parte de la «alta filosofía» de la mate­
ria; el trabajo se proponía señalar «digám oslo así, con el dedo, las
incorrecciones a que más frecuentemente nos deslizamos al hablar
y al escribir», y esto se procuraba para aquellos que n o disponen
del tiem po ni de los elementos para realizar estudios profundos. El
número de colombianos que no halló el libro pesado debe haber
sido sumamente reducido, pero es muy significativo que su autor
afirmara que estaba destinado a ser un libro accesible.
El título puede parecer parroquial. Su objetivo fue todo lo contra­
rio:

Cuando varios pueblos gozan del beneficio de un idioma común,


propender a la uniformidad de éste es avigorar sus simpatías y rela­
ciones, hacerlos uno solo. De modo pues que, dejando aparte a los
que trabajan por conservar la unidad religiosa, aspiración más ele­
vada a formar de todas las razas y lenguas un solo redil con un solo
Pastor, nadie hace tanto por el hermanamiento de las naciones his-
pano-americanas, como los fomentadores de aquellos estudios que
tienden a conservar la pureza de su idioma, destruyendo las barre­
ras que las diferencias dialécticas oponen al comercio de las ideas.
El m odelo tenía que ser España: «Ya que la razón no lo pidiera,
la necesidad nos forzaría a tomar p or dechado de nuestro hablar
a la lengua que nos vino de Castilla».
N o hay posible rival americano. Hasta los Estados Unidos, «con
gloriarse de los Prescotts, Irvings, Bryants y Longfellow s» veneran
a Shakespeare, a Pope, a Gibbon y a Hume. Hay que desechar los
odios recientes: «Rotas las antiguas ataduras, unos y otros son pue­
blos hermanos, trabajadores de consumo en la obra de mejorarse
impuesta p or el Señor de la fam ilia humana».
Cuervo enuncia entonces sus razonables propósitos. Algunas ob­
servaciones quedarían, tal vez, m ejor ubicadas en un manual de
urbanidad, «pues no pueden despreciarse sin dar indicios de vulga­
ridad y descuidada educación». Otras son para los más adelantados.
Acerca de algunas más, Cuervo mismo parecía inseguro: «N o es fá­
cil, verbigracia, que a quien bautizaron Arístides se contente con ser
llamado Aristides». Hace un rechazo y una protesta. Primero, niega
cualquier imputación de que pretende erigir una suerte de «o d io­
sa dictadura, para lo cual no tenemos ni títulos ni disposición». En
segundo término, teme que sus quinientas páginas contengan tan­
tas censuras que induzcan a los extranjeros que no hayan visitado
al país — muy pocos lo habían hecho— a sacar la conclusión de que
«aqu í hablamos en u najerga com o de gitanos». Ello no era así:

En Bogotá, como en todas partes, hay personas que hablan bien y


personas que hablan'mal, y en Bogotá, como en todas partes, se ne­
cesitan y se escriben libros que, condenando los abusos, vinculen
el lenguaje culto entre las clases elevadas, y mejoren el chabacano
de aquellos que, por la atmósfera en que han vivido, no saben otro.

El asunto, sin embargo, es grave:

Bueno es también recusar aquí las disculpas que alegan algunos a


favor de sus desaciertos gramaticales. Tratando, suelen decir, de pun­
tos de mucha monta, no es dable atender a atildar el lenguaje y obe­
decer menudos preceptos relativos ala forma; escribiendo, además,
de prisa, ¿quién va a reparar en minuciosidades y pequeñeces? El
bien hablar es a la manera de la buena crianza: quien la ha mamado
en la leche y robustecídola con el roce constante de la gente fina,
sabe ser fiel a sus leyes aun en las circunstancias más graves, y en és­
tas precisamente le es más forzosa su observancia. Es más: quien
osa tratar puntos muy altos debe tener muy alta ilustración, y ape­
nas se concibe ésta sin estudios literarios, esmalte y perfume de to­
das las facultades; según aquella peregrina idea, los escritores más
eminentes de todos los países no habrían producido sino obras lige­
ras, cuando es a menudo todo lo contrario. En suma: los adefesios
de personas humildes que escriben cuando las circunstancias los
precisan a ello, cualquiera los disculpa; pero no es fácil ser indulgen­
te a este respecto con los que presumen componer el mundo.

Cuervo mismo fue un gramático relativamente apacible. Hasta


creyó conveniente incluir una advertencia en su prólogo, aunque
muchos de sus lectores no lo han tenido en cuenta:

No menos oportuno parece señalar un escollo propio de los estu­


dios gramaticales. El hábito, sobre todo en los principiantes, de exi­
gir la corrección en la forma se convierte a menudo en pedante­
ría que rechaza cuanto no satisface a un ideal falso o legítimo. Por
lo mismo que una forma descuidada suele ser indicio de poca soli­
dez en la parte sustancial de la obra, es ordinario que, en faltando
lealtad para reconocer méritos de otro orden, o ciencia para dilu­
cidar la materia sobre que versa un escrito, acuda la pasión a la
odiosa tarea de probar que el contrario no sabe gramática. Dicho
se está quejamás ha sido nuestro designio proporcionar armas pa­
ra esta clase de ataques.

Ciertamente, pocas prevenciones en un prefacio han sido igno­


radas en form a más general.
Era im portante tener los motivos correctos, p ero la vigilancia
debería sin em bargo ser mantenida:

Nadie revoca a duda que en materia de lenguaje jamás puede el


vulgo disputar la preeminencia a las personas cultas; pero también
es cierto que a la esfera de las últimas puede trascender algo del
primero, en circunstancias y lugares especiales. Así, el aislamiento
de los demás pueblos hermanos, origen del olvido de muchos vo­
cablos puros y del consiguiente desnivel del idioma, el roce con
gente zafia, como, por ejemplo, el de los niños con los criados, y
los trastornos y dislocaciones de las capas sociales por los solevan-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

tamientos revolucionarios, que encumbran aun hasta los primeros


puestos a los ignorantes e inciviles, pueden aplebeyar el lenguaje
generalizando giros antigramaticales y términos bajos. Esto sin con­
tar otras influencias, tal vez no tan eficaces, pero que siempre van
limando sordamente el lenguaje culto de la gente bien educada; así,
en parte pudiera achacarse la diferencia entre la copiosa y más cas­
tiza habla de nuestros padres y la nuestra a lo distinto de los libros
que andaban en sus manos y los que manejamos constantemente
nosotros; ociábanse ellos saboreando con sus familias las obras de
Granada, Rodríguez y Teresa de Jesús, mientras que en nuestros ho­
gares, cuando se lee, se leen de ordinario libros pésimamente tra­
ducidos o periódicos en que, a vueltas de algo original, menudean
también traducciones harto galopeadas. Pero como el objeto del len­
guaje sea el entenderse y comunicarse, una vez que los vulgarismos
vienen a constituir obstáculos para ello entre diversos lugares, en vis­
ta del estado de la lengua en los demás países que la hablan, hay de­
recho para proscribir lo que sólo por abuso ha logrado privar.

Muy lejos en París, llevando la vida de un «m onje secular», traba­


jan d o duro en su Diccionario, Cuervo no fue olvidado en Bogotá.
Sus amigos tuvieron el cuidado de preservar y enaltecer su reputa­
ción. A llí había un colom biano que,se había dedicado, con éxito,
a una empresa intelectual que le había merecido el reconocimiento
y el respeto de las figuras principales de la filología europea. Muy
pocos colombianos habían sido capaces de establecerse en el exte­
rior y de sobrevivir y, mucho menos, de labrarse tal prestigio. Él, en
consecuencia, siguió ejerciendo una autoridad a distancia. También
se mantuvo en contacto con sus amigos, com o lo comprueba su vo­
luminosa correspondencia. U n volum en de ella es con M iguel A n­
tonio Caro27.
El prim er Caro en llegar a la Nueva Granada fue Francisco Javier
Caro, nacido en Cádiz en 1750. Llegó en 1774, com o protegido del
virrey Flórez; hacia 1782 era oficial mayor de la secretaría del virrei­
nato, y se había casado con una de las damas de honor de la virreina.
Dejó, entre otros escritos varios; un diario notable, que recoge con
minuciosos y maliciosos detalles doce días de rutina burocrática en
agosto de 178328. Su hijo, Antonio José, llevó una corta, triste y agita­
da vida política y matrimonial, siendo perseguido p o r los dos ban­
dos durante las guerras de independencia. Su adversa fortuna en
la política también, a su tum o, persiguió a su hijo, el poeta y filóso­
fo José Eusebio Caro, si bien éste tiene el honor de ser uno de los
padres fundadores del conservatismo colombiano organizado. Fue
el padre de M iguel Antonio. Se marchó al exilio cuando Miguel A n ­
tonio era niño de tierna edad, y nunca volvió a ver a su familia. La
fiebre amarilla dio al traste con él en Santa Marta a su regreso, en
185329.
Caro creció en un ambiente de pasión política, así com o de vene­
ración por el estudio y la literatura. La familia vivió en gentil pobre­
za. Desde muy temprano M iguel A ntonio mostró su afición por el
estudio. Su abuela Nicolasa Ibáñez trató de infundirle otras ideas:
«Desengáñate, hijo mío, el com ercio da la riqueza, proporciona te­
ner buenas relaciones, y una vida divertida y agradable. L o demás no
es talento, sino bestialidad, pasar la vida entre las cuatro paredes de
la casa con los libros y la pluma en la mano, sin saber cóm o se gana
un real, sino atenidos a lo que los demás quieran darles». En carta
anterior, también lo había prevenido, por los abismos de su poco co­
mún experiencia personal: «P or Dios, hijo mío, cuida de no meterte
en política». Caro no seguiría ninguno de estos consejos. Su tía tuvo
un sentido más claro del destino de la familia, cuando le escribió
a la madre de él: «Debes saber que todos los Caros han sido pobres».
M iguel An ton io le hacía evocar la m em oria de su padre.
Caro estaba destinado, inequívocamente, para la política. Es re­
presentante de cierta clase, pero de una clase que tiene su existen­
cia en el gobierno, no en ningún sector o faceta particular de la eco­
nomía. Es heredero de la antigua burocracia del im perio español,
tal com o los Cuervo, los Marroquín, los Vergara30. Estas familias es­
taban acostumbradísimas al poder, sin poseer grandes tierras ni ri­
queza comercial. En eso se manifestaban no interesadas, o mejor,
desinteresadas: el p od er sí les interesaba. N o les parecía, en lo más
mínimo, anormal o inverosímil que éste fuera ejercido por letrados,
com o muchos de sus miembros, cuyos antepasados habían venido
a las Américas a gobernar a cualquier título. Para los letrados, para
los burócratas, el idioma, el idiom a correcto, es parte significativa
del gobierno. L a burocracia im perial española fue una de las más
imponentes que el m undo haya jamás visto, y no es sorprendente
que los descendientes de esos burócratas no lo olvidaran; por eso,
para ellos lenguaje y p od er deberían permanecer inseparables.
Caro se forjó su reputación política mediante el periodismo y la
polémica, en oposición a los gobiernos radicales que predom ina­
ron entre 1863 y 1885. L o hizo así, con gran resonancia, en el re­
sueltamente ultramontano E l Tradicionista, periódico que al fin en
1876 fue físicamente destruido p o r los radicales. También alcanzó
fama de literato y erudito. Su bibliografía ocupa ciento treinta pági­
nas en la versión de su hijo, y su obra com pleta en la edición filial
ocupa ocho gruesos volúmenes. Además de sus extensos y variados
escritos ocasionales, había publicado, antes de la caída de los radi­
cales y en unión con Cuervo, la Gramática Latina. Así mismo, dio a
la estampa su Tratado del participio, y Del uso en sus relaciones con el len­
guaje, su traducción de la Eneida, las Geórgicasy las Églogas de Virgi­
lio, al igual que numerosos estudios sobre V irgilio y Andrés Bello,
un largo prólogo a las obras del poeta conservador, político y asesi­
nado dirigente de guerra civil, Julio Arboleda, y varios volúmenes
m enores de su propia poesía. En 1878 obtuvo con uno de sus p oe­
mas tina mención honorífica en los juegos florales de Montpellier31.
Fue a través de sus escritos com o Núñez se fijó en él. Rafael Nú­
ñez, inspirador de las evoluciones políticas de la década de 1880, le
hizo el prim er nombramiento político: le designó director de la Bi­
blioteca Nacional.
Con Núñez, fue el arquitecto de la Constitución de 1886. Fue ele­
gido' vicepresidente en 1892, pero en realidad ejerció la presidencia
mientras Núñez permanecía semirr;etirado en Cartagena, hasta su
muerte en 1894. Gobernó Caro, pties, hasta 1898. Su manejo de la
sucesión fue un fracaso: su anciano e inválido candidato, Manuel
Antonio Sanciónente,'fue sustituido por el vicepresidente, José Ma­
nuel Marroquín, en un golpe de Estado consumado en m edio de
la guerra civil, el 31 de ju lio de 1900. A Caro esto le dolió profunda­
mente. Un interés común en la filología, y ser ambos miembros de
la Academia, no garantizaban la amistad entre los conservadores32.
Caro ordenó grandes pedidos del prim er volumen del Dicciona­
rio de Cuervo y de las Apuntaciones para la Librería Americana: en
1884 solicitó quinientos ejemplares de cada uno, y trescientos de la
Gramática Latina que habían escrito juntos33. Se preocupó mucho
cuando la llegada de los libros se retrasó por la guerra civil de 1885.
En esas difíciles circunstancias, prom ovió el Diccionario en todas
las formas posibles:

En la Asamblea de Cundinamarca ha pasado por imanimidad, y pro­


puesto por diputados de los tres partidos, un proyecto de decreto
M a l c o l m D eas

en que se reconoce el alto valor científico del Diccionario y se vota


la suma necesaria para comprar cincuenta ejemplares; no precisa­
mente, sino que se ordena la compra de cincuenta ejemplares de la
obra, y que se incorpore en el presupuesto la suma que se juzgue
necesaria para la adquisición inmediata del primer tomo. También
he tenido alguna parte en este asunto, aunque no la iniciativa.

Caro le remitió a Cuervo una entusiasta reseña hecha por Marco


Fidel Suárez, en la que calculaba que la obra completa podría abar­
car doce volúmenes de mil páginas cada mío, quizá más de lo nego­
ciado por la Asamblea de Cundinamarca. Después del cambio de g o ­
bierno, Caro se propuso persuadir a los gobernadores de los demás
departamentos, designados bajo los términos de la nueva Constitu­
ción:

Como los gobernadores de los departamentos tienen provisional­


mente las facultades de las asambleas, me parece que no será difícil
que compren cierto número de ejemplares del Diccionario a ejem-
pío de Cundinamarca. Promoveré esto con la debida circunspección
y decoro, y en modesta escala.

Así, pues, una fina y refrescante lluvia de Volúmenes I, A-B, cae­


ría sobre las resecas y sedientas provincias. Caro también reseñaría
la obra « n form a inequívoca:
■ 's .

.A:La Luz enviaré el artículo que me ha pedido el doctor Núñez; se­


rá más filosófico que literario. La idea será que una obra como su
Diccionario de usted y otras semejantes no hubieran podido com­
ponerse, ni aun concebirse, bajo la influencia de los falsos principios
que dominaban en el siglo xvm, cuando se creía que el lenguaje era
cosa de capricho, y la gramática reglamento revolucionario; y de aquí
tomaré pie para mostrar el parentesco entre la filología de la Enciclo­
pedia y la Revolución francesa.

El doctor N úñez de hecho bendijo la obra, pero fue de m enor


ayuda para las ventas; Caro escribió de nuevo:

Nada tengo que decirle del Diccionario. El doctor Núñez me ha es­


crito una carta en que me dice que esa obra «alegra y pasma». La
tiene sobre su mesa, y el otro día le oí discurrir sobre ella delante
de muchas personas con la mayor propiedad. Con todo esto no me .
he atrevido a pedir que el Gobierno se suscriba, porque se ha ini­
ciado una época de economías feroces-, se ha reducido el ejército, su-
primídose muchos destinos, y acordándose que no habrá más auxi­
lios que los decretados para el ferrocarril de Girardoty el del Cauca.
Veremos si los gobernadores toman algunos ejemplares.

Lástima que no había llegado a «g », para gobernador.


El prop io Cuervo respetaba a Caro com o gramático y filólogo.
Tuvo hasta la cortesía de reconocer una sombra de temor: en la in­
troducción al Diccionario, página xxxrx, escribe que «varios puntos
que hemos tratado, han sido aclarados y resueltos p or M iguel A n­
tonio Caro en su escrito Del uso en sus relaciones con el lenguaje, con
tanta precisión filosófica y filológica, que uno experim enta cierto
tem or al volver a m encionarlos».
Caro, al fin, concluyó que literatura y política eran incompatibles.
Pero en su carrera, frecuentemente se confunden. Com o todos los
políticos grandes, suscitó anécdotas, y muchas de ellas aluden a su
erudición34. Tenía un busto de Virgilio en su patio. «¿Virgilio qué?»,
pregunta un curioso visitante, bastante despistado. «Virgilio Rodrí­
guez», replica Caro. Dos curiosos ciudadanos lo visitan para pregun­
tarle qué diferencia hay éntre «estar d orm id o» y «estar durmien­
d o»: «L a misma que entfe “estarjodido” y “estar jo d ie n d o ”», fue la
impublicable — y, virtuálmente, intraducibie— respuesta. Otros dos
piden la definición de «teología»: «Pues — dice Caro— , sucede que
la teología es una yerbita que suele encontrarse en los campos de
Boyacá, que si la comen los burros los hace engordar hasta reventar»,
refiriéndose a ese departamento notoriamente conservador y cleri­
cal. En form a elemental, las anécdotas reflejan cóm o la reputación
de sabio de M iguel An ton io Caro entraba en el ambiente político
cotidiano, pueblerino. Esta agregaba a su erudición grandes dosis
de sarcasmo, ingenio y don de gentes; fue un hombre abordable por
los humildes. Las anécdotas tienen interés político: son parte de la
hegem onía que él representó, .parte de la form a com o la erudición
se hacía sentir.
Cada alumno de escuela del país sufrió con las lecciones de orto­
grafía y sobre el gerundio. Tales lecciones tenían una dimensión adi­
cional cuando el maestro del participio, o el autor de la ortografía,
desempeñaban la presidencia, en una época en que el m étodo p e­
dagógico que prevalecía era el que se resumía en la frase «la letra con
sangre entra». U na descripción más detallada del sistema educati­
vo de entonces permitiría observar cóm o esta autoridad se transmi­
tía en el seno más amplio de la sociedad35.
El dominio del idioma llegó a ser, y lo fue durante mucho tiempo,
elemento del poder político. Núñez se sirvió de él, como Caro y como
Marco Fidel Suárez. Este último, desalojado de la presidencia p or
los ataques de su copartidario conservador Laureano Gómez, aban­
donó el poder disparando esta flecha gramatical del parto: «L o úni­
co que no perdono en su discurso es el error gramatical (...) el peca­
do de decir “ovejos”, término desventurado que echa a perder tan
brillante oración (...) él todavía no conoce la diferencia entre “ove­
j o ” y “cordero”» 36. Quizá Laureano Gómez, el más formidable polí­
tico conservador de los años treinta, los cuarenta y los cincuenta,
más tarde reparó el entuerto con su apoyo al Instituto Caro y Cuer­
vo, centro fundado por el ex alumno de Caro, Alfonso López Puma-
rejo, y sostenido p or el Estado para estudios filológicos y literarios,
cuyas ediciones pulcras y escogidas m e han suministrado buena par­
te de los libros y los materiales necesarios para este ensayo. N o tiene
rival en Am érica Latina el Caro y Cuervo en su especialidad; quizá
lo tenga en otros lugares del globo, pero éstos han de ser muy con­
tados.
¿Cuál es la ideología de todo esto? Realmente, hay aquí una ideo­
logía coherente que vale la pena volver a examinar en el año cente­
nario de 1992, cien años después de efectuarse la elección de Caro
a la vicepresidencia de la República.
¿Por qué se preocuparon tanto p or el idioma? Proclamaron su
tem or p or la fragm entación del español, que podría generar una
Babel después de la independencia. Com o tantas otras veces, la clá­
sica definición de esta posición la hizo Andrés Bello, en su discurso
al inaugurar la Universidad de Chile, en 1843:

Si concedemos carta de naturaleza a todos los caprichos del extra­


vagante neologismo, entonces nuestra América, en corto término,
reproducirá la confusión de las lenguas, de los dialectos y, de lasjer­
gas, que es el caos babilónico de la edad media; diez países perde­
rán uno de sus más poderosos vínculos fraternos, uno de sus más
preciosos instrumentos para la correspondencia y el comercio37.
Esto es lo que continuamente parafrasean los colombianos. El
idioma no es considerado tan importante como elemento de la uni­
dad nacional colombiana: la mayoría de los colombianos hace mu­
cho que habla español, por largo tiempo, y las concepciones román­
ticas sobre las lenguas nativas reciben poca atención de los émulos
de Caro. Entonces, cuidar la lengua es preservar la comunicación
con el m undo hispanoparlante.
¿Qué tan sincera era esta concepción? N o creo que ella obede­
ciera a ningún impulso económico, a ninguna visión del futuro eco­
nóm ico del país: esto más bien explicaría la anglofilia de los años
1820, que no le gustó a la mayoría de quienes se preocupaban por
el futuro del idioma español en Colombia. Pero estas personas tam­
poco estaban tan directamente interesadas en la comunicación con
sus vecinos, o con España. Los comienzos de la Babilonia fueron evi­
dentemente lentos; el país estaba poco interesado en sus vecinos y,
antes de las superficiales festividades de 1892, tan poco com prome­
tido con España com o ésta con la Nueva Granada, la Confedera­
ción Granadina, los Estados Unidos de Colom bia o la Colom bia de
la Constitución de 1886.
Ciertos colombianos se sentían felices con la aprobación de Es­
paña: Cuervo, Caro, Marroquín, Suárez, se sentían todos halagados
con los elogios de españoles, en una ocasión o en otra. Hemos visto,
que eran correspondientes de la Academia Española, y que buscaron
su bendición para la Academia Colombiana. Sin embargo, no es tan­
to el servilismo; es másbien com o si se buscara un instrumento. Por
católico ortodoxo y ultramontano que fuera, y aunque venerara a
la Rom a de Virgilio y a la Rom a de los papas, Caro no era individuo
para recibir órdenes de un obispo o arzobispo, y el Papa residía muy
lejos. El no estaba más dispuesto a acatar a filólogos españoles.
La preocupación por el idiom a no se derivaba del tem or al aisla­
m iento, aunque Colom bia estuviera aislada, ni del menguante ni­
vel de comunicación con los mexicanos, chilenos o argentinos, que
le importaban p oco38. M e parece que el interés radicaba en que la
lengua perm itía la conexión con el pasado español, lo que definía
la clase de república que estos humanistas querían.
Caro, en sus escritos sobre la lengua, insiste con frecuencia en esta
continuidad histórica. El ensayo sobre el uso se abre con una invi­
tación a «honrar (...) el recuerdo de aquellos hombres de fe y sin
m iedo que trajeron y establecieron la lengua de Castilla en estas re­
giones andinas. Volvemos a conmemorar el día glorioso que en este
valle de los Alcázares com enzaron a sonar acentos neo-latinos, de
que estas mismas palabras, que p or encargo vuestro tengo el honor
de dirigiros, son com o una continuación y un e c o »39.
La guerra de independencia es una guerra civil, según la versión
de Caro, expresada en su «Americanismo en el Lenguaje», de 187840.
L a lucha de España contra los franceses tiene sus aspectos lingüís­
ticos, com o los contiene la siguiente contienda americana:

El hecho es que en aquel período de vaivenes sangrientos, revuel­


tas y fraccionamientos, la lengua castellana, lejos de verse amenaza­
da en su unidad, la afianzó recibiendo homenaje unánime, y aveces
tributos valiosos, de los escritores que abogaban la causa de diversas
y contrarias parcialidades. Lo cual fue entonces una consecuencia,
y hoy es demostración, de que la guerra de independencia hispano­
americana no fue guerra internacional, sino una guerra civil, encami­
nada a emancipar como emancipó, de la dominación de un Gobier­
no central, vastos y lejanos territorios. Bien lo entiende y lo expresa
. Bello cuando dice: «El que observa con ojos filosóficos la historia
de nuestra lucha con la Metrópoli, reconocerá sin dificultad que lo
que nos ha hecho prevalecer en ella es cabalmente el elemento ibé­
rico. Los capitanes y las legiones veteranas de las regiones transatlán­
ticas fueron vencidos por las cuadrillas y los ejércitos improvisados
de otra Iberiajoven, que abjurando el nombre conservó el aliento
indomable de la antigua (...) La constancia española se ha estrellado
.contra sí misma». Hemos oído contar que alguna vez el soldado
español descubría al insurgente americano por que éste, como noso­
tros hoy día, pronunciaba la «z» como «s». Pero cuando esto suce­
diese, diríamos con más exactitud que el genuino castellano distin­
guía al enemigo por una pronunciación que es provincial en España
y que prevaleció en América. Por lo demás semejante señal hubie­
ra sido por punto general equívoca, pues los americanos se divi­
dieron en opiniones, y el elemento indio fue de ordinario adverso
a la emancipación. No pocos peninsulares a su vez militaban en las
filas patrióticas. En Ayacucho el general español Moret invitó al co­
lombiano Córdoba a que antes de darse la batalla saliesen a saludar­
se en cierto sitio equidistante, los hermanos y parientes que en nota­
ble número había repartidos en uno y otro campo; y así se verificó.
¿En qué guerra propiamente internacional hubiera podido suceder
cosa semejante? Sólo el acento, que suele variar de una provincia a
otra, hubiera servido a distinguir, menos la opinión, que la proce­
dencia local de las personas.

Caro insiste hasta en señalar al liberalismo origen peninsular: ta­


les ideas, declaró, no se generaron espontáneamente en mentes ame­
ricanas, ni fueron importadas de contrabando desde Francia o Esta­
dos Unidos. Nociones «trans-pirenaicas» ya habían arraigado entre
las clases educadas de España, y de allí pasaron a América:

Las odiosas doctrinas sensualistas de la escuela de Condillac ha­


bían invadido los venerables claustros de Salamanca muchos años
antes de que penetrasen en nuestras universidades. Aquello de «tres
siglos de servidumbre» que sonó como feliz frase patriótica en los
escritos de (José Fernández) Madrid y Camilo Torres, era ya expre­
sión manoseada en España.

Una de las primeras publicaciones de Caro había sido una reseña


de las Memorias históriccHpolíticas del general Joaquín Posada Gutié­
rrez, un trabajo famoso por su conclusión: «Laindepen den cia es el
único bien que hemos log ra d o»41. Caro y sus aliados estuvieron en
eso de acuerdo: defendían la independencia, pero nunca repudia­
rían lo que España había hecho eii las Américas, y ellos ondeaban
la lengua com o una bandera.
Su visión del pasado era ciertamente coherente, y hasta realista.
Evoca el aspecto lingüístico'de la conquista y la catequización42. Por
diferentes motivos, anticipa ciertos temas que la historiografía m o­
derna ha escogido para poner de relieve, com o la naturaleza «civil»
de las guerras de independencia y la generalizada lealtad al rey en­
tre los indígenas43. Este último punto merece más profunda conside­
ración.
Es demasiado fácil ver en estos, escritos nada más que la justifica­
ción de otro «idiom a de dom inación», de un idioma bajo el control
de los eruditos y civilizados, que se utiliza para mantener a otros en
su lugar, cuyas reglas son parte esencial del orden, en general. Ha­
bría más que decir en defensa de dichos idiomas, más de lo que está
actualmente de m oda sostener, pero el énfasis sobre dom inación
también pasa por alto en ese caso una nota popular o, por lo menos,
paternalista.
M a l c o l m D eas

La gramática y la filología son predominantemente conservado­


ras en Colombia. L o propio ocurre con el folclor, y todo esto está
relacionado por la visión compartida del pasado. El prim er «cuadro
de costumbres», o bosquejo literario de la vida colombiana, fue escri­
to en 1841 por Rufino Cuervo — «Los Bogas del R ío Magdalena»—
y mi impresión es que la mayoría de los escritores de este género, que
incluye entre los gramáticos y filólogos a Marroquín y a Vergara y
Vergara, fueron conservadores44. Los primeros pintores de la vida
colombiana, José Manuel G root y Ram ón Torres M éndez, fueron
conservadores. El interés de Marroquín en las rimas, dichos y refra­
nes populares, fue al menos en parte filológico, y es el paralelo co­
lom biano del descubrimiento, p or James Russell Low ell, en el dia­
lecto yanqui, de «la más pura habla sajona que haya quedado en el
m u n d o»45. El apacible Rufino José Cuervo, escribiendo desde Pa­
rís, se manifestó inusitadamente ávido de echarles un vistazo a los
apuntes sobre dichos y refranes de Marroquín, y le escribió a Caro
con la esperanza de que éste buscase otras fuentes: el poeta Rafael
Pom bo coleccionaba rimas, el costumbrista Caicedo y Rojas prover­
bios (ambos fueron conservadores). «¿Sabe usted si alguien ha pen-
sádo en recoger cuentos de criadas a estilo de los Grim m y Ander-
sen?»46.
La búsqueda era de cosas viej as, incontaminadas y esencialmen­
te “españolas. El enem igo no era el americanismo — Caro, Cuervo
y Marroquín, todos defendieron los americanismos en su debido
lugar— sino el neologismo, el galicismo, la importación reciente. La
tradición y el predom inio conservadores en el estudio del folclor,
estudio con una pronunciada inclinación lingüística, persistieron
en los años 1950.
Las hebras sejuntan, por ejemplo, en el caso de Lucio Pabón Nú­
ñez, ministro de Gobierno, brevemente ministro de Guerra en la ad­
ministración conservadora de Laureano Gómez, y uno de los auto­
res del golpe de Estado de 1953. Entre sus escritos figuran un estudio
sobre el folclor en su departamento natal, Norte de Santander, un
ensayo sobre José Eusebio Caro, y otro con motivo del centenario
de la Gramática de B ello47. Este último apareció en el año sectario
de 1952. Por esa época se construyó una calle nueva que atravesaba
el principal cem enterio de Bogotá. Los liberales la llamaron «Ave­
nida Pabón N úñez», pues dejaba muertos a cada lado.
Una vez más, com o con el general Uribe Uribe, un gramático
en m edio de una guerra civil, o casi una guerra civil.
El historiador comunista Nicolás Buenaventura declaró alguna
vez que cuando alguien le felicitaba por la pureza de su español siem­
pre pensaba en los doscientos m il muertos que ella le había costa­
do al país48. Quizá argüía que el aislamiento había conservado puro
el idioma, pero que había tenido otros efectos menos felices, y tal
vez pretendía expresar el rechazo de esta arrogante erudición y la
distorsión de valores que algunas veces implica: «cuidar la lengua»
no es garantía de tolerancia en política49.
En los últimos sesenta años filología y gramática, no sin luchar,
han cedido, gradualmente, la posición central que una vez ocuparon
en la cultura colombiana. Los conservadores perdieron el poder en
1930, a manos de un Partido Liberal liderado por el antiguo pupilo
de Caro, Alfonso López Pumarejo, quien tenía mucho de pedagogo
pero cuya mente se inclinaba a dictar lecciones sobre otros asuntos.
La Libren a A m ericana fue consumida por las llamas del B ogo tazo,
9 de abril de 1948. Nuevas ciencias anglosajonas, particularmente
la economía, han suministrado oportunidades alternativas para el
ejercicio de la erudición, y han engendrado nuevos «vocabularios
de dom inación». Es difícil, actualmente, para la mayoría de los co­
lombianos evocar esa clase de hegem onía que he tratado de recor­
dar,. imaginar las lealtades que exigió en sus días de esplendor, y
hasta entender las ganas de burlarse de ella, que algunos todavía
sintieron hasta hace veinte años.
Este ensayo llama la atención sobre un fenóm eno inusitado: el g o -.
b iem o de los gramáticos en form a peculiarmente directa y pura. Si
esos hombres fueron «intelectuales tradicionales», en el sentido
gramsciano, entonces ciertamente disfrutaron de la autonomía que
Gramsci les atribuía. Una explicación más a fon do de qué fue lo
que les perm itió ejercer tanta influencia durante tanto tiempo, de­
mandaría un examen más minucioso de la estructura del país, de sus
debilidades comparativas, económicas e institucionales, que no le
perm itieron producir Guzmanes Blancos, pero que les dieron a
nuestras figuras su ventaja comparativa. U n o de ellos, José Manuel
Marroquín, derivó hacia la noción de que Colombia, no muy afor­
tunada en lo demás, disfrutó de cierta ventaja comparativa lingüís­
tica: «L a Nación, que, ya que en otros, ramos de la cultura no puede
com petir sino con muy pocas, puede en cuanto a lenguaje pre­
ciarse de no ser de las últimas»50.
Durante mucho tiempo se exportó poco, pero la industria domés­
tica prosperó extraordinariamente.
N otas

El autor desea agradecer a Bill Schwarz, Efraín Sánchez y Eduardo Po­


sada. Traducción basada en primera versión de Luis E. Guarín G.
L Una biografía accesible es E. Santa, Rafael Uribe Uribe, Bogotá, 1962.
Como ejemplo de su actividad, véanse sus Discursosparlamentarios, Bogotá,
1896, y su Por la América del Sur, 2 Vols., Bogotá, 1908; también C. A. Urueta,
ed., Documentos militares y políticos, Bogotá, 1904.
2- Medellín, 1887.
3-Según parece, en ocasiones eran también de rigor. En sus memorias,
Julio H. Palacio comenta una de las cartas de Uribe Uribe a su padre, el
general conservador Francisco J. Palacio, clarificando relaciones entre él
y sus enemigos: «Vibrante, enfática, y casi me atrevería a calificarla de so­
berbia (...) comunicación sin embargo redactada en términos corteses
para el comandante en jefe del ejército del Atlántico a quien no se nega­
ba el tratamiento de vos con tanto el código militar, como el de régimen
político y municipal señalaban para los generales en jefe». J. H. Palacio,
Historia de mi vida, 2 Vols., Bogotá, 1942 y s. f. (1990), Vol. 2, pp. 179-180.
4- G. Hernández Peñalosa, ed., Anécdotasy poesías satíricas de Miguel An­
tonio Caro, Bogotá, 1988, pp. 82-84.
5-La cita es de B. Anderson, Imagined Communities, Londres, 1983, p. 69,
y reconoce la inspiración de H. Seton Watson, Nations and States, Boulder,
1977'. ’
He encontrado particularmente útil para propósitos de comparación
R.D. Grillo, DominantLanguages. LanguageandHierarchy inBritain andFran-
ce, tambridge, 1989; también K Cmiel, DemocraticEloquence. TheFight over
Popular Speech in Nineteenth Century America, Nueva York, 1990; y O. Smith,
ThePolitics ofLanguage, 1791-1819, Oxford, 1984; ambos tratan temas re­
lacionados.
6-Ambas citas son de D. Boorstin, TheAmericans. The ColonialExperience,
Nueva York, 1958, pp. 277-287.
7-Tampoco el presidente Santander descuidaba la gramática: «No sólo
ilustraba al Senado sobre cuándo la conjunción “o” debía usarse así, o es­
cribirse “u”, sino que señaló tres errores gramaticales menores en una ley
y halló tiempo para observar que “expresarán siempre” sería “más elegan­
te” que “siempre expresarán”». D. Bushnell, The Santander Regimein Gran
Colombia, Delaware, 1954, p. 41.
Hubo otros prominentes gramáticos liberales, además de Santander,
como otro presidente, Santiago Pérez; pero la gramática era, predomi­
nantemente, una preocupación conservadora: «El odio a la gramática y a
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

la lengua latina es en Colombia como la divisa de las escuelas políticas


reformadoras y revolucionarias; y no les falta razón para ello, porque no
hay en el mundo nada más tradicional y conservador que el lenguaje, ya
que él es el trasunto de los sentimientos más caros al hombre: la religión
de los antepasados, las glorias nacionales, los purísimos afectos hogareños,
cada uno de los cuales tiene en cada familia, de generación en generación,
su vocabulario especial, una especie de idioma propio que sólo entienden
a fondo los que han vivido en íntimo contacto con las personas que a la
sombra de un mismo techo recibieron una misma educación, y han expe­
rimentado los mismos goces y sufrimientos. La dañosa tirria que en Colom­
bia le tienen algunos escritores a la gramática y a toda antigua cultura,
proviene en parte de que don Miguel Antonio Caro, don RufinoJ. Cuervo,
don José Manuel Marroquín, don Marco Fidel Suárez y tantos otros hom­
bres ilustres pertenecientes a la misma escuela política que contaron, en­
tre otras muchas excelencias, la de haber consagrado a las humanidades
lo más florido de su vida, con lo que alcanzaron, si no bienes de fortuna
ni la estimación de muchos de sus compatriotas, sí verdadero renombre
para su patria en centros europeos de gloriosas tradiciones literarias. A
don Manuel María Mallarino le hacían el cargo de que en medio de las
duras faenas del gobierno empleaba algún tiempo en la lectura de los au­
tores latinos. Don Julio Arboleda era un scholary don Carlos Holguín re­
citaba de memoria largas tiradas de La Eneida. La enemistad para con la
gramática tiene pues como causa uná.pobre ojeriza o reacción de partido».
L. M. Mora, Los maestros deprincipios de siglo, Bogotá, 1938, pp. 8-10. Véase
del mismo autor Croniquillas de mi ciudad, Bogotá, 1936,2aed., 1972, para
la fisonomía cultural de Bogotá durante las décadas de 1880 y 1890.
8- El diccionario de Uribe Uribe halló una recepción contradictoria. El
poeta conservador Rafael Pombo al comienzo lo denunció como plagio
del trabajo de su amigo Cuervo, desfigurado por «términos no oídos en la­
bios honestos», y «por antioqueñismos no escuchados fuera de esa región»;
además, el autor fue irrespetuoso con la Academia. Un viraje posterior
en alianzas políticas lo llevó a revisar su opinión. El diccionario fue trata­
do de inmoral en el periódico de Medellín La Miscelánea, pero fue aproba­
do por el obispo.
9 J. M. Marroquín, director dé la Academia Colombiana de la Lengua
y miembro correspondiente de la Real Academia Española, Tratados de
ortología y ortografía de la lengua castellana, Bogotá, 1858.
El libro ha sido reeditado frecuentemente en Colombia, y fue impreso
durante muchos años por Appleton 8c Co. de Nueva York, quienes tam­
bién publicaban la guía principal de la etiqueta latinoamericana, la Urbani­
dad de Carreño, y por Gamier, de París. Otras ediciones: La Habana, 1860;
Piura, 1861; Cuenca, 1874. Mis citas son de una edición facsímil, Medellín,
1989. Sobre su acogida e importancia, véaseJ.M. Marroquín, presbítero,
Don José Manuel Marroquín íntimo, Bogotá, 1952.
10-El Análisis Gramatical dePax ocupa las páginas 415-558 de sus Obras,
Vol. i, Bogotá, 1958, que también contiene sus otros tratados formales de
gramática. Su periodismo gramatical ha sido pulcramente recogido por E.
Caballero Calderón, Sueños gramaticales de Luciano Pulgar, Bogotá, 1952.
1L Hay una práctica lista de gramáticas y de gramáticos en las Obras com­
pletas de Marco Fidel Suárez, ed. JJ. Ortega Torres, 3 Vols. a la fecha, Bogotá,
1958, Vol. II, pp. 99-100. Aunque larga, es incompleta.
12-Para un recuento del colegio — y también para la temprana historia
de una hacienda colombiana— véanseJ. M. Marroquín, En Familia, Bogotá,
1985, pp. 300-301 y j. M. Marroquín, presbítero, Don José Manuel Marro­
quín íntimo, Bogotá, 1915, Cap. 5.
13 J. M. Marroquín, presbítero, op. cit., p. 211.
14-Vale la pena leer la carta enviada por Vergara y Vergara desde Ma­
drid a Marroquín, el 1 de mayo de 1870, en que relata cómo logró el reco­
nocimiento de la Academia Española: «Yo le dirigí a la Academia un escrito
en que le hablo con cierta insolencia. El rey de España, les digo, perdió
las Américas porque no quiso reconocerles ni el carácter de provincias;
y las que él no quiso ver ni como provincias, son hoy repúblicas. La Acade­
mia va a perder también su reino con América, y no quiere reconocemos,
como Femando VII no quiso reconocer a Bolívar. Puede ser que éste sea
el gran cataclismo que espera a la lengua española, pues al fin y al cabo
América tendrá que prescindir de toda regla peninsular y atender por sí
misma a sus seguridades». Citado enj. M. Marroquín, presbítero, op. cit.,
p. 208, No. 1.
15-J. M. Marroquín en respuesta a una solicitud de la Academia Gua­
temalteca, 10 de agosto de 1884: «El Gobierno de esta República adoptó
en otro tiempo como ortografía oficial la llamada americana. Aquí se ha­
bía incurrido en la extravagancia de considerar dicha ortografía como inse­
parable de los cánones del Partido Liberal. Este partido subió al poder
en 1861, y en él se mantiene, lo que parece hubiera debido ofrecer al mis­
mo sistema ortográfico el apoyo más eficaz. No obstante, el gobierno ha
cedido al empuje de la opinión y al ejemplo de la mayoría de la gente edu­
cada, y emplea hace ya algunos años, por resolución expresa del Cuerpo
Legislativo, la ortografía pura e íntegra de la Academia Española». Citado
en J. M. Marroquín, presbítero, op. cit:, p. 137.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Las connotaciones políticas de la ortografía eran, en realidad, menos


claras. Marroquín observó que la lealtad no había seguido las líneas parti­
distas: «Con jotas y con ¿eslatinas se batieron El Catolicismo y El Tiempo, el
señor Groot y el doctor Murillo. Dos de los últimos campeones de la or­
tografía antigua, don Ulpiano González y el doctor Lleras, eran liberales
conspicuos. Entre los conservadores de hoy hay acérrimos enemigos de
lag-y de la y».
La ortografía americana fue un capricho juvenil de Andrés Bello y de
Juan García del Río, propuesto en la publicación londinense RepertorioAme­
ricano, en 1826. Tuvo más éxito en Chile. VéaseJ. M. Marroquín, «De la neo-
grafía en América y particularmente en Colombia», en Repertorio Colombia­
no, Vol. 2, No. 12, Bogotá, junio de 1879, en donde también se encuentra
la referencia a El Catolicismo, etc.
16- Caro a Cuervo, 25 de mayo de 1880, en M. G. Romero, ed., Epistola­
rio deRufinoJosé Cuervo con Miguel Antonio Caro, Bogotá, 1978, p. 51. Caro
se equivocó sobre el consejo de la limpieza pública de los dientes; no está
en Cervantes, sino en el anónimo Lazarillo de Tormes.
Esto contrasta con los primeros años de la Academia Venezolana: fun­
dada en 1883, como parte de las celebraciones del centenario de Simón Bo­
lívar, ésta se unió al coro general de aduladores del dictador Antonio Guz-
mán Blanco. Elegido como su primer presidente, Guzmán Blanco insistió
en inaugurar sus labores con una conferencia sobre su teoría de los oríge­
nes vascos del españolóla: cual fue bellamente editada y ampliamente di­
vulgada. La teoría era infundada.
Venezuela produjo' notables gramáticos. Andrés Bello nació y fue edu­
cado allí, y también Caracas puede ufanarse del notable gramático y polí­
grafo Juan Vicente González. Pero la comparación entre la carrera de éste
y la de Caro muéstrala distancia relativamente corta que, gracias a la eru­
dición, pudo recorrer alguien en Venezuela. Para la Academia Venezola­
na y para González, véanselos artículos correspondientes en el Diccionario
de Historia de Venezuela, 3 Vols., Caracas, 1988. González fue autor de un
Compendio de Gramática Castellana, Caracas, 1841, que fue objeto de muchas
reediciones, entre otras una por lo menos en Bogotá, 1857.
17- 2 Vols., París, 1892. 2a ed., 2 Vols., Bogotá, 1946. Referencias de la
2a ed.
18- Ibíd.,Yol. 1, pp. 37-38.
19- Ibíd., Vol. 1, p. 39.
20- Ibíd., Vol. 1, p. 40.
2h Ibíd., Vol. l,p . 188.
22- Estos detalles de la vida de Cuervo de la Vida, Vol. 2, Cap. 6.
23- Ángel Cuervo combatió al lado del derrotado conservatismo en la
guerra civil dé 1859-1862 y dejó su versión en Cómo seeuapora un ejército, Pa­
rís, 1900. Otro de los hijos, Antonio B. Cuervo, fue historiador y destaca­
do general conservador, y otro, Luis María, educador.
24' A. Cuervo, LaDubada, ed. M. G. Romero, Bogotá, 1973. Este énfa­
sis en las tradiciones de la comida fue común entre los conservadores. Su
clásica expresión se encuentra en la elaborada pieza costumbrista dej. M.
Vergara y Vergara Las tres tazas, que describe el paso del chocolate al café
y al té en el seno de la sociedad bogotana como una lamentable decaden­
cia. Artículos literarios, Londres, 1885, pp. 197-232.
25- Para detalles del establecimiento de la cervecería y su venta final,
M. G. Romero, ed., Epistolario deÁngely RufinoJosé Cuervo con Rafael Pombo,
Bogotá, 1974, pp. x x v ii y ss. Se fabricaba «palé ale, excelsior ale, porter ale,
porter and bitter ale» y las etiquetas que traían las botellas se imprimían
en París. Los ingresos de sus propiedades y la inversión del producto de
la venta de la cervecería les significaron a los hermanos una renta anual
de cerca de $10.000, aproximadamente 2.000 libras esterlinas de la época.
26‘ R. J. Cuervo, Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, 4a ed,
Chártres, 1885, p. 1. Todas las referencias se hacen sobre esta edición. To­
das las citas que siguen son del prólogo, pp. i-xxrv.
27‘ M, G. Romero, ed., Epistolario de Rufino fosé Cuervo con Miguel Anto-
' nio Caro, Bogotá, 1978.
28; Diario de la secretaría del Virreynato de Santa Fe deBogotá. No comprende
más queDoceDías. Pero no importa, Quepor la Uña se conoce al León; Por laf au­
la elPákaro, y por la hebra sesaca el ovillo. Año de 1783. Madrid, 1904. (Reim­
preso en A. Gómez Picón, FranciscoJavier Caro. Tronco Hispano de los Caros
en Colombia, Bogotá, 1977).
29- Para la familia Caro, véaseM. Holguín y Caro, ed., Los Caro en Colom­
bia, de 1774 a 1925. Sufe, supatriotismo, su amor, Bogotá, 1942. Esta obra con­
tiene trozos de muchos papeles familiares. Para las desventuras perso­
nales de Antonio José, véaseJ. Duarte French, Laslbáñez, 2a ed., Bogotá,
1982, con prólogo de A. López Michelsen; la relación del general San­
tander con la esposa de Antonio José, Nicolasa Ibáñez, también se trata en
P. Moreno de Angel, Santander, Bogotá, 1989. La mejor fuente parajosé
Eusebio son sus propias cartas, JoséEusebia Caro, Epistolario, ed. S. Aljure
Chalela, prólogo por L. Pabón Núñez, Bogotá, 1953, y compilados por
el mismo editor, sus Estudios históricopolíticos, Bogotá, 1982.
La mejor introducción a Miguel Antonio Caro es M. A. Díaz Guevara,
La vida de don Miguel Antonio Caro, Bogotá, 1984.
Indispensable para su pensamiento y su contexto, J. Jaramillo Uribe,
El pensamiento colombiano en el siglo xix, Bogotá, 1964; 3aed., Bogotá, 1982.
30‘ Vida de Ignacio Gutiérrez Vergara, por su hijo Ignacio Gutiérrez Pon-
ce, 2 Vols., Londres, 1900 y Bogotá, 1978, merece compararse con la vida
de su padre por los Cuervo. Ignacio Gutiérrez tuvo antecedentes fami­
liares parecidos y carrera política semejante, aunque más agitada. La obra
lamenta la anglofilia de la década de 1820, con el cambio de la noble cali­
grafía española por la inglesa, de nuevo cuño. Ignacio Gutiérrez escribió
una célebre Oda al Chocolate (todavía en Bogotá se usa la expresión viejo
chocolatero para designar a cierto tipo de viejo santafereño sentimental);
amigo de José Eusebio Caro, estimuló aljoven Miguel Antonio; solían in­
tercambiar versos. Entre los antepasados de Marroquín estuvo el fiscal Fran­
cisco Antonio Moreno y Escandón, uno de los más enérgicos e importan­
tes burócratas de finales del siglo xvm en Nueva Granada, cuyas actividades
contribuyeron a precipitar la Rebelión Comunera. VéaseJ. O. Meló, ed.,
Indios y mestizos de la Nueva Granada afinales del siglo xvm, Bogotá, 1985;
también «El Fiscal don Francisco Moreno y Escandón», enj. M. Marroquín,
Escritos históricos, Bogotá, 1982, pp. 65-87. Marroquín anota, p. 86: «En los
escritos y en todos los demás que de él se conservan, el lenguaje es nota­
ble por su elegancia y pureza».
31- Su Himno del latino fue la única muestra en español en una compe­
tencia que atrajo colaboraciones en francés, italiano, «cevenol, perigordi-
no, romano del siglo xn, loraguésylanguedocino, catalán y milánés». Véa­
se «Fiestas Latinas en Montpellier», en Repertorio Colombiano, Vol. i, No'. 4,
Bogotá, octubre de 1878. Para la historia y trascendencia de estos festiva­
les, véase Grillo, op. cit., Cap. 4, «AViewfrom the Periphery: “Occitanié”».
32- Es tentador contrastar su filología, así como su política. Las rimas
ortográficas de Marroquín, por difíciles que hayan sido de aprender, no
dejan de ofrecer cierto toque de frivolidad. En unas notas autobiográficas
privadas, escritas en 1881, hace esta confesión: «Muchos, conociéndome
como conservador viejo y no ignorando que he escrito cosas que se han im­
preso, me atribuyen la mitad de lo que sobre política se escribe. Todos,
todos están engañados, y lo están tanto como los que me tienen por gran
literato, los que se quedarían lelos si supieran la estúpida bostezadera con
que escucho las doctas disertaciones de mis amigos doctos sobre Virgilio,
sobre Bryant o sobre Muller». J. M. Marroquín, presbítero, op. cit., pp. 249­
250.
Fácilmente se adivina cuál era el erudito amigo que disertaba sobre Vir­
gilio.
(La psicología de Marroquín merece estadio aparte. Revisando otras
fuentes para este ensayo, el autor encontró este párrafo final del prólogo
de Marroquín a la Gramática práctica de la lengua castellana, de Emiliano
Isaza, Bogotá, 1880: «Cierto compatriota nuestro, ponderando la belleza
del cementerio de no sé qué ciudad de Italia, decía que le había provoca­
do morir por ser enterrado en él. Yo, dejando a un lado la cuestión de si
el enseñar Gramática es cosa que merezca compararse con la muerte, diré
que me provoca volver a ser maestro de castellano para'tener la satisfac­
ción de enseñar por el texto del Sr. Isaza».)
Un profundo odio también separó a Marco Fidel Suárez yjosé Vicen­
te Concha.
33- Véaseel epistolario Cuervo-Caro numerosas menciones de temas re­
lacionados con la venta del diccionario en las cartas de 1885-1886. El volu­
men A-B pesaba cerca de dos kilos, el límite postal máximo; sólo se podía
incluir con el libro la nota más breve y delgada. Los trozos que siguen son
del epistolario.
34‘ Están recopiladas convenientemente en G. Hernández Peñalosa, ed.,
Anécdotas y poesías satíricas de Miguel Antonio Caro, Bogotá, 1988.
35, Para una descripción del método de enseñanza en las provincias
de «las definiciones, lasjaculatorias, los versos de la ortografía, la lista de
los verbos irregulares», por los métodos de «Don José de Lancaster», refor­
zados con un látigo de cuero de tres colas, véaseJ. Mejíay Mejía, Historias
médicas de una vida y de una región, Medellín, 1960. La escuela del caso es­
taba en Salamina, Antioquia.
3f ; C. A. Díaz, «L o que oí, vi y conocí de don Marco», pp. 133-153, en
sus Páginas de historia colombiana, Bucaramanga, 1967. Esta obra también
contiene un breve recuento de los primeros años de su vida, sus comien­
zos en Bogotá como portero de un colegio, de cómo fue descubierto por
uno de los maestros, Caro, por su conocimiento del latín.
37•Citado en E. Rodríguez Monegal, El otro Andrés Bello, Caracas, 1969,
p. 312. Los capítulos vi y vn contienen detalles de los antecedentes de los
pronunciamientos de Bello y de sus discusiones con D. F. Sarmiento yj. V.
Lastarria. A pesar de sus diferencias, Bello les prestó discreto apoyo a los
radicales esquemas de Sarmiento para la reforma de la ortografía, con gran
horror y sorpresa de algunos conservadores chilenos.
38-Aunque Vergara y Vergara visitó Europa, y aunque los Cuervo even-
tualmente se establecieron allí, Caro y Marroquín eran notoriamente aver-
sos a viajar. Caro quizá recordaba el desgraciado excilio de su padre, pero
dio como excusa la miopía, por la que tuvo una dolorosa experiencia con
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

unas hormigas de tierra caliente. Lo más lejos que viajó de Bogotá, pare­
ce haber sido San Gil, a cuatro o cinco días a caballo. VéaseM. A. Díaz Gue­
vara, op. cit.
Marroquín, en 1888, llevó a su familia a una correría por las tierras
altas, como Tunja, Chiquinquirá, Villa de Leyva, Ráquira y el monasterio
del desierto de la Candelaria, y después de dejar la presidencia de la Repú­
blica, tomó unas vacaciones en Villeta y Fusagasugá: entonces fue incluso
menos audaz en los viajes que Caro. Aunque en alguna ocasión deseó visi­
tar los Llanos Orientales, su anhelo, curiosamente expresado, fue morir «si
Dios le daba vida, salud y licencia para ello, sin conocer el mar». Detalles
en j. M. Marroquín, presbítero, op. cit.
No hay evidencia de que alguno de los dos hubiera visto el río Mag­
dalena.
39- Repertorio Colombiano, No. xxxvm, agosto, 1881.
40- Ibíd, No. I, julio de 1878.
4,'J. Posada Gutiérrez, Memorias históricchpolüicas, 2 Vols., Bogotá, 1865,
1881.
^ H. Triana y Antorveza, Las lenguas indígenas en la historia social delNue­
vo Reino de Granada, Bogotá, 1987.
43-El historiadorJ. M. Groot, en su Historia eclesiásticay ávil de la Nueva
Granada, publicada por primera vez en 1869, le da a la versión conservado­
ra su máxima expresión. La obra contiene un notable pasaje sobre la dis­
tinta suerte de la población indígena bajo la colonia y bajo la república li­
beral. Véase 2a ed., 5 Vols., Bogotá, 1889, Vol. 1, pp. 316-319. ..
^ El bosquejo de Cuervo «Los bogas del Río Magdalena» aparece en
El Observador, Bogotá, 16 de febrero de 1840. La mejor antología de costum­
brismo que ha sido reimpresa, es (J. M. Vergara y Vergara, ed.) Museo de
Cuadros de Costumbres, 2 Vols., Bogotá, 1866. Algunos de sus autores son
prominentes liberales, pero la mayoría son conservadores. El Museo impri­
me un par de trozos de la obra histórica del general Posada Gutiérrez como
cuadros de costumbres.
45- Véase Cmiel, DemocraticEloquence, p. 110: «Los ingleses que vinieron
aquí en el siglo diecisiete fueroh provincianos cuya habla no había sido
afectada por el vocabulario latinizante de los humanistas. Trasladado a
América y desprendido del progresivo refinamiento del habla inglesa, el
dialecto yanqiú fue producto dfeun desarrollo detenido. Pero esto lo hizo
atractivo, no vulgar».
46' Epistolario Cuervo-Caro, p. 111. Cuervo a Caro, 5 de enero de 1884.
47' La Revista Colombiana deFolclor, que en un tiempo rivalizó con la Re­
vista Colombiana deAntropología, fue estimulada por los gobiernos conser­
vadores de 1945 -1953. Las obras de Lucio Pabón Núñez a las que se hace
referencia son Muestras Folklóricas del Norte de Santander, Bogotá, 1952; su
prólogo a la edición de S. Aljure Chalela del Epistolario dej. E. Caro, Bogo­
tá, 1953; «El Centenario de la Gramática de Bello» en R. Torres Quintero,
ed., Bello en Colombia, Bogotá, 1952.
El autor, en cierta oportunidad, escuchó al doctor Pabón Núñez cuan­
do se dirigía a los conservadores de Gramalote, Norte de Santander. El
discurso fue muy filosófico y muy largo. El doctor Pabón le explicó que el
auditorio exigía simultáneamente el estilo — no les gustaban las novele­
rías— y la extensión: nadie iba a efectuar un viaje de medio día para escu­
char un discurso de quince minutos.
Para otro florecimiento tardío del entusiasmo filológico y folclórico, véa­
seJ. A León Rey, El lenguajepopular del oriente de Cundinamarca, con respues­
ta del R. P. Félix Restrepo, El castellano imperial, Bogotá, 1954.
48-Intervención en un congreso de historia económica, Bogotá, 1978.
Doscientos mil es la cifra convencional de muertos por la violencia en los
años cuarenta y los cincuenta.
49-Ni, por supuesto, descuidarla, como se dice con más frecuencia. Para
una antología de decadencia, que ahora parece más significativa política­
mente que cuando apareció por primera vez, véaseA. Bioy Casares, Breve
diccionario del argentino exquisito, Buenos Aires, 1978. Para un uso no tan ino-
céntfe dél lenguaje coloquial, véase M-19, Corinto, Bogotá, 1985. Hay ejem­
plos más antiguos. Angel Cuervo se refiere a un coronel que cambiaba de
estiló en la guerra de 1859-1862, «redactando panfletos en dos partes: una
dirigida “Al pueblo”, en el lenguaje de las venteras y vendedores de po­
llos,-y la otra, en estilo elevado para “A la sociedad”, colmada de giros como
vos ereis». Epistolario de Ángel y RufinoJosé Cuervo con Rafael Pombo, p. XXIV.
50- Citado en j. M. Marroquín, presbítero, op. cit., p. 218.
L O S P R O B L E M A S FISCALES E N C O L O M B IA
D U R A N T E E L S IG L O X IX

Conviene recordar (...) que las tropas del virreinato de


Santa Fe, sepagaban confondos del Perú y Méjico.
G . T orres G a r c ía , Historia de la moneda en Colombia, p. 31.

Es un extraño espectáculo el ver a un pueblo, tan endeudado


y tan libre de impuestos como éste, porque no existe
actualmente en el país un solo impuesto directo a menos que
el de timbrespueda ser considerado como tal. Yo en vano he
buscado quien en estepaísfuera capaz deformar un
gobierno lo suficientemente ilustrado como para preferir los
intereses de lajusticia y el pago de la deuda al cultivo de la
popularidad. Popularidad que seríapuesta en peligro, si no
destruida, al establecerse un justo sistema tributario o al
crear con liberalidad estímulos al desarrollo de los recursos
delpaís para agilizar así el pago de dicha deuda.
La presión extranjera, como lo he sugerido, puede empujarlos a
hacerlo, pero ello supone la existencia de un clima de
tranquilidad, y el Presidente queprevea esa tranquilidad
ha de ser un vaticinador más audaz que yo.
Del Ministro británico en Bogotá,
Wn.UAM Turner, a Lord Palmerston, 1836
(Public Record Office, Londres, Foreign Office 55-5)

I V l i interés por este aspecto cuantificable del pasado de Colombia


no nace de un simple deseo de cuantificar. Más bien m e llevó a él
mi interés por el desorden. «Las guerras producen malas finanzas y
a su vez las malas finanzas conducen a las guerras», guerras civiles
inclusive. Dada la relación obvia entre la fortaleza de los recursos del
gobierno y de sus fluctuaciones y la posibilidad de mantenerse en
el poder, es sorprendente la poca investigación que se ha hecho de
las finanzas públicas en Latinoamérica durante el siglo xrx y de sus
raíces: la tributación1.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Cuando se afirma que un país es rico o que un gobierno es pode­


roso se dan usualmente las razones de esto. P or el contrario, la po­
breza y la debilidad de un país no son generalmente motivo de estu­
dios tan detallados, aunque el caso sea igual de complicado. Hay
que empezar con las finanzas públicas. Schumpeter asegura que el
estudio de las finanzas públicas es «uno de los mejores puntos de par­
tida para la investigación social, especialmente, aunque no de ma­
nera exclusiva, para el de la actividad política. El espíritu del pue­
blo, su nivel cultural, su estructura social, las metas de sus políticas,
todo esto y mucho más está escrito libre de todo adorno en su histo­
ria fiscal». A lg o semejante dice de manera más gráfica el español J.
Navarro Reverter: «Las finanzas públicas de los estados expresan toda
la vida de las naciones. P o r lo tanto, similar a la manera en que un
naturalista a partir de un diente puede reconstruir todo el animal,
el presupuesto de la nación le enseñará todo el mecanismo nacional
a alguien que entiende de finanzas. Esas columnas de números, en
grandes y poco leídos tomos, dan una m edida del grado de pobre­
za o riqueza de un país, d.e sus fuerzas productivas, de sus tenden­
cias y deseos, de su decadencia o progreso, de su vida política y de
sus instituciones, de sus tradiciones y cultura, de su p od er y de su
destino». Schumpeter concluye así: «A qu el que sabe escuchar este
mensaje de las finanzas públicas oye m ejor que en cualquier otra
parte el trueno de la'historia universal2. . .
N o es exactamente el trueno de la historia mundial lo que se es­
cucha en el llanto ahogado de las Memorias de Hacienda de C olom ­
bia del siglo pasado, sino las características de toda una econom ía
política de pobreza. N o se tiene que participar de la m onom anía
fiscal al estilo Cuvier del español citado — los estudiosos de la tri­
butación tienden a explicarlo todo en sus términos— para estar de
acuerdo con que la cuidadosa lectura de los balances fiscales, lec­
tura que escasamente se ha iniciado a nivel académico, puede ayu­
dar a explicar o a dar inform ación acerca de muchos aspectos de
la vida republicana. Parte de esta historia es obvia y algunos círcu­
los viciosos son bien conocidos. Otras partes lo son menos o se han
olvidado, o sencillamente no se conocen. El Estado colombiano era
en verdad pobre. Esto es obvio hoy en día, pero vale la pena recor­
dar que ello fue una sorpresa para muchos de sus habitantes m ejor
informados y para casi todos los extranjeros — los ingleses, los fran­
ceses, los norteamericanos y los suecos— después de las evalúa-
dones exageradamente optimistas de la década de 18203. N o fue
tampoco el desarrollo posterior del pensamiento fiscal local siem­
pre de creciente realismo y sobriedad. Había que sufrir aún las des­
ilusiones de los pocos recaudos de uno y otro arbitrio. También hubo
intentos románticos de ver virtudes en una realidad desalentadora,
que confundieron el Estado pobre en una econom ía pobre con la
modernidad del Estado m ínim o postulado por las teorías de laissez
faire. Algunos extranjeros siguieron siendo cándidos: los tenedores
de bonos durante m ucho tiem po sobreestimaron la capacidad de
Colombia para pagar, y poco entendieron por qué no había llegado
el mom ento para reabrirse el crédito colombiano en el exterior rea­
nudando los pagos de la deuda externa4. Esto se explica porque ellos
no podían desde lejos ni sentir las presiones ni vivir las restriccio­
nes bajo las cuales se movía el gobierno colombiano. Aunque éstas
eran tan notorias y severas, solamente unos pocos comentaristas se
tomaron la molestia de estudiarlas o sencillamente de registrarlas
con exactitud. Las recomendaciones de lo que se p od ía hacer o de
lo que se debía hacer eran frecuentemente erradas. Todavía los histo­
riadores incurren en las mismas apreciaciones equivocadas. La impor­
tancia tributaria del com ercio exterior no se destaca o se subestima
aún p or comentaristas modernos, siendo que no había alternativa
práctica al fom ento de un fuerte renglón de exportación, un staple,
com o fuente eventual de recursos fiscales5.
¿Por qué eran tan escasos los recursos de estos gobiernos? El ob­
jetivo dé este ensayo es hacer un tour d ’horizon de las posibles fuen-
tes de ingreso y de los arbitrios a que hubieran podido haber recu­
rrido. Gran parte del ensayo, aunque no todo, se dedica al estudio
del sistema tributario, ya que después de todo, los recursos fisca­
les no tributarios derivan de la tributación. El ensayo incluye poco
trabajo cuantitativo, aunque creo que todos sus aspectos podrían
cuantificarse, y me interesaría ver un esfuerzo más completo en este
sentido. Pero en realidad m e interesa más la calidad general de la
situación del gobierno. Igualmente, en algunos m om entos siento
deseos de prestar atención a determinadas cantidades absolutas, la
preferencia por series oscurece a veces el significado de las magni­
tudes. Es obviamente imposible tratar, en un ensayo de corta ex­
tensión, de presentar un recuento de la historia fiscal colombiana
del siglo pasado; algunas observaciones generales pueden ser apli­
cadas con mayor pertinencia a algunas épocas que a otras. El matiz
ha sido sacrificado para dar mayor claridad a todo el panorama6.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Es un axioma que la facilidad de la recaudación es directamente


proporcional a la prevalencia de una econom ía de intercambio. El
comercio exterior es generalmente más fácil de gravar que el comer­
cio interno. A l a luz de estas simples observaciones las perspectivas
de Colombia fueron tan pobres com o mediocre fue el récord de sus
exportaciones. En la lista de exportaciones p er cápita de los países
latinoamericanos Colom bia ocupó un sitio bajo, al nivel de Bolivia
y Honduras. En 1882 Rafael Núñez escribió: «Com parando el movi­
miento comercial de los otros países hispanoamericanos con el nues­
tro, resulta en efecto, en general, que estábamos a la retaguardia en
dicho movimiento. Respecto de algunos de esos países, no sólo esta­
mos a la retaguardia sino que casi los hemos perdido de vista». Carlos
Calderón, ministro de Hacienda en la crisis de 1899, se lamentó di­
ciendo que «Colom bia es el país cuyo tesoro se desarrolla más lenta­
m ente». En 1903 Calderón presentó unos datos comparativos para
exportaciones y gastos per cápita del gobierno para algunos países.
Colom bia estaba muy p o r debajo de M éxico, nación que tampoco
ocupaba una posición alta en la escala de los países latinoamerica­
nos: exportaciones per cápita $3 perannum, gastos del gobierno cen­
tral p er cápita $0.75 per annurnJ.
El nivel era bajo y aún entonces estaba sujeto a fluctuaciones brus­
cas; la historia del tabaco, la quina y el café es suficientemente bien
conocida y no hay necesidad de:repetirla aquí. El producto dé la
aduana naturalmente sigue estas fluctuaciones y a partir de finales
de los años cuarenta del siglo pasado, los ingresos de aduana llega­
ron a representar entre lá mitad y los dos tercios de las rentas del go­
bierno. Los movimientos de disminución señalaron emergencias po­
líticas, y estas rentas por su propia naturaleza no podían responder
a dichas emergencias. Esteban Jaramillo lo expresó así: «En Colom ­
bia, probablemente más que en ninguna otra parte, la renta de adua­
nas ha hecho ver su ineficacia para satisfacer necesidades extremas,
por su carácter inflexible y su falta de elasticidad»8. Hay muchos ejem­
plos de este tipo de crisis. En 1885 se vio una combinación de condi­
ciones de depresión en los mercados mundiales, una crisis general
en las exportaciones colombiafíasque llevó a la penuria absoluta del
gobierno, la guerra civil, el agotamiento de todo crédito y la inaudi­
ta introducción de papel m oneda de curso forzoso. Los ingresos de
las aduanas que precedió el estallido de la Guerra de los M il Días
mostraron un patrón similar:
1897 1899
Enero 1.046.606 713.102
Febrero 982.887 733.409
Marzo 814.505 854.381
Abril 1.138.923 662.851
Mayo 1.117.661 673.6889

Este tipo de tendencia no necesita mayores comentarios, pero des­


de el punto de vista de la historia fiscal pueden hacerse algunas ob­
servaciones más amplias y útiles acerca de la aduana. L a aduana era
un impuesto sobre artículos de primera necesidad. Dos tercios de las
importaciones colombianas eran textiles, en su mayoría baratos, des­
tinados a la confección del vestuario de la gente pobre. La clase que
consumía lo que en una definición algo espartana uno podría llamar
artículos de lujo, era muy pequeña. Esta clase social n o estaba más
inclinada a im poner tributación sobre sí misma que cualquier otra
clase social en el poder, pero aun suponiendo una rara abnegación,
el pequeño caudal de importaciones costosas no era fuente poten­
cial de recursos significativos. Dada la composición de las importa­
ciones colombianas, cualquier aumento en la tarifa se encontraba
con la respuesta elástica de un mercado que estaba en gran parte cer­
ca del nivel de subsistencia. N o sólo la posible respuesta de la aduana
erá lenta, sino que era también limitada. La regresividad del grava­
men fue por momentos empeorada por los sistemas utilizados — el
m étodo de peso bruto tuvo tal efecto sobre los textiles— pero éste
era regresivo p or la obligada com posición de las importaciones10.
Los consumidores podían comprar lo más barato — hay eviden­
cia de que hicieron esto en los últimos veinticinco años del siglo—
o comprar menos, o proveerse p or vía del contrabando. Los minis­
tros y empleados oficiales desarrollaron un conocim iento práctico
que les indicaba a cuáles niveles de tarifa el comercio se desviaba de
los cauces legales. Muchos de estos funcionarios eran comerciantes.
P or todos los argumentos económicos que expusieron, por todas
sus euforias temporales, ellos com o ministros estuvieron continua­
m ente preocupados p or las rentas. A las tarifas no se les consideró
primariamente com o un instrumento de política económica. A lo
largo del siglo xrx la política de la aduana fue esencialmente fisca-
lista. Así com o en el siglo xrx Europa y Rusia gravaron los denrées
coloniales, en el mismo siglo en este punto del trópico se gravó la
im portación de textiles11. Los puntos finos del argumento pueden
ser encontrados en las Memorias, y los detalles técnicos y adminis­
trativos que contienen justifican frecuentemente algunas prácticas
usualmente tachadas de anticuadas o rutinarias. Algunos problemas
ya tienen su descripción clásica en las Relaciones de mando de la última
etapa de la era colonial, las cuales comparten con las memorias re­
publicanas la intensa preocupación por las rentas y el conocimiento
que ellas derivan del comercio: «U n Reino en donde no hay comer­
cio activo, no tiene ejercicio la navegación, y sus habitadores son po­
bres, tampoco puede producir para enriquecer el Real E rario»12.
Los impuestos a las exportaciones se enfrentaron a un fracaso
predecible: iban en contra de la necesidad obvia de incentivar las
exportaciones. Estos impuestos no se acomodaban a Colombia, un
productor marginal con altos costos en unos mercados competi­
tivos. Con malos precios en el exterior, el café colombiano no podía
resistir el impuesto a las exportaciones establecido p or el gobierno
de Caro a fines de los noventa, un ejem plo de cóm o tal tributación
era la solución menos indicada en las circunstancias adversas que
llevaron a un gobierno desesperado a ensayarla13. El gobierno tam­
poco tenía ningún m onopolio natural al cual recurrir. A lle e r la lista
de exportaciones, sólo se encuentran las minas de esmeraldas, cuyo
derecho de explotación no pudo ser vendido en 1860 por $12.000,
y el bálsamo de Tolü, del cual se exportaron $20.000 en 1891. N o
había guano colombiano, ni nada similar14. Para el colombiano de
finales del siglo, cuando miraba los volúmenes del com ercio inter­
nacional del país, la teoría de la ventaja comparativa le habría pare­
cido una simple teoría.
H. H. Hinrichs, en su trabajo A General Theory ofTax Structure Chan-
ge D uring Economic Development, llegó a la siguiente conclusión: la
sabiduría convencional sostiene que la participación del gobierno
en el producto nacional aumenta con el desarrollo económico. L o
anterior es obvio cuando se compara tal participación del gobierno
en los países desarrollados cotí la'que prevalece en los subdesarro-
Uados. Sin embargo, cuando se observan las diferencias entre los
países subdesarrollados, la anterior proposición es en el m ejor de
los casos engañosa, y en el p eor de ellos simplemente equivocada.
Para los países pobres el grado de apertura puede ser un m ejor indi­
cador de su «capacidad de tributación» que la m edida usual de in­
greso per cápita. El sector de com ercio exterior es relativamente fá­
cil de tributar, su crecimiento a través de mayor monetarización, la
expansión de cultivos comerciables, el aumento del tamaño de los
negocios y la urbanización incrementan las capacidades del gobierno
para aumentar impuestos a todo nivel. « A medida que una sociedad
tradicional cerrada se abre al com ercio, no sólo es administrativa­
m ente posible gravarlo, sino que se le puede atar la tributación del
com ercio a una base con algo de elasticidad-ingreso». La historia
fiscal de Colombia del siglo xix concuerda con estas conclusiones15.
El padrón del com ercio interno del país no era un aliciente para
el recaudador de impuestos. Todo lo que se moviliza puede ser gra­
vado. En Colom bia el transporte era notoriamente caro y muy po­
cos de los productos se transportaban a grandes distancias. Desde
luego que existía intercambio entre regiones, y sus detalles pueden
ser establecidos de fuentes tales com o Wills, Codazzi, Pérez y Galin-
do. Pero en realidad este tráfico no era fuente importante de impues­
tos. En el entusiasmo de reconstruir su historia en detalle y en el reco­
nocim iento de su rol esencial en el desarrollo de cualquier faceta
de la economía, uno no debe situar esta tributación en un sitio des­
tacado entre las rentas posibles de la nación. Existía un buen núme­
ro de peajes internos y derechos para propósitos específicos o gene­
rales establecidos p or compañías privadas o gobiernos locales, pero
su producto era escaso. Colombia era aún un país de unidades rela­
tivamente aisladas de inadecuada poliproducción. N o existía buena
complementariedad entre las economías regionales. Los comercian­
tes y geógrafos recopilaron lo que había, pero sus lectores deben
hacer, ellos mismos, una más larga recopilación de lo que no existía16.
La de Colom bia era una econom ía de las menos gravables de
Latinoamérica, un país donde muchos podían subsistir, pero con
una población abrumadoramente rural y dispersa, cuyo ingreso per
cápita pudo haber sido aun in ferior a $40 al año17. Salvador Ca-
macho Roldán dejó una viva descripción de sus habitantes, y en sus
palabras uno puede percibir la nota de un arbitrista frustrado:

Poblaciones que mueren sin conocerse y viven sin amarse; entre


las que no existe el lazo de un comercio recíprocamente ventajoso,
ni la comunidad de las artes, ni la fraternidad de las ciencias; para
quienes no hay nada común sino el recuerdo de la esclavitud de
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

otros días y la huella de las guerras civiles más recientes; pueblos


en que se prodiga la sangre en obsequio de ideas no bien claras o
de palabras resonantes aunque vacías de sentido en ocasiones, y
se discuten los céntimos que se quisieran aplicar a dar trabajo al
proletario, colocación a los capitales del rico y educación a la infan­
cia: nacionalidades cuya existencia se defiende más que por su
grandeza, por su miseria y por su anarquía: esos pueblos podrán
tener un gobierno barato, fácil, inofensivo; pero carecen de algo de
lo necesario para poder llamarse nación18.

Los colombianos no solamente viven aislados sino también son


recalcitrantes. Había una larga historia de resistencia colonial a la
tributación, de la cual la Revolución de los Comuneros es solamen­
te el más famoso episodio. L a Nueva Granada de la colonia nunca
conoció el sistema de intendencias y da la impresión de; haber sido
gobernada ligeramente. Muchos de sus habitantes fueron respetuo­
sos frente a cualquiera autoridad. La población del Magdalena M e­
dio, según la descripción del Fr. Palacios de la Vega, es una pesadi­
lla para un recaudador dé impuestos19. Quizás el pobre campesino
indio de la tierra fría era sumiso, pero tenía muy poco para ser gra­
vado. Los gobiernos republicanos se enfrentaban aún a una fuerte
resistencia política para lograr incrementar sus rentas; no estaban
recubiertos de ninguna majestad, tenían que sacrificar algunos re­
cursos coloniales en ¿ras del mó'demismo, y fueron en su mayoría
gobiernos de partido, manifiestamente débiles y algunos veces co­
rruptos. En tales circunstancias la evasión de impuestos aparecía para
muchos com o deber cívico. Se debe recordar que ninguno de estos
gobiernos existió en un vacío político. Los virreyes fueron conscien­
tes del peligro de las innovaciones, y los presidentes de la república
lo fueron aún más20.
La debilidad básica del sistema fiscal de Colom bia en el siglo pa­
sado se derivó de los débiles logros de las exportaciones y sus conse­
cuencias para la aduana. Sin embargo, el panorama de las finanzas
públicas se debe completar examinando los otros recursos que el go­
bierno tenía y explorando las limitaciones de cada uno de ellos. En
la clasificación de George Ardant estos «rudimentarios e intermedia­
rios arbitrios podían producir determinada cantidad y nada más»21.
Existían ciertos monopolios, de los cuales el más importante era
el de la sal, principalmente las minas de sal de Zipaquirá. Esta era
la segunda fuente de impuestos del gobierno después de las adua-
ñas; era continuo, cercano al gobierno y la cadena del comercio de
la sal había funcionado desde antes de la aparición de los españo­
les. Además del consumo humano directo, la sal se utilizaba para
salar carne, engordar ganado y fortalecer las muías. Existía, enton­
ces, un punto de consumo p or debajo del cual no se situaría la de­
manda, pero sería inocente suponer que no existían severas lim i­
taciones en la renta que podía ser extractada de este m onopolio.
Prim ero, había otras fuentes de sal diferentes a la de Zipaquirá y
sobre algunas de las cuales el gobierno ejercía sólo un control no­
minal; en algunas regiones el estanco nunca pudo ser instituido.
Inclusive, Zipaquirá p or sí sola estaba lejos de ser completamente
controlada; el fraude y el contrabando fueron frecuentes. Hubo
gran debate acerca del precio óptim o para los diferentes tipos de
sal. N o era barato; Camacho Roldán calculó en 1870 que la sal se
vendía a un precio siete veces superior al costo de producción. Para
los pobres, quienes con su dieta rural consumían más sal que los ri­
cos, el gasto representaba 65 centavos por cabeza. Esta pequeña can­
tidad una vez sumada representaba para el padre de una familia
de cuatro personas cerca de doce días de trabajo en un año; si se
da por supuesto que trabajaba 240 días al año, entonces lo anterior
equivaldría al 5% de sus ingresos. P or otra parte, el engorde de ga­
nado, proceso en el que la sal era necesaria, sólo era rentable con
la sal a determ inado precio. Si el precio impuesto p o r el m onopo­
lio era muy alto, el negocio de engorde dejaba de ser beneficioso
y los ganaderos cesaban la com pra de sal o la buscaban más barata
en otra parte. Las operaciones del m onopolio eran fácilmente inte­
rrumpidas en épocas de guerra civil, cuando los precios de emergen­
cia podían difícilm ente compensar las pérdidas de la disminución
de ventas. Las guerras civiles no eran ciertamente épocas para el en­
gorde de ganado. A pesar de todas estas limitaciones, los ingresos
de la sal eran todavía a finales del siglo la segunda fuente de las ren­
tas del gobierno. Según Carlos Calderón, su reforma apareció como
la fuente más promisoria de mejores ingresos en 1903. El m ono­
polio de la sal tuvo una vida más prolongada y mayor importancia
fiscal que la que tuvo el estanco del tabaco, el cual en época de la
Independencia apareció com o más promisorio22.
El m onopolio del tabaco ha atraído siempre la atención de los
historiadores económicos, y el progresivo abandono del producto
por parte de los gobiernos de la década de los cuarenta ha sido justa­
m ente analizado com o proceso climatérico en la política gubema-
mental y en el desarrollo del siglo xix. El significado fiscal del tabaco
no ha sido aún totalmente explorado. Una mirada rápida a los da­
tos parece indicar el abandono por parte de estos gobiernos de su
principal recurso del interior. La oposición al empuje de terminar
con el m onopolio fue combatida con la promesa de un gravamen de
exportación (que nunca fue impuesto) y con un argumento y una
contramedida administrativa. El argumento fue que la pérdida de
ingreso con la desaparición del m onopolio será más que recuperado
p o r la aduana, por m edio del consiguiente aumento en comercio,
gracias a la adopción de una sencilla tarifa fiscal. La m edida admi­
nistrativa, la cual iba en contra de las más optimistas expectativas de
este argumento, fue la descentralización de rentas y gastos. En ella
ciertos ingresos y responsabilidades fueron cedidos a las administra­
ciones locales. Los defensores del m onopolio exageraron su impor­
tancia en los ingresos del gobierno, ignorando los considerables cos­
tos del recaudo y quizá haciendo caso omiso de la proporción del
producto de la renta que se escapaba del control del gobierno con
los multiformes préstamos y contratos de mercadeo. Los cálculos de
quienes apoyaron la reform a fueron vindicados, aunque no tan rá­
pido como éstos esperaban: las exportaciones de tabaco aumentaron,
los ingresos de la aduana se incrementaron. N o hubo otro intento
significativo de gravar el tabacoen el siglo pasado. Los impuestos
sobre el tabaco en las circunstancias colombianas no obedecieron
a los preceptos clásicos de la tributación. A pesar de que las mejores
tierras para el cultivo no eran muy extensas, el m onopolio era engo­
rroso, caro y molesto. Necesitaba el uso de grandes recursos que fre­
cuentemente eran precisados con más urgencia en otra parte: el go­
bierno tenía en ocasiones que escoger entre sostener la renta del
tabaco o sostenerse a sí mismo. Fue afectada por el fraude y aún más
por el recelo y por su im popularidad general. El rendim iento ne­
to, en prom edios anuales para períodos de cinco años después de
1830, fue calculado por Aníbal Galindo así:

Años P e so s($)
1830-1835; 190.273
1835-1840 202.044
1840-1845 261.516
1845-1849 371.948
M a l c o l m D eas

Aun tomando los datos de Galindo como verdaderos, y recordan­


do que la deuda del gobierno con sus agentes llevaría a pensar que
la cifra verdadera era más baja, el tabaco representó cerca del 20%
del total de los ingresos del gobierno, cantidad comparable a los
ingresos producidos p or la sal23.
El tabaco había sido el estanco más productivo de la última parte
de la era colonial, realmente el más importante de todos los ingre­
sos del virreinato24. Entre las rentas «estancadas», el tabaco estaba
seguido por los impuestos al licor, los cuales nunca han dejado de
aparecer de una u otra forma en la historia fiscal de la república. Es­
tos impuestos tam poco llegaron a ser tan productivos en los tiem­
pos republicanos com o lo fueron en épocas coloniales! Los tributos
al licor fueron descentralizados a mediados del siglo, cuando los in­
gresos ascendían a $150.000 al año25. Los diversos sistemas utili­
zados y sus diferentes resultados siguieron la variedad ecológica del
país: un m étodo que era tolerado en la tierra fría p od ía producir
serios problemas para quienes trataban de utilizarlo en zonas cañi-
cultoras situadas a corta distancia. Requerían una ágil administra­
ción local, y aun así los rematadores obtenían mayores beneficios
que el mismo gobierno. Estas rentas perm anecieron en calidad de
locales por el resto del siglo pasado. Inclusive derrotaron los inten­
tos'del general Reyes de nacionalizarlos en los primeros años del
presente siglo y siguen siendo rentas departamentales hoy en día.
Aunque su historia ha estado ligada al desarrollo de muchas fami­
lias y.fortunas, la suma que llegó al gobierno fue siempre una peque-
ña-proporción de lo gastado en bebidas26. Algunos monopolios m e­
nores de la colonia, mercurio, barajas de ju ego y pólvora, fueron
abandonados27. Existieron algunos intentos republicanos tempra­
nos de fom entar la industria y la empresa a través de concesiones
de monopolio, pero éstas no tuvieron ningún significado fiscal y ha­
bían desaparecido en su mayoría a mediados de siglo. Algunos pri­
vilegios de m onopolio en el transporte se mantuvieron, pero el úni­
co de ellos que produjo beneficios al gobierno fue el del tránsito
por el Istmo de Panamá. Ningún nuevo m onopolio de consumo fue
intentado hasta la presidencia del general Rafael Reyes. El m onopo­
lio fiscal efectivo requiere artículos de consumo masivo que no son
fácilmente producidos y que además son necesidades. Los patro­
nes colombianos de consumo y las condiciones de producción no
tenían estas características, con excepción de la sal y en menor grado
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

de las bebidas. Las limitaciones en ambos casos son fácilmente ex-


plorables.
¿Cuáles eran las posibilidades de tributación directa? El tributo
de indios había dejado de ser de alguna importancia en la Nueva
Granada mucho antes del final de la era colonial y p oco se perdió
cuando desapareció finalmente en 183228. De mayor volumen, espe­
cialmente para quienes lo pagaban, fue el diezmo. Éste, que no era
siempre un décimo, fue impuesto a la mayoría de los artículos de
producción agrícola. El café, el índigo y el cacao plantado después
de 1824 fueron eximidos. El diezm o fue implantado a través de un
sistema local de remates, y los diezmeros que licitaban su recaudo
centraban su atención en un pequeño número de circuitos. El re­
caudo tomaba tiempo y era costoso y molesto; tenía que seguir el ca­
lendario agrícola, requiriendo el conocimiento de la región, muías,
pesos, corrales y probablem ente no poca fuerza de carácter. Com o
en todas las cuestiones de predicción agrícola, fue siempre fácil equi­
vocarse en el cálculo y muchos diezmeros registraron pérdidas. La
poca evidencia existente indica que a estos últimos no les fue mal
por ser indulgentes. El gobierno civil recibió un cuarto del produc­
to de los remates, la Iglesia el resto y los diezmeros cualquier can­
tidad que conseguían de ahí en adelante. U n o se puede imaginar
que las ganancias de éstos podían variar de año a año y de lugar a
lugar, pero cálculos aproximados/contemporáneos admiten que los
valores recaudados eran tres o cuatro veces las cantidades obteni­
das por el gobierno y la Iglesiajuntos. El director general de Impues­
tos reportó en 1848 ai-ministro de Hacienda que el diezmo de Am ­
balema fue rematado p o r un quinto de su producto calculado,'y
concluyó com o sigue:

Esta renta, Señor Secretario, está cercada de incidías: no hay dispo­


sición suya que no se anule por las trampas del interés individual.
El contribuyente la elude cuando puede; i últimamente perece a ma­
nos de los rematadores.

El diezm o fue descentralizado ,en 1856, y en la mayor parte de


las provincias fue rápidamente abolido. En datos incompletos apa­
rece que la suma más alta recibida p or el gobierno republicano en
este rubro fue $61.803 en 1835. Era un resultado muy pequeño para
tanta «molestia». Com o en otros países, el diezmo ocultaba muchas
M a l c o l m D eas

complicaciones bajo una fechada sencilla, y sus efectos negativos fue­


ron ampliamente reconocidos:

El bárbaro sistema de cobrar en especie, i no en dinero, la contri­


bución, trae la consecuencia necesaria del arrendamiento i la crea­
ción de una bandada de publícanos más que viven espiando al agri­
cultor para apropiarse la décima parte del producto de su fatigosa
industria, a tiempo que al tesoro no entra sino una mínima parte del
valor de lo que contribuye el ciudadano laborioso. Bajo dos aspee-
tos es perjudicial la tendencia de este sistema vicioso i bárbaro. El
desalienta la industria agrícola, gravándola con un impuesto excesi­
vo, i crea una clase de hombres destinados a molestar a los que tra­
bajan i producen29.

N o fueron el tributo de indios ni el diezmo buenos impuestos


republicanos, y el producto del prim ero fue tan pequeño que pudo
ser abolido en m edio de general indiferencia. Com o es natural, la
Iglesia estaba profundam ente preocupada con el diezm o y se op o­
nía al derecho del gobierno civil a abolirlo. Pero n o defendió el
sistema de remate, y trató de abolir sus inconveniencias cuando es­
tableció sus propias rentas en el período de hostilidad liberal. Su bajo
producto para el Estado no pudo sino reforzar la hostilidad de los
informadores de mediados de siglo contra el diezm o30.
El pensamiento de tales reformadores tendía a asociar la colonia
con la rutina y las trabas, olvidando que a veces esos gobiernos ha­
bían sido enérgicos, innovadores y perfectamente conscientes de
la importancia del com ercio para las rentas. Igualmente, a media­
dos del siglo hubo un nuevo intento de modernizar el sistema fis­
cal tal com o no se había visto desde los eufóricos años de Castillo y
Rada a comienzos de la década de los veinte. La más sucinta expre­
sión de esta actitud aparece en el trabajo del joven Salvador Cama-
cho Roldán, Nuestro sistema tributario, de 1850. En él se estudia todo
el aparato de los impuestos indirectos, costosos de recaudar, confu­
sos en sus cuentas, represivos, molestos y antiproductivos; el diez-
m a y sus terribles consecuencias; el trabajo personal subsidiario, un
corvée que debería haber producido $400.000 al año o su equivalen­
te en trabajo, pero el cual manifiestamente no produjo ninguno de
los dos y se perdía en una serie de abusos locales. Camacho R ol­
dán calcula que antes de la abolición del estanco del tabaco los ha-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

hitantes de la Nueva Granada pagaban — hombres, mujeres y ni­


ños— alrededor de $2 per cápita a ese «monstruo m ultiform e» del
fisco:

La forma enruanada del guarda del aguardiente, el rostro colérico


del asentista, el tono grosero del cobrador de peaje, la sucia sotana
del cura avaro, los anteojos del escribano, la figura impasible del al­
calde armado de vara, la insolencia brutal del rematador del diez­
mo, o la cara aritmética del administrador de aduana.

Igualmente calculó que el indefenso em pleado público pagaba


cerca del 6% de su salario en una u otra contribución aun sin con­
siderar el m onto de los impuestos indirectos que pagaba; los solda­
dos, según él, pagaban el 8% . El sistema existente, concluye, no es
eficiente ni equitativo, y debería ser reem plazado p o r el impuesto
directo, progresivo y único9’1.
Éste era el punto de vista prevaleciente de los liberales, y muchas
localidades ensayaron algún tipo de contribución directa en los
años posteriores a la descentralización de rentas y gastos. Los resul­
tados no fueron más alentadores de lo que habían sido en los días
de Castillo y Rada. Esto no es una sorpresa. Cualquier impuesto a la
tierra o a la propiedad requiere información catastral, de la cual no
había nada disponible. L o que-se ganaba en intimidad por medio
de los avalúos locales éra inevitablemente perdido p or una adminis­
tración local aún más débil y p o r la distorsión política de los ava­
lúos. Los colombianos píoponentes de impuestos a la tierra, quienes
frecuentemente eran comerciantes, pudieron estar en lo justo cuán­
do pensaban que-la agricultura estaba relativamente subgravada.
Sin embargo, al principio no estaban conscientes de las grandes difi­
cultades y arduos esfuerzos requeridos para establecer la base de di­
cho impuesto y de lo poco apropiado que era el campo colombiano
para éste. El catastro de Milán, la primera agrimensura m oderna de
Europa, tenía para sus propósitos las grandes, planas y relativamen­
te uniformes haciendas del Valle del Po, y sin embargo transcurrie­
ron más de 41 años antes dé com pletarla en 1760. El catastro fran­
cés tom ó de 1807 a 1845. Turgot mismo había escrito acerca de las
dificultades de dichos avalúos en las regiones montañosas del mun­
do con sus pequeñas parcelas de minifundistas y aparceros. Sus afir­
maciones eran del todo aplicables a Colombia, uno de los países más
M a l c o l m D eas

montañosos en el mundo y de ninguna manera un país de grandes


propiedades, que contaba además con una variedad tal de «m odos
de producción» que lo deja a uno perplejo32. Era, entonces, inevi­
table que los intentos hechos terminaran en el fracaso y el desenga­
ño. Hay que reconocer el heroísmo que hubo al intentarlo; los resul­
tados nos dan inform ación interesante acerca de las dificultades
administrativas y de la naturaleza de la base del gravamen.
Tres estados produjeron algún sistema de tributación directa du­
rante la era federalista: Cundinamarca, Boyacá y Santander, otros tres
intentaron establecer un impuesto a la tierra aun con m enor in­
formación. La lista de dificultades de los informes locales es simi­
lar y de nuevo recuerda la experiencia de los años veinte del siglo
pasado. El secretario de Hacienda del Tolima encontró que:

Aunque mejor en teoría tiene también sus graves inconvenientes


por la falta de datos sobre la riqueza i por los abusos que cometen
los avaluadores de ella o las juntas de pueblo a hacer los repartos.

, En 1865 en este Estado se produjeron $14.000 de un estimado


de $60.00033. La administración de Boyacá de 1869 logró recaudar
$23.000 de $>33.000 posibles:

Ño obstante el odio que los contribuyentes tienen al impuesto direc­


to, se nota que los pueblos ya van habituándose al pago de él.

La misma fuente comenta acerca de «los abusos de los magna­


tes de los pueblos al hacer la distribución»34. Pero ese gobierno sec­
cional no era tan optimista en 1873:

La desigualdad con que los impuestos están repartidos en los Dis­


tritos es notoria. El hombre rico es en todas partes el árbitro de la
suerte de los que tienen menos. La importancia se mide en don­
dequiera por el haber pecuniario, i de aquí el que esos individuos
sean los Alcaldes, miembros de las municipalidades o cuando menos
directores de esos empleados, ¿podrá creerse que ellos consienten
en valorar sus fincas justamente para que el impuesto sea equitati­
vo? Es claro que no, i de aquí el que las fincas de segundo orden
estén siempre valoradas en una proporción que no guarda equili­
brio. Esto trae por consecuencia la imposibilidad del pago de los im-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

puestos, la odiosidad consiguiente que atraen i la mina de los capi­


tales pequeños, sucediendo que el impuesto más equitativo venga
a ser el más funesto para la riqueza común. Aparte de esto, i para
hacer más odioso el impuesto i más difícil su cobro, sucede que en
los distritos gravan excesivamente las propiedades de los que no
son vecinos i que tienen la desgracia de no estar presentes a la hora
de los reclamos. Quien lance una rápida ojeada por el territorio del
Estado se abisma al pensar como es que la mala fe, la falta de patrio­
tismo i el gamonalismo pueden hacer de este impuesto una arma
para derribar un gobierno i una impostura para desacreditar lo que
precisamente encierra en su esencia más justicia35.

A lg o se pudo haber logrado con un apropiado registro catastral; sin


embargo, el secretario afirmó: «N o me hago ilusiones de que el tra­
bajo y sus resultados sean perfectos, y mucho se conseguirá si se apro­
ximan a lo equitativo». Igualmente, se quejaba de que los valores no
tenían relación con el ingreso. Las propiedades urbanas que eran
virtualmente invendibles producían altos ingresos, y las propieda­
des rurales de gran valor no producían prácticamente nada. «L a si­
tuación anómala de nuestra industria — concluía el secretario—
pone todo resultado fuera del alcance de los principios sentados por
la ciencia económica.. En esta materia, es en nuestro país en donde
se pueden venir a estudiar las excepciones36. En Cundinamarca, la
Legislatura Estatal estimó en 1867 que de $100.000 que podían ser
obtenidos del impuesto directo, $24.235 fueron recaudados37. El
catastro fue inicialmenté decretado en 1856, a partir de 1862 le fue­
ron asignadas partidas para los gastos, y se llevó a cabo en 1867
bajo la administración del general Aldana. El trabajo consistió en
«una simple enumeración de las propiedades raíces en cada distrito,
del nom bre del propietario, del valor de la finca, y de la contribu­
ción territorial que le corresponde, a razón de $2 p o r cada $1.000
de valor capital y nada más38. Esto era mucho m ejor que nada, a pe­
sar de que nunca resultó com o Felipe Pérez había esperado, según
lo cual:

Bien organizadas su contribución sobre fincas raíces i la directa,


bastarían ellas no más, no sólo para llenar su presupuesto de gastos,
sino para dejar un sobrante en caja de muchos miles de pesos al
año.
M a l c o l m D eas

En Cundinamarca el 2 1/2% sobre la propiedad era la renta más


im portante39. U n Camacho Roldán más viejo y sabio lo estimó en
cerca de $70.000 para 1873-1874, en un presupuesto de $400.000.
Quizás se dejó llevar p or sus prejuicios, para estimarlo p or encima
de un impuesto más fácil de calcular, el de sacrificio de ganado o
degüello de $2 p o r cabeza. Este impuesto se calculaba en $56.000
y fue defendido p or el secretario general de Boyacá com o el más
equitativo, siendo un gravamen, según él «que paga la clase acomo­
dada de la sociedad». Camacho previamente había estimado que los
impuestos a la tierra de los estados que lo habían establecido, con
o sin catastro, sumaron menos de $400.000, de un ingreso total com­
puesto de rubros nacionales, estatales y distritales de alrededor de
$6.100.000. Estos estados eran los más poblados de la repúblicay te­
nían una desproporcionada participación en la riqueza territorial
nacional. La suma real estaba probablem ente muy p o r debajo del
anterior estimativo. Santander, el tercer Estado en llevar a cabo un
catastro, obtuvo en 1873 $35.000 de impuestos directos. Los estima­
tivos locales conocidos dan una suma menor, y si se estudia el conjun­
to de los recaudos se puede obtener menos de la mitad de $400.000
para los seis estados que utilizaron este recurso40.
Algunos de los informes contienen relatos gráficos del porqué
estos y otros impuestos no pudieron ser productivos, y de la natura-
lezai precisa de «deficiencia administrativa», del porqué la adminis­
tración tiene que estar en esta situación y de por qué fue m ejor no
emplear su limitado talento en inútiles direcciones progresistas. El
infórm e de Tolima, escrito p or Francisco de Paula Rueda en 1865,
en él cual explica las razones para obtener apenas un tercio de los
ingresos proyectados, es de gran valor. En el inform e se describe
cóm o en apenas cuatro municipios del Tolim a Grande existía una
contabilidad form al en los libros. El tesorero general del Estado
tenía tan sólo un escribiente y un tenedor de libros a su mando, y la
contabilidad se hallaba desactualizada ya que él había estado en
campaña. Muchos de los tesoreros locales eran incompetentes, algu­
nos analfabetas y sin conocimientos de contabilidad. La explica­
ción de este estado de cosas no era la escasez de personas capaci­
tadas para desempeñar las funciones, sino la falta de interés de las
personas capaces de ocupar estas posiciones.

Debo esplicar que lo que dejo espuesto respecto de los tesoreros,


i que puede estenderse por regla general a los empleados muni­
cipales, no quiere decir que no haya en los pueblos i en el estado
hombres probos muy competentes para desempeñar los destinos
públicos de toda escala: esta negativa envolvería una atroz calum­
nia, que estoi mui lejos de inferir a la civilización del Tolima. Lo que
significan mis espresiones es que ningún ciudadano de probidad
i siquiera a medianos conocimientos, a no ser mui patriota, se sujeta­
rá a servir un destino como el de tesorero oneroso, con título de lu­
crativo, que tanta consagración necesita, que tantas incomodidades
proporciona i que apareja una inmensa responsabilidad.
(,..)En el pueblo de D. el tesorero es un personaje tenido por
algo, pero no entiende tampoco de cuentas, i que por economía o
por otro motivo interesado lleva por sí los libros en retazos de papel
sucio i ajado, sin sujeción a reglamentos i modelos, porque no los
lee o no los comprende.

El siguiente es un ejem plo que da el mismo informe de un inten­


to honrado de contabilidad:

(Fórmula del cargo)


«Persebimiento de platas»
y sigue una lista de personas i cantidades sin espresión
de las fechas ni de la procedencia de los enteros
(Fórmula de la data)
«Entregamiento i remitimientó de platas»
I sigue una lista por el estilo de la anterior, en la
cual figura la siguienté curiosa partida:
228 pesos que me robó (fulano de tal) con uniforme
militar i con armas ... $228
I este no más su valor ... $140
Suma (tal)

Si el tesorero local hacía fraude, era poco lo que el gobierno po­


día hacer para rem ediarlo; sencillamente el tesorero se podía de­
clarar en bancarrota, si no tuvo energía suficiente para desapare­
cer41. Los informes de Boyacá presentan comentarios similares
acerca de las dificultades de recaudar impuestos morosos, especial­
mente de «aquellos que dirigen los asuntos en los distritos», y acer­
ca del poco deseo de los críticos de aceptar «destinos onerosos»
ellos mismos, parte de la significativa pero por historiadores inad-
M a l c o l m D ea s

vertida com petencia durante el siglo xrx de eludir puestos públi­


cos42.
La facilidad de recaudo tenía que pesar fuertem ente en estas
minúsculas administraciones, cuando enfrentadas a la descentra­
lización de rentas y gastos tenían que escoger cuáles impuestos se
debían establecer. Dicha m edida no resolvió ningún problem a fis­
cal, sencillamente trasladó gran parte del problema a las nuevas en­
tidades federales. En los informes de los nueve «estados soberanos»
se puede observar que sus capacidades fiscales variaban significa­
tivamente, al igual que las escogencias de opciones fiscales. Sin em ­
bargo, todos- ellos se enfrentaban a la misma clase de problemas.
Estos informes proveen las más detalladas investigaciones de las
posibilidades fiscales diferentes de las de la aduana y la sal. Ya he­
mos considerado el rango y el producto de los impuestos sobre la
tierra, y antes de retom ar a la consideración de los restantes expe­
dientes p o r vía de los cuales el gobierno colom biano pudo haber
obtenido recursos, es importante explorar la información existente
acerca de estos otros impuestos y describir por medio de cifras y ten­
dencias la situación fiscal de la república al final del tercer cuarto de
siglo, después de cincuenta años de existencia independiente.
«El fisco federal es un tiburón insaciable, rodeado de nueve tibu-
roncitos que aprenden en buena escuela»43. Aníbal Galindo presen­
ta eñ su obra pionera, el Anuario Estadístico de Colombia, 1875, unos
cuadros sinópticos de estos «tiburoncitos», los cuales presento aquí
con las reservas usuales acerca de su exactitud y calidad. Las cifras
dé los cuadros, comparadas con una muestra de inform es locales
qué proveen mayor detalle, parecen verosímiles, a pesar de que en
el producto de contribuciones directas hay sobrestimaciones cuan­
do la información se deriva de proyecciones presupuéstales. Los cua­
dros son ciertamente confiables para mostrar la estructura tribu­
taria de los diferentes estados, y con algunas adiciones, la del país
com o un todo en las rentas, por entonces significativas, bajo control
local. Igualmente ilustran las fortalezas relativas de las rentas de las
secciones federales. ( Véase cuadro página siguiente, Rentas I Gastos
de los estados44.)
Tom ando los nueve estados juntos, el derecho de degüello, im ­
puesto sobre sacrificio de ganado, aparece como la renta más produc­
tiva. Esta era efectivamente la fuente más importante de ingresos
en tres estados, en los de la costa, Bolívar y Magdalena, y en Tolima.
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D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

En segundo lugar, aparece la renta de aguardiente y licores; en


Antioquia y Santander éste era el ramo más productivo, y sus entra­
das en esos dos estados sumaban los tres cuartos de su producto
en toda la nación. La contribución directa aquí aparece en form a
optimista situada en tercer lugar — Galindo era fie l radical— 45, y
a continuación aparecen los derechos de consumo y los peajes.
El Estado más rico, Cundinamarca, tenía unos ingresos cinco
veces y m edio más grandes que el más pobre, Magdalena46. El in­
greso total de los estados fue de $2.103.248, cifra considerable si
se compara con la de los ingresos del gobierno nacional que fueron
$3.927.685, de los cuales $2.811.159 provenían de la aduana47.
Las cifras anteriores merecen comentarios más detallados. El im­
puesto de sacrificio de ganado era fácil de imponer, y aun en las áreas
rurales era difícil de evadir, excepto en los casos más remotos de au-
toconsumo. Este impuesto ha sido consistentemente productivo a
lo largo de la era republicana y no tuvo problemas de aceptación por
parte de la población, siempre y cuando no fuera excesivamente alto.
Ya hemos visto que las autoridades fiscales de Boyacá lo consi­
deraban equitativo — de todas formas los boyacenses y los demás
campesinos de tierra fría no consumían mucha carne— . El secreta­
rio de Hacienda del departamento del Tolim a lo estimaba com o el
impuesto de mayor producción,, pero inform a que se evadía cuan­
do llegaba a $5 por cabeza; a esté nivel el degüello no producía más
que cuando era fijado en $248. Él impuesto al licor mostraba varia­
ciones grandes de acuerdo con la localidad. Su bajo rendimiento en
Boyacá se explica por razones largo tiempo conocidas: era conside­
rado inequitativo por los habitantes de las tierras templadas, «pues
en la fiía nadie paga». De otro lado el contrabando y la destilación
ilícita eran frecuentes. U n resguardo costaba más de lo que podía
producir49. Los resultados del sistema de remate de los monopolios
en los diferentes distritos eran regularmente desalentadores.
El problema aparece bien descrito por el director general de Im­
puestos en 1848:

Cómo pudieron éstos moralizarse: no lo alcanzo. El interés indivi­


dual oculta casi siempre los provechos que saca i no deja entrever
las bases que pudieran servir a nuevos especuladores i el temor que
se tiene a ciertas notabilidades agiotistas, que se han apoderado de
estos negocios i que en cierta manera han hecho de ellos su pro-
M a l c o l m D eas

pió patrimonio, obstruye la entrada a la libre competencia, en lugar


de promoverla. Si alguna vez se observan pujas sorprendentes que
contribuyen a aumentar trabajosa i forzadamente los productos, es
porque alguna rara casualidad frustra la confabulación de los lici-
tadores o aleja el respeto de personas temibles interesadas, o porque
el transcurso de los años ha logrado arrancar el secreto de las gran­
des ganancias alcanzadas por los asentistas, que estimulan a otros a
lograrlos, arrastrando la enemistad i persecuciones de los anterio­
res, que se empeñan en arruinarlos i a lo cual se ha debido varias
quiebras50.

El gobierno de Boyacá estableció precios de reserva en cada distri­


to, pero el inform e de 1873 dice que:

Sucede con frecuencia que una compañía organizada para hacer los
remates de un circuito por medio de sus influencias, o de cualquier
otro modo, aleja toda competencia i obtienen el remate sólo por la
base adoptada, sin que sea posible hacer subir de precio el remate51.

Las quejas de la «desmoralización» de esta renta fueron constan­


tes y extensas. El Tolim a experim entó dificultades particulares en
ciertas áreas debido al gran número de pequeños productores, sin
lograr la combinación de remates, patentes y administración directa
qué pudiera satisfacer todas las partes interesadas a lo largo de los
noventa. Los ajustes decretados en esa década pueden ser encontra­
dos én los Informes del Gobernador a la Asamblea Departamental.
Algunos de ellos fueron altamente impopulares, contribuyendo a
«una pesada atmósfera de descontento» en el departamento, la cual
pudo haber tenido conexión con la intensidad con que los libera­
les tolimenses pelearon en la Guerra de los M il Días. La renta de
licores fue la «renta (...) la más pingüe del Departamento, la que
mayores dificultades ofrece en su organización y la que ha dado has­
ta ahora lugar a más serias complicaciones»52. También era de todos
los impuestos estatales el que producía la suma más alta de que se
tiene inform ación en la tabla de Galindo: Antioquia recaudó p or
m edio de él $175.43453.
El Estado con el ingreso más alto es el de Cundinamarca. De un
total de $440.626, se obtuvieron $160.000 del peaje, impuesto sobre
los productos foráneos que llegaban al Estado. Dado que Bogotá
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

era el principal centro de distribución nacional de bienes im por­


tados, este ingreso era en efecto un sobrecargo interno de aduana
para el beneficio de este Estado. Com o tal fue atacado p or M iguel
Samper en su análisis de la política fiscal de los estados soberanos:
Nuestras enfermedades políticas. Voracidad, fiscal de los Estados. El autor
encontró que se impusieron tarifas internas en todos los estados ex­
ceptuando Boyacá y Panamá; iban de $12 por cada 100 kilos en An-
tioquia hasta $1.60 en el Tolima, y en los estados de la Costa Atlántica
el 15% de la tarifa nacional. Estas diferencias limitaban el intercam­
bio, «dividiendo la república en pequeñas Chinas, con sus murallas
de recaudadores y guardas». Primafacie, estas imposiciones iban en
contra de las disposiciones de la Constitución. Samper argumentó
que una subvención nacional cargada sobre las aduanas debería ser
pagada a los estados para compensar su pronta abolición a pesar de
que la equidad y los intereses creados estarían obviamente en conflic­
to con tal subrogación54. Cundinamarca no impuso virtualmente
nada al licor, pero obtenía sumas sustanciales de la contribución di­
recta, el derecho de consumo (un impuesto a las ventas de ciertos
bienes) y el impuesto de degüello.
Antioquia era el segundo Estado en total de recursos, y el más alto
en renta per cápita. Esto fue reflejo de una mayor prosperidad, y
el éxito fiscal fue logrado p or un-gobierno conservador que no des­
perdiciaba tiempo con la progresiva tributación-directa. Más de tres
cuartos de sus rentas provenían de tres impuestos indirectos: el de
degüello; el de consumo de productos nacionales y extranjeros lle­
gados al Estado: tabaco' cacao, anís y algunos otros, y el impuesto
a licores y aguardiente, organizado bajo el sistema de remates donde
nacieron o crecieron algunas de las más grandes y más famosas for­
tunas del país. Las otras rentas eran insignificantes. Antioquia po­
seía ciertas ventajas económicas y tenía a su favor cohesión y consis­
tencia en su administración, además de gran honestidad. Es cierto
que existían combinaciones en los remates, pero sin embargo las en­
tradas del gobierno aumentaron permanentemente. El sistema va­
riaba muy poco, «porque las innovaciones hacen que jamás se acli­
mate ningún sistema rentísticct, i sufra el estado»55. Una proporción
similar del ingreso del Estado, liberal, Santander, provenía de los
impuestos indirectos, el derecho de degüello y aguardientes y lico­
res. Santander abandonó su temprana confianza utópica en el im­
puesto único y directo, a pesar de que aún obtenía $35.000 pesos
M a l c o l m D ea s

con el directo y se jactaba de tener un catastro impreso. Los resul­


tados fueron muy inferiores con relación a los obtenidos en Antio­
quia. Cuando los precios del café y la quina de Santander cayeron
en los ochenta, el Estado sufrió un duro golpe y la crisis fiscal fue
aguda. La imposición de una nueva tributación en 1884 por el gene­
ral Wilches inició el p eríodo de guerra civil que puso fin a la Cons­
titución Federal56.
Los resultados de la descentralización de rentas y gastos fueron,
entonces, poco uniformes. El gobierno central logró algún respiro
fiscal, que fue disminuyendo gradualmente cuando las circunstan­
cias políticas lo forzaron a conceder algunas subvenciones a los go­
biernos locales. Estas llegaron a ser mucho más costosas para el
gobierno de lo que aparece en los cuadros de Galindo para los años
1873-1874. Si suponemos que el gobierno del Estado de Bolívar no
logró recaudar todo lo presupuestado, $201.800, se puede ver que
cinco de los nueve estados tuvieron cada uno ingresos inferiores a
$200.000 al año. M edida en términos de libras esterlinas, esta últi­
m a cifra sería de £40.000; el ingreso del Estado del Magdalena fue
de menos de £16.000 al año. ¿Qué se podía esperar de gobiernos con
tal limitación de ingresos? La mayor parte de ellos podía soportar
solamente «un tren gubernativo tan modesto que acaso toca en mi­
serable», y en épocas difíciles aun gobiernos tan pequeños tenían que
adélgazar más cuando sus empleados impagados renunciaban y no
se podía encontrar alguien para reemplazarlos57. Un gobierno míni­
m o es el corolario obvio de mínimas rentas. Entonces las funciones
del gobierno caen en manos privadas, o sencillamente no se llevan
a cábo. Algunos gobiernos estatales, presos de desesperación fiscal,
consideraron la posibilidad de disolverse totalmente58.
En la Memoria de Hacienda que presenta Salvador Camacho R ol­
dan al Congreso de 1871 aparecen unas cifras de los recursos del go­
bierno central que eran igualmente desoladoras. Contiene esta lla­
mativa comparación de los impuestos per cápita de Colom bia con
la situación en otros países:

Sin pretender, desde luego, establecer en materia de rentas punto


alguno de comparación entre los pueblos europeos y los Estados
Unidos con nuestro país, nuestros recursos fiscales, comparados
con los del resto de la América española, son: la mitad de los de
El Salvador, la tercera parte de los de México y Nicaragua, la cuarta
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

parte de los de Venezuela, la quinta de los de Chile, la sexta de los


de Costa Rica y la República Argentina, y la duodécima de los del
Perú; Guatemala tiene un 50% más de rentas que nosotros, el Ecua­
dor un 20% y Bolivia un 10%. Apenas tenemos superioridad sobre
la República de Honduras, y aún es posible que en los ocho años
transcurridos desde la fecha a que se refieren los datos que tengo
de ese país, nuestra ventaja se haya disipado (...).
Las rentas nacionales montan en la actualidad a poco más de dos
millones ochocientos mil pesos; y como nuestra población, según
el censo de 1870, da una cantidad algo superior, resulta que nues­
tros impuestos no alcanzan a representar un peso por cabeza de po­
blación.

El ministro continúa describiendo cóm o «e n materia de rentas


y contribuciones hemos atravesado en los veintitrés últimos años un
p eríodo de dem olición incesante»59. Aparte de la alcabala, abolida
en 1836, el gobierno central cedió rentas por $598.000 a las provin­
cias y estados y abolió otrgs — el m onopolio del tabaco, el papel sella­
do y la aduana en el Istmo de Panamá— que producían $520.00060.
L o que quedó fue lo siguiente, presentándose igualmente de cifras
de una veintena de años antes:

Rentas '1851-1852 •- 1869-1870 Aumento Disminución


Aduanas . 714.978 1.575.904 860.926
Salinas 400.457 . 758.329 357.872
Correos 66.126 51.282 14.844 y
Bienes nacionales 59.130 26.600 32.530
Tierras baldías 6.817
Amonedación 26.734 29.213 2.479
Ferrocarril de
Panamá 250.000 250.000
Aprovechamientos 93.211 92.402 92.402
Totales 1.360.636 2.883.758 1.523.122

A l explorar los recursos del gobierno de 1871, Camacho Roldán


no abrigaba muchas esperanzas de aumento inmediato. Los impues­
tos sobre com ercio exterior, de los cuales advirtió que la aduana
no era el único, son de p o r sí elevados: «Son superiores a lo que la
M a l c o l m D eas

experiencia de siglos enteros ha sugerido a los gobiernos tener por


lím ite en E uropa»61. N o obstante lo anterior, estos impuestos iban
a incrementarse antes del final de la era federal, más allá del 30%
de lo que el autor los calculó62. Camacho Roldán, un comerciante
práctico, pensaba que tales aumentos sólo contribuirían a alentar
aún más el ya floreciente contrabando. El estaba igualmente entera­
do de las bases sobre las cuales estaba montada la aduana y cuán
regresiva era:

La importación de telas de diversas especies representan las tres cuar­


tas partes del producto de las aduanas (...) imaginemos por un ins­
tante una contribución directa cuya tasa disminuye a medida que
aumentase la renta del contribuyente y que fuese de 10 por 100 so­
bre las clasesjomaleras, y sólo de 1 por 100 sobre la clase rica capita­
lista (...) por más que se dijese, esa iniquidad sería notoria y capaz
de despertar indignación en los caracteres más apacibles. Esa es,
sin embargo, con corta diferencia, la proporcionalidad de la contri­
bución de aduanas entre nosotros63.

Tam poco era muy optimista acerca de las perspectivas de las ex­
portaciones en general. Siendo un experto en limitaciones del mo­
nopolio de la sal, esperaba aún menos en este campo. Consideraba
que el impuesto a la tierra era la form a más posible y equitativa de
incrementar futuros ingresos, dado que la tierra estaba subgravada,
y que las dificultades de crear un impuesto a las rentas en general
eran insuperables en la administración colombiana — un impues­
to sobre la tierra a escala nacional presentaría suficientes dificulta­
des— . Tampoco esperaba mucho de las otras rentas. El correo pro­
dujo pérdidas; Camacho calculó lúgubremente la tasa nacional de
alfabetismo en 5%, mientras que en la Gran Bretaña se enviaban 31
cartas p or persona, Colom bia mostraba una relación de 16 perso­
nas p or carta64.
Los «bienes nacionales» no eran significativos y las inmensas ex­
tensiones de terrenos del Estado, controlados sólo parcialmente por
el gobierno nacional, no producían mucho. Los bonos de tierra se
cotizaban en el m ercado a un precio muy bajo. Un impuesto a la
extracción de la quina demostró ser muy difícil de administrar y no
valía la pena gastar esfuerzos para obtener tan bajo producto. Las
casas de m oneda no ganaron suficiente por su mantenimiento: en
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

1884 no se recibió oro y el gobierno tuvo que ofrecer la Casa de


M oneda de Bogotá com o garantía de un préstamo65/
Cuando las cifras en pesos de papel m oneda para los años pos­
teriores a 1885 son desinfladas y cuando se tiene en cuenta la re­
centralización de gastos que apareció con la Regeneración, no se
encuentra ningún cambio significativo en el resto del siglo. Los co­
mentarios de Carlos Calderón guardan semejanza con los de Ca-
macho Roldán. Refiriéndose a la época en la cual el último había
escrito, Calderón lo categoriza com o «esa época de prosperidad
universal, debido a los altos precios de las cosas, que term inó en 1873
y no ha vuelto». El autor analiza el descenso fiscal anterior a la crisis
de 1885, «tan seria, que el ministro del tesoro llegó a ser ultrajado
por los pensionados, a quienes no podía servirles la exigua pensión
con que, en muchos casos, se recompensa el martirio en servicio
de la independencia nacional». En 1886 la nueva Constitución cen­
tralizó los gastos de justicia, «u n organismo vasto y exigente», y de
las fuerzas armadas, del «ejército que había sido, com o en Santan­
der, Cundinamarca y Antioquia, cáncer de la hacienda nacional».
A l mismo tiem po el gobierno fue forzado por circunstancias políti­
cas a continuar la concesión de subsidios sustanciales a los departa­
mentos que reemplazaron los antiguos estados soberanos. En 1898
Calderón encontró que a. partir de 1876 la renta que recibió el
gobierno nacional-per cápita-He población había declinado de $1
oro a 80 centavos oro. Los costos en oro del gobierno — el esque­
lético aparato diplomático y servicio consular, el pago de la deuda,
los pagos a reclamos diplomáticos (elem ento de consideración en
épocas de mala fortuna y trastornos consecuentes) y la compra de
armas— fueron todos incrementados. El papel m oneda no los
pudo m antener bajos. N o se podía esconder que «C olom bia es el
país cuyo tesoro se desarrolla más lentam ente». El autor tam poco
pudo llegar a una conclusión, en las vísperas de la guerra civil de
1899, diferente de «la imposibilidad absoluta de seguir gobernan­
do con las obligaciones que gravan al tesoro nacional, sin más ren­
tas que las que hoy tiene». La caída de los precios del café disminu­
yó los ingresos del gobierno en un 40%. Después de la catástrofe,
cuando consideró los posibles arbitrios, Calderón no pudo encon­
trar más de cuatro, de los cuales ninguno era nuevo. Veía posibilida­
des de efectuar una reform a del m onopolio de la sal, cuyo producto
había sido virtualmente estacionario desde 1869; un nuevo impues­
M a l c o l m D eas

to de timbre; un posible aumento resultante del ajuste de tarifas;


finalmente, se podía im poner nuevos impuestos a los vicios66. Éstas
no eran conclusiones obtenidas p or un hombre autosatisfecho o
sin imaginación, o por una persona desconocedora de recursos más
complejos de crédito y papel moneda, con los que el gobierno co­
lom biano había para entonces tenido gran experiencia y a los cua­
les este ensayo, hasta ahora preocupado con las rentas estrechamen­
te definidas, regresa más adelante.
Hay algunos recursos de naturaleza menos elaborada que deben
ser considerados antes de discutir el crédito formal y la inflación
organizada. El prim ero de ellos era la confiscación. ¿Existía alguna
concentración de riqueza sobre la cual un gobierno desesperado po­
día poner sus manos para lograr algún alivio significativo? Sólo apa­
recía una, la de las manos muertas, la propiedad de la Iglesia, y el
victorioso gobierno revolucionario de Tomás Cipriano de Mosque­
ra decretó una expropiación a gran escala en 1861. Esta confisca­
ción y sus resultados fueron menores de lo que se había esperado
por las siguientes razones: la Iglesia resultó ser menos rica de lo que
sus entusiastas enemigos habían supuesto; el gobierno estaba muy
necesitado, tal com o todos los gobiernos expropiadores lo han es­
tado, y no podía efectuar las ventas de la manera paciente y cuidado­
sa requerida para asegurar los precios más altos. La principal preo­
cupación del gobierno era tranquilizar a los deudores internos; de
tal manera que recibía en pago una proporción alta de su propio
despreciado papel y poco «dinero fresco», para usar la frase hispana.
Las .ventas eran demoradas fuera de la ciudad capital; y la Antio-
quiá conservadora aún rehusaba aplicar la medida. Las expropia­
ciones crearon nuevas obligaciones para gobiernos futuros, dada la
compensación que recibió la Iglesia. Com o siempre, con tales m e­
didas, ésta no se podría volver a utilizar67.
Existían otras formas para obtener préstamos forzosos que sí se
podían volver a utilizar. Una era la dem ora reiterada en el pago de
salarios oficiales, o su disminución forzosa, lo cual fue el uso republi­
cano de los antiguos valimientos coloniales; y la otra, la serie más o
menos regular de préstamos forzosos que llegaban con el último
recurso fiscal: la guerra civil. En estas ocasiones el gobierno publica­
ba listas de opositores prominentes y neutrales, im poniéndoles su­
mas específicas a cada uno y tomando fuertes medidas para recolec­
tarlas; los agentes que se encargaban del recaudo recibían elíos
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a .

mismos un porcentaje sustancioso; o se confiscaban los bienes de


aquéllos en lista o ellos o sus familiares podían ser molestados has­
ta que pagaran. Aun así, las sumas recaudadas eran generalm ente
inferiores a las estipuladas. Dentro de la íntima sociedad urbana de
la Nueva Granada había mucho motivo para lograr acuerdos amis­
tosos y, aunque los actos arbitrarios eran comunes y el proceso se
tom aba cada vez menos regular a m edida que se apartaba del cen­
tro del gobierno, no era frecuente observar remates de propiedades
de enemigos, y las sanciones tampoco eran extremas. Pero la lim i­
tación real a esta clase de. impuestos de em ergencia radicaba una
vez más en la naturaleza de la economía. Ciertos tipos de riqueza se
podían confiscar con facilidad, y lo eran; el más obvio era el ganado.
Sin embargo, el exprim ir a los ricos hostiles o indiferentes no ren­
día m ucho68.
N o había muchos de éstos. Ello puede verse en las listas que pu­
blican los periódicos de la época, y deducirse con cierta confianza
de una cantidad de fuentes. Además, los ricos no eran muy ricos. N o
se ha hecho investigación sistemática alguna sobre los ingresos más
altos del siglo pasado, pero hay indicios aquí y allí y éstos refuerzan
el viejo dicho «nosotros los colombianos no tenemos para postre».
Cuando Camacho Roldán abogaba por su «impuesto directo y pro­
gresivo y único» a mediados del siglo, decía que;

La renta más alta en la provincia de Bogotá es la del señor Francisco


Montoya, computada en $15.000 por lasjuntas calificadoras de 1850
y 185169.

Allá M ontoya era notoriam ente rico, pero tales ingresos no lo


hacían muy acaudalado bajo ninguna medida internacional. L o que
se puede decir sobre ingresos, y no hubo ningún intento serio de
crear impuestos a las rentas en el país en el siglo pasado, puede de­
cirse igualmente de la riqueza líquida disponible: los ricos no sola­
mente no eran muy ricos, sino que su riqueza estaba en inversiones
difíciles de realizar, tales com o la propiedad raíz y el ganado. En
el caso de los comerciantes era en inventarios o en créditos en el exte­
rior, dado que muchos de ellos preferían que sus agentes les invir­
tieran sus ganancias p or fuera si había problemas en el país. Esta no
era la única medida prudente que se adoptaba. Los dueños de todo
tipo de propiedad trataban de cubrirse con banderas extranjeras;
M a l c o l m D eas

algunos emigraban y se llevaban parte de su capital con ellos. El es­


tilo de vida era modesto y provinciano, con poco de ese despliegue
que hace más fácil la vida del recaudador de impuestos, y se man­
tuvo así hasta bien entrado este siglo. Esto era debido, al menos en
parte, a que era muy costoso llevar aun una existencia burguesa
poco extravagante en Bogotá.
Hago mención de estas medidas de emergencia no sólo para com­
pletar el examen de los impuestos, sino por lo que aportan com o
respuesta a la id ea de que en Colom bia las clases reinantes se ha­
brían podido gravar a sí mismas con impuestos más altos, y de que
su aversión á hacerlo debería ocupar un sitio más prom inente en
este análisis de la penuria estatal. El argumento es aveces tentador
— aun Camacho Roldán, con toda su austeridad, era renuente a po­
nerles impuestos muy altos a los vinos, bajo el pretexto de que eran
un buen rem edio para la anemia de la cual parecían padecer tantos
cachacos delicados— . Pero no es posible concebir cóm o se habría
podido llevar a cabo esto dentro de las circunstancias del siglo xix,
aun si hubiera habido un interés político. A l considerar lo que suce­
día cuando un sector del estrato alto se veía obligado por las cir­
cunstancias a tratar de obtener sustento fiscal de aquellos ricos ale­
jados del poder, se ve que la solución no parecía encontrarse por ese
cam ino70.
Los efectos fiscales de la guerra civil a corto plazo señalaban una
caída desastrosa en las aduanas y un aumento enorm e en la deuda
interna, el cual no era compensado con confiscaciones o préstamos
forzosos — los últimos por supuesto formaban técnicamente parte
de la deuda interna:

La influencia de cada guerra civil ha hecho retroceder diez años a


la renta de aduanas (...) una nueva guerra civil equivaldría a la cons­
trucción de un ferrocarril del Norte hacia lo pasado71.

Esos eran expedientes primitivos. Desde los prim eros días de la


Gran Colombia, los gobiernos trataron de explotar medios más ela­
borados de crédito tanto en casa com o en el exterior. Los présta­
mos obtenidos en Europa tienen una escandalosa historia que no
es necesario considerar en detalle en este estudio72. Ellos queda­
ron rápidamente sin cubrirse. La Nueva Granada salió perdiendo
con la distribución de las deudas luego de la fragm entación de la
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Gran Colombia, dado que el criterio principal utilizado para resol­


ver la participación fue el de la población. Durante el resto del siglo
hubo una serie sucesiva de incumplimientos y reajustes. N o hubo
arreglo que se mantuviera el tiem po suficiente com o para reducir
sustancialmente la deuda, o para obtener nuevas sumas de im por­
tancia. El gobierno fue obligado a incumplir arreglos que habían si­
do realistas para ambos lados en el m om ento de efectuarlos. Las
guerras civiles fueron siempre fatales para el cumplimiento de estos
pagos de la deuda y los ministros pronto se dieron cuenta de necesi­
dades más apremiantes en casa. El secretario de Hacienda de 1844,
Juan Clímaco Ordóñez, lo expuso muy claramente, y a la vez con
mucha delicadeza, al explicar por qué el presidente no había ratifica­
do el convenio hecho en 1842 al final de la Guerra de los Supremos:

El actual jefe de la administración pública no ha querido sacrificar


el honor de su patria a la fugaz reputación que él pudiera adquirir
por un momento. Es un hecho evidente que los fondos asignados por
las leyes para el pago de aquella deuda no alcanzan a cubrir anual­
mente la cantidad que debe satisfacerse por intereses, i aunque el
poder Ejecutivo está ampliamente autorizado para arreglar su pago,
tomando las cantidades necesarias del cúmulo de las rentas nacio­
nales, también es cierto que hgi grava sobre todas estas rentas, una
cuantiosa deuda contraída pafca el sostenimiento del gobierno cons­
titucional duranté la última guerra, i para cuya satisfacción están
especialmente hipotecadas las más pingües del tesoro. Si se hubiera
pues de deducir de estos fondos una suma considerable para aten­
der a el pago de la deuda exterior, nada adelantaría el crédito de lá
nación, se perdería en el interior lo que pudiera ganarse en el extran­
jero, i si por desgracia llegaban a repetirse los sucesos revoluciona­
rios que han causado tan enorme daño a la República, el Gobierno
no encontraría quién lo prestase fondos para atender a su conserva­
ción i defensa73.

Aunque no todos los financistas colombianos eran igualmente


conscientes de los puntos más delicados del honor del gobierno, es
cierto que políticos prudentes se mantuvieron lo más lejos posible de
cuestiones de crédito exterior. La opinión de Rafael Núñez era que:

Las operaciones financieras, en general, son en verdad cosas explo­


sivas, que es necesario manejar con circunspección extrema (...)
M a l c o l m D eas

No tenemos, pues, embarazo en confesar que algo espasmódico


se apodera de nuestro ser, siempre que cartas o periódicos de Bogo­
tá nos hacen entrever la posibilidad de negociaciones financieras
de cualquier clase, que no sean enteramente normales. Toda opera­
ción semejante es siempre causa de desprestigio para el Gobierno
que la ejecuta, porque se presta a comentarios más o menos morda­
ces (...) Entre nosotros especialmente el celo de la opinión es inten­
so y constante — exagerado acaso— en las materias aludidas. Malas
pasiones pueden sin duda contribuir, pero como revisten las exte­
rioridades del honor, la integridad y el patriotismo, es inútil, ante
eljuicio púbüco, tachar sus censuras atribuyéndoles deshonrosos
motivos74.

Núñez era un experto financista y un político valiente y el «algo


espasmódico» no era una señal de timidez. La caída de Mosquera
en 1867 fue en parte debida a las sospechas que se levantaron p or
sus operaciones financieras en el exterior. La atmósfera política no
apoyaba generalmente ninguna iniciativa audaz que pudiera satisfa­
cer a los tenedores de bonos de deuda externa a fin de restaurar el
crédito del país. U n o no puede imaginarse ningún gobierno colom­
biano que tenga, p or ejemplo, la autoridad financiera y la decisión
de Guzmán Blanco. H abía tentaciones para mantener la demora,
una de las armas de los deudores pobres y una muy bien esgrimida
p o r Colombia, ajuzgar p or el ritmo de la correspondencia oficial:
la demora en pagar es, después de todo, en sí, una form a estéril de
tomar prestado. L a renovación del crédito en el exterior iba a ser
ciertamente un asunto de largo plazo, y los cálculos de ia mayoría
de estas administraciones tenían que ser cortos, y tendían a im pe­
dirles que se pusieran en una situación en la que nuevos préstamos,
bajo mejores condiciones, hubieran sido posibles, al menos en el
exterior. Durante los cortos períodos en que las cosas marcharon
bien, los gobernantes no pensaron tanto en obtener nuevos présta­
mos com o en amortizar los existentes. N o se creó ninguna reputa­
ción haciendo conversiones ortodoxas, para las cuales no era posi­
ble lograr fondos. Ignacio Gutiérrez y Felipe Pérez aumentaron su
prestigio con sólo persuadir a los dueños de los bonos de que fue­
ran más realistas respecto a la capacidad del país para pagar. Los
argumentos de O rdóñez, en 1844, nunca estuvieron muy alejados
del pensamiento de sus sucesores, y un orden convencional no fue
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

restituido en el campo del crédito externo sino cuando se suscri­


bió el convenio Holguín-Avebury de 1905.
Con todo y sus complejos detalles, la historia de la deuda exter­
na en el siglo pasado es esencialmente muy sencilla. Por razones de
urgencia diplomática el país contrajo deudas que luego no pudo
pagar bajo los términos acordados. Los gobiernos no podían dedi­
carle a ese fin la parte del ingreso que se necesitaba, y Colombia no
tenía nada que ofrecer en cuanto a bienes naturales que fueran acep­
tables. El acuerdo Gutiérrez estipuló la tasa a que los dueños del
préstamo externo (entre quienes, incidentalmente, siempre había
un buen número de especuladores nativos) podían cambiar los bo­
nos por tierras públicas, pero no hay evidencia de que esto estimula­
ra su demanda, y aun el precio no parece ser realista. Los dueños
de los bonos no encontraron aceptable la propuesta de Camacho
Roldán de que recibieran las minas de sal de Zipaquirá. Se hicieron
algunas propuestas respecto a los derechos del Ferrocarril de Pana­
má, pero esa propiedad era insignificante en proporción a la suma
total que se debía. Colom bia no aparece en lo que se podría deno­
minar el segundo ciclo de préstamos latinoamericanos en el exte­
rior del siglo xix.
El gobierno tomaba préstamos locales, y la deuda interna alcanzó
muy pronto una situación extremadamente complicada. La historia
de préstamos de em ergencia es tan vieja com o la Independencia:

En efecto, cada una de las convulsiones políticas ha creado lina nue­


va deuda; cada una deJas variaciones en el sistema fiscal ha produ­
cido un gravamen para satisfacer la necesidad que ha dejado.

La Memoiia de Hacienda de 1854 enumeraba veinticuatro tipos de


deuda interna, y la confusión era aun p eor debido a la form a errá­
tica y descentralizada en que se administró esa deuda75. Aparecen
aquí las prácticas notorias de agiotaje:

La variada nomenclatura, i el diverso interés asignado a los mismos


vales, lejos de prestar estímulo a sus tenedores para formar causa co­
mún, lo tienen para no interesarse unos en la suerte de otros.
La cotización o valor relativo de estos papeles es obra de pocas
personas, i muchos no saben lo que tienen.
¿Cómo puede admitirse siquiera la posibilidad de que haya
orden en la administración de una deuda que se amortiza en todas
M a l c o l m D ea s

las oficinas de recaudación i de pago de la República? No habien­


do un responsable único, ni una cuentajeneral, porque no puede
haberla, ninguna oficina sabe aquí lo que debe la Nación, sino por
malicia o cálculos aproximados76.

Aníbal Galindo creía que los cupones eran falsificados, o sustraí­


dos a hurtadillas de las oficinas de gobierno, y presentados de nuevo:

Creemos firmemente que la Nación ha pagado por lo menos dos


veces cada una de las deudas que ha contraído77.

Felipe Pérez alegaba que había favoritismo:

Los fondos recaudados se entregaban de preferencia a los acreedo­


res de origen contiguo78.

El agiotista era una persona exagerada, que parecía aprovechar­


se del desastre de los demás, obteniendo ganancias fáciles con las
desgracias ajenas bajo el favor y consentimiento del gobierno.
Tanto Miguel Samper como Ezequiel Rojas anotan que esto esta­
ba lejos de ser exactamente el caso. M iguel Samper:

Las quejas contra los llamados ajiotistas son para nosotros la prue­
ba de que no se ha dado con las causas verdaderas de la decadencia
de nuestro crédito público. La prevención llega hasta alejarse con­
tra ellos el no deber salir incólumes en sus intereses de esta borrasca,
de la cual nadie ha escapado ileso, como si los acreedores no tuvie­
ran, además de sus papeles, bayetas, caballos, monturas i dinero,
i como si los encargados de las espropiaciones hubieran recibido
orden de inquerir previamente quiénes eran o no tenedores de vales.

Rojas escribió en su propia defensa en tono de afligida franqueza:

El valor de cambio de los documentos de deuda pública o privada


varía por las causas antes indicadas. De estas variaciones nace la
ganancia de los que negocian en ellos. A esta ganancia o diferencia
es a la que se da el nombre de Agio i a los que negocian se les llama
Agiotistas, como se llaman carboneros a los que venden carbón, i
se quiere peijuclicar a los ajiotistas? i se quiere reducir sus ganancias?
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Hai dos medios, a saber: no poner papel en circulación, o pagar


puntualmente: así no hai ganancias, o son pequeñas79.

El agiotista, com o cualquier corredor, asumía riesgos y ofrecía


servicios, y en Colom bia tanto el riesgo com o el trabajo lo hacían
exigir y lograr un m argen más amplio:

Todos aquellos a quienes el Gobierno, después de una revolución,


les espide vales en cambio de caballos, ganado etc. etc., espropiados
durante la guerra, prefieren vender sus vales más bien que aguar­
dar a que la tesorería jeneral los mande llamar para pagárselos. I
no solo venden los vales, sino el derecho de percibirlos, por ser la per­
cepción una tarea ardua, dilatada i de mucha teolojía. Los requisi­
tos que el Gobierno exije para reconocer las deudas que ha contraí­
do con los espropiados, el recargo de las oficinas después de una
de nuestras guerras etc. etc. imponen al reclamante sacrificios de
tiempo i dinero que no le compasen ordinariamente los vales por
lo que prefiere venderlos por cualquier cosa80.

Samper da un ejemplo de una circular de diciembre de 1862, en


que luego de una larga guerra civil, se pide a aquellos que reclaman
caballos que indiquen «las marcas, color i demás señales de las bes­
tias».

Apremiados todos nuestros gobiernos, desde el restablecimiento de


nuestra independencia, por necesidades pecuniarias, i poco famir
Iiarizados nuestros hombres públicos con las sanas nociones del cré­
dito, nuestra historia financiera no ha podido ser sino un complicado
enredo de trampas i espoliaciones81.

El éxito del agiotista de este ambiente era ciertamente sospecho­


so, pero no estaba garantizado. L a guerra que produjo estos escri­
tos de Samper y Rojas había llevado al ideólogo liberal Manuel Mu-
rillo Toro a la doctrina que él denominaba «La Verdad en la Deuda»,
«e l cual consistía en obligar a los tenedores de Obligaciones del Es­
tado, a venderlas al mismo Estado, en remates públicos, al precio
efectivo a que se cotizaban en el'm ercado». Las consecuencias eran
catastróficas para los tenedores de todo tipo de deuda:

La renta sobre el Tesoro, que era el más antiguo y más respetable


de los valores públicos, que antes de la guerra del 1860 se cotizaba
M a l c o l m D eas

con gran demanda al 70% y cuyos cupones valían a la par, quedó


valiendo del 20 al 25%, con la cual se redujo a menos de la tercera
parte la renta que algunos colombianos habían dejado al morir, a
sus familias (...)
Si a tan terrible despojó se sometía a nuestras viudas y huérfanos,
no había razón ninguna para que el inglés saliera mejor librado82.

Esta renta sobre el tesoro creada por la consolidación de 1845­


1847, al 6%, había obtenido una respetabilidad que duró hasta 1860,
gracias a que era aceptada para todos los pagos al Estado; inclusi­
ve había sido criticada p or distraer capital de otras actividades pro­
ductivas. Pero perdió su aceptación y las arbitrariedades sucesivas
socavaron aún más el crédito del gobierno. Ciertas rentas eran des­
tinadas a determinadas deudas, y la amortización de los fondos se
prometía con sendas garantías escritas. Pero lo que el gobierno pue­
de dirigir, puede también redirigir y cuando quería podía escoger
violar sus garantías, aun si era necesario utilizar para ello un batallón
de sus propias tropas83.
,• L a mayor parte de la deuda interna era el resultado de arreglos
de emergencia, pagos suspendidos, expropiaciones y compromisos
vencidos. El gobierno generalm ente podía obtener préstamos de
un ihodo más correcto, pero sólo de sumas relativamente pequeñas
y a altas tasas de interés. Ocasionalmente, las listas de estas sumas y
los/nombres de los prestamistas se encuentran en las Memoiias de
Hacienda. El inform e de 1844 enumera, entre otros, a Judas Tadeo
Landínez, Rafael Tejada, Juan de Francisco Martín, al comercian­
te inglés Roberto H. Bunch, «e l señor V élez», y Jorge Isaacs padre,
bajo una lista titulada «pagado por los contratos especiales celebra­
dos con ...». La Esposición de 1858 tiene otra lista, que indica que N.
Danies había obtenido control de la aduana de Riohacha, para gran
escándalo de los lectores cachacos, al prestar $105.580; un ejem­
plo de mejor civismo fue dado por un costeño de paso y antiguo pre­
sidente de M éxico, «Jeneral Antonio López de Santa Anna», quien
había prestado generosamente y sin intereses $5.500, garantizado
sobre la Aduana de Cartagena. Tales listas no son muy largas y ni
las sumas pactadas ni los totales son muy grandes; algunos de los
nombres son de gente prom inente, pero la mayoría no lo son, y
las listas incluyen un núm ero sorprendente de mujeres, tal vez de
viudas, éstas bien capaces de defenderse por sí mismas. La impre­
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

sión es que el gobierno obtenía fondos líquidos en esta forma, y


mantenía a su alrededor un cierto número de personas acaudala­
das, al menos más acaudaladas que la mayoría de esa magra espe­
cie. La mayoría escapaba notoriedad. Fuera de Landínez, otro que
no la escapó fue el ministro francés bajo la presidencia de Mariano
Ospina Rodríguez, el barón Goury de Roslan84.
El gobierno pagaba altos intereses sobre su deuda flotante, Ra­
fael Núñez, al discutir las ventajas de un préstamo en 1856 — que
traería recursos velozmente, no complicaría el comercio, establece­
ría nuevos lazos entre gobernador y gobernados, y era además una
buena inversión para el capital de quienes «p or su edad, sexo y otras
circunstancias no pueden entrar en el movimiento de la industria»—
tuvo que admitir que «e l alto precio que tiene entre nosotros el
dinero, no permite contratar empréstitos p or cuenta del Tesoro,
a menos de un 18 por 100 anual, siempre que se trate de cantidades
de alguna consideración»85. Los tenedores de obligaciones a corto
plazo y altos intereses sólo consentían consolidarlas si el gobierno
les reconocía sumas que les dieran igual renta con las nuevas tasas
de interés.
La práctica de mantener el crédito de todos estos papeles asig­
nándoles obligaciones específicas fue común a través del siglo. U n
porcentaje de los productos de •aduana, algunas veces de un puerto
específico, otro tanto de los ingresos de la sal, los derechos de la
nación en el Ferrocarril de Panamá, eran todos asignados a bonos
de tal y tal clase. Esta práctica tenía inconvenientes obvios, y para
los años setenta llegó a proporciones absurdas: Salvador Camacho
Roldán calculó que un 75% de los ingresos brutos de la aduana es­
taban comprometidos en 1871; Felipe Pérez, al escribir en 1873, en­
contró la situación aún más grave: sus cifras demostraron que por
algún descuido 100 de 105 unidades de la aduana tenían fines espe­
cíficos — 60% iba a varios tipos de deuda interna, 37.1/2% a la
deuda externa, 2.1/2% a «gastos del servicio del ram o», si se igno­
raba el descuido— . L a Ley de Crédito Nacional de 1868 fue demasia­
do rigurosa; no le dio espacio al gobierno para respirar. Camacho
Roldán esperó sólo $600.000 d é las aduanas para los gastos gene­
rales del gobierno, si el com ercio se mantenía, y Pérez calculó que
las rentas de libre disposición de la administración, provenientes
de todas las fuentes, eran sólo la mitad de esa suma. La renta efec­
tiva del gobierno es también la, más difícil de calcular por los diver­
M a l c o l m D eas

sos grados en que consentía en recibir sus propias obligaciones


com o form a de pago: el elevar el nivel de su crédito en tal manera
efectuaba inmediatamente sus entradas de «dinero fresco». Con todo
esto el gobierno es aún más pobre de lo que parece en su propia
contabilidad86.
U n observador m oderno de esta lamentable escena esperaría in­
mediatamente que el gobierno apelase a lo que entonces se llamó
la litografía. Pero Colom bia no em itió ninguna cantidad de papel
m oneda hasta los últimos quince años del siglo.
Esta falta dé. papel m oneda debe ser explicada. H ubo ciertos ex­
perimentos tempranos: Gutiérrez de Piñeres decretó una emisión
de $300.000 en Cartagena en 1812; Márquez en 1839 y Mosquera en
1846 y 1848 utilizaron notas respaldadas por las minas de sal y bille­
tes llamados «representativos»; Mosquera declaró la emisión de
$500.000 en Billetes de Tesorería en 1861. Todos estos experimentos
fueron un fracaso: com o anotó más tarde en pocas palabras Miguel
A ntonio Caro, «M osquera fusilaba, y no pudo transformar en m o­
neda sus billetes de tesorería»87. Las circunstancias colombianas por
muchos años no perm itieron que se introdujera el papel moneda
y sin él, el único auxilio similar provenía de un m étodo menos pro­
ductivo y más engorroso de adulteración: «El negocio fiscal (...) de
dar mala m oneda a cambio de especies de superior condición» uti­
lizado, entre otros, p or Nariño y Santander.
Los colombianos estaban atados a una acuñación desordenada
desplata:

''Él hábito, se ha dicho, es una segunda naturaleza; y si esto es verdad


en la generalidad de los casos, ella cobra mayor fuerza en el cam­
po de la moneda (...)
La no elección del oro para patrón monetario por el congreso
de 1857 demuestra el respeto de los legisladores por los hábitos del
país (...) y a aquel respeto por la costumbre debe agregarse la des­
confianza entonces reinante por el oro, cuya sobreproducción esta­
ba a la vista de todos88.

N o fue posible que se establecieran bancos privados antes de los


años setenta. De nuevo, M iguel An ton io Caro comenta:

El billete de banco, no conocido en tiempos antiguos, ha sido la cri­


sálida del papel-moneda. En 1860 no existía en Colombia la insti-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

tucíón de los bancos, no podía existir el billete de banco, no podía


improvisarse el papel-moneda. En esa época cayó el Gobierno de
la Confederación Granadina (...) Faltóle el recurso extraordinario
del papel-moneda, con el cual, en el orden natural de las cosas, hu­
biera dominado la revolución.

Caro pensaba que aun sin bancos Mosquera hubiera insistido, y


hubiera tenido éxito, en im poner sus Billetes de Tesorería a una na­
ción reacia, si no hubiera tenido a la mano otra fuente de fondos
«anticuada e inm oral» prohibida a sus enemigos conservadores: el
decomiso de la propiedad de la Iglesia89. El intento de hacer circu­
lar las notas no fue abandonado sino en 1863. Estas fueron impues­
tas a los acreedores del gobierno, con ciertas excepciones, y a los em­
pleados del gobierno; debían ser recibidas com o pago de deudas
judiciales, y se aceptaban por un 50% de los derechos de aduana y
com o 60% de los pagos de la sal. Se imponían grandes multas a los
que las cotizaban en oro y plata. Las notas no tuvieron mucha aco­
gida durante el corto tiem po en que estuvieron circulando90.
Los papeles de deudas de una y otra clase sí tuvieron cierta acep­
tación en círculos informados y con la fundación en 1870 del Ban­
co de Bogotá aparecieron las primeras notas bancarias, las cuales fue­
ron seguidas en 1880 p or las del Banco Nacional. Esta institución
del gobierno esperaba igualrríghte atraer a suscriptores privados, y
no obtuvo un m onopolio en la emisión de billetes hasta 1886. Fue
en ese año cuando el país adoptó un sistema de papel moneda, que
no se podía convertir, «d e curso forzoso, sin libre estipulación» obli­
gado a ese camino p or la caída de los ingresos y p or la guerra civil,
y por el drenaje de la circulación monetaria del país — tan comple­
to que los comerciantes de Bogotá calculaban que sólo quedaban
$200.000 en la plaza91.
Dice M iguel Antonio Caro:

Para cubrir gastos extraordinarios los gobiernos ocurren a la con­


fiscación o al empréstito. Las formas rudas de estos dos métodos son,
por su orden, el despojo, y él empréstito forzoso o expropiación cuyo
valor se reconoce. Las formas civilizadas son: el aumento proporcio­
nal de los impuestos, y los empréstitos voluntarios. Por medio del
empréstito, forzoso o voluntario, adquiere el gobierno un capital
de que dispone inmediatamente, imponiendo a las generaciones fu­
Ma l c o l m D eas

turas el servicio de los intereses, que equivale a un aumento del pre­


supuesto de gastos nacionales, si la deuda es interna, y a un tributo
humillante pagado al extranjero, y a su moneda, cuando en el exte­
rior se contrajo la deuda. Pero hay otro medio de arbitrar recursos
en tiempos calamitosos; medio que ya se conoció en otros siglos con
el nombre apasionado de «alteración de la moneda»; arbitrio que
consiste en dotar la moneda con un valor nominal que representa
crédito del Estado. El crédito es capital y ésta es una forma de movi­
lizarlo.

T íp ico de-Caro es el tratar de justificar el uso de papel moneda


durante la Regeneración citando a Alfonso el Sabio:

Fue Don Alfonso el Sabio un príncipe desgraciado.


Destronóle su mismo hijo, y murió lleno de amargura refugiado
en Sevilla.
Su gran crimen no fue la «alteración de la moneda», sino haber­
se anticipado a sus tiempos92.

Entre 1886 y octubre de 1899 el Banco Nacional em itió la m o­


desta suma de $40.083.806 que con una población de cerca de tres
millones viene a ser $13 per cápita. N o fue posible evitar nuevas e
interesantes maneras de agiotaje y un analista de esos años compu­
ta d total de emisiones legalmente defectuosas en $9.064.317. La
mayoría de éstas no parecen hechas con intento criminal o corrup­
to, p e ro es interesante anotar que las medidas preventivas imper­
fectas y la falta de comprensión pueden responder p o r casi un ter­
cio del total impreso durante las administraciones de Núñez, Carlos
H olguín y Caro. El gobierno no perdió su control durante la corta
guerra de 1895. L a tasa de cambio se mantuvo relativamente esta­
ble hasta fines de 1898, con un máximo de 217% y un prom edio de
117% para letras a noventa días sobre Londres93. H ubo mucha dis­
cusión sobre la verdadera naturaleza del papel moneda, sobre si
era o no un préstamo, y si lo era, de qué tipo. En ciertas ocasiones
se hicieron planes para amortizar la m oneda circulante, y en 1893
Carlos Calderón fue enviado a Londres con la propuesta de crear
un Banco Anglo-Colom biano que pudiera amortizar gradualmen­
te el papel m oneda por vía de un m onopolio de cigarrillos94. El
pensamiento oficial no consideraba por consiguiente que el papel
D e l p o d e r ,y l \ g r a i l í t i c a

m oneda fuera una panacea fiscal siempre a la mano, y durante una


década y m edia después de introducido fue manejado en form a
conservadora. Los liberales ortodoxos nunca dejaron de indicar las
terribles tentaciones que representaba.
La Guerra de los M il Días llevó al gobierno a caer en esta terrible
tentación, con lo que se originó una de las primeras hiperinflacio-
nes, y una que tuvo más de un elem ento original y dramático. Una
vez más la guerra coincidió con una crisis económica y una desespe­
ranza fiscal. Los conservadores abandonaron todo fren o y se dedi­
caron a derrotar al enemigo a punta de imprimir. La Litografía Nacio-
«<zZprodujo $870.379.622 entre octubre de 1899 y el fin de la guerra
en 1903, y $100.000.000 adicionales mientras duró el estado de
emergencia de 1904. «Estas emisiones de la guerra de tres años lleva­
ron a Colom bia a ocupar el prim er puesto en la historia universal
de la depreciación del papel m on eda»95.
Se establecieron «emisoras» departamentales que no estaban su­
jetas a ningún control central efectivo, pero que sí lo estaban a los
intereses privados de los generales en campaña96. Algunos de ellos
aspiraban a algo m ejor que las irrisorias notas garrapateadas que
recibían sus renuentes proveedores, si tenían suerte, en guerras an­
teriores: en Santander, el general González Valencia produjo una
moneda circulante hecha de cápsulas usadas de rifle, que combinaba
en form a maravillosa lo simbólico y lo práctico, y que hubiera delei­
tado a Caro en sus discusiones sobre qué tanto dependían tales
medios de intercámbio del crédito, y qué tanto de la fuerza. Esta
m oneda dependía directamente y en form a poco común de la can­
tidad de material que hubiera para acuñarla97. A l gobierno central
se le agotó en un mom ento dado todo el papel, y se dice que un es­
tudiante cuidadoso del alza del cambio puede detectar, en la par­
te alta del gráfico, un pequeño pintean correspondiente al momento
en que ocurrió este contratiempo. Se halló más papel en la Fábrica
de Chocolates Chaves y con ello se volvió a imprimir: las notas lle­
van la denominación «República de Colom bia» por un lado y «Cho­
colate Chaves» por el otro. El cambio subió hasta un 20.000%. La
guerra y la inflación naturalmente crearon caos en todo tipo de ren­
ta normal98. .
Así terminó el siglo, con los gobernantes de la república explo­
rando las limitaciones del último recurso de la hiperinflación. Los
cálculos comerciales ordinarios dejaron de ser posibles y el gobier­
M a l c o l m D eas

no sólo podía obtener préstamos en moneda dura a los más altos


intereses y con las garantías más extravagantes. Pero las rebeliones
también necesitan recursos, y el gobierno sobrevivió porque los de
los rebeldes eran aún menores. El general Reyes, al heredar este des­
baratado país, creó un esquema que ponía el recaudo de los ingre­
sos en manos privadas". P or más extremo que parezca hoy, tuvo
sus atractivos después de setenta y cinco años de desilusiones y de­
sastres poco llevaderos. Alcanzó un éxito modesto: un vistazo a sus
limitados recursos es suficiente para explicar su mayor fracaso en
convertirse en el Porfirio Díaz de Colombia. Mejores épocas, las pri­
meras desde la década de los sesenta, hubieron de esperar el rena­
cimiento de las exportaciones, y la posibilidad de más gobierno, y
mejor, a la respuesta de esas mismas aduanas que un romántico fis­
cal de mediados del siglo xrx llamare «antiquísimos aparatos tribu­
tarios (qu e) no pueden resistir los ataques de la ciencia económ i­
c a »100. N o fue ni el proteccionismo, ni ningún nuevo arbitrio, ni el
papel moneda, ni ningún cuello de botella súbitamente ampliado
lo que aumentó los ingresos a un nivel que se acercara o que sobrepa­
sara las necesidades y aspiraciones del gobierno, sino el aumento
gradual en las exportaciones, y lo que esto trajo com o consecuen­
cia.
'Hay una pregunta más que debe tratarse: con tanta evidencia
oficial y no oficial no es difícil demostrar que los gobiernos de Co­
lombia en el siglo pasado recibieron sólo escasos ingresos. Entonces
sí es fácil dar un pequeño paso más y decir que estos ingresos fue­
ron insuficientes. Pero, ¿qué tan insuficientes? ¿Insuficientes para
qué? ¿Qué hubiera sido un ingreso adecuado? Ésta es una pregun­
ta que el historiador difícilm ente puede contestar. Los gobiernos
de países cercanos — com o por ejem plo los de Venezuela y Perú—
tenían ingresos mayores. ¿Les fue mejor? N o hay colom biano que
necesite que le recuerden todo lo que no se resolvió con el aumen­
to en los ingresos desde 1920 en adelante. La mayoría de las admi­
nistraciones tratan de gastar hasta el límite de sus ingresos, y más
allá, y siguen siendo políticam ente vulnerables a las fluctuaciones.
¿Qué gobierno fuera del archiconservador fiscal Juan Vicente Gó­
mez sobrevivió en Latinoamérica a las consecuencias de 1929? Hubo
muchos colombianos inclinados a argumentar que el poco gobier­
no que se sostenía con un 2% 101 del reducidísimo producto interno
bruto era más que adecuado, y sus argumentos eran menos equi­
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

vocados de lo que suponían los entusiastas fiscales: los gobiernos


sí eran partidarios, ineptos y algunas veces corruptos, y la alternati­
va de «cuidarse por sí m ism o» era una muy real para gente agresiva
y capaz de depender de sí misma.
Sin embargo, uno puede profundizar más en estas nociones de
lo adecuado o inadecuado. Podría uno mirar en detalle lo que se hizo
con las entradas del gobierno en las épocas y momentos más favo­
rables, tanto por conservadores com o liberales, examen que podría
corregir la impresión dejada p or partes de este ensayo de que el
culpable no fue tanto el nivel de entradas com o sus fluctuaciones.
Sobre este asunto también hay opiniones contemporáneas valiosas.
Considérese, una vez más, al eminente Victoriano Salvador Camacho
Roldán:

La situación de la Hacienda federal es absolutamente inferior a las


obligaciones que el Gobierno tiene para con el país.
Hay un déficit crónico de cerca de medio millón de pesos anua­
les en los gastos de pura administración.
No hay medios algunos de atender al fomento de los intereses
morales y materiales102.

¿Era ésta la simple intuición de un hombre de Estado que, como


cualquier persona privada con Su propio bolsillo, sentía que su país
podría salir adelante sólo si tuviera un poquito más? La conclusión
seguía un examen de las necesidades del país, que era algo más que
pura intuición:

Protección contra las violencias, justicia en la decisión de las contro­


versias, seguridad para las propiedades, defensa de la patria común,
ejecución o reglas adecuadas para la ejecución de los trabajos pú­
blicos, enseñanza general, alumbrado público, policía de ornato y
de aseo, estudio de los intereses del porvenir para preparar su adve­
nimiento, todas esas son necesidades individuales que se satisfacen
mejor por medio de una organización común que por los esfuerzos
aislados y débiles de cada individuo en particular103.

Camacho Roldán era perfectamente capaz de resaltar estos pun­


tos en detalle y de costearlos, y sus trabajos muestran una mente
práctica y en ocasiones aun mezquina, con algunas prudentes espe­
M a l c o l m D eas

ranzas y pocas ilusiones. P or muchos años después de su muerte


en 1900, el país no pudo pagar la cuenta que él le presentó en m e­
dio de la más severa guerra civil, con el cambio cerca de 1.200 y en
rápido ascenso, y los pesos impresos en papel de chocolate sólo a
unos meses vista104. U n gobierno central con los medios suficientes
para trabajar en lo que pasó en su lista dem oró bastante tiempo
en llegar a Colombia, y esta dem ora tuvo los efectos más profun­
dos en la política, la economía y la cultura. ¿La razón? Como dijo M i­
guel Samper sobre otro asunto:

Es posible-(...) que esté consignada en alguna de las Memorias de


Hacienda, que son documentos en que casi siempre se consignan
muy buenas indicaciones, pero a las cuales, en lo general, la pasta
del volumen que las contiene hace las veces de losa de sepulcro105.

La macabra im agen cae muy bien aquí, así com o la sugerencia.

N otas

L M. Burgin, The Economic Aspects of Argentine Federalism, 1820-1852,


Cambridge, Mass., 1946, es todavía sobresaliente. Para una mejor compara­
ción: con el desarrollo colombiano, T. E. Carrillo Batalla, P. Grases et al.,
Historia de lasfinanzas públicas en Venezuela, 8 Vols. hasta la fecha, Caracas,
1972, es invaluable. Véanse también los artículos en M. Izard et al., Política
y economía en Venezuela, 1810-1976, Caracas, 1976, publicados por la Fun­
dación John Boulton, muchos de los cuales están relacionados con finan­
zas públicas.
Joseph Schumpeter citado en R. Braun, «Taxation, Socio-political
Structure and State Building: Great Britain and Brandenberg-Prussia», en
C. Tilly, ed., -TheFormation ofNational States in WesternEumpe, Princeton, 1975,
(Studies in Political DevelopmentNo. 8), p. 327. Las pp. 164-242 de este
libro contienen el ensayo de G. Ardant, «Financial Policy and Economic
Infrastructure o f Modem States and Nations». Yo estoy en deuda con este
artículo y con las obras del mismo autor. Theorie sociologiqiie de Vimpot, 2 Vols.,
París, 1965, e Histoire de l’impot, 2 Vols., 1971-1972.J. Navarro Reverter cita­
do en Macedo, La evolución mercantil, comunicaciones y obras públicas. La ha­
ciendapública. Tres monografías que dan idea de unaparte de la evolución económi­
ca de México, México, 1905, p. 307.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

3-Ellas son lo suficientemente conocidas como para ser ampliadas aquí;


sin embargo, vale la pena anotar que esta «manía» optimista permitió a
Colombia conseguir empréstitos importantes en «términos ridiculosamen­
te ventajosos»; estas palabras son del encargado de negocios de la Lega­
ción Británica, el coronel Patrick Campbell, Campbell a Dudley, enero
30, 1828, FO 18-52. Véase también su «Memoir on tlie Revenues and Ex-
penditures o f the Republic o f Colombia...», contenido en FO 18-26. Esta
temprana euforia tuvo importantes efectos sobre la historia fiscal subsi­
guiente del país.
4-Los enviados británicos compartían generalmente el pesimismo de la
administración colombiana. Véasepor ejemplo: PittAdams aPalmerson,
abril 25 de 1839, f o 55-19.
5-Los argumentos acerca de la «dependencia» parecen haber ignorado
completamente este problema. Esto es extraño, cuando ésta había preocu­
pado tanto a los gobiernos en esa época. (La discusión acerca de la «de­
pendencia» se dio generalmente entre economistas o historiadores econó­
micos, con poca participación de historiadores interesados en la política
y sus ambiciones y necesidades más inmediatas.) Véase SirJ. Hicks, A Theo-
ry of Economic History, Oxford, 1969, Cap. vi, p. 82.
6- Además de las Memorias, he encontrado útiles las siguientes obras:
A. Cruz Santos, Economía y hacienda pública (Vol. X V de la Historia extensa
de Colombia), Bogotá, 1965. Entre otros trabajos viejos: A. Galindo, Histo­
ria económica i estadística de la hacienda nacional desde la colonia hasta núes-
tros días, Bogotá, 1874 y Estudios económicos y fiscales, Bogotá, 1880; J. M.
Rivas Groot, Páginas de la historia de Colombia 1810-1910. Asuntos económicos
yfiscales, Bogotá, s.d. (c. 1910); Clímaco Calderón, Elementos de hacienda
pública, Bogotá, 1911, contiene un recuento histórico de los gravámeneico-
loniales, muy útil; E. Jaramillo, Tratado de hacienda pública, 4a ed., Bogotá,
1946; La reforma tributaria en Colombia, Bogotá, 1918 (2a ed., 1956) .
7' R. Núñez, «La crisis mercantil», en la Reforma Política, Bogotá, 1945,
Vol. i, parte 2, p. 303; Carlos Calderón, La cuestión monetaria en Colombia,
Madrid, 1905, pp. 143,147 y ss. Véasetambién EC. Aguilar, Colombia enpresen­
cia de las repúblicas hispanoamericanas, Bogotá, 1884.
8- VéaseLa Reforma Tributaria, pp. 88-110 (edición de 1956) y p. 177: «La
renta de aduanas es una cabalgadura del fisco, bastante cómoda, de fácil
sustento y de regular resistencia; pero absolutamente ineficaz cuando se
trata de acelerar el paso o hacer un esfuerzo mayor que el ordinario: enton­
ces, no solamente se muestra reacia a las exigencias de mayor rapidez,
sino que se fatiga y desmaya antes de tiempo, bajo la presión de la violen­
cia que le impone, para que rinda más pronto lajomada».
M a l c o l m D eas

9' C. Calderón, La cuestión monetaria, pp. 190 y ss. Él estimó que una
caída en los precios del café de US$0.16 en 1897 a US$0.10 en 1898 priva­
ría al Gobierno del 40% de sus ingresos.
10- Véase el trabajo de J. A. Ocampo, «Las importaciones colombianas
en el siglo xix», para el análisis más completo existente.
11- A la luz de la atención otorgada actualmente a la discusión acerca de
libre comercio y protección, la afirmación de que las tarifas fueron con­
sideradas esencialmente desde el punto de vista fiscal parece ser fuerte.
Pero las consideraciones fiscalistas siempre fueron más importantes que
las de economía política; como E. Jaramillo decía, «la renta de Aduanas
es antes que todo un recurso fiscal» (La reforma tributaria, p. 92), y un re­
curso regresivo (p. 97).
Para el debate económico sobre las tarifas, véanse: M. Samper, «La pro­
tección», en Escritospolítico-económicos, 4 Vols., Bogotá, 1925, Vol. i, pp. 195-
291 que da un breve recuento hasta 1880; D. Bushnell, «Two Stages in Co-
lombian Tariff Policy: The Radical Era and the Retum to Protection
(1861-1885)», en Inter American Economic Affairs, 1955, No. 6.
12' G. Giraldo Jaramillo, ed., Relaciones de mando de los virreyes de la Nue­
va Granada. Memorias económicas, Bogotá, 1954. «Relación del Sr. D. Ma­
nuel de Guirior, p. 87.
13- VéaseR Uribe Uribe, Discursosparlamentarios Congreso Nacional de 1896,
2a ed., Bogotá, 1897. «Gravamen del café», pp. 189-223.
14-El monopolio más importante en posesión de Colombia era el trán-
sito’a través del Istmo de Panamá. Éste producía ingresos, los que al que­
rer,^aumentar contribuyeron en parte a la separación de ese departamen­
to. El ferrocarril producía al Gobierno $225.000 al año.
15, H. H. Hinrichs, A General Theory ofTax Structure ChangeDuringEco­
nomic Deuelopment, Cambridge, Mass., 1966, pp. 7,19-24 y ss.
16- (G. Wills), Observaciones sobre el comercio de la Nueva Granada, con un
apéndice relativo al de Bogotá, Bogotá, 1831 (2a ed. Bogotá, 1952). A. Co-
dazzi,Jeografíafísica i política de las provincias de la Nueva Granada, 2a ed., 4
Vols., Bogotá, 1957 ( I a ed. Bogotá, 1856). E Pérez escribió una feografía
física i política de cada uno de los nueve Estados Soberanos y del Distrito
Federal, Bogotá, 1862-1863. A Galindo, Anuario Estadístico de Colombia, 1875,
Bogotá, 1875; parte tercera, sección 7a, «Comercio Interior», pp. 148-163.
De estay de otras fuentes similares se puede reconstruir el panorama co­
mercial interno del país.
17' Colombia era un país donde podía subsistir una población relati­
vamente grande. Esta paradoja de abundancia de población y pobreza fue
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

observada por muchos comentaristas, por ejemplo Antonio Nariño: «La


riqueza sigue en todas partes a la población y aquí es en sentido contrario.
A proporción que se multiplican los hombres, aumenta la pobreza». (Ci­
tado en A. Cruz Santos, op. cit., p. 231.)
Ingreso per cápita: S. Camacho Roldán, «Catastro del Estado de Cundi-
namarca», en Escritos varios, 3 Vols., Bogotá, 1892-1895, Vol. i, pp. 585 y
ss., cálculo del ingreso per cápita en Bogotá en 1868 a $76 p. a. Estimó el
consumo per cápita en Cundinamarca en $50 p. a. en «Presupuesto de ren­
tas y gastos de Cundinamarca, 1873-1874», Ibíd.,Vol. m, p. 16 y calculó «pro­
ducimos y consumimos $125.000.000 anuales» c. 1870, que con una pobla­
ción de 2.9 millones da algo cerca de $40 per cápita per annum (Ibíd.,
«Estudios sobre la hacienda pública. Fragmentos de la Memoria de 1872»,
p. 243).
Continúa: «Sólo un 2 por 100 consagramos a la satisfacción de nece­
sidades comunes por medio del funcionamiento del gobierno nacional. Si
incluimos en esta comparación las rentas de los gobiernos municipales de
los Estados y Distritos... la proporción subirá a poco menos de 5 por 100»
(p. 243).
Estas cifras dan una impresión del esfuerzo impositivo de la época. Las
cifras del ingreso/consumo per cápita tienen el valor de ser un estimati­
vo de un contemporáneo bien informado. Su cifra de 15 centavos por día
como costo de subsistencia daría un gasto anual de $54.75.
18- Op. cit., Vol. m,'p. 259.
19- Difícilmente había encontrado el sentimiento de descontento con
los impuestos una expresión más clara que en las Capitulaciones de Zipa-
quirá: «La imprudencial conducta de los Visitadores, pues quisieron sacar
jugo de la sequedad (...) que sea donjuán Francisco Gutiérrez de Piñe-
res, Visitador de esta Real Audiencia extrañado de todo este Reino (...)
y que nunca para siempre jamás se nos mande tal empleo, ni personas
que nos manden y traten con semejante rigor de imprudencia». M. Brice-
ño, Los Comuneros, 2aed., Bogotá, 1977, pp. 73-83. J. L. Phelan, ThePeople
and theKing, Madison, 1978, Cap. n, pp. 18-35. Para Palacios de la Vega,
G. Reichel-Dolmatoff, ed., Diario de Viaje delP. Joseph Palacios de la Vega entre
los indios y los negros de la provincia de Cartagena en el Nuevo Reino de Granada,
1787-1788, Bogotá, 1955. O
20-Podían confiar aún menos los gobiernos republicanos en las costum­
bres y la legitimidad que sus antecesores coloniales.
Camacho Roldán considera que la misma idea de los gravámenes es­
taba asociada con la opresión colonial, exagerada por el mismo: «Época en
M a l c o l m D eas

que, siendo la riqueza apenas la décima parte de lo que es en el día se


cobraban impuestos cuyo producto era igual al de los tiempos actuales
y se invertía, no en la mejora de nuestra condición, sino en el remache de
nuestras cadenas. Se tiene la idea, cuando se trata del pago de una con­
tribución, de que el país es en extremo pobre, y de que, por pequeña que
sea la tasa de aquélla, es lo bastante para cegar las fuentes de la riqueza pú­
blica y producir el hambre y la muerte entre las poblaciones...». «A esta
noción debe haber contribuido, además de la tradición histórica, el em­
pleo poco cuidadoso que entre nosotros se ha dado hasta el día al produc­
to de las rentas públicas, invertidas, en gran parte, casi siempre, en saldar
las cuentas de las guerras civiles y pagar empleados y pensionados cuyo
servicio no estima o no comprende el público en general» (op. cit, Vol.
m, p. 248).
Camacho Roldán exageraba verdaderamente la eficiencia colonial,
pero hay que reconocer que el gobierno colonial no enfrentaba la oposi­
ción partidista que los gobiernos republicanos encontraron. Carlos Cal­
derón da la siguiente descripción del círculo vicioso de la debilidad fiscal:
«El desprestigio del régimen político trae naturalmente la debilidad del
gobierno y la desconfianza y la intranquilidad; porque un Gobierno po­
bre es un gobierno débil, sin autoridad moral incapaz de inspirar temores
ni afectos. Esto mismo repercute sobre el producto de las rentas porque
toida intranquilidad significa paralización de los negocios, y ésta, disminu­
ción de las rentas» (La cuestión monetaria, p. 195).
Vale la pena mencionar, además, que Colombia era una república cons­
titucional, bien provista de abogados, con las adicionales dificultades fis­
cales y políticas que ello implica.
En su Theorie sociologique de Vvmpot, I., pp. 389 y ss., 440 y ss.
— Para una detallada descripción de lo atractivo de este ingreso véase
Camacho Roldán, «Negociación de los acreedores extranjeros para la amor­
tización de la deuda exterior, mediante la dación en pago de la salina de
Zipaquirá y la abolición del monopolio de la sal», op. cit., Vol. m, pp. 90-
106; para el cálculo de su incidencia sobre los pobres, Ibíd, pp. 202-203.
Para las salinas de Zipaquirá, el mejor recuento es aún el de L. Oijue-
la, Minuta histórica Zipaquireña, Bogotá, 1909, «Ojeada sobre salinas», pp.
Lxxn-ccvi. La opinión de Carlos Calderón en La cuestión monetaria, p. 152;
Clírnaco Calderón alegaba que el monopolio era aún más regresivo ya que
el pobre, quien vivía en una dieta predominante de vegetales, consumía
más sal que el rico. Elementos de hacienda pública, pp. 42-103. Este trabajo
tiene también una descripción muy útil de la administración colonial de
las salinas y de la geografía de la sal en Colombia, pp. 371-409.
D e l p o d e r y l \ g r a m á t ic a

23- A. Galindo, Historia económica i estadística de la hacienda nacional,


Cuadro No. 3, provee cifras para estos cálculos. .
Para la historia del monopolio del tabaco véase M. González, «El es­
tanco colonial de tabaco», Cuadernos Colombianos, No. 8, pp. 637-708; J.
P. Harrison, «The Colombian Tobaco Industry from Government Mono-
poly to Free Trade» (tesis de Ph. D. no publicada, Universidad de Cali­
fornia, 1951), especialmente Cap. vn, la abolición; L. F. Sierra, El tabaco
en la economía colombiana del siglo xix, especialmente pp. 91-96, para los ar­
gumentos abolicionistas; J. L. Helguera, «The First Mosquera Administra-
tion in New Granada, 1843-1849» (tesis de Ph. D. no publicada, Chapel
Hill, 1958), Cap. xi, pp. 327, 332, 353-358. Desafortunadamente ninguno
de estos autores está particularmente interesado en el aspecto fiscal de
la historia del tabaco. Harrison, Sierra y Helguera sobrestiman la impor­
tancia fiscal del monopolio en la década de 1840 al confundir el producto
bruto y neto, y al no ubicar la renta en el contexto fiscal general. Sierra hace
énfasis en lo hipotecada que estaba la renta.
Clímaco Calderón, op. cit., p. 106, defiende el argumento de la rápida
recuperación de la pérdida a través de la aduana: «En efecto, el producto
de la renta de aduanas, que en el año fiscal de 1848 a 1849 no había si­
do sino de $540.238, ascendió en el año 1855 a 1856 a $1.096.210, lo que
aiToja un aumento de $555.972; y como el producto líquido de la renta
de tabacos en el año fiscal de 1848 a 1849, último de su existencia, fue de
$321.071, con el auménto ya expresado en la renta de aduanas, se obtuvo
para el fisco un excedente efectivo de $243.901».
Para la «descentralización de renta i gastos», lei del 20 de abril de 1850,
y el preámbulo de éste, de Murillo Toro, véaseA. Galindo, op. cit., pp. 85-94.
24, Para una sinopsis de rentas durante el virreinato, véanse las tablas
en L. Ospina Vásquez, Indust ria y protección en Colombia, 1810-1930, Mede-
llín, 1955, p. 37 (tomado de Memoria deHacienda de 1839); A. Galindo, His­
toria económica i estadística de la hacienda nacional, Bogotá, 1874, Cuadro No.
1 (cuidado con erratumen el «Tributo de Indios»). Galindo también usa
la Memoria de 1837. ,
- 5- A. Galindo, op. cit., Cuadro No. 10.
26- Véase abajo para los problemas locales del ingreso de bebidas. Para
los intentos de nacionalización de Reyes, L. Ospina Vásquez, Industriay pro­
tección, p. 322.
- 7- Véase Clímaco Calderón, Elementos de hacienda pública, pp. 477 y ss.
El monopolio de la fábrica de naipes fue anulado por recurso popular a
otros «juegos prohibidos, como el de dados».
M a l c o l m D eas

28, La tabla de Luis Ospina Vásquez, op. cit., p. 37, da $47.000 para el
«año común de los inmediatamente anteriores al de 1810».
(Comparar el total para Ecuador: $184.000 en 1836. C. A. Goselman,
Informes sobre losEstados sudamericanos en los años de 1837y 1838, Estocolmo,
1962, p. 100. Este trabajo es una fuente útil de información comparativa
para el período republicano; el libro cubre Chile, Perú, Bolivia, Ecuador,
Nueva Granada y Venezuela.)
Véase también A. Cruz Santos, Economía y Hacienda Pública (Vol. XV de la
Historia extensa de Colombia), pp. 285 y ss.
29- Véase M. Brugardt, «Tithe Productíon and Pattems o f Economic
Change in Central Colombia, 1764-1833» (tesis de Ph. D. no publicada,
Universidad de Texas, 1974), pp. 6 y ss., para los métodos administrativos.
Citas del Informe del Directorfenera! de Impuestos alH. Señor Secretario de
Estado en el Despacho de Hacienda, Bogotá, 1848, y de Florentino González,
Informe de Hacienda de 1848.
Las cifras de 1835 de A. Galindo, op. cit., Cuadro No. 9: Galindo calcu­
ló que la Iglesia y el Estado debieron haber recibido cerca de $250.000 anua­
les, y por consiguiente los pagadores el diezmo tuvieron que haber pagado
mínimo lo que pagaban para la sal.
30’ Para los argumentos de la Iglesia véase Documentos para la biografía
del ilustrísimo señorD. Manuelfosé Mosquera, 3 Vols., París, 1858, Vol. II, pp.
306r318; Vol. in, p. 512: «Para hacer menos gravosa esta contribución (...)
para evitar extorsiones (...) se previene que se procure introducir el siste­
ma de composición con los contribuyentes (...) Si el sistema de remates
ha sido odiosa, porque tal vez han abusado los rematadores, o porque se ha
creído, con razón o sin ella, que éstos hacían ganancias exorbitantes, am­
bas cosas cesan con el sistema que se recomienda». — 1853, «proyecto so­
bre arreglo de la administración y contabilidad de la renta de diezmos».
31-Escritos varios, Vol. ni, pp. 421 y ss., «Nuestro sistema tributario», «Im­
puesto único» e «Impuesto directo progresivo».
32-Para un recuento magistral de estos puntos véase G. Ardant, «Finan­
cial Policy and Economic Infrastructure o f Modem States and Nations»,
en C. Tilly, ed., op. cit., particularmente pp. 208-220.
33' Informe que el secretario de Hacienda presenta al ciudadano Presidente del
Estado Soberano del Tolima, 1865. Natagaima (T) 1865. (Hay algo heroico en
imprimir informes en Natagaima. En 1870 la población del municipio al­
canzó 6.823.)
34' Informe del Secretariofeneral del PoderEjecutivo delEstado Soberano deBo­
yacá, 1869, Tunja, 1869, pp. 30 y ss.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

35- El mismo Informe para 1873, pp. 29 y ss. Para más especulaciones
acerca de estos aspectos de política local véase mi artículo «Algunas notas
sobre la historia del caciquismo en Colombia», particularmente el extrac­
to de R. Gutiérrez, Monografías, 2 Vols., Bogotá 1920-1921, Vol. i, pp. 90­
92, y la controversia mencionada en nota 10 del citado artículo. El gamo­
nal es renuente a gravarse a sí mismo, o a gravar a sus amigos, e incapaz
de gravar a sus superiores.
36- Informe para 1873, ya citado.
37‘ Informe del secretario de Hacienda de Cundinamarca al gobernador del Es­
tado, Bogotá, 1868.
38- Véaseartículo de Camacho Roldán, «Catastro del Estado de Cundina­
marca», en Escritos varios, Vol. i. pp. 585 y ss.
39' F. Pérez,Jeografiafísica ipolítica delEstado de Cundinamarca, Bogotá,
1863, pp. 80-81.
40, En Camacho Roldán en 1873 — estimativos de su «presupuestos de
rentas y gastos del Estado de Cundinamarca en el año de 1873 y 1874»— ,
Escritos varios, Vol. m, p. 3 y ss. Su opinión acerca del total nacional de la
contribución territorial y los impuestos en general de «Estudios sobre la
Hacienda Pública y de Colombia - Fragmentos de la memoria de Hacien­
da. .. de 1871», Ibíd, pp. 212-213. Las cifras de Santander del Anuario esta­
dístico de Colombia, 1875, p. 220, de A. Galindo. La opinión del secretario
general de Boyacá acerca del degüello del Informe de 1869.
Los otros tres estados registrados como aplicadores de una contribu­
ción directa fueron Panamá, Bolívar y Tolima.
4L El Infonne para 1865 antes citado, pp. 9 y ss., l7.
«Destino oneroso» sé debe entender como cargo público sin sueldo
o sin remuneración suficiente.
4~' Informe del Secretariofeneral del PoderEjecutivo delEstado Soberano deBo­
yacá, 1869, Tunja, 1869, p. 38: •
«Por desgracia nuestro pueblo (...) está muy atrasado en materias eco­
nómicas i de gobierno; creen que toda contribución que se pide es un robo
que se les hace, i que los empleados públicos son ladrones que viven a es-
pensas del pueblo i sin embargo, el día en que a esos mismos señores se
les llama a servir un destino oneroso, reniegan, pero sin hacer justicia a
quien tiene que consagrar su vida i lo que es más, su honra i tranquilidad
al servicio público». -
La obra de J. L. Helguera sobre la administración de Mosquera du­
rante 1845-1849, arriba citada, contiene una descripción de las dificulta­
des encontradas al intentar introducir la partida doble, pp. 341-344. Em­
M a l c o l m D eas

pleados mal pagados renunciarán antes que mejorar su trabajo o acomo­


darse a nuevas normas que ellos no entendían. El gobierno podía dar po­
cos incentivos e imponer pocas sanciones.
Sería revelador investigar por qué la situación no era peor.
43-M. Samper, Nuestras enfermedades políticas. Voracidadfiscal de losEsta­
dos, Bogotá, 1884, p. 3.
44 No está claro cuánto de los impuestos municipales está incluido en
estas cifras; yo no creo que ello pueda alterar significativamente el pa­
norama general, pues las cantidades implicadas no son grandes.
Este ejercicio comparativo también fue hecho, con resultados semejan­
tes, por el secretario de Hacienda de Antioquia en 1871 y 1875 para con­
vencer a los antioqueños de que ellos no eran sobregravados en compara­
ción con los otros colombianos. Véase el Informe de Estado de 1871 y la
Memoria para 1875, p. 15 y p. VI respectivamente.
45• Galindo dejó sus Recuerdos históricos, Bogotá, 1900, que dan mía
muestra bastante buena de sus ideas. Entre sus muchos logros está la prime­
ra traducción completa al castellano del Paraíso perdido de John Milton.
46- Muchas de las observaciones hechas en este ensayo acerca de Co­
lombia pueden hacerse a escala menor sobre los Estados Federales. Los
estados costaneros tenían una tasa de impuestos per cápita relativamente
alta; Cundinamarca con su dominio sobre las importaciones y Antioquia
con su vigorosa economía local, ocupan lugares altos en la escala, de la cual
ocupan los últimos puestos los estados aislados: Santander, Tolima, Cau­
ca y el pobre Boyacá.
Las pobres perspectivas fiscales de Boyacá fueron previstas por J. M.
Samper en su Ensayo aproximado sobre lafeografía i estadística de los ocho es­
tados que compondrán el 15 de septiembre de 1875 la Federación Neo-Granadina,
Bogotá, 1857: «Pueblo tan laborioso como pobre. Sus frutos tienen bajo
precio, por falta de consumo; los salarios son extremadamente bajos», poco
movimiento.
47- Cifras de Galindo, Anuario, p. 211.
48’ Informe del Secretario de Hacienda del Departamento del Tolima al señor
Gobernador, Neiva, 1886.
49■Informe del Secretariofeneral del poder Ejecutivo del Estado Soberano de
Boyacá, 1869, pp. 11 y ss.
50- Informe delDirectorfeneral de Impuestos... Bogotá, 1848, p. 11.
51- Informe del Secretariofeneral... 1869, Tunja, 1869, p. 41.
5~ Véase Informe del Gobernador del Tolima a la Asamblea Departamental
en sus sesiones ordinarias de 1896, Ibagué, 1896, pp. 20 y ss.: «Renta de Lico­
res». Hay abundancia de información en los otros Informes también.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Estos problemas son similares a los encontrados por los funcionarios


franceses en las áreas habitadas por los bouilleurs de cru o por los encontra­
dos por los emisarios del sheriff al oriente de Tennessee. Para los prime­
ros ver la obra de G. Ardant, Theorie sociologique de l ’impot, Vol. II.
53' La participación del monopolio de las bebidas en la formación de
los capitales privados está fuera del alcance de este ensayo; sin embargo,
se puede decir en passant que hay varios nombres interesantes en los In­
formes locales, además del de don Pepe Sierra; para ese famoso caso véanse
las anécdotas en B. Jaramillo Sierra, Pepe Sierra, el método de un campesino mi­
llonario, Medellín, 1947, pp. 73-82. Todo el problema del impuesto a las
bebidas en tiempos de la República, con sus aspectos fiscales, políticos, cul­
turales e industriales, pide un mayor estudio.
54' M. Samper, op. cit., p. 5, para las tarifas de los Estados Samper con­
cluye: «ya hemos dicho a los hombres políticos bien intencionados que
conviene que moderen su entusiasmo por el progreso porque el exceso
de dicha mata a las veces...».
55' La frase es del Informe del Secretario General de Boyacá, 1869, p. 29.
56- Véasepara Santander y la crisis de 1884, J. H. Palacio, La Guerra del
85, Bogotá, 1936, pp. 20-23.
57' La frase citada es de la Esposición de Hacienda de Ignacio Gutiérrez,
de 1858, p. 7. El tamaño de esas burocracias locales y centrales puede ser
calculado fácilmente de los varios Informes, y Galindo da las siguientes cifras
en el Anuario de 187,5: ’-V
Empleados nacionales: 1.451
(Esto incluye 27 senadores, 60 representantes y 67 personas en la Uni­
versidad Nacional) .
Empleados de los Estados: 3.318
Esta cantidad incluye maestros para algunos Estados pero no para
otros; hay otras discrepancias. (El ejército no está incluido.)
Estas cifras no son muy grandes. A pesar del deseo de emplear lo que
el gobernador llamó en su Informe de 1896 (p. 25) «personas que necesi­
tan y merecen un puesto público», los gobiernos no estaban ansiosos de
adquirir subalternos a los que luego habría de despedir, y los colombia­
nos estaban poco dispuestos a trabajar por nada. Existe más evidencia de
empleofobia que de empleomanía.
58- VéaseE. Pérez, Vida deFelipePérez, Bogotá, 1911, p. 156: «El Sr. D. Juan
Solano, que ejerció las funciones de Presidente del Estado de Boyacá
antes que el Dr. Felipe Pérez, se vio en tan apuradas circunstancias para
gobernar, que aconsejó a la Asamblea que dividiera el territorio del Es­
M a lc o lm D eas

tado en dos grandes proporciones y que una se juntara a Santander y la


otra a Cundinamarca».
Felipe Pérez tiene su propia opinión: «El Estado de la Unión que no
pueda arreglar su hacienda, será borrado más tarde o más temprano del
mapa de Colombia, y lo borrará la espada de la anarquía o la mano de la
ley», Ibíd,., p. 163.
59' Escritos varios, III, pp. 192-193.
60- Ibíd., p. 189.
6L Ibíd., p. 206.
6~ Véanse los artículos de M. Samper y D. Bushnell arriba menciona­
dos, nota 11. ■
63‘ Escritos varios, m, pp. 308-309, 283.
Camacho Roldán considera que los gravámenes a las telas, a los zapa­
tos y a los sombreros producían más de las tres cuartas partes del ingreso
de aduanas. El de las bebidas producía el 8%.
(Anexos de Memoria de Hacienda de 1872.)
El año anterior se calculó el ingreso del gobierno nacional como:

Aduanas 54%
, Salinas 27%
Ferrocarril de Panamá 9%
Rest. 10%
100%

Ibíd., p. 187. Entonces el impuesto a las telas producía cerca del 40%
deLto tal.
En 1852 Camacho Roldán había dado el siguiente ejemplo de la natu-
raléza regresiva de esa tarifa: «El humilde ágricultor, que de los 300 pesos
anuales que le dan sus cosechas, consume por 50 pesos de género de algo­
dón, paga 20 pesos al fisco, que son el siete por ciento de su renta; y el aco­
modado negociante, que con sus 6.000 pesos de ganancia consume por 50
pesos de sederías paga solamente 5 pesos de derechos, que no alcanzan
a ser el uno por mil de su renta («Impuesto directo progresivo», Ibíd., p.
453)».
64 Ibíd., p. 246. «Proporción de la sociabilidad expresada por la corres­
pondencia epistolar entre los habitantes de Inglaterra y los de Colombia:
500 a 1».
65‘ Véanselas medidas anunciadas para superar la emergencia fiscal en
los periódicos de la época.
66' Carlos Calderón, La cuestión monetaria en Colombia, Madrid, 1905,
pássim.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

67‘ Sobre la desamortización, véase S. Uribe Arboleda, «La desamorti­


zación en Bogotá, 1861-1870», tesis no publicada, Facultad de Economía,
Universidad de los Andes, 1976; F. Díaz Díaz, La desamortización de bienes ecle­
siásticos en Boyacá, Tunja, 1977; el ensayo «Las manos muertas», en I. Liéva-
no Aguirre, El proceso deMosquera ante el Senado, Bogotá, 1966. R.J. Knowlton:
«Expropriation o f Church Property in Nineteenth Century México and
Colombia: A Comparison», TheAmericas, Vol. xxv, abril de 1969, No. 4,
ofrece un corto estudio comparativo.
68-Sobre este tema en 1884-1885 véasemi ensayo «Pobreza, guerra civil
y política: Ricardo Gaitán Obeso y su campaña en el río Magdalena, 1885»;
para expropiaciones en 1877 en el sur véaseG. S. Guerrero, Remembranzas
políticas, Pasto, 1921, pp. 88 y ss. Véase también el ensayo de Núñez «Dere­
cho de propiedad», La Reforma Política, Bogotá, 1945, Vol. i (1), pp. 249-
253.
69-Escritos varios, Vol. ni, «Impuesto directo progresivo», p. 447. En parte
(mismo vol. «Ferrocarril del Norte», p. 68) él afirma: «Los empresarios
de industria, los que en nuestro país tienen esa posición independiente
arreglada, valerosa y próspera, son muy pocos. No pasan del uno por
ciento de la población total; en la suposición más favorable, como la de
capital de la Unión, no pasan del dos por ciento. En toda la República so­
bre tres millones de habitantes, no llegan a cuarenta mil personas.
»Las demás sonjornaleros, mujeres, niños, ancianos, enfermos, emplea­
dos, gente que no trabaja o que consume día por día sus salarios íntegra­
mente porque carece de alicientes, de medios, de posibilidad, de voluntad
para ponerse el duro sacrificio de la economía. De ochocientos mil adul­
tos trabajadores, hombres o mujeres, que pueden calcularse en la Repú­
blica, no menos de setecientos mil son puros proletarios sin capital».
70-Escritos varios, Vol. Hi, p. 11, en cuanto a los beneficios medicinales
del vino. Es necesario hacer énfasis en que las Memorias de los ministros de
Hacienda fueron escritas en parte para persuadir a los recalcitrantes con­
gresos de conseguir más ingresos — con pocos resultados usualmente {véa­
se, por ejemplo, ibíd., p. 219, nota)— . El ejecutivo colombiano era mucho
más débil que su contraparte venezolana.
Aunque los líderes políticos pueden ser vagamente situados en el «es­
trato alto» no pueden ser igualados a los empresarios de industria o a los
ricos establecidos de Camacho Roldan. Estos últimos consideraban a los
políticos con fastidio y alarma y no como los guardianes de sus intereses.
Véase e1informe dej. A. Soffia, Ministro chileno en Bogotá a su gobierno,
fechado Bogotá, abril 30,1882, publicado en Thesaurus xxxi, No. 1,
M a l c o l m D eas

1976, pp. 128-129. La «clase especial de hombres políticos» no había sido


cohibida por intereses de clase al tratar de imponer mayores gravámenes.
7L Ibíd,., «Ferrocarril del Norte», p. 54.
72- La mejor historia sucinta de la deuda desde sus orígenes hasta el
convenio Holguín-Avabury de 1905 es la incluida enj. Holguín, Desde cerca
(Asuntos colombianos), París, 1908, pp. 1-103. Tiene también el extraordi­
nario mérito de ser legible.
73- Informe del secretario de Hacienda de la Nueva Granada..., 1844.
74' La Reforma Política, ni, «Mammón», p. 242.
75- «L o que hay, debemos agradecerlo a los que nos han querido dar
prestado; si no hubiéramos encontrado especuladores, ya no tendríamos
qué disparar, ni con qué», Santander a Bolívar, citado enj. M. Rivas Groot,
Páginas de la Historia de Colombia, 1810-1919. Asuntos económicos yfiscales,
p. 81. (La carta es para Bolívar, agosto 2, 1823.)
Cita de Esposición de Hacienda, 1858.
Diferentes tipos de deuda interna clasificados en Esposición deHacienda,
1854, p. 27.
76' Esposición de 1858, pp. 62-30.
Galindo, Estudios económicos i fiscales, Bogotá, 1880, p. 21 (su énfasis).
77- Ibíd., p. 48.
78' Memoria dirijida al Presidente de la República por el Secretario del ramo
(del tesoro i Crédito Nacional), 1873, p. 40.
79-La primera cita es de M. Samper, Cuestión créditopúblico, Bogotá, 1863,
p. 8,; la segunda, de E. Rojas, Teoría del crédito público iprivado con su aplica­
ción al de los Estados Unidos de Colombia, Funza, 1863, p. 13.
80; M. Samper, op. cit., p. 9.
'8L Ibíd., p. 9.
82-J. Holguín, Desde Cerca, pp. 35-37.
83- E. Rojas, op. cit., p. 42, dice que Bolívar mandó tomar ciertas llaves
del Director del Crédito Público por la fuerza.
84- Véaseel Informe de. 1844 y la Esposición de 1858. Se creía que el barón
Goury de Roslan prestaba dinero al gobierno de Mariano Ospina Rodrí­
guez en 1859-1860. La Legación Inglesa pensaba que sólo estaba tratando
de monetizar la fortuna de su esposa, una neogranadina, para sacarla del
país y llevarla a Francia, Griffith a Russell, 19 de mayo de 1861, f o 55-155.
85- Citado e n j. M. Rivas Groot, op. cit., pp. 243 y ss.
86- S. Camacho Roldán, Escritos varios, Vol. n, p. 308.
F. Pérez, Memoria... (del tesoro i crédito nacional) 1873, pp. 11 y ss.
F. González, Informe... del Secretario de Hacienda, 1848, p. 19: «El pago
de deudas en abono de contribuciones impide el que se cuente con ingre-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a .

sos ciertos en metálico para hacer los gastos, complica las operaciones
de contabilidad, i da lugar a un ajiotaje inmoral, en que muchas veces to­
man parte los empleados públicos».
87- En relación con estos intentos véase G. Torres García, Historia de la
moneda en Colombia, Bogotá, 1945.
Compare con las emisiones de Rosas en Argentina: «El régimen fue
responsable por las emisiones de 109.980.854 pesos en un período un poco
mayor de once años. Esto fue entonces el secreto de la habilidad de Rosas
para evitar la bancarrota fiscal».
M. Burgin, The Economic Aspects ofArgentineFederation, 1820-1852, Cam­
bridge, Mass., 1946, p. 216.
Aun Rosas no pudo obtener éxito con una contribución directa: él admi­
tió que «no hay nada más cruel e inhumano que obligar a una persona a
dar cuenta de su riqueza personal», Ibíd, pp. 191-192.
88- M. A. Caro, Escritos sobre cuestiones económicas, Bogotá, 1943, p. 53,
sobre Mosquera.
G. Torres García, op. cit., pp. 32-33, para Nariño y Santander, pp. 68-
85, para Nariño y el acuñamiento de plata.
Véanse también las secciones relevantes de A. M. Barriga Villalba, His­
toria de la Casa de la Moneda, 3 Vols., Bogotá, 1969, Vols. n y ni.
89-Para la cita y opinión véase M. A. Caro, op. cit, pp. 97-98.
90- Existe un relato en este episodio en A. Galindo, Estudios económicos
i fiscales, Bogotá, 1880, pp. 55 y ss!
91- Véase Carlos Calderón, La cuestión monetaria, pp. 41-47.
9~ Estas citas de M. A. Caro, op. cit., pp. 4446.
93- Cifras de G. Torres García, op. cit., pp. 275-276.
En cuanto a las políticas de los años 1886-1808, y un relato de las emi­
siones irregulares, véase el mismo trabajo, Cap. vin.
94- Carlos Calderón, op. cit., primeras páginas.
95‘ G. Torres García, op. cit., p. 275.
96-L. E. Nieto Caballero. El cursoforzoso y su historia en Colombia, Bogotá,
1912, p. 29, estima las emisiones departamentales en $600 millones.
97-Esta acuñación es descrita e ilustrada en A M. Barriga Villalba, His­
toria de la Casa de la Moneda, Vol. ni, pp. 187-188.
98- Véase el informe de Mr. Spencer S. Dixon, «Financial Crisis in Co­
lombia, with the Exception ó f the Isthmus o f Panama», Bogotá, diciembre
10,1902, en FO 55-409. ,
" • L. E. Nieto Caballero, op. cit., pp. 45 y ss., sobre el banco de Reyes
y las rentas reorganizadas.
M a l c o l m D eas

10°- La opinión sobre la naturaleza arcaica de la aduana por J. N. Gó­


mez, Memoria de Hacienda de 1853, citado e n j. M. Rivas Groot, op. cit.,
p. 223. En relación con la persistencia de la estructura de ingreso fiscal
con base en la aduana véaseJ. Monsalve, cálculo para los años veinte en
su Colombia cafetera, Barcelona, 1927, p. 90:
Aduana (y relacionados) 62.33 %
Ferrocarriles Nacionales 11.54
Salinas 5.84
Correo y Telégrafos 5.15
Papel sellado y timbre nacional 2.36
Impuesto sobre la renta 1.57
Otros renglones 11.57
101‘ Cálculo de 2% de Camacho Roldán, op. cit., Vol. m, p. 243. Cf. J.
S. Mili, Principies of Political Economy, Libro V, Cap. vm, S 1: «La inseguri­
dad paraliza, solamente cuando sus características y naturaleza sobrepa­
san esa energía que la humanidad es capaz de generar en defensa propia.
Es por ello que un gobierno, cuyo poder es difícil de resistir por los indivi­
duos, puede causar tanto más daño a la prosperidad de una nación, como
una situación de turbulencia bajo instituciones libres.
Algunas naciones han podido prosperar dentro de uniones sociales
cercanas a la anarquía, pero ningún país sometido sin límite a la tirana
autoridad y exaciones arbitrarias de los gobernantes ha prosperado».
10'2- Op. cit., Vol. m, p. 219.
103- Ibíd., p. 195.
194- Murió el 19 de junio de 1900. A. J. Iregui, Salvador Camacho Roldán,
Bogotá, 1919, p. 80. Tasa de cambio de Torres García, op. cit, p. 276.
105- M. Samper, Nuestras enfermedades políticas. Voracidad fiscal de
los Estados, p. 24.
P obreza , g u e r r a c iv il y p o l ít ic a :
R ic a r d o G a it á n O beso y su c a m p a ñ a e n el
r ío M ag d alena en C o l o m b ia , 1885

rp
H in Colombia, en el siglo xix, las disminuciones en la demanda
de las exportaciones producían crisis políticas que a m enudo ter­
minaban en guerra civil. En gran parte el país era un exportador
periférico que escasamente figuraba en las guías comerciales de la
época. Inclusive cambios fortuitos, que no reflejaban ninguna de­
presión en el com ercio mundial, afectaban las ya precarias y mar­
ginales exportaciones. Muchos colombianos de entonces se dieron
cuenta de la estrecha conexión que existía entre la habilidad de
un gobierno para perm anecer tranquilo en el poder, su capacidad
para mantener el orden y una relativa prosperidad. H oy los historia­
dores conservan la conciencia de esta correlación, p ero todavía en
form a muy vaga y limitada.
Hay muy pocos estudios detallados de cómo se desarrollaban esas
crisis dentro del sistema, de cómo precisamente se sentían sus reper­
cusiones, de las medidas que los gobiernos se veían obligados a to­
mar, de las tendencias al desorden que las épocas difíciles fomenta­
ban y de la form a com o la oposición utilizaba esas tendencias y el
gobierno las combatía1.
Los estudios cuidadosos sobre las guerras civiles han sido tan es­
casos com o los de las crisis económicas. Pocos temas han sido obje­
to de tan somero análisis y de tantas observaciones lanzadas al azar
com o el de los trastornos civiles latinoamericanos. ¿Por qué razón
no se pudo mantener m ejor el orden en una sociedad en la que la
mayoría se preocupaba tanto de su posible derrumbamiento, y en
donde la mayoría de los gobernantes podía interpretar tan bien
los síntomas de malestar político? A prim era vista y a nivel local las
guerras civiles dan la impresión de ser movimientos de masas, ¿pero
lo fueron en realidad? ¿Cuántos hombres se necesitaban para ini-
D e l p o d e r v l a g r a m á t ic a

ciar una campaña efectiva? ¿Y cóm o éstos involucraban a otros des­


pués? ¿Debemos dar más importancia a la debilidad del gobierno
que a la fuerza de la oposición? ¿Fueron las acciones que los gobier­
nos inevitablemente tenían que tomar las que transformaron peque­
ños descontentos en grandes conflictos? ¿Qué querían decir los
rebeldes cuando contritamente afirmaban que habían sido «arras­
trados p or el torbellino de la revolución»? ¿En qué form a el desor­
den surgido de la depresión económ ica la hacía más profunda,
aumentándose así el desorden mismo? ¿Por qué razón los únicos mé­
todos que un gobierno tambaleante podía utilizar para sostenerse,
antes que todo incrementaban el número de personas que querían
hundirlo?
Toda guerra refleja la sociedad donde se desarrolla y mucho de
lo que aparentemente es irracional en los conflictos colombianos
del siglo x ix se puede explicar en relación con el contexto geográ­
fico, social y económico. Pero también existe la verdad de la otra cara
de la moneda: la guerra misma y lo que sucede en ella — y en Colom­
bia las guerras frecuentem ente han dejado testimonios más nume­
rosos que muchas actividades pacíficas— suministran evidencia
sobre el carácter de la sociedad2. En la guerra los hombres luchan
en cierta form a y se conducen respecto a sus semejantes en la fo r­
ma com o lo hacen, porque sus sociedades son com o son: la mane­
ra com o luchan o interactúan no sólo refleja-la naturaleza de la so­
ciedad, sino que también influye sobre ésta. La guerra civil surge
de un conjunto de circunstancias políticas, económicas y sociales
y termina en otro. Destruye, libera a unos y derrota a otros; Unos
triunfan y otros pierden; deja atrás no sólo un residuo de profundos
antagonismos, sino una épica, una leyenda y una ideología. Tal como
lo mostró en form a tan acabada Joseph Conrad en Nostromo, no­
vela que p or sus orígenes es al menos en parte colombiana3, en
cualquier lugar una guerra civil es un hecho mucho más com plejo
de lo que harían pensar los comentarios de profundo cansancio de
los observadores nacionales «la triste nada de nuestras contiendas
políticas»4. Las gentes se daban cuenta de que así no se debía mane­
ja r el país, pero pocas estaban en capacidad de sugerir la form a
como Colombia, dentro de sus condiciones, podía alcanzar el orden.
Para los colombianos, el análisis sistemático era un lujo que pocos
se podían dar y que en las circunstancias convulsionadas de la épo­
ca requería una imparcialidad que naturalmente pocos lograban.
M a l c o l m D eas

Los extranjeros, p o r su parte, estaban demasiado dispuestos a re­


nunciar a cualquier clase de análisis de las circunstancias a favor de
explicaciones basadas en términos de la depravación de los habitan­
tes y de la ignorancia inexplicable de sus gobernantes, quienes no
tomaban medidas inmediatas para elevar la reputación crediticia de
la república en el exterior. La mayoría de estos observadores escri­
be sobre la política colombiana con el mismo fatalismo con que co­
menta sobre las lluvias o las sequías, aunque con mucha menos pers­
picacia con respecto a los factores que la movían5.
La guerra civil colombiana de 1885, y en especial la campaña
de Ricardo Gaitán Obeso, se pueden estudiar muy detenidamente.
Hay evidencia de las guerras colombianas en los archivos públicos
y privados, y también com o hemos observado se publicó mucho so­
bre ellas, tanto en la época com o más tarde. Para la de 1885, com o
para todas las guerras colombianas, existen memorias de individuos
que lucharon en los dos bandos, y aunque muchas se refieren a polé­
micas sobre asuntos de estrategia y táctica que hoy revisten poco in­
terés, casi todas ofrecen inform ación que no se encuentra sino en
estos relatos de carácter personal6.
Es posible reconstruir con bastante detalle los orígenes y el desen­
volvim iento de la guerra de 1885 y existen suficientes testimonios
qiie permiten especular acerca de lo que sobre ella pensaron los pro­
tagonistas. Tod o contribuye a la comprensión del vergonzoso y de­
plorable fen óm en o de la guerra civil, por tanto tiem po un proble-
maicasi perm anente y en apariencia insuperable.
Además, la carrera de Ricardo Gaitán Obeso en este episodio
está especialmente bien documentada, ya que al final de la con­
tienda se le ju zgó en un consejo verbal de guerra, lo cual fue un
hecho excepcional y, debemos admitirlo, no muy satisfactorio des­
de el punto de vista de la justicia y aun del interés político. Sin em­
bargo existe la evidencia deljuicio, y esta clase de evidencia es rela­
tivamente poco común. Gaitán Obeso no era ni m ucho menos un
general literato, antes de la guerra no había sido m i general tan pro­
m inente y ni siquiera después de ella fue figura importante den­
tro de su propio partido. Era un hombre de provincia, un individuo
prom edio que p or un m om ento sobresalió por su audacia y nada
más. Fue un elem ento típico de la guerra civil, aunque no de la cla­
se de los que dejan memorias. Casi todas éstas fueron escritas por
generales más distinguidos o por escritores que habían combatido
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

en el ejército temporalmente, o por viejos veteranos inspirados,


mucho después, por algún cambio en la fortuna del partido. Por
lo general no se ju zgó nunca a los rebeldes, y los otros juicios polí­
tico-militares que se llevaron a cabo en Colom bia en el siglo xrx
juzgaron a personas más eminentes7. Con la ayuda del juicio, de la
prensa y de otras publicaciones y memorias es posible reconstruir
esta campaña de tal manera que este caso particular perm ite hacer
la radiografía de un acto de rebelión a partir de sus orígenes locales
y nacionales, desde el comienzo hasta el final, y en cuanto a sus efec­
tos, mucho más allá del fin. Este acto de rebeldía fue la campaña de
Gaitán Obeso y a pesar de que ella puede considerarse como el he­
cho militar central de la guerra de 1885, no es nuestra intención na­
rrar aquí la historia completa de esa guerra. Pero en prim er lugar
es necesario situar la campaña dentro de la historia de la República
y la República dentro del contexto mundial.
Colom bia tuvo un desem peño económ ico m ediocre en los pri­
meros cincuenta años de independencia. El país producía y expor­
taba cantidades considerables aunque no suficientes de oro. El ta­
baco fue una de las primeras exportaciones agrícolas que tuvo éxito,
pero ya estaba declinando antes de la guerra de 1876-1877 y en la
década de 1880 se encontraba en plena decadencia. Las exporta­
ciones de algodón únicamente resultaron posibles durante las con­
diciones excepcionales de la guerra civil americana, que también
favoreció por un corto tiem po las del añil. Aveces Colombia expor­
taba quina, pero su capacidad de exportación de este producto
fluctuaba enorm em ente debido a que las circunstancias externas
cambiaban en form a constante y a que la calidad de las quinas co­
lombianas era muy variable y poco confiable. A principios de la dé­
cada de 1880 el mercado de la quina se trastornó por completo debi­
do a la superproducción británica en Ceilán y a las ventas excesivas
que se hicieron en esa fuente por razón de las quiebras bancarias.
En esa época, el café no era un producto muy importante en las ex­
portaciones del país y su precio era muy bajo. Colom bia sufrió en
form a particularmente aguda la depresión económ ica mundial de
esos años y la república agotó las reservas metálicas a m edida que
bajaron las exportaciones. En opinión de muchos, ésta fue «la cri­
sis industrial y monetaria más grave que ha sufrido la república des­
de que se constituyó». El curso de la crisis puede seguirse en la pren­
sa de la época, en documentos oficiales y en informes diplomáticos
M a l c o l m D eas

y consulares8. Hay dos aspectos de la crisis que tienen especial inte­


rés para el análisis de la guerra que se avecinaba. U n o es su influen­
cia en las finanzas públicas, el otro sus consecuencias en las dos áreas
que se vieron más afectadas por el descenso de las exportaciones.
La situación fiscal del gobierno federal se deterioró con la caída
inevitable de los ingresos de aduana que constituían alrededor de las
dos terceras partes del ingreso. El tesoro estaba en un estado de dé­
ficit permanente, en parte debido a que el Congreso acostumbraba
votar gastos sin tener en cuenta los recursos, lo cual se puede criti­
car com o poco ordenado pero no siempre produjo consecuencias
graves. Pero-la crisis del m om ento era distinta porque el gobierno
no podía cubrir «los gastos más indispensables», y en septiembre
de 1884 reconoció un déficit mensual de 100.000 pesos en los gas­
tos esenciales. Los correos y el telégrafo estaban prácticamente inte­
rrumpidos porque a los funcionarios se les debían varios meses de
sueldo. Los ingresos del gobierno estaban comprometidos con la
deuda interna y con numerosas subvenciones a trabajos públicos
en las provincias políticamente recalcitrantes; hacía mucho tiempo
que el gobierno había suspendido los pagos de la deuda externa
y su crédito interno a corto plazo era muy reducido9. L a guerra ci­
vil amenazaba ya al Estado de Santander, y el gobierno tenía plena
conciencia de que debía darle prelación absoluta al mantenimien­
to del orden. Se llegó a la conclusión de que era necesario economi­
zar e intentar recuperar el crédito, pero en este sentido era muy
p o to lo que el gobiern o podía hacer fuera de suspender todas las
obras públicas, despedir la mitad de los estudiantes de la Escuela
Militar e hipotecar la Casa de la Moneda. N o tenía objeto destituir
más empleados públicos, porque eran muy pocos y de todas mane­
ras no se les estaba pagando. P or otra parte, ni el sistema bancario
ni la opinión pública hubieran tolerado expedientes más compli­
cados. N o obstante la fuga de una proporción muy alta de moneda,
todavía no existía el recurso del papel moneda. P or consiguiente,
el gobierno em pezó a reclutar más hombres para llenar las filas de
un ejército patéticamente minúsculo y publicó la «O rd en de pre­
lación en los pagos», en la que declaraba que haría honor a las tra­
diciones civiles y democráticas de la República pagando, prim ero
que todo, «los viáticos, dietas y el material del Congreso», pero que
después atendería los gastos militares. A l mirar la lista y estudiar
las probabilidades, se llega a la conclusión de que p oco más se po-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

día hacer. Además, se daría precedencia a los gastos com entes so­
bre las deudas10. Ésta era la form a com o todos los gobiernos colom ­
bianos se habían visto obligados a reaccionar en crisis similares. A l
comenzar los malos tiempos, el presidente N úñez durante su pri­
mera presidencia (1880-1882) había sido más innovador; había
conciliado la opinión en las provincias decretando nuevas obras
públicas, e introdujo una m oneda de níquel11. Pero la situación em­
peoró y había un lím ite a los arbitrios que el país estaba dispuesto
a tolerar al gobierno en tiempos de paz. El último recurso fiscal era
la guerra, la cual colocaría inmediatamente una serie de recursos
nuevos al alcance del gobierno. Núñez, como todo el mundo, se daba
perfecta cuenta de esta posibilidad. U n gobierno pobre era un go­
bierno débil, y tanto las economías com o la búsqueda de nuevos in­
gresos lo hacían más impopular, y todavía mucho más, el recluta­
m iento de hombres para el ejército12. P or otra parte en Colom bia
existían también debilidades constitucionales excepcionales.
La Constitución de Rionegro de 1863 fue el resultado del triun­
fo militar del general Mosquera sobre los conservadores y del temor
político que el general despertaba entre los radicales. L a Constitu­
ción era federal, y dividía la República en nueve estados soberanos,
que en teoría y en la práctica gozaban de amplia autonomía en sus
asuntos internos. Per.o el sistema nunca funcionó sin intervenciones
del Gobierno Federal, cuyo instrumento principal era lá Guardia
Colombiana, pequeña fuerza de veteranos que conformaba el ejér­
cito federal permanente. El período presidencial era de sólo dos
años y el presidente no era inmediatamente reelegible. La elección
de presidente era indirecta y el candidato triunfador debía tener
una mayoría de votos en los estados, los cuales tenían derecho a
un voto cada uno. El sistema exigía que se hicieran rondas continuas
de votación, lo que producía frecuentes interferencias en la políti­
ca, en principio autónoma, de los estados. Tres partidos políticos
estaban en conflicto: los radicales, padres de la Constitución de Rio-
negro, quienes habían dom inado el país hasta que perdieron par­
cialmente el poder en la guerra civil de 1876-1877; los independien­
tes, quienes favorecían uria política liberal, pero menos á outrance
que la de los radicales y constitxiían un grupo formado pacientemen­
te por Rafael N úñez desde 1874; por último estaban los conserva­
dores, quienes desde su derrota en 1859-1862 habían quedado
excluidos del Gobierno Federal, aunque hasta 1877 habían mante­
M a l c o l m D eas

nido la supremacía en el Estado católico de Antioquia. El presidente


Núñez y los independientes se enfrentaban a la desconfianza de los
radicales, la cual se estaba convirtiendo poco a poco en oposición ra­
dical. Mientras tanto los conservadores esperaban y mantenían su
organización. Hasta finales de 1884 no se sabía cuáles podrían ser
los resultados, si la oposición radical creciente llevaría al presiden­
te a transigir con su antiguo partido, o si ésta lo forzaría a llegar a un
acuerdo con los conservadores.
Las maniobras políticas se realizaban dentro de un sistema que
los observadores extranjeros consideraban sui géneris y que descri­
bió insuperablemente el diplom ático chileno José An ton io Soffia;
él era lo suficientemente suramericano para com prender lo que
estaba pasando y, al mismo tiempo, por venir de una república muy
ordenada, lo suficientemente chileno para analizar estos juegos
políticos tropicales de manera objetiva. Soffia observó una verdade­
ra línea divisoria entre los partidos, el orgullo consciente de los radi­
cales por «todos los milagros del individualismo m od ern o» y su
contraparte en la reacción conservadora: «la toga, la espada y el al­
tar». Además notaba con agudeza cóm o la política colombiana ofre­
ció una «carrera abierta al talento», tanto para civiles como para
militares, y cóm o a tales talentos p or su misma idiosincrasia les fal­
taba, y posiblemente les seguirá faltando, el espíritu m oderado de
las clases poseedoras: la participación política exponía a los miem­
bros de éstas a riesgos demasiado grandes. Por consiguiente, Soffia
no jcreía que la sociedad colombiana fuera deferencial con las clases
altas. Estaba de acuerdo con el diagnóstico de los independientes
en la necesidad de una reforma, pero consideraba que el partido de
Núñez sólo mantenía un equilibrio temporal, ya que era demasiado
pequeño y, exceptuando sujefe, no contaba con hombres de pres­
tigio. Además le faltaban recursos: Soffia calculó que en 1882 el go­
bierno había com prom etido ya algo com o 102 partes de 100 de los
reducidos ingresos nacionales y que no podría pagar a sus propios
empleados13.
En el Estado de Santander el general Solón Wilches, presidente
seccional, estaba atrapado en una espiral de dificultades semejan­
tes. Su gobierno era im popular y con la caída de las exportaciones
de la quina y del café, tampoco tenía ingresos suficientes. Su inten­
to de conservar sus pocos partidarios y su administración mediante
la imposición de nuevos gravámenes, entre otros el de diez pesos por
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

cada saco de harina importada, produjo una rebelión que fue inca­
paz de dom inar14. Carlos Calderón, en un editorial de La Epoca en
diciem bre de 1884, describió nítidamente la secuencia de los he­
chos:

Desde 1880 había en las selvas un activo movimiento de produc­


ción: Santander casi íntegro entró a los bosques a extraer la quina,
que improvisaba potentados de unos días, y formaba, en el mismo
tiempo, fortunas modestas pero comunes; el caucho y la tagua ali­
mentaban en parte este trabajo, y particularmente del Chicamocha
hacia el norte del Estado era una vasta plantación del café que daba
a las poblaciones un bienestar completo. El oro corría en rauda­
les por las manos encallecidas en el trabajo, de esos soldados que
iban a levantar sus toldasjunto a la guarida del tigre, en los flancos
de la cordillera, para llenarlas con el rico botín que entregaba la
naturaleza al que sabía vencerla.
Pero llegó la competencia de la India y del Brasil, y todo cambió.
Los que antes tomaban el rifle para defenderse de las fieras en la
montaña, hallaron insúfrible el régimen bajo el cual vivían, cuando
en realidad lo que había variado era la condición económica en que
se encontraban. Por esto, cuando concluyó el trabzyo pacífico co­
menzó la tragedia.
(...) Lo que pareció algo como una colonia yankee del Oeste,
se convierte en un pueblo de instintos primitivos (...) La lucha por
la vida reviste entonces caracteres siniestros: en lugar de la azada o
el machete de bosque, se toma el rémington: las aventuras bélicas
o políticas entran enjuego, y si las cosas apuran, el hombre benévo­
lo, caballeroso, pacífico y trabajador se hace capaz de tomar el rifle,
que le defendió de las fieras, para matar a sus conciudadanos en la
soledad de un camino público.

Carlos Calderón conocía Santander y escribía en la época de los


acontecimientos. Julio H. Palacio, un escritor posterior, hace eco
a sus puntos de vista:

Mientras el bienestar ecohómicó, la prosperidad en los negocios,


la oportuna exportación de lá quina subsistieron, aquel régimen
fue acremente censurado, pero vivió sin violentas resistencias. Los
fanáticos de la teoría de Marx sobre la interpretación materialista
M a l c o l m D eas

de la historia encontrarán en casi todas nuestras guerras civiles


argumentos para comprobarla13.

U n marxismo tan simple estaba sin duda al alcance de la inteli­


gencia profunda y ecléctica del presidente Núñez, quien por lo me­
nos desde diciem bre de 1882 había previsto la especial vulnerabili­
dad de los estados de Cundinamarca y Santander.

Probablemente nuestra quina y nuestro café representan, como se


dice, cerca de la mitad de nuestras exportaciones normales, y es
muy cierto que esos dos artículos han perdido su anterior posición
en los mercados extranjeros, de modo que no puede ya contarse con
ellos como objeto de provechoso tráfico (...) La decadencia del café
será causa de grandes pérdidas en el Estado de Cundinamarca prin­
cipalmente, donde se han hecho extensas plantaciones, estimuladas
por los favorables precios anteriores. La baja de la quina ha causa­
do ya perturbaciones comerciales en el Estado de Santander16.

La «colonia yankee del Oeste» que produjo la quina en las mon­


tañas de Santander tenía una historia anterior de violencia. En la
«guerra de quinas» diferentes bandos de recolectores se disputaban
áreas promisorias de bosque, y compañías rivales reclamaban títu­
los frente a distintas autoridades. Pero lo que debe subrayarse es
cóm o la súbita demanda de quinas hizo que innumerables indivi­
duos abandonaran su m edio ambiente y sus oficios tradicionales,
y cóm o la caída igualmente súbita de la demanda los dejó desampa­
rados. Santander sufrió doblem ente las consecuencias del descen­
so de las exportaciones; la crisis no sólo afectó a la quina, que nunca
volvió a resurgir, sino también al café. Así mismo, los textiles loca­
les estaban en decadencia y el comercio estaba prácticamente parali­
zado. Hacia finales de 1884 la prensa bogotana publicó un informe
diciendo que «n o hay letras de cambio en Bucaramanga». En estas
circunstancias todos los partidos se unieron contra el «círculo de Wil-
ches», y muchas personas estaban dispuestas a ir mucho más allá, tal
com o lo demostraron los hechos. Los relatos de la campaña del ge­
neral Hernández, quien había estado en el negocio de la quina17,
muestran que pudo reunir un número considerable de hombres que
no tenían nada qué perder, aunque también se ve que la mayoría
de ellos tampoco tenía nada qué ganar.
D e l p o d e r y l a graíUÁ t i c a

En un principio la intervención del Gobierno Federal pudo man­


tener la paz en Santander. El mes de septiembre transcurrió en cal­
ma. En las elecciones de Cundinamarca, en las que el «m uy im po­
pular» general Aldana intentaba prolongar su período de dos años
a cuatro, sólo hubo «tres muertos y diez heridos»18. Pero el 4 de oc­
tubre, Ricardo Gaitán Obeso atacó la población de Guaduas en un
intento de dirigir un levantamiento contra Aldana.
Por este tiempo en Bogotá, el presidente Núñez, hombre que ha­
bía leído y viajado mucho, estaba leyendo «un libro reciente, escrito
p o r un autor libérrim o», Hippolyte Taine, y en «la prim era hojea­
da» se encontró con las siguientes líneas:

Por malo que un gobierno sea, hay una cosa peor aún, y es la supre­
sión de todo gobierno (...) si desfallece y deja de ser obedecido, si
es ajado y falseado de ñiera por una presión brutal, la razón cesa de
conducir los asuntos públicos, y la organización social retrocede mu­
chos grados. Por la disolución de la sociedad y por el aislamiento de
los individuos, cada hombre vuelve a su debilidad original, y el po­
der entero cae en manos de las agrupaciones transitorias que, co­
mo torbellinos, se levantan del seno de la polvareda humana. Este
poder, que con tanta dificultad es ejercido por los hombres de ma­
yores aptitudes, se comprende„cuán lastimosamente habrán de de­
sempeñarlo fracciones improvisadas.

En un artículo publicado en La Luz, Bogotá, el 15 de octubre de


1884, Núñez escribió la siguiente glosa al pasaje:

Síntomas variados indican que estas apreciaciones de H. Taine po-


' drán ser aplicadas a Colombia dentro de poco tiempo, si todos los
grupos políticos que se agitan en la superficie social no se esfuer­
zan en convertirse en verdaderos partidos para trabajar luego con
método, perseverancia, energía y patriotismo en la reorganización
constitucional del país19.

Pero ese milagro m oral no ocurrió y la banda de Ricardo Gaitán


Obeso fue el prim er «gru po transitorio» en surgir «d e l polvo hu­
m ano». N úñez tenía razón en percibir el ataque a Guaduas com o
sintomático de lo que ocurriría después. El ataque fue descrito en
detalle en la prensa bogotana, y en el ju icio de Gaitán Obeso se rin­
M a l c o l m D eas

dió evidencia sobre él20. Únicamente es posible com prender toda


la fuerza de la aprensión hobbesiana de Núñez leyendo la des­
cripción del ataque y de los antecedentes de los rebeldes.
Parece que Gaitán Obeso nació en Ambalema en 1850, de oríge­
nes que siguen siendo oscuros. En eljuicio se dijo que pasó sus años
formativos en Ambalema y en el Tolima, lo cual no deja de ser signifi­
cativo, porque Am balema era en ese tiempo el centro del comercio
del tabaco en Colombia, y una población que atraía inmigrantes de
muchas partes del país. Los salarios eran altos y en ella se respiraba
un ambiente de libertad: Am balem a era prácticamente una funda­
ción nueva, fuera del control inmediato de la Iglesia y de las viejas
clases terratenientes. El auge del tabaco coincidió con la victoria libe­
ral de 1848, y el espíritu de la población era definitivamente liberal:
en la literatura era lugar común describir su ambiente com o bastan­
te disipado, y los habitantes de esa región del Gran Tolim a adquirie­
ron, y todavía poseen, la reputación de ser agresivamente indisci­
plinados. Definitivamente no era el sitio adecuado para educar a un
hom bre dócil y conservador. Gaitán Obeso nunca negó tener raí­
ces en Ambalema, pero aclaró que p or algún tiempo había asistido
a la Escuela Militar, fundada por el general Mosquera, lo cual podría
indicar sus conexiones liberales y quizá que contaba con alguna
clase de vinculación o protección local (y así mismo da pie para du­
dar de los efectos disciplinarios de una corta educación militar). Gai­
tán Obeso luchó en las fuerzas liberales en la batalla de Garrapata
en¿1877, en los llanos del Tolima, y el autor de una memoria recuer-
dá'su actuación entonces, relatando cómo Gaitán ordenó llevar a los
cobardes al hospital porque «la cobardía es una enfermedad conta­
giosa». Parece que participó activamente como liberal radical en los
estados de Tolima y Cundinamarca, y en el juicio se le acusó de haber
perseguido conservadores en el Tolima después de la guerra de 1876-
1877, pero su negación de haber cometido asesinatos específicos es
más convincente que las acusaciones. Por algún tiempo fue prefecto
de la región de Tequendama, parte de la cordillera central que des­
ciende al valle del Magdalena, cerca de la región donde reuniría sus
primeros seguidores después de abandonar Bogotá a fines de 1884.
Gaitán Obeso tenía una hacienda en «Piedras, o sea Caldas» y tenía
rango de general, quizá únicamente en el ejército del Tolima, por­
que en todo caso no tenía ese rango en el Ejército Federal, la Guar­
dia Colombiana, en la época del asalto a Guaduas. P or lo demás
tenía fama de guapo.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

En el juicio declaró «tener treinta y cinco años, ser agricultor de


profesión, habitar en Bogotá (...) ser soltero de religión católica».
Esta última inform ación causó «murmullos entre la audiencia los
cuales cesaron cuando el Presidente del Tribunal hizo sonar su cam­
pana»21.
El ataque a Guaduas había sido un asalto muy sangriento que di­
fícilm ente hubiera podido realizar cualquier agricultor católico ra­
dicado en Bogotá. Gaitán Obeso asaltó en la población la pequeña
guarnición de irnos cincuenta hombres, estacionados allí por orden
del presidente de Cundinamarca, general Daniel Aldana, un liberal
en quien no confiaban los radicales como Gaitán, ni los independien­
tes com o Núñez. Los cálculos sobre el número de hombres invo­
lucrados en el asalto varían. El relato más completo dice que Gaitán
Obeso salió de Ambalema con ocho o diez hombres a principios o
mediados de septiembre y que el 23 de ese mes estaba en el distrito
de Beltrán, donde asaltó una hacienda. Entró a Guaduas «p o r el ca­
m ino de Chaguaní» con 200 hombres, según la prensa y con 300 de
acuerdo con la tradición, local22, mientras que la guarnición contaba
únicamente con 50 o 60 soldados. En la región se describió a los ata­
cantes como «la culebra de Ambalema, los asesinos de La Garrapata
de agosto de 1877, el Cuadro de Chicuasa, y varios ex convictos». La
verdad es que no es posible formarse una idea muy clara de quiénes
fueron. Según rumores la culébra de Ambalema era una sociedad
secreta con propósitos criminales y comunistas, pero lo más proba­
ble es que fuera la personificación de los temores de los habitantes
de las regiones más estables. También se decía que había culebras
en otros sitios, com o p or ejem plo en Popayán y Bucaramanga. El
asesinato de La Garrapata se le atribuyó a Gaitán, y en cuanto al
Cuadro de Chicuasa parece no haber dejado ninguna otra huella.
Las primeras noticias que llegaron de Guaduas informaban que
había habido 17 muertos y 20 heridos entre los defensores, «la ma­
yor parte con arma blanca»; la tradición local afirma que «solamen­
te un recluta llamado Chicala se pudo salvar escondiéndose debajo
de los cadáveres» y que «la sangre corría hasta la plaza mayor, que
estaba casi a una cuadra de distancia». Mutilaron a los muertos, hubo
saqueos y una multitud de radicales de Guaduas se unió a los ata­
cantes, «hasta muchas mujeres frenéticas, entre las cuales se sindi­
can algunas de mediana y alta posición». Algunos conservadores
fueron asesinados después de haber terminado la lucha y hay eviden­
M a l c o l m D eas

cia plausible de que Gaitán Obeso había perdido el control total


de sus hombres. Poco después del ataque llegaron tropas del G o­
bierno Federal que se encontraban cerca, y el comandante, general
Luis Capella Toledo, persuadió a Gaitán de que aceptara un tratado.
Este último reconoció el derecho que tenían las fuerzas federales
a intervenir para preservar el orden en el Estado de Cundinamarca,
y convino desbandar sus fuerzas. A cambio se le concedió indemni­
dad p or todas sus actuaciones, con excepción de los delitos comu­
nes que hubiera com etido. Las fuerzas del gobierno eran superio­
res en número y armas a las de Gaitán, pero afortunadamente para
él, habían sido neutrales ante el conflicto. Mientras se dirigía con el
general Capella Toledo a Bogotá, sus hombres, todavía armados, vol­
vieron a cruzar el Magdalena.
Núñez tuvo indudablemente una actitud muy indulgente; p or
una parte no tenía ningún interés especial en fortalecer la posición
del general Aldana, quien era impopular y persona p oco confiable,
y quizá el presidente tenía la esperanza de que renunciara. Por otra
parte, era necesario tener en cuenta el precario equilibrio de la si­
tuación política del país y el presidente no quería hacer la primera
movida contra los radicales. Quizá también lo m ovió la prudencia:
Núñez no contaba con un ejército que respaldara una actitud menos
conciliatoria y cualquier intento de severidad no solamente hubiese
fracasado, sino que habría em peorado la situación, de por sí ya
muy delicada. La declaración pública que hizo después del suceso
es una obra maestra de ambigüedad:

Los guerrilleros de Cundinamarca se excedieron en Guaduas, pero


no todos; y en estas materias, dominados por la pasión, es difícil por
otra parte, aplicar a los hechos un criterio atinado. La guerra es la
barbarie, y por esto hay que impedirla a todo trance. Todos los ban­
dos cometen abusos cuando ciegos de cólera se lanzan como cha­
cales a dar muerte colectiva a sus adversarios, y sólo Dios puede
señalar, después de la victoria, los que sólo merecen el estigma de
asesinos y los que sí tienen derecho a ser llamados caballeros23.

El 23 de octubre el ministro británico inform ó que Gaitán, un


«rufián», estaba ya en Bogotá, y conspirando además. Ante la insis­
tencia de Núñez, el general Capella Toledo lo presentó al presiden­
te y después ambos afirmaron que Gaitán se había com prom etido
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

a no participar en ningún conflicto futuro, pero Gaitán negó que


esto fuera cierto. Se decía que al abandonar el palacio presiden­
cial le dijo a los amigos: «Acabo de estar con el Dr. N úñez que cree
que me va a comprar con una taza de té; y le voy a mostrar que está
equivocado». Una colecta para fondos revolucionarios hecha entre
esos mismos amigos reunió cinco pesos y «naturalmente él no acep­
tó esa suma tan ridicula». Francisco de Paula Borda, un radical que
había salido en su defensa en la prensa, le dio consejo y ayuda. En
sus memorias Borda describe cóm o al conocerse la noticia de que
fuerzas radicales de Santander habían invadido a Boyacá, Gaitán
se reunió con el «directorio liberal», y cóm o él, Borda, había pla­
neado para Gaitán una campaña en el Magdalena:

Lo describí detenidamente en una multitud de pequeñas taijetas


mías, con el objeto de que pudiera llevarlas ocultas en el chaleco.

El episodio ilustra bien la naturaleza del liberalismo de la épo­


ca: de un lado, el hombre de provincia, arriesgado, belicoso e indu­
dablemente de extracción social relativamente humilde, y del otro,
Borda, radical fanático no obstante ser también un patricio, escri­
biendo, civil como era, su plan de campaña en taijetas de visita, que
tan cómodamente cabían en el bolsillo del chaleco. N o quédala me­
nor duda de que enlos hábitos .sociales del partido existía'una bue­
na dosis de democracia24.
Todavía no se veía muy claro lo que iba a suceder en Boyacá y San­
tander cuando Gaitán, aparentemente siguiendo las instrucciones
de la primera taijeta, salió de Bogotá con dos compañeros — su ca­
marada, el general Francisco Acevedo25, de vieja y distinguida fami­
lia bogotana, y un tal sargento Sabogal— quienes permanecerían
a su lado hasta el final de la campaña. Inclusive algunas personas pen­
saban que Acevedo fue su consejero intelectual permanente. Es así
como tres personas iniciaron lo que llegaría a ser una destructiva
campaña de ocho meses. Los documentos del juicio y los otros reía-
tos nos perm iten analizar con notable exactitud la form a com o lo
lograron. ; :
En Subachoque, un pueblo decididamente liberal en los límites
de la Sabana, reunieron veintidós hombres y en La Vega «allí se nos
reunieron unos cuarenta hombres»26. Gaitán, evitando combatir con
las fuerzas gubernamentales, ya fueran federales o del Estado, logró
M a l c o l m D eas

bajar rápidamente al puerto de Honda, donde comenzaba la nave­


gación en el bajo Magdalena. Entre Bogotá y H on da pudo reunir
ochenta hombres sobre los que no existe la menor información, pero
lo más probable es que para un cabecilla como él no haya sido difí­
cil reunir semejante grupo en esa época. Gaitán conocía la región
y quizá todavía gozaba de algún prestigio local com o antiguo pre­
fecto del Tequendama, región al sur inmediatamente colindante.
Además, como en Santander, allí se sentían las consecuencias de la
depresión de las exportaciones del café, y en estas épocas de crisis
los hacendados contrataban menos trabajadores, reducían los sala­
rios y dejaban crecer la maleza. Estas circunstancias afectaban rápi­
damente toda la vida económica de la región y, al igual que en San­
tander, la situación se agravaba porque por lo general las gentes no
se preocupaban por sembrar productos alimenticios en las regiones
cafeteras. N i en Santander ni en Cundinamarca esta miseria produ­
j o ninguna protesta amplia y definida, pero sí la tendencia a la rebe­
lión que describió tan bien Carlos Calderón en Santander, y también
esta parte de Cundinamarca era un área donde había habido inmi­
gración y donde muchos de sus habitantes se habían alejado de la
clase de controles sociales que todavía predominaban en las tierras
frías. Junto con esta gente disponible, los rebeldes consiguieron ca­
ballos y muías y, tal com o lo había demostrado en Guaduas, Gaitán
no era un je fe muy escrupuloso, así que pudo reunir su pequeño ejér­
cito sin dificultades. H onda estaba virtualmente sin defensas y esto
erá todo lo que él necesitaba27.
. En Honda, según escribía Gaitán más tarde, «se nos reunió una
pequeña fuerza venida de Am balem a», posiblemente los mismos
hombres que habían participado en el asalto a Guaduas. Pero mu­
cho más importante eran los otros recursos que la ciudad podía su­
ministrar, en especial dinero. La toma del correo le produjo $70.000
y en Caracoli, un poco más abajo en el río, capturó varios buques
de vapor y con noventa hombres — había dejado algunos en H on ­
da— avanzó aguas abajo, incautando la mercancía que encontraba
en las distintas bodegas a lo largo del río para rematarla luego: café,
pieles, sal y algunas mercancías extranjeras que se importaban con
destino al interior. Además confiscó ganado y caballos28. Para ganar
el siguiente objetivo, la ciudad liberal de la costa, Barranquilla,
Gaitán em pleó una combinación de promesas y engaños: exageró
el número de sus fuerzas y afirmó que Núñez estaba ya en manos de
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

los conservadores. En Barranquilla no había suficientes soldados


de la Guardia Colom biana para defender la ciudad — únicamente
60— y prefirieron no prestar resistencia. La verdad es que, fieles a
sus orígenes radicales, se pasaron al bando de los rebeldes. La entra­
da de Gaitán a la ciudad fue un desfile triunfal y ciudadanos eminen­
tes en sus coches cerraban la retaguardia del pequeño ejército de
doscientos hombres, y según un relato, cuarenta generales. En Ba­
rranquilla, Gaitán no sólo consiguió que se le unieran soldados vete-
ranos, sino que también, de acuerdo con el inform e del vicecón­
sul británico, reunió un pie de fuerza de 2.500 hombres y recursos
económicos mucho más considerables que los que había logrado
reunir en su corta estadía en H onda y en su rápido viaje por el Mag­
dalena29.
Los informes que se presentaron en eljuicio de Gaitán muestran
cóm o esta clase de revolución se financiaba sola. Gaitán tomó
$70.000 en el correo de Honda. Luego hizo rápidas subastas a la ori­
lla del Magdalena, muy generosas para los compradores con dine­
ro contante y sonante, porque Gaitán no tenía ningún interés en
mantener los precios de los cueros, el café o la sal, sino en conseguir
efectivo. A sus hombres les pagaba intermitentemente y tenía fama
de ser un je fe generoso. En Barranquilla en las oficinas del ferroca­
rril encontró 35 cajas con monedas de níquel por valor de $42.500,
en los correos tomó-$40.000 y’en la agencia del Banco Nacional,
$6.000 en pagarés. Puso preso al hijo del administrador de aduanas
y consiguió que éste le entregara pagarés por un valor de $64.000, y
al tomar la aduana, según los cálculos del fiscal en elju icio, logró
recaudar alrededor de $440.000 en los meses de enero y febrero, an­
tes de que el gobierno consiguiera cerrar parcialmente el puerto.
Cuando el gobierno tuvo noticia de que Barranquilla estaba en ma­
nos de los rebeldes, declaró el cierre del puerto e informó a sus agen­
tes en el exterior para que éstos se lo hicieran saber a los exportado­
res y a los barcos, pero de todas maneras tom ó un tiem po antes de
que se acabara completamente el tráfico. Gaitán Obeso también tuvo
la fortuna de encontrar en la aduana $150.000 que eran las entra­
das de las dos últimas semanas de diciembre. En los meses siguien­
tes, el general y sus subordinados recaudaron tres préstamos forzo­
sos entre los partidos locales del gobierno, por un total de $530.000.
El fiscal calculó el total de estas extorsiones en $1.332.500 y esto no
fue todo. Se decía que el ejército de Gaitán había incautado 2.000
M a l c o l m D eas

«bestias» y 3.000 cabezas de ganado. Por otra parte estaban las subas­
tas, sobre las que no quedó ningún informe, y los otros saqueos. Don
Esteban Márquez, dueño de una hacienda en las vecindades, decla­
ró que solamente él había perdido 800 cabezas de ganado. Además,
a los propietarios los ofendía la form a despreocupada com o los re­
beldes vendían el botín, pidiendo siete u ocho reales p or un sombre­
ro o p or una pieza de tela. Gaitán también impuso y recolectó im­
puestos, y elevó el gravamen sobre el sacrificio de ganado a $15 por
cabeza, lo cual duplicó el precio de la carne. Como Barranquilla era
una ciudad predom inantem ente liberal, muchas personas acepta­
ron en silencio los sacrificios que debían hacer p or la causa, y aun
cuando se tiene en cuenta que tenía que hacer rebajas considerables
para conseguir dinero en efectivo, es indudable que el general Gai­
tán logró reunir un buen fondo de guerra. A las personas que se les
im ponía un empréstito se las encarcelaba hasta que los familiares
lo pagaran, y las condiciones en la prisión se hacían más desagrada­
bles a m edida que pasaba el tiempo:

. Ya en Barranquilla los amigos y enemigos están penetrados de que


la revolución expira. Por eso hay un desaliento profundo entre los
rebeldes contra el gobierno de la Unión, y por eso los empréstitos
se están cobrando, poniendo a sitio a las personas, a quienes en la
prisión se les priva de cama, asiento, agua y alimentos. Así he presen­
ciado que se ha hecho, ha poco, con Joaquín Lamadrid y Lucas Ba­
rros, por un segundo empréstito. A este último se lo metió en un ex­
cusado30.

En el interior del país, el gobierno del presidente Núñez se esta­


ba viendo obligado a hacer lo mismo, pero en forma más ordenada.
A l comienzo de la guerra civil, ni el gobierno ni los revolucionarios
tenían recursos. El 31 de diciembre de 1884, Núñez decretó un em­
préstito por $600.000 que se im pondría entre los que se juzgaran
ser liberales enemigos del régimen en Cundinamarca. En la prensa
aparecieron las listas de los nombres con las cifras de lo que debe­
rían pagar al frente de cada uno. La recaudación se entregó a arren­
datarios del impuesto, y a las personas que aparecían en las listas
se les advirtió que cualquier intento de discutir la suma o la evalua­
ción de ésta haría elevar inmediatamente la misma. A los que paga­
ran de inmediato les daban alguna esperanza de rembolsarles su di-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

ñero algún día, y a los que no, les enviaban guardias para que los vigi­
laran en la casa hasta que pagaran. .
Los recursos normales del gobierno se perdieron, como en el caso
de los de la aduana de Barranquilla, que era la más productiva del
país, o quedaron muy disminuidos: la venta de sal de las minas de
Zipaquirá, que en esa época constituía la quinta parte de los ingre­
sos del gobierno, quedó restringida a la pequeña área circundante
que todavía estaba bajo el control del gobierno. A lgo se pudo hacer
respecto al m onopolio de emergencia sobre el sacrificio de ganado
y, a diferencia de los revolucionarios, N úñez estuvo listo a utilizar
el recurso arriesgado del papel-moneda, a pesar de que los billetes
se desvalorizaron inmediatamente a más de una tercera parte de su
valor nominal y sólo podían hacerse circular con grandes dificulta­
des. Más tarde, el gobierno pudo im poner un empréstito más pro­
ductivo en Antioquia. A comienzos de la revolución, N úñez dispo­
nía de sólo setecientos hombres confiables en el ejército y quedó
aislado del campo más fértil de reclutamiento, que era Boyacá. En
realidad, p or puras razones geográficas, no tuvo más rem edio que
recurrir al «Ejército de Reserva» conservador31.
N o obstante el éxito inicial de la campaña, Gaitán Obeso sabía
que no podría formar un gran ejército en la costa. Se había apodera­
do de Barranquilla, de casi todos los barcos del Magdalena, había
dom inado la reducida guarnición de la ciudad y podía contar con
«la opin ión» de casi todos sus habitantes. Además disponía de más
de cuarenta «generales», es decir, suficientes jefes y coroneles para
mandar fuerzas mucho mayores. Es interesante recordar los nom ­
bres de algunos de ellos: Capitolino Obando, hijo de José María
Obando, quien había sido la figura más popular en la historia de
la República; Patricio Wills, hijo de Guillermo Wills, inglés prominen­
te de Cundinamarca, de quien hasta el ministro inglés admitía que
era un caballero. Tal como sería evidente en la batalla de La Huma­
reda, la lucha no estaba reservada únicamente para las clases bajas,
y aun una expedición com o la de Gaitán atraía hombres de apelli­
dos ilustres. La dificultad de luchar en la costa se debía a que era
difícil reclutar soldados entré sti escasa y dispersa población, proble­
ma que después de numerosas guerras los generales colombianos
conocían muy bien. También observó esta dificultad el diplomático,
político y hom bre de letras José María Samper, quien tom ó parte
en la defensa de Cartagena contra las fuerzas de Gaitán. Samper es­
M a l c o l m D eas

cribió que Gaitán contaba con los sentimientos producidos por la


rivalidad comercial entre Barranquilla y Cartagena y se podría aña­
dir que también con los recelos que despertaba el hecho de que Nú­
ñez fuese cartagenero. Pero Samper observó correctamente que el
Estado de Bolívar «n o es, ni ha sido nunca, en su generalidad, belico­
so». El escritor tenía la intuición de que, detrás de esta falta de agre­
sión, existía una explicación de tipo ecológico: «Sus poblaciones,
dadas al com ercio, la agricultura, la industria pecuaria y la navega­
ción interna, de cabotaje y costera, son esencialmente pacíficas; y sólo
Cartagena, ciudad necesariamente heroica por sus tradiciones y ca­
rácter, conserva instintos que, especialmente parala defensiva, pue­
den disponerla a la guerra». Los patrones de distribución de la po­
blación hacían muy difícil el reclutamiento forzoso y había, además,
muy poco descontento popular y muy escasos sentimientos de radi­
calismo extremo: «Solamente en el distrito de la Ciénaga, y en muy
escasa medida en el de Santa Marta, existían partidarios del radica­
lismo que pudieran apoyar la Rebelión». Y en la costa a Gaitán le fal­
taba ese elem ento esencial de la fama: «Gaitán era totalmente des­
conocido en los Estados del Atlántico, y ninguna reputación había
tenido com o caudillo militar, ni menos como hom bre político».
Para aumentar su ejército tenía que regresar al interior del país,
lo cüal procedió a hacer, dejando un pequeño destacamento en Ba­
rranquilla32. Regresó p or el río a H on da y en el camino se le unie­
ron varios centenares de nuevos voluntarios procedentes de Santan­
d e r Cundinamarca, Tolima y Antioquia. Volvió a Barranquilla el 11
de febrero, a tiempo para derrotar el ataque a la ciudad que habían
planeado los partidarios locales de Núñez. Gaitán era dueño del
río, de los barcos y de Barranquilla, y contaba con un ejército que
debía ser de más de mil hombres: en ese momento debió haber pre­
sionado al enem igo.
Sin embargo, en los siguientes quince días Gaitán asumió una ac­
titud dilatoria. De acuerdo con el no siempre confiable pero siem­
pre terminante doctor Borda, las instrucciones en las taijetas de vi­
sita eran las de atacar inmediatamente a Cartagena, que sin duda
hubiera tenido entonces menos posibilidades de defenderse de las
que tuvo cuando Gaitán la atacó más tarde. En realidad es posible que
ésa hubiera sido la m ejor táctica, aunque algunos sostenían que lo
m ejor habría sido reforzar la revolución en el interior o invadir a
Panamá. Pero al final, la revolución en el interior resultó ser mucho
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

más débil de lo que había parecido en un principio: las fuerzas del


gobierno volvieron a tomar a Honda, los radicales fueron derrota­
dos rápidamente en el Cauca y muy pronto perdieron a Antioquia,
Estado en el que nunca habían logrado contar con suficiente opi­
nión pública. Las campañas de los radicales revolucionarios en Bo­
yacá y Santander eran realmente patéticas por su falta de dirección
e ineficacia: a los rebeldes les faltaban municiones y las divisiones
internas impedían llegar a acuerdos sobre una estrategia común33.
De todas maneras, es muy poco lo que Gaitán hubiera podido
hacer. Siendo Colombia un país pobre los ejércitos tenían que man­
tenerse alejados, y un elem ento importante en una dirección mili­
tar acertada era reconocer las capacidades limitadas de subsisten­
cia que ofrecía cada región. Dirigirse a Santander con su ejército
hubiera significado una marcha muy peligrosa e indirecta, a través
de un territorio hostil y difícil. Cauca era inaccesible; Antioquia no
fue nunca la tierra prom etida para ningún radical instintivo; y To­
lima, aunque era el teatro preciso para crear problemas, no ofrecía
las condiciones para una victoria decisiva.
Además, lo que faltaba en el interior no eranjefes — de los que
siempre había muchos— ni hombres, sino armas y municiones, y
Gaitán no podría suministrarlas. En cambio, podía atacar a Cartage­
na, y para el gobierno, que combatía otra revolución en Panamá,
un Estado notoriamente inestable, y con Gaitán en Barranquilla, la
caída de Cartagena hubiera significado la pérdida de toda la Costa
Adántica. Algunos sostienen que Cartagena no ofrecía a los rebel­
des ninguna ventaja estratégica adicional a la que ya tenían con la
ocupación de Barranquilla. Sin embargo, la ciudad heroica en ma­
nos del gobierno constituía una amenaza y la toma de la ciudad
hubiera significado un golpe para el prestigio de Núñez pero, sobre
todo, contribuido a mantener el impulso de la revolución. N i el go­
bierno ni los revolucionarios contaban con una inform ación muy
completa acerca de la situación de sus enemigos sobre la cual ela­
borar cálculos más sutiles, y los rebeldes con más experiencia cono­
cían el p eligro que significaba la pérdida de impulso. Sabían que
un gobierno conserva su reputación, y aun la aumenta, con cada día
que pasa sin la noticia de un triunfo revolucionario. El gobierno
necesitaba tiempo, tiempo para im poner gravámenes, tiempo para
reclutar y entrenar hombres, y p or eso las primeras etapas de una
emergencia eran casi siempre decisivas. L a opinión era muy impor­
M a l c o l m D eas

tante para el gobierno — Núñez difícilmente hubiera podido sobre­


vivir sin el apoyo voluntario de los conservadores, materializado en
el Ejército de Reserva— pero la lenta maquinaria de reclutamiento
y de los empréstitos también contaba muchísimo. P or esta razón,
una campaña revolucionaria com o la de Gaitán Obeso debía man­
tenerse activa. En su ejército no había mucha disciplina formal; los
hombres se unían a él por entusiasmo que se evaporaba con las de­
moras, o por el deseo del botín que también los hacía impacientes:
«E l voluntario en las guerras civiles exige de sus jefes maniobras
rápidas y afortunadas. N o com prende los movimientos estratégicos
de los ejércitos regulares. Se enroló para combatir, y si tardan los
combates considera perdida la aventura»34.
Esto no quiere decir que Gaitán Obeso hubiera perm anecido
completamente inactivo: en prim er lugar, hizo los arreglos para en­
viar al coronel Benjamín Gaitán (no era pariente suyo) a Nueva York
para comprar armas y uniformes con $120.000, que incluían $80.000
en oro. Esta comisión sería el origen de un gran escándalo y suscita­
ría muchos debates35. En segundo lugar, Gaitán Obeso era «ardoro­
so en los placeres». Tal com o más tarde lo expresara Celso Rodrí­
guez, un liberal amargado por la derrota:

Los conservadores debieran levantar dos monumentos. Uno a xx,


que se engulló los $300.000 oro, que se le enviaron de Barranquilla
á Nueva York para comprar armas y municiones, y otro a las dos Mar­
garitas. Margarita P., que entretuvo a Gaitán veinte días después del
11 de febrero, y Margarita la bella trigueña del Sinú que fue la causa
de que Rangel, el jefe del batallón Ocaña, le tomara tan mala vo­
luntad a Gaitán que juró vengarse de él no dejándole la gloria de
tomar a Cartagena.

Julio H. Palacio escribe que «Barranquilla fue para Gaitán, pro­


porciones guardadas, lo que Capua para An íbal»36. Gaitán no mar­
chó contra Cartagena sino a finales del mes y el 11 de febrero sería
el punto álgido de su campaña.
El sitio de Cartagena, una fortaleza todavía form idable después
de sesenta años de dilapidación republicana, dejó descripciones tan­
to de sitiadores com o de sitiados. En cuanto a las operaciones mili­
tares, es suficiente con que aquí presentemos un breve resumen.
El ejército de Gaitán, que a veces contaba con más de m il hombres,
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

nunca fue suficiente para llevar a cabo un asalto o un bloqueo^ La


influencia conservadora y del gobierno dentro de la ciudad era muy
fuerte y los defensores se m ovieron con suficiente rapidez com o
para im pedir la clase de traición y golpe armado que se habían pre­
sentado en Barranquilla, la ciudad que despertaba la rivalidad de
Cartagena. A pesar de que los enemigos de Gaitán exagerarían más
tarde las amenazas de éste de dinamitar y asediar la ciudad, la ver­
dad es que la artillería de Gaitán era completamente insuficiente
para esta tarea y, después de un tiempo, dejó de atemorizar a los car­
tageneros. Los radicales en realidad no estaban en capacidad de sos­
tener un sitio estrecho, ni siquiera cuando venían a reforzarlos sol­
dados dispersos de los ejércitos derrotados en el interior del país.
Barcos de guerra norteamericanos, ingleses, franceses y españoles se
hicieron presentes en distintos momentos en la bahía, y los sitiado­
res se quejaban de que su presencia complicaba las cosas para ellos,
pero los sitiados decían más o menos lo mismo. En todo caso es di­
fícil ver en qué forma esos barcos influyeron en el curso de los acon­
tecimientos, aunque quizá hayan tenido un efecto de restringir o
limitar las operaciones militares37. Con la llegada de jefes de «más
larga trayectoria» procedentes de Boyacá y de Santander, se redujo
la posición de Gaitán a la de comandante de uno de otros tantos
ejércitos. A l fin y al cabo su jefatura, no obstante sus fallas, había
sido única, lo cual permitía un comando definido y claro. Los recién
llegados — Vargas Santos, Sergio Camargo, Daniel Hernández y
otros— no habían logrado im poner una estrategia efectiva en el in­
terior y nuevamente fracasaron en la costa. Los problemas que se
presentaron fueron mucho más complicados que simples conflic­
tos surgidos de la vanidad individual, aunque estos últimos como
en cualquier ejército también se hicieron presentes. Los distintos
ejércitos desconfiaban el uno del otro. Además era muy difícil con­
seguir hombres de las tierras frías dispuestos a luchar en la costa, y
la mayoría terminaba desertando calladamente. P or otra parte, en
cada grupo muchos hombres estaban ligados a susjefes p or víncu­
los mucho más estrechos que los de un reclutamiento fortuito; los
unían experiencias comunes y los lazos de antecedentes geográfi­
cos similares. Foción Soto describe los sentimientos que abrigaban
sus sufridos santandereanos respecto a los hombres de Gaitán, que
tan buena vida se habíart dado en la costa. «Ya se hablaba de las
enormes dilapidaciones que se hacían en la Costa por el ejército del
M a l c o l m D eas

Atlántico, y de la excelente vida que se daban sus jefes; y que por


consiguiente, la llegada allí de un ejército hambriento cuando esos
cuantiosos recursos debían estar ya a punto de agotarse, iba a ser un
entorpecim iento grave para quienes estaban acostumbrados a dis­
poner sin traba de centenares de miles de pesos, y un motivo inevita­
ble de discordia entre soldados que debían estar ya cansados de
m edio vivir, y otros llenos de dinero y de com odidades»38. Con una
administración militar tan incierta, la competencia p or los recursos
era con frecuencia tan intensa entre los aliados com o entre éstos
y el enem igo, y cada je fe era también el representante político de
sus hombres39. Es posible ver en los informes sobre esta última fase
de la guerra que los distintos ejércitos revolucionarios nunca con­
form aron en realidad una fuerza única. El asalto a Cartagena el 7
de mayo de 1885, que fue su esfuerzo más conspicuo, fue rechazado
en form a efectiva y con grandes pérdidas para los rebeldes.
Aunque el sitio no reviste mayor interés desde el punto de vista
militar, en él se presentaron varios episodios significativos. El relato
que hace Samper es revelador: com o la mayoría de sus escritos reve­
la más del simple despliegue de virtudes cívicas que parece hacer.
El relato muestra las corrientes de opinión dentro de la ciudad, el
prestigio de Núñez y del general Santodomingo Vila, encargado de
la defensa. Muestra además que había voluntarios para la defensa
del gobierno y describe cóm o los que llegaron a Cartagena a luchar
por la causa oficial se negaron a desembarcar si antes no se les entre­
gaba rifles. Habían dejado los suyos con las fuerzas que se quedaron
defendiendo Riohacha, y los voluntarios temían ser confundidos
con soldados reclutados a la fuerza a quienes no se les dieran armas.
Samper describe el batallón cívico o compañía cívica nacional, que
él mismo organizó y dirigió: «Entre ellos sonaban apellidos ilustres
o muy notables en Cartagena, com o los de Vélez, Araújo, Posada,
Piñeres, Jiménez, Villa, Grau, Morales, Espriella, Calvo y muchos
otros». Según el autor, no era un cuerpo exclusivo pero sí armonioso:
«En el cuerpo se hallaban soldados periodistas, capitalistas, aboga­
dos, empleados públicos y dignísimos negociantes y artesanos». En
el interior de la ciudad también había radicales. Varias veces Sam­
per hace referencia a un barrio contrario al gobierno, y se envió a
la cárcel a algunos radicales importantes, Samper dice de los radi­
cales «que pertenecían en su gran mayoría a la gente de color», y
los acusa de hacer circular rumores malintencionados, como que los
D e l p o d e r y l a g r a .\iá t ic a

conservadores masacrarían a los liberales; que si perdían los radi­


cales se reimplantaría la esclavitud; que los ricos estaban especulan­
do con el hambre de los sitiados. Es curioso que el rum or sobre la
esclavitud pudiera circular treinta años después de su completa abo­
lición; en cambio es obvio que los otros rumores se podían difun­
dir muy fácilmente.
En el relato del sitio aparecen otros puntos de interés, como por
ejemplo, que la noticias sobre el incendio de Colón por obra de Pe­
dro Prestán fortalecieron, com o la artillería de Gaitán, la voluntad
de resistencia40; la valorización de la hasta entonces desprestigiada
m oneda de níquel frente a cualquier clase de papel — «a cada puer­
co le llega su San M artín»— . El incansable Samper inició un perió­
dico literario, La Guerra-guerra a la guerra, para levantar la moral o
por lo menos para hacer que los lectores desearan la rápida finali­
zación del sitio. Cuando éste terminó y los defensores volvieron a
ocupar El Cabrero, en la casa de Núñez, que quedaba fuera de las
murallas y había sido el escenario de una lucha enconada, encontra­
ron, según Samper, el retrato intacto del presidente colgado de la
pared y una cruz de ramos benditos que no había sido tocada por
las balas. Esta clase de detalles no debe llevar al lector a dudar de
la que es, p or otra parte, una narración vivida y verosímil.
En el m omento en que falló el asalto a Cartagena el gobierno ha­
bía recobrado mucho terreno. Había derrotado la revoliición en el
Tolima, con el triunfo del general Casabianca en Cogotes, y los ge­
nerales Payán y Reyes habían dominado el Cauca con la victoria de
Santa Bárbara. Reyes se dirigió al Istmo, lo ganó para Núñez, eje­
cutó a dos de los compañeros de Prestán y se reunió con los defen­
sores de Cartagena, com o también lo hicieron tropas del gobierno
que llegaron desde Antioquia, dirigidas por el general Mateus que
comandaba la expedición de Ayapel. El general Aristides Calderón
pacificó a Boyacá y a Santander y rindió un inform e de los costos to­
tales de esta maniobra: «Jamás campaña alguna se ha hecho con más
economías, con menos desastres para la propiedad, puede asegu­
rarse que el valor de los efectos contratados no pasó de $147.442.45
centavos, com o es fácil p or la com probación»41.
Las fuerzas revolucionarias de la costa se retiraron a Barranqui­
lla y los jefes iniciaron conversaciones con el gobierno bajo los bue­
nos oficios del almirante norteamericano Jouett, pero finalmente
no llegaron a ningún acuerdo. Mientras tanto los soldados deserta­
M a l c o l m D eas

ban, hasta que el ejército, cada vez más dividido y sinjefatura efecti­
va, regresó Magdalena arriba, perdiendo toda posibilidad de volver
a la costa cuando las fuerzas del gobierno avanzaron sobre Calamar.
Cerca de M om pox encontraron otra fuerza del gobierno atrinche­
rada en la orilla del río, bajo el mando del general Quintero Calde­
rón. Los radicales, en vez de evitar un enfrentamiento, atacaron y
lograron dom inar la margen del río pero a costa de pérdidas muy
graves. Después de esta batalla, La Humareda, los rebeldes perdie­
ron todas las esperanzas de triunfar42.
Todavía no concluyó la guerra porque los radicales no podían
ponerse de acuerdo sobre los términos de la rendición. El general
Sergio Camargo opinaba qué se debía firmar una paz decorosa tan
rápido com o fuera posible, pero ni Ricardo Gaitán ni Acevedo esta­
ban de acuerdo con él. Han quedado relatos sobre las amargas dispu­
tas que se suscitaron entre los rebeldes en el río, unos acusando a
los otros de cobardía y éstos lanzando acusaciones igualmente gra­
ves contra Gaitán, afirmando que cuando se habían unido a la revo­
lución gozaban ya de una posición establecida y que por eso no
tendrían que responder p or robos en la costa. El general Rueda
com entó «q u e él había llegado al Ejército de la Revolución con
nombre y con fortuna pecuniaria que le permitían vivir con holgura
y con honor, mientras que otros lo que buscaban con las revolucio­
nes era el logro de alguna aventura no siempre notable». Los genera­
les del gobierno concedieron salvoconducto a los rebeldes, excep­
tuando a «los que fueron responsables directamente con el Gobierno
Nacional por sus comprometimientos con él, o que hubieran viola­
do algún com prom iso anterior. Así mismo se exceptuaba también
a los responsables p o r delitos comunes». Los jefes del ejército del
Atlántico creyeron ver en la cláusula penúltima del convenio una ex­
cepción tácita que se hacía de la persona del general Gaitán, y por
eso fueron desde el principio opuestos a dicho convenio, como así
lo expresaron en la junta que tuvo lugar a bordo del «M on toya»43.
Camargo renunció al mando y se fue, sin más hombres que la tripu­
lación, en un pequeño barco de vapor, declarando que las pérdi­
das de La Hum areda lo habían descorazonado y que además con­
sideraba que las pocas fuerzas que quedaban eran incontrolables:
«A yer (...) mandé que se hiciera una excursión p or los lados de
Agua Chica, y la fuerza que fue allá cometió atropellos que avergüen­
zan a un Ejército. Es cierto que esto sería remediable (...) pero es­
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

tos momentos no son los más a propósito para castigar desmanes, y


yo no quiero hacerme responsable de nuevos actos»44. .
Es indudable que la conducta de Gaitán y de sus hombres justi­
ficó el argumento del fiscal en eljuicio, según el cual lo que le intere­
saba a este producto típico de Ambalema era que la fiesta no se aca­
bara nunca, «que siguiera la parranda, ensayando convertir así a la
Nación entera en patio de bolo, recordando quizá su primerajuven-
tud en Am balem a»45.
El relato de Foción Soto y la publicación del gobierno, La rebelión,
coinciden en la descripción de los saqueos y subastas finales rea­
lizados p or Gaitán: «Chiquinquirá, 25 de agosto de 1885: Gaitán
vaga arriba de Bodega Central buscando salida y llevando mucho
dinero. La gente costeña se insurreccionó porque no le participaba
de las rapiñas de la Costa, y él tuvo la habilidad de contentar la in­
surrección con el saqueo completo de los almacenes de Bodega Cen­
tral... Dos vapores bajaron cargados con lo robado allí».
Soto expresó su desaprobación al comentar la oposición de Gai­
tán y Acevedo al convenio de Pedraza: «Yo no puedo disimular el dis­
gusto con que vi a Acevedo y a Gaitán, el prim ero de los cuales trató
de excusar a medias su falta de sinceridad»; añadió: «N i menos po­
día ocultar el desagrado que m e causaba el saqueo que literalmente
estaba haciéndose de los almacenes de Bodega Central. El plan de
estos señores se limitaba a qué el Isabel se atestase de café, cueros y
sal, y que todo eso se vendiese en Magangué para gastos de la gue­
rra. Toda la noche se pasó en embarcar cuanto había, sin que obsta­
se el que jefes, oficiales y tropa hubiesen dispuesto a sus anchas de
los licores y comestibles que allí existían».
Soto dejó el Magdalena y se dirigió a Ocaña; Gaitán y Acevedo
se com prom etieron a seguirlo, pero después de que despacharon
sus hombres en varios barcos para que regresaran a sus lugares de
origen, Cundinamarca, Antioquia, Cauca y la costa, se internaron
en la selva del Carare, quizá con la intención de llegar a Venezuela
a través de Santander. Soto no se muestra muy apesadumbrado al
escribir sobre lo que les sucedió: «Gaitán y Acevedo, infieles a las pro­
mesas que me hicieron, han'pagado harto caro su infidencia. Muer­
tos casi de hambre en los desiertos bosques del Carare, fueron apre­
hendidos y sometidos a un Consejo de Guerra». Cuando la noticia
de su captura llegó a Bogotá el 10 de septiembre, Núñez dio por ter­
minada la rebelión46. '
M a l c o u i D eas

Gaitán llegó com o prisionero a Bogotá el 4 de octubre y Núñez


ordenó que se le siguiera un consejo de guerra verbal, no obstante
su anterior escepticismo respecto a esta clase de juicios: «En el m o­
m ento forzoso de la reacción hallaron en la pena sufrida m érito
especial para obtener honores y recompensas». Desde el punto de
vista legal la decisión era dudosa. Era un abuso del código militar e
iba en contra de los precedentes de las décadas anteriores. Efecti­
vamente, la defensa argumentaría que el juicio no tenía ningún
sentido, p or lo m enos después de la victoria del general Mosquera
en 1863. L o que sucedía es que para Núñez era un problem a muy
real resolver qué hacer con «el fantasmón de Gaitán». En los térmi­
nos del convenio discutido en el Río Magdalena se ve que se conside­
raba a Gaitán y a Acevedo como casos especiales aun antes de su
captura y, por lo demás, Núñez no siempre era el escéptico desapa­
sionado que tantas veces nos han presentado. Había que hacer al­
go, y dentro de las circunstancias el consejo de guerra significaba
una solución rápida y viable. P or consiguiente, el ju ic io se ordenó
el I o de octubre y em pezó el 5 de ese mes. Bogotá todavía era una
ciudad predominantemente liberal y la población se alarmó y se ex­
citó al enterarse del ju icio y corrieron rumores de que el gobierno
tenía la intención de ejecutar a los prisioneros. Señoras liberales le
enviaron a Gaitán flores y frutas, las que él compartió con los otros
prisioneros y con sus guardianes. El ju icio fue público. Sin embar­
go, p o r los relatos, parece que la barra no hubiera sido favorable a
los prisioneros. A pesar de ser un ju icio político decretado en el ca­
lor de la victoria, del cual las deficiencias legales son obvias, se con­
dujo en form a decorosa47.
El fiscal fue el coronel Alberto Urdaneta, un bogotano muy bien
relacionado, y no obstante haber participado en la guerrilla conser­
vadora de 1876, en el ju icio aparece com o un «soldado de salón»48.
De manera bastante meticulosa, si se tiene en cuenta la rapidez con
que se inició el juicio, Urdaneta inform ó a la corte sobre los antece­
dentes de Gaitán — pero no todos los cargos de la época anterior
a la revolución se sostuvieron— y describió además el ataque a
Guaduas y la campaña del R ío Magdalena. A l final pid ió la pena
de muerte, pero en una form a tan irónica y teatral que el lector se
pregunta si es posible que Núñez o la corte hayan tenido alguna
vez la intención de decretarla. Urdaneta pasó en revista las distin­
tas posibilidades de castigo; y llegó a la conclusión de que la cár­
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

cel definitivamente no era una de ellas: el gobierno nacional no dis­


ponía de prisiones adecuadas en el interior del país, aunque quizá
podría lograr que el gobierno de Cundinamarca prestara una celda.
Pero aun en este caso, el castigo no sería seguro: «A llí están muy
bien, en cambio viven allí sin ninguna seguridad y prontos a irse
cuando m ejor les convenga». Y se refirió a la prisión perpetua de
Luis N apoleón en la fortaleza de Ham y a cóm o el príncipe «había
preguntado con esa sonrisa maliciosa tan característica de él, cuán­
to tiem po duraba la prisión perpetua en Francia». P or otra parte,
Urdaneta creía que en las circunstancias que atravesaba la Repúbli­
ca el exilio era «más bien un prem io que un castigo», en especial si
el exiliado había tenido oportunidad de enviar dinero al exterior.
P or consiguiente, el fiscal recomendaba «sim plem ente pasar por
las armas» a Gaitán y consideraba que la corte debería tener la sufi­
ciente resolución para decidir o «una impunidad franca o unajus-
ticia severa».
N i Gaitán ni Acevedo presentaron una defensa detallada. A am­
bos se les perm itió defensores. Gaitán refutó algunos de los pri­
meros cargos y él mismo rechazó la descripción que el fiscal había
presentado de sus antecedentes. En su discurso final, que según ru­
mores lo escribió otro miembro de esa familia de asesores, los Borda,
negó el derecho de la corte ajuzgarlo, diciendo que él no había he­
cho nada que sus enemigos políticos no hubiesen hecho en guerras
anteriores, y declaró que los verdaderos revolucionarios habían sido
los individuos que, ocupando posiciones de poder, habían subver­
tido la Constitución del país. Declaró que su conciencia estaba tran­
quila:

«No olvidéis, señores Generales», terminó diciendo este agricultor


católico, «que hay tribunales superiores que nos juzgan a todos.
¿Quién podrá sustraerse al fallo de Dios? ¿Quién al de la conciencia?
Si derramáis una gota de mi sangre, ella caerá sobre vuestros hijos,
y los hijos de vuestros hijos; la privación de mi libertad significará
prisión que enaltece, y no servidumbre que abate; la expatriación no
me privará de la buena voluntad que me han dispensado mis con­
ciudadanos (...) señores Génerales: protesto en mi nombre y en el
del partido político a que pertenezco, contra el tribunal que me juz­
ga; protesto contra la irregularidad de las formas y apelo al tribunal
de la Historia que tomará cuenta de vuestra conducta y de la mía».
Y terminó afirmando que la historia lo absolvería49.
M a l c o l m D eas

El 14 de octubre la corte condenó a Gaitán y a Acevedo a diez años


de prisión en la fortaleza de Bocachica en Cartagena. El 16 de oc­
tubre el comandante en je fe del ejército cambió el sitio de prisión
por la cárcel de Bocachica o la de Cartagena. Corrieron muchos ru­
mores en la época dél ju icio sobre estratagemas e intervenciones
de última hora para im pedir la ejecución de los prisioneros, pero
no existen pruebas evidentes de que Núñez tuviera realmente la in­
tención de fusilarlos. A ambos se los ju zgó al tiem po y el hecho de
que el caso contra Acevedo se presentara en form a tan débil quizá
es indicio de que el presidente nunca pensó hacerlo. Pero es posi­
ble que desde el punto de vista político le conviniera a Núñez man­
tener la incertidumbre durante un tiempo.
El 20 de octubre los prisioneros salieron bajo escolta de Bogotá
para Cartagena. Gaitán Obeso m urió el 13 de abril de 1886 de fie­
bre amarilla en el Convento de Monjas en Panamá; iba camino a la
prisión de Pasto, ciudad decididamente antirradical, en el sur del
país. Su antiguo adversario, el general Santodomingo Vila, enton­
ces gobernador de Panamá, no perm itió que se celebrara un fune­
ral espectacular o que se le construyera una tumba monumental.
Poco después em pezaron a circular rumores de que Gaitán había
sido envenenado por los jesuítas50.

¿Qué debe decidir «la Historia» sobre esta figura de carácter ambi­
valente? Gaitán Obeso fue un personaje significativo y, desde cierto
punto de vista, un elem ento típico, por esto vale la pena estudiar
lo que hizo y la form a com o logró hacerlo. N o obstante su fugaz im­
portancia en la guerra de 1885, Gaitán no fue uno de los jefes tra­
dicionales e importantes del liberalismo colombiano, y si acaso per­
teneció a la élite, de Am balema o acaso a la de «Piedras, es decir
Caldas». N o era hombre de habilidades extraordinarias y no hay ra­
zón para dudar del veredicto de Foción Soto, según el cual Gaitán
era hombre «sin privilegiado talento y de mediana instrucción». A
veces el fiscal intentó presentarlo com o un simple bandido: «Este
hom bre es pernicioso a la sociedad en que vive, y es y será siempre
funesto para la paz pública, pues que ni respeta aquélla, ni teme,
que más bien gana, con que ésta sea turbada»51.
La verdad es que es supremamente difícil que cualquier indivi­
duo nacido en el Tolim a en las décadas de los años cincuenta, se­
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

senta y setenta del siglo x ix no hubiese tenido contacto directo con


la violencia y no conociese las ventajas que se podían obtener a tra­
vés de ella. Hasta el ministro británico observó que «los colombia­
nos que siguen las banderas de un je fe revolucionario no son hom­
bres de propiedad sino individuos que buscan adquirir propiedad».
Es indudable que Gaitán Obeso andaba en compañía de gentes vio­
lentas y de mala reputación y, para decirlo en form a indulgente, co­
mandaba hombres a los que difícilmente podía controlar, tal com o
fue evidente en Guaduas. U n o de los últimos testigos en el juicio,
Indalecio Saavedra, declaró que algunos de los hombres que estaban
con Gaitán eran los mismos que los habían atacado a él y a su her­
mano en su hacienda de Garrapata, en agosto de 1877. Y añadió:

Que el señor Ricardo Gaitán O., en conferencias que tuvo conmigo


en 1877, por lo de Garrapata, y en 1884 por lo de Guaduas, atribu­
yó a sus compañeros los horrorosos crímenes cometidos en uno y
otro acto, pero es el hecho que siempre anduvo con ellos y que no
se mostró en ninguna ocasión arrepentido ni quejoso de todos
aquellos actos de crueldad y barbarismo, cometidos a su orden y
con su carácter de jefe principal de los bandidos52.

Gaitán Obeso era un hom bre peligroso que andaba en compa­


ñía de individuos depredadores y violentos, pero no fue sólo eso y
Soto era capaz de observarlo con imparcialidad. En el pasaje que
citamos antes en parte y que vale la pena que lo presentemos al lec­
tor en form a más completa, Soto lo describe como:

Joven valiente como pocos, ardoroso en los placeres, amable y obse­


quioso para con sus amigos, generosísimo con sus tropas, sin privi­
legiado talento y de mediana instrucción, pero capaz de grande abne­
gación y lleno de justa ambición.

Gaitán robó y permitió que otros robaran, pero nunca lo hizo en


provecho propio, y es posible que nunca pensara llevarse los fon­
dos de la revolución, porque;si hubiese sido así, lo lógico es que se
hubiera quedado en la costa. A l igual que todos los revolucionarios
victoriosos de su época y ambiente, era indiferente a la propiedad
privada, y lo que le llegaba fácilmente, tan fácilmente se le iba de
las manos. Se puede comparar la repugnancia que le produjeron las
M a l c o l m D eas

últimas expropiaciones en Bodega Central al general Soto, con el


recuerdo de uno de los soldados de Gaitán:

El General Gaitán nos dijo allí adiós, poniendo en nuestro bolsillo


unas cajetillas de cigarrillos; ¡cuánta tristeza y vagos presentimientos
dejó en nuestra alma aquella despedida!

Parte de la tristeza debió ser la certidumbre de que ya no habría


más cigarrillos gratuitos, y lo cierto es que nunca se supo si el gene­
ral había pagado o no esos cigarrillos repartidos con tanta genero­
sidad53. Sin embargo, la admiración de sus hombres no era una cues­
tión de simple interés. Gaitán despertaba afecto; así p o r ejemplo,
el cabo Acuña, a pesar de estar con fiebre amarilla, insistió en unir­
se a Gaitán en el sitio de Cartagena «porque yo no podía quedarme
cuando mi General Gaitán venía a pelear. Yo vine de Ambalema
para m orir donde él muera, si es que nos toca esa suerte». El lector
se pregunta al leer estos informes si hombres ignorantes en esos
ejércitos andrajosos — yjefes conservadores y del gobierno aveces
despertaban esa misma devoción— realmente sentían y decían este
estilo de cosas que hoy nos suenan tan improbables y extrañas. Pero
algunos las dijeron y las sintieron, circunstancia que no puede pa­
sarse por alto en ningún relato sobre la forma como evolucionó esta
sociedad.
Es curioso que un principio tan común como el de que la gue­
rra es una m ovilización política, además de militar, utilizado en el
estudio de las guerras de otras partes del mundo, se haya aplicado
tan pocas veces en el análisis de los conflictos latinoamericanos. Los
hechos no apoyan la tesis corriente de que en las guerras civiles los
hombres luchaban al lado de la rebelión buscando adquirir cargos
públicos que les dieran beneficios personales, o con miras siempre
al saqueo y el botín; ni tampoco que lucharon simplemente porque
obedecían órdenes de sus superiores en la jerarquía social, o por­
que habían sido reclutados a la fuerza por el gobierno. Es induda­
ble que algunos lo hicieron por esas razones, pero es imposible que
sólo esos motivos hubiesen originado las guerras civiles y que hubie­
ran sido suficientes para que ellas hubiesen tenido la intensidad que
tuvieron54.
Para algunos de sus seguidores, Gaitán Obeso era una figura
romántica: «E l bravo entre los bravos e hidalgo entre los hidalgos,
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

el Cabo Ricardo Gaitán Obeso — com o cariñosamente lo llamába­


mos— ». A s ilo recordabajosé Dolores Zarante, escribiendo muchos
años después, en 1935. Y Vargas Vila, en uno de sus primeros rela­
tos del año de 1885, dice: «L o caballeroso de sus acciones, lo arrogan­
te de su porte, lo aventurero de sus empresas, lo romántico y noble
de todos sus procederes, han arrojado sobre él cierto tinte intere­
sante que lo hace aparecer com o un héroe de leyenda caballerosa
y fantástica». Gaitán era muy buen mozo: «U n hombrejoven, de pro­
porcionada estatura, de hermosa pero varonil fisonomía, poblado
y negro bigote, vestido de blanco, altas botas negras de montar, foe-
te en la diestra, espada al cinto, sombrero de jip a de copa alta y an­
chas alas, con divisa roja». Era valiente, no le tenía m iedo a la muer­
te, y cuando los placeres no lo alejaban de sus propósitos, sus dotes
de mando tenían la simple cualidad de la decisión y la rapidez: «El
creía, y tal vez no sin falta absoluta de fundamento, que los asun­
tos de la guerra se deciden p or la audacia y por el valor»55.
Tampoco carecía de atractivo para los civiles. Gaitán podía ser ga­
lante e intervino para proteger a señoras conservadoras de los abu­
sos de sus propios hombres:

«General Gaitán, no le dé el brazo a las godas».


«Coronel, ponga inmediatamente preso a ese atrevido»56.

Siempre fue el objeto de atenciones por parte de la población ci­


vil, por ejem plo «cuando en Sopla-Vientos (una aldea en el Dique,
cerca de Cartagena) se supo la aproximación del general Gaitán con
su ejército, las autoridades de aquel distrito improvisaron una fiesta
en su honor, cuya parte principal consistió en el obsequio que un
grupo de niñas, cuidadosamente ataviadas, le hacían al general, ofre­
ciéndole una corona de laurel, con un discurso alusivo al objeto,
en el que lo saludaban com o al caudillo de la causa de la libertad.
Los habitantes de esa población son hospitalarios, humildes y libe­
rales entusiastas»57.
Es indudable que el general Gaitán sabía cóm o corresponder
a esta simpatía popular, exactamente com o antes de él lo había he­
cho el general Obandó y com o después lo sabrían hacer los gene­
rales H errera y Uribe Uribe. P or otra parte no hay ningún indicio
que permita suponer que el bagaje ideológico de Gaitán Obeso fue­
se en algún sentido diferente al usual entre hombres de su clase,
M a l c o l m D eas

quienes estaban convencidos de que el «ejército de ciudadanos» lu­


chaba a favor del progreso y del siglo. Pero contaba con ese bagaje,
y el hecho es que existían diferencias muy reales entre su partido y
el de sus adversarios, por un lado los conservadores, a los cuales
Gaitán se refería utilizando el epíteto de «chivatos», nom bre que
generalmente les daban los liberales, y del otro los independientes,
a quienes consideraba traidores a la causa. Algunos soldados radi­
cales fueron más toscos y algunos pensadores radicales más sutiles
que él58, y así Gaitán aparece como una figura en el término medio,
un hom bre que en Bogotá podía estar en compañía de los miem­
bros del directorio liberal y tener un libro en su mesa de noche des­
pués del sangriento episodio de Guaduas. Gaitán era un devoto de
«la Diosa Libertad», pero un devoto capaz de reflexionar, y en su
correspondencia militar y en sus proclamas muestra cierta facilidad
de expresión.
¿Quiénes fueron los modelos de Gaitán Obeso, qué pensaba de
sí mismo, qué esperaba este hombre que Soto describió com o «lleno
de justa ambición»? Había muchísimos ejemplos para seguir y riva­
les para em ular— Mosquera, el creador del Estado del Tolima, los
otros jefes de Garrapata— , el partido radical estaba abierto a una
gama muy amplia de talentos, y el Tolim a había producido dos de
sus más eminentes ideólogos, M urillo Toro, de Chaparral, y Rojas
Garrido, de Saldaña. Gaitán Obeso, sin duda, era capaz de apare­
cer ¿orno un idealista y de dar a su liderazgo esa dimensión ideoló­
gica que paradójicamente es esencial para conducir a hombres igno­
rantes, ya que les ofrece una excusa, dignifica la causa, les permite
identificarse con ella y alivia al je fe de la carga pesada de conducir
tropas totalmente recalcitrantes. Transmitir una ideología era par­
te del «arte de entusiasmar a la tropa» y si ello no hubiese tenido
ninguna utilidad no se habría em pleado en la m edida en que se
hizo.
Sin esa dimensión ideológica, Gaitán Obeso no hubiera dejado
la fama que dejó. La historia liberal no sólo lo absolvió, sino que hizo
de él un mártir. N úñez no se equivocó con «e l fantasmón de Gai­
tán»: el curso que tom ó la revolución lo convirtió en la principal
figura militar del liberalismo colom biano — los otros jefes murie­
ron o no lograron alcanzar éxitos tan rápidos y espectaculares— .
Los liberales recordaron el hecho de que Gaitán nunca se había
rendido, y no las posibles razones que le impidieron rendirse. Otra
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

ventaja fue que sus limitaciones fueron muy poco conocidas. Tal
com o escribió, poco después de su muerte, Rudecindo Cáceres, «el
carácter personal del general Gaitán fue muy poco conocido aun
entre sus propios amigos, y de su espíritu franco, generoso y natu­
ralmente inclinado a difundirse en el círculo de sus relaciones y sim­
patías, nadie, hasta ahora p or lo menos que sepamos, ha hablado
de él sin pasión». La versión legendaria de su personalidad se tejió
rápidamente. Núñez no pudo menos que protestar. «E l Gran Parti­
do Liberal había descendido hasta Gaitán Obeso (...) Gaitán fue
canonizado porque se apoderó de los recursos de la Costa (...) se
daba investidura de cónsul a un caballo». Pero la verdad es que na­
die difama caballos muertos, y que ningún partido sobrevive sin hé­
roes muertos. A Gaitán se le imitaría en las dos guerras civiles que
siguieron y hasta bien entrado el siglo x x se exaltaría su memoria59.
Desde el punto de vista político la campaña radical fue un paso
desastroso, aunque se podría sostener que Gaitán no hizo más que
multiplicar los errores de Hernández y sus amigos en Boyacá y San­
tander. Esa gente fue menos efectiva y más dispuesta que él a llegar
a un acuerdo. Gaitán hizo inevitable que la guerra se extendiera
ampliamente, y eso aumentaba las posibilidades de una derrota to­
tal60. La posición política del partido era mucho menos desespera­
da que la militar, pero una vez que com enzó la guerra, los rebeldes
tuvieron muy pocas posibilidades de triunfar en Cundinamarca y
en gran parte de Boyacá, en Antioquia o en el Cauca, lo cual signi­
ficaba desventajas estratégicas muy graves. Los radicales liberales
tampoco tenían un plan ni unajefatura coherentes. En Colombia,
en el siglo xix, frecuentem ente las revoluciones se debían más al
hecho de que el partido en oposición no podía evitarlas, por tener
también un escaso control sobre sus propios elementos, que a una
unidad de propósitos por parte de los revolucionarios. Los jefes
provinciales no sólo eran indisciplinados p or temperamento, sino
que inevitablemente calculaban sus posibilidades basándose en una
información muy pobre y, además, a menudo sólo tomaban en cuen­
ta los intereses de un particular fragm ento del partido en su pro­
pia región. La muerte había"debilitado al O lim po radical, que des­
de 1878 había perdido su anterior poder sobre la política nacional;
el radicalismo se había convertido en un elem ento entre muchos
otros. N o todo el «materiál militar» del partido estaba preparado pa­
ra luchar en 1885, y gran parte de los civiles se había acostumbra-
M a l c o l m D ea s

do a que la lucha la llevara a cabo la Guardia Colombiana. Dos civi­


les que participaron activamente en la guerra dejaron relatos en que
expresan sus ideas, sus sentimientos y su falta de convicción en esa
empresa. Felipe Pérez describe lo que era sentirse «arrastrado». Preo­
cupado p o r la situación, Pérez regresaba a Bogotá e im prudente­
mente entró a Tunja para ver qué estaba sucediendo. A pesar de ser
día de mercado, encontró que los campesinos de los alrededores es­
taban abandonando la plaza— «las gentes campesinas corrían azo­
radas y decían que había revolución», y se iban para evitar que se las
reclutara— , mientras seguía llena de grupos de «personas notables»
a la expectativa de los acontecimientos. A l conversar con sus copar-
tidarios liberales, con los cuales estaba ligado por vínculos familia­
res y de partido, éstos le explicaron su posición:

Su nombre y su posición política lo obligan a usted: hay momen­


tos en los cuales no se puede discutir con los partidos, puesto que
éstos le dan el nombre de traidor, de vendido, o de cobarde, a los que
no ven las cosas como ellos las ven, o no hace lo que ellos hacen. Us-
.ted no puede permanecer cruzado de brazos durante la guerra, por­
que está en los intereses y en la política del Gobierno cobrarles este
movimiento a todos sus enemigos. Usted irá a Bogotá a sufrir el azo­
té de los empréstitos y de la prisión, de los vejámenes y de toda clase
de disgustos, y si el partido liberal sucumbe en la lucha, lo que es muy
probable, puesto que no está preparado para ella, ni la quiere ni
lé conviene, van a decir que usted tuvo la culpa porque fue el prime­
ro en desautorizarlo. No tiene usted otra cosa que hacer sino sacrifi­
carse a la razón departido.

N o era fácil para un hom bre público escapar a esta lógica suici­
da en la atmósfera de entusiasmo y euforia que generalmente se ge­
neraba en épocas semejantes: «E n las democracias todos los cau­
dillos y todos los partidos tienen también sus días de carnaval». Pero
a muchos el entusiasmo no les duró mucho tiempo, y Pérez mismo
inform a sobre las deserciones masivas, «y hasta en los cuerpos más
lúcidos les amanecía sin susje fes »61. Desde Barranquilla, eljoven ma­
temático liberal o improvisado artillero, Luis Lleras, explicó en una
carta al lexicógrafo Rufino Cuervo, que vivía en París, las razones
p or las cuales, a pesar de todo, no podía desertar aun cuando el va­
p or del Royal M ail estaba en el muelle:
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Compadre, la guerra es un vértigo, es una locura, una insensatez; y


los hombres más benévolos se vuelven bestias feroces; el valor del
guerrero es una barbaridad; pero cuando uno toma las armas, no
puede, no debe dejarlas en el momento de peligro, no puede volver
la espalda a amigos, enemigos y hermanos, sin cometer la más baja
de las acciones, sin ser un cobarde y un miserable. Preciso es que
responda yo de mis acciones en las horas de prueba y amargura; que
mi carácter se temple en la adversidad, y que cumpla hasta el fin
con las obligaciones que me impuse del soldado, y con las del patrio­
tismo, como yo las entiendo. Perdone, compadre, toda esta palabre­
ría vacía quizá de sentido para quien juzga las cosas con ánimo
tranquilo y desapasionado; pero es el caso que no acierto explicar­
me, y que sin embargo tengo que buscar una excusa para no tomar
hoy mismo el vapor de la Mala, satisfaciendo así una de mis mayo­
res aspiraciones: hacer un viaje a Europa y estrechar a Ud. y a Án­
gel entre mis brazos62.

La guerra reunía bajo la misma cobija a extraños compañeros


y los mantenía juntos hasta la derrota final. La estrategia econó­
mica de los radicales que prom ulgó durante tres décadas el libre
com ercio y aceptó la división internacional del trabajo y la depen­
dencia de las exportaciones se consideraba un fracaso total a princi­
pios de la década delós óchente Por lo tanto, se acusaba a los radica­
les de ser, cuando menos, unos optimistas ilusos. La crisis penetraba
en la política del país y tuvo las repercusiones que describimos atrás.
Además no sólo cambió la manera de pensar del m orador pacífico
de Santander o del desarraigado del occidente de Cundinamarca,
sino que desmintió a los optimistas de mediados del siglo, debilitó
su prestigio y produjo entre todo el liberalismo un sentimiento co­
lectivo de intranquilidad. Inconscientemente Núñez presenta esta
sucesión de ideas en el mismo ensayo en el que compara a Gaitán
Obeso con el caballo de Calígula:

Afines de 1884 escaseaba ya hasta la moneda metálica, como es no­


torio, porque el trabajo nacional no alcanzaba a pagar los consumos.
Las grandes conquistas liberales habían hecho del país un montón
de ruinas, y estas mismas ruinas iban a perecer (Lucan)... La gue­
rra civil de 1885 fue combate de búhos agitándose entre escombros
y tinieblas como los músculos de un cuerpo decapitado63.
M a l c o l m D ea s

Es así com o la crisis atomizó la oposición, destruyó sus directivas


políticas y profundizó el descontento local, el que tarde o temprano
algún cabecilla aprovecharía temporalmente64. Com o en todas las
guerras colombianas, con una sola excepción, en las circunstancias
particulares de 1884-1885 estas acciones fortalecieron al gobierno:
«Aun cuando parezca paradójico, a los gobiernos roídos por el cán­
cer de una crisis fiscal se les salva haciéndoles la guerra»65. Así Nú­
ñez podría, inclusive, introducir el papel moneda.
Colombia, una nación pobre, era muy vulnerable a esta clase de
convulsiones. Su débil desarrollo com o país exportador impedía a
los gobiernos contar con ingresos seguros y al mismo tiempo redu­
cía el peso de los elementos respetables, o por lo menos estaciona­
rios, de la sociedad. Las fuerzas represivas eran muy débiles. Los te­
rratenientes y los otros propietarios no podían controlar exclusiva
o efectivamente lo que sucedía en las provincias; estaban divididos
y en la guerra eran todavía más débiles que en tiempos de paz. Es
posible detectar cierto grado de identificación con cada causa polí­
tica, con cada una de las «grandes corrientes», en toda la escala so­
cial. En el caso del liberalismo, éste tenía un contenido con el que
el humilde y el anárquico podían identificarse, y una figura com o
la de Gaitán Obeso servía para vincularlos con los librepensadores
distinguidos y los comerciantes de la élite radical. P o r lo demás no
se necesitaban muchos hombres para comenzar un'A guerra: se reque­
rían tan pocos com o el reducido número de justos que hubiera sido
suficiente para salvar a Sodoma y a Gomorra. A l estudiar la atmós­
fera que reinaba en los meses que precedían una guerra civil, se
puede percibir todavía la preocupación con que la mayoría pacífi­
ca de los colombianos esperaba que apareciera en algún lugar, en
algún m om ento, el inevitable puñado de rebeldes. L a campaña de
Gaitán no fue la más destructiva de esta guerra — la suya no puede
rivalizar con el incendio que provocó Pedro Prestán en Colón-As-
pinwall— pero se le pueden contabilizar muchas más cosas que las
depredaciones en el río que fueron tan incompletam ente cuanti-
ficadas p or el fiscal en el juicio. Las conclusiones de J. M. Samper
subrayan la vulnerabilidad de los intereses de tantos, frente a unos
pocos:

Quedaba patentizada la enormidad de los efectos que a veces se ori­


ginan de pequeñas causas, dado que un hecho de tan poca monta
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

al parecer, como el asalto dado por Gaitán a la ciudad de Honda el


29 de diciembre último, con sólo 90 hombres de pésimos anteceden­
tes, había causado inmensos males en los tres Estados del Atlántico,
directamente, e indirectamente en los demás de Colombia66.

Para evitar que se repitiera un episodio semejante, N úñez pen­


só que era posible establecer «la paz científica», pon ien do fin al
federalismo y a los excesos democráticos con una Constitución cen­
tralista y un sufragio limitado; con un ejército mucho mayor — «si
hay mucho ejército, también hay mucha paz»— y una Iglesia forta­
lecida que dominara la educación; con una prensa que aprendiera
a controlarse ella misma; un ejército dirigido por un número selec­
to de generales conservadores y que no ofreciera la oportunidad de
hacer carrera a talentos provinciales indeseables. Sería un país don­
de todos sus habitantes trabajarían en armonía a fin de abrirle su
paso en el mundo. En resumen, la Regeneración produciría un país
en el que no surgirían hombres com o Gaitán Obeso. Pero otras dos
guerras civiles antes de que hubieran transcurrido veinte años de­
mostraron que, sin una mayor prosperidad, el fantasma no iba a
desaparecer tan fácilmente, y aun después de tres décadas de paz
y dos de prosperidad cafetera, el Partido Liberal en 1930 todavía
lo recordaba.

N otas

El autor desea agradecer a Gerardo Reichel Dolmatoff, Thomas Skid-


more, Raymond Carr y Marco Palacios el estímulo y ayuda que le presta­
ron. Angela de López hizo la traducción al español.
Para Latinoamérica en general, véase Warren Dean, «Latín Ameri­
can Golpes and Economic Fluctuations, 1823-1966», Social Science Quar-
terly,junio, 1970. Es mucho lo que todavía se puede aprender de Juan Al-
varez, Estudio sobre las guerras civiles argentinas, Buenos Aires, 1914. Charles
Bergquist estudió la guerra civil colombiana de 1899 en «The Political
Economy o f the Colombian Presidential Election of 1897», h a h r , Vol. 56,
No. 1, febrero 1976; siento más simpatía que él por los problemas del go­
bierno. Para este período de la historia colombiana, nada supera aún la
economía política que se encúentra en las obras recopiladas de Rafael Nú­
ñez, La Reforma Política, 2a ed., 7 Vols., Bogotá, 1944rl950.
M a l c o l m D ea s

~ «¿Qué producirá de Lacy Evans en San Sebastián?» le preguntaron


al Duque de Wellington, refiriéndose al comandante de la Legión Britá­
nica contra los Carlistas. «Posiblemente dos volúmenes en octavo», con­
testó el duque. Los colombianos fueron así mismo autores prolíficos de
memorias militares. Muchos escribían muy bien y los resultados son no so­
lamente conmovedores — véaseAngel Cuervo, Cómo se evapora un ejército,
tercera edición, Bogotá, 1953, y Max Grillo, Emociones de la guerra, Bogotá,
sin fecha— sino que también suministran información sobre condiciones,
costumbres y política que difícilmente se encuentra en otra parte. Como
es de esperar, estas obras son a menudo muy partidistas, lo cual no impide
que sean útiles para reconstruir los sentimientos de la época. Por lo gene­
ral la parcialidad es tan acentuada que es fácil descartarla. Además, para la
mayoría de las guerras hay relatos de ambos bandos, lo cual sirve para con­
trolar las dos versiones.
3- WaseNorman Sherry, Conrad’s Western World, Cambridge, 1971, para
las fuentes de Nostromo. Para estudiar más a fondo sus conexiones con Co­
lombia, véase mi «Colombia y el Nostromo dejoseph Conrad», en revista
Pluma, Bogotá, Año H, No. 14, marzo-abril, 1977, incluido en este volu­
men. Conrad visitó la costa colombiana en 1876-1877, en los años de la
guerra civil que precedió a ésta. Fue el primer viaje fuera de Europa que
hizo Conrad. '
¡ 4-La frase es del presidente Rafael Núñez.
Veánse los informes de los ministros británicos en el Public Record
Office. Con pocas excepciones — las del procer O ’Leary y las de Robert
Bunch y Spencer Dickson— son arrogantes hasta el cansancio y la infor­
mación política que contienen es muy escasa: el Forágn Office no estaba in­
teresado en aumentar los gastos de correo exigiendo que fueran más volu­
minosos. Los enviados norteamericanos mostraban menos superioridad
gratuita pero con frecuencia todavía menos esfuerzo interpretativo que
sus colegas británicos. El ministro británico en 1884-1885, Sir Frederick
St.John, KCMG, también escribió un capítulo sobre Bogotá en sus memo­
rias, Reminiscences of a Retired Diplomat, Londres, 1895.
6- El autor utilizó relatos disponibles en la Biblioteca Nacional, Bogo­
tá, y en la Biblioteca Luis Angel Arango, Bogotá.
7- Tampoco se siguieron muchos juicios a personas prominentes. Los
casos más notables fueron los de José María Obando y el de Tomás Ci­
priano de Mosquera, aunque a ninguno de los dos se losjuzgó por el cri­
men político de la guerra civil. Las ejecuciones y las represalias informa­
les tampoco fueron frecuentes: el general Mosquera solía referirse a la
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

docena de hombres o más que había hecho fusilar como sus «angelitos»
y a nivel nacional adquirió fama de hombre cruel, pero de acuerdo con el
estándar español se catalogaría como persona indulgente. Las guerras co­
lombianas no merecen reputación de salvajismo: en ellas se luchó en forma
dispersa y, para el observador ocasional, desorganizadamente, con tropas
harapientas y a menudo armadas sólo con machetes. Sin embargo, me
parece que se cometieron pocas atrocidades comparables a las de las gue­
rras de la Independencia o a las de las guerras civiles españolas. Es obvio
que establecer juicios de guerra hubiera presentado extraordinarias difi­
cultades legales y políticas. En Colombia generalmente las revueltas termi­
naban con algún pacto o tratado, en el que los vencedores ofrecían ga­
rantías a los vencidos. La Constitución de Rionegro de 1863 también fue
explícitamente tolerante. Véasepor ejemplo el Artículo 11, y el comenta­
rio en J. Arosemena, Estudios constitucionales sobre los gobiernos de la América
Latina, 2a ed., 2 Vols., París, 1878, Vol. n, pp. 4 y 70 respectivamente.
8•La mejor presentación de la historia económica colombiana sigue
siendo la obra del desaparecido autor Luis Ospina Vásquez, Industria y pro­
tección en Colombia, Bogotá, 1955. Para la crisis monetaria véase también G.
Torres Mejía, Historia de la moneda en Colombia, Bogotá, 1945, pp. 185-214.
Para relatos locales y contemporáneos de la crisis, véaseRafael Núñez, Re­
forma Política, en especial los artículos «Urbi et Orbi», «La crisis mercan­
til», «La crisis económica y la producción de oro», «Fomento a la indus­
tria», que están en el'Vol. i (i) y (ti) de la edición de 1945 de Bogotá.
9- Para la situación fiscal de comienzos de la década de 1880 la fuente
más accesible es la serie de Memorias deHacienda. Sobre la estructura fiscal
del país, consúltese Aníbal Galindo, Historia económica y estadística de la Ha­
cienda Nacional, Bogotá, 1874, y mi estudio «Fiscal Problems o f Nineteenth
Century Colombia», publicado por Fedesarrollo, en Miguel Urrutia, ed.,
Ensayos sobre historia económica colombiana, Bogotá, Editorial Presencia, 1980.
Sobre la deuda externa, véase el resumen en J. Holguín, Desde cerca,
París, 1908, y los informes del Council ofForeign Bondholders. Para las opinio­
nes de Núñez, véanse en la Reforma Política los artículos «Crédito exterior»
y «Deuda exterior». Es difícil compartir las primeras opiniones de Núñez
al respecto, que son bastante eufóricas. Otorgar crédito a Colombia no te­
nía ningún atractivo, aun a una tasa de interés real del 8%. En un estado
de ánimo más realista, Núñez llegó a la conclusión de que el crédito se ba­
saba en el orden y no al contrario. Quizá fue en momentos en que Núñez
pensaba en esta forma cuando el ministro británico, a pesar de dudar que
se tratase de un gran hombre, reconoció al menos que Núñez era «un re-
M a lc o lm D eas

pudiador por excelencia». (St. John a Granville, agosto 2 de 1885, Foreign


Office, FO 55-312.)
10-El Comercio, septiembre 6 de 1884.
1L Para una crítica de las finanzas de la primera administración de Nú­
ñez, véase «Discusión sobre asuntos de Hacienda», en S. Camacho Roldán,
Escritos varios, Vol. in, Bogotá, 1895, pp. 752-763. Se acusó a Núñez de com­
prar amigos a muy alto precio en momentos cuando las circunstancias exi­
gían austeridad.
12- «El desprestigio del régimen político trae naturalmente la debilidad
del gobierno y la desconfianza y la intranquilidad; porque un gobierno
pobre es un gobierno débil, sin autoridad moral, incapaz de inspirar temo­
res ni afectos. Esto mismo repercute sobre el producto de las rentas, por­
que toda intranquilidad significa paralización de los negocios, y ésta dis­
minución de las rentas». Carlos Calderón, La cuestión monetaria en Colombia,
Madrid, 1905, p. 198. Calderón escribía por experiencia, ya que fue mi­
nistro de Hacienda en 1899.
13- Los informes de Soffia están en el Archivo Nacional de Chile, San­
tiago, Ministerio de Relaciones Exteriores, Vol. 232. El relato más comple­
to está en el despacho del 30 de abril de 1882,J. A Soffia aj. M. Balmaceda.
(Hace poco lo publicó el decano del radicalismo chileno, D. Ricardo Do­
noso, en Thesaurus, Boletín dellnstituto Caro y Cuervo, Tomo xxxi, No. 1, Bo­
gotá, 1976. Véaseel artículo «José Antonio Soffia en Bogotá», pp. 121-144.)
Soffia informa que «las ideas democráticas, implantadas en las altas
esferas públicas por la presencia de muchos hombres de modesto origen,
levantados hasta ellas por las revoluciones, han echado hondas raíces». Le
pareció que el carácter del colombiano era «apasionado y violento» y el
espíritu «notablemente enfático». Sus comentarios sobre la Guardia Colom­
biana: «Es curioso observar que, mientras se halaga ostensiblemente a la
fuerza pública y se pone todo empeño por los gobernantes y por los parti­
dos en captarse su simpatía, se trata a la vez de quitarle respetabilidad ha­
blando de ella con desdén y alejando de sus rangos a las clases docentes
de la sociedad. Sin contar algunos generales, muchos de los cuales han
recibido sus títulos sin pasar por los grados inferiores, y algunos jefes de
cuerpo, la mayor parte de los oficiales son reclutados de las clases más hu­
mildes, siendo crecido el número de individuos de tropa que ascienden
a oficiales. Compuesto de tales elementos, se comprende que el cuerpo de
oficiales, que por otra es bastante numeroso, no se distinga ni por su educa­
ción ni por su porte social».
14- Estos impuestos aparecen en las Leyes 6a, 7ay 12a de 1883.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

15' Sobre Wilches y el conflicto en Santander véaseJ. J. García, Crónicas


deBucaramanga, 2a ed., Bucaramanga, 1944, pp. 354-361; G. Otero Muñoz,
Wilches y su Época, Bucaramanga, 1936, pp. 387-394. Los comentarios de
Núñez están en su artículo «Santander», Reforma Política, Vol. i (n), pp.
275-279. Donde se puede apreciar mejor el punto de vista conservador so­
bre el conflicto, es en Carlos Martínez Silva, Revistas Políticas publicadas
en el Repertorio Colombiano, Vol. i, pp. 255-256,309-311,392 y ss. (Obras comple­
tas del doctor Carlos Martínez Delgado, ed. L. Martínez Delgado, Bogotá, 1934.)
16‘ Núñez, Reforma Política, Vol. i (i), «La crisis mercantil», p. 296. Car­
los Calderón, La cuestión monetaria, pp. 8 y ss. para cifras sobre la crisis de
la quina. El precio en Londres bajó de 16s 6d Ib en 1879 a 2s 6d en 1885.
Muchos exportadores colombianos se quedaron con depósitos llenos de
quina que no se podía venden
17 J. J. García, op. cit., pp. 331-336. F. Safford, Commerce and Enterprise
in Central Colombia, 1821-1870, tesis doctoral, Columbia, 1965 — mimeo-
grafiada— , Bogotá, Universidad de los Andes, pp. 210 y ss. Para Hernán­
dez, J. J. García, p. 336.
18 De St.John a Granville, septiembre 22 de 1884. FO 55-302.
19- Publicado nuevamente en la Reforma Política, i (n), pp. 257-261.
20- El Comercio, octubre I o de 1884, octubre 8 de 1884, octubre 15 de
1884. Proceso seguido por el Consejo de Guerra Verbal de Oficiales Generales con­
tra Ricardo Gaitán ObesoyfoséFrancisco Acevedo cabecillas de la rebelión de 1885.
Bogotá, s.f. (1886). (De ahora en adelante citado como Proceso.) Evidencia
de Epifanio Morales, Teniente Coronel de la Guardia Colombiana, pp.
69-75.
21-La mayoría de estos detalles de su vida anterior se mencionaron en
el juicio. Véase Proceso. «Piedras, o sea Caldas», es Piedras, Tolima, véaseJ.
Esguerra O., Diccionario Geográfico de losEstados Unidos de Colombia, Bogotá,
1879, pp. 41 y 180. Indudablemente era un distrito liberal y fue incendiado
por los conservadores durante la Guerra de los Mil Días; siguió siendo li­
beral hasta hoy. Véase «Piedras, un estudio de pueblo en el Tolima», de An­
gela Mendoza, en Biblio-Apuntes, Universidad del Tolima, Vol. i, No. 3,
Ibagué, 1971. De Ambalema en sus años de prosperidad hay muchos rela­
tos de la época: véanse M. Rivas, Los trabajadores de tierra caliente, Bogotá,
1946, pp. 128-192, y del mismo'autor el bosquejo costumbrista «El coseche­
ro», en sus Obras completas, 2 Vols., Bogotá, 1883, y en Museo de cuadros de
costumbres, 2 Vols., Bogotá, 1866, Vol. i, pp. 316-321; también Manuela, de
Eugenio Díaz, muy informativa y todavía muy amena (existen muchas edi­
ciones de esta novela escrita en la década de 1850). Para la industria del
M a l c o l m D eas

tabaco véame SafFord, op. cit., yj. P. Hanison, The Colombian Tobacco Industry,
from Government Monopoly toFree Trade, 1778-1878, tesis doctoral, Universi­
dad de California, 1951, y L. F. Sierra, El tabaco en la economía colombiana
del siglo xix, Bogotá, 1971. Así mismo es útil observar que había algo de
quina en las montañas del Tolima.
El Estado del Tolima debía su origen a Tomás Cipriano de Mosquera
en su fase radical, después de la victoria de 1862. VéaseF. Pérez, Geografía
política delEstado del Tolima, escrita de orden del GobiernoJeneral, Bogotá; el so­
brio Pérez explica la alta mortalidad en Ambalema así: «La ausencia de
casi toda precaución hijiénica en el modo de vivir, especialmente entre los
jornaleros. Beben estos i bailan la mayor parte de la noche», op. cit., p. 58.
La presencia de Gaitán Obeso como coronel en Garrapata la registra
C. Franco V., La Quena de 1876 i 1877, 2 Vols., 1877, pp. 231, 240, 246; co­
mandaba el «rejimiento Guías» con 110 hombres.
2~ A. Hincapié Espinosa, La villa de Guaduas, 2aed., Bogotá, 1968, pp.
284-285.
23_ Para los detalles del asalto, véanse los relatos citados anteriormen­
te; en eljuicio el fiscal explotó mucho la asociación con la «culebra» de Bu-
caramanga, la «culebra pico de oro», véase].]. García, op. cit., pp. 240 y ss.
El cónsul de los Estados Unidos en Sabanilla informó sobre los mismos he­
chos y con mucha exageración, bajo el encabezamiento de «La comuna en
Colombia». Cónsul E. B. Pellet al Departamento de Estado, septiembre 17
de 1879 (Archivos Nacionales de los Estados Unidos, Microfilm, Colom­
bia,Consulados, Sabanilla, rollo 4). Donde mejor están resumidas las opi-
nioñes de Núñez sobre la creciente tensión social es en Reforma Política,
Vol. i (i), «Urbi et Orbi», pp. 99-103.J.J. Guerra, en Viceversas liberales, Bo­
gotá, 1923, se refiere al Cuadro de Chicuasa, pero no da detalles, p. 292.
En el proceso se menciona el acuerdo con Capella Toledo, el «Pacto de los
Tebaides». Las explicaciones de Núñez están en Reforma Política, i (u), «Re­
flexiones», pp. 257-261.
24-Para los informes del ministro británico, véase St. John a Granville,
octubre 10 de 1884, octubre 23 de 1884, diciembre 22 de 1884, FO 55-302.
Para la visita de Gaitán Obeso a Núñez, véase en especial, L. Martínez Del­
gado, A propósito del Dr. Carlos Martínez Silva, 2a ed., Bogotá, 1930 p. 171.
Para sus relaciones con Francisco de Paula Borda, véase la autobiografía
de éste, Conversaciones con mis hijos, ed. José M. de Mier, 3 Vols., Bogotá,
1974, Vol. n, pp. 132-134. Estas memorias no son siempre confiables en los
detalles, pero ofrecen una buena muestra de una mentalidad de la clase
alta radical-progresista a finales del siglo xix.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

25- Acevedo era descendiente del «Tribuno del pueblo» de 1810, José
Acevedo y Gómez. Véase Proceso, p. 122.
26, Uno de ellos fue otro veterano tolimense de Garrapata y comba­
tiente notable, Cenón Figueredo.
En Colombia, con un ejército federal de unos 3.000 hombres, había
muy pocas guarniciones. En la región habría algunas fuerzas del Estado
de Cundinamarca, pero no las suficientes para sofocar un movimiento de
esta clase. La policía era todavía más débil; en Bogotá había menos de se­
senta agentes para vigilar una ciudad de 50 ó 60.000 habitantes más los
alrededores, «Nosotros no tenemos policía rural sino teórica» (Núñez, Re­
forma Política, Vol. i (i), «El pueblo colombiano», p. 320). Cifra de habitan­
tes de Bogotá de A. Hettner, Viajespor losAndes Colombianos 1882-1884, Bo­
gotá, 1976, p. 77.
28-En su viaje por el río, Gaitán Obeso se encontró con el nuevo arzo­
bispo de Bogotá, Illmo. Señorjosé Telésforo Paul, a quien trató en forma
muy cortés. Esto le pudo haber sido útil en días más difíciles para él. Véase
J. M. Cordovez Moure, Reminiscencias de Santa Fe y Bogotá, Madrid, 1962,
p. 308.
29' Véanselos informes en el Procesoy en Palacio, op. cit. También Rude-
cindo L. Cáceres, Un soldado de la República en la Costa Atlántica, Bogotá,
1888. Cónsul Stacey a Granville, enero 5 de 1885, f o 55-315.
30- Cifras del Proceso. -
Los sistemas de coacción empleados por Gaitán están tomados de la
publicación oficial del gobierno La Rebelión - Noticias de Guerra, Bogotá,
1885, p. 185, carta de Daniel Olaciregui. La renuencia de Gaitán para emi­
tir un papel moneda se menciona en Cáceres, op. cit., p. 31: «Papel-mone­
da que, por su historia, bien conocida ya, es tan peligrosa para las nacio­
nes». En este punto, como en muchas otras cosas, Núñez demostró ser
más revolucionario que la revolución.
31‘ Para la lista de los contribuyentes al primer empréstito forzoso, véa­
seDiario Oficial, Año xxi, No. 6.273, enero 5 de 1885. A muchos liberales
importantes se les fijó una suma de $5.000, y las contribuciones fluctua­
ban entre esa sumay $100, excepto una casa comercial a la que se le gravó
con $10.000. Véase también Núñez, Reforma Política, n, «Salud populi
suprema lex, o la dictadura inevitable», pp. 191-199; St. John a Granville,
22 de enero de 1885, FO 55-310..
Sobre las relaciones de Núñez con los conservadores, véaseM. A. Nie­
to, Recuerdos de la Regeneración, Bogotá, 1924, pássim, y para la versión de
uno de los principales actores, Carlos Holguín, Cartaspolíticas, Bogotá, 1951.
M a lc o lm D eas

La obra de Nieto es la mejor fuente para el «Ejército de Reserva». Sobre


los expedientes desesperados del gobierno, Carlos Holguín escribió más
tarde: «Aparecerán los fundadores del régimen que ha salvado a Colom­
bia (...) no ya como una nidada de ladrones, sino de rateros», Cartas, p. 194.
La geopolítica del país al menos tranquilizaba al ministro británico en
Bogotá: «En realidad éste es el lugar más seguro del país, debido a la in­
mensa preponderancia del partido conservador que aquí apoya al go­
bierno», St.John a Sirjulian Pauncefoot (privada), enero 22 de 1885, f o
55-310.
Véase también m s s No. 29, «Correspondencia dirigida al General An­
tonio B. Cuervo, 1885», Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá, para cartas
referentes a la formación del Ejército de Reserva.
3~ Las observaciones de J. M. Samper sobre las posibilidades militares
de la costa se encuentran en El sitio de Cartagena en 1885, Narraciones His­
tóricasy descriptivas enprosa y verso, Bogotá, 1885, pp. 105-108. Las regiones
de la costa no estaban densamente pobladas y las condiciones de vida ofre­
cían una existencia relativamente fácil e independiente para los que se
contentaran con vivir de plátanos y pescado, precisamente la clase de po­
blación que era difícil entusiasmar y todavía más complicado reclutar, a pe­
sar de que su simpatía era predominantemente pro liberal. Para un relato
sobre la facilidad de vida de los costeños, veáse el comunicado del cónsul
de los Estados Unidos Thomas W. Dawson al Departamento de Estado,
Barranquilla, agosto 23 de 1884. Los salarios en la costa eran altos, lo cual
dificultaba siempre el reclutamiento: «El trabajador no trabaja por dine­
ro únicamente, sino que exige que se le trate como a un hombre libre».
(Microfilm de los Archivos Nacionales de los Estados Unidos, Colombia,
Consulados, Barranquilla, rollo i ) , véase también general Pedro Sicard Bri-
ce.ño, Geografía Militar de Colombia, Bogotá, 1922, pp. 67-69: «El costeño:
por lo común de color, hablador, fanfarrón, fuerte en su clima, valeroso
en algunas regiones y aseado; enemigo del cuartel en todo tiempo». (El subraya­
do es nuestro.) ■
33-Sobre el curso de la revolución en el interior del país, véanseLa Rebe­
lión Noticias de la Guerra, citado más arriba; general Guillermo E. Martín,
Campaña del Ejército del Norte en 1885. Relación Documentada, Bogotá, 1887;
E. Pérez, Vida deFelipe Pérez, Bogotá, 1911, pp. 215-267; F. Soto, Memorias
sobre el movimiento de resistencia de la dictadura de Rafael Núñez, 2 Vols., Bo­
gotá, 1913,1, pp. 117-284. Para el Cauca, véanseA. González Toledo, El Ge­
neral Elíseo Payan, Bogotá, 1887, y E. Lemaitre, Reyes, Bogotá, 1953.
34, Sobre la importancia especial que Cartagena tenía para Núñez, véa­
sePalacio, op. cit., p. 169 y ss. Era su ciudad natal y fue la base de su activi­
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

dad política cuando regresó en 1874 de sus misiones consulares en Euro­


pa. El sitio lo inspiró poéticamente: «A Cartagena cercada por bandidos».
Gaitán hubiera podido atacar más rápidamente y haber tenido mejor
suerte. Finalmente el veredicto de Felipe Pérez fue el correcto: el sitio fue
«una úlcera cancerosa para nuestra causa». F. Pérez, op cit., p. 265.
35-Benjamín Gaitán llegó a Nueva York y logró enviar un despacho que
llegó más o menos un mes después y que consistía en 1.200 rifles Peabody,
2 ametralladoras, 300.000 cartuchos, unas cuantas docenas de espadas y
uniformes para varios centenares de soldados. También una espada de pa­
rada para el general Hernández de Santander. Todo el lote y su despacho
en el buque «Ciudad de México» se calculó en menos de $22.000. Véase
Proceso, pp. 42 y ss.; La Rebelión, p. 158. Los agentes tuvieron que sobornar
a la policía de Nueva York, que estaba presionada para impedir la salida
del barco por el cónsul colombiano (Martín, op. cit., p. 248), pero de todas
maneras sobró una suma considerable la cual explica Benjamín Gaitán
en forma convincente en Una Exposición, Nueva York, 1885, diciendo que
lo que quedó lo traspasó al cónsul colombiano en Nueva York. La firma
que Benjamín Gaitán contrató en Nueva York fue la de Santiago Pérez
Triana, hijo del antiguo presidente radical Santiago Pérez, y quien inspi­
raría ajoseph Conrad el personaje de donjosé Avellanos en Nostramo. La
suerte que corrieron esos fondos constituyó por mucho tiempo un tema
espinoso en las filas liberales. Entre otros, Vargas Vila, a quien los rumo­
res pueden haberle sugerido el comentario de que «Don Santiago dejó
dos obras: un libro que nunca se vende y Santiaguito que se vende todos
los días» (ed. C. T. Watts,Joseph Conrad’sLetters to Cunnighame Graham, Cam­
bridge, 1969, p. 159 y 206-208). ¡Yno es que Vargas Vila necesitara hechos!
36J. H. Palacio, op. cit., p. 59.
37■Palacio, op. cit, pp. 164 y ss., para los detalles de estos encuentros.
Para las objeciones de los defensores, véase Samper, op. cit., pp. 171 y ss.
Samper afirma que el cónsul Stacy de Barranquilla era muy partidario de
los rebeldes, y de los ingleses en general dice: «Los ingleses no querían
comprender estas cosas tan elementales (lo que constituye un beligeran­
te) ; y es lo cierto que nos incomodaron todo lo posible, como si el gobier­
no de Colombia no fuese muy leal y liberal amigo del de la Gran Breta­
ña». Las comunicaciones de Gaitán Obeso con los comandantes navales
de los Estados Unidos están eñ E'. Pérez, op. cit., pp. 283 y ss. Véase también
Palacio, op. cit., p. 188. .
38- F. Soto, op. cit., pp. 16-20 para los argumentos sobre enriar ejércitos
a la costa y sobre sus temores sobre el clima y las fricciones entre los dis­
tintos jefes militares y los distintos ejércitos.
M a l c o l m D eas

39-Esto explica en parte la multiplicidad de jefes, fenómeno que tanto


recalcaron los observadores extranjeros. Los hombres procedentes de una
localidad determinada insistían en que se reconociera el rango de sujefe
inmediato a fin de asegurar su posición dentro del ejército. Esto era indu­
dablemente un inconveniente, «La superabundancia de Jefes y Oficiales
obligaba a formar cuerpecitos de sesenta y ochenta plazas, que apenas po­
dían ser compañías, organización sumamente viciosa y perjudicial», pero
no se trataba de simple vanidad pueril, la cual, según Soffia, también exis­
tía— véase su informe citado más arriba, p. 131— , sino del resultado de la
forma como se conformaban esos ejércitos: «No era posible someter a per­
sonas relativamente notables, que de esa clase eran los que habían adhe­
rido al movimiento, en casi todas las poblaciones, a la condición de indivi­
duos de tropa, obligarles a marchar a pie sin la más absoluta necesidad,
y hacerles de todos modos más ponderosos los sufrimientos que la mayor
parte de ellas por solo patriotismo iban a afrontar». F. Soto, op. cit., Vol.
i, p. 157.
Esta multiplicación e igualdad de rangos refleja la debilidad del gobier­
no central y una sociedad relativamente indiferenciada. No se trataba
simplemente de una característica latinoamericana: véase. Mrs. Francés
TroIIope, Domestic Manners of the Americans, ed. D. Smaliey, Nueva York,
1960, p. 18: «Definitivamente los caballeros que había en el camarote, (no
había señoras) ni por su forma de expresarse, ni por sus maneras o apa­
riencias, hubieran sido llamados tales en Europa; pero pronto nos dimos
cuenta que su pretensión a este título descansaba sobre bases más firmes,
porque oímos que a casi todos se les daba el título de general, coronel y
mayor. Poco tiempo después, al mencionar estas dignidades militares a
un amigo inglés me dijo que él también había viajado con la misma clase
de compañía que yo le describía, y cuando observó que no había un solo
capitán entre ellos, le preguntó a un compañero de viaje cuál podría ser
la explicación. “Ah, señor, es que los capitanes están todos en la cubierta”
contestó el amigo». La señora Trollope se refería a los rangos de las distin­
tas milicias norteamericanas.
40-Prestán, cuyos antecedentes eran mucho peores que los de Gaitán
Obeso, originó el desastre más destructivo de toda la guerra cuando su
ejército prendió fuego a Colón-Aspinwall. Las pérdidas se calcularon en
$30 millones, cifra posiblemente correcta: más tarde los reclamos britá­
nicos ascendieron a $239.000, y los intereses británicos en esa localidad
eran mucho menores que los norteamericanos y los franceses. Prestán bus­
có refugio en el ejército de Gaitán, pero éste se dio cuenta rápidamente
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

de que su presencia constituía un riesgo y una desventaja, y lo mantuvo


vigilado. Cuando Prestán cayó en manos de las fuerzas del gobierno, le si­
guieron consejo de guerra y fue ahorcado. E. T. Parkes, Colombia and the
United States, Vol. n, pp. 308-317; St. John a Rosebery, junio 10 delS86, en
f o 55-323; F. Soto, op. cit., pp. 45-46 para la conducta de Gaitán respecto

a Prestán, y su resistencia a la presión norteamericana para que se rindie­


ra, hecho al que debe en parte su fama postuma. La'Rebelión, pp. 109-110,
113, 151, 195, 197.
Los otros detalles de este párrafo están tomados del relato del sitio que
hace Samper y que está citado más arriba.
41•Para las victorias de Casabianca, véase La rebelión. Existe el relato de
un participante en B. Rodríguez, Mis campañas, 1885-1902, Bucaramanga,
1934, aveces demasiado exagerado. Es interesante observar que el último
oponente en el campo de batalla de Casabianca fue el inquieto y desafor­
tunado políticojorge Isaacs, autor de María: «Jorge Isaacs pretendió levan­
tar algunos pueblos del norte; pero, desprestigiado, refugióse en las mon­
tañas de Anaime con cien hombres, y allí fue batido por dos compañías del
Arboleda (Batallón 5o) . Isaacs logró escaparse, pero creo que pronto lo
tendremos en nuestro poder», La rebelión, p. 194.
42-Entre los muertos en La Humareda estaban los generales Hernán­
dez, Bemal, Sarmiento, Capitolino Obando, Lombanay Vargas, y Luis Lle­
ras. El corazón del general Hernández, de tamaño mayor que lo común,
se conservó en una botella «en la botica de Ribón Hermanos» en Mompox.
Esta «hecatombe», en la que los radicales perdieron también la mayoría
de sus barcos, se convirtió rápidamente en parte vital de la mitología libe­
ral de la derrota. «El Partido Liberal... semejante a los emperadores roma­
nos, se puso de pie para expirar» (J. M. Vargas Vila, Pinceladas sobre la última
revolución en Colombia», y Siluetas políticas, I a ed., Maracaibo, 1887; vuelto
a publicar como Pretéritas, México, 1969. Otras muchas ediciones). La ba­
talla tuvo lugar el 17 de julio de 1885.
La muerte del general Manuel Briceño, de fiebres, en Calamar, el 13
de julio, ofreció al gobierno y a los conservadores el principal mártir de
la causa. Briceño fue la figura más importante en la insurrección conser­
vadora de 1876-1877 y autor de un relato de esa guerra, además de una mo­
nografía sobre el levantamiento.de los Comuneros: Los Comuneros; historia
de la insurrección de 1781, Bogotá, 1880, que es todavía un estudio valioso.
La rebelión, p. 168, para su muerte: süs funerales coincidieron con el juicio
de Gaitán.
43' R. Cáceres, op. cit., pp. 117-118.
M a l c o l m D eas

F. Soto, op. cit., n, pp. 158,163,168. La popularidad de Gaitán irritaba


a Camargo, quien sospechaba que él y Acevedo tenían todavía parte de
los fondos que habían conseguido en Barranquilla.
^ R. Cáceres, op. cit., p. 122.
45- Proceso, p. 144.
46-Para Bodega Cental, La rebelión, p. 204; F. Soto, op. cit., n, p. 180, y para
la etapa final de la misma, p. 220 y La rebelión, p. 214.
47-La fecha en Soffia a Aniceto Vergara Albano, 20 de octubre de 1885.
Archivo Nacional, Santiago, Chile, Relaciones Exteriores, Vol. 302. (Este
despacho, que no aparece en la selección de R. Donoso, describe el am­
biente de nerviosismo que reinaba en Bogotá durante eljuicio de Gaitán.)
Véase también Palacio, op. cit., pp. 298 y ss. Aparentemente Núñez habló
del «fantasma de Gaitán» en una conversación con el general. Ulloa, quien
fue uno de los jueces del juicio, p. 302.
La opinión anterior de Núñez sobre la inutilidad de juzgar a los rebel­
des está tomada del artículo «Reflexiones», Reforma Política, i (n ), p. 260.
48-Sobre Urdaneta, véasePilar Moreno de Angel, Alberto Urdaneta, Bogo­
tá, 1972, en especial Cap. xin, «El fiscal».
El historiador liberal Laureano García Ortiz tenía una copia del jui­
cio que hoy se encuentra en la Biblioteca Luis Angel Arango; frente al
nombre de Urdaneta, el historiador escribió al margen «canalla» y también
hace referencia a su talento como grabador y a su maravillosa hacienda en
la Sabana, llamándolo «el monedero de Canoas».
49- Los discursos finales aparecen en el Proceso, pp. 102-156; 157-164.
Véase también F. de P. Borda, op. cit., p. 134. Gaitán pensaba que no podía
haber progreso sin sufrimiento.
5°. p a ja d o pone en duda que Núñez haya pensado hacerlo fusilar, op.
cit., p. 307; «Núñez era, como todos los grandes políticos, un gran come­
diante». Soffia informa sobre la intervención a su favor de «la parte impar­
cial y sana de la capital» en el despacho citado más arriba. Cordovez Mou-
re, en Reminiscencias, p. 308, dice que el arzobispo intercedió por Gaitán.
Los escritores liberales sacaron todo el partido posible de las circuns­
tancias que rodearon la muerte de Gaitán Obeso, en especial Vargas Vila.
Existen algunos documentos sobre su muerte y entierro, en un panfle­
to extraño, escrito por Inés Aminta Consuegray A., Meditaciones del Gene­
ral Ricardo Gaitán O. en su prisión de Cartagena y Panamá, sin lugar (1886),
pp. 78-87. Véase también la copla:

A Cartagena me llevan,
Yo no sé por qué delito;
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Por una papaya verde


Que picó mi pajarito. .

En A. J. Restrepo, El cancionero de Antioquia, Medellín, 1971, p. 177,


¿acaso una referencia folclórica a las dos Margaritas?
En Maracaibo, 1887, se publicó una colección de escritos en homenaje
a Gaitán: Coronafúnebre a la memoria del General Ricardo Gaitán Obeso.
51•Proceso, p. 118. Sin embargo, en otro momento Urdaneta reconoció
que Gaitán tenía otras cualidades: «Su fisonomía es del todo agradable,
y procede en los actos de la vida como hombre galante; sabemos, además,
que es persona valerosa», p. 107.
52- Sobre el Tolima, aparte de las descripciones de Ambalema citadas
más arriba, consúltense los relatos de 1876-1877 de M. Briceño y de Cons­
tancio Franco V. Sobre la violencia rural, véase la extensa comunicación
«Los monstruos de Coyaima», en El Comercio, agosto 26 de 1884, de Ino­
cencio Monroy. ’
Se encuentran otras descripciones de la sociedad del Tolima en esta
época en F. Pereira Gamba, La vida en los Andes colombianos, Quito, 1919,
Cap. n, y Rosa Camegie Williams, A Year in the Andes: A Lady ’s Life in Bogo­
tá, Londres, 1882.
La opinión de St. John a Rosebery, abril 22 de 1886, FO 55-322.
Saavedra en el Proceso, pp 199-200.
53‘ F. Soto, op. cit., IP, p. 56; R. L, .'Cáceres, op. cit., p. 124. Los jefes que
intentaban mantener una disciplina demasiado estricta perdían rápida­
mente sus hombres, los cuales desertaban o se pasaban a otros ejércitos.
54- El cabo Acuña en R. L. Cáceres, op. cit., pp. 38-39.
En el Archivo del GeneralJulián Trujillo, que se encuentra en el Archivo
Histórico Nacional, Bogotá, hay una serie de cartas escritas por soldados
rasos del ejército del gobierno, en 1876-1877, a su comandante. En algu­
nas de ellas, los hombres resaltan sus servicios anteriores a favor de la cau­
sa liberal y utilizan frases como «la causa del siglo y de las luces» y palabras
como «progreso».
Con demasiada frecuencia se asume que los ejércitos estaban con­
formados por peones obligados a luchar por susjefes terratenientes. Es
indudable que el gobierno rehuiría al reclutamiento forzoso y, algunas
veces, también lo hacían así losjefes revolucionarios, pero esto es diferente
a la presunción anterior, y los inconvenientes obvios del reclutamiento
forzoso hicieron que los terratenientes trataran de evitarlo. ( Véase mi «A
Cundinamarca Hacienda, Santa Bárbara 1870-1914», en Landlord andPea-
M a lg o l m D eas

sant in Latín America, ed. K. Duncan y I. Routledge, Cambridge, 1977.)


Es cierto que a veces los terratenientes movilizaban a sus dependientes
— véanse los compromisos de conservadores notables en M. A. Nieto, op.
cit., pp. 112-122, y sus actividades posteriores, pp. 147-152; el autor mencio­
na a «mi inolvidable amigo Hipólito Nieto, quien dio a todos sus arrenda­
tarios los caballos de la hacienda, pagó los fletes de los que no los tenían
propios y las raciones de la gente pobre, obsequiando tanto a la venida
como al regreso y como él sabía hacerlo, a toda esa gente. Esto le costó muy
cerca de tres mil pesos». (Obsérvese que Hipólito les pagó.) Sin duda esta
clase de reclutamiento voluntario podía hacerse en las regiones de orga­
nización más señorial de Cundinamarca, Boyacá y Santander; pero aun
en ellas, en última instancia, era menos importante que el reclutamiento
forzoso por parte del gobierno y, con frecuencia, los terratenientes no te­
nían ninguna influencia en esas comisiones de reclutamiento. Es posible
que la movilización espontánea tuviera tanto que ver con la solidaridad
local y con el prestigio de losjefes locales como con los vínculos de depen­
dencia económica, definidos en forma simplemente mecánica. No se pue­
de excluir la presencia de un elemento «feudal», pero tampoco se le debe
dar demasiado peso. Los conservadores reclutaron los peones del Ferro­
carril del Norte, exactamente como Gaitán Obeso había reclutado unos
pocos que estaban trabajando en el Ferrocarril de La Dorada. ¿Refleja esto
un mecanismo feudal?
Hay un cable en La rebelión que muestra cómo la acción vigorosa por
parte de los hacendados era algo excepcional: «La Mesa, 2 de julio de
1885... Tengo el gusto de participarle que el señor Manuel Dueñas, con
los peones de su hacienda, atacó a unos señores que se preparaban para
pronunciarse en contra del Gobierno Nacional, y les tomó once reming-
tons, más de mil cápsulas, mucho plomo, bastante pólvora, varias armas
de percusión: bestias, monturas, cometa, ropa, etc. etc. Los hacendados
comienzan a convencerse de que necesitan auxiliar de todas maneras al
Gobierno Nacional, para salvarse de los comunistas. Vuestro servidor y
amigo, Lucio C. Moreno», p. 61.
La mayoría de los observadores extranjeros se inclinaba ajuzgar la ca­
lidad de las tropas y su identificación con determinada causa, por la presen­
cia o ausencia de uniformes adecuados. Por ejemplo, véase Sir Frederick
Treves, The Oradle of theDeep, Londres, 1910, pp. 559-362. En sus comenta­
rios siempre hay una presunción tácita de que sus propios ejércitos eran
diferentes en la forma y el espíritu.
55- «Le Petit Caporal» era el apodo de Napoleón Bonaparte, y a ese gran
demagogo venezolano, Cipriano Castro, lo llamaban «El Cabito»,J. D. Za-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

rante, Reminiscencias históricas. Recuerdos de un soldado liberal, Corica, Carta­


gena, 1933, p. 5; Garante fue veterano del «ejército de ciudadanos» de
Gaitán, J. M. Vargas Vila, op. cit., pp. 183-190.
56. J. H. Palacio, op. cit, p. 118.
57' R. L. Cáceres, op. cit., p. 40.
5S- Sobre los soldados véaseLa rebelión, p. 188, comunicación sobre «tan
desenfrenada chusma» desde La Ceja, Antioquia: «Pero el hecho más es­
candaloso y que da una idea más clara de la perversidad de los malhecho­
res en referencia, es el ultraje inferido a la sagrada imagen de Jesucristo
crucificado. En la casa de Primitivo Valencia (Varguitas), después de sa­
quearla como las anteriores, dejaban sólo la imagen antes dicha, y para no
llevarla, y para mofarse de todo lo santo y sagrado, la tiraron debajo de una
cama y le pusieron queso, de los robados por supuesto, dizque para que
comiera, profiriendo expresiones como éstas: “Come, maldito, para que po-
dás aguantar”, “chupa por godo, demonio”. Esto es cuanto puede decirse
de estos endemoniados, abortos del averno, que son capaces de abofe­
tear con tanto descaro las creencias de un pueblo libre, y de insultar a la
faz del mundo los derechos de los asociados y sus ideas religiosas y socia­
les».
Aún entonces, el escritor añade «que no fueron todos ladrones: hubo
excepciones honrosas».
59- R. L. Cáceres, op. cit., p. 23, R. Núñez, Reforma Política, ni, «El Rela­
tor», p. 238. .
60-Todavía el 22 de diciembre de 1884, el ministro inglés — que defi­
nitivamente no es la mejor de las fuentes, pero a quien al menos no se le
puede acusar de ser ni imaginativo ni ingenioso— pensaba que Núñez re­
chazaría a los conservadores y negociaría con los radicales.
St. John a Granville, 22 de diciembre de 1884, en FO 55-302.
61- E. Pérez, op. cit, pp. 238 y ss.
62-Ed. G. Hernández de Alba, Epistolario de RufinoJosé Cuervo con Luis
María Lleras y otros amigos yfamiliares, Bogotá, 1969, pp. 148-151.
63‘ «El Relator», Reforma Política ni, Loe. cit.
64' Para los liberales, Gaitán Obeso era, claro está, un caudillo; para los
independientes y para los conservadores era un cabecilla. El análisis más
completo que he visto sobre el término «caudillo» está en Cuaderno de So­
ciología, No. 4, Universidad déla Elata (Argentina), 1965, en el artículo de
Afilio Cornejo, pp. 94-97.
65- No estoy seguro a quién deba otorgarse el crédito de la primera
clara formulación de este principio; aquí se tomó dej. H. Palacio, op. cit.,
p. 280. Los historiadores lo han tenido muy poco en cuenta.
M a l c o l m D eas

66, Claro que sería posible — y sin duda muy de acuerdo con tendencias
de moda— intentar cuantificar el daño que causó esta guerra, en forma
mucho más elaborada que la que se empleó en eljuicio. El estudioso que
se incline a hacerlo debe leer primero la tesis de F. Garavito A., Influencia
perniciosa de las guerras civiles en el progreso de Colombia, Bogotá, 1897, en es­
pecial «Segunda parte, perjuicios económicos», pp. 34 y ss. La tesis tiene
un prudente respeto por lo no cuantificable. J. M. Samper, op. cit, p. 270.
Las cifras de la destrucción, de los hombres movilizados y de las pér­
didas, son pequeñas en comparación al estándar europeo o norteamerica­
no de la época, pero también debe tenerse en cuenta que ésta no fue ni
la más sangrienta ni la más larga de las guerras civiles colombianas. De to­
das maneras esto no hace que, proporcionalmente, los trastornos hayan
sido menores.
L a p r e s e n c ia d e l a p o l ít ic a n a c io n a l e n l a
V ID A P R O V IN C IA N A , P U E B L E R IN A Y R U R A L DE
C o l o m b ia e n e l p r im e r s ig l o d e l a R e p ú b l ic a

L ’essentiel est d’avoir soupqonné que la democratie serait


plus largement répandue que la modemité.
...Ndtre incrusion dans l’histoire culturelle entrainat ainsi
la meme legón que tout a l’heure l ’histoire sociopolitique, ou
nous declarons nepouvoir expliquer le village sans
l ’environment nationál, ni l’opinion du peuple sans le
voisinage bourgeois: toute explication requier l’ensemble,
toute histoire se voue a Vechec si elle n ’aspire a étre totale;
maispourpeu qu’elle le tente, et meme si l ’impeifection du
résultat n’estpas a l ’hauteur de Vambition, elle ne sera
jomáis étroite, elle ne serajamais «villageoise».
M. A g tjlh o n , La République au Village, p p . 471 y 483.

Se oyen vivas entusiastas, todo el ruidaje de hs miserables


acontecimientos extraordinarios de los hombres.
J. J. V a r g a s V a l d é s , «Mi c a m p a ñ a en 1854»,
en A mi paso por la tierra, p. 188.

^N rn gú n examen del mundo rural colombiano debe excluir de sus


consideraciones la política. Como muy bien señaló Manuel Serrano
Blanco, nadie puede escapar a eso, y esta imposibilidad de escapar
es una de las peculiaridades de la política colombiana: para compro­
barlo no hay sino que pensar en los años 1946 en adelante, y el rom­
pecabezas que representan para la ciencia política convencional1.
Bajo cualquier definición, Colom bia nace y sigue viviendo durante
mucho tiem po com o un país muy rural sin ciudades grandes, con
condiciones com o para que una población relativamente grande
en el conjunto de Am érica Latina pueda, con mayor o m enor dina­
mismo, vegetar: crecer com o la naturaleza. Pero decir esto está muy
D e l p o d e r y i a g r a m á t ic a

lejos, com o todos los colombianos lo saben, de decir que esta po­
blación vive fuera de la política. Los estudiosos están empezando
a explorar con más precisión la naturaleza de esta innegable politi­
zación de las zonas rurales. Hay algo escrito sobre caciquismo, gamo­
nalismo — clientelismo, la palabra en boga— , concepto tan abusado
que, de ser una explicación parcial útil, corre el riesgo de convertir­
se en una etiqueta tan generalizada que no servirá para explicar
ni para describir nada2. Sin negar que existan caciques, gamonales
y clientes — que los hay, los hay, buenos y malos, racionales y opri­
midos— , quiero poner en este ensayo un énfasis distinto, un correc­
tivo, y abrir un campo de especulación nuevo para la historiografía
moderna, y que sólo aparece de vez en cuando en la historiogra­
fía tradicional.
Las preguntas que quiero traer son estas: ¿Hasta qué punto se pue­
de hablar de una política nacional en el primer siglo de vida republi­
cana? ¿Hasta dónde en términos espaciales y en términos sociales
(y ambos están relacionados), llegó la política nacional en el siglo
xrx? ¿Hasta dónde es posible encontrar al ciudadano? ¿Cómo esa su­
puesta política nacional llegaba a las provincias y a los pueblos, al
mundo ruralP ¿Cuáles fueron los resultados de la politización del pri­
m er siglo: si hubo tal politización, qué importancia sigue teniendo?
Esto sería más que suficiente para un largo trabajo, p ero nos inte­
resa también otro enfoque: hay quienes dicen que no puede haber
política nacional sin economía nacional, ni articulaciones de intere­
ses de clase a nivel nacional sin economía nacional; la política, según
ellos, es tal articulación. ¿Tienen o no razón? Dos conclusiones se
me ocurren: o bien la economía nacional existía, o había una políti­
ca nacional anterior a la econom ía nacional, una píldora desagra­
dable para los regionalistas a ultranza y también para los marxistas
vulgares. Pero sigamos con las preguntas. ¿Qué transformación
sufren las ideologías llegando de sus polos de difusión — noción tal
vez útil también acá, y no sólo en econom ía— a los pueblos peque­
ños y más allá de ellos a las veredas, si es que llegan allá? ¿Se puede
conocer algo del contenido de la antología política a esos niveles?
¿Qué vamos a opinar — p o rq ú e s í vamos a opinar, con o sin dere­
cho— sobre la racionalidad o irracionalidad de esas antologías?
¿Qué sabemos de la política del analfabeto? Hay una tendencia a
suponer que el analfabeto es estúpido, o p or lo menos ignorante.
U n mínimo de reflexión lleva a la conclusión de que esto no es muy
M a l c o l m D eas

probable; p o r lo m enos debemos admitir que no conocemos mu­


cho sus horizontes o su conciencia; la pregunta sobre si se siente
granadino, colombiano, debe permanecer abierta. Y hagamos otra
pregunta, que aunque a primera vista no tenga nada que ver con las
anteriores, sí está íntimamente relacionada: ¿Qué importaba quién
mató a Sucre? Es una pregunta tan fascinante como la pregunta ori­
ginal, ¿quién lo mató?
¿Cuál fue el im pacto popular de la independencia? ¿Qué sabe­
mos de eso, fuera de que no les gustó, y con razón, a los pastosos?
¿Por qué no hay casi en la historia de Colom bia un m ovim iento de
marcado localismo? ¿Por qué en la historia colombiana, hasta hace
muy poco, hay tan contados rasgos de movimientos mesiánicos, con
su aura de frustración y recogimiento? ¿Por qué el movimiento típi­
co en Colombia se encuentra rápidamente dentro de un marco ge­
neral, nacional, aun internacional? ¿Cómo están esparcidos, en el
siglo xix y a principios de nuestro siglo, los entusiastas de la política,
y de dónde vienen? Es un lugar común — oso decir demasiado co­
mún— decir que Colom bia es un país de grandes variaciones regio­
nales y culturales: ¿Cómo relacionar estas variaciones con la politi­
zación del siglo pasado? El proceso no puede haber sido el mismo,
por ejemplo, en el Magdalena Medio y en los alrededores de Monguí,
.entre los negros libertos del Cauca y los indios de Tierradentro.
¿Cómo form ular estas preguntas de manera precisa e investiga-
ble? ¿Dónde pueden hallarse fuentes en este campo tan difícil que
es el pensamiento político de los humildes?3. Hago aquí un parénte­
sis: llamar humilde a la gente que no deja huellas de esta parte de
su actividad vital tal vez es prejuzgar la índole de esa gente; humilde
no describe muy bien el porte de, p or ejemplo, los seguidores del
general David Peña, él mismo de origen humilde, en el Cali de 18804.
Quiero confesar unos «intereses» intelectuales. Empecé a inquie­
tarme ante ciertas ideas recibidas que a primera inspección revis­
ten cierta plausibilidad, pero que tantas veces aparecen sin pruebas:
los campesinos en guerra civil llevados com o rebaño de ovejas, «vo­
luntarios» con la soga al cuello que se matan sin tener la m enor idea
de su causa; los analfabetos ignorantes, tema ya mencionado; la ima­
gen relativamente simple de la gente de tierra fría, muchas veces
pintada sin matices, com o uniformemente explotada y catequizada,
¿de dónde vienen entonces los liberales rurales de tierra fría? Tam­
bién, aunque yo mismo había escrito sobre este tema en sus albo-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

res, m e parecían cada vez más incompletas las teorías herméticas


de caciquismo, gamonalismo y clientelismo — sin negar, repito, la
existencia de caciques, gamonales y clientes— . ¿Incompletas de
qué manera? Prim ero, hay en ellas p oco o ningún lugar para las
ideas, o mentalités. Presentan un cuadro implícito de dom inio abso­
luto sobre una masa inerte o por lo menos una masa borracha en
el día de las elecciones; omiten la parte emotiva, la identificación
local y personal, el iluso amor del que habla Serrano Blanco. Empe­
cé a sospechar que esas teorías eran demasiado brutales y que lleva­
ban una dosis de condescendencia urbana. Com o explicación de
la naturaleza particular de la política rural colombiana son lógica­
mente incompletas: ha existido gamonalismo y clientelismo en toda
la Am érica Latina — y en muchas partes de Europa, por supuesto—
pero no produjeron una política rural a la colombiana, con los mis­
mos peligrosos nexos con la política nacional y su bien difundida
sectaria lealtad. Tam poco admiten esas teorías suficiente variación
local: obviamente las estructuras de p od er — suponiendo que en
todas partes las hay, lo que tal vez no siempre es cierto— 5 no van a
ser las mismas en todas partes, en el Palenque de San Basilio y en
Gramalote, en el Líbano com o en los llanos de San Martín: esas es­
tructuras van a «filtrar» la política nacional de maneras muy distin­
tas. Lástima que hasta ahora tan pocos antropólogos o sociólogos
hayan proporcionado, algo en este campo tan importante de la vida
de la gran mayoría de los colombianos. M e parece tan malo com o
incom pleto el manejo que se hace en estas teorías de los nexos en­
tre la localidad y los niveles de arriba, nexos vistos generalmente co­
m o exclusivamente materiales. Sin negarles importancia, cabe ob­
servar que ningún buen político descansa exclusivamente sobre lo
material, despreciando otros recursos, cualesquiera que sean sus
intenciones. En ese sentido, Colom bia es un país de buenos polí­
ticos. .
Investigando la historia de otros temas he ido encontrando prue­
bas de la presencia de la «política nacional» entre los estratos «hu­
m ildes» en lugares remotos, que m e han hecho pensar. El historia­
dor del siglo pasado en Colom bia se sorprende al principio ante la
dispersión de pies de imprenta' de las proclamas, hojas sueltas, fo ­
lletos y aun de los libros que encuentra en sus estudios. Los autores
tenían sus razones para gastar dinero en esos mecanismos de for­
mación de opinión; pocos lo hicieron p o r mera vanidad de escri­
M a l c o l m D eas

tor. El lector de los costumbristas halla también muchas huellas de


lo mismo: el prim er coronel corresponsal frustrado de provincia no
es el famoso Buendía de García Márquez, sino Félix Sarmiento, per­
sonaje de Olivos y aceitunos todos son unos, de Vergara y Vergara,
18686. Tuve la suerte de encontrar en La Gaceta Mercantil de 1849
un relato muy pormenorizado de una gira hecha por el general José
María O bando en la costa — ojo, no por Pasto ni p o r el Cauca ni
p or el centro del país, sino por la pura costa— al regresar de su
persecución en el exilio7. En el interesantísimo estudio de D iego
Castrillón Arboleda sobre Quintín Lam e impresiona al lector lo
extenso de los viajes del protagonista, sus relaciones con políticos
de clase alta com o el general Albán y de vuelo alto com o Marco
Fidel Suárez; su conservatismo; su visión de conjunto de la política
nacional y su conocim iento de la historia del im perio español; su
fama creciente, su estilo puro José Eustaquio Rivera, ese indio ha­
bía «salido muy lejos de la selva», para emplear su propio lengua­
j e 8. Los acontecimientos de mediados del siglo pasado todavía no
han recibido la debida atención, especialmente lo que sucedió fue­
ra de Bogotá: existe una m agnífica y detallada documentación so­
bre el Valle, y al mismo tiempo fuentes menos ricas p ero menos ex­
ploradas sobre otras partes9. Hay también una frondosa folletería
sobre la Guerra de los Supremos, en la cual por prim era vez en la
historia republicana — con excepción de la Patria Boba— hay in­
tentos concertados de movilizar la opinión de provincia en pro de
uná nueva definición de la estructura nacional, intentos que dejan
muchos sorprendentes pies de im prenta10.
L o que traen los viajeros es escaso sobre la política a este nivel,
pero no deja de ser insinuante. El sueco Cari August Gosselman es
uno de los primeros — viajó entre 1825 y 1826— en notar la impor­
tancia política del mestizo, observación que se repite con mayor o
m enor desaire en mucho relato anglosajón11. Isaac Holton, aunque
botánico, se interesa un poco por la política y apunta el interés, pa­
ra él algo exagerado, que el típico neogranadino tiene por temas
políticos; incluso pone en su libro una conversación política en pro­
vincia12. L a cita que más m e hizo reflexionar aparece sin embargo
en un libro sobre Venezuela: En los trópicos, de otro naturalista, el
alemán Karl Appun. Viajando en pura provincia a fines de la déca­
da de 1850, encuentra en una tienda gente que le habla de políti­
D e l p o d e r y l a g r a a l ít i c a

ca13. Esto no le interesa, y en su relato no oculta que le enfada, ac­


titud ésta que m e hace especular y me trae ciertos recuerdos.
¿Por qué le fastidia a Appun que estos provincianos venezola­
nos hablen de política? Una respuesta podría ser: esa gente proba­
blem ente es de pocas letras; el ambiente es pobre; tal vez la gente
habla con menos inhibición de lo que la gente de extracción para­
lela hablaría de la política en «Las Europas», como dicen ellos; esta
gente está lejos de Caracas y no debería haber sido, según los pre­
juicios de Appun, muy afectada por los cambios Páez-Monagas-Páez
que son tema de la conversación. Pero éstas no son bases lógicas que
justifiquen la reacción de Appun, con la excepción de lo último — la
lejanía de Caracas y el argumento de que a esta gente no le va a afec­
tar mucho lo que pase en la política nacional— . Y esa inmunidad me
parece muy poco probable. Siempre parte de la gente de tienda de
camino está formada p or arrieros, quienes deben mantenerse in­
formados p or razones prácticas y no p or mera curiosidad. La caí­
da de los Monagas y el regreso de los godos, los asuntos de la etapa
del viaje de Appun, sugerían la posibilidad de guerra civil — esta
vez iba a ser la «Guerra Federal», prolongada y extendida— . Una
guerra civil afecta a mucha gente, y especialmente a los caballeros
de provincia y a los arrieros que conversan en el cuadro de Appun:
éstos con su capital en ganado o en muías corren riesgos muy ob­
vios, y mucho mayores que los que corren naturalistas extranjeros.
La conversación gira alrededor de la próxim a caída de los M o­
nagas, jefes del liberalismo venezolano, y el liberalismo venezola­
no se había hecho muy discutido, por m edio de unas campanas de
prensa intensiva, con la retórica más igualitaria vista en esta parte
del mundo (el norte de Am érica del Sur) en los primeros cincuen­
ta años de la independencia. Venezuela ya había experim entado
el drama de las persecuciones de An ton io Leocadio Guzmán y de
Ezequiel Zamora, de la victoria ganada p or José Tadeo Monagas y
sus amigos sobre el Congreso conservador (curiosamente la prime­
ra revolución en el mundo del revolucionario año 1848), la caída
y el exilio de Páez, la liberación de los últimos esclavos. Algunos es­
tudios presentan la evid en cia re una divulgación ideológica y una
movilización política relativamente grandes: ¿Por qué dudar de que
gran parte de la población mestiza mulata de la p oco señorial Re­
pública de Venezuela por un tiempo supo gustar de la igualdad, del
federalismo y de los Monagas, y rechazó a los godos no sin cierta ra­
M a lc o lm D eas

zón? Después viene la decadencia, pero no hay por qué negar que
hubo mucho tema de conversación de tienda14.
Appun me recuerda ciertas actitudes inglesas frente a la polí­
tica de los Estados Unidos en la época de Jackson, las de Fanny
Trollope y Charles Dickens entre otros15. Hay que reconocer que
al estar en Colom bia y en Venezuela se está en América, y que a pe­
sar de todos los contrastes hay ciertas corrientes americanas que
ambas Américas tienen en común. Dichas corrientes en ambas Amé-
ricas caen mal a los estratos conservadores de clase alta, los cuales
asimilan la crítica europea y se manifiestan aún más críticos que un
neutral com o Appun. Pero son reconocidas por los mejores talen­
tos políticos, liberales y conservadores. El general Santander era
admirador del general Andrewjackson; intentaba presentar al ge­
neral Obando com o el Jackson de la Nueva Granada16.
Hay un paralelo también entre ese rechazo de parte de euro­
peos y de frustrados aristócratas criollos — «esa gente del pueblo
no debe tener ideas sobre política nacional»— y nociones más m o­
dernas de falsa conciencia: «Esa gente del pueblo no debe tener
esas ideas tan anticuadas y tan poco progresistas en las cuales creen».
P or el m om ento, sugiero una prudente suspensión de juicio. Vol­
vamos a un campo menos especulativo, al mundo rural colombia­
no del prim er siglo de la independencia.
Una parte sustancial de la política es el manejo del aparato esta­
tal, f la presencia de la política de algún m odo va a la par con la pre­
sencia de ese aparato. ¿Hasta dónde y de qué manera llega el apa­
rato estatal a nuestro campo? Claro que los límites de este artículo
no perm iten una respuesta muy detallada, pero a grandes rasgos
se le puede describir en la lista siguiente, que presento sinjerarqui­
zar sus elementos y sin pensar que no se puedan añadir otros, y sin
decir que en todas partes todo tiene igual importancia, ni opinar
para nada acerca de la bondad o maldad de su contenido, ni sobre
si trata o no de la implantación del sistema capitalista mundial. Es
un inventario preliminar, no más:

1. El aparato fiscal está presente en los diezmos, los m ono­


polios de tabaco, sal y aguardiente, en el papel sellado (tan
respetado p or Quintín L a m e ), en las alcabalas y los peajes,
en la contribución directa y en el trabajo personal subsidia-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

rio, sin m encionar más. El contribuyente en el acto de con-


. tribuir tiene la sensación de ser de una entidad más grande,
aun cuando la sensación no es nada agradable. Ciertas ra­
mas de las arriba citadas pesaban más sobre el campesino
y molestaban más al campesino que a otros elementos de
la sociedad.17
2. La cuestión de la esclavitud: la decide el gobierno nacional.
3. Legislación sobre tierras — baldíos, notariado y registro— y
sobre minas: gran parte de esta legislación también es asun­
to nacional.
4. La milicia, reclutamiento para el ejército: uno de los temas
más frecuentemente debatidos en el siglo pasado. El Estado
se hace sentir en eso, y a su m odo la oposición también. Sin
duda deja efectos políticos: ciertos pueblos de Boyacá llegan
a sentir orgullo p or su contribución militar18.
5. Legislación indígena: afecta muchas tierras, a los indios de
resguardo y a sus vecinos19.
6. Delimitaciones administrativas y sus cambios: éstas pueden
ser afectadas por cambios políticos nacionales; pueden sus­
citar fuertes peleas locales.
7. Reglamentación de la Iglesia en general, y en particular de
las manos muertas y de sus propiedades. Esta institución na­
cional (y supranacional)- tuvo tanto que ver con tantos aspec­
tos de la vida de gran parte del campo colom biano hasta
hace muy pocos años, que la secularización de los historia­
dores modernos amenaza con grandes malentendidos y aun
con una falta total de com prensión20.
8. Educación: su estudio histórico casi no existe.
9. Pesas y medidas y moneda.
10. Las tarifas de aduana.
11. Correos y telégrafos.
12. Justicia.
13. Elecciones: el país tiene una de las historias electorales más
largas del mundo, en la cual el aparato estatal ha cumplido
su bien conocida función. Esto se rem onta p or lo menos a
los tiempos de la Gran Colombia: véase al Conde Adlercreutz,
sueco y militar boíívariano, muy experto en el manejo de
elecciones de 1827 en M om pox21.
14. Ciertas obras públicas pagadas p o r el Estado tienen fuerte
impacto local, aun'en el siglo pasado.
M a l c o l m D eas

El propósito de esta lista no es presentar algo im ponente: de­


trás de sus renglones hay un Estado nacional famélico y escueto. Sí
es para demostrar que hubo algo de Estado nacional con una presen­
cia y actividad difundidas, con cierto significado local. Nos encon­
tramos aquí con otro paréntesis necesario. Escribo local. El pro­
blema que cada uno tiene que enfrentar es cómo defin ir rural: no
sólo para m í es un punto que reviste importancia. Claro que no voy
a definir com o rural únicamente esas regiones y su población que
quedan tan lejos y son tan pobres o tan autosuficientes y tan escondi­
das que la política y la actividad estatal no las toca nunca. El proble­
ma subsiste. El padrón de asentamiento es muy variado en Colombia,
y esto debe tener alguna relación con la naturaleza de la comunica­
ción y la movilización política. Mucha de la vida rural de Colombia
es vida de pueblo pequeño, con posibilidades que la palabra rural
en sí no sugiere: posibilidades burguesas e intelectuales. Hay mu­
cha gente en el cam po colombiano, además de los elementos de
cabecera de municipio o de pueblo grande, que no viven de la agri­
cultura de una manera directa, aun en vereda aparte: hay artesa­
nos que producen, y producían, para mercados extensos y lejanos;
que tienen que pensar en la suerte de esos mercados, suerte aveces
ligada con la política; hay dueños de tienda, cuya función política
está descrita en más de un cuadro contemporáneo p or viajeros y,
magistralmente, p o r Rufino Gutiérrez en su m onografía sobre el
Cundinamarca de hace un siglo22. De vez en cuando incluso hay te­
rratenientes con sus agentes: la misma tendencia historiográfica
que goza con el hallazgo de rasgos de «feudalism o» goza también,
de manera contradictoria, con pintar la vida rural com o aislada.
Hubo política aun dentro de la hacienda: sus características en la
hacienda de Santa Bárbara, Sasaima, quedan claras en la corres­
pondencia entre el administrador y el dueño, que he descrito en
otro lugar23. Hay haciendas que tenían fama política, com o por ejem­
plo la hacienda goda del general Casabianca en el Líbano liberal24.
Había política en los resguardos, en las zonas de colonización, tan­
to ayer com o hoy.
Vamos a la consideración del segundo renglón en nuestro esfuer­
zo p or delimitar las posibilidades y probabilidades de algo que se
podría llamar «política nacional» a nivel local, rural: los medios de
comunicación, las posibilidades que existían para el intercambio
de noticias y la form ación de una conciencia nacional, el conoci­
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

m iento de que pasan cosas en la entidad grande que afectan los


intereses locales, que hay posibilidades de actuar con provecho en
un conjunto mayor, que por lo menos existe la necesidad de tomar
medidas de defensa. Todo esto no tiene que ser de ningún modo
perfecto, y perfecto nunca va a ser. Sabemos muy poco sobre comu­
nicación inform al — o m ejor dicho oral— en política, de cóm o se
formaba la antología local de ideas sobre política nacional, o de cómo
se form a hoy en día: no tenemos sino nuestras trajinadas nociones
de clientelismo, arriba criticadas. Reconocemos nuestra ignorancia.
Pero reconocem os también algunos hechos que no han recibido
la debida atención.
La gente de Colombia habla, y ha hablado durante siglos, la mis­
ma lengua desde la Guajira hasta el Carchi, por no decir más allá.
N o hay grandes obstáculos lingüísticos que se opongan a la unidad
nacional25. Esto no sucede en toda Am érica Latina; no es lo mismo
en México, Guatemala, Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay. Tampoco
es el caso en ciertas naciones de Europa: sería posible argumentar
que Italia o incluso Francia tenían menos unidad lingüística en el
siglo pasado que la pobre Nueva Granada, con todas sus pintorescas
excepciones26. Frente al nuevo énfasis sobre la importancia, aveces
definida com o primordial, de la región, hay que reivindicar esta he­
rencia de conquista y colonia^ además de la unidad administrativa
que deja a la República, y a la cual ya hemos aludido.
El mapa de las comunicaciones interiores del siglo pasado se pue­
de reconstruir con gran detalle utilizando a los geógrafos y otros
informes contemporáneos, tales com o Agustín Codazzi y Felipe Pé­
rez27. H ay intercambios más o menos continuos, y p or donde pasa
el com ercio pasan las noticias: poco com ercio todavía puede traer
mucha noticia. Deducir de un tráfico miserable una ignorancia mu­
tua tal vez sea exagerado. Vale la pena leer ciertas fuentes de nuevo
para ver qué luz echan sobre la cuestión de cóm o y con cuánta de­
m ora y cuánta distorsión llegan las noticias. A María Martínez de
Nisser, com o muestra su Diario de los sucesos de la revolución en la pro­
vincia de Antioquia en los años de 1840 i 1841-&, le llegan en Sonsón
y sus alrededores muchas noticias de todas partes de la entidad geo­
gráfica que esa patriota no duda constituyera la República de la Nue­
va Granada una e indivisible — en contraste con los que van «despe­
dazando (...) el país con pretextos miserables»— . La inform ación
llega con cierto retraso: la noticia del levantamiento de Salvador
M a l c o l m D eas

Córdova tarda txes días en llegar a Sonsón desde M edellín; la bata­


lla de Huilquipampa, gran desastre para «el cabecilla O bando» en
el sur, ocurre el 29 de septiembre, pero la señora de Nisser no reci­
be información hasta el día 12 de noviembre. N o siempre lo que lle­
ga es exacto. Pero llega mucho, y con detalle y drama, y p or muchos
medios: el diario m enciona proclamas, cartas personales (que muy
rápidamente pasan entre amigos de la misma causa, y probablemen­
te entre enemigos también, a ser cartas públicas), boletines, papeles,
impresos de Bogotá, la llegada de infelices-9, de tropa, de voluntarios, el
impreso faccioso E l Cometa, «cuatro letras de mi esposo», etc. Se sabe
lo que pasa en la costa, en el centro, en el Cauca y en el sur; se opina
sobre el flamante Estado soberano de Riohacha, sobre los pasto­
sos, sobre la heroica figura del «Gran N eira»; se espera «qu e el ca­
ñón que en Salamina se disparó en favor del gobierno, i que allí san­
tificó la constitución i sostuvo su sacrosanta inviolabilidad haciendo
m order el polvo a los rebeldes, estenderá sus favorables consecuen­
cias, i dejará oír su estallido en toda la República».
Esto no es sino explorar a medias una sola fuente. Sería posible,
más posible y más indicativo tal vez, interrogar de la misma manera
la amplia documentación sobre Cali y sus alrededores diez años
después para tratar de m edir la frecuencia de la llegada de noticias
, del resto del país (e incluso de fu era ), y el impacto que esto ejerce
sobre la zona. M aría M artínez de Nisser no da únicamente prue­
bas de sus propios conocimientos en su diario; observa además
cóm ó la facción de Córdova trabaja al pueblo — «esta escoria de la
sociedad»— en su favor. Agita cuestiones de «exacciones, recluta­
mientos, intrigas eleccionarias, reinscripciones impopulares, poster­
gaciones i rem ociones injustas»; critica al gobierno «p o r haberse
dejado rodear (...) de los godos santuaristas i demás desnaturali­
zados; p or que ha sido Obando perseguido injustamente, siendo
éste uno de los más formidables enemigos del general Flores, por
la serie de disgustos i persecuciones con que se dio la muerte al muy
eminente general Francisco de Paula Santander; p or que la con­
ducta del Presidente es considerada com o cruel, inepta, impopu­
lar e inhumana, i p or que el Presidente i sus adictos no den el suce­
sor que pretenden para la prim era magistratura»30. Más allá, «la
plebe (d e Sonsón) pertenece a la facción, a virtud de que don ja-
nuario i su hijo, han trabajado mucho en este sentido, diciéndola:
que Córdova i su partido, se han armado para defender la relijión;
D e l PODER Y LA g r a m á t i c a

que los bienes de los ricos, serán distribuidos entre los pobres; i que
sus jornales serán aumentados i m ejor pagados, razón p or la cual
toda estajente ignorante, ha abrazado ciegamente ese odioso par­
tid o »31.
Acá tenemos evidencia, temprana y de primera mano, de tres as­
pectos de nuestro tema: los medios de comunicación funcionando,
la presencia del Estado y com o éste suscita reacciones — las «exac­
ciones, reclutamientos», etc.— , y la gente presente que dentro del
marco local hace política, mezclando llamados nacionales o abstrac­
tos — por ejemplo acá «defender la religión » (no tan lejano en pre­
sencia de tanto cura pero por lo menos general y abstracto)— con
agitación más concreta e inmediata: «Q u e sus jornales serían au­
mentados i m ejor pagados». ¡Que suban el salario m ínim o y que se
bajen las tarifas de bus!
Aun en el estado actual de nuestros conocimientos es posible acla­
rar algo más algunos de los elementos acá presentes. Existe cierto
grado de movilidad de la gente. Nuestra imagen de la vida rural
probablemente es aquélla que tiene al campesino arraigado a su de­
rrita, consumiendo sus m onótonos días en la dura labor de su par­
cela. N o es negar esa dura labor observar que no todos los días de
todos los campesinos del país son así. Hay algunos grupos móviles
por su ocupación — los arrieros y otros intermediarios y otros por
ocasión— , desde los que vari al m ercado local hasta los que van a
ferias menos locales, los reclutados, los que entran en las migracio­
nes del tabaco, de la quina, del café, los colonizadores, los zapate­
ros de caminos, la gente de las riberas del Cauca y del Magdalena,
bogas, guaqueros32. José María Samper, en su Ensayo sobre las revo­
luciones políticas, y la condición social de las repúblicas colombianas, 1861,
ofrece un cuadro interesante de los movimientos típicos del campe­
sino de la región de Neiva, con su variedad de ocupación y de lu­
gar33. El circuito no es del tamaño de la República, pero la vida que
describe está lejos de ser m onótona, y sugiere que sería peligroso
generalizar sobre el caso del más asentado minifundista o concer­
tado de tierra fría. La movilidad, sin ser masiva ni general, tiene sus
consecuencias en el ambiénte político.
Existe un artesanado local: a mediados del siglo pasado se puede
notar en la prensa que en todas partes hay personas que se llaman
artesanos, personas que no han recibido la atención otorgada a los ar­
tesanos de Bogotá. Los hay en M om pox, en Cartagena, en Cali, en
M a l c o l m D ea s

el sur. «Artesano» es en parte un término de autoclasificación p o­


lítica, y sospecho que fue adoptado p o r mucha gente que no fabri­
caba nada y que no estaba afectada personalmente p o r cambios de
tarifa ni por vapores en el río Magdalena: su toma de conciencia no
necesariamente se explica por razones tan materiales; se puede de­
ducir cierta solidaridad nacional embrionaria de sus declaraciones
en distintos lugares durante estos años. Se comunicaban: tenían su
propia prensa, sus clubes afiliados, su red de corresponsales. En el
caso de Cali se puede ver cóm o esa agitación no queda confinada a
Cali misma: afecta muchas zonas que sería perverso definir com o
urbanas. Sospecho que de la misma manera más tarde el radicalis­
m o de un centro com o Ambalema o Bucaramanga se irradiaba mu­
chas leguas alrededor, y suscitaba reacción en contra donde no sus­
citaba apoyo34.
L a prensa, las bibliografías existentes y otros trabajos nos dan
una idea de cuánto se publicaba y en dónde35. En el año 1884 el Pbro.
doctor Federico C. Aguilar afirmaba que había en la República unos
138 «efím eros periódicos», «enjam bre de papeluchos que gritan,
atacan y desmienten, para mengua de esos órganos de publicidad,
de esa palanca de progreso que entre nosotros ha venido a caer en
el más grande desprestigio». Vale la pena citar su calificación de
esa prensa en seguida de su cifra: se trata de una prensa escrita con
miras a una audiencia común y corriente, y gran parte de esta pren­
sa es de provincia, no hay sino que notar otra vez los diversos luga­
res ápartados donde se publica36. ¿Qué impacto tiene dicha prensa
— y-los demás instrumentos menos recordados pero en su tiempo
importantes como las proclamas, los folletines, los «alacranes» y pas­
quines— en un pueblo que en su gran mayoría es analfabeto? La
respuesta precisa a esa pregunta no se conoce. N o sabemos mucho
sobre tiraje y redes de distribución, n o hay estadísticas de circula­
ción de la prensa hasta los años recientes. Tirajes reducidos, distri­
bución provinciana, precio relativamente alto; claro que por lo tan­
to en el campo 110 llegaba sino a los pocos letrados: cura, tinterillo,
administrador, com erciante37. Pero su escasez la hace más intere­
sante y aumenta el prestigio de los que la reciben. Sirve com o arma:
o a una María M artínez de Nisser o a «d on Januario i su hijo». Se
leía en voz alta. P or lo menos desde 1849 existe una prensa que se
dirige a los artesanos y al pueblo38; existe una prensa que unifica
la línea clerical; desde el general Santander en adelante, son po-
eos los políticos que no cuidan esa arma, y si la cuidan, no la cuidan
a causa de una desinteresada preocupación p or la educación po­
pular. T ienen en m ente determinada audiencia.
Hem os mencionado al clero entre los lectores de provincia: allá
está en el Diaño de María Martínez de Nisser, que apunta que hay
eclesiásticos en esa guerra, metidos de ambos lados, y nada calla­
dos. El clero en acción política, rampante en Cundinamarca, se des­
cribe a sí mismo y al m edio en que le tocaba actuar en el curioso
libro del Pbro. M. A. Amézquita, Defensa del clero Español y Americano
y Guía Geográfico-religiosa del Estado Soberano de Cundinamarca, del año
188239. El tema de la acción de la Iglesia en el campo es tan extenso
que no se puede tratar detalladamente en este ensayo, pero hay que
dejar constancia de tareas com o la labor de doctrina, de catequi-
zación, la construcción de iglesias, las misiones, la fundación de pue­
blos: todas esas actividades que a una nueva generación seculari­
zada suenan mucho más coloniales que republicanas, son llevadas
a cabo p or la Iglesia hasta bien entrado este siglo, algunas lo son
todavía hoy.
Frente a esa catequización conocida com o tal, empieza una cate-
quización liberal40. Recuerdo que don Luis Ospina una vez men­
cionó la posibilidad de estribir una historia democrática de ideas,
es decir, una historia de las actitudes, de las ideas de la gente común
y corriente, algo similar tal v e z a la historia de las «m entalidades»,
mentalités, que en años recientes están practicando algunos histo­
riadores franceses. Bien difícil, pero se puede empezar pensando en
algunos libritos de mucha difusión — Bases positivas del liberalismo,
por ejem plo, de Ignacio V. Espinosa, 1895, que hasta hace poco se
encontraba en muchas librerías de segunda mano, en las malas con­
diciones que indican que ha sido bien leíd o— . De Vargas Vila, au­
tor preclaro de pueblo pequeño, se puede decir que ningún autor
cumple tan perfectam ente esta función y ningún otro tiene tanto
éxito. Los periódicos citan los libros más leídos de la época, con mu­
cha intensidad en los años 1849 y siguientes. A veces tienen avisos
para su venta. Una actitud, pina frase, puede hacer carrera entre gen­
te que ni siquiera lee un periódico, mucho menos un libro41. (Recor­
demos que hoy en día la mayoría no lee libros, ni siquiera Seleccio­
nes, m tampoco una fotonovela.) Había bibliotecas: ¿Qué conclusión
sociopolítica debe sacar uno de la contem plación de la foto de los
«fundadores de la Biblioteca del Tercer Piso» en Santodomingo, An-
M a l c o l m D eas

tíoquia, a mediados de los años noventa, en el libro del profesor


Kart Levy, Vida y obras de Tomás Carrasquilla? Entonces no faltaban
ni libros ni intelectuales en Santodomingo42.
Recordem os lo obvio: siempre ha habido manzanillos también,
que dejan sus trazos en la literatura costumbrista, en la correspon­
dencia de los grandes, en folletos y en hojas sueltas. U n o de sus pro­
ductos típicos, las «adhesiones» con sus múltiples firmas vistosas,
competentes e incompetentes, con sus malhechas cruces seguidas
de «a ruego d e ...», que duermen en los archivos de los que por un
tiem po merecían tal marca de interesada atención. Algunas llegan
desde lugares muy remotos: entre los papeles de Aquiles Parra hay
dos del año 1876 que le llegaron de San Sebastián y de Atanques, en
la Sierra Nevada, entonces Territorio Nacional — la de San Sebastián
de la «escuela elem ental»— , y otras de Fonseca, Padilla, Tumaco,
Túquerres, Puli, Piedra (Tolima), Pradera, Cuenca (la «SociedadDe­
m ocrática» ), Magüí, Barbacoas, etc.43. A veces se im prim ieron en
colecciones: ¿Su nom bre en letra de m olde daba una satisfacción
mística al adherente? Tales libros ilegibles son por lo menos evi­
dencia de cierta actividad política; no hay que creer que la gente
admiraba tanto a la figura del general Reyes — gran catador de ad­
hesiones impresas— , ni que hubo un pollo en todos los pucheros,
.pero sí que hubo un político en cada aldea. Sus fraudes y trucos tam­
poco son necesariamente y siempre antidemocráticos en el sentido
amplio: «D on jan u ario i su h ijo» y sus semejantes no se preocupa­
ban por garantizar la pureza del sufragio, pero involucraban gente,
para sus propios fines, más abajo de, digamos, la gente políticamen­
te decente. Con falsificaciones, fraude, coacción, tergiversación, pue­
de empezar, com o en muchas otras partes, el camino largo hacia al­
go m ejor44.
Esta exploración de la comunicación política no significa que es­
tos medios fueron completos, ni eficaces, ni imparciales, ni aun be­
neficiosos. Sí reconoce que había gente que estaba más allá de su
alcance; que había sitios donde p or mucho tiempo no ocurrió nin­
gún acto político, donde el «aquí no pasa nada» tan común en la con­
versación política colombiana tiene un sentido exacto. Igualmente
reconoce que hay política lugareña, bien lugareña, que tal vez la
mayor parte del tiem po no tiene nada que ver con otras esferas.
Quisiera modificar el cuadro de gran aislamiento y sugerir que una
historia regional o rural, si es hermética no puede ser completa.
Hasta aquí lo que queda escrito puede haber sido previsible, o
por lo menos, una vez hechas las preguntas, las respuestas esquema­
tizadas no son tan sorprendentes en estos dos aspectos: por un lado,
presencia del Estado, y p o r otro, de los medios de comunicación.
Hay otros puntos más difíciles de tratar. Voy a comentar dos: los acon­
tecimientos y los héroes.
Ciertos hechos dramáticos son noticia en todas partes: hay mu­
chos en las guerras de independencia, hay el levantamiento de Cór-
dova, la conspiración de septiembre, el asesinato de Sucre, el asunto
del cónsul Barrot, el 7 de marzo45. Consideremos, a m odo de ejem­
plo, la muerte de Sucre: ajuzgar por los trabajos a que dio origen
— panfletos, justificaciones, escritos de periódico— produjo un fuer­
te impacto en toda la Gran Colombia, y la cuestión de quién lo mató
sigue vigente hasta más allá de mediados del siglo. Forma parte del
engrandecim iento de la figura de Obando, el colom biano más po­
pular del siglo pasado, que vamos a comentar en seguida. ¿Cuántos
colombianos habían form ado una opinión sobre ese asunto, y cuán­
tos hubieran confesado que no tenían la más m ínim a idea? Creo
que la mayoría tenía sus opiniones y que se definía en esas opinio­
nes; que esas opiniones tenían que ver con su autodefinición polí­
tica. Ahora Jorge Eliécer Gaitán ha sido algo olvidado, pero hace
quince años eran pocos los colombianos que no estaban listos a dar
una opinión sobe su-muerte. Un?siglo antes el tema de Berruecos hu­
biera sido igualmente conocido, tema que entraba en el folclor po­
lítico de todo el país. Quiero recordar ahora al lector una de las pre­
guntas planteadas arriba: ¿Por qué importaba quién había matado
a Sucre? Importaba porque ante este crimen, la gente definía su acti­
tud frente a los caudillos, los partidos y las otras corrientes de opi­
nión.
En el renglón de los acontecimientos que van politizando al co­
lombiano, las guerras civiles deben ocupar un lugar preponderante.
Ellas politizan de m odo variado; hay politización «defensiva/ofen­
siva», com o en muchos casos bien documentados: el «c o lo r» del lu­
gar se define forzosamente y de manera repetida en guerras sucesi­
vas46. Hay movilizaciones sorprendentes, aun de grupos indígenas
que quieren sacar provecho del conjunto nacional. Hay reclutas y
hay voluntarios. La gente se mueve, p or muchos motivos, pero se
mueve y se mezcla47. Pasan cosas: véase la Geografía Guerrera Colom­
biana, de Eduardo Riasco Grueso, el intento más sistemático de ca­
talogar qué pasó y dónde que se haya hecho hasta ahora48. En el
prólogo cita el autor al intuitivo escritor boyacense Arm ando So­
lano, «en su bello estudio “bajo el signo de la guerra civil”»: «Nues­
tro guerrero vino a la lid, no del cuartel sino del bufete, del labora­
torio, de la universidad, del mundo elegante o de la faena agrícola,
y fue un tipo singular, el prim er colonizador, el prim er mensajero
del sentimiento de remotas comarcas, que no trabaron conocimien­
to ni mezclaron su sangre, sino p o r virtud de aquellos bohemios
de a caballo (sic) , aventureros al servicio de confusos pero diná­
micos ideales». Con su bufete y todo — ¿y qué laboratorios?— ésa
no es prosa de «nuevo historiador», pero la nueva historiografía to­
davía no ha investigado esta hipótesis que el viejo formula: que no
hay movilización militar que no sea a la vez movilización política, y
que sus «m ensajeros» llegan a comarcas remotas. En el «mecanis­
m o» de las guerras civiles hay elementos no tan mecánicos: en ambas
corrientes en guerra, liberaleras y conservadoras, hay «populism o»49:
ambas producían líderes que tenían lo que los viejos manuales lla­
man «e l arte de entusiasmar a la tropa».
Pasemos ahora de los acontecimientos a los héroes. Ciertas figu­
ras llegan a tener fam a y popularidad verdaderamente nacional.
El más famoso y popular de la prim era mitad del siglo pasado fue
el general José María Obando. Un caudillo exitoso es un ser repre­
sentativo: su figura tiene un contenido ideológico que se puede
«le e r » si se lo examina con cuidado. La fama casi universal del ge­
neral Obando en la Nueva Granada de su tiempo no es accidental;
es analizable. Obando es nacionalista: su rol antibolivariano y anti-
floreano en el rom pim iento de la Gran Colombia, que culmina en
su vicepresidencia antes del regreso del general Santander, estable­
ce su reputación de neogranadino. Se opone a «la tiranía». Explota su
rol de protector de los pastosos, de hombre de misericordia, en con­
traste con Flores y otros bolivarianos. Sus mismos orígenes ambi­
valentes le sirven políticamente, dándole una aristocrática falta de
aristocracia y un patetismo original — ambos muy útiles— ; parte
del arte de su condescendencia, distancia y acercamiento al mismo
tiem po en relación con el pueblo más modesto. La condescenden­
cia es muy importante en todas partes en la temprana política re­
publicana, siendo el caso que el pueblo ama más a las personas que
no tienen necesidad de ser amadas50. Obando tenía la ventaja de
ser buen mozo, de porte impresionante, digno, y de poseer muchí-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

simo don de gentes. Tuvo, a largo plazo, la ventaja incluso más im­
portante de ser perseguido y proscrito; sin un sufrimiento tal es
muy difícil lograr una verdadera popularidad51. En resumen, cite­
mos a su contemporáneo Juan de Dios Restrepo: «E l general Oban­
do provocaba cóleras y cariños inmensos y (...) poseía com o nadie
el genio de las multitudes»52. Hace giras, se deja ver, conversa, es
de fácil acceso y trato. Su reputación se extiende desde Pasto hasta
Panamá. De regreso de su exilio, pasa a ser gobernador de Bolívar.
La Gaceta Mercantil contiene una detalladísima relación de sus pa­
seos por la costa, de las atenciones que recibe, y de cóm o las recibe.
Muchos de esos agasajos son brindados por poblaciones que sor­
prende encontrar en el mapa político. La retórica es obandista: los
lugares comunes de un caudillo no se prestan fácilmente para el uso
de otro. Se notan distinciones de estilo, de énfasis, de contenido, aun
en piezas cortas com o proclamas.
El general Obando es una persona excepcional, y estoy comen­
tando una época excepcional. Sería menos convincente ilustrar el
mismo argumento con nombres com o Zaldúa, Salgar. Pero no es
necesario para el argumento probar que hay muchos Obandos, ni
que la gente anda con la cabeza llena de contemplación de sus glo-
rias53. Tienen un rol indiscutible en la politización del país; figuras
menos eminentes derivan parte del lustre de su asociación con ellos:
los anfitriones de O bando en; esos caseríos ribereños no estaban
gastando tanto para nada.
¿Quién inauguró la costumbre de llenar plazas, característica de
la política colombiana? ¿El general Santander, que tuvo su lado po­
pulachero y que fue el primer practicante sistemático de tanto méto­
do que iba a formar parte de la práctica política del país? ¿El gene­
ral Mosquera, más político que aristócrata, que no desdeña en su
correspondencia poner mucha atención para asegurar que las ma­
nifestaciones populares tengan éxito?54. El primero que deja un tes­
timonio fotográfico de su éxito en ese campo es el general Reyes,
que publica en 1909 sus Excursiones presidenciales-.

Algunas personas a quierureferíamos episodios de este viaje, nos


preguntó ¿y lágrimas no encontraron Uds. en su camino? — Sí
— le contestamos— muchas; las más fueron en los ojos del Presi­
dente, ocasionadas por su agradecimiento y emoción al recibir flo­
res de las manos de los niños que salían a su encuentro en todas par­
tes, entonando el himno nacional. Las vimos deslizarse por sus me­
jillas como fieles manifestaciones de una alma grande y sincera. En
las ciudades, en los pueblos y caseríos, en los caminos y hasta en los
ranchos más miserables, se veía la simpatía y buena voluntad con
que sus habitantes adornaban sus habitaciones y se presentaban a
saludarlo.
El Presidente se entregaba frecuentemente con verdadera demo­
cracia a las multitudes: lo abrazaban, lo estrujaban cariñosamente
y quien no alcanzaba a estrecharle la mano, se conformaba con vito­
rearlo35.

N o im porta qué veredicto finalmente den sus compatriotas de


este viejo caimán rumbo a Barranquilla. Descontando la exagera­
ción y la adulación, la descripción puede ser exacta. N o sería lo
mismo en M éxico o en Venezuela por la misma fecha: habrían te­
nido maneras distintas. El libro contiene kodaks de manifestaciones
en Magangué, El Banco, Puerto Berrío, Girardota, Ambalema, Jun­
tas de Apulo y Puerto Wilches, y aporta datos sobre las concurren­
cias en ciudades más grandes. El presidente se retrata entre sus ami­
gos guajiros; regala su retrato enmarcado al cacique José Dolores
y su esposa, y está presente en una carrera de caballos guajiros.
Otros políticos y notables viajeros de las primeras décadas del siglo
veinte fueron Rafael Uribe Uribe, Benjamín Herrera, Guillermo Va­
lencia y Alfonso L óp ez Pumarejo; éste fue el prim ero en hacer gi-
ras;políticas en avión.
.¿No será esto dedicar demasiada atención a tan poca cosa? ¿Qué
importancia tenían esos raros y modestos pasos para los especta­
dores de provincia? ¿No es cierto que hay también evidencia de un
m iedo frente a la política, de gente que huía de las elecciones como
de la peste, además de todo lo que se ha escrito sobre la manipula­
ción política del campesinado? ¿Qué significa para esa gente más
o menos miserable del campo su cacareada filiación política? Para
esta pregunta, en absoluto fácil, tenemos algunos esbozos de respues­
ta. El hom bre es «clien te» de alguien; viene de una tierra sufrida,
solidariamente fanática en tal línea política; puede ser que sea un
auténtico chulavita, un supercatequizado minifundista de Monguí,
un llanero de Puerto López: cada uno tiene su herencia, de distrito
y de familia; tiene tal puesto, le interesa el trago gratis o la venta de
su voto y no le im porta nada más. Pero estas razones no entran
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

mucho en la psicología del caso, la idea que el hom bre tiene de sí


mismo. Creo que existe acá en Colom bia algo similar en la forma­
ción política nacional. El erráticojosé María Samper trata el tema
en su Ensayo antes citado:

En resumen, la democracia es el gobierno natural de las sociedades


mestizas. La sociedad hispanocolombiana, la más mestiza de cuan­
tas habitan el globo, ha tenido que ser democrática, a despecho de
toda resistencia, y lo será siempre mientras subsistan las causas que
han producido la promiscuidad etnológica. La política tiene su fisio­
logía, permítasenos la expresión, como la tiene la humanidad, y sus
fenómenos obedecen a un principio de lógica inflexible, lo mismo
que los de la naturaleza física56.

Prosa decimonónica, pero una noción profundamente sugestiva;


com o todo el ensayo, es más rica que algunos de nuestros concep­
tos «m odernos» y pseudocientíficos tales com o «clientelism o», de
un positivismo anémico y simplista. Sin caer en un determinismo ra­
cial, se puede especular más sobre la importancia del mestizaje en
Colombia, siempre teniendo en m ente el mundo rural y regional
que es el tema de este ensayo.
Dos de nuestros colegas colombianos han señalado el alto gra­
do de mestizaje a fines de la Colonia: Jaime Jaramillo Uribe y Vir­
ginia Gutiérrez de Pineda57. Virginia Gutiérrez, en la conclusión
de su libro sobre el trasfondo histórico de la familia colombiana,
cita documentos que muestran el estado nada dócil de mucho mes­
tizo y blanco pobre del campo. En Melgar, por ejemplo, el sacerdo­
te anota que los blancos «n o quieren entrar a la Iglesia» y la orden
de que lo hagan «la reciben p or afrenta y bejamen, y dicen que no
son indios para que los sugete a semejante incom odidad». Y ahí tie­
nen «p o r orgullo alejarse de la R eligión y llevar un género de vida
disipada» com o prueba de su categoría étnica y social que les da
el aparente derecho a desobedecer a las normas de comportamien­
to de su religión y evadir el control de su ministros. El cura de Pe­
laderos (jurisdicción de Toeaima, provincia de Mariquita) dice que
las autoridades de los poblados «prom ueven artículos calumnio­
sos e impertinentes contra el cura». En Yacopí, los vecinos «loca­
lizan sus habitaciones “cerca de las divisiones de unos y otros cura­
tos que quando en una parte los com pelen se pasan a la otra y así
M a l c o l m D eas

viven com o dicen, sin dios y sin Rey” ». La doctora Pineda observa:
«O sea que la Iglesia dentro de la población blanca y mestiza care­
ce de fuerza de control, anulada p o r las condiciones del m edio y
el tipo de doblamiento disperso que conlleva el sistema de vida eco­
nóm ica»58. Ella recuerda el resumen de tal rechazo al poder de la
Iglesia en un dicho santandereano: «Cura, vaya manda indio».
Esta evidencia viene de fines de la colonia, pero en esto la Inde­
pendencia no marca ningún hito definitivo. El conflicto persiste,
aun cuando las categorías raciales pierden toda o gran parte de su
importancia práctica, y la Iglesia viene a menos. Recordemos la ob­
servación de Gosselman:

Los mestizos son la raza de la clase que sigue a los blancos.. En mu­
chos casos se les encuentra de alcaldes, administradores de correos
e incluso de jueces políticos. Forman la suboficialidad del ejército
y la mayoría de los rangos subalternos. A su estrato pertenecen pe­
queños comerciantes y ocupan los puestos de escribientes de la ad­
ministración pública. No tienen el mismo prestigio que los criollos,
lo cual no les excluye de alcanzar reputación y cierta cuota de poder.
Siempre les queda la esperanza de seguir escalando. Por su actúa-
ción, se dice que forman el puente entre las capas altas y bajas de
la población.
Entre las clases postergadas se considera al mulato como el más
noble y el indígena le mira con la certeza de saber que por las ve­
ntas de quien tiene delante corre sangre europea. Se le encuentra en
la industria mostrando una capacidad para el trabajo mayor que la
de cualquier otro de distinta condición59.

El mestizaje im plica una escala continua de politización: «L a


mezcla de estas razas ha procurado tal dispersión de tonos y unio­
nes, que se hace imposible en muchas oportunidades señalar a cuál
raza pertenece, o cuál es el origen. Más parece un hermoso arco
iris, que ha visto la luz a través del tiem po y las generaciones»60. El
«herm oso arco iris», con sus muchos elementos díscolos y ambicio­
sos, contrasta con las estructuras raciales de otras repúblicas, inclu­
so con la de Venezuela. N o hace el país más gobernable, ni en todo
el sentido de la palabra más democrático: falta en el ambiente co­
lom biano el tono dogmáticamente democrático que se ha implan­
tado en Venezuela. Pero determina en parte la naturaleza constan-
te del ju eg o político colombiano, ju ego que ya tiene sus ciento cin­
cuenta años casi ininterrumpidos.
Sospecho que más allá de las explicaciones materiales y mecá­
nicas de la politización del colombiano, fenóm eno que antecede
a la urbanización (que en algo lo despolitiza) y tantos otros rasgos
de modernidad, hay una interiorización de «la política». El «h om ­
bre libre», el «hom bre serio», el «ciudadano», es alguien que «pien­
sa por sí m ism o», que tiene sus propias ideas abstractas, su propio
concepto del país, no im porta cuán burdo sea. Tales ideas abstrac­
tas pueden ser «ideas de lujo», de sobra, sin ninguna utilidad prácti­
ca o inmediata: éste, com o a veces es el caso de la educación formal,
es parte de su atractivo61. Muchas veces las únicas ideas abstractas
disponibles están en la política— en ciertas circunstancias el libera­
lismo llevará ventaja, en otras el conservatismo— : un antropólogo
entre mis amigos una vez encontró en Tierradentro a unos indios
quienes, interrogados sobre sus opiniones políticas, le contestaron:
«Somos godos porque somos muy ricos»62. ¿Sorprendente muestra
de «falsa conciencia», o inteligente postura de autodefensa, basada
en la m edida de las fuerzas locales, o herencia de la colonia?
N i los antropólogos ni los sociólogos han tenido gran interés en
el lado convencional de la política local, ni en la política com o par­
te del proceso complejo de acuj,turación. A los unos les ha interesa­
do más bien la cultura indígeña intacta, o muestras de conciencia
de grupos que tienen fines defensivos; relativamente poco les ha
interesado el grueso del campesinado del país; a ambos, antropó­
logos y sociólogos, legítimamente les parece más urgente poner en
claro las estructuras de explotación, o cosas peores63. La política co­
mún y corriente queda com o nefanda, o por lo menos inauténtica.
La verdadera política de redención, se entiende, llegará más tarde,
cuando se constituya la verdadera nación.
¿La virginidad política va a reconstituirse para eso? ¿Qué signifi­
ca ser una verdadera nación? Hasta hace poco hubo definiciones de
esta última, señalando características com o la posesión de una con­
ciencia inform ada de form ar parte de la entidad grande, de tener
un pasado común, de tener "propósitos en común, cierta uniformi­
dad cultural, lingüística, etc. Pero la investigación cuidadosa de histo­
riadores y de sociólogos muestra que las naciones — naciones viejas
e indiscutibles com o Francia, por ejemplo— no cuadran nada bien
con tales definiciones, y que dentro de sus fronteras abarcan muchí-
M a l c o l m D eas

sima variación y mucha indiferencia perdurable. Sospecho que Co­


lombia — que vale la pena recordar llega a ser nación antes que Ale­
mania o Italia— en eso no es nada especial. Leyendo el libro sutil
y magistral de Maurice Agulhon, La République au Village, que se
ocupa del impacto de la Segunda República, 1848-1851, en la pro­
vincia de Var, Francia, y L a Gaceta Mercantil de Santa Marta de esos
mismos años, se nota la presencia de las mismas influencias y la mis­
ma retórica en ambas provincias — Lamartine, Louis Blanc, R J.
Proudhon, Eugéne Sue, Victor H ugo— 64. Hay que guardar propor-
dones en la comparación que esta coincidencia de influencia su­
giere en la provincia de esta república-provincia que es la Nueva
Granada. Proporciones guardadas, acá también la República llega
al pueblo: José M aría Vergara y Vergara escribe cien años antes de
Maurice Agulhon: «Largos años había permanecido la provincia
en el sueño colonial, es decir, en la división de clases; pero llegó
un día en que la turbulenta Diosa de la República m etió su mano
en aquel saco y lo rem ovió to d o »65.

N otas

l - M. Serrano Blanco, Las viñas del odio, Bucaramanga, 1949, pp. 73-82.
-■ M. Deas, «Algunas notas sobre la historia del caciquismo en Colom­
bia», en Revista de Occidente, Madrid, octubre de 1973, No. 127. Hoy en día
pienso que ese artículo no hace énfasis suficiente en las diferencias regio­
nales. Se puede encontrar una corta y accesible introducción a la noción
de clientelismo en una publicación del Cinep. N. Miranda Ontaneda, Clien-
telismoy dominio de clase: el modo de obrar político en Colombia, Bogotá, 1977.
3' Existen dos trabajos sobre Francia que exploran las mismas áreas
que esta serie de preguntas. Son ellos M. Agulhon, La République au Villa-
ge, París, 2a ed., 1979, y E. Weber, Peasants intoFrenchmen, Londres, 1977.
Me parece que Weber exagera en su afán de poner fecha reciente a la «con-
cientización nacional» de Francia; su libro no es por eso menos intere­
sante. El libro de Agulhon es un clásico en su precisión y sutileza. Un es­
tudio sociológico sobre una provincia francesa con una buena exploración
de la política y su significado local puede encontrarse en L. Wylic, Village
in the Vaucluse, Cambridge, Mass., 1957. El comunismo individualista de los
camaradas que hay en su «Peyrane» nos recuerda mucho a los camaradas
de Viotá.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

4- Para el general David Peña, véase M. M. Buenaventura, El Cali que


sefue, Cali, 1957, pp. 62-78, y M. Sinisterra, El 24 de diciembre de 1876 en. Cali,
3a ed., Cali, 1937.
5- Véasepor ejemplo, el interesante ensayo de W. T. Stuart, «On the Non-
occurrence ofPatronage in San Miguel de Sema», pp 211-236, en A. Stri-
ckon y S. M. Greenfield, eds., Stmcture and Process in Latin America. Patro-
nage, Clienlage and Power Systems, Albuquerque, 1972.
6- «Vivía en su provincia natal, ocupado siempre en una activa corres­
pondencia con los hombres más prominentes de la República (...) Bo­
lívar le había contestado de cada den cartas, una; Santander de cada dos­
cientas, cuatro; Márquez de cada cincuenta, dos; Herrán de cada quinien­
tas, siete; Mosquera de cada catorce, quince, y López seis por cada media
docena». ¡Progresiva democratización! Vergara y Vergara observa que «los
gobernantes se ganan más partido no dejando sin contestar ninguna car­
ta, que haciendo grandes obras en servicio del país. Sarmiento decía des­
de entonces en sus conversaciones: “Mosquera me dice (...) en su última
carta Mosquera me asegura (...) El Presidente me encarga (...)”; y ésta
y otras frasecillas de confianza, que probaban el gran valimento de que
disfrutaba con el Presidente, le aseguraron una influencia muy grande»,
J. M. Vergara y Vergara, Olivos y aceitunos todos son unos, Bogotá, 1972, pp.
25-30, primera edición, 1868. Para las guerras de imprenta de «Chirici-
qui», p. 108: «¡Oh Gutenberg! ¡Oh Gutenberg! (...) Bien sea que Colón
también se equivocó».'
7' La Gaceta Mercantil.
8' D. Castrillón Arboleda, El Indio Quintín Lame, Bogotá, 1973, pássim;
M. Quintín Lame, En defensa de mi raza (introducción y notas de Gonzalo
Castillo Cárdenas), Bogotá, 1971; Las luchas del indio que bajó de la vwnta-
tia al valle de la «civilización», Bogotá, 1973.
9- Sobre el Valle, las fuentes principales que informan de esos aconte­
cimientos son: Ramón Mercado, Memorias sobre los acontecimientos del Sur,
especialmente en la provincia de Buenaventura, durante la administración del 7
de marzo de 1849, Bogotá, 1853; Avelinó Escobar, Reseña histórica de losprin­
cipales acontecimientos políticos de la ciudad de Cali, desde el año de 1848 hasta
el de 1855 inclusive, Bogotá, 1856j M..M. Mallarino, Carta dirijida al Señor
Ramón Mercado, Cali, 1854. Véase también J. León Helguera, «Anteceden­
tes sociales de la revolución de 1851 en el sur-de Colombia (1848-1851)»,
en Anuario Colombiano deHistoria Socialy de la Cultura, Bogotá, No. 5,1970.
Mucho de esto trata de la dudad de Cali y sus alrededores, pero imposi­
ble imaginar que no tuvo ningún impacto en el campo.
10' En el Fondo Pineda, por ejemplo; Biblioteca Nacional, Bogotá.
1L C. A. Gosselman, Viajepar Colombia, 1825y 1826, Bogotá, 1981, p. 333.
12' I. Holton, New Granada: Twenty Months in the Andes, Nueva York,
1857. (La conversación tiene lugar en provincial, pero entre dos miem­
bros de la Comisión Corográfica, pp. 204-210.)
13- K. Appun, En los trópicos, Caracas, 1961 (edición original, linter den
Tropen, Wanderungen durch Venezuela, am Orinoco, durch Britisch Guayana und
am Amazonenstrome in denjahren 1849-1868, Jena 1871), p. 240. Appun
ha caído entre godos:
« “Que si el general Páez ya había desembarcado en la costa”, “Que si
la revolución contra Monagas había estallado ya”, “Que quién era el gene­
ral que se había puesto a la cabeza de los oligarcas”. Me hicieron apresura­
damente estas y otras preguntas más, sin que hubiera podido contestar ni
una sola. Después se desahogaron en las mayores maldiciones contra el pre­
sidente Gregorio Monagas y contra Guzmán, así como contra todos los li­
berales, disgustándose conmigo por no haberle podido satisfacer su cu­
riosidad.
(...) mandé al arriero a alentar las muías, ya que no quería tratar con
aquella gente a la que el aguardiente se le había subido a la cabeza y a quie­
nes en este estado no le hubiera importado nada disparar sin más una pis­
tola sobre mí.
De sus observaciones pude deducir que, más adentro en el interior, la
gente parecía hallarse en la mayor efervescencia y estaba preparándose
una rebelión contra el Presidente Monagas».
Sóbre arrieros cf. Agulhon, op. cit., p. 205, para Var, Francia: «Cierto que
el arriero queda mejor situado entre la gente del pueblo. Es próspero y ale­
gre, emancipado por el mero hecho de viajar, y está en relación constante
con los comerciantes, quienes contratan sus servicios; pero en fin, perte­
nece a la clase dominante de la que presta, muy temprano en el siglo dieci­
nueve, sus gustos y sus modos de expresión».
14- ParaJ. M. Samper en su Ensayo político sobre las revolucionesy la condi­
ción social de las repúblicas colombianas, Bogotá, sin año (edición original,
París, 1861), los Monagas tienen una reputación tan proverbialmente es­
candalosa como la de Juan Manuel de Rosas, p. 14.
15' Francés Trollope, Domestic Manners of theAmencans, Londres, 1832;
Charles Dickens, American Notes, I aed., Londres, 1842. (Hay muchas edi­
ciones de ambas obras.)
16- Francisco de Paula Santander, El ciudadano que suscribe informa a la
Nueva Granada de los motivos que ha tenido para opinar enfavor de la elección
del GeneralJosé María Obando para presidentefuturo, Bogotá, 1836.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

17•Para un resumen del aparato fiscal véase mi ensayo «Los problemas


fiscales en Colombia durante el siglo xix» en M. Urrutia, ed., Ensayos sobre
historia económica colombiana, Bogotá, 1980, pp. 143-180.
1S-No hay estudio colombiano, pero se puede consultar el ensayo «Es­
clavos y reclutas en Sudamérica, 1816-1826», de Nuria Sales, Sobre escla­
vos, reclutasy mercaderes de quintos, Barcelona, 1974, pp. 57-135. Sobre mili­
cia, M: Agulhon señala que cualquier guardia nacionalha.ce del ciudadano
armado del siglo pasado un elemento político más poderoso que el civil
actual, op. cit., p. 453.
19' El general Meló trataba de llegar a los indios con promesas acerca
de los resguardos, J. M. Vargas Valdés, A mípaso por la tierra, Bogotá, 1938.
20- La Iglesia en obras recientes figura casi exclusivamente como un
aparato económico — véase por ejemplo el (por lo demás valiosísimo) li­
bro de Germán Colmenares, Historia económica y social de Colombia, 1537­
1719—. El breviario político del sacerdote colombiano por muchos años
fuej. P. Restrepo, La Iglesia y el Estado, Londres, 1885.
21- C. Parra Pérez, ed., La cartera del coronel conde de Adlercreutz, París,
1928.
22- Monografías, 2 tomos, Bogotá, 1920-1921, Tomo I, pp. 90-92. Citado
en su totalidad en mi ensayo «Algunas notas sobre la historia del caciquis­
mo» arriba citado.
23- «Una hacienda cafetera de Cundinamarca: Santa Bárbara (1870­
1912)», en Anuario Colombiano deHistoria Social y de la Cultura, No. 8,1976,
pp. 75-99,y en K. Duncanyl. Rutledge, eds., Land and Labour in Latín Ame­
rica, Cambridge, 1978.
24-El general Casabianca, según la tradición local, implantó en su ha­
cienda es ese municipio liberal a peones conservadores de otras partes
del departamento. Sus descendientes siguen siendo conservadores.
25- Cf. Gosselman, op. cit., p. 51: «Nunca se les ve leer, así es que col­
man este vacío con la conversación, ya que encuentran en ésta la mayor
parte de sus conceptos y conocimientos sobre las cosas (...) Por la cons­
tante práctica, la mayoría de los colombianos hablan bien». Acá describe
Gosselman a gente de la costa, y es menester ponderar cuánto valdría su
observación para otras partes del país (además del eterno problema de
cuánto valen todos estos viajeros más amenos que científicos). Pero no
es nada imposible que haya habido, en la Colombia de su época, más con­
versación política que en muchas otras partes: la imposibilidad de la
prueba no invalida la especulación.
26- E. Weber, op. cit., Cap. 6, «A Wealth o f Tongues».
27‘ A Codazzi, Jeografíafísica Jpolítica de las provincias de la Nueva Gra­
nada, 2a ed., 4 tomos, Bogotá, 1957 ( I a ed. Bogotá, 1856); F. Pérez, Jeo­
grafíafísica ipolítica..., Bogotá, 1862-1863; véase también A. Galindo, Anua­
rio estadístico de Colombia, 1875, Bogotá, 1875, parte tercera, sección 7a,
«Comercio interior», pp. 148-163.
28' Bogotá, 1843. Todas las citas son del Diario.
29-Refugiados.
^D iario, pp. 10-11
3L Ibíd., p. 43.
32' En el segundo tomo de su Historia doble de la costa, El PresidenteNieto,
Bogotá, 1981, Orlando Fals Borda señala la movilidad anfibia de la gente
de las riberas del río. Aunque no todos vamos a compartir los comenta­
rios del «Canal B» del autor, y aunque la técnica a veces utilizada de me­
morias artificiales no convence, la obra es un aporte muy importante a
la historia de la politización del Magdalena-Medio. Me parece que el Pre­
sidente Nieto conquista al autor, lo que en sí no deja de ser interesante.
La obra demuestra de manera importante el rol de la masonería, basán­
dose en A. Camicelli, La masonería en la Independencia deAmérica, 2 tomos,
Bogotá, 1970, e Historia de la masonería colombiana, 2 tomos, Bogotá, 1975.
Especulaciones sobre migración y politización en Francia (a mi pare­
cer demasiado negativas) en E. Weber, op. cit., Cap. 16, «Migration, an In-
dustry o f the Poor».
33- Pp. 325-328. Samper conocía muy bien esta región, por vía de los
negocios y de la administración pública.
3ík Para el Valle, la documentación arriba citada; para Ambalema, mi
Pobreza, guerra civil y política: Ricardo Gaitán Obesoy su campaña en el río Mag­
dalena, 1885, Bogotá, Fedesarrollo, 1980; para Bucaramanga, M. Acevedo
Díaz, La Culebra Pico de Oro, Bogotá, 1978. La caída del general Meló no
pone fin a las organizaciones democráticas, aunque su historia posterior
no ha sido hasta ahora explorada.
Agulhon, op. cit., p. 275, observa que para el campesino pobre el arte­
sano tiene prestigio: «Pour le paysan pauvre et simple l’artisan aussi est
un notable».
35' Entre otros: República de Colombia; Biblioteca Nacional, Catálogo
de todos losperiódicos que existen desde sufundación hasta el año de 1935, inclu­
sive, 2 tomos, Bogotá, 1936; T. Higuera B., La imprenta en Colombia, Bogo­
tá, 1970.
H. Zapata Cuéllar, Antioquia, Periódicos deProvincia, Medellín, 1981; S.
E. Ortiz, «Noticia sobre la imprenta y las publicaciones del sur de Colom-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

bia durante el siglo xrx», Boletín deEstudios Históricos, Vol. vi, Nos. 66 y 67,
suplemento No. 2, Pasto, 1935.
36' F. C. Aguilar, Colombia en presencia de las repúblicas hispanoamericanas,
Bogotá, 1884, pp. 290, 74-75.
37- En Olivos y aceitunos..., la Nueva Luz tira doscientos ejemplares y tie­
ne siete suscripciones (sic): «El gobierno de la provincia lo costeaba, pagan­
do $34 de ley por cada número, lo que se importaba a “impresiones oficia­
les” en los libros de contabilidad provincial», pp. 94-95.
38J. León Helguera, «Antecedentes sociales de la revolución de 1851...»,
artículo arriba citado: el general Obando ayuda de su propio peculio a
los democráticos del Valle a comprar una imprenta.
39■Bogotá, 1882. El librito de 551 páginas ofrece un resumen del «esta­
do moral» de los varios pueblos de Cundinamarca visitados por «el infa­
tigable Santo Colombiano».
40' Orlando Fals Borda en El Presidente Nieto, arriba citado, menciona
el Catecismo o Instrucción Popular de Juan Fernández de Sotomayor y Picón,
Cartagena, 1814; J. J. Nieto, Derechos y deberes del hombre en sociedad, Carta­
gena, 1834; J. P. Posada («e l Alacrán»), Catecismo político de los artesanos y
campesinos, 1854.
Sobre Sotomayor y Picón, A. Camecelli, La masonería en la Independen­
cia de América, tomo I, pp. 359-362.
41■Olivos y aceitunos, p. 125: «Comenzó a salir otro periódico de gran­
des dimensiones, titulado El Chiríquiqueño. Una de las grandes mejoras que
tenía sobre sus antecesores (...) era la creación de un folletín (...) El folle­
tín estaba lleno con el principio de la vida de Sócrates, por Lamartine.
Este escrito ha servido para fundar algo más de setecientos periódicos en
América, de ésos que empiezan por “Año I o” yjamás pasan del número
13. La muerte de Sócrates es tan popular entre los cajistas, que nunca des­
baratan lo compuesto».
42- Kart L. Levy, Vida y obras de Tomás Carrasquilla, Medellín, 1958,
p. 370.
43-Biblioteca Luis Angel Arango, Mss. i, Papeles de Aquileo Parra. Am­
bas con fecha Atanquez, abril I o de 1876. En el mismo archivo hay una
carta de David Peña, Cali, octubre 8 de 1876, contando la formación del
«Batallón Parra No. 7o». Doy gracias al doctorjaime Duarte French, direc­
tor de la Biblioteca, por darme acceso a estos documentos.
44 Un resumen de los abusos del siglo pasado en Inglaterra, Escocia e
Irlanda, se halla en H. J. Hanham, The Nineteenth Century Constitutimi, 1815­
1914, Documents and Commentary, Cambridge, 1969, pp. 256-292.
Para España e Italia, véanse los artículos dej. Romero Maura, J. Varela
Ortega, J. Tussell Gómez y N. A. O. Lyttelton en Revista de Occidente, Ma­
drid, No. 127, octubre 1973.
45■Sobre el impacto popular de 1810, la Patria Boba, la Reconquista,
las guerras de la Independencia y el fin de la Gran Colombia poco todavía
se ha escrito. Sospecho que hubo sentimientos bien definidos de «venezo-
lanidad» y «neogranadinidad» que llegaban de la Colonia; U. S. Minister
Watts a Clay, diciembre 27 de 1826: «The prejudices o f the people belon-
ging to the two great divisions of the Republic are as inveterate as those
o f different nations; and having existed as distinct govemments under
Spain, it is difficult to remove the impression of a similar disunion». Natio­
nal Archives,. Washington, D.C., Despatches form U. S. Ministers to Colom­
bia, 1820-1906, Microfilm, Roll 4.
46-Por ejemplo, Galindo, más tarde Gramalote, N. de Santander; su his­
toria en R. Ordóñez Yáñez, Pbro., Selección de escritos, Cúcuta, 1963.
47' Olivos y aceitunos..., p. 56, sobre el ejército que tumbó a Meló, 1854:
«Habiendo venido gente de todos los extremos de la República (menos
de Pasto), era curioso ver la variedad de tipos y vestidos en los soldados de
la gran revista (...) El indio timbiano, con su rústico vestido y su fusil lim­
pio como la cacerola de una cocina de cuáqueros, se veía al lado del sol­
dado de la Costa, que tiene sucio el fusil. El soldado de Boyacá sigue tras
la animada fisonomía del mulato costeño, con su cara imposible en que
nunca se revela gozo, miedo, entusiasmo, ni dolor».
48- Cali, 1950.
;49-1. F. Holton, op. cit., p. 334: «I saw the Cámara (o f Mariquita) in ses-
sioh. It has a strong Conservador majority, while the Govemor is, o f course,
a Liberal. What I saw here teaches me not to transíate the word Conservador
by Conservative: there are no Conservatives in New Granada except fana-
tic Papists. All the rest deserve the ñame of Destructives, and might be
classed into Red Republicans and Redder Republicans; and the Redder
men may belong to either party, but, except the Golgotas, the reddest I
know are the Conservadores o f the province o f Mariquita».
50- Cf. M. Agulhon, op. cit, pp. 246-250.
51' Eso se ve muy claro en La Gaceta Mercantil. El fenómeno persiste
— en el caso del ex general Gustavo Rojas Pinilla, por no citar ejemplos
más recientes.
52-Emiro Kastos (Juan de Dios Restrepo), Artículos escogidos, Londres,
1885, p . 359.
53‘ En todas partes la política es un fenómeno intermitente para la
gran mayoría de la gente; la política perpetua o es para políticos, o es es­
tado de excepción, y por eso inestable — por ejemplo, Chile en los meses
antes del golpe de 1973.
54' Sobre la necesidad de llenar plazas, M. Latorre Rueda, Elecciones y
partidos políticos en Colombia, Bogotá, 1974, pp. 92-102; sobre Santander, véa­
sesus Cartasy mensajes, ed. R. Cortázar, 10 tomos, Bogotá, 1944; sobre Mos­
quera, Archivo Epistolar del general Mosquera. Correspondencia con el general
Ramón Espina, 1835-1866,]. León Helgueray R. H. David, eds., Bogotá,
1966.
55P. A. Pedraza, República de Colombia. Excursiones Presidenciales. Apuntes
de un diario de viaje, Norwood, Mass., 1909, p. 1. El mismo Pedraza, coman­
dante-jefe de la policía, tomó los kodaks.
56 J. M. Samper, op. cit., p. 78.
57J. Jaramillo Uribe, «Mestizaje y diferenciación social en el Nuevo Rei­
no de Granada en la segunda mitad del siglo xvm», en su libro Ensayos sobre
historia social colombiana, Bogotá, 1968, pp. 163-203; V. Gutiérrez de Pineda,
La familia en Colombia, volumen i, Trasfondo Histórico, Bogotá, 1963.
58' V. Gutiérrez de Pineda, op. cit., Cap. 17, «El medio ambiente y la
aculturación familiar en el siglo xix», pp. 307-359.
59‘ C. A. Gosselman, op. cit., p. 333.
60- Ibíd., p. 331.
61- Cf. G. y A. Reichel Dolmatoff, en su estudio ThePeople of Aritama,
Londres, 1961, pp. 115-125, sobreda educación en un pueblo mestizo de
la Sierra Nevada hace-linos veinte años, estamos otra vez frente al fenóme­
no de que el «campesino» no quiere ser rural. Rechaza la «educación ru­
ral»: «It seems that the govemment thinks we are a bunch ofwild indians,
asking us to make our children plant trees and vegetables» (p. 120); los
autores concluyen que la escuela de Aritama, con sus rituals, formalida­
des y prejuicios, «creates (...) a world devoid o f all reality». Pero lo inútil
tiene su prestigio: «One oíd man who could be seen frequently sitting be-
fore his house with a book, admitted candidly that he had never leamed
to read but that he had acquired considerable prestige by pretending to
do so, staring every day for a while at the open pages». Lástima que el estu­
dio sin rival de los Reichel Dolmatoff no se ocupó de la política.
62' Gerardo Reichel Dolmatoff, conversación.
63- Por ejemplo, N. S. de Friedemann, ed., Tierra, tradición y poder en Co-
lombia, Bogotá, 1976; W. Ramírez Tobón, ed., Campesinado y capitalismo en
Colombia, Bogotá, 1981. En ninguna de las dos colecciones la política reci­
be atención. El interesante estudio de Elias Sevilla Casas, «Lame y el Cauca
indígena», pp. 85-105 de la obra editada por Nina de Friedemann, no men­
ciona ni una vez la participación de Quintín Lame en la política tradicio­
nal, particularmente con el Partido Conservador. Implica que esa parte de
su actuación fue inauténtica, que fue un error, que es mejor olvidarla. Pa­
ra esa participación, véase D. Castrillón Arboleda, op. cit.
64- Hay mimetismo en los acontecimientos, no sólo en las ideas: el de
marzo de Bogotá imita al de enero de Caracas, y otrasjomadas a los jour-
nées de París.
65' Olivos y aceitunos..., p. 50.
A l g u n a s n o t a s s o b r e l a h is t o r ia d e l
CACIQUISMO EN COLOMBIA

L o s períodos de autoritarismo o de militarismo han sido muy es­


casos y de muy corta duración en los ciento cuarenta años de exis­
tencia de Colom bia com o Estado independiente. El número de ex­
perim entos constitucionales ha sido muy grande, y esta república
ha sido escenario de más elecciones, bajo más sistemas, central y fe­
deral, directo e indirecto, hegem ónico y proporcional, y con mayo­
res consecuencias, que ninguno de los países americanos o europeos
que pretendiesen disputarle el título. Dentro del país, las diferen­
cias de clima, econom ía y cultura de una región a otra han tenido
también repercusiones políticas. Com o campo de estudio del caci­
quismo electoral es inmejorable1. El sistema colombiano, con su acu­
sado sectarismo, se desarrolló a lo largo de un siglo de guerra civil
permanente. Los últimos conflictos que el sistema produjo en las
décadas de 1940 y 1950 no pueden ser comprendidos fuera del con­
texto de esta evolución, que espero exponer a continuación.
Colombia, todavía hoy, no es una república dom inada por una
sola región, y mucho menos lo fue en el siglo pasado. Durante las
guerras de independencia había comenzado a vivir bajo una exage­
rada experiencia federal, la Patria Boba, y los compromisos regio­
nales fueron durante mucho tiempo fundamentales para el manteni­
miento de la paz y unidad nacionales. Su sistema de comunicaciones
era extremadamente malo, su gobierno extremadamente pobre, su
sociedad atomizada. La hegem onía local de sus escasos magnates
era muy limitada y más bien precaria, y no se traducía necesaria y fá­
cilmente en poder político local, fuera de los límites de la hacienda,
o en influencia nacional. Respecto a los altos cargos, la competen­
cia fue intensa desde los primeros días de la República, y sus débi­
les partidos podían mantenerse en el poder únicamente mediante
constantes esfuerzos políticos y militares. Los diplomáticos extran­
jeros en América Latina, a la vista de las sórdidas realidades que con­
templaban sus ojos, se inclinaron siempre a creer que, hasta poco
antes de su llegada, la República en cuestión había sido cómodamen­
te gobernada p or educados y cultos hacendados blancos de pura
ascendencia española, pero esta primera edad de oro señorial es una
pura ilusión. En la Nueva Granada no hay evidencia de una edad
tal: existen islotes aristocráticos, pero se hunden o flotan en distin­
tos y más peligrosos mares.
A pesar de un muy restringido sufragio, de una insignificante ur­
banización, de ser una sociedad todavía esclavista y relativamente
poco perturbada por las guerras de independencia, a pesar de los
prestigios ganados en dichas guerras, la política fue desde el primer
m om ento un ejercicio arduo y a menudo degradante. D e la corres­
pondencia del general Mosquera de estos primeros años, es posible
deducir algo de lo que esto suponía. En su intensa y finalmente victo­
riosa lucha contra el patronazgo y las amenazas gubernamentales,
Mosquera y rus agentes tuvieron que trabajar los «barrios» artesa­
nos con c e re z a , música, cohetes, chicha y asados, peleas de gallos
y periódicas. Hubo que trazar carreteras para satisfacer a este o
aquel pueblo, visitar y aplacar a los vacilantes, aislar a los propios
seguidores de posibles intromisiones y estorbar constantemente a
los seguidores de otros candidatos. Cierta conciencia de partido y
clubes rudimentarios existen ya hacia principios de la década de
1830, así com o la mayoría de los trucos electorales practicados tan­
to por el gobierno com o p or la oposición. Los obispos y el nuncio
de Su Santidad aparecen ya implicados, y la actividad política no
está ya exclusivamente restringida a aquellos autorizados a parti­
cipar por la Constitución. Opinar, «la opin ión», ajuzgar por la co­
rrespondencia de la época, no es prerrogativa exclusiva de los
votantes: éstos pueden ser influidos o intimidados p or el clima de
opinión de la localidad, y el conservatismo y liberalismo rudimenta­
rios de la época son conscientes de ello. L a propiedad no garan­
tiza el predom inio. El general Espina, agente de Mosquera, ha tra­
bajado tanto la región Gafchetá, lugar de influencia del rival de
Mosquera, Mariano Ospina, que puede escribir: «Ya pasó el tiempo
en que él se creía por estos pueblos dueño de vidas y haciendas»2.
Revelador, aunque demasiado optimista, ya que no todo resultó a
su gusto, «pues los Arrublas fueron traicionados por casi toda su
peonada, en razón a que [el alcalde] no cambió todas las boletas por
Ospina, ellos rem ediaron el mal cuando lo supieron hasta donde
les fue posible, pero ya una gran parte de los peones había votado».
Mosquera, Ospina, los Arrubla, son todos propietarios, estos últi­
mos dos hermanos considerados com o los hombres más ricos de Co­
lombia. Todos participan. La propiedad les permite y les presiona
a tomar parte en la competencia, pero no da a ninguno la victoria.
Las elecciones fueron pronto consideradas peligrosas: «Se veri­
ficaron las elecciones... y una gran parte de la población se fue al
campo ese día uyendo, porque los otros días antes, empezaron a ru­
gir que a tiem po de elecciones iba a ver revolución, muertos, el in­
fierno avierto y qué sé yo cuántas cosas más»3. Era un tem or bien
fundado. H ubo guerras civiles en escala superior a la local en 1839-
1841,1851,1854 y 1859-1863, sin contar refriegas más pequeñas. La
sangre penetró en el sistema, intensificando los antagonismos y leal­
tades locales y de partido. Estos tienen orígenes muy variados y a
veces es posible remontarlos hasta los primeros días de la colonia:
las causas que inducen a una familia o a una localidad a preferir un
partido a otro son muy complejas, pero cuando term inó la última
de las guerras citadas anteriormente, había muy pocas personas o
localidades que todavía abrigasen dudas sobre sus lealtades.
Éste fue el legado natural de la lucha, de la más intensa moviliza­
ción de guerra. H ubo también elementos raciales en estas guerras,
y al final de la última de ellas, la Iglesia sufrió un importante ataque
a sus posesiones e influencia con la desamortización de manos muer­
tas y otras leyes tutelares. El gobierno central fue derrotado mili­
tarmente y la capital de la nación fue tomada por la fuerza. El domi­
nio señorial, ya geográficamente restringido, había sido seriamente
socavado y los victoriosos liberales que asistieron a la Convención
Constitucional de R ionegro en 1863 consideraron la República co­
m o una tábula rasa sobre la cual escribir sus ideas democráticas y
federales. Dividieron el país en lo que llamaron nueve estados sobe­
ranos, triunfo de una tendencia que había existido desde el princi­
pio de la nación y que, sólo temporalmente y con dificultad, había
sido frustrada en la guerra de 1839 a 1841. En esta organización fe­
derada, en que el Partido Liberal controla lo que resta de gobierno
central y todos los estados menos uno, el país entra en un período
de veinticinco años de peculiar interés para los estudios de gobier­
no local, años de gran experimentalismo y poco control central.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

El sufragio universal masculino se estableció diez años antes que


la Constitución de Rionegro, y desde 1853 el país fue escenario, de la
com petencia entre dos federalismos, conservador y liberal, ambos
batiéndose en oportunista retirada frente a la autoridad central. Aque­
llo parecía cada vez menos sostenible, cada vez menos una garantía
de sus intereses individuales, locales e institucionales. Ambos se or­
ganizaron localmente, amplia aunque intermitentemente, los libe­
rales en Sociedades Democráticas, los conservadores normalmente en
una Sociedad Popular. A m enudo, disponían de prensa propia. Co­
lombia estuvo a la cabeza de Latinoamérica en cuanto al número de
sus periódicos, si no en otras cosas4. Los conservadores pronto ce­
saron su oposición al sufragio universal a nivel municipal: «E l buen
sentido indicaba que esa manera de sufragio había de ser en las po­
blaciones neogranadinas de aquel tiempo, la más ventajosa para la
causa conservadora, resueltamente apoyada por la generalidad del
clero y de los grandes propietarios y caciques de parroquias»5. Los
confusos experimentos liberales de 1848-1854 habían terminado en
un gobierno interino, el del presidente Mallarino, que había cele­
brado elecciones neutrales bajo una constitución que debilitaba cual­
quier poder que el gobierno central hubiera estado tentado de uti­
lizar, y los conservadores habían ganado: «L a verdadera mayoría
numérica pudo manifestarse, y ella hizo inevitable la caída del radi­
calismo y del liberalismo en el terreno lega l»6. Los liberales, tras su
victoria en 1863, pasaron los siguientes veintitantos años intentan­
do evitar semejante resultado. El período federal produjo cuarenta
y dos nuevas constituciones estatales y antes de 1876 las elecciones
fueron casi continuas, puesto que los distintos estados no votaban
simultáneamente ni siquiera para la elección del presidente de la Fe­
deración. L a habilidad liberal-radical para mantener el equilibrio
sobre una base tan precaria e imprevisible produjo unas cuantas gue­
rras menores, una abundante literatura crítica, en que se describían
los herméticos métodos de «escrutinio» y el conflicto nacional de
1876-1877. Las primeras descripciones amplias, no muy conocidas,
del sistema político local datan también de esta época.
El gamonal y el cacique — «lo que en España se llama cacique»— 7
son un tema habitual de la literatura costumbrista, que lo enfoca
norm alm ente con aversión superficial y bipartidista. D e los escri­
tos de los literatos de Bogotá, en su mayoría terratenientes semiab-
sentistas, se deduce claramente que el gamonal o cacique no es ñor-
M a l c o l m D eas

malmente un hacendado, en el sentido elegante de la palabra, aun­


que puede ser un im portante terrateniente local: no todo tipo de
tierras tienen prestigio social. Esta literatura sobre política munici­
pal y provincial está fuertemente impregnada de esnobismo urbano,
y el afán de caricaturizar está reforzado por el deseo de algunos es­
critores de negar o falsificar el carácter provincial o rural de sus re­
laciones y orígenes. El cacique ha sido siempre mirado con despre­
cio desde arriba; el gobierno municipal y quienes lo ejercen han
de ser objetos de burla. Pero, además de la exclusión de los conserva­
dores en todas partes salvo en Antioquia, existían poderosas razo­
nes que explicaban la abstención de los notables de la política mu­
nicipal.
Se daba el hecho de que en muchos municipios ningún nota­
ble podía existir con provecho. Las obligaciones de las autoridades
locales implicaban la asistencia regular a determinados actos en de­
terminados días. El «régim en municipal forzoso» anterior a 1849,
bajo el cual las personas designadas para los cargos locales por el
ministro o el gobernador no podían rehusar sus servicios, había sido
extremadamente impopular. Más que por la rivalidad para obte­
ner los cargos a este nivel, la República sufrió por la rivalidad para
eludirlos, y no encontró nada con qué remplazar la atracción (aun-
, que era más bien m ítica) del viejo cabildo. Los cargos locales eran
considerados com o onerosos por quienes tenían capacidad para
ocuparlos. Tam poco la naturaleza del com ercio y de la vida profe­
sional perm itía a tales personas pasar mucho tiem po lejos de los
más importantes centros urbanos del país.
L a política provincial era dura, y las personas decentes se mos­
traban poco dispuestas a participar en ella— o debían haberlo esta­
do: en Zipaquirá, el doctor Gálvezy el doctor Weisner se encerraron
en la alcaldía y se batieron con machetes: «H e ahí de qué manera
se sostiene... por hombres de pelo en pecho, la preponderancia de
los principios políticos»— . A menudo deploraban el fanatismo quie­
nes se beneficiaban de él. H e aquí la opinión de un conservador
sobre el je fe local de su partido en Zipaquirá, una localidad relativa­
m ente importante:

Era corifeo de la plebe conservadora de aquel lugar un hombrona-


zo de talla más que gigantesca, de voz proporcionada a su cuerpo,
que usaba por vestido un bayetón, por arma habitual un garrote,
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

de religión, fanático, de oficio, carnicero, godo (conservador) hasta


la pared de enfrente, de los bravos y matasietes tolerados con disi­
mulo o azuzados sin embozo por magnates y autoridades, como afi­
liados a la pandilla del nefando Fuego Lento [sigue a continuación
una nota sobre este bandido que cantaba al tiple mientras sus vícti­
mas eran azotadas en su presencia]... un coco que el partido con­
servador zipaquireño tenía a la vanguardia para los casos en que
se viera un poco apurado.

De estos conservadores se dice que en 1861 asfixiaron a sus con­


trarios con chalecos de cuero crudo. Los indios de la localidad, un
potencial político errático pero, algunas veces, poderoso, fueron di­
rigidos a mediados del siglo pasado por el «Dr. Eduardo Gutiérrez,
o por otro nombre el indio Eduardo, avispa intolerable en política,
y con resabios rabulescos, tenía grandes entronques, principalmen­
te de raza, con las comunidades, de cuyos intereses se preciaba de
ser patrono». .
El patronazgo federal directo estuvo representado en Zipaquirá
p or los trabajadores de las salinas, desesperados dependientes con
un elaborado sistema para vivir a costa ajena y una pésima reputa­
ción local. Los elementos liberales del pueblo — «había una Sociedad
Democrática apreciable— cuando .tuvieron el poder, chocaron con el
campesinado conservador de lójs alrededores — el independiente
y numeroso orejón de la Sabana— . Un gobernador conservador ad­
mitió en 1854 que aunque éstos eran «amigos» no podía ejercer nin­
gún control sobre ellos8.
La descripción clásica de esta situación en las mesetas centrales,
la parte más densamente poblada del país, se encuentra en la mono­
grafía de Rufino Gutiérrez, un inspector del gobierno conservador
que escribió después de la Regeneración, la reacción conservadora
de 1885. La reproduzco totalmente, puesto que se trata de un inten­
to hacia una descripción funcional, lo cual es muy raro para la épo­
ca y el lugar, y consigue en un espacio reducido tratar brevemente
sobre muchos aspectos del problema.

Permítanos el señor Secretario que le manifestemos cuáles son, a


nuestrojuicio, las causas eficientes de ningún progreso material e
intelectual de casi todas las poblaciones de la Sabana, cercanas a
la capital; pero no se crea que al hacer enumeración de estas causas
M a l c o l m D eas

es porque las hayamos encontrado todas en. el Distrito de que tra­


tamos: siendo ésta la primera relación que hacemos de los pueblos
pequeños que hemos visitado, aprovechando la ocasión para darle
cuenta de nuestras observaciones generales, lo que quizá no poda­
mos hacer otro día por cualquier circunstancia. También advertimos
que hacemos apreciaciones generales y que prescindimos en absolu­
to de algunas honrosísimas excepciones que podrían presentárse­
nos en todos y cada uno de los pueblos de esta meseta, de vecinos
patriotas, desinteresados y llenos de todo linaje de virtudes cívicas
y privadas: ya que ellos no han sabido o no han querido imponerse
en sus respectivos pueblos en beneficio del común, que sufran la
pena de verse envueltos en la apreciación general que se hace de
sus conciudadanos.
Puede dividirse el vecindario de cada Distrito en tres secciones
o clases sociales:

I a. Los grandes capitalistas.


2a. Los propietarios menores.
3a. Los proletarios (los indios).

La primera clase se compone de gente domiciliada en Bogotá,


que tiene valiosas haciendas en la Sabana, manejadas por un mayor­
domo, y que visita una o dos veces por semana, cuando va a pedir
cuentas al administrador y a tomar noticia del estado de sus hatos,
sementeras y cercos; para quienes es indiferente el progreso moral
y material del poblado. Estos vecinos, por sus relaciones en la capi­
tal y por su posición pecuniaria, son a menudo nombrados Alcal­
des o Concejales del Distrito; no aceptan el primer cargo por no
tomarse el trabajo de ir los días de mercado a oír las demandas y
a administrarjusticia, y por temor de enajenarse la voluntad de los
propietarios menores; pero sí hacen valer sus influencias con el
Gobierno para hacer nombrar autoridades a quienes pueden incli­
nar en favor de sus particulares intereses en la composición de cier­
tos caminos, decisión de controversias, etc.
Aceptan el cargo de Concejales para no concurrir a las sesiones
sino cuando tienen noticia de que hay algo recaudado de la contri­
bución directa o del trabajo personal subsidiario, para hacer valer
su poderoso voto a favor de la mejora del camino que interesa a su
hacienda. En elecciones no se mezclan, porque eso les aleja simpa­
tías, y por consiguiente clientela en sus negocios. La instrucción pú­
blica les es indiferente porque sus hijos están en la capital en sus co­
legios. El Cura es para ellos bueno cuando rinde parias. Sólo mues­
tra interés por el pueblo, y entonces con entusiasmo, cuando tiene
que reclamar contra algún desacato de las autoridades civiles o ecle­
siásticas de él.
La segunda clase, más numerosa que la anterior, se compone de
vecinos del Distrito, blancos, mestizos e indios, entre los que se ven
familias numerosas, muchas de ellas ejemplares en todo sentido;
pero generalmente de allí salen los tenorios de parroquia, corrup­
tores de toda india que por su gracia se distingue de las demás: los
gamonales o caciques, gente despiadada, que esquilma a los infeli­
ces indios y abusa de ellos sin misericordia; los matones, hombres
de botella y revólver, que dan la ley en las chicherías de la comarca.
De esta segunda clase, ignorante y escasa de nociones de moral, que
es la conocida entre nosotros con el calificativo de orejones, salen
necesariamente las autoridades del Distrito. Un Alcalde o un Juez
es entonces el favorecedor de las demasías de los de su clase, por te­
mor o por relaciones de parentesco y amistad, y un verdugo de los
proletarios. Entre estos individuos hay estrechos vínculos de paren­
tesco y amistad, por lo mismo que las familias son muy numerosas,
y a veces también se dividen en bandos originarios de profundas ri­
validades personales, de disensiones de familia o de diferencias por
intereses. Es una clase llena de envidia de las comodidades de que
disfrutan los grandes hacendados y de desprecio hacia sus inferio­
res. Mandan a sus hijos a estudiar pocos años a la capital, de los cua­
les resulta un noventa y cinco por ciento que sólo aprenden vicios
cortesanos y malas costumbres, y que para sostener unos y otros se
ocupan casi exclusivamente a suscitar litigios que arruinan a las fa­
milias y perturban la paz de los pueblos. Casi todos los individuos
de esta clase viven en desmanteladas casas, muchas de ellas incómo­
das para la habitación de la familia, pero con grandes departamen­
tos p?ra el servicio de las chicherías que en ellas tienen. De entre
ellos surgen de cuando en cuando notables soldados yjefes tan ab­
negados como entusiasta* ' •
La tercera, compuesta de indios, nos cuesta más dificultad cla­
sificarla: no pueden compararse con los parias, con los ilotas ni con
los gitanos, porque aquéllos carecen por completo del espíritu de
cuerpo que a éstos anima; son desventurados seres desprovistos
de inteligencia, de educación, de instrucción moral y religiosa y
aun de buenos sentimientos; sin aspiraciones; por quienes no se in­
teresa nadie desde que el Gobierno español fue expulsado de esta
tierra. Es ésta una raza completamente abyecta, que, tal vez por for­
tuna, va desapareciendo, debido a sus malos hábitos y a la falta de
alimentación... Otra de las causas que hacen que el número de in­
dios disminuya es el reclutamiento: los indios, poco amigos del ma­
trimonio, una vez que son enganchados en el ejército, casi nunca
se casan; y las indias parece que prefieren una dependencia crimi­
nal a la honesta vida del matrimonio.
Otras muchas causas impiden el progreso de las poblaciones ve­
cinas a Bogotá, que es para ellas una bomba aspirante: casi todo jo­
ven de algunas aspiraciones o de mediana ilustración que en estos
pueblos nace, viene a la capital en busca de mejor medio social y más
amplio horizonte; y las muchachas, desesperadas por los malos tra­
tamientos y peores ejemplos que reciben de sus padres, aprovechan
la primera ocasión que se les presenta para huir de su lado y venir
aquí a alquilarse en una casa o tienda o a entregarse a la prostitución.
En estos pueblos tiene poco prestigio la autoridad, a causa de
que en veinte años de una dominación odiosa para ellos, se han acos­
tumbrado a mirar a las autoridades que se les han impuesto como
enemigos a quienes sólo deben obedecer cuando la fuerza bruta
les obliga a ello; así es que aunque las autoridades de hoy día son
aceptables para el pueblo, sólo tienen en éste el propio prestigio
personal9.

Gutiérrez describe lo que claramente no es una sociedad exac­


tamente deferencial, pero muestra que no es únicamente la deli­
cadeza lo que lleva al gran capitalista ilustrado a participar sólo mo­
deradamente en los asuntos locales. Este protege sus intereses sin
definirse más de lo necesario; utiliza su influencia cuando lo nece­
sita, a niveles más altos que los municipales. Tiene p od er para con­
seguir lo que quiere en asuntos de contribución local, carreteras,
y del «trabajo personal subsidiario», pero para salvaguardar su po­
sición renuncia a toda pretensión sobre el control minucioso de los
asuntos municipales, una renuncia dictada-en parte p o r el interés
y en parte, parece, por el miedo: es m ejor mantenerse en buenas re­
laciones con la segunda clase, «los matones, hombres de botella y
revólver». Debemos dejar un margen de exageración en las descrip-
dones de Gutiérrez, pero también es necesario recordar que son muy
escasas las fuerzas públicas, ejército o policía con las que podía.con­
tar un hacendado en esta época, por influyente que fuera. Tenemos
aquí una estructura dual de poder; en que un magnate tiene poder
de veto sobre algunos asuntos locales, y cierta influencia positiva en
las esferas superiores, departamentales o nacionales, del gobierno,
en la selección de un propietario menor en lugar de otro para un car­
go local. Este poder tenía serios límites y era poco lo que el gobier­
no podía hacer para excluir a los dirigentes naturales del municipio
de sus nombramientos, puesto que necesitaba su apoyo electoral,
y frecuentemente su apoyo militar. Pero el tipo de demarcación tá­
cita descrito por Gutiérrez reducía, en tiempos normales, la fricción
entre el gran capitalista y las personas de menos importancia en
cierto control sobre los asuntos locales. En tiempos de paz sus com­
pensaciones incluían un ocasional douceurde la envidiada clase su­
perior, y en tiempos de guerra, sus posesiones de esta clase estaban
a menudo enteramente a su m erced10.
La posesión de armas estaba muy extendida. Durante el perío­
do federal, 1863-1885, el libre com ercio de armas era una cuestión
dispuesta p or la Constitución: el texto de Rionegro estipulaba el li­
bre com ercio de armas y municiones com o parte del sagrado dere­
cho de insurrección— sección 2, artículo 15, subsección 15— : «L a
libertad de tener armas y municiones, y de hacer el comercio de ellas
en tiempos de paz». El objeto de esta, aveces realista, Constitución,
era localizar las rebeliones más que permitirlas, y el efecto de esta
disposición tenía sus límites naturales en la pobreza. N o obstante,
«cada comerciante pudo inundar el país de revólveres, puñales y sa­
bles, y de cápsulas, balas y pólvora, de suerte que todos los ciudada­
nos pudiesen proveerse de elementos de destrucción tan libremen­
te com o si se proveyeran de vestidos, alimentos y calzado... A más
de los parques nacionales, cada Estado tenía el suyo, a costa de enor­
mes sacrificios, y cada caudillo su parque privado y oculto, cada pue­
blo sus medios de apelar a las armas»11. Las fuerzas del Estado eran
muy escasas, y en tiempos de .paz la Guardia Colombiana federal con­
sistía en menos de mil hombres; no había policía nacional. N o es
extraño que hubiera más de cincuenta rebeliones en estos veinte
y tantos años.
¿Por qué se luchaba? Era difícil mantener la neutralidad en mu­
chos de estos conflictos, porque los que no tenían ambiciones y los
M a l c o l m D eas

excluidos sufrían innumerables molestias a manos de los círculos


que sólo podían mantenerse en el poder p or medio de un rígido fa­
voritismo, y algo más que molestias una vez empezada la lucha: las
técnicas de represión de un gobierno siempre tenían el efecto ini­
cial de aumentar el núm ero de sus enemigos en el campo de bata­
lla. La cuestión religiosa verdaderamente despertó una fuerte sen­
sibilidad en la guerra de 1876-1877. Pero, sobre todo, y más en el
contexto del caciqtúsmo, estaba la cuestión del patronazgo, incluso
en estos «estados famélicos». En el gobierno nacional había contra­
tos de carreteras, tierras de la Iglesia y el Estado, resguardos, pro­
yectos ferroviarios, pensiones y exenciones, el tribunal supremo, la
aduana, las salinas, l--s ministerios: Bogotá fue siempre una capi­
tal esencialmente au.ninistrativa. En los estados había aduanas me­
nores, algunos m onopolios locales, nuevamente tierra de la Iglesia,
del Estado y de resguardo, carreteras, los tribunales menores, la crea­
ción, disolución y alteración de circuitos judiciales y límites muni­
cipales. El número de cargos y los sueldos de que estaban dotados
no eran grandes, el cargo en sí no era más que una pequeña parte
del botín. A nivel municipal el sueldo de un alcalde era mísero, in­
cluso en el contexto de la pobreza colombiana, y Colombia era, per
cápita, un o de los países más pobres de Am érica Latina. Es preciso
emplear m ía balanza delicada para sopesar el valor que tenía para
los hombres de la segunda clase de Gutiérrez el asumir el poder
íócal, pero incluso empleándola, el sueldo en sí no constituía gran
diferencia12.
Para el cacique había otra lista: contenía el m onopolio de bebi­
das, que era en muchas regiones una cuestión en gran parte local
hasta muy entrado este siglo; la autoridad para multar; la dirección
del trabajo personal subsidiario, que también sobrevivió hasta el
siglo X X — era conveniente en ocasiones controlar el trabajo que
se hacía, y quién lo hacía— ; el control sobre el reclutamiento, gene­
ralmente yjustamente tem ido y que daba al que lo controlaba algo
muy negociable; el control de los jurados, en aquellos lugares don­
de se experimentaba con ellos y, en general, de la influencia ju d i­
cial. El gran número de abogados no es casualidad en un país don­
de la administración sigue el código pertinente, pero puede no
seguirlo de una manera neutral. Éstos son los aspectos más tangi­
bles a los que hay naturalmente que añadir en cualquier comuni­
dad los menos tangibles — respeto, deferencia— , la seguridad de
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

que otros no pueden hacerle a uno lo que uno puede estar tenta­
do a hacer a los demás. En la Colom bia del siglo x ix ésta era con
seguridad una certidumbre de mucho valor.
Los liberales perdieron su posición predom inante en 1885, en
parte debido a que su sistema electoral había llegado a ser dema­
siado herméticamente simple13. La solución conservadora fue la
rígidam ente centralizada Constitución de 1886, que impuso a los
votantes las condiciones de ser propietario y alfabeto y elecciones
indirectas. La receta del presidente Rafael Núñez para la «paz cien­
tífica» incluía también un ejército mayor y gendarmería, puesto que
estos dos votaban también convenientemente, y si era necesario repe­
tidas veces («e l expediente consiste en votar impasiblemente cuan­
tas veces sea necesario»). Más importante, incluso, era la máxima
aproximación a la Iglesia, «un concordato de m ilagro». U n conflic­
to no resuelto con la Iglesia había lim itado seriamente el alcance
del anterior dom inio liberal.
Antes de los años 1920, en que los buenos precios del café, el pe­
tróleo y los plátanos, la indemnización de veinte millones de dólares
de Panamá y grandes préstamos del extranjero alteraron el equili­
brio, el nexo entre los gobiernos central, departamental y munici­
pal en tiempos de general pobreza gubernamental no es muy fuer­
te. Hay pocas obras públicas, pocas carreteras llegan a ser algo más
que una responsabilidad local, los m onopolios departamentales de
licor eran a menudo sacados a concurso, y el general Reyes tuvo que
abandonar los planes de m onopolio nacional debido a la resisten­
cia departamental, en 1908. El aparato burocrático de los departa­
mentos era aún muy pequeño, sus fuerzas policiales insignificantes:
los departamentos tenían todavía p oco que ofrecer al m unicipio,
poco con qué amenazar, y debido a la misma debilidad de sus pro­
pios recursos el gobierno central permaneció de hecho mucho me­
nos centralizado de lo que se deduce de la letra de la Constitución
de 1886. La gran ventaja natural que tenían sus autores conserva­
dores era el apoyo clerical, relativamente disciplinado, abierto, ins­
titucional y constitucional.
La Iglesia se recobró de'los ataques de los años 1860 con sorpren­
dente rapidez; en algunos lugares el fanatismo local había sido pro­
tección suficiente, y los radicales más prudentes del tipo de Ma­
nuel Murillo Toro deseaban eludir toda provocación innecesaria14.
A principios de la década de 1880 la meseta fue escenario de misio­
M a l c o l m D eas

nes muy activas que reorganizaron a los fieles a nivel local, restable­
cieron gradualmente y redistribuyeron el diezmo, una tarea reali­
zada sin el apoyo del Estado. Estas misiones eran algunas veces hos­
tilizadas — «[u n a ] voz infernal... se oyó diciendo, ¡Abajo el fraile
autor de todos estos hechos!»— , pero ésta era en su mayoría una
región creyente y bien catequizada. Los curas no vacilaban en ins­
truir a los ricos sobre sus deberes, e incluso nombraban por escrito
a absentistas reacios a colaborar o indiferentes: «Ricos propietarios
que se llaman cristianos... siultorum infinitus est numerus, etperuersi
dificile correguntur»15. Excepto en la provincia de Antioquia, no ha­
bía una relación muy próxim a entre la élite laica y la Iglesia por de­
bajo de la jerarquía. El alto mando conservador sin duda acogía
con gusto el apoyo clerical, y en 1890 lo reforzaron con la vuelta de­
finitiva de los jesuitas y con españoles importados de demostrada
ortodoxia, pero no lo controlaban directamente y hay una ligera pe­
ro persistente corriente de inquietud en los círculos oligárquicos
con relación al oscurantismo clerical16. N o obstante, durante los cua­
renta y cinco años que van de 1885 a 1930, la Iglesia fue brazo elec­
toral de los conservadores. El liberalismo era pecado: las pastorales
colombianas eran intensas e insistentes sobre este punto. El cura era
frecuentem ente la persona más influyente de la localidad — «fren­
te a él, que representa la eternidad celestial y al mismo tiempo la
perennidad burocrática, el alcalde es deleznable y efím ero»— : «A l lle­
gar á su parroquia un cura turbulento, es como cuando sueltan un
toro nuevo en la plaza, algo peor, porque con él no hay barrera que
valga»17. En algunos municipios, Monguí, el valle de Tenza y otras
zonas de m inifundio, gozaban de un predom inio casi absoluto.
L a guerra de 1899-1903 fue oficialm ente la última guerra civil
sufrida p or la República; desde ese m om ento los conservadores
concedieron una cierta representación a algunos liberales selectos
y la mayoría del Partido Liberal concluyó que en la guerra el Gobier­
no probablemente vencería. A pesar de ello, el sistema era todavía
propenso a la violencia, y el país estuvo al borde de la guerra en
bastantes ocasiones posteriormente. En 1922 las divisiones de los
conservadores fueron explotadas por una coalición liberal indepen­
diente y la situación se salvó por el uso a nivel local de la fuerza y
un recurso general al fraude. Verdaderamente el gobierno central
tenía ahora más medios a su disposición, los recursos congresio-
D e l p o d e r y l \ g r a m á t ic a

nales y departamentales parecían mucho más formidables en ma­


nos conservadoras que el esquelético aparato de la época federal:
había más m onopolios centrales, más trenes, más poderosas «jun­
tas de caminos»; el «trabajo personal subsidiario», uno de los gran­
des recursos, desapareció: ahora el salario de un peón del departa­
mento empleado en obras públicas era mayor que el de un alcalde.
H ubo un gran aumento de patronazgo nacional, departamental y
urbano debido a la indem nización de Panamá y los nuevos y sus­
tanciales préstamos públicos a gran escala de los años veinte. El efec­
to inm ediato fue hacer a las entusiasmadas regiones difícilm ente
manejables desde el punto de vista del presidente al hacerse sus re­
presentantes en el Congreso más reacios con respecto a los «auxi­
lios» preelectorales. L a tendencia según la cual las localidades lle­
garon a depender fiscalmente cada vez más de las subvenciones del
gobierno y los municipios cada vez más de los departamentos, ha­
bía ciertamente comenzado; igualmente cierto es que tardaría mu­
cho tiem po en aproximarse siquiera al centralismo previsto en el
texto de la Constitución de 1886. Todavía existían poderosas y na­
turales fuerzas federalistas. Núñez, el «Regenerador», había querido
pulverizar los antiguos estados soberanos y rehacer el mapa admi­
nistrativo p or completo, pero las fuerzas locales fueron demasiado
vigorosas para él, com o fueron también para el presidente Reyes:
todavía le era difícil al gobierno eliminar o remplazar un goberna­
dor sólidamente establecido o a un gran cacique, hombres como el
general Manjares en el M agdalena o el doctor Charri en el Huila.
Hasta dónde llegaban los límites de control del Gobierno y hasta
qué punto era todavía el sistema una federación de caciques, puede
entreverse en las circunstancias que rodearon la caída del Partido
Conservador en 1930.
Las elecciones se hacían por el Directorio Nacional del partido,
normalmente compuesto de tres miembros elegidos por los miem­
bros del Partido Conservador en el Congreso. En condiciones idea­
les consultaban al ministro de Gobierno, y su único candidato reci­
biría la bendición del arzobispo de Bogotá. El Directorio distribuía
las fuerzas de las distintas facciones del partido dentro de cada de­
partamento, y después de hacerlo nombraba directorios locales y,
si había necesidad, hacía que el ministro de Gobierno realizara cual­
quier cambio conveniente entre los funcionarios locales. Teórica­
mente ésta era una tarea fácil bajo la Constitución de 1886. Los di­
M a jlco lm D ea s

rectorios locales, con ayuda del gobernador y el resto de la extre­


madamente parcial administración — cualquier otro tipo de admi­
nistración habría sido simplemente un indicio de locura política,
puesto que no era concebible que nadie que diera valor a la neutra­
lidad pudiera mantenerse18— , el obispo de la localidad y el clero
trabajarían después los municipios para hacer salir los votos conser­
vadores y mantener los liberales alejados. Hacían listas complejas,
tomaban precauciones, hacían promesas, distribuían cuidadosamen­
te las escasas guarniciones y la policía, los agentes de aduanas, los
funcionarios del m on op olio del alcohol y cualquier otro grupo de
hombres disponible. Los municipios, a su vez, enviaban sus «adhe­
siones» a los candidatos favorecidos, largas listas de nombres que
el departamento no tendría ningún pretexto posible para olvidar, al­
gunos de los cuales reaparecerían en las cartas de recomendación
poselectorales que, si todo iba bien, inundarían toda fuente de pa­
tronazgos. Las elecciones, con su acompañamiento de violencia y
fraude, se llevaban entonces a cabo.
Esta es una sencilla sinopsis de la que nunca era una tarea fácil,
pero que exigía una gran cantidad de conocimientos locales y tac­
to político de los miembros del Directorio Nacional. Vemos cuáles
fueron sus dificultades en 1930. Había serias divisiones entre los
conservadores en ocho de los departamentos. En Huila, el doctor
Charri tenía un sistema de perfección sapista (véase nota 13), tanto
que el Directorio concluyó, «n o hay gobernador». Charri nombra­
ba todos los cargos, y era impopular porque nombraba demasiados
de sus propios familiares y demasiados hombres de otros departa­
mentos, supuestamente porque esto les hacía personalmente depen­
dientes de él. Estaba en muy buenas relaciones con el obispo, que
daba las órdenes electorales apropiadas; pero su círculo nepotista
y no huilense no era popular, y produjo muchas abstenciones con­
servadoras que podrían incluso llegar a convertirse en votos adver­
sos. Era difícil y peligroso intentar rom per el dom inio del doctor
Charri, e insatisfactorio perm itirle seguir...
En Tolima, la dificultad residía en la oposición del obispo a la
dirección oficial conservadora. El Directorio Nacional llegó a la con­
clusión de que era imposible silenciarlo sin la ayuda del Papa, «que
desgraciadamente está muy lejos para poderle hablar». En el Valle,
el gobernador intentaba establecer su propia base de apoyo con los
«em pleados de las rentas», allí dirigidos p or un liberal y opuestos
D e l p o d e r v l a g r a m á t ic a

a aquéllos en quienes el Directorio creía poder confiar. La situa­


ción era más grave en Boyacáy Cundinamarca, las fortalezas electo­
rales de los conservadores en la región central. El obispo de Boya-
cá se negó a apoyar a nadie, p or razones en gran parte personales,
y el panorama ofrecía no menos de cinco facciones distintas19. El
dirigente de una de las más recalcitrantes, el general Isaías Gam­
boa, se llamaba a sí mismo cacique con orgullo — «es m ejor ser ca­
beza de ratón que cola de le ó n »— y era manifiestamente desafecto
al círculo gubernamental existente: «Abadía [el presidente] tiene
un concepto bajo de los caciques, y en las clases que dicta en la Es­
cuela de Derecho se expresa en términos depresivos (sic) contra to­
dos». Gamboa organizó a los conservadores veteranos de la guerra
civil, e incluso alegó contar con el apoyo de «liberales de pelea» dis­
gustados con el ala civil de su partido. Organizó a sus hombres a
la manera militar y preparó «retenes» en las afueras de los pueblos
para controlar los movimientos en momentos de elecciones (ésta
era una táctica muy com ú n ). Gozaba también de la ayuda de otros
«guapetones» ex militares que se especializaban en falsificar buenos
resultados conservadores en distritos liberales: el general Mazabel
podía obtener 2.000 votos en Anapoima; com o observara el Direc­
torio sobre este inconveniente sector del partido, «quienes en lo polí­
tico conozcan esta población, Saben que es más fácil cosechar plá­
tanos, cacao y mangos en la faldas paramosas que conseguir cinco
votos conservadores verdaderos». Ninguno de los dos partidos tradi­
cionales colombianos puede controlar sus afiliados al simple nivel
de decretar quién es m iem bro y quién no.
El partido era incapaz de resolver sus propias diferencias, inclu­
so con la ayuda del arzobispo, y éstas eran lo bastante profundas para
que el tercer candidato liberal obtuviera una victoria, incluso con­
tra los muy superiores recursos conservadores en gobernadores, al­
caldes, corregidores, varios tipos de inspectores, empleados ferrovia­
rios, ejército, policía, los tranvías, las «juntas de caminos»: toda la
«maquinaria» todavía relativamente formidable, aunque debilitada
por la crisis económica20.. f
Este no era un «tu rn o» pacífico: los altemos del tipo español no
son nada com entes en el panorama local. Ambos partidos tradicio­
nales tienen sus facciones y sus disidencias, y el sistema sólo puede
llamarse bipartidista en un sentido vago, pero el cambio en el Ejecu­
tivo, de una corriente a la otra de estos dos partidos históricos, ha
producido siempre una situación potencial de violencia. En 1930
la resistencia a la subida liberal fue violenta en muchos municipios.
En Santander, el gobernador saliente distribuyó 14.000 rifles entre
unos seguidores ya bien armados y hubo lucha general21. Las Asam­
bleas Conservadoras Departamentales aprobaron lo que denomina­
ron «leyes heroicas», actos de dem olición legislativa destinados a
privar al gobernador liberal entrante de recursos y a destrozar la
administración local:

Especialmente se ha practicado este cobarde sistema en algunos or­


ganismos departamentales, que han llegado a negarle a su sección
el aire, el sol, la luz y el fuego. Estas asambleas se convierten en cuer­
pos beligerantes. . . ya tales extremos se ha llegado, que como vin­
dicta y venganza se han tomado las providencias más extremas, co­
mo cercenar todo el tren administrativo, desguarnecer ciudades y
pueblos de todo servicio de seguridad y vigilancia, inyectar antago­
nismos extraños de determinada filiación política para que sustitu­
yan al gobernante, suprimir los sueldos o salarios de funcionarios
a fin de reducirlos a las crueldades del hambre o llevarlos al camino
de la dimisión... Bien se comprende que el arma, aunque innoble,
es eficaz: eficaz para la oposición, para la hostilidad, para la violen­
cia, para hacer invivible el país22.

Este llamamiento a sentimientos sectarios originó numerosos


conflictos locales, considerados com o una degeneración de «los bra­
vos y gallardos sistemas antiguos de la verdadera república» en que
todos luchaban por sus principios. Ahora, sin embargo, «lo extrava­
gante del suceso es que quienes echan por los atajos de la muerte
y la coacción no son los que pueden aprovecharse de los regadeos
del poder o de las influencias oficiales, sino quienes viven perfecta­
mente alejados de ellos, quienes moran en los campos y aldeas leja­
nas; es un tributo que rinde la ignorancia al apasionamiento secta­
rio, el desinterés a la ambición política, el iluso amor al aprovechado
cálculo».
Es cierto que algunos de los intereses locales e n ju e g o son más
comprensibles para nosotros que ese «iluso amor»: el conflicto no
es exactamente espontáneo y lós del «aprovechado cálculo» tienen
sus contactos con «los campos y aldeas lejanas». Pero el potencial
destructivo del sistema colombiano no puede comprenderse sin el
elem ento sentimental: es al mismo tiem po un recurso que puede
emplear el cacique, y algo que limita su capacidad de maniobra23
— es decir, no se excluye que él mismo sea un sentimental de su pro­
pio partido y casi con seguridad deteste a sus enemigos— . La evi­
dencia folclórica de esta movilización fosilizada es abundante, par­
ticularmente en las coplas a m enudo coleccionadas p or abogados
de localidad y curas de parroquia:

Liberal:

Si no alcanzo a disfrutar
el triunfo de los liberales
lo disfrutarán mis hyos
que horita están en pañales.
Entonces sí cantarán
los rojos su torbellino
sin que los maten los godos
por ahí en cualquier camino,
etc.

Conservador:

El color azul me gusta


porque es el color del cielo,
y el rojo es el color
de las llamas del infierno.
¡Guy! por la señal
De la santa cruz
De ser liberal
Líbrame Jesús,
etc.

El conservador Manuel Serrano Blanco leía a Romanones y Or­


tega — «la España oficial consiste, pues, en una especie de partidos
fantasmas, que defienden los fantasmas de unas ideas, y que apoya­
dos por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos mi­
nisterios de alucinación»— y escribió una glosa colombiana sobre
sus conclusiones: « [Aquí] ningún ciudadano puede huir de las preo­
cupaciones políticas, porque será victima de su propio olvido... Aquí
M a l c o l m D eas

todo el país es político. El país nacional ha desaparecido». Las dos


esferas de gobierno, la nacional y la tan gráficamente descrita por
Gutiérrez, parecen muy alejadas entre sí, algunas veces prácticamen­
te inconexas. Pero están conectadas p or la cadena del patronazgo
que debe utilizar el gobierno central para sobrevivir, y por una co­
mún retórica partidista que puede variar desde la filosófica hasta la
calculada, hasta la afirmación irreductible de identidad local y per­
sonal: «¡Cabrones, Viva el Gran Partido Liberal!».
Las alternativas al sistema— gobierno militar, gobierno de un solo
partido, gobierno autoritario, movilización de masas de tipo moder­
no— no eran asequibles. Todas ellas requerían recursos que no po­
seía el país, y los acontecimientos que se han desarrollado desde
1930, experimentos en todas estas alternativas, han demostrado
que los recursos no han aparecido.
El municipio es crónicamente pobre: «¿Qué podemos opinar del
hecho de que más de la mitad de los municipios colombianos tie­
nen presupuestos inferiores a 5.000 pesos, y éstos se forman en eleva­
dos porcentajes de auxilios, participaciones departamentales e in­
gresos del Tesoro Nacional?», preguntó Antonio García en 194924.
Esta pobreza no proviene de una elaborada organización del sistema
fiscal que pudiera convenir a los gobiernos departamental y cen­
tral. El porcentaje de ayuda financiera exterior es siempre más alto
en los departamentos con peor reputación en cuando a dominio ca­
ciquil, las pobres tierras altas de Colombia. Parece que es en éstas
donde menos se hace p or el municipio, y donde la clientela local
es más servil al círculo político dominante.
D onde los recursos son tan escasos, repartirlos p o r igual no tie­
ne, políticamente, ningún sentido: habría que privar a los amigos,
y es lógico apoyar amigos cuando las conversiones son tan raras.
Concentrarse en amplios objetivos de utilidad general es política­
m ente suicida, aumentar las rentas públicas es enorm em ente difí­
cil. Mientras el clero reúne fondos construyendo grandes iglesias
que nunca se terminan, los electores superiores del departamento
obtienen algunos votos extendiendo lentamente innumerables y
pequeñas carreteras hacia las expectantes regiones leales. Aquéllas
cuyo agradecim iento no es seguro, son a menudo ignoradas por
completo. El Líbano, Tolima, uno de los pueblos que más café pro­
ducía en todo el país, no tuvo carretera hasta que terminó el domi­
nio conservador: era un lugar agresivamente liberal.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Hay continuas acusaciones de favores legales e ilegales, de dispo­


siciones aplicadas en form a desigual. L o que son «fuerzas vivas» y
«principales vecinos» para unos, son los «gamonales» para otros. Se
hace responsable al sistema por crear lo que refleja y el comentario
urbano asume con demasiada facilidad que los caciques son uni­
form em ente perniciosos: no hay motivos para suponer tal unifor­
midad, y de hecho parece claro que las diferencias regionales en
riqueza y cultura deben producir una gran variedad. Algunos gamo­
nales pueden ajustarse a una de las primeras descripciones — de
los años 1860— , «e l gamonal tiene sumo interés en que haya pobres
y miserables en el pueblo, para que nadie haga estorbo con veleida­
des de igualdad o independencia»25. Es posible que algunos crean
que cualquier señal de progreso material no hará más que suscitar
la envidia y el aumento de impuestos p or parte del gobierno supe­
rior. Pero los que desean este inmóvil aislamiento correrán el riesgo
de ser amenazados por otros que consideran el avance político con
una visión más abierta. Mientras aumente el poder del Estado, mien­
tras aumente la introducción de nuevas agencias en las localidades,
es evidentemente m ejor aliarse que ser eliminado. La mayor parte
del «progreso» será negociado, no combatido. Se dice que cuando
el gobierno quiso sustituir la bebida de chicha por cerveza, los caci­
ques estaban dispuestos a im poner la prohibición a cambio de reci­
bir las representaciones de la cerveza.
Muchos de estos «gallos de pueblo» poseen una autoridad natu­
ral que puede derivarse de muchas cosas: riqueza, carácter, nacimien­
to, virtud, audacia, inteligencia... «Son tan insignificantes las gen­
tes de nuestros pueblos y aldeas que cuando uno se peralta sobre los
demás, así sea a muy pocos codos, a ése ha de llamársele, agasajár­
sele, buscársele para que sea el factótum, insustituible y ú n ico»26. Los
oponentes al federalismo del siglo xix, con su estilo directo, llama­
ban a esto «falta de luces», seguros com o estaban de saber dónde
estaba la luz — un antropólogo social estaría hoy menos seguro— .
Estos hombres de autoridad extraoficial no son necesariamente im­
populares: en el Huila he oíd o la palabra «cacique» utilizada sin
implicaciones ofensivas, en presencia del cacique.
El caciquismo da lugar a descripciones desdeñosas: «El caciquis­
m o político crea el señoritismo político... el primero es burdo y fuer­
te, capaz y decidido, el segundo petulante y engreído, palabrero y
parásito, y manteniendo a dos castas y clases muy distintas, se unen
y com plem entan». Estas categorizaciones son muy simples, pero es
verdad que del elem ento «m anzanillo» — manzanillo es la palabra
colombiana para designar a la persona que se dedica al celestineo
político27— en el Congreso y en las Asambleas Departamentales no
se espera que haga mucho más que ocuparse de que las peticiones
y recomendaciones locales reciban cierta atención. Esta fuiíción no
se m erece la fácil condena que normalmente recibe, p ero sus peti­
ciones son inevitablemente particularistas, y su dom inio sobre las
antiguas burocracias ministeriales, engarfadas de atender recomen­
daciones locales, tendía y tiende a inundar con gente inútil a los po­
cos hombres em prendedores que tienen un precio más corriente
que la posible exclusión de los eficientes. A menudo se encuentran
en la misma persona el talento administrativo y político, y el mayor
precio en este caso es el desperdicio de recursos, la extremadamen­
te grande proporción del presupuesto que debe destinarse a «gas­
tos de funcionam iento»28: Los gobiernos pobres pagan más. Algu­
nos elementos de ambos partidos tradicionales han intentado desde
los años treinta combatir esta adulteración mediante la creación de
«entidades autónomas», agencias gubernamentales creadas con fi­
nes concretos y que son algo más inmunes a este tipo de interferen­
cia. Ante la incertidumbre de las perspectivas urbanas de sus parti­
dos en un país que se está urbanizando rápidamente, incluso intentan
reformar y reorganizar su base rural mediante estas organizaciones.
Es una transición difícil y, lejos de haberse completado, la respues­
ta que dieron muchos caciques en las elecciones de 1970 fue votar
con la misma oposición que esta reorganización está destinada a
combatir; los buenos caciques liberales y conservadores, ignorados
p or las nuevas agencias de progreso rural, traspasaron sus votos y
votantes a la oposición populista del general Rojas Pinilla. Dada una
herencia política tan difícil de erradicar, era lógico.

N otas

L Para la historia constitucional de la República, véanse M. A Pombo y


J.J. Guerra, Constituciones de Colombia, recopiladas y precedidas de una breve
reseña histórica, 2aed., 2 Vols., Bogotá, 1911; y W. M. Gibson, The Constitu-
tions of Colombia, Durham NC, 1948. La obra dej. M. Samper, Derecho pú­
blico interno de Colombia, Bogotá, 1886, y la 2a ed., 2 Vols., 1951, es todavía
muy útil. Para un cacicazgo de la Colonia, véase G. Reichel-Dolmatoff, ed.,
Diario de viaje delP. Joseph Palacios de la Vega entre los indios y negros de la Pro­
vincia de Cartagena en el Nuevo Reino de Granada, 1787-1788, Bogotá, 1955,
pp. 48 y ss.
2-Archivo Epistolar del General Mosquera. Correspondencia con el General Ra­
món Espina, 1835-1866, ed.J. León Helguera y Robert H. Davis (Bibliote­
ca de Historia Nacional, Vol. LVffl), Bogotá, 1966, pássim, especialmente
261-270.
Un entusiasta anterior del cultivo de la población en tiempo de elec­
ciones fue el vicepresidente, más tarde presidente, Santander. VéasePublic
Record Office, Londres: FO 18-52, en donde se informa que «busca la com­
pañía del simple populacho del país, adoptando sus vestidos y sus cos­
tumbres y estimulando con su presencia los sentimientos más violentos y
facciosos». Campbell a Dudley, 6 de enero, 1828.
El mayor fondo de información sobre la actividad electoral en el siglo
xix es el Fondo Anselmo Pineda de la Biblioteca Nacional. Véase Biblioteca
Nacional, Catálogo del «Fondo Anselmo Pineda», 2 Vols., Bogotá, 1935. El coro­
nel Pineda reunió todo tipo de impreso hasta su muerte en 1880. Las ci­
fras de las elecciones presidenciales de 1825-1856 aparecen en el capítulo
de David Bushnell, en Miguel Urrutia y Mario Arrubla, eds., Compendio
de Estadísticas Históricas de Colombia, Bogotá, 1970. Especialmente véanse
las Elecciones de 1856, las primeras directas y bajo sufragio universal mas­
culino. Bushnell calcula la participación nacional en el 41 por 100 de los
que teóricamente podían votar, pp. 279 y ss.
3- Archivo Epistolar del General Mosquera..., pp. 266-267.
4- Federico L. Aguilar, Colombia en presencia de las repúblicas hispanoa­
mericanas, Bogotá, 1884, p. 211.
5-J. M. Samper, op. cit., p. 229.
6- Ibíd., p. 231.
7-Esta sorprendente reimportación lingüística es de J. M. Samper, op.
cit., p. 351 ed. 1886.
8- Estos detalles han sido tomados de Luis Orjuela, Minuta Histórica
Zipaquireña, Bogotá, 1905.
9-Rufino Gutiérrez, Monografías, 2 Vols., Bogotá, 1920-1921, Vol. i, pp.
90-92. Gutiérrez se refiere a clistritos relativamente cercanos a Bogotá. El
terrateniente más provinciano era probablemente menos rico, menos in­
fluyente pero más gamonal.
10-Para un ejemplo de la intervención de los notables de la localidad,
las «fuerzas vivas», contra los excesos de los funcionarios locales que uti­
lizaban una sociedad semisecreta, semicriminal, o culebra (tales socieda­
des existían en varios pueblos entre los años 1850 y 1885), véaseJ. J. Gar­
cía, Crónicas de Bucaramanga, Bucaramanga, 1944, pp. 297 y ss.
Para una interesante disputa en que los terratenientes influyentes in­
tervienen con mayor autoridad contra la imposición de un impuesto so­
bre la tierra que no aprueban, véaseEnrique Días Maza, La Corporación
Municipal de la Mesa, Bogotá, 1866, y asuntos laterales relacionados en Fon­
do Pineda. Se impidió con éxito que los «negociantes de tienda» cobraran
impuestos a los vulnerables absentistas, pagándose ellos mismos salarios
altos como alcaldes o miembros del Concejo.
11-J. M. Samper, op. cit., p. 280.
12- Véase,]. M. Samper, op. cit. Para el Estado de Santander, véase Mar­
co A. Estrada, Historia documentada de los primeros cuatro años del Estado de
Santander, Vol. i (publicado único), Maracaibo, 1896. En éste se registra en
detalle un doctrinario experimento de laissezfaire, y su inevitable fracaso.
13-Para una descripción de su funcionamiento a través del control del
escrutinio, véanse M. Torre, El círculo político del señor Ramón Gómez, Bogotá,
1864, y otros folletos sobre Ramón Gómez, «El Sapo», en el Fondo Pineda.
Según el general Aldana, los sapistas eran «gentes de intrigas y tramoyas,
pero que para la guerra no valen un pito». VéaseMáximo A. Nieto, Recuer­
dos de la Regeneración, Bogotá, 1924, un libro que logra expresar muy bien
cómo la política de los tiempos de paz se transforma gradualmente en
la guerra civil.
14-La descripción más fácilmente asequible es la deJ. M. Cordovés Mou-
re, Reminiscencias de Santa Fe y Bogotá, Madrid, 1962, pp. 236-316.
15-Padre A. María Amézquita, Defensa del cleroEspañoly Americanoy Guía
Geográfica-religiosa del Estado Soberano de Cundinamarca, Bogotá, 1882. En
gran parte este trabajo es una descripción pueblo por pueblo de la activi­
dad misionera.
16' Un penetrante ensayo sobre dos episodios, las elecciones de 1898
y 1930, que muestran la importancia del apoyo clerical y las dificultades
de los conservadores laicos y de lajerarquía para controlarlo, es el de mon­
señor José Restrepo Posada, La Iglesia en dos momentos difíciles de la histo­
ria patria, Bogotá, 1971.
17•La primera cita es de E. Caballero Calderón, Yo, el alcalde, Bogotá,
1972, p. 102; la segunda dej. M. Samper, El triunvirato parroquial, «El Mo­
saico», op. cit., Bogotá, 1866.
18- Por mucho, el mejor análisis de esta clase de sistema, en el cual su
lógica queda más claramente ilustrada, es todavía, Vítor Nuñes Leal. Co-
ronelismo, exxada e voto, Rio de Janeiro y Sao Paulo, 1948. Las razones de
nombramientos tan rígidamente sectarios son muy fuertes en el caso co­
lombiano, donde a diferencia de Brasil (con la excepción de Rio Grande
do Sul) un cacique tiene una lealtad de partido claramente definida y no
puede ocultarla.
19-Para una muy divertida descripción de algunos de los doctores, ge­
nerales y clero implicados, véase, Darío Achury Valenzuela, Caciques boya-
censes, Bogotá, 1934.
20- Existen varias descripciones buenas de esta elección. Véanse mon­
señorJosé Restrepo Posada, op. cit., pp. 47-49, y también Aquilino Gaitán,
Por qué cayó el Partido Conservador, Bogotá, 1935, pássim. Otro agudo relato
en A. Arguedas, La danza de las sombras, recogido en sus Obras completas, 2
Vols., Madrid, 1959, Vol. I, pp. 722-884, y véasetambién Mario Ibero, Andan­
zas, Bogotá, 1930. P.J. Navarro, El parlamento enpijama, Bogotá, 1935, pro­
porciona una interesante imagen de los departamentos entusiasmados
por la riqueza gubernamental sin precedentes. De todo ello se desprende
que «oligarquía y caciquismo» estaban lejos de estar siempre en armonía.
21■Hay frecuentes referencias a esta lucha, pero los detalles no son fá­
cilmente asequibles. Paute de mieux, véaseM. Serrano Blanco, Las viñas del
odio, Bucaramanga, 1949. Navarro, op. cit., da detalles de anteriores repar­
tos de armas en su capítulo sobre 1922.
22, M. Serrano Blanco, op. cit., pp. 99 y ss. Las citas que siguen provie­
nen de la misma fuente, pp. 101,..111, 78 y ss.
23' Una excepción muy sugestiva parecen ser aquellas comunidades
indias que han sobrevivido y participado en los márgenes de la política na­
cional. Algunas de ellas tienen una visión más funcional de la lealtad, ge­
neralmente apoyando al gobierno; como por ejemplo, bajo los conserva­
dores, el político indio Manuel Quintín Lame. Véasesu En defensa de mi raza,
ed. G. Castillo Cárdenas, Bogotá, 1971. Sobre el punto anterior véaseSer­
gio Elias Ortiz, Las comunidades defamondino y Males (suplemento No.3
del «Boletín de Estudios Históricos»), Pasto, 1935, y para los indios de la
Guajira, J. R. Lanao Loaiza, Las pampas escandalosas, Manizales, 1936, es­
pecialmente p. 84.
24■Su Planificación Municipal, Bogotá, 1949, pp. 158 y ss.
25J. M. Samper, El triunvirato..., p. 133.
26' M. Serrano Blanco, op: cit.-, p. 65.
27- Cita de M. Serrano Blanco, op. cit., p. 68. El término manzanillo se
deriva del nombre de la hacienda «El Manzanillo», del que fue jefe de las
obras hidráulicas de Bogotá, cuyos subordinados, muy útiles políticamen­
te, acabaron por ser llamados manzanillos.
M a l c o l m D ea s

28- Hay algunos ejemplos recientes en E. Caballero Calderón, Yo, el al­


calde, en que describe sus experiencias como alcalde de Tipacoque. Sobre
las recomendaciones: «Los tipacoques no conciben ni la muerte sin reco­
mendación», y sobre el presupuesto del departamento de Boyacá: «De cien
millones anuales de presupuesto de ingreso, el gobierno de Boyacá invier­
te ochenta en una democracia insaciable». Véanse pp. 292-29; véase tam­
bién Antonio García, Planificación Municipal
U n a HACIENDA CAFETERA DE CUNDINAMARCA:
S a n ta B á r b a r a ( 1870-1912)

C u n d in a m a rc a fue la segunda región de Colom bia en exportar


café, después de Cúcutay otras regiones de Santander que habían
estado exportando desde comienzos del siglo xrx. En los últimos
años de la década de 1860 ya exportaba apreciables cantidades del
grano y llegó a exportar alrededor del 10% del total del país en los
años antes de la prim era guerra mundial. La proporción declinó
después. En contraste con Caldas-Antioquia, que se convirtió en la
primera área cafetera del país y todavía lo es, las haciendas de Cun­
dinamarca eran grandes, algunas hasta con más de un m illón de ár­
boles. Había pocas pequeñas propiedades dedicadas al café. La tierra
cafetera potencial del departamento era una frontera para la empre­
sa, y así fue descrita líricam ente p o r M edardo Rivas en su Trabaja­
dores,de Tierra Caliente, publicado p or prim era vez en 1899; pero no
era úna tierra fronteriza en el sentido colonizador. L a mayor parte
de las tierras tenían títulos y la mayoría de los poseedores de éstos
estaban en capacidad de hacerlos efectivos. La manera predom i­
nante de p on er una finca en producción era asignándola en lotes
arrendatarios, que plantaban el café bajo la dirección del dueño o
del administrador; los árboles los recibían de un vivero central. El
arrendatario podía tener los cultivos necesarios para su propio man­
tenimiento, pero de ninguna manera sus propios cultivos de café;
podía ser trasladado a trabajar a una nueva área de la finca cuando
las plantas originales entraban en producción. El sistema de parti­
cipación (mecheros) característico de Santander no se usaba1. Este
ensayo examinará en detalle el sistema de una sola finca, Santa Bár­
bara, en el m unicipio de Sasaima, sólo una unidad en uno de los
varios tipos de sociedad que el café ha creado en Colombia, pero
una unidad sobre la cual existe una rica documentación.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Santa. Bárbara tuvo en su m ejor m om ento unos 120.000 árboles,


según el cálculo común, y unas cien hectáreas de café, lo que quiere
decir que era de extensión respetable, aunque en ningún m odo
grande para la región2. Sasaima fue una de las primeras poblaciones
exportadoras de café de Cundinamarca y una de las primeras en en­
trar en decadencia. Desafortunadamente los documentos no cubren
ni el período de la fundación de la hacienda ni el de su colapso final.
Los documentos consisten en los libros de correspondencia del
propietario Roberto H errera Restrepo con sus administradores, y
los informes de éstos3. La parte más útil es la intensa y cuidadosa co­
rrespondencia del administrador C om elio Rubio desde el comien­
zo de 1895 hasta la muerte de Roberto Herrera Restrepo en noviem­
bre de 19124. Existen varias dificultades al usar estos documentos
para form ar series o inclusive para calcular la recuperación real de
las inversiones del dueño. Santa Bárbara no hizo su fortuna cierta­
mente. La ganancia no era constante y estaba sujeta a innumerables
amenazas y ansiedades, y Roberto Herrera debió trabajar fuertemen­
te para conseguirla. El café de Cundinamarca pudo haber sido re­
lativamente «oligárquico», y su sistema de producción produjo al­
gunas tensiones en los años veinte, treinta y cuarenta de la presente
centuria, especialmente en la parte más al sur del departamento,
pero requería mucho cuidado y atención por parte de los dueños.
Los altos costos del transporte hasta la costa y la expansión de la pro­
ducción brasileña hacían esencial la calidad, y calidad significaba
una continua atención a los detalles. Algunos de los cuidados de Ro­
berto H errera Restrepo pudieron haber sido excepcionales, pero
esta atención a los detalles la tenían probablemente todos aquellos
que se veían enfrentados a este difícil mercado. Aunque Sasaima
pertenecía casi en su totalidad a familias de ascendencia antioqueña,
no se puede atribuir especiales precauciones solo a éstas. La nece­
sidad de prestar estricta atención a tantos aspectos de la administra­
ción de la hacienda ha dejado un archivo de extraordinaria suges-
tividad. H e tratado en lo posible de dejarlo hablar p or sí mismo,
y donde lo he creído apropiado he puesto la fecha de la carta des­
pués de las citas.

P r o p ie t a r i o y a d m i n i s t r a d o r

Roberto H errera Restrepo estaba necesariamente ausente. Por ra­


zones obvias muchos hacendados colombianos no vivían por lar­
gos períodos en fincas aisladas o en las pequeñas poblaciones («vi­
llorrios» es una expresión despectiva para designarlas) com o Sasai-
ma. H errera Restrepo tenía importantes compromisos familiares
en Bogotá, y fuera de eso tenía varias empresas y propiedades que
no hubiera podido administrar desde Santa Bárbara5. L a capital era
el centro natural de sus operaciones. Varias de las tareas esenciales
de la administración de la finca, incluyendo las diligencias, aveces
difíciles, para conseguir capital de trabajo, tenían que ser llevadas
a cabo allí. H errera Restrepo seguía desde Bogotá las incidencias
del mercado cafetero, ayudado p or las circulares que recibía de sus
agentes de Londres, Steibel Brothers, y de otras casas que solicita­
ban su café desde Ham burgo y Nueva York. En Bogotá hacía sus
cálculos de costos, y de vez en cuando experimentaba con consigna­
ciones de café destinadas a sitios distintos a Londres, y con especu­
laciones en caucho y tagua. Dirigía su hacienda con los mejores in­
form es sobre las tendencias del m ercado que podía conseguir y,
según lo muestran sus cálculos marginales, con gran conocimiento
de la posición de la hacienda en éste. Siempre supo p o r cuánto po­
dría venderse su café en Londres y cuánto estaba costando el poner­
lo allí, y los años de bajos precios mundiales que constan en el ar­
chivo lo llevaron a conclusiones pesimistas.
Es claro que el dueño tenía un conocim iento íntim o de Santa
Bárbara, de muchos de los que allí trabajaban y de muchos de los
sasaimeros, y que trataba de visitar la hacienda regularmente. El y
su fam ilia apreciaban su belleza, las cabalgatas, nadadas y cambios
de clima que les proporcionaba, y las ñutas que producía para man­
darles a Bogotá. Sus visitas eran muy bien recibidas p o r el adminis­
trador, quien pensaba que éstas tenían buen efecto en la moral y el
estado de ánimo de la gente de la hacienda, pero aunque Sasaima
quedaba a no más de un día de Bogotá, las visitas no eran frecuen­
tes. El administrador permanecía la mayor parte del tiempo solo, en
comunicación por telégrafo y por correo. Esta circunstancia le daba
a su personalidad una extrema importancia./
«U n buen m ayordom o es tan trabajoso encontrarlo como un
m agnífico caballo galápago para señora», así escribía uno de los
amigos de Roberto H errera Restrepo, recom endándole a-uno de
estos hombres (Rafael A. Toledo, febrero 17,1895). El administra­
dor de una finca cafetera debía tener más cualidades de las necesa­
rias en un m ayordom o de funciones más simples, y sus relaciones
con el patrón eran también diferentes. C om elio Rubio, el mayoral
de Santa Bárbara, encabeza siempre sus cartas con «m uy estimado
am igo», mientras que mayordomos menores desde otras fincas, con
mucha peor ortografía, escribían «muy estimado patrón» Rubio era
también m ejor pagado que ellos. Recibía sobresueldo según el mon­
to de café producido, pasto gratuito para doce cabezas de ganado
y una vaca, préstamos y otras ayudas para sus propios negocios, que
incluían algunas transacciones con café. Su correspondencia con
su patrón denotaba un respeto mutuo y una absoluta confianza en
Roberto H errera por parte de Rubio. Le consulta al patrón sobre su
matrimonio, sobre planes de otros miembros de su familia, y man­
da saludes en detalle a gran número de parientes y amigos del due­
ño. Cuando miembros de la familia visitaban la hacienda, sólo él se
sentaba a la misma mesa. Era liberal com o Roberto H errera Res-
trepo y comenta sin reserva la situación política general y las políti­
cas y perspectivas del partido. P or proteger los intereses de su pa­
trón, pero también con un puritanismo que com partía— Roberto
H errera era hermano del arzobispo de Bogotá y cristiano devoto—
desaprueba la bebida, el ju ego y la fornicación, y hace lo posible por
ponerles límites en Santa Bárbara, «pues ud. sabe qué son los lu­
nes». Aunque los arrendatarios son, com o se verá, difíciles de en­
contrar, despiden a un tal Aparicio por «trasnochadas y juegos (...)
sabe Dios cuántos d é lo s peones le habrán entregado su semana
de trabajo al vagabundo ese». L a venta de bebidas en la hacienda se
suprimió com o fuente de problemas, «peleas, (...) pendejadas, (...)
enredos de guarapo y tienda». El que los trabajadores se casaran
debidamente era política declarada y a veces impuesta de la hacien­
da. En conjunto, el administrador parece haber identificado total­
mente, en este caso particular, sus intereses con los de su patrón y,
según sus propias palabras, haber trabajado la propiedad com o si
hubiera sido suya. Con tenedor de libros de ojo tan avizor y tan in­
cansable corresponsal como demandador de correspondencia como
H errera Restrepo, no hubiera sido fácil de otra manera. L a ausen­
cia del propietario no significaba de ningún m odo descuido. Es­
p ero que la naturaleza de la’división de trabajo entre patrón y ad­
ministrador se vea claramente en las citas que siguen. Aunque debe
haber muerto hace más de 50 años, C om elio Rubio es recordado
p or los descendientes de H errera Restrepo com o una figura im po­
nente, que conocía la im portancia de las formalidades y que evi­
taba toda familiaridad con los peones o con la gente del pueblo. A l
retom ar a la hacienda tras una ausencia forzosa durante la última
guerra civil, deploró el relajamiento que había sobrevenido bajo su
sustituto: «Los peones estaban muy mal asistidos por Sinforoso,
pues estaba totalmente familiarizado con ellos y les dejaba perder
el tiempo tristemente». Es claro que los adelantos en la agricultura
im ponen tanto nuevas formas de disciplina com o avances en la in­
dustria, y una finca cafetera de Cundinamarca requería un carác­
ter fuerte para hacerlas cumplir. Los varios procesos de producción
de café también exigían la supervisión de una persona con alguna
educación formal. Parece que Rubio hizo algunas adaptaciones in­
geniosas a las máquinas que se lasaban en la finca, que com o la mayo­
ría de los establecimientos importantes de Cundinamarca estaba
respetablemente mecanizada. También educaba a sus hijos: pidió
textos de gramática, aritmética, geometría, geografía e historia, y
una caja de tiza.
Es difícil calcular el valor de tal hombre. Su salario en 1885 era
de 80 pesos al mes (en ese entonces unas quince libras esterlinas),
fuera de adehalas, manutención, pasto gratuito y vaca. Recibió au­
mentos — alguna vez expresó su lealtad arriesgándose cortésmen-
te a declinar uno de éstos— pero, a semejanza de los salarios de los
peones y de las cosecheras o cafeteras, éstos no iban al mismo ritmo
de la rápida impresión de papel moneda después de 1885. Sus pro­
pios negocios no parecen haber prosperado. Tres meses después de
la muerte de su patrón escribió que quería dejar la hacienda y el úl­
timo indicio suyo en el archivo es una carta del hijo de Roberto He­
rrera:

Tomo nota de la explicación que hace en su carta sobre los motivos


que lo obligan a tomar la resolución penosa para nosotros de sepa­
rarse de nuestro lado en donde siempre lo hemos apreciado en lo
que vale. Como siempre estas cosas se aclaran mejor de palabra, es­
pero con ansiedad su venida para que hablemos. (Marzo 25,1913).

Rubio firm ó una vez una carta, con precisión sociológica, «el más
humilde de siis am igos»; tal vez estaba demasiado viejo para trans­
ferir la amistad a otra persona. Es el representante de una clase de
hombres todavía sin estudiar, cuyo origen y reclutamiento perma­
necen oscuros, pero que no eran p or ello menos esenciales en la
innovación agrícola. La extensión del cultivo del café creó la deman­
da de miles de estos mayorales, que tenían que ser personas de al­
guna educación y se convertían en personas de cierta posición: ¿Un
peldaño en la escala de aquellos que ascendían en la sociedad, o un
respiro para aquellos que de otro m odo habrían descendido?

A r r e n d a t a r io s y o t r o s t r a b a j a d o r e s p e r m a n e n t e s

Santa Bárbara mantenía un herrero, un carpintero y a veces alba­


ñiles, constructores experimentados. Este pequeño grupo no figura
mucho en la correspondencia. Sus sueldos más altos se pueden ver
en los libros de cuentas.
Los arrendatarios y sus familias formaban el grupo permanente
más grande en la hacienda. N o he podido establecer exactamente
cuántos había en Santa Bárbara, pero la correspondencia da la im­
presión de que no había tantos, algo entre doce y veinte familias.
Ciertamente tan pocos com o para que varios fueran mencionados
por el nom bre en las cartas de Rubio a Bogotá6. Se les asignaba ca­
sitas, simples casitas de paredes de barro y techos de paja, algunas
de las cuales pueden ser vistas todavía entre las fincas de recreo en
que fue dividida la hacienda. Las casitas eran propiedad de la hacien­
da y ésta las reparaba. El administrador estaba encargado de ver
que estuvieran limpias, pues existía la amenaza de varias enferm e­
dades, particularmente la fiebre tifoidea. También recibían huertas
donde podían cultivar sus alimentos y mantener cerdos y gallinas.
Aunque mucho cambia de mes a mes y de año a año en estos tiem­
pos agitados, su normal obligación laboral era trabajar ellos mismos
o un peón en su remplazo por «dos semanas, es decir cada quince
días». (Carta de Rubio, febrero 22,1904). Este trabajo era pagado
pero era obligatorio. En la práctica no eran quince días sino los días
hábiles de dos semanas y era una obligación, para exigir la cual el
administrador tenía dificultades.
A veces aparece, según las cartas, com o si Santa Bárbara no pu­
diera vivir ni con arrendatarios ni sin ellos. Así com o eran esencia­
les en el sistema de Cundinamarca para las principales etapas del
cultivo, y después como núcleo del trabajo de recolección, eran tam­
bién una constante fuente de dificultades. Durante los años veinte
y treinta la más notoria causa de fricción consistía en que se les pro­
hibía plantar café para ellos mismos, prohibición que se originaba
en el deseo de los hacendados de impedir el robo, garantizando que
todo el café dentro de la hacienda fuera suyo, y que fue reforzada
por cambios en la ley que los habría obligado a pagar los árboles
a un arrendatario cesante com o m ejora muy costosa. Este decreto
no se discute sin embargo en ninguna parte del archivo; aunque es
cierto que no hay cartas de arrendatarios en él, en sus largos infor­
mes C om elio Rubio habría reportado cualquier discusión sobre el
particular que se hubiera presentado. Su preocupación era prime­
ro, encontrar arrendatarios, y después hacerlos trabajar.
Era difícil conseguir buenos hombres que se quedaran. Sasaima
no era una fundación nueva — data del siglo xvn7— pero no podía
satisfacer la demanda de mano de obra que vino con la expansión
cafetera. N o se puede estar seguro de la causa del aumento de po­
blación, pero de 1870 a 1884 ésta aumentó de 3.434 a 6.500 habi­
tantes. Según cartas del administrador, algunos de los arrendatarios
de Santa Bárbara venían de las tierras frías de Cundinamarca y Boya-
cá; de ninguno se dice que viniera de otras partes del país. Es toda­
vía común encontrar a estas gentes o a sus descendientes como traba­
jadores permanentes de esa zona cafetera, y sería correcto concluir
que es de allí de donde vino la mayoría. La hacienda continuamen­
te buscaba familias aptas, y usualmente tenía casitas disponibles, que
de por sí constituían un problema por su rápida ruina y el robo de
! los materiales de construcción. Rubio inform a haber escrito a un
am igo en la población de Chía en la Sabana de Bogotá:

Peones: le escribí a Marcelo Avendaño para ver si él que está por allá
y que conoce a las gentes puede conseguirse unas familias y traér­
selas a ver si al fin logramos ocupar las casas de San Bernardo y si
es posible cambiar los malos trabajadores que tenemos. Creo que
Marcelo haga esa diligencia pues le prometí abonarles los gastos de
transporte y darle a él alguna remuneración por cada familia que
traiga, que venga a establecerse formalmente y que sean de lo más
formal que él conozca por allá. (Octubre 12,1909).

Los trabajadores permanentes constituían igual problem a que


los trabajadores para la cosecha y encontrarlos entrañaba costo y es­
fuerzo:

El jueves por la tarde volvió José trayendo una familia que consi­
guió en Facatativa y están aquí trabajando. Les di la casita de junto
a Agustín y ha habido que auxiliarlos, pues vinieron como todos,
limpios, pero de plata; por el lado de SanJuan estuvieron viviendo
y allí los conocí hace algún tiempo y no eran malos, puede ser que
aquí se manejen bien también y duren algún tiempo. (Diciembre
I o, 1903).

« A un boyacense se le ofrecieron los gastos de viaje de su fami­


lia y 50 pesos p or cada fam ilia que me traiga que conste de cinco
o más personas útiles». La hacienda no empleaba los servicios de
ningún agente especializado en conseguir trabajadores, y prefería
arreglos más personales y ad hoc. Ninguna clase especializada de
enganchador o agente laboral parece haber servido a las haciendas
cafeteras de Cundinamarca que estaban relativamente cerca de la
fuente principal de la mano de obra.
El arrendatario era la principal fuente de mano de obra de la
finca. Es fácil exagerar la virtud del café de ser un cultivo que resiste
la negligencia. Una plantación que produce café suave de alta cali­
dad, y sólo eso daba ganancia en Cundinamarca, necesita constante
atención. Se la debe mantener podada y desyerbada. La recolección
colombiana fruta p o r fruta no es solamente bastante diferente del
crudo agarrar y desgarrar brasileño, sino que una lectura de los más
leídos manuales escritos para Colom bia muestra cuántos otros cui­
dados diferentes a los'brasileños se practicaban. U n cafetal descui­
dado bajaba de precio rápidamente al disminuir su productividad
y los posibles compradores calculaban el costo de volverlo a poner
en forma. Los arrendatarios cumplían las tareas permanentes de
la finca en grupos, bajo la dirección del administrador, trabajando
ellos mismos o proveyendo un peón «cada quince días», o por con­
tratos informales; a un arrendatario individual se le pagaba cierta
suma por desyerbar uno u otro «tablón», com o se denominaban las
áreas de café demarcadas naturalmente.
Existía com petencia entre las haciendas por los arrendatarios,
y los campesinos de tierra fría no estaban siempre dispuestos a tras­
ladarse permanentemente a la tierra cafetera, que con razón era con­
sideraba insalubre. Santa Bárbara hacía lo que podía con vacuna­
ción, aguardiente con quinina, ácido fénico y cal, pero todo esto
puede no haber tenido ningún efecto en la mayoría de las enferme­
dades que florecen con el café8. N o se sabría decir si la falta de
deferencia de la cual se quejaba tanto Rubio tenía origen local, o
era asunto de los inmigrantes emancipados del control social más
estricto de la Sabana. Pero en el caso de esta hacienda el administra­
do tenía en tiem po norm al pocas sanciones para forzarlos a cum­
plir sus obligaciones laborales. Los arrendatarios estaban frecuen­
temente endeudados con la hacienda, pero esto no le daba mayor
control sobre ellos, y las deudas se mantenían lo más bajo posible.
La opinión de Herrera era que se debía desalentar el endeudamien­
to, pues el resultado era la pérdida de ambos: dinero y trabajador.
En la correspondencia no se registra ningún caso de apelación a
alguna autoridad externa. N o había mucho a lo cual apelar, y por
razones que se verán después, no era probable que Roberto H erre­
ra o Rubio recurrieran a la que existía en Sasaima, ni que recibieran
cooperación de los otros plantadores y administradores.
Algunas citas de las muchas que el archivo proporciona ilustra­
rán esta constante pugna:

A los arrendatarios he tenido que apretarles un poco ahora, pues


como en el tiempo que duró la revolución (la corta guerra de 1895)
no les obligué a trabajar aquí y les permití salir a trabajar a otras ha­
ciendas, ahora se me quisieron volver todos negociantes y en estos
tiempos apurados es cuando tienen que servir. (Abril 22, 1895).
Actualmente hay una necesidad de brazos y tiene uno que ser
un tanto indulgente con los peones (...) tanto más cuanto ha dado
tanto trabajo conseguir los pocos arrendatarios que hay. (Mayo 5,
1896).
De tener arrendatarios de esta clase es mejor no tenerlos pues
no se cuenta con ellos y todos los días son exigencias, y si no les
da todo lo que quieren es el peor enemigo que se echa encima.
Adrián Murcia por casualidad viene cuando se le llama y Manuel Ro­
dríguez viene cada vez que lo llamo, pero el pobre es tan pesado
que hay que sobrellevarlo porque siempre ha servido a la hacienda
y es un hombre inofensivo. Vicente Cárdenas es muy bueno, sirve
a la hacienda cada vez que se llama, pero es muy exigente. (Marzo
11,1899).

Agustín Muñoz es el mismo que no ha querido servir en nada


en la cosecha, so pretexto de la enfermedad de su mujer y hace
tiempo que no viene a trabajar ni manda cafetera ni peón, ni sirve
de nada absolutamente, pero la enfermedad de la mujer no le impi­
de viajar semanalmente a la Sabana. En la semana pasada no sólo
no vino a trabajar, sino que nos quitó a Teófilo Rabaya y a Francisco
García para que le trabajaran en sus huertas y no contento con esto,
ha hecho potrero de sus animales el café que se rozó en Puente Nue­
vo, y el plátano que el mismo sembró con los peones lo ha arruina­
do con sus bestias. Puestas las cosas en este estado, dando el mal ejem­
plo en todo sentido delante de los otros peones hasta desconocerle
a la hacienda el derecho para exigirle que le sirva, he resuelto, y
así se lo notifiqué, darle tres meses de término para que venda sus
matas y salir de él, pues a mi modo de ver este hombre es hasta in­
conveniente en la hacienda por mil y mil razones. (Junio 28,1904;
sin embargo reaparece y la hacienda de nuevo lo empleó).

La exasperación culmina en la época de cosecha. Aunque es cla­


ro que no es solamente en esa época cuando Herrera Restrepo y Ru­
bio necesitaban el trabajo de los arrendatarios, se aguantaban su
presencia insatisfactoria p or el resto del año para asegurar un nú­
cleo sustancial de trabajadores en esta época. Era éste también el
mom ento que ofrecía al arrendatario la mayor tentación de eludir
sus obligaciones o de venderse costosamente:

La gente de la hacienda sin excepción de nadie toda está trabajando:


algo he tenido que apretarlos pues aun en medio de la escasez de
plata de que se quejan con mucha razón, Ud. que los conoce sabe
que ellos cuando comprenden que la hacienda necesita con urgen­
cia se hacen rogar más; así he tenido que templarles un poco, po­
niendo siempre en práctica aquello de — tire y afloje— con la dife­
rencia de que en esta vez pienso tirar más de lo que he de aflojar.
(Abril 14, 1900).

Esta vez pudo ser más exigente, pues eran tiempos de guerra
civil y los trabajadores estaban ansiosos de permanecer bajo la rela­
tiva protección de la hacienda. Pero la guerra no duró:

En cuanto a peones estamos lo mismo: todos quieren ser negocian­


tes y los lunes hay necesidad de andar buscándolos. Sin embargo,
tenemos que sobrellevar a algunos que pueden sernos útiles para
la reorganización; otros habrá que sujetarlos o que se vayan. (No­
viembre 25, 1902).
La obligación laboral del arrendatario en la hacienda era frecuen­
temente pagada con salario inferior a la que en otra parte pudiera
conseguir com o cosechador, una remuneración insuficiente para
que el cumplir sus obligaciones con la hacienda constituyera una
alternativa superior a trabajar en su propia huerta o no trabajar. La
ética de Rubio no era la de todo el mundo: «C on los arrendatarios
he tenido que luchar abiertamente pues es gente tan imbécil que hay
que obligarla p or fuerza a que ganen el dinero». (M ayo 22,1900).
A los que, teniendo obligaciones pendientes, trabajan en otra
parte, los amenazaba con expulsarlos, sacarlos de sus casas y poner­
les el ganado en sus parcelas, aunque nunca parece haber cumpli­
do tales amenazas. Roberto Herrera lo apoyaba y confiaba en su cri­
terio:

Ahora en cuanto a los arrendatarios no es de extrañar la conducta


pues prefieren no ganar dinero a servir con el interés que deberían
en la época importantísima en la hacienda y para eso los aguanta
todo el año. Las prevenciones que usted me dice ha tenido que to­
mar son de mi completa aprobación y si es necesario cúmplale al pri­
mero que falte el sacarle los muebles afuera y cerrar la casa; aprié­
teles todo lo que sea preciso pues hay perfecto derecho y justicia
para ello, a fin de que presten sus servicios como debe ser en la segu­
ridad dé que yo les sostengo así como en su idea de ayudarlos en
lo que pueda. No hay otro sistema y hay que seguir en este tire y aflo-
je que usted sabe bien emplear. (Mayo 29, 1905).

Esta tensión no se resolvió nunca, ni en esta hacienda ni en el res­


to de Cundinamarca, mientras prevaleció el sistema de arrenda­
tarios.

C o s e c h a , s a l a r io s y c o m id a

Un cafetal abandonado puede ser podado y desyerbado y puesto


otra vez en condiciones, inclusive después de años, p ero en Colom­
bia una cosecha de café es tan estricta en su calendario natural como
una cosecha de banano. L a expansión del cultivo del café en Cun­
dinamarca trajo com petencia por toda la mano de obra disponi­
ble en la época de cosecha, y esto se puede ver fácilm ente en los
salarios que se pagaban. Si la hacienda no pagaba salarios satis­
factorios, la mayoría de esa fuerza de trabajo bastante aumenta­
da se podría ir a trabajar a otras partes y la cosecha se vería amena­
zada.
C om elio Rubio relataba continuamente sus esfuerzos y sus fre­
cuentes fracasos en querer mantener los salarios bajos y con alto nú­
m ero de trabajadores, algo com o tratar de cuadrar el círculo. «H e
tomado todas las medidas posibles (...) bajando los jóm a les pero
al mismo tiem po tratando de conservar el mayor número de tra­
bajadores». (Enero 15,1900).
Sus esfuerzos se redoblan frente a los precios muy inciertos de
los últimos años de los noventa y de la prim era década de este si­
glo. Cambia su sistema de pago porque hay demasiadas discusiones:
«Convirtiéndose los pagos en una bulla espantosa, discusiones gro­
seras y, en fin, un bochinche digno de una chichería», más eviden­
cia de la falta de respeto. Intenta con poco éxito retener los traba­
jadores retardándoles el pago, pero esto podría crearle a la hacienda
una mala reputación y los trabajadores no vendrían. Se inventan
elaborados sistemas de trabajos pagados al destajo, participaciones
y premios (pagados de multas) para conseguir la recogida del café
de la manera más económica posible, sistema que harían de la cons­
trucción de una escala de salarios para este trabajo, casi siempre
migratorio, una empresa arriesgada, aun de no ser imposible por el
hecho de que el trabajó de cosecha se pagaba en parte también en
comida, cuyo precio variaba enorm em ente de época en época, de
lugar en lugar y de año en año. Si no había mucho café p or coger,
los cosecheros preferían muchas veces un salario diario: «Los hom­
bres (sabaneros) que han venido han aumentado el número de peo­
nes, pues com o ha habido poco café que coger, no se han resuelto
a sacar costal, sino a trabajar a jorn a l». (Mayo 10, 1898).
Diferentes grupos podían estar trabajando al mismo tiempo con
diferentes sistemas de pago:

Ya para conservar unos cien cogedores tuve que subir el precio de


la cogida a 35 centavos arroba, tratando de graduar el jornal de los
peones pues ya no querían coger por arroba porque no sacaban el
jornal y como poniéndolos a pepear por días sale mucho más caro,
pues con la miel hoy ganan $1.20 diarios y cogen dos arrobas creo
que es mejor bajo todos aspe.ctos subir la cogida en proporción a 35
centavos arroba. (Julio 8, 1901).
M a lc o lm D eas

Los arrendatarios o sus sustitutos que trabajaban su «obligación»


a un precio fijo la hacían de una manera comprensiblemente insa­
tisfactoria, aunque su pereza todavía tenía perplejo a Rubio: «Yo
no com prendo a esta gente; son bien indios. Ahora que tienen en
la cogida buen jorn al hay que obligarlos y arrearlos para el trabajo
com o si se les exigiera el trabajo gratis». (Agosto 19, 1902).
El pago tenía que hacerse con billetes pequeños que Roberto He­
rrera mandaba de Bogotá. Estos eran muy solicitados en aquellos
tiempos de inflación y muchas veces difíciles de obtener. En esta
hacienda no había equivalente a la «tienda de raya»; no habiendo
nada que comprar en ella, ningún sistema de crédito interno era
aceptado; los trabajadores insistían en recibir el pago en efectivo.
La mayoría de estos trabajadores temporales venía de Cundina-
marcay Boyacá. Eran predominantemente, pero no todos, mujeres,
y com o inspector de disciplina la hacienda nombraba su «mayor­
dom o de cafeteras». Santa Bárbara trataba de alojar a cada fami­
lia p o r separado en una casita, pero a veces no había suficientes.
Otras haciendas, tenían edificaciones especiales para estos traba­
jadores migratorios, barracas de peones, y otras parecen haberlos
dejado alojar en chozas provisionales. Sólo después de la Guerra
de los M il Días (1899-1903) trató la hacienda de garantizar su pro-
ipio suministro de cosecheros migratorios por el sistema de engan­
che, mandando un agente a hacer contactos con campesinos de
tierra fría y a escoltarlos abajo cuidadosamente. «Cada uno para qui­
tarle los peones al vecino no omite m edios». Esto encontró alguna
resistencia en Boyacá, donde los hacendados naturalmente consi­
deraban el enganche com o una intromisión: «El hom bre comisio­
nado para conseguir gente en Boyacá no pudo hacer nada porque
se lo im pidieron los hacendados». (Junio 16, 1903).
El sistema tampoco garantizaba que los trabajadores se fueran
a quedar en la finca que se había tomado el trabajo y había incurri­
do en los gastos de conseguirlos. L a Revista Nacional de Agricultura,
No. 3, mayo 15, 1906, escribía optimistamente:

Confiamos que los prefectos y autoridades municipales les presta­


rán a los dueños o administradores de los cafetales todo el apoyo ne­
cesario a fin de que los trabajadores que han sido atraídos de dis­
tintas partes de la República con grandes sacrificios pecuniarios
cumplan los contratos de enganche.
Pero esta confianza estaba casi ciertamente fuera de sitio. N i los
prefectos y autoridades eran siempre personas complacientes y des­
interesadas, ni tenían a su disposición las fuerzas necesarias para an­
dar buscando de finca en finca una cantidad de cafeteras boyacen-
ses desconocidas. N i habrían podido hacerlo eficazmente en el escaso
y apremiante tiem po de cosecha cuando nadie despedía trabaja­
dores:

De La Victoria han tenido inclinación de sonsacamos la gente, y


sobre esto hablé hoy en carta al administrador seriamente, mani­
festándole que no es ésta la línea de conducta que corresponde a las
relaciones de las dos haciendas, y que si adoptamos ese sistema, ire­
mos hasta donde no nos imaginamos con los precios de los jorna­
les y no alcanzaremos el fin deseado. (Mayo 12, 1903).

Existen los mismos problemas con otra hacienda vecina, Las Mer­
cedes:

Anteriormente la obligación de no recibir en una hacienda los tra­


bajadores de la otra era recíproca, pero ahora parece que sólo ésta
estuviera en la obligación, pues yo sí, en la cosecha pasada, cuando
más necesitaba gente despedí de San Bernardo no pocas cafeteras
por insinuación de lós señores Herreras y ellos mismos vinieron el
sábado de esa semana a recibir lo que esas cafeteras habían ganado
los días que trabajaron para quitarles eso como multa. Nosotros a
todos nos prestamos, pero es bueno tener en cuenta que en la próxi­
ma ya se podían recibirlos trabajadores incondicionalmente. (Ene­
ro 10,1905).

El enganche no parecía una alta proporción de los trabajadores


cosecheros en el caso particular de esta finca. Algunos bajaban es­
pontáneamente, y en 1904 Santa Bárbara registra el regreso de «cua­
tro mujeres que llegaron de las que vinieron enganchadas ahora
un año». Atraer estos trabajadores espontáneos era más fácil en unos
años que en otros, en unas haciendas que en otras. Una mala cose­
cha atraía menos trabajadores de los que aun siendo la cosecha
mala debería atraer proporcionalm ente: valía menos la pena por
el sistema de pago por peso que los administradores trataban siem­
pre de mantener. La lluvia podía suspender la recolección y hacer
difícil que los recolectores se metieran entre los árboles. Una bue­
na finca debía estar dispuesta de manera que los recolectores pudie­
ran perm anecer el m áxim o de tiem po cosechando y perdieran el
m enor tiem po posible llevando el café al punto de concentración.
Santa Bárbara se creía más atractiva que La Victoria p or tener que
acarrear el café a menos distancia: «A q u í se le recibe al pie de cada
tablón». Naturalmente tal atractivo significaba más inversión, pero
por otra parte las fincas pequeñas tenían que pagar más a los traba­
jadores cosecheros porque no podían ofrecer la misma clase de tra­
bajo prolongado. Era éste un mercado laboral predominantemente
libre con algunas ventajas del lado del trabajador. Los recolectores
podían comparar probables cosechas:

Los domingos he mandado a Antonio, a Pablo, tres peones, cada


uno por distinta vía, a conseguir gente; algunos vinieron, vieron las
cosas y se devolvieron; en fin, se hacía imposible aumentar las coge-
doras sin aumentar el precio de la cogida. (Junio 25,1907).

Discutían las condiciones y contrariaban la disciplina; en una oca­


sión rehusaron trabajar bajo la dirección de un mayordomo en cier­
to tablón, e insistieron en recoger donde quisieron. Comparaban
sin cesar los ingresos posibles en las diferentes haciendas: «En San­
ta Inés han puesto desde hoy a treinta centavos arroba y tiene mucho
para coger; si esto nos quita gente, ya no veo más recurso que su­
birlo aquí también, pues si en vez de aumentársenos la gente se dismi­
nuye, el café se nos cae y esto es p eor que todo». (Junio 10,1901).
Podían considerar las ventajas de varios sistemas de pago; no sólo
entre trabajo pagado al destajo yjom al, sino también entre paga en­
teramente en dinero o en parte en especie. La hacienda tenía una
cocina en ciertas épocas y alimentaba allí a sus trabajadores. Casi
siempre pagaba parte en miel. En una ocasión importó especialmen­
te papas de la Sabana y tanto el dueño com o el administrador se
sintieron muy molestos cuando éstas fueron rechazadas. Parece que
los trabajadores eran los que escogían: « A los peones siempre se les
paga desde el sábado próxim o a $15 pesos [estamos en la inflación
de posguerra después de los M il Días, en 1904], pues prefieren los
pesos a la ración de víveres». (Febrero 22,1904). Sin embargo la ha­
cienda se tiene que preocupar siempre por conseguir com ida bara­
ta, aunque no sea para pagar con ella parte del salario. Durante la
escasez que siguió a la Guerra de los M il Días compraba lo que po­
día para sus trabajadores y trató de reorganizar su propia produc­
ción de alimento, pagando a los arrendatarios para que plantaran
más plátano entre el café. Los arrendatarios tenían la «propiedad
exclusiva» de la cosecha de plátano. Esta propiedad exclusiva reve­
laba cierta ambigüedad cuando la hacienda trataba de im pedir que
los arrendatarios vendieran plátano afuera si ella lo necesitaba. Con
la escasez en aumento, la tentación de los arrendatarios de vender
afuera era mayor, y de igual manera mayores los esfuerzos del ad­
ministrador p or im pedirlo. El dueño veía la necesidad; poco antes
de su muerte Roberto H errera escribió a Rubio com o sigue:

Es indispensable mantener el respeto y autoridad como mi represen­


tante en el manejo de la hacienda. Tiene Ud. razón en las reflexio­
nes que a este respecto me hace, y con mayor razón en las actuales
circunstancias en que los arrendatarios están furiosos con la prohi­
bición de llevar los víveres de la hacienda a venderlos a otra parte
y todo esto cuando estamos en vísperas de cosecha. (Febrero 22,
1912).

En esa fecha la hacienda trataba de comprar las cosechas de los


mandatarios a un precio fijado por el administrador (Carta de Ru­
bio, mayo 27, 1901).
La hacienda dirigía también el cultivo de yuca y maíz. Compra­
ba panela y m iel continuamente, tratando siempre de conseguirlas
lo más barato posible, con precios que fluctuaban mucho en corto
tiempo, y variaban mucho aun entre mercados muy cercanos.
«Si la gente se disminuye, el café se nos cae y esto es peor que
todo». En Cundinamarca el café sí se caía frecuentemente, y se per­
día9.
La inestabilidad y variedad de métodos de pago hacen imposible
establecer una verdadera escala de salarios para la cosecha. Una
escala similar para los arrendatarios tiene que reconocer su papel
de productores.

C o n d i c io n e s r e a l e s

Sin esas escalas (las existentes para Bogotá no sirven) se puede aun
especular sobre lo bien o lo mal que les iba a estos trabajadores.
La expansión del cultivo comercial del café en Cundinamarca ge­
neralmente no destruyó una clase preexistente de pequeños propie­
tarios ni expulsó a este grupo al m argen de las operaciones. La fin­
ca establecía y a veces importaba a los arrendatarios. L o que había
allí antes no se puede investigar con más precisión en los documen­
tos notariales; la producción a pequeña escala de la tierra templa­
da, cambiaba en Facatativá p or productos de tierra fría10. Com o lo
he anotado antes, el archivo da la impresión de que la mayoría de
los arrendatarios no era de origen local. N o se les reclutaba local­
mente; no fueron campesinos desplazados por la de expansión de
los cafetales.
Su condición en los años siguientes a la Guerra de los M il Días
era ciertamente triste: la hacienda respondía a la baja del precio del
café y a condiciones peligrosas disminuyendo los gastos al mínimo
y mantuvo los salarios lo más bajo posible; y esto era más fácil en
tiempo de guerra que en tiempo de paz. La desorganización del trans­
porte en la guerra hizo subir los precios de los alimentos y la hacien­
da n o lo podía compensar:

A pesar de que la gente de la hacienda ha ganado bastante dinero


en este año, se nota entre ellos, y mucho, la miseria, pues en la es­
casez y carestía de los víveres sólo han podido atender a los gastos
de alimentación y ninguno a vestirse y hay familias que material­
mente no tienen ropa (...) Por lo tanto le suplico a la señora María
en nombre de esos pobres que si tiene ropa usada y lo tiene a bien
me mande para repartírsela. (Comelio Rubio. Agosto 6, 1901).

C om elio Rubio pensaba que esa ropa vieja podía ser la mejor gra­
tificación para ofrecerles a aquellos que se ocuparan de la cosecha.
La guerra redujo esta empresa entera a un estado desesperado, se
fue agravando y prolongando por los bajos precios del café con que
los brasileños ensancharon el m ercado mundial y cambiaron sus
gustos. Además, las plantaciones de Sasaima se estaban agotando,
y tanto el dueño com o el administrador de Santa Bárbara las mira­
ban con creciente melancolía.
Para los trabajadores migratorios fue m ejor la expansión del ca­
fé. A los recolectores les proporcionaba una fuente adicional de
ingresos en aquellos años, y si se toma com o indicación la resis­
tencia de los hacendados boyacenses al enganche, éste puede hasta
haber m ejorado lentamente las condiciones de la gente en las tie­
rras altas. P or lo menos se puede decir que el empleo adicional pro­
porcionado complica el cuadro recibido de los años 1885-1910, que
hace énfasis en la expansión del papel m oneda y la caída de salarios
reales, esquema totalmente contrario a los intereses de la clase tra­
bajadora.
El papel m oneda al principio sí favorecía al exportador de café,
y los salarios se retrasaban frecuentemente. Pero se debe recalcar
también que el café aumentó marcadamente el em pleo, cosa que
no sería imposible de calcular, y en una época en la cual nada pare­
cía aumentarlo tras la decadencia gradual del tabaco y la catastró­
fica caída de la quina en los primeros años de la década dé 1880. Su
influencia en la participación de los salarios en la econom ía podría
verse m ejor que las cifras de salarios individuales reales p or trabajo
en el café, que están por establecer. También debe haber aumen­
tado grandemente la movilidad de los trabajadores y transformado
la noción común de los salarios de las tierras altas. Estas aseveracio­
nes se pueden hacer sea cual fuere el curso de salarios reales y son
un poco más importantes11.
Las plantaciones cafeteras de Cundinamarca surgieron en un
contexto económ ico y cultural diferente al de las del occidente del
país. Fueron establecidas p o r capitalistas de cierto tamaño que ha­
bían ensayado antes tal vez con quina o con índigo, que considera­
ban que el café requería el talento científico y director de gente
com o ellos si quería ir a alguna parte. Poseían título com pleto de
la tierra que empleaban, o lo conseguían. Había muy poca compe­
tencia de la pequeña propiedad. Con el curso forzoso del papel mo­
neda — era ilegal estipular con oro o plata— el café resultaba una
inversión atractiva. Roberto H errera se retiró del com ercio con la
introducción del papel m oneda, al cual siempre se opuso pues no
tuvo en cuenta sus intereses del mom ento com o exportador cafete­
ro. La opinión general que estos hombres tenían del café era que
suministraba divisas a un país desesperado. íntimamente, todos
conocían las violentas consecuencias de la falta de divisas. Eran los
civilizadores y el café era e l’nexo civilizador. En las cuentas de R o­
berto H errera Restrepo se puede ver que sus ganancias cafeteras
pagaron las importaciones de libros hechas p or su hermano para
el seminario de la arquidiócesis. Era un patrón concienzudo, pero
se preocupaba por las anchas necesidades de la sociedad, servida
con un ejem plo de vida civilizada com o el que él trataba de dar,
por lo menos tanto com o por las necesidades particulares de sus tra­
bajadores. El sistema de producción de los cafeteros en Cundina-
marca era en general el de la Sabana trasladado a tierras más bajas,
lo que era suficientemente natural. N o estaban fundando conscien­
temente un nuevo orden social en la zona cafetera y no podían
prever los conflictos que surgirían de ese simple transplante de un
conocido m odo de producción después de que más de m edio siglo
había forjado sus cambios económicos y demográficos. Muchos no
pensaron que el café fuera a durar tanto. Eso no había ocurrido con
nada en Colom bia12. ,
El curso de la política no puede dejar de tenerse en cuenta
cuando se considera cóm o pensaba el hacendado sobre su propie­
dad y sobre sus negocios, o lo que pensaban de él sus subordinados.
Colom bia no era un país estable y la mayoría de los hacendados no
podía garantizar la tranquilidad de sus propias propiedades en me­
dio de esta inestabilidad. Los riesgos eran obvios en el caso del ga­
nado — ¡Viva la Revolución, muera el ganado!— pero también esta­
ban presentes en el caso del café. Los cafeteros no podían confiar
en el apoyo del gobiern o nacional o en el de sus agentes locales13.
Las relaciones de Santa Bárbara con la cercana población de Sa-
¡saima no eran armoniosas. Sasaima ejercía una influencia corrup­
tora sobre los peones: había en ella comerciantes que compraban
café robado; era escena de frecuentes bochinches, peleas que el ad­
ministrador evitaba en lo posible y que trataba que sus hombres
evitaran. A veces había un buen sacerdote, a quien el hacendado,
hermano del arzobispo, pagaba sus diezmos, pero no tenía mucha
influencia. Y Sasaima era una municipalidad conservadora; natu­
ralmente todavíalo es: 1.314votos conservadores contra 128 libera­
les en 1966. Pese a todas sus buenas conexiones en Bogotá, Rober­
to H errera Restrepo no era hom bre de mucho peso en Sasaima,
dada la realidad política de la población. Aunque a veces se le pi­
dió que hiciera uso de sus conexiones para hacer cambiar a emplea­
dos locales, su éxito era muy limitado.
Pedía a su adm inistrador que tuviera cuidado: «A l alcalde, el
secretario (...) cuídelos si van a la hacienda, gaste el brandy de la
alacena». (M arzo 25, 1889). Sus cartas a los alcaldes son halagüe­
ñas y correctas, pero de las pocas que hay se deduce que observaba
la escena política local con incesante aprensión.
Esta aprensión estaba plenam ente justificada en tiem po de re­
volución. Cuando la guerra civil se acercaba, Roberto Herrera con­
venía un simple código telegráfico para advertir a sus mayordomos
que estuvieran preparados para evitar en lo posible el reclutamien­
to de hombres y bestias: «Venda bestias» o «m ande cacao». Se les
ordenaba que pagaran la exención militar, para ellos mismos y para
el mayor número posible de hombres. La hacienda se convertía en
sitio de refugio de liberales que no querían pelear.
Roberto H errera y su agente, como la mayoría de los liberales de
Bogotá, desaprobaban el ala belicosa del Partido Liberal comanda­
da p or el general Rafael Uribe Uribe. Herrera se hacía «denunciar»
su ganado p or un comerciante amistoso — en tiem po de guerra el
sacrificio de ganado se convertía en m onopolio del gobierno— y
mandaba el mayor número posible de certificados de exención que
pudiera encontrar en la capital, aunque muchas veces las autorida­
des conservadoras locales y los soldados en campaña las desaten­
dían. Sabiendo que iba a tener dificultades para sacar su café, daba
orden de disminuir al m ínim o los gastos y reducir los trabajos a lo
menos posible. Se podía persuadir a los peones de trabajar por me­
nos a cambio de la protección de la hacienda:

Teniendo sumo cuidado de evitar que me cojan los peones he po­


dido continuar los trabajos casi como antes y bajando los jornales
así: los peones que ganaban a 50 centavos los pago a 30, los de 45
a 25. (Marzo I o, 1895).

A cambio de la protección de la hacienda esperaba que los peo­


nes trabajadores siguieran trabajando allá pero las haciendas toda­
vía competían por proteger. Se apilaba el café en todas las habitacio­
nes disponibles de la hacienda, incluso en los cuartos de habitación
de la casa principal, en espera de la paz.
El reclutamiento era severo y violento y las autoridades de Sa-
saima preferían lógicamente comenzar con las haciendas liberales:
«C on los alcaldes que tenemos aquí no valen garantías ningunas
ni salvoconductos». (M arzo 6,1900). Las cosas se pusieron mucho
p eor durante los M il Días, pero hasta en la relativa paz de 1898
hubo alarma:

Hoy me han dicho de acuerdo el señor alcalde de Sasaima y el co­


ronel García (...) han resuelto no tomarse la molestia de salir o
mandar sus comisiones a reclutar, sino que de mañana en adelante
pasarían notas a los dueños o administradores de las haciendas para
que de los trabajadores de cada una remitan no sé cuantos reclu­
tas. Nada, absolutamente nada de extraño tendrá que lo hagan pero
esa medida se ve claro que la toman como pretexto para poder sa­
car multas, porque ellos deben comprender muy bien que ningu­
no, salvo muy raras excepciones, les obedecía. Yo de mi parte, si
me lo exigen prefiero mil veces que me lleven a Sasaima o que me
saquen una multa antes de entregar a los peones que ven en el pa­
trón su protector (...) si así sucediese le aviso a Ud. mi modo de pen­
sar en el particular. (Marzo 16, 1898).

El día marzo 22 de 1898, cien reclutas del distrito de Sasaima fue­


ron enviados a Villeta p or la carretera de Honda: «Todos volunta­
rios, con su lazo al cuello». Durante las guerras el administrador
escondía todas las muías y todos los caballos que podía y tenía espías
apostados para advertir de la proximidad de las comisiones de reclu­
tamiento: «Ten go espías por todas partes y los peones se esconden
mientras pasan las comisiones». (Julio 29,1901). Hacía lo que podía;
mantenía a sus hombres lejos de los caminos y com o mensajeros
usaba solamente a mujeres, pero en pleno conflicto de los Mil Días
( los métodos del gobierno se volvían cada vez más drásticos. N o va­
lía reponer las portadas y las cadenas pues los soldados las rompían
repetidamente:

Aquí desde el jueves hemos estado en grandes apuros, pues vino


un batallón de Bogotá y lo regaron por todas las haciendas a reclu­
tar de una manera atroz. De aquí llevaron los siguientes (...) [la
hacienda perdió por todo siete hombres]. Esa gente vino inexora­
ble; no respetaban edades, clase, exenciones ni nada (...) de las
haciendas del lado de Namay se trajeron peones, administradores
y cuanto encontraron. (Marzo 13, 1900).

Este batallón tenía un objetivo de 400 hombres y decía que se­


guiría hasta alcanzarlo. U n peón de Santa Bárbara fue muerto al
tratar de escapar. Poco después los antagonismos locales empeora­
ron la situación pues el reclutamiento cayó en las manos de un con­
servador de Sasaima, don Eliseo García:
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a .

Él atropellaba y reclutaba a todo el mundo, gozando en contribuir


tan eficazmente a flagelar su mismo pueblo. Dizque ha dicho que
su mayor satisfacción estará en hacer perder en este año las cose­
chas en las haciendas de los ricos. Se ha ganado últimamente el odio
general, se pidió a Contreras el domingo pasado una comisión
para ir a coger gente en La Vega (un municipio predominantemen­
te liberal al suroeste de Sasaima), fue y encerró la plaza y como era
día de mercado trajo 16 reclutas entre gente decente y peones.

Era muy difícil ocultar nada a don Eliseo, siendo éste un hom­
bre de la localidad, un cazador que conocía el área íntimamente:
«L a guerra se presta muy bien para que la canalla haga su agosto,
mucho más a la sombra de los magnates» — un tema constante en
la política colombiana— . El «agosto» incluía no sólo la extorsión
directa del reclutamiento y la requisición de animales, «ningún
arriero quiere salir al camino porque pierde las muías, porque cuan­
do no las quitaban las guerrillas las quitaba la gente del gob iern o»
sino también el enganche de los descontentos, lo que los liberales
pacíficos ganaban p or no ir a la guerra, y varias parrandas locales.
El mismo Eliseo García que quería arruinar las cosechas de los ri­
cos se hizo a las muías y ofrecía llevar café a H onda a altos precios.
Generales conservadores controlaban también todos los vapores
del río Magdalena. A todos estos problemas se sumaba el peligro de
epidemia, pues las precauciones usuales de vacunación eran im po­
sibles y tropas enfermas de otros climas acampaban en la hacienda.
Los rebeldes liberales presentaban un peligro diferente — el pe­
ríodo desde 1885 es de hegemonía conservadora, y 1885-1895,1899-
1903 (los M il Días) son todos levantamientos liberales— . H errera
Restrepo fue siempre un liberal fiel, siempre opuesto a la Regene­
ración conservadora (hasta bautizó a una de las muías «Regenera­
c ió n »), pero era completamente pacífico y en 1895 estableció cla­
ramente las reglas para el comportamiento de sus hombre. Los que
se encontraban en la hacienda no debían comprometerse. A m ero­
deadores liberales se les debía decir que la propiedad pertenecía
a un liberal; a los conservadores se les debía dar las mayores mues­
tras de buen com portam iento y.debía decírseles que la propiedad
pertenecía a un hermano del arzobispo, naturalmente conservador.
Estas instrucciones se cumplían. En septiembre de 1900 tropas an-
tioqueñas y caucanas visitaron la hacienda ganadera de El Peñón
y preguntaron si el mayordomo y el dueño eran liberales: «Y como
no les podía negar — escribe el m ayordomo— les hablé con toda
franqueza y les dije que era del señor arzobispo y de un hermano
que era liberal». (Septiem bre 22,1900).
En 1895 hubo guerrillas liberales en el área de Sasaima y duran­
te los M il Días el pueblo fue tomado por un corto tiempo por los libe­
rales. N o obstante los propósitos pacíficos de la gente de Herrera
Restrepo al comienzo de la guerra, y ellos la consideraban ciertamen­
te com o una revolución temeraria, era muy difícil mantener la neu­
tralidad frente a las provocaciones del gobierno. N o sólo había las
contribuciones — «lo que nos castigarían a los pacíficos sería la pi­
cardía de no haber tom ado parte en la guerra»— sino también las
noticias de lo que les estaba sucediendo a sus parientes en otras
partes del país.
C om elio Rubio tenía un tío y dos hermanos en armas en el To­
lima y su familia allí era perseguida:

Procedimientos de esta clase no hacen sino que corromperlo a uno


en política: a uno que bien quisiera no meterse en ella jamás (...)
Cómo puede ver uno con indiferencia cosas de esta naturaleza
(...) Con mayor sinceridad le dije a Ud. que por mi parte lamento
de no gozar de la necesaria libertad. Si las cosas tienen bien cami­
no para meterme también, que hoy soy tan adicto a esta guerra como
el que más lo sea, y que tengo una fe grandísima (...) Si las cosas
se presentan bien, le repito que a los míos no les quedará más ca­
mino que el de apoyarlos, pues han sido ultrajados sobremanera
y los han arruinado sin miramiento alguno. Por supuesto no digo
esto por espíritu de venganza para con ciertas y determinadas per­
sonas, que bien lo merecieran, sino en general por prestarle algún
servicio a nuestra causa. (Cartas de Comelio Rubio, de 1900).

Rubio estaba ansioso porque la hacienda no se fuera a ver com­


prometida por ninguno de sus hombres que se fuera a las guerrillas
liberales, particularmente porque algunas de las del distrito tenían
mala reputación p or sus «malos procedim ientos». A pesar de todo
algunos tomaron las armas. Hacia el final de la guerra Rubio estaba
convencido de que los conservadores locales estaban determina­
dos a librar al distrito de liberales de una vez por todas.

Hay que esperar a ver si los señores sasaimeros me van a dejar vol­
ver a estar allá— escribe desde un refugio temporal en Facatatívá—
pues por conductos muy fidedignos sé que se proponen sacamos
a los liberales que vivimos allá, molestando cuanto pueden a fin de
desesperamos. (Octubre 16, 1901).

Las pasiones de los conservadores iban más allá de los intereses


del café. El gobierno impuso un duro impuesto de em ergencia a
su exportación que fue debidamente anunciado en Sasaima:

Vimos ya el decreto con que han resuelto favorecer la única indus­


tria que parecía damos a todos alguna esperanza. Por aquí como
Ud. lo supondría ha habido mucha gente que lo ha aprobado incon-
dicionalmente, aun los mismos dueños del café. Sólo tienen en cuen­
ta de dónde sale el decreto y cualquiera que sea su contenido es bue­
no, justo y equitativo. (Mayo 7,1990).

Este fervor sectario tenía tal vez una explicación adicional, y Ru­
bio escribió de nuevo quince días más tarde:

Entre los que han dado tan buena acogida al decreto del gobierno
sobre el café hay gentes que a uno le causa extrañeza que se dejen
ofuscar así por la pasión política. Habrán tenido la (para ellos) grata
esperanza de que ese abominable decreto sea aplicable sólo a los
enemigos del gobierno. (Mayo 21', 1900).

Pues sólo Dios sabe lo que hemos de ver... (Junio I o, 1900).

Los efectos de la guerra en la producción son suficientemente


obvios, y a la guerra no siguió una paz definitiva. Hubo muchas otras
alarmas antes de cerrarse esta correspondencia, y en todas ellas la
hacienda teme por sus fuerzas de trabajo. Disturbios del orden pú­
blico, cuadrillas de malhechores en las vías, impedían a los recolec­
tores ir para la cosecha. El reclutamiento podía volver a empezar.
El dueño y el administrador rezaban porque hubiera paz, porque
a los laboriosos se le permitiera trabajar, pero no podían tener mu­
chas precauciones. En 1906 Roberto Herrera le mandó a Rubio un
revólver con doce cartuchos^y en 1912 dos rifles Gras. Sus instruc­
ciones sobre política nacional en tiempo de elecciones fueron clara­
m ente establecidas com o sigue:
Ud. averigüe y dé su voto por personas que reconocidamente sean
de buenjuicio, de buena posición y por consiguiente vengan al con­
greso a trabajar, no por tal o cual partido, sino por los intereses de
la patria. Estas son las tendencias de todos los que ven la necesidad
de que entremos en una buena vía para remediar los males que
nos aquejan. Mi opinión es que Ud. debe dar su voto en la persona
que a Ud. le parezca más respetable entre los candidatos que allá
tengan y abstenerse para lo demás de tomar parte activa. (Al mayor­
domo de El Peñón, mayo 24,1909).

Rubio tenía alguna influencia sobre los votos de los arrendata­


rios de Santa Bárbara, pero no lo suficiente como para ejercer un
impacto significativo en los resultados de las elecciones. Algunas
cartas inquietantes sobre caminos y sobre la tasación de impuestos
de la hacienda muestran de igual m odo poca influencia sobre el go­
bierno local.

Yo daría con mucho gusto hoy la hacienda por los 20.000 pesos oro
en que queda el avalúo (...) Estamos, pues, los propietarios de me­
ros administradores del gobierno sin sueldo; ya no se resiste seme­
jante recargo de contribuciones; especialmente tratándose del café
que es una empresa arruinada. Lo peor es que es un mal sin reme­
dio. (Noviembre 13, 1905).

O com o lo expresaba Rubio, «uno queda como arrendatario pa­


gando un arriendo extraordinario». Así fue, porque Santa Bárbara
no se recuperó después de la guerra.

L a d ecad en cia de Sa n t a B árb ara

Señor Alcalde Municipal de Sasaima:


Yo Comelio A. Rubio, mayor de edad, etc., etc. De Ud. atenta­
mente, solicito: Que se sirva hacer comparecer en su despacho a los
señores Francisco Zapata, Félix Basurto y Campo Elias Rubio tam­
bién mayores, etc., para que bajo la gravedad del juramento y de­
más requisitos legales declarasen sobre los puntos siguientes:

1. Su edad, etc. etc.


2. Si conocen la hacienda denominada Santa Bárbara. Situada en
este municipio, propiedad de don Roberto Herrera Restrepo.
3. Si saben y les consta que dicha hacienda no ha tenido ni tiene
actualmente otra fuente de producción que el producido por
sus plantíos de café.
4. Si saben y les consta que dicha hacienda se halla en lamenta­
ble estado de deterioro debido al absoluto y completo abando­
no en que permaneció durante los tres años de guerra pasada
y después de ella por la falta de brazos.
5. Si saben que los cafetales de Santa Bárbara están hoy reduci­
dos a menos de la tercera parte de lo que eran antes debido a
las razones ya expuestas y al agotamiento de las tierras en que
estaban plantadas y que en esa misma proporción de la tercera
parte ha quedado la producción de dichos cafetales.
6. Que digan también si les consta que el precio del café actualmen­
te está en completo desacuerdo con los gastos que demandan
la producción y beneficio hasta ponerlo en estado de exportarlo
o venderlo en el país, y
7. Que digan si en su leal saber y entender creen que el avalúo que
acaba de dársele de $25.000 pesos oro para la formación del nue­
vo catastro es equitativo o exagerado y si optan por lo último di­
gan cuánto puede valer dicha hacienda... Sasaima, abril 3,1909.

«Estas plantaciones son ya muy antiguas y por consiguiente tie­


nen en su contra ía edad y el cansancio de las tierras. Las plantas de
Santa Bárbara representan apenas una tercera parte, más o menos
de lo que en otro tiempo (s ic)» (Abril 4, 1909). Escribiendo así a la
Junta de Catastro de Facatativá, Roberto Herrera consideraba inclu­
sive excesivo el avalúo de 20.000 pesos oro.
Estos documentos que pedían una reducción en los impuestos
presentan naturalmente un cuadro negro, pero hay muchas más evi­
dencias que lo confirman. Prim ero que todo está la disminución re­
gular, pero finalmente dramática, de la cantidad de café producida
por la hacienda14. A medida que la finca es menos productiva, el cos­
to de la cosecha aumenta, y en la hacienda se recuerdan las buenas
épocas en las cuales se podía recoger en dos días tanto com o lo que
se recoge ahora en una semana. La calidad del café también decae
y la lista de adjetivos críticos de los agentes londinenses se alarga: pá­
lido, gris, defectuoso, pequeño, duro, mediano, verdoso, deslucido,
moteado, algo pequeño... Santa Bárbara era una plantación vieja,
no se podía hacer demasiado al respecto, y los mediocres precios
reinantes no eran muy alentadores. Herrera Restrepo experimentó
con otros tipos de café, mandó analizar en Alemania muestras de
tierra y entre sus debilitados árboles sembró guisantes impregna­
dos de «nitrobacterina», un fertilizante patentado inglés. Nada de
esto parece haber servido mucho.
«E l cultivo del café puede sostenerse en las circunstancias ac­
tuales, pero crear un cafetal hoy sería un disparate». (Alberto Plot
a Roberto H errera de Girardot, noviem bre 18,1905).
Una finca así podría a lo más mantenerse a un ritm o bajo. La
perspectiva del café de Cundinamarca en la primera década de este
siglo no era muy brillante. ¿Había buenas razones para pensar que
el café iría a tener un recorrido diferente al del tabaco, el índigo
y la quinina?
El cónsul americano en Bogotá en 1903 no opinaba así: «U n estu­
dio de las industrias en Colombia, del pasado y el presente, infun­
de la impresión de que todas sin excepción, han llegado a alturas
en las que se esperaba mucho y que ya acercándose al cénit, por
guerras, superproducción u otra causa han empezado a decaer»15.
Roberto H errera se fue endeudando más y más con su agente de
Londres — al final de 1907 debía £3.398-2-4d, en ese mismo año tra­
tó de vender su hacienda, pero su corresponsal declinó predecible­
mente el ofrecimiento— «el negocio del café en mala situación». (L o­
renzo Cuéllar a Roberto Herrera, de Buenos Aires, agosto 14,1907).
Los años finales del archivo muestran que la deuda de café fue pa­
gada con letras compradas con el producto de sus otras empresas.
Herrera Restrepo continuó comerciando con ganado y extendió sus
operaciones ganaderas, pero también dio señales de querer retirar­
se del todo de la agricultura. Habría dado, tal vez, la bienvenida a
una reforma agraria, com o lo hicieron en los años treinta y lo siguen
haciendo desde entonces terratenientes en condiciones similares.
Sus sucesores decidieron al fin vender la hacienda en lotes para fin­
cas de recreo, y es bajo estos establecimientos poco agrícolas que
hoy se puede vislumbrar el espectro de la antigua empresa.
Los problemas sociales que el café llevó con el tiem po a algunas
regiones de Cundinamarca y que desembocaron en conflictos rela­
tivamente espectaculares en los últimos años de la década de los
veinte y primeros de las de los treinta han recibido alguna aten­
ción. Estas empresas que en otras épocas fueron pioneras, arriesga­
das y hasta patriotas, llegaron por ese tiempo a ser miradas com o
codiciosas, oligarcas y opresivas. Conflictos similares a los que he
descrito, en algunos casos famosos, combinados con disputas por
los títulos de la tierra, se intensificaron tanto con la depresión que
se necesitó la intervención del gobierno para resolverlos. Sasaima
había cesado p or ese entonces de ser un municipio productor de
café de importancia sobresaliente, aunque alrededor de 1930 toda­
vía tenía casi dos millones de árboles comparados con los cinco
millones de Viotá, el municipio líder del departamento. Una de
las primeras áreas de Cundinamarca en producir café fue también
una de las primeras en decaer, pues la subdivisión había avanzado
mucho más allí que en el resto del departamento. Se decía que los
cinco millones de árboles de Viotá eran de 30 plantaciones, los dos
m illones de Sasaima de 1.000. Esta parcelación es probablem ente
un signo de marginalidad16.
Cuando el general Uribe Uribe previo el fin de la crisis y en 1908
levantó el grito de «¡Colombianos, a sembrar café!», la hacienda no
estaba en condiciones de dar una respuesta entusiasta.

S anta B á rbara 1870-1912

Roberto H errera pone cada año en sus cuentas com o valor capi­
tal de la hacienda el valor original más el costo de las mejoras físi­
cas. Los cálculos de ganancia hechos sobre esa base en las condicio­
nes inflacionarias de Colombia no. son muy realistas y también será
necesario hacer alguna asignación para el eventual agotamiento
de la hacienda17.
H ubo ciertamente ganancias sustanciales, pero los esperados
años buenos de la década de 1890 no fueron nada extraordinarios.
El producto de Café de Santa Bárbara vendido en Londres fue de
3.640 libras esterlinas en prom edio entre 1886 y 1889, deducidos los
gastos de transporte marítimo desde Barranquilla, seguro y comisio­
nes de los agentes18.
En 1896 llegó al máximo con 7.976 libras esterlinas y en 1891 fue
sólo de 1.576 libras esterlinas. Para dar una aproximación de la ga­
nancia total se deben deducir los gastos de la hacienda, el item prin­
cipal de los salarios y los altos gastos de transporte local hasta el Mag­
dalena y hasta Barranquilla.-Esto debía hacerse idealmente sobre
la base de la cosecha y, a causa de la dem ora entre la salida del café
de la hacienda y su venta en Londres, sus cuentas calculaban ganan­
cias basándose en ventas futuras que no siempre se llevaban a cabo.
En 1896 el producto del café vendido en Londres fue de 2.240 li­
bras esterlinas y H errera Restrepo calculó su ganancia en la hacien­
da en 7.914 pesos colombianos, que convertidos en libras esterlinas
al cambio de ese año daban alrededor de 1.600 libras esterlinas. Esta
proporción tal vez no se mantuvo en la competencia de los últimos
años del siglo, que trajo salarios y costos de transporte más altos.
La guerra hizo todo cálculo imposible y por algún tiem po después
de ésta los costos locales permanecieron excepcionalmente altos. Su
subida fue considerada p or el cónsul norteamericano com o una
amenaza más grave a la industria en Colom bia que el precio mun­
dial, todavía deprim ido.

Yo sé que los dueños de las plantaciones — concluyó— están extre­


madamente ansiosos por deshacerse de sus propiedades o darlas en
arriendo por largos períodos en términos muy liberales y en algu­
nos casos sin pedir arriendo sino arrendándolas con la sola condi­
ción de que sean devueltas al terminar el contrato en las mismas
condiciones en que fueron dadas19.

El café ha tenido sus vicisitudes en Colombia y las ha sobrevivido.


P ero no todos los distritos, no todos los cafetales ni todos los cafe­
teros han sobrevivido. Com o anotó L ord Salisbury sobre un infor­
me diplomático del ministro inglés en Colombia «capital de riesgo
implica un elemento de riesgo», y éste existía tanto para los nativos
com o para aquellos expatriados a quienes Lord Salisbury no estaba
muy ansioso de proteger. Había los riesgos del mercado, del traba­
jo , de las estaciones y de la tierra, a los cuales no escapa ninguna agri­
cultura. Había los riesgos adicionales de la experimentación, cuan­
do el empresario tenía pocos precedentes y aún menos recursos
científicos a su disposición. Y ninguna empresa agrícola existe en
el vacío que imagina cierto tipo de economista: aquí estaban pre­
sentes otros riesgos y dificultades que deben tener su lugar en toda
historia agraria de la Am érica Latina del siglo xix.

N o t a b ib lio g ráfic a

Las partes más interesantes de este ensayo son tomadas del archivo
de Roberto H errera Restrepo y estoy profundam ente agradecido
con el difunto doctor José U m añay con la señora M aría Carrizosa
de Umaña p or su generosidad al perm itirm e usar el archivo, por
sus muchas otras gentilezas y por su ayuda en muchos puntos difí­
ciles.
También debo particularmente al artículo de Miguel Urrutia «El
sector externo y la distribución de ingresos en Colombia en el siglo
xrx», Revista del Banco de la República, noviembre, 1972.
Para el más amplio contexto del café de Cundinamarca el me­
jo r trabajo sigue siendo la tesis Ph. D. inédita de Robert Carlyle Be-
yer, The Colombian Cojfee Industry: Orígins and Maje»' Trends, 1740-1940,
Minnesota, 1947. Contiene una excelente bibliografía.
O tro libro indispensable es la magnífica Colombia Cafetem, de
D iego Monsalve, Barcelona, 1927. Un bosquejo acertado de la in­
dustria a la vuelta del siglo es el Report on thePresent State ofthe Cojfee
Tradein Colombia, Parliamentary Papers, 1904, del vicecónsul Spen-
cer S. Dickson, Accounts and Papers, Vol. xcvi, Col. 1767-2. Diplo-
matic and Consular Miscellaneous, series N o. 598. También: Pha-
nor J. Eder, Colombia, Londres, 1913, Capítulo x.
Augusto Ramos, O café no Brasil e no estrangeiro, Rio de Janeiro,
1923, pp. 339-341, para apreciaciones contemporáneas sobre la si­
tuación de la producción colombiana.
General Rafael Uribe Uribe, Estudios sobre café (Banco de la Repú­
blica, Archivo de la Econom ía Nacional, N o. 6), Bogotá, 1952, es
una colección valiosa'de sus últimos artículos.
Sobre Sasaima en particular, véase M edardo Rivas, Los trabaja­
dores de tierra caliente, 2a ed., Bogotá, 1946, Cap. XV, «El café», pági­
nas 310-311; del mismo autor, Viajes por Colombia, Francia, Inglaterra
(segundo volumen de sus Obras completas, 2 Vols. Bogotá, 1883) pp.
10 y ss. A qu í elogia específicamente el café com o m ejor empleador
que el azúcar o el ganado.
Véase también Salvador Camacho Roldán, Notas de Viaje (Colom­
bia y Estados Unidos de América), 4a ed., París/Bogotá, 1905, pp.29-
30.
Hay una descripción de las instalaciones cafeteras en Viotá, si­
milares a las de Sasaima aunque en mayor escala, en Voyage de explo-
ration cientifique en Colombia, de los doctores O. Führmann y Eugéne
Mayor (Tom o v de Memoires de la Société des Sciences Naturelles de
Neuchatel, Neuchatel, 1911, 2 Vols.), Vol. i, pp. 101-110. Los prim e­
ros manuales de cultivo de café usados en Colom bia están conve­
nientemente coleccionados en la obra de José Manuel Restrepo et
al., Memorias sobre el cultivo del café (Banco de la República, Archivo
de la Econom ía Nacional, N o. 5), Bogotá 1952.
D ebo agradecer a varias personas sobre sus comentarios a és­
te corto ensayo: J. L e ó n Helguera, Pierre Gilhodes, R oger Brew,
Charles Bergquist, M arco Palacios y Donald Winters.

N otas

1- Para algunos detalles al respecto y algunas indicaciones sobre los


diferentes antecedentes históricos y circunstancias demográficas del café
en Santander, véase Geografía económica de Colombia, de Mario Galán Gómez,
Vol. vm, Santander, Bogotá, 1947, especialmente Caps, xxi y xxvn; y Fa­
milia y cultura en Colombia, de Virginia Gutiérrez de Pineda, Bogotá 1968,
p. 120 y ss. Una descripción completa de las variedades de organización
compatibles con el café en Colombia y las razones de su aparición está
todavía por hacer.
Si se calcula por su producción (ver adelante) parece haber tenido
unos 60.000 árboles en producción en los años 1880 y haber emprendido
nuevas y extensas plantaciones en los primeros años de la década de 1890:
la producción aumentó constantemente a 1/2 kilo por árbol. Los 60.000
( árboles en 1880 están confirmados por El agricultor, No. 18, noviembre I o,
1880.
3-El archivo consta de 38 volúmenes de correspondencia, de los cuales
18 son de correspondencia recibida y 26 libros de cuentas, de los cua­
les 3 son de particular interés: «Cuentas de venta de café 1880-1899»; «Cuen­
tas de importaciones 1874-1901»; y un pequeño libro de cuentas de la
hacienda Santa Bárbara que cubre los años de 1883 a 1889. Hay una me­
moria de Roberto Herrera Restrepo, 1848-1912, impresa privadamente,
titulada Roberto Herrera Restrepo, 1848-1948, y más detalles de la historia y
antecedentes de su familia se pueden encontrar en el ensayo de Monse­
ñor José Restrepo Posada sobre el hermano de Roberto Herrera, el arzo­
bispo de Bogotá Bernardo Herrera Restrepo, publicado en La Iglesia, año
xxxix, Nos. 654-657, septiembre-diciembre, 1945.
4-El café de Sasaima era excepcionalmente fino y hasta fines de la dé­
cada de 1980 la marca Herrera Restrepo se vendía por encima del nivel
general de precios colombianos en el mercado de Londres, lo cual lo man­
tenía fiel al mismo. Esta ventaja desapareció hacia el fin de los años no­
venta.
5- La hacienda más documentada en el archivo, fuera de Santa Bár­
bara, es el rancho ganadero de El Peñón, cerca a Tocaima. Pero hay tam­
bién detalles de la Compañía de Colombia, una empresa de ganado, de
quina y caucho, bastante grande pero sin mucho éxito, entre Neiva y Los
Llanos, en la cual Herrera Restrepo heredó la parte de su padre ( VéaseGa-
bino Charry G., Frutos de mi tierra; Geografía histórica del departamento del Hul­
la, Neiva, 1924, p. 37 y ss); también cobraba en arriendo tierra lechera
en la Sabana, entre otras actividades.
6-Un cálculo contemporáneo del número de familias que se necesita­
ban permanentemente sería de una familia de cinco personas por 5.000
árboles. Esto situaría la necesidad permanente de fuerzas de trabajo en
Santa Bárbara en unas 24 familias.
7-Diferentes autoridades dan años diferentes. Roberto Velandia, His­
toria geopolítica de Cundinamarca, Bogotá, 1971., p. 392, está a favor de 1620.
8-Existe una excelente descripción contemporánea de éstas, basada en
observaciones del autor en la hacienda Ceilán, en Viotá, Cundinamarca,
en: Ramón V. Lanao, Endemias del clima del café, tesis de grado, Bogotá, 1891.
La lista incluye sabañones, disentería, lombrices (una buena purga las saca
siempre «por pelotones»), varias otras infecciones parasitarias y anemia,
la más extendida y la más dañina, «la enfermedad constitucional de todos
losjomaleros». Las observaciones sobre la relación de la anemia con la pér­
dida del apetito y los consiguientes letargos e irritabilidades son muy agu­
das para la fecha, y sugieren que no todas las dificultades que Rubio tenía
para hacer trabajar a sus hombres eran problemas de estímulo material.
9-El vicecónsul británico consideró que el déficit de fuerzas de trabajo
significaba la pérdida de la mitad del café al final de la Guerra de los Mil
Días en 1903. Spencer S. Dickson, «Report on the Present State o f the Co-
ffee Trade in Colombia» editado en Parliamentary Papers, 1904. ( Véase
nota bibliográfica.)'
10- En 1763 Basilio Vicente de Oviedo describe a Sasaima como un pe-.
queño poblado predominantemente mestizo, productor de un poco de
tabaco, yuca, algodón, plátano, maíz, caña de azúcar «y demás frutas de
tierra caliente». Véase la p. 267 de sus Cualidades y riquezas del Nuevo Reino
de Granada, editado por Luis Augusto Cuervo, Biblioteca de Historia Na­
cional, Vol. x l l , Bogotá, 1930.
1L Para un estudio reciente dé este problema véaseMiguel Urrutia Mon-
toya, «El sector externo y la distribución de ingresos en Colombia en el
siglo xix», Revista delBanco de laRepública, noviembre 1972, pp. 1-14, tam­
bién general Rafael Uribe Uribe, Estudios sobre los salarios, en sus Discursos
Parlamentarios, Congreso Nacional de 1886,2a, ed., Bogotá, 1897, pp, 231-237.
Uribe Uribe estima aquí que en la década anterior el papel moneda re­
dujo los salarios en términos reales en un tercio. Una cruda suposición con­
temporánea vale tal vez más que posteriores elaboraciones, y según las
palabras del vicecónsul Dickson, el papel moneda en la escala sin prece­
dentes de los últimos años noventa y los Mil Días trajo: «Caos financiero
(...) finalmente (...) parapeijuicio de todos».El general Uribe Uribe es­
tima también que un 1/4 de todos los colombianos están relacionados
«directamente» con el café. Un cálculo posterior más preciso sobre Cun-
dinamarca en 1906 estima que 750 plantaciones empleaban unos 12.000
trabajadores permanentes y 100.000 cosecheros para 46.000.000 de árbo­
les. Véase Luis Mejía Montoya en Revista Nacional deAgricultura, No. 8,ju­
lio 31,1906. Diego Monsalve, Colombia Cafetera, Barcelona, 1927, da 2.817
plantaciones y 53.000.000 de árboles para Cundinamarca. Para la historia
del papel moneda véase Guillermo Torres García, Historia de la moneda
en Colombia, Bogotá, 1945, Caps, vin y rx.
12- Aunque se le ofrecieron los ministerios de Hacienda y de Tesoro,
Herrera Restrepo rechazaba por principio empleos oficiales, ciertamen­
te después de que el movimiento de Regeneración llegó al poder en 1885.
La reputación de hombre recto, de buen trabajador y de hombre de espí­
ritu público de que se habla en Roberto Herrera Restrepo, 1848-1948, se con­
firma ampliamente en el archivo. Como a todas las exportaciones siguen
las desenfrenadas extravagancias de los exportadores, vale la pena anotar
que en este caso no hay evidencia de tal cosa. Roberto Herrera y su fami­
lia vivían y celebraban los rites de passage a nivel aceptado por la buena
sociedad de los cosmopolitas en los años anteriores a 1914.
Para aquéllos como él, el éxito o el fracaso del café significaba nada
menos que ser miembros de la civilización o ser excluidos de ella. Para
utilizar una expresión muy usada en aquella época, esto era lo que impe­
día que Colombia se volviera «un país de cafres». La reputación inter­
nacional de Colombia era verdaderamente aterradora; recuérdese el inte­
rior de la República de Costaguana en Nostromo, de Joseph Conrad, y el
hombre Pedro en Victory, del mismo autor. Recuérdese también que Bogo­
tá era un sitio caro para llevar una vida civilizada y civilizadora: para los
colombianos la primera era mucho más barata en el exterior.
13‘ Sobre la política del gobierno hacia el café en los años 1890 véan­
selos discursos de Uribe Uribe, Gravamen del café, op. cit, pp. 187-223. Va­
rias de las observaciones de Uribe en estos discursos son apoyadas por el
archivo de Herrera Restrepo. Al igual que su impuesto a las exportacio­
nes de café. Uribe Uribe atacaba el hecho de que el gobierno empeorara
la escasez de fuerzas de trabajo manteniendo 8.000 hombres en armas. Las
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

pérdidas en las guerras civiles tuvieron también su efecto, que él no men­


ciona. Las dificultades de los cultivadores de café con el gobierno después
de la Guerra de los Mil Días pueden leerse en los números de la Revista
Nacional de Agricultura.
14- Exportaciones en sacos, 62 kilos:

1886 528 1897 707


1887 587 1898 2.397
1888 405 1899 674
1889 450 1900 Escasas
1890 366 1901 exportaciones
1891 288 1902 debido a la
1892 500 1903 guerra civil.
1893 595 1904 1.289
1894 713 1905 596
1895 1.065 1906 1.100
1896 1.564 1907 138

15- Véasee1útil comunicado de Mr. Snyderal Departamento de Estado,


Present State of the Colombian Trade, agosto 21,1903. U.S. National Archives,
microfilm. Despatches from U.S. Consuls in Bogotá, Roll 3, No. 21-bis.
16- Cifras de Monsalve, op..cit., p. 426. Las mejores fuentes para los con­
flictos de los años 1920 y 1930 son aún el Boletín de la Oficina Nacional de Tra­
bajo del Ministerio de Industrias y-las varias Memorias del departamento
de Cundinamarca.
17•Cálculo sin descuentos de los libros de Roberto Herrera fueron he­
chos por Darío Bustamante Roldán en sus EfectosEconómicos del papel mone­
da durante la Regeneración (tesis inédita, Universidad de Los Andes, Bogotá
1970). A mediados de los años 1880 andaba por el 20%, subiendo a 66%,
72% y 65% en 1895,1896 y 1897. (Véasesu «Cuadro ra». Sus cálculos aca­
ban en 1899.)
1S- He calculado las cifras siguientes del legajo Cuentas de ventas de café.
En libras esterlinas:

1886 2.240 1893 3.266


1887 3.460 1894 3.192
1888 2.337 •1895 5.728
1889 2.738 1896 7.976
1890 2.049 1897 3.247
1891 1.576 1898 7.369
1892 2.829 1899 2.128
Las cifras para 1886 han sido calculadas del libro de cuentas Santa Bár­
bara.
19- Mr. Snyder al Departamento de Estado, agosto 22,1905. U. S. Natio­
nal Archive, microfilm. Despatches from U. S. Consuls in Bogotá, Roll 4.
E l N o st r o m o d e J o s e p h C o n r a d *

L a imaginación inglesa ha trabajado poco sobre Am érica Latina


y quienes m ejor han escrito en inglés sobre este tema no son ingle­
ses. W. H. Hudson, autor de FarAway andLongAgo, The Purple Land
y de otros estudios acerca de la naturaleza del Río de la Plata y de
Patagonia, fue un irlandés-norteamericano nacido en Argentina. Su
am igo Robert Cunninghame-Graham provenía de padre escocés
y de madre española. Joseph Conrad nació en 1857 en Polonia: Jo­
seph T eod or Konrad Nadecz Korzeniowski, «católico, noble, polo­
nés», com o se suscribió en su prim era carta conocida.
N o conoció a Inglaterra antes de 1878. Empezó su carrera de ofi­
cial de marina mercante en el Mediterráneo. N i siquiera su segun­
da lengua fue el inglés; después del francés fue su tercera.
Conrad es el autor del intento imaginativo más profundo que
existe en la literatura inglesa para com prender un ambiente lati­
noamericano. El mismo escribió sobre su obra Nostromo que su ambi­
ción fue la de «realizar el espíritu de toda una época en la historia
de Am érica Latina», ambición que lo llevó más allá de lo documen­
tal, en la medida en que el análisis conradiano del «espíritu de una
época» trasciende cualquier limitación geográfica. Nostromo sí com­
prende una era en la historia latinoamericana. Pero, además, es la
novela más ambiciosa de su autor, es una de las más ambiciosas de
nuestra literatura. Es de las pocas novelas que ha tratado con éxito
la política, con todas sus ambigüedades: un interrogatorio de los
motivos de acción, de las leyes de los intereses materiales y de las
fronteras de sus dominios, de los alcances y limitaciones del pro­

* Las citas de Nostromo que aparecen en este ensayo fueron traducidas por el
autor. '
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

ceso, de los enlaces del pasado, del presente y del futuro, temas
algo insípidos así planteados, pero tan difíciles de tratar, duros te­
mas de m onografía académica, y tanto más duros materiales para
una obra de la imaginación. Este libro se publicó en 1904.
Nostromo describe una época crítica de la historia de la Repúbli­
ca de Costaguana. La «Providencia Occidental» de Costaguana, Su-
laco, tiene dentro de sus límites la mina de plata de San Tomé, «una
de las cosas más grandes de Sur-América». La concesión de esa mi­
na de turbulenta historia y difícil producción ha sido otorgada for­
zosamente a un señor Gould, comerciante anglocostaguanero, hi­
j o de un G ould de la Legión Británica que peleó en Carabobo. La
concesión ha sido otorgada forzosamente com o pretexto de extor­
sión. Este Gould muere m ortificado por la injusticia de dicho pro­
ceder; la mina fue la gran pesadilla de su vida. Pero su hy o, don Car­
los Gould, estudiante en Europa, siente la fascinación de la mina
de distinta manera:

Las minas ya traían para él un interés dramático. Estudiaba sus pecu­


liaridades desde un punto de vista personal, como uno estudia los
caracteres variados de los hombres. Las visitaba, como uno visita por
curiosidad a los hombres notables. Visitaba minas en Alemania, en
España, en Comualles. Las vetas abandonadas tenían para él una
fuerte fascinación: su desolación le llegaba al alma, como la vista de
la miseria humana, que tiene causas tan variadas y profundas. Tal
vez no tenían ningún valor, pero quizá habían sido malentendidas.

Carlos Gould halla en San Francisco a un capitalista de «m ente


aguda y carácter accesible», el señor Holroyd, «un personaje con­
siderable, millonario, fundador y benefactor de iglesias en escala
proporcional a la grandeza de su tierra nativa». Además de su deseo
de propagar «las formas más puras del cristianismo», H olroyd cree
en el destino manifiesto de los Estados Unidos, y en la Doctrina Mon-
roe:

Nosotros vamos a dar la palabra en todo: industria, comercio, dere­


cho, periodismo, arte, política, religión, del Cabo de Hornos a
Smith’s Sound, y más allá, si se encuentra algo que vale la pena en
el Polo Norte... Vamos a hacer los negocios en este mundo, sí el
mundo lo quiere o no lo quiere. No hay nada que el mundo pueda
M a l c o l m D ea s

hacer para impedir eso, y se me ocurre que nosotros tampoco pode­


mos impedirlo.
Europa debe quedar excluida de este continente — sigue afir­
mando— y creo que todavía no ha llegado la hora de nuestra intro­
misión directa.

A sí es que el señor Holroyd, socio primero, da su apoyo a don


Carlos Gould, socio segundo, en contra del «tercer socio ingrato,
que es una u otra de esas altaneras cuadrillas de malhechores que
form a el gobierno de Costaguana». Carlos Gould logra reabrir la
mina, y con tenacidad y sobornos inteligentes la mantiene en pro­
ducción. Su p od er e influencia van creciendo; los chismosos lo lla­
man «e l rey de Sulaco». Con el apoyo financiero de la mina, resulta
elegido presidente de Costaguana un sobrio reformista, don José
Ribeira, que en la capital de Santa Marta empieza a gobernar «con
hombres que sí sabían qué son las condiciones de los negocios civi­
lizados». La República recibe la visita de un inglés importante, titu­
lado, gran prom otor de ferrocarriles.
Pero un levantamiento militar en el interior, encabezado por los
hermanos M ontero pronto derriba a Ribeira, y el caos amenaza en­
seguida a todo lo que Gould ha logrado. En Sulaco, las fuerzas de
la provincia se alejan peligrosamente del puerto, que queda ocupa­
do por dos fuerzas revolucionarias rivales y amenazado p or bochin­
ches de inspiración demagógica. Carlos Gould, hom bre por natu­
raleza poco político, tiene que dar su visto bueno a un plan para
solucionar los problemas de Sulaco y para asegurar el futuro de la
mina de San Tomé, separando la provincia de Sulaco de la Repúbli­
ca madre de Costaguana, y declarándola Estado independiente.
Tom a medidas para volar las instalaciones de la compañía, pero sus
rifles más letales y m odernos al fin se emplean con éxito, y la breve
guerra entre Sulaco y Costaguana termina con. «una demostración
naval internacional» en favor de Sulaco. El crucero Uss Powhattan
hace el prim er saludo a la nueva bandera del Estado Occidental.
Así triunfan «los intereses materiales». Pero, dentro del proce­
so, muere don José Avellanos, autor de Cincuenta Años de Desgobier­
no, representante de las mejores tradiciones de su sufrido país.
Martín Decoud, escéptico autor del plan de separación, se suicida.
D on Carlos Gould llega a tal grado de obsesión con su mina que
parece que «vive solo dentro de una circunvalación de metal pre­
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

cioso». En un m om ento de triste epílogo del libro le hacen a la se­


ñora de Gould una llamada telefónica de la mina: «E l señor se va
a quedar a dorm ir en la mina esta noche». Conrad sigue así:

Con visión profética, la señora de Gould miraba su propio futuro


como única sobreviviente de la degradación de sus ideales de joven:
de vida, de amor y trabajo. En la voz indistinta de alguien que duer­
me, víctima pasiva y desafortunada de una pesadilla sin misericor­
dia: sin audiencia, balbuceaba las palabras «intereses materiales».

El héroe del título, Nostrom o, italiano, capataz de cargadores


del puerto de Sulaco, queda corrompido por una carga de plata que
con las intenciones más heroicas esconde en uno de los muchos
episodios heroicos en que participa durante la secesión de Sulaco.
El que antes fue «capataz magnífico, que vivía únicamente en su va­
nidad elemental de ser admirado, respetado y reconocido com o in­
dispensable», después se transforma en hom bre secretivo, resenti­
do, amargado; aun anda en compañía dé los marxistas. Muere de un
tiro de un viejo ex garibaldino, que piensa que se trata del seductor
de una de sus dos hijas. El viejo no sabe que, novio de una, Nostro­
m o tiene amores con la otra, y en la ocasión del disparo fatal su pro­
pósito no ha sido más que sacar algo de la plata de su escondite. Ago­
niza casi solo; su única compañía es un fotógrafo revolucionario,
pequeño, devorado por su odio al capitalismo: «Camarada, ¿tiene
disposiciones que hacer?... Recuerde que necesitamos plata en es­
te trabajo. Los ricos tienen que ser combatidos con sus propias ar­
mas». Nostrom o no contesta, y muere sin contestar.

Esta creación anglopolonesa, de Costaguana, con la posible ex­


cepción real (si es real...) del M éxico revolucionario, es la repúbli­
ca que más ha capturado la imaginación anglosajona. Jorge Luis
Borges, frente al trópico un escritor bastante inglés, adopta el terri­
torio imaginario en su cuento. «Guayaquil»1.

No veré la cumbre de Higuereta duplicarse en las aguas del Golfo


Plácido, no iré al Estado Occidental, no descifraré en esa biblioteca,
que desde Buenos Aires imagino de tantos modos y que tiene sin
M a l c o l m D eas

duda su forma exacta y sus crecientes sombras, la letra de Bolívar...


Acaso no se puede hablar de aquella república del Caribe sin refle­
jar, siquiera de lejos, el estilo monumental de su historiador más fa­
moso, el capitán José Korseniowski.

Pocos países imaginarios, pocos países verdaderos, tienen vida


tan duradera y tan com pleja en la m ente del lector.

Conrad fue un gran maestro de ambientes físicos. L a geografía


de Costaguana, su geografía física y su geografía humana, convence,
y convence sin pedantería. La montaña de Higuereta, con su capa
de nieve que se ve flotando en el aire desde el mar, el mar del Golfo
Plácido, que con sus calmas de siglos alejaba a los buques de vela
y mantenía el aislamiento de Sulaco; las islas frente al puerto, las
tres Isabel; la cordillera que hace que el alba llegue tarde a Sulaco;
la form a de la república, su gran escala y su belleza son descritos de
una manera, a la vez m em orable y económica, curiosamente con
tanta economía que uno no puede hacerle el mapa. Quizá delibera­
damente, la geografía de Costaguana no es exactamente viable. La
república tiene dos océanos, campo interior, selvas, cordillera; la
provincia de Sulaco queda en el occidente y uno llega allá o por
el Atlántico o p or el Cabo de Hornos, pero el país — o los dos paí­
ses— no figuran exactamente en el atlas que tenemos. Unas repú­
blicas físicamente perdidas, pero no perdidas en la imaginación, y
para Conrad no perdidas en la memoria, por cuanto él sí estuvo un
rato en el Caribe, por la Tierra Firme que un cuarto de siglo más tar­
de iría a ser la fundación física de su novela.
Estuvo en las islas del Caribe, en Venezuela y en Colombia, en
su prim er viaje fuera de Europa, antes de haber estado en Inglate­
rra. Conrad comienza su carrera de marinero en Marsella, en 1874,
a los diecisiete años. En escritos autobiográficos sueltos, y en car­
tas de reminiscencias a sus amigos, refiere un viaje «p o r 1875-1876,
cuando m uyjoven, en las islas occidentales o en el G olfo de M éxi­
co más bien (...) mis contactos con la tierra fueron breves e inte­
rrumpidos». En otra parte habla así del mismo vizye, de «las m e­
morias de ese tiempo distante, lejos, cuando todo estaba fresco, tan
sorprendente, tan venturoso, tan interesante; pedacitos de costa
extraña bajo las estrellas; las sombras de las montañas; pasión hu­
mana al atardecer; chismes m edio olvidados; caras ya casi oblite­
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

radas por el olvido». Precisa aún más en una carta a Cunninghame-


Graham:

Si yo mencioné doce horas, eso se relaciona con Puerto Cabello,


en donde estuve ese año. En la Guayra subí a la montaña y tuve una
vista distante de Caracas. Debo haber estado dos y medio, tres días.
Ya eso hace tanto tiempo. Y hubo unas horas más en otros lugares
por esa costa tan deprimente de Venezuela.

Según él, «únicam ente una pequeña mirada, hace veinticinco


años» fue su experiencia esencial en esta parte de Am érica del Sur.
Sospecho que fue un poco más largo de lo que Conrad y sus bió­
grafos dicen. El viaje lo hizo en el buque Saint Antoine, de vela, y
la navegación de esta costa por vela fue siempre demorada, máxime
cuando quiera que fue en barco pequeño, que hacía bastante reco­
rrido de cabotaje. En el prólogo a otra novela, Victory, Conrad hace
referencia a estos viajes, de su pasaje p or Santo Tomás en las Islas
Vírgenes «a una baja costa pestilencial de manglares». Victory, ade­
más, tiene un personaje colombiano, aunque su acción se desarro­
lla en las islas del archipiélago de Java:» «Fue Juan Pedro, cazador
de caimanes, hombre casi fiera» que Conrad describe com o un ser
así, que lo amenazaba en ese primer viaje trasatlántico, cerca de San­
ta Marta, cuando él trató de com prar una botella de limonada. En
Victory.

Es un cazador de caimanes. Fue una adquisición mía en Colombia,


sabes; ¿conoces Colombia?
«No — dijo Schomberg muy sorprendido— ¿Un cazador de cai­
manes? ¡Qué oficio tan curioso! ¿Ya viene de Colombia, entonces?».
«Sí, pero he estado viniendo hace mucho tiempo».

Conrad, cuando escribía Nostromo en 1903-1904, había estado


viniendo de Colombia mucho tiempo también, pero me parece que
su corta visita, treinta años anterior a la concepción del libro, ejer­
ció un impacto fuerte sobre?el. ;Se nota ese impacto en la evocación
geográfica, en los detalles de los muebles típicos de las casas, del fe­
rrocarril, de oficina y de tienda, en pequeñas narraciones del m odo
de ser de la gente. En veinte años de vida com o marinero, Conrad
debió haber conocido a gente de Am érica Latina en otras partes
M a l c o l m D eas

— pasa por Chile, p or ejemplo, en donde se ambienta su cuento Gas­


par Ruíz— pero pienso que mucho del detalle del libro sí es de
constatación directa del autor, de su observación en Venezuela y
en Colombia, en donde se menciona que sus negocios se complica­
ron en razón de un terrem oto — muy probablemente el terremoto
de Cúcuta del 18 de mayo de 1875— . Sulaco y su G olfo Plácido tie­
nen algo de Puerto Cabello — tan plácido el mar que una nave se
puede anclar con un cabello— y el G olfo Triste, algo de Barran-
quilla y algo de Cartagena y de Valencia. La península de Azuera
en la novela es muy similar a la de Paraguana o a la Guajira. Higue­
reta puede compararse con la montaña venezolana, pero la descrip­
ción en la novela es evidentemente realizada por alguien que ha
visto desde el mar a la Sierra Nevada de Santa Marta.
Este fue su prim er viaje fuera del Mediterráneo. Es un tiempo crí­
tico de su vida, y es intenso. De regreso a Marsella, preso de depre­
sión y de falta de convicción, intenta suicidarse con un tiro de pis­
tola en el pecho. N o logra herirse gravemente, pero el intento
corresponde a un hecho en la novela, el suicidio del escéptico De-
coud.
Conrad escribe Nostromo después de pensar un rato, según su
propia confesión, que no tenía más de qué escribir. Escribirlo le sig-
|nificó un esfuerzo terrible, y su correspondencia de esos años nos
lo muestra com o a un hom bre pesimista. Los nervios gastados, tal
vez porque, en parte, estaban reviviendo un tiempo lejano de su vi­
da, tiem po que había sido de experiencia intensa, pero también de
dudas e incertidumbres.

íjí í |í

Distantes e intensas, distantes o intensas, esas memorias personales


sobre las cuales he especulado arriba no fueron suficientes, en sus
propias palabras, «para edificar todo un libro por encima». Conrad
tuvo que recurrir a otros tres tipos de fuentes — los libros, los hom­
bres y los cuentos— , las noticias y los chismes contemporáneos a
la gestación de su libro. Vamos a examinarlos en ese orden.
N o ha sido muy difícil hallar cuáles fueron los libros que Con­
rad empleaba2. El incidente del barcito lleno de plata que esconde
N ostrom o durante la separación de Sulaco de Costaguana, viene
de una autobiografía de un m arinero estadounidense, Frederick
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Benton Williams, On Many Seas, The Life andExploits ofa Yankee Sail-
or. La lectura de este libro, relato sencillo y poco elaborado, fue uno
de los primeros estímulos para Nostramo. Una vez en obra, Conrad
buscó otros refuerzos. De los principales, uno trata de Venezuela y
dos del R ío de la Plata.
Para refrescar la mem oria sobre Tierra Firme utilizaba a Edward
B. Eastwick, Venezuela, or Sketches in the Life ofa South American Repu-
blic, with theHistory oftheLoan of!8 6 4 (Londres, 1868). Mucho deta­
lle le viene de este libro: Conrad sigue a Eastwick en ciertas descrip­
ciones físicas — la Casa de Aduana, la casa de la fam ilia Avellanos,
el «paraíso de culebras» en donde se encuentra la mina— . La his­
toria de las minas de Aroa, en un tiempo propiedad de Bolívar mis­
mo, es algo así com o la historia de la mina de San Tom é. También
prestados, o refrescados, p or Eastwick, son los diminutos pies de las
damas criollas, ciertos epítetos políticos — «godos y epilépticos», el
«n egro liberalism o» de la época y los rasgos del carácter del presi­
dente venezolano Falcón y del general venezolano Sotillo— : el co­
ronel Sotillo de la novela tiene el mismo apellido, además de la mis­
ma rapacidad y sevicia.
D e libros viajeros ingleses empleados com o fuentes, el segundo
es de G eorge F. Masterman, Seven Eventful Years, in Paraguay, (Lon ­
dres, 1869). M édico al servicio del gobierno de Francisco Solano
López, Masterman pásó p or muchos sufrimientos durante la gue­
rra de la Triple Alianza, que al fin acabó con López, y tantos otros
paraguayos. De su libro, Conrad toma prestados ciertos toques des­
criptivos — las muchachas del pueblo de Sulaco son paraguayas en
sus vestidos y adornos— y bastantes apellidos: Corlaban, Moyny-
gham, Bergés, Fidanza, D ecoud (este último del libro de Sir Ri­
chard Burton, Letters from the Battlefields o f Paraguay). Más signifi­
cativo aún, toma de Paraguay mucho de la historia de los primeros
años de Costaguana independiente: la tiranía de Guzmán Bento,
en su esencia de Paraguay, aunque con nom bre más venezolano;
las torturas — los paraguayos empleaban «e l cepo colom biano»— ;
la iglesia servil con sus sórdidos capellanes militares; la atmósfera
de m iedo supersticioso. También otros apodos políticos: macaco,
que significa mico, que significaba brasileño en esa era del desafío
paraguayo.
El tercer libro que vale la pena destacar es el de las memorias
de Garibaldi, que aportaron también mucho a Conrad para la tem­
M a l c o l m D eas

prana historia de Costaguana, en la parte que trata sobre sus aven­


turas en la Banda Oriental del Uruguay. Estas memorias de Garibal-
di provocan así mismo en Nostrom o las meditaciones sobre el sig­
nificado de la libertad en dos épocas y dos continentes distintos. Las
escenas de la vida de Garibaldi y las de la fragmentación de Costa-
guana son meditaciones que giran alrededor de la figura de Viola,
viejo garibaldino dueño de un hotelito en Sulaco, para quien las lu­
chas locales «n o son de hombres que añoran la justicia, son luchas
de ladrones».
N i Eastwick, ni Masterman fueron autores con marcada simpatía
por el ambiente que describieron, aunque, a pesar de sus experien­
cias, Masterman permaneció largo tiempo en Paraguay. En verdad,
Eastwick es muy poco amable: su libro abunda en lugares comunes
acerca de riquezas naturales que no aguardan para su explotación
sino un orden público que los nativos son por su naturaleza inca­
paces de garantizar. H om bre que hizo su carrera en la India britá­
nica, echa de menos el p od er y la disciplina de ese m edio y favore­
ce el saludable efecto de demostraciones navales sobre los nativos.
L e choca muchísimo la falta de deferencia de los estratos bajos de
la sociedad venezolana, la familiaridad de sus muchachas de ser­
vicio, la conversación igualitaria de su sastre caraqueño. Como casi
( todos los viajeros europeos del siglo pasado, tuvo poca curiosidad
y aún menos intuición sobre los mecanismos políticos de los nue­
vos Estados de Am érica Latina. Masterman, en cambio, fue un crí­
tico más radical:

Los españoles cometieron dos grandes errores en la América del


Sur: ¡esclavizar a los indígenas y tener relaciones con ellos! El pri­
mero fue una injusticia cruel con los indígenas, y el segundo, un
daño irreparable que los españoles se hicieron a ellos mismos: en
lugar de elevar la raza con la cual se mezclaron, se hundieron al más
bajo nivel. Esta locura los ha conducido al castigo de su crimen.
Las guerras civiles sin fin de los mestizos turbulentos, perezo­
sos y sin ley, estas matanzas al por mayor que han despoblado a pro­
vincias enteras, no son sino el resultado del error primario. Y temo
que no van a terminar antes de que desaparezca toda la raza mez­
clada, hasta cuando los descendientes de los opresores y de los opri­
midos hayan sido acabados por la venganza terrible que merecen
las atrocidades de los conquistadores.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

¡Si ellos hubieran adoptado las sabias prácticas de nuestros co­


lonizadores de América del Norte, y no hubieran tenido tales relacio­
nes con los indios, el resultado habría sido tan diferente en todo!

N o es, entonces, únicamente com o fuentes de detalles y apelli­


dos que estos dos libros tienen interés para el crítico: son una mez­
cla del grado del prejuicio que Conrad logra vencer, o del cual es­
capó. Tal vez ambos, Eastwick y Masterman, son más anglocéntricos
que el viajero mediano de nuestro siglo pasado, pero su tendencia
no es nada excepcional.
Dos personas con quienes trataba Conrad cuando escribía Nos­
tromo fueron Robert B. Cunninghame-Graham y Santiago Pérez Tria-
na. Cunninghame-Graham conocía muy bien el Río de la Plata, co­
m o demuestran sus libros pero en los años 1903 y 1904 todavía no
había conocido mucho de Venezuela ni de Colombia. N o había es­
crito aún sobre Páez ni sobre Jiménez de Quesada, ni había hecho
el viaje que produjo su libro — bello pero poco informativo— sobre
Cartagena and tlieBanks of the Sinu, viaje que hizo en busca de ganado
para los hambrientos ingleses durante la prim era guerra mundial.
Su correspondencia con Conrad ha sido publicada y trae mucha in­
formación sobre la elaboración de Nostramo1. Cunninghame-Graham
le da apoyo, consejos, información. Conocía parte de la historia de
Venezuela p or su ancestro: su antepasado, el almirante Fleeming,
excedió sus órdenes y apoyó al general Páez en la disolución de la
Gran Colombia. Y arregló un encuentro entre Conrad y Santiago
Pérez Triana.
Pérez Triana es el m odelo para don José Avellanos en Nostromo.
Por esa época vivía en Londres, escribía bastante en su revista Hispa-
nia, y publicó con "prólogo de Cunninghame-Graham su libro De
Bogotá al Atlántico, casi al mismo tiem po que Nostromo. Según toda
la evidencia conversaba muy bien, y según todas las probabilidades
hablaba muy mal de los gobiernos colombianos de tiempos recien­
tes y del gobierno de ese entonces. Patriota, sí, pero muy liberal y
muy hijo de don Santiago Pérez. H om bre de mundo y de experien­
cia diplomática, hay ecos de é l tal vez en las opiniones y en la conver­
sación tan diáfana (para utilizar palabra común pero expresiva) de
don José Avellanos — «somos una vergüenza y una com idilla entre
los poderes del m undo»— y su afán de hallar para su Costaguana
«a n honorable place in the commimity ofnations» — un lugar de honor
entre las naciones del mundo.
M a l c o l m D eas

Los sucesos que influyeron en la composición del libro fueron,


sin duda, ante todo el proceso de la separación de Panamá y, en se­
gundo lugar, las crecientes tensiones alrededor de la Venezuela de
Cipriano Castro. Se nota la presencia del prim ero en toda la cons­
trucción de libro y rasgos del castrismo, de don Cipriano, en las
fuerzas demagógico-nacionalistas del interior de Costaguana.
Hay elementos del R ío de la Plata, pero en su esencia el escena­
rio es venezolano, colombiano, panameño. «Costaguana — escri­
be su autor— , significa un Estado suramericano cualquiera: por
eso la mezcla de costumbres y expresiones. C ’est voulu. Yo no recor­
daba mucho y no recordaba nada». P ero el resultado no es exacta­
m ente así: los elementos paraguayos y uruguayos sí dan cierto sen-
sacionalismo al pasado costaguanero, pero no dan la atmósfera de
los eventos de la novela. Costaguana, en su geografía, sus recursos,
su raza, su política, es un Estado del trópico, Estado de los que liber­
tó Bolívar; com o reconoce Borges, en el cuento referido, el vuelo
Ezeiza-Sulaco es el vuelo largo, del R ío de la Plata al Caribe.
El destino de tal vuelo fue fruto de memoria, de lectura, de con­
versación, pero sobre todo de la imaginación dejoseph Conrad. «La
imaginación, no la invención, es maestra suprema del arte como
de la vida», escribió. Describe así el esfuerzo que Nostromole costó:

Yo luchaba con el Creador mismo por esa mi creación, por los ca­
bos de su costa, por la oscuridad del Golfo Plácido, la luz sobre la
nieve de sus montañas, por el soplo de vida que tuve que dar a las
formas de los hombres y de las mujeres, latinos y anglosajones, ju­
díos y gentiles. Palabras de exageración, tal vez, pero es difícil ca­
racterizar de otra manera la intimidad y la ansiedad de un esfuerzo
creativo que involucra toda la voluntad y toda la conciencia... Si
uno busca un paralelo material para esto no hay sino el esfuerzo
sombrío de hacer el pasaje del Cabo de Hornos al occidente, por
el invierno, esfuerzo que parece sin fin.

¿Cómo le fue al autor de este intenso esfuerzo? Muchas felicida­


des menores, en la evocación geográfica ya mencionada, en los
detalles de vida diaria, vida política de personajes menores, de
. retórica, cosa difícil de hacer sin exageraciones. Muchas veces, en
lo que es puro invento de Conrad, uno encuentra símiles con la
historia de esta parte del mundo: tan semejante lo que escribe él
sobre la línea telegráfica, fragilísima muestra del progreso, a lo que
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

escribe Max Grillo en Emociones de la guerra, cuando cuenta cómo se


siente cuando por deber de liberal le toca cortar esa misma línea
con su machete; el político Pedrito M ontero de la novela arma toda
una teoría del «Cesarismo D em ocrático»; así lo llamaba Conrad,
con la misma frase, años antes de que Laureano Vallenilla Lanz pu­
blicara su libro con ese mismo título en Venezuela; Martín Decoud,
escuchando «¡Viva la Libertad! ¡Abajo el Feudalism o!» se pregun­
ta: «¿Qué se imaginan ellos que sea el feudalismo?» — esto muchos
años antes de hacer la misma pregunta los escépticos que miramos
la lista de publicaciones de la editorial Siglo xxi, y sufrimos los de­
bates bizantinos sobre el mismo tema— . Y Decoud, que puede regre­
sar a Europa y dejar el conflicto a otros, se siente incapaz de aban­
donar a su gente, de confesarles su intención de regresar en el buque
del próxim o mes. U n o recuerda esa carta de Luis Lleras a Rufino
Cuervo, en 1885, en la que en m edio de la guerra civil en la cual
va pronto a m orir hace constar en sí mismo igual incapacidad.
Creo que esto nos lleva otra vez a la prim era anotación de este
ensayo: que Conrad no fue inglés. El único autor inglés de su tiem­
po con igual talento para penetrar en una cultura ajena fue Rud-
yard Kipling, también nacido fuera de Inglaterra, en la Iridia, escri­
tor cuyas conclusiones no difieren tanto de las de Conrad, aunque
de fachada muy distinta. Conrad nació, repito, «católico, noble, po­
lonés»; el católico se volvió hom bre de muchas dudas; el noble se
transformó en capitán de marina; pero mucho del polonés queda­
ba. Difícil, aun imposible, para un inglés de ese tiempo, mirar y des­
cribir a los ingleses como lo hace Conrad en Nostromo; y, com o polo­
nés, Conrad conocía la pasión y la tristeza del nacionalismo polaco
del siglo xrx, nacionalismo frustrado de manera distinta al naciona­
lismo costaguanero, pero igual de frustrado. Como Decoud, Conrad
se conmovía in spite of himselfcon las notas de pasión y tristeza que se
oían en Costaguana, notas que no se oían en la más refinada esce­
na de la política europea. Se confiesa, por boca de Decoud, de quien
el temperamento es tan conradiano, «más costaguanero de lo que
yo había creído». N o tiene ese «sentido común inglés que consiste
en no pensar los asuntos demasiado». Frente a las muy diversas crea­
ciones humanas de su libro; se coloca en posición de pasiva neu­
tralidad:

Hay algo infantil en la rapacidad de las apasionadas razas del sur,


de mente en cierto modo despegada; esto les falta a los norteños
M a l c o l m D eas

con su nebuloso idealismo, esos norteños que a la menor provo­


cación empiezan a soñar con la conquista del mundo

Pocos escritores de 1900 hubieran podido escribir ambas partes


de esa frase... Y ningún otro escritor de lengua inglesa ha tenido
en mismo grado lo que un crítico contemporáneo señaló como su
éxito mas importante: «Esclarecer la lucha de ideales en una gue­
rra sórdida, mostrar lo serio por debajo de las apariencias del heroís­
m o ridículo». Conrad va más allá del sentimiento fácil de tantos co­
mentaristas de ambos continentes.
Y va más allá también que los que han visto en Nostromo no más
que una denuncia temprana del neocolonialismo de la preponde­
rancia norteamericana. El pasado aislado de Costaguana no es nada
feliz, no es ningún paraíso — excepto para las culebras— . Sin la
presencia de los grandes «intereses materiales» el país no va a tener
ni paz ni justicia, opina Carlos Gould:

Una vez que los intereses materiales ponen pie firme, tienen que
imponer condiciones que garanticen su propia sobrevivencia; ha­
cer dinero acá se justifica frente a la anarquía, a la falta de ley; se
justifica porque la seguridad que exige tiene que ser compartida
con un pueblo oprimido; detrás viene una justicia mejor.

Los intereses materiales tienen su papel, su esfera, que no se pue­


de negar sin sentimentalismo; pero, com o dice el doctor Mony-
gham, uno de los pocos seres del libro que conserva su integridad:

En su desarrollo no hay paz ni descanso. Tienen su ley, sujusticia.


No obstante, se fundan sobre lo conveniente, y esto es inhumano; no
tienen rectitud, no tiene la continuidad ni la fuerza que únicamen­
te puede tener un principio moral... el tiempo va a llegar cuando la
Concesión Gould y todo lo que representa pesarán tan fuertemen­
te sobre el pueblo como todo el barbarismo, la crueldad y el desgo­
bierno que hace pocos años conocimos.

Nada tiene valor intrínseco, ni minas, ni nuevas repúblicas de se­


cesión. N ovela llena de política, Nostromo señala, las limitaciones de
la política. En otra parte Conrad escribe directamente así: «Las insti­
tuciones políticas, si son derivadas de la sabiduría de los pocos o de
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

la ignorancia de la mayoría, son incapaces de asegurar la felicidad


humana». La acción tiene resultados inciertos, pero igual de du­
doso es no actuar. Conrad p one en m ente de la señora de Gould
un ideal de realización casi imposible: «Para que la vida sea ancha
y llena tiene que mantener el cuidado del pasado y del futuro en
cada m om ento pasajero del presente». Tal sentimiento es poco co­
mún en la pequeña república materialista de Sulaco, con sus mayo­
rías de «corta visión para el bien y para el m al». Libro ambiguo, la
prim era página del Nostromo tiene un lem a de Shakespeare: «So
fo u l a sky clears not without a storm» — cielo tan nublado no se limpia
sin tormenta— . ¿A cuál cielo el lector debe aplicar este lema? ¿Al
cielo de la Costaguana de principios del libro, o al cielo de Sulaco
a su fin?

N otas

En El informe de Brodie, Buenos Aires, 1970; es curioso notar cómo


Borges en su cuento ha casado a la señorita Avellanos; según Conrad que­
daba esta única hija soltera, «la última de los Avellanos», fiel a la memoria
de Martín Decoud.
2-Norman Sherry, Conrad’s Western World, Cambridge University Press.
3-Ed. G. Watts, Correspondence beiween Conrad and Cunninghame-Graham,
Cambridge University Press.
J o s é M a r ía V a r g a s V il a

E s t e es el tercero y último ensayo que escribo sobre Vargas Vila.


El prim ero fue un corto artículo para el Times Literary Supplement,
de Londres, el 6 de agosto de 1976.
El segundo form a un capítulo en Sergio Bagú y otros, De historia
y de historiadores. Homenaje aJoséLuis Romero, México, Siglo xxi, 1983,
pp. 157-166. José Luis R om ero había asistido a una conferencia mía
sobre Vargas Vila en Buenos Aires, en 1975, que fue seguida por un
almuerzo y una larga sobremesa.
Mostró un m em orable entusiasmo por los grandes malos escrito­
res de muchas literaturas. Recuerdo que su voto por el Vargas Vila
argentino lo dio p or H u go Wast y que su gran escritor malo preferi­
do era Manuel Fernández y González, autor del E l cocinero de su majes­
tad (Memorias del tiempo de Felipe IU ). Espero que pronto alguien ree­
dite esta obra maestra que R om ero recomendaba con tanta gracia
y con tanto fervor. Cuando Vargas Vila pasó por Buenos Aires en
1923, H u go Wast dijo que los libros del visitante eran lectura para
su cocinera, Vargas Vila contestó con la observación de que en ciu­
dades de segunda categoría, com o Buenos Aires, las cocineras eran
naturalmente más inteligentes que los críticos.
Este tercer ensayo apareció com o introducción a «sufragio», M.
Deas, ed., Vargas Vila: Sufragio, Selección, Epitafio, Bogotá, Banco Po­
pular, 1984. Fue un intento de cortar relaciones con el difunto.

En su biografía reciente de Daniel Cossio Villegas, Enrique Kran-


ze cuenta que una vez el maestro encontró en casa de un amigo
unos libros de Vargas Vila, y enfurecido los echó p o r la ventana.
Para que un lector, editor, historiador, pueda tratar así cualquier
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

libro, éste tiene que ser bien malo: casi no puede tratarse de libros,
sino de objetos de otra especie. Físicamente, muchas ediciones mo­
dernas de Vargas Vila son miserables, y no m erecen por su aparien­
cia más respeto que una fotonovela. L a mayoría tampoco m erece
m ejor trato p o r su contenido, y alabarlos o venderlos es una estafa
hecha al crédulo público, aunque sea una estafa repetida muchas
veces.
Por muchas razones el gesto de Cossio Villegas sejustifica: las no­
velas de Vargas Vila nunca fueron buenas y hoy son ilegibles; gran
parte de su prosa política es fatigante p or el estilo, además vacía y
mentirosa, pom posa y cantinflesca, adolescente con todo lo m alo
de la adolescencia. Después de leerlo por un par de días, cualquier
lector debe estar de acuerdo con el general Reyes, en que «hay que
desvargasvilizar a Colombia». Siendo el caso que su influencia se ex­
tiende p or muchas otras partes, m ejor decir que hay que desvargas­
vilizar a Am érica Latina, y confieso que este propósito en parte me
da aliento para escribir este p rólogo y hacer esta selección de sus
escritos.
¿Por qué no seguir entonces el ejem plo arriba citado de botar
los libros por la ventana, con la esperanza de que no van otra vez
a la calle pero, esta vez, sí a la caneca de la historia? Serían necesa­
rios muchos maestros botando p o r muchos años p o r muchas ven­
tanas y, com o en el caso de las muchachas traperas en la playa de
Alicia en el país de las maravillas, aun entonces uno dudaría todavía
de la posibilidad de la limpieza. El fin añorado por el general Reyes
se consigue m ejor tal vez p or vía del análisis de un prólogo y la ho­
m eopatía de una selección, unas gotas del veneno.
Hay otras razones menos puritanas para repasar su obra. Prime­
ra, la vida del autor y su significado histórico. L o inaguantable de
casi toda su obra no disminuye el interés singular de su carrera y
de su proyección sobre su propio tiempo y sobre el m edio siglo que
ha transcurrido desde su muerte. Su vida de ultratumba está llena
de sorpresas, y es al mismo tiem po cómica y sugestiva. Ahora, den­
tro de los «108 libros» que publicó — y no se sabe de los «4 no publi­
cados» y de las memorias inéditas que ya están adquiriendo cierta
notoriedad— hay un corto núm ero de páginas que, por ser inge­
niosas, acertadas, o aun a veces conmovedoras, vale la pena resca­
tar. La pena espero haberla tenido yo, y que no vaya a tenerla el
lector de esta selección. Ojalá sirva com o com pendio — «lo esen­
cial de Vargas V ila »— , com o diversión o com o advertencia.
M a l c o l m D ea s

SU V ID A 1

José María Vargas Vila nació en Bogotá el 23 de ju n io de 1860, el


cuarto hijo del general J. M. Vargas Vila y de su señora Elvira Boni­
lla Matiz. L a fam ilia de su padre era de origen santandereano, y el
general partidario del general M eló y después de Tomás Cipriano de
Mosquera. Muere cuando José María tiene cuatro años, dejando
viuda y cinco hijos, entre ellos dos niñas que después serán monjas.
José María peleó en la guerra de 1876 y tal vez estuvo en la bata­
lla de Garrapata. Parece que fue maestro de escuela en Ibagué, Guas­
ca y Anolaima. Con ayuda de JoséJoaquín Ortiz, lejano pariente suyo,
consigue en 1884 un m ejor puesto en el Liceo de la Infancia, cole­
gio bogotano que ajuzgar por los apellidos de sus alumnos parece
bien «oligarca», regentado p or el presbítero Tomás Escobar. A l año
siguiente, en una carta al periódico La Actualidad, Vargas Vila acusa
a Escobar de actos homosexuales con alumnos del colegio, y sus­
cita así un gran escándalo.
Se dice que «manos pías» han mutilado en parte las colecciones
de La Actualidad que sobreviven; sin embargo existe impreso el fo­
lleto «Causa contra el presbítero D. Tomás Escobar: Alegatos de los
Defensores y Documentos», el cual basta para nuestros fines aun­
que no sacia nuestra curiosidad2. El padre Escobar p o r lo menos
i los ojos ingleses fue imprudente:

Cuarto hecho: El encontrarse Tomás Escobar, solo o acompañado,


en la cama de los alumnos predilectos. (Defensa): Sólo un extravia­
do criterio moral ha podido hallar en este hecho un indicio de la
responsabilidad de mi defendido.

Pero los criterios morales no se extraviaron y el ju rad o le absol­


vió. El proceso se desarrolla en vísperas de la caída del liberalismo,
y los problemas del Liceo del la Infancia tienen su aspecto político.
El redactor de La Actualidad es Juan de Dios Uribe, «e l In d io», no­
torio clerófobo quien después de la derrota de 1885 va a seguir en
el exilio su carrera de periodista peregrino similar a la de Vargas
Vila, hasta su muerte en Quito, donde vive como panfletario a suel­
do ocasional de Eloy Alfaro. U ribe y Vargas Vila se corresponden
y los dos se apoyan mutuamente, intercambiando piropos periodís­
ticos a larga distancia. El inspector de policía que investigaba el caso
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

fue el general Aristídes Fernández, después famoso brazo fuerte de


los conservadores a fines de la Guerra de los M il Días. El defensor
principal del cura Escobar — lo llama «m iem bro de una de aque­
llas familias austeras, laboriosas y profundamente cristianas, que tan­
to abundan en el pueblo noble y fie l»— fue Carlos M artínez Silva,
conservador que termina su alegato así:

Y puesto que en el presente caso nada puede hacerse para castigar


la iniquidad, de que me quejo, que sirva al menos estejuicio de sa­
ludable enseñanza, Pueda que al meditar sobre ella, nuevas voces
se unan a las que forman ya inmenso coro, pidiendo clamorosamen­
te seguridad, orden y justicia para esta sociedad desamparada.

Los defensores hallaron a cuatro compañeros de armas de Var­


gas Vila de la guerra de 1876, quienes le acusaron de transvestismo,
sodomía y mal manejo de fondos. Suscriben en los documentos la
rectitud moral de Escobar, entre otros, el futuro arzobispo Bernar­
do H errera Restrepo y un ex alumno de su colegio, José Asunción
Silva, a quien después de su muerte, aquellos que tejen la leyenda
de Vargas Vila, hacen figurar com o amigo íntimo de juventud. Pare­
ce que Vargas Vila no estaba en Bogotá durante el proceso, y que
ni en ese entonces ni después se defendió de estas acusaciones. Su
reputación sale mal librada, y se perfilan aspectos del futuro panfle­
tista. Su carta a La Actualidad contenía un famoso párrafo que em­
pezaba:

¡Yo he visto!
¡Yo he visto! Señor redactor. Yo he visto arrancarse de los ojos
de los niños la venda de la inocencia por la mano valerosa del hom­
bre que estaba destinado a educarlos.

Pero después confesó que no había visto nada, y concluyó por


decir que si había em pleado aquellas palabras, había sido «a ma­
nera de figura». A qu í Martínez Silva fue devastador.

No sé qué nombre tenga esta figura en los manuales de retórica por­


que Vargas Vila leyera en la escuela; lo que sí sé es que en los códi­
gos de moral de todos los pueblos, eso de afirmar un hecho grave
contra la reputación de un individuo, sin poderlo sostener des­
pués, se apellida lisa y llanamente una villanía.
M a l c o l m D ea s

D e interés para el análisis de la futura carrera de Vargas Vila es


también lo siguiente:

El señor Vargas Vila fue expulsado del colegio que regentaba en


esta ciudad el doctor Escobar, porque con la petulancia que le es
ingénita, al tratar de medir, desde la altura que de súbito coronó,
la distancia que separaba su pasado del presente, le acometió fuer­
te vértigo, se creyó grande y superior al que le había brindado su
mano para sacarlo de la oscuridad y de la miseria, y emprendió la
ingrata labor de desprestigiarlo entre los alumnos, de censurar to­
das sus providencias y de granjearse el cariño de los niños, a costa
de la reputación del director, sin reparar en medios. Tales faltas de
disciplina y hasta de decencia, que Vargas Vila se esforzaba en bo­
rrar con otras tantas protestas de adhesión al doctor Escobar, vinie­
ron a ser muy frecuentes; de ellas tuvo conocimiento el agraviado,
y al fin, en la imposibilidad de corregirlas, agotada la paciencia, re­
solvió expulsar del establecimiento al culpable, sin consideraciones
de ningún género, como lo demuestra el desenlace casi violento
que tuvo la determinación, desenlace que nos lo pintan los mismos
autores en la diligencia de careo.

«Censurar todas (...) providencias (...) granjearse el cariño de


los niños (...) sin reparar en m edios»: eso iba a hacer Vargas Vila
muchos años más. Y ya mostraba su talento de acuñar frases que
hicieron carrera: la frase del Liceo de la Infancia fue «la corrup­
ción también tiene su pudor». Aun suscitó cierta admiración en
Martínez Silva.
D e Bogotá se había ido a Tunja, a «casa del canónigo Leandro
María Pulido». Los canónigos de Tunja no son en nada confiables,
y éste le consiguió un puesto com o maestro de escuela en Villa de
Leiva. En la plaza hay una placa que marca su estadía y que allí dice
que escribió E l Maestro de Escuela. (N o obstante, parece que lo escri­
bió después — la obra no tiene la m enor importancia, y el detalle
únicamente tiene interés com o un ejem plo más de cóm o se va for­
mando la leyenda; la placa es reciente— .) Pronto viene la guerra
civil de 1885.
A l fin de esa guerra Vargas Vila se encuentra fugado, refugiado
y autoexiliado en Venezuela. N o se sabe precisamente lo que hizo
durante la guerra. N o es imposible que fuera entonces secretario
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

del bizarro general Hernández, el héroe de Humareda, pero el


general H ernández murió allá sin dejar a flote su archivo. N o es
del todo im posible que Vargas Vila, com o escribe en un curioso
p rólogo fechado en 1914 su secretario Ram ón Palacio Viso, fuese
«general de guerrillas, a los veinte años, (...) y comandaba en je fe
contra Próspero Pinzón» — pero es bien poco posible— . Se va a
Venezuela p or la vía de los Llanos, donde se hospeda un tiem po
en la hacienda El Lim bo del general Vargas Santos, otro pariente
lejano suyo. Es perseguido «p o r el coronel Pedro Mesa». (N o sólo
curiosa, sino también significativa, esta manera como se cuenta siem­
pre su vida con inútiles nombres propios, com o el de este coronel,
y el del servicial canónigo de Tunja: el decorado hace el cuadro más
conveniente, una técnica decimonónica equivalente a las falsas pre­
cisiones estadísticas de nuestros días.)
En 1886 llega a Rubio, Táchira, donde trabaja en un periódico,
La Federación, según la leyenda, «clausurado pocos días después a
instancias de los regeneradores colombianos ante el gobierno dic­
tatorial de Guzmán Blanco». Muy poco probable. L o que sí es cierto
es que su carrera de escritor y de periodista de pronto va bien en
Venezuela. T ien e aureola de perseguido, la cual nunca deja de cui­
dar, y escribe Aura o las Violetas, novela tan completamente «m ar­
chita» que posteriormente daría lástima aun a su autor, hecho que
no ha im pedido muchísimas ediciones, la última para vergüenza de
sus gerentes de Pluma y de La Oveja Negra. Publica también sus
primeras prosas políticas, Pinceladas de la última revolución, que des­
pués aparece bajo el título de Pretéritas. Com o acertó el inefable Pa­
lacio Viso en su prólogo de 1914, «n o ha tenido pues, razón el maes­
tro, para opon er la encarnizada resistencia que ha puesto a la
publicación de estas páginas». Todavía son legibles, y tienen cierta
importancia histórica, no necesariamente p or ser verdaderas. Tra­
baja en otros periódicos de provincia y hace uso de la palabra en pú­
blico, aunque no son exactamente conferencias, ni son discursos
lo que produce. Dos muestras reimpresas con inexplicable frecuen­
cia son En San Cristóbal del Táchira, el 20 de ju lio de 1887, y En el
Ateneo deMaracaibo, el 21 de enero de 1888. Éstas tienen cierto inte­
rés com o muestra de los gustos y de la paciencia de su época.
En 1888 se traslada a Caracas y allá produce una pieza que sí es
obra maestra en su género de oración masónica de cementerio. Su
Discurso ante la tumba de Diógenes Arríela va a ser aprendido de m e­
m oria por varias generaciones liberales:
M a l c o l m D eas

Y tú, ¡oh Muerto Ilustre!:


duerme en paz, al calor de una tierra amiga,
a la sombra de una bandera gloriosa, lejos
de aquel Imperio Monacal que nos deshonra;
duerme aquí en tierra libre
tu tumba será sagrada;
aquí no vendrán, en la noche silenciosa
— como irían a tu patria— los lobos del fanatismo a aullar en
tomo a tu sepulcro, hambrientos de tu gloria;
...tú lo dijiste:
«Aquel que dyo a Lázaro: ¡Levántate! no ha vuelto en los se­
pulcros a llamar»;
no llamará en el tuyo.
Duerme en paz»3.

En política es fiel seguidor de Joaquín Crespo — también se dice,


y puede ser cierto, que fue «secretario privado» de ese no muy le­
trado caudillo— . Su carrera pasa p or varios altibajos siguiendo a
esa estrella, al «Páez de los tiempos modernos venezolanos», como
él lo llama. (L o llama también «austero com o un esparciata, y senci­
llo com o Probo, el viejo em perador»; recordemos que fue Crespo
quien edificó el Palacio de Miraflores com o residencia privada.)
(Pasa una temporada de exilio en Curagao y en Nueva York, regresa
a Venezuela en 1893, pero muere Crespo en la escaramuza de la
. Mata Carmelera al año siguiente. Sus perspectivas político-perio-
dísticas declinan paralelamente con el «liberalismo am arillo». El
último golpe es la toma del p od er en 1899 por Cipriano Castro,
personaje muy vargasvilesco, pero enem igo suyo en la política tachi-
rense y venezolana.
Después de la muerte de Crespo, Vargas Vila vivió un tiempo en
Nueva Y o rk — las fechas y direcciones de sus movimientos en estos
años no son muy claras— . En Nueva York conoció a jo s é Martí y a
Eloy Alfaro. Alfaro, quien siempre fue su admirador, llegó al poder
en el Ecuador en 1895 y mantuvo correspondencia con él4. Se dice
que Vargas Vila hizo su prim er viaje a Europa en 1898 com o repre­
sentante diplom ático del Ecuador ante el gobierno de Italia. Con­
cluida su misión — ¿cuál misión sería?— , tuvo otra corta estadía en
Nueva York, donde fundó su propia revista, Némesis. duró más de
lo que en años recientes ha durado Alternativa, pero hizo aún me­
nos impacto.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Según la leyenda, por su actitud crítica frente a la política de los


Estados Unidos fue «declarado persona no grata en Nueva York», en
1903. De todos modos regresa a Europa, continente que no dejo
hasta 1923. D e nuevo sus míticos peregrinajes entre Francia, Italia,
España y Suiza son difíciles de seguir. En 1905 figuró con Rubén
Darío, a quien había conocido desde 1990, en el arbitraje de una
cuestión de límites entre Nicaragua y Honduras, sometida al Rey
de España; Vargas Vila era cónsul general de Nicaragua en Madrid,
nombrado p or el gobierno liberal radical de José Santos Zelaya.
Form ó parte de una bohem ia diplomático-literaria latinoameri­
cana de principios de siglo, de la cual los nombres que más se men­
cionan son Darío, Gómez Carrillo, Ñervo, Blanco Fombona, lig a r­
te, Pérez Triana, Lugones, Zumeta5. Estos lejanos precursores del
«b o o m » son tal vez el prim er grupo de escritores latinoamericanos
que lograban una vida literaria europea a cierto nivel y en cierto nú­
mero. Sus imaginados placeres indudablem ente acrecentaban su
fama en sus repúblicas de origen, y uno reconoce en esto una tem­
prana muestra de aspiraciones que aún perduran: no únicamente
fama y dinero, sino fama y dinero en París y en Barcelona (y un con­
sulado de vez en cuando si es con ven ien te).
Vargas Vila hizo una fortuna con sus libros, y embriagaba a sus
lejanos lectores con la lista de sus propiedades: «U n a Villa en Aute-
n il... ‘V illa Ibis” en Málaga, ‘V illa Schultz” en Suiza,... una torre en
las afueras de Barcelona, apartamentos en esta ciudad y M adrid...
“San A n gelo ”, lugar de descanso en Sorrento». ¿Propiedades? Tal
vez las alquilaba, tal vez las hipotecaba, tal vez no existían, o tal vez
el descansaba en Sorrento del esfuerzo de moverse entre una y
otra. N o sabemos; sólo sabemos que se mencionan en sus prólo­
gos, y que sí es probable que en esos años hiciera mucho dinero
con las editoriales de la «Viuda de Ch. Bouret» y Ramón Sopeña. Se­
gún se decía, Sopeña en esa época le estaba pagando 60.000 pese­
tas anuales. (Las ediciones de ese entonces, especialmente las de
la primera casa, no eran precisamente baratas, de lo cual se puede
concluir que autor y editor apuntaban a una audiencia algo acomo­
dada más bien que al «pueblo»..) Según Manuel Ugarte, fue entre
1900 y 1914 que sus novelas «alcanzaron difusión pasmosa y fueron
la cartilla romántica de toda una juventud» del mundo hispánico.
Pasado un p oco «e l sarampión» de sus ventas, en 1924 em prende
un viaje a Brasil, Uruguay, Argentina y M éxico. Toca en Barranqui-
M a l c o l m D eas

lía, donde fue memorablemente entrevistado por Rafael Maya6. Pasa


a Cuba, escribe a Laureano Vallenilla Lanz, ideólogo del general
Juan Vicente Gómez, a quien no ha insultado tanto, ofreciendo «co­
ronar» — interesante verbo— su carrera con una Vida de Bolívar
— «ésa será mi obra cum bre»:

Yo no soy cenófago, como para poderme alimentar con esa mano­


tada de cenizas que llaman Gloria;
tengo que vivir y no tengo con qué vivir...;
este es un dilema imperativo;
y a los sesenta y seis años es un problema endiablado.

Desafortunadamente no fue año de bicentenario y la obra cum­


bre no se contrató7. Regresó a Europa. Cuando reto m ó al poder
el Partido Liberal en Colom bia en 1930, se cuenta que aconsejó al
doctor Eduardo Santos no em prender nada en contra de la Iglesia.
M urió en Barcelona el 23 de mayo de 19338.

SU OBRA

La lista más completa, redactada p or Arturo Escobar Uribe, anota


¡ 98 títulos, aunque no todos editados, no todos libros y algunos tal
vez míticos. Muchos son muy difíciles de conseguir, y muchos muy
difíciles de leer aun si uno tiene la equívoca fortuna de conseguir­
los. Aun sus admiradores, aunque no sus editores, están de acuerdo
en que sus novelas y sus prosas poéticas o filosóficas m erecen el ol­
vido más completo, y sería una tarea de pedantería masoquista esta­
blecer las influencias literarias que allí llegaron a una mala muerte.
La parte política m erece más atención.
M e parece que en esa Vargas Vila era esencialmente seguidor de
Juan Montalvo; a su vez, éste en sus catüinarias en contra de García
M oreno era seguidor del Victor H u go de Les Chátimentsy Napoleón
leP etif.'S l mismo en el prólogo de Los Divinos y Los Humanos inclu­
ye en su ancestro a Tácito, Suetonio, Plinio, Com elio Nepote, Aure­
lio Víctor, Salustio, Demóstenes, Cicerón, Juvenal, Rabelais, Dante,
V íctor H ugo, (Escribiendo sus Castigos) y ju a n Montalvo. El clasicis­
m o llama la atención. Temprano en el siglo, el polemista clerical
ecuatoriano fray Vicente Solano había notado la utilidad de la obra
de Salustio para las luchas republicanas, y la literatura clásica apor­
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

ta, además de m odelos oratorios — utilizados por políticos co­


lombianos hasta muy bien entrado este siglo— , el prestigio de cono­
cimientos superiores y de la habilidad de esgrimir en contra del
clero una de sus propias armas: el latín. Montalvo y Vargas Vila son,
digamos, «antidoctores». Este clasicismo se nota en muchos aspec­
tos de la vida pública del siglo xix, y en otros aspectos de la vida
también: cuando tomó auge la sustitución de los nombres de los san­
tos del calendario por los héroes de Grecia y Roma, Arístides, Plinio
Apuleyo, Arquím edes... ¿Cuándo se fundaron esos «ateneos» y se
edificaron esos «paraninfos?» Todo esto m erece un corto estudio10.
Montalvo, y detrás de Montalvo, Víctor Hugo, son los modelos del
escritor héroe, del polemista trascendental. A Montalvo también,
com o anotó M iguel de Unamuno en un famoso prólogo, se lo lee
prim ero por los insultos, aunque m e parece un escritor mucho más
serio que Vargas Vila. La influencia de H ugo en Am érica Latina fue
inmensa, aunque muy poco ha sido estudiada. Buena parte de su
obra es ya ilegible también, y en un estilo que al lector colombiano
indudablem ente le recordaría el de Vargas Vila.
H ubo también influencias colombianas, com o Camilo Echeve-
rri, téte-forte de Antioquia, Juan de Dios Uribe, José María Rojas Ga­
rrido («fu e el Sócrates colombiano; su papel en el movimiento filo-
sófico-patrio fue el mismo que el discípulo de Pródicos, en m edio
del tumulto de los sofistas griegos») y otros nombres que él consig­
na en la parte «humanos» de Los Divinos y Los Humanos. Fue hijo del
liberalismo radical de sujuventud, y lo llevaba al exilio después de
los desastres personales y políticos de 1885; el periodista trashuman­
te le lleva equipaje liviano. Con los años abruma a sus lectores citan­
do más nombres: Los Parias novela muy curiosa de 1903, tiene refe­
rencias a Darwin, Lombroso, Fichte, Blanqui,Jaurés, Gréve, Tolstoi,
William Morris, Gorki, Leopardi, Alma-Tademay Bume-Jones, para
citar sólo unos pocos; casi sorprende que no estén Walter Benjamín,
Levi-Strauss, DerridayLacan. Pero con mayor número de nombres
no viene ninguna profundización de la obra, que sigue tan superfi­
cial com o antes.
Entonces, ¿qué parte se salva? .Confieso que no he leído todo, ni
mucho menos, y que no voy a leer más. M e parece que lo salvable,
lo legible, consiste en los tres panfletos de Pretéritas, que sin ser con­
fiable testimonio sobre la güera, de 1885 sigue teniendo cierto atrac­
tivo na if obra histórica en estilo primitivo auténtico, anticipación
M a l c o l m D eas

temprana del pintor N o é León, además de tener vigor narrativo y


estilo relativamente sencillo; algunas páginas de Los cesares de la de­
cadencia por el talento en el insulto, aunque el autor suele repetirse
mucho, y a veces los insultos aparecen en m ejor forma en otros tex­
tos menos conocidos11: el Discurso ante la tumba de Diógenes Arrieta,
para declamar, especialmente si uno es heredero de viejo y rico ma­
són impresionable; mucha parte de su Rubén Darío, un periodpiece
inspirado en afecto genuino; algunas páginas de Laureles Rojos y me­
nos páginas de Ante los Bárbaros. Esto es legible, n o d igo que es ad­
mirable.

SU V ID A DESPUÉS DE M U E R T O

¿Por qué seguían vendiéndose obras de tan escasa calidad, aun como
libros malos? (Nadie sabe cuántos se vendían, ni dónde, ni cuándo,
pero por la diversidad de las ediciones y la piratería alegre que mues­
tran debe haber sido bastante; hace algunos años la mayoría de las
ediciones fueron mexicanas.) Una respuesta común a la pregunta
es el renom bre que le dio la hostilidad del clero. Tuvo la ventaja de
ser autor de quien hablaban mal desde el púlpito. Bien posible, aun­
que no he visto una denuncia impresa del autor. Cierto que Colom-
jbia empieza ya a olvidar el poder tan grande que tuvo hasta hace
muy recientem ente el clero, poder que sintió, y al lado del Partido
Conservador, hasta los primeros años del Frente Nacional. El 9 de
abril corrió en muchas partes ese rumor tan característico de un país
clerical, el de que los curas echaban bala al pueblo desde las torres
de las iglesias12. Monseñor Builes, con su ejemplar carácter del siglo
dieciséis, estaba muy campante en los años cincuenta. Todavía hay
un m ovimiento a favor de la canonización del beato Ezequiel M o­
reno Díaz, obispo de Pasto a principios de siglo y godo hasta satis­
facer los gustos más extremos, pero el país ha cambiado mucho y con
la secularización, la luz infernal que fue uno de los atractivos de
Vargas Vila ya se ve pálida. El olvido de esto conduce al olvido de una
parte de su importancia: en muchos casos de haber sido una influen­
cia libertadora. En todas las culturas hay libros y autores de segun­
da o de p eor categoría que a cierta edad en muchas vidas cumplen
con esa función libertadora.
Los ecos políticos son muy numerosos. El ensayo de Rafael Maya
lo expresa de una manera a la vez bella y precisa:
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

No digo que toda su prédica fuere en balde. Por el contrario, nues­


tras democracias siempre retendrán un eco de la voz de Vargas Vila.
El pueblo lo amó y aún lo ama, no porque estos libros todavía inte­
resan sino por la resonancia de esas campañas políticas, resonancia
que aún se prolonga en el tiempo. La demagogia seguirá arran­
cando ramos de los laureles rojos que crecen sobre su tumba.

Dentro del país ejemplos notables fueron, como anota Arturo Es­
cobar Uribe, los «Leopardos», en su nom bre y en su estilo. La in­
fluencia es fuerte en la derecha, com o se nota en Laureano Gómez,
que com o jo v e n ministro en Buenos Aires festejaba al escritor en
1924; la «lucha intrépida», la «pura doctrina», las campañas en con­
tra de Alfonso L óp ez Pumarejo, tienen muchas notas vargasviles-
cas, y la im agen de dem oledor solitario, con acceso místico a una
sabiduría superior, recuerda las páginas de Los Divinos. M e parece
que también hay notas de Vargas Vila en Jorge Eliécer Gaitán. Antes
de ser frase de él, «Yo no soy hombre, soy un pueblo» fue lema de
José Martí, pero para m í tiene un eco de Vargas Vila. N o es una frase
modesta. A l sugerir que ambos tenían a veces características vargas-
vilescas no quiero disminuir su importancia en la historia política
del país. Es difícil negar que ambos, entre otras cosas, fueron dema­
gogos — al lector que lo duda le recpmiendo como primer paso escu­
char los discursos en los discos de la serie «caudillos y muchedum­
bres»— . Como demagogos habían aprendido algo de nuestro autor.
Vargas Vila daba lecciones fuera de Colombia también. Fue muy
leíd o en M éxico: otro «h ech o » de la leyenda es que el presidente
O bregón lo leía y lo apreciaba mucho, y en la leyenda de su viaje
a M éxico figura un banquete ofrecido por Obregón, con asistencia
de José Vasconcelos y Alfonso Caso. N o sabemos qué pensaban ni
Vasconcelos ni Caso de la ocasión, aunque la «raza cósmica», sue­
ño del primero, suena vargasvilesco... La revolución mexicana, en
tanto anticlerical y pequeño-burguesa, debe haber contado con
muchos lectores de él, y en conversaciones con mexicanos una y otra
vez he recibido confirm ación de eso: recuerdan a tal coronel con
su bien leída colección de libiitos. Com o com probación, también
existen las ediciones piratas mexicanas, y la afición a su obra fue con­
fesada p or un mexicano muy eminente (el presidente Echeverría)
que pasó hace poco por Bogotá.
En Argentina, el caso notable es Juan Dom ingo Perón. Mientras
exploraba esta sospecha, hallé que la frase «la fuerza es el derecho
M a l c o l m D eas

de las bestias» — título que utilizó Perón en uno de sus escritos más
difundidos, y que m e pareció muy del estilo del «d iv in o »— es una
cita de Cicerón utilizada p or Vargas Vila en — ¡acierto de Rafael Ma­
ya!— Laureles Rojos, París, 1906. N o creo que Perón, o sus escrito­
res de cabecera, leyeran a Cicerón. En Chile, hay mucho de Vargas
Vila en la obra política de Pablo N eruda — diría yo que a veces en
la obra literaria también— . Neruda cuenta su lectura de Vargas Vila
en su libro de memorias Confieso que he vivido. Que otros chilenos
lo leían, también consta. Conocí en Santiago en 1975 un librero que
conservaba algunos títulos en la edición de Sopeña en un estante
aparte; era un hom bre de la derecha, más a la derecha que el gene­
ral Pinochet, y los guardaba no porque fueran de su gusto, sino
porque durante las épocas de escasez y racionamientos de la Unión
Popular los cambiaba p or lomitos con la señora del carnicero.
La resistencia ante el olvido de Vargas Vila asume formas curio­
sísimas. La Ley de Honores a la Memoria de Vargas Vila, presentada al
Congreso en 1960, fue aprobada en 1966 por el presidente Carlos
Lleras Restrepo; aunque «n o le tiembla la mano ni tiene dudas sobre
la firm eza de sus principios liberales», sería interesante saber qué
pasó p or su m ente p oco vargasvilesca en el m om ento de firmar el
documento. La ley tiene cóm o artículo segundo que «e l Ministerio
de Relaciones Exteriores hará las gestiones conducentes para la
‘ repatriación de los restos de José María Vargas Vila, los cuales repo­
san en la Ciudad de Barcelona en España». De allá del Cementerio
de las Cortes, departamento 5, número 7417, a esta tierra monacal,
vino el 25 de mayo de 1981. H ubo discursos en el cementerio, y
unas nuevas ediciones — «los editores destinarán los derechos de
autor de esta obra a la construcción de. un mausoleo en honor del
escritor»— . M irando más de cerca el ejemplar a la mano, noto que
tiene un pequeño tiquete de precio de la librería E l Zancudo, y mi­
rándolo más de cerca todavía veo que en el tiquete dice «E l Zancu­
do— “El único contra quien el gringo nada pudo”— Vargas Vila».
Mentira, claro. Fue el francés el que no pudo con el zancudo. El
gringo sí pudo: allá está el Canal de Panamá. Pero es otra prueba
de que el mentiroso vive.

V ive en rumores

Entre los papeles que dejó a su secretario Ramón Palacio Viso se


dice que hubo cuatro tomos o «4.500 cuartillas» de memorias o de
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

diario. Antes se rumoraba que éstos estaban «e n poder del gobier­


no de M éxico», pero ahora el cuento es que están en poder del gen
b ie m o de Cuba, de nadie menos que de Fidel Castro (gran lector,
com o sabemos) y que forman parte de esas largas conversaciones li­
terarias con Gabriel García Márquez. ¡Es com o un secreto de Fá-
tima para radicales!13.
U n best-sellery un anti-yanqui, hablando del prim er bestselleranti­
yanqui. Además de estar en Bogotá el 9 de abril, ¿Fidel Castro leía
a Vargas Vila? ¿Yya tiene en su poder las famosas memorias? Es posi­
ble, Palacio Viso estaba casado con una dama cubana, y tal vez sus
descendientes no se han llevado las «4.500 cuartillas» a Miami. Que
Fidel no es el único cubano que ha leído a Vargas Vila lo com probó
recientemente uno de sus compañeros más antiguos, quien hoy es­
cribe en su contra desde el exilio. El libro de Carlos Franqui, Re­
trato de Fidel en familia, es íntegramente escrito desde la prim era
hasta la última página en el estilo inconfundible del maestro. Tal vez
el homenaje significa que su espíritu todavía lucha al lado de la li­
bertad.
El lector atento de Vargas Vila notará también que ese mismo
espíritu sigue alimentando muchas cosas: el autobombo periodís­
tico y la arrogancia de los columnistas; los testimonios oculares de
segunda mano; el anti-yanquismo de reflejo; la superficialidad en
el ju icio disfrazada por citas de moda; la pereza com o distinción;
la culpa siempre ajena... Tal vez entonces resuelva botar sus obras
p o r la ventana, refrescarse con lecturas más profunda y refrescan­
tes, de Rafael Núñez o de M iguel Antonio Caro. Una alternativa es
guardar una selección como memento morí, o com o pequeño instru­
m ento de consulta en las ocasiones, ojalá menos y menos frecuen­
tes, cuando se oyen los ecos de su voz.

N otas

L De dos biografías la mejor es la de Arturo Escobar Uribe, El Divino,


Vargas Vila, Bogotá, Ediciones Tercer Mundo, 1968. Contiene una lista de
obras y reúne los hechos, las leyendas y las anécdotas de su vida. El autor
naturalmente muestra una predilección más que normal por su sujeto, y
susjuicios me parecen en mucho demasiado generosos, pero reconozco
con agradecimiento mi deuda con él por sus esfuerzos en un campo de
investigación difícil.
M a l c o l m D eas

2-Bogotá, Imprenta de Silvestre y Compañía, 1985.


3‘ Esta pieza tiene una fuerza y una musicalidad que se aprecian mejor
cuando uno la oye declamada, y todavía hay bastante masón colombiano
de vieja escuela que la tiene por corazón. Se vendía en las calles de Bogo­
tá en los primeros años de los setenta, parte de una serie de obritas de
izquierda; según los vendedores se vendían menos que Gaitán pero más
que el Che Guevara.
4' Quedan algunas cartas de Vargas Vila en el archivo de Alfaro en el
Archivo Nacional en Quito. Vargas Vila escribió La Muerte del Cóndor en
memoria y venganza de Alfaro después de su muerte violenta en 1912.
5‘ De Amado Ñervo, Vargas Vila deja esta descripción: «Me saludó cari­
ñoso, me estrechó la mano y me mostró al sonreír hasta la última pieza mo­
lar, de una dentadura admirable en la cual el oro hacía mutaciones des­
lumbrantes, como había hecho ya, en la vida del poeta». Cuando Gómez
Carrillo le observó que los dos eran los únicos latinoamericanos que ha­
bían hecho fama y fortuna con la pluma, respondió «sí, pero con una dife­
rencia, yo de pies y usted de rodillas». Refiere a Lugones en su Rubén Darío,
1917, así: «Residía entonces, ocasionalmente en París, y dirigía una revista
pecuaria, comercial y literaria, Leopoldo Lugones, poeta rioplatense, a
quien Darío tenía una gran estima, y del cual constantemente me habla­
ba, siempre con el deseo de presentármelo; no llegó la ocasión». Lugones
¡no lo recibe bien en Buenos Aires en 1924.
Las chanfainas diplomáticas en ese entonces se otorgaban sin que los
gobiernos se interesaran tanto en la nacionalidad del beneficiario. Rafael
Núñez hizo a Rubén Darío cónsul colombiano en Buenos Aires como poe­
ta. Recibió en agradecimiento, un siglo antes de la llegada de los zoológi­
cos, el soneto «Colombia es una tierra de leones».
6‘ El ensayo está en el Boletín Cultural y Bibliográfico (Biblioteca Luis An­
gel Arango), Vol. vm, No. 5,1965, número dedicado a Vargas Vila. De in­
terés histórico también se encuentra en este «Estampas de Vargas Vila», de
Manuel Ugarte. La entrevista apareció en Cromos, No. 403, Bogotá, mayo
3 de 1924, Vol. xvn.
7- Debo el conocimiento de estas cartas del archivo de Laureano Valle-
nilla Lanz a la señoraJosefina Vallenilla de Harwich y a Nikita Harwich Va-
llenilla, de Caracas. Las cartas privadas de Vargas Vila tienen el mismo es­
tilo que sus libros.
La publicación en El Tiempo de Bogotá de este intento de claudicar
de Vargas Vila suscitó reacciones en su defensa. En tres páginas de enérgi­
co rechazo a la difamación inglesa— «Réplica al “Times” (el artículo mío
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

había aparecido en el Times Literary Supplement), Vargas Vila no clau­


dicó»— Guillermo Rojas Pérez cita de la obra Saudades tácitas de 1922 va­
rios ataques a Gómez y a sus aduladores: «Que el asno capitalino de Ca­
racas devore con fruición la alfalfa que le ofrecen aquellos aduladores
de su bestialidad, hasta doblar las cuatro patas, ebrio con el zumo del elo­
gio cosmopolita nacional». ¡Sombras de un otoño!
Pero Gómez no era uno de sus blancos favoritos, y la oferta en las car­
tas a Vallenilla queda bastante clara. El texto de Guillermo Rojas Pérez
me lo mostró Guillermo Alberto Arévalo.
8- «Cuando yo muera, poned mi cuerpo desnudo,
como a la tierra vino;
en una caja de madera de pino;
sin barniz, sin forros, sin adornos vanos de recia ostentación;
poned mi pluma entre mis manos;
y el retrato de mi madre sobre mi corazón;
y como epitafio, grabad únicamente esto:
Vargas Vila».
(Hay ocasiones cuando conviene más tener como «única arma» una
pluma que una vieja máquina de escribir o un computador personal por­
tátil.)
9- «Víctor Hugo yjuan Montalvo, han sido los dos más grandes indig­
nados de este siglo: nadie ha superado sus soberbios acentos; sus duelos
con Bonaparte y García Moreno, respectivamente, son las dos más bellas
epopeyas de la pluma contra el cetro, del talento contra la iniquidad».
Los Divinos y los Humanos, sobre García Moreno.
10- Bastante común en las luchas fue la frase de «triunfar o regresar
como un hoplita de antaño sobre su propio escudo». El ejemplo más sor­
prendente de la difusión de este tipo de clasicismo lo debo a Eduardo Po­
sada Carbó, que en sus investigaciones sobre política de la Costa Atlántica
halló carta de un gamonal de la región quien cuenta con entusiasmo que
las mujeres de sus huestes electorales les empujaban a la lucha con la con­
signa de regresar «o triunfantes, o sobre sus propios machetes».
1L Como muestra, los insultos a Miguel Antonio Caro: «Hiena litera­
ria en los parajes fiebrosos del agro romano, había desenterrado los res­
tos de poetas ilustres, y como u h j e f e Mozambique, se presentaba ador­
nado con los huesos de aquellas víctimas que atestiguaban su insaciable
voracidad de roedor escolástico».
«(...) hay dos cosas inseparables en él: la Tiranía y la Gramática; y hay
dos cosas que le son absolutamente imposibles: hacer un buen gobierno,
M a l c o l m D eas

y un buen verso; sus actos, como sus rimas, son igualmente despóticos y
áridos; no ha tenido sino una voluptuosidad en su vida: violar las Musas;
y las tiene ya domesticadas a su caricia brutal.
»(...) en una sentencia de muerte, discute la puntuación con más en­
carnizamiento que el delito; durante su Gobierno, los liberales tuvieron
el triste consuelo de ser fusilados con todas las leyes gramaticales a falta
de otras leyes».
La primera cita es de Los parias, París, 1903; la segunda de Los cesares de
la decadencia, París, 1907.
12- Véase el estudio de Gonzalo Sánchez, Los días de la revolución. Gaita-
nismoy 9 de abril en provincia, Bogotá, Centro Gaitán, 1983.
13-Al fin el diario sí se encontró, en los archivos del Consejo de Estado
de Cuba. Véase Consuelo Triviño, ed., J. M. Vargas Vila, Diario secreto, Bo­
gotá, 1989. El diario es mucho menos escandaloso de lo que se esperaba.
A ventu ras y m uerte de
U N C A Z A D O R DE O R Q U ÍD E A S

H o y , los huesos de A lb ert Millican yacen en el cem enterio de


Victoria, Caldas. La tumba no tiene ni cruz ni señal pero, hace al­
gunos años, todavía uno que otro anciano del pueblo recordaba va­
gamente que sí hubo un «m íster» enterrado allá. Encontré en una
biblioteca de Bogotá un ejemplar de su libro, con una nota en lá­
piz: « A Millican lo mataron en Victoria en ju lio de 1899. L e dieron
catorce pulgadas de cuchillo por la espalda». Encontré en el archivo
consular en Londres algunos porm enores de su muerte en una
riña de taberna; y el inventario de su equipaje; debidamente repa­
triado a su país, Inglaterra.
| Fue un orchid hunter, un buscador profesional de orquídeas. Su
única obra escrita, Travels and Adventures ofan Orchid Hunter fae be­
llamente editada p o r Casell & Company de Londres, París y Mel-
boum e, en 1891. Lleva el siguiente epígrafe:

Este libro lo dedico con todo respeto a R. Brooman White, esquire


de Andarroch, cuya riqueza y amor por las orquídeas me han ani­
mado y apoyado en los viajes aquí descritos, y cuya bondad ha
hecho posible la presente publicación, de su agradecido servidor
y amigo.

Evoca una época y una obsesión que han sido olvidadas. Sus pá­
ginas nos perm iten entrar en la «m anía de las orquídeas» y nos
muestran los detalles de otro pequeño ciclo de las exportaciones
colombianas. Con el auge actual de la conciencia «verde-ecológi­
ca» en el mundo y en el país, cuando ya no hay municipios sin afi­
cionados dedicados al tema y cuando, tal vez pronto, el Inderena
se convierta en ministerio, es un ciclo que vale la pena recordar.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

El trasfondo histórico es el siguiente: la fiebre botánica hace pre­


sa de los ingleses y otros europeos en el siglo xvm. Parece que la pri­
m era orquídea que logró florecer en Inglaterra provino de las Ber-
mudas en 1731 y dio flores dos años después. En 1789, año de la
Revolución Francesa, el Jardín Botánico de Kew, en Londres, ya cul­
tivaba quince variedades, como resultado de los esfuerzos del doctor
John Fothergill dirigidos al Oriente, y de las exploraciones del na­
vegante sin par, capitán James Cook. Excitaban grandemente el in­
terés de los aficionados, pero su importación masiva se demoraba a
la espera de dos avances críticos: un más rápido y técnico transporte
marítimo y el desarrollo y popularización, entre la aristocracia y los
adinerados, de los invernaderos ( glass-houses o casas de cristal) con
calefacción para el cultivo de plantas exóticas. Con la navegación
a vapor y con el abaratamiento del vidrio, tales avances llegaron en
los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Ya hacia 1840 hubo
una agencia de remates en Londres especializada en flora exótica.
Ricos coleccionistas, encabezados por el duque de Devonshire,
y un corto núm ero de comerciantes-jardineros especializados co­
menzaron a enviar a distintas zonas del trópico agentes especialis­
tas en la búsqueda de orquídeas, al Oriente, a México, a Guatemala,
-al Brasil y a la Nueva Granada. En 1837, una revista anotó trescien­
tas nuevas variedades importadas, aunque la mortalidad fue gran­
de. En 1878, una de las principales casas, W illiam Bull, de Chelsea,
anunció «dos consignaciones de las más grandes de orquídeas has­
ta ahora logradas, el número de plantas estimado en dos millones».
Parece que llegaron de Colombia. La fiebre duró hasta la primera
guerra mundial, que cambió las modas, dificultó el transporte e
hizo encarecer el carbón, hasta que en 1917 el duque de Devonshire
de la época voló con dinamita la hermosísima casa de cristal cons­
truida para su antepasado p or el gran jardinero-ingeniero Sir Jo-
seph Paxton.
Albert Millican no fue un pionero. Fue un modesto profesional
de la época de la orquideomanía, al servicio del rico escocés men­
cionado en la dedicatoria de su libro. Amante de la naturaleza, com­
petente fotógrafo y dibujante aficionado, escritor ameno, simpático
y sin pretensiones, nos ha dejado'una visión particular de C olom ­
bia en 1887, fecha del viaje descrito en su libro, uno de los p or lo
menos cinco viajes que realizó a la caza de orquídeas, la flo r más
exótica, erótica y exquisita, y la más cotizada en Europa después
de los tulipanes, esa otra manía holandesa del siglo xvil.
M a l c o l m D ea s

Milücan llegó a Barranquilla con «un surtido de cuchillos, mache­


tes, revólveres y algunos rifles, y con un desbordante cargamento de
tabaco de pipa y periódico». Su relato describe muy bien la sociedad
barranquillera de entonces y, más adelante, las de Bucaramanga y
Bogotá; anota siempre el contraste entre cierto lujo y m odernidad
de los interiores con la traza uniform e y colonial de las casas. Des­
cribió muy bien ciertas rutas poco recordadas: la navegación del
río L eb rijay los peligros del Carare, inclusive con un ataque de los
indígenas del Opón, en que murió flechado uno de sus peones; Mi-
llican capturó y fotografió a uno de los atacantes. Tal vez ese retrato,
publicado en su libro, sea el único que tenemos de un m iem bro de
esa cultura extinta.
P ero su interés principal fueron las orquídeas, la Cattleya Mende-
liiy la Odontoglossum crispum. Millican fue un hombre sensible, y ob­
serva con pesar los estragos hechos por antecesores y rivales, que con­
sidera más saqueadores que coleccionistas. El cazador tiene que viajar
más y más lejos de los centros de recolección, Bucaramanga y Pa­
cho, para encontrar orquídeas en cantidad comercial. Así describe
lo que queda de la abundancia orquideana en los precipicios de la
Mesa de los Santos, en el rico importante y progresista Estado de
Santander.
/
{
En los nichos de esos precipicios, donde hacen sus nidos las águi­
las y cóndores, la bella Cattleya Mendelii ha crecido en profusión por
tiempos inmemoriales. Pero estas alturas vertiginosas no ofrecieron
obstáculos al afán de botín de unos los primeros cazadores de plan­
tas. Con cabuyas bajaron a sus ayudantes nativos, y con cabuyas su­
bieron las matas, por miles y miles, y cuando hice mi visita, todo lo
que pude ver de su antigua belleza y riqueza fue uno que otro desa­
rraigado bulbo colgante en el aire de algún punto solamente acce­
sible para las águilas.

Millican describe cóm o él mismo contrata a una treintena de na­


tivos de M oripi, los lleva a una «inmensa selva» en la dirección de
Muzo, y en dos meses recolecta diez m il Odontoglossumcrispum, de­
rribando cerca de cuatro m il árboles:

En estas inmensas selvas, donde unas pocas hectáreas de roza se


consideran un gran beneficio y donde si no se cuida se vuelve otra
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

vez selva en tres años, tumbar algunos miles de árboles no repre­


senta ningún daño serio.

En este viaje de 1887, M illican llevó sus miles de plantas, engua-


caladas en Pacho, río Magdalena abajo, tratando de protegerlas del
calor de las calderas del vapor. Pasando Puerto Berrío, vio «la tosca
cruz de madera, arriba en la barranca, al borde de la selva», que mar­
caba la tumba de J. H enry Chesterton, famoso pionero de la mis­
ma cacería de plantas al servicio de la casa más famosa, James Veitch
& Sons. H abía muerto, anotó Millican, «antes del saqueo y exter­
m inó al p or mayor de la cacería m oderna».
El país encantó a Millican: «A un el inglés más estoico que haya
viajado acá y visto las bellezas del país no puede sino lamentar que
tantos miles de millas separen este paraíso de nuestra propia y pe­
queña isla». De la gente dice: «Tal vez para el extranjero de viaje no
haya un país en el mundo donde sea recibido con mayor hospita­
lidad o más amistosamente». ¿Y lo de Victoria? Mala suerte.
U na v is it a a l «N e g r o » M a r ín

E l general Ram ón M arín — el «N e g r o » Marín, je fe guerrillero


liberal del Tolima en la Guerra de los M il Días— alcanzó cierta fama
perdurable. Es una de las grandes figuras en el libro de Gonzalo Pa­
rís Lozano, Los guerrilleros del Tolima, que ha sido editado tres veces.
Si no recuerdo mal, M arín fue objeto de un furtivo Decreto de H o­
nores a principios de la República Liberal: había.muerto pobre, y
un hijo suyo trabajaba recogiendo basuras en Ibagué. En los tiem­
pos de gloria, incluso había sido tema de observaciones en los in­
formes de la legación británica: se apreciaba su buena conducta
frente a las propiedades de ingleses en su zona de operaciones, y
j1en cierta ocasión lo apodaron «e l De W et colom biano», refiriéndo­
se al famoso líder de los boers, quien p or entonces estaba ponién­
dole problemas al ejército inglés en Suráfrica, de la misma índole
de los que ponía Marín al ejército conservador. Existe una excelen­
te fotografía de nuestro sujeto, acompañado por su diminuto ase­
sor político, don Julio Piñeres, quien aparece con todo y escarape­
la liberal. Su significación ya está siendo estudiada p o r una nueva
generación de historiadores colombianos, entre quienes se destaca
Carlos Eduardo Jaramillo, gran experto en los M il Días tolimen-
ses, quien escribió un texto importante sobre la guerra: Los gue­
rrilleros del 900.
Con todo, el negro y general Marín no es eljefe m ejor documen­
tado de la historia, ni hay muchas descripciones suyas en su época
de renom bre, ni de la escena en que le tocó actuar. P o r el viejo
vicio de comprar libros de segunda mano, he hallado un texto con
suficiente m érito para ser rescatado. Es el libro de H erbert Spencer
Dickey (los nombres de pila indican p or lo menos que sus padres
hacían alarde de cierta seriedad sociológica). Su título es Misadven-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

tures o f a Tropical Medico (Desventuras de un médico tropical), y fue pu­


blicado en 1929, en edición inglesa de la respetable casa Bodley
H ead de Londres. Sospecho que hubo una edición anterior en los
Estados Unidos, pues el autor era un m édico nacido en Highland
Falls, Nueva York, alrededor de 1877. Sin la más m ínim a preten­
sión, escribe muy bien: es un narrador nato. Y, com o en el caso de
m ucho narrador nato, puede ser que a veces robe anécdotas o las
elabore un poco, pero su texto es de un buen observador, con muy
pocos prejuicios.
Partió de Nueva York en vísperas de la navidad de 1899, con cien
dólares, su nuevo título m édico y una carta del cónsul general de
Colom bia en esa ciudad que recomendaba sus servicios al coman­
dante en jefe de las fuerzas del gobierno. Llega a Barranquilla, don­
de la opinión general, del capitán del puerto y de los em pederni­
dos del bar de la pensión inglesa, es que tal carta no vale nada y que
los dólares no van a durar mucho tiempo. Sin embargo, el amable
general Gaitán, comandante local de las fuerzas del gobierno, lo
nombra en el mismo bar m édico del hospital con rango, nunca con­
firm ado ni dado p or escrito, de capitán. Pasa allí tres meses esca­
lofriantes: el ejército conservador trae reclutas del interior para re­
forzar la guarnición, desde Cauca, Cundinamarca y Santander, y esos
soldados no aclimatados m ueren com o moscas, de fiebre amarilla.
El m édico Dickey y sus colegas colombianos — a quienes reconoce
su valor, pues «sin pararse en peligros hicieron concienzudamente
todo lo que pudieron, sin preocuparse de su propia salud»— , sin
otro rem edio que ju g o de limas y aceite de castor, ven m orir a mil
quinientos en tres meses. El hospital es un «m atadero indescrip­
tible». La mortandad no cede hasta cuando, con ciertos cambios de
la situación estratégica, el gobierno cesa de enviar reclutas. M ien­
tras tanto, el Dr. Dickey consigue, a través de una lentísima corres­
pondencia, el puesto de m édico de cabecera de la Tolim a M ining
Company en su mina de Frías, Tolima.
La compañía es descendiente de la Colom bian M ining Associa-
tion de la década de 1820 y es todavía una empresa «inglesa». El su­
perintendente es inglés, el ingeñiero je fe es norteamericano y la ma­
yoría de los otros responsables son también ingleses. Según Dickey,
cantan, beben y pelean divinamente y siembran en esa parte del To­
lim a sus indistinguibles nombres y apellidos: Roberts, Johns, W il­
liams, Edwards, Hughes. En épocas de paz, la mina empleaba unos
M a l c o l m D eas

mil trabajadores colombianos; el m édico tiene bastante trabajo, so­


bre todo p or las riñas de fin de semana. Además, como m édico, ga­
na cierta reputación en el área circundante.
Dickey llega a la mina de plata en plena época de los M il Días.
N o se m ofa de la guerra civil, com o muchos extranjeros. H a visto
los horrores del hospital militar y, aunque opina que todavía no
hay p eor tirador que «e l prom edio de los revolucionarios surame-
ricanos» — les falta disciplina y se excitan demasiado— tienen otro
m odo de matar a sus enemigos y a los que imaginan que son sus ene­
migos: el machete. C om o m édico atestigua los espantosos resulta­
dos de esta manera de pelear. Además anota que por debajo de la
guerra grande hay mucha guerra chica: «L a revolución da a cual­
quiera la posibilidad de vengarse. Es muy fácil cambiar de filas y ten­
der una emboscada. N o es guerra, pero mata igual que la guerra».
M erodean alrededor de la mina de Frías las tropas del gobier­
no. Dickey los llama federales-, son una «com pañía suelta», una gue­
rrilla — es el término que usa Dickey— bajo oficiales federales. Son
com o cien hombres, oriundos de Manizales. Cuarenta a caballo:
sombrero de paja alón con cinta azul, blusas azules con galón rojo,
pantalón caqui o blanco sucio, botas altas con espuelas grandes. Ha­
cen un gran reclutamiento en la mina. Muchos de los reclutados
desertan enseguida, y la Tolim a M ining Company eleva su protesta
zíl gobierno a través de la legación inglesa en Bogotá. Consigue la
reintegración de la mayoría de los reclutas a las labores mineras.
La mina sufre menos a causa de las fuerzas de Marín. El «N egro »
había trabajado antes de la guerra com o strawboss, capataz de cua­
drilla, en la mina de Frías, y tiene buenos recuerdos de sus jefes
ingleses: «H abía sido bien tratado antes de que empezara a hacer
carrera m ilitar». Dickey considera que en esta época tenía bajo su
mando inmediato unos m il hombres, y otros mil dispersos en gue­
rrillas, en bandos de doscientos. Todos son tolimenses. Los más te­
mibles son los «m acheteros», fuerzas de choque reclutadas, según
nuestro autor, por ambos bandos, revolución y gobierno. Hombres
particularmente malos:

Muchos sacados de las cárceles: como un nativo puede hacer gene­


ralmente cualquier cosa sin terminar preso, se puede uno imagi­
nar el posible grado de maldad de esta gente. Todos condenados por
homicidio, incendio, abigeato, rapto u otro crimen tremendo, y oca­
sionalmente alguien denunciado como favorecedor de los fede-
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

rales... Era fácil deshacerse entonces de un enemigo o acreedor


(...) denunciándolo como conservador, si uno estaba trabajando con.
los rebeldes, o como liberal, si uno trataba con el gobierno. En segui­
da lo reclutaban como machetero.

Dickey describe además muy bien el alegre sistema de distribu­


ción de vales que ambos lados utilizan para pagar sus compras.
M arín no molesta mucho la mina, pero uno de sus subordina­
dos, el general Figueroa, jo v e n de unos veinte años, decomisa un
bello caballo gris, propiedad de nuestro m édico, y esto ocasiona la
visita de Dickey al campamento del «N e g ro ». Resuelve pedir aljefe
guerrillero, amigo de la misma, que ordene a Figueroa devolver el
caballo a su legítim o dueño, aunque Dickey confiesa que la filiación
política del caballo, que ya ha pasado p o r manos liberales y con­
servadoras, es un poco dudosa.
Dickey llega al campamento del general en San Lorenzo, solo,
montado en un caballo bien inferior. Describe así a Marín: «Era un ~
negro alto y muy fornido, y sus proezas físicas probablemente tenían
mucho que ver con su elevada estatura. Sabía emplear el machete
com o los mejores, ¡y no era nada adverso a hacerlo en ocasiones!»
El general está sentado sobre un cajón. Tiene sombrero alón de Pa­
namá con cinta roja, blusa de dril blanco bien almidonada, aboto­
nada al cuello, y en las mangas ocho bandas de franela roja, «en in­
dicación de su enorm e rango, aunque nunca supe la designación
exacta». Su pantalón blanco tiene también bandas de franela de
cuatro pulgadas de ancho.

De alguna parte, Dios sabe de dónde, había adquirido una espada.


Era una espada decorativa, de las sociedades secretas a las que les
gustan los uniformes, y tenía una hoja grabada que deleitaba a Ma­
rín. La cargaba en una vaina de papel barnizado, atada a su bien
llevada bandolera. Para uso serio tenia su machete colgado al otro
lado, y revólver, colgado de la misma bandolera.

A lred ed or del je fe anda su numeroso séquito:

La mayoría — acaban de hacer un saqueo en Ambalema— tenía


zapatos. Estos zapatos, según recuerdo, eran todos puntiagudos,
de cuero lustroso y de paño, y no había rastro de calcetines. Tal vez
M a l c o l m D eas

no había calcetines en Ambalema ¡Cómo sufrían estos pobres dia­


blos con sus zapatos!; pocos los tenían abotonados, por sus tobillos
gruesos; pocos habían tenido zapatos antes, y les apretaban mu­
cho. Brincaban como loros en un techo caliente.

El «N e g r o » M arín estaba sufriendo los horrores de un dolor de


muela. A l fin se pone de acuerdo con Dickey: está dispuesto a orde­
nar a Figueroa la devolución del caballo, si Dickey le quita su dolor
de muela. Dickey piensa prim ero en una inyección de cocaína en
la boca, pero — tiempos inocentes— no se consigue cocaína. Le
aplica a Marín una respetable dosis de m orfina en un brazo y, antes
de caer dorm ido, el general manda que suelten el caballo. Dickey
regresa a la mina de Frías un poco preocupado p or lo que pueda
pasar cuando el general despierte y se encuentre otra vez víctima
de dolores. Manda en seguida un paquete de gotas y algodón. Ma­
rín no se pone bravo. Tal vez, concluye Dickey, pensaba que ya era
otro diente el que le dolía.
El libro de Dickey no sólo trae estos cuadros tan bien logrados de
la guerra, sino así mismo un ju icio sobre su desarrollo, más equili­
brado del que es usual encontrar en un relato de viajero:

No debe suponerse que esta revolución colombiana se arrastró du­


rante cuatro años porque la tropa y los generales federales fueran
ineptos. Es cierto que había más de un poco de ineptitud, pero tam­
bién hombres de coraje y devoción. Lo mismo puede decirse de los
rebeldes. Tal vez había menos ineptitud entre la alta oficialidad de
la revolución, porque los soldados rebeldes exigían cierta eficacia a
susjefes, por simples razones de supervivencia (...) Los líderes de
los bandos rebeldes sólo seguían siendo líderes si tenían éxito en sus
primeros encuentros. Quienes no lo tenían, pronto desaparecían.

Dickey nos dejó este interesante relato sobre uno de los jefes
que sobrevivió com o tal.
Un d ía e nY u m b o y C o r in t o :
2 4 DE AGOSTO DE 19 8 4

L a experiencia de ver un poco de historia desde cerca, y después


de verla, tratar de contar honradamente lo que pasó, desconcierta
más al historiador que a un testigo menos preocupado p o r el valor
de tal tipo de relato. En el acto se nota la muy respetable indiferen­
cia de tanta gente p o r lo que una m inoría de interesados — acto­
res o testigos— señala com o un acontecimiento digno de su aten­
ción. A l leer lo que han escrito otros, nota uno su falta de acuerdo
aun sobre los elementos más básicos, y el m odo com o cada cual
inevitablemente selecciona qué aspectos son destacables y cuáles
no vale la pena incluir; a veces uno se encuentra con puras inven­
ciones, cosa que con frecuencia debe obedecer a impulsos artísticos
y que no son exactamente mentiras. Laura Restrepo, testigo ocular
de «segunda vista» en Corinto, describe a cierto «circunspecto his­
toriador inglés» que allí «disertaba en un español incomprensible
sobre la línea directa que vinculaba a través de los siglos al heroico
Corinto de los griegos con el heroico Corinto de los colombianos».
Com o vamos a ver, la disertación era diferente. Surgen otras pre­
guntas: ¿Con cuánta cercanía al evento escribió el testigo que uno
está leyendo? ¿Al día siguiente, al mes, al año? ¿Con qué refresca su
memoria? N o todos los cerebros son igualmente memoriosos, así
que unas memorias son más confiables que otras, aun si se supone
— lo que raras veces es el caso— que el narrador está intentando ser
lo más objetivo que puede. ¿Quién escribe sin propósito? ¿Después
de tantos años se evapora todo lo debatible de un evento como la
firma de la paz en Corinto el 24 de agosto de 1984? Sobre lo que yo
vi ese día escribo tres años y m edio después, con la ayuda de notas
redactadas con cierto cuidado en los días posteriores, de fotos to­
madas ese día, con una m emoria que todavía funciona bien y quizá
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

con cierta disciplina profesional, pero también, ineludiblemente, con


el conocim iento de lo mucho que ha pasado después: ese conoci­
miento, pese a todo el esfuerzo que hago, puede introducir en esta
versión notas de sabiduría pura que m e parecen fuente más peli­
grosa de falsificación que las emociones del día, que figuran legíti­
mamente com o parte de este relato.
El ala del populismo del presidente Belisario Betancur m e tocó
en el hom bro un par de días antes del 24 de agosto de ese año, en
m edio de las mejores atenciones imaginables de una magnífica ce­
na bogotana. P o r vía de su secretario económ ico, el doctor D iego
Pizano, el presidente me mandó una invitación para presenciar, pa­
sado mañana, en algún sitio, la anunciada firma de la tregua por el
M-19; para los preparativos había que decir que sí o que no, prefe­
riblem ente que sí. Los dones de mando y de manejo de la gente
del presidente Betancur son bien conocidos, e inmediatamente res­
p on dí que sí, aceptando con mucho gusto tan amable invitación. El
presidente Betancur cultivaba historiadores, entre muchas otras flo­
res: yo lo había conocido mientras tomaba notas en una serie de
conferencias sobre el siglo xd í organizada p o r la fundación cultu­
ral del Banco Cafetero. Obviamente, los cultivaba sistemáticamen­
te. Su oferta de enviarme con una de las comisiones de paz llegaba
muy directo a la vanidad y a la curiosidad sin encontrar ninguna re­
sistencia seria. Recuerdo un sentimiento de anticipación: tal vez iba
a haber dramático contraste con la escena en donde recibí el men­
saje, ambiente exquisito de bellas damas, atentos caballeros, todo
lo mejor: así fue — lo único de gusto dudoso es esta manera mía tan
somera de contarlo— , pero la llegada de la invitación form a el prin­
cipio de mis memorias. Recuerdo que fui a esa reunión alegre, de
donde salí por entre choferes y uno que otro guardaespaldas medi­
tando que la curiosidad mató al gato, pero que el gato tiene nue­
ve vidas y que nadie pasaría p or alto tan magnífica oportunidad de
curiosear. H e pensado después en la habilidad del presidente, que
sacaba provecho de tantos talentos, modestos o grandes, en ese en­
tonces sabía dónde estaban y cóm o llegar a ellos. A l día siguiente
com pré una camisa y unos pantalones de tierra caliente.
El día 24 m e recogieron algo así com o a las tres de la mañana
en el apartamento y, después de com pletar la Comisión, nos diri­
gimos al aeropuerto. Yo no sahía p o r qué había sido necesario ma­
drugar tanto, ni quiénes com ponían la Comisión, ni a dónde iba-
M a l c o l m D eas

mos. Dos miembros del grupo resultaron ser antiguos amigos míos:
Enrique Santos Calderón y Alvaro Tirado Mejía. Estaban además
varios senadores, el representante Horacio Serpa y el doctor Bernar­
do Ramírez. Históricos tal vez sí íbamos a ser, pero un aire informal
semioficial cubrió nuestra salida, desde la recogida y la espera en
un sector oficinesco del aeropuerto, hasta la subida a dos avionetas
para em prender el vuelo a Cali. Prim ero, se nos explicó, íbamos a
ir aYumbo, el suburbio «tom ad o»p or el M-19 pocos días antes, lue­
go del asesinato de Carlos Toled o Plata en Bucaramanga. Iríamos
allí con el gobernador del Valle, en Comisión, a conversar con la
gente. Después a Corinto, a firmar.
Las dos avionetas nos llevaron a Cali. A llí nos esperaba el gober­
nador y seguimos directo aYumbo, pasando por un punto de la ca­
rretera donde los del Eme habían intentado «trancar la entrada»
a la tropa que llegaba desde Cali, cerca de los grandes tanques de
las instalaciones de Texaco. Todos ilesos. Tuvimos una corta conver­
sación sobre si tales instalaciones representaban un gran peligro
en caso de balacera, com o había sucedido tan recientemente, y so­
bre qué medidas debían tomarse. Recuerdo la sensata observación
de alguien que dijo que si no era posible proteger las instalacio­
nes efectivamente, era m ejor dejarlas com o estaban, con uno que
I otro celador. Nos paró una vez un retén del ejército; muy corteses,
muy correctos. Entramos a la plaza y nos instalamos en la alcaldía.
El alcalde era un hombre joven que m e pareció muy inteligente
y muy bien inform ado. Confesó llanamente que Yum bo era un
m unicipio ingobernable. El era de fuera, en parte porque los de
adentro nunca iban a ponerse de acuerdo sobre nadie. El municipio
(que no encontré físicamente tan feo com o yo esperaba), por la
presencia de la industria — es uno de los más industrializados del
país— tiene un presupuesto bastante alto, pero padece de fallas
crónicas en los servicios, particularmente el agua. Ciertos barrios,
alguien dijo, reciben agua por tubería únicamente una vez por mes.
El presupuesto se va en empleos y rapiña burocrática. Escuchá­
bamos su sucinto tour d ’horizon en esa oficina tan norm al de mue­
bles metálicos, al lado de otras oficinas corrientes con secretarias
corrientes, frente a la plaza con un jard ín con sus plantas protegi­
das, y polvorientas obras públicas no terminadas o interminables
en las calles. Después recibimos a una delegación de ciudadanos
que nos iba a dar sus versiones del porqué de la «tom a», de los 36
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

muertos, del enorm e taco de dinamita, que p or fortuna no explo­


tó, encima del cuartel de policía.
Nuestra visita no excitaba gran curiosidad. Asistieron menos de
veinte personas, y no hubo aglom eración afuera. Los que habla­
ron, hablaron con soltura, algunos con elocuencia. Recuerdo que
pensé que hablaban mucho m ejor que un grupo equivalente de in­
gleses. U n padre de familia conservador denunció la muerte de su
hijo, simpatizante del Eme, a manos de la policía; lo hizo con deta­
lle, defendiendo al hijo que, aunque su padre no compartía su pen­
samiento, m urió en su línea, luchando por sus convicciones. Las
frases y palabras fueron así, con un criterio de formalidad. Las que­
jas en contra de la policía fueron muchas: hubo quejas contra al­
gunos agentes, llamándolos p o r sus nombres; se contó la historia
municipal de la policía — en tal época, bajo tal oficial, estaba bien;
después decayó— . H ubo quejas sobre agentes costeños, sobre «el
costeño», sobre la lentitud de ciertos procesos en contra de aquéllos.
Nosotros, Comisión, gobernador y alcaldes, escuchábamos. Los que
hablaron, más que nada se desahogaron, no pidieron. La «cédula
de Yumbo», según decían, más bien había garantizado el desempleo
a todo joven que la tuviera. Cierta muchacha, leyendo o hablando
p or notas, condenó la «m ilitarización» del municipio después de
la toma. Alguien averiguó cuánta tropa había, y la respuesta fue que
había un pelotón de 37 soldados. «Tal vez — dijo lajoven— hay más
p or la noche». Esta queja, algo ideológica, fue la única en contra
del ejército. Las demás hicieron distinción entre policía y ejército,
aun en los allanamientos. Había muchos simpatizantes del Eme en
Yumbo, tierra de Rosemberg Pabón Pabón, y la impresión que que­
dó fue la de una «tom a» en su parte sustancial hecha desde aden­
tro, y también desde adentro un resquemor en contra de la policía.
Este tema de la policía me interesa mucho y fue el tema principal
de nuestro encuentro en Yumbo. Tuve la sensación de que no les
interesaba tanto a mis compañeros de comitiva, quienes escuchaban
con cierto fatalismo. Tam poco la solución estaba al alcance del go­
bernador ni de su único instrumento local, el alcalde, los dos repre­
sentantes del «férreo centralismo de la Constitución de 1886».
Escuchaban. H ubo algunas conversaciones sobre pases para buses
que iban a llevar yumbeños a Corinto. Algunos tenían afán de salir
para Corinto.
La Comisión regresó al aeropuerto, también rumbo a Corinto.
U n helicóptero comercial de la empresa Helivalle hizo dos viajes
M a l c o l m D eas

para llevamos a los seis comisionados y a m í al municipio. Yo me


fui en el segundo, después de un cuidadoso chequeo del pasaporte,
que debe ser parte del reglam ento del aeropuerto; pequeña nota
de orden burocrático com o recuerdo. U n vuelo por encima de ca­
ñas y bambúes y de tranquilizante ganado, de los ríos hacia los estri­
bos de la cordillera, estribos que m e hicieron pensar en otra «p er­
fumada mañana», en otro viajero romántico que, yendo un poco
más al norte, de golpe vio «blanquear sobre la falda de la montaña
la casa de sus padres...».
Detrás de Corinto se levanta la cordillera: el municipio obviamen­
te fue escogido para la firma de la tregua por su fácil acceso a la mon­
taña, sus seguras aunque no tan fáciles comunicaciones con el Hui-
la, Caquetá, Cauca, Putumayo. Frente a Corinto, hacia el Valle, hay
caña y pace ganado fin o cebú, muy apaciguante su suave piel de co­
lo r hongo, muy bien atendido en sus puestecitos de sal, cada uno
con su techo de teja «colonial»; debe estar muy bien vacunado tam­
bién: no le im porta la guerrilla un comino.
El helicóptero aterriza en un prado muy cerca del pueblo. Desde
el aire vemos una pequeña turba de entusiastas corriendo a nues­
tro encuentro. Son niños y ancianos y uno que otro jo v e n ; algunos
muestran, pegadas a la camisa, etiquetas apoyando el «d iálogo» con
^ el M-19, según el m oderno estilo de publicidad electoral. Muy cor­
diales, nos acompañan hacia la plaza. N o hay ninguna delegación
ni com ité de recepción; nadie sabe dónde está nadie, ni cuál es el
programa. Obviamente, no había apuro: yo esperaba un poco más
de formalidad. Los del prim er vuelo no aparecían por ningún lado.
T iem p o para hacer mi «tom a» del municipio; tomar más cervezas
o tal vez entablar una de esas conversaciones serias que de antema­
no uno tiene en m ente com o su deber en un día importante como
aquél. Eran alrededor de las once de la mañana.
H abía un ambiente com o el de cualquier día de mercado, con
cierto aire de fiesta. A l principio no se notaba nada fuera de lo co­
mún. Entraban y salían buses — recuerdo uno de Yumbo— . H om ­
bres serios acomodaban bultos en camiones, proseguían sus nego­
cios cotidianos. Caras duras, nada de distracciones, propósitos fijos.
Con una corta interrupción, esta impresión de la respetable indi­
ferencia de gran parte de la población madura me acompañó todo
el día. El interés de la gente por los eventos históricos es lógico que
debe ser muy desigual: muchas personas tienen otras cosas que ha­
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

cer. Pero eso no deja de sorprender a los de la parada, y debe ano­


tarse.
Paulatinamente me daba cuenta de las visibles excepciones a la
normalidad. U n guerrillero alto, con un rifle fino, de cacería o de
deporte; ya empezaba a ver uniformados y uniformadas. N o todos
eran del Eme, porque había también un puesto montado por bom­
beros voluntarios de Corinto con un pelotón juvenil. Caminaban dis­
persos por aquí y por allá uno que otro guerrillero, una que otra gue­
rrillera. La gente decía que la mayor parte estaban alojados en la
escuela y en el puesto de salud. Habían sacado las bancas de la es­
cuela para montar en la plaza un com edor con techo de plástico. Ha­
bía también una plataforma lista para discursos, actas, firmas. Por
encima de una de las calles de acceso a la plaza estaba colgado un
gran letrero: «¡P az es Acueducto para Corinto! M-19». Debajo del
letrero, en una zanja que se estaba abriendo para ese preciso fin,
había una excavadora oficial.
N o era siempre fácil distinguir a los de las filas del Eme entre
lajuventud de Corinto. Entre algunos de la guerrilla estaba de moda
taparse la cara con un pañuelo, preferiblemente azul, blanco y rojo,
los colores que el Eme derivó de la Anapo en sus lejanos orígenes.
Esa m oda fue fácilmente imitada p or la alegre chusma infantil del
pueblo; muchos andaban así tapados-y ocasionalmente molestaban
con el ju eg o de bajar a otros los pañuelos. A l principio no se veían
muchos miembros del movimiento; no me fue posible de inmediato
formarme una idea clara de qué elementos lo componían, pero me
sorprendieron dos cosas: lajuventud y la cantidad de muchachas.
En el curso del día traté de representarme un escalafón más com­
pleto y preciso. Había gente más madura, los del liderazgo, con sus
aires peculiares, cada uno con su escoltilla de dos o tres edecanes,
y algunos otros, de aire más relajado, con pintas de bohemios o de
hippies ya mayores, que parecían sobrevivientes de otro tipo de re­
beldía de los años sesenta. H abía fisonomías quizá campesinas, al­
gunas caras indígenas — no fue factible hacer ninguna encuesta— ,
y en verdad no puedo señalar más que mi impresión de que había
muchos tipos distintos, pero qué predominaba lajuventud no cam­
pesina. ¿Qué significaría decir «urbana»? Lajuventud del propio
Corinto no es campesina: se viste con camisa y bluejean com o todo
el mundo. ¿Qué quiere decir joven? El prom edio de edad de las fi­
las debe haber sido bien bajo. H ablé con muchachos y muchachas
M a l c o l m D eas

de quince años y con un niño mascota de menos de diez. M i pri­


mera reacción frente a esosjóvenes fue la de tratar de detectar evi­
dencias de traumas y trastornos. Puede ser que en otra oportuni­
dad hubiera sido posible hallarlas, puede ser que todo se esconda a
la observación y al observador casual, pero todos me parecieron muy
comunes y normales. Recuerdo a un jo ven de Pasto, que me expli­
caba su entrada al movimiento por haber perdido el año en el bachi­
llerato, así no más. Yunas quiceañeras bonitas, coquetas, sonrientes,
muy conscientes del atractivo del uniforme, de lo interesante del
M-19 al hombro: la m oda guerrillera, es bien cierto, ha llegado a
la guerrilla. Frente a esos jóvenes sentí cierta vaga decepción; no
eran exactamente lo que esperaba. Pero ¿qué había esperado pre­
cisamente? ¿Unos tipos con propósitos claros, unos «hombres curti­
dos en la lucha», unos interlocutores con sus tesis, con su ideología,
con quienes iba, guardando la distancia com o extranjero juicioso,
a conversar sobre las circunstancias del país? Claro, yo no había
anticipado con precisión nada. La realidad empezaba a hacerme
pensar: igual de provechoso conversar sobre reform a agraria con
los rumiantes cebú que con estos jóvenes; lo único agrarista de su
bagaje son sus botas de caucho, provenientes de alguna sucursal
de la Caja Agraria, y que deben ser muy incómodas para trepar mon­
te en tierra caliente. «D ialogar» con estos niveles del movimiento
no tiene mucho sentido; no es que sean fanáticos ni patológicos. Son
jóvenes, están, sencillamente, en otra onda.
Así iba reflexionando el resto del día, en los ratos en que no pa­
saba mucho, cuando los miembros de nuestra Comisión, ya estaban
encerrados hablando con el liderazgo del Eme en las oficinas de la
alcaldía. De repente, por la mañana, pasó algo que resultó ser un
tiroteo con la policía, que marcó el paso de Carlos Pizarro por el
municipio de Florida en su marcha a Corinto. Se notó cierto ner­
viosismo en los jóvenes a mi alrededor, que se pusieron más impor­
tantes y militares y se fueron a otros puntos que dominaban la en­
trada a la plaza, aunque no hubo ningún intento de controlar los
movimientos de los demás. El ruido de gritería confusa y de tiros
había salido del equipo de una camioneta de cierta estación de ra­
dio que estaba parqueada en la plaza, con un locutor infatigable
que en el curso del día sacó declaraciones históricas a todo el mun­
do, inclusive a quien esto escribe (poco importa, pero recuerdo que
lo único que se m e ocurrió fue insistir en lo normal de la gente,
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

que seguía impresionándome com o lo más curioso de la ocasión).


Estaba pasando algo que ponía en peligro la paz. Nos fuimos a las
oficinas de Telecom, donde hallamos a Bernardo Ramírez y a varios
ciudadanos con transistores siguiendo el curso de los acontecimien­
tos, mientras otros hacían cola para hacer llamadas relacionadas
con sus propios asuntos.
Aunque de vez en cuando un guerrillero gritaba «¡que m e saquen
los civiles!», todo el m undo entraba o salía de la pequeña oficina
de Telecom cuando le daba la gana. La operadora, tan entrada en
años y arrugada que podría concluirse que había empezado la ca­
rrera de comunicaciones com o telegrafista de guerra civil, mane­
jaba con toda desenvoltura una instalación modernísima, digital, es­
candinava. Atendía a la cola de acuerdo con su propio criterio, y tuve
la impresión de que su cliente preferido era alguien que estaba tra­
tando de hacer una llamada a su hija, que estaba haciendo un cur­
so de secretaria bilingüe en Madrid, España. ¿No pudo haber sido
M adrid, Cundinamarca? D e todos modos, al principio n o le puso
mucha atención a nuestro je fe , el doctor Ramírez, quien esperaba
con paciencia. Pequeña escena republicana, digna de ser recor­
dada, y después siguió una larga llamada republicana, o por m ejor
decir, surrealista. Era el doctor Ram írez llamando al hospital de
Cali para pedir que se prepararan para recibir y atender a Carlos
Pizarro y a otra guerrillera herida éñ el tiroteo de Florida, con las
debidas seguridades. Quien contestó desde el hospital insistió varias
veces en que él tenía «órdenes terminantes» de no admitir a na­
die que no tuviera su número de Seguro Social; antes de que el hos­
pital cediera sobre este requisito fue necesario amenazarlo con una
orden presidencial. A l fin el caso se arregló, llamaron de regreso
al helicóptero, que nos había abandonado no sin cierto aire de ali­
vio, y dejamos a la señora enchufando llamadas privadas a Floren­
cia, Italia, o a Florencia, Caquetá. Los heridos llegaron a la plaza
y con las atenciones de los bom beros voluntarios salieron hacia el
helicóptero, rumbo a Cali. Pasó la emergencia.
Los otros líderes necesitaron un conciliábulo aparte, mientras
tanto los miembros de la Comisión hallaron un lugar de descanso
y generosa atención en la sala de atrás de un almacén de música
muy bien surtido en discos, casetes y videos. Mientras se escuchaba
la música del almacén, el dueño y su familia nos acogieron con cer­
vezas y aguardiente. El doctor Ram írez se repuso de sus llamadas
M a lc o lm D eas

sentado en una gran silla de madera tallada y terciopelo rojo, fren­


te a una mesita con manteles y porcelanas de estilo dieciochesco. En­
traba y salía gente. Se hablaba de los amigos en común; siempre
en Colom bia hay amigos en común. Una guerrillera compartía la
cerveza. La mayor parte de la conversación tocaba otros temas, pero
cuando tomaba a la guerrillera los lugares comunes fueron que no
molestaban, que eran muy correctos, que aquí no pasa nada. Nos
dieron buen almuerzo.
P or la tarde la Com isión y los líderes del Eme se encerraron en
una de las oficinas de la alcaldía. U n par de guerrilleros se aposta­
ron en el zaguán, pero los curiosos,, que no éramos tantos, nos paseá­
bamos en una sala grande que daba a la plaza. M e llam ó la aten­
ción una señorita que había venido a ver la firma desde Caloto o
Santander de Quilichao, porque apoyaba en su conversación al Eme,
al gobierno y al senador Víctor Mosquera Chaux, que siempre ha­
bía sido muy amable con su familia. Después de explorar esta sor­
prendente com binación de afectos, tuve que reconocer su lógica
personal: la gente en todas partes mira la política desde su propia
situación; su coherencia no coincide necesariamente con los esque­
mas dibujados en otras partes, desde otras alturas. ¿Quién diría
que la niña estaba equivocada?
rcn pasaba recogiendo más opiniones. Tuve un amable intercam­
bio de lugares comunes con el guerrillero alto de rifle raro, que re­
sultó ser An ton io Navarro Wolf. L e dije que era mucho m ejor pac­
tar que seguir en la lucha sin perspectivas de ganar y sí de morir.
Él m e respondió que el Eme, por el contrario, tenía todas las ven­
tajas. «El pueblo nos apoya». Otra línea de conversación difícil de
llevar a un debate profundo, ¿quién sabe cómo y a quién apoya el
pueblo? M irando desde el balcón, veía al pueblo de Corinto algo
indiferente frente a esta etapa de nuestras gestiones: clima de fin de
mercado; alguna gente esperando afuera, en el andén, conversan­
do; al otro lado de la calle, señoras y señoritas pasaban a mirar des­
de un balcón. Bonito atardecer.
A l fin de las deliberaciones entré a la oficina donde redactaban
en vieja máquina de escribir el acuerdo de tregua. Desde el muro,
un gran retrato del general Obando miraba a Fayad, Ospina, Enri­
que Santos, Alvaro Tirado, Horacio Serpa, nuestros senadores, Ber­
nardo Ramírez. Atm ósfera de distensión y familiaridad. Esta gente
se conoce bien. N o hay ningún gran abismo entre los dos lados,
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

en términos de origen social, vocabulario o comportamiento social


en esta singular ocasión — o no tan singular, ya que la mayoría tie­
ne cierta familiaridad con estos encuentros— . Muebles metálicos,
grises, golpeados, hombres en mangas de camisa, el general Obando,
y unas pocas páginas de documentos, dos o tres mal escritas a má­
quina, con las correcciones hechas con equis repetidas: no hubo
servicio de secretaria para sacarlas en limpio.
Para los discursos y la firm a se trasladaron todos a la plaza, que
ya estaba llenándose, en anticipación de este acto final. Los niños
subieron a los árboles: árboles grandes con docenas de niños y
jóvenes, árboles chiquitos con m edia docena, todos mirando hacia
la plataforma, niños de bluejeansj camisa de sport en este pueblo,
no tan obviamente abandonado la gente no se viste mal. Los niños,
atentos en los árboles, con sus miradas fijas en la plataforma; al fin
de cuentas, p o r lo menos ellos sí suscribían la idea de que tal vez
algo histórico iba a pasar. También el Eme form ó filas, o p or lo me­
nos unas líneas, enfrente y alrededor de la plataforma y su mesa.
Tuve la impresión de que eran unos ochenta o cien, pero admito un
margen de error, nunca los conté; bastantes muchachas, mucha
bota de la Caja Agraria, armas varias: M-19, rifles de la policía, una
que otra bazooka, pistolas — una niña gorda con sombrero costeño
y cinturón de pistolas estilo wild west— , algunas metralletas. Este
observador los dividió entre líderes (cada cual con su diverso m odo
de ser — Fayad con aire intenso, sin armas, distinto al largo Navarro
con su larga arma, al. encartuchado Ospina, al descolorido Rosem-
berg Pabón Pabón— y sus dos o tres devotos; y también la guerrillera
Vera G rabe); los mayores, que no son muchos, lajuventud posible­
mente rural y lajuventud no campesina, que m e pareció el contin­
gente más numeroso. A lgo entremezclados y a su alrededor, habi­
tantes de Corinto y de otras partes. Llega el atardecer y la gente ya
tiene más tiem po para mirar y escuchar. En cierto sitio descubren
un «sapo»; creo que le dieron una paliza, difícil de ver p or la densa
multitud.
De los discursos no recuerdo mucho, porque no fueron nada ori­
ginales. El discurso político colom biano de plaza pública parece
que tiene que seguir cierto patrón, aun el discurso guerrillero. Re­
cuerdo referencias aJaime Bateman y algo sobre los vientres de las
madres colombianas. Recuerdo que cerrando los ojos no era fácil,
p or la retórica, saber si el orador de turno era m iem bro de la Co­
M a l c o l m D eas

misión de Paz o del liderazgo del Eme. Recuerdo a Bernardo Ramí­


rez en medio, con su extraordinaria camisa (una prenda blanca pa-
cifista-deportívo-militar con unas complicaciones que n o imagina­
ba posibles en una camisa; él confesaba que la había com prado en
una boutiquey ya le tenía cierto afecto com o talismán) y a Pizarro,
de regreso del hospital con vendajes en el brazo, tal vez ya con su
número del Seguro Social. H ubo bastantes flashes de la concurren­
cia que tomaba fotos, cada vez más numerosos com o luciérnagas
a la caída de la noche.
H ubo también una canción de paz, pero casi nadie sabía la le­
tra. Poco éxito. La misma relativa falta de éxito que en la llamada a
lista de los ausentes «presentes», entre los cuales (si apunté bien, y
el apunte no se refiere al retrato de la alcaldía) figuraba, conjaim e
Bateman Cayón y Carlos Toledo Plata, el malogrado generaljosé Ma­
ría Obando. Que el pueblo tenga el soberano derecho de mirar no
implica nada sobre sus opiniones, com o bien lo sabe cualquier polí­
tico colom biano que haya cumplido con el tantas veces improduc­
tivo deber de llenar una plaza. En seguida todo el m undo cantó el
H im n o Nacional, y mientras estábamos cantando fue notorio que
nadie sintió indeferencia, ni por ese corto espacio pensó en sus pro­
pios asuntos. Conmovedor, lágrimas. U n o de los mandos del Eme
.anunció entonces p o r altoparlante el principio de la «rum ba de la
paz».
Ciertas cosas que figuran en otras versiones de este acto no las vi
ni las oí: no «hicieron retumbar simbólicamente una última descar­
ga». P or fortuna, habrían bajado a más de un niño de los árboles,
y tal vez a unos cuantos comisionados o jefes de la plataforma, que
estaba bien arriba. N o colocaron claveles rojos en los cañones de sus
armas — no se cultivan claveles en Corinto— ; no se pusieron «uni­
formes recién planchados p or las matronas corintias»; no se levan­
tó la tribuna en el «atrio de la Iglesia» — estaba en plena plaza— .
¿Detalles? Cada uno tiene su pequeña carga emotiva, aun éste del
«atrio de la Iglesia», pero creo que ninguno es cierto; pudiera ser,
tal vez, que una «matrona corintia» hubiera planchado alguna pren­
da, pero lo dudo. M ucho ojo, lector, con los testigos oculares.
Abandonamos la plaza; la gente debe haber aplastado susjardi­
nes, maltratado sus árboles. Nos fuimos a un puesto m édico: unos
patios, una despensa, unas oficinas, ya de noche. Allá se reunieron
la guerrilla y la Comisión, y recuerdo a unas señoras b ien vestidas,
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

con su m ejor atuendo, tal vez madres de guerrilleros o de guerri­


lleras en visita, no sé: tenían ese aire. Fayad se encerró en una ofici­
na con sus guardaespaldas afuera y recibió a una serie de jóvenes,
entrevistándolos, tal vez poniéndolos en lista: fueron entrando uno
a uno p or una puerta con el letrero «Inyectología». Saqué la con­
clusión de que estaba reclutando; de los líderes fue el más formal,
el de comportamiento más singular. Nunca hubo colas ese día, como
en otras versiones se ha dicho, y esto se hacía más bien a escondi­
das. En un patio, unas guerrilleras preparaban comida; recuerdo
otra vez a la niña del sombrero costeño con las pistolas vaqueras, y
a otra a favor de «bañar y bailar y después tiramos en el suelo» — esta
frase quedó en mis apuntes— . Com enzó a dolerm e la cabeza y me
senté aparte en el patio más tranquilo, con el propósito de no en­
trar en más conversaciones, ni canciones, ni parrandas.
Canciones hubo muchas: resultó un cantante de primera el doc­
tor Alvaro Tirado Mejía. Los ingleses somos pésimos cantantes, no
nos lanzamos y nunca recordamos sino las dos primeras líneas de una
canción; pero el doctor Tirado cantaba com o un zorzal, de pie, con
su calvicie reluciente a la luz sencilla del bom billo de la sala, con un
repertorio inagotable.
Rememoraba, m e dijo después com o historiador, las noches de
Chihuahua en tiempos de Pancho Villa. Pero no recuerdo que se
cantaran rancheras. N o tengo talento musical para juzgar, pero
pienso que las canciones eran colombianas. Miraba desde afuera,
desde el patio, la escena tenía cierta belleza de cuadro de costumbres.
Mientras cantaban adentro, con guitarra o con tiple, con cierto aire
de competencia, con pequeños desafíos, yo observaba con mi do­
lo r de cabeza, tratando de guardar una apariencia de buen humor
y de paciencia, tratando de no entrar en intercambios profundos
con uno que otro guerrillero algo pasado de tragos que se me acer­
caba de vez en cuando. U n senador me dijo que él también estaba
preocupado p or la posible indignidad que nos amenazaba, y que
él también estaba de acuerdo en que era hora de irnos ya.
Por un rato m e senté en otro salón, la despensa, con un par de
señores con aspecto de empleados;oficiales, pero no sé de qué ofici­
na. M e decían que el Eme «tenía gente muy preparada». N o estuve
de acuerdo y aun con mi dolor de cabeza, y con mis observaciones
del día, m e enojó escuchar esto y me pareció imposible, im pro­
bable, concluir que el Eme tuviera «gente preparada». Pero no dije
M a l c o l m D eas

nada. Después paseé con el senador digno, apoyando sus sugeren­


cias de que ya era hora de irnos para Cali. En yo no sé qué m o­
m ento recogí los papeles de la tregua. Largo proceso de abrazos
de despedida, de repetidas recogidas de comisionados, y al fin, mon­
tados todos en un campero que caritativamente había mandado
el gobernador, salimos del pueblo hacia la negra noche tropical,
yo con ese dolor de cabeza que añora la oscuridad com o el sedien­
to el agua. Dejamos atrás lo que quedaba de la rumba de paz, entre
gritos y luces, desde la plaza alumbrada hacia las calles más oscu­
ras de las afueras. M irando atrás, recuerdo que lo último que vi fue
la silueta del pequeño guerrillero mascota, con el fusil casi más gran­
de que él, apostado com o centinela en la vía de nuestra salida.
El campero nos regresaba a Cali por la carretera desierta a altas
horas de la noche, con cercas de alambre y matarratón a lado y lado;
de vez en cuando un puente, bambúes, y las alumbradas pero soli­
tarias calles de Florida, el pueblo del tiroteo de la mañana. Los infa­
tigables comisionados todavía conversaban, y una damajuana — o
media damajuana, qué sé yo, una botella grande y pesada— de aguar­
diente pasaba de mano en mano. Yo había escogido mal mi puesto,
y sin ganas de participar en esa bien justificada tornadera de trago
— por el dolor de cabeza, no por otros motivos— , tuve que ayudar
continuamente en respuesta a la repetida frase «ten ga la fineza,
d octor...», pasando el garrafón de adelante hacia atrás y de atrás
hacia adelante. M ucho ejercicio. También, con cierto sentimiento
de responsabilidad histórica, era yo quien llevaba los tres o cuatro
papeles de la paz.
Llegamos a Cali a temprana hora de la madrugada, a qué hora
precisa no lo recuerdo, pero ya estaban cerrándose esos estableci­
mientos que por costumbre o por negocio se cierran bien tarde. A
los del liderazgo de la Comisión — los doctores Ramírez, Tirado Me-
jía y Santos Calderón— , que eran los que menos cansancio mostra­
ban, les invadió la impostergable necesidad de tomar caldo. Nos
sentamos en un restaurante al aire libre con nombre de pollo con
adjetivo y pedimos caldo. A l fin, en m edio del caldo, el doctor Ramí­
rez, después de veinticuatro horas de arreglos y desarreglos, de
decisiones e improvisaciones, bajó la cabeza y durmió. Alrededor,
miraban a los de nuestro histórico pelotón el mesero, unos estu­
diantes y, desde la calle, unos gamines. N o dimos cuenta de que
se nos había perdido, sin dejar rastro, un senador. El esfuerzo de
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

pedir el caldo fue el último de que fuimos capaces; casi todo se lo


com ieron los gamines. Despertamos a nuestro je fe y nos fuimos,
com o a las tres o cuatro de la mañana a uno de esos grandes hote­
les que sacan avisos y que reciben toda clase de taijeras de crédito.
N o teníamos ni plata ni taijetas, y al doctor Ramírez le tocó otro
último esfuerzo de persuasión. Compartí un cuarto con él y con En­
rique Santos; todavía estaban conversando cuando me dormí. A l día
siguiente, mientras desayunábamos, llegó al hotel un gran señor,
próspero, sonriente, efusivo con taijetas de crédito; nos liberó pa­
gando la cuenta. Se presentó com o «e l último belisarista del Valle».
Y entonces, ¿qué significado hay, qué conclusiones pueden de­
rivarse, qué lección se oculta en todo esto?
Muchos de los del Eme que estaban ese día ya están muertos o
retirados. N i Corinto ni El H o b o «partieron en dos» ese pequeño
hilo de la historia. Pero el lector no debe ver en mi relato de los
acontecimientos del día de la tregua, ni una falta de simpatía ni la
im plicación de que tal día faltaba en el esfuerzo la seriedad. De
ninguna manera. Creía, y sigo creyendo, que valía la pena. Creo que
es posible ser serio sin ser solemne. Yo admiraba, y sigo admirando,
el don de gentes, el buen humor, la persistencia— y el patriotismo,
p or qué no decirlo— , de los miembros de esa comisión.
Ese día me dejó dos impresiones perturbadoras.
Una, de aplicación general, fue la de la muy razonable indife­
rencia de la gente frente a los de cualquier bando o lado que ande
tratando de hacer un poco de historia. Que la gente tiene süs pro­
pias vidas y sus propias preocupaciones es una «perogrullada», pa­
labra decimonónica que figurará bien en este decimonónico relato.
Pero una cosa es admitirlo y otra cosa es sentirlo desde cerca, como
cuando se ven de cerca las improvisaciones y accidentes que los
narradores van a arreglar y racionalizar después. Así fueron los pri­
meros ecos literario-artísticos del día, com o en el cuadro de Brue-
ghel La caída de Icaro con el labrador que siempre ara, y en el poem a
de W. H. Auden, con sus líneas sobre cóm o ocurre el desastre, o «la
historia»:

... hozu it takesplace


While someone else is eating or opening a window or
just walking along:
... there always must be
M a l c o l m D eas

Children who did not specially want it to happen


... Where the dogs go on with their doggy life...

(...cómo tiene lugar


Cuando otra persona come, o abre la ventana, o
sencillamente camina sin preocuparse;
...siempre tiene que haber
Niños que no tengan ganas de que pase nada
.. .Donde los perros siguen con su vida de perros...)

L a segunda impresión perturbadora m e la dejó el Eme. M e evo­


caba algo, y días después m e acordaría qué: la tribu de adolescentes
y niños de E l señor de las moscas, de otro de los ganadores del Pre­
m io Nobel. El lenguaje de esa guerrilla en sus declaraciones y pan­
fletos imita cuidadosamente el lenguaje de Macondo, pero su reali­
dad no es la de García M árquez sino la de William Golding. Este
escrito es un testimonio ocular, no un comentario, pero fue después
de ver esa muestra de movimiento que empezaron a llenar mi men­
te muchas reflexiones: ¡cuánto más fácil reclutarjóvenes que formar
fanáticos, porque a esa edad nadie piensa verdaderamente que va
a m orir! Bala disparada p or niño o niña también mata, igual que
jbala disparada p or cualquier veterano de Seúl o Marquetalia; no
se m e ocurre ninguna solución fácil, pero dudo que frente a tal
realidad a ningún militar le hubiera entusiasmado ninguna sen­
cilla solución militar, ni la hay.
U n a t ie r r a d e l e o n e s :
C o l o m b ia p a r a p r in c ip ia n t e s

H a c i a 1890 gobernaba a Colom bia Rafael Núñez. Este estragado


y viejo intelectual, converso reciente de los lupanares de Liverpool
— había sido cónsul allí— y del liberalismo, ejercía su influencia
desde una ventilada glorieta sobre la playa, cerca de Cartagena. La
tarea de gobernar en Bogotá se la había dejado al ultramontano gra­
mático, pedagogo, traductor de V irgilio y polígrafo M iguel Anto­
nio Caro, quien en el curso de una larga vida, según se dice, no sólo
jamás se preocupó por ver el mar, que entonces distaba muchos días,
sino que se propuso no ir a mirar el río Magdalena, que quedaba
muy cerca hasta para alguien con la mínima curiosidad geográfica.
( Bajo las ondulantes palmeras, Núñez leía E l Siglo x ix , TheEcono-
mist, la Revue des Deux Mondes y cosas de esa laya — también se inte­
resó p or los documentos de Freud sobre la coca— , provenientes
de todo el m undo— , con un par de cambios de suscripción, como
cualquier ex presidente colom biano ahora en las Islas del Rosado.
Era poeta, además, y cualquier día acogió con delirante entusiasmo
a la naciente estrella del prim er boom literario de Am érica Latina,
el joven genio nicaragüense Rubén Darío, y resolvió designarlo cón­
sul colom biano en Buenos Aires. Caro recibió el mensaje telegrá­
fico y dejó de «violar a las musas y de perseguir a los liberales» para
comunicarse, también telegráficamente, con Darío, quien manifes­
tó su gratitud en un desastroso soneto que comienza con el verso
«C olom bia es una tierra de leones».
N o hay leones en Colombia. D arío conocía p oco el país, pero
el poem illa servía com o cumplido, aunque ni Núñez ni Caro eran
particularmente leoninos. L o poco que podía saber debió descon­
certarlo: ¿Cómo era posible que esta vasta y belicosa república tropi­
cal fuese gobernada p o r dos literatos sin una pulgada de tierra y
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

con un m ero puñado de pesos entre los dos? «Tierra de leones» re­
sultaba un texto cóm odam ente ambiguo: tal vez aludía a leones li­
terarios.
M ucho les ha ocurrido a Colom bia y a la droga sobre la que se
inform aba Núñez, desde que éste ayudó a Darío con el consulado;
p ero para mucha gente todavía podría ser una tierra de leones. El
resto del m undo sabe de Colom bia p o r drogas y matanzas, princi­
palmente. Este elaborado preámbulo se escribe para insinuar que el
país tiene una historia complicada e interesante y que su política
no es lo que podría esperarse.
El autor de la última relación británica de viajes p or el país que
leí, llevó consigo La vida deJohnson, por Boswell. Era un libro pesa­
do, y no le ayudó mucho, pues parece que nunca supo, con segu­
ridad, dónde se encontraba. P or un sentido del deber igualmente
riguroso, la última vez que estuve allí me llevé Democracia y sus crí­
ticos p or Robert A. DahI. N o del todo una mala lectura y una gran
ayuda para recolectar interrogantes sobre esta vieja y vapuleada de­
mocracia, si democracia resulta ser a la luz de las respuestas. ¿Vieja?
En Colom bia se han efectuado elecciones competitivas una y otra
vez, p o r lo menos desde la década de 1820, y no siempre con base
en un sufragio restringido: la provincia de Vélez les dio el voto a las
mujeres a fines de los años 1850. Colombia es una veterana entidad
política. Sea lo que fuere no está pásando p or una de esas «transi­
ciones hacia la democracia» que suscitan alguna atención en el res­
to de Am érica Latina. Naturalmente, le faltan los atractivos inm e­
diatos, dramáticos y novedosos, com o democracia posible, de los
sistemas políticos emergentes de Europa central.
L e í complacido que el profesor Dahl muestra un verdadero pero
efím ero interés p o r el país, aunque su inform ación es incompleta
y anacrónica. M e parece que concluye, según sus criterios, que
Colom bia es una democracia, aunque partes de ella son, evidente­
mente, más democráticas que otras: él no busca la perfección. El
espectáculo que ofrece su política es, sin embargo, confuso. Muchos
de los habitantes están perplejos. Las adiciones al vocabulario polí­
tico local, com o ocurre con los estilos arquitectónicos, de m oderni­
dad o posmodemidad, se acogen sin temor: «Participación, diálogo»,
«constituyente prim ario», «m ovim iento», «m ovim iento cívico», «so­
ciedad civil». En la última década todos estos términos se han vuel­
to de uso común, com o si fuese perfectam ente claro lo que todos
M a l c o l m D eas

ellos significan, y es evidente, también, que lo que significan es del


todo deseable. Aunque en 1986 la muy resistente y muy modificada
Constitución celebró su centenario, la atmósfera se recarga con ru­
mores de plebiscito, asamblea constituyente y reform a constitucio­
nal. Pero aun con toda esta riqueza de diagnósticos y tratamientos
no es fácil captar cuál es el sistema político.
Una o dos cosas m e parecen irrecusables. El poder en Colombia
está fragmentado. Los fragmentos son muy numerosos. Muchos de
ellos tienen aspectos legítimos e ilegítimos.
Colom bia no está regida por una oligarquía. D udo que alguna
vez lo haya estado — N úñez y Caro no constituyen en principio un
acabado m odelo de oligarquía— pero estoy absolutamente seguro
de que no ha sido gobernada así en ninguna época reciente. La con­
vicción de que existió una oligarquía brota: de una larga tradición
en la retórica política practicada por ambos «partidos tradicionales»,
Liberal y Conservador (éste ahora se llama Social Conservador, pe­
ro no puedo acostumbrarme a la nueva denom inación), que han re­
gido la historia política de Colombia, y aún la rigen. La declamación
contra la oligarquía alcanzó un alto grado de intensidad en las pe­
roratas de jo r g e Eliécer Gaitán, asesinado en 1948. Gaitán congre­
gaba grandes multitudes, tocaba fibras sensibles, y movilizaba a los
humildes, pero no era un analista desapasionado de la política ni de
la sociedad, y 1948 es ya una fecha muy lejana. «O ligarca» no es,
ahora, sino im avaga designación social, como «clase alta» o «d e vie­
ja fortuna». N o contribuye mucho a ubicar el p od er político, aun­
que hay «oligarcas» activos en política.
¿No es esto engañoso? ¿No está gobernado el país, en algún sen­
tido fundamental, p or la alta burguesía? «Clase dirigente» tiende
a remplazar a «oligarqu ía», y es objeto de la mayor crítica por m io­
pía, ineptitud, falta de patriotismo, y por no estar en general, a la
altura de las circunstancias. Tenemos aquí una característica de la
vida política de la república, que es la tendencia a señalar com o
chivo expiatorio a alguna anónima abstracción, que es algo así como
un eco del viejo aforismo gaitanista de que «e l pueblo es superior
a sus dirigentes». N o es muy claro aquello de «clase dirigente», y es
muy difícil lograr consenso sobre quienes deben figurar en ella, o
que alguien confiese ser m iem bro suyo.
Pero tales dificultades pululan dondequiera. Si el término se re­
fiere a gerentes, empresarios o ejecutivos de grandes firmas, enton­
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

ces nos encontramos con que ellos no dirigen el país. Con diver­
sos grados de éxito defienden sus intereses y consideran a los sucesi­
vos gobiernos, de los cuales muchos de ellos dependen, en el m ejor
de los casos com o aliados no confiables, y en el peor, com o enemi­
gos. Aunque naturalmente tratan de influir sobre ella, no dom inan
la política económ ica y, com o sus hom ólogos de todas partes, no
parecen tener la m enor idea sobre muchos aspectos del Gobierno.
La m oderna mentalidad ejecutiva no es señaladamente política.
Hay ocasiones en que representantes de esta clase política pueden
confundirse espectacularmente. Hace poco, un dirigente de la Aso­
ciación Nacional de Industríales, a n d i , involucrado en uno de los
múltiples diálogos de paz con la guerrilla, que son ahora rasgo cons­
tante de la política colombiana, tranquilamente firm ó una categó­
rica denuncia contra las implacables empresas que chupan el valor
de plusvalía del pueblo colombiano, com o si no se aludiera a nin­
gún m iem bro de su asociación.
¿A quién se refirió, pues? D e todos modos, ¿qué haría él, en ta­
les circunstancias? D irigir una asociación de industriales probable­
m ente resulta aburridor, y no debería subestimarse la fuerza de la
curiosidad, ni la seducción de la aventura, pero el anhelo de ser lo
que localm ente se llama «protagonista» es evidente. Nadie quiere
quedarse fuera de nada. Hace casi dos años el M-19, grupo subver­
sivo que podría decirse representa eh política el realismo mágico,
frecuentemente con resultados desastrosos, secuestró al político con­
servador Alvaro Gómez. La acción se concibió com o un golpe con­
tra la «oligarqu ía», que de alguna manera llevaría a la fusión de la
guerrilla con las Fuerzas Armadas y el pueblo. Por supuesto que nada
así ocurrió aunque le dio al M-19 lo que más le gusta: publicidad.
(Después de 15 años de pintoresca actividad clandestina, el M-19,
resultó con que lo que realmente quiere son cúrales en el Congre­
so.) Góm ez fue liberado y su popularidad se acrecentó.
V ino a continuación un diálogo, convocado p or un monseñor.
Senadores conservadores (con bendición del partido), del gober­
nante Partido Liberal (sin la bendición del partido), representan­
tes de los sindicatos y el presidente de la Asociación Colombiana de
Fabricantes de Plásticos (Asoplásticos), en nom bre de las demás
agremiaciones, se reunieron con representantes del M-19, con una
ligera ayuda de parte del general Noriega. Todos se congregaron
para orar en un seminario suburbano. El gobierno del presidente
M a l c o l m D eas

V irgilio Barco, que ha tratado de introducir algún orden en los


contactos con la subversión después de las frenéticas improvisacio­
nes de la precedente administración de Belisario Betancur, se man­
tuvo tercamente alejado, pues no estaba claro quién iba a discutir
qué con quién, y con qué autoridad.
Aunque m e llam ó la atención la representación de los fabrican­
tes de plásticos, lo que más me hizo meditar fue el afán de tantos
p or no quedarse afuera, hasta en ocasión tan poco propicia. Tenía­
mos ahí, pues, a un industrial no contento con serlo, a senadores
no satisfechos con el Senado, a un m onseñor no conform e con su-
dignidad y a guerrilleros que no se sentían bien com o tales. Todo
esto, probablemente, haría poco o ningún daño, aunque dudo que
en alguna form a resultara benéfico. Era una comprensible relaja­
ción después de la tensión que provocó el secuestro de Gómez Hur­
tado. Ello también puede racionalizarse o interpretarse en varias
formas más o menos plausibles p or las personas menos dadas al
humor. ¿Pero por qué, se pregunta uno, esos senadores no conside­
raron incongruente comportarse com o si no existieran canales de
carácter político e institucional?
Com o Alvaro Góm ez mismo ha observado, las instituciones lega­
les de la democracia colombiana han perdido en cierta forma, su
, «vocación soberana». A una oligarquía que todavía en alguna for­
ma existe, pero no gobierna, a una clase dirigente que defiende
sus intereses, pero no dirige, se debe agregar ahora otro elemento,
que se conoce com únm ente com o la clase política: una clase polí­
tica ampliamente criticada por su lim itado sentido de la política.
Se considera que esta clase política está conformada p o r senadores,
representantes, todos políticos de todos los niveles comprometidos
en el rem olino de las elecciones y el clientelismo, y p o r miembros
de los partidos Liberal y Conservador; principalmente, que con­
sagran su vida en form a permanente a estas labores políticas, que
cargan con el peso y el oprobio de conseguir los votos y que cosechan
la recompensa a veces suculenta, a veces parca, y hasta amarga, por
su trabajo.
¿Cómo son las elecciones? Las guerras civiles y las elecciones del
siglo xix comprometían a la mayoría de los pueblos y ciudades en su
sistema de lealtades, enemistades y recelos y las guerras y las eleccio­
nes del siglo xx confirm aron y perpetuaron el m odelo. Las elec­
ciones existen hace mucho. Com o la mayoría de las democracias
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

— muy pocas nacieron en plazas alumbradas por antorchas o ve­


las— , la colombiana hunde sus raíces en el antiguo y podrido man­
tillo de notabilidades, cacicazgos, influencias, clientelismo, fraude,
coerción y maquinaria oficial. Algunas pintorescas reliquias en la
legislación electoral: las votaciones deben hacerse al aire libre, y
terminan a las 5 p.m. Aunque pocos de los votantes actuales lo sa­
ben, estas reglamentaciones fueron convenidas hace muchos años,
cuando podía darse por sentado que cualquier espacio cerrado era
una incitación y hasta una garantía de fraude, y cuando se estimaba
que los votos debían contarse a la luz de la última hora del día, des­
pués de las 5 p.m.: hacer el recuento después del anochecer, a la
lumbre de una vela, facilitaba quemar ciertos papelitos de aquéllos.
Colom bia no es, en ningún sentido, territorio políticamente virgen.
El fraude ha sido, durante algún tiempo, de m enor importan­
cia. (L a excepción es lo que podría llamarse el patriótico fraude
de las elecciones presidenciales de 1970. Este caso plantea un inte­
resante dilema para el moralista democrático, pero de todos m o­
dos ya está completamente olvidado.) El mapa electoral del país
es notablemente estable. En orden descendente de magnitud, las
áreas de influencia liberal, conservadora y de izquierda están bien
definidas: hay excelentes mapas y gráficos en Pueblos, regiones y par­
tidos, de Patricia Pinzón de Lewin. Hay una alta tasa de abstención,
la edad mínima para sufragar es de 18 años, y el voto no es obligato­
rio. Aunque el electorado no se arriesga— hay investigaciones que
comprueban que el desem pleo y el costo de la vida motivan a ele­
gir candidatos que ofrezcan un cambio sano y previsible— , no es
rígido y es suficientemente volátil para hacer que los resultados
sean muy difíciles de predecir, p or lo que es esencial un duro traba­
jo político.
M ucho de esto es lo que ahora se denigra com o clientelismo
— distribución de favores y puestos a cambio de votos— y la creen­
cia de que ello es lo que cuenta para ganar, indudablemente socava
la autoridad m oral de los políticos. Estas prácticas, sin embargo,
son más criticadas que estudiadas o comprendidas. N o hay en ellas
nada que sea exclusivamente colombiano. Ninguna maquinaria po­
lítica de Colombia puede ufanarse de la hermética perfección alcan­
zada p or los amos de Nápoles o Palermo, aunque el clientelismo
colombiano comparte su rango de florecer igual de bien, si n o m e­
jor, en los malos tiempos com o en los buenos.
M a lc o l m D e a s

(Pueden observarse varios paralelos entre la política colombiana


y la italiana. En su planglosiana Democracia al estilo italiano,J. La Pa-
lombara opina que muchas prácticas italianas parecen más bien
suramericanas, pero tan horrible comparación lo aterra. N o hay ra­
zón para su temor, que no es fruto sino del prejuicio frente a cual­
quier cosa suramericana. Otro trabajo reciente, que sugiere muchas
semejanzas en la evolución de los países, es el excelente Conflicto
y control. Derecho y orden en la Italia del siglo XIX, de J. A. Davis.)
L a versión colombiana del clientelismo con todas sus distorsio­
nes, favoritismos, derroches e ineficiencias, al menos deja algún
flujo de beneficios y garantiza un estrecho contacto entre políti­
cos y electores. El gobierno urbano, que tuvo que encarar los pro­
blemas de las migraciones desde el campo y el acelerado crecimien­
to citadino de las últimas décadas, podría ser ciertamente, mucho
peor. El clientelismo, com o la compra de votos (que aún persiste,
aquí y allá aunque los compradores se quejan de los precios más
altos y de una mayor propensión al timo, lo que encarece visible­
m ente el n e g o c io ), no son rigurosamente impopulares, ni irracio­
nales: comprar lotería es, en ciertas circunstancias, razonable, pero
lo es mucho más dar un voto «financiado». Aunque el clientelismo
solo no garantiza el éxito en el escenario más amplio de la política
nacional y está menos difundido de lo que algunos críticos prego-
í nan — com o ocurre con esa otra noción latinoamericana de «d e­
pendencia», ésta del clientelismo sirve para evitarse una seria labor
de investigación y pensamiento— , ningún político, ni parte alguna
del espectro político, pueden triunfar o existir sin él.
Genera votos, pero no autoridad legítima. Quienes se adentran
en sus interminables y exigentes laberintos, tienen p oco tiempo o
inclinación para ideas o políticas. Ya sean liberales o conservadores,
son propensos a ocasionales ataques de autocrítica y queja, en los
que admiten que, tal com o ocurre en la clase dirigente, la clase polí­
tica también ha fracasado, que los partidos tradicionales son tristes
desiertos ideológicos, que su composición multiclasista constituye
una fatal inhibición, que sería m ejor leer más a Gramsci y entregarse
a una franca lucha p or una nueva hegemonía. Todo ello más fácil
de predicar que de hacer: elección tras elección, las facciones com­
binadas de liberales y conservadores, com o los republicanos y los
demócratas de cierta república más grande al norte, reciben más
del 90 por ciento de los votos, y la clase política inunda el Congreso
y sigue aceitando la maquinaria.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

Esta parte del sistema o subsistema, tiene sus flancos legítimos


e ilegítimos. En cuanto a lo primero, un número de supervivientes
en esta rigurosa competencia son, obviamente, políticos de formida­
ble talento, aunque en años recientes los ambiciosos han perdido
la costumbre de perm anecer mucho tiempo en el Congreso. Éste
no es tan malo com o los críticos locuaces pretenden. Efectúa mu­
cho trabajo m onótono, tiene algunas comisiones eficientes y hasta
puede reclamar el crédito por el manejo, relativamente bueno, de
la econom ía colombiana en los últimos años.
(Dos paréntesis más. ¿Por qué fue Colom bia la única gran repú­
blica latinoamericana que no cayó víctima de los halagos de los ban­
queros, en los desastrosos préstamos de la década de los años se­
tenta? En parte, la respuesta puede ser que el país es una democracia,
con un Congreso en actividad, que tenía que aprobar todos los prés­
tamos. ¿Buen manejo, relativamente? ¿Según qué criterios? Que
resultó conservador, consistente, predecible y prudente. Los críti­
cos dicen que es un manejo demasiado parroquial, que es una polí­
tica que se contenta con logros muy modestos. Hay mucho que decir
a favor de eludir errores espectaculares. En los años setenta Colom ­
bia fue señalada p or la exagerada desigualdad en la distribución de
su ingreso, pero el estudio más reciente muestra que ha m ejorado
muchísimo al respecto, y que ya no es bicho raro en el concierto in­
ternacional.)
¿Y la corrupción? ¿En esto C olom bia está muy mal? Es cuestión
importante, difícil de contestar. ¿Más corrompida o menos que M é­
xico, Argentina, Italia, Oklahoma, Austria o Alem ania Oriental? Es
difícil aceptar, dada la magnitud de su actual conflicto, que todo el
país esté corrom pido. Entonces, ¿qué partes o sectores están afec­
tados? Obviamente, Colom bia está más contaminada que antes,
pero hay que tener en cuenta que es un país mucho más rico, y que
la antigua sociedad en que cada cual estaba al tanto de los negocios
de su vecino fue barrida del escenario. La corrupción es, quizá, un
precio que hay que pagar. La política cuesta mucho dinero. Las
elecciones colombianas se han vuelto muy costosas y no hay con­
trol de gastos, ni fondos electorales oficiales. Así, pues, los políti­
cos que buscan ser elegidos son particularmente vulnerables y se­
ñaladamente propensos a resarcirse posteriormente. La empresa
privada no es generosa. Pero no son únicamente los políticos con­
vencionales quienes se han dejado corromper. El mal afecta a la
M a l c o l m D eas

m ejor gente, a los «oligarcas», a los revolucionarios, a los militares,


a los políticos, a los jueces, a los abogados, a los mismos periodis­
tas y hasta a los académicos. Por razones obvias, no hay estudios con­
fiables al respecto, y no son muchos los que se dedican a investi­
gar estas cosas exhaustivamente.
Así como no todos los políticos profesionales son clientelistas, no
todos están corrompidos. Luis Carlos Galán, que fue asesinado en
agosto, p or orden de la mafia de M edellín, era el candidato presi­
dencial con mayores posibilidades para suceder a V irgilio Barco y
luchó, precisamente, contra el clientelismo y la corrupción. L o que
nos trae a las drogas, los asesinatos, los carteles las guerrillas, los
derechos humanos y su violación.
Colom bia no cultiva coca en gran escala, ni la comercialización
de la cocaína em plea a muchos colombianos, ni las utilidades de
la cocaína dom inan su economía: ésta se ha visto más perjudicada
que beneficiada p or el narcotráfico. Los colombianos, desde fines
de los años setenta, han controlado el procesamiento y el transpor­
te de la cocaína, elaborada a partir de pasta de coca producida en
Perú y Bolivia y de agentes químicos elaborados en Alem ania Occi­
dental, Brasil y, sin duda, muchos otros lugares menos exóticos. La
participación colombiana en el narcotráfico se debió, en parte, a
<la geografía y en parte a su tradición de comercialización violenta
de esmeraldas, marihuana y Marlboro: este último es importado de
contrabando. Todo esto es bien sabido y se encuentra en libros que
cuentan más de lo que uno quisiera saber sobre la Florida, sus anár­
quicas agencias contra la droga y sus caóticos arreglos legales, las
riñas en bares, los jacuzzis, las piscinas y la manía de los criminales
de recubrir con oro los grifos de sus baños. Todo eso es tema de in­
terminables conversaciones, con las exageraciones del caso, en que
los miles de millones atribuidos a los principales jefes p or la revista
Forbes crecen y se arrem olinan com o los propios globos imaginati­
vos del señor Forbes.
Colom bia tiene una tradición de violencia. Las causas son com­
plejas, y la tradición, aunque insuficiente, es parte de una explica­
ción total, com o en Sicilia y Córcega. Pero a mediados de los años
setenta las cifras convencionales de homicidios, por cada 100.000
habitantes, mostraba que Colom bia era menos violenta que, por
ejemplo, Chile, M éxico o Alem ania Oriental: de 51.5 en 1957, la
cifra había bajado a 16.8 en 1975. ( Cf. Chile, 1977, 45.7; México,
D e l p o d e r y la . g r a m á t ic a

1975, 44.7; Alem ania Oriental, 1975, 36.7. La tasa del Reino Unido
fue de 9.0.) Desde entonces, la tasa colombiana subió a 62.8, en
1988. (Cf. El Salvador, 1980,129.4; Guatemala, 1980, 63.) Sin duda
buena parte de este incremento tiene que ver con la droga. La geo­
grafía de la muerte violenta corresponde a la del narcotráfico. Mu­
chos de los crímenes no son «políticos». Es imposible precisar la
cuantía de los asesinatos «políticos» en los últimos años; lo de «p olí­
tico» no es fácil de definir, y tampoco implica necesariamente que
los responsables sean soldados o policías.
U n cálculo autorizado sería que los «asesinatos políticos» ascen­
dieron, recientemente, al 10 p or ciento de las 15.000 muertes vio­
lentas que se registran anualmente. En relación con el núm ero de
sus militantes, el grupo político que ha sufrido más es la U nión
Patriótica que fue fundada com o «brazo electoral» de la guerrilla
f a r c en 1985, y que ha buscado desde entonces una línea más inde­

pendiente. Sus más peligrosos enemigos han sido los «paramilita-


res», grupos financiados por los narcotraficantes, particularmente
«e l M exicano», Gonzalo Rodríguez Gacha, dado de baja en diciem­
bre de 1989. Pero los miembros de la u p no son los únicos políti­
cos asesinados. En ciertas regiones fronterizas, donde una com pe­
tencia a la antigua hegem onía local se desarrolla entre la u p y sus
protectores armados de las f a r c , p or una parte, y adherentes de
corrientes políticas más antiguas por otra— situación no muy dife­
rente de la registrada por obra de los encuentros sectarios entre libe­
rales y conservadores de otros tiempos— , las bajas se distribuyen
equitativamente.
Hay gran variedad de «narcos» y sólo el cartel de M edellín — Pa­
blo Escobar, Rodríguez Gacha y los Ochoa— ha retado directamen­
te al Gobierno. Su propensión a los ejércitos privados, a los feudos
territoriales, a los «diálogos» y la publicidad, su enemistad con las
f a r c y la Unión Patriótica, su vinculación con elementos de las Fuer­

zas Armadas y la Policía, sus atentados contra políticos, funciona­


rios oficiales, jueces y policía, todo esto les dio gran notoriedad.
El esplendor de sus costumbres les otorgó una popularidad luga­
reña, exagerada constantemente- p or los periodistas extranjeros.
Compraban tierra, ganado, propiedad urbana, equipos de fútbol
y hasta políticos, jueces, policías y soldados. La sociedad al comien­
zo se sentía halagada, principalmente p or sus parques zoológicos.
Las cosas marcharon sobre ruedas durante un buen tiempo.
M a l c o l m D eas

N o hay duda de que el gobierno de Barco, a raíz del asesinato de


Galán, le ha in fligido serios golpes a este cartel, quizá fatales. Los
colombianos son propensos a creer que mientras que el Gobierno,
las Fuerzas Armadas y la Policía son irremediablemente ineptos, las
organizaciones criminales, los guerrilleros, el «otro bando», siem­
pre son capaces de obrar milagros de ingenio, eficacia y disciplina.
P ero todos son parte de la misma cultura, y sus niveles de compe­
tencia n o son tan diferentes: a largo término, el G obierno ganará.
N o erradicará el narcotráfico de Colombia, pero lo limitará y cam­
biará el comportamiento de quienes se dedican a él. Es poco proba­
ble hoy que alguien aspire al papel de «E l Mexicano». (H ay un per­
sonaje en Cali que ingenuamente se hace llamar «El Canadiense».
Este sí seguro va a sobrevivir.) La prensa mundial, que copia a la pren­
sa colombiana, que copia a la prensa mundial, fue demasiado lige­
ra aljuzgar lo que ha estado ocurriendo por la falta de éxito inmedia­
to. La campaña contra los topoderosos «narcos» no ha concluido
de ninguna manera y el precio ha sido muy alto. Pero era inevita­
ble y ya estaba en marcha antes del asesinato de Galán.
Hace mucho que se alberga la ilusión de un arreglo indulgente
mediante el «diálogo»: la célebre oferta, en 1984, de pago de la deu­
da externa hecha p or la mafia de M edellín desde Panamá, vino
(después de que hizo asesinar al ministro de Justicia. Algunos arre­
glos podrían concebirse: si realmente dejaran de amenazar a ¡ajus­
ticia colom biana— inverosímil perspectiva, pero los «narcos» tam­
bién tienen su lado sentimental y sus expectativas de supervivencia
no son buenas— , entonces sería factible dejar de extraditarlos a los
Estados Unidos. Pero el sistema colombiano, a diferencia del expe­
dito de Miami, no perm ite negociar la deuda. En la mayoría de los
diálogos pasados ciertas realidades han quedado al margen, como
ocurre con la recurrente panacea de los intelectuales de legalizar
la droga. La legalización tropezaría con el crack, el Congreso de EU
y el presidente Bush, éste no sería sino el comienzo de una larga se­
rie de obstáculos. Para los acuerdos narcogubemamentales, aun ol­
vidándose de la ley, hay im pedim entos tales como los 170 inocen­
tes ciudadanos asesinados por las bombas de la mafia en diciembre.
Sin embargo, aunque la opinión en general respalda al gobier­
no de Barco para que no se muestre indulgente con el cartel de
M edellín, hay mucho cinismo y condescendencia con el comercio
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

de la droga y una actitud comprensiva con los fronterizos pion e­


ros «narcocultivadores», que viven primitivamente en la cordillera
Oriental o en la Sierra de La Macarena. Los colombianos, com o es
lógico, insisten tercamente sobre la responsabilidad de los consu­
midores. En la semana en que el cartel de M edellín ofreció una es­
pecie de rendición, el alcalde Barry fue arrestado por comprar crack
en Washington. ¿Qué le pasará? El dice que se quedará allí «lamién­
dose las paticas». El presidente Bush duda de la credibilidad del
cartel de M edellín. Y los colombianos no creen que los norteame­
ricanos combatan el consumo.
L a mayoría de los guerrilleros conviven con los colonizadores
fronterizos. Hay unos 10.000 en todo el país, con diversos grados
de militancia. La organización más antigua son las FARC. Sus dirigen­
tes son viejos, y aunque concibe atrevidos planes y cada día multi­
plica sus «frentes» oficialm ente se declara en tregua. Su fortaleza
se explica por su larga historia: sus dirigentes no están más dispues­
tos a renunciar al pasado y a entonar el mea culpa que los liberales
o los conservadores ni a renunciar a su sólida organización y los re­
cursos que obtiene del secuestro, de la extorsión o impuestos lo­
cales que im pone y de la cocaína. Recluta, en cierta forma, lo mis­
m o que el Ejército y su disciplina es severa, muchas veces criminal.
A las f a r c les falta mística. Los libros acerca de T iro Fijo o «d on Ma­
nuel», el más veterano guerrillero de Am érica Latina, o del viejo y
nostálgico id eólogo del m ovimiento, Jacobo Arenas, ya casi no se
venden, al contrario de lo que ocurría hace seis años, cuando la tre­
gua fue noticia. El alto comando de las f a r c planea recolectar otros
49 millones de pesos, de una u otra mañera, para abrir otros 36 fren­
tes, según fuentes del Ejército.
Ciertamente, soñar no cuesta nada, y una guerrilla armada tiene
que planear algo, pero ya no tiene un m odelo para la futura Colom ­
bia, si alguna vez lo tuvo y no cuenta con ninguno en el exterior.
Esencial e históricamente, fue una organización defensiva, a menu­
do con mucha razón. Com o un comentarista liberal dijo reciente­
mente, «ha dejado de ser la vanguardia del proletariado para con­
vertirse en la retaguardia de los “cblonos”». N o es la fuerza siempre
en expansión de sus propios planes estratégicos y hace algún tiem­
po viene sufriendo severos reveses a manos de habitantes exaspe­
rados que han conform ado grupos paramilitares, con ayuda de los
«narcos» o del Ejército, o de ambos. Públicamente tiene que recha­
M a lc o lm D eas

zar el secuestro y el n egocio de la coca y pregonar la tregua. Tiene


poco apoyo fuera de sus propias áreas, las más importantes de las
cuales son las fronterizas y en las fronteras está la política del pasa­
do, no la del futuro. Conflictos, oportunidades y circunstancias loca­
les — el castrista e l n , en el norte, se mantiene vivo gracias al oleoduc­
to— , pueden explicar la presencia de los guerrilleros pero no les
da una vigencia nacional.
También son malos tiempos para la izquierda inerme. (Es difí­
cil detectar algún elem ento político que la favorezca en la actual
coyuntura, ni siquiera com o pura abstracción.) La u p se cansó de
la teoría comunista oficial de «la combinación de todas las formas
de lucha», que no es sino un infernáculo ideológico en que sus adep­
tos definen la teoría de «la guerra popular prolongada», mientras
que solicitan la protección del G obierno que combaten. A l propio
tiempo, este m ovimiento no puede rechazar de veras la protección
de las f a r c en aquellos sectores del mapa electoral que espera pin­
tar siempre de verde, que es su color. L a izquierda también experi­
menta la crisis general del socialismo; sus efectos no son menos rea­
les aun cuando sum inistra cómodas oportunidades a personas cuya
devoción p or la libertad y libre empresa es parcial en el m ejor de
los casos...
La más siniestra innovación de estos últimos años la presentan las
organizaciones paramilitares, financiadas p or los «narcos» y apo­
yadas, al parecer, p or elementos de la inteligencia militar. Fuera de
la corrupción, la lógica política era que ciertos narcotraficantes,
particularmente Rodríguez Gacha, compartían con el Ejército el
afán de eliminar a los guerrilleros, al menos en determinadas áreas
y actividades. Dos factores reducirán, según espero, esta amenaza.
El prim ero es el agotamiento de los recursos del cartel de Mede-
llín. El segundo es la purga del Ejército y la Policía p o r parte del
presidente Barco. Por comprensibles razones — «un coronel es como
la bandera nacional»— , esto recibe poca publicidad, p ero la cifra
de los implicados es significativa y más que simbólica. Para aco­
meter esta labor de depuración se requiere valor civil y militar, como
se ve continuamente en Irlanda del Norte.
Cualquier fuerza que se utilice contra el tráfico de drogas en
Colom bia está expuesta a desgastarse por la corrupción en puntos
de contacto con el adversario, com o ocurre con un borrador de
caucho. Ésta es una buena razón, com o debe darse cuenta el pre­
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

sidente Bush, para no apelar a las fuerzas militares, salvo en casos


absolutamente necesarios, en Perú, Bolivia y Colombia. Es m ejor
recurrir a otras instituciones, menos vulnerables a las espectacu­
lares lesiones simbólicas e incrementar los servicios de inteligen­
cia.
¿Por qué este corto ensayo se refiere tanto a la confusión en el
sistema político colombiano? Porque es dentro del contexto de este
sistema político donde el país tiene que resolver sus problemas.
(¿Cuál fue el viejo sabio que dijo que «e l hom bre hace su historia,
pero no escoge los materiales con los cuales tiene que hacerla»?)
El sistema es extraordinariamente elástico — pocos países habrían
p odido soportar las dificultades de Colom bia en los años ochenta
sin ver afectada su estabilidad institucional— y no es difícil supo­
ner peores alternativas.
Colom bia ciertamente necesita más derecho y más orden, en el
sentido propio de estas palabras: más «garantías» y más justicia, so­
bre todo, en la antigua aceptación del término justicia. Este fue el
clam or de todas las gargantas en el entierro de Galán. Es algo que
economistas y planificadores, así nacionales com o extranjeros y la
mayoría de los políticos han descuidado. Antes de alcanzar los de­
leites de la «sociedad civil», el país necesita fortalecer el Estado, pa­
ra ser una democracia más cabal. Requiere un sistemajudicial nue­
vo, en que jueces m ejor remunerados, cuidadosamente escogidos
y adecuadamente protegidos, sean capaces de dictar e im poner sus
fallos; en las condiciones actuales, la mayoría de ellos no puede ha­
cer nada. Sin esto, no sólo el nivel de homicidios seguirá siendo al­
to, sino que los sucesivos gobiernos verán extraordinariamente en­
torpecidos sus programas en todos los órdenes.
H ace cien años, Núñez citaba a Taine ante sus compatriotas: no
importa lo malo que un Gobierno pueda ser, su ausencia es mucho
peor, pues el p od er va a parar, así, a manos de «agrupaciones tran­
sitorias que, com o torbellinos, se levantan del seno de la polvareda
humana. Este poder, que con tanta dificultad es ejercido p or los
hombres de mayores aptitudes, se com prende cuán lastimosamen­
te habrán de desempeñarlo fiacpones improvisadas». Núñez no per­
m itió que eso ocurriera y hasta el final de su vida gobernó desde
su glorieta de Cartagena. El doctor Barco, com o el anciano Núñez,
es un hombre austero y muchísimo menos comunicativo. Él no só­
lo no ha adulado al pueblo, sino que ni siquiera habla mucho con
M a l c o l m D eas

los ex presidentes, los «oligarcas», la clase dirigente, la clase políti­


ca, E l Tiempo, E l Espectador, E l Siglo, los obispos, los monseñores o los
dirigentes de Fedeplásticos. Entre tanto, muchos remolinos se han
suscitado y las críticas al taciturno gobernante han sido particular­
m ente severas.
¿Quién gobierna a Colombia? Hace cien años, a prim era vista no
parecía que el gobernante fuera Núñez. El doctor Barco no me ha
ofrecido ningún consulado, aunque sí aceptó escribirme un prólo­
go para un libro de acuarelas antiguas. N o me comprometí a recom­
pensarlo con un soneto. Pero les apuesto lo siguiente: lo que los Go­
biernos logran no parece muy claro en su tiempo; cuando Barco
abandone su despacho, los colombianos comprobarán, mucho más
de lo que suponían, que Barco sí gobernó durante sus cuatro años,
que dejó al país con sus libertades intactas y, quizás, en situación
un tris m ejor que cuando asumió el cargo.
E n d e s a c u e r d o c o n c ie r t a s id e a s s o b r e
L A C U L T U R A DE L A M U E R T E E N C O L O M B IA

JTjLace algunos años escribí un ensayo, publicado bajo el título In­


tercambios violentos, en el que especulaba sobre las posibles causas del
alto índice de muertes violentas en Colombia. En él, expuse mis re­
flexiones en to m o al tema de los niveles de homicidio en las socie­
dades tradicionales, y sobre la — para m í— no tan clara influencia en
la actualidad colom biana de las guerras civiles. M e referí también
a los diferentes m odos de expresión violenta que tienen las diver­
sas sociedades, en un esfuerzo por identificar las particularidades co­
lombianas o, p or lo menos, p or esbozar unas líneas de investigación
comparativa. C onfío en que ésta no será una repetición de las teo­
rías expues tas en dicho ensayo y en que m e aproximaré más a lo que
se espera de m í en este simposio sobre la muerte. Voy a ser menos
historiador; voy a ser más personal.
N o m e gusta la expresión «cultura de la muerte». M e parece que
no dice mucho y pienso además que la palabra cultura, com o expli­
cación, aporta muy poco. Tam poco m e gusta hablar sobre los valo­
res de los colombianos. Es muy difícil definir con precisión cuáles
son los valores de la gente y, llegar a tal definición, es m ucho más
complicado que especificar cuál es su comportamiento. H e notado
que quienes utilizan la expresión «cultura de la muerte», son muchas
veces las mismas personas que confiesan que «somos violentos», «so­
mos corruptos», y enfatizan com o causa de tantos males el derrum­
be de los valores. Los que hablan así, por lo general, no se están re­
firien do a sus propios valores, a su propia corrupción, ni tampoco
al derrum be interno de su propio sentido ético. Sus preocupacio­
nes y angustias son genuinas, pero más que ofrecem os un diagnós­
tico, lo que expresan, mas allá de una fachada de autocomplacen-
cia moral, es m era retórica, p or lo demás, una retórica fatalista. Es
fatalista porque nadie sabe cóm o mejorar los valores de la gente. Y,
en cuanto a cambiar su comportamiento, si bien es difícil, sin duda
es relativamente menos com plicado1.
N o m e asiste autoridad particular alguna para escribir sobre este
tema. Las observaciones que siguen no son el resultado de ninguna
lectura, ni de estudios sistemáticos. Deliberadamente, mientras pre­
paraba esta conferencia, no le í nada sobre la muerte; bien fuese es­
crito por colombianos o por extranjeros, ni he buscado inspiración
en historiadores franceses, ingleses o norteamericanos. M e consta
que existe una bibliografía enorm e sobre las cambiantes actitudes
humanas frente al inevitable fin de la vida; y muy probablem ente
habrán sido recientemente publicadas historias de la muerte en va­
rios tomos, editados y escritos p o r los mejores catadores. Reconoz­
co su interés, su posible valor, pero dudo que m e podrían servir de
algo en esta reflexión.
Vengo d e Inglaterra, el país donde en la época de la Reina Victo­
ria los rituales de la muerte y del duelo, el vocabulario, los eufemis­
mos, la vestimenta, la etiqueta de pésame, la arquitectura, las tumbas
y mausoleos, los cementerios con sus esculturas, el arte funerario
— todos ellos llegaron a unos niveles de elaboración tal vez nunca
vistos desde las dinastías egipcias.
Pero, la m odernidad desacraliza en todas partes. De toda esa ela­
boración, suficientemente cercaná en el tiem po para ser conocida
y recordada por mis abuelos, queda muy poco. Durante mi vida he
podido darme cuenta del cambio en la mayoría de la gente hacia
un com portam iento ritual más sencillo.
Tampoco tengo los conocimientos del antropólogo o del soció­
logo.
Yo sé que hay ritos populares, privados y públicos, religiosos y
menos religiosos, de familiares y de profesionales, así mismo sé que
en ciertas partes hay «plañideras» y que en los cementerios del país
hay uno que otro culto curioso.
Pero así es en muchas partes, aun donde la m odernidad ha he­
cho más estragos o limpiezas de las que ha hecho acá. Yo sé que en
el Cementerio Central de Bogotá la gente visita la tumba del Señor
Kopp en busca de em pleo y otros visitan la tumba de Carlos Piza-
rro; sé también que en M edellín visitan a muertos aún más noto­
rios; que hay creencias de «religiosidad popular» tales com o el viaje
del alma al purgatorio y esa m ujer en llamas, el alma en pena, que
M a l c o l m D eas

representa a una m ujer que no le dio a Cristo de beber y que p or


eso está condenada a arder para siempre. H e visto en M om pox la
visita anual a las tumbas de su bello cementerio, que los mompo-
sinos de todas las clases hacen en familia, con velas y con comida,
para acompañar un rato a sus antepasados.
Pero conozco poco de eso, y de lo poco que sé no puedo sacar
conclusiones.
En cualquier país debe haber manifestaciones similares, tumbas
favoritas entre las tumbas olvidadas. Las hay en Arlington, en High-
gate — donde los materialistas visitan a Carlos Marx— , en Pere La-
chaise, donde los músicos jóvenes visitan a Jim M orrison y los gra­
máticos viejos a Rufino Cuervo. En Caracas, en el Cem enterio del
Este, he visto los restos de la tumba de José G regorio Hernández
— un hueco negro lleno de velas, no más que un hueco porque con
tantas velas una noche el monumento original fue destruido por
•una sagrada combustión espontánea— y el mausoleo de cierto ge­
neral llanero, iluminado en pleno día por una respetable cantidad
de bombillas, gracias a que sus descendientes habían comprado de
la electrificadora de Caracas una concesión de luz perpetua. Sin
duda, vale la pena visitar cementerios. Recuerdo en Bogotá el Ce­
m enterio Inglés, el prim ero del país. Aunque es pequeño, todavía
hay cupo: a varios herejes enterrados allí, sus familias los catoliza­
ron después de muertos y los trasladaron al mejor habitado Cemen­
terio Central.
Un recuerdo de transición, en el tiempo y en la materia: cuando
hace unas décadas se abrieron los más modernos «Jardines del Re­
cuerdo», una propaganda en cine mostraba una pareja bonita, ele­
gante, «oligarca», caminando bajo los árboles y entre las flores, apro­
ximándose a una lápida de buen gusto con el césped bien recortadito,
y en ese mom ento se oye una voz que dice: «La muerte no tiene que
ser necesariamente triste», y se miran y sonríen. ¿Cuánto — siem­
pre me he preguntado— habrían heredado?
La muerte es un tema serio. Llegó a la seriedad actual por vía de
ese recuerdo no tan serio. Quiero, antes de exponer mis plantea­
mientos, asegurarles que aunque ciertas observaciones que voy a
hacer pueden ser dolorosas, no las hago con ánimo crítico. Si son
ciertas, deberán entonces tener sus explicaciones históricas, estruc­
turales y profundas. Y de ser así, no podría todavía sacar conclusio­
nes.
M i observación principal: m e parece que Colom bia es un país
que tiene poco culto a la muerte o a los muertos.
En este país debe existir muchísimo dolor privado; se viven, año
tras año miles de angustias intensas. Cada uno de nosotros puede ha­
cer la aritmética simple de las consecuencias de más de treinta mil
muertes violentas al año, sin traer a cuento las consecuencias de aque­
llos muertos llamados, por contraste, muertos de muerte natural.
Pero, mirando la reacción social de la sociedad en su conjunto,
la reacción colectiva y pública, concluyo que es una reacción de in­
diferencia.
Insisto, no m e refiero a medidas de gobierno; intentos de bajar
el número de los homicidios o de propiciar la convivencia. N o es­
toy pensando en tales formas de reacción en esta meditación. Espero
p od er aclarar lo que pienso, citando unos ejemplos de la ausencia
d e un culto a la muerte y a los muertos.
Prim ero, los monumentos. ¿Cuántos monumentos se han eri­
gid o en Colom bia a los que han muerto violentamente? En la ciu­
dad capital hay una Plaza de los Mártires, unas estatuas de algunos
de aquellos proceres fusilados: Camilo Torres, Caldas y Policarpa Sa-
lavarrieta se me vienen a la memoria. Pero confieso que no se me
ocurren muchos más. En Berruecos hay, o hubo, una pequeña co­
lumna u obelisco en el sitio donde cayó Sucre. El ciego Jorge Luis
Borges, paseando p or las calles de Bogotá y oyendo el comentario
de su guía, a la m ención de una estatua, preguntó de quién era, y
el guía le respondió, «N o sé, debe ser de un procer; en este país te­
nemos muchos proceres pero pocos héroes». Se trata de una opinión
que vale la pena ponderar. Aun así, hay muchos proceres sin esta­
tua y pocos monumentos, o ninguno, dedicados a los muertos anó­
nimos de las guerras de la independencia.
¿Ya los muertos de las guerras civiles? L a batalla del Santuario,
la de 1830, tal vez la primera batalla de las guerras civiles de la Nue­
va Granada, fue vista en su tiempo com o funesta, memorablemente
funesta, pero no se conm em oró y ahora nadie la recuerda ni sabe
dónde ocurrió. L o mismo se puede decir sobre Garrapata, La Hu­
mareda... En el campo de batalla'de Palonegro, com o nos lo ha re­
cordado Beatriz González, se erigió la «pirám ide de las calaveras»,
que estuvo allí unos años hasta que, durante las ceremonias del
Centenario de la Independencia, les dieron cristiana sepultura en
Bucaramanga; en un acto de reconciliación que resultó ser un acto
de olvido, pero no de perdón. Hoy, encontramos una placa en el
aeropuerto conmem orando dicha batalla y un monumento recien­
te erigido p or iniciativa del actual comandante de las Fuerzas A r­
madas, el general Ospina. Se trata de dos de los muy pocos esfuer­
zos de su índole en todo el país.
¿Y los ilustres que murieron violentamente? El monumento a Uri-
be Uribe, «paladín y m ártir», en el Parque Central en Bogotá. En
cuanto a Jorge Eliécer Gaitán, si bien hay algunos monumentos,
permanece todavía — por lo menos eso creo— enterrado en su casa,
por falta de acuerdo sobre las alternativas. Con respecto a Luis Car­
los Galán, hay una estatua medio escondida cerca de la casa de la Vi­
cepresidencia en la carrera octava. Diana Turbay tiene un busto en
la circunvalar con calle noventa y dos, siempre adornado con flores.
A Alvaro Góm ez le erigieron un m onumento en form a de caballo,
cerca de donde vivía, pero los pocos que se dan cuenta de su pre­
sencia deben pensar que es un monumento a un caballo. Segura­
m ente habrá otras figuras particulares, pero no son muchas y son
poco visitadas.
Con respecto a los menos ilustres, casi nada. En el Cem enterio
Central de Bogotá, m e cuentan que hay un sitio donde señalan que
están enterrados los n n del 9 de abril. En cuanto al nuevo Palacio
de Justicia, no sé qué piensan o han pensado, para conmemorar a
todos los que m urieron allí. Tam poco estoy enterado de qué se ha
hecho en el lugar donde quedaba Arm ero.
Para alguien que viene del viejo mundo, el contraste llama la
atención. En cada pueblo de Francia y de Inglaterra, en los más pe­
queños caseríos, hay un m onum ento a los muertos de las dos gue­
rras mundiales. Un pueblo sin su monumento sería extraño, algo en
contra de la naturaleza. Debemos reconocer que los europeos so­
mos los campeones mundiales en damos mutuamente la muerte de
manera formal, organizada, reglamentada y con su debida conme­
moración.
La debida conm em oración es más fácil en los casos de una gue­
rra internacional. Causa buena o causa mala, los conmemorados por
lo menos m urieron p or la patria, y la patria tiene la obligación de
reconocerlo. L a guerra civil presenta dificultades. N o son insupe­
rables, com o se ve en ciertos monumentos de la Gran Bretaña y en
la industria floreciente de conmem oración de la guerra civil norte­
americana. Pero los ciudadanos de los Estados Unidos — tanto los
del norte com o los del sur— , tienen la ventaja de no haber tenido
entre ellos sino una sola guerra civil y, aun en ese caso, en las versio­
nes comunes, en las memorias colectivas predom ina la nostalgia
sobre el rencor. En Francia, sólo los eruditos buscan monumentos
o vestigios de los episodios más sangrientos de las sucesivas revolu­
ciones nacionales, de la lucha en L a Vendée, de las barricadas de
1848 o de los muchos muertos de La Commune. Aprovecho para re­
cordar que la toma de la Bastilla no fue muy sangrienta.
Complicado m e parece el tema de cóm o manejar la mem oria de
la muerte; de cóm o recordar a los muertos, en un país que ha teni­
do ante todo conflictos internos, muchos de ellos no resueltos toda­
vía, com o es el caso de Colombia. Aquellos pocos monumentos a
las guerras internas que existen en las Islas Británicas tardaron mu­
cho en ser erigidos; más de dos siglos en el caso de nuestra magna
guerra civil de mediados del siglo xvn y más de un siglo para los
románticos levantamientos escoceses del siglo xvni. El bello cemen­
terio de Arlington, el camposanto más sagrado de Los Estados Uni­
dos, no tuvo origen en un espíritu de piedad, sino en un acto de ven­
ganza: enterrar a los muertos de la guerra civil en las tierras de la
plantación de la familia del general rebelde Robert E. Lee. N o me
parece, entonces, que la inhibición que rige en Colombia de no con­
m em orar a los muertos de las luchas internas, obedezca a una índo­
le peculiar nacional. Es el resultado de sus circunstancias.
N o son fáciles de conmemorar los muertos de las guerras civiles
o de las violencias internas, aun después de lograr la paz. La pala­
bra amnistía tiene estrecha relación con amnesia, qué significa no
recordar, y las dos palabras perdón y olvido, van frecuentemente jun­
tas no por casualidad. Siempre han existido, en los países que han
sufrido conflictos letales, dos corrientes de opinión sobre cómo debe
ser manejada su herencia. La una sostiene que sólo por vía de un
gran esfuerzo para establecer la verdad de lo que pasó se puede lle­
gar a la verdadera tranquilidad y a la reconciliación. Es la opinión
de los que exigen las comisiones investigativas, com o se estableció
en la República Sudafricana, o en el caso del tribunal establecido en
el norte de Irlanda para reabrir el.proceso de Bbody Sunday de 1973,
cuando m urieron en una manifestación en Londonderry una do­
cena de ciudadanos republicanos a manos de los paratroopers del
ejército británico.
La otra corriente prefiere el olvido; tomando la form u la ción
bíblica de «L e í the dead bury the dead» («Q u e los muertos entierren
a sus muertos»), o el consejo más brutal del poeta y místico inglés
William Blake, «Driveyourhorse andyour cart over the bones ofthe dead»
(«C onduzca su caballo y su carruaje por encima de los huesos de
los m uertos»). En los últimos tiempos, esta inclinación ha tenido
menos defensores elocuentes que la primera, pero usualmente ha
tenido más apoyo. U n ejemplo reciente de un país que la ha seguido
es España. Francisco Franco no fue ni de lejos el último veterano so­
breviviente de la Guerra Civil Española* pero después de su muerte
esa guerra y las atrocidades y represiones que la acompañaron fue
consignada al olvido por un consenso que pocos cuestionaron. Se­
gún recuerdo, la única comisión investigativa medio formal que fue
creada, tuvo por objetivo averiguar quiénes bombardearon a Guer-
nica. Todos sabían que habían sido los alemanes de la Legión Cón­
dor. Y así concluyó su trabajo, sin sorprender a nadie, dicha comi­
sión. L a cuenta fue pagada p or el gobierno alemán.
La mayoría de los españoles, y hay encuestas serias que lo com­
prueban, no quisieron investigaciones. N o quisieron reabrir heridas,
heridas tan profundas y mortales. Ninguna de las partes com pro­
metidas percibía ventaja en hacerlo. Eran evidentes las complejida­
des de cualquier proceso general, su imposibilidad política, jurídica
y económica. H ubo cierto equilibrio, de buenas y malas concien­
cias. Y hubo olvido; y ha habido tranquilidad y un grado posible de
reconciliación.
La experiencia española me parece un buen ejem plo a propósi­
to del caso de Colombia, más aún cuando significa el logro de la paz
anhelada. Es impensable que en nuestro caso podamos llegar a un
acuerdo, ni sobre quién hizo qué a quién, ni mucho menos sobre
quién tuvo la culpa. Imagínense, cóm o sería de irrealizable la tarea
de una «comisión de verdad y reconciliación» para un solo departa­
mento, para una sola década — aun para un solo año— . Ha pasado
demasiado, p or demasiado tiempo, dejando demasiado dolor. Tal
realismo, que creo que muchos colombianos comparten, no debe
ser interpretado com o indiferencia.
Esas son mis observaciones y reflexiones sobre el tema principal.
Les ofrezco también unas menores.
Colom bia es un país de escasas necrologías. En los periódicos
— que al parecer no toman ningún cuidado especial en este tipo de
trabajo— , los únicos muertos que gozan de garantía necrológica son
los ex presidentes. N o son frecuentes sus muertes. Calculo, en los
años que he seguido sus vidas que, en promedio, muere un ex presi­
dente más o menos cada siete años. Entretanto, el resto de la pobla­
ción muere sin resumen ni comentario. Cualquier periódico inglés
serio, nacional o local, publica necrologías de los muertos destaca­
dos, aun de ésos que no van a pasar a m ejor vida. La falta de esta cos­
tumbre en Colombia contribuye, tal vez, a la baja autoestima nacio­
nal.
En Colombia, com o en todas partes, existe el suicidio. El índice
nacional, si no m e equivoco, es bajo2. Com o nos recordaba H éctor
Abad en su introducción a estas charlas, la bom ba suicida no es un
arma utilizada en los conflictos nacionales. Siempre me ha llamado
la atención cóm o la convicción de la mayoría de los violentos pare­
ce ser la de que los que van a m orir son los otros, no ellos; que ellos
van a m orir en la cama, de viejos. Aun el sicario, que se cuida me­
nos, es fatalista más que suicida, y mientras dura la vida, es rumba
y no muerte, lo que busca. H e oído que en el Perú, cada grupo de
Sendero Luminoso tenía que cumplir con cierto número de muer­
tos cada cierto tiem po — la llamada «cu ota»— com o prueba del
compromiso con sus filas. Un movimiento con esa doctrina tendría
pocos reclutas en Colombia. Aunque los movimientos guerrilleros
dan a sus frentes nombres de camaradas caídos, no existe entre ellos
un culto profundo a ellos. Camilo Torres es más conm em orado y
recordado fuera de Colom bia que por dentro. Jaime Bateman es
más recordado p or su estilo rumbero que por su muerte, p or demás
accidental.
Curioso, también, que en Colombia no se usa mucho, ni siquiera
com o referencia, el término «escuadrón de la muerte». Son chulavi-
tas, contra-guerrilla, sicariato, Asociación de Ganaderos del Magda­
lena M edio, los masetos, a u c ...
En Colombia, la mayoría de los que mueren de muerte violenta
son jóvenes. Esos jóvenes, com o en todas partes, piensan que son
inmortales, que nunca van a morir.
Los que matan, matan a la luz del día, no tienen preferencia por
la noche. ¿Qué significa eso?
¿Un aspecto de la cotidianidad?.
N o debemos olvidar lo obvio. L o que pasa es trágico, pero el país
ya no tiene sentido de la tragedia que sufre. Busco en m i diccio­
nario ayuda para traducir la palabra familiarity, y la encuentro con
el ejem plo siguiente: «these violent scenes are becoming all toofam iliar»
( «nos estamos acostumbrando demasiado a estas escenas violen­
tas») . Desde hace mucho tiempo y, como todos los colombianos lo
reconocen, produce una sensación de fatalismo.
Ayer, rumbo al aeropuerto en Bogotá, pensando en qué agregar
con motivo de esta ocasión, leí desde el taxi este letrero pintado en
el muro del Cem enterio Central, bien pintado y con autorización,
inspirado por los muertos inocentes del día de la inauguración pre­
sidencial: «N o matarás, y mucho menos a los niños y las niñas». El
m andamiento original, el bíblico, tiene nueve palabras menos.

N otas

L Sobre los valores de la gente, recomiendo el libro de Myriamjimeno


y otros, Las sombras arbitrarias, Universidad Nacional, Bogotá, 1999. Sus
conclusiones se basan en un gran número de entrevistas, largas y pacien­
tes, con víctimas de actos violentos en Ciudad Bolívar. La evidencia mues­
tra su gran rechazo de la violencia, en todas sus formas. Un comportamien­
to muchas veces erróneamente interpretado como indiferencia frente a
la violencia queda mucho mejor interpretado como determinado por la
necesidad de evitar la violencia en circunstancias de la ausencia de auto-
( ridades permanentes y confiables.
- No tengo la estadística oficial a la mano. Abren la curiosidad sobre
el tema los ensayos de Marco Antonio Mejía, Los Disidentes del Camposanto,
e a f i t , Medellín, 2000.
L a P O L ÍT IC A E N L A V ID A C O T ID IA N A R E P U B L IC A N A

E l estudio de la historia ha ido invadiendo gradualmente nuevos


campos. Nuestro siglo ha visto una gran proliferación de formas dis­
tintas de aproximarse a ella. La «vieja historia» era política y eclesiás­
tica— recordemos que José Manuel Groot, uno de los primeros que
en Colombia escribiera historia seria para lectores no eruditos, puso
eclesiástica en su título de la manera más natural— . Tanto domina­
ba a principios de siglo dicha concepción que, decir historia, era sin
lugar a dudas, referirse a esa «narración con dignidad» — en pala­
bras del gran lexicógrafo inglés del siglo xviii Dr. Samuel Jonson—
de los altos acontecimientos de la vida colonial y nacional. Este ti­
po de historia ha cedido su posición central. Todavía se escribe, se
lee y se necesita; y en los años recientes ha dado señales de recupe­
ración: hay un nuevo reconocimiento de la importancia de la narra­
ción y de la cronología para la plena explicación y el análisis satis­
factorio de muchos fenómenos. Pero hoy tiene que convivir al lado
de muchas formas nuevas de ver la historia; o relativamente nuevas:
la historia económica, la historia obrera, la historia «d e la gente sin
historia» — frase del historiador cubano Juan Pérez de la Riva para
referirse a los inmigrantes invisibles en la vieja historia cubana— , la
historia del género o de las mujeres, la etnohistoria, la historia de lo
que los franceses llaman «lo imaginario», que si bien entiendo com­
prende los símbolos y ceremonias de la vida común de una nación.
Ya entre los colombianos se introduce la historia de lo cotidia­
no, del tejido de la vida diaria, del día a día; de aquello que los his­
toriadores ingleses, que incursionaron temprano en este campo,
llamaron el « everyday life».
Com o su nombre lo indica, su definición excluye la política; por­
que la política de los grandes acontecimientos, como lo hemos seña­
lado arriba, no es un asunto de cada día, ni es asunto de todos. Por
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

eso, la reintroducción de esta esfera de la actividad humana en una


obra dedicada a la historia cotidiana necesita cierta justificación.
Siempre hay tensión e indecisión entre los historiadores frente
a la tendencia a dividir el ancho campo del pasado en distintas áreas
del conocimiento. L o que se gana en profundidad y precisión con
la división, arriesga una pérdida de la capacidad de tener una mira­
da total del pasado. La vida, algunos críticos argumentan, no se divi­
de de esa manera. Aun los franceses, pioneros en algunas de las es­
pecialidades más exóticas de la historiografía, han reconocido esto
y han redescubierto, por ejemplo, los méritos de la biografía, género
que une a través del hilo de una vida tantos elementos diversos y dis­
persos. La vida humana, en lo qüe respecta a la contemplación del
pasado, al igual que en la experiencia del presente, no es tan fácil­
m ente divisible.
N i siquiera una historia de la vida cotidiana puede excluir la po­
lítica. Sin embargo, debe representarla de manera distinta. N o se
debe tratar, por ejemplo, bajo este enfoque, sencillamente de una his­
toria de la participación popular. Tampoco es una historia de cómo
las estructuras políticas o los sucesivos sistemas políticos afectaron a
la gente del común, a los colombianos no tan políticos. T ien e que
ver con todo eso, pero concibo la historia de la política en la vida dia­
ria de los colombianos de manera distinta.
M e parece que ningún colom biano pensante querría excluir la
política de este nuevo enfoque. Colombia es un país demasiado polí­
tico para pensar en tal omisión. Una historia cotidiana sin política,
aunque rica en los detalles del folclor, de las sociabilidades, de los
ritmos del trabajo, de las modas de vestir, de las diversiones y los de­
portes, de los ritos, del paisaje y tantos otros temas, indiscutiblemen­
te legítimos para este tipo de historia — la historia del día a día— ,
sería incompleta.
Com o sentenció el político y escritor santandereano Manuel Se­
rrano Blanco, Colom bia es un país donde «ningún ciudadano pue­
de huir de las preocupaciones políticas». La violencia política, pasa­
do y presente, no es sino el ejemplo más obvio de esa verdad: ella ha
afectado y sigue afectando la vida diaria de muchísima gente. Eso
se reconoce y se recuerda, perojbtrps aspectos de las prácticas polí­
ticas son menos reconocidos u olvidados.
Quizás un intento de repensar cóm o la política ha entrado en el
tejido de las vidas colombianas en el último siglo y m edio de vida re­
publicana traería sus sorpresas.
M a l c o l m D eas

El intento tiene que ser arbitrario, provisional, intuitivo e incom­


pleto. Ciento sesenta años de vida independiente abarcan mucha
política; tiempos de paz y de guerra, etapas de entusiasmo y movi­
lización y otras de tranquilidad o apatía. La variedad del país tiene
también su reflejo en la variedad de las prácticas políticas. Y no sería
sorprendente que la política se hubiera sentido más en unas partes
que en otras. Tam poco hay una literatura muy extensa o confiable
sobre el tema preciso de este ensayo que, parafraseando poéticamen­
te a Juan Pérez de la Riva, se puede definir com o la historia políti­
ca de la gente no tan política. La historia política la escriben por lo
general los políticos o la gente interesada en la política; raras veces
la gente común y corriente. Y, aunque hay algunos cuentos y no­
velas valiosos con temática política —:uno de los primeros y de los
mejores es Olivos y aceitunos todos son unos, escrito p o r José María
Vergara y Vergara en 1868— la mayoría son denuncias y lamenta­
ciones. Para un país con tantos políticos y tanta actividad política,
al principio sorprende la pobreza de su tratamiento literario, has­
ta que uno recuerda que esa pobreza es más bien universal. Hay
sólo un número muy escaso de buenas novelas políticas, por lo m e­
nos en lo que a la literatura occidental se refiere.
La labor de conform ar una bibliografía de las autobiografías y
diarios personales de los colombianos, y de darles lectura sistemá­
tica, apenas ha comenzado. La correspondencia personal publica­
da es escasa y los archivos privados no son abundantes. En las histo­
rias locales el orgullo o la prudencia de los autores casi siempre les
im pide entrar en detalles de la vida política lugareña: el lector se
entera que tal alcalde logró hacer la conexión eléctrica, pero se que­
da sin saber quién hizo el paro cívico que le siguió.
Sin embargo, tengo ciertas impresiones.
La primera es que la sociedad colombiana es una sociedad polí­
ticamente muy permeable. Cuando cambié la frase de Juan Pérez de
la Riva, tuve el cuidado de no escribir «historia política de la gente
sin política»; escribí «d e la gente no tan política». Comparto las con­
clusiones de ciertos observadores de la política del país en sus años
formativos, com o la del oficial de la marina sueca Cari Gosselman;
la del botánico norteamericano Isaac Holton; la del diplomático
chileno José María Soffia y la del inspector regenerador Rufino Gu­
tiérrez, para no nombrar más de cuatro que apuntaron sus observa­
ciones durante la época que va de 1820 a 1880. N o nos dejan dudas
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

de que sí hubo notable actividad política en los pueblos y aldeas,


así com o entre gente de baja extracción social.
Gosselman escribió que la política de los pueblos estaba bajo el
control de los mestizos, y muchos confirmaron su opinión aunque
no siempre utilizando el mismo término. L o cito en este lugar por­
que me parece que señala un hecho importante: en la Nueva Grana­
da las barreras raciales a la participación política fueron relativamente
débiles. Además de ser un observador de excepcional sobriedad y
precisión, Gosselman había viajado p o r toda la Am érica del Sur,
y sus escritos tienen un gran valor por las comparaciones que trae
a cuento. Para nuestro caso, resaltó los contrastes que tenemos con
el Perú y con Ecuador. Constata también que los neogranadinos
eran infatigables conversadores sobre política, y que de esa manera
se mantenían sorprendentem ente bien informados.
El viajero H olton apuntó en su libro muestras de tales conversa­
ciones. El diplomático Soffia, com o representante de la ordenada y
jerárquica república chilena, m iró con cierto desprecio y alarma la
baja calidad social de los políticos y militares colombianos, y la poca
participación directa de la gente «bien» en los negocios públicos. Gu­
tiérrez hizo una anatomía detallada de las estructuras de p od er en
los pueblos de Cundinamarca y llegó a conclusiones muy similares
a las de Gosselman cincuenta años atrás. Observó también cómo,
entre los rangos de los políticos mestizos de aldea, surgieron de vez
en cuando políticos y militares notables.
Todavía hoy, la importancia para la historia política de esta singu­
laridad colombiana no ha sido suficientemente reconocida p or los
historiadores. Colombia es un país dé temprana politización. N o fue
una masa inerte sin previa experiencia política sobre la que actuó,
por ejemplo, Jorge Eliécer Gaitán. El teatro político del siglo x x no
se entiende divorciado de las experiencias del siglo xix. Este es el pri­
m er punto de este ensayo: hay pocas regiones del país adonde la po­
lítica no haya llegado, y poca gente pasaba su vida sin ser tocada por
ella.
La difusión de la política puede comprobarse geográficam ente
aun en lugares que sin duda fueron remotos. Después de la guerra
civil de 1885, el político radical valluno M odesto Garcés tuvo que
huir a Venezuela p or los Llanos Orientales. En el relato de su via­
je que publicó en 1890, Un viaje a Venezuela, sorprende la cantidad
de actividad guerrera que había en ese entonces a lo largo y ancho
de los llanos, y las dificultades que encontró en su fuga por la pre­
sencia de gente del gobierno y de los conservadores. Entre las «adhe­
siones», los listados de apoyo que fueron publicados en los periódi­
cos en épocas de elecciones o durante las campañas políticas del
siglo xix y las primeras décadas del siglo XX, figuran cables con mu­
chas firmas mandados desde asentamientos lejanos, desde aldeas
de frontera. Parece que en ninguna parte quisieran ser olvidados.
Algunos asentamientos tuvieron también un claro motivo político en
sus propios orígenes. Tal es el caso de Gramalote — p o r ejemplo—
una fundación clerical-conservadora de la época federal hecha por
gente que m igró para escapar del dom inio radical, entonces cam­
pante en Santander. Y no se debe olvidar lo obvio: el federalismo en
sí era un llamado a la vitalidad y fogosidad de la política lugareña.
Es un poco más difícil establecer hasta qué punto, p or abajo, la
política permeaba en términos de la escala social. D e vez en cuando
se anotan episodios de clarísima participación popular: movimien­
tos de artesanos, actuaciones en guerras civiles donde se ve que el
campesinado de tal distrito, o aun tal o cual grupo indígena, tuvie­
ron una importancia que por lo menos un observador pensaba que
valía la pena destacar. Bastante se ha escrito sobre las revueltas de
m edio siglo en Bogotá y en Cali. Pero estos eventos no fueron tan
típicos; no sirven de manera satisfactoria como indicios para m e­
dir, si se quiere, la temperatura política normal del pueblo.
Tengo a la mano un documento de una naturaleza muy rara, que
servirá com o experim ento para indagar por el grado de conciencia
política y, de manera cruda, por los niveles de política que había en
la vida de una persona que, no lo dudo, de antemano la mayoría de
mis lectores habríajuzgado muy probablemente com o alguien sin
conciencia política latente.
Se trata de una señora del pueblo de Suaita, municipio santan-
dereano que linda con Boyacá. El documento es un diario personal
manuscrito: se lee en la página titular «Apuntes de lo que ha ocurri­
do desde el año de 1874. En Suaita. De Sofía Durán D. (Tengan la
fineza de no quedarse con este libro porque es un r o b o )». Las no­
tas son tan modestas que casi no llegan a ser un diario. Las entra­
das más comunes son de matrimonios, nacimientos, bautismos y
defunciones. La autora tenía buena letra, pero muy pocos recur­
sos: vivió, en parte, de la venta de dulces — descendientes de su fa­
milia precisan que no fue de los Duranes notables de Suaita— y su
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

diario relata cóm o com pró su máquina de coser Singer a plazos. Su


círculo social parece haber sido muy restringido. Nunca viajó a nin­
guna parte, no se casó y siempre fue bastante beata.
N o obstante, el diario aveces tiene un fuerte sabor político: en­
tre tantos matrimonios, nacimientos y bautizos, las cosas públicas
á nivel de Suaita y a nivel nacional no pasaron desapercibidas a su
autora.
Prim ero, queda claro que la autora es liberal. Liberal y beata,
pero liberal.
A n otó las llegadas y salidas de los curas, las visitas de los sucesi­
vos obispos y las misiones que de vez en cuando montaron los regula­
res. En sus palabras sencillas expresa la manera com o quedó en­
cantada con los jesuitas. Es interesante advertir cóm o la presencia
— o por lo menos el impacto— de la autoridad de la iglesia fue mu­
cho más constante en las visitas de sus prelados y misioneros, que
la presencia de la alta autoridad secular: obispos aparecen en Suai­
ta con cierta frecuencia, pero en los cuarenta años que registra el
diario, el gobernador no se asoma en sus páginas sino una sola vez.
La señora Durán siguió siempre fiel a su liberalismo. Se ve en sus
entradas en el diario en tiempos de guerra civil, a pesar de ser sólo
dos o tres cortas líneas las que les dedica a un evento. Los liberales
son gente honrada, honesta, trabajadorai Aveces llama a los conserva­
dores conservadores, pero más frecuentem ente los tilda de gobier­
nistas y casi siempre se comportan mal. En su parca manera, regis­
tró las guerras civiles y dentro de ellas los desastres liberales en otras
partes, además de lo que pasó en Suaita. A manera de ejemplo:

7 de febrero de 1902: Hubo un combate en Guadalupe, donde la


gente del gobierno se convirtió en bestias feroces para asesinar a los
que se rendían.
En el mes de agosto hubo un fusilamiento en el Tolima de 500
patriotas liberales, entre ellos el señor Diego Uribe U.

Con respecto a lo que pasa en Suaita durante la guerra, describe


de manera muy directa las persecuciones y asesinatos:

10 de enero de 1903: Fueron asesinados los señores Ariolfo y Trino


Luéngas, por Tulio Pinzón, para así hacerse dueño de todos los
intereses de los señores Luéngas, hombres honorables, honrados
M a l c o l m D eas

y pacíficos. Quedó herido de gravedad el señor Rufino Luéngas,


por el agresor Tulio, quien llevó a Manuel Díaz y otros del cuartel
para ejecutar el crimen como lo deseaba.

A veces anotó las manifestaciones más formales:

En diciembre 25 pascua de nochebuena hicieron fiestas los gobier­


nistas celebrando unos tratados que hizo el gobierno con el Gral.
Rafael Uribe Uribe jefe del partido liberal para acabar la guerra.

Y no solo en las guerras y en los crímenes políticos locales se ve


el interés de la autora en la política. Hay entradas que registran la po­
lítica nacional en tiempos de paz, aveces en combinación con lo lo­
cal com o el paso por Suaita, camino a su castigo en la costa o el Ist­
mo, de los artesanos presos de Bogotá después del m otín de 1893.
Se conm ovió por la prisión y exilio de los jefes liberales «Doctores
Felipe y Santiago Pérez, el Dr. N. Róblez, el macho Alvarez y otros
muchos». D io cuenta cuando murieron grandes figuras de la políti­
ca nacional: Rafael Núñez, Carlos Holguín, Aquileo P arra— ese úl­
timo «u n patriota notable, fue Presidente de la República de Co­
lom bia»— . Q uedó debidam ente impresionada p or la energía del
general Reyes:

6 de marzo de 1906: Fusilaron en Bogotá a cuatros señores que ha­


bían ido a atacar al Gral. Rafael Reyes, Presidente.

Y también p or las ceremonias del Centenario:

20 de julio de 1910: Misa solemne y Te Deum Laudamos. Paseo


cívico con los colegios y las escuelas cantando el Himno Nacional,
música, discurso y versos. Colocación de coronas a los proceres de
la Independencia. Por la noche Teatro, representada la pieza a la
muerte del Sabio Caldas y la valerosa Pola.

Con toda y p or toda su sencillez, me parece un documento muy


valioso. La autora n o era tal vez del «puro pueblo» — los meros he­
chos de vivir en la cabecera municipal, de saber le e r y escribir, y
de ser propietaria de una venta de dulces y una máquina de coser,
la p one un poco más arriba en la escala— . Pero era una persona
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

humilde, sin ninguna pretensión, por lo menos muy cerca del «pu­
ro pu eb lo» en su vida diaria. Muy poca gente tan humilde ha de­
jad o testimonio de sus creencias y de sus experiencias políticas. Sabía
lo que pasaba tanto a nivel nacional com o a nivel de su provincia. Y
tenía sus principios. Su diario es evidencia, por ejemplo, de las limi­
taciones del poder político de la Iglesia, aun sobre los creyentes y las
beatas. Su pequeño cuaderno de notas contradice las aseveraciones
de más de un olím pico historiador.
Su lectura me ha sugerido otra pregunta: ¿hasta dónde influía la
política y la filiación partidista en esos matrimonios de Suaita y sus
alrededores, que tanto ocupaban la atención de la autora? ¿Cuánta
endogamia había entre los fieles a un partido, cuánta exogamia? N o
tenemos ningún estudio sobre este tema. Recuerdo evidencias frag­
mentadas de la influencia que tuvo la política en la vida social de
las clases acomodadas: una de las hijas del inglés Guillermo Wills,
gran simpatizador de la causa liberal a mediados del siglo pasado,
se casó con un joven conservador. Wills menciona en una carta que
ése fue el motivo p or el cual tuvo poco trato con su yerno y la fami­
lia de éste. Muchos lectores deben recordar las consecuencias en
la vida social de la política durante las décadas de los años cuarenta
y cincuenta del siglo xx.
En su sencillez también registró los largos meses y años en que
no pasó absolutamente nada, excepto los pequeños y repetitivos
asuntos de familiares y amigas que form an la parte principal de su
diario. De vez en cuando la política ocupó su atención con mucha
intensidad — sin duda tuvo cierta motivación política en constatar
los crímenes del enemigo— , pero dichá intensidad aparece muy de
vez en cuando.
De esa observación surge otra pregunta sobre la vida política coti­
diana. Hemos argumentado que sí hubo manifestaciones de la vida
política en relación con la política nacional en muchas partes del
país, aun en sitios remotos — todavía nos falta especular sobre la polí­
tica local en sus aspectos diarios— y sobre el hecho de que la socie­
dad colombiana, en su estructura racial y social, fue particularmen­
te perm eable a la política, sin qüe los resultados fueran siempre
pacíficos o agradables. N o hemos especulado sobre la frecuencia
de esa política.
Es curioso que la señora Durán no se refiera nunca a las elec­
ciones. Aunque sin duda las hubo — y muchas— en Suaita durante
M a l c o l m D eas

los cuarenta años que cubren sus apuntes, no las m enciona ni una
vez. N o es ella un instrumento que las registra. N o afectan su curio­
sidad o su sensibilidad política. Tal vez por ser demasiado cotidia­
nas, no le parecen eventos dignos de ser recordados.
Se debe escribir una nueva historia electoral del país que las exa­
mine y las someta a escrutinio. N o sólo como suma de votaciones o
resultados sino com o acontecimientos, com o procesos. Otra vez, la
evidencia sobre cóm o se hacían, quiénes participaban, qué signifi­
caban en la vida diaria no es muy completa ni sistemática. N o se ha
establecido su muy complicado calendario en la historia del país, ni
sus variantes a través del tiempo. N o se trata de la historia de un su­
fragio que paulatinamente se extiende más y más: el proceso no es
tan regular ni tan ininterrumpido. En ciertas etapas del siglo pasa­
do hubo sufragio universal masculino; después de 1886 fue restrin­
gido, aunque debe recordarse que siempre se mantuvo para elec­
ciones de concejales y diputados a las asambleas departamentales y
que, p or esa última vía, influyó en las elecciones indirectas para el
Congreso Nacional. Bajo la Constitución de Rionegro hubo bastan­
te variedad en las prácticas de los distintos «estados soberanos».
Es un lugar común llamar la atención sobre los abusos y los frau­
des. Es también una tentación, ya que muchos de estos eventos son
pintorescos o folclóricos y no faltan, aunque no abundan en la lite­
ratura costumbrista. Pero hay muchos más aspectos que deberían
estar incluidos en la historia electoral, distintos al sencillo relato de
abusos y fraudes.
Debemos reconocer que en Colom bia las elecciones fueron ine­
vitables-, que nunca se pudo gobernar al país largo tiem po sin ese ex­
pediente y que nunca ningún partido o facción logró establecer una
hegem onía duradera. Hay que reconocer también que para un go­
bierno el ideal siempre fue que hubiera presencia de la oposición.
Que ganara el gobierno, sí, pero con la presencia legitim adora de
una oposición. (Reconocemos, de una vez, que en estas observacio­
nes estamos hablando de elecciones en su conjunto y no de lo que
pasa en cada aldea del país.) Un sistema demasiado hermético, como
el llamado sapismo del Dr. Ram ón G óm ez en Cundinamarca en la
era radical, que brindaba notorias garantías de éxito a los gobernan­
tes en el manejo de las elecciones, al mismo tiempo no producía la
apetecida legitimidad y el gobierno corría entonces el riesgo de una
abstención o de una revuelta. Com o los políticos colombianos toda­
vía lo saben, aveces la abstención es un arma poderosa en contra de
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

un gobierno. Sin embargo, una oposición que abusa de esa arma


corre el riesgo de perder bríos y p od er de negociación.
Los argumentos se encuentran muy bien resumidos p or el po­
lítico caucano César Conto en el periódico de oposición E l Liberal,
del 21 de marzo de 1888. Se opuso a la abstención p or muchas ra­
zones: si uno se abstiene hoy, entonces ¿cuándo es bueno luchar?
C on el paso del tiempo, los gobiernos sin oposición se consolidan.
Existe, sin embargo, el riesgo de que reclamen el consentimiento
tácito y dirán que la oposición se abstiene porque sabe que es mi­
noría; van a decir que sí habrían tenido una votación limpia; que la
vida es lucha y la vida de cualquier partido debe ser acción, acción
y mas acción; la protesta muda es ridicula:

Algo se ha de ganar en las elecciones, si no para la cámara de re­


presentantes, sí para las asambleas departamentales, o para los con­
sejos municipales. No es posible sofocar por completo la voz de un
partido numeroso y fuerte... pero si tal sucede, a fuerza de com­
binaciones indebidas y tropiezas, es mejor poner a los adversarios
en el caso de cometer esas tropiezas que dejarlos disponer a sus an­
chas de la suerte del país.

Y más honroso sucumbir com batiendo que dejarse vencer sin


lucha.
La mayoría de los políticos colombianos de todos los partidos
han seguido los consejos de Conto. Recordem os también que las
combinaciones indebidas y «tropiezas» se cometieron especialmen­
te en provincia. El general Daniel Aldana resumió la sabiduría co­
mún sobre ello en una entrevista poco antes de la Guerra de los
M il Días:

Las sanciones que coadyuvan a la legal no tienen suficiente efica­


cia en las aldeas; las altas autoridades y los centros directivos de los
partidos no oyen las quejas de los perseguidos. Recuerdo, y esto ha­
ce ya bastante tiempo, que cierto hombre público, en una época
eleccionaria, contestó a un ájente suyo que se quejaba de la oposi­
ción que encontraba en los pueblos: «Apriete la cincha que aquí
no se oye».

Todas esas consideraciones, inclusive las múltiples oportunidades


para com eter fraudes y coacción, hacían de Colom bia una tierra
M a l c o l m D eas

de elecciones, y hay muchos indicios de que la participación fre­


cuentemente sobrepasó los límites del sufragio oficial. Existen mu­
chos modos de participar en una elección: la participación no se
restringe al voto.
Esta es otra singularidad colombiana. Tengo la impresión de que
su historia electoral es más continua, rica y complicada que la de
sus vecinos. Róm ulo Betancourt cuenta en sus memorias cómo los
venezolanos, al terminar el largo período de elecciones poco fre­
cuentes y hechas com pletamente a dedo bajo la dictadura de Juan
Vicente Gómez, habían olvidado todas las artes necesarias para ga­
narlas de manera un poco más abierta. El general L ó p e z Contre-
ras, su sobrio y cuidadoso sucesor, tuvo que mandar a Colombia,
al departamento de Santander — en frase de Betancourt: «la uni­
versidad electorera de Colom bia»— , para conseguir unos expertos
en la materia. (Prestaron buen servicio, y dejaron el siguiente con­
sejo: siempre es recomendable ganar con las dos terceras partes de
la votación, para minimizar el chance de perder la próxim a vez.)
Eduardo Rodríguez Piñeres en su Por tierras hermanas, agudo li­
bro de impresiones de viaje que publicó en 1918 después de servir
com o m iem bro de la comisión de límites con el Ecuador, describe
las elecciones presidenciales de ese año en Pasto: muchas cintas azu­
les, ardides, coacciones, intentos (frustrados) de los frailes capuchi­
nos p or manipular los votos de los indios de las comunidades cer­
canas, voto del ejército y de las comunidades religiosas. En suma,
una escena de m ucho m ovimiento, de facciones en fuerte lucha,
de retórica subida. Tod o ello, en ojos del autor, pasaba en una re­
gión la cual, a pesar de su gran simpatía por los pastusos, veía como
una de las regiones política y socialmente más atrasadas del país.
Pero mucha participación, si quiere.

Poco tiempo después — sigue su relato— presencié en Tulcán las


elecciones para diputados a la Cámara ecuatoriana. Nadie se acer­
có a las urnas a depositar un voto independiente. Las elecciones
ecuatorianas las hace el Gobierno. En la pasada Cámara no había
un solo conservador y para la actual se elijieron dos por el mismo
Gobierno. Refiero esto para que se vea que, con todas sus deficien­
cias, Colombia marcha a la vanguardia de los países suramericanos
en materia de progreso político y que, aunque pobre y con otros de­
fectos, ha sabido organizar el Gobierno civil y matar las aspirado-
nes dominadoras de la arbitrariedad y del machete, de que hoy se
esfuerza en sustraerse el muy digno Presidente ecuatoriano, aún
aprisionado por sus redes.
Cuando se hizo el escrutinio en Tulcán, jugábamos tresillo con
el Gobernador de la Provincia y al acabar una partida dijo él que
no había robado ningún triunfo. Inmediatamente don Gualberto
Pérez le dijo: ¿Y el de las elecciones?

N o es necesario compartir el optimismo del autor, ni su peque­


ña vanidad de ser colom biano de vanguardia, para reconocer el
contraste entre los dos países.
L a figura del político desde los albores de la República ha sido
harto conocida por los colombianos. Parte de la esencia del cacique
o gamonal — términos ya un poco anticuados; aunque por lo m e­
nos el prim ero no fue siempre despectivo— , del clientelista, en el
vocabulario actual, es estar presente, accesible. El oficio requiere
constante vigilancia y aplicación, precisamente para resolver lo co­
tidiano. Aunque si hay cacicazgos mantenidos desde lejos, a distan­
cia, son pocos.
La historia de la República también contiene ejemplos de políti­
cos de más alto vuelo siempre propensos a hacerse conocer. Mosque­
ra se muestra en su correspondencia, asiduo en el arreglo antici­
pado de recepciones populares, con piquetes y cohetes. Obando,
de regreso de su exilio a fines de la década de 1840, hizo giras electo­
rales por la Costa Atlántica para prom over su candidatura presiden­
cial. En el siglo x ix todavía hubo casos de inm ovilidad sabanera
notoria — Caro, M arroquín— pero la gira política iba implantán­
dose.
El mismo Rodríguez Piñeres anotó el siguiente bello ejem plo
de política peregrina en la persona del general Reyes, viajando en
el Ferrocarril del Cauca, viejo, hacía ya tiem po alejado del poder,
pero con todos sus instintos políticos en plena actividad:

Otro de los dones con que dotó Dios al General y que ha sido otra
de sus fuerzas, es su prodigiosa ijiémoria, que le permite recordar
en cualquier momento la fisonomía, el nombre y el apellido de
cualquiera persona que haya conocido, aun cuando sea por corto
tiempo, de manera de poder contestarle su saludo a un peón que
en otro tiempo estuvo en alguno de los batallones de su mando di-
M a l c o l m D eas

ciéndole: «Adiós, cabo Meneses, cómo te peleaste de bien en Enci-


so». Cuando íbamos en el Ferrocarril se paró el tren frente a un ca­
serío de negros, y como al salir de la plataforma el General viera
a uno de ellos, entabló con él este diálogo:
— Hola, dónde está Pedro Lurido? (Un negro que había hecho
campaña con el General en 1885.)
—Vive todavía aquí, pero está de muerte.
— Hombre, llévale esto de mi parte (cinco billetes de a $1).
Sabes quién soy yo?
— Pues el General Reyes.
— No, el cabo Reyes. (Reminiscencia del napoleónico petit
caporal.)
Momentos después volvió el negro con la noticia de que Pedro
Lurido acababa de expirar, y que los $5 del General habrían de ser­
vir para el entierro.
Cuántos pájaros mató el General con esa pedrada tan a tiempo?

H ubo siempre personas que estuvieron en campaña política


perpetua y Reyes fue sin duda una de ellas.
Surgen entonces otras preguntas difíciles de responder, pero
que deben ser planteadas. ¿Cuántos políticos hubo? ¿Hay algo sin­
gular en la propensión colombiana a hacer tanta política? ¿Existe
en Colom bia más afición hacia ella y más aficionados?
Afición no faltó nunca. La historia del país lo muestra bajo varias
formas, muchas todavía sin estudiar.
Siempre hubo las barras, en congresos, asambleas y aun en tribu­
nales y en las mesas electorales. A los ojos de un anglosajón burgués,
esos turbulentos y mal reprimidos éspectadores aparecen como un
flagrante abuso de la democracia, pero por muchos años formaron
parte indispensable de la escena política del país. Acortaron aún
más la poca distancia entre el pueblo y sus gobernantes, una dis­
tancia que nunca ha sido grande.
Colombia, a pesar de la desigualdad en las fortunas, nunca ha
sido un país de grandes distancias sociales, en parte porque por tan­
to tiem po hubo tan pocas fortunas grandes. El lector debe pensar
en el contraste con el Perú, donde Lim a sí tenía su barrio de pala­
cios, o con México, o de distinta manera con Chile. En política esta
corta distancia se expresa en la persistente sencillez de sus «costum­
bres republicanas». En su falta de p rotocolo complicado debe ser
uno de los países más republicanos del mundo.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

La afición a la política se ve en otro fenóm eno com o es el caso


del político ocasional, transitorio o amateur. M e parece que pasar,
p or una etapa de vida pública o burocrática es muy frecuente entre
los colombianos que han alcanzado un nivel mínimo, de educación
y de bienestar. La ambición de figurar de manera permanente exi­
ge una dedicación completa, pero todavía las ambiciones perma­
nentes no ejercen m onopolio, no hay una profesionalización que
haya establecido una clara división entre los políticos y los demás,
y nunca la ha habido. Muchísimas vidas han tenido su episodio
político.
Tratándose de personajes tan comunes, tan familiares, es sor­
prendente que, con excepción de las grandes figuras, los políticos
han sido poco retratados en la historia del país. Escapan, com o
escapan las elecciones de las anotaciones vitales de la señora Du-
rán. Todos los han conocido, pero a casi nadie le ha parecido que
valdría la pena dejar un testimonio de su naturaleza o de sus vidas
para la posteridad. Escasas son las excepciones, entre literatos o
entre políticos. Recuerdo a Vergara y Vergara, ya citado, vigoroso
caricaturista, y a Pedro Juan Navarro que se deja ver, p or lo menos
a sí mismo, en su Parlamento en pijama en la década de 1920. Re­
cuerdo también a Darío Achury Valenzuela, autor en su juventud
de un muy divertido opúsculo Caciques boyacenses, pero quien de
viejo me confesó que nunca había conocido a ninguno de sus per­
sonajes y que escribió el librito sin haber ido ni una vez a Boyacá.
La mayoría de los estadistas que escriben memorias de sus carre­
ras públicas olvidan mencionar, ni mucho menos agradecer, a los
manzanillos, a los caciques y a los políticos comunes y corrientes, a
quienes todos han conocido y a quienes muy pocos no han debido
mucho: meros politiqueros.
Para unos, los de los demás son manzanillos, caciques, tinterillos
o politiqueros si están afiliados a la otra banda. Si están del lado de
ellos, son fieles trabajadores del partido, o las fuerzas vivas de la lo­
calidad.
L a literatura es particularmente escasa en el tema del manzani­
llo, el go-between o «chino de los mandados» de los políticos, tejedor
esencial de la red de compromisos: Sospecho que tal oficio fue par­
te del aprendizaje en la carrera de muchos políticos que lograron
llegar a mayores alturas. Había cierta tradición, según la cual tocaba
empezar una carrera política «cargando leña». Algunos seguían car­
gando leña toda la vida.
M a l c o l m D eas

Aveces, muy pocas, se encuentran en la literatura de memorias


esbozos de estas personas de la política modesta que le hacen a uno
entrar en una duda sistemática sobre hasta dónde uno conoce, has­
ta d ónde uno puede categorizar la realidad de las bases, los grass
roots, de los sistemas políticos de antaño, o de hoy.
A q u í va uno. Se encuentra en el libro del conservador valluno
Manuel Sinisterra, Recuerdos de la guerra de 1895 en Tuluá. El autor
cuenta cóm o buscaba un nuevo alcalde para Tuluá:

Muchísimos amigos me indicaron que nombrara alcalde al negro


Joaquín Sánchez, a quien no conocía. Todos me aseguraban que
sería el mejor alcalde para tiempo de revolución, aun cuando no
sabía leer ni escribir.
Me parecía raro que un individuo analfabeto pudiera servir para
alcalde, pero me hicieron saber que ya en otras ocasiones había de­
sempeñado el puesto y que en tiempo de revolución todo se puede.
Resolví, por tanto, mandar a llamarlo y le hice el nombramiento.
El negro Joaquín era vivísimo. Usaba un sello de caucho para fir­
mar y conocía el código de policía «al tacto». Cuando se presentaba
algún asunto de policía, abría el código, buscaba la disposición que
necesitaba aplicar y decía al secretario, señalándole la página: «Aquí
está eso».
Lo más curioso es que, aunque parezca imposible, jamás se equi­
vocaba.

O tro aficionado, otro talento natural.


Ya hemos citado una corta frase del ensayista M anuel Serrano
blanco, tomada de su libro de hace ya casi medio siglo Las viñas del
jdio. Fue un observador fin o de su tierra santandereana, y no hallo
m ejor manera de concluir que cuatro párrafos de su texto:

Para el colombiano es una necesidad primordial la política. Desde


el primer ciudadano hasta el último mendigo, todos se ocupan y preo­
cupan de la política. En el sentido activo o en el sentido pasivo, en
la beligerancia o en el comentario, en la especulación o en la idea­
lización. Es un arte que los unos llevan con diletantismo y los otros
con intrepidez y estridencia pero todos caen en ese pozo sin fondo
y todos se solazan en él.
Y ello depende del atraso de nuestra cultura y del ambiente es­
cueto y somero en que nos ha tocado vivir. Lo mismo en la capital
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

de la república y en las ciudades de primera categoría que en el bur­


go lejano y perdido. Gentes que parecen seguir la escuela antigua
de aquellos ociosos de la baja latinidad, que discutían en el ágora,
parlaban en la academia, dialogaban bajo los pórticos sobre los te­
mas inagotables de los sucesos públicos, como si fueran el motivo
predilecto de toda otra ocupación lícita y elegante.
Y es que entre nosotros el ciudadano, sin distinción de clases
nijerarquías, tiene que dedicarse a este ajetreo politiquero, porque
de él depende en mucha parte su vida y su tranquilidad. Según sea
el triunfo o el fracaso de sus viejos ideales y de sus viejos mitos serán
calificados sus tributos, orientada su educación, resguardado su ho­
gar, preconizada su libertad, protegida su honra, fomentada su pro­
piedad. El amplio o el pequeño círculo en que se mueve estará nece­
sariamente influido por el triunfo o el fracaso de lo que cada cual
cree que es el ideario político de sus inclinaciones, de sus convic­
ciones o de sus opiniones...
Entre nosotros... ningún ciudadano puede huir de las preocu­
paciones políticas, porque será víctima de su propio olvido. Ése es
su principal problema, su primera preocupación y también su úni­
ca diversión.
N o t a b ib l io g r á f ic a

«M igu el A ntonio Caro y amigos: poder y gramática», fue escrito


para la revista History Workshop de Londres, «revista de historia so­
cialista y feminista», a petición de su generoso editor Bill Schwarz,
para el número conmem orativo de 1492.
«Los problemas fiscales de Colombia durante el siglo x ix » se debe
a una invitación de M iguel Urrutia, entonces director de Fedesarro-
11o; apareció en M. Urrutia, ed., Ensayos sobre historia económica
colombiana, Bogotá, 1980, y una versión inglesa salió en Journal o f
Latin American Studies, Vol. 14, part. 2, noviembre 1982.
«Pobreza, guerra civil y política: Ricardo Gaitán Obeso y su cam­
paña en el río Magdalena, 1885» apareció prim ero en Nova Amen-
c a n a to . 2, Turín, 1978, a pedido de su editor M arcello Carmag-
nani. La versión en castellano fue publicada por Fedesarrollo como
panfleto de ocasión, Bogotá, 1979.
«L a presencia de la política nacional en la vida provinciana, pue­
blerina y rural de Colom bia en el prim er siglo de la República» fue
escrito para un congreso de f a e s , M edellín, sobre el m undo rural
y publicado por iniciativa de Marco Palacios en M. Palacios, ed., La
unidad nacional en América Latina. Del regionalismo a la nacionalidad,
M éxico, 1983.
«Algunas notas sobre el caciquismo en Colom bia» apareció en
el No. 127, octubre 1973, de Revista de Occidente, Madrid, número de­
dicado al caciquismo, editado por José Várela Ortega. La traduc­
ción es de Eva Rodríguez.
«U n a hacienda cafetera de Cundinamarca: Santa Bárbara 1870-
1912» form a un capítulo en K Duncan e I. Rutledge, eds., Land and
Labourin Latin America, Cambridge, 1977. La versión en castellano
es del Anuario colombiano de la historia social y de la cultura.
D e l p o d e r y l a g r a m á t ic a

«E l Nostromo de Joseph Conrad», apareció en Pluma, Bogotá, mar-


zo-abril, 1977.
«José María Vargas Vila» form a la introducción a la selección de
su obra publicada p or el Banco Popular, Bogotá, en 1984, Vargas
Vila. Sufragio - Selección - Epitafio.
«U n a visita al “N eg ro ” M arín» y «Aventuras y muerte de un caza­
d or de orquídeas», aparecieron en Credencial Historia, noviem bre
1990 y octubre 1991. Agradezco a Camilo Calderón Schrader ya Re­
vista Credencial Historia su permiso para incluirlos en este volumen.
«U n día en Yumbo y C orinto» fue escrito a pedido de Jorge O r­
lando M eló para su Reportajes a la historia cobmbiana, 2 Vols., Bogotá,
Planeta, 1989. Agradezco a Enrique González y a Editorial Planeta
el permiso de incluirlo aquí.
«U n a tierra de leones: Colom bia para principiantes», salió en
el London Review ofBooks, 22’de marzo 1990.
«En desacuerdo con ciertas ideas sobre la cultura de la muerte
en Colom bia» form a parte de las memorias del seminario Palabras
Urgentes realizado en la Universidad e a f i t , publicadas en la revista
Yesca y Pedernal, N o. 3, M edellín, febrero 2003.
«L a política en la vida cotidiana republicana» apareció en Beatriz
Castro Carvajal, ed., Historia de la vida cotidiana en Colombia, Bogotá,
Norma, 1996.
H e revisado todas las traducciones. Algunas son anónimas. Gran
parte de «M igu el An ton io C aro...» y de «U n a tierra de leon es...»
se debe a Luis Guarín. Escribí «L a presencia de la política...», «E l
Nostromo...», «José Vargas Vila», «Aventuras y m uerte...», «U n a visi­
ta...», y «U n día en Yumbo y C orin to» en castellano, con la ayuda
de varios maestros y maestras de estilo, como también la «Corta con­
fesión».
Este libro
se terminó de imprimir en los
talleres gráficos de Editorial Nomos S..
en el mes de marzo de 2006,
Bogotá, Colombia.

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