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Saber, placer, verdad

Michel Foucault y el psicoanálisis


Agustina Craviotto Corbellini
Joaquín Venturini Corbellini
(Coordinadores)

Saber, placer, verdad


Michel Foucault y el psicoanálisis
La publicación de este libro fue realizada con el apoyo
de la Comisión Sectorial de Investigación Científica (csic) de la Universidad de la República.

Los libros publicados en la presente colección han sido evaluados


por académicos de reconocida trayectoria en las temáticas respectivas.

La Subcomisión de Apoyo a Publicaciones de la csic,


integrada por Héctor Berio, Luis Bértola, Magdalena Coll, Mónica Lladó, Alejandra López Gomez,
Vania Markarián y Sergio Martínez ha sido la encargada de recomendar
los evaluadores para la convocatoria 2018.

© Agustina Craviotto Corbellini y Joaquín Venturini Corbellini, 2018


© Universidad de la República, 2019

Ediciones Universitarias,
Unidad de Comunicación de la Universidad de la República (ucur)

18 de Julio 1824 (Facultad de Derecho, subsuelo Eduardo Acevedo)


Montevideo, cp 11200, Uruguay
Tels.: (+598) 2408 5714 - (+598) 2408 2906
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Correo electrónico: <infoed@edic.edu.uy>
<www.universidad.edu.uy/bibliotecas/>

isbn: 978-9974-0-
isbn pdf: 978-9974-0-
Contenido

Presentación de la Colección Biblioteca Plural, Rodrigo Arim.......................................7

Preliminares: Foucault y el psicoanálisis. Por un diálogo


posible, Agustina Craviotto Corbellini y Joaquín Venturini Corbellini............................................................9
Ecos de Foucault.......................................................................................................................................9
Ecos del psicoanálisis...........................................................................................................................12
La recepción del psicoanálisis en Foucault..........................................................................16
La recepción de Foucault en el psicoanálisis......................................................................18
Los trabajos de esta colección.......................................................................................................20

Espectros de Freud y Marx sobre el pensamiento


de la sospecha en Foucault (1964), Joaquín Venturini Corbellini..................................................... 27
La interioridad desfondada en Marx y Freud.....................................................................31
Marx: la sospecha de la interioridad antropológica........................................................34
Interioridad y origen en Smith:
impulso al intercambio y teoría del valor...............................................................................37
Teoría del valor y trabajo social abstracto en Marx........................................................44
Fetichismo de la mercancía e ideología en Marx.............................................................47
El afuera espectral en Marx............................................................................................................57
Freud: la interioridad bajo sospecha.........................................................................................60
La objetividad espectral de la fantasía en Freud..............................................................62
Freud: el anudamiento entre pulsiones sexuales, alteridad y fantasía.................67
El afuera espectral de Freud..........................................................................................................77
Excurso. El reparto del espectro entre Freud y Marx..................................................78

Freud acalla las imágenes, Carlos Arévalo............................................................................................89

Un diálogo entre el psicoanálisis y Michel Foucault, José Assandri.......................101


Primera parte..........................................................................................................................................101
Segunda parte .......................................................................................................................................117
Epílogo. The toolbox.................................................................. 123

Sigmund Freud-Walter (¿Henry Spencer Ashbee?)Dos discursos sexuales en


búsqueda de un sujeto perdido, Gonzalo Percovich.......................................................................135

La recepción del psicoanálisis freudiano en el período clásico


de la teoría crítica, Ivana Deorta..............................................................................................................147
Liminar.......................................................................................................................................................147
El Ángel de la historia.....................................................................................................................149
La recepción...........................................................................................................................................152
De la relación entre sociología y psicología......................................................................154
El reverso de la civilización es la barbarie..........................................................................156
Un giro hacia el sujeto (mutilado)............................................................................................158
Estética del sí, Marcelo Real ..........................................................................................................................161
Plan...............................................................................................................................................................161
Estetización de la existencia.........................................................................................................162
Subjetivación y relación de sensaciones...............................................................................164
Política de la sensación....................................................................................................................167

Un aporte de Michel Foucault para abordar el alma


y la espiritualidad en psicoanálisis, Ana María Fernández Caraballo............ 171
Presentación ..........................................................................................................................................171
¿Por qué estudiar la espiritualidad y el alma en el psicoanálisis?........................172
De la espiritualidad en psicoanálisis.......................................................................................178
Encuentros y desencuentros........................................................................................................182

Foucault: un punto de exterioridad, Agustina Craviotto Corbellini .............................189


Apertura....................................................................................................................................................189
Gestos y estilos ....................................................................................................................................189
El sujeto y el «sí mismo».................................................................................................................192
Una invitación a cogitar y a ser de tu tiempo..................................................................194

Los Rostros De Foucault: Entrevista A Edgardo Castro,


Agustina Craviotto Corbellini y Joaquín Venturini Corbellini....................................................199

Sobre los autores....................................................................................................................................................207


Presentación de la Colección Biblioteca Plural

Vivimos en una sociedad atravesada por tensiones y conflictos, en un mundo


que se encuentra en constante cambio. Pronunciadas desigualdades ponen en
duda la noción de progreso, mientras la riqueza se concentra cada vez más en
menos manos y la catástrofe climática se desenvuelve cada día frente a nuestros
ojos. Pero también nuevas generaciones cuestionan las formas instituidas, se
abren nuevos campos de conocimiento y la ciencia y la cultura se enfrentan a
sus propios dilemas. 
La pluralidad de abordajes, visiones y respuestas constituye una virtud para
potenciar la creación y uso socialmente valioso del conocimiento. Es por ello
que hace más de una década surge la colección Biblioteca Plural.
Año tras año investigadores e investigadoras de nuestra casa de estudios
trabajan en cada área de conocimiento. Para hacerlo utilizan su creatividad, dis-
ciplina y capacidad de innovación, algunos de los elementos sustantivos para las
transformaciones más profundas. La difusión de los resultados de esas activida-
des es también parte del mandato de una institución como la nuestra: democra-
tizar el conocimiento.
Las universidades públicas latinoamericanas tenemos una gran responsabi-
lidad en este sentido, en tanto de nuestras instituciones emana la mayor parte
del conocimiento que se produce en la región. El caso de la Universidad de la
República es emblemático: aquí se genera el ochenta por ciento de la produc-
ción nacional de conocimiento científico. Esta tarea, realizada con un profundo
compromiso con la sociedad de la que se es parte, es uno de los valores funda-
mentales de la universidad latinoamericana. 
Esta colección busca condensar el trabajo riguroso de nuestros investigado-
res e investigadoras. Un trabajo sostenido por el esfuerzo continuo de la sociedad
uruguaya, enmarcado en las funciones que ella encarga a la Universidad de la
República a través de su Ley Orgánica. 
De eso se trata Biblioteca Plural: investigación de calidad, generada en la uni-
versidad pública, encomendada por la ciudadanía y puesta a su disposición. 

Rodrigo Arim
Rector de la Universidad de la República

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Preliminares: Foucault y el psicoanálisis
Por un diálogo posible

Agustina Craviotto Corbellini


Joaquín Venturini Corbellini

Ecos de Foucault
Hablar de la influencia de Michel Foucault en el pensamiento, en las ciencias
humanas y en la cultura contemporánea parece una tarea imposible. Resulta
tentador evocar a Foucault en la lección inaugural de su seminario en el College
de France, aquel 2 de diciembre de 1970:
Más que tomar la palabra, habría preferido verme envuelto por ella y transpor-
tado más allá de todo posible inicio. Me habría gustado darme cuenta de que
en el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde
hacía mucho tiempo: me habría bastado entonces encadenar, proseguir la fra-
se, introducirme sin ser advertido en sus intersticios, como si ella me hubiera
hecho señas quedándose, un momento, interrumpida. No habría habido por
tanto inicio (Foucault, [1973] 2004).
En estos fragmentos de discurso que retomamos a modo de intercambio entre
investigadores e instituciones científicas o universitarias también nosotros quisié-
ramos ser envueltos por un discurso ya iniciado, no tanto al estilo de una espiral
de dones-contradones, donde lo que se entrega no tiene retribución inmediata y
donde se obtiene la apariencia de una restitución originaria de sentido y valor—a
pesar de que lo que se devuelve nunca es lo que precisamente se obtuvo en primer
lugar—, donde finalmente el intercambio es recubierto por la solemnidad de la
tradición, y luego el silencio sepulcral, o la repetición de lo mismo.
Contra la tranquilidad de la supuesta comprensión de una obra, quisiéra-
mos la multiplicación indefinida de su voz en otras voces, ya que la obra de
un intelectual no está compuesta solamente de su propia enunciación, de su
palabra escrita o hablada, sino de la recepción que tiene en una época y en
una cultura. Así, quisiéramos ser tomados por la palabra de Didier Eribon, en
una escena que tiene lugar en Calcuta en octubre de 1993: «Un centenar de
investigadores están reunidos en una sala. Los azares de la existencia me habían
conducido a esa ciudad, y profesores de la universidad me invitaron a hablar de
Michel Foucault. Cuando la discusión comenzó, al final de mi exposición, pude
constatar que la obra de Foucault era no solo ampliamente conocida por los
intelectuales bengalíes—esto ya lo sabía, y era incluso la razón de ser de dicho
encuentro—, sino conocida en sus menores detalles. En los días subsiguientes,
pude verificar que estaba igualmente asimilada desde hacía mucho tiempo como

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un marco de referencia teórico, y utilizada por los investigadores, ya fueran et-
nólogos, sociólogos o historiadores, en sus trabajos sobre la sociedad india. Un
universitario que había venido a hacerme un reportaje para una revista cultural
me hizo la misma observación: ‘Usted sabe, aquí se considera que Foucault re-
presenta la última palabra del análisis del poder’» (1995, p. 17). Seis meses antes,
en un coloquio sobre la biografía de Foucault organizado por la Universidad
de Berkeley, Eribon se hallaba en compañía de Paul Rabinow, James Miller y
Alexandre Nehamas, ante un auditorio de cientos de personas que se agolpaban
ante las puertas del recinto. Decenas de personas escuchaban desde los corredo-
res, intentando seguir las conferencias. «Entre los asistentes se hallaban profeso-
res que lo habían frecuentado cuando venía a dar sus cursos y sus seminarios en
los últimos años de su vida. Pero había también una multitud de estudiantes. Por
ende no era una ceremonia recordatoria. Foucault estaba vivo. Su influencia, su
brillo en Berkeley eran tan intensos, y acaso más de lo que lo habían sido diez
años atrás» (Eribon, 1995, p. 18). Los ecos de la obra de Foucault resuenan más
fuerte con el paso de los años.
Desde su muerte el 25 de junio de 1984, la obra del autor ha experimenta-
do una notable ampliación de los trabajos que la integran en diferentes formatos.
Se han publicado desde entonces diversos escritos que estaban dispersos, en
calidad de conferencias, entrevistas, artículos, cursos y manuscritos inéditos.
El primer hito en esta ampliación de la obra del filósofo se produjo 10 años
después de su fallecimiento, con la aparición de los cuatro volúmenes de Dits
et écrits (1994). Esta colección reúne gran parte de los trabajos dispersos de
Foucault. La voluminosa serie hace llegar al público un compendio cuya can-
tidad de páginas es equivalente a la de la totalidad de los libros publicados por
Foucault en vida, y brinda al lector la posibilidad de recorrer la obra del inte-
lectual en base a un criterio cronológico, depurado de afectaciones exegéticas de
otras características. En 1997 comenzaron a publicarse los seminarios dictados
por Foucault en el College de France, basados en las transcripciones de las clases
del autor. La tesis complementaria de doctorado de Foucault fue publicada en
2008 con el título Introduction a l´ Anthropologie de Kant. A comienzos de 2018
se publicó finalmente Aveux de la chair, traducida y publicada simultáneamente
en español bajo el título Las confesiones de la carne, el cuarto y último volumen
de Historia de la sexualidad.
Siguiendo la ampliación de la disponibilidad de la obra de Foucault, los
estudios dedicados a la exégesis, interpretación e incluso a la aplicación de los
análisis críticos y conceptos del autor se han multiplicado en los últimos años,
especialmente desde la década de 1990, a partir de la publicación de los vo-
lúmenes de Dits et écrits. Ya ha sido señalada por otros la importancia de esta
colección para el impulso de los estudios sobre la obra de Foucault. Los artícu-
los, conferencias, entrevistas e intervemciones de Dits et écrits nos muestran la
continuidad de la labor investigativa de Foucault allí donde los tiempos vacíos
que jalonan la publicación de sus libros muestran una aparente discontinuidad,

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también aparentemente confirmada por las modificaciones de los temas de in-
vestigación y los giros metodológicos del autor. Los trabajos reunidos en Dits et
écrits contribuyen a una mayor comprensión de grandes temas de investigación
que no se encuentran muy desarrollados en los libros del filósofo publicados en
vida. Un ejemplo contundente que ha sido advertido por varios investigadores es
la cuestión de la biopolítica, uno de los problemas foucaultianos que ha desper-
tado mayor interés en el panorama intelectual contemporáneo.
En el mundo hispanohablante la traducción de Dits et écrits realizada por
Miguel Morey a la colección intitulada Obras esenciales (1999) ha tenido un
rol destacado en la recepción de la obra de Foucault para los lectores ibéricos
y latinoamericanos. Sin desmerecer la calidad de las traducciones ni la impor-
tancia de esta compilación, Edgardo Castro ha observado que en esta colección
se presenta la dificultad de que el criterio de agrupamiento de los textos ha sido
temático y no cronológico, lo que proporciona una visión del conjunto pautada
por un sesgo interpretativo. A ello se suma que la colección Obras esenciales
traduce una fracción muy menor de los textos que integran Dits et écrits.
Otra compilación en español de trabajos de Foucault que ha tenido una
importancia considerable es Microfísica del poder (1978), cuya edición y tra-
ducción fue realizada por Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría. Allí se reúnen
12 trabajos de Foucault agrupados por los editores bajo el tema del poder y la
herencia nietzscheana en la analítica foucaultiana.
La serie Fragmentos foucaultianos, al cuidado de Edgardo Castro, brinda la
posibilidad a los lectores hispanohablantes de acceder a un importante conjunto
de trabajos, entrevistas y conferencias del intelectual francés que hasta entonces
no estaban disponibles, especialmente los trabajos reunidos en Dits et écrits que
no fueron traducidos y publicados en la colección Obras esenciales. Esta serie
se inauguró en 2009 con la publicación de Una lectura de Kant, traducción al
español de Introduction a l´ Anthropologie de Kant, la tesis complementaria de
doctorado de Foucault que acompaña la escritura de su tesis Folie et déraison:
Histoire de la folie à l’âge classique, defendida en 1961. A la publicación del
complemento de tesis doctoral le siguió El poder, una bestia magnífica (2012),
donde se reúnen trabajos sobre la genealogía y el poder. El tercer tomo de la
colección se titula La inquietud por la verdad. Escritos sobre la sexualidad y el
sujeto (2012). Los trabajos aquí compilados tratan sobre la ética y las prácticas
de subjetivación mediante las cuales el sujeto procura gobernarse a sí mismo. El
cuarto tomo de la serie, ¿Qué es usted, profesor Foucault? Sobre la arqueología
y su método (2013), recopila trabajos sobre la arqueología, su articulación con
la genealogía y con las ciencias humanas. Le sigue Obrar mal, decir la verdad.
La función de la confesión en la justicia (2014), traducción del curso dictado
por Foucault en la Universidad de Lovaina en 1981 sobre la articulación en-
tre confesión y sistema penal. Finalmente, cierra la serie Discurso y verdad.
Conferencias sobre el coraje de decirlo todo (2017). Aquí se ponen por primera vez
a disposición del público las conferencias completas de Michel Foucault sobre

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la parresia dictadas en la Universidad de Berkeley en 1983, conferencias que
solo habían sido difundidas en forma parcial y resumida. Se agrega también una
extensa conferencia dictada en Grenoble en 1982.
Hay que decir también que la importancia de Foucault en el paisaje intelec-
tual actual se torna evidente cuando se atiende a la enorme cantidad de campos
del conocimiento que afecta, como la historia y epistemología de la medicina, la
psiquiatría, las ciencias humanas en su conjunto, la teoría literaria, la filosofía y
las ciencias políticas, ofreciendo una nueva concepción del poder muy distinta
a la de las teorías políticas clásicas que lo han conceptuado en términos de ley
y propiedad, además de ofrecer la posibilidad de pensar nuevamente la subjeti-
vidad en términos históricos, y en este sentido en sus condiciones materiales, a
contracorriente de las fundamentaciones trascendentales del sujeto de la teoría
del conocimiento y de la ética. Y quizás también del psicoanálisis.
La clasificación de la obra de Foucault en tres etapas sucesivas está harto
extendida: la etapa arqueológica de análisis de las epistemes, la etapa genealó-
gica de análisis de las prácticas no discursivas del poder y la etapa de la ética o
estética de la existencia, donde gira hacia los modos de interiorización activa del
poder por parte del sujeto. Esta tripartición ha sido avalada y respaldada nada
menos que por la voz autorizada de Gilles Deleuze. Miguel Morey, por su parte,
nos recuerda oportunamente que es un tanto cuestionable separar el período
arqueológico del genealógico cuando Historia de la locura en la época clásica
(1961) está infinitamente más próxima a Vigilar y castigar (1975) que a Las
palabras y las cosas (1966), aunque de ninguna manera plantea abandonar toda
distinción, ya que propone entender la arqueología como la descripción de los
discursos y la genealogía como su explicación. Demasiado se ha dicho sobre esta
clasificación cronológica de la obra de Foucault. No nos proponemos avalar ni
criticar esta tripartición, tarea que excede nuestros propósitos. De todos modos,
los cortes cronológicos tendrán su importancia cuando veamos, más adelante,
cómo recibe Foucault al saber freudiano en diferentes momentos de su obra.
Mencionemos, si es que algo agrega a nuestro punto, que Foucault fue consi-
derado por The Times Higher Education Guide como el autor más citado del
mundo en el ámbito de humanidades en el año 2007.

Ecos del psicoanálisis


El psicoanálisis, por su parte, ha demostrado ser un campo teórico y práctico
de gran interés para las corrientes de pensamiento más críticas del siglo XX. La
primera generación de la Escuela de Frankfurt discutió tanto sobre la novedad
teórica del inconsciente freudiano en el plano de la teoría del conocimiento como
sobre las consecuencias prácticas, ideológicas y políticas de la clínica psicoanalí-
tica. Se recordará que la primera generación de intelectuales de la Teoría crítica
estuvo representada especialmente por Theodor W. Adorno, Walter Benjamin,
Erich Fromm, Max Horkheimer y Herbert Marcuse, aunque estos intelectuales

12 Universidad de la República
tuvieron grandes diferencias entre sí. Provenientes del pensamiento histórico-polí-
tico marxista y de la filosofía dialéctica, la Teoría crítica se preocupó por el incum-
plimiento de la promesa revolucionaria que acompañaba el optimismo político y
gnoseológico de Marx y sus continuadores, postergación pautada por el ritmo de
los acontecimientos en la Alemania de la primera posguerra que condujeron al
surgimiento del nazismo. Estos autores descubrieron algunos límites en la teoría de
Marx concernientes a la fuerza inercial de la ideología y a la vida anímica del suje-
to, entendiendo que estos podían ser conocidos a través del psicoanálisis freudiano.
Mientras que Marx había avanzado desde el estudio y la crítica de los fe-
nómenos superestructurales o fenómenos localizables en la conciencia de los
individuos hacia el develamiento progresivo de procesos de la infraestructura,
Adorno y Horkheimer vieron la necesidad de regresar sobre una reflexión acer-
ca del sujeto como nexo entre la base económica y las ideologías, evitando la
reducción del objeto al sujeto del idealismo y la reducción del sujeto al objeto
del materialismo vulgar. Después de alcanzar el cénit de sus investigaciones en
la crítica de la economía política formulada en El capital, Marx no tuvo tiempo
de volver al estudio de las superestructuras de una manera enriquecida. Jameson
(2013) ha insistido recientemente en la ambivalencia de la obra de Marx en tor-
no a las determinaciones sistémicas o estructurales de la base, donde el sujeto es
concebido esencialmente como trager o soporte de funciones de las formaciones
sociales que lo trascienden y como la posibilidad de acción políticamente libre
desde el ámbito de la planificación y la estrategia consciente. En el fondo, la am-
bivalencia de Marx se justifica en una antinomia filosófica de larga data. Pero sus
efectos en el marxismo (o mejor, los marxismos) han conducido a posiciones des-
encontradas entre los análisis científico-intelectuales sobre las determinaciones
sistémicas y el voluntarismo ideológico interesado en la acción política, basado
necesariamente en la autoconciencia del sujeto. Adorno y Horkheimer, quienes
son testigos del ascenso del fenómeno fascista en Europa, comprenden la nece-
sidad de elaborar nuevos abordajes conceptuales para explicar cómo los sujetos
son capaces de actuar tan convincentemente contra sus propios intereses. Así,
los filósofos de la Teoría crítica se desplazan desde la infraestructura económica
hacia la supuesta superestructura ideológica para descubrir el misterio de la
conexión de ambas dimensiones en los arcanos recintos de la subjetividad. Esta
subjetividad se revela como algo mucho más problemático y opaco que el sujeto-
conciencia de la filosofía tradicional, o incluso del sujeto adaptativo o cognitivo
predominante en la psicología del siglo XX. Hasta entonces, a la mayoría de los
marxismos existentes les habría faltado una reflexión compleja de la ideología y
el sujeto, en continuidad con la ambivalencia de Marx entre las determinaciones
sistémicas y la libertad consciente para la acción política recién señalada. De
otra parte, tanto los estudios actuales en filosofía y psicoanálisis (pueden verse
los trabajos de Vladimir Safatle) como los estudios en teoría crítica (pueden
verse los trabajos de Mateu Cabot) son evidencia de un interés cada vez mayor
en la articulación entre teoría crítica y psicoanálisis.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 13


El pensamiento francés de la segunda mitad del siglo XX, caracterizado
por la presencia del estructuralismo, la hermenéutica y el posestructuralismo,
también se ha preguntado por la revolución teórica del psicoanálisis en lo que
respecta a la concepción clásica del sujeto, la teoría del conocimiento y el
carácter de la práctica analítica en relación con otros saberes de la clínica mo-
derna. En este panorama intelectual, el retorno a Freud iniciado a comienzos
de la década de 1950 como reinvención del psicoanálisis por Jacques Lacan
tuvo un lugar protagónico. Es conocida la fuerte influencia de Lacan en el
pensamiento francés contemporáneo, especialmente en lo que se dio a conocer
como (pos) estructuralismo.
Louis Althusser se valió de este «retorno a Freud» para realizar su lectu-
ra posestructuralista de la obra de Marx, promovida por él mismo como una
«vuelta a Marx». Reivindicó con entusiasmo la importancia de Lacan en la co-
yuntura filosófica de París en los años sesenta y fue gracias a su intermediación
que la enseñanza del psicoanalista comenzó a llegar a una audiencia mucho
más amplia en aquellos años. Muchos discípulos de Althusser se volvieron lue-
go destacados discípulos de Lacan, entre quienes podemos contar a Jacques-
Allain Miller, Jean-Claude Milner y Alain Badiou, ya que este último puede
ser considerado un discípulo de Lacan, aunque uno muy independiente. La
recurrencia de Lacan a la matemática, la lógica y la topología ha sido retomada
y profundizada por Badiou, quien en El ser y el acontecimiento (1988) se ha
propuesto ir más allá de Lacan. No obstante su independencia, Badiou reco-
noció siempre la herencia filosófica de Lacan en su obra, para nada restringida
ni articulada a la práctica clínica.
Lacan siguió siendo para mi un pensador de primer plano, y no un maestro
psicoanalista […]. Bajo este rótulo ocupa un importante lugar en mi trabajo
filosófico, y está ya en mi primera obra sintética, Theorie du Sujet (1982). Ha
estado y está todavía constantemente en mi horizonte intelectual (2012, p. 24).
Jacques Derrida ha mantenido una relación compleja y ambivalente con la
obra de Freud y la lectura realizada por Lacan, con quien además vivió proble-
máticos encuentros personales: Lacan lo acusaba de decir demasiado tarde en De
la gramatología (1967) lo que él ya había transmitido en sus seminarios, mientras
que Derrida alegaba que Lacan no comprendía su originalidad a fondo. Quizás
la ambivalencia de los vínculos de la obra de Derrida con el campo freudiano
pueda expresarse remitiéndonos a Elogio del psicoanálisis (2001), uno de los
diálogos entre el fundador de la deconstrucción y Elisabeth Roudinesco, donde
el primero asume su interés de ser considerado un amigo del psicoanálisis.
Me gusta la expresión amigo del psicoanálisis. Habla de la libertad de una
alianza, un compromiso sin status institucional. El amigo mantiene la reserva o
la distancia necesarias para la crítica, la discusión, el cuestionamiento recípro-
co, a veces el más radical (2009:182).
Si la relación entre el psicoanálisis y los posestructuralistas que se apoya-
ron en Lacan para ir más allá de él es difícil de reseñar, los vínculos de Gilles

14 Universidad de la República
Deleuze y Félix Guattari con el saber freudiano decididamente superan cual-
quier pretensión de caracterización sucinta que se quiera realizar en estas líneas
preliminares. Baste decir que antes de la escritura de El Anti-Edipo (1972),
ambos autores fueron entusiastas seguidores de la enseñanza de Lacan. A su
vez, los avances críticos de ambos sobre el psicoanálisis fueron fortalecidos por
los aportes de Foucault, mientras que este último enriqueció sus análisis con lo
que consideró las «inestimables contribuciones» de Deleuze y Guattari, en las
primeras páginas de Vigilar y castigar (1975). Pronto volveremos con mayor
detención a los vínculos entre el psicoanálisis y la obra de Foucault.
Más recientemente, Slavoj Zizek, el filósofo lacaniano de origen esloveno,
autor conocido por el amplio público gracias a su extendida presencia mediá-
tica, ha dedicado una considerable cantidad de sus más acreditados trabajos a
probar la fecundidad de Lacan para reactivar la lectura de la dialéctica de Hegel.
Zizek ha tenido una enorme repercusión en la academia norteamericana, y entre
sus colegas e interlocutores lacanianos pertenecientes al mundo anglohablante
se destacan autores de la talla de Judith Butler, Joan Copjec, Mladen Dólar,
Ernesto Laclau y Alenka Zupancic.
Nos parece que esta sucinta reseña de la influencia del psicoanálisis en gran-
des intelectuales revela en buena medida su importancia en el pensamiento y la
cultura contemporáneos. Joan Copjec, en Imaginemos que la mujer no existe
(2002), su influyente estudio sobre los estrechos vínculos entre ética, sublima-
ción y feminidad, nos explica por qué abordar algunos de los desafíos universales
del pensamiento contemporáneo en la lengua particular del psicoanálisis.
Enfocar la cuestión de la ética desde la perspectiva del psicoanálisis podrá
parecerle, a más de un lector, una manera de limitar el tema y confinar inne-
cesariamente el debate a los términos de un lenguaje especial. Mis argumentos
se basan en la premisa de que el psicoanálisis es la lengua materna de nuestra
modernidad y de que los temas importantes de nuestra época son difíciles de
articular fuera de los conceptos que este ha forjado (2006: 24).
Aceptamos este diagnóstico con convicción. El psicoanálisis brinda un con-
junto de herramientas teóricas para interrogarnos sobre el ser del sujeto, sobre
los alcances y límites de la teoría del conocimiento, sobre la ética, el deber y la
práctica, sobre el sexo y el género, sobre la ideología y lo imaginario, sobre el
placer, el poder y la eclosión de la verdad en el sujeto, sobre el avance de los
bioconocimientos y lo que de la subjetividad escapa a su captación, sobre lo que
hay de pasividad y lo que hay de existencia activa en este sujeto, por mencionar
algunos problemas recurrentes en los trabajos de mayor alcance en el pensa-
miento crítico. Por supuesto que el psicoanálisis no es el único campo teórico
en condiciones de abordar estas interrogantes, pero sí tiene mucho para apor-
tar, especialmente en la articulación de estos grandes problemas. Copjec añade:
«lo cierto es que aún no hemos comprendido sus aportes más revolucionarios»
(2006: 24). Y recordemos también que otro acreditado intelectual norteameri-
cano interesado en el pensamiento francés contemporáneo y sus interrelaciones

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con la dialéctica poshegeliana, Fredric Jameson, reafirmó recientemente que
Freud conforma uno de los pilares del pensamiento crítico de la actualidad,
siguiendo su parecer, junto a Marx.

La recepción del psicoanálisis en Foucault


El psicoanálisis ha estado en el centro de las preguntas que Foucault se ha plan-
teado desde el comienzo de su obra. Desde sus más tempranos trabajos sobre
epistemología e historia de la psicología hasta sus tardías investigaciones sobre
cuidado de sí y estética de la existencia, el campo freudiano ha sido objeto de
fecundas reflexiones por parte del filósofo francés, aunque son irreductibles a
una concepción unitaria. Nos parece que las variaciones de la recepción del
psicoanálisis en la obra de Foucault pueden presentarse esquemáticamente en
las siguientes líneas de lectura. Estas líneas no son necesariamente excluyentes
entre sí, e incluso se superponen temporalmente, en ocasiones, perteneciendo a
los mismos períodos cronológicos de la producción foucaultiana.
Encontramos un primer delineamiento con las investigaciones iniciales sobre
epistemología e historia de la psicología. Los principales textos sobre el problema
son La psicología entre 1850-1950 (1953-57), La investigación científica en
psicología (1957), Enfermedad mental y personalidad (1954) y Enfermedad mental
y psicología (1962), siendo este último una reedición del libro de 1954. En estos
tempranos trabajos ya se perfilan algunos de los vínculos complementarios y con-
tradictorios entre psicología y psicoanálisis. Se puede ver cómo el psicoanálisis
lleva a su máxima expresión las contradicciones epistemológicas de la psicología.
Los dos tomos de Historia de la locura en la época clásica (1961, 1964)
muestran una segunda línea de lectura posible para el psicoanálisis. El autor traza
el surgimiento y devenir de la noción de enfermedad mental desde el siglo XV.
Si inicialmente el loco era considerado como el portavoz de cierta sabiduría in-
accesible o de difícil acceso al cuerdo, hacia el transcurso del siglo XVII la lo-
cura será excluida, junto con la delincuencia y otras situaciones de marginación,
donde pasará a ocupar el lugar que antes fuera reservado a los leprosos. Es cierto
que la revisión histórica de Foucault no llega hasta los días del surgimiento del
psicoanálisis. Sin embargo, el autor ofrece algunas indicaciones de una posible
articulación de la práctica freudiana con su concepción de la historia de la locura.
Foucault entiende que, en cuanto al tratamiento de la locura, Freud no hizo otra
cosa que desplazar el modelo asilar o de internación promulgado por Pinel y
Turkel hacia la figura alienante del médico, por lo que, al menos en este sentido,
el psicoanálisis se halla en continuidad con la psiquiatría del siglo XIX. Quizás el
cuestionamiento al psicoanálisis de mayor alcance en esta obra es el de su preten-
dida incapacidad para entender el «trabajo soberano de la sinrazón».
Una tercera línea de lectura la encontramos en el opúsculo Nietzsche,
Freud, Marx (1964). Allí, el psicoanálisis es tomado en consideración más
allá del campo psicológico y puesto en la perspectiva de la fundación de la

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hermenéutica moderna en el siglo XIX. Por lo tanto, se trata de un trabajo don-
de se aprecia la novedad teórica del psicoanálisis antes que su continuidad con
otras tradiciones de pensamiento y con otras prácticas ya conocidas en el occi-
dente moderno. Además, este trabajo funciona como preámbulo a las complejas
problemáticas del gran proyecto arqueológico de las ciencias humanas, donde
psicología y psicoanálisis se enfrentan como ciencia humana y contraciencia hu-
mana respectivamente.
Identificamos una cuarta línea de lectura en Las palabras y las cosas (1966).
Esta obra es considerada tanto la obra cúlmine del período arqueológico de
Foucault como uno de sus trabajos más difíciles y ambiciosos. La arqueología de
las ciencias humanas nos muestra la sucesión de las epistemes renacentista, clási-
ca y moderna, y finalmente la salida del «sueño antropológico» de esta última por
efecto de la disolución de la figura del Hombre. Psicología y psicoanálisis apare-
cen aquí ya plenamente diferenciados. La psicología, junto a la sociología y las
letras, integra el conjunto de las ciencias humanas, mientras que el psicoanálisis,
junto a la etnología y la lingüística, integra las llamadas contraciencias humanas.
El siguiente lineamiento de lectura se encuentra claramente delimitado en
La voluntad de saber (1976), primer volumen de la serie Historia de la sexua-
lidad, obra perteneciente al período genealógico de Foucault. También los se-
minarios El poder psiquiátrico (1973-74) y Los anormales (1974-75) avanzan
en sentidos similares. La situación en La voluntad de saber es muy diferente a
la encontrada en Las palabras y las cosas. El psicoanálisis ya no se halla al final
de la investigación mostrando la salida de una situación largamente prolongada,
como lo era su vinculación con la episteme moderna y su acción de disolución
del sueño antropológico, sino que lo encontramos al comienzo de la indagación,
presentando más similitudes que rupturas con un conjunto de saberes y prácti-
cas clínicas modernas, sometido a un fuerte cuestionamiento por su concepción
aún demasiado soberana del poder.
Finalmente, lo que se conoce como el último período de la obra de Foucault,
con sus investigaciones sobre el cuidado de sí y estética de la existencia, pauta
también una nueva recepción del psicoanálisis. Los trabajos de referencia al res-
pecto son Tecnologías del yo, seminario dictado en la Universidad de Vermont en
1982, junto al seminario La hermenéutica del sujeto, en el marco de su cátedra
en el College de France en el mismo año. En el pensamiento antiguo, Foucault
encuentra una oposición entre la ética del cuidado de sí y la del conocimiento
de sí. Mientras que en el mundo griego predominaba el cuidado de sí, con el
advenimiento del cristianismo en la antigüedad tardía el eje se desplazó hacia la
predominancia del conocimiento de sí, y esta devino en el canon de las formas
de subjetivación. Foucault entiende que tras el momento cartesiano, cuando el
conocimiento se vuelve la única forma de acceso a la verdad, toda práctica espi-
ritual merma abruptamente en la modernidad (si es que no desaparece), aunque
algunas apreciaciones valorativas del psicoanálisis del propio Foucault pueden
servir para poner en entredicho este juicio.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 17


La recepción de Foucault en el psicoanálisis
Como señalamos anteriormente, el psicoanálisis tuvo un importante lugar en
los diversos análisis que ha emprendido Foucault. La tarea crítica sobre nuestro
presente (la ontología crítica de la presente contrapuesta a la analítica de la ver-
dad, esta última referida al empirismo lógico y la filosofía neopositivista predo-
minante en la academia anglosajona), sobre cómo se ha construido lo que se nos
presenta como dato inmediato de la realidad, se encontró con el psicoanálisis al
estudiar las relaciones entre sexualidad, saber, poder, identidad y verdad, a partir
de Freud. Algunas lecturas del trabajo genealógico de Michel Foucault encuen-
tran que se trata, en definitiva, de una historia del psicoanálisis que llevaría a una
estrategia contra el presente: desvelar los efectos de dogmatismo ligados al saber
y los efectos del saber ligados al dogmatismo (Foucault, 1954-1988), así como
identificar los mecanismos de poder y los objetivos normalizantes a partir de los
cuales se ha producido al sujeto. Esto ha sido y es aún reconocido por quienes
practican el psicoanálisis, con diferentes posiciones sobre el modo en el cual
reciben la cuestión de su historia (Foucault, 1977).
La referencia a Foucault por parte de los psicoanalistas no es homogénea.
Entre las principales posiciones destacamos una que ubica a la arqueología y a la
genealogía como la apertura de un modo fundamental de revisar lo que se acoge
bajo el nombre de psicoanálisis, de su historia y sus efectos, y otras que rechazan
el trabajo de un Foucault reconocido como antipsicoanalítico. Quienes sostie-
nen está última postura parecen olvidar el carácter heurístico de su trabajo, olvi-
do que ha provocado cierto malentendido al sugerirse excluyentes a Foucault y
a Freud (principalmente). En la primera podemos ubicar los desarrollos de Jean
Allouch y en la última, las producciones de John Forrester, Jacques Lagrange y
Jacques-Allain Miller.
Estas últimas posiciones sostienen una manipulación y un reduccionis-
mo frente al descubrimiento freudiano del inconsciente por parte de Foucault,
que habilitaría la escritura de otra historia que haría verdadera justicia a Freud.
Recordemos que en 1961 Foucault señalaba la necesidad de «ser justos con
Freud», por lo que una verdadera justicia nos dice sobre una que Foucault no
habría escrito y que Derrida (1992) retomó. Uno de los mayores errores foucaul-
tianos se referiría a la elaboración de una historia de la sexualidad que al volver
a Grecia olvida una mirada sobre el presente y abandona el cuestionamiento
a Freud y al psicoanálisis. Se puede recordar especialmente aquí la crítica de
Miller al acusar un movimiento de regresión infinita en la historia de la civili-
zación occidental, más allá de la civilización helena, donde aún se podrían en-
contrar esbozos de lo que Foucault se esfuerza por delimitar como aparición del
dispositivo sexualidad. Así, el editor de los seminarios de Lacan señala un fracaso
que se evidencia en la discontinuidad entre La voluntad de saber (1976) y los
textos publicados en 1984, que no constituirían una verdadera crítica a Freud.
En efecto, si para Miller la crítica al psicoanálisis de 1976 no contaba con un

18 Universidad de la República
punto de apoyo sólido, al punto de volver a la historia lejana de occidente y sos-
tenido por la utopía del cuerpo de los placeres, para la segunda etapa del proyec-
to (1984) señalará el impasse de la no realizada ampliación del programa original
que no permite elaborar una genealogía del sujeto sexual y de la experiencia de
la sexualidad moderna. Dirá entonces que la genealogía fracasa, ya que con El
uso de los placeres (1984) y La inquietud de sí (1984) Foucault se habría visto
obligado a abandonar su método y la base de su teoría del poder —la hipótesis
nietzscheana—para abocarse al modelo nuevo erigido en la gubernamentalidad,
donde la reflexividad del sujeto ya está dada de antemano en el trabajo que hace
sobre sí mismo, como nos recuerda Le Gaufey (2009). Para esta lectura, la con-
tribución crítica a la historia del psicoanálisis encalla, ya que Foucault no puede,
el origen del psicoanálisis, sus raíces y las condiciones de su nacimiento. Con
este panorama no le estaría permitido cuestionar a Freud. Como habría señalado
Lagrange, era necesaria otra historia para el psicoanálisis.
Parte de estas críticas le fueron presentadas directa y presencialmente a
Foucault por parte de algunos miembros de la École Freudienne de Paris en
1977, donde quedarían claramente expuestas las dificultades del diálogo. El pro-
yecto de investigación de Foucault estaba «desde el primer tomo destinado a fra-
casar», tales serían las palabras que pronunciaría en 1988 Jacques-Allain Miller
quien daría continuidad al debate. El conjunto de la situación fue visto como un
combate de Foucault, que aspiraba y anunciaba la destrucción del psicoanálisis,
lo que fue rechazado por estos autores ubicados desde cierto lacanismo.
Por su parte, Jean Allouch se mantendrá alejado del rechazo a las críti-
cas y no intentará escribir «otra historia justa» a Freud y a Lacan, sino que las
considerará para continuar pensando. Esta decisión será clave en su propuesta
teórica y clínica, que propondrá desde la École lacanienne de psychanalyse. Su
propuesta es la de un psicoanálisis como una «erotología de pasaje» (1998), don-
de los diálogos con la propuesta foucaultiana son indispensables. La referencia
a Foucault sobre la cuestión de la identidad, el deseo y el placer con respecto a
una normativización moralizante se evidencia fundamental para el psicoanálisis
y sus practicantes. Es una invitación a revisar el lugar de la norma dirigiendo
la mirada hacia Eros, para dar cuenta de una inédita concepción de la liber-
tad, superando cualquier estancamiento en la reproducción de una eternidad
freudiana o lacaniana. Es decir, pensar posfreudianamente, poslacanianamente y
posfoucaultianamente, esto es, renunciar a supuestas obviedades cristalizadas en
las sucesivas repeticiones que se tornan aparentemente evidentes en la literatu-
ra especializada y devienen vulgata en comunidades intelectuales que dejan de
dialogar entre sí. Nos parece especialmente pertinente destacar el paralelismo
establecido por Allouch, en El sexo del amo (2001), entre el «intensificador de
placer» foucaultiano en la dinámica productiva del poder moderno y el objeto a
de Lacan como «plus de gozar» o «bonificación». Entendemos que el problema
del placer en el sujeto es un punto de convergencia mayor entre la teoría psicoa-
nalítica y las investigaciones foucaultianas.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 19


Las referencias de Guy Le Gaufey a Foucault son distintas a las de
Allouch, en tanto que las de este último se vinculan más explícitamente a con-
sideraciones de la clínica psicoanalítica, mientras que la recurrencia a Foucault
por parte de Le Gaufey (2013) concierne a problemas teóricos que colaboran
con la clínica analítica, en tanto que difieren de la práctica analítica, como la
investigación de la «función enunciativa» en La arqueología del saber (1969)
como elucidación de la «función fálica» en Lacan. En el «Prólogo metódico» de
su último libro, Una arqueología de la omnipotencia (2014), Le Gaufey hace
una recapitulación de su recorrido y de las influencias teóricas y metodológi-
cas que contribuyeron a lo largo de los años dedicados a la elucidación de la
enseñanza de Lacan, donde menciona Historia de la locura en la época clásica
(1961), Las palabras y las cosas (1966), La arqueología del saber (1969) y
El orden del discurso (1970). Al contrario de Allouch, Le Gaufey se muestra
poco interesado en el último Foucault, donde encuentra un sujeto dotado de
reflexividad de antemano. Con lo que, a la luz de las investigaciones reseñadas,
parece ser una plena vigencia de las valoraciones e interpelaciones de Foucault
al psicoanálisis; el intelectual continúa desvelando e inquietando a teóricos y
clínicos, sus palabras aguijonean para señalar una y otra vez la riqueza de su
pensamiento y su proyecto inacabado.

Los trabajos de esta colección


La disposición de los artículos que integran esta colección, así como el orden de
su reseña, se realiza en función de la cronología de la obra foucaultiana. Se puede
identificar en los artículos el predominio de uno u otro período de Foucault,
aunque no falten correlaciones con trabajos precedentes o proyecciones ulte-
riores en la obra del filósofo, lo que nos otorga un cierto margen de libertad,
en algunos casos, en la elección del orden en que se compilan los trabajos. Este
predominio en las referencias cronológicas hace posible la presentación de los
artículos en una secuencia así definida.
Joaquín Venturini Corbellini, en «Espectros de Freud y Marx. Sobre el pen-
samiento de la sospecha en Foucault (1964)», toma un momento de recepción
del psicoanálisis en el pensamiento de Foucault. Este momento ha tenido una
amplia repercusión en el pensamiento crítico contemporáneo: se trata de la céle-
bre tesis que postula a Freud, Marx y Nietzsche como maestros de la sospecha.
Foucault entiende que estos tres intelectuales deshicieron la consistencia cerra-
da del signo semiológico moderno, desestabilizándolo con tres deshacimientos:
la pérdida de la interioridad, la pérdida del origen y la pérdida del sentido. Este
desfondamiento del signo introduce en el pensamiento moderno una «represen-
tación desestabilizada», despojada de la red de relaciones sincrónicas de la se-
miología y arrojada al torbellino de la historia. Marx desrealiza la interioridad de
la representación al desarticular la interioridad antropológica que fundamentaba

20 Universidad de la República
la concepción de la economía política sobre el origen del intercambio mercantil.
Con el tratamiento marxiano del doble carácter social del fetichismo de la mer-
cancía, Venturini Corbellini muestra el proceso de imposición de lo social ante
lo individual, desde el punto de vista de la determinación del valor de cambio
y desde la dependencia de los productores de la demanda social para fabricar
valores de uso, usos desterritorializados en relación con el antiguo ideal de au-
toabastecimiento. La forma mercancía, en su carácter fetichista, consagra una
fuerte autonomía a la historia y al mercado contra la voluntad de los individuos,
otorgándole al trabajo abstracto muerto, petrificado en las mercancías, una vida
fantasmagórica independiente de los individuos productores. Freud desanuda la
interioridad de la representación al desplazar la reflexividad de la conciencia por
lo inconsciente. La fantasía inconsciente que anima el conflicto entre el deseo
prohibido y la instancia represora es realzada por Foucault como causa no posi-
tiva y siempre interpretable. Venturini Corbellini hace énfasis en la desmateriali-
zación de la etiología de la neurosis tras el abandono de la teoría de la seducción:
los recuerdos patógenos ceden su posición de causa a las fantasías. La fantasía se
entiende entonces como un exterior que no se aprehende en términos de acon-
tecimientos empíricos, lo que da lugar a extensas disquisiciones en la obra freu-
diana sobre el origen de la sexualidad humana perversa. Se comprende en qué
medida Marx y Freud develan un afuera tras la pretendida interioridad de las
representaciones, un exterior muy lejos de concebirse desde una perspectiva po-
sitiva u objetivista, un afuera espectral: representaciones opacas y de múltiples
interpretaciones autónomas en relación con la reflexividad subjetiva. Sin em-
bargo, Venturini Corbellini atiende también a las diferencias que ofrecen Freud
y Marx para Foucault en 1964. Marx, al ocuparse de problemas de economía
y valor de bienes-mercancías, se refiere a un problema intersubjetivo, mientras
que Freud, al ocuparse de problemas de psicopatología, se refiere a un problema
intrasubjetivo. Es por ello que Marx puede desentenderse de una doctrina de
las cualidades al relegar el valor de uso. Freud tiene una teoría económica de
la producción y circulación o intercambio de la energía psíquica, pero incluye
una hermenéutica del síntoma, donde la cualidad del placer es la quiddité. Así es
como Freud, en su economía libidinal, también tiene una teoría del valor de uso
(cualidad, placer) de esas representaciones que son los síntomas del sujeto. Este
trabajo presenta también proyecciones de la recepción de las obras de Freud y
Marx en las postrimerías del pensamiento foucaultiano.
El sueño de Irma se convierte en paradigmático para la constitución de la
metapsicología freudiana; a partir de allí, el sueño adquiere el valor de una for-
mación literal en un modo particular de trabajar la clínica.
En «Freud acalla las imágenes», Carlos Arévalo nos acerca el abordaje que
Foucault realiza, desde el comienzo de su trabajo, al problema del sueño para
Freud y el modo en que va construyendo la crítica que dirigiría al psicoanálisis.
Reconoce en su escrito cómo, de la mano de Binswanger, Husserl y Sartre, se
habilita una interpelación al psicoanálisis, por lo menos para quienes trabajan

Comisión Sectorial de Investigación Científica 21


en el campo freudiano, principalmente cuestionando el modo en que Freud ela-
bora su teoría en torno a las imágenes en La interpretación de los sueños (Die
Traurndeutung en su idioma original). El sueño es, entre Foucault y el psicoaná-
lisis, una instancia de resonancias. Con fortaleza teórica y una indudable mirada
clínica, Arévalo invita con Foucault a preguntarse por el lugar del sueño, el
sentido y la interpretación.
José Assandri nos presenta «Un diálogo entre el psicoanálisis y Michel
Foucault». El título refleja la claridad con la que texto expone el reconocimiento
de un diálogo y vela por la profundidad que el lector encontrará desde las pri-
meras páginas. Un asunto fundamental de la posibilidad de abordar este diálogo
es enunciar que la calidad de las ediciones, las traducciones y la multiplicidad
de los escritos foucaultianos, alterados en su orden de escritura, e incluso lo que
resta por conocerse, son algunas de las dificultades insalvables. Assandri propo-
ne hacerle frente a las dificultades del diálogo entre el filósofo y el psicoanálisis,
en primer lugar, al colocar en cuestión la cronología de las publicaciones, y en el
léxico, como dos dimensiones del diálogo que produce impasses al tiempo que
enriquece y desafía al lector. El lector de Foucault necesita también de un hilo
de Ariadna para orientarse.
Assandri reconoce en Theatrum philosophicum (1970), La verdad y las for-
mas jurídicas (1973) y La voluntad de saber (1976), tres publicaciones crono-
lógicamente claves, así como tres nociones fundamentales a revisitar: sexualidad,
confesión y tecnologías de sí. En el intento de dilucidar las características de esta
relación, señala el intercambio entre Foucault y los psicoanalistas, concretamen-
te para el caso de Jacques-Alain Miller y Jean Allouch, quizás también como
modos muy distintos de hacer con las dificultades. En segundo lugar, Assandri
ofrece «un trato específico» e inacabado sobre otro diálogo, en este caso el tra-
tado por Foucault en la sesión del 20 de enero de 1982, que toma de Luciano
de Samosata: Hermótimo. El problema del sujeto y la verdad de Foucault (2002)
se ubica como otro elemento clave para una crítica a las escuelas, filosóficas y
psicoanalíticas, y el lugar de los modernos maestros Freud, Klein y Lacan como
caminos de certezas y bienestar. Hermótimo «obliga a tomar posición». Por últi-
mo, se introduce el problema del poder ligado al saber y a la verdad.
Continuando con Hermótimo, Assandri formula una serie de cuestiona-
mientos en torno a una pregunta foucaultiana cardinal y contemporánea: ¿Por
qué es necesario decir lo que uno es? El lugar de las preguntas es clave en un
texto que sugiere una «caja de herramientas», la teoría como búsqueda para el
psicoanálisis, haciendo lugar a Foucault para producir nuevos trayectos, cuestio-
nar formulaciones e interrogar la práctica analítica.
El trabajo de Gonzalo Percovich, titulado «Sigmund Freud-Walter (¿Henry
Spencer Ashbee?) Dos discursos sexuales. En busca de un sujeto perdido», nos
invita a pensar lo erótico tanto en My secret life, un relato anónimo de la vida
sexual de un personaje llamado Walter a fines del siglo XIX, como en el discur-
so freudiano sobre la sexualidad humana impregnada de significaciones, en el

22 Universidad de la República
horizonte de la perspectiva de la historia de la sexualidad que Foucault inaugura
en La voluntad de saber (1976). El lector podrá encontrar una lectura afinada
sobre el prefacio que Foucault escribe a My secret life, que se constituye como
pieza esencial en los inicios de su genealogía de la sexualidad. El prefacio afirma
que el autor del libro, presuntamente Sir Henry Spencer Ashbee, es en realidad
el hermano mayor de Sigmund Freud; a partir de allí Percovich elabora una
serie de posibles relaciones comparativas con Freud. La crónica de experiencias
sexuales descritas detalladamente en el lenguaje procaz y pornográfico no en-
mascarado de la sexualidad está alineado al saber médico y psiquiátrico como
primera línea discursiva de la scientia sexualis moderna, a pesar del pudoroso
lenguaje médico que habría predominado en el siglo XIX en lo que atañe a esta
cuestión, ya que Foucault detecta una voluntad de saber acerca de sí mismo
subyacente a la variedad de escenarios y experiencias por su autor descritas. Con
esto, la exposición del placer, incluso en la desnuda voluptuosidad con que se lo
descubre en My secret life, aparece encadenada y subsumida al descubrimiento
de una verdad sobre el sujeto, antes que verse allí una subsistencia del ars erotica
en el siglo XIX que predominó en la antigüedad y en otras civilizaciones. El
psicoanálisis, por lo pronto, se encuentra enraizado a la scientia sexualis tanto
en la línea discursiva de la pastoral cristiana ejercitada en la confesión como en la
línea discursiva de la medicina y la psiquiatría que se consolida en el siglo XIX.
El surgimiento de ambos discursos escapa a la explicación sociológica en la que
predomina la hipótesis represiva del poder. Ambos se producen por una incita-
ción creciente a hablar de sexo para comprender la verdad del sujeto. Percovich
indaga entonces sobre cómo, y especialmente en qué medida puede vincularse
la voluptuosidad del placer en las crónicas de Sir Henry Spencer Ashbee y las
rememoraciones arrancadas a la censura en el diván psicoanalítico, sin dejar de
señalar con Foucault que una superposición complementaria entre los dos dis-
cursos es imposible.
Es sabido que la Teoría crítica (junto con el freudomarxismo inaugurado por
W. Reich) ha sido el primer campo de reflexión filosófica y social del siglo XX que
ha incorporado al psicoanálisis en su fundamentación teórica. Sumado a esto se debe
recordar, como hace Ivana Deorta en «La recepción del psicoanálisis freudiano en
«el período clásico» de la Teoría crítica», que Foucault reconoció la anticipación
de Adorno y Horkheimer en torno a problemas sobre la historia de la racionalidad
moderna y el surgimiento del hombre como objeto de conocimiento que hubiera
podido tener presente, trabajo que de haber leído en sus tiempos de estudiante
habría tenido una profunda influencia en él. El trabajo de Deorta formula perti-
nentemente la pregunta sobre en qué medida pudieron anticiparse los autores de
Dialéctica de la Ilustración (1944) a estas problematizaciones foucaultianas, pre-
gunta que no deja de implicar también los límites de tal anticipación. Apuntamos
antes las razones del interés de los intelectuales de la Escuela de Francfurt en el
psicoanálisis. Deorta nos recuerda que Adorno y Horkheimer entendieron que
faltaba en el marxismo—especialmente en el marxismo vulgar—una concepción

Comisión Sectorial de Investigación Científica 23


más profunda del sujeto y la ideología. En lo sucesivo, la autora transita la apro-
piación de la obra freudiana por parte de ambos autores, especialmente la teoría
de las pulsiones, y el intento de Adorno y Horkheimer de complementarla con su
concepción de las industrias culturales, sucesora de la debilitada concepción vul-
gar de la ideología como falsa conciencia. Se ha atribuido a Adorno y Horkheimer
un humanismo que estaría aún demasiado arraigado a la posibilidad de concebir
un sujeto no limitado por la escisión psíquica, o un sujeto aún demasiado jurídi-
co, podríamos decir retomando a Foucault. Deorta relativiza el alcance de esta
lectura, señalando que no se trata de que la industria cultural genere distracciones
íntimas y cotidianas, sino de la intervención—y corrupción—de los placeres en la
vida pulsional. Con ello se redimensiona la importancia de la industria cultural y
se abren senderos posibles para vincularla a la biopolítica foucaultiana, tanto un
instrumento de regulación de las poblaciones anónimas como de intensificación
del placer y de la vida. Al relativizar la descalificación apresurada de un pretendido
núcleo humanista en el pensamiento de Adorno y Horkheimer, la autora abre las
puertas a la concepción del poder en estos intelectuales en un nuevo nivel: ¿qué
funcionamiento del poder (jurídico, represivo, biopoder) subyace a las imposicio-
nes que produce la industria cultural?
En «Estética de sí», Marcelo Real se ocupa de establecer un diálogo entre el
interés del último Foucault en la «estética de la existencia», especialmente en la
«estética de sí»—centrado en el tratamiento de textos clásicos griegos y romanos
que versan sobre la belleza y las diversas clases de ejercicios de mesura, equili-
brio y autodominio que acompañaban la búsqueda de tal ideal—y la doctrina
psicoanalítica de las sensaciones, que Freud habría nombrado como doctrina
estética, aunque desprendida del ideal de belleza de la antigüedad, comprehen-
diendo ahora lo ominoso, que causa estupor, pavor y angustia, así como lo re-
pulsivo y otras sensaciones penosas. Ello conlleva la decisión de apartar de la
interrogación la relación entre espiritualidad y veridicción (asunto que interesa
predominantemente a los psicoanalistas que siguen los trabajos de Jean Allouch)
para preguntarse por las vinculaciones entre estética y sensación. ¿Cuánto puede
aproximarse el discurso estético que Foucault rastrea en los textos antiguos a la
doctrina de las cualidades que ofrece el saber freudiano? Real releva la conocida
caracterización foucaultiana de la estética antigua como ejercicio de autodo-
minio, remitiéndonos a la noción de sujeto jurídico-político o soberano (que el
Foucault de la genealogía del poder se había propuesto superar), al tiempo que
la sitúa en tensión o desfasaje con otra caracterización menos relevada en los
estudios foucaultianos: la relación de sensaciones o de goce posesivo, de gozarse
a sí. Aquí el autor realza con claridad una problemática que no deja de emerger
cuando hablamos del «sí mismo», reflexivo o incluso posesivo. Es posible, a di-
ferencia de lo que piensan algunos autores, que el goce o relación de sensacio-
nes encontrado por Foucault en los clásicos no se refiera a un sujeto reflexivo
gnoseológico. Y nos recuerda con Lacan los malentendidos que surgen al leer la
teoría freudiana del autoerotismo cuando se lo entiende como goce que funda la

24 Universidad de la República
mismidad, dando por entendido una preexistencia inmediata del yo (malenten-
dido que se agrava cuando se cree que el autoerotismo es sin objeto). Estamos
entonces, entiende Real, ante dos niveles: el de la soberanía jurídica, que se
refiere al problema del gobierno de sí y de los otros, y el de la sensación, que se
refiere al problema de sentirse a sí mismo. El desafío es comprender qué clase de
relaciones subsisten entre estos dos niveles, ya que no se los puede simplemen-
te contraponer o, por el contrario, postular fácilmente su complementariedad.
Nos preguntamos si no es lícito pensar que en esta problematización tardía de
Foucault hallamos reformulada en otras preocupaciones el desfasaje entre ma-
crofísica y microfísica del poder de la analítica del poder en la época moderna.
En «Un aporte de Michel Foucault para abordar el alma y la espiritualidad
en psicoanálisis», Ana María Fernández Caraballo retoma el interés del último
Foucault en los discursos y prácticas sobre espiritualidad en la antigüedad gre-
colatina con la exhortación al «cuidado de sí mismo» que acompañó siempre al
«conocimiento de sí mismo» desde el surgimiento de la filosofía. Ya señalamos
que la presencia de los ejercicios de trabajo sobre sí mismo que conducían a la
aptitud del sujeto para gobernarse a sí mismo acompañaban en la antigüedad al
imperativo del conocimiento, y Foucault se ha interesado particularmente por
la pretendida desaparición de las prácticas del cuidado de sí o la espiritualidad
en la Modernidad. En el itinerario de su artículo, Fernández Caraballo nos
propone mostrar cómo la preocupación por la espiritualidad no ha desapa-
recido desde el momento cartesiano en la historia de la filosofía, aunque sí ha
mermado, y su reconocimiento como espiritualidad se ha tornado dificultoso.
Así es como la autora retoma los conceptos de seele (alma) y el adjetivo seelisch
(anímico), diferenciados por Freud muy tempranamente del concepto más aco-
tado de lo psíquico. La importancia creciente de las nociones del alma y de lo
anímico, vinculada a las referencias freudianas a la espiritualidad, alcanzan su
punto de máxima reflexión al final de la obra de Freud, en Moisés y la religión
monoteísta (1938), a propósito del progreso de la espiritualidad humana. Ya
desde los planteamientos lacanianos, Fernández Caraballo retoma especialmen-
te los trabajos de Jean Allouch, autor que, como se dijo, promueve un extenso
intercambio entre Foucault y el psicoanálisis, dedicado a demostrar hasta qué
punto el psicoanálisis puede ser considerado una revitalización de las prácticas
del cuidado de sí en la Modernidad, aunque no sin mostrar los elementos a
discutir en este encuentro.
Como se dijo anteriormente, Jean Allouch sostiene la apuesta de revisitar al
psicoanálisis colocando como referencia el trabajo de Michel Foucault. A partir
de este recorrido teórico y sobre todo clínico de Allouch, Agustina Craviotto
Corbellini, en «Foucault: un punto de exterioridad», se propone bordear algunos
asuntos que podrían envolver a la afirmación «el psicoanálisis será foucaultiano
o no será», propuesta por Allouch en 1997. El lector podrá encontrar en este
punto posibles cruces con la propuesta de José Assandri sobre el peligro de
«volverse ingenuamente foucaultiano». Se pregunta, por ejemplo, qué es «ser

Comisión Sectorial de Investigación Científica 25


foucaultiano» y luego qué implicancias tiene para el psicoanálisis; qué podría
decirse sobre el lugar del saber, del poder y del sujeto como problemas comunes
a ¿el psicoanálisis? ¿un psicoanálisis? ¿un psicoanálisis foucaultiano? El trabajo
propone esbozar sucintamente algunas preguntas sobre los gestos y los estilos
y las posibilidades de seguirlos, repetirlos o prolongarlos. Se trata entonces de
volcar sobre la propia apuesta de Allouch algunas preguntas, tal como sugiere el
título, con Foucault: un punto de exterioridad.
Por último, Agustina Craviotto Corbellini y Joaquín Venturini Corbellini
presentan una entrevista al filósofo argentino Edgardo Castro, referente de los
estudios foucaultianos en el mundo hispanohablante, realizada en Montevideo
en 2017. Este trabajo puede leerse como el producto de la inquietud compartida
sobre la opaca relación entre Foucault y el psicoanálisis, el tema que evoca esta
compilación de textos, al tiempo que da cuenta de la importancia de Michel
Foucault en el pensamiento crítico contemporáneo para diversos campos del
conocimiento. El texto nos presenta la lectura de Castro respecto al lugar que
Foucault le habría otorgado al psicoanálisis en relación con la psicología y las
ciencias humanas; así también los efectos de la evidencia del dispositivo sexua-
lidad en La voluntad de saber (1976), con el que Castro señalará dos gran-
des logros de Foucault: pensar el poder más allá de las instituciones y pensarlo
en términos positivos, y la crítica ético-política que ofrece con la noción de
represión en el psicoanálisis. Colocando la mirada en producciones actuales,
Craviotto Corbellini y Venturini Corbellini abren la cuestión sobre la propuesta
de Jean Allouch de pensar al psicoanálisis como un ejercicio espiritual, a par-
tir de Foucault, que se responde con un «Sí, claro», en el que el lector deberá
profundizar. El diálogo culmina en torno al «sí mismo» en La hermenéutica del
sujeto, la importancia de la familia en la modernidad occidental y un asunto que
aún nos mantiene en vilo: la llegada del volumen IV de Historia de la sexualidad
y el tratamiento de Foucault al concepto libido.

26 Universidad de la República
Espectros de Freud y Marx sobre el pensamiento
de la sospecha en Foucault (1964)1

Joaquín Venturini Corbellini


La idea de que la interpretación precede al signo implica que el signo no sea
un ser simple y benévolo, como era el caso aun en el siglo XVI, en el que la
plétora de signos, el hecho de que las cosas se asemejaran, probaba simple-
mente la benevolencia de Dios, y no apartaba sino por un velo transparente el
signo del significado. Al contrario, a partir del siglo XIX, a partir de Freud,
Marx y Nietzsche, me parece que el signo va a llegar a ser malévolo; quiero
decir que hay en el signo una forma ambigua y un poco turbia de querer mal
y de «malcuidar». Y esto en la medida en que el signo es ya una interpretación
que no se da por tal.
Michel Foucault. Nietzsche, Freud, Marx (1964)
El mismo Marx lo precisa—llegaremos a ello— ,el espectro es una incor-
poración paradójica, el devenir-cuerpo, cierta forma fenoménica y carnal del
espíritu. El espectro se convierte más bien en cierta «cosa» difícil de nom-
brar: ni alma ni cuerpo, y una y otro. Pues son la carne y la fenomenalidad
las que dan al espíritu su aparición espectral, aunque desaparecen inmedia-
tamente en la aparición.
Jacques Derrida. Espectros de Marx. (1995)
Podría valer la pena proponernos no una descripción más profunda de la teoría
contemporánea, sino una caracterización más local de la teoría de Freud y de
Marx, el psicoanálisis y el materialismo histórico, en tanto específicamente
diferenciados de la filosofía.

Fredric Jameson. Valencias de la dialéctica (2013)

Exordio. La representación sospechada


En el opúsculo Nietzsche, Freud, Marx, presentado en el encuentro so-
bre Nietzsche en el VII Coloquio Filosófico Internacional de Royaurnont
(1964),2Michel Foucault da a conocer su célebre lectura de estos tres pensadores

1 Una primera versión de este trabajo fue presentada en las Jornadas Académicas de
Humanidades (fhce, Udelar), octubre de 2017. Este fue considerablemente ampliado desde
entonces.
2 Publicado en la colección Nietzsche. Cahiers de Royaurnont en 1967. La edición con la
que trabajamos aquí es tomada de la traducción realizada por Carlos Rincón y publicada
originalmente en el dossier «Nietzsche, 125 años» por la revista Eco N. º113/5, t. XIX,
n. 5-6-7, setiembre-octubre-noviembre de 1969, Bogotá, Colombia. Es precedida por un
estudio introductorio de Eduardo Gruner.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 27


tomados como maestros de la sospecha. El autor entiende que estos pensadores
han contribuido al surgimiento de un nuevo régimen de interpretación del sig-
no que se distingue fuertemente del régimen renacentista y clásico cartesiano-
poscartesiano. Freud, Marx y Nietzsche serían los más importantes impulsores
de una hermenéutica moderna, distinta de toda semiología, que se caracteriza
por una triple pérdida en la composición del signo: pérdida de la interioridad,
pérdida del referente y pérdida del sentido.
Si el signo es lo que representa algo para alguien, como lo define Peirce,
no vemos inconveniente alguno en emplear aquí el término representación, al
menos en la problemática que aquí se investiga. Más saussureanamente, el signo
es una relación entre la materialidad significante que actúa como representante
y la idea representada, excluyéndose de esta definición al agente pragmático e
histórico peirceano. Foucault entiende que en la hermenéutica moderna, inau-
gurada por esta actitud de suspicacia hacia los signos, se sitúa en primer lugar la
interpretación abierta y dubitante antes que la conformación del signo estable,
siempre siendo esta estabilización el resultado ulterior y azaroso de un conflicto
histórico de interpretaciones. El signo es despojado de la red de relaciones sin-
crónicas que lo soportaban en el sistema (y lo definían negativamente) y expul-
sado a una regresión histórica potencialmente interminable de interpretaciones.
La interpretación siempre precede al signo-sentido. Esto es invertir el método
lingüístico-estructural de subordinación de la diacronía a la sincronía en el estu-
dio de los signos. En la hermenéutica moderna la historicidad del signo desplaza
a un plano colateral a las relaciones sistémico-sincrónicas. A este signo ultrajado,
venido a menos desde la pretensión de una ciencia semiológica general como
ambicionara Saussure, le precede siempre el representante (significante) objeto
de interpretaciones.
La vida de la interpretación, al contrario, es creer que no haya sino interpreta-
ciones. Me parece que es preciso comprender muy bien esta cosa que muchos
de nuestros contemporáneos olvidan: que la hermenéutica y la semiología son
dos enemigos bravíos. Una hermenéutica que se repliega sobre una semiología
cree en la existencia absoluta de los signos: abandona la violencia, lo inacaba-
do, lo infinito de las interpretaciones, para hacer reinar el terror del indicio, y
recelar el lenguaje (Foucault, 1967, p.48)
Si a este signo venido a menos, «malcuidado» o «maligno», sustraído a la
sincronía de la semiología y arrojado a la historicidad hermenéutica, aún se le
atribuye una intencionalidad representativa, podemos hablar aún de represen-
tación. En este trabajo se abordará especialmente la pérdida de la interioridad
del signo o representación, tomando como eje vertebrador de nuestro estudio el
pensamiento de Freud y de Marx. La interioridad, sea natural-objetiva o racio-
nal-subjetiva, ve disuelta su suelo y se abre hacia un afuera histórico que estaba
disimulado en el interior pretendidamente cerrado de la interioridad clásica. Sin
embargo, ese exterior está lejos de erigirse en un afuera enteramente positivo.
Entendemos que consiste en un afuera fantasmagórico o espectral acechado por

28 Universidad de la República
una negatividad insuperable, habitado por representaciones evasivas en cuanto a
su referente y autónomas en relación con el sujeto reflexivo. Tanto Freud como
Marx contribuyen al encuentro de este afuera fantasmagórico, aunque, desde
luego, analizando objetos de conocimiento muy disímiles, con consecuencias
diversas más allá de la similitud que aquí se busca esclarecer.
Marx desrealiza la interioridad de la representación al desarticular la funda-
mentación antropológica cerrada que encontrábamos en el impulso al intercam-
bio mercantil postulado en la economía política, abriendo el campo de estudio
a una historia de las formaciones sociales. Aquí lo social ya no es producto de
tendencias naturales y espontáneas que empujan hacia el intercambio, ni de un
pacto social en el que los individuos, en este caso necesariamente reflexivos,
llegarían a acuerdos, normas y leyes de convivencia que regulen también el mer-
cado, entre las restantes instituciones sociales y jurídicas. Lo social comienza a
ser producto de relaciones desiguales. Esta desigualdad ya se encontraba disi-
mulada en la filosofía política clásica, antes de la economía política: nos referi-
mos a la concepción moderna clásica de sujetos jurídicamente libres, iguales y
propietarios brindada por Locke. El intercambio ya no tendrá nada de natural
ni tampoco será un acto libre y voluntario en Marx. El doble carácter social del
fetichismo de la mercancía muestra cómo lo social se impone a lo individual
tanto desde el punto de vista de la determinación del valor de cambio como por
la dependencia de los productores de la demanda social para fabricar valores
de uso, usos que no serán de la necesidad de los productores mismos. La forma
mercancía, en su carácter fetichista, consagra la autonomía de la historia y el
mercado, otorgándole al trabajo abstracto muerto petrificado en las mercancías
una vida fantasmagórica independiente de los individuos productores.
Freud atenta contra la interioridad de la representación al desplazar la re-
flexividad de la conciencia por lo inconsciente: el conflicto psíquico sucede a
espaldas de la conciencia, experimentando esta solamente los síntomas fenomé-
nicos como formaciones de compromiso de ese conflicto. La fantasía incons-
ciente que anima al conflicto entre el deseo prohibido y la instancia represora,
entre síntoma y yo, es realzada por Foucault en tanto causa no empírica ni en-
teramente positiva u objetiva, es representación abierta siempre a múltiples in-
terpretaciones. Aquí se hará énfasis en la desmaterialización de la etiología de la
neurosis tras el abandono de la teoría de la seducción, en su sentido más estricto
de trauma realmente acontecido: ya no se tratará para Freud de recuerdos, sino
de fantasías. Al encontrar rápidamente los límites de una explicación causal en
la ontogénesis, Freud acude a la filogénesis, pero no pudiendo bastarse con una
explicación puramente endógeno-naturalista propia de la constitución filogené-
tica humana, recurre a hipótesis especulativas sobre grandes eventos prehistóri-
cos que habrían sido transmitidos hereditariamente, como se ve en la conjetura
de la horda primordial y el padre monopolizador de las hembras de la especie.
La fantasía se refiere a un exterior que habita el interior del sujeto, más allá de
su reflexividad, un exterior no empírico en tanto que no son estos grabados

Comisión Sectorial de Investigación Científica 29


facsimilares de recuerdos que determinarían su comportamiento, sino un afuera
fantasmagórico que se refiere a los malentendidos que suscita lo sexual en las
relaciones interhumanas en tanto dominio de interpretación.
También se señalará algo que no destaca lo suficiente en el opúsculo de
Foucault, aunque tampoco está ausente ya que es un tema emergente en la dis-
cusión que sigue a su conferencia en Royaurnont. Se entiende de la lectura rea-
lizada por Foucault que Freud y Marx develan un exterior tras la pretendida
interioridad de las representaciones, un exterior que está muy lejos de ser empí-
rico y que no puede concebirse desde una perspectiva realista, positiva u obje-
tivista, sino que es un afuera espectral: representaciones opacas y de múltiples
interpretaciones autónomas en relación con el sujeto y actuando más allá de su
reflexividad. No obstante, no hay que olvidar que ambos autores no muestran el
mismo afuera. Marx, al ocuparse de problemas de economía y valor de bienes/
mercancías, se refiere a un problema socioeconómico e intersubjetivo, mientras
que Freud, al ocuparse de problemas de psicopatología y del desciframiento
hermenéutico de síntomas, se refiere a un problema más intrasubjetivo o psico-
lógico. Puede que esto tenga incidencia en el punto en el que Marx detiene su
análisis: las abstracciones del valor y del valor de cambio, localizadas en el nivel
de la producción y el mercado, desplazan y olvidan el problema del valor de uso,
fenómeno mental o subjetivo que siempre habita en el nivel superestructural del
consumo. Freud tiene una teoría económica de la producción y circulación o
intercambio de la energía psíquica, pero esto es solo la base epistemológica de
su materialismo energético (la metapsicología), necesariamente suplementado
por una hermenéutica del síntoma, donde lo psíquico o subjetivo es el corazón
del asunto, hallándose abierto a la interpretación de la tarea analítica. En otras
palabras, Freud no solo tiene una teoría del valor y del valor de cambio, sino
que también tiene una teoría del valor de uso de esas representaciones que son
los síntomas del sujeto, una concepción de la naturaleza de la satisfacción o del
placer que actúa desde el interior de los síntomas.
Nuestro trabajo no pretende la enorme e importante labor de dilucidar la
recepción de los pensamientos de Freud y de Marx en la obra de Foucault; es
evidente que tal empresa excede con mucho los límites de un trabajo de estas
dimensiones. Como se sabe, la interpretación y valoración de Freud y de Marx
conoce varios períodos en el progreso de la obra de Foucault, con notables
oscilaciones en los temas que delimita como problemas. Tampoco pretende-
mos agotar las redes conceptuales más importantes que puedan desbrozarse del
opúsculo de 1964 sobre estos dos autores, nos dirigimos hacia los pensadores
de la sospecha. Pero sí diremos que pensamos que la pérdida de la interioridad
del signo, que aquí se abordará, es una característica crucial de lo que en este
opúsculo Foucault dilucida en términos de hermenéutica moderna, y que esta
está en estrecho vínculo con la pérdida del origen y del referente del signo.

30 Universidad de la República
La interioridad desfondada en Marx y Freud

A partir del siglo XIX (Freud. Marx y Nietzsche),


los signos se han sobrepuesto en un espacio
mucho más diferenciado, según una dimensión
que se podría llamar de profundidad, pero a
condición de no entender por ella la interioridad
sino, al contrario, la exterioridad».
(Foucault, s/f [1967], p. 38).3

Debemos dejar en suspenso la concepción de la interpretación hermenéutica


de Foucault y su confrontación con el concepto de signo semiológico, algo que
excede al problema que delimitamos como objeto de este trabajo. Abordaremos
la temática del desfondado de la interioridad tanto subjetiva como objetiva de
la representación, donde esta estaba en condiciones de representar al objeto y
al propio sujeto cognoscente que se toma por objeto de conocimiento,4 sin mo-
dificar, trastocar o afectar a ese referente representado por el solo hecho de ser
aprehendido por la representación. Se puede hablar entonces de abandono de un
optimismo cognoscitivo donde el signo contendría y transportaría en su interior
el duplicado del referente (entidades exteriores tomadas por objeto de conoci-
miento, o también el propio sujeto tomado por objeto de conocimiento, aunque
de manera limitada), sustituida a partir del giro de la sospecha por una concep-
ción algo más pesimista o suspicaz que nos muestra cómo dicha representación
o forma afecta a eso que es representado, participando entonces activamente de
la propia acción del representar.
En el pensamiento clásico, más allá de la representación habría un objeto de
conocimiento y más acá de la representación encontrábamos al sujeto-concien-
cia cartesiano dotado de reflexividad: al sujeto de conocimiento. Ese sujeto cog-
noscente era el agente conductor (aunque no el creador) de las representaciones
con las que cifraba y conocía el mundo. El giro de la sospecha conlleva que el

3 «Esa insoportable parquedad del decir […], hace que los signos interpretantes se escalonen
en un espacio más diferenciado, apoyándose en una dimensión que podríamos llamar de
profundidad, a condición de no entender por esto «interioridad» (vale decir. La idea del
símbolo como «cáscara» que encierra al objeto portador de la verdad), sino como un trabajo
interpretativo que opera, sí, sobre la superficie» (Gruner, s/f: 21).
4 Para evitar simplificaciones excesivas de la teoría clásica del conocimiento, señalemos
que aunque el sujeto-conciencia es sobre todo agente, no puede acabar de conocerse a sí
mismo. El límite del autoconocimiento en Descartes es que el sujeto sabe que es una «cosa
pensante», pero no sabe qué cosa es él. En Kant este problema alcanza nuevas proporciones
con la división entre sujeto empírico, pasible de ser conocido, y sujeto trascendental, estando
más allá de todo conocimiento por ser él mismo la condición de las categorías a priori que
permiten el conocimiento mismo. De todos modos, el obstáculo que antepone la sospecha
al sujeto cognoscente es de un carácter más material-histórico que los del idealismo crítico
kantiano, al menos en apariencia.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 31


sujeto ya no sea esencialmente reflexivo o autoconsciente ni agente conductor
de las representaciones, como lo era en la teoría clásica del conocimiento. Por
eso mismo será problemático que el sujeto se tome por objeto de conocimiento
a sí mismo, posiblemente aún más problemático que en el idealismo crítico kan-
tiano. El sujeto cognoscente pierde fuerza como agente del conocimiento ante
una actividad autónoma de la representación que prescinde de la reflexividad del
sujeto. Esta autonomía de la representación es manantial de permanente desco-
nocimiento para ese sujeto. El trípode sujeto-representación-objeto, donde la
representación cumplía en especial un rol de mediación entre el sujeto cognos-
cente y el objeto de conocimiento, es subvertido por una autonomía funcional
del campo de la representación donde sujeto y objeto ya no se encuentran en un
corte abrupto entre el uno y el otro, donde se los hallaba enfrentados a la manera
de una división especular. En el pensamiento clásico el sujeto predominaba5 so-
bre la representación y el objeto, cumpliendo la representación el rol de media-
ción. A partir de la hermenéutica moderna, la representación subordina a ambos
produciendo tanto un efecto de desconocimiento en el sujeto cognoscente como
una mayor opacidad del objeto de conocimiento. También puede decirse, en
concomitancia, que la representación arrastra al sujeto y al objeto en un ardid de
complicidad y coparticipación en el campo de la representación, trasladándolos
a un escenario exterior a la interioridad reflexiva.
La concepción del sujeto reflexivo fundada por Descartes tiene su correlato
y refuerzo en la teoría lockeana del derecho donde se afirma que todo hombre
es libre, igual y propietario de sí mismo (de su cuerpo, y del producto del trabajo
de su cuerpo). A su vez, estos principios se encuentran anudados a la teoría con-
tractualista del origen de la sociedad desde Locke, pasando por Hobbes has-
ta Rousseau. Los individuos consciente y voluntariamente deciden organizarse
en sociedad para su conveniencia, abandonando el estado de naturaleza. En esta
sucinta recapitulación del encuentro entre teoría moderna del conocimiento y
filosofía política, se ve emerger siempre la centralidad del sujeto provisto de inte-
rioridad reflexiva, estando en conocimiento de los eventos que hacen a la historia.
Exploraremos esta interioridad cuestionada, reabierta por la hermenéutica
moderna al exterior. ¿Qué es ese afuera que se encontraba oculto en el adentro,
descubierto por los maestros de la sospecha, en este caso Freud y Marx?
En Marx este exterior es la historia como proceso que escapa al control de
los individuos y a su conocimiento. En su obra se afirma la predominancia de
lo social sobre lo individual, pero este concepto de lo social está lejos de ser un
producto voluntario y consensuado como lo había sido en la teoría contractua-
lista de la filosofía política. El trabajo social indistinto es la fuente del valor que
predomina sobre los trabajos concretos, empíricos e individuales a la hora de
determinar la magnitud del valor de las mercancías concretas producidas por

5 Siendo algo más específicos, el sujeto es quien predomina a partir del giro cartesiano de la
filosofía, corte en relación con la ontología aristotélica donde el objeto tenía primacía óntica
sobre el sujeto y la representación.

32 Universidad de la República
trabajos aislados entre sí para ser cambiadas en el mercado. En las sociedades
donde la producción de mercancía se vuelve tendencialmente dominante, los
valores de uso están determinados socialmente por la necesidad de otros que
no son sus productores, lo que genera la percepción de que el mercado manda
y los individuos productores-trabajadores simplemente obedecen. Todo sucede
como si las cosas cobraran súbitamente vida (fetichismo de la mercancía), cuya
contrapartida es la reducción de las personas al rol de cosas. Entonces el vínculo
acontece entre cosas antes que entre personas. Lo central en el fetichismo es
que esta representación de los hechos no es una mera apariencia fenoménica
equivalente a una falsa conciencia, en la acepción de una simple ilusión reba-
jada a mero error. Ciertamente, la división social del trabajo o las relaciones
sociales de producción, amparadas en la propiedad privada desde los principios
de derecho proporcionados por Locke, son tan históricas como reales. Pero el
principio lockeano de propiedad (lo que es producido por el cuerpo propio,
producto de su trabajo) no da cuenta de la verdadera fuente del valor en tanto
que esta fuente es el trabajo social indistinto, que se antepone a la individuali-
dad corpórea que se desprende del principio de propiedad lockeano6. En Marx,
entre el cuerpo individual que trabaja (sujeto) y el valor del producto individual
del trabajo (cosa) de ese cuerpo está la intercesión de lo social en el trabajo social
indistinto en cuanto que este último es la auténtica fuente del valor, y de ninguna
manera lo es el trabajo concreto del individuo. El trabajo social abstracto, con
su materialidad fantasmagórica, es una terceridad entre el sujeto trabajador y el
objeto producido, interponiéndose entre ambos como una historia de relaciones
sociales y de luchas a las que la filosofía política (y luego la economía política
clásica) le habría dado la espalda al reificar tanto al sujeto como al producto de
su trabajo. Veremos que el fetichismo de la mercancía es complementario del
concepto de trabajo social indistinto, su reverso histórico y concreto, podría
decirse. En el pensamiento marxiano los individuos hacen una historia que cobra
vida propia, los enajena y los absorbe reduciéndolos a engranajes pasivos, como
decíamos de la representación que incluye en su propio dominio autónomo al
anterior sujeto cognoscente activo, pero ahora restándole reflexividad, situando
al sujeto en otra escena, una escena exterior en la que es pasivo. El afuera es esa
objetividad espectral o fantasmagórica señalada con el trabajo social indistinto y
el fetichismo de la mercancía.
En Freud, ese afuera es lo inconsciente también en cuanto realidad social
(sobre todo familiar, pero social al fin y al cabo7) y sexual o erótica, estructu-
rante de los deseos y los ideales que entran en conflicto entre sí, obligando a la

6 Mucho menos puede dar cuenta la concepción lockeana de la propiedad y el trabajo de algo
como la plusvalía. Fernández Liria insiste en que a la economía política se le habría escapado
lo fundamental de las desigualdades económicas del capitalismo por extrapolar los principios
jurídicos lockeanos a los hechos efectivos de la producción y el intercambio económico.
7 Este no es el lugar para adentrarse en la crítica dirigida por Deleuze al psicoanálisis, opo-
niendo la libido familiarista del psicoanálisis a la libido social y política de investimentos
mucho más extensos que postula el propio Deleuze.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 33


represión agenciada por el yo, causando la división del psiquismo entre sistema
inconsciente y sistema preconsciente-consciente en la primera concepción tó-
pica del aparato psíquico. La pasividad del individuo frente a los síntomas que
padece es mucho más evidente en la teoría psicoanalítica: las representaciones
reprimidas que hacen a esos síntomas son independientes de la agencia y la
reflexividad de cualquier sujeto por definición. Desde la terminología freudia-
na con la que se abordan problemas filosófico-epistemológicos, la dificultad de
admitir la existencia de representaciones inconscientes es un problema de la
metapsicología psicoanalítica. Una vez resuelto este problema y admitida la exis-
tencia de tales representaciones, atenderemos al objeto clásico del psicoanálisis:
la fantasía. Nos concentraremos en el carácter fantasmagórico de esa realidad
interhumana y erótica, en tanto es generada por un insalvable malentendido que
se ve claramente en la seducción8 entre niño y adulto. La fantasía apunta a un
exterior que habita el interior del sujeto, un exterior no empírico, no recuerdos
o imágenes mnémicas que determinarían su comportamiento, sino un afuera
fantasmagórico que se refiere a los malentendidos que suscita lo sexual en las
relaciones interhumanas en tanto dominio de interpretación.

Marx: la sospecha de la interioridad antropológica


La influencia perdurable de Nietzsche en la obra de Foucault es por todos cono-
cida, al menos en sus consecuencias más generales. Freud y Marx han recibido un
tratamiento más ambivalente y finalmente crítico, quizás más el segundo autor que
el primero. Recordemos que en los tempranos trabajos foucaultianos de historia
epistemológica de la psicología el psicoanálisis fue considerado la psicología más
desarrollada, la que expresa con mayor claridad la contradicción epistemológica
entre orden y medida de una parte e historia e interpretación de otra parte, anta-
gonismo que en definitiva impedirá siempre fundar una ciencia del hombre. En el
programa de la arqueología de las ciencias humanas, el psicoanálisis ocupa el lugar
protagónico de salida de la antropología del siglo XIX, encontrándose junto a la
etnología entre las contraciencias humanas. Marx, en cambio, no figura más que
como un continuador de Ricardo en la episteme moderna.
Una valoración de este tipo entre los tres pensadores de la sospecha puede
sopesarse en el opúsculo de 1964. Mientras que Foucault es pródigo en su refe-
rencia a Nietzsche, se extiende en menor medida en lo que respecta al viraje de
la profundidad-interioridad a una profundidad-exterioridad efectuada por Marx.
El concepto de superficialidad en Marx es muy importante; en el comien-
zo de El capital él explica cómo, a diferencia de Perseo, debe sumergirse en la
bruma para mostrar con hechos que no hay monstruos ni estigmas profundos,

8 En el sentido de una seducción más allá de la concepción traumática de los primeros escritos
freudianos, un sentido similar al que se refiere Laplanche con su teoría generalizada de la
seducción.

34 Universidad de la República
porque todo lo que hay de profundidad en la concepción que la burguesía tiene
de la moneda, del capital, del valor, etc., no es en realidad sino superficialidad
(Foucault, s.f. [1967], p.40).
Este abigarrado comentario amerita una aclaración preliminar de las nocio-
nes en juego. En Marx encontramos un viraje desde la profundidad hacia un ni-
vel superficial, pero ¿qué puede entenderse por profundidad y superficialidad en
este texto? La profundidad alude a una interioridad. Se trata de una interioridad
subjetiva que podría denominarse psicológica o antropológica, aunque preferimos
este último término por abarcar una concepción del hombre más amplia que la
de la psicología en cuanto ciencia humana moderna, que es, además, anterior a
esta última.9 Marx descubre que no hay ningún misterio subjetivo, racional o na-
tural en la concepción del valor y la mercancía, y en consecuencia del dinero y el
capital—en un nivel de análisis lógicamente ulterior—, ya que las contradiccio-
nes dialécticas entre dinero y mercancía, así como en el grado evolutivo ulterior
capitalista entre capital y trabajo, tienen su origen en la contradicción primordial
entre cuantitativo/cualitativo ya presente en el sistema mercantil simple previo
al capitalismo, en la forma-mercancía con la tensión entre valor/valor de uso.
La superficialidad, o también, la exterioridad de estas cuestiones, queda des-
puntada con las formaciones histórico-sociales de la práctica económica que
muestra el surgimiento de la mercancía con el pasaje del predominio del valor
de uso al predominio del valor de cambio, teniendo presente el fetichismo de la
mercancía, pasando por los conjuntos de tensiones inestables que genera el true-
que. Hay un tránsito desde la multiplicidad de las posiciones de relativo y equi-
valente en los actos de intercambio, hasta llegar a la solución que ofrece el dinero
como medio de cambio unitario. El dinero es el equivalente general que sutura y
da consistencia unitaria al campo de las mercancías simples, facilitando su inter-
cambiabilidad al ser retirado de la esfera de estas últimas por quedar desprovisto
de valor de uso.10 Finalmente, se llega al capital y la plusvalía, siendo esta la
manifestación última de las tensiones dialécticas conservadas desde la oposición
entre posición relativa (cuantitativa, cambio) y posición de equivalente (cualita-
tiva, uso) con el mismo surgimiento de la mercancía. La forma-mercancía y todo
lo que se hace posible en la práctica económica a partir de ella no es más que una
formación histórica, a diferencia de lo que pensaron los predecesores de Marx en
la economía política clásica, quienes la daban por una forma omnipresente en las
todas las formaciones económicas, aunque más no fuera en estado rudimentario.

9 Sin descartar un posible nexo entre lo antropológico y lo psicológico, siguiendo las


correlaciones que establece Althusser entre el homo economicus de la economía política y el
homo psicologicus de la psicología, figuras a las que se oponen respectivamente Marx y Freud.
Por otro lado, el «sueño antropológico» del siglo XIX al que se refiere Foucault en la base de
las ciencias humanas remite a un campo discursivo más amplio que la psicología, siendo esta
última tan solo una de las ciencias humanas.
10 Recordemos cuánta similitud hay entre el dinero como equivalente general de los
intercambios económicos y el significante uno-en-más como equivalente general de los
intercambios simbólicos en Lacan.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 35


Historizar la forma mercancía conlleva también hacer del impulso mercan-
til, es decir, hacer de la propensión del hombre a intercambiar bienes en base a
su equivalencia cuantitativa, un comportamiento social localizable en algunas
formaciones económicas, pero de ninguna manera en todas, error histórico en el
que habían incurrido David Ricardo y Adam Smith, los predecesores inmedia-
tos de Marx. El fundador del materialismo histórico logra superar la fundamen-
tación antropológica del impulso o motivación al intercambio mercantil en la
que se amparaban las explicaciones de la economía política clásica.11
Esta fundamentación se apoyaba sobre dos alternativas simétricamente in-
versas: 1. se incurría en una concepción naturalista-instintivista de las motivacio-
nes del intercambio comercial, o bien, al contrario, 2. se acudía a una doctrina
racionalista-voluntarista. Una característica esencial al postulado antropológico
de la economía política, común a estas dos últimas variaciones mencionadas, es
la centralidad del individuo en relación con la historia y la sociedad. Fuese si-
guiendo sus tendencias instintivas, fuese siguiendo un cuidadoso cálculo egoísta,
el individuo actuaría buscando su enriquecimiento en aras de su propio bene-
ficio. El in-dividuo, y el individualismo político que se ve alimentado por esta
doctrina, es el fuerte denominador común a ambas explicaciones.12
11 Es cierto que Marx relativiza la forma-mercancía y con ello desmonta la positividad
antropológica de la economía política, dejando en su lugar una honda negatividad. Es posible
que esta negatividad no otorgue espacio a una nueva positividad en el materialismo histórico.
Con esto queremos decir que Marx tiene el mérito de relativizar la mercancía en cuanto forma
social, pero quizá no produzca una explicación profunda de lo que impulsa efectivamente a
los hombres a intercambiar entre sí. El fetichismo de la mercancía nos explica la autonomía
de esa formación histórico-social que se impone, una vez existente como tal, a los individuos
concretos, pero no explica el impulso histórico inicial. En otras palabras, Marx pone en tela
de juicio la atemporalidad del intercambio en cuanto forma (valor de cambio), pero no brinda
una explicación en cuanto a su contenido (valor de uso). Es por esto que un autor como
Baudrillard (1973) llega a decir que el fetichismo de la mercancía explica el predominio
del valor de cambio sobre los valores de uso, pero deja intacta la cuestión del valor de uso,
categoría relegada y vacía de contenido en Marx. Baudrillard señala la necesidad de elaborar
una teoría de lo ideológico que, teniendo en cuenta los logros marxianos en el «fetichismo del
valor de cambio», también pueda dar cuenta del «fetichismo del valor de uso» pendiente en
Marx, del valor social y diferencial de los consumos. Derrida (1998 [1995]) habrá indicado
un límite similar cuando Marx cree poder separar el valor abstracto, con su materialidad
sublime, del valor de uso, como si este último fuera una pura positividad empírica de la
mercancía. Unos 10 años más tarde al opúsculo que nos ocupa, cuando Foucault vea en la
concepción marxiana del poder un economicismo que lo emparienta aún a la concepción
jurídica de los filósofos del siglo XVII-XVIII, se estará tocando algo de este orden. Sucede
que hay primacía del valor abstracto sobre el valor de uso concreto en la teoría marxiana, lo
que es también cierta primacía de la base sobre la superestructura política, aunque al final
del opúsculo Foucault relativiza esta primacía de lo económico refiriéndose a El dieciocho
Brumario. Este asunto será retomado al final de nuestro estudio, como brecha entre el afuera
espectral de Marx y de Freud.
12 A su vez, la fundamentación del individuo como propietario de lo que es producto de su
trabajo es proporcionada por Locke, teniendo una gran y extendida repercusión en todo el
pensamiento moderno clásico. Locke, como nos recuerda Fernández Liria, habría fundado
la modernidad político-económica.

36 Universidad de la República
Muchas veces los argumentos de la economía política y el pensamiento clá-
sico consistían en una ingeniosa combinación de los registros naturalistas y ra-
cionalistas, opuestos de manera especular y por ello complementarios el uno del
otro, ambos reunidos en una interioridad objetiva y subjetiva. Veremos que este
es el caso de Adam Smith. La economía política descansaba sobre la concepción
de un impulso mercantil innato y simultáneamente de una decisión racionalmen-
te elaborada y adoptada que era regulada de manera voluntaria y contractual.
La concepción de un contrato presupone los principios jurídicos lockeanos de
libertad, igualdad y propiedad ya que solo sujetos libres pueden optar volunta-
riamente por intercambiar mercancías, solo sujetos iguales pueden establecer un
vínculo de contrato basado en cierta reciprocidad, solo sujetos propietarios tie-
nen algo para intercambiar en el mercado. Pero la economía política lleva estos
principios a una universalidad congelada y naturalizada en el análisis de las for-
maciones económicas que Marx habrá desenmascarado. Veamos los elementos
indispensables de la fundamentación antropológica del impulso al intercambio y
de la teoría del valor-trabajo en Adam Smith.

Interioridad y origen en Smith:


impulso al intercambio y teoría del valor
Sigamos los pasos de Smith en La riqueza de las naciones (1776), al menos en
lo que aquí importa para confrontarlo con Marx. Para ello se verá cómo funda-
menta el impulso al intercambio comercial y la primera teoría del valor-trabajo
elaborada en el pensamiento moderno. Nos interesa descubrir dónde el fundador
de la economía política incurre en una concepción interiorista como fundamen-
to del impulso mercantil y dónde hallamos en su obra un comienzo histórico
positivo y cognoscible de los procesos explicados. Veremos que si bien se basa
esencialmente en una concepción naturalista del impulso mercantil, no deja de
recurrir a complemento de la racionalidad egoísta.
Señalemos que esta alternativa entre naturaleza humana y razón individual,
que implica la gran oposición entre naturaleza y sociedad, del pensamiento
de Smith es también una oscilación teórica del pensamiento ilustrado clásico.
Recordemos todas las oscilaciones entre estado de naturaleza y estado de socie-
dad, entre impulsos espontáneos de los hombres en estado de guerra y la racio-
nalidad que se fortalece en una comunidad legislada luego de un pacto social,
características de la filosofía política moderna clásica desde la concepción de
Locke y Hobbes hasta Rousseau.13
Aunque en el pensamiento clásico el contrato y la voluntad la forma de
concebir lo social (bajo la forma de la expresión representada de la voluntad
general), Smith no creía en la suficiencia del contrato social para explicar las

13 Althusser ha señalado la particularidad de Montesquieu al prescindir de la teoría


contractualista, careciendo su teoría del origen del Estado de un contrato social.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 37


leyes económicas. Puede que el pacto fuera suficiente para explicar el origen
del Estado en la filosofía política clásica, pero para el primer representante de
la economía política el pacto era incapaz de brindar una explicación sobre la
fuerza inercial espontánea y general con la que se imponen los intercambios
económicos. El contrato social puede explicar el órgano político que regula los
intercambios económicos, pero no da cuenta de su comienzo, la causa del im-
pulso originario se pierde en la bruma del olvido. El fundador de la economía
política verá en la división técnica del trabajo el aumento de la productividad de
las sociedades modernas (a partir del siglo XVIII) y, a su vez, especulará sobre
una propensión espontánea y natural del hombre a intercambiar cosas, lo que se
situará en la fuente de la división técnica del trabajo.
Esta división del trabajo, que tantas ventajas reporta, no es en su origen efecto
de la sabiduría humana, que prevé y se propone alcanzar aquella general opu-
lencia que de él se deriva. Es la consecuencia gradual, necesaria aunque lenta,
de una cierta propensión de la naturaleza humana que no aspira a una utilidad
tan grande: la propensión a permutar, cambiar y negociar una cosa por otra
(Smith, 1997 [1776], p. 16).
Argumenta el autor que el hombre es el único animal que intercambia en
el mercado, por lo tanto el comercio debe estar inscrito en la naturaleza huma-
na. «Nadie ha visto todavía que los perros cambien de una manera deliberada
y equitativa un hueso por otro» (Smith, 1997 [1776], p. 16). Si este razona-
miento fuera suficiente, habría que aceptar que toda actividad realizada por
hombres, como fabricar jabalinas, computadoras o automóviles, están inscriptas
en la naturaleza humana, solo que se desarrollarían lenta y gradualmente, pero
estarían contenidas en estado latente desde el comienzo, en estado potencial.
Smith prosigue con sus observaciones etológicas. «En casi todas las otras espe-
cies zoológicas el individuo, cuando ha alcanzado la madurez, conquista la inde-
pendencia, no necesita el concurso de otro ser viviente. Pero el hombre reclama
en la mayor parte de las circunstancias la ayuda de sus semejantes» (Smith, 1997
[1776], p. 16). Se apuesta entonces a la dependencia del humano del vínculo
social para su supervivencia, pero la etología moderna conoce numerosísimas
especies animales de organizaciones gregarias complejas, donde el individuo de-
pende completamente de la vida social y de una división técnica del trabajo de
carácter instintivo. Smith niega que los animales produzcan colectivamente su
alimento, lo cual es falso (como demuestran numerosos ejemplos de insectos, por
ejemplo). Los animales no producen colectivamente y no hay división de tareas,
ergo no intercambian porque no hay necesidad de ello. Este error tiene hondas
consecuencias: al no reconocer una forma de trabajo social (aunque ciertamente
instintivo) en los animales y por ello excluirlos del intercambio mercantil, de
manera simétricamente inversa se excluye al hombre de formas de trabajo so-
cial no productoras de mercancía, extendiendo la producción de mercancías a
toda formación económica. Así, las explicaciones sobre el origen y fundamento
del intercambio mercantil en la teoría de Smith se inclinan hacia la alternativa

38 Universidad de la República
naturalista. Mientras que en los tres primeros capítulos de La riqueza, el autor se
esforzaba por dilucidar el repentino aumento de la productividad ante el umbral
del capitalismo en el siglo XVIII, momento históricamente muy acotado y de-
finido, ahora Smith regresa sobre sus pasos para decir que el impulso originario
de este súbito aumento ya estaba contenido en la naturaleza humana, potencial
que se habría desplegado como «consecuencia gradual, necesaria aunque len-
ta», por lo que el capitalismo se convierte en el reflejo acabado de la naturaleza
humana. Kicillof, en su estudio sobre el pensamiento smithiano, afirma que «si
se proponía explicar cuál era la nota distintiva del capitalismo, su investigación
desembocó en que su oculto germen no es otro que la propia naturaleza humana.
De esta forma, paradójicamente, una determinada forma histórica parece estar
explicada por un rasgo instintivo del hombre» (Kicillof, 2011, p. 53).
El argumento no finaliza aquí, ya que Smith realiza una reconstrucción pu-
ramente especulativa o analítica (o más bien mítica) sobre la vida económica en
las comunidades primitivas, con el fin de mostrar cómo se pudo haber desplega-
do históricamente ese instinto o tendencia ya preformada (muy lenta y gradual-
mente, hay que añadir). Basta con que algún miembro de la tribu se destaque
en alguna labor en particular para que descubra la ventaja de especializarse: al
volverse más eficiente en una tarea, producirá más y dispondrá de un excedente
para obtener en el mercado lo que necesite. Claro que para ello debe existir un
mercado. Pero como el intercambio mercantil está en los instintos humanos, este
hombre especializado tendrá la certeza de obtener lo que le haga falta. «La cer-
tidumbre de poder cambiar el exceso del producto de su propio trabajo, después
de satisfechas sus necesidades, por parte del producto ajeno que necesita, induce
al hombre a dedicarse a una sola ocupación» (Smith, 1997 [1776], pp. 17-18).
Al recurrir a la certeza, nos encontramos ya por fuera del funcionamiento ciego
de las determinaciones naturales, entrando en el ámbito de los cálculos del uso
de la razón. En su mito teórico, Smith se ve obligado a complementar su natu-
ralismo mercantil con un racionalismo individualista. Indiquemos también que
aunque se postule al intercambio como causa de la división técnica del trabajo,
es necesario admitir que la relación causal se puede invertir y que de hecho se
trata de un círculo vicioso: el intercambio habilita la división técnica del trabajo,
pero la división del trabajo es una condición necesaria para que haya necesidad
de intercambio en primer lugar. Los razonamientos circulares son típicos de si-
tuaciones imaginarias o mitos teóricos. Smith insiste en la naturalidad del inter-
cambio y la socialidad o dependencia de la educación de la división del trabajo y
las diferencias de habilidades entre los hombres.
Si bien el egoísmo no es una tendencia instintiva o natural, es considerado
una consecuencia necesaria de la generalización de intercambio, que se gestaría
lenta y gradualmente. Nos parece que poco importa el nivel en el que se coloque
al egoísmo, sea naturaleza o historia, sino que resulta crucial que se lo considere
una consecuencia necesaria de algo postulado como un instinto. Finalmente, el

Comisión Sectorial de Investigación Científica 39


intercambio mercantil, naturalizado presupone la existencia de la propiedad pri-
vada. La propiedad privada es naturalizada y eternizada.14
Decíamos al comenzar que el elemento común a las alternativas complemen-
tarias (dualismo especular) entre naturaleza-razón es el del interés egoísta de la
autoconservación y capacidad de acumulación para el beneficio propio. El egoís-
mo económico es un precepto antropológico común a todo el pensamiento político y
económico de la modernidad clásica. «Cuando prefiere la actividad económica de su
país a la extranjera, únicamente considera su seguridad, y cuando dirige la primera
de tal forma que su producto represente el mayor valor posible, solo piensa en su
ganancia propia» (Smith, 1997, p. 402). Marx ironiza sobre esta forma de univer-
salizar el egoísmo, junto a los pilares de la filosofía política sentados por Locke:
La esfera de la circulación o del intercambio de mercancías dentro de cuyos
límites se efectúa la compra y la venta de la fuerza de trabajo, era, en realidad,
un verdadero Edén de los derechos humanos innatos. Lo que allí imperaba era
la libertad, la igualdad, la propiedad y Bentham […].¡Bentham!, porque cada
uno de los dos se ocupa solo de sí mismo (Marx, 1975 [1867], p. 214).
Smith está lejos de poder responder al interrogante de cómo el capitalismo,
una formación económica especifica en la historia, refleja fielmente las tenden-
cias más espontáneas, naturales y racionales, del espíritu humano. Más bien nos
encontramos siempre peligrosamente sumergidos en una concepción antropoló-
gica que universaliza la estructura mercantil, proyección sociocéntrica propia de
la economía política, puede decirse.
Ahora algunas puntualizaciones sobre la teoría del valor. Es en La riqueza
donde se postula por primera vez en la historia del pensamiento económico que
la fuente del valor es el trabajo humano15. «El trabajo anual de cada nación es el
fondo que en principio provee de todas las cosas necesarias y convenientes para la
vida, y que anualmente consume un país» (Smith, 1997 [1776], p. 3). El trabajo
humano, considerado como «trabajo anual de cada nación», esto es, como trabajo
de la sociedad considerada en su totalidad, es el productor de riqueza, y la riqueza
está constituida por todos los bienes de una nación. A diferencia de sus predece-
sores mercantilistas, sostendrá que la fuente de la riqueza no debe buscarse en el
comercio, y a diferencia de sus predecesores fisiócratas, sostendrá que la fuente de
la riqueza no es la productividad de la tierra ni en el trabajo agrícola.
Queda planteada así la ecuación entre trabajo de la nación=bienes. En pri-
mer lugar debe resolverse el dilema de cómo cada uno de los polos de esta ecua-
ción puede considerarse una totalidad homogénea. El trabajo debe ser tomado
como una totalidad homogénea más allá de las diferencias cualitativas de los

14 Locke brindó el fundamento de la propiedad privada para el pensamiento político-jurídico


moderno ligándola a la individualidad corpórea del sujeto por ser producto de su trabajo.
Toda la economía política extendió estos principios jurídicos (basados en una ética y
por lo tanto manifiestamente ideales) a los hechos económicos (reales). Esta ampliación
de los principios jurídicos lockeanos de igualdad, libertad y propiedad a la historia del
comportamiento económico ha sido objeto de duras críticas por parte de Marx.
15 Tesis que será desarrollada por Marx y Ricardo.

40 Universidad de la República
trabajos concretos entre sí. Los bienes deben ser considerados igualmente más
allá de su diversidad cualitativa, lo que no representa mayor dificultad ya que se
logra mediante las nociones de valor y precio. En segundo lugar debe resolverse
el problema de la conmensurabilidad u homogeneización entre ambos polos:
¿cómo es que algo del polo del trabajo se transfiere al polo de los bienes? ¿Cómo
es que algo de los bienes es equivalente al trabajo que lo produjo? Deberá poder
explicarse la mutación del trabajo en valor, ya que el trabajo no es en sí mismo
valor en tanto que es una actividad humana, y el valor es un atributo de las
mercancías, localizadas del otro lado de la ecuación (considerando los bienes ya
mencionados disponibles para el intercambio mercantil).
«Ahora vamos a examinar cuáles son las reglas que observan generalmente
los hombres en la permuta de unos bienes por otros, o cuando los cambian por
moneda. Estas reglas determinan lo que pudiéramos llamar valor relativo o de
cambio de los bienes» (Smith, 1997 [1776] [el resaltado es nuestro]). Con estas
palabras—en las que destacamos la idea de que se estudiarán las «reglas que los
hombres observan»—se da paso al análisis del problema del valor, a partir del
capítulo 5. Veremos que Smith concibe las prácticas económicas como algo que
los hombres conocen y practican con conciencia, muy diferente de lo que suce-
derá con Marx, para quien la historia actúa a espaldas de los hombres.
A partir del quinto capítulo de esta obra, luego de haber expuesto el origen
del intercambio mercantil y la función del dinero como facilitador de dicho
intercambio, Smith procede a rebatir la larga tradición de pensamiento que ha
determinado el valor de los bienes por su utilidad. El procedimiento analítico
necesario requiere distinguir con términos diferentes dos dimensiones del valor
en la mercancía. Smith afirma que
debemos advertir que la palabra valor tiene dos significados diferentes, pues
a veces expresa la utilidad de un objeto particular, y, otras, la capacidad
de comprar otros bienes, capacidad que se deriva de la posesión de dinero.
Al primero lo podemos llamar valor de uso, y al segundo valor de cambio
(Smith, 1997 [1776], p. 30).
Entonces la pregunta será si el valor de cambio de las mercancías está deter-
minado por su valor de uso. Si así fuera, a un alto valor de cambio correspondería
un alto y proporcional valor de uso. Smith recurre a la célebre paradoja del agua
y el diamante para mostrarnos que esto no es así: la utilidad del agua es indiscu-
tiblemente más alta que la del diamante, y su valor de cambio infinitamente infe-
rior. Esto le permite proseguir su análisis sobre la fuente del valor prescindiendo
por completo del valor de uso. Esta prescindencia del valor de uso será un gesto
metodológico característico de la economía política que Marx respetará y pro-
seguirá, a diferencia de las posteriores corrientes marginalistas.
Retomando la tesis inicial de su obra, donde se plantea la ecuación
trabajo=bienes o trabajo=valor, el autor prosigue estableciendo que la media del
valor es el trabajo, introducido aquí en la modalidad de «trabajo de otras perso-
nas» o «trabajo ajeno».

Comisión Sectorial de Investigación Científica 41


Todo hombre es rico o pobre según el grado en que pueda gozar de las cosas
necesarias, convenientes y gratas de la vida. Pero una vez establecida la división
del trabajo, es solo una parte muy pequeña de las mismas la que se puede pro-
curar con el esfuerzo personal. La mayor parte de ellas se conseguirá mediante
el trabajo de otras personas, y será rico o pobre, de acuerdo con la cantidad de
trabajo ajeno de que pueda disponer o se halle en condiciones de adquirir. En
consecuencia, el valor de cualquier bien, para la persona que lo posee y que no
piense usarlo o consumirlo, sino cambiarlo por otros, es igual a la cantidad de
trabajo que pueda adquirir o de que pueda disponer por mediación suya. El
trabajo, por consiguiente, es la medida real del valor de cambio de toda clase
de bienes (Smith, 1997 [1776], p. 31).
Nótese la falta de distinción entre valor de cambio y valor en el polo valor
de la ecuación inicial, así como la falta de distingo entre el trabajo como fuente
y magnitud del valor y el trabajo como medida del valor (relativo a los precios
en el mercado) en el polo trabajo de la misma ecuación. La confusión entre valor
de cambio y valor es ilustrativa de una incapacidad de discernir entre un nivel
profundo e invisible y un nivel más fenoménico y visible de lo valuable, al igual
que sucede con la confusión entre el trabajo como magnitud y el trabajo como
medida del valor. En esta falta de distingo se pierde algo de la separación entre
fenómenos aparentes y fenómenos esenciales. Así como están planteadas las co-
sas, sucede como si lo que un individuo adquiere con la venta de una mercancía
fuera un valor que se desprende directamente del trabajo concreto de otros. Lo que
le falta a Smith es un concepto clave en la teoría del valor marxiana: el trabajo
social indistinto o abstracto, o trabajo socialmente necesario, que Marx califica
de «objetividad espectral». Ahora bien, el trabajo socialmente necesario para
producir mercancías pertenece a un nivel no directamente cognoscible en el
intercambio mercantil: Marx entiende que los sujetos pueden actuar (y de hecho
lo hacen casi todo el tiempo) en perfecto desconocimiento del valor de una mer-
cancía determinado por el trabajo socialmente necesario para producirla, que se
mide en duración o tiempo.16 Para Marx esta realidad social es inconsciente, en el
sentido amplio de realidad desconocida, ignorada.
Insistamos, pues, en que Smith no logra despegarse de una relación dema-
siado apegada aún al trabajo concreto, directamente conocido por los indivi-
duos. Y esto a pesar de su tesis inicial, cuando plantea al «trabajo total de una
nación» como fuente de la riqueza. Porque a la hora de pensar la equivalencia de
ese trabajo general en el mercado, fragmentado en los hechos por la división so-
cial y técnica del trabajo, se postula que el valor de una mercancía es la cantidad
de trabajo ajeno por la que puede ser cambiada, pero este trabajo ajeno no es un
trabajo general o abstracto, conjunto de todos los trabajos concretos y cualitati-
vamente diversos, sino que es directamente equivalente a cierto trabajo concreto.
El trabajo ajeno aparece enfrentado al trabajo propio, sin ser reincluidos ambos

16 La noción de trabajo social abstracto será necesaria para descubrir otro corte que la economía
política clásica fue incapaz de reconocer: la diferencia entre trabajo y fuerza de trabajo,
distinción crucial para encontrar la plusvalía.

42 Universidad de la República
en una terceridad dialéctica que los trascienda. No hay mediación de un trabajo
social indistinto en esta comunicación entre mercancías concretas producidas
por trabajos concretos.17 Esto trae el problema de la falta de una referencia
constante y objetiva (por espectral o fantasmagórica que sea18) para un campo
unificado del valor, como veremos enseguida. Puede decirse que ese trabajo total
de una nación, postulado al comienzo de La riqueza, no es realzado por el desa-
rrollo ulterior de la teoría del valor de Smith y no adquiere suficiente autonomía
e importancia teórica.
A falta de una referencia constante y objetiva como magnitud del valor, la
concepción de la fuente y magnitud del valor de Smith recaerá en un criterio
subjetivista.
El precio real de cualquier cosa, lo que realmente le cuesta al hombre que
quiere adquirirla, son las penas y fatigas que su adquisición supone. Lo que
realmente vale para el que ya la ha adquirido y desea disponer de ella, o cam-
biarla por otros bienes, son las penas y fatigas de que lo librarán, y que podrá
imponer a otros individuos (Smith, 1997 [1776], p. 31).
Es claro que las «penas» y «fatigas» dependen demasiado del virtuosismo o la
pereza de cada individuo particular, no brindando ningún criterio objetivo para
determinar la magnitud del valor, como el «tiempo mínimo socialmente necesa-
rio» lo es en la concepción marxiana.
Kicillof sostiene que el límite epistémico de Smith en esta indistinción entre
trabajo concreto y trabajo abstracto radica en su tendencia a concebir los inter-
cambios económicos como prácticas en las que los individuos saben lo que ha-
cen, siendo sujetos reflexivos y esencialmente conscientes. «El esfuerzo de medir
el trabajo contenido en las mercancías no debería sorprendernos cuando hemos
señalando ya que Smith tiene una predisposición a asociar los fenómenos eco-
nómicos con el accionar de la conciencia y la razón de los individuos» (Kicillof,
2011, p. 76). La concepción smithiana requiere que los individuos conozcan
realmente el valor de su mercancía y la de los demás a la hora de concurrir al

17 Por esta superación de lo concreto-empírico, Althusser ha insistido en el carácter


«estructuralista» de Marx. Nos parece, sin forzar demasiado la comparación, que la
innovación marxiana de un trabajo social indistinto con respecto al mero trabajo ajeno
de Smith presenta un paralelismo con la distinción lacaniana entre gran Otro y pequeño
otro respectivamente, en el sentido de la trascendencia dialéctica que conlleva el primero
sobre los impasses imaginarios del primero, que remite a la lucha a muerte de los anónimos
animales humanos antes de todo reconocimiento. También Lacan, recordémoslo, parte de
una inspiración hegeliana de la dialéctica del amo y el esclavo.
18 Este carácter fantasmagórico de la objetividad o materialidad del trabajo social indistinto
expulsa de la problemática de los «valores de usos» desplazados por la economía política
clásica y marxiana, es decir, del goce en el consumo. Aunque también nos preguntamos
si el otro lado de ese espectro sublime no es justamente el de los fantasmas del uso o del
destino de los objetos-representaciones que se gozan y se consumen. El velo espectral
que recubre esa materialidad, tornándola no completamente objetiva, nos devuelve a un
problema superestructural, mental o subjetivo: ¿cómo goza el sujeto? Con lo que se muestra
especialmente pertinente un vínculo con el psicoanálisis.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 43


mercado. «Para Smith parece ser necesario que tales cantidades sean directamen-
te visibles o al menos que puedan ser estimadas de algún modo» (Kicillof, 2011,
p. 76). La búsqueda de una referencia sólida para fundamentar la teoría del valor
prosigue infructuosamente, al punto de que Smith deberá abandonarla.19

Teoría del valor y trabajo social abstracto en Marx


Luego de diferenciar entre valor de uso y valor de cambio, reproduciendo el
método de sus predecesores de la economía política al relegar completamente
el valor de uso en el análisis de la mercancía, Marx se vuelve hacia el valor de
cambio y se pregunta cuál es el denominador común a todas las mercancías que
exceptúa toda individualidad empírica. La respuesta es que todas las mercancías
son producto de trabajo humano. Las mercancías valen porque en ellas se coa-
gula trabajo humano que ha sido consumido en el proceso de producción. Esto
ya había sido planteado por Smith y retomado por Ricardo. No obstante, como
ya adelantamos, Marx introduce una novedad crucial. No se trata más de trabajo
concreto, particular, que consume valores de uso. El trabajo que determina la
magnitud del valor es un trabajo general, social, indistinto.
También el producto del trabajo se nos ha transformado entre las manos. Si
hacemos abstracción de su valor de uso, abstraemos también los componentes
y formas corpóreas que hacen de él un valor de uso […]. Con el carácter útil
de los productos del trabajo [valor de uso] se desvanece el carácter útil de los
trabajos representados en ellos [trabajo concreto] y, por ende, se desvanecen
las diversas formas concretas de esos trabajos; estos dejan de distinguirse, re-
duciéndose en su totalidad a trabajo humano indiferenciado, a trabajo abstrac-
tamente humano (Marx, 1975 [1867], p. 46).
En este punto Marx supera a Ricardo, quien encontraba la doble faceta abs-
tracta y concreta de la mercancía, pero no hallaba la misma polaridad en el traba-
jo humano, solo concebido en la economía política como trabajo concreto (como
sucedía con Smith). La distinción entre trabajo concreto y trabajo abstracto le
permite a Marx separar trabajo humano y fuerza de trabajo humano, paso previo
indispensable al descubrimiento de la plusvalía. Pero no hablaremos ahora de
19 En un trabajo en curso de elaboración exploraremos en mayor detalle los pasos de Smith. También
nos proponemos abordar la teoría del valor de Ricardo, quien, como se sabe, va un paso más
allá de su predecesor. Como señala Kicillof, en tiempos de Ricardo el capitalismo industrial
ya se había consolidado, a diferencia de la industria incipiente de la que fuera contemporáneo
Smith. «El hecho de que el capitalismo se consolidara definitivamente, imponiéndose sobre
las ruinas del régimen feudal, le restó interés teórico al problema de la «viabilidad» del sistema
como tal. Smith se había preguntado si el nuevo régimen era sostenible; en la época de Ricardo,
en cambio, el capital, por así decir, demostró por los hechos y sin necesidad de buscar apoyo
en la economía política su capacidad de supervivencia» (Kiciloff, 2011, p. 117). Por esta razón
Ricardo se habría sentido en la libertad de ignorar cualquier debate sobre la historicidad del
capitalismo y sobre las motivaciones del comportamiento del intercambio mercantil, evitando
abiertamente fundamentar antropológicamente este comportamiento. Simplemente se lo tiene
por dado, queda universalizado por la vía de la omisión.

44 Universidad de la República
plusvalía ni de contradicción dialéctica entre trabajo y capital, entre trabajo vivo
y trabajo muerto. El trabajo abstracto es lo que retendrá nuestra atención.
El trabajo humano indistinto, fuerza o energía consumida, se adhiere al
producto en su forma inerte, muerta, petrificada. Nada queda de esa actividad
productiva sino una «objetividad espectral, una mera gelatina de trabajo humano
indiferenciado» (1975 [1867], p. 46). El valor es esa sustancia sublime, desma-
terializada, esa materialidad espectral que tiene por fuente un trabajo igualmente
espectral. Esa sustancia generada en el trabajo y traspasada a los productos es
social.20 Social aquí no se emplea en un sentido corriente de convención, con-
trato o pacto, acepción aún demasiado imaginaria, ilusoria (y al mismo tiempo
empirista), donde la voluntad individual se antepone a lo social, lo planifica y lo
domina, sea por tendencias naturales del individuo, sea por el uso de la razón, es
decir, recurriendo a una interioridad antropológica del hombre. En cambio, aquí
lo social o la historia adquiere vida propia. Social quiere decir que importa más
el trabajo global social, que no es otra cosa que un promedio aritmético ¿Cómo
se mide el valor? Por unidades de tiempo. Ese tiempo es, consecuentemente, un
tiempo socialmente necesario de trabajo, nunca individualmente necesario. Un
carpintero ineficiente o haragán no producirá trabajo más valioso que uno habili-
doso, siendo este un criterio subjetivista que vimos formulado en Smith. Tiempo
mínimo socialmente necesario quiere decir tiempo promedialmente necesario. La
cantidad de valor se determina por el tiempo mínimamente necesario en térmi-
no medio para producir un valor de uso de una clase, por ejemplo, una mesa de
roble. Se abre a partir de este concepto toda una forma de pensar lo social sin
precedentes en los clásicos, ya que este proceso social ocurre a espaldas de los
individuos sin que estos sean conscientes de la fuente del valor, como se verá
mejor al abordar el fetichismo de la mercancía. Es en este fetichismo donde se
encubre el carácter social de la fuente del valor, fragmentándolo y revinculándo-
lo a individuos aislados, desvinculados entre sí en la producción, solo vinculados
en el mercado, a través del mando inercial de las mercancías. Pero es de la mayor
importancia destacar desde este momento que nos encontramos ante una con-
ceptuación de lo social ajena a la reflexividad individual, y por lo tanto también

20 En este sentido, puede considerarse que Marx es un autor del siglo XIX, uno de los padres de
las ciencias humanas y en particular un descubridor de la materialidad propia y autónoma de
lo social, continuando la herencia hegeliana de la mistifcación de la conciencia por la relación
de dependencia del yo con el otro en cuanto al reconocimiento y los procesos de enajenación
del hombre en relación con la historia que él engendra, pero que se autonomiza cobrando
vida propia (véase Jameson, 2013). Es en el siglo XIX cuando lo colectivo se vuelve un
problema mayor por sí mismo, definitivamente ya no subordinado al uso de la razón en su
forma individual. Se trata del siglo del nacimiento de las ciencias humanas, como Foucault
ha mostrado. La objetividad fantasmagórica de lo social es el trasfondo esencial ocultado
por la falsa evidencia de la conciencia individual, falsedad, o mejor dicho ilusión, producida
por el principio de propiedad. En un estudio en curso de elaboración buscamos desarrollar
el vínculo entre el individuo propietario de la filosofía jurídica lockeana y el fetichismo de la
mercancía como reducción complementaria de los individuos a cosas en el funcionamiento
inerte del mercado.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 45


ajena a la concepción de lo social fundada en la teoría contractualista predomi-
nante en la filosofía política clásica, desde Hobbes y Locke hasta Rousseau.
Esta sustancia espectral se presenta en estado sublime, descorporizado,
asemejándose a la sustancia abstracta hegeliana que solo se manifiesta a través
de una sustancia concreta, como en Marx el trabajo abstracto solo se manifies-
ta a través de múltiples trabajos concretos coagulados en diversas mercancías.
Destaquemos que lo social y lo abstracto remiten a la misma y única propiedad:
ser una totalidad no reductible a una manifestación empírica que siempre impli-
ca su fraccionamiento, una «totalidad abstracta» cuya realidad es más fuerte que
las partes concretas en las que se manifiesta.
Con estas últimas palabras, reverberamos el principio de Lévi-Strauss, quien
lo retoma de Marcel Mauss, para enfatizar el parentesco de Marx con el estructu-
ralismo (y quizá también para insinuar lo mucho que hay de lenguaje, en el amplio
sentido saussureano, en la formación específica llamada capitalismo).
«El conjunto de las fuerzas de trabajo de la sociedad, representado en los
valores del mundo de las mercancías, hace las veces aquí de una y la misma
fuerza humana de trabajo, por más que se componga de innumerables fuerzas
de trabajo individuales» (Marx, 1975 [1867], p. 48).
Al hacer honor a la obra de Mauss, Lévi-Strauss, como si estuviera prolon-
gando a Marx, dice:
por primera vez lo social sale de la esfera de la cualidad pura: anécdota, cu-
riosidad, materia de descripción moralizante o de comparación erudita y se
transforma en un sistema, entre cuyas partes pueden descubrirse conexiones,
equivalencias y solidaridades. Se comparan, en primer lugar, los resultados de
la actividad social, bien sea técnica, económica, ritual, estética o religiosa—
como son los instrumentos, productos manufacturados, productos alimenti-
cios, fórmulas mágicas, ornamentos, cantos, danzas y mitos—comparación que
es posible por el carácter común que todos poseen de ser transferibles, de
acuerdo con modalidades que pueden ser objeto de análisis y clasificación
(Lévi-Strauss 1991 [1950], p. 29).
Lo hemos trabajado en Venturini (2014). Agreguemos que mientras que el
intercambio de Marx se refiere acotadamente al trabajo social indistinto, el in-
tercambio simbólico que dilucida Lévi-Strauss en Mauss es más abarcativo, no
reabsorbible en el economicismo productivo del tiempo (socialmente necesario) de
trabajo, aunque no niegue la fuerte incidencia que pueda tener este factor como
fuente del valor (especialmente en las sociedades mercantiles modernas). Esta res-
tricción de Marx muestra los límites de la teoría del valor-trabajo como principio
de valoración; retornaremos a este problema al final de este trabajo.
Debemos saltear las frondosas páginas que siguen en el capítulo I de El
capital, donde Marx desarrolla la génesis estructural de la forma mercancía a
partir de la tensión interna entre lo abstracto del valor y lo concreto del valor de
uso, a través de la oposición dialéctica entre relativo/equivalente y su despliegue
desde la forma simple del valor de cambio a su forma generalizada con el dinero
en tanto equivalente universal.

46 Universidad de la República
Fetichismo de la mercancía e ideología en Marx
La concepción marxiana del fetichismo de la mercancía ha sido resucitada en
las últimas décadas por la difusión de la lectura que realizara Lacan en su semi-
nario «R.S.I.» (1974-75), donde afirmara que la doctrina moderna del síntoma
que ocupa a la clínica psicoanalítica no proviene de la medicina, sino de la obra
de Marx, tal como entiende este último al fetichismo. Esta lectura ha sido muy
difundida en el panorama intelectual contemporáneo por los trabajos de Slavoj
Zizek, especialmente en su ensayo El sublime objeto de la ideología (1989). El
filósofo esloveno parte de esta contribución del psicoanalista parisino para re-
formular la teoría de la ideología en clave psicoanalítica. Se puede añadir que el
entrelazamiento entre fetichismo y síntoma en Lacan hace pensar también en la
propuesta de Althusser de una lectura sintomática de los autores que analizaba
en los años sesenta, retomando la concepción psicoanalítica del síntoma. Pero
este procedimiento, a nuestro juicio, no está lo suficientemente desarrollado por
Althusser. De momento no encontramos en sus trabajos una profundización de
la noción psicoanalítica de síntoma que nos asegure la validez de su extrapola-
ción a un método de lectura por él preconizado. En Nietzsche, Freud, Marx,
Foucault nos habla de una correlación entre el dinero como signo que encu-
bre su origen histórico-interpretativo y la violencia de su resultado (y creemos
que no solamente del dinero, sino que este sería un ejemplo de los procesos de
exteriorización, desdoblamiento y finalmente reificación que objetiva lo subje-
tivo-histórico-social en medios de cambio que los representan) y la doctrina
freudiana del síntoma.
Retornamos al capítulo I de El capital para abordar el problema del feti-
chismo de la mercancía, desarrollado en el último apartado. «El carácter místico
de la mercancía no deriva, por tanto, de su valor de uso. Tampoco proviene del
contenido de las determinaciones de valor» (Marx, 1975 [1867], p. 87). Dado
que valor de uso tienen todos los productos del trabajo humano, mucho más allá
de las formaciones capitalistas productoras de mercancías, este no puede ser el
factor singular de fetichización de la mercancía. Tampoco lo es su antagonista
localizado en el extremo opuesto en el trípode de la teoría del valor: valor de uso
(sustancia concreta)—valor de cambio (forma)—valor (sustancia abstracta), es
decir, no puede serlo el valor a secas, la sustancia abstracta, por similares razo-
nes. Todas las sociedades produjeron valor, siempre hubo trabajo social, aunque
solo fuera reconocido bajo formas de trabajo particular y a pesar de que la propia
fuente del valor no estuvierra mercantilizada: la fuerza de trabajo o trabajo vivo y
todas las sociedades produjeron valores de uso. Es en la propia forma mercancía,
en el valor de cambio, donde reside el secreto de su poder de mistificación.
Recordemos que el trabajo, siendo la fuente de la sustancia de valor, es el
principio de síntesis social, lo que quiere decir que en el pensamiento marxiano

Comisión Sectorial de Investigación Científica 47


el trabajo es el principal elemento para otorgar unidad a una comunidad y lo que
habilita todo tipo de cambios, equivalencias o comunicaciones.21
Hasta ahora hemos abordado el trabajo principalmente en su dimensión
cuantitativa, en cuanto trabajo humano abstracto o indistinto con la capacidad
de generar valor, reduciendo el trabajo concreto y el valor de uso tan solo a las
manifestaciones plurales y fenoménicas del trabajo abstracto y del valor. Esto
es necesario para el estudio de las sociedades mercantiles (recordemos que El
capital comienza con la investigación de la «economía mercantil simple», con
el intercambio de valores equivalentes, para luego pasar a la especificidad del
capitalismo mercantil). Sin embargo, en las sociedades no mercantiles, donde se
produce especialmente para el autoabastecimiento, aunque haya otras formas
de intercambio como reciprocidad entre parientes o redistribución económica
por parte de un poder político centralizador y explotador de plustrabajo,22 no
se puede hablar de trabajo abstracto y producción de valor; estas categorías
abstractas no se aplican a las representaciones económicas predominantes. La
relación entre las cosas o el producto del trabajo de los hombres y las personas
o relaciones sociales es inversa en las economías de autoabastecimiento y las
economías mercantiles. En las economías no mercantiles (que haya explotación
de clases mediante plustrabajo no altera en nada este problema) las relaciones
de producción, que incluyen la división del trabajo, suceden entre individuos
que por su lugar socialmente asignado intercambian bienes. En las economías
mercantiles, las relaciones sociales se producen entre cosas y las relaciones en-
tre personas son cosificadas. La clave está en abordar la especificidad del tra-
bajo en su forma concreta o cualitativa y en la distribución social de ese trabajo
concreto. Se verá, entonces, que si la teoría del valor-trabajo, formulada prin-
cipalmente en los tres primeros apartados del capítulo I, aborda con énfasis
la dimensión cuantitativa o abstracta del valor, el apartado del fetichismo de
la mercancía aporta un complemento sustantivo para apreciar la importancia
de la dimensión concreta, cualitativa e incluso sociológica del valor. Para mayor
claridad, veamos más detenidamente esta contraposición entre sociedades no
mercantiles y mercantiles. Isaak Rubin, en su clásico Ensayo sobre la teoría del
valor (1829), fue pionero en otorgarle una dignidad teórica al fetichismo de la
mercancía equiparable al de la teoría del valor desarrollada en las precedentes
páginas del capítulo I de El capital.
En una sociedad no mercantil, como puede ser una economía de autoa-
bastecimiento campesina o una economía socialista, lo que encontramos es una
economía regulada donde el trabajo social se manifiesta directamente como tra-
bajo social y no como trabajo concreto de índole privada. Lo social como tota-
lidad íntegra se antepone a lo individual. Las relaciones de producción, con la

21 Lo que no quiere decir que Marx desconociera o infravalorara otros elementos como el
lenguaje, pero no se ocupó de estos en su obra.
22 Seguimos la influyente tipología de los tipos de intercambios económicos establecida por
Karl Polanyi (1957), basada en la tripartición entre reciprocidad, redistribución y mercado.

48 Universidad de la República
consecuente división técnica del trabajo, se establecen conscientemente con el
fin de mantener estable un curso regular de producción y consumo. «El papel
de cada miembro de la sociedad en el proceso de producción, o sea su relación
con otros miembros, se halla conscientemente definido» (Rubin, 1978 [1928], p.
61). Reiteramos que puede haber explotación, como sucedería en una economía
no mercantil feudal de señor/siervo, pero de todos modos las relaciones sociales
ocurren por roles sociales asignados a las personas. El siervo produce plustrabajo
(que no es aún plusvalía abstracta) para el señor feudal, pero también produce
para sí mismo; en este sentido estamos ante una economía de autoabastecimien-
to. El sistema económico es una entidad cerrada, por decirlo de alguna manera,
adaptado al proceso de producción material y al consumo de los miembros de la
sociedad como un todo.
El trabajo social se manifiesta directamente, pero ¿qué quiere decir que
se manifiesta directamente cuando en toda formación económica hallamos una
distribución de diversos trabajos, una división técnica del trabajo? ¿No atenta
esta pluralidad de trabajos concretos contra el trabajo como un todo social?
Esto no ocurre en las sociedades no mercantiles, donde encontramos una di-
visión técnica del trabajo, distinto del caso de la división social del trabajo en
las economías mercantiles. La división técnica del trabajo antepone la planifi-
cación del trabajo de las diversas unidades de producción para el todo social,
mientras que en la división social diversas unidades productivas compiten en-
tre sí para colocar un mismo producto en el mercado. La economía no mer-
cantil puede conocer desfasajes entre diversas unidades productivas debido
a la innovación tecnológica, pero estos cambios son efectuados internamente
y controlados por los organismos administrativos sin que la eficiencia sea un
factor de competencia con una unidad exterior.23 Cuando hay división técnica
estamos ante la distribución del trabajo, como en la industria textil, retomando
el ejemplo de Rubin, entre un taller de hilado, un taller de tejido y un taller de
tinturas. Los trabajadores calificados para cada tarea de la cadena productiva
están vinculados de antemano a cada sector por relaciones de producción es-
tables, permanentes y planificadas. El producto de cada eslabón de la cadena
productiva pasará al siguiente. «Las relaciones permanentes de producción que
vinculan a los obreros del taller de tejidos con los obreros del taller de tinturas
determinan, de antemano, el movimiento de los objetos, los productos del tra-
bajo» (Rubin, 1978 [1928], p. 62). Son las relaciones sociales planificadas las
que determinan el proceso de producción de cosas y toda su circulación en el
proceso de trabajo hasta su consumo.

23 «Los cambios son provocados por cambios en el proceso de producción. La unidad que
existe al comienzo permite una correspondencia entre el proceso técnico-material de la pro-
ducción y las relaciones de producción que lo configuran. Más tarde, cada uno de estos ele-
mentos se desarrolla sobre la base de un plan determinado previamente. Cada elemento tiene
su lógica interna, pero, a causa de la unidad inicial, no surge ninguna contradicción entre
ellos» (Rubin, 1978 [1928], p. 62).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 49


En las economías mercantiles, más específicamente en la situación de una
división social del trabajo,24 el proceso es distinto. El ejemplo anterior trasmuta-
do a tres talleres pertenecientes ahora a propietarios distintos nos muestra cómo
el propietario del taller de hilado (A) ahora ya no quiere simplemente entregar el
producto de su trabajo, quiere venderlo a un individuo cualquiera (B, C, …n) que
esté dispuesto a entregarle dinero o una mercancía equivalente en valor. Ahora es
indiferente quien sea este individuo. «Puesto que no está vinculado por relaciones
permanentes de producción con ningún individuo determinado, A entra en una
relación de producción de compra y venta con cualquier individuo que tenga y
convenga en darle una suma equivalente de dinero por el hilado» (Rubin, 1978
[1928], p. 63). Esta distribución del trabajo, esta relación de producción, no está
socialmente asegurada, sino que se abre camino con la transferencia de cosas,
siendo esta transacción tan ocasional o azarosa como la capacidad de compra de
los interesados lo sea. El propietario de los hilados no está vinculado de antemano
por relaciones directas con sus potenciales compradores. Las relaciones sociales
de producción, en cuanto relaciones estables, no existen con anterioridad a la
compra-venta, sino que se producen y afirman en el propio intercambio mercan-
til. Es por esto que Marx afirma que las relaciones sociales entre personas son
transferidas a las relaciones entre las cosas. Esto se puede expresar en otros térmi-
nos: en la economía mercantil el intercambio de objetos no tiene una mera fun-
ción técnico-material de satisfacción de necesidades, como sucedía en la división
técnica del trabajo, sino que adquiere una función social de fundación de relacio-
nes entre personas a través del intercambio de mercancías. De ello se extrae una
importante consecuencia: el intercambio mercantil no solo cumple una función
social de conexión entre individuos, además cumple evidentemente una función
material ya que los valores son efectivamente intercambiados y desplazados en las
mercancías en las que fueron corporificados. Esto resulta evidente, pero es nece-
sario destacarlo ya que de aquí se desprende que el fetichismo de la mercancía no
es simplemente una ilusión, un conjunto de representaciones erróneas o ilusorias
en las que la teoría del fetichismo haría referencia únicamente a una situación
cognoscitiva deficiente, algo que los críticos de la noción de ideología han se-
ñalado con vehemencia.25 En realidad el fetichismo tiene una positividad que es
lo que le permite a la economía de mercado sostenerse con una fuerza inercial
independientemente de la voluntad de los individuos.

24 También hay división técnica del trabajo al interior en economías capitalistas-mercantiles al


interior de una misma empresa, o sea, al interior de una misma propiedad, en contraste con la
división social del trabajo entre productores-propietarios distintos que usualmente compiten
en el mercado.
25 El propio Foucault ha rechazado el concepto de ideología por estos motivos, aunque también
por otros que no podemos reseñar aquí. Pero no debe extrapolarse este rechazo a su posible
apreciación del fetichismo de la mercancía, ya que si bien el fetichismo ha sido presentado
muchas veces por la tradición marxista como lo más logrado de la teoría marxiana de la
ideología, se sabe igualmente que su concepción de la ideología es más amplia, con un origen
más temprano y explícito en su obra.

50 Universidad de la República
Para resumir lo dicho hasta ahora diremos que en la sociedad mercantil el
trabajo social, productor de sustancia del valor (igualmente social), nunca se
muestra directamente en una forma racional, transparente y planificada. Lo que
sucede, por el contrario, es que en el largo trecho de los ciclos que componen
el metabolismo social, desde las formas más elementales de producción hasta el
consumo más improductivo, el trabajo social aparece fragmentado en la forma
de trabajo útil individual o trabajo privado.
Toda empresa particular privada es autónoma; es decir, su propietario es in-
dependiente, solo cuida de sus propios intereses, y decide el tipo y la cantidad
de bienes que producirá. Sobre la base de la propiedad privada tiene a su
disposición las herramientas productivas y las materias primas necesarias, y
como propietario legalmente competente dispone del producto de su empresa.
La producción es administrada directamente por productores de mercancías
separados, y no por la sociedad (Rubin, 1978 [1928], p. 55).
Sobre la base de la propiedad privada se disimula el carácter social del tra-
bajo que es la auténtica fuente del valor (trabajo social indistinto). La sociedad
no prescribe ni la cantidad ni la clase de mercancía que debe producirse, lo que
será decisión de cada productor propietario. La división social del trabajo une
a todos los productores-propietarios autónomos en el mercado como sistema
unificado, desvinculados entre sí en materia de derechos y obligaciones. Las
mercancías son evaluadas, intercambiadas y consumidas a través del mercado, y
es en este el lugar donde se genera la conexión entre propietarios independien-
tes. «Las conexiones e interacciones reales entre las empresas individuales—que
podríamos llamar independientes y autónomas—surgen de la comparación del
valor de los bienes y de su intercambio. En el mercado, la sociedad regula los
productos del trabajo, las mercancías, es decir, las cosas» (Rubin, 1978 [1928],
p. 55). Esto quiere decir que la sustancia del valor (social) solo se manifiesta
indirectamente en las mercancías fabricadas por trabajadores independientes, en
última instancia por productores-propietarios privados. Esos trabajos particu-
lares, productores de valores particulares, solo son puestos en relación social
en el intercambio mercantil. En el mercado se pone en relación el valor de las
mercancías como cristalización concreta en valores de uso del trabajo abstracto
indistinto, presente en el producto como trabajo muerto.
Si los objetos para el uso se convierten en mercancías ello se debe únicamente a
que son productos de trabajo privados ejercidos independientemente los unos
de los otros. El complejo de estos trabajos privados es lo que constituye el
trabajo social global. Como los productores no entran en contacto social hasta
que intercambian los productos de su trabajo, los atributos específicamente
sociales de esos trabajos privados no se manifiestan sino en el marco de dicho
intercambio (Marx, 1975 [1867], p. 89).
Debido a la estructura atomista de la sociedad mercantil y a la ausencia de
una regulación social directa de la producción de los miembros de la sociedad,
la conexión entre los individuos se realiza a través de las mercancías, producto

Comisión Sectorial de Investigación Científica 51


del trabajo de estos propietarios desligados entre sí en la esfera jurídica. Es por
esto que Marx dice que las relaciones entre personas adquieren el cariz de una
relación entre cosas.
A los productores
las relaciones sociales entre sus trabajos privados se les ponen de manifiesto
como lo que son, vale decir, no como relaciones directamente sociales trabadas
entre las personas mismas, en sus trabajos, sino por el contrario como rela-
ciones propias de cosas entre las personas y relaciones sociales entre las cosas
(Marx, 1975 [1867], p. 89).
Esta es la canónica definición del fetichismo de la mercancía, sobre la que
Rubin desarrolla buena parte de su análisis de la concepción marxiana del feti-
chismo. Se comprende que la relación social entre las cosas se produce por el
predominio de la importancia de las mercancías sobre las personas, contando
estas como propietarios o como simples portadores o custodios de las mercan-
cías, tal como los llama Marx. Es necesario añadir, como nota aclaratoria, que
Marx entiende por «cosas» exclusivamente aquello que es «producto del trabajo
humano».26 Por esta misma mutación de las relaciones entre personas, que son
trasladadas al sistema del mercado, las personas se vinculan entre sí sin función
social definida por fuera del ámbito de la esfera del mercado. Los individuos
pueden influir unos sobre otros solo a través de la esfera de la circulación de
mercancías. «Este papel del intercambio como componente indispensable del
proceso de reproducción, significa que la actividad laboral de un miembro de
la sociedad puede influir sobre la actividad laboral de otro solo a través de las
cosas» (Rubin, 1978 [1928], p. 58).
Volvamos a las determinaciones sociales. Insistimos ya lo suficiente en una
determinación social indirecta del valor, ocultada por la existencia de la propie-
dad privada. Pero también hay una determinación social en cuanto a la imposi-
ción de producción de valores de uso para otros, no para el propio fabricante de
mercancías. Al haberse vuelto la producción mercantil tendencialmente domi-
nante (se produce más para intercambiar que para el autoconsumo), se producen
objetos útiles para otros. En estos dos procesos radica el doble carácter social de
la mercancía en las formaciones donde se volvió tendencialmente dominante:
tanto en el valor de cambio que la iguala en el mercado (por ser todas igualmente
productos de trabajo humano indistinto) como en los valores de uso para otros
que por lo tanto dependen de una voluntad o necesidad ajena.
A partir de ese momento los trabajos privados de los productores adoptan de
manera efectiva un doble carácter social. Por una parte, en cuanto trabajos
útiles determinados, tienen que satisfacer una necesidad social determinada
y con ello probar su eficacia como partes del trabajo global, del sistema

26 «Por «cosas» solo entendemos los productos del trabajo, al igual que Marx. Esta reserva
acerca del concepto de «cosa» no solo es permisible, sino indispensable, ya que estamos
analizando la circulación de cosas en el mercado en su conexión con la actividad laboral de
los hombres» (Rubin, 1978 [1928], p. 59).

52 Universidad de la República
natural caracterizado por la división social del trabajo. De otra parte, solo
satisfacen las variadas necesidades de sus propios productores, en la medida
en que todo trabajo privado particular, dotado de utilidad, es pasible de in-
tercambio por otra clase de trabajo privado útil, y por tanto le es equivalente
(Marx, 1975 [1867], p. 90).
Esta doble determinación social genera la percepción subjetiva de ser un
engranaje en una gran máquina automática, independiente de la voluntad de
los hombres sobre su propio destino. El poder de decisión ha sido alienado de
las relaciones entre personas, transferido y objetivado en las cosas. El mercado
impone la demanda de producción de determinados valores de uso para otros.
Sucede entonces que los productores, en el escenario de la «apariencia objetiva»
(gegenständlichen Schein), se perciben como meros soportes o engranajes al
servicio de un mercado vivo, y las mercancías son las que mandan y las que se
vinculan socialmente en el intercambio mercantil.
Tenemos los ingredientes fundamentales del fetichismo de la mercancía: la
propiedad privada con sus plurales procesos de producción atomizados e inde-
pendientes genera espacio para múltiples conexiones sociales que se realizan y
reafirman exclusivamente en el mercado, lo que produce la inversión de las rela-
ciones sociales entre personas y cosas; así como de otra parte conocimos la doble
determinación social de la mercancía en lo que respecta a su valor y su valor de
uso. El fetichismo es el ocultamiento de las relaciones sociales de producción tras
las mercancías que han absorbido al trabajo humano abstracto y que se desprenden
(se alienan) del trabajo concreto que las dio a luz. Las mercancías son el punto ter-
minal en donde las antiguas relaciones sociales entre personas proyectan su movi-
miento hacia las cosas (se reconoce la reificación hegeliana) que se intercambian en
el mercado, dotándolas de vida, produciendo un efecto de socialización de carác-
ter doble en cuanto al valor y al valor de uso. Pero este efecto social es indirecto,
fragmentado por la propiedad privada, indiscutiblemente distinto de aquel donde
la producción se hallaría directamente socializada y la distribución planificada,
donde el carácter social del trabajo y el valor se manifestarían directamente como
una totalidad sin la obstaculización y fragmentación de la propiedad privada.
Siguiendo con cuidado los pasos dados hasta aquí, se puede ver que el feti-
chismo de la mercancía no es una mera ilusión colectiva, una simple distorsión
de los hechos en la conciencia de los individuos, una representación imaginaria
que se opone tajantemente a lo real. El fetichismo no es un concepto que desig-
ne una realidad meramente negativa desde el punto de vista gnoseológico, una
falta de conocimiento que eventualmente se puede subsanar, sino que se refiere
a una representación positiva, aunque estructuralmente parcial e incongruente,
en donde finalmente se aprecian las contradicciones individuo/sociedad y pro-
piedad privada/trabajo social.
En este sentido, el término ocultación de las relaciones sociales entre las
personas por las relaciones sociales entre las cosas, muy empleado en los estu-
dios especializados, retomado por nosotros mismos, no hace justicia al alcance

Comisión Sectorial de Investigación Científica 53


del problema. La reificación, la alienación o la objetivación son conceptos más
contundentes y completos: no hay solamente pérdida de vista, hay transferencia
de capacidad de decisión y acción, transferencia de vida, siguiendo la imaginería
empleada por el propio Marx. Lo que antes era solo trabajo muerto corporifica-
do ahora reaparece con una vida propia.
La cosa adquiere características sociales específicas en una economía mercan-
til (por ejemplo, las propiedades de valor, el dinero, el capital), de tal modo
que no solo oculta las relaciones de producción entre las personas, sino que
también las organiza al servir como un medio de conexión entre los hombres
(Rubin, 1978 [1928], pp. 58-59).
No solo ocultamiento, sino organización de las relaciones de producción, en
adelante a través de las mercancías. Es por esta positividad o base objetiva del
fetichismo que se puede argüir, con autores como Rubin (1928), Jappe (2016), y
desde el psiconálisis con Zizek (1989), que el fetichismo de la mercancía aporta
una nueva complejidad a la teoría marxiana de la ideología, superando los lastres
dieciochescos de la simple falsa conciencia, consecuentes aún con una filosofía ilu-
minista todavía demasiado optimista en su confianza en el progreso cognoscitivo.
Para entender la fuerza inercial de ese mercado sobre la voluntad de los pro-
ductores-vendedores, tan pasivos que Marx los llega a llamar los «guardianes» de
las mercancías, los «medios» que las transportan hacia el mercado, debemos subra-
yar la absoluta primacía del trabajo social indistinto sobre los trabajos particulares
concretos para determinar la magnitud del valor. Atribuir un valor específico a
una mercancía cualquiera es estimarla de acuerdo al trabajo socialmente necesario
(promedio global de la suma de trabajos individuales) para producirla, y no esti-
marla en concordancia al tiempo de trabajo concreto que realmente fue necesario
para producirla (posición en la que se empantana el análisis de Smith). Todo pro-
ductor individual debe someterse a un ritmo pautado por esa medida abstracta o
perecer en el mercado. Es por esta determinación de esa sustancia espectral que
es el trabajo indistinto que Marx dice que las mercancías son «objetos sensibles
suprasensibles». La mesa que entra en escena al comienzo del apartado sobre el
fectichismo muestra todas sus propiedades milagrosas al comportarse como un
muerto viviente donde la cosa muerta es animada por la absorción de trabajo hu-
mano indistinto vivo (fuerza de trabajo), ahora muerto y petrificado en la cosa
como «sustancia del valor», y por tratarse de un valor de uso para otros. El espectro
se lanza a la danza de los autómatas, si lo decimos con Derrida.
La contradicción capital no se debe solo a la increíble conjunción de lo sensible
y de lo suprasensible en la misma Cosa: es la de la autonomía automática, de la
libertad mecánica, de la vida técnica. Igual que todas las demás cosas, desde el
instante en que entra en la escena de un mercado, la mesa semeja una prótesis
de sí misma. Autonomía y automatismo, autonomía pero automatismo de esa
mesa de madera que se da espontáneamente su movimiento, ciertamente, y de
ese modo parece animarse, animalizarse, espiritualizarse, espiritualizarse pero,
al mismo tiempo, sigue siendo un cuerpo artefactual, una especie de autómata,

54 Universidad de la República
una figurante, una muñeca mecánica y rígida cuya danza obedece a la rigidez
técnica de un programa (Derrida, 1998 [1995], pp. 172-73).
Pero lo que da su fuerza decisiva a la autonomía inercial de las relaciones
sociales entre cosas es el hecho de que el valor de cambio, teóricamente distinto
al valor de uso, es confundido en la percepción espontánea de los individuos con
el propio valor de uso de la mercancía, con sus propiedades naturales. Se ve en
el pasaje en el que Marx desarrolla la relación simple relativo/equivalente: una
mercancía A necesita de la materialidad corpórea de una mercancía B que le
devuelva la expresión de su valor como valor de cambio. Pero sucede que para
los sujetos que realizan el intercambio, B ya no presenta su propiedad de reflejar
el valor de A como una relación con A, sino que tal valor de cambio se impone
como una propiedad en sí de B, pasando a integrar en apariencia su valor de
uso. Lo mismo sucede con el rey ante sus súbditos: «con estas determinaciones
reflejas sucede algo peculiar. Este hombre, por ejemplo, es rey porque los otros
hombres se comportan ante él como súbditos» (Marx, 1975 [1867] p. 71)27.
Esto ocurre con la mercancía y también con esta especie de mercancía exponen-
cial que es el dinero, cuando su función de equivalente o medio de cambio es
reificado como valor de uso del dinero. No tuvimos tiempo de desarrollar aquí
la evolución dialéctica de la contradicción relativo/equivalente hacia la contra-
dicción mercancía/dinero, pero efectivamente, al reconocimiento fetichista de
la mercancía sigue el reconocimiento fetichista del dinero.
Como sucede con la noción de enajenación en el joven Marx, se ha visto
corrientemente en el fetichismo de la mercancía una vía de acceso a una concep-
ción marxiana de la ideología,28 aunque en el célebre apartado del capítulo I de

27 Sobre esta última cita de Marx, Jameson brinda un interesante punto de vista. Sostiene que
no es que las jerarquías sociopolíticas (rey/súbditos) sirvan para explicar las asimetrías eco-
nómicas (relativo/equivalente), sino que estas asimetrías contienen una enseñanza sobre las
subordinaciones sociales mismas; lo que es decir también que tal dialéctica de la identidad de
sí por medio del reconocimiento del otro (de la que ya explicitamos sus evidentes resonancias
de la dialéctica del amo y del esclavo hegeliana), en este caso ya no entre personas, sino entre
objetos que reifican relaciones sociales, goza de una amplia capacidad de dilucidación de
las relaciones sociales de dominación. Ante una primera mirada, la observación de Jameson
puede resultar más sugerente que rigurosa; ya vimos que el fetichismo de la mercancía es
una reificación u objetivación de las relaciones sociales que antes ocurrían entre las personas,
en las mercancías. Pero ante una segunda mirada, puede verse que al encontrarse más obje-
tivadas estas relaciones sociales, alienadas respecto a las personas, se está en condiciones de
ver con mayor distancia lo que en las sociedades no mercantiles puede pasar por un proceso
demasiado subjetivo y por ello desproblematizado.
28 «En la obra de Marx, el apartado sobre fetichismo contiene el análisis más profundo,
lúcido y prometedor de las formas ideológicas» (Margulis, 2006, p. 2). Generaciones
enteras de intelectuales a lo largo del siglo XX han visto en el fenómeno del
fetichismo de la mercancía la clave de la mistificación de la conciencia. Recordemos
por su carácter innovador los estudios de György Lukács sobre fetichismo de la
mercancía y su paralelo en la cosificación de la experiencia humana en el trabajo
industrial como disolución de lo cualitativo frente a lo universal cuantitativo.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 55


El capital no aparece el término en ningún pasaje. Esto sucede en buena medida
porque el fetichismo explica la insistencia inercial o la reproducción social de
la práctica mercantil, a pesar, incluso, de que los sujetos estén en conocimiento
del carácter social del trabajo que es la fuente de valor. «No lo saben, pero lo
hacen», dice Marx, pero también agrega que el descubrimiento del fetichismo no
modifica la «apariencia de objetividad».
El descubrimiento científico ulterior de que los productos del trabajo, en la
medida en que son valores, constituyen meras expresiones, con el carácter de
cosas, del trabajo humano empleado en su producción, inaugura una época en
la historia de la evolución humana, pero en modo alguno desvanece la aparien-
cia de objetividad que envuelve a los atributos sociales del trabajo. Un hecho
que solo tiene vigencia para esta forma particular de producción, para la pro-
ducción de mercancías […], tanto antes como después de aquel descubrimiento
se presenta como igualmente definitivo ante quienes están inmersos en las re-
laciones de producción de mercancías (Marx 1975 [1867], p. 91).
Luego Marx describe cuatro formaciones económicas que carecen de fe-
tichismo de la mercancía: Robinson en su isla, la relación feudal de señorío-
vasallaje, la familia rural rusa y la asociación voluntaria de hombres libres. Nos
interesa particularmente la situación de Robinson ya que para Marx representa
el error analítico primordial de la economía política.
Para terminar esta sección, veamos en qué sentido la economía política fra-
casa al no captar el poder fetichista de la mercancía, por lo que incurre en «ro-
binsonadas», como las llama irónicamente Marx. Ya estamos familiarizados con
los argumentos de contraposición entre economías no mercantiles y mercantiles,
con los que comenzamos nuestro abordaje del fetichismo. Tenemos a Robinson
Crusoe, rodeado únicamente por la soledad de su isla ya que las expediciones
ocasionales de los caníbales no cambian en nada la situación socioeconómica del
inglés, llevando la cuenta de su propio tiempo de trabajo invertido en las diversas
labores que lo ocupan, y, lo más importante de todo, valorando él mismo su pro-
pio tiempo. «Pese a la diversidad de sus funciones productivas sabe que no son
más que distintas formas de actuación del mismo Robinson, es decir, nada más
que diferentes modos del trabajo humano» (Marx, 1975 [1867], p. 93-94). La
transparencia de esta valoración se debe a que no hay escisión alguna entre el tra-
bajo concreto del individuo (Robinson) y el trabajo social, no hay fragmentación
en las relaciones de producción por la división social del trabajo en múltiples
propiedades privadas. Podemos decir también que no existe el corte descubierto
por Marx entre individuo y sociedad a la hora de identificar la fuente y magnitud
del valor de las mercancías. Por lo tanto las mercancías (en realidad simples bie-
nes producidos para el autoconsumo) valen lo que el individuo ve a simple vista
que valen, teniendo en cuenta el tiempo de trabajo concreto que a él le insume
su producción. Además, él mismo es el consumidor de sus productos, por lo que
los valores de uso que produce son los propios, no hay manera de experimentar
ningún sentimiento de dependencia y subordinación a una alteridad social, no

56 Universidad de la República
hay producción de no valores de uso. Las «robinsonadas» a las que es adepta la
economía política consisten en hacer pasar constantemente lo que es un proceso
social, con su objetividad fantasmagórica que es la verdadera fuente del valor,
por una iniciativa individual, sobreestimando el componente racional de planifi-
cación y la voluntad de los sujetos en forma atomizada. Esta sobreestimación del
individuo conduce a las alternativas de la explicación del origen del intercambio
entre lo natural y la racionalidad egoísta que ya vimos en Adam Smith.

El afuera espectral en Marx


Mientras que en Smtih tenemos un origen del impulso mercantil naturalizado y
complementado por su reverso especular de una racionalidad práctica egoísta (el
Bentham que habita el Edén de los derechos innatos proyectados por la econo-
mía política desde el derecho jurídico lockeano hacia las prácticas económicas
reales), Marx supera las alternativas simétricas de naturaleza-razón. Alcanza una
tercera entidad que se refiere a las formaciones económicas en el registro de la
historia, dimensionando estas formaciones como construcciones que escapan a la
voluntad y racionalidad de los hombres (donde encontramos al individuo robin-
soniano pero también al contrato social, que depende también del individuo ro-
binsoniano). Vimos que, según Kicillof, un límite epistémico crucial de la teoría
smithiana es partir del supuesto de que los individuos están en conocimiento de
los valores reales de las mercancías que intercambian. Entonces hay profundidad
en la crítica de Marx, pero ya no se trata de la profundidad interior, interioridad
de contenido natural o racional en las teorías económicas previas, que siempre
remite a una interioridad individual. Esta es una profundidad orientada hacia el
afuera. Lo que sucede es que la pretendida interioridad subjetiva queda desfon-
dada, carente de reflexividad en cierto punto, tras donde encontramos el exterior
de las formaciones sociohistóricas que constituyeron a las economías de inter-
cambio mercantil y luego capitalistas mediante procesos históricos con relativa
autonomía estructural.
Al mismo tiempo, esta exterioridad histórico-social revelada por detrás de
la más aparente interioridad subjetiva (racionalidad egoísta) u objetiva (instinto,
naturaleza), tras ser esta interioridad desfondada, arrastra al anterior sujeto cog-
noscente (de raigambre cartesiana) consigo en las enajenaciones de la historia,
produciendo objetos fantasmagóricos como las mercancías que comandan a los
individuos, estos ahora reducidos a una condición de cosa.
Los individuos arrastrados participan pasivamente como objetos del orden
de esa representación o percepción de las relaciones vivas entre mercancías,
siendo entonces esta representación no ya mera falsa conciencia, sino objetividad
aparente, lo que vimos que ha sido tenido en cuenta en la historia del marxismo
como la vía de acceso a una teoría de la ideología que se situara más allá de la
noción de mera representación errónea de la realidad. Y aunque sepan que es

Comisión Sectorial de Investigación Científica 57


así, esto no detiene el funcionamiento inercial que domina su práctica. Hay una
evidente primacía de la práctica, impuesta por necesidades y demandas sociales,
sobre la conciencia reflexiva, pero lo que sucede en tiempos de Marx, cuando
critica las teorías de sus predecesores, es que los teóricos de la economía parten
de la racionalidad y la voluntad (robinsoniana) de los individuos, produciendo
una interioridad tan subjetiva (razón egoista) como objetiva (naturaleza), atra-
pados en un dualismo especular. Es por esta crítica a la interpretación de la
economía política de la que parte Marx que Foucault puede decir «se ve esto ya
en Marx, que no interpreta la historia de las relaciones de producción, sino que
interpreta una relación que se da ya como una interpretación, puesto que ella
se presenta como naturaleza» (s/f [1967], p. 44). Esta aparición que se da como
naturaleza es la apariencia objetiva, una interpretación incluida en el campo
representado y produciéndolo-reforzándolo con ello: la aplicación de los princi-
pios jurídicos lockeanos, con lo que tienen de ideal, a la esfera económica (como
hace la economía política) produce efectos materiales muy reales.
Ahora bien, este exterior descubierto tras la interioridad reflexiva y autocons-
ciente no es un exterior objetivo-empírico-positivo. Este exterior social-histórico
está doblemente compuesto por el trabajo social indistinto, también llamado por
Marx objetividad espectral, y por el fetichismo de la mercancía, también llamada pro-
yección fantasmagórica, repleta de «caprichos teológicos» y «sutilezas metafísicas».
El trabajo social indistinto y el fetichismo de la mercancía se entrelazan como un
tercer término fantasmagórico entre el sujeto productor y el producto de su trabajo.
Nos interesa especialmente insistir enfáticamente en esta materialidad espectral del
afuera cuyo espesor está vaciado o habitado por cierta negatividad.
En cuanto al trabajo social indistinto, precisemos que al no tratarse de nin-
guna energía física cuantificable al modo de una ciencia natural, su magnitud
no es necesariamente absoluta. Es posible concebir esta energía como una cues-
tión de relación social (incluso quizás de lucha o estrategia29). Expresémoslo de
otra manera: la sustancia del valor, producida por ese trabajo social, no puede
prescindir de su relación histórica con valores de uso concretos, y, de la misma
manera, el trabajo abstracto no puede prescindir de su vínculo intrínseco con el
trabajo empírico. Otra manera de expresarlo es señalar el problema límite de re-
ducir todo trabajo a trabajo simple. Estas son cuestiones fronterizas del concepto
de trabajo social indistinto; allí donde alcanza el límite de su poder explicativo y
se abren nuevos interrogantes; allí donde probamos los alcances extremos de su
positividad, el aminoramiento de la marcha de su potencia representacional y su
retroceso frente a la insurgencia de su carencia o negatividad. Como principio

29 Recurrimos a estos términos foucaultianos para sugerir también un límite del marxismo en su
concepción del poder, reducido a un economicismo, como parece suceder con la naturaleza
sublime y aparentemente pacifica (por su propia homogeneidad) del trabajo social indistinto.
Puede suceder que esta gran homogeneidad sublime esconda el clamor y la materialidad de
la guerra, que la unidad homogénea abstracta recubra microdiferencias históricas que solo
han podido ser absorbidas al ser doblegadas por la sangre y la espada.

58 Universidad de la República
fuertemente explicativo y positivo, superador de las posiciones clásicas, el tra-
bajo social abstracto muestra cómo lo social se impone a todas las conciencias
individuales en lo que respecta a la magnitud del valor de sus mercancías. La
sustancia sublime y espectral del valor de ese mismo trabajo espectral se impone
a los trabajos reales empíricos de los hombres. Además, este concepto implica
una falta de reflexividad por parte de los agentes concretos ya que estos no
tienen por qué estar en conocimiento preciso del trabajo social mínimamente
necesario para vender sus mercancías. Sin embargo, en el trabajo abstracto puede
leerse perfectamente un centro social positivo si pensamos que efectivamente
todo trabajo puede valorarse en la unidad de tiempo de trabajo simple. Aquí el
marxismo encuentra una nueva antropología o esencia positiva del hombre, ba-
sada en el trabajo social indistinto. Retomaremos estas oscilaciones de Marx en
la discusión final de nuestro estudio.
El fetichismo de la mercancía da continuidad a esta primacía de lo social-
espectral, acentuando además su carácter inconsciente: los individuos descono-
cen, en el nivel esencial, el carácter social de sus trabajos, que en apariencia se
manifiestan como trabajos privados, atomizados, individualizados, solo socia-
lizados en la forma mercancía, esto es, en el mercado. El carácter doblemente
social del fetichismo sucede por la primacía del trabajo social indistinto sobre el
trabajo concreto como fuente y determinación de la magnitud del valor, recién
explicado, y por la fabricación de valores de uso para una demanda ajena por
tratarse de una economía donde la fabricación de mercancías se volvió tenden-
cialmente dominante (reemplazando a la producción natural). Con esto último se
refuerza la impotencia de los individuos, quienes tienen la impresión de asistir a
una historia que se produce independientemente de ellos y que los arrastra en su
marea arrolladora, volviéndolos meros guardianes de las mercancías. La consis-
tencia autónoma de esta historia, de esta red de relaciones sociales entre cosas, la
fuerza de su inercia nacida de la enajenación de la voluntad de los individuos ad-
quiere todo su peso al tener en cuenta que el valor de cambio de una mercancía
cualquiera acaba por ser percibido por los sujetos como una propiedad natural
e inmediata de la mercancía, supuesto al nivel de sus propiedades sensibles, al
nivel del valor de uso. Todo sucede como si la distancia entre valor de cambio y
valor de uso se comprimiera en una única realidad aparente, esto es, la apariencia
objetiva que produce el fetichismo de la mercancía, apariencia cuya objetividad
es tan espectral como independiente de la voluntad de los individuos.
Añadimos que la crítica a las «robinsonadas» de la economía política es
también un rechazo del comienzo. Foucault se detiene en ello ya que está en el
centro de su interés en la hermenéutica moderna.
Lo inacabado de la interpretación, el hecho de que ella sea siempre recortada
y que permanezca en suspenso al borde de ella misma. Creo que se encuentra
de una manera bastante análoga en Marx, Nietzsche y Freud, bajo la forma del
rechazo del comienzo. Rechazo de la «Robinsonada», decía Marx; distinción,
muy importante en Nietzsche, entre el comienzo y el origen; y carácter siempre
inacabado de la marcha regresiva y analítica en Freud (Foucault, s/f [1967], 41).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 59


Nos parece que el rechazo del individuo racionalista, voluntarista y egoísta,
así como el rechazo también de su alternativa especular del instinto mercantil, es
una evicción del encuentro entre naturaleza y hombre representado de manera
positiva, encuentro positivo que se retrata en la historia de Robinson Crusoe.
Con este rechazo emerge una negatividad irreductible entre estos dos órdenes,
un encuentro/desencuentro, donde perdemos el momento originario30 de pa-
saje y conexión entre naturaleza y hombre, siendo este último desde siempre
un ser captado en las relaciones sociales e históricas. Creemos, finalmente, que
esta negatividad emergente se vincula con el desplazamiento de la importan-
cia de los valores de uso en cuanto contenidos que se consumen. Marx supera
la fundamentación antropológica interiorista de la economía política al negar
instintos y restar protagonismo a la reflexividad del sujeto, continuando con el
desplazamiento de los valores de uso ya realizado por la economía política. Pero
no proporciona una concepción nueva del sujeto que responda de otra manera
a la pregunta ¿qué necesita o desea el hombre? ¿Cuáles son sus placeres? Al no
volver al problema de las superestructuras, los contenidos mentales o los valores
de uso, con el predominio del valor abstracto y el valor de cambio, se ha visto en
Marx un economicismo falto de teoría del sujeto. Es el psicoanálisis el saber que
responde en esta otra dimensión, ya que de lo que se trata es de saber cuál es el
deseo, el placer o goce del sujeto.

Freud: la interioridad bajo sospecha31


En las líneas inmediatas que siguen a la mención de la exterioridad que Marx
descubre con la teoría del valor, el fetichismo de la mercancía, la moneda y el
capital, Foucault se refiere a la exterioridad abierta por Freud en el interior del
signo o representación en términos de «la famosa topología de la Conciencia y
del Inconsciente» (Foucault, s.f. [1967], p. 40). Desde Descartes la conciencia
ha sido la sede de la reflexividad del sujeto, algo de lo que hemos pasado revista
desde el comienzo de este trabajo. La conciencia también es sinónimo de re-
flexividad en el pensamiento freudiano, pero en la economía global del aparato
psíquico su lugar es más bien marginal. Con Freud, la conciencia pasa a ser poco
más que un epifenómeno en relación con las hondas profundidades del aparato
psíquico. «Es necesario, porque los datos de la conciencia son en alto grado
lagunosos; en sanos y en enfermos aparecen a menudo actos psíquicos cuya ex-
plicación presupone otros actos de los que, empero, la conciencia no es testigo»
(Freud, 1992 [1915], p. 163). La primera tópica de este aparato, introducida en

30 Sin hacer distingos entre comienzo y origen ya que no nos estamos ocupando de Nietzsche.
31 Como este trabajo se enmarca en un proyecto de investigación psicoanalítico, y no sobre
marxismo, dedicamos menos espacio al desarrollo de las ideas de Freud en tanto son temas
clásicos que los psicoanalistas conocen. Además, las cuestiones que abordaremos ahora ya
han sido trabajadas por nosotros en otras ocasiones (véase Venturini, 2015, 2016 y 2017).

60 Universidad de la República
el capítulo VII de La interpretación de los sueños (1900), nos habla de un apara-
to dividido entre un sistema inconsciente y un sistema preconsciente-consciente.
Resulta harto significativo que la conciencia ni siquiera sea una instancia tópica
completa del aparato, sino que aparece junto al más amplio sistema precons-
ciente. También se habla de la conciencia como sistema percepción-conciencia,
en oposición al inconsciente y al preconsciente. En cuanto al concepto de yo, es
mucho más amplio que el sistema percepción-conciencia, escapando el yo a la
reflexividad ya que no solo habita el sistema preconsciente-consciente, sino que
una parte del yo permanece alojada en el inconsciente tras la represión originaria.
El inconsciente está constituido por representaciones (sexuales) reprimi-
das, por lo que Freud tiene la necesidad de hablar de «representaciones incons-
cientes», además de representaciones conscientes. Así, lo psíquico no puede ser
definido por el hecho de ser consciente, pasible de apercepción. Con este con-
cepto se contradecía el antiguo linaje filosófico de la representación, la que se
encontraba entre el objeto y el sujeto como la acción de representar-se agentiva
y reflexiva del sujeto. El inventor del psicoanálisis se mostró muy atento a la
contradicción filosófica que suponía reunir ambos términos en un solo concepto.
No obstante esta falta de concordia con la ascendencia filosófica de la teoría de la
representación, se puede comenzar, como hace Freud en Lo inconsciente (1915),
por poner en cuestión la equivalencia entre lo psíquico y lo consciente, equiva-
lencia que hace de lo psíquico una pura interioridad. La doctrina de Kant del
sujeto trascendental como brindador de las categorías a priori que hacen posible
la síntesis del conocimiento empírico externo es invocada como respaldo para
dudar de la homologación entre lo psíquico y lo consciente, aunque más no sea a
modo de paralelismo entre el sujeto empírico y lo consciente, de una parte, y el
sujeto trascendental y lo inconsciente, de otra parte.
Así como Kant nos alertó para que no juzgásemos a la percepción como idén-
tica a lo percibido incognoscible, descuidando el condicionamiento subjetivo
de ella, así el psicoanálisis nos advierte que no hemos de sustituir el proceso
psíquico inconsciente, que es el objeto de la conciencia, por la percepción que
esta hace de él. Como lo físico, tampoco lo psíquico es necesariamente en la
realidad según se nos aparece (Freud, 1992 [1915], p. 167).
Se sabe que esta recurrencia al sujeto trascendental tendrá un largo y fructí-
fero camino que recorrer en la historia del psicoanálisis a partir de la enseñanza
de Lacan.32 En el decurso de la década de 1890 puede apreciarse la gestación
del psicoanálisis desde los estudios más neurológicos a los más psicopatológicos,
finalmente independizados de la base de investigación neurológica, aunque siem-
pre complementados por una metapsicología y una metabiología. Puede verse
cómo desde el particular campo psicopatológico el psicoanálisis acaba por ex-
tenderse a una «psicología» universal. Sobre esto último insistiremos en nuestro
abordaje de Freud. Encontramos superfluo insistir en la necesidad del concepto
de inconsciente (y de representación inconsciente) en la obra de Freud cuando
32 Véase Joan Copjec (2002).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 61


tanto se ha escrito sobre esto, incluyendo nuestras anteriores investigaciones. En
las secciones que siguen, orientadas a encontrar el afuera espectral análogo en
Freud que hallamos en Marx, nos internaremos en la teoría de la fantasía.

La objetividad espectral de la fantasía en Freud


Nos estamos ocupando del descubrimiento del afuera histórico, social, político,
en la interioridad subjetiva que en el pensamiento clásico estaba encubierta. En
el análisis de la teoría del valor y del fetichismo de la mercancía hemos alcanza-
do el afuera espectral o fantasmagórico que se hallaba oculto en la interioridad
del sujeto reflexivo. Procuraremos ahora descubrir un exterior, no enteramente
equivalente al de Marx, pero sí lo suficientemente cercano en cuanto a su carác-
ter espectral en la obra de Freud. Si se trata del poder material de los fantasmas,
evidentemente nos referiremos a la concepción freudiana de la fantasía.
Cuando Freud descubre que los recuerdos no solo eran encubridores, sino
que eran invenciones fantasmáticas de la mente, abandona su teoría traumática
de la seducción y la fantasía inconsciente toma el relevo de los recuerdos incons-
cientes como objeto de investigación y de la terapéutica psicoanalítica. Desde
entonces la fantasía es considerada clásicamente el objeto del psicoanálisis, y
no la cognición ni la conciencia, como sucede con la psicología. Esta oposi-
ción entre psicología y psicoanálisis nos muestra la oposición entre conciencia
y fantasía. No se trata de una exclusión mutua: hay fantasías que pueblan la
conciencia; al respecto ha sido muy señalado que la fantasía no es un concepto
tópico (Laplanche y Pontalis, 2012 [1985]). Y sin embargo, hay fantasías más
allá de la conciencia, incluso lo inconsciente se define en buena medida por su
naturaleza fantasmática e irreal. La fantasía, pues, está directamente vinculada al
desplazamiento de la conciencia reflexiva, que ocupaba el lugar de la interiori-
dad subjetiva y objetiva a la que nos hemos estado refiriendo. Pues la conciencia
o el sujeto reflexivo no tiene manera de discernir por sus propios medios si lo que
recuerda es efectivamente un recuerdo o una fantasía, por no hablar de fantasías
inconscientes, a las que nunca accede haciendo uso de su capacidad de recordar
y analizar (este discernimiento será posible solo por una ardua tarea analítica).
La memoria como almacenamiento interior de representaciones del exterior es
parasitada por la fantasía.
En el Proyecto de psicología (1895), texto de teoría metapsicológica anterior
a La interpretación, publicado póstumamente en 1950, ya reducía la conciencia
a la captación de cualidades, llamada sistema Omega, mientras que el yo era lo-
calizado fundamentalmente en el sistema Phi. El yo está muy lejos de coincidir
con la conciencia, concepto este más estrecho. El yo mismo se encuentra dividi-
do tras la represión o defensa patológica, siendo una parte de sí arrojada al funcio-
namiento compulsivo e inercial del proceso primario. A lo largo del desarrollo
de la teoría freudiana, la conciencia será el lugar psíquico donde se manifiestan

62 Universidad de la República
las apariencias, desde percepciones hasta representaciones más complejas, afec-
tadas siempre por la fuerza de la fantasía. La reflexividad es devaluada, reducida
por la imposibilidad de ir por sí sola más allá la fantasía. Desde los comienzos
del psicoanálisis, la ontogénesis de la fantasía es apuntalada en la alucinación
primitiva por la cual el aparato psíquico recatectiza una huella mnémica de
satisfacción ya experimentada ante el resurgimiento del estímulo molesto que
había sido saciado anteriormente con esa experiencia de satisfacción. Ahora el
infans alucina esa experiencia: la percepción-conciencia es sobrecatectizada, no
bastando su poder reflexivo para distinguir entre recuerdo y actualidad. Habrá
decepción inevitablemente, se producirá frustración, pero es distinto el caso de
las excitaciones producidas por pulsiones sexuales, ya que se podrán satisfacer
autoeróticamente en la contigüidad inmediata del cuerpo propio, desvinculán-
dose del apuntalamiento de objetos externos que se imponen por necesidad o
pulsiones de autoconservación, siendo las pulsiones sexuales mucho más procli-
ves a la elaboración imaginaria.
Aquí nos interesa particularmente destacar la materialidad de la fantasía,
fenómeno en estado emergente en la alucinación primitiva, pero que en su for-
ma cabalmente desarrollada es más complejo, dados sus contenidos animistas y
antropomórficos. Son las fantasías las que están en el fondo de la causalidad psí-
quica de los conflictos descubiertos por Freud. «Bajo los síntomas, ¿qué es lo que
descubre Freud? Él no descubre, como se dice, «traumatismos»; él pone al des-
cubierto fantasmas, con su carga de angustia, es decir, un núcleo que es ya en su
ser mismo una interpretación» (Foucault, s.f. [1967], p. 44). Sucede que al pasar
del empirismo inicial de la teoría de la seducción o del traumatismo sexual, don-
de la causa del conflicto psíquico tenía un referente empírico exterior, a la teoría
de las fantasías sexuales como etiología de las neurosis, Freud corta amarras
con la realidad material y profundiza el espesor propio de la realidad psíquica,
hacia donde derivará sus esfuerzos para establecer nuevos lazos entre pulsiones
sexuales y represión. Se abandona el trauma empírico como causa etiológica de
las neurosis, recuerda Foucault, y se accede al fantasma o fantasía como causa
de la escisión psíquica. No habría entonces abuso sexual real exógeno, circuns-
tancial e histórico, sino fantasía interna en base a recuerdos distorsionados por
los mecanismos del inconsciente. Es común considerar este desplazamiento de la
causalidad empírica exterior por una causalidad endógena el acta de nacimiento
del psicoanálisis.33
La causa exógena conocida es sustituida por una causa exógena más enig-
mática, ya que las fantasías recurrentes (llamadas fantasías originarias: escena de
seducción, escena originaria, amenaza de castración) requieren también de una
explicación material ¿De dónde provienen tales fantasías angustiantes? Freud no
dejará de preguntárselo. Enseguida retomaremos el pasaje de la causa exógena
a la causa endógena, que parece oponerse al afuera fantasmagórico que estamos

33 Véase Venturini (2017).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 63


buscando en Freud, ya que nos sumergimos en una interioridad. Pero antes de
esclarecer este asunto es importante destacar lo que ha sucedido en cuanto al
alcance antropológico del psicoanálisis en el pasaje de la teoría traumática a la
teoría de la fantasía.
La teoría traumática (o de la seducción) explicaba el origen de unas psicopa-
tologías bien definidas por Freud y por Breuer: la histeria y las representaciones
obsesivas, clasificadas como neurosis de defensa por Freud. Lo normal y lo pa-
tológico se hallaba aún demasiado rígidamente distinguido en los trabajos prep-
sicoanalíticos (o primeros trabajos psicoanalíticos) del quinqueño 1890-95. En
1897 Freud ya no cree en la teoría traumática, como lo atestigua la célebre carta
a Fliess del 21 de setiembre de 1897. La existencia de fantasías inconscientes en
la vida psíquica, inconciliables con la vida consciente del yo, encuentra su expli-
cación material inmediata en la teoría de las pulsiones sexuales infantiles elabo-
rada en Tres ensayos de teoría sexual (1905). Desde este momento, la causa del
conflicto anímico no solamente es endógena, sino que además es universal. Los
abusos sexuales supuestamente ocurridos que Freud encontraba en el análisis de
sus pacientes eran necesariamente acontecimientos históricos y contingentes.
Con la sexualidad perversa polimorfa del infante en 1905 el psicoanálisis pasa
a teorizar el problema de la sexualidad desviada como un fenómeno universal,
junto a la represión. La neurosis aparece entonces como una de las vicisitudes
posibles de la historia del sujeto, de su desarrollo psicosexual. En esto repara
John Fletcher, en su estudio introductorio a la edición en inglés de trabajos
clásicos de Laplanche en el compendio intitulado Essays on Otherness (1992).
Freud had been attempting to explain and thereby cure hysterical and obses-
sional symptoms, by tracing them back to repressed memories of sexual scenes
in early childhood. While his concern was to account for a range of adult
symptoms, the theory of infantile sexuality with which he comes to replace
the seduction theory is not so much an account of hysteria as a general theory
of human sexual development, within which neurosis is repositioned as a par-
ticular vicissitude (Fletcher, 1999, 5).
La interpretación clínica conduce a Freud a experiencias o fantasías de la
infancia, así surge la teoría de la sexualidad infantil espontánea, sin necesidad de
la intervención histórica real de un adulto perverso. Las fantasías en el registro
psíquico serán la expresión subjetiva de los movimientos anárquicos de las pul-
siones sexuales parciales y autoeróticas. «A raíz de estas constelaciones, se esta-
blece un vínculo más estrecho entre la pulsión sexual y la fantasía, por una parte,
y las pulsiones yoicas y las actividades de la conciencia, por la otra» (Freud,
1992 [1911], p. 227). Al ser la manifestación psíquica de las pulsiones sexuales
biológicas, la fantasía responde al principio de placer antes que al principio de
realidad y su indestructibilidad es testimonio de la permanencia sin caducidad
de la asimetría entre principio de placer/principio de realidad.
Una tendencia general de nuestro aparato anímico, que puede reconducirse al
principio económico del ahorro de gasto, parece exteriorizarse en la pertinacia

64 Universidad de la República
del aferrarse a las fuentes de placer de que se dispone y en la dificultad con que
se renuncia a ellas. Al establecerse el principio de realidad, una clase de actividad
del pensar se escindió; ella se mantuvo apartada del examen de realidad y perma-
neció sometida únicamente al principio de placer. Es el fantasear, que empieza
ya con el juego de los niños y más tarde, proseguido como sueños diurnos, aban-
dona el apuntalamiento en objetos reales (Freud, 1992 [1911], pp. 226-27).
Esto puede decirse en el registro de los orígenes causales de los fenómenos
que Freud está investigando. Pero en cuanto a las manifestaciones fenoménicas
o sintomáticas puede encontrarse un desplazamiento complementario al de la
modificación de la etiología de estas neurosis. Con la teoría de los sueños, en
primer lugar, y con las psicopatologías de la vida cotidiana, en segundo lugar,
Freud encuentra al inconsciente actuando en la más íntima e inmediata cotidia-
neidad. El psicoanálisis ya no estará encorsetado en el campo de la psicopatolo-
gía, sino que se ofrecerá como una teoría más amplia del espíritu humano. A esto
nos referíamos al hablar de los nuevos alcances antropológicos del psicoanálisis.
Retomemos ahora el asunto que nos concierne directamente: el pasaje del exte-
rior a la interioridad psíquica, al que arribamos con la fantasía en tanto realidad
psíquica, como la ha calificado Freud.
A primera vista, podría parecer que esta evicción del referente exterior
como motivo o causa del conflicto interior-subjetivo atenta contra la profun-
didad exterior que estamos, como hiciéramos en nuestro análisis de la obra de
Marx, siguiendo las indicaciones de Foucault sobre el descubrimiento de una
profundidad exterior o superficial ignorada antes de la hermenéutica moderna,
donde en el pensamiento clásico se extendía el reino de la interioridad reflexiva.
Sin embargo, esta disolución de la causa exógena, empírica, localizada en la «rea-
lidad material» (por emplear un término freudiano) es el paso previo necesario
para postular una interioridad psíquica no reflexiva en las fantasías inconscientes.
Ciertamente, las pulsiones sexuales endógenas, postuladas como sustrato bioló-
gico de las fantasías inconciliables con el yo, parecen sumergirnos en una interio-
ridad humana de carácter natural34. Sin embargo, las especulaciones biológicas
de Freud sobre las pulsiones sexuales están lejos de adquirir el estatus de ciencia
biológica empírica. Laplanche y Pontalis se han referido al «extravío biologizan-
te» de Freud y los peligros de caída en un endogenismo biológico con algunas
especulaciones sobre el «quimismo» de la sexualidad en Tres ensayos de teoría
sexual (1905). «Llegamos entonces a la siguiente paradoja: en el momento mis-
mo del descubrimiento del objeto psicoanalítico por excelencia, la fantasía, este
corre el riesgo de perder su propia esencia a favor de una realidad endógena, la
sexualidad, enfrentada a su vez con una realidad externa» (Laplanche y Pontalis,
2012, 42). Estas palabras de Laplanche y Pontalis en su estudio sobre la fantasía
nos sitúan con mucha precisión en la antinomia especular en la que Freud corre
peligro de estancarse, así como el argumento que aquí estamos desarrollando. Lo

34 Como lo hacía la explicación de la «propensión a intercambiar cosas» del hombre en la


concepción de Smith.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 65


interior, esta vez como una realidad biológica, nuevamente enfrentada a lo exte-
rior, comprendido como una realidad histórica. El materialismo cientificista de
Freud lo conmina a buscar una explicación objetiva para dar cuenta del origen
de las fantasías sexuales que pueblan la psique, lo ideal debe ser explicado por
lo material, la realidad psíquica aún debe ser explicada por la realidad material,
al menos en la medida de lo posible. Decimos hasta donde sea posible porque
la vinculación entre ambas realidades comenzó a cortarse con el abandono de la
teoría traumática sexual. En el marco de la teoría traumática, la realidad mate-
rial era especialmente explicable por una realidad histórica: los abusos sexuales,
siendo estos acontecimientos contingentes. Con su expiración y la llegada de la
fantasía, Freud elabora la teoría de las pulsiones sexuales como base biológica
del surgimiento de aquellas fantasías. Ahora la realidad material hizo a un lado
a la realidad histórica, pero lucha por sostenerse como causa empírica en una
realidad biológica.
Cuando Laplanche y Pontalis se refieren al peligro de que la fantasía pier-
da su esencia al ser complementada y explicada, se refieren al peligro de que la
realidad psíquica pierda su materialidad recién encontrada en aras de una nueva
realidad material, ahora referida a las pulsiones sexuales biológicas. El adentro y
el afuera, el endogenismo biológico y el espacio exógeno de los acontecimientos
históricos, parece mostrarse carente de una terceridad que subvierta esta opo-
sición demasiado binaria, excesivamente imaginaria, una tercera objetividad que
la supere de manera dialéctica. Al abandonar el referente empírico exterior, la
balanza se inclina demasiado bruscamente hacia una interioridad naturalista, que
aspira a ser tan objetivista como la primera. Pero sería engañoso ver una entidad
tan positiva en la teoría de las pulsiones sexuales que acechan desde la infancia.
La advertencia realizada por Laplanche y Pontalis es interesante desde el punto
de vista heurístico en tanto señalamiento de un problema epistemológico del
freudismo, pero tomarla al pie de la letra, como si realmente la concepción de
las pulsiones sexuales pudiera sumergir al psicoanálisis en la biología, resulta
desmesurado. Freud mismo toma claras precauciones admonitorias. Es esta ho-
nestidad intelectual la que lo conmina a precisar que su investigación está muy
lejos de la biología, como advertencia en el Prólogo de la tercera edición de Tres
ensayos de teoría sexual en 1914:
Junto a su fundamental dependencia de la investigación psicoanalítica, tengo
que destacar, como rasgo de este trabajo mío, su deliberada independencia
respecto de la investigación biológica. He evitado cuidadosamente intro-
ducir expectativas científicas provenientes de la biología sexual general, o
de la biología de las diversas especies animales, en el estudio que la técnica
del psicoanálisis nos posibilita hacer sobre la función sexual del ser humano
(1992 [1914], p. 118).
Freud confiaba a su amigo Wilhelm Fliess el elaborar una teoría biológica
que diera sustento a la teoría psicológica o metapsicológica que él mismo estaba
desarrollando. Scarfone (2005) nos recuerda que, tras la ruptura con Fliess,

66 Universidad de la República
Freud se ve obligado a elaborar sus propias elucubraciones sobre la biología
humana. El concepto de pulsión y la teoría de las pulsiones sexuales brinda-
rán ese sustrato de especulación biológica o de metabiología, como la llama
Scarfone. La clave para comprender de qué manera la teoría de la sexualidad
humana se acerca a la biología sin confundirse con esta se encuentra en la teo-
ría de las pulsiones y la sexualidad, cuyo encuentro forma la poderosa coalición
de las pulsiones sexuales. Adentrémonos en el territorio metabiológico de las
pulsiones sexuales para comprender su vinculación con esa realidad psíquica
ocupada por la fantasía.

Freud: el anudamiento entre pulsiones sexuales, alteridad y


fantasía
A lo largo de la historia del psicoanálisis, especialmente a partir de la enseñan-
za de Lacan, se ha insistido con razón en la distinción entre pulsión e instinto.
Algunas traducciones tempranas de Freud al español, al francés y al inglés han
optado por traducir el trieb freudiano por instinct (caso de la Standard Edition),
istinto o instinto, descuidando el hecho de que el término alemán instinkt existe
y es empleado por Freud con un uso perfectamente diferenciado de aquel des-
tinado al trieb. A diferencia del primero, la trieb hace referencia a un empuje de
carácter general sin que se haga alusión a las formas concretas con las que tal
empuje alcanza su meta a través de un objeto preformado. Scarfone (2005) nos
recuerda que el término es rico en significaciones y matices. Trieb puede abarcar
al instinkt, al que sin duda excede con mucho: puede ser empuje, inclinación,
tendencia. El verbo trieben puede ser transitivo y significar empujar, expulsar
fuera de sí, conducir, pero también ocuparse de, librarse a, moldear, accionar. En
su forma intransitiva significa ir a la deriva, flotar, brotar. El sustantivo trieben
indica tanto una ocupación o actividad como ardides, urdimbres o agitación
(Scarfone 2005, pp. 24-25).
La pulsión hace su aparición decisiva explícita en Tres ensayos de teoría
sexual (1905). Antes, la pulsión ya estaba presente como concepto explicito
únicamente en el Proyecto de psicología científica, escrito en 1895, pero publi-
cado póstumamente recién en 1950. Por lo tanto, la primera aparición pública
de este concepto es en Tres ensayos de teoría sexual. Se hacía sentir la necesidad
de su elaboración. De todos modos, la emergencia de este concepto se aprecia
ya en la hipótesis económico-energética del aparato psíquico que se gesta en el
decenio de 1890. Porque la pulsión es un concepto esencialmente económico
y abstracto, tan abstracto como el trabajo social indistinto marxiano, si se nos
permite recordar los comienzos de este artículo.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 67


La tendencia fundamental del aparato psíquico es la búsqueda de placer,
o evitación del displacer.35 Desde el punto de vista económico-energético, ello
quiere decir que el psiquismo busca deshacerse de las tensiones introducidas en
el aparato por excitaciones. Los estímulos aferentes introducen cargas y llaman
al trabajo psíquico para desahacerse de estas. Aquí hace su entrada en la metap-
sicología freudiana el concepto de pulsión. «Por «pulsión» podemos entender al
comienzo nada más que la agencia representante (representanz) psíquica de una
fuente de estímulos intrasomática en continuo fluir; ello a diferencia del «estímu-
lo», que es producido por excitaciones singulares provenientes de fuera» (Freud,
1992 [1905], p. 135). Estos estímulos internos «no poseen cualidad alguna, sino
que han de considerarse solo como una medida de exigencia de trabajo para la
vida anímica» (Freud, 1992 [1905], p.132). A diferencia de los estímulos ex-
ternos de los que el psiquismo puede defenderse realizando una acción motriz
que aparte la molestia, los estímulos intrasomáticos, pulsionales, no pueden ser
rehuidos con una acción simple, como retirar la mano del fuego o apartar la
vista del Sol. El psiquismo, interrelacionado con el organismo, se ve compelido
a trabajar, a volverse sofisticado, a complejizarse en aras de una modificación del
mundo, de sí mismo y de su situación en el mundo para descargar esa excitación
por vías realizables o permitidas. Aquí encontramos el impulso primal de toda la
ontogénesis evolutiva psicoanalítica de los ligamientos de energía y la comple-
jización de las operaciones mentales regidas por el proceso secundario o por el
principio de realidad36. Es de este modo cómo las pulsiones son consideradas los
auténticos motores del progreso evolutivo humano, tanto en términos de evolu-
ción biológica como de desarrollo técnico-cultural. En 1914, la pulsión ya no
será la agencia representante psíquica, sino que englobará tanto a las excitacio-
nes intrasomáticas como a la agencia representante, encargada de representarla
en el plano psíquico.37
Si la tendencia a deshacerse de las tensiones o cantidades energéticas, perci-
bidas cualitativamente como displacer, fuera absoluta, cabría entonces suponer
que no hay razón para que el psiquismo consienta en trabajar, en producir para
la vida, solamente para perpetuar la exigencia displacentera de trabajo. Resulta
evidente que este principio de placer o evitación del displacer (denominado
35 Evitaremos en este momento entrar en la problemática del más allá del principio de placer
con la compulsión de repetición y la pulsión de muerte, introducida en la obra de Freud
en 1920. Pero sí volveremos sobre la cuestión del «placer» en psicoanálisis como concepto
complejo, difícil de asir y al mismo tiempo como motor de la investigación clínica del saber
freudiano, asunto fundamental sobre el que regresaremos en la última sección
36 En este punto el psicoanálisis no niega la psicología evolutiva, sino que la complementa, la
redimensiona y la enriquece.
37 Otras interpretaciones restringen la noción de pulsión a las excitaciones somáticas, relegando
el factor psíquico a una representación externa a la pulsión en sí. Tales matices interesan
poco aquí. Basta con señalar que la pulsión es el eslabón conectivo entre el plano somático
y el plano psíquico. Este encadenamiento entre ambos planos hace de la pulsión el concepto
materialista de enraizamiento «biológico» del psicoanálisis, junto a la «cosa sexual», como la
ha llamado Freud, retomando la «cosa genital» a la que se refiriera Charcot.

68 Universidad de la República
tempranamente como principio de inercia en 1895) explica tan solo un polo
de las tendencias del aparato psíquico: el proceso primario, el principio de pla-
cer/displacer, como ya se dijo. El otro polo debe oponérsele para dialectizar la
sensación de esas tensiones, logrando hacer del trabajo psíquico y de la vida en
general algo susceptible de placer. Como mínimo, son necesarios dos principios
para inteligir la dinámica de la dialéctica. Al «principio de displacer/placer» se
opone un «principio de realidad».
Ahora entra en escena la teoría sexual a nivel de la metapsicología del psi-
coanálisis. Mientras que estímulos internos como el hambre, el sueño, la sed, la
necesidad de respirar o la necesidad de excreción, son claramente displacente-
ros, siendo la acción motriz específica para su aplacamiento la causante de la
cualidad placer y de la reducción cuantitativa de la tensión, los estímulos sexua-
les son a todas luces placenteros por sí mismos. Son capaces de provocar placer
antes de su descarga real, aunque más no sea porque la posibilidad de descarga se
encuentra en el horizonte de posibilidades, como observa Freud. Esta descrip-
ción fenomenológica de la sexualidad proporciona el operador dialéctico de la
pulsión para tornar ciertas tensiones en placenteras. Las experiencias excederán
ampliamente el marco de la sexualidad en el sentido restringido de una sexología:
la cosa sexual del psicoanálisis va más allá de la sexualidad genital. Lo sexual
abarca un conjunto de excitaciones placenteras, presentes desde la infancia, una
voluptuosidad que no puede cercenarse en necesidades fisiológicas o acoplarse a
las «pulsiones de autoconservación», encarnando estas la dimensión más funcio-
nal, adaptativa y realista de las pulsiones.
Detengamos el curso de nuestra argumentación para hacer algunas precisio-
nes sobre las pulsiones de autoconservación. Dijimos que la trieb se distingue del
instinkt. Este último alude a una capacidad de respuesta a estímulos displacente-
ros a causa de las necesidades fisiológicas. La pulsión nada aporta de específico
en cuanto al objeto a utilizar para su fin. Se le ha sustraído la modalidad de res-
puesta específica como capacidad inmediata, es por esto que la pulsión no es una
capacidad de trabajo, una respuesta adecuada, sino una simple y mera exigencia
de trabajo. Pero esto no quiere decir que la pulsión sea lo contrario del instin-
to. Lo que sucede es que la noción de instinto implica un elemento más que la
pulsión no tiene: la preformación de objeto. En cierto sentido, la pulsión es más
abstracta ya que se le sustrae el objeto adecuado que sería el medio para alcanzar
la meta de satisfacción. Es en esta línea de razonamiento que Ricoeur, en su clá-
sico estudio sobre Freud, dice que «el punto de vista económico se expresa ante
todo en la prevalencia del concepto de fin sobre el de objeto» (1990 [1965], p.
108). Si se trata esencialmente de cumplir con el fin de descarga, el objeto no
es más un medio contingente, absolutamente secundario en relación con el fin.
En sus orígenes de excitación intrasomática, la pulsión también expresa una
necesidad que debe ser satisfecha bajo la sensación de displacer: son las pulsio-
nes de autoconservación. Laplanche (1989) ha propuesto llamarlas «funciones
de autoconservación», con la intención de hacer resaltar el aspecto funcional, sin

Comisión Sectorial de Investigación Científica 69


recurrir a la caduca noción de instinto, al tiempo que se separa lo pulsional de lo
adaptativo. Se trata de una medida preventiva que parece tener claras ventajas.
Sin embargo, pensamos que esta opción coarta la amplitud de la noción de pul-
sión (al privarla de su dimensión de autoconservación) ya que hace a un lado uno
de sus aspectos más fuertes en cuanto a la indicación de los orígenes biológicos de
las pulsiones, y con ello se oscurece el materialismo metabiológico, que creemos
necesario sostener. Pero hay que atender a la divergencia, sobre todo a partir de
la ensambladura pulsión-sexual, ya que se opondrá con fuerza a las pulsiones de
autoconservación en el conflicto psíquico. Freud llamó a la autoconservación
«pulsiones del yo». Se la llame de una u otra manera, estas pulsiones son introdu-
cidas en El trastorno psicógeno de la visión en la concepción psicoanalítica, en
1910, pero su lugar se encontraba prefigurado ya en Tres ensayos. Con la llegada
de la teoría del narcisismo, pulsiones de autoconservación y del yo ya no se refe-
rirán con precisión a lo mismo. Las pulsiones de autoconservación apuntarán a la
acción adaptativa en la dirección que se esfuerza el yo en su valencia más biop-
sicológica. Las pulsiones del yo se referirán a las pulsiones sexuales del yo, a la
libido yoica, la valencia libidinal del yo, que se superpone en buena medida (pero
no por entero) a las pulsiones de autoconservación, pudiendo llegar a comple-
mentarlas, del mismo modo en que el amor complementa a la función nutritiva.
La excitación sexual nos impulsa hacia la meta de satisfacción, pero Freud
insistirá en Tres ensayos de teoría sexual que la sexualidad carece de un medio
preciso para alcanzar esta meta. Es decir, la sexualidad carece de objeto prefor-
mado, está abierta a la indeterminación pulsional más que a la determinación
instintual (y esta indeterminación será la responsable primera de la amplia di-
versificación de nuestros placeres). En el primero de los tres ensayos, titulado
«Las aberraciones sexuales», Freud cuestiona la idea de una sexualidad instintual
de objeto preformado en el humano.38 Se presenta una larga serie de casos de
desviación de la sexualidad de sus fines reproductivo-funcionales. Hay una ho-
mosexualidad determinada por factores incidentales, hallamos la postulación de
una bisexualidad originaria, encontramos una catexia sexual dirigida a sujetos
sexualmente inmaduros, damos con un fetichismo cuyo objeto está fijado muy
lejos de los órganos genitales. También hay un uso universalmente extendido de
la mucosa de la lengua, y de la boca como órgano sexual, así como del orificio
anal, que en el desarrollo psicosexual del niño llegan a reclamar el estatus de ór-
ganos sexuales antes que los mismos genitales. Así se constata que en la sexuali-
dad humana hay nuevos propósitos, como dice Freud, un placer sexual realizable
más allá de satisfacción sexual canalizada por la genitalidad que está unida a la
función biológica de la reproducción y la conservación de la especie.
Desde un monismo funcionalista, como el que predomina en el pensamien-
to de la psicología evolutiva, estos florecientes placeres son gratuitos, no ab-
sorbibles en la causalidad funcional. Freud reenfoca su lente con más precisión
38 Por la constatación de esta carencia de objeto sexual, Laplanche dice que este ensayo podría
llamarse «El instinto perdido».

70 Universidad de la República
microscópica para apreciar la práctica sexual normal. «Un examen más atento
muestra siempre que estos nuevos propósitos, aun los más extraños en apariencias,
ya están esbozados en el acto sexual normal» (Freud 1905, p. 141). Demorarse
en los «placeres previos» de ver, tocar, decir, fantasear, es el resultado de la
irradiación de lo sexual más allá de lo funcional-instintual. Nosotros diremos
que la apertura del placer sexual a objetos o medios para realizarse (descargarse)
virtualmente infinitos es la consecuencia de la acción de las pulsiones sobre la
excitación sexual. Hay entonces una parasitación de lo sexual por lo pulsional. Y
es de este temprano encuentro ontogenético que surgen las pulsiones sexuales,
una coalición de las pulsiones con la excitación sexual que torna a las tensiones
pulsionales, antes únicamente displacenteras, en una excitación que también es
pasible de brindar placer sin haber alcanzado su meta propiamente dicha.
El carácter abstracto de la pulsión (que es exigencia de trabajo sin objeto
para realizar esa exigencia) nos ayuda a entender qué ha sucedido con lo sexual
en la vida humana. Lo perverso en su sentido amplio, más allá de su sentido
acotado a lo psicopatológico en la vida sexual adulta, designa esta potente des-
viación de los caminos y el incremento en los rodeos con respecto a una finalidad
funcional y los supuestos objetos naturales atribuidos a la sexualidad. Esta siner-
gia de la exigencia pulsional y la catexia placentera que proporciona lo sexual
evita la catástrofe que se anunciaba con el desamparo humano.39 O simplemente
evita un monismo de la descarga como ya observamos en el polo del principio
de placer/displacer o en la inercia a la descarga integral de las excitaciones, en
clara contradicción con la dialéctica de la vida. El trabajo pulsional queda anu-
dado también a la vida, ya no condenado a una descarga integral o a la tendencia
unilateral de una pulsión de muerte.40Desde este momento contamos con los dos
principios necesarios: «inercia a la descarga» y «principio de constancia», luego
llamados pulsión de muerte y pulsiones de vida, los dos extremos de una contra-
dicción que muchas veces ha sido considerada dialéctica.
Observemos ahora desde el punto de vista evolutivo41 de las fases psico-
sexuales cómo el placer que proporcionan las pulsiones sexuales surge em-
píricamente desde el interior de las propias pulsiones de autoconservación,
para cobrar una creciente autonomía en el decurso del desarrollo psicosexual,

39 Lo hemos trabajado en Venturini (2017)


40 Que, aunque prefigurada en la «descarga integral», hace su escandalosa aparición en 1920 y
pone a prueba la aceptación del psicoanálisis una vez más.
41 El psicoanálisis, especialmente a partir de Lacan, ha sido muy crítico con la noción de
evolución o desarrollo psicosexual en la teoría de Freud. Porque ciertamente esta evolución,
a diferencia de lo que sugiere el término, no está teleológicamente garantizada por la
unificación final entre pulsiones sexuales parciales y pulsiones de autoconservación totales,
o entre principio de placer y principio de realidad. Además las fases son reversibles, al
contrario de lo que sucede con los estadios del desarrollo de la psicología evolutiva de Piaget
u otras concepciones análogas. Es más, la regresión de una fase a otra es un proceso necesario
en el psicoanálisis. Para poder acceder a la superación del complejo de Edipo, el niño debe
identificarse con el padre, asimilarlo, para lo que regresa hacia la fase oral desde la fase fálica.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 71


tornándose cada vez más exterior a las pulsiones de autoconservación y entran-
do en contradicción con estas. Lo primero que se constata a simple vista es la
acción de las pulsiones de autoconservación. Hambre, sed, sueño, frío, entre
otras incomodidades, son aplacadas por las acciones motrices específicas nece-
sarias, considerando también las acciones motrices complementarias que realiza
el Otro adulto en ayuda del desamparado infante. El caso prototípico relatado
por Freud es el de la relación del pequeño infans con el seno que lo alimenta.
El seno satisface la función nutritiva. Pero de esa acción surge un placer suple-
mentario, en adelante no reabsorbible en la satisfacción de la necesidad de la
que surgió. El suplemento de experiencia placentera adquirirá mayor autono-
mía con el tiempo. La «prima de placer» yace en la acción misma del chupeteo:
en el contacto de la lengua y los labios con el pezón y en el roce de la mucosa
con la piel. Vemos un placer independizado de las pulsiones de autoconser-
vación cuando el chupeteo se traslada a otros objetos (chupeteo del pulgar y
una sucesión indefinida de objetos sustitutos), desligados ya por entero de la
nutrición. Este placer gratuito proviene de la coalición entre sexualidad y pul-
siones: la pulsión sexual. Se trata de un placer sexual ya que se trata de un placer
«voluptuoso»42, que se pone al descubierto desde el tratamiento de las pacientes
histéricas, y pulsional por carecer de determinación de objeto y ofrecerse a ob-
jetos sustituibles. Nos encontramos ante un placer suplementario, desligado de
las pulsiones de autoconservación, que ya no dependerá exclusivamente de la
presencia real del objeto para experimentar placer, sino que se complacerá en
gran medida en fantasear con la experiencia de satisfacción.
Hasta aquí vimos un primer grado de ampliación de la concepción mono-
centrada del placer erógeno en la sexualidad genital. Se alcanza un segundo grado
de ampliación cuando se abandona la estimulación física de esas zonas erógenas
dispersas con un objeto real y se pasa a la estimulación por fantaseo con el objeto.
Pero, siguiendo a Freud, siempre ateniéndonos al marco materialista que limita
la profusión infinita de lo imaginario, la estimulación sexual, en tanto estímulo
(que demanda una exigencia de trabajo), es placentera solo en la medida en que la
descarga material, energética o real es anticipable en el campo representacional-
psíquico como representación-fin, como horizonte de posibilidades de acciones
reales, a no ser el caso de las «perversiones», esta vez en el sentido más acotado

42 Desde sus investigaciones sobre la histeria Freud había advertido la relación de los síntomas
neuróticos con lo sexual, antes de la noción de pulsión como auxiliar de lo sexual, o viceversa.
«Cuando en un enfermo orgánico se estimula un lugar doloroso, su fisonomía muestra la
expresión, inconfundible, del desasosiego o del dolor físico, además el enfermo se sobresalta,
se sustrae del examen, se defiende. Pero cuando en la señorita Von R. se pellizcaba u oprimía
la piel y la musculatura hiperálgicas de la pierna, su rostro cobraba una peculiar expresión,
más de placer que de dolor […] compatible solo con la concepción de que esa dolencia
era una histeria y la estimulación afectaba una zona histerógena». (Freud, 1999 [1895], p.
153). Trabajos más especializados que el presente pueden guiar al lector en las relaciones
descubiertas en el período preanalítico entre sexualidad, neurosis y el síntoma como la
satisfacción de un deseo sexual reprimido.

72 Universidad de la República
de la psicopatología. De la misma manera, la fantasía es placentera en el marco
limitado de un final-descarga realizable, salvando las perversiones.
Si bien todo el cuerpo humano es erogenizable (recordemos la situación
inicial del niño siendo un perverso sexual polimorfo), existe una predisposición
orgánica hacia tres zonas erógenas por su sensibilidad nerviosa, en la que las sen-
saciones de la mucosa cumplen un rol preponderante. Cada organización libidi-
nal, centrada en una zona erógena, va acompañada de un conjunto de fantasías
que fundan determinados tipos de vinculaciones entre el sujeto y el objeto sexual
contingente. La sucesión de las fases oral, anal o sádico-anal, fálica y genital
serán acompañadas por fantasías concernientes al objeto, que lo volverán más
disponible o más renuente, más solidario o más amenazante, amoroso u odioso,
persecutorio o asegurador. En la fase oral el placer libidinal se organizará en tor-
no a las acciones de nutrición, apuntalándose sobre estas y despuntando en una
autonomía creciente. No obstante, esta coincidencia con la actividad de nutri-
ción pautará la relación de amor del niño con la madre, significada esta relación
con la acción de comer y ser comido, sin distinción entre actividad y pasividad,
predominando una fusión abrasadora y totalizante. Siguiendo las contribuciones
de Abraham, avaladas por Freud, hay un segundo momento de esta fase en la
que la incipiente dentición del infante y la consecuente capacidad de morder. La
acción de morder brindará una nueva representación del hecho de la nutrición:
la destrucción del objeto que se incorpora (por lo tanto, un principio de diferen-
ciación entre el sujeto y el objeto desde el punto de vista cognitivo) y la aparición
de la ambivalencia pulsional en la que el objeto es catectizado tanto libidinal
como agresivamente desde el punto de vista del placer. En la fase anal-sádica se
afirma la polaridad actividad/pasividad, donde el placer activo sádico de infligir
dolor al objeto se afirma apuntalado en el desarrollo muscular y propioceptivo,
mientras que el placer pasivo masoquista se afirma apuntalado en la mucosa anal.
A nivel estrictamente fantasmático encontramos la aparición de los valores de la
donación y de rechazo, que prosiguen hasta cierto punto la lógica ambivalente
de la agresión y del padecimiento.
Lo más importante sobre la concepción freudiana de la fase fálica infantil
está en los artículos «La organización genital infantil» (1923), «El sepultamiento
del complejo de Edipo» (1924) y «Algunas consecuencias psíquicas de la dife-
rencia anatómica entre los sexos» (1925). Al ser contemporánea al complejo de
Edipo, cobra una importancia crucial y su complejidad se hace aún más difícil
de reseñar. Nos referiremos sucintamente a lo que consideramos más importante
de la fase fálica vinculada a la fantasía con su poder estructurante del psiquis-
mo o como realidad psíquica. El poder estructurante de la fantasía en esta fase
depende de la influencia perdurable del complejo de Edipo. Al llegar a la fase
fálica infantil, las pulsiones sexuales parciales dispersas en las restantes zonas
erógenas tienden a unificarse bajo el predominio de una gran zona erógena. El
falo irrumpe entonces como un aglutinador de placer dispuesto a reabsorber a

Comisión Sectorial de Investigación Científica 73


los múltiples placeres dispersos en un cuerpo erógeno anárquico, ambicionando
erigirse en el centro unitario de referencia y realización del placer.
Si bien no se alcanza una verdadera unificación de las pulsiones parciales bajo
el primado de los genitales, en el apogeo del proceso de desarrollo de la se-
xualidad infantil el interés por los genitales y el quehacer genital cobran una
significatividad dominante, que poco le va en zaga a la de la edad madura. El
carácter principal de esta «organización genital infantil» es, al mismo tiempo,
su diferencia respecto de la organización genital definitiva del adulto. Reside
en que, para ambos sexos, solo desempeña un papel un genital, el masculino.
Por tanto, no hay un primado genital, sino un primado del falo (Freud, 1992
[1923], p. 146).
La masturbación infantil, ampliando su sentido a su toqueteo genital, exte-
rioriza el placer que el órgano le proporciona al niño. Orinar la cama en la noche,
hecho frecuente en esta edad, es interpretado comúnmente por las personas en-
cargadas de la crianza como una forma de masturbación. Los niños ya han experi-
mentado importantes privaciones de objeto con el destete (fase oral) y con el retiro
de las excreciones con las que se empeñaban en jugar (fase anal). Pero estas expe-
riencias no bastan para sospechar la amenaza de castración que se cierne sobre el
niño, esta sospecha solo acontece con la constatación de la inexistencia del pene en
la niña. La niña también creerá que el pene le falta, esperará algún día ver crecer su
propio pene, mientras que el niño sentirá angustia por la «amenaza de castración».
¿Esta amenaza es un hecho efectivo? No es así, nuevamente nos encontramos ante
el entramado de la fantasía: la amenaza de castración es una de las llamadas fanta-
sías originarias.La renuncia a los deseos incestuosos hacia la madre por parte del
niño es aceptada bajo la amenaza de castración (complejo de castración), elección
condicionada por el interés narcisista que siente el niño en su propio pene y en la
constatación terrorífica de la ausencia de pene en la niña, lo que encuentra susten-
to en la teoría sexual infantil de que ella ha sido castrada por haber infringido algu-
na prohibición. «La falta de pene es entendida como resultado de una castración, y
ahora se le plantea al niño la tarea de habérselas con la referencia de la castración
a su propia persona» (Freud, 1923, p. 147), a lo que Freud añade que solo puede
apreciarse la significatividad del complejo de castración si se comprehenden los
alcances del primado del falo en la sexualidad infantil.
Ahora bien, la aceptación de la posibilidad de la castración, la intelección de
que la mujer es castrada, puso fin a las dos posibilidades de satisfacción deriva-
das del complejo de Edipo. En efecto, ambas conllevaban la pérdida del pene;
una, la masculina, en calidad de castigo, y la otra, la femenina, como premisa.
Si la satisfacción amorosa en el terreno del complejo de Edipo debe costar el
pene, entonces por fuerza estallará el conflicto entre el interés narcisista en
esta parte del cuerpo y la investidura libidinosa de los objetos paténtales. En
este conflicto triunfa normalmente el primero de esos poderes: el yo del niño
se extraña del complejo de Edipo (Freud, 1992 [1924], p. 184).
Tras la renunciar a la intención de posesión exclusiva de la madre, el niño
entra en lo que se conoce como sepultamiento del complejo de Edipo (que

74 Universidad de la República
Freud entiende como una especial forma de represión). Las catexias de objeto
en cuanto posesión de este son resignadas en provecho de la identificación con
el objeto: no se puede tener a la madre, pero se puede aspirar a ser como el pa-
dre. La autoridad del padre es introyectada en el superyó, «que toma prestada
del padre su severidad, perpetúa la prohibición del incesto y, así, asegura al yo
contra el retorno de la investidura libidinosa de objeto» (Freud, 1992 [1924],
p. 184). Las aspiraciones libidinales son en cierta medida desexualizadas y su-
blimadas y en cierta medida inhibidas en cuanto a su meta. Los genitales fueron
salvados, pero al mismo tiempo paralizados en su función. Sigue esa larga época
de latencia que se extiende aproximadamente entre los seis y los doce años, hasta
el redespertar de la sexualidad en la pubertad. El abandono de las aspiraciones
incestuosas de la niña sigue cierto paralelismo al del niño, pero decididamente
su situación no es extrapolable a la de este, ya que el punto de partida de ella es
el de la ausencia de pene, por lo tanto tendrá una relación más dilatada con la
angustia de castración.43 Como nuestro interés en esta argumentación radica en
la influencia de la fantasía antes que en el desarrollo psicosexual, no profundiza-
remos ahora en esta cuestión.
El poder estructurante del complejo de Edipo se ve ratificado en las tres
fantasías originarias. Ya hablamos de la seducción por el adulto, que al ser aban-
donada como teoría empírica deviene en una fantasía inconsciente originaria.
Lo mismo sucede con la amenaza de castración, fantasía de la que vimos recién
proyectar sus efectos sobre el sepultamiento del complejo de Edipo. Finalmente,
el historial del «hombre de los lobos» nos descubre la escena originaria donde el
niño es testigo de la cópula de sus padres, que en su momento se entendió como
una práctica sádica del padre contra la madre, y que también es admitida como
una fantasía, algo que está reprimido en el inconsciente del paciente, pero que
no necesariamente ocurrió en su historia de vida. Todas estas fantasías muestran
un aspecto del drama edípico en el que culmina la vida sexual infantil. Ahora
bien, ¿de dónde provienen estas fantasías? La especulación metabiológica de las
pulsiones sexuales se vio seriamente limitada desde sus inicios, como vimos en
Tres ensayos de teoría sexual (1905), pero Freud derivó sus esfuerzos nueva-
mente hacia la historia, solo que ya no la historia particular de los individuos,
sino la prehistoria universal de la especie.44
Todo lo que hoy nos es contado en el análisis como fantasía—la seducción
infantil, la excitación sexual encendida por la observación del coito entre los
padres, la amenaza de castración (o, más bien, la castración)—fue una vez rea-
lidad en los tiempos originarios de la familia humana, y que el niño fantaseador

43 «Nuestro -material se vuelve aquí—incomprensiblemente—mucho más oscuro y lagunoso.


También el sexo femenino desarrolla un complejo de Edipo, un superyó y un período de
latencia. ¿Puede atribuírsele también una organización fálica y un complejo de castración? La
respuesta es afirmativa, pero las cosas no pueden suceder de igual manera que en el varón»
(Freud, 1992 [1924], p. 185).
44 Véase Venturini (2015, 2017).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 75


no ha hecho más que llenar las lagunas de la verdad individual con una verdad
prehistórica (Freud, 1992 [1916-17], p. 338).
Queda hasta ahora expuesta la vinculación entre sexualidad y fantasía, al
menos desde el punto de vista del desarrollo psicosexual, antes que del de la clí-
nica con pacientes adultos45.También hemos atendido a las fantasías originarias
recién abordadas. Insistiremos, además, en el carácter vincular o social de toda
esta temprana existencia erótica. La presencia del otro adulto y la dialéctica
de satisfacciones, privaciones y frustraciones que impone se vislumbra desde la
más temprana de las fases psicosexuales hasta el sepultamiento del complejo de
Edipo. Resulta evidente que las relaciones interhumanas actúan constantemen-
te en la excitación de las pulsiones sexuales cuando notamos la centralidad del
complejo de Edipo en las fantasías abordadas.
Ahora podemos retomar el problema del final de la sección anterior, cuan-
do señalábamos la aparente interioridad antropológica en la que parecía recaer
el psicoanálisis con la teoría de las pulsiones sexuales. Recuérdese que con la
teoría traumática o de la seducción nos encontrábamos ante una causa empírica,
contingente o histórica, mientras que tras su abandono y el advenimiento de la
teoría de las pulsiones sexuales puede parecer que Freud hubiese permutado
una causa exterior positiva por una causa interior igualmente positiva. Pero en
esta última sección procuramos mostrar que sería erróneo interpretar el avance
teórico freudiano de este modo. Para empezar, la pulsión sexual no es un con-
cepto biológico estrictamente hablando. La negatividad de la pulsión (siendo
exigencia sin capacidad, sin objeto positivo) es una negatividad biológica. En
el otro extremo de la díada pulsiones sexuales-fantasía, encarnando la segunda
el polo más propiamente psíquico, la fantasía es un dominio de interpretación
antes que de conocimiento positivo. La oposición que encontramos tempra-
namente entre fantasía y memoria ilustra de manera paradigmática el carácter
negativo o enigmático de la fantasía. La realidad psíquica comandada por la
fantasía y los deseos que en ella se escenifican no puede ser reabsorbida por una
interioridad biológica y se sostiene como una materialidad psíquica arreal, reto-
mando un neologismo caro a Laplanche. Lo psíquico no es la simple manifesta-
ción superficial de una objetividad biológica profunda. Pero a ello se agrega que
esta realidad psíquica de deseos y fantasías sexuales ni siquiera es estrictamente
interior en un sentido puramente individual ya que la fantasía entrelaza siempre
al sujeto al otro. Las grandes fantasías inconscientes originarias, la seducción
por el adulto, la amenaza de castración por el adulto y la escena originaria del
coito parental, tienen todas tanto un carácter sexual como social, incluyendo
siempre al otro adulto. Algo de este carácter interhumano se ofrece a nuestra

45 Aunque en una nota al pie mencionamos las zonas erógenas excitables en los historiales
clínicos sobre las primeras histéricas de las que se ocuparon Breuer y Freud. Una
profundización intensiva de lo sexual en la clínica psicoanalítica podría abordar los llamados
cinco psicoanálisis: los casos Dora, Schreber, el «Hombre de las Ratas», el «Hombre de los
Lobos» y el «Pequeño Hans».

76 Universidad de la República
contemplación en las relaciones de objeto que mencionamos en las fases sexua-
les oral y anal, donde se observan atributos animistas en los objetos de placer
(muy lejos de ser objetos de conocimiento). Mencionemos también las fantasías
sádicas y masoquistas de Pegan a un niño (1919), donde un vínculo erótico
de amor, temor y odio conecta siempre al paciente protagonista de la escena
infantil con su padre, y donde una vez se vislumbra el complejo de Edipo como
vertebrador de las escenas que allí se suceden.46

El afuera espectral de Freud


La fantasía, materialidad u objetividad de la realidad psíquica, es un agrupamien-
to de representaciones inconscientes que nos descubre un exterior social en el
interior subjetivo, un exterior que por procesos históricos y biológico-evolutivos
de larga duración47(que tienen su explicación en el pensamiento freudiano, pero
que aquí no hemos dilucidado), pasó a habitar el interior. El afuera se interiorizó,
ciertamente, pero hospedándose más allá de los confines accesibles a la concien-
cia y la reflexividad. Por esta razón podemos hablar también en Freud de una
interioridad desfondada por el descubrimiento de una exterioridad que se alojaba
allí adentro, replegada y ocultada, manifestándose solamente a través de los sín-
tomas y otras formaciones de compromiso que Freud se empeñó en interpretar.
Este afuera replegado adentro, y en adelante desplegado por Freud, ya no
es más, por supuesto, el exterior de esa objetividad empírica que literalizan de
manera lógica y cuantitativa (el orden y la medida de la mathesis universalis
cartesiana) las ciencias de la naturaleza. A este respecto téngase en cuenta que
la energía libidinal que circula en el aparato psíquico no es una magnitud ab-
soluta, sino que es una cantidad relativa de enfrentamiento entre la energía de
la que el yo puede disponer libremente y la energía que se resiste a sus fines, la
energía libre del proceso primario. Ese afuera replegado en el adentro, sin ser un
exterior encauzado en el reino de la naturaleza, tampoco es un exterior histórico
compuesto de relaciones sociales pactadas, comunicativas, volitivas y consen-
suadas: una historia que los hombres realizan a conciencia y a voluntad, una
historia hecha de contratos sociales y delegaciones voluntarias de la soberanía, al
modo en que se concebía predominantemente lo histórico-social en la filosofía
política clásica que reseñamos críticamente antes de abordar a Marx. Este afue-
ra replegado, interiorizado, pero exento de reflexividad consciente, puede ser
situado como un tercer orden entre la objetividad positiva de la naturaleza y la
objetividad positiva de la historia sociopolítica reseñada. También puede decirse
que es una terceridad interpuesta entre la naturaleza y la razón, interviniendo el

46 Para más detalles véase Venturini (2017).


47 Es verdad que el complejo de Edipo es vivenciado de manera enteramente individual por la
mayoría de los humanos, pero es también un fenómeno determinado por la herencia» (Freud,
1992 [1924], p. 182).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 77


intercambio entre ambas, incluso podría llegar a decirse cortocircuitando todo
potencial refuerzo complementario entre ellas, como vimos que sucedía en la
doctrina del impulso al intercambio mercantil en Smith. Contra estos dos blo-
ques demasiado positivos, enfrentados y complementados en una típica dualidad
especular, extiende su dominio la objetividad fantasmagórica, objetividad de la
que Freud, una vez descubierta, nunca volvió a desconocer su eficacia causal en
las neurosis y la vida anímica humana.
Como dice Foucault de los demás pensadores de la sospecha, también en
el psicoanálisis hay un evidente rechazo del comienzo. El comienzo empírico-
temporal de las neurosis se pierde en la ontogénesis individual, los factores «ac-
cidentales» de la historia empírica del sujeto no bastan por sí solos y Freud ha de
postular una constitución sexual perversa hereditaria que comienza a elaborarse
con la teoría de las pulsiones sexuales en la vida infantil. Claro que detrás de
esta naturaleza desviada o perversa, detrás de esta constitución filogenética que
suplementa la falta de positividad de esa materialidad empírica ontogenética en
la causación de los trastornos-fantasías sexuales, Freud postula grandes eventos
prehistóricos traumatizantes, recurre a una materialidad empírica histórica, es-
pecialmente en Totem y tabú (1914), cuyas consecuencias se habrían transmitido
filogenéticamente en la especie humana, basándose en la teoría de la herencia de
Lamarck.48Así se cumple la tesis de que todo lo que el individuo fantasea en su
ontogénesis, ocurrió efectivamente en la filogénesis.

Excurso. El reparto del espectro entre Freud y Marx


Freud y Marx nos muestran un exterior tras la pretendida interioridad de las
representaciones, un exterior que ya no es empírico o realista. No se trata de
un afuera positivo esencialmente independiente del sujeto cognoscente y los
signos-representaciones que cifran al referente. Retomando la bella expresión de
Marx al hablar de una objetividad espectral al referirse a la objetividad aparen-
te, implicando tanto al trabajo social indistinto como al fetichismo de la mer-
cancía, habida cuenta de la fantasía como trasfondo del conflicto psíquico y
como materialidad de la realidad psíquica para Freud, hablamos de un afuera
espectral o fantasmagórico en el sentido de que nos hallamos ante relaciones
sociales o interhumanas que componen a la representación, integrando su in-
terior y siendo eternizadas en esta cristalización, sea como naturaleza o razón,
pero proviniendo en verdad del exterior histórico y contingente. Este exterior
oculto, enterrado en el adentro, ocultado por los presupuestos del pensamiento
clásico con la centralidad del sujeto-conciencia reflexivo y agente, es de una
naturaleza espectral porque las representaciones en cuestión son opacas y de
múltiples interpretaciones autónomas en relación con el sujeto y actuando más
allá de su reflexividad. A la benevolencia de la representación clásica se opone el
48 Ver Venturini (2015, 2017).

78 Universidad de la República
malquerer de la representación descubierta por los pensadores de la sospecha;
como dice Foucault, el velo transparente que separaba al signo del significado
es desgarrado por un vastísimo espacio abierto a la interpretación interminable.
Las representaciones fantasmagóricas se revelan como una actividad autó-
noma con respecto al sujeto reflexivo o cognoscente, estando dotadas de vida
propia. El sujeto no es su agente provocador, en realidad las padece, por lo
que es justo hablar de subordinación pasiva del sujeto al funcionamiento de
estas representaciones, sin que esto implique la liquidación completa del sujeto
cognoscente del pensamiento clásico, más bien se trata de circunscribir su insu-
ficiencia. Lo fantasmagórico también se refiere a otra subordinación que ocurre
del otro lado del trípode sujeto-representación-objeto: la subordinación del ob-
jeto empírico-realista, en tanto que este afuera ya no será objeto positivo natural
o racional, sino que se encontrará parasitado por una historia social de carácter
negativo. Por esto mismo, la representación fantasmagórica conlleva una aper-
tura permanente a múltiples interpretaciones, eludiendo siempre al referente
último o significado del signo.
Sin embargo, Freud y Marx no muestran el mismo afuera espectral. Marx, al
ocuparse de problemas socioeconómicos, se refiere a un problema más macrofí-
sico, mientras que Freud, al ocuparse de problemas de psicopatología, se refiere
a un problema más microfísico.
Decimos que el nivel de investigación de Marx es macrofísico, o al menos
más macrofísico que el nivel de investigación psicoanalítica, porque sus explica-
ciones se mantienen en un registro más «sociológico». ¿Qué cabe entender por
«macrofísico» o «sociológico» en el sentido que aquí queremos otorgarles? Nos
referimos a la mentada cuestión de que Marx no se ha ocupado de las significa-
ciones del consumo, con las satisfacciones o goces diversos que este proporciona.
Marx no se ocupó del valor de uso como problema (hermenéutico), para con-
centrar sus esfuerzos en la esfera de la producción y la circulación, pero siempre
bajo el predominio de lo cuantitativo (valor, valor de cambio) sobre lo cualitativo
(valor de uso). Marx brinda una teoría de la forma de la representación, de su
génesis histórica y del tejido tramposo en el que queda atrapado el hombre con
el fetichismo de la mercancía, pero deja intacto el problema del contenido, es
decir, de la conciencia o las significaciones del disfrute en esas representaciones.
Las abstracciones del valor y del valor de cambio, localizadas en las esferas de la
producción y el mercado, desplazan el problema del valor de uso o el disfrute de
las mercancías, en la esfera superestructural del consumo, al punto de olvidarlo.
Cuando nos referíamos a la abstracción teórica del trabajo social indistinto
como fuente de la sustancia del valor estábamos señalando este límite aparente-
mente irrebasable en la conceptualización marxiana que opta por abstraerse de
los usos concretos o consumos: se analiza la fuente del valor como abstracción del
trabajo social gastado, pero no se analiza concomitantemente el final de este ci-
clo en su forma existencial «concreta». Se atiende al comienzo pero no al destino,
puede afirmarse, aunque con la precondición de que el comienzo sea concebido

Comisión Sectorial de Investigación Científica 79


como abstracción-valor. Marx ofrece una teoría de la producción y del intercam-
bio, pero no dice nada del consumo en cuanto este es un fenómeno esencialmen-
te superestructural. Ya hemos señalado la crítica dirigida a Marx por un autor
como Baudrillard acerca de la ausencia de una penetración teórica profunda
sobre los valores de uso, por lo que el autor habla de la necesidad de ir más allá
de Marx con una semiología de los valores de uso, en la estela de la tradición del
análisis semiológico inaugurada por Barthes. Por esta misma limitación marxiana
ante el valor de uso también nos referimos a Derrida. «Y por esa razón, el buen
sentido fenomenológico o la fenomenología de la percepción (que obra también
en Marx cuando cree poder hablar de un puro y simple valor de uso) pretenden
estar al servicio de las Luces, puesto que el valor de uso, en sí mismo, no tiene
nada de «misterioso»» (Derrida, 1998 [1995], p. 169).
Cuando se acusa a Marx de economicismo o de determinismo de la base
sobre la superestructura, se citan las célebres palabras, muy desgatadas por la
posterior tradición llamada vulgar, de los textos de Marx, del «Prólogo» a la
Contribución a la crítica de la economía política (1959). «El modo de producción
de la vida material determina [bedingen] el proceso social, político e intelectual
de la vida en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina su
ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia»
(2008 [1959], p. 4-5). Con esta cita suele sellarse la crítica a la ausencia de ma-
terialidad o autonomía relativa de los fenómenos superestructurales. Los textos
tardíos de crítica de la economía política en su conjunto parecen seguir esta
dirección. Es sabido cuán vehementemente se opuso el propio Marx a convertir
estas palabras introductorias en un principio sociológico universal.
Adyacente a este estudio pendiente de los valores de uso desde su compleji-
dad «semiológica», al decir de Baurdillard, o interpretativa, siguiendo a Foucault,
se encuentra la preponderancia de lo social en Marx. Si nos arriesgamos a decir
que el punto de vista marxiano es más «sociológico» que el de Freud, es porque
lo social es una categoría explícita relevante en su dialéctica. El trabajo indis-
tinto es tan abstracto como social, mientras que lo concreto del trabajo o su
dimensión cualitativa es relegada al registro de lo individual. Es patente que la
oposición complementaria entre individuo y sociedad aún tiene un sentido pro-
tagónico en estas formulaciones.
Como se dijo, lo «social» en Marx no es reabsorbible en la convención, el con-
trato o el pacto, acepción aún representativista en la que lo social es la expresión
de la voluntad general donde por lo tanto se salva la soberanía del pueblo o la
expresión de su voluntad. En esta relación representativa entre individuos y so-
ciedad, el polo individual se ve reflejado en el polo social. En cambio, para Marx,
lo social o la historia adquiere vida propia, a costa de los propios individuos.
Social quiere decir que importa más el trabajo global social para determinar la
magnitud del valor por sobre todo trabajo concreto individual. También desde el
problema del fetichismo se reafirma la importancia y perennidad de la distinción
de la oposición entre individuo y sociedad: lo social se impone realizándose a

80 Universidad de la República
través de las relaciones sociales entre mercancías, situación en la que los indi-
viduos quedaron reducidos a custodios o meros soportes. Al manifestarse lo
social indirectamente entre mercancías, en lugar de hacerlo directamente entre
personas, la contradicción entre propiedad privada y trabajo social encarna la
contradicción entre individuo y sociedad. La mentada asociación de hombres
libres muestra la posibilidad de una socialización directa de las relaciones so-
ciales producidas entonces entre personas y ya no entre cosas, planificando ra-
cionalmente la división técnica del trabajo (ya no división social) en función del
consumo necesario.
Recordemos que el trabajo, la fuente de la sustancia de valor, es el principio
de síntesis social, lo que quiere decir que en el pensamiento marxiano el trabajo
es el principal elemento para otorgar unidad a una comunidad y lo que habilita
todo tipo de cambios, equivalencias o comunicaciones. Esto ha sido reafirmado
por Jappe (2016) recientemente como una tesis inherente al marxismo, pero
es una concepción harto extendida en la historia de las interpretaciones de la
obra de Marx. El trabajo es el principio de síntesis social de los individuos. Y
la teoría del valor-trabajo reduce las posibilidades de valoración del objeto al
tiempo socialmente invertido en la producción de los bienes. Pero la valoración,
como ha sido puesto de manifiesto por una vasta literatura antropológica sobre
el intercambio simbólico (Narotzky, 2003), no puede reducirse a esta unidad de
medida abstracta, universal y objetiva.
Algunos años más tarde, Foucault carga las tintas fuertemente contra el mar-
xismo, así como decrecerá en general su apreciación del psicoanálisis. El trabajo
como principio de síntesis social o como esencia del hombre será objeto de una
extensa crítica a la tradición hegeliana de la que Marx forma parte, al menos en
este aspecto. En la última parte de La verdad y las formas jurídicas (1974),49
el autor se dedica al análisis histórico de los procedimientos técnicos, políticos y
discursivos que condujeron del hecho evidente del tiempo de vida del hombre a
la concepción productivista de su tiempo de trabajo, y de la representación cuali-
tativa del trabajo del hombre a la representación abstracta de la fuerza de trabajo
del hombre (descubierta por Marx). Luego de exponer sus conclusiones sobre
la función de la institución penal en relación con el resto de las instituciones de
encierro, Foucault formula lo que a su entender es una conclusión más polémica.
Alguien dijo: la esencia concreta del hombre es el trabajo. A decir verdad
esta tesis fue formulada por diversas personas. La encontramos en Hegel, en
los poshegelianos y también en Marx, el Marx, como diría Althusser, de un
determinado período; como no me intereso por los autores, sino por el fun-
cionamiento de los enunciados, importa poco quién lo dijo o cuando se dijo.
Lo que me gustaría mostrar es que en realidad el trabajo no es en absoluto la
esencia concreta del hombre o la existencia del hombre en su forma concreta
(Foucault, 1999 [1974], pp. 255-56).

49 Conferencias que tuvieron lugar en la Universidad Católica de Río de Janeiro, del 21 al 25


de mayo de 1973.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 81


El hombre no se halla ónticamente vinculado al trabajo; para hallar esta
relación es necesario que se produzcan una serie de operaciones políticas que
vinculen a las personas con el aparato de producción para el cual trabajan. Estas
operaciones políticas se aglomeran en lo que Foucault llama un poder polimorfo
y polivalente, con sus dimensiones económicas, judiciales y epistemológicas plu-
rales. Que el trabajo sea síntesis social y esencia del hombre es también blanco
de crítica en «La société punitive», curso de 1972-73 (2013).
«Il est faux de dire, avec certains post-hégéliens célèbres, que l’existence con-
crète de l’homme, c’est le travail. Le temps et la vie de l’homme ne sont pas
par nature travail, ils sont plaisir, discontinuité, fête, repos, besoin, instants,
hasard, violence, etc. Or, c’est toute cette énergie explosive qu’il faut transfor-
mer en une force de travail continue et continuellement offerte sur le marché»
(Foucault, 2013, p. 236).
Toda la antropología poshegeliana del trabajo está coartada por el énfasis
exclusivo en el trabajo como esencia del hombre. Al hegelianismo de la actividad
negadora de lo dado y la capacidad abstrayente del trabajo, Foucault contrapone
la experiencia de la lucha, el azar, el despilfarro en la fiesta, de una manera que
recuerda a la concepción del erotismo y la irrupción vital de lo improductivo en
la noción de placer-gasto de George Bataille, así como a los placeres voluptuo-
sos entramados en el derroche explosivo en Pierre Klossowski, dando continui-
dad ambos pensadores a la estela de la obra de Nietzsche. Se sabe que Foucault
ha reinvindicado una y otra vez la potencia de Nietzsche (el pensador de la
sospecha no abordado en esta investigación). Y es que a diferencia del econo-
micismo abstracto o cuantitativo de Marx, Foucault, análogamente a Bataille y
Klossowski,50 privilegiará la dimensión del placer como objeto de investigación,
algo de lo que Marx está completamente desentendido, como ya fue observado.
Esta reivindicación nietzscheana será también la del antihegelianismo generali-
zado de Deleuze, cuando refiriéndose al genealogista dice
Al elemento especulativo de la negación, de la oposición o de la contradicción,
Nietzsche opone el elemento práctico de la diferencia: objeto de afirmación y
de placer. Es en este sentido que puede hablarse de empirismo nietzscheano.
El problema tan común en Nietzsche: ¿qué quiere una voluntad?, ¿qué quiere
este, aquel?, no debe entenderse como búsqueda de una finalidad, de un moti-
vo ni de un objeto de esta voluntad. Lo que quiere una voluntad es afirmar su
diferencia. En su relación esencial con la otra, una voluntad hace de su diferen-
cia un objeto de afirmación. «El placer de saberse diferente»: este es el nuevo

50 No resistimos la tentación de citar el fragmento inicial de la correspondencia de Foucault


a Klossoswki, donde el primero celebra con gran entusiasmo la publicación de La moneda
viviente (1970). «Querido Pierre: Hubiera necesitado escribirle después de la primera lectura
de La Moneda Viviente; pero aunque seguramente habría podido reaccionar, tenía entonces
la inspiración cortada. Ahora que lo releí varias veces, sé que se trata del libro más importante
de nuestra época. Se tiene la impresión que todo lo que de algún modo cuenta Blanchot,
Bataille, y también Más allá del Bien y del Mal nos conducía hacia allí insidiosamente: pero
he aquí que recién ahora se lo ha dicho» (Foucault, 1970, p. 61).

82 Universidad de la República
elemento conceptual, agresivo y aéreo, que el empirismo opone a las pesadas
nociones de la dialéctica y, sobre todo, como dice el dialéctico, al trabajo de
lo negativo. Que la dialéctica sea un trabajo y el empirismo un placer, ya es
caracterizarlos suficientemente (Deleuze, 1998 [1971], p. 18).
No cabe ninguna duda de que el placer es también un objeto privilegiado
de la investigación psicoanalítica. Estas correlaciones marxianas entre trabajo
y socialidad no tienen cabida en el psicoanálisis, donde lo social, sin desapare-
cer completamente como categoría de pensamiento, no es un concepto. Freud
dice al comienzo de Psicología de las masas y análisis del yo (1921) que toda
auténtica psicología es al mismo tiempo individual y colectiva, pero lo afirma
como una verdad banal. Sucede que el dualismo individuo-sociedad es relegado
por la oposición entre parcial y total en la vida pulsional, o pulsiones sexuales
y pulsiones de autoconservación. En las pulsiones de autoconservación puede
verse un conjunto que tiende hacia la unidad individual, pero en las pulsiones
sexuales parciales, que aquí abordamos en conjunto con la materialidad de la
fantasía, encontramos algo así como una vida social a la que nos referimos como
alteridad. Ahora bien, esta alteridad en las relaciones eróticas interhumanas no es
aún la socialidad del punto de vista sociológico que Marx comparte con tantos
otros pensadores. Esa socialidad marxiana y clásica, junto al individuo, participa
de un nivel de conceptuación aún demasiado macrofísico que corresponde al de
los objetos totales en la vida pulsional en el pensamiento freudiano. Es también
el polo más biopsicológico, incorporado al objeto de conocimiento de la psico-
logía tradicional de la conciencia, como apunta Freud. La alteridad interhumana
descubierta por Freud discurre en una dialéctica de objetos parciales (partes
de cuerpo) y totales (personas) que los recombina, donde los objetos parciales
son animados y antropomorfizados. Es por esta razón que la alteridad a nivel
de las pulsiones sexuales reimplica la dimensión social de una manera presocial,
donde lo social, en su acepción más sociológica, pierde significatividad analítica
o poder explicativo. Como las pulsiones sexuales parciales actúan como agente
fragmentador contra la búsqueda de esa totalización individuada de las pulsiones
de autoconservación, podemos decir que actúan a nivel más microfísico que la
oposición complementaria individuo/sociedad en Marx.
Efectivamente, hay un economicismo: una determinación de la esencia
del hombre como ser que trabaja y produce valor (abstracto y social). Una
comprensible fascinación teórica con la materialidad sublime de la gelatina de
trabajo humano conlleva la esencialización del hombre como ser de trabajo.
Esto es lo que Foucault llamará la antropología hegeliana del trabajo. Pero esta
objetividad fantasmagórica oculta un estado de guerra que en algún momento
no fue subterráneo: el de las luchas históricas por imponerse unos a otros, por
valorar, no solo uno u otro trabajo—momento donde aún no hay acuerdo po-
sible sobre la medida del trabajo simple—, sino una u otra cosa, unas u otras
acciones, unos u otros valores. El pensamiento de Marx sobre el trabajo asb-
tracto y simple corre el riesgo de congelar la historia incandescente de la lucha

Comisión Sectorial de Investigación Científica 83


por los valores en la armonía del signo atribuible al programa de la «ciencia
semiológica», aunque Foucault concede que se trata más bien del marxismo
vulgar institucionalizado posterior a Marx. «Una hermenéutica que se repliega
sobre una semiología cree en la existencia absoluta de los signos: abandona la
violencia, lo inacabado, lo infinito de las interpretaciones, para hacer reinar el
terror del indicio, y recelar el lenguaje. Reconocemos aquí el marxismo des-
pués de Marx» (Foucault, s.f. [1967], p. 48).
No obstante toda esta evidencia, para el Foucault de Nietzsche, Freud,
Marx es posible reivindicar un Marx no economicista. Lejos de las comarcas
del análisis de la mercancía y de la producción, tomando por objeto de análisis
central al fenómeno político y sus representaciones en un escenario concreto,
un texto como El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1852) da cuenta de
un materialismo histórico que reconoce la autonomía de lo político frente a una
reducción economicista. En la discusión que siguió a la presentación de Foucault
en el Coloquio, Gianni Vattimo, que estaba entre los asistentes, le pregunta al
filósofo francés si no hay un límite a la interpretación abierta en Marx dado el
predominio postulado de la base económica sobre la superestructura. Foucault
reconoce este finalismo de Marx en los textos de economía51. «Pero piense en El
XVIII Brumario, por ejemplo: Marx no presenta jamás su interpretación como
la interpretación final. Sabe bien, y lo dice, que se podría interpretar a un nivel
más profundo, o a un nivel más general, y que no hay explicación que se sitúe a
ras del suelo» (Foucault, s.f. [1967], p. 54).
Es cierto que un escrito como El dieciocho Brumario problematiza la di-
mensión superestructural de las representaciones o su carácter hermenéutico,
así como la autonomía relativa de los imaginarios que pueblan los contenidos
de conciencia, lo que habría desembocado con el golpe de Estado de un «per-
sonaje grotesco y mediocre» tras los sucesos revolucionarios de la coyuntura
política francesa de 1848-1952. De la misma manera, Horacio Tarcus (2015,
p. 29). nos dice que el enigma del triunfo del bonapartismo en 1851 lo explica
Marx «en la significación social de los imaginarios colectivos, en la inercia de
la memoria, en el peso de los muertos obsesionando al espíritu de los vivos» Es
verdad que la cuestión superestructural y política de la conciencia de clases ha
sido tratada por Marx predominantemente en términos objetivo-económicos
por pertenencia a determinada facción de las relaciones sociales de producción,
pero El dieciocho Brumario nos muestra un Marx mucho más cuidadoso y
crítico con respecto a la capacidad de convertir la conciencia de clase en un
objeto positivo, una posición que contraste con el optimismo político y cognos-
citivo del Manifiesto. George Gurvitch, en El concepto de clases sociales (1967),
su clásico estudio sobre el problema de la conciencia de clase, apunta que el

51 10 años más tarde, en el curso «Defender la sociedad» (1975-76), el economicismo marxiano


será el blanco de ataque de Foucault por bloquear una concepción del poder de tipo
nietzscheana, más ligada a las posiciones de estrategia y guerra. Ya nos referimos a algo de este
bloqueo economicista y abstracto con el concepto de trabajo social indistinto (cnf. supra).

84 Universidad de la República
problema sociológico y político de la conciencia de clase que Marx se esforzaba
en determinar objetivamente es uno de los mayores lastres teóricos del marxis-
mo. No obstante, si retornamos a la teoría económica de Marx, hay que admitir
que allí falta un análisis hermenéutico de los valores de uso y que entre la crítica
de la economía política del último Marx y El dieciocho Brumario se abre una
brecha no colmada. Al relegar el análisis de los valores de uso, Marx no analiza
las necesidades, deseos o placeres de los individuos.
Análogamente a Marx, Freud tiene una teoría económica de la producción y
circulación o intercambio de la energía psíquica. Pero el punto de vista económi-
co de la metapsicología es solo la base epistemológica de su materialismo energé-
tico necesariamente suplementado por una compleja hermenéutica del síntoma,
perteneciendo esta tarea interpretativa al dominio de la clínica mucho más que
al de la metapsicología. La libido tiene tanto una dimensión energético-abstracta
como una dimensión cualitativa, representacional y hermenéutica; tiene tanto
una plasticidad potencialmente productiva como una endemoniada viscosidad
que se adhiere molestamente a relaciones de objeto prohibidas (pregenitales,
también incestuosas) por los ideales culturales, resistente obstinadamente a la
productividad adaptativa que exige el aplazamiento de la satisfacción sexual que
el psiquismo busca por las vías más cortas, de acuerdo a la economía del pro-
ceso primario.52 En otras palabras, Freud no solo tiene una teoría del valor y el
valor de cambio que encuentra su expresión en la plasticidad de la libido, sino
que también tiene una teoría del valor de uso de esas representaciones que son
los síntomas del sujeto, formaciones de compromiso entre el represor y lo repri-
mido que proporcionan un insistente, oculto y enigmático placer (goce). Estos
placeres enigmáticos en su sentido y persistentes en la compulsión de repetición
se expresan en la viscosidad de la libido.
Entendemos que el afuera espectral de Marx es más exterior por referirse
a relaciones sociales (fetichizadas como relaciones entre mercancías) más direc-
tamente que el psicoanálisis (centrado en relaciones familiares fantasmáticas),
pero al mismo tiempo el problema hermenéutico de la multivocidad de las re-
presentaciones autónomas tiene menos alcance en Marx que en la teorización
psicoanalítica. Marx muestra una vía de acceso a la naturaleza espectral de las
representaciones con el fetichismo de la mercancía, pero Freud otorga una pro-
fundidad mucho mayor a esa objetividad aparente, a esa naturaleza espectral,
con su teoría de la fantasía y la sexualidad, atendiendo al placer que se contor-
siona sobre sí mismo al enmascararse en el malcuidado de los síntomas y en los
signos de la vida cotidiana.

52 Véase Venturini (2016).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 85


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Comisión Sectorial de Investigación Científica 87


Freud acalla las imágenes

Carlos Arévalo
La relación de Foucault con el psicoanálisis está presente desde sus primeros
escritos. No diríamos que fue una relación de diálogo, pues cada uno prosigue
sus avatares, pero sí de resonancias. Es en distintos momentos de su obra que
Foucault dice algo en relación con el psicoanálisis; sería un trabajo inmenso ver
cada momento y los distintos aspectos a los que alude. Puntualmente un tema
que Foucault va a abordar en distintas partes de su recorrido, desde sus comien-
zos hasta sus últimos cursos, de diversas maneras y dimensiones, es el tema de
los sueños. Cada vez, de algún modo, sea en forma explícita o al sesgo, interpela
al psicoanálisis, genera interrogantes y cuestiona puntos, todo lo cual supone
hacernos trabajar a los que investigamos en el campo freudiano.
En 1954 Foucault publica su primer libro: Enfermedad mental y persona-
lidad, y el mismo año publica también su larga introducción a la traducción al
francés de Le Rêve et l’ Existence (Foucault, 1954), El sueño y la existencia, de
Binswanger (1930). El tema de los sueños concernía a Binswanger. En julio de
1927, en Lucerne, dio cuatro conferencias que luego conformaron un libro que
se llamó Cambios en la concepción e interpretación de los sueños desde los griegos
hasta el presente. Binswanger estaba muy en contacto con los primeros represen-
tantes del movimiento psicoanalítico, sobre todo con Carl Gustav Jung; ambos
trabajaban con Eugen Bleuler. La traducción de El sueño y la existencia al fran-
cés estuvo a cargo de Jacqueline Verdeaux, amiga de Foucault, quien lo pone en
contacto con la obra de Binswanger, obra que, en esos momentos, hace que la
psiquiatría existencial pase a ser de claro interés para él. En esta traducción está
el escrito crítico a modo de introducción de Foucault, al estilo Foucault. Modo
que él mismo describe como «escribir al margen» (Foucault, 1954, p. 68). En
esta escritura al margen realiza sus primeras críticas al psicoanálisis, de la mano
de Husserl y Sartre, principalmente cuestionando el trato que Freud da a las
imágenes en su libro La interpretación de los sueños (Die Traurndeutung). En
dicha escritura nos vamos a detener.
Es una introducción muy densa, en la que aborda distintos temas y puntualiza
varios aspectos. Algunos lo acompañarán en todo su recorrido teórico, tomando
distintos giros según las teorizaciones en las que se encontraba trabajando.
Comienza su texto destacando cómo Binswanger centra su investigación en
el «hecho» humano, entendido como:
el contenido real de una existencia que se vive y se siente, se reconoce o se
pierde en un mundo que es a la vez la plenitud de su proyecto y el «elemento»
de su situación. La antropología puede designarse entonces como «ciencia de
los hechos» desde el momento en que desarrolla de modo riguroso el contenido
existencial de la presencia en el mundo. (Foucault, 1954, p. 66).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 89


Deja planteado que entiende la antropología «como ciencia de los hechos»,
y es esta su apuesta en la lectura de Binswanger. Cabe recordar que en una carta
del 27 de abril de 1954, Foucault le escribe a Binswanger: «Es en este espíritu
que me he permitido esbozar una antropología de la imaginación que parecía
implícito en el texto» (correspondencia, 1954, s.d). Para Foucault «la existencia
en este modo del ser del sueño en el que se anuncia de manera significativa»
(Foucault, 1954, p. 68), es arriesgada en tanto el sueño es entendido como uno
de los modos menos insertos en el mundo.
Puntualiza como lo más interesante del libro la gran importancia que se le
otorga al análisis orientando hacia las formas fundamentales de la existencia en
lo onírico. Dice:
[…] el análisis del sueño no acaba en el nivel de la hermenéutica de los signos;
sino que, a partir de una interpretación exterior que aún es del orden del des-
ciframiento, puede, sin tener que esconderse en una filosofía, alcanzar la com-
prensión de las estructuras existenciales. El sentido del sueño se despliega de
manera continua de la cifra de la apariencia a las modalidades de la existencia.
Por otro lado, este privilegio de la experiencia onírica implica, de modo toda-
vía silencioso en este libro, toda una antropología de la imaginación; exige una
nueva definición de las relaciones del sentido y el símbolo, de la imagen y la
expresión; en una palabra, una nueva manera de concebir cómo se manifiestan
las significaciones. (Foucault, 1954, p. 68).
Es importante cómo va construyendo la crítica hacia Freud. En principio
ubica al psicoanálisis como una hermenéutica de los signos. Este pasaje de la
cifra de la apariencia a las modalidades de existencia exige repensar ¿cómo se
manifiestan las significaciones?, ¿cómo se producen en los sueños? y ¿adónde
apunta la lectura de un sueño?, ¿qué relación hay entre sentido y símbolo, y entre
imagen y expresión?
Foucault entiende la coincidencia de la aparición de La interpretación de
los sueños, de Freud e Investigaciones lógicas, de Husserl, como un «doble es-
fuerzo del hombre para captar sus significaciones y captarse a sí mismo en su
significación.»(Foucault, 1954, p. 69). El trabajo de Foucault es cuestionar
cómo se producen las significaciones. Destaca de Freud el hecho de invertir el
sueño como el sinsentido de la conciencia para proponerlo como el sentido del
inconsciente; no es una inversión, es un giro afirmativo. Podríamos decir más:
Freud inaugura una nueva manera de decir de los sueños. Le da visibilidad a
algo que estaba en el orden de lo inentendible. Implica maneras de decir y de
ver en relación con los sueños. Foucault plantea que por este giro se ha hecho
mucho, incluso demasiado, tras la constatación del inconsciente. Desde que el
psicoanálisis ubica el sentido del sueño como oculto, propone como necesario
un gran trabajo de hermenéutica. Trabajo en el que se fue configurando un modo
de vincular la significación y la imagen, que para Foucault no es de cualquier
modo. Que la preocupación sea encontrar el sentido, Freud lo hace explícito:
«[…] interpretar un sueño significa indicar su sentido […]» (Freud, 1900, p. 118).

90 Universidad de la República
Esta es su hipótesis en La interpretación de los sueños. Durante su intento por
entender el sentido de los síntomas histéricos dice: «Ello me sugirió tratar al
sueño mismo como un síntoma y aplicarle el método de interpretación elabo-
rado para los síntomas» (Freud, 1900, p. 122). Freud no escapa a la formación
histórica que le tocó vivir.
El siglo XIX, en el que surge la psiquiatría, se caracteriza por encontrar
una explicación que dé sentido a todas las manifestaciones del jardín de las
especies. El espíritu de época se hace completamente visible con el libro El
nacimiento de la clínica:
Una mirada que escucha y una mirada que habla: la experiencia clínica repre-
senta un momento de equilibrio entre la palabra y el espectáculo. Equilibrio
precario, ya que reposa sobre un formidable postulado: que todo lo visible es
enunciable y que es íntegramente visible porque es íntegramente enunciable.
(Foucault, 1963, p. 167).
En el énfasis que señala Foucault lo que empieza a dibujarse es su crítica a
la construcción del sentido en psicoanálisis, siempre referido a acontecimientos
anteriores, de regresión infantil, repetición de un pasado traumático, etc. Le re-
clama no darle al sueño otro estatuto que la palabra, sin reconocerle su realidad
de lenguaje. Darle relevancia a la palabra en la experiencia onírica descuidó su
estructura de lenguaje. Freud no supo leer lo que había de función morfológica y
sintáctica que sostiene a la palabra. Estructura que para Foucault dará cuenta de la
experiencia onírica como hecho de expresión, siguiendo la propuesta de Husserl.
Su función morfológica, el espacio en el cual se despliega, el ritmo en su
temporalidad, la imagen del sueño tiene «el mundo que lleva consigo»; Foucault
entiende que «no cuenta en absoluto cuando no son una alusión al sentido»
(Foucault, 1954, p.70). La frase «el mundo que lleva consigo», es una alusión a
Sartre, quien en su libro Lo imaginario (1940) dedica un apartado a los sueños.
Con esta resonancia comienza a circunscribir el espesor de la imagen.
[…] podría decirse, el sueño es un mundo. A decir verdad, hay tantos mundos
cuantos sueños existen, y frecuentemente como fases de sueños se den. Será
más justo decir que toda imagen de sueño aparece con su mundo propio. […]
Se trata, simplemente de una propiedad inmanente de la imagen onírica, hay
tantos ‘mundos’ como imágenes, aún en el caso de que el durmiente pasando
de una imagen a otra ‘sueñe’ que se mantiene en el mismo mundo. Convendría,
entonces, decir: en el sueño cada imagen se rodea de una atmósfera de mundo.
(Sartre, 1940, pp. 264-265).
Es con un excedente de sentido que la interpretación psicoanalítica intenta
colmar la distancia entre significación e imagen.
Sin duda la palabra tiene un lugar importantísimo en el trabajo de Freud.
En el capítulo «El trabajo del sueño» podemos encontrar ciertas dificultades
cuando articula la relación de la imagen y la palabra a partir de una comparación
de capacidades expresivas entre ambas. Dice:

Comisión Sectorial de Investigación Científica 91


La falta de esta capacidad de expresión tiene que deberse al material psíquico
con que el sueño se elabora. Una restricción semejante encontramos en las
artes figurativas, la pintura y la plástica, a diferencia de la poesía, que puede
servirse del habla; y también en ellas el fundamento de esa incapacidad está
en el material mediante cuya elaboración aspiran a expresar algo. Antes de
alcanzar el conocimiento de las leyes de expresión que las rigen, la pintura se
esforzaba todavía por compensar esa desventaja. En antiguos cuadros, de la
boca de las personas retratadas pendían rotulillos donde se leía lo que el pintor
desesperaba de figurar. (Freud, 1900, p. 318).
No podemos perder de vista que en psicoanálisis se trabaja con el relato de
un sueño, o sea, en ese punto nos sería imposible decir algo de un sueño si no fue-
ra a través de las palabras, sin dejar de reconocer cómo se imponen las imágenes
en el soñante. Es importante destacar que Foucault hace una crítica de cómo se
pasa de la imagen a la significación mediatizada por la interpretación.
Propongo formular esta diferencia del siguiente modo: donde Foucault
establece tres piezas: imagen-estructura-significación, Freud ubica imagen-
transferencia-significación. Freud dirá: «el significado escondido de los sueños
exige imperiosamente una tal transferencia.» (Freud, 1900, p. 127). Foucault
apunta, como él bien lo dirá al final de la introducción, dando un paso más allá
de Binswanger: «Pero todo esto concierne a una antropología de la expresión,
más fundamental a nuestro entender que una antropología de la imaginación».
(Foucault, 195, p. 120). No entiende cómo la fenomenología no se ha desa-
rrollado hacia una teoría de la expresión. Es en esta dirección que se apoya en
Husserl, quien plantea la importancia que tiene la noción de expresión. Le da
valor a la expresión en tanto permite acceder a las significaciones. «La fenome-
nología ha conseguido hacer hablar a las imágenes, pero no le ha dado a nadie la
posibilidad de comprender su lenguaje» (Foucault, 1954, p. 79). Entiende esto
como una de las grandes dificultades del análisis existencial, a la vez que capta la
significación que se pone en juego en el acto expresivo.
Citando a Husserl, escribe:
Los actos que están unidos con el sonido verbal, según que este sea significa-
tivo, de un modo puramente simbólico o intuitivo, sobre la base de una mera
fantasía o de una percepción realizadora, son fenomenológicamente harto di-
ferentes, para que podamos creer que el significar se desenvuelve ora en estos
actos, ora en aquellos. Habremos de dar la preferencia a una concepción que
atribuya esta función de significar a un acto siempre de la misma especie, a un
acto que esté libre de las limitaciones de la percepción (que no es rehusada con
tanta frecuencia) e incluso de la fantasía, y que tan solo se una al acto expresa-
do, cuando la expresión «exprese» en sentido propio. (Foucault, 1954, p. 76).
Según Foucault el psicoanálisis produce sus significaciones de modo sim-
bólico o intuitivo, transformándose en posibles y riesgosas; de ahí la preferencia
por la noción de expresión, término muy delimitado en Husserl, quien dedica
su primera investigación a afinar de qué se trata. Su investigación comienza con
el título «Las distinciones esenciales», donde dirá: «Todo signo es signo de algo;

92 Universidad de la República
pero no todo signo tiene una significación, un «sentido», que esté «expresado»
por el signo.»(Husserl, 1900, p. 233).
Describe dos tipos de signos: los indicativos o señalativos y los significati-
vos, en los que encontramos las expresiones. Entre distintas características de las
expresiones, Husserl destaca la «intención significativa», siendo esta el elemento
característico de la expresión en oposición al vano sonido verbal. Aquí encontra-
mos cierta dificultad, pues todo el planteo husserliano está fuertemente apoyado
en la conciencia, lo cual genera otra serie de dificultades a la hora de problema-
tizar las llamadas producciones del inconsciente.
Husserl trabaja la noción, lo que una expresión revela, que tiene varias im-
plicancias distintas. En primer lugar se refiere a las notificaciones en general,
especialmente a los actos de dar y cumplir el sentido, y por otro lado, los conte-
nidos de los actos. Dice Foucault siguiendo a Husserl:
Sin duda en los fenómenos de expresión se encuentran hasta tal punto intrin-
cados que es fácil confundirlos. Cuando una persona habla, comprendemos lo
que nos dice no solo por la captación significativa de las palabras que emplea,
y de las estructuras de las frases que construye, sino que también nos dejamos
guiar por la melodía de la voz, que aquí realiza una inflexión y tiembla, y allá
por el contrario toma esa firmeza y ese clamor por el que reconocemos la
cólera. Pero, en esta comprehensión global, las dos actitudes, por más mez-
cladas que estén, no son idénticas; son inversas y complementarias, ya que,
especialmente en el momento en el que las palabras empiezan a escapárseme,
distorsionadas por la distancia, el ruido, o la aspereza de la voz, es cuando la
inducción de los indicios tomará el relevo de la comprensión del sentido: el
tono de la voz, la elocución de las palabras, los silencios, incluso los lapsus me
guiarán para hacerme suponer que mi interlocutor está montando en cólera.
Por sí mismo, el indicio no tiene significación, y no puede adquirirla sino es
de un modo derivado, por la vía oblicua de una conciencia que lo utiliza como
señal, como referencia o como jalón. (Foucault, 1954, pp. 74-75).
Para continuar:
Una fenomenología del sueño, para ser rigurosa, no debería dejar de distinguir
entre los elementos de indicación que, para el analista, pueden designar una si-
tuación objetiva que jalonan y, por otra parte, los contenidos significativos que
constituyen, desde el interior, la experiencia onírica. (Foucault, 1954, p. 76).
Es desde la comprensión de estas distinciones del signo en Husserl que
Foucault criticará el estatuto que el psicoanálisis le da a la palabra, desconociendo
a su entender la estructura de lenguaje puesta en juego y encontrando el sentido a
partir de la palabra tomada en sí misma. Este gesto tiene implicancias particulares.
Encontramos aquí un punto que Foucault esboza como una crítica y que
años más tarde usará en sentido inverso. En sus últimos cursos analiza El libro
de la interpretación de los sueños, de Artemidoro, donde en cierto aspecto,
destaca como un valor que en la lectura de Artemidoro el sentido del sueño se
produzca a partir de lo que se dice en un sueño, y no de la lectura de lo que el
sueño oculta. Dice Foucault:

Comisión Sectorial de Investigación Científica 93


El psicoanálisis no accede sino a lo eventual. Ahí es, sin duda, donde se traba
una de las paradojas más fundamentales de la concepción freudiana de la ima-
gen. Desde el momento en el que el análisis trata de agotar todo el contenido
de la imagen en el sentido que puede esconder, el vínculo que une la imagen
con el sentido es definido siempre como un vínculo posible, eventual, contin-
gente. ¿Por qué la significación psicológica se encarna en una imagen en lugar
de mantener su sentido implícito o de traducirse en la nitidez de una formula-
ción verbal? ¿Por qué el sentido se inserta en el destino plástico de la imagen?
(Foucault, 1954, p. 71).
En este punto se anudan varios aspectos. Por un lado, claro que el psicoa-
nálisis accede a lo eventual. Es una clínica del cada vez, en cada sesión, con cada
analizante. Sin duda para mí esto es un aspecto fuerte a destacar. La imagen debe
ser tomada cada vez y en cada caso como algo singular. Por otro lado, este co-
mentario toca un punto no menor que Freud también se vio obligado a resolver
por el contexto histórico en el que se encontraba. Freud se muestra ambiguo,
enfatiza mucho lo importante de las asociaciones del soñante, o sea, qué dicen
esas imágenes para ese soñante. Pero, a su vez, pretendía que el psicoanálisis
fuera reconocido por la ciencia. Su vínculo con Bleuler a través de Jung era
fundamental, ya que Bleuler tenía un respeto ganado dentro de la psiquiatría de
la época. Las prácticas clínicas del Burghölzli de Zurich, guiadas por Bleuler,
habían arrojado algunas críticas sobre la lectura de los símbolos oníricos. El
intento era dar un valor científico a las imágenes oníricas, para lo cual se debían
comprobar en la mayor cantidad de casos posibles. Queda así enfatizada la idea
de aspiración a la posibilidad de generalización planteada anteriormente.
En el libro Soñar con Freud, de Lydia Marinelli y Andreas Mayer (Marinelli
et al. 2002), se describe cómo La interpretación de los sueños es un libro que se
reescribió durante muchos años. Se le agregaban párrafos, se reescribían partes.
Cada edición muestra el punto en el cual se encontraba la discusión teórica y sus
avatares políticos. Luego de todas las reescrituras que se fueron produciendo,
en 1925, Freud decide volver a la edición de 1899, reforzando su carácter de
documento histórico. De esta forma se produce el desplazamiento de manual de
psicoanálisis a documento histórico, dando cuenta de que es otro momento para
el psicoanálisis en esa época.
Retomemos el punto de la singularidad o no de las imágenes oníricas, pues
en este afán de pertenecer al discurso de la ciencia, por parte de Freud, se
comienza una búsqueda de recopilación de sueños. En Soñar con Freud, los
autores dicen:
En el programa para una recopilación de los sueños había dos aspectos que se
oponían a esta cuestión de la singularidad. En primer lugar, se postulaba que
los símbolos oníricos existían independientemente de los soñantes, es decir,
separados de su particular anclaje en los procesos interpretativos concretos. En
segundo lugar, se sostenía que no podía deducirse un símbolo típico a partir
de un único caso, sino tan solo si era repetido y frecuente, con apariciones en
distintos sitios. El primer aspecto orientaba la técnica interpretativa hacia el

94 Universidad de la República
movimiento pendular de la purificación (despegue del símbolo del contexto
concreto de la situación psicoanalítica o de la historia de vida del paciente) y la
reducción (explicación de los acontecimientos sobre la base de símbolos des-
contextualizados y purificados). El segundo aspecto, en cambio, conducía a un
criterio cuantitativo, que exigía la recopilación de la mayor cantidad posible
de material obtenido de manera extraclínica (de la historia de las religiones, la
antropología, el folklore, la literatura y el mito), con el objeto de demostrar la
universalidad de los símbolos típicos. (Marinelli et al., 2002, p. 80).
En 1910 se funda la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA por
sus siglas en inglés) en el congreso de Nuremberg; allí se hizo oficial, por in-
sistencia de Stekel, realizar un trabajo de recopilación de la simbología de los
sueños, para lo cual se formó una comisión que creó una revista ya no con el
objetivo de obtener el reconocimiento científico para el psicoanálisis, sino con
un fin didáctico.
A partir de esta práctica de presentación usada en las revistas, Stekel conci-
bió el plan de redactar una Interpretación de los sueños de divulgación, que po-
dría aparecer como una especie de «diccionario de símbolos oníricos» (Marinelli
et al., 2002, p. 88). Mientras Freud reelaboraba las notas antes mencionadas
para incluirlas en el apartado «Sueños típicos», de la tercera edición (1911)
de La interpretación de los sueños, Stekel publicaba su libro Die Sprsche des
Traumes [El lenguaje de los sueños], en el que no se conformaba con simples
listados. (Marinelli et al., 2002, p. 89). En 1911 Jung escribe a Freud:
Quien haya leído a Stekel, por lo general despreciará los logros en nuestro
trabajo, por no hablar de lo que hacen otros. Stekel se mete cada vez más en la
técnica de interpretaciones diletantes, algo que puedo también aquí observar
con mayor frecuencia entre mis alumnos. Se deja de lado el análisis para afir-
mar: «Esto es…» (Marinelli et al., 2002, p. 99).
Podríamos exagerar la apuesta, y de la mano del Magritte foucaultiano de-
cir «Esto no es un sueño». Este punto de «Esto es…» me parece importante, y se
puede arribar a él desde el libro Esto no es una pipa de 1973.
Este problema del simbolismo en los sueños derivó en un cambio estruc-
tural en La interpretación de los sueños. En la edición de 1914 se añade una
sección dedicada al simbolismo. Forrester dice:
El hecho de que las imágenes oníricas sean de carácter visual es un accidente
del estado del sueño (un accidente en un nivel más allá del cual podría decirse
que los propios sueños son un «accidente» del estado del sueño). Para com-
prender el elemento onírico, es necesario avanzar o retroceder de la imagen
visual al «pensamiento». Podemos llamar verbalización al medio esencial por el
que se hace esto. Todas las imágenes de los sueños deben ser traducidas a otro
medio—las palabras—para poder recobrar su significado.
Hay algo inherentemente ininteligible en las imágenes: no forman las cadenas de
significación que requiere Freud para su definición del significado. Una de las
secciones principales de La interpretación de los sueños (1900) está dedicada
a «Consideraciones sobre la representabilidad» esto es, al medio por el cual se

Comisión Sectorial de Investigación Científica 95


expresan los pensamientos oníricos en forma visual. Es como si el sueño fuera una
forma de expresión inherentemente inadecuada. Y de hecho lo es, si aceptamos
la idea de Freud de que tras la fachada de las imágenes oníricas se encuentran los
pensamientos no visuales a partir de los cuales se construye el sueño mediante los
procesos de condensación y desplazamiento. (Forrester, 1980, p. 97).
Dirá Foucault:
Así vemos como Freud está obligado a reencontrar en su mitología teórica
los temas que quedaban excluidos por el procedimiento hermenéutico de
su interpretación del sueño. Recupera la Idea de un vínculo necesario y
original entre la imagen y el sentido, y admite que la estructura de la imagen
tiene una sintaxis y una morfología irreductibles al sentido, ya que el senti-
do viene precisamente a esconderse en las formas expresivas de la imagen.
(Foucault, 1954, p. 72).
Explícitamente Freud dice algo en este tono: «lo que hoy está conectado
por vía del símbolo, en tiempos primordiales con probabilidad estuvo unido por
una identidad conceptual y lingüística. La referencia simbólica parece un resto
y marca de una identidad antigua». (Freud, 1900, pp. 357-358). Aquí vemos
como en Freud funcionó una supuesta comunidad de referencia. Al decir de
Guy Le Gaufey, el problema de la representación «que sostiene la mayoría de las
posiciones de Jones en su disputa con Jung rige en efecto lo que es permitido
llamar el orden clásico, dentro del cual Freud estuvo muy obligado a pensar el
objeto de su descubrimiento, aun cuando este orden es allí decididamente re-
fractario» (Le Gaufey, 1991, p. 204). Y en nota al pie agrega:
De allí algunas dificultades que no están atadas tanto al objeto del descu-
brimiento como a los instrumentos conceptuales con los que Freud intenta
en ese momento asirlo; el ejemplo más luminoso en este dominio es el de
la «representación inconsciente» verdadera contradicción en los términos.
(Le Gaufey, 1991, p. 204).
El camino del simbolismo es un modo de psicologizar el sueño. Foucault
dice: «Freud psicologizó el sueño, y el privilegio que le dio en el dominio de
la psicología le quita todo privilegio como forma específica de experiencia»
(Foucault, 1954, p. 81).
La noción de experiencia ha ido transformándose en el recorrido de la
obra de Foucault, de tal modo que hay por lo menos tres momentos claros y
distintos de esta noción. Un primer momento muy cercano a la fenomenología
existencial, un segundo momento relacionado con la «experiencia del afuera»
y un tercer momento en el que piensa la experiencia como forma histórica de
subjetivación. En ese primer momento, cercano a la fenomenología, la expe-
riencia consistiría en «recuperar la significación de la experiencia cotidiana
para descubrir en qué aspecto el sujeto que soy es el fundador efectivo, en sus
funciones trascendentales, de esa experiencia y sus significaciones» (Castro,
2005, p. 70). Para Foucault la importancia del sueño radica que en tanto ex-
periencia existencial permite abordar las estructuras existenciales del hombre

96 Universidad de la República
y, por consecuencia, no puede reducirse «ni a un texto significativo a desci-
frar (psicoanálisis) o a constituir (fenomenología)» (Gros, 1997, p. 20). Este
comentario de Foucault me parece muy justo, ¿cómo devolverle al sueño su
cualidad de experiencia?, ¿cómo rescatar la importancia de los sueños para el
psicoanálisis, pero no por eso psicologizarlo?
En un escrito breve de 1916 llamado «Una relación entre un símbolo y un
síntoma», Freud hace un análisis del sentido psicológico de un síntoma rela-
cionándolo con un símbolo y se pregunta si el simbolismo no tiene una causa
psicológica por más específico que sea. En el apartado «Las particularidades
psicológicas del sueño», al comienzo de La interpretación de los sueños, plan-
tea explícitamente: «Quizás podemos buscar allí una caracterización psicológica
del sueño» (Freud, 1900, p. 72). El horizonte del análisis psicológico estaba en
juego. Como parte de la formación histórica encontramos una conferencia de
Bergson llamada «El sueño» en la que habla sobre distintos aspectos que entien-
de acontecen en los sueños y da cuenta de haber leído algunos trabajos de Freud.
Por lo que transmite no leyó específicamente La interpretación de los sueños,
pero dice algo que viene al caso: «Explorar el inconsciente, trabajar en el subsue-
lo de la mente con métodos especialmente apropiados, tal será la tarea principal
de la psicología en el siglo que se abre» (Bergson, 1901, p. 120).
Esta idea aún persiste. En el espesor de las imágenes se corre el riesgo de
depositar significaciones preconcebidas que lo único que producen es tejerlas
nuevamente en la vieja trama de la interioridad, en un psicologismo a ultranza.
No podemos perder de vista que durante mucho tiempo, para Freud todo
sueño significaba la expresión de un deseo. Al menos hasta Más allá del princi-
pio de placer (Freud, 1920), el psicoanálisis freudiano no admitirá otra cosa que
el sueño como cumplimiento de deseo. A partir de ese trabajo redimensionará
el principio de placer formulado antes por Fechner. La primacía y la omnipre-
sencia de dicho principio serán cuestionadas por la compulsión a la repetición.
Los llamados «sueños traumáticos», los sueños de las neurosis de guerra, o de
las «neurosis traumáticas» ya no serán considerados por Freud como sueños de
cumplimiento de deseos. Ya no será el deseo preexistente, sino la repetición del
trauma lo que ahora reconducirá a algo ya producido en otro lugar.
Además, si interpretar un sueño significa indicar su sentido, parece bastante
sesgado tener que confirmar a priori la hipótesis de que todo sueño es un cum-
plimiento de deseo, lo que acarrea consecuencias en el modo en que se produce
su significación; esto es de lo que nos advierte Foucault.
Al finalizar su introducción, Foucault da un giro de la mano de René Chair,
donde plantea que la imagen dejaría de ser imagen de algo. Ya no designa algo,
sino que «se dirige a alguien», apareciendo como una modalidad de expresión.
Es este dirigirse a alguien que enfatiza cómo son acogidas las imágenes. No
entiendo que podamos acompañarlo en su propuesta de la antropología de la
expresión, pero sí en ese dirigirse a alguien de las imágenes.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 97


Foucault enunciará una frase muy contundente en esa introducción: «El psi-
coanálisis nunca ha logrado hacer hablar a las imágenes» (Foucault, 1954, p. 74).
Me parece productiva la pregunta sobre qué sería hacer hablar a las imágenes.
Ilumina la aporía a la cual nos puede conducir el simbolismo. Pues es en el sim-
bolismo donde Freud acalla las imágenes, las detiene y las encepa, inyectándoles
demasiado sentido.

98 Universidad de la República
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Comisión Sectorial de Investigación Científica 99


Un diálogo entre el psicoanálisis y Michel Foucault

José Assandri

¡Renuncio a todas mis funciones públicas y


privadas! ¡La vergüenza se abate sobre mí!
¡Me cubro de cenizas! ¡No sabía la fecha
del biberón!
Michel Foucault

Primera parte
Jacques Derrida afirmó que el recorrido de Michel Foucault no hubiera sido
posible sin el psicoanálisis. Tal vez sea una afirmación demasiado taxativa, pero,
por lo menos, es necesario considerar que hubo un diálogo entre Foucault y
el psicoanálisis. Se lee de modo diferente si se tiene esto en cuenta que si se lo
deja de lado. Es cierto que hay dificultades para establecer cómo se ha dado ese
diálogo entre un campo tan particular como el psicoanálisis y un autor como
Michel Foucault, no menos particular. Pero evidentemente alguien que abordó
la locura, la enfermedad, el crimen, la sexualidad, la verdad, el sujeto… no po-
día evitar referirse al psicoanálisis. Habría sido pasar de largo a una cita con la
historia. Del lado del psicoanálisis, eludir citarse con Foucault no sería más que
otro desconocimiento. La cuestión entonces es qué hacer con esas dificultades.
Algunas merecen un trato específico, otras pueden agruparse, como, por ejem-
plo, la cronología y el léxico. Ambas son clave cuando se trata de un diálogo.
Utilizar la vida de Foucault como línea del tiempo para fechar paso a paso
ese diálogo genera contratiempos. En primer lugar porque su recorrido y sus
referencias al psicoanálisis no están solo en los libros que publicó, sino también
en sus entrevistas, en sus cursos, en sus conferencias, en sus pequeños textos.
Eso hizo que solo con el paso del tiempo, después de su muerte y del cuidadoso
trabajo de establecimiento que han llevado adelante sus discípulos y amigos, han
ido emergiendo más claramente las veces y los modos en que Foucault se refirió
al psicoanálisis y lo interpeló. Eso hace que, en algunos casos, las respuestas se
ajustaron al momento en que Foucault se dirigió al psicoanálisis, y en otros, re-
cién pudieron efectuarse luego de la muerte del autor y del trabajo con su obra
que todavía hoy continúa.
Aún con estas dificultades, es de interés establecer algunos mojones de ese
diálogo, como, por ejemplo, «Theatrum philosophicum». Allí afirmó que el psi-
coanálisis deberá ser entendido como práctica metafísica. O leer en La verdad
y las formas jurídicas (Foucault, 1996), donde, como parte de un proyecto más
amplio, se propuso:

Comisión Sectorial de Investigación Científica 101


[…] estudiar la cura psicoanalítica no tanto como proceso de desvelamiento,
sino más bien como un juego estratégico entre dos personas que hablan, donde
una se calla y cuyo silencio estratégico es tan importante como el discurso»
(1996, pp. 146-147). Y, sin duda, un momento paradigmático de este diálogo
es La voluntad de saber (1976), primer tomo del proyecto de una Historia de
la sexualidad, donde afirmó de manera contundente: «Después de todo, somos
la única civilización en la que ciertos encargados reciben retribución por es-
cuchar a cada cual hacer confidencias sobre su sexo… (Foucault, 1979, p. 14).
El gran reparto que allí hizo Foucault entre scientia sexualis y ars erótica
incluyó a las «orejas de alquiler» del psicoanálisis del lado de la scientia. Y esto
cuando, por otra parte, Foucault postuló a la «confesión» de la sexualidad en el
psicoanálisis como un punto de llegada de un recorrido iniciado con la práctica
de la dirección de consciencia. Varias son las críticas que Foucault le hizo al
psicoanálisis en este libro, llegando a oponer los «arrebatos de Reich» al «confor-
mismo de Freud» (Foucault, 1979, p. 11). Pero, sobre todo, la objeción clave era
que el psicoanálisis saturó la sexualidad de deseo. Para él lo importante eran los
cuerpos y los placeres, no el sexo-deseo. De todos modos, no dejó de resaltar la
ruptura que implicó el psicoanálisis con el «gran sistema de la degeneración» y el
«honor político» (Foucault, 1979, p. 44) de enfrentarse con el fascismo, al plan-
tear la imposibilidad de controlar y administrar lo cotidiano de la sexualidad.
Y si bien el psicoanálisis desempeñó un papel diferenciador en el dispositivo
de la sexualidad, para Foucault no se los puede disociar, e incluso postuló a la
historia del dispositivo de la sexualidad como una «arqueología del psicoanálisis»
(Foucault, 1979, p. 158).
Un año después de la publicación de La voluntad de saber se produjo un
evento que fue clave: algunos miembros de la École Freudienne de Paris, toca-
dos por lo que Foucault había dicho del psicoanálisis, lo invitaron a una velada.
«El juego de Michel Foucault» fue el resultado de ese cruce, publicado más
tarde en la revista Ornicar. Las primeras palabras de Foucault en ese encuentro
fueron: «Sí, querría en primer lugar deciros que me siento verdaderamente con-
tento de estar aquí con vosotros. En cierto modo el libro lo escribí para esto»
(Foucault, 1991a, p. 127).
El sí de Foucault, su expectativa y su voluntad de diálogo que varias veces
califica como jugar un juego, se topó con un plan que los entrevistadores tenían
claro: rebatirlo. Exigieron una explicación para el pasaje del psicoanálisis de la
«episteme» y las «formaciones discursivas» de Las palabras y las cosas al psicoa-
nálisis del «dispositivo de la sexualidad» de La voluntad de saber. Sobre todo,
se les hacía difícil entender la heterogeneidad del dispositivo de la sexualidad
(discursos, instalaciones arquitectónicas, reglamentos, leyes, enunciados cientí-
ficos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas… y psicoanálisis). Foucault
respondió que se trataba de abordar una estrategia sostenida en un juego de po-
der independiente del juego de lo verdadero y lo falso. Pero, sobre todo, en esa
historia del dispositivo de la sexualidad, a los entrevistadores les resultaba difícil
de aceptar que la sexualidad no fuera un descubrimiento de Freud.

102 Universidad de la República


Michel Foucault: Bueno, diría que, en las historias ordinarias, se puede leer
que la sexualidad había sido olvidada por la medicina y, sobre todo por la psi-
quiatría, y que por fin Freud descubrió la etiología sexual de la neurosis. Ahora
bien, todo el mundo sabe que eso no es cierto, que el problema de la sexuali-
dad se hallaba inscrito en la medicina y en la psiquiatría del siglo XIX de una
manera manifiesta y masiva, y que en el fondo Freud no hizo más que tomar al
pie de la letra lo que había oído decir una tarde a Charcot: desde luego se trata
de la sexualidad. El fuerte del psicoanálisis consiste en haber desembocado en
otra cosa, en la lógica del inconsciente. Y ahí, la sexualidad deja de ser lo que
era al comienzo. (Foucault, 1991a, p. 146).
Cuestionando el cuentito que los psicoanalistas se cuentan entre ellos, lo
que para Foucault era original de Freud, estaba en La interpretación de los sue-
ños y no en Tres ensayos sobre teoría sexual. Si discutir la idea del corte supues-
tamente provocado por la sexualidad freudiana era algo problemático, situar al
psicoanálisis del lado de la confesión multiplicó los malentendidos. Para Miller,
mientras que en la confesión el sujeto sabe la verdad, en el psicoanálisis el sujeto
no sabe que sabe. Sin embargo, Foucault replicó:
Michel Foucault: […] uno de los puntos fundamentales, en la dirección de
consciencia cristiana, es que el sujeto no sabe la verdad […] no sabe lo que ocu-
rre con él. Cuando el dirigido se encuentra con su director, le dice: escuche,
me ocurre que…
Jacques-Alain Miller: El dirigido, el director, esa es exactamente la situación
analítica, en efecto… (Foucault, 1991a, p. 150).
Pero, cuando más adelante en la entrevista, Foucault afirmó que no quería
decir «que el psicoanálisis se encuentre ya en los directores de consciencia»,
Miller replicó: «Sí, sí, no lo dices. ¡Pero de cualquier modo lo dices!» (Foucault,
1991a, p. 153). Claramente se ve aquí, en este juego de réplicas, el empeño de
Miller en poner en cuestión a Foucault, al punto, que se lanzó en una extraña de-
finición del psicoanálisis. El combate de saberes continuó hasta que la entrevista
llegó a su fin, cuando en torno a los niños, las nodrizas, las madres, la alimenta-
ción y los métodos para separar a los hijos de sus madres, surgió una cuestión
que remitía a una época:
Alain Grosrichard.—Es también la época en que se inventa el biberón moderno.
Michel Foucault.—¡No sabía la fecha!
Alain Grosrichard.—1876, la traducción francesa de Manera de amamantar
a los niños cuando faltan las nodrizas, de un italiano, Baldini. Tuvo mucho
éxito…

Michel Foucault.—¡Renuncio a todas mis funciones públicas y privadas! ¡La


vergüenza se abate sobre mí! ¡Me cubro de cenizas! ¡No sabía la fecha del bibe-
rón! (Foucault, 1991a, p. 162)
La entrevista se interrumpió de manera abrupta, con la ironía de Foucault:
«¡Me cubro de cenizas!» ¿Qué entendieron los entrevistadores de esto? No

Comisión Sectorial de Investigación Científica 103


alcanzaba con lo que Foucault escribió sobre la confesión en La voluntad de
saber para comprenderlo. Es necesario recurrir, por lo menos, a los seminarios
y conferencias donde señaló la distinción entre exomologesis y exagoreusis, que
aún estaban lejos de ser enunciados, y menos aún, de ser publicados. La exo-
mologesis era el reconocimiento público del pecado a través del martirio del
cuerpo, rasgarse las vestiduras y, precisamente, cubrirse de cenizas. Foucault
usó esa teatralidad, frente a la «autoridad» de los psicoanalistas que le hacían ver
sus «errores». No se puede descartar la influencia de ese diálogo-enfrentamiento
con Ornicar en los cambios del proyecto de Foucault para una Historia de la
sexualidad. Alguna razón les asistía a los entrevistadores, había cosas que debían
ser reformuladas, cuestión que más adelante reconocería, y en varias oportu-
nidades. En La voluntad de saber había problemas que no estaban planteados
adecuadamente. Pero las cenizas con las que se cubrió el entrevistado al final
del encuentro no eran una dramatización por culpa del desconocimiento, sino la
constatación de la existencia de una densa nube que dificultaba el intercambio
entre Foucault y los psicoanalistas.
Años después de aquel juego, Miller continuó su «diálogo». En 1988, ya
muerto Foucault, hizo una presentación pública en un encuentro internacional
organizado por la Association pour le Centre Michel Foucault. El título de
la intervención fue «Michel Foucault y el psicoanálisis». Sus primeras palabras
fueron: «‘A Michel Foucault nunca le apasionó el psicoanálisis’, dice Maurice
Blanchot. Y tiene razón» (Miller, 1995, p. 67).
¿Habría que estar apasionado por el psicoanálisis para poder hablar de él?
Pero, sobre todo, ¿habría alguna pasión más adecuada que otra? ¿La crítica no
puede ser una pasión? La inquietud de Miller siguió siendo que, en La voluntad
de saber, la posición del psicoanálisis era simétrica e inversa a la que tenía en Las
palabras y las cosas. Mientras en este último el psicoanálisis regía la arqueología
de las ciencias humanas, a Miller le preocupaba que un arqueólogo del futuro
pudiera llegar a leer el libro de 1976 con el título de Muerte del psicoanálisis.
La arqueología de Foucault le resultaba una forma de liberarse del psicoanálisis,
como si se tratara de «una cosa muerta o que va a morir» (Miller, 1995, p. 68).
Incluso afirmó que ese soberbio instrumento, la arqueología, que había triunfado
con la locura, con las ciencias humanas, con la clínica y con la prisión, fracasaba y
se descomponía al abordar el psicoanálisis. Y afirmó que el «resbalón» de Foucault
«comenzó con la idea de una arqueología religiosa del psicoanálisis» (Miller, 1995,
p. 70). Y eso en un momento en que el psicoanálisis «se encuentra tal vez en su de-
clinación» (Miller, 1995, p. 68). Y aunque Miller ubicó perfectamente un cambio
de objeto en el recorrido de Foucault, en tanto los tomos II y III de la Historia
de la sexualidad ya no giraban en torno al «hablar de sexo», sino al «hablar de sí»,
tampoco en ese cambio Miller encontraba algo que fuera de recibo para él, tal
vez, porque es difícil aceptar algo distinto para aquellos que visten prêt-à-penser.
En 1988 la intervención de Miller provocó un debate con el público. Algunos
asistentes interpretaron sus palabras como acusaciones a Foucault. En respuesta,

104 Universidad de la República


Miller afirmó que las condiciones de una arqueología del psicoanálisis debían estar
entre la religión y la ciencia.
La crítica a una arqueología religiosa del psicoanálisis parece hacerse eco
de la necesidad, que hasta podría ser fechada históricamente, de separar al psi-
coanálisis de la religión. En aquellos primeros tiempos de invención del psi-
coanálisis, la potencial cercanía con la religión era problemática. ¿Hasta dónde
puede decirse que el movimiento de formalización y matematización hecho por
Lacan iba por el mismo camino de la cientificidad de Freud? En el mismo año en
que Foucault se entrevistaba con los miembros de la École freudienne de Paris,
Lacan afirmaba en su seminario «L´insu que sait de l´une-bévue s´aile à mourre»:
«El psicoanálisis, ya lo dije, lo repetí recientemente, no es una ciencia. No tiene
su estatuto de ciencia y no puede más que esperarlo, aguardarlo. Pero es un deli-
rio, es un delirio del que se espera que porte una ciencia.» (Lacan, 1977).
Lacan utilizó en ese momento los mismos significantes, ciencia y delirio,
que Freud usó para plantear el estatuto del psicoanálisis cuando abordaba los
escritos de Schreber. Pero no fueron dichos en una misma posición enunciativa,
porque no estaba en el mismo lugar. Mientras que, para Freud era tanto una
ambición como un supuesto que el psicoanálisis llegara a ser una ciencia, incluso
ciertos movimientos como subir las escaleras de la Worcester University se lo
confirmaban, para Lacan, a partir de determinado momento, la ciencia queda en
una posición de espera. Una espera que cumple una función, porque sabiendo
que nunca podrá ser alcanzado el estatuto de ciencia, al horizonte de cientifici-
dad le corresponde la tarea de hacer frontera con la religión.
Miller no supo, no pudo o no quiso saber de muchas otras formulaciones
que planteó Foucault. A pesar del tiempo transcurrido, el diálogo continuaba en
el mismo registro que 10 años atrás, desconociendo que, además de la arqueolo-
gía del saber, para Foucault también se trataba de una genealogía del poder. No
asistir al seminario «La hermenéutica del sujeto», o a las conferencias en Lovaina
«Obrar mal, decir la verdad», implicaba esperar a que sus transcripciones fueran
editadas, cosa que ocurrió mucho tiempo después. Tampoco es probable que
hubiera llegado a saber lo que Foucault dijo en una entrevista:
¿Por qué calificar de científica la práctica marxista? En Francia hay hoy algunas
personas que consideran indiscutibles dos proposiciones, ligadas entre sí por
un vínculo un poco oscuro: 1) el marxismo es una ciencia, y 2) el psicoanálisis
es una ciencia. Estas dos proposiciones me dejan pensativo. Principalmente
porque no logro tener de la ciencia una idea tan elevada. Estimo—y varios
científicos estarían de acuerdo conmigo—que no debemos hacernos de la
ciencia una idea tan exaltada, al punto de etiquetar como tal cualquier cosa tan
importante como el marxismo o tan interesante como el psicoanálisis. […] La
ciencia no es un ideal que atraviesa toda la historia y que se encarna sucesiva-
mente en la matemática, en primer término, luego en la biología, luego en el
marxismo y el psicoanálisis. Tenemos que deshacernos de todas esas nociones.
(Foucault, 2013a, p. 2809).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 105


Si el psicoanálisis ya no tenía el mismo estatuto que en Las palabras y las
cosas era necesario reconocer que las modificaciones fueron consecuencia de
una búsqueda, y que lo dicho en algún momento puede cambiar, no por ca-
pricho, sino porque su pensamiento se lo exigió. Esas modificaciones, unidas
a los desfasajes en las publicaciones, han generado desencuentros en el diálogo
entre el psicoanálisis y Foucault. Solo acoplándose a la temporalidad editorial
se puede escalonar un diálogo que se ajuste a las posibilidades de acceso a una
gran cantidad de textos y dichos, de seminarios y conferencias que circularon
públicamente mucho después de la muerte del filósofo.
Jean Allouch se ha planteado el diálogo de un modo muy distinto al de
Miller. Llegó a afirmar que podía llegar a dejar todo lo que tenía entre manos
cada vez que se publica un texto de Foucault, incluso sobre él (Allouch, 2015a,
p. 59). Desde su declaración en 1998 «la posición del psicoanálisis, digo, será
foucaultiano o el psicoanálisis no será más», pasando por El psicoanálisis ¿es
un ejercicio espiritual? Respuesta a Michel Foucault, hasta el artículo «Cuatro
lecciones propuestas al análisis por Foucault», comprenden intervenciones en las
que se pueden recuperar las resonancias de la publicación de los cuatro tomos
de Dits et écrits como un tiempo; la edición del seminario «La hermenéutica
del sujeto», como otro tiempo; el establecimiento del seminario «El coraje de la
verdad», la publicación de La gran extranjera y la entrevista con Farès Sassine,
como un tercer tiempo. Ese diálogo se efectuó de tal modo que le fue posible dar
un nuevo giro a la cuestión de la arqueología del psicoanálisis. Algo que aparece
plasmado en la invención de un esquema (Allouch, 2015b):

Título

Fuente:

106 Universidad de la República


La emergencia del psicoanálisis se podría leer de dos modos: por un lado,
desde la ciencia, que a partir del siglo XVII surgió como un producto de la di-
visión de la filosofía antigua, y por otro, desde la antigüedad misma, en una vía
directa que vincula estrechamente las antiguas escuelas filosóficas con el psicoa-
nálisis. Para algunos este esquema de doble vía atenta contra la ciencia necesaria;
a otros, ese lazo desde la filosofía antigua les resultará de una naturalidad embria-
gadora, y habrá quienes se sentirán en una situación paradojal: ni los beneficios
de la ciencia ni los de la filosofía, ni sus maleficios respectivos; sin embargo,
no es sin ellas. Evidentemente en este esquema se detectan los efectos de una
lectura de Foucault, salvo que la exclusión demasiado radical del cristianismo
merece ser señalada como un déficit. En la medida en que Foucault, luego de
La voluntad de saber, dedicó mucho de su tiempo a su recorrido grecolatino,
puede perderse de vista la importancia, varias veces señalada, del cristianismo,
sobre todo de Casiano, y la obligación de decir todo. Es por eso que resulta de
interés ocuparse de otras intervenciones de Allouch, partiendo de una primera
cuestión. El título del artículo «El psicoanálisis será foucaultiano o no será», don-
de pueden leerse las formas de la provocadora afirmación de André Breton «la
belleza será estercolaria o no será», tuvo una primera versión. El 13 de enero de
1998 Allouch situaba el problema actual del psicoanálisis; al mismo tiempo se
situaba dentro del problema con esta otra fórmula: «la posición del psicoanálisis,
digo, será foucaultiana o el psicoanálisis no será más.» (Allouch, 1998, p. 169).
El tiempo y los lectores erosionaron la «posición» y el «digo», de modo que se
volvió una consigna en la que se borró la implicación de quien enunciaba situado
en un momento particular. En ese tiempo, el de una reformulación del psicoa-
nálisis como una erotología de pasaje, se proponía una práctica que no buscara
la verdad de la erótica, sino la erótica de la verdad. Aceptar las críticas a lo que
Foucault llamó el «sexo rey» no implica volverse ingenuamente foucaultiano.
Casi a contrapelo de esa consigna, un tiempo después, Allouch continuaba su
diálogo en el artículo «Cuatro lecciones propuestas al análisis por Foucault»:
La primera lección es un cruzamiento, se dirige a la discursividad. La segunda,
un desplazamiento, interroga el deseo considerado como sublevación. La ter-
cera es una oposición, sitúa la libre asociación por contraste con la parrhêsia.
La cuarta es una invitación, vincula, en pleno acuerdo con Lacan, lenguaje y
locura. (Allouch, 2015a, p. 59).
Que un cruce, un desplazamiento y una invitación tengan valor de lección
como puede tenerlo una oposición es un desafío para que cada lector se aplique
a una lectura y no se ciegue en la repetición. Aunque lecciones de distinto tipo,
son lecciones. Cabe aquí preguntarse ¿hasta dónde en esa variedad de lecciones
están presentes como efectos de los contratiempos generados por la cronología
de las publicaciones? Que las conferencias «Obrar mal, decir la verdad hayan
sido publicadas más de 10 años después que el seminario «La hermenéutica del
sujeto», cuando tuvieron lugar un año antes, por lo menos perturba algunas de
las lecciones que se podrían recoger teniendo ambos libros en el escritorio. A

Comisión Sectorial de Investigación Científica 107


pesar de la voluntad de diálogo, no siempre las palabras del interlocutor han po-
dido ser escuchadas. Y no por sordera, sino porque no han llegado a su destino
público en el momento necesario.
*
No solamente la cronología de las publicaciones provoca dificultades en un diá-
logo con Foucault, sino también, como fue señalado más arriba, el léxico importa.
Sexualidad: En la entrevista «El juego de Michel Foucault», el filósofo afir-
mó que se tiene sexualidad desde el siglo XVIII y desde el siglo XIX se tiene
sexo, antes se tenía carne. Al principio, sexualidad no se aplicaba al sexo, sino
al cuerpo, a los órganos sexuales, a los placeres, a las relaciones de alianza. Ese
conjunto heterogéneo, tomado por el dispositivo de la sexualidad, fue interpre-
tado exclusivamente en clave de sexo. Y es a esa sexualidad que Foucault opone
una «desexualización». Un discípulo y lector de Foucault, David Halperin, aclaró
algunos conceptos:
La noción de «desexualización» es clave para Foucault y ha sido muy mal
comprendida. Cuando habla de desexualización, está usando la palabra francesa
sexe en el sentido de órgano sexual. Lo que entiende por «desexualización del
placer» en el s/m no es la separación, en la práctica, del placer de todos los actos
que se consideran de naturaleza sexual (incluso si destruye su absoluta depen-
dencia de la relación sexual entendida en un sentido limitado), sino la separación
del placer sexual de la especificidad genital, de su localización en los genitales.
(Halperin, 2000).
Solo desde esta clave de lectura puede leerse una afirmación como la si-
guiente: «La idea de que el placer físico siempre proviene del placer sexual y
que el placer sexual es la base de todos los placeres posibles considero que es
verdaderamente falsa.» (Foucault, 2009a, p. 420).
Uno de los objetivos de Foucault fue cuestionar la sexualidad centrada en
la genitalidad y en la masculinidad. Su abordaje no trató ni la fisiología del cuer-
po ni el estudio del comportamiento sexual, sino que se podría definir como
una «prolongación de una analítica del poder», en su relación con los «discursos
de ‘veridicción’» (Revel, 2009, pp. 126-127). El recorrido por los griegos lo
condujo a postular una sexualidad que ya no es solo saber o poder, sino que
implica formas de subjetividad. Con los griegos abordó eso que se llamó «se-
xualidad» a través de la relación con el cuerpo, con la esposa, con las mujeres
y con los muchachos, cada una de esas relaciones en función de una sustancia
ética llamada aphrodisia, que era particular de una época. En El uso de los
placeres (Foucault, 1984) se hace claro que se trata de experiencias, de ethos,
y la llamada «sexualidad» es parte de las técnicas de sí. Pero, aunque Foucault
haga un recorrido histórico, siempre tuvo presente el horizonte de su tiempo,
y en este, la importancia del placer. Es por eso que insiste en la importancia de
la invención de nuevas formas de placer, como las generadas por las prácticas
sadomasoquistas (s/m). En ellas se muestra cómo se puede producir «placer a
partir de objetos muy extraños, utilizando ciertas partes inusitadas de nuestro

108 Universidad de la República


cuerpo en situaciones muy inhabituales, etc.» (Foucault, 2009a, p. 419). Las
prácticas s/m tienen en común con otras prácticas, como el fist-fucking, no
solo el dejar de lado los genitales en el sentido limitado, sino el no tener como
finalidad el orgasmo, incluso que el orgasmo pueda sobrevenir sin participación
de los genitales. Las prácticas contemporáneas s/m no eran para él una «puesta
al día o el descubrimiento de tendencias sadomasoquistas profundamente sote-
rradas en nuestro inconsciente» (Foucault, 2009a, p. 419), sino que debían ser
tomadas como parte de nuevas tecnologías de sí.
Cada vez que en Foucault aparece «sexualidad», el lector deberá tomar nota
de las dificultades que acarrea esa palabra. Si bien en algunos momentos se pre-
senta en Foucault—estrechamente relacionada con la genitalidad—oponiéndose
a esa reducción a un sexo-rey, y en franca lucha contra cierta idea de masculi-
nidad, en otros momentos se podrá encontrar que «el sexo existe y representa
el noventa por ciento de las preocupaciones de la gente durante la gran parte
de las horas de vigilia.» (Foucault, 2012b, p. 132). En esa rara contradicción,
además de tomar en cuenta esa tensión entre sexualidad y genitalidad, conviene
considerar que Foucault llegó a afirmar que no había una palabra en francés, «y
no sé si la hay en otras lenguas, una palabra que designe con exactitud el tema
del que querría hablar.» (Foucault, 2012a, p. 43) En su recorrido, a Foucault se
le reveló que la palabra sexualidad era insuficiente para el objeto que delimitaba,
pero no por eso dejó de utilizarla, con lo cual, por momentos se pierde de vista
cuál era su objeto, al mismo tiempo que no siempre se tiene en cuenta que, en
el psicoanálisis, la sexualidad es algo mucho más amplio que la mera genitalidad.
Confesión: Desde la Historia de la locura, en la época clásica la confesión
está presente en el recorrido de Foucault como «una objetivación forzada de los
sujetos a partir de su propia palabra, parte de un poder que los obliga a hacerlo
y se adueña de ellos» (Revel, 2009, p. 37). Se trata primero de la psiquiatría y
más adelante de la justicia, para llegar en 1976 a que «De manera general, la
confesión consiste en el discurso del sujeto sobre sí mismo, en una situación de
poder en la que está dominado, apremiado, pero que modifica por medio de
dicha confesión.» (Revel, 2009, p. 38).
Ese convite a la verdad es también la confesión como examen de conscien-
cia, tanto en la pastoral cristiana como en el psicoanálisis. Hacer una historia
de la confesión, de las diferentes formas que adquirió a lo largo de los tiempos,
revela el pasaje del registro administrativo al control. Pero ya en los 80, para
Foucault, la confesión dejó de estar exclusivamente anudada al pecado y la cul-
pa, a la administración y el control, para formar parte de los dispositivos de ve-
ridicción. Foucault recurre al término aleturgia, de alétheia, verdad, y vinculada
con la liturgia como ritual. Con la verdad se trata de «rituales de verdad»:
Podríamos llamar aleturgia al conjunto de los procedimientos posibles, verbales
o no, por los cuales se saca a la luz lo que se postula como verdadero en oposi-
ción a lo falso, lo oculto, lo indecible, lo imprevisible, el olvido, y decir que no
hay ejercicio de poder sin algo parecido a una aleturgia. (Foucault, 2014a, p. 24).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 109


En esta perspectiva distingue la exomologesis y la exagoreusis; esta última
es la «discursivización de sí mismo» (Foucault, 2014a, p. 350), práctica que llega
de los griegos a las instituciones monásticas de los siglos IV y V:
Insistí en esta práctica de la exagoreusis porque me parece que con ella la confe-
sión entra en la historia de la cultura occidental como una dimensión importante
y polivalente, cuyos efectos, secuelas, consecuencias, encontraremos en una serie
de ámbitos: religioso, filosófico, jurídico, etc. (Foucault, 2014b, p. 179).
Una vuelta hacia atrás, más precisamente a La voluntad de saber, revela que
ya allí había un problema que, para los lectores en lengua española, tiene una re-
levancia aún mayor. El español tiene solo una palabra: confesión, para decir lo que
en francés se puede decir de dos maneras: confession, término que viene del latín
religioso y que refiere particularmente a la confesión cristiana como sacramento;
y aveu, que, si bien puede utilizarse en el mismo sentido que confession, tiene
como raíz advocare, que antiguamente significaba reconocer a alguien como se-
ñor. Foucault señala la evolución de aveu: desde la «garantía de estatus, de identi-
dad y de valor acordado a alguien por otro, se pasa a la aveu, reconocimiento por
alguno de sus propias acciones o pensamientos.» El traductor al español de La
voluntad de saber restringe el segundo significado a «reconocer ciertos hechos
más o menos penosos de revelar» (Foucault, 1979, p. 74). Pero importa captar
esa cuestión del reconocimiento que porta el término aveu. Porque, además de
la confesión, puede significar testimonio, declaración (por ejemplo, de amor) o
revelación. En lengua española, que el psicoanálisis sea calificado de confesión,
lo coloca más del lado religioso y jurídico, desconociendo, por un lado, las va-
riaciones que puede tener el término en francés, y por otro, los desarrollos que
Foucault hizo sobre el tema, entre ellos, la evolución que este dispositivo tuvo en
el propio cristianismo, sobre todo teniendo en cuenta la exagoreusis.
Pero también en los 80, para Foucault se hizo imprescindible distinguir más
claramente la confesión que tiene como centro el pecado y la culpa, de aquella
que implica para el sujeto construir su subjetividad en libertad. Los hypomne-
mata son un ejemplo de esa otra faceta de la confesión. En la antigüedad eran
cuadernos donde se escribían los propios pensamientos, frases, ideas, leídas o
escuchadas, como un modo de constituirse a sí mismos. Los hypomnemata:
Formaban también una materia prima para la redacción de tratados más sis-
temáticos donde se proponían los argumentos y medios para luchar contra
determinado defecto (como la ira, la envidia, el charlatanismo, la adulación) o
para superar determinada circunstancia difícil (un duelo, un exilio, la ruina, la
desgracia). (Foucault, 1989, p. 178).
La «confesión», en Foucault, importa leerla teniendo en cuenta la problemáti-
ca de la traducción, pero también sabiendo que no es un término estático, sino
que tuvo modificaciones, y que si bien parte de la objetivación forzada, pasa
por el control religioso, vía aleturgia, llega a formar parte de distintas tecno-
logías de sí, donde no está excluido el conocerse a sí mismo como un camino
hacia una liberación (Foucault, 2012b, pp. 135-136).

110 Universidad de la República


Tecnologías de sí: ¿Sería el psicoanálisis una tecnología de sí? Una pregunta
cuya insistencia no necesariamente asegura una respuesta, porque tanto tecnolo-
gía como sí son problemáticos para el psicoanálisis. Es necesario ubicar, entre
las críticas de Foucault sobre este punto, lo que formuló bajo el nombre de
«función psi». Es decir, ese dispositivo disciplinario no solo incluiría a la psi-
quiatría y la psicopatología, sino también al psicoanálisis (Foucault, 2005). Y
dentro de eso, ¿hasta dónde el psicoanálisis podría ser una técnica? Es cierto que
Freud escribió sobre «técnica psicoanalítica», incluso, y también planteó que las
fobias o las histerias podían ser técnicas para tratar la angustia (Freud, 1993, p.
148). Sin embargo, se podría decir que el psicoanálisis constituye más bien un
método, es decir un camino del que no se conoce previamente el fin, como en el
caso de una técnica o una tecnología. ¿Y la psiquis? Algo que pueden tener en
común el psicoanálisis con la psicopatología y la psiquiatría es la psiquis. ¿Cuál
sería su materia? Una psiquis es algo demasiado reducido; de hecho, el cuerpo,
el lenguaje, lo imaginario, lo real no quedan fuera. ¿El inconsciente podría ser
objeto de una tecnología? El dispositivo analítico hace posible que algo de eso
tan evanescente pueda ser atrapado, pero ¿hasta dónde puede ser producido? El
sujeto en juego en el psicoanálisis, ¿de qué sería producto? Alguien que sin duda
acusó recibo de esas críticas fue precisamente Allouch (2007), y su respuesta
fue sustituir «psico» por «spy», por la espiritualidad, tomando nota de que, ade-
más, ya hacía tiempo que algunos habían señalado la inadecuación de la psiquis.
Por lo menos vale la pena acercarse a una de las formas que Foucault le dio
a las «tecnologías de sí» como para atisbar si allí puede haber algo novedoso para
el psicoanálisis:
[…] técnicas que permiten a los individuos efectuar, por sí solos [o con la ayuda
de otras personas], una serie de operaciones sobre sus propios cuerpos, sus
propias almas, sus propios pensamientos, su propia conducta, y hacerlo de ma-
nera tal de transformarse, modificarse y alcanzar cierto estado de perfección,
de felicidad, de pureza, de poder sobrenatural, etc. Llamemos a esta clase de
técnicas «técnicas» o «tecnologías de sí». (Foucault, 2016, pp. 44-45).
Foucault afirmó que, en la antigüedad, ese sí, era un «sí gnómico». De ese
modo se «designa la unidad de la voluntad y el conocimiento» (2016, pp. 55-
56), y que «la verdad aparece en toda su fuerza y se incrusta en el alma de la
gente». En esa perspectiva se trataba de la necesidad de decir la verdad al sujeto,
y era al maestro a quién le correspondía esa función. Será necesario recorrer
un largo camino para que se produzca la emergencia de un sí más cercano al
que conocemos (Foucault, 2016). No había en la antigüedad ni observación de
sí ni examen de sí ni interpretación de sí. Con el cristianismo se produce una
tecnología más compleja, en la que el rol de la interpretación parte del «trabajo
de una verbalización continua de los más imperceptibles movimientos del pen-
samiento: tal es la razón por la cual podríamos decir que el sí mismo cristiano
que está ligado a esta técnica es un sí mismo gnoseológico» (Foucault, 2016, p.
92). Este «sí gnoseológico», a partir de la tradición monástica, implicó un cambio

Comisión Sectorial de Investigación Científica 111


fundamental: es a partir del desciframiento del sí que es posible su conocimien-
to. Pero en este tiempo, ese conocimiento, estaba orientado claramente por un
precepto: el sacrificio de sí. Pero, ¿qué quiere decir «sí»?, ¿de qué sustancia está
hecho? Aquí es posible invocar lo que dijo en La hermenéutica del sujeto:
[…] hay que ir hacia el sí como si se va hacia una meta. […]. Ir hacia el sí es al
mismo tiempo un retorno a sí: como se vuelve a un puerto o como un ejército
reconquista la ciudad y la fortaleza que la protege. Hay aquí, además, toda
una serie de metáforas sobre el sí fortaleza—el sí puerto en el que finalmente
encontramos refugio, etcétera—que muestran con claridad que el movimiento
por el cual nos dirigimos hacia el sí es al mismo tiempo un movimiento por el
cual volvemos a él. […] ¿El sí es el punto al cual se vuelve a través de un extenso
circuito de la ascesis y práctica filosófica? ¿Es un objeto que siempre conserva-
mos ante nuestros ojos y que alcanzamos mediante un movimiento que solo la
sabiduría podrá finalmente dar? (Foucault, 2002a, p. 180).
Séneca y Epicteto eran los textos que estudiaba Foucault en ese tiempo,
febrero de 1982. Es necesario apuntar aquí un problema de traducción. En el
fragmento, donde se lee «sí», en francés se lee soi. El traductor del seminario, in-
tempestivamente tradujo por «yo». Pero no es esta la única vez que se presenta este
problema. Un poco después, en abril del mismo año, en Vermont, Foucault dictó
un seminario cuyo título fue «Technologies of the self». Fue traducido al español
como «Tecnologías del yo» (Foucault, 1990). No parece apropiado traducir self
por «yo», del mismo modo que tampoco es adecuado traducir soi por «yo». La in-
conveniente aparición del yo llama la atención. No solo porque debería traducirse
de otro modo, sino porque el sí, como pronombre reflexivo, podría estar marcando
una relación tercera consigo mismo, mientras que un yo debería hacer múltiples
contorsiones para aprehenderse a yo mismo. Quedarse con la idea de que se trata
de un error en la traducción sería reducir las cosas. Si tomamos la traducción como
una prueba a la que se somete un texto o un asunto, al hacer pasar «yo» por self o
por soi, quien traduce, muestra que está tomado por una tecnología en la que el
sí se nombra «yo». La traducción entonces muestra la marca de un cierto tipo de
discursividad. Un debate que siguió a su conferencia en Berkeley, «El cultivo de
sí», de abril de 1983, puede aclarar un poco más las cosas:
El sí no es otra cosa que la relación a sí. El sí es una relación. El sí no tiene rea-
lidad, no es una cosa estructurada que está dada al comienzo. Es una relación
a sí. Creo que es imposible dar del sí otra definición que esta relación y este
conjunto de relaciones. (Foucault, 2015, p. 117).
Sin una definición a priori de sí, se trata de lo que producen distintas tec-
nologías. Y si distintas tecnologías llegan a producir diferentes síes, también se
puede entender que esa entrada en juego de la tecnología tenga entre sus alcan-
ces arruinar la ontología. No hay un sí inmutable, trascendente, ni un yo consti-
tuido más allá de cualquier tipo de discurso o práctica, sino todo lo contrario, el
sí es variable y se constituye a partir de distintas prácticas y discursos.
No deja de ser interesante que, paralelamente a la invención de la palabra
psicoanálisis, Freud le escribía a Fliess sobre su selbstanalyse. Esta palabra, que

112 Universidad de la República


espantosamente se tradujo como «autoanálisis» cuando debiera traducirse como
«análisis de sí». Esto dejaría al psicoanálisis ubicado más cerca de las investiga-
ciones de Foucault. Si el «sí» es una relación, algo sin consistencia, tal vez sea
un nombre más adecuado que «psico» para nombrar eso que, a pesar de todo,
necesita ser nombrado. Sí, es posible que haya fundamentos para nombrar la
práctica que inventó Freud «análisis de sí», pero también es cierto que cualquier
propuesta que tenga como objetivo dejar caer el término psicoanálisis parece
condenada al fracaso simplemente por efecto de la tradición y la pregnancia que
el término psiquismo tiene para nosotros.
*
La lectura del seminario «La hermenéutica del sujeto» (Foucault, 2002a)
significó para Allouch una «experiencia de lectura» (Allouch, 2015b) en la que
percibió la cercanía entre el ejercicio del psicoanálisis y el cuidado de sí en la
antigüedad. Es en su conferencia «Spycanálisis» (Allouch, 2007) que se ocupa de
establecer seis rasgos con los que ese acercamiento puede ser apreciado: dinero,
transmisión, pasar por otro, salvación, catarsis y flujo asociativo. Habrá algunos que
objeten ese acercamiento como un exceso; para otros podrá funcionar como una
confirmación de una práctica que siempre ha sido resistida; aquellos, encontrarán
que se abre un campo de trabajo que puede renovar las savias de una práctica. Me
encuentro entre estos, pero no sin algunas perplejidades, porque las referencias al
psicoanálisis en La hermenéutica del sujeto son pocas, pero, sobre todo, porque en
ese seminario Foucault habló de muchas cosas menos de hermenéutica del sujeto.
La palabra «hermenéutica», a pesar de estar en el título, aparece solo dos veces en
el seminario, y específicamente en el «Resumen del curso»:
En consecuencia, tenemos un conjunto de técnicas cuya meta es ligar la verdad
y el sujeto. Pero hay que comprenderlo con claridad: no se trata de descubrir
una verdad en el sujeto ni de hacer del alma un lugar donde, por un parentesco
de esencia o un derecho de origen, reside la verdad; no se trata tampoco de
hacer del alma el objeto de un discurso verdadero. Aún estamos muy lejos de
lo que sería una hermenéutica del sujeto. Se trata, por el contrario, de proveer
al sujeto de una verdad que no conocía y que no residía en él; se trata de hacer
de esta verdad aprendida, memorizada y progresivamente puesta en aplicación,
un cuasi sujeto que reina soberanamente en nosotros. (Foucault, 2002, p. 475).
«Aún estamos muy lejos de una hermenéutica del sujeto», sí, prácticamente
todo el seminario fue dedicado a la antigüedad, y aquello a lo que refiere el título
se ubica en otro tiempo histórico. Puede pasar como una simple curiosidad que
un seminario no aborde en sus clases lo que su título señala como objeto. Pero
no se trata de una simple deficiencia, sino que el comentario de Foucault revela
que había un punto situado más adelante, en un recorrido más amplio, un punto
que ya tenía claro antes del seminario, pero que no es allí donde lo aborda. En el
«Resumen», utilizando las imágenes del guardia nocturno y del verificador de las
monedas, se aproxima a la hermenéutica del sujeto. Se trata de un desciframien-
to de lo que «puede haber de concupiscencia en pensamientos aparentemente

Comisión Sectorial de Investigación Científica 113


inocentes, reconocer los que proceden de Dios y los que vienen del Seductor.»
(Foucault, 2002, p. 477). Este rasgo de la hermenéutica, el desciframiento, que
explícitamente tiene marcas religiosas, pasará a ser una clave de las llamadas
ciencias humanas y del psicoanálisis. Pero es necesario retroceder en el tiempo,
por lo menos un año atrás, hasta las conferencias «Obrar mal, decir la verdad»,
para captar que esa referencia a la hermenéutica del sujeto ya estaba anunciada
desde antes y de manera explícita:
Por medio de una serie de trabajos en que, desde luego, Freud y el psicoa-
nálisis ocupan un lugar central, la hermenéutica del sujeto se abrió a finales
del siglo XIX a un método de desciframiento muy alejado de la práctica del
examen permanente y la verbalización exhaustiva que acabo de mencionarles
con referencia a la espiritualidad cristiana. Se abrió una hermenéutica del su-
jeto, lastrada o cargada, que tenía por instrumento y por método principios
de desciframiento tanto más cercanos a los principios de un análisis de texto.
Esa hermenéutica del sujeto en forma de desciframiento de un texto debe per-
mitir arraigar los comportamientos de un sujeto en un conjunto significativo
(Foucault, 2012b, p. 242).
En este fragmento, donde se lee algo clave sobre la arqueología del psicoa-
nálisis, al mismo tiempo aparece señalada su originalidad. Es del «examen de sí
permanente», de la «verbalización exhaustiva» del cristianismo que se desprende
«un método de desciframiento muy alejado», distinto de la religión y que proce-
de al modo de la hermenéutica de textos. El psicoanálisis, para Foucault, sería
una novedosa hermenéutica del sujeto. Se puede percibir la diferencia respecto a
lo que planteaba en La voluntad de saber (Foucault, 1979), donde el parentesco
con la confesión lo colocaba mucho más cerca de un método de control. Aquí,
el «examen de sí» como descifrado, brinda una nueva entrada al psicoanálisis.
Estos planteos provocaron que, en una entrevista, a posteriori de sus charlas
en Lovaina, le preguntaran por qué los psicoanalistas rechazaban lo que él de-
cía sobre el psicoanálisis. Foucault respondió que toda disciplina debe aceptar
su historia y no evitarla, como si en ello se pusiera en riesgo «el frágil estatuto
científico de su saber». Y más aún: «Entonces, cuando los psicoanalistas se hayan
calmado en lo tocante a las historias de su práctica, tendré mucha más confianza
en la verdad de lo que dicen.» (Foucault, 2012b, pp. 278-279).
En el debate posterior a las conferencias, cuando es interrogado por el lazo
entre las instituciones monásticas y la represión freudiana, Foucault compara
la descripción que dio Freud de la censura con la metáfora del «verificador de
monedas» de Casiano. Y en contra de la idea de que Freud habría tomado de
la psiquiatría su método, Foucault postuló que había redescubierto las técnicas
cristianas de la exagoreusis. Bastante antes en el tiempo comentó que no podía
decir ni cómo ni cuándo Freud hizo ese redescubrimiento, pero agregó que tam-
poco le parecía que se hubiera apoyado en la tradición judía (Foucault, 2016).
Una hermenéutica del sujeto que toma el decir de alguien como si se tratara
de un texto que debe ser interpretado es prácticamente lo que Freud presentó
en sus libros canónicos sobre el sueño, el chiste y la psicopatología de la vida

114 Universidad de la República


cotidiana. Esa particularidad de método que hace emerger Foucault es notable,
pero el tema del poder sigue estando planteado. No solo porque el psicoanáli-
sis podría ser una hermenéutica al servicio del control y la normalización, sino
porque también sería necesario que el psicoanálisis se desembarazara de una
formulación teórica de Freud, el «esquema de la interiorización de la ley por el
sí» (Foucault, 2016, p. 46). De otro modo, el psicoanálisis se acerca mucho a las
hermenéuticas positivas de la psicología, y, sobre todo, de la psicología del niño.
Ellas están al servicio del buen funcionamiento de las instituciones, cuestión por
demás evidente cuando se trata de educar a los niños, asunto que, para Foucault,
merece ser nombrado «gobernar a los niños».
En tanto que en su seminario «La hermenéutica del sujeto», Foucault no
aborda la hermenéutica de sí cristiana, más allá de que haya alguna referencia,
podría decirse que su interpelación al psicoanálisis quedó en suspenso ese año.
Salvo que, en su recorrido grecolatino, una pequeña referencia hace emerger
otra perplejidad. En la sesión del 20 de enero de 1982, planteando la generali-
zación del cuidado de sí en los primeros siglos de nuestra era, toma de Luciano
de Samosata el diálogo Hermótimo:
Es muy divertido, hay que leerlo un poco a la manera en que vemos las pe-
lículas de Woody Allen sobre el psicoanálisis en los medios neoyorquinos:
Luciano presenta de manera parecida la relación de las personas con su maes-
tro de filosofía, y la que tienen con su propia búsqueda de la felicidad a través
de la inquietud de sí. De modo que tenemos a Hermótimo que pasea por la
calle. Desde luego, va mascullando las lecciones que aprendió con su maestro,
cuando es abordado por Licino, que le pregunta qué está haciendo; pues bien,
acaba de salir de lo de su maestro y no me acuerdo adónde va, pero no importa.
Pero ¿cuánto hace que vas a lo de tu maestro? pregunta Licino a Hermótimo,
que contesta: ya hace veinte años.—¿Cómo, desde hace veinte años le das tan-
to dinero?—Sí, claro. Le doy mucho dinero.—Pero ¿acaso no va a terminar
pronto ese aprendizaje de la filosofía, del arte de vivir, de la felicidad?—¡Ah,
sí —responde Hermótimo—, por supuesto, no falta mucho! Supongo que voy
a terminar en unos veinte años. Y como un poco más adelante Hermótimo ex-
plica que empezó a filosofar a los cuarenta años, y sabemos por otra parte que
hace veinte años que frecuenta a su maestro de filosofía, podemos deducir que
a los sesenta años se encuentra en la mitad del camino. […] Y Licino, al descu-
brir que su interlocutor Hermótimo comenzó a los cuarenta años, Licino, que
hace aquí el papel del escéptico, el personaje en torno y a partir del cual se
construye y se echa una mirada irónica sobre Hermótimo y toda esta práctica
de sí, dice: pero está muy bien, yo tengo cuarenta años, estoy exactamente en
la edad de empezar a formarme. Y se dirige a Hermótimo y le dice: sírveme de
guía y llévame de la mano. (Foucault, 2002, p. 102).
Ese señalamiento, esa «manera parecida» entre el psicoanálisis y los maestros
filósofos de la antigüedad que Foucault hace patente fue tomada por Allouch para
ejemplificar algunos de los rasgos que ambas prácticas tendrían en común. En
particular, la cuestión del dinero. Tanto en la filosofía antigua como en el psicoa-
nálisis se paga para aprender a cuidarse a sí mismo, y se paga caro. Pero, además,

Comisión Sectorial de Investigación Científica 115


Allouch señaló, siguiendo los comentarios de Foucault en el punto donde Licino
le dice a Hermótimo «Sírveme de guía y llévame de la mano», que ese gesto se po-
dría asimilar a lo que hacía el Lacan seminarista: tenderles la mano a sus alumnos
para conducirlos. En este contexto Allouch aclara que, según Foucault, habría un
mercado en el que «cada uno trata de vender su modo de vida [su propia manera
de analizar, diríamos] reclutando alumnos.» (Allouch, 2007, p. 36) . Como una úl-
tima enseñanza de Hermótimo, Allouch escribe algunos planteos sobre «la cuestión
estúpidamente llamada del análisis interminable». No hay una regla para el final de
todo análisis. Una regla sería un abuso respecto a lo que la experiencia se obstina
en desmentir. Un análisis puede durar 20 años, más 20 años, más 20 años…
Foucault volvió a comentar el diálogo Hermótimo un año más tarde, el 12
de abril de 1983, durante la conferencia «El cultivo de sí», que comenzaba de
este modo:
En un diálogo escrito a fines del siglo II después de Cristo, Luciano nos pre-
senta un cierto Hermótimo, que camina murmurando en la calle. Uno de sus
amigos, Licino, lo ve, cruza la calle y le pregunta: «¿Qué estás murmurando?»
Y la respuesta fue: «Trato de acordarme de lo que debo decirle a mi maestro».
De la conversación entre esos dos personajes, Hermótimo y Licino, sabe-
mos que Hermótimo frecuenta a su maestro desde hace 20 años, que está casi
arruinado por el costo tan elevado de sus preciosas lecciones y que Hermótimo
podría tener necesidad de 20 años más para llegar al fin de su formación. Y tam-
bién sabemos de qué se tratan esas lecciones: su maestro le enseña a Hermótimo
cómo cuidarse a sí mismo de la mejor manera posible. Estoy seguro de que
ninguno entre ustedes es un moderno Hermótimo, pero apuesto a que la mayor
parte de ustedes se han encontrado con al menos una de esas personas que, en
nuestros días, frecuentan regularmente ese género de maestro que toman su di-
nero para enseñarles cómo cuidar de ellos mismos. Pero, muy felizmente, olvidé,
sea en francés, en inglés o en alemán, el nombre de esos maestros. En la antigüe-
dad se los llamaba «filósofos». (Foucault, 2015, p. 81).
Discípulos arruinados por sus maestros filosóficos, analizantes arruinados
por sus analistas. No fue necesaria la referencia a Woody Allen; Foucault estaba
en eua. Las risas del público confirmaron ese día que se trataba, nuevamente,
de una asimilación irónica entre el psicoanalista y el filósofo antiguo. La excusa
del olvido de los nombres de «esos maestros», en francés, en inglés o alemán,
multiplicó la ironía respecto a los modernos y famosos «maestros». Pero omitir
los nombres no impide que los medianamente informados puedan invocarlos,
y específicamente para cada una de esas nacionalidades. Un año más tarde, en
1984, Foucault vuelve a contar la historia, esta vez como parte de su libro La
inquietud de sí, en un capítulo que se titula «El cultivo de sí»:
Este empeño de los adultos en ocuparse de su alma, su celo de escolares enve-
jecidos al ir a buscar a los filósofos para que les enseñen el camino de la feli-
cidad, irritaba a Luciano, y a muchos otros como él. Se burla de Hermótimo,
al que ve por las calles farfullando las lecciones que no debe olvidar; es sin

116 Universidad de la República


embargo bastante mayor: desde hace ya veinte años, ha decidido no confundir
más su vida con la de los desdichados humanos, y estima todavía en diez años
largos el tiempo que necesita para llegar a la felicidad. Pero (lo indica él mismo
un poco más lejos) ha empezado a filosofar a los cuarenta años. Son pues los
últimos cuarenta años de su vida los que habrá dedicado a velar por sí mismo,
bajo la dirección de un maestro. Y su interlocutor, Licino, para divertirse, fin-
ge descubrir que también para él ha llegado el momento de aprender filosofía,
puesto que acaba justamente de cumplir cuarenta años: «Sírveme de báculo»,
dice a Hermótimo, y «llévame de la mano». Como dice I. Hadot a propósito
de Séneca, toda esa actividad de dirección de conciencia es la del orden de la
educación de los adultos. (Foucault, 1987, p. 49).
En este último comentario del diálogo no se lee ninguna referencia al psi-
coanálisis. El psicoanálisis aparece solamente en intervenciones orales, en un se-
minario y una conferencia, no en su libro. Un cambio del que hay que tomar nota,
porque hace notorias las diferencias de publicidad: no es lo mismo hablar para
un público que publicar un libro. Pero habida cuenta de que según las distintas
versiones, en una Licino es un testigo casual, en otra, un escéptico o un crítico
irónico, o incluso, alguien que postulándose a seguir el camino de Hermótimo,
se burla de él—y si a eso se agrega que tampoco es muy claro en los distintos re-
latos si Hermótimo iba o venía, y como comenta Foucault, que Luciano podría
haber escrito el diálogo desde la irritación—, es inevitable preguntarse ¿por qué
tantas versiones? ¿Habrá que elegir alguna o tomar esos trazos contradictorios
como una indicación de lectura? ¿Cómo este diálogo se coloca entre el psicoaná-
lisis y las escuelas filosóficas de la antigüedad? Aquí ya no se trata de un diálogo
entre el psicoanálisis y Foucault, sino que es necesario dirigirse específicamente
a Luciano de Samosata para leer de otro modo los dichos de Foucault.

Segunda parte
Al comienzo del diálogo Hermótimo se lee que es Licino, y no por casualidad,
quien se dirige a Hermótimo:
Licino: A juzgar, Hermótimo, por el libro que llevas y por el ritmo rápido de
tu paso, parece que vas a toda prisa a casa de tu maestro. Al menos ibas pen-
sando algo mientras caminabas, pues movías los labios susurrando y agitabas
la mano a un lado y otro como si estuvieras componiendo un discurso para ti
mismo, planteando alguno de esos problemas enrevesados o abordando sesu-
damente alguna cuestión típica de los sofistas; así que ni aun cuando vas andan-
do descansas, sino que estás en permanente actividad, haciendo algo práctico
que de paso pueda servirte para tus estudios.
Hermótimo: Sí, por Zeus, algo de eso hay, Licino. Estaba repasando en la
memoria cada punto que nos explicó en la sesión de ayer. Creo que no de-
bemos desperdiciar ninguna oportunidad, sabedores de que es cierto lo que
decía el (famoso) médico de Cos: breve es la vida, pero duradera la ciencia…
(Luciano, 1992, p. 25).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 117


Si Hermótimo iba o venía de lo de su maestro, si se trató de un encuentro
casual, queda aclarado desde el inicio del diálogo. Licino sabía perfectamente
quién era Hermótimo, y, además, se había propuesto encontrarlo. Con tal grado
de intencionalidad que le inventó una enfermedad al maestro de Hermótimo.
Con ese truco de la enfermedad del maestro, por la que supuestamente habría
suspendido sus enseñanzas ese día, Licino podía disponer de todo el tiempo
necesario para conversar con Hermótimo. Licino quería que le hablara de su
aprendizaje filosófico, y también se ofreció a ser un alumno, pero no precisa-
mente para burlarse:
Licino: Hermótimo, así que toma mi mano y llévame por el mismo camino que
es lo justo, creo. Y, en primer lugar, dime ¿dais a los que aprenden la posibili-
dad de replicar si les parece que no es correcto algo de lo que se dice o no les
dais opción a los más jóvenes? (Luciano, 1992, p. 35).
Llévame por el mismo camino» podría ser el nombre de la docta ratonera filo-
sófica con la que Licino atrapó a Hermótimo. La ratonera se abre con el pedi-
do de ser enseñado y se cierra con la pregunta ¿se puede replicar? Alguien que
ama el saber, un filósofo, aunque fuera discípulo y no maestro, no puede evadir
un combate de saber. Las preguntas y las réplicas del improvisado alumno ter-
minan siendo agudas críticas a la escuela estoica, aquella a la que Hermótimo
pertenecía. Pero al final del diálogo, Licino le explica a su interlocutor, que si
hubiera sido necesario también habría refutado a Platón y Aristóteles, porque
su objetivo último era rescatar a Hermótimo de su pobre vida filosófica y con-
ducirlo a la vida de un ciudadano común. Pero, ¿qué buscaba un alumno como
Hermótimo yendo periódicamente a recibir lecciones de un maestro?
Hermótimo: […] quien llegue a alcanzar la perfección en la Virtud jamás podría
ser esclavo de la ira ni del miedo, ni de las pasiones ni se apenará jamás ni expe-
rimentaría jamás sentimientos de esta índole. (Luciano, 1992, p. 31).
Semejante objetivo no mereció una crítica directa por parte de Licino. Su es-
trategia fue sembrar interrogantes alrededor de las convicciones de Hermótimo.
Licino: Pero dime: ¿hay solo un único camino que conduce a la filosofía, a
saber, el de vosotros, los estoicos? ¿O he oído bien que hay muchos otros más?
(Luciano, 1992, p. 35).
Así inicia Licino una cuidadosa mayéutica para cuestionar la elección que ha
tomado Hermótimo. Pero no sin antes informarle que Dión, el maestro de
Hermótimo, ha reclamado escandalosamente dinero a un discípulo que no le
había pagado. Y, además, en la noche anterior, en una fiesta, Dión había co-
mido y bebido en exceso. Para colmo, se había dado una discusión filosófica
en la que terminó golpeando a su contrincante, Eutidemo, porque no pudo
convencerlo de sus verdades filosóficas. De regreso a su casa, el maestro había
vomitado su desenfreno y se había echado a dormir. Ese, afirmó Licino, era
el motivo por el que Hermótimo no tendría su «sesión» filosófica. Es entonces
que le plantea la idea de que «la virtud es una especie de ciudad que tiene unos
habitantes felices», donde no hay robos, violencia, codicia… pero, ¿cómo llegar
a ella? Con este artilugio Licino induce a Hermótimo a discutir el acceso a la

118 Universidad de la República


virtud como un problema de elección: «Licino: Y lo que me plantea un gran
problema es precisamente eso, el saber que inexorablemente uno solo pueda
ser el único camino verdadero» (Luciano, 1992, p. 45).
Licino: En una palabra, afirmo que en la medida en que no está clara una opción
en el terreno de la filosofía, la mejor consiste en no hacer ninguna, pues el optar
por una supone un cierto desprecio hacia las demás. (Luciano, 1992, p. 51).
Licino: Pues entonces es de todo punto forzoso tener que vivir mucho tiem-
po si queremos hacer una buena elección luego de haberlas probado todas,
y luego de elegir dedicarnos a la filosofía y luego de dedicarnos a la filosofía,
ser felices. Antes de actuar así, estaremos, como dicen, bailando en las tinie-
blas, y lo primero que caiga en nuestras manos, eso será lo que asumiremos
que es el objeto de nuestra búsqueda, por el hecho de no conocer la verdad.
(Luciano, 1992, p. 62).
Licino: Pues yo no digo que no haya que dedicarse al estudio de la filosofía,
sino que puestos a ello son muchos los caminos que afirman llevar a la filosofía
y conducir a la Virtud, más el verdadero no se ve con claridad y es difícil hacer
una elección exacta. Pues al ser muchos los que se nos ofrecían, poco a poco
se iba poniendo de relieve la imposibilidad de optar por el mejor a no ser en el
caso de haberlos experimentado todos, experimento que en cierto modo se me
antoja de larga duración. Y tú ¿cómo piensas que sería lógico actuar? Te voy a
preguntar otra vez: a quien primero te salga al paso ¿a ése seguirás y comparti-
rás con él el estudio de la filosofía y él a su vez te recibirá como agua de mayo?
(Luciano, 1992, p. 64).
Llegar al lugar al que se quería llegar implica confiar en que el guía sabe el
camino correcto. ¿Cuánto tiempo llevaría seguir cada camino, probar cada guía,
sea Platón, Pitágoras o Aristóteles? ¿Cuáles serían los síntomas de un filósofo
verdadero? No es posible elegir por la apariencia, porque no se trata de aparien-
cias externas como si fueran estatuas, y tampoco sería lógico que los ciegos no
pudieran elegir la virtud. Y ante la premura del tiempo, ¿sería posible conocer
cada filosofía a través de fragmentos? En tren de economizar el tiempo, ¿se po-
dría demostrar que la filosofía de los estoicos es la adecuada conociendo solo una
parte? ¿Qué parte de esta filosofía permitiría conocerla? Alguien que no haya
visto nunca un león no puede saber si la garra que tiene en sus manos es de león
o de otro animal. La parte no puede hablar por el todo. Hay quienes afirman que
todo es material, unos proponen que el placer es lo que importa, mientras que,
para otros, que lo bello es lo bueno… ¿Cómo saber quién dice la verdad? Habría
que leer miles y miles de libros. Y aunque un adivino podría ser una opción,
habría que hacer demasiadas ofrendas para que la elección resultara venturosa.
Licino le propone a Hermótimo que coloque en una urna letras con los nombres
de cada una de las escuelas filosóficas, que ordene a un muchacho (¡a un joven
cuyos padres aún vivan!) «que saque la primera letra que le venga a la mano, y en
adelante dedícate a la filosofía según la doctrina que el Azar haya dictaminado»

Comisión Sectorial de Investigación Científica 119


(Luciano, 1992, p. 68). Para Licino no basta con creer que hemos encontrado
algo sólido, podemos engañarnos.
Licino: Pues, aunque fuéramos a todos los filósofos haciendo pruebas y llevá-
ramos a término esa tarea algún día, creo que ni aun así estaría claro si alguno
de ellos tiene lo que buscamos o si todos lo desconocen por igual. (Luciano,
1992, p. 74).
Frente a las dificultades de elegir la mejor filosofía, dado lo imposible que
sería recorrer todas las escuelas, ejercitarse en cada una de ellas, poner a prueba
a cada maestro frente a lo fallido que sería escoger un juez que juzgue al maestro,
ya que implicaría elegir otro árbitro para que juzgue al juez… finalmente, nunca
se podría estar seguro de descubrir la verdad. Hermótimo quedó sumido en el
espanto: «Hermótimo: ¡Ay lo que me has hecho, Licino! Me has hecho ver que mi
tesoro eran trozos de carbón y que he echado a perder tantos años y tanto trabajo
para nada. (Luciano, 1992, p. 78).
¡Para qué tantas fatigas, tanto insomnio, tantos malos ratos si el recorrido hacia
la felicidad sería tan largo que, si algún día se creyera llegar a ella, ya sería tan
viejo que estaría con un pie en la tumba! Licino lo dijo mucho mejor: «Es como
si alguien se preparara y se dispusiera para darse el mejor banquete durante
tanto tiempo que, sin darse cuenta, ya está muerto de hambre.» Los filósofos
son hombres que se pasan la mayor parte de su vida afanados en inventar dis-
cursos y silogismos y aporías inútiles… Una vez atrapado Hermótimo, Licino
redobla sus críticas: Licino: ¿En qué pones tus ojos mientras te dedicas al
estudio de la filosofía que no ves ni a tu maestro ni al de él ni a su predecesor,
ni, aunque te remontaras diez generaciones atrás, a ninguno de ellos que haya
resultado verdaderamente sabio y por ello feliz? (Luciano, 1992, p. 83).
Licino: […] admiráis al maestro, un hombre viejo que pone en apuros a sus
interlocutores y sabe cómo hay que preguntar y camelar y engatusar y meter
a uno en un callejón sin salida. Y desperdiciando el fruto—que era lo relativo
a los hechos—os afanáis por la corteza arrojándoos mutuamente las hojas en
el transcurso de vuestras discusiones. ¿O es que es otra cosa lo que hacéis,
Hermótimo, desde que sale el sol hasta que anochece? (Luciano, 1992, p. 85).
Pertenecer a una escuela filosófica y pagar puntualmente las lecciones al
maestro, tampoco garantizaría que los actos de los alumnos resulten verdadera-
mente dignos. Las últimas palabras del diálogo son las de un discípulo atolon-
drado que ha aprendido una lección, pero no en la stoa, ni en la academia, ni en
el liceo, sino en la calle:
Hermótimo: Llevas razón. Me voy, precisamente a eso, a hacer un cambio
incluso de porte externo. Al menos no tardarás en verme sin esta barba espesa
y poblada, y sin castigar mi forma de vida, sino que todo será libre y sin ata-
duras. Quizás hasta me pondría un manto púrpura para que vieran todos que
ya no tengo nada que ver con estas chifladuras. Ojalá pudiera vomitar todo lo
que he oído de sus bocas. Y, sábelo bien, no vacilaría en beber eléboro, pero
por la razón opuesta a la de Crisipo—para no tener ya en la mente lo que
dice—. Y, si en el futuro me encuentro paseando, aunque sea sin querer, a un

120 Universidad de la República


filósofo, me daré media vuelta y me apartaré de él como de los perros rabiosos.
(Luciano, 1992, p. 94).
En la medicina griega, el eléboro era una planta muy tóxica que provocaba
vómitos y diarrea y producía efectos a nivel del sistema nervioso, al filo de enve-
nenamiento. Seguramente la siguiente traducción del diálogo al español antiguo
del siglo de oro español, es más disfrutable; se puede leer en ella una mayor
voluntad pedagógica:
Hermótimo: Cierto que has dicho bien y ya me voy para mudarme todo, de pies
a cabeça, el trage y el vestido; tú me verás dentro de pocos días, no como ahora
espantable, ni con barba tan espesa y larga, ni mi modo de vivir tan riguroso y
afligido. Mas éste, con todo lo demás a él concerniente, mucho más blando y
regalado y usando dello de la manera que debe usar un hombre libre; y no me
despido tampoco de vestirme de púrpura para que a todos sea notorio que ya
no hago más caso de aquellas primeras burlerías. Y ojalá me fuera permitido
poder a mi salvo vomitar todas cuantas cosas tengo represadas en lo íntimo del
coraçón que, sabidas de bocas de aquellos, engullí. Y tengo por cierto que no
rebuscaré—lo que Crisipo siempre temió—hartarme de vedegambre por solo
que, de hoy más, no se me venga más a la memoria cosa ninguna de cuanta me
dixeron. (Grigoridau, 2010, p. 717).
Vedegambre era el nombre que se le daba en el saber popular español al elé-
boro blanco. Además de provocar vómitos, se suponía que purgaba la locura y
la melancolía quitando la memoria. Vale la pena consignar el título completo del
diálogo de Luciano de Samosata: Hermótimo o Sobre las sectas. Era a las sectas
filosóficas a lo que apuntaba el autor. Considerado parte de la «segunda sofística»
en siglos I y II de la era común, Luciano fue contemporáneo de Plutarco. Pero
más que un filósofo era un hombre de letras al que le gustaba la sátira, a veces
inclinado al epicureísmo, en otras al escepticismo, pero sobre todo era antidog-
mático. Bastan un par de trazos para ubicar algo de la época y de él mismo. En
el año 165, durante los Juegos Olímpicos, presenció el suicido en la hoguera del
filósofo cínico Peregrino Proteo. Al ser expulsado de Roma por insolencia y
subversión, Peregrino Proteo había anunciado que se tiraría al fuego en Olimpia.
Y cumplió su palabra. Tras declamar su propia oración fúnebre se lanzó a una
pira de fuego durante las Olimpíadas. Luciano describió con desdén la autoin-
molación en un texto titulado «La muerte de Peregrino». La relación a sí mismo
y con la verdad llevada a ese extremo da una nota de época, o al menos sobre al-
gunos de los llamados cínicos, para quienes la vida misma era el argumento para
demostrar sus verdades. También, bajo el nombre de Parresíades, se le atribuyen
a Luciano estas palabras:
Odio la fatuidad, odio la impertinencia, odio la mentira y odio el engreimiento
y odio toda esa clase de lacras propias de hombres miserables, que, por cier-
to, según sabes, son muy numerosas. […] Amo la verdad, amo la belleza, y la
sencillez, y todo lo que es connatural al amor. Lo que pasa es que muy pocos
se hacen acreedores a esa especialidad; en cambio, los que se gobiernan por
la contraria y son muy proclives al odio se cuentan por millares. Desde luego,

Comisión Sectorial de Investigación Científica 121


corro el riesgo de olvidar la una por falta de práctica y dominar, a la perfec-
ción, la otra. (Luciano, 1988, p. 68).
Es posible que esa fuera la posición desde la que Luciano escribió
Hermótimo, y también Subasta de vidas, El parásito, El pescador y otros diálo-
gos, donde se leen críticas contra los filósofos y sus escuelas. La vida filosófica,
para Luciano, podía ir en contra de la vida misma. Es por eso que el problema de
la verdad estaba planteado desde el inicio del diálogo, cuando Licino le preguntó
a Hermótimo si le gustaba el vino. Como todo ciudadano de la antigüedad, in
vino veritas, respondió que sí. Y a continuación, Luciano relató su parábola, en
la que las verdades de los filósofos pueden ser probadas como el vino. Después
del primer vaso, el discípulo gustará seguir tomando, y en lugar de fijarse en la
damajuana medio vacía, se fijará en la damajuana medio llena. Y luego el discípu-
lo querrá seguir libando de ese líquido que supone que hace hablar a la verdad,
pero llegado cierto momento de la libación viene la enseñanza:
Licino: Así que yo al menos no puedo decir en qué medida son para ti se-
mejantes la filosofía y el vino como no sean en este único punto: en que los
filósofos sirven sus enseñanzas como los taberneros—que mezclan y adulteran
las suyas y engañan en el peso—. (Luciano, 1992, p. 69).
También en este caso resulta más disfrutable la traducción al español antiguo:
Licino: […] no sabré decir en cuánto te parezen símiles el vino y la filosofía
si no es, acaso, en esto solo, en que también los filósofos tienen puestas en
plaça pública sus dotrinas para vender y sacar dineros, como los taberneros su
vino; los cuales, mezclándolas y confundiéndolas fraudulentamente, las adul-
teran y sacan de su quicio y las venden por dondequiera con falsa medida.
(Grigoridau, 2010, p. 698).
Si las verdades se venden como el vino, un alumno que no sea un buen
catador no sabrá lo que recibe a cambio de su dinero. Lo curioso en este punto
es que la referencia de Foucault al diálogo Hermótimo se produce justamen-
te cuando reflexionaba sobre el sujeto y la verdad (Foucault, 2002), asunto
que había iniciado en el año anterior, en su seminario «Subjetividad y verdad»
(Foucault, 2014), cuando se ocupaba del «cuidado de sí». Si Luciano ense-
ñaba en sus diálogos que las escuelas y los maestros no eran útiles para que
alguien aprendiera a ocuparse de sí mismo, ¿por qué Foucault le dio ese lugar
a Hermótimo que claramente era una crítica a las escuelas filosóficas señalan-
do, además, que ese diálogo habría sido escrito desde la irritación de Luciano?
Y, al proponer que Woody Allen escribió de «manera parecida», sería posible
sustituir Platón, Pitágoras, Aristóteles, Sócrates por esos «nombres olvidados»,
Freud, Klein, Lacan. La irritación, ahora no de Luciano de Samosata, sino
que podría ser la de Michel Foucault, vía Woody Allen, dirigida hacia las es-
cuelas de psicoanálisis. Los analizantes, modernos Hermótimos, también irían
en sentido contrario a la vida. Del mismo modo que Licino se ocupó de un
alumno de la escuela estoica, ¿alguien debería rescatar a los analizantes de sus
analistas? ¿Habría que aconsejarles a los modernos Hermótimos que colocaran

122 Universidad de la República


en un sombrero las letras de los nombres de los modernos maestros (F, K, L) en
vez de perder el tiempo en dirimir cuál escuela conduciría más claramente a la
verdad y al cuidado de sí? El psicoanálisis, no solo no podría conducir a alguien
hacia su propio bien, sino que sería solamente una práctica que haría que sus
discípulos se extraviaran. El diálogo Hermótimo sería entonces una especie de
«presente griego» para los lectores de Foucault. Y la salvación de los modernos
Hermótimos estaría en la fórmula que plasmó más adelante un discípulo de
Foucault: escapar al psicoanálisis (Eribon, 2005).
Alguien podrá conjeturar que, si esa lección que Licino le propina a
Hermótimo, esa lección que Foucault toma de Luciano, aparece en tiempos
en que estaba desarrollando la importancia de las escuelas filosóficas respecto
al cuidado de sí, las críticas de Luciano tendrían como función demostrar la
importancia de las escuelas filosóficas. Cuanto más vitriólicas sean esas críticas,
la lección negativa demostraría más claramente el valor y el peso de las escuelas
filosóficas en su momento, lo que no deja de plantear que Hermótimo, objeción y
pregunta, es un diálogo que se coloca en medio del diálogo entre Foucault y el
análisis, es un diálogo que obliga a tomar posición.

Epílogo. The toolbox


A través del diálogo Hermótimo y sus personajes de papel se plantean una serie
de cuestiones en relación con la verdad, el saber y el poder. Dión, el maestro,
pudo haberse emborrachado, hacer el ridículo, vomitar, sufrir la resaca de una
fiesta, pero eso no fue suficiente para vencer la inclinación de su discípulo,
Hermótimo, hacia la filosofía estoica. Como tampoco es suficiente que alguien
demuestre su sabiduría para quedar investido de poder. Si para combatir el po-
der al que se sometía Hermótimo fueron necesarios juegos de verdad, ¿es por-
que sus verdades no se sostenían solo en el decir del maestro? ¿Por qué Licino
se tomó tanto trabajo con Hermótimo? ¿Por qué tendría Licino que confrontar
contraverdades antifilosóficas para combatir aquellas verdades filosóficas a las
que había adherido Hermótimo? Emboscarlo en la ciudad, proponerse como
alumno, elaborar argumentos, todo eso urdido con la idea de liberarlo de su
«vida filosófica» hace evidente que un alumno no puede renunciar tan fácil-
mente a una escuela, que hay algo del lado del discípulo que resiste. ¿Sería
posible decir que también estaba en juego la afección o el rechazo a determi-
nadas palabras, cosa a la que tampoco sería ajeno Licino? ¿Por qué alguien le
otorgaría poder a virtud, verdad, felicidad? ¿Por qué algunos leen en ellas una
prescripción y otros un engaño? ¿De dónde sacan su peso las palabras? Y luego
de la batalla de saber entre Licino y Hermótimo, ¿cómo fue que se produjo ese
cambio? ¿Basta con el saber? ¿O acaso hubo (se le podrá ocurrir a alguien) una
transferencia de la transferencia?

Comisión Sectorial de Investigación Científica 123


Hermótimo es un diálogo filosófico que escribe un combate de verdad, y, a la
vez, ese combate sería un ritual de verdad, una aleturgia. No es casual que, en ese
mismo seminario donde inventó la palabra aleturgia, también allí aparezca ese
giro respecto a la confesión que marcará la continuación del trabajo de Foucault
hasta su muerte:
[…] ¿cómo es posible que, en la cultura occidental cristiana, el gobierno de los
hombres exija de parte de quienes son dirigidos, además de los actos de obe-
diencia y sumisión, «actos de verdad» que tienen la particularidad de requerir
que el sujeto no solo diga la verdad, sino que la diga acerca de sí mismo, de
sus faltas, de sus deseos, del estado de su alma, etc.? ¿Cómo se formó un tipo
de gobierno de los hombres en el que no se exige simplemente obedecer, sino
manifestar, enunciándolo, lo que uno es? (Foucault, 2014a, p. 359).
El hecho de que Foucault hubiera encontrado que la confesión no se reduce
a declarar una falta o un pecado, sino que también los sujetos pueden reivindicar
su decir verdadero como expresiones de libertad, implicó una renovación de lo
planteado en La voluntad de saber. Y el esbozo de arqueología del psicoanálisis,
a través de la pregunta ¿por qué es necesario decir lo que uno es? planteada en
el seminario «El gobierno de los vivos», introdujo la búsqueda de una genealogía
para esa pregunta, lo que, en definitiva, implicó una modificación del proyecto
original. Esta genealogía tomaría como punto de partida una pregunta actual (en
la que estaría incluido el psicoanálisis) para encontrar cómo es que se constituyó
un problema (decir lo que uno es) y los dispositivos que responden a este (las
tecnologías de sí).
Este lugar que Foucault le da a los filósofos griegos no fue de su exclusivi-
dad. Vale la pena señalar que entre los recursos que tomó Freud en la antigüedad
estuvo claramente distinguido el interés por la catarsis. Se podría recurrir tam-
bién al artículo de Lacan «La dirección de la cura y los principios de su poder»,
donde ya en las primeras líneas se señala que la sentencia de Freud, «donde ello
era, debo advenir» (Wo es war, soll Ich werden), se iguala a la de los presocrá-
ticos «Llega a ser quién eres» (Genoi oios essi) (Lacan, 2002b, p. 559).Y más
adelante, al publicar Lacan en sus Escritos su artículo «Acerca de la causalidad
psíquica», agregó esta misma frase en griego (Lacan, 2002a, p. 175). «Llega a
ser quién eres» fue el modo en que lo planteó Píndaro en su poema «Phytia II».
Nietzsche, al formular «Cómo se llega a ser lo que se es» (Wie man wird, was
man ist), presente como subtítulo en Ecce homo, publicado en 1888, también
muestra esa marca de la antigüedad griega. Tal vez para algunos esa coincidencia
entre Píndaro, Nietzsche, Freud y Lacan, sea demasiado bella y circunstancial.
Pero esta coincidencia merece ser confrontada con la transferencia, un pun-
to crucial para el psicoanálisis. Lacan señaló que fue en la transferencia donde
Freud «reconoció enseguida que ése era el principio de su poder, en lo cual no se
distinguía de la sugestión» (Lacan, 2002b, p. 570). Y la importancia que le daba
a la transferencia era tal que llegó a afirmar que la única resistencia al análisis
era la del analista (Lacan, 2002b, p. 568). Con la transferencia se plantean algu-
nos interrogantes respecto al poder: ¿por qué algunos, en ciertas circunstancias,

124 Universidad de la República


otorgan poder a otro a pesar de la ignorancia o las resistencias de ese otro? Es
posible que solo desde el análisis pueda plantearse esta pregunta.
Por otro lado, no cabe duda de que Foucault tenía conocimiento, no solo de
Freud, sino también de Lacan:
Está claro que lo que pude captar de sus obras tuvo innegablemente impor-
tancia para mí. Pero no lo seguí lo bastante de cerca como para impregnarme
realmente de su enseñanza. Leí algunos de sus libros; pero se sabe que, para
entender bien a Lacan, no solo hay que leerlo sino también escuchar su ense-
ñanza pública, participar en sus seminarios y, eventualmente, incluso, hacer un
análisis. Yo no hice nada de eso. (Foucault, 2013b, p. 54).
Aunque Foucault intentó un par de veces hacer un análisis, de todos modos,
intimó con las experiencias de la locura, la muerte, la sexualidad, el crimen, la
enfermedad, el poder, la mirada, de tal forma que:
Mis libros son para mí experiencias, en un sentido que querría el más pleno
posible. Una experiencia es algo de lo que uno mismo sale transformado.
Si tuviera que escribir un libro para comunicar lo que ya pienso antes de
comenzar a escribir, nunca tendría el valor de emprenderlo. Solo lo escribo
porque todavía no sé exactamente qué pensar de eso que me gustaría tanto
pensar. De modo que el libro me transforma y transforma lo que pienso
(Foucault, 2013b, p. 33).
Foucault tuvo su propia tecnología de sí que podría llamarse «experiencia
del libro» (Foucault, 2015, p. 64). Una tecnología distinta a lo que sería un
psicoanálisis. Y tal vez fue su tecnología de sí la que lo llevó a detenerse en las
tecnologías de sí. En Berkeley, en 1983, en una de sus referencias al diálogo
Hermótimo, al inicio de la conferencia «El cultivo de sí», planteó el origen de su
interés por el cuidado de sí: «Estudiando la constitución de nuestra experiencia
de la sexualidad, fui llevado a prestar atención cada vez más a las relaciones a sí
mismo y a las técnicas a través de las cuales esas relaciones han sido elaboradas.»
(Foucault, 2015, p. 82).
El estudio de los griegos le permitió definir los rasgos específicos del cui-
dado de sí. Para ellos se trataba de una relación permanente a sí mismos como
preparación para ser un buen gobernante de la ciudad; una relación crítica a sí,
y no solamente como complemento de una pedagogía defectuosa o una relación
de autoridad con un maestro que no era solo erótica, sino que, en determinado
momento, daba lugar a un conjunto de prácticas ascéticas que no se reducían a
la contemplación del alma. Explícitamente señaló:
Yo creo que esas cuatro ideas de una relación permanente a sí mismo, de una
relación critica a sí mismo, de una relación de autoridad con el otro para te-
ner cuidado de sí, y esta idea de que tener cuidado de sí que no es una pura
contemplación, más un conjunto de prácticas, todo esto es característico, no
solamente del cultivo de sí de los primeros siglos de nuestra era, sino también
del cuidado de sí cristiano, y de cierta manera, de nuestro propio cultivo de sí.
(Foucault, 2015, p. 91).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 125


Y ante la dificultad de identificar en nuestro tiempo de qué se trata el
cuidado de sí, Foucault señaló una serie de factores. El primero sería el cristia-
nismo, que no solo puso el énfasis en el «conócete a ti mismo», sino que, a través
de su ascetismo cristiano, tuvo como objetivo el sacrificio de sí. También afirmó
que la mayor parte de las técnicas de sí, en nuestro mundo, han sido integradas
bajo la forma de la educación y la pedagogía, la medicina y la psicología, las
estructuras de autoridad y disciplina, o han sido reemplazadas y transformadas
por la opinión pública, los medios de comunicación y las encuestas, de tal modo
que, «el cultivo de sí ahora es impuesto a la gente por otros y perdió su indepen-
dencia.» (Foucault, 2015, p. 98). Una tercera razón es que las ciencias humanas
suponen que la relación principal a sí mismo es esencialmente de conocimiento.
Y una última razón es:
[…] que la mayor parte del tiempo, la gente cree que eso que debe hacer es
develar, liberar, desterrar la realidad oculta de sí. Pero el sí, creo, debe ser con-
siderado como el correlato de las tecnologías desarrolladas a través de nuestra
historia. El problema, entonces, no es liberar, no es «librar» el sí, sino encarar
cómo sería posible elaborar nuevos tipos, nuevas suertes de relaciones a noso-
tros mismos. (Foucault, 2015, p. 98).
¿Dónde se ubica el análisis en todas estas afirmaciones? No en la psicología,
no en la medicina, menos en los medios de comunicación o en la religión. La
pista la podemos encontrar a través de Hermótimo. Si el análisis no aparece nom-
brado en toda esta enumeración es porque está planteado de otro modo, bajo
esa forma irónica señalada más arriba: el olvido de los nombres de esos maestros,
modernos, que antes se llamaban filósofos. Y su público entendió muy claramen-
te la cuestión, porque la primera pregunta en el debate posterior a la exposición
fue sobre Lacan y la cuestión del tiempo, del ocuparse de sí vinculado a la
afirmación de Epicúreo «nunca es demasiado tarde para ocuparse de sí mismo»
(Foucault, 2015, pp. 91-92). Y la respuesta de Foucault sostuvo la cercanía de
Lacan con el kairos, el buen momento, y con el postulado griego de que no se
trata de cambiar la naturaleza del pathos, de la enfermedad, sino de elegir en el
desarrollo de la crisis, el buen momento de actuar.
Y creo que, en Lacan, ustedes encuentran algo como eso. Es, en el proceso
del deseo, el rol del psicoanalista—en esto no está tan alejado del rol del mé-
dico griego—de elegir el buen momento, el kairos. Muestro algunas similitu-
des, pero no tengo nada muy particular para decir sobre el buen momento en
Lacan; sin embargo, eso existe, porque el psicoanálisis es más una técnica ética
que [una ciencia]. (Foucault, 2015, pp. 113-114).
Que el análisis sea una ética y no una ciencia sería una respuesta de Foucault
al problema que se había planteado para una arqueología del psicoanálisis. Una
respuesta que atravesó la arqueología, la genealogía para llegar a la subjetiva-
ción, pero esa respuesta hay que leerla con otro trazo muy particular de esta
conferencia, que es la referencia al texto de Kant ¿Qué es la Ilustración? Esta
referencia no debe ser tomada como algo colateral, porque fue un texto «fetiche»

126 Universidad de la República


para Foucault (Foucault, 2009b, p. 23) y se refirió a este repetidas veces y de
distintos modos. Justamente ese mismo año, unos meses antes, el texto de Kant
había sido el asunto central de la primera sesión del seminario «El gobierno de
sí y de los otros». Dedicó las dos horas de la clase del 5 de enero de 1983 al co-
mentario de Kant, de tal modo que, su exposición reformulada, será publicada
en 1984 como artículo, con el mismo título: «¿Qué es la Ilustración?» Judith
Revel señala que en ese tiempo ya se había producido un viraje en Foucault. No
había para él una oposición entre una concepción de la historia que nos haría
«efectos» y una concepción de la libertad humana que nos haría «actores»; tam-
poco la habría entre el estatuto de objetos históricos y el estatuto de sujetos en
la historia; ni entre la condición de sujeción y la de subjetivación (Revel, 2015,
p. 12). Deconstruir esa falsa alternativa entre la historia determinista y determi-
nada y, por otro lado, una historia del azar, flotante y contingente, es dejar de
oponer a Hegel con Nietzsche y aceptar que, por un lado, hay un conjunto de
determinaciones históricas que atraviesan las existencias, y por otro, que esas
determinaciones no anulan la posibilidad de actuar la historia. Esta ruptura de
dicotomías también se puede continuar con el dispositivo de la sexualidad en
tanto allí se juegan tanto la determinación como la posibilidad de la libertad.
[…] en ese punto de entrecruzamiento de la arqueología, de la genealogía, y la
fascinación que formula Foucault por la «actualidad» sumergida en el corazón
del presente por la elaboración de «actitudes» tales que valen como instancias de
invención de sí. (Revel, 2015, p. 82).
Esta cuestión de las «actitudes», en la que bien pueden situarse algunas afir-
maciones de «El cultivo de sí», merece que se lean junto a lo que citó Foucault
de Kant en su seminario, en particular, sobre la revolución:
Y en este aspecto hay un texto que es de sumo interés: «Poco importa que
la revolución de un pueblo colmado de ánimo, que hemos visto realizarse en
nuestros días [se trata pues de la Revolución francesa; Michel Foucault], triun-
fe o fracase, poco importa que acumule miserias y atrocidades», y que las
acumule al extremo, dice Kant, «que un hombre sensato que volviera a hacerla
con la esperanza de llevarla a buen puerto jamás se resolvería, no obstante, a
intentar la experiencia a ese precio.» En primer lugar, por tanto, lo importante
no es el proceso revolucionario mismo. Importa poco que este triunfe o fra-
case, eso no tiene nada que ver con el progreso o, al menos, con el signo del
progreso que buscamos. El fracaso o el éxito de la revolución no son signo del
progreso o signo de lo que no hay. (Foucault, 2009b, pp. 35-36).
Podría asombrar que Kant se hubiera expresado a fines del siglo XVIII
de este modo, pero al fin y al cabo la revolución, según señala Revel, es una
«virtualidad de diferencia, la apertura de una bifurcación en la historia, es decir,
un acto de libertad independientemente de la forma concreta en la que ella se
encarne y los efectos que pueda producir.» (Revel, 2015, p. 47) Incluso con la
perspectiva de la ruina y la muerte que pueda provocar una revolución, o que
a la postre, la revolución simplemente complete su giro para terminar en la

Comisión Sectorial de Investigación Científica 127


restauración, Foucault pone sobre el tapete el modo de actuar en el presente.
Revel señala que esto se incluye en una tercera problematización, además de la
arqueología y la genealogía. Ese tercer tipo de análisis es la problematización de
la actualidad como una especie de discontinuidad al interior del propio presente
(Revel, 2015). Esa problematización de la actualidad que Foucault lee en Kant
es la modernidad como pregunta por sí mismo y por el tiempo en que vivimos,
una ontología de nosotros mismos donde puedan plantearse las preguntas ¿cómo
no ser gobernados de esa manera?, ¿cómo no ser gobernados a ese precio?, ¿cómo
no ser gobernados por esos?
Estas preguntas forman parte de la «caja de herramientas» de Michel
Foucault. Como seguramente se invoca demasiado a menudo su «caja de herra-
mientas», Judith Revel señaló que: «lo recuerda no sin malicia Daniel Defert,
Tool Box era en realidad el nombre de una boite gay frecuentada por Foucault»
(Revel, 2016, p. 108). Pero, frente al riesgo de que simplemente se vuelva un
lugar común, inútil para discernir nada, vale la pena preguntarse qué quiso decir
Foucault con eso:
La teoría como caja de herramientas quiere decir: que se trata de construir no
un sistema, sino un instrumento; una lógica propia a las relaciones de poder y a
las luchas que se comprometen alrededor de ellas; que esta búsqueda no puede
hacerse más que poco a poco, a partir de una reflexión (necesariamente histórica,
en alguna de sus dimensiones) sobre situaciones dadas. (Foucault, 1984, p. 85).
Esta definición, enmarcada en el tiempo de Vigilar y castigar, en los años
setenta, propone que la teoría es un instrumento y no un sistema, como búsque-
da y no como punto de partida, lo que implica una posición desplazada respecto
a cualquier idea de que la teoría o la ciencia simplemente explican aquello que
sucede. Una caja de herramientas tiene su campo de aplicación específica, por
lo que conviene no desconocer que hay variedad de cajas de herramientas. Un
carpintero, un electricista, un mecánico tienen distintas cajas de herramientas.
Su oficio se los exige. Seguramente tienen en común el martillo, la pinza, algún
destornillador, pero no es seguro que un mecánico lleve un serrucho ni que un
plomero, una llave para bujías. El psicoanálisis tiene su propia caja de herramien-
tas, distinta a la de un arqueólogo y a la de un genealogista. La libre ocurrencia
y la atención flotante, el diván y la periodización de las sesiones, la escansión del
tiempo y el silencio del analista hacen al dispositivo analítico, y es en relación
a esas herramientas que puede tener algún sentido eso que se llama teoría en el
análisis. Hacer lugar a Foucault no implica sustituir una caja de herramientas
por otra, sino, en qué medida la arqueología, la genealogía y la subjetivación
pueden dar la posibilidad de producir nuevos trayectos, poner en cuestión al-
gunas formulaciones, interrogar nuevamente la práctica, darle un impulso de
actualidad al psicoanálisis.
La palabra dispositivo, luego de que Foucault en La voluntad de saber des-
cribiera el «dispositivo de la sexualidad», provocó en algunos la idea de que
hablar de «dispositivo analítico» condenaría al análisis a lo peor. Incluso se creyó

128 Universidad de la República


que correspondía eliminar el uso de la palabra dispositivo, cuando se trata del
análisis. Marca de un tiempo de lectura, ¿qué solución sería prohibir el uso de
la palabra dispositivo? Utilizar la división entre scientia sexualis y ars erotica,
que también aparece en La voluntad de saber, merece varios reparos en tanto
el propio Foucault dejó de sostenerla, no solo en lo que se lee de su propio re-
corrido posterior, sino que también la objetó explícitamente. No ocurre que se
extraiga un martillo o un destornillador, contundentes y definitivos, de los textos
de Foucault. O, en todo caso, como bien lo señaló alguna vez Murphy, tener un
martillo en la mano no hace que todo sea un clavo. Pero más allá de lo que po-
drían ser objeciones a los usos sin crítica de Foucault, hay una particularidad que
vale la pena tener en cuenta. El hecho de que se hayan ido publicando textos,
conferencias, entrevistas y seminarios de Foucault de una manera que no seguía
la cronología, ha provocado una especie de decalaje en la lectura. Esto, que en
parte es un obstáculo, ha hecho que los lectores tengan un grado de libertad
frente a una obra que se mantiene abierta (Lorenzini, Revel y Sforzini, 2013).
Habrá un tiempo, no muy lejano, por cierto, en que los lectores podrán leer algo
más cercano a lo que se podría llamar las obras completas de Foucault. Pero a
ese tiempo tal vez le falte la riqueza que implica una obra no cerrada, en curso
de publicación, que, en definitiva, demanda más del lector en la lectura, que no
deja que la lectura se coagule.
La apuesta de Foucault de hacer una arqueología del psicoanálisis, con-
viene que sea leída de ese modo, como una arqueología abierta. Pero para que
sea abierta es necesario que los propios psicoanalistas puedan encontrar en ella
algo de interés, no por refutar o aceptar lo que haya avanzado Foucault, sino en
tanto aporte alguna novedad para el propio psicoanálisis. ¿Qué podría aportar
Foucault al psicoanálisis si, como afirmó Miller, se tratara simplemente de una
«arqueología religiosa del psicoanálisis»? Discernir el análisis a partir de una ar-
queología podría enriquecerlo, en la medida en que ubica de manera más precisa
el surgimiento de esa práctica en la historia, y a la vez, permite ver las diferencias
con otras prácticas, como una de las vías para actualizar el análisis. La posición
de Foucault respecto al psicoanálisis tiene sus matices. Esto no es más que una
evidencia, pero es un primer punto a tomar en cuenta:
El psicoanálisis, en algunos de sus logros, tiene efectos que entran en el
marco del control y de la normalización. El psicoanálisis encuentra una de sus
posibilidades de emergencia en el gran esfuerzo de disciplinarización y de nor-
malización desarrollado durante el siglo XIX. Freud lo sabía bien. En realidad,
en el terreno de la normalización era consciente de ser más fuerte que los otros.
Entonces ¿a qué viene ese pudor sacralizante que consiste en decir que el psicoa-
nálisis no tiene nada que ver con la normalización? (Foucault, 1991b).
En este párrafo se puede percibir la presencia de una antigua consigna de
Foucault: «serjustos con Freud», decantando de un lado el sintagma «algunos
de sus logros», y, del otro, lo que le puede caber al análisis como control y nor-
malización. No tiene ningún sentido oponerse a la evidencia de una psicología

Comisión Sectorial de Investigación Científica 129


psicoanalítica al servicio de la dominación y la clasificación; como también es
cierto que se prescriben verdades psicoanalíticas desde el discurso corriente, des-
de la educación, desde el corporativismo de algunos grupos de psicoanalistas.
«Desacralizar el análisis» podría ser un nombre para los efectos de una arqueo-
logía y una genealogía del análisis, en la medida en que lo deja abierto a la crí-
tica. Uno de esos efectos sería dejar caer esa idea tramposa de que el análisis es
una ciencia. Por otro lado, la puesta en funcionamiento del dispositivo analítico
también pone en evidencia que no puede reducirse a la normalización ni al con-
trol. El ejemplo más claro de esto es que lo que se dice en un análisis no puede
trascender del encuentro entre analizante y analista. Fuera del lugar, fuera del
dispositivo psicoanalítico, las verdades que allí surgen no tienen ningún valor.
Esas verdades, tomadas por el discurso corriente, se transforman dejando de ser
una «tecnología de sí», o, en todo caso, dejan de ser analíticas para otro tipo de
«tecnología de sí». Tal vez uno de los problemas mayores del psicoanálisis, no su-
ficientemente reconocido, haya sido que no pudo mantener su saber en reserva.
Por eso puede importar dialogar con Foucault, pero con una idea del Foucault
que alguna vez escribió:
«¡Cómo! ¿Se imaginan ustedes que me tomaría tanto trabajo y tanto placer
al escribir, y creen que me obstinaría si no preparara—con mano un tanto
febril—el laberinto por el que aventurarme, con mi propósito por delante,
abriéndole subterráneos, sepultándolo lejos de sí mismo, buscándole desplo-
mes que resuman y deformen su recorrido, laberinto donde perderme y apa-
recer finalmente a unos ojos que jamás volveré a encontrar? Más de uno, como
yo sin duda, escriben para perder el rostro. No me pregunten quién soy, ni
me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado civil la que rige
nuestra documentación. Que nos deje en paz cuando se trate de escribir».
(Foucault, 2002b, p. 30).

130 Universidad de la República


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Comisión Sectorial de Investigación Científica 133


Sigmund Freud-Walter (¿Henry Spencer Ashbee?)Dos
discursos sexuales en búsqueda de un sujeto perdido

Gonzalo Percovich
Michel Foucault se refiere al libro anónimo My secret life en varios de sus artícu-
los y libros. En el prefacio que el filósofo escribe para la edición francesa afirma
que su autor es el hermano mayor de Sigmund Freud. Y en ese sentido propone
realizar una labor de comparación de lo que ellos dicen: determinar qué de las
descripciones eróticas del autor anónimo son susceptibles o no de pasar de la
cama al diván, y si las profundidades y sentidos sexuales descritos por Freud
pueden dar cuenta de los placeres relatados por el autor secreto. La pregunta
de Foucault será entonces si esos dos discursos pueden superponerse. El trabajo
apuntará a brindar algunas referencias acerca de esta sugerencia foucaultiana.
Gocé desde la juventud de excelente memoria y, en materias sexuales, es prodi-
giosa; las mujeres fueron el placer de mi vida. Amaba la concha (cunt) pero tam-
bién a quien la tenía; me gustaba la mujer con quien cogía y no solo la concha
donde cogía, y hay en ello gran diferencia. Aún hoy recuerdo hasta el punto de
asombrarme, rostro, color, estatura, muslos trasero y concha de prácticamente
todas las mujeres [con quien estuve] incluso de [de aquellas muy ocasionales].
La ropa que vestían, las casas y habitaciones donde las poseí, se encontraban
mentalmente ante mí mientras escribía, y recordaba perfectamente la disposi-
ción de la cama y de los muebles, o en qué parte de la habitación se encontraban
las ventanas. […] También recuerdo en buena medida cuanto dijimos e hicimos,
y en general nuestras indecentes distracciones (S.a., 2006, p. 46).
En cuestión de conchas, no hay como la novedad. Una concha nueva siempre
tiene su encanto, por muy fea que sea su dueña. […] Era una concha de una
voluptuosidad superlativa, un espléndido pedazo de carne follable, pero nada
más […] Verga y concha han de ir siempre juntos por mucho que se quiera
impedirlo (Gibson, 2003, p. 279).
Esta cita pertenece a un libro absolutamente inconmensurable. Me refiero
a My Secret Life (Mi vida secreta), de autor anónimo. Un relato de la vida
sexual de un personaje llamado Walter que Michel Foucault elogia y propone
como pieza esencial de lectura para iniciar su genealogía de la sexualidad. A
partir de allí mi interés en seguir los pasos que el filósofo dio en torno a este
texto pornográfico. Dicho libro—impreso clandestinamente en Holanda a fines
del siglo XIX, en tiempos de la Inglaterra victoriana—comprendia en su ori-
gen 11 enormes volúmenes. Se editaron apenas seis ejemplares. Por múltiples
motivos hemos recibido una versión en español francamente reducida y aun
así exhaustiva. El autor, presuntamente un gentleman inglés llamado Sir Henry
Spencer Ashbee, afirma en el prefacio de su texto de carácter autobiográfico:

Comisión Sectorial de Investigación Científica 135


Decidí escribir mi vida privada ateniéndome solamente a los hechos y al es-
píritu de los actos lujuriosos realizados o presenciados por mí; está escrito,
en consecuencia, con absoluta sinceridad y sin cuidado alguno por lo que el
mundo llama buenos modales. Los buenos modales no pueden coexistir con la
voluptuosidad en su acepción más amplia, pues se darían mutua muerte. Solo
he experimentado la poesía de la copulación con unas pocas mujeres, y ello no
nos impidió ni a ellas ni a mí llamar al pan, pan y al vino, vino (S.a., 2006, p. 45).
El autor entonces nos hace saber que solo pretende describir exhaustiva-
mente los hechos de su vida sexual sin ahorrarse ningún detalle, algo así como
fotografiar cada escena sexual vivida, dejando esbozar, apenas, el sentimiento
que le produjo cada experiencia. Y en su gesto no pretende ninguna maestría
literaria, sino usar aquellas palabras que se acercaran a dar cuenta más vívida-
mente de la voluptuosidad del acontecer sexual. Un gentleman que a la hora
de escribir sobre su vida secreta se despoja de las buenas formas victorianas.
Pretende ante todo ser absolutamente sincero, una sinceridad que lo acerca a su
condición más animal y para ello apela a las expresiones más procaces, nada de
eufemismos. De ese modo, comienza por describir los inicios de su vida sexual,
y en ello parece ser más que un erotómano, una suerte de curioso especialista,
anatomista quizás, que quiere descubrir el cuerpo femenino, develar sus miste-
rios o los procedimientos por los cuales tanto uno como el otro, en la escena
sexual, pueden gozar de la mejor manera. Paradojalmente, así como escribe con
el lenguaje de la calle, aparece subrepticiamente un tipo de discursividad que
podríamos llamar de pretensión científica. El libro muestra un in crescendo de
su búsqueda sexual desde sus juegos masturbatorios a la aprehensión violenta
del órgano sexual femenino. Una suerte de mezcla entre una avidez por gozar y
un curioso aprendizaje, progresivo, de las múltiples maneras de coger. Pero aun
así es el coito en sus diversas posiciones y variantes lo que guiará su búsqueda.
«Verga y concha han de ir siempre juntos por mucho que se quiera impedirlo»
(Gibson, 2003, p. 279).
Por último, cabe destacar que dicho gentleman inglés muestra claramente su
condición social, poseyendo sexualmente, en la mayoría de los casos, a prostitu-
tas y empleadas domésticas a quienes paga grandes cantidades de dinero a cam-
bio de un placer incondicional, y de modo confesional nos cuenta a los lectores
que es principalmente con estas mujeres que puede gozar más abiertamente. Las
damas inglesas tienen demasiados remilgos.
Si efectivamente Walter—el personaje del libro—es Sir Henry Spencer
Ashbee, sabemos también que dicho sujeto era un gran bibliófilo y bibliógrafo,
que, bajo el seudónimo de Pisanus Fraxi, escribió varios libros, entre ellos Index
librorum prohibitorum, que como lo dice su título es un índice de los libros eró-
ticos prohibidos de escasa circulación en la Inglaterra victoriana, y que de ese
modo daba a conocerlos. Estaba dispuesto a gastar grandes sumas de dinero para
que se imprimiera.

136 Universidad de la República


Su vida de hombre acaudalado le permitía entonces disponer del dinero su-
ficiente para gastarlo en una intensa vida erótica que pasaba por tres momentos:
los encuentros con las prostitutas, la edición de libros pornográficos, y viajes a
tierras exóticas para aprender las diversas costumbres sexuales.
A su vez, muchos han sido los que buscaron apasionadamente saber quién
fue el autor de dicho texto y qué relación tuvo con su vida. El autor anónimo se
encargó de dejar muchas pistas, algunas de ellas muy claras, que lo identifica-
ban, y otras, por el contrario, fueron puestas para desconcertar. Lugares, fechas,
nombres propios que la mayoría de las veces tenían un disfraz, o incluso escritas
en cierta clave a descifrar.
Entonces bien, vayamos acercándonos a la propuesta foucaultiana. Entre la
multiplicidad de investigadores que salieron a la búsqueda de trazas del autor
anónimo, es imprescindible destacar la aparición de un libro de 1966 de Steven
Marcus titulado The Other Victorians (Los otros victorianos). Cuando Foucault
(1994) incluye la autobiografía My secret life en La Voluntad de Saber, lo hará
conjuntamente con la interpretación que Steven Marcus hace en dicho libro de
la autobiografía mencionada.
Entonces bien, ¿qué propone Steven Marcus en este libro? Su tesis en aquel
entonces fue sumamente novedosa. Marcus pretende mostrar de qué modo, en
la era victoriana, presentada como tan pudorosa, existió una amplia literatura
pornográfica que circulaba por canales inusitados que revelaban otra «victoria»,
o si ustedes quieren, otros victorianos. Y así, de ese modo, muestra a través de
esos textos—donde el anónimo My secret life tiene un lugar privilegiado—, que
había una suerte de alter victoria. De este modo Steven Marcus revela cómo los
discursos sobre la sexualidad se oponían, se mostraban en tensión los unos con
los otros. Por un lado, la difusión de un discurso médico que se proponía ofi-
cialmente como regulador de la vida sexual de la población. El cuerpo médico
advino una suerte de grupo de reformadores sociales y en contraposición esa li-
teratura pornográfica que aspiraba a describir lo más fielmente posible los gustos
y preferencias de los británicos. Para Steven Marcus aquello de la realidad social
que no aparecía ni en el discurso médico ni en la novela dickensiana surgía en
la literatura pornográfica. La actitud de Walter con respecto a sus compañeras
sexuales (provenientes de un medio social carenciado) nada tenía que ver con
una actitud filantrópica—modelo ideal de esa sociedad victoriana—,sino más
bien con que el valor del dinero intensificaba las peripecias orgiásticas. El dinero
prometido incentivaba las aventuras eróticas. La práctica sexual se convertía en
una suerte de apuesta monetaria.
Entonces, según Marcus, esta literatura no podía ser más que clandestina,
y suscribe la tesis de G. Legman quien declaraba que en los países anglosajones
toda identificación con la literatura erótica habría inevitablemente significado
un desastre completo para cualquier escritor, tanto célebre como desconocido,
y que ello hubiera tenido consecuencias funestas tanto en su vida pública como
profesional. El escritor debía quedar en la sombra, soportando un doble papel

Comisión Sectorial de Investigación Científica 137


a la manera de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. El otro elemento esencial a destacar del
análisis sociológico del texto de Steven Marcus es su referencia al psicoanálisis.
Las nociones freudianas son parte de su aparato conceptual y dentro de este la
noción de represión sexual tiene un lugar relevante. Por esa línea Marcus mos-
trará el papel de la censura social que impuso esa era, y de ese modo entenderá
el rol del disfraz que el autor libertino necesitará en su escritura, así como el
mantenimiento de un cierto secreto. Como conclusión de su ensayo propondrá
que esta modalidad pornográfica inaugura una suerte de pornotopía en la época
victoriana, es decir, un espacio literario donde es posible mostrar las diversas
formas tanto reales como fantasmáticas de la vida sexual victoriana.
Entonces bien, vayamos ahora a la apuesta foucaultiana. Foucault emprende
una genealogía de la sexualidad que se inaugura formalmente con la publicación
del primer volumen de La Historia de la sexualidad. La Voluntad de saber
(1976), un libro de combate que pone en cuestión los fundamentos conceptuales
de las doctrinas en boga en aquel entonces acerca de la sexualidad. Foucault había
leído muy atentamente el libro de Marcus y queda capturado por la autobiografía
My Secret Life. Y de ese modo, titulará Nous autres, victoriens (Nosotros, los vic-
torianos) el primer capítulo de La Voluntad de saber . Recordemos que el título
del libro de Marcus es The other victorians (Los otros victorianos). Foucault pa-
rece hacer uso del título de este libro. Nous autres, victoriens se tradujo al español
como Nosotros, los victorianos. Si bien esta traducción es totalmente pertinente,
aun así hay un matiz a destacar de la nominación en francés: el nous (nosotros)
seguido de autres (otros) enfatiza la condición de nosotros, es una forma estilística
que refuerza ese nosotros, pero que al mismo tiempo contiene el término autres:
otros, como si por un movimiento casi imperceptible el nosotros acogiera una
otredad. Y por ese procedimiento casi imperceptible Foucault reúne a todos los
victorianos, sean cuales fueren, pornógrafos o científicos del sexo. A su vez, al
decir «nosotros victorianos» nos convoca, en tanto lectores, a sentirnos pertene-
cientes a un conjunto cultural característico que mantiene una cierta actualidad.
En esa suerte de prefacio victoriano, Foucault se remite directamente a
Marcus e interroga la tesis de dicho libro declarando: «¿Estaríamos ya libera-
dos de esos dos largos siglos donde la historia de la sexualidad debería leerse en
primer término como la crónica de una represión creciente?» (Foucault, 1991,
p. 11). Es precisamente en este punto que hará un giro al poner en cuestión
el papel que se le ha atribuido a la represión de la sexualidad desde la época
clásica. Primer movimiento de poner en cuestión este axioma tan afianzado en
aquel entonces. Toda la cuestión de la sexualidad pasaba por la represión. En
ese momento, en las referencias de Foucault asoma la nariz Sigmund Freud. Si
habla de represión (répression), aun cuando la desmarcará prontamente de la
llamada represión freudiana (refoulement), no puede dejar de referirse a Freud
como inaugurador de un campo discursivo singular. Como veíamos anterior-
mente, las nociones de represión y censura social están en el corazón de la tesis
de Steven Marcus.

138 Universidad de la República


Pero es en el siguiente capítulo de La Historia de la sexualidad. La
Voluntad de saber donde Foucault será aún más claro en su desarrollo. Se remite
al autor de My Secret Life haciendo referencia especialmente a la exhaustividad
de su narración erótica secreta, sin perder detalles, y esto le dará el puntapié
inicial para afirmar:
En lugar de ver en este hombre singular al evadido valiente de un victoria-
nismo que lo constreñía al silencio, me inclinaría a pensar, que en una época
en que dominaban consignas muy prolijas de discreción y pudor, [él] fue el
representante más directo y en cierto modo más ingenuo de una plurisecular
conminación a hablar de sexo. […] Más que su soberana, ese inglés sin identidad
puede servir de figura central a la historia de una sexualidad moderna que en
buena parte se forma ya con la pastoral cristiana (Foucault, 1991, p. 31).
Entonces, para Foucault, el testimonio de esas memorias eróticas será el
exponente principal de la época victoriana. Esa literatura pornográfica, que se
presentaba a la manera de transgresión a las normas sociales, se vuelve central a
la hora de hablar de la sexualidad moderna. Para Foucault, los tratados científi-
cos sobre la sexualidad caminan juntos con este tipo de literatura. Una época—
dirá—que más que reprimir la sexualidad hará de ella un asunto de discurso. En
vez de sostener la hipótesis represiva, Foucault hablará de una singular incita-
ción a los discursos.
Si bien es a lo largo de La Voluntad de saber que desarrollará esta nueva
hipótesis, no deja de remitirse frecuentemente a My Secret Life. Las característi-
cas de dicha obra constituyen para él el mayor exponente de un modo de acoger
el decir sobre el sexo. Muy probablemente el libro de Steven Marcus tenía una
actualidad de la que Foucault se sirve. Marcus, como decíamos, hace todo su
análisis con nociones que surgen del psicoanálisis. Hablar de sexualidad en tér-
minos de represión será para Foucault elidir una problemática de la sexualidad
que entiende es mucho más amplia.
Y en un artículo publicado en el diario Le Monde en 1976, titulado
«L’Occident et la vérité du sexe» (El Occidente y la verdad del sexo), Foucault
profundiza en el porqué de su interés por My Secret Life. El filósofo expresa que
el autor de dichas memorias está obligado a decirlo todo acerca de su placer, de
modo que el escribir-leer tendrá un rol muy específico en su erótica. Y por esa
línea, apoyándose en este tipo de procedimiento de escritura y en el contexto
histórico en el cual aparece, profundizará en su nueva hipótesis acerca de la in-
vención de lo que dio en llamar la sexualidad moderna. Foucault encuentra que
en la autobiografía referida se pueden distinguir tres líneas de evolución que
hacen a la producción de ese complejo entramado que regularía la vida sexual
moderna. Veamos cuáles son: la primera línea tendría que ver con la medicina
y la psiquiatría de la época en su interés casi entomológico por las prácticas
sexuales, aspiración de un ordenamiento científico de las posibles variaciones
sexuales. Por ese espacio surgen Krafft-Ebing con su Psychopathia sexualis y un
Ivan Bloch—entre otros—, médico alemán que se dedica a seguir los pasos de

Comisión Sectorial de Investigación Científica 139


la publicación de My Secret Life y pretende averiguar quién fue su autor. Esta
primera línea será lo que Foucault da en llamar la implantación perversa en el
marco de la scientia sexualis. La dicotomía entre scientia sexualis y ars erótica
parece radical en sus consecuencias, pero aun así Foucault no deja de percibir
que en el marco de la scientia sexualis hoy podría ser muy fácil reírse de los
psiquiatras del siglo XIX ya que terminaban siendo instauradores de prejuicios
morales con un halo científico, pero al mismo tiempo Foucault dirá que en su
seriedad supieron tener el sentido del acontecimiento.
El autor de My Secret Life, como decíamos, no habla solamente con un le-
guaje procaz, sino que muchas veces apela a la terminología médica para hablar
de sexo. En la segunda parte de su obra, comienza confesando que sufre de una
enfermedad venérea y tal dolencia lo lleva a reflexionar sobre el acto del coito y
los órganos sexuales. Escribe:
La providencia ha hecho que la continuación de la especie dependa de un
proceso de acoplamiento de los sexos llamado coger. Este proceso lo reali-
zan dos órganos. El masculino se denomina familiar y vulgarmente verga y
el nombre educado es pene; el de la mujer, concha y el científico, pudenda»
(S.a., 2006, p. 322).
Y así continúa su exposición, prácticamente en términos científicos:
La verga se encuentra situada al final del vientre, y cuelga justamente entre los
muslos del hombre. Consiste en un conducto o en un tubo circular y colgante,
de piel y músculo, con un agujero que lo atraviesa y mediante el cual se expul-
san orina y esperma. […] La concha es un agujero carnoso, caliente y húmedo.
A veces, y de un modo peculiar, la verga se empuja hacia el interior de la con-
cha y descarga allí su espeso fluido y esa es la operación llamada coger. No es
una operación llena de gracia; de hecho no es más elegante que mear o cagar,
y es más ridícula. Pero es la que da el placer más intenso a las partes que allí
cooperan, y la mayoría de las personas intentan realizarla tantas veces como
pueden (S.a., 2006, p. 322).
El autor anónimo no se ahorra las descripciones del acto sexual de múltiples
maneras, y en este caso apela a un tipo de discursividad que, aun en su ironía,
acoge los términos de una ciencia sexual en plena expansión. Si bien la descrip-
ción desemboca en su interés mayor, que es el placer, no deja de discurrir de
modo pretendidamente científico.
Foucault está atento a esta heterogeneidad de discursos dentro de esa enor-
me crónica erótica. El filósofo podría haber apelado a una multiplicidad de
obras literarias que poseían una íntima conexión con el discurso médico. Es
este el tiempo en el que los artistas buscan en los psiquiatras los elementos
necesarios para construir sus personajes psicológicos, pero Foucault encuentra
en My Secret Life, del mismo modo que Steven Marcus, una escritura que no
pretende un estilo literario, sino un simple testimonio acorde a la temperatura
erótica de ese tiempo.

140 Universidad de la República


La segunda línea de evolución, dirá Foucault, más antigua, será la inaugura-
da por Rétif de la Bretonne y Sade, libertinos del siglo XVIII, quienes inclinan
la literatura erótica, no solo a describir posibles escenarios sexuales, sino que
además tendrán un particular interés en descubrir la verdad del placer: una eró-
tica de la verdad, buscar qué de verdadero hay en la intensidad erótica.
Sabemos que la literatura sadiana se encarga de exacerbar la dimensión
fantasmática. En los textos sadianos las descripciones están plagadas de relatos
mucho más fantasmáticos que posiblemente realizables. En My Secret Life la
fantasía sexual no falta, pero la escritura pretende sostenerse mucho más en el
relato certero de los hechos. Pero es el placer como experiencia lo que atraviesa
toda la peripecia amorosa del autor. Hay una búsqueda imperiosa de nuevas
formas de placer.
En el comienzo de la obra escribe:
Los ojos de Marta se fijaron en mí, sentado, desnudo hasta la cintura, con la
verga húmeda, rígida, roja, palpitante y casi a punto de expulsar involunta-
riamente su esperma. Estaba en una condición tan lujuriosa que me hubiese
follado cualquier cosa con forma de concha, y apenas sabía, en la confusión del
momento, dónde me encontraba y qué estaba ocurriendo (S.a., 2006, p. 121).
La experiencia es relevante para el relato, según el autor, en la medida que
describe cómo se produce la voluptuosidad del acto sexual. Y en ese caso, el
personaje queda desdibujado en su ser al entregarse a la experiencia gozosa.
Pero además—y esto lo destaca Foucault—junto a la descripción de un
posible nuevo placer se adhiere una pregunta acerca de este. El placer experi-
mentado llama al sujeto a producir un saber acerca de sí mismo. Si el personaje
Walter es Sir Henry Spencer Ashbee, sabemos que es un coleccionista de libros
eróticos que pretende reseñar y recopilar las más variadas experiencias. Habría
entonces allí un horizonte de voluntad de saber.
Por último, la tercera línea, según Foucault, será la que atravesó a todo
el occidente cristiano desde la Edad Media, que exige: «la obligación estricta
para cada uno de ir a buscar en el fondo de su corazón, por la penitencia y el
examen de conciencia, las trazas mismo imperceptibles de la concupiscencia»
(Foucault, 1994, p. 102).
Toda la peripecia escritural de ese documento autobiográfico es, según
Foucault, una gran experiencia confesional. Por momentos podemos pensar que
dicha confesión no es más que otra experiencia placentera. Escribe para despo-
jarse de aquello que lo obsesiona, pero al mismo tiempo para inspirar al lector
en su erótica. Foucault identificará a estas memorias como un punto culminante
del carácter confesional de la sexualidad victoriana.
Entonces bien, planteará que estas tres líneas serán definitivamente los com-
plejos engranajes de una política del sexo que más que prohibir u ocultar incita a
ligar, en un espiral infinito, al placer con la verdad. Es por este sesgo que pondrá
en la misma serie a la dirección de conciencia con la escucha psicoanalítica. El
psicoanalista como una suerte de guía espiritual que espera del analizante que

Comisión Sectorial de Investigación Científica 141


pueda develar la verdad de su sexo, o más precisamente la verdad de su deseo. De
ese modo el ejercicio analítico quedaría equiparado a una práctica confesional.
Los placeres deben ser localizados, descritos, analizados, e interpretados y de
ese modo conducidos a una suerte de desecamiento. Por esa vía el psicoanálisis
advendría una pastoral.
A su vez, para Foucault, Sigmund Freud queda en este tiempo inscripto
dentro del discurso científico de la sexualidad. En esta materia, Foucault no le
dará relevancia a dicho discurso como instaurador de una discursividad, sino
que con respecto a la sexualidad lo ubicará en una serie de saberes médicos
que se instauran, según él, a partir del siglo XVIII para emerger consolidada-
mente en el siglo XIX. Foucault sabe distinguir que Freud no se inscribirá de
forma rígida a una biología de la reproducción con carácter normativo. Freud
sostenía una tensión con la comunidad científica que lo ubica en el borde de
esta. Comparte un lenguaje común mediante el que instaura rupturas con esa
continuidad histórica, como bien lo supo señalar Arnold Davidson (2005). Que
hable del acceso a la genitalidad no significa que el papel de las pulsiones se-
xuales quede restringido al acto genital sexual. Su concepción de las pulsiones
parciales apunta a un horizonte de contingencia tanto del objeto sexual como
de sus metas y sus alcances. Freud parte de una clasificación nosográfica de las
llamadas perversiones, pero para mostrar la movilidad genética que las habita.
Rompe con la teoría de la degeneración instaurada en el discurso científico de
la época como una evidencia natural.
Pero aun así, en este tiempo, lo que más le interesará a Foucault es apreciar
en esta compleja trama de una política del sexo cómo «se construyó en torno al
sexo y a propósito del mismo un inmenso aparato destinado a producir, sin per-
juicio de enmascararla en el último momento, la verdad» (1991, p. 71). Donde
«lo importante es que el sexo no haya sido únicamente una cuestión de sensación
y de placer, de ley o de interdicción, sino también de verdad y de falsedad»
(1991, p. 71). De ese modo «la verdad del sexo llegó a ser algo esencial» (1991,
p. 71). Y en ello Foucault hace una apuesta fuerte sobre cómo leer el giro que
dio Freud. Declara:
Lo que hay que localizar, pues, no es el umbral de una racionalidad nueva
cuyo descubrimiento correspondería a Freud, sino la formación progresiva, y
también las transformaciones de ese juego de la verdad y del sexo que nos legó
el siglo XIX y del cual nada prueba que nos hayamos liberado (1991, p. 71).
La apuesta foucaultiana, entonces, también es política. Su propuesta apunta
a desmarcar definitivamente los placeres eróticos de una necesaria ligazón con la
verdad del sujeto. Foucault plantea entonces que es imprescindible liberarse de
ese nudo en el que el campo de la erótica quedó atascado. Liberar a los placeres,
de la verdad del sujeto—si es que esta existiese—y pocos años después también
será conducido a reinterrogar de manera exhaustiva qué se entiende por verdad
en la conformación de las distintas subjetividades epocales.

142 Universidad de la República


Foucault, aun advertido de las diferencias entre el discurso psiquiátrico deci-
monónico y la propuesta freudiana, inscribe a esta última como un discurso más
que incita a hablar. La llamada incitación a los discursos es con Freud incluido.
Entiendo que esta afirmación foucaultiana habrá que tomarla entonces tal
como ella viene para el campo del psicoanálisis. El libro La Voluntad de saber es
un libro de combate y como tal hay que tomarlo. No para hacer descargos desde
el psicoanálisis, sino para hacer caso a la tensión instaurada.
Sabemos que Foucault está marcando un giro en su modo de concebir el
poder, y la tríada poder-saber-placer es lo que lo mantiene atento. El poder
produciendo un determinado saber, saber disciplinar, y por esa vía el ejercicio
del poder efectiviza un placer,
placer de ejercer un poder que pregunta, vigila, acecha, espía, excava, palpa,
saca a luz; y del otro lado, placer que se enciende al tener que escapar de ese
poder, al tener que huirlo, engañarlo o desnaturalizarlo. Poder que se deja in-
vadir por el placer al que da caza; y frente a él, placer que se afirma en el poder
de mostrarse, de escandalizar o de resistir. (Foucault, 1991, p. 59).
Y una vez más será por esta vía del placer que Foucault pretende poner cara
a cara a Sigmund Freud y al Walter de la novela My Secret Life.
Finalmente, el filósofo escribirá el prefacio a la edición francesa de My secret
Life en 1977. Allí insiste en remarcar que el autor del libro, quien—dice—tenía
una sexistencia, está abocado a contar exhaustivamente todas sus experiencias
sexuales al modo de un diario íntimo—y agregará—como claro sustituto en el
mundo anglosajón de lo que en los países católicos es el procedimiento de la
confesión. Pero aun así dará un giro de lectura a lo ya escrito a propósito de la
autobiografía. Foucault escribe:
[Henry Spencer Ashbee], [era ese quien] despreciaba la escritura o que al menos
no le prestaba atención y que de todas sus frases alineadas no hacía [de ellas]
más que un uso instrumental, fisiológico, excitador, estrictamente corporal, que
se las preparaba antes del amor, que las olía mientras tanto y que luego él iba a
buscarlas al fondo de su memoria a la manera de un perfume. Como nosotros,
que somos más sabios en química, y más respetuosos de la escritura, nosotros nos
servimos del nitrito de amilo. Poco importa… (Foucault, 1994, p. 132).
Ahora bien, entonces para Foucault la escritura tendrá un valor estricta-
mente funcional en relación directa con sus experiencias de placer. Nada de
profundidades del ser ni elucubraciones que lo empujen a preguntas ontológicas
acerca de su existencia, sino que la escritura estará pegada al vibrar erótico del
cuerpo y de ese modo retornará como recuerdo posteriormente. Pero no como
un recuerdo puro y elevado a la manera platónica, sino como un perfume que
remitirá simplemente a la vivencia física.
En ese sentido, parece alejar a My Secret Life de cualquier pretensión de
ser un documento que hable de la condición deseante del autor. Henry Spencer
Ashbee será entonces un libertino librado mucho más al placer que a la reflexión.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 143


Foucault parece desplazar el carácter confesional de la escritura por un ejercicio
funcional del placer.
Por esta vía, Foucault hace finalmente aparecer a Freud. Y con su comen-
tario quiero terminar. Es allí que afirmará que el autor de My Secret Life será el
hermano mayor de Freud. Y seguidamente agrega:
No para determinar quién era el más audaz, el más libre, el más innovador,
eso sería ridículo y absurdo, tampoco para servirse de uno como grilla de in-
teligibilidad del otro, sino a fin de determinar cuál dice qué cosa: eso que en
las infinitas descripciones de My Secret Life, en sus anatomías meticulosas, sus
movimientos, sus progresiones, sus contactos, sus impresiones, sus superficies
y sus derrames, de todos sus paisajes del cuerpo en dimensiones de un jardín
japonés no puede de ninguna manera pasar de la cama al diván, del burdel a la
consulta y volverse pertinente para un psicoanálisis. Y a la inversa, sería nece-
sario buscar cuáles son los sentidos y las profundidades que no pueden de nin-
guna manera ver el día en el texto del inglés anónimo, sin embargo al acecho,
furiosamente experimental, insaciable de saber de su placer y de estar muy a
gusto de ese saber. Como la mano derecha y la izquierda, esos dos discursos no
pueden superponerse. ¿Alcanzaría con dar vuelta uno de ellos? No es seguro.
(Foucault, 1994, p. 132).

144 Universidad de la República


Referencias bibliográficas
Davidson, A. (2005). Le sexe et l’émergence de la sexualité. L’émergence de la sexualité. Paris:
Albin Michel.
Foucault, M. (1991). Historia de la sexualidad: La voluntad de saber. Traducción: Ulises
Guiñazú: Siglo XXI editores.
————— (1994). L’Occident et la vérité du sexe. Dits et écrits. t. III. Paris: Gallimard.
Gibson, I. (2003). El erotómano: La vida secreta de Henry Spencer Ashbee: Punto de lectura.
Ediciones BSA.
Revel, J. (2005). Foucault avec Merleau-Ponty: Ontologie politique, présentisme et histoire.
Paris:Vrin.
S.A. (2006). Mi vida secreta. La sonrisa vertical. Barcelona: Tusquet editores.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 145


La recepción del psicoanálisis freudiano en el período
clásico de la teoría crítica

Ivana Deorta

Liminar
El Instituto de Investigación Social fue creado en 1923 por Felix Weil y
Friedrich Pollock. El tipo de investigaciones que Pollock y Weil estaban inte-
resados en desarrollar no tenían cabida en el ámbito universitario: sus intereses
eran demasiado amplios como para confinarlos a una disciplina en particular
y su propuesta era demasiado radical para tener cabida en un ámbito bastante
cerrado y jerárquico como el sistema académico alemán. A Weil le interesaba
abordar temas que estaban fuera del curriculum académico y pretendía que el
Instituto llegara a ser conocido por sus aportes al marxismo. El Instituto tuvo,
en sus comienzos, un interés netamente marxista ortodoxo con resistencias ha-
cia las cuestiones teóricas. Bajo la dirección de Carl Grünberg, orientaba sus
investigaciones hacia cuestiones empíricas e históricas basadas en general en un
marxismo mecanicista y no dialéctico. El giro hacia la Teoría crítica se produjo
con la dirección de Horkheimer a partir de 1931.
El Instituto Psicoanalítico de Frankfurt, creado por Karl Landauer y
Heinrich Meng, se inauguró en 1929. Instalado en el edificio donde funciona-
ba el Instituto de Investigación Social, fue el lugar para la reflexión teórica en
psicoanálisis, mientras que los trabajos clínicos se concentraban en el Instituto
Psicoanalítico de Berlín. Gracias a los vínculos establecidos por integrantes del
Instituto Psicoanalítico de Frankfurt con Max Horkheimer y Leo Löwenthal,
el psicoanálisis freudiano ingresó por primera vez a la universidad. Martin Jay
(1974) da noticia de dos cartas de Freud dirigidas a Horkheimer en agradeci-
miento por promover el ingreso del psicoanálisis al ámbito universitario.
Ambos institutos fueron clausurados en 1933 por los nazis. A partir de
ese año, el Instituto de Investigación Social comenzó a funcionar en el exilio.
Primero en Ginebra, donde ya en 1931 se había establecido una filial. Esta
anticipación respondía en parte a la previsión de los acontecimientos que se
estaban gestando y que algunos estudios realizados por este Instituto pudieron
prever. Bajo la dirección de Erich Fromm, durante los años previos a 1933
(1929-30) en Frankfurt, realizó un estudio sobre la conciencia política de los
obreros y los empleados alemanes. Esta investigación, que incorporaba como
novedad la entrevista psicoanalítica en profundidad, concluyó que los traba-
jadores alemanes tenían una alta predisposición al sometimiento a la autori-
dad, es decir, que el potencial fascista concentrado en la población obrera se

Comisión Sectorial de Investigación Científica 147


vinculaba, de alguna manera, a lo que ya en el exilio americano el Instituto
relacionó directamente con el carácter de clase del fascismo y con una relación
decisiva entre fascismo y capitalismo. Los resultados, que fueron motivo de
intensos debates al interior del Instituto, permanecieron en la órbita interna.
Esta investigación a cargo de Fromm—Obreros y empleados en vísperas del
Tercer Reich—no fue publicada hasta 1980. El Instituto se preparó, en cam-
bio, para el ascenso del fascismo alemán buscando un lugar fuera de Alemania
donde continuar con sus investigaciones.
En marzo de 1933 el Instituto fue clausurado por sus «tendencias hostiles
al Estado» y los más de 60.000 volúmenes de la biblioteca fueron confiscados
por el gobierno nazi. Los recursos financieros no fueron confiscados porque, dos
años antes, habían sido transferidos a Holanda (Jay, 1974, p.64). Mientras que
Adorno mantenía lo que se le ha reprochado o se ha tratado de comprender en
términos de ingenuidad política—esto es: su interés de permanecer en Alemania
«con el fin de hacer contrabando intelectual con la ayuda de un lenguaje disimu-
lado» (Müller-Doohm, 2003, p. 258)—Horkheimer le respondía: «No, ahora
hay que salir del país lo más rápido posible» (Müller-Doohm, 2003, p. 258).
Ginebra se convirtió en 1933 en la sede administrativa del Instituto, que asu-
mió el nombre de Sociedad Internacional de Investigaciones Sociales—con
Horkheimer y Pollock como presidentes—ya que también en 1933 se fundaron
filiales de la Escuela en Londres y París.
En 1934 el Instituto se traslada a Nueva York, que es donde se consolida
la denominación de Teoría crítica para referirse a la orientación de las investiga-
ciones realizadas por sus miembros y colaboradores. En la vida intelectual esta-
dounidense las investigaciones que ejercieron mayor influencia versaron sobre la
cultura de masas y el potencial autoritario (Jay, 1974, p. 355) que, a diferencia
de los escritos de la década del 30, estaban en su mayoría escritas en inglés.
Según el sociólogo vienés Paul Lazarsfeld el Instituto enterró gran parte de su
producción en EUA por su empeño en escribir en lengua alemana (Jay, 1974,
p. 360). Rolf Wiggershaus considera que la producción en alemán respondía a
fuertes razones estratégicas: buscaban no ser comprendidos por quienes podían
retirarles su apoyo y evitaban ser perseguirlos bajo la sospecha de contar con co-
laboradores marxistas, si bien ningún integrante del Instituto estuvo asociado al
Partido Comunista. El último número en alemán de la Revista de Investigación
Social se publicó en setiembre de 1939. En este número se publicó «Los judíos
en Europa», el primer artículo de Horkheimer en el que se abordaba el tema del
fascismo y se incluía una declaración política del Instituto: nadie podía hablar
de fascismo si se negaba a hablar de capitalismo (Wiggershaus, 1986, p. 277).
Muchos consideraron que la relativa independencia económica del Instituto le
permitía pronunciarse sobre los vínculos entre el fascismo y el capitalismo, tema
que otros intelectuales emigrados a eua no se atrevían a tratar.

148 Universidad de la República


El Ángel de la historia
En 1941 el Instituto se traslada a California y, por apremios financieros, el inte-
rés de Horkheimer fue dar prioridad a un estudio sobre la dialéctica de la ilustra-
ción (que representaba la posibilidad de desarrollo de la Teoría crítica) frente a las
investigaciones colectivas sobre la teoría de la sociedad. Así, el Instituto queda
reducido (puertas adentro) a dos miembros: Adorno y Horkheimer. Oficialmente
se buscó mantener las apariencias, en especial para no perder futuros beneficios
de los vínculos que el Instituto podría obtener a través de organismos financia-
dores de proyectos, como la Universidad de Columbia, la cual, además, pagaba
clases regulares a los colaboradores del grupo de Horkheimer.
Dialéctica de la ilustración es considerada la obra que marca el punto de
inflexión en las investigaciones del Instituto hacia la Teoría crítica. Con este libro
se consolida el interés por la industria cultural entendida como continuación del
nacionalsocialismo y de los mecanismos de propaganda y manipulación psíquica
que apuntan al despliegue de lo irracional y primitivo. Según Wiggershaus la «es-
trella rectora» para la unión de Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la ilustra-
ción fue Walter Benjamin. En 1941 Hannah Arendt entrega a Adorno una copia
de Tesis sobre la historia que Benjamin le habría confiado para que se la entregase
en caso de no conseguir llegar a eua. En efecto, Benjamin no lo consigue e in-
giere, en un hotel de Portbou, una dosis de morfina, luego de ser detenido, junto
a otros judíos, por intentar pasar desde Francia a España sin el visado requerido.
En la carta que acompañaba la copia de las tesis sobre la historia, de Benjamin,
enviada desde Nueva York a Horkheimer (que ya se encontraba en California),
Adorno—albacea de Benjamin—expresaba que, a pesar de la negativa del autor,
el trabajo debía ser publicado y que ningún otro trabajo de Benjamin se acercaba
tanto a sus intereses y a los de Horkheimer. «Esto se refiere sobre todo a la idea de
la historia como catástrofe permanente, la crítica al progreso y a la dominación de
la naturaleza, y la posición respecto a la cultura» (Carta de Adorno a Horkheimer
del 12 de junio de 1941 cit. en Wiggershaus, 1986, p. 336). En estos intereses el
análisis de la subjetividad ocupa un lugar fundamental.
Pero antes de Dialéctica de la ilustración, ya en 1931, en Alemania se pro-
duce un giro en las investigaciones del Instituto que, de la mano del psicoa-
nálisis, desplaza sus investigaciones desde la economía a la ideología haciendo
énfasis en el sujeto como nexo entre ambas. Estas investigaciones, que pasan de
ser—como hemos señalado—netamente marxistas ortodoxas a ser interdiscipli-
narias, se orientan progresivamente hacia la reflexión sobre la industria cultural
y la sociedad de masas. Ya Horkheimer, en Autoridad y familia (1936) atiende al
factor subjetivo, descuidado por el marxismo vulgar, si bien acepta que las for-
mas políticas (que corresponderían a lo que varios análisis llaman «superestruc-
tura», aunque es preferible evitar este término, así como necesaria es la ruptura
con la rigidez determinante de la «infraestructura» sobre lo «superestructural»)
tienden a afianzar, en lugar de revolucionar, la base económica en particular y

Comisión Sectorial de Investigación Científica 149


las formas de vida social en general. En la filosofía idealista se concibe a cada
época como el despliegue de un plan espiritual a priori, mientras que la postura
materialista atiende a la dinámica económica como algo determinante en última
instancia en cada época. El materialismo entiende que la historia humana debe
ser comprendida desde el proceso material de la vida social (las relaciones socia-
les de producción, los medios mediante los cuales se satisfacen las necesidades
y el vínculo humano con la naturaleza, a partir de necesidades económicas). Y,
a diferencia de la postura idealista, el materialismo no sostiene una necesidad a
priori, porque se entiende que los seres humanos pueden reaccionar y oponerse
al curso de los acontecimientos que se suceden como parte del proceso material.
Los acontecimientos no están fijados de antemano, no son « un despliegue de un
principio unitario», sino el resultado «de un proceso de acción recíproca entre
naturaleza y sociedad, entre cultura existente y la cultura en devenir, entre liber-
tad y necesidad» (Horkheimer, 1936, p.80). Sin embargo, desde sus comienzos,
el primer período de la Teoría crítica ha insistido en la necesidad de explicar
por qué, si las condiciones materiales estaban dadas para que la humanidad die-
se realmente un salto, eso no sucedió. En este sentido, la base económica de la
sociedad no puede entenderse a través de una dicotomía rígida como pretende
el marxismo vulgar:
Si bien la dirección y el tempo de este proceso están determinados, en última
instancia, por legalidades propias del aparato económico de la sociedad, la
forma de actuar de los hombres en un momento dado no se puede explicar solo
por los fenómenos económicos producidos en el instante inmediatamente an-
terior. Antes bien, los diversos grupos reaccionan en virtud del carácter típico
de sus miembros, que se ha ido formando en conexión, tanto con el desarrollo
social anterior, cuanto con el actual. Este carácter proviene de la influencia de
todas las instituciones sociales, que, para cada estrato social, funcionan de una
manera peculiar. El proceso de producción influye en los hombres, no solo en
la forma directa y presente, tal como ellos lo viven en su trabajo, sino también
en la forma en que aquel se conserva, mediado, en las instituciones relativa-
mente estables, es decir, de transformación lenta, como familia, escuela, igle-
sia, organizaciones artísticas y otras semejantes. Respecto de la comprensión
del problema de por qué una sociedad funciona de cierta manera, de por qué
es estable o se disuelve, es esencial, según esto, el conocimiento de la comple-
xión psíquica de los hombres en los diversos grupos sociales, del modo en que
su carácter se ha configurado en conexión con todas las potencias culturales
formativas propias de la época. Concebir el proceso económico como funda-
mento determinante del acontecer implica considerar todas las otras esferas
de la vida social en su cambiante conexión con él, y entender ese proceso, no
en su forma mecánica aislada, sino en unidad con las aptitudes y disposiciones
específicas de los hombres, las cuales, por cierto, fueron desarrolladas por
él. De tal modo, toda la cultura resulta incluida en la dinámica histórica; sus
dominios, es decir, los hábitos, los usos y costumbres, el arte, la religión y la fi-
losofía constituyen, en su entrelazamiento, los factores dinámicos que, en cada
caso, contribuyen a mantener o destruir una forma determinada de la sociedad.

150 Universidad de la República


La cultura misma, en cada momento, es un conjunto de fuerzas envueltas en el
proceso de cambio de las culturas. Todas las instituciones y procesos, en todos
los dominios de la cultura, en tanto actúan sobre el carácter y los actos de los
hombres, aparecen como momentos de conservación o bien de disolución de la
dinámica social, y, según los casos, constituyen la argamasa de un edificio to-
davía en construcción, la masilla que reúne artificialmente partes que tienden a
separarse, o una parte del explosivo que destroza el todo con la primera chispa
(Horkheimer, 1936, pp. 82-83).
La separación entre el trabajo físico y el intelectual permitió que la concien-
cia sea capaz de separarse del mundo, en el sentido de ser algo más que conciencia
de la práctica existente y poder representarse algo sin que esto que se representa
sea efectivamente real. Si la teoría está en contradicción con las relaciones so-
ciales existentes, es porque las fuerzas productivas están en contradicción con
las relaciones sociales existentes. Es decir, el ser humano tiene la posibilidad de
ser consciente de que el tipo de relaciones sociales existente no se corresponde
con las posibilidades que habilita el grado de desarrollo que, en ese momento,
han alcanzado las fuerzas productivas existentes (Marx y Engels, 1845-1846).
¿Por qué entonces no se ha producido la emancipación humana si las condiciones
estaban dadas para ello? La Teoría crítica entiende que es el sujeto, su yo debi-
litado en sus aspectos conscientes, lo que posibilita sostener, como argamasa, el
edificio resquebrajado de un sistema económico que mantiene unas relaciones
de producción que no se corresponden con las posibilidades habilitadas por el
desarrollo de las fuerzas productivas. El psicoanálisis es en este punto, como ya
plantea Horkheimer en Historia y psicología (1932), una ciencia fundamental
para las investigaciones interdisciplinarias del Instituto de Investigación Social.
El imperativo de la repetición en Freud, según el cual no hay nada realmen-
te nuevo luego de las etapas iniciales del desarrollo del niño y de la civilización,
junto al concepto de regresión, son los ejes de la reflexión: solo cuando se horro-
rice de sí mismo ante su propia imagen, el pensamiento abrirá los ojos a lo que
está más allá de él. La repetición debe ser interrumpida por el pensamiento. Así,
la posibilidad de una salida efectiva está en los medios necesarios para resistir.
En este sentido apunta Benjamin:
Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel, al
parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene
los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia
debe tener ese aspecto. Su rostro está vuelto hacia el pasado. En lo que para
nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe,
que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar. El ángel
quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero
un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte
que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irresistiblemente
hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas cre-
ce ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso
(Benjamin, 1940, pp. 44-45).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 151


La recepción
Fue en especial a través de Erich Fromm—uno de los cuatro miembros per-
manentes del Instituto Psicoanalítico de Frankfurt y director vitalicio del
Departamento de Psicología del Instituto de Investigación Social de 1930 a
1939—que el Instituto pone en diálogo al marxismo y al psicoanálisis (Jay,
1974). Esta reflexión se consolida en el exilio americano con el ingreso de
Adorno—que coincide con el distanciamiento de Fromm—como miembro
con dedicación total en 1938. La desvinculación definitiva entre Fromm y el
Instituto se produce en 1939.
Marx y Freud permitieron a Fromm interpretar la relación entre el psiquis-
mo y la realidad material, pero luego modificó la teoría de las pulsiones negando
el materialismo biológico de Freud (Wiggershaus, 1986), aspecto que Adorno y
Horkheimer consideraban el núcleo teórico del psicoanálisis freudiano.
El materialismo de la Teoría crítica extrae su fuerza de los impulsos y deseos
humanos, de una estructura libidinal que permanece frustrada, y que más tar-
de conducirá a Adorno a un «giro al sujeto» para combatir la debilidad del yo
(Maiso, 2010, p. 162).
Si bien Fromm es considerado el colaborador del Instituto «más importante
desde el punto de vista teórico» (Wiggershaus, 1986, p. 293), después de 1935
la revista del Instituto publicó un solo artículo suyo: «La condicionalidad social
de la terapia psicoanalítica». El punto decisivo de las críticas de Adorno a este ar-
tículo—que nunca simpatizó con la colaboración entre Horkheimer y Fromm—
se basaba en que no era posible, desde una postura de izquierda, reprochar a
Freud su falta de bondad, como lo hacía Fromm. La falta de bondad—decía
Adorno—es justamente lo que los burgueses individualistas critican también en
Marx, quien—junto a Engels—en el Manifiesto del Partido Comunista, consi-
deraba que la filantropía es un instrumento utilizado por el socialismo burgués
para mantener sus intereses de clase, aplacando mediante la caridad, la ira y el
resentimiento hacia un sistema que no ha hecho otra cosa que aumentar la des-
igualdad entre los seres humanos. En este sentido, Adorno consideraba que el
artículo de Fromm constituía una «verdadera amenaza para la línea de la revista»
(Carta de Adorno a Horkheimer, marzo de 1936 cit. en Wiggershaus, 1986,
pp. 288-289). Por otra parte, Adorno coincidía con Fromm en el reproche di-
rigido hacia Freud por conceder mayor importancia a los fines sociales que a la
felicidad individual, pero la «falta de bondad» de Freud no podía ser superada
con bondad, es decir, con hacerle «sentir al paciente algo de lo que debería ser»
(Wiggershaus, 1986, p. 288). La actitud represiva de Freud, vista como falta de
bondad, permitía, según Adorno, negar la posibilidad de satisfacción pulsional
por esa vía y romper con la ilusión de que con bondad las cosas podrían mejorar.
La bondad, para Adorno, puede conducir a la adaptación, y quien está interesa-
do en conducir a la humanidad hacia otras posibilidades podría llevar, a través
de la filantropía, a reforzar en los sujetos lo que los convierte en víctimas o en

152 Universidad de la República


verdugos potenciales (Carta de Adorno a Horkheimer, 2 de junio de 1941, cit.
en Wiggershaus, 1986). Wiggershaus plantea que para Adorno—uno de los tres
no analizados del grupo de Horkheimer, junto a Pollock y Herbert Marcuse—la
crítica a Freud desde la izquierda es que la postura del analista no debe ser la del
representante del principio de realidad, sino la de alguien que lleva este principio
al extremo. Desde una perspectiva crítica de izquierda, la práctica psicoanalítica
correcta debe llevar a los sujetos a la conciencia de su infelicidad (la general y
la propia) y suprimir en ellos las satisfacciones que permiten mantener en pie el
orden que se desea eliminar. La tarea del analista sería la de llevar al paciente a
sentir hastío por el falso placer, a rechazar lo que se le ofrece como satisfacción
de sus necesidades y a llegar a ver (si bien confusamente) que la felicidad que
ha conseguido no es suficiente incluso —dice—en aquellos aspectos en los que
es real (Wiggershaus, 1986). La crítica que deja planteada Wiggershaus es que
Adorno propone lo que considera una práctica psicoanalítica correcta trasladan-
do lo que podría ser cierto en una teoría estética y en una teoría de la lucha de
clases al ámbito del análisis individual. Para Wiggershaus los riesgos de llevar a
la desilusión a los individuos no eran menos grandes que los de la práctica de la
bondad (Wiggershaus, 1986).
Ante estas cuestiones es preciso tener en cuenta que Adorno se oponía a
considerar al psicoanálisis como un método meramente terapéutico. El psicoa-
nálisis freudiano es, en sus reflexiones sobre el sujeto, un gran aporte para el
diagnóstico de la época. Adorno fundó su crítica al sujeto como crítica de la so-
ciedad en lugar de contrastar la impotencia del individuo con una idea abstracta
de individualidad autónoma (Müller-Doohm, 2003). En las sociedades altamen-
te industrializadas se constata un hecho paradójico en la subjetividad: la pro-
gresiva individualización no se corresponde con la posibilidad de singularidad
y esto se explica por la producción en serie de la subjetividad y de la vida. Esta
perspectiva crítica sobre el sujeto fue radicalizada por Adorno llegó a afirmar
que los «mecanismos predominantes de integración social vacían psíquicamente
al individuo» (Müller-Doohm, 2003, p. 585)—donde el yo debilitado va de la
mano del narcisismo colectivo a través de la identificación con líderes autori-
tarios—, y a elaborar conclusiones acerca de la alianza entre la sociedad que
reprime a los sujetos y el inconsciente que, para autores como Müller-Doohm,
fueron sumamente arriesgadas. Estas conclusiones son expresadas por Adorno
en afirmaciones tales como «la victoria del ello sobre el yo […] está en armonía […]
con el triunfo de la sociedad sobre el individuo» (Müller-Doohm, 2003, p. 585/
Adorno, 1955, p. 201). Esta postura radical no le impidió aceptar la posibilidad
de una salida para esta crisis de la subjetividad.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 153


De la relación entre sociología y psicología
Adorno considera que las posturas que se empeñan en separar al individuo de la
sociedad impiden que los sujetos sean capaces de percibir las tendencias socia-
les como propias y las perciben como algo que se les impone. Esto no significa
la equiparación del sujeto a la sociedad, sino que marca la necesidad dialéctica
de percibir a la sociedad como algo sustancial al individuo y viceversa. De otro
modo la «objetividad enajenada» se hace inescrutable y lleva a los sujetos a su «sí
mismo» (al individualismo, no a la individualidad). Se prepara para la humanidad
«un insípido alimento popular a base de Freud» (Adorno, 1955, pp. 154-155)
y en los impotentes se crea la ilusión de que su destino depende de sí mismos.
De esta forma, el psicoanálisis, mediante el que se esperaría que los sujetos se
encuentren a sí mismos, los transforma en objetos. Porque lo psicológico no es
un interior con relativa autonomía del exterior como se pretende hacer creer.
Este defecto del psicoanálisis, que da primacía a la interioridad, es disculpado
porque «armoniza con la irracionalidad de los fines» (Adorno, 1955, p. 155) al
formar parte de la ideología (que no es algo distinto a la base material, sino que
está inextricablemente entretejida en ella). El ámbito de lo psicológico se reduce,
cada vez más, en la medida en que pasa a colaborar con la realidad en lugar de
formar parte de un intento por comprender reflexivamente la objetividad (en
tanto que Adorno entiende que la crítica del sujeto es crítica de la sociedad que
lo ha producido). De esta manera, el individuo aislado representa a la totalidad
con sus contradicciones sociales sin ser consciente de la totalidad. Pero no se
trata de una mera copia de las contradicciones por parte del individuo; la confi-
guración de la totalidad social en el interior de los sujetos adquiere una dinámica
propia que se desarrolla desde el propio sujeto. Al separar el mundo interno de
la sociedad, se enajena a los sujetos de sí mismos y las tendencias históricas, que
van en su contra, se realizan en ellos y con ellos «y hasta sus cualidades psicológi-
cas promedio van a insertarse en su comportamiento social promedio» (Adorno,
1955, p. 158). Si bien los sujetos no se agotan en esta «racionalidad objetiva», e
incluso pueden llegar a oponerse a ella, la separación entre subjetividad y socie-
dad colabora con el hecho de que permanezcan a su servicio.
El elemento pulsional de los sujetos se manifiesta en la totalidad como nece-
sidades impuestas o manipuladas. Lo social ya no puede ser entendido como el
elemento mediador entre el sujeto y sus necesidades, ahora estas necesidades son
externas (se imponen y dirigen desde el exterior, aunque se experimentan como
necesidades reales) y las posibilidades para su satisfacción consisten en seguir las
reglas del juego eliminando, cada vez más, las resistencias:
En consecuencia, el diagnóstico adorniano es que la ambigua relación con la
autoridad que diagnosticara Freud, en la que los sujetos se debatían entre el
temor y el deseo de aceptación, había mutado hasta alcanzar un punto en el
que el sujeto debilitado no puede disminuir su necesidad de identificación
sin desencadenar enormes conflictos libidinales; al aceptar los modelos que la

154 Universidad de la República


sociedad le ofrece, su tensión se descarga, pero de este modo se produce la
«identificación con el agresor», que refuerza su indefensión frente a la totalidad
social (Maiso, 2010, p. 292)
De este modo, la racionalidad de los medios para la autoconservación queda
condenada a la irracionalidad de los fines en contra de esa misma autoconserva-
ción. En este sentido, Adorno entiende que la idea freudiana según la cual ello
debe devenir yo, requiere de una fortaleza que no es posible presuponer en las
condiciones actuales porque, especialmente a través de la industria de la cultura,
la sociedad ha debilitado y funcionalizado al sujeto. Su voluntad de resistencia
también está quebrada.
Adorno estima que es correcto separar lo psicológico de lo social en la me-
dida en que esta separación registra la ruptura entre el individuo y la sociedad,
y esto deja espacio para la libertad. Porque en la medida en que el sujeto no está
completamente conforme con la totalidad que lo mutila, reprimiendo y funcio-
nalizando sus deseos, deja abierta la posibilidad de contrarrestar la simple repro-
ducción desde una dinámica interna y de ser consciente del quebrantamiento de
su voluntad. Por otro lado, considera que esta separación es incorrecta en cuanto
renuncia al interés por identificar sus causas. La sociología que desatiende al
sujeto se asemeja más a las ciencias de la naturaleza sin alcanzar su objeto social
y da, como resultado, una sociología sin sociedad. Por su parte, la psicología que
no se interesa por lo social y se interesa por el sujeto de forma aislada desatiende
la influencia del proceso social de producción en la economía psíquica. Ambas
disciplinas se apropian, de esta manera, de sus incompetencias (el sujeto o la
sociedad) sin tener la capacidad para corregirlas.
La sociología que pretende tomar el factor subjetivo mediante meros da-
tos factuales ofrece resultados estadísticos basados en individuos particulares y
sus contenidos de conciencia sin cuestionar a esos individuos y sus contenidos.
Toma a la conciencia que los individuos tienen de sí mismos para explicar sus
acciones sin ocuparse de la determinación objetiva de la opinión y conciencia
que los sujetos tienen de sí mismos. En el caso de la psicología, Adorno sostiene
que los mecanismos que descubre en el psiquismo no permiten explicar lo que
de la conducta es socialmente relevante cuando se orienta por una psicología
del yo superficial. Las psicologías del yo frustran la comprensión psicológica de
la determinación heterónoma de las decisiones que los sujetos toman, en apa-
riencia, de forma autónoma. Adorno entiende que la racionalidad del yo queda
limitada a elegir de manera realista entre alternativas mínimas. Por otra parte,
las posibilidades de elección para el inconsciente son desviadas por métodos de
manipulación y se impide que el aspecto consciente del yo ilumine de alguna
manera estos mecanismos. De esta forma, según Adorno, ello y superyó cierran
el pacto porque allí donde las masas actúan irracionalmente están preformadas
por la censura. La censura no estaría entonces al servicio de la racionalidad, sino
que lo que se reprime (impidiendo su acceso al yo consciente) promueve lo irra-
cional al servicio de la realidad irracional (inconsciente).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 155


El reverso de la civilización es la barbarie
Cuanto más ajustado a la realidad está el sujeto, más cosificada es su subjetivi-
dad. A mayor realismo mayor destrucción de su subjetividad. Porque el realismo
atenta contra la propia autoconservación en la medida en que el mecanismo de
adaptación a la realidad implica un daño para el sujeto que degenera en impo-
tencia frente a esa realidad y desencadena tendencias destructivas. Como señala
Jordi Maiso: la predisposición a la agresión es una forma de tomar contacto con
aquello que es reprimido por el modelo de la racionalidad instrumental (Maiso,
2010). Esto no significa una propuesta al retorno a lo natural no reprimido, sino
una apelación a la posibilidad de la razón de convivir sin deformar y mutilar
aquello que reprime, de aceptar lo que ella no es, no ya como algo que se deba
someter, sino como algo que puede ser satisfecho, comprendiéndolo como lo
que es sin negarlo. Nietzsche dijo alguna vez que sin dolor no podemos llegar
a ser guías ni educadores de la humanidad, pero no postuló que los costos hu-
manos y el dolor que ha infligido el ser humano sean necesarios (basta con que
recordemos el episodio en Turín). Quizá podría dejarse planteada, como una
seña, el mal uso del bien y el buen uso del mal del que nos habló Epicuro en la
clasificación de los deseos y en su forma de entender que todo placer es un bien
y que todo dolor es un mal.
El propietario de un hotel, llamado Adán, mató a golpes de bastón a las ratas
que manaban de los agujeros del patio ante los ojos de un niño que le admira-
ba; según su imagen ha configurado el niño la del primer hombre. Que eso se
olvide, que ya no se entienda lo que se sintió una vez ante el coche del perre-
ro, es el triunfo de la cultura y su fracaso. Esta no puede tolerar el recuerdo
de esa zona, porque siempre hace como el viejo Adán y precisamente eso es
incompatible con el concepto que tiene de sí misma. La cultura abomina la
pestilencia porque ella misma apesta, porque su palacio, como dice Brecht en
un pasaje grandioso, está construido con mierda de perro. Años más tarde de
que se escribiera dicho pasaje, Auschwitz demostró el fracaso de la cultura de
modo irrebatible (en Maiso, 2010, p. 419/ Adorno, 1966, p. 366).
El psicoanálisis es afectado por la dinámica social en la medida en que su
práctica se convierte en otro mecanismo más de adaptación de lo pulsional a
las dinámicas sociales y que, inevitablemente, emerge de las peores formas. La
civilización pretende negar los conflictos que el psicoanálisis dejó al descubierto
en el psiquismo y suspende temporalmente las represiones compensando la re-
nuncia y el sacrificio (exigidas por la dinámica social) a través de le legitimación
brutal de la destrucción.
Adorno reprocha a Freud el haberse dado por satisfecho con el origen so-
cial del carácter abstracto de lo inconsciente y no haber explicado la relación
entre lo inconsciente y la realidad social. En la transición de lo psíquico a lo real
histórico Freud no tuvo en cuenta la modificación, que él mismo descubrió, de
lo real en el inconsciente. Freud se empeña en encontrar asideros a través de un

156 Universidad de la República


pasaje repentino de lo psíquico a facticidad (horda primitiva, escena originaria)
refirmando la incidencia de lo social en el psiquismo, incidencia que—al mismo
tiempo—pasa por alto. Esto ocurre, según Adorno, donde Freud practica una
psicología del yo (aunque del inconsciente) y trata al ello como si poseyese ca-
pacidad de raciocinio en la economía psíquica, lo cual significa para Adorno no
que no la tenga (en algunas ocasiones), sino que Freud trata al ello como algo
con una racionalidad propia y autónoma. El determinismo psíquico en Freud
excluye, según Adorno, la posibilidad de lo nuevo, reduciendo la vida psíquica
a la repetición histórica de los mismos acontecimientos. Los vínculos entre la
sociedad y el psiquismo deben ser tratados más allá de su contacto por medio
del principio de realidad y de los rodeos pulsionales para alcanzar metas. Adorno
está interesado en la influencia de la dinámica social en la economía psíquica
regida por el principio de placer y en cómo se sedimenta en el inconsciente
«aquello que ha de pagar los platos rotos del progreso y la ilustración» (Adorno,
1955, pp. 165-166) como fracasos «intemporales» (lo fáctico que Freud señala
de forma predialéctica).
Entre los cuales ha ido a dar también la exigencia de felicidad, que en la prácti-
ca muestra un aspecto «arcaico» tan pronto como apunta exclusivamente como
meta a la contrahecha figura de una satisfacción somática localizada, escindida
de la consumación total, que se metamorfosea en «some fun» con mayor radi-
calidad cuanto más aplicadamente se esfuerza en alcanzar una vida consciente
de adulto (Adorno, 1955, p. 166)
Con Freud lo psíquico supera la crítica kantiana a la psicología racional y
se despliega la psicología empírica, porque lo psíquico freudiano se subordina al
mundo ya constituido. En Crítica de la razón pura, Kant sostiene la imposibili-
dad de que la razón por sí misma pueda alcanzar el conocimiento «de ese yo que
piensa» sin intervención de la sensibilidad. La psicología racional, que buscaba
un conocimiento a priori del alma no es, según Kant, una ciencia, ni puede
serlo, porque es imposible tomar como objeto del conocimiento aquello que lo
regula y de lo que no podemos tener ninguna intuición sensible. Pero Kant, en
su intento por fundamentar una esfera—la trascendental—hace del alma objeto
de una ciencia empírica: la psicología. El concepto de yo que Adorno propone
es dialéctico: psíquico (fragmento de libido) y no psíquico (representante del
mundo). Freud no se ocupó de esta dialéctica.
La psicología racional se distingue de la empírica en que la primera per-
tenece a la filosofía pura y pretende ser una ciencia pura del sentido interno.
La psicología racional toma como equivalentes el sentido interno y la apercep-
ción que no puede ser objeto de conocimiento, porque a ella no le corresponde
ninguna intuición sensible. Kant ha argumentado en contra de esta posibilidad,
habilitando que la psicología solo podría ocuparse del sentido interno desde una
perspectiva empírica que no pertenece a la esfera de la libertad. Adorno establece
un paralelismo entre la falta de libertad señalada por el psicoanálisis y la crítica
materialista a un mundo gobernado por la economía. Pero la falta de libertad, en

Comisión Sectorial de Investigación Científica 157


la teoría psicoanalítica, se consolida como condición humana (como en el sujeto
empírico en Kant) y, al pensar esta falta de libertad como algo meramente psico-
lógico, se «desubjetiviza a la subjetividad» y «el psiquismo arrojado de vuelta a sí
mismo […] se agota en sus ecuaciones de energía» (Adorno, 1955, p. 169).
Adorno afirma que una determinada estructura social no expresa determi-
nadas tendencias psicológicas, sino que las elige. El debilitamiento del yo tiene
como consecuencia el aumento del narcisismo y sus derivados colectivos (la
pulsión de destrucción). Lo que en apariencia diferencia al sujeto de la totali-
dad (el yo) «contrarresta la brutalidad del exterior» (la nivelación) y aprovecha
el «núcleo primitivo del inconsciente» (inconsciente arcaico). El reverso de la
civilización es la barbarie.

Un giro hacia el sujeto (mutilado)


Para Adorno, en una sociedad irracional recaen sobre el yo tareas que no puede
cumplir según la concepción que del yo da Freud. Por un lado el yo debería
poder reconocer la realidad de forma de desempeñar sus funciones de manera
consciente pero, por otro lado, para poder realizar prohibiciones el yo debe per-
manecer inconsciente (bajo la forma de superyó). Freud explica que en la génesis
del yo el sujeto debe pactar entre sus necesidades y las exigencias sociales de
convivencia. El yo toma distancia de la libido y se constituye como examinador
de la realidad. Por otra parte, ha tenido en cuenta—en especial en El males-
tar en la cultura (1930)—que la renuncia pulsional exigida no se corresponde
con las compensaciones. Estas compensaciones serían las únicas que podrían
justificar las renuncias exigidas ante la conciencia por la sociedad. Como estas
renuncias son injustificables (los sujetos obtienen malestar por sus renuncias sin
ser legitimadas con satisfacciones) el yo ha de volverse inconsciente. Lo que el
yo debe realizar de manera consciente para su autoconservación se ha de volver
inconsciente por esta misma autoconservación. El yo, en tanto que soporte de la
realidad, es también un no-yo, porque el principio de realidad no sería un trabajo
del yo consciente, en las condiciones actuales, porque en las condiciones actua-
les, el yo, como principio de realidad, debe reprimir, como forma de defensa, la
conciencia de infelicidad, sustituyéndola con formas de satisfacción irracionales
aunque sublimadas o legitimadas. Las necesidades libidinales que el yo repre-
senta, en tanto que expresión del principio de placer, no se corresponden con las
condiciones para la autoconservación exigidas por la sociedad (el principio de
placer no armoniza con el principio de realidad). De esta manera, las funciones
conscientes del yo se mezclan con funciones inconscientes y lo que aspiraba a ir
más allá de lo inconsciente (la conciencia) se pone al servicio de él y lo fortalece.
Adorno considera que el psicoanálisis no se ha ocupado de manera suficiente de
esta vuelta del yo al ello. Al volver al inconsciente el yo no desaparece, pero pone
sus cualidades para el examen de la realidad al servicio de lo inconsciente y se

158 Universidad de la República


armoniza, solo en apariencia, el principio de realidad con el principio de placer
como si el yo estuviese al servicio de algo superior.
Adorno reconoce un punto en el reproche que el revisionismo hace a Freud
acerca de su descuido de los elementos sociales mediados por el yo. Sin embar-
go, considera que el revisionismo, al rechazar la teoría de las pulsiones, niega la
función fundamental que cumple la cultura en la represión. Al resaltar el lugar
del yo (asumiéndolo autónomo) como mediador entre lo interno y lo externo sin
preocuparse de los conflictos entre el yo y el ello, en ese proceso de adaptación
«civilizatorio», a pesar del énfasis revisionista en la influencia de la cultura en el
sujeto, el revisionismo no se ocupó realmente de esta influencia. Mientras que
uno de los mayores méritos de Freud fue haber roto con el mito de la unidad de
la personalidad permitiendo dar cuenta de la dialéctica entre la historia subterrá-
nea de la humanidad (en términos del destino de las pulsiones reprimidas y de-
formadas) y el proceso civilizatorio que avanza en base a represiones y renuncias,
el revisionismo pasaba por alto la crítica al yo integrado al servicio de la realidad
oponiéndolo a la fragmentación pulsional y desestimando, de esta manera, los
conflictos pulsionales en el interior del psiquismo. Los conflictos entre las tres
instancias de la segunda tópica revelan los conflictos internos que la civilización
ha superado solo en apariencia.
El individuo es algo creado. Pero lo creado puede ser superior, no necesa-
riamente significa que sea algo negativo. Por eso la crítica al sujeto no equivale
a su eliminación. Adorno y Horkheimer consideraban que la libido era un con-
cepto indispensable, no solo para la crítica, sino también para la utopía, porque
implicaba algo fuera del control social total. Un psicoanálisis que no se interesa
por explicar cómo responde la libido a las presiones de la cultura descuida el
origen social del inconsciente y las posibilidades de una sociedad emancipada
que necesita, para ser tal, de individuos—valga la redundancia—libres.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 159


Referencias bibliográficas
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————— (1936). Autoridad y familia. En Teoría Crítica (1968). Buenos Aires: Amorrortu
editores, 2003.
Jay, M. (1974). La imaginación dialéctica: Una historia de la Escuela de Frakfurt. Madrid:
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Kant, I. (1787). Crítica de la razón pura. México: Fondo de Cultura Económica, Universidad
Autónoma Metropolitana y Universidad Nacional Autónoma de México, 2009.
Maiso, J. (2010). Elementos para la reapropiación de la Teoría Crítica. Salamanca: Ediciones de
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Marx, K. y Engels, F. (1845-1846). La ideología alemana. Montevideo-Barcelona: Ediciones
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Müller-Doohm, S. (2003). En tierra de nadie: Theodor W. Adorno: una biografía intelectual.
Barcelona: Herder.
Wiggershaus, R. (1986). La Escuela de Frankfurt. México: Fondo de Cultura Económica, 2010.

160 Universidad de la República


Estética del sí

Marcelo Real

Plan
«Estética de sí». La expresión es empleada por Foucault el 12 de febrero de
1982 en su curso sobre La hermenéutica del sujeto (Foucault, 2001b, p. 239)
de manera muy próxima a otras como «arte (tekhnê) de sí» (Foucault, 1984b, p.
76) o «artes de existencia» (Foucault, 1984b, p. 14), para analizar, al menos en
principio, el uso de los placeres (aphrodisia) y la meta ética de los griegos: tekhnê
peri bion, saber hacer de la propia vida (bios) una obra de arte.
Escribo «en principio» porque para Foucault el modo en que a través de la
construcción de un estilo de vida se puede producir un proceso de subjetiva-
ción tiene su interés también en la actualidad en la medida que, en definitiva, la
considera «tarea urgente, fundamental, políticamente indispensable, si es cierto,
después de todo, que no hay otro punto, primero y último, de resistencia al
poder político que en la relación de sí consigo.» (Foucault, 2001b, p. 240). De
este modo, esta categoría le servirá también para pensar desde la filosofía que en
el siglo XVI se desarrolla con Montaigne hasta la que en el siglo XIX propone
Nietzsche. Incluso propondrá considerar desde esta perspectiva tanto al marxis-
mo y al anarquismo como al psicoanálisis.
Jean Allouch ha elaborado una respuesta a Foucault sobre la cuestión del
psicoanálisis como ejercicio espiritual. Sin embargo, si bien retoma las expre-
siones «arte de vivir» o «modo de vida», el énfasis está puesto en los ejercicios
vinculados a las transformaciones que tiene que hacer un sujeto para acceder a
la verdad (Allouch, 2007) en la parrhesía, es decir, en el decir veraz (vrai-dire).
Prosiguiendo este debate, intentaré aquí entonces explorar qué luz podría
arrojar un análisis que pusiera el acento no tanto en la relación entre la espiritua-
lidad y la veridicción, sino en la estética y la sensación (aisthesis).
Así pues, y comenzando por una descripción de la existencia estética grie-
ga, quisiera plantear una serie de cuestiones que atañen a las posibles relaciones
entre una estética de sí y un psicoanálisis, o a la posibilidad de pensar un psicoa-
nálisis en tanto estética de sí. Admitiéndose que el análisis pueda funcionar como
cierto tipo actual de ejercicio estético quisiera plantear tres cuestiones que no
puedo formular más que como preguntas abiertas y que, lejos de procurar res-
ponderlas o resolverlas, las expongo a la discusión. Ellas contienen algunos pun-
tos de la existencia estética grecorromana que a mi entender se extienden desde
la Antigüedad hasta nuestros días, así como otros que entran en cortocircuito
con las diferentes modulaciones de la estética que pueden advenir en el curso de
un análisis. Primero, la cuestión de la belleza.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 161


Estetización de la existencia
Cabe recordar que por «estética de la existencia» griega, Foucault entiende
una manera de vivir cuyo valor moral no obedece ni a su conformidad con un
código de comportamiento ni a un trabajo de purificación, sino a ciertas for-
mas o más bien a ciertos principios formales generales en el uso de los placeres,
en la distribución que de ellos hacemos, en los límites que observamos, en la
jerarquía que respetamos (Foucault, 1984b, p. 87).
En este sentido, habla de tres tipos de estilizaciones de la bios:
en la Dietética, como arte de la relación cotidiana del individuo con su cuerpo;
en la Económica, como arte de la conducta del hombre en tanto jefe de familia;
en la Erótica, como arte de la conducta reciproca del hombre y del muchacho
en la relación de amor (Foucault, 1984b, p. 91).
Esta triple «estilística de la existencia» (Foucault, 2009, p. 174) recibe «el
resplandor de una belleza manifiesta a los ojos de quienes pueden contemplarla
o conservar su recuerdo» (Foucault, 1984b, p. 87). En dicha estética lo que
está en juego, en primer lugar, es una belleza visible. Pero, como se lee en la
cita, los griegos se preocupaban no solo por una manera de vivir bella, sino
también porque ese modo de vida fuera recordado, tanto en vida por quien
se ejercitaba en él como tras la muerte dejando en otros el recuerdo de una
bella existencia. De allí la escritura de verdaderas memorias (hypomnemata)
(Foucault, 1984a). Es decir, esa bella existencia había de ser memorable. La
bios se constituye así como «objeto estético» (Foucault, 2009, pp. 173-177)
en tres sentidos: objeto de elaboración (técnica), de contemplación (estética),
pero también de huella (mnémica).
Ahora bien, ¿qué quiere decir una vida bella para los antiguos griegos? Se
sabe que sus criterios de belleza, que sus cánones o ideales estéticos presentan
ciertas particularidades, y que incluso varían según los autores. Para Platón, lo
bello (τò καλόν) se relacionará con la armonía y la justa proporción, con la me-
sura, la ausencia de exceso y la moderación. La República lo mostrará a través de
Sócrates y Glaucón; cito a Foucault:
hasta qué punto son incompatibles el resplandor de un alma y de un cuerpo
con el exceso y la violencia de los placeres: «El hombre en quien concurran
bellos hábitos (kala ēthē) que estén en su alma, y en su exterior los rasgos
correspondientes y concertantes, por participar del mismo modelo, ¿no será
el más hermoso espectáculo para quien pueda contemplarlo? —Con mucho,
cierto.—Pero lo más bello, ¿no es también lo más amable (erasmiõtaton)?
—¿Cómo no? …—Pero dime, ¿hay alguna comunidad entre la templanza y
el placer en exceso? —¿Cómo podría haberla, cuando esto último pone a
uno fuera de sí, no menos que el dolor? —¿Y con la virtud en general? —
De ninguna manera. —¿Y con la violencia y el desenfreno (hybris [ὕβρις],
akolasia)? —Más que con ninguna otra cosa. —¿Podrías citar un placer ma-
yor y más agudo que el del amor sensual? —No puedo, ni de mayor locura

162 Universidad de la República


[μανικωτέραν, manikotéran]. —El amor recto (ho orthos erõs), por el con-
trario, consiste en amar, con cordura y armonía, el orden y la belleza. —
Muy cierto. —Al amor recto, por tanto, no puede tener acceso la locura
[μανικός, manikós] ni lo que esté emparentado con la incontinencia.» (Platón,
La República, 111, 402d-403b). (Foucault, 1984b, p. 88).
Según este diálogo, la intensidad desmesurada, tanto sea de las sensacio-
nes de placer como de dolor, saca de quicio al sujeto, le hace perder el tino, lo
transporta fuera de sí. Esto es lo que se insta a evitar: en favor de una ortopedia
del erotismo, La República de Platón destierra así a la locura del placer (μανία,
manía), considerada hybris de la sensación. La mayor intensidad de la sensación
aparece así como caos y demencia, desarreglo, monstruo y exceso. De este modo,
el espectáculo de la belleza termina siendo un regulador de la sensibilidad que la
mantiene dentro de los límites de la cordura. Es cierto que, un criterio regulador
estético a primera vista pareciera tener menos rigidez que uno religioso, que
uno jurídico o psicomédico (como los que hoy rigen) pero, al fin y al cabo, es
un regulador. ¿Acaso una estética que no se regulara por tal canon de la belleza
tendría motivos para rechazar la violencia de la sensación?
Primera cuestión, entonces, ¿qué sería de una estética de la existencia libe-
rada de la idea de belleza, de una forma de existencia estética que no se interesara
ni por quedar bien a la vista de todos ni por ser digna de una larga memoria? ¿El
psicoanálisis no estaría más próximo a una estética despojada de aquella preten-
sión griega? En efecto, no es en pos de la belleza que el análisis se acerca al cam-
po de la estética, Freud mismo lo dice en su ensayo sobre lo ominoso: la estética
no se circunscribe a la «ciencia de lo bello» (Lehre vom Schönen), sino que al-
canza la «doctrina de las cualidades de nuestro sentir» (Lehre von den Qualitäten
unseres Fühlens). Al analista le concierne aquel «ámbito de la estética» que, por
lo general, resulta alejado, «marginal, descuidado por la bibliografía especiali-
zada en la materia» (Freud, 1919, p. 219), la cual se ha ocupado más bien de
las variedades del sentimiento ante lo bello, lo grandioso, lo atractivo y no ante
lo penoso, lo repulsivo, como es el caso de lo «ominoso» (das Unheimliche),
sensación que es del orden de lo que provoca angustia, pavor, escalofrío (Freud,
1919, p. 219). En otro contexto, el de la tragedia griega de Antígona, dirá Lacan
que la experiencia de lo bello constituye una barrera contra el deseo. Siguiendo
los análisis de Foucault, podríamos decir que constituye una barrera contra el
placer en la medida que en la ética de los griegos la regla es que no se lo sienta
en exceso. Puesto que la bella existencia griega pretende ser recordada, se trata
también de una barrera contra la «segunda muerte», esa que no se confunde con
la desaparición física y que consiste en que tarde o temprano no solo nosotros,
sino nuestros nombres, nuestras obras, nuestras huellas, caerán también en el
olvido (Lacan, 1959-1960, pp. 354 y ss., sesión del 22 de junio de 1960).

Comisión Sectorial de Investigación Científica 163


Subjetivación y relación de sensaciones
Ahora, si bien no es entonces por el sesgo de la belleza que el psicoanálisis puede
interesarse por la estética de la existencia, hay un aspecto constitutivo de la esté-
tica de sí tal como se presenta en la bios griega, que efectivamente entiendo es a
considerar. Así pues, quiero destacar, en segundo lugar, una especie de pliegue
sobre sí, de relación de sí para consigo mismo que se opera fundamentalmente a
nivel de la sensación.
Buscando los antecedentes del «ocúpate de ti mismo» que aparece en El pri-
mer Alcibíades de Platón (127e), Foucault destaca una serie de técnicas de sí ya
existentes en la Grecia antigua mediante las que se transformaba el modo de ser
del sujeto y que fueron integradas en la terapia pitagórica, entre ellas, la prepa-
ración purificadora para la vida onírica (en la que eventualmente podría revelarse
alguna verdad). En efecto, dice Jámblico (300 ca, a) en su Vida de Pitágoras:
Considerando que comenzamos a ocuparnos [επιμελούνται, epimeloúntai] de
los hombres por la sensación [αἰσθήσεις, aisthíseis] [Θεωρώντας μάλιστα ότι
το πρώτο πράγμα που επιμελούνται ανθρωποι οι είναι αυτό που προσλαμβάνουν
με τις αισθήσεις], haciéndoles ver formas y figuras bellas y escuchar hermo-
sos ritmos y melodías, él [Pitágoras] disponía que la educación [εχπαίδευσης,
ekpaídefsis] empezara por la música, por ciertas melodías y ritmos, gracias a los
cuales producía curaciones [θεράπευε, therápeve] en el carácter y las pasiones
[πάθη, páthi] de los hombres, devolvía la armonía entre las facultades del alma,
tal como estas gozaban de ella en el origen, e ideaba medios para controlar o
expulsar [θεράπείες] las enfermedades del cuerpo y del alma […] A la noche,
cuando sus compañeros se disponían a dormir, los liberaba de las preocupacio-
nes del día y del tumulto y purificaba su espíritu agitado, dándoles un dormir
apacible, lleno de bellos sueños y a veces hasta de sueños proféticos (Jámblico,
300 a. c., b, § 64-65, pp. 36-37, citado en Foucault, 2001b, p. 59, nota del
editor F. Gros, número 8) .
Los ejercicios del cultivo de sí (επιμέλεια εαυτού, epimeleia heautou) tal
como se llevaban adelante en las prácticas terapéuticas y en la purificación del
soñante comenzaban, como acabamos de ver, no solo por el examen de concien-
cia, sino también por la percepción sensible de determinadas imágenes, el son
de compases rítmicos y el aroma de ciertos perfumes, es decir, por un efectivo
ejercicio de la sensibilidad (aisthíseis).
Otras «prácticas de sí» pitagóricas que Foucault analiza son las técnicas de
prueba, destacando entre ellas la anakhôrêsis: el retiro, tal como se practicaba en
la civilización griega arcaica, implicaba otra relación con la sensación que la que
acabamos de leer, ya que suponía, cito a Foucault:
en cierto modo, cortar el contacto con el mundo exterior, no experimentar
ya las sensaciones, no agitarnos ya por todo lo que pasa a nuestro alrededor,
hacer como si ya no viéramos y, efectivamente, no ver ya lo que está presente,
ante nuestros ojos […] la práctica de la resistencia [recordemos cómo durante
la guerra Sócrates ponía sus pies en la nieve permaneciendo insensible a lo que

164 Universidad de la República


pasaba a su alrededor] […] está, por lo demás, ligada a esa concentración del
alma y la retirada (anakhôrêsis) hacia sí mismo, que hace que sea posible o bien
soportar las pruebas más dolorosas y duras, o bien resistir, una vez más, a las
tentaciones que puedan presentarse (Foucault, 2001b, p. 58).
El anacoreta llegaba a ese estado de anestesia a través del ejercicio de esa
peculiar estética de sí.
Por la vía de una serie de operaciones efectuadas a nivel del sentir, tanto
Platón como Aristóteles insistirán en los ejercicios vinculados a la sophrosyne y a
la enkrateia, vale decir, al dominio, ¿dominio de qué?, de las sensaciones propias.
Cito a Foucault:
[…] La República examina una a una las cuatro virtudes fundamentales—pru-
dencia, valor, justicia y templanza (sophrosyne)—, da de esta una definición a
través de la enkrateia: «La templanza (sophrosyne) es una especie de orden y
señorío (kosmos kai enkrateia) en los placeres y pasiones». No obstante, puede
observarse que si los significados de estas dos palabras son muy cercanos, no
llegan a ser sinónimos exactos. Cada una se refiere a un modo algo distinto de
relación con uno mismo. La virtud de sophrosyne es más bien lo que se descri-
be como un estado muy general que asegura que nos conduzcamos «como es
debido ante los dioses y ante los hombres», es decir que seamos no solo tem-
perantes, sino piadosos y justos y también valerosos. Al contrario, la enkrateia
se caracteriza más bien por una forma activa de dominio de uno mismo, que
permite resistir o luchar, y asegurar su dominio en el campo de los deseos y de
los placeres. […] En la Ética nicomaquea, la primera [sophrosyne] se caracteriza
por el hecho de que el sujeto elige deliberadamente entre los principios de
acción acordes con la razón, que es capaz de aplicarlas y de seguirlas, que así
mantiene, en su conducta, el «justo medio» entre la insensibilidad y los excesos
(justo medio que no es una equidistancia, ya que de hecho la templanza está
mucho más alejada de estos que de aquella), y que goza con la moderación de
que da pruebas […] (Foucault, 1984b, pp. 62-63) .
Foucault encontrará también en la época romana esta especie de retorno a
sí muy particular que se opera a nivel de la experiencia sensible. Séneca escribe
a Lucilo:
El vulgo se complace con lo ligero y con lo superficial, pero dicho gozo, me-
ramente importado, carece de bases sólidas. […] aplasta lo que brilla exterior-
mente, lo que otros o lo que de otros te prometen, mira hacia el verdadero
bien y goza de ti mismo. ¿Qué quiero decir con este «de ti mismo»?: Tú, en
persona, y lo mejor de ti [de tuo gaude. Quid est autem hoc «de tuo»? Te ipso et
tui optima parte.]. Si bien sin tu pobre cuerpo nada podrías hacer, considéralo
como algo más necesario que grandioso: en efecto, él te espolea hacia deleites
breves, seguidos de pesadumbres y, si te abandonas a tales goces sin cautelosa
moderación, desembocan en lo contrario. La voluptuosidad se mece al borde
del precipicio del dolor [in praecipiti voluptas ad dolorem vergit] si no se la
sosiega de alguna manera. (Séneca, 65 ca, b).
No goces de lo vano (Ne gaudeas vanis), tal el consejo del filósofo que
apunta a una vida tranquila: sin intensidades extremas voluptuosas ni dolorosas.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 165


Ahora bien, si se descartan ciertas sensaciones es para obtener otras. Más aun,
se trata de que el estoico alcance un goce superior (magno gaudio): «Quiero que
ella [la alegría, laetitia] florezca en tu morada: así sucede si de alguna manera ella
nace dentro de ti mismo [Volo illam tibi domi nasci; nascitur, simodo intra te
ipsum sit]». Tal es la suerte de «aquel que no encadena su felicidad a la potestad
de otro [qui felicitatem suam in aliena potestate non posuit]» (Séneca, 65 ca, b).
En la correspondencia de Séneca, como en otros textos del estoicismo ro-
mano que datan de los primeros dos siglos de nuestra era, Foucault descubre
una estética de sí que no se reduce al imperativo del «conócete a ti mismo», y
que aunque supone sí (i) actos de conocimiento (prestar atención de sí mismo,
volver la mirada hacia sí mismo), implica también (ii) un movimiento global de la
existencia a la que se invita a volverse hacia sí (retrotraerse, retirarse en sí mismo,
recogerse), (iii) conductas particulares con respecto a sí mismo (curarse, reivin-
dicarse, respetarse) y, esto es lo que me interesa subrayar,
(iv) un cierto tipo de relación permanente consigo mismo, se trate de una
relación de dominio y soberanía (ser dueño de sí mismo), o, también de una re-
lación de sensaciones (complacerse consigo mismo, experimentar alegría con-
sigo mismo, sentirse feliz de estar en presencia de sí mismo, autosatisfacerse,
etc.) (Foucault, 2001b, p. 92, curso del 20 de enero de 1982).
Esta relación permanente consigo mismo posee entonces una doble faz: por
un lado, la relación de dominio (típica del discurso del amo y concebida, como
dice el propio Foucault, según un «modelo jurídico-político»); pero, por otro,
una faz que a mi entender no ha sido lo suficientemente destacada, a pesar de
que toca la fibra misma de la subjetivación estética, la relación de sensaciones
(rapport de sensations, dice allí Foucault, concebida según un modelo que él lla-
ma «de goce posesivo», modèle de la jouissance possessive). Se trata entonces de
dos operaciones de plegamiento sobre sí mismo: dominarse y sentirse. A nivel de
la soberanía, así como gobierna a los otros, el sujeto debe gobernarse a sí mismo.
A nivel de la sensación, así como siente esto o aquello, ha de sentirse a sí mismo.
A su vez, cada una de estas relaciones bien podría redoblarse sobre la otra: do-
minar lo que siente, sentir que se domina. De este modo, la subjetivación a partir
de tales prácticas de sí se ha producido en un entrecruzamiento del dominio y
la sensación, de la fuerza con la sensibilidad, de la política con la estética (una
estética en la que se conjugan, como intento mostrarles, aquellas dos direcciones
en que históricamente se ha bifurcado: la obra de arte bella y lo sensible).
Gózate de ti mismo (de te ipso gaude): problematización de la sensación que
no se reduce a la de las bases gnoseológicas, es decir, no se trata de la pregunta
epistemológica por los fundamentos de la ciencia o del saber, ni de discernir si
mis sentidos me engañan o si puedo fiarme de ellos para alcanzar la verdad. Pero,
sobre todo, no surge de las interrogantes de un sujeto ya dado como autocon-
ciencia, como conciencia de sí que duda de sus sensaciones como herramientas
del conocimiento. Se trata más bien de una problemática ligada a la producción
de un sujeto que no se supone constituido de forma previa, sino que se constituye

166 Universidad de la República


en la relación de sí con sus propias sensaciones, es decir, en la medida que man-
tiene una relación estética consigo mismo, que se interroga por lo que siente y
que hace algo al respecto, conduciéndose de cierto modo en la vida. No conviene
pensar esta especie de pliegue de sí con el concepto psicológico de autoerotis-
mo—en otro contexto, Lacan ha señalado que para que pueda hablarse de lo
autoerótico el «sí mismo» ya debe estar constituido (Lacan, 1962-1963b, sesión
del 23 de enero de 1963, p. 10)—ni con el concepto metafísico de solipsismo;
lejos de constituir una interioridad o de conducir a un replegamiento hermético
como exigencia de una soledad sin lugar para el otro, esta intensificación de la
relación de sí consigo conlleva, Foucault se esmera en mostrarlo, «una verdadera
práctica social, un intensificador de las relaciones sociales» (Gros, 2002).
El psicoanálisis debe a Foucault, entonces, haber mostrado aquel ejercicio
de la sensibilidad que se efectúa al interior de la relación de sí consigo mismo,
es decir, en el modo de subjetivarse. Pero, y hete aquí la segunda cuestión, lla-
mémosla de la relación de sensaciones: ¿cómo puede constituirse una estética
de sí en la que la problematización de la relación de sensaciones no apunte a la
templanza ni al dominio de sí mismo (como en el discurso del amo)? Aunque en
el transcurso de un psicoanálisis la relación de sensación (y no solo de placer,
sino también de otras sensaciones, como la de angustia) bien puede modificarse,
el análisis, por cierto, no se propone como meta el dominio de sí (del amo)—la
hipótesis del inconsciente va a contrapelo justamente de eso—, como tampoco
prescribe reglas de conducta para la buena gestión de los placeres.

Política de la sensación
Lo que he querido plantear hasta aquí es que la estetización de sí no comprende
simplemente hacer de la propia vida una obra de arte, sino también extraer de la
propia existencia el material de sensación, llevar adelante una vida ligada estre-
chamente a la sensación, a la sensación de sí. En efecto, tal estilización del modo
de vida supone también transformaciones en el modo de sentir(se), es decir, en
las relaciones de sensación.
Sin embargo, no se trata aquí de afirmar la existencia de una sensación pura
y simple, bruta y salvaje. Lacan ya había señalado que no hay sensación que no
esté penetrada de sentido; pero lo que sabemos a partir de Foucault es que la
sensación no solo está tomada desde el vamos en las redes del significante, sino
también en las tramas del saber y el poder, que no hay experiencia sensible que
no esté envuelta en relaciones de saber (Deleuze, 1987, p. 143) y relaciones de
poder (es decir aquellas en las que el poder también se enfrenta con los contra-
poderes o resistencias).
Si seguimos sus análisis, aprendemos que es en el entramado de esas re-
laciones de saber-poder que se ha establecido no solo la experiencia estética
de las aphrodisia, sino también la de la carne y la de la sexualidad. Aunque de

Comisión Sectorial de Investigación Científica 167


manera bien distinta ya que, a diferencia de las aphrodisia, cada una de estas
últimas se refiere a una entidad única que permite, cito a Foucault: «reagru-
par—por ser de la misma naturaleza, por derivar de un mismo origen o porque
juegan con el mismo tipo de causalidad—fenómenos diversos y aparentemente
alejados unos de otros: comportamientos y también sensaciones, [al igual que]
imágenes, deseos, instintos, pasiones» (Foucault, 1984b, p. 35). Habría que
analizar en detalle la reabsorción de la sensación en estas dos últimas unidades
ficticias, pero basta por ahora con señalar dos cosas que están vinculadas a la
más moderna de estas, la sexualidad.
Foucault señala cómo el uso de la sexualidad se estableció en relación con
otros fenómenos entre los que cuentan: ciertos dominios de saber, cierto conjun-
to de reglas y normas y, por último, ciertos cambios en la manera en la cual los
individuos son llevados a dar sentido y valor no solo a su conducta, sus deberes
y sus sueños, sino también a sus placeres, sus sentimientos y sus sensaciones (M.
Foucault, 1983b). Se puede apreciar la manera en que estos fenómenos se con-
jugaron en ciertos procesos de normalización de lo sensible: a fin de corregir las
desviaciones de la sensación se han subsumido unas sensaciones de opresión en
la garganta a la neurosis histérica (globus hystericus), la búsqueda de sensaciones
de dolor en la piel a la perversión masoquista, las sensaciones de placer que le
provocan a un tipo las caricias de otro a la identidad homosexual.
No hay que olvidar que la categoría psicológica, psiquiátrica, médica, de la ho-
mosexualidad se constituyó el día en que se la caracterizó—el famoso artículo
de Westphal sobre las «sensaciones sexuales contrarias» (1870) puede valer
como fecha de nacimiento—no tanto por un tipo de relaciones sexuales como
por cierta cualidad de la sensibilidad sexual, determinada manera de invertir en
sí mismo lo masculino y lo femenino. (Foucault, 1976, pp. 56-57).
De este modo, se ha vinculado cada sensación a una identidad determinada
de una vez por todas—«perversidad del sentir», dice Westphal—, sin dejar lugar
para la diferencia ni para la variación, cuando lo que justamente está en juego en
la sensación de sí no es «ser uno mismo»—como reza un slogan de moda—, ¡todo
menos eso!, sino volverse o sentirse otro.
Sucede que la sensación no es meramente una cuestión estética, sino emi-
nentemente política. Siguiendo los planteos de Foucault, una tercera y última
cuestión decisiva para no hacer del psicoanalista un maestro espiritual ni un agente
de pastoral o de disciplinamiento, una cuestión que llamaría de una «política de
la sensación», para emplear una expresión de Éric Alliez (2004), y que amplía la
cuestión precedente (de la relación de sensaciones), podría formularse así: ¿cómo
sería un ejercicio analítico de la sensibilidad que ya no reenviara a las ficciones
de las aphrodisia, la carne, o la sexualidad, una estética de sí que ya no quedara
supeditada al uso oportuno y moderado de los placeres ni a las tentaciones de la
concupiscencia y la voluptuosidad carnal ni a la verdad del deseo sexual?

168 Universidad de la República


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170 Universidad de la República


Un aporte de Michel Foucault para abordar el alma
y la espiritualidad en psicoanálisis

Ana María Fernández Caraballo

[…] un analista que no descubra, en cada uno


de sus pacientes, una nueva enfermedad del alma,
no lo escucha en su verdadera singularidad.
(Kristeva, 1995, p. 17).

Presentación
Hablar de espiritualidad y de alma remite inmediatamente a la teología, a la
filosofía o la metafísica. Ellas las contienen desde siempre, sin embargo, no son
de su exclusividad. Sin lugar a dudas, las diferentes expresiones del arte no han
dejado nunca de convocarlas, pero también diferentes campos del saber se han
ocupado de ubicarlas en sus teorizaciones.
Si bien desde sus inicios el psicoanálisis le ha otorgado un lugar especial
al alma y a la espiritualidad, términos tales como alma, espíritu y espiritualidad
no han tenido siempre relevancia para los psicoanalistas. Las pretensiones de
otorgarle un estatuto de credibilidad han llevado, muchas veces, a que el psicoa-
nálisis se vuelque hacia los modelos de cientificidad.
Para Foucault (1981-82 [2002]), diferentes elementos del psicoanálisis, y
en particular en el psicoanálisis de Lacan, le resultan recuperaciones de exi-
gencias propias de la espiritualidad de las escuelas filosóficas antiguas: ¿de qué
manera accede el sujeto a la verdad? y ¿qué transformaciones produce en este el
acceso a la verdad?
Esta línea implica ubicar al psicoanálisis como otra configuración de esos
elementos que estaban presentes en las escuelas filosóficas antiguas. Esto no sig-
nifica dejar de lado lo radicalmente nuevo que tuvo la invención del psicoanálisis;
tanto lo novedoso como los puntos de contacto serán posibles si se los ubica
dentro de su propia genealogía. Se trata del estatuto epistémico del psicoanálisis,
el cual no es una psicología, no es una ciencia, no es una religión, no es un arte ni
es magia, sino una forma de saber que no es absolutamente nueva.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 171


¿Por qué estudiar la espiritualidad y el alma en el psicoanálisis?
Las disputas por el lugar epistémico del psicoanálisis se encuentran desde los
comienzos en Freud y sus seguidores. Dependiendo de su ubicación, se produ-
cirán teorizaciones muy disímiles que repercutirán en la práctica analítica. Es
entonces necesario señalar algo obvio, no hay el psicoanálisis ni los psicoanalis-
tas, tampoco se puede encontrar homogeneidad en la obra de Freud o en la de
Lacan. Derrida, en su artículo «Ser justos con Freud. La historia de la locura
en la edad del psicoanálisis», lo expresa de una manera muy clara: «¿Qué se dice
cuando se dice «el» psicoanálisis? ¿Qué es lo que se identifica así, y tan global-
mente? […] ¿Qué es el psicoanálisis «en sí»?» (Derrida, 1996, [2010, p. 134]). Es
más, dirá que es imposible hablar de «todo» el psicoanálisis: «si se pudiera decir
seriamente algo así, lo que yo no creo: el psicoanálisis, todo el psicoanálisis, toda
la verdad de todo el psicoanálisis» (Derrida, 1996, [2010, p. 161]). Más bien se
trata de que el psicoanálisis no es globalizable, es dividido y múltiple. Entonces,
resulta imprescindible ubicar de qué manera es posible tratar la temática de la
espiritualidad y, por lo tanto, del alma, dentro del campo freudiano. Para ello
haremos un pequeño rodeo que permita situar qué lugar les otorgaron Freud y
Lacan a dichas temáticas.
En Freud encontramos al menos dos posiciones opuestas: por un lado, el
psicoanálisis es una ciencia natural que estudia los procesos inconscientes y, por
otra parte, dirá que su naturaleza es desconocida. Al respecto Assoun señala que
se trata de un silogismo paradójico que yuxtapone dos tesis:
El psicoanálisis es una Naturwissenschaft; su objeto es el inconsciente; el in-
consciente es la cosa en sí, o sea lo incognoscible. ¿El psicoanálisis no sería más
que el saber de lo incognoscible? Al enunciar este silogismo, es patente que
tocamos el meollo de la paradoja de la epistemología freudiana. […] Si puede
simultáneamente y sin contradicción afirmar la cientificidad del saber analítico
y profesar un agnosticismo, o sea afirmar un límite absoluto al conocimiento,
es porque estas dos tesis se concilian en el referente epistemológico que movi-
liza. (Assoun, 1968 [1982, p. 68]).
Como es bien sabido Freud inicia su producción teórica que denominará
psicoanálisis en el tiempo en que surge la psicología científica. Assoun sitúa
como antecedentes el agnosticismo de Du Bois-Reymond, quien plantea que
la ciencia deberá estudiar el nexo entre la materia y la fuerza. Se trata de saber
lo que es la sustancia (principio de la fuerza y la materia) y cómo esta siente,
desea, piensa. La conclusión es que sobre esos dos puntos para siempre ignora-
mos e ignoraremos (¡Ignoramus, ignorabimus!). «Surge […] lo que Lange, en su
Historia del materialismo, llama en la misma época «una psicología sin alma».
Se trata de una psicología conforme a la ciencia de la naturaleza» (Assoun,
1968 [1982, p. 71]). De hecho, para muchos implicó que, por fin, se lograba
renunciar a las especulaciones metafísicas sobre la «esencia del alma» a favor del
estudio de las relaciones fisiológicas.

172 Universidad de la República


Por tanto, se comprende que cuando Freud identifica el inconsciente con la
cosa en sí, reconoce la figura de lo incognoscible que heredó al mismo tiem-
po que la suntuosa morada de la Naturwissenschaft. Pues su castillo tiene su
fantasma, y Freud no hace más que volverlo a bautizar: «el inconsciente». Ni
más ni menos cosa en sí que la antigua, que no compromete la ambición de
explicación, sino que constituye su reverso especular. Punto de unión de la
prohibición de Du Bois-Reymond—«¡Ignorabimus!»—y de la ambición de
Lange: «Admitamos una psicología sin alma». Aquí lo que funda la audacia es
precisamente el límite: el saber, consciente de su carencia, se vuelve seguro de
sí, a reserva de exorcizar el espectro de la cosa en sí, con una ironía un tanto
inquieta. (Assoun, 1968 [1982, p. 71]).
No obstante, Freud tendrá que vérselas con el estudio de los procesos in-
conscientes, de allí su metapsicología, su epistemología.
Para Vanzago (2011), el problema de la psique, la conciencia y el alma en
Freud tiene un estatuto filosófico, ya que parte de cuestiones epistemológicas co-
munes a autores que lo precedieron y a otros posteriores a él. Desde los inicios,
Freud vacila entre un enfoque positivista (modelo mecanicista y determinista de
la naturaleza) y una postura diferente que tiene como origen a Spinoza y a Goethe.
El estudio de la histeria le permite mostrar que la vida psíquica tiene autonomía
respecto de su base neurológica. Surge una manera de comprender la relación
mente-cuerpo diferente a la tradición moderna. Al respecto dice Vanzago:
El alma (para utilizar un término presente en Freud desde sus comienzos
y luego cada vez con mayor frecuencia) es tan irreductible al cuerpo como
asimismo está inextricablemente unida a él. Esta doble determinación («un
tan… como…» que es también un «ni… ni…», lo cual implica que el alma no es
reductible al cuerpo, ni totalmente separada de él) constituye quizás la carac-
terística peculiar de la postura de Freud, también en su evolución posterior
(Vanzago, 2011, p. 179).
Es importante resaltar que la terminología freudiana se va transformando
en el correr de su producción teórica. Psique y psíquico se van sustituyendo
progresivamente por las palabras alma (Seele) y el adjetivo seelisch (anímico). La
pulsión, el inconsciente, Eros, la repetición, la sexualidad, los sueños, entre otras
tantas de sus conceptualizaciones, le permiten separarse cada vez más del mode-
lo dualista mente-cuerpo y llevar al psicoanálisis a una autonomía teórica propia.
Por su parte, Derrida (1996, [2010, p. 117]) en su libro Resistencias al
psicoanálisis, específicamente en el capítulo «Ser justos con Freud. La historia
de la locura en la edad del psicoanálisis», estudia el planteo de Foucault en La
historia de la locura en la época clásica en relación con Freud. Para Foucault
(1964 [1986]) la psicología no existía aún en la época clásica, no hay separación
entre las terapéuticas físicas y las meditaciones psicológicas. Por otra parte, el
psicoanálisis no se trata de una psicología. La psicología positivista había enmas-
carado la experiencia de la sinrazón.
El psicoanálisis, por el contrario, rompe con la psicología al hablar de la
Sinrazón que habla en la locura, y por lo tanto al retornar, en virtud de esa

Comisión Sectorial de Investigación Científica 173


palabra intercambiada, no a la edad clásica en sí (que, a diferencia de la psico-
logía, ha determinado perfectamente la locura como sinrazón, aunque para ex-
cluirla o encerrarla), sino a ese desvelo de la época clásica que aún lo asediaba
(Derrida, 1996, [2010, p. 120]).
«Ser justos con Freud» para Derrida implica rescatar un cierto «Genio ma-
ligno de Freud», fundamentalmente, la presencia de lo demoníaco, la pulsión de
muerte. El hombre contemporáneo, desde Nietzsche y Freud, sabe de sí mismo
aquello por donde amenaza la sinrazón.
El Freud que rompe con la psicología, con el evolucionismo, con el biologi-
cismo, en el fondo el Freud trágico que se muestra hospitalario a la locura […]
porque él es el extraño al espacio hospitalario, el Freud trágico que merece
hospitalidad en el gran linaje de los locos geniales es el Freud que se explica
con la muerte (Derrida, 1996, [2010, p. 148]).
El Freud de la muerte, del amor, de la locura, de los sueños, del inconscien-
te… que ubicó al psicoanálisis fuera de la psicología y de las ciencias humanas es
el Freud que nos permitirá leer un lugar para la espiritualidad. Un psicoanálisis
que puede preguntarse por el estatuto del alma, del espíritu y de la espiritualidad.
Cabe señalar que Freud desde sus comienzos se preguntó por el estatuto
de la espiritualidad en psicoanálisis. Es muy conocida su correspondencia con
Ferenczi sobre la «transferencia de pensamiento» (Gedankenübertragung) y el
trabajo sobre Moisés al final de su recorrido, donde la espiritualidad (Geistigkeit)
se hace cada vez más necesaria. A la vez que se encuentra, como dice Allouch
(2007, p. 78), «asustado» y con «reservas», pero dando lugar a una definición de
espiritualidad que se halla nada más ni nada menos que en el apartado C, «El
progreso en la espiritualidad», de la segunda parte:
El hombre se vio movido a reconocer donde quiera unos poderes «espirituales»
(geistige), es decir, los poderes que no se podrían aprehender por los sentidos
(Sinner), (en especial por la vista), no obstante lo cual, exteriorizaban efec-
tos indudables, incluso hiperintensos. Si nos es lícito confiar en el testimonio
del lenguaje, fue el aire en movimiento lo que proporcionó el modelo de la
espiritualidad, pues el espíritu (Geist) toma su nombre prestado del soplo de
viento (animus, spiritus, en hebreo rouach, soplo). En ello implicaba el descu-
brimiento del alma (Seele) como el principio espiritual (geistige) en el seno del
individuo (Freud, 1938-39 [1991, pp. 110-111]).
Por su parte, Lacan ubicará al sujeto en relación con la ciencia otorgándole
un lugar al cogito y al Dios engañador. Como indica Derrida:
Lacan volvía sin cesar a una cierta insuperabilidad de Descartes. En 1954,
asociando a Descartes con Freud en su «Propos sur la causalité psychique»,
él declaraba en conclusión que «ni Sócrates, ni Descartes, ni Marx, ni Freud,
pueden ser «superados» en tanto han conducido su investigación con la pasión
de develar lo que tiene un objeto: la verdad». (Derrida, 1996, [2010, p. 112]).

174 Universidad de la República


Como bien trabaja Allouch (1993) Freud, y después Lacan, es decir, no hay
continuidad. El lugar del saber, la evidencia en psicoanálisis ha tenido variacio-
nes. Lacan se dispuso a «vaciar la evidencia».
[…] se creyó saber que el psicoanálisis era una ciencia, se creyó saber que no
lo era (eso que llamamos meterse a Popper en la cabeza), se creyó saber que
era un género particular de la ciencia, se creyó saber que era una enfermedad
contagiosa, se creyó saber que era un discurso… (Allouch, 1993, p. 14).
Lacan se dedicó a estudiar el estatuto del saber en psicoanálisis, situó al in-
consciente como un «saber no sabido». A lo largo de los años de su enseñanza le
otorgó diferentes estatutos al psicoanálisis: ciencia conjetural, discurso, delirio,
incluso, ¿ciencia del alma?
La ruptura epistémica entre Freud y Lacan ha sido marcada claramente por
varios autores; Le Gaufey (1995, p. 11) lo dice de manera clara y contundente:
[…] entre Freud y Lacan, a pesar de la innegable comunidad de referencia
que los coloca en la misma línea, hay una ruptura epistémica considerable,
que redistribuye de una manera muy distinta las cartas, a las cuales se ha
vuelto difícil llamar «las mismas». Esta fisura no es específica del campo
psicoanalítico, al contrario, ella ha atravesado la mayoría de los campos del
saber contemporáneos.
El paradigma sir, el objeto petit a, el amor de transferencia, los juegos de
lenguaje, lalangue, el saber y la verdad, entre otras tantas conceptualizaciones,
permiten lugares donde ubicar la espiritualidad. Alma, espíritu y espiritualidad
están desplegados de maneras diversas en prácticamente la mayoría de los semi-
narios y escritos de Lacan. A modo de muestra, en «Situación del psicoanálisis y
formación del psicoanalista» del año 1956, dice:
Lo que no se puede dejar de decir es que Freud, previendo especialmente esta
colusión con el conductismo, la denunció por anticipado como la más contra-
ria a su vía. Cualquiera deba ser para el análisis la salida de la singular dirección
espiritual en la que así parece introducirse. (Lacan, 1956 [1985, p. 471]).
Allouch entiende que «la vía» se trata del término espiritual y agrega que
Lacan utilizará constantemente, «[…] pues presentaba su seminario como un ca-
mino por el cual llevaba a sus alumnos, pero también un camino que él iba
abriendo, «camino abierto», un término que usaría ampliamente y que no dejará
de realzar en el Freud del Proyecto» (Allouch, 2007, p. 84).
Otras muestras: en su estudio sobre Schreber (Lacan, 1955-56 [1997]) de-
clarará que las Denkwürdigkeiten (Schreber, 1903 [1971 y 1979]) se producen
en un momento de «catástrofe espiritual», reconocerá en «la bella carnicera» la
denominación que ya Freud le había dado («nuestra espiritual histérica»); en
«Las formaciones del inconsciente» hablará del inconsciente como espiritual
(spirituel, y el chiste es un mot d’sprit, es decir tan espiritual como el Witz freu-
diano) (Lacan 1957-58).
Ahora bien, cuando nos referimos a espiritualidad nos estamos basando en
la noción que Foucault utiliza en sus últimos cursos. En el curso de los años

Comisión Sectorial de Investigación Científica 175


denominado «La hermenéutica del sujeto» (Foucault, 1981-82 [2002]) empren-
de un trabajo que continuará hasta su muerte en 1984. En ese lapso dicta tres
cursos más en los que la pregunta por el «cuidado de sí» (epimeleia heautou o
cura sui) y las prácticas que permitieron dicho cuidado en Occidente estarán
basadas en una idea de espiritualidad que conlleva un estudio sobre el alma.
Define la espiritualidad como:
La búsqueda, la práctica, la experiencia por las cuales el sujeto efectúa en sí
mismo las transformaciones necesarias para tener acceso a la verdad. Se de-
nominará «espiritualidad», entonces, el conjunto de esas búsquedas, prácticas
y experiencias que pueden ser las purificaciones, las ascesis, las renuncias, las
conversiones de la mirada, las modificaciones de la existencia, etcétera, que
constituyen, no para el conocimiento sino para el sujeto, para el ser mismo
del sujeto, el precio a pagar por tener acceso a la verdad (Foucault, 1981-82
[2002, p. 33]).
Le asigna tres características: la verdad no se da al sujeto con pleno derecho,
se requiere una transformación, una conversión del sujeto respecto de sí para acce-
der a la verdad, al precio del ser mismo del sujeto; además, dicha transformación se
da por el movimiento de Eros (amor) y de un trabajo que es la ascesis; finalmente,
la espiritualidad produce efectos «de contragolpe» de la verdad sobre el sujeto. «La
verdad es la que ilumina al sujeto; la verdad es la que le da bienaventuranza; la ver-
dad es la que le da tranquilidad al alma» (Foucault, 1981-82 [2002, pp. 33-34]).
También plantea distintos momentos en la relación del sujeto con la verdad
y el cuidado de sí: un primer momento en el cual hay una formulación que apa-
rece en el siglo V a. C., que atravesó hasta los siglos IV y V d. C., en la que toda
la filosofía griega, helenística y romana, y la espiritualidad cristiana dieron lugar
a una historia de la subjetividad. Y el denominado «momento cartesiano» que re-
ubicó el «conócete a ti mismo» (gnothi seauton) y descalificó la epimeleia heautou.
La evidencia cartesiana hizo del conócete a ti mismo el acceso fundamental a la
verdad y excluyó la inquietud de sí del pensamiento filosófico moderno.
[…] si damos un salto de varios siglos, podemos decir que entramos en la Edad
Moderna (quiero decir que la historia de la verdad entró en su período moder-
no) el día en que se admitió que lo que da acceso a la verdad, las condiciones
según las cuales el sujeto puede tener acceso a ella, es el conocimiento y solo
el conocimiento. Me parece que ese es el punto en que asume su lugar y su
sentido lo que llamé el «momento cartesiano» sin querer decir en absoluto que
se trata de Descartes, que fue él precisamente su inventor y el primero en hacer
esto. (Foucault, 1981-82 [2002, p. 36]).
El lazo entre el acceso a la verdad, convertido en desarrollo autónomo de
conocimiento, y la transformación del ser del sujeto por sí mismo no se rompió
bruscamente, ni siquiera se produjo en el momento cartesiano ni por la ciencia,
sino que hubo un trabajo de varios siglos del lado de la teología. Desde San
Agustín hasta el siglo XVII el conflicto no se dio entre la espiritualidad y la
ciencia, sino entre la espiritualidad y la teología (cristianismo). Si bien se originó
un corte, la espiritualidad y el camino para llegar a la verdad no desapareció

176 Universidad de la República


y Foucault reconoce que diversos filósofos continuaron con dicha búsqueda
(Hegel, Heidegger, Kant, Nietzsche, Schopenhauer y Spinoza, entre otros).
Agrega, además, que ciertas formas de saber que no son ciencias contienen de
una manera «vigorosa y nítida, algunos elementos, al menos, algunas de las exi-
gencias de la espiritualidad» (Foucault, 1981-82 [2002, p. 43]).
Aquí nos encontramos con una afirmación foucaultiana de interés para el
campo freudiano, una de esas formas de saber, que contienen exigencias de la
espiritualidad, es el psicoanálisis y en particular, Lacan. Amerita dejar plasmada
la extensa cita siguiente:
Habrán reconocido enseguida una forma de saber como el marxismo o el psi-
coanálisis. Es un completo error, como resulta evidente por sí mismo, asimi-
larlos a la religión. No tiene ningún sentido y no aporta nada. Sin embargo,
si tomamos uno y otro, sabemos bien, por razones completamente diferentes,
pero con efectos relativamente homólogos, que, tanto en el marxismo como en
el psicoanálisis, el problema de lo que pasa con el ser del sujeto (lo que debe ser
el ser del sujeto para tener acceso a la verdad) y la cuestión, a cambio, de lo que
puede transformarse en el sujeto por el hecho de tener acceso a la verdad, pues
bien, estas dos cuestiones, que son, cuestiones absolutamente características de
la espiritualidad, podemos encontrarlas en el corazón mismo o, en todo caso,
en el principio y la culminación de uno y otro de esos saberes. No digo para
nada que sean formas de espiritualidad. Me refiero a que volvemos a hallar, en
esas formas de saber, las cuestiones, las interrogaciones, las exigencias que, me
parece—si echamos una mirada histórica sobre algunos milenios, al menos uno
o dos—, son las muy viejas, las muy fundamentales cuestiones de la epimeleia
heautou, y por lo tanto de la espiritualidad como condición de acceso a la ver-
dad (Foucault, 1981-82 [2002, p. 43]).
Resalta algo que consideramos, también, de importancia: ninguna de las dos for-
mas de saber trabajaron, en forma explícita, ese punto de vista. Sin embargo, dice:
Y me parece que todo el interés y la fuerza de los análisis de Lacan radican
precisamente en esto: que él fue, creo, el único desde Freud que quiso volver
a centrar la cuestión del psicoanálisis en el problema, justamente, de las re-
laciones entre el sujeto y la verdad. Vale decir que, en términos que son, por
supuesto, absolutamente ajenos a la tradición histórica de esa espiritualidad,
sea la de Sócrates o la de Gregorio de Nisa, y de todos sus intermediarios, en
términos que eran los del saber analítico mismo, Lacan intentó plantear la
cuestión que es histórica y propiamente espiritual: la del precio que el sujeto
debe pagar para decir la verdad, y la del efecto que tiene sobre él el hecho de
que haya dicho, que pueda decir y haya dicho la verdad sobre sí mismo. Al
recuperar esta cuestión, creo que hizo resurgir efectivamente, desde el interior
mismo del psicoanálisis, la más antigua tradición, la más antigua interrogación,
la más antigua inquietud de la epimeleia heautou, que fue la forma más general
de la espiritualidad. (Foucault, 1981-82 [2002, p. 44]).
Hay varios puntos de gran importancia en estos trabajos que realizó Foucault
y que resultan de interés para el campo psicoanalítico. Jean Allouch fue el pri-
mero en tomar la iniciativa de trabajar con la proposición de Foucault según la

Comisión Sectorial de Investigación Científica 177


cual el psicoanálisis sería un ejercicio espiritual y por lo tanto un movimiento
espiritual. Comienza con dos conferencias que dicta en el año 2006, una en la
ciudad de México a la que llama «Spichanalise I» (Allouch, 2006a) y otra en la
ciudad de Córdoba (Argentina) denominada «Spychanalise II» (Allouch, 2006b).
Inmediatamente publica el artículo «Spychanalise» en la revista Me cayó el veinte
(Allouch, 2006c) y al año siguiente el libro El psicoanálisis. ¿Es un ejercicio es-
piritual? Una respuesta a Michel Foucault (Allouch, 2007). Dicho libro incluye
un trabajo exhaustivo sobre los rasgos comunes entre los ejercicios espirituales
y el psicoanálisis, además de dedicar un capítulo a la espiritualidad en Lacan y
en Freud. A nuestro parecer, Allouch continuó trabajando sobre esta temática,
de manera ininterrumpida y de diversas maneras en los siguientes textos: Contra
la eternidad (2009), «Jacques Lacan, el analista, el maestro espiritual» (2011),
«Cuando Dios es un muchacho» (2011b), «Fragilidades de análisis» (2014c),
Prisionero del gran Otro, Injerencia divina I (2012), Schreber teólogo, La in-
jerencia divina II (2014), Una mujer sin más allá, La injerencia divina III
(2015), «Cuatro lecciones propuestas por Foucault al psicoanálisis» (2015b).
Ahora bien, desde entonces hasta hoy las respuestas a esta propuesta no de-
jaron de producir escritos a favor y en contra. A modo de muestra, nos interesa
señalar los siguientes trabajos que dialogan con dicha propuesta: «Un cuidado
que me tiene sin cuidado», Le Gaufey (2006); «El psicoanálisis debatiéndose con
la iniciación», Le Gaufey (2007); «Desde Freud», Melenotte (2008); «La espiri-
tualidad ¿es un ejercicio para el psicoanálisis?», Castañola (2008); «La transfor-
mación silenciosa del doctor Freud», Cornaz (2014); «En torno a la muerte de
Dios. La doctrina escondida del Zaratustra de Nietzsche», Dumocel (2011) y
«Espiritualidad», Le Brun (2015), entre otros. Con esto estamos diciendo que se
produjo un movimiento de trabajo que despertó un interés que evidentemente
estaba, pero que no se sabía que estaba.

De la espiritualidad en psicoanálisis
Entonces, ¿cuál es el lugar que ha obtenido la espiritualidad en el psicoanálisis?
Desde sus comienzos, con Freud, ha estado presente; alcanza con recordar el
trabajo que realizó sobre las Memorias del presidente Schreber (Freud, 1911
[1991]), quien se detiene en la transformación de su alma.
Si bien Freud se dedicó a construir sus conceptualizaciones sobre el aparato
psíquico o anímico, y por lo tanto es posible leer un énfasis en el psiquismo, no
por ello están ausentes en su obra referencias al alma. De hecho, el término ale-
mán seele que se ha traducido por psiquis tiene como principal acepción alma. Ya
en la parte «Tratamiento psíquico (tratamiento del alma)» de las «Publicaciones
prepsicoanalíticas», de 1890 plantea que:
«Psique» es una palabra griega que en alemán se traduce «Seele» (ʻalmaʼ). Según
esto, «tratamiento psíquico» es lo mismo que «tratamiento del alma». Podría

178 Universidad de la República


creerse, entonces, que por tal se entiende tratamiento de los fenómenos patológi-
cos de la vida anímica. Pero no es este el significado de la expresión, «Tratamiento
psíquico» quiere decir, más bien, tratamiento desde el alma—ya sea de perturba-
ciones anímicas o corporales—con recursos que de manera primaria e inmediata
influyen sobre lo anímico del hombre (Freud, 1890 [1991, p. 115]).
Es más, en Sigmund Freud. Obras completas, traducidas al español por J. L.
Etcheverry y editadas por Amorrortu, en el tomo «Sobre la versión castellana»
el traductor señala: «Hemos traducido Seele y seelisch por ‘alma’ y ‘anímico’,
respectivamente. Así, ‘aparato anímico’». Continúa: «La psicología freudiana
tiene por objeto al «alma», noción que antes perteneció al mito, la religión y la
metafísica, y ahora se incluye dentro de una ciencia que expande de continuo sus
fronteras en el campo del saber» (Etcheverry, 1972 [1991, p. 36]).
La conceptualización freudiana se conformó con los términos seele (alma) y
geist (espíritu). Como dice Le Brun (2015), en el mundo germánico los términos
seele y geist eran de uso corriente. Además, existían los términos seelenheiling
(curación del alma), seelensorg (cuidado de las almas) y seelensorger (pastor de
almas). Dichas palabras designaban prácticas y funciones en la confluencia entre
dirección espiritual y cura de almas en el campo religioso, psicológico y tera-
péutico. Recordemos que, entre 1909 y 1939, Freud mantuvo correspondencia
con el pastor Pfister. Allí puso en relieve que el método psicoanalítico puede
ayudar a la curación de las almas (seelenheilung). De hecho, Freud utiliza dos tér-
minos para dar cuenta de la cura: kur y sorge. En el texto «Tratamiento Psíquico
(Tratamiento del Alma)» (Freud 1890 [1991]), el término kur aparece cuando
Freud se expresa posicionándose desde la vertiente de la clínica psiquiátrica,
mientras que el término sorge remite a un universo conceptual diferente, donde
cobra valor la raíz etimológica de cura como cuidado.
En el libro Moisés y la religión monoteísta (Freud, 1938-39 [1991]) se lee
claramente que Freud se propuso hacer una historia de la espiritualidad. Sin
lugar a dudas se trata del texto prínceps para estudiar las ideas sobre espirituali-
dad en Freud. Para dar cuenta del modelo de la espiritualidad realiza un rastreo
etimológico del término (geist, animus, spiritus, ruach, soplo). Para él «el aire
en movimiento proporcionó el modelo de la espiritualidad» (geistigkeit). Además,
agrega que el alma (seele) es el principio espiritual (geistige) del ser humano.
En diferentes tramos de la obra de Freud es posible asimilar el término alma
con inconsciente. A modo de ejemplo, en el texto «Una dificultad del psicoanáli-
sis» (1916 [1991, p. 134]) dice: «Lo anímico en ti no coincide con lo consciente
para ti; que algo ocurra en tu alma y que además te enteres de ello no son dos
cosas idénticas». Más adelante en «Las resistencias contra el psicoanálisis» (1924
[1991, p. 230]) señala:
¿Qué puede decir entonces el filósofo frente a una doctrina que, como el psicoa-
nálisis, asevera que lo anímico es, más bien, en sí inconsciente, y la condición de
consciente no es más que una cualidad que puede agregarse o no al acto anímico
singular, y eventualmente, cuando falta, no altera nada más en este?

Comisión Sectorial de Investigación Científica 179


Por su parte, Lacan no dejó de interesarse por la espiritualidad desde su
tesis, y, en particular, a partir del informe sobre E. Minkowski.
Lacan despliega temáticas respecto del alma, del espíritu y de la espiri-
tualidad en los siguientes autores de la filosofía: Aristóteles, Bataille, Bergson,
Descartes, Empédocles, Epicúreo, Hegel, Heidegger, Kant, Kierkegaard,
«Los estoicos», Nietzsche, Pascal, Peirce, Platón, Rebelais, San Agustín, Santo
Tomás, Sócrates, Spinoza, entre otros. Además, cita y elabora la espiritualidad,
el alma y el espíritu haciendo uso de elementos extraídos de escritores, místicos,
mitos, obras y artistas tales como: Antígona, Dante, Eros y Psiqué, Goethe,
Hamlet y Ofelia, Leonardo Da Vinci, Margarite Durás, Mito de Poros y Penía,
Molière, San Juan de la Cruz, Schiller, Schreber, Shakespeare, Sófocles, Tristán
e Isolda y Velázquez.
Retoma la conceptualización freudiana de la evolución de la espiritualidad
y la función del padre en la espiritualidad a través del trabajo sobre Moisés.
Y, sin lugar a dudas la temática del alma, el espíritu, la espiritualidad y la reli-
gión en Freud es analizada respecto del sujeto. En varias ocasiones relaciona el
conductismo y los experimentos de Pavlov como «efectos del significante en el
cuerpo y la posibilidad de formas elevadas del espíritu». En el recorrido de su
enseñanza trabaja las «pasiones del alma», las «ruinas del alma», el «alma bella», el
«alma mundo» (weltseele), el «alma suicida», el «alma inmortal y el «alma de Dios».
Crea neologismos con el alma, como almar, j’âmais, animaux-corps o l’âme-á-
tiers. Otro tanto hay en relación con el término espíritu: el Espíritu Santo y el
significante, el juego de palabras entre witz y sprit, el espíritu y el significante
y el significante alado. Alma y Espíritu están relacionados a conceptos centra-
les del psicoanálisis como: la angustia, el ternario RSI, las instancias de las dos
teorías del aparato anímico de Freud, el objeto a, la transferencia, la pulsión de
muerte, el goce, el deseo, las formaciones del inconsciente, el saber, la verdad, la
histeria, la neurosis obsesiva, la psicosis, el amor, la locura, la muerte y el duelo.
Finalmente, hay un entretejido entre el alma y el espíritu con las nociones de
sujeto y lenguaje en Lacan.
Es más, se esforzó en librar al psicoanálisis del modelo fisiologizante que
se sostenía en el concepto de pulsión freudiano («límite entre lo psíquico y lo
somático»). En los seminarios «Las formaciones del inconsciente» (Lacan 1957-
58 [1995]) y «El acto psicoanalítico» (Lacan, 1967-68) queda claro que no se
inscribió en el materialismo pavloviano. De hecho, la hipótesis que Watson no
aceptó consiste en que si el «espíritu» actúa sobre el cuerpo, entonces, las leyes
de la física serían inútiles,
[…] es efectivamente la del psicoanálisis, a condición de definir «espíritu»:
el espíritu, «la operación del espíritu santo del lenguaje», ironizó en algún
lugar Lacan, actúa sobre el cuerpo a condición de plantear que ese supuesto
«espíritu» es efecto de la materialidad, la del significante (Thomas, 2009,
pp. 101-102).

180 Universidad de la República


Sostuvo un materialismo del significante, materialidad de la lalangue, al cual
le llamó motérialisme, «que produce un ‘espiritual’, unbévue». El espíritu (witz) es
producido: «[…] el espíritu, en el doble sentido francés de la palabra [esprit] es pre-
cisamente «la sagacidad vacía», «el juego gratuito de ocurrencias», «el trabajo de
análisis», en suma, el espíritu obedece al significante […]» (Allouch, 2007, p. 114).
Es interesante recordar que desde el año 1953, en «Función y campo de la
palabra y del lenguaje en psicoanálisis», Lacan (1953 [1985]) ya había señalado
que «La palabra en efecto es un don del lenguaje, y el lenguaje no es inmaterial.
Es cuerpo sutil, pero es cuerpo. Las palabras están atrapadas en todas las imá-
genes corporales que cautivan al sujeto» (Lacan, 1953 [1985, p. 289]).El mate-
rialismo de Lacan se expresa en ese «cuerpo sutil» que 20 años después podrá
expresar como la materialidad del significante, de la lalangue y, por lo tanto, un
motérialisme. Dice:
Es totalmente cierto que algo volverá a surgir luego en los sueños, en toda
suerte de tropiezos, en toda suerte de maneras de decir, en función de la mane-
ra de decir, en función de la manera en que la lalangue fue hablada y también
escuchada por tal o cual en su particularidad. Es, si me permiten emplearlo
por primera vez, en ese motérialisme donde reside el asidero del inconsciente
(Lacan, 1975 [1993, p. 126]).
La espiritualidad lacaniana también puede caracterizarse en el seminario
sobre la angustia por «una determinada trascendencia del significante unida al
dinamismo de los objetos petit a» (Lacan, 1962-63 [2006]). Más adelante, en
la sesión del 11 de diciembre de 1968 vincula explícitamente «el significante
lacaniano con la espiritualidad»: «[…] lo que constituye verdaderamente su prin-
cipio espiritual, su origen del lenguaje, es que hay un agujero por donde todo se
escapa» (Allouch, 2007, p. 116).
De hecho, Allouch, a partir de la lectura del curso de Foucault «La herme-
néutica del sujeto» (1981-82 [2002]), se pregunta si el psicoanálisis es un ejerci-
cio espiritual, y resaltará que en la Antigüedad «era posible cuidar de sí mismo,
algo que tan solo en determinadas escuelas quería decir ‘de su alma’, fuera de
toda psicología» (Allouch, 2007, p. 33). Es más, Allouch, en el libro Contra la
eternidad, es categórico: «[…] un acto así pone en cuestión la existencia del alma
como (psique) y en consecuencia la del alma «científicamente» rebajada que fue
denominada «aparato psíquico»» (Allouch, 2009, p. 102).
Se trata nuevamente del estatuto del psicoanálisis, el cual no es una psi-
cología, no es una ciencia, no es una religión, no es un arte ni es magia, sino
una «forma de saber» que no es absolutamente nueva. Para Foucault, diferentes
elementos del psicoanálisis, y en particular en Lacan, le resultan recuperaciones
de exigencias propias de la espiritualidad de las escuelas filosóficas antiguas: ¿de
qué manera accede el sujeto a la verdad? y ¿qué transformaciones produce en el
sujeto el acceso a la verdad?
Allouch señala que a más de un siglo «el psicoanálisis ha llegado a no saber
ya en dónde está, dónde pertenece ni tampoco qué es», no tanto en la práctica,
sino en la posición del psicoanálisis dentro de la episteme, y, además, en la forma

Comisión Sectorial de Investigación Científica 181


en que tiene que «presentarse en lo social a fin de poder subsistir, aunque fuera
a modo de un parásito» (Allouch, 2007, p. 19). Frente a las terapéuticas cortas y
las evaluaciones se reaccionó conformando una «comunidad psi», la cual convi-
vió con la medicalización del psicoanálisis y con un modelo «pastoral» al servicio
del bien público. Al respecto ya Lacan había indicado que no valía «psicotera-
piar el psiquismo». Cuando alguien solicita un análisis se ha dado cuenta de que
el modo en que cuidaba de sí resultaba insatisfecho. «Sigmund Freud, amoldán-
dose a la histérica, había inventado una manera de cuidar de sí» (Allouch, 2007,
p. 31). Como plantea Foucault (1981-82 [2002, p. 17]), otros lo habían prece-
dido, la cura sui latina o la epimeleia heautou griega «tuvo una larga duración en
toda la cultura griega y latina». Lacan lo indica también a su manera:
Traté como pude de revivir algo que no era mío, pero que ya había sido perci-
bido por los antiguos estoicos. No hay razón alguna para pensar que la filosofía
siempre haya sido tal como es para nosotros. En esa época la filosofía era un
modo de vivir, un modo de vivir en relación al cual uno podía percatarse, mu-
cho antes de Freud, que el lenguaje, ese lenguaje que no tiene absolutamente
ninguna existencia teórica, interviene siempre bajo la forma de una palabra
que quise fuese lo más cercana posible a la palabra francesa lallation—laleo en
castellano—lalangue (Lacan, 1975 [1993, p. 125]).
Esta línea implica ubicar al psicoanálisis como otra configuración de esos
elementos que estaban presentes en las escuelas filosóficas antiguas. Esto no sig-
nifica dejar de lado lo radicalmente nuevo que tuvo la invención del psicoanáli-
sis, tanto lo novedoso como los puntos de contacto serán posibles si se lo ubica
dentro de su propia genealogía. Como plantea Allouch (2007, p. 18 y 35) «El
poder psiquiátrico», «Los anormales» y «La hermenéutica del sujeto» permiten
leer que Foucault desarrolló una genealogía del psicoanálisis. Dicha genealogía,
que implica «el análisis a partir de una cuestión presente» (Foucault, 1981-82
[2002, p. 246]) se produce cuando Foucault advierte que actualmente hay una
ausencia total en la «relación de sí consigo mismo».

Encuentros y desencuentros
Vincular la espiritualidad y el «cuidado de sí» en Foucault con el psicoanálisis
(Freud y Lacan) genera necesariamente polémica. Uno de los puntos de ma-
yor divergencia refiere a las nociones de verdad y de sujeto en dichos campos.
Como ya indicamos, sobre esta problemática hay un trabajo que vienen realizan-
do algunos psicoanalistas de la École Lacanienne de Psychanalyse a partir de la
publicación del libro de Allouch (2007) sobre la espiritualidad en el psicoanáli-
sis. En dichos trabajos se señalan los encuentros y desencuentros posibles entre
Foucault, Freud y Lacan respecto de la espiritualidad. Entendemos que no se
trata de asimilar un autor con el otro, sino de presentar algunos posibles puntos
de cercanía e, incluso más, problematizar el campo teórico del psicoanálisis con
las provocaciones de algunos teóricos como Foucault.

182 Universidad de la República


A modo de síntesis señalaremos algunos rasgos problemáticos entre las no-
ciones de sujeto y verdad en el último Foucault y en Lacan.
Según Foucault en la espiritualidad y en el «cuidado de sí» no se trata de
descubrir una verdad en el sujeto ni de hacer del alma un lugar donde, por un
«parentesco de esencia» o un «derecho de origen» reside la verdad, tampoco se
trata de hacer del alma el objeto de un discurso verdadero. Por el contrario, se
trata «de proveer al sujeto de una verdad aprendida, memorizada, progresiva-
mente puesta en aplicación, un cuasi sujeto que reina soberanamente en noso-
tros» (Foucault, 1981-82 [2002, p. 475]).
Al hablar de la verdad como «derecho de origen», resuena lo señalado por
Foucault en relación con el momento cartesiano y cómo, en la modernidad, el
«sujeto de derecho» nace con la capacidad de acceder al conocimiento, siempre
y cuando aplique un método adecuado. Es decir que sujeto y verdad son dere-
chos de origen.
Para Foucault la verdad a la que se accede a través de la práctica del «cui-
dado de sí» helenístico-romana no es ni recordada en su esencia divina, ni des-
cubierta por ningún sujeto racional universal que aplique el método de la duda,
ni revelada en ningún texto sagrado o interpretada por ningún sacerdote o psi-
coanalista. Se trata de una verdad que el sujeto no conocía y que no residía en él,
aprendida, memorizada y puesta en práctica progresivamente.
Sin lugar a dudas hay diferencias importantes entre las nociones de verdad y
de sujeto en Foucault y en Lacan. En el «cuidado de sí», la verdad subjetivada y
subjetivante pre-existe lógica y cronológicamente al encuentro entre el discípulo
y el maestro. Es una verdad que el maestro conoce, enuncia y ejemplifica, y que
el discípulo, obedientemente callado, ignora, aprende y repite. El filósofo sabe,
conoce la verdad y se presenta como modelo ante el discípulo.
Para Lacan el analista debe renunciar a toda aspiración a convertirse en el
ideal del yo del analizante. Una importante diferencia radica en que el análisis
no persigue la adecuación de un individuo a un ideal de virtud a partir del cual
moldear su vida. Para Lacan ni analista ni analizante saben a priori, sino que la
verdad surge en la transferencia con la emergencia del sujeto del inconsciente
(Lacan, [1964]).
Foucault (1981-82 [2002, p. 475]) indica que el sujeto «debe convertirse
en sujeto de verdad y ser capaz de decir y de decirse la verdad». Por su parte, en
el recorrido de la enseñanza de Lacan la noción de verdad varía. Desde la verdad
opuesta a la mentira, pasando por la revelación de la verdad del inconsciente me-
diante la palabra plena, hasta la verdad que solo puede ser toda dicha a medias.
Un primer análisis de las nociones de verdad y sujeto en Foucault y en
Lacan llevaría a afirmar que no hay posibilidad de compatibilidad. Y si bien esto
es así, por momentos, la verdad propia del «cuidado de sí» se acerca a la verdad
inefable lacaniana. La figura del parrhesiastés, quien, etimológicamente, es capaz
de «decir todo» no parece ser, precisamente, la del sujeto barrado. Sin embar-
go, puede introducirse un matiz en torno al concepto de iluminación. Foucault

Comisión Sectorial de Investigación Científica 183


indica que la espiritualidad «postula que el acceso a la verdad produce efectos
que llamaré ‘de contragolpe’ de la verdad sobre el sujeto». Para la espiritualidad,
la verdad no es simplemente lo que se da al sujeto para recompensarlo por el
acto de conocimiento. «La verdad es lo que ilumina al sujeto; la verdad es lo
que le da la bienaventuranza; la verdad es lo que le da la tranquilidad del alma»
(Foucault, 1981-82 [2002, p. 34]). En esta iluminación concebida como «efecto
de contragolpe» de la verdad sobre el sujeto se puede leer lo inefable de la verdad
lacaniana en su vertiente real.
La noción de sujeto en Lacan también cambia en su producción teórica.
Hasta 1959 el sujeto lacaniano constituye una «instancia de verdad, una verdad
que no puede andar sin sus acólitos de siempre: la mentira y el engaño» (Le
Gaufey, 2010, p. 15). Surgen así la identificación y la reflexividad sobre la base
de la oposición entre la verdad y la mentira. A medida que Lacan avanza en sus
conceptualizaciones va vinculando el sujeto a la demanda, al fantasma y al Otro.
Hay un pasaje del sujeto de la reflexividad y la identificación al sujeto represen-
tado por un significante para otro significante. Ahora bien, en el «cuidado de sí»
se remite al «ser del sujeto» y el sujeto de Lacan está desposeído de toda esencia.
Foucault indicó un movimiento inaugurado por Freud y después Lacan, en
el cual se produce una manera de tratar las relaciones entre el sujeto y la verdad.
Es más, presenta el psicoanálisis como una forma de saber particular, marcada
por el surgimiento del «cuidado de sí», pero incapaz de reconocerlo debido a las
formas sociales que ha adoptado y a su terminología. Dicho movimiento se pro-
duce en el momento cartesiano. Es a partir de Descartes que se da un vuelco en
el «cuidado de sí» y surge un nuevo sujeto. El sujeto ya no es apto para la verdad.
Aquí nos encontramos con otra similitud entre Lacan y Foucault a pesar de que
se trata de dos sujetos diferentes, pero ambos surgen en el momento cartesiano.
Para Foucault es un sujeto de conocimiento, sapiente, apto para la verdad. Para
Lacan es un sujeto evanescente que se esfuma apenas producido y la verdad
puede ser dicha a medias.
De la mano de esta expansión de la práctica del «cuidado de sí» vino un
progresivo cambio de foco que dejó de estar puesto, exclusivamente, en el co-
nocimiento de la verdad del alma, para pasar a centrarse en la realización de
ejercicios espirituales (de carácter más corporal como la dietética, la erótica y la
gimnástica o más mentales como las meditaciones, el examen de conciencia, los
ejercicios de memoria, entre otros). El objetivo de dichos ejercicios consistía en
prepararse para enfrentar futuras circunstancias difíciles de una manera virtuosa,
conforme a la verdad que se había aprendido al estar en contacto con el director
de conciencia y su palabra franca (parrhesia). Para Dunker (2011, p. 222), se
buscaba volverse un sujeto ético mediante la subjetivación de los discursos de
verdad escuchados y luego repetidos y ejercitados, en el marco de la relación
con el maestro espiritual. Nos encontramos aquí, precisamente, con otro posible
punto de articulación entre el «cuidado de sí» y el psicoanálisis: la relación con

184 Universidad de la República


un otro. Ya Allouch (2007) había indicado la necesidad estructural del otro en
ambas prácticas.
Entonces, es posible un acercamiento sin dejar de mostrar las divergencias,
entre el campo del psicoanálisis y el campo de la espiritualidad. Si bien para
caracterizar al psicoanálisis Lacan no utilizó términos relacionados con las exi-
gencias de la espiritualidad, sí indicó que el psicoanálisis sería la consecuencia
directa de la inversión del sujeto puro de Descartes. Es un sujeto dividido entre
saber y verdad de acuerdo con el planteamiento de Freud. La verdad está fue-
ra del conocimiento: «el sujeto freudiano se halla dividido entre el saber sobre
sí mismo que puede eventualmente descubrir y la verdad que, decididamente,
escapa al saber». Aunque se trata de una forma de saber afectada por el resurgi-
miento de la espiritualidad «el psicoanálisis no llega a ser por eso una forma de
espiritualidad» (Melenotte, 2008, p. 26). Pertenece a esas formas de saber que
mantienen abierta la cuestión de las condiciones de acceso a la verdad, dado que
ese acceso no existe a priori.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 185


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188 Universidad de la República


Foucault: un punto de exterioridad

Agustina Craviotto Corbellini

Apertura
Durante el 2003, Jean Allouch anunció que había encontrado en Foucault, en
su afilada crítica al psicoanálisis, una posición desde donde continuar pensan-
do. Dio lugar a varios escritos donde propone un psicoanálisis como un ejerci-
cio espiritual, una erotología e incluso como práctica que considere un sujeto
en el cual se presentan, inciden e insisten actos que dependen de su libertad.
El recorrido realizado lo lleva a afirmar en 1997, que «el psicoanálisis será fou-
caultiano, o no será» (Allouch 2015, p 183). Esta afirmación nos produce una
primera pregunta ¿qué es ser foucaultiano? y luego, ¿qué implicancias tiene
para el psicoanálisis?
El lugar del saber, del poder y del sujeto parecen ser problemas comunes
que Allouch insinúa en torno a gestos y estilos. La pregunta por el lugar de
las teorizaciones foucaultianas permite pensarlo, en primera instancia, como un
punto de exterioridad y en el reconocimiento como formando parte de la histo-
ria del psicoanálisis, para que puedan establecerse preguntas y ensayar respues-
tas, reinventar prácticas y reconducirlas en una inagotable critica de sí. En estas
líneas presentamos algunos apuntes producto de lecturas iníciales que hacen a la
relación de algunas cuestiones asidas por algún psicoanálisis foucaultiano.

Gestos y estilos
¿Qué es entonces lo que me condujo a trazar esta
vía, a expensas de otras posibles?…
Se trata de una pretensión sin ninguna garantía…
Jean Allouch

Jean Allouch señaló que «tenemos a cargo hacer que Lacan alcance a Foucault»
(2015, p. 183). Parece estar evocando lo que Castro (2014) señalara respecto de
la filosofía: esta contiene gestos y estilos, que definen puntos de partida y modos
de proceder. A propósito del estilo Allouch dirá, en este caso sobre Lacan, que
si bien le atrajo su estilo este es «completamente inimitable» y que, en todo caso
la imitación de rasgos de estilo solo dificulta hacerse preguntas (en Aboslaiman,
et. al., 2008). En la apertura a los Escritos I, Lacan escribe «el estilo es el
hombre mismo» (1985, p. 21). Con esto no remite a la referencia psicológica
de la personalidad, como atributo, sino que el estilo es «el hombre al que nos

Comisión Sectorial de Investigación Científica 189


dirigimos» (1985, p. 21). En este sentido el «estilo» de Foucault, no es algo
que se pudiese encontrar en él como esencia. Este «dirigirse a» supone primero,
un conocimiento sobre aquel al cual se dirige, y, segundo, suponerse dueño de
su decir. Doble complejidad. Del latin stylus, estilo, significa «manera o arte
de escribir» o «punzón» (Corominas, 1987, p. 257), estilo quiere decir también
«corte». Es en el fondo, el modo en que cada uno lidia con el corte que lo separa
del Otro, al momento en que a él se dirige (Dunker, 2016). De aquí, cualquier
adherencia identificatoria con Foucault, con Lacan, con Allouch, o con quien
sea, no se sostiene fácilmente como estilo.
Un gesto implica poner el cuerpo en movimiento, que se ofrece a la mirada
de los otros (Corominas, 1987). Esto supone la posibilidad de convocar a un
intérprete. Si pensamos en Foucault, su gesto fue explicar el presente y lo que
somos, «sin golpearnos el pecho mientras señalamos la actualidad decadente
o el amanecer de una nueva era» (Castro, 2014, s.p.). Un recorrido hecho de
reformulaciones de temas, perspectivas e hipótesis, en torno al gesto de desna-
turalizar las nociones de saber, poder y sujeto. También, el de las demarcaciones
de verdad que produce un sujeto y de los límites de su discurso; la desnaturali-
zación de lo evidente, el cuestionamiento de los sentires comunes. En Dichos y
escritos I, escribía Foucault
que lo que yo hago tenga algo que ver con la filosofía es muy posible, sobre
todo en la medida en que, al menos después de Nietzsche, la filosofía tiene
como tarea diagnosticar y no tratar más de decir una verdad que pueda valer
para todos y para todos los tiempos. Yo trato de diagnosticar, de realizar un
diagnóstico del presente: decir lo que nosotros somos hoy y lo que significa,
hoy, decir lo que somos (DE1, p. 606, en Castro, 2004, p. 213).
Se trata de una actividad, pero también, de un éthos. Diagnosticar, para
Foucault, es llevar a cabo el esfuerzo de pensar de otra manera. Se pregunta:
¿Qué es la filosofía, sino una manera de reflexionar, no tanto sobre lo que es
verdadero o lo que es falso, sino sobre nuestra relación con la verdad? Es filo-
sofía el movimiento por medio del cual (no sin esfuerzos y obstáculos, sueños
e ilusiones) uno se distancia de lo que está adquirido como verdadero y busca
otras reglas de juego. […] el desplazamiento y la transformación de los cuadros
de pensamiento, la modificación de los valores recibidos y todo el trabajo que
se hace para pensar de otra manera, para hacer otra cosa, para devenir distinto
de lo que se es. (DE4, 110 en Castro, 2004, p. 215).
Este gesto alcanzó también al psicoanálisis. De su análisis genealógico algu-
nos afirman una posición no solo crítica, sino de rechazo al psicoanálisis, como
la de Forrester (1980, 1985, 1990), Lagrange (1987) y Miller (1988). Otros
como Derrida (1996), interpretan en la crítica de Foucault una posición ambi-
gua y hasta contradictoria, entre la aceptación y el rechazo, que no termina de
definirse. Ubica al psicoanálisis en movimiento, por lo menos entre dos posibi-
lidades, «fort/da de un péndulo o un balancín de equilibrista, es lo que significa
entonces Freud para Foucault» (Derrida, 1996, p. 129). Esta ambigüedad es un
elemento clave desde donde pensar la relación que nos convoca.

190 Universidad de la República


Sin entrar en detalle sobre las conocidas críticas de Foucault al psicoanáli-
sis entendemos que el efecto de su movimiento fue, por un lado, cuestionar la
dimensión disciplinaria de la novedad freudiana o, podríamos decir, el problema
de la libertad. Sin embargo, el análisis de Foucault (2008) tambalea al ubicarlo
como representación de una totalidad: el psicoanálisis es disciplinamiento de
los cuerpos. Su sentencia olvida lo que produjo su propio análisis: las diferen-
cias entre poder y dominación, la relación entre el poder y la producción—no
únicamente como represión—, la contracara de la resistencia, la libertad como
condición necesaria para las relaciones de poder. Olvida que en tal ambigüe-
dad la posibilidad de la palabra, la constatación de un cuerpo sexuado, loco,
y portador de una historia no conduce necesariamente a la libertad del sujeto.
Necesariamente, y no siempre o nunca.
Ser foucaultiano implicaría, por un lado, la revisión de las prácticas y su re-
lación con el poder que introduce el proceso de normalización. Lo que Foucault
ofrece es apaciguar la «medicalización indebida, de ejercer como ‘técnico de
subjetivación’ que sabría atenerse a los términos mismos que le son dirigidos»
(Allouch, 2015, p.13). Será una vez que «haya sabido» colocar un punto de esos
que delimitan las frases y los párrafos, que establecen la jerarquía sintáctica y eli-
minan ambigüedades a la mezcla entre psiquiatría y psicoanálisis . Allí Foucault
divide las aguas (Allouch, 2015). Esto ubica al psicoanálisis en un más allá de la
constatación del síntoma y el tratamiento, es decir, como psicoterapia. Allouch
lo posiciona en un trabajo de liberación donde fácilmente puedan quedar atra-
pados tanto el analista como el analizante. Referimos a ciertos argumentos diri-
gidos a la domesticación que incluso parecen normalizar el propio pensamiento.
Revisarlos inclina los problemas hacia una ética allí donde solo se resuelven pro-
blemas técnicos. Una libertad que no dialoga con los intentos de domesticación
del síntoma, y a la cual se puede dirigir ejerciendo la propia, como acto.
Por otro lado, sobre la espiritualidad, Foucault nos ayuda a pensar en las
condiciones del sujeto para tener acceso a la verdad, que actualmente se consi-
deran, en mayor medida, en términos de instituciones (de escuelas). Si en el gesto
aparece el cuerpo, ¿qué cuerpos enseñan? Se podría repensar sus exigencias, que
no son otras que las del sujeto y por lo tanto exceden a criterios de pertenencia.
Qué definiría y garantizaría la existencia de un psicoanalista, de un psicoanalista
de escuela, podría revisarse pues «no es con eso con lo que él opera» (Lacan,
2012, p. 327). Podemos incluso pensar que el hecho de que un psicoanalista
sepa lo que no es un psicoanalista no dice de modo alguno lo que sí es. Y en todo
caso ¿cuál sería tal unidad? La respuesta sociológica y lógica no resultaría convin-
cente. En este sentido, el psicoanálisis podría «no ser», parafraseando a Allouch.
Remitimos a aquel gesto de Lacan (2013): centrar la cuestión en las relaciones
entre el sujeto y la verdad. Tal como tomara Allouch (2017) y señalara Foucault
del poder no siendo dominación, ni represión y presuponiendo libertad.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 191


El sujeto y el «sí mismo»
El problema de la identidad y la pertenencia nos devuelve el problema del sujeto
y el «sí mismo». Sobre el gesto de Foucault, Allouch (2015, p. 1) explicó que
consiste en recoger los «rasgos que convierten a Foucault y a Lacan en vecinos
cercanos y, posiblemente, aquello que poseen en común». Sin embargo, en la
vecindad deseada, diversos son los muros que los separan, entre ellos nada menos
que el sujeto (Le Gaufey, 2010). Volvemos entonces a la pregunta sobre este
gesto y a la estrategia de acogida de Foucault, que autoriza a decir que un estilo
y solo él es psicoanálisis.
La ambigüedad de Foucault respecto al psicoanálisis se redobla una vez
enuncia que Lacan es el «‘libérateur’ de la psychanalyse» (Nobécourt, 1981,
p.1). Alves (2012) señala que es posible que Foucault no cambiara su opinión
en los últimos años, sino que se tratara de un encausamiento de una apuesta de
larga data, que consistió en revisar las posibilidades de libertad del psicoanálisis,
que reconociera sobre los años 80 en la figura de Lacan. El 11 de setiembre de
1981, cuando se le preguntó sobre Lacan, Allouch (2015, p. 4) recuerda que,
Foucault manifestó que «buscaba en él […] una teoría del sujeto». Varios años
antes había señalado, en Las Palabras y las cosas, que «nada es más extraño al
psicoanálisis que algo así como una teoría general del hombre o una antropo-
logía» (1968, p. 368). Explicaba Foucault que con Lacan descubríamos que la
filosofía y las ciencias humanas «vivaient sur une conception très traditionnelle
du sujet humain, et qu’il ne suffisait pas de dire, tantôt avec les uns, que le sujet
était radicalement libre et, tantôt avec les autres, qu’il était déterminé par des
conditions sociales» (Nobécourt, 1981, p.1). Se trata entonces de «liberar todo
aquello que se esconde detrás del empleo aparentemente simple del pronombre
yo. El sujeto: una cosa compleja, frágil, de la cual es muy difícil hablar, y sin la
cual no podemos hablar» (Foucault, 1994, p. 2). Lacan fue
el único desde Freud que quiso volver a centrar la cuestión del psicoanálisis en
el problema, justamente, de las relaciones entre sujeto y verdad. Vale decir que,
[…] intentó plantear la cuestión que es histórica y propiamente espiritual: la del
precio que el sujeto debe pagar para decir la verdad, y la del efecto que tiene
sobre él el hecho de que haya dicho, que pueda decir y haya dicho la verdad
sobre sí mismo (Foucault, 2006, p. 44).
Este «sí mismo» del pensador francés remite a la ambigüedad del término
sujeto, constituido, por un lado, por «un foco de actividad del que emanan los
pensamientos y las decisiones» y, por otro, «exactamente a lo contrario, a lo su-
jetado, a lo sometido» (Castro, 2017, p. 9). El sujeto es este algo y su reverso. Lo
que hace Foucault es evitar el término sujeto, para no caer en la ambigüedad,
y se sirve del pronombre reflexivo «sí mismo» (soimême). Este incluye «que uno
nunca es un sí mismo sin un otro, pero un otro que no es un tú sino una tercera
persona» (Castro, 2017, p. 9).

192 Universidad de la República


En una conversación con Jean Michel Palmier, en 1966, Foucault afirma-
ba que «hay un estruendo que debe ser escuchado, y que debe estremecernos,
porque ahora ya se sabe que el sujeto no es uno, sino escindido, no es soberano,
sino dependiente, no tiene un origen absoluto, sino una función incesantemente
modificable» (Foucault, 1968; en Alemán 2002). El punto álgido se instala con
la noción de subjetividad: el sujeto foucaultiano parece ser el de la subjetividad
constituida históricamente. El sujeto es aquel que surge en toda falla de totaliza-
ción, para Foucault en el dispositivo discursivo y para Lacan en el analítico. En
Lacan el sujeto es efecto del lenguaje; para Foucault es aquel constituido por la
subjetividad determinada por las prácticas discursivas de un momento histórico
dado. Foucault (1968) refiere a la subjetividad como dimensión del sujeto que su
discurso legitimará alejándola de la experiencia de lo real. Un sujeto constituido
en el seno de las prácticas bajo dominios de poder, mientras que para Lacan será
un sujeto que, más allá de las condiciones coyunturales es siempre y en última
instancia un ser dividido por su condición de ser hablante.
Porge (2009) nos recuerda que la respuesta a la pregunta «¿qué subjetividad
para nuestra época?» no responde a la pregunta por el sujeto lacaniano. Esta
respuesta es funcional a los discursos en que aparece la concepción de un sujeto,
sumatoria de datos que objetivan y se identifican en una representación. Esto
es, cómo se construye la subjetividad de los locos, los homosexuales, y así, otros.
Estos argumentos suponen la no distancia entre subjetividad y sujeto, que uno
implica al otro. Sin embargo, para el psicoanálisis lacaniano subjetividad y sujeto
se excluyen mutuamente al tiempo en que aparecen. El tipo de generalización
donde coincide sujeto y subjetividad con las determinaciones sociales trae el
siguiente problema: se olvida lo singular. El determinismo social del sujeto de la
subjetividad abre la posibilidad de una «deriva psicossociológica que foraclui a
singularidade, a fala, em benefício de um logos estandardizado, que deseja com-
pletar a incompletude fundamental e inscrever em seu lugar uma tentativa de
compreensão» (Plon, 2010, p. 68). Lacan lo afirma, él—sujeto—no se subjetiva,
no existe de otra forma que no sea la de ser representado por un significante
para otro significante. Pensamos que si bien Lacan y Foucault rechazan explíci-
tamente al sujeto fenomenológico donante de sentido, sujeto y subjetividad, las
posiciones son bien diferentes.
Si en principio compartimos teóricamente tal lectura, no está de más traer
otra posición al respecto, al menos para dejar abierto el asunto. Se trata de «Da
subjetividade contemporânea», de Sidi Askofaré (2009), que si bien no parece
ir en contra de las advertencias de Plon (2010), nos acerca otra posibilidad de
pensar la relación sujeto- subjetividad. Su planteo gira en torno a lo siguiente:
Pode-se falar de um sujeito contemporâneo—o que evoca uma especificidade
ligada ao tempo, à época e, portanto, à história—se o sujeito se define pelo
seu assujeitamento à linguagem, e como o que um significante representa para
um outro significante? Se sim, quais são as consequências a tirar daí, tanto no
plano da doutrina quanto da clínica? Se não, como conceber as relações entre

Comisión Sectorial de Investigación Científica 193


sujeito e subjetividade e, sobretudo, como tirar partido disso na prática clínica
e na análise do laço social e dos fenômenos coletivos? (Askofaré, 2009, p. 166).
De la lectura de Lacan señala que el sujeto en psicoanálisis es el sujeto del
significante—tal como subrayaba Plon—. Él es efecto del lenguaje y el hombre
es un ser hablante, de lo que dice casi matemáticamente que todo ser que es
tomado por el lenguaje sería un sujeto (Askofaré, 2009). Esta definición re-
sulta no solo minimalista, sino que dificultaría «conceber em que o sujeito do
inconsciente que interessa à psicanálise se distingue do sujeito dos gramáticos
ou dos linguistas!» (Askofaré, 2009, p. 168). Prosigue su argumentación al reco-
nocer en Lacan otras definiciones de sujeto: «topológico: o sujeito como corte;
dinâmico: o sujeito como defesa; tópico: o sujeito como suposto; econômico: o
sujeito como desejo; ético: o sujeito como responsável» (Askofaré, 2009, p. 169).
Retoma el punto donde el inconsciente es el discurso del Otro, lo otro como
simbólico, que invariable en su estructura de lenguaje también se ve sometido
a los cambios y las alteraciones, las rupturas y las subversiones. Se pregunta en-
tonces cómo explicar, por ejemplo, los cambios inducidos por el monoteísmo,
la invención de la escritura, la emergencia de la ciencia moderna y actualmente
la biotecnología y la informática (Askofaré, 2009). Desde esta perspectiva, las
formas históricas tienen un papel fundamental en la propuesta de Lacan y es
justamente en relación a ese Otro. En esos trazos es donde puede identificar
algo del orden de la subjetividad de una época, como coordenadas en común en
relación con los discursos. Dirá finalmente que la búsqueda primera que Lacan
realizó en la lingüística no puede opacar la referencia a cierta exterioridad que
encontró en la historia, con lo que niega al sujeto como vacío y ahistórico.

Una invitación a cogitar y a ser de tu tiempo


En una entrevista con Sauval, Allouch señala que «Lacan no era freudiano»,
porque «cuando empieza a estudiar de cerca a Freud, él [Lacan] ya tenía sus
posiciones» y que «ser freudiano» hubiese significado tomar la obra de Freud
«del principio hasta el final, leyendo todo»—tal como hizo Kojève con Hegel—
(Aboslaiman et al., 2008). Esto nos da un indicio aparentemente obvio: ser fou-
caultiano supondría el estudio de su obra completa, de principio a fin. Cuando le
preguntan si es lacaniano, es decir, si se considera un lector de Lacan, Allouch
responde que lee a Lacan, pero que tal juicio no le corresponde a él. A propósito
de la libertad, o de in-existencia de la relación sexual señala que la transmisión
no es un problema como se cree (Allouch, 2017, 2018), que no le preocupa
como tal, y que por lo tanto, lo que los otros lean en él depende solamente de
estos (Aboslaiman, et al., 2008).
Si de juicios se trata, cómo entender lo que parece presentarse como un
dictamen: «El psicoanálisis será foucaultiano, o no será». Dictamen, de dictare,
de dicere decir (Corominas, 1987, p. 213): «la posición del psicoanálisis, digo,

194 Universidad de la República


será foucaultiana o el psicoanálisis no será más» (1998, p. 169). Proposición,
propuesta, proclamación de verdad heurística. Allouch evoca la frase «la belleza
será convulsa o no será» con que André Breton finaliza la novela Nadja (1928),
que luego en 1934 daría nombre a un texto publicado en la revista Minotaure
N.o 5 y como primer capítulo de El amor loco, tres años después. La frase tam-
bién sería aludida por Lacan en 1956 para apuntalar una crítica a la constitución
de las sociedades analíticas a sus normativas, un sostén por ideales y su relación
al saber. Entonces: ¿El psicoanálisis? ¿Cuál es esa unidad? ¿Qué es lo que se
identifica? Foucault dirá, tal como señalara Derrida (1996), no existe el sino los
psicoanálisis. Allouch, lejos de cerrar la discusión, como juicio final, abre la po-
sibilidad de pensar que un modo del psicoanálisis es mediante una sospecha fou-
caultiana. Aclara que sus detractores olvidan continuar leyendo, allí donde dice
«además, veremos que ese fue siempre el caso ¿Qué dice eso sino que foucaultia-
no, el psicoanálisis lo fue de entrada, dicho de otro modo, mucho antes de que
Foucault escribiera sus primeras líneas? […] era una invitación a cogitar y a ser
de tu tiempo, que ya no es más el de la ley sino el de la norma» (Allouch, 2017,
p. 2). Allouch, lector de Foucault, es el que afirma que el psicoanálisis es aquel
que coloca bajo cuestionamiento sus supuestas obviedades, aquel que propone
en cada encuentro un gesto de desnaturalización. Por ejemplo, una lectura de
Foucault ([1973-74] 2005) dejaría al psicoanálisis atado para siempre a un he-
rencia psiquiátrica. No atarse, alcanzando un punto de exterioridad desde donde
leer, supondría atender también a las líneas donde Foucault, Allouch y otros, se
pierdan—nos perdamos—en gestos totalizadores. «Quitar la máscara» cada vez,
podría volver vecinos cercanos a Foucault y a Lacan. Foucault señaló que
esforzarse, comenzar y recomenzar, ensayar, equivocarse, retomar todo desde
el inicio y encontrar todavía el modo de titubear a cada paso, en cuanto a
aquellos para quienes, en definitiva, trabajar manteniéndose en la reserva y en
la inquietud equivale a la dimisión, bien, manifiestamente no somos del mismo
planeta (2006, p. 13).
Con ello invita a un espacio, donde se sitúan cuerpos en movimiento, similar
a aquello que con su provocación Allouch evoca: colocar a Foucault como el
nombre de un desafío y de una oportunidad para revisitar lo que se sostiene. Será
que son las palabras de Foucault quienes atentan contra la estabilidad y perma-
nencia del psicoanálisis, tal como señaló Miller (1995) (Foucault, 1977 [1991])
o… podríamos recuperar esa pregunta que los practicantes conocen bien: ¿cuál
es su lugar en aquello sobre lo que se queja? No se trataría entonces de un traba-
jo de completud y solidificación de sentidos, rosario de verdades psicoanalíticas,
sino de retomarlo en la fragilidad, la que caracteriza la posición del analista y al
análisis (Allouch, 2014), sin garantías. «Lo que tendrá efecto son los gestos… no
las razones», anunciaba Allouch (2017) en Montevideo. Vigilancia del peligro
de una esclerosis que no tolera los puntos conflictuales de su experiencia y las
críticas que llegan desde otras posiciones, tal como propuso Foucault [1979
(2015)].»multiplicar por todas partes, en fin, por todas partes donde sea posible,

Comisión Sectorial de Investigación Científica 195


las ocasiones para sublevarse en relación con lo real que nos es dado» En defi-
nitiva, no se trata de seguir ni a Foucault ni a Lacan sin imitación de gestos ni
estilos, paradójicamente, siguiendo su ejemplo. En esa serie discreta colocamos
la propuesta de Allouch.

196 Universidad de la República


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198 Universidad de la República


Los Rostros De Foucault: Entrevista A Edgardo Castro1

Agustina Craviotto Corbellini


Joaquín Venturini Corbellini
La importancia de Michel Foucault en el pensamiento crítico contemporáneo
es innegable sobre todo si se atiende a la enorme cantidad de campos del cono-
cimiento que afecta. Cuestionando la estabilidad y fundamentación última del
hombre como objeto de conocimiento, alcanza la totalidad de las ciencias huma-
nas. También el psicoanálisis ha demostrado ser un campo teórico y práctico de
gran interés para las corrientes de pensamiento más críticas del siglo XX. A pe-
sar de que el psicoanálisis siempre estuvo entre las preocupaciones de Foucault,
no es tarea sencilla determinar la naturaleza de la vinculación entre su obra y el
campo freudiano. De hecho, no sostiene una opinión última sobre el potencial
político e intelectual del psicoanálisis, sino que, en su recorrido, se ven oscila-
ciones de puntos de vista dependiendo de la problemática con que se lo vincule.
Edgardo Castro es una referencia de los estudios foucaultianos en el mundo
hispanohablante. Algunos de sus trabajos más difundidos son Pensar a Foucault
(1995), Giorgio Agamben. Una arqueología de la potencia (2008), Diccionario
Foucault. Temas, conceptos, autores (2011), Lecturas foucaulteanas. Una his-
toria conceptual de la biopolítica (2011). Tiene a su cargo la selección y cui-
dado de textos que componen la serie Fragmentos foucaultianos de Siglo XXI
Editores, de los que se han publicado cinco volúmenes: El poder, una bestia
magnífica; Sobre el poder, la prisión y la vida (2012); La inquietud por la
verdad. Escritos sobre la sexualidad y el sujeto (2012); ¿Qué es Ud., profe-
sor Foucault? Sobre la arqueología y su método (2013); Obrar mal, decir la
verdad. La función de la confesión en la justicia (2014) y Discurso y verdad
(2017). Su visita a Montevideo para brindar una conferencia en la Facultad de
Humanidades y Ciencias de la Educación (Udelar) y participar de otras activi-
dades académicas, ha sido la ocasión para entrevistarlo acerca de las relaciones
del pensamiento de Foucault con el psicoanálisis, así como sobre problemas
aledaños a estas vinculaciones.
Desde muy temprano el psicoanálisis está presente en la obra de Foucault.
Además, esta presencia tiene un lugar destacado. Mencionemos Enfermedad
mental y personalidad (1954), luego reeditado como Enfermedad mental y psi-
cología (1962) y sus artículos «La psicología» de 1850-1950 (1957) y «La
investigación científica y la psicología» (1957).

1 Entrevista realizada en octubre de 2017, en Montevideo. Publicada originalmente en Ñacate,


Revista de psicoanálisis de la École lacanienne de psychanalyse en diciembre de 2017.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 199


—En estos artículos parece que Foucault reserva al psicoanálisis el privile-
gio de ser la psicología que mejor ha expresado la contradicción del programa de
una «ciencia del hombre» ¿Está de acuerdo con esta lectura?
—Edgardo Castro: Puesto en estos términos me resulta difícil responder
con precisión o, al menos, con todo el alcance que la pregunta requiere. Por va-
rias razones. En primer lugar, porque no conozco bien el campo de la psicolo-
gía como para poder hacer afirmaciones tan generales al respecto. En segundo
lugar, porque las posiciones del propio Foucault sobre la ubicación del psicoa-
nálisis en el campo de la cultura y su relación con la psicología han tenido no
pocas variaciones. A veces están en el mismo campo, otras, en veredas opuestas.
De todos modos, me parece que, para comprender los textos foucaultianos de
la época (excepto Enfermedad mental y psicología, cuya segunda parte es mucho
más que una reedición de Enfermedad mental y personalidad), debe tenerse en
cuenta que en las primeras décadas del siglo XX, en diferentes campos, desde
la filosofía hasta la psicología, pasando por la historia y la sociología, la pregun-
ta acerca de la posibilidad y las formas de una ciencia del hombre era uno de
los temas, como se diría hoy, que formaba parte de la agenda de discusión. ¿Es
posible desarrollar una ciencia del hombre del mismo modo en que existe una
ciencia de la naturaleza? ¿Su método, debe emular el de las ciencias naturales?
¿Por qué una ciencia del hombre se encuentra con tantas dificultades para abor-
dar y definir su objeto?
Es en este contexto que hay que ubicar toda la interrogación de Foucault en
su primer libro de 1954, Enfermedad mental y personalidad, cuando se pregunta
por la especificidad del concepto de enfermedad en el campo de la psicología o
si, en cambio, la noción de enfermedad en el orden somático y en el mental de-
penden de una especie de patología general a la que ambos están subordinados.
La respuesta de Foucault en esta época remite en gran parte a las corrientes que
dominaban el ambiente intelectual de la época, el existencialismo y el marxismo
o una combinación de ambos. Por ello, en este trabajo, se sirve, con cierta ambi-
güedad, del concepto de alienación y trata de mostrar las raíces de la alienación
mental en las formas de la alienación histórico-social. El recurso a Pavlov para
explicar el paso de la alienación histórica a la mental resulta poco feliz; pero, en
fin, como digo, era el aire de la época.
Foucault renegó posteriormente de esta obra de 1954, prohibiendo incluso
su reedición en francés. En español circuló desde inicios de la década del sesenta;
ya existía una traducción en 1961, y se reeditó de manera regular. En cambio,
la versión de 1962 de este trabajo, Enfermedad mental y psicología, solo ha sido
traducida recientemente. Es necesario tener presente que, a pesar de que la pri-
mera parte de ambos trabajos es casi idéntica, la segunda parte, como ya señalé,
es diferente. Más allá de sus proximidades e identidades, desde un punto de vista
especulativo, son dos libros diferentes, pues sostienen dos tesis diferentes, pre-
cisamente acerca de las causas, si se puede hablar así, de la enfermedad mental y
de los mecanismos que la producen.

200 Universidad de la República


Ahora bien, si nos mantenemos dentro de los límites de la obra de 1954,
ya podemos ver en ella toda la ambigüedad o, quizás sea más apropiado decir,
las oscilaciones de Foucault acerca del psicoanálisis. Por un lado, lo cuestiona
por ser como las otras psicologías, prisionero del naturalismo o biologicismo
evolutivo; por otro, reconoce la genialidad de Freud al haber introducido la
dimensión histórica de la historia individual en la comprensión de las enferme-
dades mentales.
Volviendo a la pregunta acerca de si el psicoanálisis es la psicología que
mejor ha expresado las contradicciones del programa de una ciencia del hombre,
si tomamos la tensión entre evolución e historia, que acabo de señalar, es posible
que así sea, pero, en todo caso, lo que le interesa a Foucault y lo que va a ser
determinante para la orientación general de su pensamiento es que el programa
en sí mismo de una ciencia del hombre está atravesado por contradicciones. La
formulación más propia de estas se encuentra, finalmente, en Las palabras y las
cosas, cuando Foucault recurre a la noción de anfibología para describir en tér-
minos generales el antropologismo que domina el pensamiento moderno.
—La publicación de Las palabras y las cosas (1966) es un verdadero hito
en la biografía intelectual de Foucault. Aquí el psicoanálisis ya no figura en el
campo de la psicología. La psicología pertenece al dominio de las ciencias hu-
manas y el psicoanálisis al de las contraciencias humanas ¿A qué se debe este
reordenamiento de la relación psicología-psicoanálisis?
—E. C.: Sí, Las palabras y las cosas ha sido el libro que puso a Foucault
en el centro de la escena intelectual. Un suceso editorial, a pesar de ser un libro
de difícil acceso y comprensión. Es uno de esos libros que marcan un cambio
de época que, al mismo tiempo, se ha producido y está por suceder. Foucault lo
resume con la fórmula que marcó, en gran medida, la recepción de este trabajo:
la proclamación o, si se prefiere, la advertencia acerca de una muerte del hombre
que se anunciaba en diferentes campos de la cultura. El psicoanálisis aparece
precisamente como uno de estos campos, junto con la literatura y la etnología.
Esta anunciada muerte del hombre tiene, ciertamente, varios sentidos, aun-
que todos ellos remiten a lo que puede denominarse, en términos generales, el fin
de sujeto. Visto desde este punto de vista, este libro de Foucault se inscribe en
la corriente de lo que se ha denominado el antihumanismo contemporáneo, en la
que también se ubica, para mencionar solo un caso particularmente significativo,
Martín Heidegger. Tanto en este como en Foucault la muerte del hombre o el
agotamiento del cogito tiene lugar en relación con la centralidad del lenguaje.
Ahora bien, si este agotamiento del cogito es un tema recurrente en la filo-
sofía del siglo XX, la especificidad de la posición de Foucault radica en que este
cogito, respecto del cual se afirma su agotamiento, no es el cogito cartesiano,
sino el kantiano. Precisamente en Las palabras y las cosas, Foucault insiste en
la ruptura que Kant establece en relación con Descartes. No se trata del mismo
yo, del mismo sujeto o del mismo cogito. Para expresarlo de manera resumida,

Comisión Sectorial de Investigación Científica 201


pero clara, Descartes, para salir de la propia conciencia, que no puede dudar de
la existencia de sus propios pensamientos o actos mentales, debe recurrir a Dios,
a la garantía divina que haga ciertos los contenidos de esos actos mentales. Por
ello, en la terminología de Las palabras y las cosas nos encontramos con una
metafísica de lo infinito. Lo finito es remitido a lo infinito; el cogito, a la garantía
divina. En Kant, en cambio, hallamos una analítica de la finitud, una remisión de
lo finito del hombre a la propia finitud del hombre. Por ejemplo, del cogito a lo
impensado por el propio cogito o de lo empírico a lo trascendental. Pero ni lo
impensado ni lo trascendental son figuras de lo infinito, sino de la misma finitud
del hombre.
Para Foucault, en esta obra, las ciencias humanas, tal como son descritas en
Las palabras y las cosas, son formas de proyectar los conceptos fundamentales
de las ciencias empíricas hacia esa oscilación entre las diferentes formas de fini-
tud que describen las diferentes filosofías de la modernidad. Así, la piscología
surge de la proyección de conceptos provenientes de la biología hacia la dimen-
sión oscilante de la analítica de la finitud. Las contraciencias humanas, en cam-
bio, rompen con esta dinámica, exceden los límites de la analítica de la finitud
hacia la dimensión del lenguaje. Aquí se ubica el psicoanálisis.
Desde esta perspectiva, mientras la psicología forma parte del proyecto an-
tropológico de la Modernidad, el psicoanálisis, en cambio, es una forma de desan-
tropologización y, por ello, como la etnología, anuncia la muerte del hombre.
—La voluntad de saber (1976) se propone mostrar el surgimiento de lo que
Foucault llama el dispositivo sexualidad. Foucault se muestra perplejo ante la
concepción del poder predominante en el pensamiento occidental a lo largo de
siglos, estando siempre captado en el marco de una negatividad del poder, siem-
pre partiendo de un economicismo o bien de una hipótesis represiva. Al igual
que con el análisis del poder punitivo, Foucault busca desarrollar un análisis que
sea capaz de demostrar la productividad de poder en el dominio de la sexualidad.
A su criterio ¿cuáles son los principales logros de este proyecto?
—E. C.: En términos generales, muy generales, creo que el principal logro
es analizar el poder desde la perspectiva de la sociedad y no del Estado. Por ello,
Foucault busca dejar de lado, al menos metodológicamente, nociones como ley
o institución. Y además, pensar el poder en términos productivos. En realidad,
frecuentemente se ha pensado al poder como productor, pero de realidades ne-
gativas como la locura, la delincuencia, los desposeídos, los oprimidos, etc. Pero
en La voluntad de saber el poder produce realidades positivas, no solo negativas.
En este caso, la sexualidad. Pensar el poder más allá de las instituciones y pen-
sarlo en términos positivos son, me parece, los dos grandes aportes de Foucault
en este sentido.
Desde el punto de vista de la escritura, del estilo de Foucault, La voluntad
de saber es un libro mucho más llano que Las palabras y las cosas. Además, tie-
ne una prosa que cautiva, que, en algunos pasajes clave del libro, alterna entre

202 Universidad de la República


el pathos y la ironía. Un libro escrito con pasión y distancia al mismo tiempo.
Pero no deja de ser un trabajo conceptualmente difícil y que requiere un es-
fuerzo de lectura que no siempre ha tenido. En particular las páginas dedicadas
a las reglas de método. Ellas constituyen, salvando todas las diferencias, sobre
todo en cuanto a extensión, el equivalente a La arqueología del saber respecto
del análisis del discurso.
La denominada regla del doble condicionamiento entre las dimensiones es-
tratégica y táctica del poder me parece, en este sentido, más que esclarecedora.
Es una pieza articuladora de toda la genealogía foucaultiana. Según esta, el po-
der no funciona de manera unidimensional, sea desde arriba hacia abajo (de la
ley a los súbditos) o de abajo hacia arriba (de los sujetos hacia las instituciones),
sino en ambas direcciones, según un doble condicionamiento. Por ello, el poder
no puede ser descrito ni en términos meramente deductivos ni inductivos. Por
ejemplo, no se pueden deducir de las solas representaciones (ideologías, si quere-
mos) las formas que van a tomar las relaciones entre los individuos o el funciona-
miento de las instituciones, pero tampoco se puede partir de estas últimas para
inducir las representaciones en las que, presumiblemente, se basan. Las cosas son
mucho más complejas y, a decir verdad, también móviles. Para llevar a cabo una
genealogía del poder se requiere, por ello, dar cuenta tanto de la heterogeneidad
de los elementos involucrados (teorías, reglamentos, edificios, costumbres, etc.)
como del modo en que se conectan en pos de resolver un determinado pro-
blema o urgencia (la formación de la mano de obra requerida o la gestión de la
enfermedad mental, por ejemplo) y sin suponer que alguna de estas instancias
desempeña una función soberana o trascendente respecto de los otros. El padre
no es el representante del soberano ni el soberano una proyección de la figura
paterna, dirá Foucault. La situación es mucho más compleja, con idas y vueltas,
en esa doble dimensión que es necesario describir. Una teoría social del poder,
una teoría positiva del poder, un análisis en términos de estrategia y táctica que
se condicionan recíprocamente, estos son, me parece, los principales aportes de
La voluntad de saber a la concepción del poder.
—Sobre la genealogía de la sexualidad, tanto en los volúmenes de Historia
de la sexualidad como en los seminarios e intervenciones donde se aborda este
tema, nos interesa preguntarle acerca de la articulación de la hipótesis represi-
va, que ha regido muchas de las concepciones tradicionales del poder, con la
concepción de la sexualidad en la obra de Freud. ¿Cómo limita la represión esta
concepción de la sexualidad?
—E. C.: Foucault, como ya dije, ha tenido idas y vueltas con sus posturas
respecto del psicoanálisis y de Freud. Resulta difícil, además, dado el estilo de
abordaje de Foucault, realizar afirmaciones acerca de cualquier totalidad, inclui-
do un autor o una teoría. Sus análisis van punto por punto. Por ello, Foucault
puede ser muy crítico de Freud en algunos pasajes y en otros, en cambio, ofrecer
una valoración más bien positiva.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 203


Ahora bien, si uno retoma las posiciones de La voluntad de saber, donde,
en sus libros publicados en vida, aborda la cuestión de la hipótesis represiva, la
posición de Foucault acerca de la noción de represión remite a cuestiones de
carácter teórico e histórico. Desde un punto de vista teórico, Foucault busca
sostener que la mecánica del poder no es ni solo ni fundamentalmente la de
reprimir. Desde un punto de vista histórico, no hay evidencias de una represión
masiva del sexo durante la época victoriana. No hay un archivo que pueda servir
como base a una hipótesis de este género. Esto no significa, sin embargo, que
el poder no reprima o que no haya habido represión; sino que ninguna de estas
puede ser tomada como la tendencia general y determinante en la relación entre
el poder y el sexo.
Respecto de la noción de represión en el psicoanálisis, en La voluntad de
saber, podríamos decir que Foucault lleva a cabo una crítica ético-política que
se resume en las páginas finales de esta obra, cuando sostiene que la promesa
de liberación (de la libido, por ejemplo) es, en realidad, una forma de sujeción.
La liberación es una promesa y también una pieza del mecanismo de sujeción
instalado en torno al sexo.
—En La hermenéutica del sujeto Foucault aborda esta vez el poder desde su
cara más interior al sujeto, antes que su cara más exterior como fuera en Vigilar
y castigar. Plantea que a diferencia de las interrelaciones que se encuentran en el
mundo antiguo entre el conocimiento de sí y el cuidado de sí en tanto práctica
espiritual, la modernidad cartesiana olvidará las prácticas de espiritualidad para
aceptar solamente al conocimiento como acceso a la verdad. Jean Allouch ha
respondido a Foucault arguyendo que el psicoanálisis puede ser considerado una
práctica espiritual. ¿Le parece esto posible desde el punto de vista de Foucault?
—E.C.: Sí, claro. El propio Foucault, al inicio de La hermenéutica del sujeto,
se refiere en este sentido, en términos ciertamente muy valorativos, a la figura
de Jacques Lacan. Es necesario notar que Foucault habla, estrictamente, de
momento cartesiano y no simplemente de Descartes. Se trata del cartesianismo,
no de Descartes en sí mismo. Me parece importante esta distinción, pues, más
allá de que Foucault no lo afirme, podríamos preguntarnos si en las Meditaciones
metafísicas, en realidad, no subsiste también ese momento de espiritualidad del
que habla Foucault en relación con las prácticas filosóficas de la Antigüedad.
No hay que olvidarse que Descartes fue alumno de los jesuitas, cuyo fundador es
célebre, precisamente, por sus ejercicios espirituales. De hecho, en la estructura
misma de las Meditaciones de Descartes podemos ver las proyecciones de los
ejercicios espirituales.
—¿Cómo entender el «sí mismo» en La hermenéutica del sujeto?
—E.C.: Es una pregunta que plantea al menos dos niveles de análisis. En
primer lugar, en relación con el vocabulario del propio Foucault; en segundo

204 Universidad de la República


lugar, con el vocabulario de la literatura antigua que es objeto de análisis en este
curso y también en los que lo siguieron en el Collège de France.
Foucault mismo ha señalado la ambigüedad del término sujeto. Por un lado,
remite a un foco de actividad del que emanan los pensamientos y las decisiones.
Por otro, exactamente a lo contrario, a lo sujetado, a lo sometido. El sujeto es,
en este sentido, algo y exactamente lo contrario. Se comprende, entonces, que
Foucault, hablando del sí mismo, busque evitar esta ambigüedad o, si se quiere,
oscilación entre esos dos sentidos opuestos. Foucault también ha señalado que
los antiguos, para hablar de lo que nosotros llamamos sujeto, no utilizaban el
término que fue traducido por sujeto, es decir, el término griego hypokímenon.
Literalmente, lo que está debajo, lo que yace debajo; traducido, por ello, al latín
por subjectum. Y no debemos olvidar que más allá de lo que se afirma a veces, sin
dedicar una atención cuidada a los textos, este sentido pasivo del término sujeto
lo encontramos en el propio Descartes, al que se lo considera el padre del sujeto
moderno, es decir, del sujeto en el sentido activo. Por ello, en la respuesta a las
objeciones que le fueron formuladas sobre las Meditaciones, Descartes sostiene
que el sujeto es el cuerpo y no la mente o el alma.
¿Cómo hablar entonces del sujeto? ¿Cómo nombrarlo? Foucault sugiere,
en sus cursos, que el término que mejor expresaría nuestra idea de sujeto en los
griegos es bios, la vida como estilo de vida. Pero finalmente, para hablar del suje-
to, evitando el término sujeto, no sigue esta pista, sino que se sirve del pronombre
reflexivo sí mismo (soimême). La expresión, en el modo en que la usa Foucault,
quiere poner el acento en esa dimensión refleja de relación de uno mismo con
uno mismo que caracteriza las formas o las prácticas mediante las cuales la sub-
jetividad toma forma. Desde este punto de vista, podría decirse, entonces, que el
sí mismo es la relación de uno mismo con uno mismo. Pero ello no significa que
el otro esté completamente excluido del sí mismo. Volviendo de nuevo a los an-
tiguos, en griego, de hecho, el pronombre reflexivo y el de la tercera persona es
el mismo término: autós. Lo que podría interpretarse diciendo que uno nunca es
un sí mismo sin un otro, pero un otro que no es un tú, sino una tercera persona.
—En su conferencia en la Facultad de Humanidades2 insistió en que
Foucault es un pensador de la familia. Afirmó que sus investigaciones sobre el
poder están íntimamente motivadas por la importancia de la familia en la mo-
dernidad occidental ¿qué más puede decir al respecto?
—EC.: Me parece que es un aspecto que ha sido descuidado en la lectura de
Foucault, que ha sido dejado de lado en favor de otros aspectos de su pensamien-
to como, para tomar un ejemplo reciente, la biopolítica. Y, sin embargo, reco-
rriendo sus trabajos (sus libros, sus cursos), puede verse cómo su genealogía del
poder va tomando forma en relación con la cuestión de la familia. Así, por ejem-
plo, en El poder psiquiátrico, la especificidad de los dispositivos disciplinarios

2 Conferencia ofrecida el 11 de Octubre de 2017 en la Facultad de Humanidades y Ciencias


de la Educación, Udelar.

Comisión Sectorial de Investigación Científica 205


es descrita en contraposición al dispositivo soberano de la familia. Se trata de un
punto muy relevante, pues Foucault había sostenido, en Historia de la locura,
exactamente lo contrario, que la familia había sido el modelo del asilo. Un poco
más de 10años después, en cambio, se ocupa de distinguir minuciosamente entre
familia y asilo, entre dispositivos de soberanía y dispositivos disciplinarios. Poco
más tarde, en La voluntad de saber, la introducción de la cuestión biopolítica, del
gobierno de la vida biológica de la población, tiene lugar a través del dispositivo
de sexualidad, un dispositivo que no es solo disciplinario, sino, precisamente,
también biopolítico o, si se prefiere, que sirve de bisagra entre dispositivos dis-
ciplinarios y biopolíticos, entre el gobierno del cuerpo del individuo y el de la
población. Pero, para describir el dispositivo de sexualidad, Foucault remite
nuevamente a la familia, al dispositivo de alianza. Algo más tarde en sus cursos,
cuando aborde el estudio de la ética de los antiguos, la cuestión de la familia
reaparecerá, esta vez, en relación con la práctica del matrimonio.
Como vemos, la familia es un tema más que frecuente en el pensamiento
de Foucault, reaparece cada vez que debe definir los conceptos claves de su ge-
nealogía del poder. En este sentido, me parece que puede hablarse de Foucault
como de un pensador de la familia. Sin ella, en su forma disciplinada o biopoli-
tizada, no funcionarían las formas modernas de ejercicio del poder.
—¿Qué se puede anticipar del volumen IV de Historia de la sexualidad
acerca del concepto libido?
—EC.: Sobre todo dos cosas. Una primera parte retoma el material que co-
nocemos a través del curso «El gobierno de los vivientes». La segunda parte, en
cambio, incorpora a los ya numerosos análisis foucaultianos, una extensa lectura
de San Agustín, en especial de La ciudad de Dios, del libro XIV. Si la Historia
de la sexualidad debe ser leída como una genealogía del hombre de deseo, las
Confesiones de la carne son una pieza fundamental. En su lectura de Agustín, en
efecto, Foucault lleva a cabo una genealogía de la libido.
La historia detrás de la publicación de Las confesiones de la carne tiene sus
vueltas. De hecho, Foucault había enviado el manuscrito a la editorial Gallimard
poco antes de morir. Pero, por ese entonces, había cambiado la persona encarga-
da de descifrar la letra de Foucault y preparar el texto mecanografiado destinado
a la publicación luego de que el autor lo corrigiese. El resultado no fue el que
Foucault esperaba y, no disponiendo ni de tiempo ni de energía para corregirlo,
este trabajo permaneció inédito. Solo se lo podía consultar, de manera muy limi-
tada, en la copia depositada en los Fondos Foucault.
Finalmente, luego de un trabajo de edición que, sin duda, ha requerido no
pocos esfuerzos, a inicios del año próximo ya dispondremos del tan mentado
tomo cuarto de la Historia de la sexualidad.

206 Universidad de la República


Sobre los autores

Joaquín Venturini Corbellini es licenciado en Ciencias Antropológicas


(opción antropología social, fhce, Udelar) y magíster en Enseñanza Universitaria
(cse-Área Social, Udelar). Investiga en psicoanálisis, psicología, aprendizaje y
análisis del discurso francés, con énfasis en la obra de M. Foucault. Ayudante
del Departamento de Enseñanza y Aprendizaje, Instituto de Educación,
fche, Udelar. Asistente en el Departamento de Educación Física y Prácticas
Corporales, isef, Udelar. Contacto: joacovent@gmail.com.
Carlos Arévalo es licenciado en Psicología (Udelar). Miembro de École
Lacanienne de Psychanalyse. Miembro del Comité editorial de Ñácate, Revista de
psicoanálisis. Docente universitario durante 10 años en el Área de parapsicología
de la Facultad de Psicología, Udelar. Contacto: carlosarevalopla@gmail.com
José Assandri es miembro de la École Lacanienne de Psychanalyse, prac-
tica el psicoanálisis en Montevideo. Autor de Clínica infantil. Territorios y
abordajes (1996), Entre Bataille y Lacan. Ensayo sobre el ojo, golosina caníbal
(2007) y Alberto Nin Frías: Una tumba en busca de sus deudos (2018). Ha
publicado variados artículos en revistas de psicoanálisis de Argentina, Costa
Rica, Francia, México y Uruguay . Creó y dirigió Ñácate, revista de psicoanálisis.
Contacto: assas2@gmail.com.
Gonzalo Percovich es licenciado en Psicología (Udelar). Es miembro de
la École Lacanienne de Psychanalyse. Fue docente de Facultad de Psicología
(1984-1990). Ha publicado artículos en revistas nacionales y extranjeras. Dirige
un seminario acerca de la relación entre el psicoanálisis y la obra de M. Foucault
(2008-2017). Contacto: gonzalopercovich@gmail.com
Ivana Deorta es docente en el Instituto Superior de Educación Física
(Udelar). Tiene formación en filosofía con orientación psicoanalítica y social.
Integrante de la línea de investigación Estudios sobre el cuerpo y la política
(isef-Udelar).Contacto: ivanadeorta@gmail.com.
Marcelo Real es doctorando en Filosofía en Paris VIII-Udelar. Miembro
de École Lacanienne de Psychanalyse. Contacto: marcelo.real@hotmail.com.
Ana María Fernández Caraballo es doctora en Filosofía por la
Universidad Complutense de Madrid, magíster en Psicología y Educación y
licenciada en Psicología, por la Facultad de Psicología (Udelar). Licenciada
en Lingüística por la fhce, Udelar. Psicoanalista, miembro de la École
Lacanienne de Psychanalyse. Profesora titular y directora de la línea de in-
vestigación «Enseñanza y Psicoanálisis», Departamento de Enseñanza y
Aprendizaje, Instituto de Educación, fhce, Udelar. Contacto: amfernandezca-
raballo@gmail.com.

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Agustina Craviotto Corbellini es doctoranda en Lingüística, en el
Instituto de Estudos da Linguagem, de la Universidade Estadual de Campinas,
Brasil. Bolsista en Programa De Pós-Graduação Pec-Pg, de la Coordenação de
Aperfeiçoamento de Pessoal de Nível Superior, Brasil. Magíster en «Estudios
Interdisciplinarios de la Subjetividad», por la Facultad de Filosofía y Letras, de
la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Es docente del Instituto Superior
de Educación Física, Udelar.

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