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Capítulo 3.

Hacendado en Brasil

Nada más desembarcar en Brasil me hice con la carta de naturalización, un documento


que autoriza a los extranjeros a residir en el país y que les reconoce los mismos
derechos que a los nativos. Sin ese papel estaba perdido.

Me enteré de que los dueños de los cafetales y de las plantaciones de azúcar y de tabaco
se hacían ricos muy pronto y decidí convertirme en hacendado.1 Con el dinero de la
chalupa, más lo que saqué por la venta de la piel del leopardo, las dos escopetas y la
caja de botellones, reuní en total doscientos veinte doblones de a ocho. Con ese dinero y
con la carta de naturalización en mi poder compré unas tierras de labor.

‒Aquí estará mi ingenio ‒me dije, tomando posesión del terreno.

En Brasil y en otros países de América llaman ingenio a la plantación de caña azucarera


y al molino de la refinería.

Los dos primeros años apenas saqué para mi sustento. «¡Para esto me alejé cinco mil
millas de Inglaterra!», me decía con amargura. Muchas veces eché de menos a Xury,
porque me habría ayudado a plantar tabaco y caña de azúcar. Al tercer año las cosas
empezaron a irme algo mejor. Un día me llegó la noticia de que había arribado a puerto
el capitán portugués que me había salvado la vida en alta mar, y fui a saludarlo. Me
recibió muy cordial.

‒Senhor inglese, ¿cómo le va?

Le conté mis apuros y él me dio un buen consejo.

‒ ¿No dejó usted en Londres doscientas libras a la viuda de un capitán inglés?

‒Cierto, capitán.

‒Y ¿para qué las quiere allí? Inviértalas en su ingenio, si quiere progresar.

‒Sí, pero ¿qué puedo hacer para recuperarlas?

‒Escriba una carta a la viuda y deme un poder2 para formalizar la operación.

‒Conforme, capitán.

‒ ¡Ah!, gaste solo la mitad. Reserve las otras cien libras por si las cosas vienen mal
rodadas.

En el siguiente viaje el buen capitán portugués me trajo de Lisboa un cargamento de


mercancías inglesas. Había invertido la mitad de mi patrimonio en herramientas y

1
hacendado: propietario de una hacienda o finca agrícola.
2
poder: autorización dada a una persona para que la represente.

1
aperos3 para la plantación, así como en paños, telas y bordados, que son muy estimados
en América. Vendí estas manufacturas por cuatro veces su precio de coste.

‒Hay algo más ‒me dijo el capitán‒. Su amiga, la viuda de Londres le envía este regalo
de cinco libras esterlinas. Aquí tiene. ¿Qué piensa hacer con ellas?

‒Pues no sé, capitán.

‒Cómprese un esclavo ‒me aconsejó.

Él mismo se encargó de comprarme un mozo negro que estaba obligado a trabajar para
mí durante seis años, gratis, sin recibir ni un jornal, excepto un poco de tabaco de mi
cosecha. Además del esclavo negro, me compré un sirviente europeo.

Al año siguiente la cosecha de tabaco dio para enrollar cincuenta fardos que pesaban
cien libras cada uno, cuyo destino era el mercado de Londres. Mi prosperidad era
imparable. Si en ese momento me hubiera conformado con ser un rico propietario de
plantación, llevando una vida plácida y retirada como mi padre me había recomendado,
me hubiera evitado muchas calamidades. Pero me dejé llevar por la ambición de
acumular una gran fortuna en poco tiempo y por mi pasión por recorrer mundo. Yo era
lo que vulgarmente se dice «un culo de mal asiento». La consecuencia fue que me
precipité de nuevo en el abismo de la desdicha humana.

Todo empezó cuando unos amigos mercaderes y hacendados de Salvador me


propusieron traficar en Guinea. En una reunión yo les había hablado de mi primer viaje
a África y de lo fácil que me había sido hacer un buen negocio, y ellos se habían
quedado boquiabiertos con el relato.

‒Así que ‒me dijo uno, incrédulo‒, ¿puedo intercambiar juguetes, cuchillos, hachas,
espejos y collares de vidrio por polvo de oro, cereales y colmillos de elefante?

‒Sin duda.

‒O sea, que con unas cuantas chucherías…podría comprar un esclavo negro.

‒Así es ‒añadí.

‒ ¡Con la falta que hacen los esclavos en las plantaciones! ‒comentó otro hacendado.

‒Brasil necesita esclavos ‒opinó otro terrateniente‒. Escasean y hay que pagar mucho
por ellos.

El tráfico de esclavos negros estaba entonces en sus inicios. Para traerlos de África y
venderlos en pública subasta había que disponer de un asiento, es decir, un permiso de
los reyes de Portugal o de España. Obtenerlo era un trámite largo y costoso. Por eso mis
amigos preparaban un viaje clandestino.

3
aperos: instrumentos para trabajar la tierra.

2
‒Alistamos4 un barco, lo traemos lleno de esclavos y nos los repartimos.

Yo tenía mis dudas, pero ellos insistieron.

‒Nosotros corremos con los gastos de la expedición y tú te haces cargo de la


compraventa en Guinea.

‒Es un trato justo ‒les dije‒. Pero con una condición: que cuidéis de mi plantación en
mi ausencia. De esa manera, en caso de que fracasemos, no quedaré en la ruina.

‒Conforme.

Antes de partir, hice testamento nombrando heredero universal de mis bienes al buen
capitán portugués.

¡En qué mala hora decidí embarcarme! Jamás olvidaré la fecha: 1 de septiembre de
1659, el mismo día y mes en que me fugué de casa de mis padres. Habían pasado ocho
años desde aquella insensata escapada.

La ruta normal de Brasil al África negra subía hasta los diez grados de latitud norte y
allí viraba rumbo al este. Con buena mar y un calor sofocante bordeamos la costa hasta
llegar al cabo San Agustín. Una vez allí, pusimos proa a la isla Fernando Noronha,5 y
tras doce días de plácida navegación cruzamos el ecuador. Fue poco después, a 7º 22’
de latitud norte, cuando se desató una terrible tormenta. No hubo más remedio que
dejarse ir a la deriva6 durante días y días. Una ola arrebató a dos marineros y un hombre
murió de fiebre. La tormenta nos derivó hacia las Guayanas, entre el río Amazonas y el
Orinoco. El capitán me aconsejó que volviéramos a Brasil, pues el barco necesitaba una
reparación, pero no era cosa de regresar al punto de partida, así que al fin optamos por
poner rumbo noroeste, hacia las islas Barbados, donde podríamos encontrar ayuda de
los ingleses. La fatalidad, sin embargo, nos reservaba un destino diferente. Cuando
alcanzamos los 12º y 18’ un furioso huracán batió el barco y lo arrastró a donde quiso.
A la mañana siguiente el vigía gritó:

‒ ¡Tierra!

Al instante nos precipitamos fuera de los camarotes y en esto el barco encalló7 en la


arena, mientras la mar bravía barría la cubierta con furia y desarbolaba8 el barco. El
naufragio era inminente, así que todos nos encomendamos a la misericordia de Dios.

‒ ¡A los botes!‒gritó el capitán.

4
alistar un barco: aparejarlo, dejarlo dispuesto para emprender un viaje.
5
Esta isla está a 400 km al nordeste del cabo brasileño de San Roque.
6
a la deriva: a merced del viento y las olas, sin control ni rumbo.
7
encallar: dar el barco en piedra o arena e inmovilizarse.
8
desarbolarse: romperse los mástiles de una embarcación.

3
Había a bordo un bote y una chalupa, pero esta última estaba desfondada9, pues se había
soltado y se había estrellado contra el timón. El piloto y varios tripulantes lograron
arrastrar el bote hasta la borda, entramos en él once de nosotros y… ¡al agua!

‒ ¡Dios misericordioso!‒exclamé aterrado.

¡A rezar y a remar con todas nuestras fuerzas! Al instante vimos acercarse una ola tan
alta como una montaña, que nos embistió de popa y volteó la barca, así que caímos
todos al agua. La mar nos tragó. No puedo describir mi angustia, nadando desesperado
por salir a flote, sin apenas tomar aire, ingiriendo agua salada, boqueando10 en el
remolino, hasta que la misma ola me arrastró un gran trecho y me depositó exhausto en
la playa.

«Estás vivo, Robin», me dije, recuperando el aliento. Al instante supe que tenía que
incorporarme y escapar antes de que volviese otra ola y me arrastrara mar adentro.
Gateando, avancé sobre la arena, mientras oía a mis espaldas el atronador embate de una
ola gigantesca, y entonces, haciendo un esfuerzo sobrehumano, logré ponerme en pie y
echar a correr dando tumbos hasta el final de la playa. Una vez allí, me desplomé boca
abajo sobre la arena.

«Estás vivo, Robin, ¡vivo!», me dije.

Unos instantes después di la vuelta, abrí los ojos hacia el cielo infinito y di gracias a
Dios por haberme salvado de la muerte.

***

9
desfondarse: agujerearse o abrirse el fondo de un barco.
10
boquear: abrir repetidamente la boca.

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