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Homilía del 31-05-1992

Muy queridos todos:


Iba a decir “pocas veces”, quizás “muchas veces”, pero cada una parece como la muy especial.
Ocurre, cuando como en este caso que uno tiene que celebrar una Eucaristía con la gente que más quiere,
con grupos que están tan dentro de uno, tan en el corazón, con comunidades... Ocurre bastante seguido, por
los retiros que se dan, pero tal vez las necesidades en el corazón del hombre de vivir momentos como estos,
es una necesidad tan grande que siempre parece poco, por eso uno dice “como pocas veces”, capaz que Dios
le diga: “viejo, pero son tantas…” Pero bueno, lo real es que con esta celebración de la Ascensión se viene a
sumar este gozo, esta alegría de compartir la celebración, de celebrar al Señor ascendido a los cielos, con
tanta gente que uno quiere, y de un modo tan privado, tan como para nosotros. Son de las gracias, de los
gozos de la fe. La fe de verdad. La fe en que Dios es padre, que por tanto somos hermanos. La fe que nos ha
llevado a amarnos como hermanos.
Estamos en la Ascensión. Hablábamos ayer todo lo que hablábamos -que no quiero repetirme, por
eso estoy pensando qué cosas nuevas se pueden sacar de estas verdades viejas-. Y una me parece
fundamental que es con la que termina el Evangelio: “y permaneciendo… los discípulos que se habían
postrado delante de Él volvieron a Jerusalén con gran alegría y permanecían continuamente en el templo
alabando a Dios”. Porque esta expresión de Lucas es como si se contradijera con la misma expresión de
Lucas de los hechos de los apóstoles cuando dice que “se quedaron ahí en el monte, mirando al cielo”.
Indudablemente con mucho dolor, con mucha nostalgia porque lo veían partir, porque una nube lo ocultó de
la vista de ellos: se les fue... Y por eso los ángeles vinieron y los increparon: “¡hombres de Galilea porqué
siguen ahí mirando el cielo!, este Jesús que se les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma
manera que lo han visto partir”.
Pero después dice acá que volvieron a Jerusalén llenos de alegría. ¿Llenos de alegría porque se fue
Jesús?, así como ciertas alegrías que hay en algunas casas cuando “falta el gato y bailan los ratones”. No,
indudablemente que no.
Aquello es un misterio. Un misterio no tan oculto, no tan misterioso que no lo podamos descifrar,
pero no se presenta tan claro cuando por un lado se nos presentan mirando con nostalgia el cielo hasta que
los ángeles los retan y los bajan a la tierra y el hecho que después salgan llenos de alegría para Jerusalén.
Yo estuve allá, -de las tantas gracias que Dios me da y que tengo terror que me pida cuentas después,
de cada una-. Y parado en aquella montaña y luego de besar la piedra donde Él estuvo parado –y más allá de
los que no creen dentro de la Iglesia, que son los más- está la marca del pie de Jesús en la roca, el dedo
gordo del pie derecho y del talón, exactamente como tendría que quedar la marca de alguien que hace pie
para levantarse.
Y allá miraba que Cristo ascendió dejando Jerusalén a la izquierda como casi no queriéndola ver por
todo lo que había sufrido, por lo que iba a sufrir sobre todo Jerusalén, era su ciudad amada. Miraba hacia el
norte, hacia su Galilea. Y en ese momento uno es invadido por todo, es decir: la pena de pensar que se fue,
Él no está con nosotros, pero al mismo tiempo la presencia... En la antífona Él mismo nos decía: “vayan y
hagan de todos los pueblos discípulos míos y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo.
Los apóstoles encaran de distintos aspectos, con distintas expresiones este hecho los Evangelistas.
Hablan de que fue elevado al cielo y sentado a la derecha del Padre. Lucas habla de que sí, fue elevado al
cielo, que lo cubrió una nube, se quedaron ahí mirando, pero después agrega que volvieron a Jerusalén llenos
de alegría. Que permanecían continuamente en el templo alabando a Dios. ¿Alabando a Dios en dónde?
Tendrían que haber estado como reprochando a Dios: “¿por qué lo llevaste?, ¿para qué nos mandaste a
Cristo y después nos lo quitaste?
Es que, -como ayer también decía en algún momento- el hecho de que estuviera en la tierra no
implicaba que no estuviera junto al Padre. El hecho de que ahora esté sentado a la derecha del Padre no quita
que esté con nosotros en la tierra. Por eso duele la partida pero alegra la certeza de su presencia entre
nosotros.
Por eso la Ascensión, -me acuerdo en este momento- en algún año yo hablaba que implicaba ese
misterio de ausencia-presencia: es una ausencia para estar presente. Es una ausencia rara, que sólo Dios
puede hacer. Irse para poder estar. Porque cuando estaba en la tierra estaba allí donde estaba: en Betania, en
Samaria, Judea, Nazaret, o en Caná o en Cafarnaún. Ahora está allá a la derecha del Padre pero está acá. Está
en la casa de las chicas, está en cada sagrario, está en cada corazón, está en cada hogar, está en todas partes.
Pero yo diría casi con una mayor presencia que aquella de Dios que porque es omnipresente está en todo
lugar, como decía el catecismo: “Dios está en los cielos, la tierra y en todo lugar”, decía el catecismo de mi
tiempo de sesenta años atrás.
Y Cristo no solamente está en el cielo, la tierra y en todo lugar, es una presencia como más viva, más
vívida. ¿Quién de nosotros no tiene la experiencia de haber charlado con Cristo donde se paró a charlar?. Y
Él está a la derecha del Padre, pero está acá porque “yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo, yo no los
dejaré solos, no los dejaré huérfanos”.
Entonces para nosotros los hombres limitados, incapaces de vivir dos cosas que parecen
contradictorias, estamos ahí oscilando entre un gozo inmenso y un dolor muy grande. Entre el gozo de la
presencia cierta, el dolor de no tener el privilegio de estar físicamente con Él. Porque todavía seguimos
encarnados y nosotros querríamos presencias físicas. ¡Cómo nos alegra hasta la emoción esta presencia física
de los de Pigüé!, a los que siempre tenemos tan presentes pero ahora están presentes físicamente. También
espiritualmente uno los recuerda y los lleva adentro y cuántas veces habla con Jesús de ellos. Pero esta
condición de ser encarnados nos hace sentir necesidades de presencias físicas y nos duele la ausencia física
de Cristo, pero nos consuela su presencia espiritual y real en la Eucaristía, concretamente.
Entonces, eso me parece que es lo central, junto al hecho fabuloso de la ascensión misma, porque
Cristo vino para ascender. Es decir, el sentido de la venida de Cristo fue para volverse al cielo con la
naturaleza humana -como decía ayer- y llevarnos a la rastra a nosotros. Si Cristo no hubiera ascendido a los
cielos, si Cristo no hubiera resucitado, ahí sí que hubiera sido vana nuestra fe. Quedaríamos acá, es decir
sepultados en la tierra para siempre, en el infierno. Pero Cristo vino a hacerse hombre para que el hombre
fuera divinizado.
Nosotros vamos a ser divinizados. Ya estamos divinizados porque por nosotros corre sangre divina.
“Somos hijos de Dios, nos llamamos hijos de Dios y lo somos”. Pero todavía en una realidad opaca, todavía
en una realidad no visible, no tangible, no perceptible, que se sabe por la fe. Allá la viviremos con los ojos
abiertos. Ya no nos manejaremos con la fe. Allá vamos a ver a Dios cara a cara, como dice la Escritura, y ahí
vamos a ver quiénes somos nosotros también.
Entonces, esta fiesta por antonomasia es la que explica y da como razón y sentido a la venida de
Cristo: Cristo vino a la tierra para hacerse hombre y para como hombre ascender a los cielos y divinizarnos a
nosotros. Esa es la síntesis de la Ascensión y por eso la alegría, por eso el gozo.
Por eso el dolor porque vino a la tierra y no sé gustar lo que es estar con un Dios, entre nosotros. Pero
nos despierta nostalgias del cielo porque nos dice “van a ir ustedes para allá también”.
Hermanos, que estas cosas dichas tartamudeando, las puedan ustedes traducir y llevarlas a sus vidas y
tener cada uno la certeza absoluta y total de ese “yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo”. Que así sea,
en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

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